ESPIRITU SANTO

v. Espíritu, Espíritu de Dios, Espíritu de Jehová
Mat 1:18 se halló que había concebido del E S
Mat 3:11; Mar 1:8; Luk 3:16 él os bautizará en E S
Mat 28:19 nombre del Padre, y del Hijo, y del E S
Mar 12:36 porque el mismo David dijo por el E S
Mar 13:11 no sois vosotros .. habláis, sino el E S
Luk 1:15 será lleno del E S, aun desde el vientre
Luk 1:35 el E S vendrá sobre ti, y el poder del
Luk 1:41 aconteció .. y Elisabet fue llena del E S
Luk 3:22 y descendió el E S sobre él en forma
Luk 4:1 Jesús, lleno del E S, volvió del Jordán
Luk 11:13 dará el E S a los que se lo pidan?
Luk 12:12 E S os enseñará .. lo que debáis decir
Joh 1:33 me dijo .. ése es el que bautiza con el E S
Joh 7:39 aún no había venido el E S, porque Jesús
Joh 14:26 el E S, a quien el Padre enviará en mi
Joh 20:22 esto, sopló, y les dijo: Recibid el E S
Act 1:2 de haber dado mandamientos por el E S
Act 1:5; Act 11:16 seréis bautizados con el E S dentro
Act 2:4; Act 4:31 y fueron todos llenos del E S, y
Act 2:33 recibido del Padre la promesa del E S
Act 4:8 entonces Pedro, lleno del E S, les dijo
Act 5:3 para que mintieses al E S, y sustrajeses
Act 5:32 y también el E S, el cual ha dado Dios
Act 6:3 buscad .. a siete varones .. llenos del E S
Act 7:51 vosotros resistís siempre al E S; como
Act 8:15 oraron por ellos .. que recibiesen el E S
Act 9:31 acrecentaban fortalecidas por el E S
Act 10:38 Dios ungió con el E S y .. a Jesús de
Act 10:44 el E S cayó sobre todos los que oían
Act 11:15 cayó el E S sobre ellos también, como
Act 11:24 era varón bueno, y lleno del E S y de
Act 13:2 dijo el E S. Apartadme a Bernabé y a
Act 13:52 los .. estaban llenos de gozo y del E S
Act 16:6 les fue prohibido por el E S hablar la
Act 19:2 ¿recibisteis el E S cuando creísteis?
Rom 5:5 ha sido derramado en .. por el E S que
Rom 14:17 sino justicia, paz y gozo en el E S
Rom 15:13 abundéis en .. por el poder del E S
1Co 6:19 que vuestro cuerpo es templo del E S
1Co 12:3 llamar a Jesús Señor, sino por el E S
2Co 13:14 la comunión del E S sean con todos
Eph 1:13 fuisteis sellados con el E S de la promesa
Eph 4:30 no contristéis al E S de Dios, con el cual
1Th 1:6 recibiendo la palabra .. gozo del E S
1Th 4:8 sino a Dios, que también nos dio su E S
Tit 3:5 por el .. y por la renovación en el E S
Heb 2:4 milagros y repartimientos del E S según
Heb 6:4 don .. y fueron hechos partícipes del E S
Heb 10:15 nos atestigua lo mismo el E S; porque
1Pe 1:12 los que os han predicado .. por el E S
2Pe 1:21 hablaron siendo inspirados por el E S
1Jo 5:7 porque tres .. el Padre, el Verbo y el E S
Jud 1:20 vosotros, amados .. orando en el E S


Espí­ritu Santo (heb. Rûaj Qôdesh; gr. Pnéuma Háguios [Luk 11:13; Eph 1:13; 4:30; 1Th 4:8]; a menudo la palabra pnéuma se usa sin el adjetivo háguios, pero el contexto con frecuencia indica que se habla del Espí­ritu Santo [Rom 8:26; 1Co 2:10; 12:4]). Tercera persona de la Deidad (Mat 28:19). Las acciones del Espí­ritu de Dios son evidentes a través de toda la historia sagrada. Cuando el hombre se volvió insufriblemente impí­o, Dios dijo: “No contenderá mi espí­ritu con el hombre para siempre” (Gen 6:3). Se informa que sobre varios hombres “el Espí­ritu de Dios vino sobre él” (1Sa 11:6; 19:23; Mar 12:36; 2Ch 15:1; 20:14; etc.). El salmista reconoció la importancia del Espí­ritu de Dios en la experiencia espiritual (Psa 51:11); también afirmó su omnipresencia (Psa 139:7-12). Joel profetizó que el Espí­ritu de Dios serí­a derramado sobre toda carne (Jl. 2:28, 29), una promesa que citó Pedro cuando el Espí­ritu Santo fue derramado el dí­a del Pentecostés (Act 2:17-21). En general, los escritores del AT comprendieron que el Espí­ritu de Dios es una fuerza vitalizadora, sustentadora, 405 estimuladora y capacitadora, identificada con Dios. Sin embargo, no es hasta los tiempos del NT cuando se observa un cuadro más claro de la obra y la personalidad del Espí­ritu Santo. Cristo enseñó a sus discí­pulos que el Espí­ritu Santo les enseñarí­a y les ayudarí­a a recordar las cosas que les habí­a dicho (Joh 14:26), testificarí­a de él y lo glorificarí­a (15:26; 16:14), convencerí­a a los hombres de pecado y de su necesidad de justicia (16: 8), y los guiarí­a a toda la verdad (v 13). Pablo reveló que el Espí­ritu intercede por nosotros (Rom 8:26), mora en nosotros (v 9), nos capacita con diversos dones espirituales (1Co 12:4, 8-11, 28; Eph 4:11) y produce frutos en la vida de los cristianos (Gá. 5:22, 23). Habló del cuerpo como del templo del Espí­ritu Santo (1Co 6:19), y advirtió contra contristar al Espí­ritu Santo con el cual estamos sellados para el dí­a de la redención (Eph 4:30). Existió y existe mucha especulación con respecto a la naturaleza del Espí­ritu Santo, pero la revelación ha mantenido bastante silencio sobre el tema. Queda implí­cita su personalidad, porque se lo presenta realizando actos como los de una persona: escudriña, conoce, intercede, ayuda, guí­a, convence. Puede ser entristecido, y se te puede mentir y resistir. Se lo enumera con las otras personas: Dios el Padre y Jesucristo el Hijo, de tal modo que queda implí­cito que él también es una persona. Pero con respecto a su naturaleza esencial, el silencio es oro. El Espí­ritu Santo tuvo una parte, misteriosa para nosotros, en la concepción de Jesús (Mat 1:18, 20). Elisabet (Luk 1:41), Zacarí­as (v 67) y Simeón (2:25, 26) actuaron bajo la influencia del Espí­ritu Santo. El Espí­ritu descendió con la forma de una paloma sobre Jesús en ocasión de su bautismo (Mar 1:10), y el mismo Espí­ritu lo condujo al desierto de la tentación (v 12). Se dice que Jesús fue “lleno del Espí­ritu Santo” (Luk 4:1), y Juan el Bautista predijo que serí­a bautizado con el Espí­ritu Santo (Mat 3:11). Jesús advirtió a los dirigentes judí­os del peligro de blasfemar contra el Espí­ritu Santo (Mat 12:32; Mar 3:29; Luk 12:10). Durante su última noche con sus discí­pulos, Jesús prometió que “otro Consolador” estarí­a con sus seguidores para siempre (Joh 14:16). El término par, ákl’tos, traducido “Consolador”, significa literalmente “llamado para estar junto a”. El Espí­ritu Santo prometido debí­a continuar con las funciones de Jesús en todo el mundo a través de los siglos. El cumplimiento de la promesa que hizo Jesús acerca del Espí­ritu Santo comenzó a ocurrir poco después de su ascensión, como lo revela el libro de Hechos. El libro se abre con las instrucciones de Jesús a sus discí­pulos de testificar por él en todo el mundo después del descenso del Espí­ritu Santo sobre ellos (Act 1:8; cf Mat 3:11), lo que sucedió en el Pentecostés y produjo muchas conversiones (cp 2). Siete diáconos “llenos del Espí­ritu Santo” (6:3) fueron escogidos para cuidar de ciertos intereses de la iglesia naciente. Uno de ellos, Esteban, fue usado por el Espí­ritu para hacer una obra poderosa (v 8). Bernabé fue lleno del Espí­ritu Santo (11:24).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

La tercera persona del trino Dios (Mat 28:19; 2Co 13:14).

El At contiene abundante revelación en cuanto al Espí­ritu del Señor que es preparatoria para el NT. El Espí­ritu estuvo activo en la creación del mundo (p.ej. ., Gen 1:2; Psa 33:6; Psa 104:30), los animales (Isa 34:16) y del hombre (Job 27:3; comparar Isa 42:5). En segundo lugar, el Espí­ritu es el agente en el trabajo providencial de Dios en la esfera moral, y en las áreas de historia y relaciones éticas (Gen 6:3; 1Sa 16:14; Psa 51:11; comparar Isa 4:4; Isa 30:1; Isa 63:14; Eze 1:12, Eze 1:20).

Tercero, el Espí­ritu es conocido en el AT como una dote personal. El habita entre el pueblo de Dios como un todo (Hageo 2:5), de la misma manera en que estuvo con ellos durante el éxodo (Isa 63:11). El dotó a ciertos individuos para propósitos especiales (p. ej., Bezaleel, Exo 31:3; algunos de los jueces, Jdg 3:10; Jdg 6:34; Jdg 11:29; a David, 1Sa 16:13). También está la constante dotación de ciertos individuos (Num 11:17, Num 11:29; Num 27:18; 1Sa 16:13), especialmente aquellos que estaban directamente en la gran lí­nea mesiánica (Isa 11:2; Isa 42:1; Isa 48:16; Isa 61:1).

Por supuesto, el AT se proyecta al dí­a mesiánico como un dí­a futuro cuando se gozará de manera especial del Espí­ritu de Dios (Isa 32:15; Isa 44:3; Isa 59:21; Eze 36:27; Eze 39:29; Joe 2:28-29), señalando una desconocida abundancia. Cuarto, el Espí­ritu inspiró a los profetas (Num 11:29; Num 24:2; 1Sa 10:6, 1Sa 10:10; 2Sa 23:2; 1Ki 22:24; Neh 9:30; Hos 9:7; Joe 2:28-29; Mic 3:8; Zec 7:12).

El Espí­ritu es sabio (Isa 40:13; compararIsa 11:2; Dan 4:8-9, Dan 4:18), se entristece por el pecado y la rebelión (Isa 63:10) y se alegra cuando se abandona el pecado (Zec 6:8). El Espí­ritu es santo (Psa 51:11; Isa 63:10) y bueno (Neh 9:20; Psa 143:10). El Espí­ritu es la presencia de Dios mismo en todo el mundo (Psa 139:7; Isa 63:10, Isa 63:14). La adscripción de santidad (p. ej., Psa 51:11) atribuye al Espí­ritu el carácter y personalidad de Dios.

Su naturaleza personal se manifiesta por las cosas que el Espí­ritu hace: mora con nosotros (Joh 14:17), enseña y hace recordar (Joh 14:26), da testimonio (Joh 15:26), convence de pecado (Joh 16:8), guí­a, habla, declara (Joh 16:13, Joh 16:15), inspira las Escrituras (Act 1:16; 2Pe 1:21), habla a sus siervos (Act 8:29), llama a los ministros (Act 13:2), enví­a obreros (Act 13:4), prohí­be ciertas acciones (Act 16:6-7), e intercede (Rom 8:26). Tiene los atributos de la personalidad: amor (Rom 15:30), voluntad (1Co 12:11), mente (Rom 8:27), pensamiento, conocimiento, palabras (1Co 2:10-13). Al Espí­ritu Santo se le puede tratar como se trata a un ser humano: se le puede mentir y tentar (Act 5:3-4, Act 5:9), resistir (Act 7:51), entristecer (Eph 4:30), ultrajar (Heb 10:29), blasfemar en contra de él (Mat 12:31). El Espí­ritu Santo es Dios, al igual que el Padre y el Hijo (Mat 28:19; 2Co 13:14). Jesús habló de él como su otro yo (Joh 14:16-17) cuya presencia con los discí­pulos serí­a de más ventaja que la suya propia (Joh 16:7). Tener el Espí­ritu de Dios es tener a Cristo (Rom 8:9-12). Dios es espí­ritu (Joh 4:24) en esencia natural, y el Padre enví­a al Espí­ritu Santo para morar y obrar en las personas (Joh 14:26; Joh 16:7).

Los términos en heb. y gr. que se traducen espí­ritu son ruach y pneuma, ambos significan lit. viento, soplo. Ambos llegaron a usarse para la realidad invisible de seres vivientes, especialmente de Dios y del hombre. Por lo tanto, soplo y viento son sí­mbolos del Espí­ritu Santo (Gen 2:7; Job 32:8; Job 33:4; Eze 37:9-10; Joh 20:22). Otros sí­mbolos son la paloma (Mat 3:16; Mar 1:10; Luk 3:22; Joh 1:32), el aceite (Luk 4:18; Act 10:38; 1Jo 2:20), el fuego para purificar (Mat 3:11; Luk 3:16; Act 2:3-4), el agua viva (Isa 44:3; Joh 4:14; Joh 7:37-39) y las arras o garantí­a de todo lo que Dios tiene guardado para nosotros (2Co 1:22; Eph 1:13-14).

En los Evangelios, como en el AT, el Espí­ritu Santo viene sobre ciertos individuos por razones especiales: Juan el Bautista y sus padres (Luk 1:15, Luk 1:41, Luk 1:67), Simeón (Luk 2:25-27) y Jesús como hombre (Mat 1:18, Mat 1:20; Mat 3:16; Mat 4:1; Mar 1:8, Mar 1:10; Luk 1:35; Luk 3:16, Luk 3:22; Luk 4:1, Luk 4:14, Luk 4:18; Joh 1:32-33). Jesús prometió al Espí­ritu Santo en una manera nueva para aquellos que creyeran en él (Joh 7:37-39; compararJoh 4:10-15; Luk 24:49; Act 1:1-8). Jesús enseñó lo referente a la naturaleza y obra del Espí­ritu Santo (Joh 14:16, Joh 14:26; Joh 15:26; Joh 16:7-15). Jesús sopló sobre los discí­pulos (estando Tomás ausente) y dijo: Recibid el Espí­ritu Santo (Joh 20:22). Esta no fue la dotación completa del Espí­ritu Santo acerca de la cual Jesús habí­a enseñado y prometido y que se cumplió en Pentecostés, sino que era provisional y permitió que los discí­pulos permanecieran en oración hasta el dí­a prometido.

En Pentecostés se inició una nueva etapa de la revelación de Dios a la gente (Hechos 2). El Espí­ritu Santo mora en los creyentes (Rom 8:1-27; 1Co 6:19), otorga dones (1Co 12:4), y produce el fruto del Espí­ritu (Gal 5:22-23). Ser llenos del Espí­ritu (Eph 5:18) significa que Cristo vive plenamente en uno (Rom 8:9-10). La enseñanza respecto al Espí­ritu Santo ha sido descuidada y distorsionada; pero según lo que uno lee en el NT, el tema merece cuidadosa atención.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Es la tercera persona de la Santí­sima Trinidad: (Mt.28.

19, 2Co 13:14).

(Ver “Pentecostés).

1. Es una “persona”- Con voluntad, 1Co 12:11.

– Con mente, Rom 8:27.

– Con pensamiento, conocimiento y palabras, 1Co 2:10-13.

– Con amor, Rom 15:30.

– Se le puede mentir y tentar, Hec 5:3-4, Hec 5:9.

2. Es Dios, Hec 5:3-4.

– Equiparado con el Padre y el Hijo, Mat 28:19, 2 Cor.:13-14: – Distinto del Padre y del Hijo: Mat 12:32, Luc 11:13.

3. Inspiró la Biblia y habla por medio de ella, Hec 1:16, 2Pe 1:21.

4. Actúa en los creyentes: – Los regenera, les da nueva vida: Jua 3:3-7, Tit 3:5.

– Los bautiza en el Cuerpo de Cristo, 1Co 12:13, Rom 6:3-4, Efe 4:4-5.

– Los sella, 2Co 1:22, Efe 1:13, Efe 4:30.

– Mora en ellos, Rom 8:9-11, Jua 14:17.

– Los convence de pecado, de justicia y de juicio, Jn. i6:8-11.

– Los conduce a la verdad completa, Jn.16.12-15.

– Intercede por ellos, y les ayuda en la oración, Rom 8:26.

– Reparte dones, 1Co 12:14.

– Les hace dar fruto, Ga,1Co 5:22-23.

– Los llena de plenitud, Efe 5:18.

5. Actúa en la Iglesia, lo mismo que en los creyentes: La guí­a, dirije, ensena y vivifica. En Pentecostés, de Hech.2, marcó el comienzo de una era de plenitud de la Iglesia de Cristo.

Los nombres del Espiritu Santo: La Biblia menciona mas de 3.000 veces al Epí­ritu Santo, con distintos nombres, que senalan sus muchos atributos, cualidades y funciones. He aquí­ algunos.

1- Espí­ritu de Dios: En el A.T. sólo se le llama “Espí­ritu Santo” 3 veces: Sal 51:11, Isa 63:10 y 11.

– Descansa sobre Moisés, Num 11:17, Num 11:25 : – Se posó sobre los 70 que eligió Moisés, en el Pentecostés de los Israelitas, Num 1 l.

16-17 y 24-26.

– Se comunica a Josué, Num 27:18.

– Se apodera de Sansón, Jue 23:25, Jue 14:6, y con el Espí­ritu puede despedazar a un león: (Jue 14:6), matar a 30: (14:19), romper las cuerdas: (15:14s).

– Se apodera de Gedeón: (Jue 6:34), de Otonie: (Jue 3:10), y Jefté: (Jue 11:29).

– De Saul, 1Sa 11:6s).

– Viene sobre David, 1 52Cr 16:13, y habla por su boca, 2Sa 23:2.

– Reposa sobre Eliseo, que lo habí­a heredado de Elí­as,2Re 2:9.

– Todo profeta es designado como “hombre de Espí­ritu”, Ose 9:7.

– Descansa sobre el Rey Mesiánico y sus colaboradores, Isa 11:2, Isa 28:6.

– Es el órgano por medio del cual los profetas comunican al pueblo Ios avisos de Dios, Zac 7:12, Neh 9:30.

2- “Abogado” y “Paráclito”: (el que está siempre junto a ti), Jua 14:16-17. 3-Tu Santificador.

– Te hace reconocer los pecados, Jua 16:8-9.

– Invita al pecador a venir a Cristo, Rev 22:17.

– Renueva, Tit 3:5, Jua 3:3-6.

– Guí­a a la verdad completa, Jua 16:13.

– Sostiene, Sal 51:12.

– Comunica el amor, Rom 5:5.

– Te transforma de gloria en gloria, 2Co 3:18.

– Ayuda a obedecer, 1Pe 1:2, 1Pe 1:22.

4- Tu Consolador.

– Da gozo, 1Te 1:6, Rom 14:16, Gal 3:22.

– Esperanza, Rom 15:3.

– Fortaleza, Hech.2.

– Los 9 frutos de Gal 5:22-23, Efe 5:9.

– Da a los discipulos “poder” de perdonar pecados, Jua 20:22-23.

5- Tu Iluminador, o Ilustrador.

– Revela las cosas de Dios: (1Co 2:1013, y de Cristo, Jua 16:14, 1 Ped.l:ll. – Trae a la memoria las palabras de Jesús, Jua 14:26.

– Revela la verdad completa,Jua 16:12-13.

– Ilumina con los dones de sabiduria, entendimiento, ciencia y consejo, Isa 11:2, 1 Cor, i2:8.

– Comunica el amor, Rom 5:3-5.

– Edifica la Iglesia, Hec 9:31.

6- El “agua”, sí­mbolo de la vida: Jua 7:37, Jua 4:14. Nada puede vivir sin agua, que vitaliza cada célula del cuerpo; lo mismo el Espiritu: (Sal 104:29-30).

– Sale del templo, como una fuente, que se hace rí­os: (Ez.47, Jua 4:14, Jua 7:37). – Refresca, Isa 41:17-18, Sal 46:5.

– Limpia, Efe 5:26, He62Cr 10:22, Eze 16:9
– Vivifica, Eze 36:26-28.

– Fertiliza, [s.27:3-6, 44:3-4, Sal 1:3.

– ¡Y es gratis!, Rev 22:17, Isa 55:1.

7- “Viento”: Sí­mbolo de la universalidad: (está en todas partes y en todos), de la libertad de accion y del poder.

– Impetuoso, como en Pentecostés de Hch. 2.

– Brisa suave, a Elias, 1Re 19:12.

8- La Paloma: Sí­mbolo de su delicadeza, suavidaz, paz, amor, unidad.

– En el Bautismo de Jesús, Mat 3:16.

– Al principio, el espí­ritu de Dios aleteaba sobre las aguas, Gen 1:2.

– Después del Diluvio, Gen 8:8.

9- el Fuego, que purifica, quemando todo lo malo, la porquerí­a del pecado, es el “fuego devorador” de Exo 24:17, Isa 4:4, Luc 12:49.

– Transforma, llenando de amor, de poder y de valor, en Hch.2: (lenguas de fuego). Llaramas del amor vivo, que penetra y abrasa con gran gozo.

– Fuego que ilumina y da calor, en Exo 13:21, Sal 74:14.

10- La Sombra, que cobija y quiere llenarnos a nosotros con el mismo Jesús con que Ilenó a la Virgen Marí­a en Luc 1:34-35.

11- El Aceite: Que sana, Isa 1:6, Luc 10:34, Rev 3:18.

– Que conforta, Isa 61:3, Heb 1:9.

– Que ilumina y da vida; es el aceite de las lámparas de las 10 ví­rgenes de Mat 25:3-4, Zac 4:2-14.

12- Un Sello, es la marca de Dios, de Efe 1:13, Efe 4:30.

– Que se imprime, 2Co 3:18, Job 34:14.

– Que asegura, Efe 1:13, Efe 4:30.

– Que autentiza, Jua 6:27, 2Co 1:22.

13- Las Arras, el “down payment”, el “pronto que se da”, la garantí­a, lo que se da en prenda, el depósito que se da hasta que se consigue la casa: (las arras del matrimonio, prenda de fidelidad).

2Co 1:22, 2Co 5:5, Ef.1:13-: 14- Una Voz.

– Que habla en nosotros, Mat 10:20.

– Que guí­a, Jua 16:13, Isa 30:21.

– Que avisa, Heb 3:7-11.

15- Un Don.

– Es el “don de Dios” de Jua 4:10.

– El es quien reparte los dones o carismas a quien quiere, o como quiere, para el bien común, en 1 Cor.12. Ver “Dones Espirituales” y “Carismas”.

En definitiva, el Espí­ritu Santo es la persona más importante en tu vida y la mí­a, ahora mismo: Porque el Padre ya nos creó, el Hijo ya nos redimió, y el Espí­ritu Santo es la persona de Dios que tiene la función de santificarnos, de llenarnos de Jesús, como a la Virgen de Luc 1:34-34, para que, como ella, cantemos las glorias del Padre (Luc 1:46-56). Así­ lo explica 1Pe 1:2.

El gran problema es que a muchos cristianos les pasa lo que a los efesios de Hech. 19, que “ni siquiera habí­an oí­do hablar del Espí­ritu Santo”.

Tú y yo, pidamos la “promesa del Padre” de Hec 1:4, con la seguridad de que Jesús es quien nos bautiza en fuego y en el Espí­ritu Santo: (Mt.3.

11), y el que nos seguirá “llenando y saturando” del mismo Espí­ritu, y dándonos su “poder”, como en Jua 20:2223, Hec 2:1-4 y 5:31.

FSPíRITUS MALIGNOS, Ver “Diablo”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

En Gen 1:2 se lee que †œel E. de Dios se moví­a sobre la faz de las aguas†. Esta es la primera de las muchas refe-rencias (algunos piensan que llegan a ochenta y seis) que se hacen del E. S. en el AT. Hay que aclarar, sin embargo, que en los tiempos del AT no se pensaba en el E. S. como una persona diferenciada dentro de la †¢Trinidad. La palabra que se utiliza es ruah, la misma que se usa también para †œviento†, o para †œaliento† ( †¢Espí­ritu). Se le presenta en su actuación en la creación, sostenimiento y control del universo (†œEnví­as tu Espí­ritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra† [Sal 104:30]; †œ¿A dónde me iré de tu E.? ¿Y a dónde huiré de tu presencia?† [Sal 139:7]). Actúa sobre seres humanos, capacitándolos para algunas cosas. Así­, para hacer la obra del †¢tabernáculo, Dios dice a Moisés: †œMira, yo he llamado … a Bezaleel … y lo he llenado del E. de Dios, en sabidurí­a y en inteligencia, en ciencia y en todo arte† (Exo 31:2-3). También se habla de él en relación con el fenómeno de la profecí­a, cuando descendí­a sobre individuos, otorgándoles el don profético. †¢Balaam profetizó bajo la influencia del E. S. (Num 24:2). Igualmente Saúl (1Sa 19:23-24). David dijo: (†œEl E. de Jehová ha hablado por mí­, y su palabra ha estado en mi lengua† [2Sa 23:2]).

Estas acciones del E. S. sobre individuos eran tenidas como algo excepcional y poco frecuente, pero Dios prometió que vendrí­a un dí­a cuando esto serí­a más universal (†œ… derramaré mi E. sobre toda carne† [Joe 2:28]). Para ello enviarí­a a su Ungido, el Mesí­as, sobre quien reposarí­a †œel E. de Jehová; espí­ritu de sabidurí­a y de inteligencia, espí­ritu de consejo y de poder, espí­ritu de conocimiento y de temor de Jehovᆝ (Isa 11:2). La era mesiánica se caracterizarí­a por una acción evidente del E. S. entre los hombres. Juan el Bautista anunció que se acercaba ese momento, pues tras él vendrí­a †œel que bautiza con E. S.† (Jua 1:33). Al predicar por primera vez a los gentiles, Pedro dijo: †œDios ungió con el E. S. y con poder a Jesús de Nazaret† (Hch 10:38). En efecto, el Señor Jesús confesó que sus milagros los hací­a †œpor el E. de Dios† (Mat 12:28). También dijo Cristo que el E. S. vendrí­a. Dijo que lo enviarí­a el Padre (Jua 14:26) y que lo enviarí­a el mismo Cristo (Jua 16:7). Esto no acontecerí­a mientras el Señor estuviera en el mundo (Jua 7:39), pero tras su muerte y resurrección mandó a sus discí­pulos †œque no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual … oí­steis de mí­. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el E. S.† (Hch 1:4-5). En †œel dí­a de Pentecostés†, estando los seguidores del Señor †œtodos unánimes juntos…. fueron todos llenos del E. S.† (Hch 2:1-4).
contradicción con lo que creen muchos cristianos, en todas las épocas se han levantado opiniones que niegan que ese E. S. mencionado en esas escrituras sea una persona. Esas herejí­as alegan que esas declaraciones bí­blicas se refieren a la †œenergí­a desplegada por Dios†, una fuerza impersonal, la acción de Dios en el mundo. Otros, como los arrianos, aun reconociendo la personalidad del E. S., enseñaron que no es Dios. Esto, de paso, implica la negación de la Trinidad y también de la deidad del Señor Jesús.
las Escrituras, cuando hablan del E. S., lo presentan con caracterí­sticas que no pueden ser siquiera imaginadas como pertenecientes a una cosa, a un objeto o a una fuerza. Los atributos de la persona son la capacidad de pensar, tener sentimientos y voluntad. En cuanto a la capacidad intelectual del E. S., escribiendo a los Corintios Pablo dice que †œel Espí­ritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios† (1Co 2:10). También dice a los Efesios: †œY no contristéis al E. S. de Dios† (Efe 4:30), por lo cual se entiende que tiene sentimientos. El atributo volitivo puede apreciarse en porciones tales como Hch 16:6-11, donde el E. S. prohibió a Pablo †œhablar la palabra en Asia†. Además son abundantes las declaraciones bí­blicas donde se describen las acciones del E. S. como persona, siempre con un lenguaje claro e inequí­voco. El Señor Jesús dijo que el E. S. enseñarí­a †œtodas las cosas, y os recordará todo lo que os he dicho† (Jua 14:26). El E. †œda testimonio a nuestro espí­ritu, de que somos hijos de Dios† (Rom 8:16). Le vemos que hace milagros, como arrebatar a Felipe y trasladarlo a Azoto (Hch 8:39-40). El E. ordena (†œEllos … enviados por el E. S., descendieron a Seleucia† [Hch 13:4]). El E. realiza una labor de convencimiento en las almas (†œCuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio† [Jua 16:8]). Se nos enseña que el E. S. intercede por los creyentes (†œQué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el E. mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles† [Rom 8:26]), etcétera. éstas no son cosas que realice una fuerza, sino una persona. Además, se nos dice que es posible mentirle al E. S., como lo hicieron Ananí­as y Safira (Hch 5:3). Hay gente que le hace resistencia (Hch 7:51). En distintos pasajes bí­blicos se habla de relaciones con el E. S. como persona. En efecto, el Señor Jesús enseñó que †œla blasfemia contra el Espí­ritu† es algo imperdonable y que †œal que hable contra el Espí­ritu Santo, no le será perdonado, ni en este siglo ni en el venidero† (Mat 12:31-32). No se blasfema contra una cosa, sino contra una persona.
persona, además, es presentada en la Biblia con los atributos de la Deidad, como la segunda persona de la †¢Trinidad. En Isa 6:1-13 el profeta vio la gloria del †œSanto, Santo, Santo, Jehová de los ejércitos†, que le dijo: †œAnda, y di a este pueblo…† Este pasaje es citado por Pablo en Hch 28:25-28, donde dice: †œBien habló el E. S. por medio del profeta Isaí­as a nuestros padres diciendo: Vé a este pueblo…† De manera que Pablo llama E. S. a quien Isaí­as designa como Jehová. En Jer 31:31-34, al prometer el nuevo pacto, se lee: †œHe aquí­ que vienen dí­as, dice Jehová…. este es el pacto que haré con la casa de Israel…† Esa promesa es citada por el autor de Hebreos señalando que quien habló fue el E. S. (†œY nos atestigua lo mismo el E. S.; porque después de haber dicho: Este es el pacto…† [Heb 10:15-17]). En Jeremí­as dice †œJehovᆝ y en Hebreos se lee” E. S.†œ
Señor Jesús dijo: †œY yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador … El E. de verdad† (Jua 14:16-17). El término †œConsolador† en castellano no expresa en su totalidad la idea de la palabra griega que traduce (parakletos). Un parakletos es uno que está al lado de otro para representarle, para defenderle como abogado, intercediendo por él y consolándolo. Su derramamiento en el dí­a de Pentecostés fue el cumplimiento de la promesa hecha por Dios a los profetas. Pedro habló del †œdon del E. S.† (Hch 2:38). Por lo tanto, no es algo que se obtiene porque se merece. Es un regalo de Dios, que lo da. Cristo habí­a dicho que el mundo no lo puede conocer †œpero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros y estará en vosotros† (Jua 14:16-17). Todos los creyentes que estaban presentes aquel dí­a fueron llenos del E. S. La universalidad de esta experiencia formaba parte, precisamente, de la promesa (†œDerramaré mi E. sobre toda carne† [Joe 2:28]). Por eso cada persona, tras la conversión y la regeneración, recibe el E. S. (†œHabiendo creí­do en él, fuisteis sellados con el E. S. de la promesa† [Efe 1:13]). A esto que se realiza por medio de la fe (†œ… a fin de que por la fe recibiésemos la promesa del Espí­ritu† [Gal 3:14]) la Escritura llama ser bautizado en el E. S., conforme a las palabras de Juan el Bautista (†œél os bautizará en E. S.† [Mat 3:11; Mar 1:8; Luc 3:16; Jua 1:33]) y es así­ como somos incorporados al cuerpo de Cristo (†œPorque por un solo E. fuimos todos bautizados para en un [solo] cuerpo … y a todos se nos dio a beber de un mismo E.† [1Co 12:13]).
Biblia dice que el Señor Jesús concede dones a su Iglesia en la forma de personas especialmente dotadas por el E. S., tales como: †œapóstoles†, †œprofetas†, †œevangelistas †pastores”, †œmaestros† (Efe 4:7-12). Pero Pablo exhortaba a los Efesios a que fueran †œllenos de toda la plenitud de Dios† y †œllenos del E. S.† (Efe 3:19; Efe 5:18). De esa manera actúa en ellos el poder del E. S., el cual, antes que otra cosa, desea trabajar sobre el carácter de las personas para que se produzca el †œfruto del E.†, que †œes amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza† (Gal 5:22-23). También por medio del E. S. Dios concede †¢dones espirituales o capacidades particulares a cada creyente, habilitándolo para servir en su reino. Una lista de esos dones, que no debe considerarse exhaustiva, aparece en 1Co 12:1-31 (†œ… palabra de sabidurí­a … palabra de ciencia … fe … dones de sanidades…. el hacer milagros … profecí­a … discernimiento de espí­ritus … diversos géneros de lenguas … interpretación de lenguas†). En Rom 12:3-8 se mencionan: †œprofecí­a†, †œservicio†, †œenseñanza†, †œexhortación†, †œrepartición†, †œpresidir†, †œhacer misericordia†. En 1Co 7:9 se nombra el †œdon de continencia†.
los cristianos evangélicos, se presentan diferencias de opinión sobre el ejercicio de ciertos dones en el dí­a de hoy. Se alega que algunos de ellos fueron muy necesarios en los primeros tiempos de la Iglesia pero que ya han cesado de manifestarse. Creen encontrar apoyo para esa opinión en 1Co 13:8, donde dice que †œel amor nunca deja de ser; pero las profecí­as se acabarán, y cesarán las lenguas, y la ciencia acabarᆝ. Otros señalan que esas palabras se refieren al fin de la historia, y que no debe hablarse de cesación, por ejemplo, del don de profecí­a y de lenguas cuando todaví­a el de ciencia continúa. La Escritura dice que †œcesarán†, pero nadie sabe cuándo. En el dí­a de hoy el E. S. continúa otorgando sus dones, pero hay que recordar que esa es una acción de la soberaní­a de Dios (†œTodas estas cosas las hace uno y el mismo E., repartiendo a cada uno en particular como él quiere† (1Co 12:11). La expresión †œcomo él quiere† incluye la idea de manera, lugar y tiempo. No obstante, las mismas Escrituras nos exhortan también a procurar los †œdones espirituales … sobre todo que profeticéis† (1Co 14:1).
dar Dios el E. S. a los creyentes les está entregando un avance, un adelanto, de las virtudes del siglo venidero. †œEl E. S. de la promesa, que es las arras de nuestra herencia hasta la redención de la posesión adquirida† (Efe 1:13-14), es lo que mantiene en nosotros la esperanza (†œ… para que abundéis en esperanza por el poder del E. S.† [Rom 15:13]). Por él sabemos que Dios vivificará también nuestros †œcuerpos mortales por su Espí­ritu que mora† en nosotros (Rom 8:11). †¢Alma. †¢Dones espiritules. †¢Espí­ritu.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

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La palabra con la que designa el espí­ritu en la Biblia griega de los LXX es “pneuma”, que traduce la hebrea “rüah” (aliento, soplo, espiración).

En los libros del Antiguo Testamento se refiere por lo general al ser espiritual divino, es decir a un poder impersonal, supremo y misterioso del mismo Dios. Con todo, en ocasiones se intuye cierta referencia personalista en el uso que se hace de ella, la cual será común en todo el Antiguo Testamento.

En los escritos del Nuevo Testamento la personalización e individualización del Espí­ritu se halla en múltiples pasajes.

En ellos el Espí­ritu Santo es intuido como Persona divina distinta del Padre y del Hijo. Esta revelación llega a ser plena en el Nuevo Testamento, cuando es el mismo Jesús el que la comunica a sus seguidores. Es la base de la doctrina Cristiana sobre el Espí­ritu Santo.

1. El Espí­ritu en Jesús
El Espí­ritu Santo es el gran regalo de Jesús; es el Enviado por el Padre al mundo y es el Enviado por Jesús para culminar su obra de salvación. Es el alma de la Iglesia y la vida de todos sus miembros.

1.1. En la Trinidad de Personas
Los cristianos estamos acostumbrados a pensar y a hablar del Espí­ritu Santo en el contexto de las Personas de la Santí­sima Trinidad. Casi podrí­amos decir que no personalizamos a este Santo Espí­ritu, sino que le aludimos sólo cuando nos referimos a la Trinidad Santa de Dios. Por eso apenas si entendemos su Persona, su misterio y su acción en los hombres.

– Invocamos muchas veces el nombre de la Santí­sima Trinidad. Oí­mos decir que en Dios hay tres Personas; que no son tres dioses, sino un solo y único Dios verdadero. Y decimos que el Espí­ritu Santo es la tercera Persona y se define como Amor Infinito.

– Con frecuencia hacemos signos y recitamos plegarias e invocaciones a la Santí­sima Trinidad y, por lo tanto, al Espí­ritu Santo, glorificando su nombre y reconociendo su acción en las almas.

– Nos trazamos sobre el cuerpo la señal de la cruz, diciendo: “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo” y consideramos que con ello atraemos la bendición del cielo.

– Nos bendicen con buenos deseos y sobre todo con resonancias trinitarias; y, en las bendiciones solemnes, se invoca al Padre, al Hijo y al Espí­ritu Santo.

– Recitamos la plegaria tradicional de “Gloria al Padre, al Hijo y al Espí­ritu Santo”, y elevamos con ella nuestro homenaje a las Tres Personas sagradas.

– Es costumbre en la Iglesia de terminar todas las oraciones “en honor del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo” y ellas nos mantiene vivo el recuerdo de Dios.

1.2. Misterio cristiano
Sin embargo, también el Espí­ritu es una Persona, como lo es el Hijo, y en la catequesis y educación de la fe hay que enseñar a identificarle como presente, actuante y santificador.

La invocación al Espí­ritu Santo es un sello de los cristianos, que tiene su confianza en el Padre a través del Hijo y por medio del Espí­ritu. Ellos ponen su pensamiento en el Espí­ritu enviado por el Padre y por el Hijo como signo y garantí­a de que serán escuchados. Un cristiano que no descubre la presencia del Espí­ritu en su vida carece de algo esencial.

Es el gran don del corazón creyente. S. Pablo decí­a a los romanos: “No habéis recibido un Espí­ritu de esclavos, o que os lleve a un régimen de miedo. Habéis recibido un Espí­ritu que nos transforma en hijos y nos permite decir “Abba”, es decir “Padre”. Es el mismo Espí­ritu el que se une a nuestro espí­ritu y nos asegura que somos Hijos de Dios.” (Rom. 8.15-17)

2. Identidad del Espí­ritu Santo
El catequista precisa ideas claras sobre el Espí­ritu Santo, como condición de poder dar una buena catequesis sobre su acción santificadora de Dios en las almas.

2.1. Espí­ritu divino
El Espí­ritu Santo es Dios. Se le aplican indistintamente los nombres de Espí­ritu y de Dios. Por ejemplo, en el caso del engaño de Ananí­as: “¿Por qué engañas al Espí­ritu Santo… No has mentido a los hombres sino a Dios” (Hech. 5. 3). En otros lugares se refleja claramente esta realidad: 1 Cor. 3. 16; 6. 19.

Como Dios es infinitamente sabio y fuente de vida. Al Espí­ritu Santo se le atribuye la plenitud del saber: es maestro de toda verdad, predice el porvenir (Jn. 16. 13), penetra y conoce los profundos misterios de la divinidad (1 Cor. 2. 10) y es quien inspiró a los profetas en el Antiguo Testamento. (2 Petr. 1. 21 y Hech. 1.16)

Y, como Dios, merece la adoración en el contexto de la Trinidad, pero también considerado como “realidad divina singular”. Y esa realidad, misteriosa y persona, oye, conoce, ama, actúa, al igual que el Verbo, que Jesús encarnado.

2.2. Es la Tercera Persona

El Espí­ritu Santo es Persona; por lo tanto es diferente del Padre y del Hijo, aunque sea el mismo Dios. Así­ se le presenta cuando Jesús manda a sus Apóstoles a “bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo”. (Mt. 28.19)

También se multiplican las alusiones bí­blicas a su original identidad. Es el Paráclito (= consolador, abogado). Y este término no puede referirse sino a una persona que actúa en las almas y en la Iglesia (Jn. 14. 16 y 26; 15. 26; 16. 7).

Con frecuencia el mismo Jesús alude a El con funciones concretas. Se le llama “abogado o intercesor” ante el Padre y se dice de El que es “maestro de la verdad” (Jn. 14, 26; y 16. 13), que da testimonio de Cristo (Jn. 15. 26), que conoce los misterios de Dios (1 Cor. 2. 10), que predice lo futuro. (Jn. 16. 13; Hech. 21. 11)

El Espí­ritu Santo es original, activo y transformador del mundo. Interesa en la catequesis resaltar su protagonismo santificador, en unión al Padre y al Hijo. Por ejemplo, Jesús le llama “transformador del mundo”. (Jn. 14. 26)

2.3. Y Persona actuante

La acción divina del Espí­ritu Santo se muestra, ante todo, en su labor transformadora y en su referencia a Jesús. Su acción comienza en al acto creador trinitario, pero se perfila como singular en el prodigio de la encarnación del Hijo de Dios (Lc. 1. 35; Mt. 1. 20): “El Espí­ritu Santo te cubrirá con su sombra…”.

Y su acción divina culmina en la impresionante llegada el dí­a de Pentecostés (Lc. 24. 49; Hech. 2. 2-4), cuando se hace presente en los seguidores de Jesús y los confirma en la plenitud de su gracia y de su fortaleza.

Los Apóstoles repiten sin cesar que es el “dador de toda gracia”: de los dones de Dios (1 Cor. 1.2) y de la justificación en el Bautismo (Jn. 3. 5) del perdón del pecado (Jn. 20. 22; Rom. 5. 5; Gal. 4. 6; 5. 22)

3. Procedencia del Espí­ritu Santo

En la catequesis hay que insistir en su identidad divina: es Dios infinito, eterno e inmutable. Se insiste en la Escritura y en la Tradición que procede del Padre y del Hijo por ví­a de espiración.

El término de espiración, espí­ritu, soplo, es una forma de hablar humana para tratar de reflejar un misterio divino.

La doctrina de la Iglesia no hace otra cosa que recoger la Palabra de Dios, transmitirla y tratar de explicarla. Considera como misterio de fe el que el Espí­ritu Santo procede del Padre y del Hijo.

Y explica esa procedencia con el lenguaje figurativo del soplo mutuo entre el Padre y el Hijo, como de un solo principio por medio de una única espiración.

La Iglesia ortodoxa griega enseña desde el siglo IX que el Espí­ritu Santo procede únicamente del Padre, recogiendo enseñanzas y tradiciones anteriores. La doctrina de la única procedencia del Padre se hizo oficial entre los ortodoxos en su Sí­nodo de Constantinopla, presidido por Focio en el año 879. Allí­ se rechazó como herético la expresión “Filioque” (y del Hijo), que añadí­an los latinos en el Credo.

Contra esa doctrina, el II Concilio universal de Lyon (1274) proclamó la fórmula de la doble procedencia: “Se debe profesar que el Espí­ritu Santo eternamente procede del padre y del Hijo y se debe defender que procede de un sólo principio y no de dos, como si de una espiración se tratara y no de dos”. (Denz. 460)

Aunque ni en el Concilio de Nicea ni en el de Constantinopla se hable de esta procedencia unitaria de las dos Personas, la doctrina se fue extendiendo en Occidente. Fue el Concilio III de Toledo de 589 el que primero reflejó esta creencia o doctrina en una formulación, luego universalizada en los demás Sí­nodos y Concilios.

El apoyo bí­blico a esta doctrina es claro (Mt. 10. 20; Jn. 1. 5; 1 Cor. 2. 11; Gal 4. 6; Hech 16. 7). La cuestión es más especulativa que práctica, por lo cual no hay que resaltar tales diferencias en la catequesis. Pero conviene que el catequista sepa lo que la Iglesia católica enseña y el por qué en el Credo se proclama que procede del Padre y del Hijo. Y en la medida de lo posible la haga presente en su catequesis.

4. Juan, testigo del Espí­ritu

Gracias a la fe, creemos que el Espí­ritu reside en nosotros. Su presencia y su venida a nosotros es similar a la que un dí­a contemplaron los que iban a recibir el Bautismo en el Jordán.

El bautista Juan recordaba con emoción el signo del que fue testigo: “He visto que el Espí­ritu bajaba del cielo como una paloma y reposaba sobre El. Ni yo mismo sabí­a quién era. Pero el que me envió a bautizar con agua me habí­a dicho: Aquel sobre el que veas que baja el Espí­ritu y permanecer sobre El, ese es quien ha de bautizar con el Espí­ritu Santo.

Y puesto que lo he visto, testifico que ese es el Hijo de Dios” (Jn. 1.32-34)

Desde que Jesús recibiera el Espí­ritu, el modelo de toda nuestra vida es esa figura profética, que luego se proclama Hijo de Dios y se manifiesta por el Espí­ritu Divino.

Por eso, tenemos que acudir a lo que nos dice el Evangelio del Espí­ritu Santo sobre el Señor. Sólo así­ se puede entender algo del Misterioso Espí­ritu Santo y entender su acción en nosotros, condición de partida para celebrar su venida sobre la comunidad entera de los cristianos.

La Iglesia siempre ha tenido la conciencia de que el Espí­ritu Santo actúa en sus miembros y que es su fuerza viva en el mundo. Se ha puesto siempre en disposición de responder con fidelidad a los deseos del Espí­ritu y hacer así­ de camino para que todos los hombres lleguen a la salvación.

En la medida en que nos sentimos Iglesia, facilitamos esa labor del Espí­ritu en nosotros y en los demás. Es una labor real, aunque misteriosa, continua aunque inadvertida, eficaz aunque no pueda someterse a medidas terrenas.

5. Estuvo siempre con Jesús

La idea del Espí­ritu Santo es inseparable de la acción de Jesús en la tierra. Esa “concomitancia misteriosa e insistente” es uno de los elementos fundamentales de la buena catequesis sobre el Espí­ritu Santo, cuya figura y acción hay que entenderla unidas a las de Jesús.

5.1. Al inicio de su vida

El Espí­ritu Santo aparece en el Evangelio como protagonista de múltiples acontecimientos relacionados con la salvación.

+ Por su influjo, el ángel del Señor anunció a Marí­a Santí­sima el milagro singular de su maternidad virginal.

+ Por su acción, Marí­a llegó a ser madre sin dejar de ser virgen. (Lc. 1. 35)

+ El ángel, bajo la inspiración divina, pronunció alabanzas hermosas que tantas veces recordamos los cristianos cuando recitamos el “avemarí­a”. (Lc. 1. 37).

+ Isabel se llenó del divino Espí­ritu al recibir la visita de Marí­a y se desahogó con alabanzas y con alegrí­a, sintiendo la presencia del Señor. (Lc. 1. 41)

+ El Espí­ritu fue quien iluminó al anciano Simeón en el Templo y a la profétisa Ana, para que hablaran del Señor a todos los que acudí­an. (Lc. 2. 27)

5.2. Y en su ministerio profético
Cuando la vida de Jesús se hundió en la oscuridad de Nazareth, también el Espí­ritu siguió actuando en aquel hombre que se proclamaba Hijo de Dios. Y apenas le llegó la hora designada por el Padre para comenzar su obra de salvación, el Espí­ritu Santo comenzó a manifestarse.

+ Sobre Jesús se apareció en forma de paloma, cuando acudió al Jordán para ser bautizado por Juan y comenzar su ministerio público. (Jn. 1. 33)

+ Bajo su impulso, Jesús fue al desierto para ser tentado y para que se preparara a su misión. (Mt. 4. 1)

+ Por el Espí­ritu Santo, Jesús se llenaba de gozo en su tarea, viendo que la verdad de Dios llegaba a los sencillos. (Lc. 10. 21)

+ Declaraba muchas veces, como lo hizo al maestro de la Ley llamado Nicodemo, que era preciso volver a nacer de nuevo por la acción del Espí­ritu Santo. (Jn. 3. 5)

+ Recordó que quienes pecan contra el Espí­ritu Santo difí­cilmente podrí­an ser perdonados. (Mt. 12. 32)

Su último mensaje en la tierra fue el mandato a sus discí­pulos para que predicaran su Evangelio en el nombre de las tres Personas de la Santa Trinidad: “Id y anunciad la buena nueva a todos los habitantes de la tierra, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo y enseñadles a cumplir lo que yo os he mandado.” (Mat. 28. 19)

6. Venida del Espí­ritu Santo

La Iglesia celebra de forma singular el recuerdo de Pentecostés (a los 50 dí­as), cuando el Espí­ritu descendió de una forma especialmente significativa

6.1. La promesa del Espí­ritu Santo

Jesús prometió con insistencia a sus Apóstoles que enviarí­a al Espí­ritu Santo para completar su obra. La promesa de Jesús ha sido siempre considerada como fundamental en los orí­genes de la Iglesia.

El recuerdo de algunas palabras de Jesús ayuda a comprender el significado del Espí­ritu Santo. Jesús decí­a a los suyos: “Si me amáis de verdad, obedeceréis mis mandamiento y entonces rogaré al Padre que os enví­e otro Abogado que os ayude y esté siempre con vosotros. El será el Espí­ritu de la Verdad. Los que son del mundo no pueden recibirlo, porque no pueden verlo ni conocerlo. En cambio vosotros le conoceréis, porque ya vive en vosotros, en vuestro interior” (Jn 14. 17).

Incluso Jesús llegaba decir a sus Apóstoles palabras comprometedoras como éstas: “Os conviene que yo me vaya de vuestro lado. Pues, si no me voy, el Abogado no vendrá a vosotros. Pero, si me voy, os lo enviaré. Y cuando El venga, os mostrará todas las cosas. Y os enseñará dónde está el mal y dónde está el camino de la salvación… Entonces podréis comprender la verdad plena.” (Jn.16.10-12)

Podemos decir de alguna manera que, sin Espí­ritu Santo, no habrí­a Iglesia. Y que, sin entender la acción de la Tercera Persona de la Santa Trinidad, no comprenderemos la realidad profunda de la Iglesia.

Jesús prometió la presencia del Espí­ritu a sus seguidores en su labor predicadora. El Espí­ritu estarí­a con ellos. (Mc. 13. 11)

La figura del Espí­ritu Santo está en los labios de Jesús cuando enví­a a sus Apóstoles y discí­pulos a sembrar su mensaje por todo el mundo y a perdonar en su nombre a los pecadores. Les dijo entonces: “Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espí­ritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les quedarán perdonados, y a quienes no se los perdonéis, les quedarán retenidos”. (Jn. 20. 22)

6.2. La misión del Espí­ritu Santo
Lo más catequí­stico de la riquí­sima doctrina de la Iglesia sobre el Espí­ritu Santo es su actuación en la vida de los creyentes. El Espí­ritu Santo, el santificador, recibió también una misión del Padre y del Hijo para que consagrara y protegiera a los seguidores del Señor.

El Espí­ritu Santo no es enviado únicamente por el Padre (Jn. 14, 16 y 26), sino también por el Hijo: “El Abogado que yo os enviaré de parte del Padre” (Jn 15. 26). La misión del Espí­ritu Santo es continuación, en cierto sentido, de las misma misión de Jesús; por lo tanto completa, plenifica y proyecta a las almas lo que Jesús hizo (Jn. 16, 7; Lc 24. 49; Jn. 20. 22). Para eso el Espí­ritu Santo fue enviado por Jesús y por el Padre.

Cuando más tarde los discí­pulos de Jesús pusieron por escrito algunos hechos y palabras del Maestro, recordaron con especial cariño las acciones que podí­an atribuir al Espí­ritu Santo, del que tanto habí­an oí­do hablar.

6.3. La invocación al Espí­ritu

Es una necesidad continua de los cristianos. Las llamadas al Espí­ritu de Dios y de Jesús son continuas. Los sacramentos se administran en la Iglesia “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo”. Hemos asistido a Bautizos y Confirmaciones; hemos presenciado Matrimonios y Ordenaciones; nosotros mismos recibimos la absolución penitencial en el nombre de la Trinidad Santa. En todas las plegarias sacramentales se invoca la gracia de Dios en el nombre trinitario.

Sin caer muchas veces en la cuenta del sentido de lo que queremos decir o de lo que oí­mos, repetimos la invocación tanto que corremos el riesgo de no valorar el sentido que ella posee. Y en la catequesis hay que enseñar a sentir lo que se dice.

Nuestra costumbre viene de lo más profundo del mensaje evangélico. Jesús siempre habló de su Padre y todo lo hizo bajo el impulso del Espí­ritu Santo.

Y nosotros debemos mantener esa referencia esencial al Espí­ritu Santo, pues el Animador, el Consolador, el Abogado defensor prometido y es la fuente de la vida de la Iglesia.

El es el principal artí­fice de la obra de Jesús, que es la comunidad que formó para que la salvación llegara a todos los hombres.

El Espí­ritu Santo es Dios y como a tal le reclamamos en nuestra vida, ciertos de que su promesa es infalible. Lo es como el Padre y el Hijo son infalibles. Es la Tercera Persona de la Santí­sima Trinidad, en la cual creemos con fe práctica.

Se actualiza su presencia y su acción en la recepción de los sacramentos, por ejemplo cuando el cristiano recibe la confirmación y siente la plenitud de la fe en su corazón y en su alma.

7. Dones del Espí­ritu Santo
Siguiendo la tradición profética e interpretando un texto de Isaí­as (Is. 11. 1-2), ha sido habitual en la Iglesia el resumir sus dones y regalos en siete, que están presentes en germen en quien recibe el Bautismo e inicia su vida cristiana:

– El don de SABIDURIA nos impulsa a saborear y profundizar las cosas que son del Reino de Dios poniéndolas en nuestra vida las primeras de todo.

– El don de ENTENDIMIENTO nos prepara para ser capaces de descubrir y de conocer con profundidad todos los misterios de Dios, los cuales Jesús nos quiso comunicar para nuestro provecho.

– El don de CONSEJO, con el cual podemos ayudar a los demás, no facilita el discernimiento en las diversas elecciones que tenemos que hacer para seguir la inspiración de Dios.

– El don de CIENCIA nos permite seguir avanzando en el descubrimiento práctico de lo que más nos conviene para nuestra propia salvación.

– El don de FORTALEZA nos permite enfrentarnos valientemente con las dificultades y obstáculos que hallamos en nuestro camino, especialmente con las tentaciones y con los peligros que acechan a nuestra alma.

– El don de PIEDAD o de amor a nuestro Padre Dios nos impulsa a acudir a El con confianza y con la seguridad de que recibimos todas sus ayudas providenciales.

– El don de TEMOR DE DIOS es el que nos mueve a temer ofender a Dios y merecer su rechazo por nuestras infidelidades. Sobre todo nos hace temer el perder su amistad y caer en la tentación.

Con todo, los dones del Espí­ritu no se pueden simplificar tanto como para reducirlos a una relación matemática de siete. El mismo texto original hebreo del profeta Isaí­as habla de seis dones, aunque la versión de los LXX desdoble el término piedad en piedad y temor. Y la Escritura está llena de alusiones que sobrepasan los términos del texto de Isaí­as.

Es con todo una de las profecí­as más recordadas por los evangelistas y por la Iglesia: “Saldrá un vástago del tronco de Jesé y brotará un retoño de sus raí­ces. Y reposará sobre él el Espí­ritu del Señor. Será un Espí­ritu de sabidurí­a y de entendimiento, de consejo y de fortaleza, de ciencia y de piedad” (Is. 11.1-2)

Recogiendo esta manera de hablar, nosotros nos acordamos de los dones del Espí­ritu Santo como de regalos de amor.

La riqueza del Señor es inmensa y no tiene ni número ni medida. Cuando se apodera del alma la llena de bendiciones y de fuerza. Como dice San Pablo, produce en ella frutos excelentes: “El Espí­ritu da alegrí­a, amor, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, lealtad, humildad y dominio de sí­. Ninguna ley existe en todas estas cosas para los que viven bajo el Espí­ritu y pertenecen a Cristo crucificado.” (Gal 5. 22-23)

8. La Iglesia, fruto del Espí­ritu

La Iglesia siempre tuvo devoción especial y amor inmenso al Espí­ritu Santo. Ella sabe que nació como fruto directo de la acción animadora de la Tercera Persona de la Santí­sima Trinidad.

8.1. Presente en la Iglesia
El Espí­ritu Santo fue quien configuró y dio plenitud a la obra de Jesús en aquellos primeros seguidores suyos. Ellos apenas podí­an comprender lo que el Maestro estaba realizando en el mundo. Alguien tení­a que darles luz y fuerza.

Es como si Jesús, en quien se hallaba “encarnada” la Segunda Persona, se hubiera encargado de juntar y de preparar a los Apóstoles y Discí­pulos y como si tuviera que venir la Tercera Persona, el Espí­ritu, a culminar la obra iniciada; como si Jesús hubiera formado el “cuerpo” de la Iglesia y el Espí­ritu la diera “el alma”.

Es una comparación no del todo exacta, ya que el Espí­ritu Santo y Jesús eran inseparables y todo lo hací­an a la vez. Pero vale para explicar cómo la Iglesia es obra singular del Espí­ritu Santo, lo cual nosotros no podemos entender del todo.

8.2. Administradora de dones
Varios aspectos importantes debemos aludir sobre la acción del Espí­ritu Santo en la Iglesia:

– La Iglesia es la heredera del Espí­ritu de Jesús, de sus ilusiones, de sus proyectos de salvación, de su amor a los hombres, de su intención de ayudar a todos.

– La Iglesia es la administradora de los dones que Jesús trajo. Ella distribuye como mediadora sus riquezas espirituales, sus gracias y regalos, sus beneficios.

– Es la encargada de recordar todas las manifestaciones que Dios tuvo a lo largo de la Historia de la salvación. Ella guarda y explica las Promesas de los Patriarcas, los Anuncios de los Profetas, los Beneficios recibidos del cielo.

Toda la esperanza del Antiguo Testamento está de alguna manera depositada y guardada en la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios. Pero también es depósito de todas las enseñanzas de Jesús. Es el Cuerpo Mí­stico de Cristo, en el cual se conserva todo el mensaje del Reino de Dios.

Para cumplir todas estas labores necesitaba un Espí­ritu de fortaleza y de sabidurí­a. Ese Espí­ritu Santo es el que ejerce en la Iglesia tan hermosa y elevada misión.

8.3. Conocer y amar al Espí­ritu

El mensaje de Jesús sobre el Espí­ritu Santo es claro y consolador. Habla con tanta frecuencia de El, que resulta familiar en el Evangelio. Muchas veces Jesús recuerda su labor y su misión en medio de los hombres.

Si queremos hacer un estudio interesante sobre lo que el Espí­ritu Santo representa en el pensamiento de Jesús y, por lo tanto, de toda la Iglesia, debemos revisar en un Nuevo Testamento textos como éstos: – Es Espí­ritu que enseña. Lc 12. 12.

– Es Espí­ritu de Vida. Jn. 6. 64.

– Es Espí­ritu Consolador. Jn. 12. 26.

– Es Espí­ritu de Verdad. Jn. 16. 13.

– Es Espí­ritu de la Fortaleza. Hch. 8.2.

– Es Espí­ritu de Santidad. Rom. 1. 4.

Se le llama también Espí­ritu de amor, Espí­ritu paz, Espí­ritu de luz, Espí­ritu de fortaleza, sobre todo Espí­ritu de Dios, Espí­ritu de Jesús, Espí­ritu de los Profetas.

8.4. Catequesis eclesial del Espí­ritu.

La mejor forma de presentar al Espí­ritu Santo en la catequesis es reflejarle como Vida de la Iglesia, como la fuerza interior de los creyentes. Nuestras experiencias sobre el Espí­ritu Santo no pueden ser sensibles y exteriores. La idea de espí­ritu alude a Algo o a Alguien invisible, pero real. No puede ser percibido por nuestros sentidos y no puede ser entendido por nuestra mente limitada.

A veces podemos hablar de cosas espirituales que nos resultan familiares: – Cuando nuestra mente capta una idea o ve la solución de un problema, algo sutil y espiritual luce en ella y la llena de luz.

– Cuando un recuerdo cruza nuestra memoria, sin cuerpo, sin forma, sin materia, algo insensible y espiritual late en ella.

– Cuando un sentimiento í­ntimo anida en nuestro corazón y sentimos la belleza de una obra de arte, la grandeza de un gesto noble o la sublimidad de una doctrina sutil.

– Cuando algo delicado, sublime, espiritual aletea en nuestro interior y sentimos la presencia inexplicable de algo noble que nos invade y nos inclina hacia el bien, la verdad o la belleza.

– Cuando la belleza de un paisaje no impresiona y descubrimos lo que hay más allá de lo material y sensible

Nada de esto es tan sutil como el Espí­ritu Santo, pero todo ello puede acercarnos a superar las figuras más sensibles con las que iconografí­a de los artistas ha intentado transmitir la imagen o la presencia del Espí­ritu: paloma, llamas de fuego, luz, viento, etc.

Si para los niños pequeños no es posible otra figura que la que afecta a los ojos o a los oí­dos, para los ya mayores la abstracción les permite acercarse más al misterio de los invisible y a la aceptación de los incomprensible.

No hay que ver la catequesis del Espí­ritu Santo como especialmente difí­cil de presentar. En ella todo depende de la preparación doctrinal, de la sinceridad en la intención y del verdadero amor que el catequista tenga en su tarea educadora, sobre todo tratándose de esta maravillosa e incomprensible realidad.

El Espí­ritu santo flota en el universo y hay que saber descubrirlo para adorarlo.

9. Del Espí­ritu nació la Iglesia
No podrí­amos nunca entender lo que es la maravillosa obra de la Iglesia, sin tener presente al Artí­fice divino de ella. Ciertamente que la Iglesia ha sido establecida por Jesús. Pero, es el mismo Jesús quien ha confiado al Espí­ritu de amor, al Consolador, al Abogado defensor, que se haga presente en la Iglesia para dar la vida sobrenatural de que es portadora.

Si no fuera por el Espí­ritu Santo, la Iglesia no dejarí­a de ser una sociedad religiosa hermosa, pero humana. Gracias a su presencia y a la influencia de sus dones, la Iglesia es muchos más: es una fuente de vida para todos los hombres, es una hoguera de amor para sus miembros, es un reflejo de la misma gracia divina presente en medio de los seguidores del Señor, de quien ella es sacramento.

9.1. Catequesis sobre el Espí­ritu
El discurso de Pedro en el amanecer del dí­a de Pentecostés fue el primer acto de la nueva comunidad de la fe cristiana. Fue la presentación de la Iglesia ante la gente que se habí­a congregado en torno al lugar en que estaban los Apóstoles. Y fue el primer acto catequí­stico de los seguidores de Jesús. Por eso ha sido siempre mirado como referencia de una catequesis vital, eficaz, evangélica.

El libro de los Hechos termina el relato diciendo con gozo lo que fue la aceptación del mensaje.”Los que aceptaron con agrado la invitación se bautizaron y aquel dí­a se unieron alrededor de 3.000 personas. Y perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en unión fraterna, en la fracción del pan y en la oración de todos juntos.” (Hech. 2.41-42)

9.2. Fiesta de Pentecostés

El dí­a de Pentecostés comenzó de algún modo la marcha de la Iglesia por todo el mundo. Por eso la Comunidad de los seguidores de Jesús consideró el gran acontecimiento de Pentecostés como el nacimiento de la Iglesia peregrinante por el mundo.

La Iglesia celebra ese recuerdo como el gran dí­a en que ella comenzó a vivir en el mundo. Con su venida, inició su camino evangelizador. Por eso renueva su recuerdo todos los años a los cincuenta dí­as de la Pascua con singular solemnidad.

Jesús habí­a reunido a sus Apóstoles y Discí­pulos en comunidad. Pero no estaban firmes, como lo demostraron en el momento de la dispersión: “Heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas” (Mt 26. 31).

Pero luego vino la resurrección y la alegrí­a del Espí­ritu se apoderó de ellos. Y permanecieron a la espera de que se cumplieran las promesas del Señor.

Mientras esperaban, rezaban y compartí­an recuerdos, meditaban en las profecí­as cumplidas, se llenaban de gozo por haber sido los elegidos del Señor. Tení­an la indicación de Jesús de que debí­an aguardar el cumplimiento de sus promesas y oraban sin cesar ante la inminencia de que Alguien iba a venir.

Su esperanza se vio cumplida a los cincuenta dí­as (pentecostés). Ese dí­a comenzó una nueva vida para los creyentes en Jesús, pues una luz impresionante se apoderó de su mente y de su corazón.

“El Espí­ritu Santo los inundó a todos y comenzaron a hablar inmediatamente en diversos idiomas… según a cada uno le inspiraba el Espí­ritu… Pedro tomó la palabra y les dijo en nombre propio y de los once compañeros: Judí­os y habitantes todos de Jerusalén. Prestad oí­dos a mis palabras… Se está cumpliendo lo anunciado por el Profeta Joel cuando dijo: “En los últimos dí­as concederé mi Espí­ritu a todo mortal…”(Hech. 2. 1-21)

10. El Espí­ritu sigue actuando
El Espí­ritu Santo vive y actúa en la Iglesia. Su fuerza es la que sostiene a los miembros de la Comunidad de Jesús a lo largo de los siglos. Ha actuado en el pasado y sigue presente en los tiempos presentes.

El mismo Señor ha prometido permanecer presente para siempre.

A veces nos interesa ver cómo Dios ha cuidado de su Iglesia a lo largo de los siglos, para apoyar en la experiencia histórica la confianza bí­blica en el porvenir.

Desde la venida del Espí­ritu Santo a la Iglesia de Jesús, nosotros le recibimos siempre en nuestro Bautismo y renovamos su presencia y su acción cada vez que nos disponemos, sobre todo por los sacramentos, a incrementar nuestra fidelidad.

El Espí­ritu sigue actuando en todos los que creemos en Cristo. Ese recibir al Espí­ritu Santo quiere decir que nos incorporamos al plan de Dios. Al ser redimidos por Jesús y al ser perdonado nuestro pecado original, quedamos incorporados a la Iglesia y, por lo tanto, al Pueblo de Dios, al Cuerpo Mí­stico, a la Comunidad de Jesús.

No es una comparación sin más. Es una realidad misteriosa y divina que no podemos nunca comprender del todo. El sacramento del Bautismo, que es la puerta de la Iglesia, nos hace hijos de Dios y por lo tanto herederos del Cielo.

Esto no serí­a posible, si no tuviéramos al Espí­ritu Santo con nosotros.

10.1. Presencia en la comunidad

En el concilio Vaticano II la Iglesia decí­a: “Consumada la obra que el Padre habí­a encomendado realizar al Hijo sobre la tierra, fue enviado el Espí­ritu Santo el dí­a de Pentecostés, a fin de santificar indefinidamente a la Iglesia y para que los fieles tuvieran de este modo acceso al Padre, por medio del Espí­ritu Santo.

El es Espí­ritu de vida y fuente de agua que salta hasta la eternidad, por quien el Padre santifica a los hombres, muertos por el pecado. (Vat. II. Lumen Gent. 4)

Son muchas las ocasiones, ordinariamente imperceptibles, en las que Dios actúa en el corazón y en la mente de quienes ponen su confianza en El. La presencia divina es fuente de paz y de energí­a espirituales.

Algunas de estas muestras podrí­an ser: – La valentí­a de los misioneros, quienes reflejan una segura acción del Espí­ritu que alienta los esfuerzos y mueve a poner la vida al servicio de la verdad.

– La fortaleza de los mártires que es una muestra de la acción de Dios prodigada en todos los tiempos y lugares.

– La sabidurí­a de los doctores y de los educadores, la cual refleja también la infinita sabidurí­a divina que se hace presente en la obras de sus servidores.

– Especial presencia tiene el Espí­ritu Santo en ocasiones solemne en que la Iglesia se entrega a su función de Maestra y de anunciadora del mensaje de Jesús: Concilios, Magisterio pontificio, tareas episcopales, sobre todo.

A veces nos conviene recordar hechos en los que la misma Iglesia ha definido y declarado su conciencia de estar especialmente asistida por el Espí­ritu divino.

10.2. Ejemplos de presencia

Algunos ejemplos de especial trascendencia pueden ser:
– La infalibilidad que asiste al Papa y a los Concilios, cuando hablan en nombre del Señor. Entonces el Espí­ritu Santo les protege contra el error y no pueden equivocarse en todo lo que se refiere a cosas de fe y de costumbres cristianas.

– La ayuda interior que presta a los Pastores de la Iglesia, sobre todo al Papa y a los Obispos, cuando trabajan por el bien de los fieles y para conseguir que el mensaje de Jesús se extiende por el mundo.

– En los Documentos del Magisterio, es decir en los mensajes que el Papa enví­a algunas veces a los cristianos, la acción del Espí­ritu Santo se halla universalmente reconocida. Los más frecuentes son las Encí­clicas y Exhortaciones apostólicas, que recogen consignas para la vida en conformidad con el mensaje de Jesús.

– La fortaleza en perí­odos de singular persecución y la supervivencia de los cristianos sólo se puede entender en referencia a una energí­a divina que nunca faltará, según la promesa del Señor: “Las puertas o poderes del infierno nunca prevalecerán sobre ella” (Mt 16.18-20

10.3. La acción en la Historia

La Historia de la Iglesia, a lo largo de 2.000 años, es una muestra casi palpable de que Dios está con ella, a pesar de las limitaciones de sus hijos y en medio de las dificultades que ha tenido que superar.

La Iglesia tuvo que enfrentarse con dificultades diversas en todos los tiempos.

* Unas fueron exteriores tales, como persecuciones al estilo de las que tuvieron que padecer los primeros cristianos. Si fue capaz de salir airosa de tantos martirios y destrucciones, se debió a la presencia del Espí­ritu Santo que estaba con ella.

* Otras fueron interiores, como cuando algunos miembro tuvieron tentaciones de poder, de poseer riquezas, de imponer formas de vida que no respondí­an al ideal del Evangelio con sus consignas de pobreza, de servicio y de renuncia. Si la Iglesia fue capaz de purificarse de tales deseos, fue porque con ella estaba el Espí­ritu.

* La Iglesia tuvo también dificultades ideológicas y doctrinales, como herejí­as, cismas, disensiones, envidias, discordias. Si pudo superarlas todas, fue porque con ella viví­a el Espí­ritu Santo.

10.4. Acción en todas partes

Muchas de las dificultades exteriores e interiores de la Iglesia han nacido de la misma manera de adaptarse los cristianos a las diversas culturas.

A veces han nacido de influencias de grupos o de autoridades que buscaban sus intereses o tení­an deseos de mandar sobre los cristianos. Y en ocasiones fueron las mismas pasiones de los cristianos que, hombres como los demás, dejaron que el mundo se impusiera en sus criterios o en sus sentimientos.

Ante el riesgo de olvidar o adulterar el mensaje de Jesús, que era para la Iglesia su razón de ser, el Espí­ritu Santo la inspiró muchas veces el camino para superar el peligro y orientarse de nuevo hacia lo que era la voluntad de Dios.

Si la Iglesia fue capaz de asimilar todos los profundos cambios históricos, se debió a que con ella estuvo siempre el Espí­ritu Santo inspirando su pensamiento, sus sentimientos y su actuación. Si no hubiera tenido en sí­ la gracia, la fuerza y la luz del Espí­ritu Santo, no hubiera logrado sobrevivir ante las dificultades. Pero con ella siempre caminó Dios. Tení­a la seguridad de avanzar a lo largo de los siglos y cumplir ante los hombres la misión que Jesús le habí­a confiado.

10.5. Actúa en cada creyente

En la catequesis sobre el Espí­ritu Santo es fácil quedarse en sentimientos ambiguos y teológicos. Pero es conveniente resaltar la dimensión práctica y personalizadora que debe tener, sobre todo cuando se dirige a personas con relativa madurez que se sienten desafiadas por sus demandas espirituales.

Es bueno recordar a esas personas las grandes demandas del Espí­ritu en las almas generosas:
– Actúa en cada mente generosa ofreciendo su luz cuando hay que discernir en las cosas de Dios. Es El quien ofrece a la conciencia en momentos especialmente difí­ciles. Cuando se deben tomar determinaciones que afectan a la fe y a la vida, sobre todo si afecta a compromisos definitivo (matrimonio, vocación religiosa, compromisos profundos de fe, el Espí­ritu Santo da la energí­a que es precisa para ver con claridad.

– Ayuda en la práctica de la virtud y en la de la fe. Los movimientos interiores que llamamos “inspiraciones” o iluminaciones de Dios en la práctica de la virtud, tienen que ver con la acción amorosa del Espí­ritu Santo en la vida.

– La acción del Espí­ritu Santo existe cuando discernimos la mejor forma de ayudar al prójimo, de anunciar a Jesús, de dar testimonio de vida cristiana, etc.

El Espí­ritu Santo vive en nosotros cuando deseamos vivir conforme a los planes de Dios. Respeta la libertad de los creyentes, pero responde con eficacia y prontitud a los ruegos de los humildes.

No es un desconocido para los que aman a Dios. Es un amigo cercano. Es un misterioso protector que nunca está lejos cuando se necesita su ayuda. Es Alguien que resulta familiar, aunque no se pueda entender y explicar su presencia y su actuación.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La misión bajo la fuerza del Espí­ritu Santo

La misión bajo la acción del Espí­ritu, en el Antiguo Testamento, es preparación de la misión universal de Cristo. Todo “enviado” por Dios recibí­a el Espí­ritu para poder hablar en su nombre y con su fuerza. El “Espí­ritu” recibido por los enviados queda descrito principalmente con tres nombres la fuerza (ruah) (Gen 1,2), la misión (salah) (Jer 1,7; Ecli 48,12), la palabra (dabar) (Ez 3,10). Es siempre la fuerza del Espí­ritu la que capacita para cumplir la misión de anunciar la palabra. Por esto los profetas, según San Cirilo, eran “portadores del Espí­ritu”.

Cuando Jesús, en la sinagoga de Nazaret, se aplicó el texto de Isaí­as, en el que el “Mesí­as” aparece como “ungido y enviado por el Espí­ritu” (Lc 4,18; cfr. Is 61,2; 58,6). Resaltan los tres aspectos de la misión profética ha sido enviado con la fuerza (y unción) del Espí­ritu, para anunciar la buena nueva a los pobres. El ser, el actuar y las vivencias de Jesús son de quien ha sido “ungido” por el Espí­ritu Santo para realizar la misión de sacerdote, profeta y rey “Le ungió Dios con Espí­ritu Santo y poder, y así­ pasó haciendo el bien” (Hech 10,38).

Desde la encarnación (Mt 1,18-20) y el bautismo (Mt 3,16), Jesús aparece como lleno del Espí­ritu para comunicarlo a todos por medio de un nuevo “bautismo en el Espí­ritu Santo” (Mt 3,11). Jesús cumple su misión “lleno de gozo en el Espí­ritu Santo” (Lc 10,21), porque sabe que, por medio de su “glorificación” (por su muerte y resurrección), podrá comunicar, a todos los que crean en él, “rí­os de agua viva” (Jn 7,37-39; cfr. Jn 19,34-37).

Presencia, luz y acción del Espí­ritu

Jesús prometió a su Iglesia una asistencia permanente del Espí­ritu, como presencia iluminadora, santificadora y evangelizadora (Jn 14,17.26; 15,26-27; 16,13-15). Esta presencia activa, que se manifestó principalmente desde Pentecostés y que es fruto de la redención (Hech 2,4ss), continúa en la Iglesia, e incluso se puede decir que “completa” o “prolonga” la misión iniciada por Cristo. Toda la misión de la Iglesia es misión del Espí­ritu, como lo es del Padre y del Hijo. Pero el momento privilegiado de la misión eclesial es el anuncio del evangelio a todas las gentes.

Gracias a la presencia del Espí­ritu en los corazones y en la comunidad, los discí­pulos captarán y vivirán, por la fe, una presencia especial de Dios en ellos (Jn 14,17.23), mientras, al mismo tiempo, el Espí­ritu les enseñará el significado de todo el mensaje de Jesús (Jn 14,26), conduciéndolos a la plenitud de la verdad (Jn 16,13) y transformándoles en testigos cualificados suyos (Jn 15,26-27). Es él quien ha inspirado las Escrituras, sostiene la tradición de la Iglesia y garantiza su magisterio, obra por medio de los signos sacramentales y litúrgicos, guí­a por el camino de la oración y perfección, comunica sus dones y frutos, unge y enví­a a los apóstoles según su propia vocación (cfr. CEC 688).

El Espí­ritu del Padre y del Hijo

El tí­tulo que Jesús da al Espí­ritu Santo (“paráclito”), indica la función que va a desempeñar de parte del Padre y en nombre de Jesús, puesto que é es consolador, defensor (abogado), mediador (intercesor). Es como la expresión personal del amor entre el Padre y el Hijo, participada por los creyentes en Cristo. Es la tercera persona de la Trinidad, “consubstancial” o de la misma naturaleza del Padre y del Hijo, que “procede del Padre” como principio fontal, y que es enviado por el Padre “en el nombre” o por medio del Hijo (Jn 14,26; 15,26). Por esto, “con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria” (Credo; cfr. CEC 685)

El Espí­ritu Santo, por el hecho de ser enviado por el Padre y el Hijo (Jn 15,26), se comunica a modo de “soplo” salví­fico (Jn 3,8; 20,22), “fuego” que purifica (Lc 3,16), principio de un “nuevo nacimiento” o de una “vida nueva” (Jn 3,5; 7,37-39), “unción” o consagración para la “misión” (Lc 4,18; Jn 20,22).

La dinámica pneumatológica de la vida y misión cristiana

El objetivo de la vida cristiana y, por tanto, de la evangelización, consiste en hacer de cada creyente y de toda la humanidad una “ofrenda consagrada por el Espí­ritu Santo, agradable a Dios” (Rom 15,16). Esta oblación equivale a “formar a Cristo” en cada corazón (Gal 4,19), de suerte que todo ser humano se haga partí­cipe, por la infusión del Espí­ritu Santo, de la filiación divina de Jesús (cfr. Gal 4,4-7; Ef 1,5; Rom 8,15-17). Toda la humanidad creyente, con “gemidos del Espí­ritu”, está anhelando “la adopción de hijos de Dios” (Rom 8,22-23).

Todo cristiano queda “sellado” con el signo de propiedad del Espí­ritu Santo (el “carácter”), comunicado en el bautismo. Una nueva profundización de este “sello” se recibe por los sacramentos de la confirmación y del Orden. Esta marca del Espí­ritu se compara al “rescoldo” que hay que “avivar” continuamente, para poder responder a la propia vocación (2Tim 1,6). Es una fuerza (“dinamis”) que urge a configurarse con Cristo (perfección), a entrar en la intimidad divina (contemplación) y anunciar el misterio de Cristo a toda la humanidad (misión). “Los Apóstoles, con la venida del Espí­ritu Santo, se sintieron idóneos para realizar la misión que se les habí­a confiado” (DeV 25).

La misión eclesial bajo la acción del Espí­ritu

La misión comunicada por Jesús a sus Apóstoles y a toda la Iglesia es la misma que él ha recibido del Padre bajo la acción del Espí­ritu (Jn 20,21-23; Mt 28,19-20). Los discí­pulos de Jesús son enviados con la fuerza del Espí­ritu para anunciar el evangelio (Lc 24,48-49; Hech 1,8). Esta “fuerza” del Espí­ritu les urgirá a anunciar la palabra de Dios de modo irresistible (cfr. Hech 3,29; 4,8-13.31). Será el Espí­ritu quien dará testimonio de Jesús para que ellos mismos se hagan sus testigos.

El Espí­ritu Santo es “el alma” de la Iglesia porque “vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo” mí­stico de Cristo (LG 7). El es también “el protagonista de toda la misión eclesial” (RMi 21) y “el agente principal de la evangelización” (EN 75).
Referencias Bautismo, carismas, cenáculo, confirmación, discernimiento, dones del Espí­ritu, espiritualidad, fidelidad, frutos del Espí­ritu, gracia, inhabitación trinitaria, Jesucristo, Orden, Pentecostés, Trinidad.

Lectura de documentos LG 4,59; AG 4; DeV; EN 75; RMi III y 87; TMA 44-48; CEC 683-747, 1091-1109.

Bibliografí­a AA.VV., El Espí­ritu Santo, luz y fuerza de Cristo en la misión de la Iglesia (Burgos, Semanas Misionales, 1980); AA.VV, Credo in Spiritum Sanctum, Atti del Congresso Internazionale di Pneumatologia (Lib. Edit. Vaticana 1983); D. BERTETTO, Lo Spirito Santo e santificatore (Roma, Pro Sanctitate, 1977); L. BOUYER, Le Consolateur (Paris, Cerf, 1980); Y. CONGAR, El Espí­ritu Santo (Barcelona, Herder, 1983) 340-347; F.X. DURWELL, El Espí­ritu Santo en la Iglesia (Salamanca, Sí­gueme, 1986); J. ESQUERDA BIFET, Agua viva (Barcelona, Balmes, 1985); J. GALOT, Porteurs du soufle de l’Esprit (Paris 1967); A. GUERRA, Espí­ritu Santo, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 644-659; R. LAVATORI, Lo Spirito Santo dono del Padre e del Figlio (Bologna, Dehoniane, 1987); J. LOPEZ GAY, El Espí­ritu Santo protagonista de la misión, en Haced discí­pulos a todas las gentes (Valencia, EDICEP, 1991) 163-181; H. MÜHLEN, L’Esprit dans l’Eglise (Paris, Cerf, 1969); A. ROYO MARIN, El gran desconocido ( BAC, Madrid, 1973).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

1. Israel

(ruah, carne, hombre, alma, cuerpo, Dios, Padre, Hijo). La cultura bí­blica, como otras culturas antiguas, ha visto en el hombre dos o tres elementos: el hombre es carne (fragilidad, vida), es cuerpo (realidad extensa) y espí­ritu (un tipo de interioridad y de trascendencia). La palabra espí­ritu (en hebreo ruah, en griego pneuma) está vinculada con el aliento, la respiración, que es un elemento distintivo de la vida. Quizá podamos añadir que espí­ritu es la forma que los hombres tienen de vivir, no sólo porque respiran (como los animales), sino porque hablan (las palabras están hechas de aliento, respiración modulada con sentido) y se abren a todo lo que existe. En ese sentido se puede hablar del espí­ritu del hombre (con minúscula) y del Espí­ritu de Dios (con mayúscula). Muchas veces es difí­cil distinguir ambos espí­ritus, pues Dios y el hombre se vinculan y relacionan precisamente por el Espí­ritu.

(1) Antiguo Testamento en general. La visión del Antiguo Testamento sobre el Espí­ritu constituye uno de los elementos básicos de la teologí­a bí­blica. Según Gn 1,2, “el Espí­ritu de Dios aleteaba por encima de las aguas. El Espí­ritu, simbolizado como huracán de Dios, planea sobre el abismo de un mundo que en sí­ mismo serí­a caos confuso. Así­ aparece como presencia creadora, extática, de Dios, que actúa después por la Palabra (y dijo Dios…) a fin de comunicarse. Avanzando en esta lí­nea, se dirá que Dios ha creado con su Espí­ritu-Aliento al ser humano: “Formó al hombre con barro del suelo e insufló en su nariz Espí­ritu de vida” (Gn 2,7). Los hombres forman parte del aliento de Dios, que es algo gratuito, un don personal. Así­ podemos decir que el Espí­ritu es Dios, pero no como sustancia cerrada, sino como gracia que se abre a los hombres; y añadimos que los hombres son Espí­ritu en cuanto moran y viven dentro de la Vida divina. A lo largo del Antiguo Testamento, el Espí­ritu se encuentra especialmente vinculado con los jueces*, carismáticos liberadores del pueblo, y con los profetas* antiguos (especialmente con los carismáticos, como Elias y Elí­seo). Eso hace que muchos judí­os pensaran que el Espí­ritu era algo del pasado, mientras que el tiempo actual aparece como tiempo de ausencia del Espí­ritu de Dios: es como si los hombres se encontraran vací­os y necesitaran una presencia divina. Por eso esperan la venida del Espí­ritu Santo para el futuro escatológico, en lí­nea mesiánica o apocalí­ptica. En esa lí­nea, el Espí­ritu-ma/z es la acción (presencia) de Dios que sostiene todo lo que existe y promueve de un modo especial la historia de los hombres. No es propiedad ontológica del ser de lo divino en sí­ (existente por sí­ mismo), sino expresión de Dios que actúa sin cesar haciendo que la vida nazca y que los hu manos alcancen su plenitud. Espí­rituruah es la misma hondura de vida de los hombres, que en sí­ mismos son frágiles, pero que se encuentran sustentados en Dios y dirigidos hacia la plenitud mesiánica: por eso, la experiencia del espí­ritu se encuentra vinculada a la esperanza.

(2) Rabinisrno. Siguiendo la visión anterior, los maestros fariseos, entre los que se encontraba Pablo (cf. Flp 3,5), tendí­an a concebir el presente (la historia actual del pueblo) como tiempo de vací­o sagrado, de ausencia del Espí­ritu. Ese vací­o se extiende desde el último profeta que habló en nombre de Dios hasta el tiempo final de los tiempos, momento en que el Espí­ritu divino hablará otra vez, en la culminación escatológica. El Espí­ritu ha ejercido su función en el pasado: ha dirigido a los patriarcas y a los justos, se ha expresado en los profetas, y ha inspirado la Escritura de los libros santos. Por eso, de una forma general, se puede afirmar que el origen y existencia de Israel depende de la obra del Espí­ritu. El Espí­ritu tendrá importancia en el futuro: actuará como poder de juicio de Dios, llevando a plenitud la historia israelita y realizando el juicio. Por eso, en sentido general, la acción del Espí­ritu se identifica con la culminación del tiempo o la llegada de la salvación mesiánica. En el presente no hay Espí­ritu. La literatura rabí­nica supone con frecuencia que con la destrucción del Primer Templo (en tiempo de los babilonios) y la muerte del último profeta la actuación del Espí­ritu cesó: ya no se escriben más los libros santos, se ha cerrado la palabra de Dios y no existen más revelaciones. Por eso, la gran obra del Espí­ritu se encuentra en este tiempo clausurada (en ese sentido dirá Jn 7,39 que no habí­a Espí­ritu porque Jesús no habí­a resucitado). Al afirmar que ha terminado la profecí­a y que el Espí­ritu de Dios no actúa en el presente, el rabinisrno expresa su propia situación de desamparo. Falta el Espí­ritu y por eso la vida de los fieles se centra cada vez más en la obediencia a la ley (oral o escrita). En lugar del Espí­ritu emerge y tiende a ocupar el centro de la vida humana un tipo de ley social/sacral; algunos grupos judí­os corren el riesgo de caer en un nomismo.

(3) Apocalí­ptica. Desbordando la visión más cerrada del rabinisrno, la con vicción de que el Espí­ritu actúa en el presente y actuará de manera más intensa y total en el futuro aparece atestiguada de una forma peculiar en los escritos de tendencia apocalí­ptica, pues el Elegido de Dios se encuentra desde ahora lleno del Espí­ritu de justicia (1 Hen 62,2). Ciertamente, el Espí­ritu habita en el mundo superior donde mora el Elegido (= Hijo del Humano) en quien habita ya el Espí­ritu de sabidurí­a, conocimiento y juicio (cf. 1 Hen 49,3-4). Pero lo importante es que ya está preparado para venir, vendrá pronto a culminar su obra. Este Elegido superior en quien reposa el Espí­ritu de Dios se identifica con el Hijo del Hombre que realiza la gran obra escatológica, divina, como Mesí­as trascendente. También el Mesí­as histórico (de la dinastí­a de David) se encontrará cuando venga lleno del Espí­ritu de Dios (Test Leví­ 18,7) y lo mismo han de hallarse aquellos que le siguen y aceptan. Eso significa que muchos judí­os del tiempo de Jesús y Pablo mantení­an viva la esperanza apocalí­ptica y mesiánica del Espí­ritu. La vida actual del hombre sobre el mundo se encuentra dominada por el mal, pero hay una esperanza: los buenos israelitas aguardan la irrupción del Espí­ritu de Dios, que actuará por medio de su Elegido o Mesí­as, para recrear todo lo que existe.

(4) Escritos de Qumrán*. Avanzan en esa lí­nea apocalí­ptica, suponiendo que los tiempos finales ya han llegado, de manera que los hombres se encuentran desde ahora determinados y dirigidos por dos espí­ritus antitéticos: los hijos de la luz están bajo el poder del Espí­ritu bueno o Prí­ncipe de la luz; los perversos se encuentran dominados por el Espí­ritu malo o Angel de las tinieblas. La humanidad se concibe así­ como un campo de batalla: espí­ritu de verdad y de injusticia luchan en ella mutuamente, de tal forma que sólo al fin podrá lograrse el triunfo de lo bueno. Qumrán defiende según eso un dualismo polémico o conflictivo. El Espí­ritu de Dios sólo se manifestará plenamente en el futuro; por eso, creer en el Espí­ritu significa creer en el triunfo final de los Hijos de la Luz. Pero, al mismo tiempo, el Espí­ritu se concibe como realidad que ya poseen los elegidos de la comunidad, que así­ aparecen de algún modo como salvados. Los Himnos de Qumrán (cf. 1QH
14,8-22; 16,8-12) muestran que la en trada a la comunidad y su pertenencia a ella viene unida al don del Espí­ritu. Esto nos muestra que en contra del rabinismo (que vincula el Espí­ritu de Dios con el pasado y futuro del pueblo) y de la apocalí­ptica (que se fija casi sólo en la consumación escatológica) los separados de Qumrán han puesto de relieve el valor presente del Espí­ritu. Ellos se saben hombres de experiencia, portadores del Espí­ritu bueno que se expresa en el nuevo conocimiento, la sabidurí­a y santidad que ya poseen. La salvación no es un simple acontecer futuro. El mismo tiempo actual se encuentra lleno de la acción de Dios, es presencia del Espí­ritu. Por medio de su entrada en la comunidad, los fieles de Qumrán poseen la certeza de que Dios les ha elegido y les libera de los males de este mundo.

Cf. A. KÜHN, Der Heilige Geist. Biblische Lehre und menschliche Erfahrung, Brockhaus, Wuppertal 1980; D. LYS, Rouach, EHPR 56, PUF, Parí­s 1962; P. SCHAEFFER, Die Vorstellnng vom Heiligen Geist in der rabbinischen Literatur, SANT 28, Múnich 1972; P. VAN IMSCHOOT, Teologí­a del Antiguo Testamento, Fax, Madrid 1969.

ESPíRITU SANTO
2. Experiencia cristiana

(-> bautismo). Jesús ha experimentado y actualizado la presencia del Espí­ritu como poder liberador, que actúa a favor de los hombres, al servicio del reino de Dios. De esa forma retoma y actualiza el motivo del Espí­ritu como poder de creación, principio de vida humana.

(1) Espí­ritu y reino de Dios. Otros profetas de aquel tiempo, en la lí­nea apocalí­ptica, anunciaban como Juan Bautista el juicio justiciero de Dios que destruye a los perversos, cumpliendo así­ la Ley antigua (cf. Mt 3,7-12 par); los rabinos perfeccionaban la Ley, los sabios buscaban formas mejores (elitistas) de presencia de la Sabidurí­a de Dios. Pues bien, entre ellos, de un modo especial, vino Jesús, mensajero del reino de Dios y portador del Espí­ritu Santo, y su gesto primero fue curar con poder a los excluidos del sistema social y sagrado, superando la postura de aquellos que interpretaban la presencia de Dios como principio de interioridad elitista o juicio y condena contra los hombres pervertidos. Así­ ha podido unir Espí­ritu y Reino, como supone una variante famosa del Padrenuestro (en Lc 11,2): el texto común dice: Venga tu Reino; una lectura antigua traduce: Venga a nosotros tu Espí­ritu Santo. Jesús no ofreció una teorí­a sobre el Espí­ritu Santo, sino que se descubrió lleno del Espí­ritu de Dios y lo vinculó a la presencia del Reino, pidiendo así­ que llegara y preparando su venida.

(2) Mesí­as carismático, Mesí­as del Espí­ritu. Culminando una experiencia israelita de juicio, Juan Bautista anunció la llegada del viento-espí­ritu de Dios como huracán destructor, fin de la historia (cf. Mt 3,7-11). Jesús, en cambio, volviendo al origen de la creación y fundándose en el Dios creador, anunció el despliegue final del Espí­ritu como principio de perdón y de gracia, superando el nivel del juicio (cf. “no juzguéis”: Mt 7,1 par) y la violencia que habí­a dominado sobre el mundo. Así­ aparece como hombre lleno del Espí­ritu de Dios, ofreciendo ese Espí­ritu a los hombres y mujeres de su entorno, para que se descubran también ellos liberados, hijos de Dios. Así­ lo ratifica la tradición del bautismo (cf. Mc 1,9-11 par), por la que se afirma que Jesús recibió el Espí­ritu Santo y realiza su obra, al servicio de la vida y de la santidad (de la gracia) en un mundo dominado por espí­ritus impuros, como muestran sus exorcismos (cf. Mt 12,28 par). Esta acción curadora y esta lucha contra el espí­ritu perverso se expresa en las tentaciones (Mc 1,12-13; Mt 4,1 11 par). Entendido así­, el tema del Espí­ritu nos sitúa en el centro de la novedad evangélica, más aún, en el centro de la crisis rnesiánica, allí­ donde Jesús anuncia la caí­da del mundo antiguo, amenazado por el rigor de la Ley y el poder del satanismo, suscitando en su lugar un mundo de gracia. Precisamente allí­ donde Jesús anuncia el Reino como fuerza creadora, curación y libertad humana (perdón, curaciones), se revela en plenitud el Espí­ritu de Dios, que así­ aparece como Espí­ritu cristiano (= del Cristo o Mesí­as). Se decí­a desde antiguo que el Espí­ritu de Dios (prudencia y sabidurí­a, consejo y valentí­a; cf. Is 11,1-2: dones*) reposarí­a sobre el Rey Mesí­as. Así­ lo repetí­an los discursos mesiánicos y apocalí­pticos: el Mesí­as de Dios actuará con la fuerza de su Espí­ritu, para destruir a los perversos e instaurar el Reino. Pues bien, la tradición cristiana sabe que Jesús ha recibido el espí­ritu mesiánico (cf. Mc 1,9-11 par), aunque de modo distinto, como servidor de los pobres, no como señor que se impone sobre los demás (cf. Mt 12,18). Así­ ofrece libertad de Dios a los oprimidos, iniciando la obra escatológica anunciada por los profetas: “El Espí­ritu del Señor está sobre mí­; por eso me ha ungido para ofrecer la buena nueva a los pobres…” (Lc 4,18; cf. Is 61,1-2; 58,6). Estas palabras han sido redactadas posiblemente tras la pascua, pero reflejan la experiencia de Jesús, que aparece así­ como profeta del Espí­ritu, ofreciendo la salvación de Dios a todos los necesitados.

(3) Exorcismos. Espí­ritu discutido. Desde esa base se entienden los exorcismos de Jesús. Algunos escribas lo acusan, diciendo que actúa con la fuerza de Satán, como poseso peculiar del Diablo, pues su gesto es una amenaza contra el orden de la Ley (que distingue a buenos y malos). Jesús se defiende y responde: “Pero si yo expulso a los demonios con el Espí­ritu de Dios eso significa que el reino de Dios está llegando a vosotros” (Mt 12,28). Satán es lo que oprime y perturba al ser humano, haciéndole esclavo de sí­ mismo, de la conflictividad social y de la muerte. El Espí­ritu, en cambio, es poder de creación, es Vida de Dios que actúa por el Reino (en curación, acogida, salud, esperanza), a favor de los hombres. De esa manera, al rechazar la acusación de los escribas, Jesús defiende, por encima de la Ley, su acción a favor de los proscritos de Israel (los posesos e impuros), declarando que el mismo Espí­ritu de Dios le avala. No acepta el control de los escribas, con sus purezas nacionales, sino que actúa como portador del Espí­ritu, para acoger a los excluidos del sistema. Así­ se definen los frentes: demoní­aco es aquello que oprime y excluye al ser humano; del Espí­ritu de Dios proviene aquello que libera y abre caminos de comunión. De esa forma eleva Jesús, sobre la nación-ley de Israel, el don poderoso del Espí­ritu (reino de Dios), en favor de todos y de un modo especial de aquellos a quienes el sistema rechaza o condena. Esta es su tarea, la clave de su vida y mensaje: como portador del Espí­ritu de Dios, suscita una comunidad abierta a los necesitados y proscritos, por pura gracia, sobre toda ley. (4) Pecado contra el Espí­ritu Santo, la gracia del Espí­ritu. En ese contexto se entiende el pecado contra el Espí­ritu que consiste en rechazar la salvación que Dios ofrece a los pequeños y enfermos, a los excluidos de la sociedad sagrada israelita (Mt 12,31-32). Los que rechazan el perdón (no acogen ni perdonan a los rechazados) se condenan a sí­ mismos, se separan de la gracia: excluyen toda salvación, pecando contra el Espí­ritu Santo, que es perdón y gratuidad de Dios o Reino (cf. Mc 3,28-30 par). Este es el escándalo más fuerte, la novedad que han detectado los adversarios de Jesús cuando le acusan de romper el orden de la Ley de Dios, que ellos pretenden defender, defendiendo sólo sus propios intereses. Jesús, en cambio, se siente portador de un Espí­ritu de salvación: es un carismático, hombre de acción, un creador de vida, que alaba a Dios desde su experiencia más honda de Hijo (cf. Mt 11,25-27), descubriendo la caí­da de Satán (Lc 10,18), como un transfigurado (cf. Mc 9,2-9 par). No es carismático visionario, arrastrado por un fluir de revelaciones interiores del Espí­ritu, sino liberador, hombre de acción fuerte, que ha visto y cultivado la presencia del Espí­ritu de Dios en el amor, que ofrece de manera intensa, contagiosa, a los enfermos y expulsados del sistema. Siendo poderoso es débil, pues no se impone y debe aceptar la persecución de los prepotentes. En este contexto puede prometer a sus seguidores la asistencia del Espí­ritu: “Y cuando os lleven para entregaros (a los sanedrines y juicios del mundo…) no andéis pensando lo que habéis de decir, pues diréis aquello que Dios os inspire en aquella hora: porque no seréis vosotros los que habléis, sino el Espí­ritu Santo” (Mc 13,11). El Espí­ritu es la fuerza de los débiles: presencia de Dios que sostiene a los derrotados de la historia, a quienes ofrece la experiencia y palabra de Dios que derivan del Cristo.

(5) La Iglesia, una experiencia caristndtica (Pentecostés*, carismas*). La condena y muerte de Jesús ha puesto una gran signo de interrogación en todos los aspectos anteriores de su vida y su mensaje: por medio de la cruz, Jesús ha venido a mostrarse ante la ley de Israel como maldito (cf. Gal 3,13) y ante los hombres como un fracasado. Pues bien, en este contexto se ha revelado con toda su fuerza la experiencia del Espí­ritu, expresada de dos formas complementarias, una más eclesial, otra más cristológica. Aquí­ empezamos presentando la experiencia eclesial. El surgimiento de los diversos grupos cristianos sólo se entiende como experiencia carismática: los cristianos han descubierto y sentido que Jesús, el mismo Jesús muerto, les ofrecí­a su Espí­ritu, haciéndoles de esa forma herederos de su obra. El Nuevo Testamento ha formulado esta experiencia de diversas formas, entre las que señalamos tres. La más antigua que conservamos es la de Pablo, cuando dice a los Gálatas que por la fe en Jesús han recibido el Espí­ritu, de manera que han podido descubrirse como hombres nuevos (Gal 3,2-4). El libro de los Hechos formula esta experiencia de un modo eclesial, vinculándola a la fiesta judí­a de Pentecostés: estaban los seguidores de Jesús reunidos, pocos dí­as después de su muerte, y “todos fueron llenos del Espí­ritu Santo y comenzaron a hablar en distintas lenguas, como el Espí­ritu les daba que hablasen” (Hch 2,4). Finalmente, Juan ha formulado esa misma experiencia de un modo cristológico, aplicando a Jesús el modelo del Dios creador de Gn 2,7: El mismo Jesús que habí­a muerto se apareció a sus discí­pulos, “sopló sobre ellos y les dijo: recibid el Espí­ritu Santo” (Jn 20,22). Esta es la experiencia básica del surgimiento de la Iglesia: los seguidores del Jesús crucificado se han descubierto renacidos, portadores de su mismo Espí­ritu. Lógicamente, ellos han continuado su obra, impulsados por el mismo Espí­ritu que actuaba en Jesús.

(6) Expresión cristológica. Resurrección de Jesús como experiencia del Espí­ritu. Pablo ha descubierto y presentado a Dios no sólo como “aquel que resucita a los muertos y crea de la nada” (cf. Rom 4,17; Is 48,13), sino como aquel que “ha resucitado ya a Jesús” de entre los muertos (Rom 4,24), revelando así­ su Espí­ritu. Por eso dice que Jesús “ha sido engendrado de la estirpe de David, según la carne, constituido Hijo de Dios en poder, según el Espí­ritu de Santidad (= Santo) por medio de la resurrección de entre los muertos” (Rom 1,3-4). La historia anterior de Jesús nos situaba en el nivel de la esperanza israelita, que es nivel de carne, en la lí­nea mesiánica de David. La pascua de Jesús es, sin embargo, reve lación y presencia plena del Espí­ritu de Dios. El mesianismo daví­dico, cerrado en sí­ mismo, pertenece al nivel de la carne, al mundo de lo humano y corruptible, sometido al poder del pecado y de la muerte. Por el contrario, el Espí­ritu es la fuerza escatológica (ya plena) del Amor de Dios que actúa por la pascua de Jesús y se expresa en una vida que vence a la muerte. Como hijo de David, Jesús ha sido un ser de carne (terreno). Por medio de la pascua, se ha expresado y revelado plenamente como Hijo de Dios, existencia culminada y salvadora. Así­ se manifiesta Dios por medio de Jesús, como Espí­ritu de santidad, principio de creación escatológica, amor recreador de los humanos. Según eso, el Espí­ritu de Dios actúa y se define plenamente en la pascua de Jesús, quien aparece así­ como principio y plenitud de la acción creadora. El Espí­ritu es amor que triunfa del odio, vida de Dios que supera la violencia y muerte humana. Por El se desvela en el mundo (dentro de la misma historia) la verdad escatológica de Dios, encarnada en Cristo.

(7) Reinterpretación de Jesús. Muerte en el Espí­ritu. El texto más significativo es el de Heb 9,14 cuando se dice que “Cristo, no teniendo mancha alguna, se ofreció a Dios por medio del Espí­ritu eterno”. Precisamente aquí­, en la entrega de amor de Jesús, viene a revelarse en medio de la historia el eterno Espí­ritu de Dios. Así­ puede decirse que el Espí­ritu se identifica con el amor de Cristo, que pone su vida en manos de Dios Padre: es el Amor de aquel que, muriendo por los demás, destruye la potencia de la muerte y redime a la humanidad caí­da. De esta forma los elementos principales de la vida de Jesús han de entenderse en perspectiva de Espí­ritu. Vivir es nacer, realizarse y morir. Así­ vive Jesús y en el despliegue total de su existencia viene a desvelarse como Hijo de Dios Padre siendo el Ungido del Espí­ritu. Esos dos rasgos definen su entrega y donación mesiánica: uno más filial (que se expresa sobre todo en el bautismo, donde el Padre le dice: ¡tú eres mi Hijo!) y otro más pneumatológico (que se expresa en Pentecostés) se vinculan y penetran mutuamente, definiendo a Jesús como Hijo de Dios y Mesí­as del Espí­ritu.

(8) Experiencia de Pablo. Vivir en el Espí­ritu. Los cristianos descubren consorpresa que la acción del Espí­ritu en la pascua de Jesús no ha causado el fin del mundo, como ellos esperaban y quizá buscaban, sino una forma distinta de vida y comunión, la vida de la Iglesia. Esta es la novedad: ¡Ha venido el Espí­ritu de Dios, por medio de Jesús, pero el mundo no ha terminado! Dios se ha manifestado ya del todo, ha realizado su obra y, sin embargo, el mundo continúa existiendo y a los fieles de Jesús se les pide que vivan de una forma nueva: “Si el Espí­ritu de aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que ha resucitado al Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales, en virtud de su Espí­ritu que habita en vosotros (Rom 8,11). Este pasaje contiene la totalidad del mensaje cristiano: el mismo Dios, que ha resucitado a Jesús, resucitará a los hombres, por medio de su Espí­ritu, definido aquí­ como Principio de resurrección. Los creyentes están muertos a este mundo, entendido como carne, fuente de corrupción, y viven ya en Espí­ritu (cf. Rom 8,10), abiertos a la resurrección plena, como hijos que participan del mismo Espí­ritu de Filiación del Hijo de Dios: nacen de nuevo con Jesús y superando la antigua servidumbre (injertados en su mismo nacimiento), pueden confesar: ¡Abba! Tú eres mi Padre (Gal 4,5-6; cf. Rom 8,15-16). En esa lí­nea, el Espí­ritu de Dios que ha resucitado a Jesús viene a definirse como Espí­ritu filial, presencia de Dios Padre en nuestra vida. Los cristianos son aquellos que, por medio del Espí­ritu, unidos en comunidad de amor (1 Cor 12-14: carismas*), esperan como hijos el cumplimiento de sus esperanzas: “Pues no recibisteis el espí­ritu de esclavitud para estar otra vez bajo el temor, sino que recibisteis el espí­ritu de filiación como hijos, en el cual clamamos ¡Abba, Padre! El Espí­ritu mismo da testimonio juntamente con nuestro espí­ritu de que somos hijos de Dios. Y si somos hijos, también somos herederos: herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Rom 8,15-17).

(9) Teologí­a de Pablo. Textos básicos sobre el Espí­ritu. Jesús, Hijo pascual de Dios, y el Espí­ritu Santo se vinculan de forma paradigmática en la experiencia de la Iglesia, como ha mostrado Pablo en dos afirmaciones básicas: 1 Cor 15,41-46 y 2 Cor 3,17. Ellas definen el misterio cristiano del Espí­ritu, que así­ aparece como principio de libertad, (a) 1 Cor 15. Espí­ritu vivificante. A lo largo del capí­tulo (1 Cor 15), Pablo ha venido precisando el sentido de la resurrección de Jesús. Su argumento culmina cuando presenta a Jesús como humanidad definitiva. Adán, el primer hombre, fue un alma viviente (psichén so san), un ser de la tierra, definido por la psiclié o capacidad vital dentro del mundo. Por el contrario, Jesús, el segundo Adán, es Espí­ritu vivificante (pneuma dsóopoioun), presencia y aliento de Dios que no sólo vive, como el hombre antiguo, sino que irradia vida, haciendo así­ vivir a los demás (1 Cor 15,45-47). El primer Adán es el hombre que viene de la tierra y a la tierra vuelve, en proceso de realización siempre frágil, limitado. El segundo Adán es Cristo, Hijo de Dios resucitado que ha vencido ya a la muerte y así­ viene a desvelarse en su verdad como Espí­ritu vivificador: principio de vida para aquellos que le acogen. Jesús, último Adán, es portador de nueva Humanidad: es Cristo (= Ungido por el Espí­ritu) y lo es de tal manera que viene desvelarse como Fuente de Espí­ritu, principio de vida y comunión para todos los creyentes, (b) 2 Cor 3,17. El Señor es el Espí­ritu. Pablo ha presentado primero la visión judí­a de la Ley, entendida como letra, que deja al ser humano en un nivel de realidad externa (de dureza y mentira, de oscuridad y muerte). Frente a ella ha evocado luego el Espí­ritu de Jesús, que es sentido profundo y no letra, vida y no muerte. Por eso, para entender la realidad y alcanzar la salvación, los judí­os deben romper el velo de Ley que Moisés puso ante su rostro y convertirse al Espí­ritu, “porque el Señor (= Jesús resucitado) es el Espí­ritu (= ho de kyrios to pneuma estin) y donde está el Espí­ritu del Señor (= de Jesús) allí­ está la libertad (eleutheria)” (2 Cor 3,17). El mismo Kyrios (Jesús resucitado) puede y debe interpretarse como Espí­ritu, es decir, como fuente y principio de vida para los humanos, superando así­ el nivel de un judaismo legalista y de un mesianismo cristiano cerrado también en la ley (2 Cor 3-4).

(10) El Señor es Espí­ritu, el Espí­ritu es la libertad. Moisés es signo de la Ley israelita, vinculada a la letra (Ley escrita en unas tablas de piedra) y a la muerte (el camino de la Ley acaba, haciendo que los hombres acaben con ella). Por eso, la Ley nos sitúa en el nivel de corrupción, allí­ donde los hombres no se atreven a quitar el velo de oscuridad y muerte de su vida, para mirarse cara a cara, porque el miedo les domina. Jesús, en cambio, ha rasgado en amor el velo de la Ley, superando por su muerte en Cruz (en amor y pascua) el miedo a la muerte, y abriendo a los humanos el acceso hacia el misterio del Espí­ritu que vivifica (cf. todo 2 Cor 3, en especial 3,6). Por eso decimos que el mismo Jesús resucitado es Señor (es divino) y como tal nos ofrece el Espí­ritu, que es principio de vida y libertad. Utilizando una terminologí­a más teológica pudiéramos decir que, en cuanto realidad divina (y personal), el Espí­ritu se identifica con el mismo Cristo Señor que abre y expande su vida (en perdón y comunión) a todos los humanos. El Espí­ritu no es Jesús en sí­ (como individuo aislado), sino Jesús en cuanto Kyrios, Señor que da la vida, en comunión de amor con el Padre, haciendo que los hombres puedan compartir esa misma comunión. En esa lí­nea podemos avanzar y decir con la tradición posterior que el mismo Espí­ritu se identifica con el Amor y Vida que Jesús y el Padre comparten y ofrecen en amor (como amor) a los humanos, por la pascua. Revelación de Dios y plenitud humana se identifican e implican por medio del Espí­ritu de Cristo. Este motivo nos sitúa en el centro de la disputa de Pablo con un tipo de judeocristianismo que tendí­a a interpretar el mensaje y vida de Jesús desde la ley israelita. Los judeocristianos de Jerusalén, aun aceptando a Jesús como Señor, corrieron el riesgo de entender su pascua en clave intraisraelita, diciendo que, al menos en un primer momento, hay que cumplir la Ley hasta que llegue la culminación rnesiánica. Por eso, aceptan esa Ley nacional de Israel y se mantienen, como grupo de renovación y esperanza escatológica, dentro del judaismo. Piensan que no ha llegado todaví­a el tiempo de la renovación universal; a su juicio, el Espí­ritu de Cristo resucitado no es aún Espí­ritu de misión (conversión) y unidad universal de todos los cristianos. Por el contrario, los cristianos helenistas y a partir de ellos Pablo (cf. Hch 6-15) han descubierto que el Espí­ritu de Cristo desborda las barreras del antiguo judaismo, suscitando una nueva comunión escatológica de fieles liberados de la Ley y unidos por la fuerza del Espí­ritu que brota de la fe en el Cristo. El Evangelio es para ellos una novedad actual: la gracia de Cristo ha de extenderse desde ahora a todas las naciones. A su juicio, la venida del Espí­ritu del Señor inicia el tiempo de la transformación humana, que no es algo que se espera para el fin de la historia (cuando el mundo acabe), sino algo que ha sucedido ya y puede expandirse desde ahora por el mundo entero. En este lugar viene a situarnos Pablo cuando contrapone la ley israelita, vinculada a la existencia sociorreligiosa del pueblo judí­o, y la fe cristiana, interpretada como unión con Cristo y apertura universal en el Espí­ritu: Jesús ha realizado ya la obra definitiva de Dios, ofreciendo a los humanos la plenitud del Espí­ritu divino, la libertad completa, la comunión divina. Este es el tema básico de la experiencia paulina, formulada de manera definitiva en las cartas a los Gálatas y Romanos.

(11) Apocalipsis. El Espí­ritu es aliento vital (cf. Ap 11,11; 13,15) y tiene un sentido positivo; pero puede recibir también un sentido negativo (espí­ritus impuros o perversos: 16,13; 18,2). En sentido positivo, el Espí­ritu de Dios se expresa a través de la experiencia y testimonio de la profecí­a: es una fuerza superior que llena al profeta, introduciéndole en el misterio de Dios y haciéndole capaz de hablar en nombre de Jesús (Ap 1,4; 2,7.11; etc.; 14,13; 19,10; 22,6). El Apocalipsis identifica también al Espí­ritu con los Siete Espí­ritus que están ante el Trono de Dios (1,4; 4,5) y que aparecen, al mismo tiempo, como propios de Jesús (Ap 3,1; 5,6; dones*). Esos espí­ritus se vinculan de algún modo con los siete astros e iglesias (candelabros*) y representan la totalidad del espí­ritu o vida de Dios, que la Iglesia posterior identifica con el único Espí­ritu Santo. De manera significativa, ese Espí­ritu va unido con la Novia, orando con ella y formando su vida más profunda (22,17).

Cf. C. K. BARRET, El Espí­ritu Santo en la tradición sinóptica, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; M. A. CHEVALLIER, Aliento de Dios, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; F. CONTRERAS, El Espí­ritu en el Libro del Apocalipsis, Koinoní­a 28, Sec. Trinitario, Salamanca 1987; M. D. G. Dunn, El Espí­ritu Santo y Jesús, Sec. Trinitario, Salamanca 1981; J. DE Goitia, La fuerza del Espí­ritu, MensajeroDeusto, Bilbao 1974; I. Hermann, Kyrios und Pneuma, Studiem zur Cliristologie der paulinischen Hauptbriefen, Múnich 1961; G. Haya Prats, L’Esprit, forcé de l†™Eglise, Cerf, Parí­s 1975; H. Mühlen, El Espí­ritu Santo y la iglesia, Sec. Trinitario, Salamanca 1998; X. Pikaza, Dios como Espí­ritu y persona, Sec. Trinitario, Salamanca 1989; F. Porsch, El Espí­ritu Santo, defensor de los creyentes (enJn), Sec. Trinitario, Salamanca 1978; R. Penna, LO Spirito di Cristo, Paideia, Brescia 1976; E. Schweizer, El Espí­ritu Santo, Sí­gueme, Salamanca 1998; W. Wink, Naming the Powers; Unmasking the Powers; Engaging the Powers, Fortress, Filadelfia 1984, 1986, 1992.

ESPíRITU SANTO
3. Teologí­a

(-> ruah). Recogiendo las aportaciones anteriores, podemos presentar un esquema general, que englobe los diversos momentos del despliegue cristiano del Espí­ritu Santo. Ellos nos permiten ver en su conjunto la historia de la creación y salvación.

(1) Antiguo Testamento. El Espí­ritu aparece de dos formas básicas, (a) Poder creador: El Espí­ritu sobre la aguas del caos (Gn 1,1-2). Así­ podemos definir al Espí­ritu como poder creador: fuente de vida divina de la que brotan y en la que se sustentan todas las realidades. Por eso, la tradición teológica y espiritual habla de un spiritus creator, de una especie de viento o tormenta divina en la que todo emerge, de un aliento de amor del que todo procede, (b) Un camino de humanidad. A lo largo de la Biblia hebrea el Espí­ritu aparece como poder liberador (Exodo y libro de los Jueces) y como palabra que dirige la historia de los hombres hacia su pleno cumplimiento (hacia el Mesí­as). Este sigue siendo el Espí­ritu de adviento, presencia divina que dirige el camino de la humanidad hacia la manifestación plena de Dios, hacia el Nacimiento mesiánico. Por eso, tomando de forma unitaria una simbologí­a que aparece en Lc 1,26-38 y Mt 1,18-25, lo mismo que de Ap 12,1-5, podemos afirmar que la historia del Espí­ritu de adviento culmina en la encarnación del Cristo.

(2) Nuevo Testamento. Los cristianos descubren la presencia del Espí­ritu de Dios a través de la vida y obra de Jesús, (a) Jesús es el hombre del Espí­ritu, el Mesí­as. Jesús mismo, en su vida y en su obra, es la epifaní­a personal del Espí­ritu de Dios. En ese sentido podemos afirmar que la historia del Espí­ritu ya se ha cumplido en la vida de Jesús. Por eso confesamos con Pablo que el Señor es el Espí­ritu (cf. 2 Cor 3,17). (b) Apertura misionera, el Espí­ritu en la Iglesia. A partir de la obra de Lucas, los cristianos pueden entender la Iglesia como expresión de la historia del Espí­ritu, que va expandiendo la obra de Jesús, que va extendiendo la semilla de su vida en el camino de la humanidad. Ciertamente, el Espí­ritu sigue teniendo rasgos de adviento, en la lí­nea del Antiguo Testamento, que tiende al cumplimiento de la esperanza mesiánica, hacia el Cristo; incluso los cristianos en el tiempo de adviento descubren de esta forma la presencia y obra del Espí­ritu. Pero, en sentido general, podemos afirmar que el Espí­ritu de Dios ha iniciado un camino de reconciliación a partir de la pascua de Jesús. (c) Culminación escatológica. Conforme a la palabra final de la Biblia cristiana “el Espí­ritu y la Esposa ruegan ¡ven Jesús!” (Ap 22,17). De esa forma piden que se cumpla la promesa de la realidad y de la vida, lo que ha visto en esperanza el Antiguo Testamento, lo que busca la Iglesia que conoce ya al Cristo. Por eso, como afirma Rom 8,26, no sabemos ni siquiera lo que debemos pedir, pero el Espí­ritu en nosotros ruega, pidiendo que llegue la filiación completa, es decir, la liberación de nuestra vida. Este esquema se puede recrear e interpretar de diversas formas, pero tomado en conjunto ofrece una visión coherente de la obra del Espí­ritu. En cierto sentido, esos momentos siguen implicados, siendo por lo tanto inseparables. En otro sentido puede hablarse de avance: el Espí­ritu nos hace ir caminando en una lí­nea que pasa de la creación (principio) hacia la culminación escatológica.

(3) Teologí­as del Espí­ritu Santo. Desde otra perspectiva, y fijándonos ya en los libros y teologí­as del Nuevo Testamento, podemos condensar las diversas experiencias de la Iglesia como sigue. (a) Pablo y carta a los Hebreos. Ponen de relieve el carácter pascual del Espí­ritu cristiano, vinculándolo con la entrega de amor de Cristo. En esa lí­nea añade Hebreos que Cristo “se ha ofrecido a Dios sin mancha por el Espí­ritu eterno” (Heb 9,14), trascendiendo todo sacrificio. El Espí­ritu de Dios se ha humanizado en Jesús, a quien Dios ha recibido en amor, resucitándole en la muerte. Así­ se identifican amor de Cristo (que pone su vida en manos de Dios Padre, por los humanos) y amor del Padre, que lo acoge y resucita (para bien de todos). Ese doble y único amor, Vida compartida, es el Espí­ritu, (b) Los sinópticos han destacado el tema de la Concepción por el Espí­ritu. Jesús, Hijo de Dios, no ha nacido sólo de la carne y sangre, sino por influjo peculiar de Dios (Mt 1,18-25; Lc 1,26-38). El Espí­ritu que en Pascua aparecí­a como Poder-Amor que resucita al Cristo, se muestra aquí­ engendrando al Hijo de Dios en la historia. Pasamos de la meta al origen, de la entrega pascual al nacimiento: el Espí­ritu es Amor de engendramiento de un Dios que, siendo Vida, la suscita de forma eminente en el Cristo, (c) Juan ha puesto de relieve la realidad divina. Más que la pascua del Espí­ritu (Pablo) y su presencia en el surgimiento de Jesús (sinópticos), Juan ha destacado la conexión divina del Espí­ritu: viene de Dios (cf. Jn 14,16), brota de su seno (cf. Jn 15,26) y pertenece a su misterio. Pero, al mismo tiempo, ha mostrado su vinculación cristiana: Jesús lo pide (Jn 14,16) y el Padre lo enví­a en su nombre (Jn 14,26); también puede añadirse que es Jesús quien lo enví­a (Jn 15,26; 16,7). Este Espí­ritu cristiano es Agua que Jesús ofrece sobre el nuevo templo de su pascua (cf. Jn 7,39): es agua y sangre que brota en la cruz de su costado mesiánico (cf. Jn 19,34), aliento de Vida que ofrece en su muerte al Padre (Jn 19,30) y en la pascua a sus discí­pulos (cf. Jn 20,22). El Espí­ritu no es sólo de Dios, ni de Jesús, sino de ambos: vincula a Padre e Hijo en Amor, es Vida común, de forma que Jesús puede afirmar que ha ofrecido a los humanos todo lo que ha recibido-escuchado de su Padre (Jn 15,15), porque “todo lo mí­o es tuyo, todo lo tuyo mí­o” (cf. Jn 17,10), en Comunión (cf. Jn 17,21-23).

(4) Dogma eclesial. Conclusión. Siguiendo una visión particular arriana, muchos cristianos del siglo IV d.C. tomaron al Espí­ritu como entidad inferior al Padre (y al Hijo), explicando su sentido con categorí­as ontológicas de tipo griego (entidades superiores e inferiores). La Gran Iglesia respondió en Constantinopla (año 381), aplicando los principios de Nicea (año 325), y dijo que Dios no es una gradación de esencias, más altas o bajas (en escala platónica de seres), sino totalmente divino en sus manifestaciones o personas. Por eso, el Espí­ritu no es Dios inferior, sino totalmente divino: “Es Señor y Dador de vida, procede del Padre; con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria; habló por los profetas”. Esto es el Espí­ritu: aliento de Dios, respiración, aire, del mundo y del hombre: alientan juntos, comparten existencia. Actúa especialmente en profetas y justos, dadores de vida, y en Jesús, ungido del Espí­ritu (= Cristo). Es Santo, siendo universal: latido cordial de pueblos y religiones, riqueza de Dios, para pobres y excluidos. Es Pentecostés, celebración compartida: lenguas y pueblos, familias e individuos, culturas y razas, regalándose vida, Aire que inspiran y expiran, conspirando todos, gratuita, creadoramente, muriendo cada uno, para que existan todos. Es Dios, principio y meta, que a nadie excluye, distinguiendo a todos: en él vivimos, nos movemos y somos, en libertad compartida y esperanza de resurrección.

Cf. J. Comblin, El Espí­ritu Santo y la liberación, Paulinas, Madrid 1986; I. M. Congar, El Espí­ritu Santo, Herder, Barcelona 1983; X. Pikaza, Dios como Espí­ritu y Persona, Sec. Trinitario, Salamanca 1990.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: 1. Evangelio de Dios. Espí­ritu y reino. – 2. Pascua de Jesús. Espí­ritu y resurrección. – 3. Pentecostés. Espí­ritu e Iglesia. – 4. Espí­ritu y perdón. El principio de la historia. – 5. Espí­ritu y comunión. La riqueza de la historia. – 6. Espí­ritu y vida eterna. El futuro de la historia.

1. Evangelio de Dios. Espí­ritu y reino
La Biblia vincula el Espí­ritu de Dios con la creación, al decir que “aleteaba (se cerní­a) sobre la superficie de las aguas” (Gen 1, 2), y con la recreación o plenitud escatológica: el mundo no ha surgido por casualidad o capricho de Dios, ni culminará en la muerte, sino en el mismo amor divino. Así­ lo interpretan las dos grandes “religiones” bí­blicas:

Judaí­smo. A la espera del Espí­ritu Santo. El Espí­ritu, que actuó en la creación y en los profetas, se manifestará plenamente en la culminación mesiánica de la realidad. En el momento actual, los justos se encuentran perdidos, dominados por la injusticia, sufrimiento y muerte. Pero saben que Dios ha de actuar: aguar-dan la manifestación del Espí­ritu a través del rey mesí­as (cf. ls 11,1-9), esperando que transforme a todo el pueblo, de manera que ellos (y todos los justos de la humanidad) puedan alcanzar la existencia liberada (cf. Ez 36-37; Joel 3,1-5). No hay Espí­ritu pleno todaví­a (cf. Jn 7, 39). Mientras enfermos y pobres sigan sufriendo no puede hablarse de Espí­ritu en la tierra.

Cristianismo. Anuncio del reino, presencia del Espí­ritu. Allí­ donde el judaí­smo esperaba la llegada del Espí­ritu de Dios, de una manera significativa, Jesús ha proclamado el mensaje del reino, realizando sus signos y ofreciendo ya el Espí­ritu, el despliegue salvador de Dios, su gracia. El Espí­ritu pertenece, según eso, a la intimidad de Dios, en su apertura hacia los humanos, pero ya se manifiesta y actúa en su mensaje de reino, transformando desde ahora a los humanos: curando a los enfermos, ofreciendo bienaventuranza a los pobres. No ha cambiado externamente el mundo, pero el Espí­ritu actúa y lo va transformando por dentro con su gracia.

El Espí­ritu de Dios recibe por tanto una función e identidad cristiana (=mesiánica) por Jesús. No sólo principio de transformación para el final de los tiempos, sino experiencia de liberación de los humanos: está unido al mensaje y signos salvadores de Jesús:

Jesús anuncia el reino como gracia. Superando el juicio que, conforme al Bautista, amenazaba a todos (cf. Mt 3, 7-11), él nos lleva hasta el origen y meta de Dios presente ya en el mundo por el Espí­ritu.

Jesús ha realizado los signos del reino: perdona, come con publicanos y expulsados, cura a posesos y enfermos, acoge a pobres y perdidos, realizando así­ la obra del Espí­ritu santo (=puro).

Precisamente aquí­ donde anuncia el reino como principio de transformación y libertad humana (perdón, curaciones), Jesús revela y “cristianiza” el Espí­ritu de Dios, volviéndose cristiano. Por eso dice a los escribas que le acusan: “si expulso a los demonios con el Espí­ritu de Dios, eso significa que el Reino de Dios está llegando a vosotros” (Mt 12, 28). Reino y Espí­ritu se unen, oponiéndose a Satán, que oprime y perturba al ser humano, haciéndole esclavo de la muerte. El Espí­ritu es nueva creación, Vida de Dios que actúa a favor de los humanos, iniciando un camino que culminará en la pascua. Por eso se opone a los “espí­ritus impuros” (que destruyen al humano):

Los espí­ritus impuros (demoní­acos) utilizan incluso la ley del judaí­smo, que ayuda al pueblo en su conjunto (como sistema sacral), pero oprime a los indefensos del sistema.

El Espí­ritu Santo actúa por medio de Jesús, curando a los enfermos (posesos) y desbordando (rompiendo) el control de las leyes y sistemas de la religión y sociedad antigua.

Demoní­aco es todo lo que oprime al ser humano. Propio del Espí­ritu es aquello que libera, haciendo posible la llega del reino de Dios. Esta temática nos sitúa en el centro del mensaje y obra de Jesús que se presenta como portador de la gracia y libertad de Dios para todos los humanos, iniciando desde el centro de Israel la obra escatológica que anunciaron los profetas:

El Espí­ritu del Señor está sobre mí­; por eso me ha ungido para ofrecer la buena nueva a los pobres, me ha enviado para proclamar la libertad a los cautivos (Lc 4, 18; cf. ls 61, 1-2; 58, 6). En verdad os digo: se perdonarán a los humanos todos los pecados y blasfemias que digan, pero el que blasfeme contra el Espí­ritu Santo no tendrá perdón jamás… Porque decí­an: “tiene un espí­ritu impuro” (Mc 3, 28-30).

Los escribas entienden al Espí­ritu en clave nacional, como poder divino al servicio de sus intereses religiosos y sociales: acusan a Jesús y quieren acallarle, conforme al método tradicional del talión unánime, despeñándole de la roca de su pueblo. Pero Jesús escapa (cf. Lc 4, 28-30). Su visión del Espí­ritu de Dios que acoge y cura a los excluidos del pueblo, se vuelve conflictiva:

Sabe y proclama Jesús que todos los pecados se perdonan, porque Dios es gracia y acoge a los pequeños y perdidos; el Espí­ritu es perdón universal, comunión abierta al reino que rompe las fronteras legales y sacrales del pueblo; por eso suscita el rechazo de los israelitas nacionales.

Los que rechazan el perdón (no acogen y perdonan a los expulsados del sistema) quedan sin perdón, rechazando así­ la salvación, pues pecan contra el Espí­ritu Santo, que es perdón y comunión de Dios, (Mt 12, 31-32; cf. Mc 3, 28-30). Este no es pecado de malos, sino de los piadosos egoí­stas.

Según esto, el Espí­ritu es el Reino, como supone una variante del Padrenuestro (Lc 11, 2) que, en lugar de venga el reino, dice venga tu Espí­ritu Santo, como presencia de Dios y plenitud mesiánica. Este es el escándalo más fuerte, que los adversarios de Jesús han rechazado.

2. Pascua de Jesús. Espí­ritu y resurrección
La muerte de Jesús ha puesto a prueba los aspectos anteriores de su vida y mensaje (cf. Gal 3, 13). Por eso, ante su tumba se plantea la pregunta por Dios y su reino o Espí­ritu.

Algunos dicen que Jesús no tiene Espí­ritu de Dios: lo que ha hecho es contrario a los principios sacrales de Israel, de la verdadera salvación. Ha muerto rechazado.

Otros dicen que el Espí­ritu actúa sólo al fin del tiempo, pues Dios es aquel “que crea a los que no existí­an y que resucita a los que habí­an muerte”, según la fe de Abraham (cf. Rom 4, 17).

Los cristianos confiesan que Dios ha resucitado a Jesús de entre los muertos, por la fuerza del Espí­ritu (cf. Rom 1, 3-4; 4, 24), inaugurando así­ la nueva creación, la salvación escatológica.

Esta es la fe de Heb 9, 14 (Cristo se ha entregado por el Espí­ritu eterno) y del canto pascual de Rom 1, 3-4 (constituido Hijo de Dios en poder, según el Espí­ritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos). La pascua es revelación pneumatológica (=del Espí­ritu):

Muerte. Entrega de amor. Podí­a parecer que el Espí­ritu actuaba sólo a través del triunfo externo: curación de los enfermos, exorcismos. Pues bien, ahora aparece como amor creador precisamente en la muerte de Jesús: su entrega por los otros, su mayor debilidad, este es su revelación suprema. Amor que permanece fiel hasta la muerte, poniéndose en manos de Dios, para bien de los demás: esto es el Espí­ritu.

Resurrección. Pascua mesiánica. Jesús se ha puesto en manos de Dios por el Espí­ritu (expresando su vida como gracia). El Padre Dios le acoge y libera de la muerte, culminando su despliegue creador. De esa forma se vinculan e identifican Espí­ritu de Jesús-Hijo (que regala su vida al Padre, regalándola a los humanos) y Espí­ritu del Padre que acoge al Hijo en la muerte y resucita.

Espí­ritu de Dios, Espí­ritu en la iglesia (=en la historia cristiana). La pascua, diálogo de amor entre Padre e Hijo, no es sólo revelación divina del Espí­ritu, sino principio y fuente de la nueva comunidad humana: de la Iglesia. Así­ ha venido a revelarse por Pentecostés, como fuente y sentido de amor en la historia. No tenemos que esperar el fin del mundo (Ap 21-22), sino que podemos vivir ya la presencia y plenitud del Espí­ritu en la iglesia.

El Espí­ritu ha llegado, pero la historia no termina, sino que ha sido recreada por la iglesia. Este es el descubrimiento mesiánico: la muerte y resurrección de Jesús es la plenitud mesiánica. Ahora y sólo ahora puede hablarse de cristianos: aquellos a quienes la experiencia del Espí­ritu de Cristo, expresado en la pascua les hace vivir ya en plenitud: a. Si el Espí­ritu de aquel que ha resucitado a Jesús de entre los muertos b. habita en vosotros, c. el que ha resucitado al Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales, en virtud de su Espí­ritu que habita en vosotros (Rom 8, 11).

El Espí­ritu ha resucitado a Jesús. Esta es su tarea principal, su definición: se ha expresado en la entrega de amor de Jesús (en su Cruz); despliega todo su amor y culmina su obra (su ser) por la resurrección. El mismo Espí­ritu resucitará (vivificará) a los cristianos, que han muerto a este mundo (cf. Rom 8, 10), es decir, superando la vida carnal, de violencia y lucha, de imposición y miedo. Así­ aparece Jesús como Hijo de Dios por el Espí­ritu (cf. Rom, 1, 3-4), y los cristianos se vuelven también hijos y superando la antigua servidumbre en el Espí­ritu pueden invocar a Dios diciendo ¡Abba! Tú eres mi Padre (Gal 4, 5-6; cf. Rom 8, 15-16). Jesús (Hijo de Dios) y el Espí­ritu Santo se vinculan, como ha mostrado Pablo cuando alude a los dos humanos (adanes), que no se suceden en proceso de caí­da (como pensaba Filón y otros judí­os) sino de elevación: El primer Adán fue alma viviente, humano de la tierra capacidad vital, en plano de este mundo. El último Adán viene del cielo (1 Cor 15, 45-47), y es Pneuma que da vida.

El primer Adán es alma viviente en sentido “animal”: así­ se desarrolla y muere en ámbito de historia vieja; viene de la tierra y a la tierra vuelve, en proceso siempre frágil, limitado. El segundo Adán, Hijo de Dios resucitado, ha vencido a la muerte y así­ viene a desvelarse en su verdad como Espí­ritu vivificador: El Señor es el Espí­ritu y donde está el Espí­ritu del Señor allí­ está la libertad (2, Cor 3, 17). El Señor resucitado es Pneuma o Espí­ritu vivificante, no en sentido individual cerrado, sino como principio de nueva humanidad, como vuelve a decir Pablo:

Moisés está vinculada a la letra (escrita en unas tablas) y a la muerte (el camino de su pacto acaba). Así­ representa el orden que se impone por la fuerza, la corrupción y el miedo que nos ata a la violencia.

Cristo ha rasgado el velo de la ley, superando por la muerte el miedo a la muerte y Dios le ha hecho Espí­ritu vivificador, principio de vida y libertad para todos los humanos (2 Cor 3-4):

El mismo Jesús, que es Kyrios o Señor que ha triunfado de la muerte, viene a mostrarse así­ como Espí­ritu vivificador. Significativamente, las palabras centrales de Pablo forman la base del dogma de la iglesia, pues el credo de Nicea-Constantinopla llama al Espí­ritu Señor y Dador de Vida (Kyrios y Dsopoioún): su señorí­o y poder vivificante pertenecen al nivel definitivo de la libertad, al nuevo ser humano que rasga el velo de mentira y muerte para nacer como creyente liberado.

3. Pentecostés. Espí­ritu e iglesia
La iglesia surge nace del Espí­ritu de Cristo como portadora de libertad y plenitud. Allí­ donde muchos aguardaban el Reino como solución de todo aparece la Iglesia como nuevo principio de vida mesiánica en el mundo, superando así­ el nacionalismo israelita de los judeo-cristianos:

Los judeo-cristianos de Jerusalén confiesan a Jesús como Señor, pero han tendido a entender su pascua en clave intra-israelita. Por eso siguen observando la ley nacional y se mantienen, como grupo de renovación escatológica, al interior del judaí­smo. Piensan que debe revelarse Jesús de un modo glorioso y que primero se convertirá Israel; luego llegarán los otros pueblos. No es tiempo de renovación universal, de misión a las naciones. El Espí­ritu de Cristo les encierra todaví­a al interior del judaí­smo.

Por el contrario, los heleno-cristianos y después san Pablo (cf. Hech 6-15) han descubierto que el Espí­ritu desborda las barreras del antiguo judaí­smo, creando una comunión escatológica (=universal) de fieles liberados de la ley y unidos por el amor que brota de la fe en el Cristo. Pentecostés se expresa en la apertura universal, ya en este tiempo de historia, a todas las naciones: el Señor resucitado es desde ahora principio de libertad y comunión para todas las naciones.

El despliegue pascual de Dios (que se expresa y culmina como amor entre Jesús y el Padre) es principio y sentido del Espí­ritu Santo. Así­ pasamos de la ley nacional judí­a a la libertad universal cristiana, de la nación particular a la misión católica. Para los judeocristianos Jesús es por ahora un reformador intra-judí­o: esperan su manifestación final, cuando transforme en su venida cielo y tierra. Pero Pablo y los cristianos helenistas saben que Jesús ha realizado la acción definitiva de Dios: culmina el tiempo antiguo, supera la barrera de judí­os y gentiles, como ha señalado Hech 2:

Gesto y signos. El Espí­ritu de Dios se manifiesta en viento y terremoto, lenguas de fuego. Todos los cristianos se vuelven capaces de hablar en otras lenguas: su glosolalia es signo de misión universal. Bautizados por el Espí­ritu de pascua, los cristianos renacen a la vida pascual (Hech 2, 4).

Universalidad. Cada pueblo recibe el mensaje en su lengua, cada uno conforme en su cultura. Los reunidos en Pentecostés son representantes de la humanidad entera: partos y medos, elamitas y mesopotamios, judí­os y capadocios, del Ponto y Asia… (2, 5-9).

Según eso, el Espí­ritu de Dios es principio de nueva humanidad, comunión que desborda las fronteras, abriendo desde el mismo judaí­smo un camino universal. Marcos y Mateo habí­an dicho las cosas de otro modo: más tajantes: tras la muerte de Jesús, los discí­pulos tuvieron que “escapar” de Jerusalén donde sólo quedaba una tumba vací­a, para iniciar el nuevo camino pascual del Espí­ritu en Galilea (Mc 16, 1-8; Mt 28, 1-20). Lucas, en cambio, ha querido fundar la pascua y tarea de la iglesia en las raí­ces judí­as de Jerusalén, situando allí­ la escena de Pentecostés, iniciando desde allí­ el despliegue universal del Espí­ritu. En un nivel, todo es judí­o, en otro todo es universal: las diversas “lenguas” son signos de las culturas y tradiciones de la tierra, vinculadas desde la misión que se inicia en Jerusalén, por Jesús resucitado, por la fuerza de su Espí­ritu (Hech 1-2):

Jesús habí­a superado la ley nacional israelita al convocar para su reino a los perdidos-pecadores-expulsados que se hallaban fuera de la alianza. Sin el arraigo en el Jesús histórico y su llamada a los marginados se destruye la novedad del Espí­ritu cristiano.

Los nuevos cristianos, empiezan por Jerusalén, pero rompen después la ley israelita y superan las fronteras de su pueblo, para convocar por medio del Espí­ritu de Cristo a los humanos de todas las naciones, formando con ellos la universal, escatológica
La novedad de los cristianos no está sólo en que tienen mejor espiritualidad o devoción interna, sino en el hecho de que el Espí­ritu pascual (comunión de Dios y Jesús) les hace una comunidad abierta a todos los humanos. El Espí­ritu de Cristo se desvela así­ como “amor, gozo, paz” (cf. Gal 5, 22) para todos los humanos, a lo ancho del mundo, a lo largo del tiempo. Lí­nea sincrónica: el Espí­ritu es principio de unidad comunitaria, supera las barreras de judí­os y gentiles, vinculando a todos los creyentes en un mismo espacio de amor y libertad interhumana. Lí­nea diacrónica: el Espí­ritu es principio escatológico de la historia, hace que culmine el tiempo y sitúa a los creyente en camino de recreación final del ser humano.

4. Espí­ritu y perdón. El principio de la historia
Al ocuparnos del mensaje y vida de Jesús, hemos visto que el Espí­ritu se hallaba ligado a la experiencia de perdón y nuevo nacimiento, de manera que su apelativo principal de santo (hagion) como opuesto a los espí­ritus impuros o sucios (akatharta) que destruí­an al ser humano. Hay una santidad hecha de exclusión y separaciones, pero la del Espí­ritu de Jesús es perdón y acogida: es principio de reconciliación gratuita que supera en amor los pecados. La tradición evangélica sabe que Jesús se ha mostrado vivo tras su muerte a los mismos discí­pulos que habí­an rechazado su camino, hasta abandonarle en el Calvario. Pues bien, invirtiendo el pecado y rechazo anterior, Jesús ofrece a los suyos el Espí­ritu como poder de perdón: Les dijo: -iPaz a vosotros! Como me ha enviado el Padre así­ os enví­o a vosotros. Y diciendo esto sopló sobre ellos y les dijo: -Recibid el Espí­ritu Santo. A quienes perdonareis los pecados, les quedarán perdonados, a quienes se los retengáis, les quedarán retenidos (Jn 20, 21-23).

El Jesús pascual es emisor del Espí­ritu, como presencia del Dios que habí­a “soplado en los humanos su aliento de vida” (Gen 2, 7), colocándoles ante la ley del juicio (el bien y el mal, el riesgo del castigo). Esta nueva creación pascual se define por el Espí­ritu de perdón: Jesús sopla su Aliento, el Espí­ritu de amor, sobre los fieles y, por ellos, sobre todos los humanos. Por eso dice Jesús “a quienes perdonéis…”. Los creyentes no son sólo receptores pasivos: pueden convertirse y se convierten en portadores de perdón, a través de un camino de gratuidad universal, superando las fronteras de la ley israelita. Los creyentes son mediadores del perdón de Jesús, ministros del Espí­ritu, en sentido expansivo (a quienes perdonéis….) y de identificación interior (a quienes se los retengáis…). Volvemos de esa forma al tema ya evocado al referirnos al pecado contra el Espí­ritu Santo (Mc 3, 28-30), que Mt 18, 15-20 ha vuelto a presentar en ámbito de iglesia, destacando la gracia y riesgo del perdón:

* El Espí­ritu del perdón es lo más débil. Más fuerte es la ley, más clara la imposición. Parece que el perdón no puede construir ningún edificio de humanidad, quedando a merced de la violencia de los otros.

* El Espí­ritu del perdón es lo más poderoso: suscita comunión gratuita entre personas que se encuentran sin juzgarse ni acusarse, en confianza mutua, venciendo los recelos anteriores; es fuerza amorosa de Dios.

El Espí­ritu es perdón ofrecido a cada persona. Cada creyente escucha con Jesús en su bautismo: ¡Tú eres mi Hijo predilecto, en ti me he complacido! Más que perdón, esto es pura gracia. Más que “perdonado”, el creyente se descubre amado: no se le obliga a conquistar nada por la fuerza. Vive porque Dios le ama en Jesús, su Señor, sabiendo que “donde está el Espí­ritu del Señor allí­ está la libertad” (2 Cor 3, 17).

El Espí­ritu de perdón implica nuevo nacimiento, sobre el plano de la carne y sangre (cf. Jn 1, 12-13). Así­ dice Jesús a Nicodemo, maestro de Israel, en medio de la noche y miedo: Quien no nazca de nuevo… Quien no nazca del Agua y el Espí­ritu no entrará en el reino de Dios… El Espí­ritu sopla donde quiere, así­ es todo el que nace del Espí­ritu (Jn 3, 3.5.7-8). Nacer del Espí­ritu implica nacer a la libertad.

5. Espí­ritu y comunión. La riqueza de la historia
Del perdón pasamos a la comunión, invirtiendo el esquema del sí­mbolo romano (creo en el Espí­ritu Santo, la comunión de los santos, el perdón de los pecados…). El mismo perdón es principio de diálogo, como ha mostrado Lucas de forma programática en Hechos, cuando pasa del carisma externo (don de lenguas: Hech 2) a la comunión eclesial: Todos los creyentes tendí­an a lo mismo y tení­an todas las cosas en común (Hech 2, 44). La multitud de los creyentes tení­a un corazón y un alma sola; y nadie llamaba suyo aquello que tení­an, sino que todo lo tení­an en común (Hech 4, 32).

Esta comunión de corazón, alma y bienes (afecto, opción creyente, riquezas materiales) constituye el fruto y presencia del Espí­ritu de Cristo. Los primeros creyentes habí­an aguardado quizá la destrucción del mundo. Pues bien, allí­ donde, esperando a Jesús, se disponí­an para el gran juicio de Dios, han encontrado la comunión: estaban dispuestos a morir, dejando así­ que el mundo acabe y se revele Cristo por su parusí­a.

Pues bien, en contra de eso, el Espí­ritu de Cristo les ha llevado a compartir la vida, en gesto de nueva creación. El mismo bautismo de perdón y nuevo nacimiento (cf. Hech 2, 37) suscita comunión de amor entre los fieles (cf. Hech 2, 42-47).En un primer momento, esa experiencia de comunión puede entenderse en plano limitado, dentro del esquema anterior del judaí­smo. Pero, pronto, ella desborda las limitaciones nacionales y se expande a lo ancho y largo de la tierra. La misma comunión humana es signo y presencia escatológica de la Comunión del Espí­ritu de Dios, meta de la historia. Ciertamente, pueden suceder y sucederán acontecimientos de tipo económico y social, cientí­fico y militar; pero la Comunión del Espí­ritu de Cristo es meta de la historia.

Esta experiencia está en la base de la “conversión” de Pablo. A su juicio, la ley nacional de Israel sancionaba la división entre puros e impuros, en plano de obras, justificando así­ la diferencia y lucha entre los humanos, sometidos bajo la tutela de la ley, en minorí­a de edad, teniendo que merecer el puesto que ocupaban en la sociedad: por eso, se organizaban según obras y méritos. Pues bien, en contra de eso, el Espí­ritu de Jesús supera las viejas divisiones, la carrera de méritos, el mérito de las obras, la estructura de una sociedad fundada en principios de imposición. De ahora en adelante, los humanos pueden vincularse ya por pura gracia, desde el don de Cristo (cf. Gal 3,21): Ya no hay más judí­o ni griego, ya no hay más siervo ni libre, ya no hay más varón ni hembra; todos vosotros sois uno en el Cristo Jesús (Gal 3, 28).

6. Espí­ritu y vida eterna. El futuro de la historia
Del perdón y comunión pasamos (con el mismo sí­mbolo de fe) a la Vida eterna, recordando lo dicho sobre la relación entre Espí­ritu santo y reino de Dios. Jesús habí­a interpretado el Espí­ritu como presencia escatológica de Dios que libera a los posesos y abre’a todos los humanos el camino del Reino. Los escribas se habí­an opuesto a su visión y proyecto, acusándole de endemoniado. Los discí­pulos pascuales siguen el ejemplo de Jesús, anunciando y expandiendo su mismo mensaje de reino. Por eso, es normal que sean perseguidos. Pues bien les promete el Espí­ritu: Cuando os lleven a entregaros (a los tribunales) no penséis de antemano lo que habéis de contestar; decid más bien aquello que (Dios mismo) os inspire aquella hora. Pues no seréis vosotros los que habléis sino el Espí­ritu Santo (Mc 13, 11 par).

Posiblemente, provienen de la comunidad cristiana, en nombre de Jesús, pues traducen una certeza básica de la iglesia. En medio de la persecución final, cuando los discí­pulos encuentren cerrados todos los caminos, el Espí­ritu de Dios se hará palabra de asistencia y ayuda para ellos, ofreciéndoles su ayuda escatológica, como fuerza de Vida y victoria en medio de la lucha de la historia. Pablo vincula esta certeza con la resurrección, pues sabe que el mismo Espí­ritu de Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos, resucitará a los creyentes (Rom 8, 11-12).

Como venimos diciendo, el Espí­ritu es plenitud del amor intra-divino. Por eso puede ser garantí­a de plenitud y comunión para los creyentes, que descubren así­ que no se encuentran perdidos, como caminantes que jamás hallan su esencia, derrotados en las persecuciones, sino que tienen la asistencia del Espí­ritu. No hay dos escatologí­as, una de Dios, otra para los humanos, ni dos espí­ritus, uno de Dios otro de los humanos. El mismo Espí­ritu de la culminación de Dios (pleno amor, vida compartida) se presenta por Cristo como garantí­a de existencia (de Vida final) para los creyentes. De esta forma se entrelazan escatologí­a y pneumatologí­a. Dios no “inventa” para los humanos un final distinto, sino que les ofrece su propia vida en Cristo, la fuerza de su Espí­ritu:

La escatologí­a es el misterio de las cosas últimas: la certeza de que los humanos, amorosamente creados por Dios, encuentran en su Espí­ritu la culminación completa. Pneumatologí­a es el estudio del Espí­ritu de Dios, que actúa en los humanos, por el Cristo, abriendo para ellos un camino de perdón y comunión que lleva a la Vida eterna, es decir, a la escatologí­a.

Frente al giro constante de las cosas, que vuelven siempre a ser lo mismo, en cí­rculos de eterno retorno, frente el ciego destino que oprime a los humanos, eleva Pablo la certeza de que el Espí­ritu dirige a los salvados hacia la plenitud final de su existencia. La razón discursiva en cuanto tal se pierde, la mente encerrada en el mundo no encuentra solución ni sabe cómo pedir y/o comportarse, pero el Espí­ritu de Dios viene y ayuda, con palabra de oración y esperanza salvadora: Toda la creación gime y sufre hasta ahora, como en dolores de parto. Pero no sólo ella, también nosotros, que tenemos la primací­a del Espí­ritu, gemimos muy por dentro, esperando la filiación, la redención de nuestro cuerpo. El Espí­ritu nos ayuda en nuestra debilidad, pues no sabemos pedir como se debe, pero el mismo Espí­ritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rom 8, 22-26).

Así­ aparecen tres niveles de petición y esperanza: creación, nosotros, Espí­ritu de Dios. La creación gime en dolores de parto y también nosotros con ella gemimos: no pódemos alcanzar la plenitud a solas, ni con la ayuda del mundo. Pero el Espí­ritu Santo se introduce en nuestra vida, asumiendo nuestra debilidad, animando y dirigiendo nuestra marcha hacia su Vida, apareciendo plenamente como comunión personal, amor mutuo de Dios y de Jesús, hogar de vida perdurable para los creyentes. Ciertamente, hemos recibido el Espí­ritu en la iglesia y dentro de ella elevamos nuestro en esperanza. Pero nuestra vida desborda el ámbito de la iglesia, para insertarse dentro de la gran esperanza cósmica.

BIBL. – 1. Magisterio: JUAN PABLO II, Dominum et Vivificantem (Carta encí­clica, 1986); COMITE JUBILEO Aí‘O 2000, El Espí­ritu del Señor, BAC, Madrid 1997; 2. Teologí­a básica: BARRETr, C. K., El Espí­ritu Santo y la Tradición Sinóptica, Sec. Trinitario, Salamanca 1978; CONGAR, I. M., El Espí­ritu Santo, Herder, Barcelona 1983; DUNN, M. D. G., El Espí­ritu Santo y jesús, Secretariado Trinitario, Salamanca 1981; MUHLEN, H., El Espí­ritu Santo y la iglesia, Sec. Trinitario, Salamanca 1998; PIIFuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

El Espí­ritu actúa en nosotros introduciéndonos profundamente en ei misterio pascual, en el misterio de la cruz, locura y escándalo para los hombres, pero sabidurí­a y poder de Dios. El Espí­ritu no crea en nosotros una consonancia externa, artificial o con carácter de voluntariedad (a pesar de que esto es necesario, para que la acción resulte más eficaz), sino que echa los cimientos profundos de una conversión al misterio de la cruz. El Espí­ritu fomenta la colaboración y la unidad dentro de la comunidad, mediante la humildad de quien sabe que tiene un don (viene bien aquí­ la misma denominación de carí­sma, es decir, don gratuito), pero que ha de subordinarlo a la utilidad común. La acción del Espí­ritu culmina en una caridad que no es proyecto del hombre, sino un compartir l.i actitud de paciencia, de disponibilidad, de hér,()d, de ternura amorosa, que son propios de Dios y del Cristo histórico. Puede ser interesante analizar la lista de calificaciones que han sido dadas a la caridad, preguntándonos cuáles son los modelos bí­blicos y las referencias cristológicas que están implicados en estas denominaciones.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. El sentido del espí­ritu en la filosofí­a.-II. La experiencia del espí­ritu y el sentido de Dios en las religiones: 1. En las religiones primitivas; 2. En la historia humana en general.-III. El Espí­ritu en la revelación bí­blica: 1. El Espí­ritu en el A,T.; 2. El Espí­ritu en el NT: a. Marcos y Mateo, b. Los escritos lucanos, c. Los escritos paulinos, d. El cuarto evangelio, e. Conclusiones.-IV. La identidad del Espí­ritu según la fe eclesial.-V. El Espí­ritu en la vida cristiana: 1. El Espí­ritu y la Iglesia; 2. El Espí­ritu y la Palabra; 3. El Espí­ritu y la liturgia; 4. Los dones del Espí­ritu.

I. Filosofí­a: el sentido del Espí­ritu en la filosofí­a
El término espí­ritu, del griego pneuma, vous y del latí­n spiritus, mens significa literalmente “Soplo”, “hálito” y se usa frecuentemente para indicar genéricamente el principio vital (alma) o también, más especí­ficamente, el alma racional o el pensamiento. En la antigüedad es siempre pensado como opuesto a la materia. De Platón y Aristóteles en adelante vienen considerados como caracterí­sticas propias del espí­ritu la inmaterialidad, la inextensión, la incorruptibilidad, la inmortalidad. Pero esto no excluye la permanencia de algunas incertezas sobre su naturaleza más profunda; Aristóteles, p. ej., presenta el pneúma como algo intermedio entre el cuerpo (soma) y el alma (psyché). Los estoicos consideraron el pneúma humano como estrella del espí­ritu divino. Para los neopitagóricos y los neoplatónicos, el espí­ritu debe ser distinto del cuerpo y del alma; Plotinolo define como unidad que tiene en sí­ la multiplicidad. La filosofí­a cristiana acoge y enriquece el significado profundizando la noción griega de pneúma, acentuando la distinción que existe en el hombre entre espí­ritu y cuerpo. En la época moderna, el espí­ritu es más claramente pensando como vértice de la realidad antropológica (Descartes), mientras el empirismo negará que sea sustancia. Con Kant, en cambio, el concepto asumirá un valor gnoseológico-metafí­sico, por el cual el espí­ritu aparecerá opuesto respecto a la materia y a la naturaleza. Hegel lo entenderá como pensamiento absoluto, como principio inmaterial, impersonal y creador que constituye el ápice de toda la realidad. Del idealismo hegeliano en adelante el espí­ritu tiene en la visión filosófica un puesto de particular importancia: es realidad totalizante, dinámica y en desarrollo, que pasa de la subjetividad (ser o espí­ritu en sí­ ), a la objetividad (ser o espí­ritu fuera de sí­ ), a lo absoluto (ser o espí­ritu en sí­ o para sí­). Lo que aquí­ interesa, es que con esta visión viene superada, en el fondo, toda distinción entre espí­ritu como realidad humana y espí­ritu como realidad divina.

II. La experiencia del espí­ritu y el sentido de Dios en las religiones
Ahora quiero considerar, en primer lugar, el concepto de espí­ritu que se encuentra en las religiones, en modo especial entre aquellas que no tienen ningún ví­nculo con la fe bí­blica; a continuación intentaré valorar si y en qué manera, sean posibles el conocimiento y la experiencia del Espí­ritu de Dios en la comunidad humana en general, sea sobre el plano religioso, sea sobre aquel simplemente antropológico.

1. EN LAS RELIGIONES PRIMITIVAS. En las religiones primitivas se encuentra casi siempre la convicción de la presencia y de la existencia de espí­ritus en el mundo; éstos son pensados sea como realidad autónoma, sea como realidad inherente en algunos seres concretos; de cualquier modo, éstos son considerados superiores al nivel creatural y expresan la convicción de la vitalidad que está presente en torno al hombre en el mundo. Algunas veces, tales espí­ritus son percibidos como expresión de lo divino; por lo cual ellos “median”, en cierto sentido, el transcendente. El espí­ritu, que normalmente es concebido como potencia impersonal a veces sufre un proceso de personalización, por lo que se hace natural considerarlo también como dimensión necesaria de la misma existencia humana.

Vistas en su conjunto, las así­ denominadas religiones “naturales”, “están misteriosamente atravesadas de bosquejos o esbozos proféticos”; son como “una especie de primeras apariciones del Espí­ritu” y parecen evidenciar su acción en la historia, en la cultura, en las religiones de los inicios de la humanidad. En este sentido, pueden ser considerados testigos del Espí­ritu y de su acción todas aquellas personas extáticas o carismáticas, o aquellos contemplativos ante litteram, en los cuales el sentido de lo divino ha estado particularmente desatado y que con sus acciones y con su pensamiento han contribuido, en la historia de la humanidad, a afinar la sensibilidad hacia la dimensión transcendente.

Un puesto relevante debe ser reservado al estoicismo, tanto por la importancia capital que el pneuma reviste en la visión de la realidad, cuanto por el influjo que tal sistema filosófico ejercitará en la teologí­a cristiana antigua.

2. EN LA HISTORIA HUMANA EN GENERAL. Pasando a valorar, más en general, los términos en los cuales es configurable la acción del Espí­ritu en la historia, es necesario partir de una doble convicción: ante todo, Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2, 4). Los Padres del Vaticano II ha representado la verdad de la llamada salví­fica universal en relación a la realidad de la Iglesia, afirmando que “todos los hombres son… llamados a esta unidad católica del Pueblo de Dios, que prefigura y promueve la paz universal, y a ella pertenecen de varios modos o se ordenan tanto los fieles católicos como los otros que creen en Cristo, e incluso todos los hombres en general llamados a la salvación por la gracia de Dios” (LG 13). Esto lleva naturalmente a la segunda convicción: existen, tanto en las religiones no cristianas, como en los movimientos de pensamiento del hombre contemporáneo, algunos puntos de contacto, algunas expectativas (en relación al anuncio de Cristo salvador) o incluso algunos elementos de gracia suscitados por el Espí­ritu, que hacen posible una auténtica experiencia de Dios’; si es verdad que la historia de la salvación es la historia universal misma en cuanto diálogo de salvación entre Dios en la historia de Israel, y sucesivamente en Jesucristo y en la Iglesia; si es verdad qué las distintas alianzas que Dios ha establecido tienen un alcance universal, entonces no podemos dejar de reconocer que la historia del hombre lleva innegablemente sobre sí­ el “sello” del Espí­ritu.

III. El Espí­ritu en la revelación bí­blica
Fundamento y norma normans de la fe eclesial en el Espí­ritu Santo es la Sagrada Escritura, en la cual está presente una riquí­sima y vasta pneumatologí­a, de la que vendrán aquí­ señalados algunos elementos principales.

1. EL ESPIRíTU EN EL ANTIGUO TESTAMENTO. En el AT, el término espí­ritu (rúah) significa el hálito, el aliento (Sal 33, 6; Is 11, 4) el respiro fuerte (Ex 15, 8. Job 15, 13), tanto de Dios como del hombre, también el viento o el soplar del viento (Ex 10, 19; Is 32, 2), o indica en sentido metafórico, nulidad, vanidad (Job 6, 26; Eclo 1, 14.17)10. En referencia al hombre, la rúah indica, sea el principio que da vida al cuerpo (Gén 6, 17; 7, 15), sea la sede de las emociones, de los afectos y de la actividad espiritual (2 Re 19, 7; Dt 34, 9); la rúah proviene de Dios y está siempre en sus manos (Is 42, 5; Job 12, 10). En relación a Dios, en cambio, puede indicar tanto su fuerza operante y misteriosa (Ez 1, 12.20; 2 Sam 23, 2), como su potencia creadora que dona a todo y a todos la vida (Gén 1, 2; Ez 37, 14) y su misma realidad incorruptible (Is 31, 3). Elementos caracterí­sticos de la rúah de Dios son: sucarácter dinámico; su capacidad de transformación y de renovación de los individuos o de la comunidad; su imprevisibilidad y libertad. Confrontando las afirmaciones sobre la rúah hechas en el AT con aquellas encontradas en otros pueblos del Medio Oriente antiguo, se muestran indiscutibles puntos de contacto: también fuera del pueblo hebraico, la rúah indica la potencia divina; pero existe una diferencia fundamental: en Israel rúah posee un carácter marcadamente personal (cf. Sal 139, 7); indica la potencia, la fuerza de un Dios personal, donada generosamente y puesta al servicio de un fin. “Rúah jhwh indica el obrar del único Dios en la historia y en la creación, aquel obrar que, en cuanto impenetrable a una inteligencia lógica, permanece por siempre un obrar de Dios. De esta forma rúah jhwh puede indicar la misma naturaleza de Dios y su presencia”. Otra nota caracterí­stica de la concepción veterotestamentaria de la rúah es su dimensión sale fica: la fuerza de Dios realiza el bien, genera vida, ilumina, edifica.

También en el judaí­smo el término sigue conservando los significados y las referencias señalados precedentemente. Junto a ellos, sin embargo, se registran otros como cuando, p. ej., en el libro de la Sabidurí­a, el espí­ritu viene a veces identificado con la sophí­a (Sab 7, 7), que es “la fuerza intelectual, capaz de conocer en forma clara (…) y aguda” o como cuando se perfila una cierta tendencia a la hipostatización.

La literatura rabí­nica pone en claro un importante elemento de la relación entre espí­ritu de Dios y vida del hombre: el don del espí­ritu es presentado sea como premio y coronamiento de unavida justa, sea como condición necesaria de una recta conducta de vida: “donde está el Espí­ritu Santo, allí­ están los hombres pí­os y justos, y donde están los hombres justos allí­ viene derramado el espí­ritu santo”. Al final de los tiempos, el Espí­ritu reposará sobre el Mesí­as (Is 11, 2), vendrá donado a los justos y hará a todos profetas (Gál 3, lss).

En conclusión, aunque falte en el AT una definición de Dios paragonable a la de Jn 4, 24 (“Dios es espí­ritu”), se dan, sin embargo, tres textos en los cuales parece que rúah viene a indicar Dios mismo: Is 31, 3; Sal 139, 7-8; Sab 1, 6-7. Pero aquí­ estamos claramente ante un paralelismo sinoní­mico; nunca, en cambio, se habla del espí­ritu de Dios en forma predicativa (“Dios es espí­ritu”). Además, en el AT, en su conjunto, no aparece una concepción “personal” del espí­ritu. Según algunos autores, en un fragmento solamente la rüah viene claramente personalizada y como distinta de Dios: 1 Re 22, 19ss. (par. Job 2, 2ss). Se podrí­a decir que en el AT, “rúah jhwh es Dios mismo: pero no es Dios en sí­ mismo; es siempre Dios dirigido hacia la creación, que actúa sobre ella””; además “rúah define la libre voluntad de relación de Dios con la creación, especialemnte con los hombres, y ante todo con su pueblo; rúah no tiene más que un sentido relacional”. Aún más, la realidad del espí­ritu aparece estrictamente dinámica en el AT: aparece siempre como “agente en la historia”, sea en la universal como en la singular, por el cual reviste un rol decisivo tanto en relación a la historia salví­fica, como a los acontecimientos de las personas, en cuya vida está presente para destinarlo “a una misión o de cualquier modo a una función: respectivamente en el orden de la palabra (el profeta) y de la acción (el juez-rey)”.

2. EL ESPíRITU EN EL NUEVO TESTAMENTO. La realidad del pneuma, a pesar de ser testimoniada y comprendida en estricta conexión con aquella de Jesucristo, ocupa en el NT un puesto relevante; esto se evidencia ya con la elevada frecuencia con la que el término aparece: 379 veces, contra las 378 del texto masorético (que es proporcionalmente más vasto que el NT).

La pneumatologí­a neotestamentaria no constituye una realidad homogénea y “monolí­tica”, sino que aparece notablemente diversificada y pluralista; no obstante esto, posee un indiscutible núcleo común: la referencia cristológica.

En necesario, en fin, recordar siempre que “antes de ser objeto de enseñanza, el espí­ritu fue para la comunidad un dato de experiencia. Sobre esta base se explica la neta diferencia y la unidad de las expresiones neotestamentarias”.

a. Marcos y Mateo. En estos dos evangelios, además de aquel demoní­aco y antropológico, el término pneuma tiene también un significado claramente teológico e indica, como ya en el AT, la potencia de Dios que opera en la historia; tal potencia, sin embargo, viene clara e insistentemente puesta en relación con la persona, la historia y las acciones de Jesús. En virtud de la presencia del pneuma divino en él, el Nazareno debe ser considerado como sujeto que posee una identidad y una misión excepcional: quien no reconoce tal singularidad, blasfema contra el Espí­ritu Santo (Mc 3, 28-30): se obstina en no querer acoger la acción potente de Dios mismo. Pero la insistencia sobre el pneuma viene disminuida, en estos dos evangelios, a causa de la preocupación por no hacer aparecer a Jesús como un simple hombre pneumático o como uno de tantos carismáticos que en el pasado habí­an enriquecido la historia de Israel. A la luz de los eventos pascuales, la comunidad creyente se interesa sobre todo para poner en evidencia la posición de Jesús en relación a Dios y en relación al plan salví­fico anunciado por los profetas; y en este cometido, mientras recuerda y certifica la relación Cristo-Espí­ritu, manifestado antes de Pascua, contemporáneamente pone en acto una especie de “secreto pneumático”, o sea de discreción y de silencio sobre la naturaleza más profunda de tal relación. Tal “secreto”, además de estar ordenado a hacer resaltar la persona de Jesús, es también el signo de la fidelidad de los discí­pulos a su Maestro que, muy probablemente, en su estancia terrena, habló poco del pneuma .

b. Los escritos lucanos. Una frecuencia más abundante del término pneuma en los escritos lucanos induce inmediatamente a pensar en una mayor consistencia de la pneumatologí­a en ellos contenida, que se presenta más profunda y más madura respecto a aquella de los otros sinópticos. Pero también aquí­ se constata la atención del autor para evitar que Jesús pueda ser confundido con algún “carismático”; viene, más bien, claramente presentado como señor del Espí­ritu (cf. Lc 4, 1: “Jesús, lleno del Espí­ritu Santo (…) fue conducido en el Espí­ritu al desierto”. Con estose quiere impedir que el pneúma aparezca “como sujeto superior a Jesús”22. Aun habiéndole sido donado en el momento del bautismo (Lc 3, 22), el Nazareno posee tan profundamente el Espí­ritu, que está en grado de poderlo donar (Lc 24, 49; He 2, 33): en Jesús, por tanto, el pneúma se revela.

Tí­pica de la pneumatologí­a lucana es la tendencia a subrayar los efectos visibles y objetivos de la presencia y de la acción del Espí­ritu en la historia (Lc 3, 22; He 2, 3-5); de éstos, uno de los principales es la profecí­a. Donado a todos los miembros de la comunidad cristiana (He 2, 38ss; 15, 8ss; 19, 2), el pneuma caracteriza el tiempo de la Iglesia, que es tiempo de continuación y de irradiación en todo el mundo del anuncio evangélico salví­fico. Es el Espí­ritu, de hecho, que permite repetir eficazmente los gestos y las palabras de Jesús (He 2, 42; 4, 30; 6, 7) y garantiza la continuidad entre el Nazareno y la comunidad de creyentes en él.

c. Los escritos paulinos. Con Pablo, la pneumatologí­a neotestamentaria conquista uno de los peldaños más elevados. Esta, aun conteniendo algunas perspectivas tí­picas de la tradición precedente, se destaca por una notable originalidad. De hecho el Apóstol delinea con claridad, de un lado, la importancia del pneúma para la vida de los hombres y de otro, algunos elementos caracterí­sticos de su identidad, que sucesivamente especificarán la fe trinitaria eclesial y entrarán a formar parte del dogma.

Un elemento fundamental del pensamiento paulino, que condiciona también su pneumatologí­a, es la centralidad del misterio pascual; la exaltación del crucificado por parte del Padre en la potencia del Espí­ritu (Rom 1, 4) constituye el cumplimiento de las pro-mesas de Dios hechas a Israel. El Espí­ritu de Dios, que es también Espí­ritu de Cristo, viene donado a los hombres, que llegan a ser “hijos en el Hijo”; herederos de Dios por medio de Jesucristo, pueden conducir una vida nueva, “bajo el régimen del Espí­ritu” (Rom 7, 6) y pueden llamar a Dios “Abbá” (Rom 8, 14; Gál 4, 5-7). Con el Espí­ritu del Resucitado, el hombre es en ver-dad regenerado y debe producir frutos “espirituales”, el más importante de los cuales es el amor, que constituye el cumplimiento de la ley entera (Rom 13, 8). Además, el Espí­ritu aparece decisivo para la construcción de la vida eclesial. De hecho la Iglesia, “cuerpo” del que Cristo es Cabeza, es vivificada por el Espí­ritu; es “morada de Dios por medio del Espí­ritu” (Ef 2, 22), y templo de Dios en el cual habita el Espí­ritu (1 Cor 3, 16). Importancia notable tiene en Pablo el discurso sobre los carismas: son dones que Dios concede por medio del Espí­ritu (1 Cor 12, 4-11), en orden a la utilidad común (1 Cor 12, 7) y destinados a construir la Iglesia.

En cuanto a la identidad del Espí­ritu, ante todo se destaca en Pablo que, aun siendo siempre Espí­ritu de Dios, “es todo relativo a Cristo”; de hecho, el Espí­ritu permite “conocer, reconocer y vivir en Cristo” y su obra no prescinde de la de Cristo; más bien, Pablo muchas veces atribuye a uno o al otro (a Cristo o al Espí­ritu) algunos efectos o acciones semejantes. Además, con frecuencia el Apóstol asocia estricta-mente Cristo y el Espí­ritu y en algunos textos llega incluso a una “calificación cristológica del Espí­ritu”.

La posesión del Espí­ritu por parte del Mesí­as permite afirmar que, para Pablo “Jesús resucitado se encuentra de una vez para siempre en un plano de igualdad soteriológica con Dios”; también esto arroja luz sobre la singularidad de la relación Jesús-Dios; ésta es de tal intimidad y profundidad, que le permite al Hijo poseer el mismo Espí­ritu del Padre. Además permite comprender mejor la misma identidad del pneuma: él es claramente distinto de Cristo; es el garante de la “comunicación entre el Kyrios y el hombre” precisamente porque es ante todo “el medio de la comunicación entre Dios y el Cristo” y por eso puede ser considerado como el ví­nculo por excelencia. En fin, si el Espí­ritu no se identifica con Cristo porque es “de Dios”, tampoco puede simplemente identificarse con Dios, porque es también “de Cristo”; por eso es necesario considerarlo como alguien que reviste funciones de tipo personal, cumple acciones y no puede ser simplemente identificado con la “potencia” de Dios o con aquella de Cristo, sino que debe ser distinto de uno y otro.

En conclusión, si la posesión del Espí­ritu por parte del Hijo hace manifiesta la singularidad de Jesús, no menos grande es la luz que el Mesí­as arroja sobre la realidad del Espí­ritu. La pneumatologí­a de Pablo ayuda a entender la identidad de Cristo, mientras la cristologí­a es clave para entender la pneumatologí­a. “Dado que, tanto Cristo como el Espí­ritu son asociados por el Apóstolo en relación con Dios Padre, no se traspasa el riguroso horizonte exegético si se afirma que, en el fondo, toda la concepción paulina es radicalmente trinitaria”.

d. El cuarto evangelio. En Jn encontramos ulteriores, profundos y nuevos elementos de la teologí­a del Espí­ritu; el pneuma es llamado Espí­ritu de y verdad y Paráclito; además es indicado como aquel en el cual es necesario renacer para obtener la salvación (Jn 4, 5) y aquel que concede el poder de perdonar los pecados (Jn 20, 22-23). También aquí­ la pneumatologí­a está fuertemente ligada a la cristologí­a: Jesús es el dador del Espí­ritu; los Dos cumplen acciones similares en la historia de la salvación; Jesús es la palabra y la verdad gracias a las cuales los creyentes experimentan la salvación, pero ni una ni otra llegan al hombre sin la participación y la obra del Espí­ritu: éste abre la Palabra a los hombres y los hombres a la Palabra; y conduce a la verdad completa a todos aquellos a los cuales Dios se ha revelado por medio de su Hijo. Por tanto, se puede ciertamente afirmar que la pneumatologí­a joánica “viene así­ a participar del cristocentrismo que marca todo el cuarto evangelio y en él se integra armoniosamente”. En el IV evangelio, además, es claramente acentuada la personalidad del Espí­ritu, que además de ser presentado como sujeto de acciones, viene explí­citamente llamado el otro (respecto a la persona de Jesús) Paráclito y viene indicado con el pronombre masculino ekeinos (aquel), aun siendo el término pneuma neutro (cf. Jn 16, 13).

e. Conclusiones. La pneumatologí­a neotestamentaria, como también la cristologí­a, no se ha de considerar un bloque homogéneo, sino realidad una y múltiple, en la cual se verifica un cierto desarrollo. Así­ como en la comprensión de la identidad de Cristo y del significado salví­fico de su obra, la comunidad primitiva ha cumplido un camino, sobre la base de la resurrección, igualemnte en la toma de conciencia de la identidad y de la misión del Espí­ritu, la Iglesia primitiva ha visto en la Pascua el evento que proyecta luz nueva sobre la realidad del pneuma. El Espí­ritu de Dios y de Cristo ha sido percibido sobre todo como elemento decisivo del proceso de inteligencia del misterio de Jesús (Jn 14, 26). Además ha sido considerado como algo o alguien que tiene un nexo imprescindible con Jesús mismo; esta conexión Jesús-Espí­ritu “funda la unidad originaria de la pneumatologí­a del NT, en cuanto viene acogida y expresada por los diversos autores en modo distinto y distintamente madurada”. De la Redationgeschichte proviene la sugerencia de considerar atentamente, en el desarrollo de la pneumatologí­a neotestamentaria, el concurso de varios factores internos y externos a la comunidad: los contactos con el judaí­smo ortodoxo y helení­stico, la relectura del AT a la luz del evento “Cristo”, los problemas de la misión, las cuestiones particulares que surgen al interno de la comunidad, la inteligencia siempre más profunda de las palabras y de las obras de Jesús.

No sorprende, por eso, que la pneumatologí­a del NT sea también múltiple y marcada por un cierto crecimiento: junto a los rasgos comunes, se dan innegables diferencias y originalidades entre los diversos autores, por lo cual no es injustificado afirmar que existen “múltiples pneumatologí­as en el NT”. Estas aparecen “complementarias”, no en el sentido que presenten datos adicionales o concurrentes en un solo esquema,sino en el sentido que expresan diversas perspectivas posibles, en la interpretación del actuar de Dios en Jesucristo.

Esta multiplicidad es fundamento, sea del dato dogmático que vendrá luego puesto de relieve por la Iglesia en el curso del tiempo, sea de las diversas lí­neas de pensamiento que vendrán elaboradas en el tiempo para expresar el misterio del Paráclito.

IV. La identidad del Espí­ritu según la fe eclesial
Anunque aquí­ no sea posible trazar una historia completa de la pneumatologí­a, es necesario presentar al menos algunos datos esenciales, relativos a los pronunciamientos dogmáticos y la profundización teológica que la comunidad eclesial ha operado en el transcurso del tiempo, acerca de la persona del Espí­ritu.

Se debe poner de manifiesto sobre todo que, antes de la afirmación explí­cita y dogmática de la igualdad ontológica entre el Espí­ritu, el Padre y el Hijo, la Iglesia ha “tenido despierta” y ha profundizado la propia fe pneumatológica gracias a algunas experiencias y expresiones que tení­an un lugar destacado en la vida de la comunidad: la fórmula bautismal, que constituí­a para los creyentes “el fundamento de todo el edificio catequético”; el tema de la inspiración de las Escrituras, que serví­a para mostrar la continuidad entre el AT y el NT; el tema de la preexistencia de Cristo, que conduce a pensar en la preexistencia del Espí­ritu; la realidad de la inhabitación del Espí­ritu en los fieles, enseñada ya por Pablo; la relación entre el Espí­ritu y la Iglesia, claramente señalada por Lc, Jn y Pablo. Tampoco va olvidado, como afirma Lucas en los He, que la Iglesia primitiva ha madurado la convicción de que el Resucitado continúa su presencia y su obra salví­fica en la historia justamente gracias al Espí­ritu; todo esto permite a la comunidad cristiana llevar por doquier los frutos de la muerte y resurrección del Señor, mientras se espera su segunda venida. Como se advierte, aquí­ se habla del Espí­ritu en una perspectiva marcadamente soteriológica.

Pero junto a esto, se debe destacar, que hasta el s. IV las afirmaciones teológicas explí­citas sobre el Espí­ritu no son ni frecuentes ni siempre precisas. El motivo de fondo de esta situación es bien evidente: la atención e interés de la comunidad eclesial están referidas principalmente a la relación Padre-Hijo, al menos hasta la mitad del s. IV; hasta este momento, “las menciones doctrinales explí­citas concernientes al Espí­ritu Santo son (…) ocasionales y, de hecho, casi siempre marginales”. Se debe notar, por otra parte, que durante este tiempo, la Iglesia sigue usando la fórmula trinitaria de Mt 28, 19-20, que constituye “el testimonio trinitario de mayor relieve en la tradición sinóptica, o más bien en todo el Nuevo Testamento” y que señala claramente la igualdad de los Tres. Igualmente se debe recordar que una ulterior razón de un cierto “olvido” del Espí­ritu ha sido el hecho de que la pneumatologí­a, durante el s. II, ha estado casi “confiscada por parte de corrientes marginales en relación a la gran Iglesia, o también repentinamente reconocida como heterodoxa. Se trata de tendencias y de sectas gnósticas y, por otro lado, del montanismo”.

La atención teológica se concentrará sobre el Espí­ritu después de la crisis arriana, que tendrá sus reflejos también en el campo de la fe pneumatológica, Para rechazar toda tentativa de reducir el Espí­ritu a criatura, la comunidad eclesial desplaza la atención de los eventos salví­ficos al ser de Dios, como ya habí­a ocurrido en el Concilio de Nicea (325), pasando de una perspectiva “económica” a una más pronunciadamente “ontológica”; y en el I Concilio de Constantinopla (381), recogiendo una serie de afirmaciones recurrentes en muchos teólogos, se esfuerza en expresar en términos claros la relación Dios-Espí­ritu: ésta es al mismo tiempo de igualdad y distinción. Al Espí­ritu viene reconocido el carácter personal y divino, su necesaria pertenencia al misterio de la vida de Dios, su destacado y esencial contributo al desenvolvimiento de la historia de la salvación (cf. DS 150). Permanecen en la sombra, en este Concilio, los términos de la relación Hijo-Espí­ritu, en el abismo de la vida divina; y esto tendrá consecuencias en el futuro, cuando el Oriente y el Occidente cristianos elaborarán la pneumatologí­a en perspectivas un poco diferentes y expresarán en términos distintos las propias opiniones acerca del origen eterno del Espí­ritu.

V. El Espí­ritu en la vida cristiana
Después de haber llevado a cabo con el Padre y con el Hijo la obra de la creación, después de haber obrado permanentemente en la vida, en la pasión, en la muerte y en la resurrección de Cristo, el Espí­ritu ha sido derramado y “entregado” a la humanidad, primero a través de las llagas del crucificado y después del alba de Pascua gracias a la Palabra potente del Resucitado. ¿Cómo se configura hoy la presencia y la acción en la historia por parte de Aquel que es, junto con Cristo, la otra “mano” del Padre?”
1. EL ESPíRITU Y LA IGLESIA. Según san Ireneo, “donde está la Iglesia allí­ está también el Espí­ritu de Dios; y donde está el Espí­ritu de Dios allí­ está también la Iglesia y toda gracia”. Esto porque “la Iglesia viene constituida por el Espí­ritu: él es su cofundador”, de forma permanente, por medio de la Palabra inspirada, anunciada y proclamada, por medio de la liturgia y por medio de la gracia. El Padre, donando el Espí­ritu Santo por medio del Señor resucitado, hace de los creyentes “morada de Dios por medio del Espí­ritu” (Ef 2, 20-22); la Iglesia es la comunidad de aquellos que en el Espí­ritu llaman a Dios “Abba” (Rom 8, 15; Gál 4, 6) y de los que reconocen que Jesús es el Señor precisamente bajo la acción del pneuma (1 Cor 12, 3). En cuanto ví­nculo entre el No-engendrado y el Engendrado, el Espí­ritu derramado sobre los creyentes los “remite” a uno y a otro, haciendo brotar en su corazón y en sus labios los nombres del Padre y del Hijo…

El pneúma Christoú transforma también los aspectos visibles o institucionales de la Iglesia en instrumentos de gracia; en LG 8 se señala, a este propósito, una interesante analogí­a: “como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como órgano vivo de salvación a él indisolublemente unido, de forma semejante la unión social de la Iglesia sirve al Espí­ritu de Cristo, que la vivifica, para el incremento del cuerpo (cf. Ef 4, 16)”. Según la enseñanza de Pablo, el pneúma es también fuente de diversos carismas y ministerios en la Iglesia (cf. 1 Cor 12, 4-5). Proviniendo de una única fuente y estando destinados al único fin de la edificación de la comunidad, éstos no pueden estar en contradicción. Leyendo apropiadamente el dato revelado, se podrí­a incluso “hablar, en el NT, de una equivalencia semántica entre carisma y ministerio”. Justamente, no es posible negar la existencia en la Iglesia de una cierta “tensión entre la inspiración libre y la institución”, aún más, es necesario dar siempre un puesto a esta tensión, si bien hay que evitar “no retrotraerlo a la doctrina paulina de los carismas hasta el punto de traicionar el sentido auténtico de éstos”. También sobre los carismas y la institución el Espí­ritu “deja su huella”: en cuanto persona divina que procede per modum amoris y cuyo nombre es Amor”, es evidente que, tanto los unos como la otra, tienen sentido sólo en relación al amor. La autenticidad de los carismas y de la institución es probada y medida por el amor que, como aquel de los Tres, dona, acoge y une…

Precisamente porque es cofundada por el Espí­ritu, que en la vida divina es la persona-comunión, el amor personal del Padre y del Hijo, el ví­nculo de los Dos, la Iglesia puede, en fin poseer algunas “notas” caracterí­sticas y esenciales: es una y sacramento de unidad (LG 1; 4; 13; UR 2); el Espí­ritu hace de los “muchos” llamados una sola cosa, constituyéndolos también en “signo e instrumento de la í­ntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). El Espí­ritu es también principio de catolicidaa de la Iglesia protegiendo y fecundando su apostolicidad: y mientras que con la primera nota asegura la comunión en el espacio, con la otras garantiza la comunión en el tiempo. Gracias al Espí­ritu, la comunidad eclesial vive en el mundo “sancta simul et semper purificanda” (LG 8): santa porque sus miembros realizan y experimentan la communio Sancti (= de Dios), la communio sanctorum (sacramentorum) (= de los sacramentos y de las cosas santas) y la communio sanctorum (fidelium) (= de los fieles); siempre necesitada del perdón, porque “encierra en su seno a pecadores” (LG 8), es “ecclesia peccatorum”. Como Marí­a, también la comunidad eclesial es “templo del Espí­ritu Santo” (LG 53), es “como plasmada y hecha criatura nueva” (LG 56) por el Paráclito; está llamada a donar al mundo el Salvador, después de haberlo concebido en su propio seno “por obra del Espí­ritu Santo”; debe hacer la experiencia de la comunión de vida con el Hijo; debe escuchar atentamente su Palabra, meditándola en su corazón; debe pedir a Cristo que cumpla gestos salví­ficos; “con la virtud del Espí­ritu Santo, conserva virginalmente í­ntegra la fe; sólida la esperanza, sincera la caridad” (LG 64); la Iglesia debe ser en la historia, a semejanza de Marí­a, “como la concentración personificada del poder del Espí­ritu; es llamada a ser, en el espacio y en el tiempo, punto de encuentro y de abrazo entre la Trinidad y la historia”.

2. EL ESPíRITU Y LA PALABRA. El Espí­ritu hace resonar en la Iglesia continua, potente y eficazmente la Palabra de Dios: nacida de la Palabra de Cristo, la comunidad de los creyentes continúa siendo generada por el evangelio y es llamada a ser en la historia, justamente gracias a los dones del Espí­ritu, la viva sequentia sancti evangelii. Por otra parte, sólo gracias al Espí­ritu ella puede rectamente interpretar la Palabra inspirada, que es fuente y norma de vida y de fe (cf. DV 12). Como ha observado justamente el P. Y. Congar, “ni Palabra sin Espí­ritu (la Palabra quedarí­a en la garganta y no hablarí­a a nadie); ni Espí­ritu sin Palabra (el Espí­ritu no tendrí­a contenido y no comunicarí­a nada a nadie)”‘. También aquí­ vale el principio según el cual”la unión y el condicionamiento recí­proco de las dos manos de Dios son la ley constitutiva de la Iglesia y de toda la economí­a salví­fica”
3. EL ESPíRITU Y LA LITURGIA. El Espí­ritu es el “cofundador” de la Iglesia también por medio de la liturgia. Gracias a él, los hechos pasados de la historia de la salvación se convierten real y eficazmente presentes en el hit et nunc, consintiendo así­ a la comunidad vivir y experimentar continuamente los dones de Dios y proyectarse hacia el cumplimiento futuro del proyecto del Padre. Celebrada en el Espí­ritu, la liturgia consiente a los creyentes: a) acceder al Padre por medio del Hijo (dimensión trinitaria); b) llegar a ser “contemporáneos” y partí­cipes del misterio salví­fico celebrado (dimensión histórica); c) convertirse en la comunidad de los “llamados” en la cual Cristomismo está presente (dimensión eclesial); d) “generar” al Verbo “en el silencio orante” (dimensión mí­stica).
En virtud de su presencia en la liturgia, el Espí­ritu hace que los sacramentos celebrados por y en la Iglesia actualicen el misterio pascual y comuniquen la salvación. La eucaristí­a, p. ej., no es sólo el sacramento de la presencia “verdadera, real y sustancial” de Cristo (DS 1651), sino, como subraya el Oriente cristiano, es también presencia eficaz y maravillosa del Espí­ritu que transforma y santifica no sólo el pan y el vino, sino también la comunidad que celebra’. Es el Espí­ritu, en fin, “que hace de la eucaristí­a un anticipo de la liturgia celeste y crea un clima de espera ardiente hasta que llegue el sábado eterno del banquete nupcial del Cordero en la santa Jerusalén”. El bautismo y la confirmación, a su vez, hacen posible el “nuevo nacimiento” anunciado por Cristo a Nicodemo (cf. Jn 3, 5). Fruto del misterio pascual, estos dos sacramentos permiten entrar en el reino, para vivir como “hijos de Dios”, en la madurez y corresponsabilidad. Con estos sacramentos, además, el Espí­ritu hace de los hombres un pueblo real, profético, sacerdotal, enviado a anunciar la misericordia salví­fica del Padre.

En el sacramento del matrimonio, el pneuma transforma el amor humano en sacramento del amor de Cristo por su Iglesia; derramando el amor de Dios en el corazón de los esposos, los hace uno en el amor y en la vida. Derramado por medio de la imposición de las manos sobre los llamados al ministerio sacerdotal, el Espí­ritu transforma con el sacramento de la Palabra y de la eucaristí­a y el servicio de la caridad, a fin de que sea en el mundo viva imagen de Cristo y transparencia del rostro paterno de Dios.

Con los sacramentos de la reconciliación y de la unción de los enfermos, el Espí­ritu hace posible el triunfo del amor de Dio sobre los pecados, sobre las miserias y enfermedades de las criaturas. El poder de perdonar los pecados ha estado explí­citamente vinculado por el Resucitado al don del Espí­ritu: “Recibid el Espí­ritu Santo. A quienes perdonéis los pecados les quedarán perdonados…” (Jn 20, 22-23); éste tiene como efecto el retorno del pecador a Dios y la renovada posibilidad de poderlo invocar, en el Espí­ritu, llamándolo “Abbá”. Con el sacramento de la unción de los enfermos es ofrecida a quien está en la enfermedad la “fuerza que sana” de Cristo (cf. He 10, 38), en la experiencia de la desaparición del dolor y en la certeza de su transformación en ofrenda agradable a Dios para la salvación del mundo.

El Consolador acompaña con los siete signos sacramentales el peregrinar terreno del Pueblo de Dios, guiándolo “entre las persecuciones del mundo” y donando “los consuelos de Dios”” hasta el dí­a en el cual caerán los velos y el hombre centemplará a Dios cara a cara (1 Cor 13, 12).

4. LoS DONES DEL ESPíRITU. El Espí­ritu también edifica la Iglesia por medio de los dones de su amor. Continuamente “enviado” del Padre y del Resucitado, por medio de la Palabra y de los sacramentos, el pneuma hace ante todo a los .hombres “partí­cipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 4), derramando en sus corazones el amor de Dios (cf. Rom 5, 5) e introduciéndolos en una condición de vida nueva. Pero ¿en qué consiste tal novedad, que los Padres de la Iglesia llaman “divinización” e “inhabitación”? Con estos términos, es expresada por los creyentes la certeza de la efectiva renovación y de la real transformación de la naturaleza humana, que ha sido elevada gratuitamente a la comunión beatí­fica con Dios, participando de su santidad, sin por esto perder las propias caracterí­sticas ontológicas. Este don de Dios, es inherente al hombre como auténtica perfección, como fue recordado por el Concilio de Trento (cf. DS 1520) y le confiere la capacidad de realizar acciones que poseen un auténtico valor salví­fico. La “inhabitación” indica el misterio de la beatificante presencia del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo en el hombre justificado. En virtud de la coinhabitación o perikhoresis de las divinas personas, el Dios trinitario pone su morada en los discí­pulos (Jn 14, 23) y por medio de su Espí­ritu inhabita en el corazón del hombre (Gál 4, 6; 1 Cor 6, 19; Rom 8, 11). La presencia de los Tres en el justo da lugar a un conocimiento casi-experimental de la Trinidad, a un vinculo de amistad y a una relación de la recí­proca presencia e inmanencia entre el hombre y las divinas personas, que supera infinitamente los lazos ya existentes en virtud de la creación; tal relación con la Trinidad tendrá su cumplimiento en la visión beatí­fica, cuando el hombre contemplará el abismo insondable del misterio de la vida de Dios y cuando en lugar del conocimiento imperfecto y “vespertino” del Altí­simo existirá aquel otro luminoso y perfecto de la gloria.

Entre tanto, mientras está in via et non in patria, el creyente que ha recibido el Espí­ritu, es llamado a producir frutos “espirituales” que son “ultima et delectabilia quae in nobis proveniunt ex virtute Spiritus sancti”. Estos son, según la enseñanza paulina, “amor, gozo, paz, paciencia, benevolencia, dominio de sí­” (Gál 5, 22); o, para decirlo con Tomás de Aquino, la caridad y la libertad: de hecho, “cuanto más uno tiene la caridad, tanto más tiene la libertad, porque “donde está el Espí­ritu del Señor allí­ está la libertad” (2 Cor 3, 17). Pero quien tiene la perfecta caridad, tiene en grado eminente la libertad”. Junto a estos frutos el Espí­ritu, que en el santuario de la vida trinitaria es “relación subsistente” de amor, pura referencia al Padre y al Hijo, “produce” en los creyentes la vida de fe y de oración, entendidas como apertura y abandono de sí­ en la Trinidad; sostiene la esperanza y el testimonio, entendidos como apertura al futuro prometido de Dios y como entrega de sí­ a la historia; fecunda el gozo y la esperanza, los esfuerzos y los sufrimientos de la humanidad, a fin de que nada ni nadie sea olvidado o despreciado en este fatigoso y bellí­simo camino de regreso, por medio de Cristo, al Padre.

[-> Amor;; Antropologí­a; Bautismo; Biblia; Comunidad; Comunión; Concilios; Confirmación; Escatologí­a; Eucaristí­a; Experiencia; Fe; Filioque; Filosofí­a; Hegelianismo; Hijo; Historia; Iglesia; Inhabitación; Jesucristo; Liturgia; Marí­a; Matrimonio; Padre; Penitencia; Religión, religiones; Sacerdocio; Salvación; Trinidad; Vida cristiana.]
Giuseppe Marco Salvati

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

La teologí­a y la vida eclesial se muestran hoy particularmente sensibles a la reflexión sobre el Espí­ritu Santo; con ello parece perder crédito aquella amarga constatación de que el Espí­ritu Santo era realmente el gran desconocido y el gran olvidado por la fe de los creyentes. La sed de espiritualidad que caracteriza al hombre contemporáneo, la vitalidad de las comunidades y grupos eclesiales que expresan creativamente su fe y – una profundización teológica más orgánica, todo esto ha concurrido a una revaloración del tema del Espí­ritu Santo. Se ha constituido de este modo un sector mejor definido de la teologí­a, es decir, la pneumatologí­a, disciplina que hasta hace algunos decenios no tení­a carta de ciudadaní­a en la teologí­a como sector especí­fico. Pero cuando se habla de Espí­ritu, se da uno cuenta de que en la historia de la salvación este término ha tenido muchas modalidades temáticas y que existe por tanto una gran variación lexical en el uso de esta palabra y a partir de sus acepciones hebrea (ruah, femenino), griega (pneuma, neutro) y latina (spiritus, masculino). El tema bí­blico del Espí­ritu es muy extenso y comprende significados más amplios que la locución Espí­ritu Santo, “bien sea porque ésta no siempre designa al Espí­ritu divino, bien porque la divinidad del Espí­ritu está presente en otras locuciones” (R. Penna). En nuestra exposición hablaremos esquemáticamente del Espí­ritu Santo en el Antiguo Testamento, para destacar la repercusión de esta concepción en la que tiene de él el Nuevo Testamento Y que es la que más nos interesa. Pasaremos luego a señalar algunos puntos firmes del desarrollo dogmático y algunas lí­neas de reflexión teológica sobre el Espí­ritu Santo en la tradición eclesial.

aj El significado bí­blico de ruah y de pneuma es el de viento, respiración, aire, aliento; y – puesto que todo esto es signo de vida, los dos términos significan vida, alma, espí­ritu. Así­ pues, Espí­ritu es una realidad dinámica, innova dora, creadora; es sí­mbolo de juventud, de viveza, de renovación. El dato bí­blico nos presenta siempre al Espí­ritu como fuerza activa que da vida, sustenta. guí­a, gobierna todas las cosas; pero al mismo tiempo el Espí­ritu no se confunde con un sustrato corporal cósmico, como sucedí­a en algunas filosofí­as y concepciones religiosas antiguas.

En el Antiguo Testamento, la ruah va siempre unida a un genitivo de especificación: generalmente va referido al hombre, a la naturaleza, a Dios; estos significados están presentes indiferentemente en las diversas épocas históricas. Cuando ruah se relaciona con la naturaleza, el significado más ordinario es el del soplo del viento; cuando se refiere al hombre, designa el aspecto vital, esencial del hombre: la ruah va ligada al hombre como alma, espí­ritu, bien a nivel psicológico (sentimientos, emociones) o bien a un nivel más profundo (centro de su espiritualidad).

Ruah significa el carácter vivaz y dinámico del ánimo humano (llamado también nefesh, en su individualidad); ruah serí­a además la intimidad del hombre, algo así­ como su corazón (leb).

El Espí­ritu, tanto cuando se refiere a la naturaleza como cuando se dice del hombre, remite siempre, sin embargo, a una realidad divina y misteriosa: por eso, la ruah es siempre ruah Yahveh, soplo de Dios, y actúa en dos planos, el cósmico y el histórico-salví­fico.

Espí­ritu es la caracterí­stica del mundo divino: el mundo humano es carne y caducidad, mientras que el Espí­ritu – divino es vida, fuerza, superación del tiempo y del lí­mite. Aunque en pocos casos el Espí­ritu de Yahveh recibe en el Antiguo Testamento el apelativo de Santo (el Espí­ritu Santo). El primer diálogo entre Dios y el mundo tiene lugar en la creación; en efecto. él da forma al mundo, dispone ordenadamente las fuerzas naturales, es creador de los seres animados; al contrario, la muerte significa el retorno del Espí­ritu a Dios. Pero el Espí­ritu es protagonista de la historia de la salvación como guia y revelador. Los autores esquematizan diversos modos de la manifestación histórico-salví­fica del Espí­ritu, donde podrí­a trazarse una lí­nea divisoria coincidente con el destierro en Babilonia. Antes de aquel suceso se pueden conjugar sucesivamente o de una manera interdependiente una fase carismática, profética y real, y en el perí­odo posterior al destierro una fase mesiánico-escatológica, que en ciertos aspectos recoge también las fases anteriores. Hay textos muy importantes, como 1s 11,2ss, que marcan cierto progreso en la evolución de la pneumatologí­a del Antiguo Testamento; los poemas del Siervo de Yahveh atribuyen al Espí­ritu, que era considerado siempre como propio del Señor, al Mesí­as en términos personales, individuales: es decir, todo el Espí­ritu reposa sobre su Mesí­as. El Espí­ritu le da al Mesí­as la función profética (proclamar el derecho) y la real-carismática (traer la justicia y la liberación), Pero como el mesianismo del Antiguo Testamento no está ligado solamente a la figura individual del Mesí­as, sino que todo el pueblo constituye una comunidad mesiánica, entonces el Espí­ritu de Dios se derramará sobre toda carne (Jl 3,1-2).

Finalmente, en los umbrales del Nuevo Testamento nos encontramos con una fecunda identificación entre el Espí­ritu y la Sabidurí­a.

Cuando pasamos a considerar al Espí­ritu Santo en la revelación neotestamentaria, hay que tener presentes algunas premisas metodológicas que guí­an continuamente su lectura. En el Nuevo Testamento se habla del Espí­ritu Santo siempre en relación con Jesús, el cual nos revela al Padre y nos revela y da el Espí­ritu en abundancia.

Por eso, el acontecimiento cristológico es un acontecimiento pneumatológico, pero como el acontecimiento cristológico es escatológico (Mc 1,14- 15), dado que el Espí­ritu Santo está siempre ligado a Jesús, también el Espí­ritu es una realidad de los últimos tiempos, y el acontecimiento pneumatológico es, por tanto, siempre una realidad escatológica: han llegado los últimos tiempos, porque el Espí­ritu Santo ha sido derramado sobre Jesús. Por eso Jesús es el hombre del Espí­ritu, el carismático por excelencia; ahora da sin medida el Espí­ritu que recibió sobre toda medida y que sigue descansando establemente sobre él. La suya es por completo una existencia pneúmática; y aunque la Pascua representa el acontecimiento central de la efusión del Espí­ritu, hasta el punto de que antes de Pascua parece más bien que es Jesús el que recibe el Espí­ritu, habrá que reconocer que, si de hecho el acontecimiento cristológico es ya acontecimiento escatológico desde el primer momento, la acción del Espí­ritu sobre Jesús y el don que Jesús nos hace de él no son acontecimientos que puedan dividirse temporalmente. El eón de Cristo se inaugura con la irrupción del Espí­ritu; el kairós de Cristo es también kairós del Espí­ritu y de la Iglesia (aun teniendo presentes los diversos acentos redaccionales-Uterarios de los autores neotestamentarios). La relación Espí­ritu-Cristo podrí­a comprender entonces, según algunas opciones metodológicas de nuestros dí­as, la lectura de dos momentos distintos: Jesús recibe el Espí­ritu – Jesús da el Espí­ritu. Considerando en primer lugar la relación Espí­ritu-Jesús, es preciso señalar algunos rasgos particulares que definen su existencia como existencia en el Espí­ritu:
– El bautismo de Jesús, vinculado con la bajada del Espí­ritu Santo, representa una investidura, una capacitación: Jesús es ungido, es decir, impregnado y poseí­do por el Espí­ritu Santo (Hch 10,38); el Espí­ritu reposa establemente sobre él, permanece en él lo mismo que la Gloria de Dios descansaba sobre la tienda de la reunión (Jn 3,34-36).

– El Espí­ritu está luego con Jesús en la lucha contra el mal, para que él pueda liberar a los hombres del poder de Satanás, espí­ritu del mal.

– El Espí­ritu es el protagonista de la obra evangelizadora de Jesús (Lc 4,141 5).

– El Espí­ritu es el motor de la oración de Jesús, la condición de posibilidad de su relación filial con el Padre.

Pasando luego a considerar la relación Cristo-Espí­ritu, aunque es evidente que ya el Jesús terreno está lleno de Espí­ritu, toda la atención se dirige hacia la hora de Cristo como manifestación del Espí­ritu y – su entrega sin medida (Jn 3,34-36).

La promesa de los rí­os de agua viva que brotan de su seno (Jn 7 37-39) se refiere entonces a su glorificación, donde la Pascua es también la hora del Espí­ritu; en efecto, la muerte de Cristo que es entrega de su Espí­ritu (Jn 19,30) se relaciona con la transfixión de su costado (Jn 19,34ss), donde la “sangre y el agua” recuerdan precisamente al Espí­ritu Santo. El don pascual del Espí­ritu (por limitarnos a la perspectiva de san Juan) se comunica también como don de la vida nueva a los discí­pulos para que perdonen los pecados, en la formación de la fe pascual. Cuando se habla luego de la relación Espí­ritu-Iglesia, las perspectivas se amplí­an más aún y tenemos, además de la visión de Juan, la visión lucana de los Hechos de los apóstoles, donde el Espí­ritu Santo es el artí­fice de la implantatio Ecclesiae y el gran director de la misión evangelizadora. La perspectiva paulina es la de presentar al Espí­ritu Santo como Espí­ritu de Cristo (Pneuma tou Christou) en el que el genitivo no es tanto calificativo como posesivo instrumental, es decir, el Espí­ritu de Dios que está en Cristo y que actúa mediante Cristo. La cristicidad del Pneuma no lo convierte sin embargo en una función de Cristo, ya que el Espí­ritu es siempre Espí­ritu de Cristo (Gál 4,69), pero también Espí­ritu de Dios (Rom 8,14). El misterio pascual revela que el Espí­ritu de Dios es principio constitutivo de Cristo y, puesto que lo pone en el mismo plano de Dios, el Espí­ritu Santo tiene que ser considerado como un ser distinto personal. ¡Estamos entonces muy cerca de la figura del misterio trinitario!
b) La reflexión de la fe creyente llega gradualmente a una doctrina sobre el Espí­ritu Santo, dentro del contexto de la dimensión soteriológico-cristológica que prevalece en los primeros siglos. Una vez resuelta la crisis arriana y una vez definida la divinidad de Cristo (homoousios), habí­a que responder a las herejí­as que surgí­an respecto al Espí­ritu Santo (macedonianos, pneumatómacos) (por el año 360), viéndolo en sentido subordinacionista, como una criatura del Logos o bien como un ser intermedio entre Dios y el mundo.

El análisis estructural de la definición del concilio de Constantinopla aclara los atributos del Espí­ritu Santo: es el Señor (el mismo apelativo que se concede también a Yahveh y a Jesús), da la vida de los hijos de Dios (zoopoiós), es decir, santifica, diviniza, es co-adorado y co-glorificado, procede del Padre, aunque no se precisa la relación HijoEspí­ritu (DS 150). Evidentemente, el argumento principal para afirmar la divinidad del Espí­ritu Santo fue el soteriológico, lo mismo que ocurrió en el concilio de Nicea por obra de Atanasio: si somos rescatados y divinizados por el Espí­ritu, es porque el Espí­ritu Santo es Dios. La innuencia de los padres capadocios en Oriente se hizo sentir en el concilio de Constantinopla y en la especulación griega posterior que estará siempre marcada por el equilibrio entre la reflexión sobre la Trinidad en sí­ misma y su manifestación histórico-salví­fica.

– Por eso, el Espí­ritu Santo es considerado en la pneumatologí­a griega como principio personal de divinización de la criatura, que en la fuerza del Espí­ritu vuelve al Padre. En esta visión el Espí­ritu Santo se identifica con la fe misma, con la inteligencia de la Escritura, orientando el comportamiento ético de los hombres hacia la comunión con Dios. El Espí­ritu Santo no constituye para los Padres griegos una teologí­a docta, sino el horizonte mismo de inteligibilidad del misterio cristiano como misterio de salvación.

La pneumatologí­a latina se resiente del planteamiento general que se da a la explicación de la Trinidad, que, como es bien sabido, tiende a salvaguardar ante todo la unidad de Dios. El modelo representativo latino ha sido comparado con un cí­rculo: el Padre engendra al Hijo, el Espí­ritu Santo es el amor mutuo del Padre y del Hijo.

con lo que en el Espí­ritu se cierra la Vida trinitaria. Al ser el Espí­ritu Santo el don mutuo del Padre y del Hijo dentro de la Trinidad, se precisó ante todo en qué sentido se habla de la procesión del Espí­ritu y en qué sentido la relación de spiratio passiva constituye la persona del Espí­ritu Santo. Se -pasó luego a considerar al Espí­ritu Santo en su manifestación ad extra, subrayando su función de actualización y réalización de la obra de Cristo en 1~ gracia y en los sacramentos, pero con el riesgo de no identificar la originalidad de la misión del Espí­ritu Santo más que en lo que se refiere al tema de la inhabitación de la Trinidad en el hombre, apropiada al Espí­ritu Santo. De hecho, tan sólo el tratado sistemático De gratia, además -como es lógico- del De Trinitate, ha desarrollado la dimensión pneumatológica.
N Ciola

Bibl.: Y Congar El Espí­ritu Santo, Herder Barcelona 1983; AA. VV , El Espí­ritu Santo, ayer y hov, Secretariado Trinitario, Salamanca 1975; W Breuning, Pneumatologí­a, en AA. VV . La teologí­a en el siglo xx. Barcelona 1973.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. El Espí­ritu Santo en el misterio de Dios: 1. El Espí­ritu Santo en la Trinidad; 2. Persona distinta del Padre y del Hijo; 3. Fuente de amor y de gracia; 4. Los sí­mbolos del Espí­ritu. II. El Espí­ritu Santo en la Biblia: 1. El Espí­ritu en el tiempo de las promesas; 2. El Espí­ritu en los pobres de Yavé; 3. El Espí­ritu de Jesús; 4. El Espí­ritu prometido y enviado; 5. Los nombres del Espí­ritu. III. El Espí­ritu Santo en la Iglesia: 1. El Espí­ritu vivifica la Palabra; 2. Ministerios y carismas en la Iglesia; 3. El Espí­ritu en los sacramentos; 4. El Espí­ritu unifica la comunidad; 5. Con Marí­a, dóciles al Espí­ritu; 6. El Espí­ritu y la misión de la Iglesia. IV. El Espí­ritu Santo en la vida cristiana: 1. El maestro que configura la existencia cristiana; 2. Fuente de dones y de gracias; 3. El Espí­ritu ora en nosotros. V. El Espí­ritu Santo en el mundo. VI. El Espí­ritu Santo en la catequesis: 1. El Espí­ritu, alma y pedagogo de la catequesis; 2. La catequesis sobre el Espí­ritu en las distintas edades; 3. Sugerencias pedagógicas; 4. Acción del Espí­ritu en el acompañante; 5. Evangelizar en el Espí­ritu.

La Iglesia tiene conciencia de que nada ocurre en ella sin que el Espí­ritu Santo intervenga, y de que todo en la experiencia cristiana sucede por su inspiración y su presencia. Por eso lo invoca frecuentemente en la oración y en las celebraciones litúrgicas: 1) cada vez que se hace la señal de la cruz y se da o se recibe la bendición; 2) cuando se recita la fórmula Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espí­ritu Santo, con la que se concluyen los salmos o los misterios del rosario y otras oraciones; 3) cuando finaliza la oración colecta en la misa, así­ como en laudes y ví­speras; 4) en la celebración de los sacramentos, que se realizan en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espí­ritu Santo (en la eucaristí­a de cada domingo y fiesta solemne se proclama, en el credo, la fe en el Espí­ritu Santo).

Esta constante presencia del Espí­ritu Santo en la vida cristiana no se corresponde, sin embargo, con un conocimiento profundo de su persona ni con una relación frecuente con él. Ha de ser, por tanto, tarea de la catequesis cultivar la vida en el Espí­ritu e iniciar en el conocimiento y en el trato con la tercera persona de la Santí­sima Trinidad.

Conscientes de que el Espí­ritu Santo está en el origen de la vocación y la misión de los catequistas, estos han de lanzarse a tientas, pero con la emoción de saber que están buceando en el mundo í­ntimo de Dios, a la maravillosa aventura de conocerlo y entregarlo a los que acompañan en el crecimiento de su fe, sabiendo que esto sólo es posible si él concede a unos y a otros la luz con la que atisbar la Verdad cegadora del misterio del Dios Amor.

I. El Espí­ritu Santo en el misterio de Dios
1. EL ESPIRITU SANTO EN LA TRINIDAD. Lo primero que hay que hacer para conocerlo es acercarse a su vida í­ntima, a su relación con el Padre y con el Hijo; porque hablar del Espí­ritu Santo es entrar en el misterio del Padre y del Hijo. “Cuando digo Dios, entiendo el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo”1.

El Espí­ritu es la fuerza inmensa que impulsa al Padre hacia el Verbo y el movimiento de amor que impulsa al Verbo hacia el Padre. Este movimiento interno existe desde toda la eternidad, porque Dios, fuente inagotable y manantial de amor, se entrega totalmente al Hijo en la fuerza del Espí­ritu Santo.

El Espí­ritu está en el corazón de esta relación eterna, pues como confiesa la sabidurí­a de Oriente es “el éxtasis de Dios”, Aquel en quien el Padre y el Hijo salen de sí­ mismos para darse en el amor. Según esto, el Espí­ritu es el ví­nculo de amor eterno, el que une al Padre y al Hijo: “Son tres: el Amante, el Amado y el Amor”2. “El Padre es la fuente, el Verbo es el rí­o, el Espí­ritu Santo es la corriente del rí­o”3.

2. PERSONA DISTINTA DEL PADRE Y DEL HIJO. Pero el Espí­ritu ha de ser confesado como una persona distinta del Padre y del Hijo. Jesús se refiere con frecuencia al Espí­ritu con el pronombre personal él: “El defensor, el Espí­ritu Santo, el que el Padre enviará en mi nombre, él os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho” (Jn 14,26); “Cuando él venga demostrará al mundo en qué está el pecado, la justicia y la condena” (Jn 16,8); “Cuando venga él, el Espí­ritu de la verdad, os guiará a la verdad completa” (Jn 16,13); “El me honrará a mí­” (Jn 16,14); “El dará testimonio de mí­” (Jn 15,26).

El Espí­ritu es, por tanto, un ser personal, con un actuar propio, unido indisolublemente al del Padre y al del Hijo.

Creer en el Espí­ritu Santo es profesar que es una de las personas de la Santí­sima Trinidad, consustancial al Padre y al Hijo, como lo hacemos en el sí­mbolo de Nicea y Constantinopla: “Creo en el Espí­ritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”.

Llegar a esta confesión no fue nada fácil; de hecho hay una cierta diferencia de matices entre los cristianos de Oriente y Occidente. Esta diferencia se ha concretado en nuestra confesión en el Credo con la fórmula: “y del Hijo” (Filioque), que no estaba contenida en la profesión de fe de Constantinopla, sino que fue incluida más tarde por la Iglesia romana. Con ella, la Iglesia de Roma y las otras Iglesias occidentales quieren acentuar más claramente que el Hijo es de la misma naturaleza del Padre y está situado a su mismo nivel. También en esto coinciden los ortodoxos, pero ellos utilizan: “del Padre por el Hijo”, queriendo expresar que en Dios sólo el Padre es origen y fuente.

En cualquier caso, ambas corrientes coinciden en confesar que así­ como el Padre es el origen y la fuente del Hijo, y todo lo que él es lo da al Hijo, así­ también el Padre y el Hijo, o el Padre por el Hijo, dan la plenitud de la vida y el ser divino que le es propio, y producen así­ juntos al Espí­ritu Santo.

3. FUENTE DE AMOR Y DE GRACIA. Por esa plenitud de vida que el Espí­ritu recibe del Padre y del Hijo, se convierte en don para el hombre, en fuente de la que brota la vida, en dispensador de vida. Es la fuerza que inspira y crea la nueva vida y la transformación final del hombre y del mundo.

“El Espí­ritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economí­a de la salvación. Como escribe al apóstol Pablo: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espí­ritu Santo que nos ha sido dado”” (DeV 10).

4. Los SíMBOLOS DEL ESPíRITU. El Catecismo de la Iglesia católica ofrece un recorrido por la acción del Espí­ritu a partir de los sí­mbolos por los que es conocido: es agua, sí­mbolo de la vida, que brota hasta la vida eterna en el bautismo; es unción que consagra y enriquece con sus dones; es fuego que purifica; es nube luminosa que cubre con su sombra protectora; es sello que deja la impronta de Dios; es mano con la que se transmite la fuerza divina; es dedo con el que Dios escribe sus preceptos en los corazones; es paloma que reposa sobre el hombre, para que descubra la protección del Altí­simo (cf CCE 694-701).

II. El Espí­ritu Santo en la Biblia
1. EL ESPíRITU EN EL TIEMPO DE LAS PROMESAS. Cada vez que Dios sale de sí­ mismo para darse al hombre lo hace en el Espí­ritu: “El Espí­ritu de Dios aleteaba sobre las aguas” (Gén 1,2); porque es el que todo lo crea, cuida y conserva.

En el Antiguo Testamento, además de ser el poder que actúa en la promesa (Gén 18,1-15), es la nube que acompaña el camino del pueblo, el pedagogo que conduce al pueblo hacia Cristo y el que lo purifica de su infidelidad.

Pero es, sobre todo, el que habló por los profetas. En ellos, el Espí­ritu se pone al servicio del misterio de Jesús y prepara lentamente su venida, desde el primer anuncio del Mesí­as hasta los umbrales del Nuevo Testamento.

Por los profetas nos va introduciendo en el misterio de Cristo: los rasgos del Mesí­as esperado comienzan a aparecer en el libro del Emanuel (cf Is 6-12).

Se revelan, sobre todo, en los cantos del siervo de Yavé (cf Is 42,1-9; Mt 12,18-21; In 1,32-34; después Is 49,1-6; Mt 3,17; Lc 2,32, y en fin Is 50,4-10 y 52,13-53,12).

El mismo Jesús inaugura el anuncio de la buena noticia haciendo suyo un pasaje de Isaí­as (Lc 4,18-19; Is 61,1-2). También el enví­o del Espí­ritu Santo es anunciado en el Antiguo Testamento en Joel 3,1-4; el profeta Ezequiel tiene una visión que concluye con la promesa del Espí­ritu (Ez 37,1-4), a la que se refiere con la imagen de las aguas puras (Ez 36,25-27); Zacarí­as ve correr de oriente a occidente un rí­o, cuyas aguas nunca se estancan en aquel dí­a sin noche de una eterna primavera. Es el dí­a en el que Yavé reinará sobre la tierra (Zac 14).

En los Salmos se expresa la calidad espiritual del corazón del pueblo, purificado e iluminado por el Espí­ritu.

2. EL ESPíRITU EN LOS POBRES DE YAVE. En los umbrales del Nuevo Testamento, el Espí­ritu está presente en los pobres de Yavé, los anawin, testigos de la esperanza de Israel. En estos, totalmente entregados a los designios de Dios, el Espí­ritu prepara, para el Mesí­as que ha de venir, un pueblo bien dispuesto.

Entre ellos estaba Marí­a, que concibió en la fe antes incluso de concebir en la carne, como predicaban san Ambrosio y san Agustí­n. En Marí­a habita el Espí­ritu Santo, convirtiéndose en su morada, arca santa y esposa. Jesús de Nazaret fue concebido y nació por el poder de Dios Espí­ritu Santo, sin destruir, sino consagrando la virginidad de Marí­a, su madre. La encarnación se cumple por obra del Espí­ritu Santo, por lo que la Iglesia confiesa: “Por obra del Espí­ritu Santo se encarnó de Marí­a, la Virgen, y se hizo hombre”.

3. EL ESPíRITU DE JESÚS. Toda la existencia terrena de Jesús transcurre en la presencia del Espí­ritu Santo. Jesús mismo proclama ser Aquel que posee la plenitud del Espí­ritu: “El Espí­ritu del Señor está sobre mí­, porque me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a anunciar la libertad a los presos, a dar la vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año de gracia del Señor” (Lc 4,18-19).

Por el Espí­ritu, Jesús fue “conducido al desierto” (Lc 4,1) y Juan Bautista lo elevará a los ojos de Israel como Mesí­as, esto es, el Ungido por el Espí­ritu Santo. El testimonio de Juan fue corroborado por otro superior: “Se abrió el cielo y el Espí­ritu Santo descendió sobre él” (Lc 3,21-22); y, al mismo tiempo, se oyó una voz del cielo que decí­a: “Este es mi hijo amado, mi predilecto” (Mt 3,17).

La actividad de Jesús se desarrolla toda ella en la presencia del Espí­ritu Santo, como narran los evangelios de Lucas y Juan. Toda la existencia de Jesús se realiza en la perspectiva del Espí­ritu. Es con la fuerza del Espí­ritu con la que Jesús proclama la palabra, obra milagros, sana a los enfermos, expulsa demonios y perdona los pecados.

El Espí­ritu Santo está presente en toda la trama de la obra de Jesús. Los evangelios, efectivamente, ponen en evidencia algunos momentos particularmente significativos de esta presencia: su concepción virginal (Mt 1,18; Lc 1,35), el bautismo y la tentación (Mt 3,16; 4,1), el discurso inaugural en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,18), la oración de alabanza al Padre (Lc 10,21). Con estas anotaciones, los sinópticos quieren presentarnos a Jesús no solamente como el portador del Espí­ritu, sino como aquel que vive en la obediencia al Padre y en la docilidad al Espí­ritu.

4. EL ESPíRITU PROMETIDO Y ENVIADO. Este Espí­ritu, que acompaña la vida de Jesús, es también prometido y dado por él. Es prometido a Nicodemo como viento divino que viene desde lo alto (Jn 3,4-7). Es prometido a la Samaritana como agua que salta hasta la vida eterna (Jn 4,4-14).

Jesús mismo se presenta como el manantial del Espí­ritu: “”De sus entrañas brotarán rí­os de agua viva”. Eso lo dijo refiriéndose al Espí­ritu que habrí­an de recibir los que creyeran en él” (Jn 7,38-39).

Cuando Jesús colgaba de la cruz, salieron de su costado, traspasado por una lanza, sangre y agua (Jn 19,34), sí­mbolos de la vida ofrecida en sacrificio y de la vida transmitida a la humanidad en el Espí­ritu. San Hipólito nos ofrece una bonita imagen para poner esto de relieve: “Así­ como del perfume que se rompe surge un olor que se difunde, así­ de Cristo, roto en la cruz, mana el Espí­ritu”4. Y el dí­a de la Pascua, como sí­mbolo de su respiración anterior, Jesús, desde lo más í­ntimo de sí­, sopló sobre sus discí­pulos y derramó su Espí­ritu (Jn 20,22-23), que ellos recibirán como viento poderoso y lenguas de fuego el dí­a de Pentecostés. Pentecostés es, precisamente, el momento en el que se manifiesta la Iglesia, y desde entonces el Espí­ritu inunda toda su vida. “Donde está el Espí­ritu de Dios, allí­ está la Iglesia, y donde está la Iglesia allí­ está el Espí­ritu de Dios y toda gracia”5.

Desde entonces, es tarea del Espí­ritu actualizar la obra de Cristo haciéndola presente y operante. San Pablo en sus cartas hace ver el nexo que existe entre Cristo y el Espí­ritu en la vida de la Iglesia: actúa en la predicación para que sea escuchada (1Tes 1,5-6; 1Cor 2,5) y para que nazcan comunidades cristianas; se hace presente en ellas para que sean templos del Espí­ritu (1Cor 3,16); actúa en el corazón creyente para hacerlo hijo de Dios y coheredero de la gloria futura en el Hijo (Gál 4,4-7; Rom 8,11.15-17); para gritar con nosotros y por nosotros nuestra dignidad de hijos de Dios-Abbá (Gál 4,6; Rom 8,15.26-27); es fuente de unidad, de vida y de santidad en la Iglesia (Rom 5,6; ICor 3,16; 12,13; Ef 4,3-6).

5. Los NOMBRES DEL ESPíRITU. Ha sido precisamente por esta tarea permanente del Espí­ritu a favor del hombre por lo que este le ha dado un nombre y lo ha identificado en sus sí­mbolos.

El término Espí­ritu traduce el hebreo ruah, el griego pneuma y el latino spiritus. En el lenguaje bí­blico significó, en un principio, viento, aire, impulso; después, aliento, como señal de vida. El Espí­ritu de Dios es reconocido, por tanto, como el impulso y el aliento que da vida; es el que todo lo crea, cuida y conserva. Es Aquel del que Jesús declaró: “Sopla donde quiere; oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni adónde va” (Jn 3,8). También se le conoce como el Paráclito, que se traduce como Consolador. El mismo Jesús lo llama también Espí­ritu de verdad (Jn 16,13).

En la Escritura se le llama Espí­ritu prometido (Gál 3,14; Ef 1,13), Espí­ritu de hijos adoptivos (Rom 8,15; Gál 4,6), Espí­ritu de Cristo (Rom 8,11), Espí­ritu del Señor (2Cor 3,17), Espí­ritu de Dios (Rom 8,9.14; 15,19; 1Cor 6,11; 7,10) y Espí­ritu de la gloria (lPe 4,14).

III. El Espí­ritu Santo en la Iglesia
1. EL ESPíRITU VIVIFICA LA PALABRA. Por ser la Iglesia templo y morada del Espí­ritu Santo, se puede afirmar que este es para ella como el alma en el cuerpo; es decir, su principio vital. Ella tiene que vivir en el Espí­ritu y renovarse constantemente en él. El la mantiene en la verdad y la guí­a por el camino de la actividad misionera (cf AG 4).

La Iglesia, en el silencio, en la escucha y acogida de la palabra de Dios, se deja enseñar, educar y desafiar por el Espí­ritu Santo, que habla a través de las Escrituras. Así­, mientras acoge la Palabra y hace de ella su alimento, se deja conformar a Cristo, su Señor, y crece en la comunión y en la unidad del único Espí­ritu. La Iglesia es la discí­pula de Cristo, que el Espí­ritu conduce a la plenitud de la verdad.

Recuerda Juan Pablo II que “el Espí­ritu actualiza en la Iglesia de todos los tiempos y de todos los lugares la única revelación traí­da por Cristo a los hombres, haciéndola viva y eficaz en el ánimo de cada uno” (TMA 44).

Quien anuncia la Palabra lo hace por la fuerza del Espí­ritu Santo, y el que la acoge lo hace movido por la gracia del mismo Espí­ritu; pues si la Palabra divina encuentra en nosotros un eco y una resonancia, parecida a la que se dio en los apóstoles, es gracias al Espí­ritu de la verdad.

2. MINISTERIOS Y CARISMAS EN LA IGLESIA. También le corresponde al Espí­ritu Santo ser el principio de la unidad de la Iglesia en la multiplicidad de sus carismas. La abundancia y la riqueza de sus carismas forma parte de la esencia de la Iglesia y esta vive de la abundancia del Espí­ritu que sopla donde quiere (cf Jn 3,8). Lo decisivo de la Iglesia está en sus manos.

Junto a los carismas, el Espí­ritu Santo suscita los distintos ministerios y servicios. Además de los ministerios ordenados, confiriéndoles autoridad y misión, llama a los laicos a que vivan su vocación de manera auténtica y a que asuman responsabilidades en la Iglesia y en el mundo. Principalmente acogen su llamada los santos, que son precisamente los que están más abiertos a la acción del Espí­ritu.

3. EL ESPíRITU EN LOS SACRAMENTOS. El Espí­ritu abre en Cristo el acceso al Padre. Es el artí­fice de la vida filial (cf Rom 8,14ss): entronca en Cristo haciendo participar de su filiación divina, de modo que, en Cristo, el Padre nos ama ya como hijos en el Hijo. Esto es la vida de la gracia: ser hijos en el Hijo. Y por ello podemos clamar Abbá, en un mismo Espí­ritu.

Esto lo hace a través del sacramento de la Iglesia, porque la Iglesia entera es el sacramento de la efusión del Espí­ritu. Ella es el sacramento visible del sacramento divino que es Cristo. Ella manifiesta en toda su vida que Cristo es salvador de todos los hombres y del mundo.

La Iglesia realiza su capacidad sacramental a través de unas celebraciones de santificación que se llaman sacramentos en un sentido más restrictivo. Ellos son los canales por los que circula el Espí­ritu. En el recorrido de la vida del hombre, los sacramentos de la Iglesia son como albergues en los que el Espí­ritu permite al hombre recuperar fuerzas para seguir recorriendo otro trecho del camino. El Espí­ritu nos entrega al comienzo un tesoro, un capital de gracia, con el que nos ayuda en cada hora y en cada circunstancia de la vida.

a) Por el bautismo recibimos el Espí­ritu de adopción. Todo comienza en el bautismo; por él el bautizado se convierte en persona del Espí­ritu (cf Rom 8,9-11).

En el bautismo recibimos el Espí­ritu de adopción como hijos; renacidos del agua y del Espí­ritu Santo, nos convertimos en nuevas criaturas; por eso nos llamamos y somos hijos de Dios. El bautismo es el rito del comienzo, el agua del nacimiento, en el que Dios es Padre, creador y salvador en el Espí­ritu. Es el baño del nuevo nacimiento y de la renovación (cf Tit 3,5). “Todos nosotros fuimos bautizados en un solo Espí­ritu, para formar un solo cuerpo” (1Cor 12,13).

El bautismo congrega a un pueblo, funda la Iglesia. La gracia bautismal es también una fuerza de reunión y de comunión mutua: “Un solo cuerpo y un solo Espí­ritu… un solo bautismo” (Ef 4,4ss).

b) Marcados con el sello del Espí­ritu. Por el sacramento de la confirmación, los bautizados son más plenamente vinculados a la Iglesia, enriquecidos con una fuerza especial del Espí­ritu Santo, y de este modo quedan obligados a difundir y a defender la fe con palabras y obras, como verdaderos testigos de Cristo.

La confirmación desencadena en el bautizado un doble movimiento: interiorización más profunda de su participación en el misterio de Cristo y exteriorización que lleva al testimonio y a la profecí­a. Es el sacramento de la riqueza interior y del testimonio exterior; de la madurez espiritual y de la fortaleza moral y apostólica.

De este modo, la confirmación es desarrollo, fortalecimiento y plenitud de la comunión del Espí­ritu Santo ya recibido en el bautismo, pues, precisamente, se recibe para fortalecer y perfeccionar la gracia bautismal, ya que esta tiene que crecer y madurar.

De un modo especial, la confirmación sella la pertenencia eclesial inaugurada en el bautismo. Efectivamente, el Espí­ritu Santo refuerza la pertenencia a la Iglesia para hacer compartir las responsabilidades de la comunidad. La gracia de la confirmación nos hace participar más intensamente de la misión de Jesucristo y de la Iglesia, nos hace testigos públicos de la fe y nos enví­a a colaborar responsablemente en el ámbito de la Iglesia y del mundo.

c) Un alimento espiritual. La relación de la eucaristí­a con el Espí­ritu Santo aparece bien clara en las palabras de Jesús, cuando anuncia la institución del sacramento de su cuerpo y de su sangre: “El Espí­ritu es el que da vida” (Jn 6,63).

La Palabra y los sacramentos tienen vida por la eficacia operativa del Espí­ritu Santo. Por eso la Iglesia, en la celebración de la eucaristí­a, pide en la epí­clesis la santificación de los dones ofrecidos sobre el altar: “Te pedimos que santifiques estos dones con la efusión de tu Espí­ritu, de manera que sean para nosotros cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor”.

El misterioso poder del Espí­ritu Santo convierte sacramentalmente el pan y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor e irradia su gracia en los participantes y en toda la comunidad creyente.

El Espí­ritu que hace posible la celebración eucarí­stica, es también fruto que recogen los fieles. En la comunión en Cristo, a quien el Espí­ritu hace presente, la Iglesia recibe el don del Espí­ritu.

San Pablo habla de un alimento espiritual, de una roca espiritual, de una bebida espiritual (1Cor 10,35). Celebrando la eucaristí­a, la Iglesia revive la experiencia de la que Juan da testimonio (Jn 9,35), cuando vio la fuente del costado de Cristo abierta para colmar la sed: “El que tenga sed que venga a mí­…” (Jn 7,37-38). Del costado abierto de Cristo nos viene el Espí­ritu. En la eucaristí­a se hace presente el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, en el que Dios lo glorifica con la superabundancia del Espí­ritu.

4. EL ESPíRITU UNIFICA LA COMUNIDAD. Toda experiencia de vida en el Espí­ritu, desde Pentecostés, tiene lugar en la comunidad eclesial. Podemos decir que todo lo decisivo de la Iglesia está en sus manos; es fuente de santidad y de unidad e impulso para la misión. El Espí­ritu es, en la Iglesia, como el alma en el cuerpo: la hace nacer, vive siempre en ella, la renueva y la rejuvenece constantemente.

La comunidad de los creyentes en Jesucristo, la Iglesia, que es, como dice una bella imagen, icono de la Trinidad, es decir, reflejo de la comunión entre las tres divinas Personas en su relación de amor, tiene como aglutinante al Espí­ritu.

“Del mismo modo que el trigo seco no puede convertirse en una masa compacta y en un solo pan, si antes no es humedecido, así­ también nosotros, que somos muchos, no podemos convertirnos en una sola cosa, sin el agua (el Espí­ritu) que baja del cielo” (san Ireneo).

El Espí­ritu sostiene la comunión interna en la vida de la Iglesia y la anima a ser testigo de unidad y de fraternidad en medio de un mundo dividido y fragmentado. El Espí­ritu ensaya en la Iglesia y en la convivencia de los cristianos un nuevo estilo de relaciones con el que el mundo se convierte en reino de Dios.

Esta tarea la hace de un modo especial en la catequesis, pues esta tiene su razón de ser y su ámbito en la vida comunitaria de la Iglesia, que es “su origen, su lugar y su meta”.

5. CON MARíA, Dí“CILES AL ESPíRITU. Los dones del Espí­ritu deben ser acogidos con docilidad humana, con un sí­ de disponibilidad para aceptar la voluntad de Dios que ama y salva. Un sí­ que es llamada a la generosidad, a la audacia, a la grandeza, al heroí­smo. Un sí­ que tiene como modelo el de la Virgen Marí­a.

Es importante dejarse guiar por la fuerza del Espí­ritu, conscientes de que su intervención no disminuye la responsabilidad del hombre. El no obliga a hacer lo que no se quiere hacer. El sólo puede actuar en el corazón de aquellos que se abren a Jesús y a su buena noticia.

Esta docilidad al Espí­ritu, que habita en el hombre, produce unos frutos permanentes que son enumerados por Pablo: amor, alegria, paz, generosidad, paciencia, bondad, benevolencia, dulzura, dominio de sí­, justicia, perseverancia, mansedumbre, verdad, pureza (cf Gál 5,22; Ef 5,9; Rom 14; 2Cor 6,6-7). Frutos que llegan a su expresión máxima en las bienaventuranzas, proclamadas por Jesús en el Sermón de la montaña (cf Mt 5,1 ss).

6. EL ESPíRITU Y LA MISIí“N DE LA IGLESIA. El que se hace disponible al Espí­ritu descubre una capacidad que desconocí­a antes y se hace capaz de entusiasmar a otros. En la primera Carta a los corintios, Pablo escribe que nadie puede confesar que “Jesús es el Señor” sin el Espí­ritu Santo (1Cor 12,3).

El Espí­ritu es en la Iglesia fuente de misión y de apostolado. El Nuevo Testamento es unánime en testimoniar que sólo el Espí­ritu es capaz de transformar a un hombre en un misionero. Sin el Espí­ritu no hay misión. El Espí­ritu hace la Iglesia, está siempre presente en ella y la hace misionera.

Efectivamente, el dí­a de Pentecostés se cumple la promesa de Jesús de que les enviará al Espí­ritu cuando él vuelva al Padre (Jn 5,17). En ese mismo dí­a comenzaron los hechos de los apóstoles (AG 4). Y desde ese momento, la Iglesia permanece siempre en estado de misión, de tal manera que evangelizar constituye para ella su razón de ser y su identidad más profunda.

Desde entonces el Espí­ritu da fuerza para ser testigo de la buena noticia y abre los corazones para que sea escuchada, convirtiéndose de este modo en el gran protagonista de la misión.

Como decí­a san Juan Crisóstomo: “Los apóstoles no descendieron como Moisés trayendo en las manos tablas de piedra; salieron del cenáculo llevando el Espí­ritu en sus corazones y derramando por todas partes los tesoros de sabidurí­a y de gracia y los dones espirituales como un manantial. Fueron a predicar por todo el mundo como si ellos mismos fuesen la ley viva, libros animados por la gracia del Espí­ritu Santo”6.

El Espí­ritu es recibido en el enví­o misionero: “”¡La paz esté con vosotros! Como el Padre me envió a mí­, así­ os enví­o yo a vosotros”. Después sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espí­ritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retengáis, les serán retenidos”” (Jn 20,21-23).

El Espí­ritu marca los caminos de la Iglesia, es el que con su venida abre las puertas del cenáculo y saca a los apóstoles a las plazas y calles de Israel. También es el que orienta el anuncio del evangelio a los gentiles. “Atravesaron Frigia y la región de Galacia, pues el Espí­ritu Santo les impidió anunciar la Palabra en Asia. Llegaron a Misia e intentaron entrar en Bitinia, pero el Espí­ritu de Jesús no se lo permitió. Cruzaron, pues, Misia, y bajaron a Tróade” (He 16,6-8).

Lo recuerda el Vaticano II: “Por lo tanto [el Señor], por medio del Espí­ritu Santo, que distribuye los carismas según quiere para común utilidad, inspira la vocación misionera en el corazón de cada uno” (AG 23).

En definitiva, “es el Espí­ritu quien impulsa a ir cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal” (RMi 25).

A la Iglesia de este tiempo la sigue llamando a la tarea de anunciar la buena noticia con nuevo ardor, nuevos métodos y nuevas expresiones en la nueva evangelización (cf TMA 45).

IV. El Espí­ritu Santo en la vida cristiana
1. EL MAESTRO QUE CONFIGURA LA EXISTENCIA CRISTIANA. Es en los sacramentos de la iniciación donde se configura la identidad cristiana. Esta tarea se va realizando en un doble camino: catequético y sacramental. Por la predicación y el bautismo, la Iglesia engendra vida nueva e inmortal en los hijos concebidos por obra del Espí­ritu Santo y nacidos de Dios (Mc 19). En todo el recorrido él, como maestro interior que configura nuestra existencia, está presente y activo. Podemos decir que, aunque actúen muchas mediaciones, toda la tarea es obra suya. Una tarea en la que, naturalmente, respeta siempre la libertad del hombre: “Aquel que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (san Agustí­n).

El Espí­ritu espera y respeta el sí­ del hombre: infinitamente rico, acepta ser pobre, para que el hombre pueda enriquecerse con su libertad.

El trabaja en el cristiano para hacerlo participar en su santidad, para que viva según el precepto del Señor: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48).

El Espí­ritu acompaña en el camino de la santidad; es el maestro interior que recuerda y actualiza cuanto nos ha enseñado Jesús; es huésped del alma y artí­fice de su divinización. La vida cristiana es una vida en el Espí­ritu; por eso lo esencial de la vida del cristiano es dejarse guiar por el Espí­ritu.

2. FUENTE DE DONES Y DE GRACIAS. Por la gracia santificante nos eleva a la condición sobrenatural de participantes de la naturaleza y de la vida divina, dotados de virtudes y de dones que nos llevan a actuar como verdaderos hijos de Dios.

Por las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, nos permite ver, pedir y amar al modo de Cristo.

Por los dones, que actúan sobre el cristiano a modo de instrucciones o movimientos del Espí­ritu, produce en él efectos admirables de santidad: la sabidurí­a infunde en nosotros el gusto por las cosas divinas; el entendimiento hace penetrar profundamente en los misterios y designios de Dios; la ciencia nos lleva a darle a Dios el primer lugar en nuestra vida y a considerarlo todo bajo la luz divina; el consejo nos ilumina y fortalece en las opciones de vida, para que actuemos siempre según la voluntad de Dios; la piedad profundiza la relación del cristiano con Dios y lo lleva a relacionarse con él con ternura filial; y hace nacer en el interior del cristiano la delicadeza hacia los demás, por el amor fraterno; la fortaleza capacita al cristiano para la práctica de toda especie de virtudes heroicas, y también se recibe la energí­a interior para perseverar en la gracia, a pesar de las dificultades; y el temor de Dios defiende de todo cuanto pueda llevar al cristiano a ofender al Dios santo y misericordioso.

3. EL ESPíRITU ORA EN NOSOTROS. La docilidad al Espí­ritu se mantiene en nosotros por la oración, que también es obra suya. El provoca y sostiene la oración de los hijos. El Espí­ritu Santo infunde en nosotros esta actitud filial: “El Espí­ritu atestigua a nuestro espí­ritu que somos hijos de Dios” (Rom 8,16) y “como sois hijos, Dios infundió en vuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo que clama: Abbá, Padre” (Gál 4,6).

En efecto, la oración, “el soplo de la vida divina, el Espí­ritu Santo, en su manera más simple y común, se manifiesta y se hace sentir en la oración… En cualquier lugar del mundo donde se ora, allí­ está el Espí­ritu Santo, soplo vital de la oración…”; y “de igual modo está extendida la presencia y la acción del Espí­ritu Santo, que alienta la oración en el corazón del hombre” (DeV 65).

V. El Espí­ritu Santo en el mundo
La acción del Espí­ritu se cumple incluso más allá de los confines visibles de la Iglesia. La comunidad cristiana y cada cristiano están llamados a buscar con amor y reconocer la obra del Espí­ritu Santo dondequiera que se manifieste.

El Espí­ritu Santo habla a la Iglesia desde fuera, mediante los pueblos, las culturas, los movimientos, los desafí­os, los recursos de las diversas épocas.

El Espí­ritu actúa en la intimidad de cada persona y la lleva a descubrir y a reconocer la dignidad de la naturaleza humana, la grandeza de la inteligencia, el valor de la conciencia, la excelencia de la libertad; en una palabra, a abrirse a Dios, su creador, y a su marca en la propia naturaleza. El corazón del hombre es “el lugar recóndito del encuentro salví­fico con el Espí­ritu Santo; con el Dios oculto, y precisamente aquí­ el Espí­ritu Santo se convierte en fuente de agua que brota para la vida eterna” (DeV 67).

El Espí­ritu, “que da vida y renueva la faz de la tierra” (cf Sal 103,29-30), entra así­ constantemente “en la historia del mundo, a través del corazón humano: suscita aspiraciones y realizaciones que encarnan valores humanos y, por eso, cristianos; valores que son señales de los designios de Dios, que llama a la humanidad a renovarse en Cristo y a transformarse en familia de Dios” (GS 11, 40).

Toda expresión y todo fragmento de unidad, de libertad, de justicia, de plenitud de vida; toda aspiración a lo bueno, a la paz y todo lo que se ordena “a hacer más humana la familia de los hombres y su historia” (GS 40), son señales del Espí­ritu del Señor que llena el universo, señales que hay que discernir, interpretar y acoger.

El Espí­ritu, don y amor de Dios en persona, nos revela la verdadera realidad de la creación. En la misma creación actúa la gracia en un sentido amplio. Por eso, nada es una simple trivialidad para el creyente; todo es don y gracia de Dios. En las cosas, sucesos y acontecimientos más significativos y cotidianos puede descubrir la huella del amor de Dios y de su Espí­ritu, y llenarse de gozo. Como el Espí­ritu dirige toda la realidad a su plenitud definitiva, su ser y su acción se manifiestan, sobre todo, dondequiera que se produce una vida nueva o se impulsa la perfección en todos los órdenes, particularmente en la búsqueda y el esfuerzo histórico de los hombres y los pueblos en favor de la vida, la justicia, la libertad y la paz. De una manera especial, se hace presente allí­ donde los hombres se despegan de su egoí­smo, se reúnen en la caridad, se perdonan y se disculpan, se hacen el bien y se ayudan sin esperar contrapartida, ni mucho menos exigirla. Donde hay caridad, se anticipa ya algo de la plenitud y transfiguración definitiva del mundo. Donde hay verdad, allí­ se encuentra el Espí­ritu, misteriosamente presente.

El espí­ritu de Dios capacita a los cristianos para que disciernan, en el sucederse de los acontecimientos, lo que es conforme a los designios de Dios, para trabajar con vistas a que este designio, que obra ya en nuestro tiempo, pueda crecer y dar sentido y significado al “misterio permanente de la historia humana, que se ve perturbado por el pecado hasta la plena revelación de la claridad de los hijos de Dios” (GS 40).

Pero también los capacita para que disciernan en la historia lo que se opone al designio de Dios, para que reconozcan el mal en su dimensión histórica, o para que localicen las estructuras de pecado, que llevan al odio, a la opresión, a la violencia, a la marginación y a la muerte, a la negación de la verdad sobre el hombre.

VI. El Espí­ritu Santo en la catequesis
1. EL ESPíRITU, ALMA Y PEDAGOGO DE LA CATEQUESIS. Los últimos grandes documentos sobre la evangelización y la catequesis hacen tomar conciencia de que la misión de la Iglesia, al igual que la de Jesús, es obra del Espí­ritu, protagonista de la misión y principio inspirador que suscita y alimenta la catequesis (RMi 21-30; EN 75; CT 72). Pero será de la mano del Directorio general para la catequesis (DGC), de 1997, como nos acerquemos, por último, a la tarea del Espí­ritu en la misión evangelizadora de la Iglesia, y en concreto en la catequesis.

El es, efectivamente, el agente principal del ministerio de la Palabra, por el que la Iglesia hace llegar “la voz viva del evangelio” a todas partes y en la diversidad de servicios. Porque “no hay catequesis posible, como no hay evangelización, sin la acción de Dios por medio de su Espí­ritu” (DGC 288).

También la escucha del evangelio, desde un incipiente interés, que abre a la búsqueda de la fe hasta una opción firme y una decisión madurada por un sí­ a Jesucristo, se hace bajo el impulso del Espí­ritu (cf DGC 56). El llama a la conversión, al compromiso, a la esperanza y a descubrir el proyecto de Dios para la vida (DGC 152).

La catequesis, forma privilegiada del servicio de la Palabra “encuentra tanto su fuerza de verdad como su compromiso permanente de dar testimonio en el inagotable amor divino, que es el Espí­ritu Santo” (DGC 143). Como reconoce el Directorio general de pastoral catequética (DCG), de 1971, él es el alma de la catequesis, el pedagogo que penetra cualquiera de los matices de la acción catequética, y toda ella ha de moverse confiadamente en la acción del Espí­ritu (cf DCG, Introducción).

El Espí­ritu está en la fuente misma de la catequesis, que no es otra que el designio benevolente de Dios de comunicar a los hombres consigo mismo y recibirlos en su compañí­a a lo largo de la historia (cf DGC 37). Comunicación que, por obra del Espí­ritu Santo, está recogida en la Sagrada Escritura (cf DGC 96).

Está presente y acompaña a la misma Palabra definitiva de Dios, Jesucristo, que la enví­a de parte del Padre después de la Resurrección, para que anime a los discí­pulos a continuar su propia misión en el mundo entero (cf DGC 34).

También está en el ámbito fundamental de la catequesis, la comunión de la Iglesia (DGC 42), a la que fecunda constantemente, la hace crecer en la inteligencia del evangelio y la impulsa y sostiene en la tarea de anunciarlo (DGC 43), y para que pueda realizar fielmente su misión, el Espí­ritu la sostiene en su magisterio, dándole el carisma de la verdad, con el que interpretar auténticamente la palabra de Dios (cf DGC 44).

La actividad catequética está siempre sostenida por él, y su eficacia es y será siempre un don de Dios, mediante la obra del Padre y del Hijo (cf DGC 156).

Las tareas especí­ficas de la catequesis de promover la formación y maduración de la vida cristiana por el conocimiento de la fe, la iniciación en la vida litúrgica y el seguimiento de Cristo, son don suyo (cf DGC 175).

Su contenido, que no consiste sino en transmitir de generación en generación la memoria de los acontecimientos salví­ficos del pasado, para que sean luz que ayuda a interpretar los hechos actuales, es también tarea del Espí­ritu, que todo lo renueva (cf DGC 107).

Su estructura, no sólo contará siempre con su presencia (“Por Cristo, al Padre, en el Espí­ritu”), sino que también ha de ser seleccionada y expresada bajo la guí­a del Espí­ritu, maestro que indica lo que hay que decir en una determinada circunstancia (cf DGC 137).

Su lenguaje, con el que comunica el credo de la Iglesia, que es desarrollo y continuación de la palabra de Dios, lo encuentra con gozo por la acción del Espí­ritu (cf DGC 146).

La pedagogí­a en la que se inspira; es decir, la misma pedagogí­a de Dios, tal como se realiza en Cristo se desarrolla bajo la guí­a del Espí­ritu (cf DGC 143).

Los métodos y las técnicas adquieren toda su eficacia en su acción silenciosa y discreta (cf DCG 288).

La actividad de los catequistas está siempre sostenida e inspirada por él, pues es el principal catequista y el maestro interior y “principio inspirador de toda obra catequética y de los que la realizan” (DGC 288).

Los destinatarios de la catequesis son los que se dejan conducir por el Espí­ritu (cf DCG 105).

2. LA CATEQUESIS SOBRE EL ESPíRITU EN LAS DISTINTAS EDADES. Hablar del Espí­ritu. Esta sí­ntesis de la vida y de la acción del Espí­ritu muestra cómo este trabaja en el corazón del cristiano a lo largo de todo el itinerario catequético. A la catequesis le corresponde encontrar las claves pedagógicas y las estrategias didácticas adecuadas que ayuden y hagan más fácil el diálogo entre la acción generosa del Espí­ritu y las posibilidades de comprensión de quien crece en sus capacidades como persona, dado que él se adapta a la situación concreta de cada uno a lo largo de su proceso evolutivo. Es, por tanto, imprescindible que el catequista -hombre o mujer- tenga presente las caracterí­sticas del psiquismo humano, diversas en cada etapa evolutiva, y sepa presentar gradualmente la vida de la tercera persona de Dios.

La presencia del Espí­ritu en el recorrido catequético está í­ntimamente unida a la evolución de la religiosidad y a la concepción de Dios del destinatario. Tanto la representación como la concepción de Dios están condicionadas por el modo de pensar y de sentir a lo largo de las etapas de la evolución psicológica y, por tanto, de la capacidad para conocer la realidad.

La presentación del mensaje ha de ir unida a la posibilidad de comprensión que se tenga en cada momento, especialmente en los primeros años del proceso evolutivo.

En concreto, la concepción de Dios va pasando progresivamente de un Dios a imagen o semejanza de sí­ mismo y visto en sus cualidades de un modo antropomórfico, mágico, artificialista y animista, a un Dios que, poco a poco, se va configurando en su alteridad y en sus cualidades espirituales. El Dios-Espí­ritu se descubre sólo al final de la niñez y representa una concepción más madura de la religiosidad.

La catequesis cuidará que poco a poco se vaya creciendo en la comprensión de una terminologí­a que habla de los atributos divinos, para lo que será necesario encontrar el lenguaje adecuado que permita ver, más allá de las imágenes, la diversidad de Dios.

a) En los primeros pasos del despertar de la fe, tarea fundamental de los padres en la familia, Iglesia doméstica, será el ambiente religioso y de vida en el Espí­ritu el que ayudará a percibir su presencia y su acción en el ambiente familiar. El niño conocerá al Espí­ritu, si este es acogido y secundado por todos, pues padres e hijos lo han recibido en el bautismo y son su morada. De un modo especial se ha de manifestar en los frutos que su presencia produce en la vida de los padres: amor, paz, generosidad, alegrí­a, etc. Poco a poco se les ayudará a descubrir que el Espí­ritu, presente en ellos, es el que les hace crecer como hijos de Dios.

b) Más tarde, entre los 6 y los 10 años, a medida que avanza su camino de fe, el Espí­ritu aparecerá ligado a la vida de Jesús y también, aunque al principio muy tenuamente, conocerá los signos del soplo del Espí­ritu en la Iglesia y en la vida de cada cristiano. 1) El niño, entre los seis y ocho años, habrá de ser ayudado a adquirir familiaridad con el espí­ritu de Jesús, que habita en nuestros corazones y nos hace fuertes y felices. 2) Entre los ocho y los diez años se pone de relieve el enví­o del Espí­ritu en Pentecostés para que el niño descubra su presencia activa en la comunidad cristiana y en su propia vida. Desde aquel dí­a, la Iglesia emprende su tarea de decirle a todos que Jesús ha resucitado y que el mal y la muerte han sido vencidos. La fuerza que la mueve en este anuncio y abre los corazones de los que escuchan su mensaje es el Espí­ritu. Descubren también que no es posible seguir a Jesús sin su luz y su fuerza.

c) Entre los diez y los doce años es el momento de presentarle al niño una sí­ntesis completa de la acción del Espí­ritu en la historia de la salvación, en la vida de la Iglesia y en cada cristiano. Pero las palabras de la catequesis estarán acompañadas por la fuerza del testimonio. Es necesario ayudar a los niños a descubrir la presencia del Espí­ritu en las diversas experiencias comunitarias de la Iglesia, en las cuales aparecen con particular transparencia los frutos del Espí­ritu. Coincide esta etapa con una mayor capacidad de comprensión de la espiritualidad de Dios.

d) A partir de los doce años, en la adolescencia, descubrirán que es el Espí­ritu quien mueve silenciosamente sus energí­as vitales, quien orienta su búsqueda y quien da un horizonte a los problemas. El Espí­ritu, plenitud de vida, es el que hace descubrir el sentido comunitario de la fe, guiando por el camino del Reino, y el que anima el compromiso misionero, por el que el adolescente descubre su misión en la Iglesia y en el mundo.

e) Coincidiendo con la preparación al sacramento de la confirmación, los adolescentes irán descubriendo que en este sacramento son marcados con el sello del Espí­ritu Santo, y que esto supone para ellos una participación en el acontecimiento de Pentecostés. Poco a poco irán tomando conciencia de que son los depositarios de los dones del Espí­ritu, y que esa riqueza les hace preguntarse qué servicio han de prestar en la Iglesia, en la que hay un puesto y tarea para todos, al servicio del reino de Dios. Descubrirán que, con la fuerza del Espí­ritu, han de hacer su propio proyecto de vida, que les ha de llevar a una fe creí­da, celebrada y testimoniada.
f) Los jóvenes descubren al Espí­ritu como el compañero que, desde una secreta familiaridad, les ayuda a construir poco a poco su identidad cristiana, a injertar su vida en la de Cristo.
El Espí­ritu es quien les ofrece las luces con las que descubrir su vocación y el que les da fuerza para asumir tareas y servicios en la Iglesia y en el mundo. Para los jóvenes es también la llamada a la profecí­a, porque les hace intuir hacia qué senderos Dios está dirigiendo la historia y en qué pueden ellos colaborar.

g) La catequesis de adultos, además de ser una buena ocasión para reencontrarse con una sí­ntesis de la teologí­a del Espí­ritu y para renovar y actualizar la acción del Espí­ritu en sus vidas, es también momento propicio para profundizar sobre la acción del Espí­ritu en la Iglesia. De un modo especial, los adultos han de reconocer al Espí­ritu de santidad, cómo él hace posible el testimonio evangélico del cristiano, según su vocación, en la comunidad eclesial, en la familia, en la profesión, en la sociedad civil… Lo reconocerán, sobre todo, como el responsable del servicio de la caridad, porque como dice san Agustí­n: “Pregunta a tu corazón, y si lo encuentras lleno de caridad, entonces puedes decir que tienes al Espí­ritu Santo”.

En el vivir diario de cada adulto, el Espí­ritu es quien le infunde el ánimo para superar los fallos y las carencias, porque la vida de un cristiano ha de ser cada dí­a memorial de Pentecostés.

3. SUGERENCIAS PEDAGí“GICAS. Estas observaciones no son más que una llamada de atención a los catequistas para que a lo largo del proceso catequético, especialmente en el de iniciación cristiana, ofrezcan las noticias de la fe gradualmente, conscientes de que el desarrollo mental y afectivo va por etapas sucesivas y en secuencias variables e inevitables: no se puede alcanzar un estadio si antes no se han atravesado los precedentes.

El educador habrá de ir dando, poco a poco, pasos adecuados a las piernas del catecúmeno, pero siem.pre hacia delante. Cuidará de que no haya una discrepancia abismal entre lo que es y lo que debe ser, modificando poco a poco su visión de la realidad y acomodando a ella de un modo significativo los contenidos que le son propuestos en la catequesis.

Dicho esto, es evidente que no es fácil hablar del Indecible; sin embargo, es necesario hacerlo, porque su persona es un dato fundamental e imprescindible de la fe y de la vida cristiana: sin el conocimiento del Espí­ritu y sin una adhesión a él no se puede ser un verdadero cristiano.

El problema está en encontrar el modo y el lenguaje para hablar del Espí­ritu. Es un problema que tienen todos los que asumen como tarea la comunicación de la fe; porque, aunque existen extraordinarios tratados de teologí­a, grandes documentos sobre el Espí­ritu y sí­ntesis buení­simas, sin embargo los catequistas pueden tener la sensación de que les faltan palabras en su discurso sobre el Espí­ritu Santo.

A pesar de esa dificultad y a pesar de la espontaneidad espiritual con que hay que hablar del Espí­ritu, veamos, a la luz de los datos de la psicologí­a, qué decir de él a lo largo del recorrido del proceso catequético de iniciación cristiana.

Lo hacemos teniendo en cuenta lo que dice el Directorio general para la catequesis: se parte “de una sencilla proposición de la estructura í­ntegra del mensaje cristiano, y la expone de manera adaptada a la capacidad de los destinatarios. Sin limitarse a esta exposición inicial, la catequesis, gradualmente, propondrá el mensaje de manera cada vez más amplia y explí­cita, según la capacidad del catequizando y el carácter propio de la catequesis” (DGC 112).

4. ACCIí“N DEL ESPíRITU EN EL ACOMPAí‘ANTE. El Espí­ritu es el agente principal de la catequesis, un agente que no suplanta, sino que acompaña y anima. El “actúa en cada evangelizador que se deja poseer y conducir por él, y pone en los labios las palabras que por sí­ solo no podrá hallar, predisponiendo también el alma del que escucha para hacerla abierta y acogedora de la buena nueva y del Reino anunciado” (EN 75).

El que acompaña los pasos de quien se inicia y crece en la vida cristiana ha de ser consciente de que esa presencia trabaja tanto en él como en la persona acompañada.

El acompañante es aquel que cuida y cultiva la vida que el Espí­ritu pone cuidadosamente en el corazón de cada hombre y mujer que se abre a la fe. Es aquel o aquella que es consciente de que “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espí­ritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5).

El acompañante ha de ser también consciente de que el Espí­ritu es nuestro espí­ritu vital, el que los mí­sticos llamaban alma del alma humana; de que el Espí­ritu es fuente de nuestra identidad. El Espí­ritu es, en definitiva, el artesano y el maestro interior que configura nuestra existencia.

“Como el viento a una vela, como el agua del torrente, el Espí­ritu es una energí­a que se apodera de los seres. Como el agua de la fuente o el aire de los pulmones, el Espí­ritu es un manantial de vida. Como el fuego de la forja, el Espí­ritu es fuente de purificación y transformación” (Comisión nacional de catequesis de Francia).

a) El discernimiento espiritual. En una vida iluminada por la luz del Espí­ritu se dan las condiciones para que la inteligencia y la voluntad del hombre puedan hacer sus opciones fundamentales y puedan descubrir los caminos de Dios.

El Espí­ritu es al discernimiento una luz para ver, una brújula para orientar, una flecha para indicar. El es quien aclara el camino por el que caminar, y ayuda a resolver las dudas y a tomar las decisiones importantes; es decir, a discernir la vocación. Se sirve para ello de los medios con que la Iglesia aclara y orienta la vida de los creyentes: la Palabra, escuchada y acogida en la tradición viva de la Iglesia; las comunidades cristianas, en las que se descubre, con la ayuda de los pastores y de otros miembros, los caminos de Dios para la vida; el acompañamiento de los catecúmenos y de los catequistas, que siguen cuidadosamente el proceso de crecimiento en la vida cristiana de las personas que tienen encomendadas; la oración, lugar privilegiado para orientar la vida en el Espí­ritu.

b) El discernimiento vocacional. De un modo especial, el Espí­ritu acompaña y orienta el discernimiento vocacional. El Espí­ritu, fuente de nuestra dignidad y nuestra libertad, enseña que sólo se es verdaderamente libre en la medida en que se realiza el proyecto que Dios tiene para cada persona, un proyecto que es siempre una llamada al amor; del amor a la responsabilidad; de la responsabilidad a la entrega, y de la entrega al servicio.

El Espí­ritu es el consejero que descubre la voluntad de Dios para la vida de cada hombre, y está en el origen de toda llamada, de toda vocación: es el que da la luz para conocer lo que Dios quiere, muestra los motivos para comprometerse y acompaña la decisión.

El Espí­ritu es quien llama a todos a la santidad, quien descubre los caminos por los que se pueden orientar los que se preguntan qué les pide Dios, y escuchan su llamada a consagrarse por entero, en una de las múltiples formas que se pueden dar en la Iglesia: el matrimonio cristiano, la vida consagrada, el sacerdocio, laicos consagrados, etc. El Espí­ritu es también el que nos descubre dónde están las necesidades de los hombres y nos invita a ir por los diversos caminos de la entrega.

“La vocación es siempre un don de Dios a cada fiel personalmente. Cada uno es llamado por su nombre en su propia situación de vida, pues el Espí­ritu, siendo único, le distribuye a cada uno la gracia que quiere”7.

Toda llamada del Espí­ritu, aunque en última instancia sucede en la intimidad de los corazones, tiene lugar privilegiado para su nacimiento y desarrollo en la catequesis, porque a medida que se crece y madura en la fe, se va tomando también conciencia de lo que Dios le pide a cada creyente.

5. EVANGELIZAR EN EL ESPíRITU. Para comunicar toda esa riqueza hay que encontrar conceptos y palabras, pues la catequesis, “al exponer el contenido del mensaje cristiano, debe poner siempre de relieve esta presencia del Espí­ritu Santo, por la que los hombres son continuamente movidos a la comunión con Dios y con los hombres, y al cumplimiento de sus deberes” (DCG 41). La catequesis sólo puede hacer esta iniciación en la vida, en el Espí­ritu, si toma conciencia de que todo en ella ocurre en la presencia inspiradora de la tercera persona de la Santí­sima Trinidad.

“El Espí­ritu de Dios llena con su presencia la catequesis; su luz, la luz de la fe, da autoridad al catequista. El Espí­ritu está presente en el catequista y en su palabra, pues esta, en lengua muy humana, dice la palabra de Dios y está, por la fe, en comunión con su luz. El Espí­ritu está también presente en la fe de los niños que, en la palabra del catequista, oyen al Espí­ritu mismo… El Espí­ritu de Dios está presente por doquier, y hay auténtica catequesis cuando se siente que él es quien ilumina, que es el Espí­ritu a quien se escucha, cuando el alma de los niños está henchida del sentimiento de admiración y respeto filial que acompaña por doquier la presencia del Espí­ritu de Dios”8.

NOTAS: 1. SAN GREGORIO NACIANCENO, Oratio, 45. – 2 SAN AGUSTIN, De Trinitate 8, 10, 14. -3. SAN GREGORIO NACIANCENO, O.C. – 4 SAN HIPí“LITO, Comentario al Cantar de los cantares, 13.1. – 5. SAN IRENEO, Contra las herejí­as, III, 24, 1. – 6. SAN JUAN CRISí“STOMO, Comentario al Evangelio de Mateo, Roma 1966, 27. – 7. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis prebautismal. – 8. J. COLOMB, Manual de catequética. Al servicio del evangelio, Herder, Barcelona 1971.

BIBL.: BERN JOCHEN HILBERATH, Pneumatologí­a, Herder, Barcelona 1994; CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Catecismo católico para adultos. La fe de la Iglesia, BAC, Madrid 1988; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia, Edice, Madrid 1987; CONFERENCIA EPISCOPAL FRANCESA, Catecismo para adultos. La alianza de Dios con los hombres, Desclée de Brouwer, Bilbao 1993; CONGAR Y., El Espí­ritu Santo, Herder, Barcelona 1991; GUERRA A., Espí­ritu Santo, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 1991′, 644-659; DURWELL F. J., El Espí­ritu Santo en la Iglesia, Sí­gueme, Salamanca 1990; FERLAY PH., Dios Espí­ritu Santo, Comercial, Valencia 1990; FlzzoT E., Verso una psicologia della religione, 2, 1995; Dire “Dio” oggi, Ldc, Leumann-Turí­n 1995; La religiositá del bambino, Ldc, Leumann-Turí­n 1993; JUAN PABLO II, Dominum et vivificantem. El Espí­ritu Santo, San Pablo, Madrid 1998′; MONTERO VIVES J., Psicologí­a evolutiva y educación en la fe, Ave Marí­a, Granada 1986; PABLO VI, Credo del pueblo de Dios, Madrid 1975.

Amadeo Rodrí­guez Magro

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

SUMARIO: I. Problemática actual de tipo litúrgico-sacramental: 1. Problemática litúrgico-existencial; 2. Problemática más teórica – II. El Espí­ritu Santo en la “historia de la salvación” celebrada: 1. Principio de correlación; 2. Principio de unitariedad de tres niveles litúrgico-sacramentales; 3. Principio del existencial litúrgico – III. Culto en espí­ritu y en verdad – IV. La dimensión pneumatológica del lenguaje litúrgico: 1. Mirada general sobre la temática pneumatológica; 2. Expresiones verbales pneumatológicas; 3. Gestos; 4. Uso de realidades tí­picas; 5. El silencio – V. Observaciones teológico-litúrgicas: 1. De tipo metodológico; 2. Relativas al contenido – VI. Perspectivas de la espiritualidad litúrgica y de la pastoral sacramental: 1. l,a espiritualidad litúrgica; 2. La pastoral sacramental.

Con la liturgia se celebra en el tiempo y en el espacio el opus redemptionis’, esto es, el plan histórico-salví­fico actuado por el Padre, en Cristo, por obra del Espí­ritu Santo a favor de los fieles incorporados en la iglesia y a beneficio de la iglesia, que celebra el misterio en sus fieles’. Como tal, la liturgia es esencialmente una manifestación del Espí­ritu del Cristo glorificado.

Además, por obra del Espí­ritu Santo toda acción litúrgica manifiesta y actúa la presencia de Cristo, y la memoria del misterio salví­fico no es simplemente un piadoso recuerdo, sino anamnesis -> memorial histórico-salví­fico. Se impone, pues, la necesidad del estudio de la presencia y de la acción del Espí­ritu Santo en la liturgia. Tal estudio ofrece, por una parte, la ocasión de ahondar en la comprensión de la naturaleza de la liturgia’ y, por otra, la oportunidad, al menos para nosotros los occidentales de esclarecer el ámbito y las modalidades de la presencia-acción del Espí­ritu Santo en la liturgia.

La contribución de recientes investigaciones’ y de estudios de alta divulgación en este campo es notable”. Sin repetir cuanto está presente en otros tratados’, presentaremos algunos datos más salientes y útiles para una acción pastoral-litúrgica.

I. Problemática actual de tipo litúrgico-sacramental
Quien se acercase al pensamiento de los padres sobre el Espí­ritu Santo” y sobre su presencia y acción en los acontecimientos litúrgicos sacramentales’, y luego recorriese la problemática de nuestros dí­as sobre este argumento, se darí­a cuenta en seguida de que cuanto han intuido aquellos que “nos han precedido en el signo de la fe” podrí­a servir para la solución de los dos núcleos de problemas en torno a los cuales se agrupa la problemática presente en el tejido eclesial de nuestros dí­as: el núcleo litúrgico-existencial y el núcleo teorético, que ciertamente no es menos importante.

1. PROBLEMíTICA lITÚRGICO-EXISTENCIAL. En su dimensión descendente, la liturgia es comunicación del Espí­ritu Santo, que actúa la presencia de Cristo glorificado [-> Jesucristo, II, 21, el cual a su vez otorga el Espí­ritu a sus hermanos. En su dimensión ascendente, la liturgia es “voz del Espí­ritu Santo en Cristo-iglesia” para gloria del Padre. Por más que sea evidente cuanto hemos afirmado, al crecer la separación ideológica entre el Occidente y el Oriente cristianos se olvidó que la invocación del Espí­ritu Santo (epí­clesis) para la santificación de las ofrendas eucarí­sticas y para la presencia de Cristo en ellas (transustanciación), y la consiguiente acción del Espí­ritu son realidades connaturales a la liturgia.

Se tratarí­a, por tanto, de descubrir en las fórmulas litúrgicas un estrato pneumatológico que constituye la fuerza de la -> eucologí­a. Entonces se desvanecerí­an ciertos lugares comunes, según los cuales las liturgias occidentales, y especialmente la liturgia romana, serí­an cristocéntricas y cristonómicas, mientras que en las liturgias orientales el cristocentrismo (connatural a la realidad de la liturgia) resultarí­a más reducido a favor de la acentuación pneumatológica.

Entre las fórmulas litúrgicas destacan algunas fórmulas sacramentales que ahora también en la liturgia romana se refieren más directamente al Espí­ritu Santo, como las fórmulas de los sacramentos de la confirmación y de la unción de los enfermos.

El retorno a la mención querida y repetida de la presencia y de la acción del Espí­ritu Santo en la liturgia está motivado, en el campo pastoral, por la voluntad de recurrir a tipos de celebración en los que se pueda “hacer experiencia del Espí­ritu”. De ahí­ los lamentos de algunos, que confunden ló que es fruto del Espí­ritu con sus sucedáneos y querrí­an desplazar las celebraciones hacia el ámbito en el que lo emocional, lo sensacional y lo carismático deberí­an jugar un papel relevante. Se comprenden también así­ las vivaces tomas de conciencia de los ritmos y de los -> estilos celebrativos nuevos, que intentan subrayar con espacios de -> silencio, con momentos de reflexión, con un desarrollo tranquilo celebrativo, la importancia de la presencia y de la acción del Espí­ritu Santo.

2. PROBLEMíTICA MíS TEí“RICA. En concomitancia con la problemática de tipo litúrgico-existencial se ha desarrollado recientemente una problemática que se mueve en el ámbito del estudio académico, pero que incide en la solución de los problemas de tipo práctico. Se discute, por ejemplo, si los problemas que provienen del pasado (la cuestión de la epí­clesis, del Filioque, etc.) son problemas de método más que de contenido, problemas de lenguaje más que problemas reales, dado que en la praxis y si se estudian bien las cuestiones, la problemática parece desvanecerse. Por otra parte, no existiendo acción litúrgico-sacramental que no sea al mismo tiempo acción de Cristo-iglesia y del Espí­ritu Santo, alma y vitalidad de la iglesia, cabe preguntarse si el lenguaje litúrgico (palabras, gestos, ritos, etc.) no puede ser considerado como mediación de la acción del Espí­ritu Santo presente en la liturgia. Añádase que el estudio de la patrologí­a (griega, oriental, sirí­aca, copta) y de las liturgias -> orientales, así­ como el movimiento ecuménico-litúrgico, han ido creando un terreno de ósmosis entre las aportaciones derivadas del estudio de la acción litúrgica y las derivadas del estudio de la presencia del Espí­ritu Santo. Se ha llegado así­ a aceptar que no hay acción litúrgica que no sea acción del Espí­rtu. No hay liturgia sin el Espí­ritu Santo. Para comprender esta realidad afrontamos algunos puntos clave de nuestro tema: Espí­ritu Santo y liturgia.

II. El Espí­ritu Santo en la “historia de la salvación” celebrada
En la “escuela de la liturgia”‘ nos damos cuenta de que son muchas las cosas que hay que aprender para vivirlas. Pero son mucho más numerosas aquellas que la iglesia de Cristo ya vive porque las reza, sin que los fieles hasta el presente hayan tomado conciencia refleja de ello. Realmente, como se expresaba el teólogo ortodoxo P. Cipriano Kern, “el coro de la iglesia es una cátedra de teologí­a””, y acercarse en el Espí­ritu y con el Espí­ritu a la iglesia que ora significa aprender cada vez más. En efecto, la santa liturgia contiene una parte bastante señalada, tal vez la rriás importante y sin duda la más viva, que penetra en el depositum .fidei. Siempre es necesario leer la liturgia ” con la dvnamis, es decir, con el Espí­ritu Santo (que es el alma, la vitalidad, el principio de la liturgia sin el cual no subsiste la liturgia). En ella el Espí­ritu se vela precisamente mientras cumple su epifaní­a. La liturgia es, efectivamente, historia de la salvación celebrada y perennizada. En ella se hace presente lo que Dios ha hecho y lleva a término para la salvación de los hombres. La liturgia es la celebración-actuación del misterio de la salvación que se hace historia, que viene recordada y vivida en plenitud Si la celebración litúrgica no es signo del Espí­ritu, no es nada. Porque la verdadera esencia de la acción litúrgica es ser epifaní­a del Espí­ritu. Ahora bien, el Espí­ritu por medio de la Escritura fue iconógrafo, es decir, realizó en el hagiógrafo la revelación del icono del Padre, que es Jesucristo (cf 2Co 4:4; Col 1:15). En Marí­a fue iconoplasta, es decir, plasmador del mismí­simo icono. En la acción litúrgica es simultáneamente iconógrafo, iconoplasta e iconóforo, es decir, portador del icono del Padre presencializado y vivificado. Más aún, en la celebración litúrgica todo fiel que participa en la asamblea se convierte (o es llevado a convertirse) en lo que recibe y en lo que se anuncia y se celebra; en efecto, el mysterium proclamado y profesado (exomologhí­a) por la vida del cristiano (euloghí­a) se convierte en acción de gracias (eucharistí­a). Así­ se pueden poner de relieve algunos principios que se realizan en la celebración litúrgica en cuanto historia de la salvación hecha presente virtute Spiritus Sancti.

1. PRINCIPIO DE CORRELACIí“N. Se puede denominar principio de correlación la recí­proca relación que existe en la historia de la salvación entre acción y presencia de Jesucristo y acción y presencia del Espí­ritu Santo, por la que Cristo reclama necesariamente al Espí­ritu. En otras palabras: donde se actúa la presencia de Cristo, esto sucede por obra del Espí­ritu Santo; como, por otra parte, desde el momento en que el mysterium que culmina y coincide con el Verbo encarnado y obediente hasta la muerte de cruz, por lo que el Padre lo exaltó (cf Elp 2,8-9)-comienza a manifestarse en la historia salví­fica, es también el Espí­ritu Santo el que actúa para manifestarlo Más aún, desde el dí­a de la encarnación, toda presencia de Cristo está en relación tan inseparable con la acción del Espí­ritu, que, una vez probada la presencia de Cristo, también queda probada la presencia del Espí­ritu. De aquí­ la necesidad de profundizar este principio básico, que exige de parte de los liturgistas una doble actitud.

La primera es la de abstenerse de las fáciles afirmaciones sobre la (gratuitamente) presunta apneummicidad de la liturgia. No existe ninguna liturgia occidental ni oriental, si no es por la presencia y las acciones de Cristo y del Espí­ritu Santo. En realidad la liturgia, en la celebración de los sacramentos, essimultáneamente una perenne pascua-pentecostés’°. La segunda es la de investigar con qué medios lingüí­sticos (palabra-signos) toda formulación concreta de la liturgia ha expresado al Espí­ritu Santo presente en la acción litúrgica. Será así­ más fácil modular una acción pastoral y catequético-litúrgica sobre nuestro tema.

2. PRINCIPIO DE UNITARIEDAD DE TRES NIVELES LITÚRGICO-SACRAMENTALES. Del análisis atento de SC 7 emergen tres elementos importantes para una definición descriptiva de liturgia: mysteriumactio-vita “. En efecto, la liturgia es el misterio (total, sintetizado en el misterio pascual) celebrado (justamente en la acción por excelencia: la celebración litúrgica) para la vida (del pueblo de Dios, del fiel en el cuerpo de Cristo, que es la iglesia). Al mismo tiempo, la liturgia es la vida del fiel, que culmina en la acción litúrgica, para que el misterio se actualice en la iglesia. De suyo, la acción sagrada por excelencia, esto es, la celebración litúrgica, no agota la realidad de la liturgia, que es más amplia que su momento celebrativo; y esto precisamente porque cuanto precede (el antes celebrativo) culmina en la acción celebrativa, y cuanto sigue (el después celebrativo) proviene de la acción celebrada. Ahora bien, aun cuando el misterio considerado en sí­ mismo y la vida del fiel existan antes y después de la celebración, no obstante se hallan en una relación inseparable con la acción litúrgica’. Esta es un acontecimiento ordenado no sólo a la santificación de los hombres, sino también a la edificación de la iglesia y a la plenitud del culto a Dios en Cristo ‘°. Ello exige de parte de los fieles una í­ntima y activa -> participación. Esto se puede actuar porque es en la, con la, por medio de la celebración cómo el misterio se realiza, se actualiza, se perpetúa, se hace presente en el espacio. Nótese cómo los tres niveles litúrgico-sacramentales misterioacción-vida comportan mutuas relaciones y compenetraciones recí­procas. El misterio está presente en la acción litúrgica mediante la modalidad litúrgico-celebrativa del memorial (anamnesis). La acción hace el memorial del misterio. La vida se hace igualmente presente en la acción litúrgica de la participación (méthexis), es decir, la vida está presente en la acción (y viceversa) mediante la participación.

Llegados a este punto se puede comprender, por nuevo tí­tulo, cómo es verdad que ninguna liturgia es posible sin el Espí­ritu Santo. En su dimensión descendente la liturgia es el misterio celebrado para la vida del hombre, que por obra del Espí­ritu llega a ser nueva creación, hijo adoptivo en el Unigénito del Padre, alguien que tiene en sí­ el principio de la santificación, las arras de la vida eterna: el Espí­ritu (cf 2Co 1:21-22; 2Co 5:5; Efe 1:14). En su dimensión ascendente, la liturgia es la vida que culmina en la celebración para que el misterio alcance su finalidad última, que es la de tributar culto en espí­ritu y verdad, de lo que el Espí­ritu Santo es su primer principio. Ahora bien, la liturgia, en la realización del misterio de adoración, de culto, de oración de Cristo con, en y para la iglesia, en la que el fiel se entrega a sí­ mismo a Cristo-iglesia, halla al Espí­ritu, que es alma de la iglesia y se hace también su voz (cf Rom 8:15). El culto que los fieles tributan al Padre en la iglesia y la iglesia en los fieles se cumple en, con y por Cristo, único mediador, pero virtute Spiritus Sancti. En otros términos: la finalidad de la liturgia (esdecir, la santificación de los hombres y el culto en espí­ritu y en verdad) no son concebibles, comprensibles, realizables, sino por obra del Espí­ritu Santo.

Añádase que es siempre el Espí­ritu el que obra la cohesión entre misterio y vida, entre misterio y acción litúrgica. En efecto, la modalidad del memorial no se puede equiparar a la del recuerdo mnemónico, a la de la proyección de imágenes fotográficas o a la de una secuencia fí­lmica, justamente porque es la presencia y la acción del Espí­ritu Santo la que hace que el memorial sea lo que es litúrgicamente hablando. De modo semejante, la participación litúrgica no puede reducirse a un denominador común con ningún otro tipo de participación, porque supera la categorí­a entendida generalmente con esta palabra y se convierte en méthesis litúrgica, precisamente porque halla en el Espí­ritu su principio constitutivo. El esfuerzo humano del fiel para participar es, en último análisis, colaboración con la acción del Espí­ritu Santo. Más aún: la acción litúrgica no puede ser mera suma o mera aproximación de signos, de palabras, de gestos, de ritos, precisamente porque en ella actúa el Espí­ritu Santo, que hace presente a Cristo. Se opera así­ en cada fiel la historia de la salvación, la cual, revelada en los escritos sagrados, se ha manifestado y realizado en su plenitud en el Cristo, camino, verdad y vida. La historia sagrada debe ser vivida por las personas, congregadas en unidad en la “una mystica persona”, para ser celebrada, y se la celebra para vivirla.

3. PRINCIPIO DEL EXISTENCIAL LITÚRGICO. Por la expresión existencial litúrgico entendemos el “hecho-acontecimiento de la celebración” que, puesto en determinadas coordenadas de espacio y de tiempo, se realiza en el hodie'” litúrgico, en el aquí­ y ahora celebrativo, y actualiza y hace presente la obra llevada a cabo por Cristo [-> Tiempo y liturgia, II, 3] de una vez para siempre (cf Heb 7:27; Heb 9:12; Heb 9:28; Heb 10:10); es decir, el misterio pascual en su plenitud. Ahora bien, la presencia y la acción del Espí­ritu Santo es inseparable del hecho de la humanidad-ví­ctima que el verbo asume en el seno de la Virgen y ofrece al Padre en la cruz. La Virgen concibe al sumo. y eterno sacerdote por obra del Espí­ritu Santo (cf Luc 1:31.35). Y Cristo se ofrece al Padre impulsado por el Espí­ritu (cf Jua 12:27ss y esp. Heb 9:14); muere y comunica el Espí­ritu (cf Jua 19:30); asciende al Padre y enví­a el Espí­ritu (cf Jua 14:26; Jua 16:7; Jua 14:16).

Ahora bien, como el Espí­ritu Santo está presente y actúa en la vida de Cristo, liturgo por excelencia (cf Heb 9:15; Heb 12:24), así­ la presencia y la acción del Espí­ritu Santo es postulada por la vida de los miembros del cuerpo de Cristo, particularmente donde esta vida se constituye y se potencia, crece y se desarrolla, es decir, en la acción litúrgica sacramental. En ella se postulan la presencia y la acción del Espí­ritu Santo, a fin de que puedan verificar el pasado y anticipar el futuro salví­ficos. La historia de la salvación no es mito ni utopí­a; no es opio de los pueblos, sino realidad, presencia, actualidad en virtud del Espí­ritu Santo. Con su acción el Espí­ritu reúne a los hijos de Dios, que estaban dispersos, para formar una unidad en el Cristo (cf Jua 11:52) resucitado (cf Jua 12:32).

Es siempre el Espí­ritu el que en la acción litúrgica mueve desde dentro a los fieles con su dinamismo interior, que conduce a la fe y ala conversión, para que acojan la palabra de Dios.

Es el Espí­ritu el que vivifica la acción celebrativa hasta hacerla fructuosa para la vida del fiel.

Presente en el ministro para que pueda actuar “in persona Christi” 22, el Espí­ritu está presente también en los fieles, de modo que el celebrante que preside y los que participan en la acción sagrada sean llevados por el mismo Espí­ritu a la comunión-unión con Cristo.

Finalmente, es siempre el Espí­ritu Santo el que hace que cada celebración sea uní­vocamente nueva, irrepetible, grávida en frutos. Uní­vocamente nueva: también en el sentido de que la operación única e ininterrumpida del Espí­ritu renueva e impulsa la renovación en un crecimiento progresivo”. irrepetible: en el sentido de que la celebración no podrá jamás volver a realizarse tal cual, en el tiempo y en el espacio, no sólo con las mismas coordenadas eclesiales, pero ni siquiera con la misma virtualidad, aun cuando fundamentalmente se trata siempre del único misterio pascual repetido sacramentalmente. Grávida en frutos: en el sentido de que toda celebración es don de la plenitud del Espí­ritu. El crea en todos los participantes una continua ruptura con cualquier forma de esclerosis espiritual y ensancha su capacidad para hacerlos comprehensores de él mismo, que se les dona. En última instancia, es el Espí­ritu Santo el que impide que la acción litúrgica se reduzca a un ceremonialismo vací­o, a un simbolismo mágico, a un juego alienante, a un gesticular insulso, a un hablar babélico. Es el Espí­ritu Santo el que vivifica en el hodie litúrgico el ayer salví­fico, anticipándonos el et in saecula (cf Heb 13:8, admirablemente interpretado y celebrado en la vigilia pascual) “. Y mientras la asamblea litúrgica ruega al Padre (cf Rom 8:15.26-27; Gál 4:6), grita también en el Espí­ritu Marán-atha (“Ven, Señor Jesús”), suplicando Kyrie, eléison (“Señor, ten piedad”) (cf 1Co 12:3), a fin de que la doxa theó (la gloria rendida a Dios) en Cristo, con Cristo y por Cristo sea verdadera, í­ntima, profunda, exhaustiva.

III. Culto en espí­ritu y en verdad
Para comprender la relación Espí­ritu Santo-liturgia es preciso captar en toda su plenitud el dicho de Jesús en Jua 4:24 : “Dios es espí­ritu, y sus adoradores han de adorarlo en espí­ritu y en verdad”. Pues bien, prescindiendo de las eventuales sutilezas exegéticas de este versí­culo, se debe subrayar que, según la tradición perenne de la iglesia, aquí­ se encierra la clave de lo especifico de la liturgia cristiana. La liturgia recurre a signos, ya sea para no traicionar la voluntad de Cristo, ya sea para adaptarse a la naturaleza del hombre; pero nosotros vemos la verdadera luz que esclarece al hombre en la iluminación del Espí­ritu Santo, y en Cristo verdad hemos sido hechos verdaderos adoradores en virtud del Espí­ritu “. Los temas que aquí­ se deben al menos recordar son los de sacrificio de alabanza”, de oblación espiritual, de tiempo espiritual”. Las soluciones cristianas a estos temas se buscan siempre en el Espí­ritu Santo. El Espí­ritu Santo, que con la colaboración de Marí­a ha dado vida a la ví­ctima viva e inmaculada, da también vida a los cristianos como ví­ctimas vivientes, espirituales. Por el mismo Espí­ritu los cristianos son congregados en un nuevo pueblo, el cual rinde al Padre el culto espiritual por mediode Cristo. Este, que es el nuevo templo, del cual brota el rí­o de agua viva (cf Jua 7:37-39, en paralelo con Eze 47:1.12) que es el Espí­ritu Santo, es justamente nuevo templo en cuanto en él y por él se ha celebrado de una vez para siempre el culto auténtico al Padre, la nueva y eterna alianza, la del Espí­ritu. El hace de nosotros un sacrificio perenne agradable al Padre ‘°. El culto cristiano es continuación de aquél.

Todo esto a lo que hemos aludido es más comprensible aún si se tiene presente la especí­fica acción del Espí­ritu Santo en la liturgia, contenida en la expresión litúrgica in unitate Spiritus Sancti.

En el culto nuevo y eterno, la iniciativa es divina por razón del Espí­ritu Santo. El obra la sacramentalidad salví­fica, impulsa la criatura al Creador, da eficacia al obrar cristiano y anima la oración, viene dado a fin de que la palabra de Dios sea comprendida y, celebrada en los sacramentos, se haga eficaz: en cada sacramento se efectúa siempre la misión del Espí­ritu por medio de la invocación (epí­clesis) de su presencia y acción; cada uno de los sacramentos es un momento diverso y especí­fico funcional y finalistamente unido con la humanidad gloriosa del Señor Jesús: todo esto es factible por razón del Espí­ritu Santo.

Se suele recordar la acción del Espí­ritu en la eucaristí­a, donde se manifiesta su presencia para que sean consagrados los dones sacrificiales (epí­clesis de consagración) y para que los fieles comulguen con fruto en el cuerpo y sangre de Cristo (epí­clesis de comunión). Pero conviene recordar que en todo sacramento o acción litúrgica, en cuanto acontecimientos de culto de la nueva economí­a en espí­ritu y verdad, siempre está presente el Espí­ritu Santo y actúa en su plenitud: por parte suya siempre se dona ex toro; quien limita la efusión son los sujetos que celebran las acciones litúrgicas. El está presente en el bautismo de agua y del Espí­ritu Santo (cf Mat 3:12; Mar 1:8; Luc 3:16; Jua 1:33; Jua 3:1-10) como principio de la novedad de vida en Cristo, unigénito del Padre. Actúa en la confirmación, donde se comunica nuevamente (cf Heb 8:14-17; Heb 19:6) para que el confirmado pueda oponer el menor obstáculo posible a sus ulteriores venidas y presencias; por tanto, es don de la dilatabilidad y disponibilidad incondicionada a la acción del Espí­ritu, que en toda eucaristí­a realiza la plenitud del don’.

Es siempre el Espí­ritu el que, otorgado para la remisión de los pecados (cf Jua 20:22-23) se da en la celebración del sacramento de la penitencia como principio de reconciliación y de renovación’. Es él quien en la unción de los enfermos une a Cristo en la cruz con quien se halla en estado de precariedad fí­sica (enfermo, anciano, moribundo) para que puedan alcanzarse los fines del sacramento “. Mientras que es de todos sobradamente conocida la presencia y la acción del Espí­ritu Santo en las ordenaciones sagradas, es necesario prestar atención a cuanto resulta de las investigaciones concernientes al sacramento del matrimonio. Este sacramento es celebración de la obra del Espí­ritu Santo y del permanente amor que los esposos se dan recí­procamente como eco del Amor Persona divina.

De modo semejante, los otros acontecimientos sagrados que, aun no siendo sacramentos, son no obstante acciones litúrgicas son vivificados por el Espí­ritu Santo. El realiza la unidad de la iglesia orante. No se puede hacer oración cristiana sin la acción del Espí­ritu Santo. Su función es inseparable de la función mediadora del Hijo en la liturgia, unida a la de los fieles, que están unidos a Cristo porque han recibido el Espí­ritu Santo.

El análisis de cada uno de los acontecimientos litúrgicos podrí­a poner de relieve ulteriores aspectos de la acción y de la presencia del Espí­ritu. Para no extendernos más, creemos oportuno presentar aquí­ una especie de enrejado metodológico, como ayuda para profundizar personalmente el tema.

IV. La dimensión pneumatológica del lenguaje litúrgico
El lenguaje litúrgico (gestos, actitudes, expresiones verbales, uso de ceremonias tí­picas, etc.) es fundamentalmente un lenguaje pneumatológico.

En realidad, sólo en el Espí­ritu Santo podemos decir “Señor Jesús” (cf 1Co 12:3); sólo el Espí­ritu suscita en nosotros y logra desencadenar el “Abba, Padre” (cf Rom 8:15.26-27; Gál 4:6). En otros términos: el lenguaje litúrgico, globalmente considerado, viene asumido como mediación de la acción del Espí­ritu, que nos ayuda a celebrar a Cristo en sus misterios para pronunciar con él el dulce nombre del Padre y para entrar en relación de hijos adoptivos con el Padre. Por tanto, cuanto queremos recordar aquí­ deberí­a ayudar a todo fiel a proyectarse más allá del ropaje literario y del lenguaje de gestos o ritual de la liturgia para vivir provechosamente lo que se celebra y tiene valor por razón de la sintoní­a vital con el Espí­ritu Santo.

1. MIRADA GENERAL SOBRE LA TEMíTICA PNEUMArOLí“GICA. Mien
tras la -> eucologí­a en la celebración pide el don del Espí­ritu, la -> celebración misma es el locus por excelencia donde viene dado el Espí­ritu Santo. Valdrí­a la pena citar aquí­ un conjunto de oraciones o las mismas fórmulas esenciales para la administración de los sacramentos según los nuevos Ordines o Rituales posconciliares (cf la fórmula de la confirmación, de la unción de los enfermos, del sacramento de la penitencia) para ver en ellas las acentuaciones pneumatológicas. Tanto es así­, que la Ordenación General de la Liturgia de las Horas recuerda solemnemente que “no puede darse oración cristiana sin la acción del Espí­ritu Santo, el cual, realizando la unidad de la iglesia, nos lleva al Padre por medio del Hijo” (OGLH 8).

De todos modos, los que estudian la presencia y la acción del Espí­ritu Santo en la liturgia suelen poner de relieve la acción del Espí­ritu en las epí­clesis sacramentales, y mencionan la epí­clesis consagratoria de la ordenación del obispo, de los presbí­teros y de los diáconos y las de los ritos de la iniciación cristiana (bautismo, con la cuestión de las unciones prebautismales y posbautismales; confirmación, con las discusiones sobre la diversidad del don del Espí­ritu respecto al bautismo; eucaristí­a, con la epí­clesis -una o doble, según las diversas tradiciones litúrgicas orientales y de su influjo en Occidente, para la transubstanciación- y la invocación del Espí­ritu Santo sobre la asamblea). Los especialistas de la historia de la liturgia reclaman además la atención sobre las referencias al Espí­ritu Santo contenidas en las oraciones litúrgicas, especialmente en las profesiones de fe, en las doxologí­as y, en general, en las conclusiones de las oraciones (in unitate Spiritus Sancti; qui cum Patre et Spiritu Sancto vivis, etc.), para detenerse, finalmente, en lasoraciones dirigidas directamente al Espí­ritu Santo: éstas son más frecuentes en el Oriente litúrgico y menos en Occidente, aunque también aquí­ tengamos ejemplos preclaros, especialmente en la liturgia hispano-visigótica y en la misma himnodia romana (Nunc Sancte, nobis, Spiritus).

Se puede, pues, afirmar en general: de un estudio atento resulta que se debe pasar de la eucologí­a pneumatófora (es decir, portadora del Espí­ritu Santo, porque invoca su presencia y acción) a la comprensión de la celebración como pneumatocéntrica, e incluso de toda la liturgia como teniendo su quicio y su vitalidad en la presencia y en la acción del Espí­ritu Santo. Por eso creemos útil ahora pasar al análisis del lenguaje litúrgico, que es pneumatológico en sus expresiones verbales, en ciertos gestos tí­picos y en el uso de ciertas realidades mediante el silencio.

2. EXPRESIONES VERBALES PNEUMATOLí“GICAS. Se pueden distinguir en dos grupos: las genéricamente pneumatológicas, y las más propiamente epicléticas (epí­kaleó = invoco sobre). Este segundo grupo comprende las expresiones modeladas sobre la epí­clesis propiamente dicha, que es la eucarí­stica, en su doble forma de epí­clesis sobre la oblata (sobre las ofrendas) y de epí­clesis sobre la asamblea “Spiritu Sancto congregata °. La doble epí­clesis eucarí­stica sirve también como paradigma para comprender las otras formas de epí­clesis. Se pueden citar, no obstante, términos pneumatológicos (verbos, con sus derivados sustantivos y adjetivos) como: infundir, enviar, santificar, consagrar, recibir, asumir, llenar, cumplir, completar, perseverar, regir, confirmar, encender, brillar, etc. Obviamente, una parte de los verbos (y derivados) indica la acción del Espí­ritu y otra su presencia. Esta se encuentra ligada particularmente a los sustantivos. Sólo a modo de ejemplo recordamos algunos: don, amor, devoción, efusión, llama, fuego, calor, fulgor, consejo, caridad, consuelo, fortaleza, alegrí­a, gozo, iluminación, luz, dedo de Dios, entendimiento, ciencia, sabidurí­a, potencia, virtud, plenitud, rocí­o, espiración, corona, unción, sal de la sabidurí­a, etc. Un atento análisis de las expresiones verbales nos llevarí­a a comprender la realidad litúrgica como acción del Paráclito dirigida a hacer de la acción litúrgica, en la vida de la iglesia, el signo privilegiado de la presencia del Cristo pascual y el fundamento del obrar apostólico de los miembros del pueblo de Dios.

3. GESTOS. En las diversas tradiciones litúrgicas existen tantos gestos pneumatológicos en general como gestos tí­picamente epicléticos. Recordamos sólo los más significativos, apelando a un principio derivado del comparativismo litúrgico. Un gesto litúrgico es legible y comprensible no tanto si lo consideramos en sí­ mismo y aisladamente, sino más bien confrontándolo e ilustrándolo con cuanto proviene de la hermenéutica litúrgica. Con este principio serí­a más fácil hallar e intuir gestos-ritos, que forman parte del lenguaje pneumatológico, referentes a:
†¢ la mano: imposición de las manos; elevación de las manos, que es una variante de la imposición con la respectiva figura metafórica de la mano de Dios (la derecha) y del dedo de Dios; hasta la transposición conceptual de la mano de Dios introducida en las manos del ministro, testimoniada en la eucologí­a
†¢ spirare: la insufflatio sobre personas o cosas; la halitatio sobre personas o cosas (para estos gestos -así­ como para los otros- la inspiración es eminentemente bí­blica: cf Jua 3:8 : “Spiritus ubi vult spirat”; Jua 20:21 : “Haec cum dixisset, insufflavit et dixit eis: Accipite Spiritum Sanctum”); como también las indicaciones colaterales eucológicas al viento de pentecostés (cf Heb 2:1-3);
†¢ la actitud del cuerpo (en general): la postración completa (en las ordenaciones; consagraciones de las ví­rgenes; el viernes santo, etc.) correspondiente a la proskynesis bizantina”; la genuflexión; estar en pie con los brazos en cruz y las manos elevadas, etc. Nótese que también otros gestos-ritos, que se podrí­an estudiar en sus detalles y en sus variantes de diverso género, remiten (en mayor o menor medida) a alguna cosa del Antiguo y Nuevo Testamento; están llenos de semantemas pertenecientes a la historia de la salvación.

El lenguaje litúrgico, aunque forjado sobre el hombre, imita no obstante el lenguaje bí­blico. Esto significa que el lenguaje litúrgico debe ser leí­do y es legible sólo después de una previa iniciación a la Sagrada Escritura. Hoy, pues -no será inútil recordarlo-, al buscar la -> adaptación, el paradigma del lenguaje litúrgico debe ser, como siempre, fundamentalmente el bí­blico.

4. Uso DE REALIDADES TíPICAS. Además de la lengua y de los gestos de naturaleza pneumatológico-epiclética, existe también la gama del uso de realidades tí­picas que en el lenguaje bí­blico-litúrgico y litúrgico-comparativo indican infusión del Espí­ritu, presencia del Espí­ritu, acción del Espí­ritu. Recordamos sólo el uso de las siguientes:
* óleo (de oliva o en todo caso vegetal) de los catecúmenos; para los enfermos; sacro crisma 4 óleo usado sólo o mezclado con aromas, o bien derramado en el agua 01, etc.: todos son referencias pneumatológicas;
* perfume: balsámico unido al óleo; el uso del perfume (aspersión con perfume) entre los bizantinos, por ejemplo durante la “santa y gran semana”; el incienso, etc. Son referencias al “bonus odor Christi” (cf 2Co 2:15) que debe ser cada cristiano ungido por el Espí­ritu;
* sal: usada sola (cf Mat 5:13; Mar 9:49; Col 4:6 vulgata) o unida al agua, etc.: es referencia al Espí­ritu, el cual, como sabidurí­a, da gusto a las realidades, conserva y preserva de la corrupción;
* anillo: para la virgen, para la esposa, para el obispo;
* corona: para los esposos, para las ví­rgenes;
* velo: para las ví­rgenes (no se olvide la obumbratio del Espí­ritu sobre Marí­a, prototipo de la virginidad consagrada: cf Luc 1:35. Véase en clave pneumatológica también Mar 9:7 y Mat 17:5);
* agua caliente: derramada (= zeon) en la especie eucarí­stica del vino transubstanciado entre los bizantinos.

Para el hombre de hoy y para la -> pastoral litúrgica, que buscan -> signos y sí­mbolos con que leer realidades más profundas e imprimirlas en la existencia de los fieles, no será tal vez inútil el presentar en los justos modos también estos signos-sí­mbolos que, aunque antiguos, se demuestran aún como los más apropiados para indicar la presencia-acción del Pneuma sagrado.

5. EL -> SILENCIO. El silencio en la liturgia no es una ceremonia; esmás bien suspensión de todo gesto, palabra o rito. No es una pausa en el curso de la celebración, sino un entrar en el corazón de la misma. Es un momento cumbre, que indica al Espí­ritu Santo: su presencia y su acción, que lleva a la contemplación.

El silencio litúrgico es una invitación a estar disponibles a la acción del Espí­ritu. El Espí­ritu habla en el silencio; para oí­rlo, sentirlo, gustarlo, es preciso hacer silencio.

Llenarse de silencio es llenarse de Espí­ritu. El silencio de adoración y de contemplación es la mejor apertura para acoger la palabra del Maestro, es la primera grada para llegar a vivir de Dios: después del anuncio de la palabra de Dios, el silencio es el camino a la interiorización y a la adaptación de ella a nosotros y de nosotros a ella. El silencio ayuda a percibir el soplo del Espí­ritu: en el silencio él nos hace intuir tantas cosas y puede satisfacer las necesidades de cada fiel alimentando la búsqueda y la reflexión sobre lo que nos conviene para configurarnos con Cristo. El silencio, después de haber recibido el cuerpo y la sangre de Cristo, es un espacio de tiempo reservado a la presencia y acción del Pneuma sagrado, que nos asocia a Cristo y a la iglesia y nos hace partí­cipes del modo más pleno del misterio pascual. El silencio litúrgico pretende fomentar la unión del fiel con Cristo liturgo: acción ésta propia del Espí­ritu. Donde más profundo es el misterio, más grande el silencio y obra mayormente el Espí­ritu Santo.

V. Observaciones teológico-litúrgicas
La santa iglesia tiene conciencia de que el Espí­ritu Santo no sólo esel alma de la reforma litúrgica y de todo el movimiento litúrgico sino especialmente de la renovación litúrgica. La iglesia va profundizando cada vez más la verdad de que el Espí­ritu Santo, que es el alma de ella misma, cuerpo de Cristo, es también alma de la acción litúrgica y de toda la liturgia. Desde este punto de vista y después de cuanto hemos indicado más arriba, presentamos algunas conclusiones teológico-litúrgicas, distinguiéndolas en dos grupos:
1. OBSERVACIONES DE TIPO METODOLí“GICO. a) Ante todo se debe aceptar que, si se aplican lí­neas metodológicas apropiadas al depósito de las tradiciones litúrgicas, emerge de éstas una vasta gama, una notable multiplicidad poliédrica expresiva, que muestra cuán acentuada es la presencia pneumatológica en las fuentes litúrgicas. Esto vale tanto para el Oriente como para el Occidente litúrgicos, de ayer y de hoy.

b) Es cierto que en el despertar o renovación carismática de hoy, el estudio del dato pneumatológico, presente desde siempre en la liturgia y repuesto en el honor debido, podrá constituir una plataforma de prueba de la ortodoxia y una mesa de rectificación y de confrontación para cada movimiento, además de ser fuente y cumbre a que todo fermento de carismaticismo, presente desde siempre y hoy más acentuado en la catolicidad, deberí­a tender y del cual deberí­a promanar.

c) En el campo de la investigación y del estudio personal, así­ como en el de la meditación, el ámbito Espí­ritu Santo y liturgia debe ser potenciado para bien de la espiritualidad cristiana, que es una -> espiritualidad litúrgico-sacramental. El cuerpo de Cristo, la iglesia,es un cuerpo organizado, vivo, sacrificial, eucarí­stico, eucológico, en virtud de las epí­clesis del Espí­ritu. En la celebración litúrgica, la asamblea llega a ser lo que recibe y lo que anuncia; en otros términos: el misterio proclamado y profesado (exomologhí­a) para la vida del cristiano, que es vida de alabanza (euloghí­a), se hace acción de gracias (eucharistí­a) y es celebrado por la acción del Espí­ritu. Metodológicamente esto debe ser aceptado por los agentes de la pastoral litúrgica.

2. OBSERVACIONES RELATIVAS AL CONTENIDO. El recurrir a metodologí­as apropiadas para estudiar el dato pneumatológico de la y en la liturgia no debe convertirse en una simple demostración de erudición, sino que debe traducirse, a nivel operativo, en el esfuerzo de crear espacio y disponibilidad en las personas de los fieles a la acción del Espí­ritu Santo. Se puede, pues, comprender cuanto sigue:
a) Si es verdad que “Spiritus ubi vult spirat” (cf Jua 3:8), no cabe duda de que el Espí­ritu “quiere soplar” donde se celebra una acción litúrgica. En la historia de la salvación la presencia del Espí­ritu se realiza por la actuación del misterio que es Cristo-iglesia. Ahora bien, en la acción litúrgica, en la que se realiza la reactualización sacramental del misterio, que es Cristo con sus misterios, está el Espí­ritu. En efecto, toda auténtica acción litúrgica es epí­clesis del Espí­ritu, epifaní­a del Espí­ritu, sacramento del Espí­ritu.

b) Por otra parte, la presencia y la acción del Espí­ritu Santo en la historia de la salvación tienen la finalidad de asimilar toda la humanidad a la unidad Cristo-iglesia. Ahora bien, si es cierto que, in via, la máxima actuación y asimilación al misterio se celebra y se realiza en la eucaristí­a, se debe concluir que toda presencia del Espí­ritu está orientada a la eucaristí­a. Para la teologí­a, para el ecumenismo, para la espiritualidad litúrgica, la importancia de esta conclusión es evidente.

c) Añádase que la presencia y la acción del Espí­ritu no la hallamos en la acción litúrgico-sacramental: existen soplos del Espí­ritu que se pueden decir extra-sacramentales. Pero, puesto que la presencia y la acción del Espí­ritu en la historia de la salvación están destinadas a la asimilación a Cristo-iglesia, y puesto que toda asimilación y configuración a Cristo-iglesia, in via, sucede por medio de las acciones litúrgico-sacramentales y en relación con ellas, se puede afirmar que toda epí­clesis del Espí­ritu, incluso la epí­clesis extra-sacramental, posee, al menos implí­citamente, un dinamismo litúrgico-sacramental. En sí­ntesis: toda acción y presencia del Espí­ritu, incluida la extra-sacramental, estando destinada a la asimilación y configuración con Cristo-iglesia, está orientada, al menos de una forma implí­cita, a la eucaristí­a.

VI. Perspectivas de la espiritualidad litúrgica de la pastoral sacramental
Liturgia y Espí­ritu Santo: este binomio indivisible abarca toda la vida del fiel; es realmente la base de la espiritualidad litúrgica, y en torno a él se mueve la pastoral sacramental.

1. LA ESPIRITUALIDAD LITÚRGICA. Esta se basa en la acción y presencia del Espí­ritu Santo en la acción litúrgica, y por consiguiente en la realidad litúrgica: misterio-acción-vida.

a) Para todo fiel la presencia del Espí­ritu comporta el triple efecto de santificación, de consagración y de culto, justamente por razón de su finalidad í­ntima a asimilar en la unidad a Cristo-iglesia. No hay quien no vea cómo toda acción litúrgica goza de esta triple eficacia. Esto equivale a afirmar que las repetidas epí­clesis del Espí­ritu celebradas en la liturgia hacen de ella un perpetuo pentecostés a través del tiempo y del espacio con todos sus efectos. Y como el acontecimiento de pentecostés fue el comienzo de la historia de la salvación actuada en la iglesia, la inauguración de la parusí­a y el anticipo del reino definitivo, así­ la liturgia como signum efficax Spiritus teje la vida de la iglesia (de cada fiel en la iglesia y de cada hombre orientado implí­citamente a ella), a fin de que la iglesia misma pueda desarrollar una historia, fomenta e incrementa la parusí­a para que Cristo esté con nosotros y anticipa el reino en cuanto que lo edifica con la fuerza del Espí­ritu vivificante.

b) Se comprende, por tanto, la importancia del Espí­ritu Santo para la espiritualidad del fiel: en la acción litúrgica, el Espí­ritu Santo es el que hace la palabra de Dios viva y eficaz en cada participante (cf Heb 4:12). La palabra proclamada en ella no serí­a acogida por los fieles sin la acción del Pneuma sagrado: él es la acogida de la palabra en los fieles.
Es el Espí­ritu Santo el que, comunicado en la comunidad al individuo, lo acompaña en unidad y comunidad con toda la iglesia. El es la creación del pueblo de Dios como nueva creación en Cristo, como pueblo del culto perpetuotributado al Padre en espí­ritu y en verdad, como templo vivo, real, lugar por excelencia del único culto, del culto que recapitula cualquier expresión de gloria, de gracias y de alabanza a la Trinidad.

Es el Espí­ritu presente y operante el que constituye el principio vivificante de la acción litúrgica, de modo que la liturgia celebrada en la tierra pertenezca ya al orden de las realidades celestes.

c) Se puede entonces recordar que la espiritualidad litúrgica está caracterizada por la objetividad a causa del Espí­ritu Santo. Ella debe hacer ver e inculcar a los fieles que la liturgia es simultáneamente profesión de fe en la epí­clesis del Espí­ritu y epí­clesis vivida en la existencia del fiel y celebrada en la acción litúrgica; donde se renueva la memoria de los acontecimientos salví­ficos y la iglesia se ofrece con Cristo al Padre por el Espí­ritu Santo, la presencia del Espí­ritu es incesante, para que el memorial sea vital y se haga realidad, y para que la participación sea fructuosa y rica.

2. LA PASTORAL SACRAMENTAL. Precisamente porque el Espí­ritu Santo ocupa un puesto preeminente en la acción litúrgico-sacramental, la misma pastoral sacramental debe ejercerse de modo que esté en sintonia y en sinergia con la presencia y la acción del Espí­ritu Santo.

a) Se podrí­a así­, con una definición descriptiva, afirmar que la pastoral litúrgico-sacramental es el arte de crear en los fieles (el catecúmeno es también un fiel in fieri) los presupuestos para recibir las mociones del Espí­ritu y para conservar la tendencia hacia el Espí­ritu, que realiza progresivamente el encuentro del fiel en Cristo-iglesia, y por tanto el encuentro del pueblo de
Dios con las personas divinas. Objeto de la pastoral no es un grupo de hombres que reacciona sólo o sobre todo obedeciendo a leyes de psicologí­a y de sociologí­a religiosas o de interacción de grupo, sino personas que primariamente son movidas, animadas y vivificadas por la ley del Espí­ritu. El pastor debe, por tanto, ser instrumento dócil del Pneuma sagrado. Por eso debe ser experto en las cosas divinas, además de las humanas; más aún, su experiencia en estas últimas debe ser óptima para poder ser más experto en las cosas divinas.

b) El ámbito de la pastoral litúrgico-sacramental, extendiéndose desde el antes celebrativo al durante celebrativo para continuar luego en el después celebrativo, se entreteje con la catequesis litúrgico-sacramental y con la dirección espiritual modulada especialmente sobre las lí­neas de la espiritualidad litúrgica. La pastoral deberá hacerse abierta para suscitar el sentido de pertenencia al cuerpo mí­stico de la iglesia, cuya alma es el Espí­ritu Santo; deberá asimismo educar para obrar y sentir “cum ecclesia’; que equivale a entrar en simpatí­a (en el sentido etimológico del término) con el Espí­ritu Santo. La pastoral litúrgico-sacramental- deberá estar, por consiguiente, impregnada de espí­ritu de iniciativa, espí­ritu orientado a llevar al encuentro personal in ecclesia con las divinas Personas.

c) Se debe decir que la pastoral litúrgica, siendo un arte en sintonia y en sinergia con la presencia y la acción del Espí­ritu Santo para llegar a suscitar, fomentar y perpetuar en las personas la simpatí­a con el Espí­ritu Santo, goza de la prerrogativa de la objetividad. Educará para superar toda emoción sensacional, todo pietismo espiritual, todo sentimentalismo, todo tipo de desviación de la vida del espí­ritu en vistas de la meta que se puede sintetizar así­: formar “personalidades litúrgicas””.

De este modo la pastoral litúrgica enseñará a comprender que en la liturgia todo gesto es una proclamación; toda palabra, un anuncio; toda celebración, un acontecimiento salví­fico; toda persona, una custodia visible de la invisible presencia y acción del Espí­ritu Santo.

A. M. Triacca

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

¿Qué lugar le corresponde al Espí­ritu Santo en la teologí­a fundamental? Si se consulta el Dictionnaire apologétique de la foi calholique (ed. D’Alés, Parí­s 1909-1931), resulta sorprendente constatar cómo la voz “Esprit Saint” está totalmente ausente. Esto no debe verse como un olvido, ya que consultando el í­ndice analí­tico de este diccionario -ejemplo significativo de la apologética clásica- aparecen no pocas referencias al Espí­ritu Santo, por ejemplo en las voces “infalibilidad pontificia”, “gracia”, etc. De toda la amplia obra del Espí­ritu, tal como nos la atestigua la revelación y la liturgia, la teologí­a preconciliar se limitaba generalmente a subrayar dos aspectos: se presentaba al Espí­ritu Santo como el garante y el custodio fiel que mantiene inalterable la institución fundada por Cristo (tradicionalismo), y, respecto a los fieles, se le consideraba como el “dulcis hospes animae”, dando ordinariamente a este tema de la inhabitación un tinte devocional y una inflexión de intimismo.

El giro vendrá con el / Vaticano II, aunque no sin tropiezos; ya en el primer esquema De Ecclesia aparecí­an tres graves defectos en el texto: triunfalismo, clericalismo, juridicismo. Se trata de verdaderos pecados contra el Espí­ritu Santo: el triunfalismo, al identificar la Iglesia con Cristo y con el reino de Dios, se olvida de que, si en la redención el Verbo actuó a través de una naturaleza humana libre de pecado, ahora, en el tiempo de la Iglesia, actúa con su Espí­ritu a través de hombres marcados por el pecado y sometidos a él. También el clericalismo coloca en primer plano al hombre asignado a un cargo como protagonista de la salvación, y no al Cristo glorioso y presente en el Espí­ritu. Finalmente, el juridicismo exalta tanto la institución eclesiástica que deja en la sombra la acción interior del Espí­ritu, el único que puede hacer de un acto puesto por la Iglesia un acontecimiento de salvación.

De hecho, el concilio no sólo superó estos riesgos, sino que gracias a las amplias perspectivas abiertas por la renovación bí­blica, patrí­stica y litúrgica, ofreció interesantes aportaciones de notable densidad pneumatológica que, oportunamente valoradas, incidirán de forma significativa en los puntos principales de la teologí­a fundamental.

Puesto que el rasgo especí­fico que define esta disciplina es la verificación de la / credibilidad de la revelación de Dios realizada en Jesucristo y hecha actual por el Espí­ritu a través de la Iglesia en el hoy de la historia, será oportuno organizar la presente investigación en torno a tres polos principales: Espí­ritu y revelación, Espí­ritu e Iglesia, Espí­ritu e historia.

1. ESPíRITU Y REVELACIí“N. La perspectiva histórico-salví­fica privilegiada por el Vaticano II llevó a una reconsideración de la revelación en clave de acontecimiento trinitario, como acontecimiento que se despliega en la historia y tiende a la comunión beatí­fica. La apologética anterior preferí­a señalar el sujeto de la revelación en “Dios”, es decir, en la única naturaleza divina, prescindiendo de su ser trinidad de personas (“monoteí­smo pretrinitario’~. En estos mismos términos se expresaba también el Vaticano I: “Plugo a su sabidurí­a [la de Dios] y a su bondad… revelarse a sí­ mismo” (DS 3004). Compárese este pasaje de fuerte carácter teocéntrico con el otro similar, pero triadocéntrico, de la Dei Verbum: “Quiso Dios, con su bondad y sabidurí­a, revelarse a sí­ mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf Ef 1,9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espí­ritu Santo pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina” (DV 2).

Así­ pues, toda la revelación es una historia de amor, que viene “a Patre per Filium in Spiritu Sancto ad Patrem”. La visión del concilio es claramente cristocéntrica, pero no cristomonista: el Padre se revela a la humanidad y la atrae hacia sí­ con “las dos manos” (IRENEO, Adv. Haer. V, 6,1), o sea, mediante la acción conjunta del Verbo y del Espí­ritu: Cristo pone la realidad objetiva de la salvación y de la revelación, el Espí­titu la inspira y la interioriza; no emite palabras nuevas, pero hace nuevas las palabras de Cristo. Según Juan, es el otro Paráclito respecto a Cristo, pero un Paráclito distinto de Cristo (Jn 14,16: allos, no heteros). Como Espí­ritu de verdad, tendrá que “enseñar y recordar” todo lo que Jesús hizo y dijo (Jn 14,26); pero “no hablará por sí­ mismo”, y guiará a la plenitud de la verdad acudiendo continuamente a la revelación de Jesús (Jn 16,13-14).

En la lí­nea de la reflexión patrí­stica, y especialmente agustiniano-tomista, el concilio ayuda a captar la obra reveladora del Espí­ritu mediante las dos categorí­as de la universalización y de la interiorización. “Lo que ha sido predicado una vez (semel) por el Señor, o lo que en él se ha obrado para salvación del género humano, debe ser proclamado y difundido hasta los últimos confines de la tierra (cf He 1,8), comenzando por Jerusalén (cf 24,47), de suerte que lo que una vez se obró para todos (pro omnibus) en orden a la salvación alcance su efecto en todos (in universis) en el curso de los tiempos” (AG 3). Por tanto, si es el Hijo el que se encarna en la historia, el Espí­ritu es el que abre. la historia a la escatologí­a, haciendo de Cristo el ser escatológico, el último Adán. Así­, por obra del Espí­ritu, el acontecimiento único de Cristo adquiere una actualidad permanente, su salvación llega a todas las latitudes y se extiende a todas las horas de la historia. Pero el “cumplimiento” realizado por el Espí­ritu respecto a Cristo debe entenderse rectamente: no es un añadido de fuera, ya que nada le faltó a la obra de Cristo y todo se realizó a la perfección (cf Jn 19,30); el Espí­ritu universaliza la redención cumpliéndola desde dentro, es decir, interiorizándola: “Para esto [la difusión universal de la salvación hasta los confines del mundo y el final de los tiempos], Cristo envió de parte del Padre al Espí­ritu Santo, para que llevara a cabo interiormente (intus) su obra salví­fica e impulsara a la Iglesia a extenderse a sí­ misma” (AG 4).

Así­ los dos brazos amorosos del Padre, Cristo y el Espí­ritu, actúan conjuntamente, pero sin confundirse: el uno expresando y el otro imprimiendo, el uno como palabra y el otro como soplo que la acompaña y la introduce en el corazón de los creyentes: “Nadie puede acoger la predicación evangélica sin la iluminación y la inspiración del Espí­ritu Santo, que da a todos la dulzura para consentir y creer en la verdad” (DS 377; 3010; DV 5).

Una relectura del acontecimiento de la revelación pneumatológicamente más atenta, como la que realizó el Vaticano 11, supone la superación de varios riesgos en los que se habí­a trabado la apologética preconciliar:
1) Ante todo, el riesgo de intelectualismo. Para definir la revelación, la apologética clásica habí­a destacado la categorí­a de la “palabra”: la revelación es “locutio Dei attestantis”. Es ésta la analogí­a que está presente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento (cf Heb 1,1); pero para proteger el concepto de revelación de las negaciones del racionalismo y de las contaminaciones del protestantismo liberal, se describí­a formalmente la palabra revelante en términos de enseñanza, reducido a las relaciones entre maestro y alumno. Se acababa insistiendo entonces en el aspecto conceptual de la revelación, tendiendo a hacer de ésta la manifestación de un sistema de ideas más bien que la comunicación de una persona, Cristo, la verdad en persona. En esa concepción se privilegiaban las palabras respecto a los hechos, y éstos se presentaban sólo como garantí­a de la revelación y no como medio de la misma.

Al concebir la revelación no sólo en el contexto del Logos, sino también en el del Pneuma, el concilio recupera la dimensión histórica de la autocomunicación trinitaria, mostrando cómo ésta se lleva a cabo en la historia y por medio de la historia: “El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrí­nsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio” (DV 2). Sin olvidar el carácter doctrinal de la revelación, la Dei Verbum subraya cómo la palabra -historia del Dios que se revela- nace del amor y tiende al amor: “En esta revelación Dios invisible, movido por amor, habla a los hombres como amigos y trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañí­a” (DV 2). La alianza incluye la enseñanza, pero para llegar a la comunión.

2) Este defecto del intelectualismo se reflejaba especialmente en la concepción de la Sagrada Escritura. Frente al ataque progresivo del racionalismo, que negaba la divinidad de la Biblia, pretendiendo resaltar diversos errores lógicos, la apologética reaccionaba defendiendo su inerrancia, pero siempre en el plano de la verdad lógica, es decir, proposicional (proposicionalismo). Partiendo de la concepción del lenguajes visto como una serie de proposiciones tanto la polémica racionalista coma contraofensiva apologética identificaban la palabra con la proposición; se aácababa entonces identificando la Biblia con una serie de enunciados, cada uno de los cuales contendrí­a una verdad objetiva de fe. Como se ve, se tomaba en consideración solamente el aspecto cognoscitivo de la Escritura y se recurrí­a a ella como a un locus argumentorum. En los manuales se citaba la Biblia en función de la prueba de las tesis, y ninguna de éstas tomaba en consideración el valor salví­fico de la palabra. Por ejemplo, del texto clásico de 2Tim 3,16 se citaba sólo el aspecto de la inspiración (que serví­a de base a la inerrancia), silenciando el otro -más subrayado en el texto- de la eficacia salví­fica de la Escritura, “útil para enseñar, para reprender, .para corregir, para educar en la justicia”. De hecho, en la Escritura es más fácil encontrar afirmaciones sobre el dinamismo salví­fico de la palabra que sobre su verdad: cargada de la energí­a del Espí­ritu, la palabra inspirada es vista como palabra que obra (energheitai: 1Tes 2,13), o sea, que no sólo enseña, sino que produce eficazmen-te la salvación, haciendo resonar la voz poderosa del Espí­ritu (DV 21; cf Rom 1,16; Sant 1,21; ICor 1,18; 2Tim 2,9; etc.).

3) La apologética tradicional se limitaba a tratar de la mesianidad de Cristo, presentándolo como legado divino que vino a hablar en nombre de Dios, y remití­a a la dogmática para los otros testimonios de Jesús sobre sí­ mismo, como Hijo del Padre. Esta presentación, que practicaba una dicotomí­a artificial entre legado divino e Hijo del Padre corre el riesgo de presentarnos un Jesús a trozos (jesuanismo), que sólo en parte coincide con el Cristo de los evangelios.

Una sana I cristologí­a fundamental, por el contrario, no puede menos de desarrollarse a la luz de una comprensión pneúmática del acontecimiento Cristo; en efecto; “Cristo” significa “consagrado con él Espí­ritu Santo”; pues bien, “toda la vida de Cristo se desarrolló en ,,presencia del Espí­ritu” (BASILIO DE CESíREA De Spir. S 16); desde el.nacimiéuto (“incarnatus ést de Spiritu Sancto”: DS 150) hasta el bautismo “(Dios ungió [ejrisen] con el Espí­ritu Santo y llenó de poder a Jesús de Nazaret… después del bautismo que predicó Juan”: He 10,37-38) y hasta la pascua (“constituido Hijo de Dios en poder según el Espí­ritu de manifestación por su resurrección de la muerte”: Rom 1,4).

Una cristologí­a verdaderamente “fundamental” no es, por consiguiente, la que se limita a considerar una parte de Cristo (su función de legado divino), pretendiendo fundar sobre ella la construcción dogmática posterior; al suprimir todo conocimiento de Cristo según el Espí­ritu, semejante cristologí­a acabarí­a resbalando tarde o temprano por el plano inclinado de una “jesuologí­a” más o menos larvada, o sea, de un conocimiento de Jesucristo “según la carne”, justamente rechazado por la revelación (cf 2Cor 5,16).

4) Una comprensión adecuada de la realidad y de la obra de la revelación, no podrá, por consiguiente, depender sólo de la lógica o de la dialéctica, armas preferidas por la apologética cristiana. Es verdad que, en el plano de la fundamentación teológica de la fe cristiana, válida para creyentes y no creyentes, no se puede renunciar a los datos de la experiencia humana y de la razón; sin embargo, no habrá que pedir al teólogo fundamental que suspenda deliberadamente su fe o que ponga en cuestión sus certezas fundamentales. Semejante apologética “de umbral” caerí­a inevitablemente en el hoyo del racionalismo, que pretende caminar hacia la fe eliminando con la duda cartesiana todo género de presupuesto para comenzar con presuntos fundamentos neutrales. Por el contrario, una verdadera teologí­a fundamental renuncia a la pretensión artificial de una neutralidad metodológica con la convicción de que la auténtica objetividad cientí­fica no se alcanza en teologí­a imaginándose que se parte sin presupuestos -esta pretensión constituirí­a realmente el más colosal de los prejuicios-,sino reconociendo honradamente aquellos presupuestos de fe y reflexionando crí­ticamente sobre ellos.

La apologética no puede caer nunca en el nivel de la sabidurí­a humana ni puede apoyarse en “la elocuencia persuasiva de la sabidurí­a, sino en la demostración del poder del Espí­ritu”, ya que “el hombre mundano no acepta las cosas del Espí­ritu de Dios” (1 Cor 2,4.14). También la teologí­a fundamental es “fides quaerens intellectum”, y por eso no se construirá nunca en oposición a la dogmática; siendo la revelación -como acontecimiento cristológico-pneumático- al mismo tiempo misterio de fe y acontecimiento histórico, su procedimiento será necesariamente apologético y dogmático a la vez.

2. ESPíRITU E IGLESIA. “Puesto que el Espí­ritu Santo procede como amor, procede como primer don” (S. Tlt. I, q. 38, a. 2): primero en la apertura inicial de Dios a nosotros, el Espí­ritu es también el primero en suscitar la acogida de adoración y la fe obediente del hombre al don que viene de arriba. Este encuentro amoroso entre Dios y el hombre se realiza “por obra del Espí­ritu Santo” de forma hipostática en Jesús, para cumplirse de forma mí­stica en nosotros: “el Verbo e Hijo del Padre unido a la carne se hizo carne, hombre completo, para que los hombres unidos al Espí­ritu se hicieran un solo Espí­ritu (pneumatophoroi: ATANASIO, De Inc. Verbi 8). El retorno obediente al Padre inaugurado por Jesús toma “cuerpo” en la Iglesia, en donde todos los hijos, renacidos del agua y del Espí­ritu, reviven la oración del Hijo: ¡Abba, Padre! (Rom 8,15).

Desde el comienzo de su reflexión, la comunidad cristiana se concibió siempre como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y, también por eso, como templo del Espí­ritu (1Cor 3,16; 6,19; 2Cor 6,16), vinculando expresamente su existencia a la fe en la tercera persona de la Trinidad: lo demuestra también el sí­mbolo constantinopolitano, en donde, tras el artí­culo “Creo en el Espí­ritu Santo”, viene inmediatamente el artí­culo sobre la Iglesia, “una, santa, católica y apostólica” (DS 150).

De hecho, desde sus primeros pasos por el camino de la historia, la comunidad cristiana tuvo que enfrentarse con una doble tentación: por una parte, la de soñar con una Iglesia totalmente espiritual, sin necesidad de signos ni de estructuras visibles (Espí­ritu sin Iglesia); por otra, la de configurarse como sociedad centrada toda ella en la institución jerárquica (Iglesia sin Espí­ritu). Al desarrollarse en el clima polémico antiprotestante y antirracionalista, la apologética clásica se veí­a naturalmente expuesta al riesgo de una pesada acentuación del elemento jurí­dico-social de la realidad-Iglesia y de una preocupante reducción de la eclesiologí­a sólo a la dimensión jerárquica. El olvido masivo del Espí­ritu se radicalizó en la ilustración, de la que resultaron contagiados ciertos manuales decadentes, según los cuales la Iglesia serí­a como una máquina puesta en marcha al principio por Jesús y confiada luego totalmente a la jerarquí­a para siempre.

La renovación teológica de la escuela de Tubinga, por. obra sobre todo de J.A. Móhler (j’ 1838), reaccionó contra la tuberculosis del racionalismo, acentuando la primací­a del Espí­ritu sobre el elemento institucional, y concibió la Iglesia como “encarnación continuada” de Cristo. El Vaticano 1 no fue capaz de recoger estos estí­mulos tan prometedores y tuvo que restringir la prevista constitución sobre la Iglesia tan sólo a la cuestión del romano pontí­fice: la Pastor aeternus (18 de julio de 1870) definió el primado y la infalibilidad del papa, mencionando sólo al Espí­ritu Santo como garantí­a de asistencia al magisterio petrino (DS 3060).

La recuperación del elemento espiritual y carismático por obra de la Mystici Corporis, de Pí­o XII (1943) -aunque estrictamente encuadrada todaví­a en la perspectiva de la eclesiologí­a jurí­dica-, desembocó en la sí­ntesis equilibrada y dinámica de la Lumen gentium: “La sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el cuerpo mí­stico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino” (LG 8). Como se ve, el concilio quiere oportunamente evitar los dos errores eclesiológicos más peligrosos: el del naturalismo, que ve a la Iglesia como simple institución humana dotada de reglas disciplinares y de ritos externos, y el peligro opuesto del misticismo, que subraya tanto su elemento sobrenatural e interior que la considera como una realidad escondida y totalmente invisible. Se trata de dos errores que la Mystici Corporis (“AAS” 35 [1943] 220-224) y, ya antes, la Satis Cognitum, de León XIII (“ASS” 28 [1896] 710) habí­an relacionado con las dos herejí­as cristológicas más graves, la del nestorianismo, que consideraba en Cristo sólo su naturaleza visible, y la del monofisismo, que consideraba sólo su naturaleza divina invisible. En realidad, no puede existir ninguna oposición verdadera entre la misión invisible del Espí­ritu Santo, que tiene como efecto la formación y la animación del cuerpo mí­stico, y el oficio jurí­dico que los pastores han recibido de Cristo, en virtud del cual la Iglesia es una comunidad jerárquica: “Por eso se la compara [a la Iglesia], por una notable analogí­a, al misterio del Verbo encarnado, pues así­ como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espí­ritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf Ef 4,16)” (LG 8).

El Vaticano II mantuvo la referencia cristológica esencial, pero integrando esa referencia dentro de una amplia perspectiva pneumatológica, permitiendo subrayar algunos aspectos esenciales de la Iglesia a los que no siempre la teologí­a latina, especialmente ciertos tratados De Ecclesia, habí­an dedicado la debida atención.

1) La ! Iglesia no puede considerarse como una pura reedición de la historia de Jesús, sino que debe verse como acontecimiento de su Espí­ritu. En otras palabras, la relación entre Jesús y la Iglesia no puede reducirse a la relación entre un fundador y su institución (relación de sucesión: primero Jesús, luego la Iglesia); es más bien una relación de sacramentalidad: primero Jesús que prepara la Iglesia, luego Jesús en el Espí­ritu, que vive en la Iglesia. Sin el don del Espí­ritu no se da el “nosotros” eclesial (cf He 15,28). No hay, por tanto, Iglesia sin Espí­ritu: “Donde está la Iglesia, allí­ está el Espí­ritu de Dios; y donde está el Espí­ritu de Dios, allí­ está la Iglesia y toda gracia” (IRENEO, Adv. Haer. III, 24,1).

En consecuencia, la memoria o anámnesis de Jesús no podrá bloquear nunca a la Iglesia en una vuelta hacia atrás, sino que la pondrá en movimiento hacia la epí­clesis, proyectándola hacia adelante. Por eso la Iglesia es siempre la misma y siempre nueva: idéntica a sí­ misma, no con la identidad de la piedra, sino con la del ser vivo. El acontecimiento de la salvación es gracia que no se repite nunca en el tiempo y en el espacio, sino que es siempre signo de la visita libre e improgramable del Espí­ritu. Es verdad que el Espí­ritu no se desmiente; incluso cuando su paso obedece a las leyes constantes -que él mismo se ha dado- de la historia de la salvación, incluso cuando se entrega libremente a través de signos constituidos por él mismo, como los sacramentos o la sucesión apostólica, el Espí­ritu es siempre inédito; tanto en las celebraciones sacramentales como en el gran sacramento-Iglesia, el acontecimiento irrepetible de Cristo no sólo se repropone con modalidades nuevas, ligadas a situaciones humanas siempre diversas, sino también con virtualidades crecientes, debidas a la fecundidad inagotable del Espí­ritu.

2) Fruto de la doble misión de la segunda y de la tercera persona de la Trinidad, la Iglesia se afirma como sacramento de Cristo y lugar del Espí­ritu. Según la enseñanza patrí­stica, la Iglesia es organum del Espí­ritu, lo mismo que, análogamente, la humanidad del Logos es el órgano por donde corre la dynamis, la energheia de la segunda personadivina. En efecto, el. Espí­ritu, “siendo uno solo en la cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su, oficio pudo ser comparado por los santos padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano” (LG 7). Como se ve, estamos en el contexto del modelo “somático” de la eclesiologí­a, tan querido de san Agustí­n y de santo Tomás. Pero el concilio matiza la fórmula tradicional en el magisterio anterior, según la cual en el cuerpo mí­stico Cristo es la cabeza y el Espí­ritu Santo el alma (DS 3328; 3808); la Lumen gentium se sitúa en el plano funcional: efectivamente, en el nivel ontológico el alma forma un solo ser con el cuerpo, pero el Espí­ritu no forma un solo ser con la Iglesia. La unión del Espí­ritu con la Iglesia es también distinta de la unión del Verbo con la humanidad en Jesús (unión “hipostática’; ésta hace que todos los actos del Hombre-Dios tengan al Verbo divino por sujeto y estén cubiertos, por tanto, de una garantí­a absoluta. La unión del Espí­ritu con la Iglesia es en realidad una unión “de alianza”, que no anula la personalidad de los sujetos humanos con su fidelidad y sus traiciones. La Iglesia es verdadero sacramento del Espí­ritu, esto es, signo indicativo y eficaz de su presencia; pero sólo sacramento, ya que no es ella misma la realidad en cuestión.

La perspectiva de la Iglesia-sacramento permite plantear correctamente el problema del discernimiento de la verdadera Iglesia. La apologética tradicional, estructurada sobre la base de un paradigma institucional y no sacramental, se empeñaba en demostrar que sólo la Iglesia de Roma era la verdadera Iglesia de Cristo, siendo las otras “sinagogas de Satanás” (Ap 2,9), que no podí­an llamarse iglesias. Si es verdad que sólo la Trinidad es la iglesia absoluta de los tres, ninguna, representación terrena e histórica- puede pretender identificarse pura y simplemente con la Iglesia de Cristo. El concilio afirma textualmente: “Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en [no “es”] la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia -la unidad católica” (LG 8). Una respuesta análoga, aunque más compleja y articulada, habrá que dar al interrogante sobre la relación entre fe cristiana y religiones (ef AG 3; 11; NA 2; LG 16).

3) Vivificada por la “koinoní­a del Espí­ritu Santo” (2Cor 13,13), la Iglesia es mucho más que una sociedad definida por unas relaciones ju= rí­dicas; es un misterio de comunión, que tiene su fuente su forma y su meta en la Trinidad. En esta comunión eclesial, el-ví­nculo personal que une a los cristianos entre sí­ y con Dios es el Espí­ritu Santo, “quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (He 2,42)” (LG 13; cf UR 2).

“Bautizados en un solo Espí­ritu, para formar un solo cuerpo” (1Cor 12,13), los creyentes están sostenidos y vivificados en su comunión por la palabra, la eucaristí­a-fuente y cima de todo sacramento-, los ministerios y los carismas, entre los que destaca la caridad.

En una perspectiva de teologí­a fundamental hay dos dones del Espí­ritu que exigen una especial atención: la santa tradición y el ministerio ordenado.

El Espí­ritu, “qui locutus est per prophetas” y presidió con su inspiración la formación de la Escritura, preside también su conservación e interpretación con el dinamismo de la tradición: “Para que este evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, dejándoles su cargo en el ministerio” (DV 7). Esta tradición, que “va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espí­ritu Santo” (DV 8), hace de la comunidad cristiana el ambiente vital en que se mantiene viva y activa la palabra de. Dios. En efecto, también fuera de la Iglesia se pueden tener materialmente los volúmenes de las Escrituras; pero es imposible tener el evangelio vivo, o sea, la verdadera comprensión de las Escrituras. En la Iglesia es donde se tiene al Espí­ritu viviente; ella misma es el evangelio vivo. A la Iglesia entera se le ha confiado él único depósito de la sagrada tradición y de la Sagrada Escritura, para que toda. la Iglesia viva de él; pero “el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al magisterio vivo de la Iglesia, lo cual lo ejercita en nombre de Jesucristo” (DV 10).

En torno a la palabra de Dios el Espí­ritu realiza la “coinspiración” de todos los fieles en el crecimiento necesario hacia la plenitud de la verdad divina: todo bautizado recibe del Espí­ritu Santo el sentido de la fe, es decir, el don de discernir la verdadera fe, y la gratia verbi, el don de anunciarla fielmente (LG 12; 35); al hacerlo así­, el Espí­ritu.no abre a un anarquismo arbitrario, sino que se hace el principio activo de comunión concediendo a todos “con-sentir” en la verdad; de esta manera la Iglesia, guiada por el magisterio, estimulada por el estudio y la reflexión de los creyentes, sostenida por su testimonio de vida, se sitúa bajo la palabra de Dios: el I sentido de la fe se traduce.en consensus fidelium.

3: ESPIRITU E HISTORIA. Empeñada en dar respuesta a todos los que piden razón de la esperanza que hay en los cristianos (cf IPe 3,15), la teologí­a fundamental no puede limitarse a verificar las huellas de la intervención de Dios en la historia de Jesús de Nazaret, sino que, consciente de sus responsabilidades frente al mundo, se hace cargo de los interrogantes de. cuantos piden ver los signos de la presencia del Espí­ritu de Cristo en la historia de hoy. Es éste el tema del discernimiento del Espí­ritu.

Si volvemos a la Biblia, vemos cómo desde la creación hasta la consumación final el Espí­ritu aparece como imantado por lo que es corporal e histórico: hace vivir al cosmos, habita en un pueblo hasta “descansar” en un cuerpo más concreto, el de Cristo; en pentecostés se derrama “sobre toda carne” (He 2,17) y al final será el agente de la “redención del cuerpo” (Rom 8,23). El es realmente el poder de Dios de hacer historia; bajo su soplo todo se transfigura: el cuerpo desgarrado del crucificado se convierte en el cuerpo glorioso del resucitado, la palabra humana “traduce” la palabra de Dios, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, la Iglesia es la anticipación del reino, el mundo pasa a ser la transparencia restaurada de la patria.

Pero si es verdad que él sigue “dirigiendo el curso de los tiempos” (GS 26), cabe preguntarse: ¿cuáles son los criterios para descifrar su presencia en la historia? “El pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espí­ritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios” (GS l l).

SIGNOS-PRESENCIA-ES: En analogí­a parcial con los criterios de autenticidad histórica de los evangelios, se puede trazar la siguiente gama de criterios de discernimiento de la autenticidad de la acción del Espí­ritu en la historia:
1) El primer criterio puede definirse de continuidad. El Espí­ritu, fiel a la nueva y eterna alianza, está presente en donde algo es conducido a Cristo; es verdad que el Espí­ritu no trae una nueva revelación, pero “recordará” todo lo que Jesús ha dicho (Jn 14,26; 16,14), y por eso no llevará ni más allá ni por encima de Cristo. Lo que el Espí­ritu dijo y realizó en Jesús sigue siendo normativo para siempre: toda novedad que no se integre en aquel pasado no viene del Espí­ritu, sino del antiespí­ritu. Pero hay que decir que este retorno a la historia ya cumplida no es una huida hacia dentro, sino un impulso hacia adelante, un ir hacia el Padre. Por tanto, signo del Espí­ritu es todo lo que mueve hacia adelante a la Iglesia al futuro de Dios; toda verdadera reforma, todo auténtico progreso de la humanidad, tiene que estar en continuidad con la perfección escatológica de la Jerusalén celestial. Esto significa para la Iglesia valorar la memoria Jesu a fin de abrirse continuamente al aliento libre y fuerte del Espí­ritu; sólo así­ logrará ser fiel al Cristo de ayer, de hoy, de siempre; sólo así­ la “memoria” no se convertirá en “nostalgia”, sino que se abrirá a la “escatologí­a”.

2) El segundo criterio puede llamarse criterio de la discontinuidad. Signo de la presencia del Espí­ritu es lo que no puede reducirse a la carne ni al mundo: “La carne tiene deseos contrarios al Espí­ritu y el Espí­ritu deseos contrarios a la carne” (Gál 5,16-25). En particular, serán dos los signos anticarnales, y por tanto “espirituales”, más ciertos: la libertad y el amor. “Donde está el Espí­ritu del Señor, allí­ hay libertad” (2Cor 3,17): “A cada uno se le ha dado una manifestación particular del Espí­ritu para la utilidad común…, pero el carisma mayor es la caridad” (1Cor 13,13). El signo del Espí­ritu se da sobre todo en la libertad que se hace caridad, en la caridad que florece en la libertad; esta libertad-caridad reina sólo en la anti-Babel, la “Ecclesia ab Abel” que el Espí­ritu se va preparando en cada fase de la historia.

3) El tercer criterio puede llamarse criterio de la paradoja. El Espí­ritu está presente en donde se verifican aquellas sí­ntesis superiores en las que un aspecto no sólo está equilibrado, sino sostenido por el opuesto; en estas sí­ntesis paradójicas es donde se refleja lo “propio” del Espí­ritu. Lo mismo que en la Trinidad él es la unidad en la distinción, también en la historia de la salvación su acción es siempre diversificante y unificante, con un proceso en el que la unidad y la distinción no se anulan ni se disuelven, sino se implican la una en la otra. El Espí­ritu une, no masifica; funde sin confundir; distingue, pero no separa.

La otra gran antinomia que en la historia de la salvación lleva siempre la marca del Espí­ritu es la de la cruz y la gloria, la de la muerte y la vida. El Espí­ritu, que llevó a Jesús a la obediencia total al Padre en la cruz y lo resucitó de la muerte haciéndolo vivo y vivificante, lleva también a la Iglesia y a la humanidad a perderse para encontrarse de nuevo, ya que él es en sí­ mismo la “debilidad omnipotente”, la fuerza del amor infinito que se hace pobre y desvalido para suscitar la respuesta del amor finito y asumirlo en la comunión consigo. El Espí­ritu sopla en donde se da la vida por amor, en donde se experimenta el consuelo en la tribulación, la franqueza en la persecución, el perdón en el odio y en el abandono; esta vida nueva constituye “las arras del Espí­ritu” (2Cor 5,5), la prenda de la Iglesia celestial, en la que todos serán “el uno en el otro, una sola cosa en la paloma perfecta” (GREGORIO DE NISA, Homil. 15 in Cant.).

BIBL.: AA.VV., Pneuma, en GLNT 7671107; AA.VV., Credo in Spiritum Sanctum I-II, Ciudad del Vaticano 1983; AMATo A., Fspí­ritu Santo, en S. FLORES S. DE MEO (ed.), Nuevo diccionario de mariologia, Madrid 1988, 679720; BORDONI M., Cristologia e pneumatologia. L’evento pasquale come atto del Cristo e dello Spirito, en “Later” 47 (1981) 432-492; BOUYER L., 11 Consolatore, Roma 1983; BULGAKOV S., ll Paraclito, Bolonia 19872; CONGAR Y., El Espí­ritu Santo, Barcelona 1983; EVDOKIMOV P., lo Spirito Santo nella tradizione artodossa, Roma 19833; In, La ortodoxia, Madrid 1966; KASPER W., Espí­ritu, Cristo, Iglesia, en la experiencia del Espí­ritu, en “Concilium” (nov. 1974) 30-47; LAMBIASI F., Lo Spirito Santo: mistero e presenza. Per una sintesi di pneumatologia, Bolonia 1987; MILANO A., Fspí­ritu Santo, en Nuevo diccionario de teologí­a I, Madrid 1982, 445-472; Mi)HLEN H., El Espí­ritu Santo en la Iglesia, Salamanca 1974; ZIMí“ULAS J.D., Cristologia, pneumatologia e istituzioni ecclesialf: un punto di vista ortodosso, en G. ALBERIGO (ed.), L écclesiologia del Vaticano II dinamismi eprospettive, Bolonia 1981, 111-127.

F. Lambiasi

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Véase ESPíRITU.

Fuente: Diccionario de la Biblia

La doctrina acerca del Espí­ritu Santo se ha desarrollado muy lentamente en la comunidad creyente a base de los datos bí­blicos. La pneumatologí­a permaneció siempre en una posición retrasada en comparación con la -> cristologí­a. Esto es tanto más sorprendente por el hecho de que según Pablo la posesión del Espí­ritu es una nota caracterí­stica del cristiano justificado, la cual lo distingue de todos los no justificados.

En general la Escritura habla más de las funciones salví­ficas que de la naturaleza del Espí­ritu Santo. La actividad del Espí­ritu conecta el Antiguo y el Nuevo Testamento en unidad (–>inspiración).

I. Antiguo Testamento
Los testimonios del AT sobre el Espí­ritu son muy variados y dispares. No se pueden ordenar en un sistema perfecto. La terminologí­a referente al Espí­ritu que encontramos en el AT es diferente de la del NT. El AT no habla del “Espí­ritu Santo” como el NT, sino del “Espí­ritu de Dios” (de Yahveh). Objetivamente esto no significa ninguna diferencia. La razón de la diversidad terminológica podrí­a estar en que el judaí­smo posterior tení­a la tendencia a evitar el nombre de Dios, substituyéndolo por designaciones relativas a la naturaleza divina. El “espí­ritu de Dios” es distinto del mundo y por eso es llamado “santo”. Aquí­ la palabra “santo” significa pertenencia a Dios, la trascendencia del espí­ritu. En el AT, con la palabra “espí­ritu de Dios” se designa una fuerza divina o, más propiamente, Dios mismo en cuanto actúa en el mundo, en la historia y en la naturaleza. Como la fuerza divina se manifiesta de manera especial por la producción y conservación de la vida, el espí­ritu de Dios es considerado como fundamento original de la vida (p. ej. Gén 1, 2; 2, 7; 6, 3; Sal 33, 6; 10, 4, 29s; 146, 4; Job 12, 10; 27, 3; 34, 14s; Ez 37, 7-10). Es el espí­ritu de Dios el que está presente lleno de poder y actúa en la historia (p. ej. Ex 33, 14-17). Según la mayorí­a de los textos, el espí­ritu se comunica a algunos hombres particularmente elegidos que reciben el encargo de llevar adelante la historia: así­ José, Abraham, Moisés, Gedeón, etc. (Gén 41, 38; Núm 11, 17; Ex 31, 1-5; Jue 6, 34; 14, 6), y en concreto los profetas (1 Sam 10, 6; 16, 14; 1 Re 17-19; 22, 22ss; Miq 2, 7; 3, 8; Os 9, 7; Ez 2, 2; 3, 12ss; 8, 3; 11, 1ss; Sap 1, 4s; 7, 7; 9, 17). Con frecuencia el espí­ritu es ensalzado como fundamento de salvación de todos los pertenecientes al pueblo de Dios (Sal 51, 12s; 143, 10). Al principio el espí­ritu es esperado en orden a una extraordinaria acción heroica especial; pero luego él es puesto cada vez más en relación con la dimensión religiosa. El espí­ritu desempeña una función especial en la descripción del futuro Mesí­as, del prí­ncipe de la paz (Is 11, ls; 32, 15-18; 41, lss; 42, lss). En el tiempo iniciado por él la posesión del espí­ritu será un don concedido a todos (Ez 11, 19; 36, 27; 37, 14; 39, 29; Jer 31, 33; Is 32, 15; 35, 5-10; 44, 3; Jl 2, 28s; Zac 12, 10). El espí­ritu de Dios presenta al pueblo de Israel las más elevadas exigencias, pero viene asimismo como bendición a Israel (Is 44, 3). La fidelidad a la alianza de Dios queda garantizada por la promesa de su espí­ritu (Is 59, 21). Porque el Espí­ritu de Dios está en medio del pueblo, no hay nada que temer (Ag 2, 5); cf. esperanza del –> Mesí­as. En los rabinos y en el Targum el espí­ritu de Dios aparece sobre todo como espí­ritu de profecí­a. En estos textos muchas veces es caracterizado como el garante de la -> resurrección de la carne.

En Joel (3, 1-5) aparece la alusión más clara al nuevo tiempo mesiánico. Por la efusión del espí­ritu sobre todos queda garantizada la salvación. La profecí­a de Joel no significa, como lo muestran los textos neotestamentarios, que el espí­ritu se da a todo hombre, sino que se confiere a todos los creyentes dentro de la comunidad de fe.

II. Nuevo Testamento
En armoní­a con estas profecí­as, en el Nuevo Testamento hallamos la convicción de que por el E.S. se constituye la comunidad salví­fica (–>Iglesia). En primer lugar Juan Bautista asume la profecí­a veterotestamentaria acerca del E.S. El se distingue de los profetas anteriores por el hecho de que ha visto ya al Mesí­as (Jn 1, 26) como el portador del Espí­ritu y el que lo comunica a todos. El Hijo de Dios hecho hombre es concebido por obra del E.S., que desciende nuevamente sobre él en el bautismo. El Espí­ritu lo conduce al desierto para trabar la primera batalla decisiva con Satán. El alienta toda la actividad de Cristo. La resistencia de los hombres contra el E.S. es calificada por Cristo de pecado imperdonable (Mt 12, 31s; Lc 12, 10; Mc 3, 29s). Según los Hechos de los Apóstoles, Cristo prometió a los suyos el Espí­ritu para el tiempo de su ausencia (Act 1, 8). Por la fuerza de este Espí­ritu ellos deben ser testigos en Jerusalén, en Judea, en Samarí­a y hasta los confines de la tierra. De acuerdo con esta promesa, la comunicación fundamental del Espí­ritu se produjo en la primera fiesta de pentecostés. Los fenómenos milagrosos que acompañaron este hecho manifiestan cómo la acción salví­fica de Dios penetra indeteniblemente en el mundo y se desarrolla en él (Act 2, 1 hasta 11). Los que lo han recibido tienen la persuasión de que ha llegado definitivamente la salvación. Pedro interpreta este acontecimiento como el cumplimiento de las promesas veterotestamentarias. La efusión del Espí­ritu en Pentecostés es el principio de una comunicación del mismo que se prosigue a través de todos los tiempos. El Espí­ritu guí­a y conduce a la Iglesia hacia adelante y mueve a cada uno. El escoge a Pablo para la predicación entre los gentiles (Act 13, 2ss). Es el guí­a invisible en la actividad misional de los apóstoles. De los campos de trabajo de Asia lleva al apóstol a cosechar en Europa (Act 16, 6s). El le predice los sufrimientos de la prisión (Act 20, 22s; 21, l0s). El Espí­ritu inspirará a los fieles en tiempos de persecución lo que ellos han de aducir en su propia defensa y la manera de decirlo, de modo que no deben preocuparse por este problema (Mc 13, 11; Mt 10, 19s; 3.c 10, lls). Porque la comunidad salví­fica está dirigida por el E.S., la mentira de Ananí­as y de Safira es un pecado contra el Espí­ritu y recibe un grave castigo (Act 5, 3.9).

El testimonio más amplio y profundo sobre el E.S. se halla en el cuerpo de escritos paulinos (cf. teologí­a de ->Pablo). La palabra tiene allí­ una amplitud, y no permite una definición clara de lo que Pablo designa como espí­ritu (nve 5 cc). Las funciones que el apóstol atribuye al pneuma son muy opuestas. No han sido inventadas por Pablo, sino que fueron experimentadas dentro de las comunidades. Lo nuevo y revolucionario consistí­a en que los bautizados experimentaban efectos que ostentaban el sello de su origen divino. Pablo trata de describir y ordenar la plenitud y la variedad. Para la interpretación de las representaciones de Pablo acerca del Espí­ritu parece lo más oportuno partir con O. Kuss de los fenómenos más sorprendentes, para poder captar así­ el conjunto de su pensamiento. La experiencia más sobrecogedora y extraordinaria del Espí­ritu es la glosolalia, el don de lenguas, un balbucear ininteligible que procede del entusiasmo de la -4 fe y que tiende a ensalzar a Dios. En principio Pablo enjuicia positivamente ese fenómeno, pero exige su integración en el orden de la comunidad. Tal exigencia presupone que el Espí­ritu no domina a los que se hallan bajo su acción, sino que éstos pueden oponerse libremente a su actividad. Pero con ello surge el peligro de que la actividad del Espí­ritu quede imposibilitada a causa de la resistencia humana. La preocupación por ese peligro y la experiencia de que algunas comunidades habí­an caí­do en él provocaron la exhortación de Pablo: “¡No extingáis el Espí­ritu! ” (1 Tes 2, 6). Mejores que las incomprensibles exclamaciones entusiásticas en la asamblea de la comunidad son otras operaciones del Espí­ritu (-,. carismas), especialmente la profecí­a, es decir, la interpretación de la ->palabra de Dios. Tales operaciones alcanzan en más alto grado y con mayor facilidad lo que todas las funciones del Espí­ritu debe conseguir: la edificación de la comunidad. Por mucho que le interese al apóstol que no se ponga impedimento al Espí­ritu en las comunidades, sin embargo, ante la confusión producida por las operaciones de éste en la comunidad de Corinto, Pablo resalta con energí­a que el Espí­ritu tiende a la unidad y al orden. En ese contexto Pablo desarrolla su doctrina peculiar acerca de la Iglesia como cuerpo de Cristo, creado por el E.S. y penetrado por él como su principio vital. El interés del apóstol tiene un doble objetivo. En efecto, él impugna tanto un puritanismo anticarí­smático como un caos carismático, y anuncia la plenitud en la unidad.

Según Pablo, también fuera de la asamblea el Espí­ritu mantiene despierta en los creyentes la conciencia de su pertenencia a Dios y los impulsa a una realización de su vida en conformidad con Cristo. Los mueve de tal modo que ellos prorrumpan en palabras ininteligibles de alegrí­a y de gratitud a Dios (Rom 8, 26s), y sobre todo de tal modo que invoquen a Dios como Padre (Gál 4, 6). Sin embargo el Espí­ritu no opera solamente estos dones extraordinarios. Está presente asimismo en la vida cotidiana de los cristianos. £1 es el fundamento de una existencia y una actividad totalmente transformadas. Los bautizados son templo de Dios, y el Espí­ritu de Dios habita en ellos (1 Cor 3, 16). Tanto la totalidad de la Iglesia como los individuos son templos del E.S. que habita en ellos (1 Cor 6, 19). El Espí­ritu es una fuerza que no sólo actúa en los pasajeros momentos de éxtasis, sino en todas partes y constantemente en la vida de los bautizados. El es primicia, arras, anticipo y garantí­a de la consumación escatológica. El mueve y dirige a los predicadores del mensaje de salvación y a todos los demás creyentes. También Pablo considera la posesión del Espí­ritu como el cumplimiento de las promesas veterotestamentarias. La idea de que el Espí­ritu es ya el anticipo de la salvación consumada, tiene tanta mayor importancia en Pablo cuanto más claramente aparece cómo la -> resurrección de Jesús experimentada por los discí­pulos no se identifica con su – parusí­a, cómo entre la resurrección y la parusí­a, que ha de traer la consumación universal, se extiende un amplio perí­odo intermedio. En la comunicación del Espí­ritu por lo menos se ha dado comienzo a la consumación.

En la vida de los creyentes el Espí­ritu produce todos los anhelados bienes salví­ficos. El da la vida (Rom 8, 10). La vida es comunicada con la tensión dialéctica entre presente y futuro (Gál 6, 8; Rom 1, 17; 2, 7; 5, 17s; 8, lis). El Espí­ritu vivifica, pero sólo el futuro traerá la plenitud de la vida (Rom 6, 4.11.13; 2 Cor 3, 6).

El Espí­ritu produce libertad, la liberación de la esclavitud bajo la ley, el pecado y la muerte, la libertad escatológica (Rom 8, 2; Gál 5, 15; 2 Cor 3, 17), la libertad de los hijos de Dios.

El es fuente de santidad (2 Tes 2, 13) y nos lleva a pensar las “cosas de Dios”. El creyente vive en el ámbito del Espí­ritu, al que se opone el de la aápl. El que vive en este ámbito, piensa en las “cosas de la carne”, es decir, del mundo. El creyente se encuentra en el campo de acción del Espí­ritu, que habita en él (Rom 8, 11). Pero también en el creyente hay dimensiones carnales, pues él se encuentra en el campo de acción de ambas potencias. Sin embargo el Espí­ritu es la energí­a dominante, y es tan sólo cuestión de tiempo la eliminación definitiva de la a&pJ.

El hecho de que los creyentes son impulsados por el Espí­ritu, de que toda la comunidad salví­fica es constituida por el Espí­ritu como su principio vital, se pone de manifiesto en la conducta. Hay criterios éticos para juzgar sobre la posesión del Espí­ritu (Gál 5, 19-31; Rom 11, 17; Gál 5, 19; especialmente 1 Cor 13). Signo de la nueva vida es la nueva moralidad (Rom 8, 6 hasta 11; 1 Cor 6, 9ss; 15, 9ss; Gál 1, 13-16; 5, 9 hasta 23; Ef 1, 17ss; 1 Tim 1, 12-16).

Indudablemente los dones del Espí­ritu son un regalo inesperado, celestial, prodigioso, que irrumpe súbitamente en la vida. Pero ellos deben ser aceptados, realizados y completados por el hombre. No cumplirí­an su sentido si no impulsaran al hombre a una acción adecuada a ellos. El Espí­ritu, según su naturaleza más í­ntima, es un espí­ritu de alegrí­a, de amor, de servicio. Es un rasgo caracterí­stico de Pablo la frecuente sí­ntesis entre enunciado y exigencia, entre indicativo e imperativo (Gál 5, 25; 2 Tes 2, 13-17). En relación con la doctrina paulina sobre el Espí­ritu surgen dos cuestiones: ¿qué relación guarda el Espí­ritu con Cristo?; ¿hay que entenderlo en forma personal o impersonal?
Por lo que respecta a la primera cuestión, el Espí­ritu es llamado tanto Espí­ritu de Dios como Espí­ritu de Cristo. En Gál 4, 6 leemos: “Y prueba de que sois hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo, que clama: ¡Abbá, Padre!” Las dimensiones “Espí­ritu de Dios” y “Espí­ritu de Cristo” son permutables (como lo muestra Rom 8, 9ss).

Cristo es el principio de vida para los bautizados en cuanto les comunica el Espí­ritu (Ef 4, 11-16). Se discute el sentido de la fórmula paulina: “El Señor es el Espí­ritu” (2 Cor 3, 17). Tal como suena ese texto, parece que en él se identifica a Cristo con el Espí­ritu. Pero como normalmente Pablo distingue entre Cristo y el Espí­ritu (p. ej., 2 Cor 13, 13; Rom 5, 1-5; 1 Cor 13), sin duda hemos de ver afirmada en esta fórmula una identidad dinámica y no ontológica, en el sentido de que Cristo actúa por medio del Espí­ritu Santo, y así­ Cristo y el Espí­ritu no se distinguen como dos principios de actividad, sino que se unen constituyendo un solo principio.

Cristo ha llevado a cabo su obra salví­fica en el “Espí­ritu” y está presente en la Iglesia actuando salví­ficamente en el Espí­ritu. En la resurrección él mismo se hizo espiritual.

Por lo que respecta a la cuestión de la personalidad del Espí­ritu Santo, evidentemente Pablo desconoce el aparato conceptual desarrollado posteriormente en la Iglesia y la teologí­a. El se esfuerza una y otra vez por describir el Espí­ritu bajo aspectos siempre nuevos, pero fijándose primariamente en su función y no en su esencia. Sin embargo, de las funciones del Espí­ritu se puede llegar por conclusión a su naturaleza, sobre todo con ayuda de aquellos textos paulinos en los que el Espí­ritu es mencionado como un tercer principio junto al Padre y al Hijo, y así­ se insinúa la estructura trinitaria de la vida divina (especialmente 1 Cor 12, 4-11; 2 Cor 13, 13). En todo caso, la teologí­a paulina contiene los gérmenes a partir de los cuales pudo desarrollarse la doctrina eclesiástica sobre el E.S. como tercera “persona” divina. Y así­ la visión paulina está en armoní­a con la fórmula bautismal transmitida por Mateo (Mt 26, 28), que sitúa al E.S. en tercer lugar junto al Padre y al Hijo. En la primera carta de Pedro (p. ej., 1 Pe 1, ls) encontramos un eco de la doctrina paulina acerca del Espí­ritu (-> Trinidad).

En Juan aparece con más claridad la personalidad del E.S. Según Juan, en el discurso de despedida, Cristo promete a los suyos “otro intercesor”, que le representará durante el tiempo de su ausencia. 181 permanecerá entre los discí­pulos hasta el fin de los tiempos y los introducirá en la obra y en la palabra de Cristo (Jn 14, 16s, 25s). 1;1 hará consciente al mundo de que hay un pecado, una justicia y un juicio (Jn 16, 5-11). El Espí­ritu da testimonio de Cristo, mantiene presente su acción y la interpreta (1 Jn 2, 1; cf. teologí­a de -> Juan).

III. Tradición
En la época patrí­stica el Espí­ritu es mencionado junto con el Padre y el Hijo en la fórmula bautismal. Y cuando se trata de rebatir la acusación de que los cristianos son ateos, se hace mención del E.S. lo mismo que del Padre y del Hijo. También la pneumatologí­a de la era patrí­stica se caracteriza por su matiz dinámico. Citemos como ejemplo a Ireneo (Contra las herejí­as, iii 6, 4): “Señor, único y verdadero Dios, por encima del cual no hay otro Dios, haz que por nuestro Señor Jesucristo reine en nosotros el Espí­ritu Santo.” De manera semejante en la Demostración de la enseñanza apostólica (1, 1, 6s) explica: “El tercer artí­culo fundamental es el Espí­ritu Santo, por el que los profetas vaticinaron, los padres aprendieron las cosas divinas y los justos progresaron en el camino de la justicia, que en la plenitud de los tiempos fue de nuevo infundido sobre la humanidad en toda la tierra para crear nuevamente los hombres para Dios. Por eso en nuestra regeneración el bautismo se administra según esos tres artí­culos, pues el padre nos agracia para nuestro nuevo nacimiento por su Hijo en el Espí­ritu Santo. Aquellos que reciben y llevan en sí­ al E.S. son conducidos a la Palabra, es decir, al Hijo. A su vez el Hijo los conduce al Padre, y el Padre los hace partí­cipes de lo imperecedero. Por tanto, sin el Espí­ritu no es posible ver la Palabra de Dios, y sin el Hijo nadie puede llegar al Padre. Pues el conocimiento del Padre es el Hijo. Pero el conocimiento del Hijo de Dios se logra por el E.S. Y, según el beneplácito paterno, el Espí­ritu es comunicado por el Hijo a aquellos a quienes el Padre quiere y como el Padre quiere.” A causa de la unidad de operación entre la Palabra y el Espí­ritu, no puede sorprendernos el hecho de que se produjeran ciertas inseguridades cuando la doctrina trinitaria no estaba desarrollada todaví­a y así­, p. ej., Teófilo identificara el Espí­ritu con la Palabra o con la sabidurí­a de Dios (Ad Autolycum, 1 10, II 15).

La reflexión teológica se orientó hacia el E.S. en el siglo iv y, por cierto, en relación con las repercusiones del -> Arrianismo. Este fue condenado en el concilio de Nicea (325; Dz 125s [54]). Desarrollando con plena lógica sus opiniones acerca del Hijo de Dios, los arrianos enseñaban que el Espí­ritu es una criatura del Hijo. Contra esta afirmación se alzó Atanasio en sus cuatro cartas al obispo Serapión de Thmuis. Igualmente fue rechazada la teorí­a subordinacionista acerca del Espí­ritu por los padres capadocios, especialmente Basilio, y por Ambrosio. Los representantes más importantes de la falsa doctrina eran el obispo Macedonio de Constantinopla (t 362) y posteriormente el obispo Maratonio de Nicomedia. La más decidida condenación vino del concilio de Constantinopla (381), que subrayó la verdadera divinidad del, Espí­ritu y la importancia de esta verdad para la vida de gracia del hombre: “Creo en el Espí­ritu Santo, Señor y, dador de vida, que procede del Padre. A quien adoramos y glorificamos juntamente con el Padre y el Hijo. El habló a través de los profetas” (Dz 150 [86]; cf. 152-177 [58 hasta 82], 151 [85]). Un sí­nodo romano, celebrado bajo el papa Dámaso i el año 382, hizo una exposición detallada de la doctrina eclesiástica, elaborando más la divinidad del E.S. que su función salví­fica. De este modo el sí­nodo contribuyó a dar un matiz metafí­sico a la concepción del Espí­ritu (Dz 178 [83]). Posteriores declaraciones del magisterio eclesiástico trajeron todaví­a una importante modificación, pues se introdujo la fórmula filioque en el sí­mbolo constantinopolitano; lo cual originó una grave diferencia doctrinal entre la Iglesia oriental y la occidental que no ha sido superada todaví­a (Dz 527 [277], cf. 188 [19], 566 [294], 573 [296]). Esa interpolación tuvo lugar en el siglo vi en España (sí­nodo de Braga 675). Desde allí­ se extendió a Francia e Italia. Cuando el año 808 los monjes del convento franciscano del Monte de los Olivos cantaban en el Credo el Filioque, ellos se hicieron sospechosos de herejí­a para los monjes griegos. El papa León III explicó que la procesión del E.S. también del Hijo, ciertamente debí­a ser un contenido de la predicación, pero que la incorporación de la fórmula al Credo era superflua. A ruegos del emperador Enrique II, el papa Benedicto viii en el año 1014 introdujo la fórmula también en el Credo romano.

El patriarca griego Focio (t 1078) hizo de la procesión del Espí­ritu Santo sólo del Padre el dogma capital de la Iglesia griega. Y de este modo fundamentaba con especulaciones teológicas la separación entre la Iglesia oriental y la romana, separación que se debí­a más bien a razones de polí­tica eclesiástica. Sobre el hecho de que el E.S. procede también del Hijo, la definición hecha el año 1742 por el papa Benedí­cto xiv (bula Etsi pastoralis) se expresa en los siguientes términos: “Incluso los griegos están obligados a creer que el E.S. procede también del Hijo, pero ellos no están obligados a profesarlo en el sí­mbolo. Sin embargo, los albaneses de rito griego aceptaron laudablemente la costumbre contraria. Deseamos que los albaneses y las demás Iglesias en que ella existe, la conserven.”
La Iglesia toma como razón para afirmar que el E.S. procede del Padre y del Hijo la unión del Espí­ritu con las otras dos personas en la economí­a salví­fica. El hecho de que el E.S. sea enviado por el Padre y el Hijo prueba que él procede de ambos dentro de la divinidad misma. La teologí­a griega enseña que el Espí­ritu procede del Padre a través del Hijo, pero entendiendo que el Hijo no es un mero conducto, sino también un principio activo. No se puede ver una oposición realmente objetiva entre ambas fórmulas. Las dos expresan el mismo pensamiento fundamental con diversas acentuaciones. La fórmula latina, que objetivamente -aunque no formalmente- se remonta a Agustí­n, expresa que el Padre y el Hijo constituyen un principio unitario; pero no pretende excluir que el Hijo ha recibido – y sigue recibiendo siempre- del Padre su acción peculiar como origen del E.S. La fórmula griega resalta que el Padre es el origen de las otras dos personas. Pero no trata de excluir la unidad del Padre y del Hijo en la espiración del Espí­ritu. Agustí­n, a pesar de su concepción fundamentalmente latina, tiene en cuenta la concepción griega cuando ocasionalmente dice que el E.S. debe su origen principaliter al Padre. En la fórmula latina se halla en primer plano la unidad, y la fórmula griega pone de manifiesto, sobre todo, la diferencia de las personas.

IV. Teologí­a sistemática
En la teologí­a trinitaria de Agustí­n se logró una caracterización más concreta del E.S. Recurriendo a la vida del espí­ritu y del alma humana, e incitado también por algunas insinuaciones de la Escritura, Agustí­n llegó al pensamiento de que el E.S. es el ->amor, que une entre sí­ al Padre y al Hijo, y de que, por tanto, él tiene su origen en un movimiento de amor entre el Padre y el Hijo. La teologí­a medieval siguió desarrollando, muchas veces con alarde de sutileza, ese pensamiento fundamental de Agustí­n. A este respecto se fue perfilando cada vez más la cuestión de si el amor por el que se produce la espiración del E.S. es el que se da en el movimiento mutuo entre el Padre y el Hijo, o el único amor del Padre y del Hijo que va dirigido hacia la esencia.

La teologí­a del E.S. se sitúa nuevamente en la dimensión salví­fica al plantearse en la edad media y la moderna la cuestión de su relación a la -> gracia. Esta pregunta está indisolublemente unida con el problema de la concepción objetiva y personal de la gracia. Pedro Lombardo identificó la gracia con el Espí­ritu Santo. En los siglos XIII y xiv esta tesis fue motivo de incesantes discusiones. En general fue rechazada. Pero aportó a la doctrina de la gracia, es decir, de la comunicación gratuita de Dios a los hombres por la gracia, un aspecto que jamás volvió a caer en olvido y que muchas veces ha sido objeto de intensos debates. En la teologí­a escolástica ese aspecto aparece bajo el lema “proprium” o “appropriatio”. Basándose en el dogma de la unidad de la acción divina ad extra, la teologí­a escolástica afirma que la inhabitación en el hombre atribuida al E.S. por la Escritura es una mera apropiación. Sin embargo podemos preguntarnos si el indicado dogma lleva necesariamente a esa tesis. Desde el siglo XVIII muchos teólogos, concretamente los que tení­an una forma de pensar histórica, p. ej., D. Petavius, L. Thomassin, C. Passaglia, Th. de Régnon, J.M. Scheeben, subrayaron que las divinas personas toman posesión del hombre en gracia según su propia peculiaridad personal. El Espí­ritu Santo aprehende al justificado y le concede así­ la participación de la naturaleza divina, que se identifica con cada una de las personas divinas. En el E.S. el justificado se une con el Padre a través de Cristo. Por consiguiente, el Espí­ritu Santo se posesiona del hombre sólo para llevarlo al Hijo y al Padre. Esta es la razón más profunda por la que su unión con el hombre no llega a ser una unión hipostática. La función santificadora del Espí­ritu es afirmada también cuando tanto la teologí­a griega como la latina lo caracterizan como “don” y, por cierto, no de cara a la esfera intradivina, sino de cara a la economí­a salví­fica. Según Agustí­n, el Espí­ritu desde la eternidad es don de Dios a la creación, por la razón de que él siempre es “donable” (donabile). Aunque Agustí­n no reflexione sobre ello, parece que su interpretación del Espí­ritu implica una cercaní­a inmanente a Dios con relación a la criatura, especialmente con relación a la historia. Cuando la eterna ordenación a la -> creación que según Agustí­n es constitutiva del E.S., se realizó por su misión al mundo y, especialmente a la Iglesia, él se revistió de una historicidad semejante a la del Logos encarnado, ya que es el principio vital del pueblo de Dios. Como fuerza escatológica y como elemento evolutivo, el Espí­ritu mueve al pueblo de Dios y, a través de él, toda la historia humana hacia la consumación (historia de la -> salvación). Su fuerza propulsora seguirá operando aun después de llegar al estadio de la consumación, pues el diálogo cada vez más activo con Dios se produce a través de Cristo en el Espí­ritu Santo.

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Michael Schmaus

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Hay cinco áreas principales en la Escritura que entregan el material para formar un resumen de la enseñanza bíblica sobre el Espíritu: El AT, los Sinópticos, el Cuarto Evangelio, Hechos y las Cartas Paulinas.

  1. El Antiguo Testamento. La palabra que el AT usa para espíritu es rûaḥ, la que la LXX traduce generalmente por pneuma, aunque también se usan otros términos. Es la actividad, no la naturaleza del Espíritu, lo que se enfatiza en el AT; y el acento recae en la actividad del Espíritu en el hombre, aunque se describe al Espíritu como un agente en la creación (Gn. 1:2; Job 26:13; Is. 32:15), y que sostiene lo que ha sido creado (Sal. 104:30; Job. 34:14). Este agente creativo que da vida al universo también da vitalidad al organismo humano (Gn. 2:7; Job 33:4). Dado que este rûaḥ vitalizador en el hombre puede legítimamente llamarse el espíritu del hombre, el AT se siente libre de llamar al principio que anima la naturaleza humana de las dos formas, el Espíritu del hombre (Job 27:3) Sal. 104:29s.) y el Espíritu de Dios.

El AT considera que el Espíritu puede actuar en la personalidad del hombre a tres niveles.

  1. A nivel intelectual. El rûaḥ es el Espíritu de sabiduría, entendimiento y conocimiento (Ex. 28:3; 35:3, 31, LXX: Dt. 34:9), y le da al hombre su racionalidad (Job 32:8). Ejemplos poco usuales de esto son José (Gn. 41:38s.), Moisés (Nm. 11:17; Ex. 18:22s.), los setenta ancianos (Nm. 11:16s.), y Bezaleel (Ex. 31:2ss.; cf. Ex. 35:3–36:2).
  2. A nivel moral. El rûaḥ de sabiduría es también el Espíritu de santidad (Sal. 51:11; Is. 63:10s.), que crea en el hombre «el carácter moral de Dios» (cf. Sal. 143:10; Is. 30:1; Neh. 9:20). Así que la moralidad humana viene a ser una necesidad. Naturalmente, entonces, el rûaḥ divino en el hombre es una «lámpara» que «escudriña lo más profundo del corazón del hombre» (Pr. 20:27), manteniendo de esta forma con vida el sentido moral del hombre. El Espíritu de la santidad de Dios puede ser contristado por el pecado (Is. 63:10), y puede testificar en contra del pecador (Neh. 9:30). En el caso de Saúl, este «testigo moral divino contra el pecado» se describe como «un espíritu malo de parte de Jehová» (1 S. 16:14; 18:10; 19:9), porque atormentaba su conciencia. Éste es el Espíritu que «gobierna» o «juzga» dentro del hombre (Gn. 6:3; hebreo). En el AT, se establece una conexión entre el espíritu del hombre y sus atributos morales, tales como orgullo (Ec. 7:8; Pr. 16:18), temperamento iracundo (Ec. 7:9), humildad (Pr. 16:19), paciencia (Ec. 7:8), y fidelidad (Pr. 11:13).
  3. A nivel religioso. Esto se demuestra más claramente por la experiencia de los profetas. El profeta era un hombre que tenía el Espíritu (Os. 9:7; cf. Ez. 2:2; 3:24). Era a través de este rûaḥ que el profeta recibía la palabra de Dios (Zac. 7:12; cf. Am. 3:7), y declaraba la palabra de Dios (Mi. 3:8; cf. 2 S. 23:2, y el frecuente, «así dice Jehová»). En otras palabras, el Espíritu en la profecía era esencialmente el Espíritu de revelación que hacía que el profeta supiese la voluntad de Dios. Pero Dios estaba presente entre su pueblo escogido en esta forma limitada solamente. La experiencia del profeta con el Espíritu todavía no era compartida con todos en Israel (Nm. 11:29). Todavía no había llegado la era del Espíritu; pero lo que pasaría cuando viniese fue anticipado por Jer. (31:32s.) y Ez. (11:19s.; 39:29; cf. 36:26s.), e ilustrado por la plērōma de dones que el Mesías recibió (Is. 11:2), esto es, el Siervo de Jehová (Is. 42:1; 48:16; 61:1ss.). Cuando el Mesías vino, todos en Israel (Zac. 12:10), y después, «toda carne» (Jl, 1:2–8s.), tendría el Espíritu, tal como se prueba por Pentecostés.

En el NT, el énfasis recae otra vez en la actividad del Espíritu; a tal grado que justifica la afirmación de James Denney, «Para los hombres que escribieron el NT, y para aquellos a quienes se les escribió, el Espíritu no era una doctrina sino una experiencia. Su santo y seña no era, creed en el Espíritu Santo sino recibid el Espíritu Santo».

  1. Los sinópticos. (1) Nuestro Señor sólo acentúa una verdad significativa en cuanto al Espíritu en su enseñanza, el pecado contra el Espíritu (Mr. 3:22–30). Los hechos del ministerio de Jesús tenían un significado: estaba efectuando sus milagros por el Espíritu de Dios, y decir que él estaba echando fuera demonios por confabular con el príncipe de los demonios (Mt. 12:24) era blasfemar contra el Espíritu Santo (v. 31). Dependemos, entonces, de lo que los Sinópticos nos informan sobre la experiencia que el Señor tuvo del Espíritu de Dios en su vida y ministerio para saber cuál era su concepto del Espíritu. Hay varios puntos importantes que requieren atención. (2) El nacimiento virginal (veáse). El Espíritu Santo fue el agente activo en la concepción milagrosa de Jesús (Lc. 1:34s.; Mt. 1:18). Él fue «concebido por el Espíritu Santo» mientras que Juan el Bautista sólo fue «lleno del Espíritu Santo desde el vientre de su madre» (Lc. 1:15). El Espíritu tomó el lugar de la «paternidad humana» en la concepción de Jesús (Mt. 1:18–21). El carácter inmaculado de Jesús está conectado con su concepción milagrosa (Lc. 1:35). En Cristo Jesús nació uno en el que se interrumpió la transmisión o herencia pecaminosa. (3) El Espíritu también estuvo activo en el bautismo de Jesús (Mt. 3:13–17). Bajo el símbolo de una paloma que descendía, el Espíritu vino y reposó sobre Cristo (v. 16). El Profeta, Sacerdote y Rey ha sido ungido para asumir su oficio y ministerio. Esta fue la morada permanente del Espíritu Santo en Cristo. Por el Espíritu, él estaba consagrándose para la misión de su Padre, estaba recibiendo el poder para llevarla a cabo y después sería capaz de hacer por la iglesia lo que el Padre estaba haciendo por él ahora (Jn. 1:32s.). (4) En la tentación de Jesús se enfatiza la santidad del Espíritu, ya que fue el Espíritu el que lo llevó a entrar en conflicto con las fuerzas espirituales inmundas del mal (Mr. 1:12). El segundo Adán fue a enfrentarse con el pecado, y triunfando como Hombre en favor de los hombres anuló la tragedia que trajo la derrota del primer Adán. (5) El Espíritu parece ser la energía por la que Cristo cumplió la vocación del Padre (Heb. 10:38). Su propio testimonio fue, «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc. 4:18–21). Esto fue evidente por la autoridad con la que enseñó y predicó (Mt. 7:29), y echó fuera demonios (12:28), Dios visitaba y redimía a su pueblo.

III. Evangelio de Juan. En contraste con los Sinópticos, el Cuarto Evangelio se limita principalmente a la enseñanza que Cristo dio, cuando se refiere al Espíritu Santo (1:32ss. es una excepción). (1) Es el Espíritu el agente que realiza el nacimiento de lo alto, por medio del cual el hombre entra al reino de los cielos (3:2ss.). Un hombre no puede regenerarse a sí mismo, ni sus padres pueden hacer esto por él (1:13; 3:6); tal es el poder del pecado. El factor importante en la fórmula bautismal del v. 5 (cf. Mt. 28:19) no es el agua sino el Espíritu (Jn. 3:8), ya que sólo el Espíritu puede comunicar vida espiritual (vv. 6s.). (2) En 4:14; 7:37–39, Jesús enseña que el hombre regenerado por el Espíritu encuentra que el Espíritu es un manantial inagotable de agua viva que fluye dentro de él, y que fluye de él como un río. Al igual que en el capítulo 3, la convicción que está debajo de todo esto es que la vida no es algo original en el hombre, sino algo dado de lo alto. Las cosas importantes aquí son los efectos del nuevo nacimiento. La entrada de la vida de Dios en el alma a través del Espíritu Santo transforma y satisface, y se expresa en un culto que es sincero y espiritual (4:23). Esto por supuesto, no era todavía posible (7:39). Cristo tenía que subir al Padre antes que el Espíritu pudiera ser dado. Indicaciones de lo que significaría la venida del Espíritu en la experiencia del cristiano se dan en el discurso de despedida de Jesús en los capítulos 13–16. (3) Los tres nombres que se usan para hablar del Espíritu revelan además su naturaleza: Paracleto (14:16), el que protegería, sostendría y consolaría a los discípulos en las dificultades; Espíritu de verdad (14:17; 15:26; 16:13), un nombre significativo para la naturaleza del Espíritu y la ética cristiana; así como lo es también Espíritu Santo (14:26), siendo la santidad el otro elemento fundamental de la naturaleza del Espíritu. Esto nos recuerda el significado de la tentación de Jesús ya que fue la naturaleza del Espíritu la que impulsó a Cristo a entregarse a la lucha contra el maligno: esto indicaba que el Espíritu con el cual Cristo había sido bautizado era el Espíritu Santo. Cf. también el nacimiento virginal que se conecta tan íntimamente con el carácter inmaculado de Cristo. (4) El Espíritu Santo tiene ciertas funciones que realizar entre los hombres, peros éstas dependen de si el hombre es cristiano o no cristiano: (a) En cuanto al cristiano, el Espíritu le enseña (16:12–15). Guía al creyente a la verdad espiritual tal como se revela en Cristo, toma las cosas de Cristo y se las revela. Se encuentran ejemplos de este ministerio en 2:2; 12:16; cf. 14:26; Lc. 24:8. El Espíritu también nutre la vida cristiana devocional (cf. Jn. 14:16). También glorifica a Cristo por medio de desarrollar paso a paso el significado de la encarnación de Jesús, de su ministerio, muerte, resurrección, ascensión y su ministerio sacerdotal presente. (b) La función del Espíritu en el no cristiano se describe en 16:8–11. Convence al no creyente de la pecaminosidad de no creer en Cristo; de justicia, por medio de recordarle que Cristo triunfó sobre el pecado, siendo ahora aquel por medio del cual Dios declara justo al pecador, y lo capacita para que pueda ser justo en realidad; y de juicio, por medio de mostrarle la relación que hay entre la muerte y la resurrección y el juicio del mundo. El medio principal que el Espíritu usa para realizar esta labor es el testimonio que los creyentes dan de Cristo (15:26s.; cf. Hch. 2:37; 5:33; 7:54). El Espíritu testifica acerca de Cristo, pero se requiere de instrumentos para que el Espíritu pueda realizar su misión, y estos instrumentos son los creyentes individuales que dan testimonio, y la iglesia. Para este fin Cristo comunica todavía su Espíritu (Jn. 20:21s.).

  1. Hechos. Naturalmente el énfasis en Hechos en cuanto al Espíritu es en la experiencia cristiana, no en la doctrina. (1) Es el Cristo resucitado el que bautiza la iglesia con el Espíritu (1:4, 5, 8; 2:1ss.). Pentecostés fue el resultado de lo que pasó el Viernes Santo y en la Pascua de Resurrección, y la ascensión (2:33). (2) Y lo que esto puede significar para el individuo se ve por el cambio que Pentecostés operó en los apóstoles. Sus personalidades fueron cambiadas. Arrojo (3:11–15), paciencia (2:37–40) y unidad (4:32–35), acompañadas estas cosas de nueva penetración espiritual (2:22–36), y de éxito evidente en su testimonio (2:37–47), mostraban que «la promesa del Padre» había sido cumplida. (3) En conformidad con la enseñanza que el Señor dio sobre el Espíritu en el Evangelio de Juan, el Libro de Hechos muestra que el Espíritu desarrolla su misión dual en los cristianos y no cristianos. (a) En cuanto a su ministerio entre los cristianos, él era el Paracleto que sostenía a la iglesia en medio de la persecución (4:8ss.), la fortalecía para su testimonio diario (4:31), preservaba su unidad (4:31–35), mantenía su pureza (5:3–9), nombraba a sus líderes para sus deberes «seculares» (6:3) como «sagrados» (20:28), aunque el ministerio de Felipe demuestra que estas barreras (6:2) podían fácilmente echarse abajo. En respuesta a las oraciones de los apóstoles, y en respuesta a su imposición de manos simbólica, el Espíritu vino sobre nuevos convertidos (8:14ss.), quienes ya habían sido regenerados por el Espíritu. Al estar unida a la oración, la imposición de manos de los apóstoles no sólo les confirió dones a los bautizados (19:5s.), sino que también consagraba para un oficio (6:1–6). ¡Cuidado!, la realidad tiende a llegar a ser símbolo cuando un organismo llega a ser una organización. El Espíritu también guió a la iglesia (10:19, 44). (b) El ministerio que el Espíritu desarrolla entre los no-creyentes se ilustra de la mejor forma por la empresa arriesgada de la iglesia en misiones. Lo que el Espíritu puede hacer con una iglesia que testifica obedientemente y sin temor, se ve claramente por 11:19ss. Pronto se formó una iglesia fuerte en Antioquía, y por medio de ella el Espíritu fue capaz de llevar a cabo planes para la evangelización de los mundos romano y griego (13:1ss.). Doquiera que los misioneros fueron, el Espíritu operó a través de ellos (13:52), guiándolos continuamente (16:6s.), comunicándose a sí mismo por medio de ellos (19:1ss.) y nombrando líderes para las jóvenes iglesias (20:28). Pentecostés no fue una mera alucinación. El viento y el fuego proclamaron realmente la presencia de Dios en la iglesia; la distribución de lenguas proclamó que este Espíritu estaba con el creyente individual como con toda la iglesia. Los dones y poderes del Espíritu (véase Dones espirituales) que eran nuevos en la experiencia humana, ahora se manifestaban en la iglesia que testificaba en términos de comunión, adoración, obediencia, gozo y unidad (2:42–47).
  2. Las epístolas de Pablo. La enseñanza de Pablo en cuanto al Espíritu es tan rica que demanda una selección. Sólo podemos ofrecer aquí un bosquejo. (1) Para Pablo, uno no puede ser cristiano sin recibir el Espíritu (Gá. 3:2). Tener el Espíritu de Cristo es pertenecer a Cristo (Ro. 8:9). La vida cristiana es una vida en el Espíritu Santo (Gá. 5:16), y sus características son el resultado de la cautividad del Espíritu dentro del cristiano (Gá. 5:22). Lo que la ley jamás fue capaz de realizar ahora el Espíritu lo realiza desde dentro (Ro. 8:1–4). Por cierto, para el cristiano nacido del Espíritu el largo reinado de la ley terminó ya (7:6). (2) El Espíritu Santo es el «Espíritu de Cristo» (8:9; 2 Co. 3:17; 1 Co. 6:17; Gá. 4:6; Ro. 8:14ss.). Por esto es que ningún hombre puede alegar que habla en el Espíritu si a la vez habla contra Cristo (1 Co. 12:3). Decir que el Espíritu Santo es el Espíritu de Cristo no significa que estamos identificando al Espíritu con Cristo; sin embargo, apunta a la unidad de propósito de ambos. (3) La deidad y personalidad del Espíritu también son prominentes en los escritos de Pablo. El Espíritu es el Espíritu de Dios (Ro. 8:9; y cf. 1 Co. 3:16 con 2 Co. 6:16), y él es una de las personas de la deidad (2 Co. 13:14; cf. Mt. 28:19). Y la naturaleza personal de la actividad del Espíritu es también prominente en las Epístolas de Pablo así como en Hechos. Cf. p. ej., la prerrogativa que tiene el Espíritu para conceder los dones (1 Co. 12:4–10), «como él quiere» (v. 11), la forma en la que revela la voluntad del Padre (1 Co. 2:10–12), enseña al cristiano (v. 13), y bendice el testimonio cristiano (v. 4; 1 Ts. 1:5). (4) También se acentúa la naturaleza del Espíritu en sus relaciones con los creyentes. El Espíritu Santo lleva al cristiano a emprender una lucha contra «la carne», la naturaleza pecaminosa, aquello que capacita al pecado a conseguir con fuerza un pequeño pedazo de la vida del cristiano. Es el Espíritu que capacita al cristiano a matar la carne. Si no lo hace así «contristará» al Espíritu (Ef. 4:30). «Mortificar las obras del cuerpo» a través del Espíritu (Ro. 8:13) hace que el reino tiránico del pecado llegue a su fin (6:12–14), y produce en el cristiano los efectos de la muerte y resurrección de Cristo (cf. 6:9s.; con 6:1–8, 11; Fil. 3:10s.). Es ahí que la cosecha del Espíritu aparece (Gá. 5:22), y la guía y el testimonio del Espíritu vienen a ser claros (Ro. 8:14–17). Se efectúa una transformación moral (2 Co. 3:18), y el Espíritu libera a los creyentes para no vivir más «según la carne sino conforme al Espíritu» (Ro. 8:5–8), y para hacerse «siervos de la justicia» (6:15ss.). (5) Un énfasis similar aparece en las Epístolas de Pablo en relación con la actividad del Espíritu dentro de la comunidad creyente. El Espíritu da poder al cuerpo de Cristo, la iglesia, a tal grado que su culto (Fil. 3:3; 1 Co. 14:15), comunión (Ef. 4:3; Fil. 2:1), dones (1 Co. 12:4–11), y su origen mismo (1 Co. 12:13) se deben a la presencia vitalizadora del Espíritu por medio del cual Cristo mora en la iglesia. (6) Pablo también conecta el Espíritu con el bautismo. El bautismo implica la muerte, sepultura y resurrección de Cristo, lo que es paralelo a la muerte del creyente al pecado, y su resurrección a una nueva vida que implica el bautismo del Espíritu (Ro. 6:1–4). El rito es eficaz porque el cristiano participa en él con fe. En cuanto al bautismo de infantes, la confirmación es «la acción humana efectiva» por la que el Espíritu actúa y habla.

BIBLIOGRAFÍA

H.B. Swete, The Holy Spirit in the NT; A. Kuyper, The Work of the Holy Spirit; H. Wh. Robinson, The Christian Experience of the Holy Spirit; G. Smeaton, The Doctrine of the Holy Spirit.

James G.S.S. Thomson

LXX Septuagint

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (228). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Contenido

  • 1 Sinopsis del dogma
  • 2 Principales errores
  • 3 La Tercera Persona de la Santísima Trinidad
  • 4 Procesión del Espíritu Santo
  • 5 Filioque
  • 6 Dones del Espíritu Santo
  • 7 Frutos del Espíritu Santo
  • 8 Pecados contra el Espíritu Santo

Sinopsis del dogma

La doctrina de la Iglesia Católica relativa al Espíritu Santo forma parte integral de su enseñanza sobre el misterio de la Santísima Trinidad, de la cual San Agustín (De Trin., I, III, 5) hablando con timidez dice: “En ningún otro tema, es tan grande el peligro de errar, o tan difícil el progreso, o tan apreciable el fruto de un estudio cuidadoso”. Los puntos esenciales del dogma se pueden resumir en las siguientes proposiciones:

  • El Espíritu Santo es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad.
  • Como Persona, aunque realmente distinta del Padre y del Hijo, es también consustancial con ellos; siendo Dios como ellos, posee con ellos una y misma naturaleza o Esencia Divina.
  • Procede, no por generación, sino por espiración del Padre y del Hijo juntos, como de un unico principio.

Esa es la creencia que la fe católica requiere.

Principales errores

Todas las teorías y sectas cristianas que han contradicho o impugnado de cualquier manera el dogma de la Trinidad, como consecuencia lógica, han amenazado asimismo la fe en el Espíritu Santo. Entre estas, la historia menciona las siguientes:

  • 1. En los siglos II y III, los monarquianos dinámicos o modalistas (ciertos ebionitas, es decir, Teodoto de Bizancio, Pablo de Samosata, Praxeas, Noeto, Sabelio y generalmente los patripasianos) sostenían que la misma Persona Divina, de acuerdo a sus diferentes operaciones o manifestaciones, es llamada el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; por lo tanto, reconocían a una Trinidad puramente nominal.
  • 2. En el siglo IV y después, los arrianos y su numerosa prole herética: anómanos o eunomiamos, semi-arrianos, acacianos, etc, si bien admitían la triple personalidad, negaban la consustancialidad. El arrianismo había sido precedido por la teoría de la subordinación de algunos escritores ante-nicenos, quienes afirmaban una diferencia y una gradación entre las Personas Divinas distintas a las que surgen de sus relaciones en el punto de origen.
  • 3. En el siglo XVI, los socinianos rechazaron explícitamente, en nombre de la razón, junto con todos los misterios del cristianismo, la doctrina de las Tres Personas en un Solo Dios.
  • 4. También se debe mencionar las enseñanzas de Johannes Philoponus (siglo VI), Roscelin, Gilberto de la Porrée, Joaquín de Fiore (siglos XI y XII), y en tiempos modernos, Günther, quien, al negar u obscurecer la doctrina de la unidad numérica de la Naturaleza Divina, en realidad estableció una triple deidad.

Además de estos sistemas y escritores que entraron en conflicto con la verdadera doctrina sobre el Espíritu Santo solo indirectamente y como resultado lógico de sus errores previos, hubo otros que atacaron la verdad directamente:

  • Hacia mediados del siglo IV, Macedonio, obispo de Constantinopla y, después de él un número de semiarrianos, mientras que aparentemente admitían la Divinidad del Verbo, negaban la del Espíritu Santo. Lo colocaron entre los espíritus, ministros inferiores de Dios, pero superiores a los ángeles. Bajo el nombre de pneumatomachi, fueron condenados por el Concilio de Constantinopla, 382 d.C. (Mansi, III, col. 560).
  • Desde los días de Focio, los cismáticos griegos afirman que el Espíritu Santo, verdadero Dios como el Padre y el Hijo, procede sólo del primero.

La Tercera Persona de la Santísima Trinidad

Este encabezado implica dos verdades:

  • El Espíritu Santo es una Persona muy distinta, como tal, del Padre y del Hijo;
  • El es Dios y consustancial con el Padre y el Hijo.

La primera afirmación se opone directamente al monarquianismo y al socinianismo; la segunda, al subordinacionismo, a las diferentes formas de arrianismo y en particular al macedonismo. Los mismos argumentos sacados de las Escrituras y la Tradición, pueden ser usados generalmente para probar cualquiera de las afirmaciones. Sin embargo, presentaremos las pruebas de las dos verdades juntas, pero primero daremos atención especial a algunos pasajes que demuestran más explícitamente la distinción de personalidad.

La Escritura

En el Nuevo Testamento, la palabra espíritu y, tal vez, incluso la expresión espíritu de Dios, significan a veces el alma o el hombre mismo en la medida que está bajo la influencia de Dios y aspira a cosas superiores; frecuentemente, especialmente en San Pablo, denotan a Dios actuando en el hombre; pero además se usan para designar no solo una acción de Dios en general, sino una Persona Divina, quien no es ni el Padre ni el Hijo, aquel que es nombrado junto con el Padre, o el Hijo, o con ambos, sin que el contexto permita identificarlos. Aquí se darán algunos ejemplos. Leemos en Juan 14,16-17: “Y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir”; y en Juan 15,26: “Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí.” San Pedro dirige su primera epístola, 1,1-2, “a los que viven como extranjeros en la Dispersión… Elegidos según el previo conocimiento de Dios Padre, con la acción santificadora del Espíritu Santo, para obedecer a Cristo y ser rociados con su sangre”. El Espíritu de consolación y de verdad se distingue claramente también en Juan 16,7.13-15, desde el Hijo, de quien recibe todo, enseñará a los Apóstoles, y del Padre, quien no tiene nada que el Hijo no posea también. Ambos lo envían, pero Él no se separa de Ellos, pues el Padre y el Hijo vienen con Él cuando desciende a nuestras almas (Juan 14,23).

Muchos otros textos declaran bastante claramente que el Espíritu Santo es una persona, una persona distinta del Padre y del Hijo, y sin embargo, un solo Dios con ellos. En varios lugares, San Pablo habla de Él como si estuviera hablando de Dios. En los Hch. 28,25 le dice a los judíos: “Con razón habló el Espíritu Santo a vuestros padres por medio del profeta Isaías”; ahora bien, la profecía que aparece en los próximos dos versículos está tomada de Is. 6,9-10 donde es puesta en boca del “Rey el Señor de los Ejércitos”. En otros lugares usa las palabras Dios y Espíritu Santo como simplemente sinónimos. De este modo, escribe 1 Cor. 3,16: “¿No sabéis que sois santuario de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?”; y en 6,19: “¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y que habéis recibido de Dios?” San Pedro afirma la misma identidad cuando se queja con Ananías (Hch. 5,3-4): “¿Cómo es que Satanás llenó tu corazón para mentir al Espíritu Santo?…No has mentido a los hombres, sino a Dios.” Los escritores sagrados le atribuyen al Espíritu Santo todas las obras características del poder Divino. Es en su nombre, como en el nombre del Padre y del Hijo, que se da el bautismo (Mt. 28,19). Es a través de su operación que se realiza el mayor de los misterios divinos, la Encarnación del Verbo, (Mt. 1,18-20; Lc. 1,35). Es también en su nombre y por su poder que los pecados son perdonados y las almas santificadas: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados” (Jn. 20,22-23); “Pero habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de Nuestro Dios” (1 Cor. 6,11); “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.” (Rom. 5,5).

El es esencialmente el Espíritu de verdad (Jn. 14,16-17; 15,26), cuyo oficio es fortalecer la fe (Hch. 6,5), conceder sabiduría (Hch. 6,3), dar testimonio de Cristo, es decir, confirmar su enseñanza internamente (Jn. 15,26) y enseñar a los Apóstoles el completo significado de ella (Jn. 14,26; 16,13), con los cuales morará por siempre (Jn. 14,16). Habiendo descendido a ellos en Pentecostés, los guiará en su obra (Hch. 8,29), pues Él inspirará a los nuevos profetas (Hch. 11,28; 13,9) como inspiró a los profetas de la antigua Ley (Hch. 7,51). Él es la fuente de gracias y dones (1 Cor. 12,3-11); Él, en particular, otorga el don de lenguas (Hch. 2,4; 10,44-47). Y mientras habita en nuestros cuerpos, los santifica (1 Cor.3,16; 6,19), y de esta manera algún día los levantará nuevamente de entre los muertos (Rom. 8,11). Sin embargo, Él obra especialmente en el alma, dándole nueva vida (Rom. 8,14-16; 2 Cor. 1,22; 5,5; Gal. 4,6). El es el Espíritu de Dios, y al mismo tiempo el Espíritu de Cristo (Rom. 8,9); porque Él está en Dios, Él conoce los misterios más profundos de Dios (1 Cor. 2,10-11) y posee todo conocimiento. San Pablo termina su Segunda Epístola a los Corintios (13,13) con su fórmula de bendición la cual, puede ser llamada una bendición de la Santísima Trinidad: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, y la caridad de Dios y la comunión del Espíritu Santo estén con todos ustedes.”—Cf. Tixeront “Hist. des dogmes”, París, 1905, I, 80, 89, 90, 100, 101.

La Tradición

Al corroborar y explicar el testimonio de la Escritura, la Tradición nos trae más claramente las diversas etapas de la evolución de esta doctrina.

Tan temprano como en el siglo I, San Clemente de Roma nos da una importante enseñanza sobre el Espíritu Santo. Su “Epístola a los Corintios” no sólo nos dice que el Espíritu inspiró y guió a los escritores sagrados (8.1; 45.2), que Él es la voz de Jesucristo hablándonos en el Antiguo Testamento (22.1 ss.), sino que luego contiene dos declaraciones muy explícitas sobre la Trinidad. En 46.6 (Funk “Patres apostolici” 2da ed., I, 158) se lee que “tenemos un solo Dios, un Cristo, un único Espíritu de gracia dentro de nosotros, una misma vocación en Cristo”. En 58.2 (Funk, ibid., 172) el autor hace esta solemne afirmación: zo gar ho theos, kai zo ho kyrios Iesous Christos kai to pneuma to hagion, he te pistis kai he elpis ton eklekton, oti… la cual podemos comparar con la fórmula tan frecuentemente encontrada en el Antiguo Testamento: zo kyrios. De esto se deduce que, en opinión de Clemente, kyrios era igualmente aplicable a ho theos (el Padre) ho kyrios Iesous Christos, y to pneuma to hagion; y que tenemos tres testigos de igual autoridad, cuya Trinidad, además, es el fundamento de la fe y esperanza cristianas.

En los siglos II y III los labios de los mártires declaran la misma doctrina, la cual se halla en los escritos de los Padres. En sus tormentos San Policarpo (m. 155) profesó así su fe en las Tres Adorables Personas (“Martyrium sancti Polycarpi” en Funk op.cit., I, 330): “Señor Dios Todopoderoso, Padre de tu santísimo y bien amado Hijo Jesucristo… te alabo en todo, te bendigo y te glorifico por el eterno y celestial pontífice Jesucristo, tu bien amado Hijo, por quien a Ti con Él y con el Espíritu Santo, gloria ahora y por siempre!”. San Epipodio habló más claramente aún (Ruinart, “Acta mart.” Ed, Verona, p. 65): “Confieso que Cristo es Dios con el Padre y el Espíritu Santo, y es adecuado que devolveré mi alma a Él, Quien es mi Creador y Redentor”.

Entre los apologistas, Atenágoras menciona el Espíritu Santo junto con, y en un mismo plano, que el Padre y el Hijo. “¿Quién no quedaría asombrado” dice (Legat. pro christian., n 10, en P.G., VI, col. 909) “al oirnos llamar ateos, nosotros que confesamos a Dios Padre, Dios Hijo y al Espíritu Santo, y los consideramos Uno en poder y distintos en orden […ten en te henosei dynamin, hai ten en te taxei diairesin]?”.

Teófilo de Antioquía, quien a veces le da al Espíritu Santo, como al Hijo, el nombre de Sabiduría (sophia) menciona además (Ad Autol., lib. I.7, y II.18, en P.G., VI, col. 1035, 1081) los tres términos theos, logos, sophia y, al ser el primero que aplicó la palabra característica que fue adoptada luego, dice expresamente (ibid., II.15) que ellas forman una Trinidad (trias). San Ireneo consideró al Espíritu Santo como eterno (Adv. Hær., V.12.2, en P.G., VII, 1153), existiendo en Dios ante omnem constitutionem, y producido por Él al comienzo de sus caminos (ibid. IV.20.3). Considerado en relación al Padre, el Espíritu Santo es su Sabiduría (IV, XX, 3); el Hijo y Él son las “dos manos” por las cuales Dios creó al hombre (IV, praef., n. 4; IV, XX, 20; V, VI, 1). Considerado en relación a la Iglesia, el mismo Espíritu es verdad, gracia, una señal de inmortalidad, un principio de unión con Dios; íntimamente unido a la Iglesia, le da a los Sacramentos su eficacia y virtud (III.17.2, III.24.1, IV.33.7 y V.8.1).

Aunque San Hipólito no habla tan claramente del Espíritu Santo como una persona distinta, sin embargo, supone que Él es Dios, así como el Padre y el Hijo (Contra Noët., VIII, XII, en P.G., X, 816, 820). Tertuliano es uno de los escritores de esta época cuya tendencia al subordinacionismo es más evidente, a pesar de haber sido el autor de la fórmula definitiva: “Tres Personas, una substancia” y sin embargo, su enseñanza sobre el Espíritu Santo es notable en todos los sentidos. Parece haber sido el primero entre los Padres en afirmar su Divinidad de manera clara y absolutamente precisa. En su obra “Adversus Praxean” se detiene extensamente en la grandeza del Paráclito. El Espíritu Santo, dice él, es Dios (c. XIII En P.L., II, 193); de la substancia del Padre (III, IV En P.L., II, 181-2); uno y el mismo Dios con el Padre y el Hijo (II en P.L., II, 180); procedente del Padre a través del Hijo (IV, VIII en P.L., II, 182, 187); el que enseña toda la verdad (II en P.L., II, 179).

[[San Gregorio Taumaturgous, o al menos el Ekthesis tes pisteos, el cual se le atribuye comúnmente, y el cual data del período entre 260 – 270, nos da este notable pasaje: “Uno es Dios, Padre del Verbo vivo, de Sabiduría subsistente…Uno el Señor, uno de uno, Dios de Dios, invisible de invisible…Uno el Espíritu Santo, quien subsiste de Dios…Trinidad Perfecta, el cual nos e divide ni se separa en eternidad, gloria y poder, ni se divide ni se separa…Trinidad inalterado e inmutable”. En el año 304, el mártir San Vicente dijo (Ruinart, op.cit., 325) “Creo en el Señor Jesucristo, Hijo del Altísimo Padre, uno de uno; lo reconozco a Él como un Dios con el Padre y el Espíritu Santo”.

Pero debemos retroceder al año 360 para encontrar la doctrina sobre el Espíritu Santo explicada clara y totalmente. Es San Atanasio quien lo explica en sus “Cartas a Serapion” (P.G., XXVI, col. 525 ss). Se le había informado que ciertos cristianos sostenían que la Tercera Persona de la Santísima Trinidad era una creatura. Para refutarlos, consultó las Escrituras, las cuales le proveyeron argumentos tan sólidos como numerosos. Ellos le dicen, en particular, que el Espíritu Santo está unido al Hijo por relaciones tales como aquellas existentes entre el Hijo y el Padre; que Él es enviado por el Hijo; que es su portavoz y lo glorifica; que, contrario a las creaturas, Él no ha sido hecho de la nada, sino que viene de Dios; que realiza la obras de la santificación entre los hombres, de lo cual ninguna creatura es capaz; que al poseerlo, poseemos a Dios; que el Padre creó todo por El; que, en fin, Él es inmutable, tiene los atributos de inmensidad, unicidad y tiene derecho a todos los apelativos y expresiones que se usan para expresar la dignidad del Hijo. Fundamenta la mayoría de estas conclusiones en textos de las Escrituras, unas pocas de las cuales se mencionaron arriba. Pero el escritor pone énfasis especial en lo que se lee en Mateo 28,19: “El Señor”, escribe (Ad. Serp., III, n. 6 en PG., XXVI 633 ss) “fundó la fe de la Iglesia en la Trinidad cuando dijo a los Apóstoles: ‘Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’. Si el Espíritu Santo fuera una criatura, Cristo no lo hubiera asociado al Padre; habría evitado hacer una Trinidad heterogénea, compuesta de elementos disímiles. ¿Qué es lo que Dios necesitaba? ¿Acaso El necesitaba unirse a un ser de diferente naturaleza?… No, la Trinidad no está compuesta por el Creador y la creatura”.

Poco después, San Basilio, Dídimo de Alejandría, San Epifanio, San Gregorio Nacianceno, San Ambrosio y San Gregorio de Nisa tomaron la misma tesis ex professo, apoyándola en su mayor parte con las mismas pruebas. Todos estos escritos le prepararon el camino al Concilio de Constantinopla (381), el cual condenó a los pneumatomachis y proclamó solemnemente la verdadera doctrina. Estas enseñanzas forman parte del Credo de Constantinopla como es llamado, donde el símbolo se refería al Espíritu Santo, “quien es también nuestro Señor y quien da vida; quien procede del Padre, el cual es adorado y glorificado junto con el Padre y el Hijo; quien habló por los profetas. ¿Fue este credo, con sus particulares palabras, aprobado por el Concilio de 381?. Anteriormente esa era la opinión común e incluso en tiempos recientes había sido sostenida por autoridades como Hefele, Hergenröther y Funk; otros historiadores, entre los que se encuentran Harnack y Duchesne, opinan lo contrario; pero todos concuerdan en admitir que el credo del cual estamos hablando fue admitido y aprobado por el Concilio de Calcedonia (451) y que, al menos desde aquel tiempo, fue la fórmula oficial de la ortodoxia católica.

Procesión del Espíritu Santo

No nos detendremos mucho en el significado preciso de la Procesión en Dios. (Ver Santísima Trinidad). Baste aquí señalar qué con esta palabra nos referimos a la relación de origen que existe entre una Persona Divina y la otra, o entre una y las otras dos como su principio de origen. El Hijo procede del Padre; el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Aquí se tratará especialmente esta última verdad.

A

Todos los cristianos han admitido siempre que el Espíritu Santo procede del Padre; esta verdad está expresamente establecida en Juan 15,26. Pero los griegos, al igual que Focio, negaban que Él proceda del Hijo. Y, sin embargo, esa es manifiestamente la enseñanza de las Sagradas Escrituras y de los Padres.

En el Nuevo Testamento

(a) El Espíritu Santo es llamado el Espíritu de Cristo (Rom. 8,9), el Espíritu del Hijo (Gál. 4,6), el Espíritu de Jesús (Hch. 16,7). Estos términos implican una relación del Espíritu con el Hijo, la cual sólo puede ser una relación de origen. Esta conclusión es tanto más indiscutible, dado que todos admiten el argumento similar para explicar por qué el Espíritu Santo es llamado el Espíritu del Padre. Es así como San Agustín argumenta (En Joan., Tr. XCIX, 6, 7 en PL, XXXV, 1888): “Escuchas al mismo Señor declarar: ‘no eres tú quien habla, sino el Espíritu de tu Padre que habla en ti’. Asimismo, oyes al Apóstol declarar: ‘Dios ha enviado el Espíritu de Su Hijo a vuestros corazones. ¿Puede entonces haber dos espíritus, uno, el espíritu del Padre y otro el espíritu del Hijo? Ciertamente no. Así como hay un solo Padre, así como hay un solo Señor o un Hijo, así también hay un solo Espíritu, quien es, consecuentemente, el Espíritu de ambos… ¿Por qué entonces te negarías a creer que Él procede también del Hijo, siendo que Él es también el Espíritu del Hijo? Si no procediese de Jesús, cuando Él se apareció a sus discípulos luego de la Resurrección, no habría soplado sobre ellos diciéndoles: ‘Reciban ustedes el Espíritu Santo’. ¿Qué, ciertamente, significa este aliento sino que el Espíritu procede también de El?”. San Atanasio había argumentando exactamente del mismo modo (De Trin. et Spir. S., n. 19, en P.G., XXIV, 1212) y concluye: «Decimos que el Hijo de Dios también es la fuente del Espíritu.”

(b) Según Jn. 16,13-15, el Espíritu Santo recibe del Hijo. “Cuando venga él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga, y os anunciará lo que ha de venir. Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso he dicho: Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros.” Ahora bien, una Persona Divina puede recibir de la otra sólo por Procesión, relacionándose con el otro como a un principio. Lo que el Paráclito recibirá del Hijo es conocimiento inmanente, el cual El manifestará luego exteriormente. Pero este conocimiento inmanente es la misma esencia del Espíritu Santo. Por lo tanto, éste tiene su origen en el Hijo, el Espíritu Santo procede del Hijo. “No hablará por su cuenta” dice San Agustín (En Joan., tr. XCIX, 4 en PL., XXXV, 1887) “porque El no proviene de sí mismo, sino que Él les hablará todo lo que ha escuchado. Él escuchará de aquél de quien procede. En su caso, escuchar es conocer y conocer es ser. Deriva su conocimiento de aquel de quien deriva su esencia”. San Cirilo de Alejandría señala que las palabras: “recibirá de lo mío” significan “la naturaleza” la cual el Espíritu Santo tiene del Hijo, así como el Hijo la tiene del Padre (De Trin., dialog. VI en PG., LXXV, 1011). Por otro lado, Jesús da la siguiente razón a su afirmación : “tomará de lo mío”: “Todo lo que tiene el Padre es mío”. Ahora bien, puesto que el Padre tiene respecto al Espíritu Santo la relación que llamamos Espiración Activa, el Hijo también la tiene; y en el Espíritu Santo ella existe, consecuentemente, en relación a ambos, una Espiración Pasiva o Procesión.

Los Padres han afirmado constantemente la misma verdad

Este hecho es indiscutible en lo que a los Padres Occidentales se refiere; pero en cuanto a los [[Iglesias Orientales|orientales, los griegos lo negaron. Citaremos, por lo tanto, algunos testigos entre éstos últimos. El testimonio de San Atanasio ha sido citado mas arriba, al efecto de que “El Hijo es la fuente del Espíritu”, y la declaración de San Cirilo de Alejandría que el Espíritu Santo tiene su “naturaleza” del Hijo. Este último santo después afirma (Thesaur., afirm. XXXIV en PG., LXXV, 585); “Cuando el Espíritu Santo llega a nuestros corazones, nos hace semejantes a Dios, porque Él procede del Padre y del Hijo”; y nuevamente (Epist., XVII, Ad Nestorium, De excommunicatione en PG., LXXVII, 117): “El Espíritu Santo Santo no es ajeno al Hijo, pues Él es llamado el Espíritu de Verdad, y Cristo es la Verdad; así Él procede de Cristo así como también de Dios Padre”. San Basilio (De Spirit.S., 18 en P.G., XXXII, 147) no desea que nos apartemos del orden tradicional al mencionar las Tres Personas Divinas porque “como el Hijo es al Padre, así el Espíritu es al Hijo, de acuerdo con el antiguo orden de los nombres en la fórmula del bautismo”. San Epifanio escribe (Ancor., VIII, en PG., XLIII, 29, 30) que no puede considerarse al Paráclito como desconectado del Padre y del Hijo, puesto que es uno con Ellos en substancia y divinidad” y declara que “El procede del Padre y del Hijo”; un poco más adelante agrega (op.cit. XI, en P.G., XLIII, 35): “Nadie conoce al Espíritu, además del Padre, excepto el Hijo, del cual procede y de quien recibe”. Finalmente, un concilio efectuado en Seléucida en el año 410 proclamó su fe “en el Espíritu Santo Viviente, el Santo Paráclito Viviente, quien procede del Padre y del Hijo” (Lamy, “Concilium Seleuciae”, Lovaina, 1868).

Sin embargo, al comparar los escritores latinos como un cuerpo, con los escritores orientales, notamos una diferencia en lenguaje: mientras que los primeros casi unánimemente afirman que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, los últimos generalmente dicen que procede del Padre a través del Hijo. En realidad, el pensamiento expresado tanto por griegos como por latinos es uno y el mismo, sólo hay una pequeña diferencia en la manera de expresarlos: la fórmula griega ek tou patros dia tou ouiou expresa directamente el orden según el cual el Padre y el Hijo son el principio del Espíritu Santo, e implica su igualdad como principio; la fórmula latina expresa directamente esa igualdad e implica el orden. Así como el Hijo mismo procede del Padre, es del Padre que Él recibe, junto con todo lo demás, la virtud que lo hace el principio del Espíritu Santo. De este modo, el Padre sólo es principium absque principio, aitia anarchos prokatarktike, y, comparativamente, el Hijo es un principio intermedio. El uso preciso de las dos preposiciones, ek (de) y dia (a través) no implica nada más.

En los siglos XIII y XIV, los teólogos griegos Blemmida, Beccus, Calecas y Besarión llamaron la atención a esto, explicando que las dos partículas tienen el mismo significado, pero el de se ajusta mejor a la Primera Persona, quien es la fuente de las otras, y a través, a la Segunda Persona, quien viene del Padre. Mucho antes de su tiempo, San Basilio había escrito (De Spir. S., VIII, 21 en P.G., LIX, 56): “la expresión di ou expresa reconocimiento del principio primordial [tes prokatarktikes aitias]”; y San Juan Crisóstomo (Hom. V sobre Juan., n. 2 en P.G., LIX, 56): “Si se ha dicho a través de Él, se ha dicho sólo para que nadie pueda imaginar que el Hijo no es generado”. Se puede añadir que la terminología usada por los escritores orientales y occidentales, respectivamente, para expresar la idea está lejos de ser invariable. Así como Cirilo, Epifanio y otros griegos afirman la Procesión ex utroque, así también varios escritores latinos no consideraban que se estaban alejando de la enseñanza de su Iglesia al expresarse como los griegos. Es así como Tertuliano (Contra Prax., IV, en P.L., II, 182): “Spiritum non aliunde puto quam a Patre per Filium”; y San Hilario (De Trinit., lib., XII.57, en P.L., X, 472), dirigiéndose al Padre, confiesa que desea adorar con Él y el Hijo “a Su Espíritu Santo, quien viene de El a través de Su único Hijo”.Y, sin embargo, el mismo escritor había dicho en tono más alto (op. Cot., lib. II, 29, en P.L., X, 69), “que debemos confesar que el Espíritu Santo viene del Padre y del Hijo”, prueba clara de que las dos fórmulas eran consideradas como sustancialmente equivalentes.

B

Al proceder tanto del Padre como del Hijo, sin embargo, el Espíritu Santo procede de ellos como de un principio único. Esta verdad está al menos insinuada en el pasaje de Juan 6,15 (citado más arriba) donde Cristo establece una conexión necesaria entre su propio compartir en todo lo que el Padre tiene y la Procesión del Espíritu Santo. Por lo tanto, se deduce, sin duda, que el Espíritu Santo procede de las otras dos Personas, no en tanto son distintas, sino en tanto su divina perfección es numéricamente una. Además, tal es la enseñanza explícita de la tradición eclesiástica, la cual fue establecida concisamente por San Agustín (De Trin., lib V,14): “Como el Padre y el Hijo son un solo Dios y, relativamente a la criatura, un solo creador y un Señor, así también, relativamente al Espíritu Santo, son un solo principio”. Esta doctrina fue definida en las siguientes palabras por el Segundo Concilio Ecuménico de Lión (Denzinger, “Enchiridion” (1908), n. 460): “Confesamos que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, no como dos principios, sino como un principio, no por dos espiraciones, sino por una sola espiración”. La enseñanza fue nuevamente planteada por el Concilio de Florencia (ibid., n. 691), y por Eugenio IV en su Bula “Cantate Domino” (ibid., n. 703 ss).

C

Es asimismo un artículo de fe que el Espíritu Santo no procede, como la Segunda Persona de la Trinidad, por medio de generación. No sólo es a la Segunda Persona sola a quien las Escrituras llaman Hijo, no sólo es Él solamente considerado engendrado, sino que es también llamado el único Hijo de Dios; el antiguo símbolo que lleva el nombre de San Atanasio declara expresamente que “el Espíritu Santo viene del Padre y del Hijo, no hecho no creado, no generado sino procedente”. Dado que somos totalmente incapaces de señalar de otro modo el significado del misterioso modo que afecta esta relación de origen, le aplicamos el nombre de espiración, cuya significación es principalmente negativa y a modo de contraste, en el sentido que afirma una Procesión peculiar al Espíritu Santo y exclusiva de filiación. Pero, aunque distinguimos absoluta y esencialmente entre generación y espiración, es una tarea muy delicada y difícil decir cuál es la diferencia. Santo Tomás (I,Q.27), siguiendo a San Agustín (De. Trin., XV, XXVII) encuentra la explicación y, como si fuera el epítome de la doctrina en principio que, en Dios, el Hijo procede a través del intelecto y el Espíritu Santo a través de la voluntad. El Hijo es, en lenguaje de la Escritura, la imagen del Dios Invisible, su Palabra, Su sabiduría no creada. Dios se contempla a sí mismo y se conoce a sí mismo desde toda la eternidad y, al conocerse a sí mismo, Él forma dentro de sí una idea sustancial de sí y este pensamiento sustancial es su Palabra. Ahora bien, cada acto de conocimiento se logra por la producción en el intelecto de la representación de un objeto conocido; desde aquí, entonces el proceso ofrece una cierta analogía con la generación, la cual es la producción por un ser vivo de un ser participante de la misma naturaleza; y la analogía es mucho más sorprendente cuando es asunto de este acto de conocimiento Divino, el término eterno del cual es un ser sustancial, consustancial dentro del tema conocido. En cuanto al Espíritu Santo, de acuerdo a la doctrina común de los teólogos, Él procede a través de la voluntad. El Espíritu Santo, como lo indica su nombre, es santo en virtud de su origen, su espiración; por lo tanto, proviene de un principio santo; ahora bien, la santidad reside en la voluntad así como la sabiduría está en el intelecto. Esta es también la razón por la que es llamado a menudo par excellence, en los escritos de los Padres, amor y caridad. El Padre y el Hijo se aman desde toda la eternidad con un amor perfecto e inefable; el término de este amor infinito y fértil es su Espíritu, el cual es co eterno y co-sustancial con ellos. Sólo el Espíritu Santo no está obligado con la forma de su Procesión, precisamente por esta perfecta resemblanza a su principio, en otras palabras, por su consustancialidad; dado que querer o amar un objeto no implica formalmente la producción de su imagen inmanente en el alma que ama, sino una tendencia, un movimiento de la voluntad hacia la cosa amada para estar unido a él y disfrutarlo. Así, teniendo en cuenta la debilidad de nuestro intelecto al conocer, y la impropiedad de nuestras palabras para expresar los misterios de la vida Divina, si podemos captar cómo la palabra generación, liberada de todas las imperfecciones del orden material, puede ser aplicada por analogía a la Procesión de la Palabra, veremos que el término no puede, de ningún modo ser aplicado apropiadamente a la Procesión del Espíritu Santo.

Filioque

Habiendo tratado la parte que toma el Hijo en la Procesión del Espíritu Santo, estamos próximos a considerar la introducción de la expresión Filioque, dentro del Credo de Constantinopla. Se desconoce el autor de la adición, aunque su primer rastro se encuentra en España. El Filioque, fue sucesivamente introducido dentro del Símbolo del Concilio de Toledo en el año 447, entonces, en cumplimiento de una orden de otro sínodo efectuado en el mismo lugar en el año 589, fue incluido en el Credo Niceno-Constantinopolitano. Admitido también dentro del ”quicunque vult”, comenzó a aparecer en Francia en el siglo VIII. Fue cantado en el 767 en la capilla de Carlomagno en Gentilly, donde fue oído por embajadores de Constantino Coprónimo. Los griegos estaban impactados y protestaron; los latinos dieron explicaciones, a lo que siguieron muchas discusiones. El arzobispo de Aquileia, Paulino, defendió la adición en el Concilio de Friuli (796). Fue luego aceptado por un concilio celebrado en Aquisgrán (809). Sin embargo, como probó ser un obstáculo para los griegos, el Papa San León III, lo desaprobó y, aunque concordaba enteramente con los francos sobre la cuestión de la doctrina, aconsejó omitir la nueva palabra. El mismo dio origen a dos grandes planchas de plata, sobre las cuales se grabó el credo con la expresión disputada omitida, para ser erigidas en la Basílica de San Pedro. Su consejo fue desatendido por los francos; y, como la conducta y el cisma de Focio parecía justificar el que los occidentales le tuvieran más consideración a los sentimientos de los griegos, la adición de las palabras fue aceptada por la Iglesia Romana bajo el [[Papa Benedicto VIII (ct. Funk, “Kirchengeschichte”, Paderborn, 2901, p. 243).

Los griegos siempre habían acusado a los latinos por hacer la adición. Consideraban que, bastante aparte de la cuestión doctrinal involucrada en la expresión, la inserción fue hecha violando el decreto del Concilio de Éfeso que prohibía a cualquiera “producir, escribir o componer una confesión de fe otra que la definida por los Padres de Nicea”. Tal razón no resistiría examen. Suponiendo la verdad del dogma (establecida arriba), es inadmisible que la Iglesia pueda o pudiera haberse privado del derecho a mencionarlo en el símbolo. Si nos adherimos a la opinión, la cual posee fuertes argumentos de apoyo, que considera que los desarrollos del Credo en lo que respecta al Espíritu Santo fueron aprobados por el Concilio de Constantinopla (381), de inmediato podría establecerse que los obispos en Éfeso (431) ciertamente no pensaron en condenar o culpar a los de Constantinopla. Pero, dado el hecho que la expresión disputada fue autorizada por el Concilio de Calcedonia en el año 451, concluimos que la prohibición del Concilio de Éfeso nunca fue comprendida y no debe entenderse en un sentido absoluto. Podría ser considerada ya sea como doctrinal, o como un mero pronunciamiento disciplinario. En el primer caso, podría excluir cualquier adición o modificación opuesta, o discrepante con el depósito de la Revelación; y tal parece ser su importancia histórica pues fue propuesta y aceptada por los Padres en oposición a la formula manchada con Nestorianismo. Considerado el segundo caso como una medida disciplinaria, pudo vincular solo a aquellos que no eran depositarios del poder supremo en la Iglesia. Los últimos, en tanto es su deber enseñar la verdad revelada y preservarla del error, poseen autoridad Divina, el poder y el derecho de redactar y proponer a los fieles tales confesiones de fe como las circunstancias puedan demandar. Este derecho es tan ilimitado como inalienable.

Dones del Espíritu Santo

Este título y la teoría conectada a él, así como la teoría de los frutos del Espíritu Santo y la de los pecados contra el Espíritu Santo, implican lo que los teólogos llaman apropiación. Se entiende por este término el atribuir especialmente a una Persona Divina las perfecciones y las obras exteriores que nos parecen más clara e inmediatamente conectadas a El, cuando consideramos sus características personales, pero que en realidad son comunes a las Tres Personas. Es en este sentido que atribuimos al Padre, la perfección de omnipotencia con sus más impactantes manifestaciones, por ejemplo, la Creación, porque Él es el principio de las otras dos Personas; al Hijo le atribuimos la sabiduría y las obras de sabiduría, porque Él procede del Padre por el intelecto; al Espíritu Santo le atribuimos las operaciones de la gracia y la santificación de las almas y en particular, los dones y frutos espirituales, porque Él procede del Padre y del Hijo como su amor mutuo y en las Sagradas Escrituras se le llama la bondad y caridad de Dios.

Los dones del Espíritu Santo son de dos tipos: los primeros están especialmente destinados a la santificación de la persona que los recibe; los segundos, llamados más propiamente carismas, son favores extraordinarios otorgados para ayudar a otros, favores, también, los cuales no santifican por sí mismos, e incluso pueden estar separados de la gracia santificante. Los del primer tipo son un total de siete, como los enumera Isaías (11, 2-3) donde el profeta los ve y describe en el Mesías. Son los dones de sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia y piedad (santidad) y temor del Señor.

  • El don de sabiduría, al despegarnos del mundo, nos hace apetecer y amar solo las cosas del cielo.
  • El don de entendimiento nos ayuda a captar las verdades de la religión en tanto sea necesario.
  • El don de consejo surge de la prudencia sobrenatural y nos permite ver y escoger correctamente aquello que ayudará más a la gloria de Dios y nuestra propia salvación.
  • El don de fortaleza nos concede el coraje para sobrellevar los obstáculos y dificultades que surgen en las prácticas de nuestros deberes religiosos.
  • El don de conocimiento nos muestra el camino a seguir y los peligros a evitar para alcanzar el cielo.
  • El don de piedad, al inspirarnos una tierna y filial confianza en Dios, nos hace abrazar con gozo todo aquello que atañe a su servicio.
  • Finalmente, el don de temor nos llena de respeto soberano por Dios, y nos hace temer, por sobre todas las cosas, ofenderlo.

En cuanto a la naturaleza interna de estos dones, los teólogos los consideran sobrenaturales y cualidades permanentes, los cuales nos hacen atentos a la voz de Dios, la cual nos hace susceptibles a las obras de la gracia actual, la cual nos hace amar las cosas de Dios, y, en consecuencia, nos hace más obedientes y dóciles a las inspiraciones del Espíritu Santo.

¿Pero, cómo difieren de las virtudes? Algunos escritores piensan que realmente no se distinguen, que ellos son virtudes en tanto los últimos son dones gratuitos de Dios y están esencialmente identificados con la gracia, la caridad y las virtudes. Esa opinión tiene el mérito particular de evitar una multiplicación de las entidades infusas dentro del alma. Otros escritores ven los dones como perfecciones de un orden superior al de las virtudes; las últimas, dicen, nos disponen a seguir el impulso y guía de la razón; los primeros están funcionalmente destinados a volver la voluntad obediente y dócil a las inspiraciones del Espíritu Santo. Para saber más sobre la primera opinión, vea Bellevue, “L’uvre du Saint-Esprit” (París, 1902), 99 ss.; y para la última, ver Santo Tomás, I-II, Q. LXVIII, a. 1, y Froget, “De lhabitation du SaintEsprit dans les âmes justes” (ParÍs, 1900), 378 ss.

Conocemos parcialmente los dones del segundo tipo, o carismas, a través de San Pablo y parcialmente de la historia de la Iglesia primitiva, en el seno de la cual Dios las concedió plenamente. De estas “manifestaciones del Espíritu”, “todas estas cosas [que] uno y el mismo Espíritu obró, repartiendo a cada uno según su voluntad”, el Apóstol nos habla, particularmente en 1 Cor. 12,6-11; 12,28-31; Rom. 12,6-8.

En el primero de estos tres pasajes vemos que se mencionan nueve carismas: el don de hablar con sabiduría, palabra de ciencia, fe, carisma de curaciones, el don de milagros, el don de profecía, el don de discernimiento de espíritus, el don de lenguas, el don de interpretar las lenguas. A esta lista, debemos añadir, por lo menos, como se encuentra en los otros dos pasajes indicados, el don de gobierno, el don de ayuda y tal vez lo que Pablo llama distributio y misericordia. Sin embargo, no todos los exégetas concuerdan en el número de carismas o la naturaleza de cada una de ellos; tiempo atrás, San Juan Crisóstomo y San Agustín habían señalado la oscuridad del tema. Adhiriéndonos a las opiniones más probables sobre el tema, debemos inmediatamente clasificar los carismas y explicar el significado de la mayoría de ellos como sigue. Forman cuatro grupos naturales:

  • Dos carismas que consideran la enseñanza de las cosas Divinas: sermo sapientiae, relativa a la exposición de los misterios superiores; y sermo scientiae, y la última relativa al cuerpo de las verdades cristianas.
  • Tres carismas que apoyan esta enseñanza: fides, gratia sanitatum, operatio virtutum. La fe de la que aquí se habla es la fe en el sentido usado por Mt. 17,19: la que obra maravillas; por lo que es, por así decirlo, una condición y parte de los dos dones mencionados con ella.
  • Cuatro carismas que sirven para edificar, exhortar y animar a los fieles y para desconcertar a los no creyentes: prophetia, discretio spirituum, genera linguarum, interpretatio sermonum. Estas cuatro parecen caer lógicamente dentro de dos grupos; pues la profecía, la cual es esencialmente una declaración inspirada sobre diferentes temas religiosos, siendo la declaración del futuro sólo de importancia secundaria, encuentra su complemento y, por así decirlo, se verifica en el don de discernimiento de espíritus; y ¿qué, como regla, sería el uso de glosolalia—el don de hablar en lenguas—si faltase el don de interpretarlas?

Finalmente está el carisma que parece tener por objeto la administración de asuntos temporales, en medio de obras de caridad: gubernationes, opitulationes, distributiones. A juzgar por el contexto, estos dones, aunque conferidos y útiles para la dirección y consuelo del prójimo, no necesariamente se encuentran en todos los superiores eclesiásticos.

Siendo los carismas un favor extraordinario y no un requisito para la santificación del individuo, no fueron otorgados indiscriminadamente a todos los cristianos. Sin embargo, en la Era Apostólica, eran comparativamente comunes, especialmente en las comunidades de Jerusalén, Roma y Corinto. La razón de esto es aparente: en las Iglesias nacientes los carismas eran extremadamente útiles e incluso moralmente necesarios para fortalecer la fe de los creyentes, para confundir a los infieles, para hacerlos reflexionar y compensar los falsos milagros con los cuales a veces prevalecían. San Pablo era cuidadoso (1 Cor. 12; 13; 14) para restringir autoritariamente el uso de estos carismas dentro de los fines para los cuales fueron concedidos, y por eso insistían en su subordinación al poder de la jerarquía. Cf Batiffol, “L’Eglise naissante et le catholicisme” (París, 1909), 36. (Vea carismas)

Frutos del Espíritu Santo

Algunos escritores extienden este término a todas las virtudes sobrenaturales, o más bien, a los actos de todas estas virtudes, en tanto son los resultados de la misteriosa obra del Espíritu Santo en nuestras almas por medio de su gracia. Pero, con Santo Tomás (I-II, Q. LXX, a.2) ordinariamente la palabra se restringe al significado de aquellas obras sobrenaturales que se hacen con gozo y paz en el alma. Es en este sentido que muchas autoridades aplican el término a la lista mencionada por San Pablo (Gál. 5,22-23): ” En cambio, el fruto del Espíritu Santo es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, fe, modestia, continencia, castidad.” Más aún, no hay dudas que esta lista de doce—tres de las doce no aparecen en varios manuscritos griegos y latinos—no se debe tomar en un sentido estrictamente limitado, sino, de acuerdo a las reglas del lenguaje bíblico, como capaces de ser extendida para incluir todos los actos de carácter similar. Es por eso que el Doctor Angélico dice: “Todo acto virtuoso que el hombre realiza con placer es un fruto”.

Los frutos del Espíritu Santo no son hábitos, cualidades permanentes, sino actos. Por lo tanto, no pueden ser confundidos con las virtudes y los dones, de los cuales se distinguen como el efecto es a su causa, o el arroyo es a su fuente. La caridad, paciencia, mansedumbre, etc., de las cuales habla el Apóstol en este pasaje, no son las virtudes mismas, sino más bien sus actos u operaciones; pues, por muy perfectas que sean las virtudes, no pueden ser consideradas como los efectos finales de la gracia, siendo en sí mismas destinadas, en tanto son principios activos, a producir algo más, es decir, sus actos. Aún más, para que se justifique totalmente el nombre metafórico de frutos de estos actos, deben pertenecer a aquella clase (de actos) que son desempeñados con facilidad y placer; en otras palabras, la dificultad involucrada en desempeñarlos debe desaparecer en presencia del deleite y satisfacción que resulta del bien logrado.

Pecados contra el Espíritu Santo

El pecado o blasfemia contra el Espíritu Santo es mencionado en Mt. 12,22-32; Mc. 3,22-30; Lc. 12,10 (cf. 11,14-23); y en todas partes Cristo declara que no será perdonado. ¿En qué consiste?. Si examinamos todos los pasajes aludidos, no hay muchas dudas sobre la respuesta. Por ejemplo, tomemos en cuenta el relato de San Mateo, el cual es más completo que el de los otros Sinópticos. Le trajeron a Cristo “un endemoniado ciego y mudo. Y le curó, de suerte que el mudo hablaba y veía.” Mientras, la muchedumbre admirada se preguntaba “¿No será éste el Hijo de David?”. Los fariseos, dando paso a sus celos habituales y cerrando sus ojos a la luz de la evidencia, dijeron: “Este no expulsa los demonios más que por Beelzebul, príncipe de los demonios”. Luego Jesús les prueba este absurdo y, consecuentemente, la malicia de su explicación; les muestra que es por el “Espíritu de Dios” que el arroja fuera los demonios, y luego concluye: “Por eso os digo: todo pecado y blasfemia se le perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu Santo no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del Hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro.”

Por lo tanto, pecar contra el Espíritu Santo es confundirlo con el espíritu del mal, es negarle, por pura malicia, el carácter divino a obras manifiestamente divinas. Es en este sentido que San Marcos también define el tema del pecado; pues, luego de repetir las palabras del Maestro: “Pero el que blasfeme al Espíritu Santo, no tendrá jamás perdón” inmediatamente después agrega: “Y justamente ese era su pecado cuando decían: está poseído por un espíritu inmundo”. Jesús contrasta con este pecado de pura y categórica malicia el pecado “contra el Hijo del Hombre”, es decir, el pecado cometido contra Él mismo como hombre, el mal hecho a su humanidad al juzgarlo por su humilde y pobre apariencia. Esta falta, distinta a la primera, puede ser excusada como resultado de la ignorancia e incomprensión humanas.

Pero los Padres de la Iglesia, comentando los textos del Evangelio que hemos tratado, no se quedaron solo con los significados dados arriba. Ya sea que desearan agrupar todos los casos objetivamente análogos, o ya sea que vacilaban y titubeaban al enfrentarse a este punto de la doctrina, que San Agustín declara (Serm. II de verbis Domini, c.V) una de las más difíciles en la Escritura, propusieron diferentes interpretaciones o explicaciones.

Santo Tomás, a quien podemos seguir confiados, provee un buen resumen de opiniones en II-II, Q XIV. Él plantea que la blasfemia contra el Espíritu Santo fue y puede ser explicada en tres formas:

  • A veces, y en su significado más literal, se ha tomado como que significa el pronunciamiento un insulto contra el Espíritu Divino, aplicando la apelación ya sea al Espíritu Santo o a todas las Tres Divinas Personas. Este era el pecado de los fariseos, quienes hablaron al principio contra “el Hijo del hombre” criticando las obras y comportamiento humanos de Jesús, acusándolo de amar el regocijo y el vino, de asociarse con los publicanos y quienes luego, con indudable mala fe, calumniaron sus obras divinas obras, los milagros que realizó en virtud de su propia Divinidad.
  • Por otro lado, San Agustín, frecuentemente explica la blasfemia contra el Espíritu Santo como impenitencia final, la perseverancia hasta la muerte en pecado mortal. Esta impenitencia es contra el Espíritu Santo en el sentido que frustra y es absolutamente opuesta al perdón de los pecados, y este perdón se apropia al Espíritu Santo, el mutuo amor del Padre y el Hijo. En esta perspectiva, Jesús, en Mateo 12 y Marcos 3 realmente no acusaba a los fariseos de blasfemar contra el Espíritu Santo; Él solo les advierte contra el peligro en que se encontraban al hacerlo.
  • Finalmente, varios Padres, y luego de ellos, muchos teólogos escolásticos, aplican la expresión a todos los pecados directamente opuestos a aquella cualidad que es, por apropiación, la cualidad característica de la Tercera Persona Divina. La caridad y la bondad se atribuyen especialmente al Espíritu Santo, como el poder es al Padre y la sabiduría al Hijo. Entonces, así como llamaron pecados contra el Padre aquellos que resultan de la fragilidad, los pecados contra el Hijo aquellos que nacen de la ignorancia, así los pecados contra el Espíritu Santo son aquellos que son cometidos con absoluta malicia, ya sea por desprecio o rechazo de las inspiraciones e impulsos que, habiendo sido animados en el alma del hombre por el Espíritu Santo, pudieran haberlo desviado o librado del mal.

Es fácil ver cómo esta amplia explicación se ajusta a todas las circunstancias del caso donde Cristo dirige sus palabras a los fariseos. Estos pecados son considerados comúnmente seis: desesperanza, presunción, impenitencia o una fija determinación a no arrepentirse, obstinación, resistencia a la verdad conocida y la envidia por el bienestar espiritual de otro.

Se dice que los pecados contra el Espíritu Santo son imperdonables, aunque el significado de esta afirmación variará bastante de acuerdo a cuál de las tres explicaciones dadas mas arriba es aceptada. En cuanto a la impenitencia final, esto es absoluto, lo cual se entiende fácilmente, pues incluso Dios no puede perdonar donde no hay arrepentimiento y el momento de la muerte es el instante fatal después del cual no se perdona ningún pecado mortal. San Agustín sostuvo que el pecado contra el Espíritu Santo es solamente el de la impenitencia final porque consideró que las palabras de Cristo implicaban la absoluta inperdonabilidad. En las otras dos explicaciones, de acuerdo a Santo Tomás, el pecado contra el Espíritu Santo es perdonable—no siempre ni absolutamente, sino en la medida que (considerado en sí mismo) no tenga reclamos ni circunstancias extenuantes, que tiendan hacia el perdón, que puedan ser alegados en el caso de pecados de debilidad e ignorancia. Aquel que, por pura y deliberada malicia, se niegue a reconocer la obra manifiesta de Dios, o rechace los medios de salvación necesarios, actúa exactamente igual al hombre enfermo que no solo rehúsa toda medicina y alimento, sino que hacer todo lo que está en su poder para aumentar su enfermedad, y cuyo mal se torna incurable debido a su propia acción. Es verdad que en cualquier caso Dios podría, por un milagro, vencer el mal; El podría, por su propia omnipotente intervención, ya sea anular las causas naturales de la muerte corporal, o cambiar radicalmente la voluntad del pecador porfiado, pero tal intervención no estaría de acuerdo con su providencia ordinaria; y si Él le permite actuar a las causas secundarias, si El le ofrece al libre albedrío humano la gracia ordinaria pero suficiente, ¿quién podría tener motivo de queja? En una palabra, la imperdonabilidad de los pecados contra el Espíritu Santo es exclusivamente de parte del pecador, debido a los actos del pecador.

Bibliografía: Sobre el dogma vea: SANTO TOMÁS, Summa Theol., I, Q. XXXVI-XLIII; FRANZELIN, De Deo Trino (RomA, 1881); C. PESCH, Pælectiones dogmaticæ, II (FriburgO im Br., 1895) POHLE, Lehrbuch der Dogmatik, I (Paderborn, 1902); TANQUEREY, Synop. Theol. dogm. spec., I, II (Roma, 1907-8). Respecto a los argumentos bíblicos para el dogma: WINSTANLEY, Spirit in the New Testament (Cambridge, 1908); LEMONNYER, Epîtres de S. Paul, I (París, 1905). Respecto a la tradición: PETAVIO, De Deo Trino in his Dogmata theologica; SCHWANE, Dogmengeschichte, I (Friburgo im Br., 1892); DE REGNON, Etudes théologiques sur la Sainte Trinité (París, 1892); TIXERONT, Hist. Des dogmes, I (París, 1905); TURMEL, Hist. de la théol. positive (París, 1904).

Fuente: Forget, Jacques. “Holy Ghost.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 7. New York: Robert Appleton Company, 1910.
http://www.newadvent.org/cathen/07409a.htm

Traducido por Carolina Eyzaguirre A. L H M.

Fuente: Enciclopedia Católica