CRISTOLOGIA

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Parte o rama de la Teologí­a que estudia el misterio de Cristo y los dogmas que a él se refieren. Se puede considerar como el centro de la Teologí­a, ya que al mismo Dios trinitario, en cuanto misterio inalcanzable, sólo se puede llegar por Cristo como enviado del Padre y por sus palabras transmitidas por los evangelistas y por la Iglesia.

Por eso la Cristologí­a: el misterio y el mensaje, la figura y el secreto del Verbo encarnado, el eco profético anunciando el Mesí­as y el testimonio vivencial de sus apóstoles o enviados, es la plataforma de toda catequesis y de toda teologí­a.

La formación doctrinal y moral del cristiano y la preparación profesional del educador de la fe cristiana, debe basarse en una clara visión teológica del mensaje salvador que se anuncia y de la fe, la esperanza y la caridad, que esa visión reclama.

Por supuesto, los temas antropológicos, sociológicos, históricos, arqueológicos y hasta bí­blicos son imprescindibles para perfilar una buena Cristologí­a, en cuanto es rama de la Teologí­a. Pero la esencia de los estudios cristológicos no está en la consideración especulativa de quien reflexiona, sino en la vida misteriosa que esos estudios promueven. En definitiva es lo que el mismo Jesús proclamaba cuando oraba: “La vida eterna consiste en conocerte a Ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo a quien Tú enviaste” (Jn. 17.3)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Teologí­a sobre Jesucristo encarnación y redención

El tratado teológico sobre Jesucristo (la “cristologí­a”) estudia diversos aspectos del Misterio de Cristo, especialmente en estas lí­neas fundamentales Dios, hombre, Salvador (Redentor). La encarnación del Verbo (Dios hecho hombre) y la redención obrada por Jesús dejan entender la verdadera salvación del hombre, que sólo puede realizar quien es Dios y hombre al mismo tiempo.

Puesto que la fe cristiana se basa en el Misterio de Cristo, como epifaní­a del misterio trinitario, es normal que se pueda hablar de “cristocentrismo”, en el sentido de colocar la cristologí­a, de algún modo, en el centro de la teologí­a cristiana. Pero no serí­a acertado confundir la centralidad de Cristo con un “cristonomismo” (prescindiendo del misterio trinitario o del “misterio” del hombre, etc.). La atención puede centrarse en el tí­tulo de “Señor”, que, por referirse a Cristo resucitado, resume todos los otros aspectos. El misterio de Cristo hay que presentarlo en todas sus dimensiones trascendente, histórica (por la encarnación), “kenótica” (por medio de la Cruz), cósmica, escatológica, carismática, liberadora, expresión de la “gloria” del Padre, …

Los diversos apartados de la cristologí­a se pueden abrir a una perspectiva más vivencial y misionera. La encarnación es la autorevelación definitiva e irrepetible de Dios, por medio de Jesucristo, “Palabra definitiva de la revelación” (RMi 5; cfr. Hech 4,10.12). La redención (integral y universal), a la luz de la Pascua (o “paso” de Jesús por la muerte a la resurrección), presenta la dinámica salví­fica de un “venir del Padre” para “volver al Padre” con toda la humanidad salvada y resucitada en él (cfr. Jn 16,28; 20,17). La presencia de Jesús en la Iglesia, como “sacramento universal de salvación” (AG 1), muestra la realidad y eficacia de su resurrección.

Las formulaciones del Magisterio

La reflexión teológica durante la historia se ha basado en los datos de la revelación, pero se ha ido formulando con expresiones de las culturas donde se insertaba el cristianismo. Esta reflexión sobre la fe se puede resumir con algunos datos sintéticos según las formulaciones del Magisterio. En el concilio primero de Nicea (325) se afirma la verdadera divinidad de Cristo, como Hijo es consubstancial al Padre; la humanidad í­ntegra (naturaleza humana perfecta o completa) queda aclarada en el concilio primero de Constantinopla (381). Ambos aspectos quedan expresados en el sí­mbolo (Credo) niceno-constantinopolitano. El concilio de Efeso (431), al declara a Marí­a Teothokos (Madre de Dios), reafirma la divinidad de Cristo (una persona divina) en dos naturalezas (divina y humana). En el concilio de Calcedonia (451) se afirma la unidad de persona y la clara distinción y perfección de las dos naturalezas (el único Hijo en dos naturalezas sin confusión o cambio, sin división ni separación). Los concilios posteriores reafirmarán y concretarán esta misma fe, también respecto a la voluntad humana de Cristo (Constantinopla III, 680-681). Estas formulaciones tienen valor permanente, puesto que expresan auténticamente la fe, aunque, como expresión humana, son siempre perfeccionables.

Los contenidos de la fe, expuestos por el Magisterio y expresados en el Credo, dejan el campo abierto a la reflexión teológica, de suerte que se pueda profundizar mejor el misterio de la fe y expresarlo cada vez con más precisión y adaptación circunstancial. Al presentar el Misterio de Cristo, es necesario armonizar todos sus aspectos, para no romper el equilibrio de la “encarnación”. Una formulación por medio de términos inadecuados no podrí­a expresar (ni incluso analógicamente) el misterio de Cristo. Además de las reflexiones reduccionistas, éste serí­a también el caso de filosofí­as materialistas que prescindieran de la trascendencia de Dios, o que buscaran conquistar experiencias í­ntimas (“religiosas”) sin cuidar de su relación con los contenidos de la fe.

Inculturación de la reflexión cristológica

En todas las épocas y culturas se ha intentado tener en cuenta los conceptos fisolóficos respectivos. Ello ha sido mérito especialmente de la reflexión cristológica. Hoy habrá que tener en cuenta la eventual “aceptación” de la figura de Jesús en las diversas religiones (según su propio modo de recibir los datos cristianos “culturales”). La tarea misionera es tan necesaria como compleja, puesto que el encuentro y choque de culturas no debe confundirse con los contenidos de la revelación.

En la reflexión cristológica actual se presenta a Cristo como plenitud de salvación y único Salvador, en cuanto perfecto Dios y perfecto hombre, muerto y resucitado. El acento en el misterio de la Encarnación (redención y misterio pascual) ha ayudado a apreciar, en sus justos términos, los valores antropológicos, las culturas, el sufrimiento y el sentido de la vida humana en todos sus aspectos.

Algunos aspectos de la problemática cristológica actual parecen recordar el contexto histórico de los primeros concilios el acento en la divinidad (y resurrección real de Jesús) o en su humanidad (el alcance de su inserción en la historia y en las situaciones humanas). Por encima de opiniones personales y técnicas, habrá que salvar la fe en Cristo único Verbo encarnado, único Salvador y Redentor. Convendrá presentar la especificidad de los conceptos y especialmente de los conceptos cristianos de “encarnación”, “salvación”, “redención”, más allá de culturas, de razas y de castas. Es el proceso de “inculturación”, que es inherente a cada época especialmente en la acción evangelizadora.
Cristologí­a en clave misionera

La cristologí­a debe recuperar su clave misionera para suscitar, en quien la estudia o enseña, una actitud de contemplación, perfección y misión. El misterio de Cristo ha sido preparado en la historia y en la revelación veterotestamentaria para ser vivido, celebrado, anunciado, comunicado. Toda auténtica reflexión teológica ayudará a comprender que “todos los hombres están llamados a la unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos” (LG 3; cfr. AG 3).

La presentación del Misterio de Cristo en su lí­nea profética, sacramental y misionera, puede dar base a una evangelización más armónica y dinámica se anuncia el Misterio de Cristo (Dios, hombre, Salvador), para hacerlo presente bajo signos salví­ficos (sacramentales, eclesiales) y comunicarlo a toda la humanidad.

Referencias Encarnación, evangelio, inculturación, Jesucristo, Magisterio, Misterio pascual, Pascua, redención, resurrección de Cristo, salvación.

Lectura de documentos OT 14, 16; PDV 53, 70; CEC 422-682.

Bibliografí­a K. ADAM, El Cristo de nuestra fe (Barcelona, Herder, 1972); A. AMATO, Gesù il Signore, saggio di Cristologia (Bologna, EDB, 1988); L. BOUYER, Le Fils éternel (Paris, Cerf, 1974); R.E. BROWN, Jesús Dios y hombre (Santander, Sal Terrae, 1979); C. CHOPIN, El Verbo encarnado y redentor (Barcelona, Herder, 1979); CH. DUQUOC, Cristologí­a, ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret el Mesí­as (Salamanca, Sí­gueme, 1985); J. ESPEJA, Hemos visto su gloria. Introducción a la cristologí­a (Salamanca, San Esteban, 1994); J. ESQUERDA BIFET, Soy Yo, misterio de Cristo, misterio del hombre (Barcelona, Balmes, 1990); P. FAYNEL, Jesucristo es el Señor (Salamanca, Sí­gueme, 1968); B. FORTE, Jesús de Nazaret. Historia de Dios y Dios de la historia (Madrid, Paulinas, 1983); J. GALOT, Cristo, ¿Tú quién eres? (Madrid, CETE, 1982); C.I. GONZALEZ, El es nuestra salvación, Cristologí­a y soteriologí­a (Bogotá, CELAM, 1987); O. GONZALEZ DE CARDEDAL, Jesús de Nazaret ( BAC, Madrid, 1975); M. GONZALEZ GIL, Cristo, el misterio de Dios ( BAC, Madrid, 1976); W. KASPER, Jesús el Cristo (Salamanca, Sí­gueme, 1984); A. LOPEZ, Jesús el ungido, Cristologí­a (Madrid, Soc. Educ. Atenas, 1991); X. PIKAZA, Los orí­genes de Jesús. Ensayos de cristologí­a (Salamanca, Sí­gueme, 1976); L. RUBIO MORAN, El misterio de Cristo en la historia de la salvación (Salamanca, Sí­gueme, 1982); J.A. SAYES, Jesucristo, ser y persona (Burgos, Aldecoa, 1984); E. SCHILLEBEECKX, Jesús, la historia de un viviente (Madrid, Cristiandad, 1983); S. VERGES, J.M. DALMAU, Dios revelado por Cristo ( BAC, Madrid, 1969). Ver más bibliografí­a en Jesucristo, encarnación, redención, resurrección, etc.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Esta palabra es el resultado de la composición de los términos Christos (que en griego significa “ungido” y es la traducción de la palabra hebrea maschiach, y logí­a (que significa discurso, reflexión). Por tanto, su significado original es: discurso sobre (Jesús) Cristo. De hecho, la cristologia no es más que la explicitación de todo lo que está encerrado en la simple confesión de fe Jesús (de Nazaret) es el Cristo, o bien, el Ungido, el Enviado último de Dios a la humanidad, según las esperanzas mesiánicas de Israel.

Todo el Nuevo Testamento es una confesión de fe en Jesús de Nazaret como Cristo, Mesí­as, Salvador, Hijo de Dios, y en su misión salví­fica en favor del hombre. En los diversos libros neotestamentarios se hacen, sin embargo, reflexiones diversas de fe sobre Jesús, y hay por tanto varias cristologí­as. Sin embargo, la pluralidad de imágenes de Jesús y de discursos sobre él no daña en lo más mí­nimo la unidad y la identidad de la confesión de fe en lo que con él se relaciona.

La época de los Padres de la Iglesia (siglos II-VIII) fue un perí­odo floreciente de reflexión cristológica. Durante aquellos siglos la Iglesia universal celebró concilios ecuménicos que tuvieron como tema principalmente el misterio de Jesucristo y consiguientemente, en él y por él, el misterio de Dios y del hombre: el concilio de Nicea (325) definió contra el arrianismo la consubstancialidad de Jesucristo con Dios Padre; el de Calcedonia (451), la verdadera divinidad y la verdadera humanidad de Jesucristo en la unidad de la Persona; el Constantinopolitano 11 (553), la unidad “por composición” de las naturalezas divina y humana, í­ntegras e inconfusas, en la hipóstasis/persona del Verbo/Hijo; el Constantinopolitano III (681), la presencia en Jesucristo y la operación espontánea de la voluntad/libertad humana al lado y “por debajo” de la divina. La aproximación a la realidad de Jesucristo en este perí­odo tuvo un acentuado marco ontológico, aun cuando el horizonte siguió siendo histórico-salví­fico. Esta orientación llevó a una cierta disminución del interés por el aspecto histórico, dinámico, social y hasta polí­tico del acontecimiento Jesucristo. Además, la atención prevalente (no exclusiva) que se prestaba a la encarnación del Verbo de Dios en Jesucristo llevó a la Iglesia de los Padres a meditar en la especificidad del Dios cristiano (Dios comunión de personas, Dios Trinidad que en el Hijo entró en la historia y se hizo hombre) y en la dignidad y elevado destino del hombre (divinización del hombre), pero hizo que retrocediera un tanto la atención a los contenidos concretos de los misterios de la vida histórica de Jesús, al misterio pascual y a la tensión de la historia hacia la futura venida gloriosa del Señor.

En el ámbito de este planteamiento común de reflexión y de anuncio cristológicos se dieron diferenciaciones significativas: la escuela asiática (Teófilo de Antioquí­a, Ireneo, Justino) fue más sensible a la dimensión históricosalví­fica del misterio de Cristo; la escuela alejandrina (Clemente, Orí­genes, Atanasio, Cirilo, etc.) se preocupó más de poner de relieve la verdadera divinidad de Cristo; la escuela antioquena (Nestorio, Juan Crisóstomo, Teodoro de Mopsuestia) se preocupó siempre de salvaguardar su humanidad verdadera, plena y concreta. El gran doctor Agustí­n integró en su reflexión estas exigencias, entregando al Occidente medieval una cristologí­a de conjunto bien equilibrada.

De la cristologí­a medieval podemos señalar dos orientaciones significativas: la monástica y la escolástica. La primera, especialmente en la escuela cisterciense, reflexionó sobre el misterio de salvación de Jesucristo en el contexto de la celebración de los misterios divinos en la liturgia y del camino espiritual del monje como ” seguidor”, “discí­pulo” de Cristo. El segundo insertó su meditación sobre él en el contexto de la reflexión sobre la revelación cristiana elaborada con fines sistemáticos en los Comentarios a los libros de las Sentencias de Pedro Lombardo o en las Sumas teológicas, entre las que la Suma de Tomás de Aquino constituye la expresión más amplia y perfecta de la verdad cristiana. El marco ontológico, que ya era patente en la reflexión patrí­stica, adquirió en esta reflexión teológica un papel preponderante; la metodologí­a cientí­fica aristotélica basada en la deducción de consecuencias y de conclusiones de principios y de verdades universales obligó a marginar la dimensión histórica, existencial , ” espiritual ” del misterio de Cristo, que valoraba por el contrario con toda intensidad el testimonio de vida de los santos (san Francisco de Así­s) y la producción “espiritual” de los mí­sticos (por ejemplo, los opúsculos mí­sticos de san Buenaventura y de otros autores). Hay que recordar la aportación de Lutero, que podemos calificar de cristocéntrica y existencial. El reformador buscó y proclamó el ” solus Christus”; subrayó con fuerza que la vida cristiana y la verdadera teologí­a como reflexión sobre ella tienen que alimentarse solamente de la humanidad y . de la cruz de Cristo y de lo que él hace experimentar y decir sobre Dios y sobre el hombre; el Cristo que importa es el que los creventes pueden “aferrar” y convertir en motivo de vida por y en la fe confiada. Este radicalismo existencial luterano, portador de instancias válidas aunque unilaterales, cayó también en olvido incluso en el campo protestante. Las oleadas de reacción cristológica “pietista” dentro del protestantismo deben considerarse como otros tantos intentos de retomo a la inspiración existencial luterana original.

La cristologí­a contemporánea se distingue por la recuperación de la colocación del acontecimiento Jesucristo en el contexto de la historia de la salvación (cf., en particular, O. Cullmann); por la atención a la dimensión humana integral de Jesús, pero -a diferencia del pensamiento de la época patrí­stica y medieval- con una decidida inclusión de su historicidad, existencialidad, mundanidad, cosmicidad, socialidad y politicidad; por una valoración más clara de la totalidad del misterio de Cristo (encarnación, vida histórica, praxis y doctrina, muerte, resurrección como acontecimiento escatológico y . salví­fico, espera de la parusí­a como acontecimiento en el que Cristo realizará plenamente su misión salví­fica y se revelará por completo a sí­ mismo, a Dios y al hombre). Las diversas corrientes téológicas de los últimos decenios y años (teologí­a de la encarnación, d~ la resurrección, del misterio pascual, de la cruz, de la praxis liberadora de Jesús, etc.) ponen todas ellas como fundamento de su reflexión el acontecimiento histórico Jesucristo, aunque luego lo sitúan en perspectivas diversas.

El giro antropológico de la cultura moderna, realizado de tantas maneras y . formas, ha llevado también a la cristologí­a a realizar un giro metodológico en su reflexión cientí­fica sobre Jesucristo. Hace algunos decenios que muchos teólogos propusieron y empezaron a recorrer un camino de reflexión cristológica, que no parte ya, como en el pasado (al menos desde la Edad Media, pero ya en gran parte también desde la época patrí­stica), “desde arriban, desde la divinidad del Hijo que bajó a la historia para asumir una naturaleza humana, sino “desde abajo”, desde la vida histórica de Jesús de Nazaret, que luego, a la luz de la resurrección, se captó en su dimensión más profunda, como vida histórica del hijo del Dios eterno. La mayor parte de los teólogos sostiene que entre las dos metodologí­as no hay oposición y que no deben por tanto considerarse como altemativas. Una reflexión adecuada sobre el misterio de Cristo tiene que incluir a las dos si quiere integrar lo humano histórico y lo divino de Cristo, pero deberí­a partir desde dentro en de la confesión de la Iglesia, en la que están ya incluidos los contenidos tanto “de arriban como “de abajo”.

G. Lammarrone

Bibl.: M, Bordoni, Cristologia, en NDT 1, 225-266; J Galot, Cristologí­as, en DTF 249256; G. Moioli, Cristologí­a, en DTI, II~ 192207;Y M. Congar, Cristo en la economí­a salví­fica y en nuestros tratados dogmáticos, en Conciíium 1 1 (1966) 5-28; J Galot, Hacia una nueva cristologí­a, Bilbao 1972; K. Rahner, Problemas actuales de cristologí­a, en Escritos de teologí­a, 1, Taurus, Madrid 1967 167-221; A. Grillmeier, Cristologí­a, en SM, 1, 59-73.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO:
I. Fundamental (R. Fisichella);
II. Filosófica (X. Tilliette);
III. Tí­tulos cristológicos (R. Fisichella);
IV. Cristologí­as (J. Galot);
V. Cristologí­a en perspectiva (A. Amato).

I. Fundamental
El fundamento y el núcleo de toda teologí­a es la profesión de fe “Jesús es el Señor” (Rom 10,9; Flp 2,11). A partir de este cristocentrismo como principio epistemológico del saber creyente emprendió su camino la reflexión de la comunidad cristiana, transmitida ininterrumpidamente a la conciencia crí­tica del creyente de nuestros dí­as.

En cuanto reflexión, explicación y comunicación del núcleo de la fe, hay que considerar la cristologí­a como el eje en torno al cual gira toda la rueda de la investigación teológica. Así­ fue desde el principio cuando, a través de las fórmulas homológicas, nominales y verbales, la comunidad expresaba en el kerigma y en la liturgia el misterio de Jesús de Nazaret, tanto en su relación con el Padre y con las antiguas promesas (Mt 16,16: “Tú eres el mesí­as, el Hijo del Dios vivo’, como en la explicitación de los acontecimientos significativos de su vida (Rom 5,9: “Dios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros’ ; Rom 10,9: “Dios lo resucitó de entre los muertos’.

La teologí­a de los padres, bajo la influencia de las diferentes instancias con que se iba encontrando la fe, desde la dimensión filosófica hasta la más directamente polí­tica, llegó a las grandes sí­ntesis cristológicas, que tuvieron en las formulaciones dogmáticas de los diversos concilios su expresión más elevada y normativa.

Además, los grandes maestros de la Edad Media dejan ya vislumbrar las relaciones que llegan a establecerse entre la cristologí­a y el misterio de la vida cristiana: el pecado del hombre (l Anselmo), los sacramentos (Abelardo), la economí­a salví­fica (/Tomás). La teologí­a posterior se dejará llevar por los divergos juegos de interpretación dictados por las “escuelas” de Molina y de Suárez, hasta condensarse en los manuales, que mantuvieron el producto de la reflexión cristológica sustancialmente sin cambios hasta el Vaticano II.

El concilio, al invitar a la teologí­a a encontrar en la Escritura el fundamento y el alma de su búsqueda (DV 24), señala además un principio hermenéutico ulterior que hay que adoptar, el de la centralidad de los evangelios, ya que son “el testimonio principal de la vida y doctrina de la Palabra hecha carne” (DV 18).

En efecto, precisamente el Vaticano II, sobre todo con la l Dei verbum, constituye un punto de partida para la renovación de la cristologí­a. La presentación de la revelación en la historicidad de Jesús de Nazaret ha permitido descubrir de nuevo algunos datos que la acentuación metafí­sica de los manuales habí­a dejado en el olvido.

Más directamente, la nueva propuesta de la persona Jesús de Nazaret en el desarrollo histórico de su existencia le permití­a a la teologí­a no sólo poner en el centro de su reflexión a la cristologí­a (particularmente depués de varios decenios de un exasperado eclesiocentrismo), sino también redescubrir aquellos datos bí­blicos, patrí­sticos y aquel genuino planteamiento tomista que habí­an caracterizado la vida de fe de varios siglos. En una palabra, la centralidad renovada de la cristologí­a ha hecho posible valorar plenamente aquellos temas que permitan a la fe presentar su contenido como un acontecimiento global, significativo para hoy; entre las múltiples perspectivas están la de la historicidad de Jesús, junto con su singularidad, su significado universal y su acción salví­fica.

Esta inversión, tanto más visible cuanto más se comparan los textos actuales de cristologí­a con los manuales de cristologí­a del perí­odo preconciliar, ha planteado, sin embargo, teológicamente el problema de una cristologí­a que, por la variedad de sus instrumentos metodológicos y por la complejidad de los temas que se agrupan, requiere un procedimiento interdisciplinar con vistas a una lectura sistemática del contenido.

Se puede, ciertamente, señalar como uno de los puntos más positivos de la teologí­a del Vaticano 11 la conciencia de la sistematicidad y la interdisciplinariedad para el estudio de la cristologí­a.

Una sistemática es capaz de organizar en torno a la centralidad de la persona de Jesús de Nazaret, proclamado el Cristo, todo el saber crí­tico, partiendo siempre del a priori de la fe en la plenitud del misterio que se realiza en él.

Así­ pues, Jesús de Nazaret constituye aquel centro unitario indisoluble que, por una parte, hace conocer a la fe como presente en su persona la definitividad de la palabra de Dios dirigida a los hombres y, por otra parte, hace comprender a la teologí­a hasta qué punto es inconcebible una separación entre la investigación sobre la historicidad del hecho Jesús y la especulación teológica peculiar que afirma en él la presencia de la salvación, es decir, del sentido último de la existencia.

Mientras que el saber sistemático permite la organización de los datos con vistas a la unidad del contenido, la interdisciplinariedad, por su parte, facilita esos momentos concretos en los que, con unas metodologí­as y unos horizontes de estudio diferentes, se busca y se analiza ese mismo contenido a través de perspectivas más especí­ficas.

Aunque todas las disciplinas tienen que hacer referencia de forma normativa a la Escritura (y en nuestro caso de manera privilegiada a los evangelios) para que la búsqueda pueda ordenarse a una mayor inteligencia del dato revelado, cada una de ellas descubrirá igualmente métodos y finalidades peculiares que permitirán hacer decir a aquel único texto la verdad que posee ya en sí­. En este caso estamos ante el respeto a un doble elemento: el texto, que ha de ser normativo para poder expresarse en su verdad, y el teólogo-exegeta que, actualizando el dato, desarrolla su papel creativo respecto al mismo texto.

La teologí­a bí­blica tendrá delante de sí­ una perspectiva ligada sobre todo a las exigencias de su objetivo exegético y hermenéutico. A través del análisis de las diversas capas de la Traditionsgeschichte intentará establecer el nivel básico del texto escrito hasta alcanzar a Jesús de Nazaret. Se buscará entonces obtener resultados que muestren el sentido genuino de la Escritura, pero que en la globalidad de la importancia sincrónica y diacrónica de los lenguajes puedan verse ya como una exégesis completa a la luz del sensus plenior (DV 12), que es el único capaz de dar a esa exégesis la fuerza propulsora que permita reconocer el carácter especí­fico del texto-Escritura.

La teologí­a dogmática ampliará su horizonte de investigación tomando como terreno especí­fico suyo el contenido y el papel de la tradición. La figura de Jesús de Nazaret, alcanzada a través de la exégesis, se estudiará en la interpretación normativa que ha ido madurando la fe de la Iglesia a lo largo de los siglos. Los siete concilios “cristológicos”, con la afirmación de Calcedonia en el centro, que permiten ver la unidad de la fe eclesial intacta antes de los diversos cismas, serán en la hermenéutica de la dogmática un contenido insustituible para la presentación de la fe cristológica al hombre contemporáneo.

La teologí­a moral, partiendo de la persona de Cristo, que desde su existencia histórica llama al seguimiento de sí­ mismo, verá la cristologí­a como el fundamento de la moral misma. Esta será expresión de una llamada vocacional que, siendo al mismo tiempo don de gracia y de libertad de opción, permita la realización plena de la existencia personal.

Así­ pues, la persona de Cristo será estudiada a la luz de la salvación; será como el arquetipo que se ofrece a cada uno y como la imagen a la que tender para una realización coherente de sí­ mismo en la concreción de la praxis cotidiana.

En este horizonte de interdisciplinariedad se inserta también la peculiaridad de la investigación teológico-fundamental.

La descubrimos esquemáticamente en la consecución de estas cinco finalidades:
1. LA HISTORICIDAD. La historicidad de la teologí­a fundamental permite verificar lo que significa el olvido de la dimensión histórica. El impacto cristológico que es posible comprobar en los manuales muestra de forma evidente las graves lagunas que han llegado a crearse en los decenios pasados. La cristologí­a, limitándose casi exclusivamente al tratado De legato divino, resaltaba el “de testimonio Jesu circa seipsum” a través de una metodologí­a en la que las pruebas de la historicidad procedí­an de elementos externos y hací­an caer, por tanto, en formas peligrosas de extrinsecismo. Del análisis apologético surgí­a fácilmente una lectura marcada por un positivismo histórico.

La recuperación de la historicidad implica por lo menos un paso en tres etapas, que supone:
a) El acceso a las fuentes. Superada la doble crí­tica de las fuentes neotestamentarias (la de Bultmann, que, viendo en los evangelios unos documentos de fe, concluí­a de allí­ la imposibilidad de ofrecer testimonios históricos consistentes; y la de Kierkegaard, que apelaba tan sólo a la radicalidad de la fe, que suscita obediencia y, por tanto, no tiene necesidad de historia), la teologí­a fundamental de nuestros dí­as está en disposición de mostrar que el único camino practicable es el que sabe mantener juntas la fidelidad a la historia y la hermenéutica de la fe.

Recorriendo con la exégesis las diversas capas de la Tráditionsgeschichte e integrando en ellas los datos que proceden dé las fuentes extrabí­blicas, la teologí­a fundamental consigue presentar aquellos datos que constituyen de forma inexpugnable el núcleo histórico insustituible de Jesús y que la fe ha respetado expresamente y mantenido cómo tal. En este contexto se analizan aquellas expresiones que, juntamente ,”gestis verbisque” (DV 2), constituyen la,fgura históricade Jesús. Elánnciodel reino, la utilización de las parábolas, la radicalidad de la llamada, los milagro’s y los anuncios, proféticos constituyen los rasgos más destacados de esta reconstrucción.

b) La historicidad nos hace también conscientes de lo que Jesús manifestó sobre su persona y sobre su propia visión del mundo. Es éste un dato que a menudo se infravalora debido a una supravaloración de la hermenéutica de la fe. Como toda persona que reflexivamente se sitúa ante sí­ misma para comprenderse y proyectarse, así­ también Jesús de Nazaret pensó y .proyectó su existencia histórica. Esta autoconciencia es la que debe surgir de las fuentes evangélicas, por ser la primera forma que da testimonio de la “personalidad” del mismo Jesús y de su perspectiva. En este contexto se descubre que él concibió su existencia en el horizonte de la misión, como una tarea recibida de otro y que siente que debe y quiere realizar para ser auténticamente él mismo (Jn 5,19;-10,25; 12,49; 14,3 l).

Toda su existencia histórica es conciencia de una constante “referencia” a ese Dios a quien él llama familiarmente “abba” (Mc 14,36). A él dedica por completo su vida, caracterizándola como una obediencia perenne, que llega hasta la aceptación de la muerte.

Ante este acontecimiento, la autocomprensión de Jesús asume la connotación más alta, ya que es aquí­ donde las fuentes muestran sin la menor sombra de duda su lucidez de conocer una muerte violenta y de querer darle un contenido que le asigne una finalidad significativa. En el choque con la realidad de la muerte se pone de relieve su personalidad lúcida, clara y coherente con su predicación, y se manifiesta su confianza en el Padre, de quien está seguro que lo resucitará de entre los muertos después de tres dí­as, dándole así­ el premio y la victoria por su obediencia (Jn 2,19; He 2,14-32).

Estos elementos pertenecen a la historicidad de Jesús de Nazaret; una cristologí­a que prescindiera de ellos se convertirí­a inevitablemente en gnosis o docetismo por estar privada de aquella lectura normativa que toda persona histórica puede y debe dar de sí­ misma como persona.

c) En la fe de unas personas que “comieron y bebieron” con el maestro (He 10,41) y lo dejaron todo para seguirle (Mt 19,27), esta autoconciencia y la fuerza de su palabra se han transmitido hasta las generaciones de hoy. Finalmente, una caracterí­stica de la historicidad se revela en su apertura al hoy. El acontecimiento Jesús de Nazaret y la fe de los discí­pulos en su persona dieron vida a una tradición que permite constatar la unidad entre aquel pasado fundacional y la fe de hoy. El hecho de que sólo una pequeña parte de aquel acontecimiento se pusiera por escrito (Jn 20,30; 21,25) es lo que garantiza al creyente de hoy poder revivir en su historia la palabra y los gestos significativos del maestro. Esta tradición, que se mantiene viva, permite ver cómo crece continuamente la comprensión del acontecimiento y su significado para nuestros dí­as (DV 8).

En efecto, es la apertura al sentido de la existencia lo que sale al encuentro de cada uno y le permite concebirse como contemporáneo de Jesús.

2. LA CENTRALIDAD DEL ACONTECIMIENTO PASCUAL COMO CUMBRE DEL ACTO DE LA REVELACIóN. Ante todo, hay que destacar la unidad del acontecimiento: la pasión, la muerte, la resurrección y la glorificación constituyen el acto único mediante el cual el amor trinitario de Dios sale al encuentro de la humanidad.

La teologí­a fundamental tendrá aquí­ la tarea de presentar aquellos elementos que permiten ver el acontecimiento pascual bien como históricamente fundado, bien como propulsor para el tema de la credibilidad de la misma revelación. Más especí­ficamente, como ya hemos señalado, habrá que hacer confluir aquellos datos que favorezcan la comprensión de Jesús ante su muerte y su confianza en la respuesta del Padre.

Pero será preciso situar la investigación en dos horizontes:
a) Por una parte, mostrar que la muerte de Jesús es el punto culminante en torno al cual gira todo el dato cristológico. Apologéticamente habrá que presentar la muerte de Jesús como el hecho que, como tal, expresa en el lenguaje humano la totalidad y la inseparabilidad de la revelación del amor trinitario de Dios. Una imagen significativa en este sentido es la que nos ofrecé el pasaje de Mc 15,39: “El oficial, situado frente a él, al verlo expirar así­, exclamó: `Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”‘. El centurión representa al no creyente, al “otro”(I Teologí­a fundamental, II), pero que ante la muerte del inocente, y frente a aquella muerte en particular, alcanza un conocimiento de Jesús capaz de suscitar en él la primera profesión de fe.

b) Por otra parte, la teologí­a fundamental podrá expresar la radicalidad de la muerte porque cree en la resurrección. En efecto, es a partir de ella como, retrospectivamente, la muerte adquiere toda su plenitud de significado en cuanto`que revela que la esencia del amor trinitario no se detiene ante la muerte, sino que en la muerte se hace vida. En este horizonte, además de mostrar los datos tradicionales que permiten acercarse a la resurrección con aquel bagaje de “certezas” históricas, habrá que insistir más en la plenitud de sentido que proviene de la apertura a la fe en la promesa del Padre.

Así­ pues, la resurrección en esta presentación tendrá que revestir aquellos caracteres de unicidad que invita a una correspondiente respuesta de fe y de acontecimiento escatológico que deja ya vislumbrar la anticipación de la creación nueva impulsada hacia el cumplimiento futuro definitivo. En esta parte de la investigación, la imagen en la que hay que inspirarse es la de Juan, el apóstol que ama y que, una vez llegado al sepulcro, no entra, sino que espera a Pedro, para entrar luego él, y entonces “vio y creyó” (Jn 20,8).

3. JESÚS DE NAZARET Y LA IGLESIA. Un estudio de la cristologí­a en clave fundamental se dedicará luego a la explicitación de aquellos datos que hablan de la relación Jesús-Iglesia. Ciertamente, no hace aquí­ al caso querer forzar los textos para llegar a conclusiones que tan sólo han adquirido su significado pleno en la dinámica de la fe eclesial.

Sin embargo, la teologí­a fundamental, consciente de que la Iglesia pertenece a la revelación como su momento determinante y como consecuencia suya, buscará aquella conexión que fundamenta el origen de la Iglesia, su vida y su misión en la. palabra histórica de Jesús de Nazaret, y más especí­ficamente en aquel proyecto de Jesús que veí­a en su persona el establecimiento definitivo del reino de Dios.

Lejos de una mentalidad jurí­dicocanónica que habí­a determinado la concepción de “fundación” en la apologética clásica, la teologí­a fundamental ve hoy la fundación de la Iglesia por parte de Jesús como un acto global de su obrar mesiánico.

4. VALOR UNIVERSAL DE LA PERSONA DE JESÚS. De los elementos expuestos se deriva una ulterior tarea para la teologí­a fundamental: evidenciar el carácter universal que posee la persona de Jesús. Entran aquí­, teológicamente, los temas que provienen de la pretensión cristiana de poseer en sí­ misma, en la singularidad de una persona, la palabra definitiva dada a la historia y a la humanidad de todos los tiempos.

El impacto cristológico es desarrollado por la teologí­a fundamental en un doble plano: ante todo, en la perspectiva de la universalidad de la salvación; luego, en la relación con las otras l religiones. Mientras que por la primera destaca el carácter de una influencia . soteriológica que entra en la historia de los hombres e impone, por consiguiente, la valoración de la relación historia de la salvación-historia universal, por la segunda nos encontramos con la especificidad de la revelación cristiana y su originalidad respecto a otras religiones que reivindican igualmente un carácter salví­fico y revelativo.

5. CRISTOLOGIA Y EPISTEMOLOGíA. En su calidad de epistemologí­a teológica, le corresponderá a la teologí­a fundamental una última tarea: la justificación del sentido de la pregunta cristológica y las razones por las que se da el paso de la cristologí­a a la teologí­a.

Establecer las razones del sentido de la cristologí­a equivale a fijar las premisas para que se justifique el trabajo teológico; pero significa igualmente considerar la sensatez de la pregunta misma, particularmente cuando su contenido se sitúa como normativo y universal. Así­ pues, si en la respuesta no se quiere caer en el doble peligro de un exceso de metafí­sica o de un cierto historicismo, será necesario que el sentido que surge de la fe tenga un relieve especial para el contexto histórico en que se pone.

En su perspectiva apologética, la teologí­a fundamental tendrá que estar entonces en disposición de poner las bases que favorezcan la precomprensión del contenido cristológico en el contexto cultural contemporáneo, creyente o no. En este mismo sentido tendrá que sostener y determinar a continuación el anuncio kerigmático, para que el sentido original y el sentido cultural lleguen a encontrarse en una mutua situación de comunicabilidad.

La segunda tarea se ha dicho que es la que orienta a la superación de la cristologí­a con vistas a la teologí­a. El principio del “cristocentrismo” es básico para la aparición de la argumentación teológica; pero el fin último de la inteligencia crí­tica de la fe tiene que seguir siendo la plenitud del misterio revelado; y éste está constituido por el misterio del amor trinitario de Dios.

Precisamente por fidelidad a los datos encontrados en la cristologí­a fundamental, ésta tendrá que ser coherente en la presentación de las razones de su misma superación. Ya en Jesús de Nazaret es posible descubrir el comportamiento de una “referencia” a la voluntad del Padre, y por tanto a la plenitud de la revelación (Jn 14,31).

La cristologí­a es superada por la teologí­a para que pueda, en definitiva, tener un significado pleno, bien como realidad histórica, bien como revelación del misterio: “Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, el defensor no vendrá a vosotros…; cuando venga el Espí­ritu de la verdad, os guiará a la verdad completa” (Jn 16,7.13).

Así­ pues, para comprender qué es la cristologí­a hay que llegar a la teologí­a, para que el misterio siga siendo el de las tres hipóstasis, una sola de las cuales se hizo pronunciable mediante la encarnación en la realidad intramundana. Se realiza, por tanto, ya teológicamente, aquella lectura paulina que ve la entrega total del Hijo al Padre: “Entonces también el Hijo se someterá al Padre que le sometió todo a él, para que Dios sea todo en todas las cosas” (1Cor 15,28).

¿Cómo se especifica entonces en la interdisciplinariedad la contribución de la teologí­a fundamental a la cristologí­a? Pensamos que consiste en ofrecer una reflexión que no sea simplemente exegética ni exclusivamente dogmática. La teologí­a fundamental presenta unos datos que son históricos y exegéticos, pero que además están concebidos como elementos que parten y llegan a la globalidad del obrar y del manifestarse de Jesús como revelador del Padre. Esta identidad entre el revelador y la revelación es lo que la teologí­a fundamental hace aparecer como lo peculiar del realismo de la encarnación. Por eso, si apologéticamente presenta a la persona de Jesús respetando el dato de su historicidad, y por tanto de su autoconciencia, sin embargo, dogmáticamente, insiste en esa conciencia para expresar la plenitud de la revelación y su universalidad.

En una palabra, es la unidad del dato histórico y de la reflexión de fe lo que hay que encontrar en la teologí­a fundamental para que se conforme con su identidad y con su método: obligada apologéticamente por la historia, pero dogmáticamente coherente con la fe.

BIBL.: AA. VV., Il problema cristologico oggi, Así­s 1973; AMATD A., Gesú il Signore, Bolonia 1988;. BORDONI M., Gesú di Nazareth Signore e Cristo I, Introduzione alta cristologia, Roma 1985; HM VV, cc. VI-XI, 122-265; LEHMANN K., Über das Verhliltnis der Exegese als historisch-krí­tischer Wissenschtft zum dogmatischen Verstehen, en Jesus und der Menschensohn, Friburgo 1975; LATOURELLE R., Teologí­a de la revelación, Salamanca 19825; ID, A Jesús el Cristo por los evangelios, Salamanca 19897; LATOURELLE R. y O’COLLINs G., Problemas y perspectivas de teologí­ofundamental, Salamanca.1982 (parte III: “Aproximaciones cristológicas”); RAHNBR K., Problemi della cristologia oggi, en Saggi di cristologia e mariologia, Roma 1967, 3-91.

R. Fisichella

II. Filosófica
El término de cristologí­a filosófica, calcado sobre el de teologí­a filosófica, hace ya algunos decenios que se ha aclimatado para designar de manera global al “Cristo de los filósofos”. Encuentra los mismos apoyos, pero también las mismas reticencias que la filosofí­a cristiana, sin la cual, por lo demás, resulta inconcebible. No obstante, mientras que la filosofí­a cristiana tiene que justificar sobre todo su cualidad de filosofí­a, la cristologí­a filosófica, que invierte el sintagma, tiene que demostrar su autenticidad cristológica. Para muchos, el Cristo visto por los filósofos no puede ser más que una imagen vana, un “sueño”, como decí­a Baader. La disensión, latente o explosiva, entre el cristianismo y las filosofí­as se agrava más aún cuando se hace intervenir a Cristo en persona: el Cristo de la fe queda desfigurado en el Cristo de la filosofí­a. En este punto, por otra parte, no está trazada la lí­nea. de demarcación entre creyentes y no creyentes; lo mismo que para la filosofí­a cristiana, hay partidarios y adversarios por ambas partes. Si se entendiese por cristologí­a filosófica una doctrina especulativa autónoma que tiene a Cristo por autor, entonces habrí­a que darle la razón a la tendencia hostil. Cristo no es un escritor filosófico, como señalan, entre otros, Blondel y Nédoncelle; y al revés, si se pretende alcanzarle como un objeto metafí­sico en la singularidad de su ser, entonces el error serí­a total. La filosofí­a no tiene ese contacto directo con la persona y la vida de Jesús, ni puede sustituir a la oración y a la fe. Pero no se trata de eso. Serí­a violentar las palabras interpretar la cristologí­a filosófica, bien a través de la doctrina, bien a través de la existencia, como una confiscación de Cristo por la filosofí­a.

1. ACCESO FILOSí“FICO A CRISTO.

Sin embargo, tiene que haber un acceso filosófico a Jesucristo. La filosofí­a y los filósofos no pueden quedar excluidos de la pregunta de la que toda vida depende: Y tú, ¿qué piensas de Cristo? Es lo que examina de forma impresionante Reinhold Schneider en un opúsculo que apareció al final de la última guerra, estremecido aún por el horror de la catástrofe. Nadie se libra de la pregunta de Cesarea: ¿Quién decí­s que soy yo? Pues bien, a pesar de lo que muchos se imaginan, los filósofos no han sido avaros en respuestas. Ningún gran filósofo de la epopeya moderna ha soslayado la cuestión de Cristo, ha eludido la presencia de Cristo. Habrí­a que extrañarse más bien de que los historiadores y los crí­ticos, excepto en los últimos decenios, se hubieran dado tan poca cuenta de ello y no hubieran creí­do oportuno dedicarle su atención. En el caso flagrante de Kant, por ejemplo, y hasta en el de Hegel, la alusión a este hecho es superficial, como si se tratara de un punto marginal. Desde este punto de vista, el precioso librito de Henri Gouhier Bergson et le Christ des Evangiles marca una fecha. Pero al considerar el lugar que Cristo ocupa en el pensamiento de los filósofos (partiendo de algunas muestras escogidas: Bergson, Spinoza, Rousseau), Gouhier no creí­a que se pudieran superar las cristologias filosóficas empí­ricas; cada vez el filósofo forja su imagen de Cristo, y la cristologí­a filosófica equivale a una galerí­a de retratos.

Sin embargo, hay que ir más allá de una sucesión de monografí­as, por muy útil que ésta sea, y de un estudio comparativo. La diversidad misma de las cristologí­as -más o menos desarrolladas- inherentes a los sistemas engendra el problema de la unidad, que procede del modelo tanto como de la tradición. Igualmente, la unidad subyacente a la filosofí­a en general, y a cada disciplina filosófica en particular, se debe a la naturaleza de las cosas y a la relación vital de la filosofí­a con su historia. Por eso los esbozos de cristologí­a filosófica que ofrece la época moderna están ligados entre sí­ por el simple hecho de las afinidades filosóficas. Por eso se observa una mayor o menor insistencia en el l Jesús de la historia o en el Cristo de la fe, según la incidencia más crí­tica o más sistemática de los filósofos en cuestión. Un punto de partida crí­tico o histórico, como en Kant, Fichte, Bergson, pone el acento en Jesús, maestro de moral, revelador, mí­stico…, aunque no se pierdan de vista los desarrollos dogmáticos que siempre suponen la base firme de su aparición histórica. Al contrario, las grandes filosofí­as especulativas de la religión tienden a minimizar -sin eliminarla- la contingencia histórica y a integrar sobre todo el desarrollo dogmático. En definitiva, se tendrí­a, por un lado, un Cristo sin cristologí­a y, por otro, una cristologí­a sin Cristo. Porque el problema continuamente planteado en toda cristologí­a que quiera presentarse como filosófica no es sensiblemente distinto del de la teologí­a, que se mueve entre el docetismo y el arrianismo; es también la dicotomí­a que se ha querido establecer entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. Pero como para el filósofo -y, por otra parte, en la realidad- el Jesús de la historia es el Cristo de la fe, el contraste se establece más bien entre el Cristo de la historia y el Cristo de la idea o de la especulación; de ahí­ el doble punto de partida que acabamos de mencionar.

Pues bien, se trata por ambas partes de franquear el “terrible foso” de Lessing, que la fe atraviesa de un solo salto, entre el testimonio contingente de la historia y la verdad universal de la razón especulativa. Los filósofos no tratan, propiamente hablando, del “problema de Jesús”, pero también ellos tienen sus preferencias por una cristologí­a ascendente o por una cristologí­a descendente: Spinoza parte de Jesús “filósofo por excelencia”, cuyo espí­ritu se comunicaba directamente con Dios; Fichte se fija en su genio religioso, en el prodigioso precursor de la Doctrina de la ciencia; Bergson ve en Jesús al supermí­stico y al orador del sermón de la montaña; Malebranche, por su parte, escucha al Verbo interior, razón universal, y el joven Schelling confiesa ingenuamente que sólo importa la persona “simbólica” y no ese hombre cualquiera, bastante ordinario, transparente, el predicador esenio (más tarde cambiará de opinión), y Hegel levanta una majestuosa estaurologí­a (es decir, la negatividad como palanca universal), en la que el hic et nunc insoslayable de Jesús de Nazaret se resuelve en í­ndice y momento histórico… Tanto en un sentido como en el otro, la dificultad concierne al enlace o a la transición de una visión a otra, a no ser que se desee mantener la separación, como hacen, por ejemplo, Feuerbach y D.F. Strauss. Kant deja abierta la cuestión del origen divino del modelo, pero no excluye que el maestro del evangelio, como aparición fenomenal, se configure perfectamente como el arquetipo noumenal; afirmar algo más serí­a superar los lí­mites. Fichte muestra a un Jesús dominado y poseí­do por la idea de ser el único, de tal manera que lo metafí­sico era para él lo histórico; esto no es suficiente para la ortodoxia, pero es más de lo que sabe la Doctrina de la ciencia. Inversamente, Schelling, ya mayor, atribuye a su Cristo, rico en metamorfosis, una historia totalmente dogmática. Hegel se niega a disociar la más alta especulación y el espí­ritu de la comunidad de la aparición sensible una vez por todas (tal es el “punto débil” de toda cristologí­a especulativa).

En contra de lo que pudiera pensarse, la mayor parte de las filosofí­as que dejan sitio a Cristo y a la cristologí­a en sus edificios de pensamiento son intentos meritorios de reconocer la encarnación y la kénosis. El resorte de la Idea Christi que rige los sistemas de cuño idealista no impide la confrontación con la historia y la contingencia, como podrí­an mostrar varios ejemplos, desde Hegel y Schelling hasta sus numerosos epí­gonos. Pero lo cierto es que Cristo, en cuanto huésped de ese “palacio de ideas”, sufre su influencia y es convocado no sólo a ocupar allí­ un lugar, sino a desempeñar una función; la cristologí­a filosófica resultante no ayuda más que accesoriamente a la inteligencia de Cristo y ejerce su función sobre todo para los fines de la filosofí­a. Su destino es patente en la obra colosal de Hegel, en donde Cristo es “recrucificado”; más sutilmente aparece ese destino en la filosofí­a positiva de Schelling, en donde asume los trabajos hercúleos de la potencia media, para volver a caer momentáneamente en una latencia misteriosa durante el tiempo de la Iglesia y los trabajos de extirpación del mal atribuidos paradójicamente a Satanás. Pero algunas filosofí­as menos abiertamente cristológicas verifican igualmente que Cristo -extrapolando una frase de Novalis- es “la clave del mundo”; así­ Spinoza, que asigna a Cristo y a su Espí­ritu el conocimiento perfecto, insuperable, del que él mismo no posee todo el goce; así­ Fichte, para el que Cristo, exultante de vida joánica, realiza de forma insuperable la Doctrina de la ciencia, ya que en él, lo mismo que en ella, están la vida y la luz de los hombres. Incluso Bergson, tan discreto, atribuye al Cristo de los evangelios la capacidad inaudita de modificar el impulso vital y lanzar así­ una nueva creación, ética y espiritual.

2. TRIPLE TIPOLOGíA.
Aunque alabando su buena intención, no es posible dejar de lanzar contra las cristologí­as filosóficas en su conjunto el reproche de policristia que J.A. Moehler reservaba a los herejes. Sin embargo, si tomamos todas esas cristologí­as en su intención, como aproximaciones y caminos de acercamiento, trazan procesos constantes y homogéneos y obedecen a una tipologí­a que puede sumariamente reducirse a tres tipos.

1) El primer tipo es la apertura de la filosofí­a a la cristologí­a, la “preparación evangélica”, la filosofí­a “que lleva a Cristo”, el intellectus quaerens fidem. Este tipo de filosofí­a cristiana por anticipación y por vocación es el que realizan, por ejemplo, Jules Lequier, el último Maine de Biran, varios fenomenólogos, Max Scheler, el Bergson de las Deux sources, el Blondel del segundo perí­odo (“la filosofí­a abierta” es el tí­tulo de su homenaje a Bergson)…

2) En contra de este primer tipo, en la lí­nea de la fides quaerens intellectum, y haciendo así­ cí­rculo con la tendencia anterior, se perfila la cristologí­a comprometida en la filosofí­a, tomándola como base. Señala el camino siempre arduo y peligroso de la teologí­a a la filosofí­a. Inseparable del destino cristológico de la filosofí­a, el destino filosófico de la cristologí­a crea la verdadera cristologí­a filosófica, la que va al encuentro de la filosofí­a para reforzarla y regenerarla, corriendo el riesgo de la secularización. Se manifiesta en el seno de la filosofí­a gracias a los esquematismos, las representaciones, los sí­mbolos, que no son necesariamente el resultado de una operación reductora. El ejemplo insuperable es el sistema hegeliano, incomprensible sin la analogia Christi, pero que no salva suficientemente la distancia y el misterio. El pancristismo de Blondel, presente sobre todo en la parte 4.a y 5.a de L Action, hace literalmente brotar de la tierra una cristologí­a con temática filosófica. Igualmente, la reflexión segunda de Gabriel Marcel está profundamente incrustada de reminiscencias cristianas y cristológicas que, en orden disperso, renacen como filosofemas a veces insólitos. Es evidente que estas cristologí­as filosóficas, aunque simplemente esbozadas, sacan su fuerza de la plenitud de Cristo, es decir, de la envergadura de sus aspectos, de sus categorí­as y epinoiai, ya que todos los elementos de Cristo pueden componerse entre sí­. La debilidad de una aproximación como la de Marcel Légaut está en limitarse, aunque apasionadamente, sólo al maestro espiritual. Semejante cristologí­a, cuando aborda la realidad ontológica de Cristo, si es que la aborda, llega a ella totalmente desamparada y extenuada.

3) Existe un tercer tipo de cristologí­a filosófica, derivado del segundo y apenas explotado todaví­a, o por lo menos todaví­a implí­cito en la reflexión cristológica. La verdad es que se trata más bien de una fenomenologí­a de Cristo que, dotada de intuición simpática, escudriña en toda la medida de lo posible el eidos de sus vivencias y de sus categorí­as, especialmente de las que tienen una importancia filosófica: la subjetividad, el tiempo, la intersubjetividad, la corporeidad, el sufrimiento, la muerte, el pecado, el mal, el destino. Esta fenomenologí­a cristológica aportarí­a muchos datos, tanto a la ciencia del hombre (en el sentido de Maine de Biran) como al acontecimiento de Cristo. No existe todaví­a; pero se encuentran ciertos elementos muy dispersos, muy sugestivos, en algunos estudios de Jean Mouroux sobre la conciencia del tiempo, y sobre todo de Maurice Nédoncelle sobre la intersubjetividad. Junto a estos pioneros, algunos exegetas y teólogos ofrecen muchos materiales preciosos: Guardini, Balthasar, Guillet, Guitton…, pero ya antes Karl Adam, Léonce de Grandmaison y el incomparable Newman.

El libro de tí­tulo tan prometedor Cristo y el tiempo, de Oscar Cullmann, orientado en una dirección totalmente distinta, es un ejemplo que no hay que seguir. En compensación, el mismo Cullmann ofrece un panorama esperanzador al concebir el tiempo cristiano fuertemente vinculado a la temporalidad misma de Cristo: Cuando Kierkegaard ve en la palabra de Jesús a Judas: “lo que has de hacer, hazlo pronto”, la palabra más punzante del evangelio, indica a través de las prisas del deseo angustiado una relación cualitativa singular con el tiempo.

En un pasaje célebre, san Agustí­n habí­a trazado una lí­nea de demarcación entre el Logos familiar a la filosofí­a pagana y el Verbo encarnado, que no puede encontrarse en Platón y sus herederos. El pujante impulso de la filosofí­a cristiana ha desmentido, como era de prever, la observación entonces exacta de Agustí­n; y ni siquiera la emancipación de la filosofí­a ha detenido las repercusiones de la fe cristológica en la razón autónoma. No parece aberrante aquella atrevida proposición, enunciada pensando en Teilhard de Chardin: “El Dios de los filósofos es, en cuanto Cristo de los teólogos, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob”. Frase bastante sibilina, pero de la que se puede deducir que Cristo ocupa ahora el lugar del Dios de los filósofos y que la cristologí­a filosófica sustituye a la teologí­a filosófica. Todaví­a es preciso, sin embargo, sensibilizar más a los hermanos enemigos, filósofos y teólogos.

Una advertencia sobre la cristologí­a trascendental: Esta constituye el patrimonio y el tí­tulo de gloria de ! K. Rahner. El teólogo de Innsbruck no pretende sustituir con ella la cristologí­a categorial o positiva, de la que constituye un presupuesto indispensable. Dentro del movimiento de Kant y de Maréchal, la entiende como el examen de las condiciones a priori o del a priori hipotético de una experiencia (o realidad) posible concreta. La cristologí­a trascendental de Rahner se refiere a la posibilidad de la encarnación o del hombre-Dios, y responde de hecho a dos cuestiones que se entrecruzan: ¿en qué condiciones reconocer -subjetivamente- al hombre que es Dios, al Dios hecho hombre?, ¿en qué condiciones puede un hombre llamarse Dios?, ¿cómo es posible que un hombre sea Dios, capaz de Dios? En ambos casos (a diferencia de Kant), Rahner prefiere el procedimiento ascendente hoy de moda.

La segunda cuestión se resuelve por el recurso a la /potencia obediencial, en este caso filial, radicalizada; Rahner se acerca entonces a Schleiermacher. La primera cuestión, compleja, hace intervenir a la humanidad histórica; la cristologí­a va en busca de la realidad del salvador absoluto que sus esquemas de precomprensión (disponibilidad absoluta, perfecto abandono) le hacen presagiar; aunque ese deseo natural serí­a mejor escuchado al final de la historia, en la escatologí­a escucha el lenguaje de la fe que designa a Jesús de Nazaret. La cristologí­a trascendental no puede sustituir a la fe, cuya evidencia atestigua que Jesús cumple esas condiciones. Indirectamente, Rahner justifica así­ a Kant, que no creyó posible equiparar al maestro del evangelio con el arquetipo trascendente. El mismo, en cuanto teólogo y deseando hacer teologí­a, actúa con mayor libertad.

El esboza tan incisivo de Rahner, que no hemos podido presentar aquí­ más que de una forma muy sucinta, muestra la interacción de la cristologí­a y de la antropologí­a en beneficio de la cristologí­a. No hay nada que prohí­ba conceder el mismo valor al proceso inverso, o sea, en provecho de la antropologí­a.

BIBL.: AANV., II Cristo deiftlosofi, MorceIliana, Brescia 1976; AANV., Pour une philosophie chrétienne. Le Sycomore, Lethielleux, Namur-Parí­s 1983; BoucssE H. y LATOUR J.J., Problémes actuels de christologie, Desclée de Brouwer, Parí­s 1965; Barro E., La christologie de Hegel. Verbum Crucis, Beauchesne, Parí­s 1983; GOUHIER H., Bergson el le Christ des Evangiles, Parí­s 961; LATOURELLE R. y O’COLUNs G., Problemas y perspectivas de leologia fundamental, Salamanca 1982; LEGAUT M., Pasado y… ¿porvenir? del cristianismo, Estella 1972; MATHERON A., Le Christ el le salut des ignorants chez Spinoza, Aubier, Parí­s 1971; Mouloux J.; El misterio del tiempo, Barcelona 1986; PRóPPER T., Der Jesus der Philosophen und der Jesus des Glaubens. Ein theologisches Gesprlich, Mathias-Grünewald, Mayence 1975; RAHNER K., Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Barcelona 19843; SCHNEIDER R., Die Heimkehr des deutschen Geistes. Über das Bild Christi in der deutschen Philosophie des 19. Jahrhunderts, Hans Bühler Jr., Baden-Baden 1946; TILLIETTE X., La christologie idéaliste, Desclée, Parí­s 1986; ID, Filosofa davanti a Cristo, Queriniana, Brescia 1989; ID, Spinoza davant le Christ, en “Grego= rianum” 58/2 (1977) 221-237.

X. Tilliette

III. Tí­tulos cristológicos
Ponerse teológicamente ante la problemática de los “tí­tulos cristológicos” significa tomar en cuenta un doble dato. El primero es el que permite constatar la irreductibilldad del Jesús de Nazaret a las innumerables clasificaciones que la mente humana, junto con la fe, ha logrado expresar a lo largo de los siglos. Su persona destaca cada vez más, superando las diferentes cualificaciones, y muestra la grandeza del misterio ante el lí­mite de la persona humana, que lo puede captar siempre y solamente como un novum que se le ofrece.

El segundo dato es el que permite obtener ciertos resultados que favorecen la percepción tanto de la historicidad de Jesús de Nazaret, en su revelación como enviado del Padre, como la comprensión de la comunidad primitiva. En una palabra, nos enfrentamos con aquella sí­ntesis real entre el dato histórico y la experiencia de fe que permite a la teologí­a fundamental una aproximación totalmente especial a la cristologí­a (l Cristologí­a fundamental). La sí­ntesis obtenida no humilla en lo más mí­nimo ni contradice al elemento histórico y al de fe; al contrario, los revaloriza a ambos. En efecto, muestra que la experiencia de fe va siempre ligada a un acontecimiento histórico; pero éste no es nunca un factum brutum, sino que guarda siempre relación con un sujeto y una cultura que lo plasman, haciéndolo significativo para el presente y una condición de comprensión del futuro y, por eso mismo, “historia”.

1. UNA MIRADA A LA HISTORIA.

En la perspectiva de la teologí­a fundamental, el estudio de los tí­tulos cristológicos ha sufrido una evolución que podemos dividir en tres etapas:
1ª. La exposición de los tí­tulos cristológicos no es ninguna novedad. Desde los primerí­simos tiempos de la literatura cristiana encontramos ejemplos significativos: Dionisio escribe en 13 libros el De divinis nominibus (PG 3,586-990); Orencio, por el año 450, escribe un poema De epithetis Salvatoris nostri (PL 61,1000-1005), donde describe y comenta 54 tí­tulos.

La primera obra “monográfica” que conocemos se remonta a fray Luis de León (1528-1591), que en 1583 publica De los nombres de Cristo. Lo sorprendente es que este libro se escribe con la intención de evitar un grave peligro para el pueblo, tras la prohibición de publicar la Sagrada Escritura en lengua vulgar.

Así­ pues, para no dejar al pueblo en la ignorancia sobre la verdad cristiana, con la consecuencia de un alejamiento de la práctica creyente (pp. 4-5), fray Luis de León recoge en su obra diez tí­tulos principales con la intención de ofrecer a los simples creyentes un instrumento catequético: “Vienen a ser casi innumerables los nombres que la Escritura divina da a Cristo… Pero de aquestos muchos escogí­ sólo diez como más sustanciales, porque los demás todos se reducen o pueden reducir a éstos” (p. 406). El desarrollo de la obra es cautivador: tres jóvenes monjes agustinos, Sabino, Marcelo y Juliano, huyen del calor de Salamanca y encuentran refugio en el campo. Aquí­ comienzan a discutir sobre los nombres atribuidos a Jesús: “pimpollo”, “faces de Dios”, “camino”, “pastor”, “monte”, “prí­ncipe de la paz y rey de Dios”, “esposo”, “amado”, Jesús” y “cordero”. A partir de la brevedad del nombre se desarrolla una demostración que intenta mostrar el significado del mismo e imprimir en la mente del lector la verdad de fe que en él se encierra.

Estamos frente a tí­tulos cristológicos que pueden sustituir a la lectura de la Escritura, de tal modo que “entender a Cristo es entender todos los tesoros de la sabidurí­a de Dios” (p. 391).

2ª. La segunda etapa es la que representan los manuales, auténticos inventores de la problemática de los tí­tulos en teologí­a.

El contexto en que se situaba el estudio era el de la polémica con la ilustración, y más directamente con el racionalismo. El De legato divino, que encontraba en el tratado dogmática De Verbo incarnato su complemento, constituí­a el impacto apologético previo a la cristologí­a.

La finalidad de esta metodologí­a era demostrar lo infundado de las tesis que sostení­an la contradictoriedad y la contraposición entre la investigación histórica sobre la vida de Jesús y su imagen dogmática. En efecto, lo que se presentaba estaba lejos de poder considerarse como una defensa de la historicidad de Jesús de Nazaret. Lo que conseguí­an los tí­tulos, aparte de una evidente funcionalidad externa al tema en cuestión, que de este modo se distanciaba cada vez más de su contexto histórico, era la presentación de un Cristo que tení­a todas las caracterí­sticas de excepcionalidad, tanto en su humanidad como en su historicidad.

Así­ pues, la imagen que se sacaba estaba muy lejos de la perspectiva evangélica y de la realidad histórica que se intentaba defender.

Volviendo hacia atrás respecto a los tratados precedentes (pensemos sólo, a tí­tulo de ejemplo, en el primer tratado apologético, el de Hook, Religionis naturalis et revelatae principia [finales del siglo XVIII], lib. II, par. I, art. 1, que como prueba de la divinidad aducí­a sólo el mesianismo de Jesús y su autoridad en su predicación y en su realización de milagros), la teologí­a manualista habí­a reducido todo el contenido cristológico a la demostración de los tí­tulos solamente.

El material que tomaban en consideración, extraño a toda metodologí­a exegética, se regulaba por la fuerza del dogma. Pero de esta manera la apologética manualista traicionaba todos sus intentos de presentación cristológica. En efecto, Jesús de Nazaret no era ya considerado en sí­ mismo ni como fuente ni como lo describí­án los testimonios evangélicos; era más bien el, producto derivado de la formulación dogmática. Paradójicamente, el surco abierto entre el Jesús histórico y el Cristo de, la fe que se intentaba superar realmnte no hací­a sino ensancharse.

3ª. La teologí­a fundamental posterior al Vaticano II, cuando eventualmente se aplica al estudio de los tí­tulos, no puede prescindir de la novedad impresa a la teologí­a de la revelación y a la cristologí­a por la obra del concilio.

La recuperación de la prioridad de la Escritura para una exacta comprensión teológica de los datos, el horizonte histórico salví­fico en el que es posibe insertar los diferentes elementos bí­blicos y la sistematicidad orgánica de la disposición de los datos recuperados son claves hermenéuticas insustituibles para la exposición de los tí­tulos en el horizonte de la teologí­a fundamental.

2. PROPUESTA SISTEMíTICA.

Una propuesta sobre la utilización de los tí­tulos cristológicos que aquí­ se presenta pretende exponerlos como base para un doble objetivo:
1) Dentro de una lectura global de la revelación, los tí­tulos pueden considerarse como un vehí­culo mediante el cual es posible alcanzar la conciencia de Jesús que expresa el misterio de su existencia y el proyecto de su misión salví­fica.

2) Más especí­ficamente, en el orden de una metodologí­a hermenéutica, los tí­tulos pueden permitir la verificación que demuestra el lenguaje de la fe arraigado en el lenguaje histórico de Jesús de Nazaret. Se da, por tanto, para la teologí­a, la posibilidad de una formulación que garantice el carácter cientí­fico y la sensatez de su expresión, en contra de todo reduccionismo, al que podrí­an conducir ciertas formas de análisis lingüí­stico.

L. Sabourin, en un apéndice a su obra Les noms et les titres de Jésus (trad. esp.: Los nombres y tí­tulos de Jesús, Salamanca 1965), recoge una lista de 187 tí­tulos, que es posible constatar ya a finales del silo vil y que están presentes con distinto significado en el NT.

Por lo que a nosotros nos interesa, creemos que es posible distinguir tres niveles que podrí­an constituir como el contexto ambiental más significativo para la colocación y la comprensión de los tí­tulos:
1) Tí­tulos que manifiestan la conciencia popular de los contemporáneos de Jesús. El punto de referencia es particularmente el mundo veterotestamentario. Estos tí­tulos (como “profeta”, “hijo de David’, fueron cayendo en desuso en la comunidad postpascual, ya que no expresaban con claridad todo el misterio que se habí­a revelado.

2) Tí­tulos que se remontan al mismo Jesús, que explicitó de ese modo la comprensión que tení­a de sí­ mismo (p.ej., “hijo del hombre”). La comunidad no pudo menos de mantener estas expresiones por estar ligadas a la enseñanza más genuina del maestro.

3) Tí­tulos que, a la luz de la pascua, la comunidad explicitó y aplicó a Jesús de dos maneras: a) actualizando las imágenes veterotestamentarias que se referí­an a él (v.gr., “Sabidurí­a”) o bien celebrando la liturgia (v.gr., “Señor’) b) recordando la enseñanza misma de Jesús, sus gestos y su comportamiento, donde manifestaba que él era “el mesí­as” y “el hijo de Dios”.

Una rápida panorámica, a tí­tulo de ejemplo, podrá orientarnos en la perspectiva teológica que hemos expuesto.

Jesús profeta. El ambiente judí­o en tiempos de Jesús está fuertemente caracterizado por dos factores: el carácter definitivo de las Escrituras y la referencia permanente a Moisés y a la ley.

El sentido profético, tal como habí­a sido experimentado en la época deuteronomista, ha desaparecido; la voluntad de Yhwh se conoce ahora a través de la referencia a la Torá y a los profetas, leí­dos e interpretados por los doctores. Aunque se creí­a que el espí­ritu profético habí­a desaparecido con Ageo, Zacarí­as y Malaquí­as, el pueblo conocí­a igualmente formas que mantení­an vivas la experiencia profética: el género apocalí­ptico, ante todo, que sostení­a las esperanzas mesiánicas; además, el carisma profético, que se reconocí­a presente en el sumo sacerdote en virtud de su oficio (cf Jn 11,5); finalmente, no hay que olvidar a la comunidad de Qumrán, que con sus textos y su estilo de vida estaba guiada por la autoridad del maestro de justicia y por la espera constante en la venida del mesí­as de Aarón.

La aparición del Bautista y de su predicación alimentaron ciertamente el clima de espera que impregnaba toda la historia de Israel, imprimiendo ulteriormente a esta figura una connotación profética que despertaba sentimientos ya conocidos, pero un tanto dormidos en el ánimo del pueblo.

En este contexto se sitúa inicialmente la predicación y el obrar de Jesús de Nazaret. Algunos datos que. es posible deducir de los textos neotestamentarios muestran sin género de duda que, desde los primeros discí­pulos hasta el pueblo entero, su persona fue acogida e interpretada según la norma del profetismo clásico. La aparición de Jesús en la escena pública despertó en sus interlocutores la imagen que en cierto modo estaba ya intentando restaurar él Bautista: la de profeta.

Es fácil verificar la opinión común entre los individuos y en los grupos de personas que se refieren a Jesús con el tí­tulo de profeta: Felipe se lo comunica a Natanael (Jn 1,45); Simón el fariseo lo piensa, pero con dudas (Lc 7,39); el ciego de nacimiento lo atestiguó ante los jueces que le interrogan (Jn 9,17); la samaritana lo profesa en público (Jn 4,19), mientras que los soldados lo utilizan para burlarse de él (Mt 26 28); para la gente se trata de un tí­tulo que los mueve a la alegrí­a y a la alabanza (Mt 21,11; Lc 7,16).

Estas reacciones tienen una base histórica de tal envergadura que nos permiten concluir que uno de los primeros datos expresados por la cristologí­a prepascual era el que leí­a e interpretaba a Jesús de Nazaret como profeta que se insertaba en la larga serie de figuras proféticas de Israel (Mt 21,45; Jn 1,21; 7,40; Lc 24,19).

¿Cómo puede explicarse la aplicación a Jesús de este tí­tulo? No creemos posible hacerlo remontar al mismo Jesús. Los evangelios presentan sólo dos textos explí­citos (Mt 13,57; Lc 13,33), donde directamente el mismo Jesús habla de sí­ como profeta. Pero el contexto sigue siendo el de la pasión y muerte violenta que empieza a perfilarse en el horizonte de Jesús. Estamos, pues, en presencia de una figura explicativa para manifestar el rechazo por parte del pueblo y el destino de una muerte violenta como destino común de los profetas, más bien que de una identificación de Jesús con los mismos profetas.

Hay una conformidad en el estilo de Jesús que lo ve eludir el deber de expresar claramente mediante unos tí­tulos la identidad de su persona y de su misión. Como se verá por la expresión “hijo del hombre”, Jesús parece utilizar siempre fórmulas e imágenes que si por un lado clarifican el misterio de su existencia, por otro lo protegen y lo esconden ulteriormente.

Para explicar entonces la reacción de los contemporáneos y la consiguiente adquisición de la cristologí­a prepascual del tí­tulo “profeta”, es necesario buscar otra posible solución, que muestra en el obrar y en las palabras de Jesús una actitud qué al pueblo le recordaba intuitivamente la de los profetas.

En primer lugar, la costumbre de Jesús de intepretar las Escrituras para explicar y hacer comprender mejor su presente; Lucas, más que los otros evangelistas, subraya este aspecto, poniéndolo casi como arquetipo de toda predicación pública (Lc 4,16-30). Además, Jesús hizo profecí­as, es decir, se expresó con imágenes y estilos que recordaban los de los profetas. Pensemos en las maldiciones y juicios de desventura (Lc 13,34; Mt 23,34; Mc13,1-2) o en los juicios de salvación (Lc 12,32; 10,23) con los diversos macarismos (Mt 5,3-12). En este horizonte no es posible quitarle al Jesús histórico la paternidad de Mc13,1-2, que debe considerarse para todos los efectos como un texto profético, tanto por su estilo como por los contenidos recogidos. Este texto es realmente central y constituye una explicación necesaria para comprender tanto las acusaciones que se harán contra Jesús durante el proceso (Mc14,58) como las burlas de quienes pasaban al pie de la cruz (15,29).

Jesús realizó además gestos que guardan una relación muy clara con los numerosí­simos hechos que efectuaban los profetas como signos explicativos de revelación; pensemos, en este sentido, en el valor simbólico de algunos milagros (Jn 6,1-66; 9,41; 11,1-44), pero más directamente en la purificación del templo (Mt 21,1216), con la consiguiente expulsión de los mercaderes; en el gesto de maldición de la higuera, relacionado con la incredulidad del pueblo (Mt 21,1822), o en el acto de escribir en el suelo antes de emitir un juicio de perdón y de salvación sobre la adúltera (Jn 8,1-11).

Otra expresión de actitud profética puede verse en las diversas visiones que tení­a Jesús. Su contenido se manifiesta unas veces con referencia al corazón de los hombres, por lo que nadie podí­a ocultarle nada (Mt 12,25; Lc 9,47), y otras veces en la constatación “plástica” de la llegada de su reino de salvación, con el consiguiente retroceso del reino de Satanás (Lc 18,18).

Hay que considerar, finalmente, como elementos proféticos los diversos anuncios de pasión, con la consiguiente promesa de glorificación (Mc8,31; 9,31; 10,33). Aun teniendo en cuenta los diversos grados de historicidad que revisten las tres redacciones, estamos de todas formas en presencia de un dato histórico indiscutible: la conciencia plena de Jesús de tener ante sí­ el destino de una muerte violenta, tí­pica de los profetas, y la voluntad de imprimir a este acontecimiento un significado personal que sirviera para dar cumplimiento y sentido último a su misión.

Así­ pues, la fuentes neotestamentarias permiten verificar un dato común, aunque con acentos teológicos diferentes: el de la consideración de Jesús como un profeta en virtud de su comportamiento. De todos modos, si a partir de este dato histórico puede hablarse de una cristologí­aprofética, es necesario añadir que se lave como una forma primitiva que permite valorar la reacción inmediata de la gente ante Jesús. Efectivamente, ya una dinámica interna de los textos permite ver que las fuentes neotestamentarias no se contentan con referir sólo esta dimensión. La persona de Jesús evocaba reflexiones y actitudes que obligaban a ver en él a “uno que es más que…” (Mt 12,41; 12,42; 12,16). Así­ pues, sólo analógicamente se le podí­a atribuir el tí­tulo de profeta; la autoridad con que hablaba y la conciencia que revelaba de su relación con Dios podí­an hacer destacar en este tí­tulo más la desemejanza que la semejanza con la realidad (l Profecí­a).

Hijo de David. Otro tí­tulo, ligado directamente a la idea de mesianismo, es el de hijo de David. Podrí­a extrañar su ausencia en los textos veterotestamentarios, pero la verdad es que toda la tradición no deja de pensar en el mesí­as que habí­a de venir en la longitud de onda de la profecí­a de Natán (2Sam 7,13-16). Sólo la literatura extrabí­blica anterior a la cristiana ofrece un único ejemplo en los Salmos de Salomón 17,21-25; en cambio, los textos rabí­nicos muestran un uso ya tradicional de la fórmula: “El Hijo de David que viene”.

El uso que se encuentra en la tradición sinóptica refleja con toda probabilidad una mentalidad todaví­a precristiana, que veí­a en este tí­tulo una vinculación con la realeza del mesí­as y el establecimiento de su reino. Estamos, pues, en plena comprensión de un mesianismo polí­ticoreal. Esto hace comprender las reservas que pueden percibirse en la actitud de Jesús ante este tí­tulo .El loghion más expresivo en donde aparece es Mt 22,41-46.

El contexto de disputa muestra que estamos ante la voluntad de un cambio de horizonte intencional en la comprensión del hecho. Insistiendo en la “antinomia haggádica”(cf J. JEREMIAS, Teologí­a del Nuevo Testamento, 295), Jesús acepta la verdad que expresa este tí­tulo, pero corrige su interpretación para que esté más en conformidad con toda su predicación, que prefiere la figura del siervo doliente a la del mesí­as glorioso.

Este mismo caso se verifica en la perí­copa de Mc 10,46-52. En la historicidad de este hecho pueden confluir diversos factores para llegar a un juicio positivo. Aquí­ el ciego Bartimeo, implorando a Jesús como “Hijo de David” (v. 47), expresa una fórmula popular de esperanza mesiánica que, junto con la fórmula de profeta, era de las más familiares entre el pueblo (A. DESCAMPS, Lc messianisme royal, en Attente du Messi e, 61).

A la luz de la pascua, este tí­tulo, que aparece también en la profesión de fe de Rom 1,3-4, empieza a ceder su sitio al otro más expresivo y completo de “hijo de Dios”. En efecto, progresivamente, la realeza de Cristo asumí­a para la Iglesia un valor universal, y la funcionalidad de hijo de David no destacaba plenamente la realidad ontológica que expresaba, en cambio, el tí­tulo de hijo de Dios.

Hijo del hombre. “Hijo del hombre”, antes que un tí­tulo cristológico, es una expresión que la comunidad primitiva honró y estimó porque la referí­a inmediatamente no sólo al lenguaje del maestro, sino sobre todo a aquella imagen que él habí­a creado para expresar el misterio de su misión y de su persona.

“Hijo del hombre” se convirtió en tí­tulo solamente después de comprender la lógica de la superacion de la imagen de Dan 7 y de su confluencia en la del ebed Yhwh del DéuteroIsaí­as. Sólo cuando la comunidad comprendió que eran imposibles los equí­vocos entre la visión veterotestamentaria del juez glorioso escatológico y su encarnación como profetasiervo que sufre y dala vida en rescate por el pueblo, estuvo en condiciones de multiplicar el uso de aquella expresión y de transformarla, a veces, en un tí­tulo cristológico real.

Hijo del hombre es una expresión anclada sólidamente sólo en las fuentes evangélicas. Excepto tres casos (que, sin embargo, refieren citas del AT: Ap 1,13; 14,15; Heb 2,6), en las otras fuentes neotestamentarias aparece sólo en He 7,55; éste, por otra parte, la utiliza personalmente en 82 ocasiones. Este hecho debe tener algún motivo y pide una explicación.

La traducción griega ho huiós toü anthrópou es un aramaí­smo; en efecto, el segundo artí­culo no es usual en griego; querrí­a expresar más el determinativo, por lo cual suele traducirse por “hijo del hombre”.

Esta expresión lingüí­stica, que expresa el hebreo por ben-adam y el arameo por bar enash, se utiliza mucho en los escritos del AT. En el libro de Ezequiel se encuentra al menos 53 veces el vocativo ben-adam para indicar la llamada del profeta. El significado original está determinado por la posición del prefijo ben/bar; en efecto, puede señalar la descendencia si va unido a un nombre propio, o la procedencia si precede a un nombre geográfico. En este caso, ben adam/bar enash indica simplemente un “hombre”, un ser que pertenece a la raza humana.

Pero a partir de la literatura apocalí­ptica esta expresión está condicionada por la imagen de Dan 7,1314. En este texto el autor sagrado, expresando su concepción fundamental sobre una próxima intervención de Yhwh, que construirí­a su reino mesiánico en la tierra después de destruir los diversos reinos enemigos de Israel (cf Dan 2,31-45), introduce la figura simbólica de “uno semejante/como un hijo de hombre”.

A lo largo de varios decenios, la crí­tica se ha entregado a investigar la identificación de esta figura. En efecto, el texto deja entrever en la complejidad de su expresión que “hijo del hombre” puede entenderse como un individuo (el rey) o como una colectividad (el pueblo o “los santos’. La interpretación más corriente recurre hoy a la teorí­a de la personalidad colectiva (corporate personality), que es la que mejor consigue armonizar las aparentes contradicciones del texto. Así­ pues, partiendo de un sentido individual, es posible reconocer en él la presencia de una colectividad, y viceversa. En cualquier caso, más allá de la interpretación particular, la imagen del hijo de hombre contribuye, en la economí­a intertestamentaria relativa al mesianismo, a enriquecer la esperanza mesiánica añadiéndole las connotaciones de gloria (v. 14), de poder (v. 15) y de juicio escatológico (v. 27), que faltaban hasta ahora en la conciencia popular.

La incertidumbre sobre la determinación del tiempo y de la identidad del hijo de hombre que caracteriza a la lectura veterotestamentaria parece, por el contrario, desaparecer en el testimonio de los evangelios.

Los estudios neotestamentarios sobre la designación del hijo del hombre pueden agruparse al menos en tres categorí­as: 1) se sostiene que Jesús utilizó este tí­tulo, pero aplicándoselo a otra figura, no a sí­ mismo; 2) la comunidad primitiva inventó este tí­tulo para justificar el anuncio de la glorificación del siervo doliente; 3) Jesús creó personalmente esta expresión para manifestar su identidad.

Un examen atento de los textos demuestra que esta tercera posición se presenta como la más respetuosa de los datos evangélicos y la que consigue coordinar mejor los diferentes indicios, haciéndoles converger hacia una solución.

El material evangélico sobre el hijo del hombre puede subdividirse en tres grupos, que contienen: 1) loghia que se refieren a la actividad terrena de Jesús (p.ej., Mc2,10); 2) loghia con los temas de la pasión-muerteresurrección (p.ej., Mc8,31); 3) loghia que hablan de la gloria-parusí­a (Mc13,26). Estos textos, si bien muestran su dependencia de la figura de Dan 7, ponen ya de manifiesto al mismo tiempo grandes diferencias con ésta. La primera y más impresionante, que crea una plena discontinuidad con el texto veterotestamentario, es la que ve las caracterí­sticas del sufrimiento, de la pasión y de la muerte como constitutivas del hijo del hombre de los evangelios.

En efecto, esta caracterí­stica proviene de otra imagen del AT que conviene exponer brevemente, la del ebed Yhwh del Déutero-Isaí­as (l Mesianismo). Aunque el tí­tulo de “siervo” no se le aplica directamente a Jesús, su misión redentora es referida ciertamente a esta figura para poder explicitarse.

Hemos visto anteriormente que Jesús fue acogido y aceptado por sus contemporáneos ante todo como profeta. Más aún: una serie de textos demuestra que la imagen preferida de la apelación profética era la que expresaba el Déutero-Isaí­as: relatos como los del bautismo (Mc1, 11, que cita a Is 47,1) y los anuncios de la pasión (Mc10,33, que cita a Is 53,12) remiten implí­citamente a esta figura; hay además otros textos que se refieren explí­citamente al siervo doliente (p.ej., Mc8,17 e Is 53,4; Lc 22,37 e Is 53,12).

Para el mundo judí­o contemporáneo de Jesús, la figura del profeta se relaciona a menudo con la imagen descrita en los cuatro cantos contenidos en el llamado “libro de la consolación” (Ier. canto, Is 42,1-4; 2.°, Is 49,1-6; 3.°, Is 50,4-9a; 4.°, Is 52,1354,1-12). En estos textos se parte de la descripción de la misión del profeta, se subraya su respuesta obediencial a Yhwh y se exponen los sufrimientos que tendrá que padecer por el pueblo, es decir, un sufrimiento vicario que se le exige para que se realice el plan salví­fico de Dios. Sólo después de estas injurias y sufrimientos y de la muerte consiguiente, el profeta podrá cantar victoria y recibir como glorioso trofeo la posesión de los pueblos.

Estos cantos los tuvo, sin duda, presentes Jesús particularmente en el momento en que se perfilaba el destino de una muerte violenta al estilo de la de los profetas. En efecto, hemos de pensar que Jesús era plenamente consciente del hecho de que con su comportamiento habí­a suscitado escándalo (Lc 4,28; 5,27-32) y reacciones violentas en los dirigentes del pueblo (Mt 26,4; Mc12,12); su solidaridad con los pecadores y sus pretensiones mesiánicas le habí­an llevado ya a palpar de cerca la muerte (Lc 4,29) y a ser casi lapidado (Jn 8,59; 10,31-33; 11,8). Un realismo lúcido ante estos hechos, especialmente tras la muerte del Bautista y los desórdenes que habí­a causado en el templo (Mc11,15), lo movieron a buscar y a dar un significado más profundo del fin de su destino.

La figura del Déutero-Isaí­as se presentaba entonces, en este horizonte, como la más familiar, ya que anticipaba mejor que cualquier otra lo que él comprendí­a como su misión especí­fica recibida del Padre, junto con su muerte por la salvación del pueblo. La misión del siervo confluí­a, pues, en la imagen gloriosa del hijo de hombre de Daniel. Se creaba, sin duda, una estridente contraposición de imágenes que confundí­a a la mente popular, pero era ciertamente un indicio de la originalidad personal de Jesús, ya que esta sí­ntesis vení­a a romper todos los esquemas precedentes y se afirmaba como irreductible a toda precomprensión mesiánica de la época.

Esta originalidad tí­pica de los evangelios (las fuentes extrabí­blicas del libro de Henoc y del IV de Esdras son del perí­odo judeo-cristiano, y por tanto posteriores) hay que referirla al mismo Jesús. Una crí­tica completa, que parte de la textual y pasa por la histórico-formal lleva a la conclusión de que en algunos casos (p.ej., Mc3,28 con Mt 12,31) se transformó bar-enaste, en sentido genérico de “hombre”, en tí­tulo mesiánico con referencia a Daniel. Se comprueba además que 37 textos de 51 se dan en doble forma: una fuente presenta el pronombre personal, mientras que la otra dice “hijo del hombre”. De aquí­ hay que concluir que la forma más antigua y original es la del pronombre; así­ pues, el evangelista, al utilizar “hijo del hombre”, lo utilizó a la luz del tí­tulo mesiánico. Hay, sin embargo, 13 casos que no pueden reducirse a otras fuentes y que han llegado a los evangelios como forma originaria, arcaica y primitiva (Mc13,26; 14,62; Mt 24,27; 24,37b;10,23; 25,31; Lc 17,22.24.26.30; 18,8; 21,36; Jn 1,51). Este carácter arcaico deberá tomarse en consideración en una valoración global de los datos. Si ,a estos datos se añade un paso ulterior del análisis sobre el criterio de explicación necesaria, entonces es posible alcanzar un estrato ulterior de historicidad. Efectivamente, hay que ser capaces de responder a algunos interrogantes que sumen dei horizonte redaccional, por ejemplo: 1) ¿cómo justificar el uso tan abundante del tí­tulo (82 veces) siempre y sólo en labios de Jesús?; 2) ¿por qué la comunidad lo transmite, pero sin usarlo ni siquiera en los momentos más importantes de su vida?; 3) ¿a qué se debe la aparente contradicción entre la descripción futura de la gloria y la presente del sufrimiento?; 4) ¿a qué se debe la ausencia de una distinción entre la resurrección y la parusí­a?; 5) ¿por qué Juan, que usa este tí­tulo en el evangelio, no lo usa ya en las cartas? A estas preguntas habrí­a que añadir otros elementos que impiden concebir a la comunidad como creadora del tí­tulo; pensemos en el pasaje central de Lc 12,8-9, donde Jesús establece una especie de distinción entre él y el hijo del hombre futuro; ¿por qué habrí­a mantenido la comunidad esta distinción si hubiera sido la creadora del tí­tulo?; ¿por qué, además, no existen loghia en los que se hable simultáneamente de resurrección y de parusí­a, identificación que habrí­a sido natural para la comunidad pospascual?; ¿por qué la comunidad habrí­a dejado de usar e1 tí­tulo casi inmediatamente si lo acababa de inventar?; ¿por qué, finalmente, habrí­a referido la comunidad a Jesús el tí­tulo de la gloria de la visión de Daniel si tení­a que presentarlo luego en el estado de sufrimiento?

Todas estas preguntas llevan a la conclusión de que hijo =del hombre se convirtió ciertamente en un tí­tulo, pero tan sólo porque la comunidad primitiva habí­a memorizado con aquella expresión el modo más usual de expresarse del propio maestro.

Jesús de Nazaret, según su estilo, no quiso dar una definición clara y exhaustiva de sí­ mismo. Hijo del leombre se compaginaba con esta exigencia suya, ante todo, por su carácter ambiguo; en efecto, mientras que podí­a indicar la caracterí­stica escatológica del mesí­as, recordaba al mismo tiempo el significado más genérico de “hombre”. Si luego se añade que Jesús imprime a la figura de Daniel la caracterí­stica del sufrimiento, de la pasión y de la muerte, entonces se comprende más fácilmente el motivo de las dudas del pueblo ante la utilización de esta expresión: “¿Quién es este hijo del hombre?”
En plena sintoní­a con la dialéctica de la revelación, la expresión era muy adecuada para revelar y esconder el misterio de Jesús. La comunidad primitiva quiso que el uso de hijo del hombre quedase anclado tan sólo en el lenguaje del maestro; por eso no lo usará ni en la liturgia ni en la catequesis, ni siquiera en las comunidades, exceptuada la de Jerusalén. Hijo del hombre debí­a mantener aquel carácter de sacralidad porque pertenecí­a a los recuerdos más genuinos de Jesús..

Hijo de Dios. La conciencia mesiánica de Jesús tocaba su cima en el momento en que establecí­a con Yhwh una relación tan única que no tení­a precedente alguno en la historia de Israel: la relación de filiación.

El tí­tulo “hijo de Dios” que aparece en las fórmulas de los diversos libros del AT no guarda relación, en densidad ni en originalidad, con el sentido que tiene en el NT cuando se aplica a Jesús de Nazaret. Aquí­ la realidad que se expresa es la de que se comparte la naturaleza misma de Dios, algo que el pensamiento monoteí­sta bí­blico no sólo no habrí­a podido pronunciar jamás, sino que expresamente se negaban incluso a pensar.

Israel habí­a sufrido seguramente la influencia de Egipto en cuanto a la concepción de una relación filial entre el pueblo y Yhwh. El Exodo y el Deuteronomio recorren varias veces este sendero, bien para contraponer la filiación de Israel a la de las tradiciones egipcias (Ex 4,22), bien para elevarlo por encima de los demás pueblos (Dt 7,6-10; 32,10). La reflexión sapiencial aplicará también este tí­tulo a algunos individuos que se prodigan por mantener í­ntegra la fe de los padres (Si 4,10); pero en varios momentos también el rey, los ángeles o los que tienen un cargo especial son llamados hijos de Dios (Sal 29; Sab 2,12).

A partir de David, único caso en la historia de Israel, se le aplicará al rey la fórmula del Sal 2,7: “Tú eres mi hijo; yo mismo te he engendrado hoy”; pero es evidente el carácter de elección y de adopción que reviste esta proclamación. De todas formas, serán los profetas los que orienten en varias ocasiones en el sentido justo la comprensión de esta filiación; estará constituida por la corrección que el padre ejerce con los errores o malos comportamientos de los hijos frente a la. ley, pero en todo caso una corrección que se realiza y se desarrolla a la luz de la misericordia y del perdón.

El NT muestra cómo progresivamente se fue convirtiendo este tí­tulo en patrimonio de la fe eclesial. Hijo de Dios es intercambiable con la expresión absoluta “el hijo” o con la de la invocación “Padre”. Hay claramente una teologí­a particular que subyace a cada uno de los evangelistas, pero la perspectiva es idéntica: Jesucristo es hijo del Padre de forma única y absoluta.

Esta fe no podrá apoyarse en expresiones explí­citas por parte de Jesús, pues él nunca pronunció, aplicándoselo a sí­ mismo, el tí­tulo hijo de Dios; sin embargo, la fe eclesial, al aplicárselo, no hizo sino explicitar lo que el mismo Jesús habí­a dicho.

Se puede verificar ante todo el comportamiento global de Jesús, que impulsa a ver en él la pretensión de una relación particular con Dios: la autoridad con que se enseña, la seguridad con que se sitúa ante los problemas de sus interlocutores, la inapelabilidad de su juicio sobre la ley, la radicalidad con que exige ser seguido…: todos estos hechos sólo se justifican si se acepta esta pretensión.

Más directamente, la invocación con que se dirige a Dios llamándolo l “abba” (es decir, “papá’, en el orden, por tanto, de una generación natural, ya que es éste el significado del término, crea una discontinuidad total con la mentalidad hebrea anterior.

Al enseñar a los discí­pulos a hacer lo mismo cuando oran a Dios, Jesús se destaca, sin embargo, de ellos. Es verdad que el Padre es único; pero la relación que se expresa a través de “mi” Padre (Mt 11,20) y “nuestro” Padre (Mt 5,48) es sustancialmente distinta: ellos son hijos porque él es el Hijo.

La comunidad primitiva, al presentar a Jesús como el hijo de Dios, habrá recordado además su enseñanza en este sentido: cuando, por ejemplo, al narrar la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,1-12 y par.) los moví­a a verlo a él mismo en el personaje que el Padre enviaba “por último” a “su hijo predilecto”, a quien tení­an que respetar y que, sin embargo, era asesinado y echado fuera de la viña.

Con este tí­tulo estamos frente a una coherencia y conformidad plena, tanto en el comportamiento de Jesús como en toda su enseñanza. La fe de la Iglesia, en el momento en que experimentaba la gloria de la resurrección de Cristo, comprendí­a que los tí­tulos precedentes: profeta, siervo, hijo de David, hijo del hombre, no lograban contener el misterio de su persona. Se imponí­a, por tanto, casi naturalmente, el tí­tuo hijo de Dios, porque más allá de toda funcionalidad revelaba la esencia misma de Jesús _y explicaba su existencia histórica.

CONCLUSIí“N. Resulta ciertamente peligroso un subrayado excesivo de los tí­tulos cristológicos: se puede hacer caer en la fragmentariedad la descripción de la persona de Jesús, privilegiando su funcionalidad.

Sin embargo, los diversos tí­tulos sólo tienen significado si se derivan de la persona de Cristo y vuelven a él. Es la exigencia de un principio unificativo lo que se impone en el estudio teológico, y éste es el que privilegia la globalidad del misterio de la persona más que la parcialidad de los aspectos que se refieren a su misión.

La teologí­a fundamental parte de la centralidad de Jesús de Nazaret como revelador y revelación del Padre, y de aquí­ es de donde hace brotar la riqueza de los diversos tí­tulos. Su tarea especí­fica no es el análisis de los tí­tulos como tales, sino más bien el referente revelativo que se manifiesta en él. Esta opción de perspectiva supone que un estudio teológico-fundamental tiene que privilegiar tan sólo algunos tí­tulos, bien porque están directamente implicados en la especificidad de la disciplina, bien porque son capaces de mostrar la profunda unidad que hay entre Jesús de Nazaret y el Cristo de la comunidad primitiva.

Estos tí­tulos cristológicos ofrecen la primera teologí­a de Jesús de Nazaret. Estamos aquí­ frente a la autocomprensión del misterio de Dios encarnado, que ha de preferirse a todos los demás análisis. Es verdad que la resurrección, al irrumpir en la vida de los discí­pulos, creó en ellos una conciencia nueva de los hechos pasados, pero no le quitó nada a aquella forma original de amor y de respeto que los habí­a llevado a dejarlo todo para seguir al maestro. Así­ pues, la pascua no abolió al Gólgota.

Proclamar en la fe que Jesús es el Hijo de Dios fue posible gracias a la fidelidad inmutable en recibir y conservar su palabra como la palabra de aquel que cumplí­a las Escrituras y habí­a sido esperado desde siempre. Así­ pues, primero se le acogió como profeta; luego se creyó en él como hijo del hombre, aunque dentro de la perspectiva que estaba en contradicción con sus propias esperanzas; finalmente fue proclamado Cristo e Hijo de Dios, porque él mismo les habí­a orientado hacia ello y porque su certeza era ya una sola: cualquier fórmula o expresión que usasen habrí­a sido impropia e insuficiente para describir la unicidad y la singularidad de su persona.

Así­ pues, a los discí­pulos y a la comunidad entera no les quedaba más que comunicar fielmente lo que sus ojos habí­an visto, lo que sus manos habí­an tocado y sus oí­dos escuchado (IJn 1,1-4): el rostro de Dios impreso en el rostro irreconocible del crucificado inocente, que se entregaba a la muerte para expresar la autenticidad del amor del Padre.

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R. Fisichella

IV. Cristologí­as
Con la mención de diversos tipos de aproximación a la cristologí­a y con la valoración de cada uno de ellos, intentáremos precisar algunos principios de método.

1. CRISTOLOGíA BíBLICA, CRISTOLOGíA PATRíSTICA, CRISTOLOGíA ESPECULATIVA.
La cristologí­a bí­blica no se identifica con la exégesis. Esta se aplica a la interpretación de cada uno de los textos bí­blicos en particular, mientras que la cristologí­a bí­blica supone ya cierta sistematización doctrinal de los resultados obtenidos por la investigación exegética. Esta sistematización se hace en diversos niveles: puede referirse tan sólo a una agrupación de textos sobre un tema particular, como, por ejemplo, la cristologí­a de la cruz en san Pablo, o bien a la doctrina de un autor (cristologí­a de Mateo, de Marcos, de Lucas o de Juan), o puede tender también a enunciar una visión más global sobre la cristologí­a, tal como aparece en el conjunto de todo el NT. Los exegetas subrayan con razón que hay que respetar las ideas y orientaciones propias de cada autor y que no se pueden realizar mezclas de interpretación; así­, por ejemplo, no se puede interpretar a Juan por Pablo ni a Lucas por Mateo. Sin embargo, existen conexiones entre los diversos testimonios y se imponen a veces ciertas conexiones que implican una dependencia. Además, aun manteniendo la diferencia entre los autores y subrayando el pluralismo que en ellos se manifiesta, conviene elaborar una sí­ntesis de los datos bí­blicos para definir a Cristo tal como se revela a través de la Escritura. No basta con caracterizar al Cristo de Marcos o al Cristo de cada uno de los evangelistas; hay, finalmente, un rostro del Cristo del evangelio que es preciso determinar en sus rasgos esenciales.

La cristologí­a patrí­stica estudia la aportación de los padres de la Iglesia, aportación que se basa a su vez en la interpretación de la revelación bí­blica. Intenta ante todo precisar la doctrina propia de cada uno de los padres, pero estudia igualmente el desarrollo que se produjo a lo largo de la historia, con las corrientes de pensamiento que se afirmaron más especialmente. Así­, se interesa por las dos escuelas que en los siglos IV y V dividieron a los teólogos: la escuela de Alejandrí­a, que acentuaba la unidad de Cristo y su divinidad, y la de Antioquí­a que insistí­a en la dualidad y en la integralidad de su naturaleza humana. La cristologí­a patrí­stica se dedica en concreto a iluminar el sentido de las definiciones de fe que resultaron de las controversias cristológicas: los concilios de Nicea (325), de Constantinopla I (381), de Efeso (431), de Calcedonia (451), de Constantinopla II (553), cuyas declaraciones no tienen valor definitivo más que en la medida en que significan una simple exclusión del nestorianismo, y de Constantinopla III (681).

La cristologí­a especulativa, con su reflexión sobre el dato revelado, intenta sistematizar la doctrina, organizarla de una manera racional. Se enfrenta con los problemas que plantea la encarnación redentora a la inteligencia humana. Busca determinar, con la ayuda de conceptos filosóficos, la constitución ontológica de Cristo. Se entrega a investigaciones sobre la psicologí­a de Jesús, tomando en consideración el desarrollo de su conciencia humana y el ejercicio de su libertad. Procura precisar las propiedades caracterí­sticas de la santidad humana de Jesús, comprender cómo se verificó en él el desarrollo de la gracia y de las virtudes, mostrar cómo se compagina su santidad perfecta con su experiencia de las tentaciones, su impecabilidad con su libertad. Se dedica a definir el sentido de la misión del Salvador, a explicar en qué consiste el misterio pascual, el valor del sacrificio y el sentido del triunfo glorioso que sucedió a su pasión y a su muerte.

No hay alternativa en la elaboración de la cristologí­a bí­blica, de la cristologí­a patrí­stica y de la cristologí­a especulativa. En efecto, la cristologí­a especulativa tiene que apoyarse en la revelación, tal como está contenida en la Escritura y tal como se expresa en la tradición de la Iglesia. Conviene añadir que la especulación cristológica no se alimenta tan sólo de la Biblia y de la patrí­stica, sino de todo el desarrollo doctrinal que ha tenido lugar durante siglos. Recoge las aportaciones de la teologí­a escolástica, concretamente de los grandes pensadores del siglo XIII, y más especialmente de santo Tomás de Aquino; se elabora en continuidad con todo el movimiento teológico moderno y, naturalmente, con la doctrina enunciada en los concilios. Aunque el Vaticano II no quiso tratar expresamente de la cristologí­a, ofrece, sin embargo, ideas y orientaciones en este terreno, sobre todo en la Lumen gentium y en la Gaudium et spes.

2. CRISTOLOGIA ONTOLOGICA, CRISTOLOGIA FUNCIONAL.
La cristologí­a ontológica se esfuerza en determinar en qué consiste el ser de Cristo. En términos sencillos, afirma que Jesucristo es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre; más en concreto, que es el Hijo de Dios hecho por la encarnación hombre, semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado. Aun siendo perfectamente Dios y perfectamente hombre, Cristo es uno, un sujeto único. En su reflexión doctrinal sobre este dato esencial de la revelación, la cristologí­a se ve iluminada por la profesión de fe del concilio de Calcedonia, que afirma la unión de dos naturalezas “en una sola persona, en una sola hipóstasis” (DS 302). Con el empleo del término “hipóstasis” el concilio quiso poner de relieve el carácter ontológico de la unidad de persona. La cristologí­a intenta precisar qué es lo que constituye la realidad de la persona, su distinción de la naturaleza.

La cristologia funcional se dedica a definir y a explicar la función de Jesús. Centra su atención en la obra realizada por Cristo y en lo que la humanidad recibió y sigue recibiendo de él. El nombre mismo de Jesús, “Dios salvador” (cf Mt 1,21), muestra en él al Dios que da la salvación a los hombres.

Se observa en nuestra época una tendencia a desarrollar sobre todo la cristologí­a funcional. Se trata de una reacción contra la forma que habí­a tomado el tratado de la encarnación, cuando se limitaba a examinar los problemas suscitados por la unidad de persona en la dualidad de las naturalezas. Justamente ha habido cierto número de teólogos que han observado que es imposible separar la encarnación de su finalidad redentora, y que Cristo es esencialmente el Salvador. Por tanto, la cristologí­a ontológica no puede elaborarse independientemente de la cristologí­a funcional. Toda cristologí­a debe intentar hacer comprender la misión del Verbo hecho carne.

Sin embargo, no es tan aceptable la posición de los teólogos que entienden de una manera exclusiva la cristologí­a funcional. Se desinteresan de la ontologí­a de Cristo y piensan que el único objeto válido de la cristologí­a reside en lo que Cristo hizo por nosotros. A veces esta posición se basa en la convicción de que la función de Cristo es más fácil de determinar que su ontologí­a y menos expuesta a las controversias.

En este sentido hay que recordar que la cristologí­a funcional requiere necesariamente una determinación ontológica. La misión realizada por Jesús tiene un valor y un efecto que dependen de lo que él es. Si no fuera más que un hombre, sus actividades serí­an mucho más limitadas; si es Dios, puede comunicar a los hombres la vida divina.

Según el relato evangélico, fue el mismo Jesús el que planteó el problema ontológico con la pregunta que dirigió al grupo de los doce: “Vosotros, ¿quién decí­s que soy yo?” (Mt 16,15 par.). Más que preguntar por lo que habí­a venido a hacer o cuál era la obra que tení­a que cumplir, les pide que digan, en un impulso de fe, quién es.

Desde 1968 se ha desarrollado, primero en América Latina y luego en otros paí­ses, una forma particular de cristologí­a funcional, la cristologí­a de la liberación. Tiende a mostrar la respuesta de Cristo a los problemas tan agudos y dolorosos de las injusticias sociales y polí­ticas. Encuentra efectivamente en el evangelio los principios que han de guiar a la sociedad hacia un régimen en el que se vean respetados los derechos de todos, con una preocupación más sincera por la justicia y un reparto más equitativo de los bienes terrenos. El horizonte que se ha dado esta teologí­a tiene también sus lí­mites: no puede reducirse solamente a un régimen social y polí­tico la liberación que ha traí­do Cristo a la humanidad. El problema del mal en el mundo es más amplio, y la salvación de Cristo procura a los hombres la liberación respecto a todas las formas de pecado; les ofrece una vida espiritual que transforme y ensanche los corazones en un amor que ha de producir sus frutos en la vida social, pero animando también todos los demás aspectos de la existencia humana, con una orientación esencial hacia el más allá.

3. CRISTOLOGíA DESDE ABAJO, CRISTOLOGíA DESDE ARRIBA.
Las denominaciones “desde abajo”y “desde arriba” se han aplicado a la cristologí­a para distinguir dos puntos de partida diferentes. Así­, en la teologí­a protestante de lengua alemana, la cristologí­a de ! R. Bultmann y la de K. Barth, por lo demás muy divergentes, son consideradas como cristologí­a “desde arriba”, ya que se basan en la palabra de Dios, mientras que la cristologí­a de W. Pannenberg se presenta como cristologí­a “desde abajo”, ya que parte del Jesús histórico para demostrar su filiación divina.

Estas dos denominaciones pueden revestir significaciones muy variadas. Así­, la cristologí­a trascendental de ! K. Rahner se considera como cristologí­a desde abajo, aunque no tome como punto de partida el hecho histórico de Jesús, sino que se basa en un dato antropológico común a todos los hombres. No vamos a seguir aquí­ todos los diversos matices y perspectivas de estas denominaciones; nos limitaremos a examinar dos problemas metodológicos esenciales que plantean.

El primer problema se refiere al género de conocimiento que emplea la cristologí­a: ¿procede del kerigma, de las afirmaciones de la fe y del mensaje de la revelación, o se deriva del conocimiento del Jesús histórico? El segundo problema se refiere más directamente al objeto prioritario del estudio: ¿hay que partir de la divinidad de Cristo para llegar a su humanidad o remontarse de su humanidad a su divinidad? Estos dos problemas están relacionados entre sí­, ya que cuando la cristologí­a parte del kerigma se ve llevada a considerar ante todo la divinidad de Cristo, mientras que cuando parte del Jesús histórico se ve más inclinada a atender primero a su humanidad antes de llegar a la afirmación de su divinidad. Sin embargo, cada uno de estos dos problemas merece ser considerado aparte.

a) Cristologí­a histórica, cristologí­a kerigmática. ¿El punto de partida es el Cristo de la fe o el Jesús histórico? Algunos teólogos han expresado esta diferencia distinguiendo entre “jesuologí­a” y “cristologí­a”. Jesús es el hombre que vivió históricamente en Palestina; Cristo es aquel que proclamamos en nuestra fe.

De hecho, la respuesta al problema no consiste en escoger al uno con exclusión del otro. Por una parte, hay que admitir una prioridad objetiva del Jesús histórico, y en este sentido la cristologí­a es desde abajo; por otra, hay una prioridad subjetiva del conocimiento de fe, de tal manera que en esta perspectiva la cristologí­a es desde arriba.

El objeto de la cristologí­a es el Jesús de la historia. El cristianismo empezó por ser un suceso histórico; no nació de una simple idea ni de un dogma o un mensaje, sino de la vida, la muerte y la resurrección de Jesús de Nazaret. Entonces, toda cristologí­a es “jesuologí­a”. Cristo no puede ser más que el Jesús histórico.

Así­ pues, el Jesús de la historia debe ser estudiado en toda su vida terrena, tal como nos la relatan los evangelios. No puede tomarse simplemente como punto de partida de la cristologí­a a Cristo resucitado, como si la revelación no se produjera más que en la resurrección y no pudiera suscitar la fe más que a partir de ese momento. En realidad, Jesús reveló su identidad de Hijo de Dios en su vida pública, y mucho antes de su resurrección les pidió a sus discí­pulos una profesión de fe. La resurrección aportó una luz nueva, pero que confirmaba esencialmente las palabras y los gestos anteriores de Jesús, Cristo se manifestó como Hijo de Dios y salvador en las condiciones históricas de su vida terrena y no solamente en su estado glorioso.

Objetivamente, la cristologí­a se desarrolla entonces a partir del Jesús de la historia. Sin embargo, subjetivamente, tiene como punto de partida al Cristo de la fe.

En la persona que emprende el estudio de la cristologí­a es normalmente un conocimiento y una convicción de fe, lo que está en el origen de su esfuerzo intelectual. La fe reclama ese esfuerzo para comprender mejor lo que cree y por qué cree. El creyente se sirve de todos los recursos y de todos los medios de la ciencia, exegética e histórica, para descubrir la persona de Jesús tal como se apareció en la historia
Esto significa que el que realiza el esfuerzo de descubrir al Jesús histórico no debe prescindir de su fe. Respeta las exigencias cientí­ficas de la investigación, pero está guiado por una fe que lo orienta hacia la verdad. No se trata solamente de su fe individual, sino de la fe de la Iglesia, una fe que ha recibido de una larga tradición y que está siempre en progreso.

b) Cristologí­a ascendente, cristologí­a descendente. ¿Tiene que partir la cristologí­a de la humanidad de Jesús y tomar una dirección ascendente, o partir más bien de su divinidad tomando una dirección descendente? También aquí­ de lo que se trata no es de escoger una dirección con exclusión de la otra, sino de comprender cómo las dos encuentran necesariamente su lugar en el estudio cristológico.

La cristologí­a tiene su punto de partida en el rostro humano de Jesús, tal como se nos describe en los evangelios. Es en su humanidad dónde se revela su divinidad. No es posible concebir dos niveles de revelación en Jesús, el uno divino y el otro humano. Todo lo que es divino en él se manifiesta a través de lo humano; los relatos evangélicos no nos ponen nunca ante la vista unas actividades puramente divinas aparte de unas actividades humanas. Por tanto; hay que intentar conocer las palabras y los gestos humanos de Jesús para descubrir en él a la persona del Hijo de Dios. Sin embargo, esto no significa que el método consista en estudiar exclusivamente en una primera etapa lo que es humano para considerar a continuación, en una segunda etapa, la revelación de lo divino. En efecto, toda la humanidad de Jesús lleva la revelación de su persona divina y no pueden separarse los dos aspectos.

La cristologí­a ascendente exige completarse con una cristologí­a descendente. Si Jesús se revela como la persona del Hijo, no podemos dispensarnos de escudriñar el origen de su presencia en la tierra y de captar el movimiento por el que se hizo hombre aquel que era Dios. Es lo que hizo san Juan en el prólogo de su evangelio, cuando afirma que el Verbo, que existí­a desde toda la eternidad, se ha hecho carne. Más especialmente, la cristologí­a descendente muestra cómo el acto de la encarnación es primordialmente la demostración decisiva del amor del Padre, que por el Espí­ritu Santo entregó a su Hijo a la humanidad.

Hay que subrayar que la encarnación consiste esencialmente en un movimiento descendente: es el Verbo el que se hizo hombre, y no un hombre el que se hizo Verbo. La iniciativa divina es primordial. Por consiguiente, no se puede considerar a Cristo como un producto de la evolución de la humanidad.

Por otra parte, se manifiesta en la misión de Cristo un movimiento descendente, que exige ser reconocido y estudiado del mismo modo. La imagen visible y el signo de ese movimiento es la subida final a Jerusalén que se desarrolla sistemáticamente en el relato evangélico de Lucas. Por su pasión y su muerte, Jesús llega a su triunfo glorioso que tiene lugar definitivamente en la ascensión, mediante la elevación al cielo y la entronización a la derecha del Padre, con vistas al enví­o del Espí­ritu Santo.

4. CRISTOLOGíA DOGMíTICA, CRISTOLOGIA EXISTENCIAL.
La cristologí­a ha sido concebida a veces principalmente como dogmática, es decir, fundada en los dogmas definidos por los concilios de los primeros siglos, sobre todo los de Nicea y Calcedonia. Esta concepción encerraba el peligro de no llegar más que hasta una elaboración abstracta, demasiado sistemáticamente conceptual y demasiado desprendida del marco de la obra de la salvación. En reacción, algunos teólogos han querido promover una cristologí­a más existencial, menos esencialista, que apelara a la experiencia, no sólo de los orí­genes, sino también de la vida actual de la Iglesia.

Es verdad que la cristologí­a proviene de una experiencia inicial única, en la que Cristo confió su propio misterio a sus discí­pulos. La venida del Hijo de Dios a este mundo constituye en sí­ misma una experiencia de un género excepcional, la experiencia de una persona divina que vivió una vida humana; esta experiencia no puede reducirse a las condiciones de la experiencia común de los hombres, sino que ha de ser reconocida en su carácter trascendente. Se trata de la experiencia de los discí­pulos que vivieron con Jesús, que recibieron su revelación y que la transmitieron a las siguientes generaciones. En todas sus épocas la Iglesia sigue realizando la experiencia de la presencia de Cristo, una experiencia de fe iluminada por la revelación evangélica.

Semejante cristologí­a de la experiencia no se opone, ni mucho menos, a la cristologí­a dogmática si la comprendemos en su verdadero significado. Los dogmas proclamados par los concilios son en realidad el fruto de la experiencia de la Iglesia, la de la fe que se desarrolla e intenta definir mejor a ese Cristo al que se adhiere. Las declaraciones de Nicea y de Constantinopla son profesiones de fe que resultan de una reflexión cada vez más profunda sobre el sentido de la revelación (/Revelación, I). Hay que añadir que la experiencia de la fe cristiana no puede conservar su autenticidad más que reconociéndose en las profesiones de fe de la Iglesia y apoyándose en ellas.

La cristologí­a dogmática encuentra su dinamismo situándose en la perspectiva existencial de la obra de revelación y de salvación; la cristologí­a existencial alcanza su seguridad y su justa expresión en las afirmaciones dogmáticas.

5. CRISTOLOGíA KENí“TICA, CRISTOLOGIA DE LA RESURRECCIí“N.

En el siglo xix se formó una corriente de cristologí­a kenótica. Su punto de partida es la kénosis que afirma san Pablo en el himno cristológico de la carta a los Filipenses (2,7): Cristo Jesús, que existí­a en forma de Dios, se despojó de ella. Este despojo, que caracteriza el acto de la encarnación, ha dado lugar a diversas interpretaciones. Algunos han concebido la kénosis de una manera radical, como renuncia a las propiedades divinas, extendiéndola incluso a la vida eterna de la Trinidad. Este radicalismo encontró una nueva expresión en la teologí­a de la muerte de Dios, que se desarrolló sobre todo entre los años 1960 y 1970, y que propuso la idea de una absorción de la divinidad por la humanidad de Jesús, de tal modo que la encarnación podí­a significar una muerte real de Dios.

Si no es posible admitir esta interpretación extrema, lo cierto es que la kénosis expresa la condición de la vida terrena de Jesús. Hay en la encarnación una renuncia a la manifestación de la gloria divina. El mismo Jesús declaró que habí­a venido a servir (Me 10,45), y la humildad de su comportamiento supone un despojo í­ntimo. Toda cristologí­a tiene que reservar un lugar a la kénosis, con su consumación en el sacrificio.

En una dirección inversa se elaboran las cristologí­as de la resurrección. Tenemos un ejemplo reciente de ellas muy interesante en W. Pannenberg, que considera la resurrección como el acontecimiento escatológico decisivo, en el que Dios se revela personalmente; de esta manera piensa llegar a una demostración histórica de la divinidad de Cristo. Se le sigue con mayor dificultad cuando considera la vida terrena de Jesús como simple “prolepsis” o preámbulo.

Conviene destacar todo el valor de la resurrección, pero conociendo al mismo tiempo el valor de la kénosis, al mismo tiempo para la revelación de la divinidad de Cristo y para su obra de salvación.

6. CRISTOLOGIA PNEUMATOLóGICA, ESCATOLí“GICA, Cí“SMICA.

Ciertas cristologí­as han puesto el acento en algunos aspectos importantes de la revelación de la persona y de la obra de Cristo, aspectos que no siempre habí­an recibido anteriormente la atención que merecí­an.

a) Cristologí­a pneumatológica. La atención de los teólogos se ha dirigido recientemente de forma más insistente y sistemática al papel del Espí­ritu Santo en la vida de Jesucristo. Anteriormente, en las relaciones entre Cristo y el Espí­ritu Santo se poní­a sobre todo de manifiesto el enví­o del Paráclito por el Hijo. Pero el papel del Espí­ritu Santo en el desarrollo de la Iglesia a partir de pentecostés se encuentra en la prolongación de su papel en la vida terrena de Jesús, como lo demuestra el evangelio de Lucas. Así­ pues, la cristologí­a se esfuerza en precisar en qué sentido estuvo Cristo animado por la vida del Espí­ritu.

b) Cristologí­a escatológica. Cristo vino a cumplir los anuncios escatológicos de la antigua alianza. Por tanto, el aspecto escatológico es esencial para la comprensión del misterio de la encarnación redentora. La cristologí­a está llamada a determinar qué es lo que se realizó de la escatologí­a prometida en el “ahora” o la “hora de Cristo”, y qué es lo que se ha dejado para un desarrollo ulterior, bien sea en la vida terrena de la Iglesia o bien en el más allá. El valor y las consecuencias del acontecimiento de la resurrección de Jesús deben estudiarse más particularmente en esta perspectiva.

c) Cristologí­a cósmica. El misterio de la encarnación supone la transformación del destino no solamente de la humanidad, sino de todo el universo. El aspecto cósmico de la cristologí­a ha sido expuesto sobre todo por l Teilhard de Chardin. Este autor ha intentado integrar en una visión cientí­fica del mundo el significado de la presencia de Cristo en el cosmos. Unió una visión escatológica a la perspectiva cósmica, admitiendo al final de la evolución universal un punto omega que se identifica con Cristo.

Estas ideas han llamado la atención de los teólogos sobre la amplitud cósmica de la venida de Cristo, amplitud que sugieren o subrayan algunos textos del NT.

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J. Galot

V. Cristologí­a en perspectiva
1. LA CONCENTRACIí“N CRISTOLí“GICA EN LOS Aí‘OS OCHENTA. La cristologí­a fundamental sigue planteándose todaví­a la tarea de precisar su propio estatuto epistemólógipo y de determinar con mayor exactitud su ámbito de investigación, sobre todo respecto a la cristologí­a dogmática o sistemática. Pero como se ha llegado a cierto acuerdo a propósito de su innegable perijóresis, es decir, de su conexión intrí­nseca y su complementariedad, presentamos algunas reflexiones valorativas que pueden acogerse y compartirse sustancialmente en las dos ópticas cristológicas, a pesar de que sus metodologí­a, y acentuaciones tengan que ser diversas.

El núcleo central de toda reflexión sobre Jesucristo sigue siendo la proclamación convencida del apóstol Pedro: “No hay salvación en ningún otro, pues no se nos ha dado a los hombres ningún otro nombre debajo del cielo para salvarnos” (He 4,12). Esto significa que el anuncio de la buena nueva en la historia se sigue resumiendo en la afirmación: Cristo es todaví­a hoy el salvador único y universal de la humanidad entera.

Véase la primera encí­clica del pontificado de Juan Pablo Il, dedicada precisamente a Cristo, Redemptor hominis y “centrum universi et historiae” (cf “AAS” 71 [1979] 257-324; aquí­ n. 1; la fecha de la encí­clica es de 4 de marzo de 1979). La misión de toda cristologí­a es dar razón de esta esperanza (cf 1Pe 3,15), esto es, del significado y del valor de todos los elementos e implicaciones de esta solemne proclamación y pretensión.

Al énfasis eclesiológico del concilio y al antropológico del posconcilio siguió en los años ochenta una innegable concentración cristológica. Pero este desplazamiento hacia Cristo no se efectuó con una simple repetición del pasado, sino mediante lenguajes, interrogantes y perspectivas nuevas, articuladas y muchas veces saludablemente provocativas. En un contrapunto providencial bastante oportuno, se han dado algunas respuestas autorizadas de la conciencia de fe católica a aventuras cristológicas metadogmáticas o totalmente desacralizantes. Nos referimos a la publicación de las aportaciones teológicas de la Comisión Teológica Internacional (= CTI) y de la Pontificia Comisión Bí­blica (=PCB).

La CTI publicó del 1980 al 1986 tres documentos de í­ndole cristológica. En el primero, Quaestiones selectae de christologia, se analiza la aproximación histórica a la figura de Cristo, no sólo como posible y legí­tima, sino como una exigencia intrí­nseca de la fe cristiana. Se reafirma luego la unidad entre el Jesús terreno y el Cristo glorificado y la continuidad del dato bí­blico con el posterior dato dogmático y eclesial: En el segundo documento, Theologia, Christologia, Anthropologia, se ponen de relieve los ví­nculos intrí­nsecos que existen entre la cristologí­a, por una parte, y la revelación trinitaria y la antropologí­a, por otra. El tercer documento, De Jesu autoconscientia quam scilicet ipse de se ipso el de sua missione habuit, remacha, entre otras cosas, la conciencia filial y mesiánica de Jesús. El documento -dada la enorme multiplicidad de opiniones- no afrontó la cuestión de cómo obtiene Jesús sus ciencias-conocimientos (para una hipótesis de comprensión de este problema cf A. AMATo, Gesú il Signore. Saggio di eristologia, Dehoniane, Bolonia 1988, 381-397).

El estudio de la PCB De sacra Scriptura el Christologia (para el texto oficial latino y francés, cf COMMISION BiBLIQUE PONTIFICALE, Bible el Christologie, Cerf, Parí­s 1984) es amplio y articulado, La primera parte contiene un breve inventario de los estudios contemporáneos sobre la figura de Cristo (estudios teológicos clásicos, especulativos, históricos, religiosos, antropológicos, existenciales, sociales, sistemáticos de nuevo tipo), valorando sus méritos y sus lí­mites. En la segunda parte se toca el testimonio global de la Escritura, que se resume, una vez más, en la proclamación de Jesús Señor y mediador universal de la salvación.

Del complejo temario cristológico de los años ochenta surge la exigencia de una mayor atención a la analogia fide¡ (cf DV 12). La comprensión adecuada del acontecimiento Cristo no puede separarse ni del misterio trinitario (sobre todo en su dimensión pneumatológica) ni de su referencia intrí­nseca al misterio del hombre (recreado en Cristo a imagen de Dios), a su existencia moral y espiritual y, sobre todo, a su vida litúrgica como suprema concentración de verdad y de vivencia cristológica indisolublemente unidas.

También hermenéuticamente hablando, se presenta la urgencia de establecer unas relaciones más armónicas entre la exégesis bí­blica y la teologí­a dogmática respecto a cuestiones cruciales de la cristologí­a, como, por ejemplo, la correcta interpretación y motivación teológica de la encarnación, de la conciencia mesiánica de Jesús, de la intencionalidad salví­fica de su muerte, del fundamento y significado histórico-metahistórico de la resurrección, de la realidad de su divinidad, de su presencia salví­fica en la Iglesia y en los sacramentos y del carácter absolutamente decisivo de la salvación en él.

Por otra parte, no se puede orillar la exigencia de una mayor atención al diálogo con las ciencias humanas. No sólo con las que están tradicionalmente en contacto con la teologí­a,, como la filosofí­a, la literatura y la historia, sino también con las ciencias nuevas -algunas de ellas originalmente, planteadas con una intencionalidad antirreligiosa-, como, por ejemplo, la psicologí­a, la sociologí­a, las ciencias de la educación, las ciencias de la comunicación social. El diálogo no se puede dejar sólo a algunos sectores de la teologí­a práctica como la catequesis y la pastoral, sino que debe extenderse también a la cristologí­a fundamental y a la sistemática. Superando la fase de sospecha mutua o de una utilización tan sólo parcial e instrumental de las otras ciencias, la cristologí­a deberí­a pasar a una fase de diálogo y de colaboración a partir de unas opciones criteriológicas concretas.

A continuación aludiremos un poco más extensamente a algunas lí­neas de tendencias cristológicas; varias se han afirmando ya parcialmente, mientras que otras están perfilándose poco a poco en el horizonte teológico de los años noventa.

2. REVALORACIóN DEL JESÚS HISTóRICO Y DE LA CRISTOLOGIA PREPASCUAL. Una tendencia suficientemente compartida en cristologí­a es la recuperación y la revaloración de la importancia teológica tanto de la historia, entendida en su sentido pleno de aventura libre y auténticamente humana que comprende también el diálogo salví­fico entre Dios y la humanidad, como de la historia misma de Jesús, entendida como fundamento y motivación última de su acontecimiento salví­fico e irrepetible (cf, entre otros, W. KASPER, Jesús, el Cristo, Sí­gueme” Salamanca 19793; B. FORTE, Jesús de Nazaret. Historia de Dios, Dios de la historia, Paulinas, Madrid 19832). La historia de Jesús no es un elemento opcional que el teólogo pueda tranquilamente dejar de lado, como pensaba, por ejemplo, R. Bultmann. Es precisamente en la historia concreta de Cristo y en la globalidad de su vida en la tierra donde se arraiga y motiva el carácter salví­fico absoluto de su llamada existencial (cf He 2,22-24). En Cristo la historia llega a su más alta densidad soteriológica, puesto que su existencia (= actos, palabras, actitudes, milagros, acontecimiento pascual) es al mismo tiempo salvación definitiva para nosotros.

Desde este punto de vista, el énfasis sobre el Jesús histórico por parte de la teologí­a de la liberación está plenamente justificado, siempre que se respete plenamente la continuidad personal con el Cristo de la fe pospascual y del dogma eclesial. Surge así­ la posibilidad concreta de una cristologí­a prepascual o implí­cita como base indispensable para la comprensión del Cristo pascual y de la cristologí­a explí­cita postpascual. El Jesús prepascual tiene un significado intrí­nseco cristológico y soteriológico y constituye, junto con la pascua, un acontecimiento salví­fico plenario. A partir de su extraordinaria exousí­a (autoridad) prepascual es como se puede realizar legí­timamente el paso a su igualmente extraordinaria y única ousí­a (realidad personal). Se habla de cristologí­a implí­cita, no tanto en el sentido de que en el Jesús histórico falten indicios decisivos de reconocimiento cristológico, sino en el sentido de que estos indicios no son entendidos adecuadamente por los discí­pulos. La existencia de Jesús, como expresión de su autoconciencia í­ntima, está totalmente orientada en sentido cristológico. El se presentó siempre como aquel que tiene la autoridad absoluta de Dios en el terreno espiritual. Por eso se puede hablar también de cristologí­a implí­cita o abierta, en el sentido de que la cristologí­a prepascual -o sea, la fe incipiente de los discí­pulos- sigue estando abierta a su cumplimiento en la resurrección, acontecimiento decisivo de iluminación y de comprensión auténtica de todo el acontecimiento Cristo.

Este arraigo histórico del acontecimiento Cristo hace insostenible cualquier hipótesis dirigida a entender mitológicamente la categorí­a de la encarnación. Y viceversa, la luz de la resurrección ofrece la revelación última de la originalidad salví­fica de la figura histórica de Cristo, en discontinuidad absoluta con la interpretación y la apropiación que hace de él, por ejemplo, la actual Leben-JesuForschung judí­a, cuando considera a Jesús simplemente como el gran hermano o como el maestro iluminado, intérprete oficial de la ley en Israel (cf, p.ej., S. BEN CHORIN, Fratello Gesú. Un punto di vista ebraico sul Nazareno, Brescia 1985; H. FALK, Jesus the Pharisee. A New Look at the Jewishness of Jesus, Paulist Press, Nueva York 1985).

3. LA CRISTOLOGIA “DE LOS OTROS” O “DESDE FUERA”. En la cultura contemporánea está surgiendo una extraordinaria cristologí­a de los otros o cristologí­a desde fuera. Se trata de la comprensión, ordinariamente positiva -aunque reductiva- de Jesucristo, realizada fuera del cristianismo por los ateos, los no cristianos, los agnósticos; o fuera de las categorí­as clásicas de la teologí­a tradicional, como, por ejemplo, las ciencias psicológicas, la literatura, el arte. Se perfila ante todo un modelo humanista de Cristo, celebrado como hombre universal, como el más decisivo de los hombres normativos, fuente de autenticidad radical humana, modelo de existencia liberada, sostén insuperable de ideales morales preciosos, sin los que la sociedad mejor organizada, más rica y más técnicamente perfecta no dejarí­a de ser bárbara. En esta óptica humanista se reconoce a Jesús el mérito de haber atribuido un valor absoluto a todos los seres humanos y de haber sustituido la opresión y la arrogancia del poder por el gesto de dar y compartir (cf K. JASPERS, I grande filosofe, Longanesi, Milán 1973, 280-307; L. KOLAKOwsKI Senso e non-senso áella tradizione cristiana, Cittadella, Así­s 1975, 32-39; M. MACHOVEC, Jesús para ateos, Sí­gueme, Salamanca 1975; L. LOMBARDO RADICE, Figlio dell úomo, en I. FETSCHER y M. MAcIIOVEC, Marxisti di fronte a Cristo, Queriniana, Brescia 1976, 24s; F. BEZO, Lectura materialista del evangelio de Marcos, Verbo Divino, Estella 1975). También la aproximación psicológica ve en él no sólo “la masculinidad ejemplar”, es decir, una personalidad humana absolutamente equilibrada y privada de animosidad, de hipocresí­a, de inhumanidad y de formalismo, sino también un insuperable “psicoterapeuta”, cuya enorme madurez psicológica se convierte para los demás en instrumento de transformación creadora y humanizarte (cf H. WOLFF, Gesú, la maschilitá esemplare, Queriniana, Brescia, 1979; ID, Gesú psicoterapeuta. L áteggiamento di Gesú nei confronte degli uomini come modello Bella moderna psicoterapia, Queriniana, Brescia 1982).

La lectura humanista abre espacios inéditos a la revaloración de la riqueza humana de la figura de Jesús como hombre justo que, reafirmando la dignidad de toda persona independientemente de sus facultades económicas, intelectuales, morales, psí­quicas o fí­sicas, se presenta como un ejemplar humano de una modernidad absoluta. Además, la frescura del lenguaje tiene una función oxigenarte e innovadora positiva frente al vocabulario árido y muchas veces repetitivo de la teologí­a corriente. No pocas veces estas interpretaciones humanistas, aunque procedan de visiones del mundo unidimensionales, materialistas, negadas por principio a la trascendencia, expresan paradójicamente la urgencia de escapar de la fuerza de gravitación de los perversos sistemas antihumanos. Para ellos, lo que a primera vista parece ser una historia de la “desinterpretación” de Jesús, aceptado sólo como hombre, podrí­a considerarse también como un intento supremo de anclarse en Cristo como sostén auténtico del esfuerzo por ser hombres.

Además del modelo humanista se vislumbra también un modelo religioso de Jesús, tal como aparece en las interpretaciones judí­as, hindúes e islámicas de Cristo. Se le ve como maestro de existencia religiosa auténtica (gurú), mártir del sacrificio y de la hermandad universal, encarnación plena de Dios para iluminar y salvar al mundo (avalara), profeta del altí­simo, guí­a hacia la auténtica moralidad humana, mártir de la justicia. El significado humano y religioso del “Jesús de los otros” representa un antí­doto saludable a no pocos cristianos extraviados en su identidad de fe y dudosos de la importancia humana de su ser cristianos en el dí­a de hoy (cf G. DE ROSA, Cristianesimo, religione el sette non cristiane a confronto, Cittá Nuova, Roma 1989; H. KÜNG, El cristianismo y las grandes religiones. Hacia el diálogo con el islam, el hinduismo y el budismo, Cristiandad, Madrid, 1987; J. VERNETTE, Jésus dans la nouvelle religiosité, Desclée, Parí­s 1987).

4. PLURALIDAD. DE PRECOMPRENSIONES Y DE óPTICAS CRISTOLí“GICAS. Esta asimilación y apropiación de Jesús por parte de los otros vuelve a plantear, a los cristianos la eterna pregunta cristológica: “Vosotros, ¿quién decí­s que soy yo?” (Mt 16,15), con la consiguiente exigencia de remotivar la respuesta de Simón Pedro: “Tú eres el mesí­as, el Hijo del Dios vivo” (Mt 16,16). Para los cristianos, Jesús no es algo relativo, es decir, uno de tantos modelos de humanidad y de religiosidad, sino un absoluto salví­fico. Es el reconciliador universal (Col 1,20; Ef 1,10), el libertador de la esclavitud del mal (Rom 6,17-18), el recreador del hombre y de la naturaleza (Rom 5,1; Tit 3,5-6), el Hijo de Dios encarnado (Jn 1,14), profundamente hombre a pesar de ser Hijo de Dios (Heb 2,17s; 4,15; 5,7s); el mediador único entre Dios y el hombre (1Tim 2,5). La comprensión cristiana supera y cumple las interpretaciones no cristianas.

Aun permaneciendo intacto el núcleo central del anuncio cristológico, los cristianos usaron desde el principio diversos modelos interpretativos del acontecimiento Cristo. Si la óptica de la cristologí­a ortodoxa es por tradición la de la gloria, el modelo luterano es más bien el de la teologí­a de la cruz. La actual cristologí­a católica se caracteriza fundamentalmente por el énfasis en la humanidad de Jesús, por la apelación existencial-práctica y por el diálogo con la cultura contemporánea. Esto ha dado origen a una pluralidad de modelos y de aproximaciones. Tenemos, por ejemplo, la cristologí­a desde abajo o desde arriba, cósmica, histórica, trascendental, estética, narrativa, de la liberación, inculturada, de la religiosidad popular. La legitimidad teológica de estos modelos se debe a su disponibilidad a favorecer la globalidad del acontecimiento Cristo, evitando los peligros de la fragmentación, de ta reducción y de la incomunicabilidad mutua. Por su carga notable de evolución y de futuro nos fijaremos solamente en algunas de estas aproximaciones.

5. CRISTOLOGíA E INCULTURACIóN. Para el concilio Vaticano II, la historia de la evangelización cristiana fue y sigue siendo un continuo proceso de “adaptación cultural”, de Diálogo con las culturas”, de “intercambio vital con las diversas culturas de los pueblos (cf GS 44.58): “Verbi revelati accomodata praedicatio lex omnis evangelizationis” (GS 44). A partir del sí­nodo de los obispos de 1977, el término inculturación indica una exigencia ineliminable del quehacer teológico actual (cf CTI, Fides el inculturatio, en “Gregorianum” 70 [1989] 625-646). Ya se ha esbozado una criteriologí­a teológica de la inculturación. Es esencialmente encarnación del misterio de Cristo en una cultura determinada y su expresión en el lenguaje, en los sí­mbolos culturales, en la experiencia vital, en la “carne” de los diversos pueblos evangelizados (criterio cristológico). Esta recreación” de la cultura, purificada de sus eventuales yerros, se realiza por obra de toda la comunidad eclesial (criterio eclesiológico) y es un servicio de iluminación y de liberación de la persona humana evangelizada (criterio antropológico).

La aguda sensibilidad de la originalidad y de la identidad propia de las diversas zonas culturales eclesiales está ofreciendo un panorama muy amplio de cristologí­as inculturadas o en contexto. Además de la cristologí­a latinoamericana, surgen las comprensiones asiáticas y africanas de la figura de Cristo. Hay, por ejemplo, interesantes propuestas de cristologí­a en Filipinas, en la India, en Japón, en Corea, en Nueva Guinea. También ífrica está elaborando ideas cristológicas inculturadas, como la consideración de Cristo jefe, antepasado, hermano mayor, curador, maestro de iniciación. Son nombres y conceptos africanos que podrí­an facilitar una mejor comprensión de la figura de Jesucristo y de su misterio salví­fico. Entre los tí­tulos más apropiados parece destacar el de Jesús como hermano mayor. Los autores africanos son conscientes, sin embargo, de que el misterio de Jesucristo no puede asimilarse ni expresarse por completo con las categorí­as indí­genas sin perder su originalidad. En Cristo tiene que seguir dándose una irreductible e intraducible alteridad.

6. CRISTOLOGIA DE LA LIBERACIóN. Se trata de un ejemplo particularmente actual de una interpretación inculturada de Jesucristo, surgida dentro de la teologí­a de liberación latinoamericana (al no poder recoger aquí­ la extensa bibliografí­a sobre la teologí­a de la liberación, remitimos a la sí­ntesis de L. y C. BOFF, Cómo hacer teologí­a de la liberación, Paulinas, Madrid 1986, y a un estudio reciente de valoración de conjunto de F.A. PASTOR, Ortopraxis y ortodoxia, en “Gregorianum”70 [1989] 689-739). Damos tan sólo un ejemplo, citando únicamente las propuestas cristológicas de Leonardo Boff y Jon Sobrino. Boff parte de dos factores interpretativos del acontecimiento Cristo: la coyuntura histórica y la situación de pobreza de América Latina. Esto significa: en el nivel social, opresión colectiva, exclusión y marginación; en el nivel humaní­stico, injusticia y negación de la dignidad humana; en el nivel religioso, pecado social, “situación contraria al designio del Creador y a la honra que le es debida (Puebla, n. 28)” (o.c., 11).

La teologí­a de la liberación surge del encuentro de Cristo pobre con los pobres de este mundo: “El crucificado, presente en los crucificados, llora y grita: `Tengo hambre, estoy encarcelado, me encuentro desnudo”‘ (ib, 13). Jesucristo “es Dios en nuestra miseria, el Hijo eterno que asumió un judí­o concreto…, que realiza la liberación de los infelices concretos” (ib, 70). Se ve a Cristo como liberador y promotor de una praxis eclesial liberadora: “La cristologí­a que proclama a Jesucristo como liberador quiere comprometerse en la liberación económica, social y polí­tica de los grupos oprimidos y dominados. Se esfuerza por captar el significado teológico de la liberación histórica de las grandes masas de nuestro continente (…). Se propone articular de este modo el contenido de la cristologí­a y crear un estilo que ponga de manifiesto las dimensiones liberadoras presentes en el camino histórico de Jesús” (L. BOFF, Jesús Cristo Libertador. Uma visao cristológica a partir da periferia, en “Revista Eclesiástica Brasileira” 37 [1977] 502).

También Jon Sobrino señala una finalidad eminentemente práctica a su cristologí­a: “La hermenéutica no busca solamente resolver el problema de la verdad de las afirmaciones que se hacen sobre Cristo, sino también encontrar la manera de hacerlas comprensibles y operativas, es decir, hacer de la tradición existente en torno a Cristo algo que siga siendo vivo y vital (J. SOBRINO, Cristologí­a desde América Latina. Esbozo a partir del seguimiento del Jesús histórico, CRTE, México 1977, 299). Para ello adopta dos criterios de fidelidad: el de la hermenéutica de la praxis, que implica fidelidad a la praxis concreta, y el del Jesús histórico, que dice fidelidad a la praxis concreta del Cristo bí­blico.

Tanto Boff como Sobrino, al tener que destacar no tanto la comprensión y la verdad sobre Cristo como su impulso de transformación y liberación de la realidad oprimida, seleccionan y acentúan aquellos elementos que se encuentran en una relación particular con el paradigma de la liberación (reino de Dios, resurrección como utopí­a) y con la actitud práctica adecuada para realizarla (actividad social de Jesús, exigencia del seguimiento). Se trata de una opción que hace derivar del gesto salví­fieo de Cristo las instancias operativas capaces de tener incidencia en la realidad y transformarla: “Creemos que el Jesús histórico es el principio hermenéutico, tanto a nivel noétlco como a nivel práxico, para una aproximación a la totalidad de Cristo, en el que se realiza realmente la unidad de la cristologí­a con la soteriologí­a” (ib, 8; para nuevas informaciones, cf J. SOBRINO, Jesús en América Latina. Su significado para la fe y la cristologí­a, Sal Terrae, Santander 1982; puede verse una valoración de este libro, hecha por Juan Alfaro, en “Estudios eclesiásticos” 59 [1984] 237254).

Digamos enseguida que es sumamente sugestiva para el mundo contemporáneo la misma palabra liberación, que tiene gran impacto emotivo y que evoca una vida humana realizada y libre (cf la instrucción Libertatis nuntius, 1). La opción preferencial por los pobres es la opción de fondo de la teologí­a y de la cristologí­a de la liberación. Se trata de un compromiso evangélico que brota de la praxis concreta de Jesucristo y que hizo suyo la Iglesia latinoamericana en Puebla en el 1979. Puebla acoge el tema de la liberación como calificativo e indispensable para la doctrina y para la misión de la Iglesia (nn. 335, 562, 1254, 1270, 1283, 1302), dedicando amplio espacio a la evangelización, la liberación y la promoción humana (nn. 470-506) y a la opción preferencial por los pobres (nn. 11341165). La instancia “liberadora” y “factual” del mensaje cristológico -debido al fuerte acento que dio la teologí­a de la liberación- es percibida actualmente más por toda la comunidad eclesial y se ha convertido en patrimonio precioso y liberador. Las mismas instrucciones de la Congregación para la Doctrina de la fe de 1984 y de 1986 (cf “AAS” 76 [1984] 876-909; 79 [1987] 554-599) no han dejado de legitimar las expresiones y las instancias liberadoras de la teologí­a de la liberación (cf la instrucción Libertatis nuntius I-IV, de 1986), aunque ponen en guardia contra una aceptación rí­gida y acrí­tica del marxismo como principio determinante del trabajo teológico (ib, nn. VIIVIII). La opción por los pobres está sostenida por un maravilloso testimonio concreto hasta el martirio de nuestros hermanos y hermanas latinoamericanos, que se ponen de parte de los perdedores y de los pobres para reivindicar su dignidad y su libertad. Mediante la lectura de la eficacia liberadora del acontecimiento Cristo se recuperan algunos elementos evangélicos a menudo olvidados, como las incidencias polí­ticas y sociales del mensaje cristológico sobre la realidad latinoamericana. Se ve a Jesús como fuerza liberadora y contestataria, capaz de remover los mecanismos de opresión y de injusticia, y de promover en la actualidad de América Latina el compromiso por la construcción de un mundo nuevo, fraternal, justo y auténticamente evangélico. Finalmente, la cristologí­a de la liberación “representa la primera teologí­a elaborada a partir de las cuestiones suscitadas por la periferia, pero con una intencionalidad universal” (L. y Cl. BoFF, Cómo hacer teologí­a de la liberación, o.c., 111). Lleva consigo una carga de contemporaneidad y de universalidad porque se interesa por el pobre, es decir, por el hombre maltratado y discriminado (en los aspectos económico, social, polí­tico, racial, sexual, cultural y religioso), que hay que rescatar y liberar mediante el anuncio del evangelio de Jesucristo. La cristologí­a de la liberación presenta a Jesucristo como auténtica fuente de humanización del mundo contemporáneo.

A pesar de estos méritos indudables, recogemos algunas crí­ticas propuestas y acogidas por los hermanos Boff (ib, 82-84). Ellos mismos admiten en la teologí­a de la liberación cierta depreciación de las raí­ces mí­sticas de la realidad cristiana; una exagerada inflación del aspecto polí­tico a costa de otras dimensiones más gratuitas, más profundamente humanas y evangélicas; cierta subordinación del discurso de la fe al discurso de la sociedad y un acento impropio del discurso de clase, sin tener en cuenta lo especí­fico religioso y cristiano; una exagerada absolutización de la teologí­a de la liberación, con la marginación consiguiente de la validez de otras visiones teológicas; se exaspera unilateralmente la figura socioeconómica del pobre evangélico, minimizando la importancia de otros aspectos de la opresión social; como la racial y la sexual; una acentuación excesiva de las rupturas, más bien que de las continuidades, en lo que atañe a los comportamientos y a la acción pastoral de la Iglesia; escaso diálogo con las enseñanzas doctrinales y sociales del magisterio pontificio y local y escasa atención al diálogo con las diversas instancias eclesiásticas; el uso de un método, el del análisis marxista, que “no detenta ya el monopolio de la transformación histórica” (ib, 110). A ello se puede añadir que la insistencia casi exclusiva de la operatividad socio-estructural del evangelio y en la ortopraxis relativa contiene el riesgo de elevar a criterio absoluto de verdad el principio de la sola eficacia práctica del acontecimiento Cristo. Si esto fuese verdad, perderí­a gran parte de su significado el misterio central de la redención y de la salvación cristiana, representado por el sufrimiento, la cruz y la resurrección de Jesús. Además, a propósito de los contenidos, la cristologí­a de la liberación subraya lo que en la historia del Jesús terreno puede interpretarse como paradigma concreto de liberación: su solidaridad con los pobres, su anticonformismo frente a las estructuras opresivas y su actitud de conflicto frente a los grupos que detentan el poder. El énfasis exclusivo en el Jesús histórico corre el riesgo de olvidar al Cristo bí­blicoeclesial, considerado con cierta desconfianza y sin una incidencia concreta en la praxis de liberación. De esta manera se abre un foso imposible de colmar entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe eclesial, del dogma, de la liturgia, de los sacramentos, que es el auténtico animador en la historia de la praxis de liberación total del hombre. Se corre el riesgo de caer en una lectura “profana” de Jesús. Su figura, desconectada de su verdadero contexto trinitario y pneumatológico, queda reducida casi exclusivamente a lo empí­rico-factual, considerado como portador privilegiado, si no único, de sentido cristológico. De esta manera, se tiende a minimizar el testimonio evangélico sobre la obediencia de Jesús al Padre, sobre su conciencia mesiánica de liberador del pecado y de la muerte, sobre su sacrificio redentor, sobre su muerte en la cruz. “Estas tentaciones -se puede concluir con Boff- serán tanto más fácilmente superadas cuanto más imbuidos estén los teólogos de la liberación del sentido de Cristo (1 Cor 2,16), vinculados a la comunidad eclesial y vitalmente nutridos con la vigorosa savia mí­stica de la religión y de la fe popular” (ib, 84).

CRISTOLOGíA Y RELIGIOSIDAD POPULAR. La religiosidad popular (= RP), llamada también “devoción popular”, “piedad popular”, “religiosidad del pueblo”, es una realidad eclesial universal y compleja. Describiendo la religiosidad popular latinoamericana, Puebla afirma: “Por religión del pueblo, religiosidad popular o piedad popular entendemos el conjunto de hondas creencias selladas por Dios, de las actitudes básicas que de estas convicciones derivan y las expresiones que las manifiestan. Se trata de la forma o de la existencia cultural que la religión adopta en un pueblo -determinado. La religión del pueblo latinoamericano, en su forma cultural más caracterí­stica, es expresión de la fe católica. Es un catolicismo popular” (Puebla 444). La religiosidad popular es rica en elementos positivos. Contiene un conjunto de valores que responden con sabidurí­a cristiana a los grandes interrogantes de la existencia. Tiene el sentido de lo sagrado, manifiesta una sed de Dios, expresa un fervor y una pureza de intención conmovedora, que sólo pueden tener los sencillos y los pobres (cf EN 48; CT 54); se muestra disponible ante la palabra de Dios, cree en la providencia y en la presencia amorosa y constante de Dios Padre, tiene un gran sentido de la oración (cf EN 48; Puebla 454, 913); se trata de una sabidurí­a popular católica que posee una capacidad de sí­ntesis vital, que une creativamente lo divino y lo humano, a Cristo y a Marí­a, el espí­ritu y el cuerpo, la comunión y la institución, la persona y la comunidad, la fe y la patria, la inteligencia y el afecto (cf Puebla 448, 913); celebra a Cristo en su misterio de encarnación (navidad, el niño Jesús), en su crucifixión, en la eucaristí­a y en la devoción al sagrado corazón (cf Puebla 454, 912); hace progresar en el conocimiento del misterio de Cristo y de su mensaje, de su encarnación, de su cruz redentora, de su resurrección, de la acción del Espí­ritu en todo cristiano, del misterio del más allá (cf CT 54); manifiesta su amor a Mana, venerada como madre inmaculada de Dios y de los hombres (cf Puebla 454); hace capaces de generosidad y de sacrificio hasta el heroí­smo cuando se trata de dar testimonio de la fe (cf EN 48; Puebla 913); tiene una fuerte conciencia de pecado y de la necesidad de expiación (cf Puebla 454); expresa la fe en un lenguaje total (canto, imágenes, gesto, color, danza), la sitúa en el tiempo (fiestas) y en los lugares (santuarios y templos) y la vive profundamente en los sacramentos y sacramentales de la vida personal y social (cf Puebla 454); engendra actitudes interiores que raras veces se observan en otras partes en su grado más alto (paciencia, sentido de la cruz en la vida diaria, apertura a los otros, devoción: cf EN 48); practica las virtudes evangélicas (cf CT 54), el desprendimiento de las cosas materiales, la solidaridad (cf Puebla 454, 913); tiene un respeto filial a los pastores de la Iglesia y un vivo afecto a la persona del papa (cf Puebla 454). Por esta su profunda sabidurí­a humana y cristiana, la RP puede constituir un auténtico “humanismo cristiano que afirma la dignidad radical de toda persona como hijo de Dios, establece una fraternidad fundamental, enseña a encontrar la naturaleza y a comprender el trabajo y ofrece los motivos para un cierto buen humor y agudeza, aunque tenga que vivir una vida muy dura” (Puebla 448).

Pero no es posible soslayar los peligros de la RP, sobre todo cuando se ignora o se descuida la obra de evangelización y de catequesis. Los limites de tipo ancestral son la superstición, la magia, el fatalismo, la idolatrí­a del poder, el fetichismo y el ritualismo (EN 48; Puebla 456). Los lí­mites debidos a la deformación de la catequesis son el arcaí­smo estático, la desinformación y la ignorancia, la reinterpretación sincretista, la reducción de la fe a un puro contrato en las relaciones con Dios, la exagerada estima del culto a los santos en detrimento de la conciencia de Jesucristo y de su misterio (EN 48; Puebla 456, 914). Las amenazas a la RP son el secularismo difundido por los medios de comunicación social, el consumismo, las sectas, las religiones orientales y agnósticas, las manipulaciones ideológicas, sociales, polí­ticas y económicas, los mesianismos polí­ticos secularizados, el desarraigo y la proletarización urbana debida al cambio cultural (Puebla 456). De aquí­ una urgencia de purificación, de una continua rectificación (CT 54), pero sobre todo de una consideración teológica de la religiosidad popular para hacer de ella un modelo de anuncio cristiano global.

Hagamos una alusión al que se puede llamar el “Cristo religioso-popular” de Puebla. Sea cual fuere el nivel de comprensión auténtica o de degradación de Jesús en la RP, sigue siendo un Cristo vivo, escuchado, acogido y amado por el pueblo cristiano. Aunque desfigurado y pobre desde el punto de vista de las motivaciones -quizá en provecho de la Virgen y de algunos santos (Puebla 914)-, es él el que ilumina y sostiene la existencia global del pueblo, haciéndose portador y garantí­a de sus valores más nobles y de sus aspiraciones más auténticas. Prueba de ello son: la participación en la misa, en los sacramentos y, sobre todo, en la eucaristí­a; la celebración de las grandes fiestas litúrgicas cristológicas; el uso de las devociones cristológicas, como la del sagrado corazón; su presencia protectora en la casa mediante imágenes, cuadros, altarcitos (cf Puebla 912). Los estudiosos del folclore y de la RP han indicado algunas imágenes caracterí­sticas de Cristo en el ámbito de la piedad popular latinoamericana: en ella es especialmente viva la devoción a Cristo muerto (con el que el pueblo se identifica: el famoso “Crucifijo” de la iglesia de San Francisco de Bahí­a, en Brasil, sintetiza la “cristologí­a popular” latinoamericana), al niño Jesús (que suscita el cariño), a Cristo rey celestial (que da fuerzas y coraje en las dificultades de la vida y en la persecución por la fe), a Cristo rey de la paz (predicado por los primeros evangelizadores del continente). Estas imágenes son, en su mayor parte, de origen español.

Frente a esta realidad cristológica popular, Puebla ha propuesto una reevangelización sin reducciones ni opciones preconcebidas de la figura del Cristo bí­blico-eclesial, “verdadero Dios y verdadero hombre” (n. 171); “Cristo, nuestra esperanza, está en medio de nosotros, como enviado del Padre, animando con su Espí­ritu a la Iglesia y ofreciendo al hombre de hoy su palabra y su vida para llevarlo a su liberación integral” (n. 166). “Es nuestro deber anunciar claramente, sin dejar lugar a dudas o equí­vocos, el misterio de la encarnación: tanto la divinidad de Jesucristo, tal como la profesa la fe de la Iglesia, como la realidad y la fuerza de su dimensión humana e histórica” (n. 175). “No podemos desfigurar, parcializar o ideologizar la persona de Jesucristo, ya sea convirtiéndolo en un polí­tico, un lí­der, un revolucionario o un simple profeta, ya sea reduciendo al campo de lo meramente privado a quien es el Señor de la historia”(n. 178; cf también el n. 179). Así­ pues, la Iglesia latinoamericana fundamenta el anuncio de la liberación integral, incluso socioeconómica, de los pueblos oprimidos, en la integridad dogmática del misterio de Cristo: “Solidarios con los sufrimientos y aspiraciones de nuestro pueblo, sentimos la urgencia de darle lo que es especí­ficamente nuestro: el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios. Sentimos que ésta es la `fuerza de Dios’ (Rom 1,16), capaz de transformar nuestra realidad personal y social y de encaminarla hacia la libertad y la fraternidad, hacia la plena manifestación del reino de Dios” (n. 181).

8. CRISTOLOGíA Y RELIGIONES NO CRISTIANAS. a) Una pluralidad de modelos: Un desafí­o que parece decisivo para el porvenir en la cristologí­a contemporánea es el que se ha lanzado contra el significado y la universalidad salví­fica del acontecimiento Cristo, no tanto por las religiones no cristianas y las sectas, cuanto más bien desde el,mismo interior del cristianismo, a través de autores que elaboran una teologí­a de las religiones no cristianas dirigida a explicar su mediación salví­fica. Así­, tras el “mito del Dios encarnado” (cf J. HICK [ed.], The Myth of God Incarnate, SCM Press, Londres 1977), llegó diez años más tarde el “mito de la unicidad cristiana” (cf J. HICK y P. KNITTER [eds.], The Myth of Christián Uniqueness. Toward a pluralistic Theology of Religions, Orbis Books, Maryknoll, N.Y., 1987), con un singular crescendo polémico dirigido a problematizar, relativizar e incluso negar la bimilenaria conciencia de fe cristiana sobre la encarnación del Hijo de Dios y sobre la unicidad y el carácter absoluto de la salvación de la humanidad entera en el único mediador Jesucristo.

El contexto articulado de este desafí­o procede de la revaloración conciliar del valor salví­fico de las religiones no cristianas, del debilitamiento del espí­ritu misionero dentro del cristianismo y del despertar contemporáneo de las otras religiones, que, después de siglos de letargo y de sumisión cultural, vuelven a descubrirse como fuente y garantí­a de valores humanos fundamentales, tales como la identidad y la independencia. nacional, la paz y la concordia universal. El diálogo interreligioso concomitante, la emigración, el fin del colonialismo, el proselitismo, la misteriosa nostalgia que suscita el exotismo oriental, el ofrecimiento de un estilo de vida y de una cultura alternativa a la existencia posmaterialista occidental son otros tantos factores que parecen redimensionar la llamada arrogancia soteriológica del cristianismo. De. manera que no pocos teólogos cristianos rechazan abiertamente la afirmación de Cristo como salvador único y universal, elaborando al mismo tiempo un nuevo cuadro de referencia salví­fica en relación con los otros ofrecimientos de salvación disponibles en la cultura planetaria.

Esquematizando todo lo posible, señalamos cinco modelos que parecen surgir a propósito del significado soteriológico de Cristo hoy:
– El modelo exclusivista, que por una parte rechaza las religiones no cristianas como idolátricas y erróneas y por otra reafirma la incondicionalidad absoluta del cristianismo (cf, p.ej., K. Barth). Este modelo piensa en un universo eclesiocéntrico y en un Cristo mediador exclusivo de la salvación.

– El modelo inclusivista mantiene una actitud dialéctica de aceptación y de crí­tica: se acepta la validez parcial de las religiones no cristianas en orden a la salvación (cf LG 16; GS 22); se contestan sus pretensiones de salvación absoluta. La eventual presencia en ellas de fe, de gracia y de salvación se relaciona con Cristo, que es la fuente constitutiva de toda salvación disponible dentro y fuera del cristianismo. Este modelo piensa en un universo cristocéntrico y en un Cristo mediador constitutivo de salvación. Es la perspectiva conciliar, compartida por autores como A. Dulles, K. Rahner, P. Rossano (ef A. DULLES, Models of Revelation, Garden City, Nueva York 1983; K. RAHNER, El cristianismo y las religiones no cristianas, en Escritos de teologí­a V, Taurus,Madrid 1964,135-136; ID, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 1979; P. ROSSANO, Christ’s Lordship and Religious Pluralism, en G. ANDERSON y T. STRANSKY [edS.], Christ’s Lordship and Religious Pluralism, Orbis Books, Maryknoll 1981, 96-110).

– El modelo normativo rechaza la perspectiva de la unicidad de la salvación en Cristo y afirma que todas las religiones tienen un valor salví­fico intrí­nseco, independientemente del fundador del cristianismo. Todas ellas serí­an relativamente verdaderas, aunque “normadas” por Cristo. Más que mediador constitutivo de salvación, Cristo es el mediador normativo, que con la ejemplaridad y la plenitud de su acontecimiento corrige y lleva a su cumplimiento las otras mediaciones, que siguen siendo, sin embargo, intrí­nsecamente salví­ficas. “Puesto que posiblemente Dios tenga algo más que decir y hacer de lo que dijo e hizo en Cristo, de ahí­ que los cristianos entablen un diálogo con las otras religiones no sólo con el fin de enseñar, sino también de aprender: para aprender, quizá, aquello de lo que jamás han tenido conocimiento en su vida” (P. KNITTER, La teologí­a de las religiones en elpensamiento católico, en “Concilium” 203 [1986] 126). Según P. Knitter, esta comprensión ha llegado a ser “una perspectiva generalizada entre los teólogos católicos de hoy; bajo diversas formas aparece en H. Küng, H.R. Schlette, M. Hellewig, W. Bühlmann, A. Camps, P. Schoonenberg” (ib, 126); (ef W. BÜALMANN, God’s Chosen Peoples, Orbis Books, Maryknoll 1983; A. CAMPS, Partners in Dialogue, Orbis Books, Maryknoll 1983; M. HELLWIG, Jesus, the Compassion of God, M. Glazier, Wilmington 1983, 127155; H. KONG, Ser cristiana, Cristiandad, Madrid 19773; ID, El cristianismo y las grandes religiones, Cristiandad, Madrid 1987; H.R. SCHLETTE, Le religioni come tema delta teologí­a, Morcelliana, Brescia 1968; P. SCHOONENBERG, The Church and non-christian Religiorxs, en D. FLANAGAN [ed.], The evolving Church, Staten Island 1966, 89-109). En esta visión de Cristo salvador, normativo la perspectiva no es no eclesiocéntrica ni propiamente cristocéntrica, sino teocéntrica.

– El cuarto modelo, el pluralista, se refiere expresamente al mito de Babel más que al misterio de pentecostés. Propugna una multiplicidad y un pluralismo absoluto de mediadores y de mediaciones salví­ficas, todas igualmente válidas. Cristo serí­a uno de tantos mediadores, ya que habrí­a una imposibilidad objetiva de manifestar históricamente la unicidad de su acontecimiento salví­fico: “De modo más concreto y nada cómodo, el budismo y el hinduismo pueden ser tan importantes para la historia de la salvación como pueda serlo el cristianismo, y otros reveladores y salvadores pueden ser tan importantes como Jesús de Nazaret” (P. KNITTER, La teologí­a de las religiones, a.c., 128; este mismo autor habí­a desarrollado esta posición en el volumen No Other Name? A Critical Survey of Chrisrian Attitudes toward the World Religions, Orbis Books, Maryknoll 1985). Los autores de esta corriente piensan que todos los fundadores y todas las religiones del mundo son para sus seguidores unos absolutos salví­ficos, con una importancia decisiva también para las otras religiones, que pueden encontrar en ella su plenitud y su inspiración (cf, p.ej., H. MAURIER, The Christian Theology of Non-Christian Religions, en “Lumen Vitae” 21 [1976] 59-74; R. PANIKKAR, El Cristo desconocido del hinduismo, Marova, Madrid-Barcelona 1970; A. PIERIS, The Place of NonChristian Religions and Cultures in the Evolution of the Third World Theology, en V. FABELLA y S. TORRES [eds.], Irruption of the Third World: Challenge to Theology, Orbis Book, Maryknoll 1983, 113-139; ID, Hablar del Hijo de Dios en las culturas no cristianas de Asia, en “Concilium” 173 [1982] 391-399; I. PuTHIADAM, Fe y vida cristiana en un mundo religioso pluralista, en “Concilium” 155 [1980] 274-288; W.M. THOMPSON,- The Jesus Debate, Paulist Press, Nueva York 1985). La unicidad del cristianismo es considerada como un mito que hay que superar con vistas a una teologí­a pluralista de las religiones (es la tesis que se defiende en el volumen en colaboración, editado por HICK y KNITTER, The Myth of Christian Uniqueness, o.c.; cf también L. SWIDLER [ed.], Toward a Universal Theology of Religion, Orbis Books, Maryknoll 1987). Para ellos, Jesucristo es un mediador relativo de la salvación en un mundo genéricamente sacral.

– Hay, finalmente, un quinto modelo, el de la liberación o de las religiones sin referencia a Cristo. Es éste el último punto adonde ha llegado Paul F. Knitter, esbozado en 1986 y precisado luego en 1987 (cf P.F. KNITTER, La teologí­a de las religiones en el pensamiento católico, en “Concilium” 203 [1986] 123-133; ID, Toward a Liberation Theology of Religions, en HICK y KNITTER [eds.], The Myth of Christian Uniqueness, o.c., 178-200). Parte del presupuesto de que los teólogos de la liberación y los teólogos de las religiones tienen que colaborar porque su fin es el mismo. Más que a un diálogo interreligioso basado en Dios, hay que apuntar hacia el hombre que hay que liberar mediante una praxis adecuada. El hombre, y no Dios, es el lugar teológico del diálogo. Hay que salir de un superado eclesiocentrismo, cristocentrismo y teocentrismo a un “kingdom-centrism” o “soteriocentrismo”(cf P. KNITTER, Toward a Liberation Theology, o.c., 187). Según él, el problema no es de qué modo se refiere cada una de las religiones a la Iglesia, a Cristo o a Dios, sino de qué modo está comprometida en la promoción del bienestar humano (“human welfare’~ y en el ofrecimiento de la liberación de los pobres y de las no-personas. Los criterios de distinción entre las religiones no son, por tanto, doctrinales, sino prácticos; dependen de su eficacia soteriológica humanizante. Los cristianos no necesitan saber si Jesucristo es el único salvador universal para comprometerse en la promoción de la salvación. Por el contrario, es la ortopraxis la que constituye el criterio último de valoración de una religión. En este sentido; Jesús serí­a un salvador simplemente complementario (ib; 194) en una perspectiva antropocéntrica.

b) Algunas lí­neas de solución. El modelo conciliar -el de Cristo mediador constitutivo de salvación- se basa sustancialmente en la afirmación de la voluntad salví­fica universal de Dios y de la única mediación de Cristo: “(Dios) quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Porque hay un solo Dios y un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, también él hombre, que se entregó a sí­ mismo para librarnos a todos” (1Tim 2,4-6). Aun dentro de una valoración positiva de las religiones no cristianas, también ellas don de Dios a la humanidad, el discriminante absoluto entre el cristianismo y las religiones no cristianas sigue siendo el acontecimiento Cristo, su autorrevelación en la historia, su presencia privilegiada en la Iglesia, su sacramento de salvación en la historia de la humanidad. No hay oposición entre religiones no cristianas y cristianismo, sino trascendencia aceptada por fe; pero por una fe históricamente motivada. La historia -no considerada de forma positivista- está disponible para dar aquellas señales ciertas de una eventual encarnación y presencia del salvador absoluto. Si la historia, de hecho, recoge una pluralidad de hierofaní­as, también puede ofrecer una cristofaní­a. Si la historia puede acoger el mito de Babel, puede también acoger el misterio de pentecostés, es decir, el acontecimiento de todas las gentes salvadas en Cristo.

La condición de absoluto salví­fico del acontecimiento Cristo se apoya en las pretensiones del Jesús histórico y en la lectura histórico-teológica de su acontecimiento, tal como se consignó en las fuentes neotestamentarias, cuya fiabilidad histórica no es en nada inferior a su testimonio de fe. Pueden reducirse a siete los núcleos decisivos de esta pretensión: el anuncio del reino y su irrupción-identificación con la persona misma de Jesús, cumplimiento de todas las promesas de la creación y de la alianza; la conciencia filial y mesiánica del Jesús prepascual; el misterio pascual de su muerte y resurrección; la revelación del nombre de Dios como amor y como comunión trinitaria; la experiencia de la filiación divina de toda persona humana; la experiencia de encuentro salví­fico de la humanidad en Cristo a través de la comunidad eclesial; la globalidad histórico-metahistórica de la salvación cristiana. Del conjunto de estos indicios se deriva la discontinuidad absoluta de Jesús con los otros mediadores de salvación y al mismo tiempo el pleno cumplimiento en él y en su Iglesia de todos los anhelos de salvación de la humanidad y del cosmos.

9. LA EXIGENCIA DE LA “VIVENCIA CRISTOLí“GICA”. La exigencia de la praxis de la teologí­a de la liberación y la urgencia de la opción preferencial por los pobres ponen de relieve la necesidad de realizar una mayor vinculación entre los criterios veritativos del acontecimiento Cristo y los criterios existenciales de la vivencia cristológica. Una propuesta cristológica adecuada no deberí­a asegurar tan sólo una plataforma cristológica “ortodoxa”. No deberí­a limitarse a enunciar la verdad del acontecimiento Cristo, deducida: 1) de la narración de su historia (polo bí­blico); 2) del reconocimiento de su presencia como el viviente de hoy (polo eclesial); 3) como el mediador único y universal, y 4) de una salvación intrí­nsecamente relevante para la humanidad y para el cosmos. Deberí­a además intentar tematizar una vivencia cristológica en plena correspondencia con la verdad enunciada, de forma que los criterios veritativos sean también criterios existenciales, para que la narración de la historia de Jesús se convierta en experiencia de encuentro personal con él (criterio de la vivencia personal); el reconocimiento de su presencia como el viviente de hoy se convierta en experiencia de encuentro en el ámbito de la comunidad eclesial que celebra la eucaristí­a y los otros “mirabilia Dei” (criterio de la vivencia comunitaria); la fe en Jesús salvador absoluto y definitivo se convierta en experiencia de salvación integral, personal y comunitaria (criterio de la vivencia salví­fica), y, finalmente, la afirmación de la importancia salví­fica de Cristo se traduzca en una cultura auténticamente cristiana (criterio de la vivencia práxico-cultural). Se tendrí­a aquí­ el vértice de la importancia práxica y cultural de la cristologí­a. No es que la vida en Cristo se agote y se bloquee en su cumplimiento histórico, sino más bien en el sentido de que la cultura cristiana impulsa la historia del hombre a trascender continuamente los propios lí­mites y las propias imperfecciones hasta el cumplimiento total en él.

Esta perspectiva cristocéntrica global no significa ni mucho menos cristomonismo, sino ver en Cristo al revelador y al catalizador de toda existencia personal y comunitaria, al Señor de la historia y del cosmos, el principio, el sostén providencial, la orientación, la meta y el fin de toda criatura: Es éste el misterio del Padre, que hací­a saltar de gozo al apóstol Pablo: “Damos gracias al mismo tiempo a Dios (…) que nos rescató del poder de las tinieblas y nos transportó al reino de su Hijo-querido, en quien tenemos la liberación y el perdón de los pecados. Cristo es imagen del Dios invisible (…). Por él mismo fueron creadas todas las cosas (…) y él mismo es antes de todas las cosas, y todas subsisten en él. El es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia (…), ya que en él quiso el Padre que habitase toda plenitud. Quiso también por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las de la tierra como las del cielo, pacificándolas por la sangre de su cruz” (Col 1,12-20). Totalmente embargado por la realidad de este misterio, el apóstol exclamaba: “Para mí­ la vida es Cristo” (Flp 1,21); “Ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí­” (Gál 2,20). La meta de toda cristologí­a es la vida en Cristo.

BIBL.: (Se referirá sobretodo a los parágrafos 5-8). Sobre CRISTOLOGIA E INCULTURACIóN, cf una primera introducción bibliográfiica en AMATO A., Inculturazione, Contestualizzazione, Teologí­a in contesto. Elementi di bibliografí­a scelta, en “Salesianum” 45 (1983) 442-446. Sobre la cristologia en contexto filipino, Cf BELTRAN B., The Christology of the Inarticulate. An Inquiry into the Filipino Understanding of Jesus the Christ, Divine World Publications, Manila 1987; HECHANOVAL.C., EinephilippinischeErfahrung. Das Christus-Bild der Befreiungstheologie, en “Geist und Leben” 57 (1984) 438-450 (para una sí­ntesis en italiano, cf “I1 Regno” 32 [1987] 242246); MENGUrTD E., Christology in the Philippines (Bibliography), en “DI WA” 6 (1981) 93-100; MERCADO L.N., Notes on Christ and Local Communí­ty in Philippine Context, en “Verbum SVD” 21 (1980) 303-315; YATCO N.T., Jesus Christ for Today’s Filipino, Philippines New Day Publishers, Quezon City 1983. Para, una amplia y a menudo provocante investigación cristológica en India, cf Approaches to Christ, en “Jeevadhara” 1 (1971), n. 3; CAMPS A., The Person and Function of Christ in Hinduism and Hindu-Christian Theology, en “Bullettin Secretariatus pro non-Christianis” 18 (1971) 199-211; CRAGG ., Christologies and India, en ID, The Christ and the Faiths, SPCK, Londres 1986, 173-241; IRUDAYARAJ J.X., An Attempt at an Indian Christology, en “Indian Ecclesiastical Studies” 9 (1971) 125-131; KAPPEN S., Jesus and Freedom, Orbis Books, Maryknoll 1977; PANIKKAR R., El Cristo desconocido del hinduismo, Madrid 1971; PHILIP T.V., Krishna Mohan Banerjea and Así­an Witness tó Christ: Jesus Christ the True Prajapati, en “The Indián Journal of Theology” 29 (1980) 74-80; SAMARTHA S.S., The Hindu Response to the Unbound Christ, CIS, Madrás 1974; THOMAS M.M., The Acknowledged Christ of the lndian Renaissance, SCM Press, Londres 1969; VELLANICKAL M., Hermeneutical Problém in Christology Today, en “Bible Bhashyam” 6 (1980) 5-17; VEKATHANAM M., Christology in the Indian Anthrópological Context, European University Studies, Frank1urtBerna-Nueva York 1986. Sobre la cristologí­a japonesa, cf HORN C., Some Thoughts on the Development of Doctrine and Confessing Christ in Japan, en “The North East Asia Journal of Theology” 12(1979)15-27; KuMAZAWAY,, Confessing Christ in the Context of Japanesg.Culture, en “The North East Asia Journal ot Theology” 12 (1979) 1-14; OKAMURA A.I., Le Christ et les Japonais, en “Spiritus” 24 (1983) 31-14; PIRYNIS E.D., The Message of Jesus Christ and Japanese Culture. Evangelization and Inculturation in the Japanese Context, en “Philippiniana Sacra” 20 (1985) 225-232; SORLEY R.J., A Christology for Japart, en “The Japan Christian Quarterly” 50 (1984) 31-40; TAKAYANAGI H.S., Christology and Postwar Theologians in Japan, en Postwar Trends in Japan. Studies in Commemoration of Rev. Aloysius Milles SJ, University of Tokyo Press, Tokio 1975, 119-167; .In La cristologia nell attuale teologí­a giapponese, en K. KITAMORI, Teologí­a del dolore di Dio, Brescia 1975 9-27. Sobre ensayos de cristologí­a en China, Corea, Nueva Guinea y en las culturas del sur del Pací­fico, cf, por ejemplo, COVELL R., Confucius, the Buddha, and Christ. A History of the Gospel in Chinese, Orbis Book, Maryknoll 1986; RHEEJ.S., Writings on Christology in Rorea, en “The North.East Asia Journal of Theology” 2 (1969)111-116; SANGBAE Rl J., Confucius et Jésus-Christ. Lapremiére théologie chrétienne en Corée d áprés I óeuvre de Yi R. Piek lettré confucéen (1754-1786), Beauchesne, Parí­s 1979; YOUNG D. W., The Symbol, of Jesus in Enga, en The Catalyst 14 (1984) 131-143; WRIGHT C. y FuGm L. (eds.), Christ and South Pacif:c Cultures, Lotu Pasifika Productions, Suva Fiji 1985. Sobre la cristologí­a africana, cf KABASELE F., DORE J. y LUNEAU R. (eds.), Cristologia africana, Paulinas, Milán 1987. Cf también NGINDU MUSHETE A.-, La figura de Jesús en la teologí­a africana,- en “Concí­lium” 216 (1988) 239-247; OUATTARA A., Tendencias cristológicas en la teologí­a africana contemporánea. Estudio y valoración provisional, en “Scripta Theologica” 21 (1989) 169-184; SHORTER A., Falk Christianity and Functional Christology, en “AFER” 24 (1982) 133-137; STADLER P., Christological Approaches in Africa, en “Theology Digest” 31 (1984)219-222.

Sobre la CRISTOLOGIA DE LA LIBERACIóN, CF AZZI R., Do Bom Jesus Sofredor ao Cristo Libertador. Un aspecto da evolugáo da Teologí­a e da Espiritualidade católica no Brasil, en “Perspectiva Teológica” 18 (1986) 215-233; BUSSMANN C., Befreiung durch Jesus? Die Christologie der lateinamerikanischen Befreiungstheologie, Ktisel Verlag, Munich 1980; CAJIAO S., La cristologí­a en América Latina, en “Theologica Xaveriana” 36 (1986) 363-404; CooK M., Christology from the Other Side of History: Christology in Latí­n America, en “Theological Studies”44 (1983) 258287; EQU7P0 SELADOC, Panorama de la teologí­a latino-americana V I,Cristologí­a en América Latina, Sí­gueme, Salamanca 1984; GIBELLINI R., Gesú Cristo liberatore, en ID, Il dibattito salla teologí­a della liberazione, Queriniana, Brescia 1986, 377; KAPKIN Ruiz D., Una opción cristológica en América Latina, en “Medellí­n”4 (1978) 403-422; KLOPPENBURG B., La situación de la cristologí­a en América Latina, en “Medellí­n” 6 (1980) 374-387; ID, La conciencia de Jesús según L. Boff, en “Medellí­n” 11 (1985) 17-28; LEPELEY J., Liberacionismo y cristologí­a, en “Tierra Nueva” 13 (1985) n. 50, 5-20; MEJIAJ., Cristologí­a en algunos autores latinoamericanos, en “Medellí­n” 10 (1984) 176-186; NIEUWENHOVE J. van, Jésus-Christ dans la réjlexion chrétienne en Amérique Latine. Analyse d une problématique, en ID, Jésus et la libération en Amérigue Latine, Desclée, Parí­s 1986, 19-52.

Sobre CRISTOLOGIA Y RELIGIOSIDAD POPULAR, Cf DANTSCHER J., Jesus in der Frdmmigkeitsgeschichte der Kirche. Der fromme Jesus, en SCHIERSE F.J. (ed.), Jesus van Nazareth, Grünewald, Magancia 1972, 174-186; DiAS DE ARAUJO J., Imagens. de Jesu Cristo na literatura de cordel, en “Vozes” 68 (1974) 545-552; FERNdNDEz D.D., Cristologí­a y cultura de masas en “minimilagros”; en “Christus” (México) 46 (1981) n. 542, 9-21; GALILEA S. y VIDALE$ R., Cristologí­a y religiosidad popular, Paulinas, Medellí­n 1977; GRILLMEIER A., A popular picture of Christ, en ID, Christ in Christian Tradition I, London Oxford, Mowbray 1975, 53-76; LOMBARDI SATRIANI L, y MELIGRANA M., L¢ presenza di Cristo nella cultura popolaro meridionale, en La figuro di Gesú Cristo, Sansoni, Florencia 1976, 158-175; MARASCHIN J.C., Cantar a Cristo, en EQUIPO $ELADOC, Religiosidad popular, Salamanca 1976, 280292; VERGARA E. y ALONSO F.J., El Cristo de los españoles, en “Vida Nueva” 919 (1974) 23-29. En especial, sobre el Cristo religioso popular de Puebla, cf ARIAS M., Cristologí­a popular en el Documento de Puebla, en Cristologí­a en la perspectiva del corazón de Jesús, II CJ, Bogotá 1982, 51-61 (el mismo artí­culo en “Tierra Nueva” 10 [1981] 32-40); BORMIDA J., Apuntes sobre la cristologí­a en Puebla, en CICT, Puebla en la reflexión teológica de América Latina, Bogotá 1981, 213-234; GALLO L. Cristo nel Documento di Puebla, en Evangelizzare i poveri, LAS, Roma 1983, 79-94.

Sobre CRISTOLOGíA Y RELIGIONES NO CRISTIANAS, además de la bibliografí­a citada en el texto, cf también los siguientes estudios del conjunto: ALDWINCKLE R. F., Jesus A savior or The Savior? Religí­ous Pluralism in Christian Perspective, Mercer University Press, Macon GA 1982; AMALADOSS M., The Pluralism of Religions and the Significante of Christ, en “Vidyajyoti” 53 (1989) 40120; BARNES M., Religions in Conversation. Christian Identity and Religious Pluralism, SPCK, Londres 1989; BÜRKLE H., L isnicitá del evento di Cristo di fronte olla mentalitá asiatica, en “Communio” 101 (1988) 59-70; (,’OACKEY S., Christ Without Absoletes: A Study in the Christology of Ernest Troeltsch, University Press, Oxford 1988; DAVIS S.T. (ed.), Encountering Jesus. A Debate on Christology, John Knox Press, Louisville 1988; Duruls J., Gesú Cristo incontro alí­e religioni, Cittadella, Así­s 1989 G6MEZ F., The Uniqueness and Universality of Christ, en “East Así­an Pastoral Review” 20 (1983) 4-30; HICK J., An Interpretation of Religion, Macmillap, Londres 1989; HILLMANN E., Christ and Other Faiths, Orbis Books, Maryknoll 1988; Jesus Unsurpassable Uniqueness: A Theological Note, en “Horizons” 16 (1989) 101-130; MoJZESP.(ed.), Universalityand Uniqueness in the Context of Religious Pluralism, en “Ecumenical Studies’ 26 (1989) n. I, 1216; NEWBIGIN L., Religious Pluralism and the Uniqueness of Jesus Christ, en “International Bulletin of Missionary Research” 13 (1989) 30-54.

A. Amato

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

I. Historia de la cristologí­a
1. Cristianismo primitivo
Si es cierto que la inmunidad cristiana se salió del contorno judí­o con su confesión: Jesús es el Cristo, jesucristo es el Señor (Rom 10, 9; Flp 2, 11), y si en este sentido (pero sólo en éste) es cierto que el primigenio credo cristiano fue una “fórmula puramente cristológica” (O. Cullmann), no lo es menos que esa confesión se entiende precisamente como afirmación de la acción salvadora del Dios uno, que es el Dios del AT e hizo a Jesús Cristo y Señor (Act 2, 36). Por tanto, esa profesión de fe en Cristo por una parte está inserta en la confesión del Dios uno de la creación y de toda la historia de la salvación (donde halla una unidad superior); pero, por otra, esta misma confesión dice que el Dios uno tiene en el mundo su plena y absoluta representación en Cristo y su espí­ritu en medio de la -> Iglesia. Así­ toda la predicación de lo que Dios es para nosotros puede dividirse en un esquema trimembre de una Trinidad vista por de pronto dentro de la economí­a de la salvación (Mt 28, 19), en que la c. está ordenada, de manera peculiar, a la confesión del Dios vivo del mundo y de la historia y, sin embargo, como centro de la profesión de fe, a su vez contiene en sí­ el todo de la misma. Estamos aquí­ ante el problema permanente de la esencia y del lugar de la c.

2. La patrí­stica
Si en el sí­mbolo apostólico de la fe se incorporaron a la parte de la confesión del Hijo enunciados particulares originariamente cristológicos, ello no cambia nada en la antigua estructura fundamental trimembre del sí­mbolo, pero subraya el verdadera sentido (envolvente) de los enunciados sobre Cristo. Si esta estructura fundamental al principio era simplemente la profesión de fe en los tres portadores divinos de la única actuación salví­fica, fue inevitable que la reflexión sobre su relación mutua (que empieza con el monogenés del sí­mbolo apostólico) llevara pronto a la formación de la theologia a diferencia de la oikonomia. Así­ ya en el Perí­ arjón de Orí­genes se separa una doctrina de la Trinidad (libro i), es decir, una c. inmanente, de la doctrina de la encarnación, que sólo se ofrece más tarde en el libro II, de forma que ambas están separadas por la doctrina de la creación y del pecado. Aquí­ es ya perceptible el peligro de una visión de la theologia bajo la perspectiva de la inmanencia divina, por una parte y, por otra, el de una c. que sea tan sólo parte de una oikonomia y no abarque el todo de theologia y oikonomí­a. Este todo lo hallamos – inmediatamente antes del Niceno – en Eusebio de Cesarea, si bien con un matiz subordinacionista. Luego el concilio de Nicea (325) impuso una mayor (pero no absoluta) separación entre teologí­a y economí­a. Los otros esbozos de una visión conjunta de la doctrina de fe en la patrí­stica no modifican esencialmente este esquema ya logrado, por muy variados que sean en lo demás (p. ej., la gran oración catequética de GREGORIO DE NISA: PG 45, 9-105; Historia de los herejes de TEODORETO (1. V): PG 83, 439-556; JUAN DAMASCENO, De fide orthod.; AGUSTíN, Enchiridion). La c. total está repartida entre la doctrina de la Trinidad, que va antepuesta y se fija relativamente poco en la economí­a salví­fica y una c. que sigue a la doctrina de la creación y del pecado. Esta división implica el peligro de un aislamiento y nivelación de la c. estricta, lo último sobre todo cuando se enseña que cualquier persona divina puede “hacerse hombre” (cf. DThC vII 1466, 1511ss). En Fulgencio de Ruspe (con el antecedente de Genadio de Marsella) tenemos desde luego una unidad de la doctrina de la Trinidad y de la encarnación, que precede a la doctrina de la creación, del pecado, del bautismo y de la escatologí­a. Naturalmente, lo dicho no es suficiente para dar una respuesta negativa a la pregunta por el cristocentrismo en la teologí­a patrí­stica; decimos tan sólo que éste no aparece con suficiente claridad en la visión sistemática.

3. La primera y la alta escolástica
a) La serie: Trinidad, creación, caí­da, encarnación, etc., es decir, una serie histórica en lo esencial, permanece en general como evidente, lo cual tiene tanto mayor importancia en la pedagogí­a religiosa y en la teologí­a por el hecho de que ahora comienza el tiempo de la teologí­a sistemática, así­ ya, p. ej., en el Elucidarium, de Honorius Augustodunensis (en ella se tratan también los misterios de la vida de Cristo) o en las Sentencias de la escuela de Anselmo de Laón (la c. se halla en el libro III entre los medios salví­ficos contra el pecado). En la Summa sententiarum (cf. LANDGRAF E 75-79) de la escuela de los Victorinos, hallan seguimiento Genadio y Fulgencio con su unidad de la doctrina sobre la Trinidad y la encarnación, antepuesta a los otros capí­tulos, si bien luego falta casi del todo la doctrina de la redención. En las Senientiae Atrebattenses, frente al plan fundamental de las Sentencias de la escuela de Anselmo de Laón, quizá por vez primera, hallamos resaltada con mayor claridad una sección De Christo Redemptore, que se antepone a las restantes disquisiciones sobre la “redención”, es decir, tenemos allí­ una distinción incipiente entre c. y soteriologí­a (cf. R. SILVAIN 36, 48-52; texto: RThAM 10 [1938] 216ss); en cambio, hay Sentencias de la escuela de Abelardo en que la c. es puesta entre los sacramentos bajo el lema de “beneficia”, y se ve así­ casi bajo una perspectiva protestante. En las Sentencias de P. Lombardo, después de la doctrina de la Trinidad (libro I), se halla la c. (en el libro III) como doctrina sobre el modo como Cristo y las virtudes (aunque éstas apenas son desarrolladas desde la c.) llevan al hombre de los utilia de la creación a los fruibilia de Dios (Agustí­n). Es de notar en esta c. que en ella los misterios de la vida de Jesús entran en el horizonte de la teologí­a sistemática por orden histórico. La doctrina de los sacramentos remite a Cristo con una sola frase (dist. 1 c 1). No debe maravillarnos, pues, que los comentadores de P. Lombardo apenas aprovechen tampoco la posibilidad de una doctrina cristocéntrica sobre las virtudes y los sacramentos. Mientras en Roberto Pullus, Gandulfo, P. Lombardo y otros, por lo menos se trata de las virtudes después de la c., en los Sententiarum libri quinque, de Pedro de Poitiers, la c. viene después de la doctrina de la gracia, de la justificación y del mérito (pero en la c., Cristo es considerado como caput ecclesiae). Esta estructura halló seguidores (GRABMANN SM II 515).

b) En la III parte de la Suma, por así­ decir, Tomás divide la c. -separándola de la doctrina de la Trinidad como la mayorí­a de los autores- en una c. especulativa, abstracta (tradicional, pero mejor estructurada y, por ello, válida hasta hoy), en que están superadas las vacilaciones de P. Lombardo en favor. de la pura teorí­a de la subsistencia, y en una c. concreta de los misterios de la vida de jesús (entrada en el mundo, vida, muerte, glorificación). Se produce, pues, en Tomás un cierto retorno a la antigua c., ya que él elabora los teologúmenos abstractos partiendo de la experiencia bí­blica de la vida en jesús. Pero indudablemente, el lugar de la c. está determinado en Tomás por su concepción del objeto de la teologí­a (Dios en cuanto Dios: S. th. I q. 1 a. 7); concepción que es compartida por los tomistas, Enrique de Gante, Escoto y otros: DThC xv 399ss). Otra tradición que viene de Agustí­n, y, pasando por Casiodoro, llega a Roberto de Melún, Roberto de Cremona, Kilwardby, Roberto Grosseteste y, finalmente, a Gabriel Biel y Pedro de Ailly (cf. E. Mersch), veí­a el objeto de la teologí­a en el Christus totus, Christus integer; lo cual, en principio, podí­a abrir una orientación muy cristocéntrica de toda la teologí­a; pero, bajo esta perspectiva, sólo con dificultad se alcanzaron una auténtica unidad y un sistema cerrado. En cambio, cuando Tomás dice que el objeto de la teologí­a es Dios en sí­ y, por cierto, Dios concebido también como fin sobrenatural que ha de ser alcanzado inmediatamente por la criatura, sin duda se da ahí­ una compenetración de teologí­a y economí­a. Tomando como concepción fundamental el hecho de que todas las cosas salen de Dios y retornan a él como plenitud de vida trinitaria que se comunica a sí­ misma y no sólo confiere realidades creadas, se puede incluir en ella toda la historia de la salvación. En ese esbozo de sistema también tiene cabida una c. plenamente autónoma, con tal que Cristo sea concebido con suficiente claridad como aquel en cuya partida y cuyo retorno están decretados la partida y el retorno de todas las demás cosas. Cabe, sin embargo, preguntar si en la configuración concreta de este sistema la c. de Tomás no entra en juego demasiado tarde, puesto que toda la antropologí­a cristiana y la doctrina sobre la gracia y la vida son elaboradas antes de la c. Aquí­, naturalmente, la cuestión sobre el sistema se torna forzosamente cuestión sobre la cosa misma, sobre el cristocentrismo de toda realidad y la interpretación más concreta de la predestinación de Cristo.

La posterior c. católica no puede exponerse aquí­ con detalles. Ella constituye la historia de los comentarios de la Suma de Tomás o resalta nuevamente el caudal patrí­stico (Petavius, Thomassin; Bibl.: MC vII 15331539 y en B.M. Xiberta), pero no modifica ya el edificio sistemático. C. y soteriologí­a se separan aún más. El tratado De mysterüs vitae Christi está aún extensamente desarrollado en Suárez; pero, en la época de la ilustración, desaparece casi enteramente de la teologí­a escolástica.

II. La cristologí­a en la teologí­a actual
La reflexión acerca de una revivificación de la teologí­a determinada por factores de dentro y fuera del catolicismo (cf. Chalkedon III; GRILLMEIER: FThH 265-299; sobre la c. protestante cf. W. PANNENBERG – P. ALTHAUS: RGG 3 I 1762-1789; W. PANNENBERG, Grundxüge der Christologie (Gü 1964).

1. EL lugar de la cristologí­a
a) Planteamiento actual de la cuestión. En el proceso histórico se ha ido elaborando un tratado de c. que contiene dos partes, no siempre muy unidas orgánicamente: la c. en sentido estricto (la doctrina sobre la persona de Cristo) y la soteriologí­a, que fundamenta su punto principal (la satisfacción de Cristo ante Dios) en la doctrina sobre la persona de Cristo como sujeto divino de dignidad infinita. Esto es solamente una parte de la c. en el conjunto de la teologí­a católica. En la teologí­a fundamental se trata de Cristo como portador de la revelación (R. LATOURELLE, Théologie de la révélation, P 21966) y fundador de la Iglesia. La teologí­a moral se esfuerza (por primera vez o de nuevo) por desarrollar su doctrina partiendo de Cristo y, por tanto, tiene que ofrecer un trozo de c., que no puede tomar directamente de la c. usual de nuestro tiempo (a este respecto merecen citarse J.B. Hirscher en el siglo xix y, actualmente, p. ej., F. Tillmann y B. Háring). La teologí­a de la vida de jesús en gran parte se abandonó, hasta fechas muy recientes, a una literatura piadosa que ora ignoraba, ora tomaba en consideración la teologí­a cientí­fica (nuevos intentos de tratar explí­citamente la vida de jesús en la dogmática se dan, p. ej., en B.M. Xiberta, en T.M. Vosté, siguiendo a Tomás, e igualmente en J. Solano: PSJ III).

Así­ pues, un trozo de c. se ha desplazado de la teologí­a dogmática. Es además necesario revisar hasta qué punto la c. está presente o ausente en los restantes tratados. El tratado del Dios trino, por la doctrina de las procesiones y misiones y aquí­ precisamente por la misión del Hijo, tiene importancia constitutiva para la c. Pero, en general, la conexión entre estos dos importantes misterios no aparece con suficiente claridad en la visión sistemática. Aquí­ tiene un efecto nivelador la hipótesis, problemática y ciertamente no pensada a fondo, de que las tres personas podrí­an asumir una naturaleza humana (cf. THOMAS, S. th. III q. 3 a. 5). Aparte de que la reflexión sobre un orden meramente “posible” es muy problemática, y de que la posibilidad de encarnación por parte de una hipóstasis divina no puede ni debe trasladarse sin más a otra, pues la hipóstasis es lo único que constituye una distinción en Dios y cuando se aplica a las tres personas no representa siquiera un concepto uní­voco; debiera tenerse más en cuenta, para la solución de esta cuestión, la relativa peculiaridad de cada una de las tres personas, tal como se revela precisamente en la economí­a. ¿Es cosa tan palmaria que a la innascibilitas del Padre no repugna un nacimiento terreno, como piensa Tomás (¡bid. ad 3)? ¿No muestra ya la relación de la misión de Cristo con la del Espí­ritu Santo que la economí­a una tiene dos aspectos totalmente distintos? En el Hijo la economí­a se realiza como obra histórica y objetiva; en el Espí­ritu lo operado por el Hijo se convierte en posesión interna del redimido. Los papeles no son permutables. Lo mismo hay que decir del Padre, al que corresponderí­a venir precisamente como “ingénito” si una realidad humana tuviera que manifestar verdaderamente su presencia, en la medida en que su venida (fuera de la que él hace en el Hijo) es en absoluto concebible. El nacimiento humano tiene, pues, una relación interna y no sólo fáctica con el “Hijo”, aunque, naturalmente, siga en pie que la encarnación como tal es libre. Si hubiera algo así­ como una encarnación del Espí­ritu, éste no podrí­a llevar a cabo la obra de la apropiación interna, que es propia precisamente del Pneuma. Así­, pues, el orden de las misiones corresponde a la relación divina de las personas; y, por tanto, en Tomás y sus comentadores se desaprovechó una ocasión de dar forma más rigurosa a la unión de la Trinidad y la encarnación.

Pero donde más se hace sentir hasta hoy la ausencia de la c. es en la -> angelologí­a y la –> antropologí­a (si bien Suárez – contra Tomás – afirma que la gracia de los ángeles es ya cristiana). La doctrina de los sacramentos está afortunadamente en camino de nueva orientación. Mientras Pedro Lombardo sólo menciona en este contexto la institución por Cristo, los sacramentos son vistos hoy con creciente claridad como los signos de la perduración eficaz de la muerte del Señor y con ello de su historia en general (especialmente el bautismo y la eucaristí­a y, en relación con ellos, también la penitencia; teologí­a de los -> misterios; THOMAS, S. th. III q. 60 a. 3: signa rememorativa). También la eclesiologí­a, que ya el libro I del Elucidarium habí­a enfocado cristológicamente (LEFEBRE 177-184 ), después de muchas omisiones vuelve de nuevo a recibir una consciente orientación cristológica, sobre todo en la constitución Lumen gentium, cap. I-II, del Vaticano II (cf. el amplio comentario a estos capí­tulos de A. GRILLMEIER: LThK, Vaticano II). Con esto la c., la soteriologí­a y la eclesiologí­a quedan conectadas dentro del texto conciliar en una medida hasta ahora no conocida. También la elaboración cristológica de la escatologí­a ha hallado una expresión conciliar en el Vaticano II, en el cap. 7 de la constitución sobre la Iglesia (cf. también SCHMAUS D Iv/2 S 293-296, 309; H.U. v. BALTHASAR: FThH 403-421; J. ALFARO: Gr. 39 [ 1958 ] 222-270 ). En todo caso, la teologí­a ha de considerar como uno de sus más importantes cometidos el de hacer que la c. domine toda la oikonomia, desde la creación hasta las noví­simos.

b) Principios para determinar el lugar de la c. En la historia de la c. hemos tropezado ya al principio con la conexión entre theologia y oikonomia. Esta relación es la clave de la c. Cristo actúa en toda la oikonomia. Cristo no la comparte con el Espí­ritu, sino que a él le pertenece el todo (en cuanto obra histórica y objetiva, tal como está descrita en el credo), y en otro plano el todo también pertenece al Espí­ritu de Cristo, como realidad que debe comunicarse a la comunidad de los redimidos, comunidad que ha sido adquirida en Cristo y que ahora debe constituirse plenamente. Pero esta oikonomia sólo adquiere su forma y su sentido por su radicación en la theologia. Del análisis del orden salví­fico los padres se remontaron a la theologia; pero luego sacaron de ésta nueva luz para su interpretación de la oikonomia. De ahí­ que, en un orden sistemático, a una c. católica deba preceder la doctrina sobre el Dios uno y trino. En esta sí­ntesis anticipada de lo que sabemos de Dios en sí­ por la historia de la salvación, los primeros teólogos, cristianos – en disputa con los gnósticos – llevaron ya a cabo una de las mayores creaciones de la historia cristiana del espí­ritu. En la interpretación de las procesiones divinas insertaron la interpretación de la obra de la creación y de las misiones divinas, aunque por otra parte sus conclusiones entrañen también el peligro subordinacionista (cf. Aeby). Así­ la teologí­a cristiana estaba ya en camino hacia una sí­ntesis interpretativa del mundo (relación entre Dios y el mundo), a la manera como en formas distintas serí­a intentada luego por el –> neoplatonismo y más tarde por Schelling y Hegel. Sólo a base de una theologia plenamente elaborada (en unidad desde luego con la oikonomia) puede el cristianismo lograr un “sistema” (que es también una tarea cristiana y existencial) libre del módulo gnóstico o panteí­sta, y hacer frente así­ a esos intentos de interpretación. Esta gran tradición cristiana y esa tarea ineludible prohí­ben a la teologí­a que ella se disuelva en un puro “ad nos” o esboce una c. sin un tratado previo sobre el Dios trino.

Pero ya en la doctrina de la Trinidad se decide sobre la c. En efecto, cuanto más inequí­voca es la primací­a del objeto formal tomista de la teologí­a y, por ende, de la doctrina sobre la Trinidad, tanto más importante es elaborar o poner de relieve el “sin separación” de ambos tratados. Así­ pues, la interpretación de las procesiones divinas ad intra debe contener también su posible relación (libre) con el mundo y la historia. A la verdad, sobre la exacta determinación de esa relación existen hasta hoy grandes divergencias de opinión. Se trata del llamado “motivo de la encarnación” y de la relación entre creación y encarnación. K. Barth se sitúa decididamente en el punto de vista de un radical cristocentrismo. Para él la creación (o sea, el orden de la naturaleza) es el “motivo externo de la alianza” (KD in, 1, 103-258); y la alianza (o sea, el orden de la encarnación y redención) es el “motivo interno (¿libre o necesariamente dado?) de la creación” (¡bid. 258-377). Partiendo de ahí­ se ordena luego (si convincentemente, es otra cuestión) en segundo lugar, a base de una “reducción cristológica” (H.U. v. BALTHASAR, K. Barth, Kü 1951, 253s), el artí­culo del credo sobre la creación (cf. antes Fulgencio; Summa Sententiarum). Como quiera que toda luz de conocimiento sólo brilla en el acto de la revelación que se da en Cristo – de manera igual para el conocimiento de la Trinidad y para el del mundo-, de ahí­ se sigue la unión más estrecha que pueda imaginarse entre oikonomia y theologia. Pero está en peligro el “sin mezcla”, pues queda así­ oscurecido que nos encontramos con Cristo dentro de la totalidad de una historia que sólo lentamente descubre su cristocentrismo, y en consecuencia la diferencia intrí­nseca entre la naturaleza y la gracia amenaza con desaparecer en el único orden de Cristo antropologí­a teológica). Así­, aun recalcando el cristocentrismo en el ámbito de la oikonomia, el tratado sobre la encarnación deberá ponerse detrás de la doctrina sobre la creación (que, a la verdad, quedará reducido a una estructura muy formal). A la doctrina de la creación (ángel, hombre, mundo) puede dársele también la plena referencia cristológica, si se la deja en su lugar histórico, pero se toma en serio (Col 1, 15). En efecto, el segundo artí­culo del credo esclarece ya el primero (Trinidad) y lo asume en sí­, de suerte que por esto mismo su contenido se convierte en c. del “adviento”. A la verdad, también el tratado sobre la caí­da (de los ángeles y del hombre), ligado con la doctrina sobre la creación, debe entonces configurarse de antemano partiendo de Cristo. La elevación sobrenatural del hombre, que presupone la creación natural como condición de su posibilidad, de tal manera que la creación de hecho sólo existe como lugar de la comunicación de Dios al hombre, se ha producido desde el principio en Cristo como una alianza irrompible. Lo mismo hay que decir del carácter cristológico de los restantes tratados teológicos, que desarrollan el campo de la oikonomia. Pero este punto no puede tratarse aquí­ con mayor detención.

2. La estructura de la cristologí­a
Dos cuestiones se plantean aquí­:
a) Relación entre c. y soteriologí­a. Como hemos visto, la división en c. y soteriologí­a existe por lo menos desde el siglo xrt. En este aspecto, dio el impulso sobre todo la teorí­a de la satisfacción de Anselmo de Canterbury. También aquí­ tienen que ir juntos un “sin mezcla” con un “sin separación”. La teologí­a católica intenta -por lo menos desde la escolástica, pero en cierto aspecto ya desde los griegos – el paso del ser al obrar. De ahí­ la fuerte elaboración de la c. en sentido estricto. Pero podemos resaltar que el sujetivismo occidental, tal como se expresa en Agustí­n y, agudizado, en la reforma protestante, abrió a la teologí­a aspectos que – a pesar de toda mí­stica – no pudo ver la teologí­a griega, prisionera de la consideración objetiva (cf. A. MALET, Personne et amour P 1956). El “Christus pro nobis” se ha mantenido en la teologí­a occidental desde Agustí­n hasta la escolástica, pero sólo en la edad moderna se ha hecho de nuevo consciente, señaladamente por la acentuación radical de ese pensamiento en R. Bultmann y en F. Gogarten (cf. J. TERNUS: Chalkedon III 531-611, particularmente 586s). Aun guardando su tradición, la c. católica puede elaborar más claramente el pro nobis, si la soteriologí­a se prepara ya en la c. estricta (p. ej., orientando hacia la teologí­a de la salvación el tratado de la ciencia y del poder de Cristo, de su filiación y de sus oficios). Desde Calcedonia, la c. se ha construido en oriente y occidente sobre los pocos conceptos de las dos naturalezas, de una hipóstasis y de la asunción de la naturaleza humana por la persona del Verbo. Cierto que precisamente del desarrollo de estos conceptos – junto con los esfuerzos por la interpretación del misterio de la Trinidad – ha resultado la peculiar forma del poderoso edificio de la teologí­a cristiana; pero hay que evitar el peligro de una reducción de la mirada (cf. K. RAHNER: Chalkedon III 3-49), procurando agotar toda la plenitud de formulaciones cristológicas que se dan en la Escritura y la tradición. Vamos a aclarar brevemente este punto respecto de la c. y la soteriologí­a.

b) El desarrollo interno de estas dos ideas. 1 ° La c. y la soteriologí­a deberán estar envueltas en una teologí­a de la –> revelación de Dios en Cristo, elaborada en forma verdaderamente teológica y no sólo a manera de teologí­a fundamental. El Vaticano ir, en los dos primeros capí­tulos de la constitución dogmática sobre la revelación, nos ofrece el modelo a seguir aquí­ (cf. R. LATOURELLE, Die Of fenbarung: HDG; LThK, Vaticano ii, Constitución sobre la revelación). De acuerdo con la tradición, la pareja de conceptos naturaleza-persona da un imprescindible esquema de construcción de la c., siguiendo el modelo usual de una c. de la asunción descendente de una naturaleza humana por la persona del Logos. Pero estos conceptos no pueden presuponerse sin más, como si en sí­ mismos fueran claros y evidentes y por eso bastara con aplicarlos al problema en cuestión; con ello caerí­amos en un formalismo vací­o. Deberí­amos más bien mostrar cómo ellos derivan necesariamente de lo que dice la revelación en Cristo y sobre Cristo. Así­, pues, la historia de la evolución de estos conceptos debe reproducirse en forma creadora. Aquí­ hay que presuponer necesariamente ciertas fórmulas donde se expresa la concepción acerca de Cristo (formadas también a lo largo de la historia), que preceden a la cristologí­a centrada en la naturaleza y la persona. Del mismo modo que no podemos pararnos en estas fórmulas previas (para rechazar la c. de Efeso y de Calcedonia como aberración metafí­sica o helenización del cristianismo o edificio religiosamente inútil); el teólogo católico tampoco puede suponer tácitamente que esa fórmula metafí­sica es la palabra primigenia en la c. (que en la Escritura aparece bajo expresiones muy diferentes). Es indispensable un estudio más cuidadoso de estas fórmulas primigenias en orden a su posibilidad y alcance, su sentido y contenido tal vez más pleno (en comparación con el actual esquematismo de naturaleza-persona), y su posible utilización kerygmática en la actualidad. También debemos plantear la pregunta por el “sentido de la c. del NT”, aunque no la contestemos en el sentido de R. Bultmann (como H. BRAUN: ZThK 54 [1957] 341-377). Lo mismo cabe decir de la soteriologí­a.

Las categorí­as bí­blicas no deben quedar absorbidas por la pura doctrina de la satisfacción. Debe considerarse toda la situación a que el hombre vino a parar por el pecado, p. ej., la situación de su muerte, de su caí­da bajo las “dominaciones y potestades”, bajo la ley, etc.; y la redención debiera mirarse bajo todos estos aspectos, tanto en su acontecer como en sus efectos. Un análisis de ontologí­a teológica y existencial debiera dar razón del porqué somos redimidos precisamente por la muerte como tal. Anselmo ofrece aquí­ puntos de apoyo para una teologí­a muy progresiva. La entrega a la muerte reviste tanta importancia porque es la entrega total (irrevocable) de la existencia humana; y en el caso de la redención se trata de la entrega de Cristo, que es el más digno de todos los hombres (Cur Deus homo? ii, 11; cf. también K. RAHNER, Sentido teológico de la muerte, Ba 1969). Este es el lugar para insertar la parte dogmática de los misterios de la vida de Jesús, desde el nacimiento hasta la glorificación. Aquí­ tiene también que recibir un puesto la teologí­a de los oficios de Cristo, punto en que tenemos mucho que aprender de Agustí­n (cf. también Lutero y Calvino). En todo caso, de la c. y soteriologí­a hay que decir que ni el puro esquema de naturaleza-persona ni la mera teorí­a de la satisfacción bastan para verter todo lo que contienen la figura y la obra de Cristo a la luz del evangelio y de su interpretación en la Escritura y la patrí­stica, por más que estos aspectos precisamente, tal como los entiende la Iglesia, deben seguir marcando la dirección.

2 ° En semejante exposición hay que contar con una tensión tí­pica de este tratado, entre una c. “de arriba” y una c. “de abajo”. Primeramente hay que hacer ver cómo “Dios está en Cristo”, es decir, la c. ha de poder basarse en la Trinidad, presuponiendo una doctrina real sobre el Logos e Hijo del Padre, en la cual se resalte que el Verbo no sólo es una de las tres personas divinas, sino precisamente aquella en que “Dios” (como Padre sin principio) se expresa a sí­ mismo cuando el Logos, como comunicación de Dios, se enajena entregándose al mundo. Los términos “Verbo” (Palabra) e “Hijo” entrafian una particular referencia “hacia afuera”, hacia el nacimiento, que no es propia de ninguna otra persona. Esto lo supieron ya los apologistas del siglo ir. A esa c. “de arriba” (que aún tendrí­a muchos otros aspectos) debe corresponder una c. “de abajo”. En el Evangelio y en el libro de los Hechos esta segunda c. es tan palpable, que, en muchos casos, llevó a una falsa interpretación adopcianista. Aquí­ habrí­a que mostrar cómo llegamos al conocimiento de la personal presencia del Hijo, pues este conocimiento afirma algo esencial sobre lo conocido mismo. Dicho conocimiento no es sólo aprehensión conceptual de lo que Cristo dice de sí­ mismo en su propio testimonio (por muy indispensable que sea ese factor en este conocimiento); sino que contiene también otros factores o momentos que no debieran caracterizarse en general como mero “conocimiento de fe”. Pues en Cristo y con Cristo el hombre hace una experiencia – en la cruz y en la resurrección – que no sólo es testificación externa de algo enunciado, sino que está en conexión interna con la existencia divino-humana de Cristo. Esa “experiencia de fe” con jesús es ya, en una unidad sin mezcla, dogmática de Cristo y de la presencia de Cristo en el mundo, y es teologí­a fundamental por la visión de la historia real de Jesús (pues Cristo, efectivamente, no es sólo el que predica, sino también el predicado; no sólo el motivo, sino también el contenido de la fe). La experiencia de fe llega en Cristo a su punto culminante, y, como experiencia de la presencia real de Dios, no es sólo un caso particular de la experiencia de fe en general, sino su sí­ntesis y consumación.

En una c. así­, construida desde “abajo”, la formulación no se quedarí­a en la proposición abstracta y formal de que Cristo es “un hombre”. Tiene también importancia el hecho de que él es varón y no mujer, célibe y pasible, está situado en medio de la historia y no a su comienzo, etc. Así­, pues, ni de la divinidad ni de su humanidad formalmente tomada puede deducirse todo lo que cabe decir de él. Lo que además pueda decirse, se predica del Logos mismo y debe, por ende, tomarse en serio. A la c. “de arriba” y “de abajo” corresponde también una doble forma de la soteriologí­a. La venida, pasión y muerte redentora de Cristo ha de hacerse ver primeramente como obra del Dios misericordioso, como dice 2 Cor 5, 18: Dios nos ha reconciliado consigo; de forma que, en cierto modo, aun antes de nuestra personal decisión en Cristo, estamos ya ante él como “justificados”. Este “de arriba” es igualmente decisivo para la obra de Cristo, de suerte que hay que descartar también todo adopcianismo soteriológico. Sin embargo, la redención es obra del hombre Cristo, de suerte que el hombre satisfizo realmente a las exigencias de Dios. Aquí­ se refleja una c. que ha tomado en serio la humanidad de Cristo y, sin embargo, deduce de su divinidad toda la dignidad de su acción. Para desarrollar ulteriormente todos los aspectos aquí­ insinuados: –> redención, -> soteriologí­a, –> Jesucristo.

Alois Grillmeier

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

  1. La cristología del Nuevo Testamento. Los escritores del NT indican quién es Jesús describiendo lo significativo de la obra que vino a realizar, y el oficio que vino a cumplir. Entre toda la gama de descripciones de su obra y oficio (casi siempre principalmente en términos del AT), existe una mezcla unificada de un aspecto con otro, y un desarrollo que indica un enriquecimiento, sin que con ello se cancele la tradición más antigua.
  2. Jesús en los Evangelios. Se da por sentada su humanidad (véase) en los Evangelios Sinópticos, como si a nadie se le ocurriera ponerla en tela de juicio. Lo vemos acostado en una cuna, creciendo, aprendiendo; lo vemos sujeto al hambre, la ansiedad, la duda, la decepción y la sorpresa (Lc. 2:40; Mr. 2:15; 14:33; 15:34; Lc. 7:9). Finalmente, lo vemos sujeto a la muerte y sepultura. Pero en otros lugares su humanidad es testificada específicamente como si pudiera ser puesta en duda (Gá. 4:4; Jn. 1:14), o descuidada su importancia (Heb. 2:9, 17; 4:15; 5:7–8; 12:2).

Además de este énfasis en su verdadera humanidad hay, sin embargo, un énfasis en el hecho de que aun en su humanidad él es sin pecado y totalmente diferente de los demás hombres, y que su importancia no debe buscarse colocándolo al nivel de los hombres más grandes, sabios o santos. El nacimiento virginal y la resurrección son señales de que aquí tenemos algo totalmente único en la esfera de la humanidad. Qué o quién es él, sólo puede descubrirse contrastándolo con los demás, y esto resplandece con más claridad cuando todos están contra él. El evento de su venida para sufrir y triunfar como hombre en nuestro medio es absolutamente decisivo para cada individuo que él encuentra, y también para el destino del mundo entero (Jn. 3:16–18; 10:27–28; 12:31; 16:11; 1 Jn. 3:8). En su venida, el reino de Dios llegó (Mr. 1:15). Sus milagros son señales de que así es (Lc. 11:20). ¡Ay de aquellos, por tanto, que interpreten mal esas señales! (Mr. 3:22–29). Él habla y actúa con real autoridad celestial. Puede desafiar a los hombres a entregar su vida por él (Mt. 10:39). El reino es, sin duda, su propio reino (Mt. 16:28; Lc. 22:30). Él es aquel que, al expresar lo que ocupa su propia mente, al mismo tiempo pronuncia la eterna y decisiva palabra de Dios (Mt. 5:22, 28; 24:35). Su palabra realiza lo que proclama (Mt. 8:3; Mr. 11:21) tal como lo hace la palabra de Dios. El tiene aun autoridad y poder para perdonar pecados (Mr. 2:1–12).

  1. Cristo. Su verdadero significado sólo puede entenderse cuando se entiende la relación que tenía hacia el pueblo en medio del cual había nacido. Dios cumple su propósito y pacto con Israel en los acontecimientos que se ponen en marcha en su carrera terrenal. Es aquel que viene a hacer lo que ni el pueblo del AT, ni sus representantes ungidos—profetas, sacerdotes, y reyes—pueden hacer. Pero a ellos se les había prometido que uno se levantaría de su propio medio que realizaría bien lo que todos ellos no habían podido realizar. En este sentido, Jesús de Nazaret es aquel ungido con el Espíritu y con poder (Hch. 10:38) para ser el Mesías (véase) o Cristo (Jn. 1:41; Ro. 9:5) de su pueblo. Es el verdadero Profeta (Mr. 9:7; Lc. 13:33; Jn. 1:21; 6:14), Sacerdote (Jn. 17; Epístola a los hebreos) y Rey (Mt. 2:2; 21:5; 27:11), como lo indican, p. ej., su bautismo (Mt. 3:13ss.) y el uso que él hizo de Is. 61 (Lc. 4:16–22). Recibió el título de Cristo de sus propios contemporáneos al recibir este ungimiento y al cumplir su propósito mesiánico (Mr. 8:29), por lo cual también recibió el título de Hijo de David (Mt. 9:27; 12:23; 15:22; cf. Lc. 1:32; Ro. 1:3; Ap. 5:5).

Pero él también se dio a sí mismo y recibió muchos otros títulos que ayudan a iluminar el oficio que realizó, y que son aun más decisivos en indicar quién él es. Si comparamos las ideas mesiánicas en boga en el judaísmo con la enseñanza de Jesús y el testimonio del NT, nos daremos cuenta que Jesús seleccionó ciertos rasgos de la tradición mesiánica que él también enfatizó y permitió que se cristalizaran alrededor de su persona. Hay ciertos títulos mesiánicos que él usó para referirse a sí mismo (y que también otros usaron para hablar de él), prefiriéndolos a otros, y que a su vez son reinterpretados en la forma como él los usó y en la forma que los relacionó consigo mismo y unos con otros. En parte, ésta es la razón de su «reserva mesiánica» (Mt. 8:4; 16:20; Jn. 10:24, etc.).

  1. Hijo del Hombre. Jesús usó el título «Hijo del Hombre» más que ningún otro para referirse a sí mismo. Hay pasajes en el AT donde la frase significa simplemente «hombre» (p. ej., Sal. 8:5) y algunas veces el uso de Jesús corresponde a este significado (cf. Mt. 8:20). Pero la mayoría de los contextos indican que, al usar este título, Jesús estaba pensando en Dn. 7:13, donde «Hijo del Hombre» es una figura celestial, tanto un individuo como también el representante ideal del pueblo de Dios. En la tradición apocalíptica judía, este Hijo del Hombre es considerado como aquel preexistente que vendrá al fin de los siglos como Juez, y como luz a los gentiles (cf. Mr. 14:62). A veces Jesús usó el título cuando hizo énfasis en su autoridad y poder (Mr. 2:10, 28; Lc. 12:19). En otras, ocasiones hizo énfasis en su humildad y su deseo de pasar de incógnito (Mr. 10:45; 14:21; Lc. 19:10; 9:58). En el Evangelio de Juan, el título se usa en contextos que hacen énfasis en su preexistencia, su venida al mundo en humillación, la cual esconde y también manifiesta su gloria (Jn. 3:13s.; 6:62s.; 8:6ss.), su papel de unificador de los cielos y la tierra (Jn. 1:51), su venida para juzgar a los hombres y celebrar su banquete mesiánico (Jn. 5:27; 6:27).

Aunque «Hijo del Hombre», Jesús sólo lo usa para referirse a sí mismo, en otro lugar se nos dice su significado, especialmente en Ro. 5 y 1 Co. 15, donde Cristo es descrito como el «hombre del cielo» o «el segundo Adán». Aquí Pablo retoma las insinuaciones de los Evangelios Sinópticos que con la venida de Cristo ha llegado la nueva creación (Mt. 19:3–8) en la cual su lugar debe relacionarse y contrastarse a la vez con el de Adán en la primera creación (cf., p. ej., Mr. 1:13; Lc. 3:38). Tanto Adán como Cristo guardan una relación representativa con toda la humanidad que está envuelta en el concepto «Hijo del Hombre». Sin embargo, Cristo es considerado como aquel cuya identificación con toda la humanidad es mucho más profunda y completa que la que tuvo Adán. En su acción redentora, la salvación fue provista para toda la humanidad. Por medio de la fe todos los hombres pueden participar de una salvación ya consumada por él. Él es también la imagen y gloria de Dios (2 Co. 4:4, 6; Col. 1:15) que el hombre fue creado para proyectar (1 Co. 11:7) y que los cristianos se deben apropiar al participar en la nueva creación (Col. 3:10).

  1. Siervo. La identificación que Jesús hace con los hombres es mostrada en pasajes que nos recuerdan al siervo sufriente de Isaías (Mt. 12:18; Mr. 10:45; Lc. 24:26). Fue en su experiencia bautismal donde tomó este papel (cf. Mt. 3:17 e Is. 42:1) de sufrimientos como aquel en quien todo su pueblo está representado y que es ofrecido por los pecados del mundo (Jn. 1:29; Is. 53). Jesús es llamado explícitamente «el Siervo» en la predicación antigua de la iglesia (Hch. 3:13, 26; 4:27, 30), y Pablo también pensó de él en esta forma (cf. Ro. 4:25; 5:19; 2 Co. 5:21).

En la humillación que tuvo al identificarse con nuestra humanidad (Heb. 2:17; 4:15; 5:7; 2:9; 12:2), él asumió no sólo el papel de víctima sino también el de Sumo Sacerdote al ofrecerse a sí mismo una vez y para siempre (Heb. 7:27; 9:12; 10:10) en una ofrenda que crea para siempre una nueva relación entre Dios y el hombre. Su «bautismo», que él cumplió en su carrera terrenal y que terminó en la cruz (cf. Lc. 12:50), es su auto-santificación para el oficio eterno de Sumo Sacerdote, y en esta auto-santificación y a través de ella su pueblo fue santificado para siempre (Jn. 17:19; Heb. 10:14).

  1. Hijo de Dios. El título «Hijo de Dios» no es usado por Cristo tanto como «Hijo de Hombre» (aunque cf. p. ej., Mr. 12:6), sino que es el título que le dio la voz celestial en su bautismo y transfiguración (Mr. 1:11; 9:7), y también Pedro en su momento de iluminación (Mt. 16:16), e incluso los demonios (Mr. 5:7), y el centurión (Mr. 15:39).

El título «Hijo de Dios» es mesiánico. En el AT, Israel es el «hijo» (Ex. 4:22; Os. 11:1). El rey (Sal. 2:7; 2 S. 7:14) y posiblemente los sacerdotes (Mal. 1:6) también reciben este título. Por tanto, al usar y reconocer este título, Jesús está asumiendo el nombre de aquel en quien se cumplirá el verdadero destino de Israel.

Pero el título también señala, que en medio de toda esa tarea mesiánica, Jesús estaba consciente de tener una filiación única en su género (cf. Mt. 11:27; Mr. 13:32; 14:36; Sal. 2:7). Esto contiene implicancias cristológicas más profundas. Él no es simplemente un hijo sino el Hijo (Jn. 20:17). Este conocimiento (que se revela en puntos clímax en los Evangelios Sinópticos) es para Juan el continuo trasfondo consciente de la vida de Jesús. El Hijo y el Padre son uno (Jn. 5:19, 30; 16:32) en voluntad (4:34; 6:38; 7:28; 8:42; 13:3), en actividad (14:10) y en dar vida eterna (10:30). El Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo (10:38; 14:10). El Hijo, lo mismo que el Padre, tiene vida y poder vivificante en sí mismo (5:26). El Padre ama al Hijo (3:35; 10:17; 17:23s.) y le entrega todas las cosas en sus manos (5:35), dándole autoridad para juzgar (5:22). El título también implica una unidad de esencia y naturaleza con el Padre, unicidad de origen y preexistencia. (Jn. 3:16; Heb. 1:2).

  1. Señor. Aunque Pablo también usa el título «Hijo de Dios», se refiere a Cristo con mayor frecuencia como al «Señor» (véase). Este término no se origina con Pablo. En los Evangelios, a Jesús se le dirige la palabra y se habla de él como el Señor (Mt. 7:21; Mr. 11:3; Lc. 6:46). Aquí el título se puede referir primariamente a su enseñanza autoritativa (Lc. 11:1; 12:41), pero también puede tener un significado más profundo (Mt. 8:25; Lc. 5:8). Aunque se le da este nombre con más frecuencia después de su exaltación, él mismo citó el Sal. 110:1, y preparó el camino para este uso (Mr. 12:35; 14:62).

Su señorío se extiende sobre todo el curso de la historia y todos los poderes del mal (Col. 2:15; 1 Co. 2:6–8; 8:5; 15:24), y debe ser el interés dominante en la vida de la iglesia (Ef. 6:7; 1 Co. 7:10, 25). Como Señor, él vendrá a juzgar (2 Ts. 1:7).

Aunque la obra que hizo en el período de su humillación era también el ejercicio de su soberanía, con todo, el título de Señor le fue conferido a Jesús con más espontaneidad después de su resurrección y ascensión (Hch. 2:32ss.; Fil. 2:1–11). La iglesia antigua oró a él así como lo harían a Dios (Hch. 7:59s.; 1 Co. 1:2; cf. Ap. 9:14, 21; 22:16). Su nombre como Señor está relacionado en la forma más íntima con el de Dios mismo (1 Co. 1:3; 2 Co. 1:2; cf. Ap. 17:14; 19:16; y Dt. 10:17). Las promesas y atributos del «Señor» Dios (LXX kurios) en el AT son referidos a él (cf. Hch. 2:21 y 38; Ro. 10:3 y Joel 2:32; 1 Ts. 5:2 con Amós 5:18; Fil. 2:10s., con Is. 45:23). Se le aplica libremente a él la fórmula y el lenguaje que se usan para Dios mismo, de manera que es difícil decidir p. ej., en un pasaje como Ro. 9:5 si se habla del Padre o del Hijo. A Jesús se le confiesa como «Dios» en Jn. 1:1; 1:18; 20:28; 2 Ts. 1:12; 1 Ti. 3:16; Tit. 2:13 y 2 P. 1:1.

  1. Palabra. La afirmación «el Verbo fue hecho carne» (Jn. 1:14) relaciona a Jesús tanto con la Sabiduría de Dios en el AT (la que tiene un carácter personal, Pr. 8) como con la ley de Dios (Dt. 30:11–14; Is. 2:3), ya que éstas son reveladas y declaradas al ir saliendo la Palabra (véase) por la cual Dios crea, se revela a sí mismo y efectúa su voluntad en la historia (Sal. 33:6; Is. 55:10s.; 11:4; Ap. 1:16). Aquí se da una íntima relación entre la palabra y el acontecimiento. El NT deja más que aclarado que la Palabra no es un mero mensaje que se proclama sino Cristo mismo (cf. Ef. 3:17; Col. 3:16; 1 P. 1:3 y 23; Jn. 8:31 y 15:17). Lo que Pablo expresa en Col. 1, Juan lo expresa en su prólogo. En ambos pasajes (y en Heb. 1:1–14) se presenta a Cristo como aquel que fue en el principio el agente de la actividad creativa de Dios. Al dar testimonio de estos aspectos de Jesucristo, es inevitable que el NT testifique de su preexistencia. Él ya era «en el principio» (Jn. 1:43; Heb. 1:2–10). Su misma venida. (Lc. 12:49; Mr. 1:24; 2:17) lo envuelve en una profunda humillación de sí mismo (2 Co. 8:9; Fil. 2:5–7) a fin de cumplir con el propósito ordenado para él desde la fundación del mundo (Ap. 13:8). Con sus propias palabras él da este testimonio en el Evangelio de Juan (Jn. 8:58; 17:5, 24).

Aunque la salida del Padre no envuelve ninguna disminución de su divinidad, sin embargo hay una subordinación del Hijo encarnado al Padre en aquella relación de amor e igualdad que subsiste entre el Padre y el Hijo (Jn. 14:28). Porque es el Padre el que envía al Hijo y el Hijo el que es enviado (Jn. 10:36), es el Padre el que da y el Hijo quien recibe (Jn. 5:26), es el Padre el que ordena y el Hijo el que pone por obra (Jn. 10:18). Cristo pertenece a Dios, quien es la Cabeza (1 Co. 3:23; 11:13) y en el fin sujetará todas las cosas a él (1 Co. 15:28).

  1. Cristología patrística. En el período que siguió inmediatamente al NT, los Padres Apostólicos (90–140 d.C.) hablan elevadamente de Cristo. Tenemos un sermón que empieza así: «Hermanos, debemos pensar en Jesús como Dios, como el Juez de los vivos y los muertos» (2 Clem.). Ignacio, con su énfasis en la deidad y humanidad de Cristo, puede referirse a «la sangre de Dios». Y aun si su testimonio no llega tan alto, sin embargo, hay un verdadero esfuerzo por combatir tanto el ebionismo (véase)—el cual toma a Cristo como un hombre nacido en forma natural, sobre quien descendió el Espíritu en su bautismo—, como el docetismo (véase)—que afirmaba que la humanidad y los sufrimientos de Jesús fueron más bien aparentes que reales.

Los apologistas (p. ej., Justino, c. 100–165 y Teófilo de Antioquía) de la generación siguiente buscaron la forma para que el evangelio se recomendase a la gente educada y la forma de defenderlo de los ataques de los paganos y judíos. Con todo, su concepto del lugar de Cristo estuvo determinado más bien por las ideas filosóficas en boga en cuanto al logos que por la revelación histórica que el evangelio entregaba, y para ellos el cristianismo llegó a ser una nueva ley o filosofía; y Cristo, otro Dios inferior al Dios más alto.

Pero en ese tiempo Melitón de Sardes habló claramente de Cristo como Dios y hombre, e Ireneo (c. 140–200), al enfrentar las pretensiones del gnosticismo, también regresó a un punto de vista más bíblico, viendo siempre a la persona de Cristo en íntima conexión con su obra de redención y con su revelación, en cumplimiento de lo cual «él llegó a ser lo que somos nosotros, a fin de que él nos hiciera ser lo que él mismo es». De esta manera, él llegó a ser la nueva Cabeza de nuestra raza, recobrando lo que se perdió en Adán, salvándonos a través de un proceso de «recapitulación». Al identificarse de esta forma con nosotros, él es tanto verdadero Dios como verdadero hombre. Tertuliano (ca. 160–200) también hizo su contribución a la cristología al combatir el gnosticismo (véase) y las varias formas de lo que llegó a conocerse como monarquianismo (dinamismo, modalismo, sabelialismo), el cual reaccionó de diferentes maneras en contra de la aparente adoración de Cristo como a un segundo Dios además del Padre. Fue el primero en enseñar que el Padre y el Hijo son de «una sola sustancia», y habló de tres personas en la Deidad.

Orígenes (c. 185–254) tuvo una influencia decisiva en el desarrollo de la cristología en el Oriente. Enseñó la generación eterna del Hijo hacia el Padre y usó el término homoouisios. Sin embargo, al mismo tiempo su complicada doctrina incluyó un concepto de Cristo como un ser intermedio, que abarcando aquella distancia que media entre el absoluto ser transcendente de Dios y su mundo creado. Los dos partidos que surgieron después en la controversia arriana (que empezó c. 318) muestran que estaban influenciados por Orígenes (véase Origenismo).

Arrio (c. 265–336) negó la posibilidad de cualquier emanación divina, o contacto con el mundo, o cualquier distinción dentro de la deidad. Por tanto, el Verbo fue creado de la nada antes de que existiese el tiempo. Aunque se le llama Dios no es Dios mismo. Arrio negó que Cristo tuviese un alma humana. El Concilio de Nicea (c. 325) condenó a Arrio insistiendo que el Hijo no sólo era simplemente el «primogénito de toda la creación», sino que era ciertamente «de una esencia con el Padre». En su larga lucha contra el arrianismo (véase), Atanasio (298–373) buscó que se mantuviese la unidad de esencia entre el Padre y el Hijo basando su argumento, no en una doctrina filosófica respecto al Logos, sino en la naturaleza de la redención adquirida por el Verbo en la carne. Sólo Dios mismo (tomando la naturaleza humana y muriendo y resucitando en nuestra carne) puede llevar a cabo la redención que consiste en ser salvos del pecado, la corrupción y la muerte, y en ser resucitados para participar de la naturaleza de Dios mismo.

Después de Nicea surgió la pregunta: Si Cristo es verdaderamente Dios, ¿cómo es que puede ser al mismo tiempo hombre? Apolinario (310–390) trató de salvaguardar la unidad de la persona del Dios-hombre negando que tuviese una humanidad completa. Supuso que el hombre estaba compuesto de tres partes: cuerpo, alma animal o irracional, y alma racional o intelecto (nous). En Jesús la nous humana fue reemplazada por el Logos divino. Pero esto negaba la verdadera realidad de la humanidad de Jesús y, por cierto, la encarnación misma y, por tanto, la salvación. La objeción más persuasiva que surgió en contra de esta idea fue la de Gregorio Nacianceno: «Lo no tomado es lo no salvado». Cristo debe ser verdadero hombre como también verdadero Dios. Apolinario fue condenado en Constantinopla, 381.

¿Cómo es, entonces, que Dios y el hombre pueden estar unidos en una misma persona? La controversia vino a centrarse en Nestorio, Obispo de Constantinopla (m. 451), quien rehusó dar aprobación a la frase «madre de Dios» (zeotokos) tal como se aplica a María, la cual, decía él, no concibió a la Deidad, sino «a un hombre que era el instrumento de la Deidad». A pesar del hecho de que Nestorio (véase Nestorianismo) claramente afirmó de que el Dios-hombre era una sola persona, parece que pensaba que las dos naturalezas existían una al lado de la otra, y de tal manera diferenciadas que los sufrimientos de la humanidad no podían atribuirse a la Deidad. Esta separación fue condenada, y Nestorio fue depuesto en el Concilio de Efeso (431), lo que fue hecho en gran parte por la influencia de Cirilo, quien hacía un énfasis tan marcado en la unidad de las dos naturalezas en la persona de Cristo que se podía decir que el Verbo impasible sufrió la muerte. Cirilo buscó evitar el apolinarismo (véase) afirmando que la humanidad de Cristo era completa y entera, pero sin existencia independiente (anhupostasis).

Se desarrolló una controversia con uno de los seguidores de Cirilo, Eutico, quien afirmaba que en el Cristo encarnado se unían las dos naturalezas en una. Esto implicaba un punto de vista docetista de la naturaleza de Cristo y ponía en duda su consubstancialidad con nosotros. El eutiquianismo y el nestorianismo fueron finalmente condenados en el Concilio de Calcedonia (451), el que enseñó: Un Cristo con dos naturalezas unidas en una persona o hipostasis, pero permaneciendo «sin confusión, sin conversión, sin división, sin separación».

Controversias adicionales tenían todavía que levantarse antes que la mente de la iglesia pudiera reconciliarse en cuanto a cómo la naturaleza humana podía ciertamente retener su humanidad completa, sin ser una subsistencia independiente. Fue Leoncio de Bizancio el que propuso la fórmula que hizo que la mayoría estuviese de acuerdo con la fórmula de Calcedonia. Él enseñó que la naturaleza humana de Cristo no era una hipostasis independiente (anhupostasis) sino una enhupostasis, esto es, tenía su subsistencia en el Logos y a través de él.

Una controversia adicional surgió en cuanto a si las dos naturalezas indicaban que Cristo tenía dos voluntades o centros volitivos. Primero, se inventó una fórmula que encajara con los monotelitas, quienes afirmaban que el Dioshombre (aunque en dos naturalezas) operaba por una energía divino-humana. Pero finalmente, a pesar de la preferencia de Honorio (Obispo de Roma que estaba a favor de la fórmula «una voluntad» en Cristo), la iglesia Occidental en el 649 decretó que había «dos voluntades naturales» en Cristo, y esto se tomó como la decisión de toda la iglesia en el Sexto Concilio Ecuménico de Constantinopla en el 680, condenando los puntos de vista de Honorio I como herejía.

III. Desarrollo adicional. Los teólogos de la Edad Media aceptaron la autoridad de la cristología patrística y dejaron que su pensamiento y experiencia fuesen enriquecidos por Agustín (354–430), quien hizo énfasis en la verdadera humanidad de Cristo en su obra expiatoria, en su importancia como nuestro ejemplo en humildad, y en la experiencia mística. Pero este énfasis sobre la humanidad de Cristo tendió a ser expresado sólo cuando él era presentado en su pasión como aquel que mediaba entre el hombre y un Dios distante y terrible. En su discusión más abstracta de la persona de Cristo, había una tendencia a presentar a alguien que tenía poca participación en nuestra verdadera humanidad. Con todo, la humanidad de Jesús vino a ser el foco de la devoción mística en San Bernardo de Clairvaux (1091–1153), quien insistió en la unión del alma con el Novio.

En la Reforma, la cristología de Lutero estaba basada en Cristo como el verdadero Dios y verdadero hombre en una unidad inseparable. Él habló del «maravilloso intercambio» por el cual, mediante la unión de Cristo con la naturaleza humana, su justicia viene a ser nuestra, y nuestros pecados los suyos. Rehusó tolerar cualquier tipo de especulación sobre el Dios-hombre separado, fuera de la persona histórica de Jesús mismo o fuera de la obra que vino a hacer y del oficio que vino a cumplir para redimirnos. Pero Lutero enseñó que la doctrina de la «comunicación de atributos» (communicatio idiomatum) significaba que había una transferencia mutua de cualidades o atributos entre las naturalezas divina y humana en Cristo, y desarrolló esta idea hasta hacerla consistir en una mutua interpenetración de cualidades o propiedades divinas y humanas, resultando en una verdadera mezcla de naturalezas que la cristología calcedónica había evitado. En la ortodoxia luterana, esto llevó después a una controversia en la que se preguntaba hasta donde la humanidad del Hijo de Dios participa y ejercita, los atributos de la divina majestad, hasta dónde es capaz de hacerlo, y hasta dónde Jesús usó o rehusó usar estos atributos durante su vida terrenal.

Calvino también aprobó las afirmaciones cristológicas ortodoxas de los concilios de la iglesia. Enseñó que cuando el Verbo se hizo carne no suspendió ni alteró sus funciones normales de sostenedor del universo. Encontró que las afirmaciones extremas de la cristología luterana eran culpables de llevar una tendencia hacia la herejía de Eutico, e insistió en que las dos naturalezas en Cristo son distintas aunque nunca separadas. Sin embargo, en la unidad de la persona de Cristo, una naturaleza está tan íntimamente envuelta en las actividades y acontecimientos que tienen que ver con la otra que se puede hablar de la naturaleza humana como si participase de los atributos divinos. La salvación es consumada no sólo por la naturaleza divina obrando a través de la humana, sino que ciertamente es la consumación del Jesús humano que realizó una obediencia perfecta por todos los hombres en su propia persona (siendo la humanidad no sólo el instrumento sino la «causa material» de la salvación). Esta salvación es llevada a cabo en el cumplimiento del triple oficio de Profeta, Sacerdote y Rey.

Tenemos aquí una divergencia entre la enseñanza luterana y la reformada. Los luteranos hacen énfasis en la unión de las dos naturalezas en una comunión en la cual la naturaleza humana es como absorbida en la naturaleza divina. Los teólogos reformados rechazaron la idea que la naturaleza humana fuera como absorbida en la divina; más bien, afirmaron un tipo de absorción de la naturaleza humana en la persona divina del Hijo, en la cual se da una unión directa entre las dos naturalezas. De esta forma, mientras se mantenía el concepto patrístico del communicatio idiomatum, desarrollaron el concepto de communicatio operationum, (esto es, que las propiedades de las dos naturalezas coinciden en la única persona) a fin de hablar de una comunión activa entre las naturalezas sin enseñar con eso una doctrina de interpenetración mutua. La importancia del communicatio operationum está en que corrige una forma más bien estática de hablar de la unión hipostática de la teología patrística, ya que concibe a la persona y obra de Cristo como una unidad inseparable, afirmando en esta forma que hay una comunión dinámica entre las naturalezas divina y la humana en Cristo, comunión entendida en términos de su obra expiatoria y reconciliadora. Enfatiza la unión de dos naturalezas para sus propósitos de mediación en tal forma que esta obra procede de la única persona que es Dioshombre y por una efectividad distintiva de ambas naturalezas. A la luz de esto, la unión hipostática se toma como el aspecto ontológico de la acción dinámica de la reconciliación, de tal manera que la encarnación y la expiación son esencialmente complementarios.

Desde principios del siglo diecinueve ha habido una tendencia a apartarse de la doctrina de Calcedonia sobre las dos naturalezas, y esto se hace en base a que se dice que la doctrina no tiene nada que ver con el Jesús que presentan los Evangelios, y que además hace uso de términos ajenos tanto a la Escritura como a los modos corrientes de expresión. Schleiermacher construyó una cristología sobre la base de encontrar en Cristo una consciencia única y arquetípica de total dependencia filial en el Padre. En la teología luterana hubo un desarrollo adicional importante, en el cual se sostiene que los atributos de la humanidad de Jesús limitan a los que pertenecen a su divinidad, según lo que se llama la teoría «Kenótica» de Tomasio. Según este punto de vista, el Verbo se privó a sí mismo en la encarnación de los atributos «externos» de omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia, aunque retuvo sus atributos morales «esenciales». Aunque siempre permaneció Dios, cesó de existir en forma de Dios. Aún su consciencia de sí mismo como Dios fue absorbida en el único estado consciente despierto y creciente del Dioshombre. Ritschl también hizo énfasis en la importancia de los atributos éticos de la persona de Cristo, y en la importancia de no especular más allá de la revelación de Dios mostrada en el Jesús histórico, que para nosotros tiene que poseer el valor de Dios, y cuya perfecta naturaleza moral es tanto divina como humana. Desde el comienzo del siglo veinte, los conceptos modernos de la personalidad y las doctrinas científicas y filosóficas de la evolución, han capacitado a los teólogos para producir otras variaciones en el desarrollo de la cristología del siglo diecinueve.

En discusiones más recientes ha habido un regreso a la doctrina de Calcedonia sobre las dos naturalezas, particularmente como fue interpretada por la tradición reformada, y también se ha reconocido que esta fórmula aparentemente paradójica tiene como fin apuntar hacia el misterio de la relación de gracia sin igual, que se establece entre lo divino y lo humano en la persona y obra del Dioshombre. No debemos concebir este misterio como algo aparte de la expiación, ya que más bien es perfeccionado y realizado en la historia a través de la obra completa del Cristo crucificado, resucitado y exaltado. Por medio del Espíritu, a la iglesia se le concede participar en cierta medida en el misterio de la nueva unidad de Dios y el hombre en Cristo. Esto significa que nuestra cristología es decisiva para determinar la doctrina de la iglesia, de la Palabra y de los Sacramentos, tal como la iglesia los usa. Nuestra cristología deberá, por cierto, indicar la dirección en que debemos buscar la solución a todos los problemas teológicos, cuando estemos tratando con la relación de un acontecimiento o realidad humana con la gracia de Dios en Cristo. En este modelo cristológico debería encontrar coherencia y unidad todo nuestro sistema teológico.

Tampoco debe concebirse este misterio abstrayéndolo de la persona de Jesús que se nos revela en los Evangelios dentro del contexto histórico de la vida de Israel. A la vida y enseñanza humana del Cristo histórico debe dársele un lugar pleno en su obra salvadora como algo esencial en su reconciliación expiatoria, y no como si fuera algo meramente incidental o instrumental. Es en este punto donde debemos darle la debida importancia al estudio bíblico moderno pues nos ayuda a darnos cuenta qué clase de hombre era Jesús y, sin embargo, a ver también a este Jesús histórico como el Cristo de la fe, el Señor, el Hijo de Dios. Por medio de un estudio de su oficio y obra entenderemos cómo su humanidad no sólo es verdaderamente individual, sino que es también verdaderamente representativa.

Véase Imagen; Escuela de Alejandría; Escuela de Antioquía.

BIBLIOGRAFÍA

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Ronald S. Wallace

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SJT Scottish Journal of Theology

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (136). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

La Cristología es la parte de la Teología que trata de Nuestro Señor Jesucristo. Si bien abarca en su totalidad las doctrinas que se refieren tanto a la persona de Cristo como a sus obras, sin embargo el presente artículo se limitará a la consideración de la persona de Cristo. Del mismo modo, no invadiremos el territorio del historiador o del teólogo veterotestamentario, quienes dan cuenta de sus perspectivas en los artículos titulados JESUCRISTO y MESÍAS. Podemos decir que el campo del presente escrito es la teología de la persona de Jesucristo vista a la luz del Nuevo Testamento y desde el punto de vista cristiano.

La persona de Jesucristo es la segunda persona de la Santísima Trinidad, el Hijo o la Palabra del Padre, quien “se encarnó de la Santísima Virgen por obra del Espíritu Santo y se hizo hombre”. Tales misterios, aunque ya habían anunciados en el Antiguo Testamento, fueron revelados en su totalidad en el Nuevo y desarrollados con claridad en la Tradición Cristiana y la Teología. Por eso estudiaremos nuestro tema bajo el triple aspecto del Antiguo Testamento, del Nuevo Testamento y de la Tradición Cristiana.

Contenido

  • 1 ANTIGUO TESTAMENTO
  • 2 NUEVO TESTAMENTO
    • 2.1 Cristología Paulina
    • 2.2 La humanidad de Cristo en las epístolas paulinas
    • 2.3 La divinidad de Cristo en las epístolas paulinas
    • 2.4 Cristología de las Epístolas Católicas
    • 2.5 La Epístola de Santiago
    • 2.6 La creencia de San Pedro
    • 2.7 Epístola de San Judas
    • 2.8 Cristología Juanina
    • 2.9 Cristología de los Sinópticos
  • 3 TRADICIÓN CRISTIANA
    • 3.1 Humanidad de Cristo
    • 3.2 La divinidad de Cristo
    • 3.3 Unión Hipostática
  • 4 Véanse también las siguientes obras:

ANTIGUO TESTAMENTO

De lo anterior creemos que queda claro que aquí el Antiguo Testamento no se considera desde la óptica del escriba judío, sino de la del teólogo cristiano. El mismo Jesucristo fue el primero en usarlo de esa manera al repetir sus referencias a los pasajes mesiánicos de los escritos proféticos. Los apóstoles vieron en esas profecías muchos argumentos a favor de las enseñanzas y proclamaciones de Jesucristo. También los evangelistas están familiarizados con ellas, aunque su recurso a ellas es menos frecuente que el de los escritores patrísticos. Incluso los Padres o proponen el argumento profético en términos generales o citan profecías específicas. Pero con ello prepararon el terreno para una comprensión más profunda de la perspectiva histórica de las predicciones mesiánicas que comenzaron a tener fuerza en los siglos XVIII y XIX. Dejaremos la explicación del desarrollo histórico de las profecías mesiánicas para el escritor del artículo MESÍAS y haremos una sencilla llamada de atención a las predicciones proféticas acerca de la genealogía, el nacimiento, la infancia, los nombres, los oficios, la vida pública, los sufrimientos y la gloria de Cristo.

  • Las referencias a la genealogía humana del Mesías son numerosas en el Antiguo Testamento. Se le representa como la semilla de la mujer, el hijo de Sem, el hijo de Abraham, Isaac y Jacob, el hijo de David, el príncipe de los pastores, el retoño de la rama del cedro (Gen 3, 1-19; 9, 18-27; 12, 1-9; 17, 1-9; 18, 17-19; 22, 16-18; 26, 1-5; 27, 1-15; Num 24, 15-19; II Re 7, 1-16; 1 Cro 17, 1-17; Jer 23, 1-8; 33, 14-26; Ez 17). El Salmista real exalta la genealogía divina del futuro Mesías en las palabras: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy“ (Sal 2,7).
  • Los profetas frecuentemente hablan del nacimiento del Mesías esperado y lo ubican en Belén de Judá (Mi 5,2-14); determinan su tiempo por de la sucesión del cetro de Judá (Gn 49,8-12), por las setenta semanas de Daniel (9,22-27) y por el “breve tiempo” mencionado en el libro de Ageo (2,1-10). Los visionarios del Antiguo Testamento también vieron que el Mesías había de nacer de una madre virgen (Is 7,1-17) y que su apariencia, al menos la pública, sería antecedida por un precursor (Is 40, 1-11; Mal 4,5-6).
  • Ciertos eventos conectados con la infancia del Mesías fueron considerados tan importantes que constituyen el objeto de predicciones proféticas. Entre esas está la adoración de los magos (Sal 81,1-17), la matanza de los Inocentes (Jer 31,15-26) y la huída a Egipto (Os 11,1-7). Indudablemente que en el caso de estas tres profecías, como en el de muchas otras, su cumplimiento es su mejor comentario, pero ello no ignora el hecho de que los eventos a que aluden fueron realmente predichos.
  • Probablemente haya menor necesidad de insistir en las predicciones referentes a los más conocidos nombres y títulos mesiánicos, dado que significan menor dificultad. En las profecías de Zacarías el Mesías es llamado “Oriente” o, según el texto hebreo, “el Germen” (3; 6,9-15) ; en el libro de Daniel es el “Hijo del Hombre” (7); en Malaquías es el “Ángel de la Alianza” (2,17; 3,6); en Isaías es el “Salvador” (51,1; 52,12; 62); el “Siervo del Señor” (49), el “Emmanuel” (8,1-10), el “Príncipe de la Paz” (9,7).
  • Los oficios mesiánicos se consideran en forma general en la parte posterior de Isaías (61). En particular, se considera al Mesías como un profeta en el libro del Deuteronomio (18,9-22); como rey en el cántico de Ana (I Re 2,1-10) y en el canto real del Salmista (44); como sacerdote en la figura sacerdotal de Melquisedec (Gn 14,14-20) y en las palabras del salmo 109: “sacerdote para siempre”; como Goel, o libertador, en la seguda parte de Isaías (63,1-6); como mediador del Nuevo Testamento, bajo la forma de una alianza con el pueblo (Is 42,1; 43,13), y de la luz de los gentiles (Is 49).
  • En cuanto a la vida pública del Mesías, Isaías nos da una idea general de la totalidad con que el Espíritu se le da al Ungido (11,1-16), y del trabajo mesiánico (4). El Salmista presenta una descripción del Buen Pastor (22). Isaías resume los milagros mesiánicos (35). Zacarías exclama: “Regocíjate grandemente, Hija de Sión”, prediciendo así la solemne entrada de Cristo a Jerusalén. El Salmista se refiere a ese mismo evento cuando menciona la alabanza que sale de la boca de los infantes (8). Y para citar de nuevo el libro de Isaías, el profeta predice el rechazo del Mesías a través de una alianza con la muerte (27) y el salmista alude al mismo misterio cuando habla de la piedra rechazada por los constructores (117, 22).
  • ¿Hará falta mencionar que los sufrimientos del Mesías fueron totalmente predichos por los profetas del Antiguo Testamento? La idea general de una víctima mesiánica aparece en el contexto de las palabras “ni sacrificio ni oblación querías” (Sal 39,7), en el pasaje que inicia con la resolución “queremos poner madera en su pan” (La Biblia de Jerusalén traduce: “Destruyamos el árbol en su vigor”. Véase la nota explicativa, N.T.) (Jer 11), y en el sacrificio descrito por el profeta Malaquías (1). Además, la serie de acontecimientos particulares que constituyen la historia de la Pasión de Cristo ha sido descrita por los profetas con notable minuciosidad. El Salmista se refiere a la traición en las palabras: “Hasta mi amigo íntimo (“mi hombre de paz”. Cfr. Biblia de Jerusalén. N.T. ) en quien yo confiaba, el que mi pan comía, levanta contra mi su calcañar” (40,10); y Zacarías sabe de las “treinta piezas de plata” (11); el Salmista que ora desde la angustia de su alma es figura de Cristo en su agonía (54); su captura está profetizada en las palabras “perseguidle… apresadle” y “Se atropella la vida del justo” (Sal 70,11; 93,21); el juicio fundado en falsos testimonios puede encontrarse representado en las palabras “Pues se han alzado contra mi falsos testigos, que respiran violencia” (Sal 26,12); la flagelación está retratada en la descripción del Varón de dolores (Is 52,13; 53,12) y en las palabras “Ellos se ríen de mi caída, se reúnen, sí, se reúnen contra mi; extranjeros que yo no conozco desgarran sin descanso” (Sal 34,15); la suerte del traidor queda dibujada en las imprecaciones del salmo 108; la crucifixión es mencionada en los pasajes “¿Qué son esas llagas en medio de mis manos?” (Zac 13), “Condenémosle a la muerte más vergonzosa” (Sal 2), y “Han taladrado mis anos y mis pies” (Sal 21). La oscuridad milagrosa sucede en Am 8; la hiel y el vinagre son mencionados en el salmo 68; la herida del costado de Cristo es anunciada en Zac 12. El sacrificio de Isaac (Gn 21,1-14), el cordero sacrificial (Lev 16, 1-28), las cenizas de la purificación (Num 19, 1-10) y la serpiente de bronce (Num 21, 4-9) tienen un lugar prominente entre las figuras del Mesías sufriente. El capítulo tercero de las Lamentaciones es considerado correctamente como el discurso funerario de nuestro Redentor sepultado.
  • Por último, la gloria del Mesías ha sido prevista por los profetas del Antiguo Testamento. El contexto de frases tales como “Me he levantado porque el Señor me ha protegido” (Sal 3), “Mi carne descansará segura” (Sal 15), “Él se levantará al tercer día” (Os 5,15; 6,3), “Oh muerte, yo seré tu muerte” (Os 13,6-15 a), y “Sé que mi redentor vive” (Job 19, 23-27) llevaban al devoto creyente judío a algo más que una simple restauración temporal, cuyo cumplimiento comenzó a cumplirse en la resurrección de Cristo. Este misterio también está implícito, al menos como tipología, en las primeras frutas de la cosecha (Lev 23, 9-14) y en el rescate de Jonás del vientre de la ballena (Jon 2). Pero no es sólo la resurrección del Mesías el único elemento de la gloria de Cristo que fue predicho por los profetas. El salmo 67 trata de la ascensión; los versos 28-32 del capítulo 2 de Joel se refieren al Paráclito; el capítulo 11 de Isaías a la llamada de los gentiles; Mi 4,1-7, a la conversión de la sinagoga; Dn 2, 27-47, al reino del Mesías comparado con el reino del mundo. Otras características del reino mesiánico son tipificadas por el tabernáculo (Ex 25, 8-9; 29, 43; 40, 33-36; Num 9, 15-23), el trono de misericordia (Ex 25, 17-22; Sal 79,1), el maná (Ex 16, 1-15; Sal 77, 24-25) y la roca del Horeb (Ex 17, 5-7; Num 20, 10-11; Sal 104,41). En el capítulo 12 de Isaías aparece un cántico de acción de gracias por los beneficios mesiánicos.

Los libros del Antiguo Testamento no son la única fuente que los teólogos cristianos pueden utilizar para conocer las ideas mesiánicas del judaísmo precristiano. Los oráculos sibilinos, el Libro de Enoc, el Libro de los Jubileos, los Salmos de Salomón, la Ascensión de Moisés, la Revelación de Baruc, el IV Libro de Esdras y varios libros talmúdicos y escritos rabínicos son ricos veneros de visiones precristianas referentes al Mesías esperado. Ello no quiere decir que todas esas obras hayan sido escritas antes de la venida de Cristo, pero aunque su autoría sea parcialmente postcristiana, preservan una imagen del mundo del pensamiento judío que data, al menos en su esquema básico, de siglos antes del nacimiento de Cristo.

NUEVO TESTAMENTO

Ciertos autores modernos nos dicen que hay dos Cristos: el Mesías de la fe y el Jesús histórico. Ellos ven al Señor y Cristo, a quien Dios exaltó al resucitarlo de entre los muertos, como el objeto de la fe cristiana; a Jesús de Nazaret, el predicador y obrador de milagros, como el objeto de los historiadores. Esos autores afirman que es prácticamente imposible convencer incluso al menos experimentado de los críticos que Jesús enseñó, en términos formales y simultáneamente, la cristología de Pablo, la de Juan, las doctrinas de Nicea, de Éfeso y de Calcedonia. Por otra parte, la historia de los primeros siglos cristianos les parece a esos autores como algo inconcebible. Se dice que al cuarto Evangelio le falta la información que sustenta las definiciones de los primeros concilios ecuménicos y que, por el contrario, aporta un testimonio que no complementa sino corrige el retrato de Jesús elaborado por los Sinópticos. Esas dos referencias del Cristo se ven, según eso, como mutuamente excluyentes: si Jesús habló y actuó como lo hace en los Evangelios Sinópticos, eso significa que no habló ni actuó como dice Juan que lo hizo. Revisaremos aquí brevemente la cristología de San Pablo, de las Epístolas Católicas, del Cuarto Evangelio y de los Sinópticos. Daremos al lector una cristología completa del Nuevo Testamento y también los datos necesarios para defenderse de los modernistas. Pero no será una cristología completa en el sentido que abarque todos los detalles referentes al Jesucristo enseñado por el Nuevo Testamento, sino en el sentido de que nos dará sus características esenciales según las enseña la totalidad del Nuevo Testamento.

Cristología Paulina

San Pablo insiste en la verdad de la real humanidad y divinidad de Cristo, a pesar de que, a primera vista, el lector se enfrenta a tres objetos en los escritos del Apóstol: Dios, el mundo humano y el Mediador. Pero este último es a la vez divino y humano, hombre y Dios.

La humanidad de Cristo en las epístolas paulinas

Las expresiones “condición de siervo”, “apareciendo en su porte como un hombre”, “en carne semejante a la del pecado” (Fil 2,7; Rom 8,3) pueden parecer como lesivas a la humanidad real de Cristo en la enseñanza paulina. Mas en realidad ellas únicamente describen un modo de ser o dejan entrever la presencia de una naturaleza superior en Cristo que no es visible a los sentidos. O contrastan la naturaleza humana de Cristo con la de la raza pecadora a la que aquella pertenece. Por otro lado, el Apóstol habla abiertamente de Nuestro Señor manifestado en la carne (I Tim 3,16); poseedor de un cuerpo de carne (Col 1,22); “nacido de mujer” (Gal 4,4); nacido de la simiente de David según la carne (Rom 1,3); perteneciente según la carne al pueblo de Israel (Rom 9,5). En cuanto judío, Jesucristo nació bajo la Ley (Gal 4,4). El Apóstol hace énfasis en la verdadera participación de Nuestro Señor en nuestra debilidad humana física (II Cor 13, 4), en su vida de sufrimiento (Heb 5,8) (Estudios recientes han demostrado que la Epístola a los Hebreos, durante siglos atribuida a San Pablo a raíz del encabezado de la misma en la Vulgata, no es obra del Apóstol, aunque sí parece notarse en ella la influencia de sus ideas. Su autor permanece anónimo, N.T.) que culmina con la pasión (Ibíd., 1, 5; Fil 3,10; Col 1, 24). En sólo dos aspectos difiere la humanidad de Nuestro Señor del resto de los hombres. Primero, en su ausencia total de pecado (II Cor 5, 21; Gal 2, 17; Rom 7, 3). Segundo, en el hecho de que Nuestro Señor es el segundo Adán, que representa a todo el género humano (Rom 5, 12-21; I Cor 15, 45-49).

La divinidad de Cristo en las epístolas paulinas

Según San Pablo, la superioridad de la revelación cristiana sobre toda otra manifestación divina, y la perfección de la Nueva Alianza con su sacrificio y sacerdocio, se derivan del hecho que Cristo es el Hijo de Dios (Heb 1, 1ss; 5, 5ss; Rom 1, 3; Gal 4, 4; Ef 4, 13; Col 1, 12; 2, 9ss). El Apóstol entiende la expresión “Hijo de Dios” no como una mera dignidad moral, ni como una relación puramente externa con Dios, iniciada en el tiempo, sino como una relación eterna e inmanente entre Cristo y el Padre. Compara a Cristo con Aarón y sus sucesores, Moisés y los profetas, y lo encuentra superior a éstos (Heb 1,1; 3, 1-6; 5, 4; 7, 1-22; 10, 11). Eleva a Cristo sobre el coro de los ángeles y lo hace Señor de los mismos (Heb 1, 3; 2, 2-3; 14); lo sienta a la derecha del Padre como heredero universal (Heb 1, 2-3; Gal 4, 14; Ef 1, 20-21). Si San Pablo se ve obligado a usar los términos “forma de Dios” e “imagen de Dios” al hablar de la divinidad de Cristo, para poder mostrar la distinción personal entre el Padre Eterno y el Hijo Divino (Fil 2, 6; Col 1, 15), Cristo no es simplemente la imagen y la gloria de Dios (I Cor 11, 7), sino también el primogénito de toda creatura (Col 1, 15), en quien, por quien y para quien fueron hechas todas las cosas (Col 1, 16), en quien la plenitud de la divinidad reside junto con la realidad actual que nosotros atribuimos a los cuerpos materiales perceptibles y mensurables a través de nuestros sentidos (Col 2, 9), en una palabra, quien “está por encima de todas las cosas, Dios bendito por todos los siglos” (Rom 9, 5).

Cristología de las Epístolas Católicas

Las epístolas de San Juan serán consideradas junto con los demás escritos del mismo Apóstol en el siguiente apartado. Bajo el presente encabezado señalaremos brevemente los puntos de vista sostenidos por los apóstoles Santiago, Pedro y Judas relativos a Cristo.

La Epístola de Santiago

El objetivo principal de la Epístola de Santiago no nos permite esperar que la divinidad de Nuestro Señor quede en ella expresada formalmente como una doctrina de fe. Empero, esa doctrina está implícita en el lenguaje del escritor inspirado. Él profesa que su relación con Cristo es idéntica a la que tiene con Dios, y que es siervo de ambos (1,1). Aplica el mismo término al Dios del Antiguo Testamento y a Jesucristo (passim). Jesucristo es tanto el juez soberano como legislador independiente, que puede salvar y destruir (4, 12). La fe en Jesucristo es la fe en el Señor de la gloria (2,1). Si no se admite la firme fe del autor en la divinidad de Jesucristo el lenguaje de la epístola constituiría una forzada exageración.

La creencia de San Pedro

San Pedro se presenta a si mismo como siervo y apóstol de Jesucristo (I Pe 1, 1; II Pe 1, 1), quien fue anunciado por los profetas del Antiguo Testamento de modo tal que esos mismos profetas fueron también siervos, heraldos e instrumentos de Jesucristo (I Pe 1, 10-11). Es el Cristo preexistente quien modula las expresiones de los profetas de Israel al proclamar sus anuncios de su venida. San Pedro ha sido testigo de la gloria de Jesús en la Transfiguración (II Pe 1, 16). Parece disfrutar la enumeración de los títulos de su Señor: Jesús Nuestro Señor (II Pe 1, 2); Nuestro Señor Jesucristo (1, 14, 16); Señor y Salvador (3, 2); Nuestro Señor y Salvador Jesucristo (1, 1); cuyo poder es divino (1, 3); a través de cuyas promesas los cristianos participan de la naturaleza de Dios (1, 4). Es como si a lo largo de su carta, San Pedro experimentase la divinidad que confiesa respecto de Jesucristo.

Epístola de San Judas

También San Judas se presenta a si mismo como siervo de Jesucristo, gracias a cuya unión los cristianos perseveran en la vida de la fe y santidad (1). Cristo es nuestro único Señor y Salvador (4), que castigó a Israel en el desierto al igual que hizo con los ángeles rebeldes (5). Él vendrá a juzgarnos rodeado de miríadas de santos (14). Los cristianos dirigen a Él su vista en busca de misericordia y Él se la mostrará cuando venga (21) y su contenido es la vida eterna. ¿Puede un Cristo meramente humano ser el objeto de esa clase de lenguaje?

Cristología Juanina

Aunque no hubiera nada más en el Nuevo Testamento para probar la divinidad de Cristo, los primeros catorce versículos del Cuarto Evangelio bastarían para convencer a cualquiera que creyera en la Biblia acerca de ese dogma. La doctrina del prólogo de ese evangelio constituye la idea fundamental de toda la teología juanina. El Verbo hecho carne, por un lado, es idéntico al Verbo que existía desde el principio y , por otro, con Jesucristo, el protagonista del Cuarto Evangelio. El Evangelio todo es la historia de la Palabra Eterna viviendo entre los hombres.

La enseñanza del Cuarto Evangelio también se halla en las epístolas juaninas. Desde las palabras de apertura el autor informa a sus lectores que la Palabra de vida ha sido manifestada y que los Apóstoles han visto, escuchado y tocado al la Palabra encarnada. La negación del Hijo significa la pérdida del Padre (I Jn 2, 23), y “quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él y él en Dios” (Ibíd. 4,15). Es más enfático aún el escritor hacia el fin de la epístola: “Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero Dios. Nosotros estamos en el Verdadero Dios, en su Hijo Jesucristo” (Ibíd. 5, 20) .

Según el Apocalipsis, Cristo es el primero y el último, el alfa y el omega, el eterno y el todopoderoso (1, 8; 21, 6; 22, 13). Es el Rey de reyes y Señor de los señores (19, 16), el Señor del mundo invisible ( 12, 10; 13, 8), el centro de la corte celestial (5, 6). Él recibe la adoración de los ángeles más elevados (5, 8) y objeto de adoración ininterrumpida, en asociación con su Padre (5, 13; 17, 14)

Cristología de los Sinópticos

Hay una diferencia real entre la presentación del Señor que hacen los tres primeros evangelistas y la que hace San Juan. La verdad presentada por estos escritores podrá ser idéntica, pero es vista desde diferentes puntos de vista. Los tres Sinópticos resaltan la humanidad de Cristo en su obediencia a la ley, en su poder sobre la naturaleza, y su ternura hacia los débiles y afligidos. El Cuarto Evangelio no subraya los aspectos de la vida de Cristo que pertenecen a su humanidad, sino los que denotan la gloria de la Persona Divina, manifestada ante los hombres bajo forma visible. Pero a pesar de esas diferencias, los Sinópticos, a través de sus sutiles sugerencias, prácticamente anticipan la enseñanza del Cuarto Evangelio. Tal sugerencia está implícita, primero, en la aplicación sinóptica de la palabra “Hijo de Dios”a Jesucristo. Jesús es el Hijo de Dios, no meramente en sentido ético o teocrático, ni tampoco para decir que es uno entre varios hijos sino dejando claro que Él es el único, amadísimo Hijo del Padre, con una filiación no participada por nadie más y totalmente única (Mt 3, 17; 17, 5; 22, 41; 4, 3, 9; Lc 4, 3, 9). Su filiación se deriva del hecho de la venida del Espíritu Santo sobre María y de que el Altísimo la ha cubierto con su sombra (Lc 1, 35). Igualmente, los Sinópticos implican la divinidad de Cristo en su descripción de la Navidad y de las circunstancias que rodearon a ésta; Él es concebido por obra del Espíritu Santo (Lc 1, 35) y su Madre sabe que todas las generaciones la llamarán dichosa porque el Poderoso ha hecho en ella grandes cosas (Lc. 1, 48). Isabel la llama “bendita entre todas las mujeres”, bendice al fruto de su vientre y se maravilla de que la Madre de su Señor haya ido a visitarla (Lc 1, 42-43). Gabriel saluda a Nuestra Señora llamándola “llena de gracia”, “bendita entre las mujeres”; le vaticina que su Hijo será grande y llamado Hijo del Altísimo y que su reino no tendrá fin. (Lc 1, 28, 32). Cristo recién nacido es adorado por los pastores y los magos, representantes de los mundos judío y gentil; gloria de su pueblo, Israel (Lc 2, 30-32). Esas narraciones difícilmente caben en la descripción de un niño humano normal, pero sí adquieren significado a la luz del Cuarto Evangelio.

Los Sinópticos concuerdan con la enseñanza del Cuarto Evangelio acerca de la persona de Jesucristo no únicamente en cuanto al uso que dan a la palabra “Hijo de Dios” y en las descripciones del nacimiento de Cristo y sus detalles. También lo hacen en las narraciones de la doctrina, vida y trabajos de Nuestro Señor. El mismo término Hijo del Hombre, aplicado frecuentemente por ellos a Jesús, se utiliza de tal manera que demuestra a Jesucristo como a alguien consciente de si mismo y para quien el elemento humano no es algo primario, sino secundario e sobreinducido. Muchas veces Cristo es simplemente llamado Hijo (Mt 11, 27; 28, 20) y, correspondientemente, Él nunca llama al Padre “nuestro” Padre, sino “mi” Padre (Mt 18, 10, 19, 35; 20, 23; 26, 53). Él recibe el testimonio del cielo durante su bautismo y transfiguración acerca de su filiación divina; los profetas del Antiguo Testamento no son rivales sino siervos en comparación con Él (Mt 21, 34). El título de “Hijo del Hombre”, así, significa una naturaleza para la que la humanidad de Cristo era accesoria. Igualmente, Cristo declara tener el poder de perdonar los pecados y da soporte a esa declaración con sus milagros (Mt 9, 2-6; Lc 5, 20, 24). Insiste en la fe hacia si (Mt 16, 16, 17); incluye su nombre en la fórmula bautismal entre la del Padre y el Espíritu Santo (Mt 28, 19); sólo Él conoce al Padre y sólo el Padre lo conoce a Él (Mt 11, 27); instituye el sacramento de la Eucaristía (Mt 26, 26; Mc 14, 22; Lc 22, 19). Padece y muere para resucitar al tercer día (Mt 20, 19; Mc 10, 34; Lc 18, 33); sube al cielo pero no sin antes prometer que estará con nosotros hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).

¿Será necesario añadir que las afirmaciones de Cristo respecto a tener la más alta dignidad personal están claras en los discursos escatológicos de los Sinópticos? Él es el Señor del universo material y moral. Como supremo legislador, Él es el punto de referencia de toda ley; como juez final, Él determina el destino de todos. Quitemos el Cuarto Evangelio del canon del Nuevo Testamento y aún tendríamos en los Evangelios Sinópticos una doctrina idéntica a la que se nos da en el Cuarto Evangelio acerca de la persona de Jesucristo. Algunos puntos de esa doctrina quizás estarían menos claramente expuestos que lo que están ahora, pero seguirían siendo substancialmente iguales.

TRADICIÓN CRISTIANA

La cristología bíblica muestra que Jesucristo es a la vez Dios y hombre. Mientras que la tradición cristiana siempre ha sostenido la triple tesis de que Cristo es verdadero Dios, verdadero hombre y que el hombre-Dios, Jesucristo, es una única e indivisible persona, las teorías erróneas y heréticas de varios líderes religiosos han forzado a la Iglesia a insistir más fuertemente en uno u otro de los elementos de su cristología. Una clasificación de los principales errores y de las correspondientes afirmaciones eclesiásticas nos muestran el desarrollo histórico de la doctrina de la Iglesia con suficiente claridad. El lector podrá encontrar una descripción más detallada de las principales herejías y concilios bajo sus respectivos encabezados.

Humanidad de Cristo

Desde los primeros tiempos de la Iglesia fue negada la verdadera humanidad de Jesucristo. El docetista Marción y los priscilianistas solamente admiten que Jesús tenía un cuerpo aparente. Los valentinianos, un cuerpo traído del cielo. Los seguidores de Apolinar o niegan que Jesús tuviera un alma humana, o que poseyera la parte superior del alma humana y por ello sostienen que el Verbo provee la totalidad del alma de Cristo o por lo menos sus facultades superiores. Más recientemente, no ha sido la verdadera humanidad de Cristo lo que ha sido negado, sino la realidad histórica de la misma. Según Kant el credo cristiano trata del Cristo ideal, no del histórico. Para Jacobi, los cristianos adoran a un Jesús que constituye un ideal religioso, no un personaje histórico. Fichte afirma que entre Dios y el hombre existe una unidad absoluta, la cual fue detectada y enseñada primeramente por Jesús. Schelling sostiene que la encarnación es un hecho eterno, que alcanzó su momento culminante en Jesucristo. Para Hegel, Cristo no es la encarnación genuina de Dios en Jesús de Nazaret, sino el símbolo de la encarnación de Dios en la humanidad en general. Por último, algunos autores católicos distinguen entre el Cristo de la historia y el de la fe, destruyendo con ello la realidad histórica del Cristo de la fe. El nuevo Syllabus (Nombre dado a dos series de proposiciones que contienen errores religiosos condenados, respectivamente, por Pio IX, 1864, y Pio X, 1907. N.T.), en sus proposiciones 29 y siguientes, y la encíclica “Pascendi dominici gregis” (de Pio X, acerca de las teorías modernistas, promulgada el 8 de septiembre de 1907) pueden ser consultados al respecto.

La divinidad de Cristo

Ya desde los tiempos apostólicos la Iglesia veía la negación de la divinidad de Cristo como algo eminentemente anticristiano (I Jn 2, 22-23; 4, 3; II Jn 7). Los primeros mártires, los Padres más antiguos y las primeras liturgias eclesiásticas concuerdan en su profesión de la divinidad de Cristo. Aún así, los ebionitas, teodocianos, artemonitas y fotinianos veían a Cristo como un simple hombre, si bien dotado de una sabiduría divina, o como una apariencia de un eon emanado del Ser divino según la teoría gnóstica, o también como una manifestación de ese mismo ser, pero siguiendo las aseveraciones de los sabelianos y patripasionistas teístas y panteístas. Finalmente, otros lo reconocían como el Verbo encarnado, pero concebido de acuerdo a la opinión arriana, una creatura intermedia entre Dios y el mundo, distinta esencialmente del Padre y del Espíritu Santo. Si bien las definiciones de Nicea y de los concilios subsecuentes, especialmente el IV de Letrán, tratan directamente de la doctrina de la santísima Trinidad, también enseñan que el Verbo es consubstancial con el Padre y el Espíritu Santo, estableciendo así la divinidad de Jesucristo, el Verbo Encarnado. En tiempos más recientes, nuestros primeros racionalistas intentaron evitar el problema de Jesucristo y tenían poco que decir al respecto, haciendo a San Pablo el fundador de la Iglesia. Pero el Cristo histórico era una figura demasiado atractiva para seguir siendo ignorada. Y es más lamentable aún que la negación de la divinidad de Cristo no se circunscribe a los socinianos y a tales autores como Ewald y Schleiermacher. Incluso quienes profesan ser cristianos ven en Cristo la perfecta revelación de Dios, la verdadera Cabeza y Señor de la raza humana, pero, al fin y al cabo, terminan con las palabras de Pilato, “He ahí al Hombre”.

Unión Hipostática

En Jesucristo se reúnen hipostáticamente su naturaleza humana y su naturaleza divina. O sea, están unidas en la hipóstasis o persona del Verbo. También este dogma encontró acerbos enemigos desde los tiempos más tempranos de la Iglesia. Nestorio y sus seguidores admitían en Jesús una persona moral, del mismo modo como una sociedad humana forma una persona moral. Esta persona moral resulta de la unión de dos personas físicas, así como hay dos naturalezas en Cristo. Y estas dos personas están unidas no física sino moralmente, por medio de la gracia. La herejía de Nestorio fue condenada por Celestino I en el Sínodo Romano del año 430, y por el Concilio de Éfeso, en 431. La doctrina católica fue reafirmada posteriormente durante el Concilio de Calcedonia y en el segundo Concilio de Constantinopla. De esa doctrina se deduce que las naturalezas divina y humana están físicamente unidas en Cristo. Los monofisicistas concluyeron, de eso, que en tal unión física o la naturaleza humana había sido absorbida por la divina, como afirmaba Eutiques, o que la naturaleza divina fue absorbida por la humana, o que de la unión física de las dos resultó una tercera naturaleza gracias a una especie de mezcla física, o de su composición física. La verdadera doctrina católica fue sostenida por el Papa León Magno, el Concilio de Calcedonia y el V Concilio Ecuménico, en 553. El canon duodécimo de este último concilio también excluye la visión de que la vida moral de Cristo se desarrolló gradualmente para alcanzar su total maduración en la resurrección. Los adopcionistas renovaron en parte el nestorianismo porque consideraban al Verbo como el hijo natural de Dios y al hombre Cristo como un siervo o hijo adoptivo de Dios, el cual había otorgado su propia personalidad a la naturaleza humana de Cristo. Esta opinión fue rechazada por el Papa Adrián I, el Sínodo de Ratisbona, en 782, el Concilio de Frankfurt, en 794 y por León III en el Sínodo Romano de 799. No hace falta señalar que, según la posición sociniana y racionalista, la naturaleza humana de Cristo no está unida al Verbo. Dorner demuestra qué tan extendida está esta opinión entre los protestantes, dado que hay pocos teólogos protestantes de renombre que rechacen la personalidad propia de la naturaleza humana de Cristo. Entre los católicos, Berruyer y Günther reintrodujeron un nestorianismo modificado pero fueron censurados por la Congregación del Índice (17 de abril de 1755) y por el Papa Pio IX (15 de diciembre de 1857).

La herejía monofisista fue retomada por los monotelitas, quienes sólo admitían una voluntad en Cristo y con ello contradecían las enseñanzas de los papas Martín I y Agatón y del VI Concilio Ecuménico. Tanto los cismáticos griegos como los reformadores del siglo XVI deseaban mantener a doctrina tradicional referente al Verbo encarnado, pero ya desde el principio los seguidores de la Reforma cayeron en errores que incluían las herejías nestorianas y monofisistas. Por ejemplo, los ubiquitarianos definen la esencia de la encarnación no como la adopción de la naturaleza humana por parte del Verbo, sino como la divinización de la naturaleza humana al participar de las propiedades de la naturaleza divina. Los siguientes teólogos protestantes se separaron aún más de los puntos de vista de la tradición cristiana. Para ellos Cristo era el sabio de Nazaret, quizás mayor que los profetas, cuya aparición bíblica, parte mito y parte historia, no es otra cosa sino la expresión de una idea popular acerca de la perfección humana. (La opinión protestante de las grandes iglesias reformadas, al momento, a 30 años del Concilio Vaticano II, concuerda casi enteramente con la católica en lo referente a Cristo. Cfr. Junger Moltmann, por ejemplo. N.T.). Los escritores católicos cuyas obras han dudado del carácter histórico de la narración bíblica de la vida de Cristo o de sus prerrogativas como hombre-Dios han sido censurados en el nuevo Syllabus y por la encíclica “Pascendi dominici gregis” (Hay una serie de teólogos católicos de renombre que ejercieron gran influencia durante el Concilio Vaticano II, y que han dejado tesis muy sólidas en la cristología católica: Karl Rahner, Hans Urs von Balthasar, por ejemplo. El Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, 430-478, recoge en forma didáctica la doctrina actual de la Iglesia al respecto. N.T.).

Véanse también las siguientes obras:

Patrística: ATHANASIO, GREGORIO NACIANCENO, GREGORIO DE NIZA, BASILIO, EPIFANIO escribieron especialmente contra los seguidores de Arrio y Apolinar; CIRILO DE ALEJANDRIA, PROCLO, LEONCIO DE BIZANCIO, ANASTASIO SINAITA, EULOGIO DE ALEJANDRIA, PEDRO CRISOLOGO, FULGENCIO, se oponen a los nestorianos y monoficistas; SOFRONIO, MAXIMO, JUAN DAMASCENO, los Monotelitas; PAULINO DE AQUILEIA, ETERIO, ALCUINO, AGOBARDO, los Adopconistas. Vease P. G. y P. L.

Escolástica: STO. TOMAS, Summa theol., III, QQ. I-lix; IDEM, Summa contra gentes, IV, XXVII-LV; In III Sentent.; De veritate, QQ. XX, XXIX; Compend, theol., QQ. CXCIX-CCXLII; Opusc., 2; etc.; BUENAVENTURA, Breviloquium, 1, 4; In III Sentent.; BELLARMINO, De Christo capite totius ecclesioe controvers., I, col. 1619; SUAREZ, De Incarn., opp. XIV, XV; LUGO, De lncarn., op. III.

Teólogos Positivistas: PETAVIO, Theol. dogmat., IV, 1-2; THOMASSIN, De Incarn., dogm. theol., III, IV.

Escritos recientes: FRANZELIN, De Verbo Incarn. (Roma, 1874); KLEUTGEN, Theologie der Vorzeit, III (Münster, 1873); JUNGMANN, De Verbo incarnato (Ratisbona, 1872); HURTER, Theologia dogmatica, II, tract. vii (Innsbruck, 1882); STENTRUP, Proelectiones dogmaticoe de Verbo incarnato (2 vols., Innsbruck, 1882); LIDDON, The Divinity of Our Lord (Londres, 1885); MAAS, Christ in Type and Prophecy (2 vols., Nueva York, 1893-96); LEPIN, Jésus Messie et Fils de Dieu (Paris, 1904). Véanse igualmente las obras acerca de la vida de Cristo y los comentarios principales acerca de los pasajes bíblicos citados en este artículo. “Mysterium Salutis” II/1 (Madrid 1969); H.Urs von Balthasar, Teodramática 3. Las personas del drama: el hombre en Cristo (Encuentro, Madrid 1993); Karl Rahner, Muerte de Jesús y definitividad de la revelación cristiana, en AA.VV. Teología de la cruz (Sígueme, Salamanca 1979).
Para las demás partes de la teología dogmática consulte la bibliografía al final de esta sección (I.).

A.J. MAAS

Transcrito por Douglas J. Potter

Dedicado al Sagrado Corazón de Jesucristo.

Traducido por Javier Algara Cossío.

Fuente: Enciclopedia Católica