ESCATOLOGIA

(gr., eschatos, último y logos, declaración ordenada). El estudio de las últimas cosas que sucederán en la tierra en esta edad. Se usa la palabra para cubrir el estudio de acontecimientos tan importantes como la segunda venida de Cristo, el juicio del mundo, la resurrección de los muertos y la creación de los cielos nuevos y la tierra nueva. Los temas relacionados incluyen el reino de Dios, el milenio, el estado intermedio, el concepto de la inmortalidad y el destino eterno de los malvados.

Ya que Dios controla la historia (incluyendo su fin), el creyente ha de tener esperanza. Para hacer justicia a la tensión dentro del NT entre la salvación ya experimentada (parcialmente) y la salvación todaví­a no experimentada (completamente), es útil hablar de la escatologí­a inaugurada y la escatologí­a cumplida. El pueblo de Dios está viviendo en los últimos dí­as, pero todaví­a no ha llegado el último dí­a. La nueva edad irrumpió en esta época malvada cuando Cristo fue resucitado de los muertos, pero lo nuevo todaví­a no ha reemplazado completamente lo antiguo. El Espí­ritu de Cristo trae a la edad presente la vida de la edad por venir; así­ que lo que ofrece es las primicias (Rom 8:23) y es las arras de la plenitud de la vida por venir (2Co 1:22; 2Co 5:5; Eph 1:14).

Como gente de la nueva edad que todaví­a vive en el mundo y la edad antigua, la iglesia está llamada a participar en misiones y evangelismo (Mat 24:14; Mat 28:19-20) hasta que Cristo regrese a la tierra. Las señales de los tiempos —es decir, que el fin es seguro y está cercano— incluyen la evangelización del mundo, la conversión de Israel (Rom 11:25-26), la gran apostasí­a (2Th 2:1-3), la tribulación (Mat 24:21-30) y la revelación del anticristo (2Th 2:1-12).

I. La Segunda Venida. Se usan tres palabras gr. —parousia (presencia, 1Th 3:13), apokalypsis (revelación, 2Th 1:7-8) y epiphaneia (aparición,2Th 2:8)— para el regreso personal, visible y glorioso de Jesús (Mat 24:30; Act 1:11; Act 3:19-21; Phi 3:20).

II. La resurrección de los muertos. Cristo es el primogénito de los muertos (Rom 8:11, Rom 8:29; Col 1:18) y las primicias de la resurrección de todos los creyentes (1Co 15:20). Cada persona que haya vivido se levantará de los muertos (Dan 12:2; Joh 5:28-29; Act 24:15); pero la resurrección de los malvados será el comienzo del juicio de Dios sobre ellos, mientras que la resurrección de los justos será el comienzo de su vida en Cristo. Los cuerpos resucitados de los justos serán incorruptibles, gloriosos y espirituales (1 Corinitos 15:35 ss.), y semejantes al cuerpo glorioso de Cristo (Phi 3:21).

III. El juicio.

Hay dos maneras en las cuales los estudiosos bí­blicos conservadores ven la doctrina del juicio. Una es decir que habrá un juicio futuro en el cual Jesucristo juzgará a las naciones y a cada persona que haya vivido jamás. Este juicio es un examen de los motivos y las acciones de cada uno, creyente e incrédulo, junto con el juicio basado en esta evidencia (Mat 11:20-22; Mat 12:36; Mat 25:35-40; 2Co 5:10) y en la respuesta humana a la voluntad conocida de Dios (Mat 16:27; Rom 1:18-21; Rom 2:12-16; Rev 20:12; Rev 22:12). Hay recompensas espirituales en la edad por venir para aquellos que han servido al Señor fielmente en esta vida (Luk 19:12-27; 1Co 3:10-15; comparar Mat 5:11-12; Mat 6:19-21).

La otra forma de ver el juicio acepta los principios de la primera pero los distribuye en varios juicios: de los pecados de los creyentes (en el Calvario), de las obras del creyente (en el momento del arrebatamiento), de los gentiles individuales (antes del milenio), del pueblo de Israel (antes del milenio), de los ángeles caí­dos y de los malvados (después del milenio).

IV. Felicidad eterna en el nuevo orden de existencia (nuevos cielos y nueva tierra). El antiguo universo será regenerado maravillosamente (Isa 65:17-25; Isa 66:22-23; Act 3:19-21; Rom 8:19-21; 2Pe 3:12; Rev 21:1-4). Aquellos que tienen cuerpos de resurrección morarán con Dios en un universo regenerado, en el cual el cielo, como lugar y esfera de Dios, no está separado sino que más bien está presente.

V. Sufrimiento y castigo eterno en el infierno. Jesús mismo dijo más acerca del infierno que cualquier otro escritor u orador del NT (p. ej., Mat 5:22, Mat 5:29-30; Mat 10:28; Mat 13:41-42; Mat 25:46). Por medio de una variedad de cuadros e imágenes, el NT presenta una descripición temible del sufrimiento eterno de los que han rechazado el evangelio.

VI. Inmortalidad. Sólo Dios posee verdadera inmortalidad (aphtharsia, 1Ti 6:16) porque es la fuente eterna de vida. Los seres humanos fueron creados para la inmortalidad (en lugar de ser creados con almas inmortales) y esta inmortalidad, en el sentido de recibir y disfrutar de la vida de Dios, se le da a los justos en el momento de la resurrección de los muertos, en y por medio del don de un nuevo cuerpo imperecedero e inmortal (1Co 15:53-55). Nunca se dice que los malvados tengan inmortalidad o que existan eternamente en cuerpos inmortales, ya que el uso de la inmortalidad en el NT es para describir la inmunidad de la muerte y la corrupción que resulta de compartir en la vida divina.

VII. El estado intermedio. Con frecuencia se llama estado intermedio a la existencia de aquellos que mueren antes de la Segunda Venida. La parábola del hombre rico y Lázaro (Luk 16:19-31) sugiere que hay una existencia consciente y que puede ser de sufrimiento o de descanso/felicidad. Ciertamente el NT señala el consuelo y la seguridad de aquellos que mueren como discí­pulos de Jesús (Luk 23:42-43; 2Co 5:6-8; Phi 1:21-23; 1Th 4:16; ver HADES; ver PARAISO; ver SEOL).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(doctrina de las cosas postreras, de los últimos tiempos).

1- Comienza con la Primera Venida de Cristo, profetizada 300 veces en el Antiguo Testamento.

2- Culmina con la Segunda Venida de Cristo, profetizada 500 veces en el A.T, y 300 veces en el N.T.

3- Orden de la Segunda Venida: Mateo caps. 24 y 25: (Mc.13, Lc.21).

– 5 senales, que irán en aumento, como los dolores de parto: Mat 24:1-14.

– Abominable Desolación: Mat 24:1520.

– La Gran Tribulación: Mat 24:21-28.

– Segunda Venida de Cristo: Mat 24:29-41.

Sobre las nubes:Mat 24:30.

El Arrebato, Mat 24:39-41.

– El Juicio Fina: Mat 25:31-46.

4- Las 5 Parábolas del Fin.

– La Higuera, Mat 24:32-35.

– Como un ladrón, como en los tiempos de Noé, Mat 24:36-45.

– El Siervo prudente, Mat 24:45-51.

– Las 10 ví­rgenes, Mat 25:1-13.

– Los talentos, Mat 25:14-30.

Por no entender este orden tan claro de Mateo, ha habido muchos errores y herejí­as al interpretar el Apocalipsis, Daniel, y Tesalonicenses 1 y 2.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Palabra técnica que no aparece en la Biblia. Los eruditos la utilizan combinando dos vocablos griegos: eschatos (últimas cosas) y logos (estudio, enseñanza). Viene a ser, entonces, la doctrina de las últimas cosas. Como tal, está í­ntimamente relacionada con el futuro y, por tanto, con la profecí­a bí­blica.

Se nos enseña en 2Pe 1:19 : †œTenemos también la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el dí­a esclarezca†. Muchos errores y problemas han surgido en la historia de la Iglesia porque siempre aparecen individuos o escuelas de pensamiento que pretenden alumbrar allí­ donde la Biblia dice que está oscuro. El futuro, dice Pedro, es un †œlugar oscuro†. La profecí­a es una luz, pero no una luz total, sino †œcomo una antorcha que alumbra en un lugar oscuro†. Cuando encendemos una antorcha dentro de una cueva llena de tinieblas, podemos ver el contorno de las cosas, pero no el detalle de ellas. Se producen sombras y reflejos, perfiles y contrastes. Pero aunque no veamos los detalles, el alumbrarnos con la antorcha nos permite dirigir sabiamente nuestros pasos. Ese es el propósito de la profecí­a.
no nos ha dado detalles de lo que va a acontecer en el futuro, pero sí­ nos ha provisto de unos lineamientos generales que nos indican que los acontecimientos se mueven hacia una culminación grandiosa en la cual su nombre va a ser universalmente exaltado. Mientras tanto, nos ha revelado lo que consideró que debí­amos saber. Así­ lo hizo también con su pueblo en el AT ( †¢Esperanza. †¢Mesí­as). Nos habla lo necesario sobre la †¢inmortalidad, la †¢muerte, el llamado estado intermedio, el †¢juicio final, el †¢cielo, el †¢infierno, etcétera. Todos estos temas forman parte de la e. Sin embargo, la mayorí­a de las personas, cuando se menciona la palabra e., piensan mayormente en la segunda venida de Cristo, las señales que la antecederán, el anticristo, el milenio, etcétera.

El estado intermedio. Los eruditos utilizan este término técnico que no aparece en la Biblia cuando se preguntan cuál serí­a la condición de los hombres inmediatamente después de la †¢muerte y antes de la †¢resurrección. La divergencia de opiniones sobre el tema se agudiza en el caso de personas que no creen en la existencia del alma separada del cuerpo. Pero, aun en el caso de los que piensan positivamente sobre el particular, se levanta la pregunta: ¿Qué pasa con el †¢alma, de la cual habló el Señor diciendo que hay †œlos que pueden matar el cuerpo, mas el a. no pueden matar†? (Mat 10:28). Aunque la mayorí­a de las confesiones cristianas afirman que el alma sigue viviendo después de la muerte, difieren mucho en cuanto a lo que sucede con ésta después de separarse del cuerpo. Algunos piensan que los justos simplemente descansan o duermen esperando el dí­a de la resurrección. Otros entienden que en ese descanso el alma mantiene su conciencia. Durante la Edad Media llegó a elaborarse la doctrina del purgatorio, según la cual las almas de los hombres que no habí­an muerto enteramente justos, iban a un lugar donde sufrí­an ciertas penas que las purificaban, antes de pasar al estado de beatitud en el cielo. Esta doctrina fue rechazada por la Reforma. Las diferencias de opiniones se acentúan en gran parte porque la Biblia misma no da detalles sobre el particular. A los hombres les parece gran cosa el tiempo entre la muerte fí­sica y la resurrección, pero hay que dudar de que eso le preocupe a Dios, pues para †œcon el Señor un dí­a es como mil años, y mil años como un dí­a† (2Pe 3:8).
apóstol Pablo escribió a los Filipenses, diciendo: †œPorque para mí­ el vivir es Cristo, y el morir es ganancia. Mas si el vivir en la carne resulta para mí­ en beneficio de la obra, no sé entonces qué escoger … teniendo deseo de partir y estar con Cristo, lo cual es muchí­simo mejor; pero quedar en la carne es más necesario por causa de vosotros† (Flp 1:22-24). También a los Corintios dijo: †œEntretanto que estamos en el cuerpo, estamos ausentes del Señor … pero procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables† (2Co 5:6-9). Las expresiones †œestar en el cuerpo† y †œausentes del cuerpo … presentes al Señor† hablan de la existencia del alma, que puede estar en el cuerpo o fuera de él. Después de la muerte, entonces, Pablo querí­a †œestar con Cristo, lo cual es muchí­simo mejor†. Eso indica que más allá de la muerte lo que espera al cristiano es un estado de bienaventuranza junto al Señor Jesús.

La segunda venida de Cristo. Los eruditos llaman a esto †œla parusí­a†. El NT está lleno de alusiones y firmes promesas sobre un regreso personal de Cristo a la tierra. En los Evangelios, el Señor mismo lo promete constantemente †œPorque el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a sus obras† [Mat 16:27]; †œVelad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor† [Mat 24:42]; †œVosotros, pues, también, estad preparados, porque a la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrᆝ [Luc 12:40]; †œVendré otra vez, y os tomaré a mí­ mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis† [Jua 14:3]). Esto era esperado por todos los que creyeron en él, como se demuestra en la predicación de los apóstoles después de la resurrección. Pedro, por ejemplo, predicó del Señor Jesucristo: †œA quien de cierto es necesario que el cielo reciba hasta los tiempos de la restauración de todas las cosas† (Hch 3:21). Y más tarde,contestando a los que decí­an: †œ¿Dónde está la promesa de su advenimiento†, explicaba: †œEl Señor no retarda su promesa…. Pero el dí­a del Señor vendrᆝ (2Pe 3:4, 2Pe 3:9-10). El apóstol Pablo hablaba frecuentemente de la segunda venida de Cristo. Decí­a que es †œpreciso que él reine† (1Co 15:25). Los tesalonicenses se habí­an convertido †œpara servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual resucitó de los muertos† (1Te 1:9-10). Pablo les animaba a estar preparados para †œla venida de nuestro Señor Jesucristo con todos sus santos† (1Te 3:13), porque †œel dí­a del Señor vendrá así­ como ladrón en la noche† (1Te 5:2). El escritor de Hebreos dice: †œCristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos; y aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan† (Heb 9:28). Santiago exhortaba: †œPor tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida del Señor† (Stg 5:7). El Apocalipsis, escrito por el apóstol Juan, presenta numerosos cuadros proféticos que anuncian el regreso de Cristo. Y termina con una ratificación de esa promesa: †œCiertamente vengo en breve. Amén; sí­, ven, Señor Jesús† (Apo 22:20).

¿Cuándo? El Señor Jesús dijo varias veces que sus seguidores no sabrí­an cuándo esto acontecerí­a. (†œVelad, pues, porque no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor† [Mat 24:42]; †œVosotros, pues, también, estad preparados, porque a la hora que no penséis, el Hijo del Hombre vendrᆝ [Luc 12:40]; †œVelad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente…† [Mar 13:35]). Más aún, el Señor decí­a que ni él mismo lo sabí­a (†œPero de aquel dí­a y de la hora nadie sabe, ni aun los ángeles que están en el cielo, ni el Hijo, sino el Padre† [Mar 13:32; Mat 24:36]). Cuando los discí­pulos le preguntaron sobre el particular, les dijo: †œNo os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad† (Hch 1:7).
obstante todo esto, desde los mismos tiempos apostólicos se han venido haciendo especulaciones para determinar una fecha o, a lo menos, la época del retorno de Cristo, muchas veces basándose en algunas de sus propias palabras, incorrectamente interpretadas. La prueba de que esos errores vienen de los tiempos apostólicos puede verse en el hecho de que los apóstoles mismos tuvieron que aclarar a los creyentes la verdad, en vista de ciertos movimientos que se levantaban entre ellos. Pablo tuvo que explicar a los Tesalonicenses: †œPero con respecto a la venida de nuestro Señor Jesucristo, y a nuestra reunión con él … no os dejéis mover fácilmente de vuestro modo de pensar … no os conturbéis … ni por carta como si fuera nuestra, en el sentido de que el dí­a del Señor está cerca…. porque no vendrá sin que antes venga la apostasí­a† (1Te 2:1-4). Pedro aclaró que †œel Señor no retarda su promesa … sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca† (2Pe 3:9). Hay que apuntar, sin embargo, que teniendo en cuenta todas las Escrituras que hablan sobre la segunda venida de Cristo, resulta evidente que ha sido la voluntad de Dios que todos sus hijos la esperen con un sentido de inminencia, de forma tal que eso mismo les impulse a mantenerse velando contra el pecado y la contaminación.

Las señales de los tiempos. Esta expresión fue utilizada por el Señor Jesús en Mat 16:3, cuando dijo a los fariseos: †œÂ¡Hipócritas! que sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis!† Es claro que esas señales se relacionaban con la llegada del †¢reino de los cielos. Sin embargo, en la mente de los israelitas también estaba el pensamiento de que el fin del mundo serí­a precedido por una serie de acontecimientos de tal prodigiosidad que servirí­an a manera de aviso de su llegada. Por eso los discí­pulos le preguntaron: †œDinos, ¿cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?† (Mat 24:3). El Señor Jesús, sabiendo que el pensamiento generalizado era que habrí­a señales anunciadoras de la culminación del reino de Dios, advirtió: †œEl reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo aquí­, o helo allí­† (Luc 17:20-21). Por lo tanto, las descripciones que se hacen sobre †œguerras y rumores de guerras† y que †œse levantará nación contra nación, y reino contra reino; y habrá pestes, y hambres, y terremotos en diferentes lugares…† (Mat 24:5-14) no fueron dichas como que pertenecerí­an a una época especí­fica de la historia después de la ascensión y antes del retorno de Cristo, sino más bien a todo el perí­odo entre los dos eventos. Mientras que, por otra parte, †œserá predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin†. Incluso el Señor, cuando hablaba así­, anunció la destrucción de Jerusalén, la cual tuvo lugar unos cuantos años después de su muerte (70 d. C.).
entender, entonces, que el Señor nos dijo que debí­amos esperar la predicación de su evangelio por todo el mundo. Por lo tanto, los creyentes deben estar interesados en la obra misionera, a fin de que todas las naciones sean alcanzadas por el evangelio y tengan la oportunidad de oí­r sobre la persona del Señor Jesús. Otro asunto que debe ser observado con atención es el trato de Dios con su pueblo Israel. Pablo dice †œque ha acontecido a Israel endurecimiento en parte, hasta que haya entrado la plenitud de los gentiles†, es decir, hasta que el evangelio haya sido predicado a todas las naciones (Rom 11:25). Pero después, según el apóstol, †œtodo Israel será salvo† (Rom 11:26). De manera que los acontecimientos alrededor del pueblo de Israel tienen especial significación para los intereses proféticos. A pesar de diferentes énfasis en sus exposiciones, la mayorí­a de los eruditos concuerdan en esperar un gran movimiento del Espí­ritu Santo en ese pueblo, y su final conversión. Las divergencias giran alrededor de las interpretaciones que se dan al uso de la palabra †œIsrael†. Si se refiere a la nación como la conocemos hoy, o si se trata de los justos judí­os a través de la historia, o si es la conjunción de los elegidos, tanto judí­os como gentiles.

La gran tribulación. El Señor Jesús enseñó que sus seguidores serí­an muy perseguidos. Pero habló también de un perí­odo especial en el cual la persecución y los sufrimientos por su nombre serí­an agudizados (†œ… porque habrá entonces gran tribulación, cual no la ha habido desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá, y si aquellos dí­as no fuesen acortados, nadie serí­a salvo; mas por causa de los escogidos, aquellos dí­as serán acortados† [Mat 24:21-22]). Añadió: †œE inmediatamente después de la tribulación de aquellos dí­as, el sol se oscurecerá…. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo…. y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria… Y enviará sus ángeles con gran voz de trompeta, y juntarán sus escogidos† (Mat 24:29-31). De manera que la segunda venida de Cristo estará precedida por una gran crisis mundial, cuando el pecado personal y colectivo de los hombres hará metástasis en todas las esferas de la vida.

El anticristo. El Señor Jesús habí­a advertido que †œvendrán muchos† en su †œnombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a muchos engañarán† (Mat 24:5). Dijo también que se levantarí­an †œfalsos Cristos, y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios† (Mat 24:24; Mar 13:21-22). Juan, en sus epí­stolas, hablando del †œúltimo tiempo†, dice que ya han surgido muchos a., pero que, a la vez, †œel a. viene†, como una cosa futura (1Jn 2:18).
en Daniel se profetizaba sobre una persona, un rey que †œhará su voluntad, y se ensoberbecerá, y se engrandecerá sobre todo dios†, oponiéndose al †œDios de los dioses†, no haciendo caso de él †œni del amor de las mujeres†, honrando †œal dios de las fortalezas† (Dan 11:36-39). Este personaje es llamado por Pablo †œel hombre de pecado, el hijo de perdición†, que †œse opone y se levanta contra todo lo que se llama Dios o es objeto de culto; tanto que se sienta en el templo de Dios como Dios, haciéndose pasar por Dios† (2Te 2:3-4).
†œinicuo cuyo advenimiento es por obra de Satanás, con gran poder y señales y prodigios mentirosos†, usará de †œtodo engaño de iniquidad†. Los que han sido incrédulos le creerán a él, pues †œDios les enví­a un poder engañoso, para que crean la mentira, a fin de que sean condenados todos los que no creyeron a la verdad† (2Te 2:8-12). Estos engaños portentosos inducirán a los hombres a la idolatrí­a, pues hasta logrará †œinfundir aliento a la imagen de la bestia† que se confeccionará, introduciendo, además, un sistema de control mundial para †œque ninguno pudiese comprar ni vender, sino el que tuviese la marca o el nombre de la bestia†, según expone Apo 13:11-18. Pero a este inicuo †œel Señor matará con el espí­ritu de su boca, y destruirá con el resplandor de su venida† (2Te 2:8).
la historia de la Iglesia se han propuesto diversas interpretaciones, casi siempre tratando de identificar al a. con algún personaje. Como es natural, los fracasos en este sentido han sido estrepitosos. Pero no hay duda de que en el momento de su aparición en el escenario mundial, los creyentes que estén vivos entonces estarán en la capacidad de identificarlo.

El milenio. En el capí­tulo 20 de Apocalipsis, se utiliza unas seis veces la expresión †œmil años† (Apo 20:2-3, Apo 20:4-5, Apo 20:6 y 7). Basándose en esa fuente se acuñó el término técnico †œmilenio†. Dentro de la apocalí­ptica judí­a, este libro está compuesto por una serie de figuras, visiones y representaciones simbólicas. Son muchos los números que utiliza. Así­, habla de siete iglesias, cuatro seres vivientes, veinticuatro ancianos, siete espí­ritus de Dios, siete sellos, cuatro vientos de la tierra, ciento cuarenta y cuatro mil sellados, un ejército de doscientos millones, etcétera. Muchos eruditos miran a esos números con un sentido estrictamente matemático, sin atribuirles ningún papel figurado o representativo, alegando así­ que interpretan el Apocalipsis en sentido literal. Pero parece difí­cil tomar en sentido literal, por ejemplo, que Dios tiene siete espí­ritus, o que la tierra sólo tenga cuatro vientos.
pesar de esto, es tradicional que entre los eruditos se entienda que cuando el Apocalipsis habla de mil años, se está hablando en un estricto sentido matemático. Así­, surge muy temprano en la Iglesia la idea de que la expresión apunta a un perí­odo de mil años en el futuro, en el cual existirá un estado de prosperidad y paz en el mundo, bajo el gobierno de Cristo, estando Satanás impedido de actuar por ese tiempo.
de esa manera de pensar, se han levantado entre los cristianos diversas escuelas de interpretación del milenio. Las principales son: a) el amileniarismo, que no cree que Ap. 20 hable de un perí­odo futuro, sino de toda la historia de la Iglesia, pues Satanás ha sido ya atado por la muerte de Cristo en la cruz; b) el postmileniarismo, que piensa en un perí­odo matemático de mil años, tras los cuales se producirá la segunda venida de Cristo; c) el premileniarismo, que también cree en un perí­odo matemático de mil años, antes del cual vendrá Cristo. Sin embargo, los que así­ piensan se dividen en tres grupos: los pretribulacionistas, que creen que la iglesia no pasará por la gran tribulación, sino que será arrebatada antes; los mediotribulacionistas, que opinan que la iglesia será raptada en medio de la gran tribulación; y los postribulacionistas, que afirman que esto sucederá después de la gran tribulación.

Lo que todos creen. A pesar de las diferencias de opinión sobre †œlos tiempos y las sazones†, la inmensa mayorí­a de los creyentes esperan el retorno de Jesucristo, en persona, para reinar en el mundo, hacer juicio y someterse a sí­ mismo a Dios. †¢Cielos. †¢Eternidad. †¢Infierno. †¢Inmortalidad. †¢Juicio final. †¢Resurrección.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, ESCA DOCT

ver, APOCALIPSIS, DANIEL, MILENIO

vet, La doctrina de las últimas cosas. Trata tanto del futuro del individuo como de los destinos eternos de la humanidad, así­ como en general del desarrollo del plan profético de Dios a través de la Historia. El foco de interés se halla en el establecimiento del Rey en un reino de Dios. Habiendo fracasado el primer Adán como cabeza de la creación en mantenerse él mismo sometido a Dios, Satanás viene a ser el dios de este mundo. El desarrollo de la historia de la Redención y del futuro y definitivo establecimiento del Reino de Dios por parte del Hijo del hombre, el Segundo Adán, el Dios-hombre, es lo que constituye el centro de toda la escatologí­a. El primer paso en este establecimiento se da en la batalla de la cruz, en la que Satanás pierde su poder. El segundo paso será cuando el Resucitado, que “destruyó mediante la muerte al que tení­a el imperio de la muerte, es a saber, el diablo” (He. 2:14), venga a hacer efectiva su victoria, y a tomar el dominio que ya le pertenece en virtud de la redención consumada por El. La Biblia marca una marcha histórica, que está revelada a través de toda ella, pero muy especialmente en los libros proféticos. El primer anuncio, después de la Caí­da, acerca de la instauración del reino, se halla en el protoevangelio (Gn. 3:14-15). Allí­ se halla el germen escatológico, que va ampliándose en cí­rculos que abarcan cada vez más y más, a través de la promesa dada a Abraham, de que en su simiente serí­an benditas todas las naciones de la tierra (Gn. 12:3; 22:18). Se suceden diversas promesas, dándose el cetro del reino a la descendencia de Judá (Gn. 49:10). Este queda después circunscrito a la descendencia de David, con la promesa de un trono eterno (2 S. 7:8-29; 1 Cr. 17:7-27), el cual es confirmado con el nuevo pacto (Jer. 31:31-37; 33:14- 17), el cual se cumple en Jesús, hijo de David según la carne (Lc. 1:30-33). Hay numerosas menciones a este reino por diversos pasajes de las Escrituras. Notable entre ellos es el salmo 2. Pero la estructura básica del desarrollo escatológico se halla en Daniel y Apocalipsis, que proveen el marco cronológico. (Véanse APOCALIPSIS, DANIEL, MILENIO, y las bibliografí­as correspondientes. Véanse también los breves esquemas en el cuadro que acompaña a este artí­culo.)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Es la ciencia del más allá (skatos, lo último, en griego; logos, tratado). Como ciencia teológica, o parte de la Teologí­a cristiana, se dedica a explorar, interpretar y exponer los misterios que se refieren a los últimos tiempos o a las últimas realidades del hombre. Su objeto son las postreras situaciones de los creyentes, o “postrimerí­as” (últimos dí­as), tanto desde las expectativas individuales, como en el contexto del Pueblo que camina hacia un destino designado por el Creador.

En Teologí­a católica se entiende la Escatologí­a como estudio a la luz de la fe, es decir de la Palabra divina, de las enseñanzas del Magisterio, de la Tradición de la Iglesia y de la reflexión de la inteligencia del creyente, que tiene por objeto lo que Dios tiene reservado a los hombres en el más allá.

1. Centro de referencia
En una buena y objetiva visión escatológica, la esperanza en la venida del Hijo de Dios a “juzgar con poder y majestad” a los hombres tiene que ser el centro básico de referencia. Es doctrina que se recoge en el Sí­mbolo apostólico y en los demás credos de la antigüedad. Y supone que el hombre es caminante en este mundo, donde se halla de paso, y que su destino se orienta al más allá.

Individualmente el hombre busca el significado de ese más allá. En cuanto miembro del Pueblo de Dios que camina por la vida, trata de ser coherente con las enseñanzas colectivas y perfilar su explicación “eclesial” de esas realidades.

Evidentemente, el elemento de referencia para el cristiano no puede ser otro que Jesús triunfante. El mismo anunció su última venida dentro del plan grandioso de la salvación y el hombre sólo puede explicar las realidades del más allá por la fe que preste en el más acá a las enseñanzas del Señor.

De alguna forma el cristiano se siente llamado a participar en el gran triunfo de Jesús y teme sentirse alejado de él si su comportamiento en este mundo no está conforme con los planes divinos.

El triunfo de Jesús, Dios y hombre, se halla en el centro del pensamiento escatológico cristiano. En nada se parece a las mitologí­as cósmicas de las religiones antiguas (egipcias, babilónicas y persas) y tampoco a las modernas, aunque se denominen cristianas, como acontece con los movimientos adventistas, milenaristas o con los “Santos de los últimos dí­as”.

La Escatologí­a católica, por ser bí­blica y evangélica, es una contemplación cristocéntrica del futuro Reino de Dios, en donde la caridad y la esperanza adquieren la dimensión principal en la mente y en el corazón de los creyentes.

Sólo estudiando lo que Jesús y la Escritura dijeron y dicen se puede tener una idea real sobre los acontecimientos que sobrevendrán en los últimos tiempos, si bien no se desvela el misterio de lo que “tiene Dios reservado para aquellos que le aman… por que ni ojo vio ni oí­do oyó nada de ello.” (1 Cor. 2.9).

Lo que sí­ podemos reconocer y declarar es que los últimos dí­as para cada persona son los últimos instantes de su vida mortal, ya que una vez trascendida la existencia terrena se ha terminado para cada ser humanos las categorí­as del espacio y del tiempo.

Sólo de forma analógica podemos hablar en este mundo de nuestras realidades aplicadas al otro, aunque precisemos algún tipo de lengua para expresar creencias y expectativas.

Ni la fantasí­a literaria ni las invenciones de los pintores o escultores ni la creatividad derrochada en las demás artes expresivas de los hombres, resultan suficientes para una aproximación al misterio inexplicable del más allá.

Por eso los temas escatológicos requieren actitudes de fe cristiana y no alardes de imaginación visionaria. Se inspiran en la fe de un Dios Supremo, que ha enviado al Hijo al mundo. El Dios encarnado, Jesucristo, ha sido constituido Señor de vivos y muertos y a todos deberá recibir como Juez universal, justo y misericordioso, al final de los tiempos: de los tiempos de cada uno, cuando la vida se acabe, y de los tiempos de la comunidad total de los creyentes, cuando se termine la Historia.

Los hombres pasamos nuestra vida en la confianza de la ayuda e intercesión de Jesús resucitado y glorificado. Miramos nuestra muerte y nuestro más allá con los ojos puestos en la obra salvadora de Jesús. Esperamos la segunda venida del Señor con la serena alegrí­a de que vendrá para salvar y no para condenar, como en su primera venida desempeñó su misericordiosa misión de salvación universal. Los antiguos llamaban a la venida de Jesús “parusia” (paraousia, presencia). Hoy nos gusta denominarla triunfo final del amor y de la verdad del mismo Jesús.

2. Temas escatológicos
La venida de Jesús como Señor de la vida, de la historia y del mundo, es el tema central de la Escatologí­a cristiana. Jesús no puede ceder el lugar a ninguna otra consideración, al menos desde la perspectiva de la fe cristiana. La Escatologí­a no estudia realidades antropocéntricas, sino cristocéntricas.

A veces se pretenden mezclar con ellas cuestiones cientí­ficas, como el final fí­sico o cosmológico del universo, o filosóficas, como la posibilidad e identidad de la vida posterior a la muerte. Nada de lo que no esté centrado en la venida del Señor tiene cabida estrictamente en la escatologí­a cristiana, aunque sirva para elaborar formulaciones o hallar modos expresivos asequibles
El hecho de que los cristianos creamos y confesemos que “Jesús vendrá al final de los tiempos a juzgar a los vivos y a los muertos y que su Reino no tendrá fin”, abre la puerta a otras consideraciones escatológicas
Los temas escatológicos, pues, se centran en los elementos siguientes: – Con la parusia, o venida del Señor, se vinculan multitud de interrogantes: tiempos, modo, lugar, señales y protagonistas, que no hayan más respuesta que lo que el mensaje cristiano ha podido comunicar.

– La muerte de cada hombre, cuando la hora señalada por Dios llega, abre la lista. Los hombres sienten permanente miedo al morir y por eso en todas las culturas y razas se han multiplicado sus teorí­as sobre el destino ultraterreno. El pensamiento cristiano, a la luz de la Revelación y del Evangelio, ha tenido mucho esmero en responder a los interrogantes trascendentes.

Del mismo modo se valora la enfermedad, el dolor, el peligro y el misterio del sufrimiento. Es el tránsito lento hacia el más allá y en esa perspectiva tiene sentido y explicación.

– El juicio particular para cada uno inquieta. Convencidos de la existencia de la otra vida, en donde la justicia divina debe estar presente sin limitación de tiempo, los hombres se sienten inmortales y llenos de esperanza.

– La resurrección de cada hombre al final de los tiempos es una persuasión. La llamada del más allá queda latiendo en el cuerpo que se desintegra en el sepulcro y algo misterioso habla de resurrección de ese cuerpo, que se unirá al alma real que poseemos y volveremos a la reconstrucción de nuestra identidad.

– El cielo como premio y el infierno como castigo eterno o el purgatorio como castigo temporal antropológicamente se colocan en el mismo nivel de reflexión. Pero su identidad es esencialmente diferente, como el odio lo es del amor. Son estados, situaciones, hechos, realidades, más que lugares.

El cielo es un estado o una situación de encuentro estable con Dios, de la que se beneficia el que se ha salvado por la misericordia divina. La recompensa más grandiosa de ese estado será la amistad con Dios y la misteriosa visión beatí­fica, por la cual nos adentraremos directamente en la esencia divina.

El infierno será lo contrario: la soledad eterna de quien no quiso adherirse en vida a Dios. Será también un estado más que un lugar, en el cual el hombre pecador y no arrepentido antes de su muerte, se sentirá alejado de Dios y deprimido por la pérdida del más maravilloso de los bienes. El tormento más significativo de ese estado de condenación será la conciencia clara de la propia culpabilidad, así­ como la eternidad de semejante situación, al haberse terminado el tiempo de los actos libres.

Los cristianos creen con temor y reverencia en el misterio del cielo y del infierno y evitan refugiarse en metáforas sensoriales y antropomórficas para entender la realidad.

– El Purgatorio es el recurso, estado o situación transitoria de limpieza espiritual. La salvación eterna implica perfecta limpieza de penas y culpas contraí­das.

Como la experiencia nos indica que muchos hombres mueren sin tiempo de haberse arrepentido de sus múltiples imperfecciones, los cristianos tienen conciencia de ese estado o lugar en el que se produce la conveniente purificación y en donde todaví­a se puede ayudar a los que en él se hallan.

– El fin del mundo, que como criatura es necesariamente perecedero, suscita la pregunta de su momento o de su realidad. La limitación energética y cronológica de la misma materia nos dice que no puede ser otra manera. Pero queda latiendo en la mente reflexiva la posible existencia de algo posterior, que ya no será la realidad fí­sica, pero que será diferente de la nada absoluta.

– El juicio final, universal y total, se halla vinculado con el final del mundo, de modo que después todo quedará en la serenidad activa de la visión divina o con el castigo irremediable y eterno de los malvados.

– Otro temas resultan ambiguos y difí­ciles de explicar, pero no imposibles de aceptar. Tales son la posible existencia de un “Limbo de justos” o estado, situación o lugar en que permanecieron las almas de los justos antes de la acción redentora del Señor; o el “Limbo de los niños”, para aquellos que se hallan con sólo el pecado original al morir. Son cuestiones alejadas de los intereses catequí­sticos, por cuanto se basan en opiniones de teólogos especulativos más que en las urgencias del Evangelio.

3. Catequesis de la esperanza
Las postrimerí­as siempre suscitaron en los cristianos temor, dolor, sorpresa, curiosidad o desconfianza. Su misteriosa identidad o su indiscutible realidad hicieron a los hombres sospechar, buscar y desear respuestas claras.

Los ritos funerarios de todos los pueblos se hallan llenos de signos de dolor y de tristeza y los sufragios fueron signo de sus creencias en el más allá. En la catequesis hay que dar respuestas a los interrogantes, pero es más conveniente adelantarse a sembrar mensajes de esperanza y de confianza en Jesús triunfador del pecado y de la muerte.

Se debe enseñar al cristiano a valorar el más allá con perspectivas de fe y en función de la misericordia de Cristo resucitado.

Tenemos conciencia de que la vida del hombre es limitada sobre la tierra y que el destino del mundo es pasajero. Herederos ricos de una historia de fe, aceptamos los designios de Dios sobre toda nuestra vida. Sabemos que existe un más allá y nos preparamos en este mundo para afrontarlo un dí­a en amistad divina. Mientras Dios nos concede vida y salud, hacemos obras de misericordia y compadecemos a quienes carecen de luz interior suficiente para dar sentido a su comportamiento terreno
Algunos criterios deben estar siempre presentes en los catequistas al hablar de estos misterios del más allá.

1. La figura de Cristo resucitado y la certeza de nuestra propia resurrección personal debe presidir creencias y consideraciones, sin dejarse impresionar por otros mensajes exóticos o esotéricos con los que se pueden encontrar los catequizandos.

2. hay que dar carácter de presente a la consideración del futuro. Lo interesante e inteligente es obrar bien ahora y no poner todo el interés en curiosear el mañana. Debemos tratar de ordenar nuestras vidas con la práctica del bien y con nuestros compromisos de fe.

3. La muerte del hombre es la primera realidad escatológica, a nivel personal y a nivel de todo el género humano. Ella abre la atención al juicio universal y juicio particular, supuesta la parusí­a o venida del Señor. Hay que prepararse para ella, pues será un hecho de experiencia dolorosa en todos los momentos de la vida.

4. El temor divino es una cualidad imprescindible en una buena educación cristiana. Pero el temor sano es sereno, personal y eficaz. No se debe confundir con el terror macabro, por lo que es imprescindible el dejar claro el mensaje, sin caer en lenguajes incorrectos.

5. A medida que los catequizando crecen, sus terminologí­as debe crecer en precisión, en claridad y en objetividad. La correcta postura del creyente se halla a igual distancia de la desconfianza ante los mitos macabros y la ignorancia o incredulidad antes las realidades escatológicas.

6. Los lenguajes sociales del arte, de la literatura o de las tradiciones populares deben ser conocidos y sabiamente interpretados. Pero en ellos interesan más los mensajes de fe y de esperanza en el más allá, que los rigores que en otros tiempos se usaban en su expresión e interpretación 7. El respeto cristiano debe ser el adorno de todo lo que se refiere a la Escatologí­a. Cualquier crí­tica mordaz o postura despectiva está fuera de lugar, sobre todo a ciertas edades o para ciertos temperamentos, en quienes la sensibilidad y la lógica débil incrementan la sensibilidad ante los temores religiosos o los miedos prospectivos.

El respeto debe estar siempre hilvanado de objetividad y corrección, de confianza en Jesús misericordioso y en la responsabilidad del hombre libre, siempre invitado por Dios a llevar vida honesta y conforme con sus ofertas evangélicas.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
La escatologí­a (del griego eschatos = último y logos = discurso) se refiere a las cosas últimas. Tradicionalmente estas fueron cuatro: la muerte, el juicio, el infierno y el cielo. El >purgatorio se trata también en este contexto. Desde mediados del siglo XX ha habido ciertos desarrollos en la comprensión y presentación de estas verdades. La teologí­a de la muerte se ha visto influida por el personalismo y otras filosofí­as. Se ha indagado en la relación entre el juicio después de la muerte y la parusí­a (palabra griega que significa presencia, venida). Aunque la existencia del infierno se considera parte integrante del mensaje cristiano, algunos teólogos adoptan en la actualidad una actitud mucho más optimista acerca del número de personas que acaban en él. Ha habido un renovado interés en la esperanza cristiana, especialmente desde que J. Moltmann desarrollara las implicaciones de la misma respecto de la Iglesia y la sociedad.

Pero estas cuestiones atañen principalmente a las cosas últimas en relación con los individuos. Se refieren a temas que pueden en la actualidad ser discutidos libremente por los teólogos, siempre que no se impugnen verdades reveladas. Son, por lo demás, cuestiones complicadas, ya que los textos escriturí­sticos están en un lenguaje muy simbólico y requieren una hermenéutica minuciosa. La exposición detallada de la escatologí­a individual se sale del ámbito de esta obra, que se centra en la eclesiologí­a.

La dimensión escatológica de la Iglesia ha estado presente desde el principio (>Jerusalén/Sión). La promesa de que las puertas del infierno no prevalecerí­an contra la Iglesia (Mt 16,18) supone ya que la Iglesia tiene un futuro indefinido. La mezcla de la Iglesia con el sí­mbolo del >Reino apunta también a una identificación futura, tras el triunfo final y decisivo de Cristo (1Cor 14,24-28). La doctrina de la >comunión de los santos supone también la afirmación de la existencia ultramundana de la Iglesia, que todaví­a no ha llegado a la consumación. La triple división de la Iglesia en militante, purgante y triunfante apunta también en este sentido.

Sin embargo, las obras clásicas de eclesiologí­a no solí­an incluir la escatologí­a, que era por lo general objeto de un tratado aparte, De novissimis, “Sobre las cosas últimas”. En el siglo XX se plantearon en la eclesiologí­a ciertas cuestiones de escatologí­a a través de la controversia sobre la actitud de Jesús ante el reino que predicó. ¿Esperaba Jesús su realización inminente? Al mismo tiempo los teólogos se volvieron también sobre los temas de la parusí­a y la significación para el creyente del triunfo final de Cristo.

En el Vaticano II, la idea de dedicar un capí­tulo a la escatologí­a en la Constitución sobre la Iglesia ausente en el borrador inicial parece haberse debido a Juan XXIII, interesado en el tema del lugar de los santos. Los tí­tulos de los distintos borradores revelan un rápido desarrollo en el pensamiento de la Comisión doctrinal: La relación de la Iglesia peregrinante con la Iglesia triunfante (febrero 1964); La consumación de la santidad en la gloria de los santos (marzo 1964), y finalmente: í­ndole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celestial (julio 1964). Durante su discusión en el concilio (15-16 de septiembre de 1964) se insistió en tres puntos: una afirmación más clara del papel del Espí­ritu; el lugar de la eucaristí­a en la escatologí­a; los aspectos colectivos, históricos y cósmicos de la vocación cristiana. En una etapa posterior se añadió una referencia a que sólo tenemos una vida terrena (unico… cursu, Heb 9,27) con el fin de excluir las teorí­as de la reencarnación (LG 48).

En sus cuatro puntos, el capí­tulo VII de LG se ocupa de cuestiones relacionadas con la escatologí­a individual, pero sobre todo con el aspecto eclesial, la Iglesia en peregrinación hacia su morada eterna. Insiste en que la etapa final ya ha comenzado y la Iglesia celebra ya en la liturgia la gloria venidera (LG 48 y 50). Desarrolla, especialmente por medio de las parábolas de Jesús, las actitudes de espera, esperanza y amor que deben caracterizar a la Iglesia peregrina (LG 48). Expone la doctrina de las tres etapas de la Iglesia: triunfante, de purificación y de lucha en la tierra (LG 49). Se dedican dos puntos a los >santos: se reivindica la tradición de su veneración (LG 50); los rasgos distintivos de la verdadera devoción son la evitación de los abusos y el empeño en la imitación de su vida. A lo largo de todo el capí­tulo hay una referencia constante a la realidad de la comunión de los santos. Para la Constitución, la escatologí­a es una realidad, dado que la edad futura se está manifestando ya a través del Espí­ritu, y al mismo tiempo es algo venidero.

En el perí­odo posconciliar cabe destacar la nota escatológica que resuena en todos los textos revisados de la liturgia. La Comisión teológica internacional dedicó alguna atención al carácter escatológico de la Iglesia en 19841. Observó que este no habí­a despertado mucho interés en los comentadores del concilio, pero que era un elemento esencial para la comprensión del capí­tulo II, sobre el pueblo de Dios (LG 9; cf 48 y GS 40). La Comisión subrayó la finalidad escatológica de la Iglesia, que, no obstante, “no supone atenuación alguna de su responsabilidad temporal”.

La dimensión escatológica necesita acentuarse en aquellos que ponen especialmente su interés en la dimensión horizontal, por ejemplo en la >teologí­a de la liberación; pero no ha de hacerse de manera tan exclusiva que el compromiso terreno (GS 43) y el trabajo por la renovación de la Iglesia se debiliten (LG 8). Al mismo tiempo, la realización del “eschaton”, o Reino, ya está presente y operante en la Iglesia (LG 3), y es un correctivo frente a un pesimismo eclesial excesivo.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

La última venida del Señor

La historia humana camina hacia un “final” de los tiempos (“esjaton”, lo último), cuando en virtud de la resurrección de Cristo, habrá “una cielo nuevo y una tierra nueva” (Apoc 21,1) donde “reinará la justicia” y el amor (cfr. 2Pe 3,13). Será la última venida de Cristo glorioso.

No se trata de “contar” el tiempo para precisar cuándo será este momento final, sino de vivir ya desde ahora una tensión fecunda y activamente comprometida entre la primera venida del Señor y su venida definitiva. El Señor hace pasar nuestro tiempo a vida eterna. Sólo después de esta vida presente comenzaremos a encontrarnos con esta realidad definitiva.

La iglesia, entre el “ya” y el “todaví­a no”

La Iglesia vive entre el “ya” de la venida presente de Cristo bajo signos, y el “todaví­a no” de la venida definitiva al final de los tiempos. Al conmemorar los hechos salví­ficos de la primera venida, sabe que ya comienza a acontecer, en el momento presente, la última venida. Por esto, vive siempre pendiente de la venida definitiva del Señor “Jesús… vendrá” (Hech 1,11); “ven, Señor Jesús” (Apoc 22,20). Marí­a, como figura de la Iglesia esposa (cfr. Apoc 12,1), es el “icono escatológico de la Iglesia” (CEC 972), que peregrina hacia el encuentro final con Cristo.

La celebración eucarí­stica es un momento especial para vivir en la espera de la venida definitiva de Cristo. Efectivamente, en el eucaristí­a se celebra el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado presente. Entonces se anuncia que el Señor vendrá “Pues siempre que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él vuelva” (1Cor 11,26). La Iglesia tiende hacia una “herencia incorruptible… reservada en los cielos para vosotros, a quienes el poder de Dios guarda mediante la fe, para una salvación que ha de manifestarse en el momento final” (1Pe 1,4-5).

La tensión escatológica de la Iglesia peregrina se concreta en “amar la venida” del Señor (2Tim 4,7-18) y, por tanto, en trabajar en este mundo para cambiarlo según el plan salví­fico de Dios. “La espera de una tierra nueva no debe amorti¬guar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de alguna manera anticipar un vislumbre del mundo nuevo” (GS 39). La “í­ndole escatológica” de la Iglesia constituye su realidad de ser “sacramento universal de salvación” (LG 48).

Dimensión escatológica de la misión

La misión tiene dimensión escatológica, puesto que “antes de que venga el Señor, es necesario predicar el evangelio a todas las gentes” (AG 9). La Iglesia peregrina vive de la convicción de que “esta buena noticia del reino se anunciará en el mundo entero, como testimonio para todos los pueblos. Entonces vendrá el fin” (Mt 24,14; cfr. Mc 13,10). Viviendo la venida actual del Señor (bajo signos sacramentales) y dando testimonio de la misma, la Iglesia anuncia la primera y la última venida, como urgencia para un cambio profundo de la humanidad.

La tarea misionera de la Iglesia consiste en “extender por todo el mundo el reino de Cristo Señor, que preside los siglos, y preparar los caminos de su venida” (AG 1). Esta misión tiende a “recapitular todas las cosas en Cristo” (Ef 1,10), de suerte que todos los valores auténticos de la humanidad lleguen a la “plenitud” en Cristo (Col 1,13-19; AG 9). La acción evangelizadora tiende a que “la ofrenda de los pueblos, consagrada por el Espí­ritu Santo, sea agradable a Dios” (Rom 15,16).
La realidad eclesial de ser “sacramento universal de salvación” (LG 48), se encuadra en este camino escatológico de peregrinación y esperanza (cfr. LG VII). La inserción de la Iglesia en el mundo es para tender, desde dentro, hacia la resurrección final en Cristo, cuando “Dios será todo en todas las cosas” (1Cor 15,28). El camino escatológico de la Iglesia peregrina consiste en el de construir una “comunión” entre todos los pueblos de la tierra, como reflejo de la “comunión” trinitaria de Dios Amor.

La urgencia de evangelizar

La acción misionera parte de convencimiento de que “el Reino está ya misteriosamente presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su perfección” (GS 39). El celo apostólico se sostiene con esta esperanza “Cuando Cristo, vuestra vida, aparezca, entonces también vosotros apareceréis gloriosos con él” (Col 3,4). Somos “coherederos” de su misma gloria de resucitado (cfr. Rom 8,17). El trabajo apostólico se realiza en armoní­a con el dinamismo hacia la plenitud “La Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el pueblo de Dios” (LG 17).

La misma Iglesia, como Cuerpo Mí­stico de Cristo y Pueblo de Dios, crece continuamente hasta llegar a esa plenitud, que será herencia de todos los pueblos (cfr. Ef 1,22-23; 4,13). “Así­ la actividad misionera tiende a la plenitud escatológica pues por ella se dilata el Pueblo de Dios, hasta la medida y el tiempo que el Padre ha fijado en virtud de su poder… se aumenta el Cuerpo mí­stico hasta la medida de la plenitud de Cristo” (AG 9). Es toda la humanidad la llamada a ser “pueblo adquirido en posesión” (1Pe 2,9).

Referencias Adviento, Asunción de Marí­a, búsqueda de Dios, cielo, esperanza, juicio divino, muerte, promoción humana, purgatorio, resurrección de los muertos, ver a Dios.

Lectura de documentos LG 7-9, 13, 21-25, 48-51, 68; GS 22, 32, 38-39, 45; DV 7-8; SC 2, 8; AG 1-2, 9; CEC 671-677, 1042-1050.

Bibliografí­a M. BORDONI, N. CIOLA, Gesù nostra speranza, saggio di escatologia (Bologna, EDB, 1987); (Congregación para la doctrina de la Fe) Documento sobre algunas cuestiones relativas a la escatologí­a (1979); J. ESQUERDA BIFET, Ver al Invisible (Barcelona, Balmes, 1993); J.M. LERGA, Escatologí­a y misión e San Pablo Misiones Extranjeras 14 (1975) 317-341; F. De MIER, Apuesta por lo eterno. Escatologí­a cristiana (Madrid, San Pablo, 1997); B. MONDIN, Gli abitanti del cielo, trattato di ecclesiologia celeste e di escatologia (Bologna, ESD, 1994); C. POZO, Teologí­a del más allá ( BAC, Madrid, 1981); J. RATZINGER, Escatologí­a (Barcelona, Herder, 1980); A. ROYO MARIN, Teologí­a de la salvación ( BAC, Madrid, 1956); J.L. RUIZ DE LA PEí‘A, La pascua de la creación. Escatologí­a ( BAC, Madrid, 1996); Idem, La otra dimensión (Sal Terrae, Santander, 1986); C. WIEDENMANN, Mission und Schathologie (Paderborn 1965).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: 1. plenitud de los tiempos. – 2. Jesús es el acontecimiento escatológico. – 3. Origen de la existencia escatológica y sus caracterí­sticas. – 4. Inseparabilidad del presente y del futuro. – 5. Elaboración del cuarto evangelio: a) Liberación del andamiaje apocalí­ptico; b) El futuro se hace presente; c) Lo cósmico convertido en existencial; d) Las “esjata” subordinadas al “ésjaton”; e) El hombre es su futuro. – 6. El hombre sometido a examen: a) La evaluación progresiva; b) El riesgo o la serenidad – 7. El lenguaje apocalí­ptico: a) La imaginerí­a apocalí­ptica; b) Traducción de la imaginerí­a apocalí­ptica a nuestro lenguaje; c) Utilidad del lenguaje apocalí­ptico; d) Las metáforas utilizadas nos llevan a lo esencial. – 8. Decisión por la vida. – 9. El paso de una forma de vida a otra. – 10. La escatologí­a intermedia. – 11. La vida etema.

La escatologí­a nos sitúa en la contemplación de las realidades últimas. Más aún, la escatologí­a, por su misma naturaleza, apunta a la meta última hacia la que caminamos. Pero, antes de llegar a su posesión, debemos conocer el origen o causa que la justifica, las diversas etapas que nos separan de ella y los medios adecuados para superarlas. Esto significa que no puede hablarse de la escatologí­a sin dar por supuesta la protologí­a, que no puede ser entendida la última palabra sin haber comprendido la primera, que los acontecimientos últimos deben estar motivados por otros que los precedieron. La escatologí­a no existirí­a sin la protologí­a. Y ésta carecerí­a de sentido sin aquella. Estas afirmaciones no pueden ser explicadas desde el recurso superficial a la pescadilla que se muerde la cola. Intentan llegar a descubrir el principio de causalidad que explica unos acontecimientos desde otros. Y, afortunadamente, esto nos ha sido dado al ser presentado Jesús como el primero, lo primero (= ó prótos) y como el último, lo último (= ó ésjatos) (Ap , 17; 2, 8; , 13).

1. La plenitud de los tiempos
Cuando san Pablo habla así­ (Gal 4, 4) está refiriéndose al de Dios. El ahora de Dios está en conexión inseparable con Cristo y con todas las historias o acontecimientos que él protagonizó y sigue protagonizando. El poder del único evangelio se fundamenta en que Dios, en un momento dado, dio un nuevo viraje a la humanidad. Un viraje que, ocurrido en el pasado, conserva su eficacia y actualidad en el momento presente. En él se halla concentrado todo el poder del . La plenitud de los tiempos fue algo así­ como la aparición del bang, la presencia en el mundo humano de una pequeña esfera, microscópica en tamaño, donde están concentradas toda la materia, energí­a y fuerza expansiva contenidas en aquel punto insignificante, que se llama evangelio. Es posible que si Jesús hubiese conocido este otro lenguaje lo hubiese utilizado. Al fin y al cabo, si comparó su presencia y lo que ella significaba con aquello que tiene una capacidad desproporcionada en el crecimiento y en la eficacia, como el grano de mostaza o el fermento, ¿por qué no iba a compararse con el big-bang?
La plenitud de los tiempos “vino, llegó” cuando Dios llenó nuestro tiempo de un contenido nuevo, que él habí­a prometido y que el pueblo esperaba. Lutero expresó dicha plenitud con una frase difí­cilmente superable tanto por lo que se refiere a su contenido como a su belleza: “No fue el tiempo lo que hizo que el Hijo fuese enviado, sino al contrario, la misión del Hijo llevó el tiempo a su plenitud”.

El “cumplimiento” significa llenar algo que estaba vací­o. Se refiere, por tanto, al contenido. Evidentemente que el tiempo cósmico sigue su curso natural. La adición del tiempo bí­blico consiste en que, en él, se ha introducido la acción salví­fica de Dios, el big-bang cristiano. Y esto no mediante una carga ideológica que pudiera ennoblecer la historia, sino mediante la aparición de una persona histórica en la que Dios se ha comunicado plenamente en él y para cuantos quieran enriquecerse con ella.

2. Jesús es el acontecimiento escatológico
La última intervención de Dios en la historia, el ésjaton o el acontecimiento escatológico en su intento de salvación, se hizo presente en y con la misión de Jesús, del Hijo de Dios, al mundo. En las palabras del Revelador habla Dios mismo. El “dí­a de Yahvé”, del que hablaron los profetas, pasa a ser el dí­a del Señor, y la salvación final ha sido anticipada al tiempo presente. La aceptación o el rechazo de este acontecimiento, la fe o la negación de la misma, dictaminan el aprobado o el suspenso ante el programa de Dios. En la decisión frente a la persona del Revelador, del manifestador de Dios, se juega el hombre su futuro. Es la óptica de la evaluación progresiva.

La anticipación mencionada se concretó en el misterio de la muerte y resurrección de Jesús. Esto, a la vez que sitúa el ésjaton en la historia, impide, debido a la dimensión del misterio al que nos hemos referido, una cosificación o cuantificación del ésjaton (= el acontecimiento último) en las ésjata (= las cosas o realidades últimas). En dicho acontecimiento escatológico, que es el Hijo de Dios, el ésjaton en sentido estricto y auténtico, se realiza el juicio del mundo. Si la fe en este acontecimiento proporciona la vida, la negación de la fe, la infidelidad, motiva la exclusión de la misma. La suerte eterna del hombre se decide en la alternativa de fe-infidelidad. En la decisión frente a la persona del Revelador se juega la suerte del futuro. Seguimos en la óptica de la evaluación progresiva.

El es una realidad distinta de la historia humana, es futuro, trascendencia, pero al mismo tiempo actúa dentro de la historia, es también presencia o inmanencia. Las posiciones que hasta ahora han tenido mayor acogida son aquellas que han logrado de algún modo mantener unidos estos dos aspectos: la del “ya sí­”, pero “todaví­a no” de O. Cullmann y la escatologí­a en realización.

La predicación de los mensajeros de Jesús es un acontecimiento escatológico, lo mismo que la actividad de Jesús y que su anuncio y enseñanza. La cosecha del trabajo misionero es la cosecha escatológica: “El que siega recibe el salario y recoge el fruto para la vida eterna, para que se alegren juntamente el sembrador y el segador” (Jn 4, 36). La cosecha es la vida eterna. Si la venida de Jesús al mundo es el acontecimiento escatológico, todo lo que ocurre como consecuencia de esta venida es acontecimiento escatológico. Para este acontecimiento escatológica no son válidas las reglas del hacer humano. La alegrí­a del sembrador y del segador, es decir, el tiempo de la sementera y el de la cosecha coinciden.

3. Origen de la existencia escatológica y sus caracterí­sticas
Llamamos así­ a la existencia cristiana, porque ella surge de la aceptación del acontecimiento escatológico que, con nombre propio, se llama Jesús. La existencia cristiana se caracteriza por la ón divina (Jn 1, 12) que, en el judaí­smo, era esperada para el fin de los tiempos, del eón presente, mientras que, en la concepción griega, se disfrutaba ya en el presente mediante un nuevo nacimiento que, de alguna manera, trasladaba al hombre al mundo de lo divino. El pensamiento cristiano, particularmente el joánico, se halla más cercano a la mentalidad griega. El “nacimiento de arriba” o “el nacimiento del agua y del Espí­ritu” es el que introduce al hombre en el reino de Dios, en el mundo de lo divino (Jn 3, 3. 5).

a) Esta forma de hablar del cuarto evangelio no procede de la escatologí­a judí­a sino de la religión de los misterios, como lo demuestra la expresión de ser ende arriba. Es igualmente claro que al hombre le es concedida esta nueva existencia en cuanto que cree en la revelación que le sale al paso en Jesús. La nueva existencia se caracteriza por un comprenderse desde Dios: los hijos de Dios son hijos de la luz (Jn 1, 36). El evangelista lo afirma claramente en 1, 12-13: el poder llegar a ser hijos de Dios le es dado al hombre por un nacimiento especial, distinto del que le trae a este mundo y le confiere la existencia humana.

b) El ser cristiano es la existencia escatológica fundada en la revelación, hecha realidad a través del Espí­ritu, en su unión con la verdad y la vida. Este Espí­ritu es el que “santifica” a los creyentes, es decir, les arranca de la existencia mundana y les coloca en la existencia escatológica (Jn 17, 17. 19). Los creyentes participan de la existencia escatológica por la fe. Fue precisamente la partida de Jesús de entre los suyos, en su retorno al Padre, lo que posibilita a la fe la existencia escatológica (Jn 16, 14-24). Lo que habí­a de venir se hace presente por la existencia creyente. Las palabras de Jesús, todo lo que él habí­a dicho antes, se hace comprensible en la existencia escatológica.

c) Las afirmaciones sobre el Espí­ritu Paráclito tienen su im Leben, su atmósfera vital, en la Iglesia, que puede ser descrita también, y de otro modo, como el escatológico (la continuidad de la escatologí­a), en el que se realiza el propósito de Dios. Hemos incidido en el tema de la Iglesia o de la comunidad escatológica. La gran caracterí­stica de esta comunidad escatológica tiene que ser el amor mutuo. Ahora bien, si “los hermanos” o “los amigos” de Jesús pueden amarse mutuamente es porque ellos, a través de la palabra del Revelador aceptada en la fe, pertenecen ya a la esfera celeste, la de las realidades divinas, y han dejado tras de sí­ el juicio y el mundo. Esto explica también que el cuarto evangelio sólo pueda hablar de la eclesiologí­a cristológicamente.

d) Recogemos a continuación una especie de florilegio compuesto por sentencias más o menos estereotipadas, unánimemente aceptadas, que ponen de relieve la actualidad del acontecimiento y de la existencia escatológica:

“La eternidad entra en contacto con el tiempo por Jesucristo. El ésjaton ya está en el presente” (K. Barth). —”El futuro eterno se ha hecho presente, con el dí­a de la Pascua despertó el nuevo eón, el mundo o creación nueva” (E. Brunner). —”El futuro es la irrupción de la gracia en la temporalidad humana” (R. Bultmann). —Tensión entre lo “ya cumplido” y “lo todaví­a no realizado” (O. Cullmann). —”La escatologí­a no es el futuro, sino el presente contemplado en el misterio de su relación con Dios. La escatologí­a realizada” (C. H. Dodd). —”El final ha comenzado con la aparición de Jesús” (J. Behm). —”El tiempo, en cuanto nuestro, ha llegado a su fin; lo que queda es espacio para la conversión” (H. Conzelmann).

“El futuro interpreta el presente y el pasado; todas las demás interpretaciones son útiles únicamente en la medida en que anticipan el futuro. Toda la realidad es considerada como una creación continua que proviene del futuro, y el futuro (Dios) es el punto que unifica todos los acontecimientos pasados, dando sentido a todo el curso de la historia” (W. Pannenberg). —El ésjaton se centra en la resurrección de Cristo contemplada en la reflexión neotestamentaria como nueva comprensión de la relación hombre-mundo-Dios, debido a la conexión que tiene aquí­ la resurrección de Cristo con una resurrección general” (J. Moltmann).

“La irrupción del reino de Dios es un acontecimiento en este tiempo y en este mundo actual; en el interior de este tiempo y de este mundo, pone término al tiempo y al mundo, pues el mundo nuevo de Dios está ya actuando” (J. A. Pagola). —”En el tiempo presente, que se extiende desde la resurrección de Cristo hasta su próxima venida y que es el tiempo de la Iglesia, el reino de Dios se va realizando progresivamente en la historia humana en espera de su fase final” (J. Jeremias, que ha elaborado esta teorí­a desde su estudio de las parábolas).

Probablemente las explicaciones más significativas en el tema, sobre el que hemos concedido la palabra a autores tan cualificados, sean las de G. Bornkamm: “Radicalmente unidas en la predicación de Jesús, las afirmaciones relacionadas con el futuro y las que tratan del presente no deben ser separadas. La irrupción ya actual del reino de Dios es expresada siempre como un presente que abre el futuro en cuanto que es salvación y juicio y, por tanto, no lo anticipa. Se habla siempre del futuro como de lo que procede del presente, lo que le aclara, y que así­ revela el hoy como el momento de la decisión. Si las palabras escatológicas de Jesús no describen el porvenir como un estado de felicidad paradisí­aca y no se entretienen en pintar un terrible cuadro del juicio final, hay en ello, podrí­amos decir, algo más que una diferencia superficial, que no serí­a más que una cuestión de colores o de matices más o menos vivos en la paleta del pintor del apocalipsis. En el anuncio que Jesús hace del Reino, hablar del presente es hablar al mismo tiempo del futuro, y viceversa”.

“El futuro de Dios es ón para quien sepa tomar el ahora como el presente de Dios y como la hora de la salvación. El es para quien no acepte el hoy de Dios y se aferre a su propio presente, lo mismo que a su pasado y a sus sueños personales con respecto al futuro. Ahora bien, se podrí­a decir con Schiller: “Lo que no se ha sabido aprovechar en el instante presente, ninguna eternidad nos lo devolverá”. Pero aquí­ esto es verdad en un sentido nuevo y pleno. Aceptado el presente como presente de Dios, la gracia y la conversión son en la palabra de Jesús una sola y única realidad. El porvenir de Dios es la llamada que Dios dirige al presente, y este presente es el tiempo de la decisión a la luz del porvenir de Dios. A eso es a lo que tiende el mensaje de Jesús”.

4. Inseparabilidad del presente y del futuro
Aludimos a un pensamiento que ha sido destacado en el punto anterior por intérpretes cualificados del evangelio, en especial por G. Bornkamm. Sus explicaciones nos ayudan a una comprensión del evangelio más objetiva y fiable cuando nos acercamos al texto mismo. En el evangelio de Juan, el futuro (= ésjata, los cosas o realidades últimas) y lo futuro (= ésjaton, lo último) son presente. Un presente prolongado en el futuro sin solución de continuidad. Este planteamiento ofrece una gran novedad frente a la presentación que se hací­a en el pasado. El interés por las cosas últimas o noví­simas, las ésjata, la muerte, el juicio-purgatorio, la gloria, ha sido suplantado por el ésjaton, por lo último, por la última y decisiva intervención de Dios en la historia, por Jesucristo. Las ésjata se hallan subordinadas, justificadas y cuestionadas por el ésjaton y deben explicarse desde él. Y la conciliación o la armonización de las dos palabras no siempre resulta fácil, cuando no se manifiesta como imposible.

Es lamentable constatar el atrincheramiento tras la constitución Deus, de Benedicto XII (año 1336), en la que, según algunos teólogos, las ésjata quedaron definitivamente zanjadas. Nosotros no podemos contener el interrogante siguiente: El carácter de una Constitución, por muy dogmática que sea, o que, al menos, así­ es presentada, ¿tiene competencia para resolver cuestiones debatidas como la relativa a la “escatologí­a intermedia” y a aceptar todas sus manifestaciones sobre las ésjata como definidas “ex cathedra”?
Evidentemente que no. Entre otras razones porque el ésjaton o última intervención de Dios en la historia tiene una esencial dimensión histórico-salví­fica o histórico-existencial que, lo mismo que toda la historia, incluida la salví­fica o la historia de la salvación, está siempre en camino, con una esencial dimensión de futuro incierto y esperanzador. El futuro nos obliga a una revisión de lo acontecido en el pasado, también en el campo teológico de la fe. Es necesario volver sobre ello, incluso sobre su aspecto de contenido y, especialmente, sobre el modo más cambiante de la formulación del mismo.

5. Elaboración del cuarto evangelio
Teniendo en cuenta el mundo nuevo del pensamiento al que Juan quiere comunicar el mensaje evangélico se ve obligado a realizar un gran esfuerzo que sintetizaremos en los puntos siguientes:

) Liberación del andamiaje apocalí­ptico. Volveremos con mayor amplitud sobre este problema literario. Sin embargo, nos parece obligado adelantar aquí­ sus caracterí­sticas mas destacadas. El evangelio de Juan hizo un gran esfuerzo para liberarse del clásico esquema apocalí­ptico con su creencia en el futuro último, en el que aparecerí­a el Hijo del hombre sobre las nubes del cielo, con gran poder y majestad; renuncia al ejército de ángeles que son sus compañeros habituales que le acompañan siempre en sus desplazamientos; elimina el sonido convocador de las trompetas; prescinde de las conmociones cósmicas en las que el sol, la luna y las estrellas quedan privadas de sus funciones naturales; sigue contando con el mundo visible y no apunta siquiera a la necesidad de la sustitución por un cielo nuevo y una tierra nueva; no constituye un tribunal ante el que se presentarán todos los salidos de los sepulcros o de las profundidades del mal. Toda esta imaginerí­a tan rica y fantástica procede del mundo de la apocalí­ptica. Fue un vehí­culo adecuado para transmitir el mensaje sobre la esperanza cristiana o incertidumbre de la misma cuando dicho lenguaje era entendido en toda su dimensión simbólica. Se cometió un tremendo error al haberlo entendido posteriormente -y a veces hasta el dí­a de hoy- al pie de la letra.
) El futuro se presente. – Juan renunció al andamiaje apocalí­ptico. Para el cuarto evangelio todos aquellos acontecimientos futuros, a los que se hací­a referencia en el lenguaje apocalí­ptico, se hacen presentes por la confrontación o encuentro personal con Cristo. salud o la desgracia están ándose en el proceso la fe. Así­ lo dice el texto siguiente, que es el más significativo al respecto:
“El que cree en él no será condenado; por el contrario, el que no cree en él, ya está condenado, por no haber creí­do en el Hijo único de Dios” (Jn 3, 18).

Lo que se afirma de la condenación lleva subyacente todo lo relativo al juicio: el “no será condenado” es sinónimo de no será juzgado. El texto joánico respalda la afirmación que acabamos de hacer: la salvación o la desgracia están realizándose en el proceso de la fe. Es la evaluación progresiva. La fe y el ejercicio de la misma marcan el ritmo del vivir diario. Lo mismo ocurre con la increencia y sus consecuencias. Pues bien, según el texto del evangelio de Juan, el juicio de Dios, positivo o negativo, se halla marcado en el proceso constante de nuestra vida de fe; lo establecemos nosotros. Todo depende de ella y, naturalmente, de sus inevitables implicaciones en nuestro comportamiento o conducta moral.

c) cósmico convertido en existencial. Para hablar del juicio Juan renunció al pavoroso escenario cósmico. El juicio se realiza í­ y ahora, por la actitud del hombre ante el Revelador, ante sus palabras y exigencias. Pero el juicio es sólo una parte del tema escatológico. Su fundamento último está en el acontecimiento de la revelación. No tanto en sus enunciados marginales y esporádicos, cuanto en el misterio central de la revelación, que es la muerte y resurrección de Jesús. Este enfoque intenta resolver el problema escatológico dentro de la globalidad del acontecimiento cristiano, no desde la consideración fragmentaria de las cosas últimas.

d) Las “esjata” subordinadas al “ésjaton”. – El pensamiento del juicio se halla condicionado por la cristologí­a tan singular del cuarto evangelio. Es un botón de muestra de lo que acabamos de afirmar sobre la relación entre las esjata y el ésja. Ahora conviene constatar la relación entre la cristologí­a y la escatologí­a. Esta ha sido absorbida por aquella. Las ésjata se hallan incluidas en el ésjaton y dependientes de él. No pueden, por tanto, disociarse.

La figura de Cristo y su interpretación determinan la forma en la que se realiza la confrontación del hombre con él. El enfoque cristológico de la escatologí­a, con el retorno al acontecimiento fundante del cristianismo, la muerte y la resurrección de Cristo, permite leer la historia y la realidad a la luz de la esperanza cristiana. El Jesús joánico no fue enviado al mundo para juzgarlo, sino para salvarle: “Dios no envió su Hijo al mundo para dictar sobre él sentencia de condenación, sino para salvarle por medio de él”. – “No seré yo quien condene al que escucha mis palabras y no haga caso de ellas; porque yo no he venido para condenar al mundo, sino para salvarle”. “Vosotros juzgáis con criterios humanos. Yo no quiero juzgar a nadie” (Jn 3, 17; 12, 47; 8, 15).

El aspecto positivo de la misión de Cristo lo destacan aquellos textos que presentan la salvación del hombre realizada por el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1, 26. 39); por el que da al mundo la vida plena, que él ha recibido del Padre (Jn 5, 26); por el que es llamado salvador del mundo (Jn 4, 42). En el encuentro, de aceptación o rechazo, con este principio o camino único de salvación es donde se realiza, en auténtica evaluación progresiva, el pensamiento que hemos vinculado al juicio.

) El hombre es su . – Mediante esta forma de entender las cosas, el hombre puede prever y preparar su futuro. Así­ se encuentra más a su gusto, si tenemos en cuenta que el creciente desarrollo de la ciencia y de la técnica le han dado una mayor seguridad sobre sí­ mismo. El futuro es ahora más seguro Antes estaba totalmente en manos de Dios o del destino; el futuro le era totalmente desconocido y el hombre lo esperaba aunque fuese siempre con incertidumbre.

La expectativa y la preparación del futuro constituyen el acontecimiento más auténtico de toda forma de vida y el hombre es hombre en cuanto que es futuro. La pregunta sobre el futuro es el problema religioso del hombre técnico moderno. La insistencia en poder prepararlo en el momento presente, mediante la acentuación de todo aquello que es determinante del mismo, inspirará la confianza en el futuro, que busca hoy más que nunca el hombre. Así­ se expresa Teilhard de Chardin.

6. El hombre sometido a examen
El curso académico, y el existencial de la vida toda, depende de la superación de las pruebas establecidas para dar luz verde o encender la roja al final del mismo. La luz verde indicará “el descanso” merecido (Heb 4) por el largo y arduo caminar y las vacaciones despreocupadas por el esfuerzo realizado. La luz roja excluirá ambas situaciones apetecidas. Dios nos ha concedido la posibilidad de ensayar nuestro último dí­a recorriendo el Camino que nos ha ofrecido para llegar a la meta feliz. Pero, para llegar a ella, ¿quién, cómo, cuándo y dónde me hará las pruebas acreditativas de mi adecuada respuesta al programa que debo contestar en el examen previo al último dí­a.

) La evaluación progresiva. – La respuesta a todos estos interrogantes estará basada en la evaluación progresiva de lo hecho a lo largo de mis dí­as. Esta expresión, “la evaluación progresiva” o permanente, surgió en el campo de la pedagogí­a y es aplicable, preferentemente, al mundo de la docencia. Presupone unos alumnos a los que el profesor debe conocer y evaluar. La confrontación entre el discí­pulo y el maestro puede hacerse de dos formas. o jugándoselo todo a una carta en el momento último del curso, o jugando cartas sucesivas a lo largo del mismo teniendo en cuenta lo realizado en él: aplicación, interés, comportamiento, actitud activa o pasiva, asimilación de la materia, constancia en el trabajo, seriedad en la asistencia a clase, colaboración con los demás trabajos comunes con los demás alumnos.

El primer sistema es el del final. Todo depende de él. El curso se arriesga en los minutos que dura el examen y en la suerte con que aparezcan los temas. Una mala suerte o el hecho de “quedarse en blanco” harí­a peligrar gravemente el curso. En el segundo, el de la evaluación permanente, el profesor va conociendo, dí­a a dí­a, el aprovechamiento del alumno y lo evalúa de forma progresiva, de tal manera que el momento último no tiene valor decisorio. La asignatura o el curso como tal ya han sido aprobados, con nota alta o baja, a lo largo del curso. Un traspiés en el último momento no varí­a sustancialmente la evaluación alcanzada a lo largo del curso académico.

b) riesgo o la serenidad. – ¿Puede trasladarse esta terminologí­a académica a la evaluación de la vida cristiana? Creemos que sí­. Durante mucho tiempo -utilizando el siglo como unidad de medida-se funcionó con el sistema del único examen final. Es el sistema todaví­a vigente en muchos ámbitos del pensamiento cristiano. El examen final -el juicio último- decide el quehacer de todo el curso, que dura la vida entera. Dí­a decisorio, terrible, pavoroso, estremecedor, angustioso: irae, dies lila…! De él depende la vida o la muerte, la salud o la desgracia, la dicha o el tormento; la vida, la luz y la verdad o la muerte, las tinieblas o la mentira. Ahí­ están como testigos cualificados de esta forma de pensar los rituales funerarios, los homiliarios respectivos, los textos de teologí­a y los libros de vida espiritual marcados por esta mentalidad, los magní­ficos y estremecedores “misereres” de los grandes compositores de música sacra.

¿No serí­a demasiado arriesgado jugarse a una sola carta realidades tan valiosas y contrapuestas? ¿No serí­a preferible una evaluación progresiva, gracias a la cual el momento último no fuese más decisivo que los anteriores? El Maestro no pretende sorprender a los discí­pulos en el examen final. Eso es claro. Preferirí­a comprobar que lo han sido con aprovechamiento y progreso en la escuela a la que han asistido durante años. Y, naturalmente, aprobarlos. A ser posible con buena nota. Creemos que esta es la representación más adecuada del tiempo último. No nos parece ningún despropósito citar a Albert Camus, que no es ningún santo Padre, cuando afirma: “No espere, querido amigo, el Juicio Final. Tiene lugar todos los dí­as”.

7. El lenguaje apocalí­ptico
Una de las razones para enviar el tema de la evaluación del hombre o del juicio divino al terreno de lo mitológico-inexistente ha sido la interpretación servilmente literal de las descripciones del mismo. El “celo” desmesurado por la fidelidad al texto bí­blico, la herejí­a del literalismo, lo han destruido una vez más. Las imágenes descriptivas del juicio deben ser entendidas como tales imágenes. No hacerlo así­ equivale a cometer una graví­sima injusticia con el texto bí­blico, obligándole a decir algo que no pretende en modo alguno afirmar. Las imágenes hablan de una manera intuitiva y plástica sobre una realidad difí­cilmente imaginable. Son imágenes apocalí­pticas frecuentes en le época del N. T.

) La imaginerí­a apocalí­ptica. – Pertenece a la imaginerí­a apocalí­ptica la asamblea universal de los pueblos ante el Hijo del hombre, que aparecerá en su calidad de juez; el modo de la misma, que incluye como vehí­culo necesario las nubes del cielo; la banda de música que le precede con las trompetas y su sonido penetrante para que llegue a los cuatro confines de la tierra; los ángeles que el Hijo del hombre trae como acompañantes excepcionales, que tiene doble función: resaltar la figura central del cuadro y reunir a todas las gentes ante él; la resurrección de todos los muertos para que acudan ante el tribunal de justicia; el trono instalado para que se siente el juez y sea visto y oí­do por todos; la catalogación de los reunidos entre las ovejas, que se salvan, y los cabritos -en la época eran considerados como animales de escaso valor- que son excluidos; las obras realizadas u omitidas que justifican el destino feliz o desdichado de los reunidos; la consulta del libro de la vida y de los distintos libros de contabilidad en los que aparecen detalladas las obras buenas o malas de los hombres, de todos sin excepción. Todo esto es fruto de la imaginerí­a apocalí­ptica.

b) ón de la imaginerí­a apocalí­ptica a nuestro lenguaje. Ofrecemos a continuación una sí­ntesis del significado de las distintas imágenes mencionadas:

* último dí­a es aquel en el que vivimos, que fue inaugurado con la presencia de Cristo. No olvidemos que él es el .

* Nuestro último dí­a, mi último dí­a, será el dí­a de nuestra muerte, de mi muerte, cuando tenga lugar nuestro último encuentro con el Señor durante esta existencia terrena.

* juicio último será el resultado de una evaluación progresiva que vamos haciendo dí­a tras dí­a con nuestra conducta en el ejercicio de nuestra fe.

* que cree ha pasado de la muerte a la vida (Jn 5, 24) y eso es lo que significa la apertura de los sepulcros.

* sonido de las y la intervención de los ángeles, expresan la certeza de la vida futura o la exclusión o la autoexclusión de la misma, exactamente lo mismo que la decisión del Hijo del hombre (¡Eso si que es palabra de Dios!).

* solemnidad y singular parafernalia de la aparición del Hijo del hombre debe poner de relieve su señorí­o único, así­ como el carácter de la actitud mantenida ante él, actitud decisoria y decisiva.

* Las son siempre signos de la presencia y de la protección divinas. También deben ser situadas en el terreno de la simbologí­a.

* ser por los aires simboliza la ida hacia Dios, la llegada al final del camino.

) Utilidad del lenguaje apocalí­ptico. – La imaginerí­a frondosa con que es descrito el juicio divino es absolutamente secundaria y accidental frente al hecho mismo. Recurso puramente literario colocado a su servicio. En el juicio divino se puede creer o no. Lo que no se puede hacer es recurrir a la imaginerí­a mencionada para remitir el hecho al terreno de la pura fantasí­a mitológica, en cuanto realidad imposible. Serí­a confundir lo esencial con lo accidental o juzgar aquello desde esto.

En realidad, Jesús no hizo ninguna precisión sobre las modalidades del juicio. Naturalmente que, como hijo de su tiempo, recurrió a las imágenes corrientes para hablar de él, como hizo al utilizar parábola sobre la decisión del Hijo del hombre ante la magna asamblea reunida para el juicio (Mt 25, 31-46). Pero Jesús comprendió el juicio de Dios como una realidad de la conciencia, es decir, como una realidad inseparable de la responsabilidad moral. El cómo, el cuándo y el dónde son sencillamente irrepresentables e irrelevantes.

La imaginerí­a intuitiva y plástica de la evaluación última, puede seguir siendo utilizada, partiendo siempre de que pertenece al terreno de lo metafórico, al mundo simbólico. Hay dos buenas razones para ello: una ógica ya que, con diversas variantes, es el método utilizado por los hombres para dictaminar sobre la inocencia o culpabilidad de alguien. De este modo, se puede hablar, de una manera inteligible, de la sentencia divina decisoria del destino eterno del hombre. ¿Puede inculparse a alguien este esfuerzo pedagógico, mucho más serio de lo que a primera vista pudiera parecer? ¿No deberí­amos, más bien, agradecer el intento de ofrecer una descripción comprensible de un hecho misterioso? No olvidemos que estamos ante una imaginerí­a muy rica y, a la vez, muy enraizada dentro de los simbolismos naturales o convencionales entre los hombres.

La otra es de tipo í­blico-teológico y pretende acentuar la certeza del juicio y la seriedad del mismo. De ahí­ el recurso al tribunal y, sobre todo, a la prueba inequí­voca del libro de la vida y de los demás libros abiertos. En cualquier institución o empresa la garantí­a de que no se omite nada importante y se recoge todo lo sobresaliente nos la ofrecen los libros de contabilidad llevados con el máximo rigor posible. En los libros queda todo consignado. Nadie puede negar lo que allí­ está escrito, bien sea a favor o en contra de cada uno de los “trabajadores” de la institución o empresa. ¡Lo escrito se lee!
En cualquier caso esta imaginerí­a apocalí­ptica exige una traducción para que el hombre moderno entienda sus claves y comprenda el sentido de una simbologí­a tan extraña. Es lo que hemos intentado hacer en el punto anterior.

d) Las áforas utilizadas nos llevan a lo esencial. – El juicio divino, la evaluación progresiva y la última es la consecuencia necesaria del N. T., de la predicación de Jesús, del evangelio como tal. Resulta, además, muy consolador para el creyente.

El juicio nos habla de la oferta de la gracia del perdón; del interés de Dios por el hombre; del desenmascaramiento que hace Dios de la doblez y de la hipocresí­a humanas; de que las razones de nuestra respuesta positiva a Dios no deben ser sólo las financieras, la retribución que esperamos, sino la realización plena del ser humano en el macrocosmo de la voluntad divina regaladora de la misma; de que no seremos engañados hasta el final, porque Alguien, que conoce muy bien el secreto de los corazones, establece la claridad y la trasparencia como norma para evaluar al hombre en su integridad; de que la gratitud debida a nuestro creador y redentor deben manifestarse en la coherencia de la conducta adecuada.

El pensamiento del juicio nos sitúa en el centro de la revelación, de la manifestación de Dios en Cristo. Por consiguiente, quien organiza su conducta moral desde el miedo que el juicio suscita no cumple el mandamiento principal de la Ley, el del amor (Mt 12, 29-30). La importancia que el N. T. da al pensamiento del juicio pretende, además, sacudir al hombre de su somnolencia y apatí­a, recordándole su obligación grave de hacer el bien y de hacerlo por amor a su creador y redentor.

El pensamiento del juicio no puede ser desplazado del lugar céntrico que ocupa en la predicación de Jesús; no puede ser trasladado del centro a la periferia. Y ello porque es la consecuencia lógica del amor de Dios, un amor previo que ha sido manifestado en la gracia del perdón. Desde ella, el hombre debe enfrentarse con su propia responsabilidad ante el compromiso implí­cito de una respuesta positiva al amor de Dios hecho gracia para él. Por eso, toda concepción humana -en la lí­nea de un angelismo infantil inconsciente- que elimine o mitigue el pensamiento del juicio y la seriedad del mismo es directamente opuesta al evangelio; directamente contraria a la predicación de Jesús.

8. Decisión por la vida
La suerte del hombre se decide por su actitud ante el Revelador. Debemos tener en cuenta la importancia que el hombre moderno da a la decisión. Pero es necesario preguntarse, ¿qué es lo que da una importancia tan trascendente a esta opción del hombre? No es su decisión en cuanto tal, sino aquello ante lo que se decide. Esto es lo que verdaderamente se convierte en lo constitutivo de su vida. El encuentro del hombre ante la palabra de Jesús, o ante él mismo como Palabra, sitúa al hombre en el plano de lo suprahumano y de lo divino. Es ahí­ donde se abre la posibilidad de una nueva vida para el hombre. La realización concreta de la misma depende de la actitud del hombre ante ella. Dios la ofrece, pero no la impone.

Jesús nos asegura que el Padre revelará al Hijo -y a través de él a los creyentes- cosas í­a mayores (mayores que su propia filiación) modo que vosotros mismos quedaréis maravillados (Jn 5, 20). Esta manifestación que dejará maravillados a los discí­pulos, se refiere al poder que tiene el Hijo para dar la vida y realizar el juicio escatológico. Si el Hijo tiene el poder decisorio sobre la vida y sobre la muerte es porque lo ha recibido del Padre. Jesús puede, por tanto, dar la vida. A su vez, este poder decisorio sobre la vida y sobre la muerte, significa que Jesús es el juez supremo. Su venida a nuestro mundo tuvo la finalidad de salvar, no de condenar. Pero su venida implica una decisión por parte del hombre, una opción de la que depende su suerte última.

La actitud que el hombre tome ante Jesús, en cuanto revelador del Padre, es la realización del juicio. La presencia del acontecimiento escatológico -la misión del Hijo de Dios- hace que el juicio se convierta en una realidad presente: el hombre es situado ante él y, en su opción personal, se decide su suerte. Es la evaluación progresiva.

¿Cómo se une esta evaluación progresiva con mi último dí­a? El evangelio de Juan nos lo presenta así­: “Una vez que me haya ido y os haya preparado el lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que podáis estar donde voy a estar yo”. “No os dejaré huérfanos; volveré a estar con vosotros”… “Vosotros seguiréis viéndome, porque yo vivo y vosotros también viviréis” (Jn 14, 3. 18ss).

El problema está en cómo debe ser entendida esta segunda venida. ¿Cuándo y cómo tendrá lugar? Esta venida no tendrá lugar al fin de los tiempos, entendidos como el momento último del cosmos, ni en el marco del drama cósmico; se realiza en la Pascua y en el encuentro con el Resucitado; se vive en el encuentro y en la confrontación con su palabra interpelante y en el contacto con el Espí­ritu Paráclito. La segunda venida del Enviado -que está despidiéndose de sus discí­pulos cuando pronuncia las palabras mencionadas- sólo puede ser entendida como la entrada en comunión con los creyentes, con la comunidad nacida desde él en la tierra.

El Redentor vuelve a través de la presencia y de la acción del Espí­ritu-Paráclito-Ayudador. La segunda venida de Cristo, la parusí­a, tiene lugar en la Pascua. Esta es la parusí­a. ¿Serí­a un gran consuelo para alguien que llora la muerte de un ser querido -como fue el caso de Marta ante la muerte de su hermano Lázaro-que Jesús le diga: “No te preocupes, tu hermano resucitará el último dí­a” (Jn 11, 24-25), es decir, dentro de cinco mil millones de años? Semejante afirmación a mi me parece, más bien, una tomadura de pelo irritante, insultante y absolutamente fuera de lugar.

La peculiaridad de esta segunda venida de Cristo es la que obliga al hombre a una constante confrontación con él. Teniendo esto en cuenta, surge como realidad evidente la evaluación progresiva del hombre, bien sea positiva, ante la aceptación, o bien lo sea negativa, ante el rechazo de la oferta divina.

9. El paso de una forma de vida a otra
Con este tí­tulo nos referimos a la . A la hora de hablar de la escatologí­a no podemos menos de hablar de ella. Normalmente la entendemos como separación del alma y del cuerpo. Efectivamente, es separación, pero no del alma y del cuerpo, sino de una forma de existir a otra radicalmente nueva que comienza. La muerte es la destrucción de la actual forma de ser corporal-aní­mico-espiritual del hombre. Cesa nuestra forma actual de ser, que no se recuperará ya nunca.

Mejor que de separación deberí­amos hablar de cambio. Cambio de una forma de existencia por otra. Y por mucho que pueda dolernos, que nos sobrecoja y que llame desagradablemente nuestra atención deberí­amos pensar en la ón de todo que nos sobra al iniciar una vida distinta de la presente y en la que deja de tener sentido aquello que habí­amos poseí­do con verdadero placer, incluso nuestro cuerpo. La muerte es la a las sobras. Los bienes y propiedades “registrados” en la vida presente no encuentran un correlativo “registro” de propiedades que las pongan a nuestro nombre en la otra. La gente sencilla lo expresa diciendo “nadie ha llevado nada para allá”. Nos sobran también las leyes biológicas y fisiológicas que rigen nuestro organismo en la vida presente. Serí­a un grave perjuicio que nos las devolviesen, porque de nuevo nos llevarí­an a la muerte.

Y cuando hablamos así­ seguimos creyendo firmemente y tenemos en cuenta el pensamiento de la ón. La resurrección afecta al hombre entero; se trata de la resurrección muerto (= los muertos o de la carne, como afirma nuestro credo), no sólo del cuerpo. “La Iglesia entiende que la resurrección se refiere a el hombre: para los elegidos no es sino la extensión de la misma Resurrección de Cristo a los hombres” (Carta sobre alcuestiones referentes a la escatologí­a. Sagrada Congregación para la doctrina de la fe, 1970, n.° 2).

Si la resurrección se refiere a todo el hombre, también la muerte. La participación en la vida divina gracias a la acción de Cristo (Jn 5, 24…) podí­a aducirse en contra de lo que estamos afirmando. Pero esta vida “espiritual” la participamos de una forma muy terrena, precaria, achacosa, sometida a la impotencia y al pecado. Esta vida de Dios tan deteriorada no puede entrar en el Reino en su plenitud ni ser reparada en un salón de limpieza por muy especializado que esté y por muy eficaces que sean los detergentes que utilice. La fe cristiana tiene la certeza de que la vida futura no es la presente sometida a los arreglos pertinentes. Dios conserva nuestro “yo”, determinado por el Espí­ritu que aparecerá con todo su poder radiante y creativo cuando desaparezca el envoltorio que lo oculta y desfigura.

La resurrección de los muertos es la concesión que Dios les hace de una nueva forma de vida. No partiendo de cero, no recurriendo a una nueva creación de la nada, sino aceptando la acción de Dios en la persona que ha sido conservada por su amor más allá de la muerte. Pero será completada, enriquecida, plenificada por la participación en la vida de Dios en la medida en que el ser humano sea capaz de asumirlo. Termina la historia de mi “yo” terreno con Dios. No obstante, continúa, permanece la individualidad de mi persona, incluida la forma masculina o femenina del ser, mediante la resurrección y gracias a ella.

Si pensamos en una continuidad de nuestro “yo” debemos hacerla compatible con una ruptura total; nosotros seremos trasladados desde la oscuridad de la muerte y de su relación con el pecado -que es la verdadera muerte, la muerte total- a la claridad maravillosa de la gloriadoxa divina; la totalidad de la persona entrará en el gozo pleno del reino de Dios. La ruptura y separación de nuestra forma actual de ser la evidencia, la pone de relieve, la suerte que corre nuestra vida corporal. Serí­a absurdo imaginar la otra forma de ser, la nueva forma de ser posterior a la resurrección, en la misma lí­nea de nuestra corporeidad actual. En todo caso no olvidemos que estamos moviéndonos en el terreno del misterio. Lo explicamos como podemos. Pablo habla de un cuerpo “corporal” y de un cuerpo “espiritual” (1 Cor 15, 44). ¿Es que alguien puede imaginarse siquiera cómo será un “espiritual”?
Sobre la corporeidad proporcionada por la resurrección no se puede afirmar nada en concreto. Porque la nueva forma es concedida por Dios mediante una transformación. Por tanto es divina. Lo mismo que la nueva forma que recibió Jesús de Nazaret en su resurrección. Cuando se aparecí­a lo hací­a en forma (= étéra é, Mc 16, 12), con su nueva corporeidad, radicalmente distinta de la que habí­a tenido cuando vivió entre nosotros.

10. La escatologí­a intermedia
La consideración de la muerte como separación del alma y del cuerpo ha hecho surgir la teorí­a del intermedio, el que debe transcurrir entre la muerte y la resurrección. En el último dí­a, las almas recuperarán sus cuerpos y entonces serán plenamente dichosas o desgraciadas. De este modo la resurrección pierde su carácter de totalidad. Sólo sirve para el cuerpo. Se tratarí­a de una resurrección parcial, que serí­a la del cuerpo, no la de todo el hombre. Se desconoce o se tergiversa radicalmente que nosotros tenemos un más allá de la muerte sólo mediante la resurrección. Y ésta es participación en la de Cristo.

La escatologí­a intermedia -que eso es lo que significa la expresión del “tiempo intermedio” que hemos utilizado- ¿puede mantenerse en pie cuando ha caí­do la antropologí­a dualista, y el hombre de hoy, lo mismo que el hombre bí­blico, se mueve en las categorí­as unitario-monistas? Curiosamente el hombre de hoy y el hombre bí­blico coinciden en el enfoque unitario del “hombre”. Ha superado lo relativo a las “dos partes” de que se compone, cuerpo y alma, que incluso podrí­an vivir separadamente.

¿No será necesario reconocer que la vida humana se construye sobre la decisión y que ésta puede ser múltiple, incluso en su referencia al ésjaton? (Remitimos a lo ya dicho sobre el tema de la “decisión” tratado explí­citamente). La decisión se hace ante el ésjaton -de donde surge la autocomprensión humana y los principios determinantes de la vida- y no ante las ésjata que, separadas del ésjaton, carecen de la motivación necesaria que pueda adquirir la categorí­a de principio determinante de la vida: “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, es decir, las esjata; tú me mueves, Señor, es decir, el ésjaton”.

El estado intermedio entre nuestra muerte y nuestra resurrección no pertenece a la fe ni a la esperanza cristianas. El concepto de la vida intermedia de las almas en un lugar impreciso hasta que se unan al cuerpo recompuesto rompe la totalidad de la resurrección. Lo que espera al creyente más allá de la muerte e inmediatamente después de ella es la nueva forma de ser, la nueva vida, la existencia nueva. Pablo lo dice así­: Deseo para estar Cristo (Fil 1, 23). ciudadanos del cielo, de donde esperamos al Salvador y Señor Jesucristo, que reformará nuestro cuerpo miserable (lo llama así­ no por sus limitaciones y “miserias”, sino porque se halla privado de la gloria-gracia de Dios; es la primera forma de nuestra existencia, la que vivimos en la actualidad aquí­ en la tierra) a su cuerpo glorioso, en virtud del poder que tiene para someter a sí­ todas las cosas, Fil 3, 20-21. (Es la nueva forma del ser humano, la que tendrá más allá de la muerte, semejante a la forma, la actual, que tiene Cristo a partir de su resurrección, Mc 16, 12). Por eso Cristo es “el último dí­a” a la vez que la resurrección y la vida.

11. La vida eterna
La vida de los cristianos está centrada en el sí­ constantemente renovado a la situación en la que hemos sido colocados por Cristo en la muerte; en la entrega incesantemente ordenada a la superación y a la muerte del “hombre viejo”; al cumplimiento del designio divino que nos ha ordenado a “estar muertos al pecado”, a “vivir para Dios como quien está muerto al pecado”, a “no vivir según la carne, que lleva a la muerte”, a “huir de todo aquello que provoca la ira divina” (Rom 6, 11. 13; 8, 13; Col 3, 5).

Durante nuestra vida terrena este morir no alcanza la finalidad intentada. El anhelo, el deseo e incluso el intento de verse libre del “hombre viejo”, de la forma terrena del hombre con sus apetencias y concupiscencias se cumple plenamente en la muerte corporal. Ella cumple la promesa que Cristo selló para cada uno en el bautismo. La muerte lleva al creyente a la libertad de los hijos de Dios. Ella traslada a los cristianos desde la lejaní­a de Cristo en la existencia terrena a la vida plena en él:

“Por ambas partes me siento coaccionado, porque, por un lado, deseo morir para estar con Cristo, que es con mucho lo mejor…” (Fip 1, 23). “Así­ estamos siempre confiados, persuadidos de que mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión” (2Cor 5, 6ss).

Cierto que esto no lo puede la muerte por sí­ misma. Sólo en la fe en el evangelio reconoce el cristiano que el “no” de Dios, tal como el cristiano lo experimenta en la muerte, en realidad coincide con el “sí­” de su voluntad salvadora. El juicio de la muerte está al servicio de la creación del hombre nuevo. Dicho de otro modo: el “no” de Dios rechaza una vida indigna de permanecer y el “sí­” abre otra en la que la existencia humana se convierte en la participación en la Vida.

La presencia de Cristo en nuestro mundo hizo que las cosas últimas, las noví­simas o los í­simos, esperados para el fin de los tiempos, de la humanidad, de la historia, del mundo… cambiasen radicalmente de perspectiva. Si él es la última intervención de Dios en la historia, Esjaton por excelencia, todo lo relativo a las cosas últimas, las ésjata, debe ser visto desde él y se halla condicionado y cuestionado por él. La perfección que esperamos no se logrará mediante la purificación y eliminación que relativizan las cosas más hermosas que poseemos. Eso no basta. La participación en lo divino es fragmentaria. Es preciso que aparezca Dios en la plenitud de su Reino, que se haga realidad nuestra petición diaria: Venga a tu Reino, que se manifieste el Señorí­o divino en toda su plenitud, que llegue el momento en el que se nos revele como el Señor de la vida, de nuestra vida, de todas las vidas y de todas las cosas.

Esto nos acerca a la particularí­sima y única de la escatologí­a cristiana. Ella excluye toda posible armonización con la escatologí­a pensada en el A. T. y desarrollada en el mundo judí­o-apocalí­ptico, que inventaron la existencia de un tiempo intermedio entre la muerte y el final del mundo. Esta especificidad debe hacerse compatible con otra caracterí­stica que la define como escatologí­a propia de los peregrinantes a la patria, viatorum. Este segundo aspecto mencionado nos obliga a plantearnos este interrogante: ¿Cómo se relaciona la entrada en la eternidad con la salida del tiempo, con “mi último dí­a”? Este paso no se produce mediante una ón. La escatologí­a no tiene como finalidad establecer la sucesión de los múltiples momentos hasta llegar al último.

Si la esperanza cristiana surge como consecuencia lógica del Señorí­o gracioso de Dios manifestado en Cristo, que es la máxima gracia, destinada de forma indiscriminada a todos los hombres, esto mismo hay que afirmar de la escatologí­a cristiana. Como también es necesario afirmar el paralelismo entre ambas realidades ya presentes pero sólo incoativamente. El reino de Dios está presente y sigue oculto; la escatologí­a ha hecho acto de presencia y dirige nuestros ojos hacia el futuro. La esperanza cristiana, el Reino y la escatologí­a están totalmente aquí­ y totalmente fuera de aquí­. Aquello que ya es una realidad sigue siendo objeto de realización con miras a la perfección o a la consumación plena.

La escatologí­a, particularmente la , subraya singularmente su fundamento en el amor de Dios manifestado en Cristo y que nos ha unido a él con ví­nculos indisolubles (Rom 8, 35-39). El cuarto evangelio expresa la misma certeza refiriéndose a la eterna que nadie podrá quitársela a aquellos a los que él se la ha concedido por encargo del Padre (Jn 10, 27-30). Esta relación vital, iniciada en nuestro discipulado personal de adhesión a Cristo, es como una prolepsis o anticipación cuyo sentido pleno tiene que ser realizado.

Jesús, que alcanzó la máxima perfección de vida en la resurrección, hará partí­cipes de ella a los suyos (1Jn 3, 2); en él y en ellos se da “una vida para Dios” (Rom 6, 10-11). El texto más explí­cito y significativo es el que nos habla de buscar las cosas de arriba, puesto que hemos resucitado con Cristo (Col 3, 1-4).

La plena liberación, de la que nos hablan los textos paulinos y los joánicos, supone la ón última de Dios que, en nuestra muerte, termina con una forma de vida incapaz de permanecer para siempre e inicia otra que tiene todas las virtualidades necesarias para poder permanecer para siempre. Sólo la intervención última de Dios en nuestra vida es de liberarla del señorí­o del pecado. Y sólo la intervención última de Dios en nuestra vida es de hacer que nuestra santificación alcance su finalidad, liberándola de todo tipo de mixtificación pecaminosa. Esta doble liberación es la que lleva a los creyentes a la eterna en Cristo.

La vida eterna es de la temporal. Eso significarí­a inmortalidad, no vida eterna. La vida eterna consiste en la ón de la ón con Dios, tal como le ha sido concedido al hombre en Jesús y él lo ha aceptado en la fe. Como plenitud de la comunión de amor con Dios, la vida eterna hará que la ón mutua se en una realidad conso: más allá de la bella teorí­a nos alcanzará la perfección derribando las fronteras externas -distancia en el tiempo y en el espacio- y las internas -el exclusivismo egoí­sta y pecador-; nos llevará a una auténtica alteridad elevada, perfecta; más allá de los ensayos defectuosos viviremos la comunidad en la unión í­ntima y profunda de un Cuerpo cuya vida es comunicada sin ningún tipo de limitación a todos los miembros adheridos a él.

La perfección en el amor no significa absorción de la personalidad, sino ón de la misma hasta el lí­mite de lo posible; junto al “yo”, liberado de sus ambiciones egoí­stas, vivirá el “tú” con idéntica generosidad. La vida eterna nos proporciona la máxima proximidad con Dios. Nos hace tomar conciencia de la distancia que nos separa él. No seremos divinizados. Comprenderemos la máxima grandeza a la que ha llegado una criatura insignificante gracias a la altura inimaginable a la que Dios la ha elevado. Seguiremos siendo sus criaturas, sus siervos “cualificados”, plenamente conscientes del amor, gratitud y adoración que le debemos La vida eterna nos introduce de lleno en conocimiento de Dios, y en la impenetrabilidad de su misterio oculto. Su “visión” no le despojará de su inaccesibilidad (1Tim 6, 16).

La vida eterna, de modo semejante a la temporal, es misma para los que participan en ella. Las lógicas diferencias estarán marcadas por la medida e intensidad de las obras de la fe, la fidelidad en la respuesta a la vocación divina, la generosidad en el servicio a los demás. El don recibido, Dios mismo, será igual para todos. La vida eterna pertenece la jurisdicción de la escatologí­a, abre nuestra mirada al futuro, acepta lo inimaginable al menos como posibilidad. La vida eterna no difiere del reino de Dios, que él inicia como sementera. La cosecha se llama vida eterna. Pero es una cosecha sembrada y cultivada. Para la fe el reino de Dios es presencia, también lo es para la vida eterna. Cristo fue la presencia de Dios en nuestro mundo; trajo la gracia y el perdón de los pecados; la misma finalidad persigue la vida eterna; donde hay perdón de los pecados hay vida y bienaventuranza; esto lo ofrece en plenitud la vida eterna.

Del conjunto de todas las reflexiones anteriores se deduce que puede hablarse de la vida eterna en el presente, aunque sea una realidad futura: es futuro y presencia, misterio de fe que será revelado y que actualmente se manifiesta en la fe y en las obras. Entre los senderos y vericuetos plagados de sorpresas y de dificultades insalvables se halla rodeo de la mí­stica. Es la mejor presencialización de la vida eterna. Sólo quien puede decir. “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí­” (Gal 2, 20) o quien puede escuchar que “el Hijo, en el que creemos, es la plena manifestación del Padre o de la vida eterna” (Jn 14, 10-11) o quien se decida a esperar como verdaderas las palabras de Jesús en su oración al Padre: “Quiero que estén donde yo voy a estar… para que vean mi gloria” (Jn 17, 24) sólo él verá con claridad ya en este mundo la vida eterna con la visión “experiencial” o “vivencial” que supera toda certeza.

BIBL. — A. GIUDICI, í­a, en “Nuevo Diccionario de Teologí­a”, 1, Cristiandad, 1982; F. FERNíNDEZ RAMOS, í­a existencial, (El cuarto Evangelio), en , 23, 1976; W. MICHAE-us, Odós, en TWzNT; V. M. Ví“LKEL, ós, en TWzNT, II, col. 1204; W. PANNENBERG, í­a y reino de Dios, Salamanca, Sí­gueme, 1974; G. BORNKAMM, ús de Nazaret, Salamanca, Sí­gueme, 1975.

F Ramos

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

-> tiempo, apocalí­ptica). Palabra o doctrina (logos) sobre los acontecimientos y misterios que pertenecen a la culminación de la obra de Dios (eskhaton), al despliegue total (salvación y/o destrucción) del cosmos y a la realización del ser humano, sea en clave universal (de la historia) o individual (de cada persona). En la tradición cristiana se entiende como “tratado de las cosas últimas”, es decir, de “los noví­simos” (muerte*, juicio*, infierno* y gloria*).

(1) Sentido y elementos básicos. Las religiones cósmicas del eterno retorno carecen de escatologí­a propiamente dicha, pues todo gira y todo vuelve a ser siempre lo mismo. Las religiones de la pura interioridad (budismo, hinduismo clásico) sólo conocen una escatologí­a espiritual, que se expresa en forma de inmersión del alma humana en el gran “espí­ritu divino”. Las religiones históricas (judaismo, islam, cristianismo) desarrollan una escatologí­a cósmica e histórica, afirmando que tanto el mundo como la humanidad tienden hacia un final en el que alcanzarán su plenitud. Entendida así­, la escatologí­a implica un camino o proceso, que se expresa casi siempre a modo de contraste o lucha entre los elementos positivos y negativos de la realidad. Para alcanzar su verdad, el hombre y/o el mundo tiene que superar una serie de pruebas, que suelen presentarse con frecuencia con imágenes apocalí­pticas (lucha de ángeles y demonios, cataclismos cósmicos, revelaciones escondidas). En ese sentido, la antropologí­a judí­a y la cristiana son escatológicas, es decir, sitúan al hombre ante los últimos tiempos, ante la decisión final, con la irrupción definitiva de Dios y la llegada de la nueva humanidad. En sí­ mismas, no tienen por que ser apocalí­pticas, de tal forma que se ha podido hablar de una escatologí­a existencial, de carácter moralista, que sirve para indicar que el ser humano está abierto en esperanza* hacia un futuro* que constituye un elemento esencial de su propia realidad, como ser que se despliega en la historia. Pero, de hecho, la escatologí­a judí­a y cristiana, al menos la del entorno de Jesús, se ha expresado en formas apocalí­pticas: así­ ha interpretado los acontecimientos del final desde una perspectiva dualista (lucha entre el bien y el mal), con la intervención de seres sobrenaturales (ángeles*, demonios), que influyen en la opción y suerte de los hombres.

(2) La escatologí­a de Jesús. El reino de Dios. La escatologí­a de los evangelios está vinculada a la forma de entender el reino de Dios. De un modo general, se suelen distinguir dos tipos de interpretaciones de la escatologí­a de Jesús: una, que suele llamarse “consecuente” es de tipo más apocalí­ptico; otra, que suele llamarse “realizada”, es de tipo más sapiencial. La primera piensa que el Reino ha de venir a través de una serie de catástrofes cósmicas externas. La segunda piensa que el Reino ya ha llegado y está presente en medio de los hombres. Al lado de esas dos formas de entender la escatologí­a del Nuevo Testamento pueden ponerse algunas variantes, que han influido mucho en la exégesis reciente de la Biblia, sobre todo en el estudio de los evangelios: una más histórico-salví­fica (cercana a la escatologí­a consecuente), otra mas existencial (cercana a la escatologí­a realizada).

(3) La escatologí­a apocalí­ptica o consecuente ha sido defendida de un modo poderoso por A. Schweitzer* (y por muchos otros autores). Según ella, Jesús esperó la venida de un reino futuro, inminente, de tipo apocalí­ptico, en la lí­nea de algunas esperanzas judí­as de aquel tiempo. No habló del presente: no quiso cambiar cosas en el tiempo de la historia, ni ofreció el Espí­ritu de Dios a los pobres y posesos, para liberarles ya en el mundo. Juzgó que la historia habí­a terminado y no podí­a cambiar ya; sólo habí­a que prepararse para el reino. Pensó al principio que ese reino llegarí­a durante el mismo tiempo de su vida; tras un primer fracaso, lo esperó para un momento posterior, aunque cercano, tras su muerte: él mismo (Jesús) retornarí­a como Hijo de Hombre, para juzgar y culminar (destruir) la historia, suscitando el reino de Dios. Pero Jesús murió y su reino no ha venido todaví­a; sobre el hueco formado por esa decepción surgió la Iglesia.

(4) C. H. Dodd y con él otros pensadores anglicanos y católicos vienen defendiendo un tipo de escatologí­a realizada, de tipo sapiencial, más cercana al platonismo del ambiente helenista que a la apocalí­ptica dura de algunos judí­os del tiempo de Jesús. Ellos interpretan de un modo simbólico los signos apocalí­pticos del Hijo del Hombre y las crisis del cosmos (fin del tiempo externo), suponiendo que Jesús reveló la presencia de Dios en el tiempo y lo hizo de un modo especial en sus parábolas (como en la del sembrador: Mc 4): el reino está presente en el corazón de aquellos que escuchan su mensaje, no en señales mí­ticas de tipo apocalí­ptico. Eso significa que ha llegado el fin de los tiempos. El orden externo continúa como antes; en el ámbito de la historia externa o mundana sigue rodando la marcha polí­tica de Estados y pueblos. Pero, en el sentido más profundo, la historia verdadera de la revelación de Dios y su presencia sobre el mundo ha culminado ya por medio de Jesús, tal como Pablo y Juan lo han destacado. Ha descendido el Espí­ritu de Dios, y los creyentes (los que acogen el mensaje de Jesús) viven ya en la historia culminada: han descubierto la verdad, moran en el plano de lo eterno. Ya no falta nada, está todo realizado en fe (cumplido el tiempo, salvados los fieles), aunque todaví­a externamente no se vea.

(5) Escatologí­a existencial y decisión creyente. Muchos exegetas han querido y quieren vincular los dos aspectos anteriores de la escatologí­a, aunque destacando el segundo (el de la escatologí­a realizada). Entre ellos está R. Bultmann, quien supuso que Jesús anunciaba con lenguaje mitológico el fin externo de este mundo (como dice Schweitzer); pero lo hací­a no para evocar sucesos objetivos (que aún debieran realizarse), sino para destacar el carácter escatológico de la existencia actual, es decir, de la misma vida humana. Bultmann puede aceptar la tesis básica de Dodd (escatologí­a realizada), pero introduciendo en ella una variante significativa: la novedad eterna de Jesús se expresa y realiza en la experiencia interior de los creyentes, más que en un tipo de eternidad ideal, de carácter helenista. Jesús no ha querido anunciar ni preparar un despliegue exterior de acontecimientos cósmicos (fin del mundo), ni sociales (transformaciones en la vida polí­tica de los pueblos); él se ha limitado a proclamar y reflejar con su vida la presencia de la salvación (de Dios) en cada uno de los fieles. Por eso, no se puede hablar de historia cristiana, sino sólo de historicidad: de un modo auténtico de vivir, en decisión y libertad creyente, ante el misterio de Dios. Sólo en ese plano interior, existencial, se expresa y despliega el Espí­ritu de Dios. Sobre la historia externa del mundo Jesús no sabe ni dice nada, ni tampoco los cristianos pueden saber nada más que los otros hombres y mujeres de su entorno.

(6) Escatologí­a sucesiva, historia de la salvación. También O. Culhnann ha querido vincular el aspecto consecuente y realizado de la escatologí­a, pero no de forma existencial (como Bultmann), sino a través de un fuerte programa de temporalización de la vida de Jesús y del mensaje de la Biblia. Dios mismo se expresa, a su entender, a lo largo del tiempo, es decir, en un proceso de surgimiento cósmico (creación), despliegue social (Antiguo Testamento), concentración personal (Jesús), apertura misionera (Iglesia) y culminación universal (escatologí­a entendida como fin del mundo y cumplimiento del proceso de la historia). Ese proceso sigue abierto hacia un futuro todaví­a no cumplido, pero se condensa y recibe su máximo sentido en la pascua de Jesús, que ya se ha realizado en el centro del tiempo, de manera que las esperanzas apocalí­pticas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús se mantienen operantes e influyen de manera poderosa en los hombres. Cullmann entiende el proceso del tiempo como un reloj de arena en el que todo se concentra en Jesús para expandirse luego hacia el futuro hasta abarcar sin excepción a todos los humanos. Por eso, no se puede hablar sólo de historicidad, sino de historia de la salvación, que está relacionada con la historia profana (polí­tica y social) de los pueblos.

(7) Conclusión. Estrictamente hablando, ninguna de esas cuatro posturas defiende un influjo directo de la novedad cristiana en la historia externa del mundo. Ellas hablan más bien de un futuro apocalí­ptico que vendrá de pronto a destruir la historia (Schweitzer), de un presente supratemporal que se desvela por encima de ella (Dodd) o de una historicidad existencial distinta de la historia social (Bultmann). Sólo Cullmann ha querido introducir la historia de la salvación en la historia profana, pero tampoco lo ha hecho de un modo radical, pues sitúa ambas historias como paralelas, una al lado de la otra, conforme a una visión donde vincula el dualismo protestante (separación de gracia y naturaleza) con el presupuesto ilustrado de una historia profana, que tendrí­a un carácter neutral y objetivo frente a la posible historia cristiana. Quizá éste sea un tema que no puede resolverse en teorí­a. No se trata de saber lo que Jesús pensó del tiempo, sino de obrar como él obró, descubriendo de esa forma la presencia de su Espí­ritu.

Cf. R. BULTMANN, Historia y escatologí­a, Studium, Madrid 1971; O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Estela, Barcelona 1968; B. MCGINN, H. J. COLLINS y S. STEIN (eds.), The Encyclopaedia of Apocalypticism I-III, Nueva York 1998s; X. PIKAZA, La nueva figura de Jesús, Verbo Divino, Estella 2003; Exégesis y filosofí­a. El pensamiento de R. Bultmann y O. Cullmann, La Casa de la Biblia, Madrid 1972; R. SCHNACKENBURG, Reino y reinado de Dios, Fax, Madrid 1970.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. La escatologí­a: 1. Dios y escatologí­a en el mensaje de Jesús; 2. El mensaje escatológico del reino de Dios.-II. Espí­ritu Santo y escatologí­a en Pablo: 1. Relaciones entre la cristologí­a y la pneumatologí­a paulinas; 2. Escatologí­a pneumatológica paulina.-III. Escatologí­a de Juan.-IV. La SS. Trinidad como misterio escatológico, en plano de revelación y adoración.-V. Trinidad y juicio: la salvación y la posible condena de los hombres.

I. La escatologí­a
La Escatologí­a (= E.) es la referencia permanente a un fututo absoluto y transcendente que es Dios y que emerge en toda reflexión antropológico-teológica al tratar del sentido y finalidad del hombre, de la historia y del cosmos. La dimensión escatológica aparece como una estructura dinámica del mismo ser histórico del hombre que le impulsa y le libera hacia un destino transcendente. Esa dimensión la comparte con los demás hombres en su quehacer histórico en el mundo. En relación a esa dimensión escatológica logran unos y otros realizarse o malograrse. La E. es secuencia y consecuencia antropológico-teológica del ser y del quehacer humano en relación transcentente a Dios. Es destino y vocación libre al mismo tiempo. Algo inseparable del ser y de la reflexión antropológica que presupone y donde emerge el Dios creador y consumador del hombre.

Pero si la dimensión escatológica coexiste y acompaña a la misma condición humana, su referencia al futuro absoluto y transcendente desde la historia está envuelta en el riesgo, incertidumbre y misterio, que no puede despejar el hombre sólo por su propio esfuerzo, como tampoco todo lo que se refiere a su propio origen y fundamento y, con mayor razón, lo que atañe a su destino final. Por eso la E. es objeto de revelación de Dios en Cristo y de reflexión por parte de la fe-esperanza teologal del hombre y cristiano. Esta fe-esperanza en su vocación escatológica es definida existencialmente como “la garantí­a dé lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Heb 11,1). Esta realidad o realidades que no ve y espera el hombre son llamados éschata sobre los que reflexiona la E. Los éschata son las realidades últimas, la nueva creación que aguardamos. Pero más que muchas realidades, aguardamos una sola que lo llena todo: el éschaton (el reino de Dios en la resurrección) lo totalmente otro, lo último y definitivo, lo nuevo en lo que seamos transfigurados todos nosotros con todas las cosas del cosmos en una nueva creación, vencidos para siempre el pecado y la muerte. A este proceso final Pablo, desde una cristologí­a escatológica que colorea el reino de Dios, le ha dado distintos nombres y funciones: “instaurar todas las cosas en Cristo” (anakefalaiósasthai ta ganta en tó Xpristó, Ef 1, 10); “reconciliación” de todos los hombres y cosas en Cristo (Rom 5, 11; Ef 2, 16; Col 1, 20; 2 Cor 5, 19), “nueva creación y nueva humanidad” (Gál 6, 15; 2 Cor 5, 17; Ef 2, 15; 4, 24); “liberación” escatológica de la creación de la vanidad, injusticia y de la muerte (Rom 6, 7; 8, 21) y “resurrección” final de los muertos en Cristo.

Los éschata que aguardamos son los que en forma abreviada y popular han llamado los catecismos los noví­simos: muerte, juici, infierno y gloria. Pero todos ellos deben ser vistos en el horizonte completo y a la luz del reino de Dios, que ya actúa entre nosotros desde Cristo en el Espí­ritu. Aguardamos con gozo y expectación su plena manifestación en nosotros y en todos como resurrección y vida eterna; que se declare como victoria gloriosa frente a la muerte, el pecado, la injusticia, la violencia y la corrupción que forman el drama del existir del hombre en el mundo’. El reino de Dios resume como cifra y sí­mbolo la final transfiguración del hombre y de la historia. Pero el reino lo constituye el mismo Dios con nosotros, manifestado en la encarnación de su Hijo (Jesús de Nazaret en su vida y muerte y glorificado en la pascua) y en el adviento del Espí­ritu de Dios, el Parakleto, que llevarán a cabo nuestra transformación histórica y escatológica. La forma trinitaria del reino de Dios es la verdadera forma histórico-salví­fica que nos transformará y nos hará partí­cipes con nuestra colaboración libre.

Con estas dimensiones finales del reino y del hombre definí­a así­ la E. el teólogo católico suizo, Urs von Balthasar en los albores de la renovación teológica antes del Vaticano II: “Ipse Deus post hanc vitam sit locus noster (san Agustí­n). Dios es “la postrimerí­a” de la criatura. Lo es como cielo ganado, como infierno perdido, como juez que juzga, como purgatorio purificador. Dios es aquel en el que el hombre mortal muere y por el cual y para el cual resucita. Pero es todo eso en la manera como se dirige al mundo, a saber, en su Hijo Jesucristo, que es la revelación de Dios y por consiguiente el resumen de las postrimerí­as”.

De estas dimensiones escatológicas del reino de Dios en lo que afecta alhombre y al cosmos, es decir, la dimensión trinitaria, cristológica y pneumatológica, daremos cuenta de ello a continuación.

1. DIOS Y ESCATOLOGíA EN EL MENSAJE DE JESÚS. La exégesis neotestamentaria y la teologí­a actual están de acuerdo en señalar que el mensaje del reino de Dios constituye la cuestión primordial, personal y profética de Jesús de Nazaret. Por ella vivió y murió, se desvivió en suma, pero ella le resucitó como Kyrios e Hijo de Dios en poder, Juez universal de la historia, cuya manifestación gloriosa en la parusí­a cerrará la historia para abrir su capí­tulo escatológico interminable de la resurrección y de la vida eterna. Jesús anticipó todo esto modestamente y misteriosamente mientras vivió en nuestra condición humana. A este nivel nos referimos ahora5.

2. EL MENSAJE ESCATOLí“GICO DEL REINO DE DIOS. El mensaje escatológico del reino se desprende del anuncio programático de Jesús: “El tiempo se ha cumplido (peplérótai ho kairós) el reino de Dios está cerca kal éngiken he basileí­a toú Theoú), convertí­os y creed en el evangelio” (Mc 1, 15). En este logion de Jesús se advierte una tensión dialéctica entre la llegada del reino y la plenitud de los tiempos. Tal plenitud y tal llegada del reino pasa por la persona de Jesús que anuncia, realiza y personifica el reino.

Pero el reino de Dios está despuntando en el anuncio de Jesús. Y este anuncio y este reino vienen a desplegarse en el momento que Juan el Bautista desaparece martirizado por Herodes el Grande y Jesús, después de su bautismo en el Jordán de gran transcendencia revelatoria, comienza su ministerio por Galilea (Mc 1, 14 par.). Las relaciones de Jesús con Juan prueban su estrecha vinculación, su pertenencia al movimiento profético y bautismal que anuncia la venida inminente del juicio de Dios, pero también marcan sus diferencias. Juan con su predicación y bautismo resucita la era profética del final y la expectación mesiánica de Israel. “Ya no hay profetas” en Israel (cf. Sal 74, 9) era un lamento constante después de los grandes profetas postexí­licos. El hace vivir la figura escatológica del profeta Elí­as (Mal 4, 5: cf. Mt 11, 14; 17, 10-12 par.). Todo su mensaje y bautismo es apocalí­ptico con la premura del inminente juicio del Dios vengador: “Raza de ví­boras, ¿quién os ha enseñado a huir de la ira inminente?… Ya está el hacha puesta a la raí­z de los árboles; y todo árbol que no dé buen fruto será cortado y arrojado al fuego… aquel que viene detrás de mí­ es más fuerte que yo… En su mano tiene el bieldo y va a limpiar su era: recogerá su trigo en el granero, pero la paja la quemará con fuego que no se apaga” (Mt 3, 7.10-12 par.). Invita a la conversión o penitencia que comporta observar la justicia profética y bautizarse con agua para escapar de la ira venidera del juicio de Dios, ante el cual podrán alcanzar así­ el futuro perdón de los pecados.

Jesús realiza un cambio radical en el mensaje del reino si se compara a Juan. Omite, deja de lado el juicio de Dios como ira venidera, como amenaza escatológica en base a la conversión (cf. Lc 4, 18 s. comparado con Is 61, 1-2) y en cambio anuncia en primer plano el reino de Dios, es decir, la gracia, el amor y el perdón escatológicos ya desde ahora a los pecadores y la salvación a los enfermos del cuerpo y del espí­ritu y a los pequeños y perdidos. Por eso comienza su evangelio del reino con las bienaventuranzas. El reino que anuncia Jesús supone “una visión nueva de Dios (teologí­a) y de los hombres (antropologí­a)”. Esto conlleva a su vez nuevas implicaciones en las relaciones entre Dios y los hombres y entre estos mismos que se fundamentarán en el modo de ser y de vivir de Jesús de Nazaret. Pablo llamará “vivir en Cristo” o “vivir según el Espí­ritu”. Aquí­ encontrará la comunidad de los seguidores de Jesús (Iglesia) la nueva experiencia de la conversión evangélica (metanoia) como expresión de la gracia de Dios, ofrecida sin condiciones previas por Jesús. Por eso “nueva es la manera de en-tender Jesús el reino como pura gratuidad allí­ donde otros proclaman la ley y la violencia”. De esta manera ha culminado la esperanza del II Is 52, 7-10: “Bienaventurados los pies de los que evangelizan”. De ahí­ que los términos evangelio y reino de Dios se corresponden en Jesús y ambos son siempre términos escatológicos que están actuando en la vida de los hombres.

Con Jesús “se ha cumplido el tiempo”, “porque allí­ donde se expresa Dios y los hombres le reciben han cambiado las fronteras del tiempo y eternidad: ha comenzado la plenitud escatológica”. La cuestión escatológica de Jesús ha sido un “gran descubrimiento de la exégesis del siglo pasado y principios de éste. Su investigación y discusión cada vez más atinadas y equilibradas se han prolongado hasta nuestro tiempo. Tal intuición puso en crisis los fundamentos de la teologí­a liberal protestante. Pero en la determinación de qué escatologí­a es la propia de Jesús ha habido bandazos, errores, limitaciones, unilateralidades y expresiones desafortunadas. La discusión de tres generaciones al menos ha equilibrado el fiel de la balanza y ha revelado la importancia teológica y cristológica de la cuestión. Ya no se puede tener la impresión ni la opinión de que Jesús era un apocalí­ptico judí­o cualquiera ni incluso como Juan el Bautista que aguardaba la irrupción inmediata del reino de Dios con un fin del mundo en vida o en muerte, basándose exclusivamente en aquellos logia de Jesús (cf. Mc 9, 1; 14, 52; Mt 24, 34; Lc 21, 32). En ellos, con exclusividad de otros, pretendieron algunos fundamentar la hipótesis teológica de una escatologí­a consecuente (J. Weiss, A. Schweitzer, A. Loisy, Werner…) Para éstos Jesús era poco menos que un apocalí­ptico judí­o equivocado y nostálgico como los que abundaron antes y después en Israel.

No basta tampoco, aunque sea mucho, presentar a Jesús como el profeta escatológico de la decisión última que invita al hombre a creer y a convertirse ante la manifestación última de la voluntad salví­fica de Dios. Tal escatologí­a existencial, que valora tanto la última voluntad de Dios -que es gracia escatológica manifestada por Jesús- e invita a la última decisión del hombre en orden a alcanzar por la fe el paso de la muerte a la vida, parece ser ya todo en la escatologí­a del reino. Sin embargo, diciendo mucho no lo dice todo. Descuida otros aspectos teológicos y cristológicos del reino manifestado en Jesús y por Jesús. Y reduce casi toda la escatologí­a a los aspectos antropológicos de la interioridad existencial del hombre, sin tener en cuenta los aspectos históricos, somático-corporativos, eclesiales de la escatologí­a del reino de Jesús, que abarca a todos y a todo. Muchos valores de esta escuela de interpretación escatológica existencial de R. Bultmann y de sus discí­pulos son valiosos, pero deben ser integrados y superados en una visión más profunda y comprensiva que haga honor a su compleja simbologí­a. Otro tanto se puede decir de la escatologí­a realizada de Ch H. Dodd.

Aunque se pueda decir que la escatologí­a del reino de Dios en Jesús supone una tensión escatológica del reino realizándose, en donde la presencia y anticipación se combinan con la expectativa de su plenitud transcendente – victoria sobre la muerte (resurrección)-, deberí­amos, sin embargo, mantener la visión y experiencia simbólica, paradójica y compleja de Jesús sobre el reino escatológico de Dios. Pueden servir estas palabras de Pikaza como aviso: “No se puede optar sin exclusiva por un tipo de esquema, confesando que el reino de Dios es solamente futuro (escatologí­a consecuente), actual (escatologí­a realizada) o una mezcla de ambos. El problema es más profundo. Surge un nuevo tiempo definido por la acción escatológica y el ser mismo de Dios, haciendo posible la emergencia del ser escatológico del hombre”
Las aportaciones de H. Schürmann y de H. Merklein en este sentido son muy valiosas. Schürmann después de decirnos que “el reino fue el destino de Jesús”, destino asignado por Dios y completamente abierto hasta la muerte, nos dice que su proexistencia (Cf. Mc 10,45 etc.), es decir su vida entregada por el reino y nosotros, se convirtió en salvación vicaria y escatológica por todos. Tal destino de Jesús y tal salvación escatológica del reino están en í­ntima conexión y dimanan de su especial invocación y vinculación con Dios como Abbá (Padre)”.

Tanto la revelación como la experiencia personal e intrasferible de Dios como Abbá representan en Jesús el origen y el fundamento del reino, entendiendo éste como acción soberana y transcendente de Dios en la historia de los hombres. En este sentido Schürmann ha sabido captar y expresar la í­ntima y profunda vinculación entre el reino de Dios y la invocación-revelación de Dios como Abbá, como el núcleo de las implicaciones escatológicas de la persona y de la historia de las palabras-acciones-signos de Jesús con el reino. Nos dice Waldenfels sintetizando a Schürmann: “El reino de Dios desde el perfil transcendente-escatológico es completamente acción de Dios. No se puede establecer con medios polí­ticos, sociales o morales y es teológicamente personalizado por la concepción divina del Abbá que tiene Jesús”.

Simultaneamente Schürmann ha puesto de relieve la cristologí­a latente que se encierra en esta concepción del Abbá y del reino: “En la predicación (de Jesús) existen afirmaciones cristológicas implí­citas, pero directas, hechas por Jesús sobre sí­ mismo. Este es el modo por el que el reino de Dios es un “inicio”de la cristologí­a”14. En este núcleo del reino de Dios como Abbá podemos encontrar la conciencia personal de Jesús como “el Hijo”, que explicita mejor su condición especial de profeta escatológico, “anunciador y representante final del Reino” (Merklein) y de donde dimana su exousí­a o autoridad en palabras-acciones de Jesús (cf. Mt 7, 29; 9, 6; 10, 1, etc.) como lo han puesto de manifiesto Pesch, Ebeling y Waldenfels y otros.

Las bienaventuranzas (Lc 6, 20-23; Mt 5, 3-12) no son una moral de interim como pretendí­a la escatologí­a consecuente en una espera de final de mundo y de venida del reino. Son en nuestra perspectiva un anuncio y presencia en acto del reino, que presupone una acción soberana y gratuita de Dios, que involucra a Jesús como el bienaventurado repartidor del reino a los pobres-mansos-los-que-lloran-hambrientos-misericordiosos-limpios de corazón-pací­ficos y perseguidos por la justicia, por el reino o por la causa de Jesús. Involucra en la misma proclamación la misma palabra soberana del Padre eterno y transcendente en el bautismo de Jesús: “Este es mi Hijo muy amado (ho agapetós, Mc 1, 11 par.) escuchadle”. Dios en Jesús está ofreciendo el reino de su Padre a los hombres y proclamando la bienaventuranza de los pequeños. Pero en la bienaventuranza del reino no deja de haber su tensión entre el ahora y el futuro absoluto de su consumación. Aparece mejor formulado en la forma lucana. Entre su proclamación gozosa y su consumación está por medio la tribulación, persecución, la kenosis (la cruz) del reino ahora y aquí­. Pero después se manifestará toda la fuerza transformante e irradiante de la resurrección.

La misma oración del reino, el Padrenuestro, es un magní­fico exponente personal de Jesús. La innovadora invocación del principio, Abbá, recorre los pasajes y acontecimientos más decisivos de Jesús: predicación, oración de Jesús en la agoní­a del huerto (Mc 14, 36 s. par.). Y también de la comunidad apostólica y paulina (Rom 8, 15; Gál 4, 16; Didajé 8, 2). Se puede advertir en ella la revelación especí­fica de Jesús que liga a Dios con él para siempre. Y a continuación se expresan los deseos y las peticiones del reino. Muy fuerte es su dimensión escatológica. Se destaca sobre todo: “Venga a nosotros tu reino”. En ella no quita que el reino ya esté entre nosotros como otras tantas veces Jesús mismo lo ha anunciado y hecho manifiesto. Así­ en la expulsión de los demonios (Lc 11, 20 par.; 17, 21). Pero con todo aguardamos su manifestación plena. La misma petición del “Danos hoy el pan de cada dí­a” no deja de ser entre otras formulaciones de otros códices, que recoge san Jerónimo, una petición escatológica del “pan del mañana” anticipado para hoy. Y la petición de la liberación del mal o del Malo y el no caer en la tentación se refieren a la tribulación escatológica como presupuesto de la confesión escatológica del reino, (cf. Mc 8, 38 par.).

Las parábolas del reino son un material muy expresivo y muy propio del lenguaje y situación históricoescatológica de Jesús. Revelan la presencia, estado actual y futuro incalculable del reino. El reino es ahora pequeño, humilde, escondido, sujeto a persecución, como Jesús y el grupo que le rodea, pero se revela con una gran capacidad de crecer, de ser grande comoel árbol que cobija a todos los pájaros o como la levadura que hace fermentar toda la masa (parábola del grano de mostaza, cf. Mc 4, 31 s. par. y el de la levadura, cf. Mt 13, 13).

Las parábolas no se pueden interpretar como una escatologí­a realizada, pero tampoco como una escatologí­a consecuente, que todo remite al futuro. En ellas aparece una fuerte tensión entre el presente y el futuro del reino. Y no es sólo una cuestión de tiempo, sino un modo de existencia marcada por la forma cristológica de Jesús y de su pascua, hacia cuyo acontecimiento está abierto el reino y el mismo Jesús.

Los “signos del reino” que comprenden tanto las acciones como los llamados milagros de Jesús, se pueden definir como “las parábolas en acción”. Realizan lo que las parábolas enseñan: manifestación del reino en humildad, pero en poder de Dios. Más que por lo puramente milagroso o prodigioso desde el punto de vista de las leyes de la naturaleza, los signos del reino revelan apertura, vinculación y manifestación del mismo reino de Dios, salvando al hombre en la historia. Por otra parte en esas acciones o signos se hace presente de modo irrevocable el destino de Jesús y el don del reino. Esto es lo que se está jugando en los signos, gestos y acciones de Jesús: El reino . Su valor y vinculación escatológica quedan reflejados en la respuesta de Jesús ante la pregunta mesiánica de los discí­pulos de Juan: “Id y contad lo que oí­s y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la buena nueva, y bienaventurado el que no se escandaliza de mí­” (Mt11, 4-6; cf. Is 26, 19; 28, 18; 35, 5-6; 61, 1). Se debe destacar en este logion que los hechos anteceden a las palabras y que este makarismo final que comprende la relación de fe y afecto a Jesús pertenece al mismo reino que las acciones. Esta es la frontera escatológica que separa a Jesús y el reino de los otros anuncios de profetas, reyes y sabios del AT (cf. Lc 16, 16). Jesús lo ha expresado como “más que Jonás” y “más que Salomón” (cf. Mt 12, 41 par.), que sólo se resuelve en “el Hijo”, en la forma escatológica como lo hace Heb 1, 1-3.

Esta cuestión escatológica del reino se relaciona también con la actitud de Jesús ante la torá, especialmente en lo que se refiere a la gracia y al perdón escatológico de los pecadores. Come con ellos en gesto de máxima apertura del reino. Esto constituye el gesto más escandaloso para los celosos escribas y fariseos. Y su pretensión es blasfema porque concede el perdón antes del arrepentimiento y de todas las pruebas de conversión, sin las cuales son inadmisibles los pecadores a la gracia de la reconciliación. Para Jesús, en cambio, supone el gesto más misericordioso y amoroso de Dios, su Padre. No se trata de que Jesús haya burlado o desautorizado la torá con sus palabras y gestos como en el caso de “acoge a los pecadores y come con ellos” o en la proscripción del divorcio admitido en la torá y rechazado por Jesús (cf. Mc 10, 1-11 par.). Se trata de que Jesús remite a unos y otros, a justos y pecadores, a la voluntad soberana y escatológica de Dios, de la que él es el intérprete autorizado y de la que depende toda la torá. Y esta voluntad última de Dios como Abbá la revela Jesús como momento escatológico e irrevocable de perdón sin condiciones previas a todo pecador. Esta es la nueva voluntad salví­fica, a la vez escatológica. Así­ lo han puesto de manifiesto los exégetas.

Finalmente todo el acontecimiento pascual da su muerte tal como ha sido descrito apocalí­ptica y escatológicamente por Mt 27, 51-54 y su resurrección de entre los muertos (ek tón nekrón, cf. Rom 6, 8; 8, 11; 10, 9; Ef 1, 20; He 3, 15) es el éschaton teológico, cristológico y soteriológico del reino que reabre en nosotros la escatologí­a con urgencia de presente y con futuro de consumación pendiente.

II. Espí­ritu Santo y escatologí­a en Pablo
Un tema muy fecundo en la teologí­a paulina es indagar y precisar quién es y qué función representa el Espí­ritu Santo en el acontecimiento escatológico de Jesús (pascua-parusí­a) y en el acontecimiento soteriológico derivado de él: nuestra salvación en Cristo.

En el acontecimiento escatológico de Jesús, Pablo con toda la tradición apostólica, expresada en los antiguos credos o sí­mbolos de fe, distingue pero no separa en el único misterio de Cristo los dos momentos de la fe y de la esperanza cristiana: el Cristo pascual y el Cristo parusí­aco. El Cristo pascual, muerto y resucitado, es el centro y el fundamento de la fe-esperanza-amor teologal del evangelio paulino y apostólico. Lo podemos constatar en las principales cartas paulinas y es constante en el corpus paulino (cf. 1 Tes 1, 10; 4, 14; 1 Cor 15, 1-8.20; Rom 1, 1-4; Gál 1, 1; Col 2, 12; Ef 1, 20; 2 Tim 2, 8, etc.). La expectación inmediata del Cristo parusí­aco es igualmente fuerte en todo el kerigma paulino. En él aparece reproducida la invocación jubilosa y eucarí­stica de la Iglesia apostólica de Jerusalén: Maranatha, “Ven, Señor Jesús” (1 Cor 16, 22; cf. 1 Cor 11, 26).

Y con la parusí­a de Jesús, Pablo hace mención de toda la constelación desencadenante del éschaton: juicio escatológico, resurrección de los muertos y consumación del cosmos (nueva creación). El juicio aparece completamente cristologizado en Pablo dentro de la perspectiva teológica. Así­ Cristo Jesús es “el juez de vivos y muertos” (2 Tim 4, 1). Todos “hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo” (2 Cor 5, 10), que es el mismo tribunal de Dios (Rom 14, 10). Por la asociación al misterio pascual, a su tarea evangélica, a su amor inquebrantable a Cristo y a los hombres, por su fidelidad y conducta irreprensible ante la parusí­a de Jesús los cristianos, como los apóstoles en el evangelio (cf. Mt 19, 28 par.), serán jueces con Cristo de todos los hombres (1 Cor 6, 2). Por eso mismo Pablo, siguiendo la tradición de Jesús (cf. Mt 7, ls par.), desautoriza aquí­ y ahora juzgar al prójimo por tratarse del tiempo de perdón-misericordia, tiempo de gracia para todos (cf. Rom 2, 1-3; 14, 10; 1 Cor 4, 4).

Los textos paulinos sobre la resurrección final son numerosí­simos. Nos bastará citar los más famosos: 1 Tes 4, 13.18 y a Cor 15. Son frecuentes las menciones a la consumación del reino (1 Cor 15, 21 s.) y a la nueva creación (2 Cor 5, 17; Gál 6, 15; Ef 2, 15; 4, 24). Lo que evidencia que la escatologí­a paulina tiene rostro cristológico y que ambos momentos de Cristo, el pascual y el parusí­aco, siendo diversos son inseparables como se pone de manifiesto en 1 Tes 1, 10: “y esperar así­ a su Hijo Jesús que ha de venir de los cielos, a quien resucitó de los muertos y que nos salva de la cólera venidera”.

Antes de pasar al aspecto pneumatológico de la escatologí­a paulina digamos algo de su misma estructura escatológica y apocalí­ptica. La dimensión escatológica de la existencia cristiana en virtud de su configuración cristológica y pascual conllevará una transformación de los esquemas apocalí­pticos judí­os que se sirve Pablo. Así­ es introducido el esquema apocalí­ptico de los dos “eones”, mundos o siglos: el viejo y el nuevo, el presente y el futuro. La pascua de Jesús ya es el nuevo eón, el futuro ya ha llegado. Nosotros nos encontramos entre uno y otro eón. Participamos del nuevo, que es el Cristo pascual, pero todaví­a estamos anclados en el viejo mundo del pecado y de la muerte.

La apocalí­ptica judí­a, de la cual son deudores Pablo y el cristianismo primitivo, en lugar del eterno retorno, de los griegos y de otras culturas orientales, presentaba como final de la historia salví­fica la antí­tesis de los dos eones o mundos. El “presente eón” (aión hoútos) se identifica con el tiempo de este mundo, porque está dominado por Satanás, “El dios de este mundo” (2 Cor 4, 4; Ef 2, 2; cf. Jn 12, 31) y coincide con el reino de Satanás (cf. He 26, 18). Pues bien a este mundo o eón ya le ha venido su fin (synteleí­a). Cristo por su muerte y resurrección nos libera de la tiraní­a de este mundo (muerte, pecadoy ley) que son personificados por Satanás. En su lugar la fe en Cristo nos traslada al reino de Dios, al reino de su querido Hijo, viviendo todaví­a en este mundo (cf. Rom 14, 17; Col 1, 13; Ef 5, 5) en vistas a la plena liberación por la resurrección de los muertos en la parusí­a del Señor (Rom 5-8). En Pablo la expresión ho aión hoútos se llega a repetir siete veces (Rom 12, 2; 1 Cor 1, 20; 2, 6 dos veces; 2, 8; 3, 18; 2 Cor 4, 4). La matización de “malo” (ponerós, Gál 1, 4) es la caracterí­stica que define al eón presente.

La diferencia de Pablo con respecto a la apocalí­ptica judí­a no está en contraponer sólo los dos eones, como ya lo hizo aquélla frente al helenismo, sino en considerar que el eón futuro y nuevo de la gracia y del perdón de Dios en Cristo ya se ha anticipado y ha irrumpido en nosotros por su Espí­ritu. Pablo describe desde la experiencia cristiana nueva esta coexistencia agónica de los dos mundos, el viejo y el nuevo, en el cristiano hasta que aquél sea vencido del todo. Esta coexistencia del tiempo intermedio, en la que estamos situados, se resuelve con apuntes escatológicos innovadores que preparan la consumación, plenitud y redención final (apolytrósis toú sómatos, cf. Rom 8, 23). Cristo Jesús ha descabalgado y modificado con su misterio pascual la escatologí­a y la apocalí­ptica judí­as, fundando en sí­ una nueva escatologí­a de gracia y del Espí­ritu antes que llegue el final, como intermedio escatológico. De tal innovación cristiana da cuenta la teologí­a paulina.

1. RELACIONES ENTRE LA CRISTOLOGíA Y LA PNEUMATOLOGíA PAULINAS. Para Pablo la cristologí­a se concentra sobre todo en el momento escatológico de la pascua de Jesús, cuya parusí­a gloriosa se aguarda con expectación cercana. En esa dimensión escatológica se perfilan las relaciones entre cristologí­a y pneumatologí­a paulinas. Cristo y el Espí­ritu constituyen el momento escatológico para el cristiano y la comunidad eclesial según se desprende de la pascua de Jesús.

Ya en el AT habí­a apuntes significativos sobre el momento de la irrupción escatológica del Espí­ritu sobre el Mesí­as (cf. Is 11, 1-5; 42, 1-12) y en los últimos tiempos sobre todo Israel (cf. Joel 3, 1-5; He 2, 16-21) y en la resurrección histórico-escatológica de Israel (cf. Ez 37, 1-14; 1 Cor 15). Pablo, teniendo en cuenta estos apuntes y otros aspectos escatológico-pneumáticos del judaí­smo contemporáneo, ha podido formular con gran novedad una escatologí­a cristiana, basada en Cristo y el Espí­ritu a partir de la pascua y en vistas a la parusí­a.

Pablo no recoge expresamente las relaciones de Jesús y el Espí­ritu en la muerte como lo hizo en la resurrección (cf. Rom 8, 11), pero lo hace desde otros contextos. Sólo Heb 9, 14 señala explí­citamente que en la muerte de Jesús se entregó al Padre por nosotros en virtud del Espí­ritu. Para Pablo el don del Espí­ritu en la muerte de Jesús subyace en las fórmulas de su entrega: “por nosotros” (hypér hémón) (cf. 2 Cor 5, 21; Gál 1, 4; Tit 2, 14); “muerto por nuestros pecados” (1 Cor 15, 3); en la eucaristí­a: “éste es mi cuerpo entregado por vosotros” (1 Cor 11, 24), etc. Pablo acuña en esta fórmula autobiográfica el amor de Jesús al Padre por nosotros, donde emerge el Espí­ritu como ágape y ví­nculo entre él y nosotros: “me amó y se entregó por mí­ (Gál 2, 20). Este amor del Padre y del Hijo es el Espí­ritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5).

Además el Espí­ritu se revela como fuerza del crucificado. La cruz y el Mesí­as crucificado se revelan por el Espí­ritu como fuerza de Dios para los débiles. Pablo anuncia a Cristo entre los gentiles y lo hace “en demostración de Espí­ritu y poder” (en apodeí­xei pneúmatos kai dynámeós, 1 Cor 2, 4). Pablo describe el misterio pascual en términos de debilidad/poder: “fue crucificado en su debilidad, pero vive por el poder de Dios” (2 Cor 13, 4) equivalente a la humillación-exaltación del himno prepaulino de Flp 2, 6-11.

Pablo, predicador del evangelio de Jesús, el Mesí­as crucificado, saca fuerzas de flaqueza que es indicio del poder del Espí­ritu de Dios: “Yo, aunque comparto su debilidad, con la fuerza de Dios participaré de su vida frente a vosotros” (2 Cor 13, 4). El apóstol puede decir de sí­ mismo: “pues cuando parezco débil, entonces es cuando soy fuerte” (2 Cor 12, 10). Esta es la “sabidurí­a de Dios” que salva a los creyentes y les comunica su Espí­ritu.

La resurrección de Jesús constituido Hijo y Kyrios en poder es para Pablo la obra escatológica del Espí­ritu creador y vivificador de Dios el Padre: “constituido Hijo de Dios en poder (en dynámei) por la resurrección de los muertos según el Espí­ritu de santidad (katá pneúma hagiosynes, Rom 1, 4). Viene a resultar “el Espí­ritu de Aquel (el Padre) que resucitó a Jesús de entre los muertos” (Rom 8, 11). La pascua de Jesús seconstituye así­ en el acontecimiento escatológico central, revelador y salvador por excelencia. El Espí­ritu Santo, que se revela como el Espí­ritu de Dios Padre por el que resucitó a su Hijo, se convierte a su vez en el Espí­ritu del Hijo. Además éste se revela a partir de la resurrección como Señor del Espí­ritu. Tal es lo que viene a significar la frase misteriosa y atrevida de Pablo: “El Kyrios es el Pneuma” (2 Cor 3, 17). No se debe interpretar como una identificación personal entre Cristo y el Espí­ritu. Esto disolverí­a el misterio trinitario que Pablo lo convierte en objeto de alabanza y de doxologí­a al mismo tiempo que es el Dios de su saludo eclesial y de su bendición.

Tampoco se puede subordinar el Espí­ritu en la teologí­a paulina a pura función del Hijo. El Espí­ritu Santo es don y persona. Don y promesa del Padre para los creyentes y bautizados en Cristo. Es el amor personalizado y personal entre el Padre y el Hijo. Para Pablo es “la koinoní­a” entre los dos y de donde se deriva nuestra comunión con ellos (cf. 2 Cor 13, 13).

2 ESCATOLOGíA PNEUMATOLí“GICA PAULINA. La pascua de Jesús nos ha revelado que el reino de Dios es trinitario. Nos revela al Padre y al Hijo con el Espí­ritu. En ese mismo acontecimiento se ha revelado el Espí­ritu Santo como persona divina siendo el Espí­ritu del Padre y del Hijo. Su irrupción en nosotros por la fe y el bautismo constituye la presencia y el don activo del Espí­ritu. B. Rigaux ha calificado a esta escatologí­a pneumática de Pablo que vive el cristiano “la anticipación de la salvación escatológica por el Espí­ritu”.

La anticipada irrupción del Espí­ritu del Hijo en nosotros por la fe y el bautismo nos ha conferido la filiación divina y podemos clamar: ¡Abbá, Padre!” (Gál 4, 6 s.). Esta salvación escatológica por el Espí­ritu nos confiere la verdadera libertad cristiana, liberándonos de la ley, del pecado y de la muerte. La libertad cristiana es, al mismo tiempo, un don escatológico del Resucitado: “Para ser libres nos liberó Cristo” (Gál 5, 1). Esta libertad nos viene del Espí­ritu de Jesús: Ubi Spiritus ibi libertas. Se vive en libertad, viviendo según el Espí­ritu (Gál 5, 16). A este vivir “según el Espí­ritu” corresponde en Pablo vivir en Cristo. Los dos modos de ser son una misma cosa por la vinculación estrecha entre Cristo y el Espí­ritu. En cambio se opone a ello el vivir “según la carne” (katá sárka) (Rom 8, 5-13; Gál 4, 23.29; 5, 13-19). Es el “hombre viejo” sometido a la corrupción del pecado, de la injusticia y de la muerte. Por eso es esclavo de su concupiscencia, mientras el que vive “según el Espí­ritu” es un “hombre libre” no para realizar sus deseos-pasiones, sino para realizar la justicia y el ágape. La tarea de la libertad es el amor cristiano (Gál 5, 6.13 s.). De ahí­ que la forma de vida más perfecta en el Espí­ritu según Pablo es la del himno del amor o ágape (1 Cor 13). Y es que el Espí­ritu es koinoní­a.†¢ “la comunión del Espí­ritu Santo” (2 Cor 13, 13).

La comunidad cristiana, que se siente constituida por el Espí­ritu desde su fundación, refleja además esta presencia y este poder del Espí­ritu de Dios “en gran abundancia” (plerophorí­a palló, 1 Tes 1, 2-5). Es la plenitud anticipada de los tiempos mesiánicos y escatológicos. Los fieles experimentan la alegrí­a del Espí­ritu (1 Tes 1, 6) y su santificación, porque se les ha dado el Espí­ritu (4, 8). Pablo les recomienda que acepten los dones del Espí­ritu, porque a veces parecen desconfiar de ellos: “No extingáis el ‘Espí­ritu; no despreciéis la profecí­a” (5, 19). Por otra parte se nos conceden los dones y los gozos escatológicos del Espí­ritu (Gál 5, 22 s.). Y el Espí­ritu es el que ha repartido los carismas en los fieles para la mutua edificación del “cuerpo de Cristo” (Iglesia) (1 Cor 13). Pero el máximo don es el amor o ágape de Dios que nos justifica y nos santifica. Amor que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espí­ritu Santo” (Rom 5, 5). Ese mismo Espí­ritu que inició su salvación escatológica en nosotros y nos confirió “las primicias” de la resurrección escatológica (Rom 8, 23) y “las arras” (arrabón, 2 Cor 1, 22; Ef 1, 14) consumará nuestra resurrección final venciendo la muerte como en la pascua de Jesús, haciéndonos partí­cipes de su glorificación (Rom 8, 11).

Por el Espí­ritu los bienes del mundo futuro son ya presentes y poseí­dos por anticipación aunque de forma germinal e imperfecta. Por eso debemos añadir que toda anticipación y crecimiento en medio de la tribulación aguarda su consumación gloriosa. El puente entre ambos momentos de una misma escatologí­a es para Pablo la presencia y acción del Espí­ritu de Dios que es también el Espí­ritu de su Hijo.

III. Escatologí­a de Juan
Nos ceñimos fundamentalmente al evangelio de Juan y no tenemos en cuenta todo el corpus joánico, especialmente el Apocalipsis.

A partir de los estudios de R. Bultmann y de Ch. H. DODD la escatologí­a de Juan se ha colocado en el candelero de la innovación escatológica del NT. Para el primero representaba la “desmitologización” no sólo de los elementos apocalí­pticos, con sus ribetes cosmológicos y futuristas, que están en el mensaje de Jesús, sino especialmente en el de la Iglesia apostólica primitiva. Juan lo ha reducido a una escatologí­a existencial y presentista que vive ahora y aquí­ la novedad de la nueva vida mistérica con Cristo por la fe-ágape en oposición dialéctica con la existencia del pecado-muerte del mundo. Es la vida eterna y celeste frente a la vida terrestre y de pecado. Juan representa, pues, el grado más agudo de “desmitologización” de la fe cristiana, que habí­a iniciado Pablo con su concepción y experiencia. Es cierto que Bultmann se ha dejado excesivamente influenciar de su programa desmitoligizador, debido a sus bases de teologí­a barthiana y de existencialismo heideggeriano, pero ha sabido captar la originalidad del núcleo de la escatologí­a joanea. De modo equivalente y por caminos distintos llegaba a calificar ese núcleo de la escatologí­a de Juan como escatologí­a realizada y además como la mejor y más original expresión de la escatologí­a cristiana, frente a los autores que sostení­an que la corriente de la escatologí­a consecuente es la de Jesús y la más representativa del NT.

Siguiendo en la lí­nea hermenéutica de Bultmann y Dodd los actuales intérpretes de Juan cuidan mejor los diversos estratos de la tradición y de la redacción joanea. Boismard, por ejemplo, ha insistido en que los estratos sobre la escatologí­a de futuro con su escenografí­a apocalí­ptica son los más antiguos del evangelio de Juan y no un añadido eclesiástico posterior para ahormarlo con la tradición judeocristiana como piensa Bultmann. Pero sobre ese trasfondo primitivo el evangelio de Juan presenta su propia visión y experiencia de la escatologí­a de Jesús en la comunidad a partir de la pascua: una escatologí­a presentista y realizada en lo fundamental. También en esta lí­nea se pronuncia R.E. Brown, quien considera que ambas escatologí­as, la presente realizada y la apocalí­ptica o futura, se combinan en Juan. Pero esto ya se encontraba en germen en la escatologí­a de Jesús que recogen los sinópticos. Lo que hizo Juan fue una remodelación escatológica y una concentración cristológica. Esta última hizo que aquella tomase un cariz más de escatologí­a presentista y realizada sin omitir el trasfondo futurista y apocalí­ptico que domina en el apocalipsis. Pero éste está combinado con la liturgia perenne de consumación. Por ello en el evangelio de Juan bajo una óptica de escatologí­a presentista preocupa menos el juicio futuro y la resurrección “en el último dí­a”, porque todo esto está en curso y se está dando para el creyente aquí­ y ahora con carácter anticipativo y definitorio (cf. Jn 3, 18; 12, 31; Jn 12, 23-26).

La vida eterna, equivalente al reino de Dios predicado por Jesús y descrito por los sinópticos, es una realidad escatológica en el evangelio de Juan, de la que gozan ya la comunidad de los creyentes que aman en este mundo a Jesús como el Hijo y a Dios como su Padre(cf. Jn 3, 5; 6, 54). El factor vitalizante de la vida eterna en el cristiano es el Espí­ritu (6, 63; 7, 38 s.). Presupone la pascua de Jesús y su ascensión al Padre 7, 39; 16, 7; 19, 30; 20, 22). De igual manera la promesa de vida eterna ligada a la eucaristí­a, sacramento del cuerpo y de la sangre de Cristo, se realiza después de la muerte de Jesús como cuerpo muerto por la vida del mundo 8, 27.51). Pero por la fe en Cristo y por la comida de su carne y la bebida de su sangre aquí­ y ahora ya se posee la vida eterna y se participa de la resurrección (6, 53-56).

La remodelación escatológica de Juan se vale de la teorí­a helení­stica de los dos mundos contrapuestos y superpuestos: el “celeste” y “terrestre”; “arriba” y “abajo”. Con ello configura una escatologí­a “vertical-horizontal”. Para salvarse -y esto es función escatológica- hay que pasar del mundo terrestre al mundo celeste. Antes el Hijo del Hombre, Jesús, ha descendido del celeste al terrestre (3, 13). Esta es la humanización de Dios: la Palabra (Logos) se ha hecho carne (1, 14). Jesús el Logos encarnado es el pan de vida que desciende del cielo (6, 27). Es la luz divina que viene a este mundo (3, 19). Esta duplicidad de esferas se da también entre el Espí­ritu y la carne, realidades histórico-escatológicas opuestas (3, 6; 6, 63). Pero esta esfera vertical no elimina la histórico-horizontal. Así­, la creación e Israel preceden en la historia salví­fica al Logos encarnado (cf. Jn 1, 3; 4, 21-23, etc.).

La técnica concentradora de la escatologí­a de Juan es ver todo, la creación e Israel, en realción a Jesús, el Logos encarnado, el Hijo, el Monogenes, el Hijo del Hombre. Muchos son los autores que desde Ricca han señalado esta concentración cristológica como caracterí­stica de la escatologí­a joanea, que tiene su punto álgido en la expresión cristológica, que recuerda la revelación del nombre de Yahvéh en el relato del Ex 3, 13-15’y que Jesús se apropia en el huerto del prendimiento: ego eimi (Jn 8, 5-6.8). Es la revelación personal con la que Jesús comienza sus grandes discursos: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (14, 6); “Yo soy la resurrección y la vida” (11, 25), etc… Esta misma concentración cristológica conlleva inseparablemente una unión estrecha entre Jesús el Hijo y la comunidad de los discí­pulos a partir de la pascua. Pero esta presencia de comunión no anula el tiempo de la misión cristiana (4, 35-38; 20, 21), el conflicto Iglesia-mundo (16, 8) y la reunificación de un solo rebaño bajo un solo pastor (11, 52; 10, 16; 21, 15-17), lo cual es una clara alusión al tiempo pospascual que discurre hasta la parusí­a31.

Finalmente esta escatologí­a cristológica de Juan tiene una propensión y un deslizamiento claro a la pascua, como tiempo de presencia escatológica que cuenta en detrimento de la parusí­a, pero sin negarla, como advierte en numerosos pasajes R. Schnackenburg.

Espí­ritu Santo y escatologí­a en Juan. Podemos diferenciar en la pneumatologí­a joanica los dichos de Juan el Bautista sobre el Espí­ritu Santo y Jesús referente a su bautismo. Jesús es sobre el que desciende el Espí­ritu Santo en forma de paloma y permanece sobre él (1, 32-33). Pero es ese Jesús al que le asigna Juan el Bautista el poder de bautizar con Espí­ritu Santo y fuego (3, 11).

Alude pues a la promesa del Espí­ritu Santo que reciben los discí­pulos en pascua por el soplo del Resucitado Un 21, 22) según la referencia explí­cita de Jn 7, 39, en la que se señala que la promesa del Espí­ritu la proclama de forma simbólica y profética el mismo Jesús en la fiesta de los tabernáculos y matiza: “Esto lo decí­a refiriéndose al Espí­ritu que iban a recibir los que creyeran en él. Porque aún no habí­a Espí­ritu, pues todaví­a Jesús no habí­a sido glorificado”. Es evidente que se trata del bautismo cristiano pascual del que habla Jesús a Nicodemo Un 3, 1-21), cuyo sentido mistérico más profundo se encuentra en la frase revelatoria de Jesús: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y del Espí­ritu no puede entrar en el reino de Dios” (3, 5). Texto casi único con Jn 3, 3, en donde se encuentran estas dos realidades escatológicas: la expresión preferente de Jesús “reino de Dios”, que en el evangelio de Juan es sustituida por “vida eterna”, y el Espí­ritu. Este bautismo y este don escatológico del Espí­ritu Santo son claramente pascuales, pero en la técnica literaria de Juan, al no mencionar tal sacramento en la vida de los discí­pulos después de la pascua, se anticipa en vida de Jesús. Jesús bautizaba, mejor dicho, bautizaban sus discí­pulos por él (4, 1-2).

Otros textos se refieren a la nueva adoración de Dios que superará, en la fase escatológica que ha inaugurado Jesús, la disputa entre judí­os y samaritanos sobre el lugar y el modo del culto en Jerusalén o Garizim. Jesús sentencia: “Dios es Espí­ritu y los que lo adoran tienen que adorarlo en espí­ritu y verdad” (4, 24).

Finalmente nos referimos a la promesa del Paraklétos, el Espí­ritu de la verdad, que Jesús promete enviar a sus discí­pulos cuando suba al Padre por la pascua y vuelva a ellos para no dejarlos huérfanos. Tal promesa se realiza en los discursos de despedida dentro de la última cena y se reducen a cinco dichos de Jesús.

En la primera sentencia sobre el Paraklétos (14, 16 s.) no se le asigna ninguna actividad. Sólo se indica que es un don del Padre y que permanecerá para siempre con ellos, ocupando el lugar de Jesús. Será una asociación protectora para los discí­pulos, porque permanecerá “con ellos” y “en ellos”. Eso mismo hace el Padre con Jesús (cf. 8, 29; 16, 32).

En la segunda sentencia (14, 26) se revelan las funciones que va a desempeñar el Paraklétos en los discí­pulos: enseñar y recordar las palabras de Jesús. Va a ser su memoria viva y su maestro interior. Eso mismo es lo que se dice en 1 Jn 2, 27 con “la unción” del Espí­ritu. La función de enseñar atribuida al Espí­ritu ya se halla en Lc 12, 12 y en otros lugares afines del NT (cf. 1 Cor 2, 10-13; Ef 1, 17, etc.).

En la tercera sentencia (15, 26 s.) el Paraklétos asume con los discí­pulos y por medio de ellos una función forense: abogado defensor que por medio de su testimonio declara en favor de Jesús y su causa. Este testimonio no es para los discí­pulos como en la sentencia anterior (recordar y enseñar), sino para los de afuera. “Como las obras han dado testimonio en favor de Jesús terrestre, así­ también lo hará el Espí­ritu después de la partida de Jesús, y ciertamente en el testimonio de los discí­pulos”. Este testimonio del Espí­ritu de la verdad, que depone ante el tribunal, cuando está en litigio la causa de Jesús en sus discí­pulos, es conocido por la tradición en el logion sinóptico de Mc 13, 9.11. Pero Mt lo aclara mejor: “El Espí­ritu de vuestro Padre hablará en vosotros” (10, 21). Juan coincide con la función forense del Espí­ritu Santo de los sinópticos, pero sin que aparezca en ellos la designación de Paraklétos que le da Juan
La cuarta sentencia sobre el Parakletos (16, 8-11) continúa su actividad forense y la relaciona con el juicio escatológico del mundo incrédulo. Supone la victoria de Jesús sobre “el jefe de este mundo” (v. 11) y además, como indica Schnackenburg, el Espí­ritu Paraklétos “pasa de una asistencia ante los tribunales humanos a ser acusador del mundo ante el tribunal de Dios”35. Aquí­ se da una inversión como en el proceso de Jesús: “el acusado pasa a ser el acusador, el condenado queda justificado, y el negado se convierte en el vencedor”, como admirablemente lo expresa el autor antes citado. La comunidad cristiana continúa el pleito de Jesús y su causa ante el mundo incrédulo, pero cuenta ahora con la asistencia irrebatible del Paraklétos. Su importancia para llevar a cabo el juicio escatológico del mundo en favor de los discí­pulos pone de manifiesto que en Juan el juicio ya se ha realizado en Jesús (cf. Jn 3, 17-19; 5, 22-25.30). Esta escatologí­a joanica del juicio realizado no es algo cerrado y concluso, sino que se actualiza permanentemente por el testimonio del Espí­ritu en los discí­pulos dentro de la Iglesia y fuera de ella, sobre todo en los litigios que tienen con el mundo incrédulo en sus tribunales.

En la quinta sentencia sobre el Paraklétos (16, 13-14) se amplí­a todaví­a la actividad intraeclesial que señaló en las primeras sentencias. En la manera de enseñar y recordar será “guí­a hasta la verdad plena”. Esta plenitud escatológica, fruto de su magisterio y memoria, sólo se puede alcanzar plenamente en la otra vida. Por lo tanto, con Jesús en la misma vida de la resurrección. En forma latente, aunque esté apuntando a la comunión espiritual con el Cristo pascual en esta vida hasta un grado pleno, no puede descastarse toda la proyección de la otra vida con la que cuenta la escatologí­a de Juan, cuando hace alusión Jesús a su ida para preparar “las moradas en la casa de su Padre” a sus discí­pulos, para que “donde estoy yo estéis también vosotros” (14, 2 s.)
Pero hay además un apunte de futuro de la escatologí­a tradicional que sin desarrollarla no la omite en este logion: “y os anunciará lo que está por venir” (16, 13). Función profético-apocalí­ptica del Paraklétos, pero que no se preocupa de desarrollar, porque toda su propensión es desarrollar la comunión de presencia con el Hijo resucitado y con el Padre, y en donde no falta el Espí­ritu, en una inhabitación espiritual. Presencia, comunión e inhabitación trinitaria a partir de la pascua en el creyente y en la comunidad que es un anticipo de la plenitud escatológica del reino de Dios en las moradas celestes.

Esta misma propensión se encuentra en otro diálogo corto entre Jesús y Judas no el Iscariote, que la tradición lo identificó con Judas Tadeo o Lebeo “hermano de Jesús” (Jn 14, 22 s.): “Señor, ¿cómo es eso de que te has de manifestar a nosotros y no al mundo?” Pregunta de contraste evidente con una alusión explí­cita a la parusí­a del Señor al final de los tiempos. Esta misma objeción se percibe en He 10, 40 ss. contra las apariciones del Resucitado, sólo reservadas a los discí­pulos. Objeciones que fueron lanzadas también por Celso y Porfirio, los mayores opositores del cristianismo en el área pagana. Y en parte parece responder a ese propósito el evangelio apócrifo de Pedro (hacia el 150 d. C.), apareciéndose Cristo triunfante y resucitado del sepulcro a los soldados y ancianos judí­os sus enemigos.

Digamos que Jesús contesta al discí­pulo en esa sentencia como antes de su misma objeción (14, 23 ss.; cf. vv. 18-21) en la misma lí­nea pascual de su manifestación a los discí­pulos en pascua, dejando de lado la hostilidad e incredulidad del mundo, el cual por sí­ mismo se desacredita y su juicio es de reprobación.

La escatologí­a de Juan no niega ni omite la parusí­a, pero no tiene un especial interés ni expectación por ella, porque todo ello lo reserva a la anticipación pascual de Jesús con sus discí­pulos, provocando esta escatologí­a trinitaria y de comunión, que anticipa todos los gozos del reino y de la parusí­a: “El que tiene mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama, y al que me ama, mi Padre lo amará, y también yo le amaré y me manifestaré a él (v. 21). En la contestación de Jesús a Judas no el Iscariote matiza: “Si uno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él para fijar morada en él” (v. 23). A esta escatologí­a pascual le llama Dodd “una parusí­a desvanecida” ante una pascua que funda supresencia de comunión mí­stico-trinitaria.

Estos dichos joaneos han contribuido a hacer del Paraklétos el sustituto de Jesús (“el otro Paraklétos”, Jn 14, 16) en su ausencia. Pero por él Jesús resucitado funda su presencia en los discí­pulos sin que ambos se confundan como personas ni en sus funciones.

IV. La SS. Trinidad como misterio escatológico, en plano de revelación y de adoración.

1. EN EL PLANO DE LA REVELACIí“N la Trinidad -el Padre, Jesús el Hijo y el Espí­ritu Santo- puede ser considerada como el acontecimiento escatológico-revelatorio de Dios en la historia a partir de la pascua de Jesús. La pascua culmina en la Trinidad como historia de la revelación de Dios. En ella se desvela Dios como “el Padre de Nuestro Señor Jesucristo que lo resucitó de entre los muertos” (Rom 4, 24; 10, 9; 2 Cor 4, 14; Ef 1, 20). Esta es la definición personal del Dios de Jesús que viene a esclarecer la especial y personal relación de Yahvéh con Jesús a partir del Exodo, pero sobrepasándolo (cf. Ex 3, 1-15) en la pascua de Jesús. Este es ahora el acontecimiento escatológico revelador. Entre Yahvéh y Jesús existe la relación personal y propia del Padre transcendente con su Hijo de forma intransferible desde siempre y para siempre. La pascua revela en poder y gloria esta relación personal que subsistí­a entre el Dios Abbá y Jesús en la historia. Por eso Dios su Padre lo ha resucitado de entre los muertos. Se ha sentado a la derecha del Padre y lo ha constituido el Kyrios con todo poder en el cielo y en la tierra. Es conjuntamente glorificado con el Padre y vendrá a juzgar a vivos y muertos al final de la historia. Constituido Kyrios tiene poder para enviar el Espí­ritu Santo desde el seno del Padre para que sea “el otro Paraklétos” Un 14, 16), su memoria viva entre los hombres que los conduzca hasta la verdad plena, les conceda el don de la filiación en el Hijo y sea primicias y garantí­a de la resurrección final de los creyentes y de los hombres como antes fue de Jesús el Resucitado. En este despliegue trinitario de la pascua de Jesús se ha revelado la plenitud del reino de Dios.

Pero todaví­a este misterio de la Trinidad, que lo podemos contemplar revelado plenamente en la pascua, se nos revela a nosotros bajo la oscuridad clarividente de la fe, “aunque todaví­a es de noche”, según la expresión de san Juan de la Cruz. La Trinidad un dí­a llegará a ser nuestra visión beatí­fica. Como nos dice Pablo: “Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara” (1 Cor 13, 12). Y todo esto se producirá cuando nosotros hayamos experimentado la profunda transformación de la resurrección en Cristo, vencida la muerte. A este acontecimiento escatológico se refiere Juan en aquel texto de nuestra filiación escatológica: “Ahora somos hijos de Dios, pero todaví­a no se ha manifestado todo lo que seremos” (1 Jn 3, 2). Escatológicamente lo seremos por participación vital en el misterio de la Trinidad. Ella será la meta de nuestra visión beatí­fica y el término de nuestra deificación (théosis), tal como explicó la teologí­a ortodoxa el dinamismo escatológico de la vida cristiana40. Estos dos aspectos, Trinidad y escatologí­a, son inseparables. La Trinidad es la revelación interpersonal y divina del reino de Dios al mismo tiempo que su plenitud escatológica. Así­ se ha revelado y realizado en la historia y pascua de Jesús y ella nos realizará a nosotros escatológicamente, haciéndonos partí­cipes.

En la teologí­a cristiana de la Trinidad se ha planteado tanto la identidad como la distinción entre Trinidad económica y Trinidad inmanente. La primera se refiere a su manifestación en la historia salví­fica (ad extra), especialmente en la historia de Jesús y por él en la comunidad de los discí­pulos (Iglesia). Y la otra se refiere a cómo es la Trinidad en sí­ misma (ad intra). Los escolásticos fueron partidarios de la distinción basándose en que ad extra la Trinidad obra como un solo Dios, a excepción de lo que se refiere a la encarnación personal del Hijo y de su misterio pascual. En el resto de las acciones salví­ficas, la creación, la redención y la santificación, son de las tres personas en cuanto un solo Dios, aunque se admite la teorí­a de las “apropiaciones”. Esta consiste en “atribuir” a una persona divina, mejor que a otra, ciertas acciones ad extra que están más en conformidad con su manera de ser personal. Así­ al Padre se le atribuye la creación, al Hijo Redentor la redención y al Espí­ritu Santo la santificación de los creyentes, aunque son los tres como uno los que crean, redimen y santifican.

K. Barth y sobre todo K. Rahner han pretendido superar esta teorí­a teológica de las “atribuciones” y han pasado a tomar más en rigor la Trinidad económica como la misma Trinidad inmanente. Así­ K. Rahner ha formulado este principio trinitario: “La Trinidad inmanente es la Trinidad económica y viceversa”. Y es que conocemos y se nos revela la Trinidad tal como es en sí­ misma por la historia de la salvación. Actúa como es.

2. EN EL PLANO DE LA ADORACIí“N. La distinción entre la Trinidad inmanente y Trinidad económica sólo puede provenir por la transcendencia personal escatológica de la Trinidad, la cual no se reduce a pura función de nosotros, sino actuando como tal en nuestra historia se manifiesta más allá de nuestra propia historia siendo como es: autosuficiente, transcendente y libre. Expresamos así­ la Trinidad en plano de adoración y de doxologí­a. Así­ lo ha reconocido J. Moltmann partidario a la vez de la identidad rahneriana y de la diversidad mencionada. La alabanza, la acción de gracias, la doxologí­a y la contemplación de la Trinidad culminan por una parte la experiencia salví­fica de la Trinidad y al mismo tiempo expresan mejor la Trinidad como ella es. “Sólo la doxologí­a -ha dicho Moltmann- eleva la experiencia salví­fica a la plena experiencia de salvación”. Mucho antes los Padres griegos distinguieron oeconomia y doxologia. Sólo a ésta le llamaron propiamente theologia, porque sólo por ella se alcanza al Dios Trino de nuestra salvación tal como es. Esto mismo es lo que da a entender san Juan de la Cruz al hablar de la theologia mystica o contemplatio como la más alta y sabrosa noticia de amor sobre el Dios trino y que subyace en su “Cántico Espiritual” y en la “Llama de amor viva” y de la que habla más explí­citamente enla “Subida al monte Carmelo” en el libro de la “Noche oscura”3.

La doxologí­a de la liturgia celeste, de la que participa la Iglesia de la tierra, va dirigida a Dios que es el Padre, según la designación del NT del ho Theós, como lo ha probado K. Rahner en un trabajo. Pero se centra en el Cristo Resucitado que es el Cordero degollado, que sólo él puede abrir el libro de los siete sellos, y del que se dice: “El que es, el Primero y el Ultimo, el que vive; estuve muerto, pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la Muerte y del Hades” (Ap 1, 17 s.). Aunque el trisagion va dirigido a Dios (el Padre) “Aquel que era, que es y que va a venir” (Ap 4, 8), otras doxologí­as van dirigidas a Dios y al Cordero: “Al que está sentado en el trono y al Cordero alabanza, honor, gloria y potencia por los siglos de los siglos” (Ap 15, 13; cf. 15, 3-4). Y toda esta liturgia celeste se realiza ante las siete lámparas ardientes del Espí­ritu de Dios (Ap 4, 5).

En la experiencia salví­fica según el proceso descendente de la manifestación trinitaria de Dios es “el Padre por su Hijo Jesús en el Espí­ritu” el que nos crea y nos salva. Pero en el proceso ascendente de la doxologí­a se parte al revés: “en el Espí­ritu por el Hijo al Padre” meta y fin de toda alabanza y adoración. En este proceso trinitario y salví­fico, siendo el Padre el origen y meta escatológica ad intra y ad extra y el Hijo siempre el mediador -también en la vida eterna de la resurrección y de la visión beatí­fica- el Espí­ritu tiene una función escatológica dentro de Dios y en nosotros.

En un amplio y profundo estudio sobre el Dios trinitario, dice Pikaza tratando de las relaciones entre Trinidad y persona humana, sobre la revelación escatológica del Espí­ritu en la doble dirección dentro y fuera de Dios, en los hombres: “El Espí­ritu es “clausura de Dios” en el nivel intratrinitario: es la persona en la que Dios culmina su proceso interno y viene a presentarse ya en manera total como divino. Pues bien, lo mismo pasa en el nivel de nuestra historia… La verdad final de Padre e Hijo sólo podemos encontrar en el Espí­ritu. Amor que brota de ambos y que nos vincula en comunión abierta hacia la plenitud escatológica”

V. Trinidad y juicio: la salvación y la posible condena de los hombres
1. La experiencia de Israel frente a su Dios, Yahveh, queda definida en esta invocación: “Dios clemente y misericordioso, lento a la cólera, rico en piedad y leal” (Ex 34, 6; Sal 86, 15; 103, 8; 111, 4; 112, 4; 145, 8; 2 Crón 30, 9; Neh 9, 17; Joel 2, 13; Jon 4, 2).

La justicia y la misericordia con sus atributos. Y esto lo experimentó en la historia de la promesa y sobre todo del éxodo. Y quedó consignado en la alianza: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Lev 26, 12; Ez 36, 28). Esta gracia de la alianza que conllevaba bendiciones, pero podrí­a atraer maldiciones pasaba por la mediación de la torá (ley). A través de la alianza y la torá juntamente con el culto formaba Yahvéh la personalidad y la responsabilidad de su pueblo: pueblo de Dios, pueblo de la alianza. Gracia y responsabilidad van unidos en este texto admirable que fundamenta el juicio de Dios a su pueblo: “Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos de Yahvé, tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, vivirás y te multiplicarás. Te tengo delante vida y muerte, bendición o maldición. Escoge la vida para que vivas, tú y tu descendencia, amando a Yahvéh tu Dios” (Dt 30, 15-16.19-20).

El libro de los jueces es el libro de los juicios de Dios con su pueblo: juicios de gracia y de desgracia. Cuando rompí­an la alianza con su Dios y seguí­an a los baales y astartés, Dios castigaba a su pueblo dejándolos caer en manos de los filisteos, cananeos y amorreos. Pero Dios se compadecí­a de ellos y enviaba jueces a su pueblo para liberarlos de sus enemigos (Gedeón, Sansón, Débora). Dios ejercí­a sus juicios de gracia y de desgracia en la historia de Israel y así­ probaban su justicia y su misericordia.

En esta lí­nea los profetas continúan, amplí­an e innovan no sólo dentro de un horizonte histórico, sino escatológico. Los juicios de gracia y desgracia llegan primero a Israel y después a las naciones, aunque por distintas razones. Los profetas denuncian la ruptura de la alianza de su pueblo (la idolatrí­a, los pecados contra los pobres, etc.). Y la denuncia conllevará el terrible castigo del exilio, la destrucción de los reinos de Samarí­a y de Judá, la destrucción del templo de Jerusalén, de las ciudades y del pueblo (cf. Am 2, 6-8.13-16; 4, 1-12; Jer 9, 9-21; Ez 9, 1-11). Todo depende de su conversión y arrepentimiento. El castigo no es inexorable.

Cabe una decisión libre y responsable del pueblo ante la predicación profética de dar marcha atrás que puede cambiar totalmente el panorama. Es la hora de la decisión y de la responsabilidad del pueblo.

Los profetas anuncian “el dí­a de Yahveh” (Am 5, 17; Ez 22, 24; Jer 31, 5-7; Mal 3, 19-23). Viene envuelto en la tormenta y en la oscuridad. Descubre la doble faz del juicio escatológico de Dios. Es terrible y fascinante, encierra salvación y castigo. Primero para Israel y después para las naciones. Para Israel supondrá en un principio humillación y destrucción, porque son denunciados sus graví­simos pecados y sometido al juicio de condenación, que Dios lo ejecutará a través de las naciones. Ellas son el brazo de castigo de su Dios. Pero Dios se compadecerá de su pueblo en el exilio. Perdonará su culpa, lo redimirá de su cautividad, lo resucitará de su campo de muerte, lo librará de sus enemigos y preparará con su pueblo su retorno, un nuevo éxodo más glorioso que el primero de la cautividad de Egipto y hará con él una nueva alianza. Todo esto anuncian los profetas del exilio (Am 9, 14-15; Jer 31, 31-34; Ez 36, 25-27).

Este Dios que juzga a su pueblo tan duramente en la desgracia, pero lo reviste de misericordia, de gracia y de alegrí­a exultante con sus juicios de salvación histórica y escatológica, es un Dios que juzga “no según las apariencias” como hacen los hombres, sino que escruta los riñones, lo más í­ntimo del hombre. “Señor, tú me sondeas y me conoces: me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos percibes mis pensamientos; distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares” (Sal 139). El juicio de Dios forma la persona y la llama a realizar su vocación en libertad, en gracia y en responsabilidad. Por eso los mismos profetas ante este juicio de Dios son los formadores de la vocación personal y de la responsabilidad humana. Pretenden sacar a su pueblo de la ley inexorable de la sangre y del destino trágico colectivo, de una ley de clan, apelando a la responsabilidad personal. Así­ podemos leer la corrección del aforismo popular “los padres comieron uvas agraces y los hijos padecieron dentera”, hecha por los profetas. De aquí­ en adelante no será así­, sino que cada uno será responsable de sus actos y merecerá según su conducta (Ez 18, 2-4.19-20; Jer 31, 29 s.). Y es que Dios va a fundar una nueva alianza, purificando a su pueblo con un agua que limpie sus pecados. Le va a colocar en lugar del corazón de piedra un corazón de carne, sensible para Dios y para el prójimo (cf. Ez 36, 25-27; Jer 31, 31-34). El juicio de Dios expresado por los profetas prepara y configura un nuevo hombre.

También el juicio de Dios afectará a las naciones. Ante todo Dios es justo y misericordioso con todos los pueblos no sólo con Israel, aunque éste sea su heredad mimada. Dios es el creador de todos, su juez y su remunerador. Por eso, si acepta que las demás naciones castiguen al pueblo por sus pecados, no tolera que se excedan en su castigo. Por eso el dí­a de Yahvé será terrible contra los enemigos de Israel. Los destruirá. Tampoco acepta de las naciones la violabilidad de sus pactos, las guerras demoledoras de otros pueblos, su botí­n y su rapiña, porque Dios es sostenedordel derecho y de la justicia de todos los pueblos, especialmente de los pequeños y humillados. Dios a través de sus juicios históricos con Israel y con las naciones conducirá a todos a la montaña santa de Sión y allí­ preparará un banquete escatológico con todas las naciones y los llenará de gozo y de alegrí­a de su salvación y destruirá el mismo oprobio de la muerte (cf. Is 25, 6-9). Así­ se perfila el juicio escatológico salvador de Dios a través de la historia para Israel y todos los pueblos.

Jesús sigue y da cumplimiento en esta lí­nea inaugurada por los profetas sobre el juicio escatológico de salvación. Jesús innova, porque él mismo representa este juicio escatológico de salvación de Dios: “Dios no ha enviado su Hijo al mundo para juzgar al mundo sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17). Jesús parte del mensaje profético y apocalí­ptico de Juan el Bautista sobre el juicio vengador de Dios, que es inminente (“la ira venidera”; “el hacha ya está puesta en la raí­z del árbol”). Aprueba su movimiento profético y bautismal de un “bautismo” para la remisión futura de los pecados en el juicio inminente y la conversión por el arrepentimiento y la justicia profética cumplida. Pero Jesús bautizándose desborda el mensaje y bautismo de Juan y se coloca por delante de él en una lí­nea que es “más que Jonás” y “más que Salomón” (cf. Mt 12, 41 par.). Jesús viene como el Hijo, “el Amado” en el bautismo, donde se da esa teofaní­a trinitaria (cf. Mc 1, 9-11 par.). Por eso anuncia la llegada inminente del reino de Dios (Mc 1, 15; Mt 4, 17.23 y Lc 17, 21). Está ya realizándose entre los nombres por todas las palabras y acciones de Jesús que son juicios salvadores del reino de su Padre Abbá. El mismo está a punto de consumarse en ese mismo juicio de gracia y revelación del reino en su pascua. El juicio de Dios en Jesús supone una subversión de la historia. Se proclama en las bienaventuranzas, eñ las palabras-acciones-signos del Reino. Pero de una manera muy significativa, profética y escatológica son los gestos de Jesús de comer con los publicanos, los pecadores públicos y las prostitutas y en esos encuentros-comidas el proclamar: “Hay más alegrí­a en el cielo por un solo pecador que se convierte que por noventa y nueve justos” (Lc 15, 7.10 par.).

Ya hemos hablado en otro lugar de este gesto-revelación de Jesús sobre su Padre Abbá con respecto a los pecadores. Es innovador y escatológico. En las palabras y signos del reino de Jesús no se esconde ningún juicio de Dios de ira y de venganza contra los enemigos (Lc 4, 17-19; cf. Is 61, 1-2). Sí­, en cambio, hay toques de advertencia profética y escatológica a la vigilancia, a vencer la tentación y el mal y a descubrir las situaciones de pecado, incluso del pecado imperdonable por la hostilidad responsable del hombre, capaz de resistir al Espí­ritu de Dios y al reino que salvan y actúan por medio de Jesús (cf. Mt 3, 29; Lc 12, 10; cf. Mc 3, 22-30). Jesús no profirió una palabra de condena eterna contra nadie, ni incluso contra Judas Iscariote, el discí­pulo que lo entregó. El mismo Jesús recomienda la corrección fraterna, pero prohí­be el juicio de condena: “No juzguéis y no seréis juzgados. Con la medida que midiereis seréis medidos” (Mt 7, 1-2). En el sermón del monte está la corrección del precepto del talión de la ley. En sus antí­tesis del reino es corregida la violencia por la mansedumbre de los pací­ficos y tolerantes que deben vencer la fuente de los conflictos y condenas entre los hombres por el grado de magnanimidad (Mt 5, 38-42). Corrige sobre todo en la siguiente antí­tesis del reino el precepto veterotestamentario: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo. Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos y pecadores” (Mt 5, 43-45 par.). Jesús introduce el perdón de las ofensas-deudas en la oración del reino: el Padrenuestro (Mt 6, 12; Lc 11, 4). Reprueba la conducta del siervo inmisericorde (Mt 18, 32-35), inconsecuente con el juicio de gracia del Señor. Y él mismo muere perdonando e intercediendo al Padre por sus asesinos: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). La muerte de Jesús y su pascua han sido perdón de nuestros pecados, reconciliación del Padre con los pecadores en su querido Hijo por su sangre (Rom 5, 11-12.15; 2 Cor 5, 19; Ef 2, 16; Col 1, 20). Se ha convertido en juicio escatológico de salvación para todo hombre
Si Dios el Padre en el acontecimiento escatológico de la pascua de su Hijo nos ha perdonado y reconciliado, no ha proferido ningún juicio de condena eterna contra nadie: ¿de dónde, pues, la posibilidad real de la condenación, de la perdición eterna o del infierno? En el mensaje escatológico de Jesús hay la advertencia profética de este riesgo en los hombres. En el Dios Abbá y en Jesús mismo, el Hijo, no hay ningún juicio de condena eterna sino de gracia, perdón, misericordia y reconciliación escatológica de una vez para siempre. Esto es don de Dios y no mérito del hombre que le invita a acogerlo en la gratuidad de la fe-esperanza-amor, en la libertad y en la responsabilidad y a responder en la misma lí­nea de este juicio de gracia, de perdón, de amor y de reconciliación con los demás hombres, incluso los enemigos, con los pequeños hermanos del Hijo del Hombre, rey escatológico según el juicio de la parábola de Jesús (Mt 25, 31-46). De igual manera se refiere a la acogida gratuita, libre y responsable de sus discí­pulos, que anuncian este evangelio de gracia (cf. Mt 10, 40-42 par.).

2. Si el Dios trino de Jesús no condena, todo el peso de la responsabilidad cae sobre la libertad y la responsabilidad del hombre. El mismo puede autoexcluirse de la salvación de Dios manifestada por su Hijo Jesús en el Espí­ritu. Así­ aparece este autojuicio de condena del mismo hombre en la misma teologí­a joánica: “El que cree en él (el Hijo único) no es juzgado; pero el que no cree ya está juzgado, porque no ha creí­do en el nombre del Hijo único de Dios” (Jn 3, 18).

La posibilidad real de perderse eternamente entra en los riesgos del hombre libre y pecador. Pero de ello hemos sido liberados gracias a Jesús, el Mesí­as e Hijo. Podemos volver a recaer en el abismo anterior si no acogemos el juicio de gracia escatológica y superabundante en Cristo y nos obstinamos en rechazarla y en pretender realizarnos en dirección contraria, ejerciendo juicios de destrucción y de muerte contra las demás. Todo ello redundarí­a en detrimento y condenación de uno mismo. Esto es ponerse en actitud imperdonable, en pecado contra el Espí­ritu Santo, cuya función escatológica ya hemos expuesto en la teologí­a joanica. La hipótesis teológica de la apokatástasis o restauración final de todas las cosas y de la misma historia humana a su estado prí­stino de la creación primera, supone la posibilidad real de liberarse los condenados del infierno o perdición eterna. Según esta opinión teológica el infierno serí­a temporal, provisional o mitigado. Fue Orí­genes el primero en plantear esta cuestión a modo de hipótesis filosófico-teológica. Pero fueron sus seguidores los que la extremaron hasta caer en la herejí­a y en la condenación de la Iglesia (cf. DS 411).

Diremos muy brevemente cómo es vista esta cuestión de la apokatástasis por algunos teólogos actuales: K. Barth y K. Rahner. Ambos vienen a decir que nadie puede obligar a Dios en calidad de Padre y Soberano de la gracia, que salve a los que han querido libremente y se han obstinado en correr el riesgo final de la condenación eterna. Pero tampoco sabemos nada hasta dónde llega y cómo se ejerce la soberana misericordia de nuestro Dios.

La Iglesia siempre ha recordado el mysterium iniquitatis en el que puede precipitarse libre y responsablemente el hombre: la posibilidad real de condenarse. Pero así­ como tiene potestad para declarar los bienaventurados que están en el cielo y la ejerce en la canonización de santos, sin embargo no sabe ni declara que alguien esté en el infierno condenado eternamente. Mantiene un silencio respetuoso ante Dios.

La Iglesia proclama que es más inmenso, eficaz, gozoso y fascinante el misterio salvador universal y escatológico de Dios Padre, cuyo amor se ha manifestado en la encarnación de su Hijo Jesús y revelado y realizado en su Santo Espí­ritu para salvación de todos. Y por ello entona a la SS. Trinidad un himno de alabanza, de acción de gracias: a Ella el honor y la gloria por los siglos.

[-> Adoración; Amor; Antropologí­a; Apocalí­ptica; Atributos; Bautismo; Comunidad; Comunión; Creación; Credos trinitarios; Cruz; Doxologí­a; Espí­ritu Santo; Eucaristí­a; Experiencia; Hijo; Historia; Iglesia; Inhabitación; Jesucristo; Liberación; Liturgia; Misión y misiones; Misterio; Oración; Ortodoxia; Padre; Pascua; Pobres, Dios de los; Reino de Dios; Revelación; Teologí­a y economí­a; Trinidad; Vaticano II; Vida cristiana; Vida eterna.]
Eliseo Tourón

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ESCOLíSTICA (Latina)

SUMARIO: I. La primera escolástica de los siglos XII-XIII: 1. Perí­odo de iniciación; 2. Perí­odo de esplendor: a. El descubrimiento de Aristóteles, b. Distintas corrientes, c. Géneros literarios.-II. Nominalismo y lógica trinitaria. III. La Trinidad en la escolástica de los ss. XVI-XVIII.-IV. La Trinidad en el renacimiento de la Escolástica (ss. XIX-XX).

I. La primera escolástica de los siglos XII-XIII y la Trinidad
Scholasticus empezó por significar hombre erudito, instruido, sabio. En el s. XII adquiere un sentido técnico y designa tanto al estudiante como al maestro de la Escuela (episcopal). A partir del XIII se aplica a los maestros de escuelas superiores (Universidades) y, paralelamente, a la doctrina y método que solí­an emplear en sus lecciones y escritos. Superando la collatio monastica, la doctrina sagrada se va estructurando como un sistema de saber. Gracias al uso de la filosofí­a, se va analizando, investigando, deduciendo conclusiones, en una concatenación de temas que llega a presentarse como una sí­ntesis cientí­fica perfecta.

1. PERíODO DE INICIACIí“N. El s. XI se caracteriza por una fuerte oposición entre dialécticos y antidialécticos. Los primeros sacrificaban los estudios teológicos en aras de la filosofí­a; los segundos condenaban sin reservas cualquier intromisión de la filosofí­a en teologí­a. S. Pedro Damiano (t1072) es pionero en el intento de reconciliar ambas, expresando su pensamiento en la conocida fórmula “philosophia ancilla theologiae”.

El florecimiento de la ciencia sagrada comienza con Lanfranco y s. Anselmo, a fines del s. XI, cobra fuerza en el XII y llega a su apogeo en el XIII.

Aparecen en el s. XII las llamadas Sententiae Patrum, sistematización de cuestiones, elaborada con escritos de SS. PP., doctores eclesiásticos y colecciones canónicas. Son los inicios de las famosas “sumas” posteriores. Compaginando tradición y filosofí­a se van razonando los misterios de la Trinidad, creación, redención… San Anselmo (11109) puede ser considerado como el “padre de la Escolástica”. Afirma contra los dialécticos que es preciso cimentarse en la fe, rehusando someter las Escrituras a la razón (no se comprende para creer, se cree para comprender). A la vez, y a la inversa, toma partido contra los adversarios de la dialéctica: para quien está cimentado en la fe es bueno razonar lo que cree.

San Bernardo (+ 1153) luchó por vencer las exageraciones racionalistas que se ocultaban en ciertas doctrinas de Abelardo. Ruperto de Deutz (11135), acérrimo enemigo de la filosofí­a, presenta una concepción económico-salví­fica de la Trinidad que no consiguió demasiado favor entre sus contemporáneos. Hugo de San Ví­ctor (+ 1141) limita fuertemente la competencia de la razón en el conocimiento de Dios, exigiendo con Anselmo la fe incondicional por encima de cualquier especulación. Con respecto a la Trinidad, su explicación pretende ser una vuelta a s. Agustí­n. En cambio Ricardo de San Ví­ctor (+ 1173) se aleja de la analogí­a psicológica agustiniana y, centrando toda su atención en el “amor”, imprime un sello muy personal en una explicación delmisterio que hoy ha recobrado actualidad. Pedro Abelardo (+ 1142), antí­tesis de Hugo de san Ví­ctor por su temperamento inquieto, audaz y orgulloso, es el primer genio filosófico del s. XII y el que inaugura la interpretación cristiana de Aristóteles. Contribuyó notablemente al desarrollo del método escolástico con su tratado Sic et non. Discurriendo con gran acierto acerca de las relaciones filosofí­a-teologí­a, no supo observar en la práctica sus propios principios al escribir sobre la Trinidad. Pedro Lombardo (+ 1159) es como el centro y cúspide de la producción teológica del s. XII por su famosa obra Quatuor libri sententiarum, texto oficial en las escuelas hasta que en el s. XVI fue sustituida por la Suma de teologí­a de sto.Tomás. El primero de los cuatro libros está dedicado a Dios. Parte de la Trinidad y finaliza con el estudio de los atributos. Igual que para Agustí­n, su problema principal estriba en cómo explicar la triplicidad divina desde la unicidad de esencia. El papel decisivo vuelve a desempeñarlo el concepto de relación, pero su explicación representa un retroceso con respecto al uso de la analogí­a psicológica. En el cí­rculo de su escuela llegó incluso a abandonarse, surgiendo en su lugar un especial interés por la discusión de las propiedades. Por lo demás, aquilata la distinción entre esencia, persona, relación y propiedad. Su enfoque ontológico queda suavizado por el estudio de las misiones temporales de las personas divinas.

Hasta entonces apenas si se le conocí­a por la lógica y fragmentaria e indirectammente a través de la filosofí­a arábigo-judí­a. Sto.Tomás encarga y consigue traducciones directas.

b. Se van perfilando tres corrientes en el modo de usar los nuevos materiales: aa. agustiniano-arábiga. Fiel al carácter peculiar de la teologí­a agustiniana, aprovecha los nuevos escritos sólo como elemento secundario, aunque es cada vez más patente la influencia de Aristóteles, Avicena y Avicebrón. La adoptaron casi todos los teólogos franciscanos (Alejandro de Hales, san Buenaventura, Rogerio Bacón, Raimundo Lulio, Guillermo de la Mare, Tomás de York), la mayor parte de los profesores del clero secular (Prepósito de Cremona, Pedro de Capua, Simón de Tournai, Guillermo de Auxerre, Guillermo de Auvernia, Enrique de Gante) y los representantes de la primitiva escuela dominicana (Rolando de Cremona, Juan de san Gil, Hugo de san-Charo, Vicente Beauvais, Pedro de Tarantasia). Alejandro de Hales (11245) adopta en su Summa Theologiae las cuatro partes de las “Sentencias” de Lombardo. La primera trata de Dios. Pero no le sigue fielmente. Pedro comienza por la Trinidad y acaba por los temas de Dios-uno. Alejandro emprende un camino a la inversa, que luego seguirá Sto.Tomás. Tras una cuestión preliminar acerca del conocimiento de Dios, divide el tratado en una doble consideración: “de-Deo-uno” y “de-Deo-trino”. S. Buenaventura (11274) es fundamentalmente agustiniano en su pensamiento, aunque en el tema trinitario sigue más bien a Ricardo de san Ví­ctor, partiendo de la idea de “innascibilitas” que convierte en la “primitas” del Padre, a quien reconoce como la “fecunditas respecto personarum” y la “fontalis plenitudo”; bb. averroista. Acepta sin discernimiento los nuevos materiales de forma que, sin intentar su armonización con la fe, inventa la teorí­a de la doble verdad (Siger de Bramante, Boecio de Dacia, Egidio de Orleáns, Juan el Alemán, Tadeo de Parma); cc. tomista. Excluyendo del aristotelismo las teorí­as opuestas al cristianismo, propone la armonización de todas las demás. Su mérito consiste en haber realizado la unión de san Agustí­n y de Aristóteles, y el de poner la filosofí­a al servicio de la revelación, distinguiendo claramente entre lo natural y lo sobrenatural, y manteniendo siempre un equilibrio entre la fe y la dialéctica [Cf. Tomás de Aquino I,1 ] .

c. Géneros literarios: “comentarios a la Sagrada Escritura” (glosas teológicas siguiendo la historia de la salvación); “comentarios a los Libros de las Sentencias de Pedro Lombardo”, consideradas como expresión genuina de la tradición; “quodlibeta” y “quaestiones disputatae”, algo que podrí­a compararse hoy a los “cursos monográficos”; y, finalmente, las Sumas: obras en las que sus respectivos autores formulan el propio pensamiento de una forma sistemática y sintética. Compuestas generalmente al final de su carrera docente, vienen a ser como la fórmula definitiva y perfecta de su respectiva doctrina.

II. Nominalismo y lógica trinitaria
A principios del s. XIV se produce un giro radical. El universalismo y objetivismo que caracterizaban la grandiosidad de las Sumas dan paso a una preocupación por los problemas concretos y particulares. Lo inmediatamente cognoscible es lo singular y experimentable, sin que sea necesario dar un rodeo a los valores universales. Por lo mismo, el sujeto cognoscente adquiere primací­a, y la crí­tica ante la autoridad y la tradición doctrinal se radicaliza.

1. Principal representante es Guillermo de Ockam (+ h.1349), aunque pueden ser considerados precursores Enrique de Harclay (+ 1317), Pedro Aureolo (+ 1322) y ya en el s. XI Juan Roscellin. Nacido en Ockam, cerca de Londres (h.1285), estudió en Oxford y enseñó en Parí­s. Llamado a Avignon por el Papa (h.1324) para someter a examen sus doctrinas, logró huir del juicio. Murió en Munich (h.1349).

Los conceptos universales carecen de contenido real. Son una mera forma de hablar, a la que corresponde tan sólo la singularidad de cada cosa concreta. No hay un contenido universal sino sólo la colección de los existentes particulares. El mismo principio de causalidad carece de valor. Es inútil, por tanto, preguntarse por la fuerza demostrativa de unas pruebas de la existencia de Dios. En ética se impone un relativismo moral: la norma suprema no se funda en la esencia, sino en la voluntad divina (voluntarismo). Por lo mismo, la salvación no depende del mérito de las buenas obras, sino de la libre aceptación de Dios. En las cosas temporales el Papa está sometido a la autoridad del Emperador y éste la recibe de los prí­ncipes electores. La verdad está en las Sagradas Escrituras, pero el Papa y los concilios pueden equivocarse.

2. a. El nominalismo encontró numerosos adeptos, obteniendo la hegemoní­a en no pocas universidades de Inglaterra, Alemania y Francia. Marcó más tarde a Lutero, a través de las obras de Gabriel Biel (11495). La moderna filosofí­a del lenguaje es el nominalismo de hoy; b. por otra parte, tanto el Magisterio de la Iglesia, como la escolástica tradicional lo rechazaron de continuo; c. pienso, con todo, que en una buena lógica trinitaria hay que saber atender sus valores. La Escolástica habí­a caido en un esencialismo abstracto e inoperante. Al acentuar de tal forma la esencia como principio único de la actividad trinitaria ad extra, se desembocó en un mysterium logicum reservado a especialistas, sin incidencia alguna ni en la vida ni en los demás tratados teológicos. El nominalismo acentúa las propiedades intransferibles de cada una de las personas trinitarias. Falla en el concepto de unidad (que entiende como “colectividad”, no como esencia singularizada subsistentemente en cada uno de los tres), pero favorece sin duda muchos de los enfoques modernos.

III. La Trinidad en la escolástica de los siglos XVI-XVIII
1. Siglo XVI. También en teologí­a escolástica puede hablarse de un “siglo de oro”. De nuevo son las Ordenes religiosas las principales promotoras de su florecimiento. Contribuyó sin duda la reciente fundación de la Compañí­a de Jesús.

a. Escuela tomista [Cf. Tomás de Aquino IV.1]. Su principal centro de irradiación fue el convento de San Esteban de Salamanca. Se da una perfecta armonización entre la especulación y el uso de las fuentes bí­blicas y patrí­sticas. Destaca Francisco de Vitoria (11546), quien introdujo como texto escolar la Suma de Sto. Tomás y dejó interesantes comentarios a la misma. Genuinos expositores del pensamiento trinitario del Angélico, por sus comentarios a la primera parte de la Suma, han de ser considerados entre otros: el español Báñez, el portugués Juan de santo Tomás (11644) y el italiano Cayetano; b. Escuela franciscana: el español Pedro Trigoso (11593) se propuso escribir una monumental Summa Theologiae ad mentem S. Bonaventurae de la que tan sólo redactó el tratado sobre Dios, mientras que José Zamora (11649) dejó unas importantes Disputationes theologicae de Deo uno et trino, in quibus omnes controversiae inter D. Bonaventuram, D. Thomam et Scotum componuntur, c. Escuela jesuita: Francisco Suárez es el más célebre de sus teólogos. Junto a él hay que mencionar, todos españoles, a Francisco de Toledo (11596), Gregorio de Valencia (11603), Gabriel Vázquez (11604) y Diego Ruiz de Montoya (11632). En nuestro tema trinitario sobresale éste último con su sólida y monumental obra De Trinitate. Nota distintiva de la escuela fue el eclecticismo, lo que provocó en ocasiones enconadas disputas con los tomistas, especialmente los temas de la predestinación y la gracia [Cf. Tomás de Aquino, IV,1,c].

2. Desde mediados del s. XVII a finales del XVIII discurre un perí­odo de decadencia, marcado por la falta de originalidad, las repeticiones y compilaciones del pasado. Abundan los “Manuales escolares” con una teologí­a abstracta y al margen de la realidad, encerrada en las “escuelas”, alejada de los lugares donde se amasa la historia. Se agranda el foso fe-cultura. Muchas obras se caracterizan por su estilo polémico-apologético. Con todo, no faltan valores como los de exactitud y claridad en algunos autores.

Se acepta como normal la división en dos tratados: “de Deo Uno” y “de Deo Trino”. El primero apenas se diferencia de una Teodicea si no es en el añadido artificial de algunas citas bí­blicas para apoyar las razones filosóficas. El segundo es una visión puramente ontológica de la Trinidad, sin que apenas se vea su despliegue salví­fico. Las “personas” no cuentan de cara al hombre. Quien actúa es siempre la “esencia una”. La teologí­a, el ministerio, la pastoral, la vida cristiana se desarrollan como si el misterio no se hubiera revelado. Este queda reservado para las especulaciones lógicas de los especialistas en las escuelas. Sólo en la “mí­stica”, pero siempre como algo separado y extraordinario, se llega a hablar de una inhabitación trinitaria.

Autores más positivamente destacados: a. Escuela tomista (Santo Tomás): Billuart y Gotti; Escuela franciscana (Duns Escoto): Frassen (+1711), Boyvin (+1681) y Montefortino (+h. 1728); c. Escuela jesuita (Suárez): Francisco Noel o Natalis (+1729) y los españoles Juan de Ulloa (+1725), Alvarez Cienfuegos (+1739) y Carlos Sardagna (+1775); d. Escuela anselmiana: el español Sáenz de Aguirre (+1699) creador de la escuela. Junto a él, también español, J. Bta. Lardito buscó armonizar a S. Anselmo con Sto. Tomás en una obra publicada en tres volúmenes. Un “manual” de teologí­a escolástica según la mente de S. Anselmo lo compuso en Italia Nicolás Ma Tedeschi (+1741); e. Escuela agustiniana. Se recupera la escuela agustiniana gracias al italiano Federico Nicolás Gavardi (+1715). Le acompañan en España Antonio de Aguilar (+1712) y Pedro Monsó (+736); f. la teologí­a de la Congregación del Oratorio, del Seminario S. Sulpicio y de la Sorbona levantaron fuertes esperanzas que pronto se vieron defraudadas por la tendencia jansenista de sus escritos; g. señalo aparte al jesuita Petavio (+1652) y al oratoriano Thomassin (+1695), porque al margen de toda escuela, intentan un estudio de la dogmática según un método históricopatrí­stico, con lo que reaparece el interés por una teorí­a trinitaria económicosalví­fica.

IV. La Trinidad en la escolástica de los siglos XIX-XX
1. El s. XIX representa un renacer de la Escolástica, tanto en el campo filosófico como en el teológico. La renovación se inició en Italia con Buzzetti, Sordi S.J., Liberatore, Sanseverino, Zifiliari O.P. y en España con Balmes, Zeferino González y Dí­az Muñoz O.P. Contribuyeron a la misma Vorges en Francia, Kleutgen y Kuhn en Alemania. Destaca entre todos Scheeben (11888), cuya obra cumbre, Los misterios del cristianismo” deslumbra por su profundo conocimiento de los SS. PP, de un modo especial de los griegos, y por su audacia especulativa gracias a lacual, armonizando fe y razón, es capaz de penetrar y hacer penetrar hasta la hondura del misterio. Talento especulativo también y conocedor de la patrí­stica griega, aunque de orientación muy diversa es Armando Schell (+1906), quien en sus discusiones con el panteí­smo llega a formular la idea de Dios como causa de sí­ mismo. Christiano Pesch S.J. (+1925) publicó un Compendium Theologiae dogmaticae en cuatro volúmenes.

Impulso decisivo lo proporcionaron las recomendaciones de los Papas [Cf. Tomás, nota 47] y la creación de Universidades Pontificias como Gregoriana (S.J.), Angelicum (O.P.), Anselmianum (O.S.B.), Antonianum (O.F.M.) y otros Centros de similar orientación fuera de Roma. Aportación de valor indiscutible fueron las investigaciones de carácter histórico sobre el pensamiento teológico de la Edad Media y su modo de teologizar.

Brota una nueva actitud, tendente no a repetir las tesis de siempre, cuanto a afrontar los problemas contemporáneos. Con todo, en el campo trinitario se sigue la tónica de los siglos anteriores. División del tema de Dios en dos tratados (de-Deo-uno y de-Deotrino) y encerramiento del tema trinitario en un compartimento estanco. Se presenta al principio de los cursos teológicos, pero todos los demás tratados se exponen sin conexión alguna con el misterio. Parece como si el Dios de la teologí­a fuera sólo el Dios-Uno. En la escuela preocupa fundamentalmente la visión ontológica de la Trinidad, en una lí­nea esencialista-occidental. Continúan los “mmnuales”, con sus respuestas prefabricadas. Salvo excepciones, la teologí­a se asienta triunfalmente en su torre de marfil mientras la historia camina por otros derroteros.

2. La primera mitad del siglo XX continúa la misma pauta, pero cada vez más preocupada por los avances exegéticos (J.Lagrange), el descubrimiento de los Santos Padres (Henri de Lubac, Daniélou), los estudios litúrgicos e históricos (Denifle, Chenu) y el afán de responder desde la palabra de Dios a los eternos y nuevos interrogantes de la humanidad (Charlier). Arintero O.P. vive preocupado por llevar el misterio trinitario a la vida y demuestra que la mí­stica no es estado reservado para unos pocos sino el despliegue normal del bautismo, siendo el creyente templo de la presencia de la tri-personalidad divinas. R. Garrigou-Lagrange explica, por una parte, el misterio con categorí­as ontológicas y, por otra, hace ver la proyección de las personas trinitarias de cara a la salvación-santificación del hombre’. Rahner, Von Balthasar, Haring, Schillebeeckx, Máeller, Courtney-Murray, De Lubac, Chenu, Congar y otros persisten en una lí­nea de investigación y de apertura [Cf. Tomás de Aquino IV.1]. En España continúan los manuales de corte clásico (Dalmau). Schmaus es el primero en presentar un Manual de Teologí­a -si así­ puede llamarse a sus ocho abultados tomos- con una nueva ordenación de la materia, abandonando la división clásica entre el tratado “de-Deo-uno” y el “de-Deo-trino”, donde el Dios de la revelación aparece desde el primer momento como quien, libre y misteriosamente, toma la iniciativa, se autocomunica y busca establecer alianza con el hombre; pero fue evidentemente Karl Rahner el gran renovador en teologí­a trinitaria. El concilio Vaticano II provocó una nueva etapa en el quehacer teológico y puede afirmarse que con él desaparece el “método escolástico”, al menos lo que en la práctica se vení­a entendiendo como tal [Cf. Tomás de Aquino IV.2.b]. El concilio encuentra en el patrimonio perenne de la filosofí­a y la teologí­a tradicional la base para una formación sólida y coherente (OT 15-16); pero pide, al mismo tiempo, un lenguaje mejor adaptado a los tiempos (GS 62), un mayor conocimiento de las fuentes bí­blicas y patrí­sticas (OT 14.16), un más sincero diálogo con otras culturas (GS 44.58) y otros centros donde se elabora el saber humano (GS 62; GE 10). A partir de entonces, aparecen nuevas colecciones y diccionarios en un laudable esfuerzo de abrirse a estas perspectivas (Mysterium salutis, Le Mystére chrétien, Historia salutis, Conceptos fundamentales de Teologí­a, Sacramentum mundi, etc) y autores como Jüngel, Moltmann, Mühlen, Boff, Forte, Kasper y en España Rovira Belloso, Nereo Silanes, Xabier Pikaza, etc. destacan en la presentación de la Trinidad como el misterio clave de la vida cristiana. El Secretariado Trinitario de Salamanca, con sus Semanas y sus publicaciones ha contribuido y contribuye grandemente a ello. Quizás se esté en el inicio de una nueva era de esplendor para la Escolástica, más cercana a los objetivos de sus grandes Maestros (Tomás, Buenaventura, etc.).

[ -> Agustí­n, san; Anselmo, san; Bautismo; Concilios; Escoto Duns; Fe; Filosofia; Inhabitación; Misiones trinitarias; Mí­stica; Padres, Personas, Propiedades; Rahner, K; Relaciones, Revelación; Ricardo de san Ví­ctor; Suárez, F.; Teodicea; Teologí­a; Tomás de Aquino, sto.; Trinidad; Vaticano II; Vida cristiana; Von Balthasar.]
Sebastián Fuster

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

La escatologí­a es la reflexión teológica que, basándose en el misterio pascual de Cristo, ve en él el prototipo de la condición final de la humanidad como coronación del plan divino de creación y de salvación del hombre. La resurrección de Cristo, su entrada en la gloria y su entronización a la derecha del Padre son las condiciones cristológicas de comunión perfecta del hombre con Dios, que realizan todas las promesas de Dios y que están en disposición de responder con eficacia a todas las preguntas fundamentales y dramáticas del hombre sobre el origen y la finalidad de todo, incluida la historia humana. Así­ pues, la escatologí­a está ya realizada en Cristo; no es algo que tenga que acontecer todaví­a; es históricamente el cumplimiento del misterio de Cristo en los hombres. Los creyentes empiezan a experimentar en la vida eclesial de fe vivida y celebrada en los sacramentos estas realidades, en la ansiosa espera de vivirlas en plenitud. Ya presente en la Biblia, como dimensión esencial, la escatologí­a sufre durante la época patrí­stica una serie de elaboraciones, dirigidas a la integración en la teologí­a cristiana de elementos aparentemente antitéticos, como la inmortalidad del alma y la resurrección de los muertos, la antropologí­a filosófica y la antropologí­a bí­blica, etc. Este esfuerzo de elaboración llevó, alrededor del siglo VIII, a la codificación de una visión de la escatologí­a en dos fases: la escatologí­a intermedia y la final. Esta forma de la escatologí­a serí­a asumida por las sí­ntesis teológicas medievales, que ofrecen una riquí­sima escatologí­a, aunque inclinada ya a aquella atomización de los temas que llevará al nacimiento del tratado sobre los Novisimos, que permaneció substancialmente sin cambios hasta los años 50 de nuestro siglo. Paralela al desarrollo teológico va la contribución del Magisterio eclesial. Una referencia a la escatologí­a está ya presente desde los sí­mbolos de fe más antiguos, como caracterí­stica de la doctrina cristiana (DS 10; 150), y vuelve a proponerse constantemente a lo largo de los siglos, siempre que se trate, en los sí­nodos o en las asambleas conciliares, de rechazar herejí­as de diverso tipo o de formular sí­ntesis dogmáticas, con la esperanza de anular las divisiones eclesiales que tuvieron lugar a lo largo de los años por motivos escatológicos (DS 41 1; 800s; 838s; 1000; 1034ss; 1820; etc.). El Vaticano II subrayó fuertemente la dimensión escatológica esencial del cristianismo, confirmando la validez de la escatologí­a bipolar católica y dedicando un capí­tulo entero (el VII) de la Constitución Lumen gentium a la í­ndole escatológica de la Iglesia (cf. LG 5). Lo mismo hay que decir de otras referencias conciliares a la escatologí­a y del último documento sobre cuestiones escatológicas de 1979. En nuestro siglo se ha llevado a cabo una renovación de la escatologí­a, que ha entrado con nuevos brí­os en la teologí­a católica sustituyendo -incluso con cierta dureza- al De Novissimis, ese inocente tratadillo final de la teologí­a (Von Balthasar), que resultaba ya ser una insuficiente exposición detallista de los temas de la escatologí­a, tratados de manera demasiado material y desconectados del misterio de Cristo y de la dimensión eclesiológica, prescindiendo de su distancia de la perspectiva de diálogo con la cultura laica. La renovación se produjo centrando la escatologí­a en la cristologí­a, verdadera base de la dimensión teológica de todos los tratados teológicos; esto fue la consecuencia de la vuelta de la teologí­a católica a sus fuentes originales: la Escritura, alma de la teologí­a; la teologí­a patrí­stica, primera elaboración teológica intensa; la liturgia, lugar vivo de la fe esencialmente escatológica de la Iglesia. En estas fuentes se descubrió una dimensión escatológica esencial : la tensión hacia el cumplimiento eclesial de lo que y – a se ha realizado en Cristo.

La escatologí­a, por consiguiente, tiene como interés primordial, no ya la determinación de los lugares del más allá, ni la ilustración objetivista o una especie de reportaje (Rahner) sobre las últimas realidades del hombre, capaz de satisfacer a la curiosidad humana con la consecuencia de una grave pérdida del sentido del misterio, sino la dialéctica de continuidad y disconlinuidad entre la historia y la metahisloria, entre los acontecimientos terrenos y su definitividad. La escatologí­a, llevando a cabo una descodificación de fondo, asumió las dimensiones de un tratado teológico autónomo, pero ligado estrictamente por un lado a la cristologí­a, vista como la verdadera antropologí­a cristiana, y por otro lado a la eclesiologí­a. Hay temas nuevos que han entrado de derecho en la escatologí­a: una escatologí­a bí­blica fundamental, basada en el Antiguo Testamento, donde se contienen muchos datos en estado preparatorio : la esperanza mesiánica, la creencia problemática en el sheol (morada de los muertos), la resurrección, el paso de la única escatologí­a colectiva a una mayor atención a la suerte del individuo, la retribución divina; pero sobre todo una renovada escatologí­a del Nuevo Testamento, donde no sólo encuentran en Cristo su cumplimiento las esperanzas del Antiguo Testamento, sino que la predicación y las obras personales del mesí­as anuncian y realizan en el presente la verdadera escatologí­a: el Reino de Dios está ya en medio de los hombres.

Este dato culminará en la reflexión de Pablo sobre el ví­nculo tan estrecho que existe entre Cristo resucitado y la resurrección de los creyentes y Sobre las modalidades mismas de sus cuerpos resucitados, mientras que en Juan la escatologí­a se configura en dos lí­neas de fondo: una escatologí­a va realizada en el presente, por lo que la posesión de la vida eterna o la perdición son datos de la historia; y una escatologí­a final, que ve en la metahistoria la ratificación de la situación terrena. Otros temas nuevos de la escatologí­a son la dimensión de futuro, la cosmológica, el diálogo ecuménico sobre los temas de la escatologí­a. También es nuevo el modo con que se tratan los temas tradicionales de la escatologí­a: la muerte; la suerte definitiva del sujeto humano después de la muerte; la supervivencia del núcleo espiritual del hombre, dato antropológico irrenunciable, pero provisional, con vistas a la resurrección; el juicio de Dios; el estado de purificación ultraterrena, último acto liberador de Dios para con el hombre, pero también realidad eclesial de notable importancia (tema muy debatido durante siglos con las confesiones cristianas no católicas); la problemática relativa al infierno o condenación del hombre, tan difí­cil de presentar al hombre contemporáneo; la resurrección; la parusí­a de Cristo; la visión beatí­fica de Dios, etc.

T. Stancati

Bibl.: J. L. Ruiz de la Peña, La. otra dimensión. Escatologí­a cristiana, Sal Terrae, Santander 1986: c. Pozo, Teologí­a del más allá, BAC, Madrid 1980; J Ratzinger, Escatologí­a, Herder, Barcelona 1980; A. Tornos. Escatologí­a, 2 vols., Madrid 1989-1991.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Introducción – II. Espiritualidad cristiana y tendencia escatológica: 1. Religión y fenómeno mí­stico; 2. l,a mí­stica en la tradición bí­blica – III. Monaquismo y escatologí­a: 1. El origen del monaquismo: 2. Espiritualidad monástica y escatologí­a: a) Separación del mundo, b) La peregrinación, c) La contemplación, d) La espera escatológica en la tradición de los votos – IV. Las realidades últimas según la tradición mí­stica – V. Dimensión escatológica y compromiso en el mundo: 1. Contemplación y vida activa: 2. ¿Abandono o aceptación del mundo?: 3. Anticipación del sábado escatológico – VI. La escatologí­a en la espiritualidad del laico: 1. Las cosas penúltimas; 2. Frente a las cosas últimas – VII. El carisma escatológico en la cultura actual: 1. Testimonio del futuro; 2. Testimonio de un futuro gozoso.

I. Introducción
No pretendemos aquí­ hacer una exposición sistemática de la escatologí­a cristiana, ni tan siquiera delinear brevemente su contenido y sus tendencias actuales en el campo de la reflexión teológica’. Siguiendo el enfoque general de este diccionario, queremos principalmente captar la relación existente entre los movimientos espirituales, vistos históricamente, y la escatologí­a. Esta relación se configura de acuerdo con dos direcciones fundamentales; ante todo, se trata de esbozar la relación entre el carisma religioso-ascético y la tendencia escatológica y, luego, de ver cómo entienden los movimientos religiosos la escatologí­a; es decir, si tienen un modo especí­fico propio de entender las realidades últimas. Queda así­ presentado a grandes rasgos el contenido de cuanto vamos a desarrollar; en cambio, el método pretende ser más bien deductivo; o sea, se parte de la experiencia histórica de los diversos movimientos religiosos y se intenta dejar que hable su alma interior.

El supuesto teórico de este método es la convicción de que la mí­stica posee un modo especí­fico propio de hacer teologí­a; junto a otras particularidades, tiene un “carisma teológico” exclusivo; es un lugar teológico, en el sentido técnico del término. Más aún: en la medida en que la mí­stica representa la experiencia histórica de la fe, la exposición teológica que intenta hacer es una exposición directamente vinculada a la praxis y, por tanto, tí­picamente moderna, profundamente actual’.

En efecto, mientras que la teologí­a dogmática se ha desarrollado históricamente como reflexión crí­tica sobre la fe preferentemente en dependencia del pensamiento filosófico dominante en un determinado momento, la teologí­a monástico-mí­stica ha estado siempre anclada en la experiencia interior del mí­stico y en la experiencia comunitaria del movimiento religioso. Los escritos de los mí­sticos no han sido primordialmente un tratado teórico de verdades de fe, sino ante todo una descripción de lo que el mí­stico habí­a vivido dentro de sí­: un intento de expresar experiencias interiores profundas e indecibles. Quedan así­, pues, aclarados tanto el contenido de la exposición que queremos hacer como el método o la lí­nea expositiva.

Anticipando ahora muy sintéticamente la tesis de este trabajo, conviene que cedamos en seguida la palabra a una de las mayores autoridades en el campo de la mí­stica y de la teologí­a que en ella se inspira: a san Bernardo de Claraval. Este gran padre de la Iglesia escribió la mayor parte de sus sermones sobre el misterio de la ascensión de Cristo. vida contemplativa En la contemplación de este misterio encontró él la razón profunda de toda la existencia del monje. Ahora bien, en la ascensión lo que se tematiza es justamente la tendencia escatológica; es la Jerusalén celeste contemplada como fin al que tiende la vida religiosa. Y el razonamiento de Bernardo sobre la vida del monje se desarrolla armónicamente como sigue: el monje deja el mundo, como todo cristiano se desprende de él; pero además lo abandona por una vocación particular. Va a la soledad, con frecuencia a una montaña, para realizar mejor el programa que la Iglesia, en la fiesta de la ascensión, presenta a todo fiel: “Habitar en las regiones celestes, in caelestibus habitemus”. Cuando el Señor desapareció en la nube de su gloria, los apóstoles permanecieron con los ojos dirigidos al cielo. Dos ángeles fueron a avisarles de que no volverí­an a verlo hasta su retorno. Muy pronto les llegará la hora de diseminarse por toda la tierra para sembrar el evangelio y edificar la Iglesia. Pero los monjes tienen este privilegio: seguir mirando al cielo. Ellos saben que no verán al Señor; vivirán en la fe; no obstante, permanecerán allí­, en el monte de la ascensión. Su cruz será amar sin ver y, no obstante, seguir mirando, fijar la mirada exclusivamente en Dios, invisible y presente. Su testimonio ante el mundo será mostrar con su misma existencia la dirección en que es preciso mirar. Su misión será apresurar, con la oración y el deseo, el cumplimiento del reino de Dios.

He anticipado estos pensamientos de san Bernardo porque en ellos se describe muy claramente lo especí­fico de la vocación monástica en relación a la escatologí­a. Según la autoridad indiscutida de este maestro, el monje está ahí­ para recordarle a la Iglesia la dirección escatológica; el monje repite a todos que el hombre no está hecho para la tierra. Bernardo reconoce que otros cristianos, en particular los apóstoles, deben ir por el mundo a predicar; reconoce que la Iglesia debe dedicarse al mundo, pero reserva al monje el cometido escatológico; el carisma del monje es la tendencia escatológica. Tal es, sintéticamente, la tesis que deseo sostener, probándola primero históricamente y viendo, por fin, qué sentido puede tener en la cultura actual.

Espiritualidad cristiana y tendencia escatológica
Es necesario comprobar la tesis de Bernardo en la globalidad histórica dela espiritualidad cristiana; ver si realmente los movimientos religiosos cristianos han surgido y se han movido en esta dirección. Y antes todaví­a es necesario captar la originalidad de la espiritualidad cristiana respecto de otras espiritualidades. Naturalmente, esta comprobación sólo puede hacerse aquí­ de modo sumamente breve. Más que nada se trata de un esquema, que se limita a indicar la dirección intuitiva de la sí­ntesis.

1. RELIGIí“N Y FENí“MENO MíSTICO – La mí­stica es un fenómeno religioso universal. Todas las religiones proponen al hombre una o varias potencias superiores a las que amar o temer; sin embargo, en la mayorí­a de los casos la simple veneración de estas potencias no satisface a todas las personas; por eso algunas aspiran a una unión más profunda en un contacto más í­ntimo. Generalmente, se admite que este deseo de unión con la divinidad corresponde a una vocación especial, a una llamada de lo alto, y que su desarrollo supone una ardua preparación centrada en la renuncia a las alegrí­as del mundo y en austeridades corporales muy severas.

En las religiones “primitivas”, el chamanismo es un ejemplo clásico de la mí­stica arcaica; el vidente, formado en la escuela de un anciano, gracias a algunas técnicas particulares entra en comunicación con la divinidad y obtiene poderes particulares, como la predicción del futuro y la bilocación. El contenido profundo de esta experiencia consiste, según Eliade, en un retorno al caos primitivo para determinar una nueva creación que revigorice la fuerza vital.

En el hinduismo, el mí­stico se propone captar la presencia de Dios en todas las cosas del mundo y dentro de sí­ mismo; el camino para llegar a esta meta se describe en las Upanishads y en la Bhagavad-Gftá. El núcleo de la experiencia mí­stica está en la conciencia de una profunda identidad de lo absoluto con todo lo real; el mundo exterior y todas sus manifestaciones materiales son considerados como un velo ambiguo que encubre y esconde la presencia de Brahma. De esto se sigue una mí­stica de la identidad que elimina el sentido del mundo y de la historia, puesto que también la historia es una máscara engañosa.

En el mismo horizonte cultural se mueve también la mí­stica budista; el finque se propone es alcanzar el nirvana, que es un estado de perfecta serenidad, en el cual el hombre se desprende tanto del placer como del dolor. Son precisos muchos años de práctica ascética para llegar al nirvana; se debe recorrer el sendero de la comprensión justa, del pensamiento justo, de la palabra justa, de la acción justa, de los medios de existencia justos, del esfuerzo justo, de la atención y la concentración justas [>Budismo; >Yoga/Zen].

Obsérvese que la meta fundamental de estas ví­as mí­sticas orientales es la disolución del individuo en el Unico a través de la pérdida de la propia identidad individual. Al estar aquí­ la historia completamente ausente, falta toda tendencia escatológica.

Una forma particular de ascetismo se desarrolló también en las corrientes neoplatónicas; aquí­ el esfuerzo mí­stico consiste en liberarse de la materia, fuente de todo mal, para permitirle al alma la visión permanente de su unidad con la divinidad. La unidad perfecta tiene lugar después de la muerte, la cual libera al alma del cuerpo. En este caso, el asceta vive una tendencia; pero esta tendencia no está en la dirección de la historia, sino en la contraposición de materia y espí­ritu; es una contraposición espacial.

2. LA MíSTICA EN LA TRADICIí“N BíBLICA- Los grandes hombres del AT son ascetas en un sentido muy particular de la palabra; viven en una actitud de escucha y de aceptación de Dios, de un Dios que obra en la historia del hombre. No se coloca en primer plano la unión mí­stica, sino el >seguimiento, que exige disponibilidad para un caminar que encuentra su contenido material en un camino local y su significado más profundo en un avanzar histórico en dirección al futuro. Abrahán es el hombre cercano a Dios, el padre de los creyentes; su vocación exige un desplazamiento geográfico, cuya alma es la esperanza de un pueblo futuro. Su religión es un continuo vagar errante, que hace de la búsqueda de Dios una búsqueda configurada como espera de un futuro histórico.

Moisés es la gran figura religiosa del Pentateuco; con él hablaba Yahvé cara a cara como habla uno con su amigo (Dt 34,10). Pero Moisés es el caudillo del éxodo; el que sigue a Dios presente en la nube y guí­a al pueblo hacia la tierra prometida. Su llamada es la intuición de que la unión con la divinidad no puede consumarse por el acercamiento estático de la experiencia mí­stica dentro del dualismo espacial profano-sagrado (la experiencia de la zarza ardiendo), sino que debe buscarse en la dirección de la esperanza, que asume la dirección histórica. La mí­stica del éxodo se define claramente en la exposición de su negación con el becerro de oro; vuelve aquí­ la tentación de localizar a Dios sacándolo de la historia para colocarlo en el espacio determinado del culto.

En una fase sucesiva, los grandes mí­sticos son los profetas; sus obras describen a menudo grandes experiencias mí­sticas, visiones y raptos. En torno a los profetas más grandes surgen verdaderas y auténticas escuelas, que son escuelas de verdadera religiosidad y de búsqueda de Dios. Pues bien, precisamente aquí­ asistimos al hecho extraordinario de que el esfuerzo ascético-mí­stico se constituye como dimensión escatológico-mesiánica capaz de impugnar constantemente el aburguesamiento del pueblo hebreo y, sobre todo, de mantener viva la dirección de la espera.

En la dirección profética se coloca decididamente la obra de Jesús con su mensaje escatológico; toda su enseñanza no hace otra cosa que radicalizar la tradición profética.

Sin embargo, en el Dios hecho hombre del NT comienza también la segunda alma de la mí­stica cristiana (la primera es justamente la que hemos identificado en la tendencia escatológica), que consiste en una visión positiva de las realidades terrenas, definitivamente asumidas por Cristo. En esta dirección surge para el mí­stico cristiano la necesidad de amor al prójimo, la necesidad de la comunidad, la necesidad del compromiso en el mundo. Volveré luego sobre este asunto. Aquí­ es suficiente haberlo rozado.

Los dos grandes mí­sticos del NT son Pablo y Juan. Pablo hizo del tema de la unión con Cristo el tema fundamental de sus cartas y la aspiración más profunda de toda su vida. Esta unión se consuma en la comunidad cristiana, sobre todo en la eucaristí­a. Pero es sumamente importante percatarse de la tendencia escatológica que anima el pensamiento de Pablo: tender a la unión con Cristo significa para el individuo y para la comunidad entera esperar su vuelta. Sólo entonces se consumará la unión de todos y de todo con Cristo. La tendencia a la unión, de una parte, asume la realidad histórica concreta y, de otra, al no poder agotarse en la historia, se convierte en tendencia escatológica,
Juan es considerado por todos como el gran mí­stico del NT, y este hecho nos da el criterio hermenéutico para la comprensión de sus obras. Dos me parecen las lí­neas fundamentales de su planteamiento mí­stico: en el evangelio se anticipa la escatologí­a; la vida eterna está ya al alcance del creyente, y ello funda la posibilidad de una existencia profundamente imbuida por la agape, donde lo divino se da junto con la relación convival-eucarí­stica; en el apocalipsis, la tendencia mí­stica mira más allá del tiempo presente y se convierte en espera impaciente de la consumación final, en suspiro constantemente elevado, que balbucea: “Ven” (Ap 22,17.20). Estos dos aspectos no se contraponen, sino que constituyen más bien las dos caras de una misma realidad: con Jesús y con el don del Espí­ritu, la comunión con Dios se ha hecho presente en la vida histórica del hombre, el cual es transfigurado por esta presencia; pero esta comunión espera su manifestación global cósmica; espera su consumación, que tendrá lugar al fin de los tiempos. “Queridí­simos, desde ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como es” (1 Jn 3,2).

Me parece, pues, que lo especí­fico de la mí­stica bí­blico-cristiana frente a la de las otras religiones consiste precisamente en estas dos caracterí­sticas: por una parte, según el enfoque profético del AT, que prosigue y se profundiza también en el NT, la tendencia a la comunión con Dios se identifica con la tendencia escatológica; por otra parte, según la lección fundamental del NT, que se centra en la encarnación del Verbo, la tendencia mí­stica no se desentiende de las realidades terrenas, sino que las asume como signos de una presencia de lo divino. La fuga hacia el futuro, por decirlo así­, no es frenada por el segundo aspecto, sino que se convierte en una fuga de todo el mundo y de toda la historia, que son integrados en la tendencia mí­stico-escatológica. Aquí­ el mí­stico no va hacia el futuro solo, sino con toda la realidad, que es la carne del Verbo.

Mientras que la tendencia escatológica subraya la trascendencia de Dios, su ser otro respecto al mundo y a la historia del hombre, la asunción de la realidad subraya la inmanencia de Dios, su presencia en lo profundo de todas las cosas.

III. Monaquismo y escatologí­a
A partir del s. III. el fenómeno mí­stico cristiano adquirió un desarrollo considerable, dando lugar a formas organizadas, que luego acompañan constantemente a la vida de la Iglesia y constituyen los movimientos religiosos cristianos. No me es posible realizar aquí­ ni siquiera un somero análisis de estos movimientos; sólo quiero verificar la relación entre el carisma mí­stico de estos grupos y la escatologí­a, tomando como punto de referencia la tesis expuesta por la autoridad de san Bernardo.

1. El. ORIGEN DEL MONAQUISMO – El monaquismo como fenómeno organizado se encuentra atestiguado a partir del s. IIl. A comienzos del s. vi existen textos relativos a san Benito. Ciertamente ya antes del s. iii existí­an personas particulares que se entregaban a la vida contemplativa; hemos visto que el fenómeno mí­stico acompaña siempre al fenómeno religioso. Mas esto no quita la particularidad de que en un cierto punto de la historia de la Iglesia comiencen a surgir movimientos de monjes organizados. Evidentemente, la causa de la aparición de estos movimientos es la gracia de Dios, por un lado, y, por otro, el deseo de algunos hombres de seguir a Cristo más de cerca. En opinión de algunos, el origen del monaquismo se encontrarí­a ya en el evangelio: en todos aquellos pasajes que parecen establecer un seguimiento más particular, reservado a un grupo de personas. Sin embargo, dejando a un lado el problema exegético de esos pasajes sinópticos, que hoy se leen como dirigidos indistintamente a todos los cristianos [>Consejos evangélicos 1], no parece suficiente explicar el origen del monaquismo de este modo. Sobre todo desde el punto de vista histórico, es esencial aclarar por qué el monaquismo comenzó a existir de modo organizado en un perí­odo determinado y no antes.

Apoyándonos en la tesis general que ve en el ermitaño, en el monje (más exactamente: en el confesor), al sucesor del mártir, una vez que la nueva situación de la Iglesia hizo el martirio cada vez más raro, se trata de discernir el contenido de esta afirmación en su alcance más profundo. Está claro que ser mártir es una forma mí­stica; las actas de los mártires no dejan lugar a dudas sobre este punto. En cambio, se impone reflexionar sobre el hecho de que el martirio de los primeros tiempos del cristianismo se relaciona directamente con la tendencia escatológica y con la expectativa de una irrupción del reino de Dios en una fecha más o menos próxima. El cristianismo primitivo chocó con el mundo que le rodeaba por su mensaje de novedad; pero este mensaje de novedad tení­a su fundamento en la esperanza de que ocurriese un acontecimiento nuevo, y encontraba su fuerza en la fe escatológica.

El mártir es el testigo de la esperanza; acepta el sacrificio de la vida porque espera con impaciencia unirse a Cristo (1 Pe 3,13-16). Al cambiar la situación social en el s. III. situación que llega a su culminación con el edicto del 313, el testigo de la escatologí­a no es ya el mártir, sino el monje eremita del desierto. Estos cristianos que se retiran a vivir juntos una vida de privaciones corporales, que se entregan con mayor asiduidad a la oración y a la contemplación, quieren subrayar ante la Iglesia y ante la sociedad que lo esencial de la visión cristiana es tener fija la mirada en las realidades futuras.

Con el triunfo de la Iglesia podí­a entenderse el reino de los cielos como existente ya en la tierra y, en cierto sentido, el viejo mundo quedaba destruido. La Iglesia, al instalarse en las altas esferas del imperio romano, habí­a aceptado el mundo como era, esforzándose por hacer la existencia humana un poco menos infeliz que lo habí­a sido durante las grandes crisis históricas. Precisamente en la lucha contra estas ambigüedades es donde surgió el monaquismo, como exigencia de reafirmar con la vida propia la trascendencia del reino de Dios frente a la historia humana. En este sentido, el monaquismo es el carisma escatológico para la Iglesia misma, antes de serlo para toda la sociedad; lo que los primeros cristianos fueron para la sociedad entera, lo fueron los ermitaños posteriormente para la comunidad cristiana.

Si esta explicación del origen histórico del monaquismo es cierta, hemos de ver en el dinamismo interno de estos grupos mí­sticos la tendencia escatológica que estamos describiendo; esto es exactamente lo que debemos intentar ahora.

2. ESPIRITUALIDAD MONíSTICA Y ESCATOLOGíA – Existen algunos rasgos comunes a todos los movimientos espirituales cristianos; son aquellos rasgos que estimo esenciales y constitutivos del misticismo cristiano y que forman su alma y el sentido interior del mismo. Estos puntos comunes confluyen en la dimensión escatológica.

a) Separación del mundo. El monje, al principio de su vocación, se retira del mundo y va a vivir a la soledad, al desierto, a una montaña, a un lugar apartado. Incluso cuando los monjes comenzaron a vivir juntos en pequeñas comunidades viví­an en lugares más bien aislados, lejos de la gente. Este apartarse pretende ser para el monje un separarse del mundo, un estar libre del mundo, y conlleva un juicio preciso sobre todas las cosas de este mundo en su relación con los bienes eternos. Existe al respecto una abundante literatura. Casiano, muerto en la primera mitad del s. v. compara la vocación del monje con la de Abrahán y, comentando el texto del Génesis “exi de terra tua et de domo patris tui”, habla de las tres renuncias del monje, que se reducen a un abandono total del mundo.

En el mismo s. v. san Euquerio compone dos obritas que exaltan el espí­ritu ascético del monje y nos indican ya en el tí­tulo su contenido: Elogio de la soledad y Del desprecio del mundo y de la filosofia del tiempo. Euquerio subraya muy fuertemente que la soledad y el abandono del mundo sólo tienen sentido por amor de Dios; es decir, se trata de abandonar el mundo para darse totalmente a Dios.

San Gregorio Magno, hablando en los Diálogos de los tres órdenes de personas que existen en la Iglesia, define a los monjes y a las monjas como “separati”, los que viven extra mundum. Se encuentran en la soledad para darse totalmente a Dios, y éste es su estado especí­fico en la Iglesia. El separarse del mundo se entiende también como un estar aquí­ en la tierra sin patria; la soledad indica entonces que se pone en otra parte el fin de la propia vida, la cual se convierte en expectativa y en testimonio escatológico.

b) La peregrinación. Desde sus orí­genes, el monaquismo fue considerado por algunos de sus representantes como una forma de destierro, hasta el punto de que el monje no podí­a serlo en su patria. El verdadero monje debí­a ser un extranjero en la tierra; no solamente en sentido espiritual, sino en el sentido literal del término; el monje abandona su patria y marcha a una región donde ninguno le conoce, donde es un extranjero. Con ello se quiere recuperar el sentido bí­blico del destierro, que es evidentemente un tema escatológico.

A partir del s. IV se propaga también el monje peregrinante: un monje que no tiene morada estable, sino que está continuamente viajando y vive de la limosna. Parece que este estado ascético se deriva del uso apostólico descrito en el NT, según el cual los apóstoles iban siempre de un lado para otro predicando y visitando las comunidades. Tendrí­amos entonces un paso del apóstol-asceta al asceta-apóstol. Este modo de ser monje no ha desaparecido nunca del todo de la vida de la Iglesia, si bien ha pasado por formas y reglamentaciones muy diversas. La idea de estar desterrados a causa de la fe se impone en la tradición monástica, bien como dimensión espiritual, bien como hecho concreto. La celda, por ejemplo, quiere recordarle con su pequeñez al cenobita que es un extranjero y que no posee espacio propio. La peregrinación no es, pues, una manifestación accidental, que sólo aparece en algunas épocas. No se trata de un fenómeno raro, sino de una expresión ascética que hace total la donación, contemplada como desarraigo total del propio ambiente. Precisamente porque el monje da testimonio de que espera otra patria, está dispuesto a vivir aquí­ abajo sin patria.

Tanto el abandono del mundo como la peregrinación indican la tendencia escatológica sólo negativamente; en otras palabras, son modos y formas de decir que el monje no se entiende como perteneciente a este mundo. Esta formulación negativa de la espera escatológica encuentra su réplica positiva en lo que es el objetivo primero y esencial de la vida religiosa: la >contemplación.

c) La contemplación. La experiencia mí­stica es la percepción experimental y directa del ser de Dios y de su presencia; en ella consiste lo que de diferentes maneras describen los diversos mí­sticos como el ápice de su experiencia. La contemplación es entonces el fin mismo de la vida mí­stica, ya que propio de la contemplación es que el mí­stico experimente la presencia de Dios. Los grandes mí­sticos están de acuerdo en afirmar que la contemplación es una realidad escatológica, en el sentido de que la presencia de Dios sólo será plenamente actual al fin de los tiempos. En este sentido, el monje-mí­stico vive el presente esperando ese acontecimiento final; suspira, en el ejercicio mismo de la mí­stica, por la unión con Dios; pero esta unión sólo le será concedida en la eternidad. La vida contemplativa se convierte entonces toda ella en un ejercicio de espera, en un modo de vivir constantemente la esperanza, en una manera de repetir incesantemente el “Ven” del Apocalipsis.

No hay duda de que la tradición mí­stica está también de acuerdo en sostener que la contemplación es en parte anticipada ya en esta vida; pero esta anticipación no extingue la espera agotando el deseo, sino que, por el contrario, siendo una participación parcial, aumenta cada vez más el deseo. El asceta no tiene entonces aquí­ en la tierra una patria; no se encuentra en su casa en este mundo, porque tiene continuamente fija la mirada en esta meta final que es la unión con Dios. No es el desprecio del mundo lo que le guí­a en sus opciones tan austeras, sino el amor al bien supremo. Creo que de este modo el dinamismo interno del ascetismo cristiano aparece intrí­nsecamente unido a la tendencia escatológica, hasta el punto de poderse afirmar que el carisma ascético es el mismo carisma escatológico.

Nos queda, pera terminar de explicar la relación entre vida espiritual y escatologí­a, considerar algunas ulteriores determinaciones que brotan, a manera de manifestaciones, del carisma ascético y llevan el signo de la tendencia escatológica.

d) La espera escatológica en la tradición de los votos. La relación entre los votos religiosos y la escatologí­a es tan tradicional y tan frecuente, que casi parece inútil recordarlo. Por eso lo haré muy brevemente. Los santos son los testigos por excelencia de la ciudad de Dios y la santidad real es el valor escatológico primordial. Todas las motivaciones que animan la vida de los santos, que justifican sus renuncias y sus opciones (comprendidas las de los votos), se reducen a la afirmación escatológica “propter regnum caelorum”. Para proclamar del modo más radical posible la superioridad incomparable de la unión definitiva con Cristo, se testimonia su grandeza consintiendo en perder la vida terrena; el mártir es el primer testigo de la escatologí­a y, por tanto, el santo por excelencia. Los que no pueden ser mártires en el sentido material del término lo son en el sentido espiritual a través de los votos. El asceta abandona todos los bienes de la tierra para subrayar con la mayor fuerza posible la superioridad de los bienes del reino de Dios. Para proclamar la infinita grandeza del amor de Dios, abandona los bienes auténticos de la vida matrimonial. Finalmente, para expresar la necesidad de buscar por encima de todo la voluntad de Dios, admite que se controle su libertad por un intermediario humano autorizado.

Todos estos gestos son signos que atestiguan la grandeza del reino de Dios; y son valores auténticamente escatológicos, porque anticipan en esta tierra ciertas condiciones de existencia de la vida eterna. Sin la referencia escatológica, los votos no sólo pierden su valor, sino que incluso resultan una “anomalí­a incomprensible”. El santo tiene un sentido y un valor únicamente en cuanto vive a fondo el primado de Dios; mas vivir el primado de Dios significa vivir la superioridad del mundo que ha de llegar al fin de los tiempos.

Jean Leclercq, que es un gran estudioso de la espiritualidad occidental, define toda la teologí­a monástica como escatologí­a; los padres de esta teologí­a son, en efecto, los doctores del “deseo” y no hacen otra cosa que exponer su anhelo de unirse con Dios. “El contenido de la cultura monástica aparece como simbolizado y sintetizado en estas dos palabras: gramática y escatologí­a. Por una parte, es necesario el conocimiento de las letras para acercarse a Dios y expresar lo que se intuye de su realidad; por otra, hay que superar incesantemente la literatura para tender a la vida eterna. Ahora bien, la expresión más fuerte y más frecuente de esta superación se descubre en referencia a la vida eterna” “.

IV. Las realidades últimas según la tradición mí­stica
He intentado ver la tendencia escatológica como soporte que anima toda la tradición espiritual cristiana; esta tendencia ha sido contemplada exclusivamente como elemento formal que da unidad a todo el mundo ascético. Me parece fuera de lugar hacer ahora una exposición completa de los contenidos materiales de esta tendencia, o sea hablar detalladamente de las realidades últimas tal como han sido entendidas en la espiritualidad cristiana; a mi entender, esto nos llevarí­a muy lejos y exigirí­a demasiado espacio. Intento aquí­, por el contrario, subrayar una particularidad propia de la ascética. Al tratar de las realidades últimas, la teologí­a monástica, aunque hace una exposición amplia, en parte igual que la de la teologí­a dogmática, ha subrayado constantemente el aspecto jubiloso de las realidades últimas. Sin duda, los ascetas han hablado también del infierno; lo han descrito en aquellas visiones en que se reflejan las ideas que tienen del más allá; pero sus viajes imaginativos de ultratumba terminan casi todos en el paraí­so. En sus textos de oración, la meditación sobre el paraí­so es mucho más frecuente que la del infierno. No solamente existen capí­tulos de sus obras espirituales, sino tratados enteros que llevan tí­tulos de este tenor: Del deseo celeste, Por la contemplación y el amor de la patria celeste accesible sólo a los que desprecian el mundo, Alabanza de la Jerusalén celestial, De la felicidad de la patria celestial, y podrí­amos seguir con un largo catálogo”. Así­, la literatura monástica que se ocupa de la Jerusalén celeste es punto menos que infinita. Para san Bernardo, el monje es un habitante de Jerusalén; naturalmente, no en sentido literal, pues Jerusalén está dondequiera que se mantiene el ánimo orientado hacia el cielo. En los monasterios antiguos se hací­a el ejercicio de Jerusalén; ejercicio similar al de la buena muerte que aún se usa entre nosotros, pero con tonalidades completamente diferentes; se reflexionaba sobre el cielo, se reavivaba el deseo de poder subir a él un dí­a y se pedí­a la gracia de conseguirlo. Muchí­simas obras intentan describir con gran libertad poética la realidad futura del cielo; baste citar el poema tan citado de san Pedro Damián Sobre la gloria del paraí­so”. Toda la vida del monje pretende ser un gusto anticipado del cielo, una participación anticipada de la visión de Dios; por esto precisamente la contemplación es la actividad fundamental del mí­stico. La misma oración expresa casi siempre el suspiro del deseo de la patria celeste. Pues bien, si la tradición espiritual tiene algo especí­fico que decir sobre las realidades escatológicas, consiste en la prioridad absoluta que da a la felicidad eterna del paraí­so. Esto es así­ no sólo porque el monje se ocupa en sus reflexiones más del paraí­so que del infierno, sino por la idea misma que el mí­stico se hace de Dios; él entiende a Dios como el amor absoluto y ve las realidades últimas a la luz de este amor; una visión diversa resulta poco menos que imposible para el contemplativo. El final será justamente el triunfo del amor de Dios, el término del sufrimiento del destierro, el fin del mal, a los que seguirán una paz y una felicidad infinitas.

La tradición mí­stica es, pues, esencialmente optimista sobre la conclusión de la historia humana, porque subraya continuamente la grandeza de la misericordia de Dios y la grandeza de su amor. No en vano muchos santos padres, como Didimo, Clemente, Gregorio de Nisa, Gregorio Nacianceno, Jerónimo y Ambrosio, sostuvieron de modos diversos el triunfo completo y total del amor de Dios al final de la historia humana.

V. Dimensión escatológica y compromiso en el mundo
Al tratar de la escatologí­a bí­blica, hemos visto que una dimensión esencial de la ascética cristiana es asumir la realidad humana, realidad que después de la encarnación se ha convertido en el “cuerpo” de la divinidad. La tendencia escatológica, carisma de la vida religiosa, no es entonces una fuga de la realidad, un desentenderse frente a la historia o una evasión de la solidaridad con los problemas humanos y terrenos; es más bien una presencia en el corazón de la realidad a la luz del reino de Dios, que debe venir. Se trata ahora de analizar este segundo aspecto del carisma escatológico.

1. CONTEMPLACIí“N Y VIDA ACTIVA – Los términos tradicionales con que se vive la relación entre tendencia escatológica y compromiso en el mundo por parte de la reflexión monástica ya desde los primeros tiempos son los de contemplación y vida activa. Las imágenes bí­blicas más usualmente empleadas para expresar esta relación son las de las dos mujeres de Jacob, Lí­a y Raquel, y, naturalmente, la imagen neotestamentaria que se apoya en la relación entre Marta y Marí­a. San Agustí­n es el primero que aborda de manera sistemática este problema; y de él, por caminos diversos, depende toda la tradición mí­stica occidental. En el libro 19 del De civitate Dei escribe: “Nadie debe ser tan contemplativo que no piense en su misma contemplación en la utilidad del prójimo, ni tan activo que no busque la contemplación de Dios. En la contemplación no debe deleitarle un reposo inerte, sino la búsqueda o el descubrimiento de la verdad. para progresar en ella y para conservar lo que ha descubierto sin envidiar a los otros. En la acción, en cambio, no se debe amar en esta vida ni el honor ni el poder…, sino que se debe amar la obra misma que se hace por el honor y el poder, supuesto que se realice con rectitud y utilidad, o sea porque ayuda a aquella salvación de los súbditos”. Algunas lí­neas después resume su pensamiento del modo siguiente: “La caridad de la verdad pide una tranquilidad santa (contemplación = otium); la necesidad de la caridad, un justo trabajo (negotium). Si ninguno impone esta carga, se debe atender a la búsqueda y a la adquisición de la verdad. Si se impone, se la debe recibir por el deber de la caridad”.

La relación, un poco extrí­nseca aún, ilustrada por Agustí­n es entendida por san Gregorio Magno como necesidad intrí­nseca fundada en la naturaleza misma del hombre. Escribe este maestro: “Cuando de la vida activa nos elevamos a la contemplativa, como nuestra mente no es capaz de estar mucho tiempo en contemplación… entonces por su miseria es rechazada de la sublimidad de aquella altura, y vuelve a caer en si. Es necesario entonces que vuelva a la vida activa, que se ejercite continuamente en la práctica de las buenas obras… De esta manera, sostenida por sus mismas buenas obras, se eleva nuevamente a la contemplación y recibe alimento de amor del pasto de la verdad contemplada” Este apoyo recí­proco de las dos ví­as se sintetiza muy bien en otro pasaje: “La activa se hace tanto más sólida y duradera cuanto más se extiende a hacer bien al prójimo que se encuentra al alcance de su mano; la contemplación decae tanto más pronto cuanto más se esfuerza en rebasar los lí­mites de la carne y en elevarse por encima de sí­. La una camina por terreno llano, y así­ trabaja pisando firme; la otra quiere subir por encima de sí­, pero pronto se cansa y desciende”. San Bernardo pone en guardia contra las asechanzas de un falso misticismo, de una contemplación no preparada adecuadamente por la práctica de las buenas obras. Desarrollando más el enfoque anterior, ve él en la vida activa el fruto necesario e indispensable de la vida contemplativa. El concepto de nupcias espirituales tiene su complemento necesario en el de fecundidad espiritual, donde el celo con que el alma se apresta al bien de los otros mediante las obras no entra en un simple proceso de reposo necesario de la contemplación y de recuperación de las fuerzas espirituales, sino que es él mismo efecto de la más alta forma de contemplación”.

Estas discusiones doctrinales, presentes en toda la tradición mí­stica, han tenido siempre una consecuencia concreta muy precisa: las órdenes contemplativas han intentado siempre unir la búsqueda de Dios con una acción concreta animada por la caridad hacia los hermanos y los menesterosos. En la mí­stica cristiana no cabe en absoluto el puro y simple abandono del mundo, pues éste serí­a como un peso muerto que impide la elevación espiritual (según ocurre en la visión neoplatónica); y no cabe porque su insistencia en contemplar al Señor que asciende (san Bernardo) es una función eclesial-social. La mí­stica cristiana no es una mí­stica de la soledad; el hecho de que los ascetas cristianos vivan en comunidad no es secundario, sino que responde directamente a su conciencia eclesial.

2. ¿ABANDONO O ACEPTACIí“N DEL MUNDO? – En la auténtica experiencia mí­stica cristiana, el abandono del mundo es sólo una primera fase negativa, que se propone disponer al religioso para una aceptación diversa y mucho más profunda de la realidad. Bien mirado, la fase de desprendimiento va siempre seguida de una aceptación más libre y más humana de todas las cosas. Si el abandono representa el esfuerzo por liberarse del mundo para el reino de Dios, la sucesiva aceptación representa la libertad para el mundo. El verdadero religioso cristiano vive en medio de las realidades terrestres, que se han vuelto magní­ficas a sus ojos, ya que comprende que Dios es el corazón inefable de toda la realidad. Por eso no sólo es recuperada la realidad terrestre, sino que se la entiende y se la vive de un modo completamente nuevo; es completamente revalorizada, hasta el punto de que el religioso vive mejor que nadie una relación profunda con todas las cosas. El ejemplo de san Francisco es sintomático a este respecto; después de la ruptura con el mundo de lujo que le rodea, llega a vivir una extrema pobreza que roza la miseria; pero después de esta fase, y precisamente porque ha pasado a través de esta experiencia, se convierte en el poeta sublime de la naturaleza. Su Cántico de las criaturas expresa de modo grandioso su capacidad de vivir una relación nueva y más profunda con todas las cosas, desde las más grandes, como el sol, a las más pequeñas, como las flores.

Al ser recuperada la realidad a la luz de la tendencia escatológica y, por tanto, a la luz positiva de la conclusión final de la historia humana, la realidad adquiere un particular significado, muy superior al sentido con que comúnmente se la acepta.

Por eso el mí­stico testimonia una visión particular de lo real precisamente en virtud de su carisma escatológico; ve el mundo a la luz de la resurrección de Cristo y cree en el poder de la nueva creación que llega. Lo que en realidad no funciona lo entiende él como dolor que anuncia un nuevo parto y como gemido de espera (cf in 16,20-22; Rom 8, 18-22).

3. ANTICIPACIí“N DEL SíBADO ESCATOLí“GICO – También por su carisma escatológico, el religioso anticipa con su vida contemplativa el sábado final de la fiesta perenne entre Dios, los hombres y la naturaleza. La contemplación ha sido vista en la tradición como otium: reposo gozoso de las criaturas en presencia de su Creador; tiempo de solaz en que se da espacio para la libre conversación. Por su relación con la naturaleza, por su visión optimista de la historia y por su actividad contemplativa, el religioso anticipa la realidad escatológica del sábado final.

Su libertad frente a las preocupaciones seculares le permite una relación lúdica con las cosas. La pequeña fraternidad en que vive se constituye en signo del banquete final que Dios ha de preparar para todos los hombres. Su celibato se presenta como signo de las nupcias finales que Dios concluirá con la humanidad entera. La serenidad con que vive y muere es la esperanza de una fiesta final, que él testimonia como destinada a todos.

Mas esta anticipación del sábado escatológico es, a su vez, un criterio cristiano para leer la realidad; es decir, se convierte en el modo como el religioso se relaciona con el mundo que le rodea. Es asimismo el testimonio de una posible lectura diversa del mundo, precisamente en relación con su destino final. En esta dirección, la espiritualidad cristiana tendrí­a algo que decir sobre el problema ecológico, que emerge cada vez con más virulencia [>Ecologí­a ll]; podrí­a hacer una aportación al problema del >tiempo libre y a la nueva educación al juego, tan profundamente sentida por las generaciones actuales.

VI. La escatologí­a en la espiritualidad del laico
Nuestra exposición adopta acentos diversos, si pasamos a considerar en sí­ntesis la espiritualidad del cristiano que vive en el mundo [>Laico). La tendencia escatológica, que constituye el proprium de la vocación religiosa, esta presente en no menor medida en la vida del laico; pero lo está de modo diverso. El cristiano que vive en el mundo está igualmente determinado en cuanto creyente por la espera del reino, está igualmente animado por la esperanza, igualmente orientado con toda su existencia hacia Cristo resucitado, que ha de manifestarse como el Señor de toda la historia humana. Pero la vida concreta de este cristiano está directamente llamada a transformar el mundo y a dar “testimonio de la esperanza” en la construcción y por la construcción de la ciudad terrena. Por un lado, puede decirse que el carisma escatológico del religioso se completa y se madura en la globalidad de la vida cristiana, que confronta la tendencia escatológica con el compromiso en el mundo. Por otro, puede decirse también que la tendencia de la vida cristiana vivida en el mundo se manifiesta más claramente en el testimonio del religioso. El laico y el religioso existen el uno para el otro y se necesitan el uno al otro; el laico “recrimina” fraternalmente al religioso con las mismas palabras de la Escritura: “¿A qué seguí­s mirando al cielo?” (He 1,11). Y el religioso, igualmente, amonesta al laico con el otro interrogante de la Escritura: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí­, ha resucitado” (Lc 24,5-6).

En otras palabras, si “nuestra existencia de cristianos sólo tiene, en la actualidad, dos aspectos: orar y hacer justicia entre los hombres”, el religioso hace de la oración la realidad total de su vida, en el sentido de que la oración se convierte para él en el gozne coordinador y animador de toda su persona; en cambio, el laico asume para sí­ el compromiso de obrar según justicia. Ninguno de los dos vive un aspecto sólo de las dos realidades; la existencia cristiana postula su existencia simultánea; pero cada uno, a causa de su limitación, orienta su existencia más a un aspecto que al otro. En términos teológicos, se trata de “carismas”; en términos más generalizados en el mundo industrial de hoy, se trata de “especializaciones”.

1. LAS COSAS PENÚLTIMAS – En la terminologí­a de Bonhoeffer, las cosas penúltimas son las realidades del hombre, su actuación en el mundo, su compromiso en esta vida y también su ser religioso entendido como participación en la obra que Dios lleva a cabo en el mundo y en la historia. Adoptamos esta terminologí­a aquí­ para indicar la postura del cristiano en la historia; para señalar la segunda polaridad de la vida cristiana (trabajar entre los hombres según la justicia) frente al carisma escatológico del hombre religioso (orar). De acuerdo con este enfoque, hay que decir que el cristiano debe comprometerse en las cosas penúltimas, dándose a ellas todo entero; para el compromiso de su entrega, las cosas penúltimas son como las “últimas”. La “reserva” que las cosas últimas, entendidas como juicio y acción de Dios, ejercen sobre las penúltimas, no se refiere, propiamente hablando, al compromiso, a la entrega y, en general, a la acción concreta del cristiano, sino a la intencionalidad última de la acción y a su valor ante Dios. El cristiano debe permanecer en las cosas penúltimas y debe sacrificarse totalmente por ellas; este principio tiene como motivo, ya sea la autonomí­a del hombre en la lucha con el mundo que se trata de edificar, ya una relación correcta entre cosas penúltimas y cosas últimas.

Bonhoeffer enuncia del modo siguiente este planteamiento: “No podemos ni debemos pronunciar la última palabra antes de la penúltima. Vivimos en los tiempos penúltimos y creemos en los últimos”. Puesto que las cosas últimas son las realidades mismas de Dios: su juicio sobre este mundo, su obra creadora que instaura el reino y también su obra justificadora del hombre, las cosas penúltimas son las últimas posibilidades del hombre; y el hombre debe intervenir en ellas a fondo, porque son todo lo que puede y debe hacer. Pretender darse antes de tiempo a las cosas últimas significa engañarse con poder hacer lo que sólo Dios puede hacer y, por tanto, evadirse de las propias posibilidades humanas en el espacio mundano y en el tiempo de la historia. Escribe el mismo Bonhoeffer a este respecto: “Sólo cuando se ama tanto la vida y la tierra, que todo aparece acabado y perdido con ellas, nos está permitido creer en la resurrección de los muertos y en un nuevo mundo”. El que no ha agotado todas las posibilidades humanas y no se ha entregado a ellas con toda su fuerza de hombre, no sabe nada de las posibilidades últimas de Dios; no está capacitado para comprenderlas; no las puede entender como posibilidades únicas de Dios, porque no sabe cuáles son las posibilidades últimas del hombre. “Creo -escribe en esta misma lí­nea Bonhoeffer- que honramos mejor a Dios si reconocemos, apuramos y amamos la vida, con todos sus valores, que El nos ha dado, y si así­ sentimos vigorosa y sinceramente el dolor de ver dañados o perdidos ciertos valores existenciales…, en lugar de permanecer impasibles ante los valores de la vida” 24
La conclusión es que sólo existiendo plenamente en este mundo, sólo empeñándose a fondo en las posibilidades humanas, se aprende a creer en las cosas últimas de Dios.

2. FRENTE A LAS COSAS ÚLTIMAS – Las cosas penúltimas exigen toda la entrega del cristiano, son su vida y su muerte, son sus últimas posibilidades; pero son posibilidades humanas únicamente a la luz de las cosas últimas de Dios. Cuando se eliminan las cosas últimas de Dios, entonces las penúltimas se convierten necesariamente en las últimas; entonces cualquier plan humano aspira a lo absoluto: una etapa histórica se sitúa como el fin mismo de la historia, la Iglesia se confunde con el reino de Dios, la religión no se distingue de la fe; en suma, el hombre se confunde en seguida con Dios mismo, proclamándose a sí­ mismo una divinidad en lugar de aceptar sea acogido por Dios. La relación entre las cosas penúltimas y las últimas puede tener dos soluciones falsas extremas: una radical y otra de compromiso. La solución radical sólo ve las realidades últimas y en ellas únicamente percibe la ruptura que las separa de las penúltimas; entre unas y otras existe una absoluta oposición. En esta solución el cristiano no debe ocuparse del mundo, ya que toda la realidad del mundo es una realidad de pecado y de muerte. La otra solución es la del compromiso, en la cual las realidades últimas constituyen una eterna justificación de cuanto existe y justifican las realidades penúltimas. En el primer caso tenemos una separación demasiado neta: en la segunda hipótesis encontramos una relación demasiado precipitada. En ambas soluciones existe una contraposición entre realidades últimas y penúltimas que las hace mutuamente exclusivas: entonces creación y redención, tiempo y eternidad, se enfrentan en un conflicto insoluble.

Escribe a este respecto el mismo Bonhoeffer: “La vida cristiana no está hecha, pues, ni de radicalismo ni de compromiso… El radicalismo nace siempre de odio consciente o inconsciente a lo que existe… El compromiso nace siempre del odio a las realidades últimas… El radicalismo odia el tiempo, el compromiso odia la eternidad: el radicalismo odia la paciencia, el compromiso odia la decisión; el radicalismo odia la medida, el compromiso lo inconmensurable; el radicalismo odia la realidad, el compromiso la palabra”. Y algunas lí­neas después indica Bonhoeffer la solución: “El problema de la vida cristiana no encuentra una respuesta decisiva ni en el radicalismo ni en el compromiso, sino sólo en Jesucristo. Solamente en él se resuelve la relación entre las realidades últimas y las penúltimas. Esto quiere decir no separación radical, como en Cristo no hay separación entre hombre y Dios, sino distinción entre los dos órdenes de cosas. Dicho de modo más positivo: hay que vivir comprometidos las cosas penúltimas, teniendo fe en las realidades últimas. Concluye, en efecto, Bonhoeffer: “La seriedad de la vida cristiana reside exclusivamente en las realidades últimas; sin embargo, también las penúltimas tienen una seriedad propia; y ésta consiste en no confundir jamás los dos órdenes de realidad… Cosas últimas y penúltimas están í­ntimamente ligadas entre sí­. Es preciso, pues, reforzar las penúltimas anunciando con más fuerza las últimas, e igualmente proteger las últimas salvaguardando las penúltimas”.

Precisamente en esta tensión dialéctica es donde la escatologí­a se hace presente en la vida cotidiana del laico, animando su compromiso en el mundo, a fin de que sea total y continuamente histórico, es decir, consciente de la propia relatividad frente al reino de Dios. La escatologí­a, carisma de la vida religiosa propiamente dicha, se convierte para el laico en la dirección que mantiene la mirada del creyente, dirigida más allá del horizonte; pero no se trata de una distracción que impide el compromiso de la historia, sino que, más bien, es la única posibilidad de estar continuamente presentes en las vicisitudes históricas; la única posibilidad de ser continuamente “revolucionarios”, ya que esta mirada dirigida más allá del confí­n histórico denuncia el carácter histórico del compromiso, según lo ha demostrado la exposición de Bonhoeffer sobre las cosas últimas y las penúltimas.

Deseo volver ahora al carisma religioso para detectar el valor de su testimonio en la cultura actual.

VII. El carisma escatológico en la cultura actual
Para los hombres de nuestro tiempo, el testimonio religioso se reduce prácticamente a la posibilidad de testimoniar auténticamente la esperanza; el problema de Dios se reduce hoy para nuestra cultura al problema del futuro”. Si semejante testimonio es el problema de todos los creyentes en su conjunto, existe dentro de esta esperanza una vocación especí­fica del religioso, que deseo ilustrar ahora brevemente.

1. TESTIMONIO DEL FUTURO – No es cometido del religioso dar testimonio del pasado. Otros en la Iglesia tienen esta función. Si, según hemos visto, el carisma escatológico es una sola cosa con el carisma religioso, el mí­stico debe testimoniarnos continuamente la tendencia y la esperanza hacia el futuro. Manteniendo firme el propósito de impedir que la Iglesia se adapte cómodamente a la situación presente, situación que, bien entendido, invade todos los aspectos de la vida eclesial (desde las sí­ntesis doctrinales a las reglamentaciones más concretas), el religioso debe ir siempre a la cabeza del pueblo del Dios, el cual, a través del desierto, camina hacia la tierra prometida. Incluso cuando vuelve a su pasado, a su tradición, a su fundador -y evidentemente debe hacerlo también-, semejante vuelta hacia atrás no es el fin de su vocación, sino un medio para proveerse de nueva fuerza y esperanza e indicarle a la Iglesia un futuro nuevo.

La constitución dogmática sobre la Iglesia del Vat. II, en el capí­tulo en que habla de los religiosos, los describe justamente con este carisma profético: “Como el pueblo de Dios no tiene aquí­ ciudad permanente, sino que busca la futura, el estado religioso, por librar mejor a sus seguidores de las preocupaciones terrenas, cumple también mejor, sea la función de manifestar ante todos los fieles que los bienes celestiales se hallan presentes en este mundo, sea la de testimoniar la vida nueva y eterna conquistada por la redención de Cristo, sea la de prefigurar la futura resurrección y la gloria del reino celestial” (LG 44). Igualmente, en el decreto sobre la renovación de la vida religiosa, el Vat. II, hablando de la castidad abrazada por el reino de los cielos, la define como “un signo particular de los bienes celestiales” (PC 12). Esta visión del carisma religioso encuentra, por otra parte, una confirmación histórica en el sentido de que siempre que la Iglesia ha hecho un esfuerzo de renovación, ha encontrado precisamente en las fuerzas religiosas la posibilidad misma de esta renovación.

2. TESTIMONIO DE UN FUTURO GOZOSO – En nuestro mundo se propaga con mucha frecuencia el miedo por el futuro de la humanidad; se hacen previsiones cada vez más amenazadoras sobre un fin catastrófico del mundo provocado por las armas nucleares. Las crecientes posibilidades de intervención del hombre en la determinación del porvenir ha aumentado el miedo al futuro. Aunque, naturalmente, no se pueda en absoluto evitar la madura responsabilidad del hombre en la edificación de la historia, queda el testimonio de la fe, que aguarda con esperanza la alegre nueva del reino de Dios. En este testimonio, que una vez más interesa a la Iglesia globalmente, los religiosos tienen un puesto particular, precisamente por su carisma escatológico.

El mismo Vat. II fija esta función particular de los religiosos. En la GS, a diferencia de lo que sucede en la LG, donde la exposición es preferentemente eclesiológica, lo que se expone es la peregrinación de la humanidad entera; de aquella humanidad que como gran familia de Dios espera un nuevo cielo y una tierra nueva (GS 38). En este gran pueblo en camino obra el Espí­ritu con sus diversos dones, llamando a algunos “a dar testimonio manifiesto del anhelo de la morada celestial y a mantenerlo vivo en la familia humana; a otros los llama para que se entreguen al servicio temporal de los hombres y así­ preparen el material del reino de los cielos”. A mi parecer, se indica claramente el carisma escatológico de los religiosos y el ministerio de los sacerdotes. El texto conciliar termina diciendo: “Pero a todos los libera, para que, con la abnegación propia y el empleo de todas las energí­as terrenas en pro de la vida humana. se proyecten hacia las realidades futuras, cuando la propia humanidad se convertirá en oblación acepta a Dios” (GS 38).

En conclusión, el carisma escatológico religioso tiene un doble cometido: de cara a la Iglesia, la tarea crí­tica de impedirle descansar en las conquistas del pasado, en las falsas seguridades de los poderes temporales y también en la estabilidad del presente; de cara a la familia humana, la tarea de testimoniar la gozosa esperanza en el futuro que espera a la historia humana.

La figura bí­blica que, a mi entender, representa este carisma escatológico-religioso es la de la profetisa Marí­a, hermana de Aarón. Ella acompaña el éxodo de su pueblo cantando y danzando; su cometido no es combatir o dirigir al pueblo; su misión es cantar y danzar; es entonar el canto por todos: “Cantad a Yahvé, que tan maravillosamente ha triunfado,.,” (Ex 15,20-21).

A. Giudici
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

SUMARIO I. La escatologí­a en la teologí­a contemporánea: 1. Dimensiones y fundamento de la escatologí­a cristiana; 2. Para una visión escatológica renovada; 3. Puntualizaciones del magisterio de la iglesia; 4. Liturgia y pensamiento escatológico moderno – II. Dimensión escatológica de la liturgia: 1. Tensión escatológica de la eucaristí­a en el NT: a) Memorial y espera, b) “Ven, Señor Jesús”, c) Eucaristí­a y resurrección; 2. Escatologí­a y liturgia en el Vat. II: a) Referencias de la SC, b) Perspectivas de la LG, c) Visión de la GS; 3. Dimensión escatológica de las celebraciones litúrgicas: a) Bautismo-confirmación, b) Eucaristí­a, c) El año litúrgico, d) Liturgia de las Horas – III. Las realidades últimas a la luz de la liturgia: 1. Muerte, juicio, purificación; 2. Bienaventuranza y pena eterna; 3. Parusí­a y resurrección final de los muertos – IV. Conclusión.

I. La escatologí­a en la teologí­a contemporánea
Con el nombre escatologí­a viene designándose, al menos desde finales del s. xvii, el tratado teológico sobre las realidades últimas o postrimerí­as del hombre, de la iglesia y del cosmos. El tema, importante en la revelación cristiana hasta el punto de ocupar un destacado puesto en los sí­mbolos de la fe, ha centrado siempre la máxima atención tanto en su perspectiva teológica como litúrgica y pastoral. El primer tratado sistemático sobre el tema se remonta al s. vii, con una obra del obispo español Julián de Toledo; la reflexión teológica medieval y la autorizada postura del magisterio de la iglesia, sobre todo con Benedicto XII y con el concilio de Florencia’, fijaron las grandes lí­neas de la escatologí­a católica, tal como ésta aparece en los manuales sistemáticos más recientes. Después de unas décadas de atenta reflexión bí­blica por parte de los protestantes, hoy el problema escatológico es objeto de un amplio examen, constituyendo un punto nuclear de la teologí­a contemporánea’. Aunque a nosotros no nos interesa sino recoger las implicaciones litúrgicas de la escatologí­a, no podemos prescindir de una presentación al menos breví­sima de las dimensiones de la escatologí­a y la problemática más reciente a este respecto, así­ como de la relación metodológica y existencial que tiene la liturgia con la teologí­a escatológica de hoy.

1. DIMENSIONES Y FUNDAMENTO DE LA ESCATOLOGíA CRISTIANA. El dilatado campo de la escatologí­a cristiana puede enmarcarse en estas cuatro dimensiones: cristológica, con referencia a la segunda venida de Cristo y sus consecuencias (juicio, instauración del reino, etc.); eclesial, que se refiere a la condición de la iglesia como peregrina ‘. hacia la Jerusalén celeste; antropológica, es decir, relativa al fin de todo ser humano, ya en cuanto a su situación inmediata después de la muerte, ya en cuanto a su destino final (resurrección, juicio, salvación o condenación eternas); cosmológica o relativa a la suerte definitiva del universo, que habrá de verse envuelto en la restauración final. con la segunda venida de Cristo y con la resurrección de los muertos. No se trata, sin embargo, de postrimerí­as que hubieran de entenderse independientemente del contexto presente, sino de aquellas realidades definitivas que llevarán a su plenitud lo que ahora poseemos inicialmente en espera de su realización final. Así­ es como la escatologí­a implica el presente y constituye una dimensión esencial de la experiencia humana y cristiana.

El centro de la escatologí­a cristiana es el mismo Cristo, quien con su gloriosa resurrección inauguró el, éschaton, es decir, la realidad nueva y definitiva de la historia. Recapitulación de todo, él es “ayer, hoy y siempre” (Heb 13:8), “el alpha y omega, el que es, el que era y el que viene” (Apo 1:8). Vencedor de la muerte, ha desvelado el enigma relativo a la suerte final del hombre, abriéndole una senda hacia la inmortalidad futura. En Cristo se encierra ya inicialmente la promesa de la escatologí­a de la iglesia y del cosmos; su resurrección garantiza las promesas sobre las realidades que en su momento habrán de cumplirse: su venida gloriosa, la resurrección final, la instauración del reino. La liturgia de la iglesia, según testimonio de las fuentes más remotas, ha mantenido siempre y ejemplarmente tal visión escatológica, centrada en la resurrección de Cristo y en la espera de su retorno, orientándolo todo a la celebración del misterio pascual, sí­ntesis de la historia de la salvación.

2. PARA UNA VISIí“N ESCATOLí“GICA RENOVADA. El renovado interés en torno a los estudios bí­blicos y teológicos sobre la escatologí­a cristiana obedece al influjo de distintos factores culturales. En primer lugar, al creciente interés de los exegetas protestantes en torno al pensamiento escatológico de Jesús y de la iglesia primitiva, como clave de bóveda para interpretar todo el evangelio y la experiencia subsiguiente de la iglesia. En efecto, Jesús y, con él, la primera comunidad habrí­an considerado inminente el fin del mundo; posteriormente, la experiencia histórica vendrí­a a desmentir tal perspectiva, haciendo volver a la iglesia a las posturas actuales de espera escatológica de un final como futuro cierto en cuanto realidad, pero desconocido en cuanto al tiempo. El influjo esencial de este análisis bí­blico en el campo protestante es el haber centrado la atención más en el presente que en el futuro, más en la escatologí­a ya realizada o en proceso de actual realización que en la escatologí­a venidera, a la que no pocos autores protestantes contemporáneos no parecen otorgar demasiada importancia. Un segundo estí­mulo en el interés por la escatologí­a cristiana arranca ya de las culturas modernas: del evolucionismo, con su interpretación de la existencia del mundo y de la historia; del materialismo dialéctico, con su ideal de un futuro mejor para la humanidad; de la previsión y programación del futuro promovidas por la tecnologí­a contemporánea: teorí­as que han urgido dentro del pensamiento teológico una mayor atención al sentido de la historia, a la esperanza cristiana como activa construcción del futuro, al compromiso en lo temporal como preparación indirecta de la llegada del reino de Cristo. Finalmente, y dentro de un campo más estrictamente católico, la teologí­a moderna ha intentado reaccionar contra el clásico estilo de presentación de los noví­simos, analizando atentamente los fundamentos de la revelación, purificando ciertas visiones individualistas de la escatologí­a, adoptando un tono más sobrio en la exposición de ciertos detalles en los que la imaginación habí­a prevalecido sobre la teologí­a y buscando una relación más adecuada entre los datos de la fe y la visión moderna del hombre. Pero habrá que subrayar cómo la doctrina de los teólogos católicos sobre la escatologí­a, aun aceptando todos los estí­mulos de los análisis protestantes y de las instancias culturales modernas -desde el marxismo hasta la antropologí­a-, jamás se ha distanciado de los puntos firmes establecidos por el magisterio de la iglesia y prácticamente recalcados, si bien desde un ángulo más amplio, por el Vat. II en el c. VII de la LG, por lo que tampoco los más recientes manuales teológicos sobre el tema han alterado los clásicos esquemas, aun aceptando la extensa problemática moderna’.

He aquí­ las grandes lí­neas dentro de las cuales, y al filo del Vat. II, se mueve la teologí­a escatológica: a) cambio en la perspectiva de las realidades últimas: se da mayor importancia a los aspectos colectivos (parusí­a, resurrección de los muertos) que a los individuales, a la escatologí­a definitiva que a la inmediata (juicio particular, purgatorio, etc.); b) recuperación del hecho escatológico esencial: la resurrección de Cristo y su retorno al final de los tiempos, con las consecuencias que implica; c) estudio más atento de la relación entre el presente y el futuro, y visión escatológica de la historia humana y de la experiencia de la iglesia como futuro ya presente (el “ya sí­ y todaví­a no” de Cullmann); d) visión más optimista del mundo y de la historia actuales con relación a su último destino, y valoración de las realidades temporales con miras a “los nuevos cielos y nueva tierra”; e) mayor reserva o cautela y sobriedad en cuanto a la entidad de los estados escatológicos intermedios, insistiendo más en la afirmación de su realidad que en su forma de explicarla. Más problemáticas siguen siendo las hipótesis que, por una u otra parte, se vienen formulando en orden a conciliar de una manera más adecuada los noví­simos (en especial la escatologí­a intermedia) con la nueva visión antropológica: posibilidad (?) de una opción fundamental por Dios inmediatamente después de la muerte y antes del juicio; sentido del purgatorio y de la purificación; problemática múltiple sobre el infierno: incertidumbres de facto sobre los condenados; ensayos de justificación de una no eternidad de las penas del infierno; discusiones sobre el sentido de la existencia humana después de la muerte y sin el cuerpo como parte integrante del yo, con la consiguiente crí­tica del concepto de anima separata, de la inmortalidad del alma (concepto que parece más helénico que bí­blico-cristiano). Muchas de tales hipótesis de renovación merecen tenerse en cuenta, ya que suponen una seria aportación al campo de la teologí­a, que durante tanto tiempo ha permanecido cerrado por vacaciones, pero sin olvidar que deben tamizarse y confrontarse con el más reciente magistero de la iglesia sobre el tema.

3. PUNTUALIZACIONES DEL MAGISTERIO DE LA IGLESIA. Según lo ya apuntado, el Vat. II, hablando en la LG de la í­ndole escatológica de la iglesia peregrinante, ha recalcado prácticamente todas las verdades católicas sobre los noví­simos sin entrar en la discusión de los problemas modernos. La GS no ha dejado, en cambio, de abrir un más dilatado horizonte a la escatologí­a, especialmente en lo relativo al sentido del tiempo presente, del trabajo humano y del progreso en su relación con el reino futuro y la renovación del cosmos. La profesión de fe de Pablo VI de 1968, en su parte final, parece puntualizar algunos temas de la escatologí­a intermedia contra posibles desviaciones o interpretaciones minimistas que hoy han tenido cabida en algunos catecismos. La más reciente intervención del magisterio es una carta de la Congregación para la doctrina de la fe, aprobada por Juan Pablo II en mayo de 1979, “sobre algunas cuestiones relativas a la escatologí­a”. El tono de la carta es firme; su contenido busca salvaguardar la fe frente a interpretaciones e hipótesis que se están propagando entre los fieles, y que no despiertan sino interrogantes y dudas o vacilaciones. Nada nuevo; es una autorizada llamada a cuanto enseña la iglesia, “sobre todo acerca de lo que tiene lugar entre la muerte del cristiano y la resurrección final”; se quiere, en sí­ntesis, recalcar la verdad de la resurrección de los muertos, que debe aplicarse al hombre entero; se afirma la supervivencia, después de la muerte, de la parte espiritual del hombre, la cual, aun a falta del cuerpo, permite la subsistencia del yo humano; y dentro de este contexto no deja de ser legí­timo el uso que ha hecho la iglesia del término alma; se afirma igualmente la espera de la manifestación del Señor al final de los tiempos “como distinta y aplazada con respecto a la condición de los hombres inmediatamente después de la muerte”; se recalca brevemente la felicidad de los justos en el paraí­so, así­ como la pena eterna para los pecadores, privados de la visión de Dios, con su consiguiente repercusión en todo el ser humano; se afirma, finalmente, que los justos pueden pasar por una eventual purificación, preliminar a la visión beatí­fica y distinta de la pena de los condenados.

En cuanto a la relación entre escatologí­a y liturgia, existen en este último documento dos interesantes puntualizaciones. La primera es la referencia implí­cita a las liturgias como locus theologicus donde fundamentar algunas verdades: “La iglesia -se dice allí­-excluye toda forma de pensamiento o de expresión que haga absurda e ininteligible su oración, sus ritos fúnebres, su culto a los muertos; realidades que constituyen sustancialmente verdaderos lugares teológicos. Sobre la representación del más allá se afirma: “El cristiano debe mantener firmemente estos dos puntos esenciales: debe creer, por una parte, en la continuidad fundamental existente, en virtud del Espí­ritu Santo, entre la vida presente en Cristo y la vida futura…; pero, por otra parte, el cristiano debe ser consciente de la ruptura radical que hay entre la vida presente y la futura, ya que la economí­a de la fe es sustituida por la de la plena luz. La primera cita alude a la confesión de fe de la iglesia que se hace en la liturgia; la segunda quiere apoyar la verdad del lenguaje teológico al hablar de las postrimerí­as en una dialéctica de continuidad y de ruptura: tal vez fuese mejor decir de superación. Creemos que es éste el lenguaje utilizado por la iglesia en su liturgia; en efecto, partiendo de la experiencia de los bienes ya presentes, la liturgia se proyecta hacia el futuro escatológico dejando espacio a la superación en la continuidad y al misterio que, dentro de la esperanza, envuelve todo lo concerniente a la escatologí­a. A la experiencia litúrgica se refieren estas palabras del documento: “Si la imaginación no puede llegar allí­, el corazón llega instintiva y profundamente”. Observaciones como éstas plantean inmediatamente el problema de la relación metodológica entre liturgia y teologí­a escatológica.

4. LITURGIA Y PENSAMIENTO ESCATOLí“GICO MODERNO. La liturgia de la iglesia sigue siendo punto de referencia en la doctrina sobre la escatologí­a, un lugar teológico. Cierto que la liturgia no es sólo ni principalmente eso, y menos cuando su función de lugar teológico viene a reducirse a una prueba más que aí­sla aspectos doctrinales del rico contexto de la celebración’. Los textos litúrgicos solamente fundamentan un pensamiento teológico sobre la escatologí­a en la medida en que reflejan los datos de la revelación y la doctrina del magisterio. Fundamentalmente, el pensamiento teológico explí­cito de los textos litúrgicos occidentales es el de la tradición contenida en los sacramentarios romanos, es decir, dependientes de la doctrina de algunos padres como Agustí­n, León Magno, Gregorio, con todos los valores de dicha teologí­a y con algún que otro defecto de pensamiento o de lenguaje. Fórmulas un tanto difí­ciles y hasta discutibles o discutidas, como algunos textos de la misa de difuntos, se filtraron en momentos de creatividad dentro de la liturgia, llegando a ejercer una notoria influencia en la teologí­a, espiritualidad y pastoral de los noví­simos “. Pero también la reciente reforma litúrgica ha introducido en este campo sus retoques y nuevas aportaciones, a la vez que realizaba alguna exclusión de textos. En general, se ha mantenido el pensamiento tradicional tal como aparece en los sacramentarios romanos, retocando aquí­ o allá “algunas de las maneras relativas al uso de los bienes terrenos”, prevalecerá así­ la lí­nea escatológica de la GS con respecto al sentido de las cosas temporales y del trabajo del hombre con miras al reino de Dios. La liturgia, pues, sólo mí­nimamente ha experimentado la influencia del pensamiento escatológico moderno; en cambio, ha servido como punto de referencia, como lugar teológico, para el discernimiento de hipótesis y teorí­as modernas y como elemento de renovación con vistas a una escatologí­a más centrada en el misterio de Cristo y de la iglesia. No es infrecuente el invocar el testimonio de la liturgia como servicio a una escatologí­a fundada en lo esencial y girando en torno a la parusí­a y a la resurrección final, sobria en sus expresiones, pero lugar, también, de la experiencia anticipada de las realidades últimas y de la comunión orante con la iglesia celeste. Tomada globalmente, la liturgia puede ayudarnos a hacer una relectura del problema escatológico contemporáneo.

II. Dimensión escatológica de la liturgia
La liturgia cristiana es el lugar esencial de la confesión de fe y de la celebración de la experiencia de fe, que ilumina el sentido de la vida y de la muerte, del presente y del futuro. Es la presencia y acción de Cristo, el Resucitado, quien mediante el don del Espí­ritu Santo une consigo a la iglesia en el dinamismo cultual y santificante de la pascua: con la presencia eficaz de su misterio pascual, el Kyrios glorioso inserta nuestro tiempo en su eternidad; y con el don de su Espí­ritu, inyecta dinamismos de vida imperecedera en la caduca existencia de los hombres. La experiencia litúrgica ilumina el destino de la iglesia en su camino hacia la Jerusalén celeste, en la que llegarán a su pleno cumplimiento todas esas realidades que ahora se están viviendo en la fe y en la esperanza. No es fácil intentar una sí­ntesis teológica sobre este tema. Daremos tan sólo unos puntos de reflexión, sacados de la experiencia litúrgica del NT, de algunas lí­neas doctrinales del Vat. II y de ciertas expresiones emblemáticas de la misma celebración litúrgica renovada.

1. TENSIí“N ESCATOLí“GICA DE LA EUCARISTíA EN EL NT. En la base misma de la dimensión escatológica de la liturgia hallamos ya el sentido de espera, tan propio de la revelación relativa al misterio eucarí­stico tal como nos lo presentan las páginas del NT.

a) Memorial y espera. La comunidad apostólica entendió la eucaristí­a, a la luz de las palabras y los gestos de Jesús, como un memorial que representa y sintetiza todo el misterio de Cristo, como recapitulación de la historia de la salvación y como prenda de los bienes futuros que esperamos y que se nos darán con su segunda venida. Un exegeta contemporáneo resume así­ el sentido de las palabras de la institución de la eucaristí­a: “Las palabras explicativas del Señor sintetizan todas las grandes ideas del AT (alianza, señorí­o detodo es Cristo, por quien se realizará hasta su consumada perfección la obra salví­fica de Dios. En la eucaristí­a se unifica todo cuanto en la historia de la salvación Dios ha hecho y hará en favor de los hombres”. Pasado, presente y futuro salví­ficos vienen a concentrarse en el memorial de Jesús. El anuncio del futuro próximo de su muerte se abre a la historia posterior de los apóstoles, quienes deberán reiterar su gesto como -> memorial; pero igualmente a un futuro glorioso del mismo Jesús, al que están invitados los apóstoles. Según el evangelio de Mateo (26,29), Jesús añade a las palabras institucionales de la eucaristí­a una frase (denominada por algunos plegaria escatológica) que abre una lumbrera a la gloria futura dentro del sombrí­o clima que lleva consigo la inminencia de su pasión: “Os digo que ya no beberé más de este fruto de la vid hasta el dí­a en que lo beba con vosotros, nuevo, en el reino de mi Padre”. Sea cual fuere la interpretación de dicha frase (que Benoit considera como una cita del paraí­so), es evidente el sentido escatológico de la cena, así­ como el de cada eucaristí­a: la eucaristí­a remite al banquete escatológico, lo anticipa en la fe y lo hace deseable en la esperanza. Las comidas con el Resusucitado no amortiguaron tal sentido de espera; dieron, sí­, un ambiente de gozo pascual a la fracción del pan (Heb 2:46), pero acuciando al mismo tiempo el deseo del retorno del Señor.

La orientación escatológica de la eucaristí­a ha sido fuertemente subrayada también por el relato paulino de su institución, que se cierra con estas palabras del mismo Pablo: “Cuantas veces comáis este pan Y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga”(1Co 11:26). Tales palabras aluden especialmente al retorno de Cristo, de quien hacen memoria los discí­pulos cada vez que celebran la eucaristí­a. Pudiera entenderse la frase paulina como explicación complementaria del significado del memorial, dirigida a una comunidad helénica no iniciada en el sentido semí­tico de la celebración pascual como memorial actualizante de las grandes obras realizadas por el Señor en favor de su pueblo. El giro es evidente: se alude ahora a Cristo, cuya gloriosa muerte viene “próclamada y realizada en el misterio” (Max Thurian); pero existe igualmente un paralelismo entre la espera pascual del Mesí­as por parte del pueblo hebreo y la espera parusí­aca de Cristo por parte de la iglesia cuando se celebra su memorial. No faltan modernos exegetas (Descamps) que consideran verosí­mil en tales palabras una fórmula utilizada por el Señor mismo. Y la liturgia occidental, en la recopilación ambrosiana yen el misal de Stowe, no ha dudado en poner incluso en labios del Señor estas palabras alusivas a su retorno: “Passionem meam praedicabitis, resurrectionem meam adnuntiabitis, adventum meum sperabitis donec iterum veniam ad vos de coelis” “. Eucaristí­a como punto de apoyo de la liturgia cristiana, y escatologí­a como espera de la venida de Cristo: una y otra indisolublemente vinculadas entre sí­.

b) “Ven, Señor Jesús”. Cotno confirmación del sentido escatológico de la eucaristí­a, a tenor del testimonio vivo de la comunidad apostólica, he aquí­ la célebre fórmula litúrgica que encierra el deseo de la parusí­a: “Maraná tha” (1Co 16:22). El sentido de tal expresión aramaica es polivalente, pero que hoy preferencialmente se interpreta a la luz de la frase de Apo 22:20 : “Ven, Señor Jesús”. Idéntica fórmula litúrgica aparece en la sección eucarí­stica del libro de la Didajé, en un contexto más amplio y con variantes filológicas en distintas versiones antiguas: “Venga la gracia y pase este mundo… Maranatha. Amén”; la versión copta escribe: “Venga el Señor y pase este mundo…” Se ha escrito que tal frase, con su ardiente invocación de la venida del Señor, expresa el clima escatológico de las primitivas celebraciones eucarí­sticas; pero es a la vez una confesión y rúbrica de fe que unifica la referencia al Señor resucitado con la referencia a su retorno glorioso. Entre los dos polos de la escatologí­a -resurrección del Señor y su segunda venida- aparece la eucaristí­a como memorial y anticipación, como presencia que garantiza y hace desear al mismo tiempo la venida definitiva del Señor. En esta experiencia litúrgica aprendió la iglesia primitiva a sentir que el Señor, cuya venida tan ardientemente se desea, se hace presente en una serie de anticipaciones sacramentales, como lo demuestra el texto del Apocalipsis: “He aquí­ que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre, entraré en su casa, cenaré con él y él conmigo” (Apo 3:20), palabras que encierran un claro sabor eucarí­stico. Tales referencias vienen así­ a confirmar el sentido escatológico de toda celebración litúrgica de la iglesia; allí­ donde se experimenta la presencia del Resucitado, se desea y se espera su retorno definitivo.

c) Eucaristí­a y resurrección. Un tercer punto bí­blico que vincula entre sí­ eucaristí­a y escatologí­a es la promesa de la resurrección final que hace Jesús a quienes comen su carne y beben su sangre (Jua 6:54). Toda la tradición antigua ha interpretado este texto como promesa de la resurrección corporal, en la lógica de una identificación total de los creyentes con el destino del Señor en su gloria. La liturgia eucarí­stica aplica de esta manera la esperanza de la resurrección final también a los cuerpos, como participación en la carne gloriosa del Resucitado. Valga por todos el hermoso texto de Ireneo: “Nuestros cuerpos, merced a la participación en la eucaristí­a, ya no son corruptibles, pues poseen la esperanza de la resurrección para la eternidad”. Atestiguada por la tradición y vivida en la época martirial de la iglesia con una fe intensa, esta doctrina evangélica ha marcado profundamente el sentido de la muerte cristiana, así­ como el respeto y hasta la veneración debida a los cuerpos de los difuntos.

2. ESCATOLOGíA Y LITURGIA EN EL VAT. II. Para elaborar una sí­ntesis teológica sobre la relación entre liturgia y escatologí­a, podrí­amos acudir a la doctrina del Vat. II. Los puntos aparecen diseminados aquí­ y allí­ en distintos documentos con sus contextos teológicos igualmente distintos. Parece, pues, más lógico recoger tales referencias sumarias sin sacarlas de su contexto doctrinal.

a) Referencias de la SC. No deja de ser sintomático que la primera afirmación del concilio sobre la naturaleza de la iglesia, tal cual ésta se revela y aparece en la liturgia, insista claramente en su sentido escatológico. La iglesia es “humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina, y todo esto de suerte que en ella lo humano estéordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscarnos” (SC 2). Se nos da aquí­ en sí­ntesis la escatologí­a tal y como se la vive en la experiencia litúrgica, presencia de lo divino en lo humano, de lo invisible en lo visible, de lo eterno en lo temporal; es decir, una escatologí­a anticipada y, por tanto, en tensión hacia el futuro para alcanzar “la medida de la edad de la plenitud de Cristo” (Efe 4:13) en la ciudad celeste hacia la que nos encaminamos (Heb 13:14).

Como término de la breve exposición teológica sobre la naturaleza de la liturgia (SC 5-8) se viene a afirmar: “En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos corno peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios…; y aguardamos al Salvador, nuestro señor Jesucristo, hasta que se manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con él” (SC 8). Destaca aquí­ la idea de la contemporaneidad de lo eterno en el presente -tempiternidad de la liturgia- y de la comunión entre la iglesia peregrina y la celeste, pero siempre en la dimensión de espera; la relación se basa en la presencia del Señor: él está presente en la liturgia (SC 7), pero deberá volver en su gloria.

Otros puntos doctrinales, que no pretenden ser exhaustivos, los encontramos donde se habla de la dimensión escatológica de algunas acciones litúrgicas. La eucaristí­a habrá de celebrarse hasta el retorno del Señor, siendo una prenda de la gloria futura (SC 47). El Oficio divino es la oración e himno que se canta en las moradas celestiales, y al que el mismo Cristo asocia laalabanza de su iglesia (SC 83). La reforma del rito exequial debe expresar más claramente la í­ndole pascual de la muerte cristiana (SC 81). El año litúrgico traduce la orientación escatológica de la iglesia al celebrar en el ciclo anual el misterio de Cristo, comprendida en él “la expectativa de la dichosa esperanza y venida del Señor” (SC 102); en el ciclo de las festividades marianas, la iglesia contempla a Marí­a “como una purí­sima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansí­a y espera ser” (SC 103); en la conmemoración de los santos y los mártires confesamos que ellos, “habiendo ya alcanzado la salvación eterna, cantan la perfecta alabanza de Dios en el cielo e interceden por nosotros” (SC 104).

b) Perspectiva de la LG. El capí­tulo VII de la LG sobre la “í­ndole escatológica de la iglesia peregrinante y su unión con la iglesia celestial” se inspira abundantemente en las fuentes de la revelación y en la vida de la misma iglesia tal y como ella se expresa en la liturgia. Se acentúa fuertemente el aspecto de comunión. y por tanto la dimensión del comienzo ya en esta tierra de la vida futura como primicia y garantí­a de la misma, y la participación, mediante lá comunión de los santos, en la vida de la iglesia celeste. El lugar de esta participación y comunión es siempre la liturgia, sobre todo la eucarí­stica. Citaremos aquí­ dos textos, sacados de un rico conjunto. El primero es la afirmación de cómo el eschaton del Cristo resucitado y de su Espí­ritu está ya presente y actuando en la iglesia a través de la liturgia: Cristo, “sentado a la derecha del Padre, actúa sin cesar en el mundo para conducir a los hombres a la iglesia y por medio de ella unirlos a sí­ más estrechamente y para hacerlos partí­cipes de su vida gloriosa alimentándolos con su cuerpo y sangre. Así­ que la restauración prometida que esperamos ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del Espí­ritu Santo y por él continúa en la iglesia…” (LG 48). La liturgia acentúa, por otra parte, el vértice de la experiencia de comunión con la iglesia celeste, que se realiza “de la más excelente manera cuando, especialmente en la sagrada liturgia, en la cual la virtud del Espí­ritu Santo actúa sobre nosotros por medio de los signos sacramentales, celebramos juntos con gozo común las alabanzas de la divina majestad… Así­ pues, al celebrar el sacrificio eucarí­stico es cuando mejor nos unimos al culto de la iglesia celestial, entrando en comunión y venerando la memoria, primeramente, de la gloriosa siempre Virgen Marí­a…” (LG 50). Parecidos o idénticos conceptos se repiten en el n. 51, donde se añade: “Participamos, pregustándola, en la liturgia de la gloria consumada”. Ya en otro contexto habí­a expresado la LG este hermoso concepto de la liturgia como “nuevos cielos y nueva tierra”: “Al igual que los sacramentos de la nueva ley, con los que se alimenta la vida y el apostolado de los fieles, prefiguran el cielo nuevo y la tierra nueva, así­ los laicos quedan constituidos en poderosos pregoneros de la fe en las cosas que esperamos” (LG 35).

c) Visión de la GS. Es evidente que el tema escatológico ha sido recogido por la GS en una visión que pudiéramos definir como antropológica, social y cósmica. El destino final de la iglesia y de cada cristiano proyecta su luz sobre las postrimerí­as del hombre y del cosmos. El lenguaje es más abierto y está fuertemente marcado por el optimismo y la esperanza, quetendrí­an su fundamento en el mismo Cristo, el hombre nuevo, y en el misterio pascual como real dad que ilumina y dignifica la tividad humana. Citaremos solam nte dos textos en referencia a la lit rgia. El primero es la respuesta que la iglesia da al enigma del d or y de la muerte; es tal vez la pá ina más kerigmática de toda la octrina conciliar, ya que anuncia al Cristo resucitado ante la sociedad de hoy: “Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que, fuera del evangelio, nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó; con su muerte destruyó la muerte y nos dio la vida, para que, hijos en el Hijo, clamemos en el Espí­ritu: Abba!, ¡Padre!” (GS 22). En esta proclamación de fe en la resurrección puede insertarse un texto de la liturgia pascual bizantina, cántico exultante de la victoria de Cristo sobre la muerte. Porque es efectivamente Cristo resucitad) quien, presente en la liturgia de la iglesia, ilumina el destino del hombre y del cosmos y quien rompe las barreras de la muerte y ofrece a todo hombre la esperanza de una vida eterna. El segundo texto se abre a la escatologí­a universal con una implí­cita referencia a la renovación del cosmos. La eucaristí­a se nos presenta en el contexto del futuro de la historia y en el del valor de la actividad humana a la luz del misterio pascual: “El Señor dejó a los suyos prenda de tal esperanza y alimento para el camino en aquel sacramento de la fe en el que los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, se convierten en el cuerpo y sangre gloriosos con la cena de la comunión fraterna y la degustación del banquete celestial” (SC 38). Estas palabras vienen a continuación de las del n. 39, que hablan de la tierra nueva y del nuevo cielo, ya que la eucaristí­a aparece como el sacramento de la “pascua de la humanidad y del universo”.

3. DIMENSIí“N ESCATOLí“GICA DE LAS CELEBRACIONES LITÚRGICAS. La sí­ntesis teológica del Vat. II ha puesto de relieve la dimensión escatológica de la liturgia. Queremos ofrecer ahora una ejemplificación a través de algunas celebraciones, en las que subrayaremos ya su sentido escatológico global, ya sus expresiones eucológicas como emblemáticas del tema. La cita no es aquí­ completa, sino sólo indicativa: se completará después [-> infra, III].

a) Bautismo-confirmación. La iniciación cristiana (mediante el bautismo y la confirmación) es un sacramento escatológico; con su inserción en el misterio pascual y mediante el don del Espí­ritu, el cristiano entra en el pueblo escatológico, es decir, en la iglesia, y participa ya de los bienes futuros; en la unidad fundamental de la iniciación, bautismo y confirmación se presentan como germen de gloria y como primicias del Espí­ritu, que tienden a su plenitud a través de un crecimiento incesante. Mediante tales sacramentos entra el cristiano en la dinámica escatológica como posesión y esperanza, se hace realidad para él toda la revelación, así­ como el don inicial del que hablan los textos del NT. Aun dentro de la plenitud con que lo contempla la tradición antigua, el bautizado sigue siendo un “hombre que espera” y que tiende hacia la realización consumada de cuanto se le ha concedido inicialmente: una rica antologí­a de textos bí­blicos, litúrgicos y patrí­sticos lo demuestra clara y eficazmente'”. Incluso hoy, el rito bautismal está expresando el sentido escatológico del sacramento mediante dos significativos sí­mbolos: la vestidura blanca y el cirio encendido. Al hacer entrega de la vestidura, alude la iglesia al compromiso por la vida eterna: “Sois ya nueva creatura y habéis sido revestidos de Cristo. Esta vestidura blanca sea signo de vuestra dignidad de cristianos…; conservadla sin mancha, hasta la vida eterna” (RBN 130). Y la luz impone la obligación de la vigilancia para salir al encuentro del Señor (RBN 131).

Hay antiguos formularios litúrgicos que explicitan el sentido escatológico de la confirmación. He aquí­ la fórmula del gelasiano: “Signo de Cristo para la vida eterna”. Un texto copio afirma: “Unción de la prenda del reino de los cielos”, con alusión al texto de Efe 1:13-14 : .. habéis sido sellados con el Espí­ritu…, el cual es prenda de nuestra herencia” 19. El actual rito de la confirmación parece más preocupado por el aspecto del testimonio, pero sin olvidar por eso que todo el dinamismo del Espí­ritu que se actúa en los cristianos se realiza con miras al reino de Cristo (LG 4 y 48).

b) Eucaristí­a. Hemos ya insinuado [-> supra, II, 1] el sentido escatológico de la eucaristí­a. Como conjunto, la eucaristí­a es prenda de la gloria (SC 47; UR 15): presencia del Resucitado y de su misterio pascual; espera de su retorno, constitutivo de la comunidad escatológica; germen de resurrección; preludio de la renovación de la creación mediante la transformación del pan y del vino. La confesión de la fe a lo largo de toda la celebración eucarí­stica mantiene viva tal dimensión escatológica. La evoca la aclamación que sigue a la consagración: .. hasta que vuelvas”, y la recuerda igualmente el memorial de la III y IV plegarias eucarí­sticas: “… y, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, Padre…’; más explí­cito es el embolismo del padrenuestro: “… mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro salvador Jesucristo”. Todas las plegarias eucarí­sticas se concluyen con la evocación de la gloria, hacia la que se orienta toda celebración del misterio pascual; amplias son, en este sentido, las perspectivas de la IIl y IV plegarias eucarí­sticas: “… en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí­ enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas”; “… y allí­, junto con toda la creación, libre ya de pecado y de muerte, te glorificaremos…” Dentro de este contexto no deja de ser elocuente el recuerdo de los difuntos como afirmación de la fe de la iglesia en la existencia de una situación intermedia de purificación entre la muerte y la vida eterna; del recuerdo de cada uno de los cristianos se pasa a una perspectiva universal, especialmente en la IV plegaria: “Acuérdate… de todos los difuntos, cuya fe sólo tú conociste”. La configuración con Cristo, que se iniciara en el bautismo y que se perfecciona con la eucaristí­a, se atisba en su fase final y lógica como resurrección corporal: “… cuando Cristo haga surgir de la tierra a los muertos, y transforme nuestro cuerpo frágil en cuerpo glorioso como el suyo” (III plegaria eucarí­stica).

No es posible exponer aquí­ toda la temática escatológica que se contiene en la eucologí­a menor [-> Eucologí­a, 1, 2], relativa a la celebración eucarí­stica. En el rito romano se expresa lógicamente tal temática en la oración de después de la comunión, en la que se viene a subrayar la continuidad entre eldon recibido y la plenitud a la que se aspira; en el actual misal roma_ no existe un cierto equilibrio entre las oraciones que expresan el deseo de los bienes celestiales y las que traducen el ineludible compromiso de caridad y de justicia en el mundo.

c) El año litúrgico. Relieve especial se otorga al tema escatológico en algunas celebraciones del -> año litúrgico, particularmente en -> adviento. Pero no debemos olvidar que la raí­z de la espera de la segunda venida del Señor sigue siendo la pascua, y que en un principio fue la vigilia pascual el momento de la espera del Salvador. Una antigua tradición cristiana basada en el Evangelio de los hebreos dice: “Los doctos creen que el dí­a del juicio tendrá lugar en el tiempo pascual, ya que es entonces cuando resucitó Cristo y cuando igualmente resucitarán los santos”. La espera del Señor durante la vigilia pascual estaba todaví­a viva en el s. IN!, como lo prueban algunos textos pascuales de Jerónimo, Agustí­n y otros escritores. La tradición romana, que sitúa en el adviento la celebración de la espera del Señor como juez, es más reciente y está atestiguada especialmente por el sacramentario gelasiano. Aun manteniéndose hoy en el rito romano tal dimensión del adviento, es evidente su relación no solamente con la natividad, sino también y sobre todo con la pascua, ya que de otra suerte desaparecerí­a el sentido auténtico de la espera y esperanza cristianas. Dentro de este contexto tampoco se debe olvidar que el verdadero tiempo celebrativo de la escatologí­a cristiana sigue siendo el tiempo pascual, como se subraya en tantí­simos textos eucológicos que, desde la realidad de la pascua y el don del Espí­ritu como punto departida, orientan a la iglesia hacia su consumada plenitud.

Además de estos dos polos celebrativos -adviento y pascua-, el año litúrgico alcanza momentos fuertes de experiencia y pedagogí­a escatológicas en la liturgia de algunas fiestas del Señor (ascensión, Cristo rey), en la solemnidad de todos los santos y en la conmemoración de todos los difuntos. Relieve particular merece la gloriosa asunción de Marí­a, imagen escatológica y primicia de la realidad futura que la iglesia aguarda esperanzada, como canta el prefacio de dicha festividad: “Ella es figura y primicia de la iglesia que un dí­a será glorificada; ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todaví­a peregrino en la tierra”.

d) Liturgia de las Horas. La iglesia orante confiesa su dimensión comunional con la Jerusalén celeste en la alabanza y en la espera de la gloria: “Con la alabanza que a Dios se ofrece en las horas, la iglesia canta asociándose al himno de alabanza que perpetuamente resuena en las moradas celestiales, y siente ya el sabor de aquella alabanza celestial que resuena de continuo ante el trono de Dios y del Cordero, como Juan la describe en el Apocalipsis… En la liturgia de las Horas proclamamos esta fe, expresamos y nutrimos esta esperanza, participamos en cierto modo del gozo de la perpetua alabanza Y del dí­a que no conoce ocaso”. Según las inspiradas palabras de Cipriano, en la oración de ví­speras “oramos y suplicamos para que la luz retorne siempre a nosotros, y pedimos que venga Cristo a otorgarnos el don de la luz eterna”. Participan de este mismo carácter escatológico las celebraciones vigiliares, como signo de una oración vigilante y a la espera del esposo en medio de la noche, así­ como las completas, confiándonos al Señor durante el reposo nocturno, y después de haber proclamado con Simeón el deseo de encontrarnos con él 21. Algunos elementos eucológicos subrayan fuertemente esta confesión de la esperanza cristiana, particularmente en las colectas y en las preces de ví­speras en el ordinario.

III. Las realidades últimas a la luz de la liturgia
La liturgia explicita en sus fórmulas la fe de la iglesia en las realidades últimas que esperan los hombres, ya en lo concerniente a la escatologí­a intermedia, ya en lo relativo a los últimos acontecimientos de la historia y del mundo. Nos proponemos ilustrar brevemente este aspecto complementario de nuestro tema partiendo de las expresiones emblemáticas de la liturgia, pero sin dejar de observar al mismo tiempo que la doctrina allí­ contenida sólo adquiere todo su sentido en ese mismo clima de fe y de esperanza con que la iglesia celebra el misterio de Cristo y de la vida cristiana.

1. MUERTE, JUICIO, PURIFICACIí“N. El misterio de la muerte en la liturgia se esclarece con la resurrección de Cristo, quien “muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida”. La muerte tiene, pues, un carácter pascual; es un paso: “porque la vida… no termina, se transforma”, dice el primer prefacio de difuntos. Para la iglesia, los difuntos no son muertos, sino durmientes, según el lenguaje litúrgico. Ya la preparación para la muerte, con el viático y con la recomendación del alma, adquiere un carácter de paso, de un salir al encuentro con la eucaristí­a como alimento para el camino. Toda la liturgia exequial, aun sin ocultar la realidad del dolor que lleva consigo toda separación y que estimula el consuelo de los afligidos, es un cántico de esperanza y de resurrección. Se habla de vida, y se nos despide con la espera de un reencuentro en la gloria, como se dice en el rito denominado de despedida. El lenguaje litúrgico expresa claramente las separaciones del alma y el cuerpo. Y éste es venerado y puesto en el sepulcro con la espera de su resurrección final. Y se confí­a el alma a la misericordia de Dios. Algunas oraciones hablan explí­citamente de un juicio inmediato, pero insistiendo sobre todo en la invocación de un juez misericordioso. Al alma del difunto le quedan abiertas las puertas de la salvación eterna o de la condenación. Las oraciones de la iglesia insisten mucho más en la salvación eterna que suplican, y sólo indirectamente se pide la liberación de la eterna condenación.

Son numerosas e insistentes las referencias a un posible estadio de purificación por el que deberán pasar los difuntos antes de ser admitidos a la visión de Dios. Tal es la fe de la iglesia, según se refleja en la liturgia, sobre la que se funda la necesidad de sufragios por los difuntos y la oblación del sacrificio eucarí­stico en favor suyo. Nuestros hermanos difuntos pueden encontrarse en un estado intermedio que no es todaví­a el de la gloria, pudiendo disfrutar de la ayuda espiritual que les proporciona nuestra oración. El lenguaje litúrgico, aun dentro de su sobriedad, es realista. Se pide que “sean perdonados sus pecados”, “lavadas sus culpas”, “condonadas sus deudas”, “liberados mediante el sacrificio de Cristo”, con miras a la bienaventuranzay la paz de los santos. Se afirma, pues, sin entrar en detalles, un posible estado de purificación entre la muerte y la gloria.

Una de las novedades de la liturgia renovada es la relativa a los niños muertos sin bautismo. En los respectivos formularios litúrgicos, aun afirmándose la necesidad del bautismo, queda abierto un horizonte de esperanza (que no podrá ser solamente una vací­a consolación de circunstancias) con las oraciones en las que se confí­an a la misericordia de Dios los niños muertos sin el bautismo.

El panorama de la celebración de la muerte cristiana queda abierto a la bienaventuranza, que se presagia segura y pronta para los difuntos en la espera de la resurrección y de la gloria futura, como se expresa el RE, 1: “En las exequias de sus hijos, la iglesia celebra con fe el misterio pascual de Cristo, a fin de que todos los que mediante el bautismo pasaron a formar un solo cuerpo con Cristo, muerto y resucitado, pasen también con él, por la muerte, a la vida eterna: primero con el alma, que habrá de purificarse para entrar en el cielo, con los santos y elegidos; después con el cuerpo, que deberá aguardar la venida de Cristo y la resurrección de los muertos” (véase A. Pardo, Liturgia de los nuevos Rituales y del Oficio divino, col. Libros de la comunidad, ed. Paulinas, etc., Madrid 1980, 263).

2. BIENAVENTURANZA Y PENA ETERNA. La confesión de la bienaventuranza eterna es la consoladora verdad que inspira y alienta la oración de la iglesia. En torno al altar del cielo se agrupa una multitud de ángeles y santos, a cuyas voces unimos nosotros las nuestras en la alabanza. Se cree, pues, en una inmediata visión de Dios después de la muerte o de una eventual purificación, sin la más mí­nima sospecha de dilación de la bienaventuranza de los santos para después del juicio final, como parece sugerir la escatologí­a ortodoxa. El sentido de la comunión con la iglesia celeste y de la intercesión de los santos en favor nuestro, explí­cito en plegarias e invocaciones, se apoya en esta verdad, que no admite sombras de duda. También para los difuntos se pide “el lugar del consuelo, de la luz y de la paz”, es decir, la visión inmediata de Dios en la gloria. En lo más nuclear de la ,plegaria eucarí­stica pedimos: “admí­tenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires”, “cuéntanos entre tus elegidos”, “merezcamos compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas”. En la descripción de esta gloria eterna utiliza la liturgia los mismos términos y figuras de la revelación; con sobriedad, sí­, y con exactitud y sin concesiones a la imaginación, pero apoyando en la fe la intuición de dicha felicidad y partiendo de la experiencia de la misma liturgia, que es, según fórmula muy familiar a los orientales,’ “el cielo en la tierra”.

Y sobriedad, igualmente, en lo relativo a la condenación eterna. Se habrá de reconocer cómo, en realidad, los textos alusivos a este misterio no son muchos. El más explí­cito es el del canon romano: “lí­branos de la condenación eterna”; así­ como el inciso: “… y no permitas que jamás me aparte de ti”, que aparece en una de las oraciones anteriores a la comunión, Y que es generalmente interpretado en ese mismo sentido. Hay otros textos de la antigua liturgia más o menos dispersos. En todo caso, parece que la iglesia desea más bien subrayar lo positivo, aunque sin olvidar, dentro del conjunto, lainevitable pena eterna para quienes mueren en pecado. Recordemos, a tí­tulo de curiosidad, cómo algunas oraciones bizantinas de la vigilia de pentecostés parecen pedir la salvación de los condenados, lo cual ha inducido a algunos teólogos ortodoxos contemporáneos a dudar de la eternidad del infierno ‘. De igual o parecida manera existí­an en la edad media oraciones por las almas de cuya salvación se desconfiaba, o textos que hablaban de una mitigación de las penas del infierno durante la celebración de la pascua. Tales oraciones, sin embargo, no expresan sino la extremada audacia de la iglesia orante, que no se resigna al fatal destino de la pena eterna y que pide a la misericordia de Dios -de quien es la última palabra, en su infinita justicia, sobre la suerte de los hombres- la salvación de todos.

3. PARUSíA Y RESURRECCION FINAL DE LOS MUERTOS. Hemos visto ya no pocos textos litúrgicos que expresan la fe y la esperanza de la iglesia en la segunda venida de Cristo. Aluden también a ella eficazmente, relacionando la parusí­a con el juicio universal, los textos de las primeras dominicas de adviento -colectas y prefacios—, y hasta la misma misa de la vigilia de navidad, en las que la iglesia pide poder esperar sin temor a Cristo “cuando vuelva como juez”. Dentro de esta perspectiva y en este tono es como resuena ardiente a lo largo de todo el adviento la súplica de la iglesia del Apocalipsis y de la comunidad primitiva: “¡Ven, Señor Jesús!”
De la fe en la resurrección de Cristo es de donde brota la certeza de la resurrección de los hombres con sus cuerpos al final de los tiempos. Lo insinúan algunos textos del tiempo pascual, como esta colecta del tercer domingo de pascua: “… afiance su esperanza de resucitar gloriosamente”; o la oración de después de la comunión: “… guí­a (a tu pueblo) a la gloria incorruptible de la resurrección”. Es la temática más peculiar del rito exequial, fundamento del respeto al cuerpo y de las honras litúrgicas que se le tributan, según las palabras del rito de “despedida”: “concede a tu siervo reposar en la paz de este sepulcro hasta que tú… le resucites” (RE 97). No se trata de una visión individualista de la salvación, sino de una lógica consecuencia de la participación de todo el cuerpo en la gloria actual de su cabeza (como bien dice la eucologí­a del dí­a de la ascensión), que prefigura ya la asunción gloriosa de Marí­a.

En la IV plegaria eucarí­stica encontramos explí­citamente un destello de optimismo con respecto a la renovación final del mundo: “Que todos tus hijos nos reunamos en la heredad de tu reino…, y allí­, junto con toda la creación, libre ya de pecado y de muerte, te glorifiquemos”. Es evidente que la única interpretación válida de estas palabras es la de renovación del cosmos, según las alusiones bí­blicas y el trasfondo teológico que parece estar presente en GS 39 sobre los cielos nuevos y la nueva tierra.

El fundamento y preludio de la esperanza en la resurrección final y en la renovación del cosmos sigue siendo siempre el misterio de la eucaristí­a, “medicina de inmortalidad” y “semilla de incorrupción” para el cristiano, pero también inicial “pascua del universo” por la transformación del pan y el vino en el cuerpo y sangre del Señor. Una audaz intuición teológico-espiritual ha vinculado la eucaristí­a y la escatologí­a final con estas palabras: “Si la eucaristí­a es causa de la resurrección del hombre, ¿por quéno ha de poder el cuerpo del hombre divinizado por la misma eucaristí­a estar destinado a corromperse bajo la tierra para cooperar así­ a la renovación del cosmos…? La tierra nos come como comemos nosotros la eucaristí­a: no ciertamente para transformarnos en tierra, sino para transformar la tierra en cielos nuevos y en nueva tierra. Es fascinante pensar que los cuerpos de nuestros muertos cristianos tienen la misión de colaborar con Dios a la transformación del cosmos””.

IV. Conclusión
La liturgia de la iglesia, entendida como mistagogia y pedagogí­a de la fe y de la vida cristiana, es el lugar privilegiado de la celebración-experiencia y de la anticipación-espera de la escatologí­a, a la vez presencia y esperanza del futuro salví­fico. En Cristo resucitado y en el don del Espí­ritu, la iglesia, comunidad escatológica, está ya viviendo inicialmente el reino. “Se puede afirmar –escribe un teólogo ortodoxo- que la originalidad, la novedad total de la leitourgia cristiana consiste en esto: la entrada en el reino, que para este mundo debe llegar todaví­a, pero del que la iglesia es ya en realidad un sacramento, un comienzo, un anticipo y una parusí­a””. Precisamente por ser comienzo, toda celebración nos orienta ya irresistiblemente hacia la consumación, despertando la más auténtica esperanza cristiana. Anclada en la pascua y en pentecostés, la liturgia tiende hacia la parusí­a como momento definitivo de su ser, mientras ya en este mundo se siente en comunión con la gloria de los bienaventurados.

Lo que sin duda es un valor de la liturgia y una de sus irrenunciables dimensiones lo han considerado algunos un defecto. Se ha dicho que es excesivo el escatologismo litúrgico, con sus fórmulas siempre alusivas al más allá como destino final o intermedio del hombre. Se debe honestamente afirmar que la liturgia, tanto en su esencia como en sus actuales expresiones, no olvida el presente histórico ni el futuro de la humanidad. Cabalmente por saber que el tiempo aun dentro de su fugacidad está inserto en la eternidad, la liturgia es capaz de dar un nuevo sentido al compromiso del cristiano en el mundo con la praxis de la justicia y de la caridad al servicio de los hermanos, contribuyendo así­ a la preparación del reino futuro. Al señalar la caridad como lógica consecuencia de la comunión con el sacrificio pascual de Cristo, nos descubre cuál es la verdadera ley de la transformación del mundo y la dimensión que confiere valor de eternidad a las actividades humanas (GS 38). Todo intento de encerrar la vida cristiana en el presente histórico o en el futuro inmediato queda descalificado y excluido por la liturgia, que con su esperanza escatológica señala cuál es el sentido último del hombre y de la iglesia.

La liturgia parte de la experiencia del presente salví­fico para orientarnos hacia la plena consumación futura. Permanece fiel a la invocación del padrenuestro: “Venga a nosotros tu reino”, y experimenta que el reino está ya presente. Clama con la esposa del Apocalipsis: “¡Ven, Señor Jesús!” (Apo 22:20), pero sabiendo que lo posee ya, y con él posee la garantí­a de todos los bienes prometidos para la eternidad. En la problemática actual sobre la escatologí­a sigue siendo la liturgia un punto esencial de referencia. No rehúye afrontar el presente ni el futuro inmediato de la humanidad sabiéndose, como sesabe, inserta en el “tiempo nuevo” y comprometida a proporcionar al presente la novedad del misterio de Cristo; pero no hace vanas las más í­ntimas esperanzas del hombre ni las promesas más trascendentes de Dios, puesto que orienta a los hombres hacia la escatologí­a: la intermedia y la final. Compromete mucho la fe en el misterio presente y la esperanza de los bienes futuros; celebra lo que ya posee y se proyecta hacia lo que espera aguardando al Señor que llega.

J. Castellano
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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

Dos aspectos inseparables han de ser tenidos en cuenta cuando se habla de escatologí­a desde el punto de vista cristiano: por una parte, la revelación plena de Dios que ha tenido lugar en Jesús, la aparición de Dios en el mundo que constituye el acontecimiento decisivo que imprime a la historia su orientación definitiva; con Cristo ha irrumpido en el mundo “lo último”, o, tal vez mejor todaví­a, él es “el último”. Por otra parte, y siempre en relación con este primer aspecto, se ha de considerar el contenido concreto de la esperanza cristiana, no solamente “lo último”, sino también “las cosas últimas”, aquello que espera al hombre, sea al fin de la historia (escatologí­a colectiva o final), sea al término de su vida mortal (escatologí­a personal o “intermedia”). También este segundo punto de vista tiene que ver directamente con Cristo. En efecto, la esperanza cristiana no puede tener otro objeto último que no sea Dios mismo, que se nos manifiesta en Cristo. La escatologí­a cristiana no nos habla, por tanto, de un futuro intramundano superable en principio por cualquier otro acontecimiento, sino del futuro absoluto, que es Dios mismo. Jesús como acontecimiento escatológico nos abre el sentido de las ultimidades del mundo y del hombre. Lo que en él ha acontecido ya de modo aún velado, lo que desde su resurrección es realidad en él que es la cabeza, espera la manifestación plena en todo su cuerpo.

La orientación cristológica de la escatologí­a cristiana determina sus caracterí­sticas fundamentales. En primer lugar, no podemos pretender una “descripción” del mundo futuro. Jesús nos manifiesta al Padre, al que nadie ha visto (cf Jn 1,18). La revelación de Dios en su plenitud no sólo es mucho más de lo que el ojo ha visto o el oí­do ha oí­do, sino que va mucho más allá de lo que nuestra mente puede imaginar (cf 1Cor 2,9). El mismo intento de describir lo que esperamos serí­a, por tanto, destructor de la misma esperanza cristiana; significarí­a reducir a nuestro ámbito mundano lo que por definición lo sobrepasa.

La escatologí­a cristiana es, en segundo lugar, un mensaje de salvación. Nos anuncia la realización plena de la salvación acontecida en Jesús. Si todo el acontecimiento de Cristo es salvador, no puede dejar de serlo su manifestación definitiva. Es verdad que la fe cristiana afirma con toda seriedad la posibilidad de la condenación del hombre, de su rechazo de la gracia que a todos se ofrece (porque sólo así­ se afirma su auténtica libertad, y por tanto el carácter verdaderamente humano de la adhesión a Dios y a su invitación a la comunión amorosa); pero es igualmente claro que esto no puede constituir el centro de su mensaje. La escatologí­a cristiana es un aspecto del anuncio de salvación, es “evangelio” en el más puro sentido del término. Así­ lo entendieron los primeros cristianos, que deseaban ardientemente la plena manifestación de Jesús en la gloria.

Por último, la escatologí­a cristiana es consciente de tener que afirmar la realidad ya presente de “lo último” a la vez que el futuro de “las cosas últimas”. Por una parte, Jesús ya ha venido, ha muerto y ha resucitado; pero, por otra, nosotros no participamos todaví­a plenamente de su gloria. El señorí­o de Cristo sobre todo es real desde su resurrección (! Misterio pascual), pero todaví­a no ha sido plenamente manifestado. Jesús ha vencido ya al pecado y a la muerte, pero nosotros experimentamos todaví­a su peso. Es la paradoja del presente y del futuro, de la continuidad y de la ruptura entre este mundo y los nuevos cielos y la tierra nueva. El futuro absoluto está realmente anticipado en Jesús (de otro modo no podrí­amos decir absolutamente nada de él), es ya relevante para nosotros y, a la vez, sigue siendo la novedad radical que va incluso más allá de nuestros deseos. En la gran mayorí­a de los escritos neotestamentarios hallamos esta tensión entre presente y futuro, que, naturalmente, admite diversas acentuaciones de uno u otro aspecto. Creo que, como regla hermenéutica, puede valer el principio de afirmar a la vez ambos extremos, sin contraponer el uno al otro. La realidad de la salvación en Jesús no puede ser minimizada; el bautismo significa una participación en su muerte y en su resurrección. Por otra parte, la plena participación en su gloria presupone también la participación en su muerte, no sólo sacramentalmente anticipada. Todo lo que somos y es el mundo que nos rodea ha de ser sometido al juicio de la cruz de Cristo.

Los contenidos concretos de la escatologí­a cristiana (en cuyo detalle no podemos entrar) llevan también el sello de Jesús, muestran que son el desarrollo del acontecimiento escatológico que con su presencia en el mundo ha tenido lugar. En el credo niceno-constantinopolitano se proclama la fe en la venida gloriosa de Cristo para juzgar a vivos y muertos, y se añade que su reino no tendrá fin. La manifestación gloriosa de Jesús ha sido el objeto de la esperanza de los primeros cristianos. Si en la resurrección Jesús ha sido entronizado como Señor, este dominio ha de manifestarse plenamente. La parusí­a del Señor es, por tanto, la consecuencia de su resurrección, la plena realización de la salvación, cuyo fundamento está en la victoria que Jesús ya ha obtenido. Pablo ha expresado el contenido teológico de este acontecimiento en 1Cor 15,23-28: Cristo es la primicia de la resurrección, a la que seguirá, en su venida, la resurrección de todos (enseguida volveremos sobre este aspecto). La venida o parusí­a de Cristo significa el “fin”, y con él la destrucción de todas las potencias enemigas de Dios y del hombre, incluida la muerte, contemplada aquí­, sin duda, en su relación í­ntima con el pecado (cf 1Cor 15,54-56). En este momento final todo queda sometido a Cristo, su dominio sobre el mundo se hace realidad. Entonces Jesús entrega el /reino al Padre, por cuya iniciativa se ha realizado toda la historia de la salvación, que en este momento concluye. La referencia de Jesús al Padre, constante en todos los instantes de su vida, encuentra también aquí­ su expresión. Con su pleno dominio sobre toda su creación, Dios será “todo en todas las cosas”.

La manifestación plena del dominio de Dios significa la plena salvación del hombre. En el pasaje a que nos acabamos de referir y en otros lugares (cf, p.ej., Flp 3,21; 1Tes 4,1418) se señala la conexión entre parusí­a y resurrección. Esta última, como plenitud del hombre, viene a ser el correlato de la aparición de Jesús en su gloria. El dominio de Cristo sobre todo significa nuestra plena salvación. La resurrección equivale, por tanto, a la plenitud del hombre en todas sus dimensiones, personales, cósmicas y sociales. La configuración con Cristo resucitado es la única vocación definitiva del hombre. El es la primicia, a partir de la cual se hace realidad la resurrección de todos los que son de Cristo (cf 1Cor 15,20-23); es también el primogénito de entre los muertos (cf Col 1,18); y, por consiguiente, “del mismo modo que hemos revestido la imagen del hombre terreno, revestiremos también la imagen del celestial” (1Cor 15,49). La resurrección en el último dí­a significa también la plenitud del cuerpo de Cristo, de la Iglesia celeste. No se puede olvidar cuando se trata de la escatologí­a la dimensión social de la vida cristiana que en otros campos teológicos se pone tan de relieve. El capí­tulo VII de la constitución LG, del concilio Vaticano II, es suficientemente claro al respecto.

La perfecta configuración con Cristo resucitado y la participación de su vida constituye precisamente la “vida eterna”, el “cielo”. La salvación del hombre no puede ser más que Dios mismo, ya que desde el momento de la creación estamos hechos para él. Sólo en él puede hallar descanso el corazón humano (cf SAN AGUSTIN, Confesiones 1,1). Por ello la tradición de la Iglesia, con una clara base bí­blica (ICor 13,12; 1Jn 3,2), ha hablado de la visión de Dios, intuitiva y “cara a cara”, como el contenido fundamental de la recompensa de los justos. Una visión que no hay que entender en el sentido meramente intelectual, sino en el de comunión plena de amor con el Dios uno y trino en la realización total de nuestra filiación divina. La condición del hombre salvado es para otros muchos pasajes del Nuevo Testamento “estar con Cristo” (cf Lc 23,43; ITes 1,17; Flp 1,2; Jn 17,24; etc.). En la inserción en el cuerpo glorioso del Señor alcanzaremos la plenitud de la vida.

Jesús como presencia definitiva de la salvación, y en este sentido acontecimiento escatológico, nos abre a la esperanza de las cosas últimas; y éstas, en definitva, se concentran también en él, por quien tenemos en el Espí­ritu acceso al Padre. En efecto, no tendrí­a sentido que aquel que tení­a que venir nos remitiera a alguien o a algo distinto de él mismo.

BIBL.: BALTHASAR H.U. von, Theodramatik IV. Das Endespiel, Einsiedeln 1983; BORDONI M. CIOLA N.; Gesú nostra speranza. Saggio di escatologí­a, Bolonia 1988; KEHL M., Eschatologie, Würzburgo 1986; Pozo C., Teologí­a del más allá, -Madrid 1981; RATZINOE11 J., Escatologí­a, Barcelona 1980; RAHNER K., Principios teológicos de la hermenéutica de las declaraciones teológicas, en Escritos de teologí­a IV, Taurus Madrid 1961, 411-439; RUIZ DE LA PEí‘A J.L., La otra dimensión. Escatologí­a cristiana, Santander 19863.

L.F. Ladaria

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

En este artí­culo no vamos a tratar de las postrimerí­as en general o en particular, sino que ofrecemos una reflexión sobre los principios del tratado teológico sobre la e. Pareja cuestión no sólo tiene interés cientí­fico y teórico, sino que es también importante para la predicación del mensaje cristiano mismo. En un mundo que se ha hecho dinámico, que programa por sí­ mismo su propio futuro (inmanente) y trata de crear activamente, sin duda hay un gran í­mpetu escatológico; pero este í­mpetu, si no está propiamente “desviado”, por lo menos se halla vinculado en primer plano a fines y esperanzas inmanentes. Eso indudablemente hace más difí­cil que antes la predicación de la esperanza cristiana del futuro. A ello se añade que precisamente en este tratado vuelve a presentarse en forma apremiante el problema general de la “desmitización”. Finalmente, la predicación de los noví­simos lleva consigo sus propios problemas. En el curso de la historia, esta predicación ha adquirido un sorprendente matiz “individualista”, que debe someterse a crí­tica. Efectivamente, en ella queda muy pálida y desatendida una e. que envuelve todo el cosmos y la historia, por centrarse la atención en la doctrina sobre la “inmortalidad” de las “almas” espirituales y de su destino particular. Pero es totalmente posible que este modo de predicación -por muy válido que sea siempre su contenido- esté condicionado por la mentalidad de una determinada época. Y cabe preguntar si esa época no está acabándose, para dejar paso a una nueva que, en virtud de las implicaciones contenidas en su universal dinamismo humano hacia el futuro, se hallará en relación inmediata con la e. del cristianismo, la cual abarca el universo y la historia.

I. Historia del tratado
En la Biblia, incluido todo el Nuevo Testamento, es muy amplia y rica la progresiva revelación sobre los noví­simos; pero contrasta con esto la pobreza (en comparación con otros tratados dogmáticos) de la historia de la e. en el ámbito de la ortodoxia eclesiástica. Desde que existe un sistema de la dogmática en general, el tratado de la e. es expuesto en último lugar. Para justificar este puesto, se puede apelar a los sí­mbolos de la fe y, en parte, a la naturaleza de las “postrimerí­as”. Con todo, antes de la moral como parte de la dogmática, se debe ya saber lo que se puede esperar; y, además, no hemos de olvidar (como a menudo sucede) que, cuando en los sí­mbolos se habla “in recto” de la “expectación” de lo futuro, indirectamente se hace profesión de fe acerca de algo presente, que debe dar la estructura fundamental del todo para entender realmente lo futuro, así­ como, a la inversa, la estructura fundamental de la vida presente sólo puede entenderse desde la perspectiva hacia el futuro.

Este tratado de lo postrero, estudiado al fin de la dogmática, en cuanto todo estructurado apenas ha tenido una historia real hasta ahora. El temprano tránsito, realizado sin gran reflexión, desde una “expectación próxima” a una “esperanza lejana>; la lenta e insensible superación del quiliasmo y de la doctrina de una verdadera apocatástasis (como tesis, no como una mera esperanza abierta para el hombre); la condenación de un particularismo fí­sicamente condicionado de la salvación, tal como lo defendí­a el gnosticismo; la negación de la doctrina sobre las fases escatológicas, que suprimí­a la absoluta y universal significación realmente escatológica de Cristo y fue sostenida por el montanismo y por Joaquí­n de Fiore; la defensa del carácter gratuito de la perfección o consumación contra la mí­stica herética (Dz 475), el -a bayanismo (Dz 1002-1007 ), el –> idealismo alemán (Dz 1808 ) y A. Rosmini (Dz 1928s); la concentración de la consumación en la -> visión de Dios y otras preguntas; ciertamente son cuestiones particulares de e. que tienen su propia historia, como la tienen también los problemas relativos al -> purgatorio, a la esencia de la visión beatí­fica, a la naturaleza del fuego del –> infierno, etc. Pero en todo eso se trata de meros incidentes dentro de la historia del tratado, los cuales no constituyeron un acontecimiento que diera a aquél una estructura clara, una articulación histórica y un acabamiento sistemático de su contenido. La única cesura, clara e importante, que comprobamos en la historia anterior del tratado, es la definición de Benedicto xii sobre la entrada de los justos completamente purificados en la visión de Dios inmediatamente después de la muerte y sobre el castigo en el infierno ya antes del juicio universal de los que murieren en pecado mortal (Dz 530s; constitución Benedictus Deus). Ciertamente, con ello no se logra una armoní­a sistemática entre las postrimerí­as del cosmos y de la Iglesia que acontecen en la “carne” al fin de los tiempos, por una parte, y las postrimerí­as individuales y existenciales que acontecen ahora en el “espí­ritu”, por otra parte. Pero, como Benedicto xii deja en pie la e. colectiva, él fija de una vez para siempre la ineludible dialéctica permanente entre los dos aspectos de la consumación. Desde su definición, la e. no puede sacrificar uno de sus aspectos en beneficio del otro. Con ello, se tomó, pues, conciencia de un doble polo de la e. que deberá permanecer para siempre. Ya no se puede “desmitizar” la e. disolviéndola en las muchas postrimerí­as particulares, pero a la vez es necesario hablar de los noví­simos del individuo, cosa que no se harí­a si se estudiara exclusivamente el final colectivo. Por lo demás, según se echa de ver mediante una sencilla comparación con la historia de otros tratados, la reflexión teológica de la e. no ha ido mucho más allá de una relativa coordinación externa de los textos bí­blicos. Falta una gnoseologí­a y –> hermenéutica, ordenadas especialmente a los enunciados escatológicos; el hecho de que no se haya elaborado una teologí­a de la -> historia e historicidad en general y de la historia salví­fica en particular también repercute desfavorablemente en la e.; la relación entre protologí­a y e. no ha sido aún tema de reflexión; apenas se ha pensado todaví­a en la relación entre la e. cristiana y el utopismo inmanente; la teologí­a de la actitud escatológica del cristiano en su propio presente se ha abandonado enteramente a la literatura piadosa; los conceptos fundamentales de una e. (-> principio y fin, consumación, teleologí­a del proceso histórico, tiempo [como “suceder” especialmente humano], futuro, presencia axiológica y teleológica del futuro, modos de presencia o actualidad, muerte, –>eternidad como supresión – y a la vez consumación y conservación- del tiempo [en oposición a una “perduración”], juicio, “lugar” de la bienaventuranza, etc.) todaví­a no han sido sometidos en la medida necesaria y posible a un análisis y reflexión ontológicos y existenciales. Eso facilitarí­a al hombre actual, con su imagen propia del mundo, la aceptación creyente del mensaje escatológico y una sí­ntesis intelectual del mismo con los restantes elementos relativos a la concepción de la existencia.

El tratado de e. está aún muy al comienzo de su historia; lo más histórico es lo que menos historia ha hallado todaví­a en la teologí­a del cristianismo. Pero en una situación que se caracteriza por la moderna imagen cientí­fica del mundo en evolución, por el desencadenamiento de la voluntad de cambiar con una previa planificación racional todas las relaciones del hombre como ser que se produce a sí­ mismo y crea su mundo circundante, por la posibilidad de una ampliación del espacio de la existencia humana más allá de la tierra, por las modernas herejí­as seculares de una polí­tica militante que profesa una utopí­a intramundana; es necesario que la e. cristiana se encuentre a sí­ misma reflexionando más que antes sobre su propio contenido. Así­ se hará posible, p. ej., desarrollar con mucha mayor claridad lo fundamental de la concepción originariamente cristiana acerca de las postrimerí­as y entender el nacimiento del “espacio” de salvación como resultado del tiempo salví­fico, a diferencia de la e. anterior, la cual, condicionada por sus medios de representación, concebí­a que la historia de salvación se desarrolla siempre en un espacio previamente dado, estático y natural (el caelum empyreum con su inmutabilidad, etc.). Esta nueva fase de la historia de la e. hasta ahora ha comenzado a desarrollarse sobre todo en el campo no católico, y se ha iniciado en cuanto la teologí­a del protestantismo liberal (W.M.L. de Wette, J. Weiss, A. Schweitzer, M. Werner) estima el cristianismo y su teologí­a como historia de la parusí­a no cumplida, en cuanto la -> desmitización de R. Bultmann intenta dar a la e. un carácter existencial en cada ahora dentro del creyente (de modo semejante C.H. Dodd: realized eschatology) y, finalmente, en cuanto la teologí­a protestante ortodoxa o bien cultiva un -> escatologismo unilateral, o bien transforma muy esencialmente toda la teologí­a partiendo de una repulsa radical a la doctrina calvinista de la predestinación calvinismo).

II. Temas de una escatologí­a
Si en lo que sigue se intenta.dar un esbozo de los temas de una e. tal como debe ser (generalmente no elaborada aún en los manuales), trátase más de la enumeración de esos temas que de una exposición del orden sistemático de todo el tratado.

1. Debiera presentarse ní­tido el recto y único punto de partida del problema y principio intelectivo de la e. La e. cristiana no es un reportaje anticipado de acontecimientos que han de suceder más tarde (intención capital de la falsa apocalí­ptica en contraste con la auténtica profecí­a). La e. es más bien la mirada que el hombre en su libre decisión espiritual necesita lanzar hacia adelante desde su situación dentro de la historia de la salvación, determinada por el hecho de Cristo (como razón etiológica de conocimiento), hacia la definitiva consumación de esta su situación existencial, que ya es escatológica. Esa visión anticipada hace posible su lúcida decisión por lo oscuramente abierto. El cristiano puede aceptar ahí­ su propia actualidad como factor o momento de la realización de la posibilidad creada desde el principio por Dios (retorno sobrepujado al “paraí­so”) y como futuro ya ahora ocultamente presente y definitivo, que ahora se da precisamente como salvación, cuando es aceptado como acción de Dios que no puede calcularse en lo relativo al tiempo y al modo, pues él solo dispone, y de esa manera el escándalo por lo que todaví­a contradice a la salvación dada ya en Cristo (mundo en pecado, división de los pueblos, discrepancia entre la naturaleza y el hombre, concupiscencia, muerte) es soportado con paciencia esperanzada como participación en la cruz de Cristo. Dicho de otro modo, la e. se refiere al hombre redimido, tal como es ahora; partiendo de él, comprende lo futuro como lo bienaventuradamente incomprensible, que debe aceptarse libremente (y, por ende, con peligro de perderlo). Este futuro, que puede ser evocado en imágenes, pero no presentarse ya ahora como un reportaje, es anunciado al hombre porque él no podrí­a comprender su actualidad si no se sintiera en movimiento hacia su futuro, que es el Dios incomprensible en su propia vida.

2. Habrí­a que establecer una hermenéutica (gnoseologí­a teológica) de los enunciados escatológicos. Si el mencionado punto de partida fundamental de la e. se elabora claramente y se mantiene en forma consecuente, de él se derivan determinadas normas básicas para el sentido, el alcance y los lí­mites de los enunciados escatológicos tanto en la Escritura como en la teologí­a dogmática. Estas normas hermenéuticas tienen su justificación aun desde el punto de vista de la Escritura, no sólo porque ellas se basan en los fundamentales enunciados teológicos de la Biblia (unidad y carácter irreversible de la historia, naturaleza incomprensible de Dios, unidad de espí­ritu y materia en el hombre y en su historia, salvación eterna como consumación del hombre entero en su estructura unitaria, etc.), sino también porque la Escritura misma, por la pluralidad de sus esquemas de representación (fin como un mundo en llamas, o como juicio que congrega a todos, o como triunfal recibimiento de Cristo por los santos solos, etc. ), empleados ingenuamente y sin reducirlos a sistema, da a entender cómo se debe distinguir realmente entre representación o imagen, por una parte, y cosa significada, por otra. Así­ se veda a par una falsa inteligencia “apocalí­ptica” de la e., no menos que su absoluta existencialización “desmitizante”, la cual olvida que el hombre vive en medio de una auténtica temporalidad, dirigida a un futuro que aún no ha llegado, y en medio de un mundo que no es mera existencia abstracta, sino que ha de alcanzar la salvación eterna con todas sus dimensiones (incluida la temporal y profana).

Debe quedar claro en la teologí­a y en la predicación que, en virtud del punto de partida, los enunciados sobre el cielo y los que se refieran al infierno no están en el mismo plano. La Iglesia predica en su mensaje escatológico, como un hecho que ya se ha producido en jesús y en los santos, que la historia de la salvación (como totalidad) termina victoriosamente con el triunfo de la gracia de Dios, y, sólo como una seria posibilidad, anuncia también una realización de la libertad individual en la perdición eterna. La teologí­a del infierno y la necesaria amenaza profética en la Iglesia piden, para ser cristianas, que ambas se mantengan siempre abiertas (como enunciados acerca de una posibilidad que pesa sobre nuestro ahora, pero todaví­a no puede comprobarse). Y han de mantenerse abiertas tanto frente al saber esotérico acerca de una apocatástasis, como frente a un saber acerca de una condenación que ya se haya producido, el cual pretenda anticipar el juicio de Dios, oculto para nosotros.

Estos principios de la hermenéutica pueden conducir a una distinción esencialmente más exacta que la usual (aunque no del todo clara) entre contenido y forma de expresión en los enunciados escatológicos de la Escritura y la tradición. Una y otra vez hemos de adquirir claridad sobre lo que acabamos de decir en ii, 1, ya que, eso supuesto, es evidente de antemano que el contenido abarca todo lo que (y nada más) puede entenderse como consumación y estadio definitivo de aquella existencia cristiana que, según la revelación, ya ahora es una realidad presente. Todo lo demás es una representación figurada de esta consumación de la existencia cristiana. Aduzcamos algunos ejemplos. Puesto que la salvación de la existencia cristiana afecta a todas las dimensiones de ésta, la –>resurrección de la carne es un dogma de fe, sin que, no obstante, podamos representarnos en forma concreta el cuerpo resucitado. Porque hay una sola historia salví­fica de la humanidad única en cuanto tal, su perfección final no puede reducirse a la consumación de los muchos individuos; pero, por otro lado, la e. cósmica y la individual en el transcurso de sus pormenores no pueden componerse ni dividirse con precisión. Puesto que la historia de la libertad de cada individuo, siempre singular, no es un mero momento de la historia total, debe hablarse de la consumación individual (visión de Dios). Y esta historia de la libertad del individuo debe permanecer abierta aunque nos conste el desenlace feliz de la historia salví­fica en su conjunto, sin que por ello sea posible ordenar con claridad en una escala común de tiempo la entrada general y la individual en la salvación. Esta distinción entre el contenido afirmado y la forma plástica de representación tiene validez sobre todo con relación a la historia final (antes del juicio universal) y a sus “signos” previos. La aplicación de estos principios habrí­a que llevarla también a la cuestión sobre la “suerte de los niños no bautizados” (-> limbo).

3. En lo relativo al contenido, los enunciados generales que preceden a cada afirmación concreta en particular pertenecen también a una e. realmente elaborada: la finitud interna del tiempo entre un auténtico principio y un final definitivo, así­ como la posibilidad de darle forma en la historia; el carácter singular de cada momento en la historia salví­fica; la muerte y la “transformación” operada por Dios a manera de evento como modo necesario de auténtica consumación del tiempo (infralapsario); el hecho de que el fin está ya presente con la encarnación, muerte y resurrección del Logos encarnado; la presencia de este fin como actualidad de la victoriosa misericordia y comunicación de Dios (en oposición a un “doble” desenlace en el que la importancia de ambos términos pudiera equipararse, pues entonces ese desenlace estarí­a especificado solamente por la libertad del hombre); la peculiaridad del tiempo que sigue transcurriendo “después” de Cristo; el constante matiz agonal de este tiempo (–>Anticristo), que se agudiza necesariamente hacia el final; la cuestión de la convergencia de la finalidad natural y sobrenatural del hombre y del cosmos (los factores de una e. “natural”, que no contenga solamente la –> “inmortalidad del alma”), etc.

Únicamente desde ahí­ se harán realmente inteligibles los usuales temas particulares de la e., pues en ellos siempre retorna necesariamente la totalidad bajo un aspecto determinado. Entre estos temas particulares han de hallar su puesto algunos que en la teologí­a escolástica apenas son tomados en consideración, p. ej.: la definitiva destrucción de las potencias cósmicas, como la ley, la muerte, etc.; la significación permanente de la humanidad de Cristo para la bienaventuranza; el sentido positivo de las “diferencias” en la gloria; la visión de Dios como el -> “misterio” permanente (el sentido positivo de la incomprensibilidad de Dios); la relación del cielo de los redimidos con el mundo reprobado de los demonios (el sentido positivo del mal permanente y de su esencia); la esencia metafí­sica de la corporalidad glorificada; el único –> reino de Dios, compuesto de ángeles y hombres; la verdadera naturaleza del “estado intermedio”, que de ningún modo puede pensarse de manera puramente “espiritual”.

4. Atención especial hay que conceder a la dialéctica que, por razón de la esencia cristiana del hombre y de su consumación, la cual abarca todas las dimensiones, media necesariamente entre los enunciados sobre la e. individual y los relativos a la e. colectiva. Precisamente esta dialéctica muestra la diferencia entre el contenido y la forma de expresión en los enunciados escatológicos. Sin atender a esa diferencia, tales enunciados reciben un resabio mitológico, y pierden así­ todo su crédito en la predicación. En efecto, esos enunciados no pueden armonizarse sin más por el solo hecho (como normalmente se hace) de distribuirlos entre distintas realidades, que se tratan como separadas (bienaventuranza del “alma y resurrección del cuerpo”); ni tampoco dejando de lado la e. individual en favor de la universal (por la simple negáción radical de un “estado intermedio”, que, por otra parte, no se puede describir sensiblemente), o prescindiendo la e. colectiva en favor de la individual, con lo cual aquélla serí­a una mera suma de postrimerí­as individuales. Eso no es posible porque el hombre está unido con cuerpo y alma en una sola realidad, que constituye el fundamento ontológico de la unidad ineludiblemente dialéctica de estos enunciados que están relacionados entre sí­ y afectan siempre a la totalidad de la esencia humana.

5. La e. debe ser vista siempre en el contexto de los restantes tratados, pues estudia el contenido de éstos en su consumación; y así­ entre la e. y los demás tratados se da una relación mutua de inclusión y esclarecimiento. Esto tiene validez no sólo con relación a la protologí­a (estados del hombre), a la teologí­a de la historia en general, a la teologí­a de la gracia (gracia como posesión de “esperanza”), sino, especialmente, en lo relativo a la -> cristologí­a y –> soteriologí­a (definitiva aceptación del mundo en Cristo), a la -> eclesiologí­a (la Iglesia escatológica que quiere desembocar en el reino de Dios y espera el retorno de Cristo, en contraste con la sinagoga y con las organizaciones religiosas que se entienden a sí­ mismas en forma atemporal), y a la doctrina de los sacramentos (como signa prognostica de la salvación definitiva).

6. En una e. entra necesariamente el estudio dogmático (y no sólo edificante) de la actitud escatológica de la Iglesia y de cada cristiano, como crí­tica a los humanismos intramundanos y redención de los mismos. E igualmente entra en ella aquella crí­tica que incluso desde una perspectiva mundana se hace a tales esbozos de humanismo y a las utopí­as y escatologí­as de otras religiones y cuasi-religiones. Finalmente, en medio de esta actitud la Iglesia misma ha de superar siempre de nuevo una fijación ideológica de su propia crí­tica.

BIBLIOGRAFíA: Además de los tratados de escatologí­a en los manuales de teologí­a dogmática (por ejemplo PSJ IVZ 896-1066; bibl.) véase también: G. Hoffmann, Das Problem der letzten Dinge in der neueren evangelischen Theologie (GS 1929); F. Holmstr,Ym, Das eschatologische Denken der Gegenwart (Gü 1936); A. Schütz, Der Mensch und die Ewigkeit (Mn 1938); Ph. Dessauer, Der Anfang und das Ende (L 1939); N. Berdjajew, Essai de métaphysique eschatologique (P 1946); H. U. v. Balthasar, Apokalypse der deutschen Seele, I: Prometheus (He¡ 21947); M. Schmaus, El problema escatológico (Herder Ba 1964); R. Guardini, Die letzten Dinge (Wü 21949); J. Pieper, Sobre el fin de los tiempos (Rialp Ma 1955); W. Künneth, Theologie der Auferstehung (Mn 41951); A. Michel, Los misterios del más allá (Dinor S Seb 1954); J. Daniélou, Christologie et E.: Chalkedon III 269-286; J. A. Fischer, Studien zum Todesgedanken in der alten Kirche 1 (Mn 1954); A. Rich, Die Bedeutung der E. für den christlichen Glauben (Z 1954); H. U. v. Balthasar, E.: FThH 403-421 (bibl.); H. E. Hengstenberg, Der Leib und die letzten Dinge (Rb 1955); EKL I 11561159; El misterio de la muerte y su celebración (Desclée Bil 1952); O. Cullmann, Immortality of the Soul or Resurrection of the Dead? The Witness of the NT (Lo 1955); P. Althaus, Die letzten Dinge (Gü 61956) (bibl.); M. Feuillet, La demeure céleste et la destinée des chrétiens: RSR 43 (1956) 161-192 360402; J. Kárner, E. und Geschichte (in der Theologie R. Bultmanns) (H 1957); R. W. Gleason, El mundo futuro (Sal T Sant 1960); H. Ott, E. Versuch eines dogmatischen Grundrisses (Z 1958); F. X. Durwell, La resurrección de Jesús, misterio de salvación (Herder Ba 1967); K. Rahner, Sentido teológico de la muerte (Herder Ba 21969); RGG3 11 650-689; A. Michel, La doctrine de la Parousie et son incidence dans le dogme et la théologie: Divinitas 3 (R 1959) 397-437; Schmaus DS IV/2 (bibl.); H. Cornélis, Les fondements cosmologiques de 1’eschatologie d’Origéne (P 1959); P. Maury, L’eschatologie (G 1959); H. Dolch, Die Naturwissenschaft und die letzten Dinge: ThGl 50 (1960) 161-170; F. Cannarozzo, La fine del mondo (Parma 1961); C. Brütsch. Die Frohe Botschaft vom Weltende (Z 1961); W. Kreck, Die Zukunft des Gekommenen. Grundprobleme der E. (Mn 1961); P. Künzle, Thomas von Aquin und die moderne E.: FZThPh 8 (1961) 109-120; A. Emmen, Die E. des Petrus Johannis Olivi: WiWei 24 (1961) 113-144; P. Tihon, Fins derniéres (Méditation des): DSAM V 355-382; Rahner I1 217-233; J. Alfaro, Die Menschwerdung und die eschatologische Vollendung des Menschen: Catholica 16 (1962) 20-37; J. Brinktrine, Dio Lehre von den Letzten Dingen (Pa 1963); J. Alberione, The Last Things (Boston 1964); J. Goldbrunner, Der Zukunftsbezug in der Verkündigung (Mn 1964); J. Moltmann, Theologie der Hoffnung (Mn 1964, 41965); G. Sauter, Zukunft und Verheif3ung. Das Problem der Zukunft in der gegenwÚrtigen theologischen und philosophischen Diskussion (Z – St 1965); Escatologí­a individual del A. Testamento. XV Semana Bí­blica Española (Ma 1955); C. Pozo, Teologí­a del más allá (Ma 1968); A. Salas, Discurso escatológico prelucano (Escorial 1967); R. Gabás Pallás, Escatologí­a protestante en la actualidad (Vitoria 1965); M. Vidal, Escatologí­a cristiana a la luz del Vaticano II (Ma 1965).

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La escatología se ha definido tradicionalmente como las doctrinas de «las últimas cosas» (griego eschata); en relación con el ser humano tanto en su carácter individual (en cuyo caso está comprendida la muerte, resurrección, juicio y la vida eterna) o con el mundo. En este último aspecto, algunos confinan la «escatología» al fin absoluto del mundo, excluyendo así mucho de lo que comúnmente comprende el término. Tal restricción no procede de un buen análisis bíblico. La expresión hebrea bəʾaḥărîṯ hayyāmîm traducida en la LXX en tais eschatais hēmerais («en los últimos—o finales—días»), puede significar el fin del presente orden o incluso «el más allá». Por tanto, es mejor dar una definición amplia. El concepto bíblico del tiempo no es cíclico (como en la concepción griega, en la que escatología podría referirse únicamente al cumplimiento de un ciclo), ni puramente lineal (en cuyo caso, la escatología podría referirse únicamente al punto terminal en la línea); más bien, se nos presenta en un modelo en que el juicio divino y la redención se combinan en un ritmo que «encuentra una expresión característica en términos de muerte y resurrección» (Charles Harold Dodd, According to the Scriptures, Nisbet, London, 1952, p. 129). Así, el término podría entenderse como «para designar la consumación del plan redentor de Dios, sea que se anticipe o no el fin de la historia o del mundo» (George Eldon Ladd, EQ, 30, 1958, p. 140), sea que la consumación fuera absolutamente final o un «cumplimiento gradual» que se revela al ritmo del propósito de Dios.

  1. La escatología individual en el AT. Las ideas acerca de la existencia después de la muerte (véase) expresadas en el AT son muy generales. Como Jesús les dijo a los fariseos, profundas verdades existían implícitamente en la relación de los hombres con Dios: el Dios que se llama a sí mismo el Dios de Abraham, Isaac y Jacob (Ex. 3:6) «porque Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven» (Lc. 20:38). Pero estas implicaciones no se destacaban en tiempos del AT. Parcialmente puede haber sido una reacción contra los cultos cananeos a los muertos que el AT pusiera tan poco énfasis en la vida venidera. El Seol se describía como una vasta región subterránea donde habitaban los muertos como sombras; pocos antecedentes se encuentran allí de su carácter y status original. La alabanza a Dios, que era la característica de la piedad de un hombre, enmudecía en el Seol (Sal. 88:10ss.; Is. 38:18); en el pensamiento popular, el Seol estaba fuera del alcance de la jurisdicción de Jehová. Sólo ocasionalmente encontramos una nota más esperanzadora. Los escritores del Sal. 73 y 139 entienden que un hombre que camina con Dios durante su vida, no puede ser privado de su compañía en la muerte: «Si en el Seol hiciere mi estrado, he aquí, allí tú estás» (Sal. 139:8). Job y sus amigos descontaban la posibilidad de que un hombre volviera a vivir otra vez después de su muerte (Job 14:10ss.); ellos no suponen que el consuelo de una existencia futura puede compensar el sufrimiento presente. Solamente en un momento de fe, Job afirma que, si no ocurre en esta vida, entonces después de ésta encontrará uno que abogue por su causa, y éste será Dios mismo (Job 19:25ss.).

Una expectación más explícita de una vida que vendrá está unida a la esperanza de una resurrección nacional. En la visión de Ezequiel del valle de los huesos secos, los guerreros muertos reciben una nueva vida cuando el aliento divino penetra en ellos; pero la interpretación de la visión señala no a una resurrección individual sino a una resurrección nacional: «Todos estos huesos son la casa de Israel» (Ez. 37:11). También en Isaías existe una promesa de resurrección: «Tus muertos vivirán; sus cadáveres resucitarán» (Is. 26:19); pero incluso aquí se señala una restauración nacional. La resurrección individual aparece en forma explícita en Dn. 12:2: «Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua».

La creencia de una resurrección futura después de la muerte llegó a ser parte de la ortodoxia judía excepto entre los saduceos, quienes se estimaban a sí mismos como los defensores de la religión antigua en contraste con las innovaciones farisaicas. La doctrina recibió un estímulo tremendo a partir de la persecución de los mártires bajo Antíoco Epífanes en los años que siguieron al 168 a.C.

Con el nuevo énfasis en la resurrección (véase) comienza una tendencia que destaca la situación del justo y el malo en el mundo que vendrá, en el Paraíso y en el Hades respectivamente, e incluso en el estado intermedio entre la muerte y la resurrección (cf. el rico y Lázaro en Lc. 16:19ss.).

Pero en la enseñanza bíblica, es Cristo quien por su muerte y resurrección ha logrado para los suyos una nueva esperanza viviente (1 P. 1:3), «el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio» (2 Ti. 1:10).

  1. La escatología mundial en el AT. La escatología del AT está estrechamente relacionada con el concepto del «día del Señor». En las primeras veces que esta frase aparece (Am. 5:18–20), Amós reprende a los de su nación por desear con tanta vehemencia ese día, asegurándoles que cuando éste llegue no traerá luz (como ellos esperan) sino oscuridad, y no será de regocijo sino de dolor. Del contexto se deduce que en ese día se esperaba que Jehová vindicaría su nombre y a su pueblo ante los impíos. Pero Amós insiste que puesto que Jehová es tan justo, su intervención para vindicar su propia causa conllevará su juicio sobre los injustos dondequiera que estos estén y, especialmente, si se encuentran entre su pueblo escogido, ya que ellos tuvieron mejores oportunidades de conocer su voluntad que otras naciones.

Quizá la idea israelita del Día de Jehová se asociaba con la fiesta anual en que se celebraba el reinado de Jehová. Si los llamados «Salmos de entronización» (cf. Sal. 93; 95–100) pueden usarse como evidencia para este festival, debemos inferir que el reinado de Jehová se celebraba en numerosas maneras. Él era soberano sobre la creación; era soberano en la fertilidad y cosecha ante la dependencia estacional-agrícola; era soberano en su trato redentivo con su pueblo Israel; era soberano también en su relación con otras naciones. Su soberanía en todas las esferas se manifestaría en una escala universal en el día que «juzgaría al mundo con justicia» (Sal. 9:8; 96:13; 98:9). Los salmistas y profetas reconocían que, en tanto que el reinado de Jehová ya se ejercía de muchas maneras, la realidad de la que eran testigos estaba muy por debajo de lo que ellos sabían era el ideal. La soberanía de Jehová ni siquiera recibía de Israel el reconocimiento debido, por no hablar de las naciones que nunca le habían conocido. Esta disparidad entre lo real y lo ideal no duraría para siempre; en el día de Jehová su justo reinado sería reconocido universalmente y la tierra se llenaría «del conocimiento del Señor» (Is. 11:9; cf. Hab. 2:14). En aquel día, dijo un profeta posterior, «Jehová será rey sobre toda la tierra. En aquel día Jehová será uno, y uno su nombre» (Zac. 14:9). El día de Jehová, aquí y en varios otros pasajes es la ocasión de una teofanía; en Zac. 14:3s., Jehová conduce el ataque sobre los agresores de su pueblo y planta su pie victoriosamente sobre el Monte de los Olivos.

Un factor que enfatizaba el contraste entre la realidad y lo ideal fue la declinación de la monarquía davídica. La casa de David representaba el reino divino en la tierra; pero cuando la desorganización, la injusticia social y la invasión extranjera habían reducido su grandeza prístina, su capacidad de continuar siendo una digna representante de la soberanía de Dios sufrió deterioro. Además, al irse hundiendo más y más las fortunas de la casa de David, vemos aparecer con más claridad la figura de un rey venidero de la línea de David en quien Dios realizaría todas las promesas brillantes que había hecho a David, un rey que restauraría y sobrepasaría las glorias desvanecidas de tiempos anteriores (cf. Is. 7:12ss; 9:65, 11:1ss; 32:1ss; Mi. 5:2ss; Jer. 23:5; 33:14ss).

Gran parte de la escatología posterior de los judíos está impregnada por la esperanza de un Mesías davídico; un Mesías que inauguraría la nueva era al aniquilar a los enemigos de su pueblo y ser entronizado como el permanente vicerregente de Dios. A veces, sin embargo, el príncipe davídico es eclipsado por su tarea sacerdotal por las descripciones de la era venidera; esto es evidente, por ejemplo, en el programa de Ezequiel para la nueva comunidad de naciones en la era de restauración cuando Jehová moraría en medio de su pueblo. Un ejemplo posterior del mismo tipo de expectación se encuentra en la literatura de Qumrán, donde el Mesías davídico se visualiza subordinado al sumo sacerdote, quien sería el jefe del estado en la nueva era.

En el libro de Daniel aparece otra forma de esperanza mesiánica. Aunque ya no existe la monarquía hebrea, el Altísimo no ha abandonado su reinado; los reinos de los hombres junto a sus sucesivos gobernantes paganos mantienen su poder sólo por la voluntad divina y hasta cuando él lo permita. La época del dominio pagano es limitada; cuando el último de los imperios paganos haya caído, el Dios de los cielos levantará un reino que durará por siempre. En la visión del día de juicio que se describe en Dn. 7, este dominio universal se lo da a «uno como un hijo de hombre» (v. 13) al fin del tiempo, a quien se asocia—si no se iguala—en la interpretación de la visión con «los santos del Altísimo» (vv. 18, 22, 27).

A medida que pasaba el tiempo, el día del Señor, fue descrito en un lenguaje apocalíptico (cf. Is. 24:1ss; Jl. 2:30; 3:9ss.; Mal. 3:16–4:6) aunque tal lenguaje se encuentra incluso en los profetas anteriores al exilio (cf. Jer. 4:23–26, con su figura «miré a la tierra, y he aquí que era un caos» (BJ); cf. Sof. 1:2ss.). Y no únicamente el lenguaje pictórico apocalíptico se encuentra presente en los profetas, sino la misma idea del día del Señor, con su intervención activa y no simplemente como el desarrollo inevitable de una situación determinada, aunque el énfasis se encuentra más definido en los apocalípticos.

Parte de la literatura apocalíptica recibe también la influencia del zoroastrismo, en el que se encuentra una bien definida concepción del día del juicio final, separación y regeneración, cuando el mal sería quemado en el fuego purificador y el «dominio deseado» del bien se establecería.

Una muestra interesante de la expectación escatológica al final de la era precristiana la provee la literatura de Qumrán, mencionada antes (véase también el artículo Los Manuscritos del Mar Muerto.)

III. La escatología del NT: Jesús y el reino de Dios. Al pasar del AT al NT notamos un cambio en el énfasis escatológico. La escatología del AT mira hacia adelante; sus notas dominantes son de esperanza y promesa. Aunque éstas están presentes en el NT, la nota dominante aquí es la de cumplimiento en Jesús. Esto es evidente incluso en libros del NT que en otras materias varían considerablemente. Así, no hay dos libros que sean más distintos en su forma literaria que el evangelio de Juan y el Apocalipsis; pero cuando vamos más allá de la forma para entender la sustancia, oímos a uno cuyo nombre es «La Palabra de Dios» diciendo a sus seguidores: «en el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo» (Jn. 16:33; cf. Ap. 5:5; 19:33).

Con el ministerio de Jesús, la escatología bíblica alcanza su momento decisivo. Su ministerio en Galilea, resumido en Mr. 1:15 («El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio»), proclama el cumplimiento de la visión de Daniel: «y llegó el tiempo y los santos recibieron el reino» (Dn. 7:22). En un sentido, el reino de Dios ya estaba presente en el ministerio de Jesús: «Mas si por el dedo de Dios echo yo fuera los demonios, ciertamente el reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc. 11:20; cf. Mt. 12:28). Pero en otro sentido, el reino de Dios (véase) era algo futuro, por lo que enseñó a sus discípulos a orar: «Venga tu reino» (Lc. 11:2). Éste era el sentido en que él podría venir «con poder» (Mr. 9:1); un evento asociado con la parousia (Advenimiento) del Hijo del Hombre «en las nubes con poder y gran gloria» (Mr. 13:26).

La figura del Hijo del Hombre que juega un papel tan prominente en parte de la enseñanza de Jesús acerca del reino de Dios, especialmente después de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo (Mr. 8:29), se remonta a «uno semejante a hijo de hombre» al que Daniel vio en su visión del juicio (Dn. 7:13s.). En la enseñanza de Jesús se fue haciendo evidente que él mismo cumpliría este papel. Pero en tanto que él usa el lenguaje de Daniel y habla del Hijo del Hombre como destinado a sufrir, usando un lenguaje que recuerda al siervo obediente y sufriente de Jehová en Is. 52:15–53:12. Esta identificación práctica del Hijo del Hombre con el siervo puede que no haya sido una innovación completa («uno semejante a hijo del hombre» es quizá una de las primeras tal vez la primera, de las muchas interpretaciones del siervo); pero la forma en la que Jesús habla del Hijo del Hombre en términos de siervo es un tanto distintiva, porque no solamente él identifica estas dos figuras, sino que se presenta a sí mismo como aquel que cumple estas dos figuras en su propia persona. Así como en Daniel «uno como hijo de hombre» recibe el reino de manos del Anciano de Días, así en los evangelios, Jesús recibe el reino de su Padre. Pero como en Dn. 7:18ss. «los santos del Altísimo» reciben el reino, también Jesús comparte su reino con sus discípulos, su «manada pequeña» (Lc. 12:32; 22:29s.). Sin embargo, es evidente que la consumación del reino—su venida con poder—debe esperar el sufrimiento del Hijo del Hombre.

A veces, Jesús usa el término «vida»—más completamente, «vida eterna» (la vida del siglo venidero)—como un sinónimo del «reino de Dios»; entrar en el reino es entrar a la vida. Esto es consistente con el punto de vista existente de que el reino de Dios sería establecido en la nueva era, cuando los justos serían resucitados para gozar para siempre de la vida resucitada.

En la enseñanza apostólica (que en este punto hace explícito lo que era implícito en las propias palabras de Jesús) esta vida eterna es algo que puede disfrutarse en el presente, aunque su florecimiento completo debe esperar una consumación que vendrá. Porque la muerte y resurrección de Cristo han introducido una nueva fase en el reino de Dios, para que aquellos que creen en Cristo compartan ya esta resurrección de vida, aunque todavía vivan en la tierra en un cuerpo mortal. Hay un intervalo (que puede ser más corto o más largo) entre la resurrección de Cristo y su parousia y durante este intervalo («la última hora») la era que viene se traslapa con la presente (véase). Los cristianos viven espiritualmente en «esa hora» en tanto que viven temporalmente en «esta era»; ellos poseen la vida eterna antes que haya ocurrido la resurrección del cuerpo.

Este esquema, que es especialmente característico de los escritos de Pablo y Juan, ha sido llamado «escatología realizada». Pero la «escatología realizada» del NT no excluye una resurrección escatológica en el futuro.

  1. «La escatología realizada». ¿Cuál es el eschaton, «la última cosa» que es el objeto propio de la esperanza escatológica? Si ésta se encuentra en el ministerio, pasión y triunfo de Jesús, entonces no puede ser éste el fin absoluto del tiempo (véase) porque éste ha continuado existiendo desde entonces. Quizá deberíamos decir que el NT revela que la «última cosa» es aquel que es el «Último» (el eschatos [masculino] en vez de eschaton [neutro]). (Podemos comparar el título de Jesús «El Primero y el Último» en Ap. 1:17; 2:8; 22:13). Es decir, Jesús es en sí mismo el cumplimiento de la esperanza del pueblo de Dios, el «Amén» a todas las promesas de Dios.

Hace una generación o dos, el nombre más significativo en este campo de estudios fue el de Albert Schweitzer con su «escatología completa». Según él, Jesús, quien creía ser el Mesías de Israel al fin del tiempo, se encontró conque la consumación no ocurrió cuando él la esperaba, así que se entregó a la muerte para forzar su parousia como el «Ungido». Puesto que las ruedas de la historia mundial no respondieron a su control para detenerse en su última revolución, él se arrojó sobre ellas y fue aplastado. «La rueda sigue girando, y el cuerpo destrozado de un Hombre inmensurable, quien fue lo suficientemente fuerte como para pensar de sí mismo como el gobernante espiritual de la humanidad y sujetar la historia según su propósito, sigue colgado aún. Ésta es su victoria y su reino» (The Quest of the Historical Jesus, Black, Londres, 1911, p. 369). En otras palabras, el pensamiento y mensaje de Jesús era básicamente escatológico, y escatológico en el sentido ejemplarizado por el crudo apocalipticismo de su día. Su enseñanza ética fue proyectada únicamente para el breve período intermedio entre su ministerio y su inminente parousia. Más tarde, cuando su muerte fue vista como la destrucción de las condiciones escatológicas en lugar de hacerlas posibles, la proclamación del reino fue reemplazada por la enseñanza de la iglesia.

Si bien es cierto que la interpretación de Schweitzer acerca del mensaje de Jesús fue a su manera una saludable reacción a la interpretación liberal que él rechazó, fue igualmente parcial y exagerada en su selección de la información del Evangelio. Uno puede reconocer el valor de su contribución al debate sin aceptar su interpretación.

Más recientemente, C.H. Dodd, con su «escatología realizada», ha llegado a ser posiblemente el nombre más significativo en este campo (especialmente en Gran Bretaña). En su Parables of the Kingdom (Nisbet, Londres, 1935), él interpreta las parábolas de Jesús en términos del desafío ante una decisión con la que los hombres son confrontados cuando se proclama el evangelio del reino. En The Apostolic Preaching and its Developments (Hodder and Stoughton, Londres, 1936), «el reino de Dios se concibe como viniendo en los sucesos de la vida, muerte y resurrección de Jesús, y proclamar estos hechos, adecuadamente, es predicar el evangelio del Reino de Dios» (pp. 46s.). Aquí no se hace una referencia a una futura venida de Jesús. Los eventos históricos del evangelio constituyen un proceso escatológico «una manifestación decisiva de los poderosos hechos de Dios para la salvación del hombre»; y la concentración tardía sobre una «última cosa» que vendría fue el resultado de una reincidencia en la escatología judía la cual tuvo el efecto de relegar a un segundo plano aquellos elementos del evangelio que son los más distintivos del cristianismo. En un libro posterior, sin embargo—The Coming of Christ (Cambridge University Press, 1951)—Dodd parece conceder una consumación futura asociada con la persona de Cristo: lo que vino a la tierra con la encarnación de Cristo «fue final y decisivo para todo el significado y propósito de la existencia humana, y lo encontraremos nuevamente cuando la historia haya terminado … en aquella última frontera encontraremos a Dios en Cristo» (p. 58).

Una posición similar a la de Dodd es la que adopta Joachim Jeremias en The Parables of Jesus (S.C.M., Londres, 1954); no obstante, Jeremias reconoce su deuda a Dodd. Según Jeremias, las parábolas de Jesús expresan una escatología «que se encuentra en un proceso de realización»; ellas proclaman que «la hora del cumplimiento ha llegado» y llevan a los que oyen a concentrar sus mentes en la persona y misión de Jesús (p. 159).

No hay un pensador más estimulante de esta escuela que John Arthur Thomas Robinson. Su obra In the End, God … (Clarke, Londres, 1950) interpreta la parousia de Cristo no como un evento literal del futuro sino como una presentación simbólica o mitológica de «lo que debe suceder y de lo que ya está sucediendo, dondequiera que el Cristo llega en amor y poder, dondequiera que se tracen los signos de su presencia, dondequiera que se vean las marcas de la cruz. El Día del Juicio es un cuadro dramatizado e idealizado de cada día» (p. 69). En un libro posterior, Jesus and His Coming (S.C.M., Londres, 1957), enfrenta la pregunta crucial: ¿Usó Jesús un lenguaje que sugiriera su retorno del cielo a la tierra? Un examen crítico de la información lo lleva a decir «No». Las expresiones de Jesús sobre el tema expresan en realidad los temas de la vindicación y visitación, p. ej. su respuesta a la pregunta del Sumo Sacerdote en cuanto a si era o no era el Mesías (Mr. 14:62s.): «Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo». En Mt. 26:64 y Lc. 22:69 una frase, «desde ahora» se inserta antes de «veréis»; esto lo toma Robinson como una parte genuina de la respuesta. Estas, palabras de Jesús, basadas principalmente en el Sal. 110:1 y en Dn. 7:13, declaran que el Hijo del Hombre, aunque condenado por sus jueces terrenales, será vindicado en el tribunal de Dios. Y si aquí la venida del Hijo del Hombre representa una vindicación, existen otros dichos de Jesús en los evangelios donde la venida del Hijo del Hombre significa una visitación en juicio, los cuales comenzarán a circular a causa de su rechazo (p. ej., Lc. 12:40; Mt. 10:23; Lc. 18:8). Esta visitación de juicio ocurrirá «desde ahora» con tanta exactitud como la vindicación. Robinson, en lugar de hablar de una «escatología realizada», habla de una «escatología inaugurada»; una escatología inaugurada por la muerte y resurrección de Jesús. Porque su muerte y resurrección no agotaron su actividad mesiánica; al contrario, éstas «iniciarían y desarrollarían el reino de Dios en el que desde ahora la obra redentora del Padre podría llevarse a su cumplimiento la cual hasta ahora había sido negada» (p. 81). Al ministerio de Jesús antes de su muerte y resurrección Robinson le aplica el nombre de «escatología proléptica» (p. 101), porque en sus palabras y hechos los signos de la era mesiánica podían verse por anticipación.

Él cree que en un período temprano de la historia de la iglesia, la perspectiva cambió. En tanto que los cristianos continuaban pensando de la vindicación como siguiendo inmediatamente a su muerte y resurrección, ellos pospusieron su visitación para un día futuro.

  1. La segunda venida. La amplia respuesta de Jesús al Sumo Sacerdote debe examinarse exactamente para determinar si implicaba o no una venida del Hijo del Hombre a la tierra. En Dn. 7:13 (el pasaje del AT en el que se basa la descripción de su venida con las nubes del cielo) el «uno como un hijo de hombre» viene hasta el Anciano de días y se ha inferido de aquí que Jesús pensaba del Hijo del Hombre como viniendo con las nubes del cielo hasta la presencia de Dios, y no a la tierra. Pero en ese caso, ¿cómo podría ver el Sanedrín al Hijo del Hombre? Y de hecho, ¿dónde se localiza al Anciano de días en Dn. 7:13? Los tronos de Dn. 7:9 se ubican en la tierra en lugar del cielo; es en la tierra, al parecer, que el Anciano de días ocupa su trono de juicio, otorga dominio al Hijo del Hombre y da el juicio a los santos del Altísimo.

En Mr. 13:26, otro pasaje donde Jesús habla de los hombres que verán «al Hijo del Hombre, que vendrá en las nubes con gran poder y gloria», existen pocas dudas que se refiera a una venida a la tierra, porque son hombres de la tierra los que lo ven y él procede a «enviar a sus ángeles para juntar a sus escogidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo» (v. 27). Pero se entiende ampliamente que el discurso de Mr. 13 en su forma presente no es la enseñanza inalterada de Jesús, y que los vv. 24–27 en particular son en segundo lugar, el producto del cambio de perspectiva en la iglesia primitiva lo cual también se refleja, p. ej. en 2 Ts. 1:6–10.

El argumento de Mr. 13, sin embargo, no puede desecharse tan rápido. Puede ser que el discurso de Jesús en este capítulo tuviera su propia historia antes de ser incorporado en el evangelio de Marcos y que se hubiera conservado en forma separada. Evidentemente, los vv. 24–27 se basan en los profetas del AT para describir el día del Señor; ¿pero qué podría ser más natural? «Cuando Dios avanza para salvación el universo palidece delante de él» (George Raymond Beasley-Murray, A Commentary on Mark Thirteen, MacMillan, Londres, 1957, p. 67). Y contra este trasfondo de un cielo oscurecido, el Hijo del Hombre viene con las nubes a la tierra. Una interpretación similar de Mr. 14:62 parece más razonable, aunque la interpretación contraria de este versículo «ha llegado a ser casi una nueva ortodoxia en Gran Bretaña» (Beasley-Murray, op. cit., p. 91). Sin embargo, la «nueva ortodoxia» no ha sido aceptada universalmente; Joseph Edward Fison mantiene que Mr. 14:62 es el único texto seguro que, sin ambigüedades, prueba que Jesús habló de su retorno a la tierra (The Christian Hope, Longmans, Londres, 1954, p. 194)

Por lo tanto, si Jesús contemplaba un regreso a la tierra, debemos investigar si él contemplaba un intervalo entre el cumplimiento de su ministerio y esa segunda venida. Al buscar la respuesta a esta pregunta, nos ponemos conscientes de una tensión entre la idea de un reino de Dios como presente en la vida y obra de Jesús y la idea de una consumación futura; una tensión evidente en el pensamiento y enseñanza de Jesús mismo así como en el pensamiento y enseñanza de la iglesia primitiva. No hacemos justicia a esta tensión cuando interpretamos el NT y su evidencia en términos de una exclusiva escatología realizada o de una exclusiva escatología futura. Que Jesús pensaba en un intervalo que separaba su pasión de su parousia se deduce claramente de lo que dice Mr. 13:10 («es necesario que el evangelio sea predicado ante todas las naciones»); ciertamente una expresión genuina de Jesús refiriéndose al período anterior a la consumación final, si pertenecía originalmente a su contexto presente o no. La consumación final está vitalmente relacionada a lo que ocurrió cuando Jesús vino la primera vez. Porque él a la vez cumplió el reino, y lo prometió. Su promesa está confirmada por su cumplimiento en la vida y la muerte; el cumplimiento del reino en la vida y la muerte será vindicado cuando su promesa llegue a ser verdad.

Las implicaciones de esta tensión son expuestas por Werner Georg Kuemmel en Promise and Fulfilment (S.C.M., Londres, 1957). Oscar Cullmann, quien reconoce la obra de Kuemmel, también ha tratado el tema iluminadamente (cf. «The Return of Christ» en The Early Church, S.C.M., Londres, 1956, pp. 141ss.). Él ha cautivado la imaginación de muchos por su feliz analogía del Día D y del Día V (Día de la Victoria) [expresiones de la Segunda Guerra Mundial. nota del ed.] para ilustrar la relación entre lo que Cristo hizo en su primera venida y lo que hará cuando venga nuevamente. Una vez que la batalla decisiva de una guerra ha sido ganada, el resultado final está asegurado; el intervalo entre la última manifestación y la celebración de la victoria es de una duración incierta y de una importancia relativa. Así, la parousia de Jesús no es el evento decisivo del evangelio; mejor, es la secuela inevitable de un evento decisivo que ocurrió en su muerte y resurrección. El tiempo en que esto ocurra no es tan importante como el hecho de que el acontecimiento está asegurado.

Con la obra consumada por Jesús en su primera venida se inaugura la era escatológica. El Cordero inmolado (véase) ha vindicado su título para ser el Señor de la Historia: ésta es la lección de Ap. 5:5ss. La consumación de la época escatológica está estrechamente relacionada con su persona como lo fue en su inauguración; en 2 Ts. 2:8 se llama «resplandor de su venida» (lit. la «manifestación de su presencia»). Él ha sido vindicado por Dios, aunque esa vindicación no haya sido todavía universalmente revelada y reconocida. Pero el creyente que vive ahora «entre dos tiempos» y espera la «manifestación de su presencia» experimenta ya la seguridad de su presencia, su venida, su permanencia como Victorioso y Liberador. El NT que abunda en detalles acerca de la presente vindicación y exaltación de Cristo, admite que aún no vemos todas las cosas sometidas a él, pero enseña a confiar plenamente como viendo a Jesús glorificado (He. 2:8s.); ésta es una garantía suficiente de que Aquel que viene vendrá (He. 10:37).

La parousia de Cristo está estrechamente asociada en el NT con la resurrección de su pueblo (y en generalmente con la resurrección de la humanidad) y con el juicio del mundo. Mientras el pueblo de Cristo experimenta la resurrección para vida aquí y ahora, aquellos que le rechazan son «condenados ya» (Jn. 3:18), este aspecto «realizado» de la resurrección y juicio no excluye su consumación futura. El evangelio, que enfatiza con peucliaridad que el juicio del mundo coincidió con la encarnación y pasión de Cristo (Jn. 12:31), y que los creyentes en él ya poseen la vida eterna (Jn. 3:36), habla también con claridad de una resurrección que será efectuada por Cristo el día final (Jn. 6:39s.), cuando «todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación» (Jn. 5:28, 29).

Algunas cuestiones menores activamente investigadas en relación con la parousia, especialmente entre el pueblo evangélico—tales como la relación de tiempo en los mil años de Ap. 20:2ss., o con la Gran Tribulación de Mr. 13:19, etc. pertenece más a una exégesis detallada de textos de la Escritura individualmente que a un resumen general de la escatología bíblica. Lo que es esencial en el evangelio es la expectación segura del tiempo cuando los efectos cósmicos de la obra redentora de Cristo sean cumplidos y cuando «la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción a la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Ro. 8:21).

BIBLIOGRAFÍA

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Fuente: Diccionario de Teología

Del gr. esjatos, ‘último’. Este término se refiere a la doctrina de las últimas cosas”.

Contrastando con las concepciones cíclicas de la historia, los escritos bíblicos entienden la historia como un movimiento lineal en dirección a una meta. Dios dirige la historia hacia el cumplimiento definitivo de sus propósitos para la creación. De manera que la escatología bíblica no se limita al destino del individuo; tiene que ver con la consumación de toda la historia del mundo, hacia la cual se dirigen todos los actos redentores de Dios en la historia.

I. La perspectiva veterotestamentaria

El carácter futurista de la fe judía tiene su origen en el llamado de Abraham (Gn. 12.1–3) y la promesa de la tierra a heredar, pero en el mensaje de los profetas es donde radica su pleno carácter escatológico, que se proyecta hacia una meta final permanente conforme al propósito de Dios en la historia. La expresión profética “día de Jehová” (acompañada de una serie de expresiones similares tales como “en aquel tiempo [día]”) se refiere al hecho futuro de la acción decisiva de Dios respecto al juicio y la salvación en el campo de la historia. Para los profetas está siempre estrechamente relacionado con el contexto histórico del momento, y de ninguna manera se refiere necesariamente a los días finales de la historia. Sin embargo, en forma creciente surge el concepto de una resolución final de la historia: un día de juicio más allá del cual Dios establece una era permanente de salvación. Una escatología plenamente trascendente, que espera un acto de Dios directo y universal, más allá de las posibilidades de la historia común, que da lugar a un mundo radicalmente transformado, es característica de la *apocalíptica, que ya se vislumbra en varias partes de los libros proféticos.

Los profetas describen con frecuencia la era escatológica de salvación que se halla más allá del juicio. Fundamentalmente es la era en la cual ha de prevalecer la voluntad de Dios. Las naciones han de servir al Dios de Israel y conocerán su voluntad (Is. 2.2s = Mi. 4.1s; Jer. 3.17; Sof. 3.9s; Zac. 8.20–23). Habrá paz y justicia internacionales (Is. 2.4 = Mi. 4.3), y paz en la naturaleza (Is. 11.6; 65.25). El pueblo de Dios tendrá seguridad (Mi. 4.4; Is. 65.21–23) y prosperidad (Zac. 8.12). La ley de Dios será escrita en sus corazones (Jer. 31.31–34; Ez. 36.26s).

Se asocia frecuentemente con la era escatológica al rey davídico que ha de gobernar a Israel (y, a veces, a las naciones) como representante de Dios (Is. 9.6s; 11.1–10; Jer. 23.5s; Ez. 34.23s; 37.24s; Mi. 5.2–4; Zac. 9.9s). Un aspecto sobresaliente de estas profecías es que el Mesías ha de reinar en justicia. En el AT todavía no se usa “Mesías” [Cristo] como término técnico para el rey escatológico.) Otras figuras “mesiánicas” en la esperanza veterotestamentaria son el “uno como un hijo de hombre” (Dn. 7.13), el representante celestial de Israel, quien recibe el dominio universal, el Siervo sufriente (Is. 53), y el profeta escatológico (Is. 61.1–3). Generalmente la acción escatológica de juicio y salvación se lleva a cabo con la venida personal de Dios mismo (Is. 26.21; Zac. 14.5; Mal. 3.1–5).

II. La perspectiva neotestamentaria

El carácter distintivo de la escatología neotestamentaria está determinado por la convicción de que en la historia de Jesucristo el acto escatológico decisivo de Dios ya se ha realizado, aunque de manera tal que la consumación del mismo sigue siendo futura. Hay en la escatologia neotestamentaria tanto un “ya” de cumplimiento realizado, como un “todavía no” de promesas pendientes. Existe tanto un aspecto “realizado” como un aspecto “futuro” en la escatología neotestamentaria que, como consecuencia, probablemente podría describirse con más propiedad mediante la expresión “escatología inaugurada

La nota de cumplimiento escatológico ya iniciado significa que la escatología veterotestamentaria se ha convertido en realidad presente, en alguna medida, para el NT. Los “últimos días” de los profetas han llegado: porque Cristo fue “manifestado en los postreros tiempos” (1 P. 1.20); Dios “en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (He. 1.2); los cristianos son aquellos “a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1 Co. 10.11); “es el último tiempo” (1 Jn. 2.18); cf. también Hch. 2.17; He. 6.5. Por lo demás, los escritores del NT se oponen a la fantasía de que el cumplimiento ya se ha completado (2 Ti. 2.18).

Es importante conservar la unidad teológica de la obra redentora de Dios, pasada, presente, y futura,“ya” y “todavía no”. Con demasiada frecuencia la teología tradicional ha mantenido separados estos aspectos: por un lado la obra terminada de Cristo, y por el otro las “últimas cosas”. Según la perspectiva neotestamentaria las “últimas cosas” comenzaron con el ministerio de Jesús. La obra histórica de Cristo asegura, requiere, y apunta hacia la consumación futura del reino de Dios. La esperanza cristiana para el futuro se desprende de la obra histórica de Cristo. La iglesia cristiana vive entre el “ya” y el “todavía no”, envuelta en el movimiento progresivo del cumplimiento escatológico.

La escatología inaugurada ya se descubre en la proclamación de Jesús acerca del reino de Dios. Jesús modifica la expectativa puramente futura de la apocalíptica judía mediante su mensaje de que el gobierno escatológico de Dios ya se ha acercado (Mt. 3.17). El poder del mismo ya actúa en las acciones victoriosas de Jesús sobre el reino del mal (Mt. 12.28s). En la persona misma de Jesús y su misión está presente el reino de Dios (Lc. 17.20s), exigiendo respuesta, de manera que la participación del hombre en el futuro del reino está determinada por su respuesta a Jesús en el presente (Mt. 10.32s). Así Jesús hace del reino una realidad presente que, sin embargo, sigue siendo futura (Mr. 9.1; 14.25).

El carácter escatológico de la misión de Jesús tuvo su confirmación en la resurrección. La resurrección es un hecho escatológico que pertenece a la expectativa veterotestamentaria del destino final del hombre, de manera que la inesperada resurrección del hombre Jesús, antes que todos los demás, determinó la convicción de la iglesia de que el fin ya había comenzado. Él ya se ha levantado de los muertos como las “primicias” de los muertos (1 Co. 15.20). Jesús ya ha entrado, en nombre de su pueblo, en la vida eterna de la era escatológica; ha dado el paso inicial como pionero (He. 12.2) para que otros lo puedan seguir. En las palabras de Pablo, él es el “postrer Adán” (1 Co. 15.45), el Hombre escatológico. Para todos los demás hombres la salvación escatológica significa ahora compartir su humanidad escatológica, su vida de resurrección.

De manera que para los escritores del NT, la muerte y la resurrección de Jesús constituyen el acontecimiento escatológico absolutamente decisivo que determina la esperanza cristiana para el futuro: véase, p. ej., Hch. 17.31; Ro. 8.11; 2 Co. 4.14; 1 Ts. 4.14. Esto explica el segundo aspecto que distingue a la escatología neotestamentaria. Además de su característica tensión entre el “ya” y el “todavía no”, la escatología del NT se distingue por ser totalmente cristocéntrica. El papel de Jesús en la escatología neotestamentaria va mucho más allá del papel del Mesías según la esperanza veterotestamentaria, o la judaica de épocas posteriores. No hay ninguna duda de que él es el Hijo del hombre celestial (Dn. 7), el profeta escatológico (Is. 61; cf. Lc. 4.18–21), el Siervo sufriente (Is. 53), y aun el rey davídico, aun cuando no como lo esperaban sus contemporáneos. Pero la concentración neotestamentaria del cumplimiento escatológico en Jesús refleja no solamente el cumplimiento por su parte de estos papeles esencialemente escatológicos. Para la teología neotestamentaria Jesús expresa tanto la obra escatológica de salvación del propio Dios, como también el destino escatológico del hombre. En consecuencia, él es, por un lado, el Salvador y el Juez, el Vencedor sobre el mal, el Agente del gobierno de Dios, y el Mediador de la presencia escatológica de Dios ante los hombres: él es en sí mismo el cumplimiento de las expectativas veterotestamentarias de la venida escatológica de Dios mismo (cf. Mal. 3.1 con Lc. 1.76; 7.27). Por el otro lado, él es, también, el Hombre escatológico: no sólo ha logrado sino que define, en su propia humanidad resucitada, el destino escatológico de todos los hombres. De modo que ahora la afirmación más acertada en cuanto a nuestro destino es que seremos como él (Ro. 8.29; 1 Co. 15.49; Fil. 3.21; 1 Jn. 3.2). Por estas dos razones la esperanza del cristiano se centra en la venida de Jesucristo.

En todos los escritos del NT, la escatología ostenta estas dos características distintivas: ha sido inaugurada y es cristocéntrica. Sin embargo, existen diferencias de énfasis, especialmente en cuanto al peso relativo que se le acuerda a las expresiones “ya” y “todavía no”. El cuarto evangelio destaca marcadamente tanto la escatología realizada como la identificación de la salvación escatológica con Jesús mismo (véase, p. ej., 11.23–26), pero no elimina la esperanza futura (5.28s; 6.3–9, etc.).

III. La vida cristiana y la esperanza

El cristiano vive entre el “ya” y el “todavía no”, entre la resurrección de Cristo y la futura resurrección general en el momento de la venida de Cristo. Esto explica la estructura distintiva de la existencia cristiana, fundada en la obra terminada de Cristo en el pasado histórico y, al mismo tiempo, desenvolviéndose en la esperanza del futuro que se nutre de esa misma historia pasada, y es garantizada por ella. La estructura se ve, p. ej., en la Cena del Señor, donde el Señor resucitado está presente en medio de su pueblo en un acto de “recordación” de su muerte, que es a la vez un simbólico anticipo del banquete escatológico del futuro, que da testimonio, por lo tanto, de la esperanza de su venida.

El período que transcurre entre el “ya” y el “todavía no” es el período del Espíritu y el período de la iglesia. El Espíritu es el regalo escatológico prometido por los profetas (Hch. 2.16–18), por medio del cual los cristianos participan ya de la vida eterna de la era venidera. El Espíritu es el creador de la iglesia, el pueblo escatológico de Dios, que ya ha sido transferido de la potestad de las tinieblas al reino de Cristo (Col. 1.13). Por medio del Espíritu presente en la iglesia la vida de la era venidera ya se está viviendo en medio de la historia de este presente siglo malo (Gá. 1.4). Así, en un sentido, la nueva era y la era pasada se superponen; la nueva humanidad del postrer Adán coexiste con la vieja humanidad del primer Adán. Por la fe sabemos que la vieja era va pasando y que está sujeta a juicio, y que la futura depende de la nueva realidad de Cristo.

El proceso del cumplimiento escatológico en la superposición de las edades comprende la misión de la iglesia, que cumple el universalismo de la esperanza veterotestamentaria. La muerte y la resurrección de Cristo constituyen un acontecimiento escatológico de significación universal que, sin embargo, debe cumplirse universalmente en la historia mediante la proclamación mundial del evangelio por la iglesia (Mt. 28.18–20; Mr. 13.10; Col. 1.23).

Sin embargo, la línea divisoria entre la era antigua y la nueva no corre sencillamente entre la iglesia y el mundo; corre a través de la iglesia y a través de la vida del cristiano individual. Estamos siempre en proceso de transición del antiguo al nuevo, viviendo en tensión escatológica entre el “ya” y el “todavía no”. Somos salvos, y no obstante seguimos aguardando la salvación. Dios nos ha justificado, e. d. ha anticipado el veredicto del juicio final al declararnos absueltos por medio de Cristo. Sin embargo. todavía “aguardamos por fe la esperanza de la justicia” (Gá. 5.5). Dios nos ha dado el Espíritu por medio del cual compartimos la vida de resurrección de Cristo. Pero el Espíritu es solamente el primer anticipo (2 Co. 1.22; 5.5; Ef. 1.14) de la herencia escatológica, el pago inicial que garantiza el pago total. El Espíritu constituye las primicias (Ro. 8.23) de la cosecha total. Por lo tanto, en la presente existencia cristiana todavía conocemos lo que significa la lucha entre la carne y el Espíritu (Gá. 5.13–26), entre la naturaleza que heredamos del primer Adán y la nueva naturaleza que recibimos del postrer Adán, Todavía estamos a la espera de la redención de nuestro cuerpo en el momento de la resurrección (Ro. 8.23; 1 Co. 15.44–50), y la perfección sigue siendo la meta hacia la cual proseguimos (Fil. 3.10–14). La tensión entre el “ya” y el “todavía no” representa una realidad existencial de la vida cristiana.

Por esta misma razón la vida cristiana incluye el sufrimiento. En esta era los cristianos necesariamente deben compartir los sufrimientos de Cristo, para que en la era futura puedan compartir su gloria (Hch. 14.22; Ro. 8.17; 2 Co. 4.17; 2 Ts. 1.4s; He. 12.2; 1 P. 4.13; 5.10; Ap. 2.10), e. d. la “gloria” pertenece al “todavía no” de la existencia cristiana. Esto se debe tanto al hecho de que todavía estamos en este cuerpo mortal, como también porque la iglesia aún permanece en el mundo donde Satanás tiene el dominio. Por lo tanto, su misión es inseparable de la persecución, así como lo fue la de Cristo (Jn. 15.18–20).

Es importante notar que la escatología del NT nunca se reduce a mera información acerca del futuro. La esperanza futura siempre tiene pertinencia para la vida cristiana presente. Por este motivo se la toma repetidamente como base para las exhortaciones para que la vida cristiana concuerde con la esperanza cristiana (Mt. 5.3–10, 24s; Ro. 13.11–14; 1 Co. 7.26–31; 15.58; 1 Ts. 5.1–11 ; He. 10.32–39; 1 P. 1.13; 4.7; 2 P. 3.14; Ap. 2s). La vida cristiana se caracteriza por su orientación hacia el momento cuando el gobierno de Dios ha de prevalecer finalmente en todo el universo (Mt. 6.10), y por consiguiente los cristianos han de representar esa realidad frente a todo el dominio aparente de la iniquidad en la era actual. Han de esperar aquel día en solidaridad con el vehemente deseo de la creación toda (Ro. 8.18–25; 1 Co. 1.7; Jud. 21), y han de sufrir aguantando con paciencia las contradicciones de la hora actual. La capacidad de resistir es la virtud que el NT más a menudo asocia con la esperanza cristiana (Mt. 10.22; 24.13; Ro. 8.25; 1 Ts. 1.3; 2 Ti. 2.12; He. 6.11s; 10.36; Stg. 5.7–11; Ap. 1.9; 13.10; 14.12). A través de la tribulación de la presente era, el cristiano aguanta, incluso regocijándose (Ro. 12.12), con la fortaleza de la esperanza que, fundada en la resurrección del Cristo crucificado, le asegura que el camino de la cruz es el camino hacia el reino. El creyente cuya esperanza está cimentada en los valores permanentes del futuro reino de Dios se verá liberado de la esclavitud en la que viven los materialistas de este mundo (Mt. 6.33; 1 Co. 7.29–31; Fil. 3.18–21; Col. 3.1–4). El cristiano cuya esperanza es que Cristo finalmente lo presentará perfecto delante de su Padre (1 Co. 1.8; 1 Ts. 3.13; Jud. 24) se esforzará por alcanzar esa perfección en el presente (Fil. 3.12–15; He. 12.14; 2 P. 3.11–14; 1 Jn. 3.3). Ha de vivir en constante vigilancia (Mt. 24.42–44; 25.1–13; Mr. 13.33–37; Lc. 21.34–36; 1 Ts. 5.1–11; 1 P. 5.8; Ap. 16.15), como siervo que espera diariamente el regreso de su amo (Lc. 12.35–48).

La esperanza cristiana no es utópica. El reino de Dios no se construye mediante el esfuerzo humano; es obra de Dios mismo. No obstante, puesto que el reino representa la consumación perfecta de la voluntad de Dios para la sociedad humana, será a la vez el móvil para la acción social cristiana en el presente. En la hora actual el reino se anticipa principalmente en la iglesia, la comunidad de aquellos que reconocen al Rey, pero la acción social cristiana para el cumplimiento de la voluntad de Dios en el seno de la sociedad en general será también señal del reino que se avecina. Los que oran por la venida del reino (Mt. 6.10) no pueden menos que poner por obra dicha oración hasta donde les sea posible. Lo harán, sin embargo, con ese realismo escatológico que reconoce que todos los anticipos del reino en esta era serán provisorios e imperfectos, que el reino venidero no debe nunca confundirse con las estructuras sociales y políticas de la presente era (Lc. 22.25–27; Jn. 18.36), y estas últimas con frecuencia incluirán oposición satánica al reino (Ap. 13.17). De esta manera los cristianos no sufrirán desilusión ante los fracasos humanos, sino que persistirán en su confianza en la promesa de Dios. El utopismo humano tiene que redescubrir su verdadera meta en la esperanza cristiana, y no a la inversa.

IV. Señales de los tiempos

El NT sostiene insistentemente que la venida de Cristo es inminente (Mt. 16.28; 24.33; Ro. 13.11s; 1 Co. 7.29; Stg. 5.8s; 1 P. 4.7; Ap. 1.1; 22.7, 10, 12, 20). Esta inminencia temporal, sin embargo, está condicionada por la creencia de que “antes” deben producirse ciertos acontecimientos (Mt. 24.14; 2 Ts. 2.2–8), y especialmente por la clara enseñanza de que la fecha del fin no puede ser conocida de antemano (Mt. 24.36, 42; 25.13; Mr. 13.32s; Hch. 1.7). Todo cálculo queda eliminado, y los creyentes viven en diaria expectativa precisamente porque la fecha no puede ser conocida. La inminencia tiene menos que ver con fechas que con la relación teológica entre el cumplimiento futuro, y la historia pasada de Cristo y la situación actual de los cristianos. El “ya” promete, garantiza, exige el “todavía no”, de manera que la venida de Cristo ejerce una presión continua sobre el presente, haciendo que la vida cristiana se oriente hacia ella. Esta relación teológica explica el característico escorzamiento de la perspectiva en la profecía de Jesús sobre el juicio de Jerusalén (Mt. 24; Mr. 13; Lc. 21) y en la profecía de Juan acerca del juicio de la Roma pagana (Ap.); estos dos juicios se vislumbran como acontecimientos relacionados con el triunfo final del reino de Dios, por la sencilla razón de que teológicamente lo son, cualquiera sea el lapso cronológico entre ellos y el fin. Es precisamente porque se acerca el reino de Dios que los poderes de este mundo son juzgados incluso en el transcurso de la historia de esta era. Todos los juicios de esta naturaleza constituyen anticipos del juicio final.

Porque es el futuro de la iglesia, la venida de Cristo debe servir de inspiración a la iglesia actual, sea cual fuere la cercanía o lejanía del momento de su realización. Por lo tanto, en este sentido, la esperanza cristiana en el NT no se ve afectada por la supuesta “tardanza de la parusía”, que algunos entendidos han creído ver como un importante aspecto de la formulación teológica cristiana primitiva. La “tardanza” se refleja explícitamente sólo en 2 P. 3.1–10 (cf. tamb. Jn. 21.22s): allí se demuestra que ella tiene su propia base lógica en la paciente longanimidad de Dios (cf. Ro. 2.4).

Algunos exegetas creen que el NT ofrece “señales” por medio de las cuales la iglesia será advertida en cuanto a la proximidad del fin (cf. Mt. 24.3). Lo que más apoya esta idea es la parábola de Jesús basada en la higüera, con la lección que se desprende de ella (Mt. 24.32s; Mr. 13.28s; Lc. 21.28–31). Sin embargo, las señales de referencia parecen ser ya sea la caída de Jerusalén (Lc. 21.5–7, 20–24), que, si bien advierte en cuanto al acercamiento del fin, no proporciona ninguna indicación temporal, o características de toda esta era desde la resurrección de Cristo hasta el fin: falsos enseñadores (Mt. 4.4s, 11, 24s; cf. 1 Ti. 4.1; 2 Ti. 3.1–9; 2 P. 2.1–3; 1 Jn. 2.18s; 4.3); guerras (Mt. 24.6s; cf. Ap. 6.4); catástrofes naturales (Mt. 24.7; cf. Ap. 6.5–8 ); persecución de la iglesia (Mt. 24.9s; cf. Ap. 6.9–11), y la predicación mundial del evangelio (Mt. 24.14). Todas estas son señales mediante las cuales la iglesia en cada período de la historia sabe que vive en la época del fin, pero no proporcionan una cronología escatológica. Únicamente la venida de Cristo en sí misma constituye inequívocamente el fin (Mt. 24.27–30).

No obstante, el NT afirma que el período de testimonio de la iglesia alcanza un punto culminante y final con la aparición del *anticristo y una época de tribulación sin precedentes (Mt. 24.21s; Ap. 3.10; 7.14). No hay duda de que el hecho de la no aparición del anticristo constituye para Pablo una indicación de que el fin todavía no está a las puertas (2 Ts. 2.3–12).

El anticristo representa el principio de la oposición satánica al gobierno de Dios en forma. activa a través de la historia (p. ej. en la persecución de creyentes judíos bajo Antíoco Epífanes: Dn. 8.9–12, 23–25; 11.21ss), pero especialmente en los últimos tiempos, la edad de la iglesia (1 Jn. 2.18). La victoria de Cristo sobre el mal, ya lograda en principio, se manifiesta en esta edad principalmente en el testimonio de sufrimiento de la iglesia; solamente cuando llegue el fin será completa su victoria por la eliminación de los poderes de la iniquidad. Por lo tanto en esta edad el éxito del testimonio de la iglesia siempre va acompañado por una creciente violencia en la oposición satánica (cf. Ap. 12).

El mal alcanzará su crescendo final en el último anticristo, quien es a la vez un falso mesías o profeta, inspirado por Satanás para obrar falsos milagros (2 Ts. 2.9; cf. Mt. 24.24; Ap. 13.11–15), y un poder político persecutorio que en forma blasfema se adjudica honores divinos (2 Ts. 2.4; cf. Dn. 8.9–12, 23–25; 11.30–39; Mt. 24.15; Ap. 13.5–8). Es digno de notar que, mientras Pablo provee un bosquejo de esta última personificación humana de la iniquidad (2 Ts. 2.3–12), otras referencias neotestamentarias encuentran que el anticristo ya está presente en ciertos enseñadores heréticos (1 Jn. 2.18s, 22; 4.3) o en las pretensiones político-religiosas del imperio romano al perseguir a la iglesia (Ap. 13). La culminación final se anticipa en cada gran crisis de la historia de la iglesia.

V. La venida de Cristo

La esperanza cristiana se centra en la venida de Cristo, que puede describirse como su “segunda” venida (He. 9.28). Por consiguiente, la expresión veterotestamentaria, “el *día de Jehová”, que en el NT se usa para describir el acontecimiento relacionado con el cumplimiento final (1 Ts. 5.2; 2 Ts. 2.2; 2 P. 3.10; cf. “el día de Dios”, 2 P. 3.12; “aquel gran día del Dios Todopoderoso”, Ap. 16.14), es característicamente “el día del Señor Jesús” (1 Co. 5.5; 2 Co. 1.14; cf. 1 Co. 1.8; Fil. 1.6, 10; 2.16).

La venida de Cristo se conoce como su parusı́a (“venida”), su apokalypsis (“revelación”) y su epifaneia (“aparición”). La palabra parusı́a significa “presencia” o “llegada”, y se usaba en el griego helenístico para las visitas de dioses y gobernantes. La parusı́a de Cristo será la venida personal del mismo Jesús de Nazaret que ascendió al cielo (Hch. 1.11); pero será un acontecimiento universalmente evidente (Mt. 24.27), una venida en poder y gloria (Mt. 24.30), para destruir al anticristo y la iniquidad (2 Ts. 2.8), para reunir a su pueblo, tanto los vivos como los muertos (Mt. 24.31; 1 Co. 15.23; 1 Ts. 4.14–17; 2 Ts. 2.1), y para juzgar al mundo (Mt. 25.31; Stg. 5.9).

Su venida será, también, un apokalypsis, un “quitar el velo”, una “revelación”, cuando el poder y la gloria que ahora le son propios en virtud de su exaltación y sesión celestial (Fil. 2.9; Ef. 1.20–23; He. 2.9) serán revelados ante todo el mundo. El reinado de Cristo como Señor, actualmente invisible al mundo, se hará visible en ese momento por su apokalypsis.

VI. La *resurrección

A la venida de Cristo, los creyentes que hayan muerto serán levantados (1 Co. 15.23; 1 Ts. 4.16), y los que vivan en ese momento serán transformados (1 Co. 15.52; cf. 1 Ts. 4.17), e. d, pasarán a la misma vida de resurrección que los otros sin morir.

La creencia en la resurrección de los muertos ya se evidencia en algunos textos del AT (Is. 25.8; 26.19; Dn. 12.2), y es tema común en la literatura intertestamentaria. Tanto Jesús (Mr. 12.18–27) como Pablo (Hch. 23.6–8) concordaban en este punto con los fariseos contra los saduceos, quienes negaban que hubiese resurrección. Sin embargo, la esperanza cristiana de la resurrección está decisivamente basada en la resurrección de Jesús, de donde Dios es conocido como el “Dios que resucita a los muertos” (2 Co. 1.9). Jesús, en su resurrección, “quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad” (2 Ti. 1.10). Él es “el que vive”, que murió y ahora vive por los siglos de los siglos, el que tiene “las llaves de la muerte” (Ap. 1.18).

La resurrección de Jesús no fue una mera reanimación de un cadáver. Fue un ingreso en la vida escatológica, a una existencia transformada, fuera del alcance de la muerte. En ese sentido, fue el comienzo de la resurrección escatológica (1 Co. 15.23). El hecho de que Jesús haya resucitado ya garantiza la futura resurrección de los creyentes cuando él venga (Ro. 8.11; 1 Co. 6.14; 15.20–23; 2 Co. 4.14; 1 Ts. 4.14).

La vida escatológica, la vida del Cristo resucitado, ya les es comunicada a los creyentes en esta vida por su Espíritu (Jn. 5.24; Ro. 8.11; Ef. 2.5s; Col. 2.12; 3.1), y esto también es garantía de su futura resurrección (Jn. 11.26; Ro. 8.11; 2 Co. 1.22; 3.18; 5.4s). Pero la transformación del creyente por el Espíritu a la gloriosa imagen de Cristo es incompleta en esta era, porque su cuerpo sigue siendo mortal. La futura resurrección será la consumación de su transformación a la imagen de Cristo, que ha de caracterizarse por la incorrupción, la gloria, y el poder (1 Co. 15.42–44). La vida de resurrección no es “carne y sangre” (1 Co. 15.20) sino “un cuerpo espiritual” (1 Co. 15.44), e. d. un cuerpo enteramente vitalizado y transformado por el Espíritu del Cristo resucitado. De la lectura de 1 Co. 15.35–54 queda aclarado que la continuidad entre la existencia presente y la vida de resurrección es la continuidad de la identidad personal, independiente de la identidad física.

Según el pensamiento neotestamentario, la inmortalidad pertenece intrínsicamente tan sólo a Dios (1 Ti. 6.16), mientras que los hombres, por descender de Adán, son naturalmente mortales (Ro. 5.12). La vida eterna es la dádiva de Dios a los hombres por medio de la resurrección de Cristo. Solamente en Cristo y por medio de su futura resurrección podrán los hombres adquirir aquella plena vida escatológica que existe más allá del alcance de la muerte. La resurrección es, pues, equivalente a la consecución final de la salvación escatológica por el hombre.

Por consiguiente los condenados no serán resucitados en este sentido pleno de resurrección a la vida eterna. La resurrección de los condenados se menciona sólo ocasionalmente en las Escrituras (Dn. 12.2; Jn. 5.28s; Hch. 24.15; Ap. 20.5, 12s; cf. Mt. 12.41s), como el medio de su condenación en el juicio.

VII. El estado de los muertos

La esperanza cristiana para la vida más allá de la muerte no está basada en la creencia de que una parte del ser humano sobrevive la muerte. Todos los hombres, por su descendencia de Adán, son naturalmente mortales. La inmortalidad es el don de Dios, que será alcanzado a través de la resurrección de la totalidad de la persona.

Por lo tanto, la Biblia toma muy en serio la cuestión de la muerte, y no la considera una ilusión. Es la consecuencia del pecado (Ro. 5.12; 6.23), un mal (Dt. 30.15, 19) del cual los hombres huyen aterrorizados (Sal. 55.4s). Es enemigo de Dios y el hombre, y la resurrección es, pues, la gran victoria de Dios sobre la muerte (1 Co. 15.54–57). La muerte es “el postrer enemigo que será destruido” (1 Co. 15.26), abolido, en principio, mediante la resurrección de Cristo (2 Ti. 1.10), para ser definitivamente destruido en el día final (Ap. 20.14; cf. Is. 25.8). Sólo porque la resurrección de Cristo garantiza la futura resurrección de los cristianos estos se ven libres del temor de la muerte (He. 2.14s), y pueden contemplarla como un sueño del cual despertarán (1 Ts. 4.13s; 5.10), o también como un partir para estar con Cristo (Fil. 1.23).

El AT describe el estado de los muertos como una existencia en el Seol, el sepulcro, o el mundo inferior. Pero la existencia en el Seol no es vida. Es un lugar de tinieblas (Job 10.21s) y de silencio (Sal. 115.17), en el cual no hay memoria de Dios (Sal. 6.5; 30.9; 88.11; Is. 38.18). Los muertos en el Seol se encuentran separados de Dios (Sal. 88.5), fuente de la vida. Sólo ocasionalmente se vislumbra en el AT una esperanza de verdadera vida más allá de la muerte, e. d. de vida fuera del alcance del Seol en la presencia de Dios (Sal. 16.10s; 49.15; 73.24; y posiblemente Job 19.25s). Probablemente el ejemplo de *Enoc (Gn. 5.24; cf. Elías, 2 R. 2.11) ayudó a alentar esta esperanza. Una doctrina clara de la resurrección la encontramos únicamente en Is. 26.19; Dn. 12.2.

El “Hades” es el equivalente neotestamentario del Seol (Mt. 1 1.23; 16.18; Lc. 10.15; Hch. 2.27, 31; Ap. 1.18; 6.8; 20.13s), que en la mayoría de los casos se refiere a la muerte o al poder de la muerte. En Lc. 16.23 es el lugar de tormentos para los inicuos después de la muerte, de acuerdo con cierta corriente de pensamiento judío de la época, pero es dudoso el que este uso parabólico de ideas corrientes pueda aceptarse como enseñanza respecto al estado de los muertos. En 1 P. 3.19 se describe a los muertos que perecieron en el diluvio como “los espíritus encarcelados” (cf. 4.6).

La esperanza neotestamentaria para los muertos en Cristo se centra en su participación en la resurrección (1 Ts. 4.13–18), y, por lo tanto, hay escasas pruebas de alguna creencia acerca del “estado intermedio”. Los pasajes que indican o podrían indicar que los creyentes que han muerto están con Cristo son Lc. 23.43; Ro. 8.38s; 2 Co. 5.8; Fil. 1.23; cf. He. 12.23. El difícil pasaje de 2 Co. 5.2–8 podría significar que Pablo concibe la existencia entre la muerte y la resurrección como una existencia incopórea en la presencia de Cristo.

VIII. El juicio

El NT insiste en la perspectiva del juicio divino como, además de la muerte, el único hecho inevitable en el futuro de todo hombre: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio” (He. 9.27). Este hecho expresa la santidad del Dios de la Biblia, cuya voluntad moral ha de prevalecer, y ante quien por lo tanto toda criatura responsable debe al final ser juzgada según que haya sido obediente o rebelde. Cuando la voluntad de Dios finalmente prevalezca al venir Cristo, tiene que haber una separación entre los que resultan obedientes hasta el fin y los que hasta el fin permanecen rebeldes, de modo que el reino de Dios incluirá a los primeros y excluirá a los segundos para siempre jamás. Este juicio final no ocurre durante el curso de la historia, aunque hay juicios provisionales en la historia, mientras que Dios en su paciencia da a todos los hombres el tiempo necesario para que se arrepientan (Hch. 17.30s; Ro. 2.4; 2 P. 3.9). Pero al final la verdadera posición de cada hombre delante de Dios debe salir a la luz.

El Juez es Dios (Ro. 2.6; He. 12.23; Stg. 4.12; 1 P. 1.17; Ap. 20.11) o Cristo (Mt. 16.27; 25.31; Jn. 5.22; Hch. 10.42; 2 Ti. 4.1, 8; 1 P. 4.5; Ap. 22.12). Es Dios quien juzga por intermedio de su agente escatológico, Cristo (Jn. 5.22, 27, 30; Hch. 17.31; Ro. 2.16). El tribunal de Dios (Ro. 14.10, °vm mg) y el tribunal de Cristo (2 Co. 5.10) son, por lo tanto, equivalentes. (El juicio encomendado a los santos, según Mt. 19.28; Lc. 22.30; 1 Co. 6.2s; Ap. 20.4, significa la autoridad que tienen para gobernar con Cristo en su reino, no para ejercer alguna función en el juicio final.)

La norma para el juicio es la justicia imparcial de Dios, de conformidad con las obras de los hombres (Mt. 16.27; Ro. 2.6, 11; 2 Ti. 4.14; 1 P. 1.17; Ap. 2.23; 20.12; 22.12). Esto es verdad aun para los creyentes: “Es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Co. 5.10). El juicio será de acuerdo a la luz de que haya disfrutado cada hombre (cf. Jn. 9.41); según que tengan o no la ley de Moisés (Ro. 2.12), o el conocimiento natural de las normas morales de Dios (Ro. 2.12–16); pero amparándose en estas normas ningún hombre podrá ser declarado justo delante de Dios de acuerdo a sus obras (Ro. 3.19s). No hay ninguna esperanza para el hombre que procure justificarse a sí mismo en el juicio.

Hay esperanza, sin embargo, para el hombre que procura obtener su justificación de Dios (Ro. 2.7). El evangelio revela aquella justicia que no se demanda de los hombres sino que es dada a los hombres por intermedio de Cristo. En la muerte y resurrección de Cristo, Dios en su misericordioso amor ya ha dictado su sentencia escatológica a favor de los pecadores, absolviéndolos por amor a Cristo, ofreciéndoles en Cristo aquella justicia que ellos nunca hubieran podido lograr. Así el hombre que tiene fe en Cristo está libre de toda condenación (Jn. 5.24; Ro. 8.33s). El criterio final en el juicio es, por lo tanto, la relación del hombre con Cristo (cf. Mt. 10.32s). Este es el significado del “libro de la vida” (Ap. 20.12, 15; e. d. el libro de la vida del Cordero, Ap. 13.8).

Lo que Pablo quiere decir en su doctrina de la justificación es que en Cristo, Dios ha anticipado el veredicto del juicio final, y ha dictado la absolución de los pecadores que confíen en Cristo. Muy similar es la doctrina de Juan de que el juicio se lleva a cabo en el momento en que los hombres creen o no creen en Cristo (Jn. 3.17–21; 5.24).

El juicio final sigue siendo un hecho escatológico, incluso para los creyentes (Ro. 14.10), si bien pueden hacerle frente sin temor (1 Jn. 4.17). Esperamos ser absueltos en el juicio final (Gá. 5.5), y recibir “la corona de justicia” (2 Ti. 4.8), sobre la base de la misma misericordia de Dios por medio de la cual ya hemos sido absueltos (2 Ti. 1.16). Pero, aun para el cristiano, las obras no dejan de tener su lugar (Mt. 7.1s, 21, 24–27; 25.31–46; Jn. 3.21; 2 Co. 5.10; Stg. 2.13), desde el momento que la justificación no abroga la necesidad de la obediencia, sino que precisamente la hace posible por primera vez. La justificación es el fundamento, pero lo que los hombres edifican sobre ella queda expuesto a juicio (1 Co. 3.10–15): “Si la obra de alguno se quemare, él sufrirá pérdida, si bien él mismo será salvo, aunque así como por fuego” (3.15).

IX. EL infierno

El destino final de los malos es el “infierno”, que es la traducción del gr. Gehenna, que viene del heb. gê-hinnōm, “valle de Hinom”. Originalmente esto describía un valle en las afueras de Jerusalén, donde se ofrecían sacrificios de niños a Moloc (2 Cr. 28.3; 33.6). Se convirtió en símbolo de juicio en Jer. 7.31–33; 19.6s, y en la literatura intertestamentaria en término para el infierno de fuego escatológico.

En el NT el infierno aparece como un lugar de fuego inextinguible o eterno (Mr. 9.43, 48; Mt. 18.8; 25.30) y del gusano que no muere (Mr. 9.48), lugar de lloro y crujir de dientes (Mt. 8.12; 13.42, 50; 22.13; 25.30), las tinieblas de afuera (Mt. 8.12; 22.13; 25.30 cf. 2 P. 2.17; Jud. 13), y el lago de fuego y azufre (Ap. 19.20; 20.10, 14s; 21.8; cf.14.10). El libro de Apocalipsis lo considera como “la segunda muerte” (Ap. 2.11; 20.14; 21.8). Es el lugar donde se destruyen tanto el cuerpo como el alma (Mt. 10.28).

Los cuadros neotestamentarios del infierno son notablemente moderados en comparación con la apocalíptica judaica y con los escritos cristianos posteriores. Las imágenes usadas se derivan especialmente de Is. 66.24 (cf. Mr. 9.48) y Gn. 19.24, 28; Is. 34.9s (cf. Ap. 14.10s; tamb. Jud. 7; Ap. 19.3). Evidentemente no se deben tomar literalmente pero no obstante indican el terror y el carácter irrevocable de la condenación al infierno, que se describe menos metafóricamente como exclusión de la presencia de Cristo (Mt. 7.23; 25.41; 2 Ts. 1.9). Las imágenes de Ap. 14.10s; 20.10 (cf. 19.3) probablemente no deban ser usadas al extremo para probar la existencia del tormento eterno, pero el NT enseña claramente la destrucción eterna (2 Ts. 1.9) o el castigo (Mt. 25.46), de lo cual no puede haber liberación alguna.

El infierno es el destino de todos los poderes de maldad: Satanás (Ap. 20.10), los demonios (Mt. 8.29; 25.41), la bestia y el falso profeta (Ap. 19.20), la muerte y el Hades (Ap. 20.14). Es el destino de los hombres solamente porque se han identificado con el mal. Es importante notar que no existe ninguna simetría acerca de los dos destinos de los hombres: el reino de Dios ha sido preparado para los redimidos (Mt. 25.34), pero el infierno ha sido preparado para el diablo y sus ángeles (Mt. 25.41), y se convierte en destino de los hombres solamente porque han rechazado su verdadero destino, el que Dios les ofrece en Cristo. La doctrina neotestamentaria sobre el infierno, como toda la escatología del NT, no es nunca mera información; es la advertencia que se hace en el contexto del llamado del evangelio al arrepentimiento y la fe en Cristo.

La enseñanza del NT acerca del infierno no se puede reconciliar con un universalismo absoluto, la doctrina de la salvación final de todos los hombres. El elemento de verdad en esta doctrina es que Dios desea la salvación de todos los hombres (1 Ti. 2.4), y que entregó a su Hijo para la salvación del mundo (Jn. 3.16). Por consiguiente, la meta cósmica de la acción escatológica de Dios en Cristo puede describirse en términos universalistas (Ef. 1.10; Col. 1.20; Ap. 5.13). El error del universalismo dogmático es idéntico al de la doctrina simétrica de predestinación doble: que abstraen su doctrina escatológica del debido contexto neotestamentario en la proclamación del evangelio. Privan al mensaje de su urgencia y su desafío escatológicos. El evangelio presenta a los hombres su verdadero destino en Cristo, y les advierte con toda seriedad en cuanto a la consecuencia de equivocar dicho destino.

X. El milenio

La interpretación del pasaje en Ap. 20.1–10, que describe un período de mil años (conocido como el “milenio”) en el cual Satanás es atado y los santos reinan con Cristo antes del juicio final, ha sido tema de desacuerdo entre los cristianos desde hace mucho tiempo. El “amilenarismo” considera el milenio como un símbolo de la era de la iglesia, y equipara la reclusión de Satanás con la obra de Cristo en el pasado (Mt. 12.29). El “pasmilenarismo” lo considera como un futuro período de éxito para el evangelio en la historia antes de la venida de Cristo. El “premilenarismo” lo considera como un período entre la venida de Cristo y el juicio final. (El término “quiliasmo” también se usa para describir este enfoque, especialmente en formas que recalcan el aspecto materialista del milenio.) El “premilenarismo” puede subdividirse aun más. Existe lo que a veces se denomina “premilenarismo histórico”, que considera el milenio como una etapa más en la realización del reino de Cristo, una etapa intermedia entre la era de la iglesia y la que ha de venir. (A veces se interpreta que 1 Co. 15.23–28 apoya esta idea de tres etapas en el cumplimiento de la obra redentora de Cristo.) El “dispensacionalismo”, por otro lado, enseña que el milenio no es una etapa en la obra redentora universal y única de Dios en Cristo, sino específicamente un período en el cual las promesas veterotestamentarias a la nación de Israel han de cumplirse de un modo estrictamente literal.

Es preciso destacar que no hay otro pasaje de las Escrituras que con claridad se refiera al milenio. Aplicar profecías del AT que se refieren a la era de la salvación específicamente al milenio contradice la interprertación general que de tales profecías hace el NT, que se consideran cumplidas en la salvación ya lograda por Cristo, y que han de completarse en la era venidera. Esta es, también, la forma en que interpreta el libro de Apocalipsis tales profecías en los capítulos 21s. En la estructura del Apocalipsis el milenio tiene un papel limitado, como demostración de la victoria final de Cristo y sus santos sobre los poderes del mal. El objeto principal de la esperanza cristiana no es el milenio sino la nueva creación de Ap. 21s.

Algunos escritos apocalípticos judíos esperan un reino preliminar del Mesías sobre esta tierra anterior a la era venidera, y es muy probable que Juan haya adaptado dicha esperanza. Existen fuertes razones exegéticas para considerar el milenio como la consecuencia de la venida de Cristo descripta en Ap. 19.11–21. (Véase G. R. Beasley-Murray, The Book of Revelation, NCB, 1974, pp. 284–298.) Esto favorece al “premilenarismo histórico”, pero también es posible que la imagen del milenio se tome en forma demasiado literal cuando se lo considera como un período de tiempo preciso. Sea que se lo considere como un período de tiempo o como un símbolo amplio de lo que significa la venida de Cristo, el significado teológico del milenio es el mismo. Expresa la esperanza del triunfo final de Cristo sobre el mal, y la vindicación con él de su pueblo, los que han sufrido bajo la tiranía del mal en esta era presente.

XI. La nueva creación

La meta final de los propósitos de Dios para el mundo incluye, negativamente, la destrucción de todos los enemigos de Dios: Satanás, el pecado y la muerte, y la eliminación de toda forma de sufrimiento (Ap. 20.10, 14–15; 7.16s; 21.4; Is. 25.8; 27.1; Ro. 16.20; 1 Co. 15.26, 54). En lo positivo, el gobierno de Dios finalmente prevalecerá totalmente (Zac. 14.9; 1 Co. 15.24–28; Ap. 11.15), de manera que en Cristo serán reunidas todas las cosas (Ef. 1.10), y Dios será todo en todos (1 Co. 15.28).

Con la final obtención de la salvación humana vendrá también la liberación de toda la creación material de la parte que le cupo en la maldición del pecado (Ro. 8.19–23). La esperanza cristiana no consiste en ser redimido del mundo, sino en la redención del mundo. Como consecuencia del juicio (He. 12.26; 2 P. 3.10) surgirá un universo creado de nuevo (Ap. 21.1; cf. Is. 65.17; 66.22; Mt. 19.28), “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 P. 3.13).

El destino de los redimidos es ser como Cristo (Ro. 8.29; 1 Co. 15.49; Fil. 3.21; 1 Jn. 3.2), estar con Cristo (Jn. 14.3; 2 Co. 5.8; Fil. 1.23; Col. 3.4; 1 Ts. 4.17), compartir su gloria (Ro. 8.18, 30; 2 Co. 3.18; 4.17; Col. 3.4; He. 2.10; 1 P. 5.1) y su reino (1 Ti. 2.12; Ap. 2.26s; 3.21; 4.10; 20.4, 6); ser hijos de Dios en perfecta comunión con él (Ap. 21.3, 7), adorar a Dios (Ap. 7.15; 22.3), ver a Dios (Mt. 5.8; Ap. 22.4), conocerle cara a cara (1 Co. 13.12). La fe, la esperanza, y especialmente el amor, son las características permanentes de la existencia cristiana que subsisten aun en la perfección de la era venidera (1 Co. 13.13), mientras que “justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” configuran cualidades igualmente permanentes del disfrute de Dios por parte del hombre (Ro. 14.17).

La vida corporativa de los redimidos con Dios se describe en una serie de cuadros: el banquete escatológico (Mt. 8.11; Mr. 14.25; Lc. 14.15–24; 22.30) o la fiesta de bodas (Mt. 25.10; Ap. 19.9), el paraíso restaurado (Lc. 23.43; Ap. 2.7; 22.1s), la nueva Jerusalén (He. 12.22; Ap. 21). Todos estos no son más que cuadros, ya que “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman” (1 Co. 2.9).

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R.J.B.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Contenido

  • 1 Introducción
  • 2 Escatologías étnicas
    • 2.1 Sociedades No Civilizadas
    • 2.2 Culturas Civilizadas
  • 3 Escatología en el Antiguo Testamento
  • 4 Escatología católica
    • 4.1 Escatología Individual
    • 4.2 Escatología Universal y Cósmica

Introducción

La rama de la teología que trata sobre las doctrinas de las cosas finales (ta eschata). El término griego es de introducción relativamente reciente, pero en el uso moderno ha suplantado en gran parte a su equivalente en latín De Novissimis. Como los numerosos temas doctrinales pertenecientes a esta sección de la teología serán tratados ex profeso bajo sus varios títulos adecuados, nos proponemos en este artículo limitarnos a echar una ojeada a todo el campo que servirá para indicar el lugar de la escatología en el marco general de las diversas religiones, explicar su objeto y las líneas generales de su contenido en las diversas religiones de la humanidad, e ilustrar por medio de la comparación la superioridad de la enseñanza escatológica cristiana.

Como una indicación preliminar de la materia, se puede hacer una distinción entre la escatología individual y la de la raza y el universo en general. La primera, partiendo de la doctrina de la inmortalidad personal, o por lo menos de la supervivencia de alguna forma después de la muerte, trata de averiguar el destino o condición, temporal o eterna de las almas individuales, y hasta qué punto los problemas del futuro dependerán de la vida presente. El segundo se refiere a eventos como la resurrección y el juicio general, en los que, de acuerdo con la revelación cristiana, todos los hombres participarán, y con los signos y prodigios en el orden moral y físico que han de preceder y acompañar a dichos eventos. Ambos aspectos —el individual y el universal— pertenecen al concepto adecuado de la escatología; pero es sólo en la enseñanza cristiana que ambos reciben el reconocimiento debido y proporcionado. La escatología judía sólo alcanzó su culminación en la enseñanza de Cristo y los Apóstoles; mientras que la escatología religiosa étnica rara vez se elevó por encima de la visión individual, e incluso entonces solía ser tan vaga y tan poco ligada a una noción adecuada de la justicia divina y de la retribución moral, que apenas merece ser calificada como enseñanza religiosa.

Escatologías étnicas

Sociedades No Civilizadas

Los antropólogos modernos admiten muy generalmente la universalidad de las creencias religiosas, incluyendo la creencia en algún tipo de existencia después de la muerte, incluso entre las culturas no civilizadas —salvajes y bárbaros. Es cierto que se ha afirmado que existen algunas excepciones; pero un examen más detenido de la evidencia de esta afirmación se ha roto en tantos casos que estamos justificados en suponer en contra de cualquier excepción. Entre las razas inferiores la verdad y la pureza de las creencias escatológicas varían, por regla general, con la pureza de la idea de Dios y de los estándares morales que prevalecen. Algunos salvajes parecen limitar la existencia después de la muerte para los buenos (con la extinción de los impíos), como los nicaraguas, o para los hombres de rango, como los tongas; mientras que los groenlandeses, los negros de Nueva Guinea y otros parecen albergar la posibilidad de una segunda muerte, en el otro mundo o en el camino hacia ella.

El otro mundo es variamente localizado —en la tierra, en los cielos, en el sol o la luna— pero más comúnmente debajo de la tierra; mientras que la vida que se lleva allí se concibe ya sea como una existencia aburrida y oscura y más o menos impotente, o como una continuación activa en una forma superior o idealizada de las actividades y los placeres de la vida terrenal. En la mayoría de las religiones salvajes no hay una doctrina muy alta o definida de la retribución moral después de la muerte; pero es sólo en el caso de algunas de las culturas más degradadas, cuya condición es sin duda el resultado de la degeneración, que se reclama que la noción de retribución está del todo ausente. A veces, la mera fuerza física, como la valentía o la habilidad en la caza o la guerra, toma el lugar de una norma estrictamente ética; pero, por otro lado, algunas religiones salvajes contienen ideas inesperadamente claras y elevadas de muchos deberes morales principales.

Culturas Civilizadas

Llegando a las sociedades superiores o civilizadas, echaremos un rápido vistazo a la escatología de las religiones babilónica y asiria, egipcia, india, persa y griega. Difícilmente puede decirse que el confucianismo tiene una escatología, excepto la creencia muy indefinida de participar en el culto a los antepasados, cuya felicidad se decía dependía de la conducta de sus descendientes vivos. La escatología musulmana no contiene nada especial, excepto la glorificación de la sensualidad salvaje.

(a) BABILÓNICA Y ASIRIA:

En la antigua religión de Babilonia (con la que la asiria es sustancialmente idéntica) la escatología nunca alcanzó, en el período histórico, cualquier alto grado de desarrollo. La retribución se limita casi, si no del todo, por entero a la vida actual, y la virtud era recompensada con el don divino de la fuerza, la prosperidad, larga vida, numerosa prole, y otras similares, y la maldad era castigada con calamidades temporales contrarias. Sin embargo, se cree en la existencia de un más allá. Una especie de fantasma semi-material, o sombra, o doble (ekimmu), sobrevive a la muerte del cuerpo, y cuando el cuerpo está enterrado (o, menos comúnmente, cremado) el fantasma desciende al inframundo para unirse a la compañía de los difuntos. En el “Entierro de Ishtar” este inframundo, al que ella descendió en busca de su amante fallecido y de las “aguas de la vida”, es descrito en colores sombríos; y lo mismo es cierto para las otras descripciones que poseemos. Es el “pozo”, la “tierra sin retorno”, la “casa de las tinieblas”, el “lugar donde el polvo es su pan, y su alimentación es el barro”; y está infestado de demonios que, al menos en el caso de Ishtar, están facultados para infligir castigos diversos por los pecados cometidos en el mundo superior.

Aunque algunos afirman que el caso de Ishtar es típico en este sentido, no hay otra indicación clara de una doctrina de penas morales para los malos, y ninguna promesa de recompensas para los buenos. Buenos y malos están involucrados en un lúgubre destino común. La ubicación de la región de los muertos es un tema de controversia entre los asiriólogos, mientras que la sugerencia de una esperanza más brillante en la forma de una resurrección (o más bien de un retorno a la tierra) de entre los muertos, que algunos podrían deducir de la creencia en las “aguas de la vida” y de las referencias a Marduk o Merodach, como “uno que trae los muertos a la vida”, es una conjetura muy dudosa. En general no hay nada esperanzador o satisfactorio en la escatología de esta antigua religión.

(b) EGIPCIA:

Por otro lado, en la religión egipcia, que por su antigüedad compite con la de Babilonia, nos encontramos con una escatología altamente desarrollada y comparativamente elevada. Dejando de lado cuestiones tan difíciles como la prioridad relativa y la influencia de elementos diferentes, e incluso contradictorios, en la religión egipcia, será suficiente para el propósito presente referirnos a lo que es más prominente en la escatología egipcia tomado en su nivel más alto y mejor. En primer lugar, entonces, la vida en su plenitud, la vida sin fin con Osiris, el dios del Sol, que viajaba diariamente a través del inframundo, incluso la identificación con el dios, con el derecho a ser llamado por su nombre, es lo que los egipcios piadosos esperaban con agrado como el objetivo final después de la muerte. A los difuntos se les llamaba habitualmente los “vivos”; el ataúd era el “cofre de los vivos”, y la tumba, el “señor de la vida”. No es sólo el espíritu sin cuerpo, el alma tal como la entendemos, que continuaba viviendo, sino el alma de ciertos órganos y funciones corporales ajustados a las condiciones de la nueva vida. En la antropología compleja que subyace en la escatología egipcia, y que nos resulta difícil de entender, se distinguen varios constituyentes de la persona humana, el más importante de los cuales es el Ka, una especie de doble semi-material; y a los justificados que aprueban el juicio después de la muerte se les restituye el uso de estos varios constituyentes, que la muerte les quitó.

Este juicio, que cada uno experimenta, se describe en detalle en el capítulo 125 del Libro de los Muertos. El examen abarca una gran variedad de deberes y observancias personales, sociales y religiosos; el difunto debe ser capaz de negar su culpabilidad respecto a cuarenta y dos grandes categorías de pecados, y su corazón (el símbolo de la conciencia y moralidad) debe pasar la prueba de ser pesado en la balanza contra la imagen de Maat, diosa de la verdad o la justicia. Pero la nueva vida que comienza después de un fallo favorable no es al principio ni mejor ni más espiritual que la vida en la tierra. El justificado sigue siendo un caminante con un difícil y largo viaje por recorrer antes de llegar a la felicidad y la seguridad en los fértiles campos de Aalu. En este viaje se le expone a una variedad de desastres, para evitar los cuales depende del uso de sus facultades y poderes revivificados y del conocimiento que adquirió en la vida de las instrucciones y encantos mágicos registrados en el Libro de los Muertos, y también, y quizás sobre todo, de las ayudas provistas por sus amigos sobrevivientes en la tierra. Son ellos los que garantizan la preservación de su cadáver para que pueda regresar y usarlo, quienes proporcionan una tumba indestructible como una casa o refugio para su Ka, quienes proveen alimentos y bebidas para su sustento, ofrecen oraciones y sacrificios para su beneficio, y ayudan a su memoria mediante la inscripción en las paredes de la tumba, o la escritura en rollos de papiro encerrados en las envolturas de la momia, capítulos del Libro de los Muertos. De hecho, no parece que los muertos fuesen alguna vez a llegar a un estado en el que fuesen independientes de estas ayudas terrenales. En cualquier caso siempre se les consideraba libres para volver a la tumba terrenal, y al hacer el viaje de un lado a otro el bendito tenía el poder de transformarse a voluntad en diversas formas de animales. Fue esta creencia la que, en la etapa degenerada en que la encontró, Herodoto confundió con la doctrina de la transmigración de las almas. Cabe agregar que la identificación de los bienaventurados con Osiris (“Osiris N. N.” es una forma habitual de inscripción) no implicaba, al menos en la etapa anterior y superior de la religión egipcia, la absorción panteísta en la deidad o la pérdida de la personalidad individual.

La escatología egipcia es menos clara en su enseñanza en cuanto al destino de aquellos que fracasaban en el juicio después de la muerte, o sucumbían en la segunda prueba. “Segunda muerte” y otras expresiones que se les aplicaban parecen sugerir la aniquilación; pero está lo suficientemente claro a partir del conjunto de la evidencia que se creía que la existencia continua en un estado de oscuridad y la miseria sería su porción. Y según había grados en la felicidad de los bienaventurados, así también en el castigo de los perdidos (véase el Libro de los Muertos tr. Budge, Londres, 1901).

(c) INDIA:

En la primera forma histórica de la religión hindú, la de los Vedas, la creencia escatológica es más simple y más pura que en las formas del brahmanismo y el budismo que la sucedieron; enseña claramente la inmortalidad individual. Hay un reino de los muertos bajo el gobierno de Yama, con reinos distintos para los buenos y los malos. Los buenos viven en un reino de la luz y participan en las fiestas de los dioses; los malos son desterrados a un lugar de “la oscuridad más baja”. Sin embargo, ya en los Vedas posteriores, cuando estas creencias encuentran expresión desarrollada, la retribución comienza a ser gobernada más por las observancias ceremoniales que por pruebas estrictamente morales. Por otro lado, no hay rastros aún de la sombría doctrina de la transmigración, pero los críticos profesan descubrir los gérmenes del panteísmo posterior.

En el brahmanismo la retribución gana en prominencia y severidad, pero se involucra irremediablemente en la transmigración, y se hace más y más dependiente, ya sea en las celebraciones de sacrificio o en el conocimiento teosófico. Aunque después de la muerte hay numerosos cielos e infiernos para la recompensa y el castigo de todos los grados de mérito y demérito, no se trata de estados finales, sino sólo el preludio a tantos renacimientos en formas superiores o inferiores. La absorción panteísta en Brahma, el mundo-alma y única realidad, con la consiguiente extinción de la personalidad individual —esta es la única solución definitiva del problema de la existencia, la única salvación que el hombre en última instancia puede esperar para el porvenir. Pero se trata de una salvación que sólo unos pocos pueden esperar alcanzar después de la vida presente, los pocos que han adquirido un conocimiento perfecto de Brahma. La mayoría de los hombres que no pueden subir a esta alta sabiduría filosófica pueden tener éxito en ganar un paraíso por medio de las celebraciones de sacrificio, en la obtención de un paraíso temporal, pero que están destinados a nacimientos y muertes ulteriores.

La escatología budista desarrolla y modifica aún más la parte filosófica de la doctrina de la salvación brahmánica de la salvación, y culmina en lo que es, estrictamente hablando, la negación de la escatología y de toda la teología —una religión sin Dios, y un código moral elevado, sin esperanza de recompensa o temor al castigo futuro. La existencia misma, o por lo menos la existencia individual, es el mal principal; y el deseo por la existencia, con las múltiples formas de deseo que engendra, es la fuente de toda la miseria en que la vida está inextricablemente involucrada. La salvación, o el estado de Nirvana, se han de lograr con la completa extinción de todo tipo de deseo, y esto es posible por el conocimiento, no el conocimiento de Dios o del alma, como en el brahmanismo, sino el conocimiento puramente filosófico de la verdad de las cosas. Para todos los que no llegan a este estado de iluminación filosófica o que no cumplen con sus requisitos —es decir, para la mayor parte de la humanidad— no hay nada en la perspectiva salvo a un ciclo monótono de muertes y renacimientos, con cielos e infiernos intercalados; y en el budismo esta doctrina toma un carácter aún más temible e inexorable que en el brahmanismo pre-budista. (Vea el artículo budismo.

(d) PERSA

En la antigua religión persa (zoroastrismo, el mazdeísmo, parsismo) nos encontramos con lo que es quizás, en sus mejores elementos, el tipo más alto de escatología étnica. Sin embargo, tal como la conocemos en la literatura parsi, contiene elementos que fueron tomados probablemente de otras religiones; y como parte de esta literatura es ciertamente post-cristiana, no se ha de perder de vista la posibilidad de que ideas judías y cristianas puedan haber influido en la evolución escatológica posterior.

El defecto radical de la religión persa fue su concepción dualista de la divinidad. El mundo físico y moral es el teatro de un conflicto perpetuo entre Ahura Mazda (Ormuz), lo bueno, y Angra-Mainyu (Ahriman), el mal, el principio, co-creadores del universo y del hombre. Sin embargo, el principio del mal no es eterno ex parte post; finalmente será vencido y exterminado. Una providencia monoteísta pura promete a veces sustituir al dualismo, pero nunca lo consigue del todo —el más reciente esfuerzo en esta dirección fue la creencia en Zvran Akarana, o Tiempo Infinito, como la deidad suprema por encima tanto de Arimán como de Ormuz.

La moral tiene su sanción no sólo en la retribución futura, sino en la presente seguridad de que toda obra buena y piadosa es una victoria para la causa de Ahura Mazda; pero la llamada a la persona a participar activamente en esta causa, aunque vigorosa y bastante definida, nunca está bastante libre de condiciones rituales y ceremoniales, y conforme pasa el tiempo se vuelve más y más complicada por estas celebraciones, especialmente por las leyes de la pureza. Algunos elementos son sagrados (fuego, tierra, agua), algunos otros son impíos o impuros (los cadáveres, la respiración y todo lo que sale del cuerpo, etc.); y mancharse uno mismo o a los elementos sagrados a través del contacto con lo impuro es uno de los peores pecados. En consecuencia, los cadáveres no podían ser enterrados o cremados, y se exponían en consecuencia en plataformas levantadas al efecto, para que las aves de rapiña pudiesen devorarlos.

Cuando el alma abandona el cuerpo tiene que cruzar el puente de Chinvat (o Kinvad), el puente del recolector, o contador. Durante tres días los espíritus buenos y los malos se disputan la posesión del alma, después de lo cual se toma el cálculo, y el hombre justo se alegra por la aparición, en la forma de una hermosa doncella, de sus buenas acciones, palabras y pensamientos, y pasa de forma segura a un paraíso de felicidad; mientras que el impío se enfrenta a la horrible aparición de sus malas obras, y es arrastrado al infierno. Si la sentencia es neutral el alma es reservada en un estado intermedio (por lo menos en los libros Pahlavi) hasta la decisión en el día postrero. La concepción desarrollada de los últimos días, tal y como aparece en la literatura posterior, tiene ciertas afinidades con las expectativas mesiánicas judías y del milenio.

Un tiempo durante el cual Ahrimán ganará el ascenso va a ser seguido por dos períodos milenarios, en cada uno de los cuales aparecería un gran profeta para anunciar la llegada de Soshyant (o Sosioch), el conquistador y juez, que levantará a los muertos a la vida. La resurrección ocupará cincuenta y siete años y será seguida por el juicio general, la separación de los buenos de los malvados, y el paso de ambos a través de un fuego del purgatorio, suave para el justo, terrible para los pecadores, pero que conduce a la restauración de todos. Luego vendrá el combate final entre los espíritus buenos y los malos, en la que todos estos últimos perecerán, excepto Ahrimán y la serpiente Azi, cuya destrucción está reservada a Ahura Mazda y Scraosha, el sacerdote-dios. Y por último, todo el infierno será purgado, y la tierra renovada por el fuego purificador.

(e) GRIEGA:

La escatología griega, como se refleja en los poemas homéricos, permanece en un nivel bajo. Es sólo muy vagamente retributiva y es del todo sombría en su perspectiva. La vida en la tierra, con todos sus defectos, es el bien supremo para los hombres, y la muerte el peor de los males. Sin embargo, la muerte no es la extinción. La psyche sobrevive — no el alma puramente espiritual del pensamiento griego y cristiano posterior, sino un fantasma atenuado, semi-material, o sombra, o imagen, del hombre terrenal; y la vida de esta sombra en el mundo subterráneo es una existencia sombría, empobrecida, casi sin actividad. Tampoco hay distinción de destinos, ya sea por medio de la felicidad o la miseria en el Hades. El oficio judicial de Minos es ilusorio, y no tiene nada que ver con la conducta terrenal; y sólo hay una alusión a las Furias sugestiva de su actividad entre los muertos (Ilíada, XIX, 258-60). Tártaro, el infierno inferior, está reservado para unos pocos rebeldes especiales contra los dioses, y los Campos Elíseos para unos pocos favoritos especiales elegidos por capricho divino.

Respecto a la vida futura, en el pensamiento griego posterior hay notables avances más allá de la etapa de Homero, pero es dudoso que el promedio de la fe popular jamás alcanzase un nivel mucho más alto. Entre los filósofos Anaxágoras contribuye a la noción de un alma puramente espiritual; pero una contribución más directamente religiosa fue hecha por los misterios eleusianos y órficos, a cuya influencia sobre la iluminación y moralización de la esperanza de una vida futura tenemos el testimonio concurrente de filósofos, poetas e historiadores. En los misterios eleusianos no parece que ha habido una enseñanza doctrinal definida —sólo la promesa o garantía para los iniciados de la plenitud de la vida del más allá. Con los órficos, por el contrario, el origen divino y pre-existencia del alma, para la cual el cuerpo no es más que una prisión temporal, y la doctrina de la transmigración retributiva están más o menos estrechamente asociadas.

Es difícil decir hasta qué punto la creencia común de la gente fue influenciada por estos misterios, pero en la literatura poética y filosófica su influencia es evidente. Esto se ve especialmente en Píndaro entre los poetas, y en Platón entre los filósofos. Píndaro tiene una clara promesa de una vida futura de felicidad para los buenos o iniciados, y no sólo para unos pocos, sino para todos. Incluso para los impíos que descienden al Hades hay esperanza; después de haber purgado su maldad tendrán un renacimiento en la tierra, y si, durante tres existencias sucesivas, demuestran ser dignos de la gracia, finalmente alcanzarán la felicidad en las Islas de los Bienaventurados. Aunque la enseñanza de Platón está viciada por la doctrina de la preexistencia, la metempsicosis y otros errores graves, representa el mayor logro de la especulación filosófica pagana sobre el tema de la vida futura. Habiéndose establecido la dignidad divina, la espiritualidad y la inmortalidad esencial del alma, los problemas del futuro para todas las almas se hacen claramente dependientes de su conducta moral en el cuerpo en la vida presente. Hay un juicio divino después de la muerte, un cielo, un infierno y un estado intermedio de penitencia y purificación, y las recompensas y los castigos son graduados de acuerdo a los méritos y deméritos de cada uno. Los malvados incurables son condenados al castigo eterno en el Tártaro; los menos malos o indiferentes irán también al Tártaro o al lago Aquerusiano, pero sólo por un tiempo; los eminentes por su bondad van a un hogar feliz; pero la mayor recompensa de todas es para los que se purificaron por la filosofía.

A partir del boceto anterior, podemos juzgar los méritos y defectos de los sistemas étnicos de escatología. Sus méritos son tal vez realzados cuando se presentan, como el anterior, en forma aislada de las otras características de las religiones a las que pertenecían. Sin embargo, sus defectos son bastante evidentes; e incluso aquellos que fueron mejores y más prometedores se convirtieron, históricamente, en un fracaso. Los preciosos elementos de verdad escatológica contenidos en la religión egipcia se asociaron con el error y la superstición, y fueron incapaces de salvar a la religión de hundirse en el estado de degeneración absoluta en la que se encuentra en la proximidad de la era cristiana. Del mismo modo, la aún más rica y más profunda escatología de la religión persa, viciada por el dualismo y otras influencias perniciosas, falló en percibir la promesa que contenía, y ha sobrevivido sólo como una ruina en el parsismo moderno. La enseñanza especulativa de Platón no pudo influir en forma notable en la religión popular del mundo greco-romano; falló en convertir incluso a los pocos filosóficos; y en las manos de aquellos profesaron adoptarlo, el platonismo, no corregido por el cristianismo, corrió a granar en panteísmo y otras formas de error.

Escatología en el Antiguo Testamento

Sin entrar en detalles, ya sea por vía de exposición o de crítica, será suficiente señalar cómo la escatología del Antiguo Testamento compara con los sistemas étnicos, y cómo, a pesar de sus deficiencias en materia de claridad y completitud, fue una preparación digna para la plenitud de la revelación cristiana.

(1) La escatología en el Antiguo Testamento, incluso en su forma más temprana y más imperfecta, comparte el carácter distintivo que pertenece generalmente a la religión del Antiguo Testamento. En primer lugar, como una distinción negativa, notamos la total ausencia de ciertas ideas y tendencias erróneas que tienen un lugar importante en las religiones étnicas. No hay panteísmo o dualismo, ni hay doctrina de la preexistencia (Sab. 8,17-20, no implica necesariamente esta doctrina, como se ha afirmado a veces) o de metempsicosis; ni hay rastro alguno, como podría esperarse, de las ideas o prácticas egipcias.

En segundo lugar, en el lado positivo, el Antiguo Testamento se distingue de las religiones étnicas en su doctrina de Dios y del hombre en relación con Dios. Su doctrina de Dios es monoteísmo puro y sin concesiones; el universo está gobernado por la sabiduría, la justicia y la omnipotencia del Dios único y verdadero. Y el hombre es creado por Dios a su imagen y semejanza, y destinado a relaciones de amistad y comunión con Él. Aquí se han puesto de manifiesto de manera clara y definida las doctrinas basales que están en la raíz de la verdad escatológica, y que, una vez que se han apoderado de la vida de un pueblo, están obligados, incluso sin nuevas adiciones a la revelación, a salvaguardar la pureza de una escatología inadecuada para llevar con el tiempo a una evolución más rica y más alta. Esas adiciones y acontecimientos ocurren en la enseñanza del Antiguo Testamento, pero antes de señalarlas es bueno llamar la atención sobre los dos principales defectos o limitaciones, inherentes a la primera escatología y que continúan, por su persistencia en la creencia popular, dificultando más o menos que el pueblo judío comprenda correctamente y acepte las más altas expresiones escatológicas de sus propios maestros inspirados.

(2) El primero de dichos defectos es el silencio de los primeros y algunos de los últimos libros sobre el tema de la retribución moral después de la muerte, o al menos la extrema vaguedad de esos pasajes en esos libros como podría entenderse que se refieren a este tema. La muerte no es la extinción; sino que el Seol, el mundo subterráneo de los muertos, en el pensamiento hebreo primitivo no es muy diferente al Aralu de Babilonia o al Hades de Homero, con la excepción de que Yahveh es Dios, incluso allí. Se trata de una sombría residencia en la cual todo lo que es muy apreciado en la vida, incluso la amistad con Dios, llega a su fin sin ninguna promesa definitiva de renovación. La deshonra incurrida en la vida o la muerte se aferra al hombre en el Seol, al igual que el honor que pudo haber ganado por una vida virtuosa en la tierra; pero por lo demás las condiciones en el Seol no se representan como retributivas, excepto en la forma más vaga. Ni tampoco es que se niegue y excluya formalmente una retribución más definida o la esperanza de la renovación a una vida de santidad; sino que simplemente falla en encontrar expresión en los primeros registros del Antiguo Testamento.

La religión es eminentemente un asunto de esta vida, y la retribución se resuelve aquí en la tierra. Esta idea, que a nosotros nos parece tan extraña, para ser justamente apreciada, se debe tomar en conjunto con el punto de vista nacional en lugar del individual [Vea el apartado (3) de esta sección]; y también se debe reconocer su valor pedagógico valor para un pueblo como los antiguos hebreos. Cristo mismo explica por qué Moisés permitió el divorcio (“debido a la dureza de vuestro corazón” Mateo 19,8); la revelación y la legislación tenían que ser atemperadas a la capacidad de un pueblo singularmente práctico y carente de imaginación, que fueron más eficazmente confirmados en la adoración y el servicio de Dios por un vivo sentido de su providencia retributiva aquí en la tierra de lo que habrían sido por una doctrina más alta y más completa de una futura inmortalidad con su aplazamiento de recompensas morales. Tampoco hay que exagerar la insuficiencia de este punto de vista primitivo. Dio un profundo valor y significado religioso a todos los acontecimientos de la vida presente, y levantó la moral por encima del punto de vista estrecho y utilitario. El ideal del israelita piadoso no era la prosperidad mundana como tal, sino la prosperidad otorgada por Dios como la recompensa de gracia por la fidelidad en guardar sus Mandamientos. Sin embargo, cuando todo se ha dicho, se debe admitir la insuficiencia de esta creencia para la satisfacción de las aspiraciones individuales; y esta insuficiencia se vio obligada a demostrarse tarde o temprano en la experiencia. Incluso la sustitución del punto de vista nacional por el individual no pudo obstaculizar indefinidamente este resultado.

(3) La tendencia a sumergir al individuo en la nación y a tratarlo como una unidad religiosa fue una de las más notables características de la fe hebrea. Y esto ayudó mucho a apoyar y prolongar la otra limitación antes señalada, según la cual la retribución se buscaba en esta vida. Se podía consolar las esperanzas personales diferidas y frustradas con el pensamiento de su realización actual o futura de la nación. La escatología del individuo se hizo prominente sólo cuando las calamidades nacionales, que culminaron en el Exilio, habían hecho añicos por un tiempo la esperanza del pueblo de un reino teocrático glorioso; y con la restauración hubo una tendencia a volver al punto de vista nacional. Es verdad del Antiguo Testamento como un todo que la escatología del pueblo eclipsa la del individuo, si bien es cierto, al mismo tiempo que, en y a través del primero, los últimos avanzan a una garantía clara y definida de una resurrección de entre los muertos personal, al menos para los hijos de Israel que, si son hallados dignos, compartirán en las glorias de la era mesiánica.

Está más allá del alcance de este artículo el tratar de rastrear el crecimiento o describir las diversas fases de esta escatología nacional, que se centra en la esperanza de la creación de un reino teocrático y mesiánico en la tierra (Vea Mesías). Por muy espiritualmente que esta idea se halle expuesta en las profecías del Antiguo Testamento, como las leemos ahora a la luz de su progresivo cumplimiento en la providencia del Nuevo Testamento, el pueblo judío en su conjunto se aferró a una interpretación material y política del reino, acoplando su propio dominio como pueblo con el triunfo de Dios y el establecimiento mundial de su gobierno. De hecho, hay mucho que explicar sobre esto en la oscuridad de las propias profecías. No siempre se menciona al Mesías como una persona distinta en relación con la inauguración del reino, lo que deja espacio para la esperanza de una teofanía de Yahveh en el carácter de juez y gobernante. Pero incluso cuando la persona y el lugar del Mesías están claramente prefigurados, la fusión en conjunto en la profecía de lo que hemos aprendido a distinguir como su primera y su segunda venida, tiende a dar a toda la imagen del reino mesiánico un carácter escatológico que pertenece en la realidad sólo a su etapa final.

Por tanto, es así que se introduce la resurrección de los muertos en Isaías 26,19 y Daniel 12,2; y muchas de las descripciones que predicen “el día del Señor”, la sentencia sobre judíos y gentiles, la renovación de la tierra y otros fenómenos que marcarán el comienzo de ese día, mientras que se aplican en un sentido limitado a los acontecimientos contemporáneos y a la inauguración de la era cristiana, son más apropiadamente entendidos sobre el fin del mundo. Por lo tanto, no es sorprendente que las esperanzas religiosas de la nación judía se hayan convertido en tan predominantemente escatológicas, y que la imaginación popular, escorzando la perspectiva de la revelación divina, debería haber aprendido a mirar por el establecimiento en la tierra del glorioso Reino de Dios, que los cristianos están seguros se realizará sólo en el cielo al final del presente estado de cosas.

(4) Pasando de estas observaciones generales que parecen necesarias para la comprensión real de la escatología del Antiguo Testamento, se hará una breve referencia a los pasajes que muestran el crecimiento de una doctrina de la inmortalidad más alta y más completa. El reconocimiento del individuo como lo opuesto a la mera responsabilidad y retribución corporativa puede considerarse, al menos remotamente, como un aumento a la escatología, aun cuando la retribución se limita sobre todo a esta vida; y este principio está reconocido en repetidas ocasiones en los primeros libros. (Vea Génesis 18,25; Éxodo 32,33; Números 16,22; Deuteronomio 7,10; 24,16; 2 Samuel 24,17; 2 Reyes 14,6; Isaías 3,10 ss.; 33,15 ss.; Jeremías 12,1 ss.; 17,5-10; 32,18 ss.; Ezequiel 14,12-20; 18,4.18 ss.; Salmos , passim; Proverbios 2,21 ss.; 10,2; 11,19.31; etc.). Se le reconoce también en los mismos términos del problema tratado en el Libro de Job.

Pero, llegando a cosas más elevadas, nos encontramos en los Salmos y en Job la clara expresión de una esperanza o una garantía para los justos de una vida de felicidad después de la muerte. Aquí se proclama, bajo inspiración divina, el deseo innato de las almas justas de una comunión eterna con Dios, la protesta de una fe fuerte y viva en contra de la concepción popular del Seol. Omitiendo pasajes dudosos, es suficiente hacer referencia a los Salmos 16(15), 17(16), 49(48) y 73(72). De éstos no es imposible explicar los dos primeros como oraciones por la liberación de un peligro inminente de muerte, pero la seguridad que expresan es demasiado absoluta y universal para admitir esta interpretación como la más natural. Y esta seguridad se vuelve aún más clara en los otros dos salmos, por causa del contraste que se afirma que la muerte introduce entre los destinos de los justos y los impíos.

La misma fe surge en el Libro de Job, primero como una esperanza expresada en forma un tanto cuestionable, y luego como una firme convicción. Con la desesperanza de reivindicación en esta vida y rebelándose contra la idea de que la justicia debe quedar finalmente sin recompensa, el sufridor busca consuelo en la esperanza de una renovación de la amistad con Dios más allá de la tumba: “¡Ojalá en el Šeol tú me guardaras, me escondieras allí mientras pasa tu cólera, y una tregua me dieras, para acordarte de mí luego —pues, muerto el hombre, ¿puede revivir?— todos los días de mi milicia esperaría, hasta que llegara mi relevo!” (Job 14,13-14). En 16,18 a 17,9 la expresión de esta esperanza es más absoluta; y en 19,23-27 toma la forma de una certeza definida de que verá a Dios, su Redentor: “Yo sé que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo le veré, mis ojos le mirarán, no ningún otro” (Job 19,25-27). En su cuerpo resucitado verá a Dios, según la variante de la Vulgata (LXX): “Y en el último día me levantaré de la tierra. Y seré revestido con mi piel, y en mi carne he de ver a mi Dios “(25-26).

La doctrina de la resurrección encuentra su expresión concreta en los profetas; y en Isaías 26,19: “Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de júbilo los moradores del polvo” etc.; y en Daniel 12,2: “Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para la vida eterna, otros para el oprobio, para el horror eterno”, etc. se enseña claramente una resurrección personal —en Isaías una resurrección de los israelitas justos; en Daniel, tanto de los justos como de los malvados. La sentencia, que en Daniel está relacionada con la resurrección, es también personal; y lo mismo ocurre con el juicio de los vivos (judíos y gentiles) que las profecías lo conectan con el “día del Señor” en diversas formas. Algunos de los Salmos [por ej. el 49(48)] parecen implicar el juicio de individuos, buenos y malos, después de la muerte; y la certeza de un juicio futuro de “toda [actos humanos|obra]], ya sea buena o mala”, es la solución definitiva de los enigmas morales de la vida en la tierra ofrecida por el Eclesiastés (12,13-14; cf. 3,17).

Pasando a los libros (deuterocanónicos) posteriores del Antiguo Testamento, tenemos clara evidencia en el Segundo Libro de los Macabeos de la fe judía no sólo en la resurrección de la carne (7,9-14), sino en la eficacia de las oraciones y sacrificios por los muertos que han muerto en la piedad (12,43 ss.). Y en los siglos II y I a.C., en la literatura apócrifa judía aparecen nuevos desarrollos escatológicos, principalmente en la dirección de una más definida doctrina de la retribución después de la muerte. La palabra Šeol es todavía más común entendida como la morada general de los difuntos que esperan la resurrección; y esta residencia tiene diferentes divisiones para la recompensa de los justos y el castigo de los malvados; en referencia a estos últimos, el Šeol es a veces simplemente equivalente al infierno. Gehenna es el nombre que generalmente se aplica al lugar final de castigo de los malvados después del juicio final, o incluso inmediatamente después de la muerte; mientras que paraíso se utiliza a menudo para designar la morada intermedia de las almas de los justos, y el cielo como su casa de la bienaventuranza final (para referencias detalladas a la literatura apócrifa ver a Charles, el artículo “Escatología” en “Enc. Bíblica”, § § 63, 70). El uso de estos términos por Cristo indica que los judíos de su tiempo estaban lo suficientemente familiarizados con sus significados del Nuevo Testamento.

Escatología católica

En este artículo no hay discusión crítica de la escatología del Nuevo Testamento, ni cualquier intento de trazar la evolución histórica de la doctrina católica a partir de datos bíblicos y tradicionales; sólo se da un breve resumen del sistema católico desarrollado. Para detalles críticos e históricos y para la refutación de los puntos de vista opuestos se remite al lector a los artículos especiales que se ocupan de las diversas doctrinas. El resumen escatológico que habla de las “últimas cuatro cosas” (muerte, juicio, cielo e infierno) es popular en lugar de científico. Para el tratamiento sistemático es mejor distinguir entre (A) escatología individual y (B) escatología universal y cósmica.

Bajo A se incluye:

  • (1) la muerte,
  • (2) el juicio particular,
  • (3) el cielo, o la felicidad eterna;
  • (4) el purgatorio, o estado intermedio,
  • (5) el infierno o castigo eterno;

y bajo (B):

  • (1) la proximidad del fin del mundo;
  • (2) la resurrección de la carne;
  • (3) el juicio general;
  • (4) la consumación final de todas las cosas.

La superioridad de la escatología católica consiste en el hecho de que, sin profesar responder a todas las preguntas que la curiosidad ociosa pueda sugerir, da una declaración clara, coherente y satisfactoria de todo lo que debe conocerse al presente, o puede ser provechosamente entendido, en relación con los temas eternos de la vida y la muerte para cada uno de nosotros personalmente, y la consumación final del cosmos del que somos parte.

Escatología Individual

(1) Muerte: La muerte, que consiste en la separación del alma del cuerpo, es presentada bajo varios aspectos en la enseñanza católica, pero principalmente:

  • (a) como siendo real e históricamente, en el presente orden de la Providencia sobrenatural, la consecuencia y la pena del pecado de Adán (Gén. 2,17; Rom. 5,12, etc.);
  • (b) como el fin del período de prueba del hombre, el evento que decide su destino eterno (2 Cor. 5,10; Juan 9,4; Lucas 12,40; 16,19 ss; etc.), aunque no excluye un estado intermedio de purificación para los imperfectos que mueren en la gracia de Dios; y
  • (c) como universal, aunque en cuanto a su universalidad absoluta (para los que vivan al fin del mundo) hay un cierto margen de duda debido a 1 Tes. 4,14 ss.; 2 Cor. 15,51; 2 Tim. 4,1.

(2) Juicio Particular: Que el juicio particular de cada alma tiene lugar en la muerte está implícito en muchos pasajes del Nuevo Testamento (Lc. 16,22 ss.; 23,43; Hch. 1,25; etc.), y en la enseñanza del Concilio de Florencia (Denzinger, Enchiridion, n. 588) respecto a la rápida entrada de cada alma al cielo, al purgatorio o al infierno. (Vea juicio particular).

(3) Cielo: El cielo es la morada de los bienaventurados, donde (después de la resurrección con cuerpos glorificados) disfrutan, en compañía de Cristo y los ángeles, la visión inmediata de Dios cara a cara, al ser elevados sobrenaturalmente por la luz de la gloria para que sean capaces de tal visión. Hay grados infinitos de gloria que corresponden a los grados de mérito, pero todos son indeciblemente felices en la posesión eterna de Dios. Sólo los perfectamente puros y santos pueden entrar al cielo; pero para los que han alcanzado ese estado, ya sea en la muerte o después de un curso de purificación en el purgatorio, no se difiere la entrada al cielo, como se ha afirmado erróneamente a veces, hasta después del juicio general.

(4) Purgatorio: El purgatorio es el estado intermedio de duración desconocida en el que los que mueren imperfectos, pero no en pecado mortal impenitentes, siguen un curso de purificación penal, para calificarlos para la admisión al cielo. Comparten en la Comunión de los Santos y se benefician de nuestras oraciones y buenas obras (vea oraciones por los muertos). La negación del purgatorio por los reformadores introdujo un espacio en blanco en su escatología y, a la manera de los extremos, ha dado lugar a reacciones extremas. (Vea Purgatorio).

(5) Infierno: Infierno, en la enseñanza católica, designa el lugar o estado del hombre (y los ángeles) que, debido al pecado, están excluidos para siempre de la visión beatífica. En este sentido amplio, se aplica al estado de los que mueren con sólo el pecado original en sus almas (Concilio de Florencia, Denzinger, n. 588), aunque este no es un estado de miseria o de castigo subjetivo de ningún tipo, sino que simplemente implica la privación objetiva de la felicidad sobrenatural, que es compatible con una condición de felicidad natural perfecta. Sin embargo, en el sentido más estricto en el que ordinariamente se utiliza el nombre, el infierno es el estado de aquellos que son castigados eternamente por el pecado mortal personal sin arrepentimiento. La doctrina católica no va más allá de afirmar la existencia de tal estado, con diversos grados de castigo correspondientes a los grados de culpabilidad y a su duración eterna o interminable. Es una verdad terrible y misteriosa, pero es clara y enfáticamente enseñada por Cristo y los Apóstoles. Los racionalistas pueden negar la eternidad del infierno, a pesar de la autoridad de Cristo, y los cristianos declarados, que no están dispuestos a admitirlo, puede tratar de explicar las palabras de Cristo; pero se mantiene como la solución divinamente revelada del problema del mal moral. (Vea infierno). Se han buscado soluciones rivales en alguna forma de la teoría de la restitución o, menos comúnmente, en la teoría de la aniquilación o inmortalidad condicional. El punto de vista de la restitución, que en su forma de origenista fue condenado en el Concilio de Constantinopla en 543, y más tarde en el Quinto Concilio General (Vea apocatástasis), es el dogma cardinal del universalismo moderno, y es favorecido más o menos por los protestantes y anglicanos liberales. Sobre la base de un exagerado optimismo para el que la experiencia actual no ofrece ninguna garantía, esta opinión asume la eficacia victoriosa del ministerio de la gracia en un tiempo de prueba después de la muerte, y espera por la conversión final de todos los pecadores y la desaparición voluntaria del mal moral del universo. Por el contrario, los que apoyan la teoría de la aniquilación, al no encontrar ya sea en la razón o en la revelación ningún motivo para el optimismo, y considerando que la inmortalidad en sí misma es una gracia y no el atributo natural del alma, creen que el impenitente finalmente será aniquilado o dejará de existir —que así Dios en última instancia, se verá obligado a confesar el fracaso de su propósito y poder.

Escatología Universal y Cósmica

(1) La Proximidad del Fin del Mundo: A pesar de que Cristo se negó expresamente a especificar el tiempo del fin (Marcos 13,32, Hch. 1,6 ss.), era una creencia común entre los primeros cristianos de que el fin del mundo estaba cerca. Esto parecía tener cierto apoyo en algunos dichos de Cristo en referencia a la destrucción de Jerusalén, que se establecen en los Evangelios lado a lado con las profecías relacionadas con el fin (Mateo 24; Lc. 21), y en ciertos pasajes de los escritos apostólicos que, naturalmente, pueden haber sido entendidos de ese modo (pero vea 2 Tes. 2,2 ss., donde San Pablo corrige esta impresión). Por otro lado, Cristo había declarado claramente que el Evangelio debía ser predicado a todas las naciones antes del fin (Mt. 24,14), y San Pablo esperaba con agrado la conversión final del pueblo judío como un acontecimiento remoto que sería precedido por la conversión de los gentiles (Rom. 11,25 ss.). Se habla de varios otros signos que precederán o anunciarán el fin, como una gran apostasía (2 Tes. 2,3 ss.), o el alejamiento de la [[fe] o la caridad (Lc. 18,8; 17,26; Mt. 24,12), el reinado del Anticristo, y grandes calamidades sociales y aterradoras convulsiones físicas. Sin embargo, el final vendrá inesperadamente y tomará por sorpresa a los vivos.

(2) La Resurrección de la Carne: La venida visible (parousia) de Cristo en poder y gloria será la señal para la resurrección de los muertos (Vea resurrección general). Es la enseñanza católica que todos los muertos que han de ser juzgados resucitarán, los malvados así como los justos, y que se levantará con los cuerpos que tenían en esta vida. Pero no hay nada definido en cuanto a lo que se requiere para constituir esta identidad del resucitado y transformado con el cuerpo presente. Aunque no está formalmente definido, es lo suficientemente seguro que habrá sólo una resurrección general, simultánea para buenos y malos (Ve milenarismo). En cuanto a las cualidades de los cuerpos resucitados, en el caso de los justos tenemos la descripción de San Pablo en 1 Cor. 15 (cf. Mt. 13,43; Flp. 3,21) como base para la especulación |teológica, pero en el caso de los condenados sólo podemos afirmar que sus cuerpos serán incorruptibles.

(3) El Juicio General: En cuanto al juicio general no hay nada de importancia que debe añadirse a la descripción gráfica del evento dada por Cristo mismo, quien será el juez (Mt. 25, etc.) (Ver juicio general).

(4) La Consumación de Todas las Cosas: También se dice que el universo físico compartirá la consumación general (2 Pedro 3,13; Rom. 8,19 ss.; Apoc. 21,1 ss). El cielo y la tierra actuales serán destruidos, y un cielo nuevo y una tierra tomarán su lugar. Pero no se revela qué envolverá precisamente este proceso, o para qué propósito servirá el mundo renovado. Posiblemente sea parte del glorioso Reino de Cristo el que “no tendrá fin”. El reinado militante de Cristo cesará con la realización de su cargo como juez (1 Cor. 15,24 ss.), pero como el Rey de los elegidos a quienes ha salvado, reinará con ellos en la gloria por siempre.

Fuente: Toner, Patrick. “Eschatology.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909. 13 Feb. 2012
http://www.newadvent.org/cathen/05528b.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Fuente: Enciclopedia Católica