DOMINGO

(en inglés, sunday, dí­a del sol). El nombre sunday deriva de fuentes paganas. (Nota del Editor: en castellano, domingo deriva del latí­n dominicus, dí­a del Señor). La división del calendario en semanas de siete dí­as fue obra de los astrólogos de Babilonia. De ellos el plan pasó a Egipto donde los dí­as recibieron los nombres de los planetas, uno siendo para el sol. Después que el cristianismo se estableciera en el norte de Europa, los pueblos teutónicos sustituyeron los nombres de sus dioses con tí­tulos egipcios, de donde tenemos el origen de los nombres en inglés Tuesday, Wednesday, Thursday (en castellano, martes, miércoles, jueves). Pero el primer dí­a continuó llamándose dí­a del Sol (Sunday), mayormente porque el emperador Constantino, por decreto real en el año 321, lo hizo Solis Day, dí­a del sol.

Después de la resurrección (Luk 24:1; Joh 20:1), los creyentes se reuní­an en este dí­a para celebrarla. Algunas de las apariciones de Jesús tuvieron lugar el primer dí­a de la semana (Mar 16:9; Joh 20:19). Los discí­pulos en Troas adoraban en el primer dí­a (Act 20:7; comparar 1Co 16:1-2). El término dí­a del Señor aparece sólo en Rev 1:10, y es una adaptación natural de una costumbre romana de llamar al primer dí­a del mes †œdí­a del Emperador†. Hacia el año 150 d. de J.C. la designación habí­a sido aceptada a través del mundo cristiano. Al declinar la influencia de las iglesias hebreo-cristianas más fuertes, la tendencia a observar el sábado hebreo fue lentamente abandonada.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

†¢Dí­a del Señor. †¢Sábado. †¢Semana.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, CALE

ver, DíA, SíBADO

vet, El dí­a de la semana en que resucitó el Señor, el primer dí­a de la semana, el dí­a del Señor citado en Ap. 1:10: Juan estuvo en el Espí­ritu en el dí­a del Señor. Al ser el dí­a de la resurrección es enfáticamente el dí­a peculiar del cristiano. Al ser el primer dí­a de la semana, es también sugerente del comienzo de un nuevo orden de cosas, totalmente distintas de las relacionadas con el Sábado legal. Era el dí­a en que comúnmente se reuní­an los discí­pulos para el propósito expreso de partir el pan (Hch. 20:7); y aunque no se da ningún mandato acerca de él, es un dí­a especialmente considerado por parte de los creyentes. Es, literalmente, el “dí­a dominical”, “kuriakos”, una palabra que aparece solamente con referencia a “la cena del Señor” en 1 Co. 11:20 y a “el dí­a del Señor”. No debe confundirse con “el dí­a del Señor” en su concepción escatológica, “hëmera kuriou”. (Véase DíA DE JEHOVí). Para una consideración a fondo del tema del paso de Sábado a Domingo y de sus respectivas naturalezas, véase SíBADO.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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El dí­a del Señor entre los cristianos, fue considerado como tal desde los primeros tiempos cristianos. Y fue así­ por que al amanecer del “primer dí­a de la semana” (Mc. 16. 9), al dí­a siguiente del sábado, fue cuando el Señor Jesús resucitó y comenzó a dar las pruebas a sus seguidores con diversas apariciones
Ese recuerdo harí­a que el primer dí­a se considerada el “dies domini”, el domingo. Y se vincularon los recuerdos a los gestos de Jesús.

Los de Emaús le reconocieron en el “partir el pan”, después de haberles desarrollado “lo que habí­a sobre El en todas las Escrituras”. (Lc. 24. 27 y 35)

Ocho dí­as después de la resurrección de Jesús, (al siguiente “domingo”), los Apóstoles se hallaban reunidos de nuevo. Jesús se les apareció y provocó la profesión de fe de Tomás: “Señor mí­o y Dios mí­o” (Jn. 20. 28).

Es interesante recordar que los Apóstoles recibieron al Espí­ritu el dí­a de Pentecostés, es decir a los cincuenta dí­as de un Sábado de Pascua (Pentecostés, 50 dí­as, es decir 7 semanas por 7 dí­as más uno) la segunda fiesta de Israel, la de las cosechas y acción de gracias.

Así­ surgió el dí­a de la comunidad, el dí­a de la Eucaristí­a, el dí­a de los recuerdos del Señor, el dí­a de la fraternidad. Y los cristianos se reuní­an “ese dí­a”, no otro, para celebrar el misterio pascual de Cristo, su muerte y resurrección, mientras aguardaban su retorno escatológico.

El tiempo les dirí­a, como recuerda San Pablo (2 Tes. 2. 1-7), que ese retorno no serí­a inmediato y, por lo tanto, habrí­a que seguir vigilantes y orantes, recordando y haciendo obras buenas.

Es probable que, al igual que los judí­os celebraban el sábado, los primeros cristianos comenzaron pronto a celebrar el domingo y lo convirtieron en la jornada del encuentro y de la fraternidad. Y, como acontecí­a entre los judí­os con el sábado, lo iniciaban en la tarde anterior, para pasar la noche en oración, fraccionar el pan y comerlo al amanecer.

Los cristianos siempre han visto en los encuentros dominicales no sólo un momento de plegaria y celebración, sino también de instrucción en las cuestiones de la fe. La idea de instruirse, de formarse, además de la de orar, vení­a ya desde los tiempos de la Cautividad en Babilonia: se juntaban en la sinagoga para escuchar la Palabra de Dios y los comentarios que los rabinos realizaban de ella. Esa práctica se mantuvo incluso después de la vuelta y de la reconstrucción del templo. Llegó a los tiempos de Jesús, quien aprovechaba los sábados para entrar en las sinagogas y anunciar su mensaje. (Lc. 4. 22; Mc. 1.21.; Mc. 6.2; ; Lc. 6.6. ; Lc. 13.10…).

Es evidente que los cristianos pronto transfirieron los significados del sábado judaico, del que procedí­an, al domingo conmemorativo, que fueron descubriendo bajo los recuerdos del primer dí­a de la semana, actitud explí­cita que se otea en diversos textos del Nuevo Testamento (Hech, 20.7: 1 Cor. 16. 2; incluso Apoc.

1. 7-12)

En las reuniones eucarí­sticas se comentaba la Escritura, se predicaba la salvación y se partí­a el pan. Luego se encaminaban a su trabajo al servicio de los señores lo esclavos, a la dura conquista del pan normal los artesanos.

No es de extrañar que, aunque durante siglos sólo era misa del domingo la celebrada por la mañana de la jornada festiva, después de la reforma litúrgica del concilio Vaticano II se volvieron a mirar con simpatí­a las misas de la tarde del sábado. El encuentro del Domingo es la expresión de esa fe en la resurrección y esa alegre conciencia celebrativa te tal acontecimiento. San Justino, hacia el 150 escribí­a “Ese dí­a todos los nuestros que viven en un poblado o en los campos se reúnen en un mismo lugar para recordar la Resurrección del Señor”.

Desde entonces la liturgia de la palabra de Dios unida a la liturgia del fracción del pan han caminos dos milenios unidas y seguramente seguirá viva en la medida en que se recuerden los hechos del Señor. En el contexto de la comunidad se produce la comunicación de la verdad.

La celebración del domingo pues no está sólo en la dimensión orante: celebramos la Eucaristí­a; también lo está en el terreno catequético: nos educamos en la fe en el clima fraterno del amor.

Los catecúmenos de los tiempos antiguos así­ lo descubrí­an cuando se preparaban en la comunidad para el Bautismo y participaban en os encuentros de la anamnesis, del recuerdo de la vida y de los mensajes del Señor Jesús; para, después del bautismo, participaran en el misterio de la presencia del Señor.

En este contexto de plegaria y de instrucción y recordación se entiende que el descanso domini al, el romper con el ritmo del trabajo de la semana, agotador para los siervos y gente humilde, aunque menos exigente para los desahogados en bienes de la vida, adquiere una dimensión sacral en la medida en que facilita la oración y la celebración.

Juan Pablo II escribí­a en su carta sobre “El dí­a del Señor: “Incluso en el contexto de las dificultades de nuestro tiempos, la identidad de este dí­a debe ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente. El dí­a del Señor ha salvado la historia bimilenaria de la Iglesia ¿Cómo se puede pensar que no siga caracterizando su futuro?” (Dies dominun. 30)

La tradición litúrgica, sobre todo desde la Edad Media, irí­a llenando de nombre rememorativos determinados domingos del año: Domingo de Pascua, de Pasión, de Ramos, de Laetare, de Gaudete, del Buen Pastor, etc. (Ver Eucarí­stico. Culto; ver Resurrección 9.1)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Llamamos “Domingo” al “dí­a del Señor” (“dies dominica”), es decir, el dí­a que que resucitó Jesús. Corresponde al “dí­a del sol”. Es “la fiesta primordial de los cristianos… dí­a de alegrí­a y de liberación del trabajo” (SC 106). Esta fiesta cristiana es de “tradición apostólica”, que quiere celebrar “el misterio pascual cada ocho dí­as”, como “fundamento y núcleo de todo el año litúrgico” (ibí­dem).

Desde tiempos apostólicos, en este dí­a se reuní­a la comunidad para celebrar gozosamente la resurrección del Señor, orando, reconciliándose, participando en la Eucaristí­a y compartiendo los bienes (Hech 20,7; cfr. 2,42ss). Es dí­a de fiesta, de acción de gracias, de reunión familiar y de descanso, a partir de la celebración eucarí­stica. Es también “un tiempo de reflexión, de silencio, de cultura y de meditación” (CEC 2186).

En el Antiguo Testamento, la semana terminaba con la fiesta del “sábado” (descanso). En el cristianismo, la fiesta ha pasado al domingo, el dí­a que sigue al sábado, que es ahora el primer dí­a de la semana, como dí­a de la nueva creación, a partir de la resurrección del Señor. Es el dí­a que lleva el sábado a la plenitud, por haberse realizado en él la Pascua de Cristo, muerto y resucitado.

La asamblea cristiana, al celebrar el domingo (desde la tarde del sábado), vive el misterio pascual y lo expresa en la propia vida por medio del culto a Dios, el mandato del amor, la serenidad, la paz del corazón, la vida familiar, la relación con los hermanos. Es un celebración que, por sí­ misma, tiene valor evangelizador, como “sacramento” de la Pascua, celebrada, actualizada y prolongada en la vida cristiana.

Referencias Año litúrgico, fiesta, Misterio pascual, Pascua, sábado.

Lectura de documentos SC 106; CEC 1166-1167, 2174-2195.

Bibliografí­a AA.VV., El domingo (Barcelona, Estela, 1968); J. ALDAZABAL, El domingo cristiano (Barcelona, Centro de Pastoral Litúrgica, 1987); M. AUGE, El domingo, fiesta primordial de los cristianos (Madrid, San Pablo, 1996); J. AZPITARTE, Sentido pastoral del domingo (Bilbao, Desclée, 1966); L. BRANDOLINI, Domingo, en Nuevo Diccionario de Liturgia (Madrid, Paulinas, 1987) 594-613; A. GONZALEZ GALINDO, Dí­a del Señor y celebración del misterio eucarí­stico (Vitoria, ESET, 1974); J. HILD, Domingo y vida pascual (Salamanca, Sí­gueme, 1966); W. RORDORF, El domingo (Madrid, Marova, 1971; V. RYAN, El domingo, dí­a del Señor (Madrid, Paulinas, 19869.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: Introducción. – Primero parte: El domingo cristiano: a) El dí­a del Señor. b) El dí­a de Jesús Resucitado. c) El dí­a de la Iglesia. d) El dí­a del hombre. – Segunda parte: El dí­a festivo. – Tercera parte: Los retos del culto dominical: 1) Al interior de la Iglesia. a) La celebración eucarí­stica; b) las obras; c) los que no pueden celebrar la Eucaristia, dl los que, pudiendo, no vienen. 2) El reto que nos presenta la sociedad.

Introducción
El Domingo, Dí­a del Señor, es un tema de muy amplia significación tanto y fundamentalmente en la tradición cristiana, como en el quehacer humano. Este pequeño resumen va a intentar introducirnos en la problemática que suscita en ambos aspectos, señalando tanto las vertientes en las cuales se influye con fuerza desde la tradición cristiana, como las nuevas presiones y costumbres que recibimos de la sociedad en relación al domingo y tiempo libre.

Los aspectos centrales de la tradición cristiana han sido resaltados recientemente por el Papa Juan Pablo II en su carta apostólica “El dí­a del Señor” (Dies Domini, DD) que utilizaremos como guí­a para centrar toda la primera parte del artí­culo.

En el aspecto humano, hay que reconocer que, cada dí­a más el domingo, aún dentro del mundo occidental, deja de ser un tiempo igual para todos. Hay diferencias muy esenciales marcadas sobre todo: por la edad, por los efectos de la sociedad de consumo, por los nuevos horarios de diversión, por el alargamiento del tiempo del domingo incluyendo también todo o parte del sábado y en ocasiones uniéndolo a otros dí­as festivos, por la práctica de actividades diversas, por la disminución de la vivencia religiosa, por el sentido solidario de la vida, y también, sin duda, por la disponibilidad económica. Todos estos aspectos, y quizá algunos más, tienen una influencia importante en el uso del domingo.

En general, y para las nuevas generaciones, el domingo está dejando de ser ese tiempo de 24 horas, religioso, festivo, familiar, de sana holganza, de clara diferenciación hasta en el vestir, que tení­a también ese ritmo de tiempo de calma y de interioridad alargado al máximo, ese tiempo de familia. Toda esta forma celebrativa ha sido transformada en virtud de nuevas presiones, nuevos gustos, nuevas costumbres, enmarcadas sobre todo en el mundo del ocio y del consumo.

Resaltaremos, pues, los aspectos centrales del “Dí­a del Señor”, considerado desde la fe cristiana y sus prácticas seculares, así­ como también las circunstancias actuales sociales y culturales en los que se mueve el domingo.

Primera parte: El domingo cristiano
El Domingo para el cristiano es un dí­a especial, es un dí­a distinto, es el dí­a entre los dí­as en el cual manifiesta su fe, en el culto y en las obras.

Es un dí­a lleno de tradición, de historia, de significación: El Abad Vonier decí­a al efecto unas palabras, que, aunque exageradas, nos presentan la realidad del domingo y su valoración dentro del ambiente cristiano: “Sin domingo, el pueblo de Dios se encontrarí­a como sin plan de vida. Perder el domingo serí­a perder al pueblo de Dios, porque en este dí­a -sobre todo en la celebración eucarí­stica- reafirma este pueblo su propia identidad”.

Ciertamente que cuando el cristiano, a lo largo de la historia, se ha encontrado o aún se encuentra en situaciones duras de persecución o con dificultad máxima de celebrar la fe, el domingo tiene para él una significación especial, es como su seña de identidad, por eso lo guarda de la mejor forma posible, y en medio del “guardar el domingo”, está, si es posible, la celebración eucarí­stica, plenitud de la vida cristiana y fuente fecunda de caridad apostólica.

Juan Pablo II en el “El dí­a del Señor”, nos recuerda algunos aspectos centrales de lo que representa el domingo y su entronque con las mismas raí­ces de la Creación y de la Salvación.

a) El dí­a del Señor
El domingo es inseparable del mensaje que nos ofrece la Escritura desde sus primeras páginas, sobre el dí­a del descanso de Dios, cuando trata de la Creación del Mundo. Al terminar todo su trabajo nos dice: “bendijo Dios el dí­a séptimo y lo consagró, porque en él habí­a descansado de toda su obra creadora” (Gen. 2,3).

Este “descanso” de Dios no se puede interpretar como una especie de “inactividad”, sino, al contrario, el descanso divino subraya la plenitud de la realización llevada a término y es como una mirada llena de gozosa complacencia ante un trabajo bien hecho. Una mirada contemplativa, un dí­a en que no se “produce más” sino que se goza con la plenitud de lo hecho.

Para Israel este dí­a, “el dí­a séptimo”, “el shabbat”, “el sábado”, tiene una significación especial de relación con la voluntad de Dios, por eso, al hacerlo obligatorio, no lo coloca junto a los ordenamientos meramente cultuales, sino que lo va a incluir dentro del Decálogo en las “Diez palabras” que delimitan los fundamentos de la vida moral, constituyendo así­: “una expresión especí­fica e irrenunciable de su relación con Dios” (DD 13).

El dí­a de descanso se constituye como tal, ante todo porque es bendecido y santificado por Dios, o sea, separado de los otros dí­as para ser, de entre todos, el “Dí­a del Señor”. Esto es algo que la Escritura lo recordará permanentemente al pueblo de Israel: “Recuerda el dí­a del Sábado para santificarlo… pues en seis dí­as hizo el Señor el cielo y la tierra, el mar y cuanto contienen y el séptimo descansó, por eso bendijo el Señor, el dí­a del sábado y lo hizo sagrado” (Ex. 20, 8-11).

b) El dí­a de Jesús Resucitado
Los cristianos, después de la Resurrección de Jesús que sucedió: “el primer dí­a de la semana”, y por este especial recuerdo, desde los más tempranos tiempos, celebran no ya el sábado sino el domingo, como el “Dí­a del Señor”.

En efecto, sabemos que la muerte y la sepultura de Jesús sucedió antes de la Pascua y que la Resurrección fue “en el primer dí­a de la semana”. Este primer dí­a después del sábado tomará una especial significación desde el primer momento para la reunión de los cristianos. Así­ nos lo dicen ya textos de las Apariciones del Resucitado.

En ellas se aprecia incluso la importancia de sus reuniones cada ocho dí­as. Así­ vemos que Jesús se apareció en el mismo dí­a de su Resurrección a los discí­pulos de Emaús (Lc. 13, ss) y a los once apóstoles reunidos (Lc. 24, 36 ss.); y, “ocho dí­as después”, Jesús se aparece nuevamente a los Apóstoles que también estaban reunidos (Jn. 20, 26).

Esto mismo nos lo indican otros textos del N.T., entre ellos el de Pablo en 1 Cor. 16, 1-2: “En cuando a la colecta a favor de los santos, haced también vosotros lo mismo que mandé a las Iglesias de Galacia. Cada primer dí­a de la semana, cada uno de vosotros reserve en su poder lo que haya podido ahorrar”. Y en Troade (Hch. 20, 7). Pablo se reúne con la comunidad, en domingo, para la fracción del pan. También es en domingo, cuando Juan cae en éxtasis y recibe la orden de escribir (Ap. 1, 7 ss.).

Sin embargo, en estos primeros tiempos de la Iglesia, el ritmo semanal de los dí­as (trabajo y descanso) todaví­a no era conocido ni estaba asimilado en las regiones donde se comenzaba a difundir el Evangelio. Los dí­as festivos de los calendarios griego y romano no coincidí­an con el domingo cristiano. Esto comportaba dos aspectos: el primero, una dificultad para su celebración por parte de los cristianos, que tení­an que celebrarlo con sacrificio antes del amanecer; y el segundo, un aspecto muy positivo: que los cristianos comenzaron a ser reconocidos, según Plinio el Joven, por su costumbre “de reunirse un dí­a fijo antes de salir el sol y de cantar juntos un himno a Cristo como a un dios” (DD 21).

Poco a poco también se va diferenciando el domingo cristiano del sábado judí­o. Aun en los cristianos que provení­an del judaí­smo pronto llegaron a ser dos dí­as distintos, y así­ era, según nos dice San Ignacio de Antioquí­a: “Si los que se habí­an criado en el antiguo orden de cosas vinieron a una nueva esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el dí­a del Señor, dí­a en el que surgió nuestra vida por medio de él y de su muerte” (DD 23).

La reflexión teológica fue llenando de contenidos al “Dí­a del Señor”. La conexión como “primer dí­a de la semana” con el primer dí­a de la creación, relaciona Resurrección con Creación; por lo tanto el domingo será el dí­a de la “Nueva Creación”, aspecto que el cristiano debe recordar. Ahora bien, como esta nueva creación el cristiano la recibe por el Bautismo en Cristo, donde se hace hombre nuevo, de aquí­ que la Iglesia le recuerde en la liturgia del domingo su dimensión bautismal.

El domingo siguió tomando otras significaciones especiales: se le llamó también el “dí­a del sol”, expresión con que los romanos denominaban a este dí­a; es San Justino el que nos dice: “los cristianos hací­an su reunión en el llamado dí­a del sol”. De esta forma, el culto al sol que hací­an los romanos fue orientada por los cristianos hacia el reconocimiento de Cristo “verdadero sol de la humanidad”.

También se le dice “dí­a de fuego” ya que es en domingo, cuando reunidos los Apóstoles, reciben, en forma de fuego, al Espí­ritu Santo, en el gran dí­a de Pentecostés.

Y, finalmente, domingo es el “dí­a de la fe”. La liturgia de la Eucaristí­a nos recuerda las palabras de Santo Tomás y su adhesión a Cristo después de flaquear en su fe. Por ello la Iglesia domingo tras domingo reafirma su fe proclamando el Credo.

Son estas consideraciones formuladas con vigor y extensamente lo que le hace decir a Juan Pablo II que el domingo para la Iglesia es un dí­a irrenunciable; y que aun en el contexto de las dificultades de nuestro tiempo su identidad debe ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente. “Si el dí­a del Señor ha marcado la historia bimilenaria de la Iglesia. ¿Cómo se podrí­a pensar que no continúe caracterizando su futuro?” (DD 30).

c) El dí­a de la Iglesia
El domingo es el dí­a de la Iglesia, de la Comunidad -con mayúscula-, que se congrega en torno a Cristo Resucitado, cuya presencia reconoce y celebra: “Yo estoy con vosotros todos los dí­as hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20). En la Asamblea de los discí­pulos de Cristo se perpetúa en el tiempo la imagen de la comunidad descrita por Lucas: “acudí­an asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y las oraciones” (Hc. 2,42).

Esta realidad, el domingo, tiene en la Eucaristí­a su fuente que nutre y modela a la Iglesia. “Es en la Misa dominical donde los cristianos reviven de manera particularmente intensa la experiencia que tuvieron los Apóstoles la tarde de Pascua, cuando el Resucitado se les manifestó estando reunidos” (DD 33). En aquel pequeño núcleo de discí­pulos, estaba en cierto modo presente el Pueblo de Dios de todos los tiempos.

Es cierto en que cada Eucaristí­a, nos sigue llegando a todos de igual modo el saludo del Señor: “Paz a vosotros”, y seguimos manifestando la í­ntima relación de la Eucaristí­a con el Resucitado, al realizar los mismos gestos que el Señor hizo en la Ultima Cena. Pero es en la Eucaristí­a dominical, por la especial solemnidad y por una mayor presencia de la Comunidad, donde se subraya más la dimensión de la Iglesia local que se abre también a la totalidad de la Iglesia universal.

La Eucaristí­a dominical no es la Eucaristí­a de un grupo, de una comunidad, es la Eucaristí­a de la comunidad de comunidades. Es normal que en ella se encuentren participantes de los diversos grupos, movimientos, asociaciones, e incluso las comunidades religiosas. Todas, unidas, congregadas, como signo de la Iglesia en la Eucaristí­a del Dí­a del Señor.

Para ello hemos de sentirnos especial y gozosamente convocados, es más, identificados también porque nos reunimos “cada ocho dí­as”, y porque esta reunión eucarí­stica dominical no ayuda a vivir “con un solo corazón y una sola alma” (Hch. 4, 32).

Celebramos la Eucaristí­a como pueblo peregrino que somos, esperando la venida del Señor, que forma parte del mismo misterio de la Iglesia. Esta espera no es espera humana, sino que es virtud esencial radicada en Cristo, es esperanza cristiana. Esperanza que no se diluye sino que se afirma en medio de los gozos y de las alegrí­as, de las tristezas y de las angustias de todos los hombres en especial de los más pobres y desposeí­dos. La Eucaristí­a se une así­ también a la vida.

En la mesa de la Palabra. – Lo mismo que los primeros cristianos acudí­an asiduamente a oí­r y escuchar la Palabra, aquella Palabra en la que un dí­a habí­an creí­do, pero sobre la cual tení­an que volver para comprenderla mejor, para fortalecerse más en ella; del mismo modo, los cristianos necesitamos fortalecer nuestra fe.

La Palabra nos sigue ofreciendo la comprensión de la Historia de Salvación y particularmente en el Evangelio los principales acontecimientos de la Vida de Jesús, que culminaron con el Misterio de la Muerte y Resurrección.

La Palabra que merece de nosotros todo tipo de cuidado y de respeto. Puesto que es esta Palabra, cuidadosamente escogida, bellamente proclamada, y atentamente escuchada y acogida desde la experiencia personal y comunitaria, la que ejerce, sobre todos y cada uno de nosotros, esa fuerza transformadora que posee. A la Palabra la acompaña la Homilí­a, que está a su servicio, en la lí­nea de hacer más comprensivo el sentido de las lecturas e introducirlas en su relación con la vida.

Para una mayor eficacia de todo esto, el Papa sugiere: preparar comunitariamente la liturgia dominical, reflexionar previamente sobre la Palabra; y, ya en la Celebración, hacerla viva con escucha, oración, canto, y otros signos que faciliten la apertura al diálogo de Dios con su Pueblo, en el que se proclaman de nuevo las maravillas de la Salvación y se vuelven a proponer las exigencias de la alianza (DD 40-41).

En la mesa del Cuerpo de Cristo. – La mesa de la Palabra lleva naturalmente a la mesa del Pan eucarí­stico y en el ambiente festivo del encuentro de toda la Comunidad en el dí­a del Señor, la Eucaristí­a se presenta, más visible que en otros dí­as, como la “gran acción de gracias” con la cual la Iglesia llena del Espí­ritu, se dirige al Padre, uniéndose a Cristo y haciéndose voz de toda la humanidad (DD 42).

El ritmo semanal invita a recordar los acontecimientos de los dí­as transcurridos y los intenta comprender a la luz de Dios. De este modo la vida está presente en la celebración eucarí­stica y se toma conciencia nuevamente de que todo ha sido creado por Cristo y con El y en El se lo ofrecemos al Padre.

Sucede en un doble movimiento: ascendente, como movimiento gozoso lleno de reconocimiento y esperanza por el especial recuerdo de la Resurrección que nos invita a “elevar los corazones” y también del movimiento descendente de Dios hacia nosotros, claramente grabado en la esencia del sacrificio Eucarí­stico, expresión suprema de la kénosis, es decir, del abajamiento por el que Cristo “se humilló a sí­ mismo y se hizo obediente hasta la muerte y muerte de Cruz” (Flp. 2, 8).

En la mesa de la fraternidad. – La Eucaristí­a es banquete en el cual Cristo es el alimento. Banquete que es invitación a participar en la comunión sacramental. Invitación que se hace a todos los que participan de la Eucaristí­a, de toda Eucaristí­a, pero, ciertamente, de un modo más especial de la Eucaristí­a dominical.

No se trata sólo de una Comunión espiritual, se trata de la Comunión Sacramental, de la Comunión real, con Cristo real y vivo. Comunión que te proyecta a la comunión con los hermanos. No se puede separar la unión con Cristo de la unión con los hermanos.

Por eso la Asamblea Eucarí­stica es un acontecimiento de fraternidad. Es una fiesta de hermanos, una celebración que está llena de signos que manifiestan esta particularidad: la acogida, el estilo de oración, el signo de la paz, el compromiso mutuo que se adquiere al participar del Unico Pan, nos ayuda a sentir y gozar de la fraternidad de los Hijos de Dios.

Que nos invita a la Misión. – Al recibir el Pan de Vida los discí­pulos de Cristo se disponen a afrontar con la fuerza del Resucitado y de su Espí­ritu los cometidos que les esperan en su vida ordinaria (DD 45).

La Eucaristí­a es una llamada para ser evangelizadores y testigos. La oración de la comunión y el rito de conclusión -bendición y despedida- han de ser entendidos y valorados mejor desde este punto de vista. Quienes han participado en la Eucaristí­a deben sentir más profundamente la responsabilidad que se les confí­a.

La Eucaristí­a dominical no es el fin de un cumplimiento sino que conlleva el compromiso de hacer de la vida un sacrificio espiritual agradable al Señor. El cristiano se siente deudor para con sus hermanos de las gracias que ha recibido en la celebración y experimenta la exigencia de compartir con otros la alegrí­a del Encuentro con el Señor.

d) El dí­a del hombre
La carta apostólica de Juan Pablo II trata en su capí­tulo cuarto acerca del Dí­a del Señor como Dí­a del Hombre bajo una triple temática: dí­a de la alegrí­a, del descanso y de la solidaridad.

En el dí­a de la alegrí­a. – La liturgia maronita tiene un hermoso texto que expresa con mucha fuerza este aspecto de la alegrí­a en el Señor: “Sea bendito Aquel que ha elevado el gran dí­a del domingo por encima de todos los dí­as. Los cielos y la tierra, los ángeles y los hombres se entregan a la alegrí­a” (DD 55).

Es cierto que, desde el punto de vista histórico, para los cristianos el domingo antes que dí­a de descanso fue dí­a de gozo, de alegrí­a: Antes de que estuviera reconocido el descanso dominical, la Didascalia de los Apóstoles ya decí­a: “El primer dí­a de la semana estad todos alegres”.

San Agustí­n asimismo, haciéndose eco de la alegrí­a pascual del domingo relata que: “se dejan de lado los ayunos y se ora estando de pie como signo de la Resurrección; por eso, además, en todos los domingos se canta el aleluya”.

Ciertamente la alegrí­a es una virtud cristiana que debe ser permanente, pero de forma especial el domingo nos invita a descubrirla en su verdadera dimensión, a descubrir sus rasgos auténticos. Es la perspectiva de considerar el domingo como “fiesta”, de intentar penetrar y llenarnos de todos los elementos de la fiesta. Alegrí­a cristiana y alegrí­a humana no se oponen, nada hay verdaderamente humano que no sea también cristiano.

En el dí­a del descanso. – Durante los primeros siglos los cristianos vivieron el domingo sólo como dí­a de culto y de alegrí­a, y de la caridad, pero no dí­a de descanso. Es en el siglo IV, concretamente en el año 321, cuando el emperador Constantino reconoce el ritmo semanal y con él el descanso del domingo, al disponer que “en el dí­a del sol, los jueces y las poblaciones de las ciudades y de las corporaciones de los diferentes oficios, dejaran de trabajar” (DD 64).

Es una orden que mira también a las necesidades concretas de otros sectores, ya que a los agricultores, por ejemplo, no se lo ordena: “porque sucede con frecuencia que no se puede sembrar el trigo ni plantar la viña en mejor dí­a que ese. Para no perder, en fin, esa ocasión favorable, concedida precisamente a ese dí­a por la divina Providencia”.

Esta legislación beneficia enormemente a los cristianos que se alegran de ver así­ superados los obstáculos que hasta entonces habí­an hecho, a veces heroica, la observancia del domingo. Ahora se puede dedicar ya a la oración y a la Fracción del Pan, sin ningun impedimento.

La relación entre el Dí­a del Señor y el dí­a de descanso en la sociedad civil sigue siendo muy beneficiosa e incluso tiene una significación que va más allá de la perspectiva cristiana.

El descanso es una cosa “sagrada”, querida por Dios mismo, como se deduce en el pasaje de la Creación. Es para el hombre una condición que le ayuda a liberarse de una serie de compromisos a veces demasiado absorventes y poder tomar conciencia de que todo es obra de Dios. Todaví­a, en nuestros dí­as, el trabajo es, para muchos, una dura servidumbre y esto por diversas causas, por la discriminación, por las condiciones, por los horarios, por las injusticias.

Se debe insistir todaví­a en el compromiso de empeñarse para que todos puedan disfrutar de la libertad y del descanso que son necesarios a la dignidad de los hombres. Por medio de él se puede atender a las exigencias religiosas, familiares, culturales, sociales; lo que difí­cilmente se consigue si al menos no hay un dí­a de descanso semanal.

El descanso nos trae armoní­a, nos ayuda a poner las tareas diarias en su justa dimensión, nos ayuda a un diálogo sereno con los demás, a admirar las bellezas de la naturaleza, nos pone en paz con Dios y con los hombres. El descanso responde, pues, a una auténtica necesidad humana, en plena armoní­a con la perspectiva del mensaje evangélico (DD 67).

En el dí­a de la solidaridad. – El domingo debe ofrecer también ocasión de que nos podamos dedicar a las actividades de misericordia, de caridad y de apostolado. “La participación interior de la alegrí­a de Cristo Resucitado, implica compartir plenamente el amor que late en su corazón” (DD 69).

Por lo tanto la Eucaristí­a dominical nos compromete más a los fieles a toda clase de obras de caridad mediante las cuales los cristianos manifestemos que, aunque no somos del mundo, somos luz para el mundo y glorificamos al Padre ante los hombres.

San Pablo en su carta a los Corintios (1 Cor. 16, 2) nos indica que desde el primer momento la Eucaristí­a fue para los cristianos un momento de compartir, y él mismo reprende con dureza en la misma carta (1 Cor. 11, 20-22) a los que no sólo no comparten, sino que avergüenzan a los demás con la abundancia y aún el derroche.

Nos está indicando, pues, que la Eucaristí­a establece una cultura del compartir. No se puede celebrar la Eucaristí­a si no se comparten los bienes con los pobres.

San Ambrosio, haciéndose eco de este mensaje dirá a los ricos que presumí­an de cumplir sus obligaciones religiosas frecuentando la Iglesia sin compartir sus bienes con los pobres: “¿Escuchas, rico, qué dice el Señor? Y tú vienes a la iglesia no para dar algo a quien es pobre, sino para quitarle”. Más tarde San Juan Crisóstomo dirá también con claridad: “¿Deseas honrar al Cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo encuentres desnudo en los pobres; ni lo honres aquí­, con lienzos de seda, si al salir lo abandonas en su frí­o y desnudez”. (DD 71).

La Eucaristí­a es un acontecimiento y proyecto de fraternidad. Desde la Misa dominical surge una ola de caridad destinada a extenderse a toda la vida de los fieles comenzando por animar el mismo modo de vivir el resto del domingo.

¿Por qué no dar al dí­a del Señor un mayor clima de compartir poniendo en juego toda a creatividad de que es capaz la caridad cristiana?
Segunda parte: El dí­a festivo
El Domingo es un dí­a de Fiesta. Con el domingo se altera el orden del trabajo semanal, se hace un alto en el camino, se establece un ritmo distinto en la actividad humana. El domingo es para todos, aún para los que no tienen trabajo o incluso para los que trabajan el domingo, un dí­a social distinto, puesto que viven en una sociedad donde el ambiente lo expresa.

El domingo es, pues, un dí­a diferente, un dí­a que se debe aprovechar de otro modo. Un dí­a que debemos esperar con alegrí­a y con optimismo. Un dí­a para el que hay cosas trascendentales en la vida de cada uno a las que podemos dedicar mas tiempo y mayor cuidado.

Pero el domingo no es un absoluto, no es algo al que debamos someternos, pues el domingo no está por encima, sino que está al servicio del hombre y de su realización personal. El domingo está hecho para el hombre, no el hombre para el domingo.

Por eso el señorí­o del hombre sobre el domingo y sobre las cosas no debe ser arrebatado por nadie, ni por leyes, ni por sistemas, sin embargo, casi estamos llegando a hacer del domindo un estereotipo fijo. Nos encontramos ahora con un domingo que se valora más y se proyecta casi exclusivamente como tiempo libre, como tiempo de ocio, pero un ocio señalado de forma compulsiva: consumo, actividad, el turismo, viajes, lugares de moda, y con un marcado uso distinto del tiempo.

El vivir el domingo, su ritmo natural, debiera ser más personal, debiera ser más fácil poder unirlo mas al ideal que el mismo hombre tiene. En el hombre la búsqueda de la felicidad y su realización personal, es su reto mayor y a la vez su necesidad más sentida.

La felicidad viene de la armoní­a interior, de una mejor relación consigo mismo, con la familia, con las personas más cercanas, con quienes te necesitan más, con la misma naturaleza. La armoní­a es, alrededor de estos ejes, silencio y lenguaje, escucha y diálogo, y es también comprensión, es arte y es apertura, es gesto y es compartir. La armoní­a interior nos lleva al descanso pero no a la inactividad. Es sencillamente saber recibir la luz que dimana de nosotros mismos y abrirnos también a la luz esplendorosa que nos viene de fuera.

Esta es una buena opción para el domingo, algo que debemos buscar, que nos ayuda a retornar agradecidos a la vida cotidiana; pero la sociedad, impulsada por la economí­a, ofrece ocio, ofrece actividad, ofrece consumo, ofrece distinto ‘uso del tiempo. Impulsa las conquistas sociales a alargar el domingo que ya para muchos se ha convertido en dí­a y medio o dos dí­as. Hay razones de solidaridad y de producción que llaman incluso a rebajar las horas de trabajo semanal (no es bajo este aspecto que lo consideramos ahora). La sociedad, ofrece incluso dí­as enlazados, los puentes, e ilusiona a los hombres porque podrán disponer de más tiempo, ¿para qué? El problema actual no es el de tener “tiempo libre”, sino el de saber “qué hacemos con él”.

El domingo también es Fiesta. Y la fiesta hay que esperarla y celebrarla. La tiesta es algo connatural al hombre, algo que está profundamente inserto en su esencia. La fiesta es alegrí­a, es recuerdo y alabanza, es fraternidad y relación, es Música y manjares escogidos, es vino compartido y celebración de una realidad, de una vida común. La fiesta relaciona, en la fiesta se comparte. La fiesta hace que aflore en cada uno lo mejor de sí­ mismo.

Pero la fiesta debe ser también proyección interior, gozo interno, relación más profunda con tus seres queridos, la fiesta es agradecimiento, es relato y a la vez proyecto futuro, es alegrí­a pero también dominio de sí­. Es abundancia pero no exceso. La fiesta está al servicio del hombre, de su realidad. El hombre es también el Señor de la fiesta. El hombre es el centro, la fiesta es un instrumento más para facilitar su alegrí­a, su felicidad, no para embotarlo ni empequeñecerlo.

Es claro que en nosotros los cristianos, descanso y fiesta se revisten de los valores religiosos y en ambos tenemos oportunidad de relacionarnos con el Señor de la Vida. La firmeza de estos valores dentro de nosostros mismos nos debe ayudar a no permitir que sean desplazados por la agresividad del consumo, por el exceso del derroche, o la búsqueda de un ocio a veces despersonalizador. Es uno de los principales retos que debemos asumir.

Sin embargo es claro que este reto está siendo demasiado fuerte para muchos. Hay un desplazamiento progresivo de los valores religiosos por lo menos en lo que se refiere a su relación con el culto, la fiesta resalta más otros valores u otros aspectos menos relacionados con la fe. El centro religioso se desplaza.

Tercera parte: Los retos del culto dominical
Decí­a Juan Pablo II en su carta “El Dí­a del Señor” que el domingo debe ser un dí­a irrenunciable para nosotros, repitamos de nuevo sus palabras textuales: “incluso en el contexto de las dificultades de nuestro tiempo la identidad de este dí­a debe ser salvaguardada y sobre todo vivida profundamente… el Dí­a del Señor ha marcado la historia bimilenaria de la Iglesia. ¿cómo se podrí­a pensar que no continúe caracterizando su futuro?” (DD 30).

Y el Papa ha puesto todo su entusiasmo en la descripción del domingo, ha sido tanta la riqueza doctrinal e histórica que nos han presentado en su carta que avalan con mucho sus palabras.

Por otra parte, nuestra propia experiencia nos habla de la certeza de las afirmaciones: es cierto que la celebración de la eucaristí­a dominical, cuidada con esmero y participada con fuerza por la comunidad, es fuente de gracia y vivencia de fe. Es cierto que el domingo vivido en armoní­a y paz interior y orientado a la familia, al esparcimiento y a las obras de solidaridad con los demás es altamente enriquecedor.

Sin embargo, en muchas ocasiones, vemos cuánta distancia hay del deseo a la realidad. Precisamente vamos a dedicar esta tercera parte a señalar algunos retos que se nos presentan con más fuerza en relación con el culto y también con una nueva utilización del domingo.

Los retos nos dejan al descubierto algunos aspectos negativos que es bueno sacarlos de nuevo a la luz en orden a procurar profundizar en la búsqueda creativa del camino de su solución.

1) Al interior de la iglesia
a) La celebración eucarí­stica
La celebración de la Eucaristí­a dominical, más que ninguna otra, es la celebración de la comunidad. La comunidad como tal no sólo debe “asistir” a ella, sino prepararla, participar activamente con variedad de servicios, estrechar con los demás lazos de profunda relación, y fortalecerse activamente en su fe proyectada a la vida.

Para todo esto hace falta que el laico esté activo, nos parece que el laico todaví­a está acostumbrado, y no por su culpa, a que le den todo preparado. En la Eucaristí­a generalmente “asiste” pero no participa. Las Misas de los domingos se suceden con horarios fijos e incluso, en algunos templos, con personas más asiduas a cada una (lugar y tiempo), pero no por eso participan más. Sin duda el sacerdote tiene demasiada fuerza en su orientación; el laico busca “quién celebra la Misa” para ubicarse o no en su participación.

El sacerdote imprime a la Misa su sello peculiar, su homilí­a ocupa un lugar muy central, desbancando incluso la fuerza de las lecturas bí­blicas que se preparan poco y a veces se leen mal. su modo de dirigirse a los demás, de “presidir” se hace demasiado notorio, marca un ritmo.

Quizá sea natural, pero también puede ser de otra forma. Si la Misa es de la Comunidad, la Comunidad debe estar más presente en ella, debe ser más notoria. En algunos lugares, en algunas Misas, quizá se note algo más, no así­ en otros. No es problema de las personas que acuden a la Eucaristí­a fuera de su “lugar”, normalmente ellos agradecen la presencia de la Comunidad que notan. Es problema más bien de algo más innegable: la necesidad de cuidar y ayudar al crecimiento y fortalecimiento de la Comunidad activa y respetar los cauces de participación en el culto dominical.

A pesar de todas las ausencias, al templo acude una apreciable cantidad de fieles para celebrar la Eucaristí­a del Domingo. Son fieles a los que hay que cuidar, a los que hay que atender. La Misa dominical para ellos debe ser ocasión de fortalecer su fe y seguir proyectando su vida cristiana.

Pero para algunos quizá el domingo quede ahí­, en el cumplimiento del precepto, que a veces pareciera que no nace tanto de una necesidad interior. De esta forma el culto puede quedar vací­o, serí­a lo más contrario a lo que debe ser el culto al Señor. Sabemos que el culto del domingo tiene fuerza en sí­ mismo, si lo sabemos orientar, para fortalecer la fe, y para interpelar en el compromiso cristiano tanto en el mundo como al interior de la comunidad eclesial. La fe si no está viva y se manifiesta por las obras es una fe muerta.

b) Las obras
La participación en la Misa es celebración de la vida. No puede estar aislada del comportamiento en el mundo. La identidad cristiana que manifestamos el domingo tiene mucho más valor en el cumplimiento de la justicia, del amor, de la verdad, en el respeto a la vida, en la construcción de la paz, en la dedicación a los más necesitados, en la solidaridad.

Celebración y militancia. Celebración y lucha por la justicia son consecuencias claras de una coherencia cristiana. No se puede celebrar lo que no se vive ni orar por lo que uno no se compromete. Oración de petición y compromiso deben caminar juntos.

El culto sin obras es rechazado por Dios, (Is. 1, 10-20; 58, 1-11). Las obras es el mejor de los testimonios del alimento que recibimos en la Eucaristí­a. No se trata sólo de ocupar el domingo en obras de amor y de solidaridad, lo cual es hermoso y aconsejable; se trata de algo más profundo, de darle sentido pleno a toda nuestra vida.

Cada vez más están cobrando ejemplaridad las acciones con personas que forman parte, por diversos motivos, del grupo de los “excluidos” sociales: enfermos de sida, inmigrantes, enfermos terminales, presos, ancianos casi totalmente dependientes. Todas estas obras están ganando espacio dí­a a dí­a, no es sólo cosa del domingo. El voluntariado que se dedica a ellos, crece firmemente y es una ayuda solidaria eficaz y llena de significado. La celebración de la fe dominical cobra dimensión caritativa durante toda la semana.

Debemos también resaltar una acción de culto particularmente hermosa, significativa y muy de acuerdo con las necesidades actuales y las orientaciones de la Iglesia, la unión en el culto con nuestros hermanos separados.

La realización del culto ecuménico junto a otras Iglesias y Comunidades, alabando a Dios, como hermanos fraternos e hijos de un mismo Padre, y buscando no sólo la unión, sino también el compromiso en la opción por el pobre, en la lucha por la justicia y en la defensa de la dignidad de la persona humana, es sin duda una de las obras más hermosas que podemos hacer.

c) Los que no pueden celebrar la Eucaristí­a
En las Iglesias de América Latina, que todaví­a después de cinco siglos llamamos Iglesias jóvenes, y en las Iglesias de Africa o de Asia, cada una con sus particularidades, son muchos los cristianos que no tienen oportunidad de participar en la celebración eucarí­stica todos los domingos.

En América Latina, por ejemplo, dado el altí­simo porcentaje de católicos, lo extenso de sus territorios rurales, la gran cantidad y extensión de las parroquias urbano-marginales, y la escasez de sacerdotes, de hecho hay un alto porcentaje de católicos que no pueden participar en la Misa Dominical.

Es un problema grave. En la medida que resaltamos la importancia y aún incluso la necesidad y precepto de la participación en la Misa Dominical, y, por otra parte, sabemos que muchos quedan excluidos habitualmente de ella. Sabemos que es una de las mayores preocupaciones de algunas Iglesias locales, que buscan soluciones todaví­a con pequeños resultados.

Se ha hablado mucho del problema de las vocaciones, del mejor reparto del clero, hasta de posibles diversas formas de ejercer el ministerio sacerdotal para que se pueda atender a las necesidades reales que surjan. Y sin sacerdote no hay Eucaristí­a.

Es cierto que una Celebración de la Palabra, digna y preparada con el esmero de las clases sencillas, es un culto “agradable a Dios” y que fortalece a la misma Comunidad. Pero también salta a la vista cómo, a pesar de la madurez que está adquiriendo el laicado, todaví­a no tiene toda la fuerza, ni toda la preparación, ni todo el poder de convocatoria que harí­a posible reunir a la Comunidad para Celebrar la Palabra y distribuir la Comunión.

Algo se avanza, hablamos mucho de la madurez del laicado y de sus diversos ministerios, es cierto, pero todaví­a, cuando se mira hacia la necesidad, se ve que se trata de una minorí­a, se dan casos en que es posible, pero dista de que sea una realidad tan general y amplia como se necesita.

Tenemos ciertamente comunidades pequeñas que viven su fe y reflexionan sobre ella, que celebran y se comprometen. Son las comunidades al interior de las cuales surgen y se promueven este tipo de laicos orientados hacia los ministerios y servicios. No es suficiente, hay muchí­simos cristianos que viven al margen.

d) Los que, pudiendo, no vienen
Uno de los retos mayores que tenemos en relación a la Misa Dominical es el que nos presentan aquellos que no se sienten ni atraí­dos ni obligados, que no se sienten convocados, que simplemente no vienen, como dicen ellos mismos “pasan de ella”. Es un número alto y, por desgracia, va en crecimiento. Y tiene también una connotación preocupante, muchos jóvenes.

Constatamos el hecho de que preocupa ciertamente a todos. No se sienten atraí­dos por las estructuras eclesiales ni por sus formas cultuales. Las encuestas de diversos paí­ses nos dicen que muchos cristianos “creen en Dios, pero no creen en la Iglesia”, “creen pero no practican”. No se trata ahora de analizar la razón de sus afirmaciones o lo que pueda haber detrás de ellas. Simplemente, decimos, dejamos constancia de un hecho muy preocupante.

Esta ausencia de participación se nota especialmente en los jóvenes. Y la estadí­stica de la ausencia de los jóvenes presenta una curva de aumento, cada vez mayor. No es cuestión tampoco de educación ni de práctica familiar, es cuestión generacional. A veces los padres practican y con ellos sus hijos, mientras la edad indicaba una mayor dependencia familiar aún para los dí­as y modos del ocio, pero al asumir los jóvenes sus propias formas de “pasar el domingo”, muchos de ellos han dejado de practicar.

No se trata ahora de reconocer y valorar con fuerza a los jóvenes entregados y comprometidos que están en el interior de la Iglesia y que llevan adelante importantes obras, participando también asiduamente de la Eucaristí­a en los domingos y fiestas principales. La Iglesia tiene en ellos su futuro.

Se trata, más bien, de considerar el problema de los que no vienen, puesto que la Iglesia es misionera y debe preocuparse en primer lugar por los que están fuera o por los que se van alejando. ¿Qué es lo que falla? “Si la identidad de este dí­a -insistimos- debe ser salvaguardada” ¿por qué no vienen? ¿cómo lograr que vengan y se mantengan? Y, lo que es más importante ¿qué se lograrí­a con ello?
Pero no son sólo los jóvenes, son también muchos los cristianos que no participan habitualmente de la Eucaristí­a en los Domingos. Son cristianos, porque están bautizados, quizá han recibido la Primera Comunión (ya en porcentaje menor) e incluso pueden estar confirmados (de nuevo baja más notablemente el porcentaje), pudiera ser incluso que estén casados por la Iglesia (también con fuerte tendencia a la baja), pero lo cierto es que han dejado de participar en las misas dominicales.

La deserción, decimos, va en aumento. Y es otra grave preocupación de la Iglesia. Es cierto que la no asistencia al culto de los domingos no es un indicativo terminante de ausencia de vida cristiana, pero también es cierto que la celebración del culto dominical es una fuente de energí­a espiritual y un reconocimiento del Señorí­o de Dios a quien debemos la adoración, la reverencia y la acción de gracias, y es una invitación de la Iglesia a compartirlo en Comunidad.

Las Iglesia tiene que asumir con fuerza esta realidad y buscar nuevos planteamientos o caminos de solución. Es cierto que forma parte de un fenómeno más general que tiene como marco el cuestionamiento de algunos aspectos de la Iglesia institucional, la identidad del cristiano, su presencia en el mundo, e incluso las formas cultuales con las que se manifiesta la fe.

Pero la Iglesia es por esencia misionera y debe permanecer intranquila mientras vea que muchos de sus hijos pasan de ciertas formas. Tiene aquí­ una tarea central de discernimiento, de búsqueda misionera, de acogida, de escucha y quizá también de aceptación de nuevos planteamientos.

2) El reto que nos presenta la sociedad
La consideración cristiana del domingo, tanto en el aspecto de culto al Señor, como en el del descanso lleno de armoní­a y la proyección hacia los valores del espí­ritu o la posibilidad de una vivencia mayor con la familia, las obras de solidaridad, etc., está sufriendo serias dificultades ante los nuevos planteamientos de una sociedad que, centrada en el consumo, promueve otras perspectivas.

Jesús se enfrenta a la utilización legalista dell uso del sábado, que hace que, de esta forma, el hombre quede esclavo de él, y afirma por el contrario que: “el sábado es para el hombre y no el hombre para el sábado”.

Esta perspectiva que fue orientada y vivida en el cristianismo del modo señalado, y favorecida también por la coincidencia en el tiempo: del dí­a de descanso civil y el Dí­a del Señor, se está perdiendo por la presión e intereses socio-económicos.

Si el planteamiento del marxismo y de las sociedades que se basaban en esta ideologí­a era (y es en las que quedan) un planteamiento radical de negación de Dios, rechazo de la religión y la negación de la autorización para la celebración del culto; el planteamiento de la nueva sociedad neo-liberal, es el de establecer nuevos í­dolos, nuevas formas de cultos, nuevos templos, nuevas liturgias, no se niega en teorí­a a Dios, ni a la fe, ni el derecho al culto, pero, en la práctica, se cultivan y promueven otros valores.

Refiriéndonos sólo al aspecto del ocio y del consumo, que es lo que nos interesa más por su relación con la proyección hacia el domingo, notamos con claridad:

Que hemos entrado de lleno en la sociedad centrada en el consumo, en el ocio, en la utilización “consumista” del tiempo libre. En la sociedad de la liturgia del espectáculo musical, de la movilización de los jóvenes hacia formas comunes de diversión, de la utilización del tiempo nocturno.

Estamos en una sociedad donde son constantes los “puentes” aprovechando o uniendo fiestas, la movilización agresiva que se promueve alrededor de ellos, el culto al turismo de consumo, la moda permanentemente renovada de vestidos, lugares, modos, deportes, el culto a “pasarlo bien”, a “vivir la vida”.

Los planteamientos de una sociedad que, quizá por la dialéctica del contraste, realza ahora más la estética que la ética; el placer que el deber; que antepone primero lo útil a lo solidario, lo temporal a lo duradero; lo eficaz a lo correcto; ciertamente choca con los planteamientos cristianos que tienen una perspectiva distinta en cuanto a las prioridades.

Además, el tiempo de ocio o de descanso ya no coincide con el tiempo del domingo. Es más amplio, incluye ciertamente el domingo, pero lo desborda, y en muchas ocasiones, lo oculta, lo desvanece. Para muchos jóvenes es más importante la noche del viernes o del sábado (para el ocio, para la diversión) que el domingo mismo, Y si se trata de que ha habido puentes, por lo menos la tarde del domingo se emplea para la carretera. El descanso y el ocio dominical se ha convertido en movilización, a veces, hasta peligrosa.

Todo esto lleva a muchas personas, a evadirse de la costumbre, de la práctica, de la obligación, de la necesidad (pongamos el nombre que más nos ayude), de la celebración de la Eucaristí­a Dominical. La sociedad con sus planteamientos transforma los modos tradicionales de celebrar el domingo.

Es un reto que es actual y que se sigue proyectando, desconocerlo serí­a demasiado grave, abordarlo es nuestra obligación eclesial, de todos sin exclusión.

La Iglesia, a lo largo de su bimilenaria existencia ha tenido que hacer frente a otras dificultades, también de tipo de participación en el culto dominical, su culto sigue lleno de significación y a veces también de esplendor, pero eso no quita de la obligación de estar abiertos a considerar las nuevas situaciones y a proponer soluciones creativas. Quizá está llegando el tiempo de que la Iglesia sea un signo más claro del Reino por la calidad de sus obras y por la autenticidad y coherencia de sus celebraciones, que por la participación masiva aunque pasiva en ellas.

Pero tengamos esperanza, siempre nos quedan las palabras de Jesús: “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los dí­as, hasta el final de este mundo” (Mt. 28, 20).

BIBL. – JUAN PABLO II: “Pies Domini. El dí­a deI Señor” Carta Apostólica. Mayo de 1998. Editorial San Pablo. 2 edición, 1998. Madrid; Catecismo de la Iglesia Católica. Coedición Española. Asociación de Editores del Catecismo 1992. Madrid; Revista “ORAR”. Núm. monográfico: “Celebremos el Domingo”, núm. 67. Año 1993. Editorial Monte Carmelo. Burgos.

Daniel Camarero

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

SUMARIO: I. Aproximación existencial y cultural al problema del domingo: 1. El paso de una sociedad rural a una sociedad industrializada; 2. El fenómeno de la secularización; 3. Problemas y contradicciones resultantes: a) Indices de tendencia que resultan de la investigación sociológica y estadí­stica, b) El panorama actual de la asamblea dominical; 4. Indicaciones de objetivos pastorales en orden a una superación de la situación – II. El domingo: fundamento bí­blico y tradición eclesial: 1. Los datos del NT; 2. El domingo, dí­a del Señor y fiesta primordial según algunos testimonios de los padres; 3. Relación entre sábado hebreo y domingo cristiano – III. Significado teológico-litúrgico del domingo: 1. El domingo, sacramento de la pascua; 2. Dimensiones del acontecimiento: a) Actualización en el presente, h) Memoria del pasado, c) Profecí­a del futuro; 3. Modalidades de la celebración: a) Valor pascual del “convenire in unum”, b) de la proclamación-escucha de la palabra de Dios, c) del memorial eucarí­stico; 4. La celebración, en domingo, de los demás sacramentos – IV. Problemas y perspectivas pastorales: 1. La cuestión del “precepto”; 2. Esfuerzo para que en la celebración eucarí­stica dominical se revele el verdadero rostro de la iglesia; 3. Domingo y celebraciones de los santos; 4. El problema de las “jornadas”.

I. Aproximación existencial y cultural al problema del domingo
En la pastoral de estos últimos años, el domingo se ha convertido en un grave problema, uno de esos nudos en los que confluyen todas las contradicciones del momento presente, no sólo en el plano religioso y pastoral, sino también en el cultural, social, polí­tico y económico. Cuando se intenta realizar una aproximación a este tema, no entran en causa solamente la vivencia de la fe y el compromiso propiamente pastoral, sino toda la complejidad del tejido social, con particular referencia al significado del trabajo y, por tanto, del tiempo libre, a las exigencias naturales fundamentales de la vida de relación e interdependencia entre las personas, etc. Así­ afloran a la superficie todos los interrogantes y perplejidades que han aparecido en la iglesia y, de un modo más general, en el mundo en que vivimos como consecuencia de las radicales transformaciones que se han realizado en los últimos cincuenta años y que tienen raí­ces mucho más lejanas y profundas.

Desde la perspectiva estrictamente religiosa, y en particular por lo que se refiere a la celebración del domingo -que es el aspecto que ahora nos interesa directamente-, dos son los aspectos que han tenido y siguen teniendo incidencia sobre él, hasta hacerlo cambiar de imagen y suscitar graves problemas pastorales. Uno de orden más bien sociológico, otro de carácter cultural; los dos dejan una considerable huella negativa en la fe y la práctica religiosa.

1. EL PASO DE UNA SOCIEDAD RURAL A UNA SOCIEDAD INDUSTRIALIZADA, de una sociedad estática y cerrada a una sociedad caracterizada por la movilidad y el pluralismo. La primera se centraba en las realidades sacrales del tiempo y del espacio; en ella el domingo rompí­a la monotoní­a de las pequeñas cosas para evocar valores espirituales e ideales más altos, y fomentaba el sentido de pertenencia al grupo étnico y religioso en que las personas estaban profundamente arraigadas. La segunda, en cambio, ha perdido estas dimensiones naturales, comunitarias y cósmicas: en ella domina la ley de la productividad, con los ritmos frenéticos que ésta lleva consigo; en ella se manifiesta claramente la tendencia al individualismo, que conduce a encerrarse en lo privado con actitud de desconfianza y de recelo hacia el otro o a abrirse al máximo con los grupos de los afines; se experimenta todaví­a la necesidad de la -> fiesta, pero como necesidad de evasión y de ruptura, que de hecho se convierte frecuentemente en cansancio, aburrimiento y frustración.

2. EL FENí“MENO DE LA SECULARIZACIí“N. Desde el punto de vista cultural, el fenómeno que tiene mayores efectos negativos sobre la mentalidad y la práctica religiosa, y por tanto sobre el modo de considerar y vivir el domingo, parece ser el de la -> secularización creciente, que tiende cada vez más a convertirse en secularismo. Basado en dicha secularización, se afirma en el hombre moderno la tendencia a considerarse autosuficiente y la convicción de que el propio destino, como el de la historia misma, encuentra su realización en este mundo y que no tenemos ninguna referencia a la trascendencia. De ahí­ se deriva la pretensión de excluir la religión de las estructuras y de las instituciones públicas, para confinarla todo lo más en el ámbito de la vida privada, si es que no se la considera insignificante o incluso alienante. El hombre que vive en la ciudad secular, no pudiendo ya captar el designio de Dios sobre la historia, como se realiza hoy en el tiempo de la iglesia, y sobre todo en la liturgia, ya no cae en la cuenta de la referencia que tiene su vida, y especialmente algunos de sus momentos, a las celebraciones litúrgicas; por ello las conoce cada vez menos, si es que no las considera meras formas de una práctica socio-cultural o expresión de una vaga religiosidad de tipo sacral, terminando, en consecuencia, por abandonarlas o por darles un relieve muy escaso dentro de la propia vida.

La polarización en torno al domingo de tantas y tan complejas problemáticas explica los numerosos simposios y congresos, investigaciones y estudios que se han desarrollado en estos últimos veinte-treinta años en torno a este tema, con el intento de profundizarlo en todos sus aspectos e implicaciones y con el objeto de iluminar su original y originario significado bí­blico-teológico, el valor que tiene en la genuina tradición eclesial, los contenidos y las modalidades celebrativas, los problemas que plantea a la pastoral actual y las orientaciones para su revalorización.

Considerada la amplitud y complejidad de los puntos en cuestión y los lí­mites que se nos han asignado, resaltaremos solamente los elementos más interesantes desde el punto de vista litúrgico-pastoral, sin dejarnos arrastrar por la pretensión de llegar a conseguir un cuadro completo y exhaustivo.

3. PROBLEMAS Y CONTRADICCIONES RESULTANTES. El dí­a que la tradición cristiana nos ha transmitido como el primero, el señor de los dí­as, es decir, aquel en el que se sintetizaba y se celebraba toda la historia de la salvación centrada en la pascua de Cristo, se ha desviado gradualmente hacia la posición diversa que describiremos en seguida (-> infra, a-b), hasta el punto de que su identidad propiamente cristiana no sólo está seriamente amenazada, sino que parece sin más hallarse encaminada a desaparecer por completo.

Se verifica, con acentuación particular, a propósito del domingo, el fenómeno que tiene una amplia resonancia en otros muchos campos de la vida de la iglesia: por un lado, se ha afirmado en estos últimos tiempos una teologí­a bí­blica bastante elaborada -se dirí­a cuasi completa- sobre el domingo, mientras que, por otro, la acción pastoral encuentra cada vez más dificultad en traducir en clave operativa el dato teológico. En otros términos, se tiene la impresión de un desnivel cada vez más acentuado entre lo que el domingo es en la tradición bí­blica y está llamado a ser, desde la genuina experiencia eclesial, y lo que de hecho es en la situación actual, tanto en la conciencia como en la praxis de la llamada cristiandad. La razón está en el hecho de que las nuevas adquisiciones o el redescubrimiento de las instancias que han surgido en el campo bí­blico-teológico quedan de hecho sepultadas por los factores negativos vinculados con las profundas y radicales transformaciones históricas, culturales y sociales de nuestro tiempo. La identidad cristiana del domingo resulta así­ comprometida no sólo por las presiones masivas y violentas de un mundo descristianizado, sino también por un persistente modo de vivir la experiencia cristiana dentro de la misma iglesia que se ha ido afirmando a partir del medievo y que no promete cambiar a pesar del impulso de renovación en los últimos años, y sobre todo a partir del Vat. II.

a) Indices de tendencia que resultan de la investigación sociológica y estadí­stica. La Asamblea Plenaria del Episcopado Español, en su reunión del 23 al 27 de noviembre de 1981, y a propuesta de la Comisión Episcopal de Liturgia, aprobó realizar una encuesta a nivel nacional sobre la asistencia a la misa dominical. Se pretendí­a conocer los motivos de la asistencia, algunas actitudes y opiniones de los asistentes. Realizó la encuesta la Oficina de Estadí­stica y Sociologí­a de la Iglesia.

Han emergido así­ dos aspectos de diferente impacto, si bien estrechamente relacionados: uno de tipo formal y estadí­sticamente importante, otro más preocupante y más profundo, y que, como tal, es un í­ndice de tendencia no reducible a números. El primero ha hecho constatar que, en una sociedad radicalmente cambiada, también para los bautizados el domingo no aparece ya como dí­a de descanso fí­sico, y mucho menos como dí­a de descanso espiritual, sino más bien como momento de evasión, que desemboca en formas de diversión que terminan en el aburrimiento y la frustración; los ritmos de un trabajo rí­gidamente programado con vistas a la producción, además, tienden a no dejar ya coincidir, para muchos, el tiempo libre con el domingo; finalmente, la semana corta y el mejorado tenor de vida, con el correspondiente bienestar, llevan a un número cada vez más alto no sólo de familias, sino especialmente de jóvenes a pasar el fin de semana fuera del propio ambiente natural y de la comunidad en el que habitualmente viven, erradicándolos de costumbres que, es preciso recordarlo, habí­an sido adquiridas sin serio convencimiento ni motivaciones profundas.

El segundo aspecto se incluye en el fenómeno más amplio de la disociación entre fe y culto y entre liturgia y vida. La evolución parece darse en una triple dirección. Ante todo, hacia una concepción del culto de tipo naturalista: el domingo no es considerado como el dí­a nacido de la pascua y para celebrar la pascua, sino que se alinea entre los tiempos sagrados que toda religión natural conoce, para satisfacer la obligación que tiene la creación de tributar el propio culto a la divinidad. Tratados de moral y catecismos de los tiempos pasados explicaban el “acuérdate de santificar las fiestas” en esta óptica. En segundo lugar, en la dirección del legalismo, que desví­a la atención del gran acontecimiento pascual, raí­z y quicio del domingo, al precepto obligatorio sub gravi para los cristianos de santificarlo, absteniéndose de obras serviles y oyendo misa; precepto que se ha presentado progresivamente como extrí­nseco e inmotivado y que, particularmente entre los más jóvenes, se tiende a descuidar en nombre de una espontaneidad en la fe y en los actos que la expresan. La tercera lí­nea de tendencia ve en la santificación de la fiesta y en los gestos relacionados con ella un compromiso puramente individual. Cada vez se afianza más el convencimiento de que la obligación del descanso y de la misa afecta al cristiano particular o, todo lo más, considerado en su relación con la autoridad jerárquica, la única competente para regular toda esta materia y, eventualmente, para dispensar. La referencia a la comunidad de los hermanos, el hacer iglesia y sentirse iglesia para celebrar la fe pascual y realizarla comunión con el Resucitado desaparece gradualmente del horizonte. Estamos en una época en la que el individualismo en todas sus formas y la escasa conciencia de iglesia, o incluso una visión errónea de la misma, determinan estas actitudes.

b) El panorama actual de la asamblea dominical. En los años siguientes más cercanos a nosotros la atención se ha trasladado de los datos estadí­sticos referentes a la práctica religiosa y de su interpretación al significado, a la fisonomí­a y a la estructura de la asamblea dominical, a las exigencias que ella manifiesta, a los cometidos que se exigen no sólo en relación con la celebración, sino también con la misión de los creyentes en el mundo También en esta perspectiva aparecen problemas y dificultades que no es fácil sintetizar y que están en relación con las tres tendencias arriba mencionadas.

Hay que notar ante todo el fenómeno preocupante del cambio de los ritmos de la asamblea eucarí­stica: no son ya los del plazo semanal dominical, sino que tienden a distanciarse cada vez más hasta coincidir solamente con algunas grandes solemnidades del año litúrgico (navidad, pascua, etc.), quizá más vinculadas con la devoción y la tradición religiosa popular (todos los santos, conmemoración de los difuntos, Inmaculada, etc.).

El ir a misa no forma parte del nuevo estilo de vida, sino que se considera ahora como una exigencia relacionada con la costumbre ambiental cuando el emigrado vuelve al lugar de origen con motivo de alguna fiesta o en el perí­odo de vacaciones.

Si luego la atención se dirige a los participantes en la asamblea dominical, todo pastor de almas observa una notable pluralidad de situaciones en las personas que la componen: se va desde los participantes ocasionales, presentes a veces por motivos contingentes, hasta los asistentes sólo por costumbre o por un sentimiento religioso vago, hasta quienes están buscando sinceramente una fe auténtica o desean profundizar su sentimiento de pertenencia a Cristo y a la iglesia, o -finalmente– hasta quienes se hallan sinceramente comprometidos en la vida cristiana, en el servicio y en el testimonio. En relación con esto cambia naturalmente el tipo de participación en la acción litúrgica: hay quien asiste casi sólo pasivamente y en actitud de despacharla, quien intenta insertarse también sacramentalmente en el misterio y quien se pone al servicio de los hermanos en los diversos ministerios previstos por la celebración. Para la mayorí­a, la misa del domingo es el único acto religioso; para pocos, el momento fuerte de un más amplio y global compromiso de fe y misionero.

Una última serie de factores tiende a oscurecer el cuadro de la asamblea dominical: la excesiva multiplicación de misas, sin que sea posible constituir verdaderas comunidades de oración; la división de los creyentes -sobre todo los más comprometidos- en grupos que tienden a reivindicar una propia autonomí­a en celebraciones sectoriales; la escasa -> animación y vitalidad que se nota en la acción litúrgica…

4. INDICACIONES DE OBJETIVOS PASTORALES EN ORDEN A UNA SUPERACIí“N DE LA SITUACIí“N. Frente a esta situación que puede parecer pesimista, pero que parece, en cambio, corresponder a una realidad bastante difundida aunque no generalizable, es necesaria una acción pedagógica y pastoral a diversos niveles y con objetivos precisos. En particular, es urgente un compromiso educativo global y al mismo tiempo personalizado, orientado a restituir al domingo su pleno significado tal como se encuentra en la tradición bí­blica y patrí­stica, en la reflexión teológica y en el magisterio conciliar reciente; se impone una atención a las contradicciones y dificultades que se han creado con la nueva situación sociocultural, a fin de encontrar una pastoral que las tenga en cuenta y procure superarlas, sin traicionar las instancias más genuinas, y por lo mismo imprescindibles, del dato teológico; es, finalmente, de urgencia inaplazable un esfuerzo por llevar a la práctica en la asamblea litúrgica dominical las instancias de la renovación litúrgica reciente, de modo que dicha asamblea vuelva a ser el momento fuerte, no exclusivo, pero totalizante, en que la comunidad de los creyentes celebra la pascua de Cristo y la propia fe con autenticidad de signos y de modos expresivos, con seriedad de propósitos, con plena y consciente participación personal y eclesial.

II. El domingo: fundamento bí­blico y tradición eclesial
“La iglesia, por una tradición apostólica que trae su origen del mismo dí­a de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho dí­as, en el dí­a que es llamado con razón dí­a del Señor o domingo” (SC 106). Este texto fundamental del magisterio conciliar constituye el punto de referencia más autorizado para una reflexión sobre el significado original del domingo y sobre las caracterí­sticas que adquiere su celebración en la tradición y en la experiencia actual de la comunidad cristiana.

1. Los DATOS DEL NT. En el año 112, Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribe al emperador Trajano para hablarle de lo que él llama una “perniciosa y extravagante superstición”‘: es el primer documento profano que poseemos sobre los comienzos de la iglesia, calificada ya por el contemporáneo Tácito como “una multitud inmensa”. La investigación promovida por el gobernador ha dado como resultado que los miembros de esta secta -es decir, los cristianos- tienen la costumbre de reunirse antes del alba en un dí­a establecido para cantar himnos a Cristo como si fuera un Dios. La policí­a de Plinio habí­a visto la realidad, a pesar de que la descripción es superficial y sumaria.

Esta reunión es considerada por los mismos cristianos como un hecho original y tí­pico de su fe. San Justino, en su conocida Apologí­a 1, escrita para el emperador Antonino Pí­o hacia mediados del s. n, nos ofrece un precioso testimonio al respecto. Afirma que “en el dí­a llamado del sol” los cristianos “que habitan en la ciudad y en los campos se reúnen en un mismo lugar”; y pasa luego a describir el desarrollo de la celebración, que es el más antiguo que poseemos.

La misma constitución conciliar sobre la liturgia, en los primeros números, después de haber descrito la obra de la redención humana y de la perfecta glorificación de Dios, que tiene su preludio en las “maravillas que Dios obró en el pueblo de la antigua alianza” (SC 5) y tuvo su cumplimiento con la muerte- glorificación de Cristo, recuerda que, desde pentecostés, “en que la iglesia se manifestó al mundo”, la comunidad de los creyentes “nunca ha dejado de reunirse para celebrar el misterio pascual” (SC 6).

Desde el principio hasta nosotros hay una ininterrumpida continuidad, que tiene origen y fundamento en los escritos del NT. Los Hechos de los Apóstoles presentan la reunión dominical como un hecho habitual en Tróade (Heb 20:7); pensando en ella, el autor del Apocalipsis escribe el primer capí­tulo de su libro como “revelación” que le fue concedida “en el dí­a del Señor” (Apo 1:10); esto explica, finalmente, la insistencia y la precisión con que Juan data las apariciones del Resucitado a los discí­pulos reunidos, con intervalos de una semana (Jua 20:19.26), precisamente el primer dí­a después del sábado. La reunión dominical queda así­ vinculada a un hecho primordial y original: el encuentro de los primeros creyentes con el Resucitado, encuentro en que se realiza plenamente la palabra de Jesús: “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí­ estoy yo en medio de ellos” (Mat 18:24).

Esta tradición ininterrumpida constituye para la iglesia una especie de pulsación que la hace vivir, hasta el punto que cuando algunos cristianos de Africa, en el s. Iv, acusados de reuniones ilí­citas, comparecen ante el tribunal de Cartago, afirman con fuerza: “Hemos celebrado la asamblea dominical porque no está permitido suspenderla”’. por esto mueren mártires.

2. EL DOMINGO, DíA DEL SEí‘OR Y FIESTA PRIMORDIAL SEGÚN ALGUNOS TESTIMONIOS DE LOS PADRES.

La originalidad del domingo y el sentido profundo que adquiere en la experiencia de fe de la primitiva comunidad cristiana están encerrados en el término griego que lo designa: kyriaché eméra, o simplemente kyriaché, de donde se deriva el latí­n dies dominicus, y de ahí­ nuestro domingo. El término califica al domingo como el dí­a del Kyrios, dí­a del Señor victorioso o, mejor, dí­a memorial de la resurrección. La Didajé, con una tautologí­a poco elegante, pero muy expresiva, le llama “el dí­a señorial del Señor” (katá kyriakén dé Kyrí­ou…).

No serí­a difí­cil recoger una rica mies de textos y testimonios antiguos que pongan en estrecha relación el domingo cristiano con el gran acontecimiento pascual. Una preciosa y cuidada colección se puede encontrar en las dos obras fundamentales de W. Rordorf ” y de C. Mosna. Baste recordar aquí­ que el nexo pascua de Cristo-domingo cristiano es un dato de fondo y constante en toda la tradición: para Tertuliano se trata del “dí­a de la resurrección del Señor” ‘, y para Eusebio de Cesarea “el domingo es el dí­a de la resurrección salví­fica de Cristo”; por eso, sigue él afirmando: “cada semana, en el domingo del Salvador, nosotros celebramos la fiesta de nuestra pascua”. San Basilio habla de “el santo domingo, honrado con la resurrección del Señor, primicia de todos los otros dí­as”. San Jerónimo se deja llevar del entusiasmo cuando afirma: “El domingo es el dí­a de la resurrección, el dí­a de los cristianos; es nuestro dí­a”
Fundándose precisamente en estos testimonios, la constitución litúrgica del Vat. II afirma que “el domingo es la fiesta primordial, que debe presentarse e inculcarse a la piedad de los fieles” (SC 106), y por tanto ha de considerarse como fundamento y núcleo de todo el año litúrgico. La celebración anual de la pascua en el gran domingo de la resurrección, de hecho, vino posteriormente. En torno a este doble quicio se fue organizando gradualmente todo el -> año litúrgico, con el que la iglesia intenta celebrar,con sagrado recuerdo, en dí­as determinados, la obra de la salvación realizada por su divino esposo (ib).

De los textos de la tradición que nos han llegado y que atestiguan el nexo domingo-pascua surge la nota de la alegrí­a, de la festividad, como dominante de la celebración. Incluso autores austeros, como Tertuliano, exhortan a dar espacio a la alegrí­a en este dí­a, no por una debilidad, sino por una exigencia del espí­ritu “. Esto explica, entre otras cosas, la conocidí­sima doble prohibición, constantemente repetida tanto en Oriente como en Occidente, de orar de rodillas y de ayunar. La Didascalí­a de los apóstoles llegará incluso a declarar que el que ayuna o está triste en domingo comete pecado.

3. RELACIí“N ENTRE SíBADO HEBREO Y DOMINGO CRISTIANO. Todos estos datos demuestran con claridad que la iglesia, desde el primer momento, quiso dar un significado y un valor preciso al domingo. Este no es un dí­a cualquiera, ni siquiera la trasposición al dí­a siguiente de lo que los hebreos celebraban el sábado. Aquí­ aparece el complejo problema de la relación entre el sábado hebreo y el domingo cristiano, del que se ocupó ampliamente la literatura antigua y reciente, y que no ha encontrado todaví­a soluciones concordes y del todo satisfactorias. Se puede decir, sin embargo, al menos en general, que tal relación es de continuidad y de ruptura al mismo tiempo; y que sobre este punto, como sobre muchos otros, surge la cuestión de la relación entre la economí­a cultual-salví­fica del AT y la del NT, preanunciada por los profetas e inaugurada por Cristo. Vale la pena hacer alguna indicación más precisa.

La semana de los hebreos comienza con el sábado y conduce hacia el siguiente. La teologí­a del sábado hebreo tiene su fundamento (o, mejor, su punto de referencia) en el libro del Génesis, donde Dios descansa después de la obra de la creación. El sábado, sin embargo, es una de esas instituciones cuyo origen hoy parece con certeza que debe buscarse en el ambiente mesopotámico y que posteriormente recibió de la cultura hebrea una nueva interpretación y contenidos originales Lo que más llama la atención a quien recorre la tradición bí­blica, y por lo mismo lo que más caracteriza al sábado, es el descanso absoluto (cf Exo 16:29-30; Exo 23:12; Exo 34:21). Lo indica la misma etimologí­a del término shabbat, que quiere decir cesar, reposar. La tradición sacerdotal (cf Exo 31:17.20) lo ve como una imitación del descanso divino después de la creación (cf Gén 2:2). En la actualidad parece incluso cierto que la narración ha sido concebida y escrita precisamente para inculcar y motivar entre los hebreos la necesidad del descanso semanal. Como el hombre imitaba con su trabajo la obra creadora de Dios, así­ debí­a imitar su descanso; tanto más Israel, que por elección divina habí­a llegado a ser hijo de Dios. Esta ley se hará bastante pesada, sobre todo en la época del exilio babilónico, por las prescripciones y las detalladas y asfixiantes determinaciones inculcadas por el legalismo imperante. Pero el sábado no es solamente imitación del descanso de Yavé: es también dí­a de culto, de acción de gracias y de oración. Con su descanso Dios santificó el sábado, lo hizo sagrado, estableciendo que fuese consagrado a él. De aquí­ la expresión santificar el sábado, tan frecuente en la biblia (Exo 20:8; Deu 5:12; Isa 56:24; Neh 13:17) para infundir en el pueblo de Dios veterotestamentario la conciencia del deber de reconocer con gestos cultuales su consagración.

El sábado es, pues, una institución central del judaí­smo, hasta el punto de que, mientras en el mundo helení­stico vige la semana planetaria y los diversos dí­as toman nombre de los planetas, en el judaí­smo sólo el sábado tiene nombre; los demás dí­as simplemente se numeran: primer dí­a, segundo dí­a, etcétera. Uso que la liturgia romana ha conservado para designar precisamente los dí­as feriales.

Los apóstoles y los primeros discí­pulos de Jesús, provenientes del judaí­smo, conocí­an y practicaban la semana judí­a y antes de separarse de esta matriz conservaron sus antiguas costumbres. No hay, pues, que extrañarse de que en cualquier comunidad cristiana, por ejemplo en aquella para la que escribe Mateo, pudiera coexistir pací­ficamente la celebración del domingo con la observancia del sábado (cf Mat 24:20). La polémica antisabática comienza con san Pablo y en sus comunidades, de proveniencia helení­stica (cf Gál 4:8-11; Rom 14:5-6; Col 2:16-17): no se siente ya la obligación legal del sábado, y se apunta hacia lo que es propio y especí­fico de los cristianos; con la intensificación de la polémica contra los judaizantes se afirmará la tendencia a vaciar de sentido la vieja ley sabática, como también asimismo la de la circuncisión y la referente a las impurezas legales.

Así­ se evidencian algunos hechos que vale la pena subrayar:
– Los cristianos comenzaron a celebrar, por cuenta propia y con modalidades propias, el domingo o “el primer dí­a después del sábado””. El domingo fue organizado para asumir el elemento más importante y caracterí­stico del sábado judí­o, el reposo, y así­ permanecieron las cosas hasta la paz de Constantino.
– Sin embargo, no fue fácil desembarazarse de la observancia sabática, insertando ésta entre los otros preceptos del decálogo, considerados norma moral y válida también para los cristianos. El camino de salida, aun apelando al ejemplo de Jesús, que con frecuencia entró en conflicto con la observancia material del sábado, se encontró elaborando una teologí­a espiritualizante, que entendí­a el reposo en clave a veces escatológica, otras veces alegórica y otras moral. Temas, todos éstos, desarrollados por la gran patrí­stica, y de los que nos ofrece una sí­ntesis san Agustí­n en sus Confesiones cuando, al hablar de la paz, que consiste en alcanzar a Dios sumo bien, usa la expresión “la paz del descanso, la paz del sábado, la paz sin anochecer”.
– A pesar de todo esto, por causas no fáciles de explicar, precisamente a partir del s. Iv se asiste a una vuelta a las viejas costumbres sabáticas. Dos hechos atestiguan este fenómeno: en marzo del año 321 la ley de Constantino, en el marco de cristianización de la sociedad, impone la obligación del descanso dominical también en el ámbito de la sociedad civil, mientras que hasta ese momento el domingo era dí­a laborable para todos; el otro hecho, todaví­a más curioso, es la vuelta, en diversos sectores de la cristiandad, a la observancia pura y simple del antiguo sábado al lado de la del domingo, como de “dos dí­as que son hermanos”, según dirá san Gregorio de Nisa 22.

Si pudiésemos seguir las diferentes vicisitudes de la historia del domingo hasta la clásica distinción entre trabajos serviles y trabajos liberales, atribuida corrientemente a Martí­n de Braga (? 580), bajando hasta el medievo, en que varios concilios y capitulares de los reyesfrancos llegan a precisar cada vez más y con mayor rigor el doble precepto dominical, el del descanso festivo obligatorio (visto, de hecho, en paralelo con el precepto del decálogo sobre el sábado judí­o) y el de oí­r la misa (aunque una primera alusión a esta obligación se encuentra ya en el concilio de Elvira, de 305-306, contra quien se ausenta por tres veces seguidas); si se considera luego cómo en esta dirección se ha desarrollado poco a poco toda una casuí­stica posescolástica y postridentina que se ha agudizado hasta nuestros dí­as, se llega a una conclusión muy simple que resume un poco toda la cuestión: tras el nacimiento original del domingo cristiano y su progresiva afirmación frente al sábado judí­o, a partir del s. ni se asiste a un movimiento inverso, que se puede caracterizar como una gradual sabatización del domingo. Las consecuencias de este hecho, que ha determinado una concepción y una praxis del domingo inspiradas en una visión naturalista del culto y del domingo mismo (dí­a que hay que dedicar a Dios), en el legalismo y en el individualismo, se pueden experimentar todaví­a hoy y hacen difí­cil una renovación que se funde sobre la tradición bí­blico-patrí­stica y sobre el profundo significado sacramental y eclesial del dí­a del Señor.

III. Significado teológico-litúrgico del domingo
Toda la teologí­a del domingo debe reconducirse a este núcleo fundamental, es decir, al concepto y a la realidad del domingo como pascua semanal. Los demás aspectos adquieren significado y valor a partir de éste. El domingo está marcado por el acontecimiento central que resume toda la historia de la salvación; su celebración permite a los creyentes entrar en contacto con la resurrección de Cristo y realizar en sí­ mismos su alcance salví­fico. Esto es lo que le convierte en dí­a sagrado por excelencia, y por tanto intocable; quien lo toca, atenta contra el fundamento mismo de la iglesia: el misterio pascual del que ella nació (SC 5), del que continuamente vive y por el que se manifiesta y crece como comunión, hasta que llegue a la medida de la plenitud de Cristo (cf Efe 4:13).

1. EL DOMINGO, SACRAMENTO DE LA PASCUA. Lo que san Agustí­n dice del tiempo se puede aplicar plenamente a este fragmento suyo que se asoma a la eternidad. El domingo “es en el alma como espera del futuro, como atención al presente, como recuerdo del pasado””. Estas palabras abren el camino exacto y ofrecen la perspectiva más adecuada para comprender y vivir el domingo. Este es ante todo un signo litúrgico, y tiene, por lo mismo, todas las dimensiones y caracterí­sticas de los signos sacramentales, que son simultánea e inseparablemente memoria del pasado, actualización en el presente de un acontecimiento salví­fico, anuncio y profecí­a del futuro.. Aplicado al domingo, el término sacramento quiere indicar que éste no es un signo vací­o, un simple recuerdo de un acontecimiento del pasado, sino un misterio, es decir, la realidad de un porvenir que se verifica en el presente sobre la base del pasado. Como tal, entra en esa economí­a sacramental que caracteriza el actuar de Dios en el tiempo, Y por ello explica de la manera más acabada la realización del proyecto divino que se va cumpliendo en la historia humana. Esta no es, ciertamente, una novedad de la teologí­a posconciliar; es un ideal dominante en la tradición eclesial, sobre todo patrí­stica. San Agustí­n, por ejemplo, habla con frecuencia del domingo como “sacramentum paschae”, es decir, de un signo-misterio que actúa una presencia viva y operante del Señor; signo que, acogido con fe, permite a los creyentes entrar en comunión con Cristo resucitado, e inserta a la iglesia, peregrina en el tiempo, en el nuevo orden de cosas que con su resurrección quedó inaugurado.

El domingo no es más que una fracción de tiempo: ¿cómo es posible vincular su eficacia al fluir de éste? La dificultad es sólo aparente. El -> tiempo, en efecto, encierra en sí­ toda la actividad humana y la mide: desde él adquiere valor. El domingo es una porción de tiempo elevada a la dignidad de sacramento. Su celebración implica algunas acciones humanas realizadas por la iglesia, esposa del Señor y su prolongación en el tiempo, a las cuales va vinculada una presencia operante del resucitado, y que por lo mismo son santos misterios, fuentes genuinas de salvación para quienes creen en el Señor. Tales acciones sacramentales -esencialmente tres: reunión en el nombre del Señor, escucha-proclamación de la palabra, acción de gracias memorial-tienen su sí­ntesis en la sinaxis eucarí­stica, que es el centro de la celebración dominical; a ellas, como afirma la SC, está vinculada la presencia real y operante de Cristo (n. 7); tres acciones que los fieles están invitados a realizar para celebrar la pascua del Señor (n. 106). Precisamente por medio de estos misterios es el domingo sacramento, signo elocuente y eficaz de culto al Padre por Cristo en el Espí­ritu y de santificación para el hombre.

2. DIMENSIONES DEL ACONTECIMIENTO. La pascua, de la que el domingo es signo-memorial, no es, sin embargo, un acontecimiento cerrado en sí­ mismo, sino un acontecimiento en el que desemboca y se resume toda la economí­a salví­fica pasada, presente y futura.

a) Actualización en el presente. El domingo se presenta ante todo como una “anamnesis del Kyrios” el dí­a en que se hace memoria del paso de Jesús de este mundo al Padre; paso que comporta la pasión y muerte en la cruz y culmina en su exaltación a la derecha de Dios y en el don del Espí­ritu. Se trata de un único gran acontecimiento (el -> misterio pascual) que tiene una profunda y orgánica unidad: gracias a él, Cristo ha pasado del estado de debilidad y limitación en la carne al estado de gloria, en el que el Padre lo ha constituido Señor de la historia y del cosmos y espí­ritu vivificante para toda criatura. A continuación de Cristo, todo hombre, por la mediación sacramental, puede pasar de la muerte a la vida y vivir una existencia pascual; todo el universo se siente impelido a renovarse, hasta alcanzar los cielos nuevos y la tierra nueva de que habla el Apocalipsis (21,1).
b) Memoria del pasado. Puesto que este acontecimiento es el punto de llegada de toda la economí­a veterotestamentaria, es claro que recordarlo significa también reevocar y actualizar las “mirabilia” realizadas por Dios en la antigua alianza, que son anuncio y profecí­a de la pascua cristiana. Así­ también en nuestros tiempos vemos resplandecer los antiguos prodigios: lo que Dios hizo con su mano poderosa para liberar a los israelitas de la opresión del faraón lo realiza hoy; la humanidad entera es acogida entre los hijos de Abrahán y se hace partí­cipe de la dignidad del puebloelegido (cf oración después de la tercera lectura de la vigilia pascual).
Desde esta perspectiva se explica también aquella corriente de la tradición que considera el domingo como el dí­a memorial de la primera y de la nueva creación, y por tanto como el primer dí­a o bien dí­a del sol o dí­a de la luz. El primer dí­a es el dí­a en que Dios hizo la luz; es el mismo en que Jesús resucitado inauguró la nueva creación. La expresión está tomada -como es fácil intuir- de la denominación de la semana planetaria de los paganos. El uso que de ella hace a veces el NT (1Co 16:1-2; Heb 20:7) demuestra que nos encontramos ante una tentativa de cristianización de una institución pagana. En efecto, Cristo resucitado es el sol de la justicia que, elevándose, reviste con su luz todo el mundo y se convierte en lux mundi y lumen gentium. En su rostro resplandece en plenitud la luz del primer dí­a cósmico. Este acercamiento, que se encuentra ya -como hemos visto más arriba [-> II, 1]- en la Apologí­a 1 de Justino, ha sido desarrollado por muchos padres. Baste recordar aquí­ dos testimonios. Ante todo, el de Eusebio de Alejandrí­a, que dice: “Este es el dí­a en que Dios comenzó las primicias de la creación del mundo y, en el mismo dí­a, dio al mundo las primicias de la resurrección: principio de la creación del mundo, principio de la resurrección, principio de la semana””. En un discurso de san Máximo de Turí­n, por otra parte, se encuentra escrito: “El domingo es para nosotros un dí­a venerable y festivo, puesto que es el dí­a en que el Salvador se elevó resplandeciente como el sol, tras haber disipado las tinieblas de los infiernos en la luz de su resurrección. Por eso este dí­a, entre los hijos de este siglo, lleva el nombre de dí­a del sol, porque Cristo, sol de justicia, resucitando lo iluminó””. Ecos de esta misma tradición encontramos en la liturgial, como, por ejemplo, en los himnos que introducen las primeras ví­speras y laudes del domingo. Por su parte, santo Tomás, con un lenguaje bastante conciso y eficaz, afirma: “El sábado, que recordaba la primera creación, se ha cambiado por el domingo, en el que se conmemora la nueva creación iniciada con la resurrección””. Esta constante afirmación fundamenta la primera componente de la espiritualidad cristiana, que es la de vivir la experiencia cristiana como una fiesta de total novedad. El domingo, todo cristiano es llamado a tomar conciencia de su participación en la vida del Resucitado; a sentir la urgencia de construir en sí­ mismo el hombre nuevo; a experimentar el gozo de pertenecer a un mundo nuevo y a comprometerse a edificarlo en justicia y santidad.

c) Profecí­a del futuro. El domingo, por fin, justamente por ser sacramento, presenta una tercera dimensión, la de futuro o escatológica: anuncia y en cierto modo anticipa la vuelta gloriosa del Resucitado cuando venga a celebrar con los elegidos la pascua eterna. Es una esperanza fundada firmemente sobre el don que los signos litúrgicos sacramentales manifiestan y comunican. “En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos tener parte con ellos y gozar de sucompañí­a; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con él” (SC 8). En la medida, pues, en que la comunidad cristiana participa en la celebración litúrgica dominical tiene ya la vida eterna, aunque en misterio; vive la vida filial y bienaventurada, aunque escondida, y espera su plena epifaní­a (cf Jua 3:2).

Los padres profundizaron con inagotable fecundidad esta dimensión del dí­a del Señor, que por eso es no sólo el dí­a del Resucitado, sino también el dí­a de su venida última al final de los tiempos, para cumplir el juicio divino (cf 1Ti 5:2; 2Ti 2:2; 1Pe 2:12; 2Pe 2:9; Rom 2:5). Sus reflexiones se desarrollan en torno al tema del octavo dí­a “. Como el primer dí­a de la semana sirve para indicar el inicio de la creación, el octavo alude al cumplimiento del mundo futuro y se convierte en signo de la plena participación en el misterio pascual. Baste citar aquí­ la última página del De civitate Dei de san Agustí­n, en la que el genio del gran doctor y obispo ha condensado el meollo de esta doctrina. “Este séptimo dí­a será nuestro sábado, cuyo fin no será una tarde, sino un domingo como octavo dí­a, que está consagrado por la resurrección de Cristo; que prefigura el descanso no sólo del espí­ritu, sino también del cuerpo. Allí­ nosotros seremos libres y veremos; veremos y amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí­ lo que habrá al final sin final” “.

El domingo recibe así­ esa tensión que es esencial a toda existencia redimida, y que da a la espiritualidad, fundada en la liturgia, otra connotación propia. La vida cristiana está llamada a convertirse en un nuevo éxodo, un camino pascual, un itinerario que de domingo en domingo va hacia el descanso de Dios, es decir, hacia la plena y definitiva comunión con él. Esta espera le da su equilibrio: mientras le arranca de una cómoda organización y coloca bajo el signo de la precariedad todas las acciones humanas, empuja a los creyentes a comprometerse con todas sus fuerzas para realizar ese reino perfecto de justicia y de paz que se ha manifestado en la persona y en la obra pascual de Cristo y que se realizará plenamente en su última venida, al final de los tiempos (LG 5). Precisamente sobre este fundamento teológico-sacramental se funda el aspecto del domingo como “dí­a de alegrí­a y de liberación del trabajo” (SC 106), que es lo mismo que decir dí­a de fiesta, como ya se ha indicado [-> supra, II, 2].

3. MODALIDADES DE LA CELEBRACIí“N. Llegados a este punto, hay que preguntarse: ¿cuáles son en concreto las modalidades de la celebración dominical en cuanto sacramento de la pascua? La respuesta es sencilla: son las modalidades propias del misterio cultual. Hay una expresión de san Gregorio Magno particularmente iluminadora a este respecto: “Lo que nuestro Salvador realizó en la propia carne (es decir, su muerte-resurrección) nos lo comunica a través de signos eficaces””. Y ello está de acuerdo con la ley de la sacramentalidad que preside toda la economí­a salví­fica del AT y NT. En efecto, Dios, adaptándose al hombre, espí­ritu encarnado, ha querido y quiere servirse de signos sensibles para hacer dar a los suyos el gran paso de este mundo a él, para estipular la alianza pascual, para comunicar su espí­ritu y su vida, para construir su pueblo.

El gran signo que permite hoy a la comunidad de los creyentes realizar la pascua con Cristo es indudablemente la eucaristí­a, “memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad, ví­nculo de caridad, convite pascual” (SC 47). Es en la celebración eucarí­stica donde el domingo encuentra su sentido pleno y toda su eficacia; por eso se le llama justamente “dí­a de la eucaristí­a”.

La eucaristí­a es la celebración de la nueva y eterna alianza sancionada por Cristo con su muerte-resurrección. Es un acto ritual complejo, significativo y eficaz por los signos que lo constituyen y estructuran dinámicamente su desarrollo; en él se cumple lo que sucede en la celebración de la antigua alianza, que selló el acontecimiento pascual (cf Exo 24:3ss). Como se ha afirmado ya [-> supra, l], tales signos son fundamentalmente tres: la convocación del pueblo, el diálogo entre Dios y los suyos, el rito sacrificial y convivial. Aunque estrechamente unidos y ordenados uno a otro como a su natural complemento, cada uno de ellos tiene un valor pascual que alcanza su plenitud y su vértice y se consuma en el último de ellos, que es el gesto ritual del convite en el que se actualiza el sacrificio pascual de Cristo. La constitución litúrgica, en un texto ya citado, recuerda que los fieles que celebran el domingo deben realizar los tres actos: “reunirse a fin de que, escuchando la palabra de Dios y participando en la eucaristí­a, recuerden la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y den gracias a Dios, que los hizo renacer a la viva esperanza por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos (1Pe 1:3)” (SC 106).

Hoy, sin embargo, teniendo en cuenta el pluralismo de fe de los participantes en la asamblea dominical, y por tanto la diversidad de situaciones y de exigencias en relación al crecimiento en la fe y a la profesión de la misma, ¿es programable una celebración que en casos particulares acentúe uno u otro de estos tres signos, hasta prever que uno pueda excepcionalmente estar sin el otro? Es una pregunta que se plantea en la vida pastoral, y que no puede ser ignorada ni minimizada. Ciertamente no es de fácil solución, sobre todo si se tiene en cuenta que la teologí­a sobre el domingo, y especialmente la legislación canónica, que incluye en el precepto la asistencia a la misa, han sido elaboradas en una situación de cristiandad y en el marco de una sociedad monolí­tica también en relación con la creencia, que ya son solamente un recuerdo.

No tenemos aquí­ la pretensión de resolver la (quizá) más grave cuestión que hoy se plantea en el plano pastoral. La hemos mencionado sólo por señalar un problema que merece ser profundizado. Una modesta contribución puede venir de una reflexión acerca del valor pascual de cada uno de los tres signos de la celebración eucarí­stica dominical que, naturalmente en grado bastante diverso, pueden consentir a quien los practica realizar el propio paso pascual.

a) Valor pascual del “convenire in unum”. El domingo no es concebible sin la reunión cultual de la comunidad. Por este motivo se le llama también dí­a de la iglesia, dí­a de la asamblea. La iglesia, pueblo de la nueva alianza, nació de la pascua de Cristo; por eso su celebración exige la ecclesí­a, la convocación “de quienes creyendo ven en Jesús al autor de la salvación y principio de la unidad y de la paz” (LG 9). “Es absurdo celebrar la fiesta de la redención solos, aislándose de la comunidad… La pascua es esencialmente un acontecimientomundial que exige una proclamación pública, solemne… Por eso el dies dominicus es también el dí­a de la asamblea litúrgica cristiana en que los fieles se reúnen para recordar y celebrar el gran acontecimiento de la redención… Si el domingo fuese solamente un recuerdo psicológico, se podrí­a también concebir su celebración en el plano individual; pero puesto que lleva consigo una renovación sacramental, debe ser una celebración solemne y comunitaria: es esencialmente un hacer fiesta juntos” “.

Está claro que, al ser la asamblea una epifaní­a de la iglesia, la celebración deberí­a destacar todas sus caracterí­sticas: la unidad, incluso en la diversidad de los que la componen; la estructura jerárquica y ministerial, con una adecuada distribución de cometidos y oficios; la unanimidad en la participación; una actitud de acogida y de apertura hacia todos; una atención a las posibilidades y exigencias de cada uno; cosas bastante difí­ciles de conseguir si no se procura una adecuada -> animación de la asamblea.

Comúnmente se pone de relieve el hecho de que la asamblea litúrgica está ordenada a la celebración eucarí­stica y constituye su primer signo. Esto es cierto, pero hay que subrayar también que la reunión del pueblo de Dios para el culto y la oración y para expresar y realizar la comunión con los hermanos en la fe, es ya significativa en sí­ misma y tiene un valor pascual. En efecto, ésta es ante todo un paso de la dispersión-división causada por el pecado a la comunión con Dios y con los hermanos. Y éste es el resultado de la acción misericordiosa de Dios, y exige de los convocados docilidad a la acción del Espí­ritu, y por lo mismo una actitud de conversión continua. Por este motivo toda asamblea dominical deberí­a comportar gestos concretos de perdón y reconciliación. Tal paso está destinado a consumarse en una auténtica caridad hacia los hermanos. “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos” (1Jn 3:14).

Este amor está llamado, en domingo, a sacramentalizarse, a hacerse visible y operante en palabras-gestos de amistad y de fraternidad, de testimonio y de servicio, de participación y condivisión, sobre todo en relación con los que no tienen o son menos, dentro o fuera de la asamblea. Sólo con estas condiciones la convocación se con-vierte en momento pascual.

b) Valor pascual de la proclamación-escucha de la palabra de Dios. La palabra de Dios, en la antigua economí­a, anunció y realizó la liberación de Israel y lo convirtió en pueblo de Yavé. Con más razón sucede esto en el caso de la iglesia, que es obra de la palabra viva, Cristo. La palabra de Dios es siempre, directa o indirectamente, un anuncio de la muerte y resurrección de Cristo; anuncio que no es solamente un recuerdo, sino un evento que se realiza aquí­ y ahora en virtud de la presencia de Cristo, que en la palabra de Dios y a través de ella habla y actúa para hacer realizar a los creyentes el nuevo éxodo pascual. “Esto hay que decirlo señaladamente de la liturgia de la palabra en la celebración de la misa, en que se unen inseparablemente el anuncio de la muerte y resurrección del Señor, la respuesta del pueblo que oye y la oblación misma por la que Cristo confirmó con su sangre la nueva alianza, oblación en la que los fieles comulgan de deseo y por la percepción del sacramento” (PO 4).

A pesar de ello, hay que atribuirun valor pascual a la celebración de la palabra de Dios independientemente del rito eucarí­stico, por el alcance sacramental que adquiere cuando es proclamada “in ecclesia” (SC 7,33). Acoger y obedecer a la palabra anunciada y celebrada en una asamblea cultual se convierte siempre en un paso de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida. “En verdad, en verdad os digo que el que escucha mis palabras y cree en el que me ha enviado tiene vida eterna y no es condenado, sino que ha pasado de la muerte a la vida” (Jua 5:24). Este paso realiza la comunión con Dios y con los hermanos que se adhieren con fe a tal palabra. En efecto, a través de su palabra “Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañí­a” (DV 2). Esta comunión es comparada frecuentemente por los padres con una manducación análoga a la del cuerpo de Cristo en la eucaristí­a.

En una situación en que la fe disminuye, y simultáneamente crece el hambre de esta palabra y la exigencia de evangelización, la pastoral litúrgica, especialmente la referente al domingo, además de valorar su celebración en el marco de la eucaristí­a, ¿no deberí­a prever también formas nuevas y más amplias de anuncio, de catequesis, de oración en torno a ella, incluso independientemente del memorial eucarí­stico?
c) Valor pascual del memorial eucarí­stico. En la asamblea del Sinaí­, el acontecimiento pascual, que comienza con el paso de Dios en medio de los suyos para arrancarlos de la opresión y de la esclavitud, se concluye con el rito sacrificial de la sangre, que luego seconvierte en banquete de comunión de los salvados. La comunidad de Israel lo conmemora en la cena pascual, sacrificio en honor de Yavé (Exo 12:27), que es al mismo tiempo acción de gracias y signo de fraternidad. El rito era figura y profecí­a de la nueva pascua, que históricamente se cumplió con la muerte-glorificación de Cristo y que la iglesia recuerda y celebra en la liturgia eucarí­stica, repitiendo, según el mandato de Cristo, lo que él mismo hizo en la última cena. El, “en efecto, tomó el pan y el cáliz, partió el pan y dio el uno y el otro a sus discí­pulos, diciendo: Tomad, comed, bebed, esto es mi cuerpo, éste es el cáliz de mi sangre. Haced esto en memoria mí­a”
La actualización del sacrificio pascual de Cristo tiene su expresión ritual en dos gestos fundamentales: la oración eucarí­stica y la comunión sacramental. En la primera, que es oración de acción de gracias y de santificación, “se dan gracias a Dios por toda la obra de la salvación, y las ofrendas se convierten en cuerpo y sangre de Cristo”, alcanzando su presencia real la culminación de eficacia; “por medio de la comunión los mismos fieles reciben el cuerpo y la sangre del Señor, del mismo modo que los apóstoles lo recibieron de las manos de Cristo mismo”.

Así­ la pascua de Jesús se convierte en pascua de la iglesia. “Cuando nosotros reunidos comemos la carne del Señor y bebemos su sangre, celebramos la pascua””, pasamos de la muerte a la vida (cf Jua 6:32-33), nos convertimos en lo que estamos llamados a ser: el cuerpo mí­stico de Cristo, pueblo pascual del NT. A esto es a lo que tiende la celebración dominical; he ahí­ por qué el domingo sin la eucaristí­a no puede decirse plenamente dí­a del Señor y de su iglesia.

La cuestión que se plantea es qué significado para la fe y qué alcance salví­fico puedan tener estos gestos para quien no participa en ellos consciente y plenamente. Esto especialmente en relación con la comunión sacramental. Es bien conocido el hecho de que, a pesar de haber crecido notablemente el número de los que se acercan a la comunión, todaví­a no es realizada por todos los que asisten a la asamblea dominical; a veces, además, no resulta comprendida en su sentido verdadero y en todas las exigencias que comporta. ¿No serí­a conveniente tomar en seria consideración la posibilidad de celebraciones diversificadas, según las caracterí­sticas y las exigencias de los participantes? Es claro que la eucaristí­a plenamente participada deberí­a ser siempre la meta hacia la que hay que caminar y la desembocadura natural y necesaria de la acción pastoral dominical.

4. LA CELEBRACIí“N, EN DOMINGO, DE LOS DEMíS SACRAMENTOS. De la vinculación existente entre domingo y pascua de Cristo y entre ésta y su actualización, que tiene lugar no sólo en la eucaristí­a, sino también en los otros signos sacramentales (SC 61), se sigue que, por principio, el domingo es también el dí­a privilegiado para la celebración de todos los sacramentos. “El aspecto descendente de la acción del Kyrios se funde, especialmente en este dí­a, con el movimiento ascendente de la iglesia: en el bautismo el misterio pascual encuentra su fundamento estructural y su simbolismo básico; en la unción crismal el don del Espí­ritu perfecciona la vocación al testimonio pascual del bautizado (Rom 6:10); en la celebración de la penitencia se realiza el momento de una convocación libre del pecado, que es propia de la asamblea eucarí­stica; con el rito nupcial se manifiesta en la consagración de la bipolaridad sexual el misterio de amor que debe constituir el efecto especí­fico de la misma comunión eucarí­stica; en el rito fúnebre se proclama la esperanza cristiana en la resurrección de los muertos, ya anticipada sacramentalmente en la presencia del Señor en medio de sus comensales pascuales””.

Algún problema pastoral de hecho surge, especialmente para algunas de estas celebraciones, en particular para el matrimonio y para los funerales, sobre todo si están incluidos en la eucaristí­a; no tanto por las inevitables molestias que puedan traer a la vida de la comunidad parroquial cuanto porque con mucha frecuencia, más bien que enriquecer y explicitar algunas potencialidades de la eucaristí­a, acaban depauperándola en algunos de sus elementos. Esto es lo que sucede, por ejemplo, en el caso del ciclo de lecturas, que queda cuestionado por la elección de perí­copas propias.

Consideración aparte merece la celebración de la reconciliación. Convendrí­a tener presentes dos indicaciones que pueden facilitar la solución de las cuestiones que se plantean a este respecto. Ante todo la insistente recomendación del magisterio reciente de que no se superponga la celebración de la misa con la reconciliación individual, determinando para ésta horarios y momentos diversos”. En segundo lugar, una oportuna redistribución de las misas dominicales facilitarí­a, especialmente en algunas iglesias, la celebración de la reconciliación no sólo individual, sino también en la segunda forma prevista por el nuevo Ritual de la Penitencia.

IV. Problemas y perspectivas pastorales
Lo que hemos estado diciendo, especialmente en la última parte, ha puesto ya en evidencia algunos problemas pastorales y ha sugerido propuestas concretas de trabajo en orden a una renovación del domingo. Ahora intentaremos completar el cuadro, conscientes, sin embargo, de que hay cuestiones de difí­cil solución, que deben ser resueltas gradualmente por quien tiene la autoridad competente en la iglesia, mientras que para otras la solución está frecuentemente en la responsabilidad, sensibilidad y buen sentido de los agentes parroquiales.

1. LA CUESTIí“N DEL “PRECEPTO°. Un problema sobre el que se ha discutido y se sigue discutiendo mucho es el referente al precepto dominical. La reflexión que precedió a la promulgación del nuevo CDC (25 de enero de 1983) habí­a llegado a formular algunas orientaciones generales, que se pueden resumir en estas palabras de F.N. Appendino: “Superada la polémica teórica entre precepto sí­ y precepto no, se distingue ahora entre el deber dominical, que todos reconocen como vinculado al kerigma apostólico e í­nsito en la conciencia de la iglesia primitiva, y el precepto eclesiástico, que, en sustancia, casi todos admiten con algún motivo legí­timo (pedagógico) y con ciertos significados eclesiales: a condición de que lo hagan salir del legalismo y lo reconduzcan al seno de la genuina tradición sacramental sin apagar del todo la libertad de autodecisión en las opciones concretas””.

Como el anterior CDC (cáns. 1247-1249), también el nuevo dedica tres cánones (1246-1248) a los dí­as de fiesta. Se notará que ahora la observancia del domingo se funda en una motivación histórico-teológica. Además se habla de participar (y no de oí­r) la misa. “El domingo, en que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la iglesia como fiesta primordial de precepto…” (can. 1246, § 1). “El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la misa, y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegrí­a propia del dí­a del Señor o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo” (can. 1247).

La catequesis deberá seguir luchando para que el precepto dominical no quede sumergido, por una parte, en una difusa concepción naturalista del culto y, por otra, en la aridez de la rutina y el formalismo. Esta ley debe aparecer no como un imperativo exterior, sino como una exigencia y un compromiso responsable en el camino de la fe. Ya en la época de la carta a los Hebreos la asiduidad de los fieles a la asamblea dominical debió ser objeto de insistencia, recordándoles su carácter escatológico (10,25).

En el s. ul la Didascalí­a de los apóstoles desarrolla, a este respecto, una problemática que sigue teniendo actualidad. Dirigiéndose al obispo, dice el autor: “Cuando enseñes, ordena y persuade al pueblo a que sea fiel… en reunirse, a fin de que nadie disminuya en un miembro al cuerpo de Cristo. No despreciéis, pues, vosotros mismos y no privéis al Salvador de sus miembros, no rompáis ni disperséis su cuerpo” °’.

2. CARíCTER ECLESIAL DE LA CELEBRACIí“N EUCARíSTICA DOMINICAL. La afirmación del domingo como dí­a de la comunidad lleva consigo, entre otras cosas, un esfuerzo múltiple por restituir a la celebración eucarí­stica una dimensión verdadera y plenamente eclesial, de modo que -como desea la constitución litúrgica- “florezca el sentido comunitario parroquial sobre todo en la celebración común de la misa dominical” (SC 42).

Para alcanzar este objetivo es preciso ante todo evitar la dispersión y el fraccionamiento de las asambleas con la correspondiente y frecuentemente inmotivada multiplicación de las misas. La verdadera (o presunta) utilidad de los fieles, especialmente si son pocos, no es motivo suficiente para esto. Hace falta, además, promover una celebración verdaderamente eclesial con la participación de una verdadera asamblea, en la que se valoren plenamente los elementos de la acción litúrgica (lecturas, cantos, oraciones) y se pongan en acción los diversos ministerios y servicios requeridos. Objeto de muy particular atención tiene que ser, naturalmente, la -> homilí­a, valorando las enormes riquezas del leccionario y teniendo presente que la celebración dominical es la única ocasión que la mayor parte de los fieles tienen de oí­r la palabra de Dios y penetrar en su mensaje.

Conviene que los mismos grupos eclesiales y las comunidades (incluso religiosas) se sientan llamados a participar en la más grande y significativa asamblea dominical, para contribuir así­ a manifestar el misterio de la iglesia, pueblo santo, variado, articulado y orgánicamente estructurado. No tiene sentido aquí­ la petición de algunos grupos de tener una celebración particular el sábado por la tarde para anticipar la fiesta. Esto puede hacerse, y más acertadamente, en otros dí­as de la semana.

Continuando con el tema de una celebración dominical que sea reflejo del auténtico rostro de la iglesia, se plantea un problema a propósito de las misas en lugares turí­sticos o de veraneo. Frente a la movilidad creciente y a la pérdida de sentido en muchos cristianos de la nota de catolicidad propia de la iglesia, los agentes pastorales deberán procurar que también la eucaristí­a en estas zonas o ambientes resulte una verdadera experiencia de iglesia. La acogida familiar para con los turistas y los transeúntes; la preocupación por hacer sentir a los fieles que en la asamblea local, reunida aquí­ y ahora, se realiza el misterio de la iglesia como convocación universal y abierta a todos; el realce de las palabras y gestos rituales que destaquen estos aspectos, son llamadas de atención que ayudan a superar la tentación del individualismo y del anonimato, determinados también por una cierta concepción del precepto.

3. DOMINGO Y CELEBRACIONES DE LOS SANTOS. El domingo es la fiesta primordial por excelencia. Por eso la constitución litúrgica recomienda que “no se le antepongan otras solemnidades, a no ser que sean de veras de suma importancia” (SC 106). Desde aquí­ se explican las incongruencias, y por ello las prohibiciones, de trasladar al domingo las fiestas de la bienaventurada Virgen Marí­a y de los santos, exceptuando los casos particulares previstos por la legislación litúrgica actual”. En la actualidad se constata una revalorización de la -> religiosidad popular y de sus formas incluso cultuales. Sin embargo, esto no se realiza siempre según las orientaciones del magisterio reciente por lo que la tendencia a fijar en domingo las celebraciones de los santos vuelve, a pesar de todas las buenas intenciones, verdaderas o presuntas, a surgir con soluciones a veces aberrantes o al menos discutibles no sólo en el plano de las manifestaciones sociales, sino también en el religioso, y más especí­ficamente litúrgico. Lo cual es claramente deformante, incluso desde el punto de vista de la fe, ya que atenta contra la centralidad del misterio pascual de Cristo que se celebra cada domingo.

4. EL PROBLEMA DF LAS “JORNADAS”. En la comunidad eclesial nacional o diocesana se celebran con frecuencia, por mandato de la CEE o del obispo, jornadas particulares orientadas a sensibilizar a la comunidad sobre graves problemas sociales o eclesiales y a comprometer a los creyentes en un esfuerzo para solucionarlos a la luz de la fe. Este hecho, en sí­ mismo legí­timo, no debe comprometer el significado genuino de la celebración dominical, sobre todo si se trata de domingos privilegiados, como son los de adviento, cuaresma y pascua, lo que desgraciadamente sucede cuando, por ejemplo, la homilí­a que se hace en tales ocasiones prescinde por completo del mensaje propuesto por las lecturas y cuando las intenciones de petición en la oración de los fieles se centran todas en el tema propuesto para la jornada. Se está pidiendo desde diversas comunidades y grupos, y justamente, una intervención clarificadora que ponga freno a una tendencia que podrí­a terminar siendo peligrosa. No faltan, a este respecto, sugerencias y propuestas de interés.

L. Brandolini
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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

I. Aspectos teológicos del domingo
1. El d. es un regalo de la gracia de Dios. Ya los elementos naturales que incluye el d. fueron puestos por el creador en la naturaleza del hombre. A la postre, el ritmo de siete dí­as nació de la concurrencia de la fuerza espiritual ordenadora del hombre con exigencias biológicas y psicológicas. De modo semejante, el deber de dar culto a Dios está anclado en su condición de criatura. De ahí­ que, ya en el paraí­so hubo de haber un sábado primigenio, en que el hombre pudiera renovar sus fuerzas y deponer ante Dios, con adoración y júbilo, la corona de su dominio sobre la creación (Gén 1, 26.28), fundado en su semejanza con Dios (Guardini ).

2. Como beneficio de Dios aparece también el d. en el sábado judí­o, que fue su figura en la historia de la salvación (Col 2, 16; Heb 8, 5). El sábado debe enteramente su origen a la iniciativa de Yahveh (cf. Ex 16, 4-5). Por el mandamiento de suspender toda actividad (sentido originario de la palabra), Dios libera al hombre del yugo en que se habí­a convertido el trabajo por razón del pecado original (Gén 4, 19), y se compromete él mismo a mirar por el hombre (Ex 20, 8-11). El sábado es recuerdo de la liberación de Egipto (Dt 5, 15). Con ello es también signo de la pascua y de la alianza (Ex 31, 12-17; Is 56, 1-6; Ez 20,12).

Se trata, por tanto, de una realidad sagrada, “santificada” (Gén 2, 2-3) por Dios mismo. El sábado es una imitación del descanso del creador y un signo de que el Señor santifica a su pueblo (Ez 20, 12). En su dimensión escatológica, que aparece particularmente en los profetas (Is 66, 22-23; Ez 43-45), el sábado anuncia su cumplimiento en el d. Durante el exilio, Israel se separa del contorno pagano por medio del sábado y de la circuncisión (Lohse).

3. El d. prácticamente nada tiene que ver con la propagación de la semana planetaria en occidente a comienzos del siglo II. Nació también independientemente del sábado. Al principio existí­a a par del sábado (Act 2, 42-47 et passim), que seguí­an observando la Iglesia madre de Jerusalén (Act 2, 46 et passim) y los cristianos judaizantes (Gál 4); durante mucho tiempo el d. no fue dí­a de descanso laboral. El antiguo sábado murió con la pascua del Señor; pero, como figura de la historia sagrada, halló (lo mismo que el templo, etc.) su plenitud en Cristo (2 Cor 1, 20). Así­ el d. es sobre todo “una creación original” (Congar), un regalo de la gracia de Dios por su Cristo, que resucitó “muy de mañana, el primer dí­a de la semana” (Mc 16, 2 par), se apareció siempre en d. a sus discí­pulos (Jn 20, 11-18; Lc 24, 15, 34; Jn 20, 26; 21, 3-17; Act 1, 10) y en un d. les envió el Espí­ritu Santo (Act 2, lss). Estos relatos contienen importantes elementos para la teologí­a pastoral del d. El Señor se aparece siempre en d. a los discí­pulos cuando éstos están reunidos (Lc 24, 33; Jn 20, 19, 26; Act 2, 1), toma con ellos la comida mesiánica (Mc 16, 14; Lc 24, 30.41-43; Jn 21, 9-13) y les transmite los poderes mesiánicos (Mt 28, 18-21; Jn 20, 21.22-23 ).

El d. es pues la pascua semanal, “la celebración del misterio pascual el dí­a octavo, que con razón se llama dí­a del Señor o dominica” (Vaticano ii, Constitución De Sacra Liturgia, n .o 106, que a continuación citaremos con la abreviatura CSL). El nuevo pueblo de Dios toma parte en la victoria pascual del Señor, logra la verdadera liberación del –>pecado, de la –> muerte y del -> diablo, es llevado a la gloriosa -> libertad de los hijos de Dios (Rom 8, 21) e introducido más profundamente en la nueva alianza. De ahí­ la estrecha unión entre d. y -> bautismo y, más esencialmente todaví­a, entre d. y -> eucaristí­a. Agustí­n aplica al d. la expresión sacramentum (In Joann. Ev. Tract. xx, 2; PL 35, 1556). El recuerdo eucarí­stico es a la vez presencia; los creyentes entran en contacto con el poder y los merecimientos del Señor y quedan llenos de la gracia de la salvación eterna (CSL, n .o 102 § 2). “Por esto, el d. es la fiesta originaria”, la única fiesta que al principio celebró la Iglesia, hasta que en la pascua ella resaltó singularmente uno de estos d. y, más tarde aún, instituyó las restantes fiestas del año eclesiástico.

Como todos los sacramentos, el d. no sólo es recuerdo, sino también promesa; es ” el dí­a octavo” (cf. Jn 20, 26; 1 Pe 3, 30.21), que nos introduce en el nuevo orden inaugurado con la resurrección (cf. 2 Cor 5, 17; Gál 6, 15; 2 Pe 3, 13; Act 21,1.5), y el comienzo de la consumación cósmica y de la vida eterna. Esta dimensión escatológica imprime al d. un rasgo de espera de la consumación final. Pero es, a par, “participación anticipada” (cf. CSL n .o 8) del dí­a eterno, que opera dentro de este tiempo.

II. Santificación del domingo
El peligro que actualmente corre la santificación del d. (secularismo, sociedad industrial, psicologí­a de “fin de semana”, etc.) plantea a la pastoral la tarea de configurar nuevamente, con espí­ritu creador, esa santificación, partiendo de una tradición bien entendida, pero sin querer mantener rí­gidamente elementos mutables y superados, y poniendo tanto más de relieve lo esencial. Aquí­ la pastoral tiene que superar sus propias deficiencias, las cuales son más perjudiciales que todos los peligros exteriores. La santificación del d., que se predica muy parcialmente como deber, puede razonarse de modo más convincente por los valores positivos que antes hemos señalado. Primeramente santifica Dios el d. – en el sentido de Jn 17, 19 – y a este don corresponde el deber del hombre. Así­, el d. vivido como ayuda y fiesta primordial, se torna fuente de alegrí­a y de verdadero ocio (CSL, n .o 106). Aquí­ se imponen cambios decisivos: “No se le antepongan otras solemnidades… puesto que el d. es el fundamento y núcleo de todo el año litúrgico” (CSL, n .o 106).

El elemento del culto y el del descanso, muy diferentes por su origen y valor, no pueden presentarse como si tuvieran igual categorí­a. El d. existió durante mucho tiempo sin el descanso. Aunque retornara la dramática situación de la era. de los mártires, no obstante serí­a posible la celebración semanal de la resurrección; esta celebración serí­a más difí­cil, pero atestiguarí­a de manera más pura y auténtica la esencia del d. (Congar). Siempre es deseable que coincidan ambos elementos: la necesidad de recreo o diversión, fundada en la naturaleza del hombre, merece ser atendida; y la lógica del dí­a de la resurrección del Señor pide que pasen a segundo término, ante Dios, las criaturas y la actividad terrena, lo cual se expresa en la suspensión de la actividad misma. Estar libre del trabajo tiene ahora el sentido de estar libre de pecado (Jn 8, 31). El descanso material es imagen y presupuesto del descanso en Dios; ahora bien, el descanso en Dios no es inactividad, sino plenitud de vida y bienaventuranza, y actividad suprema en la complacencia por la propia obra. La razón última del descanso es la dimensión escatológica del d. La comunidad eterna en el -> amor que se ha experimentado el d., exige obras de misericordia y de apostolado.

El misterio pascual, que hasta ahora ha quedado demasiado al margen, debe predicarse de nuevo como centro vivo de toda pastoral y como resumen del cristianismo (CSL, nPs 5, 6, 102, 104, 106, 107). La santificación del d., entendida hasta ahora en forma demasiado individual, debe corregirse por medio de una sana eclesiologí­a (Vaticano II, Lumen Gentium). El d. no es fiesta del individuo, sino de la comunidad. El d. “han de reunirse los fieles” (CSL, n .o 106; cf. n .o 10), pues el dí­a del pueblo de Dios la Iglesia, por la palabra y la eucaristí­a, debe realizarse en la asamblea, que ha de proclamarse como epifaní­a de la Iglesia. Reunirse es esencial a los cristianos (Mt 18, 19-20; Jn 11, 52; Ef 1, 9ss); en los primeros tiempos esas reuniones llamaron la atención pública (PLINIO, Epist. ad Trajan. 10, 96); descuidar la reunión (cf. Heb 10, 25) es mermar la iglesia (Didascalia ap. c. 13 ). Metodológicamente, el apoyarse nuevamente en el sábado como figura de la historia de salvación, no sólo es útil sino también necesario.

Henri Oster

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

El domingo, el primer día de la semana, se observa como el día cristiano de culto en memoria de la resurrección de Cristo. El culto en domingo vino a ser una costumbre desde el principio de la vida de la iglesia (Hch. 20:7), aunque no era el único día en el que se tenían cultos al principio (Hch. 2:46). Dado que el día judío empezaba con la puesta del sol, el culto cristiano antiguo aparentemente empezó el sábado por la tarde, continuándose toda la noche, lo que llegaba a su clímax en la observancia de la Cena del Señor (Hch. 20:7, 11). Esta práctica podría haber estado relacionada con el antiguo deseo de los cristianos de ser encontrados en culto cuando el Señor regresara, en base a la advertencia que se encuentra en Lc. 12:35–40. Nuevamente, podría haber habido la necesidad práctica de reunirse a una hora cuando los miembros que eran esclavos pudiesen estar presentes (cf. John Wordworth, The Ministry of Grace, Longmans, Green and Co., London, 1903, pp. 312–318). La ofrenda y la Eucaristía caracterizaban regularmente estos servicios antiguos desde el principio (Hch. 20:7; 1 Co. 16:2).

Domingo significa «Día del Señor» (de Domine), y así se le llamaba en honor de la resurrección, y por eso también se le llamaba el octavo día (Ignacio, Ad. Mag. ix, 1; Bernabé 15:9; Justino, Apologia I, cap. 67; Ap. 1:10). «En contra de la teoría que afirma que los cristianos al celebrar el domingo tomaron en forma indirecta un día ya observado en honor de una deidad pagana, está la razón que dan Justino Mártir y Bernabé para su celebración, e igualmente se puede decir que la gran aversión de los antiguos cristianos contra la idolatría excluye la posibilidad a que tomaran por eso este día» (Ralph E. Prime, «Sunday», SHERK XI, p. 145). Los católicos romanos afirman que ellos son los responsables por cambiar el día de reposo al domingo; y los adventistas del séptimo día, dando por sentado que esta pretensión es verdadera, afirman que todos los que adoran en domingo son seguidores de Roma, y, por tanto, han recibido la marca de la bestia. La iglesia apostólica no dio por nombre un día particular de reposo entre las cosas necesarias que se mencionan en Hch. 15:28–29, y claramente enseñó que el hecho de que el culto se realizase en domingo no santificaba ese día más que cualquier otro (Ro. 14:5–6). Alcuin (733?–804) fue el primero en afirmar que la iglesia romana había transferido las reglas del día de reposo al domingo. Los reformadores rechazaron definitivamente esta pretensión, Calvino aun propuso observar el jueves en vez del domingo. Las leyes estrictas del día de reposo de los puritanos ingleses y presbiterianos escoceses se explican como una reacción al extremo libertinaje de aquellos tiempos.

Véase también Día del Señor.

Charles C. Ryrie

SHERK The New Schaff-Herzog Encyclopaedia of Religious Knowledge

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (191). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Domingo (día del sol), como el nombre del primer día de la semana, se deriva de la astrología egipcia. Los siete planetas, conocidos para nosotros como Saturno, Júpiter, Marte, el Sol, Venus, Mercurio y la luna, cada uno tenía asignada una hora del día, y el planeta que regía durante la primera hora de cualquier día de la semana le daba su nombre a ese día (v. Calendario. Durante los siglos I y II se introdujo la semana de siete días a Roma desde Egipto, y los nombres romanos de los planetas se le dieron a cada día sucesivo. Las naciones teutónicas parecen haber adoptado la semana como una división de tiempo de los romanos, pero le cambiaron los nombres romanos a los nombres de las deidades teutónicas. De ahí que el dies Solis se convirtió en domingo (en alemán, Sonntag). El domingo era el primer día de la semana según el método de conteo de los judíos, pero para los cristianos comenzó a tomar el lugar del Sabbath judío en los tiempos apostólicos como el día separado para el culto público y solemne a Dios. La práctica de reunirse en el primer día de la semana para la celebración de la Eucaristía se indica en Hch. 20,7; 1 Cor. 16,2, en Ap. 1,10, y es llamado el día del Señor. En el Didache (14) se da el precepto: “En el Día del Señor reúnanse y partan el pan. Y den gracias (ofrezcan la Eucaristía), después de confesar sus pecados, que su sacrificio sea puro”. San Ignacio (Ep. Ad Magnes. IX) dice de los cristianos que “ya no observan el Sabbath, sino que viven en la observancia del Día del Señor, en el cual nuestra vida resucitó de nuevo”. En la Epístola de Bernabé (XV) leemos: “por lo cual, también, observamos el octavo día (es decir, el primero de la semana) con regocijo, el día también en el cual Jesucristo resucitó de entre los muertos”.

San Justino es el primer escritor cristiano que llama al día domingo (O Apol., LXVII) en el famoso pasaje en el cual describe el culto ofrecido a Dios por los primeros cristianos en ese día. El hecho de que se reunieran el domingo y ofrecieran culto público necesitaba cierto descanso del trabajo en ese día. Sin embargo, Tertuliano (202) es el primer escritor que menciona expresamente el descanso dominical: “Nosotros, sin embargo, (según nos ha enseñado la tradición) en el día de la Resurrección del Señor debemos tratar no sólo de arrodillarnos, sino que debemos dejar todos los afanes y preocupaciones, posponiendo incluso nuestros negocios, a menos que queramos dar lugar al diablo” (De orat.”, XXIII; cf. “Ad nation.”, I, XIII; “apology.”, XVI).

Éstas y otras indicaciones similares muestran que durante los primeros tres siglos la práctica y la tradición habían consagrado el domingo para el culto público a Dios, por medio de la participación en la Misa y el descanso de todo trabajo. A principios del siglo IV legislación positiva, tanto civil como eclesiástica, comenzó a hacer estos deberes más definidos. El Concilio de Elvira (300) decretó: “Si alguien en la ciudad deja de venir a la iglesia por tres domingos, que sea excomulgado por un corto tiempo para que se corrija” (XXI). En las Constituciones Apostólicas, que pertenecen al final del siglo IV, se prescriben tanto la asistencia a Misa como el descanso del trabajo y el precepto se atribuye a los apóstoles. La enseñanza explícita de Jesucristo y San Pablo previno a los primeros cristianos de caer en los excesos del sabatarianismo judío en la observancia del domingo, y aun encontramos a San Cesáreo de Arlés en el siglo VI enseñando que los santos Padres de la Iglesia habían decretado que la gloria total del Sabbath judío había sido transferida al domingo, y que los cristianos debían guardar el sagrado día del domingo del mismo modo que los judíos habían ordenado guardar el día del sábado. El insistió especialmente en que la gente escuchara la Misa completa y en que no abandonaran la iglesia hasta que se hubiesen leído la Epístola y el Evangelio. Les enseñó que debían venir a las Vísperas y pasar el resto del día en lecturas piadosas y en la oración. Al igual que con el sábado judío, la observancia del domingo cristiano comenzaba en el crepúsculo del sábado y duraba hasta la misma hora en domingo. Hasta tiempos muy recientes algunos teólogos enseñaban que había obligación, bajo pena de pecado venial, tanto de asistir a las vísperas como de asistir a Misa, pero esa opinión no descansa en bases certeras y ahora comúnmente se abandonó. La opinión común mantiene que, mientras que es altamente conveniente estar presente en las Vísperas el domingo, no hay obligación estricta de hacerlo. El método de calcular el domingo desde una puesta de sol a otra continuó en algunos lugares hasta el siglo XVII, pero en general desde la Edad Media se ha seguido la práctica de contarlo desde medianoche a medianoche. Cuando se introdujo el sistema parroquial, se le enseñó a los laicos que ellos debían oír Misa y la predicación de la Palabra de Dios los domingos en su iglesia parroquial. Sin embargo, hacia finales del siglo XIII, los frailes comenzaron a enseñar que el precepto de oír Misa podía ser cumplido si se asistía a Misa en sus iglesias, y después de largas y severas luchas la Santa Sede permitió esto claramente. Hoy día, el precepto puede ser cumplido si se participa en la Misa en cualquier lugar excepto en un oratorio estrictamente privado, y que la Misa no sea celebrada en un altar portátil por un privilegio que sea meramente personal.

La obligación de cesar el trabajo el domingo permaneció algo indefinido por muchos siglos. Un concilio en [[Laodicea, efectuado a fines del siglo IV, se dio por satisfecho al prescribir que en el Día del Señor los fieles debían abstenerse de trabajar hasta donde fuera posible. A comienzos del siglo VI San Cesáreo, como hemos visto, y otros mostraron una inclinación a aplicar la ley del Sabbath judía a la observancia del domingo cristiano. El Concilio efectuado en Orleans en el año 538 reprobó esta tendencia como judía y no cristiana. Desde el siglo VIII la ley comenzó a ser formulada como existe al presente, y los concilios locales prohibieron el trabajo servil, las compras y ventas públicas, los alegatos en las cortes judiciales y el hacer juramentos públicos y solemnes.
Hay un gran cuerpo de legislación sobre el descanso dominical lado a lado con la eclesiástica. Comienza con un edicto de Constantino, el primer emperador cristiano, quien prohibió a los jueces celebrar sesiones y a la gente trabajar en domingo. Él hizo una excepción a favor de la agricultura. El violar la ley del descanso dominical era castigada por la legislación anglosajona en Inglaterra como otros crímenes y delitos menos graves. Después de la Reforma, bajo la influencia de los puritanos, se aprobaron muchas leyes cuyo efecto es todavía visible en el rigor del Sabbath inglés. Ese es el caso mucho más en Escocia. No hay legislación federal en los Estados Unidos sobre la observancia del domingo, pero casi todos los estados de la Unión tienen estatutos que tienden a reprimir el trabajo innecesario y a restringir el tráfico de licor. En otros aspectos la legislación de los diferentes estados sobre este asunto muestra considerable variedad. En el continente europeo en años recientes se han aprobado leyes severas validando la observancia del descanso dominical para el beneficio de los trabajadores.

Bibliografía: VILLIEN, Hist. des commandements de l’Eglise (Paris, 1909); DUBLANCHY in Dict. de theol. cathol., s.v. DIMANCHE (Paris, 1911); SLATER, Manual de Teología Moral (Nueva York, 1908); generalmente los teólogos morales.

Slater, Thomas. “Sunday.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 14. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/14335a.htm

Traducido por L H M.

Fuente: Enciclopedia Católica