APOLOGETICA

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Rama de la Teologí­a, o ciencia teológica, que tiene por objeto defender la recta doctrina cristiana de los ataques y descalificaciones de los adversarios. Lo hace con argumentos lógicos y con formas dialécticas, en conformidad con los rasgos de cada momento o de cada adversario y también de cada apologista.

La actitud apologética fue muy apreciada en los primeros siglos del cristianismo, por los ataques de los judí­os (en los ambientes del Oriente) y de los filósofos helenistas, que no aceptaban el misterio incomprensible de la cruz (1 Cor. 1. 23 y Gal. 5. 11).

Algunos de los más influyentes Padres apologistas de los primeros tiempos (San Justino en el II, Orí­genes y Tertuliano en el III, San Basilio y San Juan Crisóstomo en el IV) merecen eterno agradecimiento por sus aportaciones clarificadoras a la verdadera doctrina. Pero los llamados Padres apologistas fueron muchos.

En los tiempos posteriores, la Apologética se intensificó en perí­odos de crisis ideológica (nominalismo del siglo XII, humanismo del XIV, protestantismo del XVI, racionalismo del XVII y enciclopedismo del XVIII).

En el siglo XIX fue cultivada de forma especial como una ciencia teológica prioritaria, ante la agresividad de las corrientes positivistas (Comte), antropológicas (Darwin), dialécticas (Fichte, Hegel), socialistas y materialistas (Marx, Engels, Lenin) o literarias (Nietzsche), e incluso teológicas y éticas (Harnack, Renan …) Los grandes defensores de la verdad cristiana se enfrentaron a los argumentos que trataban de combatir el pensamiento católico y evangélico, al menos en sus formas tradicionales.

La Apologética cristiana organizó y presentó los argumentos defensivos de la verdad cristiana e hizo lo posible por poner la lógica al servicio de la fe y de la vida cristiana. En la medida en que se cultiva, tiene doble misión: de cara al creyente, busca persuadirle de que se halla en la verdad; de cara al adversario, intenta ofrecer argumentos claros, lógicos y serenos que paralicen sus ataques. Modelo de apologista del siglo XIX fue Jaime Balmes (1810-1848), con obras como “Cartas a un escéptico” o “El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea”.

En el siglo XX, sobre todo después del Concilio Vaticano II, se orientó la Apologética a la defensa del mensaje cristiano por otros caminos.

En los tiempos actuales, ante el triunfo del secularismo como estilo de vida, del pluralismo religioso como necesidad, del irenismo moral y del comunitarismo en la Iglesia cristiana, se prefiere defender la verdad mediante el testimonio de vida y la labor samaritana de los creyentes. Y se duda de la eficacia evangélica de la argumentación defensiva, de las polémicas religiosas al estilo antiguo o de las simples razones para la aceptación y conservación de la fe.

La Apologética sigue siendo una ciencia teológica, pero situada en otra dimensión. El catequista debe tenerla en consideración y debe usarla, sobre todo en ciertas edades. Tal es el momento de la adolescencia o de la juventud, cuando el catequizando precisa razones y motivos (argumentos lógicos y fundamentos afectivos) que hagan más sólidas sus creencias.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. ciencia y fe, cristianismo, Jesucristo, teologí­a, notas de la Iglesia unidad, santidad, catolicidad, apostolicidad)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

No resulta fácil definir la apologética, ya que con este mismo nombre se presentan diversas funciones que durante siglos han determinado la reflexión teológica y la praxis eclesial. En la historia del concepto puede verificarse, sin embargo, un denominador común que permite definir la apologética como la ciencia que se ocupa de la apologí­a de la fe cristiana. Esto significa que, esencialmente, con la palabra “apologética” se hace referencia a una reflexión crí­tica que intenta presentar el contenido de la fe ante las riquezas de la razón.

Es posible subrayar tres momentos particulares de este proceso. El primero está caracterizado por los primeros siglos de la historia del cristianismo.

La apologética se construye como la presentación del hecho cristiano que llega a entrar en contacto con el mundo pagano y con las diversas escuelas filosóficas. En este sentido se pueden recordar, por ejemplo, el Diálogo con Trifón escrito por Justino y la Apologí­a de Tertuliano. Junto con la tarea de presentar al emperador o a la autoridad civil, el contenido de la fe purificado de los ataques que se forjaban contra los creyentes, estos escritos tení­an la función de defender tanto la praxis de los cristianos como su enseñanza. Bajo este aspecto, la apologética se convirtió en una auténtica ” defensa ” de la fe contra los errores y calumnias que se iban propalando contra la vida de Jesús o la praxis común de los primeros creyentes.

Tanto en Oriente como en Occidente se elaboraron auténticos tratados apologéticos, que tomaban en consideración las conquistas hechas hasta entonces por el pensamiento pagano.

Orí­genes elaboró el Contra Celsum; Eusebio respondió a las tesis neoplatónicas de Porfirio; Agustí­n escribió el De vera religione para refutar la tesis del escepticismo a partir de sus mismas premisas, y el De civitate Dei para responder a las acusaciones dirigidas contra los cristianos como responsables de la caí­da del Imperio. En resumen, la apologética se convierte en un arte que se considera cada vez más necesaria, sobre todo por la apertura que el cristianismo comienza a tener históricamente en su expansión evangelizadora. Es difí­cil en este punto encontrar los lí­mites exactos entre la apologética y la apologí­a; la primera, de todas formas, parece convertirse en la justificación teórica de la segunda y ésta en la causa formal de la primera.

La Edad Media empezó a dar un doble cambio, que marcó un auténtico giro en la comprensión de la apologética. En primer lugar, se empieza a identificar mejor al destinatario de estos escritos, que, en esta ocasión, son los judí­os y el islam; además, la reflexión lleva a la identificación de unas verdades que son accesibles a todos, a la luz de la inteligencia de la experiencia humana, mientras que otras verdades son el fruto de una revelación. La apologética evoluciona teniendo que buscar tanto las motivaciones que permiten el reconocimiento de algunos contenidos con un carácter universal -más directamente, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma- como las razones que permiten al creyente motivar su propia fe. Tomás de Aquino con la Summa Theologiae y la Sumnza contra Gentiles -recuérdese el subtí­tulo tan expresivo de esta obra: Seu de veritate catholicae Rdei contra Gentiles- es un claro ejemplo de esta comprensión de la apologética. Los siglos siguientes, especialmente con la presencia de la Reforma, conocerán una apologética fuertemente polémica respecto a las diversas confesiones protestantes: un ejemplo clásico es el texto de P. Charron, Les trois vérités contre les athées, idolatres, juifs, mahométans, hérétiques et schismatiques.

Una segunda precomprensión de la apologética es la que se nos ofrece a partir del s. XVlll, cuando la supremací­a y la autonomí­a de la razón se convierten en el reto con que habí­a de enfrentarse la fe cristiana. En efecto, la razón se convierte en la verdadera protagonista de este perí­odo, incluso para la teologí­a. La apologética se concibe y se estructura entonces como la disciplina que es capaz de ofrecer razones universales y racionalmente válidas. La verdad es que ya san Anselmo, en su Proslogion, habí­a recorrido un camino semejante; siguiendo a la razón, demostraba que ésta era capaz de poner en evidencia cómo las motivaciones que se presentaban contra la fe eran de suyo irracionales. La apologética de este perí­odo, sin embargo, no se mete por esta ví­a; habí­a madurado ya una distinción entre la razón y la fe, que veí­a a la fe alcanzar lo so6renatural y por tanto lo suprarracional, mientras que la razón se veí­a obligada a permanecer en el orden de lo natural. Dramáticamente, al querer seguir el recorrido del racionalismo, esta apologética sacaba la conclusión de que la verdad de fe en cuanto tal no podí­a demostrarse racionalmente, pero que se podí­an dar motivaciones racionales que la convertí­an en religión verdadera.

Situación dramática, va que llegaba a faltarle a la fe, como – tal, el elemento que la convertí­a en una forma de conocimiento coherente con las verdades de la revelación. La apologética de este perí­odo se desarrolla en el terreno de la credibilidad de los signos de la revelación. Esta credibilidad reviste un carácter extrí­nseco de tal categorí­a que, paradójicamente, se construye fuera del contenido formal de la fe. Dirigida a demostrar racionalmente la validez de su verdad, y – a que fue alcanzada precisamente por la razón a través del análisis de unos hechos “externos” a la verdad sobrenatural, esta apologética se olvidaba finalmente del hecho mismo de la revelación y de la persona del revelador. En esta perspectiva hay que leer – teniendo en cuenta debidamente las diferencias de los autores y las provocaciones filosóficas – las obras de Y. Picler, Theologia polemica, o las Praelectiones theologiae de p, M. Gazzanica, así­ como los diversos tratados compuestos durante el perí­odo de los manuales.

Esta caracterí­stica dominante de la apologética no debe hacernos olvidar que, al mismo tiempo, habí­a otros autores que señalaban los lí­mites de estos planteamientos y las peligrosas consecuencias que dé allí­ se derivan para la misma fe. No fueron seguidos estos autores ni pudieron crear una escuela de pensamiento, e incluso a veces fueron criticados y marginados; sólo hoy es posible veri6car hasta qué punto era significativa y lí­cita su intuición. Entre los nombres más representativos podemos citar los nombres de Pascal, Simon, Chateaubriand, Newman, Schleiermacher, Drey, Blondel…

La teologí­a que sigue al concilio Vaticano II permite verificar una tercera precomprensión de la apologética. No es posible todaví­a sistematizar fácilmente sus notas caracterí­sticas, ya que está aún en curso la investigación teológica; pero se pueden señalar al menos tres ámbitos de su tarea. El primero intenta recuperar la dimensión estrictamente teológica de la apologética. No es una disciplina que posea un método y un contenido externo a la revelación ni se presenta como una reflexión hí­brida entre la teologí­a natural y la filosofí­a; es más bien una disciplina engendrada dentro del saber de la fe, cuando toma conciencia de su función peculiar de dar razón de sí­ misma. El segundo ámbito es el que afecta al destinatario de su reflexión: éste no es solamente el creyente, al que se dirija para mostrar la racionalidad del contenido de su fe a partir del hecho mismo de la revelación que lleva consigo las notas de credibilidad, sino también el “otro”, el no creyente, al que es necesario dar las razones que le permitan hacer una opción de fe como algo significativo para una existencia personal. Finalmente, el tercer ámbito presenta los fundamentos epistemológicos de todo el saber crí­tico de la fe, para que la teologí­a pueda comunicar sus propios datos en el organigrama cientí­fico universal, aportando su contribución especial con vistas a la globalidad de la persona.
R. Fisichella

Bibl.: R. Latourelle, Apologética fundamental, en Teologí­a, ciencia de la salvación, Sí­gueme, Salamanca 1968, 139-159: R. Fisichella, Introducción a la teologí­a fundamental, Verbo Divino, Estella 1993: A. Dulles, A History , of Apologetics, Londres 1971.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Lí­neas generales del concepto teológico de a.

“Apologética” en un sentido general y fundamental designa un rasgo permanente y básico de toda -> teologí­a cristiana. Así­ entendida, el interés latente en la a., a saber, la respuesta de la fe, es tan antiguo como la teologí­a cristiana en cuanto tal y tiene sus raí­ces en los mismos testimonios bí­blicos (cf. II). Como consecuencia de la nueva situación espiritual y polí­tica del -> cristianismo en la –>ilustración, en la cual el cristianismo y la –> religión dejaron de identificarse y éste pasó a ser algo particular con relación a la sociedad, a principios del s. xix la a. quedó constituida en una autónoma disciplina teológica, la cual actualmente se identifica en parte o de lleno con aquellos temas teológicos o con aquel campo de tareas a los que recientemente se ha dado el nombre de -> “teologí­a fundamental”. Eso sucedió inicialmente en la escuela de –> Tubinga (S. Drey), por parte católica, y en la escuela de Schleiermacher, por parte protestante.

1. La disposición a la respuesta que implica la fe cristiana, que se articula en la a., es una prontitud para la actuación responsable, o sea, para compartir los problemas y las preguntas del mundo circundante. Esta disposición no se añade secundariamente – como expresión de una adaptación puramente apologética – a la fe cristiana, sino que pertenece a su misma esencia (cf. ii, 2). Dando al mundo circundante su respuesta desde la fe, el mismo creyente penetra más profundamente en la realidad de la fe. Solamente si él oye el mensaje de tal manera que junto con éste oiga las objeciones, las dificultades y los problemas de su situación social e histórica (en la cual él mismo está incluido), es verdadero “oyente de la palabra” en un sentido teológico.

2. Aunque la autonomí­a de la apologética sea necesaria, por lo menos como método de trabajo, sin embargo no se la debe cultivar aisladamente, de modo que ella pierda su constante vinculación al carácter fundamental “de respuesta” que va anejo a la teologí­a en general. De otro modo la a. cae en dos peligros tí­picos que vuelven siempre a repetirse en su historia: primero, en el de que en su peculiaridad y función ya no se entienda como disciplina teológica, a pesar de que para el confrontamiento en un clima de responsabilidad y de respuesta con la conciencia no teológica y no cristiana es necesario poner en juego o movilizar precisamente la potencia inteligible, la fuerza de la misma fe cristiana con su capacidad de configurar y modificar la conciencia; segundo, en el peligro de que la a. adopte aquellos rasgos que en la historia del espí­ritu y de la polí­tica son peculiares de “una actitud puramente apologética”, por ejemplo: estrechez sospechosa de ideologí­a; formalismo en la argumentación; encubrimiento de la permanente vulnerabilidad de la misma fe a defender; ceguedad para la diferenciación y la pluralidad interna de la situación histórica del espí­ritu y de la sociedad; tránsito a una posición que valora en forma meramente negativa y que, en su pura negatividad, cae en aquel mismo espí­ritu contra el que combate y se aferra a él; deficiente receptividad para las posibilidades positivas que adquieren fuerza histórica en las posiciones combatidas apologéticamente; con cesión de un valor absoluto al canon de preguntas de una determinada situación apologética, etc.

II. Caracterización y motivación bí­blica
Son principalmente dos los motivos del mensaje neotestamentario que caracterizan fundamentalmente la tarea “apologética” de la teologí­a.

1. El motivo de la universalidad de la fe y de la conciencia misional.

El horizonte dentro del cual la –> fe se interpreta a sí­ misma y en orden al cual ella entiende su misión se hace universal en el NT. Cae el muro de separación entre “judí­os” y “gentiles”, se rasga el velo del Templo, la sinagoga se convierte en Iglesia entre los paganos y para los paganos. El movimiento hacia el lí­mite y por encima del lí­mite se hace obligatorio. Una conciencia creyente así­ orientada entra necesariamente en relación explí­cita con aquella visión universal del mundo que encuentra en el ámbito de la filosofí­a greco-helenista, y al mismo tiempo se distancia más consciente y explí­citamente del anterior ambiente espiritual, conocido ahora como particular. Se abandona el idioma del suelo patrio de Palestina y con ello se evita el riesgo de un aislamiento sectario. La fe cristiana, guiada por la conciencia de su misión universal, emprende un necesario diálogo con el sistema universalista del helenismo (->helenismo y cristianismo). La conciencia “apologética”, la cual está ya diseñada dentro del canon neotestamentario, empieza ahora a desarrollarse y, por cierto, primariamente, no a servicio de unos limites que es necesario asegurar y defender, sino en la forma misionera de una ruptura de fronteras.

2. El motivo de la disposición a la respuesta creyente.

Este motivo separa la fe cristiana de toda ideologí­a religiosa que, aferrándose a la intolerancia y a la afirmación incondicional de un interés o de un punto de vista particular, tiende a imponerse en forma universal. La universalidad a que aspira la fe cristiana no puede alcanzarse por el camino de un poder que preceda al poder de la verdad y del amor; sólo puede alcanzarse por el camino de la respuesta de la fe a todo el que le pregunte por el fundamento de su esperanza: 1 Pe 3, 15. Esto exige de la fe cristiana una inexorable sinceridad intelectual y pone de manifiesto que la “fe ciega”, en su hostilidad a la reflexión y a la ilustración, no es la forma más alta de creer, sino una forma pequeña y deficiente de fe. La teologí­a cristiana debe desarrollarse como logos de una fe que se sabe llamada a responder de su esperanza, es decir, de la universal promesa divina que fue aceptada al creer, y que, por tanto, tiende a interpretarse a sí­ misma en una forma adecuada a la situación intelectiva del momento histórico. Es evidente; sin embargo, que no se puede ignorar o borrar los lí­mites internos de esta “mediación apologética” de la fe cristiana. A. no es adaptación. Pero el fin de la a. tampoco es encerrar la fe cristiana en un redondeado modelo intelectual, por más formalmente elaborado y universal que éste sea, ya se trate de un modelo cosmológico-metafí­sico, o incluso, transcendental, o existencial, o personal. Más bien, en su respuesta creyente, la a. intenta también con una postura crí­tica y libertadora abrir brechas en todos los modelos usados para entender la fe, mirando constantemente al ” antilogos” (D. Bonhoeffer) de la cruz y de la resurrección de Jesucristo, el cual no puede acreditarse como pura idea, sino que se legitima solamente mediante una acción (histórica) orientada hacia sus promesas escatológicas.

III. ¿Apologética hoy? El cambio de forma en la apologética
La peculiaridad y la misión de la apologética, como renovación de la inteligencia de la fe en forma de respuesta critica ante una determinada situación social e histórica, hace que ella no pueda escoger sus propios problemas partiendo solamente del interior de la teologí­a y de la tradición teológica, si no quiere agotarse con una reproducción estéril de la problemática del pasado. El canon de sus temas y tareas está sujeto a mutación, y lo está más que en otras disciplinas teológicas.

1. Cambio en los destinatarios de la respuesta creyente
Este destinatario a quien la fe debe la apologí­a de su esperanza fue al principio el mundo pagano del imperio romano, representado intelectualmente por la filosofí­a helenista y la metafí­sica polí­tica de Roma; en el medievo fue principalmente el Islam (Santo Tomás de Aquino: Summa contra gentiles); desde el tiempo de la reforma era preferentemente el cristianismo no católico; más tarde, desde el tiempo de la Ilustración, ha sido la crí­tica a la religión, basada en motivos filosóficos o sociales, o polí­ticos, o procedentes de las ciencias naturales. Desde el punto de vista de la teologí­a eclesiástica el destinatario era siempre el otro, el no creyente o el que tení­a distinta fe, y por eso la a. revestí­a primariamente la forma de apologí­a ad extra. A esto va añadiéndose progresivamente en la actualidad otra forma de a., a saber, la apologí­a ad intra, la respuesta de la esperanza de la fe ante los mismos creyentes. La inseguridad y la vulnerabilidad internas de la fe, que van inherentes a ésta por su misma esencia, se hallan plasmadas cada vez más en una situación mundana que sobrepase la dimensión individual: escisión entre religión y sociedad; creciente situación de diáspora para los creyentes; sobrecarga aní­mica e intelectual de los creyentes a causa del ambiente inevitablemente pluralista en que ha de acreditarse y sostenerse la experiencia de la fe, etcétera. La existencia creyente soportada por el ambiente y la tradición, y, en este sentido, “carente de problemas” está desapareciendo. Los problemas y las tentaciones que proceden, ya no solamente de la claudicación del individuo por el pecado, sino además de la situación espiritual, del ambiente social, aumentan cada vez más y se apoderan de todos los estratos de la comunidad eclesiástica. Por eso, un esclarecimiento y una fundamentación responsables y que. saben responder de la posibilidad de la fe no se añaden a la existencia creyente en forma meramente accesoria, por así­ decir como una superestructura teórica para los creyentes formados, como arsenal de argumentos para la discusión ideológica con los incrédulos; pertenecen más bien en grado cada vez mayor a la condición creyente del individuo, es decir, no están precisamente a servicio de un accesorio refuerzo ideológico, sino que, cada vez más, se requieren para crear la posibilidad de fe en el individuo, y’ en este sentido también la predicación ha de tener en cuenta el elemento de la apologí­a ad intra; no le es lí­cito reservar la discusión de las dificultades de la fe para los que “están lejos”; una predicación que intente ser un sermón “para los paganos” no es la menos apropiada para la misma comunidad eclesiástica.

2. Cambio en la forma y el método de la respuesta creyente a través de la teologí­a
Tampoco aquí­ podemos exponer toda la historia de este cambio. Vamos a determinar solamente los elementos más importantes de aquel cambio que se ha iniciado o inicia desde que la a. existe como disciplina teológica autónoma. Esta disciplina se desarrolla -principalmente en el transcurso del siglo xix – como una apologética racional e histórica, o sea, como una disciplina que a través de una argumentación basada en el razonamiento filosófico y en la historia intenta “defender” o mostrar las razones por las que se puede creer. Sin entrar aquí­ (cf. luego 2 c) en la cuestión fundamental (aunque poco tratada en la a. clásica) de cómo el uso de la argumentación filosófica e histórica está enraizada en la misma inteligencia de la fe, de cómo, por tanto, la a. es una legí­tima disciplina teológica, a continuación mostraremos el cambio de forma y de método en la respuesta de la fe comentando sus tres caracterí­sticas “clásicas”: filosófico-racional, histórica y apologética.

a) El motivo filosófico. Ha cambiado la premisa de la argumentación filosófico-racional en la apologética, a saber, la idea de que la filosofí­a como teorí­a “puramente racional” y carente de presupuestos sobre el todo de la realidad es el lugar ideal para la fundamentación de la credibilidad de la fe. Desde la ilustración reina una nueva relación entre teorí­a y praxis, entre verdad y sociedad histórica; y, desde Kant, el pensamiento del “final de la metafí­sica” por lo menos como problema se ha hecho ineludible. La filosofí­a (que en su uso por parte de la teologí­a apologética se identificaba de hecho con la -> metafí­sica occidental de la tradición aristotélico-medieval) ha perdido su uniformidad, descomponiéndose en un pluralismo de filosofí­as, el cual no puede ser superado adecuadamente en el sujeto particular que filosofa y reducido a “la” filosofí­a una. La misma reflexión filosófica está amenazada hoy dí­a por un “irracionalismo de segundo orden”, el cual no se debe a una falta de razonamiento, sino al hecho de que lo pensado y meditado filosóficamente parece caer de nuevo en el ámbito de lo que no obliga y de lo arbitrario.

De todos modos ya no hay una filosofí­a “standard” a la que pudiera recurrir una a. teológica y de la que ésta pudiera echar mano sin más en su trabajo de respuesta. La misma a. tiene que filosofar. Y por esto entiende en medida creciente la filosofí­a que actúa en ella, no simplemente como un sistema material ya terminado que ella ha encontrado hecho y que se limita a aplicar, sino como una reflexión hermenéutico-mayéutica y catártico-crí­tica que va _ inherente al mismo proceso teológico de la respuesta y la comunicación o que es exigida siempre de nuevo por ese proceso (cf. con relación a esto: J.B. METz, Theologie, en LThKz x, 62-71, especialmente 69s). Sobre la reflexión hermenéutica véase también a continuación 2 b. Por lo que se refiere a la reflexión mayéutica en la a., tampoco aquí­ es usada la filosofí­a como un sistema material, su uso es más bien “formal”, como inexorable preguntar por lo no preguntado antes, como “fértil negatividad” en la cual ella, preguntando y volviendo a preguntar crí­ticamente, arrebata su seguridad al establecido canon de lo “evidente”, y con la cual lucha contra la solapada concesión de un valor absoluto a cualquier forma particular de la conciencia o a cualquier ciencia particular, contra la violación de los lí­mites categoriales, protesta contra la dictadura anónima de lo meramente fáctico e incita a un constantemente renovado desdoblamiento crí­tico, de manera que, usando una frase modificada de Hegel, puede entenderse a sí­ misma como “su propio tiempo aprenhendido en una pregunta crí­tica”. Con todo ello la filosofí­a así­ usada en cierto modo toma partido por las posibilidades mayores de la existencia humana en su situación concreta, las cuales nunca están dadas sin más con lo .puramente fáctico, y manifiesta a la vez, aunque en forma “negativa”, aquella concreta e históricamente cambiante “apertura” de la conciencia y de la acción humanas (–>potencia obediencial) que la fe llamada al anuncio responsable de su esperanza debe crearse siempre de nuevo.

b) El motivo histórico. A las preguntas que -desde la ilustración- se plantearon por la aplicación de la crí­tica histórica a los fundamentos históricos de la fe cristiana, la teologí­a les daba respuesta con su a. histórica, que a su vez intentaba demostrar con los medios de la ciencia histórica la historicidad de los sucesos atestiguados en la Biblia. Entretanto la situación de donde partió esta apologética histórica se ha cambiado y diferenciado en diversos sentidos: 1 °, por el hecho de que la misma fe es entendida cada vez más en su historicidad inmanente, y por eso se hace ineludible el abordar explí­citamente la fundamental pregunta hermenéutica por la relación entre –> “fe e historia” (suscitada por Lessing, Kierkegaard, Hegel); 2 °, porque a su vez la ciencia histórica – en el ámbito teológico desde Schleiermacher, y en el de la investigación de la historia del espí­ritu, p. ej., en P. York v. Wartenburg, en W. Dilthey, en M. Heidegger (cf. H.G. GADAMER, Wahrheit und Methode [ 1960, T 21965)) -, quedó modificada en virtud de la pregunta hermenéutica por la peculiaridad y las condiciones del entender histórico en general, y teniendo en cuenta las distintas formas como aparece y es expresada la realidad histórica (-> hermenéutica; ->historia e historicidad); 3 °, por el hecho de que la investigación histórica de los testimonios bí­blicos (últimamente en la historia de las –>formas) ha resaltado la peculiaridad y la multiplicidad de estratos de los textos bí­blicos (p. ej., como testimonios de fe orientados kerygmáticamente e informados por la reflexión teológica) y así­ ha obligado a una reflexión hermenéutica sobre la forma de intelección histórica adecuada a este hallazgo; 4 °, finalmente por el hecho de.que, en el horizonte de la racionalidad técnica que hoy predomina, el conocimiento de una realidad ocurrida una sola vez e irrepetible amenaza con hacerse cada vez menos vinculante y más elástico.

Todo esto implica también un cambio crí­ticamente diferenciador en la a. histórica. Dos cometidos se imponen especialmente: por un lado la nueva elaboración de la categorí­a de futuro en orden a la comprensión de la historia, frente a una orientación excesivamente unilateral hacia la historia como punto de procedencia; con ello la a. histórica puede sacar de ciertas aporí­as en el planteamiento hermenéutico del problema y desarrollar al mismo tiempo aquella dimensión de la historia para la que el hombre de una civilización acentuadamente tecnológica parece ser especialmente sensible. Y, por otro lado, la pregunta por el valor vinculante y la importancia de la permanente reflexión hermenéutica, a través de la cual la autointeligencia de la fe, ligada a bases históricas, amenaza con desviarse hacia un nuevo irracionalismo (de segundo orden). Aquí­ está sometida a discusión en forma totalmente nueva, por así­ decir poscrí­tica, la relación entre la reflexión (teológica) y la institución (religiosa).

c) El motivo apologético como tal. Aquí­ se dibuja un cambio en cuanto la acción apologética ya no es enfocada primariamente como algo marginal, como algo que se halla en el “atrio” – exterior a la teologí­a -del entender creyente, sino que es más bien concebida como el acto fundamental del responder teológico. En él quedan movilizados el “espí­ritu”, la potencia intelectiva de la fe cristiana y su fuerza inmanente para configurar y transformar la conciencia. Resaltemos algunos rasgos de la respuesta teológica:
1 °, no puede tener ningún matiz ideológico. No puede ni necesita aparentar ningún saber y ninguna respuesta de los que ella misma no dispone. No es lí­cito ni necesario que por un ficticio exceso de respuestas y una ausencia de preguntas se haga sospechosa de mitologí­a moderna. Sin caer en el otro extremo estéril, en el culto del mero preguntar, la respuesta teológica no puede consistir en eludir la discusión de las cuestiones y exigencias que se le presentan, como si el hombre con ayuda de su religión encerrada en fórmulas fuera en último término capaz de descifrarse totalmente a sí­ mismo y pudiera así­ librarse del carácter problemático de su existencia y del riesgo de cara al futuro. La respuesta teológica debe estar determinada por la vulneración permanente e inevitable y por el peligro interno de la propia fe, ha de estar guiada por la conciencia de que la pregunta por la -a incredulidad es ante todo una cuestión que el creyente se plantea de cara a sí­ mismo.

2 °, debe estar determinada por una solidaridad crí­tica con lo humano en cuanto se halle amenazado. Esto nada tiene que ver con la resignación y con una reducción de la respuesta teológica al ámbito meramente humanitario (lo cual podrí­a caracterizarse como peligro tí­pico de una religión que se hace vieja, y que, por el camino de un pensamiento puramente humanitario, quiere fingir aquella universalidad y fuerza vinculante que no obtiene por el camino de la misión histórica); pero tiene mucho que ver con la fuerza persuasiva y comunicativa de una respuesta teológica que, frente a la amenaza radical contra el carácter humano del hombre, defiende una -> salvación universal, una salvación de la responsabilidad fraterna “por el más pequeño”, una salvación con relación a la cual es falso todo lo que parece ser verdadero para el individuo considerado en forma meramente aislada. Esta orientación de la respuesta teológica reviste importancia precisamente hoy porque la incredulidad contemporánea no se presenta primariamente como un esbozo de mundo y de existencia contra Dios, sino como la oferta de una posibilidad positiva de existencia, de un humanismo í­ntegro sin Dios. El –> ateí­smo explí­cito y combatido propiamente es, no el objeto, sino el presupuesto de esta incredulidad de una época en cierto modo postatea, la cual intenta interpretarse directamente como –> “humanismo”.

3 °, en relación con esto: hoy la respuesta teológica debe ante todo desarrollar las implicaciones sociales de la autoconciencia de la fe cristiana y del mensaje cristiano de la promesa. En primer lugar porque la moderna crí­tica a la religión (germinalmente desde la ilustración) se presenta ante todo como crí­tica a la –> ideologí­a, como intento de desenmascarar la religión cristiana en cuanto función o sanción de una determinada situación de dominio polí­tico y social; y en segundo lugar porque la exigencia del mensaje cristiano de salvación no puede quedar mutilada por reducirla al ámbito privado e ideal. A este respecto hay que poner de manifiesto sobre todo el poder crí­tico de la esperanza cristiana para el proceso de la sociedad.

4 °, la respuesta teológica de la a. adquiere en medida creciente el carácter de “diálogo”. Diálogo que, evidentemente, no puede estar a servicio de una acomodación hecha sin espí­ritu crí­tico, de un compromiso fugitivo, de la nivelación del mensaje cristiano hasta convenirlo en una paráfrasis simbólica de la conciencia del tiempo; su servicio está más bien en atenuar el terrible conflicto dentro de nuestra sociedad pluralí­stica y en compartir sus tareas comunes; y no se halla entre las últimas tareas de ese diálogo el tomar conciencia de la importancia de las preguntas que plantea el ateí­smo (Vaticano 11: Constitución pastoral La Iglesia en el mundo de hoy, n .o 21).

Johannes-Baptist Metz

IV. Apologética de la inmanencia
Se da el nombre de a. de la inmanencia aquellas reflexiones sobre la preparación filosófica de la fe, elaboradas principalmente por M. Blondel y L. Laberthonniére, que quieren facilitar el asentimiento subjetivo de la -> fe (II) mostrando el valor y el sentido de la revelación cristiana como plenitud de una “aspiración natural” y primordial del hombre. Lejos de constituir una especial forma histórica de la a. total, la a. de la inmanencia es un momento parcial de toda a., exigido por la esencia de la tarea apologética y por la situación del pensamiento moderno.

1. En el conjunto de la apologética, la a. de la inmanencia pertenece en primer lugar a la demonstratio religiosa, donde le corresponde una tarea en la fundamentación del asentimiento a la –> revelación parecida a la misión fundamentante que las reflexiones de la –> teologí­a natural ejercen en la inteligencia de la revelación. En efecto, así­ como las palabras de la revelación sólo alcanzan un sentido inteligible para el sujeto receptor por el hecho de que ellas le anuncian un mensaje de aquel Dios acerca del cual él ya sabia algo “anteriormente” (cf. Act 17, 23), es decir, independientemente de dichas palabras, de igual manera el hecho en sí­ de que se ha producido una revelación únicamente se reviste de un “sentido pleno”, es decir, merece ser escuchado (lo cual exige la autonegación del que escucha), si realmente “tiene algo que decir” al hombre. Este valor de la revelación como “sentido” ha de mostrarse en primer lugar cuando se guí­a a alguien hacia la fe, pues incluso “la sumisión ciega a la autoridad del Dios que se revela” presupone el conocimiento de que esa sumisión tiene verdadero sentido y, por tanto, se puede responder personalmente de ella e incluso resulta comprensible que esté mandada. Por esto hay que presentar al hombre la revelación como un valor para él, como respuesta a la pregunta por un sentido, que él puede o debe plantear. Y por cierto, puesto que la revelación reclama al hombre entero, hay que presentarla como respuesta a la más fundamental de las preguntas, a la que se refiere al -> sentido último de la vida, al posible ser í­ntegro del hombre. Mientras los judí­os tení­an ya este punto de apoyo teológico del mensaje cristiano en la obra salví­fica de Dios iniciada en ellos y prometida como futura en su consumación (-> salvación, historia de la), ahora hay que buscarlo filosóficamente para los “paganos”, es decir, hay que sacarlo de un análisis de la existencia del hombre y de aquellas “esperanzas” suyas que, no llegando a realizarse plenamente por medios naturales, sin embargo, son inalienables – como existenciales y no existencialmente- (cf. Act 14, 15ss; 17, 13-30; Rom 1, 20, 32; 2, 14ss).

2. El método especí­fico de la inmanencia y la especial acentuación de la preparación subjetiva al asentimiento creyente le han sido impuestos a la a. por el desarrollo de la filosofí­a moderna. esta, una vez preparada por Descartes, desde Kant es esencialmente (y, como requisito para el rigor en la demostración filosófica, necesariamente) filosofí­a del sujeto o del yo (->inmanentismo). La a. antigua era a. objetiva, en armoní­a con la filosofí­a objetiva de entonces. El pensador se hallaba ante cosas, que él sometí­a a la reflexión; y también la a. le ofrecí­a cosas (palabras de la revelación, acreditadas por –> milagros), las cuales lo situaban ante la presencia del Dios revelado como totalmente especí­fica primera causa sobrenatural de este totalmente especí­fico ámbito de objetos. E igualmente, entonces la causalidad general de Dios, creadora y conservadora, que late tras todo campo de objetos, nunca era sometida seriamente a discusión. Actualmente hay que comenzar por conseguir que el pensador tome en serio el ámbito de los objetos (sin cuya mediación no es posible ninguna revelación) como medio hacia un “tú” absoluto y personal (en virtud del cual también el mundo de los objetos puede alzar la pretensión de verdad absoluta). Esto sucede en cuanto, por una reflexión sobre el yo y sobre las ahí­ implicadas estructuras “inmanentes” de la propia mismidad concreta, se le muestra al hombre que él está siempre orientado hacia “otro”, hacia un tú (y cómo esa orientación constituye la condición de su posibilidad), de forma que él debe entender también el ámbito objetivo como medio de acceso a un tú absoluto y aspirar a la comunicación explí­cita con éste a través de una función significativa del mundo de los objetos, establecida de propio por el tú divino, o sea, a través de una revelación (-> personalismo). Cuando la apologética de la inmanencia descubre así­ una “aspiración natural” a una revelación histórica y encarnacionista, diseña a la vez una forma profunda para la demonstratio christiana y catholica, en virtud de la cual los hechos históricos que allí­ se deben resaltar (profecí­as, milagros, palabras y figura de Jesús, fe y aparición de la Iglesia) han de ser leí­dos y aceptados, no tanto como pruebas de la operación de una causa sobrenatural, cuanto como signos de la presencia del Tú divino.

3. Para el desarrollo práctico de la a. de la inmanencia han de trazar el camino los dos estratos de problemas que son propios de la cuestión del sentido de la vida (y de cualquier cuestión). En primer lugar esa pregunta implica un no saber y, con ello, una apertura a toda posible respuesta; pero, más profundamente todaví­a, ya lleva en sí­ tendencialmente (por el hecho de plantearse) un esbozo de la respuesta definitiva que se espera. Así­, en primer lugar hay que poner de manifiesto la capacidad de oí­r, la -> potencia obediencial que tiene el hombre con relación a la revelación; bien sea mostrando (con Rahner) mediante un análisis transcendental del espí­ritu finito y vinculado a los sentidos que éste es un “oyente de la palabra”; bien sea, más concretamente (con M. Blondel), mostrando dialécticamente al hombre que toda evasiva ante la pregunta por el sentido vuelve a plantearla de nuevo, y que, todas las metas egocéntricas (inmanentistas) que uno quiera proponerse como sentido de la vida, dejan incurablemente insatisfecha aquella tendencia que ha llevado a buscarlas, y así­ se contradicen internamente. Con ello están creados los presupuestos para la segunda y. difí­cil tarea, a saber: mediante una confrontación de las tendencias que permanecen insatisfechas con la estructura de la meta que vuelve a buscarse siempre de nuevo, elaborar el diseño de una posible plenitud perfecta como esbozo de un don sobrenatural de la gracia propiamente dicha (idée d’un surnaturel indéterminé: H. Bouillard). Con ello la a. de la inmanencia no se entrega a una “necesidad” psicológicamente experimentable de lo sobrenatural (sin fuerza vinculante para una argumentación universalmente válida), ni tampoco pretende (como interpreta H. Duméry) deducir necesariamente el concepto de sobrenatural en el campo nocional, a base de un mero análisis fenomenológico de la esencia y prescindiendo totalmente de la relación a la realidad del don de la gracia; más bien, a través de su confrontación dialéctica entre lo esbozado necesariamente en el hombre fáctico y la realización de lo diseñado allí­, ella descubre una verdadera ordenación a una realidad procedente de la iniciativa de la gracia divina (la cual, por tener esta procedencia, antes de estar en acto sólo muestra su esencia a modo de “esbozo”).

4. El presupuesto teológico de la a. de la inmanencia así­ entendida es que en el hombre en general hay de antemano una pregunta por el sentido que apunta hacia la revelación, y que, por tanto, la llamada a lo sobrenatural no inflige violencia a la estructura creada del hombre, sino que constituye una ordenación eficaz que lo perfecciona connaturalmente. En realidad, históricamente, no sólo la a. de la inmanencia en sentido estricto, sino también la discusión actual sobre la relación entre -> naturaleza y gracia se remonta a la obra de Blondel titulada L’Action (P 1893);y a su aplicación al campo de la teologí­a fundamental en Lettre sur l’apologétique. Pero ya los autores que Blondel cita expresamente como sus precursores, Agustí­n, Tomás de Aquino en la Summa contra gentiles, Pascal, Deschamps (con ;u doctrina del fait interne), habí­an acentuado sobre todo la unión entre naturaleza y gracia. Pero aquí­ hay que evitar siempre el error de ver el fundamento de esta unión en la misma naturaleza (de considerarla ónticamente anterior a la llamada fáctica-). Pues en esa perspectiva, bien se considere psicológicamente la naturaleza con el -a modernismo (Dz 2103 2106) como aspiración religiosa o bien se parta, con las doctrinas condenadas en la Humani generis (Dz 2323 ), de un análisis de la naturaleza del espí­ritu creado en cuanto tal, en ambos casos lo sobrenatural se convierte en un mero correlato – si bien superior a las fuerzas – de la naturaleza. Con ello, la a. de la inmanencia conducirí­a a un cálculo sistemático e inmanente acerca de la posible plenitud de la naturaleza humana, en lugar de abrir para una aceptación de aquella revelación de Dios que, no sólo está substraí­da a nuestros cálculos, no sólo es trascendente, sino que es además gratuita.

Peter Henrici

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Ya que el tema que trata la religión es Dios, el punto crucial de la religión es si posee o no un conocimiento de Dios. Es la tarea de la apologética cristiana mostrar sobre qué bases la religión cristiana posee tal conocimiento de Dios. Debido a que un conocimiento de Dios es impartido por revelación, sin importar como se defina, el concepto de revelación es central para la apologética cristiana.

La apologética cristiana difiere de una apología, la cual es una respuesta a una acusación específica; también difiere de una teodicea, que es un intento de aliviar el problema del mal; y también de las evidencias cristianas, que son un intento de mostrar el imprimátur sobrenatural sobre el cristianismo y su conformidad con todo tipo de hechos.

  1. No existe un grupo normativo de temas que comprendan la apologética cristiana, pero hay ciertas preguntas que son fundamentales para su discusión.
  2. ¿Cuál es el carácter de la revelación? La revelación puede enfatizarse como absolutamente única, y por medio de esto excluir la religión natural (Barth). O también puede enfatizarse el carácter único de la revelación a la vez que se admite la validez de una teología natural, pero sólo a la luz de la revelación especial (Calvino). O podría darse una religión natural que haga surgir una teología natural, lo cual sea el preámbulo de la revelación especial (Tomás de Aquino).
  3. ¿Cuál es la relación que tiene la filosofía con la revelación? Usualmente esta pregunta se coloca inapropiadamente como si el asunto tuviera que ver con la razón y la fe. Sin embargo, la fe es la recepción del conocimiento, y no su creador; y la razón no es un concepto ambiguo, sino que debe definirse dentro del contexto de una posición filosófica que uno acepta.

Un apologista puede considerar la filosofía como el producto de la mente no regenerada, y al hacerlo, negarle todo lugar en la teología cristiana (Tertuliano). O considerar que hay un lugar legítimo para la filosofía en asuntos científicos, pero no en la religión cristiana (Pascal). O se podría creer que es posible tener un criterio filosófico para probar una revelación, pero que ninguna filosofía como tal, aparte del cristianismo, es posible. O se podría creer que una verdadera filosofía puede obtenerse por la mente humana, la que, a su vez, apoya la religión revelada (Aquino). O se puede creer que la fe cristiana descansa sobre la revelación, pero que, al explicar dicha revelación, la filosofía es una buena asistente (Agustín). Dentro de este contexto se da el debate sobre si existe o no una filosofía cristiana.

Unido a este problema está la tarea de determinar el daño que el pecado ha hecho a la mente humana. Los teólogos católicos romanos y arminianos (la doctrina semipelagiana de pecado) no admiten que los poderes racionales del hombre hayan sido dañados radicalmente por el pecado, y están inclinados a creer que la razón humana puede crear un sistema filosófico que sea válido, o que al menos puede confiarse en ella para probar la veracidad de cualquier religión que se proponga. Algunos calvinistas creen que la doctrina de la gracia común (véase) restaura lo suficiente el daño radical hecho a la mente humana hasta el punto en el cual las pruebas teísticas son posibles y válidas y que, por medio de la gracia común, las evidencias cristianas pueden establecer el cristianismo como la verdadera religión de Dios (Warfield). Otros calvinistas enfatizan la impotencia de la mente humana en pecado y la necesidad de la regeneración por el poder del Espíritu Santo (Kuyper, Van Til). La escuela neortodoxa hace énfasis en la locura y escándalo que es el cristianismo a la mente no regenerada, de tal forma que el cristianismo llega a ellos como un golpe o una sacudida (Kierkegaard, Brunner, Barth).

  1. ¿Cuál es el lugar de las pruebas teísticas? La tradición empírica acepta la validez de pruebas a posteriori como demostración (Aquino) o como evidencias creíbles (Mullins, Hodge). La tradición Pascal-Kierkegaard-Brunner las considera como parte de la irreligiosidad y rebelión de los hombres contra Dios. Otros creen que las pruebas no son válidas lógicamente, y todavía otros aceptan la validez de las pruebas en base a alguna propiedad o posesión interior de la mente humana que usualmente viene a ser una forma de prueba ontológica (a priori).

Cada uno de estos tres problemas levanta a los otros, y están implicados además en el problema del conocimiento religioso o la metodología apologética. Hay unos apologistas que hacen énfasis en el carácter válido que en sí misma tiene la experiencia cristiana para llevar el peso de la apologética cristiana, y, sin usar el término en forma peyorativa, podemos llamarlos subjetivistas (Pascal). Otros tratan que su apologética descanse en la unicidad de Jesucristo y podrían ser llamados cristologistas (Fairbairn). Un apologista podría hacer énfasis en la unicidad de la revelación, dándole a la razón una función ministerial solamente (los autopísticos). Otros creen que el cristianismo es demostrable en base a un fundamento empírico (empíricos, Aquino, Butler y Paley). Otros creen que la razón humana todavía lleva las marcas de la imago Dei y, aunque no puede crear la verdad de sí misma, puede probar la verdad de una revelación (racionalistas, Agustín). Todavía hay otros que evitan todo intento por relacionar el cristianismo con la filosofía, creyendo que la única apologética es la de las evidencias cristianas, y pueden ser llamados la escuela evidencialista.

  1. Entre los problemas de particular importancia para la apologética contemporánea pueden mencionarse los siguientes:
  2. La teología natural. Algunos apologistas, posteriores a Calvino, admiten que hay una revelación natural, pero que el hombre en pecado no puede deducir una teología de ella, mientras que otros afirman que la revelación dada en la naturaleza demanda la validez de una teología natural. Extremadamente crítica es aquí la interpretación de Ro. 1 y Hch. 17, y también las razones por las que Dios tiene a los hombres por inexcusables. También el debate Warfield-Kuyper es pertinente aquí, éste último enseñó que las facultades lógicas del hombre no pueden ser dignas de confianza en un pecador, y que, por tanto, se le debe dar gran énfasis al valor apologético del testimonio interno del Espíritu, en cambio el primero (que sigue la tradición McCosh-Green) sostiene la fuerza lógica de la razón humana al construir las pruebas teísticas, y acusa a Kuyper de subjetivismo.
  3. La fe. ¿Qué es lo preeminente en la fe? El intelectual cristiano cree que la fe reside en la verdad, y, dado que la función del intelecto es discernir la verdad, necesariamente somos entregados a un intelectualismo cristiano robusto. Otros creen que en la fe hay un ingrediente indispensable, ético, emocional o intuitivo («del corazón») de una naturaleza existencial.
  4. Terreno común [o como ha sido llamado otras veces, punto de contacto]. Aquellos que creen en la fuerza lógica de las pruebas teísticas, aceptan un terreno común de argumentación entre el creyente y el incrédulo. Otros creen que el terreno común sólo existe en materias de lógica y hechos, pero no en las presuposiciones cristianas básicas. O un apologista podría afirmar que no existe ningún punto de contacto en ninguna área entre el creyente y el incrédulo, con excepción de lo que Dios bondadosamente provee por la gracia común. Esto quiere decir que esta última escuela de apologistas cree que todas las decisiones de los hombres que no están orientadas teísticamente son pecaminosas, es decir, que el pecador es incapaz de ejecutar una acción mental que esté libre de prejuicios y parcialidad.
  5. Ciencia. Algunos apologistas creen que el «conocimiento» científico es tan parcial y transitorio e imperfecto que el teólogo no tiene por qué tomarlo en serio, mientras que otros creen que en asuntos que son comunes a la ciencia y la Escritura (o la teología), el intérprete y teólogo cristiano debiera ver si la ciencia puede serle útil en su interpretación o en su teología. Todavía otros creen que hay tales anticipaciones de la ciencia dentro de la Escritura que pueden esgrimirse como prueba de la inspiración de la Escritura.
  6. Milagros. Los apologistas cristianos están divididos en cuanto a la naturaleza de un milagro (véase), algunos creyendo que es la puesta en marcha de alguna ley superior y, como tal, parte del carácter que tiene el universo como un respetuoso constante de sus leyes; otros insistiendo en que un milagro es un acto creativo de novo.

BIBLIOGRAFÍA

Abraham Kuyper, Principles of Sacred Theology; E.J. Carnell, Introduction to Christian Apologetics; Bernard Ramm, Types of Apologetics Systems; C. Van Til, The Defense of the Faith.

Bernard Ramm

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (47). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Contenido

  • 1 Definición y Divisiones
  • 2 Primer Período
    • 2.1 Apologías en respuesta a la oposición del judaísmo
    • 2.2 Apologías en respuesta a la oposición pagana
  • 3 Segundo Período: El Cristianismo en Conflicto con la Religión y Filosofía Mahometanas
  • 4 Tercer Período: El Catolicismo en Conflicto con el Protestantismo
  • 5 Cuarto Período: El Cristianismo en Conflicto con el Racionalismo
    • 5.1 Desde medidos del siglo XVII al XIX
    • 5.2 Siglo XIX

Definición y Divisiones

Apologética es la ciencia teológica que tiene como propósito la explicación y defensa de la religión cristiana; significa, en su sentido amplio, una forma de apología (defensa o alabanza de alguien). El término se deriva del adjetivo latín apologeticus, el cual, a su vez, tiene su origen en el adjetivo griego apologetikos, siendo el sustantivo apologia, defensa. Como equivalente de la forma plural, la variante “apologética” se halla aquí y allá en escritos recientes, sugerida probablemente por las correspondientes palabras francesas y alemanas, que están siempre en singular. En el idioma inglés la forma plural “apologetics”, está lejos de ser común y sin duda prevalece, al estar en armonía con otras palabras formadas similarmente, como “ethics” (ética), “statistics” (estadística), “homiletics” (oratoria sagrada). Al definir apologética como una forma de apología, entendemos esta última palabra en su sentido primario, como una defensa verbal contra un ataque verbal, una desaprobación de una acusación falsa, o una justificación de una acción o línea de conducta hecha objeto de censura erróneamente. Tal, por ejemplo, es la “Apología” de Sócrates, tal la “Apología” de John Henry Newman. Este es el único sentido adscrito al término según usado por los antiguos griegos y romanos, o por los alemanes y franceses de hoy día.

Muy diferente es el significado expresado por la palabra inglesa “apology”, es decir, una explicación de una acción reconocida de estar abierta a censura. El verbo “disculpar” (to apologize) y generalmente el adjetivo “apologético” (apologetic) expresan casi exclusivamente la misma idea. Por esta razón, no es oportuna la adopción de la palabra “apologética” en el sentido de una vindicación científica de la religión cristiana. Algunos estudiosos prefieren tales términos como “evidencias cristianas” y “defensa de la religión cristiana”. “Apologética” y “apología” no son términos intercambiables del todo. La última es la forma genérica, la primera es específica. Cualquier clase de acusación, ya sea personal, social, política o religiosa, puede requerir la apología correspondiente. Son sólo las apologías de la religión cristiana las que caen dentro del ámbito de la apologética; ni tampoco se trata sólo de eso. No hay apenas un dogma, apenas un ritual o institución disciplinaria de la Iglesia que no haya estado sujeto a la crítica hostil, y de ahí, como ocasión requerida, ha sido vindicado por la apologética misma. Pero además de estas formas de apología, hay respuestas que han sido requeridas por los ataques de varias clases sobre las credenciales de la religión cristiana, apologías escritas para vindicar ahora esto, ahora esta base de la fe cristiana católica que ha sido puesta en entredicho o en incredulidad y ridículo.

Entonces es de tales apologías por los fundamentos de la creencia cristiana que la ciencia de la apologética ha tomado forma. Apologética es la apología cristiana “par excellence”, la cual combina en un sistema perfeccionado los argumentos y consideraciones del valor permanente que ha hallado expresión en las varias apologías sencillas. Estas últimas, al ser respuestas a ataques específicos, estuvieron necesariamente condicionadas por las ocasiones que las requirieron. Fueron vindicaciones parciales, personales y controversiales de la posición cristiana. En ellas el elemento prominente fue la refutación de cargos específicos. Por otro lado la apologética es la vindicación científica y comprehensiva de las bases de la creencia cristiana católica, en la cual la presentación impersonal y calmada de los principios subyacentes es de importancia suprema, donde se añade la refutación de objeciones a modo de corolario. No se dirige al oponente hostil con propósito de refutación, sino más bien a la mente inquisitiva a modo de información. Su meta es dar una presentación científica de los reclamos que la religión revelada por Cristo tiene en el asentimiento de toda mente racional; busca llevar al inquisidor a la verdad para reconocer, primero, la razonabilidad y confiabilidad de la revelación cristiana según comprendida en la Iglesia Católica; y segundo, la correspondiente obligación de aceptarla. Mientras que no compele a la fe—pues la certeza que ofrece no es absoluta, sino moral—muestra que las credenciales del cristianismo son suficientemente amplias para vindicar el acto de fe como un acto racional, y para desacreditar el desvío de los escépticos e incrédulos como injustificado y culpable.

Su última palabra es la respuesta a la pregunta: ¿Por qué debo ser católico? Así la apologética lleva a la fe católica, a la aceptación de la Iglesia Católica como el organismo divinamente autorizado para preservar y hacer eficaces las verdades salvadoras reveladas por Cristo. Este es el gran dogma fundamental sobre el cual descansan todos los demás dogmas. De ahí que la apologética también se llame “teología fundamental”. La apologética es generalmente vista como una rama de la ciencia dogmática, siendo la otra y principal rama la teología dogmática propiamente dicha. Sin embargo, es bueno señalar que en punto de vista y método son muy distintas. La teología dogmática, como la Teología Moral, se dirige principalmente a aquellos que ya son católicos; presupone la fe. La apologética, por otro lado y por lo menos en teoría, simplemente nos lleva a la fe. La primera comienza donde termina la segunda. La apologética es preeminentemente una disciplina histórica positiva, mientras que la teología dogmática es más bien deductiva y filosófica, y usa información de autoridad divina y eclesiástica como su premisa—el contenido de la revelación y su interpretación por la Iglesia. La teología dogmática sólo entra en contacto con la apologética al explorar y al tratar dogmáticamente los elementos de la religión natural, las fuentes de su información autorizada.

Como se ha señalado, el objeto de la apologética es dar una respuesta científica a la pregunta “¿Por qué debo ser católico?”. Ahora bien, esta pregunta envuelve otras dos que son fundamentales: la primera ¿Por qué debo ser cristiano en vez de ser un adherente del judaísmo, del mahometismo, o del zoroastrismo, o de algún otro sistema religioso que establece un reclamo rival de ser revelado? La otra pregunta, aún más fundamental, es: ¿Por qué debo profesar alguna religión en absoluto? Así, la ciencia de la apologética fácilmente cae en tres grandes divisiones:

  • primera, el estudio de la religión en general y las bases para la creencia teísta;
  • segunda, el estudio de la religión revelada y las bases para la creencia cristiana;
  • tercera, el estudio de la verdadera Iglesia de Cristo y las bases para la creencia católica.

En la primera de estas divisiones el apologista indaga sobre la naturaleza de la religión, su universalidad y la capacidad natural del hombre para adquirir ideas religiosas. En conexión con esto el estudio moderno de la filosofía religiosa de los pueblos no civilizados debe ser tomado en consideración, y las varias teorías respecto al origen de la religión se presentan para discusión crítica. Esto lleva al examen de las bases de la creencia teísta, e incluye las importantes cuestiones sobre:

  • la existencia de la Personalidad divina, el Creador y conservador del mundo, ejerciendo una providencia especial sobre el hombre.
  • el libre albedrío del hombre y su correspondiente responsabilidad religiosa y moral en virtud de su dependencia de Dios;
  • la inmortalidad del alma humana y la vida futura con sus acompañantes recompensas o castigos.

Pareja con estos asuntos está la refutación del monismo, determinismo y otras teorías anti-teístas. La filosofía religiosa y la apologética aquí marchan mano a mano.

La segunda división, sobre la religión revelada, es aun más abarcadora. Después de tratar la noción, posibilidad y necesidad moral de una revelación divina, y su perceptibilidad a través de varios criterios internos y externos, el apologista procede a establecer el “hecho” de la revelación. Se establecen tres etapas distintas y progresivas de la revelación: la revelación primitiva, la revelación mosaica y la revelación cristiana. Las principales fuentes sobre las cuales él debe descansar al establecer el triple hecho de la revelación son las Sagradas Escrituras. Pero si él es lógico, debe prescindir de su inspiración y tratarlas como documentos históricos humanos. Aquí debe depender de los estudios críticos sobre el Antiguo y el Nuevo Testamento hechos por estudiosos bíblicos imparciales, y construir sobre los resultados acreditados de sus investigaciones referentes a la autenticidad y confiabilidad de los libros sagrados que pretenden ser históricos. Es sólo por anticipación que un argumento para el hecho de la revelación primitiva puede basarse en el fundamento de que fue enseñado en el libro inspirado del Génesis, y que está implícito en el estado sobrenatural de nuestros primeros padres (Adán y Eva). En ausencia de algo como documentos contemporáneos, el apologista tiene que poner el énfasis principal sobre la alta probabilidad antecedente de la revelación primitiva, y mostrar cómo una revelación de alcance limitado pero suficiente para el hombre primitivo es compatible con una etapa muy cruda de la cultura material y estética, y por lo tanto no es desacreditada por los sólidos resultados de la arqueología prehistórica.

Cercanamente conectado con este asunto está el estudio científico del origen y antigüedad del hombre y la unidad de las especies humanas, y como asuntos todavía mayores que inciden en el valor histórico del sagrado libro de los orígenes, la compatibilidad de las modernas ciencias de la biología, astronomía y geología. De manera similar el apologista tiene que contentarse con mostrar el hecho de que la revelación mosaica es altamente probable. La dificultad, en la condición presente de la crítica del Antiguo Testamento, de reconocer más que una pequeña porción del Pentateuco como evidencia documental contemporánea de Moisés, obliga al apologista a proceder con mucha precaución, no sea que al tratar de probar demasiado, pueda llevar al descrédito lo que es decididamente sostenible aparte de consideraciones dogmáticas. Sin embargo, hay suficiente evidencia concedida por todos, excepto los críticos más radicales, para establecer el hecho de que Moisés fue el instrumento providencial para liberar al pueblo judío de la esclavitud de Egipto, y para enseñarle un sistema de legislación religiosa que en excelso monoteísmo y en valor ético es superior por mucho a las creencias y costumbres de las naciones circundantes, suministrando así una fuerte presunción a favor de su reclamo a ser revelada. Esta presunción gana fuerza y claridad a la luz de la profecía mesiánica, la cual brilla con creciente volumen y brillantez a través de la historia de la religión judía hasta que ilumina la personalidad de nuestro Divino Señor. En el estudio de la revelación mosaica, la arqueología bíblica es de gran servicio para el apologista.

Cuando el apologista llega al asunto de la revelación cristiana, se encuentra a sí mismo en un terreno mucho más firme. Comenzando con los resultados generalmente reconocidos de la crítica del Nuevo Testamento, está capacitado para mostrar que los Evangelios Sinópticos, por un lado, y las indiscutibles epístolas de San Pablo, por el otro, ofrecen dos masas de evidencia independientes, aunque mutuamente corroborativas, respecto a la persona y obra de Jesús. Como esta evidencia consiste del irreprochable testimonio de testigos presenciales completamente confiables y sus asociados, presenta un retrato de Jesús que es verdaderamente histórico. Después de mostrar a partir de los registros que Jesús enseñó, ya sea implícita o explícitamente, que Él es el tan esperado Mesías, el Hijo de Dios enviado por su Padre Celestial para iluminar y salvar a la humanidad, y para fundar un nuevo reino de justicia, la apologética procede a establecer las bases para la creencia en estos reclamos:

  • la insuperable belleza de su carácter moral, que lo señala como el hombre perfecto y único;
  • la sublime excelencia de su enseñanza moral y religiosa, la cual no tiene paralelo en ninguna otra, y la cual responde a las más altas aspiraciones del alma humana;
  • los milagross hechos durante su misión pública;
  • el trascendental milagro de su Resurrección, la cual predijo también;
  • la maravillosa regeneración de la sociedad a través de su influencia personal eterna.

Entonces, a modo de prueba suplementaria, el apologista instituye una comparación imparcial del cristianismo con los diversos sistemas religiosos del mundo—brahmanismo, budismo, zoroastrismo, confucianismo, taoísmo, mahometismo—y muestra cómo en la persona de su fundador, en sus ideas e influencias religiosas y morales, la religión cristiana es desmesuradamente superior a todas las demás, y ella sola tiene un reclamo a nuestra asentimiento como la religión absoluta, divinamente revelada. Aquí también en el estudio del budismo, requiere una breve refutación la común y engañosa objeción de que las ideas y leyendas budistas contribuyeron a la formación de los Evangelios,

El apologista protestante no procede más allá del hecho de la revelación cristiana. Pero el católico correctamente insiste que el alcance de la apologética no debe terminar ahí. Tanto los documentos del Antiguo Testamento como los de la era sub-apostólica atestiguan que el cristianismo estaba destinado a ser algo más que una filosofía de vida religiosa, más que un mero sistema de creencia y práctica individual, y que no puede separarse históricamente de una forma concreta de organización social. Por lo tanto, la apologética católica añade, como una secuela necesaria al hecho establecido de la revelación cristiana, la demostración de una verdadera Iglesia de Cristo y su identidad con la Iglesia Católica Romana. A partir de los registros de los apóstoles y sus sucesores inmediatos se establece la institución de la Iglesia como una sociedad verdadera sin igual, dotada con la suprema autoridad de su Fundador, y comisionada en su Nombre a enseñar y santificar a la humanidad; la cual posee los rasgos esenciales de visibilidad, indefectibilidad e infalibilidad caracterizada por las señales distintivas de unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad. Estas notas de la verdadera Iglesia de Cristo se aplican entonces como criterio a las varias denominaciones cristianas rivales, con el resultado de que sólo se hallan ejemplificados en la Iglesia Católica Romana. Con la exposición suplementaria de la primacía e infalibilidad del Papa, y de la regla de fe, la obra de la apologética es traída a su cierre adecuado. Es cierto que algunos apologistas consideran adecuado tratar también la inspiración y el análisis del acto de fe. Pero, estrictamente hablando, estos no son asuntos apologéticos. Mientras que pueden ser lógicamente incluidos en el prolegómeno de la teología dogmática, ellos pertenecen más bien, uno a la esfera del estudio bíblico, el otro a la parte de la teología moral que trata sobre las virtudes teologales.

La historia de la literatura apologética envuelve el estudio de los variados ataques que se han hecho contra los fundamentos de la creencia cristiana católica. Puede marcarse en cuatro grandes divisiones:

  • La primera división es el período desde el comienzo del cristianismo hasta la caída del Imperio Romano (476 d.C.). Está caracterizado principalmente por la doble lucha del cristianismo con los judaizantes y con el paganismo.
  • La segunda división es contérmina con la Edad Media, desde 476 d.C. hasta la Reforma Protestante. En este período hallamos al cristianismo en conflicto con la filosofía y religión mahometanas.
  • La tercera división comienza con el principio de la Reforma hasta la ascensión del racionalismo en Inglaterra a mediados del siglo XVII. Es el período de lucha entre el catolicismo y el protestantismo.
  • La cuarta división comprende el período del racionalismo, desde mediados del siglo XVII hasta el presente. Aquí encontramos al cristianismo en conflicto con el deísmo, panteísmo, materialismo, agnosticismo, naturalismo y la nueva era (New Age).

Primer Período

Apologías en respuesta a la oposición del judaísmo

Yace en la naturaleza de las cosas que el cristianismo se encontraría con una fuerte oposición judía. Al prescindir de la circuncisión y otras obras de la ley, el cristianismo incurrió en la imputación de ir contra la voluntad inmutable de Dios. Ahora bien, la humilde y obscura vida de Cristo, que terminó en la ignominiosa muerte en la Cruz, era lo sumamente opuesta a lo que los judíos esperaban de su Mesías. Su juicio parecía confirmarse por el hecho de que el cristianismo atraía sólo a una porción insignificante del pueblo judío, y se esparcía con el mayor vigor entre los despreciables gentiles. Para justificar ante los judíos los reclamos del cristianismo, los primeros apologistas tuvieron que dar una respuesta a estas dificultades. De estas apologías la más importante es el “Diálogo con el Judío Trifón”, compuesto por San Justino Mártir, alrededor del año 155-160 d.C. Él vindica la nueva religión contra las objeciones de los eruditos judíos, y arguye con gran fuerza lógica que es la perfección de la antigua ley, y, con una impresionante colección de pasajes del Antiguo Testamento, demuestra que los profetas hebreos señalaban a Jesucristo como el Mesías y el Hijo de Dios encarnado. Él insiste también en que es en el cristianismo donde encontrará su realización el destino de la religión hebrea de convertirse en la religión de todo el mundo, y de ahí que son los seguidores de Cristo, y no los incrédulos judíos, los verdaderos hijos de Israel. Por su elaborado argumento a partir de la profecía mesiánica, Justino se ganó el agradecido reconocimiento de los apologistas posteriores. Apologías similares fueron compuestas por Tertuliano, “Contra los Judíos” (Adversus Judos, cerca del año 200), y por San Cipriano de Cartago “Tres Libros de Evidencias contra los Judíos” (alrededor de 250).

Apologías en respuesta a la oposición pagana

De muy graves consecuencias para la Iglesia cristiana fue la amarga oposición que se encontró del paganismo. La religión politeísta del Imperio Romano, venerada por su antigüedad, estaba entrelazada con cada fibra del cuerpo político. Su influencia providencial fue un asunto de firme creencia. Estaba asociada con la más alta cultura, y tenía la sanción de los más grandes poetas y sabios de Grecia y Roma. Sus espléndidos templos y majestuoso ritual le daba una gracia y dignidad que cautivaba la imaginación popular. Por otro lado, el monoteísmo cristiano era una innovación. No hacía un despliegue impresionante de liturgia. Sus discípulos eran, en su mayoría, personas de nacimiento y condición social humildes. Su literatura sagrada tenía poco atractivo para el exigente lector acostumbrado a la elegante dicción de los autores clásicos. Y así la mente popular la veía con recelo, o la despreciaba como una ignorante superstición. Pero la oposición no terminaba ahí. La actitud inflexible de la nueva religión hacia los ritos paganos fue censurada como la más grande impiedad. Los cristianos eran tildados de ateos, y como se mantenían alejados también de las funciones públicas, las cuales eran invariablemente asociadas con estos falsos ritos, eran acusados de ser enemigos del estado. La costumbre cristiana de rendir culto en asamblea secreta pareció añadir fuerza a ese cargo, pues las sociedades secretas eran prohibidas por la ley romana. Ni tampoco faltaban las calumnias. La imaginación popular distorsionaba fácilmente el vagamente conocido ágape y el Sacrificio eucarístico como ritos abominables marcados por fiestas con carne infantil y lujuria indiscriminada. El resultado fue que el pueblo y las autoridades se alarmaron por la rápida expansión de la Iglesia y buscaban reprimirla por la fuerza.

Para vindicar la causa cristiana contra estos ataques del paganismo se escribieron muchas apologías. Algunas, notablemente la “Apología” de San Justino Mártir (150), la “Súplica por los Cristianos” de Atenágoras (177), y la “Apologética” de Tertuliano (197), estaban dirigidas a los emperadores con el propósito expreso de asegurar para los cristianos la inmunidad contra la persecución. Otras eran compuestas para convencer a los paganos de la insensatez del politeísmo y de la verdad salvadora del cristianismo. Tales fueron: Tatiano, “Discurso a los Griegos” (160); Teófilo, “Tres Libros a Autolico” (180), la “Carta a Diogneto” (cerca de 190), el “Octavio” de Minucio Félix (192), Orígenes, “Verdadero Discurso contra Celso” (248), Lactancio, “Institutos” (312), y San Agustín, “Ciudad de Dios” (414-426). En estas apologías el argumento de la profecía del Antiguo Testamento tenía un lugar más prominente que el de los milagros. Pero aquél en que se pone más énfasis es el de la trascendente excelencia del cristianismo. Aunque no está claramente demarcado, una doble línea de pensamiento corre a través de este argumento: el cristianismo es luz, mientras el paganismo es oscuridad; el cristianismo es poder, mientras el paganismo es debilidad. Al abundar en estas ideas, los apologistas contrastan la coherencia lógica de los principios religiosos del cristianismo, y su sublime enseñanza ética, con las tonterías e inconsistencias del politeísmo, los bajos principios éticos de sus filósofos, y las indecencias de su mitología y de algunos de sus ritos. Ellos asimismo demuestran que la religión cristiana por sí sola tiene el poder de transformar al hombre de un esclavo del pecado a un hombre libre espiritual. Comparan lo que ellos eran como paganos con lo que son ahora como cristianos. Dibujan un eficaz contraste entre la relajada moralidad de la sociedad pagana y las ejemplares vidas de los cristianos, cuya devoción a sus principios religiosos es más fuerte que la muerte misma.

Segundo Período: El Cristianismo en Conflicto con la Religión y Filosofía Mahometanas

El único rival peligroso con que el cristianismo se tuvo que enfrentar en la Edad Media fue el mahometismo. A un siglo de su nacimiento, le había arrebatado a la cristiandad algunas de sus mejores tierras, y se extendió como una vasta creciente desde España sobre el norte de África, Egipto, Palestina, Arabia, Persia y Siria, hacia la parte oriental de Asia Menor. El peligro que esta fanática religión presentó a la fe cristiana, en países donde las dos religiones entraron en contacto, no se debía tratar ligeramente. Y así hallamos una serie de apologías escritas para sostener la verdad del cristianismo de cara a los errores musulmanes. Quizás la primera fue la “Discusión entre un sarraceno y un cristiano” compuesta por San Juan Damasceno (cerca de 750). En esta apología él vindica el dogma de la Encarnación contra la concepción rígida y fatalista de Dios enseñada por Mahoma. Él también demuestra la superioridad de la religión de Jesucristo, señala los graves defectos en la vida y enseñanza de Mahoma, y muestra demuestra que el Corán en sus mejores partes es sólo una floja imitación de las Sagradas Escrituras. Otras apologías de una clase similar fueron compuestas por Pedro el Venerable en el siglo XII y por Raimundo Martí en el XIII.

Apenas menos peligrosa para la fe cristiana fue la filosofía racionalista del islamismo. Los conquistadores árabes habían aprendido de los sirios las artes y ciencias del mundo griego. Se volvieron especialmente diestros en medicina, matemáticas y filosofía, para cuyo estudio erigieron escuelas y bibliotecas en cada parte de sus dominios. En el siglo XII la España morisca tenía diecinueve colegios, y su fama atraía a cientos de eruditos cristianos de todas partes de Europa. Aquí yacía una grave amenaza para la ortodoxia cristiana, pues la filosofía de Aristóteles según enseñada en estas escuelas estaban completamente teñidos con el panteísmo y el racionalismo árabe. El dogma peculiar del famoso filósofo morisco Averroes estaba muy en boga, es decir: la filosofía y la religión son dos esferas de pensamiento independientes, de modo que lo que es cierto en una puede ser falso en la otra. Además, comúnmente se enseñaba que la fe es para las masas que no pueden pensar por sí mismas, pero la filosofía es una forma superior de conocimiento que las mentes nobles se deben esforzar por adquirir. Entre los dogmas fundamentales negados por los filósofos árabes estaba la creación, la Divina Providencia y la inmortalidad.

Para vindicar el cristianismo contra el racionalismo mahometano, Santo Tomás de Aquino compuso (1261-64) su “Summa contra Gentiles” filosófica en cuatro libros. En esta gran apología se distinguen y armonizan cuidadosamente los respectivos reclamos de la razón y la fe, y se construye una demostración sistemática de los fundamentos de la fe con los argumentos de la razón y autoridad tal como un llamamiento directo a las mentes de su tiempo. Al tratar sobre Dios, la providencia, la creación y la vida futura, Santo Tomás refuta los principales errores de los árabes, judíos y filósofos griegos, y muestra que la enseñanza genuina de Aristóteles confirma las grandes verdades de la religión. Aquí se debe mencionar tres apologías compuestas en el mismo espíritu, pero pertenecientes a una época posterior. La primera es la fina obra de Juan Luis Vives, “De Veritate Fidei Christianæ Libri V” (cerca 1530). Después de tratar los principios de teología natural, la Encarnación y la Redención, provee dos diálogos, uno entre un cristiano y un judío, el otro entre un cristiano y un mahometano, en el cual él muestra la superioridad de la religión cristiana.

Similar a ésa es la apología en seis libros del célebre teólogo holandés Grocio, “De Veritate Religionis Christianæ” (1627). Un hábil tratado sobre teología natural es seguido por una demostración de la verdad del cristianismo basado en la vida y milagros de Jesús, la santidad de su enseñanza y la maravillosa propagación de su religión. Al probar la autenticidad y confiabilidad de las Sagradas Escrituras, Grocio apela ampliamente a evidencia interna. La última parte de la obra está dedicada a refutar el paganismo, el judaísmo y el mahometismo. Una apología sobre líneas algo similares es la de del hugonote, Philip de Mornay, “”De la vérité de la religion chrétienne” (1579). Es la primera apología de calidad que fue escrita en la lengua moderna.

Tercer Período: El Catolicismo en Conflicto con el Protestantismo

El surgimiento del protestantismo a principios del siglo XVI, y su rechazo a muchos de los rasgos fundamentales del catolicismo, requirió una gran cantidad de literatura apologética controversial. No fue, por supuesto, la primera vez que los principios de la creencia católica fueron cuestionados con referencia a la ortodoxia cristiana. En los primeros tiempos de la Iglesia las sectas heréticas, asumiendo el derecho a profesar obediencia y fidelidad al espíritu de Cristo, habían dado ocasión a San Ireneo (Sobre Herejías), a Tertuliano (Sobre prescripción contra los herejes) y a San Vicente de Lérins (Comunitario) a insistir sobre la unidad de la Iglesia católica, y con el propósito de confutar los errores heréticos de la interpretación privada, apelar a una regla de fe autoritativa. Del mismo modo, el surgimiento de sectas heréticas en los tres siglos anteriores a la Reforma Protestante llevó al énfasis en los principios fundamentales del catolicismo, notablemente en la “Summa contra Catharos et Waldenses” (cerca 1225) de Moneta, y la “Summa de Ecclesiâ” (1450) de Torquemada. Hasta un grado mayor, en la efusión desde tantas fuentes de ideas protestantes, se volvió el deber de la hora defender la verdadera naturaleza de la Iglesia de Cristo, vindicar su autoridad, su jerarquía divinamente autorizada bajo la primacía del Papa, su visibilidad, unidad, perpetuidad e infalibilidad junto con otras doctrinas y prácticas tildadas de supersticiosas.

A la cabeza de esta controversia gigante los escritos de ambos partidos fueron agudamente polémicos, abundantes en recriminaciones personales. Pero hacia fines del siglo se desarrolló una tendencia a tratar las cuestiones controvertidas en la forma de una apología sistemática y calmada. Son especialmente notables dos obras pertenecientes a esta época. Una es las “Disputations de controversiis Christianæ Fidei” (1581-92), de San Roberto Bellarmine, una obra monumental de vasta erudición, rica en material apologético. La otra es la “Principiorum Fidei Doctrinalium Demonstratio” (1579), de Robert Stapleton, a quien Döllinter declaró ser el príncipe de los controversistas. Aunque no tan erudita, es más profunda que la obra de Belarmino. Otra excelente obra de ese período es la de Martin Becan, “De Ecclesiâ Christi” (1633).

Cuarto Período: El Cristianismo en Conflicto con el Racionalismo

Desde medidos del siglo XVII al XIX

El racionalismo—establecimiento de la razón humana como la fuente y medida de toda verdad conocible—no está, por supuesto confinado a ningún período de la historia humana. Ha existido desde los primeros días de la filosofía. Pero en la sociedad cristiana no se convirtió en un factor notable hasta mediados del siglo XVII, cuando se reafirmó a sí mismo en forma de deísmo. Estaba asociado, e incluso con un mayor alcance, identificado con el rápidamente creciente movimiento hacia una libertad intelectual mayor, la cual, estimulada por la investigación científica fructífera, se encontró a si misma seriamente lesionada por las estrechas opiniones de inspiración e interpretación histórica de la Biblia prevaleciente en ese entonces. La Biblia había sido establecida como una fuente infalible de conocimiento no sólo en materia de religión, sino también de historia, cronología y ciencia física. El resultado fue una reacción contra los elementos esenciales del cristianismo.

El deísmo se volvió la moda intelectual del día, llevando en muchos casos a un ateísmo categórico. Comenzando con el principio de que ninguna doctrina religiosa es de valor que no pueda ser probado por la experiencia o por la reflexión filosófica, los deístas admitían la existencia de un Dios externo al mundo, pero negaban toda forma de intervención divina, y en consecuencia la revelación, la inspiración, los milagros y la profecía. Junto con los no creyentes de un tipo más pronunciado, asaltaron el valor histórico de la Biblia, desacreditando sus narrativas milagrosas como fraude y superstición. El movimiento comenzó en Inglaterra, y en el siglo XVIII se extendió a Francia y Alemania. Su perniciosa influencia fue profunda y de largo alcance, pues encontró celosos exponentes en algunos de los principales filósofos y hombres de letras—Hobbes, Locke, Hume, Voltaire, Rousseau, d’Alembert, Diderot, Lessing, Herder y otros. Pero no faltaron apologistas hábiles para defender la causa cristiana. Inglaterra produjo muchos que ganaron honor duradero por su defensa erudita de las verdades cristianas fundamentales—Lardner, autor de la “Credibilidad de la Historia del Evangelio”, en doce volúmenes (1741-55); Butler, asimismo famoso por su “Analogía de la Religión Natural y Revelada a la Constitución de la Naturaleza” (1736); Campbell, quien en su “Disertación sobre los Milagros” (1766) dio una respuesta magistral a los argumentos de Hume contra los milagros; y Paley, cuyas “Evidencias del Cristianismo” (1794) y “Teología Natural” (1802) están entre los clásicos de la literatura teológica inglesa. En el continente, la obra de defensa fue realizada por tales hombres como el obispo Huet, quien publicó su “Démonstration Evangélique” en 1679; Leibnitz, cuya “Théodicée” (1684), con su valiosa introducción sobre la conformidad de la fe con la razón, ejerció una gran influencia para siempre; el benedictino Abad Gerbert, quien dio una apología comprehensiva en su “Demonstratio Veræ Religionis Ver que Ecclesiæ Contra Quasvis Falsas” (1760); y el Abad Bergier, cuyo “Traité historique et dogmatique de la vraie religion”, en doce volúmenes (1780), mostró gran habilidad y erudición.

Siglo XIX

En el siglo XIX el conflicto del cristianismo con el racionalismo fue en parte suavizado y en parte complicado por el maravilloso desarrollo de la investigación histórica y científica. Lenguajes perdidos, como el egipcio y el babilonio, fueron recuperados, y de ahí ricos y valiosos registros del pasado—muchos de ellos desenterrados por excavaciones laboriosas y costosas—se reconstruyeron para contar su historia. Mucho de esto se refería a las relaciones del antiguo pueblo hebreo con las naciones circundantes y, mientras en algunos casos creaban nuevas dificultades, la mayor parte ayudó a corroborar la verdad de la historia bíblica. De estas investigaciones han surgido un creciente número de estudios apologéticos valiosos e interesantes sobre la historia del Antiguo Testamento: Schrader, “Inscripciones Cuneiformes y el Antiguo Testamento” (Londres, 1872); “Egipto y los Libros de Moisés” de Hengstenberg (Londres, 1845); Harper, “La Biblia y los Descubrimientos Modernos” (Londres, 1891); McCurdy, “Historia, Profecía y los Monumentos” (Londres-Nueva York, 1894-1900); Pinches, “El Antiguo Testamento a la Luz de los Registros Históricos de Asiria y Babilonia” (Londres-Nueva York, 1902); Abad Gainet, “La bible sans la bible, ou l’histoire de l’ancien testament par les seuls témoignages profanes” (Bar-le-Duc, 1871); Vigouroux, “La bible et les découvertes modernes” (París, 1889).

Por otro lado, la cronología bíblica, según entendida entonces, y la interpretación histórica literal del Libro del Génesis cayeron en la confusión al avanzar las ciencias—astronomía, con su gran hipótesis nebular; la biología, con su aún más fructífera teoría de la evolución; la geología y la arqueología prehistórica. Los racionalistas se agarraron ávidamente de esta data científica y trataron de usarla para desacreditar la Biblia y asimismo la religión cristiana. Pero estuvieron disponibles apologías hábiles para ensayar una conciliación de ciencia y religión. Entre ellas están: Dr. (luego cardenal) Wiseman, “Doce Conferencias sobre la Conexión entre la Ciencia y la Religión Revelada” (Londres, 1847), la cual, aunque anticuada en algunas partes, es todavía una lectura valiosa; Reusch, “Naturaleza y la Biblia” (Londres, 1876). Otros más modernos y actualizados son: Duilhé de Saint-Projet, “Apologie scientifique de la foi chrétienne” (Paris, 1885); Abbé Guibert, “En el Principio” (Nueva York, 1904), uno de los mejores tratados católicos sobre el tema; y más reciente aún, Lapparent, “Science et apologétique” (París, 1905).

Una forma más delicada de investigación científica para la creencia cristiana fue la aplicación de los principios de la crítica histórica a los libros de la Sagrada Escritura. No pocos eruditos cristianos miraron con serio recelo el progreso hecho en este departamento legítimo de la investigación humana, cuyos resultados requirieron una reconstrucción de muchas opiniones tradicionales sobre la Escritura. Los racionalistas hallaron aquí un campo de estudio congénito, que pareció prometer socavar la autoridad bíblica. De ahí que fue más que natural que las intromisiones de la crítica bíblica sobre la teología conservadora fuesen disputadas pulgada por pulgada. En conjunto, el resultado de la larga y animada contienda resultó en ventajas para el cristianismo. Es cierto que el Pentateuco, por tanto tiempo atribuido a Moisés, la vasta mayoría de eruditos no católicos, y un número creciente de eruditos católicos, ahora sostienen que es una compilación de cuatro fuentes independientes puestas juntas en forma final poco después del Exilio. Pero la antigüedad de mucho del contenido de estas fuentes ha sido firmemente establecida, así como la fuerte presunción de que el meollo de la legislación del Pentateuco es de institución mosaica. Esto ha sido demostrado por Kirkpatrick en su “Biblioteca Divina del Antiguo Testamento” (Londres-Nueva York, 1901), por Driver en su “Introducción a la Literatura del Antiguo Testamento” (Nueva York, 1897), y por el Abad Lagrange, en su “Méthode historique de l’Ancien Testament” (París, 1903; tr. Londres, 1905).

En el Nuevo Testamento los resultados de la crítica bíblica son aún más indudables. Ha sido totalmente desacreditado el intento de la escuela de Tübingen de adscribir los Evangelios lejos en el siglo II, y de ver en la mayoría de las Epístolas de San Pablo la obra de una mano mucho más tardía. Ahora se reconoce generalmente, incluso los críticos más adelantados, que los Evangelios Sinópticos pertenecen a los años 65-85, descansando en fuentes orales y escritas aún más tempranas, y el Evangelio según San Juan es adscrito con certeza por lo menos al año 110 d.C., esto es, dentro de unos pocos años de la muerte de San Juan. Se reconoce que las tres Epístolas de San Juan son genuinas; luego el principal objeto de disputa fueron las cartas pastorales. Cercanamente conectado con la teoría de la Escuela de Tübingen estuvo el intento del racionalista Strauss de explicar el elemento milagroso en los Evangelios como las fantasías míticas de una época muy posterior a la de Jesús. Las opiniones de Strauss, contenidas en su “Vida de Jesús” (1835), fueron hábilmente refutadas, junto con las falsas afirmaciones e inducciones de la Escuela de Tübingen por eruditos católicos tales como Kuhn, Hug, Sepp, Döllinger, y por los críticos protestantes Ewald, Meyer, Wieseler, Tholuck, Luthardt y otros. La consecuencia de la “Vida de Jesús” de Strauss y del vano intento de Renan de mejorarla dándole una forma legendaria (Vie de Jésus, 1863) ha sido un número de biografías eruditas de nuestro Señor: “Cristo el Hijo de Dios” de Constant Fouard (Nueva York, 1891); “Jesucristo”, de Henri Didon, (Nueva York, 1891); “Vida y Época de Jesús el Mesías”, de Edersheim, (Nueva York, 1896) y otras.

Otro campo de estudio que creció principalmente en el siglo XIX y ha tenido una influencia en forjar la ciencia de la apologética es el estudio de las religiones. El estudio de los grandes sistemas religiosos del mundo pagano y su comparación con el cristianismo proveyó material para cierto número de argumentos engañosos contra el origen independiente y sobrenatural de la religión cristiana. Así también, el estudio del origen de la religión a la luz de la filosofía religiosa de pueblos incultos ha sido explotado contra el cristianismo (creencia teísta) sobre la base injustificada de que el cristianismo es sólo el refinamiento, a través de un largo proceso de evolución, de una religión primitiva cruda originada en el culto a los fantasmas. Entre los que se distinguieron en esta rama de la apologética están Döllinger, cuyo “Heidenthum und Judenthum” (1857), tr. “Gentiles y judíos en la Corte del Templo” (Londres, 1865-67), es una mina de información sobre los méritos comparativos de una religión revelada y el paganismo del mundo romano; Abad de Broglie, autor del volumen sugestivo, “Problèmes et conclusions de l’histoire des religions” (París, 1886); Hardwick, “Cristo y otros Maestros” (Londres, 1875).

Otro factor en el crecimiento de la apologética durante el siglo XIX fue la ascensión de numerosos sistemas de filosofía que, en la enseñanza de hombres tales como Kant, Fichte, Hegel, Schelling, Comte y Spencer, estaban abierta o secretamente en oposición a la creencia cristiana. Para contrarrestar estos sistemas, el Papa León XIII revivió a través del mundo católico la enseñanza del tomismo. Las muchas obras escritas para vindicar el teísmo cristiano contra el panteísmo, materialismo, positivismo y monismo evolutivo han sido de gran servicio a la apologética; pero no todas estas apologías filosóficas son realmente escolásticas, sino que representan varias escuelas de pensamiento. Francia ha provisto un número de hábiles pensadores apologistas quienes ponen principal énfasis en el elemento subjetivo en el hombre, que señala a las necesidades y aspiraciones del alma y a la correspondiente idoneidad del cristianismo, y del cristianismo solo, para satisfacerlos. Esta línea de pensamiento ha sido resuelta de varias formas por el fallecido Ollé-Laprune, autor de “La certitude morale” (París, 1880), y “Le prix de la vie” (París, 1892); “Le catholicisme et la vie de l’esprit” de Fonsegrive (París, 1899); y, en “L’action” (París, 1893) de Blondel, el fundador de la llamada “Escuela de Immanencia”, cuyos principios aparecen en los escritos espirituales del Padre Tyrrell, “Lex Orandi” (Londres, 1903), “Lex Credendi” (Londres, 1906).

La continua oposición entre el catolicismo y el protestantismo en el siglo XIX resultó en la producción de cierto número de escritos apologéticos notables: Möhler, “Simbolismo”, publicado en Alemania en 1832, que ha tenido muchas ediciones en inglés; Balmes, “El Protestantismo y el Catolicismo Comparados en sus Efectos sobre la Civilización de Europa”, una obra en español publicada en inglés en 1840 (Baltimore); las obras de los tres ilustres cardenales ingleses Wiseman, Newmann y Manning, muchos de cuyos escritos influyeron sobre la apologética.

Es a partir de todos estos variados y extensos estudios que la apologética ha tomado forma. La vastedad del campo hace extremadamente difícil para cualquier escritor hacer completa justicia. De hecho, todavía queda por escribirse una apología completa y comprehensiva de excelencia uniforme.

Bibliografía:

En adición a las obras ya mencionadas, los tratados más generales sobre apologética son los siguientes:

OBRAS CATOLICAS: SCHANZ, Una Apología Cristiana (Nueva York, 1891) 3 vols. Una edición mejorada del original, Apologie des Christentums, fue publicada en Friburgo (1895) y una edición aumentada estaba en preparación en 1906. PICARD, ¿Cristianismo o Agnosticismo?, trad. del francés por MACLEOD (Londres, 1899); DEVIVIER, Apologética Cristiana, editada y aumentada por SASIA (San José, 1903) 2 vols.; editada en un volumen por el Muy Rev. S. G. Messmer, D.D. (Nueva York, 1903); FRAYSSINOUS, Una Defensa del Cristianismo, trad. del francés por JONES (Londres, 1836); HETTINGER, Religión Natural (Nueva York, 1890); Religión Revelada (Nueva York, 1895), ambas son adaptaciones de H. S. BOWDEN de la German Apologie des Christentums de HETTINGER (FriburgO, 1895-98) 5 vols.; HETTINGER, Teología Fundamental (Friburgo, 1888); GUTBERLET, Lehrbuch der Apologetik (Münster, 1895) 3 vols.; SCHELL, Apologie des Christentums (Paderborn, 1902-5) 2 vols.; WEISS, Apologie des Christentums vom Standpunkte der Sitte und Kultur (Friburgo, 1888-9), 5 vols., trad. del francés Apologie du christianisme au point de vue des m urs et de la civilisation (París, 1894); BOUGAUD, Le christianisme et les temps pr sents (París, 1891) 5 vols.; LABEYRIE, La science de la foi (La Chapelle-Montligeon, 1903); EGGER, Encheiridion Theologi Dogmatic Generalis (Brixen, 1893); OTTIGER, Theologia Fundamentalis (Friburgo, 1897); TANQUERY, Synopsis Theologi Fundamentalis (Nueva York, 1896). Revistas valiosas para el estudio de la apologética son: La Revista Trimestral Americana Católica; Revista Eclesiástica Americana; Revista de Nueva York; Mundo Católico; Revista de Dublin; Registro Eclesiástico Irlandés; Trimestral Teológico Irlandés; Mes; Tableta; Revue Apolog tique (Brussels); Revue pratique apolog tique (París); Revue des questions scientifiques; Mus on; La science catholique; Annales de philosophie chrétienne; Etudes religieuses; Revue Thomiste, Revue du clerg fran ais; Revue d’histoire et de litt rature religieuse; Revue biblique; Theologische Quartalschrift (Tübingen); Stimmen aus Maria-Laach.

OBRAS PROTESTANTES: BRUCE, Apologética (Nueva York, 1892); FISHER, Bases de la Creencia Teística y Cristiana (Nueva York, 1902); FAIRBAIRN, Filosofía de la Religión Cristiana (Nueva York, 1902); MAIR, Estudios en Evidencias Cristianas (Edimburgo, 1894); LUTHARDT, Verdades Fundamentales del Cristianismo (Edimburgh, 1882); SCHULTZ, Bosquejos de Apologética Cristiana (Nueva York, 1905); ROW, Evidencias Cristianas Vistas en Relación al Pensamiento Moderno (Londres, 1888); IDEM, Manual de Evidencias Cristianas (Nueva York, 1896); ILLINGWORTH, Razón y Revelación (Nueva York, 1903). Muchos excelentes tratados apologéticos se hallan en la larga serie de Conferencias Bampton, también en las Conferencias Gifford, Hulsean, Baird, y Croal.

Fuente: Aiken, Charles Francis. “Apologetics.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 1. New York: Robert Appleton Company, 1907.
http://www.newadvent.org/cathen/01618a.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina

Ver también

[1] Recursos sobre Apologética de Aci Prensa

Enlaces externos

[2] Apología sobre el Bautismo.

[3] El porqué de todas las ceremonias de la Iglesia.

[4] Defensa de la Religión cristiana.

[5] La voz de la Religión

[6]
Despertador cristiano de sermones.

Fuente: Enciclopedia Católica