BAUTISMO

Mat 3:7 al ver él que .. los saduceos venían a su b
Mat 20:22; Mar 10:38 bautizados con el b con que
Mat 21:25; Mar 11:30; Luk 20:4 el b de Juan, ¿era
Luk 3:3 predicando el b del arrepentimiento para
Luk 7:29 a Dios, bautizándose con el b de Juan
Luk 12:50 de un b tengo que ser bautizado; y
Act 18:25 aunque solamente conocía el b de Juan
Rom 6:4 somos sepultados .. para muerte por el b
Eph 4:5 un Señor, una fe, un b
Heb 6:2 de la doctrina de b, de la imposición de
1Pe 3:21 el b que corresponde a esto ahora nos


Bautismo (gr. báptisma; baptismós, “ceremonia de purificación”, “bautismo”, “ablución (lavamiento)” [del verbo baptí­zí‡, “sumergir (hundir)”, “bautizar”, “lavarse”]). Rito religioso originado en tiempos precristianos. Los judí­os lo practicaban como una ceremonia para recibir a prosélitos dentro del judaí­smo (así­ lo demuestran varios de sus escritos). Cuando se los bautizaba, el rito probablemente tení­a la función de limpiarlos de la impureza contraí­da como paganos, porque se usa el mismo término miqwêh, para otros baños de purificación. También se lo consideraba como el repaso de uno de los acontecimientos que hizo de Israel una nación: el cruce del Mar Rojo. Junto con la circuncisión y los sacrificios hací­an del prosélito un integrante del mismo pacto del que participaban los israelitas de nacimiento. El estatus legal de este prosélito era el de un recién nacido (cf Joh 3:3-10). Es significativo que los dirigentes judí­os no cuestionaran la validez del bautismo de Juan, sino sólo su autoridad para administrarlo (Joh 1:19-28). Los esenios también practicaban el bautismo en conexión con sus ritos religiosos. En Khirbet Qumrân, su probable centro religioso, se descubrieron 146 varios estanques con peldaños para bajar a ellos (fig 504). Se habrí­an utilizado para ritos bautismales, que aparentemente involucraban la inmersión, como ocurrí­a con el bautismo de los prosélitos judí­os. Casi todas las confesiones cristianas practican el bautismo, aunque varí­an el modo de administrarlo: aspersión, derramar agua sobre la cabeza o inmersión total de catecúmeno. El método usado en tiempos del NT era la inmersión (se lo deduce del significado del término griego), según las descripciones bí­blicas de la realización de la ceremonia y de las aplicaciones espirituales que hace la Biblia del rito. El término baptí­zí‡ se empleaba antiguamente para describir la inmersión de la tela para teñirla, y de una vasija para llenarla de agua; cuando se lo aplica al bautismo cristiano su significado más obvio es “sumergir” (las referencias bí­blicas a los bautismos muestran claramente que se usaba la inmersión). Juan el Bautista bautizaba “en Enón, junto a Salim, porque habí­a allí­ muchas aguas” (Joh 3:23). No habrí­a razón para buscar un lugar donde habí­a “muchas aguas” si volcar o asperjar un poco de agua era la forma de bautizar. El relato sobre el bautismo del eunuco etí­ope afirma que Felipe y el eunuco “descendieron ambos al agua” y luego “subieron del agua” (Act 8:38, 39), actos que indican con toda certeza más que un asperjar o volcar agua. El apóstol Pablo realizó una aplicación espiritual del rito bautismal, que sólo es clara si se refiere al de sumersión. Al analizar el significado del bautismo, Pablo señala que: 1. Así­ como Cristo murió por el pecado, el cristiano debe morir a los pecados. 2. Así­ como Cristo, después de que murió, fue sepultado, el cristiano debe ser “sepultado” simbólicamente con él en el sepulcro de agua del bautismo. 3. Así­ como Cristo fue levantado de la tumba, el cristiano se debe levantar a una vida espiritual nueva (Rom 6:3-5; cf Col 2:12). Obviamente, las figuras de sepultura y resurrección no tendrí­an sentido si no pensáramos en una inmersión total. Vale la pena notar que la presencia de bautisterios en las iglesias más antiguas muestra que por siglos la iglesia cristiana practicó el bautismo por inmersión. Queda claro que a los cristianos se le exigí­a el bautismo: Cristo ordenó a sus discí­pulos que bautizaran (Mat 28:18, 19; Mar 16:15, 16) y enseñaran a los nuevos conversos a observar todas las cosas ordenadas por él (Mat 28:20); los apóstoles enseñaron la necesidad del bautismo (Act 2:38; 10: 48; 22:16), y practicaron el rito (8:12; 16:14, 15, 33; 19:5; etc.). Entre los prerrequisitos para el bautismo señalados por las Escrituras están la aceptación de Jesucristo como el Hijo de Dios (8:36, 37; cf v 12; 18:8) y el arrepentimiento (2:37, 38). El término “bautizar” también se usa en sentido figurado. Juan el Bautista declaró que Cristo bautizarí­a con “el Espí­ritu Santo y con fuego” (Mat 3:11; Luk 3:16), lo que significaba el derramamiento del Espí­ritu Santo en Pentecostés bajo el sí­mbolo del fuego (Act 2:3, 4) o tal vez la destrucción final de los malvados (Mat 3:11, 12). Jesús habló simbólicamente de su muerte como un bautismo (Mat 0:20-23: Mar 10:37-39; cf Luk 12:50), y Pablo en forma figurada de la experiencia de Israel al salir de Egipto: “En Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar” (1Co 10:1, 2). Además, en la Biblia se registran 2 incidentes interesantes con respecto al rito: ciertos creyentes de Efeso, después de recibir verdades nuevas e importantes y el “bautismo de Juan”, fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús (Act 19:1-5); y en un pasaje difí­cil (1Co 15:29) Pablo se refiere al bautismo por los muertos (se sugirieron muchas explicaciones, pero ninguna parece concluyente). Véanse Ablución; Baño. Bib.: Talmud, ‘Erubin 4b; Yebamoth 47a. 47b; CBA 6:801, 802.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

griego baptein, sumergir, lavar con agua. Desde muy antiguo, las religiones han tenido el agua como sí­mbolo de purificación, por lo que algunas fuentes de agua eran consideradas sagradas, como el rí­o Nilo entre los egipcios, el Eufrates en Babilonia, en donde se llevaban a cabo baños rituales de purificación; aún hoy, persisten estas prácticas, en el rí­o Ganges de la India, por ejemplo.

En el A. T. encontramos una serie de prescripciones de la ley sobre baños y abluciones rituales. Para la consagración sacerdotal de Aarón y sus hijos, Yahvéh manda a Moisés que los bañe con agua a la entrada de la Tienda del Encuentro, Ex 29, 4; 40, 12; Lv 8, 6. Para limpiarse de ciertas impurezas, en las que se haya incurrido voluntaria o involuntariamente, y que impiden estar en presencia de Dios en el Templo, en la asamblea, en la guerra santa, se debí­a lavar los vestidos, bañarse, Lv 11, 25-40; 15; 16, 26-28; 17, 15; 22, 4-6; Nm 19, 8. Con los profetas, la purificación ya no es sólo un rito externo, puesto que la impureza está en el corazón del hombre, y de las ablucio nes y baños con agua hablan en sentido figurado, Is 1, 18; Jr 31, 33-34; Ez 36, 25-27; Za 13, 1. A los gentiles que querí­an entrar al judaí­smo se les exigí­a que se bañaran, es decir, el bautismo de los prosélitos, como señal de aceptación de la alianza. Entre los esenios, también se practicó este rito, según se conoce por los historiadores, como Filón de Alejandrí­a, Plinio el Viejo y Flavio Josefo, igualmente por las piscinas halladas por los arqueólogos en Qumran, a orillas del mar Rojo; se exigí­a a los miembros de esta comunidad un aseo estricto y baños con agua frí­a, además de usar vestidos blancos.

Dentro de la tradición profética que llamaba a la conversión interior, aparece Juan Bautista, quien invita a los judí­os a la renovación interior, a la penitencia, a la confesión de los pecados, con un rito simbólico externo, el bautismo en el rí­o Jordán, para el perdón de los pecados, Mc 1, 4. Sin embargo, Juan, como reza la profecí­a, es el mensajero enviado para preparar el camino del Señor, el precursor del Mesí­as, Is 40, 3; Mt 3, 3; Mc 1, 2-3; Lc 3, 4-6; Jn 1, 23; y el mismo Bautista dice, indicando que lo suyo es una fase transitoria, que vendrá la definitiva, que él bautiza con agua, pero el que vendrá, el Mesí­as, lo hará con el Espí­ritu Santo; †œy fuego†, agrega el evangelista Mateo, aludiendo con esta figura a la acción purificadora del b., Mt 3, 11; Mc 1, 8; Lc 3, 16; Jn 1, 26. Jesús, a pesar de no tener pecado alguno, se somete al plan de salvación de Dios y se hace bautizar por Juan Bautista, Mt 3, 13-15; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22.

Cristo resucitado y glorificado tiene el poder dado por el Padre el cual ejerce tanto en el cielo como en la tierra, y manda a los discí­pulos a que lo ejerzan también, en su nombre, por el b. y la evangelización a todas las naciones, Mt 28, 19; Mc 16, 15-16.

El b. en el N. T. desde los inicios del cristianismo, es el rito de entrada en la comunidad cristiana, la ceremonia del nacimiento del cristiano. Pedro, después de su discurso sobre los acontecimientos de Pentecostés, es interrogado por los concurrentes sobre qué hacer para salvarse. Y el apóstol responde que es necesario arrepentirse y bautizarse en nombre de Jesucristo para el perdón de los pecados y recibir el don del Espí­ritu Santo, Hch 2, 37-38. Aquí­ el b. presupone la fe en Cristo proclamada por los apóstoles, o la iniciación en ella, y la comunión con toda la comunidad, así­ como el compromiso de vivirla delante de los demás. Ese dí­a se unieron a la Iglesia unas tres mil personas, que se bautizaron, Hch 2, 41. De la misma manera, en Samarí­a, los primeros creyentes, hombres y mujeres, se bautizaron tras oí­r el mensaje de Felipe y ver los signos que realizaba; hasta el mago Simón, quien tení­a atónito al pueblo samaritano, se bautizó Hch 8, 5-13. Este mismo Felipe, diácono, bautiza en una fuente de agua que encuentra en el camino, al eunuco etí­ope, alto funcionario de la reina Candace, después de explicarle el pasaje del profeta, Is 53, 7-8, que el eunuco leí­a, sin entender a quién se referí­a el oráculo, Hch 8, 36-38. Pedro bautizó al centurión romano Cornelio y a los de su casa, con lo que se da a entender que los llamados al Reino de Dios son todos los pueblos, gentiles, incircuncisos, Hch 10, 47-48; como dice San Pablo en Ga 3, 27-29, el b. hace a quienes lo reciben uno en Cristo. †œYa no hay judí­o ni griego; ni esclavo ni libre; ni mujer ni hombre†. Pablo también es bautizado en Damasco, tras haber sido derribado por Jesús, del caballo, camino de esta ciudad, en persecución de los cristianos, Hch 9, 19; y el Apóstol, a su vez, bautizó a muchos en su intensa actividad apostólica, en los viajes misioneros que emprendió. En Filipos, del primer distrito de Macedonia y colonia romana, bautizó a Lidia, vendedora de púrpura, natural de Tiatira, tras lo cual se convirtieron y bautizaron todos los de la casa de la mujer, Hch 16, 14-15. En la misma ciudad de Filipos, fue preso Pablo con Silas, y se produjo el prodigio de un terremoto que abrió las puertas de la prisión y los presos quedaron libres de sus cadenas. El carcelero, tras anunciarle la Palabra, se convirtió y se bautizó con los de su casa Hch 16, 32-33. En Corinto, habiendo escuchado la Palabra por boca del Apóstol, Crispo, jefe de la sinagoga, los suyos y muchos corintios creyeron y se bautizaron, Hch 18, 8. En Efeso, dio Pablo con unos discí­pulos, unos doce hombres, que habí­an recibido el bautismo de Juan, quienes al oí­rlo se bautizaron en el nombre del Señor Jesús; el Apóstol les impuso las manos y descendió sobre ellos el Espí­ritu Santo y recibieron el don de las lenguas y de la profecí­a, Hch 19, 4-7.

El b. está lleno de simbolismos. En San Juan el b. es un renacer o nacer de nuevo de lo alto, para poder entrar al Reino de Dios, Jn 3, 3. Nicodemo, el fariseo, en su encuentro con Jesús, pensó que se trataba de volver al seno materno; Jesús le replica que quien no nazca de agua y de Espí­ritu no entra rá en el Reino de Dios, Jn 3, 1-8. Aquí­ el agua es el sí­mbolo del Espí­ritu, como se lee también en 1 Co 6, 11; Tt 3, 4-7. Es decir que el b. produce estos efectos: por él renacemos, Jesús nos justifica con su gracia, nos comunica el Espí­ritu, por él adquirimos parte en la herencia de la vida eterna, y como arras Jesús nos da el Espí­ritu, 2 Co 1, 22; Ef 1, 11-14.

Pablo el teólogo del b., ve en él un simbolismo de muerte y resurrección.

Por el b. participamos en la muerte sepultura y resurrección de Jesús, Rm 6, 3-6; Col 2, 12. Para el Apóstol, en el b. recibimos la luz de Cristo, somos iluminados, por lo que se le dio el nombre de iluminación, Hb 6, 4; 10, 32; Ef 5, 8 y 14. Con el sentido de lavatorio, que purifica y limpia, no sólo el cuerpo, sino primordialmente el corazón, Hb 10, 22; como se expresa también en 1 P 3, 21. Y sobre la Iglesia, dice que Jesús se entregó a ella †œa fin de purificarla por medio del agua del b. y de la palabra†, Ef 5, 26. Igualmente, considera al b. como una nueva circuncisión, no ya de mano del hombre; es decir, el b. es la circuncisión espiritual establecida por Cristo, Col 2, 11-14. Por el b. nos hacemos todos hijos de Dios, Ga 6, 11-16; según habí­a dicho en Ga 4, 4-7.

En la Iglesia católica el b. es un sacramento. Los sacramentos, según San Agustí­n, son †œsignos externos y visibles de una gracia interna y espiritual†.

El b. como la confirmación y las órdenes sagradas, se recibe una vez en la vida, es decir, imprime carácter por toda la eternidad.

Sobre el b. de los niños se sabe que los primeros cristianos lo administraban a los menores, según consta en la obra Tradición apostólica, siglo III, de San Hipólito. Esto obedece a una tradición judí­a, según la cual, los niños al nacer participan de la alianza. Otra de las razones, extendida hasta hoy, es el temor a que el niño muera sin haber recibido el agua bautismal. Por el contrario, varias iglesias sólo permiten administrar el b. a los adultos, como las de los baptistas y anabaptistas, la menonita, pues consideran que por la inmadurez del niño, éste no tiene conciencia para comprender la fe y el compromiso que implica. Anabaptista, precisamente, significa el que se bautiza nuevamente, pues en esta Iglesia bautizan al adulto, así­ lo haya sido en la niñez.

Por el Didaké o Enseñanzas de los Doce Apóstoles, del siglo I d. C., se sabe que inicialmente el rito bautismal era muy sencillo. Posteriormente, fue adquiriendo otras formas. En la obra de San Hipólito, citada atrás, dice que la ceremonia del b. estaba precedida del ayuno y la vigilia, la confesión de los pecados así­ como de la renuncia al demonio, el lavatorio con agua y la imposición de manos o unción con aceite. Después, la imposición de las manos queda para el sacramento de la confirmación. En algunas iglesias cristianas, como la baptista y las ortodoxas, se practica la inmersión, en otras la aspersión y en la católica se derrama agua sobre la cabeza del bautizado, afusión.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Término derivado del gr. baptisma (antecedente, baptizo). La idea del lavamiento o limpieza ceremonial, aparece repetidamente en las leyes mosaicas de purificación (p. ej., Exo 29:4, Exo 29:17; Exo 30:17-21; Exo 40:12, Exo 40:30, Lev 1:9, Lev 1:13; Lev 6:27; Lev 9:14; Lev 11:25; Lev 14:8-9, Lev 14:47; Lev 15:5-27; Lev 16:4-28; Lev 17:15-16; Lev 22:6; Num 8:7; Num 19:7-21; Num 31:23-24; Deu 21:6; Deu 23:11). La LXX usa la palabra baptizo dos veces (2Ki 5:14; Isa 21:4). El judaí­smo posterior incorporó este significado de limpieza y purificación a su idea de la relación del nuevo pacto y usó el bautismo como un rito de iniciación, como se refleja en la secta del Qumrán y las comunidades de los Rollos del Mar Muerto.

Juan el Bautista transformó el bautismo de un rito a un acto moral positivo, un compromiso decisivo con la piedad personal. No obstante, su bautismo era sólo transitorio, pues el significado y la eficacia del bautismo sólo puede entenderse a la luz de la muerte redentora y la resurrección de Cristo. Cristo se refirió a su muerte como a un bautismo (Luk 15:20; Mat 20:22; Mar 10:38). Al acto del bautismo en agua Jesús añadió la promesa del bautismo con el Espí­ritu, medio por el cual su labor redentora se aplica a los seres humanos (Mat 3:11; Mar 1:8; Luk 3:16; Act 1:4 ss.; Act 11:16). Cristo hizo el bautismo espiritual (por el Espí­ritu Santo) sinónimo con la aplicación de hecho de las virtudes de su muerte y resurrección a los pecadores (Mat 3:11). A través del bautismo del Espí­ritu, el pecador redimido se incorpora al cuerpo espiritual de Cristo.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(Sumergir).

En el uso judí­o significa lavar o limpiamiento. Exo 20:17-21, Lev 11:25.

Bautismo Cristiano: (Sacramento).

– Instituí­do por Cristo, después de su Resurrección, con la fórmula de Bautismo: Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo. Mat 28:19, Mar 16:16.

– Es necesario para entrar en el Reino de los Cielos, en la Iglesia de Cristo. Jua 3:3, Jua 3:5, Mar 16:16. “Quien no naciere en el agua y en el espí­ritu no puede entrar, ¡ni siquiera ver!, el Reino de los Cielos. Jua 3:3 y 5.

– Efectos: Limpia el pecado original, y todos los demás pecados: (Rom 5:12-21, Rom 6:3-6). Nos hace miembros de la Iglesia: (Jua 3:3, Jua 3:5), santos, hijos de Dios y herederos del cielo con Jesucristo, produciendo una renovación radical y completa de la persona, un “hombre nuevo”: (Tit 3:5, Efe 4:5, Col 3:10, Rom 6:3-6, 2Co 5:17). Nos hace “Templos del Espí­ritu Santo”, Sagrarios de Cristo y moradas del Padre: (I Cor. 3:16, Jua 14:23). y miembros de la Iglesia, del Cuerpo Mí­stico de Cristo: (1Co 12:13, Gal 3:27-28). ¡Aleluya!: – Es para todos, ninos y adultos. Mat 28:19. y así­ lo practicaron los primeros cristianos, bautizando a toda la familia: Hec 16:16, Hec 16:43). Los ninos se bautizan con la “fe de la Iglesia”: Si de sus padres recibieron el pecado original, también por ellos pueden recibir la “gracia”. La Biblia nunca dice que los ninos no puedan ser cristianos. si en tu Iglesia no se puede bautizar a los ninos, es que es una Iglesia “sin poder”, no es la única Iglesia de Cristo, donde hay poder para bautizar a los ninos.

– Es sólo uno. Porque sólo una vez hay que perdonar el pecado origina: (Efe 4:5). Para los adultos es necesaria su fe, para poder bautiarlos: (Mar 16:16) y arrepentimiento: (Hec 2:38). a los ninos, ya lo explicamos, les basta con la fe de la Iglesia, ¡así­ de grande es la fe! Sanó a la hija de la Sirofenicia por la fe de la madre: (Mat 14:21-28).

Bautismo en el Espí­ritu Santo: Profetizado en Eze 36:25.

– Es Jesús quien bautiza: Mat 3:11, Mar 1:8, mLc. 3:16, Jua 1:33.

– Se menciona siete veces en el Nuevo Testamento: Cuatro veces el Bautista: (Mat 3:11, Mar 1:8, Luc 3:16, Jua 1:33). Jesús una vez: (Hec 1:5). Pedro una vez: (Hec 11:16). Pablo una vez: (1Co 12:13).

Bautismo de Deseo y de Sangre: El de deseo es el que reciben los que nunca oyeron hablar de Jesús, pero que viven en el Senor: (Mat 8:11). El de sangre es el que recibió Jesús en la cruz, y el de los mártires: (Mat 20:22).

Bautismo por los muertos: Son los sacrificios expiatorios que se ofrecen por los difuntos: (1Co 15:29). porque “es obra santa y piadosa orar por los muertos. Por eso mandó hacer un sacrificio expiatorio a favor de los muertos, para que queden liberados del pecado: (2Ma 12:46). Si en su iglesia no hay purgatorio y es vano orar por los difunots, es que es una iglesia sin poder, en la Iglesia deCristo sí­ se puede orar por los difuntos, y es provechoso para los que murieron, y es obra buena y piadosa.

Bautismo de Juan: Era como el bautismo judí­o, de penitencia y arrepentimiento, precursor del de Cristo, en agua y en el Espí­ritu: (Mat 3:6-11, Mat 21:25, Luc 7:29-30, Jua 3:22-36, Jua 10:40).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El agua viene ligada con la idea de purificación en casi todas las religiones. En el AT pasa lo mismo. Los †¢lavamientos previos a la adoración aparecen señalados por la existencia de la fuente en el †¢tabernáculo, en la cual los sacerdotes tení­an que lavarse las manos y los pies antes de oficiar. Después de un accidente que causara impureza ritual, habí­a que lavarse con agua (Lev 15:11). De estos lavamientos se habla en Heb 9:10 usándose la palabra †œabluciones† (gr. baptismos). Se nos habla de los †œlavamientos† -baptismos- de los vasos de beber, y de los jarros, y de los utensilios de metal, y de los lechos” que practicaban los fariseos (Mar 7:3-4).

A partir del siglo II a.C. en el desarrollo en la vida religiosa judí­a se incrementaron las prácticas de abluciones, que se hací­an consuetudinariamente. Los esenios y la comunidad de Qumrán poní­an mucho énfasis en baños rituales, como puede leerse en las reglas de esa comunidad. Hablando de uno que participaba en el rito, dice: †œY cuando su carne es rociada con el agua purificadora y santificada por el agua limpiadora, será hecha limpia por medio de la humilde sumisión de su alma a todos los preceptos de Dios†. Algunos dicen, incluso, que los judí­os bautizaban a los prosélitos, es decir, a los gentiles que se convertí­an a la fe judí­a. Con este trasfondo histórico es que surge Juan el Bautista.
b. de Juan, sin embargo, no era algo que se hací­a recurrentemente, sino una sola vez, como expresión de arrepentimiento. La gente vení­a y confesaba sus pecados (Mat 3:56). Además, Juan enseñaba que su b. tení­a un carácter transitorio y provisional, hasta que viniera el que bautizarí­a †œen Espí­ritu Santo y fuego† (Mat 3:11). En realidad, Juan sabí­a que él mismo necesitaba ser bautizado así­ (Mat 3:14-15). Hay que notar que los judí­os entendí­an que el b. era una especie de señal que anunciaba la era mesiánica, por lo cual le preguntaban a Juan por qué bautizaba (†œ… si tú no eres el Cristo, ni Elí­as, ni el profeta?† [Jua 1:25]). Durante un perí­odo los discí­pulos del Señor Jesús bautizaban al mismo tiempo que Juan el Bautista lo hací­a en otra parte (Jua 3:22-23; Jua 4:12).
és de su muerte y resurrección, el mandamiento del Señor fue que se predicara su evangelio y se bautizara a aquellos que creyeran (Mat 28:19). Los apóstoles obedecieron, de manera que su exhortación fue: †œArrepentí­os, y bautí­cese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de los pecados† (Hch 2:38). Así­, el b. cristiano es un mandamiento del Señor y una tradición apostólica (Hch 2:41; Hch 8:12-16, Hch 8:36-38; Hch 9:18; Hch 10:47-48, etcétera). Constituye una expresión en el mundo material de los hechos ocurridos en el mundo espiritual de un creyente. Debe ser una demostración y confesión pública de que ha ocurrido en él arrepentimiento y conversión. Por lo tanto, sólo los convertidos a Cristo deben ser bautizados. Ninguna persona, que no ha tenido esa experiencia, debe ser bautizado. El b. es la señal del nuevo pacto (Col 2:10-11).
sí­mbolo se logra con la utilización de aguas en las cuales el creyente es sumergido. Es eso lo que tiene Pablo en mente cuando dice que somos †œsepultados con él (Cristo) en el b.†. Y cuando la persona sale de las aguas está proclamando con ese b. que ha resucitado con el Señor (Col 2:12). †œPorque somos sepultados juntamente con él para muerte por el b., a fin de que como Cristo resucitó de los muertos por la gloria del Padre, así­ también nosotros andemos en vida nueva† (Rom 6:34).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT CERE LEYE TIPO

vet, Las palabras comúnmente utilizadas en el NT para denotar esta ordenanza son el verbo “baptizõ” y los nombres “baptisma” y “baptismos”; pero ninguno de estos términos se emplea sólo en este sentido. El verbo se usa también para denotar la purificación ceremonial de los judí­os antes de comer, para la que se vertí­a agua sobre las manos (Lc. 11:38; Mr. 7:4); figuradamente, para significar los sufrimientos de Cristo (Mr. 10:38, 39; Lc. 12:50); y por último, para denotar la ordenanza bautismal. “Baptizõ” es la forma intensiva de “baptein”, “sumergir”, y tiene un sentido más amplio que éste. En Hebreos (He. 9:10) “baptismos”, referido a los diversos lavamientos rituales ordenados en el AT con referencia a los ritos del tabernáculo, se traduce “abluciones”; sin ningún género de dudas, se refiere a los lavamientos ordenados en Lv. 6:27, 28; 8:6; 11; 13; 14; 15; 16; 17; 22:6; Nm. 8:7, 21; 19, etc. En el bautismo, la idea expresada es la unión a alguien o a algo. Refiriéndose a los israelitas, se dice en las Escrituras: “todos en Moisés fueron bautizados en la nube y en el mar” (1 Co. 10:2). Así­ el bautismo cristiano es la identificación con Cristo en la esfera de Su autoridad y señorí­o. (a) BAUTISMO DE JUAN. El bautismo de Juan tení­a lugar en el Jordán, hacia donde las multitudes salí­an (Mr. 1:4, 5), y es mencionado una y otra vez como bautismo de “arrepentimiento” (Mr. 1:4; Lc. 3:3; Hch. 13:24; 19:4). Los que así­ se bautizaban debí­an dar frutos dignos de arrepentimiento (Mt. 3:8; Lc. 3:8). Ellos confesaban sus pecados (Mt. 3:6), y exhortaban al pueblo a que creyeran en Aquel que vendrí­a tras él, Cristo Jesús, de quien dio él mismo testimonio (Hch. 19:4; cp. Jn. 1:29, 36). Un residuo piadoso se separó por el bautismo esperando la venida del Mesí­as; por este bautismo se juzgaron a sí­ mismos, y se apartaron de la condición caí­da de la nación. El Señor Jesús fue bautizado por Juan, no en Su caso para confesión de pecados, sino para asociarse en gracia con el residuo arrepentido, para cumplir toda justicia (Mt. 3:15). Su bautismo por Juan fue también la ocasión de Su ungimiento por el Espí­ritu Santo para Su ministerio público, y del testimonio del agrado del Padre en El, Su Hijo. (b) BAUTISMO CRISTIANO. El bautismo cristiano implica la confesión de Cristo como Señor, constituyendo la identificación externa con Su muerte, y por ende el salirse o bien del terreno judí­o, culpable del rechazo de Cristo como Su Mesí­as, o del terreno gentil, sin Dios ni esperanza en este mundo (Ro. 6:3; Hch. 2:38, 40; Ef. 2:12). Este bautismo es “al (eis) nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo” (Mt. 28:19). Y “en (epi, o en los mss. B, C, D) el nombre de Jesucristo”. Las Escrituras no dan una enseñanza concreta acerca del modo del bautismo. El gran tema del bautismo es a quién somos bautizados (cp Hch. 19 3). Pero la idea dada por la palabra es la de lavamiento como con los sacerdotes de antaño (Ex. 29:4) más bien que un rociamiento, como con los levitas (Nm. 8:7). Pablo dio una importancia secundaria al acto externo a la unidad entre los creyentes (cp. 1 Co. 1:10-15); sí­ hizo hincapié en el bautismo del Espí­ritu Santo. (Ver BAUTISMO DEL ESPíRITU SANTO). Con respecto a quién puede recibir el bautismo, hay posturas divergentes. El Nuevo Testamento no menciona el bautismo de niños como tal; en las conversiones de Lidia, del carcelero de Filipos, y de Estéfanas (Hch. 16:15, 33; 1 Co. 1:16), se afirma que con ellos se bautizó “toda su casa”, lo cual incluye en el término griego a todos aquellos que estaban sometidos a la autoridad del cabeza de familia, menores y esclavos. Se aduce que en el caso de la casa del carcelero de Filipos toda su casa se regocijó. Pero también es un hecho que el verbo creyó está en el original en masculino y singular, pudiéndose aplicar solamente al carcelero (Hch. 16:34). Todo esto conduce a la conclusión de que con respecto al modo y receptores del bautismo serí­a imprudente llegar a conclusiones dogmáticas. Con respecto a la naturaleza del bautismo, es un acto externo que se refiere al terreno de confesión, testimonio, en identificación pública con la muerte de Cristo para andar en novedad de vida (Ro. 6 3, 4) La posición de que el bautismo da el nuevo nacimiento sostenida por la iglesia de Roma en base a Jn. 3:5 es una mala interpretación del simbolismo de las Escrituras, que el apóstol Pablo, en cambio comprendió muy bien: “…el lavamiento de agua por la palabra” (cp. Ro. 10 17 “la fe es por el oí­r, y el oí­r por la Palabra de Dios”). Así­, lo que tenemos en Jn. 3:5 no es bautismo, sino la Palabra de Dios hecha eficaz por el Espí­ritu. Las distintas opiniones sobre el bautismo han dado lugar a diversos grupos eclesiásticos entre los cristianos. En un breve artí­culo como éste, es difí­cil exponer las diversas posturas y sus pros y contras, y remitimos al estudioso a la bibliografí­a al final del artí­culo. En todo caso, siempre manteniendo vigorosamente el aspecto externo y no salví­fico del bautismo, es de lamentar que en lugar de agua de unión, haya venido a ser “las aguas de la rencilla”. (c) BAUTISMO DE MUERTOS Bautizarse por los muertos. Esta expresión aparece en 1 Co. 15:29. Se han dado muchas explicaciones a este pasaje, pero leí­do a tenor del contexto en que se halla, leyendo los versí­culos 20-28 como paréntesis, el v. 18 explica el v. 29, y el v. 19 explica 30:32. Así­, si no hubiera resurrección, los “que durmieron en Cristo perecieron… ¿qué harán los que se bautizan por los muertos?” ¿Para qué ocupar los puestos de los que cayeron, y peligrar a toda hora, como soldados en una guerra, si los muertos no resucitan? ¿Qué aprovechaba a Pablo luchar contra fieras en Efeso, si los muertos no resucitan? La alusión a “peligramos a toda hora” y a “batallé” es a los que están en peligro, como soldados en guerra. Bautizarse por los muertos, pues, se dice de aquellos que en la lucha toman el lugar de los caí­dos, por su profesión de fe hecha pública por el bautismo. No hay lugar para exégesis imaginativas de este texto. Bibliografí­a Obras de carácter “bautista”: Rodrí­guez, A. S.: Nuestro credo sobre el bautismo (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, Texas 1928); Warns, Johannes: Baptism (Kregel Publication, Grand Rapids, Michigan 1968); G. R. Beasley-Murray: Baptism in the New Testament (The Paternoster Press, Exeter, 1976). Obras de carácter “reformado”: Charles Hodge: De la insignia cristiana (ACELR, Barcelona 1969); Jay. E. Adams: The Meaning and Mode of Baptism (Presbyterian and Reformed Pub. C., Phillipsburg, New Jersey 1980); Robert Rayburn: What About Baptism (Baker Book House, Grand Rapids, Michigan 1979). Un excelente estudio contrastado de las dos posturas: Donald Bridge y David Phypers: The Water that Divides – The baptism debate (Intervarsity Press, Leicester 1977).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Bautismo (del verbo griego baptizein, sumergir) es, en las iglesias cristianas, el rito de iniciación, administrado con agua, en nombre de la Stma. Trinidad (Padre, Hijo y Espí­ritu Santo) o en el nombre de Cristo, como afirma San Pablo, dejando implí­cita la Persona del Padre y la del Espí­ritu Santo. El Catecismo Romano recoge textos de Jn. 3. 5, de Tit. 3. 5 y de Ef. 5. 26, y lo define como “Sacramento de la regeneración administrado por el agua y la palabra.” (II. 2. 5).

Es el primero de los sacramentos, por cuanto nos abre a la vida cristiana y nos posibilita la pertenencia a la Iglesia. Los primeros cristianos lo consideraban como el encuentro inicial con Cristo y el signo de la conversión. Ello significaba que, con el Bautismo, dejaban las costumbres y las formas de vida paganas y se iniciaban en la vida de los seguidores de Jesús. Es de suponer que pronto comenzaron a exigir una buena preparación y que intentaron que se administrara el Bautismo envuelto en celebraciones de alegrí­a.

A medida que la primitiva Iglesia fue bautizando a los hijos que nací­an en el seno de los hogares ya cristianos, los niños crecí­an en la piedad y en el conocimiento de Jesús. Pero debí­an hacer un acto de consciente aceptación del mensaje evangélico cuando llegaban a ser mayores. Entonces se comenzó a valorar la Confirmación, o aceptación consciente y firme de la fe recibida y de los compromisos asumidos por el Bautismo.

Se actualizó el deseo de Jesús, que también fue el que hubiera un signo de Confirmación, un sacramento de fortalecimiento y de plenitud, como después enseñarí­a la Iglesia. Entonces fue cobrando importancia también la administración del Sacramento de la Confirmación. Pero acaso esto no fue antes del siglo IV o V, cuando ya la mayor parte del Imperio habí­a asumido el cristianismo.

1. Elementos del bautismo
Como todo sacramento, el Bautismo es un signo sensible, un gesto, una acción, con elementos que son imprescindibles para su recta administración.

1.1. Sacramentalidad del Bautismo

Es de fe cristiana que el Bautismo fue querido por Jesús. Quienes han visto en él sólo una práctica religiosa de los primeros cristianos, tratando de imitar algo de lo que habí­a hecho Jesús, no acaban de entender lo que hay detrás de la interpretación de la Iglesia de esa voluntad divina. Los sacramentos hay que verlos a la luz de la enseñanza de la comunidad de Jesús, de la Iglesia.

El signo sensible, su sacramentalidad, entronca con los hechos y usos de los judí­os en el Antiguo Testamento. Los israelitas ya consideraban que el “Espí­ritu divino se movió desde el principio por la aguas” (1 Petr. 3. 20). Pero los cristianos pensaron que la circuncisión era insuficiente para el perdón del pecado y que la voluntad de Jesús habí­a sido otra. (1 Cor. 10. 2).

Buscaron en la Historia de Israel precedentes relacionados con el agua y recordaron que ya el mundo habí­a sido purificado por el diluvio (Gen. 6. 5-10) o que los israelitas fueron liberados por las aguas del Mar Rojo (Ex. 15. 26-31) e introducidos en la tierra prometida por las aguas del Jordán. (Jos. 3. 14-17)

Las purificaciones con agua fueron usuales en los primeros tiempos de Israel con carácter ritual: Ex. 7. 1-5; Ex. 30. 17-20; Lev. 11. 25-40; 15. 5-7 y 18; Num. 20.13. Hasta vemos en el Antiguo Testamento los sí­mbolos del Bautismo en la purificación del sirio Naamán (2 Rey. 5. 1) y en los avisos de los Profetas: “Esparcid sobre vosotros agua limpia y seréis limpiados de todas vuestras inmundicias; y yo de todos vuestros í­dolos os limpiaré.” (Ez. 36. 25; también Is. 1.16 y 4. 4; Zac. 13. 4)

1.2. El agua natural

El agua natural es el elemento que, por voluntad de Jesús, se utiliza como sí­mbolo de purificación del pecado. Era un signo usual en tiempos de Jesús, como vemos por los Evangelio. Pero fue también un signo frecuente en otras religiones y creencias. En el mundo antiguo, las aguas del Ganges en India, del Eufrates en Babilonia, del Nilo en Egipto se utilizaban para baños sagrados. El baño purificatorio fue también conocido en cultos mistéricos helenos y babilónicos.

Antes del siglo I ya se pedí­a a los conversos al judaí­smo que se bañaran (o bautizaran) ellos mismos, como signo de aceptación de la Alianza (tebilath gerim). Desde la Cautividad este uso se hizo más frecuente. Lo recuerda Ezequiel para los que regresen a Israel. (Ez. 36. 25).

En esta tradición se debe situar a Juan el Bautista, que apareció predicando penitencia y urgiendo a los judí­os a bautizarse en el Jordán para la remisión de sus pecados (Mc. 1. 4). A Juan fue Jesús a bautizarse en la aguas del Jordán.

La interpretación posterior de los grupos cristianos serí­a diversa. Unos, las Iglesias de Oriente, prefirieron conservar el gesto de la inmersión como forma de actuación bautismal. En Occidente se extendió la costumbres de verter (efusión) el agua o en ocasiones rociando con ella a los que se bautizan (aspersión). El común denominador de todas las formas bautismales fue el sentido purificador del agua. Así­ se presentarí­a siempre como un sacramento, o un signo, de gracia y conversión
En los textos del Nuevo Testamento sólo se habla del agua sin más: Jn. 3. 5; Hech. 10. 47; Ef. 5. 26; Hebr. 10. 22. Los escritores cristianos multiplicarí­an después sus comentarios y sus interpretaciones. En la Didajé se da el testimonio explí­cito de los primeros tiempos cristianos: ” “Bautizad en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo con agua viva[agua corriente). Si no tienes agua viva, bautiza con otra clase de agua; si no puedes hacerlo con agua frí­a, hazlo con agua caliente. En todo caso derrama tres veces agua sobre la cabeza en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo.” (cap. 7)

También fue frecuente en los tiempos primitivos hacer tres inmersiones, como testimonian muchos escritores antiguos (Tertuliano. De cor. mil. 3; Didajé 7; San Cipriano Ep. 69.2, etc.). Se hací­a así­ para significar que el Bautismo se administraba en referencia a las tres divinas personas. Sin embargo en otros lugares, como en la Iglesia española, con permiso del Papa San Gregorio Magno (Epist. I. 43) se usó desde el siglo III una sola inmersión, para simbolizar la consustancialidad de las tres divinas personas, contra la herejí­a de Arrio.

1.3. La fórmula trinitaria

La fórmula (o forma decí­a Santo Tomás) del Bautismo son las palabras del que lo administra, las cuales acompañan la ablución con la expresión de su intención.

Para que sea válido el Bautismo, la Iglesia enseñó siempre que es necesario invocar a las tres divinas Personas. Tal fue la voluntad explí­cita de Jesús (Mt. 28. 19). Así­ lo entendieron los primeros cristianos: Didajé 7; S. Justino. Apologí­a 1. 61; San Ireneo, Adv. haer. III.17.

Pero, en cuanto a los pormenores, siempre hubo algunas diferencias entre las Iglesias. La latina emplea: “Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo”. Y en Oriente se suele decir: “Bautizamos a este siervo de Dios en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu.”

En algunos textos bí­blicos se habla sólo del Bautismo en el nombre del Señor Jesús: Hech. 2. 38; 8. 12 y 16. También S. Pablo usa la expresión “en Cristo Jesús”: Rom. 6. 3; Gal. 3. 27.

Pero no se puede entender que sólo aludieran al Señor Jesús, siendo tan clara la indicación trinitaria del Señor. Lo más probable es que se refirieran al Bautismo querido por Jesús, que era por su intención diferente a las simples abluciones purificatorias de Juan y de otros bautistas judaicos.

2. La acción de bautizar

Los Apóstoles entendieron desde el primer momento lo que implicaba el Bautismo como gesto y lo prodigaron entre todos los que se les unieron para reconocer el carácter mesiánico del Señor Jesús: Hech. 2. 38 y 41; 8. 12; 8. 36; 9. 18; 10. 47; 16. 15 y 33; 18. 8; 19. 5; 1 Cor. 1. 14. Fue la etapa kerigmática de la Iglesia, en la que el Bautismo era la expresión de una adhesión a Jesús y de un compromiso de nueva vida.

Pronto el Bautismo se fue haciendo más exigente en cuanto a preparación y se reclamó una claridad de intenciones y de doctrina para unirse a la comunidad creyente. Los compromisos cristianos significaban algo más que mera confesión. Todos recordaron las enseñanza de Jesús: “No el que dice Señor entre en el Reino de los cielo, sino el que cumple la voluntad del Padre.”(Mt. 7.21)

Tal disposición se advierte en los primeros escritores: Didajé 7; Epí­stola de Bernabé 11. 1; San Justino mártir, Apol. 1. 61. La más bella explicación sobre el las exigencias del Bautismo la daba Tertuliano, hacia el año 200.

El Catecumenado se centró en la preparación del Bautismo desde la perspectiva de la fe y de los conocimientos cristianos. Es S. Hipólito de Roma el que mejor nos recogió las ceremonias (Traditio Apostólica) y justificó el porqué de la formación cristiana como condición de la aceptación de la fe.

En algunas cristiandades, como en Milán con S. Ambrosio (De sacr. Il. 7. 20), unieron el Bautismo estrechamente con el Sí­mbolo apostólico. Se hací­a al bautizando tres veces la pregunta de si creí­a las verdades que en el Credo se contení­an. A cada confesión de fe por su parte, se le sumergí­a en la piscina bautismal. Así­ has tres veces, en referencia a las tres partes del Credo que confiesan la fe en las Tres Personas.

3. Institución divina

Jesús comenzó su vida de profeta haciéndose bautizar por Juan. Los seguidores de Jesús, como es natural, tomaron como modelo de su Bautismo el que recibió Jesús en el Jordán. Allí­ Juan, el Precursor enviado por Dios para prepararle el camino, le administró el signo del cambio de vida, de la conversión.

Juan era llamado el Bautista por el modo que tení­a de anunciar la necesidad de una nueva vida: bautizaba, lo cual significa que lavaba con agua a quienes le seguí­an. “Dios habló en el desierto a Juan, hijo de Zacarí­as, y comenzó a recorrer las tierras ribereñas del Jordán, bautizando a la gente. Proclamaba que la conversión es necesaria para recibir el perdón de los pecados. Pues así­ estaba escrito en el Profeta Isaí­as cuando decí­a: Se oye una voz en el desierto que dice “Preparad los caminos al Señor”… Juan decí­a: Yo bautizo con agua, pero detrás viene otro que bautizará con fuego y con Espí­ritu” (Lc. 3. 1-15)

Después de que Jesús se bautizó, como inicio de su misión en la tierra, también se puso a bautizar: “Fue con sus discí­pulos a la región de Judea y se puso a bautizar a la gente. Juan seguí­a bautizando en Ainón, cerca de Salim, donde habí­a abundancia de aguas y muchos iba a él. Los seguidores de Juan le dijeron: “Maestro, aquel de quien diste testimonio en el Jordán se ha puesto también a bautizar y todos se van con detrás de él”.

Entonces Juan les respondió: “El hombre sólo puede tener lo que Dios le da. Vosotros mismos sois testigos de que yo he dicho: “No soy el Mesí­as, sino que he venido como su precursor.” Ha llegado ahora el momento de mi mayor gozo, pues en adelante El debe crecer y yo debo disminuir”.

Incluso los fariseos se enteraron de que cada vez aumentaba más el número de los seguidores de Jesús y de que bautizaba más que Juan. Aunque la verdad era que no bautizaba Jesús, sino sus discí­pulos. Y por eso Jesús dejó Judea y se volvió a Galilea.” (Jn. 3.22)

Después de la resurrección de Cristo resucitado ordenó a sus discí­pulos que predicaran y bautizaran a los pueblos. “Me ha sido dado todo poder, en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo.” (Mt. 28. 18)

El Bautismo se convirtió en el rito cristiano de iniciación desde el principio. (Hech. 2. 38). Fue el signo de la remisión de los pecados. Muy influido por la doctrina de San Pablo, vino a ser entendido también como participación en la muerte y resurrección de Cristo (Rom. 6. 3-11). Fue y es también el camino sacramental por el que los conversos reciben los dones del Espí­ritu Santo (Hech. 19. 5-6; 1 Cor. 1. 12).

3. Institución divina

Jesús comenzó su vida de profeta haciéndose bautizar por Juan. Los seguidores de Jesús, como es natural, tomaron como modelo de su Bautismo el que recibió Jesús en el Jordán. Allí­ Juan, el Precursor enviado por Dios para prepararle el camino, le administró el signo del cambio de vida, de la conversión.

Juan era llamado el Bautista por el modo que tení­a de anunciar la necesidad de una nueva vida: bautizaba, lo cual significa que lavaba con agua a quienes le seguí­an. “Dios habló en el desierto a Juan, hijo de Zacarí­as, y comenzó a recorrer las tierras ribereñas del Jordán, bautizando a la gente. Proclamaba que la conversión es necesaria para recibir el perdón de los pecados. Pues así­ estaba escrito en el Profeta Isaí­as cuando decí­a: Se oye una voz en el desierto que dice “Preparad los caminos al Señor”… Juan decí­a: Yo bautizo con agua, pero detrás viene otro que bautizará con fuego y con Espí­ritu” (Lc. 3. 1-15)
Después de que Jesús se bautizó, como inicio de su misión en la tierra, también se puso a bautizar: “Fue con sus discí­pulos a la región de Judea y se puso a bautizar a la gente. Juan seguí­a bautizando en Ainón, cerca de Salim, donde habí­a abundancia de aguas y muchos iba a él. Los seguidores de Juan le dijeron: “Maestro, aquel de quien diste testimonio en el Jordán se ha puesto también a bautizar y todos se van con detrás de él”.

Entonces Juan les respondió: “El hombre sólo puede tener lo que Dios le da. Vosotros mismos sois testigos de que yo he dicho: “No soy el Mesí­as, sino que he venido como su precursor.” Ha llegado ahora el momento de mi mayor gozo, pues en adelante El debe crecer y yo debo disminuir”.

Incluso los fariseos se enteraron de que cada vez aumentaba más el número de los seguidores de Jesús y de que bautizaba más que Juan. Aunque la verdad era que no bautizaba Jesús, sino sus discí­pulos. Y por eso Jesús dejó Judea y se volvió a Galilea.” (Jn. 3.22)
Después de la resurrección de Cristo resucitado ordenó a sus discí­pulos que predicaran y bautizaran a los pueblos. “Me ha sido dado todo poder, en el cielo y en la tierra; id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo.” (Mt. 28. 18)
El Bautismo se convirtió en el rito cristiano de iniciación desde el principio. (Hech. 2. 38). Fue el signo de la remisión de los pecados. Muy influido por la doctrina de San Pablo, vino a ser entendido también como participación en la muerte y resurrección de Cristo (Rom. 6. 3-11). Fue y es también el camino sacramental por el que los conversos reciben los dones del Espí­ritu Santo (Hech. 19. 5-6; 1 Cor. 1. 12).

4. Así­ lo vio la Iglesia

Jesús quiso que el Bautismo fuera la señal de ingreso en la Comunidad que dejó al marchar de este mundo. No basta considerarlo sólo como un elemento purificador del pecado original. Es mucho más. Es la puerta de la fe.

Después de 2.000 años, la Iglesia sigue viviendo la misma ilusión del comienzo: cumplir con la voluntad del Señor y abrir la luz de la fe a todos los hombres de buena voluntad. En lo esencial no se hace otra cosa hoy que lo hecho por los primeros cristianos.

El Bautismo era con frecuencia llamado iluminación en la Iglesia primitiva. Vino a ser considerado también como la renuncia al mundo, al demonio y la carne, así­ como un acto de unión a la comunidad de la Alianza. “El que no naciere [Vulgata: renaciere] del agua y del Espí­ritu [Vg: del Espí­ritu Santo] no puede entrar en el reino de Dios.” (Jn. 4. 4.). Por eso la Iglesia siempre entendió el Bautismo como el sello de los elegidos por Dios para el Reino de su Hijo y le siguió presentando como tal a lo largo de la Historia.

El Concilio Vaticano II declaraba: “Los bautizados son consagrados, por su regeneración y la unción del Espí­ritu Santo, como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder del que los eligió de las tinieblas a su admirable luz… (Lumen Gent. 11)

5. Mandato bautismal

Jesús mandó a sus Discí­pulos que fueran por todo el mundo anunciando la palabra divina. Pero les mandó de manera especial que bautizaran y convirtieran a cuantos estuvieran dispuestos a recibir la fe. “Id por todo el mundo y haced nuevos discí­pulos entre todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo y enseñándolos a cumplir lo que yo he mandado”. (Mt. 28. 19-20)
Ellos marcharon por toda la tierra y su caminar ha durado hasta hoy en que los seguidores de Jesús sienten el deseo de que en todos los rincones del mundo se proclame el Reino de Dios.

El Bautismo de Juan fue sólo una preparación del establecido por Cristo como consta explí­citamente en el Evangelio (Mt. 3. 11). La diferencia no estuvo en el gesto de la inmersión, sino en el misterio de la intención. Cristo no estableció, no instituyó, el signo, sino el alcance del signo: es decir, que fuera vehí­culo de la gracia y del perdón.

Durante los primeros dí­as de su existencia, la Iglesia se dedicó a la plegaria y sobre todo a anunciar el mensaje del Señor, pues fue la orden que del mismo Señor recibió. Los Apóstoles anunciaban el Bautismo como gesto de nueva vida y perdón. Pero lo anunciaban con obras. Bautizaban a todos en el nombre de Jesús. “Todos los que les habí­an oí­do decí­an a Pedro y a los demás Apóstoles: “¿Qué debemos hacer?” Y Pedro les respondió: “Convertí­os y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo, a fin de obtener el perdón de vuestros pecados. Entonces recibiréis el Espí­ritu Santo, como don de Dios” (Hech. 2. 37-38).

Los nuevos adeptos, no siempre se daban cuenta de lo que hací­an cuando se bautizaban, como le pasó a Simón el Mago, que, después de bautizado, quiso comprar con dinero el Espí­ritu Santo (Hech. 8.13), mereciendo de Pedro una dura palabra de rechazo.

Pero muchos se bautizaban, como el ministro de la reina Candace, de Etiopí­a, quien, después de recibir la explicación de Felipe, le preguntó: “Aquí­ hay agua. ¿Qué impide que yo me bautice? Ante la respuesta de Felipe: “Nada, si crees de corazón”, se bautizó y siguió dichoso y alegre su camino. (Hech 8. 26-38)
Es que para los primeros cristianos la recepción del Bautismo se presentaba más como una conversión, es decir una vida, no como un rito, esto una práctica piadosa. Era ciertamente un sacramento en toda su plenitud. Simbolizaba la transformación del hombre viejo en el hombre nuevo hecho conforme a la imagen de Jesús.

Hubo también en los primeros momentos cristianos que llegaron a la fe por etapas. “Encontró Pablo en Efeso un grupo de creyentes a quienes preguntó: ¿Habéis recibido el Espí­ritu Santo?

Respondieron: Ni siquiera hemos oí­do hablar de si hay Espí­ritu Santo.

Entonces, ¿qué bautismo habéis recibido? preguntó Pablo.

El de Juan, contestaron.

Pablo les explicó: Juan bautizaba como señal de conversión e invitaba a la gente a creer en el que habí­a de venir después de él, es decir en Jesús.

Al oí­r esto, se bautizaron en el nombre de Jesús, el Señor. Y, cuando Pablo les impuso las manos, descendió sobre ellos el Espí­ritu Santo y comenzaron a hablar en lenguas y a profetizar. Eran unas doce personas”. (Hech. 19. 1-7)

5.1. El Bautismo en la historia

A lo largo de la Historia de la Iglesia, el Bautismo ha estado siempre en lugar preferente entre las atenciones de los Pastores. San Pablo escribí­a: “¿No sabéis, queridos hermanos, que por el Bautismo hemos sido vinculados a Cristo y, por lo tanto, nos hemos asociado a su muerte? Por el Bautismo, hemos sido sepultados con Cristo y hemos muerto también con él. Y, si Cristo venció a la muerte resucitando glorioso por el poder del Padre, preciso es que también nosotros emprendamos nueva vida. Porque hemos sido injertados con Cristo, el Señor”. (Rom. 6. 1-5)
Cuando los cristianos se multiplicaron y muchos ya se bautizaron de niños, se estableció la costumbre de nombrar un padrino para que ayudara al nuevo cristiano, al llegar a la madurez, a instruirse bien en la doctrina de la Iglesia en la que se habí­a ingresado. Ese padrino fue un testigo de la fe recibida, pero también una garantí­a de la educación posterior que se habrí­a de conseguir. Serí­a en la Edad Media, cuando los reinos bárbaros se †œcristianizaron† cuando esa institución del padrinazgo bautismal se hizo sistemática.

La legislación de la Iglesia da especial importancia catequí­stica a esa figura bautismal: “Su función es asistir en su iniciación cristiana al adulto que se bautiza y, juntamente con los padres, presentar al niño… y procurar que luego lleve vida cristiana congruente con el bautismo.” (C.D.C. c. 872)

6. El rito bautismal
El rito del Bautismo se fue complicando, o completando, con el tiempo, precisamente porque los cristianos crecieron en el sentido de la fe. Los primitivos escritos cristianos, tal como la Didajé refleja, realizaban una acción familiar y sencilla. Pero desde el siglo III se desarrolló una liturgia hermosa y completa. La “Tradición Apostólica” (hacia el 215), atribuida al presbí­tero romano San Hipólito, describe, como parte del rito, un ayuno preparatorio y una vigilia, una confesión de los pecados, la renuncia al demonio y un lavado con agua, seguido de una imposición de manos o la unción con aceite consagrado. En la Iglesia occidental, la imposición de manos y la unción se solemnizaron en la confirmación, aunque se mantuvieron también en el Bautismo.

Al bautizarse la mayor parte de hijos de cristianos en la infancia, la catequesis bautismal se desarrolló posteriormente: en la infancia media, al llegar al uso de la razón. Luego se asociarí­a a la Primera Comunión, y también a la Confirmación, al crecer en cierta plenitud personal de vida y de responsabilidad.

Hoy se tiende a revitalizar esa orientación catequí­stica, de forma que el Bautismo no quede escondido en las tradiciones de las familias cristianas y la educación de la fe se orienta por otros caminos menos convencionales y más bautismales y eclesiales.

6.1. Sujeto del Bautismo Los posibles y deseables receptores del Bautismo son todos los hombres que no están bautizados. Por deseo de Jesús todos los hombres tienen una llamada radical a entrar en su Reino. Precisamente para que llegara a todos estableció su Iglesia y la envió por el mundo a predicar la conversión y a bautizar a todas las gentes.

6.2. Los adultos conscientes
Son los primeros llamados, por ser capaces de entender lo que significa la fe y ser lo suficientemente libres para acogerlas por amor. La única condición que reclama el Bautismo es la voluntad libre del que se bautiza. Eso significa que debe saber y querer lo que hace.

En la Escritura aparecen alusiones generales a esa disposición: “El que creyere y fuere bautizado, se salvará; y el que no creyere se condenara”. (Mt. 28. 18). Se pide el arrepentimiento de los pecados: Hech. 2. 41; 8. 12; 8. 37. También se resalta el gozo de la conversión: Rom. 6. 3; 1 Cor. 6.13.

6.3. Los niños
Pero también los niños antes del uso de razón pueden y “deben” ser bautizados, si los padres tienen fe para saber lo que hacen con ellos y lo que se les da en el bautismo.

Con toda seguridad los niños de padres cristianos eran bautizados desde el primer momento de la primitiva Iglesia, como se desprende de los “bautizos familiares”, es decir de los casos de toda una familia bautizada que en ocasiones se mencionan en la Escritura. (Hech. 2. 41; 11. 48; 13. 12; 16. 32;). Evidentemente, si se bautizaron los padres con conciencia de convertidos, bautizaron a sus hijos virtualmente unidos a su fe.

Esa costumbre se prolongó a lo largo de los siglos, pues los padres miraron el beneficio divino que suponí­a el perdón del pecado original, porque evidentemente no habí­a en la infancia pecados personales.

Hoy se vive con frecuencia el Bautismo como una tradición de las familias que se han definido cristianas, sin entrar en especiales consideraciones sobre lo que significa abrazar la fe de Jesús. Los niños son bautizados en los primeros dí­as que siguen al nacimiento. Se les suele designar con nombres que llevaron otros cristianos santos en los lugares de cultura y tradición cristiana. El hecho del Bautismo suele quedar registrado, con obligación preceptiva impuesta por el Concilio de Trento, en un libro de Bautismos de cada parroquia.

Sin embargo, con frecuencia, hay familias que no asumen bien esas ideas y sentimientos de la Tradición y se preguntan si no es coactivo el bautizar a sus hijos o enseñarles a vivir conforme a las consignas del Evangelio antes de que sean mayores para optar ellos por su cuenta. Las respuestas se diversifican según las creencias y la conciencia de los padres.

Pero harán bien en considerar, si su fe es clara, que no es bueno demorar un beneficio espiritual, como es la gracia divina, hasta su edad de discernimiento, cuando ningún beneficio natural, salud, riquezas ambientales, protección, demorarí­an, aunque el niño ni pueda apreciarlo y explí­citamente demandarlo.

Algunos teólogos “demasiado humanistas”, como Erasmo de Rotterdam, se inclinaron por el retraso del Bautismo a la edad del discernimiento o, al menos, reclamaron una explicitación de la fe al llegar a ese estado. El Concilio de Trento salió al paso de esta opinión (Denz. 870 a 873) y reclamó para los niños de familias cristianas el beneficio de la fe infusa recibida en el Bautismo y el derecho a una educación progresiva o continua en esa fe.

7 Algunos problemas especiales

Se presentaron en los primeros tiempos y la Iglesia los resolvió con claridad y precisión, pues siempre tuvo claro lo que Jesús quiso al establecer el Bautismo como signo de ingreso en el cuerpo eclesial.

7.1. Bautismo vicario.

Se llamó así­ en algunos lugares al uso de bautizarse en nombre de alguien que no habí­a podido o querido del todo bautizarse en vida. Alude a él S. Pablo (1 Cor. 15. 29): “Algunos dicen bautizarse en nombre de los muertos. ¿A qué viene el bautizarse por los muertos?”
Los muertos ya no pueden ser liberados de sus pecados, pues no pueden ya rechazar el mal o elegir el bien. Ni puede hacerse en su nombre, pues el Bautismo sólo se hace en nombre de Cristo; ni en su lugar, pues los vivos no pueden ponerse en lugar de los muertos.

Los grupos cristianos que practicaron ritos supersticiosos con los difuntos fueron rechazados por diversos sí­nodos y encuentros episcopales antiguos, como el de Hipona en el año 393 y el de Cartago en el 397.

7.2. Rebautizados

Del mismo modo se rechazó siempre la repetición del bautismo, pues en la Escritura quedó claro que el perdón del pecado se obtiene sólo una vez. Es inadmisible el concepto de rebautizar, por el carácter que imprime este sacramento irrepetible.

Algunas iglesias de Oriente, al negar la identidad cristiana de la Iglesia Católica, no reconocen el Bautismo administrado en ella y rebautizan a quien quiera adherirse a su Ortodoxia. No hace así­ la Iglesia Católica respecto a los que se acercan a su seno procedentes de otras confesiones cristianas, siempre que en ellas se haya conservado lo esencial del rito bautismal: el agua, la palabra trinitaria y la intención.

7.3. Bautismo de sangre

La Iglesia consideró siempre como Bautismo auténtico, y de singular grandeza, el de sangre o martirial. Cuando un catecúmeno, o incluso un pagano, mueren por odio a Cristo y a causa de El, la Iglesia lo mira como miembro selecto de ella. Piensa que ingresa por ví­a del amor, y no del agua, en la comunidad creyente, al dar la vida por odio a la fe. Desde tiempos antiguos los veneró como miembros del Cuerpo Mí­stico y los ensalzó con todos los honores de los mártires.

Tal fue el caso de los niños de Belén, asesinados por Herodes, a los cuales tributa una fiesta litúrgica con el nombre de Santos Inocentes (28 de Diciembre).

Y se repitió en tiempos de persecuciones, cuando eran arrebatados a la vida por odio al nombre de Jesús. Aunque no estuvieran bautizados con el agua, la Iglesia siempre pensó que el amor todo lo suple. El mismo Señor lo dijo: “A todo aquel que me confesaré delante de los hombres yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos.” (Mt. 10. 32). Y también anunció: “El que perdiere su vida por amor mí­o, la encontrará otra vez.” (Mt. 16. 25)

San Agustí­n decí­a: “Es una ofensa orar por un mártir; pues lo que tenemos que hacer es encomendarnos a sus oraciones. “(Serm. 159. 1)

9.4. Transmite al Espí­ritu Santo
La presencia del Espí­ritu de Jesús se hace real en cada alma cuando es santificado el hombre por el agua bautismal. Esa presencia divina equivale a la misma gracia, pero se entiende como una manifestación nueva de amistad con la Stma. Trinidad en su plenitud. Por el Bautismo nos convertimos en templos de Dios y en campos de siembra divina.

Decimos, en consecuencia, que somos receptores de la divinidad, que quedamos como “divinizamos”, aunque la expresión suene a panteí­smo. Y la expresión es algo más que una metáfora.

Con la presencia del Espí­ritu divino, se asocia la entrada en el alma de riquezas singulares: los dones del este Espí­ritu santo, las virtudes infusas o regaladas; la fe, la esperanza y la caridad.

8. Ministro

El Bautismo es administrado ordinariamente por el Párroco de la comunidad a la que pertenece el niño o el adulto que se bautiza. En ocasiones el Bautismo de adultos lo hace el Obispo para significar más el ingreso del nuevo creyente en la Iglesia. Y a veces el párroco delega en otro sacerdote que puede ejercer sus veces, por necesidad o conveniencia.

Sin embargo, la Iglesia siempre ha enseñado que, en caso de necesidad, cualquiera puede bautizar, hombre o mujer, adulto o niño, hereje o pagano. Sólo precisa agua, palabra, conciencia de lo que se hace e intención.

Se debe ello a lo valioso e imprescindible para la salvación que es el Bautismo. Hasta uno que no esté bautizado, si lo hace con claridad de miras y con intención, podrí­a bautizar en caso de imperiosa necesidad. El concilio IV de Letrán (1215) lo declaró así­: “Si es administrado rectamente por cualquiera en la forma que enseña la Iglesia, es provechoso para la salvación.” (Denz. 430)
El Decretum pro Armenis (1439) da una explicación más precisa: “El ministro de este sacramento es el sacerdote y a él le corresponde el oficio de bautizar. En caso de necesidad, no sólo pueden bautizar el sacerdote o el diácono, sino también un laico o una mujer, e incluso puede hacerlo un pagano y un hereje, con tal de que lo hagan en la forma que lo hace la Iglesia y que pretenda hacer lo que ella hace.” (Denz. 696)

El mandato de bautizar de Jesús fue dirigido en primer lugar a los Apóstoles (Mt. 28. 18). Pero siempre se interpretó entre los cristianos que el verdadero destino de este mandato, como el de anunciar la Palabra divina, era propiamente la Iglesia en cuanto comunidad de creyentes. De hecho consta que en ocasiones los mismos Apóstoles confiaban a otros el bautizar y ellos se reservaban el ministerio del predicar: “[Pedro] mandó que los bautizasen en el nombre de Jesucristo” (Hech. 10. 48) y Pablo lo proclamó: “No me envió Cristo a bautizar, sino a evangelizar.” (1 Cor. 1. 17)

9. Efectos del Bautismo

El Bautismo es una fuente de gracia. La Iglesia lo miró siempre como el gran don, el primero, el permanente, el transformante, de Jesús a los hombres, transmitido por sus manos misioneras.

Los Catecismos de todos los tiempos resaltaron la idea de que el bautismo es el signo primero y fundamental del perdón divino y de la unión con Dios. El de Juan Pablo II dice: “El Bautismo es el fundamento de toda vida cristiana, es la portada de la vida en el espí­ritu y la puerta que abre el acceso a los demás sacramentos. Por él non hacemos hijos de Dios.” (Nº 1213)

9.1. Perdona el pecado original

Ello significa que termina en nosotros el imperio del mal que nos dominaba desde el pecado de nuestros primeros padres y que nos afectó profundamente. Gracias a la muerte redentora de Jesús, el Bautismo se convirtió en llave de recuperación, que es lo mismo que justificación y la santificación.

9.2. Perdona el pecado personal

Como somos también pecadores, o podemos serlo, por nuestra debilidad y nuestra libertad, también el Bautismo otorga el perdón de cualquier culpa o pena que se tenga en el momento de recibirlo.

Y no sólo destruye el pecado en cuanto culpa, esto es com0o ofensa y enemistad para con Dios, sino en sus efectos secundarios que los teólogos llaman “pena”, es decir necesidad de reparar, con la penitencia en esta vida o con la purificación posterior a la muerte, el mal realizado.

Esto significa que en el momento del Bautismo el hombre queda especial y totalmente purificado del pecado. Es efecto misterioso, pero ha sido siempre enseñando así­ por la Iglesia. La doctrina de S. Pablo afirma que con el Bautismo el hombre viejo muere y amanece el nuevo hombre en el Señor Jesús. (Rom. 6.3.) El primero que habló de esta visión bautismal fue Tertuliano: “Después que se ha quitado la culpa, se quita también la pena.” (De bapt. 5). Y San Agustí­n repitió tal enseñanza con decidido gozo. (De pec. merit. II 28)

Los males que subsisten después del Bautismo, como la concupiscencia o tendencia al mal, el sufrimiento y la muerte, no desaparecen. Pero no tienen ya para el bautizado el carácter de castigo, sino que son medio de prueba y purificación y de una mayor asimilación con Cristo.
Sto. Tomás decí­a: “Cuando llegue el tiempo de la resurrección desaparecerán en los justos todos esos males gracias a la virtud del sacramento del bautismo.” (Summa Th. III 69. 3)

9.3. Da la gracia santificante

Esta gracia significa que nos hace hijos amados de dios, que nos hace participar de su felicidad eterna y de su misma naturaleza, que nos convierte en herederos del cielo. La gracia es don y el acceso a ella lo llamamos justificación. Es decir, devuelve el estado de justicia y santidad que el hombre poseí­a antes del pecado original.

Lo devuelve como en germen, pues los efectos de aquel estado (carencia de concupiscencia, inmortalidad, ciencia infusa) no regresan con el perdón del pecado. El cultivo de esa semilla divina tiene que ser labor posterior del bautizado.

Por eso solemos decir que la justificación consiste en algo negativo: destruye el pecado, no solamente lo oculta (como dice el protestantismo); pero también tiene una dimensión positiva: da la amistad y la limpieza total del alma. Así­ se entiende la amistad con Dios, la santidad, la salvación. San Pablo dice: “Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espí­ritu de nuestro Dios.” (1. Cor. 6.11; también Rom 6. 3; Tit. 3. 5; Jn. 3. 5; 1 Jn. 3. 9)

9.4. Transmite al Espí­ritu Santo

La presencia del Espí­ritu de Jesús se hace real en cada alma cuando es santificado el hombre por el agua bautismal. Esa presencia divina equivale a la misma gracia, pero se entiende como una manifestación nueva de amistad con la Stma. Trinidad en su plenitud. Por el Bautismo nos convertimos en templos de Dios y en campos de siembra divina.

Decimos, en consecuencia, que somos receptores de la divinidad, que quedamos como †divinizamos†, aunque la expresión suene a panteí­smo. Y la expresión es algo más que una metáfora.

Con la presencia del Espí­ritu divino, se asocia la entrada en el alma de riquezas singulares: los dones del este Espí­ritu santo, las virtudes infusas o regaladas; la fe, la esperanza y la caridad.

9.5. Imprime carácter
El Bautismo recibido válidamente (aunque sea de manera indigna o ilí­cita) imprime en el alma una marca espiritual indeleble, distintiva. Ese sello, o carácter, diferencia a los bautizados de los que no lo están, en esta vida y por toda la eternidad. Es invisible, pero real. Con él se entra en la dignidad sacerdotal de Cristo y con él se abre la capacidad de recibir en la Iglesia todos los demás sacramentos y todos sus beneficios.

El carácter bautismal es una consagración a Cristo, es un compromiso de vida que nada ni nadie puede borrar. Por eso el Bautismo es irrepetible, si ha sido auténtico.

9.6. Hace miembros de la Iglesia
Pues el Bautismo es la puerta de entrada en la comunidad de Jesús. Por eso decimos que vincula al Cuerpo Mí­stico de Cristo y hace miembros del Pueblo de Dios. No se dice que sólo queda incorporado a la Iglesia católica, sino a la Iglesia de Jesús. En la medida en que la Iglesia es el misterio de Cristo hecho presente en la comunidad, la pertenencia es más unitaria y mí­stica que sociológica o legal.

El bautizado, aunque lo haya sido fuera de la Iglesia católica, se hace miembro de toda la Iglesia de Jesús, que es una, santa, católica y apostólica, está vivificada por el Espí­ritu, aunque no resulte fácil esclarecer el misterio de la realidad eclesial.

10. Necesidad del Bautismo

La Iglesia, siguiendo las mismas enseñanzas de Jesús, ha proclamado siempre la necesidad del Bautismo para la salvación. Por voluntad de Cristo, “el que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará”. (Mc. 16. 15)

10.1. Necesidad salví­fica
El concilio de Trento se opuso a la doctrina de los Reformadores, cuyo concepto de la justificación conduce a negar su necesidad para salvarse. “Si alguno dice que el bautismo es algo libre y que no es necesario para la salvación, sea anatema.” (Denz. 861 y 791)

Esa necesidad depende de la conciencia y del conocimiento que tenga cada hombre. Cuando el Bautismo no se recibe por ignorancia, los hombres no bautizados no están en la misma situación que cuando se rehuye la recepción por malicia, indiferencia consciente o aversión a Jesús.

A muchos teólogos se les plantea una seria objeción a este principio, sobre todo cuando se piensa que la mayor parte de los hombres en la Historia no han sido bautizados y que en la actualidad la mayor parte de los habitantes del mundo quedan sin bautizar.

Por eso tratan de explicarlo a la luz de la misericordia divina y no al amparo de una ley evangélica. Son ciertas y duras las palabras de Jesús: “El que no se bautice se condenará” (Jn. 3. 5 y Mc. 16. 16). Pero no es menos cierto que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.” (1 Tim. 2.4)

La necesidad de medio no es intrí­nseca y radical, es decir, fundada en la naturaleza misma del sacramento. Es extrí­nseca, ya que el Bautismo es medio en virtud de una ordenación positiva de Dios. Por eso hay que admitir que Dios tienes sus misteriosos designios sobre los hombres y emplea los medios, incomprensibles para nosotros, para que su obra salvadora llegue a todos los hombres que no quieran libre y conscientemente rechazarla.

Y poco más podemos decir sobre esta realidad misteriosa de la salvación de todos los hombres que por su debilidad, su incultura, su situación humana, no van a recibir el Bautismo ni jamás llegarán o llegaron a conocer su existencia.

10.2. Bautismo de deseo
Por eso se habla entre los teólogos del Bautismo de deseo. Es decir, que los hombres pueden tener deseo de recibirlo, si lo conocen (deseo explí­cito) o pueden albergar en su corazón una voluntad buena (deseo implí­cito) de cumplir la voluntad del Ser Supremo. Ese deseo implí­cito se identifica con la bondad natural de quien cumple con las leyes de la recta naturaleza: hacer el bien, amar al prójimo, practicar la justicia, actuar con honradez.

S. Agustí­n decí­a: “Meditándolo una y otra vez, veo que no sólo el sufrir por el nombre de Cristo puede suplir la falta de Bautismo, sino que también el tener fe y corazón converso puede suplirlo, si la brevedad del tiempo de que se dispone no permitiere recibirlo.” (De bapt. IV 22 y 29)

Y San Ambrosio, en la oración fúnebre por el Emperador Valentiniano II, que habí­a muerto sin Bautismo, proclamaba: “¿No iba él a poseer la gracia por la que suspiraba? ¿No iba a poseer lo que anhelaba? Seguramente, por desearla, la consiguió… A él le purificó su piadoso deseo.” (De obitu Val. 51-53)

El Bautismo de agua se puede sustituir, pues, en caso de necesidad y por imposibilidad de recibir el agua, por el Bautismo de deseo y el de sangre.

Pero esta postura comprensiva de la Teologí­a cristiana no puede hacer olvidar que quienes han recibido el don divino de ser bautizados deben dar gracias profundas al Señor que les ha llamado a la fe y les ha dado la posibilidad de tener ese inmenso privilegio de poseer y no sólo desear el comienzo de su vida.

10.3. Necesidad para la fe
El Bautismo es un comienzo de la vida cristiana. Pero el comienzo reclama una continuidad, es decir un crecimiento en la fe y en el amor a Dios.

El Catecismo de la Iglesia Católica recoge estas palabras:” El Bautismo es el sacramento de la fe. Pero la fe tiene necesidad de la comunidad de creyentes. Sólo en la fe de la Iglesia puede creer cada uno de los creyentes. La fe que se requiere para el Bautismo no es perfecta o madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse. Al catecúmeno, o a su padrino, se le pregunta: “¿Qué pides a la Iglesia de Dios?” El responde: “La fe” Después la fe debe desarrollarse.” (Nº 1253)

Por eso el Bautismo debe ser considerado de manera muy especial por el cristiano. Es el comienzo de la fe en cuanto semilla radical, en la cuál está la vida y de la cual depende todo el proceso de crecimiento posterior. Pero es también el motor, el manantial, el estí­mulo y el cauce de la fe en desarrollo.

Por eso es tan importante para el cristiano ordenar su vida bautismalmente, los cual significa negativamente huir del pecado y positivamente crecer en el amor divino, en la gracia. Es lo que dice toda la espiritualidad cristiana. Es lo que enseña S. Pablo: “Renunciad a vuestro comportamiento anterior del hombre viejo corrompido por las apetencias y revestí­os del hombre nuevo creado a imagen de Dios para llevar vida recta y santa.” (Ef. 4. 22-23 y 1 Cor. 15. 40-49)

11. Catequesis bautismal

Imprescindible la dimensión bautismal de toda catequesis. Incluso es correcto decir que, a la luz de la Palabra de Dios, no puede haber otra catequesis que la bautismal.

Esto deben recordarlo todos los catequistas de niños pequeños y de niños mayores. El Bautismo es la siembra de la fe. Porque si no hay luego el crecimiento y la madurez, no habrá frutos de vida cristiana. Toda catequesis es precisamente esa labor, no de siembra, que eso es tarea de la evangelización, sino de paciente cultivo, riego, abono, protección, que todo ellos es la formación de la fe cristiana.

11.1. Criterios bautismales
Importa que el catequizando llegue a ser consciente de que es portador de un signo de la incorporación a Cristo y a su comunidad de fe que es la Iglesia. Decir Comunidad, o Iglesia, de Jesús es aludir a Cuerpo Mí­stico y a Pueblo de Dios.

– Además importa despertar el sentido de responsabilidad del creyente. El Bautismo no es adhesión a un grupo humano, a una sociedad multinacional religiosa, sino el injerto misterioso en Jesús.

– En consecuencia, el Bautismo es una puerta de entrada, no el final de un camino. El catecumenado de cualquier tipo tiene la misión de iniciar en un camino. Luego cada adepto tiene la responsabilidad de caminar toda la vida. Así­ es un catecumenado bautismal.

– Imprime un carácter y ello otorga al bautizado una dignidad sacerdotal, una responsabilidad ministerial y una elevación sobrenatural. En la medida en que la persona, por su inteligencia y formación, puede entender y vivir esta triple realidad, se hace cristiano vivo y fecundo. En la medida en que no llega a ello, su vida cristiana se restringe a la pertenencia cristiana.

11.3. Compromisos bautismales
Lo importante en el Bautismo no es tanto el signo, cuanto lo que subyace debajo de él, es decir la gracia, la amistad y el amor divino que late en el gesto del agua. Decir gracia es aludir al regalo dinámico del amor divino, de la transformación misteriosa por la fe.

Pero esa transformación supone vida cristiana. Por eso toda catequesis bautismal implica llevar al catequizando a vivir en conformidad con las promesas hecha en el bautismo: renuncia a Satanás y a sus obras, fe en el Padre, en el Hijo y en el Espí­ritu, voluntad evangélica de vivir conforme al plan divino hecho programa en sus Iglesia amada.

11.3. Liturgia bautismal

Una lí­nea catequí­stica excelente es instruir y sensibilizar a los catequizandos con los ritos bautismales y con la administración del Bautismo a los niños.

RITO DEL BAUTISMO DE NIí‘OS PEQUEí‘OS

Renuncias y profesión de fe

La última preparación al Bautismo consiste en la renuncia de los padres y padrinos a Satanás y en la profesión de fe a lo que se añade el asentimiento del celebrante y de la comunidad

Celebrante dice estas palabras:

En el sacramento del Bautismo, estos niños que habéis presentado a la Iglesia van a recibir, por el agua y el Espí­ritu Santo, una nueva vida que brota del amor de Dios. Vosotros, por, vuestra parte, debéis esforzaros en educarlos en la fe, de tal manera que esta vida divina que de preservada del pecado y crezca en ellos de dí­a en dí­a.
Así­, pues, si estáis dispuestos a aceptar esta obligación, recordando vuestro propio bautismo, renunciad al pecado y confesad vuestra fe en Cristo Jesús, que es la fe de la Iglesia, en la que van a ser bautizados vuestros hijos.

– ¿Renunciáis al pecado para vivir en la libertad de los hijos de Dios?

Padres y padrinos dicen: Sí­, renunciamos

– ¿Renunciáis a todas las seducciones del mal, para que no domine en vosotros el pecado? Sí­, renunciamos.
– ¿Renunciáis a Satanás, padre y prí­ncipe del pecado? Sí­, renunciamos.
– ¿Creéis en Dios, Padre todopoderoso. Creador del cielo y de la tierra?
Sí­, creemos
– ¿Creéis en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que nació de Santa Marí­a Virgen, murió, fue sepultado, resucitó de entre los muertos y está sentado a .la derecha del Padre? Sí­, creemos

– ¿Creéis en el Espí­ritu Santo, en la Santa Iglesia Católica, en la comuriión de los Santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de los muertos y en la vida eterna?Sí­, creemos.
Celebrante:
Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, Señor nuestro.
Todos dicen:Amén.

BAUTISMO

Celebrante:

El Bautismo constituye el fundamento de la vida cristiana. Aunque el don del Bautismo es pleno por parte de Dios, sin embargo, por parte del hombre requiere respuesta y conversión; esto es: fe personal, cuando el hombre sea capaz de ello
Celebrante: ¿Queréis que vuestro hijo N. sea bautizado en la fe de la Iglesia, que todos juntos acabamos de profesar?

Padres y padrinos: Sí­, queremos.

Celebrante: N. Yo te bautizo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo

UNCION DEL SANTO CRISTMA

Celebrante: †œLa crismación significa el sacerdocio real del bautizado y su agregación al pueblo de Dios†.

Dice esta invocación: †œDios todopoderoso, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que os ha liberado del pecado y dado nueva vida por el agua y el Espí­ritu Santo, os consagre con el crisma de la salvación para que entréis a formar parte de su pueblo y seáis para siempre miembros de Cristo, sacerdote, profeta y rey.

Todos: Amén.

Imposición de la vestidura blanca.

Dice el celebrante: Buen cristiano es un bautizado que se reviste de Cristo.

N., sois ya nueva criatura y habéis sido revestidos de Cristo. Esta vestidura blanca sea signo de vuestra dignidad de cristianos. Ayudados por la palabra y el ejemplo de los vuestros, conservadla sin mancha hasta la vida eterna.

Todos: Amén.
Entrega del cirio: †œCristo es la luz del mundo y los cristianos hijos de la luz que ha de resplandecer en las tinieblas. Recibid la luz de Cristo.

A vosotros, padres y padrinos, se os confí­a acrecentar esta luz.
Que vuestros hijos, iluminados por Cristo, caminen siempre como hijos de la luz.
Y perseverando en la fe, puedan salir con todos los Santos al encuentro del Señor.

CONCLUSIí“N DEL RITO

Es conveniente destacar la procesión al altar con un canto apropiado, que exprese la vinculación del Bautismo con los otros sacramentos de la iniciación y con toda la vida cristiana
Se recitación de la oración dominical.

Para prefigurar la futura participación en la Eucaristí­a, se termina con el Padre nuestro.

Ficha bautismal

Fecha de recepción: _ _ _ _ _ _ _ Fecha de nacimiento _ _ _ _ _ _ _

Lugar _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Templo o Parroquia_ _ _ _ _ _ _ _

Nombre o advocación Parroquial

Ministro que lo administro. Su oficio

Padrino _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ Madrina _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _

Otras personas asistentes: testigos_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _

Nombre cristiano recibido… motivos_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _

Patronos impuestos en el Bautismo_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _

Otras caracterí­sticas del bautismo:
Recibido solo o en acto parroquial comunitario_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _
Recuerdos de algunos asistentes_ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _ _
Renovación de las promesas del Bautismo alguna vez. Recuerdo: cuándo y cómo.

Impresiones, sentimientos y compromisos hoy _ _ _ _ _ _ _ _ _

RITO DEL BAUTISMO

PARA ADULTOS Y NIí‘OS MAYORES

Mientras los fieles, según la oportunidad, entonan un salmo o himno apropiado, el sacerdote, revestido con los sagrados ornamentos, sale de la iglesia, o al atrio o se queda en el pórtico, o bien en algún otro sitio adecuado de la iglesia, donde espera el candidato con su padrino (o madrina), antes de la liturgia de la palabra.

El celebrante saluda con amabilidad al candidato y le habla a él, a su padrino y a todos los asistentes, mostrando el gozo y satisfacción de la Iglesia. Y evoca, si lo juzga oportuno, las circunstancias concretas y los sentimientos religiosos con que el candidato se enfrentó al comenzar su itinerario espiritual, hasta llegar a dar el paso actual.
Después invita al candidato y a su padrino (o madrina) a que se adelanten. Mientras se acercan y ocupan un lugar ante el sacerdote, se puede entonar algún canto apropiado, v. gr. el salmo 62, 1-9.

Introducción
Entonces el celebrante, vuelto hacia el candidato, le interroga:
— N, ¿qué pides a la Iglesia de Dios?
Candidato: — La fe.
Celebrante: — ¿Qué te otorga la fe?
Candidato: — La vida eterna.

celebracion del bautismo
Monición del celebrante
El candidato, con su padrino (o madrina), se acerca entonces a la fuente bautismal. El celebrante se dirige a los presentes y les hace esta monición u otra similar:
†œQueridos hermanos, pidamos con insistencia la misericordia de Dios Padre omnipotente en favor de este siervo de Dios N., que pide el santo Bautismo. Y a quien él llamó y ha conducido hasta este momento, le conceda con abundancia luz y vigor para abrazarse a Cristo con fortaleza de corazón y para profesar la fe de la Iglesia. Y que le conceda también la renovación del Espí­ritu Santo, que con insistencia vamos a invocar sobre esta agua.
Bendición del agua
Entonces el celebrante, vuelto hacia la fuente, pronuncia la bendición siguiente:

†œOh Dios, que realizas en tus sacramentos
obras admirables con tu poder invisible:
haz que esta agua reciba, por el Espí­ritu Santo,
la gracia de tu Unigénito,
para que el hombre, creado a tu imagen
y limpio en el Bautismo,
muera al hombre viejo
y renazca, como niño, a nueva vida
por el agua y el Espí­ritu Santo†.

El celebrante toca el agua con la mano derecha y prosigue:

†œTe pedimos, Señor, que el poder del Espí­ritu Santo por tu Hijo descienda sobre el agua de esta fuente, para que los sepultados con Cristo en su muerte, por el Bautismo, resuciten con él a la vida. Por Jesucristo nuestro Señor.†
Todos dicen: Amén.
Acabada la consagración de la fuente, el celebrante interroga
al candidato:

Fórmula

— ¿Renuncias a Satanás y a todas sus obras y seducciones?

Candidato: Sí­, renuncio.

Profesión de fe. Después el celebrante interroga al candidato:

— N, ¿crees en Dios, Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra?

Candidato: — Sí­, creo.

Celebrante:

— ¿Crees en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que nació de santa Marí­a Virgen, murió, fue sepultado, resucitó de entre los muertos y está sentado a la derecha del Padre?
Candidato: — Sí­, creo.
Celebrante:

— ¿Crees en el Espí­ritu Santo, en la santa Iglesia católica, en la comunión de los Santos, en el perdón de los pecados, en la resurrección de la carne y en la vida eterna?
Candidato: — Sí­ creo.

Inmediatamente después de la profesión de fe se sumerge o recibe el agua que vierten sobre él.

Rito del Bautismo

Si el Bautismo se hace por inmersión de todo el cuerpo, o de la cabeza nada más, hágase con pudor y decorosamente.

El celebrante, tocando al candidato, le sumerge del todo o sólo la cabeza, por tres veces sucesivamente. Y sacándole otras tantas veces, le bautiza invocando una sola vez a la Santí­sima Trinidad:

– N, yo te bautizo en el nombre del Padre

Le sumerge por primera vez…

y del Hijo †¦ Le sumerge por segunda vez.
y del Espí­ritu Santo. Le sumerge por tercera vez.
El padrino o la madrina, o ambos, tocan al que se bautiza.

Pero si el Bautismo se hace derramando el agua, el celébrame saca el agua de la fuente y, derramándola tres veces sobre la cabeza inclinada del candidato, le bautiza en el nombre de la Santí­sima Trinidad:
N, yo te bautizo en el nombre del Padre

Derrama el agua por primera vez†¦ y del Hijo

Derrama el agua por segunda vez †¦ y del Espí­ritu Santo.

Derrama el agua por tercera vez.

El padrino o la madrina, o ambos, ponen la mano derecha sobre el hombro derecho del elegido.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEC
Son muchos los estudios recientes sobre el bautismo 1, pero es menos frecuente la indagación en los aspectos eclesiales del sacramento. El bautismo instituido por Jesús fue desde el primer momento el rito de iniciación a la comunidad de los discí­pulos (He 2,41-42; 19,1-7; Mt 28,19). La reflexión primitiva vio en él la incorporación a la muerte y resurrección de Jesús (Rom 6,3-4), la incorporación a Cristo mismo (Gál 3,27). La enseñanza del Nuevo Testamento insiste también en la necesidad del bautismo (Mc 16,16; Jn 3,5).

El ->catecumenado, que tomó forma a comienzos del siglo II, subrayó el hecho de que los no bautizados no eran miembros plenos de la Iglesia; así­ pues, eran excluidos del sacramento-sacrificio de la eucaristí­a después de la liturgia de la palabra.

A partir aproximadamente del siglo III encontramos autores que afirman que el martirio puede ser un equivalente del bautismo: se hace referencia al bautismo de sangre en la ->Tradición apostólica. Si un catecúmeno es detenido en nombre del Señor y es ejecutado “antes de que sus pecados le hayan sido perdonados, será justificado, porque recibió el bautismo en su sangre” (TA 19). En la Tradición apostólica hay también una referencia clara al bautismo de niños: los padres u otro miembro de la familia hablan por él (TA 21/21,4).

La ceremonia de iniciación, tal como se refleja en las grandes homilí­as del siglo IV, muestra una clara conciencia de que el bautismo supone la entrada en la Iglesia. San Agustí­n apelaba a la práctica litúrgica de la Iglesia: “Estudiando las Escrituras y la autoridad de toda la Iglesia, así­ como la forma del mismo sacramento, se ve claramente que en el caso de los niños hay remisión del pecado”. Para él, la fe desempeñaba un papel esencial dentro de la estructura misma del sacramento; la Iglesia, que es ->madre, da a luz por medio del bautismo.

La sí­ntesis medieval está bien representada por santo Tomás de Aquino: el bautismo supone la remisión del pecado, la incorporación como miembros al cuerpo cuya cabeza es Cristo; los niños son bautizados en la fe de-la-Iglesia, punto que puede encontrarse también en Agustí­n.

El concilio de ->Florencia, citando una obra menor de santo Tomás, enseña que el bautismo es “la puerta de ingreso a la vida espiritual; por él nos hacemos miembros de Cristo y entramos a formar parte de su cuerpo, la Iglesia”. El bautismo imprime carácter y no puede repetirse. El concilio de ->Trento enseña que los efectos del bautismo transforman realmente a la persona y defiende el bautismo de niños frente a algunos reformadores.

El Vaticano II enumera los efectos del bautismo en el contexto del sacerdocio de toda la Iglesia: “Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia” (LG 11; cf LG 7). Enseña además la necesidad del bautismo (LG 14.17) y la misión de la Iglesia de bautizar (LG 17); la incorporación al misterio pascual de Cristo (SC 7); el ví­nculo de unidad que establece el sacramento entre todos los cristianos (UR 3.22-23). Sólo el bautismo no basta para la plena comunión en la Iglesia (LG 15; ->Pertenencia a la Iglesia). El concilio invita a revisar los ritos del bautismo y del catecumenado (SC 64-69). En el perí­odo posconciliar se reconoció el bautismo conferido en otras Iglesias y se abandonó la práctica “tutiorista” del bautismo condicional para los que querí­an reconciliarse con la Iglesia católica.

El Código de Derecho canónico de 1983 da una definición sucinta del sacramento con sus efectos: “El bautismo, puerta de los sacramentos, cuya recepción de hecho o al menos de deseo es necesaria para la salvación, por el cual los hombres son liberados de los pecados, reengendrados como hijos de Dios e incorporados a la Iglesia, quedando configurados con Cristo por el carácter indeleble, se confiere válidamente sólo mediante la ablución con agua verdadera acompañada de la debida forma verbal” (CIC 849). Los cánones siguientes tratan de la celebración del sacramento, el ministro (ordinario: obispo, sacerdote o diácono; extraordinario: cualquier persona), el sujeto, los padrinos, los casos especiales (CIC 849-871). En el caso del bautismo de niños es necesario que los padres, o al menos uno de ellos, den su consentimiento; debe haber una esperanza fundada de que el niño será educado en la religión católica (CIC 868). El mejor momento es el domingo, especialmente durante la vigilia de la pascua; el lugar propio es la iglesia parroquial u otro oratorio (CIC 857-858).

Recientes diálogos ecuménicos sobre el sacramento han desembocado en el documento de Fe y Constitución Bautismo, eucaristí­a y ministerio (Lima 1982). En él se ve el bautismo como un signo del reino de Dios y de la vida del mundo venidero (n 7). Esboza la doctrina escriturí­stica sobre el bautismo y señala las diferencias entre las Iglesias (nn 1-22). En relación con los efectos eclesiales del bautismo observa: “El bautismo es signo y sello de nuestro común discipulado. A través del bautismo, los cristianos se unen a Cristo, entre sí­ y con la Iglesia de todos los tiempos y lugares. Nuestro común bautismo, que nos une a Cristo en la fe, es pues un ví­nculo básico de unión. (…) El ví­nculo del bautismo constituye una llamada de atención a las Iglesias para que superen sus divisiones y manifiesten visiblemente su seguimiento” (n 6).

En las tradiciones pentecostales y carismáticas se observa un mayor énfasis en el “bautismo en el Espí­ritu Santo”, al que se designa con distintos términos (->Renovación carismática). No se trata de un segundo bautismo, sino de una revitalización del bautismo, de una experiencia de conversión que abre a los dones y el poder del Espí­ritu Santo. Las explicaciones teológicas varí­an, pero una posición intermedia lo considerarí­a como una efusión del Espí­ritu Santo o una misión del Espí­ritu. Hay datos patrí­sticos suficientes para afirmar que el bautismo en el Espí­ritu, sea cual sea su nombre, deberí­a ser normativo para la vida cristiana, en lugar de ser una gracia excepcional. La postura general de los pentecostales es que el bautismo de agua, recibido después de una experiencia adulta de conversión y de fe en Cristo, es un bautismo cristiano válido, pero ha de completarse con la experiencia del bautismo en el Espí­ritu, con el don de lenguas.

El sacramento del bautismo es el primero de los sacramentos de iniciación; está orientado a la donación especial en la confirmación y a la plenitud de la incorporación a Cristo y a la Iglesia que tiene lugar por medio de la eucaristí­a`.

NOTAS: 1 AA.VV., El bautismo de niños, Phase 218 (1997); AA.VV, El sacramento del bautismo, Lumen 1 (1985); D. BOROBIO, Bautismo de niños y confirmación: problemas teológico-pastorales, SM, Madrid 1987; Catecumenado para la evangelización, San Pablo, Madrid 1997; Bautismo en tiempos de pluralismo, Phase 218 (1997) 97-116; Confesar la fe común: Un solo bautismo, Diálogo ecuménico 97 (1995) 143-174; A. VELA, Reiniciación cristiana, Verbo Divino, Estella 1986; L. BERTELLI, La iniciación cristiana hoy en América Latina. Problemáticas, desafí­os y perspectivas, Teologí­a 2 (1989) 75-101. Diccionarios: B. BAROFFIO-M. MAGRASSI, Bautismo, en L. PACOMIO (ed.). Diccionario teológico interdisciplinar 1, Sí­gueme, Salamanca 1982, 537-562; J. BETZ, Bautismo, en H. FRIES (dir.), Conceptos fundamentales de la teologí­a 1, Cristiandad, Madrid 1979, 154171; J. BROSSEDER, Bautismo-confirmación, en P. EICHER (dir.), Diccionario de conceptos teológicos 1, Herder, Barcelona 1989, 81-93.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

Institución del bautismo en vistas a la misión

Jesús habló del bautismo como de un nuevo nacimiento, por medio del “agua” y del “Espí­ritu” “El que no nazca de agua y de Espí­ritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,3-5). Su bautismo no era sólo de “penitencia”, como el de Juan, sino bautismo “en el Espí­ritu Santo” (Jn 1,33). Es bautismo “sacramento”, es decir, signo eficaz de un nuevo nacimiento, y es también la puerta de acceso a los otros sacramentos. El “bautizado” se “esponja” o “sumerge” en el agua de la vida nueva. Además del bautismo sacramental (por el agua y la fórmula trinitaria), puede haber el bautismo de sangre (por el martirio) y el martirio de deseo (explí­cito o implí­cito).

Después de su resurrección, Jesús confió a los apóstoles la misión de “bautizar”, es decir, de hacer que la humanidad fuera partí­cipe de la misma vida divina del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo “Id, pues, y haced discí­pulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo” (Mt 28,19). Así­ lo cumplió Pedro el dí­a de Pentecostés “Convertí­os y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espí­ritu Santo” (Hech 2,38). Es la misión de llamar a la conversión y al bautismo.

Sacramento de la vida nueva y del nuevo nacimiento

El “agua” es sí­mbolo de la vida. Es el “agua pura”, anunciada por los profetas, que comunica “un corazón nuevo” y “un espí­ritu nuevo” (Ez 36,25-26). Esta agua simboliza la “vida nueva” en el Espí­ritu (cfr. Jn 7,37-39). Por el bautismo, renacemos “no de un germen corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente” (1Pe 1,23). Esta agua es fruto de la “sangre” de Jesús, es decir, de su donación sacrificial en la cruz (Jn 19,34).

La celebración del sacramento del bautismo es un punto de partida para “revestirse de Cristo” (Gal 3,27). Por este sacramento se confiere la gracia de ser hijos de Dios por participación en la filiación divina de Jesús. El sacramento del bautismo imprime “carácter”, es decir, comunica un don o “sello” permanente del Espí­ritu Santo, que reclama la fidelidad a la gracia recibida (cfr. Ef 1,14; 2Cor 1,22). Así­ llegamos a ser “en Cristo una nueva criatura” (2Cor 5,17). “Hemos sido redimidos por el autor de la vida, a precio de su preciosa sangre y mediante el baño bautismal hemos sido injertados en El, como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único. Renovados interiormente por la gracia del Espí­ritu, que es el Señor de la vida, hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos llamados a comportarnos como tal” (EV 79).

Hijos en el Hijo

A partir del bautismo, nuestra vida se transforma en la de Cristo, como “injertados” en sus misterios de encarnación, muerte y resurrección (Rom 6,5). El bautizado está llamado a “caminar en una vida nueva” (Rom 6,4), “caminar en el amor” (Ef 5,1). Hemos sido “bautizados”, como invitados a iniciar un itinerario permanente para hacernos “hijos en el Hijo” (Ef 1,5; cf. GS 22). La vida se hace camino o proceso “bautismal”, como el de una “esponja” que se va “sumergiendo” o empapando de agua. “Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la reli¬gión cristiana y, regenerados como hijos de Dios, tienen el deber de confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios por medio de la Iglesia” (LG 11).

Por el bautismo, se borra el pecado original (y todo pecado actual), para poder recuperar con creces el rostro primitivo del ser humano creado a imagen de Dios. Quitado el obstáculo del pecado, se puede participar en la vida trinitaria. Así­ hemos sido “lavados, santificados y justificados” (1Cor 6,11), por medio del “lavado (baño) de regeneración y renovación en el Espí­ritu” (Tit 3,5). Por el bautismo, el cristiano adopta una opción fundamental y una adhesión personal total y libre a Cristo. En este sentido, “el esfuerzo de actualización sacramental podrá ayudar a descubrir el bautismo como fundamento de la existencia cristiana” (TMA 41).

La celebración y el significado del rito

En el bautismo se proclama la fe en Cristo, como “luz” de da sentido a la existencia (Heb 6,4; 2Cor 4,6; 2Tim 1,10). Así­ se ilumina la existencia cristiana de quienes son “hijos de la luz” (1Tes 5,5). El bautizado entra a formar parte de la comunidad eclesial, que es “comunión” fraterna como reflejo de la “comunión” trinitaria de Dios Amor. La comunidad eclesial forma “un solo cuerpo” de Cristo porque ha recibido “un mismo bautismo”, tiene “una misma fe” y “un mismo Espí­ritu” (Ef 4,4-5). Se entra en la comunidad eclesial por el rito del bautismo, rico en simbologí­a acogida, liturgia de la palabra (con oración, unción con el óleo de los catecúmenos y profesión de fe), infusión del agua (o inmersión) con la fórmula trinitaria, unción con el crisma, imposición del hábito blanco y entrega de la luz.

Para vivir y anunciar el Misterio pascual

Se llama bautismo “en el nombre de Jesús” (Hech 2,37) porque se participa de su misma vida y destino de Pascua, por la muerte al pecado y la resurrección a vida nueva (cfr. Rom 6,1-11). En el sacramento del bautismo acontece, en cierto modo, el “bautismo” de Cristo, que, en el Jordán, nos representaba a todos nosotros. Las palabras del Padre se dirigen ahora a todos cuantos nos hemos “injertado” en el misterio pascual de Cristo “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17). “Por el bautismo, los hombres son injertados en el misterio pascual de Jesucristo” (SC 6; cfr. Rom 6,3-4; Col 2,12).

El bautismo es la puerta por la que se entra en el caminar eclesial de santidad, de fraternidad y de misión. Todo bautizado está llamado a ser santo y apóstol sin condicionamientos. En la gracia del bautismo van incluidas las virtudes teologales y morales, así­ como los dones del Espí­ritu Santo. El sello o don permanente del Espí­ritu (“carácter”) garantiza la respuesta fiel y generosa de toda vocación en un proceso de crecimiento hasta llegar a la “perfección” o “plenitud” “Hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Ef 4,13). Cuando se vive el bautismo se siente la urgencia de misionera de bautizar “a todos los pueblos” (Mt 28,19).

Referencias Bautismo, catecumenado, conversión, cuaresma, Espí­ritu Santo, Misterio pascual, Pascua, sacramentos, Trinidad.

Lectura LG 11; SC 6, 64-70; CEC 628, 977-979, 1213-1284; CIC 849-878.

Bibliografí­a E. ALVAREZ, Bautizar en la fe y en el Espí­ritu Santo (Madrid 1976); D. BOROBIO, Proyecto de iniciación cristiana (Bilbao 1980); T. CAMELOT, Bautismo y confirmación en la teologí­a contemporánea (Barcelona 1961); S. CIPRIANI, Bautismo, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 170-179; A. HAMMAN, Bautismo y confirmación (Barcelona, Herder, 1971); A. MANRIQUE, Teologí­a bí­blica del bautismo (Madrid, Escuela Bí­blica, 1977); B. NEUNHEUSER, Bautismo y confirmación ( BAC, Madrid, 1975); A. NOCENT, Bautismo, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 189-209; S. VERGES, Bautismo y confirmación (Madrid 1971); A. De VILLALMONTE, Teologí­a del bautismo (Barcelona 1965).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
Los baños fueron desde la antigüedad un rito sagrado de las diversas religiones, como sí­mbolo de purificación. En la Biblia nos encontramos con prescripciones de baños y lavatorios, siempre como una fuerza purificadora de impurezas legales o rituales. El judaí­smo impuso el bautismo a los prosélitos, como rito purificador y como requisito previo, para ser incorporados a la comunidad judí­a, pues los gentiles eran siempre tenidos como impuros (Jn 18,28). Los esenios practicaban diariamente este rito en forma de baño como manifestación simbólica de su esforzado propósito por llevar una vida pura.

El bautismo de Juan (Mt 3,1-12; Mc 1,1-8; Lc 3,1-18; Jn 1,19-28) se administraba en el rí­o Jordán; se conferí­a a todo el mundo, sin discriminación alguna; se recibí­a sólo una vez; era una llamada a la penitencia, a la conversión, al cambio de vida; por eso iba acompañado de una predicación al estilo de los profetas (Is 1,6; Ez 36,25; Zac 13,1); era sólo un preludio del bautismo cristiano, pues no conferí­a el Espí­ritu Santo, ni era garantí­a para entrar en el Reino de Dios. Los discí­pulos de Jesucristo practicaron al principio el bautismo de Juan (Jn 4,1-2). Después de la muerte del Bautista, algunas sectas siguieron practicándolo (Act 18,25). El mismo Jesucristo quiso ser bautizado por Juan (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21ss) al principio de su vida pública. Con este acto, Jesucristo quiere solidarizarse con los pecadores, ya que El vino a cargar con todos los pecados y fue hecho pecado por nosotros (2 Cor 5,21). Entonces tuvo lugar una famosa teofaní­a en la que se ponen bien de manifiesto estas realidades: 1) Jesús es el Mesí­as. 2) Jesús es el Hijo de Dios. 3) El Espí­ritu Santo desciende sobre Jesucristo para permanecer en El. Jesucristo instituye el sacramento del bautismo como requisito para pertenecer al Reino de Dios y recibir la salvación (Mt 28,18-20; Mc 16,15-16). La Iglesia, desde el principio, consideró que el bautismo era una institución permanente y que debí­a ser recibido por cuantos abrazaran la fe cristiana (Act 8,37; 22,16). El bautizado pertenece a Jesucristo, participa de su propia vida y se compromete a llevar una vida cristiana (Gál 3,27); al integrarse en la comunidad, debe mantener una perfecta comunión con todos. San Pablo dice todo esto con esta expresión: “ser bautizados para un solo cuerpo” (1 Cor 12,13). Mediante el bautismo, se recibe una nueva creación, una vida nueva (Jn 3,5; 2 Cor 5,17) en virtud de la muerte y de la resurrección de Jesucristo; se pasa de la muerte a la vida; se recibe el perdón de los pecados y la comunicación del Espí­ritu Santo (Jn 3,5; Act 2,37-38; 22,16; 1 Cor 12,23). Los evangelistas emplean, por fin, el término bautismo para designar metafóricamente la pasión de Jesucristo, que supone para El el paso de la muerte a la vida (Mc 10,38-39; Lc 12,50). -> Bautista; sacramentos.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> Juan Bautista, Espí­ritu Santo, agua). Los animales nacen ya formados, están adaptados para su ambiente, de manera que no deben realizar un aprendizaje creativo para descubrir su propia identidad. Por el contrario, el hombre nace sin saber quién es y se lo tienen que decir a través de un proceso de educación que suele tener un momento simbólico central, de iniciación o revelación. Muchos pueblos han desarrollado ritos de iniciación o paso vinculados con el nacimiento, con la llegada de la pubertad o con la edad adulta.

(1) Ritos bautismales en el Antiguo Testamento. El signo básico de entrada en el pueblo israelita era la circuncisión*, vinculado a la sangre. Por su parte, el perdón y la reconciliación oficial no se consigue con agua, sino con sacrificios*, en los que resultaba básico el rito de la sangre que expí­a y purifica (como ha detallado de forma muy precisa el libro del Leví­tico). Pero en tiempos de Jesús existí­an numerosos ritos bautismales de purificación, que marcaban de un modo más inmediato la piedad de los creyentes. La misma Ley pide agua (lavatorios y bautismos) para que se purifiquen los sacerdotes al empezar y terminar sus ritos. Moisés lavó y purificó a Aarón y a sus hijos sacerdotes (Lv 8,6). De un modo especial tienen que lavarse y bautizarse los sacerdotes antes y después de la celebración de los sacrificios (Lv 16,4.24), lo mismo que aquellos que han participado en los ritos (Lv 16,26-28). La vida de los sacerdotes se convierte en un auténtico y constante despliegue de purificaciones bautismales, que les permiten estar siempre puros (ritualmente) para realizar bien los ritos. También los que han tenido enfermedades de la piel tienen que lavarse para volver a estar de esa manera puros (Lv 14,8-9); igualmente deberán bañarse los que han tenido flujo de sangre o semen y los que entran en contacto con ellos, pues flujo de sangre y semen hacen impuro al hombre y a la mujer (cf. Lv 15,1-33). No hay sólo un bautismo de personas, sino también de cosas e instrumentos que se han puesto en contacto con algo impuro (Lv 11,32-38; cf. 2 Cr 4,2-6). Los bautismos son instrumento de purificación para aquellos que han contraí­do alguna mancha ri tual, que les separa de la comunidad: así­ deben bautizarse los leprosos curados (Lv 14,8-9; cf. 2 Re 5,14) y los que han tenido relaciones sexuales, poluciones o menstruaciones… (cf. Lv 14,16-24).

(2) Tiempo de Jesús. Un judaismo bautismal. En el tiempo de Jesús, los fariseos estaban empezando a cumplir los ritos de purificaciones y bautismos que, en principio, el libro del Leví­tico habí­a propuesto sólo para los sacerdotes. Algunos grupos especialmente interesados por la pureza, como los de Qumrán, viví­an empeñados en ceremonias constantes de bautismos diarios. Los esenios de Qumrán se bautizan al menos una vez al dí­a, para la comida ritual (cf. 1 Q 5,11-14). Hay también hemero-bautistas, como Baño*, que se purifican a diario (incluso varias veces) para hallarse limpios ante Dios, participando así­ en la pureza de la creación. Por todo eso, la casa de un judí­o observante de cierta riqueza tení­a que estar provista de una mikwá o piscina para las purificaciones y abluciones, como muestran las excavaciones arqueológicas. El evangelio de Marcos comenta así­ este hecho: “Porque los fariseos y todos los judí­os, aferrándose a la tradición de los ancianos, si no se lavan muchas veces las manos, no comen. Y si no se lavan cuando vuelven de la plaza no comen. Y ellos han tomado y observan muchas otras cosas, como los lavamientos [bautismo] de los vasos de beber y de los jarros, y de los utensilios de metal y de las camas” (Mc 7,2-4).

(3) Juan Bautista. (1) El signo del bautismo. Ha dado al bautismo un carácter profético de preparación y purificación ante el juicio, destacando más el aspecto escatológico que el ritual. Ese bautismo de Juan, recibido por Jesús (cf. Mc 1,1-11), ha preparado y enmarcado la institución cristiana del bautismo, que no será la más importante de la Iglesia, pero sí­ una de las más significativas. De manera extraña, tras la muerte de Jesús, sus seguidores bautizarán a los creyentes, en gesto que parece poco preparado por el mismo Jesús, pero que se entiende bien a la luz de Juan Bautista. Estos son los rasgos básicos de su bautismo, (a) Gesto profético y único. El bautismo de Juan marca la irrupción del juicio de Dios. Por eso, la tradición le llama baptistés (= bautizador, Bautista). No dice a los demás que se bauticen, sino que lo hace él mismo, como enviado de Dios. Sin duda, se siente llamado a bautizarles, como profeta del fin de los tiempos. Su rito no puede repetirse, como otros sacrificios purificatorios, sino que expresa el valor definitivo del juicio de Dios (cf. ephapax: Rom 6,10; Heb 7,27; 9,12). Se reitera lo que vuelve una y otra vez, como los ciclos de la vida (cf. Qoh 3,1-8). Pues bien, lo que vale para siempre anula los ritos anteriores e inutiliza (deja en suspenso) las instituciones existentes. Por eso, el bautismo de Juan es señal del fin del mundo y retorno a las aguas primeras (Gn 1-2), antes que existieran sacrificios rituales según Ley. (b) Juicio apocalí­ptico: hacha, fuego, huracán. El rito de Juan se vincula con imágenes de dura destrucción, que expresan el fin de este mundo, la vuelta al principio del caos, antes que el tiempo existiera. Es como si todo debiera brotar otra vez de ese caos. Pero el hacha-fuego-viento del juicio no es signo diabólico, de pura destrucción, sino presencia del Más fuerte (= Iskhyroteros), que puede ser el mismo Dios o un enviado suyo (que podrá identificarse después con el Hijo* del Hombre). De esa manera Juan culmina su mensaje anunciando la llegada de uno Más Fuerte, que os bautizará en Espí­ritu Santo y Fuego (Mt 3,11-12). Sólo ese Más Fuerte, a quien se llama Venidero (erkhomenos), realizará la obra de Dios, desplegando su ira cercana, que se manifiesta a través de unos signos fuertes de ruptura y destrucción, dejando quizá abierto un breve resquicio para la esperanza. Juan pertenece a la búsqueda humana de la salvación, al anuncio de un Dios que sigue estando lejos de los hombres.

(4) Juan Bautista. (2) La ira de Dios. Juan es mensajero de la Ira (Mt 3,7). Conforme a una extensa experiencia israelita, la humanidad se hallaba envuelta en pecado; por eso, muchos sacrificios expiatorios del templo tení­an como fin el aplacar a Dios. Para Juan, eso es inútil, pues va a estallar la Ira de Dios, (a) Juan anuncia la llegada de aquel que trae en su mano el hacha para cortar los árboles que no produzcan fruto (Mt 3,8-10). No siembra como Jesús (cf. Mc 4), ni anuncia la llegada del sembrador, sino la venida de un recolector y leñador vigilante que mira y distingue, árbol tras árbol, para separar a los buenos de los malos. No es mensajero del amor de Dios, ni de su paternidad, sino de su justicia destructora. (b) Juan anuncia la llegada de uno que bautizará en Espí­ritu Santo y fuego, realizando así­ el juicio divino. Espí­ritu significa aquí­ viento: es huracán que sopla con fuerza aterradora, desgajando y destruyendo aquello que se encuentra poco cimentado sobre el mundo; es santo (hagios), en lí­nea de separación, para destruir aquello que se opone a la pureza de Dios. El enviado de Dios bautizará a los hombres con fuego. Al Viento de Dios sigue su incendio. Ambos unidos, huracán y fuego, expresan la fuerza judicial y destructora (escatológica) de Dios y se vinculan mutuamente, como indicaba la tradición del Antiguo Testamento (falta el terremoto de 1 Re 19,11-13). Según Juan Bautista, el enviado de Dios tiene en su mano el Bieldo y limpiará su era… (Mt 3,12). Así­ culminan las imágenes anteriores: el Espí­ritu/ Viento sirve para separar la paja del trigo, el Fuego para quemarla. El Venidero, que actuaba antes como leñador (tení­a en su mano el hacha para cortar y quemar los árboles sin fruto), se vuelve así­ trillador o aventador (con la horquilla o bieldo separador en su mano). ¿Quién es ese Leñador, Aventador? ¿Directamente Dios? ¿Un Delegado suyo? El texto no responde, aunque probablemente aluda a Dios. Según eso, el Bautista habrí­a preparado una teologí­a judicial, más que una cristologí­a salvadora. Pero los cristianos han recreado ese mensaje y palabra de Juan, aplicándolo a Jesús, el Venidero, verdadera presencia de Dios: Emmanuel (Dios con nosotros). A la luz de lo anterior, Jesús deberí­a haber surgido (y realizado su acción) como leñador/ aventador del huerto y trigal de Dios, mensajero de su destrucción purificadora, abierta sólo de manera implí­cita y velada a la esperanza escatológica. Pero, asumiendo y cumpliendo (de otro modo) el mensaje de Juan, Jesús ha invertido su proyecto escatológico, en gesto que define su visión teológica y su cristologí­a. Esta es la experiencia básica que Me, Mt y Lc entienden de formas convergentes y sitúan al comienzo de la vida de Jesús, que fue bautizado por Juan para realizar su obra rnesiánica, como enviado escatológico de Dios. Sólo sobre esa base se entiende el hecho de que los cristianos hayan tomado el bautismo de Juan (recibido y recreado por Jesús) como un signo básico de su misión y experiencia mesiánica.

(5) Jesús. Bautizado por Juan. El bautismo de Jesús está situado al comienzo de los evangelios sinópticos, como experiencia de vocación o nacimiento mesiánico: “Aconteció en aquellos dí­as que Jesús vino de Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán. Luego, cuando subí­a del agua, vio abrirse los cielos y al Espí­ritu como paloma que descendí­a sobre él. Y vino una voz de los cielos que decí­a: Tú eres mi Hijo amado, en ti tengo complacencia” (Mc 1,9-11). Este es un pasaje que puede entenderse de forma histórica, pero que tiene también un elemento apocalí­ptico y otro pascual, de manera que puede condensar y condensa todos los rasgos de la experiencia cristiana. La escena reproduce una experiencia de Jesús que, al ser bautizado por Juan, se descubre Hijo y/o Siervo de Yahvé: Dios mismo le constituye Mesí­as, diciéndole, con palabras de Is 42,1, “Tú eres mi Siervo/Hijo a quien amo (= agapetos, Querido) y a quien confí­o mi tarea (por el Espí­ritu)”. El bautismo es según eso la experiencia originante de la vida mesiánica de Jesús, a quien el mismo Cielo (Dios) revela su misterio: Eres mi único Hijo, has de cumplir mi obra (como Siervo). Jesús descubre su identidad (Hijo) recibiendo la misión de actuar y entregarse por los otros (Siervo); en esta experiencia se funda su conciencia/vida y el desarrollo posterior de la cristologí­a. Así­ piensan los autores de tendencia tradicional. Aceptamos con ellos el valor histórico del bautismo de Jesús, cuyo encuentro con Juan ha sido determinante en el comienzo del Evangelio. Pero pensamos que Mc 1,9-11 par refleja no sólo la experiencia histórica del bautismo de Jesús, sino también su misterio pascual.

(6) Pascua y Pentecostés. Bautismo en el Espí­ritu. La tradición sinóptica ha puesto en boca de Juan Bautista* la distinción entre los dos bautismos: uno de agua (el suyo), para penitencia, en la lí­nea de la preparación, propia de Israel; otro de Espí­ritu Santo (el de Jesús), para introducir a los hombres en la fuerza y vida de Dios (cf. Mc 1,8). En la tradición más antigua, el bautismo en el Espí­ritu podí­a interpretarse en sentido judicial, tomando el espí­ritu en su acepción fuerte, como huracán o viento de la gran siega de Dios, unido al hacha que corta los troncos secos y al fuego que quema la paja y los troncos (cf. Mt 3,10-11). Lucas ha mantenido el tema (Lc 3,16-17), pero lo ha recreado en el libro de los Hechos, interpretando el espí­ritu (viento) y el fuego del juicio final desde la perspectiva de la Iglesia, en cuya vida y misión se expresa y actúa el verdadero Espí­ritu de Dios, no como fuego de juicio que quema y destruye a los pecadores, sino como fuente de vida mesiánica. Jesús dice a sus discí­pulos que no se alejen de Jerusalén, porque tienen que recibir allí­ el Espí­ritu, apareciendo así­ como testigos y destinatarios de un juicio convertido en principio de vida de la Iglesia: “Recibiréis el poder del Espí­ritu Santo, que vendrá sobre vosotros y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samarí­a y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8). Así­ se cumplirá por Jesús la promesa de Juan Bautista (Lc 3,16; cf. Mc 1,8), promesa que el evangelio de Juan ha vinculado a la pascua cristiana, pues “antes no habí­a Espí­ritu, porque Jesús no habí­a resucitado todaví­a” (cf. Jn 7,39). Por eso, Juan evangelista identifica Pascua con Pentecostés: el mismo Jesús resucitado sopla sobre los discí­pulos diciendo: “Recibid el Espí­ritu Santo…” (Jn 20,22). Pero Lucas ha querido separar los dos gestos (Pascua y Pentecostés), de tal forma que sitúa la venida y bautismo en el Espí­ritu después de la ascensión*: “Cuando llegó el dí­a de Pentecostés estaban todos unánimes, juntos. De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espí­ritu Santo y comenzaron a hablar en otras lenguas, según el Espí­ritu les daba que hablaran” (Hch 2,1-4). Este es el principio de todo bautismo cristiano: la presencia y acción del Espí­ritu de Cristo en los creyentes.

(7) Bautismo cristiano. Recuerdo de Jesús. El recuerdo de la relación de Jesús con Juan Bautista se ha mantenido firme en la Iglesia. Ciertamente, ella ha proyectado su teologí­a en el relato del bautismo de Jesús (Mc 1,9-11 par), pero no ha querido ni podido borrar la memoria de que Jesús fue bautizado, con (o como) otros pecadores y fieles de Israel. Desde esa perspectiva ha de entenderse el bautismo cristiano, tal como lo ha instituido la Iglesia pascual, partiendo de la experiencia de Jesús, que ha comenzado compartiendo la visión de juicio de Juan Bautista. Pero después ella ha superado esa visión, no en lí­nea de crí­tica o rechazo, sino de plenitud o desbordamiento. El mismo relato bautismal afirma que Dios Padre se ha mostrado a Jesús en el bautismo, confiándole una tarea más alta, en lí­nea de nuevo nacimiento. Allí­ donde Juan Bautista afirmaba que el mundo termina, dirá Jesús que la vida verdadera empieza. La experiencia de muerte del bautismo se abre de esa forma a la esperanza del reino. En esa lí­nea, queremos decir que, básicamente, Jesús no ha bautizado. Quizá al principio actuó al lado de Juan, bautizando él también a los que vení­an a buscarle (cf. Jn 3,22; 4,1-2). Pero después ha superado ese gesto de bautismo, como saben los sinópticos (M 1,14 par). Ha dejado el Jordán, junto al desierto, que es lugar de purificación, y ha venido a Galilea, tierra prometida, para anunciar y realizar los signos del Reino. No ha bautizado para la muerte, sino que ha proclamado el triunfo de la vida de Dios a través del gesto del perdón y la acogida a los excluidos del sistema, en un camino de curación, gratuidad, pan compartido. Por eso, todo intento de ritualizar el signo de Jesús significa un retorno a Juan Bautista o, peor aún, a los otros bautistas menores.

(8) La Iglesia ha vuelto a bautizar en nombre de Jesús. Ese dato empieza siendo extraño, pues el mensaje de Jesús no incluí­a elementos bautismales. Puede haber influido la conveniencia de tener un rito distintivo. Ha influido también el recuerdo del mensaje y figura de Juan, la experiencia de Pentecostés… Sea como fuere, la Iglesia empieza a bautizar en nombre de Jesús, no en la lí­nea de las purificaciones bautistas (esenias), sino para ratificar el cumplimiento escatológico de aquello que Juan habí­a evocado y anunciado. Al recrear y mantener el bautismo de Juan, la Iglesia ha tomado una op ción trascendental. No sabemos quién lo hizo, pudo ser Pedro (cf. Hch 3,38). Tampoco sabemos si al principio se bautizaban en agua todos los que confesaban su fe en Jesús o bastaba el bautismo en el Espí­ritu, como renovación interior. Lo cierto es que el bautismo en agua se hizo pronto un signo clave de pertenencia cristiana, la primera institución visible de los seguidores de Jesús. Conocemos las dificultades de la Iglesia con la circuncisión (cf. Hch 15; Gal 1-2), pero nadie se opuso al bautismo, entendido como afirmación social y escatológica, signo de la salvación ya realizada en Cristo.

(9) El bautismo cristiano, bautismo pascual. Por un lado mantiene a los creyentes en continuidad con los discí­pulos de Juan Bautista y con aquellos judí­os que realizaban ritos semejantes. Pero, al mismo tiempo, expresa y expande la nueva experiencia de la muerte y pascua de Jesús, en cuyo nombre se bautizan sus fieles (cf. Hch 8,16; 1 Cor 1,13). Lógicamente, la Iglesia ha proyectado en los relatos del bautismo de Jesús el conjunto de su fe, como muestra claramente Pablo cuando interpreta el bautismo cristiano como experiencia de muerte y nuevo nacimiento (cf. Rom 6,4). En su forma actual, el relato del bautismo histórico de Jesús reproduce la vivencia de la Iglesia que proyecta su fe sobre la escena, expresando por ella la filiación divina de Jesús (que Rom 1,3-4 sitúa en ámbito pascual) y la misma venida carismática del Espí­ritu Santo. Los elementos de la escena -apertura del cielo, descenso del Espí­ritu y voz de Diosson conocidos en la apocalí­ptica judí­a y se aplican al fin de los tiempos. Al unirlos aquí­, Mc 1,9-11 par afirma que la espera se ha cumplido, que ha llegado el tiempo de la salvación (cf. Mc 1,14-15): Dios se manifiesta y revela su obra a través de Jesús resucitado, por medio del Espí­ritu, en la Iglesia que confiesa su misterio.

(10) Bautismo cristiano, experiencia escatológica. A partir de los elementos anteriores, muchos cristianos han leí­do el relato del bautismo de Jesús como anticipación apocalí­ptica que sirve para decir que Jesús es Siervo de Yahvé y para anunciar el fin del mundo. Dios mismo constituyó a Jesús ProfetaSiervo (cf. Is 42,1), como muestran los signos -apertura del cielo, voz divina, descenso del Espí­rituque expresan el cumplimiento y fin de los tiempos. En un principio, este relato servirí­a para confesar a Jesús como enviado último de Dios y anunciar el fin del mundo. Más tarde, al releerlo en un contexto de Iglesia establecida, los cristianos habrí­an reinterpretado los viejos elementos, eliminando las referencias escatológicas: la apertura del cielo viene a ponerse al servicio del descenso del Espí­ritu, que ya no es portador de la gran batalla final, sino signo de la presencia de Dios en Jesús; por otra parte, la voz del cielo se convierte en palabra de Dios a Jesús. Sea como fuere, los tres momentos (historia, pascua, escatologí­a) pueden y deben vincularse, como hace Mc 1,9-11: en el comienzo de la historia de Jesús se anuncia su plenitud final (cielo abierto) y se ofrece una experiencia de su pascua (Jesús constituido Hijo de Dios como en la resurrección: Rom 1,3-4). Desde esa base, volviendo al principio histórico, podemos suponer que Jesús vino donde Juan, como buscador de Dios y buscador de sí­ mismo (de su propia identidad), compartiendo la suerte de los hombres y en especial de los publicanos y prostitutas (cf. Mt 21,31). Con ellos se situó, escuchando la llamada de Dios: “Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido” (Mc 1,11). Jesús se hallaba hasta entonces en camino de búsqueda de sí­ mismo, como muchos hombres y mujeres de la tierra. Con ellos ha bajado a las aguas del Jordán, para confesar el pecado de la historia y colocarse en las manos creadoras de Dios. Dios le ha respondido, con palabra y gesto poderoso, reconociéndole como Hijo sobre el mundo.

(11) Bautismo cristiano, experiencia trinitaria. Los cristianos posteriores dirán que ese mismo Jesús, bautizado un dí­a concreto por Juan, brotaba eternamente de Dios Padre en el misterio trinitario. Por eso, al bautizarse, ellos proclaman la gran palabra trinitaria de su fe. De esa manera, siendo un signo pascual, el bautismo en nombre de Jesús es signo de iniciación, demarcación y universalidad. Quienes lo reciben nacen de nuevo, insertándose en la muerte y resurrección del Cristo (cf. Rom 6). De esa forma se distinguen y definen a sí­ mismos, como indicará muy pronto la fórmula trinitaria (en el nombre del Padre, Hijo y Espí­ritu: Mt 28,16-20). Al mismo tiempo, el bautismo cristiano es signo de universalidad, que supera la división de estados y sexos, como sabe Gal 3,28: “ya no hay judí­o ni gentil, macho ni hembra…”. La circuncisión discriminaba, como signo en la carne (para judí­os y varones). El bautismo es igual para varones y mujeres y todos los humanos. El bautismo enmarca la paradoja de la institución cristiana, que es universal y creadora, como el agua, que todos los hombres y mujeres emplean para lavarse y beber. Conserva el recuerdo del pecado (es para perdón), pero expresa y despliega el nuevo nacimiento en amor e igualdad para todos los humanos: se expresa Dios en el agua, en él nacemos, de su vida vivimos. Del origen de los tiempos llega este signo: aceptar y agradecer la vida, ése es el principio de toda confesión cristiana. Convertirlo de nuevo en puro rito, como una condición externa de perdón o salvación, supondrí­a destruir su sentido.

(12) Bautismo de Jesús, gracia universal (Mt 28,16-20). Como cristiano anticipado, desde las mismas aguas de juicio y conversión de su bautismo, Juan Bautista ha pedido a Jesús el nuevo bautismo de su gracia (Mt 1,14: yo tengo necesidad de que tú me bautices). Jesús le escucha, pero no puede responderle aún y bautizarle, sino indicar que uno y otro deben cumplir su tarea rnesiánica. Lo hará al final de su camino, en la montaña de la pascua, cuando diga a sus discí­pulos que vayan, ofreciendo a los pueblos el “bautismo en Nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo” (Mt 28,19). Antes que posible rito, objetivado en forma de inmersión en el agua, el Bautismo de Jesús es una gracia y experiencia de renacimiento. Juan bautizaba, evidentemente, en agua, como él mismo ha querido resaltarlo, pero Jesús no bautizará en agua sino en Espí­ritu Santo y Fuego de Dios, es decir, en el misterio y gracia de su vida, vinculada al Padre y al Espí­ritu Santo. Tomado estrictamente, el pasaje final de Mt 28,19 no exige (o no supone en primer lugar) el bautismo en agua. Hemos estado quizá muy influidos por una cristologí­a sacramentalista, que define como cristianos a quienes cumplen el rito del agua o un determinado tipo de normas externas. Hemos identificado demasiado fácilmente la cristologí­a (y el cris tianismo) con un orden o esquema de creencias muy vinculadas a la cultura de Occidente. Pues bien, el bautismo de Jesús (de tipo trinitario) nos sitúa ante una gracia y tarea más honda: la de bautizar (introducir vitalmente) a los pueblos en el misterio de gracia que forman el Padre, Hijo Jesús y Espí­ritu Santo. De todas formas, el rito externo, vivido en forma de nacimiento eclesial por la comunidad que acoge al creyente en su seno, constituye un elemento clave de la vida cristiana.

Cf. E. Lupieri, Giovanni Battista nelle tradizioni sinottiche, Paidea, Brescia 1988; Giovanni Battista fra Storia e Leggenda, Paideia, Brescia 1988; J. D. G. Dunn, Jesús y el Espí­ritu, Sec. Trinitario, Salamanca 1981; G. Barth, El bautismo en el tiempo del cristianismo primitivo, BEB 60, Sí­gueme, Salamanca 1986; C. K. Barret, Espí­ritu Santo en la tradición sinóptica, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; E. Schweizer, El Espí­ritu Santo, BEB 41, Sí­gueme, Salamanca 1992.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: 1. Naturaleza de la pastoral del bautismo de niños. – 2. Agentes. -3. Destinatarios. – 4. Mediaciones edesiales. – 5. Luces y sombras.

1. Naturaleza de la pastoral del bautismo de niños
a) Praxis eclesial inmemorial y constante. El bautismo de niños (cfr. sobre el b. de adultos la voz Iniciación cristiana) es una praxis inmemorial y constante en la vida de la Iglesia. El Nuevo Testamento se refiere a los ‘bautismos de las casas’, a la predilección de Jesús por los niños y a su propuesta como modelos de apertura y acogida del Reino; lo cual indica, cuando menos, que el bautismo de niños pertenece a la ‘lógica neotestamentaria’. Esto explica que la praxis de bautizar a los niños esté atestiguada explí­citamente desde el siglo II, y que los primeros rituales bautismales que han llegado hasta nosotros (siglo III), tanto en Occidente como en Oriente, hablen expresamente de ella. Tertuliano -a pesar de sus dudas al respecto- afirma que la Iglesia conoce desde siempre este bautismo; Orí­genes dice que es de institución apostólica; san Cipriano critica a los que lo retrasan; y la Tradición Apostólica de Hipólito señala que los primeros en recibir los sacramentos de la iniciación cristiana son los niños, aunque sean infantes. Durante el siglo cuarto se reconoce de modo general el bautismo de niños, aunque la disciplina penitencial provocó el retraso del de adultos. A finales de este siglo san Agustí­n sentará las bases teológicas de una praxis que llega hasta nuestros dí­as.

b) Fundamentos teológicos de esta praxis. El bautismo de niños, lo mismo que el de adultos, es el sacramento que instituyó Jesucristo para incorporar a los hombres a la obra redentora que El realizó sobre todo por su misterio pascual, haciendo que sean nuevas creaturas e hijos de Dios, se incorporen a la Iglesia -Cuerpo suyo y nuevo Pueblo de Dios-, obtengan el perdón del pecado original y queden destinados radicalmente a la gloria. El bautismo de niños evidencia la absoluta gratuidad del don salví­fico, la prioridad de la acción divina, la objetividad de la salvación y el amor universal de Dios. Por eso, además de estar plenamente justificado desde el punto de vista teológico, se convierte en un signo privilegiado -ciertamente, no único- por el que la Iglesia se autorrevela y se autorrealiza como sacramento universal de salvación.

c) “Cuestionamiento” moderno de esta praxis. En el primer tercio de este siglo, el bautismo de niños comenzó a ser cuestionado entre los protestantes y anglicanos y, bajo su influencia teológica, también en ambientes católicos. El teólogo más influyente fue Karl Barth, el cual evolucionó desde una primera posición favorable, a una posterior discusión y a un tajante rechazo, por considerarlo como contrario a la doctrina neotestamentaria y patrí­stica, sin más contenido que el simple reconocimiento de la salvación obrada por la fe y la Palabra. La posición radical de Barth trajo consigo que otros teólogos protestantes de relieve estudiaran a fondo las fuentes bí­blicas y patrí­sticas, llegando a posiciones netamente contrarias. Tal es el caso, sobre todo, de Oscar Cullmann y Joaquin Jeremí­as, los cuales, aun relativizando su necesidad, afirmaron que el bautismo de los niños está legitimado, pues perdona los pecados gracias a la mediación de la Iglesia, aunque ésta debe responsabilizarse del crecimiento en la fe de los niños. Este estado de cosas incidió en algunos sectores teológicos católicos, los cuales, admitiendo la legitimidad teológica del bautismo de niños, cuestionaron el modo en que vení­a siendo conferido y reclamaron un nuevo planteamiento pastoral que situara su pastoral en el contexto de la creciente descristianización del mundo moderno.

d) La respuesta del Vaticano ll. Cuando se convocó el concilio Vaticano II, algunos episcopados ya habí­an tomado posiciones pastorales sobre el bautismo de niños; tal era el caso, por ejemplo, del francés, que en 1951 habí­a publicado un Directorio sobre la pastoral sacramental, que fue muy comentado (Directoire pour la pastorale des Sacraments á l’úsage du clergé, Paris 1951). Eso explica que en el aula conciliar se oyeran voces, reclamando nuevos posicionamientos de la Iglesia en la pastoral del bautismo de niños. En este sentido, se pedí­a, por ejemplo, tener más en cuenta el ministerio de los padres, dado el papel tan importante que les corresponde en la futura educación y desarrollo de la fe que sus hijos reciben en el bautismo. El texto de la constitución de liturgia no cuestiona la necesidad y legitimidad del bautismo de niños, pero se hace eco de estas propuestas, al reclamar un rito bautismal para los niños en el que se ponga “más de manifiesto en el mismo rito la participación y las obligaciones de los padres y padrinos” (SC 67). Años más tarde, el Código de Derecho Canónico, tras señalar la necesidad del bautismo “para la salvación” (c. 849), establecí­a, en lógica coherencia, que “los padres tienen obligación de hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas” (c. 867-1); más aún, que “si el niño se encuentra en peligro de muerte, debe ser bautizado sin demora” (c 867-2). En fechas aún más recientes, el Catecismo de la Iglesia Católica recogí­a así­ la doctrina y praxis tradicionales de la Iglesia: “Puesto que nacen con una naturaleza humana caí­da y manchada por el pecado original, los niños necesitan también el nuevo nacimiento del Bautismo (cf DS 1514) para ser liberados del poder de las tinieblas y ser trasladados al dominio de la libertad de los hijos de Dios (cf Col 1, 12-14), a la que todos los hombres están llamados. La pura gratuidad de la gracia de la salvación se manifiesta particularmente en el bautismo de niños. Por tanto, la Iglesia y los padres privarí­an al niño de la gracia inestimable de ser hecho hijo de Dios si no le administraran el Bautismo poco después de su nacimiento (cf CIC can. 41; GS 48; CCEO can. 681; 696,1) (CIgC 1250). Y daba esta orientación pastoral: “Los padres cristianos deben conocer que esta práctica corresponde también a su misión de alimentar la vida que Dios les ha confiado” (CIgC 1251).

e) Nueva situación eclesial, nueva pastoral bautismal. Ahora bien, desde la conclusión del concilio los diversos episcopados del mundo, especialmente los de paí­ses de vieja cristiandad, los teólogos y los pastoralistas no han cesado de señalar que la nueva situación del mundo y de la Iglesia reclaman una pastoral renovada del bautismo de niños. Esta sensibilidad es patrimonio tan adquirido, que ha sido incorporada a documentos eclesiales de tanto relieve como el Ritual del Bautismo de niños, el nuevo Código de Derecho Canónico y el Catecismo de la Iglesia Católica. En este sentido, no deja de ser significativo que incluso el Código establezca que “los padres del niño que va a ser bautizado, y así­ mismo quienes asumirán la función de padrinos, han de ser convenientemente ilustrados sobre el significado de este sacramento y las obligaciones que lleva consigo” (c. 851-2) y que “para bautizar lí­citamente a un niño se requiere (…) que haya esperanza fundada de que el niño va a ser educado en la religión católica”, de modo que “si falta por completo esa esperanza, debe diferirse, según las disposiciones del derecho particular, haciendo saber la razón a sus padres” (c. 868-2).

Enseguida tendremos ocasión de pormenorizar la nueva situación humana y cristiana en que se encuentran los padres y los niños que van a recibir el Bautismo. Señalemos, ya desde ahora, el paso de una sociedad de cristiandad a otra de progresiva secularización e increencia; de una cultura eminentemente rural y cerrada, a otra urbana y plural; de un ambiente mejor que las personas a otro peor que ellas; de una familia que trasmití­a la fe como por ósmosis, a otra en abierto contraste con lo que corresponde a una “iglesia doméstica”.

A ello se referí­an recientemente los obispos españoles en un importante documento pastoral: “Cada vez es más escasa la realización del despertar religioso en el seno de las familias, más difí­cil la educación en la fe de los niños y la perseverancia de los jóvenes en la vida cristiana” (CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, La Iniciación cristiana, Madrid 1999, p. 62, n. 71). Parece necesario, por tanto, que -dejando libre de toda discusión estéril la realidad teológica del bautismo: su naturaleza, efectos, necesidad, etc., y afirmando “la urgencia de que los niños reciban cuanto antes la adopción de hijos de Dios”- (CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, La Iniciación cristiana…, n. 73-2), se hagan propuestas pastorales renovadas, que encaren la nueva situación en la que viven los padres de los niños que piden el Bautismo para sus hijos y la que vivirán éstos en el momento de su despertar consciente a la vida humana y cristiana. Estas propuestas han de ser plurales, realistas y pedagógicas, pues plurales y bien concretas son las situaciones de fe y vida de los padres y de las comunidades cristianas.

f) Lí­neas de fuerza de esta pastoral renovada. Sin perjuicio de exponer más adelante las orientaciones concretas de esta nueva propuesta pastoral, señalemos ya desde ahora algunas de sus grandes coordenadas. La más principal novedad de esta pastoral consiste en enmarcar el bautismo de niños en el contexto más amplio de su plena iniciación cristiana. No se trata, por tanto, sólo o primordialmente de preparar el rito del bautismo, con el fin de que los padres puedan participar de modo más consciente y activo y asumir sus obligaciones con mayor responsabilidad; ni de acentuar únicamente la preparación catequética de los padres, padrinos y comunidad cristiana; menos aún, de retrasar o denegar el bautismo de los niños en aras de un rigorismo contraproducente y teórico. Bautizar a un niño ha de comportar tener muy presente que ese niño que ahora es regenerado e introducido en la Iglesia, completará su itinerario cristiano dentro de unos años, cuando reciba la Confirmación y participe por primera vez en la Sagrada Eucaristí­a.

Es todo este arco de vida el que ha de ser contemplado y el seguimiento de Cristo -no sólo la asistencia a unas catequesis de tipo más o menos doctrinal o existencial, según los casos- el factor básico a tener en cuenta. Otro punto fundamental es el respeto y amor a la libertad de los padres y del niño que ahora se bautiza. Nadie, en efecto, por muchas que sean las precauciones que ahora se tomen, puede predecir el sesgo que seguirá en el futuro la vida del que ahora se bautiza, porque está condicionado al ejercicio, absolutamente imprevisible, de su libertad. Finalmente, siendo la pastoral el arte de lo concreto, nada más contraproducente y estéril que las propuestas rí­gidas, estandarizadas y maximalistas. Por eso, más que macropropuestas elaboradas en laboratorios de gabinete, la nueva pastoral bautismal ha de estar encarnada y pegada a la realidad de cada persona y de cada comunidad.

2. Agentes
Los agentes implicados en esta nueva pastoral bautismal son el obispo, el clero y comunidad parroquial, los catequistas, los padres y los padrinos.

a) El obispo. El obispo es el principal administrador de los misterios de Dios y moderador de toda la vida litúrgica en la Iglesia que le ha sido confiada (cf. CD 15); por ello, le corresponde “regular la administración del Bautismo” (LG 26), con la colaboración del presbiterio, las Delegaciones diocesanas de Liturgia, Catequesis y Pastoral, y otros organismos o consejos. Una de sus tareas principales es la confección y publicación de un Directorio diocesano de Iniciación cristiana, en el que se contemple la Iniciación de los niños que reciben el Bautismo en su niñez y la Confirmación y Primera Comunión durante la infancia y la pubertad. Este Directorio ha de contemplar, entre otras cuestiones, la de si conviene seguir celebrando la Confirmación después de la Primera Comunión o si, por el contrario, hay que recuperar el orden tradicional de la Iglesia Latina y el que siempre han seguido las Iglesias de Oriente, a saber: Bautismo, Confirmación y Eucaristí­a; en conformidad con la interpretación del Código de Derecho Canónico (c.) hecha por la Conferencia Episcopal Española y que parece ser la nueva tendencia de la pastoral bautismal. Otra cuestión insoslayable es la de los padres que, encontrándose en situación eclesial irregular, piden el Bautismo para sus hijos.

De todos modos, el Directorio diocesano de Iniciación más que establecer una tabla pormenorizada y rí­gida de normas, debe fijar una “ley de mí­nimos” que haga de él un instrumento eficaz y deje un amplio margen a la creatividad pastoral de los párrocos y vicarios parroquiales, tan necesaria en esta época de pluralismo existencial y pastoral. El asunto tiene tanta importancia para la vida de la diócesis, que el obispo puede valorar la conveniencia de celebrar un Sí­nodo diocesano de carácter monográfico, del que saldrí­an las lí­neas directrices del Directorio, las cuales serí­an revisables periódicamente con el fin de introducir los retoques necesarios.

b) Comunidad y clero parroquial. La preparación, celebración y seguimiento de la Iniciación cristiana es una tarea que incumbe muy especialmente al Pueblo de Dios, es decir, a la Iglesia; que trasmite y alimenta la fe recibida de los Apóstoles y a través de cuyo ministerio los niños son bautizados y educados en la fe. Según esto, la pastoral bautismal no es tarea exclusiva del obispo sino propia de toda la comunidad cristiana parroquial y, dentro de ella, de los sacerdotes y diáconos, de los padres, padrinos y catequistas. La comunidad cristiana, viva representación de la Iglesia madre, ha de sentirse responsable de su crecimiento y hacer que los niños reciban los sacramentos de la Iniciación cristiana y la ayuda necesaria para que se conviertan en miembros vivos y maduros del Cuerpo Mí­stico.

Así­ se explica que, durante los primeros siglos, los catequistas fuesen principalmente laicos y considerasen esta tarea como algo inherente a su condición de cristianos; y que toda la comunidad cristiana tomase parte activa en la Vigilia Pascual, en la cual se celebraban los sacramentos de la iniciación. Este dinamismo apostólico se ha deteriorado no poco, pero ha de ser impulsado de nuevo por el ministerio de la predicación y catequesis, junto con el testimonio de los miembros más vivos y activos. La celebración del bautismo en la misa parroquial del domingo puede contribuir a potenciar la toma de conciencia de esta responsabilidad, la participación de todos -sobre todo en la profesión de fe y en la renovación de las promesas bautismales- y el gozo de formar una comunidad de hermanos en Cristo.

No es difí­cil comprender que los principales animadores de esta pastoral son los párrocos y los vicarios parroquiales, ayudados y secundados por los demás presbí­teros y diáconos que trabajan en la parroquia o fuera de ella. A ellos corresponde estimular, sostener e impulsar la acción de los catequistas y otros seglares idóneos para preparar a los padres y padrinos; celebrar el Bautismo; catequizar a los fieles sobre su condición de pueblo sacerdotal; instruir a las comadronas, asistentes sociales, enfermeras, médicos y cirujanos sobre el modo de bautizar en caso de urgencia; y cuidar todos los elementos de la celebración: lecturas, cantos, textos elegibles, etc., sin olvidar que la celebración tiene un antes y un después en los que se enmarca y comprende,
c) Los padres. Los padres son los primeros y principales educadores de la fe de sus hijos. En efecto, ellos, en colaboración con Dios, los han engendrado y dado la vida; piden el bautismo con el compromiso expreso -manifestado solemnemente en el mismo rito bautismal- de llevar a plenitud la semilla que despositó el bautismo; tienen la gracia de estado para cumplir su misión de educadores; conviven más tiempo con sus hijos; y ejercen sobre ellos más atractivo e influjo que los demás. En el plan de Dios la familia está llamada a ejercer una especie de biologí­a espiritual, de modo que el don de la vida, que es concedido germinalmente se desarrolle plenamente tanto en lo humano como en lo religioso; y en el caso de la familia cristiana, que sea la “Iglesia doméstica”, en la que el niño, lejos de encontrarse abandonado a sí­ mismo, es llevado a recibir el sacramento que le introduce en la familia de los hijos de Dios y encuentra después los brazos maternales de la Iglesia, gracias a un ambiente cristianamente sano.

La pastoral bautismal de los padres se desarrolla en tres momentos: antes, en y después de la celebración del bautismo.

– a/1. El antes comprende estas acciones: contactar con la parroquia -incluso antes del nacimiento del hijo-, con el fin de que los padres mantengan una conversación amistosa con el párroco -o con quien haga sus veces-, en la que aparezca, junto al deseo de bautizar, su situación humana y cristiana, los motivos que les mueven, las garantí­as que ofrecen, y la disponibilidad para preparar bien el bautismo. En esa conversación ha de aparecer si la situación matrimonial de los padres es o no regular, si son o no practicantes y en qué medida, qué relación mantienen con la parroquia, y cuál es su comportamiento profesional y social. También es propio de este momento pastoral la elección de los padrinos que les apoyen -o suplan, si fuera el caso- en la educación de la fe de su hijo; y preparar bien la celebración del bautismo.

– b/2. Los padres ejercen un verdadero ministerio en la celebración del bautismo; concretamente: en el rito de acogida manifiestan cómo desean que se llame su hijo, aceptan, consciente y responsablemente, los compromisos que lleva consigo el bautismo, y signan la frente del niño después del ministro; en la liturgia de la Palabra, además de acoger el mensaje de las lecturas y de la homilí­a para participar más plena y conscientemente, contestan a la letaní­a de los santos y descubren el pecho del niño (función de la madre, sobre todo) para que pueda ser ungido con el óleo de los catecúmenos; en la liturgia propiamente bautismal hacen las renuncias y profesión de fe, piden públicamente el bautismo para su hijo, encienden una vela en el cirio pascual y la sostienen mientras el ministro explica su simbolismo; y en el rito conclusivo rezan la oración dominical y acogen con gratitud y gozo las bendiciones del ministro.

– c/3. El después de la celebración comporta la educación cristiana del hijo bautizado con el testimonio de vida y la palabra, la incorporación del niño a la catequesis parroquial, la formación de su conciencia y el acompañamiento cristiano
durante el tiempo del segundo tramo del itinerario iniciador, es decir: durante el tiempo que precede a la Confirmación y Primera Comunión.

d) Los padrinos. En la sociedad preindustrial y rural -y sin medios de comunicación de masas- era muy frecuente que una persona viviese en el mismo lugar desde su nacimiento hasta su muerte y que todos los cristianos de una determinada parroquia, salvo en el caso de las macrociudades, se conociesen bien. En esos supuestos es comprensible que los padrinos tuviesen un papel más o menos relevante; sobre todo, teniendo en cuenta el protagonismo ritual que se les habí­a asignado cuando el ritual de los adultos se adaptó, con mayor o menor acierto, a los niños. Ese protagonismo ha desaparecido en el plano sociológico, eclesiológico y litúrgico. La sociedad actual, en efecto, es tan dinámica, que lo normal es que los padres trabajen fuera del lugar donde tienen el domicilio, que pasen los fines de semana y de vacaciones en otro lugar distinto del que trabajan y viven habitualmente y que celebren su fe en una parroquia distinta de la que es su parroquia oficial. Por otra parte, la situación laboral y las distancias motivan que el padre y/o la madre trabajen fuera del hogar, del que parten antes de que los hijos se levanten y al que vuelven cuando ya todos están cansados.

Además, es tan grande la movilidad y tan precaria la estabilidad laboral, que nadie puede asegurar si donde hoy trabaja lo hará dentro de un año. Por otra parte, los miembros de las parroquias urbanas, sobre todo de las macrociudades, apenas se conocen y tratan, incluso si participan habitualmente en la misa dominical. Esta situación ha hecho saltar por los aires la institución del padrinazgo, de tal modo que hoy apenas tiene algún valor. A ello se añade la pérdida de protagonismo en el nuevo ritual, a favor de los padres. No vale remitirse a un pretendido ‘padrinazgo institucionalizado’ que resolverí­a estos problemas, pues la práctica demuestra que es inviable, salvo en casos muy excepcionales. Por eso, desde el punto de vista pastoral los padrinos tienen una importancia muy secundaria. Esto no quiere decir que no tengan ninguna justificación, sobre todo si se tiene en cuenta que cada dí­a son más frecuentes las ‘ausencias’ morales y fí­sicas de los padres, debidas a los divorcios, separaciones, accidentes laborales y de tráfico, etc. De todos modos, “los padres han de tomar en serio la elección de buenos padrinos para sus hijos, a fin de que el padrinazgo no se convierta en una institución de puro trámite y formalismo” (RBN 20).

La pastoral ayudará a los padres a que en su elección no primen los criterios de parentesco, amistad o prestigio social, sino el deseo sincero de asegurar a sus hijos unos padrinos con posibilidades reales -gracias a su edad, proximidad, formación y vida cristiana- de influir en la educación cristiana de aquéllos. Por otra parte, esta pastoral ha de estar atenta a que los padrinos posean las condiciones requeridas por la legislación canónica vigente, sobre todo en lo relativo a la edad (16 años como mí­nimo), a la iniciación cristiana (haber recibido los tres sacramentos que la integran), y a la capacidad de asumir y cumplir las responsabilidades inherentes al padrinazgo. Finalmente, deberá preparar a los padrinos para que ejerzan su ministerio convenientemente y participen de modo consciente y activo.

e) Los catequistas. Los catequistas tienen también su parte proporcional en la pastoral bautismal. No obstante, su ministerio hay que situarlo sobre todo en el tiempo previo a la Confirmación y Primera Comunión (cf. voz Confirmación, padrinos).

3. Destinatarios
Los destinatarios de la pastoral bautismal, en el caso de niños que son bautizados a los pocos dí­as o semanas de su nacimiento, son la comunidad parroquial, los padres, padrinos, catequistas, el grupo apostólico o de amistad, y la escuela.

a) La comunidad parroquial. “El hecho de que los niños no puedan aún profesar personalmente su fe no impide que la Iglesia les confiera este sacramento, porque en realidad los bautiza en su propia fe” (CONGREGACIí“N PARA LA DOCTRINA DE LA FE, lns. El Bautismo de los niños, 20.X. 1980, n. 14), según la doctrina fijada ya claramente por san Agustí­n: “Los niños son presentados no tanto por quienes los llevan en sus brazos (aunque también por éstos, si son buenos fieles), cuanto por la sociedad universal de los santos y de los fieles (…). Es la Madre Iglesia entera la que actúa en sus santos, porque toda ella los engendra a todos y cada uno” (Epist. 98, 5, PL 33, 362). La acción pastoral más importante consiste en concienciar a la comunidad parroquial de esta representatividad eclesial, de la que participan -además de los padres y padrinos- los amigos, familiares y vecinos y los miembros de la parroquia. Por otra parte, no puede olvidar que “la celebración del bautismo es el momento culminante de toda una acción pastoral prolongada y compleja, que supone la colaboración de muchos y se desarrolla en varias etapas sucesivas” (RBN 10). La pastoral bautismal -y con mayor razón la celebración del Bautismo-forma parte de toda la acción pastoral de la Iglesia, sobre todo de la profética y sacramental.

b) Los padres. Los padres son los principales destinatarios de la pastoral bautismal, porque son ellos los primeros y principales cooperadores en el desarrollo de las semillas que deposita el Bautismo en el alma de sus hijos. Esta importancia objetiva se ha visto incrementada por la pérdida de protagonismo de otras instituciones sociales y eclesiales y la tendencia es que según las encuestas y prospecciones de futuro sobre la valoración de los padres en la sociedad actual. La Iglesia sigue apostando por este protagonismo de los padres, puesto que, “exceptuado el caso de peligro de muerte, ella no acepta dar el sacramento sin el consentimiento de los padres y la garantí­a seria de que el niño bautizado recibirá la educación catóica” (CONGREGACIí“N PARA LA DOCTRINA DE LA FE, El sacramento del Bautismo, n. 15. Cfr. CIC, c. 868).

Los padres pueden agruparse en dos grandes bloques: los que ofrecen garantí­as suficientes y los que ofrecen garantí­as no serias o incluso nulas. Al primer grupo pertenecen los padres cristianos habitualmente practicantes y con una situación familiar correcta; el segundo grupo, mucho más variado, es el de padres en situación matrimonial irregular, o poco creyentes e incluso no cristianos.

†¢ Padres que ofrecen garantí­as suficientes. El Ritual del Bautismo de niños contempla la pastoral con este tipo de padres en lo que califica como “preparación próxima de padres y padrinos”, cuyo quicio es el “diálogo prebautismal” (Ritual Español del Bautismo de niños, n. 57). Este diálogo consiste en un encuentro de los padres -y guardando la debida proporción de los padrinos- “con un sacerdote o con otras personas responsabilizadas en la pastoral bautismal”. Su objetivo general es prepararlos adecuadamente para que pidan el bautismo responsable y conscientemente, y participen en su celebración de modo consciente y activo. Más en concreto, “pretende: a) hacerles reflexionar sobre las motivaciones de la petición del Bautismo, ayudándoles a que esa petición sea un verdadero ejercicio de fe; b) preparar el rito, explicando las intervenciones de los padres y padrinos y su significado, para que se asegure la veracidad de sus respuestas; c) en muchos casos, realizar una elemental catequesis del sacramento; d) en otros, incluso una catequesis general que busca una educación de la fe y no sólo una mera instrucción sobre la fe” (Ibí­dem).

Este “diálogo prebautismal” no debe tener una estructura rí­gida y uniforme, sino tan plural y realista como la vida misma. Los pastores pueden, ciertamente, encomendárselo a seglares: catequistas, miembros de movimientos apostólicos, etc.; no obstante, parece que la situación actual en que se encuentran los padres y las comunidades cristianas aconseja que sea una acción suya personal. Este “diálogo prebautismal” concluye con la solicitud formal del Bautismo por parte de los padres que, en el caso de formalizarse por escrito, “es un documento que acredita el derecho del niño a ser educado en cristiano” (Ibí­dem, n. 59). Allí­ donde sean numerosos los nacimientos, puede complementarse con cursillos o charlas de formación para los padres que esperan un hijo.

†¢ Padres que no ofrecen garantí­as suficientes. La pastoral bautismal con este tipo de padres tiene especiales dificultades, tanto en sí­ misma considerada como por la dificultad añadida de hacer el discernimiento de las garantí­as; pues estos padres pueden considerarse discriminados o penalizados en el supuesto de diferir el bautismo que solicitan. La descripción de todas las posibilidades pastorales nos llevarí­a a una casuí­stica interminable y contraproducente; por eso, nos limitamos a dar algunos criterios generales, remitiéndonos para lo demás a las orientaciones de la Conferencia Episcopal y a los directorios diocesanos sobre la Iniciación cristiana.

En primer lugar, hay que distinguir dos situaciones distintas: la de los padres con fe imperfecta y la de los padres increyentes. La principal dificultad se plantea en el primer supuesto. En segundo término es preciso notar que no se identifican “situación especial” y “no ofrecer garantí­as suficientes”. Situaciones especiales son, por ejemplo, a) los padres divorciados que han vuelto a casarse y, siendo conscientes de su situación irregular, se mantienen en la fe y piden el bautismo para la prole que ha nacido del segundo matrimonio; b) los padres separados o unidos sólo “de hecho”; c) los casados civilmente; d) los padres agnósticos o ateos; e) las madres solteras, voluntarias o involuntarias; y f) los matrimonios mixtos.

Muchos de esos padres pueden ser conscientes de su “situación irregular” y, no obstante, seguir siendo creyentes, pedir el Bautismo y comprometerse, en mayor o menor grado, a educar cristianamente a sus hijos. En tercer lugar, nunca puede darse ni siquiera la impresión de que “se niega” el Bautismo; la caridad pastoral deberá encontrar el modo más adecuado para hacer comprender a esos padres que no se trata de un capricho personal, ni de unas exigencias impuestas por los pastores, ni de un castigo que la Iglesia les inflige por encontrarse en esa situación, ni una negativa total y definitiva, sino que “son ellos mismos los que impiden la celebración que a pesar de todo piden” (JuAN PABLO II, Familiaris consortio, n. 68) y que la Iglesia se sentirá feliz de conceder en un futuro lo que ahora no puede hacer por fidelidad a Jesucristo. Por último, hay que tener en cuenta que sólo “si falta por completo” la esperanza fundada de que el “niño va a ser educado en la religión católica”, “debe diferirse el Bautismo, según las disposiciones de derecho particular” (CIC, c. 868-2). En caso de duda razonable, hay que conceder el Bautismo, en atención a la extrema importancia y necesidad del sacramento, a la maternidad y benignidad de la Iglesia, a la inculpabilidad del niño respecto a la situación de sus padres y a la imprevibisibilidad de la libertad humana.

c) Los padrinos. Los padrinos son una extensión espiritual de la familia y una ayuda a los padres para que el niño llegue a profesar y vivir personalmente su fe. Por eso, a ellos se aplica proporcionalmente lo que acabamos de decir de la pastoral con los padres.

d) Los catequistas. Los catequistas tienen un papel muy secundario en la pastoral bautismal en sentido estricto; la importancia de su oficio se remite al momento que precede a la celebración de los otros sacramentos de la iniciación cristiana, con los que el Bautismo forma una unidad orgánica. Algunas funciones que los pastores pueden encomendarlos son éstas: explicar a los padres y padrinos el significado de las partes del rito bautismal y de sus diversos elementos, así­ como las funciones que realizan en el rito y su significado; y preparar con ellos la celebración.

e) El grupo apostólico y/o de amistad. Una pastoral bautismal adecuada tiene que prestar atención a los grupos de niños y adolescentes en los que se insertará el niño que ahora es bautizado. Esos grupos pueden ser parroquiales o supraparroquiales, de simple amistad o de apostolado o de ambas cosas.Todas las parroquias deberí­an contar con esta clase de grupos, cultivarlos e interrelacionarlos entre sí­ y con los de otras parroquias, con el fin de facilitar a los niños y adolescentes una estructura en la que insertarse de modo natural, y un cauce propicio para el cultivo y desarrollo de la amistad, la ayuda fraterna, el desarrollo espiritual y el afán apostólico. ¿Es exagerado afirmar que esta pastoral está subdesarrollada y que cambiarla de signo traerí­a una revitalización parroquial y vocacional?
4. Mediaciones eclesiales
En las páginas anteriores han ido apareciendo las principales mediaciones eclesiales: la comunidad parroquial, la familia, el grupo apostólico y la escuela.

La comunidad parroquial es el lugar donde los padres viven normalmente la vida cristiana. Hasta fechas muy recientes, y todaví­a hoy en ambientes rurales y ciudades pequeñas y con una población relativamente estable, ‘comunidad parroquial’ era sinónimo de parroquia en la que está ubicado el domicilio de los padres. En las macrociudades y en el caso de cristianos pertenecientes a las clases media y media alta está surgiendo una nueva situación, pues los padres viven su vida cristiana en una comunidad distinta de la que ‘oficialmente’ es ‘su parroquia’: chalé, piso próximo a la playa, casa del pueblo, etc.; y sus hijos pueden estar más vinculados, en la práctica, con otras comunidades humanas que con la parroquia. Se trata de un fenómeno nuevo que conviene tener en cuenta en la praxis pastoral y a la hora de delimitar teológicamente cuáles son los elementos permanentes, cuáles los contingentes que configuran una comunidad parroquial. En cualquier caso, la comunidad cristiana es siempre el referente fundamental en la preparación, celebración y vivencia del Bautismo.

La familia ha sufrido una evolución económica, social, cultural y religiosa muy notable durante los últimos años y parece que ése será el camino que siga transitando en un próximo futuro. Sin embargo, la comunidad familiar es todaví­a la estructura eclesial más influyente en la trasmisión y educación de la fe. Esta educación se realiza, ante todo, por el testimonio de vida de los padres. Los hijos nada valoran más que “una vida familiar honrada, sincera, que ama la justicia, que respeta la opinión ajena y fomenta el diálogo amistoso, que es iluminada por los criterios evangélicos de pobreza, de amor fraterno, de perdón cristiano, y que alimenta una fe que se expresa tanto en los momentos difí­ciles de la vida como en los dí­as de júbilo, que tiene su ritmo en la oración comunitaria, familiar y litúrgica, y que, en todo momento, mira hacia Jesucristo como luz, camino, verdad y vida” (Comí­SIí“N EPISCOPAL ESPAí‘OLA DE ENSEí‘ANZA, La Iglesia y la educación en España hoy, n. 23). Por otra parte, la experiencia del amor incondicional con que los niños son amados por sus padres y del amor profundo con que éstos se aman entre sí­, constituye para los hijos el mejor signo vivo del amor de Dios Padre hacia ellos. Todo esto reclama una pastoral que ilumine, apoye e impulse la acción educadora de la familia, para que cumpla con eficacia su misión de ‘iglesia doméstica’. La mediación eclesial de la familia tiene tanta importancia, que sin ella todas las demás resultarán ineficaces cuando no estériles.

La escuela de orientación cristiana es también una importante mediación eclesial en la pastoral bautismal. El decreto “Gravissimum educationis momentum”, del Vaticano II, y el magisterio de Juan Pablo II y de los obispos han insistido sobre los objetivos, métodos y agentes de la acción educadora de la Escuela Católica. Es preciso realizar una relectura de estos documentos y encontrar en ellos las luces de fondo capaces de iluminar el perfil de la nueva escuela Católica que está emergiendo.

5. Luces y sombras
a) Luces. Entre los elementos positivos de la actual pastoral bautismal pueden señalarse los siguientes. Ante todo, la publicación del mismo Ritual del Bautismo de niños, puesto que, como se sabe, es la primera vez en su historia que la Iglesia posee un ritual verdaderamente adaptado a la situación de quienes reciben el Bautismo a los pocos dí­as de su nacimiento, dado que el ritual precedente era una adaptación del de adultos. Este ritual ha hecho posible la superación de una situación plurisecular, en la que el bautismo era una celebración en la que no participaba nunca la madre ni frecuentemente el padre, los padrinos tení­an más relieve que los progenitores y la comunidad cristiana estaba en actitud pasiva. Por otra parte, el Bautismo no se contempla ya como un sacramento autónomo, sino unido con la Confirmación y Primera Eucaristí­a, con los cuales constituye la iniciación cristiana; y no se le considera como algo `puntual’, sino como un acontecimiento de gracia enmarcado en un antes y un después. A ello se une la acentuación del Bautismo como sacramento de la fe, incorporación a la Iglesia y participación en el Misterio Pascual de Cristo; lo cual ha repercutido en una preparación y celebración más consciente por parte de padres y padrinos, más comunitaria, y más enmarcada en la Eucaristí­a, en el domingo y en la Vigilia Pascual. Por último, cabe señalar la progresiva tendencia a considerar la pastoral posbautismal en un contexto y orientación catecumenal.

b) Sombras. Los aspectos negativos más destacables -o, si se prefiere, los retos para el futuro- son éstos: a) la atoní­a creciente en la preparación de los padres y padrinos, que ha dado origen a una situación que difiere muy poco a la anterior; b) una celebración poco cuidada, que se manifiesta, por ejemplo, en bautisterios `improvisados’ y `movibles’ en los presbiterios o en otros lugares menos aptos de la iglesia; en la no adaptación de los ya existentes o en la creación de otros nuevos que respondan mejor a su naturaleza y simbolismo; en la minusvaloración de la pila bautismal como `útero’ en el que son engendrados los nuevos hijos de la Iglesia; en el modo insignificante de las signaciones, unciones, vestidura blanca, cirio, etc.; en la no elección previa y cuidada de las lecturas, cantos y otros textos de acuerdo con la situación concreta, la ausencia frecuente de la homilí­a; c) una pastoral catequética poco mistagógica y litúrgica tanto con los padres y padrinos como con el resto de la comunidad; d) la escasa importancia concedida a los padres que se encuentran en situaciones irregulares; y e) .la desconexión práctica entre la pastoral prebautismal y la posbautismal, junto con la todaví­a tí­mida orientación catecumenal.

Esta situación exige, al menos, las siguientes acciones:

1) Enmarcar la pastoral del Bautismo en un contexto más amplio, en el que, por una parte, se contemple y potencie la acción profética (predicación, catequesis) con los padres, padrinos y comunidad cristiana, y la acción sacramental y comunional y, por otra, se considere parte de un todo la pastoral previa al Bautismo y al que sigue hasta la celebración del último sacramento de la iniciación cristiana, dejándole, además, abierto a un proceso catecumenal.

2) Más en concreto, es preciso potenciar de nuevo el diálogo prebautismal, con estos tres momentos y acciones: el primer encuentro, cuando los padres manifiestan el deseo de bautizar a su hijo, el cual es ya una ocasión para una preparación remota, sobre todo para los que no son practicantes o tienen problemas de mayor o menor importancia; un ulterior momento, en el que el ministro se hace personalmente presente, de forma más o menos informal, en cada una de las familias, donde se conjuguen el sentido común, la acogida de las familias y la caridad pastoral; un tercer momento puede ser una reunión con todos los padres y padrinos de los niños que van a recibir el Bautismo en la misma ocasión, en la que se prepara el rito tanto en los aspectos catequéticos como celebrativos.

3) Urge reorientar y/o potenciar la catequesis bautismal prebautismal, tomando como punto de referencia el mismo rito del Bautismo. En este sentido tienen especial importancia estos tres elementos: la Palabra de Dios que es proclamada en el rito, la plegaria de bendición del agua y los ritos explicativos. El repertorio de textos bí­blicos recogidos en el ritual permite comprender mejor la relación del Bautismo con la historia de la salvación y resaltar la perspectiva pascual, eclesiológica, pneumatológica, existencial y misionera del sacramento. La plegaria de bendición del agua es un texto muy rico desde el punto de vista catequético-litúrgico: según el esquema clásico de la bendición, se evocan las obras realizadas por Dios en la historia de la salvación que prefiguran el Bautismo y se invoca la intervención del Espí­ritu Santo para que prolongue en el `hoy’ de la Iglesia la acción regeneradora de Dios. Entre los ritos explicativos conviene resaltar la unción crismal, para explicitar la función profética-sacerdotal-real que otorga el Espí­ritu en directa dependencia de Cristo; la entrega de la vestidura blanca, como signo de la nueva criatura originada por el Bautismo; y la entrega del cirio, como sí­mbolo del Bautismo como luz que ilumina y hace testigo de la luz. Tiene también su importancia la catequesis del exorcismo, para que los padres y padrinos comprendan la realidad y consecuencias del pecado original y, consiguientemente, del Bautismo y de la vida cristiana.

BIBL. – COMISIí“N EPISCOPAL ESPAí‘OLA DE LITURGIA, Ritual del Bautismo de niños, Madrid 1974; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, La iniciación cristiana. Reflexiones y orientaciones, Madrid 1999; CONGREGACIí“N PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Instrucción sobre el bautismo de niños, Roma 1980, traducción castellana en “Ecclesia” 2010 (1990) 1545-1549.

José Antonio Abad Ibáñez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

El bautismo sella para cada uno de nosotros el abrazo del Padre, es signo eficaz de las relaciones vitales que el Padre, el Hijo y el Espí­ritu establecen con nosotros, nos otorga un corazón nuevo, nos capacita para practicar la obediencia filial —como Jesús— al proyecto amoroso de Dios. El bautismo sella también nuestro ingreso en la gran familia de la Iglesia, nos habilita para celebrar la eucaristí­a, escuchar la palabra de Jesús y dar testimonio de la misma, vivir la caridad fraterna, poner nuestros dones al servicio de todos. Finalmente, el bautismo nos convierte en signo de esperanza para toda la humanidad, ya que crea en nosotros una humanidad nueva, libre del pecado, dispuesta a entrar en los distintos ámbitos de la convivencia humana, no con el egoí­smo agresivo de quien reconduce a todos y todo hacia sí­ mismo, sino con la firme disponibilidad de quien, dejándose atraer por Cristo, está dispuesto a ayudar, a colaborar, a servir, a amar. La meditación sobre nuestro bautismo es siempre profundamente consoladora. Se trata de una meditación que serena nuestra mirada sobre el mundo. Aunque los problemas que tenemos delante sean enormes, el bautismo, mientras siga reviviendo en nosotros y generando cada vez nuevos hijos para la Iglesia, nos llena de confianza, porque, en los bautizados, Cristo sigue venciendo con el amor el mal que hay en el mundo.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. Iluminación bí­blica.-II. Cuestiones particulares.-III. Celebración.-IV. Conclusión.

El b. es el sacramento primero y principal que nos introduce en el misterio y vida de Dios. Pero cuando, desde la predicación de Jesús, hablamos de Dios nos estamos refiriendo al misterio de Dios tal como él nos lo reveló: Dios es el Padre de nuestro Señor Jesucristo, su único Hijo, que se nos comunica en el Espí­ritu Santo. Entrar en el misterio y vida del Dios único por la puerta del b. es penetrar en el abismo del amor de la Trinidad santa y eterna. Esto es lo que se indica en las mismas palabras del signo sacramental: somos bautizados “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo”(Mt 28,19). Como el b. es raí­z y fuente de la vida cristiana, ha sido siempre un tema principal de la reflexión teológica, ya desde los lejanos tiempos de Tertuliano’. En el presente artí­culo, y siguiendo la orientación fundamental de este Diccionario, intentaré sobre todo poner de relieve la dimensión trinitaria del b. que, como en ningún otro sacramento, configura este signo del agua y del Espí­ritu.

I. Iluminación bí­blica
a) El b. por agua y el nacimiento de la Iglesia están í­ntimamente unidos. Así­, al terminar Pedro el discurso de pentecostés, le dijeron los oyentes: “¿Qué hemos de hacer, hermanos? Pedro les contestó: ‘Convertí­os y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espí­ritu Santo […]. Los que acogieron su Palabra fueron bautizados. Aquel dí­a se les unieron unas tres mil almas” (He 2,37-38.41). La conversión que exige el apóstol lleva consigo la acogida creyente de la palabra, a la que sigue el bautismo que confiere el don del Espí­ritu y es el signo de la agregación a la Iglesia: éste es el itenerario que recorre la misión apostólica a partir de pentecostés. Ahora bien, si la constitución de la Iglesia está vinculada al signo sacramental del agua y del Espí­ritu, no parece sensato cuestionarse su institucionalización por parte de Jesús. De no contar con un mandato expreso de Jesús, serí­a dificil explicar la exigencia del b. como signo de conversión que confiere el Espí­ritu y da acceso a la comunidad de los discí­pulos desde el mismo dí­a en que ésta, la Iglesia naciente, aparece públicamente ante gentes de todo el mundo conocido (cf. He 2,9-11). Con esto no se quiere decir que el signo del agua fuera una ‘originalidad’ de Jesús. Como sucede con muchos de los signos cristianos, éstos hunden sus raí­ces en la tradición del AT. Jesús, y después de él la Iglesia primitiva, no hace tabla rasa de la historia de la salvación, sino que se inserta en ella para llevarla a su plenitud (cf. Mt 5,17). El signo del agua como signo de purificación y de vida atraviesa el AT hasta alcanzar una significación nueva en el b. de Juan. No cabe duda de que el antecedente inmediato del b. cristiano está en el de Juan, no sólo por las connotaciones particulares de este b. en relación a la conversión, sino sobre todo por el hecho insólito de que Jesús se sometió a él. Que el arranque de la misión mesiánica de Jesús esté ligado a su b. en el Jordán, no puede ser considerado como una circunstancia indiferente en relación con el comienzo de la misión apostólica de la Iglesia en pentecostés, que también acontece bajo el signo del bautismo. Que además en el b. de Jesús se dé la primera teofaní­a trinitaria, tampoco puede ser ajena a la fórmula litúrgica con que muy pronto se impartió el b. cristiano.

b) Ciertamente, el b. de agua existí­a antes de Jesús, pero con su propio b. y en la práctica de la Iglesia primitiva recibió un nuevo significado. Toda la novedad del b. cristiano está en el nombre de quien se imparte: los que eran agregados a la Iglesia eran bautizados en el nombre del Señor Jesús, de Cristo, del Señor (cf. He 2,38; 8,16; 10,48; 19,5; 1 Cor 6,11; Rom 6,3; Gál 3,27). Jesús aparece como el destinatario de la entrega que el bautizado hace de su vida en el b. Es, pues, un signo de pertenencia, un tí­tulo de propiedad. Ser bautizados en el nombre de Jesús es entrar a formar parte de ‘los suyos’. De esta manera, Cristo constituye el primer referente del b. cristiano. El b. nos vincula a Cristo, a su obra salví­fica. Por eso Pablo, cuando reflexiona despacio sobre el sentido y valor del b., no encuentra otro punto de referencia que el misterio pascual: “¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así­ también nosotros vivamos una vida nueva” (Rom 6, 3s). El mismo pensamiento se pone de relieve en esteotro texto: “En Cristo fuisteis circuncidados con circuncisión no quirúrgica, sino mediante el despojo de vuestro cuerpo mortal, por la circuncisión en Cristo. Sepultados con él en el b., con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos” (Col 2,11 s). La pertenencia a Cristo por el b. recibido en su nombre está en relación con la obra redentora, con el precio grande pagado por nosotros (cf. 1 Cor 6,20; 7,23). Los dos textos citados ponen de relieve la fuente salví­fica del b., la muerte y resurrección del Señor, que se actualiza simbólicamente en este sacramento. El señorí­o de Cristo deriva de la cruz cuya fuerza salvadora se nos comunica en el b. Aquí­ estriba la insistencia de los textos neotestamentarios sobre el b. en el nombre de Jesús: en la experiencia salví­fica que brota de la participación bautismal en la muerte y resurrección mediante la cual “Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado” (He 2,36).

Por el b. nos ponemos bajo el señorí­o de Cristo, entramos en el reino de la libertad de los hijos de Dios. Por eso, el b. tiene un doble contenido liberador: por una parte, el baño bautismal nos perdona los pecados (He 2,38), lava las manchas de nuestros pecados (He 22,16), nos purifica (Ef 5,26), nos libra de la mala conciencia (Heb 10,22); por otra parte, nos abre la puerta de la salvación (He 2,40.47; Tit 3,5) al comunicarnos el don del Espí­ritu Santo. Pablo resume así­ los efectos del b.: “Y algunos esto érais [fornicarlos, maldicientes etc], pero habéis sido lavados; habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espí­ritu de nuestro Dios”(1 Cor 6,11).

c) En el b. morimos al hombre viejo para dar paso al hombre nuevo creado en Cristo Jesús. El don de la vida nueva que surge del misterio pascual y se nos comunica en el b.(cf. Rom 6), es el Espí­ritu Santo. El signo del señorí­o de Cristo, que toma posesión de nosotros en el b., es el don del Espí­ritu. Somos bautizados en su nombre y, como profetizó Juan (cf.Mt 3,11s; Mc 1,8; Lc 3,16s; Jn 1,19-34; He 10,37s), por este b. recibimos el Espí­ritu Santo. Pero como el Espí­ritu es el fruto de la pascua, pues hasta entonces “no habí­a Espí­ritu, ya que todaví­a Jesús no habí­a sido glorificado”(Jn 7,39) y al morir nos entregó el Espí­ritu (cf.Jn 19,30), y como por el b. entramos en el misterio pascual (cf. Rom 6), por eso mismo con el agua bautismal recibimos el don del Espí­ritu. Así­ lo entendió la Iglesia primitiva: “En realidad, podemos decir que los apóstoles pensaban que la recepción de este sacramento [del b.] reproducí­a tanto como era posible su propia experiencia de pentecostés”. La vinculación del b. de agua y el don del Espí­ritu no sólo la anunció el Bautista, sino también el propio Jesús en su diálogo con Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espí­ritu no puede entrar en el reino de Dios”Qn 3,5). Como Jesús fue concebido por obra del Espí­ritu Santo, así­ también el nuevo nacimiento del cristiano para la vida eterna es obra del Espí­ritu vivificante. Por eso se puede definir el b. como “baño de regeneración y de renovación del Espí­ritu Santo”(Tit 3,5). El es el principio de lavida nueva, de la vida trinitaria de Dios, que se nos comunica en el b. En este sacramento se da un nuevo nacimiento (1Pe 1,3.23): el que renace es una criatura nueva (2 Cor 5,17), que tiene por Padre a Dios (filiación adoptiva: Rom 8,29; Gál 4,4ss), pues ha nacido de lo alto Un 3,3) para heredar la vida eterna (Tit 3,7; Ef 1,14), cuya prenda y arras es el Espí­ritu Santo (2 Cor 1,22; 5,5; Rom 8,14ss.23). Así­, pues, “en el b. y por obra de Dios Padre, el hombre viejo se convierte en hombre nuevo, espiritual, es decir, un hombre del Espí­ritu (Santo de Dios)”. El significado profundo y la novedad del b. cristiano está en el hecho de que por medio de él participamos de la filiación divina en Jesucristo al recibir el don de su Espí­ritu. En el b. toda la Trinidad” interviene para hacer realidad en el creyente el misterio de la salvación que aconteció en la cruz.

d) El Espí­ritu Santo es el ví­nculo de unidad del Padre y del Hijo y lo es también del ‘cuerpo de los tres’ (Tertuliano), de la Iglesia: “Pues del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así­ también Cristo. Porque en un solo Espí­ritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judí­os y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espí­ritu”(1 Cor 12,12s). El b. es el sacramento de la unidad del cuerpo de Cristo, que realiza el Espí­ritu Santo. “En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judí­o ni griego; ni esclavo nilibre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”(Gál 3,27s). La simbologí­a paulina del ‘revestirse de Cristo’ acentúa la configuración con él a partir del b. recibido en su nombre hasta que el señorí­o de Cristo en el creyente alcance la plena identificación del “vivo yo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí­”(Gál 2,20); implica la nueva vida a semejanza de la de Jesús con sus mismos sentimientos (cf. Flp 2,5), es decir, la perfecta vivencia de la filiación adoptiva.

La implicación de la Trinidad en el acontecimiento bautismal aparece resumida en la fórmula ‘litúrgica’ de Mt 28,19: “Id, pues, y haced discí­pulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo”. Si, como piensa la mayorí­a de los autores, este texto refleja el “uso litúrgico establecido más tarde en la comunidad primitiva”, eso no significa una evolución ilegí­tima del primitivo b. en el nombre de Jesús. Al contrario, la comprensión del b. como inserción en el misterio pascual forzosamente tení­a que desembocar en la explicitación trinitaria del signo con el que se actualiza en el creyente dicho misterio. Pues el mandato de bautizar [por encargo y con el poder de Cristo resucitado] significa que por esa acción, el bautizado muere y resucita con Cristo, es decir, en él se realiza “lo que Dios mismo hizo en el acontecimiento de Cristo y hace ahora en el acto del b.”. Si la pascua es la revelación más perfecta del misterio trinitario de Dios, revelación que acontece paradójicamente en el grito de Cristo en la cruz (cf. Mc 15,34) que es respondido por el Padre al resucitarle de entre los muertos (cf. He 2,24.31s.36 etc.), no podí­a dejar de configurarse trinitariamente la celebración del sacramento que nos introduce precisamente en el misterio pascual. Además, era natural que si se hablaba del efecto filiación’ y de la donación del Espí­ritu en el b., esto tendrí­a que reflejarse rápidamente en la fórmula de administración de este sacramento. Por otro lado, el relato del b. de Jesús en el Jordán con la voz del Padre y el sí­mbolo visible del Espí­ritu descendiendo sobre él, debió influir también en la comprensión del b. cristiano como acontecimiento trinitario, pues “el que llega a la fe se reviste de Cristo en el b., reproduce la imagen de su Hijo (Dios) [Rom 8,29] y, así­, sucede en él lo mismo que en Jesús, que se hizo bautizar en el Jordán”. Toda la Trinidad toma posesión del bautizado que es enviado como testigo del amor del Padre manifestado en Cristo y en la donación del Espí­ritu. Se puede, pues, afirmar que “la fórmula posterior en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo [Mt 28,19], es una evolución trinitaria de la confesión cristológica. En el b. en el nombre de Dios Trino y en la proclamación de la palabra acontece, tal como muestra el contexto de Mt 28,18 y 20, la actualización de Jesús, de su resurrección y de su poder sobre los cielos y la tierra, una actualización que abarca todos los tiempos y lugares y es, por tanto, pneumática”.

II. Cuestiones particulares
a) Ante todo, el b. aparece desde el principio como puerta de entrada a la comunidad eclesial; por él nos incorporamos a la Iglesia, al cuerpo mí­stico de Cristo (cf. LG 11.14; AG 6.7; AA 3). Pero la Iglesia no es una mera organización religiosa, sino el pueblo de Dios Padre o el cuerpo de Cristo animado por el Espí­ritu Santo. El misterio de la Iglesia se funda y se ilumina desde la Trinidad. Entrar, pues, en la comunidad eclesial es penetrar en el ámbito del misterio trinitario de Dios. Por el b. somos asociados al pueblo de Dios, somos incorporados al cuerpo de Cristo, de cuya cabeza desciende a todos los miembros la gracia y la fuerza del Espí­ritu. El b. nos da la ciudadaní­a del reino, pues la Iglesia, aunque no se identifica con el reino, constituye, sin embargo, “el germen y el principio de ese reino”(LG 5); además, el b. nos habilita para ejercer todos los derechos inherentes a los ciudadanos de este reino, en particular, el derecho sacerdotal. Por el b. entramos a formar parte del ‘pueblo sacerdotal’ (cf. 1 Pe 2,9; Ap 1,6; 5,10), llamados a ejercer el sacerdocio común de los fieles en el culto al Padre por medio de Cristo en el Espí­ritu Santo (cf. LG 10.11). Pero además el b. no sólo nos une con Cristo-cabeza sino también con todos los miembros de su cuerpo; es el sacramento de la unidad de la Iglesia’, el que edifica y hace crecer la familia de los hijos de Dios; es, por eso mismo, el sacramento de la llamada perenne a reconstruir la unidad entre todos los miembros del Cristo único y total (cf. LG 15; UR 2; 3; 22; AG 6.15).

b) “El b. es el sacramento de la fe”. Pero este sacramento, como los demás, “no sólo supone la fe, sino que a la vez la alimenta, la robustece y la expresa por medio de palabras y cosas; por esto se llaman sacramentos de la fe”(SC 59). Para acceder al b. se requiere la fe tal como ha sido configurada por la intervención de Dios en la historia de la salvación a través de Jesucristo en el Espí­ritu Santo. Es la fe en la palabra y en las acciones salví­ficas con las que Jesús nos reveló el misterio de Dios como Padre suyo, y del Espí­ritu como ví­nculo de amor de ambos. Confesar a Jesús como Señor y Mesí­as es profesar la fe en el Padre que lo envió y lo resucitó de entre los muertos por la fuerza del Espí­ritu (cf. Rom 10,9). La confesión trinitaria da paso a la celebración del misterio trinitario de salvación que tiene lugar en el bautismo. Porque si en algún momento debe hacerse explí­cita la confesión trinitaria es en aquel acontecimiento que nos introduce en la vida cristiana, que por eso el b. es el primero de los sacramentos de la iniciación. Del recto comienzo depende mucho la evolución y maduración posterior. Por eso, cuando se dice que la mayorí­a de los cristianos son monoteí­stas en la práctica de su fe (K. Rahner), se está indirectamente constatando el escaso relieve que la confesión trinitaria tiene en el b. Para recuperar la fe trinitaria bautismal como impulso vital que se haga sentir en toda la existencia cristiana a lo largo de la vida, sólo hay un camino: poner claramente de relieve lo que sucede en el b. Es la experiencia de salvación en que este sacramento nos introduce, la que puede reabrir el camino hacia el misterio trinitario. Si en el b. de Jesús en el Jordán se dio la primera teofaní­a trinitaria, en el b. de los cristianos debe percibirse con claridad la acción del Padre que nos adopta como hijos en el Hijo, la obra redentora de Cristo y la presencia santificante del Espí­ritu. “Por eso la perí­copa del b. [de Cristo en el Jordán] pone de relieve que en el b. de Jesús ocurrió lo que se reproduce siempre en el b. de los cristianos: el bautizado es arrebatado por el Espí­ritu de Dios e introducido en la filiación divina escatológica”. Esta percepción experiencia) de la salvación puede llenar de contenido y de vida la ‘fórmula trinitaria. De este modo, la referencia de la fe del bautizado siempre será la confesión de Dios Trinidad como punto de partida y término de la aventura que empezó en el bautismo.

c) Finalmente, la dimensión trinitaria del b. puede profundizarse desde una adecuada comprensión del carácter’ bautismal. Este se suele poner en relación con la idea de consecratio. Por el b., el creyente es consagrado a Cristo como propiedad suya. Esta pertenencia es inalienable, porque el don entregado a Dios y recibido por él no admite vuelta o retractación. Cuando Cristo toma posesión del bautizado lo marca con el sello de sí­ mismo: es la marca o huella indeleble, el ‘carácter’, que identifica para siempre al bautizado como miembro de Cristo, como cristiano. Por eso el b. es irrepetible, porque es el signo que nos introduce en el misterio de la redención; la vida nueva que brota de la muerte y resurrección de Cristo sólo tiene un comienzo. Se puede ser infiel a esta vida, se puede abominar del don recibido, pero no es posible negar su comienzo que siempre permanece como posibilidad de renovación, porque “los dones y la vocación de Dios son irrevocables”(Rom 11,29). El ‘carácter’ es, pues, el germen de lavida trinitaria de Dios que se nos infundió en el b. para hacerlo crecer y desarrollarse. Este ‘efecto permanente’ es la raí­z y fundamento de todo lo demás: del ‘fruto’ del sacramento y del posterior desarrollo de la vida cristiana, y de la recuperación de la gracia perdida por el pecado. Ahora bien, el desarrollo de la vida divina que se nos comunica en el b. pasa por la identificación o configuración con Cristo (cf. LG 7.15.31; UR 22; AG 36) a quien se entrega el bautizado, siendo así­ asociado por Cristo al misterio de su muerte y resurrección por el que participamos de la vida trinitaria de Dios. De esta ‘consecratio’ bautismal que imprime ‘carácter’ o marca de Cristo, deriva también la ‘capacidad’ sacerdotal del cristiano para dirigirse al Padre ‘en espí­ritu y verdad’, como también el derecho y el deber de participar en la misión salví­fica que Cristo confió a su Iglesia (cf. LG 11.33; AA 3). Interpretar así­ el ‘carácter’ es afirmar la eficacia real, divina del b., sin que esto se entienda de forma mágica o mecánica. Pues “la eficacia básica, real y objetiva, del b. como fundamento y principio de la vida cristiana y eclesial no impide, sino que exige luego la aceptación personal y el desarrollo de la plenitud de vida iniciada (sólo iniciada) en el b..

III. Celebración del bautismo
El b. es el primero de los sacramentos de la iniciación cristiana; es, pues, el que nos introduce en la vida trinitaria de Dios que se nos ofrece como don y gracia en el acontecimiento de Cristo, es “el signo y el instrumento del amor preveniente de Dios”. Conforme a la intención de este artí­culo, no es el caso de analizar aquí­ la estructura y contenido de la celebración del bautismo; simplemente nos limitamos a subrayar los acentos trinitarios de los textos centrales de la celebración que son los mismos tanto en el ‘Ritual del Bautismo de Niños’, que es el que aquí­ tengo en cuenta, como en el ‘Ritual de la Iniciación cristiana de Adultos. Después del rito de acogida en la Iglesia que concluye con la signación en la frente “con la señal de Cristo Salvador” como expresión de pertenencia a Cristo, sigue la liturgia de la palabra en la que destaca las perí­copas bautismales de Jn 3,1-6; Mt 28,18-20; Mc 1,9-11; 10,13-16. A modo de conclusión de la liturgia de la palabra con los distintos elementos que la integran, se reza una oración de exorcismo antes de la unción prebautismal. En dicha oración se invoca al Padre, de quien parte la misión del Hijo “para librarnos del dominio de Satanás” y “llevarnos al Reino de la luz”, que se realiza a través de la liberación del pecado original, cuyo efecto positivo es quedar constituidos como templos vivos de Dios en que habita el Espí­ritu Santo. La toma de posesión del que va a ser bautizado por parte de la Trinidad, pasa por la liberación del pecado sea original o/y personal. Naturalmente, donde más se subrayan los aspectos trinitarios del b. es en la liturgia del sacramento. Así­, en la oración de bendición del agua bautismal, después de recordar distintos hechos salví­ficos vinculados al agua desde el principio de la creación, se hace memoria de aquellos acontecimientos que fundamentan más de cerca la institución de este sacramento: el b. de Jesús en el Jordán, el agua y la sangre que brotaron del costado abierto, el mandato de bautizar. La gracia de la vida nueva en Cristo que en la fuente bautismal la Madre Iglesia va a alumbrar, se debe a la acción del Espí­ritu vivificante. El agua es signo de gracia al actuar en ella “el poder del Espí­ritu Santo, por tu Hijo”. El Espí­ritu santifica el agua porque Cristo le ha abierto el camino desde el árbol de la cruz. A la triple renuncia al pecado sigue la triple profesión de fe en el Padre, en el Hijo y en el Espí­ritu Santo como condición indispensable para recibir el b. impartido precisamente, según el mandato del Resucitado, “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo”. La vinculación de la profesión de fe trinitaria al acontecimiento bautismal, es decir, al nuevo nacimiento, a la vida nueva del cristiano, es un claro testimonio de que la Trinidad no es un ‘misterio’ para entretenimiento de la especulación teológica, sino aquella realidad divina que asegura y da sentido a la vida cristiana, ya que “la confesión trinitaria es el resumen y la suma de todo el misterio cristiano, y de ella depende el conjunto de la realidad soteriológica cristiana. Por algo tiene su origen […] en el acto por el que el hombre se hace cristiano: en el b., que en todas las iglesias se realiza ‘en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo. La vida cristiana, desde sus inicios, va unida incondicionalmente a la confesión trinitaria’. No puede darse, pues, una celebración del b. cristiano sin una confesión explí­cita de la Trinidad, no como pura fórmula ritual, sino como presencia activa y eficaz en la configuración de la nueva vida en Cristo regalada por el Padre al bautizado con el don del Espí­ritu. Esta nueva vida en Cristo la explicitan los ritos posbautismales, sobre todo el de la unción con el santo crisma en la coronilla del recién bautizado para significar la incorporación a Cristo-cabeza del Cuerpo y la participación en su sacerdocio real, a la que sigue el rito de la imposición de la vestidura blanca, como sí­mbolo de la vida nueva de aquel que ha sido revestido de Cristo (cf. Gál 3,27). Con la recitación de la oración dominical, junto a la mesa eucarí­stica la Madre Iglesia enfila ya a sus hijos bautizados hacia la plena realización de la iniciación cristiana en la confirmación y la eucaristí­a.

IV. Conclusión
“El b. es manifestación del amor gratuito del Padre, participación en el misterio pascual del Hijo, comunicación de una nueva vida en el Espí­ritu; el b. hace entrar a los hombres en la herencia de Dios y los agrega al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”. Tanto la teologí­a como la celebración del b. destacan con fuerza la dimensión trinitaria de este primer sacramento de la iniciación cristiana. Y ello es lógico, porque en él se da el primer encuentro con el Dios que nos reveló Jesús al que acogemos confesándole como Padre, Hijo y Espí­ritu Santo. De cómo se comprenda y se celebre este primer encuentro dependerá la progresiva inserción posterior en el misterio y en la vida trinitaria de Dios. Por eso tiene tanta importancia la catequesis bautismal que no ha delimitarse a la preparación de los padres (o del catecúmeno, en el caso de adultos), sino que ha de ser parte integrante de la predicación cristiana a lo largo del tiempo, especialmente durante la cuaresma. Es necesario ‘recuperar’ el b., lo que él significó para cada uno, la vida que nos comunicó, el Dios con el que nos puso en relación. Si la fe trinitaria tiene escaso relieve en la mayorí­a de los cristianos, ello se debe, en parte no despreciable, a la escasa relevancia que el b. ejerce sobre la vida y conducta de los que fueron un dí­a bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo. A partir del b., los demás sacramentos y la oración entera de la Iglesia están configurados trinitariamente y, sin embargo, la dinámica trinitaria permanece fuera de la vida del creyente ‘normal’. Esto quiere decir que la confesión trinitaria, no experimentada como comunión viva con la Trinidad desde su raí­z bautismal, se percibe como una mera fórmula ritual. Por eso, sin la ‘recuperación’ del acontecimiento bautismal como determinante de toda la vida cristiana, es dificil que el Dios uno y trino envuelva, penetre y configure la fe, la oración y la conducta del cristiano. El anuncio y la confesión del Dios trinitario están, pues, vinculados de manera decisiva al b. vivido (y rememorado continuamente) como principio y raí­z de la vida nueva de hijos del Padre, por Jesucristo en el Espí­ritu Santo.

[ –> Confirmación; Espí­ritu Santo; Eucaristí­a; Iglesia; Jesucristo; Pascua; Pentecostés.]

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José Marí­a de Miguel

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Del griego baptí­zo (sumerjo) designa al primero de los siete sacramentos cristianos, el que “hace” al cristiano, abriendo la puerta a todas las otras fuentes de santificación sacramental que lo presuponen y lo requieren. Es el fundamento de la vida cristiana y contiene en germen todos sus futuros desarrollos.

El judaí­smo conocí­a un bautismo de los prosélitos, además de otros muchos ritos de ablución. Pero fue Juan Bautista en particular el que predicó el bautismo de conversión para el perdón de los pecados (Mc 1,1 -5). Se trataba de un bautismo “escatológico”, con él proclamaba que estaban a punto de llegar los últimos tiempos, con la venida del Mesí­as. El mismo Jesús, al comienzo de su vida pública, se hizo bautizar por Juan. Con la teofaní­a que va unida a él, el bautismo de Jesús se carga de significado, fundamentales: 1. Manifiesta su solidaridad con los hombres pecadores y de esta manera anticipa el advenimiento que habrí­a de sellar su cumplimiento, el “bautismo que tiene que recibir” y en el que se cumplirá su misión (Mc f0,38), esto es, su pasión y muerte: Jesús es consagrado como Mesí­as, Hijo predilecto del Padre (Mc ], 10-1 1); sobre él baja el Espí­ritu como una paloma del cielo y permanece sobre él (Jn 1,32). Esta vénida manifiesta el poder creador y salví­fico de Dios: lleno de Espí­ritu Santo y ungido como Mesí­as, Jesús puede llevar a cabo su ministerio de salvación, arrebatar a la humanidad de la esclavitud del pecado y restablecer la soberaní­a de Dios. Después de la resurrección de Jesús y de Pentecostés, los hombres pueden por medio del bautismo obtener el perdón de sus culpas y la renovación del Espí­ritu. Mc 16,15:16 y Mt 28,18-20 nos dicen que el Resucitado confió a sus apóstoles la misión de “hacer discí­pulos a todos los pueblos”. Con esta orden va ligado el bautismo “en el nombre del Padre y del Hijo y – del Espí­ritu Santo”. Por medio del bautismo, en el nombre de la Trinidad, es posible participar del misterio de la pascua de Cristo y obtener así­ la salvación.

El apóstol Pablo desarrolló abundantemente la teologí­a del bautismo. Se trata de una inmersión (sepultura) en la muerte de Cristo, “para que así­ como Cristo ha resucitado de entre los muertos por el poder del Padre, así­ también nosotros llevemos una vida nueva” (Rom 6,4). Del hecho fundamental de haber sido bautizados en la muerte y resurrección de Cristo se derivan numerosas consecuencias: acaba una existencia, el ser carnal queda reducido a la impotencia y empieza una existencia nueva la nueva criatura está ya reconciliada con Dios: ” habéis sido purificados,’ salvados en nombre de Jesucristo)” (1 .Cor 6,] ]) se entra en la comunión animada por el Espí­ritu de Cristo resucitado, que es la comunidad mesiánica: lo mismo que la circuncisión agregaba al niño al pueblo de la antigua alianza, así­ también el bautismo, nueva circuncisión (Col 2,] ]), hace entrar en la comunidad de salvación que es la Iglesia del Nuevo Testamento: el mismo Espí­ritu es el sello que marca al bautizado (cf Ef ] , ] 3), es decir, lo caracteriza como perteneciente de manera especial a Dios, el bautismo califica y determina la vida del cristiano, que es caminar y vivir según el Espí­ritu.
Desde sus comienzos la Iglesia se preocupa de bautizar (Hch 2,~81 8,16: 10 48; 19,5). El mismo Pablo fue bautizado después de su conversión (Hch 9,18: 22,16), y bautizó luego a Crispo, a Gavo y a la .familia de Esteban (1 Cor 1,14-l6. Los testimonios del s. III (sobre todo la Traditio apostolica de Hipólito) nos dicen que en la vigilia pascual se administraba solemnemente el bautismo, junto con la unción crismal y la participación eucaristica. Los aduitos admitidos al bautismo tení­an que prepararse seriamente mediante un largo periodo de “catecumenado”. Pero la misma Traditio habla también del bautismo de los niños. La praxis del bautismo de los niños se conoce va desde los origenes, aunque tuvo cierta regresión a lo largo del s. II’. En efecto, por esta época, cuando los mismos adultos retrasaban la iniciación cristiana (por miedo a las culpas futuras, dada la unicidad y la severidad de la penitencia pública, muchos padres retrasaban el bautismo de sus hijos por estas mismas razones. Pero, los mismos Padres de la Iglesia que se bautizaran en edad adulta (como Basilio, Ambrosio, Juan Crisóstomo, Agustí­n) reaccionaron enérgicamente contra esa negligencia, subravando la necesidad del bautismo para la salvación.

A continuación, con la difusión del cristianismo, tienden a desaparecer el bautismo de los adultos l la institución del catecumenado, generalizándose la praxis del bautismo concedido a los recién nacidos, En consecuencia, la Unción crismal y la participación en la comunión eucarí­stica se retrasan en Occidente hasta la edad de la “discreción” El.

rito actual del bautismo de los niños se articula en cuatro momentos: acogida, liturgia de la palabra, liturgia del sacramento, conclusion. Se empieza acogiendo a 1os padres y padrinos que presentan al niño para e1 bautismo y se le pide que asuman el compromiso de educarlo en la fe. La palabra de Dios se propone en un abundante numero de textos, en los que están presentes los grandes temas del nueva nacimiento, de la vida en Cristo en nosotros, de la pertenencia a la Iglesia.

Después de la oración y de la unción con el óleo de los catecúmenos viene el verdadero rito bautismal. Se bendice el agua, se renuncia al mal y se hace la profesión de fe en la Trinidad. El nuevo rito vuelve a resaltar el gesto de la inmersión, que es sin duda el más expresivo; pero el gesto más común es el de la infusión del agua. Sigue la unción con el crisma (que significa la nueva dignidad del cristiano), la imposición del hábito blanco (sí­mbolo de inmortalidad y de incorruptibilidad), la entrega del signo de la luz (el cristiano es un “iluminado”). El rito termina con el rezo de la oración del Señor y la bendición. El bautismo es administrado ordinariamente por un ministro ordenado, pero en caso de necesidad puede hacer de ministro cualquier persona, con tal de que tenga la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Puesto que el bautismo marca al hombre como perteneciente a Cristo y lo hace capaz de participar del culto (le la Iglesia (se trata del don del “carácter”), el bautismo es irrepetible. Su efecto es la purificación total, el perdón de todos los pecados, el original y los actuales.

Necesario normalmente para la salvación, el bautismo puede ser suplido por el bautismo de sangre (el martirio sufrido por un creyente todaví­a no bautizado) o por el bautismo de deseo (que supone, con la fe, un deseo de recibir su sello, cuando sólo unas circunstancias independientes de la voluntad del sujeto impiden encontrar su realización efectiva).
R. Gerardi

Bibl.: B. Baroffio – M. Magrassi, Bautismo, en DTI, 537-562; A, Hamman, El bautismo y la conl~rmació,1, Herder, Barcelona 1970; Neunheuser, Bautismo y confirmación, Ed, Católica, Madrid 1975; b. Borobio (ed.), La celebración ezl la Iglesia. I I Sacramentos, Sí­gueme, Salamanca 1988.

-Aspecto moral.- Considerado actual mente en el marco de conjunto de la iniciación cristiana, el bautismo es el sacramento de la vida nueva. Señala también la entrada en la comunidad de los redimidos en Cristo y, por tanto, además de su estudio tradicional dentro de la teologí­a sacramental, se presta también a una reflexión de tipo moral.

En la praxis de la Iglesia primitiva prevalece en el sí­mbolo bautismal la idea del “nuevo nacimiento”. Hoy esta idea ha perdido mucho de su fuerza.

Por eso, sobre los diversos significados teológicos tiende hoy a predominar el de inserción en la comunidad de los creyentes.

El hecho de recibir el bautismo en una edad en la que es imposible no sólo una opción libre, sino incluso la conciencia de lo que se está haciendo, mueve a acentuar más el carácter de toda la existencia cristiana como verificación, apropiación, realización permanente del propio bautismo.

La dimensión ética propia del bautismo se capta de manera especial a través de las promesas bautismales, que expresan el compromiso por crear en sí­ mismo y en el mundo las condiciones para la acogida de la obra de Dios y la libertad del Espí­ritu, y al mismo tiempo fundamentan el caracter sacramental de la moral cristiana, aun cuando -y quizás precisamente porque- sirven para recordar que ser cristiano no puede reducirse ni mucho menos a un hecho moral. Esas promesas bautismales comprenden, según una praxis que se remonta a los primeros siglos cristianos, una primera parte de aspecto negativo (renuncia al mal o a Satanás) y otra segunda par te de aspecto positivo: la adhesión a Cristo.

Renunciar al mal, a pesar de su formulación negativa, es un compromiso que se refiere a la vida cristiana en su plenitud e implica toda una gama de positividad virtualmente ilimitada. Renunciar al mal no significa solamente comprometerse a no cometerlo, sino comprometerse a combatir activamente el pecado, y no sólo el que uno pueda sentir en particular la tentación de cometer, sino todo el pecado presente y activo en la historia, hasta lograr transformar el mal en una ocasión superior de bien. Así­, la adhesión a Cristo expresada en el “Credo” no se reduce a admitir que ciertas prerrogativas de Cristo sean una realidad, sino aceptar la implicación propia, total y directa, en estas mismas realidades. Para el creyente, Jesucristo no es simplemente un modelo en el obrar, sino la fuente de su ser. Por consiguiente, las promesas bautismales no son en primer lugar un “acto”, sino un status.
L. Sebastiani

Bibl.: J. Espeja, Para comprender los sacramentos, Verbo Divino, Estella ~1994; D.

Boureau, El futuro del bautismo, Herder, Barcelona 1973.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Introducción – II. La experiencia litúrgica y pastoral de la iglesia apostólica: 1. El término “bautizar”, “bautismo”; 2. El bautismo de Juan; 3. El bautismo recibido por Jesús; 4. Jesús y el bautismo; 5. Los Hechos de los Apóstoles y el bautismo; 6. San Pablo y el bautismo; 7. El bautismo en san Juan; 8. La tipologí­a bautismal de la iglesia y la carta de Pedro – III. Las experiencias bautismales en los primeros siglos: 1. La Didajé – Las Odas de Salomón – Hermas; 2. Justino – Tertuliano – Hipólito de Roma – IV. La bendición del agua bautismal – V. La renuncia a Satanás – VI. La unción prebautismal – VII. Bautismo y profesión de fe – VIII. La unción después del bautismo – IX. La entrega de la vestidura blanca y del cirio – X. El bautismo de los niños – XI. La catequesis de los padres: 1. La metodologí­a catequética: a) La renuncia, b) La bendición del agua – XII. Visión sintética del nuevo rito del bautismo de los niños.

I. Introducción
No es posible hablar del bautismo sin relacionarlo con los otros dos sacramentos de la iniciación cristiana. El Rito del bautismo de los niños subraya esta importante exigencia dedicándole los párrafos iniciales de los Praenotanda del RBP (nn. 1-2). Mas, si es legí­timo y hasta necesario tratar por separado el bautismo, en un tratado aparte como el presente no podrá encontrarse el encuadramiento general, que serí­a tan necesario, por lo que rogamos al lector que consulte previamente la voz -> Iniciación cristiana. Presupuesto cuanto allí­ se dice, aquí­ nos limitaremos al bautismo, aun aludiendo acá y allá a la -> confirmación, para subrayar ya sus relaciones con el primer sacramento, ya sus diferencias.

II. La experiencia litúrgica y pastoral de la iglesia apostólica
1. EL TERMINO “BAUTIZAR”, “BAUTISMO”. Desde el punto de vista lexicográfico, el verbo griego báptó, baptí­zó, significa inmergir, sumergir: se usa también hablando de una nave que se hunde o que se hace sumergir. En el helenismo rara vez se usa con el significado de bañarse, lavarse; sugiere más bien la idea de hundirse en el agua.

El NT usa báptó solamente en sentido propio: mojar (Luc 16:24; Jua 13:26), teñir (Apo 19:13); y baptí­zó solamente en sentido cultual (rara vez en referencia a las abluciones de los judí­os: Mar 7:14; Luc 11:38), es decir, en el sentido técnico de bautizar. Que el NT use el verbo baptí­zó sólo en este sentido cultual técnico bien determinado demuestra que en él el bautismo comporta ya algo que era desconocido en los demás ritos y costumbres de la época. En efecto, las religiones helení­sticas conocí­an las abluciones; pero, como demuestran los estudios actuales, si alguna vez aparece el verbo baptí­zein en el helenismo, dentro de un contexto religioso, nunca llega a tener un sentido sacral técnico.

En el AT y en el judaí­smo los siete baños de Naamán (2Re 5:14) demuestran cuán importante era ya entonces bañarse en el Jordán. Se trata de un gesto cuasisacramental que se convertirí­a en uno de los tipos principales de la patrologí­a patrí­stica [-> infra, 8]. Sin embargo, las abluciones de los judí­os con carácter de purificación sólo aparecerí­an más tarde, por ejemplo en Jdt 12:7. (También el bautismo de los prosélitos judí­os entraba en esta intención purificadora.) Pero en el judaí­smo tales purificaciones son, por así­ decirlo, un rito legal más que una verdadera purificación. Sabemos cómo la exégesis radical, sobre todo a finales del siglo pasado, ha tratado de demostrar que el cristianismo se habrí­a apropiado simplemente estos diversos ritos’.

2. EL BAUTISMO DE JUAN. El bautismo de Juan en las riberas del Jordán atrajo sin duda la atención. Aun poseyendo algunas semejanzas con las abluciones legales de los judí­os y con el bautismo de los prosélitos, el de Juan se distinguí­a fundamentalmente de estos ritos, ya que exigí­a un nuevo comportamiento moral: en él se trataba de realizar una conversión en vista de la llegada del reino. Nos encontramos frente a un rito de iniciación de una comunidad mesiánica, en lí­nea con los anuncios de los profetas (cf Is 1,l’5ss; Eze 36:25; Jer 3:22; Jer 4:14; Zac 13:1; Sal 51:9). Se trata, pues, de un rito con un alcance verdaderamente nuevo. El bautismo de Juan es una expresión penitencial en orden a la conversión del corazón (Mar 1:4; Luc 3:3; Mat 3:11); es un bautismo para la remisión de los pecados (Mar 1:4; Luc 3:3); peroes un bautismo que anuncia otro bautismo y que, independientemente de la cuestión sobre la historicidad de las palabras de Juan recogidas por Mat 3:11 : “El os bautizará con Espí­ritu Santo y fuego” (cf Mar 1:8), aparece claranlente diferenciado del bautismo cristiano. El judaí­smo del AT conoce ya la idea de una inmersión que daba la vida (Jl 3,lss; Isa 32:15; Isa 44:3; Eze 47:7ss); no es, sin embargo, dificil descubrir en el bautismo de Juan un significado escatológico y colectivo,.

3. EL BAUTISMO RECIBIDO POR JESÚS. El bautismo que recibió Jesús en el Jordán impresionó ciertamente a los evangelistas, pues los cuatro hablan de él explicando más o menos el hecho (Mat 3:13-17; Mar 1:9-11; Luc 3:21-22; Jua 1:32-34)3. Pero aquí­ habrí­a mucho que hablar sobre cómo se ha interpretado este bautismo. Los mismos padres escribieron no poco sobre él, insistiendo en el hecho de que Jesús no necesitaba ni conversión ni remisión de los pecados. Muchos de ellos, sin embargo, y esto no se ha subrayado lo bastante, ven en tal bautismo la designación oficial de Jesús como mesí­as, profeta, rey y siervo; siervo con toda la riqueza de significado expresada por Is 53: siervo, ví­ctima, sacerdote. Y desde este sentido, los padres interpretan el bautismo de Jesús en el Jordán como tipo de la confirmación, al igual que interpretan, por otra parte, la intervención del Espí­ritu en la encarnación como anuncio del bautismo. Al final de la narración, las palabras del Padre confieren un profundo significado a este bautismo, que es una designación, una epifaní­a del Hijo, como acertadamente lo interpreta la liturgia oriental. El Hijo, hyios monogénés, es también el doülos, el siervo. Puede verse aquí­ una alusión clara a Isa 42:1, de suerte que las palabras del padre expresarí­an la elección del Padre: Yo te he escogido como siervo. La narración del bautismo y la voz del Padre deberí­an, pues, interpretarse como un enví­o misionero a proclamar la salvación y a ofrecer el sacrificio en el que se cumpliese la voluntad del Padre para la reconstrucción del mundo. En tal sentido, la narración del bautismo de Jesús es para nosotros más significativa por referencia a la confirmación que por referencia al bautismo [-> Iniciación cristiana, I, 2].

El bautismo de Juan implica un acto que afecta a un pueblo en su conjunto, y es evidente que tanto Jesús como Juan se sitúan ante una misión para la salvación del mundo, cada cual dentro de su propia lí­nea. La frase de Jesús a Juan: “Conviene que se cumpla así­ toda justicia” (Mat 3:15) 5, alude a la misión para la que desde entonces queda designado Jesús: el anuncio de la salvación y la realización de la misma en su misterio pascual. Es evidente, por tanto, que cuanto acaece en el Jordán es una designación oficial de Jesús para su misión profética, real y mesiánica y, al mismo tiempo, para su misión sacerdotal de siervo, ví­ctima y sacerdote. Por otra parte, Jesús recibe la plenitud del Espí­ritu para desempeñar por entero su misión. Se comprende entonces por qué en el bautismo de Jesús en el Jordán hayan visto frecuentemente los padres el sacramento de la confirmación: al ser-de-hijo-adoptivo, que a nosotros se nos ha dado en el bautismo y que para el Verbo corresponde a su ser-en-la-carne, se añade ahora un actuar-para-una-misión y para-el-sacrificio de la alianza [->Iniciación cristiana, I, 2]. Es menester subrayar la definición que hace Juan de Jesús al llamarle “el cordero de Dios” (Jua 1:29-34). Por otra parte, Jesús es el que ha venido para traer la luz (cf Jua 1:9), y esta misión de iluminar confirma las palabras de Isaí­as, quien ve en el que habí­a de venir “la luz de las naciones” (Jua 42:6). Existe, pues, unidad entre el papel de anunciar y el de ofrecer el sacrificio (Heb 10:7.10). Encontramos aquí­ más una teologí­a de la confirmación que una teologí­a del bautismo, y los padres ven en el bautismo de Jesús en el Jordán más el don del Espí­ritu y el sacramento de la confirmación que el del bautismo. Algunos autores contemporáneos han entrevisto este dato tan importante para la teologí­a de la confirmación, pero también para su liturgia y para su colocación tradicional en el ámbito de la iniciación cristiana; es decir, la confirmación debe situarse después del bautismo, del que es consummatio, perfectio [-> Iniciación cristiana, II, 1, b], pero que al mismo tiempo se ordena a la actualización del misterio de la alianza: la eucaristí­a.

4. JESÚS Y EL BAUTISMO. El evangelista Juan insiste en el hecho de que los discí­pulos de Jesús bautizaban (Jua 3:22-23; Jua 4:1-3). Pero tanto Mateo como Marcos recuerdan cómo Jesús, después de su resurrección, confió a los apóstoles la misión de evangelizar. Mateo es más preciso aún: los discí­pulos deben llevar la buena nueva a todas las gentes (Mat 28:18-19) y no sólo a toda la creación (Mar 16:15). “El que crea y sea bautizado se salvará” (Mar 16:16). Los apóstoles deben convertir a todos los hombres en discí­pulos, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo (Mat 28:18-19). El bautismo, junto con la fe, da la salvación (Mar 16:16); hace ser discí­pulo y apóstol (máthétéusate: Mat 28:19). Si la iglesia primitiva bautiza, no es sino porque ha recibido para ello orden de Jesús. A veces ha dudado la exégesis de que tal orden saliera de la boca de Jesús. Pero, aun cuando la iglesia hubiese introducido tal frase, con ello no se vendrí­a sino a demostrar que la iglesia misma tení­a conciencia de haber recibido la orden de bautizar y que lo habí­a puesto en práctica desde el principio.

5. Los HECHOS DE LOS APí“STOLES Y EL BAUTISMO. Tanto en los Hechos como en el evangelio de Lucas (los dos libros están estrechamente ligados entre sí­), Jesús resucitado habla de un bautismo y lo distingue del de Juan. “Juan bautizó con agua; pero vosotros seréis bautizados en el Espí­ritu Santo dentro de pocos dí­as” (Heb 1:5; cf Luc 24:49). Es menester señalar aquí­ la diferencia entre lo que acaece a los apóstoles y discí­pulos y lo que acaecerá a la comunidad cristiana primitiva.

Es ciertamente el Espí­ritu Santo el que perdona los pecados (Jua 20:22). Apóstoles y discí­pulos han recibido el bautismo de Juan para la remisión de los pecados; por otra parte, en pentecostés recibieron el Espí­ritu (Heb 2:1-4), tal como Jesús se lo habí­a dicho. La comunidad primitiva recibe la remisión de los pecados inmediatamente con la inmersión en el agua. No obstante, hallamos en la vida de Pablo señales de una evolución progresiva que va del bautismo de Juan al don del Espí­ritu. Así­, los discí­pulos de Efeso (Heb 19:1-6) han recibido en un primer momento el bautismo de Juan, un bautismo de penitencia que dispone para la fe en el que habí­a de venir; pero a continuación les confiere Pablo el bautismo en el nombre de Jesús. No se trata aquí­ ya solamente de conversión, sino de una realización: estos discí­pulos están injertados en Jesús y nacen en él; Pablo les impone después las manos, y entonces reciben el don del Espí­ritu, atestiguado con el don de lenguas.

Se da, pues, un bautismo en agua, que es participación en la salvación dada por Cristo e inserción en él; es decir, un bautismo en el nombre de Jesús. Se ha pasado de un bautismo que anunciaba, el de Juan, al bautismo que injerta en Cristo, quien perfecciona su obra enviando el Espí­ritu el dí­a de pentecostés’. El Espí­ritu de pentecostés que se le ha dado a la iélesia para dirigirla lleva al desempéño de la misión de Jesús.

Los Hechos nos dan a conocer la catequesis bautismal, permitiéndonos, por tanto, comprender cómo se concebí­a el bautismo. Prescindiendo del caso particular del eunuco de la reina Candaces (Heb 8:26-39), el bautismo supone una preparación. Los Hechos nos han transmitido el plan global de la catequesis bautismal (Heb 10:37-43). Los discursos de Pablo ofrecen una muestra bastante rica de ello (Heb 16:31-32; Heb 17:22-31; Heb 19:2-5). Algunos fragmentos de los Hechos pueden considerarse como auténticos extractos catequéticos (Heb 2:14-19; Heb 3:12-26; Heb 8:31-38).

El rito del bautismo es simplicí­simo; en ocasiones lo administra un diácono, como en el caso del eunuco bautizado por Felipe: ambos descienden hasta el agua y el diácono lo bautiza. No existe huella alguna de una hipotética fórmula usada por Felipe, quien, tal vez, administrara el bautismo sin añadir al gesto ninguna palabra (Heb 8:36-38). Ni se sabe si hubo en tal caso una inmersión completa.

Sabemos de otro rito, el de la imposición de las manos, que no se realizaba necesariamente después del bautismo, como en el caso de los samaritanos (Heb 8:15), sino también antes, como en el caso de Cornelio (Heb 10:44). Serí­a, pues, imprudente utilizar un método histórico-anecdótico en el estudio de tal imposición de las manos; es, por el contrario, menester recurrir a todo el conjunto de la historia de la salvación y desde él estudiar el influjo del Espí­ritu en la realización del plan de reconstrucción del mundo mediante la alianza [-> Iniciación cristiana, I, 2].

6. SAN PABLO Y EL BAUTISMO.

Bastarí­a leer la carta a los Hebreos, con la mirada puesta en el bautismo y en la imposición de las manos, para concluir que difí­cilmente tal escrito puede atribuirse a san Pablo. La carta parece querer distinguir claramente entre bautismo e imposición de las manos para la donación del Espí­ritu, mientras en san Pablo encontramos el don del Espí­ritu tanto en el bautismo como en la imposición de las manos. Al no tener que hacer ahora la teologí­a del bautismo, no nos detendremos en la doctrina bautismal de las cartas paulinas, en la medida en que no esté tal doctrina ligada a una exposición litúrgica, que Pablo no obstante realiza, como puede comprobarse algunas veces en los Hechos, donde aparece la descripción de una liturgia bautismal. Nada semejante encontramos en las cartas de Pablo. Como tampoco es legí­timo ver una alusión a la liturgia bautismal en Rom 6:4, donde Pablo dice que hemos sido sepultados con Cristo en la muerte y con él hemos resucitado. Tres son los elementos que en san Pablo caracterizan el bautismo: el bautismo en Cristo Jesús; el bautismo en el Espí­ritu Santo; el bautismo como lo que forma y construye el cuerpo de Cristo, en el que queda inserto el bautizado. Subrayaremos algunos aspectos, mas sin entrar en detalles.

El bautismo en Cristo Jesús es una fórmula que acompaña el acto bautismal, descrito no en sí­ mismo, sino como participación real (y no sólo espiritual) en el descenso de Cristo a la muerte y al sepulcro, y en su resurrección. El texto de Rom 6:4-10 tiene un sabor realista, importante para la teologí­a sacramental. El concepto teológico de semejanza (Rom 6:5 : texto latino y griego), traducido por san Ambrosio con el término figura y por Serapión con el mismí­simo término paulino de semejanza’ significa no simplemente una adhesión espiritual o moral, sino la presencia actualizada por el misterio pascual. Se expresa en dicha modalidad el fundamento de toda la liturgia; san León Magno lo traducirí­a con el término sacramentum [1 Misterio].

El bautismo en el Espí­ritu aparece de hecho como sinónimo de bautismo en Cristo Jesús, ya que en Pablo las expresiones “Espí­ritu de Dios” y “Espí­ritu de Cristo” poseen el mismo significado “. Mientras en la carta a los Hebreos y todaví­a más en los padres se afirma que en la confirmación se otorga el Espí­ritu y que la confirmación se caracteriza por ser don del Espí­ritu (desde el momento en que el Espí­ritu obra también en los demás sacramentos, pero sin que ello constituya el don del Espí­ritu), en san Pablo no pueden distinguirse los dos aspectos: actividad del Espí­ritu y don del Espí­ritu. En el bautismo se nos da el Espí­ritu; vivir en Cristo mediante el bautismo significa vivir en el Espí­ritu (Rom 8:2). Esa es la razón por la que no se puede recurrir al término, grato a san Pablo, de sphragí­s (sello) para distinguir el acto bautismal de la imposición de las manos. La sphragí­s, en efecto, se aplica a todo el rito de la iniciación bautismal, que hace del bautizado un heredero de la promesa y, con este signo distintivo, lo inserta a la vez en la comunidad cristiana, en el pueblo de Dios (2Co 1:22; Efe 1:13; Efe 4:30).

Este sello bautismal, que señala la intervención del Espí­ritu, es igualmente un signo de agregación al cuerpo de Cristo. “Formar un solo cuerpo” significa, en sí­, la realización de la alianza (1Co 12:13).

El uso que hace san Pablo de la tipologí­a tiene su importancia para la catequesis y la teologí­a del sacramento del bautismo; pero de esto nos ocuparemos dentro de poco [t infra, 8].

7. EL BAUTISMO EN SAN JUAN. No es que san Juan rehúse la tipologí­a, como veremos después, sino que, prescindiendo para el agua bautismal de los tipos corrientemente usados por los otros evangelistas y por san Pedro, para Juan el agua debe entenderse paralelamente como inmersión en el Espí­ritu: el bautismo de agua, según él, se refiere al bautismo del Espí­ritu y a la efusión del Espí­ritu. En Juan agua y Espí­ritu están vinculados entre sí­ (Jua 7:37-39; Jua 4:10-14; Jua 5:7; Jua 9:7; Jua 19:34-35). Ya al presentar el bautismo de Jesús en el Jordán coloca Juan su plena realidad en el hecho de que Jesús recibe allí­ su misión y queda lleno del Espí­ritu y dará el Espí­ritu (Jua 1:32-34; Jua 3:34). Según Juan, como punto de partida para el bautismo cristiano, no es necesario recibir el bautismo impartido por Juan Bautista, sino el don del Espí­ritu a la iglesia, don que es el fruto de la muerte y glorificación de Cristo (Jua 7:39; Jua 16:7). Es la inmersión en el Espí­ritu la que salva a quienes creen (Jua 7:39). Concretamente, el bautismo cristiano encuentra su verdadero fundamento en el agua que brota del costado de Jesús: “Eso lo dijo refiriéndose al Espí­ritu” (Jua 19:34; Jua 7:38-39).

El encuentro de Jesús con Nicodemo (Jua 3:1-21) es el punto central que permite a Juan explicarse sobre el bautismo. Los vv. 1-15 recogen el coloquio entre Jesús y Nicodemo: la condición fundamental e indispensable es creer en la palabra del Hijo del hombre y en su virtualidad renovadora. Nacer de lo alto es nacer del agua y del Espí­ritu; con otras palabras: el que quiera nacer de lo alto tiene delante de sí­ un medio: nacer del agua y del Espí­ritu. Nacer de Dios exige la fe, la cual supone la acción del Espí­ritu, como sucedió en el nacimiento de Jesús. Bautismo significa -según una expresión grata a Juan- “nacer de”. En ese momento nace “el hijo de Dios”, un “ser nacido de Dios”, engendrado por él (1Jn 3:1-2; Jua 1:12; Jua 11:52; Jua 5:2).

En el mismo pasaje (Jua 3:1-21), después del coloquio con Nicodemo, concretamente en los vv. 16-21, encontramos las reflexiones de Jesús. Tales reflexiones pastorales son de esencial importancia. Aun siendo un don, el bautismo no puede tener lugar sin la fe: el bautismo señala la entrada plena en la fe, pero la supone; creer es la condición para que el bautismo pueda hacer entrar en Jesús.

Este tema de la renovación, de un nuevo estado, lo desarrolla el cuarto evangelio desde el segundo capí­tulo con las bodas de Cana. Se insiste en él en el tercer capí­tulo con el episodio de Nicodemo, y en el cuarto, con el de la samaritana
Así­ pues, para Juan el bautismo en el agua y en el Espí­ritu es creación de un hombre nuevo, de una situación nueva en una comunidad nueva.

8. LA TIPOLOGíA BAUTISMAL DE LA IGLESIA APOSTí“LICA Y LA CARTA DE PEDRO. La tipologí­a ocupa un puesto importante en el estudio de los sacramentos, importantí­simo para el estudio del bautismo. Ella, efectivamente, nos hace comprender cómo tal sacramento, instituido por Cristo, se ha ido preparando a través de los siglos y cómo se ha constituido mediante una forma antigua, pero que recibe un nuevo contenido. El rito bautismal, como veremos, utiliza bien pronto para la bendición del agua una tipologí­a adoptada en parte por el NT y desarrollada después por los padres.

No queremos aquí­ descender a detalles sobre la tipologí­a bautismal del NT. La primera carta de Pedro, sin embargo, nos ofrece una ejemplificación bastante significativa del método catequético utilizado ya ;por los apóstoles. Los tipos fundamentales son: el mar Rojo, usado .por Pablo (1Co 10:1-5); el diluvio, utilizado por Pedro (1Pe 3:19-21); la roca del Horeb (Jua 7:38) y, por tanto, la alusión al Exodo. Hay, naturalmente, también otras referencias al AT. La primera carta de Pedro, que no pocos exegetas ven como una catequesis bautismal, parece presentarse Inserta en una liturgia (,14); por otra parte, la carta está dirigida a los iniciados, que necesitan ser animados y ayudados en sus primeros pasos en la vida cristiana (1Pe 1:3-4; 11).

Pedro ve en el agua bautismal, que da la salvación, el antitipo del diluvio. No es Pedro el primero en ver en el diluvio un sí­mbolo de la salvación. Ya Isaí­as habla de un nuevo diluvio como manifestación del juicio de Dios (28,17-19): será para nosotros como un aniquilamiento, pero en él estará también la salvación (54,9). También el libro de los Salmos presenta el mismo tema. Agua, arca, las ocho personas salvadas, son los elementos de que se sirve Pedro. Los cristianos inmersos en el agua están salvados por la resurrección de Jesús y caminan hacia la salvación definitiva, hasta el dí­a del retorno de Cristo, el dí­a octavo.

El mismo san Pablo utiliza, por lo demás, la tipologí­a en su catequesis sobre el bautismo. En la primera carta a los Corintios (10,1-5) recurre a la tipologí­a del éxodo. Distingue él dos clases de éxodo: el de Egipto y el del final de los tiempos (10,11). Entre los dos éxodos transcurre el tiempo de la salvación. El segundo éxodo comienza con la resurrección de Cristo: se camina, pues, bajo la nube de la gloria de Dios a través del mar. Esto significa: morir al hombre viejo, morir al pecado (representado por Egipto), para recibir el bautismo, que es renacimiento, pasando de la muerte a la vida, del mar a la nube divina.

El antitipo es, pues, la realidad de la salvación misma. En el fondo, el antitipo es Cristo, acontecimiento-vértice de la realidad salví­fica. Con relación a este acontecimiento-vértice, que es Cristo, toda la historia del AT no hace sino de tipo.

Este dato es perceptible en el evangelio de Juan, para el cual Cristo es antitipo en cuanto es la realidad de la salvación, paso desde el mundo al Padre, pascua (= paso). Desde el momento en que contemplamos a los hijos dispersos congregados en el Hijo de Dios, tocamos ya con la mano la realidad y la actualización en Cristo de todo cuanto ha preparado dicha reunificación. Cristo es la realización de todas las figuras que precedieron y anunciaron tal reunificación (Jua 11:52). Juan mismo en su evangelio ve en los gestos y en los signos de Jesús el anuncio, el tipo de los sacramentos. Bien pronto la liturgia de la cuaresma tomó en sus lecturas evangélicas, para la preparación de los catecúmenos, la tipologí­a de Juan. Así­, en el tercer domingo de cuaresma (ciclo A) se lee el pasaje de la samaritana, donde el agua es tipo de aquella otra agua que da la gracia y renueva (Jua 4:5-42). En el cuarto domingo se proclama el evangelio del ciego de nacimiento, tipo de la iluminación del bautizado (Jua 9:1-41). En el quinto domingo se proclama el milagro de la resurrección de Lázaro como tipo de la resurrección de Cristo y de nuestra resurrección, al estar nosotros injertados en Cristo ( Jua 11:1-45).

III. Las experiencias bautismales en los primeros siglos
Recogemos aquí­ solamente los testimonios que nos ofrecen elementos importantes para la liturgia y la teologí­a del bautismo.

1. LA “DIDAJE” – LAS ODAS DE SALOMí“N – HERMAS. Aun presentándonos un ritual determinado, estos tres textos nos ofrecen algunas indicaciones ya notablemente precisas.

a) La Didajé comienza su parte litúrgica ocupándose del bautismo. El texto -bastante conocido-prescribe bautizar con agua viva, en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo. Sigue una casuí­stica referente al uso del agua, posterior sin duda: si falta agua viva, se recurrirá a otra agua; a falta de agua frí­a, se bautizará con agua caliente. Si no hay agua abundante, se le derrama un poco tres veces sobre la cabeza del candidato, diciendo en el nombre del Padre, y del Hijo, y fiel Espí­ritu Santo Bautismo, pues, por inmersión o ya por infusión. En cuanto a la fórmula bautismal, no serí­a prudente ver en las palabras mencionadas -como en Mt 28,19- la fórmula trinitaria, que sólo se usará más tarde. Se comprende, por el contexto, que el bautismo es para la remisión de los pecados y señala la entrada en una comunidad con el propósito de elegir una de las dos ví­as señaladas en el texto: la ví­a del bien. Se echan, sin embargo, de menos otros elementos doctrinales.

b) Las Odas de Salomón presentan un discurso con repetidas alusiones al rito bautismal. La inmersión, por ejemplo, es un descenso a los infiernos, pero también una liberación El autor usa el término sphragí­s; pero ¿se trata del bautismo?, ¿de una señal de la cruz?, ¿de una unción?” Notemos cómo esta catequesis se funda en una determinada tipologí­a, como la del mar Rojo, la del templo o la de la circuncisión. Por su parte, la Carta de Bernabé nos ofrece unas preciosas informaciones teológicas y tipológicas, aunque sin iluminarnos con exactitud sobre el bautismo.

c) Hermas, en el Pastor, nos informa sobre los ritos del bautismo. Presenta él la iglesia como una torre construida sobre el agua: es una clara alusión al bautismo, que construye el cuerpo de Cristo. Vemos a los hombres entrando en la torre después de haber recibido una vestidura y un signo. Se alude a la corona, a la vestidura blanca, al sello. El bautismo provoca en el hombre la inhabitación de Dios y lo compromete en una vida nueva de total fidelidad a Dios. No es fácil comprender qué significa la corona: ¿es una corona real o más bien una imagen para significar la gloria recibida en el bautismo? De igual manera, ¿es real la vestidura blanca o, por el contrario, ve en ella Hermas simplemente un signo del don del Espí­ritu?
2. JUSTINO – TERTULIANO – HIPí“LITO DE ROMA. En estos tres autores hallamos descripciones muy concretas del bautismo, en í­ntima relación con una teologí­a a veces desarrollada. En Tertuliano hasta se puede descubrir una disciplina con carácter estable.

a) En su Apologí­a I, el mártir san Justino quiere ser prudente: en efecto, se dirige él al emperador pagano Antonino Pí­o (a. 150), y no conviene exponerle detalladamente la descripción de un sacramento. Sin embargo, da a entender lo que es el bautismo. Ante todo se ha de creer en lo enseñado y vivir conforme a tal enseñanza, aprender a orar y a pedir el perdón de los pecados. Toda la comunidad ayuna juntamente con los candidatos a la iniciación. Son éstos conducidos después al lugar del agua y bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo, con lo que quedan purificados mediante el agua; esta ablución se denomina iluminación. El bautismo tiene unos efectos negativos: perdonar los pecados; pero produce igualmente un efecto positivo: iluminar. Para Justino, la fe en Cristo y el bautismo comunican la luz al creyente, hasta el punto de definir él el bautismo como photismós o iluminación. Pero el efecto positivo del bautismo no es únicamente el personal: introduce además en la comunidad a fin de poder compartir el pan de la eucaristí­a,. En el Diálogo con el hebreo Trifón utiliza Justino una tipologí­a familiar al interlocutor, comparando al bau-tizado con Noé salvado de las aguas 29 y el bautismo con la circuncisión 30.

b) No obstante la tí­pica agresividad del género apologético, Tertuliano aporta algunos datos litúrgicos precisos en su Tratado del bautismo. Para nosotros es de particular interés la primera parte de dicho tratado, ya que encontramos en él un comentario al rito bautismal. En dicho comentario inaugura Tertuliano la metodologí­a catequética patrí­stica, consistente precisamente en enseñar la doctrina partiendo del rito. El rito bautismal comporta la renuncia y la inmersión con su triple interrogación trinitaria. Anteriormente habí­a hablado Tertuliano del simbolismo del agua, lo cual hace pensar en la existencia de una bendición del agua, de la que hablará Hipólito de Roma. A cada pregunta responde el candidato creo, y es sumergido cada vez. Al salir del agua, el bautizado recibe la unción con el óleo. El De baptismo no alude a la signatio, pero introduce la imposición de la mano, a la que atribuye, como harán después los padres, el don del Espí­ritu, relacionándolo con la bendición de Jacob. Distingue claramente Tertuliano entre la acción del bautismo, consistente en preparar para la venida del Espí­ritu y en purificar, y el don mismo del Espí­ritu. Mas, si los sacramentos son distintos, la totalidad tiene lugar en una misma celebración.

c) En su Tradición apostólica nos da a conocer Hipólito de Roma su concepción del rito bautismal” Al canto del gallo se bendice el agua, aunque no sabemos con qué fórmula. En primer lugar se bautiza a los niños. No es necesario subrayar la importancia de este texto para la historia de la práctica del bautismo de los niños”. Si estuvieren capacitados para ello, los mismos niños responderán a las preguntas trinitarias; de lo contrario, lo harán los padres o algún otro miembro de la familia. Después se bautiza a los hombres, y finalmente a las mujeres, las cuales se presentarán con la cabeza descubierta y sueltos los cabellos, sin broches de oro'”. Antes se bendice el crisma, llamado óleo de acción de gracias, y un óleo de exorcismo (correspondientes a nuestros sagrados crisma y óleo de los catecúmenos). El sacerdote hace que se pronuncie la renuncia con la fórmula que llegará a ser clásica: Yo renuncio a ti, Satanás, y a todas tus pompas y a todas tus obras. Se unge después al candidato con el óleo del exorcismo, diciendo: Aléjese de ti todo espí­ritu maligno, y se le entrega, vestido, al obispo o al sacerdote, que está al lado del agua, para que lo bautice. El candidato desciende hasta el agua con el diácono, que le pregunta acerca de la fe trinitaria y le impone la mano. A cada respuesta creo se le introduce en el agua, y a continuación le unge el sacerdote con el óleo de acción de gracias. Una vez revestidos, los bautizados retornan a la iglesia, donde el obispo les impondrá las manos, les ungirá y les signará en la frente. En la celebración eucarí­stica que inmediatamente se va a celebrar, el obispo da gracias sobre el pan y el vino, sobre una mezcla de leche y miel (sí­mbolo de las promesas hechas ya realidad) y sobre el agua (sí­mbolo del bautismo). En el momento de la comunión, los neobautizados y confirmados recibirán el pan, el agua, la leche con miel y el vino.

Tales son los ritos del bautismo que llegaron a practicarse en la liturgia latina. Ahora nos ocuparemos de cada uno de los ritos, estudiándolos brevemente en su evolución hasta nuestros dí­as, es decir, hasta el nuevo Ordo Baptismi Parvulorum (= OBP; para los Praenotanda en castellano véase A. Pardo, Liturgia de los nuevos Rituales y del Oficio divino, col. Libros de la Comunidad, ed. Paulinas, etc., Madrid 1975, 31-46. En castellano, Ritual del bautismo de niños (= RBN) y el Ordo Initiationis Christianae Adultorum (= OICA), en castellano Ritual de la iniciación cristiana de adultos (=RICA).

IV. La bendición del agua bautismal
Según la Didajé, el bautismo se administraba con agua viva. Según Tertuliano e Hipólito se trata de agua bendita, aunque no conocemos la fórmula de bendición. El mismo Cipriano insiste muchí­simo en esta bendición. En su tratado escribe Tertuliano: “Omnes aquae… sacramentum sanctificationis consequuntur, invocato Deo”°’. Por su parte, dice Cipriano: “Oportet ergo mundari et sanctificari aquam prius a sacerdote, ut possit baptismo suo peccata hominis, qui baptizatur, abluere”. Agustí­n, como Cipriano, parece hacer de tal bendición la condición de validez del bautismo: “Aqua non est salutis, nisi Christi nomine consecrata””. San Ambrosio escribe: “Ubi primum ingreditur sacerdos, exorcí­smum facit secundum creaturam aquae, invocationem postea et precem defert ut sanctificetur fons et adsit praesentia Trinitatis aeternae”. La tipologí­a que él da del agua tal vez se hallaba inserta en la oración consecratoria.

En el sacramentario Gelasiano y en el sacramentario Gregoriano encontramos una oración consecratorí­a que en el último se convierte en una especie de prefacio. Comienza dicha oración con un exorcismo, al que sigue una bendición, pasándose después a una epí­clesis. Posteriormente, hacia el s. viii, se acompaña la oración consecratoria del agua con algunos ritos, que aparecerán después fijamente en el Pontifical de la Curia romana del s. xiii. El cirio pascual se introduce tres veces en el agua para significar a Cristo o al Espí­ritu Santo. Una triple insuflación representa igualmente el soplo del Espí­ritu. Finalmente, se rocí­a a los fieles con el agua.

Este rito de la bendición del agua se ha conservado hasta el Vat. II, que con su reforma ha simplificado la fórmula de bendición, así­ como los ritos. Ahora el sacerdote toca el agua con la mano. La fórmula enumera los tipos del agua, preparada desde la creación: el agua de la creación, el diluvio, el mar Rojo, el Jordán, el agua que brota del costado de Cristo (RBN 123; RICA 215). Adviértase cómo, antes de la bendición y durante la procesión hasta la pila bautismal -que puede ser también una concha de agua colocada delante del altar o en un lugar visible, cuando la pila no fuese visible (RBN 121)- se cantan las letaní­as.

El nuevo rito ha previsto otras dos fórmulas para la bendición del agua (RBN 216-218; RICA 389). La finalidad de estas nuevas creaciones es doble: la primera fórmula de bendición puede parecer demasiado larga; corre además el peligro de dejar demasiado marginados a los fieles, sin posibilidad de participación visible, por lo que las dos nuevas fórmulas, más breves, contienen aclamaciones intercaladas en el texto. Por interesante que sea tal novedad, no está, sin embargo, exenta de defectos. El más grave parece ser el olvido de toda tipologí­a, que es a su vez indispensable si se quiere que el sacramento quede por entero ilustrado catequéticamente, es decir, mostrando cómo se fue preparando a través de siglos de historia salví­fica antes de haberlo instituido Cristo. Ahora bien, la tipologí­a contenida en la primera fórmula (RBN 123; RICA 215) muestra cómo el agua bautismal es fruto de una larga gestación dentro de la historia de la salvación.

Notemos cómo la bendición del agua, en algún tiempo realizada solamente en pascua y en pentecostés -que eran los dí­as establecidos para administrar el bautismo-, hoy tiene lugar en cada bautismo, a excepción del que tenga lugar en el tiempo pascual (cf rúbrica en RBN 123).

V. La renuncia a Satanás
Este rito, frecuentemente comentado por los padres, ha ocupado lugares diferentes en la celebración, ha recibido distintas formulaciones y se ha visto dotado de elementos rituales más o menos dramáticos.

Ya Justino alude a él en su Apologí­a. En el De baptismo, de Tertuliano, se llega a tener la impresión de que se realizaba duran-te el mismo bautismo, cuando el candidato era introducido en el agua. En la Tradición apostólica se colocaba el rito después de la bendición del agua. Lo acompañaba la expresiva fórmula: Yo renuncio a ti, Satanás, a todo tu servicio y a todas tus obras. Inmediatamente después era ungido el candidato con el óleo del exorcismo (óleo de los catecúmenos) y salí­a del agua. Ambrosio alude a los mismos ritos. Por lo que respecta a la fórmula, hay diversidad. Tertuliano escribe: “Aquam ingressi, renuntiasse nos diabolo et pompae et angelis eius ore nostro contestamur”. El mismo Tertuliano explica que las pompas son las manifestaciones idolátricas y los ángeles son los ministros de Satanás. San Ambrosio nos recuerda la fórmula usada en Milán: “Abrenuntias diabolo et operibus eius… saeculo et voluptatibus eius?, dando así­ a comprender lo que entiende por pompas.

En el sacramentario Gelasiano, como en todos los libros litúrgicos del ámbito romano, la fórmula interrogatoria es la siguiente: “Abrenuntias satanae…? Et omnibus operibus eius? Et omnibus pompis eius?
El nuevo ritual publicado después del Vat. II adopta esta última como segunda fórmula de renuncia en el RICA 217, B, como primera en el RBN 125. El RICA, en efecto, no cuenta con las otras dos (el RBN, solamente con una de ellas). “¿Renunciáis a Satanás y a todas sus obras y seducciones?” (fórmula B de RICA 217); “¿Renunciáis al pecado, para vivir en la libertad de los hijos de Dios…? ¿Renunciáis a las seducciones de la iniquidad, para que no os domine el pecado…? ¿Renunciáis a Satanás, que es el autor y cabeza del pecado?” (fórmula C del RICA 217; segunda del RBN 125). Esta última fórmula parece más concreta.

Oriente introdujo a veces a este propósito algunos ritos dramáticos. Nos los describe san Cirilo de Jerusalén, o al menos las catequesis que figuran con su nombre: el candidato, descalzo y sobre un cilicio, está revestido elementalmente con una túnica y renuncia después a Satanás mirando hacia occidente; sopla o escupe tres veces en esta dirección y se vuelve después hacia oriente, con las manos y los ojos levantados hacia el cielo mientras pronuncia la fórmula con que expresa su adhesión a Cristo. También en Milán, en Africa y España se hací­a la renuncia en pie sobre un cilicio.

VI. La unción prebautismal
Varí­a su puesto según los rituales. En Hipólito tal unción sigue inmediatamente a la renuncia y en su misma fórmula se explica el significado: “Omnis spiritus abscedat a te”. En Milán, por el contrario, parece precederla. De tal unción dice san Ambrosio: “Unctus es quasi athleta Christi, quasi luctam huius saeculi luctaturus”. La misma praxis se encuentra en el sacramentario Gelasiano, y en el Gregoriano. El sacramentario de Gelone, en su segundo Ordo bautismal, precisa que la unción se realiza con la señal de la cruz, pero colocando dicha unción después de la triple respuesta abrenuntio. Las dos primeras unciones se hacen en el pecho; la tercera, en el dorso.

En Oriente, las Catequesis mistagógicas atribuidas a san Cirilo de Jerusalén hablan de una unción realizada en todo el cuerpo.

En el Pontifical de la Curia romana, adoptando el uso de los Ordines del s. IX la unción se acompaña con la fórmula: “Ego te lineo oleo salutis”, y se hace después de la renuncia.

El ritual del Vat. II prevé esta unción ya durante la preparación para el bautismo, en el caso del adulto (RICA 130), ya durante el rito mismo después y antes de la renuncia, respectivamente (RICA 218; RBN 120-121), con la fórmula: “Que os fortalezca el poder de Cristo salvador, con cuya señal os ungimos con el óleo de la salvación…”

VII. Bautismo y profesión de fe
Tocamos el núcleo central del rito del bautismo. Con las exceppiones mencionadas por la Didajé [supra, III, 1], la ablución bautismal se realizaba por inmersión, y por tanto el candidato estaba desnudo. Hemos visto ya [-> supra, III, 2] cómo inmersión y profesión de fe se realizaban al mismo tiempo, según Tertuliano e Hipólito e, incluso, según san Ambrosio.

,¿Cómo se desarrollaba el rito? Parece que no siempre era total la inmersión, sino que se limitaba a introducirse en el agua hasta las rodillas: nos lo atestiguan las múltiples representaciones de los antiguos mosaicos y la estructura misma de ciertos baptisterios antiguos todaví­a existentes e incapaces para una inmersión total. Pero debí­a practicarse también la inmersión casi total, ya que de lo contrario resultarí­an incomprensibles ciertos comentarios de padres como san Ambrosio: la imagen de la sepultura -el agua representaba la tierra- carecerí­a de sentido. En Oriente no hay duda a este propósito, y lo atestiguan catequesis como las de san Cirilo. Durarí­a tal costumbre largo tiempo: santo Tomás de Aquino la atestigua todaví­a en su tiempo y la alaba (S. Th. III, q. 66, a. 7). En los ss. xiv y xv desaparece tal costumbre en Occidente; pero todaví­a la encontramos hoy, por ejemplo, entre los griegos. El antiguo Rituale Romanum todaví­a permití­a tal uso por respeto a las tradiciones locales. El rito actual lo considera normal por el mismo tí­tulo que el de la infusión (RICA 220; RBN 128; cf además OBP, Praenotanda 22, A. Pardo, o.c., p. 35; RBN 73, b). No se olvide que la inmersión significa mejor el efecto positivo del bautismo: renacer del agua y del Espí­ritu, mientras que el rito por infusión evoca más bien la purificación de los pecados.

Durante muchos siglos, la fórmula del bautismo consiste en la triple interrogación. Sin embargo, cuando los bautizados eran niños, daban las respuestas sus padres o sus padrinos y madrinas, según la praxis ya prevista por Hipólito
Es normal que se contase con una fórmula como Ego te baptizo. El Gelasiano, sin embargo, la desconoce y en el rito del sábado santo mantiene la pregunta, mientras los Gelasianos del s. viii, como el de Gelone, utilizan la fórmula Ego te baptizo, praxis seguida igualmente por el Suplemento del Gregoriano. La profesión de fe viene así­ a preceder al bautismo, siendo los padrinos y madrinas quienes responden a la pregunta. El rito actual ha conservado esta fórmula también para el bautismo de los adultos, quienes son invitados a profesar su fe antes de ser bautizados (RICA 219-220). En el caso de los niños, son los padres los llamados a hacer la profesión de fe por sus hijos (RBN 126-128).

VIII. La unción después del bautismo
Ya Tertuliano alude a esta unción: “Caro abluitur ut anima emaculetur; caro ungitur ut anima consecretur…” ” La Tradición apostólica de Hipólito la describe claramente como unción que finaliza el bautismo: “Et postea, cum ascenderit, ungeatur a presbytero de illo oleo quod sanctificatum est, dicente: Ungueo te oleo sancto in nomine Jesu Christi””. También san Ambrosio menciona esta unción; y la fórmula que él recuerda se usó, con pocas variantes hasta la reforma del Vat. II, que en este caso la ampliarí­a. He aquí­ la fórmula de Ambrosio: “Deus, Pater omnipotens, qui te regeneravit ex aqua et Spiritu concessitque tibi peccata tua, ipse te ungueat in vitam aeternam”. El Gelasiano dice: “Deus… ex aqua et Spiritu sancto quique dedit tibi remissionem omnium peccatorum, ipse te linit chrisma salutis in Christo Iesu domino nostro Es la fórmula que se nos ha transmitido. El ritual del Vat. II la recupera hasta las palabras chrismate salutis, añadiendo después: “para que, agregado a su pueblo, como miembro de Cristo sacerdote, profeta y rey, permanezcas para la vida eterna” (RICA 224; RBN 129). El significado del rito queda así­ claramente expresado. Y es una ilustración de lo que ya se ha realizado en el baño de la regeneración; exactamente como antes, por ejemplo, en el Gelasiano, la unción que seguí­a a la imposición de la mano en la confirmación ilustraba el don del Espí­ritu que se habí­a ya dado precisamente con la imposición de la mano.

IX. La entrega de la vestidura blanca y del cirio
Para el origen de este rito hemos de acudir a las palabras de san Pablo: “Cuantos en Cristo fuisteis bautizados os habéis revestido de Cristo” (Gál 3:27). La vestidura es blanca, ya que debe simbolizar la resurrección (Mat 17:2 y par.; Apo 4:4; Apo 7:9.13). Es Teodoro de Mopsuestia quien nos ofrece el primer testimonio claro de este rito, hacia la mitad del s. tv. San Ambrosio lo recuerda en el De mysteriis, dando del mismo una explicación moralizadora: despojados del pecado, se nos ha revestido con la indumentaria pura de la inocencia. El mismo san Ambrosio lo omite en el De sacramentis, tal vez por estar demasiado preocupado en defender contra Roma, que no lo cumple, el lavatorio de los pies de los neófitos, que era habitual en Milán. San Ambrosio piensa que no debe abandonarse dicho gesto, sí­mbolo de la salvación misma. El prí­ncipe de los apóstoles, después de haber comprendido plenamente su significado, pide al Señor que no solamente le lave los pies, sino incluso todo el cuerpo; y san Ambrosio se sorprende de que en Roma precisamente, en la iglesia de San Pedro, no se practique tal rito. Ambrosio aprovecha la ocasión para ratificar su adhesión a Roma, confirmando al mismo tiempo la libertad de Milán.

El Misal de Bobbio conserva la fórmula de la entrega de la vestidura, mientras que el Gelasiano ni siquiera conoce su uso. Hay, en cambio, huellas sobre el particular en el Pontifical Romano del s. XII; y esta fórmula ha llegado hasta nosotros con pocas variantes. El rito actual ha añadido una frase introductoria: “N. y N., os habéis transformado en nuevas criaturas y estáis revestidos de Cristo”; a la que sigue la antigua fórmula: “Recibid, pues, la blanca vestidura que habéis de llevar limpia de mancha ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo, para alcanzar la vida eterna” (RICA 225; RBN 130). Los neófitos usaban la vestidura blanca hasta la octava de pascua. Ese dí­a la dejaban, adquiriendo su puesto habitual entre los fieles.

En cuanto a la entrega del cirio, de la que sólo tenemos clara noticia por el Pontifical Romano del s. XII, comportaba una fórmula parecida a la que hoy conocemos, con un simbolismo que recuerda las lámparas de las ví­rgenes prudentes (cf RICA 226; RBN 131).

X. El bautismo de los niños
Los ritos hasta ahora analizados son idénticos para los adultos y para los niños. Importa ahora centrar la atención en la preparación de los niños y, particularmente, en la de sus padres y padrinos.

Para los adultos el RICA (68-207) propone un perí­odo de catequesis con ritos particulares. Respecto a los niños, por más que una larga tradición muestre cómo habí­a algunos ritos que les afectaban también como si fuesen adultos, y en los que estaban comprometidos sus padres y padrinos [-> Iniciación cristiana, II, 2, b-c], el RBN solamente prevé la catequesis de los padres, pero sin insistir en la forma, y sobre la que serí­a útil ahondar (OBP, Praenotanda, véase A. Pardo, o.c., nn. 7 y 13, pp. 33-34; n. 5, p. 39; RBN 15.95-98) [-> Iniciación cristiana, IV, 2; VI, 1].

Pero el actual RBN (que no es un ritual de iniciación, ya que el niño solamente recibe el bautismo; además, es de reciente creación; en efecto, el rito que se usaba para el bautismo de los niños hasta la reciente reforma adoptaba simplemente el del bautismo de los adultos, con poquí­simas adaptaciones) se ha esforzado por hacer más comunitario el bautismo de los niños, exigiendo que se celebre normalmente en la iglesia parroquial (OBP, Praenotanda, A. Pardo, o.c., 10, p. 41; RBN 49), en dí­as en que sea fácil reunir a los fieles (OBP, ib., 9, p. 41; RBN 46). Para el comienzo de la celebración están previstos ritos de acogida, en los que el celebrante expresa el gozo de la comunidad por el hecho de recibir a nuevos miembros (RBN 109-114). Con el fin de concretar esta inserción en la comunidad y hacer menos individual el sacramento, se recomienda el reagrupar, en cuanto sea posible, a los niños que van a recibir el bautismo y realizar con todos ellos una única celebración (OBP, ib, 27, p. 36; RBN 42). La reciente Instrucción sobre el bautismo de los niños, publicada por la Congregación para la doctrina de la fe con fecha de 20 de octubre de 198095, no contradice ni en lo más mí­nimo nada de lo dicho. Simplemente ha querido que el bautismo no se retrase, en principio, por la razón de que no se reconoce la legitimidad del bautismo de los niños. Efectivamente, este problema del bautismo de los niños, sobre el tapete de unos años a esta parte (véase la bibl. que se cita al final de esta voz), ha desconcertado a muchos cristianos, que no aceptan de buen grado la explicación de san Agustí­n, con sus argumentaciones, y tienen la impresión de que el bautismo de los niños no ha sido tradicional en la iglesia (por más que el testimonio de Hipólito demuestre lo contrario: -> supra, III, 2, c). La citada instrucción está urgiendo una teologí­a para el bautismo de los niños, e insiste más y más en que el don de la fe no depende del conocimiento o de la conciencia; aun a sabiendas de que nadie, ni siquiera los padres, puede suplir con su propia fe la de los niños, concreta cómo éstos no son bautizados sin fe, ya que está presente y actuante la fe de los padres y la fe de la iglesia. Los padres creen que, bautizando a los niños, se les pone en el camino de la salvación. Hacerlo así­ no es, pues, limitar su libertad, como no es tampoco ningún atentado contra la misma proporcionarles el alimento necesario para su vida, por inconscientes que a esa edad sean los niños. El nuevo ritual se ha preocupado, además, por hacer comprender que el bautismo de los niños ,tiene su sentido; y, para mayor abundancia, en sus moniciones y plegarias apela a la responsabilidad de los padres (OBP, ib, 9, p. 33; 5, p. 39 (RBN 15-73, a; 110-113; 124-128; 131).

Hasta hoy no habí­a tenido el bautismo de los niños su propia liturgia de la Palabra, como tampoco se lo insertaba en la celebración eucarí­stica. Las dos novedades presentes en el nuevo ritual son: la posibilidad de celebrar el bautismo durante la eucaristí­a dominical (OBP, ib, 9, p. 41; RBN 79-81); o la posibilidad de organizar una liturgia de la Palabra sobre la base de un leccionario ya rico (OBP, ib, 17, p. 42; n. 29; b, p. 45; RBN 69-72), pero con libertad para proclamar igualmente otros textos (RBN 116). Después de esta liturgia de la Palabra (mientras tanto, se puede trasladar a los niños a otro lugar apropiado a fin de no distraer la atención: OBP, ib, 14, p. 41; RBN 53.115) -a continuación de la acogida y del diálogo con los padres, cuya responsabilidad se subraya en el rito con la señal de la cruz que se les invita a hacer en la frente del niño después del sacerdote (RBN 114)- tiene lugar una breve homilí­a, con la oración de los fieles por los bautizados (OBP, ib, 17, p. 42; 29 b, p. 45; RBN 72; 116-117). Siguen las invocaciones de los santos, como una llamada a hacer presente la iglesia del cielo al lado de la iglesia de la tierra (RBN 118).

Mientras el anterior ritual, en este punto, preveí­a los tres sucesivos exorcismos -reproducción de los exorcismos de los escrutinios para los adultos [-> Iniciación cristiana, II, 2, b]-, el nuevo ritual ha eliminado este conjunto artificioso, con sus fórmulas respectivas, frecuentemente chocantes si se piensa que estaban éstas dirigidas a un infante, sustituyéndolas por una nueva oración de exorcismo con un contenido enteramente positivo. Aun recordando que con la expulsión de Satanás queda liberado de la culpa original, la oración no deja de evidenciar la entrada del niño en el reino de la luz y su transformación en templo de la gloria divina y en morada del Espí­ritu Santo (RBN 119). La otra fórmula de exorcismo, ad libitum, por ser más moralizadora, resulta también más accesible a los fieles (RBN 215).

Después de la unción prebautismal (RBN 120) y la bendición del agua (RBN 122-123), de la renuncia a Satanás y la profesión de fe (RBN 124-126), viene el bautismo propiamente dicho (RBN 128), al que sigue la unción posbautismal (RBN 129), la entrega de la vestidura blanca y del cirio encendido, rito este último que una vez más ofrece a los padres y padrinos la ocasión de recordarles sus responsabilidades (RBN 130-131), y el rito del Effetá (RBN 132). La celebración del bautismo finaliza con la recitación del padrenuestro, previa monición del celebrante, en la que se alude a la confirmación y a la eucaristí­a, en las que un dí­a tomarán parte los niños recién bautizados (RBN 134). Finalmente, el celebrante bendice a las madres (RBN 135) -gesto que ocupa, felizmente, el puesto de la antigua purificación de la puérpera, que recordaba la enojosa prescripción del Lev 12-, pero sabiéndose igualmente bendecidos los padres de los niños y toda la asamblea participante en la celebración (ib).

La editio typica latina del OBP prevé un rito del bautismo de los niños sin sacerdote ni diácono para uso de los catequistas (OBP 132-156), que no se ha recogido en la versión española.

XI. La catequesis de los padres
En orden a destacar la espiritualidad del bautismo, así­ como para su uso catequético, puede ser útil esbozar las lí­neas de la catequesis patrí­stica bautismal. Dentro de los lí­mites que el espacio nos permite, nos referiremos sobre todo a san Ambrosio, aunque sin olvidar a otros padres.

1. LA METODOLOGíA CATEQUETICA. Padres griegos y latinos utilizan la misma metodologí­a catequética. El punto de partida de la catequesis es la celebración misma del sacramento. No dan, pues, ya al principio una definición del bautismo, ni tratan en seguida de hacer remontar hasta Cristo la institución de dicho sacramento. Desde la celebración del bautismo se remontan los padres a sus preparaciones tipológicas. Tampoco van buscando en estos tipos una explicación del bautismo: más bien los contemplan como unos hechos históricos reales, que ahora llegan a ser más reales todaví­a con su actuarse en Cristo, que es el antitipo, es decir, la actualización definitiva del plan de salvación. Partiendo de aquí­ y después de haber descrito y explicado los ritos, pasan los padres a las aplicaciones morales y existenciales del caso.

En su tratado De sacramentis, san Ambrosio es particularmente fiel a este esquema. Su intención no es explicar los ritos en sí­ mismos, sino mostrar su más hondo significado para la vida cristiana. Y se sirve para ello, como base, del simbolismo de los ritos y del de la Escritura. Esta catequesis analí­tica es mistagógica, es decir, se imparte después de haber tenido lugar la experiencia sacramental”. Veamos su aplicación a los ritos principales.

a) La renuncia. Tiene lugar después de haber entrado en el baptisterio y en vista de la fuente de la gracia. Existe una lucha, y la unción que la acompaña es la del atleta de Cristo: el cristiano es un “profesional de la lucha””. Pero allí­ donde hay un combate, hay también un premio. La renuncia es un compromiso, y con ella es como el cristiano lo rubrica y lo suscribe ante un ministro, es decir, ante un representante de Dios, y por tanto ante el cielo, y no solamente ante la tierra. Según san Basilio, renunciando a los ángeles de Satanás se renuncia a los hombres, que son instrumentos de Satanás. Teodoro de Mopsuestia nos da su lista: los que propagan el error, los poetas de la idolatrí­a, los dados al vicio Para Cirilo las pompas del demonio son los espectáculos, las carreras de caballos y las vanidades mundanas.
b) La bendición del agua. Para explicar este rito aprovecha san Ambrosio sus hondos conocimientos bí­blicos. Quiere demostrar él cómo, aunque aparentemente semejante a cualquiera otra, el agua bautismal es totalmente distinta. Para lograrlo recurre a los tesoros de la tipologí­a bí­blica que los catecúmenos han descubierto ya con la ayuda de las lecturas de las liturgias preparatorias al bautismo. El mar Rojo, la curación de Naamán en el Jordán, el bautismo de Cristo, la roca del Horeb, el diluvio, la piscina de Betesda, Eliseo, que hace flotar en el agua el hierro de la segur; todas estas preparaciones van evocándose para llegar después al agua de la fuente bautismal, que consagrará el obispo. Las figuras del AT no son ilustraciones, sino realidades. Los padres utilizan todos, en sus catequesis sobre el agua, este conjunto de tipologí­as, subrayando particularmente aquellas que facilitan la comprensión del sacramento.

Creación y diluvio son los tipos a los que con más frecuencia recurren los padres. El tema de las aguas de la creación permite la apelación al Espí­ritu: aquel mismo Espí­ritu que habrá de recrear el mundo destruido. De ahí­ la relación entre el Espí­ritu que aletea sobre las aguas primitivas y el Espí­ritu del bautismo en el Jordán’. Y puesto que la salvación se nos da por medio del agua no es difí­cil desde ahí­ pasar a la imagen del pez: el monograma de Cristo, ICTUS, que significa “pez”. También nosotros somos peces, y no puede la tempestad hacernos perecer. El diluvio ocupa asimismo un puesto importante en la tipologí­a bautismal. Después del diluvio sobrevive un pequeño resto, un grupo de salvados con vistas a la alianza: el arca se convierte así­ en tipo de la iglesia (1Pe 3:18-21). Se recurre también al mar Rojo por su significado pascual y escatológico (1Co 10:2-6). Moisés es figura de Cristo guiando a su pueblo.

En el tema del Jordán, el pensamiento teológico parte en tres direcciones. 1) Josué, figura de Cristo, atraviesa el Jordán para entrar en la tierra prometida; Jesús se encuentra en el Jordán cuando le anuncian la muerte de Lázaro, a quien él resucitará. Se trata indudablemente de temáticas afines: bautismo en el agua del Jordán y resurrección para una nueva vida. 2) Elí­as atraviesa el Jordán antes de ser arrebatado al cielo: el hecho evoca la travesí­a del mar Rojo. La segur de Eliseo flotando sobre las aguas del Jordán relaciona el bautismo con el madero de la cruz. 3) La curación de Naamán, el sirio, que tiene lugar en las aguas del Jordán.

Tales son los temas tipológicos que encontramos en toda la catequesis patrí­stica. No todos pueden utilizarse en la catequesis actual; pero todos contienen elementos aun hoy indispensables para una catequesis que quiere fundamentarse en la Biblia y en la liturgia.

XII. Visión sintética del nuevo rito del bautismo de los niños
A la luz de la tradición, ilustrada panorámicamente en la anterior perspectiva histórico-evolutiva, y como conclusión de todo lo expuesto, creemos útil añadir alguna breve anotación sobre el nuevo rito del bautismo de los niños reformado por el Vat. II, al servicio de la celebración, mientras que para los aspectos catequético-pastorales nos remitimos a -> Iniciación cristiana, VI.

El nuevo rito consta de cuatro momentos: rito de acogida; liturgia de la palabra; liturgia del sacramento; ritos finales.

La acogida de los niños manifiesta la voluntad de los padres y de los padrinos y el propósito de la iglesia de celebrar el sacramento del bautismo, voluntad y propósito que los padres y el celebrante expresan con la signación de los niños en la frente (OBP, ib, 16, p. 42). El diálogo inicial con que padres y padrinos declaran ser conscientes de las responsabilidades que asumen será tanto más auténtico y significativo cuanto más sea fruto de una preparación anterior y eficaz. La señal de la cruz en la frente de los niños -por parte del celebrante, primero, y por parte de los padres y padrinos, después- es un primer gesto de acogida dentro de la iglesia, y una como introducción a toda la iniciación cristiana o participación sacramental en la muerte y resurrección de Cristo.

La celebración de la palabra tiene por finalidad avivar la fe de los padres, de los padrinos y de todos los presentes; con “la homilí­a, que puede acompañarse de un momento de silencio” (OBP, ib, 17, p. 42), se prepara la comunidad cristiana a profesar la fe en nombre de los niños y a comprometerse en su formación cristiana hasta hacerles llegar a ser adultos en la fe. Es esto lo que se pide en la oración de los fieles -que pueden preparar y en la que pueden participar los familiares-, a la que se añaden las Invocaciones de los santos.

La oración del exorcismo y el gesto de la unción con el óleo de los catecúmenos muestran la liberación del pecado original y la llamada a luchar con Cristo por el bien.

La celebración del sacramento comienza con la solemne plegaria de la bendición del agua, hermosa catequesis sobre el agua en la historia de la salvación hasta el bautismo instituido por Cristo; sigue el compromiso solemne de los padres y padrinos en nombre del niño (renuncia a Satanás, profesión de fe, explí­cita solicitud del bautismo). El rito central del bautismo puede realizarse por inmersión, “signo sacramental que expresa más claramente la participación en la muerte y resurrección de Cristo”, o por infusión del agua en la cabeza del niño, acompañadas una u otra con la fórmula trinitaria, que permite la comprensión de las nuevas y misteriosas relaciones del bautizado con el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo.

El primeró de los ritos posbautismales, la unción crismal, “significa el sacerdocio regio del bautizado y su incorporación en la comunidad del pueblo de Dios” (OBP, ib, 18 c, p. 42). La entrega de la vestidurablanca y de la candela, que el padre del niño enciende con la llama del cirio pascual, expresan la nueva dignidad del bautizado y la luz de la fe que se le ha otorgado al niño y se le ha confiado a la familia. El rito del Effetá reitera el gesto de Cristo implorando para el neobautizado la capacidad de acoger la palabra de Dios y anunciarla a los hermanos.

Los ritos finales reúnen a la comunidad en torno al altar para la recitación del padrenuestro y para subrayar cómo los pequeños bautizados un dí­a “recibirán por la confirmación la plenitud del Espí­ritu Santo. Se acercarán al altar del Señor, participarán en la mesa de su sacrificio y lo invocarán como Padre en medio de su iglesia” (RBN 134). La bendición final a las madres, a los padres y a todos los presentes invoca una vez más la felicitación y el compromiso de “dar testimonio de la fe ante sus hijos, en Jesucristo nuestro Señor” (RBN 135).

A. Nocent

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

SUMARIO: I. La praxis bautismal en la época apostólica: 1. Testimonio de los Hechos; 2. Bautismo y profesión de fe; 3. Jesús en el origen del bautismo cristiano. II. El bautismo de Juan y el bautismo cristiano. III. La doctrina del bautismo en el evangelio de Juan: 1. El bautismo como renacer de lo alto; 2. El bautismo nace de la cruz. IV. El bautismo en la doctrina de san Pablo: 1. El bautismo como asimilación a la muerte y resurrección del Señor 2. El bautismo nos hace hijos de Dios; 3. El bautismo como nueva circuncisión; 4. El bautismo como lavatorio. V. El bautismo en la primera carta de Pedro: 1. El bautismo como “antitipo” del diluvio; 2. El bautismo y el sacerdocio universal.

El bautismo es el acto del nacimiento del cristiano, y tiene, por tanto, una importancia fundamental. Pero uno es cristiano en la medida en que se adhiere por la fe a Cristo y por medio de él comulga con todos los hermanos en la fe. De aquí­ la importancia que asume en el bautismo la t fe, así­ como su dimensión eclesial. Todos estos problemas se advierten hoy con agudeza y afectan á no pocos aspectos pastorales; pensemos, por ejemplo, en el bautismo de los niños. Ese bautismo, ¿tiene sentido realmente donde no está suficientemente garantizada una educación en la fe dentro de la familia o en otro ambiente? Y para un adulto, que quiera quizá vivir en la fe, pero la vive aisladamente, ¿no es quizá el bautismo un estí­mulo a trascenderse y a unirse a la comunidad?
Aunque se trate de problemas tí­picamente modernos, la Biblia está llena de indicaciones histórico-teológicas, que de alguna forma pueden ayudarnos a resolverlos.

I. LA PRAXIS BAUTISMAL EN LA EPOCA APOSTí“LICA. Ante todo hay que advertir que la praxis del bautismo no sólo está atestiguada desde la época apostólica, sino que es incluso el sacramento del que se habla más en todo el NT. Es esto una señal evidente de su originalidad, precisamente porque habrí­a faltado tiempo fiara tomarlo prestado de otros ambientes, aunque no pueden negarse ciertas analogí­as con ritos similares de ablución, usados sobre todo en el mundo judí­o. Pensemos, por ejemplo, en las diversas abluciones de Qumrán y en el mismo bautismo de Juan, que sólo vagamente recuerda al bautismo cristiano, aunque pudo haber influido en él de alguna manera.

I. TESTIMONIO DE LOS HECHOS. Los Hechos de los Apóstoles demuestran constantemente que el primer paso que hay que dar para ser cristiano es hacerse bautizar, aceptando la fe proclamada por los apóstoles. Así­, por ejemplo, después del discurso de Pedro para comentar el suceso de pentecostés, cuando la gente le pregunta, qué ha de hacer para salvarse, Pedro responde: “Arrepentí­os, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para el perdón de vuestros pecados; entonces recibiréis el don del Espí­ritu Santo” (Heb 2:37-38).

El bautismo está aquí­ claramente unido a la fe, que exige la conversión de los pecados y produce como fruto una presencia particular del Espí­ritu. Como se ve, el bautismo no es un gesto aislado, que valga en sí­ y por sí­ mismo, sino que está vinculado a todo un conjunto de actitudes espirituales, producidas en parte por él y presupuestas en parte. En cierto sentido es como la sí­ntesis de todos los elementos que constituyen la “novedad” cristiana; sobre todo es fundamental la relación bautismo-fe, que se expresa de nuevo inmediatamente después en el texto, recordado, cuando se dice que “los que acogieron su palabra se bautizaran; y aquel dí­a se agregaron unas tres mil personas” (Heb 2:41).

También de los primeros creyentes de Sainarí­a se dice que, después de haber escuchado el anuncio de Felipe, “hombres y mujeres creyeron en él y se bautizaron” (Heb 8:12). Tras el encuentro del diácono Felipe con el eunuco de la reina Candaces, al que habí­a explicado la profecí­a de Isa 53:7-8, al llegar junto a un manantial, el eunuco le dice: “Mira, aquí­ hay agua, ¿qué impide que me bautice?… Bajaron los dos al agua, Felipe y el eunuco, y lo bautizó” (8,36-38). Ni siquiera Saulo se libra de la ley del bautismo (9,19). Pedro bautiza a los de la casa de Cornelio después de haber visto que los signos del Espí­ritu empezaban ya a manifestarse en aquellos primeros creyentes paganos (10,47-48).

También Pablo, que será el gran teólogo del bautismo, lo practica continuamente en su múltiple actividad misionera. Así­, en Filipos bautiza a Lidia, después de que el Señor hubiera abierto “su corazón para que aceptase las cosas que Pablo decí­a” (16,14-15). Igualmente, en Filipos bautizó al carcelero después de la prodigiosa liberación de la cárcel por obra de un imprevisto terremoto: “Y le anunciaron la palabra del Señor a él y a todos los que habí­a en su casa. A aquellas horas de la noche el carcelero les lavó las heridas, y seguidamente se bautizó él con todos los suyos” (16,32-33).

Aquí­, como en el caso anterior, se habla del bautismo conferido a toda la familia; pero siempre está vinculado a la fe, como se deduce del diálogo del carcelero con Pablo y con Silas (16,30-31). La referencia ala familia, que incluye normalmente también a los pequeños, según algunos (J. Jeremias, O. Culimann, etc.) es un buen indicio del bautismo concedido a los niños, que muy pronto se hará práctica común en la Iglesia (siglo II).

También en Corinto, después de la predicación de Pablo, “Crispo, el jefe de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su familia; y muchos de los corintios que habí­an oí­do a Pablo creyeron y se bautizaron” (18,8). En Efeso, habiéndose encontrado con algunos discí­pulos que habí­an sido bautizados sólo en “el bautismo de Juan”, les invitó a hacerse bautizar “en nombre” de Cristo: “Al oí­rlo, se bautizaron en el nombre de Jesús, el Señor. Cuando Pablo’les impuso las manos, descendió sobre ellos el Espí­ritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas extrañas y a profetizar” (19,4-6).

2. BAUTISMO Y PROFESIí“N DE FE. De todo lo dicho resulta evidente que el bautismo es el rito que presupone e inicia, al mismo tiempo, en la fe cristiana, de la que es la proclamación pública, y constituye además un compromiso a vivirla delante de los demás. La predicación del evangelio incluye también el anuncio del bautismo como sacramento para significar y producir la novedad cristiana.

A la luz de cuanto venimos diciendo se puede comprender lo que Pablo escribe a los corintios -indignado al ver que estaban divididos entre sí­ y que algunos declaraban que pertenecí­an a él- y que parece disminuir la importancia del bautismo: “Doy gracias a Dios de no haber bautizado a ninguno de vosotros, excepto a Crispo y a Gayo. Así­ nadie puede decir que fuisteis bautizados en mi nombre… Pues Cristo no me mandó a bautizar, sino a evangelizar…” (1Co 1:14-17).

Se trata indudablemente de una afirmación hiperbólica, que quiere resaltar la primací­a de la evangelización, de la que el bautismo es, sin embargo, la coronación. Por otra parte, hay en ese texto una frase que puede ayudarnos a comprender por qué se expresó Pablo de esta manera: “Nadie puede decir que fuisteis bautizados en mi nombre” (v. IS).

Más de una vez, en el libro de los Hechos, se dice que el bautismo se administraba “en el nombre de Jesucristo” (1Co 2:38; etc.); es una frase más bien genérica y sobre la cual disputan los exegetas. Algunos la han interpretado como si se tratara de la fórmula con que se administraba el bautismo; otros como si quisiera decir: “por la autoridad que viene de Cristo”. En relación con el texto de Pablo (“nadie puede decir que fuisteis bautizados en mi nombre’), esta fórmula parece significar más bien casi una especie de apropiación espiritual, que el apóstol niega, ya que él es sólo un administrador del sacramento, mientras que para Cristo la cosa es verdadera en el sentido de que el bautismo consagra efectivamente a él, convirtiendo al cristiano en una especie de propiedad suya.

La única diferencia es que en 1Co 1:15 se dice “en mi nombre” (EIS tó e’ón ónoma), mientras que en Heb 2:38 se dice “sobre el nombre (EP) tó onómati) de Jesucristo”, y en Heb 10:48 “en el nombre,(EN tó onómati) de Jesucristo”.

Pero por todo el conjunto parece que las tres preposiciones no cambian el sentido de las cosas; no son más que variantes para decir que el bautismo une a Cristo y “consagra” misteriosamente a él y no a un hombre, aunque sea tan grande como Pablo.

3. JESÚS EN EL ORIGEN DEL BAUTISMO CRISTIANO. Precisamente porque el bautismo guarda una relación muy particular con Cristo y porque se practicó desde el comienzo de la experiencia cristiana, estamos obligados a pensar que se deriva directamente de Cristo. Es posible encontrar huellas de ello en varios pasajes de los evangelios, aun admitiendo que sufrieron algunos retoques a la luz tanto de la fe pospascual como de la praxis litúrgica posterior.

En este sentido son significativas las conclusiones de los dos primeros sinópticos, donde el bautismo forma parte esencial del mandato universal confiado por Jesús a sus apóstoles: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará, pero el que no crea se condenará. A los que crean les acompañarán estos prodigios: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas” (Mar 16:15-18).

El mandato misionero en Mateo, aunque es sustancialmente igual, tiene también notables diferencias: “Id, pues, y haced discí­pulos mí­os en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los dí­as hasta el fin del mundo” (Mat 28:18-20).

Me parece que en estos dos textos es fundamental tanto la “predicación” de la fe, sin limitación geográfica y mucho menos de raza (“Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura’), como su aceptación. Pero junto a la fe se exige el bautismo, que no puede ser solamente una ratificación externa de la fe, sino algo más profundo, que realiza lo que significa en su rito externo.

Y eso más profundo” deberí­a estar precisamente en la palabra que sólo nos refiere san Mateo, recogiéndola probablemente de la praxis litúrgica de su tiempo: “Bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo”; allí­ “en el nombre” no significa simplemente “con la autoridad”, sino más bien consagrándolos y casi insertándolos en el seno del misterio trinitario, como parece señalar también la preposición de movimiento (EIS tó ónoma). Si la fe es la aceptación del misterio, el sacramento es la introducción total en el misterio trinitario, en donde todo es asombro y maravilla.

En este sentido, como indicación de esta novedad de relaciones con el Dios-Trinidad, no tiene por qué sorprender el conjunto de “signos” que menciona Marcos y que acompañarán “a los que crean”: hablar lenguas nuevas, echar a los demonios, etc. ¿No pueden significar, a modo de ejemplo, la “novedad” que surge en la historia mediante la fe y el sacramento? Y la promesa de Cristo de “estar” con los “suyos” todos los dí­as hasta el fin del mundo, ¿no podrí­a aludir al hecho de que, sobre todo mediante el bautismo “en el nombre” de la Trinidad, él está presente y operante en el corazón de sus fieles?
II. EL BAUTISMO DE JUAN Y EL BAUTISMO CRISTIANO. En este punto también es posible ver la diferencia que hay entre el bautismo cristiano y el de Juan, que era un simple rito externo, aunque con un simbolismo purificatorio que podí­a captar fácilmente la gente como una invitación a una renovación interior. Es lo que nos indica expresamente el evangelio de Marcos: “Juan Bautista se presentó en el desierto bautizando y predicando un bautismo para la conversión y el perdón de los pecados” (Mar 1:4).

Pero la suya era sólo una fase transitoria, en espera de la definitiva, en la que habrí­a de darse el don del Espí­ritu: “Detrás de mí­ viene el que es más fuerte que yo… Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará en el Espí­ritu Santo” (vv. 7-8). En Mateo se añade “y fuego” (Mar 3:11), acentuando la dimensión escatológica del bautismo, pero también la transformación interior que éste realiza, purificadora como el fuego, a lo que se añade la fuerza del Espí­ritu que Cristo dará a los suyos en plenitud.

Y el /Espí­ritu es el don del Padre y del Hijo; por eso el bautismo cristiano se convierte no sólo en comunión con el misterio trinitario, sino también en expresión del dinamismo de la gracia que dimana de él.

III. LA DOCTRINA DEL BAUTISMO EN EL EVANGELIO DE JUAN. También la tradición joanea, aunque recogiendo diversos materiales, confirma la presencia particular del Espí­ritu en el bautismo cristiano. Esto es lo que declara el Bautista al ver a Jesús que acude a hacerse bautizar: “Yo no lo conocí­a, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Sobre el que veas descender y posarse el Espí­ritu, ése es el que bautiza en el Espí­ritu Santo. Yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (Jua 1:33-34). El agua seguirá siendo indispensable por su carácter significativo de purificación y de fecundación vital, pero lo determinante será el Espí­ritu. Y es precisamente en fuerza del Espí­ritu, que es don de Cristo, como los futuros bautizados participarán de lo que es tí­pico de Cristo, esto es, de su filiación divina. Es lo que nos dirá más ampliamente san Pablo.

Pero, por lo demás, es lo que nos enseña también san Juan en el diálogo de Jesús con Nicodemo, en donde el maestro divino hace por lo menos cuatro afirmaciones, bastante importantes, ligadas todas ellas entre sí­.

1. EL BAUTISMO COMO RENACER DE LO ALTO. La primera es que para entrar en el reino de Dios, hay que “nacer” de nuevo: “Te aseguro que el que no nace de lo alto (ánóthen, que puede significar también “de nuevo”) no puede ver el reino de Dios” (Jua 3:3). La idea fundamental es la de un nuevo “nacimiento”, que deriva su fuerza sólo del poder de Dios (“de lo alto”). No tiene nada en común con el nacimiento natural, sino que produce también, en cierto sentido, una nueva vida, como se dice (en el prólogo) de los que han “acogido” en la fe al Hijo de Dios hecho carne (1,13).

A continuación, ante la dificultad de Nicodemo de aceptar esto, como si se tratase de volver al seno maternal, Jesús especifica cuáles son los elementos que entran en juego en este proceso de regeneración: “Te aseguro que el que no nace (ghennéthé) del agua y del Espí­ritu no puede entrar en el reino de Dios” (3,5). Lo decisivo es el Espí­ritu, como se deduce también de los versí­culos siguientes, pero ligado al elemento material del agua con toda su fuerza evocativa de purificación, de frescor, de vitalidad.

Puede ser, como sostienen algunos autores (p.ej., I. de la Potterie), que el término “agua” haya sido añadido posteriormente para indicar dónde y cómo se verifica en concreto el nuevo nacimiento, es decir, en el bautismo. De todas formas queda en pie el hecho de que, por la fuerza del Espí­ritu que actúa en el signo del agua, el cristiano renace a una vida nueva, la cual tiene incluso moralmente unas exigencias nuevas, como sigue declarando Jesús: “Lo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espí­ritu es espí­ritu” (v. 6).

La tercera afirmación de este párrafo es que únicamente la fe permite no solamente captar estas realidades, sino apropiárselas. Es lo que Jesús declara a Nicodemo, que le pregunta sobre “cómo” puede suceder esto: “Te aseguro que hablamos de lo que sabemos y atestiguamos lo que hemos visto, y, a pesar de todo, no aceptáis nuestro testimonio” (vv. 1011). Todo consiste en la capacidad de aceptar el testimonio de Jesús, que anuncia solamente lo que él ha visto y conoce.

2. EL BAUTISMO NACE DE LA CRUZ. Finalmente, Jesús revela dónde está la fuente de la eficacia del bautismo, con el que se nos da el Espí­ritu: su pasión y muerte, que no son tanto una derrota como su glorificación. He aquí­ por qué inmediatamente después habla de la necesidad de ser “levantado” también él (vv. 14-16), como la serpiente de bronce en el desierto (cf Núm 21:8ss). Jugando con el doble sentido de ypsóó, que quiere decir tanto “levantar” fí­sicamente (en la cruz) como “exaltar”, es decir, glorificar, Jesús presenta la muerte de cruz como la exaltación suprema de su amor, y por eso mismo capaz de salvar. El bautismo saca toda su fuerza de la muerte en la cruz, donde se expresa el punto más alto del amor de Cristo a los hombres, y que el bautizado tiene que reexpresar a su vez en su propia vida. Parece ser que alude a esto aquella misteriosa salida de “sangre y agua” que brotó del costado herido de Cristo en la cruz (Jua 19:34); en efecto, según la interpretación más común, se aludirí­a a la eucaristí­a y al bautismo como frutos producidos por el árbol de la cruz.

IV. EL BAUTISMO EN LA DOCTRINA DE SAN PABLO. Aquí­ enlazamos inmediatamente con san Pablo, que centra toda su teologí­a del bautismo en la muerte y resurrección del Señor, de la que es signo sacramental.

1. EL BAUTISMO COMO ASIMILACIí“N A LA MUERTE Y RESURRECCIí“N DEL SEí‘OR. Es fundamental en este sentido el pasaje de la carta a los Romanos donde el apóstol afirma solemnemente que el bautismo nos asimila al misterio de la muerte y resurrección del Señor: “¿No sabéis que, al quedar unidos a Cristo mediante el bautismo, hemos quedado unidos a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así­ como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así­ también nosotros caminemos en nueva vida. Pues si hemos llegado a ser una sola cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos, por una resurrección parecida. Sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no seamos ya esclavos del pecado…” (Rom 6 3-6).

En este texto hay dos afirmaciones de especial importancia. La primera es que verdaderamente, de manera misteriosa, el bautismo nos hace participar de la muerte, sepultura y resurrección del Señor. Sigue siendo un misterio cómo se hace esto. Pero creo que se puede pensar en una comunicación con efectos salví­ficos de aquel gesto supremo de amor: no es la reproducción en nosotros de aquellos hechos, sino la apropiación, en virtud del sacramento, de su densidad salví­fica.

Pero esto supone -y es ésta la segunda afirmación- que, en virtud de esta participación, se da en el cristiano una transformación moral: un continuo morir al pecado, para “caminar en novedad de vida”, iniciando ya desde ahora ese proceso de transformación que culminará con la resurrección de nuestro propio cuerpo. Obsérvese ese futuro: “Si hemos llegado a ser una sola cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección parecida” (v. 5).

Quizá en este clima de exaltación del bautismo es cómo se practicaba en Corinto un extraño “bautismo por los muertos” (1Co 15:29), como para garantizar a los que habí­an muerto antes de recibirlo una especie de salvoconducto para la resurrección final.

Así­ pues, el bautismo es como la sí­ntesis de nuestro ser de cristianos, que nos marca hasta la resurrección final, poniendo en movimiento todos los mecanismos de nuestra actuación moral: No hay que olvidar que todo esto esta bajo el signo de la fe, que constituye el núcleo de toda la carta a los Romanos.

2. EL BAUTISMO NOS HACE HIJOS DE Dios. Este tema vuelve a tratarse en la carta a los Gálatas, para decir que el bautismo, no separado nunca de la fe, al insertarnos en Cristo, nos hace a todos hijos de Dios, que deben, sin embargo, intentar reproducir en sí­ su fisonomí­a; el texto habla de “revestirse” de Cristo: “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. No hay judí­o ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno (eis) en Cristo Jesús” (Gál 3:2628).

Por el contexto es evidente que el bautismo, unido siempre a la fe, produce en nosotros tres efectos: nos hace “hijos de Dios” a través de Cristo, que es el único Hijo verdadero; nos hace “revestirnos” de él, expresión sugestiva para decir que hemos de asimilarlo de tal manera que lo sepamos reexpresar en nuestras acciones; suprime todas las diferencias de raza, de cultura, de sexo, para hacer de todos nosotros un “solo ser” nuevo en Cristo. Tal es el sentido del término griego eí­s (=una sola persona), que es masculino: el bautismo es el que forma la comunidad eciesial, eliminando todos los elementos discriminatorios.

Inmediatamente después, san Pablo hace ver las metas ulteriores que exige y propone nuestra adhesión a Cristo en el bautismo: “Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la condición de hijos adoptivos. Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo, que clama: Abba!, ¡Padre! De suerte que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por la gracia de Dios” (4,4-7).

El bautismo vuelve a crearnos y nos reconstruye a la manera trinitaria: entrando en contacto con Cristo, nos hacemos hijos del Padre, que nos da su Espí­ritu.

3. EL BAUTISMO COMO NUEVA CIRCUNCISIí“N. La realidad del bautismo es el presupuesto de todas las exigencias morales que Pablo propone a sus cristianos, los cuales tienen que vivir dignamente como miembros del pueblo de Dios. Quizá por esto lo presenta también como una forma de circuncisión, viendo en semejante expresión, que recuerda la antigua práctica judí­a, no sólo una nueva forma de agregación al nuevo Israel que es la Iglesia, sino también una voluntaria consagración al bien, arrancando de nosotros mismos toda raí­z de mal.

En la carta a los Colosenses, después de haber dicho que los cristianos son como llenados de Cristo por la fe, continúa: “En él también fuisteis circuncidados con una circuncisión hecha no por la mano del hombre, sino con la circuncisión de Cristo, que consiste en despojaros de vuestros apetitos carnales. En el bautismo fuisteis sepultados con Cristo, habéis resucitado también con él por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos” (Col 2:11-14).

Es evidente la vinculación que establece el apóstol entre la circuncisión y el bautismo en este lugar, no ya para reproducir esa circuncisión con un rito distinto, sino para aplicar su simbolismo a la realidad nueva introducida por Cristo: hay algo que debe ser cortado y echado de nosotros, es decir, nuestras culpas; se produce en nosotros una especie de muerte (“fuisteis sepultados con Cristo”); se realiza una vida nueva resucitando con Cristo. Nótese además que todos estos hechos no se expresan en futuro, sino en pretérito (“habéis resucitado”, etc.): señal de que expresan una realidad ya en acto. El bautizado vive ya la dimensión escatológica de su fe, aunque no se haya desvelado ésta todaví­a.

Es lo que se percibe con mayor evidencia todaví­a cuando, poco después, Pablo exhorta a aquellos cristianos: “Por consiguiente, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Vosotros habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios…” (Col 3:1-4). También aquí­ aparece de forma explí­cita la dialéctica muerte y resurrección, como una realidad ya operante; lo que pasa es que ahora en la vida del cristiano tiene que aparecer más este misterio de muerte y de “ocultamiento” en Cristo, que dice superación del pecado, para que a su debido tiempo se manifieste en plenitud la “gloria” de la futura resurrección.

4. EL BAUTISMO COMO LAVATORIO., Siguiendo en el terreno de los escritos paulinos (o en los que se le atribuyen de alguna manera), nos parece muy importante el testimonio de la carta a Tito que, de hecho, aunque con términos nuevos, se mueve en la lí­nea de la enseñanza expuesta hasta ahora: “Pero Dios, nuestro salvador, al manifestar su bondad y su amor por los hombres, nos ha salvado, no por la justicia que hayamos practicado, sino por puro amor, mediante el bautismo regenerador y la renovación del Espí­ritu Santo, que derramó abundantemente sobre nosotros por Jesucristo, nuestro salvador, a fin de que, justificados por su gracia, seamos herederos de la vida eterna, tal y como lo esperamos” (Tit 3:4-7).

Haciendo remontar todo el misterio de nuestra salvación a la bondad y a la misericordia del Señor y no a nuestras pretendidas obras de justicia, el autor afirma que esto se ha verificado en el signo sacramental del bautismo, el cual ha realizado verdaderamente con el simbolismo del rito la regeneración del cristiano; se trata de un lavatorio (loutrón), que debe purificar y limpiar, pero también de una especie de germen de vida que nos regenera, separándonos de nuestra vida anterior, y nos renueva dándonos el don del Espí­ritu, que es Espí­ritu de novedad y de vida. Todo esto es ya realidad, pero espera su maduración en la vida eterna; por eso somos “herederos de la vida eterna, tal y como lo esperamos” (v. 7). Una vez más, el bautismo aparece con toda su riqueza de significado, con la realidad de sus efectos salví­ficos, pero también con su falta de plenitud es signo de un “más allá”, que todaví­a está por venir.

Otra referencia al bautismo como lavatorio la tenemos en Efe 5:26 en donde, al hablar de la Iglesia, se dice que Cristo se entregó a ella “a fin de purificarla por medio del agua del bautismo y de la palabra”. Dado el contexto nupcial, es casi seguro que se aluda aquí­ al baño ceremonial que la novia tení­a que hacer para prepararse al matrimonio.

Para la Iglesia, esposa de Cristo, este baño es el bautismo: la “palabra” que la acompaña aludirí­a a la profesión de fe, que el catecúmeno pronunciaba solemnemente en aquella ocasión.

El tema del bautismo como lavatorio no sólo del cuerpo, sino sobre todo del corazón, lo tenemos también en Heb 10:22, donde se dice que, teniendo a Cristo como sumo sacerdote, podemos ahora acercarnos a Dios “con un corazón sincero, con fe perfecta, purificados los corazones de toda mancha de la que tengamos conciencia, y el cuerpo lavado con agua pura”.

V. EL BAUTISMO EN LA PRIMERA CARTA DE PEDRO. Antes de concluir, nos gustarí­a recordar algunas alusiones al bautismo que aparecen en la primera carta de Pedro, que algunos autores (P. Boismard, etc.) consideran incluso, al menos en los cuatro primeros capí­tulos, como una especie de catequesis pascual, dirigida sobre todo a los recién bautizados, que son llamados “niños recién nacidos” (2.2).

1. EL BAUTISMO COMO “ANTITIPO” DEL DILUVIO. El texto más explí­cito es aquel donde el autor -después de introducir una referencia a una bajada misteriosa de Cristo a los infiernos para “anunciar la salvación incluso a los espí­ritus que estaban en prisión y que se habí­an mostrado reacios a la fe en otro tiempo, en los dí­as de Noé, cuando Dios esperaba con paciencia mientras se construí­a el arca, en la cual unos pocos, ocho personas, se salvaron del agua” (3,1920)- se basa precisamente en el diluvio para decir que el bautismo estaba de alguna manera prefigurado en aquel dramático suceso de destrucción y de salvación al mismo tiempo: “Esa agua” presagiaba (era antí­typon) el bautismo, que ahora os salva a vosotros, no mediante la purificación de la inmundicia corporal, sino mediante la súplica hecha a Dios por una conciencia buena, la cual recibe su eficacia de la resurrección de Jesucristo, el cual, una vez sometidos los ángeles, las potestades y las virtudes, subió al cielo y está sentado a la diestra de Dios” (3,2122).

Es evidente que aquí­ se toma del diluvio, como fuerza simbólica, no sólo el recuerdo del agua, sino también su capacidad de salvación para las ocho personas encerradas en el arca que se salvaron (diesóthésan), pero no su fuerza destructora. Además, se explica también así­ con mayor claridad en qué consiste esa “salvación” (sózei, salva): no se trata de una purificación de las inmundicias del cuerpo, sino de la creación de una “conciencia buena” para con Dios, que se manifestaba en el interrogatorio inicial (eperótéma, pregunta) con que se introducí­an en el bautismo los catecúmenos, precisamente para responsabilizarles de lo que hací­an. Era una “nueva creación” lo que entonces empezaba para el recién bautizado, una especie de “antidiluvio”: la salvación, en lugar de la destrucción (diluvio).

Todo esto es posible en virtud de la resurrección de Cristo, el cual, “sentado a la diestra del Padre”, puede comunicar su vida inmortal a los que creen en su nombre. Todo bautizado debe vivir como resucitado, dominando, lo mismo que Cristo, todas las “potestades” del mal y del pecado (v. 22). En cierto sentido podemos decir que el bautizado pertenece ya al mundo futuro, aun viviendo en el presente eón, hecho de malicia y de pecado.

2. EL BAUTISMO Y EL SACERDOCIO UNIVERSAL. En la misma carta tenemos otra alusión al bautismo, aun cuando no aparezca este nombre, con toda la riqueza de vida nueva, de exigencias morales, de compromiso para construir la “casa de Dios”; se trata del párrafo en que el autor habla del sacerdocio de los fieles: “Desechad toda maldad, todo engaño y toda clase de hipocresí­a, envidia o maledicencia. Como niños recién nacidos, apeteced la leche espiritual no adulterada, para que alimentados con ella crezcáis en orden a la salvación, ya que habéis experimentado qué bueno es el Señor. Acercaos a él, piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida y apreciada por Dios; disponeos como piedras vivientes, a ser edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer ví­ctimas espirituales agradables a Dios por mediación de Jesucristo” (2,1-5).

La imagen del “niño recién nacido” recuerda la idea de inocencia, de sencillez, de abandono confiado, de docilidad; el bautizado debe poseer esta actitud no sólo en los comienzos, sino durante toda su vida. Además, fundamentalmente se trata de la docilidad a la palabra de Dios, expresada aquí­ por la imagen de la leche, que el niño desea ardientemente para su nutrición y su crecimiento.

El bautismo, por otra parte, no es una realidad aislada, sino una construcción en Cristo, junto a los demás creyentes, para formar un templo espiritual, donde puedan ofrecerse a Dios los sacrificios espirituales que constituyen las buenas acciones y la santidad de la vida, de la que Cristo no sólo es maestro, sino sobre todo modelo insuperable.

El “sacerdocio de los fieles”, que representa la forma más radical de consagración a Dios y exige una revaloración del laicado dentro de la Iglesia, se da en el bautismo, que encuentra allí­ su raí­z (cf también 2,9-10) y abre a todos un amplio espacio de trabajo en la viña del Señor. Volviendo al bautismo, con todo lo que éste significa y da, es como la Iglesia advertirá el deber de valorar los carismas de todos, sin encerrarse ya en clericalismos anacrónicos. La recuperación del bautismo es la obra más urgente en el rejuvenecimiento de toda la pastoral de la Iglesia de nuestros dí­as.

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S. Cipriani

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

El término griego bá·pti·sma se refiere al proceso de inmersión, es decir, sumergirse y emerger; se deriva del verbo bá·pto, †œsumergir†. (Jn 13:26.) En la Biblia, †œbautismo† e †œinmersión† son términos sinónimos, como se muestra en la versión El Nuevo Testamento original (traducción de H. J. Schonfield), en la que se vierte Romanos 6:3, 4 de la siguiente manera: †œ¿Podéis ignorar que quienes nos hemos vinculado a Cristo por la inmersión hemos quedado así­ asociados con su muerte? Mediante esta vinculación con él por la inmersión nos hemos sepultado juntamente con él†. (Véanse también ENP; NM; NBE, nota.) La Septuaginta griega usa una palabra derivada de bá·pto (sumergir) en Exodo 12:22 y Leví­tico 4:6. (Véanse notas en NM.) Cuando se sumerge a alguien en agua, está †œenterrado† temporalmente, fuera de la vista, y luego se le levanta.
Examinemos cuatro diferentes aspectos del bautismo y algunas cuestiones relacionadas: 1) el bautismo de Juan, 2) el bautismo en agua de Jesús y sus seguidores, 3) el bautismo en Jesucristo y en su muerte y 4) el bautismo de fuego.

El bautismo de Juan. Juan, hijo de Zacarí­as y Elisabet, fue el primer ser humano a quien Dios autorizó a bautizar en agua. (Lu 1:5-7, 57.) El mismo hecho de que se le conociese como †œJuan el Bautista† o †œel bautizante† (Mt 3:1; Mr 1:4) indica que el pueblo llegó a tener conocimiento del bautismo o inmersión en agua en especial a través de él. Además, las Escrituras prueban que su ministerio y bautismo provení­an de Dios, no de sí­ mismo. El ángel Gabriel habló proféticamente de sus obras como procedentes de Dios (Lu 1:13-17), y Zacarí­as, por medio del espí­ritu santo, anunció que serí­a un profeta del Altí­simo para preparar los caminos de Jehová. (Lu 1:68-79.) Más tarde, Jesús confirmó que el ministerio y el bautismo de Juan procedí­an de Dios. (Lu 7:26-28.) El discí­pulo Lucas registra que †˜la declaración de Dios fue a Juan el hijo de Zacarí­as en el desierto. De modo que entró predicando bautismo†™. (Lu 3:2, 3.) El apóstol Juan dice de él: †œSe levantó un hombre que fue enviado como representante de Dios: su nombre era Juan†. (Jn 1:6.)
Se puede entender mejor el significado del bautismo de Juan contrastando varias traducciones de Lucas 3:3. Juan vino †œpredicando bautismo en sí­mbolo de arrepentimiento para perdón de pecados† (NM); †œpredicando que para recibir el perdón de los pecados era necesario bautizarse como manifestación externa de un arrepentimiento interno† (PNT); †œproclamando un bautismo, en señal de arrepentimiento, para el perdón de los pecados† (NBE); †œdiciendo a la gente que debí­an volverse a Dios y ser bautizados, para que Dios les perdonara sus pecados† (VP). Estas formas de verter este pasaje dejan claro que el bautismo no limpiaba los pecados; para que hubiera limpieza de pecados, era necesario arrepentirse y cambiar el derrotero de vida; el bautismo simbolizaba ese proceder.
Así­, el bautismo que efectuó Juan no supuso para la persona una limpieza especial de parte de Dios mediante su siervo Juan, sino una demostración pública y sí­mbolo de arrepentimiento de pecados cometidos contra la Ley, la cual tení­a que conducirlos a Cristo. (Gál 3:24.) De modo que Juan preparó a un grupo de personas para †˜ver el medio de salvar de Dios†™. (Lu 3:6.) Su obra sirvió para †œalistar para Jehová un pueblo preparado†. (Lu 1:16, 17.) Isaí­as y Miqueas habí­an profetizado esta obra. (Isa 40:3-5; Mal 4:5, 6.)
Algunos eruditos intentan ver antecedentes del bautismo de Juan y del bautismo cristiano en las antiguas ceremonias de purificación de la Ley (Ex 29:4; Le 8:6; 14:8, 31, 32; Heb 9:10, nota) o en acciones individuales. (Gé 35:2; Ex 19:10.) Sin embargo, estos casos no tienen ninguna analogí­a con el verdadero significado del bautismo, pues eran abluciones para limpieza ceremonial. Solo un caso tiene cierto parecido con la inmersión total de un cuerpo en agua que se efectúa en el bautismo: el de Naamán el leproso, quien se sumergió en el agua siete veces. (2Re 5:14.) No obstante, su acción no le llevó a ninguna relación especial con Dios, solo le curó de la lepra. Además, según las Escrituras, a los prosélitos se les circuncidaba, no se les bautizaba. Para poder participar de la Pascua o de la adoración en el santuario, la persona tení­a que circuncidarse. (Ex 12:43-49.)
Tampoco hay ninguna base para afirmar que Juan tomara prestado el bautismo de la secta judí­a de los esenios o de la de los fariseos. Estas dos sectas tení­an muchos requisitos de abluciones periódicas. Pero Jesús dijo que estos eran solo mandatos de hombres que invalidaban el mandamiento de Dios por la tradición propia. (Mr 7:1-9; Lu 11:38-42.) Juan bautizaba en agua porque, como dijo, Dios lo envió para hacerlo. (Jn 1:33.) No lo enviaron los esenios o los fariseos. Su comisión no era hacer prosélitos judí­os, sino bautizar a aquellos que ya pertenecí­an a la congregación judí­a. (Lu 1:16.)
Juan sabí­a que con su actividad meramente estaba preparando el camino delante del Mesí­as, el Hijo de Dios, y que así­ darí­a paso al ministerio mucho más importante de este último. Juan bautizaba para que el Mesí­as fuese puesto de manifiesto a Israel. (Jn 1:31.) Según el registro de Juan 3:26-30, el ministerio del Mesí­as aumentarí­a, en tanto que el de Juan tendrí­a que ir menguando. Aquellos a los que bautizaron los discí­pulos de Jesús durante el ministerio terrestre de su maestro —y que por lo tanto también llegaron a ser discí­pulos de Jesús—, fueron bautizados en sí­mbolo de arrepentimiento a la manera del bautismo de Juan. (Jn 3:25, 26; 4:1, 2.)

Bautismo de Jesús en agua. El significado y propósito del bautismo de Jesús tuvo que ser completamente diferente del que tení­an el resto de los bautismos que Juan efectuó, pues Jesús †œno cometió pecado, ni en su boca se halló engaño†. (1Pe 2:22.) Por lo tanto, no podí­a someterse a un acto que simbolizara arrepentimiento. Debió ser por este motivo por el que Juan no querí­a bautizar a Jesús, pero él le dijo: †œDeja que sea, esta vez, porque de esa manera nos es apropiado llevar a cabo todo lo que es justo†. (Mt 3:13-15.)
Lucas registra que Jesús estaba orando cuando se bautizó. (Lu 3:21.) Además, el escritor de la carta a los Hebreos dice que cuando Jesucristo †˜entró en el mundo†™ (no cuando nació, pues no podí­a decir esas palabras, sino cuando se presentó para el bautismo e inició su ministerio), dijo, según el Salmo 40:6-8 (Versión de los Setenta): †œ†˜Sacrificio y ofrenda no quisiste, pero me preparaste un cuerpo[†™]. […] †˜Â¡Mira! He venido (en el rollo del libro está escrito de mí­) para hacer tu voluntad, oh Dios†™†. (Heb 10:5-9.) Jesús pertenecí­a por nacimiento a la nación judí­a, que estaba en un pacto nacional con Dios, el pacto de la Ley. (Ex 19:5-8; Gál 4:4.) Debido a este hecho, Jesús ya estaba en una relación de pacto con Jehová Dios cuando se presentó a Juan para ser bautizado. El iba más allá de lo que requerí­a la Ley. Se presentaba él mismo a su Padre Jehová para hacer la †œvoluntad† de El, voluntad que consistí­a en ofrecer su cuerpo †œpreparado† y así­ eliminar los sacrificios de animales que se ofrecí­an por requerimiento de la Ley. El apóstol Pablo comenta: †œPor dicha †˜voluntad†™ hemos sido santificados mediante el ofrecimiento del cuerpo de Jesucristo una vez para siempre†. (Heb 10:10.) La voluntad del Padre para Jesús también requerí­a que trabajara en favor de los intereses del Reino, y Jesús también se presentó para este servicio. (Lu 4:43; 17:20, 21.) Jehová aceptó y reconoció esta presentación de su Hijo, ungiéndolo con espí­ritu santo y diciendo: †œTú eres mi Hijo, el amado; yo te he aprobado†. (Mr 1:9-11; Lu 3:21-23; Mt 3:13-17.)

Bautismo en agua de los seguidores de Jesús. El bautismo de Juan tení­a que ser sustituido por el bautismo que Jesús habí­a ordenado: †œHagan discí­pulos de gente de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del espí­ritu santo†. (Mt 28:19.) Ese fue el único bautismo en agua que contó con la aprobación de Dios a partir del Pentecostés de 33 E.C. Algunos años después, Apolos, un discí­pulo que tení­a mucho celo e impartí­a enseñanza correcta sobre Jesús, tan solo conocí­a el bautismo de Juan. Hubo que instruir a este hombre en este aspecto, lo mismo que hizo Pablo con los discí­pulos que se encontró en Efeso. A ellos se les habí­a bautizado con el bautismo de Juan, pero sin duda cuando ya no estaba en vigor, pues Pablo efectuó su visita a Efeso unos veinte años después de haber expirado el pacto de la Ley. Entonces se les bautizó apropiadamente en el nombre de Jesús y recibieron el espí­ritu santo. (Hch 18:24-26; 19:1-7.)
El bautismo cristiano requerí­a entender la Palabra de Dios y tomar una decisión consciente de presentarse para hacer Su voluntad revelada, como se demostró en el Pentecostés de 33 E.C., cuando los judí­os y prosélitos que se habí­an reunido en Jerusalén, y que ya tení­an conocimiento de las Escrituras Hebreas, oyeron hablar a Pedro acerca de Jesús, el Mesí­as, con el resultado de que tres mil †œabrazaron su palabra de buena gana† y †œfueron bautizados†. (Hch 2:41; 3:19–4:4; 10:34-38.) Algunos samaritanos fueron bautizados después de creer las buenas nuevas predicadas por Felipe. (Hch 8:12.) El eunuco etí­ope, un prosélito judí­o que, como tal, tení­a conocimiento de Jehová y de las Escrituras Hebreas, primero oyó la explicación del cumplimiento de esas Escrituras en Cristo, la aceptó y después quiso ser bautizado. (Hch 8:34-36.) Pedro explicó a Cornelio que †œel que le teme [a Dios] y obra justicia le es acepto† (Hch 10:35), y que todo el que pone fe en Jesucristo consigue perdón de pecados por medio de su nombre. (Hch 10:43; 11:18.) Todo esto está en armoní­a con el mandato de Jesús: †œHagan discí­pulos […], enseñándoles a observar todas las cosas que yo les he mandado†. Es apropiado que se bautice a aquellos que aceptan la enseñanza y llegan a ser discí­pulos. (Mt 28:19, 20; Hch 1:8.)
En el Pentecostés, los judí­os, responsables como pueblo de la muerte de Jesús y conocedores del bautismo de Juan, se sintieron †œheridos en el corazón† debido a la predicación de Pedro. Preguntaron: †œHermanos, ¿qué haremos?†, a lo que Pedro contestó: †œArrepiéntanse, y bautí­cese cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados, y recibirán la dádiva gratuita del espí­ritu santo†. (Hch 2:37, 38.) Es preciso señalar que Pedro dirigió la atención de ellos a algo nuevo: no al arrepentimiento y al bautismo de Juan, sino a la necesidad de arrepentirse y bautizarse en el nombre de Jesucristo para conseguir el perdón de pecados. No afirmó que el bautismo en sí­ mismo limpiase los pecados, pues sabí­a que es †œla sangre de Jesús su Hijo [lo que] nos limpia de todo pecado†. (1Jn 1:7.) Más tarde, refiriéndose a Jesús como el †œAgente Principal de la vida†, les dijo a los judí­os en el templo: †œArrepiéntanse, por lo tanto, y vuélvanse para que sean borrados sus pecados, para que vengan tiempos de refrigerio de parte de la persona de Jehovᆝ. (Hch 3:15, 19.) Así­ les mostró que lo que supondrí­a perdón de pecados era el arrepentirse de su mal proceder en contra de Cristo y †˜volverse†™, aceptándolo. En esta ocasión Pedro no habló del bautismo.
Por lo que se refiere a los judí­os, el pacto de la Ley fue abolido sobre la base de la muerte de Cristo en el madero de tormento (Col 2:14), y el nuevo pacto entró en vigor en el Pentecostés de 33 E.C. (Compárese con Hch 2:4; Heb 2:3, 4.) No obstante, Dios continuó extendiendo favor especial a los judí­os por tres años y medio, durante los cuales los discí­pulos de Jesús se concentraron en predicar a judí­os, prosélitos judí­os y samaritanos. Sin embargo, alrededor del año 36 E.C., Dios le dio instrucciones a Pedro para que fuese al hogar del gentil Cornelio, un oficial del ejército romano, y, al derramar su espí­ritu santo sobre él y todos los de su casa, le mostró a Pedro que a partir de entonces se podí­a aceptar a los gentiles para bautismo en agua. (Hch 10:34, 35, 44-48.) Puesto que Dios ya no reconocí­a el pacto de la Ley con los judí­os circuncisos y tan solo aceptaba su nuevo pacto mediado por Jesucristo, ya no consideraba que los judí­os naturales, aunque fueran circuncisos, estuvieran en relación especial con El. Por consiguiente, ya no podí­an alcanzar una buena posición ante Dios observando la Ley, que ya no era válida, o mediante el bautismo de Juan, que tení­a relación con la Ley. A partir de ese momento estaban obligados a acercarse a Dios poniendo fe en su Hijo y siendo bautizados en agua en el nombre de Jesucristo, a fin de tener el reconocimiento y favor de Jehová. (Véase SETENTA SEMANAS [El pacto en vigor †œpor una semana†].)
Por lo tanto, después de 36 E.C., todos, tanto judí­os como gentiles, han disfrutado de la misma posición a los ojos de Dios. (Ro 11:30-32; 14:12.) Las personas de las naciones gentiles no estaban en el pacto de la Ley y nunca habí­an sido parte de un pueblo que tuviera una relación especial con Dios, el Padre, excepto aquellos a los que se habí­a circuncidado como prosélitos judí­os. A partir de ese momento, se les extendí­a la oportunidad a nivel individual de llegar a ser parte del pueblo de Dios. No obstante, antes de que se les pudiese bautizar en agua, tení­an que acercarse a Dios, ejerciendo fe en su hijo Jesucristo. Luego debí­a seguir el bautismo en agua, según el ejemplo y mandato de Cristo. (Mt 3:13-15; 28:18-20.)
Este bautismo cristiano tiene un efecto vital en la posición de la persona ante Dios. Después de decir que Noé construyó un arca en la que se conservó con vida a través del Diluvio tanto a él como a su familia, el apóstol Pedro escribió: †œLo que corresponde a esto ahora también los está salvando a ustedes, a saber, el bautismo (no el desechar la suciedad de la carne, sino la solicitud hecha a Dios para una buena conciencia), mediante la resurrección de Jesucristo†. (1Pe 3:20, 21.) El arca era prueba tangible de que Noé se habí­a dedicado a hacer la voluntad de Dios y habí­a realizado fielmente la obra que El le habí­a asignado. Eso hizo posible que conservara la vida. De modo correspondiente, se salvará del presente mundo inicuo a los que se dedican a Jehová sobre la base de la fe en el resucitado Jesucristo, se bautizan en sí­mbolo de esa dedicación y hacen la voluntad de Dios. (Gál 1:3, 4.) Ya no se encaminan a la destrucción con el resto del mundo. Dios les concede una buena conciencia con la esperanza de la salvación.

El bautismo no es para infantes. En vista del hecho de que †˜oí­r la palabra†™, †˜abrazarla de buena gana†™ y †˜arrepentirse†™ preceden al bautismo en agua (Hch 2:14, 22, 38, 41), y de que el bautismo requiere que la persona tome una decisión solemne, está claro que se debe tener por lo menos suficiente edad para oí­r, creer y tomar esa decisión. No obstante, algunos defienden el bautismo de infantes. Citan los pasajes donde se dice que se bautizó a †˜casas†™, como las de Cornelio, Lidia, el carcelero filipense, Crispo y Estéfanas. (Hch 10:48; 11:14; 16:15, 32-34; 18:8; 1Co 1:16.) Creen que también se bautizó a los niños pequeños de esas casas. Sin embargo, en el caso de Cornelio, los bautizados fueron aquellos que habí­an oí­do la palabra y recibido el espí­ritu santo, y luego hablaron en lenguas y glorificaron a Dios; esas cosas no podí­an aplicar a niños pequeños. (Hch 10:44-46.) Lidia era una †œadoradora de Dios, […] y Jehová le abrió el corazón ampliamente para que prestara atención a las cosas que Pablo estaba hablando†. (Hch 16:14.) El carcelero filipense tuvo que †˜creer en el Señor Jesús†™, lo que implica que los demás de su familia también tuvieron que creer para ser bautizados. (Hch 16:31-34.) †œCrispo, el presidente de la sinagoga, se hizo creyente en el Señor, y también toda su casa.† (Hch 18:8.) Todo esto demuestra que el bautismo implicaba oí­r, creer y glorificar a Dios, cosas que los niños pequeños no pueden hacer. Cuando en Samaria oyeron y creyeron †œlas buenas nuevas del reino de Dios y del nombre de Jesucristo, procedieron a bautizarse†, pero como especifica el registro bí­blico, los bautizados fueron †˜varones y mujeres†™, no niños. (Hch 8:12.)
El apóstol Pablo dijo a los corintios que los hijos eran †œsantos† gracias al padre creyente, lo que no prueba que se bautizara a los niños, sino, más bien, implica lo opuesto. Los hijos menores demasiado jóvenes para tomar esa decisión se beneficiarí­an del mérito de su padre creyente, no de ningún supuesto bautismo sacramental que le impartiera un mérito independiente. Si hubiera sido apropiado bautizar a los niños pequeños, no hubiesen necesitado que se les extendiese el mérito del padre creyente. (1Co 7:14.)
Es verdad que Jesús dijo: †œCesen de impedir que [los niñitos] vengan a mí­, porque el reino de los cielos pertenece a los que son así­† (Mt 19:13-15; Mr 10:13-16), pero no se bautizó a los niños. Jesús los bendijo, y no hay nada que indique que el que pusiera las manos sobre ellos fuera una ceremonia religiosa. También mostró que †˜el reino de Dios pertenecí­a a los que eran así­†™ debido a que esos niños eran enseñables y confiados, y no al bautismo. A los cristianos se les ordena que sean †œpequeñuelos en cuanto a la maldad†, pero †œplenamente desarrollados en facultades de entendimiento†. (Mt 18:4; Lu 18:16, 17; 1Co 14:20.)
El historiador de la religión Augustus Neander escribió lo siguiente de los cristianos del primer siglo: †œEl bautismo de niños era desconocido en este perí­odo […]. No aparecen indicios de bautismo de niños sino hasta un perí­odo de tiempo tan tardí­o como el de Ireneo (c. 140-203 E.C.) —y con toda seguridad no antes—; y el que este fuese reconocido por primera vez durante el transcurso del tercer siglo como parte de la tradición apostólica es una prueba en contra, más bien que a favor, de su origen apostólico†. (History of the Planting and Training of the Christian Church by the Apostles, 1864, pág. 162.)

Inmersión completa. La definición dada antes muestra con claridad que el bautismo es una inmersión completa y no el mero hecho de derramar o rociar agua. Los bautismos registrados en la Biblia corroboran este hecho. A Jesús se le bautizó en el Jordán, un rí­o de tamaño considerable, después de lo cual †œsubió del agua†. (Mr 1:10; Mt 3:13, 16.) Juan escogió para bautizar un lugar situado en el valle del Jordán, cerca de Salim, †œporque allí­ habí­a una gran cantidad de agua†. (Jn 3:23.) El eunuco etí­ope pidió que se le bautizara cuando él y Felipe llegaron a †œcierta masa de agua†. En aquella ocasión, ambos †œbajaron al agua†, y después se dice que †˜subieron del agua†™. (Hch 8:36-40.) Todos estos ejemplos dan a entender que habí­a suficiente agua como para tener que entrar y salir de ella andando, y no un pequeño estanque donde el agua llegase hasta los tobillos. Además, el hecho de que el bautismo también se usa para simbolizar un entierro indica que se trataba de una inmersión completa. (Ro 6:4-6; Col 2:12.)
Las fuentes históricas muestran que los primeros cristianos bautizaban por inmersión. Sobre este tema, el Diccionario de la Biblia (edición de Serafí­n de Ausejo, 1981, col. 213) dice: †œPor el vocabulario mismo [de las Escrituras] se ve que el bautismo se administraba por inmersión†. El Diccionario Enciclopédico Salvat (1967, vol. 2, pág. 577) añade: †œEl primitivo ritual del BAUTISMO […] se efectuó en la Iglesia cristiana primitiva por inmersión†.

Bautismo en Cristo Jesús, en su muerte. Cuando fue bautizado en el rí­o Jordán, Jesús sabí­a que empezaba para él una etapa de sacrificio. Sabí­a que su †˜cuerpo preparado†™ tení­a que morir y que habrí­a de hacerlo en inocencia, como un sacrificio humano perfecto cuyo valor servirí­a de rescate para la humanidad. (Mt 20:28.) Entendí­a que debí­a sumirse en la muerte, pero que serí­a levantado de ella al tercer dí­a. (Mt 16:21.) Por eso, comparó su experiencia a un bautismo en la muerte. (Lu 12:50.) Explicó a sus discí­pulos que durante su ministerio ya estaba experimentando este bautismo. (Mr 10:38, 39.) Jesús fue completamente bautizado en la muerte el dí­a que murió en el madero de tormento (el 14 de Nisán de 33 E.C.). Este bautismo quedó consumado cuando su Padre, Jehová Dios, lo resucitó al tercer dí­a (el levantarlo formaba parte del bautismo). El bautismo de Jesús en la muerte es, sin duda, distinto de su bautismo en agua. Fue bautizado en agua al principio de su ministerio, y en ese momento dio comienzo su bautismo en la muerte.
Los fieles apóstoles de Jesucristo fueron bautizados en agua según el bautismo de Juan. (Jn 1:35-37; 4:1.) Pero todaví­a no se les habí­a bautizado con espí­ritu santo cuando Jesús les indicó que también se les someterí­a a un bautismo simbólico como el suyo, el bautismo en la muerte. (Mr 10:39.) Por lo tanto, el bautismo en su muerte es algo diferente del bautismo en agua. Pablo dijo lo siguiente en su carta a la congregación cristiana de Roma: †œ¿O ignoran que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte?†. (Ro 6:3.)
Jehová es el responsable de ejecutar este bautismo en Cristo Jesús, así­ como el bautismo en su muerte. El ungió a Jesús, convirtiéndolo en el Cristo o Ungido. (Hch 10:38.) Así­ que lo bautizó con espí­ritu santo para que por medio de él más tarde sus seguidores también pudieran ser bautizados con espí­ritu santo. Por lo tanto, los que llegan a ser coherederos con él, aquellos que tienen esperanza celestial, han de ser †œbautizados en Cristo Jesús†, es decir, en el Ungido Jesús, quien al tiempo de su ungimiento también fue engendrado como hijo espiritual de Dios. De este modo llegan a estar unidos a él, su Cabeza, y a formar parte de la congregación que es el cuerpo de Cristo. (1Co 12:12, 13, 27; Col 1:18.)
El proceder de estos seguidores cristianos que son bautizados en Cristo Jesús es un proceder de integridad bajo prueba desde que se les bautiza en él, un enfrentamiento diario con la muerte y, por fin, una muerte de integridad, como explica el apóstol Pablo en su carta a los cristianos romanos: †œPor lo tanto, fuimos sepultados con él mediante nuestro bautismo en su muerte, para que, así­ como Cristo fue levantado de entre los muertos mediante la gloria del Padre, así­ también nosotros andemos en novedad de vida. Porque si hemos sido unidos con él en la semejanza de su muerte, ciertamente también seremos unidos con él en la semejanza de su resurrección†. (Ro 6:4, 5; 1Co 15:31-49.)
Cuando escribió a la congregación de Filipos, Pablo aclaró la cuestión aún más, al describir su propio proceder como †œuna participación en sus sufrimientos, sometiéndome a una muerte como la de él, para ver si de algún modo puedo alcanzar la resurrección más temprana de entre los muertos†. (Flp 3:10, 11.) Solo el Padre celestial Dios Todopoderoso, que es el Bautizante de aquellos a los que se bautiza en unión con Jesucristo y en su muerte, puede consumar este bautismo. Lo hace por medio de Cristo al levantarlos de la muerte para unirlos con Jesucristo en la semejanza de su resurrección a una vida celestial inmortal. (1Co 15:53, 54.)
El apóstol Pablo ilustra que una congregación de personas puede, por decirlo así­, ser bautizada o sumergida en un libertador y caudillo cuando dice que la congregación de Israel †˜fue bautizada en Moisés por medio de la nube y del mar†™. A los israelitas los cubrí­a una nube protectora y los muros de agua que tení­an a cada lado, de modo que, hablando simbólicamente, se les sumergió. Moisés predijo que Dios levantarí­a un profeta semejante a él mismo; Pedro aplicó esta profecí­a a Jesucristo. (1Co 10:1, 2; Dt 18:15-19; Hch 3:19-23.)

¿Qué es el bautismo †œcon el propósito de ser personas muertas†?
Los traductores han vertido de varias maneras el pasaje de 1 Corintios 15:29: †œ¿Qué harán los que se bautizan por los muertos?† (Val); †œpor aliviar a los difuntos† (TA); †œen favor de los difuntos† (SA, 1972); †œen atención a los muertos† (GR); †œcon el propósito de ser personas muertas† (NM).
Se han dado muchas interpretaciones distintas a este versí­culo. La más común es que Pablo se estaba refiriendo a la costumbre del bautismo sustitutorio en agua, es decir, bautizar a personas vivas en favor de otras muertas, a modo de sustitución, para beneficiarlas. No es posible probar que existiera tal práctica en los dí­as de Pablo, y no estarí­a de acuerdo con los textos que especifican con claridad que los que se bautizaban eran los †œdiscí­pulos†, los que personalmente †˜abrazaban la palabra de buena gana†™, los que †˜creí­an†™. (Mt 28:19; Hch 2:41; 8:12.)
La obra A Greek-English Lexicon, de Liddell y Scott, incluye †œpor†, †œen favor de† y †œpor causa de† entre los significados de la preposición griega hy·pér cuando se usa con palabras en el caso genitivo, como en 1 Corintios 15:29 (revisión de H. Jones, Oxford, 1968, pág. 1857). En algunos contextos la expresión †œpor causa de† equivale a †œcon el propósito de†. Ya en 1728 Jacob Elsner notó que diferentes escritores griegos habí­an dado a la preposición hy·pér con palabras en genitivo un significado de finalidad, es decir, un significado que expresa propósito, y señaló que en 1 Corintios 15:29 esta construcción tiene tal significado. (Observationes Sacræ in Novi Foederis Libros, Utrecht, vol. 2, págs. 127-131.) De acuerdo con esto, la Traducción del Nuevo Mundo emplea la expresión †œcon el propósito de† para verter hy·pér en este versí­culo.
Cuando un término puede traducirse gramaticalmente de más de una manera, la correcta es la que armoniza con el contexto. En este caso el contexto (1Co 15:3, 4) muestra que el tema principal tratado es la creencia en la muerte y la resurrección de Jesucristo. Los siguientes versí­culos presentan prueba de la seguridad de esta creencia (vss. 5-11); consideran las graves implicaciones de negar la creencia en la resurrección (vss. 12-19), el hecho de que la resurrección de Cristo asegura que otros serán levantados de entre los muertos (vss. 20-23) y que todo ello tiene como fin la unificación de toda la creación inteligente con Dios (vss. 24-28). El versí­culo 29 es, obviamente, parte integral de esta consideración. Pero, ¿de la resurrección de quiénes se trata en el versí­culo 29? ¿De la de aquellos de cuyo bautismo se habla en el versí­culo? ¿O es la de alguien que hubiera muerto antes de que tuviera lugar ese bautismo? ¿Qué indican los versí­culos siguientes? Los versí­culos 30 a 34 muestran claramente que en el 29 se está hablando de las perspectivas de vida futura de cristianos vivos, y los versí­culos 35 a 58 aclaran que eran cristianos fieles que tení­an la esperanza de vida celestial.
Esto está de acuerdo con Romanos 6:3, que dice: †œ¿O ignoran que todos los que fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte?†. Como este texto pone de manifiesto, ese no es un bautismo al que el cristiano se somete en favor de alguien ya muerto; por el contrario, es algo que afecta el propio futuro de la persona.
¿En qué sentido, entonces, fueron bautizados aquellos cristianos †œcon el propósito de ser personas muertas†, o †œbautizados en su muerte†? Fueron sumergidos en un proceder de vida í­ntegro hasta la muerte, como en el caso de Cristo, y con la esperanza de una resurrección como la suya a vida espiritual inmortal. (Ro 6:4, 5; Flp 3:10, 11.) Este no era un bautismo que se realizaba rápidamente, como en el caso del bautismo en agua. Más de tres años después de su bautismo en agua, Jesús habló de un bautismo que en su caso aún no se habí­a consumado y que todaví­a estaba en el futuro para sus discí­pulos. (Mr 10:35-40.) Como este bautismo culmina en la resurrección a la vida celestial, debe empezar con la influencia del espí­ritu de Dios en la persona de tal modo que engendre esta esperanza, y debe terminar, no con la muerte, sino con la realización de la perspectiva de vida espiritual inmortal por medio de la resurrección. (2Co 1:21, 22; 1Co 6:14.)

El lugar de la persona en el propósito de Dios. Debe notarse que el que se bautiza en agua entra en una relación especial como siervo de Jehová, para hacer Su voluntad. La persona no determina cuál va a ser la voluntad de Dios para ella, sino que es Dios quien decide cómo la va a usar y dónde la va a colocar en el contexto de Sus propósitos. Por ejemplo, en el pasado, toda la nación de Israel tení­a una relación especial con Dios, era Su propiedad (Ex 19:5), pero solo se seleccionó a la tribu de Leví­ para desempeñar los servicios en el santuario, y de esta tribu, solo la familia de Aarón constituyó el sacerdocio. (Nú 1:48-51; Ex 28:1; 40:13-15.) Jehová Dios designó exclusivamente a la lí­nea de la familia de David como asiento de la realeza. (2Sa 7:15, 16.)
Del mismo modo, los que se someten al bautismo cristiano llegan a ser propiedad de Dios, sus esclavos, a quienes El emplea como considera conveniente. (1Co 6:20.) Un ejemplo de lo antedicho lo hallamos en Revelación, donde se hace referencia a un número definido de personas a las que se †˜sella†™, a saber, 144.000. (Re 7:4-8.) Aun antes de la aprobación final, el espí­ritu santo de Dios sirve como un sello que da a los que son sellados una garantí­a anticipada de su herencia celestial. (Ef 1:13, 14; 2Co 5:1-5.) También se dijo a los que tienen tal esperanza: †œDios ha colocado a los miembros en el cuerpo [de Cristo], cada uno de ellos, así­ como le agradó†. (1Co 12:18, 27.)
Jesús llamó la atención a otro grupo cuando dijo: †œTengo otras ovejas, que no son de este redil; a esas también tengo que traer, y escucharán mi voz, y llegarán a ser un solo rebaño, un solo pastor†. (Jn 10:16.) Estas no pertenecen al †œrebaño pequeño† (Lu 12:32), pero también tienen que acercarse a Jehová por medio de Jesucristo y ser bautizadas en agua.
La visión dada al apóstol Juan, registrada en Revelación, concuerda con estas palabras de Jesús, pues, después de ver a los 144.000 †œsellados†, Juan vuelve sus ojos a †œuna gran muchedumbre, que ningún hombre podí­a contar†. Se dice que estos †œhan lavado sus ropas largas y las han emblanquecido en la sangre del Cordero†, indicando así­ su fe en el sacrificio de rescate de Jesucristo, el Cordero de Dios. (Re 7:9, 14.) Por lo tanto, aunque tienen el favor divino —están †œde pie delante del trono [de Dios]†—, no son los que El selecciona para componer los 144.000 †œsellados†. La visión sigue diciendo que esta †œgran muchedumbre† sirve a Dios dí­a y noche y que El la protegerá y cuidará. (Re 7:15-17.)

Bautismo con fuego. Cuando muchos fariseos y saduceos acudieron a Juan el Bautista, él los llamó †œprole de ví­boras†. Habló del que tení­a que venir y dijo: †œEse los bautizará con espí­ritu santo y con fuego†. (Mt 3:7, 11; Lu 3:16.) El bautismo con fuego y el bautismo con espí­ritu santo no son lo mismo. El primero no podí­a ser, como algunos alegan, las lenguas de fuego del Pentecostés, porque a los discí­pulos no se les sumergió en fuego. (Hch 2:3.) Juan dijo a sus oyentes que se efectuarí­a una división: el trigo serí­a recogido, después de lo cual se quemarí­a la paja con un fuego que no se podrí­a apagar. (Mt 3:12.) También mostró que el fuego no serí­a una bendición o recompensa, sino que se deberí­a a que †˜el árbol no producí­a fruto excelente†™. (Mt 3:10; Lu 3:9.)
Usando el fuego como sí­mbolo de destrucción, Jesús predijo la ejecución de los inicuos que ocurrirí­a durante su presencia con las siguientes palabras: †œPero el dí­a en que Lot salió de Sodoma, llovió del cielo fuego y azufre y los destruyó a todos. De la misma manera será en aquel dí­a en que el Hijo del hombre ha de ser revelado†. (Lu 17:29, 30; Mt 13:49, 50.) Hay otros ejemplos —en 2 Tesalonicenses 1:8, Judas 7 y 2 Pedro 3:7, 10— en los que el fuego no representa una fuerza salvadora, sino destructiva.

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. La praxis bautismal en la época apostólica: 1. Testimonio de los Hechos; 2. Bautismo y profesión de fe; 3. Jesús en el origen del bautismo cristiano. II. El bautismo de Juan y el bautismo cristiano
III. La doctrina del bautismo en el evangelio de Juan: 1. El bautismo como renacer de lo alto; 2. El bautismo nace de la cruz. IV. El bautismo en la doctrina de san Pablo: 1. El bautismo como asimilación a la muerte y resurrección del Señor; 2. El bautismo nos hace hijos de Dios; 3. El bautismo como nueva circuncisión; 4. El bautismo como lavatorio. V. El bautismo en la primera carta de Pedro: 1. El bautismo como †œantitipo† del diluvio; 2. El bautismo y el sacerdocio universal.
El bautismo es el acto del nacimiento del cristiano, y tiene, por tanto, una importancia fundamental. Pero uno es cristiano en la medida en que se adhiere por la fe a Cristo y por medio de él comulga con todos los hermanos en la fe. De aquí­ la importancia que asume en el bautismo la ¡fe, así­ como su dimensión eclesial. Todos estos problemas se advierten hoy con agudeza y afectan a no pocos aspectos pastorales; pensemos, por ejemplo, en el bautismo de los niños. Ese bautismo, ¿tiene sentido realmente donde no está suficientemente garantizada una educación en la fe dentro de la familia o en otro ambiente? Y para un adulto, que quiera quizá vivir en la fe, pero la vive aisladamente, ¿no es quizá el bautismo un estí­mulo a trascenderse y a unirse a la comunidad?
Aunque se trate de problemas tí­picamente modernos, la Biblia está llena de indicaciones histórico-teológicas, que de alguna forma pueden ayudarnos a resolverlos.
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1. LA PRAXIS BAUTISMAL EN LA EPOCA APOSTOLICA.
Ante todo hay que advertir que la praxis del bautismo no sólo está atestiguada desde la época apostólica, sino que es incluso el sacramento del que se habla más en todo el NT. Es esto una señal evidente de su originalidad, precisamente porque habrí­a faltado tiempo para tomarlo prestado de otros ambientes, aunque
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no pueden negarse ciertas analogí­as con ritos similares de ablución, usados sobre todo en el mundo judí­o. Pensemos, por ejemplo, en las diversas abluciones de Qumrán y en el mismo bautismo de Juan, que sólo vagamente recuerda al bautismo cristiano, aunque pudo haber influido en él de alguna manera.
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1. Testimonio de los Hechos.
Los Hechos de los Apóstoles demuestran constantemente que el primer paso que hay que dar para ser cristiano es hacerse bautizar, aceptando la fe proclamada por los apóstoles. Así­, por ejemplo, después del discurso de Pedro para comentar el suceso de pentecostés, cuando la gente le pregunta qué ha de hacer para salvarse, Pedro responde: †œArrepentios, y que cada uno de vosotros se bautice en el nombre de Jesucristo para el perdón de vuestros pecados; entonces recibiréis el don del Espí­ritu Santo† (Hch 2,37-38
El bautismo está aquí­ claramente unido a la fe, que exige la conversión de los pecados y produce como fruto una presencia particular del Espí­ritu. Como se ve, el bautismo no es un gesto aislado, que valga en sí­ y por sí­ mismo, sino que está vinculado a todo un conjunto de actitudes espirituales, producidas en parte por él y presupuestasen parte. En cierto sentido es como la sí­ntesis de todos los elementos que constituyen la †œnovedad† cristiana; sobre todo es fundamental la relación bautismo-fe, que se expresa de nuevo inmediatamente después en el texto recordado, cuando se dice que †œlos que acogieron su palabra se bautizaron; y aquel dí­a se agregaron unas tres mil personas† (2,41).
También de los primeros creyentes de Samarí­a se dice que, después de haber escuchado el anuncio de Felipe, †œhombres y mujeres creyeron en él y se bautizaron† (8,12). Tras el encuentro del diácono Felipe con el eunuco de la reina Candaces, al que habí­a explicado la profecí­a de Is 53,7-8, al llegar junto a un manantial, el eunuco le dice: †œMira, aquí­ hay agua, ¿qué impide que me bautice?… Bajaron los dos al agua, Felipe y el eunuco, y lo bautizó† (8,36-38). Ni siquiera Saulo se libra de la ley del bautismo (9,19). Pedro bautiza a los de la casa de Cornelio después de haber visto que los signos del Espí­ritu empezaban ya a manifestarse en aquellos primeros creyentes paganos (10,47-48).
También Pablo, que será el gran teólogo del bautismo, lo practica continuamente en su múltiple actividad misionera. Así­, en Filipos bautiza a Lidia, después de que el Señor hubiera abierto †œsu corazón para que aceptase las cosas que Pablo decí­a† (16,14-15). Igualmente, en Filipos bautizó al carcelero después de la prodigiosa liberación de la cárcel por obra de un imprevisto terremoto: †œY le anunciaron la palabra del Señor a él y a todos los que habí­a en su casa. A aquellas horas de la noche el carcelero les lavó las heridas, y seguidamente se bautizó él con todos los suyos† (16,32-33).
Aquí­, como en el caso anterior, se habla del bautismo conferido a toda la familia; pero siempre está vinculado a la fe, como se deduce del diálogo del carcelero con Pablo y con Silas (16,30-31). La referencia a la familia, que incluye normalmente también a los pequeños, según algunos (J. Jeremí­as, O. Cullmann, etc.) es un buen indicio del bautismo concedido a los niños, que muy pronto se hará práctica común en la Iglesia (siglo n).
También en Corinto, después de la predicación de Pablo, †œCrispo, el jefe de la sinagoga, creyó en el Señor con toda su familia; y muchos de los corintios que habí­an oí­do a Pablo creyeron y se bautizaron† (18,8). En Efeso, habiéndose encontrado con algunos discí­pulos que habí­an sido bautizados sólo en †œel bautismo de Juan†, les invitó a hacerse bautizar †œen nombre† de Cristo: †œAl oí­rlo, se bautizaron en el nombre de Jesús, el Señor. Cuando Pablo les impuso las manos, descendió sobre ellos el Espí­ritu Santo y se pusieron a hablar en lenguas extrañas y a profetizar† (19,4-6).
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2. Bautismo y profesión de fe.
De todo lo dicho resulta evidente que el bautismo es el rito que presupone e inicia, al mismo tiempo, en la fe cristiana, de la que es la proclamación pública, y constituye además un compromiso a vivirla delante de los demás. La predicación del evangelio incluye también el anuncio del bautismo como sacramento para significar y producir la novedad cristiana.
A la luz de cuanto venimos diciendo se puede comprender lo que Pablo escribe a los corintios -indignado al ver que estaban divididos entre sí­ y que algunos declaraban que pertenecí­an a él- y que parece disminuir la importancia del bautismo: †œDoy gracias a Dios de no haber bautizado a ninguno de vosotros, excepto a Crispo y a Gayo. Así­ nadie puede decir que fuisteis bautizados en mi nombre… Pues Cristo no me mandó a bautizar, sino a evangelizar…†(lCo 1,14-17).
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Se trata indudablemente de una afirmación hiperbólica, que quiere resaltar la primací­a de la evangelización, de la que el bautismo es, sin embargo, la coronación. Por otra parte, hay en ese texto una frase que puede ayudarnos a comprender por qué se expresó Pablo de esta manera: †œNadie puede decir que fuisteis bautizados en mi nombre† (y. 15).
Más de una vez, en el libro de los Hechos, se dice que el bautismo se administraba †œen el nombre de Jesucristo† (2,38; etc.); es una frase más bien genérica y sobre la cual disputan los exegetas. Algunos la han interpretado como si se tratara de la fórmula con que se administraba el bautismo; otros como si quisiera decir: †œpor la autoridad que viene de Cristo†. En relación con el texto de Pablo (†œnadie puede decir que fuisteis bautizados en mi nombre †œ), esta fórmula parece significar más bien casi una especie de apropiación espiritual, que el apóstol niega, ya que él es sólo un administrador del sacramento, mientras que para Cristo la cosa es verdadera en el sentido de que el bautismo consagra efectivamente a él, convirtiendo al cristiano en una especie de propiedad suya.
La única diferencia es que en 1 Cor 1,15 se dice †œen mi nombre† (eis to emdn ónoma), mientras que en Ac 2,38 se dice †œsobre el nombre (epi té onómati) de Jesucristo†, yen Ac 10,48 †œen el nombre (en té onómati) de Jesucristo†.
Pero por todo el conjunto parece que las tres preposiciones no cambian el sentido de las cosas; no son más que variantes para decir que el bautismo une a Cristo y †œconsagra† misteriosamente a él y no a un hombre, aunque sea tan grande como Pablo.
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3. Jesús en el origen del bautismo cristiano.
Precisamente porque el bautismo guarda una relación muy particular con Cristo y porque se practicó desde el comienzo de la experiencia cristiana, estamos obligados a pensar que se deriva directamente de Cristo. Es posible encontrar huellas de ello en varios pasajes de los evangelios, aun admitiendo que sufrieron algunos retoques a la luz tanto de la fe pospascual como de la praxis litúrgica posterior.
En este sentido son significativas las conclusiones de los dos primeros sinópticos, donde el bautismo forma parte esencial del mandato universal confiado por Jesús a sus apóstoles: †œId por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará, pero el que no crea se condenará. A los que crean les acompañarán estos prodigios: en mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas† (Mc 16,15-18).
El mandato misionero en Mateo, aunque es sustancialmente igual, tiene también notables diferencias: †œId, pues, y haced discí­pulos mí­os en todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los dí­as hasta el fin del mundo† (Mt 28,18-20).
Me parece que en estos dos textos es fundamental tanto la †œpredicación† de la fe, sin limitación geográfica y mucho menos de raza (†œId por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura†), como su aceptación. Pero junto a la fe se exige el bautismo, que no puede ser solamente una ratificación externa de la fe, sino algo más profundo, que realiza Jo que significa en su rito externo.
Y eso †œmás profundo† deberí­a estar precisamente en la palabra que sólo nos refiere san Mateo, recogiéndola probablemente de la praxis litúrgica de su tiempo: †œBautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo†; allí­ †œen el nombre† no significa simplemente †œcon la autoridad†, sino más bien consagrándolos y casi insertándolos en el seno del misterio trinitario, como parece señalar también la preposición de movimiento (eis to ónoma). Si la fe es la aceptación del misterio, el sacramento es la introducción total en el misterio trinitario, en donde todo es asombro y maravilla.
En este sentido, como indicación de esta novedad de relaciones con el Dios-Trinidad, no tiene por qué sorprender el conjunto de †œsignos† que menciona Marcos y que acompañarán †œa los que crean†: hablar lenguas nuevas, echar a los demonios, etc. ¿No pueden significar, a modo de ejemplo, la †œnovedad† que surge en la historia mediante la fe y el sacramento? Y la promesa de Cristo de †œestar† con los †œsuyos† todos los dí­as hasta el fin del mundo, ¿no podrí­a aludir al hecho de que, sobre todo mediante el bautismo †œen el nombre† de la Trinidad, él está presente y operante en el corazón de sus fieles?
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II. EL BAUTISMO DE JUAN Y EL BAUTISMO CRISTIANO.
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II. EL BAUTISMO DE JUAN Y EL BAUTISMO CRISTIANO.
En este punto también es posible ver la diferencia que hay entre el bautismo cristiano y el de Juan, que era un simple rito externo, aunque con un simbolismo purificatorio que podí­a captar fácilmente la gente como una invitación a una renovación interior. Es lo que nos indica expresamente el evangelio de Marcos:
†œJuan Bautista se presentó en el desierto bautizando y predicando un bautismo para la conversión y el perdón de los pecados† (Mc 1,4).
Pero la suya era sólo una fase transitoria, en espera de la definitiva, en la que habrí­a de darse el don del Espí­ritu: †œDetrás de mí­ viene el que es más fuerte que yo… Yo os bautizo con agua, pero él os bautizará en el Espí­ritu Santo† (vv. 7-8). En Mateo se añade †œy fuego†(3,1 1), acentuando la dimensión escatológica del bautismo, pero también la transformación interior que éste realiza, purificadora como el fuego, a lo que se añade la fuerza del Espí­ritu que Cristo dará a los suyos en plenitud.
Y el / Espí­ritu es el don del Padre y del Hijo; por eso el bautismo cristiano se convierte no sólo en comunión con el misterio trinitario, sino también en expresión del dinamismo de la gracia que dimana de él.
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III. LA DOCTRINA DEL BAUTISMO EN EL EVANGELIO DE JUAN.
También la tradición joanea, aunque recogiendo diversos materiales, confirma la presencia particular del Espí­ritu en el bautismo cristiano. Esto es lo que declara el Bautista al ver a Jesús que acude a hacerse bautizar: †œYo no lo conocí­a, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: Sobre el que veas descender y posarseel Espí­ritu, ése es el que bautiza en el Espí­ritu Santo. Yo le he visto y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios† (Jn 1,33-34). El agua seguirá siendo indispensable por su carácter significativo de purificación y de fecundación vital, pero lo determinante será el Espí­ritu. Y es precisamente en fuerza del Espí­ritu, que es don de Cristo, como los futuros bautizados participarán de lo que es tí­pico de Cristo, esto es, de su filiación divina. Es lo que nos dirá más ampliamente san Pablo.
Pero, por lo demás, es lo que nos enseña también san Juan en el diálogo de Jesús con Nicodemo, en donde el maestro divino hace por lo menos cuatro afirmaciones, bastante importantes, ligadas todas ellas entre sí­.
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1. El bautismo como renacer de lo alto.
La primera es que para entrar en el reino de Dios, hay que †œnacer† de nuevo: †œTe aseguro que el que no nace de lo alto (ánothen, que puede significar también †œde nuevo†) no puede ver el reino de Dios† (Jn 3,3). La idea fundamental es la de un nuevo †œnacimiento†, que deriva su fuerza sólo del poder de Dios (†œde lo alto†). No tiene nada en común con el nacimiento natural, sino que produce también, en cierto sentido, una nueva vida, como se dice (en el prólogo) de los que han †œacogido† en la fe al Hijo de Dios hecho carne
(1,13).
A continuación, ante la dificultad de Nicodemo de aceptar esto, como si se tratase de volver al seno maternal, Jesús especifica cuáles son los elementos que entran enjuego en este proceso de regeneración:
†œTe aseguro que el que no nace (ghennéthé) del agua y del Espí­ritu no puede entrar en el reino de Dios† (3,5). Lo decisivo es el Espí­ritu, como se deduce también de los versí­culos siguientes, pero ligado al elemento material del agua con toda su fuerza evocativa de purificación, de frescor, de vitalidad.
Puede ser, como sostienen algunos autores (p.ej., 1. de la Potterie), que el término †œagua† haya sido añadido posteriormente para indicar dónde y cómo se verifica en concreto el nuevo nacimiento, es decir, en el bautismo. De todas formas queda en pie el hecho de que, por la fuerza del Espí­ritu que actúa en el signo del agua, el cristiano renace a una vida nueva, la cual tiene incluso moralmente unas exigencias nuevas, como sigue declarando Jesús: †œLo que nace de la carne es carne, y lo que nace del Espí­ritu es espí­ritu† (y. 6).
La tercera afirmación de este párrafo es que únicamente la fe permite no solamente captar estas realidades, sino apropiárselas. Es lo que Jesús declara a Nicodemo, que le pregunta sobre †œcómo† puede suceder esto: †œTe aseguro que hablamos de lo que sabemos y atestiguamos lo que hemos visto, y, a pesar de todo, no aceptáis nuestro testimonio†(vv. ??? 1). Todo consiste en la capacidad de aceptar el testimonio de Jesús, que anuncia solamente lo que él ha visto y conoce.
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2. El bautismo nace de la CRUZ.
Finalmente, Jesús revela dónde está la fuente de la eficacia del bautismo, con el que se nos da el Espí­ritu: su pasión y muerte, que no son tanto una derrota como su glorificación. Ac aquí­ por qué inmediatamente después habla de la necesidad de ser †œlevantado también él (Vv. 14-16), como la serpiente de bronce en el desierto (cf Núm 21,8ss). Jugando con el doble sentido de ypsób, que quiere decir tanto †œlevantar†™ fí­sicamente (en la cruz) como †œexaltar†™, es decir, glorificar, Jesús presenta la muerte de cruz como laP exaltación suprema de su amor, y por eso mismo capaz de salvar. El bautismo saca toda su fuerza de la muerte en la cruz, donde se expresa el punto más alto del amor de Cristo
a losJiombres, y que el bautizado útntr que reexpresar a su vez en su propia vida. Parece ser que alude a esto aquella misteriosa salida de †œsangre y agua†™ que brotó del costado herido de Cristo en la cruz Jn 19,34); en efecto, según la interpretación más común, se aludirí­a a la eucaristí­a y al bautismo como frutos producidos por el árbol de la cruz.
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IV. EL BAUTISMO EN LA DOCTRINA DE SAN PABLO.
Aquí­ enlazamos inmediatamente con san Pablo, que centra toda su teologí­a del bautismo en la muerte y resurrección del Señor, de la que es signo sacramental.
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1. EL BAUTISMO COMO ASIMILACION A LA MUERTE Y RESURRECCION Del Señor.
Es fundamental en este sentido el pasaje de la carta a los Romanos donde el apóstol afirma solemnemente que el bautismo nos asimila al misterio de la muerte y resurrección del Señor: †œ,No sabéis que, al quedar unidos a Cristo mediante el bautismo, hemos quedado unidos a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo y morimos, para que así­ como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así­ también nosotros caminemos en nueva vida. Pues si hemos llegado a ser una sola cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección parecida. Sabemos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con él para que el cuerpo del pecado sea destruido, a fin de que no seamos ya esclavos del pecado…† (Rm 6,3-6).
En este texto hay dos afirmaciones de especial importancia. La primera es que verdaderamente, de manera misteriosa, el bautismo nos hace participar de la muerte, sepultura y resurrección del Señor. Sigue siendo un misterio cómo se hace esto. Pero creo que se puede pensar en una comunicación con efectos salví­ficos de aquel gesto supremo de amor: no es la reproducción en nosotros de aquellos hechos, sino la apropiación, en virtud del sacramento, de su densidad salví­fica.
Pero esto supone -y es ésta la segunda afirmación- que, en virtud de esta participación, se da en el cristiano una transformación moral: un continuo morir al pecado, para †œcaminar en novedad de vida†, iniciando ya desde ahora ese proceso de transformación que culminará con la resurrección de nuestro propio cuerpo. Obsérvese ese futuro: †œSi hemos llegado a ser una sola cosa con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección parecida† (y. 5).
Quizá en este clima de exaltación del bautismo es cómo se practicaba en Corinto un extraño †œbautismo por los muertos† (1Co 15,29), como para garantizar a los que habí­an muerto antes de recibirlo una especie de salvoconducto para la resurrección final.
Así­ pues, el bautismo es como la sí­ntesis de nuestro ser de cristianos, que nos marca hasta la resurrección final, poniendo en movimiento todos los mecanismos de nuestra actuación moral. No hay que olvidar que todo esto está bajo el signo de la fe, que constituye el núcleo de toda la carta a los Romanos.
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2. El bautismo nos hace hijos de Dios.
Este tema vuelve a tratarse en la carta a los Gálatas, para decir que el bautismo, no separado nunca de la fe, al insertarnos en Cristo, nos hace a todos hijos de Dios, que deben, sin embargo, intentar reproducir en sí­ su fisonomí­a; el texto habla de †œrevestirse†™ de Cristo: †œTodos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo. No hay judí­o ni griego, no hay esclavo ni libre, no hay hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno (eí­s) en Cristo Jesús†™
Ga 3,26-28).
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Por el contexto es evidente que el bautismo, unido siempre a la fe, produce en nosotros tres efectos: nos hace †œhijos de Dios† a través de Cristo, que es el único Hijo verdadero; nos hace †œrevestirnos† de él, expresión sugestiva para decir que hemos de asimilarlo de tal manera que lo sepamos reexpresar en nuestras acciones; suprime todas las diferencias de raza, de cultura, de sexo, para hacer de todos nosotros un †œsolo ser† nuevo en Cristo. Tal es el sentido del término griego eis (=una sola persona), que es masculino: el bautismo es el que forma la comunidad eclesial, eliminando todos los elementos discriminatorios.
Inmediatamente después, san Pablo hace ver las metas ulteriores que exige y propone nuestra adhesión a Cristo en el bautismo: †œCuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para que redimiese a los que estaban bajo la ley, a fin de que recibiésemos la condición de hijos adoptivos. Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo, que dama: Abba!, iPadre! De suerte que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por la gracia de Dios† (4,4-7).
El bautismo vuelve a crearnos y nos reconstruye a la manera trinitaria: entrando en contacto con Cristo, nos hacemos hijos del Padre, que nos da su Espí­ritu.
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3. El bautismo como nueva circuncisión.
La realidad del bautismo es el presupuesto de todas las exigencias morales que Pablo propone a sus cristianos, los cuales tienen que vivir dignamente como miembros del pueblo de Dios. Quizá por esto lo presenta también como una forma de circuncisión, viendo en semejante expresión, que recuerda la antigua práctica judí­a, no sólo una nueva forma de agregación al nuevo Israel que es la Iglesia, sino también una voluntaria consagración al bien, arrancando de nosotros mismos toda raí­z de mal.
En la carta a los Colosenses, después de haber dicho que los cristianos son como llenados de Cristo por la fe, continúa: †œEn él también fuisteis circuncidados con una circuncisión hecha no por Ja mano del hombre, sino con la circuncisión de Cristo, que consiste en despojaros de vuestros apetitos carnales. En el bautismo fuisteis sepultados con Cristo, habéis resucitado también con él por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos† (Col 2,11-14).
Es evidente la vinculación que establece el apóstol entre la circuncisión y el bautismo en este lugar, no ya para reproducir esa circuncisión con un rito distinto, sino para aplicar su simbolismo a la realidad nueva introducida por Cristo: hay algo que debe ser cortado y echado de nosotros, es decir, nuestras culpas; se produce en nosotros una especie de muerte (†œfuisteis sepultados con Cristo†); se realiza una vida nueva resucitando con Cristo. Nótese además que todos estos hechos no se expresan en futuro, sino en pretérito (†œhabéis resucitado†, etc.): señal de que expresan una realidad ya en acto. El bautizado vive ya la dimensión esca-tológica de su fe, aunque no se haya desvelado ésta todaví­a.
Es lo que se percibe con mayor evidencia todaví­a cuando, poco después, Pablo exhorta a aquellos cristianos: †œPor consiguiente, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios; pensad en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Vosotros habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios…† (Col 3,1-4). También aquí­ aparece de forma explí­cita la dialéctica muerte y resurrección, como una realidad ya operante; lo que pasa es que ahora en la vida del cristiano tiene que aparecer más este misterio de muerte y de †œocultamien-to†en Cristo, que dice superación del pecado, para que a su debido tiempo se manifieste en plenitud la †œgloria† de la futura resurrección.
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4. El bautismo como lavatoRiO.
Siguiendo en el terreno de los escritos paulinos (o en los que se le .atribuyen de alguna manera), nos parece muy importante el testimonio de la carta a Tito que, de hecho, aunque con términos nuevos, se mueve en la cUnea de la enseñanza expuesta hasta ahora: †œPero Dios, nuestro salvador, al manifestar su bondad y su amor por los hombres, nos ha salvado, no por la justicia que hayamos practicado, sino por puro amor, mediante el bautismo regenerador y la renovación del Espí­ritu Santo, que derramó abundantemente sobre nosotros por Jesucristo, nuestro salvador, a fin de que, justificados por su gracia, seamos herederos de la vida eterna, tal y como lo esperamos† (Tt 3,4-7).
Haciendo remontar todo el misterio de nuestra salvación a la bondad y a la misericordia del Señor y no a nuestras pretendidas obras de justicia, el autor afirma que esto se ha verificado en el signo sacramental
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del bautismo, el cual ha realizado verdaderamente con el simbolismo del rito la regeneración del cristiano; se trata de un lavatorio (butrón), que debe purificar y limpiar, pero también de una especie de germen de vida que nos regenera, separándonos de nuestra vida anterior, y nos renueva dándonos el don del Espí­ritu, que es Espí­ritu de novedad y de vida. Todo esto es ya realidad, pero espera su maduración en la vida eterna; por eso somos †œherederos de la vida eterna, tal y como lo esperamos† (y. 7). Una vez más, el bautismo aparece con toda su riqueza de significado, con la realidad de sus efectos salví­ficos, pero también con su falta de plenitud es signo de un †œmás allá, que todaví­a está por venir.
Otra referencia al bautismo como lavatorio la tenemos en Ep 5,26 en donde, al hablar de la Iglesia, se dice que Cristo se entregó a ella †œa fin de purificarla por medio del agua del bautismo y de la palabra. Dado el contexto nupcial, es casi seguro que se aluda aquí­ al baño ceremonial que la novia tení­a que hacer para prepararse al matrimonio.
Para la Iglesia, esposa de Cristo, este baño es el bautismo: la †œpalabra† que la acompaña aludirí­a a la profesión de fe, que el catecúmeno pronunciaba solemnemente en aquella ocasión.
El tema del bautismo como lavatorio no sólo del cuerpo, sino sobre todo del corazón, lo tenemos también en Heb 10,22, donde se dice que, teniendo a Cristo como sumo sacerdote, podemos ahora acercarnos a Dios †œcon un corazón sincero, con fe perfecta, purificados los corazones de toda mancha de la que tengamos conciencia, y el cuerpo lavado con agua pura†™.
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V. EL BAUTISMO EN LA PRIMERA CARTA DE PEDRO.
Antes de concluir, nos gustarí­a recordar algunas alusiones al bautismo que aparecen en la primera carta de Pedro, que algunos autores (P. Bois-mard, etc.) consideran incluso, al menos en los cuatro primeros capí­tulos, como una especie de catequesis pascual, dirigida sobre todo a los recién bautizados, que son llamados †œniños recién nacidos† (2.2).
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1. El bautismo como †œantitipo†™ del diluvio.
El texto más explí­cito es aquel donde el autor -después de introducir una referencia a una bajada misteriosa de Cristo a los infiernos para †œanunciar la salvación incluso a los espí­ritus que estaban en prisión y que se habí­an mostrado reacios a la fe en otro tiempo, en los dí­as de Noé, cuando Dios esperaba con paciencia mientras se construí­a el arca, en la cual unos pocos, ocho personas, se salvaron del agua† (3,19-20)- se basa precisamente en el diluvio para decir que el bautismo estaba de alguna manera prefigurado en aquel dramático suceso de destrucción y de salvación al mismo tiempo: †œEsa agua† presagiaba (era antí­-typon) el bautismo, que ahora os salva a vosotros, no mediante la purificación de la inmundicia corporal, sino mediante la súplica hecha a Dios por una conciencia buena, la cual recibe su eficacia de la resurrección de Jesucristo, el cual, una vez sometidos los ángeles, las potestades y las virtudes, subió al cielo y está sentado a la diestra de Dios† (3,21-22).
Es evidente que aquí­ se toma del diluvio, como fuerza simbólica, no sólo el recuerdo del agua, sino también su capacidad de salvación para las ocho personas encerradas en el arca que se salvaron (diesothésan), pero no su fuerza destructora. Además, se explica también así­ con mayor claridad en qué consiste esa †œsalvación† (sóze salva): no se trata de una purificación de las inmundicias del cuerpo, sino de la creación de una †œconciencia buena† para con Dios, que se manifestaba en el interrogatorio inicial (eperéí­ema, pregunta) con que se introducí­an en el bautismo los catecúmenos, precisamente para responsabilizarles de lo que hací­an. Era una †œnueva creación† lo que entonces empezaba para el recién bautizado, una especie de †œantidiluvio†: la salvación, en lugar de la destrucción (diluvio).
Todo esto es posible en virtud de la resurrección de Cristo, el cual, †œsentado a la diestra del Padre†™, puede comunicar su vida inmortal a los que creen en su nombre. Todo bautizado debe vivir como resucitado, dominando, lo mismo que Cristo, todas las †œpotestades† del mal y del pecado (y. 22). En cierto sentido podemos decir que el bautizado pertenece ya-al mundo futuro, aun viviendo en el presente eón, hecho de malicia y de pecado.
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2. El bautismo y el sacerdocio universal.
En la misma carta tenemos otra alusión al bautismo, aun cuando no aparezca este nombre, con toda la
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riqueza de vida nueva, de exigencias morales, de compromiso para construir la †œcasa de Dios†™; se trata del párrafo en que el autor habla del sacerdocio de los fieles: †œDesechad toda maldad, todo engaño y toda clase de hipocresí­a, envidia o maledicencia. Como niños recién nacidos, apeteced la leche espiritual no adulterada, para que alimentados con ella crezcáis en orden a la salvación, ya que habéis experimentado qué bueno es el Señor. Acercaos a él, piedra viva, rechazada por los hombres, pero escogida y apreciada por Dios; disponeos, como piedras vivientes, a ser edificados en casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer ví­ctimas espirituales agradables a Dios por mediación de Jesucristo† (2,1-5).
La imagen del †œniño recién nacido† recuerda la idea de inocencia, de sencillez, de abandono confiado, de docilidad; el bautizado debe poseer esta actitud no sólo en los comienzos, sino durante toda su vida. Además, fundamentalmente se trata de la docilidad a la palabra de Dios, expresada aquí­ por la imagen de la leche, que el niño desea ardientemente para su nutrición y su crecimiento.
El bautismo, por otra parte, no es una realidad aislada, sino una construcción en Cristo, junto a los demás creyentes, para formar un templo espiritual, donde puedan ofrecerse a Dios los sacrificios espirituales que constituyen las buenas acciones y la santidad de la vida, de la que Cristo rio sólo es maestro, sino sobre todo modelo insuperable. – El †œsacerdocio de los fieles†, que representa la forma más radical de consagración a Dios y exige una revaloración del laicado dentro de la Iglesia, se da en el bautismo, que encuentra allí­ su raí­z (cf también 2,9-10) y abre a todos un amplio espacio de trabajo en la viña del Señor. Volviendo al bautismo, con todo lo que éste significa y da, es como la Iglesia advertirá el deber de valorar los ca-/ismas de todos, sin encerrarse ya en (Clericalismos anacrónicos. La recuperación del bautismo es la obra más urgente en el rejuvenecimiento de toda la pastoral de la Iglesia de nuestros dí­as.
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5. Cipriani
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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

A) Bautismo sacramental.

B) Bautismo de deseo.

A) BAUTISMO SACRAMENTAL
Al hombre moderno le cuesta trabajo percibir la plenitud de resonancias y bienaventuranza que hay en las palabras con que, hacia fines del s. II, comienza Tertuliano su tratado sobre el b.: Felix sacramentum aquae nostrae: “feliz sacramento de nuestras aguas (de nuestro baño)” (sacramento = acción sagrada que nos obliga bajo juramento). El b. era para aquellos primeros cristianos comienzo dichoso y consciente de la vida cristiana, de un nuevo renacer conforme al ejemplar primero, Cristo, llevado a cabo en un baño de agua, acompañado de unas pocas palabras. Con la sencillez de la acción divina, en contraste con la pompa de los ritos de iniciación de los cultos paganos, “el baño de agua con la palabra” (Ef 5, 26) comunica algo increí­blemente grandioso, la vida de la eternidad (cf. TERTULIANO, De bapt. 1-2).

Sin embargo, en el fondo y en realidad, ésa es también nuestra creencia. También para el cristiano de hoy es el b. el primero de todos los sacramentos, la puerta de la vida cristiana y, como postrera consecuencia escatológica, de la vida eterna. IR1 borra el pecado original y todos los pecados personales, por la -> gracia santificante hace al bautizado partí­cipe de la naturaleza divina, le confiere la adopción divina, le da derecho a recibir los otros sacramentos y a tomar parte activa en la acción del sacerdocio cultual de la –> Iglesia. Tratemos, pues, de penetrar de nuevo la plenitud de bienes vivos que encierran estas fórmulas abstractas, partiendo de las fuentes primigenias de la revelación.

I. El Nuevo Testamento y la liturgia
El NT nos muestra claramente cómo la predicación apostólica entendió el “baño de agua con la palabra” de la vida (Ef 5, 26).

1. La palabra del Señor
El b. está estrechamente ligado con las palabras del Señor resucitado: “Haced discí­pulos mí­os a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 19s). En estas palabras se nos ha transmitido con toda seguridad la voluntad del Señor glorificado de instituir el b., aun cuando su formulación trinitaria esté condicionada por la práctica apostólica. El sentido profundo del b. es interpretado con las misteriosas imágenes tomadas de la conversación del Señor con Nicodemo (Jn 3, 1-10), que, a decir verdad, sólo son plenamente inteligibles para quien conozca ya el b. cristiano. En todo caso, hallamos desde el principio la administración del b. como fundamento para ser discí­pulo de jesús y cristiano (Act 2, 37-41 et passim). Desde la venida del Espí­ritu Santo en el primer Pentecostés, los apóstoles entendieron y administraron este baño bautismal como un uso santo ya tradicional. Deducir este uso del culto helení­stico pagano es imposible; sí­ hallamos, empero, analogí­as en el AT.

2. Analogí­as
En el AT hallamos diversas analogí­as del bautismo (en forma de lavatorios; cf. p. ej., 2x 40, 12; Lev 8, 6; 13, 6; 14, 4-9; 16,4.24; Ez 36, 25, etc.); en tiempo de Jesús, los “bautismos”, es decir, los lavatorios de esa especie eran práctica general (cf. Mc 7,2-4); algunas sectas judí­as los desarrollaron de modo particular, así­ los esenios (FLAV. Ios., Bell. Iud., 2, 117-161), sobre todo en –> Qumrán (1 QS 6, 16s; 3, 4-9; 5, 13s; cf. J. GNILKA, Der Tüu f er Johannes und der Ursprung der chistlichen Tau f e: Bul 4 [ 1963 ] 39-49). Sobre este trasfondo se entiende más fácilmente la práctica bautismal de Juan Bautista, si bien él trajo factores nuevos de decisiva importancia: como enviado de Dios, Juan bautizaba a los otros, exhortándolos a la penitencia, como preparación a un superior bautismo venidero. Los discí­pulos de Jesús bautizaron también en vida de éste, sin duda en forma semejante a la de Juan (Jn 4, 1-3 ).

3. La práctica apostólica
Pero después de la glorificación del Señor, los apóstoles practican el uso tradicional de manera nueva y con otro sentido. Ahora bautizan en el nombre de Jesús, es decir, según el mensaje sobre el nombre de Jesús, como entrega a él, invocando su nombre sobre el bautizando y, finalmente (en otro estadio de evolución), en el nombre del Padre y del Hijo y del Espí­ritu Santo. (La continuidad del uso V la transición a un nuevo modo aparece impresionantemente en Act 18, 25-26 y 19, 2-6.) La acción entera -baño de agua acompañado de palabraes la culminación de una conducta total: la penitencia y la fe se consuman en el baño bautismal. Y a esta totalidad de conducta va ligada la salvación: el perdón de los pecados y la comunicación del don del Espí­ritu Santo, porque todo eso une -yen cuanto une -de la manera más í­ntima con Cristo. Cristo es la luz que brilla en el bautismo, él es la vida que aquí­ se comunica, la verdad, que el bautizado confiesa y a que se obliga, la fuente de que brotan corrientes de agua viva, el agua y la sangre de la herida de su costado; ellas lavan al bautizado de toda culpa.

4. Teologí­a neotestamentaria
Las noticias relativamente escasas de los evangelios y los Hechos de los apóstoles, y, no en último lugar, del cuarto Evangelio, valorado plenamente en su última intención, hallan luego su grandiosa exposición en la teologí­a de los restantes libros del NT, señaladamente en Pablo, en la carta primera de Juan y en la primera de Pedro. Estos escritos ahondan en la inteligencia del baño de agua acompañado de la palabra, como singular acción sacramental y personal por la que se nos comunica fundamentalmente aquel ser en Cristo que es el compendio de toda la existencia cristiana. Pues “por el b. fuimos juntamente sepultados con él, con él juntamente fuimos resucitados por la fe en la fuerza de Dios que lo resucitó de entre los muertos” (Col 2, 12). Estas ideas se han puesto nuevamente de relieve con energí­a en la fecunda discusión de los últimos años. Aquí­ podemos prescindir de puntos menores aún oscuros y de discrepancias en la interpretación, y limitarnos al legado de fe que nos es común. Como realidad fundamental del b. aparece el hecho de que Dios, cuando estábamos muertos por nuestras culpas y pecados, movido por su amor sin medida nos dio la comunión con Cristo; estando muertos, nos convivificó con Cristo, con él nos resucitó y con él nos sentó en los cielos (Ef 2, 1.4-6). La acción de la consagración -baño de agua acompañado de la palabra para alcanzar la salvación por la remisión de los pecados y la comunicación del don del Espí­ritu Santo – es, en su realización, de sublime sencillez; aun así­ nos permite conocer claramente muchas cosas: el b. es cima del encuentro personal con Dios en Cristo, es una respuesta personal a su llamamiento, a su palabra.

“Los que aceptaron, pues, su palabra se bautizaron” (Act 2, 41). Condición para el bautismo es la obediencia a la palabra, el escuchar y seguir el imperativo: “Haced penitencia” (Act 2, 38), la respuesta a la palabra de la buena nueva sobre Jesús (Act 8, 35): “Sí­, yo creo que Jesús es hijo de Dios” (¡bid. 8, 37 según la redacción occidental del texto). El b. es realmente la forma que toma la -> fe como modo fundamental de nuestro existir en Cristo; sin la fe, serí­a acción externa muerta. Pero el b. es mucho más que la mera “expresión simbólica” de esta activa disposición creyente como baño de agua acompañado de la palabra, es: el verdadero acceso a Cristo y a su acción salvadora, el ser bautizado en su muerte, el morir y resucitar con él, la comunicación real de la comunión con su pasión, a fin de configurarnos con su muerte, para que lleguemos también a resucitar de entre los muertos (cf. Flp 3, l0s).

En otra importante visión, el agua del b. es baño de purificación: el baño de agua acompañado de la palabra purifica a la Iglesia (Ef 5, 26), agua limpia rocí­a en él el cuerpo, lava nuestros corazones y los libera de la mala conciencia (cf. Heb 10, 22). La participación en la muerte de Jesús, la purificación por el agua santa que de él brota, nos trae la comunión con la vida de Cristo, el estar en la nueva vida, el ser nueva criatura, el ser regenerados, la participación (ya ahora) en la resurrección, que, naturalmente, sólo se consumará en el futuro escatológico del retorno del Señor.

Todo esto es realidad, pero una realidad cuya plenitud el bautizando ha de afirmar y aprehender anticipadamente en la fe, y sobre cuyas consecuencias debe meditar a fin de actuarlas en la permanente seriedad de una vida verdaderamente cristiana: “Así­ (después de todo lo dicho sobre esta realidad), considerad también vosotros que estáis muertos al pecado, pero que viví­s para Dios en Cristo Jesús” (Rom 6, 11). Así­, pues, del bautismo ha de seguirse toda la grandeza y anchura de una vida fundada en Cristo (cf. Ef 3, 16-19).

El Apóstol saca con toda energí­a estas consecuencias morales prácticas de la realidad del bautismo (Rom 6, 12-14). “Se exige de los bautizados un giro radical, existencial y moral, pues por el bautismo precisamente han recibido un ser nuevo y conforme a él deben caminar, es decir, configurar su vida” (V. WARNACK, Taufe und Christusgeschehen, p. 321). La primitiva Iglesia tomó completamente en serio el tránsito del indicativo del b. – que ya en sí­ mismo es extraordinariamente grande y amplio – a su imperativo, a sus exigencias morales y existenciales: “A los que ya una vez fueron iluminados (por el bautismo), gustaron el don celeste, fueron hechos partí­cipes del Espí­ritu Santo, gustaron la buena palabra de Dios y los portentos del siglo futuro, pero vinieron después a extraviarse, es imposible renovarlos otra vez llevándolos al arrepentimiento (Heb 6, 5). No podemos entrar aquí­ en el problema de la penitencia después del b.; pero, en todo caso, Heb 6, 5 atestigua con qué vigor se recalca la plena seriedad de la obligación bautismal.

5. Liturgia bautismal
El múltiple contenido de la -sencilla acción que, sin embargo, tan altas cosas comunica, se hace visible en la liturgia del b., la cual inicia pronto su desarrollo. Tal contenido está atestiguado en la Apologí­a, de Justino, (r, 61), en el escrito de Tertuliano sobre el b. y, particularmente, en la Tradición apostólica, de Hipólito, de fines del s. ir y comienzos del III. Se comienza por una larga preparación catequética de los aspirantes al b.; sigue la preparación inmediata con ayunos, oraciones y promesas solemnes; luego la bendición del agua (por lo menos en Tertuliano). El bautismo propiamente es un auténtico baño en agua corriente, con tres inmersiones, invocando en cada una (epí­clesis) uno de los tres nombres divinos. Por fin se dan la unción, la sigilación y la imposición de manos. Y ahora -siempre con cierta solemnidad- el nuevo cristiano es admitido al culto divino de la comunidad de los fieles, al ósculo de paz y a la celebración de la eucaristí­a. Los tiempos posteriores no han hecho sino desplegar estas lí­neas fundamentales: desarrollando el ritual del bautismo con la profesión de fe, la renuncia a Satanás, la promesa a Cristo, y la forma dada a la administración propiamente dicha del bautismo y a las acciones que la siguen. El catecumenado se dividió también en una larga serie de escrutinios, hasta que, en múltiple vaivén de desarrollo y abreviación, se fijó la práctica de la administración del b. que poseemos en el ritual romano.

6. Estructura fundamental
La evolución es instructiva. En la solemne ceremonia se expresa concretamente la estructura fundamental del b.: confesión y penitencia como actos personales del candidato mayor de edad; plenitud sacramental y poderí­o del baño sagrado en el agua por la virtud del nombre de Dios: sumersión, es decir, inmersión en la comunidad de muerte con Cristo, a fin de que, por el perdón de los pecados, nazca la nueva vida en Cristo, prenda y comienzo de la vida eterna, indicada por la blanca vestidura, la luz encendida; y la exigente exhortación: “guarda tu bautismo” hasta el advenimiento del Señor al que saldremos un dí­a al encuentro con luces encendidas. Todo esto tiene una fuerza impresionante y un alto simbolismo para el bautizando adulto. Todo el NT y la época primitiva presuponen que el sujeto del b. es un adulto.

7. Bautismo de niños
Todaví­a no se habla de bautismo de niños pequeños (lo que tampoco quiere decir que se excluya). El bautismo de los niños es más bien el resultado natural de una situación totalmente cambiada de la cristiandad. Después de algunos siglos, una sociedad que era cristiana en su totalidad, querí­a que también los niños entraran en la comunión de la Iglesia y, por ende, en la de Cristo. Sin embargo, nunca se compuso un rito peculiar para el b. de niños. En los primeros tiempos “sólo en muy pequeña proporción se practicó el b. de niños. Este, por el número de los sujetos y la importancia del rito, apenas era otra cosa que un apéndice al b. de adultos… (es decir), al núcleo de los actos de la administración del b.; el ritual del catecumenado no afectaba a los niños” (STENZEL, Die T’au f e, p. 294 ). De hecho, a partir, aproximadamente, de los s. iv y v, el b. de los niños vino a ser el caso normal. Para ello se transformó ligeramente la práctica anterior, y se logró una total adaptación a la nueva situación por medio de abreviaciones y, particularmente, por la sí­ntesis de las distintas etapas en un orden bautismal continuo. Sin embargo, fundameltamente no se cambió nada, de suerte que aun hoy dí­a los bautizandos carentes de uso de razón, mediante la función representativa de los padrinos, son tratados como adultos en lo relativo a la profesión de fe y renuncia a Satanás, así­ como a la pregunta sobre su voluntad de recibir el bautismo.

8. La realidad actual
A pesar de estas imperfecciones formales, la actual liturgia bautismal de la Iglesia latina muestra con suficiente claridad lo que el b. es desde sus orí­genes en el NT: acción sagrada, baño de agua (si bien reducido a un lavado por infusión solamente en la cabeza) acompañado de la palabra, participación en la muerte, en la sepultura y, luego, en la resurrección de Cristo, lavatorio por el agua santificada en virtud del nombre de Dios, perdón de todos los pecados, comunicación de la vida, regeneración, admisión en la filiación adoptiva, y todo ello sostenido, aceptado, afirmado y confirmado por la actitud personal del neófito o catecúmeno, que se obliga a ponerlo por obra en su vida.

Este b. es posesión viva de la Iglesia y como tal se practica. Contamos con él; es el comienzo; de él nace el resto de nuestras obligaciones; como nos une con la muerte y resurrección de Cristo, él nos permite esperar en medio del inagotable “aún-no” la futura consumación escatológica.

II. Reflexión teológica
Qué signifique todo eso, lo ha ido elaborando y asegurando lentamente la teologí­a con reflexión sencilla, pero impresionante e infatigable.

Repasando ese trabajo, hemos de tratar también nosotros de comprender toda la profundidad de nuestra fe “en un solo b. para la remisión de los pecados” (sí­mbolo de Nicea, credo de la misa).

1. Los primeros tiempos
Por de pronto hallamos una reflexión sobre la riqueza del don del b. De acuerdo con la viveza del rito que se ejecuta con auténtica acción, se da aquí­ un bajar al agua para lavarse de la antigua mortalidad del pecado, y un subir del agua como paso de la muerte a la vida (Ps: Bernabé y Pastor de Hermas). Así­, el b. es baño que lava los pecados, remisión de todas las penas por éstos merecidas, iluminación para la contemplación redentora, perfección, es decir, sigilación, entrada plena a través de la frontera de la muerte en la vida de Cristo (Clemente).

2. Orí­genes
Orí­genes introduce todas estas ideas dentro del marco de su visión de la historia de la salvación, en una forma no sistemática, sino ocasional, pero con la profundidad peculiar de su intuición, tan fecunda para toda la teologí­a posterior. Lo que precedió en tipos y figuras del AT y se cumplió en Cristo, es ahora resumido y recapitulado en el b. Aquí­, como siempre, Orí­genes aboga por la primací­a del orden espiritual e interno sobre el exterior y visible, que ha de estar al servicio de aquél.

El b. de la Iglesia adquiere así­ su verdadero puesto en la historia de la salvación, entre las figuras del AT y Juan Bautista, por una parte, y la nueva forma (regeneración) de cielo y tierra al fin de los tiempos, por otra. Allí­, en el AT, la figura que por vez primera revelaba era signo indicador; el fin último es el b. escatológico “en espí­ritu santo y fuego” (Mt 3, 11). Entremedio está el b. de la Iglesia, como mediación y unión. El realiza el signo precedente, pero a su vez es en sí­ mismo signo que apunta hacia una realidad postrera, aún no cumplida. En esta doble función está lleno de espí­ritu y de eficacia salví­fica, recibiendo de Cristo toda su fuerza. Orí­genes no agota en estas consideraciones toda la significación y la -también para él- absoluta necesidad del b. Sólo quiere hacer ver con énfasis que toda la obra exterior del b. adquiere su sentido por una realidad espiritual, por el hecho de que en el b. de la Iglesia cumplimos los antiguos tipos y figuras, recibimos la gracia de Cristo y llegamos así­ a la postrera etapa del b., que es la resurrección escatológica de toda clase de -> muerte. Orí­genes exige además insistentemente que el catecúmeno no sólo realice o haga realizar en sí­ el rito tradicional del b., sino que se esfuerce por conocer prácticamente la realidad última que en el rito se esconde.

El b. es renuncia, conversión, penitencia. El morir ascético del catecúmeno se consuma sacramentalinente por el b.; sin embargo, “si uno, continuando en el pecado, se acerca al baño de agua, no recibe remisión alguna de sus pecados” (Hom. in Lc 21).

3. La controversia sobre el bautismo de los herejes
Pero estas consideraciones se quedaron por de pronto en fragmentos, que se yuxtaponí­an más o menos inconexamente. En primer término aparece, exigida por las necesidades de la práctica, la reflexión sobre el carácter irrepetible del b., sobre su carácter totalmente único y singular. El claro y firme reconocimiento de esta verdad fue logrado en la dura realidad de la controversia sobre el b. de los herejes. La controversia surgió al plantearse la cuestión de cómo la Iglesia habí­a de tratar el b. administrado en una comunidad cristiana, separada de ella por el cisma y hasta por la herejí­a. Las Iglesias de ífrica y algunas de oriente, en caso de conversión, bautizaban nuevamente al miembro de tales comunidades cismáticas o heréticas. En cambio, la Iglesia de Roma y la de Alejandrí­a reconocí­an la validez del b. de los herejes, y sólo practicaban una reconciliatio, una solemne readmisión en la Iglesia por medio de la imposición de manos. El conflicto de la distinta práctica vino a convertirse en abierta oposición entre Cipriano de Cartago, por una parte, y Esteban z de Roma, por otra. Ambos estaban de acuerdo en la fundamental confesión de que no hay un “nuevo bautismo”; sólo un b. es válido. La cuestión estaba en si el b. administrado por los herejes era verdadero b. El punto de vista romano se impuso finalmente. Al defender la primací­a del factor ministerial y sacramental, que no queda afectado por la santidad moral del ministro ni aun por la pertenencia a una falsa iglesia, la Iglesia romana aseguró el primado del poder de Dios.

4. Agustí­n
Esta idea fue la base de la teologí­a bautismal que desarrolló y acabó Agustí­n en la discusión con los herejes de su tiempo. Una vez más se afirma con énfasis que Cristo es autor y señor del sacramento del b., él es su verdadero ministro; por eso el sacramento no pierde su validez aun cuando sea administrado por un hereje, pues también éste bautiza con el b. de la Iglesia, con el b. de Cristo, “que en todas partes es santo por sí­ mismo y, por tanto, no es propiedad de los que se separan, sino de aquella comunidad de que se separan” (De bapt. t, 12, 19). En época posterior, sobre todo en su lucha contra los pelagianos y en el estudio de la cuestión del b. de los niños, Agustí­n recalcó aún más fuertemente el factor objetivo del sacramento. Sin estar ligado por el sacramento a la acción saludable de Cristo (primera y fundamentalmente por el b. y luego por la participación en la mesa del Señor), “nadie puede llegar al reino de Dios, ni a la salvación y vida eterna” (Sobre el mérito, el perdón de los pecados y el b. de los niños i, 24, 34). Mas, por otra parte, y ésta es la herencia permanente de su controversia con los donatistas, Agustí­n no dejó nunca de prevenir contra todo automatismo del sacramento. Sin la fe no se realiza en absoluto el sacramento; éste es ya expresión del acto personal de fe, por lo menos de la madre Iglesia. Es sacramento de esta fe, signo sagrado de la fe en Cristo y en su gracia. Pero luego, aun cuando sea válido, sin la caridad de nada sirve, no es fructuoso. De esas consideraciones salió finalmente la idea de que el b., debidamente administrado, en virtud del verdadero ministro que es Cristo, siempre se confiere válidamente (pero no por “mágico” poder del rito, sino por la fe básica, que abre el acceso a Cristo); en otras palabras, de que imprime al bautizado una nota o señal indeleble (y por eso no puede repetirse); mas para que despliegue efectivamente su fecundidad, es menester concurran la fe y la caridad del que lo recibe. Aquí­ están, entre otras cosas, los fundamentos de la posterior doctrina, que es actualmente nuestra, sobre el carácter del b., sobre la señal indeleble que el rito bautismal imprime en el alma.

5. La madurez plena de la teologí­a bautismal
El perí­odo clásico de los padres de la Iglesia -los s. iv y v – llevó a su madurez plena la teologí­a del b. en estos y en otros puntos. Los distintos temas o motivos de la teologí­a del NT y de la primera época patrí­stica son desarrollados armónicamente; en las catequesis bautismales de los obispos se nos dibuja un cuadro general impresionante del gran misterio del b. El b. es aquella acción sagrada en que se nos hace presente, para iniciarnos en la vida cristiana, la obra salvadora de Cristo, su muerte y resurrección, a fin de conformarnos con el Señor crucificado y resucitado. Lo que una vez aconteció en él se realiza en nosotros por el b. para la formación de la nueva vida, para nuestra regeneración; y esto de suerte que el Espí­ritu Santo, enviado por el Señor resucitado y levantado a la diestra del Padre, llena y santifica el elemento sensible del agua, a fin de lavarnos y purificarnos con ella.

De importancia permanente es además el hecho de que los padres, ya desde los tiempos de Tertuliano, designaron la acción litúrgica de la iniciación mediante este “baño acompañado de la palabra” con el nombre de sacramentum o (latinizando el mysterion griego) con el de mysterium, términos usados también para otras acciones sagradas. A más tardar en el curso de los s. m y iv, “se llegó a un fijación técnica de la palabra en este sentido” (K. Prümm, “Mysterium” von Paulus bis Origenes: ZKTh 61 [ 1937 ] p. 398 ). El b. es sacramento, lo cual significa en el sentido de esta primera fijación, que es una acción sagrada con la obligación contraí­da bajo juramento (a la manera de la jura de bandera, sacramentum del soldado romano) de ser fiel en el servicio de Cristo. Pero el bautismo es además sacramento porque realiza el sentido pleno de la palabra mysterion, ya que es una acción por la que se consagra al creyente, la cual transmite una imagen de lo representado y aprehendido en la fe y configura con ello. El b. es mysterium porque en él se da una figura de la muerte y resurrección de Cristo, porque él nos hace partí­cipes de la acción pascual por la que Cristo pasó de la muerte a la vida.

Junto a esta visión que se funda sobre todo en la teologí­a paulina del b. en la muerte de jesús, aparece otra, importante ya al principio y luego cada vez más, a saber, la del Espí­ritu de Cristo que llena con su virtud santificante el agua bautismal. Las grandes cosas que nos comunica el b., las opera por la virtud del Señor crucificado y resucitado, el cual, invocado a través de una consagración especial, a través de la – cada vez más compleja- consagración del agua bautismal, y luego a través de la mención del nombre de Dios, llena actualmente el agua con el poder de su Espí­ritu Santo y la fecunda, a fin de que ella, como seno santo de la madre Iglesia, pueda regenerar para la vida: ” …a fin de que los hijos del cielo, concebidos en la santidad, salgan, del seno inmaculado de esta divina fuente, renacidos como una nueva creación (Misal Romano, bendición de la pila bautismal en la noche de Pascua).

6. Teologí­a escolástica
La época posterior guardó fielmente el legado de las ideas elaboradas por los padres, y las redujo a una sí­ntesis cada vez más completa. Así­, la teologí­a escolástica trató de interpretar el b. como signo sagrado, como sacramento de la fe, en el que se confiesa y aprehende a Cristo y su universal acción salví­fica, como un signo compuesto de elemento (materia) y palabra (forma). Según los escolásticos, el b. representa nuestra santificación apuntando en una triple dirección: hacia su causa (pasada, histórica, pero actualmente eficaz), que es la pasión de Cristo; hacia su realidad formal, la gracia (la cual está presente y configura con el prototipo); y hacia su consumación escatológica (que aún ha de llegar y conferirá la última y suprema configuración con la imagen ejemplar, que es Cristo). Pero a la vez el signo bautismal es causa instrumental de la santificación significada. Como tal está en manos del verdadero autor de toda salvación, Cristo mismo. El permanece siempre el Señor de sus sacramentos y el administrador de la salvación, de tal modo que en ocasiones la comunica sin el b., p. ej., cuando la comunica a un mártir (-a martirio) a través de su muerte o cuando, en el mero bautismo de deseo (véase a continuación), se anexiona discí­pulos a través de la fe. A par de este análisis de la verdadera naturaleza del sacramento del b., viene luego, en la teologí­a escolástica, el estudio general de todas las cuestiones que atañen a la administración, al ministro, al sujeto y a los efectos del b.; el sacramento mismo queda ordenado en el contexto general de los siete sacramentos del NT.

Dentro de este estudio, se esclarece particularmente la significación del carácter impreso por el b. El punto de partida para esto es la imposibilidad de repetir el b. Administrado con recta intención, el b. es siempre válido, aunque, por falta de disposición del bautizado (adulto), permanezca infructuoso. A la verdad, ya esta validez objetiva sólo es posible a base de un mí­nimo de fe y de buena voluntad, sin las cuales no se puede conferir ninguna realidad salví­fica. Como fundamento que sustenta la realid d del b. recibido válida pero infructuosamelte se aduce el carácter impreso. Este es concebido como un algo misterioso, como un don impersonal y objetivo de la gracia, como un signo de distinción y de dignidad, como una realidad significada y que a su vez significa otra cosa. El carácter es así­ un término medio entre la meramente externa y meramente significante acción sacramental (sacramentum tantum), por una parte, y la última realidad interna de la vida de gracia (res tantum), por otra parte; en cierto modo es una configuración germinal con Cristo. Tomás de Aquino interpreta el carácter de modo ingenioso y esclarecedor, aunque no del todo convincente, por lo cual su explicación aun hoy dí­a no es aceptada por todos. El lo concibe como “cierta capacidad para las acciones jerárquicas (cultuales), es decir, para la administración y recepción de los sacramentos y de lo demás que compete a los fieles (In Sent. iv, d. 4, 1. sol. 1).

7. Epoca de la reforma
Los reformadores del s. xvi, por su excesiva insistencia en la palabra y en la fe fiducial subjetiva, negaron teóricamente el concepto sacramental católico; pero, prácticamente, no llevaron a sus últimas consecuencias la dinámica revolucionaria de su principio. En todo caso, dejaron subsistir de hecho el b., y particularmente el b. de los niños, como instrumento de gracia en el sentido propio de la palabra. En cambio, el concilio de Trento defendió la doctrina tradicional y dio por válido su desarrollo histórico-dogmático. Afirmó en concreto los siguientes pensamientos: el b. cristiano, que opera lo que significa, es superior al de Juan Bautista; ha de mantenerse el carácter sensible del baño de agua (acompañado de la palabra); rectamente administrado según la intención de la Iglesia, el sacramento es siempre válido; no es sólo signo de la fe, sino que además produce la gracia ex opere operato, es decir, por el poder de Dios que obra en el sacramento (y no por la voluntad o santidad del hombre); por esta poderosa acción de Dios es también válido el b. de los niños; todo b. reiterado es nulo; la fuerte insistencia sobre esta virtud del sacramento no pasa en modo alguno por alto la necesidad de que el neófito adulto se prepare debidamente para recibirlo; el b. es necesario para alcanzar la salvación; la gracia del b. puede perderse de nuevo por el pecado grave (ses. 7, cánones sobre el sacramento del b., 1-14; Dz 857-870).

III. Teologí­a actual
Con sus cánones sobre el b., el concilio de Trento sólo quiso asegurar y delimitar el legado de fe de la doctrina tradicional. Sigue siendo obligación de todos darse plenamente cuenta, dentro del marco así­ trazado, de la riqueza tradicional; no basta, pues, estancarse en las fórmulas de reprobación o de anatema del Tridentino. Es comprensible que la teologí­a de la época posterior, impresionada por la obra conjunta del Concilio, cediera un tanto a la tentación del mero acatamiento, y con ello estrechara su horizonte. Hoy la situación es otra; ya la mera necesidad del diálogo ecuménico, y más aún los intensos impulsos provenientes del movimiento litúrgico y del estudio profundizado de la palabra de Dios conducen inevitablemente a una ampliación y reelaboración de la teologí­a del b.

1. La renovación litúrgica
La renovación lí­túrgica ha reavivado nuestra conciencia del b. (-> Movimiento litúrgico, en liturgia, D). Esto repercute, ante todo, en un conocimiento más a fondo del sacramento mismo, como acción sagrada que está llena de una gran significación interna y, por tanto, requiere una celebración digna para expresar su contenido. De ahí­ viene la mayor estima del simbolismo sensible del acto del b., un tanto mermado hasta ahora como consecuencia de un minimalismo sacramental. A eso va unida una más clara conciencia de la unión esencial entre la administración del b. y la celebración de la vigilia pascual. En efecto, se pone de manifiesto que el b. es un sacramento pascual, en el que el catecúmeno realiza fundamentalmente y por vez primera el transitus paschalis, el paso de la muerte del pecado y del hombre viejo a la vida de la resurrección del hombre nuevo en Cristo. La percepción del sentido auténtico del sacramento hace que aspiremos a una expresión más clara y convincente del mismo.

2. Los deseos de reforma
Los deseos de reforma, que fueron concretamente formulados en el concilio Vaticano ir, se refieren ante todo al ritual del b. de los ní­ños, que prácticamente es el que se usa en la inmensa mayorí­a de los bautismos. “La ficción de un interlocutor responsable sobrecarga la situación del párvulo” (Stenzel, o.c. 296). Nuestro afán de autenticidad exige que “se deje al niño en sus lí­mites y sólo así­ se lo tome como socio” (¡bid), y que se diga, por tanto, lo que de hecho sucede, lo cual puede describirse en pocas palabras: Ahí­ está un niño, al que Dios por medio de la Iglesia promete, transmite y regala su gracia, con la obligación para la Iglesia misma, los padres y padrinos de conducir a ese niño a que libremente acepte y guarde la gracia salví­fica que se le ha regalado. Por lo demás, no habrí­a que cambiar mucho o sólo cosas inesenciales en el ritual del bautismo de los niños (cf. Stenzel, o.c. 297s).

Más importante es una reforma del ritual del b. de adultos, que actualmente no es caso excepcional aun fuera de paí­ses de misión. Aquí­ parece darse la alternativa siguiente: partiendo del hecho de que el actual ceremonial, desproporcionado en su conjunto, es en su mayor parte un resumen apretado del catecumenado ahora inexistente y, por ende, un mero anacronismo conservado por espí­ritu tradicionalista, sí­guese que, para procurar al neófito adulto una participación viva y activa en la recepción del sacramento, o bien habrí­a que acortar el ceremonial eliminando razonablemente todo lo anticuado, o bien se deberí­a restaurar la institución del catecumenado dentro del marco de lo actualmente aconsejable y posible (cf. Stenzel, o.c. 303). Como hay muchas razones en pro de esto último, el deseo de reforma se extenderí­a concretamente a que se dejara de administrar el b. en un solo acto. Se deberí­a, pues, volver a la separación cronológica entre la preparación y la administración del b. La acción total podrí­a repartirse en tres actos separados entre sí­, que, de acuerdo con las circunstancias, se prolongarí­an durante un tiempo más o menos largo. En el primer estadio, ad catecumenum faciendum (apertura del catecumenado), se cultivarí­a el diálogo entre el candidato al b. y la Iglesia; en el segundo perí­odo, predominarí­an los exorcismos; como tercer perí­odo y culminación seguirí­a la administración del b.: renuncia a Satanás (con unción), sí­mbolo de la fe, baño de agua (bautismo mismo) y ritos finales (sobre otros pormenores cf. Stenzel, o.c. 305-307). Acerca de la nueva configuración de la liturgia del b. de adultos, a base del “Consilium ad exsequendam Constitutionem de sacra liturgia”, véase Fischer, Notitiae 3 (1967), p. 55-70.

3. Problemática del b. de niños
Sin embargo, la gran importancia, tan actual, del b. de adultos no debe hacernos pasar por alto el derecho propio, la legitimidad y valor peculiar del b. de niños. La teologí­a protestante en los últimos años se ha ocupado a fondo de este problema. Quien toma plenamente en serio las ya mentadas tesis del antiguo protestantismo, tropieza en el b. de niños con un obstáculo casi insuperable. Mas si se acepta, de acuerdo con la práctica de todas las Iglesias, aun de las protestantes, el b. de los niños, eso implica directamente una toma de posición en pro de una interpretación realista del b. y de su eficacia.

4. Realismo sacramental
Precisamente los representantes de la exégesis protestante, .así­ como de la historia de las religiones y de la Iglesia, han reconocido de nuevo el realismo de la antigua concepción cristiana del sacramento. Cierto que en un primer estadio han creí­do descubrir un parentesco estrecho entre este realismo y la magia; y, por eso, el miedo a la confusión del sacramento con el signo mágico (incluso allí­ donde está verdaderamente excluida semejante confusión) aun en la actualidad dificulta a muchos teólogos protestantes para la emisión de un juicio objetivo. Pero, en conjunto, se resalta – y muchas veces con insistencia -“que Pablo atribuye al b. una “auténtica actividad mistérica”, en virtud de la cual el que era pecador queda convertido en un hombre liberado del pecado y misteriosamente unido con la muerte y resurrección de Cristo” (B. Neunheuser, o.c., 100). Tales conclusiones abren nuevas posibilidades para justificar el b. de los niños; pero su auténtica importancia es evidentemente mucho mayor, pues ellas permiten una nueva fundamentación y elaboración conceptual de la doctrina tradicional del b. a partir de la -> palabra de Dios.

Dentro del marco de la problemática que así­ se plantea, también la teologí­a católica puede y debe, incluso hoy, prestar atención especial a los tres factores siguientes del b.:
a) El b. es una sagrada acción mistérica; es la comunicación sacramental de la gracia; pero constituye también una acción personalí­sima del bautizando adulto. Cono acto mistérico, el b. es una acción de iniciación, de introducción en la verdadera existencia cristiana. En dicha acción, bajo la envoltura del rito visible (bajo el signo de la sumersión, del rito del baño de agua -que, aun realizado en modesta forma abreviada, se conserva todaví­a en el lavado actual por infusión -, y de la invocación de la Trinidad divina), se hace cultualmente presente la históricamente única muerte salví­fica de Cristo, de modo que el bautizando puede conrealizarla y reproducirla. Al morir y ser crucificado con Cristo, se une a él, para resucitar también con él a la nueva vida del “estar en Cristo Jesús”, esperando llegar un dí­a a la realidad plena de esta vida resucitada (cf. V. Warnach, p. 332).

b) Mas si partimos del signo visible del baño de agua en cuanto es un lavado, o sea, si partimos de la forma que prácticamente predomina en la actualidad, por el mismo rito conocemos la realidad bautismal como lavatorio, como purificación del hombre pecador por la sangre preciosa del cordero de Dios, por el agua que brotó del costado abierto del Señor crucificado. El instrumento de este poder purificante y redentor de Cristo es el agua bautismal, la cual, llena de la virtud del Espí­ritu Santo por la invocación del nombre de Dios, libra al bautizado de todo pecado y lo vivifica para la nueva vida de la “regeneración por el agua y el Espí­ritu Santo” (Jn 3, 5). Así­ se le abre al bautizado la puerta para entrar en el reino de Dios. Ahora bien, ora consideremos el b. como la realización de la crucifixión, ora lo consideremos como instrumento del Redentor para purificarnos y lavarnos, para darnos la gracia y vivificarnos, él es siempre obra de Dios, comunicación soberanamente poderosa de la acción salví­fica de Cristo, que actúa sobre el pecador con todo poderí­o, por misericordia, por amor preveniente y gratuito, pero que desde este momento obliga y exige la obediencia del hombre.

c) Con ello se da el tercero y último factor que hemos de considerar. Nada, absolutamente nada de magia se halla en este acto sacramental. La magia es, en realidad, la muerte de toda religión auténtica (–> superstición). Pero el poderí­o y la certeza de la acción sagrada que se realiza en el misterio del b. y que brota ya de la fe, propiamente no son sino la manifestación del poder de Dios, quien, por gracia libremente dada, ha escogido ese camino para nuestra redención, en perfecta armoní­a con el hecho fundamental de la encarnación del Logos y con la naturaleza corporal y espiritual del hombre. El b. proclama realmente la suficiencia universal de la Gran Acción, de la históricamente única redención de Cristo; ésta adquiere eficacia actual en el b.

5. Exigencias del b.

El b. obliga y exige, y lo hace en conformidad con el estado espiritual del hombre. El b. da al párvulo lo que puede recibir, a saber, la filiación divina, la liberación de la culpa original y de la ira de Dios; pero por eso precisamente el b. obliga al niño a que, llegado al uso de razón, libremente, por la fe y la caridad, confiese la realidad de su b. y conforme a ella su vida, con la esperanza de consumar en la eternidad la gracia que se le ha dado y él ha guardado. Si esto no se diera, el b. no podrí­a llegar a su último y verdadero efecto.

En cambio, al neófito adulto el b. le obliga inmediatamente. Sin su libre disposición, sin el “sí­” dado con fe, sin su decidida renuncia al pecado, sin su libre adhesión a Cristo, a su muerte y resurrección, el b. es infructuoso, por más que en sí­, por haber sido administrado rectamente, tenga validez e incluso haya dado al bautizado aquel primer contacto con Cristo que lo marca y hace propiedad suya. La fuerza de esta realidad fundamental está en que, si el marcado con el carácter aparta el óbice que antes oponí­a a la gracia y hace penitencia, puede en todo momento acercarse a Cristo como fuente de la verdadera vida. El b. es realización viva de la comunión con Cristo, comienzo y acto primero de aquella existencia, descrita en el NT, que significa precisamente intimidad, connaturalidad recibida por la virtud del Espí­ritu Santo de Cristo para escuchar lo que Dios dice y quiere, mayorí­a de edad y libertad de los hijos de Dios (cf. p. ej., Heb 8, 8-13 y 10, 15-17, en relación con Jer 31, 31-34). Sólo puede administrarse al que cree de todo corazón (cf. Act 8, 37), al que lo desea libremente, al que está dispuesto a ser bautizado “en la muerte de Cristo” (Rom 6) y a guardar su b., a permanecer de veras discí­pulo de Cristo por la obediencia a los mandamientos de Dios y del mismo Cristo, para que así­, a la vuelta del Señor para las bodas escatológicas del cordero, pueda salirle al encuentro, en unión de todos los santos, con la luz encendida que le dio el b., y sea admitido, por gracia, en el reino de los cielos.

Así­, pues, el b., sobre todo como primero y fundamental sacramento, es de manera singular el sacramento de la -> fe en Cristo, la concreción, por decirlo así­, de esta fe. Por eso precisamente, en el llamado b. de deseo, si las circunstancias hicieran imposible la recepción del sacramento, la fe sola podrí­a comunicar la comunión con Cristo y su acción salvifica. Esto no hace superfluo el b. mismo. E1 que verdaderamente cree en el Señor está dispuesto a cumplir todo mandato suyo y, por tanto, en cuanto de él depende, quiere también recibir el b. En consecuencia, tampoco a él se le da la salvación eterna sin el deseo (por lo menos implí­cito) del b. y, aun después de la justificación así­ recibida, la recepción del b. sigue siendo necesaria, pues él incorpora a la comunidad exterior de culto, que es la Iglesia, y capacita con ello para participar de toda su vida sacramental en Cristo.

IV. Fundamento de toda vida cristiana
Visto en esa plenitud, el b. es realmente el “feliz sacramento de nuestro baño”, el fundamento de una nobilí­sima vida, de la vida en Cristo jesús, cuya base existencial entera está (ya ahora) en el cielo, de donde esperamos (aún) al Señor Jesús como salvador, “el cual transformará nuestro cuerpo de bajeza, conformado con su cuerpo de gloria” (Flp 3, 20-21). El nos obliga desde ahora, “para el poco de tiempo” intermedio, a morir al pecado y vivir en Cristo nuestro Señor. Es más, nos impone el mandato de actuar en una vida de acción cultual, de acuerdo con la dignidad, conferida en el carácter bautismal, del regio sacerdocio del hombre neotestamentario, dispuesto para la concelebración del misterio eucarí­stico, en memoria de lo que hizo el Señor, dando gracias al Padre por Cristo y llevando a cabo aquella adoración en espí­ritu y en verdad que pide el Padre mismo (cf. Jn 4, 23-24).

Pero el b. pide aún mucho más: que permanezcamos en el amor con que y al que Cristo nos ha llamado, que llevemos unos las cargas de los otros y cumplamos así­ la ley de Cristo. En virtud de la comunión con Cristo que se nos ha dado en el b., podemos y debemos llevar a cabo en adelante lo que actualmente llamamos la “misión universal de los cristianos”, a saber: por el cumplimiento de nuestro deber, dar testimonio de Cristo en medio del mundo, en espera de la última manifestación de su gloria, hasta que Dios, lo sea todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28).

Burkhard Neunheuser
B) BAUTISMO DE DESEO

I. Visión histórica
En la Escritura al lado de las afirmaciones que expresan la necesidad del bautismo para salvarse hay otras que acentúan solamente la fuerza justificante de la –> fe (p. ej., Rom 3, 22). La teologí­a de los padres no tuvo siempre en cuenta esta polaridad de las afirmaciones de la Escritura. La doctrina de la necesidad del bautismo para salvarse pasó muy a primer plano. Sin embargo, en Ambrosio (De obitu Valentiniani consolatio 51: PL 16, 1374), en Tertuliano (De baptismo 18ss: PL 1, 1224), en Cipriano (carta 73, 22: PL 3, 1124), en Cirilo de Jerusalén (Catequesis 13, 30s: PG 33, 809s), en Juan Crisóstomo (In Gn. hom. vil, 4: PG 54, 613), y en Agustí­n (De baptismo contra Donatistas iv, 22, 25: PL 41, 173s; cf. también las citas de Agustí­n y de Ambrosio en la carta de Inocencio ii a Eusebio de Cremona: Dz 388) se encuentran afirmaciones sobre el b. de deseo.

Fue el instrumento teológico de la edad media el que hizo posible la reflexión sistemática acerca de cómo el hombre que no ha recibido el sacramento del bautismo puede participar de la comunión con Dios por la gracia. Ya Bernardo de Claraval (Ep. 77, 2) y Hugo de San Ví­ctor (De sacr. ir, 6, 7 ), entre otros, enseñaron que, si bien los sacramentos son los medios ordinarios de la gracia, sin embargo, la misma disposición perfecta para recibirlos, creada por la fe y el amor, confiere al hombre la -> justificación.

Puesto que esa disposición está ordenada al -> sacramento como un “deseo del mismo”, la justificación que precede a su recepción fue considerada como una especie de anticipación de la gracia sacramental. Con relación al bautismo esta doctrina pronto se hizo común y, más tarde, también fue aceptada por el concilio de Trento (Dz 797). La clase de disposición que es necesaria para adquirir los efectos del bautismo (sin bautismo), fue un punto de especial discusión entre los teólogos medievales. Una teorí­a muy extendida -defendida también por Tomás de Aquino – decí­a que antes de la venida de Cristo era suficiente creer en Dios y en su providencia gratuita respecto a la humanidad. Esta fe era considerada como una -> fe implí­cita en el Cristo futuro. Pero. después de la venida de Cristo, según Tomás de Aquino, es necesaria la aceptación explí­cita del mensaje cristiano. Esta fue también su opinión en la discusión sobre la universal -> voluntad salví­fica de Dios (en -> salvación).

En la edad media era creencia universal que, en lí­neas generales, el evangelio ya habí­a sido proclamado en todas las partes del mundo y que los infieles, reducidos ya a un número relativamente pequeño, viví­an al margen de la civilización. Sin embargo, a raí­z del descubrimiento de América y del lejano Oriente se hizo más urgente la cuestión de la salvación de estos grupos de hombres. Muchos teólogos opinaban que los pueblos de más allá de los mares, que jamás habí­an oí­do el mensaje de la salvación en jesucristo, estaban en la misma situación salví­fica que la humanidad antes de la encarnación de Cristo. Y, por tanto, que su fe en un Dios que gobierna el universo con misericordia y justicia, equivalí­a a la aceptación implí­cita del evangelio cristiano y debí­a imputárseles como bautismo de deseo.

Estas reflexiones acerca de cómo Dios se pone en contacto con los hombres fuera del ámbito de la acción cristiana tuvieron como punto de partida la idea de que Cristo es el único mediador de la salvación y de que su gracia toca el corazón de cada hombre de tal modo que él deba responder a su invitación.

Esa idea general del bautismo de deseo fue confirmada formalmente por la Iglesia en la carta de Pí­o xii al cardenal Cushing de Boston en el año 1949 (DS 3869 hasta 3872). Esta carta explica el significado de la fórmula dogmática “fuera de la Iglesia no hay salvación” en los siguientes términos: En ciertas circunstancias, que están especificadas, basta para salvarse un voto implí­cito del bautismo – y, con ello, de la Iglesia-, por cuanto este deseo está inspirado por la fe sobrenatural y soportado por el amor de Dios, o, dicho de otro modo, por cuanto este deseo es la obra de Dios mismo en el hombre.

El concilio Vaticano ir habla de la voluntad salví­fica universal de Dios en relación con el hecho de la pertenencia a la Iglesia, concretamente en la Constitución dogmática sobre la Iglesia “Lúmen gentium” (Cap. ri art. 16): “Por fin los que todaví­a no recibieron el Evangelio están relacionados con el pueblo de Dios por varios motivos. En primer lugar, por cierto, aquel pueblo a quien se confiaron las alianzas y las promesas y del que nació Cristo según la carne (cf. Rom 9, 4s)… Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que, confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el último dí­a. Pero Dios no está tampoco lejos de aquellos otros que entre sombras y figuras buscan al Dios desconocido, puesto que todos reciben de él la vida, la inspiración y todas las cosas (cf. Act 17, 2528) y el Salvador quiere que todos los hombres se salven (Cf. i Tim 2, 4). Quien sin culpa suya desconoce el evangelio y la Iglesia de Cristo, pero busca a Dios con corazón sincero y se afana por hacer realidad con la ayuda de la gracia la voluntad de Dios, reconocida en la voz de la conciencia, puede alcanzar la salvación eterna…” (cf. también ir, 9). Pero aquellos que han reconocido la necesidad de la Iglesia para salvarse, necesitan imprescindiblemente del b. como “puerta” de la Iglesia y, con ello, de la salvación (Ibid., art. 14; Decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia, cap. i, art. 7).

II. Reflexión sistemática
Puesto que actualmente vemos con toda evidencia que el pueblo de Dios de la antigua y la nueva alianza fue y es sólo una pequeña minorí­a dentro de la familia humana, hoy resulta mucho más urgente que en la época de los grandes descubrimientos reflexionar sobre el destino salví­fico de la mayor parte de la humanidad. La elección del pueblo de Dios por medio de la gracia ¿significa que la acción salví­fica de Dios no se realiza fuera de este pueblo más que raras veces y a modo de excepción? ¿No hay que suponer que Dios, habiendo revelado en Jesucristo su universal voluntad salví­fica, lleva a cabo la salvación de los hombres tanto en la Iglesia (donde su acción es “reconocida”) como fuera de ella (donde esta acción no es “reconocida” como tal)? La elección irrevocable que Dios hace de la humanidad en la –> encarnación, la eficacia universal del sacrificio de Cristo y su victoria definitiva sobre el -> pecado y la -> muerte significan que, con la venida de jesús, la humanidad entera ha entrado en una nueva situación salví­fica. Ella ha recibido una ordenación objetiva a la forma de ser del Cristo resucitado, ordenación que se funda en la absolutamente libre voluntad reconciliadora de Dios. Por tanto con el concepto de b. de deseo se intenta hacer comprensible la posible existencia de una acción salvadora y santificadora de Dios en la humanidad fuera de los lí­mites visibles de la Iglesia.

El único mediador de la gracia es -> Jesucristo. Una vez concluida la revelación visible con la muerte y resurrección de Jesús, esta gracia se nos transmite a través del Cristo pneumático en su -> Iglesia, la cual, debido a la encarnación de su Señor, es una realidad sacramental y visible, de modo que se edifica sobre la dimensión de la corporalidad. El b. nos introduce siempre en esta comunidad de la gracia que Cristo, como su centro, sustenta siempre a través de los –> sacramentos. A ese centro del misterio de la redención está ordenada la creación entera. Cristo, meta de la Iglesia y del universo, como “cabeza” de la creación actúa a través de la Iglesia y de su corporalidad incluso en aquellas partes del mundo que no pertenecen a la Iglesia visible y todaví­a no han sido alcanzadas explí­citamente por ésta (cf. voluntad salví­fica de Dios, en -> salvación, -> gracia, historia de la -> salvación). Ciertamente, esta acción salví­fica se produce extrasacramentalmente (pues en ella no intervienen los sacramentos de la Iglesia visible) y, sin embargo, bajo algún aspecto también se produce ” sacramentalmente”, ya que Cristo es el protosacramento por excelencia y, además, dicha acción se halla ordenada precisamente a la Iglesia visible y sacramental, a la cual todos están llamados, por cuanto es la comunidad de los “últimos tiempos”, en la que Cristo goza de una presencia misteriosa. Cristo es el representante de todo el linaje humano, el cual, por eso mismo, está ya fundamentalmente (“objetivamente”) justificado, aunque esta -> justificación deba ser aceptada y realizada personalmente por cada uno. En virtud de ese horizonte tan amplio de la redención, cualquier gracia que se le comunique al hombre (aun fuera de la Iglesia) es “sacramental”. Y bajo la gracia está el que sigue la voz de su –> conciencia, en la cual se percibe la llamada de Dios; él se halla ordenado en su acción a la comunión en la gracia con la comunidad escatológica del pueblo de Dios. Su acción permite sospechar, por lo menos, un deseo implí­cito del b., una presencia de la gracia en el fondo de su ser, y, por consiguiente, una posibilidad de salvación, pues esto sólo puede proceder de Cristo y de su cuerpo mí­stico, la Iglesia. En este sentido el b. de deseo puede ser considerado como una introducción “inicial” a una realidad que no aparece perfectamente más que en la Iglesia (Vaticano 77: De Eccl. 77, 14; A. GRILLMEIER, Kommentar xur Const. dogmatica de Ecclesia, 77, 14: LThK, Vat I, 200). Sobre la estructura teológica de esta fe implí­cita, cf. –> voluntad salví­fica de Dios (en salvación) y preparación a la -> fe entre otros artí­culos.

Como ese bautismo de deseo es el camino de salvación de la mayorí­a de los hombres, conviene aclarar brevemente y de una manera psicológica en qué consiste la disposición interna para este camino de salvación. Puesto que Cristo es el único mediador, hay que suponer que el misterio de la justificación y santificación de los no cristianos se identifica fundamentalmente con la justificación y santificación de los cristianos por la -> fe, la -> esperanza y el -> amor. Cuando un hombre encuentra la libertad interna de renunciar a su egoí­smo y a su egocentrismo, y se entrega desinteresadamente a los demás, todo lo que le sucede puede ser calificado de un morir a sí­ mismo y resucitar a una nueva vida. Un hombre así­ está liberado – en forma análoga- de la doblez natural de su ser. Puesto que semejante triunfo es obra de la gracia, lo que sucede a este hombre puede ser considerado como una participación en la muerte y resurrección de Jesús o, dicho de otro modo, como una especie de b. Este hombre lleva impresa – aunque sólo “inicial” e imperfectamente – la imagen de Jesús.

Esta forma de mostrar experimentalmente la posibilidad de salvacón es profundamente cristiana, pues un mismo tipo de vida – bien se dé dentro o bien fuera de la Iglesia -debe tener igual raí­z, a saber: la acción salvadora de Dios. Indudablemente, el germen cristiano puede descubrirse bajo muy diversas experiencias. Por eso también hemos de reconocer un espí­ritu cristiano a la mentalidad teológica que encontramos en obras como el escrito polémico Honest to God (Lo 1963) del obispo anglicano J.A.T. Robinson. En el movimiento teológico que ahí­ se exterioriza, se pretende formular la buena nueva de la salvación bajo un lenguaje adecuado al pensamiento contemporáneo y a nuestra experiencia actual del mundo, para mostrar que la verdad de Dios tiene un universal poder salví­fico y santificador.

Gregory Baum

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Al derivarse del griego baptisma, «bautismo» indica a la acción de lavar o sumergir en agua, lo que ha sido usado desde los primeros días (Hch. 2:41) como el rito de la iniciación cristiana. Los orígenes del bautismo han sido determinados en diferentes maneras, se ha acudido a las purificaciones del AT, a las purificaciones de las sectas judías y a lavamientos paganos paralelos; sin embargo, no puede haber duda de que el bautismo tal como lo conocemos empieza con el bautismo de Juan. Cristo mismo, tanto por precedente (Mt. 3:13) como por mandamiento (Mt. 28:19), nos dio autoridad para guardarlo. En esta base, ha sido practicado por casi todos los cristianos, aunque ha habido intentos por remplazarlo por un bautismo de fuego o de Espíritu en términos de Mt. 3:11.

En esencia, la acción es una de extrema simplicidad, aunque llena de significado. Consiste en colocarse en o bajo el agua bautismal en el nombre de Cristo (Hch. 19:5) o, más comúnmente, la Trinidad (Mt. 28:19). La inmersión fue sin duda la práctica original, y continuó en uso en forma general hasta la Edad Media. Los reformadores concordaron que esta forma era la que exhibía mejor el significado del bautismo como muerte y resurrección pero, aun los antiguos anabaptistas creían que no era del todo necesaria hasta donde tenía que ver el asunto de que el sujeto fuese colocado bajo el agua. El tipo de agua y las circunstancias de la administración no son importantes, pero es necesario que haya una predicación y confesión de Cristo como partes integrales de la administración (cf. Hch. 8:37). Se pueden usar otras ceremonias mientras no sean contrarias a la Escritura y distraigan de la verdadera acción, como lo hacía el complicado y, más bien, supersticioso ceremonial de la iglesia romana medieval y moderna.

Se han levantado discusiones en cuanto a la idoneidad de los ministros y sujetos de esta acción. Primero que todo, se podría concordar con Agustín sobre que Cristo mismo es el verdadero ministro («él os bautizará», Mt. 3:11). Pero Cristo no da un bautismo externo directamente; él encargó esto a sus discípulos (Jn. 4:2). Esto se toma como queriendo decir que el bautismo debiera ser administrado por aquellos a quienes se les encomendó por un llamamiento interno y externo al ministerio de la palabra y sacramento, aunque se ha permitido que laicos bauticen dentro de la iglesia romana (cf. El bautismo administrado por laicos), y algunos bautistas antiguos concibieron la extraña idea de bautizarse ellos mismos. Normalmente, el bautismo pertenece al ministerio público de la iglesia.

En cuanto a los sujetos, las diferencias principales estriban en que algunos bautizan a los niños de cristianos profesos, y otros insisten en que debe haber una confesión personal como prerrequisito. Este punto lo hemos considerado en otros dos artículos separados destinados a estas dos posiciones, y no es necesario que nos detengamos aquí en una exposición positiva de la enseñanza bautismal. No obstante, debe notarse que el bautismo de adultos es algo que continúa en todas las iglesias, que en todo lugar se considera que es muy importante la confesión, y que los bautistas con frecuencia se ven constreñidos a realizar una acción de dedicación en cuanto a sus niños. Entre los adultos ha sido una práctica negar el bautismo a aquellos que no quieren abandonar llamamientos dudosos, aunque la imposición que una secta hace en cuanto a exigir un mínimo de treinta años de edad no ha recibido la aprobación general. En el caso de los niños, ha habido dudas sobre los niños de padres cuya profesión de fe cristiana es obviamente nominal y fingida. El caso especial de los enfermos mentales demanda un trato bondadoso pero no existe base para bautismos prenatales o forzados, y mucho menos para bautismos de objetos inanimados tales como los que se practicaban en la Edad Media.

Una clave para el significado del «bautismo» se nos da en tres tipos del AT: el diluvio (1 P. 3:19s.), el Mar Rojo (1 Co. 10:1s.), y la circuncisión (Col. 2:11s.). Todas estas cosas se refieren en diferentes maneras al pacto divino, a su consumación provisional por un acto divino de juicio y gracia, y a la venida y cumplimiento definitivo en el bautismo de la cruz. La unión del agua con la muerte y redención es particularmente apta en el caso de los dos primeros hechos mencionados; el aspecto del pacto se enfatiza en forma mas particular en el tercero.

Cuando venimos a la acción misma, existen muchas asociaciones distintas, pero relacionadas, que llaman nuestra atención. La más obvia es aquella del lavamiento (Tit. 3:5), el agua purificadora se relaciona con la sangre de Cristo, por una parte, y con la acción purificadora de Espíritu, por la otra (véase 1 Jn. 5:6, 8), de manera que, somos guiados en forma inmediata a la obra divina de reconciliación. La segunda es aquella de la iniciación, adopción, o, más específicamente, la de la regeneración (Jn. 3:5); el énfasis se coloca de nuevo en la operación del Espíritu en virtud de la obra de Cristo.

Todos estos temas encuentran su enfoque común en la idea principal del bautismo (en el poder destructivo, como también vivificador del agua) como un ahogamiento y un emerger a una nueva vida, esto es, una muerte y resurrección (Ro. 6:3s.). Pero, otra vez, aquí el verdadero testimonio de la acción se refiere a la obra de Dios en la muerte y resurrección de Cristo. Es esta identificación con los pecadores lo que Cristo aceptó—identificación en juicio y renovación—cuando vino al bautismo de Juan, y lo cual cumplió cuando tomó el lugar de ellos en medio de dos ladrones en la cruz (Lc. 12:15). Es aquí donde encontramos el verdadero bautismo del NT, el que hace posible el bautismo de nuestra identificación con Cristo, y que está detrás del signo externo, y del cual se da testimonio con el signo externo. Lo mismo que la predicación y la Cena del Señor, el «bautismo» es una palabra evangélica que nos dice que Cristo murió y resucitó en nuestro lugar, de tal forma que nosotros estamos muertos y resucitados en él, con él y a través de él (Ro. 6:4, 11).

Pero como toda predicación, el bautismo contiene en sí un llamamiento a aquello que nosotros debemos hacer en respuesta o correspondencia a lo que Cristo ha hecho por nosotros. Nosotros también debemos realizar nuestro movimiento de muerte y resurrección, no para añadir a lo que Cristo ya hizo, tampoco para competir con él, sino como una aceptación y aplicación agradecida. Realizamos esto por medio de tres formas que nuestro bautismo constantemente coloca frente a nosotros: la respuesta inicial de arrepentimiento y fe (Gá. 2:20); el proceso de mortificación y renovación que dura toda la vida (Ef. 4:22ss.); y por la disolución y resurrección final de nuestro cuerpo (1 Co. 15). Este rico significado del bautismo, que es independiente del tiempo o modo del bautismo, es el tema principal que debe ocuparnos cuando se discute y predica sobre el bautismo. Sin embargo, debe enfatizarse continuamente que esta aceptación personal no es independiente de aquella obra sustitutiva hecha una vez para siempre por Cristo mismo, lo cual es el verdadero bautismo.

El olvido de este punto es lo que lleva a un mal entendimiento de la así llamada gracia del bautismo. Este mal entendimiento puede reflejarse en la negación total de esta gracia. El bautismo, entonces, no tendría ninguna gracia aparte de los efectos psicológicos que causa. Principalmente sería un signo de algo que nosotros hacemos, y su valor puede ser determinado solamente en términos religiosos explicables. Con esto se niega el hecho de que los dones espirituales, y aun la fe misma son verdaderos dones del Espíritu Santo que tienen un elemento misterioso e incalculable.

Por otro lado, también podría llegarse a la distorsión o exageración. En este caso el bautismo se toma casi como una infusión automática de una substancia misteriosa que efectúa una milagrosa, aunque no tan obvia, transformación. De esta forma se lo considera con temor, y se realiza como una acción de absoluta necesidad para la salvación, con excepción de casos muy especiales. El verdadero misterio del Espíritu Santo cede delante de la magia eclesiástica y la sofistería teológica.

Sin embargo, cuando la gracia bautismal se relaciona adecuadamente con la obra de Dios, recibiremos una gran ayuda para entenderla en forma fructífera. Primero, y sobre todo, debemos recordar que detrás de la acción externa está el verdadero bautismo, esto es, el derramamiento de la sangre de Cristo. La gracia bautismal es la gracia de esta verdadera realidad del bautismo, esto es, de la obra sustitutiva de Cristo, o de Cristo mismo. Sólo en este sentido podemos hablar con justicia de la gracia, y estamos en la obligación de hacerlo así.

Segundo, recordemos que detrás de la acción externa yace la operación interior del Espíritu, que mueve al recipiente a la fe en la obra de Cristo, y que efectúa una regeneración a la vida de fe. La gracia bautismal es la gracia de esta obra interior del Espíritu, la cual no puede darse por sentada (ya que el Espíritu es soberano), pero que debemos atrevernos a creer toda vez que haya un verdadero llamamiento en el nombre del Señor.

Tercero, la acción misma ha sido ordenada por Dios para servir como un medio de gracia, esto es, un medio para presentar a Cristo y, por tanto, completar el testimonio del Espíritu. Esto no se realiza por la mera realización del rito prescrito; sino que lo hace en y a través de su significado. Tampoco lo realiza solo; su función es primeramente la de sellar y confirmar, y por tanto, lo lleva a cabo en unión a la palabra escrita y hablada. No es necesario que lo haga en el mismo tiempo de su administración; porque, bajo la soberana gracia del Espíritu, su fruto puede llegar en una fecha futura. No lo realiza en forma automática, porque, mientras Cristo es presentado siempre, y su gracia permanece, existen los que no responden a la palabra, ni al sacramento, y por tanto, se pierden de su verdadero significado y poder interno.

Cuando pensamos en estos términos, podemos ver que hay y debe haber una verdadera, aunque de ningún modo mágica, gracia bautismal, que no es grandemente afectada por el tiempo particular o el modo de administración. Sus puntos esenciales son: que debemos usarlo (1) para presentar a Cristo, (2) en oración al Espíritu Santo, (3) en una dependencia confiada en su obra soberana, y (4) unión con la palabra predicada. Si se le restaura a este uso evangélico, y se le libera en forma especial de las controversias distorsionantes e innecesarias, el bautismo muy pronto podría manifestar otra vez su poder como un llamado a vivir más y más, o aun a comenzar a vivir, la vida que es nuestra en el Cristo crucificado y resucitado por nosotros.

BIBLIOGRAFÍA

G.W. Bromiley, Baptism and the Anglican Reformers; J. Calvino, Inst. IV, pp. 14–15; W.F. Flemingron, The New Testament Doctrine of Baptism; HERE, «Baptism»; Reports on Baptism in the Church of Scotland, 1955s.

Geoffrey W. Bromiley

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (74). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

I. El bautismo de Juan

Se han hecho diversas sugerencias en cuanto a los orígenes del bautismo cristiano: lavados ceremoniales judíos, ritos de purificación de Qumrán, bautismo de prosélitos, el bautismo de Juan. Este último, el acto ritual que dio a Juan el Bautista su sobrenombre, es el candidato más probable: como Juan es el precursor de Jesús, así su bautismo es precursor del bautismo cristiano. Se establece una relación directa a través del propio bautismo de Jesús por Juan; algunos de los primeros discípulos de Jesús casi seguramente habían sido bautizados por Juan (Jn. 1.35–42) ; Jesús, o algunos de sus discípulos, parecen haber continuado la práctica de Juan al comenzar aquel su propio ministerio (Jn. 3.22s, 26; pero 4.1s); y en el caso de los discípulos en Pentecostés como en el de Apolos, evidentemente no se creyó necesario agregar a su bautismo por Juan el bautismo en el nombre de Jesús (Hch. 2; 18.24–28). Por lo tanto lo más probable es que fuera esta práctica anterior la que fue reiniciada a partir de Pentecostés, tal como la ratificó el Cristo resucitado y que debía realizarse en su nombre (Mt. 28.19; Hch. 2.38; etc.). El bautismo de Juan quizás se entienda mejor como una adaptación de los lavados rituales judíos, con alguna influencia de Qumrán en particular.

El bautismo de Juan era primariamente un bautismo de arrepentimiento (Mt. 3.11; Mr. 1.4; Lc. 3.3; Hch. 13.24; 19.4). Al aceptar el bautismo a manos de Juan, los que se bautizaban expresaban su arrepentimiento (Mt. 3.6; Mr. 1.5) y su deseo de obtener perdón.

Era también un acto preparatorio y simbólico: preparaba a los que se bautizaban para el ministerio de aquel que había de venir; y simbolizaba el juicio que traería consigo. En el vivido lenguaje de Juan ese juicio sería como una poda o un aventamiento (Mt. 3.10, 12; Lc. 3.9, 17), o como un bautismo en Espíritu y en fuego (Mt. 3.11; Lc. 3.16). Es muy improbable que el Bautista se refiriera en este caso a otro acto ritual semejante al suyo. Más bien estaría recurriendo al vigoroso lenguaje figurado de pasajes tales como Is. 4.4; 30.27s; 43.2; Dn. 7.10 (posiblemente bajo la influencia de Qumrán: cf. 1QS 4. 21; 1QH 3. 29ss). Si el juicio divino podía asemejarse a una corriente del aliento ardiente de Dios (= Espíritu: la misma palabra en heb. y en gr.), luego el ministerio de juicio de aquel que vendría podía con toda propiedad asemejarse a una inmersión en esa corriente. Aquellos que se sometieran a un acto que simbolizaba ese juicio, como expresión de su arrepentimiento frente al mismo, encontrarían que se trataba de un juicio que purificaba y limpiaba. Aquellos que rechazaban el bautismo de Juan y rehusaban arrepentirse experimentarían el “bautismo” de aquel que vendría en todo su furor y serían como los árboles secos y la paja, consumidos por el mismo (Mt. 3.10–12).

II. El bautismo de Jesús por Juan

El que Jesús se haya sometido a un bautismo de arrepentimiento fue causa de dificultades para los primitivos cristianos (cf. Mt. 3.14s; Jerónimo, contra Pelag. 3.2). Cuando menos habrá representado para Jesús una expresión de su dedicación a la voluntad de Dios y al ministerio, quizás también una expresión de su entera identificación con su pueblo ante Dios.

Luego de ser bautizado, el Espíritu descendió sobre Jesús (Mt. 3.16; Mr. 1.10; Lc. 3.21s . Muchos verían aquí el arquetipo del bautismo cristiano: bautismo en agua y en Espíritu. Pero mientras los evangelistas vinculan estrechamente el descenso del Espíritu con el bautismo de Jesús (que se produce inmediatamente después de su bautismo), no equiparan ambas cosas ni las unen bajo el término único de “bautismo”. Además ninguno de los escritores del NT habla del bautismo de Jesús como el modelo del bautismo cristiano. En cada caso el evangelista enfoca la atención del lector sobre el ungimiento del Espíritu y sobre la voz celestial (Jn. 1.32s ni siquiera menciona el bautismo de Jesús; cf. Hch. 10.37s; 2 Co. 1.21: Dios nos establece en Cristo y nos ha “encristado”/ungido; 1 Jn. 2.20, 27). No se indica la razón por la cual Jesús no continuó con el bautismo de Juan. Quizás porque, como símbolo de juicio, era menos apropiado para el enfoque del ministerio de Jesús en el cumplimiento de las promesas y la bendición escatológica, en la postergación del juicio más bien que en su cumplimiento (cf., p. ej., Mt. 11.2–7; Mr. 1.15; Lc. 4.16–21; 13.6–9). El bautismo del juicio en todo su furor, la copa de la ira divina, era algo que él mismo tendría que afrontar (en favor de otros) hasta la muerte (Mr. 10.38; 14.24, 36; Lc. 12.49s).

III. El bautismo en el cristianismo primitivo

Cualquiera sea su correspondiente trasfondo, el bautismo ha sido parte integral del cristianismo desde sus comienzos. Los primeros convertidos eran bautizados (Hch. 2.38, 41). Pablo, convertido dentro de los dos o tres años de la resurrección, da por sentado que el bautismo marca el comienzo de la vida cristiana (véase más adelante, IV). Y no sabemos de ningún cristiano en el NT que no haya sido bautizado ya sea por Juan o en el nombre de Jesús.

De la misma manera que el bautismo de Juan, también el primitivo bautismo cristiano era una expresión de arrepentimiento y fe (Hch. 2.38, 41; 8.12s; 16.14s, 33s; 18.8; 19.2s; cf. He. 6.1s). Muchos dirían que el perdón de pecados se lograba por medio del bautismo desde el primer momento (Hch. 2.38; 10.43; 22.16; 26.18). Otros sostienen que quien se bautizaba en la época cristiana primitiva consideraba al bautismo más como su “aspiración de una buena conciencia hacia Dios’ (1 P. 3.21), con el don del Espíritu considerado como la acción divina de aceptación y renovación (esp. Hch. 10.43–45; 11.14s; 15.8s). Ciertamente era un paso decisivo de entrega para el que pretendía hacerse cristiano, lo que a menudo debe haber dado como resultado el ostracismo y aun la persecución por parte de sus anteriores compañeros.

A diferencia del bautismo de Juan, el bautismo cristiano se administró desde el principio “en el nombre de Jesús” (Hch. 2.38; 8.16; 10.48; 19.5). Esta frase probablemente indica ya sea que el que bautizaba se veía como representante del Jesús exaltado (cf. esp. 3.6, 16 y 4.10 con 9.34), o que el que se bautizaba veía su bautismo como su acto de entrega al discipulado de Jesús (cf. 1 Co. 1.12–16 y mas adelante, IV). Es muy probable que se entendiera que dicha frase abarcaba ambos aspectos.

Es evidente, por lo tanto, que desde el primer momento el bautismo en el nombre de Jesús se realizaba como el rito de ingreso o iniciación a la nueva secta de aquellos que invocaban el nombre de Jesús (Hch. 2.21, 41; 22.16; cf. Ro. 10.10–14; 1 Co. 1.2). Algunas veces se hacía con el agregado de la imposición de manos, y debe haber servido también para expresar en forma gráfica la aceptación del que se bautizaba por parte de la comunidad de aquellos que como él creían en Jesús (Hch. 8.14–17; 10.47s; 19.6; He. 6.2). La relación entre el bautismo y el don del Espíritu en Hch. es motivo de grandes discusiones. Algunos sostienen que el Espíritu se recibía (a) por el bautismo, o (b) mediante la imposición de manos, o (c) por ambos medios, siendo los dos actos rituales partes integrantes de un solo sacramento [sobre este término véase la nota aclaratoria al pie del artículo correspondiente] conjunto. Cada una de estas posiciones puede invocar apoyo en algún punto del libro de Hch.: (a) 2.38; (b) 8.17; cf. 9.17; (c) 19.6. Pero a menos que se logre mayor apoyo, resulta muy difícil sostener que en el cristianismo primitivo había un concepto uniforme sobre este tema, o que Lucas estaba procurando promover un determinado punto de vista. Es más probable que para Lucas y los primeros cristianos el factor realmente decisivo para demostrar la realidad de la entrega de una persona a Dios y su aceptación por él era el don del Espíritu; la presencia del Espíritu resultaba fácilmente discernible por sus efectos en la vida de aquel que lo recibía (Hch. 1.5; 2.4; 2.38; 4.31; 8.17s; 10.44–46; 11.15–17; 19.2). En este encuentro divino-humano, el bautismo (y a veces la imposición de manos) representaba un papel importante, particularmente, y por lo menos, como expresión de arrepentimiento y entrega al Señor, como señal de haber ingresado al discipulado de Jesús y de entrar a formar parte del grupo de sus discípulos, y generalmente como el contexto del encuentro divino-humano en el cual se daba y se recibía el Espíritu. Una perspectiva más “elevada” del bautismo tiene muy poco en lo cual fundarse.

IV. El bautismo en las cartas paulinas

Las únicas referencias ciertas al bautismo en Pablo se encuentran en Ro. 6.4; 1 Co. 1.13–17; 15.29; Ef. 4.5; y Col. 2.12. La más clara de ellas es 1 Co. 1.13–17, donde es obvio que Pablo da por sentado que el bautismo se realizaba “en (eis) el nombre de Jesús”. Aquí utiliza probablemente una fórmula conocida en contabilidad en aquella época, cuando “en nombre de” significaba “a cuenta de”. Vale decir, el bautismo se consideraba como un contrato de transferencia, un acto por el cual el que se bautizaba se entregaba para constituirse en propiedad o discípulo de aquel que se nombraba. El problema en Corinto era que había muchas personas que obraban como si se hubiesen hecho discípulos de Pablo o Cefas o Apolos, es decir, como si hubiesen sido bautizados en el nombre de ellos más bien que en el nombre de Jesús.

De las otras referencias, Ef. 4.5 confirma que el bautismo era una de las piedras fundamentales de la comunidad cristiana. Y 1 Co. 15.29 probablemente se refiera a alguna práctica de bautismo vicario, por el cual un cristiano se bautizaba en lugar de alguna persona ya fallecida (Pablo no indica si aprueba o desaprueba la práctica).

Sumamente intrigantes resultan los pasajes de Ro. 6.4 y Col. 2.12, que hablan del bautismo como un medio o instrumento para ser sepultado con Cristo, o como el contexto en el cual el que habíá de hacerse cristiano era sepultado con Cristo. En este pasaje Pablo está claramente evocando el poderoso simbolismo del bautismo (probablemente por inmersión) como un sepultar (fuera de la vista) la vieja vida. En Ro. 6.4 no entiende el acto de emerger del agua como un símbolo de la resurrección: la resurrección con Cristo es aun cosa del futuro (6.5). Quizás sea esa la asociación en Col. 2.12, pues allí la resurrección con Cristo se considera como algo pasado (Col. 3.1), pero la expresión griega en 2.12 no lo hace necesario. Debemos recordar también que Pablo considera el morir con Cristo no como un acontecimiento único del pasado; la identificación con Cristo en sus sufrimientos y su muerte es un acontecer que dura toda la vida (Ro. 6.5; 3.17; 2 Co. 1.5; 4.10; Gá 2.20; 6.14; Fil. 3.10). De modo que podría ser que Pablo considerara al bautismo como el símbolo constante de este aspecto de la existencia cristiana, mientras que el Espíritu denotaba la nueva vida en Cristo (Ro. 8.2, 6, 10s, 13; 1 Co. 15.45; 2 Co. 3.3, 6; Ga. 5.25; 6.8).

Se han propuesto muchas otras referencias al bautismo en las epístolas paulinas. La mayoría de los eruditos sostiene que la frase “bautizados en Cristo Jesús” se refiere directamente al bautismo (Ro. 6.3; 1 Co. 10.2; 12.13; Gá. 3.27). Una opinión que se sostiene con firmeza aquí es que “en Cristo” constituye una abreviatura de “en el nombre de Cristo”. Si es así, luego Pablo consideraba que el acto bautismal era rico en eficacia y significado sacramentales. Otros sostienen que “bautizados en Cristo” es más bien una abreviatura de “bautizados en Espíritu en Cristo” (según se registra explícitamente en 1 Co. 12.13). En este caso, Pablo se estaría haciendo eco de la metáfora que comenzó con Juan el Bautista, según la cual la frase no se refiere al acto ritual, sino a aquella unión con Cristo (en su muerte) que el bautismo (por inmersión) tan gráficamente simboliza (cf. Mr. 10.38; Lc. 12.50).

Otros pasajes muy mencionados como referencias al bautismo son los que hablan de lavamiento en 1 Co. 6.11; Ef. 5.26; y Tit. 3.5, y los que hablan del sello del Espíritu en 2 Co. 1.22 y Ef. 1.13; 4.30. Si el punto de vista de Pablo acerca del bautismo era fuertemente sacramental, entonces la alusión al bautismo sería convincente, tanto más si Pablo estaba sufriendo la influencia de los cultos de misterio a esta altura. Por otro lado, 1 Co. 1.13–17 y 10.1–12 muestran a Pablo resistiendo este tipo de sacramentalismo. Además, al oponerse a aquellos que insisten en que los cristianos debían circuncidarse Pablo contrapone, no el bautismo (como una alternativa cristiana más efectiva) sino la fe de ellos y la realidad del Espíritu que recibieron mediante la fe (Gá. 3.1–4.7; Fil. 3.3). Así que es posible que Pablo haya entendido que el lavamiento tenía carácter directamente espiritual y no sacramental (cf. Hch. 15.9; Tit. 2.14; He. 9.14; 10.22; 1 Jn. 1.7, 9). Cuando recordamos el carácter tangible de la presencia del Espíritu en el cristianismo de los primeros tiempos, resulta innecesario vincular el “sello del Espíritu” a cualquier cosa que no sea el don del Espiritu en sí mismo.

V. El bautismo en los escritos joaninos

Resulta difícil determinar la concepción de Juan respecto al bautismo, desde el momento en que el rico simbolismo del evangelio se presta a distintas interpretaciones.Algunos creen observar alusiones sacramentales en todo el evangelio (en cada referencia al “agua”). Otros sostienen que Juan es antisacramentalista (p. ej. 6.63 como limitación de cualquier alusión a la Cena del Señor en 6.51–58).

En Jn. 3.5 (“[nacidos] de agua y del Espíritu”, la referencia más probable al bautismo) se considera que el comienzo de una nueva vida en Cristo surge ya sea del bautismo en agua y el don/poder del Espíritu; o del poder purificador y renovador del Espíritu (cf. Is. 44.3–5; Ez. 36.25–27); o que posiblemente requiera el nacimiento del Espíritu (3.3, 6–8) además del nacimiento natural (3.4). Sin embargo, el pensamiento dominante es claramente la obra del Espíritu, y en vista del contraste entre el bautísmo en agua y el bautisno en el Espíritu en 1.33, deberíamos evitar la sustitución de la expresión “nacidos de(l)” en 3.5 por “bautizados en”. No hay indicación alguna de la existencia de una equivalencia entre el bautismo y el nuevo nacimiento para ninguno de los escritores del NT (cf. Stg. 1.18; 1 P. 1.3, 23; 1 Jn. 3.9).

En otros pasajes de Juan el vocablo “agua” probablemente simboliza ya sea el Espíritu Santo dado por Jesús (4.10–14; 7.37–39; 19.34, la única otra alusión plausible al bautismo), o la era antigua en contraste con la nueva (1.26, 31, 33; 2.6ss; 3.23–36; 5.2–9). En 1 Jn. 5.6–8 “agua” se refiere al bautismo de Jesús mismo como testimonio permanente de la realidad de su encarnación.

VI. El bautismo de párvulos

¿Se habrá practicado el bautismo de párvulos en el 1º siglo del cristianismo? No hay ninguna referencia directa al bautismo de párvulos en el NT, pero la posibilidad de que haya habido niños en las familias bautizadas en Hch. 16.15, 33; 18.8 y 1 Co. 1.16 no puede ser terminantemente excluida. Sobre la base de 1 Co. 7.14, sin hablar de Mr. 10.13–16, se puede sostener que los hijos pequeños de los creyentes constituyen parte de la familia de la fe. Por otro lado, en Gá. 3 Pablo sostiene específicamente que la unión con Cristo no deriva de ninguna descendencia física, ni depende tampoco de ningún acto ritual (circuncisión), sino que se realiza por medio de la fe, y que no depende de ninguna otra cosa que no sea la fe y el don del Espiritu que se recibe por fe.

En resumen, cuanto más se entienda al bautismo como la expresión de la fe del que se bautiza, tanto menos se puede aceptar el bautismo de párvulos; mientras que cuanto más se entienda al bautismo como la expresión de la gracia divina, tanto más fácil resulta sostener la procedencia del bautismo de párvulos. De cualquier manera, los cristianos deben cuidarse de dar más importancia de lo debido al bautismo, para no caer en el error de los judaizantes que daban indebida importancia a la circuncisión. (* Sepultura; * Circuncisión; * Fe; * Juicio; * Imposicion de manos; * Arrepentimiento; * Sacramento; * Espiritu; * Agua )

Bibliografía. °J. D. G. Dunn, Bautismo en el Espiritu Santo; P. Marcel, El bautismo: Sacramento del pacto de gracia, 1968; G. R. Beasley-Murray, “Bautismo”, °DTNT, t(t). I, pp. 160–172.

K. Aland, Did the Early Church Baptize Infants?, 1963; J. Baillie, Baptism and Conversion, 1964; K. Barth, Church Dogmatics, IV/4, 1970; G. R, Beasley-Murray, Baptism in the New Testament, 1962; Baptism Today and Tomorrow, 1966; C. Buchanan, A Case for Infant Baptism, 1973; J. D. G. Dunn, Baptism in the Holy Spirit, 1970; A. George, et. al., Baptism in the New Testament, 1964; J. Jeremias, Infant Baptism in the First Four Centuries, 1960; The Origins of Infant Baptism, 1963; G. W. H. Lampe, The Seal of the Spirit, 1967; J. Murray, Christian Baptism, 1962; J. K. Parratt, Holy Spirit and Baptism, ExpT 82, 1970–71, pp. 231–235, 266–271; A. Schmemann, Of Water and the Spirit, 1976; R. Schnackenburg, Baptism in the Thought of St Paul, 1964; G.Wagner, Pauline Baptism and the Pagan Mysteries, 1967; G. Wainwright, Christian Initiation, 1969; G. R. Beasley-Murray, R. T. Beckwith, en NIDNTT 1, pp. 143–161.

J.D.G.D.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Es uno de los Siete Sacramentos de la Iglesia Cristiana frecuentemente llamado el “primer sacramento”, la “puerta de los sacramentos” y la “puerta de la Iglesia”.

Contenido

  • 1 ESTABLECIMIENTO AUTORITATIVO DE LA DOCTRINA
  • 2 ETIMOLOGÍA
  • 3 DEFINICIÓN
  • 4 TIPOS
  • 5 INSTITUCIÓN DEL SACRAMENTO
  • 6 MATERIA Y FORMA DEL SACRAMENTO
  • 7 BAUTISMO CONDICIONAL
  • 8 REBAUTISMO
  • 9 NECESIDAD DEL BAUTISMO
  • 10 SUBSTITUTOS PARA EL SACRAMENTO
  • 11 INFANTES NO BAUTIZADOS
  • 12 EFECTOS DEL BAUTISMO
  • 13 MINISTRO DEL SACRAMENTO
  • 14 RECIPIENTE DEL BAUTISMO
  • 15 ASOCIADO AL BAUTISMO
  • 16 CEREMONIAS DE BAUTISMO
  • 17 BAUTISMO METAFÓRICO

ESTABLECIMIENTO AUTORITATIVO DE LA DOCTRINA

En principio creemos recomendable presentar dos documentos que expresan claramente el pensamiento de la Iglesia en cuanto al tema del bautismo. Asimismo son valiosos pues contienen un resumen de los puntos principales a ser considerados en el tratamiento de este importante tema. El bautismo se define positivamente en uno y negativamente en el otro.

(1) El Documento Positivo: “El Decreto para los Armenios”

“El Decreto para los Armenios”, en la Bula “Exultate Deo” del Papa Eugenio IV, es referido con frecuencia como un decreto del Concilio de Florencia. Aunque no es necesario considerar este decreto como una definición dogmática de la materia y forma y ministerio de los sacramentos, es sin duda una instrucción práctica, que emana del Magisterio Pontificio, y como tal, tiene total autenticidad en un sentido canónico. Esto es, es autoritativo. El decreto habla así del Bautismo:

El Santo Bautismo tiene el primer lugar entre los sacramentos, debido a que es la puerta de la vida espiritual; por él se nos hace miembros de Cristo y nos incorporamos con la Iglesia. Y ya que la muerte entró a todos por medio del primer hombre, a menos que nazcamos de nuevo del agua y el Espíritu Santo, no podremos entrar al reino de los Cielos, como nos lo ha dicho la Verdad Misma. La materia de este sacramento es agua verdadera y natural, y es indiferente si es fría o caliente. La forma es: Yo os bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Sin embargo, no negamos que las palabras: Dejad que este siervo de Cristo sea bautizado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; o: Esta persona es bautizada por mis manos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, constituyen bautismo verdadero; porque la causa principal por la cual el bautismo tiene su eficacia es la Santísima Trinidad, y la causa instrumental es el ministro que confiere exteriormente el sacramento, entonces si el acto ejercido por el ministro es expresado junto con la invocación de la Santísima Trinidad, el sacramento es perfeccionado. El ministro de este sacramento es el sacerdote, a quien le corresponda bautizar, por razón de su oficio. Sin embargo, en caso de necesidad, no sólo puede bautizar un sacerdote o diácono, sino aún un laico o mujer, y aún un pagano o hereje, siempre y cuando observe la forma utilizada por la Iglesia, y tenga la intención de llevar a cabo lo que La Iglesia lleva a cabo. El efecto de este sacramento es la remisión de todo pecado, original y actual; al igual que todo castigo que corresponda por el pecado. Por consecuencia, los bautizados no están obligados a la satisfacción de pecados pasados; y si mueren antes de cometer pecado alguno, obtienen inmediatamente el reino de los cielos y la visión de Dios.

(2) El Documento Negativo: “De Baptismo”

Llamamos documentos negativos los cánones sobre bautismo decretados por el Concilio de Trento (Ses. VII, De Baptismo), en los cuales las siguientes doctrinas son anatematizadas (declaradas heréticas):

· El bautismo de Juan (el Precursor) tuvo la misma eficacia que el bautismo de Cristo,

· No se requiere agua verdadera y natural para el bautismo, y por lo tanto las palabras de Nuestro Señor Jesucristo “A menos que el hombre nazca de nuevo a través del agua y del Espíritu Santo” son metafóricas.

· La verdadera doctrina del sacramento del bautismo no es enseñada por la Iglesia Romana,

· El bautismo dado por los heréticos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo con la intención de llevar a cabo lo que la Iglesia lleva a cabo, no es verdadero bautismo,

· El bautismo es libre, esto es, no es necesario para la salvación.

· Una persona bautizada, aún si lo desea, no puede perder la gracia, sin importar cuánto peque, a menos que se niegue a creer.

· Aquellos que han sido bautizados están obligados solamente a tener fe, pero no a observar toda la ley de Cristo.

· Las personas bautizadas no están obligadas a observar todos los preceptos de la Iglesia, escritos y tradicionales, a menos que acepten someterse a ellos.

· Todos los votos después del bautismo son nulos por razón de las promesas hechas en el bautismo mismo; porque por estos votos se daña la fe que ha sido profesada en el bautismo y el sacramento mismo

· Todos los pecados cometidos después del bautismo son ya sea perdonados o considerados veniales son la sola memoria y fe del bautismo que ha sido recibido,

· El bautismo, aun cuando haya sido administrado verdadera y adecuadamente, debe repetirse en el caso de una persona que haya negado la fe de Cristo ante infieles y haya sido traída al arrepentimiento.

· Nadie debe ser bautizado salvo a la edad en que Cristo fue bautizado o al momento de morir.

· Los infantes, no siendo capaces de hacer un acto de fe, no deben considerarse entre los fieles después de su bautismo, y por lo tanto cuando lleguen a edad de razón deben ser rebautizados; o es mejor omitir del todo su bautismo que bautizarles como creyentes con la sola fe de la Iglesia, cuando ellos mismos no pueden hacer un acto apropiado de fe.

· Aquellos bautizados como infantes deberán ser cuestionados cuando hayan crecido, si desean ratificar lo que sus padrinos prometieron por ellos en su bautismo, y si contestan que no desean hacerlo, debe dejárseles por su cuenta en el asunto y no ser obligados por sanciones a llevar una vida Cristiana, excepto privarle de recibir la Eucaristía y los demás sacramentos, hasta que se reformen.

Las doctrinas aquí condenadas por el Concilio de Trento, son aquellas de varios líderes entre los primeros reformadores. Lo contradictorio de todas estas declaraciones debe sostenerse como la enseñanza dogmática de la Iglesia.

ETIMOLOGÍA

La palabra Bautismo se deriva de la palabra griega bapto o baptizo, lavar o sumergir. Por lo tanto, significa que lavar es la idea esencial del sacramento. La escritura utiliza el término bautizar tanto literal como figurativamente. Se emplea en sentido metafórico en Hechos, i, 5, donde significa la abundancia de la gracia del Espíritu Santo, y también en Lucas, xii, 50, donde el término se refiere a los sufrimientos de Cristo en Su Pasión. En forma distinta en el Nuevo Testamento, la palabra raíz de la cual se deriva bautismo se utiliza para designar el lavado con agua, y se emplea cuando se habla de purificaciones judías, y del bautismo de Juan, así como del Sacramento Cristiano del Bautismo (cf. Heb., vi, 2; Marcos, vii, 4). Sin embargo, en el uso eclesiástico, cuando se emplean los términos Bautizar o Bautizo, sin palabra calificadora, la intención es significar el lavado sacramental por el cual el alma es limpiada del pecado al mismo tiempo que se vacía agua sobre el cuerpo. Se han utilizado muchos otros términos como sinónimos descriptivos del bautismo tanto en la Biblia como en la antigüedad cristiana, tales como el lavado de regeneración, la iluminación, el sello de Dios, el agua de vida eterna, el sacramento de la Trinidad, y otros. En inglés, el término cristianizar se usa ordinariamente para significar bautizar. Sin embargo, ya que la palabra anterior significa sólo el efecto del bautismo, esto es, hacer cristiano, pero no la forma y el acto, los moralistas sostienen que “Yo cristianizo” probablemente no sustituye válidamente “Yo bautizo” al conferir el sacramento.

DEFINICIÓN

El Catecismo Romano (Ad parochos, De bapt., 2, 2, 5) define el bautismo así : El bautismo es el sacramento de regeneración por medio de agua en la palabra (per aquam in verbo). Santo Tomás de Aquino (III:66:1) da esta definición: “El bautismo es la ablución externa del cuerpo, llevado a cabo con la forma prescrita de palabras.” Teólogos posteriores generalmente distinguen formalmente entre la definición física y la metafísica de este sacramento. Por la primera entienden la fórmula expresando la acción de ablución y pronunciación de la invocación de la Trinidad; por la última, la definición: “Sacramento de regeneración” o aquella institución de Cristo por la cual renacemos a la vida espiritual. El término “regeneración” distingue al bautismo de cualquier otro sacramento, pues aunque la penitencia revive a los hombres espiritualmente, ésta es más bien una resucitación, un traer de entre los muertos, no un renacimiento. La penitencia no nos hace cristianos; por el contrario, presupone que ya hemos nacido del agua y del Espíritu Santo a la vida de la gracia, mientras que por el otro lado, fue instituido para conferir a los hombres los comienzos mismos de la Vida espiritual, para transferirles del estado de enemigos de Dios al estado de adopción, como hijos de Dios. La definición del Catecismo Romano suma las definiciones física y metafísica del bautismo. “El sacramento de regeneración” es la esencia metafísica del sacramento, mientras que la esencia física se expresa en la segunda parte de la definición, esto es, el lavado con agua (materia), acompañado por la invocación de la Santísima Trinidad (forma). El bautismo es, por lo tanto, el sacramento por el cual nacemos de nuevo del agua y del Espíritu Santo, esto es, por el cual recibimos una vida nueva y espiritual, la dignidad de adopción como hijos de Dios y herederos del reino de Dios.

TIPOS

Habiendo considerado el significado cristiano del término “bautismo”, ahora volvemos nuestra atención a los varios tipos que fueron anteriores a la Nueva Dispensa. Se encuentran diferentes tipos para este Sacramento entre los judíos y los gentiles. Su lugar fue tomado por la circuncisión en el sistema sacramental de la Antigua Ley, la cual es llamada por algunos Padres el “lavado de sangre” para diferenciarlo de “el lavado de agua”. Por el rito de la circuncisión, el recipiente era incorporado en el pueblo de Dios y hecho partícipe de las promesas mesiánicas; se le confería un nombre y se le consideraba entre los hijos de Abraham, padre de todos los creyentes. Otros precursores del bautismo fueron las numerosas purificaciones prescritas en la dispensa Mosaica para las impurezas legales. El simbolismo de un lavado externo para limpiar una mancha invisible era muy familiar a los judíos en sus ceremonias sagradas. Pero además a estos tipos más directos, tanto los escritores del Nuevo Testamento como los Padres de la Iglesia encuentran muchos símbolos misteriosos del bautismo. Por ello San Pablo (I Cor., x) aduce el paso de Israel por el Mar Rojo, y San Pedro (1 Pedro 3) el Diluvio, como tipos de purificación a encontrarse en el bautismo cristiano. Otros símbolos del sacramento son encontrados por los Padres en el baño de Naaman en el Jordán, en la generación del Espíritu de Dios sobre las aguas, en los ríos del Paraíso, en la sangre del Cordero Pascual, durante tiempos del Antiguo Testamento, y en las aguas de Bethsaida, y en la curación del mudo y del ciego en el Nuevo Testamento.

El reconocimiento tan natural y expresivo del simbolismo del lavado exterior para indicar la purificación interior también es parte de los sistemas paganos de religión. El uso de agua lustral se encuentra entre los babilonios, asirios, egipcios, griegos, romanos, hindúes y otros. Un parecido mayor al bautismo cristiano se encuentra en la forma del bautismo judío, a ser conferido en los prosélitos, dado en el Talmud babilonio (Dollinger, Era Primera de la Iglesia). Pero sobre todo debe ser considerado el bautismo de San Juan el Precursor. Juan bautizaba con agua (Marcos, i) y era un bautismo de penitencia para la remisión de los pecados (Lucas, iii). Aunque entonces el simbolismo del sacramento instituido por Cristo no era nuevo, la eficacia que Él agregó al rito es que lo que lo distingue de todos los de su tipo. El bautismo de Juan no producía gracia, como él mismo testifica (Mateo, iii) cuando declara que él no es el Mesías cuyo bautismo es conferir el Espíritu Santo. Lo que es más, no era el bautismo de Juan lo que perdonaba los pecados, sino la penitencia que le acompañaba; y por lo tanto, San Agustín le llama (De Bapt. Contra Donat., V) “un perdón de pecados en la esperanza”. En cuanto a la naturaleza del bautismo del Precursor, Santo Tomás (III:38:1) declara: El bautismo de Juan no era un sacramento en sí mismo, pero era un cierto sacramento pues preparaba el camino (disponens) para el bautismo de Cristo”. Durandus lo llama sin duda un sacramento, pero de la Antigua Ley, y San Buenaventura lo considera como un medio entre las Dispensas Nuevas y Antiguas. Es de fe Católica que el bautismo del Precursor era esencialmente diferente del bautismo de Cristo en sus efectos. También debe notarse que aquellos que previamente recibieron el bautismo de Juan tenían que recibir después el bautismo Cristiano (Hechos, xix).

INSTITUCIÓN DEL SACRAMENTO

Que Cristo instituyó el Sacramento del Bautismo es incuestionable. Los racionalistas, tales como Harnack (Dogmengeschichte, I, 68), lo disputan, con sólo descartar arbitrariamente los textos que lo prueban. Cristo no sólo ordena a Sus Discípulos (Mateo 28:19) bautizar y les da la forma a ser empleada, sino que también declara explícitamente la absoluta necesidad del bautismo (Juan 3): “Salvo que el hombre nazca de nuevo del agua y del Espíritu Santo, no podrá entrar en el Reino de Dios”. Lo que es más, de la doctrina general de la Iglesia sobre los sacramentos, sabemos que la eficacia unida a ellos se deriva sólo de la institución del Redentor. Sin embargo, cuando llegamos a la cuestión de cuándo instituyó precisamente Cristo el bautismo, encontramos que los escritores eclesiásticos no coinciden. Las Escrituras mismas callan este asunto. Varias ocasiones han sido señaladas como el momento probable de la institución, tales como cuando Cristo se bautizó en el Jordán, cuando declaró a Nicodemo la necesidad de renacer, cuando envió a Sus Apóstoles y Discípulos a predicar y bautizar. La primera opinión fue un favorito con muchos Padres y estudiosos, y gustan de referirse a la santificación del agua bautismal por el contacto con la carne del Dios-hombre. Otros, tales como San Jeremías y San Máximo, parecen asumir que Cristo bautizó a Juan en esta ocasión y con ello instituyó el sacramento. Sin embargo, no hay nada en los Evangelios que indique que Cristo bautizó al Precursor en el momento de Su propio bautismo. En cuanto a la opinión de que fue en el coloquio con Nicodemo cuando fue instituido este sacramento, no es de sorprender que ha encontrado pocos partidarios. Las palabras de Cristo sin duda declaran la necesidad de una institución tal, pero nada más. También parece poco probable que Cristo hubiera instituido el sacramento en una conferencia secreta con alguien que no sería heraldo de su institución.

La opinión más probable parece ser que el bautismo, como sacramento, tiene su origen cuando Cristo comisionó a Sus Apóstoles a bautizar, como se narra en Juan, iii y iv. No hay nada directamente en el texto en cuanto a la institución, pero como los Discípulos evidentemente actuaban bajo la instrucción de Cristo, Él debe haberles enseñado desde el principio mismo la materia y forma del sacramento que habrían de dispensar. Es cierto que San Juan Crisóstomo (Hom., xxviii en Joan.), Teofilacto (en cap. Iii, Joan.) y Tertuliano (De Bapt., c. Ii) declaran que el bautismo otorgado por los Discípulos de Cristo como se narra en estos capítulos de San Juan era un bautismo de sólo agua y no del Espíritu Santo; pero su razón es que el Espíritu Santo no era otorgado sino hasta después de la Resurrección. Como lo han señalado los teólogos, ésta es una confusión entre la manifestación visible e invisible del Espíritu Santo. La autoridad de San León (Ep. Xvi ad Episc. Sicil.) también es invocada para la misma opinión, pues aunque parece sostener que Cristo instituyó el sacramento cuando, después de Su levantamiento de entre los muertos, dio el mandato (Mateo 28) : “Id y enseñad…bautizando”; pero las palabras de San León pueden explicarse fácilmente de otra manera, y en otra parte de la misma epístola se refiere a la sanción de la regeneración otorgada por Cristo cuando el agua del bautismo fluyó de Su costado en la Cruz; en consecuencia, antes de la Resurrección. Todas las autoridades están de acuerdo en que Mateo, xxviii, contiene la solemne promulgación de este sacramento, y San León parece no tener otra intención que ésta. No necesitamos pasar más tiempo argumentando con aquellos que declaran que el bautismo ha sido establecido necesariamente después de la muerte de Cristo, debido a que la eficacia de los sacramentos se deriva de Su Pasión. Esto probaría también que la Santa Eucaristía no se instituyó antes de Su muerte, lo cual no se puede sostener. En cuanto a la frecuente afirmación de los Padres de que los sacramentos fluyen del costado de Cristo en la Cruz, basta decir que más allá del simbolismo que se encuentra allí, sus palabras pueden explicarse como referentes a la muerte de Cristo como la causa meritoria o la perfección de los sacramentos, pero no necesariamente como el momento de su institución.

Por lo tanto, habiendo considerado todas las cosas, podemos establecer con seguridad que lo más probable es que Cristo instituyó el bautismo antes de Su Pasión. Pues en primer lugar, como es evidente de Juan, iii y iv, Cristo ciertamente confirió el bautismo, al menos de las manos de Sus Discípulos, antes de su pasión. Que éste era un rito esencialmente diferente al del bautismo de Juan el Precursor es muy claro, porque el bautismo de Cristo es siempre preferido al de Juan, y éste último establece por sí mismo la razón: “Yo bautizo con agua…[Cristo] bautiza con el Espíritu Santo” (Juan, i). En el bautismo otorgado por los Discípulos como se narra en estos capítulos, parece que tenemos todos los requisitos de un sacramento de la Nueva Ley:

· el rito externo,

· la institución de Cristo, pues ellos bautizaban por Su mandato y misión, y

· el otorgamiento de la gracia, pues ellos conferían el Espíritu Santo (Juan 1).

En segundo lugar, los Apóstoles recibieron otros sacramentos de Cristo, antes de Su Pasión, como la Santa Eucaristía en la Última Cena, y las Santas órdenes (Conc. Trid., Ses. XXVI, c. i). Ahora, como el bautismo siempre ha sido considerado como la puerta de la Iglesia y la condición necesaria para recibir cualquier otro sacramento, resulta que los Apóstoles deben haber recibido el bautismo cristiano antes de la Última Cena. Este argumento es utilizado por San Agustín (Ep. Clxiii, al. Xliv) y ciertamente parece válido. El suponer que los primeros pastores de la Iglesia recibieron los demás sacramentos por ley divina, antes de haber recibido el bautismo, es una opinión sin fundamento en las Escrituras o Tradición y carece de veracidad. En ninguna parte establecen las Escrituras que Cristo mismo confería el bautismo, pero una antigua tradición (Nicéf., Hist. Ecl, II, iii; Clem. Alex. Strom., III) declara que Él sólo bautizó al Apóstol Pedro, y que éste bautizó a Andrés, Santiago, y Juan, y éstos a los demás Apóstoles.

MATERIA Y FORMA DEL SACRAMENTO

(1) Materia

En todos los sacramentos tratamos la materia y la forma. También es usual distinguir la materia remota y la materia próxima. En el caso del bautismo, la materia remota es el agua natural y verdadera. Debemos considerar primero este aspecto de la cuestión.

Materia remota
Es de fe (de fide) que el agua natural y verdadera es la materia remota del bautismo. Además de las autoridades ya citadas, podemos también mencionar el Cuarto Concilio de Letrán (c. i). Algunos de los primeros Padres, como Tertuliano (De Bapt., ) y San Agustín (Adv. Hær., xlvi y lix) enumeran heréticos que rechazaron totalmente el agua como constituyente del bautismo. Tales fueron los gaenos, manichoeos, seleucianos y hermianos. En la Edad Media, se dice que los Waldesianos sostuvieron el mismo dogma (Ewald, Contra Walden., vi). Algunos de los reformadores del siglo dieciséis aunque se acepta el agua como la materia ordinaria de este sacramento, declara que cuando no se tiene agua, se puede utilizar cualquier líquido en su lugar. Asimismo Lutero (tischr., xvii) y Beza (Ep., ii, ad Till.). Fue a consecuencia de esta enseñanza que se enmarcaron ciertos cánones Tridentinos. Calvino sostenía que el agua utilizada en el bautismo era simplemente símbolo de la Sangre de Cristo (Instit., IV, xv). Como regla, sin embargo, aquellas sectas que creen actualmente en el bautismo, reconocen el agua como la materia necesaria del sacramento. Las escrituras son tan positivas en sus afirmaciones sobre el uso de agua natural y verdadera para el bautismo, que es difícil ver por qué debe siquiera estar en duda. No sólo tenemos las palabras explícitas de Cristo (Juan iii v) “Salvo que el hombre nazca de nuevo del agua”, etc., sino también en los Hechos de los Apóstoles y las Epístolas de San Pablo existen pasajes que impiden cualquier interpretación metafórica. Por ello dice San Pedro (Hechos, x, 47) “Acaso puede alguno negar el agua del bautismo a éstos que han recibido el Espíritu Santo como nosotros?” En el capítulo octavo de Hechos se narra el episodio de Felipe y el eunuco de Etiopía, y en el verso 36 leemos: “Siguiendo el camino llegaron a un sitio donde había agua. El eunuco dijo: Aquí hay agua; ¿qué impide que yo sea bautizado?” Igualmente positivo es el testimonio de la tradición cristiana. Tertuliano (op. Cit.) inicia su discurso: “El feliz sacramento de nuestra agua”. Justo Mártir (Apol., I) describe la ceremonia del bautismo y declara: Entonces son guiados por nosotros a donde hay agua…y entonces son lavados en el agua”. San Agustín declara positivamente que no hay bautismo sin agua (Tr. Xv en Joan.).

La materia remota del bautismo es, entonces, agua, y tomada en su significado usual. En consecuencia, los teólogos nos dicen que lo que los hombres ordinariamente llaman agua, es materia bautismal válida, ya sea agua de mar, de fuente, o pozo, o estanque; ya sea clara o turbia; dulce o salada; caliente o fría; con color o transparente. El agua derivada de hielo derretido, nieve o granizo también es válido. Sin embargo, si el hielo, nieve o granizo no está derretido, no caen en la designación de agua. El rocío, agua sulfurosa o mineral, y aquella que se deriva del vapor, también son materia válida para este sacramento. En cuanto a la mezcla del agua y algún otro material, se considera materia adecuada, siempre y cuando el agua ciertamente predomine y la mezcla siga llamándose agua. Materia inválida es todo líquido que no sea llamado usualmente agua verdadera. Tales son aceite, saliva, vino, lágrimas, leche, sudor, cerveza, caldo, el jugo de frutas, y cualquier mezcla que contenga agua que los hombres no llamen agua. Cuando sea dudoso si un líquido puede realmente llamarse agua, no se permite su uso para bautismo excepto en el caso de absoluta necesidad cuando no se pueda obtener materia válida. Por otro lado, nunca se permite bautizar con un líquido inválido. Existe una respuesta del Papa Gregorio IX al Arzobispo de Trondhjem en Noruega, donde se había empleado cerveza (o aguamiel) para el bautismo. El pontífice dice: “Ya que de acuerdo a la enseñanza del Evangelio, el hombre debe nacer de nuevo del agua y del Espíritu Santo, no deben considerarse válidamente bautizados aquellos que han sido bautizados con cerveza” (cervisia). Es cierto que una afirmación que declara que el vino es materia válida de bautismo se atribuye al Papa Esteban II, pero el documento carece de toda autoridad (Labbe, Conc., VI). Aquellos que sostienen que el “agua” en el texto del Evangelio debe tomarse metafóricamente, apelan a las palabras del Precursor (Mateo, iii), “Él les bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego”. Así como “fuego” debe ser ciertamente sólo una figura del habla, así también el “agua” en los demás textos. A esta objeción, puede replicarse que la Iglesia Cristiana, o al menos los Apóstoles mismos, deben haber entendido qué era lo que había que tomarse literalmente y qué figurativamente. El Nuevo Testamento y la historia de la iglesia prueban que nunca han visto al fuego como material para bautismo, aunque ciertamente sí requirieron agua. Fuera de las sectas insignificantes de seleucianos y hermianos, ni siquiera los heréticos tomaron la palabra “fuego” en este texto en su sentido literal. Sin embargo, podemos observar que algunos de los Padres, como Juan Damasceno (Orth. Fid., IV, ix), concede que esta declaración del Bautista tiene culminación literal en las lenguas de fuego de Pentecostés. Sin embargo, no se refieren a él literalmente como bautismo. El que sólo el agua sea la materia necesaria de este sacramento depende por supuesto de la voluntad de Aquel que lo instituyó, aunque los teólogos descubren muchas razones por las cuales se hubiera preferido sobre otros líquidos. La más obvia de éstas es que el agua limpia y purifica en forma más perfecta que los otros, y por ello el simbolismo es más natural.

Materia próxima
La materia próxima del bautismo es la ablución llevada a cabo con agua. La palabra misma “bautizar”, como hemos visto, significa un lavado. Han prevalecido tres formas de ablución entre los cristianos, y la Iglesia las sostiene todas como válidas porque cumplen el requisito necesario del lavado bautismal. Estas formas son inmersión, infusión, y aspersión. La forma más antigua usualmente empleada fue sin duda la inmersión. Esta no sólo es evidente a partir de las escrituras de los Padres y los primeros ritos tanto de las Iglesias Latinas y Orientales, sino que también puede observarse en las Epístolas de San Pablo, quien habla del bautismo como un baño (Efesios, v, 26; Rom., vi, 4; Tit., iii,5). En la Iglesia Latina, la inmersión parece haber prevalecido hasta el siglo doce. Después de ese tiempo se encuentra en algunos lugares tan tarde como el siglo dieciséis. Sin embargo, la infusión y la aspersión fueron cada vez más comunes en el siglo trece y gradualmente prevalecieron en la Iglesia Occidental. Las Iglesias Orientales han conservado la inmersión, aunque no siempre en el sentido de sumergir todo el cuerpo del candidato bajo el agua. Billuart (De Bapt., I, iii) dice que el catecúmeno es usualmente colocado en la fuente, y después se derrama agua sobre la cabeza. Cita la autoridad de Goar para esta afirmación. Aunque, como hemos dicho, la inmersión era la forma de bautismo generalmente prevaleciente en las primeras eras, no debe por ello inferirse que las demás formas de infusión y aspersión no eran empleadas y consideradas válidas. En el caso de los enfermos y moribundos, la inmersión era imposible y el sacramento era entonces conferido por una de las otras formas. Esto era tan reconocido que la infusión o aspersión recibían el nombre de bautismo de los enfermos (baptimus clinicorum). San Cipriano (Ep. Ixxvi) declara que esta forma es válida. De los cánones de varios concilios anteriores sabemos que los candidatos a órdenes Sagradas que habían sido bautizados por este método parecían considerarse irregulares, pero era debido a la negligencia culpable que se suponía se manifestaba en postergar el bautismo hasta estar enfermo o moribundo. Sin embargo, que dichas personas no debían ser rebautizadas es una evidencia de que la Iglesia consideraba válido su bautismo. También se señala que las circunstancias bajo las cuales San Pablo (Hechos, xvi) bautizó a su carcelero y a toda su casa parece impedir el uso de la inmersión. Lo que es más, los hechos de los primeros mártires frecuentemente se refieren al bautismo en las prisiones en las cuales ciertamente se empleaba la infusión o la aspersión.

Por el ritual autorizado actualmente por la Iglesia Latina, el bautismo debe ser llevado a cabo por el lavado de la cabeza del candidato. Sin embargo, los moralistas establecen que en caso de necesidad, el bautismo probablemente sería válido si el agua fuera aplicado en cualquier otra parte principal del cuerpo, como el pecho o el hombro. Sin embargo, en este caso, se administraría el bautismo condicional si la persona sobreviviera (San Alf., no. 107). De la misma forma se consideraría probablemente válido el bautismo de un infante en el vientre de su madre, siempre y cuando el agua, por medio de un instrumento, realmente fluyera sobre el niño. Dicho bautismo debe, sin embargo, repetirse después condicionalmente, si el niño sobrevive a su nacimiento (Lehmkuhl, n. 61). Debe notarse que no es suficiente que el agua meramente toque al candidato; debe también fluir, de otro modo no parecería haber una ablución verdadera. Cuando mucho, dicho bautismo se consideraría dudoso. Si sólo las ropas de la persona reciben la aspersión, el bautismo es sin duda inválido. El agua a ser empleada en el bautismo solemne también debe haber sido consagrada para dicho propósito, pero de esto hablaremos en otra sección de este artículo. En el bautizo es necesario hacer uso de una triple ablución al conferir este sacramento, por razón de la prescripción del ritual Romano. Sin embargo, esto se refiere necesariamente a la legalidad, no a la validez de la ceremonia, como Santo Tomás (III:66:8) y otros teólogos establecen expresamente. La inmersión triple es incuestionablemente muy antigua en la Iglesia y aparentemente de origen Apostólico. Es mencionado por Tertuliano (De cor. Milit., iii), San Basilio (De Sp. S., xxvii), San Jeremías (Dial. Contra Luc., viii) y muchos otros primeros escritores. Su objetivo es, por supuesto, honrar a las tres Personas de la Santísima Trinidad en cuyo nombre se confiere. Que esta triple ablución no fue considerada necesaria para la validez del sacramento, es obvio. En el siglo séptimo el Cuarto Concilio de Toledo (633) aprobó el uso de una sola ablución en el bautismo, como una protesta en contra de las falsas teorías trinitarias de los arios, quienes parecían haber dado a la inmersión triple un significado que implicaba tres naturalezas en la Santísima Trinidad. Para insistir en la unidad y misma substancia de las tres Personas Divinas, los Católicos Españoles adoptaron la ablución sencilla y este método tuvo la aprobación del Papa Gregorio el Grande (I, Ef. xliii). Los heréticos eunomianos utilizaron sólo una inmersión y su bautismo se consideró inválido por el Primer Concilio de Constantinopla (can. Vii); pero esto no fue debido a la ablución sencilla, sino aparentemente porque se bautizaban en su muerte. La autoridad de este canon es además dudosa en el mejor de los casos.

(2) Forma

La única forma requerida y válida del bautismo es: “Yo os bautizo (o Esta persona es bautizada) en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Esta fue la forma dada por Cristo a Sus Discípulos en el capítulo veintiocho del Evangelio de San Mateo, al menos hasta donde se trata de la cuestión de la invocación de las Personas separadas de la Trinidad y la expresión de la naturaleza de la acción llevada a cabo. Para uso Latino: “Yo os bautizo”, etc., tenemos la autoridad del Concilio de Trento (Ses. VII, can. iv) y del Concilio de Florencia en el Decreto de la Unión. Además tenemos la práctica constante de toda la Iglesia Occidental. Los Latinos también reconocen como válida la forma utilizada por los griegos: “Este siervo de Cristo es bautizado”, etc. El decreto florentino reconoce la validez de esta forma y es además reconocida por la Bula de León X, “Accepimus nuper”, y de Clemente VII, “Provisioni nostrae”. En substancia, las formas latina y griega son la misma, y la Iglesia Latina jamás ha rebautizado a los Orientales en su regreso a la unidad. En algún tiempo algunos teólogos occidentales disputaron la forma griega, debido a que dudaban de la validez de la fórmula imperativa o suplicante: “Permite que esta persona sea bautizada” (baptizetur). De hecho, sin embargo, los griegos utilizan la fórmula indicativa o enunciativa: “Esta persona es bautizada” (baptizetai, baptizetur). Esto es incuestionable a partir de sus Eucologios, y del testimonio de Arcudius (apud Cat., tit. ii, cap. i), de Goar (Rit. Græc. Illust.) de Martene (de ant. Eccl Rit., I) y del compendio teológico de los rusos cismáticos (San Petersburgo, 1799). Y es cierto que en el decreto de los armenios, el Papa Eugenio IV utiliza baptizetur, según la versión ordinaria de este decreto, pero Labbe, en su edición del Concilio de Florencia parece considerarlo una lectura corrupta, pues al margen imprimió baptizatur. Ha sido sugerido por Goar que el parecido entre baptizetai y baptizetur es el culpable del error. La traducción correcta es, por supuesto, baptizatur.

Al administrar este sacramento es absolutamente necesario utilizar la palabra “bautizo” o su equivalente (Alex. VIII, Prop. Damn., xxvii), o de otro modo la ceremonia es inválida. Esto ya ha sido decretado por Alejandro III (Cap. Si quis, I, x, De Bapt.), y es confirmado por el decreto florentino. Ha sido práctica constante tanto de la Iglesia latina como de la griega el utilizar palabras que expresan el acto que se lleva a cabo. Santo Tomás (III:66:5) dice que ya que una ablución puede ser empleada para muchos usos, es necesario que en el bautismo el significado de la ablución sea determinado por las palabras de la forma. Sin embargo, las palabras: “En el nombre del Padre”, etc., no serían suficientes por sí mismas para determinar la naturaleza sacramental de la ablución. San Pablo (Colosenses, iii) nos exhorta hacer todas las cosas en el nombre de Dios, y consecuentemente una ablución puede llevarse a cabo en el nombre de la Trinidad para obtener la restauración de la salud. Por lo tanto es que en la forma de este sacramento, que debe expresarse el acto del bautismo, y deben unirse la forma y la materia para que no quede duda del significado de la ceremonia. Además de la palabra necesaria “bautizar”, o su equivalente, también es obligatorio mencionar las personas separadas de la Santísima Trinidad. Este es el mandato de Cristo a Sus Discípulos, y como el sacramento tiene su eficacia de Aquel que lo instituyó, no podemos omitir nada que Él haya prescrito. Nada es más cierto que éste es el entendimiento y práctica general de la Iglesia. Tertuliano nos dice (De Bapt., xiii): “La ley del bautismo (tingendi) ha sido impuesta y la forma prescrita: Vayan, prediquen a las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.” San Justino Mártir (Apol., I) testifica la práctica en su tiempo. San Ambrosio (De Myst., IV) declara: “Salvo que una persona haya sido bautizada en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, no podrá obtener el perdón de sus pecados,” San Cipriano (Ad Jubaian.), rechazando la validez del bautismo dado sólo en el nombre de Cristo, afirma que el nombramiento de todas las personas de la Trinidad fue ordenado por el Señor (in plena et adunata Trinitate). Lo mismo es declarado por muchos otros escritores primitivos, tales como San Jeremías (IV, en Mateo), Origen (De Princ., i, ii), San Atanasio (Or. Iv, Contr. Ar.), San Agustín (De Bapt., vi, 25). No es, por supuesto, absolutamente necesario que los nombre comunes Padre, Hijo y Espíritu Santo, sean utilizados, siempre y cuando las personas sean expresadas por palabras que sean equivalentes o sinónimas. Pero se requiere un nombramiento distintivo de las personas Divinas y en la forma: “Yo os bautizo en el nombre de la Santísima Trinidad”, sería de validez más que dudosa. La forma singular “En el nombre”, no “nombres”, también debe ser empleada, pues expresa la unidad de la naturaleza Divina. Cuando, por ignorancia, un cambio accidental, no substancial ha sido hecho en la forma (como In nomine patriâ en lugar de Patris), el bautismo se considerará válido.

El pensamiento de la Iglesia en cuanto a la necesidad de observar la fórmula trinitaria en este sacramento ha sido claramente mostrado por su tratamiento en cuanto al bautismo conferido por los heréticos. Cualquier ceremonia que no observe esta forma ha sido declarada inválida. Los montanistas bautizaban en el nombre del Padre y del Hijo y Montanus y Priscila (San Basilio, Ep. i, Ad Amphil.). Como consecuencia, el Concilio de Laodicea ordenó su rebautismo. Los arios en el tiempo del Concilio de Nicea no parecen haber adulterado la fórmula bautismal, pues ese Concilio no ordena su rebautismo. Cuando, entonces, San Atanasio (Or. ii, Contr. Ar.) y San Jeremías (Contra Lucif.) declaran que los arios han bautizado en el nombre del Creador y criaturas, deben referirse ya sea a su doctrina o a un cambio posterior de la forma sacramental. Es bien sabido que esto último fue el caso con los arios españoles y que consecuentemente los convertidos de la secta fueron rebautizados. Los anomæanos, una rama de los arios, bautizaban con la fórmula: “En el nombre del Dios no creado y en el nombre del Hijo creado, y en el nombre del Espíritu Santificador, procreado por el Hijo creado” (Epiphanius, Hær., Ixxvii). Otros sectas arias, tales como los eunomianos y aetianos, bautizaban “en la muerte de Cristo”. El Concilio Primero de Constantinopla (can. vii) ordenó que los convertidos del Sabelianismo fueran rebautizados debido a que la doctrina de Sabelio respecto a que sólo había una persona en la Trinidad había infectado su forma bautismal. Las dos sectas se originaron de Paul de Samosata, quien rechazaba la Divinidad de Cristo, confiriendo de la misma forma un bautismo inválido. Éstos eran los paulinistas y photinianos. El Papa Inocencio I (Ad. Episc. Maced., vi) declara que estos sectarios no distinguían las Personas de la Trinidad al bautizar. El Concilio de Nicea (can. xix) ordenaron el rebautizo de los paulinistas, y el Concilio de Aries (can. xvi y xvii) decretaron lo mismo tanto para los paulinistas como los photinianos.

Ha existido una controversia teológica sobre la cuestión de si el bautismo dado en el nombre de Cristo fue considerado válido alguna vez. Ciertos textos en el Nuevo Testamento han dado pie a esta dificultad. Pues San Pablo (Hechos, xix) ordena a ciertos discípulos en Efesios a ser bautizados en el nombre de Cristo: “Fueron bautizados en el nombre del Señor Jesús”. En Hechos, x, hemos leído que San Pedro ordenaron a otros a ser bautizados “en el nombre en el nombre de Jesucristo”, y sobre todo tenemos el mandato explícito del Príncipe de los Apóstoles: “Ser bautizados cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo, para el perdón de sus pecados (Hechos, ii). Debido a estos textos algunos teólogos han sostenido que los Apóstoles bautizaban sólo en el nombre de Cristo. Santo Tomás, San Buenaventura, y Alberto Magno son invocados como autoridades para esta opinión, y declararon que los Apóstoles actuaban de tal modo por dispensa especial. Otros escritores, tales como Pedro Lombardo y Hugo de San Víctor, sostienen también que dicho bautismo sería válido, pero no hablan acerca de una dispensa para los Apóstoles. La opinión más probable, sin embargo, parece ser que los términos “en el nombre de Jesús”, “en el nombre de Cristo”, se refieren ya sea al bautismo en la fe enseñado por Cristo, o son empleados para distinguir el bautismo cristiano de aquel de Juan el Precursor. Parece del todo improbable que inmediatamente después que Cristo ha promulgado solemnemente la fórmula trinitaria del bautismo, los Apóstoles mismos la hubieran sustituido por otra. De hecho, las palabras de San Pablo (Hechos, xix) implican claramente que no lo hicieron. Pues, cuando algunos cristianos en Efesios declararon que nunca habían oído hablar el Espíritu Santo, el Apóstol pregunta: “¿En quién han sido bautizados?” Este texto ciertamente parece declarar que San Pablo dio por hecho que los Efesios debían haber escuchado el nombre del Espíritu Santo cuando la fórmula sacramental del bautismo fue pronunciada sobre ellos.

La autoridad del Papa Esteban I ha sido alegada para la validez del bautismo dado sólo en el nombre de Cristo. San Cipriano dice (Ep. ad Jubaian) que este pontífice declaró todo bautismo otorgado como válido siempre y cuando hubiera sido dado en el nombre de Jesucristo. Debe notarse que la misma explicación se aplica a las palabras de Esteban y a los textos de las Escrituras dadas anteriormente. Lo que es más, Firmiliano, en su carta a San Cipriano, implica que el Papa Esteban requirió una mención explícita de la Trinidad en el bautismo, pues cita al pontífice declarando que la gracia sacramental es conferida por que una persona ha sido bautizada “con la invocación en los nombres de la Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo”. Un pasaje que es muy difícil de explicar se encuentra en los trabajos de San Ambrosio (Lib. I, De Sp. S., iii), donde declara que si una persona nombra a una persona de la Trinidad, las nombra a todas: “Si se dice Cristo, se designa a Dios Padre, por quien el Hijo fue ungido, y al Espíritu Santo en quien Él fue ungido”. Este pasaje ha sido interpretado generalmente como refiriéndose a la fe del catecúmeno, pero no a la forma bautismal. Más difícil es la explicación de la respuesta del Papa Nicolás I a los búlgaros (cap. civ; Labbe, VIII), en la cual establece que una persona no debe ser rebautizada si ya ha sido bautizada “en el nombre de la Santísima Trinidad o sólo en el nombre de Cristo, como se lee en los Hechos de los Apóstoles (pues es una misma cosa, como ha explicado San Ambrosio)”. Como en el pasaje al cual alude el papa, San Ambrosio hablaba de la fe del recipiente del bautismo, como ya hemos establecido, se ha sostenido que este es también el significado que el Papa Nicolás intentaba comunicar con sus palabras (vea otra explicación en Pesch, Prælect. Dogm., VI, no. 389). Lo que parece confirmar esto es la respuesta del mismo pontífice a los búlgaros (Resp. 15) en otra ocasión cuando le consultaron sobre un caso práctico. Preguntaron si ciertas personas que fueron bautizadas por un hombre que pretendía ser sacerdote griego debían ser rebautizadas. El Papa Nicolás replica que el bautismo debe considerarse válido “si fueron bautizados, en el nombre de la suprema e indivisa Trinidad”. Aquí el papa no da el bautismo en el nombre de Cristo sólo como una alternativa. Los moralistas hablan de la cuestión de validez de un bautismo en cuya administración otra cosa había sido adicionada a la forma prescrita como “y en el nombre de la Bendita Virgen María”. Ellos argumentan que dicho bautismo sería inválido, si el ministro tenía en ese momento la intención de atribuir la misma eficacia al nombre agregado como a los nombres de las Tres Personas Divinas. Sin embargo, si fue hecho sólo por error piadoso, no interferiría con la validez (S. Alf., n. 111).

BAUTISMO CONDICIONAL

De lo siguiente es evidente que no todo el bautismo administrado por heréticos o cismáticos es inválido. Por el contrario, si se utilizan la materia y la forma adecuada y aquel que confiere el sacramento realmente “tiene la intención de llevar a cabo lo que la Iglesia lleva a cabo” el bautismo es sin duda válido. Esto se establece autoritativamente en el decreto para los armenios y los cánones del Concilio de Trento ya dados. La cuestión viene a ser de práctica cuando se trata de convertidos a la Fe. Si hubiera entre las sectas una forma autorizada para bautizar, y si la necesidad y la importancia verdaderas del sacramento fuera enseñada uniformemente y puesta en práctica entre ellos, habría poca dificultad en cuanto al estatus de los convertidos de las sectas. Pero no hay tal unidad de enseñanza y práctica entre ellos, y consecuentemente el caso particular de cada converso debe examinarse cuando se trata de la cuestión de su aceptación en la Iglesia. Pues no sólo hay denominaciones religiosas en las cuales el bautismo con toda probabilidad no es válidamente administrada, sino que también existen aquellos que tienen sin duda ritual suficiente para validez, pero que en la práctica la probabilidad de que sus miembros hayan recibido bautismo válidamente es más que dudosa. Como consecuencia debe tratarse a los conversos en forma diferente. Si hay la certeza de que un converso fue válidamente bautizado en la herejía, no se repite el sacramento, pero deben llevarse a cabo las ceremonias que han sido omitidas en dicho bautismo, a menos que el obispo, por razones suficientes, juzgue que pueden ser dispensadas. (Para los Estados Unidos, vea Conc. Prov. Balt., I). Si es incierto que el bautismo del converso fue válido o no, entonces deberá ser bautizado condicionalmente. En dichos casos el ritual es: “Si no estáis aún bautizado, entonces yo os bautizo en el nombre”, etc. El Primer Sínodo de Westminster, Inglaterra, concluye que los conversos adultos deben ser bautizados no pública sino privadamente con agua bendita (es decir, no el agua bautismal consagrada) y sin las ceremonias usuales (Decr. xvi). En la práctica, los conversos en los Estados Unidos son casi siempre invariablemente bautizados ya sea absolutamente o condicionalmente, no sólo porque el bautismo administrado por los heréticos se considere inválido sino porque es generalmente imposible descubrir si han sido adecuadamente bautizados. Aún en los casos en los que una ceremonia ha sido ciertamente llevada a cabo, generalmente continúa la duda razonable acerca de la validez sobre ya sea la intención del administrador o el modo de la administración. Aún cada caso debe ser examinado (S. C. Inquis., 20 Nov., 1878) a fin de que el sacramento no sea repetido sacrílegamente.

En cuanto a bautismo de varias sectas, Sabetti (no. 662) establece que las Iglesias Orientales y los “Antiguos Católicos” generalmente administran adecuadamente el bautismo; los socinianos y los cuáqueros no bautizan en absoluto; los bautistas emplean el rito sólo para los adultos, y la eficacia de su bautismo ha sido cuestionada debido a la separación de la materia y de la forma, pues ésta última es pronunciada antes de que ocurra la inmersión; los congrecionalistas, unitarianos y universalistas rechazan la necesidad del bautismo, y con ello se presume que no lo administran adecuadamente; los metodistas y presbiterianos bautizan por aspersión o rociado, y puede dudarse razonablemente si el agua ha tocado el cuerpo y fluido sobre él; entre los episcopales, se puede considerar que el bautismo no tiene verdadera eficacia y es meramente una ceremonia vacía, y consecuentemente hay un temor bien fundado de que no son lo suficientemente cuidadosos en su administración. A esto puede agregarse que los episcopales con frecuencia bautizan por aspersión, y aunque dicho método es sin duda válido si es adecuadamente empleado, en la práctica es muy posible que el agua rociada no toque la piel. Sabetti también observa que los ministros de la misma secta no siguen en todas partes un método uniforme de bautismo. El método práctico de reconciliar los herejes con la Iglesia es como sigue: -Si el bautismo es conferido en forma absoluta, el converso no debe hacer abjuración o profesión de fe, ni debe hacer confesión de sus pecados y recibir absolución, debido a que el sacramento de regeneración lava sus ofensas pasadas. Si su bautismo ha de ser condicional, debe primero hacer una abjuración de sus errores, o una profesión de fe, y luego recibir el bautismo condicional, y por último hacer una confesión sacramental seguida de una absolución condicional. Si se juzga que el bautismo previo del converso es ciertamente válido, sólo debe hacer la abjuración o la profesión de fe y recibir la absolución de las censuras en las que hubiera podido incurrir (Excerpta Rit. Rom., 1878). La abjuración o profesión de fe aquí prescrita es el Credo de Pío IV, traducido al vernacular. En el caso de la absolución condicional, la confesión puede preceder a la administración del rito y puede impartirse la absolución condicional después del bautismo. De hecho esto hace frecuentemente, pues la confesión es una excelente preparación para la recepción del sacramento (De Herdt, VI, viii; Sabetti, no. 725).

REBAUTISMO

Para terminar con la consideración de la validez del bautismo conferido por los herejes, debemos dar cuenta de la célebre controversia que surgió en cuanto a este punto en la Iglesia Antigua. En África y en Asia Menor se introdujo a principios del tercer siglo la costumbre de rebautizar a todos los conversos de la herejía. Hasta lo que puede corroborarse, la práctica del rebautismo surgió en África debido a los decretos de un Sínodo de Cartago celebrado probablemente entre 218 y 222; mientras que en Asia menor parece haber tenido su origen en el Sínodo de Iconio, celebrado entre 230 y 235. La controversia sobre el rebautismo está especialmente relacionada con los nombres del Papa San Esteban y San Cipriano de Cartago. Éste último fue el principal campeón de la práctica del rebautismo. El papa, sin embargo, condenaba absolutamente la práctica, y ordenaba que los herejes que entraran a la Iglesia debían recibir solamente la imposición de manos in paenitentiam. En esta célebre controversia también se observa que el Papa Esteban declara que él apoya la costumbre primitiva cuando declara la validez del bautismo conferido por los herejes.

Cipriano, por el contrario, admite implícitamente que la antigüedad está en contra de su propia práctica, pero sostiene firmemente que está más de acuerdo con un estudio iluminado del asunto. Declara que la tradición que está en su contra es una “tradición humana y fuera de la ley”. Sin embargo, ni Cipriano ni su celoso partidario, Firmiliano, pudieron demostrar que el rebautismo era más antiguo que el siglo en el cual vivían. El autor contemporáneo pero anónimo del libro “De Rebaptismate” dice que las disposiciones del Papa Esteban, que prohibían el rebautismo de los conversos, concuerdan con la antigüedad y la tradición eclesiástica, y se consagran como antiguas, memorables y observancia solemne de todos los santos y fieles. San Agustín cree que la costumbre de no rebautizar es una tradición Apostólica, y San Vicente de Lérins declara que el Sínodo de Cartago introdujo el rebautismo en contra de la Ley Divina (canonem), en contra de la regla de la Iglesia universal y contra las costumbres e instituciones de los ancianos. Y continúa diciendo que por decisión del Papa Esteban, la antigüedad fue conservada y lo nuevo fue destruido (retenta est antiquitas, explosa novitas). Es cierto que los llamados Cánones Apostólicos (xlv y xlvi) hablan de la falta de validez del bautismo conferido por los herejes, pero Döllinger dice que estos cánones son comparativamente recientes, y De Marca señala que San Cipriano las hubiera apelado si hubiesen existido antes de la controversia. El Papa San Esteban, por lo tanto, sostuvo una doctrina ya antigua en el tercer siglo cuando declaró contra el rebautismo de los herejes, y decidió que el sacramento no debía ser repetido debido a que su primera administración fue válida. Desde entonces, esta ha sido la ley de la Iglesia.

NECESIDAD DEL BAUTISMO

Los teólogos distinguen una necesidad doble, la cual llaman una necesidad de medios (medii) y una necesidad de precepto (præcepti). La primera (medii) indica una cosa a ser tan necesaria que, si falta (por culpabilidad), no puede obtenerse la salvación. La segunda (præcepti) se tiene cuando una cosa es sin duda tan necesaria que no puede omitirse voluntariamente sin pecar; sin embargo, la ignorancia del precepto o la incapacidad para cumplirlo, excusa la observancia. El bautismo se considera necesario tanto en medii y præcepti. Esta doctrina se redondea en las palabras de Cristo, que en Juan, iii, declara que “A menos que el hombre nazca de nuevo del agua y del Espíritu Santo, no podrá entrar en el reino de Dios”. Cristo no hace excepciones a esta ley y es por lo tanto de aplicación general, incluyendo tanto a adultos como a infantes. Por consecuencia, no es meramente una necesidad de precepto sino también una necesidad de medio. Este es el sentido en el cual siempre ha sido entendido por la Iglesia, y el Concilio de Trento (Ses, IV, cap, vi) enseña que la justificación no puede obtenerse, desde la promulgación del Evangelio, sin el lavado o regeneración o el deseo del mismo (in voto). En la séptima sesión, declara (can. v) la excomunión a todos aquellos que digan que el bautismo no es necesario para la salvación. En busca de una mejor palabra, hemos cambiado la palabra votum por “deseo”. El concilio no quiere decir que votum es un simple deseo de recibir el bautismo o aún una resolución de hacerlo. Por votum quiere decir un acto de perfecta caridad o contrición, incluyendo, al menos implícitamente, la voluntad de hacer todas las cosas necesarias para la salvación y por ello en especial recibir el bautismo. Los Padres de la Iglesia insisten frecuentemente en la necesidad absoluta de este sacramento, especialmente cuando hablan del bautismo de los infantes. Por ello San Ireneo (II, xxii): “Cristo vino a salvar a todos los que renacieron a través de Él en Dios, infantes, niños y jóvenes” (infantes et parvulos et pueros). San Agustín (III De Anima) dice “Si deseas ser Católico, no creas, ni digas, ni enseñes, que los infantes que mueren antes del bautismo pueden obtener el perdón del pecado original”. Un pasaje aún más fuerte del mismo doctor (Ep, xxviii, Ad Hieron) dice: “Quienquiera que diga que aún los infantes son vivificados en Cristo cuando partan de esta vida sin participar en Su Sacramento (Bautismo), se opone tanto a la predicación Apostólica y condena a toda la Iglesia que urge a que se bautice a los infantes, debido a que cree sin dudar que de otro modo no pueden ser vivificados en Cristo”. San Ambrosio (II De Abraham., c. xi) al hablar de la necesidad del bautismo, dice: “Nadie está exceptuado, ni el infante, ni el impedido por cualquier necesidad”. En la controversia Pelagiana encontramos pronunciamientos similarmente fuertes de parte de los Concilios de Cartago y Milevis, y del Papa Inocencio I. A la creencia de la Iglesia en esta necesidad del bautismo como medio de salvación, que ya fue observada por San Agustín, es que se debe que la Iglesia haya delegado el poder de bautizar en el caso de ciertas contingencias aún a laicos y mujeres. Cuando se dice que el bautismo es también necesario, por necesidad de precepto (præcepti), se entiende por supuesto que esto se aplica sólo a aquellos capaces de recibir un precepto, es decir, adultos.

La necesidad en este caso es demostrada por el mandato de Cristo a Sus Apóstoles (Mat., xxviii): “Vayan y prediquen a todas las naciones, bautizándolas”, etc. Así como a los Apóstoles les ha sido ordenado bautizar, a las naciones les ha sido ordenado recibir el bautismo. La necesidad del bautismo viene a ser cuestionado por algunos de los Reformadores o a sus precursores. Fue rechazado por Wyclif, Bucer y Zwingli. Según Calvino es necesario para los adultos como precepto pero no como medio. Por ello contiende que los infantes de padres creyentes son santificados en el vientre y con ello liberados del pecado original sin el bautismo. Los socinianos enseñan que el bautismo es meramente una profesión externa de la fe cristiana y un rito que cada uno es libre de recibir o no. Un argumento en contra de la necesidad absoluta del bautismo ha sido buscado en el texto de las Escrituras: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Juan 6). Aquí, dicen ellos, existe un paralelo al texto: “El que no nazca de agua”. Sin embargo todos admiten que la Eucaristía no es necesaria como medio sino sólo como precepto. La respuesta a esto es obvia. En el primer caso, Cristo dirige Sus palabras en segunda persona hacia los adultos; en el segundo, habla en tercera persona y sin ninguna distinción. Otro texto favorito es aquel de San Pablo (I Cor., vii): “Pues el marido no creyente queda santificado por su mujer, y la mujer no creyente queda santificada por el marido creyente; De otro modo, vuestros hijos serían impuros, mas ahora son santos”.

Desafortunadamente para la fortaleza de este argumento, el contexto muestra que el Apóstol en este pasaje no está hablando en absoluto de la gracia regenerativa o santificante, sino contestando ciertas cuestiones que le son propuestas por los corintios en cuanto a la validez de los matrimonios entre ateos y creyentes. La validez de dichos matrimonios es probada por el hecho de que los hijos nacidos de ellos son legítimos, no bastardos. Hasta donde se trata del término “santificado”, puede, cuando mucho, significar que el marido o mujer creyente puede convertir a la parte no creyente y con ello ser ocasión de su santificación. Una cierta declaración en la oración fúnebre de San Ambrosio sobre el Emperador Valentiniano II ha sido traída a colación como prueba de que la Iglesia ofrecía sacrificios y oraciones por los catecúmenos que morían antes de su bautismo. No se encuentran vestigios de dicha costumbre en ninguna parte. San Ambrosio puede haberlo hecho por las almas del catecúmeno Valentiniano, pero esta habría sido un incidente aislado, y aparentemente se llevó a cabo porque él creía que el emperador había deseado el bautismo. La práctica de la Iglesia se demuestra en forma más correcta en el canon (xvii) del Concilio Segundo de Braga: “Ni la conmemoración del Sacrificio [oblationis] ni el servicio del cántico [psallendi] debe ser empleado para los catecúmenos que murieron sin la redención del bautismo”. Los argumentos para un uso en contrario que se buscó en el Concilio Segundo de Aries (c. xii) y el Concilio Cuarto de Cartago (c. Ixxix) no van al punto, pues estos concilios hablan, no de los catecúmenos, sino de los penitentes que murieron repentinamente antes de haber completado su expiación. Es cierto que algunos escritores católicos (como Cayetano, Durandus, Biel, Gerson, Toletus, Klee) han sostenido que los infantes deben ser salvados por un acto de deseo de parte de sus padres, que se aplica a ellos por algún signo externo, tal como la oración o la invocación de la Santísima Trinidad; pero Pío V, al retractarse de esta opinión, como lo expresó Cayetano, por el comentario del autor sobre Santo Tomás, manifestó su opinión de que dicha teoría no estaba de acuerdo con la creencia de la Iglesia.

SUBSTITUTOS PARA EL SACRAMENTO

Los Padres y teólogos frecuentemente dividen el bautismo en tres tipos: el bautismo de agua (aquæ o fluminis), el bautismo por deseo (flaminis), y el bautismo de sangre (sanguinis). Sin embargo, sólo el primero es un sacramento verdadero. Los últimos dos se denominan bautismo sólo por analogía, pues suplen el efecto principal del bautismo, particularmente, la gracia que persona los pecados. Es enseñanza de la Iglesia Católica que cuando el bautismo de agua llega a ser una imposibilidad física o moral, la vida eterna puede ser obtenida por el bautismo por deseo o el bautismo de la sangre.

(1) Bautismo por Deseo

El Bautismo por Deseo (baptismus flaminis) es una perfecta contrición de corazón, y cada acto de perfecta caridad o amor puro de Dios que contiene, al menos implícitamente, un deseo (votum) del bautismo. La palabra latina flamen se utiliza debido a que Flamen es un nombre para el Espíritu Santo, cuyo oficio especial es mover el corazón hacia el amor a Dios y concebir la penitencia por los pecados. El “bautismo del Espíritu Santo” es un término empleado en el tercer siglo por el autor anónimo del libro “De Rebaptismate”. La eficacia de este bautismo por deseo para suplir el lugar del bautismo por agua, en cuanto a su efecto principal, es probada por las palabras de Cristo. Después que Él declaró la necesidad del bautismo (Juan, xiv), Él prometió gracia justificante por actos de caridad o perfecta contrición (Juan, xiv): “Si alguno me ama, guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él”. Ya que estos textos declaran que la gracia justificante se concede por cuenta de los actos de perfecta caridad o contrición, es evidente que estos actos suplen la gracia del bautismo en cuanto a su efecto principal, el perdón de los pecados. Esta doctrina se establece claramente en el Concilio de Trento. En la sesión catorce (cap. iv) el concilio enseña que la contrición es perfeccionada en ocasiones por la caridad, y reconcilia al hombre con Dios, antes de recibir el Sacramento de la Penitencia. En el capítulo cuarto de la sexta sesión, al hablar de la necesidad del bautismo, dice que los hombres no pueden obtener justicia original “salvo por el lavado de regeneración o su deseo” (voto). La misma doctrina es enseñada por el Papa Inocencio III (cap. Debitum, iv, De Bapt.), y las propuestas en contrario son condenadas por los Papas Pío V y Gregorio XII, al prescribir las propuestas 31 y 33 de Baius.

Ya hemos hecho alusión a la oración fúnebre pronunciada por San Ambrosio sobre el Emperador Valentiniano II, un catecúmeno. La doctrina del bautismo por deseo se establece aquí con claridad. San Ambrosio pregunta: “¿No obtuvo la gracia que deseaba? ¿No obtuvo lo que pidió? Ciertamente lo obtuvo porque lo pidió”. San Agustín (IV, De Bapt., xxii) y San Bernardo (Ep. Ixxvii, ad H. de S. Victore) discurre en forma similar en el mismo sentido en cuanto al bautismo por deseo. Si se dice que esta doctrina contradice la ley universal de bautismo hecha por Cristo (Juan, iii), la respuesta es que el dador de la ley ha hecho una excepción (Juan, xiv) a favor de aquellos que tienen el bautismo por deseo. Tampoco sería consecuencia de esta doctrina que una persona justificada por el bautismo por deseo sería por tanto dispensada de buscar después el bautismo de agua cuando esto fuera una posibilidad. Pues, como ya ha sido explicado, el baptismus flaminis contiene el votum de recibir el baptismus aquæ. Es cierto que algunos de los Padres de la Iglesia acusan severamente a aquellos que se contentan con el deseo de recibir el sacramento de regeneración, pero hablan de catecúmenos que por voluntad propia demoran la recepción del bautismo por motivos de poco valor. Por último, debe notarse que sólo los adultos son capaces de recibir el bautismo por deseo.

(2) Bautismo de Sangre

El bautismo de sangre (baptismus sanquinis) es la obtención de la gracia de justificación al sufrir el martirio por la fe de Cristo. El término “lavado de sangre” (lavacrum sanguinis) es empleado por Tertuliano (De Bapt., xvi) para distinguir esta especie de regeneración del “lavado con agua” (lavacrum aquæ). “Tenemos un segundo lavado”, dice “que el uno y el mismo [que el primero], en particular el lavado de sangre”. San Cipriano (Ep. Ixxiii) habla del “más glorioso y gran bautismo de sangre” (sanguinis baptismus). San Agustín (De Civ. Dei, XIII, vii) dice: “Cuando cualquiera muere por confesar a Cristo sin haber recibido el lavado de regeneración, vale tanto para el perdón de los pecados como si hubiesen sido lavados en la fuente sagrada del bautismo”. La Iglesia fundamenta su creencia en la eficacia del bautismo de sangre en el hecho de que Cristo declara sobre el poder salvador del martirio en el décimo capítulo de San Mateo: “Por todo aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos” (v. 32); y: “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (v. 39). Se señala que estos textos son tan amplios que incluyen aún a los infantes, especialmente el último texto. Que el texto anterior también se aplica a ellos, ha sido constantemente sostenido por los Padres, quienes declaran que si los infantes no pueden confesar a Cristo con su boca, pueden hacerlo de hecho. Tertuliano (Adv. Valent., ii) habla de la matanza de infantes por Herodes como mártires, y ésta ha sido la enseñanza constante de la Iglesia. Otra evidencia del pensamiento de la Iglesia en cuanto a la eficacia del bautismo de sangre se encuentra en el hecho de que nunca ora por los mártires. Su opinión es bien expresada por San Agustín (Tr. Icciv en Joan.): “Lastima a un mártir que pide por él”. Esto demuestra que se cree que el martirio perdona todos los pecados y todo castigo debido al pecado. Los teólogos posteriores comúnmente sostienen que el bautismo de sangre justifica a los mártires adultos, independientemente de un acto de caridad o perfecta contrición, y, como si fuera, ex opere operato, aunque por supuesto, deben tener arrepentimiento por pecados anteriores. La razón es que si se requiriera en el martirio la perfecta caridad o contrición, la distinción entre el bautismo de sangre y el bautismo por deseo sería inútil. Lo que es más, como debe concederse que los mártires infantes son justificados sin un acto de caridad, del cual son incapaces, no hay razón sólida para negarle el mismo privilegio a los adultos. (Cf. Suárez, De Bapt., disp. xxxix.)

INFANTES NO BAUTIZADOS

Debe considerarse brevemente aquí el destino de los infantes que mueren sin bautismo. La enseñanza católica es inflexible en este punto, en cuanto a que todos los que parten de esta vida sin bautismo, ya sea de agua, sangre o por deseo, son perpetuamente excluidos de la visión de Dios. Esta enseñanza se basa, como hemos visto, en las Escrituras y la tradición, y los decretos de la Iglesia. Lo que es más, que aquellos que mueren en pecado original, sin haber contraído pecado real alguno, son privados de la felicidad celestial, está explícitamente establecido en la Confesión de Fe del Emperador Oriental Michael Palæologus, lo cual había sido propuesto a él por el Papa Clemente IV en 1267, y aceptó en la presencia de Gregorio X en el Concilio Segundo de Lyon en 1274. La misma doctrina también se encuentra en el Decreto de la Unión de los Griegos, en la Bula “Lætentur Caeli” del Papa Eugenio IV, en la Profesión de Fe prescrita para los griegos por el Papa Gregorio XIII, y en lo autorizado para los orientales por Urbano VIII y Benedicto XIV. Muchos teólogos católicos han declarado que los infantes que mueren sin bautismo son excluidos de la visión beatífica; pero en cuanto al estado exacto de estas almas en el siguiente mundo, no están de acuerdo.

Al hablar de las almas que no han logrado la salvación, estos teólogos distinguen el dolor de la pérdida (paena damni), o privación de la visión beatífica, y el dolor de sentido (paena sensus). Aunque estos teólogos han creído cierto que los infantes no bautizados deben soportar el dolor de la pérdida, no están igualmente ciertos de que están sujetos al dolor de sentido. San Agustín (De Pecc. et Mer, I, xvi) sostienen que no estarían exentos del dolor de sentido, pero al mismo tiempo pensó que sería en la forma más benigna. Por otro lado, San Gregorio Nacíanceno (Or. in S. Bapt.) expresa la creencia de que dichos infantes sufrirían sólo el dolor de la pérdida. Sfrondati (Nod. Prædest., I, i) declara que mientras están ciertamente excluidos del cielo, aún no han sido privados de la felicidad natural. Esta opinión parecía tan objetable a algunos obispos franceses que solicitaron el juicio del Magisterio Pontificio sobre la materia. El Papa Inocencio XI replicó que tendría una opinión examinada por una comisión de teólogos, pero parece que nunca se pasó una conclusión al respecto. Desde el siglo doceavo, la opinión de la mayoría de los teólogos ha sido que los infantes no bautizados son inmunes de todo dolor de sentido. Esto fue enseñado por Santo Tomás de Aquino, Scotus, San Buenaventura, Pedro Lombardo, y otros, y es ahora la enseñanza común en las escuelas. Está de acuerdo con las palabras de un decreto del Papa Inocencio III (III Decr., xlii, 3): “El castigo del pecado original es la privación de la visión de Dios; del pecado actual, los eternos dolores del infierno.” Los infantes, por supuesto, no pueden ser culpables de pecado presente.

Otros teólogos han argumentado que, bajo la ley de la naturaleza y la dispensa Mosaica, los niños pueden ser salvados por el acto de sus padres y que consecuentemente lo mismo debe ser más fácil de lograr bajo la ley de la gracia, porque el poder de la fe no ha sido disminuido sino aumentado. Las objeciones comunes a esta teoría incluyen el hecho de que se dice que los infantes no son privados de justificación bajo la Nueva ley por cualquier disminución en el poder de la fe, sino debido a la promulgación por Cristo del precepto del bautismo, el cual no existía antes de la Nueva Dispensa. Esto tampoco empeoraría el caso de los infantes antes de que fuera instituida la Iglesia Cristiana. Aunque es una dificultad para algunos, sin duda ha mejorado la condición de la mayoría. La fe sobrenatural es ahora más difundida que ante de la venida de Cristo, y más infantes son salvados por el bautismo que justificados anteriormente por la fe activa de sus padres. Lo que es más, el bautismo puede ser más prontamente aplicado a los infantes que el rito de la circuncisión, y por la ley antigua esta ceremonia tuvo que ser diferida hasta el octavo día después del nacimiento, mientras que el bautismo puede ser conferido a los infantes inmediatamente después de su nacimiento, y en caso de necesidad aún en el vientre de la madre. Por último, debe tenerse en cuenta que los infantes no bautizados, si son privados del cielo, no serían privados injustamente. La visión de Dios no es algo a lo cual los humanos tengan reclamo natural. Es un regalo gratuito del Creador que puede imponer las condiciones que desee para impartirlo o retenerlo. No se involucra injusticia alguna cuando no se confiere un privilegio indebido a alguna persona. El pecado original privó a la raza humana de un derecho no ganado al cielo. A través de la misericordia Divina este obstáculo al gozo de Dios es removido por el bautismo; pero si el bautismo no es conferido, el pecado original permanece, y el alma no regenerada, no teniendo reclamo por el cielo, no es excluido injustamente de él.

En cuanto a la cuestión, de si además de la liberación del dolor de sentido, los infantes no bautizados disfrutan cualquier felicidad positiva en el mundo siguiente, los teólogos no están de acuerdo, y tampoco hay pronunciamiento de parte de la Iglesia en cuanto a la materia. Muchos, después de Santo Tomás (De Malo, Q. V, a. 3), declara que estos infantes no son entristecidos por la pérdida de la visión beatífica: ya sea porque no tienen conocimiento de ella, y por lo tanto no están sensibles a su privación; o debido a que, sabiéndolo su voluntad es enteramente conformada a la voluntad de Dios y están conscientes de que han perdido un privilegio indebido por falta que no les corresponde. Además de esta liberación del pesar por la pérdida del cielo, estos infantes pueden también disfrutar alguna felicidad positiva. Santo Tom ás (In II Sent., dist. XXXIII, Q. ii, a. 5) dice: “Aunque los infantes no bautizados están separados de Dios en cuanto a la gloria, no son enteramente separados de Él. Más bien están unidos a Él por una participación en los bienes naturales; y así pueden regocijarse en Él por consideración y amor natural”. También dice (a. 2): “Se regocijarán en esto, que compartirán en grande la divina bondad y perfección natural”. Aunque la opinión entonces, de que los infantes no bautizados pueden disfrutar de una conocimiento natural y amor de Dios y regocijarse en él, es perfectamente sostenible, no se tiene la certeza que surge del acuerdo unánime de los Padres de la Iglesia, o de un pronunciamiento favorable de la autoridad eclesiástica.

[Nota: Sobre esta materia, el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992 establece: “En cuanto a los niños que han muerto sin el Bautismo, la Iglesia sólo puede confiarlos a la misericordia de Dios, como lo hace en sus ritos funerales para ellos. Sin duda, la gran misericordia de Dios que desea que todos los hombres sean salvados, y la ternura de Jesús hacia los niños que le causaron decir: “Dejad que los niños vengan a mí, no se los impidáis”, nos permite tener la esperanza de que hay una forma de salvación para los niños que han muerto sin el Bautismo. De lo más urgente es el llamado de la Iglesia a no evitar que los niños lleguen a Cristo a través del regalo del santo Bautismo”.

Podemos agregar aquí algunas breves observaciones sobre la disciplina de la Iglesia en cuanto a las personas no bautizadas. Como el bautismo es la puerta de la Iglesia, los no bautizados no están bajo la protección de la Iglesia. Como consecuencia:

Dichas personas, por la ley ordinaria de la Iglesia, no pueden recibir ritos funerarios Católicos. La razón de esta regulación es dada por el Papa Inocencio II (Decr., III, XXVIII, xii): Ha sido decretado por los cánones sagrados que no debemos tener comunión con aquellos que están muertos, si no tuvimos comunicación con ellos mientras vivían”. De acuerdo a la Ley Canónica (CIC 1183), sin embargo, los catecúmenos “deben ser considerados miembros de los fieles cristianos” en lo que se refiere a los ritos funerarios. El Concilio Plenario de Baltimore también decreta (No. 389) que la costumbre de enterrar a los parientes no bautizados de católicos en sepulcros familiares puede ser tolerada. [Nota: El Código de Ley Canónica de 1983 exceptúa a los hijos no bautizados de padres católicos, si los padres tenían la intención de bautizarles].
Un católico no puede casarse con una persona no bautizada sin dispensa, so pena de nulidad. Este impedimento, en cuanto a legitimidad, se deriva de la ley natural, debido a que en dichas uniones la parte católica y los hijos del matrimonio estarían expuestos, en la mayoría de los casos, a la pérdida de la fe. Sin embargo, la invalidez de dicho matrimonio es una consecuencia sólo de la ley positiva. Pues, en los inicios de la cristiandad, las uniones entre los bautizados y los no bautizados eran frecuentes, y ciertamente se consideraban válidas. Cuando surgen circunstancias en las que el peligro de perversión para la parte católica es eliminado, la Iglesia dispensa en su ley de prohibición, pero siempre requiere garantía de la parte católica de que no habrá interferencia con los derechos espirituales de la otra parte. (Ver IMPEDIMENTOS DE MATRIMONIO).
En general, podemos decir que la Iglesia no reclama autoridad sobre las personas no bautizadas, pues se encuentran totalmente fuera de su protección. Hizo leyes que les concierne sólo en cuanto a las relaciones que sostienen con aquellos sujetos a la Iglesia.

EFECTOS DEL BAUTISMO

Este sacramento es la puerta de la Iglesia de Cristo y la entrada a una nueva vida. Renacemos del estado de esclavos del pecado hacia la libertad de los Hijos de Dios. El bautismo nos incorpora con el cuerpo místico de Cristo y nos hace partícipes de todos los privilegios que fluyen del acto de redención del Divino Fundador de la Iglesia. Subrayaremos ahora los principales efectos del bautismo.

(1) La Remisión de Todo Pecado, Original y Actual

Esto está claramente contenido en la Biblia. Por ello leemos (Hechos 2:38): “Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo; pues la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos, y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios Nuestro”. Leemos también en el vigésimo segundo capítulo de los Hechos de los Apóstoles (v. 16): “Levántate, recibe el bautismo y lava tus pecados”. San Pablo en el quinto capítulo de su Epístola a los Efesios representa bellamente a la Iglesia entera siendo bautizada y purificada (v. 25 sig): “Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada”. La profecía de Ezequiel (xxxvi.25) también ha sido entendida como bautismo: “Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas” (inquinamentis), donde el profeta incuestionablemente habla de desviaciones morales. Esta es también enseñanza solemne de la Iglesia. En la profesión de fe descrita por el Papa Inocencio III para los waldesianos en 1210, leemos: Creemos que todos los pecados son perdonados en el bautismo, tanto el pecado original como aquellos pecados cometidos voluntariamente”. El Concilio de Trento (Ses. V., can. v) anatematiza a todo aquel que niegue que la gracia de Cristo conferida en el bautismo no perdona la culpa del pecado original; o afirma que todo lo que verdadera y adecuadamente puede ser llamado pecado no es quitado por ese medio. Lo mismo es enseñado por los Padres. San Justino Mártir (Apol., I, Ixvi) declara que en bautismo todos somos creados de nuevo, esto es, consecuentemente, libres de toda mancha de pecado. San Ambrosio (De Myst., iii) dice acerca del bautismo: “Esta es el agua en la cual la carne es sumergida y todo pecado carnal puede ser lavado. Toda transgresión queda sepultada ahí”. Tertuliano (De Bapt., vii) escribe: “El bautismo es un acto carnal en tanto que somos sumergidos en el agua; pero el efecto es espiritual, pues somos liberados de nuestros pecados”. Las palabras de Origen (En Gen., xiii) son clásicas: “Si transgredes, escribes tu nombre [chirographum] en el pecado. Pero, he aquí que una vez que te hayas acercado a la cruz de Cristo y a la gracia del bautismo, tu nombre está fija a la cruz y tiene el sello del bautismo”. Está de más multiplicar los testimonios de las primeras eras de la Iglesia. Es un punto sobre el cual los Padres están unánimemente de acuerdo, y se puede citar a San Cipriano, Clemente de Alejandría, San Hilario, San Cirilo de Jerusalén, San Gregorio Nacíanceno y otros.

(2) Remisión del Castigo Temporal

El bautismo no sólo lava el pecado, sino que también remite el castigo por el pecado. Esta fue la enseñanza misma de la Iglesia primitiva. Leemos en Clemente de Alejandría (Pædagog. i) acerca del bautismo: “Es llamado lavado porque somos lavados de nuestros pecados: es llamada gracia porque por él los castigos debidos al pecado son remitidos”. San Jeremías (Ep. Ixix) escribe: “Después del perdón (Indulgentiam) del bautismo, la severidad del juez no debe ser temida”. Y San Agustín (De Pecc. et Mer. II.xxviii) dice llanamente: “Si inmediatamente después [del bautismo] sigue la partida de esta vida, el hombre no tendrá cuenta alguna qué rendir [quod obnoxium hominem teneat], pues habrá sido liberado de todo lo que le ataba”. En perfecto acuerdo con la doctrina inicial, el decreto florentino establece: “No se le pedirá satisfacción a los bautizados por sus pecados pasados; y si mueren antes de cometer cualquier pecado, obtendrán inmediatamente el reino de los cielos y la visión de Dios”. De la misma forma el Concilio de Trento (Ses. V) enseña: “No existe causa de condenación en aquellos que han sido verdaderamente sepultados con Cristo por el bautismo…Nada que demore su entrada al cielo”.

(3) Infusión de la Gracia, Dones y Virtudes Sobrenaturales

Otro efecto del bautismo es la infusión de gracia santificante y dones y virtudes sobrenaturales. Es esta gracia santificante que considera a los hombres como hijos adoptivos de Dios y les confiere el derecho a la gloria celestial. La doctrina sobre esta material se encuentra en el capítulo séptimo acerca de la justificación en la sexta sesión del Concilio de Trento. Muchos de los Padres de la Iglesia también se extienden sobre esta materia (tales como San Cipriano, San Jeronimo, Clemente de Alejandría, y otros), aunque no en el lenguaje técnico de los decretos eclesiásticos posteriores.

(4) Conferir el Derecho a Gracias Especiales

Asimismo los teólogos enseñan que el bautismo le da al hombre el derecho a aquellas gracias especiales que son necesarias para obtener el fin para el cual fue instituido el sacramento y para permitirle cumplir con las promesas bautismales. Esta doctrina de las escuelas, que reclama para cada sacramento las gracias que son peculiares y diversas según el fin y objeto del sacramento, fue ya enunciado por Tertuliano (De Resurrect., viii). Es tratado y desarrollado por Santo Tomás de Aquino (III:62:2). El Papa Eugenio IV repite esta doctrina en el decreto para los armenios. Al tratar la gracia conferida por el bautismo, suponemos que el que recibe el sacramento no pone obstáculo (obex) en el camino de la gracia sacramental. En un infante, esto sería imposible por supuesto, y como consecuencia, el infante recibe inmediatamente toda la gracia bautismal. Es diferente en el caso de un adulto, pues en tal es necesario que las disposiciones requisito del alma estén presentes. El Concilio de Trento (Ses. VI, c. vii) establece que cada uno recibe la gracia según su disposición y cooperación. No debemos confundir un obstáculo (obex) al sacramento mismo con un obstáculo a la gracia sacramental. En el primer caso, está implícito un defecto en la materia o en la forma, o una falta de la intención requisito de parte del ministro o del que recibe, y entonces el sacramento es simplemente nulo. Pero aún si están presentes todos estos requisitos esenciales para constituir el sacramento, puede aún haber un obstáculo en el camino de la gracia sacramental, pues un adulto puede recibir el bautismo por los motivos inadecuados o sin un aborrecimiento real por el pecado. En ese caso la persona sin duda está válidamente bautizada, pero no participa de la gracia sacramental. Sin embargo, si más tarde repara su pasado, el obstáculo será removido y podrá obtener la gracia que no pudo recibir cuando el sacramento le fue conferido. En dicho caso se dice que se revive el sacramento y el rebautismo no entra en cuestión.

(5) Impresión del Carácter sobre el Alma

Por último, el bautismo, una vez conferido válidamente, nunca puede repetirse. Los Padres (San Ambrosio, Crisóstomo y otros) entienden así las palabras del San Pablo (Heb., vi.4) y esta ha sido la constante enseñanza de la Iglesia, tanto oriental como occidental desde los primeros tiempos. En cuanto a esto, se dice que el bautismo imprime un carácter imborrable sobre el alma, el cual es llamado por los Padres Tridentinos como una marca espiritual e indeleble. Que el bautismo (así como la Confirmación y las Santas órdenes) imprimen realmente tal carácter, se define explícitamente en el Concilio de Trento (Ses. VII, can. ix), San Cirilo (Præp. in Cat.) llama al bautismo “el sello del Señor”. San Agustín compara este carácter o marca impresa sobre el alma cristiana con el carácter militar que se impone a soldados en el servicio imperial. Santo Tomás trata la naturaleza de este sello indeleble, o carácter, en el Summa (III:63:2).

Los primeros líderes de la tal llamada Reformación sostenían doctrinas muy diferentes de aquellas de la antigüedad cristiana en cuanto a los efectos del bautismo. Lutero (De Captiv. Bab.) y Calvino (Antid. C. Trid.) sostienen que este sacramento hace que el bautizado tenga la certeza de la gracia perpetua de la adopción. Otros declaran que el llamado a preocuparse por el bautismo propio nos liberaría de los pecados cometidos después de él; de nuevo, otros dicen que las transgresiones a la Ley Divina, aunque son en sí pecados, no serán imputados como pecados a la persona bautizada siempre y cuando tenga fe. Los decretos del Concilio de Trento, que se opusieron a los errores que prevalecían entonces, son testigos de las muchas teorías extrañas y novedosas sostenidas por varios exponentes de la naciente teología Protestante.

MINISTRO DEL SACRAMENTO

La Iglesia distingue entre el ministro ordinario y el extraordinario del bautismo. También se hace una distinción en cuanto al modo de administrar. El bautismo solemne es aquel que es conferido con todos los ritos y ceremonias prescritos por la Iglesia, y el bautismo privado es aquel que puede ser administrado en cualquier momento o lugar según lo exija la necesidad. En un tiempo el bautismo solemne y público era conferido en la Iglesia Latina sólo durante la temporada pascual y de Pentecostés. Los orientales lo administraban de la misma forma en la Epifanía.

(1) Ministro Ordinario

El ministro ordinario del bautismo solemne es primero el obispo y después el sacerdote. Por delegación, un diácono puede conferir el sacramento solemnemente como ministro extraordinario. Se dice que los obispos son los ministros ordinarios porque son los sucesores de los Apóstoles, quienes recibieron directamente el mandato divino: “Vayan y enseñen a todas las naciones, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Los sacerdotes también son ministros ordinarios debido a que por su oficio y órdenes sagradas son pastores de almas y administradores de los sacramentos, y por lo tanto el decreto florentino declara: “El ministro de este Sacramento es el sacerdote, a quien pertenece administrar el bautismo por razón de su oficio”. Sin embargo, como los obispos son superiores a los sacerdotes por ley Divina, la administración solemne de este sacramento fue en un tiempo reservada a los obispos, y un sacerdote nunca administraba este sacramento en presencia de un obispo a menos que se le ordenara hacerlo. Lo antiguo de esta disciplina puede verse en Tertuliano (De Bapt. Xvii): “El derecho a conferir el bautismo le pertenece al sacerdote en jefe, que es el obispo, luego a los sacerdotes y diáconos, pero no sin la autorización del obispo”. Ignacio (Ep. ad Smyr., viii): “No es legal bautizar o celebrar el ágape sin el obispo”. San Jeremías (Contra Lucif. Ix) testifica la misma usanza en sus días: “Sin crisma y la orden del obispo, ni el sacerdote ni el diácono tienen el derecho de conferir el bautismo”. Los diáconos son sólo ministros extraordinarios de bautismo solemne, pues por su oficio son asistentes de la orden sacerdotal. San Isidoro de Sevilla (De Eccl. Off. ii. 25) dice: “Es claro que el bautismo debe ser conferido sólo por sacerdotes, y no es legal ni para los diáconos administrarlo sin permiso del obispo o del sacerdote”. No obstante, el que los diáconos fuesen ministros de este sacramento por delegación es evidente por lo citado. In el servicio de ordenación de un diácono, el obispo dice al candidato: “Le concierne al diácono ser ministro en el altar, bautizar y predicar”. Felipe el diácono es mencionado en la Biblia (Hechos, viii) confiriendo el bautismo, presumiblemente por delegación de los Apóstoles. Debe notarse que aunque todo sacerdote, en virtud de su ordenación, son ministros ordinarios del bautismo, aunque por decretos eclesiásticos no puede emplear este poder lícitamente a menos que tenga jurisdicción. Por esto el Ritual Romano declara: El ministro legítimo del bautismo es el sacerdote de la parroquia, u otro sacerdote delegado por el sacerdote de la parroquia o el obispo del lugar”. El Segundo Concilio Plenario de Baltimore agrega: “Los sacerdotes son merecedores de reprensión grave si imprudentemente bautizan infantes de otra parroquia o de otra diócesis”. San Alfonso (n. 114) dice que los padres que traigan a sus hijos para ser bautizados sin necesidad a un sacerdote diferente a su propio pastor, son culpables de pecar porque violan los derechos del sacerdote parroquial. Sin embargo, agrega que otros sacerdotes pueden bautizar a dichos niños, si tienen el permiso, ya sea expreso o tácito o aún razonablemente supuesto, del pastor mismo. Aquellos que no se han establecido en algún lugar pueden ser bautizados por el pastor de cualquier iglesia que elijan.

(2) Ministro Extraordinario

En caso de necesidad, el bautismo puede ser administrado lícita y válidamente por cualquier persona que observe las condiciones esenciales, ya sea que esta persona sea un laico Católico o cualquier otro hombre o mujer, hereje o cismático, infiel o judío. Las condiciones esenciales son que la persona vacíe agua sobre la persona a ser bautizada, pronunciando al mismo tiempo las palabras: “Yo os bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Lo que es más, debe realmente tener la intención de bautizar a la persona, o técnicamente, debe tener la intención de llevar a cabo lo que la Iglesia lleva a cabo cuando administra este sacramento. El Ritual Romano agrega que, aún al conferir el bautismo en casos de necesidad, existe un orden de preferencia en cuanto a ministro. El orden es: si hay un sacerdote presente, se le prefiere sobre un diácono, un diácono a un subdiácono, un clérigo a un laico, y un hombre a una mujer, a menos que la modestia requiera (como en casos de parto) que nadie más excepto una mujer sea el ministro, o de nuevo, a menos que la mujer entienda mejor el método de bautizar. El Ritual también dice que el padre o la madre no deben bautizar a su propio hijo, excepto en peligro de muerte cuando no haya nadie más que pueda administrar el sacramento. Los pastores también son instruidos por el Ritual a enseñar a los fieles, y en especial a las comadronas, el método adecuado de bautizar. Cuando se administra un bautismo privado tal, las demás ceremonias son complementadas posteriormente por un sacerdote, si sobrevive el recipiente del sacramento.

Este derecho de que cualquier persona bautice en caso de necesidad está de acuerdo con la tradición y práctica constante de la Iglesia. Tertuliano (De Bapt. Vii) dice, al hablar de los laicos que tienen la oportunidad de administrar el bautismo: “Será culpable por la pérdida de un alma, si se niega a conferir lo que puede hacer libremente”, San Jeremías (Adv. Lucif., ix): “En caso de necesidad, sabemos que también es permitido a un laico [bautizar]: pues como una persona recibe, así puede dar”. El Concilio Cuarto de Letrán (cap. Firmiter) decreta: “El Sacramento del Bautismo….sin importar por quién es conferido es provechoso para la salvación”, San Isidoro de Sevilla (can. Romanus de cons., iv) declara: “El Espíritu de Dios administra la gracia del bautismo, aunque sea un pagano quien lleve a cabo el bautismo”, el Papa Nicolás I enseña a los búlgaros (Resp, 104) que el bautismo por un judío o un pagano es válido. Debido al hecho de que se les impide a las mujeres cualquier tipo de jurisdicción eclesiástica, surgió necesariamente la cuestión respecto a su capacidad para conferir bautismo válido, Tertuliano (De Bapt., xvii) se opone fuertemente a que las mujeres administren este sacramento, pero no declara que sea inválido. De la misma forma, San Epifanio (Hær., Ixxix) dice acerca de las mujeres: “Ni aún el poder de bautizar les ha sido otorgado”, pero él habla de bautismo solemne, el cual es una función del sacerdocio. Pueden encontrarse expresiones similares en los escritos de otros Padres, pero sólo cuando se oponen a la doctrina grotesca de algunos herejes, como los marcionitas, pepucianos y catafrigianos, quienes deseaban que las mujeres fuesen sacerdotisas cristianas. La decisión autoritativa de la Iglesia, no obstante, es clara. El Papa Urbano II (c. Super quibus, xxx, 4) escribe “Es bautismo verdadero si una mujer en caso de necesidad bautiza a un niño en el nombre de la Trinidad”. El decreto Florentino para los armenios dice explícitamente: “En caso de necesidad, no sólo un sacerdote o un diácono, sino aún un laico o una mujer, aún un pagano o herético, pueden conferir el bautismo”. La razón principal para esta extensión de poder en cuanto a la administración del bautismo es por supuesto que la Iglesia ha comprendido desde el principio que éste era el deseo de Cristo. Santo Tomás (III:62:3) dice que debido a la absoluta necesidad del bautismo para la salvación de las almas, está de acuerdo con la misericordia de Dios, quien desea que todos sean salvados, que los medios para obtener este sacramento deben ser puestos, en la medida de lo posible, al alcance de todos; y es por esa razón que la materia del sacramento fue agua común, el cual puede obtenerse fácilmente, asimismo era adecuado que todo hombre fuera su ministro. Por último, debe notarse que, por ley de la Iglesia, la persona que administra el bautismo, aún en casos de necesidad, contrae una relación espiritual con el niño y con sus padres. Esta relación constituye un impedimento que haría que el matrimonio subsecuente con cualquiera de ellos fuera nulo e inválido a menos que se hubiese obtenido antes una dispensa. Ver AFINIDAD.

RECIPIENTE DEL BAUTISMO

Todo ser humano que no ha sido bautizado es sujeto de este sacramento.

(1) Bautismo de Adultos

En cuanto a adultos no hay dificultad o controversia. El mandato de Cristo no exceptúa a nadie cuando ordena a los Apóstoles a enseñar a todas las naciones y bautizarles.

(2) Bautismo de Infantes

Sin embargo, el bautismo de infantes ha sido sujeto de muchas disputas. Los waldenses y cataris, y posteriormente los anabaptistas, rechazaron la doctrina de que los infantes eran capaces de recibir bautismo válido y algunos sectarios hoy en día sostienen la misma opinión. Sin embargo, la Iglesia Católica mantiene absolutamente que la ley de Cristo se aplica igualmente a infantes y a adultos. Cuando el Redentor declara (Juan 3) que es necesario nacer de nuevo del agua y del Espíritu Santo con el fin de entrar al Reino de Dios, Sus palabras deben ser justamente entendidas como que incluye a todos los que son capaces de tener un derecho a este reino. Ahora, ha determinado tal derecho aún para aquellos que no son adultos, cuando dice: (Mat., xix, 14): “Mas Jesús les dijo:
Dejad que los niños vengan a mí, y no se lo impidáis porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos>”. Ha sido objetado que este último texto no se refiere a los infantes, pues Cristo dice “vengan a mí”. En el pasaje paralelo en San Lucas (xviii, 15) sin embargo, el texto dice: “Le presentaban también los niños pequeños para que los tocara”, y luego siguen las palabras citadas por San Mateo. En el texto griego, las palabras brephe y prosepheron se refieren a infantes de brazos. Lo que es más, San Pablo (Col., ii) dice que el bautismo en la Nueva Ley ha tomado el lugar de la circuncisión de la Antigua Ley. Era especialmente a los infantes que se aplicaba el rito de la circuncisión por precepto Divino. Si debe decirse que no hay ejemplo en la Biblia sobre el bautismo de infantes, podemos contestar que los infantes se incluyen en frases tales como: “Ella fue bautizada así como toda su casa” (Hechos, xvi, 15); “Él mismo fue bautizado, e inmediatamente toda su casa” (Hechos, xvi, 33); “Yo bautizo la casa de Estéfanas” (I Cor., i, 16).

La tradición de la antigua cristiandad en cuanto a la necesidad del bautismo de infantes es clara desde el principio. Hemos proporcionado ya muchas citas evidentes sobre este asunto, al tratar la necesidad del bautismo. Por lo tanto, unas pocas aquí serán suficientes. El Origen (en cap. vi, Ep. ad Rom.) declara: “La Iglesia recibió de los Apóstoles la tradición de dar el bautismo también a los infantes”. San Agustín (Serm. Xi, De Verb Apost.) dice sobre el bautismo de infantes: “Esto la Iglesia siempre tuvo, siempre sostuvo; esto recibe ella de la fe de nuestros ancestros; esto guarda ella perseverantemente aún hasta el fin”. San Cipriano (Ep. ad Fidum) escribe: “Del bautismo y de la gracia..no debe guardarse al infante quien, por haber nacido recientemente, no ha cometido pecado, excepto, que nació carnalmente de Adán, y por ello ha contraído el contagio de la muerte antigua en su primera natividad; y viene a recibir la remisión de pecados con mayor facilidad por esto que no le es propio, sino que el pecado de otro es perdonado”. La carta de San Cipriano a Fidus declara que el Concilio de Cartago en 253 reprobó la opinión de que el bautismo de los infantes debe ser demorado hasta el octavo día después del nacimiento. El Concilio de Milevis en 416 anatematiza a todo aquel que diga que los infantes nacidos últimamente no deben ser bautizados. El Concilio de Trento solemnemente define la doctrina del bautismo de infantes (Ses. VII, can. xiii). También condena (can. xiv) la opinión de Erasmo de que aquellos que han sido bautizados en la infancia, deben ser dejados libres para ratificar o rechazar las promesas bautismales al llegar a adultos. Los teólogos también llaman la atención al hecho de que Dios desea sinceramente que todos los hombres sean salvados, no excluye a los infantes, para quienes el único medio posible es el bautismo ya sea de agua o de sangre. Las doctrinas de universalidad del pecado original y de la expiación de Cristo que incluye a todos, se establecen tan clara y absolutamente en las Escrituras de tal modo que no dejan razón sólida para negar que los infantes se incluyen al igual que los adultos.

En cuanto a la objeción de que el bautismo requiere fe, los teólogos responden que los adultos deben tener fe, pero los infantes reciben la fe habitual, la cual es infundida en ellos en el sacramento de regeneración. En cuanto a la fe verdadera, ellos creen en la fe del otro; como San Agustín (De Verb. Apost., xiv, xviii) dice bellamente: “Él cree por otro, quien ha pecado por otro”. En cuanto a la obligación impuesta por el bautismo, el infante está obligado a cumplir en proporción a su edad y capacidad, como en el caso de todas las leyes. Es verdad que Cristo prescribió la instrucción y la fe verdadera para los adultos como necesarios para el bautismo (Juan, iii). No pone restricción alguna en cuanto al sujeto de bautismo; y como consecuencia aunque los infantes son incluidos en la ley, no se les puede requerir que cumplan condiciones que son imposibles a su edad. Aunque no se niega la validez del bautismo de infantes, Tertuliano (De Bapt., xviii) deseaba que el sacramento no les fuera conferido hasta que hubiesen obtenido uso de razón, debido al peligro de profanar su bautismo como jóvenes entre las tentaciones de los vicios paganos. De la misma forma, San Gregorio Nacíanceno (Or. xl, De Bapt) pensaba que el bautismo, a menos que hubiese peligro de muerte, debía diferirse hasta que el niño tuviera tres años de edad, pues entonces podía escuchar y responder en las ceremonias. Sin embargo, dichas opiniones, eran compartidas por pocos, y no contenían negación de validez del bautismo de infantes. Es cierto que el Concilio de Neocæsarea (can. vi) declara que un infante no puede ser bautizado en el vientre de su madre, pero sólo enseñaba que ni el bautismo de la madre ni su fe es común a ella y al infante en su vientre, sino que son actos peculiares sólo de la madre.

(3) El Bautismo de Infantes No Nacidos

Esto lleva al bautismo de infantes en caso de parto difícil. Cuando el Ritual Romano declara que un niño no debe ser bautizado mientras está aún (clausus) en el vientre de su madre, supone que el agua bautismal no puede llegar al cuerpo del niño. Cuando, no obstante, esto parece posible, aún con ayuda de algún instrumento, Benedicto XIV (Syn. Diaec., vii, 5) declara que las comadronas deben ser instruidas para conferir bautismo condicional. El Ritual continúa diciendo que cuando el agua puede fluir sobre la cabeza del infante el sacramento debe administrarse absolutamente; pero si sólo puede ser vaciado en alguna parte del cuerpo, el bautismo es indudablemente conferido, pero debe repetirse condicionalmente en caso de que el niño sobreviva a su nacimiento. Debe notarse que en estos dos últimos casos, la rúbrica del Ritual supone que el infante ha emergido parcialmente del vientre. Pues si el feto estaba totalmente guardado, el bautismo debe ser condicionalmente repetido en todos los casos (Lehmkuhl, n, 61). En caso de muerte de la madre, el feto debe ser inmediatamente extraído y bautizado, si tuviera alguna vida en él. Los infantes han sido sacados vivos del vientre después de morir la madre. Después de haberse llevado a cabo la incisión Cesárea, el feto puede ser condicionalmente bautizado antes de la extracción si es posible, si el sacramento es administrado después de removido del vientre el bautismo debe ser absoluto, siempre y cuando exista la certeza de vida alguna. Si después de la extracción sea dudoso si vive, debe bautizarse bajo la condición: “Si estás vivo”. Debe recordarse a médicos, madres y comadronas sobre la grave obligación de administrar el bautismo bajo estas circunstancias. Debe tenerse en mente que según la opinión prevaleciente entre los instruidos, el feto es animado por un alma humana desde el principio mismo de su concepción. En los casos de parto en los que el producto sea una masa ciertamente no animada por vida humana, debe bautizarse condicionalmente: “Si sois un hombre”.

(4) Bautismo de Personas con Locura

Los perpetuamente locos, que nunca han tenido uso de razón, están en la misma categoría que los infantes en lo que se refiere a conferir el bautismo, y consecuentemente este sacramento es válido si es administrado.

Si en algún tiempo hubiesen estado sanos, el bautismo otorgado a ellos durante su locura sería probablemente inválido a menos que hubiesen mostrado un deseo por él antes de perder la razón. Los moralistas enseñan que, en la práctica, esta última clase puede siempre ser bautizada condicionalmente, cuando sea incierto si pidieron alguna vez ser bautizados (Sabetti, no. 661). En cuanto a esto, debe notarse que, según muchos escritores, cualquiera que tenga un deseo de recibir todas las cosas necesarias para la salvación, tiene al mismo tiempo un deseo implícito de bautismo, y que un desea más específico no es absolutamente necesario.

(5) Expósitos

Los expósitos deben bautizarse condicionalmente, si no hay modo de averiguar que han sido bautizados válidamente o no. Si se ha dejado una nota con el expósito estableciendo que ya ha recibido el bautismo, la opinión más común es que de todos modos debe recibir el bautismo condicional, a menos que las circunstancias sean claras en cuanto que el bautismo ha sido sin duda conferido. O’Kane (no. 214) dice que debe seguirse la misma regla cuando las comadrona u otras personas laicas han bautizado infantes en caso de necesidad.

(6) Bautismo de los Hijos de Judíos y de Padres Infieles

También se discute la cuestión de si los hijos infantes de judíos o infieles pueden ser bautizados en contra de la voluntad de sus padres. Para la duda general, la respuesta es un decidido no, porque dicho bautismo violaría los derechos naturales de los padres, y el infante estaría expuesto posteriormente al peligro de perversión. Decimos esto, por supuesto, sólo en cuanto a la licitud de un bautismo tal, pues si en realidad fuera administrado, sin duda sería válido. Santo Tomás (III:68:10) es muy claro al negar la legalidad de impartir dicho bautismo, y esto ha sido juzgado constantemente por el Magisterio Pontificio, lo que es evidente por los varios decretos de las Congregaciones Sagradas y del Papa Benedicto XIV (II Bullarii). Decimos que la respuesta es negativa a la cuestión general, porque las circunstancias particulares pueden requerir una respuesta diferente. Pues indudablemente sería lícito impartir dicho bautismo si los niños estuvieran en peligro de muerte; o si hubiesen sido removidos del cuidado paternal y no hubiese posibilidad de regresar a él; o si estuvieran perpetuamente locos; o si uno de los padres consintiera al bautismo; o por último, si, después de la muerte del padre, el abuelo paternal estuviera dispuesto, aún con la oposición de la madre. Sin embargo, si los niños no fuesen infantes, sino que tuviesen uso de razón y tuvieran la instrucción suficiente, deben ser bautizados cuando la prudencia dicte tal curso.

En el célebre caso del niño judío, Edgar Mortara, Pío IX sin duda ordenó que fuese criado como católico, aún en contra de la voluntad de sus padres, pero el bautismo ya le había sido administrado unos años antes cuando estuvo en peligro de muerte.

(7) Bautismo de los Hijos de Padres Protestantes

No es lícito bautizar a los hijos en contra de la voluntad de sus padres Protestantes; pues su bautismo violaría el derecho paternal, exponiéndolos al peligro de perversión, y sería contrario a la práctica de la Iglesia. Kenrick también condena fuertemente a las enfermeras que bautizan a los hijos de Protestantes, salvo si están en peligro de muerte.

(8) Bautismo Con Consentimiento de Padres No Católicos

¿Debe un sacerdote bautizar al hijo de padres no católicos si ellos mismos lo desean? Ciertamente puede hacerlo si hay razón para tener la esperanza de que el niño será criado como católico (Conc. Prov, Balt., I, decr, x). Una aún mayor seguridad para la educación católica de dicho niño sería la promesa de uno o ambos padres de que ellos mismos abrazarán la Fe.

(9) Bautismo de los Muertos

En cuanto al bautismo para los muertos, un pasaje curioso y difícil en la Epístola de San Pablo ha dado pie a alguna controversia. El Apóstol dice: “De no ser así ¿a qué viene el bautizarse por los muertos? Si los muertos no resucitan en manera alguna ¿por qué bautizarse por ellos?” (I Cor., xv, 29). Parece no haber duda aquí de que exista la absurda costumbre de conferir el bautismo sobre cadáveres, como se practicó más tarde en algunas sectas herejes. Ha sido conjeturado si esta usanza desconocida de los Corintios consistía en alguna persona viva recibiendo un bautismo simbólico representando a otra que hubiese muerto teniendo el deseo de ser cristiano, pero que no pudo realizar su deseo de ser bautizado por una muerte no prevista. Aquellos que dan esta explicación dicen que San Pablo meramente se refiere a esta costumbre de los Corintios como un argumentum ad hominen, cuando se discute la resurrección de los muertos, sin aprobar la usanza mencionada.

El arzobispo MacEvilly en su exposición de las Epístolas de San Pablo, sostiene una opinión diferente. Parafrasea el texto de San Pablo como sigue: “Otro argumento a favor de la resurrección. Si los muertos no han de surgir, ¿qué significa la profesión de fe en la resurrección de los muertos, que se hace en el bautismo? ¿Por qué somos todos bautizados con una profesión de fe en su resurrección?” El arzobispo comenta lo siguiente: “Es casi imposible recapitular algo parecido a la certidumbre en cuanto al significado de estas palabras de significado tan oculto, de la gama de interpretaciones que han sido aventuradas en cuanto a ellas (vea la Disertación de Calmet sobre la materia). En primer lugar, toda interpretación que refiere las palabras ‘bautizado’, o ‘muerto’ con prácticas ya sea erróneas o maléficas, que los hombres podrían haber empleado para expresar sus creencias en la doctrina de la resurrección, debe ser rechazada; pues no parece de ningún modo posible que el Apóstol fundamentara un argumento, aún si fuera lo que los lógicos llaman un argumentum ad hominen, sobre una práctica viciada o errónea. Además, un sistema de razonamiento tal sería bastante inconcluso. Por esto, las palabras no deben ser referidas ya sea con los Clinics, bautizados a la hora de la muerte, o a los bautismos vicarious en uso entre los judíos, para sus amigos que partieron sin el bautismo. La interpretación adoptada en el parafraseo hacen que las palabras se refieran al Sacramento del Bautismo, al cual todos estaban obligados, como condición necesaria, a acercarse con fe en la resurrección de los muertos. ‘Credo in resurrectionem mortuorum’. Esta interpretación -aquella adoptada por San Crisóstomo- tiene la ventaja de dar a las palabras ‘bautizado’ y ‘muerto’ su significado literal. El único inconveniente es que se introduce la palabra resurrección. Pero es entendido en todo el contexto y se respalda por una referencia a otros pasajes de la Escritura. Pues, a partir de la Epístola a los Hebreos (vi, 2) parece que un conocimiento de la fe en la resurrección fue uno de los puntos elementales de instrucción requerida para el bautismo de adultos; y por esto las Escrituras mismas proporcionan el fundamento para la introducción de la palabra. Existe otra posible interpretación, la cual entiende las palabras ‘bautismo’ y ‘muerte’ en un sentido metafórico, y se refiere a ellas en los sufrimientos de los Apóstoles y heraldos de la salvación en su predicación de la Palabra a los infieles, muertos a la gracia y la vida espiritual, con la esperanza de hacerles partícipes en la gloria de una feliz resurrección. La palabra ‘bautismo’ es empleada en la Escritura en este sentido, aún por nuestro Divino Redentor mismo – ‘Tengo un bautismo con el cual ser bautizado’, etc. Y la palabra ‘muerte’ es empleada en varias partes del Nuevo Testamento para designar a aquellos espiritualmente muertos a la gracia y a la justicia. En griego, las palabras ‘para los muertos’, uper ton nekron esto es, por cuenta de o a nombre de los muertos, serviría para confirmar, el algún grado, esta última interpretación. Estas parecen ser las interpretaciones más probables de este pasaje; cada uno, sin duda, tiene sus dificultades. El significado de las palabras les fue conocido a los corintios en los tiempos del Apóstol. Todo lo que puede ser conocido en cuanto a su significado en este período remoto, no puede ir más allá de las fronteras de la probable conjetura” (loc. cit., cap. xv; cf. también Cornely en Ep. 1 Cor.).

ASOCIADO AL BAUTISMO

(1) Baptisterio

Según los cánones de la Iglesia, excepto en caso de necesidad, el bautismo debe ser administrado en iglesias (Conc. Prov. Balt., I, Decreto 16). El Ritual Romano dice: “Las iglesias en las cuales exista una pila bautismal, o donde exista un baptisterio cercano a la iglesia”. El término “baptisterio” es comúnmente aplicado al espacio destinado para conferir el bautismo. De la misma forma los griegos emplearon photisterion con el mismo fin -una palabra derivada de la designación de San Pablo del bautismo como “iluminación”. Las palabras del Ritual ya citadas, sin embargo, significan que “baptisterio” es una construcción separada hecha con el fin de administrar el bautismo. Dichas edificaciones han sido construidas en oriente y occidente, así como en Tiro, Padua, Pisa, Florencia y otros lugares. En dichos baptisterios, además de la pila, también se construyeron altares; y aquí se confería el bautismo. Sin embargo, como regla, la iglesia misma contiene un espacio delimitado con barandas que contiene la pila bautismal. En la antigüedad las pilas eran anexadas sólo en las iglesias catedrales, pero en el presente casi toda iglesia parroquial tiene una pila. Este es el sentido del decreto de Baltimore citado anteriormente. El Concilio Plenario Segundo de Baltimore declaró, no obstante, que si los misioneros juzgan que la gran dificultad de traer un infante a la iglesia es razón suficiente para bautizar en una casa particular, entonces deben administrar el sacramento con todos los ritos prescritos. La ley ordinaria de la Iglesia es que cuando se confiera el bautismo privado, el resto de las ceremonias deben complementarse no en la casa, sino en la iglesia misma. El Ritual también instruye que la pila debe ser de material sólido, para que el agua bautismal sea conservada con seguridad. Una baranda debe rodear la pila, y debe adornarla una representación de San Juan bautizando a Cristo. La cubierta de la pila usualmente contiene los santos óleos empleados en el bautismo, y esta cubierta debe estar bajo cerrojo y llave, según el Ritual.

(2) Agua Bautismal

Al hablar de la material del bautismo, establecimos que todo lo que se requiere para su validez es agua verdadera y natural. Al administrar el bautismo solemne, sin embargo, la Iglesia prescribe que el agua utilizada debe haber sido consagrada el Sábado de Gloria o en la víspera de Pentecostés. Por lo tanto, para la licitud (no validez) del sacramento, el sacerdote está obligado a utilizar agua consagrada. Esta costumbre es tan antigua que no podemos descubrir su origen. Se encuentra en la mayoría de las liturgias antiguas de las Iglesias Latina y Griegas y se menciona en las Constituciones Apostólicas (VII, 43). La ceremonia de su consagración es clara y simbólica. Después de signar el agua con la cruz, el sacerdote la divide con su mano y la lanza a las cuatro esquinas de la tierra. Esto significa el bautizo de todas las naciones. Después respira sobre el agua y sumerge el cirio pascual en él.

Entonces vacía en el agua, primero el óleo de los catecúmenos y luego el crisma sagrado, y por último ambos óleos santos juntos, pronunciando rezos adecuados. Pero ¿qué sucede si durante el año la provisión de agua consagrada es insuficiente? En ese caso, el Ritual declara que el sacerdote puede agregar agua común a lo que resta, pero sólo en menor cantidad. Si el agua consagrada parece pútrida, el sacerdote debe examinar si realmente es así, pues la apariencia puede ser causada sólo por la añadidura de los santos óleos. Si realmente se ha tornado pútrida, la pila debe ser renovada y debe bendecirse agua fresca por medio de una forma señalada en el Ritual. En los Estados Unidos, el Magisterio Pontificio ha autorizado una fórmula breve para la consagración de agua bautismal (Conc. Plen. Balt., II).

(3) Santos Óleos

En el bautismo, el sacerdote emplea el óleo de los catecúmenos, el cual consta de aceite de oliva y crisma, éste último siendo una mezcla de bálsamo y aceite. Los óleos son consagrados por el obispo el Jueves Santo. La unción en el bautismo es recordada por San Justino, San Juan Crisóstomo y otros ancianos Padres. El Papa Inocencio I declara que es crisma debe aplicarse en la corona de la cabeza, no en la frente, pues esto último se reserva a los obispos. Lo mismo puede encontrarse en los Sacramentarios de San Gregorio y San Gelasio (Martene, I, i). En el rito griego el óleo de los catecúmenos es bendecido por el sacerdote durante la ceremonia bautismal.

(4) Padrinos

Cuando los infantes son solemnemente bautizados, las personas asisten a la ceremonia a hacer la profesión de fe a nombre del niño. Esta práctica viene de la antigüedad y es atestiguada por Tertuliano, San Basilio, San Agustín y otros. Dichas personas son designadas sponsores, offerentes, susceptores, fidejussores, y patrini. El término en español es padrino y madrina. Éstos, a falta de los padres, están obligados a instruir en lo referente a la fe y la moralidad. Es suficiente un padrino y no se permite más de dos. En el caso de que sean dos, uno debe ser hombre y el otro mujer. El fin de estas restricciones es el hecho de que el padrino contrae una relación espiritual con el niño y sus padres, lo que sería un impedimento de matrimonio. Los padrinos mismos deben ser personas bautizadas que tengan uso de razón y deben haber sido designados como padrinos por el sacerdote o los padres. Durante el bautismo deben tocar físicamente al niño ya sea personalmente o por algún otro medio. Lo que es más, se requiere que tengan realmente la intención de asumir las obligaciones como padrinos. Es deseable que hayan sido confirmados, pero esto no es absolutamente necesario. A ciertas personas se les prohibe actuar como padrinos. Ellos son: miembros de órdenes religiosas, personas de matrimonios distintos, o los padres de los que van a ser bautizados, y en general aquellos objetables por razón de infidelidad, herejía, excomunión o que son miembros de sociedades secretas condenadas, o pecadores públicos (Sabetti, no. 663). Los padrinos también son empleados en el bautismo solemne de adultos. Nunca son necesarios en el bautismo privado.

(5) Nombre Bautismal

Desde los primeros tiempos se daban nombres en el bautismo. Al sacerdote se le indica que nombres obscenos, fabulosos y ridículos, o aquellos de dioses paganos o de hombres infieles no sean impuestos. Al contrario, el sacerdote ha de recomendar nombres de santos. Esta rúbrica no es precepto riguroso, pero es indicado que el sacerdote haga lo que pueda en cuanto a este asunto. Si los padres son razonablemente obstinados, el sacerdote puede agregar el nombre de un santo a aquel en el cual se insiste.

(6) Túnica Bautismal

En la Iglesia primitiva, el recientemente bautizado vestía una túnica blanca por un cierto tiempo después de la ceremonia (San Ambrosio, De Myst., c. vii). Como los bautismos solemnes se llevaban a cabo en vísperas de Pascua o Pentecostés, las vestiduras blancas se asociaron con aquellas festividades. Por ello, el Sabbatum in Albis y Dominica in Albis recibieron sus nombres de la costumbre de dejar de usar en ese tiempo la túnica bautismal que había sido vestida desde la vigilia anterior de Pascua. Se cree que el nombre en inglés para Pentecostés -‘Whitsunday’ o ‘Whitsuntide’, también se derivó de las vestiduras blancas de los recientemente bautizados*. En nuestro ritual hoy en día, se coloca un velo blanco por un momento en la cabeza del catecúmeno como un substituto de la túnica bautismal.

CEREMONIAS DE BAUTISMO

Los ritos que acompañan la ablución bautismal son tan antiguas como hermosas. Los escritos de los primeros Padres y las liturgias antiguas muestran que la mayoría de los ritos se derivan de tiempos Apostólicos. El infante es traído a la puerta de la Iglesia por los padrinos, donde es recibido por el sacerdote. Después que los padrinos han solicitado la fe de la Iglesia de Dios en nombre del niño, el sacerdote respira sobre su rostro y exorciza el espíritu maligno. San Agustín (Ep. cxciv, Ad Sixtum) hace uso de esta práctica Apostólica de exorcizar para demostrar la existencia del pecado original. Entonces la frente y el pecho del infante son signados con la cruz, el símbolo de redención. A continuación sigue la imposición de manos, una costumbre ciertamente tan antigua como los Apóstoles. Luego se coloca un poco de sal en la boca del niño. “Cuando se coloca sal en la boca de la persona a ser bautizada”, dice el Catecismo del Concilio de Trento, “significa que, por la doctrina de la fe y el don de la gracia, debe ser liberado de la corrupción del pecado, experimentando un gusto por las obras buenas, y gozar con el alimento de la sabiduría divina”. Colocando su estola sobre el niño, el sacerdote lo introduce a la iglesia, y en el camino a la pila los padrinos hacen una profesión de fe por el infante. El sacerdote toca ahora las orejas y fosas nasales del niño con esputo. El significado simbólico se explica a continuación (Cat. C. Trid.): “Sus fosas nasales y orejas son después tocadas con esputo e inmediatamente es enviado a la fuente bautismal, que, al igual que la vista fue restaurada en el hombre ciego mencionado en la Palabra, a quien el Señor, después de haber esparcido barro sobre sus ojos, le mandó a lavarse en las aguas del Siloé; así también puede entender que la eficacia de la sagrada ablución es tal como traer luz a la mente para discernir la verdad celestial”. El catecúmeno ahora hace la triple renunciación a Satanás, sus obras y sus pompas, y es ungido con el óleo de los catecúmenos sobre el pecho y entre los hombros: “Sobre el pecho, que por don del Espíritu Santo, pueda arrojar de sí el error y la ignorancia y recibir la fe verdadera, ‘pues el justo vivirá por la fe’ (Gálatas 3:11); sobre los hombros, que por la gracia del espíritu santo, pueda sacudir de sí la negligencia y la apatía y participar en buenas obras; ‘la fe sin obras está muerta’ (Santiago 2:26)”, dice el Catecismo.

El infante ahora, a través de sus padrinos, hace una declaración de fe y pide el bautismo. El sacerdote, habiendo mientras tanto cambiado su estola violeta por una blanca, administra entonces la ablución en tres partes, haciendo el signo de la cruz tres veces con la corriente de agua que vacía sobre la cabeza del niño, diciendo al mismo tiempo: “N , yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. Durante la ablución, los padrinos del niño ya sea lo sostienen o al menos lo tocan. Si el bautismo es por inmersión, el sacerdote sumerge la parte posterior de la cabeza tres veces en el agua en la forma de una cruz, pronunciando las palabras sacramentales. La corona de la cabeza del niño es ahora ungida con crisma, “para conferirle el entendimiento de que de ese día en adelante está unido como miembro a Cristo, su cabeza, e injertado en Su cuerpo; y por lo tanto es llamado cristiano por Cristo, pero Cristo por crisma” (Catec.). Ahora se coloca un velo blanco sobre la cabeza del infante con las palabras: “Recibe esta vestidura blanca, y que puedas llevar sin mancha antes del juicio de Nuestro Señor Jesucristo, y que tengas vida eterna. Amén”. Entonces se coloca en el catecúmeno una vela encendida, mientras el sacerdote dice: “Recibe esta llama encendida, y que conserves tu bautismo sin culpa. Observa los mandamientos de Dios; que, cuando Nuestro Señor haya de venir a Sus nupcias, puedas salir a Su encuentro con todos los Santos y puedas tener vida por siempre, y vivir por siempre. Amén”. Entonces se le invita al nuevo cristiano a ir en paz.

En el bautismo de adultos, todas las ceremonias esenciales son las mismas que las de los infantes. Sin embargo, existen algunas adiciones que le distinguen. El sacerdote viste la capa sobre sus otras dos vestiduras, y debe ser asistido por un número de clérigos o al menos por dos. Mientras que el catecúmeno aguarda fuera de la puerta de la iglesia, el sacerdote recita algunos rezos en el altar. Luego procede al lugar donde está el candidato, y le hace las preguntas y lleva a cabo los exorcismos casi como se prescribe en el ritual para los infantes. Sin embargo, antes de administrar la sal bendita, solicita al catecúmeno hacer una renuncia explícita de la forma de error a la que estaba previamente adherido, y después es signado con la cruz en la ceja, orejas, ojos, fosas nasales, boca, pecho y entre los hombros. Después, el candidato, de rodillas, recita tres veces el Padrenuestro, y se hace una cruz sobre su frente, primero por el padrino y luego por el sacerdote. Después de esto, tomándole de la mano, el sacerdote le guía hacia dentro de la iglesia, donde adora postrado y levantándose recita el Credo de los Apóstoles y el Padrenuestro. Las demás ceremonias son prácticamente las mismas que para los infantes. Debe notarse que debido a la dificultad de llevar a cabo con el esplendor adecuado el ritual para bautizar a los adultos, los obispos de los Estados Unidos obtuvieron permiso del Magisterio Pontificio para en su lugar emplear el ceremonial del bautismo de infantes. Esta dispensa general duró hasta 1857, cuando la ley ordinaria de la Iglesia entró en vigor. (Vea BALTIMORE, CONCILIOS DE). Sin embargo, algunas diócesis de Estados Unidos, obtuvieron permisos individuales para continuar con el uso el ritual para infantes en la administración de bautismo para adultos.

BAUTISMO METAFÓRICO

El nombre “bautismo” en ocasiones se aplica inadecuadamente a otras ceremonias.

(1) Bautismo de Campanas

Este nombre ha sido dado a la bendición de campanas, al menos en Francia, desde el siglo once. Se deriva del lavado de la campana con agua bendita que lleva a cabo el obispo, antes de ungirla con el óleo de enfermos sin incluir crisma e incluyéndolo. Se coloca un incensario humeante bajo ella. El obispo ora para que estos sacramentales de la Iglesia puedan, al sonar de la campana, lanzar a los demonios al vuelo, proteger de las tormentas y llamar a los fieles a la oración.

(2) Bautismo de Naves

Al menos desde los tiempos de las Cruzadas, los rituales han contenido una bendición para naves. El sacerdote ruega a Dios bendecir al buque y proteger a aquellos que navegan en él, como lo hizo con el arca de Noé, y Pedro, cuando el Apóstol se hundía en el mar. La nave es entonces rociada con agua bendita.

WILLIAM H.W. FANNING
Transcrito por Charles Sweeney, SJ
Traducido por Lucía Lessan

Fuente: Enciclopedia Católica