ECOLOGIA

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Ciencia o rama biológica que estudia la adaptación de los seres vivos a su entorno. Por extensión, también se entiende por Ecologí­a la técnica o el estudio de la recta administración de los bienes naturales, de modo que no se deteriore la naturaleza como lugar de vida de los animales y del hombre.

Inició sus estudios Haeckel en 1869. Pero como actitud de protección de la naturaleza cobró especial importancia en la segunda mitad del siglo XX, cuando la población se empezó a sensibilizar sobre los efectos de la destrucción de especies vivas y de la contaminación del medio fí­sico.

Entonces se inició una dimensión bioética de la ecologí­a ante la explotación salvaje del mundo, ante el destino de los residuos no biodegradables y ante los riesgos de un deterioro grave del planeta. La Ecologí­a dejó de ser sólo parte de la Biologí­a y se adentró profundamente en la moral.

Los problemas morales que la Ecologí­a plantea al hombre de hoy han despertado multitud de estudios de tipo teórico y una serie de acciones sociales y compartidas que comprometen la conciencia incluso en sus aspectos religiosos y morales. El mundo debe albergar vida de manera limpia y el hombre debe regular su actuación para no perjudicar a lo demás habitantes del planeta.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La “creación” es un conjunto de dones que hay que conservar, mejorar y compartir. La integridad de la creación es una tarea confiada al hombre, que debe cuidar de las cosas y de los seres vivientes. Llamamos “ecologí­a” (“discurso” sobre la casa o el “ambiente”) a esta tarea de respeto constructivo y comprometido de la creación, teniendo en cuenta que los dones recibidos son para el bien de todos los pueblos y de todas las generaciones futuras.

El “dominio” del hombre respecto a la creación (cfr. Gen 1,28) no es dominio absoluto, sino de custodia y de transformación, que tiene que respetar la calidad de la vida de todo ser humano presente o futuro. Los experimentos cientí­ficos están ordenados al bien integral del hombre. El desastre ambiental, que se produce por algunas acciones depredatorias, es un mal para toda la humanidad. La solidaridad es global, cósmica, universal e histórica, también en el progreso económico y en el cuidado del ambiente.

Los recursos de la naturaleza (minerales, vegetales y animales) están también bajo la norma moral y no sólo bajo las leyes biológicas, en cuanto que están al servicio del bien común de toda la humanidad presente y futura. Los principios éticos de la ecologí­a puede concretarse en los siguientes el dominio del hombre no es absoluto, respetar el bien común de toda la humanidad (del presente y del futuro), respetar la justicia distributiva entre todos los pueblos, asumir la propia responsabilidad en el uso y en la renovabilidad de unos recursos que son limitados, tender a la construcción de una sociedad más solidaria, buscar la calidad de vida y no sólo a una producción inmediata.

Las santos (como San Francisco de Así­s) han sabido apreciar, más que nadie, la creación y los valores humanos. La fe cristiana ayuda a amar las cosas como epifaní­a de Dios Amor. Todo viene de Dios y camina hacia él. El hombre es el encargado de preparar este encuentro de Dios con la creación transformada por el hombre, como lugar inicial desde donde toda la familia humana camina hacia “el cielo nuevo y la tierra nueva” (Apoc 21,1). Así­ se puede “leer en las cosas visibles el mensaje de Dios invisible que las ha creado” (CA 37).

Los sacramentos, instituidos por Cristo, celebran la creación, haciendo de ella un instrumento de gracia. En esta celebración, reconocemos a Cristo como centro del “cosmos”, porque, en él, “el mundo de las criaturas se presenta como “cosmos”, es decir, como universo ordenado” (TMA 3). “Todo ha sido creado por él y para él” (Col 1,16). La redención de Cristo ha restaurado el universo, recuperando de nuevo, con creces, los planes de Dios sobre la humanidad y el cosmos. “Conviene tener en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordena¬do, que es precisamente el cosmos” (SRS 33).

Referencias Ciencia y fe, creación, derechos humanos, economí­a, escatologí­a, justicia social, promoción humana (desarrollo, progreso), sacramentos, sacramentales, solidaridad, trabajo.

Lectura de documentos GS 13, 34, 57; SRS 33-34, 47; CA 37; CEC 2415-2418.

Bibliografí­a AA.VV., Desafí­o ecológico (Salamanca 1985); H. ASSMANN, Ecologí­a y teologí­a, en Conceptos fundamentales del cristianismo (Madrid, Trotta, 1991) 352-367; F. D’AGOSTINO, S. SPINSANTI, Ecologí­a, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 496-515; A. DOMINGO, Ecologí­a y solidaridad (Santander, Sal Terrae, 1991); A. GALINDO, Moral socioeconómica ( BAC, Madrid, 1996) 425-444 (ecologí­a); Idem, Ecologí­a y creación. Fe cristiana y defensa del planeta (Salamanca, Univ. Pontificia, 1991); G.B. GUZZETI, E. GENTILI, Cristianesimo ed ecologia (Milano 1989); R. MARGALEF, Ecologí­a (Barcelona 1981); F. PARRA, Diccionario de ecologí­a (Madrid 1982); J.L. RUIZ DE LA PEí‘A, Teologí­a de la creación (Santander, Sal Terrae, 1986) 175-199.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> animales, vegetarianos, vida, creación, zoolatrí­a). En los últimos decenios se ha empezado a elaborar una “ecologí­a bí­blica” (o una crí­tica ecológica de la Biblia) que aún no se ha desarrollado de manera suficiente. El primero de sus sí­mbolos puede ser el parque o paraí­so original, entendido en forma de jardí­n ecológico de vida en libertad para Adán-Eva, como supone Gn 2-3. Se trata de un parque en el que Dios ha dejado a los hombres en libertad, de manera que éstos han podido comer del fruto del conocimiento del bien y del mal. En esa lí­nea, ellos pueden convertir ese paraí­so en “parque biológico-racial”, donde unos cientí­ficos y polí­ticos que juegan a ser dioses podrí­an mejorar la raza humana, como se mejoran o cambian por cruce, selección y manipulación genética (clonación, mutaciones) las especies animales. Ciertamente, sabemos con la Biblia que somos libres, pero la misma Biblia nos advierte que esa libertad se puede abrir en dos caminos: “pongo ante vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición…” (cf. Dt 30,19). En otro tiempo no comprendí­amos el alcance de esas palabras. Hoy las comprendemos, por desgracia, algo mejor. Podemos asumir un camino de vida. Pero también podemos des truirnos a nosotros mismos, no sólo a través de la lucha interhumana (matándonos unos a otros), sino también a través de una lucha en contra de la vida. En ese contexto cobra especial actualidad la imagen de las dos arcas.

(1) Hay un Arca de la Alianza (cf. Ex 25,10-22), que es una de las instituciones y sí­mbolos más importantes de la historia de Israel. Se dice que ella contení­a las tablas de la ley, con los diez mandamientos o principios reguladores de la convivencia humana. Dentro de ella podrí­an colocarse también los libros de los profetas de Israel y el Sermón de la Montaña de Jesús. Algunos cristianos tenderí­an a identificarla con un tipo de sagrario eucarí­stico, donde se guarda pan para todos los hombres. Ella nos recuerda que en el principio de la vida humana hay un pacto de convivencia universal hecho de mandatos dialogados (mandamientos) y de pan también compartido. Desde este sí­mbolo se puede trazar la finalidad más honda de la ecologí­a: que todos los hombres y mujeres compartan la belleza del mundo y su comida, con su palabra de amor y su justicia, como hijos de Dios (cf. Mt 4,4). Sólo si en el fondo de la vida de los hombres y mujeres se sitúa el arca sagrada de la alianza que Israel ha recogido en la primera de sus experiencias (cf. Ex 19,5) y la iglesia de Jesús ha ratificado en el signo eucarí­stico del don de la vida y del pan compartido, podrá existir vida en el futuro. O pactamos todos, superando la actitud de violencia y dominio que ha venido dominando en el pasado, o terminamos matándonos todos. La ecologí­a bí­blica es alianza, alianza de Dios con todos los vivientes, como sabe el relato de la creación (Gn 1), cuando ofrece un lugar y tiempo para todos, en armoní­a sagrada.

(2) Hay un Arca de Noé (Gn 6-7), para tiempos de diluvio, como pueden ser los nuestros. Aquellos aventureros que suben año tras año a buscarla al monte Ararat, en el Cáucaso, pensando que si la encuentran demostrarán que “la Biblia tení­a razón”, no han entendido nada, pues no se trata de un arca o barco salvador de antaño, sino de nuestro tiempo. Ella es la expresión concreta de la alianza de los hombres entre sí­, mientras se reúnen y ayudan sobre un mismo barco, cuando se desata la furia cósmica, que en gran parte hemos pro vocado los mismos hombres (como sabe Gn 5 y como desarrolla de forma dramática el libro apócrifo de Henoc*). Sólo podemos salvarnos del diluvio si construimos un arca o espacio de convivencia, no sólo para unos “amigos ricos” (los gestores del sistema capitalista), sino para todos los hombres e incluso para todos los vivientes animales de la tierra (cuadrúpedos, reptiles), como sabe el signo bí­blico. Esta ha de ser un arca universal y democrática, en la que deben acogerse de un modo especial los que actualmente permanecen excluidos del sistema, no sólo Ulises y algunos esforzados, no sólo Noé con su familia, sino todos aquellos a los que actualmente arrojamos por la borda, los asesinados y humillados, que no tienen hogar, ni ciudadaní­a legal (real) en este mundo, como sabe la carta de Pedro (cf. 1 Pe 3,19-22).

(3) Ecologí­a, el “logos” de la casa (oikos) de los hombres. La Biblia sabe que antes de que hubiéramos nacido habí­a ya una casa preparada para nosotros, casa de Dios o naturaleza (la misma tierra y vida es Parque y es Arca de alianza de Dios con los hombres). Pero, al mismo tiempo, somos nosotros los que debemos construir y cuidar el Arca, como Noé en otro tiempo, para que el diluvio de violencia que nosotros suscitamos no nos destruya (para que no siga ahogando a los excluidos del sistema). Muchas veces se ha pensado que la Biblia ha ratificado el dominio del hombre sobre el mundo, un dominio dictatorial que se fundarí­a en las palabras de Dios: “Creced y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla; ejerced potestad sobre los peces del mar, las aves de los cielos y todas las bestias que se mueven sobre la tierra… Mirad, os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, así­ como todo árbol en que hay fruto y da semilla. De todo esto podréis comer” (Gn 1,26-29). Pero, si leemos mejor, vemos que ese dominio no implica sometimiento dictatorial, sino señorí­o respetuoso. Los hombres pueden comer todo, pero sin destruir nada. Pueden comer aquello que “les sobra” a las plantas, pero sin destruir la vida de esas plantas.

(4) Un orden vegetariano. En ese contexto, la Biblia supone que los hombres del principio debí­an ser vegetarianos, pues comer la carne de los animales implica matarles y en un pri mer nivel, de paraí­so, no se puede matar ningún animal. Sólo más tarde, después del diluvio, “por la dureza del corazón humano” (cf. Mc 10,5), el Dios bí­blico permitió que los hombres mataran y comieran animales, pero sólo su carne, no su sangre, pues la sangre es vida y la vida es de Dios (cf. Gn 9,1-6). Ciertamente, esa ley que prohí­be comer sangre puede y quizá debe revisarse, como han hecho los cristianos (a diferencia de los judí­os y musulmanes), pues cumplirla de manera legalista es quizá la mejor manera de no cumplirla. Pero ella debe cumplirse en su sentido más profundo: esa ley quiere decir que el hombre no es dueño de la vida de los animales; que los puede comer, pero con respeto, sin destruir su identidad, sin poner en riesgo la vida de la especie, sin convertirlos nunca en puras cosas. Vegetariano en sentido bí­blico no es el que come sólo vegetales, sino el que vive en sintoní­a con la naturaleza, el que come sin destruir, dentro de esta inmensa casa que es la vida del mundo, con sus plantas y animales.

(5) Un tema abierto. Con cierta frecuencia se ha dicho que la religión bí­blica (a partir de Gn 1—8) resulta opresora porque ha devaluado al mundo (convirtiendo al hombre en dueño y opresor de la naturaleza) y ha reprimido a la mujer, destruyendo el poder de la diosa (= el principio femenino de la vida). En contra de eso, he querido mostrar en diversos lugares de este diccionario la sintoní­a cósmica y vital del hombre bí­blico, que tiene una dignidad especial, como imagen de Dios (cf. Gn 1,28), pero no para dominar y destruir la vida de su entorno, sino para ennoblecerla. Sobre esa base debe elaborarse la ecologí­a bí­blica, vinculando el respeto cósmico (¡el no matar!) con la opción preferente hacia los pobres y excluidos de la sociedad. Ecologí­a y justicia social deben ir unidas, de manera que todos los hombres y mujeres puedan contemplar y decir, como Dios, mirando hacia el mundo: ¡todas las cosas son buenas! Esta será una ecologí­a de la solidaridad mesiánica, que se expresa en una eucaristí­a ampliada, es decir, en una experiencia de comunión con el cuerpo cósmico de Cristo.

Cf. S. McFagge, Modelos de Dios. Teologí­a para una era ecológica y nuclear, Sal Terrae, Santander 1987; V. Pérez Prieto, DO ten verdor cingiúdo. Ecoloxismo e cristianismo, Espiral Maior, A Coruña 1997; X. Pikaza, El desafí­o ecológico, PPC, Madrid 2004; R. RUETHER, Gaia y Dios. Una teologí­a ecofeminista para la recuperación de la tierra, DEMAC, México 1993.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: 1. Nueva sensibilidad ecológica. – 2. Redescubrir y vivir una espiritualidad y pastoral en clave ecológica.

1. Nueva sensibilidad ecológica

Como es bien conocido, la palabra Ecologí­a proviene del griego oikos y logos (discurso sobre el ambiente, sobre la casa) e indica genéricamente el estudio de las leyes que caracterizan las mutuas relaciones entre los diversos organismos vivientes. De manera especial las condiciones bajo las cuales se desarrolla la vida del hombre.

Juan Pablo II reconoce en la preocupación ecológica uno de los signos sociales y culturales más positivos y relevantes de la hora presente.

Pero, por qué el problema ecológico ha saltado al primer plano de la actualidad y del interés general, incluso en teologí­a.

Comenzamos con unas palabras de L. González Carvajal:

“Hoy ninguna persona consciente puede ignorar que estamos destruyendo los diferentes ecosistemas de la Tierra como consecuencia de los recursos que les robamos y los elementos contaminantes que vertemos sobre ellos. Un famoso Informe del Club de Roma, titulado “Los lí­mites del crecimiento”, llegaba a la conclusión de que, si no tomamos medidas radicales, tendrá lugar a lo largo del próximo siglo una catástrofe planetaria. Se podrán discutir los detalles del modelo matemático empleado por el citado estudio, pero creo que la tesis de fondo no admite discusión: pretender, con unos recursos finitos, un crecimiento indefinido y, peor todaví­a, exponencial, conduce necesariamente al colapso. Este es el quid de los problemas ecológicos”.

El propio L. González Carvajal, a la hora de situar las raí­ces culturales de la crisis ecológica señala, en primer lugar, la sociedad industrial y el liberalismo defendido por ejemplo en la postura de Keynes, quien postuló literalmente “la necesidad de seguir saqueando la naturaleza durante cien años más. Después honraremos a las deliciosas personas que son capaces de disfrutar directamente de las cosas, los lirios del campo que no trabajan ni hilan”.

Al parecer, ni siquiera Marx, que con tanta energí­a se opuso a la explotación del hombre por el hombre realizada por el sistema capitalista, tuvo suficiente sensibilidad para denunciar la explotación de la naturaleza por el hombre.

En resumen, que para la naturaleza afectada, la civilización industrial es el monstruo más horrible que ha aparecido sobre la tierra hasta hoy; y esto independientemente de que sea gestionada por el capitalismo o por el socialismo.

Con palabras de J. Moltmann, “la llamada crisis del medio ambiente no es sólo una crisis del entorno natural del hombre. Es una crisis del hombre mismo. Es una crisis global, irreversible, de la vida en este planeta; una crisis a la que cuadra perfectamente el calificativo de apocalí­ptica. No es una crisis pasajera, sino, según todos los indicios, el comienzo de la lucha por la supervivencia de la creación en esta tierra”.

No es de extrañar que, L. González Carvajal, subraye que el desequilibrio ecológico no es una realidad originaria que pudiera afrontarse directamente con medidas ecológicas. Sus raí­ces son culturales y consisten en el sentido que el hombre de la civilización industrial ha dado a su relación con la naturaleza. Si no ocurre una revolución en nuestro ethos cultural será inútil esperar nada de las soluciones de carácter técnico. Sufrimos por carencia metafí­sica, y no por déficit técnico. La fe cristiana puede poner su granito de arena en la realización de esa revolución cultural y ética capaz de resolver la crisis ecológica.

El tema ecológico fue tratado con profundidad en la Asamblea Ecuménica Europea de Basilea (mayo 1989) bajo el tí­tulo: “Justicia, Paz e integridad de la Creación”. Dicho documento sitúa la raiz de la crisis ecológica en el avance de una ciencia y técnica mal entendidas y en el mismo corazón perverso del hombre.

J. L. Ruiz de la Peña señala estos graves problemas ecológicos c omo retos a resolver: la contaminación ambiental, la superpoblación, la extenuación de los recursos, la carrera armamentista y la interacción conjugada de los factores anteriormente descritos.

El mismo J. L. Ruiz de la Peña, ante la búsqueda de salidas a estos hechos tan graves, señala dos posturas: el pronóstico pesimista, o un replanteamiento decididamente ético. Al mismo tiempo, con gran agudeza, nuestro autor, subraya que existen tres opciones o alternativas éticas: el antropocentrismo prometeico (que conduce a la destrucción de la naturaleza y del propio hombre), el cosmocentrismo panvitalista (que diviniza el cosmos y la naturaleza) y, finalmente, el humanismo creacionista cristiano, que sitúa en su justa medida quién es el hombre, qué es la naturaleza y en qué lugar queda el Dios de la creación. Ni el hombre ni la naturaleza son fines en sí­ mismos. Mientras hablemos del hombre y la naturaleza en un horizonte divino, están garantizados los más verdaderos y sólidos valores ecológicos.

Precisamente éste es el nuevo reto: redescubrir las claves de una genuina teologí­a y espiritualidad ecológicas. Ambas van unidas y son inseparables. Es éste, un aspecto o vertiente de la espiritualidad nuevo. Hoy, las personas, no sólo buscan la perfección individual o social, sino también la universal o ecológica. Conscientes que persona-sociedad-cosmos están unidos profundamente en el único e idéntico destino y futuro.

Brevemente, de la mano de R. Gibellini situemos en qué fase se encuentra el debate teológico (y espiritual) sobre la ecologí­a. Como afirmación global se puede destacar que, mientras en los años 50-60 la teologí­a reivindicaba el proceso de formación del mundo moderno como una consecuencia legí­tima de la fe cristiana, en el debate ecológico que comenzó durante los años 70, y que todaví­a está en curso, la teologí­a está empeñada en liberar al cristianismo de toda responsabilidad en el proces o de formación del antropocentrismo de la modernidad, es decir, de afrontar la relaciones cristianismo-modernidad, de forma diferenciada.

Como hitos importantes en esta evolución o cambio de mentalidad Gibellini indica que, en 1953, F. Gogarten reclamaba un ética de la responsabilidad mundial. A. Auer, en 1984, abogará por el fin de la concepción antropocéntrica de la creación, y se va poniendo de relieve, en la discusión teológica, el conflicto entre naturaleza y tecnologí­a (ejem. G. Liedke, en 1979; C. Link, en 1991).

En 1991, A. Primavesi, en 1992, R. Ruether, y en 1993, S. McFague, hablarán del ecofenimismo o paradigma ecológico desde un perspectiva feminista. Paralelamente, la teologí­a de la liberación, desde los años 90, se hace eco también, como no podí­a ser menos, de las preocupaciones ecológicas tal y como se recogen por ejemplo en L. Boff en su obra, escrita en 1993, La emergencia de un nuevo paradigma: ecologí­a, mundialidad, mí­stica.

Concluye el interesante artí­culo de R. Gibellini que “la teologí­a y la Iglesia cristiana están llamadas hoy a despertase de lo que podrí­amos definir como olvido de la creación en clave ecológica y a desarrollar todo el potencial teológico y eclesial, pero también polí­tico y cultural, que esta realidad comporta.

Sin duda, hoy en el debate teológico desde la vertiente ecológica, se ha logra-do resaltar la ambigüedad de la técnica y el progreso y las claves bí­blicas del tema: aunque la naturaleza no sea divina, tampoco es un puro fenómeno. La naturaleza creada es la casa del hombre (oikós) y su medio para realizarse y vivir individual y colectivamente. La responsabilidad ecológica debe alargarse en clave ética o moral para respetar la dignidad auténtica del ser humano, los derechos de la naturaleza y el sentido primigenio de la obra de Dios Creador.

R Costa Morata ha puesto de relieve algunos de los rasgos que definen estos movimientos ecologistas: por un lado, lo sencillo, lo pequeño, lo descentralizado, lo autónomo y lo solidario. Por otro, lo antijerárquico, lo no convencional, lo antiprejudicial y lo radical. Dividiéndose a su vez, estos movimientos en al menos estos grupos: los naturalistas-conservacionistas (defensores de la naturaleza pero sin alternativa macropolí­tica definida); los grupos ecologistas que colaboran con los programas de ciertos partidos y con la Administración; los grupos ecologistas radicales que critican todos los programas polí­ticos actuales; y los nuevos verdes o movimientos ecologistas en cuanto tal, con programas polí­ticos alternativos.

Para finalizar este apartado, y desde lo señalado por P. Costa Morata, subrayemos que el tema del ecologismo se inscribe dentro de los denominados “nuevos movimientos sociales”. Es decir, los que llevan las siglas de “pacifismo, antimilitarismo, verdes, antirracismo, defensa de los derechos humanos, feminismo”, etc. Estos nuevos movimientos denuncian la cultura y crisis de la modernidad y piden un cambio de polí­tica: no sólo basada en palabras sino en acciones hasta llegar a hacer realidad “una humanidad libre y justa sobre una tierra habitable”. Digamos que estos nuevos movimientos formarí­an la denominada “nueva izquierda” que, renunciando a una cosmovisión de la realidad, fija su atención en campos o fragmentos de esa misma realidad que pretende cambiar. Como todo movimiento social, en palabras de J. M. Mardones, “no están libres de ambigüedades y aún de desviaciones”.

2. Redescubrir y vivir una espiritualidad y pastoral en clave ecológica
“Para los cristianos, la naturaleza creada participa, lo mismo que el hombre, de la dimensión de creaturalidad, y junto con el hombre sufre y goza y espera la revelación final de los hijos de Dios”. Estas palabras de E D. Agostino nos sirven de introducción y clave de bóveda a la hora de señalar algunas lí­neas de fuerza en lo que puede llamarse una espiritualidad cristiana en clave ecológica.

Esta espiritualidad debe tener como punto de partida, al menos, tres criterios irrenunciables:

* la creación como sacramento y obra de Dios (opus Dei), y la persona humana, en Cristo, como culminación e imagen de Dios (imago Dei).

* La creación, distorsionada por el pecado, como vocación y tarea desde la nueva creación y el nuevo Adán (imago Christi).

* La recreación y glorificación escatológica (gloria Dei).

O, parafraseando a D. Agostino, si es verdad que la creación es el espejo donde el Dios Vivo se mira y el hombre es el microcosmos, en el que se refleja el macrocosmos, no es menos cierto que todo lo creado no se agota en sí­ mismo, sino que anhela y clama por su consumación en Cristo, sentido, paradigma y plenitud de lo creado.

Como forma existencial de plasmarse esta espiritualidad deberá volver, al menos a situar en primer plano estas dimensiones:

– redescubrimiento de la experiencia bí­blica: memoria de la armoní­a, bondad y belleza de lo creado, y del hombre como parnet o interlocutor de la divinidad;
– potenciar un ethos cristiano, que señale siempre como punto de referencia la persona, misterio y obra salvadora del Señor Jesús, el Señor de la historia;
– vivencia conjunta y solidaria de un crecimiento personal y social. Es el momento de pensar en clave de universalidad y de totalidad. La creación es de todos y la salvación es para todo hombre y para todo el hombre;
– necesidad, por lo mismo, de una espiritualidad de la solidaridad, del amor y de la vida, traducida en micro y macro acciones. Se deben cuidar los gestos ascéticos y de compromiso, de denuncia y de alternativa. Conscientes que la raí­z última y profunda del desorden es el pecado y, la mejor ecologí­a integral, será la inserción en el misterio pascual de Cristo. Todos estamos llamados a responder a este reto, si bien los fieles laicos y nuestras comunidades y movimientos laicales, llamados a transformar el mundo “desde dentro”, adquieren en este sentido especial relevancia y responsabilidad;
– espiritualidad en diálogo con todos los hombres, culturas y religiones. El futuro es responsabilidad compartida. Sigue siendo necesario el diálogo ecuménico, intercultural e interreligioso como base y garantí­a de un nuevo orden ético mundial.

S. De Fiores habla, resumiendo lo anterior, de una espiritualidad que no puede ser evasiva ni dualista, que potencia las dimensiones personales y sociales, y que debe ser, en relación al universo, creativa y unitaria.

Ampliando horizontes, desde la más genuina espiritualidad cristiana, podemos hablar, también con S. Gamarra, de una espiritualidad integradora de la persona, vivida en el Espí­ritu, comprometida con la vida y la sociedad, gratificante y dialogante, realista y apostólica, pascual y trinitaria, de experiencia personal pero al mismo tiempo eclesial.

Todo ello es posible, lo repetimos, desde la inserción en el misterio total de Cristo, el Señor. Sólo desde El, penetraremos en el sentido de la creación, en el misterio de la historia y en las profundidades de la consumación escatológica. Marí­a, la Virgen, se presenta como paradigma de criatura que ha entrado en el futuro absoluto y participado de su plenitud.

BIBL. – R. BERZOSA MARTíNEZ, Como era en el principio. Claves de antropologí­a cristiana, San Pablo, Madrid 1996.

Raúl Berzosa Martí­nez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

Del griego oikos y logos (discurso sobre la casa, sobre el ambiente), indica genéricamente el estudio de las le yes que caracterizan a las mutuas relaciones entre los diversos organismos vivientes. De manera especial, el término indica el estudio de las condiciones en que se desarrolla la vida del hombre, tanto en su relación con los demás hombres como en su relación con los seres infrahumanos del propio ambiente.

La ecologí­a se ha convertido en objeto de atención por parte de la teologí­a al agudizarse, sobre todo en Occidente, el problema ambiental. Los creyentes han advertido: a) la necesidad de interrogarse sobre las propias responsabilidades eventuales en relación con la aparición y la permanencia de la actitud depredatoria que tomó respecto a la naturaleza la civilización occidental, sobre todo a partir de la revolución industrial; b) la urgencia de tomar posiciones ante el problema del medio ambiente. La necesidad de un cambio de actitud ante la naturaleza se justifica para los creyentes no sólo a partir de la amenaza que se cierne sobre la humanidad debido al desastre ambiental, sino también sobre la base de una correcta interpretación del dato revelado. La Biblia afirma ciertamente la singularidad del hombre y su señorio sobre las demás criaturas: pero no avala una visión del hombre como explotador y dueño absoluto de la naturaleza; el mandato de “dominar” la tierra (Gn 1,28) indica la necesidad de alimentarse y de vivir de lo que la tierra produce. El dominio que el hombre está llamado a ejercer, en analogí­a con el del Creador. tiene que ser “señorial”, de “sustentamiento” respetuoso de las criaturas; “el dominio concedido por el Creador al hombre no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de “usar y abusar” o de disponer de las cosas a su antojo. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de “comer del fruto del árbol” (cf Gn 2,16ss), muestra con suficiente claridad que, respecto a la naturaleza visible, estamos sometidos a leyes no sólo biológicas, sino también morales, que no se pueden transgredir impunemente” (Juan Pablo II).

Hay que señalar además que, según la revelación bí­blica, la superioridad del hombre sobre las criaturas infrahumanas nunca podrá transformarse en distancia o en desinterés por los demás seres vivos: la posición del hombre respecto a lo creado es parecida a la del jardinero, que “cultiva y guarda” sin “robar ni saquear” : es parecida a la del artesano, que “transfigura” la materia sin “desfigurarla”.

El hombre, además, según el dato bí­blico, tiene que vivir en solidaridad con las demás criaturas debido a su misma naturaleza singular: por su doble dimensión, corporal y espiritual, el hombre es “pariente” de la tierra y del cielo: a pesar de que, en cierto sentido, es independiente de la una y del otro, no puede separarse de la una ni del otro. La suerte del hombre, según la visión de la Biblia, no prescinde de la relación justa con su “casa”, el mundo, lo mismo que no puede prescindir de su relación justa con el Creador. Esto supone la necesidad de desarrollar una actitud de solidaridad con la naturaleza; el conocimiento debe orientarse a poner de relieve las potencialidades de bien que encierra todo ser creado. La relación armoniosa y no conflictiva del hombre con la naturaleza permitirá al uno y a la otra una realización plena, pací­fica y constructiva de la propia identidad lo mismo que la relación armoniosa con Dios es para el hombre la condición indispensable para poder llegar a una realización correcta y – plena de sí­ mismo.

Pero hay más todaví­a. La coronación de la creación, según la narración bí­blica, no es el hombre, sino el sábado, el dí­a en que todas las criaturas se encuentren pací­ficamente y en el gozo entre ellas mismas y el Creador. La creación es querida -para la gloria de Dios, es decir, con vistas a un encuentro de paz y de amor entre el Altí­simo y las criaturas; de aquí­ se sigue que la división, el abuso y la lucha no entran en el proyecto del Creador. esos aspectos negativos están vinculados de alguna manera con la experiencia del pecado, que condujo a todas las criaturas lejos del proyecto inicial de Dios.

Si leemos bien la revelación bí­blica, vemos cómo estimula una cultura de paz con la naturaleza: de ella proviene una invitación a fomentar una especie de “pasión por la totalidad” (G. Altner), que lleva al rechazo de todo divide et impera y de todo presunto derecho de vida y de muerte que tenga el hombre sobre las demás criaturas.

Las “emergencias ecológicas” que se derivan de una lectura correcta del mensaje bí­blico se hacen todaví­a más urgentes cuando se considera que la creación es una obra trinitaria. Todo proviene gratuitamente del Padre, por medio del Hijo, en el Espí­ritu Santo, Todo lo que es distinto de Dios (las criaturas) tiene su origen en el amor de Dios, no en el odio ni en la casualidad, De aquí­ se sigue que todo está í­ntimamente marcado y estructurado por el amor: todo debe ser considerado, también por el hombre, con una actitud de respeto, ya que todas las cosas son buenas y amables de suyo.

Además, la realidad que rodea al hombre no es solamente escenario de la aventura humana, sino que comparte la suerte de las criaturas inteligentes, No es una casualidad que el cumplimiento definitivo de la salvación, que realizará el Dios trinitario, sea indicado por la Escritura como la llegada de “unos cielos nuevos y una tierra nueva” (2 Pe 3,13; Ap 21,1$ G. M. Salvati

Bibl.: J L. Ruiz de la Peña, La fe en la creación y la crisis ecológica, en Teologí­a de la creación, Sal Terrae, Santander 1986, 175199; H, Assmann, Ecologí­a y teologí­a, en CFC, 352-367. S, SpinsaIiti- Ecologí­a en NDE, 377-3~2; A. Moroni, Ecologí­a, en NDTM, 444-467; J Moltmann, Dios en la creación, Sí­gueme, Salamanca 1987; A. Domingo, Ecologí­a y solidaridad, Sal Terrae, Santander 1991; A. Galindo, Ecologí­a y creación, Univ. Pont, Salamanca 1991; J Gafo, Ecologí­a, en 10 Palabras clave en bioética. Verbo Divino, Estella 1993.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Dimensión filosófico-teológica: I. La ecologí­a entre polí­tica y propaganda: 1. ¿Limitación de la natalidad o desarrollo tecnológico?; 3. La naturaleza como problema: 4. Para una comprensión sapiencial de la naturaleza – II. Dimensión espiritual: 1. El cristianismo en el banquillo; 2. La revisión de los mitos; 3. Ascética voluntaria.

I. Dimensión filosófico-teológica
1. LA ECOLOGíA ENTRE POLíTICA Y PROPAGANDA – Desde que el tema de la defensa del medio ambiente se ha puesto de moda, al menos en Occidente, se han multiplicado no sólo los trabajos cientí­ficos, sino también las encuestas periodí­sticas y fotográficas, los espectáculos cinematográficos y televisivos y las transmisiones radiofónicas sobre el mismo. La utilización del tema por la publicidad se ha vuelto frenética; se han creado cátedras universitarias de ecologí­a; incluso se han inventado nuevos héroes de tebeo especializados en combatir no ya a los delincuentes de viejo cuño, a los ladrones y gangsters, sino a los nuevos enemigos de la humanidad, los contaminadores. Pero no sólo han sido los mass media los que se han lanzado sobre la ecologí­a; esta nueva ciencia se ha convertido en el campo de batalla preferido por los más aguerridos “cazadores de ideologí­as”, es decir, por los que quieren desenmascarar la intención (escondida tras la pasión ecológica y, por lo mismo, más pérfidamente operante) de los paí­ses ricos de frenar el desarrollo de los paí­ses pobres, que no han llegado aún al umbral del desarrollo económico y tecnológico, a fin de poder seguir manteniéndolos en su condición de meros suministradores de materias primas y de explotarlos. Los tales airean la bandera ecológica en nombre no de toda la humanidad, sino especí­ficamente contra el modo capitalista de producir, único verdadero responsable de los daños ocasionados al ambiente por el hombre.

Semejante entrelazamiento de opiniones y de pasiones diversas exige un notable esfuerzo en quien se pone a reflexionar sobre nuestro tema, sin dejarse arrastrar por las opiniones corrientes ni subestimarlas. Es evidente que el tema de la ecologí­a no puede abordarse con frialdad; la amenaza de una “contaminación total” del planeta que lo haga de todo punto inhabitable ha reemplazado en los hombres de los últimos veinte años al miedo que habí­a suscitado en la humanidad la amenaza de la bomba y de la guerra atómicas. Si se tiene en cuenta, además, que el tema ecológico puede ser utilizado -de maneras diversas, pero, a la postre, igualmente fascinantes- por los “apocalí­pticos” y por los “optimistas”, por los conservadores y por los progresistas, por los realistas cí­nicos y por los entusiastas de la tecnologí­a, existe la posibilidad de que surja la sospecha legí­tima de que la ecologí­a sea un tema enmascarado, más útil como condensador de angustia y de energí­as o como elemento eficaz para promocionar programas ideológicos opuestos que por su carga (indudablemente auténtica) de verdad. Es esencial poner en claro este punto; en efecto, si existe, como es innegable, un programa ecológico, evidentemente no se puede abordar, y mucho menos resolver, más que de un modo espec(fico, renunciando ya sea a las campañas anticapitalistas genéricas, ya a las no menos genéricas invocaciones de cuño rousseauniano a la naturaleza; es necesario, por el contrario, descender en profundidad para captar el logos que está en la raí­z de la crisis ambiental, de la que somos espectadores y ví­ctimas, y que indudablemente coincide con el logos que rige toda nuestra vida de hombres de hoy. En esta perspectiva es imposible separar el problema ecológico de lo que constituye el problema antropológico tout-court; la reflexión sobre el ambiente es, en cierto modo, la reflexión sobre lo que ha sido y sobre lo que es el destino del hombre occidental y de su criatura más tí­pica, la tecnologí­a, causa al mismo tiempo de salvación y de muerte.

2. ¿LIMITACIí“N DE LA NATALIDAD 0 DESARROLLO TECNOLí“GICO? – Si se considera inaceptable este enfoque “antropológico” de la ecologí­a y se prefiere, en cambio, otro más eficiente, como más “cientí­fico”, hay que enfrentarse seriamente con las dificultades que encuentra, y no puede menos de encontrar, una ecologí­a en cuanto disciplina estrictamente técnica. Consideremos, con toda brevedad y a modo de ejemplo, las dos respuestas “técnicas” que se proponen más corrientemente como posibles soluciones al máximo problema ecológico de nuestro tiempo: el de la superpoblación planetaria°. Por una parte, se insiste en la necesidad de frenar el crecimiento demográfico a través de una serie de medidas pedagógicas, y hasta coercitivas, de suerte que se mantenga la población de la tierra en los niveles numéricos actuales; por otra, se sugiere potenciar el desarrollo tecnológico, a fin de explotar la tierra de manera más amplia y orgánica para obtener de ella una mayor cantidad de bienes y poder satisfacer así­ las crecientes necesidades de la población mundial.

Ahora bien, es evidente que ambas soluciones, aunque aparentemente lejanas una de otra o incluso contrapuestas, se fundan, sin embargo, en una común matriz ideológica: la que concibe al hombre esencialmente bajo el signo de la economí­a, o sea de la demanda incesante y del disfrute igualmente incesante de los bienes. Pues bien, exactamente por contemplarse como homo oeconomicus le será imposible al hombre responder a los desequilibrios por él introducidos en el planeta con medios que, en definitiva, son simplemente coadyuvantes de aquella hybris que está en la raí­z de los desequilibrios. Piénsese, en efecto, que, aun limitando el desarrollo cuantitativo de la población, no por eso se limita automáticamente el acrecentamiento de los deseos. La situación de las sociedades capitalistas avanzadas debiera enseñarnos mucho sobre este punto de vista; satisfechas las necesidades primarias, o sea las esenciales para la supervivencia, no por eso el hombre consigue un estado de sereno equilibrio. Todos somos espectadores de la multiplicación de las necesidades artificiales en las sociedades que han vencido el espectro del hambre, ya sea a causa de la lógica expansionista de la producción industrial, ya -en definitiva- por la misma imposibilidad estructural de distinguir lo que es propio del hombre por natural exigencia y lo que está artificialmente inducido en él. Sea como sea, está claro en cualquier caso que una población con tasa de crecimiento ya estable a un nivel bají­simo no por eso podrá considerarse inmune de responsabilidades ecológicas, al menos mientras sus exigencias no alcancen también un crecimiento cero. Por este motivo los paí­ses occidentales, aunque seriamente comprometidos en la obra de descontaminación (si bien preferentemente limitada a su ámbito interno), son responsables -en virtud simplemente de su elevadí­sima demanda de materias primas- del saqueo de los recursos planetarios, algunos de los cuales -como es sabido- están ya seriamente amenazados de desaparecer por completo. La respuesta puramente demográfica a los problemas ecológicos no puede, pues, menos de ser insuficiente, incluso cuando se la propone con aquella buena fe que los paí­ses en ví­as de desarrollo se niegan a admitir cuando tales respuestas provienen de paí­ses occidentales.

Más clara aún es la insuficiencia de la otra respuesta que suele darse al problema ecológico: la de quienes ponen sus esperanzas en el desarrollo tecnológico. En efecto, si es cierto que a través del aumento de la producción se puede proveer tanto al crecimiento de la población como al de las exigencias, es, sin embargo, del todo ilusorio pensar que se pueda seguir realizando indiscriminadamente tal aumento; la tecnologí­a actúa dentro del ecosistema planetario, y la progresiva artificialización del ambiente que supone no puede menos de resultar, en última instancia, desastrosa para los valiosos equilibrios de la biosfera. El progreso tecnológico, ciertamente válido como respuesta sectorial a problemas sectoriales de desarrollo de poblaciones particulares, es, en cambio, uno de los riesgos supremos con que tropieza la humanidad, si se lo absolutiza como la respuesta a los problemas de la superpoblación.

Queda, pues, sentado que es imposible dar una respuesta a los problemas planteados por la ecologí­a si no se discute la misma autocomprensión del hombre como hecho que, en última instancia, desencadena la agresión al planeta y a sus recursos, que todos lamentamos. La ecologí­a, en efecto, no estudia los equilibrios ecológicos en cuanto tales, sino en cuanto funcionales para la vida; y el ambiente que ella quiere proteger no puede ser identificado más que por su ser-para-el-hombre (en caso contrario habrí­a que dar la razón a quien con un razonamiento paradójico concluye que la naturaleza es la primera enemiga de la ecologí­a: la naturaleza de los terremotos, de los aluviones, de las erupciones volcánicas, de los desiertos, de los ciclones). Rectamente entendida, la ecologí­a invierte, pues, la relación que la ciencia establece usualmente entre el hombre y el ambiente, haciendo derivar a aquél de éste; la verdad, como finamente ha observado Ví­ctor Mathieu, consiste exactamente en lo contrario; el ambiente comienza a actuar como tal sólo cuando el individuo existe ya. “Si no se presupone al individuo, con su actividad originaria, con su principio identificador y asimilador privado todaví­a de contenidos, se pueden imaginar cuantas cosas se quiera, pero estas cosas jamás constituirán un ambiente. No son ambiente los unos para los otros los átomos de Epicuro”.

3. LA NATURALEZA COMO PROBLEMA – Planteado el problema de la ecologí­a en esta clave (que podrí­a llamarse “antropocéntrica” o, si se prefiere, filosófica), se desprende como consecuencia necesaria la oportunidad de preguntarse por qué el drama ecológico no ha surgido antes (o por qué tan sólo en nuestros dí­as se ha tomado conciencia del mismo). ¿Se trata de mera casualidad, es una consecuencia coherente del desarrollo de las ciencias exactas o bajo este colosal acontecimiento histórico se oculta un significado aún más profundo que es necesario poner en claro?
En una primera consideración resulta indudable que el desarrollo de las ciencias, y en particular de la medicina, ha ocasionado la explosión demográfica, y que ésta, a su vez, ha obligado a la ciencia a vincularse con la técnica y la producción con ese nexo de recí­proca integración dinámica al que se ha llamado, con feliz expresión, energí­a tecnológica. Pero también es cierto que el desarrollo de la ciencia, que ha puesto en movimiento estos procesos gigantescos, no descansa sobre bases exclusivamente cientí­ficas más que en sentido filosófico-ideológico amplio. La matematización de la lectura de la naturaleza llevada a cabo por Galileo, sustituyendo “la simplicidad caótica de la existencia por la complicación ordenada de un mundo”, coincidió, según el análisis de Husserl, “con un vaciamiento de sentido de la realidad”, con la superposición de un ficticio universo lógico y numérico “al mundo real único, que es el mundo-circunstante-de-la-vida”‘. Resultados semejantes a los del empirismo de Galileo se atribuyen al racionalismo cartesiano, también él netamente propenso a desvalorizar la naturaleza, privándola de todo sentido propio, y a leerla como materia inerte susceptible tan sólo de manipulación. De esta manera, al comienzo de la edad moderna, la naturaleza ha perdido por completo su carácter de cifra del ser; el cientí­fico se ha convencido (arbitrariamente), gracias al uso del método cientí­fico, de que puede agotarla cognoscitivamente; en poco tiempo, la naturaleza se ha convertido en el campo de la operatividad humana, en el ámbito de ejercicio del espí­ritu fabril del hombre.

La mentalidad iluminista no hizo otra cosa que desarrollar plenamente estas instancias; y a pesar de que ahora, incluso por parte de quien no puede ser acusado de misoneí­smo, se alza la voz para criticar las ingenuas pretensiones dialécticas de quien ve en la revolución cientí­fica y copernicana el nacimiento de una humanidad moderna que lleva en sí­ todas las posibilidades (y, a la postre, la certeza) de su liberación; a pesar de que la escuela de Frankfurt ha demostrado exhaustivamente que la racionalidad cientista, supuesto de la cultura contemporánea, es funcional y justificativa de la ideologí­a del progreso y, por tanto, intrí­nseca a una opción histórica, mas no capaz de justificarla”, con todo, la cultura difundida al presente muestra que es impotente al respecto y que no posee, por así­ decirlo, la fuerza de dar marcha atrás. Las voces, si bien numerosas, que se han alzado estos últimos años” -insistiendo en una revalorización del papel de la naturaleza para una recta autocomprensión del hombre- han sido en su mayorí­a incapaces de superar el atolladero que las mantiene a todas dentro de una visión subjetivista y protagórica, que se enorgullece de ver en el hombre la medida de todas las cosas”. Pero si se eleva al hombre a medida del universo, si se reduce su obra a un experimentar absoluto, la naturaleza no podrá tener otra consistencia que la de ser mero campo de experimentos; de lo cual se sigue necesariamente que todo lí­mite que el hombre ponga a su acción manipuladora será un lí­mite de voluntad, no de razón; un lí­mite inducido por el miedo, no por el sentido de respeto a lo real.

Ahora bien, el respeto a la naturaleza, si se piensa en profundidad, le impone al hombre el reconocimiento de los lí­mites no simplemente empí­ricos, sino estructurales, que le condicionan. Impone una renuncia a todas las imágenes simplistas del hombre como ser naturalmente inocente y bueno, pronto a establecer con la naturaleza una relación de amistosa complementariedad. El hombre que descubre sus lí­mites debe comprender que éstos no son solamente fí­sicos, sino sobre todo metafí­sicos; que abarcan no sólo el poder hacer, sino también el ser. El hombre que descubre sus lí­mites los descubre sobre todo en la capacidad de hacer el bien. Aquí­ se ofrece la consideración del hombre como demos, es decir, como aquel conjunto inextricable de magnificencia, sublimidad y perversidad cantado por Sófocles” con tales acentos que parecen preludiar la tradición cristiana del hombre como Christus deformis.

La hermenéutica más profunda de las relaciones hombre-naturaleza nos la ha brindado Martí­n Heidegger. La técnica, bajo cuyo signo se encuentra la era moderna, no es otra cosa, dice él, que una provocación de la naturaleza”. Provocación significa que el hombre no se somete a la naturaleza, sino que la cita ante sí­, que la desafí­a para violentarla y explotarla; significa que el hombre obliga a la naturaleza a dar cuenta de su ser, a desvelarse, a anular su propia originalidad constitutiva, rindiéndose a la hybris ontológica del hombre. De este modo, a causa de la ciencia, la naturaleza abandona su antigua función de “socia” (aunque, en verdad, no siempre benévola y amiga) del hombre. “La desaparición de su socio plurisecular deja en el hombre un vací­o psicológico, un sentido de privación, casi de amputación, que es fuente de desequilibrio. Pero hay más aún. Negada primero la palabra de los filósofos -que con frecuencia ha parecido inocua, un mero juego intelectual hecho de hermosaspalabras y de metáforas incapaces de causar daño-, la naturaleza ha sido después explotada, provocada, desintegrada y recompuesta a gusto de los cientí­ficos y de los técnicos. Y hoy -transformada y negada en su propia consistencia- la naturaleza se venga. Y lo hace de la manera más pérfidamente sutil: sometiéndose a la voluntad prometeica del hombre, es decir, muriendo de verdad; no ya en las palabras, sino en los hechos”.

4. PARA UNA COMPRENSIí“N SAPIENCIAL DE LA NATURALEZA – La reflexión que venimos haciendo hasta ahora ha destacado como punto esencial el carácter epocal de la crisis ecológica; ésta obviamente aparece ligada, además de a lo contingente, también y sobre todo a la visión fáustica que el hombre contemporáneo posee de sí­ mismo; a su indebida absolutización del elemento humano sobre el natural, como si uno y otro no estuvieran unidos y ligados por el signo de la creaturalidad. Las mentes más avisadas han indicado hace tiempo que el triunfo de la ciencia y de la técnica está grávido de interrogantes angustiosos (¿quién no recuerda las palabras de Robert Oppenheimer, según el cual con la invención de la bomba atómica la ciencia habrí­a descubierto el pecado?); mas solamente hoy, frente a los fracasos de cualquier polí­tica ecológica que no parta de una auténtica reflexión sobre el hombre, es posible tocar con la mano demostrativamente que el camino del respeto al ambiente no pasa -a no ser secundariamente- por una consideración meramente técnica del problema, sino más bien a través de una reconsideración sapiencial de la naturaleza y de su cometido de partner de la humanidad.

Ahora bien, una consideración sapiencial de la naturaleza que repudie la fatal violencia fabril de la mentalidad iluminí­stico-tecnológica debe evitar caer en una doble tentación: la de una indebida idolatrí­a de lo natural, y otra –de signo opuesto a la primera, pero igualmente inaceptable- de rechazo y de repulsa del orden natural. Estas dos posiciones han tenido relevantes concretizaciones históricas: la primera, en la cultura griega; la segunda, en la violenta reacción antihelénica del gnosticismo. Es necesario detenerse brevemente en ellas, porque, de un modo u otro, parece que siguen obrando secretamente en la mentalidad común denuestros dí­as en formas obviamente renovadas, pero en sustancia no disimiles de sus lejanos arquetipos.

En el mundo griego, hombre y naturaleza son ambos parte de un orden más grande: el cosmos. Cosmos no es solamente un término denominativo, sino también valorativo; indica un modelo de belleza, racionalidad, perfección. Para el hombre griego comprender la naturaleza significaba comprender en primer lugar la armoní­a del Todo y la necesidad de que las partes se sometieran a él; rechazar la naturaleza era, pues, punto menos que inconcebible; lo mismo que era inconcebible que lo menos perfecto (las partes) no se sometiese a lo que no sólo es más perfecto, sino simpliciter la perfección 1. El hombre griego se sentí­a al mismo tiempo espectador y actor de un espectáculo que requiere una multitud de papeles, todos diversos, pero todos igualmente necesarios; su relación con la naturaleza no se concebí­a sobre la base de una diferencia ontológica, sino sobre la de una afinidad analógica, reductible, en casos determinados, incluso a la identidad.

Que esta doctrina, según se ha puesto muchas veces de manifiesto, es incompatible con el universo mecánico y tecnológico creado por la revolución industrial resulta bastante evidente. Pero mucho más interesa observar que es incompatible con una justa apreciación del mal en la naturaleza; los griegos no sólo no concibieron nunca -obviamente- una naturaleza lapsa, sino que ni siquiera llegaron a imaginar su natural pendant, una voluntad humana y benéfica 2. De ahí­ su respeto a la naturaleza, de carácter totalmente extrí­nseco; privado, si así­ puede decirse, de autenticidad; oscilando entre el materialismo de los atomistas y de los epicúreos y el espiritualismo de un Sócrates o de los estoicos; pero, en todo caso, incapaz de concebir que exista entre hombre y naturaleza una relación dialéctica, de tensión recí­proca y de recí­proca integración. La pietas cósmica no podí­a, a fin de cuentas, generar otra cosa que un quietismo inerte; es el destino de la grecidad helení­stica, en la cual la pasividad del individuo frente al propio destino se aviene con el carácter determinista atribuido a toda la realidad cósmica.

El ataque gnóstico a la posición clásica desvela con impresionante lucidez el punto débil de la relación hombre-naturaleza vivida por el mundo griego. Los gnósticos no le negaron a la naturaleza el carácter tí­picamente griego de orden, de cosmos; como tampoco negaron nunca que el hombre se encontrase introducido en un orden que le trascendí­a; mas lo que para los griegos era signo de armoní­a, de esplendor, de gloria, se convirtió a los ojos de los gnósticos en el lugar del oprobio, del terror y de la venganza. “La ley cósmica, que habí­a sido considerada antes como expresión de una razón, con la cual podí­a comunicar la razón del hombre en el acto de conocimiento y que podí­a hacer suya regulando su propia conducta, es contemplada ahora sólo en su aspecto de coacción que sofoca la libertad del hombre. El logos cósmico de los estoicos es sustituido por la heimarmene, el hado cósmico opresor… Como principio general, la vastedad, la potencia y la perfección del orden no invitaban ya a la contemplación y a la imitación, sino que suscitaban aversión y rebeldí­a.

Así­ pues, el rechazo de la naturaleza (de la que se acepta, con todo, su carácter de realidad ordinaria) viene a asumir entre los gnósticos el significado de una profunda (aunque desviada) comprensión sapiencial de toda la realidad y del mal que en ella está inscrito”. Nos encontramos, por así­ decirlo, en los antí­podas del mundo griego; allí­ la conciencia del mal quedaba anulada en una reverente aceptación del dato natural y de su logos; entre los gnósticos, en cambio, era exaltada de tal manera que inducí­a a concluir que el creador del espí­ritu no podí­a ser el mismo creador de la materia y que, por tanto, el hombre no podí­a sino decidirse por el uno o por la otra; una elección radical, en la cual el amor al Dios bueno no podí­a menos de asociarse al odio al Dios creador de la maldad.

No es posible aquí­ seguir la evolución de estas dos mentalidades; baste insistir en el hecho de que, además de representar épocas del pensamiento, se presentan en su realidad profunda como arquetipos, como modelos de existencia que todaví­a hoy siguen operantes. Por eso la referencia a ellos es esencial para captar la relación cristiana con la naturaleza en lo que tiene de especí­fico. Efectivamente, en la perspectiva creacionista la naturaleza no aparece ni como la divinidad muda y armoniosa de los griegos ni como la realidad incluso demasiado elocuente y maligna de los gnósticos; para los cristianos también la naturaleza participa junto con el hombre del estado de creaturalidad y junto con el hombre sufre y goza y espera la revelación de los hijos de Dios: “Scimus enim quod omnis creatura (ktisis) ingemiscit et parturit usque adhuc”. Ciertamente, en la historia plurisecular del pensamiento cristiano no siempre ha sido posible mantener el equilibrio entre la posición clásica y la gnóstica; incluso no raras veces ha sido la segunda la que más ha influido en filósofos y teólogos; pero, en general, el conocimiento de que tota natura comparatur Deo (S. Th, 1-II, q. 1, a. 2, c) le ha dado siempre al cristiano, a nivel de sentimiento difuso (cuando no con conciencia explí­cita), el sentido de respeto a la naturaleza 3.

Una reflexión adecuada sobre este ponto mostrará que la concepción cristiana posee un carácter especí­fico frente a tantas reivindicaciones genéricas actuales de lo “natural” en función “antirrepresiva”. El modo como san Francisco, por ejemplo, vive su relación con la naturaleza va más allá de las dulzarronas imitaciones de los hyppies; él ama y alaba a la naturaleza sólo en virtud de la alabanza del Creador, sólo en cuanto implica significado de Dios. “Es necesario que la naturaleza sea siempre para el espí­ritu un testimonio y un medio. Y así­ seremos injustos con san Francisco acusándole de tender a un naturalismo panteí­sta. El no naturaliza el espí­ritu, sino que espiritualiza la naturaleza. Porque el mismo deseo que nos impulsa a ir al encuentro de las cosas particulares debe también desprendernos de ellas, pero atravesándolas y yendo más allá, hasta el absoluto que las sostiene, hasta la fuente de luz que las ilumina”. De hecho, también como naturaleza es alabada la muerte, el acontecimiento que en una perspectiva dionisí­aca representa el colmo de la represividad, pero que en clave cristiana se convierte en advertencia sapiencial; tanto más que ahora podemos sustituir la perspectiva de la muerte individual -propia de san Francisco- por la de la muerte colectiva, que nuestro tiempo ha hecho presente. “En el pasado, el hombre habí­a visto en la naturaleza la manifestación de lo divino, y muchas veces la habí­a divinizado con ‘temor y temblor. Hoy.., la posibilidad del desenlace apocalí­ptico transfiere últimamente el ‘temor y el temblor’ de la naturaleza al hombre mismo, porque se ha convertido en creador, pero, a la vez, precisamente por ser hombre, en destructor… Violentada y rebajada, alejada y silenciada por el predominio de lo artificial, la naturaleza reafirma en la perspectiva de la actualidad de la muerte su potencia esencial e invencible. Una dimensión fundamental del ser profundo del hombre -su naturaleza falible y mortal- vuelve a emerger por encima de su actividad y voluntad de conquista soberana y traza sus lí­mites irrebasables. Suscitada y mantenida por la esperanza y por la audacia, la evolución tecnológica, bajo el impulso de la representación de la muerte, termina, pues, exigiendo el repliegue del hombre, con humildad, a la meditación de sí­ y de su propia estructura, para poder renovar esperanzas y audacias realistas, constructivas y no destructivas”.

¿Cuáles son, en conclusión, las esperanzas del hombre? Las que, si bien se mira, ha indicado siempre la tradición cristiana: la esperanza de poder asumir el mundo mediante el conocimiento; de poder humanizarlo por medio del trabajo, estableciendo su unidad en la del espí­ritu: todo ello en la profunda convicción de que si el hombre es de verdad el compendio del mundo”, el microcosmos en el que se refleja el macrocosmos, también es cierto que la acción humana se agota con el deseo y la esperanza de un nuevo principio de vida. Sólo Dios puede continuar la obra del hombre. Y Cristo la continúa”.

F. D’Agostino
II. Dimensión espiritual
1. EL CRISTIANISMO EN EL BANQUILLO – La ecologí­a vinculada a la especie humana es tan singular como esta misma especie. El homo sapiens es la causa y la ví­ctima de las perturbaciones del planeta tierra. Su especie ha tenido demasiado éxito; con la supertecnologí­a, la humanidad ha agredido irresponsablemente a la estructura cósmica, biológica, quí­mica y fí­sica del sistema natural que la ha producido. Ahora la raza humana cae en la cuenta de que se encuentra al borde de la catástrofe. Si equivoca la última prueba de inteligencia, entregará a las generaciones futuras un planeta ya inhabitable.

La amenaza está encima; por eso las discusiones sobre la ecologí­a se realizan bajo el signo de la urgencia. A los ecologistas les gusta recurrir a las imágenes de la encrucijada fatí­dica’. Son discusiones en que la pasión le disputa el primado a la razón. No solamente porque lo que está en juego es el futuro mismo de la especie, sino también porque en el debate están implí­citos intereses partidistas, supuestos ideológicos diversos y modelos antropológicos inconciliables. La primera parte de esta voz lo ha documentado. La gravedad del momento es tal que, por divergentes que puedan ser las opciones, no puede rechazarse ninguna aportación. Es hora de movilización general. Gobiernos, instituciones internacionales, agrupaciones religiosas están tomando conciencia de la tarea que le espera a cada uno. En estos últimos años se han sucedido sin parar las intervenciones a todos los niveles de autoridad. No puede sorprender que también el cristianismo sea citado a juicio.

Sin embargo, la apelación al cristianismo no es del todo pacifista. En efecto, algunos atribuyen a la religión judeo-cristiana la responsabilidad moral de la desacralización de la naturaleza en el mundo occidental. La teorí­a tiene una ascendencia cultural digna de todo respeto. Max Weber fue el primero en hablar de la liberación de la naturaleza de sus acentos sacros por obra de la religión bí­blica como de un “desencanto”. Tal desencanto, entendido no como desilusión, sino como acercamiento a la naturaleza con un intento operativo, habrí­a creado la condición preliminar absoluta para el desarrollo de la mentalidad cientí­fica y de la técnica. El desencanto de la naturaleza producido por la fe en la creación ha sido señalado como uno de los elementos esenciales de la secularización’. No faltan teólogos que, leyendo la Biblia desde este ángulo, advierten en el modo como el libro del Génesis relata la creación una especie de “propaganda atea”, orientada a demostrar como inconsistente la visión mágica que contempla la naturaleza como una fuerza semidivina.

La teorí­a de que el origen del malestar ecológico está en la actitud frente a la naturaleza promovida por la religión judeo-cristiana se puso de moda durante los años sesenta en la formulación expuesta por el historiador americano Lyn White. Su conferencia sobre las raí­ces históricas de la crisis ecológica’ fue reproducida no sólo por las revistas cientí­ficas, sino incluso en los diarios de la cultura hippy. De ahí­ la gran popularidad de la tesis. Esta, en sustancia, viene a afirmar que la tecnologí­a modernaes en gran parte expresión del credo judeo-cristiano, que atribuye al hombre el dominio de la naturaleza. Las enseñanzas de la Biblia justificarí­an el que el hombre occidental no haya tenido escrúpulos en usar los recursos de la tierra para sus intereses egoí­stas, aunque ello haya supuesto violentar la tierra.

Particularmente relevante para la espiritualidad cristiana es la conclusión que sacaba White de su investigación histórica. Puesto que las raí­ces de la crisis ambiental son en gran parte de tipo religioso, deducí­a que también el remedio debe ser sustancialmente religioso. No basta recurrir a la ciencia o a la tecnologí­a para reparar los errores ecológicos; hay que bajar al hombre del trono desde el que domina la creación y abandonar nuestra actitud opresiva frente a la naturaleza. La única solución adecuada puede ser la vuelta a la actitud humilde de los primeros franciscanos. “Propongo que Francisco sea el santo patrono de los ecólogos”, terminaba el ensayo de White.

Formulada en términos tan extremistas, resulta muy difí­cil demostrar la teorí­a de que la religión judeo-cristiana es responsable del desarrollo de la tecnologí­a y de la crisis ecológica. Los simpatizantes del cristianismo secular, que aceptan de buen grado el que se endose al cristianismo el cariz asumido por el mundo moderno, distinguen las potencialidades positivas de la fe en la creación de las aberraciones contingentes. En este sentido afirma Cox: “Es verdad, como algunos escritores modernos han señalado, que la actitud humana hacia la naturaleza desencadenada a veces ha mostrado elementos de vindicación. Al igual que un niño repentinamente liberado del control paternal, adopta un orgullo salvaje al hacer añicos la naturaleza y brutalizarla. Esta es quizá una forma de revancha de un antiguo prisionero contra su captor, pero es esencialmente una fase pueril e incuestionablemente pasajera. El hombre secular maduro ni reverencia ni destroza la naturaleza. Su labor es atenderla y hacer uso de ella, asumir la responsabilidad asignada al hombre, Adán”’. En términos teológicos: es verdad que algunos cristianos se remiten a las palabras bí­blicas: “Someted la tierra” (Gén 1,28), creyendo poder fundar en ellas la pretensión de un dominio absoluto de la naturaleza, pero se trata de una exposición mutilada de la doctrina bí­blica, la cual, junto al someter, habla también de “cultivar y guardar” la tierra (Gén 2,15). Sin esta dialéctica, el mensaje bí­blico queda falseado.

Trasladada al plano histórico, esta doble actitud se traduce en la dialéctica entre “conservación franciscana” y “organización benedictina”, para decirlo con los términos del biólogo René Dubus. En una consideración más equilibrada, atribuir la responsabilidad de la brutalidad frente a la naturaleza a la religión judeo-cristiana aparece como una verdad histórica a medias. En realidad, en todas las épocas y en todo el mundo las imprudentes intervenciones humanas en relación con la naturaleza han tenido consecuencias desastrosas. El proceso se inició mucho antes de que se escribiese la Biblia.

Dubos prueba irrebatiblemente que siempre y en todas partes los hombres han saqueado la naturaleza, perturbando el equilibrio ecológico; a menudo por ignorancia, pero también por preocuparse más de las ventajas inmediatas que de los resultados a largo plazo. Además, no podí­an prever que se estaba preparando el desastre ecológico, ni podí­an escoger entre una gama de alternativas amplia. Si la acción de los hombres es hoy más destructiva que en el pasado, los motivos hay que buscarlos en el hecho de que ha aumentado su número y de que los medios de destrucción de que disponen son mucho más poderosos que antes, y no en la influencia ejercida por la Biblia. De hecho, los pueblos judeo-cristianos fueron quizá los primeros en preocuparse ampliamente de intervenir en forma correcta en el ambiente natural y de elaborar una ética de la naturaleza.

Está justificada la referencia simbólica a Francisco de Así­s en orden a mantener una actitud respetuosa y cuidadosa con la naturaleza en su integridad. Tenemos necesidad, hoy más que nunca, de espacios naturales incontaminados, y no sólo por razones ecológicas, sino también estéticas y espirituales. Pero no hay que olvidar a Benito de Nursia. El monaquismo medieval parece que tomó como regla el capí­tulo segundo del Génesis. Con su trabajo, los monjes estructuraban de modo creativo la relación entre el hombre y la naturaleza. Talaban, desecaban pantanos, encauzaban rí­os, creaban fuentes de energí­a; gracias a su trabajo, la tierra se hizo más habitable para el hombre. La naturaleza era humanizada; el hombre, al transformar la naturaleza, realizaba su propia humanidad. La concepción fatalista del hombre y de la naturaleza como dos mundos antagónicos era completamente ajena a esta cultura. El trabajo para los monjes no era sólo un medio para vencer la tentación de la pereza, sino una verdadera y auténtica “liturgia”. Colaborando con Dios en mejorar la creación, alababan al Señor y serví­an a los hermanos. También esta tradición de una gestión creativa de la tierra forma parte del patrimonio espiritual cristiano; las enseñanzas de san Benito son tan importantes como las de san Francisco para la vida humana en el mundo moderno.

Citando de nuevo a Dubos: “El apasionado respeto contemplativo de Francisco de Así­s frente a la naturaleza vive todaví­a hoy en la conciencia de la afinidad entre el hombre y todas las cosas vivientes y en el movimiento para la conservación del ambiente natural. Mas el respeto no basta, porque el hombre no ha sido jamás un testimonio pasivo. Cambia el ambiente con su misma presencia, y las dos únicas alternativas posibles de su relación con la tierra son la destrucción o la construcción. Para ser creador, el hombre debe acercarse a la naturaleza con los sentidos, además de la sensatez; con el corazón, además de la experiencia. Debe saber leer el libro de la naturaleza sin tenerse en cuenta a sí­ y a su esencia, para descubrir allí­ los esquemas y las armoní­as comunes.

Las cuestiones que se formulan al cristianismo son serias. Si resiste a la tentación de responder a la polémica con la apologética, es posible entablar un diálogo serio con cuantos están convencidos de que no se sale de la actual crisis ecológica con simples remiendos tecnológicos aplicados a los sí­ntomas más fastidiosos. Es necesaria una movilización de todas las fuerzas espirituales de la humanidad.

También eminentes hombres de ciencia dejan oí­r hoy sus llamadas a la sabidurí­a, es decir, a ese ámbito en que durante siglos se han movido los humanistas. “¿Quién sobrevivirá?”, se pregunta Jonas Salk, el cientí­fico americano famoso por sus investigaciones sobre la poliomielitis. Su respuesta es: los más sabios. “Para que mejore la calidad de la vida y para la supervivencia, la humanidad habrá de respetar a los sabios y esperar que el individuo se comporte como si lo fuese”. La sabidurí­a, entendida como un nuevo tipo de fuerza, es una necesidad suprema para el hombre; es, en definitiva, un nuevo estilo de adaptación.

La supervivencia de los más sabios no significa sólo que sobrevivirá el que esté dotado de mayor discernimiento, sino también que la supervivencia del hombre, con una vida de alta calidad, depende de que prevalezca el respeto a la sabidurí­a. “Debemos mirar -propone Salk- a aquellos de nosotros que están en contacto más estrecho con la fuente impenetrable de la creatividad en la especie humana para una comprensión de las obras de la naturaleza y una penetración en su `juego’, ya que entramos en una época en la que se requieren nuevos valores para llevar a cabo ya sea las opciones de necesidad inmediatas, ya las de implicaciones remotas”
La lucha por la supervivencia parece haberse desplazado de la relación entre el hombre y la naturaleza (supervivencia de los más fuertes en sentido darwiniano) a la interioridad de la misma especie humana. Lo que llamamos humanidad aparece como un cúmulo de numerosas “especies”, cada una de las cuales mira a la otra con suspicacia y la combate. El conflicto entre las diversas culturas es, en el fondo, un conflicto entre diversos modos de enfocar la relación entre el hombre y la naturaleza. Es la hora de la lucha abierta de los valores. De que prevalezca la sabidurí­a, entendida como fuerza en favor de la salud, la vide y la evolución, depende la supervivencia de la humanidad.

En este concierto polifónico de búsqueda de la sabidurí­a, el cristianismo puede aportar su contribución especí­fica. No se esperan de él soluciones polí­ticas -las cuales, aunque necesarias, son en sí­ insuficientes- y ni siquiera el apoyo a una u otra de las ideologí­as que se enfrentan en el debate. La tarea especí­fica de la comunidad cristiana es ética y espiritual. Su aportación consiste en la revisión de los mitos que refuerzan la relación patológica de los hombres con la naturaleza, y en la proposición de un estilo global de vida en que se reconozca a la autolimitación ascética el puesto debido. Esto no significa esquivar los problemas propuestos por la supervivencia del hombre en la tierra, sino intervenir positivamente en la raí­z de los males.

2. LA REVISIí“N DE LOS MITOS – El término “ética” va unido, en el uso corriente, al comportamiento moral, que tiene su origen en una motivación de conciencia. Este es su significado moderno. M. Heidegger ha observado que en la raí­z griega la palabra tení­a, en cambio, una resonancia cósmica. Ethos decí­a relación al lugar en que el hombre vive, y hábita y pasa el tiempo. La ética serí­a entonces la reflexión, inspirada en la sabidurí­a, sobre la estancia del hombre y su comportamiento adecuado a ese habitar. No se trata de puras sutilezas filológicas. El recurso a la valencia originaria cósmica de la ética nos obliga a tomar conciencia, por contraste, de que la reflexión moral del hombre occidental moderno ha descuidado completamente la relevancia ética de cuanto no se refiere al hombre en primera persona. En torno al hombre encontramos sólo otros hombres; después, el vací­o. La tecnologí­a parece haber causado una regresión del horizonte ético y, en consecuencia, de los sentimientos humanos. Es como si nuestra dimensión óptica se limitase a cuanto se halla delante de nuestra mirada, pero sólo a la altura del hombre. Muchas cosas se nos escapan, tanto hacia arriba como hacia abajo. En particular, el hombre occidental no siente una obligación ética frente a los animales y las plantas, ni se representa a la naturaleza como una entidad de la que puede surgir una interpelación. El diálogo con la naturaleza no forma parte del ethos del hombre secular. Lo deja gustoso a aquellas religiones ahistóricas que aún no se han sustraí­do a lo fascinosum y tremendum de lo sagrado percibido en los acontecimientos naturales; o a los artistas románticos, para los cuales la vivencia más embriagadora es el cortejo de la naturaleza; o también a los mí­sticos, con toda la habitual desconfianza (de ello da fe el doloroso caso humano e intelectual de Teilhard de Chardin).

La restricción de la ética a las relaciones entre seres humanos no ha llevado a un crecimiento cualitativo de la sensibilidad moral; muy al contrario. La conciencia de la mayorí­a ha quedado tan anestesiada, que ni siquiera advierten los casos más estridentes de inmoralidad. Piénsese en todo el trágico capí­tulo de la relación del hombre con los animales. A. Schweitzer, en su apasionada denuncia de la inhumanidad de una ética que sólo se ocupa de los seres humanos”, sigue siendo una voz que clama en el desierto. Entretanto, continúan aceptándose sin pestañear prácticas absurdas y brutales, como las torturas infligidas a animales so pretexto de investigación cientí­fica. Se ha calculado que la práctica de la vivisección ocasiona en todo el mundo la muerte entre atroces sufrimientos a un número de animales que oscila en torno al medio millón al dí­a.

El ethos del hombre occidental se ha considerado menos obligado todaví­a hacia los otros habitantes de su casa, es decir, las plantas y la naturaleza inanimada. Al hombre le ha emborrachado el orgullo de sentirse sujeto, dotado de poderes arbitrarios sobre el objeto-naturaleza (la fórmula cartesiana suena literalmente: maitres et possesseurs de la nature). Cuando la técnica ha multiplicado su poder, ha llegado precipitadamente a la bancarrota actual.

La crisis ecológica seguirá agravándose si no forman parte constitutiva de la ética valores positivos que integren entre sí­ a los hombres y a la naturaleza. Prerrequisito esencial para ello es abatir el mito antropocéntrico, que hace al horno faber prisionero de la torre de marfil que se ha construido. Frente a la tierra, el hombre tiene todaví­a una actitud que, por analogí­a, podrí­amos calificar de ptolomaica. Es necesario que se añada a la “revolución copernicana” un nuevo capí­tulo: que el hombre deje de concebirse inmóvil en el centro, con la naturaleza a sus pies. El hombre y la naturaleza deben referirse juntos al sol constituido por la gran aventura de la vida.

La naturaleza puede ser partner del hombre”. Esta afirmación ha perdido su evidencia para el hombre tecnológico. Más aún, ni siquiera ve su sentido. En cambio, ocurre lo contrario en muchos pueblos subdesarrollados, que han conservado una relación bilateral con el cosmos y, en consecuencia, una sabidurí­a ecológica. ¿No será acaso el papel histórico de los pueblos subdesarrollados civilizar, desde este punto de vista, a los pueblos desarrollados?
Para que se establezca una nueva relación con la naturaleza, es necesario revolucionar los módulos expresivos que nos son familiares. Basta pensar en la euforia por la “conquista” de la luna y en la contribución de la retórica de ocasión al mito prometeico. El acceso a la nueva ética se realiza por la puerta baja de la humildad. Es duro para el hombre, que se ha separado de la naturaleza y se ha contrapuesto a ella, admitir que es uno de los numerosos intentos experimentales de la misma naturaleza; como experimento, es el más reciente y pertenece ciertamente a los planes más arriesgados de la naturaleza. Debe temer que, como ya antes que él otras muchas especies, pueda ser expulsado de la evolución cual intento abortado. El reajuste de la relación con la naturaleza a nivel ético no es sólo una medicina amarga que la humanidad debe deglutir si quiere curar de sus males. Al tratar a la naturaleza como partner, el hombre se beneficiará de una comprensión más profunda de la misma naturaleza. Pues sólo se puede comprender lo que se toma en serio. El beneficio personal será aquella particular sabidurí­a del hombre que vive en simbiosis con la naturaleza, de la cual existe una vaga nostalgia”
La sabidurí­a que se puede aprender de la naturaleza no es sólo la instintiva, representada por el hombre que vive en contacto con la naturaleza haciendo uso de sus cinco sentidos no atrofiados. Hoy es sobre todo a través de la ciencia como el hombre puede aprender la sabidurí­a de la naturaleza. No sólo la tecnologí­a es fruto del desarrollo de la ciencia, sino también un mejor conocimiento del hombre y del universo que le rodea. El curso de los acontecimientos futuros puede verse influido de manera decisiva por el conocimiento de la “sabidurí­a” de la naturaleza, que nos ayudará a escoger entre las diversas alternativas. Por la ví­a sapiencial se están poniendo a punto eminentes hombres de ciencia.

La religión judeo-cristiana armoniza sin violencia con esta nueva ética ecológica. Además de la categorí­a bí­blica del hombre guardián de la naturaleza, se puede inspirar en la noción de “alianza”. En el mundo religioso de la Biblia no sólo existe la alianza particular con Abrahán y su descendencia en orden a la historia de la salvación, que conduce a Cristo. Hay también una alianza universal de Dios con todos los hombres, que se refleja en la estabilidad y en el orden de lo creado. Su expresión es la alianza con Noé (cf Gén 9,8-13). De esta alianza, la imaginación destaca su signo simbólico, el arco iris. Pero, como todas las alianzas bí­blicas, también ella contiene la promesa de otros signos reales. Son las “bendiciones”. Estas presentan un carácter concreto y un alcance cósmico; consisten en seguridad, felicidad, salud, fertilidad del suelo, armoní­a con el mundo animal. A la humanidad entera la alianza le promete quevivir en la tierra en el orden universal constituirá la bendición del Señor. En el anuncio de esta alianza encuentra el cristianismo la base para proponer una nueva relación con la naturaleza en lugar del antropocentrismo, que conduce a la esquizofrenia.

Un segundo aspecto de la ética contemporánea necesitado de una urgente revisión de rumbo es el del mito del progreso. La utopí­a progresista, que desde hace dos siglos embriaga el pensamiento occidental, se identifica cada vez más con metas de orden cuantitativo. De las conquistas en el orden de la libertad civil y de conciencia se ha pasado al dominio cada vez más férreo de la naturaleza; el último paso lo constituye el ideal de la abundancia de bienes, de la multiplicación de necesidades y de la consiguiente escalation del consumo.

El “evangelio” de esta religión consumista sólo conoce una bienaventuranza: bienaventurado el que posee. Un mensaje tácito está en la base de todos los anuncios publicitarios: “Sólo te falta una cosa para ser feliz; ve, cómprala y quedarás satisfecho”.

La promesa de la felicidad, ligada a los productos de la sociedad de consumo, arrastra al hombre a un abismo sin fondo. En efecto, es imposible satisfacer las necesidades propiamente humanas (necesidades espirituales, necesidad de vivir la fiesta, exigencia de gratuidad y de amor) si primero no se han satisfecho las necesidades de base biológica. Ahora bien, en la sociedad del bienestar (conocida ya como la aflluent society) las necesidades primarias están hipertrofiadas, de suerte que no se llega nunca a su plena satisfacción. La mejora de las condiciones de vida sólo satisface temporalmente. Al sentirse desequilibrado, el hombre vuelve a las necesidades primarias y pide cada vez más: más bienes de consumo, salarios más altos para comprarlos y, para ello, más trabajo…

Desde hace algunos años, un movimiento de protesta atraviesa esta sociedad, fundada sobre el mito del progreso entendido como crecimiento cuantitativo. Ya antes de que el Club de Roma denunciase que el crecimiento tiene lí­mites intrí­nsecos a las posibilidades naturales, miles de jóvenes de todo el mundo se alejaron del tipo de vida establecido por la civilización occidental. Nacieron las contraculturas”. Su denominador común: la denuncia de una felicidad basada en el tener, en lugar del ser. Y no sólo del ser mañana (como expresión de una confianza en la perfectibilidad de la naturaleza humana y en la posibilidad de recrear el paraí­so en la tierra, identificado comúnmente como ideal de vida “americano”), sino del ser hoy, en el “aquí­ y ahora”. Bajo la bandera de la “calidad de la vida”, las contraculturas libran valerosas batallas para despedazar el mecanismo frustrador de la civilización de consumo y para librarse de los deseos artificialmente suscitados por la persuasión oculta, los cuales no responden a necesidades reales. Se abren senderos nuevos para satisfacer las necesidades más propias del hombre: la necesidad de amar sin hipocresí­a, la necesidad de ser libre derribando los muros invisibles de la prisión edificada por la dependencia de los bienes de consumo; la necesidad de crear por el placer del acto creador y no por obedecer al mito de la eficiencia; la necesidad de contemplar y de adorar [Sobre las contraculturas Cuerpo I, 1]. En esta búsqueda multiforme, el cristianismo puede insertarse de dos maneras. Negativamente, desenmascarando el culto del crecimiento cuantitativo como religión subyacente e inconfesada de nuestro tiempo; positivamente, con el fermento del espí­ritu de las bienaventuranzas. Los hombres afectados por el anuncio de Cristo encuentran una dimensión de crecimiento totalmente diversa de la que nutre el mito del progreso. Al caminar en pos de él descubren que aquellas “cosas mayores” prometidas a Natanael (cf Jn 1,50) están a disposición también de cuantos, librándose de la fascinación de los “pluses” materiales, se abren al “plus” de amor y de creatividad en las relaciones interpersonales. Un crecimiento en este sentido, además de ser perfectamente “ecológico”, satisface las necesidades más auténticas de la persona humana.

3. ASCETICA VOLUNTARIA – El hombre que podrá habitar en la tierra de mañana será el que obedezca a una nueva ética. Su ethos será ecológico; dejará de sentirse protagonista único del problema de la vida e identificará la realización de si mismo con la plena expansión de todas sus capacidades propias, y no con la posesión de una mayor cantidad de bienes. La nueva ética inspirará un nuevo estilo de vida, es decir, una nueva espiritualidad. Hay que darse cuenta de que la palabra “espiritualidad” se presta a una ampliación romántica. En el pasado indicó las más de las veces el esfuerzo reflexivo y ético que los individuos dedicaban a sí­ mismos en orden a un perfeccionamiento personal. Aquí­, en cambio, entendemos la actitud suscitada por la preocupación ecológica y por el interés por la calidad de la vida. La novedad viene determinada sobre todo por el hecho de que la espiritualidad no mira solamente a la relación del hombre consigo mismo, sino que incluye además la relación con la naturaleza. En todo caso, entendemos la espiritualidad no en el sentido genérico de sabidurí­a -en la acepción de Salk, por ejemplo-, sino en el sentido especí­fico de un comportamiento inspirado en un mensaje religioso.

Cualquier forma de espiritualidad cristiana es siempre, en su esencia, un seguimiento de Cristo [>Consejos evangélicos 1, 5]. Es éste el elemento común que unifica experiencias tan diversas como el monaquismo egipcio, los movimientos pauperistas medievales [>Hombre evangélico I], las congregaciones dedicadas a la asistencia o los >institutos seculares. Lo que las diferencian son los diversos contextos históricos y, sobre todo, la prioridad dada a uno u otro aspecto de la respuesta a la llamada de Dios.

En el contexto histórico contemporáneo, parece imponerse espontáneamente una espiritualidad que concede un lugar privilegiado a la autolimitación. Se trata de unas “palabras duras” para los discí­pulos de Cristo, no menos que para el “mundo”. Sobre la ascética y sobre la renuncia pesan hoy graves hipotecas. No puede considerarlas como valores una sociedad industrializada que parece mantenerse en movimiento sólo si no se detiene nunca la cinta de transmisión que une producción y consumo. Allí­ donde se identifica el status social con la cantidad de bienes que pueden despilfarrarse y con el standard de vida cada vez más elevado, no se puede comprender que la renuncia no es una perversión masoquista, sino un medio de garantizar la identidad personal y la liberación interior.

También en el ámbito cristiano existe una cierta desconfianza respecto al ascetismo. La reforma protestante lo rechazó polémicamente, porque individualizó en él un intento de autorredención por medio de las buenas obras que oscurecí­a el principio evangélico de la sola gratia. La Iglesia católica ha atribuido durante mucho tiempo gran importancia a las épocas de ayuno, a la abstinencia de carne el viernes, a la cuaresma y a las diversas formas de penitencia. Importancia a veces francamente exagerada, puesto que serví­a más para identificar socialmente a los fieles practicantes que para expresar valores evangélicos. El hecho es que estas prácticas tradicionales han decaí­do en el curso de muy pocos años. Y nadie parece echarlas de menos.

Justamente ahora, paradójicamente, aparece en nuestra cultura la necesidad de revalorizar la ascética. Y no ya sólo como opción individual, sino como decisión libre, que implica a todo el organismo social. Una cuaresma de todos, pues, libre y para todo el año.

Una autolimitación común bajo el signo de la libertad. Este último elemento es de la mayor importancia, porque distingue la ascética propuesta por la espiritualidad cristiana de eventuales soluciones de emergencia, que podrí­an imponerse para precipitar los acontecimientos. Los técnicos en biologí­a y economí­a dan ya fechas aproximadas sobre cuándo se podrán alcanzar los lí­mites de ruptura de los equilibrios ecológicos. Pero una fecha con más poder evocador que la prevista por los cientí­ficos es el fatí­dico 1984, en el que George Orwell ha localizado el mundo totalitario que su fantasí­a ha previsto. ¿No podrí­a imponer la renuncia a todos un “Gran Hermano” al que los hombres, desesperando de las posibilidades ofrecidas por el juego de las libres voluntades, encargarí­an la gestión social a cambio de la supervivencia? Serí­a el fin de la tradición humanista de Occidente; en cuanto al cristianismo, deberí­a ver en ese poder totalitario la caricatura más blasfema del Dios de la alianza. La mención del mundo orwelliano nos obliga a tomar conciencia de la alternativa que podrí­a planteársele a la humanidad a corto plazo: o ascesis libre o renuncia forzosa bajo un totalitarismo tecnológico.

Se quiera o no, tenemos que entrar en la era de la limitación. El carisma del cristianismo en esta hora histórica puede ser el de recordar los valores positivos de la renuncia. Ha habido, es cierto, épocas y movimientos para los cuales la ascesis autopunitiva parece que se convirtió en fin en sí­ misma. Esta concepción debe considerarse una aberración si se la relaciona con el espí­ritu evangélico, que establece la equivalencia de la ascética con el seguimiento de Cristo. El, en efecto, llama a la vida (cf Jn 20,31). Por eso la ascética para el cristiano está orientada a la plena realización de la existencia humana. Es un elemento importante, que nos permite denunciar los lí­mites de los programas ecológicos, preocupados sólo de evitar los peligros de la contaminación o de mantener la vida humana en condiciones de tolerabilidad. Renuncia constructiva es sólo la que mira al desarrollo de las potencias ambientales y humanas, al establecimiento de otros parámetros de referencia y jerarquí­as de valores.

En concreto, la espiritualidad cristiana favorecerá la reapropiación de la existencia individual y de los espacios aptos para el crecimiento. El camino para tal reapropiación es el que pasa por la oración y la contemplación. Ello supone distanciarse del afán cotidiano y de la obsesión del máximo rendimiento, y que se abandone el ritmo convulsivo para sintonizar con la serena respiración de la naturaleza. Hay que considerar como un signo de los tiempos la necesidad de meditación que se manifiesta en los paí­ses donde es mayor el stress de la civilización industrial. También se recurre ampliamente a la sabidurí­a y a las técnicas meditativas que son desde hace siglos patrimonio del Oriente [>Budismo; >Espiritualidad contemporánea I; >Yoga/Zen]. Los cristianos, aunque abiertos a toda integración, no deberí­an olvidar inspirarse en las formas de meditación elaboradas por su rica tradición espiritual [>Cuerpo II, 2; >Meditación].

Además del camino que conduce a lo profundo del individuo, la espiritualidad cristiana favorecerá también la implicación de todos en las preocupaciones de orden ecológico en proporción a la responsabilidad de cada uno. Detrás de las voces de alarma se puede a menudo adivinar el interés de los paí­ses más ricos, que no quieren perder las posiciones de privilegio, por mantener el statu quo. Los discí­pulos de Cristo tienen como horizonte la perspectiva profética de la “tierra de todos”. También iniciativas humildes -como organización de colectas, ayunos y expresiones de solidaridad con los que sufren en el mundo miseria y explotación- contribuyen a dar a la espiritualidad cristiana la dimensión del mundo total. La comunidad cristiana local, abierta a los problemas de toda latierra, ejerce así­ una tarea pedagógica; en ella se forma el ciudadano del mundo.

En conclusión, la terapia de los males ecológicos de la hora histórica presente pasa de modo privilegiado por el sendero del espí­ritu. Es urgente instaurar una ética de los lí­mites, de la medida, de la renuncia a perseguir todas las metas técnicamente posibles. Más que las alarmas lanzadas por los ecologistas tétricos -las cuales, sin embargo, no hay que subestimar-, contribuirá a dar forma a la nueva espiritualidad la aportación positiva de aquellos cristianos que sepan descubrir el valor creativo, para los individuos y para la sociedad, de la ascética voluntaria.

Los humanistas lúcidos rehusan, incluso hoy, plegarse a la resignación fatalista. Así­ Dubos: “A pesar de los sufrimientos, el pesimismo y las indignidades ocasionadas por los conflictos raciales, por las rivalidades nacionales, por las carestí­as y la contaminación, las campanas de pascua suscitan en mí­ oleadas de esperanza. La experiencia de un dí­a de primavera basta para darme la seguridad de que, al fin, la vida triunfará sobre la muerte… Aunque nuestra forma de civilización esté gravemente enferma, a través del clima árido y desolado de nuestro tiempo está comenzando a surgir un sentimiento de esperanza y de expectativa”. La fe en la vida que tienen los humanistas es creativa. No lo es menos aquella fe en el Dios de la alianza, que recobra vigor al contemplar el arco iris.

S. Spinsanti
Notas -(1) Una de las expresiones más tí­picas e impresionantes de esta posición se encuentra en Platón, Leyes X, 903 b-d: “El gobernador del universo ha ordenado todas las cosas en consideración a la excelencia y a la conservación del todo, y cada una de las partes, en cuanto es posible, posee acción y pasión apropiadas. Sobre éstas, hasta la última porción de ellas, se han designado para presidirlas ministros, que han realizado su perfección con exactitud infinitesimal. Y una de estas porciones del universo es la tuya, hombre feliz, que, por pequeña que sea, contribuye al todo y no parece que tú sepas que esta y cualquier otra creación ha sido hecha a causa del todo y para que la vida del todo sea feliz: y que tú has sido creado para el todo y no el todo para ti. Porque todo médico y todo artista hábiles hacen todas las cosas para el todo, dirigiendo sus esfuerzos al bien común, ejecutando la parte para el todo y no el todo para la parte. Y tú te enojas porque ignoras el hecho de que lo que te ocurre a ti y al universo es lo mejor para ti por cuanto lo permiten las leyes de la creación común”.-

-(2) Lo que fue el “limite” en el pensamiento griego se expresa con precisión en las palabras que J. Burckhardt poní­a en labios del Hermes del Vaticano; “Nosotros lo tuvimos todo: fulgor de los dioses celestes, belleza, juventud eterna, alegrí­a indestructible; pero no éramos felices, porque no éramos buenos” (cit. por B. Croce, Perché non possiamo non dirci “cristiani”, en Discorsi di varia filosofia, 1, Laterza, Bari 1959′. 211). Cómo la presencia del mal en la naturaleza era contempla-da por los griegos bajo la forma de la fria crueldad, aunque en si no perversa (et inArcadia ego!), o del enigma, lo señala acertadamente G. Colli, El nacimiento de la filosofí­a, Tusquets, Barcelona 19802.

-(3) Puede parecer que esta afirmación es gratuita. En efecto, cada vez con mayor frecuencia la cultura laica insiste hoy en hablar de un antinaturalismo cristiano, si no ya de un odio cristiano a la naturaleza y a sus leyes (en especial las del sexo; recuérdese la manera terrible con que en su novela Une vie describe Maupassant cómo un sacerdote neurótico y reprimido da muerte a una perra que se ha convertido para él en sí­mbolo de la lujuria, precisamente mientras pare). En realidad, una visión más equilibrada y un estudio más preciso de las fuentes no pueden menos de invertir este juicio y mostrarlo como lo que es, a saber: un pensamiento preconcebido. Para esto puede resultar preciosa la antologí­a L’église el la pitií­ envers les animaux, Lecoffre-Burn and Oates, Paris-Londres 1908′ (por la señora de Rambures), en la cual se recogen textos antiguos y modernos que muestran cómo siempre ha estado presente en la Iglesia, desde sus orí­genes, el amor a los animales, criaturas de Dios, seres ciertamente inferiores al hombre, pero que hay que respetar precisamente en virtud de su inferioridad.

BIBL.-AA. VV., San Francisco de Así­s, patrono de los ecologistas, en “Selec. de Franciscanismo”, n. 27 (1980). Varios estudios.-Armstrong, A, Saint Francis: Nature Mystic, Univers. of California Press 1973.-Gil, D. H, Tecnologí­a, fe y futuro del hombre, Sí­gueme, Salamanca 1972.-Gorz, A, Ecologí­a y libertad; técnica, técnicos y lucha de clases, Gustavo Gili, Barcelona 1980.-Ehrlich, P. R, Población, recursos, medio ambiente: aspectos de ecologí­a humana, Omega, Barcelona 1975.-Hutchinson, G. E, El teatro ecológico y el drama evolutivo, Blume, Barcelona 1979.-Lamela, A, Cosmoí­smo y geoí­smo, Editora Nacional, Madrid 1976.-Leclerc, E, El Cántico de las Criaturas. Ed. Aránzazu, Oñate 1977.-Odum, E. P, Ecologí­a: el ví­nculo entre las ciencias naturales y sociales, Continental, México 1979.-Passmore, J, La responsabilidad del hombre frente a la naturaleza y su ambiente, Alianza Editorial, Madrid 1978.-Pérez y Pérez, F, Ecologí­a y medio ambiente, Centro de Estudios Sociales del Valle de los Caí­dos, Madrid 1979.-San Martí­n, H, Ecologí­a humana y salud. El hombre y su ambiente, Prensa Médica Mexicana, México 1979.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

TEOLOGíA SOCIAL
SUMARIO
I. Una lectura de la evolución histórica de la relación hombre-medio ambiente:
1. La época del equilibrio natural;
2. Del equilibrio natural al desequilibrio provocado por el hombre:
a) El hombre altera la naturaleza: la revolución neolí­tica,
b) El hombre controla la naturaleza: la revolución industrial.
II. La perspectiva: la propuesta de una nueva cultura que vuelva a equilibrar la relación hombre-medio ambiente:
1. Las raí­ces históricas de la crisis ecológica;
2. Fundamentos de una nueva cultura del medio ambiente:
a) Del reduccionismo cientí­fico-metodológico a una cultura sistemática del medio ambiente (los derroteros del reduccionismo; los fundamentos cientí­ficos para su superación; el medio ambiente natural; la ecosfera; los ecosistemas, su funcionamiento, su evolución temporal),
b) Del dominio-explotación a un comportamiento de compromiso personal de participación y de administración responsable del medio ambiente (el puesto del hombre en la naturaleza; el medio ambiente humano; la cultura del dominio del hombre sobre la naturaleza y el medio ambiente humano y las raí­ces de la misma: la hipótesis de una triple influencia judeocristiana; comparación crí­tica),
c) Ideas y propuestas para una nueva ética del medio ambiente.
III. Una conclusión: el mensaje de Francisco de Así­s.

Las dificultades cada vez más graves que vive hoy la relación entre el hombre y la naturaleza han tenido como vertiente positiva el descubrimiento del medio ambiente como realidad y como problema del que ocuparse, el aumento de la demanda de conocimientos, de tecnologí­as y de legislación para un programa y una gestión del mismo más eficaces y, en los últimos años, la toma de conciencia de la necesidad de una nueva ética del medio ambiente, es decir, de normas más reales para un comportamiento más responsable hacia el medio ambiente mismo.

I. Una lectura de la evolución histórica de la relación hombre-medio ambiente
Quien se proponga el objetivo de participar en el desarrollo de esta actitud nueva hacia el medio ambiente deberá reflexionar sobre las principales etapas que ha vivido la evolución histórica de la relación entre el hombre y su contexto medioambiental.

Con la aparición del hombre sobre la tierra se ha puesto en marcha un proceso de incorporación de la naturaleza al proyecto humano de gestión de la realidad. Este proceso, todaví­a parcial en los cazadores-agricultores y en las mismas comunidades agrí­colas tradicionales, ha experimentado una fuerte aceleración en las sociedades industriales de tecnologí­a avanzada, propias de los paí­ses industrializados de Occidente.

El modelo de la transición ecológica interpreta mejor que ningún otro la historia de la relación entre el hombre y el medio ambiente, tal como esta historia se ha venido desarrollando en el mundo occidental. Este modelo, a su vez, coincide ampliamente con la evolución cultural del ser humano. La transición ecológica distingue tres fases en la relación hombre-medio ambiente, caracterizadas: la primera, por la persistencia del equilibrio entre hombre y naturaleza [! más adelante, i]; la segunda, por el tránsito del equilibrio natural al desequilibrio del sistema medioambiental provocado, primero, por las alteraciones y, después, por el control de la naturaleza por arte del hombre [l más adelante, 2, a) y b)]; la tercera, por la puesta en marcha de un restablecimiento del equilibrio entre naturaleza y sociedad humana mediante un nuevo proyecto cultural [! más adelante, todo el párrafo II].

1. LA EPOCA DEL EQUILIBRIO NATURAL. Un sustancial equilibrio ecológico natural caracterizó la relación hombre-naturaleza desarrollada por los primeros homí­nidos y los pocos hombres cazadores-agricultores del paleolí­tico.

El hombre primitivo era miembro totalmente natural, aunque más influyente, del propio sistema medioambiental. La naturaleza quedaba fuera de la historia, y la adaptación del hombre a su contexto medioambiental externo era casi exclusivamente biológica. Existí­a un control sobre el hombre por parte del medio ambiente natural en lo tocante a los recursos existentes, a semejanza de lo que pasaba con las poblaciones animales con las que los hombres primitivos conviví­an.

Con las tecnologí­as elementales de que disponí­a (empleo del fuego y conocimiento de los vegetales alimenticios y de los animales de caza), la especie humana ejercí­a un impacto mí­nimo en el propio medio ambiente. El profundo conocimiento que los cazadores-agricultores poseí­an de los ciclos estacionales de las especies vegetales, así­ como del comportamiento de los animales, les permití­a obtener de la tierra con relativa facilidad los recursos necesarios para su supervivencia biológica.

Es importante subrayar que estas poblaciones primitivas, aun en medio de las dificultades en que viví­an, desarrollaron una cultura caracterizada por grandes expresiones artí­sticas. Baste pensar en los ciclos pictóricos de las cuevas de Altamira.

2. DEL EQUILIBRIO NATURAL AL DESEQUILIBRIO PROVOCADO POR EL HOMBRE. Dos profundos cambios culturales sucesivos influyeron, aunque en diferente medida, en la ruptura del equilibrio entre el grupo humano y el medio ambiente: la revolución neolí­tica, perí­odo en el que el hombre alteró el medio ambiente, aunque sin comprometer sustancialmente sus procesos de funcionamiento; la revolución industrial, por la que los paí­ses industrializados han llevado a cabo un control creciente sobre el medio ambiente, provocando situaciones profundamente comprometedoras de la calidad.

a) El hombre altera la naturaleza: la revolución neolí­tica. La puesta en marcha del desequilibrio en las relaciones entre humanidad y medio ambiente estuvo verosí­milmente determinada por la falta de alimentos provocada en el mesolí­tico por la mitigación del clima y por las migraciones de las faunas frí­as hacia el norte.

La población humana comenzó entonces a ver la naturaleza de manera diferente. Es éste, en efecto, el perí­odo de la historia humana en el que el hombre adquirió una primera conciencia básica de la separación existente entre él y la naturaleza misma. Enfrentado a un medio que se le habí­a tornado inclemente, el hombre arrebató a la naturaleza el secreto de la producción de alimentos, destruyó bosques para obtener tierra cultivable y “obligó” a la naturaleza a procurarle el sustento.

Con la agricultura y la crí­a de ganado comenzó el neolí­tico. Las prácticas agrí­colas y de la crí­a provocaron alteraciones en la estructura de las comunidades vegetales y animales y del paisaje.

La selección artificial de algunas especies vegetales (p.ej., las gramí­neas) y animales (particularmente los ungulados de grandes y medias dimensiones) y el uso continuo del fuego como instrumento elegido para aumentar la extensión del suelo disponible para el cultivo provocaron la extinción de especies y de asociaciones vegetales y animales y tuvieron incidencia sobre la diversidad biológica.

Las poblaciones neolí­ticas fueron sustituyendo gradualmente la agricultura itinerante, propia del nomadismo como estado de vida del grupo, por la ubicación y el uso permanente de tierras. Fue también importante, incluso por algunos efectos negativos sobre la fertilidad del suelo, la invención de la práctica del riego, que favoreció el desarrollo de las grandes civilizaciones hidráulicas.

La agricultura y la crí­a provocaron el aumento de la capacidad sustentadora del medio ambiente y, consiguientemente, se produjo un aumento numérico de las poblaciones humanas.

Las poblaciones humanas del neolí­tico percibieron la “realidad del medio ambiente” como una realidad global, con la que establecieron por necesidad una relación directa, sin otra mediación tecnológica que la puramente elemental.

La ubicación, expresión de la conquista material de la naturaleza por parte del hombre, causó una profunda transformación en la estructura de la sociedad y en el comportamiento de los grupos humanos primitivos. Ejemplo de ello son el desarrollo de los oficios y de la artesaní­a, la jerarquí­a de papeles en las comunidades y el desarrollo de pueblos y ciudades.

Particularmente significativa fue la revolución urbana: en las ciudades se formó la sociedad civil y nació la civilización humana. El desarrollo de la metalurgia y la utilización de nuevas fuentes de energí­a dieron origen a la sucesión de las tres culturas prehistóricas del bronce, el cobre y el hierro.

Cada una de estas culturas y cada una de las grandes civilizaciones que siguieron (Egipto, Babilonia, Grecia, Roma, el s. XIII, el renacimiento, etc.) desarrolló un sistema propio de posesión y de gobierno de la naturaleza y provocó alteraciones que dieron origen a problemas a menudo de no poca entidad.

Sin embargo, ni la marcha de los ciclos biogeoquí­micos ni la estructura de las cadenas y redes alimenticias naturales sufrieron acoso, ni se alteraron de forma irreversible los mecanismos homeostáticos que aseguran (o restablecen) el funcionamiento de los sistemas medioambientales. La humanidad viví­a en un marco en eI que los ritmos y los procesos de la evolución del medio ambiente marcaban los tiempos y modos de buena parte de la actividad humana.

Pero este mismo contexto producí­a a menudo en la población humana una carga de temor, de incertidumbre y, consiguientemente, de fatalismo ante manifestaciones no controlables del propio ambiente, tales como carestí­as, epidemias, mortandad infantil, corta duración de la vida humana.

En este marco, en el que la armoní­a de la naturaleza se conjugaba con los dramas del ambiente humano, las poblaciones primitivas desarrollaron la práctica de la propiedad y un fuerte sentido de pertenencia al grupo. Estos comportamientos se hací­an patentes en la celebración colectiva de grandes acontecimientos vitales (matrimonio, muerte) y de la fiesta (verbenas, fiestas civiles y religiosas de la comunidad), así­ como en la transmisión de normas y tradiciones.

Esta relación hombre-naturaleza, caracterí­stica de la sociedad neolí­tica, ha continuado sustancialmente viva hasta,los umbrales de la civilización industrial, ha caracterizado en Occidente a las sociedades agrí­colas tradicionales hasta los años cincuenta de nuestro siglo y sigue caracterizando actualmente a las economí­as agrí­colas de los paí­ses en ví­as de desarrollo.

b) El hombre controla la naturaleza: la revolución industrial. A partir del siglo xvll, el desarrollo del método cientí­fico y de nuevos conocimientos y la difusión de tecnologí­as cada vez más poderosas dieron origen a la llamada civilización industrial, cuya evolución histórica ha puesto de manifiesto, sin embargo, distintas luces y sombras.

La industrialización, en efecto, ha reportado mejoras indudables a numerosos aspectos de la vida humana; por ejemplo, la difusión de la medicina y de la higiene, el aumento de las disponibilidades alimenticias mediante el incremento de la productividad agrí­cola e industrial, la difusión de la información. Los aspectos negativos de este proceso no han estado provocados ciertamente por el desarrollo de la investigación cientí­fica o el descubrimiento de nuevas tecnologí­as, sino por la falta de una “cultura global ambiental” (poseí­da, en cambio, por la civilización rural) con la que conseguir una relación correcta entre industria, economí­a y medio ambiente.

En los últimos cincuenta años han quedado patentes los siguientes hechos: -la acentuación del profundo dualismo entre el hombre como sujeto activo y la naturaleza como elemento pasivo; -una demanda creciente de recursos naturales como medio de satisfacer necesidades incluso artificialmente provocadas; la reducción de la realidad viva, compleja y delicada de la naturaleza a un bien económico, encaminado a la obtención de un crecimiento ilimitado en la sola lí­nea cuantitativa; -el desarrollo, con tendencia exponencial, de la población humana del planeta visto en su conjunto y la concentración de la misma en las áreas urbanas; -un aumento constante de la complejidad del sistema social y la desaparición generalizada de las culturas subalternas; -un desarrollo global de la tecnologí­a y el consiguiente y cada vez más fuerte impacto de la misma en el medio ambiente natural y humano; -una disponibilidad de nuevas fuentes de energí­a (combustibles fósiles, energí­a hidroeléctrica y nuclear) que ha permitido a la sociedad humana superar el estar dependiendo del suelo y satisfacer un sistema de necesidades en rápida expansión; -polí­ticas más atentas al poderí­o y prestigio y a programas de autoconservación que a una auténtica y verdadera promoción y difusión de la calidad del ambiente humano.

Estos y otros hechos han ahondado el disenso entre sociedad humana y medio ambiente, disenso que ha llegado a su máximo dramatismo en la reciente década de los sesenta. En este perí­odo se puso de manifiesto en la sociedad una cultura radical que desde entonces no ha cesado de calar en todos los movimientos e instituciones.

Sus contraseñas son el repliegue en el yo como realidad absoluta, el rechazo de todo lí­mite, la experiencia del aquí­ y del ahora, el utilitarismo y el interés, la felicidad del logro sin la mediación del deber, una cultura de muerte puesta de manifiesto por dos manifestaciones sólo aparentemente distanciadas: la aprobación social del aborto y la aparición, por primera vez en la historia de la humanidad, de una enorme masa de residuos, sustraí­dos al reciclaje, almacenados en contenedores o incluso destruidos empleando diversas tecnologí­as.

II. La perspectiva: la propuesta de una nueva cultura que vuelva a equilibrar la relación hombre-medio ambiente
1. LAS RAíCES HISTí“RICAS DE LA CRISIS ECOLí“GICA. A finales de 1960 empezó a ponerse en tela de juicio el modelo mismo de sociedad industrial. Estaba dando comienzo la época del malestar.

La crisis energética, el aumento de la inflación y el desempleo, episodios graves y frecuentes de contaminación y la aparición de la violencia urbana y de dramas cada vez más frecuentes en los paí­ses en ví­as de desarrollo han puesto de manifiesto la insuficiencia de la filosofí­a del crecimiento económico ilimitado.

La demanda de reflexión acerca de las causas de la crisis de esta orientación económica nació en los propios paí­ses industrialmente avanzados y encontró una primera expresión en los movimientos de 1968, que, entre otras cosas, pedí­an: 0 que se prestara atención a los efectos perjudiciales que podí­an derivarse de una confianza acrí­tica en la tecnologí­a; 0 y que se favoreciera el desarrollo de una participación real en todos los niveles de la vida polí­tica y social.

Un segundo factor que ha concurrido a poner de manifiesto los lí­mites del modelo del crecimiento económico ilimitado ha sido el incremento de la presencia en la escena internacional de los paí­ses en ví­as de desarrollo y la adecuada atención prestada a los dramas del hambre, la sed, los desajustes del suelo, el endeudamiento exterior, dramas todos ellos que pesan sobre la población.

Los movimientos del medio ambiente han constituido otro factor importante de denuncia de las insuficiencias del crecimiento económico ilimitado. Partiendo del análisis de hechos graves de contaminación del aire y del agua, de las consecuencias derivadas para la calidad del medio ambiente de la destrucción de las especies animales y vegetales y del agotamiento de recursos no renovables, estos movimientos han desembocado en la denuncia del medio ambiente como realidad violentada y de la degradación tanto del suelo como del patrimonio cultural de la humanidad.

A esta denuncia de los movimientos del medio ambiente han conferido -aunque con lentitud- credibilidad y apoyo cientí­fico y tecnológico, por una parte, la investigación ecológica desarrollada por la comunidad cientí­fica, y por otra, los programas cualificados de intervención, llevados a la práctica por organismos internacionales (OCSE, UNESCO, UNEP, UHO, etc.).

Por influjo de estos estí­mulos, a finales de los años sesenta ha crecido el número de personas y de grupos que han planteado la necesidad de una reapropiación del medio ambiente como realidad de la que debe ocuparse la sociedad. Como no podí­a ser de otra manera, la experiencia de la degradación del medio natural y humano ha jugado un papel primordial en la denuncia de la crisis existente en la relación entre el hombre y el medio ambiente.

Esta “reflexión a muchas voces” ha desembocado en la demanda de un desarrollo de sociedad en la que los aspectos del crecimiento cuantitativo vayan orientados a superar una dimensión puramente mercantil y se tengan en cuenta contemporáneamente los temas de la calidad de la vida y del medio natural (plantas, animales, suelo, aire, agua, procesos, sistemas), de los bienes culturales (poesí­a, arquitectura, escultura, pintura, tradiciones), así­ como el modo de construir y de gestionar la sociedad, lo gratuito, la ética, la religión, la polí­tica.

En 1967 Lynn White, de la escuela de sociologí­a de Chicago, en un artí­culo que se ha hecho famoso (Las raí­ces históricas de nuestra crisis ecológica) y sobre el que volveremos más adelante, acuñó la expresión crisis ecológica para designar el estado de grave dificultad por la que atraviesa la relación entre sociedad humana y medio ambiente, estado generalizado sobre todo en los paí­ses industrializados de Occidente, a la vez que individuó dos causas de fondo: la primera, de naturaleza cientí­fico-técnica; la segunda, de naturaleza ética.

La expresión “crisis ecológica” se emplea ordinariamente en un sentido totalmente negativo. En realidad, el significado etimológico del término crisis (derivado del verbo griego crino, que significa “enjuicio”, “trato de ver con claridad’ propone una actitud de reflexión, de análisis de causas y de consecuencias, junto con una demanda a la inteligencia y al corazón humanos para que encuentren culturalmente nuevos procesos y formas de equilibrio entre realidad del medio ambiente y presencia humana con la vista puesta en la construcción común de un mundo más habitable hoy y el dí­a de mañana.

A corto plazo habrá, sin duda, que remediar los efectos de intervenciones erróneas con controles férreos y con sanciones (práctica de la depuración y de la multa). A largo plazo habrá que intervenir en las causas de la contaminación con medidas encaminadas a la prevención, es decir, a la innovación de los procesos productivos mediante tecnologí­as limpias. A fin, sin embargo, de que el interés por el medio ambiente no quede únicamente restringido a la emotividad y la denuncia, además de las anteriores medidas, será necesario afrontar la crisis ecológica en sus raí­ces, promoviendo una nueva cultura medioambiental alternativa a la actualmente existente, fundamentada en un modo nuevo de programar y administrar la naturaleza y la ciudad y en un comportamiento más correcto de todos y cada uno.

2. FUNDAMENTOS DE UNA NUEVA CULTURA. DEL MEDIO AMBIENTE. a) Del reduccionismo cientí­fico-metodológico a una cultura sistemática del medio ambiente. “¿Cuál es la estructura que une al cangrejo con la langosta, a la orquí­dea con la primulácea y a los cuatro conmigo y con vosotros?” (BATESON, 1984).

– Los derroteros del reduccionismo cientí­fico-metadológico. La primera causa histórica de la difí­cil relación entre el hombre y el medio ambiente se puede situar en la falta de adecuación de los métodos de análisis y de intervención para conseguir la relación. El desarrollo de la investigación cientí­fica y la transferencia de los conocimientos y metodologí­as adquiridos al desarrollo tecnológico han aportado mucho de positivo a la relación entre los colectivos humanos y su marco de vida. Sin embargo, la interpretación dada al método cientí­fico por el positivismo del siglo xlx, limitando la ciencia a los solos hechos empí­ricos, ha impedido ver las acciones recí­procas que, en el orden de la naturaleza, unen a componentes, factores y procesos en el “sistema de relaciones” que es el medio ambiente. Se ha asistido a la multiplicación de especialidades desconectadas entre sí­, cada una de ellas referida a un determinado sector de la investigación cientí­fica y vista como algo autónomo. Ha surgido en Occidente una sociedad tendente a la productividad económica, fragmentada en áreas de especialización y con una división de trabajo cada vez más rí­gida. Contemporáneamente, la tecnologí­a ha experimentado un considerable desarrollo y sus aplicaciones han estado dirigidas a este o aquel sector, sin plantearse el problema de las consecuencias que para el medio ambiente natural y humano pudiera tener la acción recí­proca entre ellos.

Las consecuencias de todo ello sobre programas y administración del medio ambiente han sido y son dramáticas. Ha tenido lugar una neta separación entre ciencias naturales y ciencias humanas, entre economí­a y ecologí­a, entre ética, polí­tica y economí­a, entre individuo y sociedad. Cuando se hace de la metodologí­a especializada el método más idóneo de análisis y de administración de un proceso o de un sistema medioambiental, esa metodologí­a adquiere una fisonomí­a cientí­fica y metodológicamente limitada. De los libros de los filósofos y de los laboratorios de los cientí­ficos esta limitación se ha transferido después a la cultura cotidiana de la organización del territorio, a los programas escolares, al modo de concebir y de llevar a la práctica el desarrollo urbano, la estructura de la sociedad y las relaciones económicas.

Por exigencias de una demanda creciente de bienes naturales, del aumento de la población humana y de un fuerte incremento de la tecnologí­a, se ha visto superado el potencial de los mecanismos de regulación natural y de la propia adaptación cultural humana. Ello ha desencadenado unas consecuencias que, ciertamente, ninguno querí­a: desajustes del suelo, desertización, contaminación, ruidos, violencia urbana, degradación de la calidad del medio ambiente, pérdida de identidad y desaparición de las culturas subalternas. Nuestra sociedad sólo podrá ser plenamente consciente del drama que estos hechos representan cuando comprenda que la naturaleza y la ciudad no nacen de la suma del suelo, agua, aire, plantas, animales y, llegado el caso, bienes culturales, sino del sistema de relaciones que se establezcan en el curso del tiempo entre estos componentes.

– Los fundamentos cientí­ficos de la superación del reduccionismo. En la historia de la percepción de la realidad de la naturaleza y del medio humano la sociedad ha pasado fundamentalmente por dos momentos: -por influencia de la revolución cientí­fica y, más concretamente, de su orientación reduccionista, se ha desmantelado el carácter orgánico caracterí­stico de la percepción precientí­fica de las sociedades agrí­colas tradicionales; -en los últimos veinte años la investigación cientí­fica en ecologí­a, la ciencia de los sistemas y el estructuralismo han planteado una visión global de la realidad natural y social basada en una concepción sistemática del medio ambiente que supone la superación del reduccionismo cientí­fico y metodológico.

Todo ello ha puesto de manifiesto que el medio en el que vivimos es el resultado final de una evolución que ha durado millones de años y que ha pasado por las siguientes fases: de un medio primitivo de naturaleza fí­sica y quí­mica, en el que la evolución quí­mica ha llevado a la formación de la primera molécula viva con capacidad de duplicarse a sí­ misma, se ha pasado a la formación del medio natural por medio de la aparición de la vida y la evolución biológica; por últinfo, se ha pasado a la formación del medio humano, debido a la aparición del ser humano y a la gestión’cultural del medio ambiente.

El concepto de medio ambiente, entendido como “sistema de relaciones entre los componentes, factores y procesos que lo componen”, representa la adquisición más importante a tener en cuenta en orden a una relación más equilibrada entre ser humatro, naturaleza y ciudad.

– El medio ambiente natural. A través de un largo proceso de evolución quí­mica, inorgánica y orgánica, acaecido en la tierra primitiva, en medio de una atmósfera falta de oxí­geno y en presencia de determinadas fuentes de energí­a (radiaciones ultravioletas y descargas eléctricas provocadas por perturbaciones atmosféricas), se habrí­an originado en nuestro planeta moléculas complejas (DNA), con capacidad de autoduplicarse y de adaptarse continuamente a los cambios del sistema de factores fí­sicos y quí­micos que les rodeaba y que ellas mismas habí­an contribuido a cambiar. Se acababa de poner en marcha la evolución biológica.

A través de la relación dialéctica ser vivo-medio ambiente se fueron formando con el tiempo varios niveles de organización de la vida (macromoléculas, células, individuos, gentes, comunidades, ecosistemas, biomas, biosfera).

Ningún sistema vivo (un individuo una comunidad, un lago, una ciudad) es el resultado de la sola suma de los componentes, factores y procesos que constituyen su estructura, sino del conjunto de interacciones entre esos mismos componentes, factores y procesos.

Cada nivel presenta su propio medio, interno y externo. Este concepto es importante. En efecto, cuando se habla de medio ambiente, ordinariamente se entiende un ecosistema: un lago, un prado, un bosque, incluso una ciudad. Es necesario superar esta visión limitada. Cada uno de los niveles de la organización de la vida en la tierra tiene su propio medio, interno y externo, trátese de personas o de lagos. No existe una lí­nea de separación entre ser vivo y su correspondiente medio externo. Cada una de las realidades vivas presenta, además, una estructura, un funcionamiento y una evolución en el tiempo.

Todos los niveles de organización ” de la vida se diferencian por la estructura, pero los procesos que caracterizan la dinámica de un sistema vivo (p.ej., flujo de la energí­a y ciclo de las sustancias nutritivas) acontecen de manera sustancialmente similar en todos los seres vivos.

Los primeros seres vivos de metabolismo heterotrófico existentes en el planeta adquirieron la energí­a y el alimento que necesitaban de moléculas orgánicas de origen abiótico.

El proceso fotosintético, con el que la evolución biológica ha respondido al agotamiento de estas sustancias, produjo un cambio drástico en el medio abiótico terrestre, trastornando las condiciones preexistentes. El oxí­geno producido en la fotosí­ntesis provocó el paso de una atmósfera carente de él a una atmósfera con él. La consecuencia han sido dos situaciones importantes: el fin de la evolución quí­mica espontánea de las moléculas con capacidad para autoduplicarse y, debido a la aparición de la ozonosfera, el abandono por parte de especies vegetales y animales de un medio de agua dulce o marina para entrar en un medio aéreo o terrestre, con la profunda modificación consiguiente.

– La tierra (ecosfera) es hoy un medio diversificado y variado, formado por un determinado número de subsistemas: litosfera, hidrosfera, atmósfera y biosfera. A través de la acción de las plantas, de los animales y de los microorganismos, entre litosfera, hidrosfera y atmósfera se han creado con el correr del tiempo complicados sistemas de relaciones: la materia y la energí­a solar han entrado a formar parte del proceso de la vida (ciclos biogeoquí­micos y flujo de la energí­a) y se han ido formando procesos de regulación de los sistemas vivientes para evitar eventuales perturbaciones de su medio interno y externo y devolverlo a la norma.

El lento desarrollo de estos procesos, acorde con las condiciones climatológicas, ha favorecido la formación de nuevas organizaciones funcionales naturales: los ecosistemas (p.ej., tundra, taiga, floresta tropical pluvial, el desierto, etc.) y la biosfera.

El ecosistema es el nivel en el que es posible estudiar mejor el funcionamiento de los sistemas naturales en el espacio y en el tiempo y en condiciones normales y alteradas. Todo ecosistema (como una célula o una persona) presenta una estructura, un funcionamiento y una historia.

– Desde el punto de vista de la estructura, los ecosistemas están constituidos por factores fisiográficos (orografí­a, hidrografí­a, geomorfologí­a, etc.), fí­sicos (meteorologí­a y climatologí­a, radiactividad, etc.), quí­micos (sustancias quí­micas presentes en el agua, en el suelo, en el aire) y por factores biológicos (plantas, animales, microorganismos que viven en el agua). La descripción de estos componentes y factores es tarea de ciencias especializadas (geologí­a, meteorologí­a, climatologí­a, quí­mica, fí­sica, zoologí­a, botánica, microbiologí­a, etc.).

Los ecosistemas difieren entre sí­ por los componentes y factores que constituyen la estructura. Pero ninguno de estos factores por separado determina la identidad de un ecosistema. Esta identidad es el resultado de un sistema de relaciones vivo, frágil y complejo entre todos estos componentes y factores y los procesos ecológicos derivados.

– El funcionamiento de los ecosistemas. Piénsese en un lago. Los productores (plantas verdes), los consumidores (animales herbí­voros y carní­voros) y los descomponedores (hongos y bacterias) están vinculados entre sí­ por relaciones alimenticias, formando las llamadas cadenas alimenticias. Todas las cadenas alimenticias existentes en un lago están relacionadas entre sí­ y forman la red alimenticia, es decir, la comunidad biótica caracterí­stica del lago.

Los procesos fundamentales que caracterizan el funcionamiento de un lago se pueden resumir de la siguiente manera. Al penetrar en el agua, la radiación solar es captada por los productores, es decir, las plantas verdes (algas, macrofitas, etc.). Gracias al proceso de la fotosí­ntesis, la energí­a solar se almacena en forma de energí­a quí­mica con posibilidad de vincularse a los azúcares producidos por las plantas, y queda a disposición de los animales y de aquellos vegetales (p.ej., los hongos) carentes de clorofila. Una parte de las algas así­ producidas la comen, por ejemplo, pequeños c;ustáceos herbí­voros; otra parte se deposita en el fondo. De los herbí­voros, una parte se la comen los carní­voros (las truchas, p.ej.) y el resto cae al fondo del lago. Las truchas o las pesca el hombre o mueren y caen al fondo. En el fondo del lago, bacterias, hongos y pequeños animales que se nutren de cadáveres y de residuos inorgánicos realizan el proceso de la biodescomposición, liberando aquellas sustancias quí­micas (fosfatos, nitratos, etc.) que entrarán de nuevo en el ciclo gracias a las plantas verdes.

b) Del dominio-explotación a un comportamiento de compromiso personal de participación y de administración responsable del medio ambiente.

– El puesto del hombre en la naturaleza. El hombre forma parte del medio fí­sico, quí­mico y biológico que le rodea y, a semejanza de cualquier otra especie viviente, está implicado en los procesos de la circulación de las sustancias alimenticias y del flujo de la energí­a y en el mantenimiento de los equilibrios necesarios para asegurar el funcionamiento de los ecosistemas naturales.

Debido, sin embargo, a una adquisición gradual de conciencia de sí­ y de los procesos del funcionamiento de la naturaleza, los humanos se han ido gradualmente liberando del determinismo que caracteriza la relación plantas-animales-medio abiótico y han ido desarrollando una confrontación natural con el propio marco de vida. En este marco se entiende por el término “cultura” el sistema de concepciones, valores, medios, expresiones socio-polí­ticas, económicas, artí­sticas y éticas por los que una persona que vive en un grupo y el grupo mismo entran en contacto con su medio ambiente.

La historia de la humanidad no es sólo la historia de prí­ncipes, guerras y alianzas, sino también del sucederse de culturas, con las que en el correr de los siglos las comunidades humanas han administrado su propio medio ambiente, confiriéndole identidad y armoní­a o comprometiendo, incluso dramáticamente, su funcionamiento. La presencia de la cultura en el escenario de la humanidad ha ejercido una influencia creciente en la adaptación del hombre a su medio ambiente.

– El medio ambiente humano. Para la población humana el medio social tiene el mismo peso que el medio fí­sico. La integración de ambos medios configura el sistema medioambiental humano.

En la cultura de las sociedades industriales actuales, viciadas de reduccionismo, existe un claro dualismo entre naturaleza y ciudad. En realidad, la ecologí­a, la ciencia que estudia los procesos del funcionamiento del medio athbiente en el espacio y en el tiempo y en la dimensión normal y alterada, propone hoy una visión más realista del problema. Los procesos de funcionamiento medioambiental se desarrollan de manera muy similar en el medio natural y en el medio humano.

A semejanza de la unidad del fenómeno vida y no obstante la multiplicidad de las formas vivientes, el medio ambiente en su realidad dinámica es unitario, difiriendo únicamente -por el sustrato en el que se desarrollan los procesos ambientales (agua, aire, suelo, diversas formas de plantas, de animales y de microorganismos) y -por el diferente modo de gestión de los procesos y recursos ambientales: determinista por parte de plantas, animales y microorganismos; consciente por parte humana.

Los ecosistemas humanos (una ciudad, un pueblo, etc.), ellos mismos con estructura, funcionamiento e historia propios, nacen y se desarrollan como sistemas de relaciones entre medio natural, realidad biológica de la población humana y las expresiones sociales, económicas, éticas, cientí­ficas, polí­ticas y religiosas en continua evolución de la cultura humana.

Las sociedades humanas y cada persona en particular han desarrollado la capacidad de manipular el medio y los procesos medioambientales según un proyecto propio. Cada persona, por consiguiente, tiene la responsabilidad de hacer uso de esta conciencia con una finalidad de promoción o de destrucción de la calidad del medio ambiente en el que vive y actúa. Este concepto está en la base de la construcción de una nueva ética medioambiental y de la reflexión sobre la presencia humana en el escenario natural.

A este respecto, resulta importante señalar el cambio que ha experimentado en la misma legislación medioambiental el concepto de responsabilidad para con el medio ambiente. Se decí­a habitualmente que se está en regla actuando según las prescripciones legales; con las directrices para Seveso (CEE) se viene a decir sustancialmente que ninguna ley estatal puede exonerar a un ciudadano de la propia responsabilidad en la administración del medio ambiente.

Es cientí­ficamente erróneo sostener (como se sigue haciendo en algunos ámbitos) que en la naturaleza todo es equilibrio, armoní­a y orden, y que todos los dramas que afligen al medio ambiente hay que atribuirlos exclusivamente a las personas. En realidad, en el curso de las eras geológicas, tragedias ingentes trastornaron el asentamiento del planeta llevando a la extinción a una flora y fauna exuberantes.

Más aún: la presencia humana no queda sólo vinculada a aspectos que imitan los determinismos de un comportamiento puramente instintivo. “La calidad del medio natural”, que Hugo Foscolo expresaba en los Sepulcros con las palabras “esta hermosa familia de hierbas y animales”, se hace realidad en la naturaleza fundamentalmente a través del proceso “violento”de la depredación que está en la base de las cadenas alimenticias y a través de los ciclos biogeoquí­micos, del flujo de la energí­a y de los procesos homeostáticos.

El arte, la poesí­a y la música, la organización social y económica de las comunidades, la participación en las alegrí­as y penas de los demás, la actividad polí­tica, la actuación gratuita, la lucha contra todos los factores (frí­o, peste, carestí­a, etc.) que durante milenios han diezmado la población humana, la atención a las naciones en ví­as de desarrollo, todo ello constituyen aspectos de un progreso que, respetando los procesos del funcionamiento de la naturaleza, ha enriquecido con nuevas expresiones el medio humano, hasta el punto de poder afirmarse que el medio humano es, al menos en potencia, más rico que el medio natural, al que abarca.

Pero junto a esta constatación, la experiencia cotidiana presenta episodios incluso dramáticos, indicativos del agravamiento del disenso entre sociedad y medio ambiente. El término “ambigüedad” describe mejor que ningún otro el comportamiento ético del hombre para con su medio ambiente. A semejanza del concepto de “crisis ecológica”, invita a trabajar en una formación, una educación y una información medioambientales capaces de promover actitudes éticamente correctas hacia el medio ambiente y sus recursos.

– La cultura del dominio del hombre sobre la naturaleza y el medio ambiente humano: ¿cuáles son sus raí­ces? La evolución histórica de la relación entre el hombre y su medio es la historia de las manifestaciones de esta ambigüedad. El hombre ha pasado de sentirse parte de la naturaleza a un comportamiento de dominador y explotador de la misma, sin prestar atención alguna a la realidad y a los lí­mites de la naturaleza y del medio humano mismo.

Las comunidades humanas han hecho una distinción entre plantas y animales, por un lado, y personas, por otro, a la vez que han establecido una relación de radical distanciamiento del aire, el agua, el suelo, las plantas y los animales, es decir, del medio natural. Este conflicto no se ha limitado a las relaciones entre naturaleza y sociedad, sino que se ha extendido a las relaciones entre persona y persona, entre paí­ses en ví­as de desarrollo y paí­ses industrializados, entre economí­a y ecologí­a, entre ciencias y técnica, entre valores cuantitativos y cualitativos.

Segúndalgunos autores, interesados en los últimos decenios en el conflicto generalizado entre hombre y medio ambiente, la matriz cultural de esta actitud tendrí­a un origen religioso y se remontarí­a a la antropologí­a judeo-cristiana. Lynn White, por ejemplo, ha señalado tres motivos, a su entender presentes en la Biblia: la actitud de dominio que impregna los relatos bí­blicos de la creación; la desacralización de la naturaleza llevada a cabo por la concepción bí­blica; el impulso dado por el cristianismo al desarrollo de las ciencias y de la tecnologí­a.

– La actitud de dominio en los relatos bí­blicos de la creación. Escribe Lynn White: “La ciencia y la tecnologí­a están tan penetradas por la arrogancia cristiana ortodoxa frente a la naturaleza, que no es posible esperar que provenga de ellas solas la solución de la actual crisis ecológica. Y puesto que las raí­ces de la crisis actual son mayoritariamente religiosas, también el remedio deberá ser esencialmente religioso”. En sí­ntesis, Lynn White apunta a la religión judeo-cristiana como a la principal fuerza instigadora del comportamiento erróneo que el hombre de los paí­ses industrializados tiene hacia la naturaleza. Ello se debe, en opinión de White, a que esta religión considera al ser humano superior a cualquier otra cosa creada y cualquier otra cosa ha sido creada para uso y disfrute de los humanos.

En Design with Nature sostiene McHarg (1969) que “el mandato del Génesis de someter la tierra y dominarla es el responsable básico de la explotación y del mal uso que la humanidad hace de los recursos naturales: alienta en efecto, los peores instintos del hombre”.

¿Qué dice en realidad la Biblia? El AT presenta un primer modelo de relación hombre-naturaleza en los dos primeros capí­tulos del Génesis. La descripción de la creación del ser humano en el relato sacerdotal (Gén 1:26ss) remite a la representación egipcia (creación mediante la palabra), a una cultura, pues, ya evolucionado, eficiente y rí­gidamente organizada: “Y dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza; que domine los peces del mar, las aves del cielo, los animales domésticos y todos los reptiles… Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla; dominad los peces del mar, las aves del cielo y todos los vivientes que reptan sobre la tierra…”
Es diversa la representación de la creación del ser humano por parte de Dios en el relato yavista (Gén 2:7ss), el cual, como es sabida, es anterior como redacción al relato sacerdotal. El relato yavista describe al hombre según la representación del ambiente cultural babilónico. El hombre aparece, en Adán, con sus tres dimensiones principales: en relación con Dios, con la tierra y con sus hermanos. Después de hablar de la belleza de la creación, dice el texto: “El Señor Dios tomó al hombre y lo colocó en el jardí­n de Edén, para que lo guardara y lo cultivara”.

La creación del hombre es coronación de la del universo, a propósito del cual el autor de este primer texto (sin duda menos reflexivo y elaborado que el relato sacerdotal) hace notar que Dios, al verlo, lo encontró muy bueno.

El pensamiento bí­blico, derivado de una lectura crí­tica comparada de ambos relatos del Génesis, se puede sintetizar de la siguiente manera. El ser humano debe programar y llevar adelante su relación con plantas, animales y los demás seres humanos, sabedor del poder que posee y de la realidad de la naturaleza. El hombre puede ejercer de dos maneras esta tarea que Dios le ha encomendado, y que en la narración bí­blica se le presenta como una mezcla de dominio, de deber de trabajar la tierra, de guardarla y de someterla, siempre en un contexto de colaboración con el trabajo de Dios: -pueden destruir la naturaleza, deformando el mandato de Dios y aduciéndolo como justificación de sus comportamientos de dominio-explotación con polí­ticas de grupos o de individuos, de las que se encuentran ya exponentes claros en las antiguas civilizaciones clásicas. Actuando de esta manera, el hombre hace suya la tendencia instintiva que regula las relaciones entre especies vegetales y animales, y que la conciencia de sí­ y de los demás induce más bien a superar, a fin de conseguir una mejor calidad de vida; -pero los humanos pueden también responder al mandato de Dios gestionando el funcionamiento del medio ambiente y las relaciones con los demás humanos de manera responsable, enriqueciendo el medio con el trabajo de sus manos y con sus proyectos, haciendo uso de los recursos naturales con la conciencia de los lí­mites que esos recursos tienen y sin arrogancia individual o de especie.

La elección de uno u otro tipo de comportamiento por parte del hombre se deja a merced de su libertad y de sus proyectos cuya ambivalencia, como ya ha quedado dicho, ha marcado durante milenios, a través de un alternarse de aspectos positivos y negativos, la trama de la relación entre humanidad y naturaleza, entre humanidad y ciudad.

Una lectura “sin glosa”, como la presentada en la Biblia, de la relación entre el hombre y la naturaleza pone en evidencia sin lugar a dudas la ambivalencia humana y propone un antropocentrismo impregnado de responsabilidad. La conciencia no coloca al hombre fuera o sobre la naturaleza, sino que lo hace superior por ser responsable de esa naturaleza y de los demás hombres.

¿De dónde, pues, ha desarrollado la humanidad la práctica del dominio-explotación de la naturaleza? Una visión crí­tica y más documentada de las raí­ces históricas de la actitud existencial y de la práctica de dominio de los individuos y de los grupos humanos sobre el medio ambiente demuestra la existencia de civilizaciones que han tenido un desarrollo fuera del ámbito de la tradición jadeo-cristiana y en cuyo contexto las poblaciones humanas han ejercido un articulado dominio-explotación del medio ambiente.

En otros términos: las raí­ces del disenso entre hombre y naturaleza son todaví­a más universales y bastante más antiguas que la religión jadeo-cristiana. Hay que buscar esas raí­ces en algún otro denominador común, í­nsito en la naturaleza humana, que ha estimulado una actitud de separación y de explotación de la naturaleza y de la misma sociedad humana independientemente de la geografí­a o de la religión.

Caben las siguientes posibilidades: -la actitud de distancia y de separación respecto a la naturaleza desarrollada entre la población del mesolí­tico ante la repentina falta de alimentos provocada por la mitigación del clima y por la fuga hacia el norte de la fauna. La población se habrí­a “rebelado” contra la naturaleza, constriñéndola a proveerla de alimentos; con el neolí­tico nacieron la agricultura y la crí­a de ganado; -las prácticas de una errónea gestión medioambiental llevadas a cabo por las grandes civilizaciones orientales, que dieron curso a la desertización a través de intervenciones ecológicamente erróneas; -el racionalismo griego (el hombre medida de todo) y pragmatismo romano, culturas que han ejercido una notable influencia en la humanidad y que nacieron y se desarrollaron fuera de la órbita judeocristiana; -una traducción cultural incoherente del mensaje bí­blico, transmitido a través de las expresiones de la cultura griega y latina, cuyas orientaciones se han asumido.

En esta óptica no se puede negar que el modelo bí­blico ha experimentado en el contexto occidental interpretaciones diferentes y no siempre coherentes. A diferencia de otros temas (p.ej., el robo, la mentira, el respeto a los semejantes), la explotación masiva de la naturaleza no sólo no ha entrado como prohibición en la esfera de la ética, sino que se la ha interpretado como uno de los aspectos que caracterizan la misma identidad humana. Piénsese en la cultura mercantil del siglo xm, en el concepto renacentista del hombre, en la filosofí­a iluminista del siglo xvm, en la cultura económica del crecimiento económico ilimitado sostenida por tecnologí­as cada vez más poderosas, que han conducido a una explotación de los recursos naturales y de los procesos ecológicos sin consideración alguna de los lí­mites de unos y de otros, reduciendo la naturaleza y cualquier manifestación de la vida a mercancí­a y desarrollando, sin preocuparse por ello, la cultura de muerte dei nihilismo.

En la actualidad los biblistas están ahondando en el sentido del término dominio. En todo caso, una de las propuestas, todo lo pequeña que se quiera, pero significativa, es la de eliminar el término mismo “dominio” de la cultura cotidiana, de las traducciones de la Biblia, de los textos de catequesis, de los medios de masas, y sustituirlo por una expresión que traduzca mejor el pensamiento de la Biblia en toda su extensión, por ejemplo la de custodia responsable.

– La desacralización de la naturaleza llevada a cabo por la concepción bí­blica. “El afianzamiento del monoteí­smo en ei judaí­smo ha tenido como consecuencia el rechazo de la naturaleza. El afianzamiento del dominio de Yhwh -el Dios que habí­a creado al hombre a su imagen y semejanzaha sido una declaración de guerra a la naturaleza. El relato bí­blico es una patente para contaminadores y destructores del medio ambiente. Es como si la Biblia dijese: `Conquistad la naturaleza, someted al enemigo que amenaza a Yhwh”‘ (LYNN WHlTE, 1967).

Es posible que uno de los acontecimientos más importantes en el proceso de desacralización de la naturaleza y de la conquista riel dominio sobre ella haya sido el desinterés por el animismo, promovido por los filósofos griegos. Con su rechazo de la mitologí­a tradicional, que en cada realidad natural veí­a una divinidad, ellos hací­an hincapié en la capacidad de la mente humana para descubrir la verdad acerca de la naturaleza por medio de la razón. El medio ambiente no era ya para ellos un espacio lleno de dioses, sino un objeto de pensamiento y de análisis racional. `La frase de Protágoras `el hombre es la medida de todas las cosas’ indica que la razón de ser de todas las cosas está en la utilidad que ellas tengan para la humanidad” (Platón). Aparece aquí­ por vez primera el concepto moderno de naturaleza como objeto de manipulación teórica (muchos filósofos griegos fueron observadores atentos de la naturaleza) y práctica.

Lo que para los griegos fue “una tarea filosófica”, constituyó para los romanos el modo de gestionar la realidad, viendo en el medio ambiente una provincia por conquistar. A lo sumo, la filosofí­a griega sirvió a los romanos como justificación de su actitud escéptica de dominadores-explotadores y de manipuladores de la realidad natural y humana, actitud que constituye uno de los rasgos de su identidad.

El comportamiento actual de la humanidad con la naturaleza empalma en muchos aspectos, al menos como orientación, con la práctica empresarial de los romanos.

A este modo de entender la naturaleza, la Biblia ha aportado el elemento nuevo de la creación: el mundo no es divino, sino obra de Dios. De un solo golpe la naturaleza queda desacralizada, despojada de sus aspectos arbitrarios y ciertamente terrorí­ficos. Pero es errónea la interpretación que de ellos hace Lynn White: “La desacralización de la naturaleza por obra de la religión judeocristiana, eliminando de golpe un motivo de veneración hacia ella, está en la base del proceso de reducción de la naturaleza a materia utilizable por la tecnologí­a humana”.

La doctrina bí­blica de la creación ha contribuido de forma determinante al proceso de desacralización de la naturaleza, pero no ha dado justificaciones éticas para contaminar y destruir la naturaleza. La naturaleza tiene para el judí­o y para el cristiano un valor derivado de su ser de criatura (vio Dios que todo era bueno). Por eso el hombre no tiene el derecho de violentar la realidad de la naturaleza y del medio humano, sino que tiene la obligación de administrar su contexto natural y los recursos correspondientes (agua, aire, suelo, plantas, animales, etc.) con sentido de responsabilidad, evitando toda forma de rechazo de la vida.

0 El influjo de la religión judeocristiana en el desarrollo de la ciencia y de la tecnologí­a. En el marco de lo dicho anteriormente es importante preguntarse en qué medida ha influido la concepción judeo-cristiana de la relación hombre-naturaleza en el desarrollo de la ciencia y la tecnologí­a.

Es necesario advertir que la ciencia ha florecido también fuera del cristianismo, en paí­ses como China, la antigua Grecia o el islam, y que la concepción cristiana de la vida ha seguido en Oriente una orientación mí­stica, indiferente a los acontecimientos y a los aspectos de organización.

Dicho esto, es indudable que -dentro de los limites restringidos de las posibilidades que ha tenido a su disposición- la incidencia que en la desacralización de la naturaleza ha tenido primero la religión judí­a antes de Cristo, y después el cristianismo ha abierto el camino a un conocimiento racional de la misma.

En esta visión de la realidad es importante releer la evolución histórica del comportamiento humano ante el medio ambiente. La clave de lectura se encuentra en dos constataciones básicas: O el hombre está llamado a superar por medio de la inteligencia y de la conciencia los determirnsmos del sistema natural y a organizar de forma original su propio medio social; El debido a un mayor y mejor conocimiento de los procesos del funcionamiento medioambiental y a una tecnologí­a cada vez más poderosa, el hombre ha ido adquiriendo una mayor cantidad de alimentos, de espacio y de instrumentos culturales para la propia especie. En esta posición el hombre debe considerarse, desde un punto de vista ético, administrador responsable del capital de recursos naturales y de bienes culturales de que dispone en el curso de su vida; debe luchar contra las negativas y desastrosas calamidades naturales, pero debe también prestar atención tanto a las leyes que regulan la economí­a de la naturaleza como al complejo sistema de relaciones que confieren identidad a su medio humano.

Es indudable que el proceso de desacralización de la naturaleza ha incorporado la naturaleza misma a la historia humana y ha puesto en marcha un proceso de clarificación entre conocimiento cientí­fico experimental, conocimiento filosófico y conocimiento de fe, irreductibles entre sí­ desde el punto de vista del objeto y del método, pero relacionados a nivel de la persona viviente. Decí­a Benedetto C4stelli a Galileo Galilei: la Biblia no nos dice cómo está hecho el cielo, sino cómo se va al cielo.

La desacralización de la naturaleza ha sacado a la luz su dimensión temporal, su evolución en el tiempo. Existen ciclos anuales (los agrí­colas) y ciclos más amplios (renacimiento de un bosque talado). En resumen, la naturaleza no es en la perspectiva bí­blica un sistema fijo de ciclos que se repitan mecánicamente, sino un sistema en continua evolución.

c) Ideas y propuestas para una nueva ética del medio ambiente. También por influjo de los desastres ambientales, cada vez más graves y frecuentes desde los años sesenta, se ha impuesto con realismo la necesidad de establecer nuevas reglas de comportamiento humano frente al medio ambiente. Han surgido movimientos medioambientales, y las propias administraciones públicas, a través de la legislación, han contribuido eficazmente a que capas cada vez más numerosas de ciudadanos sientan el medio ambiente como algo propio y a lo que hay que prestar atención.

Durante los años setenta, y coincidiendo con el debate cientí­fico, económico y polí­tico sobre el medio ambiente, se ha venido desarrollando el interés de algunos grupos de filósofos por las relaciones entre el hombre y la naturaleza. Estos filósofos se han preguntado no tanto por los conceptos de bien, deber, justo o injusto, cuanto por lo que conviene y se debe o no hacer en problemas relacionados con el desarrollo de ciertas ciencias (medicina, biologí­a, ecologí­a, etc.), sin olvidar, por supuesto, la necesidad de construir o reconstruir modelos de racionalidad práctica.

Dos son los elementos que caracterizan a todas las éticas del medio ambiente: -el rechazo de concepciones morales tradicionales que sitúan al hombre fuera y sobre la naturaleza (es decir, de un antropocentrismo absoluto); -la ampliación del ámbito de la consideración moral, de manera que abarque no sólo a los hombres, sino también a las realidades no humanas presentes en un determinado marco medioambiental.

Este supuesto, va delineándose en el interior de la ética medioambiental contemporánea una doble orientación: -reconocimiento de un valor moral intrí­nseco a los objetos naturales y a las leyes reguladoras del funcionamiento del sistema natural (equilibrio, capacidad de sustentación, homeostasis, mecanismos de regulación del volumen de los números y de la población, etc.): se trata de una filosofí­a moral radicalmente anti-antropocéntrica; -reconocimiento de un valor moral derivado a los objetos naturales y a sus leyes, por considerarlos un bien cuya realización o puesta en práctica sirve a los fines o a los intereses de las comunidades humanas: se trata de una propuesta sobre la que hay que trabajar muy seriamente.

Entretanto se han venido desarrollando otras orientaciones de ética medioambiental: la orientación de liberación de los animales, la escuela de la ética de la vida, la escuela de la ética de la tierra.

Resumiendo, y en sintoní­a con lo expuesto anteriormente, parece que una ética medioambiental avanzada debe tener en cuenta dos hechos como base de una relación más correcta entre la sociedad humana y su contexto medioambiental: -los conocimientos elaborados por la investigación cientí­fica -en particular por la ecologí­a- acerca del funcionamiento de la naturaleza; -la realidad biológica y cultural del hombre, su pertenencia a la naturaleza, su distanciamiento de ella a través de la conciencia y la responsabilidad en la gestión de sí­ mismo y del propio medio.

Hacer de estos fundamentos cientí­ficos y metodológicos la base de un comportamiento más correcto del hombre para con el medio ambiente adquiere hoy valor estratégico. De aquí­ la necesidad de analizar también bajo el aspecto ético aquellos temas de la actividad humana en los que la relación hombre-medio ambiente tiene una incidencia cada vez más determinante: -el progreso: encaminándolo hacia la recuperación de la calidad de vida; -la tecnologí­a: desarrollando el valor que asume en cuanto obra de las manos y de la inteligencia humanas y subrayando que sus lí­mites son fruto no de la tecnologí­a en sí­, sino de la ambigüedad del comportamiento humano en el uso de la misma; -la coordinación entre economí­a y medio ambiente: pasando de la concepción errónea de un crecimiento económico ilimitado y basado en lo cuantitativo a un desarrollo en el que cantidad y calidad tengan igual dignidad y donde la disparidad entre paí­ses industrializados y paí­ses en ví­as de desarrollo (hambre, sed, endeudamiento exterior) se aborde desde un conceptopráctica de economí­a de austeridad y de reciclaje por parte de los paí­ses industrializados; -los problemas planteados por la población humana: resolviendo los graves problemas planteados por el crecimiento numérico (en una de las partes) y por el control de la natalidad (en la otra parte) a través de un tratamiento de los mismos en una óptica personal, de pareja y de comunidad; -el concepto-práctica de antropocentrismo: optando por un equilibrio en el que los humanos sean garantes y administradores del medio ambiente y de los correspondientes recursos y en el que se tienda al ejercicio de un dominio-servicio (o poder-servicio) en lugar de un dominio-explotación, el cual no se corresponde con la auténtica identidad biológica y cultural del ser humano; -una reflexión crí­tica acerca de la inclusión de la naturaleza en la esfera de la historia y de la ética que sirva de base a la práctica de la conservación dentro de un desarrollo de los recursos natúrales (agua, aire, suelo, plantas, animales, parques y áreas protegidas) y de los bienes culturales, como testimonio que sonde la identidad de las generaciones que nos han precedido; -la defensa del valor de cada una de lis realidades naturales del mundo no viviente y viviente y de la vida humana; -una nueva cultura de la ciudad, el medio que a lo largo de los siglos ha sido y es hoy el centro de la elaboración cultural: pasando de una huida de la ciudad a una nueva apropiación de la misma a través del desarrollo de una ética nueva, abarcadora de la naturaleza además de la ciudad; -la recuperación de los valores del pasado en la civilización actual de tecnologí­a avanzada: desarrollando un interés vivo por el futuro como objetivo ético de enorme urgencia e importancia; -la promoción del amor y del sentido de lo desinteresado como alternativa a la ética del homo homini lupus. En la naturaleza la relación entre la luz, las plantas, la oveja y el león es la de una competición, caracterizada por una depredación feroz: en estos procesos, en efecto, se basan el funcionamiento del medio natural y el grado de calidad del mismo. Pero ala inteligencia y al corazón humanos se les pide la superación de la depredación y de la competición, del comportamiento de consumo, del egoí­smo frí­o, de la polí­tica de poderí­o y de soledad propia del domimo-explotación para abrirse a una relación inédita, basada en el amor y la fraternidad, en la disponibilidad desinteresada, y llegar a un compromiso de participación en la evolución del medio ambiente. Una actitud así­ no es ciertamente instintiva, y el promoverla afianza la identidad de las personas, de la communitas y de la civitas; -el desarrollo de la capacidad de proyecto en todos los sectores comunitarios de la persona, en la enseñanza, en los medios de masas, en las artes y en las profesiones, en el urbanismo y en la administración del territorio. Proyectar para el mundo real, para un mundo que emerge desde un sistema de relaciones vivo, en continua evolución, entre factores, procesos, subsistemas naturales y culturales que lo configuran; -el desarrollo, en un momento de evidente transición cultural como es el actual, de la capacidad de escuchar las voces, a menudo subterráneas y anónimas, a menudo descompuestas e incluso irritantes, que se esfuerzan por llevar a la conciencia de la comunidad dramas y esperanzas de la situación actual del medio natural y del medio humano. Resulta difí­cil individuar estas voces; pero resulta todaví­a más difí­cil escucharlas y, con la responsabilidad del adulto, traducir su llamada en programas concretos.

Surge espontánea la referencia a los jóvenes. Toda fase de transición de la sociedad ha tenido jóvenes que han advertido de los riesgos y los han denunciado con modos y lenguajes provocativos. La desgracia que una época como la nuestra puede tener es la de que no existan profetas, que no exista disenso, que no exista demanda de participación ni exista espacio para una denuncia libre y desinteresada de peligros mortales. Pobreza y riesgos de una época en la que se culpabiliza demasiado a la ligera al disenso, al que se le considera inútil y estéril o se le cataloga de rebelión, de apatí­a, de falta de compromiso, de desesperación.

III. Una conclusión:
el mensaje de Francisco de Así­s
¿Por qué traer a escena a Francisco de Así­s al finalizar un asunto que atañe a la búsqueda de la formación de una nueva ética medioambiental?
Francisco de Así­s ha salido en los últimos decenios de una hagiografí­a marcadamente romántica y emocional y ha entrado, con la fuerza de un proyectista de raza, en la discusión acerca de la solución de la difí­cil relación entre hombre, naturaleza y ciudad. En 1982, octavo centenario de su nacimiento, los especialistas se preguntaron por las raí­ces de la presencia viva de Francisco de Así­s y de su mensaje. Los motivos resultan evidentes leyendo y cotejando el contexto histórico de su época y de la nuestra.

Francisco de Así­s vivió en el siglo xIII: época, como la nuestra, marcada por profundos cambios socioculturales y económicos. Con el desarrollo del comercio y la introducción de la moneda el siglo xin desarrolló la clase de los comerciantes, al margen de la sociedad agrí­cola y feudal. La ciudad fue asumiendo paulatinamente el liderazgo sobre el campo y el castillo. Los comerciantes desarrollaron un comportamiento de superioridad frente a la nobleza, asumieron mano de obra y, anticipándose a la época de la gran industria, pusieron en marcha en la ciudad las primeras formas de capitalismo y de sociedad del bienestar. Comercio, mercado de cambios y desarrollo del urbanismo requerí­an más terreno y materiales para la construcción de la ciudad y de su variada infraestructura, madera para la minerí­a y la metalurgia. Todo ello llevó al desmantelamiento de grandes extensiones de bosque, a hechos, graves algunos, comprometedores de la calidad del medio ambiente y a un comportamiento gradualmente más generalizado de reducción de la naturaleza a materia.

De esta sociedad rebosante de iniciativas, pero que junto a la novedad presentaba gérmenes de rapacidad y de crueldad, Francisco de Así­s no hizo un análisis cientí­fico o económico-social o polí­tico (aspectos todos ellos, por lo demás, importantes), sino que, sobre la base del ejemplo cargado de proyección, propuso un modo alternativo de vivir la relación hombre-naturaleza, hombre-ciudad. Y se le escuchó. En su atribulada y no larga vida, Francisco fue un infatigable tejedor de relaciones.

En el momento en que, abandonado y enfermo, siente la cercaní­a de la muerte, expresa esta relación en el Cántico de las criaturas: canto de la fraternidad cósmica, de la alegrí­a de vivir juntos, del agradecimiento.

A la pregunta sobre los fundamentos de la nueva ética medioambiental es necesario responder partiendo -y no se trata de una actitud deferentede las dos caracterí­sticas propias de la actitud de Francisco de Así­s respecto al medio ambiente, que remiten a una meditación del evangelio “sin glosa” y a la contemplación de la naturaleza como signo: -Francisco renunció al dinero, al poder-dominio, al consumismo, y eligió el sentido del lí­mite, la austeridad, la pobreza como valor y como “actitud de libertad” para poder desarrollar un trato familiar con Dios, con las cosas y con las personas, y una participación plena en la trama de las peripecias de la naturaleza y del medio humano; -Francisco de Así­s asistió, desgarrado, al contraste entre el proyecto original y su adaptación, y le faltó talento organizador. Si lo hubiera tenido, habrí­a entrado en la historia como el hombre de una cultura (caso de Inocencio III); pero no podrí­a ofrecer, como hoy lo hace a nosotros, que vivimos en un contexto cultural completamente diferente, motivos y orientaciones que guí­an en profundidad nuestro trabajo de búsqueda de una cultura medioambiental alternativa a la que tenemos.

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A. Moroni

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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral