CRISTOCENTRISMO

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Sentido general que se da al deseo o a la realidad de poner a Cristo y a su mensaje en el centro de todas las intenciones, planes, ciencias y pensamientos, en diversos terrenos del saber y del actuar: artes, ciencias, escritos, teorí­as, sistemas de vida, corrientes de pensamiento, etc.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. Jesucristo, cristologí­a)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Fórmula que hace referencia al principio metodológico de la centralidad de Cristo en la vida cristiana y en la reflexión teológica. Desde el punto de vista teológico, el punto más destacado es el significado que reviste en la teologí­a sistemática y en la interpretación misma del hacer teologí­a.

En la historia de la teologí­a el Cur Deus Homo de Anselmo da paso a la reflexión sobre la centralidad de Cristo, precisamente en la argumentación que relaciona la encarnación y su inteligibilidad con una perspectiva amartiocéntrica: Cristo se ha encarnado porque el hombre ha pecado. La teologí­a posterior se encuentra metida en esta lógica. Agustí­n habla de la conveniencia de la encarnación; santo Tomás afirma una distinción entre una reparación adecuada y una conversión del pecador, Esta última no exige la encarnación, En la segunda Escolástica, Molina vio la centralidad del Cristo muerto y resucitado victoriosamente. Junto a esta tendencia se sitúa el ” cristocentrismo objetivo” (A. Grillmeier). que, a partir de la concepción medieval del Christus totus, ve en Cristo la comprensión de lo real y el objeto especí­fico de la teologí­a, La teologí­a del humanismo encuentra en la idea de Cristo la cifra de lo real en la sí­ntesis de infinito-finito, Una forma de cristocentrismo objetivo puede encontrarse en el ámbito de la apologética clásica del siglo pasado, impulsada por la acentuación filosófica de la cristologí­a. Particularmente en la demonstratio christiana, la cuestión cristológica giraba en torno a la declaración por parte de Jesús de su divinidad y en torno al análisis de los tí­tulos cristológicos (Mesí­as, Hijo del hombre, Hijo de Dios).

En la reflexión teológica católica, T de Chardin presenta un horizonte crí­stico dentro del cual se mueve la realidad en su globalidad. Cristo es el punto-omega, el centro dinámico del movimiento de evolución que atraviesa la realidad cósmica y humana en virtud de la resurrección. En H. U. von Balthasar Cristo es el centro de la teofaní­a y (ie la teologí­a, porque nos introduce en el misterio de Dios, que en el mysterium paschale muestra la lógica de un amor que salva. El es el universale concretum que brilla por su singularidad: es forma de Dios y arquetipo de la humanidad. E. Schillebeeckx pone el acontecimiento Jesucristo en el centro de la revelación de Dios y del hombre: “Es precisamente Jesús de Nazaret aquel que revela plena y definitivamente qué es lo que corresponde a Dios y qué es lo que debe hacer propiamente el hombre”. En el campo protestante K. Barth desplazó la perspectiva teológica a la cristológica: Cristo es la Palabra de Dios, la historia particular de Dios con el hombre y del hombre con Dios; sobre este eje la teologí­a parte de Dios y va hacia Dios de la única manera posible; por eso la dogmática tiene que ser únicamente ” cristológica “. Si para O Cullmann Cristo es el centro del tiempo, el kairós ante el cual se comprende la historia, en W Pannenberg Jesús resucitado anticipa en la historia el destino de la misma, ya que la abre al futuro de Dios; Cristo, en su concreción y singularidad, es el centro del proceso de la historia en su esperanza de salvación.

En el ámbito de la teologí­a fundamental, el cristocentrismo se sitúa en un doble nivel: por un lado, es un principio imprescindible de lectura de la revelación en la correlación entre teocentrismo-antropocentrismo, y en la comprensión de la Iglesia como destinataria del proceso de transmisión de la revelación; por otro lado, permite a la teologí­a fundamental una actitud apologética correcta: la figura de Cristo en su significatividad y credibilidad es decisiva para la libertad y la decisión del hombre. El es el Signo total que da sentido al signo-Iglesia y – que descifra los demás signos del proyecto revelador de Dios.

C. Dotolo

Bibl.: G. Moioli, Cristocentrismo, en NDT 1, 213-224; H. KUng, Christozentrik, en LTK, 11, 1 169-1 174; G. Iammarrone (ed,), La cristologia contemporanea, Padua 1992; T Citrini, El principio “cristocentrismo” y su operatividad en la teologí­a fundamental, en R. Latourelle – G. O’Collins, Problemas y perspectivas de teologí­a fundamental, sí­gueme, Salamanca 1982, 246-271

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Precisiones introductorias – II. Indicaciones históricas: 1. Consideraciones criticas sobre la dimensión cristocéntrica esencial de la vida y de la experiencia cristiana: a) El NT, b) La historia de la espiritualidad posterior al NT: 2. Algunos modelos de espiritualidad “cristocéntrica”: a) Cristocentrismo monástico, b) Cristocentrismo de imitación: la imitación de la “vida” de Cristo, c) Cristocentrismo berulliano: la relectura berulliana del modelo monástico, d) Cristocentrismo de la “cruz” en los siglos XVI-XIX, e) Cristocentrismo del “Corazón”: 3. La exigencia cristocéntrica en la espiritualidad contemporánea: de la espiritualidad del “cuerpo mí­stico” al periodo posconciliar: a) El “cuerpo mí­stico”, b) Las directrices del Val. II, e) Un ejemplo posconciliar – III. Para un balance teológico conclusivo.

1. Precisiones introductorias
En espiritualidad, cuando hablamos de cristocentrismo nos situamos obviamente en el punto de vista de la experiencia cristiana o de la “vivencia”; por tanto, no simplemente en el punto de vista de la objetividad cristiana, de la primaria y del lugar central que en ella debe ocupar la figura histórica de-Jesucristo, Hijo de Dios y Salvador. Nuestra exposición pretende más bien captar y mostrar cómo, de derecho y de hecho, la referencia radical del creyente cristiano a la realidad de Cristo caracteriza, en general, la fenomenologí­a del cristiano y, en particular, las tipologí­as diversas, aunque todas sustancialmente homogéneas y coherentes, de la fenomenologí­a cristiana fundamental. Caracterización de derecho y de hecho, porque la experiencia cristiana no puede menos de ser “crí­stica”, ni puede menos de ser, a su propio modo, un “saber” que es un “saber” a Jesús.

Con estos supuestos, trazaremos sobre todo una panorámica histórica. Nos moveremos en la dirección “católica” y permaneceremos en el ámbito de la espiritualidad occidental. Dada la exigencia de proceder sintéticamente, subdividimos la exposición en tres articulaciones principales: la primera, encaminada a destacar, siempre a nivel histórico, la exigencia cristocéntrica o lo imprescindible de la referencia cristica como criterio general de autenticidad de la experiencia cristiana y, por tanto, como criterio fundamental del “discernimiento” cristiano; la segunda, dirigida a ilustrar, en una linea que de manera muy aproximada desea aludir a la clasificación histórica de las “escuelas” de espiritualidad, algunas de las tipologí­as cristocéntricas más significativas de la espiritualidad occidental; la tercera esbozará rápidamente algunas expresiones -más o menos celebradas o válidas- de exigencia cristocéntrica en el mundo cristiano contemporáneo.

El balance teológico final pretende bosquejar una puntualización teórica del problema: sobre el cristocentrismo como dato estructural y caracterizante de la experiencia cristiana, y sobre todo la legitimidad de diversas tematizaciones concretas de aquel cristocentrismo estructural, las cuales justifican a primera vista que se hable de ellas como de “espiritualidades cristocéntricas”, sin que se pueda aún reivindicar que sólo en su dirección se expresa legí­timamente el “cristocentrismo” constitutivo de la experiencia cristiana.

II. Indicaciones históricas
1. CONSIDERACIONES CRíTICAS SOBRE LA DIMENSIí“N CRISTOCENTRICA ESENCIAL DE LA VIDA Y DE LA EXPERIENCIA CRISTIANA – a) El NT. Es evidente que este género de exposición debe comenzar por el NT mismo, sobre el cual seria de desear un estudio de conjunto orientado a iluminar los diversos “discernimientos” empleados en nombre del criterio cristocéntrico en diversos contextos, no sólo teóricos sino vividos y, por tanto, en proyectos o estilos de comportamiento que pretenden pasar por cristianos, pero que son rechazados precisamente porque reducen diversamente la exigencia cristocéntrica fundamental. Piénsese, por ejemplo, en la tentación judeocristiana, tal como aparece en la Carta a los Gálatas o en la Carta a los Hebreos, donde dos teologí­as de la cruz de Cristo o, si se prefiere, dos modos diversos de proponer un cristocentrismo de la cruz y, por tanto, un proyecto de existencia cristiana coherente con él, justifican el deber cristiano de vivir “libres” frente a la “ley”. Piénsese también en la exposición articulada, que supone un ambiente complejo y otro tanto articulado, tal como aparece en la 1 Jn, donde en cualquier caso se desprende con suma claridad que el hombre que ha nacido de Dios y que tiene “la unción del santo” es el que demuestra “conocer” y “saber”, con los apóstoles y como los apóstoles, en la estructuración global de su existencia y de su experiencia, a Jesús Verbo de vida, Hijo Unigénito en la carne, “propiciación” por los pecados, revelación, mediante el don de su vida, de la agape misma de Dios.

También la cristologí­a sapiencial de Pablo -según se ve, por ejemplo, en 1 Cor 1-2 o en Ef-Col- deberí­a prestarse a idéntico género de lectura; y lo mismo, creemos, la temática del reino, del estar con Jesús, del seguir a Jesús, en las respectivas teologí­as del Mc, Mt y Lc.

b) La historia de la espiritualidad posterior al NT. Renunciando a seguir aquí­ con una exposición que consideramos tarea de la teologí­a bí­blica más todaví­a que resultado de la misma, pasaremos directamente a la historia de la espiritualidad cristiana que sigue al NT. Aquí­ los grandes capí­tulos o los grandes “lugares” del discernimiento espiritual, de los cuales emerge el cristocentrismo como criterio y exigencia fundamental de la experiencia y de la existencia cristiana, estimamos que son: la búsqueda “contemplativa”, el proyecto del hombre “espiritual” y de la edad del “Espí­ritu” como superación del “cristiano” y de la edad de Cristo, la reducción “ética” de la imitación-seguimiento de Cristo. Se trata, más que de otra cosa, de “modelos” fundamentales; por tanto, no reducibles de suyo a una sola época de la historia de la espiritualidad, si bien no siempre emergen con los mismos contornos y con la misma nitidez.

aa) La exigencia de un discernimiento “cristocéntrico” de la búsqueda contemplativa – El hecho, en sus lí­neas generales, es de los más conocidos: a partir del cristianismo helení­stico, la historia de la espiritualidad cristiana presenta -hasta las actuales investigaciones “meditativas” incluso- una lectura insistente de la experiencia de la alianza en los términos tan prestigiosos como ambiguos de la “contemplación”.

Hablamos de ambigüedad, porque si “contemplación” -merced a una fatigosa reinterpretación en clave cristiana- puede coincidir con el tema bí­blico del “conocimiento” de Dios, igualmente puede reducirlo y falsearlo. Y ello bien por peligro general de intelectualismo, bien sobre todo por el posible atractivo o la asunción directa, si no de una metafí­sica, al menos de una antropologí­a que, a pesar de proclamar al hombre como “imagen” de Dios y la “divinización” del hombre, en realidad no es la de la alianza, sino la del espí­ritu originario, cuyo carácter creatural está mal definido, y en relación al cual -como a lo divino, uno, eterno, absoluto- lo temporal, lo corpóreo, lo múltiple se percibe como decadencia, pecaminosidad, lí­mite o representación a trascender.

La existencia de esta clase de atractivos, a veces incluso a nivel inconsciente, revela su riesgo real desde el punto de vista cristiano siempre que vemos al ideal de “contemplación” orientarse concretamente hacia una trascendencia más o menos radical de lo corpóreo, de lo temporal, de lo múltiple, para reencontrarse en “desnudez” de espí­ritu en un acto inmutable, simple y único. Es el proyecto de la “fuga”, de la “introversión” contemplativa, cuya tentación más significativa, desde luego no puramente académica, se revela sin falta en la incomprensión y en la desvalorización de la “economí­a” salví­fica como “historia” y “carne” en Cristo. Esto significa, en concreto, proponerse un camino “cristiano” que ve, más o menos radicalmente, en la “economí­a” de la encarnación una “mediación” que se ha de superar, por ser obstáculo a la pureza de la “contemplación”.

A este propósito, sobre todo en los ambientes espirituales occidentales, se ha acudido de modo preferente al evangelio de Juan y a la aparente sucesión que en él se establece entre misión de Cristo y misión del Espí­ritu: “Es bueno que yo me vaya…”, como si -según Jn- el “ver” de los discí­pulos y de los creyentes no consistiera en penetrar cada vez más adentro -por la gracia del Espí­ritu- en el misterio de Cristo, y significara, en cambio, la invitación a considerar, bien al Encarnado, bien la relación con él, como una especie de nivel ontológico-contemplativo que hay que trascender o, si se prefiere, como un momento transitorio en el camino contemplativo del alma.

bb) La exigencia de un discernimiento “cristocéntrico” en la interpretación del hombre “espiritual” y de la era del Espí­ritu – Espontáneamente se leerá aquí­ la referencia a aquellas orientaciones tan complejas y vivas, operantes en la cristiandad medieval, más o menos remotamente vinculadas o vinculables a las interpretaciones ternarias-trinitarias de la historia. Y no se trata solamente del llamado “joaquí­nismo ; pues, siguiendo con la referencia al ambiente medieval, la exposición deberí­a abarcar todas las diversas expresiones “espiritualistas” existentes en él. La exposición concierne, en definitiva, a la existencia cristiana o al proyecto de una personalidad “espiritual” en alguna de las tensiones fundamentales que la caracterizan; es decir, el problema de la libertad del hombre “espiritual” (tensión ley-Espí­ritu) y el problema de la ubicación o dimensión eclesiológica de la experiencia “espiritual” (tensión jerarquí­a-Espí­ritu).

La ambigüedad o la inaceptabilidad cristiana de las soluciones que para los dos problemas indicados proponen esos diversos “espiritualismos”, suponen y muestran que aquéllos radican en una confusa percepción de las relaciones Cristo-Espí­ritu. En resumidas cuentas, no se considera la economí­a de Cristo como definitiva: el auténtico “evangelio del reino” no es el que Cristo predicó y que los apóstoles (y la Iglesia) anuncian, sino el del Espí­ritu. De ahí­ la hipótesis de que el estatuto “espiritual” del cristiano signifique el acceso a aquel nivel de existencia y a aquel momento de la economí­a salví­fica que precisamente ha superado la referencia al “tiempo” de la encarnación o a la “ley” de Cristo. Y de aquí­ también las soluciones ambiguas sobre la libertad del cristiano y sobre la búsqueda de una Iglesia “espiritual”.

Es evidente, sin embargo, para el que tenga un somero conocimiento de la ,historia de la espiritualidad cristiana, que el problema aquí­ considerado no se refiere solamente a la cristiandad medieval. Movimientos como el montanismo o el donatismo antiguos o, entre finales del siglo pasado y los primeros decenios del presente, la búsqueda generalizada de un “espiritualismo” cristiano orientado también explí­citamente a inspirarse en los movimientos “espirituales” medievales y en el mismo san Francisco leí­do en esta clave (piénsese en la influencia de la obra de Sabatier, en Tyrrel, von Hügel, Buonaiuti), responden en el fondo a idéntico esquema de lectura de la personalidad “espiritual”, en el cual la dimensión “cristocéntrica” está ausente o superada. Esto adquiere un relieve particular en las últimas tendencias recordadas, a medida que se mueven dentro del espacio, abierto por el iluminismo, de una escisión entre Jesús (el Jesús de la historia) y Cristo (el Cristo de la fe).

cc) La exigencia de un discernimiento “cristocéntrico” en la búsqueda de la imitación-seguimiento de Cristo, reducida a términos puramente éticos – Puede que el razonamiento no parezca, a primera vista, pertinente; pero sólo si se estima suficiente, para expresar la fuerza y la riqueza de la dimensión “cristocéntrica” de la existencia cristiana, el mero hecho de considerar a Jesús de Nazaret como el “modelo” normativo y si se reconoce valor normativo a su palabra, a sus ejemplos y a su vida. Un “cristocentrismo” de este género puede encontrarse sin dificultad en el proyecto pelagiano con sus diversas reproducciones (la de Abelardo, por ejemplo, al menos según la interpretación de san Bernardo; la sociniana; la del protestantismo liberal) hasta los actuales intentos de reducir la “cristologí­a” a “cristianismo”, es decir, a los “valores cristianos” o a la “autenticidad” del estar-en-el-mundo, autenticidad expresada en Jesús y en el hombre que intenta ser “como Jesús” (Gogarten, Van Buren).

Ahora bien, no se traduce el “como Cristo” neotestamentario reduciéndolo a una especie de programa moral del cristiano o de su auténtico ser-en-elmundo, aunque sea inspirándose en Jesús. El “como Cristo” neotestamentario tiene su misma razón de posibilidad en la venida de Jesús, en su pascua, en el don de su Espí­ritu. En este sentido, el “como Jesús” es “gracia”, y “gracia” dada a los pecadores; y sólo en cuanto “gracia” se convierte en “ley” o imperativo fundamental, y no se queda en un puro “mandamiento” superpuesto desde fuera.

El seguimiento-imitación de Jesús supone, pues, relación con este acontecimiento histórico como absolutamente normativo (es el acontecimiento-verdad), con la disponibilidad a dejarse regular por él; pero no se deja uno regular si no es reconociendo y aceptando que precisamente de este acontecimiento se deriva toda posibilidad de configuración del hombre con él mediante el don del Espí­ritu. Es esto lo que confiere verdad y actualidad al “seguimiento”, a pesar de la distancia real de los tiempos y de las situaciones. Así­, la relación con un acontecimiento histórico, más aún, con una personalidad histórica, adquiere actualidad en la existencia sin convertirse nunca él mismo propiamente en un puro “existencial”.

2. ALGUNOS MODELOS DE ESPIRITUALIDAD “CRISTOCENTRICA” – a) “Cristocentrismo” monástico. La concepción de la vida cristiana como “imitación de Cristo”, sobre todo según se presenta a través de la literatura del s. xii está muy cargada de sentido. Toda la vida del monje aparece en ella como un caminar con Cristo; más aún, como una tendencia a asimilarlo, a ser “conformado” con él, a revivirlo, en el supuesto de que “Cristo es el sentido y el fundamento de la historia de la salvación como mediador de la vuelta a los orí­genes, a la imagen divina ideal perdida en Adán y restaurada en él. Por esto es el `lugar’ del plan redentor, que se manifiesta en él ejemplarmente y por él se lleva a cumplimiento entre nosotros, en virtud y a través de una asimilación que fija e impregna toda la psicologí­a”. No se trata de un Cristo sin historia; la economí­a de la encarnación, o la “abbreviatio” del Verbo, tiene lugar en la historia o en los “mysteria” de Cristo. Así­ pues, asimilación a Cristo (que es, en definitiva, la verdadera dimensión de la “contemplación” monástica) es asimilación a sus misterios, mediante una “conformación” que el Señor mismo hace posible en sus misterios.

Por el realismo con que los monjes entienden esta asimilación, se siente uno inducido, para expresar su sentido, a usar una categorí­a como la kierkegaardiana de la “contemporaneidad”, evidentemente liberada de toda inflexión de tipo existencialista o actualista. En cualquier caso, parece evidente que la conformación del monje con Cristo supone la convicción de una actualidad de los misterios de Cristo en cuanto presentes, operantes y participables en un “lugar” determinado, a saber, en la Escritura y en la acción litúrgica. Por esta ví­a o por esta “mediación” puede verificarse una reactualización (desde luego, no material) de esos mismos misterios en la realidad de la vida. Sin esta “actualidad actualizada” (permí­tase la expresión) no existe, pues, para el monje “seguimiento” de Cristo; más aún, ella es precisamente el contenido profundo que la teologí­a monástica asigna al “seguimiento”.

Hemos hablado de “reactualización” no “material” de los misterios de Cristo. El significado monástico de esta expresión lo da el encuadre caracterí­stico con que los monjes leen la historia del Señor, a saber, sobre el fondo del sentido general de la economí­a salví­fica, entendida como movimiento de “retorno a Dios” y a los “orí­genes” por medio de Cristo Salvador. Esto no le resta interés a la “descripción” evangélica de los misterios, particularmente de la infancia y de la pasión, porque más bien se trata de un aspecto vivamente subrayado en la meditación monástica del siglo a que nos referimos, y es elemento diferenciador respecto a la meditación litúrgica de los mismos misterios. Pero como la perspectiva más profunda y verdadera de lectura sigue siendo la que hemos recordado, también las descripciones más “partí­cipes” del misterio buscan y contemplan su sentido salv(fico y concluyen que la reactualización del misterio es, en definitiva, la existencia cristiana del monje hoy.

b) Cristocentrismo de imitación: la imitación de la “vida” de Cristo. Es un segundo y gran modelo de acceso al “seguimiento-contemporaneidad”. Inmediatamente más simple, accesible y “popular”, como a veces se dice, es fácil que esté ligado al franciscanismo y a la espiritualidad ignaciana; en efecto, ambos se propondrí­an construir la personalidad cristiana sobre el “modelo” de la vida “histórica” de Cristo según la narración evangélica. “Imitar” se convierte así­ inmediatamente en sinónimo no de “asimilar una forma” o de “participar de un arquetipo concreto”, sino de “hacer, obrar o conducirse como Cristo”; tenemos, pues, en primer lugar el esfuerzo moral del cristiano, que intenta reproducir o uniformar la “vida” propia (biográfica) con la “vida” (biográfica) de Cristo.

Cualesquiera que sean las precisiones que en el plano histórico deban hacerse sobre la aparición de esta tendencia espiritual y sobre su capacidad de calificar a la espiritualidad franciscana o ignaciana, nos interesa aquí­ reconocer su presencia e incidencia en el mundo cristiano occidental y captar su significado. A este propósito, haremos algunas observaciones muy simples.

El aspecto potencialmente más rico, y acaso particularmente significativo para nosotros hoy, está en la carga de “evangelismo” [>Hombre evangélico] que, en general, conserva y desarrolla semejante orientación: lo absoluto de Cristo, que es también lo absoluto del evangelio como escritura que describe a Cristo; uno y otra forman unidad, y hasta se identifican. La biografí­a evangélica de Cristo (es decir, los hechos, los gestos, las palabras) es la “ley” o la “regla”; o sea, la’ norma de comportamiento del discí­pulo.

El lí­mite, en cambio, está sobre todo -por lo que se refiere a nuestro problema especifico- en una materialización o formalización potencial de este evangelismo radical; casi una especie de “positivismo” evangélico, que, en cuanto tal, no expresa sino que traiciona el significado de la historicidad del cristiano. También se “lee” el evangelio; en el Espí­ritu, pero se lee. Por lo.demás, toda la Escritura es una lectura en el Espí­ritu, y ningún evangelio pretende ser pura biografí­a; la normatividad de la Escritura no es la normatividad de una “letra”; de lo contrario, “matarí­a”.

¿En qué sentido, entonces, lo que Cristo “hizo” es lo absoluto del cristiano? O, inversamente: ¿En qué sentido el cristiano verdadero, “perfecto”, es el que “repite” a Jesucristo? ¿No lo es quizá más bien el que lo “relee” en el Espí­ritu? En este sentido, creemos, san Vicente de Paúl formulaba con suma sencillez, pero con gran claridad, la pregunta fundamental de la vida cristiana entendida como imitación de la “vida” de Cristo: “¿Qué harí­a Cristo en mi lugar?”. Aquí­ se expresa, en efecto, lo que se podrí­a llamar la ley de la proporcionalidad; la imitación de Cristo, incluso la más “evangélica” y “radical”, no puede menos de ser “proporcional”, so pena de ser una “artificialidad” imposible de realizar por absolutamente antihistórica. Incluso en Francisco de Así­s, si toda una linea hí­storiográfica -quizá agigantando o absolutizando una tendencia real del Poverello, culminada y “verificada” por la estigmatización- ha podido ver en él una reviviscencia de Cristo (“alter Christus”), no por eso dejaba de ser un cristiano de los ss. xii-xiii,con problemas históricos, culturales y eclesiológicos… tí­picos de la vida cristiana de aquel tiempo. Y Así­s o Greccio no eran Belén; ni el Alvernia era el Calvario.

Se debe reconsiderar a este propósito la caracterí­stica experiencia de Carlos de Foucauld, en la cual la imitación de la abyección de Cristo y la búsqueda de Nazaret es progresiva y definitivamente entendida como la caridad que condivide y testimonia hasta el extremo una presencia. Es el descubrimiento más verdadero del “corazón” de Cristo y de la “proporcionalidad” de la imitación cristiana [>Modelos espirituales II, 1].

c) Cristocentrismo berulliano: la relectura berulliana del modelo monástico. Presentar la espiritualidad del cardenal Pedro de Bérulle como “monástica” seria, evidentemente, una afirmación aventurada, y hasta injustificable. Pero no deja de ser verdad que su meditación sobre la vida de Cristo puede considerarse una vuelta a la reflexión monástica sobre Cristo como “forma” del cristiano y, por tanto, sobre la existencia cristiana como “reactualización” de Cristo.

Una explicación rigurosa de esto, así­ como la simple exposición del pensamiento berulliano al respecto, exigirí­an análisis especí­ficos. Por eso nos conformaremos con ilustrar cómo sintió Bérulle la exigencia de explicitar el supuesto de la actualidad de los misterios de Cristo. Nuestra configuración con el Verbo encarnado no es viable sin la configuración con sus misterios; él, a través de sus misterios, “se imprime en nosotros”; mas precisamente por esto deben permanecer en él. “Vemos que Jesucristo inventó la manera de establecer parte de su pasión en su estado de gloria conservando sus cicatrices. Pues bien, si él pudo conservar algo de su pasión en su propio cuerpo glorioso, ¿por qué no iba a poder conservar algo en su alma?… Mas lo que conserva de su pasión en el cuerpo y en el alma es vida y gloria; él no sufre ni en uno ni en otra. Y justamente lo que queda en él de sus misterios es lo que produce en la tierra una `manera de gracia’ que hace que le pertenezcan las almas escogidas para recibirla. En virtud de esta ‘manera de gracia’ los misterios de Jesucristo: su infancia, su sufrimiento y los demás, perviven en la tierra hasta el fin de los siglos. San Pablo: ‘Adimpleo ea quae desunt passionum Christi in corpore meo’ “. Luego los misterios de Cristo (que conservan perenne actualidad en él) nos “hacen propiedad suya”; y nosotros nos “apropiamos” de ellos no tanto -dice Bérulle- a la manera de un pintor que pretende pintar el sol, cuanto a la manera de un espejo en el que el sol se refleja.

El realismo con que entiende Bérulle esta permanente reactualización de los misterios de Cristo en nosotros, o esta reproducción en nosotros de la “manera de gracia” de los misterios, no alcanza sólo a la interioridad de la persona. Es la existencia entera, en su estructuración, la que se ve afectada: “El designio de Dios es que estos `estados’ sean honrados, apropiados, aplicados a nuestras almas; como él distribuye sus dones y sus gracias, así­ distribuye sus `estados’ y sus `misterios’ entre los hombres… Así­ El se distribuye a sí­ mismo entre sus hijos, haciéndolos partí­cipes del espí­ritu y de la gracia de sus misterios; a unos dona su vida, a otros la muerte; a unos la infancia, a otros el poder; a unos la vida oculta, a otros la vida pública; a unos la vida interior, a otros la vida exterior; a unos los oprobios, a otros los milagros; a unos sus `humillaciones’, a otros su autoridad… En todos estos estados y condiciones diversas, se da él a todos, nos da su corazón, su gracia y su espí­ritu; nos incorpora a sí­; se apropia de nosotros y se nos hace propio”.

De este modo la historia de la Iglesia no es más que la historia de Cristo continuada; casi su “biografí­a”, que sigue escribiéndose en la historia, pero ciertamente no repetida.

d) Cristocentrismo de la “cruz” en los siglos XVI-XIX [>Cruz V]. Nos referimos a un tí­pico modo de interpretar la vida o la experiencia espiritual en términos de “cruz”; aquí­ la “cruz” es, evidentemente, la cruz del Crucificado (y, por tanto, el misterio de la pasión y muerte histórica de Jesús); pero es también aquella “crucifixión” interior que el discí­pulo debe aceptar por el hecho mismo de que el camino que se le propone es un camino “en la fe”.

La fe (las exigencias de la vida de fe), la sabidurí­a de la fe, la “desnudez” de la fe, el “despojo” interior (a nivel afectivo, intelectivo, sensitivo, etc.) que la fe pide, tal es la “cruz” del cristiano, tal es la asociación radical y sintética con el Crucificado que el cristiano no debe eludir, viviéndola con un abandono y confianza totales. En sustancia, se trata de la “sabidurí­a de la cruz” propuesta a los “espirituales” y a los que aspiran a serlo. Una “theologia crucis”, podrí­a decirse, que apela a una antropologí­a que contempla al hombre como “criatura” y “pecador” (la “nada” tematizada con matices diversos por Juan de la Cruz y por Pablo de la Cruz), llamado realmente, por iniciativa misericordiosa del mismo Dios infinitamente grande, justo y santo, a una comunión-participación con Dios, en Jesucristo, y éste crucificado. El camino, según queda dicho, es el oscuro, desnudo, pobre y exigente de la fe.

Así­, a grandes rasgos, creemos que el modelo puede sintetizar globalmente toda una lí­nea de espiritualidad, que va desde san Juan de la Cruz a algunas de las mayores figuras espirituales del s. xlx. No decimos que caracterice a todo este perí­odo espiritual, ni que lo haga del mismo modo en todos los autores o figuras que lo integran. Pero el fenómeno es innegable y particularmente elocuente, tanto frente al optimismo humaní­stico (Juan de la Cruz, Francisco de Sales, Pascal), como frente a la aparición del humanismo moderno con su oposición, a menudo arrogante, a la fe (también Pascal, Pablo de la Cruz y Rosmini).

Teniendo como puntos principales de referencia a Juan de la Cruz y a Pablo de la Cruz, puede observarse que su fundamental acuerdo en relacionar la “cruz” del camino de fe con la “cruz” de Cristo se configura según dos modalidades diversas. En Pablo de la Cruz la lectura del camino de fe cristaliza de hecho en una total disponibilidad a la voluntad de Dios, a su beneplácito, a su providencial iniciativa en todas las cosas. En cuanto al vértice de la experiencia espiritual, parece que se ve y propone cómo estar “solo” en la cruz con Dios; por tanto, sin las tonalidades que aparecen en la parte final del Cántico Espiritual o en la Llama de amor viva de Juan de la Cruz.

Debido a estas dos caracterí­sticas, Pablo de la Cruz es representativo de un diverso perí­odo de la historia de la espiritualidad, a saber, el que, por un lado, recoge la profunda temática ignaciana de la “indiferencia” y la salesiana del “amor puro” (“operare, patire, lacere” y “permanecer en la propia nada de un modo pasivo”, dice Pablo de la Cruz; “adorar, callar, gozar”, dice A. Rosmini); y el que, por otro lado, vive la experiencia espiritual como una suerte de “presencia en la ausencia”. Bremond la ha descrito, sobre todo al presentar el siglo diecisiete francés; se puede pensar igualmente, en este contexto, en las figuras de Chantal, Chardon, Piny y Surin. Creemos que también Pablo de la Cruz, y como exponente destacado, se inscribe en esta trayectoria, aunque no lo tenemos por el único, incluido en el cuadro de la espiritualidad italiana. Ateniéndonos solamente a dos ejemplos de experiencia mí­stica de principios del s. XIX, podemos mencionar aquí­ sencillamente los nombres de Eustoquio Verzeri y Magdalena de Canossa. La misma Teresa de Lisieux, con su singular itinerario espiritual, nos parece que debe entenderse y ubicarse sobre este mismo trasfondo.

e) Cristocentrismo del “Corazón”. Nos referimos a la llamada “devoción al Sagrado Corazón”, tí­pica incidencia “espiritual” que la consideración del corazón de Cristo asume a partir del s. xvn (Juan Eudes y Margarita Marí­a Alacoque), y que, recorriendo entre tensiones y resistencias el s. xviu, se convierte en un hecho que caracteriza la vida católica en general a lo largo del s. xix y los primeros cincuenta años del xx (Enc. Haurietis Aquas de Pí­o XII, 1958). Si la referencia a Juan Eudes nos mantiene en el clima berulliano del “interior de Jesús” (cargando aquí­ el acento preferentemente en el “corazón espiritual” y “divino” del Salvador), la referencia a Margarita M. Alacoque induce a subrayar el “corazón fí­sico” del Señor en cuanto exponente de su amor misericordioso y agraviado. El “corazón” que se considera es el de la pasión y la cruz, por un lado, y el de la eucaristí­a, por otro. Y mientras que del recurso a la misericordia brota la confianza, del recurso al amor ofendido brota la invitación a la conversión y a la reparación, que induce a sufrir con el Salvador (aspecto particularmente subrayado y tematizado con acentos apostólicos frente al laicismo contemporáneo por la encí­clica de Pí­o XI, Miserentissimus Redemptor, 1928).

En este sentido, la devoción al Sagrado Corazón tiende simultáneamente a presentar la sí­ntesis concreta de la visión cristiana de la realidad (Dios misericordiosamente abierto a los hombres en Cristo Jesús; el Cristo que muere por nuestros pecados y se nos da en la eucaristí­a; el hombre que, como pecador, tiene su salvación en el amor doloroso de Cristo y es invitado a aceptar ese amor y a participar, compartiendo la cruz de Cristo, en la salvación propia y en la del mundo) y a especificar una experiencia cristiana también, sobre todo en la segunda mitad del siglo pasado, en cuanto experiencia de acción, de incidencia social, cultural y polí­tica (“reino” del Sdo. Corazón).

3. LA EXIGENCIA CRISTOCENTRICA EN LA ESPIRITUALIDAD CONTEMPORíNEA: DE LA ESPIRITUALIDAD DEL “CUERPO MíSTICO” AL PERíODO POSCONCILIAR – a) El “cuerpo mí­stico”. Al hablar de espiritualidad del “cuerpo mí­stico” nos referimos sobre todo al perí­odo comprendido entre la primera y la segunda guerra mundial, cuyo momento culminante, incluso bajo el perfil de la espiritualidad, puede representarlo la publicación de la encí­clica de Pí­o XII Mystici Corporis (1943). Es una espiritualidad que valora ante todo y en cierto sentido redescubre la vida cristiana no sólo genéricamente como “vida de gracia”, sino como “vida en Cristo” (a este propósito deben recordarse ante todo los nombres de C. Marmion y -a nivel de divulgación inteligente y variada- R. Plus). Evidentemente, el redescubrimiento no tiene sólo dimensiones individuales; permite captar el sentido profundo de la fraternidad en la Iglesia (miembros de un mismo cuerpo, participes de la vida de la misma Cabeza).

Las dimensiones de Cristo se amplí­an enormemente; Cristo se convierte o tiende a ser considerado como una realidad omnicomprensiva u omniinclusiva (lí­nea blondeliana, pero también de P. Charles, P. Teilhard de Chardin, E. Mersch). El riesgo de un “pancristismo”, que disuelve la individualidad personal y “fí­sica” de Jesús, se añade al riesgo inverso de absorción de la individualidad humana en la individualidad de Jesús o de superación de aquélla en el “todo” crí­sticamente considerado (cf Mystici Corporis, DS 3816-3820).

b) Las directrices del Vat. II. En cuanto al discurso desarrollado por el Vat. II, creemos que las lineas más expresivas de una mentalidad cristocéntrica efectiva y, por tanto, potencialmente orientadoras también de una experiencia cristiana en este sentido, son tres. Ante todo, a nivel de concepción de la Iglesia, donde la unidad del ser y de la misión de la Iglesia con Cristo se describe analí­ticamente por referencia al triple aspecto sacerdotal, profético y real del ser y de la misión de Cristo, y se practica un método “cristológico” de comprensión, bien de la Iglesia, bien de las diversas articulaciones de la Iglesia pueblo de Dios (cf Lumen Gentium). Luego, a nivel de comprensión de la revelación y de la verdad cristiana, la cual es contemplada esencialmente en el acontecimiento concreto de Cristo, en su existencia, sus gestos y sus palabras (Dei Verbum). Finalmente, está la constitución pastoral Gaudium et spes, donde, si la preocupación por un humanismo auténtico orienta la redacción conciliar a descubrir lo que la LG -recogiendo una expresión de Eusebio- habí­a llamado “praeparatio evangelica”, muestra asimismo que la medida auténtica, y por ello normativa, de todo proyecto humano es Cristo. Quizá el discurso no sea aquí­, al menos globalmente, lo bastante articulado; en todo caso, el paso de lo humano a lo cristológico es ciertamente posible y obligado; sin embargo, una teologí­a más atenta habrí­a establecido un mayor rigor y quizá hubiera llevado a subrayar con más vigor la perspectiva paulina de la sabidurí­a de la cruz. Ello, teniendo también en cuenta el alcance formativo y operativo particular del documento.

c) Un ejemplo posconciliar. Si y hasta dónde la “espiritualidad” posconciliar expresó o sigue expresando una exigencia “cristocéntrica”, probablemente es todaví­a prematuro decirlo. Creemos más sencillo afirmar las exigencias, objetivamente expresadas en tal espiritualidad, de un discernimiento cristocéntrico múltiple o articulado. Podrí­amos hablar siguiendo cada una de las tres lí­neas de discernimiento ya recordadas al principio [supra, II, 1, b]; a saber, bien en orden a la búsqueda contemplativa, bien en orden a la correcta interpretación de la existencia “espiritual” y del tiempo del “Espí­ritu”, bien en orden al compromiso ético y práctico del cristiano. No volveremos sobre ello. Baste recordar aquí­ como testimonio simbólico, y por lo mismo significativo, el modelo que -en la dirección de la acción y del “compromiso”- nos ha ofrecido recientemente Madeleine Delbrél.

Es la experiencia de una cristiana que, frente al clima ateomarxista, encuentra el “estatuto violento” de la fe en Cristo. “Estatuto violento” no significa maniqueí­smo o integrismo de ninguna especie, sino que es incluso un “cristianismo de la calle” el que se vive y propone. Significa, por el contrario, sentido agudí­simo de la originalidad cristiana en cuanto referencia de la existencia a Cristo y, por tanto, en cuanto “anuncio” con lo que se es, con la propia carne y la propia sangre. “Fe” contra “fe”; dos situaciones antropológicas: la del cristiano y la del marxista; pero la primera se distingue esencialmente de la segunda porque “el cristiano no es un librepensador”. Aquí­ está lo que llamarí­amos el “postulado regulador” fundamental del creyente cristiano para Madeleine Delbrél. Y su presencia es la que hace lúcidos y agudos para discernir la sutil dialéctica de las “fes”, que insensiblemente puede arrastrar al creyente cristiano y hacer que termine apareciendo como quien dice palabras cristianas, pero ha perdido el propio “estatuto violento”. “Nosotros no somos librepensadores. En el sector del mundo en que estamos no somos libres para dejar modificar el pensamiento de Cristo por el pensamiento del mundo; y esto no siempre es fácil”. “Desconfiad de una cierta aventura corriente en los militantes. Muchos se sienten fascinados por Cristo; a través de Cristo han comprendido la injusticia proletaria y han querido compartirla, luchar por ella. Esta lucha, de salida, era un elemento de su amor a Cristo; pero surge una inversión de valores: la lucha se convierte en lo esencial, y Cristo queda a su servicio”.

La presencia del postulado regulador está ligada a una voluntad fundamental de obediencia y se mantiene a costa de un no-miedo de la originalidad cristiana o, como dirí­a Madeleine, de lo “insólito cristiano”. Esto caracteriza su “historicidad”: estar presente en la historia como una prolongación de Cristo y, al mismo tiempo, tener que inventar esta presencia. “Cuando tenemos el evangelio en las manos, debemos pensar que allí­ mora el Verbo que quiere hacerse carne en nosotros, adueñarse de nosotros, a fin de que, con su corazón injertado en el nuestro, con su espí­ritu en comunicación con nuestro espí­ritu, demos un nuevo comienzo a su vida en otro lugar, en otro tiempo, en otra sociedad. Profundizar así­ el evangelio significa renunciar a nuestra vida para recibir un destino que tiene como forma única a Cristo”. “En la medida en que olvidamos la condición temporal de la fe, olvidamos toda una parte del verdadero trabajo de la fe y, por tanto, de su eficacia: vivir como Jesucristo dijo que viviéramos y hacer lo que Jesucristo dijo que hiciéramos, que es vivir y hacer nuestro tiempo. Es una vida para la cual no tenemos clisés a que traducirla. Es un trabajo para el cual no existe patrón prefigurado. La voluntad del Padre es siempre la misma, pero se renueva continuamente”.

[Para todo el punto II >Historia de la espiritualidad].

III. Para un balance teológico conclusivo
Nos limitaremos a las precisiones siguientes:

a) Lo que la historia de la espiritualidad cristiana, a partir del NT, invita a considerar y a aclarar a propósito de “cristocentrismo” es, a la vez, la fundamentalidad del discurso y la tensión entre la exigencia cristocéntrica global indefectible y la pluralidad de versiones de esta exigencia. Todo ello complicado aún más, en cierto sentido, por la presencia de “espiritualidades” que, al menos en una primera aproximación, no habí­a que reconocer como “cristocéntricas”, pero que, no obstante, conservan su plena legitimidad en la vida de la Iglesia.

b) El problema puede dilucidarse, ante todo, considerando que la dimensión cristocéntrica es estructural a la experiencia cristiana porque es estructural a la misma fe cristiana y a la figura misma del ser creyente-cristiano. Jesús de Nazaret es “la verdad” o la unidad y la totalidad de la “revelación” (Heb 1,2-3, por no citar más que un texto); y la referencia radical y decisiva a él configura al creyente cristiano. Por lo demás, ya se ha indicado este punto suficientemente; también en su necesaria implicación “pneumatológica” (el _ hombre “espiritual” es el que es “como Cristo” o es “memoria de Cristo”, en el Espí­ritu y por la gracia del Espí­ritu, y jerárquico-eclesial [Iglesia]).

c) Se sigue de esto que cualquier proyecto de superación explí­cita o de trascendencia de esta dimensión fundamental equivaldrí­a por sí­ mismo explí­citamente (en la mejor de las hipótesis) a un proyecto de experiencia religiosa no cristiano, aunque lo realizaran “cristianos” sociológica y culturalmente tales. Es evidente que la asimilación real de la dimensión cristológica de que hablamos no equivale simplemente a la confesión ortodoxa de un artí­culo de fe sobre Jesucristo y sobre lo que él representa en el designio de Dios. Por el contrario, implica que esta información-confesión pase a un reconocimiento vivido “in actu exercito” del significado permanente de la referencia a Jesús para la existencia del cristiano y, por tanto, a la visión concreta de la realidad que efectivamente se expresa en esta existencia y por la cual da ella pruebas de estar determinada. El “lugar” del cristocentrismo asimilado es, pues, la visión cristiana vivida de la existencia y de la realidad: el rostro cristiano de Dios, el sentido cristiano del hombre, del mundo, de la historia, etc.

d) Esta última observación lleva a precisar las dos condiciones generales de la “cristocentricidad” de la experiencia cristiana: negativamente, no calificarse como proyecto de superación de la referencia a Cristo; positivamente, presentarse como un proyecto y una figura auténticamente cristianos, coherentes, por tanto, con la adhesión a Cristo y la asimilación de su sentido de la existencia y de su visión de la realidad. Luego en esta forma global es donde toda espiritualidad debe mostrarse positivamente “cristocéntrica”; no por necesidad en sentido más directamente temático (o sea, haciendo de Jesús -bajo uno u otro ángulo, más o menos profundo y completo- el punto nodal y sintético de asimilación y de perspectiva de toda la propuesta cristiana). Estarí­amos en la “vivencia” correspondiente de lo que representa la afirmación del “cristocentrismo” en el plano de la elaboración teórica de la reflexión o de la comprensión de la fe cristiana. En la “formalidad” cristocéntrica es donde se demuestra que se respeta de hecho la dimensión objetivamente cristocéntrica, ya sea de la reflexión teológica, ya de la experiencia cristiana; no necesariamente por el modo de articularse esta experiencia cristiana o por la forma explí­cita de proclamar la prioridad y la “nodalidad” de su referencia a Jesús. Por tanto, según este criterio habrá que juzgar de la legitimidad (y del valor) de las espiritualidades “no inmediatamente cristocéntricas”, ya que no es posible referirse inmediatamente a un modelo o a una figura caracterizados por el “cristocentrismo”. De otra forma, se darí­a muestras no tanto de rigor cuanto de un deductivismo o, quizás mejor, de un “geometrismo” indudablemente restringido e inaceptable.

G. Moioli
BIBL.-AA. VV., Cristianos en una sociedad violenta: análisis y ví­as de acción, Sal Terrae, Santander 1980.-AA. VV., ¿Cristianismo sin Cristo?, Paulinas, Madrid 1970.-Arias Reyero, M, Jesús el Cristo, Paulinas, Madrid 1982.-Bro, B, Jesucristo o nada, Narcea, Madrid 1981.-Castro, S, Cristologí­a de santa Teresa, Espiritualidad, Madrid 1978.-Cullmann, O. Cristo y el tiempo, Estela, Barcelona 1968.-Congar. Y. M.-J, Cristo, Marta y la Iglesia, Estela, Barcelona 1968.-Niebuhr, R, Cristo y la cultura, Pení­nsula, Barcelona 1968.-Garastachu, J. M. Cristo, el dolor y… yo, Mensajero, Bilbao 1965.-Guillén Preckler. F. Bérulle aujourd’hui, 1575-1975. Pour une spiritualité de 1’humanité du Christ, Beauchesne, Parts 1978.-Fraile Delgado, L, Cristo y Latinoamérica, Sí­gueme, Salamanca 1966.-Panikkar, R, El Cristo desconocido del hinduismo, Marova, Madrid 1970.-Ver bibl. de Jesucristo.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad