HISTORIA

Historia (heb. midrash, “exposición”, “comentario” [del verbo dârash, “inquirir”, “investigar”]; gr. diegu’sis). En el AT el término aparece en 2Ch 13:22 y 24:27 del texto hebreo (las otras citas -Gen 37:2 y 1Ki 14:19- emplean vocablos que en realidad no se atienen al significado que tiene para nosotros). La “historia” mencionada en los textos de Crónicas se referirí­a una narración religiosa cuyo propósito primario serí­a la de enseñar una verdad. En el NT se refiere tanto a una “historia” como a un “relato”. Historia bí­blica. La limitación del espacio permitirá sólo un breve bosquejo del comienzo de la historia del mundo y del pueblo de Dios tal como se presenta en la Biblia. Como los autores bí­blicos registraron la historia desde el punto de vista del trato de Dios con su pueblo, sus registros proporcionan sólo un cuadro limitado del mundo antiguo. Algunos perí­odos se describen con gran detalle, mientras que otros apenas se esbozan. Este artí­culo sólo seguirá el tema principal de la historia bí­blica, de modo que el lector que desea consultar algún tema de historia secular deberá remitirse a los artí­culos de este Diccionario que tratan de una nación especí­fica (véase CBA 1:141-156; 2:19-102; 3:45-86; 5:19-45; 6:19-99). I. Perí­odo proto-histórico: Desde la creación hasta Abrahán. La historia temprana de este mundo, que abarca muchos siglos, está comprimida en los primeros 11 capí­tulos del AT. Comienza con el relato de la creación* de este planeta en 6 dí­as, y de la vida sobre ella (Gen_1; 2:1, 4-7). El 7º dí­a Dios descansó de su obra e instituyó el sábado como dí­a semanal de descanso y adoración (2:2, 3). A la 1ª pareja humana -puesta en un ambiente ideal, el jardí­n del Edén*- se le encargó la administración del mundo que Dios habí­a creado. Se les ordenó multiplicarse y llenar la tierra con sus descendientes (2:15, 21-25; 1:27, 28). Sin embargo, por intermedio de la serpiente, Satanás* indujo a la mujer a desobedecer el mandato de Dios de no comer de cierto árbol. Persuadió a su esposo a que también comiera del fruto prohibido y, como resultado, ambos fueron expulsados del jardí­n y privados de la vida eterna (Gen_3; 1 Tit 2:14). Desde ese momento estuvieron obligados a vivir en condiciones diferentes, en un mundo arruinado por el pecado* (Gen 3:16-19). Sin embargo, Dios les reveló el plan de redención (v 15), presentándoles la esperanza de recuperar el estado de inocencia que habí­an perdido. Algunos de los descendientes de Adán* fueron pastores nómades, o agricultores, y otros prefirieron vivir en ciudades (4:12, 16, 17, 20). Introdujeron la artesaní­a en metales e inventaron instrumentos musicales (vs 21, 22). Algunos de los descendientes de Adán adoraron a Dios, pero la mayorí­a se apartó de él, con el resultado de que en 10 generaciones la humanidad llegó a ser tan perversa que Dios decidió destruir al mundo mediante un diluvio,* conservando sólo a los justos. Finalmente, sólo 8 personas se salvaron, todos miembros de la familia de Noé* (6:5-8:22). Después que el diluvio destruyó las obras de los hombres, cambió la superficie de la tierra y destruyó a todos los seres vivientes excepto a los que estaban en el arca, comenzó un nuevo capí­tulo en la historia humana: el mundo posdiluviano. De los 3 hijos de Noé (Sem, Cam y Jafet) proceden los semitas, los camitas y los jafetitas (Gen 10:1, 32), de quienes descienden todas las razas de la tierra. El arca se detuvo en los montes de Ararat (Armenia; Gen 8:4; cf 2Ki 19:37), y los descendientes de Noé se mudaron primero a los valles de los rí­os Tigris y Eufrates. Los arqueólogos están de acuerdo en que en el valle de la Mesopotamia se encuentra la cuna de la civilización. Mapa IV. Nuevamente, como habí­a ocurrido antes 551del diluvio, la maldad, el politeí­smo y la idolatrí­a se difundieron ampliamente. Los descendientes de Noé fundaron la ciudad de Babel,* en la que, con el fin de desafiar a Dios y para glorificarse ellos mismos, se propusieron y comenzaron a construir una torre que llegara hasta el cielo. Pero Dios confundió sus lenguas y así­ los obligó a dispersarse en diferentes regiones de acuerdo con la familia de idiomas a las que pertenecí­an (Gen 11:1-9). Esto pudo haber ocurrido en el tiempo de Peleg, la 5ª generación después de Noé (10:25). Por el tiempo en que nació Abrahán (c 1950 a.C.), la raza humana habí­a aumentado al punto de que existí­an muchas naciones (12:6, 10; 13:7; 14:1, 2; etc.). Estas desarrollaron sus propias formas de civilización y de gobierno, construyeron ciudades, levantaron monumentos, como las pirámides, y comenzaron a adorar diversos dioses en numerosos templos y santuarios al aire libre. Llegaron a ser muy hábiles en diferentes artes y artesaní­as, como el trabajo de la arcilla, del tejido, de la escultura y de la metalurgia. Conocí­an el arte de escribir, que tal vez fue el invento más notable de todos. Con la aparición de Abrahán, el historiador bí­blico abandona el registro de las demás naciones, excepto algunas referencias más o menos incidentales, y se dedica concretamente a Abrahán y sus descendientes. Véanse Abel; Caí­n; Enoc. II. Perí­odo patriarcal: Desde Abrahán hasta el éxodo. Los sucesos principales de los 430 años (c 1875-c 1445 a.C.; Exo 12:40; Gá. 3:17) desde el llamado de Abrahán* a salir de Harán hasta el éxodo* están descriptos en los últimos 39 capí­tulos de Génesis y los primeros de Exodo. Con el llamamiento de Abrahán, el centro de la historia bí­blica se transfiere de Mesopotamia, donde primero vivió su familia patriarcal, a Palestina, el paí­s que Dios le habí­a prometido. Abrahán, el hijo menor de Taré, fue divinamente escogido para ser el antepasado del pueblo de Dios (Gen 12:1-3). Su peregrinación por Palestina, sus pruebas y tentaciones, sus victorias y derrotas morales están registradas con cierto detalle, como también las experiencias en que demostró su fe sólida en el Todopoderoso, lo que le mereció el tí­tulo de “amigo de Dios” (Jam 2:23; cf 2Ch 20:7; Isa 41:8). Poco se dice de Isaac,* el hijo de Abrahán (Gen 21:3), quien desempeñó un papel menos importante que su padre en el perí­odo patriarcal. Los mellizos de Isaac, Esaú* y Jacob* (25:21-26), muy diferentes en carácter (v 27), llegaron a ser los antepasados de los edomitas (36:1-9) y de los israelitas, respectivamente (cf Gen 32:28; Exo 1:1-7). La colorida narración de la vida de Jacob está presentada con muchos detalles. Sabemos cómo engañó a su hermano para quitarle las bendiciones, cómo tuvo que huir a Harán, cómo se casó con 2 hermanas (Gen 25:29-35:21) y cómo estableció una familia numerosa, engendrando 12 hijos que fueron los antepasados de las 12 tribus de Israel (35:22 26). Después del regreso de Jacob a Palestina, la historia se concentra en José,* el 11º hijo de Jacob. Vendido como esclavo por sus hermanos celosos, pasó por experiencias humillantes en Egipto* sin perder, sin embargo, su valor o su clara visión de su deber hacia Dios y los hombres, y finalmente fue llamado a ser Primer Ministro del paí­s del Nilo (Gen 37:3-36; 39:1 41:57). Esto ocurrió, evidentemente, en el tiempo en que los hicsos semí­ticos gobernaban Egipto. Durante un perí­odo de hambre, toda la familia de Jacob fue invitada por Faraón a mudarse a Egipto, invitación que aceptaron, estableciéndose en el fértil valle de Gosén en el Delta oriental (45:17-21; 46:28). Circunstancias favorables les permitieron llegar a ser un pueblo fuerte y rico en un perí­odo relativamente corto (Exo 1:7). Después de un tiempo, los egipcios se levantaron contra esos gobernantes extranjeros y expulsaron a los odiados hicsos del paí­s, (1590 a.C.). Los nuevos gobernantes ya no favorecieron a los extranjeros semí­ticos; un faraón que “no conocí­a a José” (Exo 1:8) comenzó a oprimir a los hebreos. Los egipcios quizá los asociaron con los hicsos, y temieron que se volvieran contra ellos si se producí­a otra invasión de asiáticos. Por ello, los redujeron a la esclavitud e intentaron disminuir su número matando a los niños varones (vs 9-16). Bajo estas crueles circunstancias nació Moisés,* el futuro lí­der de la nación (2:1, 2). Rescatado del Nilo por una princesa real, fue llevado después de algunos años al palacio y criado como un prí­ncipe egipcio (vs 3-10). A la edad de 40 años (Act 7:23), Moisés decidió unirse a su pueblo oprimido para ser su lí­der. Sin embargo, en forma imprudente usó la fuerza, asesinó a uno de los opresores y fue forzado a huir del paí­s (Exo 2:11-15). Durante los siguientes 40 años vivió como pastor en Madián, en la Pení­nsula de Sinaí­, hasta que Dios finalmente lo llamó a liderar a su pueblo y le ordenó regresar para sacarlos de la tierra de Egipto (Exo 3:1-4:17; Act 7:30-34). III. Perí­odo teocrático: Desde el éxodo hasta Samuel. Este perí­odo de casi 400 años (c 1445-c 1050 a.C.) está descripto en Ex., Lv., Nm., Dt., Jos., Jue. y 1 S.; en algunos casos es sólo un bosquejo. El éxodo fue uno de 552 los acontecimientos más notables de la historia hebrea; constituyó el nacimiento de Israel como nación. Lo precedió una revelación del poder supremo de Dios sobre los dioses y el pueblo egipcios mediante grandes plagas que los forzaron, humillados, a permitir que los hebreos salieran de su paí­s con grandes riquezas (Exo_5-13). Después de experimentar otra evidencia milagrosa del poder de Dios al cruzar el Mar Rojo (cp 14), los hebreos fueron conducidos al monte Sinaí­ donde, en medio de manifestaciones sobrenaturales, Dios se reveló a sí­ mismo en forma audible a ellos y les dio el Decálogo (cps 19 y 20). Los israelitas hicieron un pacto con Dios de que desde entonces él serí­a su lí­der, rey, juez y objeto de adoración supremos. Debí­an estar representados: 1. En asuntos religiosos por un sumo sacerdote hereditario y sacerdotes asistentes que servirí­an en el tabernáculo, el lugar de adoración de todos. 2. En asuntos judiciales y administrativos por un lí­der divinamente designado bajo quien 70 hombres servirí­an en cargos subordinados (Num 11:16, 24). El 1er sumo sacerdote fue Aarón (Exo 28:1; 29:28), y el 1er lí­der administrativo fue Moisés (Num 12:7, 8). Este último cargo no era hereditario sino trasmitido por designación divina. El pueblo de Israel solemnemente entró en el pacto (Exo 24:7; cf cps 20-23), pero casi inmediatamente lo violó al adorar el becerro de oro (32:1-35). Repetidamente provocaron a Dios a ira por sus quejas acerca de su liderazgo. Se rebelaron contra sus representantes y no siguieron sus instrucciones (Num 11:1-14:45; 16:1-17:13; etc.). Como resultado, su peregrinación por el desierto se extendió por 40 años, durante los cuales toda la generación que habí­a salido de Egipto pereció en el desierto (Num 14:34, 35). Mapa V. Rodeando Edom y Moab (Num 20:20, 21; 21:11,12) y conquistando los paí­ses de 2 gobernantes amorreos de la Transjordania (21:21-35), los israelitas finalmente llegaron al valle del Jordán y estuvieron listos para invadir Canaán, o Palestina occidental. Pero Moisés, el lí­der que los habí­a conducido por 4 décadas, murió (Deu 29:5; 32:48-52; 34:6). Entonces Josué,* el sucesor de Moisés divinamente designado, condujo a los israelitas a través del Jordán a Canaán (Deu 31:3; 34:9; Jos 3:7-17). Jericó, la primera fortaleza que bloqueaba su camino, cayó por intervención divina (Jos_6). Campañas militares posteriores llevaron al ejército de Israel a las partes central, sur y norte del paí­s (Jos_7; 8; Nm. 21:1-3; Jos 11:1-13; etc.). Sin embargo, los israelitas no erradicaron a los cananeos de todas sus ciudades, y al hacer pactos de amistad con algunas de las tribus palestinas desobedecieron las órdenes de Dios de no hacer tratados con los cananeos (Exo 23:32; 34:12; cf Jdg_1). El paí­s, incluyendo las secciones no ocupadas, fue dividido por suertes entre las 12 tribus de Israel (Jos_13-21). Mapa VI. Las poblaciones indí­genas que quedaron en Canaán influyeron sobre los israelitas para que adoptaran prácticas religiosas paganas. Los hebreos erigieron muchos santuarios al aire libre, llamados “lugares altos”, y también adoraron a muchos de los dioses locales, además del verdadero Dios (1Ki 3:2; 2Ki 23:15; 2Ch 11:15; Hos 4:11-14; etc.). Como castigo por su apostasí­a, Dios permitió que naciones vecinas los oprimieran (Lev 26:15, 25-33; Jdg 10:7, 9; etc.). Cuando el pueblo se arrepentí­a, generalmente Dios les daba un libertador (Jdg 2:16). Se los designaba shôfetí­m “jueces”, aunque eran lí­deres que tení­an en sus manos todo el poder administrativo, militar y judicial de Israel. Su cargo no era hereditario, y cada juez* era designado por Dios. La mayorí­a de ellos fueron hombres í­ntegros y de elevado carácter moral. El pueblo recayó repetidamente en la idolatrí­a y la inmoralidad, que daban como resultado la opresión extranjera y, en consecuencia, la cesación de los cargos del juez (3:12-31; 6:1; 8:22; etc.). Estos fueron tiempos de condiciones sociales y polí­ticas caóticas, de las que el libro de Jueces da varios ejemplos (véase 21:25). El último juez, Samuel,* fue sacerdote y profeta (1Sa 3:19,20; 12:18; 16:2,5). Durante su vida, por demanda popular y con el permiso de Dios, se instituyó la monarquí­a, y la forma teocrática de gobierno llegó a su fin (1Sa 8:4-22; 10:20-24). Véanse Lugar alto; los nombres de los jueces. IV. Monarquí­a. Previendo la monarquí­a, Dios, mediante Moisés, habí­a dado indicaciones con respecto a la forma en que debí­an gobernar los futuros reyes (Deu 17:14-20). Hacia el fin de la judicatura de Samuel, la nación creyó que monarcas hereditarios, por su continuidad, serí­an preferibles a un liderazgo teocrático esporádico como habí­a tenido Israel durante el perí­odo de los jueces. Por ello exigieron un rey, y Dios les otorgó su deseo. Las fuentes para el perí­odo de la monarquí­a son los libros históricos de 1 y 2Sa_1 y 2 R., 1 y 2 Cr., con informaciones adicionales en algunos salmos y en libros proféticos como Is. y Jer. 1. Reino unido (c 1050-c 931 a.C.). Con la excepción de una breve interrupción después de la muerte de Saúl,* las 12 tribus de Israel 553 fueron gobernadas como una monarquí­a unida por unos 120 años. Saúl, el 1er rey, era benjamita (1Sa 9:1, 2); Gabaa,* su capital, un pueblo pequeño; su palacio, una fortaleza sólida pero sin pretensiones (1Sa 11:4; 2Sa 21:6). No dominaba mucho más que las regiones montañosas y el valle del Jordán, y no tení­a una corte lujosa ni una gran servidumbre; en realidad, no era mucho más que un caudillo. Bajo la tutela de Samuel comenzó como un buen rey, y sus victorias militares sobre los enemigos de Israel dieron valor y esperanza al pueblo que habí­a experimentado muchas humillaciones bajo las naciones vecinas (1Sa 0:1-13; 11:6-15). Sin embargo, tení­a un carácter terco y, al rehusar someterse completamente a la dirección de Dios y a cumplir las instrucciones divinamente asignadas, se produjo su caí­da y el rechazo de Dios (13:1-14;15). Durante los últimos años de su reinado viví­a obsesionado con la idea de matar a David,* en quien veí­a a un rival (16:14,15, 23;18:6-12; 16:12,13). Mapa VII. David, el 2º rey, fue mejor que Saúl. Era intensamente espiritual y tení­a una fe profunda en Dios (Psa_41;51-57; 60; etc.). También fue un guerrero valiente, un gran general, un administrador prudente y un polí­tico hábil (1Sa 17:39-54; 18:7,14,30; 1Ch_27; etc.). Conquistó Jerusalén y la hizo su capital (2Sa 5:6-10), y extendió su poder sobre regiones vecinas al territorio de su nación hasta que su reino llegó a los lí­mites que Dios habí­a planificado entregar a su pueblo (2Sa 8:3; 1Ki 8:65). Cuando David murió, después de un reinado de 40 años, dejó a su hijo un paí­s respetado y temido por sus vecinos, libre de luchas internas y económicamente sólido. En general, David tuvo una influencia positiva sobre la vida espiritual de su pueblo. Hizo preparativos para la construcción del templo, reorganizó el culto en el santuario y compuso numerosos salmos. Mapa VIII. Salomón,* hijo y sucesor de David (1Ki :32-40), cosechó los frutos de los éxitos militares de su padre y gozó de un largo reinado pací­fico (3:11-14; 4:20,25), por lo que pudo usar los grandes recursos de la nación para edificar en escala no igualada todo tipo de construcciones y para organizar un grande y poderoso ejército (1Ki 10:26;2Ch 1:14). Levantó palacios (1Ki 7:1, 2) y el magnifico templo de Jerusalén (cp 6), fortificó ciudades estratégicamente situadas y las convirtió en guarniciones (2 Cr. 8:1-6), explotó minas de cobre en Edom y construyó una refinerí­a de cobre y centro de fabricación en Ezión-geber, a orillas del Golfo de Aqaba (1Ki 9:26-28; 2Ch 8:17,18). Pero su idolatrí­a tuvo un efecto pernicioso sobre sí­ mismo y sobre toda la nación y sus métodos despiadados de explotar los recursos humanos de la nación mediante trabajos forzados lo convirtieron en sumamente impopular y fueron la causa de la división del reino después de su muerte (1Ki 1:1-11; 5:13-15; 9:15, 20, 21;12:1-20). Mapa IX. 2. Reino norteño: Israel (c 931-723/22 a.C.). El reino de Israel, constituido por las 10 tribus del norte, sufrió mucha miseria y derramamiento de sangre durante los 2 siglos de su existencia. Veinte reyes de 10 dinastí­as diferentes ascendieron al trono, y muchos de ellos murieron en forma violenta. La nación tuvo a Samaria por capital (1Ki 16:23, 24, 29; 22:51; etc.). Las 10 tribus se entregaron a la idolatrí­a: Adoptaron í­dolos con forma de terneros en 2 santuarios (Dan y Betel), y más tarde se entregaron a la adoración de Baal* y de Asera* (12:26-30;16:31,32;18:19). De este modo, por momentos la vida religiosa de la nación fue escasamente diferente de la de los pueblos paganos que la rodeaban. Si Dios no hubiera levantado unos pocos reformadores valientes como Elí­as y Eliseo (1Ki 7:18;2Ki 2:9-15; etc.), el reino tal vez ni siquiera hubiera durado tanto como duró. La nación no sólo era débil por su inestabilidad religiosa, sino que constantemente estaba en lucha contra una hueste de enemigos, entre los que se contaban los sirios de Damasco,* aunque los poderosos asirios eran los más peligrosos (1Ki 20:1; 2Ki 5:19, 29; 17:3; etc.). Asiria* finalmente venció a Israel, y puso fin a la nación en el 723/22 a.C. (2Ki 17:5, 6). La mayorí­a de sus ciudadanos fueron llevados en cautiverio y absorbidos por las naciones entre las que vivieron. 3. Reino sureño: Judá (c 931-586 a.C.). Después de la separación de las tribus del norte, Roboam,* el hijo de Salomón, retuvo sólo a Judá y Benjamí­n (1Ki 12:21) con una 1/4 parte del territorio que su padre habí­a dominado. Sin embargo, la dinastí­a de David se mantuvo estable, y siguió por 136 altos más que el reino del norte. Durante los 3 1/2 siglos de su existencia, 20 gobernantes (incluyendo a la reina Atalí­a) se sentaron sobre el trono. Algunos, como Ezequí­as (2Ki 18:1-3) y Josí­as (22;1, 2), fueron reyes buenos; mientras que otros, como Manasés (21:1, 2) y Amón (2Ch 33:21, 22), fueron tan malvados como los peores reyes de Israel. Sin embargo, como un todo, la nación sureña no llegó a las profundidades de la inmoralidad e idolatrí­a de la norteña. La presencia del templo de Jerusalén, dedicado 554 a la adoración del verdadero Dios, y los ministerios de los grandes profetas como Isaí­as* (2Ki 19:2), Jeremí­as* (Jer 37:1, 2) y otros, sin duda fueron responsables, en parte, de que Judá no se separara de Dios hasta el punto en que lo hizo Israel. El reino del sur, no tan expuesto como su nación hermana del norte, tuvo menos guerras durante el tiempo de su coexistencia, aunque tuvo su parte de luchas. Sin embargo, después de la caí­da de Samaria, Judá experimentó por lo menos 2 invasiones de ejércitos asirios; en consecuencia, llegó a ser una nación vasalla de los asirios (2Ch 28:19-21; 33:11). El largo reinado del malvado rey Manasés (33:1) llevó a la nación al borde de la destrucción polí­tica, y el desastre sólo se pospuso mediante la noble reforma del joven rey Josí­as* (cps 34 y 35). Después de su inesperada muerte, la nación invirtió otra vez el curso de los acontecimientos y abandonó a Dios (36:5, 9, 11-16). Por último, Judá llegó a ser vasalla de Babilonia,* pero se rebeló (2Ki 24:10-20). Los resultados fueron varias invasiones de los ejércitos caldeos, la destrucción del paí­s y de Jerusalén, la erradicación de la reyesí­a y la deportación de una porción respetable de la población a Babilonia (2Ki_25; 2Ch 36:17-21; Jer 39:1-10). Mapas X; XI, C-4. Véanse Nabucodonosor; los nombres de los diferentes reyes hebreos. ACONTECIMIENTOS PRINCIPALES DEL IMPERIO PERSA Y DE JUDí V. Exilio y restauración. El último segmento de la historia del AT, que trata del exilio de Judá en Babilonia y de la restauración de la nación bajo los reyes persas, cubre un perí­odo de c 150 años. Ningún libro bí­blico habla directamente de este perí­odo, pero los relatos del libro de Daniel arrojan algo de luz sobre él (cps 1-6), y ciertas fases del tiempo de restauración están descriptas en detalle en los libros de Esd., Neh. y Est. Los exiliados de Judá y de Benjamí­n tuvieron un fuerte lí­der espiritual en la tierra de su cautividad en Ezequiel (Eze 1:1-3), que por precepto y por ejemplo alentó a sus desanimados y humillados compatriotas a buscar un reavivamiento espiritual, con el resultado de que la mayorí­a de los judí­os que regresaron del exilio eran, en algunos aspectos, mejores hombres y mujeres que sus antepasados en cautiverio. Aborrecí­an la idolatrí­a, y se unieron alrededor de las Escrituras y de la ley de Dios; probablemente fueron ellos quienes iniciaron una especie de culto en la sinagoga, que siglos más tarde fue un factor unificador entre los judí­os de la dispersión (Ezr_6; 10; Neh_9-13). Cuando Ciro* de Persia conquistó Babilonia en el 539 a.C., aplicó una polí­tica de tolerancia religiosa hacia las naciones sometidas. Emitió un decreto que permití­a a cualquier adorador de Dios -que incluí­a a los exiliados de Israel- a regresar a su tierra natal y reconstruir el templo y sus hogares destruidos (2Ch 36:22, 23; Ezr 1:1-4). Bajo la dirección de Zorobabel, un prí­ncipe real de Judá (Ezr 2:1, 2; cf 3:2; 1Ch 3:17-19), unos 50.000 exiliados regresaron a Palestina (Ezr 2:64, 65), 555 quizás en el 536 a.C. Judá fue una provincia del Imperio Persa, parte de la gran satrapí­a de “más allá del rí­o” (véase Abar Na-hara en el Mapa XII, C/D-5/6). El restablecimiento en la patria antigua se dificultó por la enemistad de los samaritanos y otros pueblos de Palestina, y la reconstrucción del templo se realizó bajo grandes dificultades. Finalmente se completó bajo el reinado de Darí­o I (515 a.C.; Ezr 6:15). Durante el reinado de Asuero* (Jerjes) se hizo un esfuerzo concertado para destruir a los judí­os, pero salieron de la crisis más fuertes que antes, porque Dios resolvió la emergencia al permitir que la judí­a Ester llegara al palacio del rey como reina. El sucesor de Jerjes, Artajerjes I, envió a Esdras,* un maestro de la ley de Dios, a Palestina con autoridad sobre el sistema admistrativo y judicial de Judá (457 a.C., Ezr 7:12-26). Esdras cumplió la orden real y reorganizó la administración civil en armoní­a con la ley de Moisés. Otros 5 ó 6.000 judí­os regresaron con él de Babilonia a la patria de sus antepasados. Unos 13 años más tarde, Nehemí­as,* un copero real, fue designado como gobernador de Judá (Neh 2:5-8). Completó la obra de reconstrucción de las fortificaciones de Jerusalén, y también fortaleció la vida religiosa de la nación por su profundo fervor espiritual y fuerte personalidad. Las actividades de Nehemí­as se describen en los últimos registros históricos que contiene el AT. Es digno de notar que, como pueblo, los judí­os postexí­licos no reincidieron en los pecados de los antepasados preexí­licos. La idolatrí­a y el politeí­smo nunca más se practicaron entre ellos. Después del exilio su religión fue puramente monoteí­sta, y los judí­os hicieron serios esfuerzos por vivir en armoní­a con la ley de Dios. Sin embargo, cayeron en los pecados del legalismo y la justicia propia, los que, en siglos posteriores, fueron exhibidos plenamente por la secta de los fariseos (Mat_23). VI. Perí­odo intertestamentario. Hay escritos apócrifos que cubren los 4 siglos entre el tiempo de Nehemí­as y Malaquí­as y el nacimiento de Jesús, pero no podemos hablar de historia bí­blica en ese perí­odo. Sin embargo, omitir esta parte de la existencia judí­a romperí­a su continuidad histórica. Por tanto, incluimos aquí­ un breve resumen, por la tiraní­a del espacio, aunque somos conscientes de la poca justicia que le hacemos a la rica historia de ese tiempo. El libro apócrifo de 1 Macabeos y los escritos de Josefo contienen información detallada con respecto a la parte final del periodo intertestamentario, pero se sabe muy poco de los judí­os bajo los persas entre la administración de Nehemí­as y la llegada de Alejandro Magno, casi un siglo más tarde. Durante los 150 años siguientes vivieron bajo gobernantes macedonios, los Tolomeos y los Seléucidas, quienes heredaron el imperio dividido de Alejandro. Durante ese tiempo fueron guiados por sus propios sumos sacerdotes, con un reducido contacto con sus dominadores, 556 excepto por el pago del tributo del sacerdote-gobernante, hasta que Antí­oco IV Epí­fanes hizo un esfuerzo decidido para imponer la helenización sobre la nación judí­a: prohibió la práctica de su religión y contaminó el templo con sacrificios paganos. La consecuencia fue la rebelión de Mataní­as y las guerras macabeas, que culminaron con la liberación del paí­s y el establecimiento de un reino independiente bajo los sacerdotes-reyes asmoneos (macabeos). En el 63 a.C. los romanos, bajo Pompeyo, conquistaron Judea, aunque dejaron a los gobernantes asmoneos como reyes vasallos. En el 40 a.C. los romanos designaron a Herodes* el Grande como rey de los judí­os; durante su reinado nació Jesús y comenzó la historia del NT. Véase Gobernador. Mapas XIII- XV. VII. Cristo y su iglesia. Los 4 Evangelios* son nuestra principal fuente para la historia de la vida y el ministerio de Jesucristo, y el libro de Hechos* para la historia de la iglesia primitiva y la expansión del evangelio por todo el mundo. Algunas informaciones adicionales aisladas se pueden obtener de otros libros del NT. Todo este perí­odo abarca unos 100 años: desde c 5/4 a.C., fecha aproximada del nacimiento de Jesús. hasta c 95 d.C., cuando se escribió el último libro del NT. Jesucristo* nació en Belén, pero se crió en la aldea de Nazaret, en Galilea (Luk 2:1-7; Mat 2:18-23). Poco se sabe de su vida hasta más o menos los 30 años, cuando fue bautizado por Juan el Bautista* en el Jordán (Mat 3:13-17; Mar 1:9-11; Luk 3:21-23). Este acontecimiento señala el comienzo de su ministerio: la mayor parte la realizó en Galilea, aunque viajó mucho a Jerusalén, y también visitó Fenicia, el territorio del noreste del tetrarca Felipe y la Decápolis (Mat 2:22; 4:23, 25; 16:13 etc.). Su obra consistió principalmente en enseñar, predicar y realizar milagros (“sanar”; Mat 5:2; Luk 3:18; 4:40; etc.). Reunió en torno suyo a un grupo de seguidores, de quienes escogió 12 y los adiestró plenamente para que continuaran la obra después de su partida (Luk 6:13-16). Fue arrestado durante la fiesta de la Pascua del 31 d.C., después de haber trabajado unos 3 1/2 años. Luego de ser acusado de blasfemia en una parodia de juicio, el Sanedrí­n lo sentenció a muerte (Mat 26:47-66; Mar 14:43-64; Luk 22:47- 71; Joh 18:1-24). Los lí­deres judí­os consiguieron que su sentencia fuera confirmada por Pilato,* el procurador romano. Este aunque estaba convencido de la inocencia de Jesús, lo hizo crucificar (Mat_27; Mar_15; Luk_23; Joh 18:28-19:42). Resucitó al 3er dí­a (Mat 28:1-6 Mar 16:1-6; Luk 24:1-7; Joh 20:1-9) y se encontró con sus discí­pulos en varias ocasiones para instruirlos respecto a su tarea futura como representantes de su reino (Mat 28:16-20; Mar 16:14-18; Luk 24:36-48; Joh 20:19-30). Después de prometerles que enviarí­a el Espí­ritu Santo,* ascendió al cielo desde la cumbre del monte de los Olivos (Luk 24:49-51; Act 1:8, 9). Véanse Cronologí­a (VIII, C); Evangelios, Armoní­a de los. El Espí­ritu Santo prometido fue derramado sobre los apóstoles unos pocos dí­as más tarde, el dí­a de Pentecostés* (Act 2:1-12). Como consecuencia, su predicación fue tan poderosa que miles se convirtieron en un dí­a (vs 41, 47). Por un tiempo, el evangelio fue predicado principalmente a los judí­os, y sólo en casos excepcionales a los gentiles (Act 3:12-5:21, 42; 8:26-39; cps 10 y 11). Sin embargo, la persecución expulsó a los discí­pulos de Cristo de Jerusalén, y el resultado fue que el mensaje de salvación se esparció por paí­ses y ciudades extranjeros, entre las cuales Antioquí­a, en Sirí­a, llegó a ser un centro importante (8:1, 4; 11:19-25). Allí­ fue donde los seguidores de Cristo recibieron el nombre de “cristianos”* (v 26). Durante el perí­odo de persecución que siguió al martirio de Esteban,* Pablo,* el fariseo, se convirtió milagrosamente cuando el Señor Jesús se le apareció cerca de Damasco (Act 9:1-19). Más tarde llegó a ser uno de los más ardientes seguidores del Maestro y el misionero cristiano de más éxito de todos los tiempos. Trabajó varios años en su Tarso natal, en Cilicia (Act 9:30 Gá. 1:21). Seguidamente trabajó con Bernabé* en Antioquí­a y luego en Chipre y el sur del Asia Menor, donde fundaron varias iglesias (Act 11:25, 26; cps 13 y 14). Después regresaron a Antioquí­a, donde surgió la pregunta de si los cristianos gentiles debí­an guardar la ley ceremonial judí­a (14:25-28; 15:1). Para resolver este problema se realizó un concilio en Jerusalén (15:2, 6): se votó que la iglesia gentil estaba liberada de la obligación de guardar las leyes ceremoniales y los ritos del AT (vs 4-29). Fortalecidos por esa decisión, Pablo y Bernabé salieron otra vez, pero en viajes misioneros separados (vs 36-41). En este 2º viaje misionero Pablo llevó el cristianismo a Europa y fundó iglesias sólidas en varias ciudades importantes de Macedonia y Grecia (Act 15:40-18:22). Más tarde trabajó varios años en el oeste del Asia Menor, estableciendo su residencia en la metrópolis de Efese (18:23-20:38). Al regresar a Jerusalén, Pablo fue arrestado como resultado de las intrigas y la enemistad de judí­os extranjeros (21:27-22:29). 557 CASAS HELENISTICAS REINANTES 558 Luego pasó 4 años como prisionero de Roma: los primeros 2 en Cesarea (24:27) y los últimos 2 en Roma (28:16, 30). Con el registro de este encarcelamiento se cierra la narración histórica de Lucas, pero por algunas de las epí­stolas de Pablo sabemos que recuperó su libertad y pudo seguir con sus actividades misioneras unos pocos años más, tras lo cual fue encarcelado nuevamente (2Ti 1:15; 4:10, 11, 16); luego murió en Roma como mártir, una tradición cristiana generalmente aceptada. Poco se sabe de la vida y obra de los otros discí­pulos. Jacobo* (Santiago), el hermano de Juan, fue decapitado por el rey Herodes Agripa I (Act 12:1, 2). Hay tradiciones de que Pedro* trabajo con éxito como misionero cristiano en diferentes paí­ses antes de ser crucificado por Nerón en Roma, y que Juan,* el discí­pulo amado, se mudó a Efeso, y durante la persecución cristiana bajo el emperador Domiciano fue exiliado a la isla de Patmos. En esa isla escribió el Apocalipsis, en el que da un bosquejo profético de la historia de la iglesia cristiana y del mundo hasta el fin del tiempo (Rev 1:9).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

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Estudio sistemático y objetivo de los hechos pasados, ya bien se haga en forma descriptiva (narración) o en forma reflexivas (crí­tica). La historia, que es “maestra de la vida” según Cicerón, afecta a todas las áreas humanas
Por lo tanto es histórico el saber, el hacer y el pensar del hombre. Evidentemente también afecta al terreno religioso. Y no menos a la educación de la fe.

Por eso la Historia de la catequesis y de la pedagogí­a religiosa es conveniente para quienes se dedican a la labor educadora. Con ellas se aprende a pensar desde la experiencia de los que han pasado antes que nosotros por diversas situaciones, se aprende a evitar los errores que sucedieron y se observan con interés los aciertos para repetirlos con sencillez y afecto.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

En todo cultura religiosa existe la pregunta sobre el tiempo y la historia. Se trata de la pregunta sobre la trascendencia de la vida humana. Se puede tener distinto concepto de historia circular (que se va repitiendo), lineal (que sucede de modo irrepetible), simultáneo (como diversos niveles que se interfieren, aquí­ y en el más allá), etc. En la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, la historia tiene un comienzo y va hacia un fin. A la luz de la fe cristiana, la historia es historia de salvación centrada en Cristo.

La pregunta que se hace el hombre sobre la historia indica su preocupación por el más allá y por la suerte de la misma existencia humana. El hombre se ha preguntado siempre por su origen, fin, razón de ser, trascendencia, metahistoria… La autoconciencia de su ser espiritual le hace preguntar por el más allá de la historia.

La historia no tiene sentido si se cierra en sí­ misma. El hecho de que las cosas y la historia van pasando, reclama la existencia de un Dios personal y trascendente. Según la revelación cristiana, la historia está programada por Dios en Cristo, desde antes de la creación. Por esto Cristo es el centro de la creación y de la historia (cfr. Ef 1,3-14; Col 1,13-20). Jesucristo es Dios hecho hombre, “la palabra definitiva sobre el hombre y sobre la historia” (TMA 5), “el cumplimiento del anhelo presente en todas las religiones de la humanidad” (TMA 6). Toda la historia humana está centrada en Cristo, “imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas” (Col 1,15-16).

La historia recupera su sentido en Cristo, porque desde la encarnación del Verbo, “el tiempo llega a ser una dimensión de Dios” (TMA 10). La historia de cada ser y de cada grupo humano (con su cultura y religión) es ya como “biografí­a” de Jesús, quien ha dado la vida “en redención por todos” (Mt 20,28). “La plenitud de los tiempos” (Gal 4,4) indica que el tiempo o la historia ya ha encontrado su verdadero significado “Dios, con la Encarnación, se ha introducido en la historia del hombre. La eternidad ha entrado en el tiempo… Entrar en la “plenitud de los tiempos” significa, por lo tanto, alcanzar el término del tiempo y salir de sus confines, para encontrar su cumplimiento en la eternidad de Dios” (TMA 9).

El misterio de Cristo, revelado por Dios, da sentido a la creación y a la historia, pero es siempre “más allá de toda expectativa humana” (TMA 6). El es “la clave, el centro y el fin de toda la historia” (GS 10). Toda la historia religiosa de la humanidad está orientada positivamente hacia el encuentro explí­cito con Cristo, en la “comunidad convocada” y amada por él (su “ecclesí­a”). La historia es ya historia de Cristo que vive en cada corazón y en cada cultura, invitando a una comunión que refleje la vida de Dios Amor.

Referencias Encarnación, escatologí­a, historia de la evangelización, historia de salvación, tercer milenio.

Lectura de documentos GS 1-10, 22, 32, 37-45; TMA 9-16.

Bibliografí­a H.U. Von BALTHASAR, Teologí­a de la historia (Madrid 1964); A. BERDIAEV, El sentido de la historia (Madrid 1979); O. CULLMANN, Cristo y el tiempo (Barcelona, Estela, 1968); J. DANIELOU, El misterio de la historia (San Sebastián 1963); B. FORTE, Teologí­a de la historia (Salamanca, Sí­gueme, 1995); W. KASPER, Fe e historia (Salamanca, Sí­gueme, 1974); A. MARANGON, Tiempo, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 1850-1866; J. MOUROUX, Le mystère du temps (Paris, Aubier, 1962); X. ZUBIRI, Naturaleza. Historia. Dios (Madrid 1978).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> tiempo, narración). La Biblia es en muchos sentidos un libro de historia, como ponemos de relieve en este diccionario, que hemos subtitulado “Historia y Palabra”. En contra de las religiones mí­sticas o de la interioridad, que descubren a Dios en el misterio interior del alma, la Biblia le descubre en el mismo despliegue de una historia que, para los cristianos, está centrada en Cristo.

(1) Historia, sentidos. Algunos han dicho que el descubridor de la identidad y despliegue de la historia ha sido Marx, porque ha formulado algunas de sus posibles lí­neas de despliegue económico. Pero, en un sentido más extenso, podemos afirmar que los descubridores de la historia han sido griegos y judí­os, (a) Historia profana. Ha sido fijada y estudiada por los grandes clásicos griegos; pero ellos tienden a interpretarla en la lí­nea de un eterno retomo de la realidad, partiendo, según eso, de esquemas cósmicos, propios de la naturaleza fí­sica. La Biblia, en cambio, supone que la historia tiene un origen, un camino y una meta. Por otra parte, la Biblia ofrece uno de los testimonios históricos más importantes de la humanidad; no existe, que sepamos, ningún otro texto unitario que haya recogido y transmitido con tanta intensidad y fidelidad la memoria de un pueblo, a lo largo de más de dos mil años, en relación con todos los grandes pueblos y culturas de Occidente, de Mesopotamia a Egipto, de Persia a Grecia, de Siria a Roma. En ese sentido hemos querido que en el subtí­tulo de este diccionario aparezca el término historia, unido al de palabra, pues ambos constituyen su lí­nea directriz, su esquema básico, (b) Historia sagrada, historia de la salvación. Para los creyentes, la historia de la Biblia tiene un sentido salvador, de manera que ella puede presentarse como “teofaní­a” o manifestación de lo divino. Sobre ese tema se ha dado, a lo largo del siglo XX, una fuerte polémica entre aquellos que han puesto más de relieve el carácter existencial o trascendente de la Biblia, cuyo mensaje se sitúa más allá de la trama de los hechos de la historia (como R. Bultmann o C. H. Dodd), y aquellos que, como O. Cullmann, han puesto de relieve el carácter salvador de la misma historia. El tema sigue abierto, sobre todo desde la perspectiva de la aplicación polí­tica y social del mensaje de la Biblia.

(2) Crí­tica histórica. La exégesis bí­blica sabe desde sus comienzos que la Biblia tiene un primer sentido “histórico”, pues en ella son significativos los hechos (littera gesta docet: la letra nos muestra unos hechos…). Pero la crí­tica histórica propiamente dicha, en sentido cientí­fico, nació con la Ilustración, en el siglo XVII-XVIII. A partir de entonces, sobre todo en los siglos XIX y XX, los exegetas han realizado un estudio exhaustivo de los contextos y fuentes históricas de la Biblia, en una lí­nea que actualmente se suele llamar “diacrónica”. Ha existido, ciertamente, un riesgo de racionalismo, que consiste en identificar lo verdadero con lo que puede explicarse y demostrarse con argumentos históricos de tipo objetivista. Hoy sabemos que la historia tiene niveles y matices diferentes y que ella no puede confundirse con unos presupuestos racionales propios de la modernidad. Pero, dicho eso, podemos y de bemos añadir que el conocimiento histórico de personajes y contextos culturales nos ha capacitado para valorar mucho mejor los temas y el mensaje de la Biblia. En esa lí­nea, la crí­tica histórica nos sirve para situar y entender mejor al mismo Jesucristo. Por otra parte, el sentido histórico de la Biblia sólo puede expresarse a través de una interpretación también histórica, es decir, práctica, en la lí­nea de una “liberación” o transformación social. La crí­tica histórica desborda el nivel de la ortodoxia y sitúa a los lectores de la Biblia ante la exigencia de una “ortopraxia” o transformación humana. En ese sentido, la Biblia puede tomarse como un manual de creatividad histórica y de transformación social de la humanidad, sea en la lí­nea judí­a, sea en la lí­nea cristiana.

Cf. R. BULTMANN, Historia y escatologí­a, Studium, Madrid 1971; O. CULLMANN, Cristo y el tiempo, Estela, Barcelona 1968; Ch. H. DODD, Las parábolas de Jesils, Verbo Divino, Estella 1997; M. ELIADE, El mito del eterno retomo, Alianza, Madrid 1985; K. JASPERS, El origen y meta de la historia, Alianza, Madrid 1981; K. LOWITH, El sentido de la historia, Aguilar, Madrid 1973; W. PANNENBERG (ed.), Revelación como historia, Sí­gueme, Salamanca 1975; J. RATZINGER, Teologí­a e historia. Notas sobre el dinamismo histórico de la fe, Sí­gueme, Salamanca 1972; P. TRIGO, Creación e historia en el proceso de liberación, Paulinas, Madrid 1988.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

¿Qué significa “historia” a ia luz de la fe? Para contestar a esta pregunta, conviene partir de un texto bí­blico. Voy a elegir un pasaje del sermón de la montaña, donde Jesús habla de las buenas obras, concretamente de la limosna, la oración y el ayuno. Jesús opone dos clases de obras, podrí­amos decir también dos clases de historia, o sea, dos historias. Una es la historia de la limosna hecha “tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados por los hombres”. Es historia porque se puede documentar, porque hace escena, opinión pública: la opinión humana se fija en un determinado modo de actuar y lo reconoce como relevante, capaz precisamente de hacer historia. Sin embargo, hay un segundo modo de actuar: ese de “que no sepa tu izquierda lo que hace tu derecha”, el que queda secreto, oculto y, por tanto, no constituye historia en el sentido corriente, porque nadie lo sabe, casi ni siquiera la persona que lo practica. Por tanto no es doxa, no hace opinión, no tiene peso, no es relevante. Pero “tu Padre ve en lo secreto” esta segunda forma de hacer limosna. Con la oración ocurre lo mismo. Está la oración pública del que se pone derecho en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, una oración que se puede fotografiar, documentar, someter a análisis sociológicos, y que por ello hace historia. Y está la oración que uno hace en su habitación, después de cerrar la puerta; una oración que nadie puede conocer, que no está documentada, que no aparece en los diarios espirituales. Sólo el Padre la ve, pero Jesús afirma que ésta es historia, que tiene un peso, que es relevante. Está el ayuno delante de los hombres: un ayuno admirado, que hace historia, en los templos sagrados. Y está el ayuno en secreto, el que Dios aprueba, que para Jesús “hace gloria”. Podemos decir entonces que la historia, en su sentido positivo y denso, es aquello de lo que Dios tiene una buena opinión, no aquello que los hombres ven, aquello de lo que toman nota y que consideran relevante. La historia es lo que Dios aprueba, mientras que todo lo demás no le interesa, lo ignora y pasa de ello.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. Acción conjunta de la Trinidad en los diversos órdenes históricos: 1. Actuación de la Trinidad en el mero orden natural; 2. Actuación de la Trinidad en la “historia salutis”.-II. ¿Acción sucesiva de la Trinidad en la historia?-III. Progreso de la vida eclesial ante el misterio trinitario.

Muy célebre y comentada ha sido la definición de eternidad, que Boecio da en el último capí­tulo de su obra, De consolatione philosophiae. Menos lo ha sido el profundo comentario que la acompaña. Se quiere mostrar en él que Dios, por ser eterno, todo lo tiene ante sí­ presente, y cómo esta presencia no impone necesidad alguna a los actos libres humanos, sean presentes o futuros. Frente a esta eternidad de Dios, “perfecta posesión de vida plena”, anota cuán pobre y lábil es la existencia humana temporal. San Agustí­n le habí­a precedido en esta reflexión. En sus Confesiones medita sobre la eternidad y el tiempo. Y no tan sólo en el plano esencial de los conceptos metafí­sicos, sino también, y más aún, en el existencial de la vivencia diaria. Confrontados eternidad y tiempo, ve la eternidad como un momento de plenitud que asume en sí­ todo el pasado y el futuro, mientras que el presente del tiempo no supera el más breve momento. Mentado, ya ha dejado de existir. ¿Cómo entonces incide la eternidad en el tiempo?
Este problema, agudo ya en el plano cosmológico, aumenta su problemática en nuestro intento de hablar de la Trinidad en la historia. De las tres personas de la Trinidad afirma el Concilio IV de Letrán que son “consustanciales, coiguales, coomnipotentes y coeternas”. De tan excelsos atributos nos detenemos ahora en el último: el ser coeternas. Y nos preguntamos cómo intervienen estas personas eternas en la historia, inserta en el tiempo, proscenio en el que los hombres van representando su vida en presentes transitorios e irrepetibles. La teologí­a debe dar una respuesta meditada a esta pregunta. Hoy se la siente en nuestro entorno, no ya sólo como especulación, sino también como vivencia.

Durante siglos, desde que la escolástica organizó metódicamente la llamada sacra doctrina, fue elaborando en sí­ntesis grandiosas llamadas Sumas, un sistema doctrinal. Estas Sumas asumieron de la tradición bí­blica y cristiana la doctrina. Pero la estructuraron y organizaron en sistema según las exigenciaslógicas del saber que heredó el Occidente de la cultura gregoromana. Con esta teologí­a como sistema, el saber doctrinal cristiano adquirió una precisión y claridad que son nuestras deudas perennes con esta teologí­a. Pero no mantuvo esta teologí­a aquel vivo atractivo de la “historia salutis”. Esta historia de salvación cedió el primer plano que tení­a en las catequesis primitivas y en la gran Patrí­stica. Vino a ser trasfondo imprescindible, pero no elemento primario en la estructuración del saber teológico, que se atuvo más al rigor de la lógica del concepto doctrinal que a las exigencias urgentes de la vida.

El Vaticano II ha vuelto a los orí­genes en lo tocante al saber teológico. Y si bien acepta y asume las aportaciones de la teologí­a escolástica, haciendo uso de sus impecables fórmulas, pide una presencia mayor de la “historia salutis”. En esta historia la Trinidad es el agente primario. Es el tema que desearí­amos exponer aquí­, aunque muy conscientes de hacerlo de un modo muy provisional: por inmadurez propia y de la hora.

Apena que durante siglos la teologí­a haya estado muy vinculada al espí­ritu de sistema. Peor que al desafiante propósito de explicar la historia bajo el nombre de Dios, pero sin Dios -Gott im Werden- no tuviera una respuesta adecuada, a la altura del signo del tiempo. Se siguió hasta el Vaticano II por el cauce de la teologí­a sistemática. Ahora, por una reacción explicable, pero inmadura, pululan por doquier teologí­as de la historia. Reconozcamos, sin embargo, que todaví­a no tenemos una continuación, no digamos un complemento, de la gran obra de san Agustí­n: De Civitate Dei. Con deseo de contribuir enalgo a la Nueva Ciudad de Dios de nuestro próximo futuro, exponemos estas reflexiones sobre la Trinidad en la historia. Tienen muy en cuenta las lecciones de la teologí­a sistemática sobre este misterio. Pero quisieran entrever con mayor claridad la acción trinitaria en la historia.

1. Acción de la Trinidad en los diversos órdenes históricos
El vocablo “oikonomí­a” inicia su andadura histórica desde la casa hogareña. Lo pide su origen etimológico: oikos-casa; nomos-ley. Pero de ley de la casa, el orden económico, ha venido a ser ley mundial de nuestros intercambios comerciales.

Choca – entusiasma al mismo tiempo – que san Pablo, desde la prisión en que escribe su carta a los Efesios, utilice este vocablo “oikonomí­a” para describir el plan grandioso de Dios en su conato paterno por alzar al hombre caí­do. Escribe entonces esta fórmula grandiosa que resume, como en divisa, todo el plan divino: “Recapitular en Cristo todas las cosas, las del cielo y las de la tierra dentro de la economí­a de la plenitud de los tiempos” (Ef 1,10). Tan divina economí­a rebasa en mucho la nuestra del dinero. San Pedro parece contraponer ambas cuando escibe a los fieles en su Primera Carta: “Sabéis que no con cosas corruptibles, con plata o con oro, habéis sido rescatados de vuestra manera vana de vivir, sino por la preciosa sangre de Cristo” (1 Pe 1,18). En este Cristo, inmolado por la salud del mundo, ha de recapitularse todo según la “oikonomí­a” de la salvación, es decir, según el plan divino que ha dispuesto se realice la redención del hombre en la plenitud de los tiempos. Veamos ahora, dentro de este plan divino, esencialmente ligado al tiempo y a la historia, cómo actúa la Trinidad.

Previo a este análisis de la Trinidad en la historia, es preciso mantener firme que para la gran tradición patrí­stica la acción de las personas divinas es siempre una y comunitaria. En De Trinitate san Agustí­n enuncia con actitud plenamente consciente esta sentencia: “Afirmo con plena seguridad que el Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo son una misma sustancia, Dios Creador, y que la Trinidad omnipotente actúa inseparablemente”. Más en conexión con la historia, por tratarse del hombre, razona así­ en De vera religione. Después de afirmar que toda criatura recibe el ser de la Trinidad, escribe: “Mas no por esto se vaya a entender que una porción de cada criatura hizo el Padre, y otra el Hijo, y otra el Espí­ritu Santo, sino juntamente todas, y a cada una de las naturalezas ha hecho el Padre por el Hijo en el don del Espí­ritu Santo” .

A su vez, san Buenaventura, ya en plena escolástica medieval, recuerda la promesa de Jesús a todo discí­pulo fiel: “Mi Padre le amará, y vendremos a él, y en él haremos morada” (Jo 14,23). Subraya entonces que esta inhabitación prometida es efecto de la gracia santificante, hecho sobrenatural que comenta de esta suerte muy a nuestro propósito: “Y como el efecto de la gracia es común a todas las personas, nunca inhabita una persona sin otra; más aún, toda la Trinidad mora a la vez”.

Necesario es tener presente teologí­a tan autorizada sobre la acción conjunta de la Trinidad frente a posteriores tendencias medievales y modernas, fáciles en ver una acción sucesiva de las personas trinitarias en la historia. Por nuestra parte, teniendo muy en cuenta esta acción conjunta de la Trinidad, quisiéramos ahora precisar esta acción en los dos órdenes que distingue la teologí­a: el naturaly el sobrenatural.

1. ACTUACIí“N DE LA TRINIDAD EN EL MERO ORDEN NATURAL. Es sabido que la distinción del orden natural y sobrenatural es una feliz perspectiva teológica que ilumina infinidad de problemas. Y no sólo en la relación Dios-hombre, sino también en nuestra diaria convivencia. En ésta tenemos los cristianos que recordar -no siempre se ha hecho- que antes que cristianos somos hombres. Por lo mismo, los cristianos, fieles a su evangelio, al convivir con los que no lo conocen o no lo admiten, tienen que tratarlos según todas las exigencias de los derechos naturales. De suyo la civilidad se atiene a estos derechos para garantizar la necesaria convivencia. Tanto a nivel nacional como internacional.

Innecesaria podrí­a juzgarse esta advertencia. Muy luego veremos su alcance para mejor comprender la acción trinitaria en la historia junto con las exigencias prácticas, que esta acción conlleva.

Place ahora abrir nuestra ulterior reflexión con este atestado teológico de M. Schmaus: “El ser en general, y, por lo tanto, también el ser creado lleva en sí­ la impronta de la Trinidad. Además, se puede decir que a pesar de la individualidad de la actividad divina, se podrán encontrar huellas de la Trinidad en toda obra creadas. Este atestado repite la doctrina teológica que expuso san Agustí­n e hizo suya la escuela franciscana, especialmente san Buenaventura. Pero este descubrir las huellas de la Trinidad en la creación presupone el conocimiento del gran misterio, conocimiento que el hombre sólo puede obtener de la revelación. Sólo por mediación de ésta la mente humana es capaz de transformar este mundo opaco en un transparente reverbero del Dios Trino. A esto tenemos que añadir con el teólogo R. Schulte: “La revelación acontece en la historia y es historia”. Abre la revelación su marcha histórica ya en la misma creación.

San Buenaventura, al comentar el dicho bí­blico de que Dios lo hizo todo ordenadamente, escribe: “Al añadir con cierto peso, número y medida, se declara que las criaturas son efecto de la Trinidad creadora por triple género de causalidad: causalidad eficiente, de la cual se deriva en las criaturas la unidad, el modo y la medida; causalidad ejemplar, de la cual reciban las criaturas la verdad, la especie o forma y el número; causalidad final, de la cual tienen las criaturas la bondad, el orden y el peso. Estas propiedades se encuentran como vestigios del Creador en todas las criaturas”‘. La teologí­a escolástica, en una de sus profundas intuiciones, ha visto en esta triple causalidad una clara manifestación del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo. Con esa triple causalidad inicia la Trinidad su acción histórica en el tiempo.

A su vez san Agustí­n se detiene con complacencia en considerar la acciónde la Trinidad en la creación del hombre. Sin pedir aquiescencia a los biblistas posteriores se detiene en mostrar la acción de la Trinidad que cree proclamada en el texto bí­blico: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Ante este texto razona san Agustí­n: Se dice esto “para insinuar, por así­ decirlo, la pluralidad de las personas: Padre, Hijo y Espí­ritu Santo”.

Este pasaje bí­blico ha sido utilizado a lo largo de los siglos por la literatura cristiana para ensalzar la nobleza del hombre, hecho a imagen de Dios. Llega el tema hasta el Vaticano II, quien basa en esta excelsa dignidad del hombre la defensa de sus primarios derechos, tantas veces conculcados. Pero debemos subrayar en este momento que es algo muy propio de san Agustí­n declarar que el hombre, hecho por la acción de la Trinidad, lleva impresa en sí­ la imagen de la misma. Cuál sea esta imagen lo expone detenidamente en De Trinitate. De notar que advierte reiteradamente no poder razonar sobre tan escondido tema si no fuera iluminado por la fe. Cumple aquí­ su lema teológico: “Credo ut intelligam”. Pero si es verdad que Agustí­n no podrí­a razonar sobre el alma humana, como reflejo de la Trinidad, sin ayuda de la revelación, no es menos cierto que esta afirmación: “el alma es imagen de la Trinidad”, enuncia una verdad del orden meramente natural. Ni en quien ofende a Dios, negándolo, su alma deja de ser imagen de la Trinidad. Bien pudiéramos decir que la Trinidad, al hacer al alma humana trasunto de sí­ misma, donó su mejor regalo a la creación sensible.

Añadimos ultériormente que ni siquiera por el pecado original dejó el alma de ser imagen de la Trinidad, según Agustí­n. Este, tan pesimista al describir las lacras de la concupiscencia que surgió en el hombre, como castigo de su culpa, es muy mesurado por lo que toca al alma, la cual, aun después de su caí­da, sigue siendo imagen de la Trinidad.

Dos anotaciones ante esta bella doctrina de san Agustí­n. La primera declara que la tesis: “el alma es imagen de la Trinidad”, es una tí­pica verdad de la sabidurí­a cristiana. Nunca el pensamiento puro hubiera llegado a ella. No es por tanto filosofí­a. Por ser verdad en el orden meramente natural, tampoco es teologí­a, pese a hallarse bajo el influjo de la revelación, si nos atenemos a que la teologí­a expone la relación Dios-hombre en el plano sobrenatural. F. de Vitoria afirma que a la teologí­a toca juzgar de todo. Pero esta teologí­a parece muy desmesurada e incapaz de realizar tan universal pretensión.

La segunda anotación apunta a la praxis. Ha hecho nobles esfuerzos el pensamiento cristiano por defender los derechos del hombre, basando su razonar en que el hombre es imagen de Dios. Así­ santo Tomás. Y en pos de él, con mayor madurez y plenitud, F. de Vitoria. Pero nunca alegan que el hombre sea imagen natural de la Trinidad. Tampoco lo hace el Vaticano II en lí­nea con el pensamiento cristiano anterior. Por diversos motivos se explican estos silencios. El Vaticano II tení­a ante sí­ el motivo ecuménico. A nuestra vera, actual e histórica, tenemos dos grandes religiones monoteí­stas, la judí­a y la mahometana, opuestas al misterio trinitario. Hablar de él en un plano meramente natural hubiera sido crearulteriores dificultades a un mutuo acercamiento. Pero ello no debe ser óbice para que el pensador cristiano se sienta autorizadamente acunado por tan excelso misterio. Desciende éste hasta los duros avatares de las luchas polí­ticas para demandar un alto respeto para con el hombre a causa de su eminente dignidad. Muy para tener presente la frase de san Agustí­n con la que cierra su reflexión sobre el alma como imagen de la Trinidad: “Magna natura est”.

2. ACTUACIí“N DE LA TRINIDAD EN LA “HISTORIA SALUTIS”. La teologí­a ha contemplado la historia de la salvación como un grandioso plan, proyectado por la benevolencia divina para elevar al hombre a la dignidad de hijo de Dios y para, caí­do, levantarlo y reintegrarlo a su excelsa dignidad. La teologí­a ha heredado la contemplación de este plan divino del apóstol Pablo. Reiteradamente el Apóstol recuerda este divino plan. Lo llevaba muy en el alma. Nunca más entusiasta que al evocarlo en la apertura de su carta a los Efesios. Desde su prisión penetra en los secretos de Dios, que rige la historia. Detengámonos breve momento a comentar este pasaje, ya mentado anteriormente en nuestra reflexión.

Cuatro motivos queremos señalar entre otros muy valiosos. El primero señala el punto de partida de tan grandioso panorama. No es otro que la bondad, la benevolencia -la “eudokí­a” con feliz vocablo griego- del Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Esta benevolencia supone una radical menesterosidad por parte nuestra. “Miró la humillación”, canta Marí­a en su Magnificat. Pero más que de humillación se tratade pequeñez radical, de nonada. Siendo todos nonada, el Padre celeste se fija en nosotros y nos predestina. La teologí­a ha sido larga en adentrarse por este misterio divino de la predestinación. Ahora interesa más bien percibir que si la predestinación es la primera acción efectiva de la divina benevolencia hacia nosotros, más lo es que nos haya predestinado a ser sus hijos adoptivos. Este es el segundo motivo de este excepcional pasaje paulino. Pero la palabra “adoptivo” nos es traicionera. Y lo peor del caso es que no tenemos otra mejor. La adopción divina pone algo del Padre en el hijo adoptivo. San Pedro habla de un consorcio con la divina naturaleza (1 Pe 1,4). Toca a la teologí­a precisar este consorcio. Baste a nuestro propósito advertir cuánto más viva y real es la í­ntima adopción divina que la adopción humana, algo meramente exterior, si bien con gran repercusión legal. El tercer motivo precisa ulteriormente esta adopción del Padre, haciendo que tenga lugar por una incorporación a Cristo Jesús. Por Cristo, como Verbo eterno, hizo el Padre todas las cosas. Ahora, por Cristo como Verbo encarnado, todo lo del hombre lo centra en él y a él lo incorpora. Cristo no se avergonzó de llamarnos hermanos. Y si este apelativo no es para Cristo motivo de vergüenza, para nosotros es ciertamente un excelso honor compartir con Cristo el tí­tulo y la realidad de ser hermanos.

Tan bello y alto plan en sus tres primeros motivos tení­a que tener una finalidad digna del mismo. Contra el escándalo de una crí­tica cicatera san Pablo reitera por tres veces, en esta solemne apertura de su carta, que el Padre todo lo ha hecho “para alabanza desu gloria, de su gracia, de El mismo”. Qué bella suena la expresión paulina “eis epainon”, para alabanza. Sintetiza esta alabanza el misterio latréutico de los cantos del cielo y de la tierra. Para poder añadir al final que esta meta de alabanza es para el hombre su suprema dicha en total quietud y consuelo.

Este plan, válido si el hombre no hubiera pecado, lo es igualmente después del pecado, si bien añade al mismo el intento de redimir al hombre. En la historia de esta redención la teologí­a distingue tres estadios, según que considere al hombre bajo la naturaleza, bajo la ley o bajo la gracia.

Hoy el estadio bajo la naturaleza, en cuanto preludio e inicio de redención ha sido puesto muy en relieve por el Vaticano II. Ve en toda religión, profesada con sinceridad, un esfuerzo para ir a Dios, que sale siempre al encuentro del hombre de sincera voluntad. Es el tanteo en busca de Dios que constató san Pablo en los filósofos del Areópago. Parece indudable que cuando Antí­gona justifica su acto pí­o a favor del hermano porque ha sentido la voz de Dios que la incitaba a hacerlo, es un testimonio primero, para perpetua memoria, del hallazgo de Dios por un alma de buena voluntad”.

En el estadio de la ley tiene lugar el gran acontecimiento histórico de la alianza de Dios con su pueblo en el monte Sinaí­. Dios ofrece a Israel su alianza en estos términos: “Yahvé será Dios y protector de Israel, e Israel será propiedad de Yahvé. Pueblo elegido por él entre todos los pueblos”. Después de este sacro pacto Dios impone a Israel, su pueblo,’un conjunto de prescripciones: mandamientos morales, leyes sociales, orden cultual, etc… Esta alianza de Dios con su pueblo tiene un mediador en Moisés. Dios se lo otorgó a Israel, no sólo para que le transmitiera su palabra y lo condujera por el desierto hacia la tierra prometida. También para detener su cólera divina ante el pueblo transgresor de la alianza. No puede aquí­ olvidarse que la gran misión de la ley y de la alianza a ella aneja fue la de hacer de pedagogo, que llevara a los pies del Maestro, Cristo Jesús, al pueblo de la promesa. Ello significa, al mismo tiempo, que fue un estadio de preparación a la gran plenitud que tiene lugar en el estadio de gracia.

El tercer estadio de la gracia tiene por centro a Cristo, el Mesí­as esperado, el Mediador entre Dios y el hombre, el Redentor del género humano. Momento expresivo de la reconciliación lograda entre el cielo y la tierra es aquel en que Jesús se dirige a Dios con esta palabra sin aditamento alguno: Abbá. El teólogo R. Schulte comenta así­ este hecho: “Esta palabra pertenece al ámbito del lenguaje familiar… Por qué ha elegido una palabra del lenguaje infantil para hablar con Dios es algo que pudiera explicarse en el contexto de su exhortación a hacerse ante Dios como niños o, respectivamente, a recibir el reino de Dios como niños. La fe cristiana ha interpretado la exclamación Abbá de Jesús como expresión de una í­ntima comunidad con Dios y de una excepcional conciencia de filiación”13. Respecto de nosotros este razonamiento teológico evoca aquel emotivo pasaje de san Pablo en la carta a los Romanos: “Recibisteis el Espí­ritu de filiación adoptiva con el cual clamamos: ¡Abbá! ¡Padre! El Espí­ritu mismo testifica, auna con nuestro espí­ritu, que somos hijos de Dios” (Rom 8,15-16).

Cierra este balbuceo humano el gran plan proyectado por el Padre antes de la creación del mundo. Llevado a cabo por Cristo ha llegado a ser cálida vivencia en el alma por la acción del Espí­ritu Santo. Por esta acción el alma toma conciencia de ser hija de Dios y se siente incitada a dirigirle la entrañable palabra que él le dirigió: Abbá-Padre. El plan divino que se abre con la liberal benevolencia del Padre se cierra cuando el hombre, asociado a Cristo, se sienta con él “hijo de Dios”.

Mas es de notar que esta vinculación del hombre con Cristo obliga a una ulterior reflexión sobre la realidad que vivió intensamente san Pablo bajo el simbolismo del Cuerpo Mí­stico de Cristo que es la Iglesia. De él proclama que fue un misterio oculto durante largos siglos, pero que ahora ha sido revelado, a saber: “Que los gentiles son coherederos y miembros de un mismo cuerpo y juntamente partí­cipes de la promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio” (Ef 3, 6). Así­ pues; según este texto, completado con otros paralelos, judí­os y gentiles, griegos y bárbaros, libres y esclavos, todos han sido llamados a formar un sólo cuerpo mí­stico, cuya cabeza es Cristo. Tan preclara realidad pudiéramos definirla como la encarnación histórica del plan divino de salvación, obra del Padre en el Hijo por el Espí­ritu Santo.

Vimos que san Agustí­n utiliza esta fórmula para declarar la acción conjunta de Dios sobre el hombre. Ahora quisiéramos mostrar cómo este doctor ve la acción trinitaria en el Cuerpo Mí­stico que es la Iglesia, verdadera Ciudadde Dios, que peregrina en la tierra. Un ejemplar capí­tulo en De Civitate Dei pregunta si la Trinidad ha dejado huellas de su paso y presencia. La respuesta, como era de esperar, es afirmativa. Pero es muy de subrayar el énfasis de san Agustí­n. Llega a escribir que toda la Trinidad se halla “dentro de sus obras”. “Intimatur”, dice él, con un verbo intraducible. Por comentario añade: “De ella (de la Trinidad) toma la ciudad santa… y su origen, y su forma y su felicidad -et origo, et informatio, et beatitudo-“.

Ante texto tan pleno de contenido no parece pueda mantenerse oposición entre la Trinidad inmanente -la del tratado De Trinitate- y la Trinidad de la “historia salutis” en san Agustí­n. Es cierto que san Agustí­n no hace uso del vocablo “oeconomia”, como los Padres griegos. No estaba en uso este vocablo latino para significar los altos valores del espí­ritu. Pero al margen de dicho vocablo, san Agustí­n hace ver en múltiples reflexiones el plan salví­fico, dispuesto por la Trinidad para ser realizado bajo su influjo en la historia. Ejemplar, a este propósito, es el texto recién citado. Su Comentario a los Salmos, cuyo ritornelo mental es el tema del “Corpus Christi mysticum quod est Ecclesia”, pregona constantemente la acción trinitaria en este cuerpo mí­stico. Por todo ello pensamos que el alto intento de unir la Trinidad de la pura reflexión teológica y la Trinidad de la “historia salutis” tiene un preclaro antecesor en san Agustí­n.

Con variantes se prolonga esta intercomunicación de vida y pensamiento a lo largo de los siglos. El entusiasmo triunfal del barroco, tan mal entendidoen ocasiones, nos hace vivir el misterio trinitario por doquier: retablos, fiestas populares, etc… El tenso dinamismo de la Trinidad del Greco, la serena majestad de la Trinidad que corona a Marí­a en su Asunción de Velázquez son atestados cumbres de esta piedad popular. En el historiador capuchino Melchor de Pobladura, en su Historia O.F.M. Capuccinorum, al exponer este siglo del barroco, leemos este titular: “De devotione erga SS. Trinitatem”. En el texto recuerda al popularí­simo misionero, Beato Diego de Cádiz, que fue aclamado como apóstol del misterio de la Trinidad15. En nuestros dí­as M. íngeles Sorazu, alma recia vasca que se hace santa en Castilla, recibe de su director espiritual preferido, Mariano Vega, la vida trinitaria que la encumbró a una alta santidad”. Afortunadamente se ha vivido aquí­ en España -y no sólo aquí­- la poesí­a: “Que bien sé yo la finte que mana y corre, aunque es de noche…””.

II. ¿Acción sucesiva de la Trinidad en la historia?
La interrogación de este epí­grafe advierte que nos hallamos ante una “quaestio disputata”. Iniciada en el siglo XII, se hace sentir con fuerza en el XIII, el siglo de las famosas cuestiones disputadas. Y sin embargo, no aparece elencada en ninguna de las grandes colecciones que dan cuenta de dichas cuestiones. Muy posiblemente se debe a que esta cuestión, tan hirviente en los cí­rculos ascéticos y de reforma, no pesó fuertemente en los centros universitarios. Sólo de paso y de modo fulminante se hizo sentir en la lucha que tuvo lugar en la universidad de Parí­s, años 1254-1257, entre el clero secular y las órdenes mendicantes, al publicar Guillero de Saint Amour su obra: De periculis novissimorum temporum. Al doctor parisino Ie salieron al paso dos buenos lebreles de la ciencia teológica: Tomás de Aquino y Buenaventura de Bagnorea. Con ellos el supuesto joaquinismo de las órdenes mendicantes, representa-das por estos doctores, fue eliminado de sus centros universitarios. El mismo P.J. Olivi, la mejor inteligencia de los espirituales franciscanos, tan tocados de joaquinismo, pese a hacer estudios en Parí­s, tuvo su máximo influjo en los ámbitos conventuales.

Pero si a los centros universitarios del siglo XIII no preocupó sino de modo somero la cuestión del joaquinismo, ello no fue óbice para que se apoderara de muchas mentes con tal tenacidad que crearon un ambiente que dejó herencia. La obra en dos volúmenes de H. de Lubac muestra, ya desde su tí­tulo, la fecundidad de esta herencia: La posterité spirituelle de Joachim de Fiord’ .

La complejidad de esta quaestio disputata fuerza a escindirla en diversos aspectos, que en Joaquí­n de Fiore se reclaman, pero que no siempre son compartidos conjuntamente por otros autores. He aquí­ los aspectos que distinguimos:
1°. La acción trinitaria es progresiva en la “historia salutis”. 2°. ¿Tiene la “historia salutis” un único centro referencia) o son dos estos centros: Cristo que cumple la redención, y el Espí­ritu Santo que hace fructificar esta redención en las almas y en la historia? 3°. ¿Cristo es plenitud de los tiempos en laejecución del plan redentor o es también apertura de una nueva edad: la del Espí­ritu Santo? 4°. La Iglesia institucional, organizada desde los primer siglos cristianos, ¿deberá ceder eI puesto a otra iglesia espiritual, mí­stica, monástica, que será la iglesia de los últimos tiempos? 5°. ¿Vendrá definitivamente un “mundo mejor”, intrahistórico, preparación próxima del mundo eterno, transcendente a la historia?'”
No son ciertamente nimiedades lot cinco aspectos señalados de la teologí­a joaquinita. Se explica que hayan calentado a mentes entusiastas, soñadoras de un mundo ideal frente al frí­amente utilitario y falso que les ha tocado vivir: Dada su vinculación con el misterio trinitario, intentaremos aclarar de conjunto estos aspectos de tan compleja “quaestio disputata” desde la historia y desde la teologí­a.

Durante siglos el cristianismo vivió pí­amente la Trinidad en su vida y en su pensamiento, superadas las grandes herejí­as contra el misterio y dadas de mano otras menores. Pero en el sigla XII el abad Ruperto de Deutz, después de anunciar el tradicional principio de que la Trinidad actúa inseparablemen’te -“inseparabiliter operatur”- añade estas otras dos aserciones: “Sólo la persona del Hijo ha tomado nuestra carne. La propia persona del Espí­ritu Santo es la gracia”. En su comentario da a entender que cada persona tiene su acción propia: la creación es el “propium opus” del Padre; la redención lo es del Hijo; la santificación es realizada por el Espí­ritu Santo. Como esta realización tiene lugar a lo largo de los siglos, el Espí­ritu Santo es el eje central de estos siglos.

El abad Ruperto de Deutz no quiere romper con la veneranda tradición que hemos expuesto anteriormente. Pero da una inflexión al pensamiento cristiano que perdura hasta nuestros dí­as. Su heredero principal fue Joaquí­n de Fiore. Dejamos para una historia amplia el señalar los retoques que dieron a esta doctrina Honorio de Autun y Anselmo de Havelsberg. Se disputa si el abad de Calabria estuvo bajo el influjo de Ruperto de Deutz. Pero al margen de datos concretos siempre valiosos, aunque no siempre necesarios, el espí­ritu de la época nos dice que ha sonado la hora en el siglo XII en que se hace oí­r la idea atrevida, pero grandiosa, de que las personas de la Trinidad intervienen sucesivamente en los tiempos de la historia.

Ya es enorme esta idea de la acción sucesiva de la Trinidad en la historia. Mas Joaquí­n de Fiore la potencia con las otras que anteriormente hemos señalado. Con decisión asume la idea central de Ruperto de Deutz según la cual el Padre es agente de la creación; el Hijo, de la redención; el Espí­ritu Santo, de la santificación. De ello deduce que el Padre preside el AT; el Hijo, el NT; el Espí­ritu Santo la nueva edad a cuya espera nos hallamos. Se da entonces el paso audaz de señalar dos centros en la historia de salvación: Cristo y el Espí­ritu Santo. Como conclusión última se vino a deducir que la iglesia institucional, con acción vigente, debe dar paso a una iglesia mí­stica, monástica.

Los estudiosos investigan actualmente sobre la doctrina del abad Joaquí­n. La edición de sus obras y los comentarios a las mismas se multiplican. Todaví­a es pronto para proponer el corpus doctrinale del famoso abad. La tesis clave de la acción sucesiva de la Trinidad en la historia nos parece sólidamente probada contra intentos de mera apropiación a las tres personas. En un estudio que le dedicamos propusimos un esquema de las tres edades en diez series distintas. De ellas elegimos aquí­ las dos primeras, como refrendo de que es inviable interpretar las tres edades del abad Joaquí­n como mera apropiación respecto de las tres divinas personas.

Tres mundi status
Primus
1. Sub lege
2. In scientia Pertinet ad Patrem
Secundus
1. Sub gratia
2. In sapientia Pertinet ad Filium
Tertius
1. Sub ampliori gratia
2. In plenitudine intellectus Pertinet ad Spiritum Sanctum.

Una lectura obvia de este esquema parece exigir que la mente del abad de Fiore veí­a la acción trinitaria en la historia como sucesiva. Si se interpretara como mera apropiación caerí­an por su base la mayor parte de las objeciones contra él. Pero se harí­a casi imposible la historia del joaquinismo. Los joaquinitas señalaron el año 1260 -se lee en el Apocalipsis, 12,6- como principio de la edad del Espí­ritu Santo. Unos diez años antes comienzan a difundirse los escritos del’ abad Joaquí­n en el centro de Italia (Florencia). Allí­ calentaron los cerebros de algunos dominicos y muchos franciscanos, quienes creyeron profetizados por el abad Joaquí­n a sus santos fundadores, sí­mbolos de la nueva edad del Espí­ritu. Más de un historiador ha visto al mismo san Francisco bajo influjo joaquinita. Puedo atestiguar, después de serena investigación, que la primera generación franciscana, cuyos máximos representantes fueron san Francisco y san Antonio es totalmente extraña al ideal joaquinita. Sobre san Francisco place citar a Ernst Benz, quien me brindó su Ecclesia spiritualis. En ella pude leer cómo este teólogo protestante no percibe rastro alguno en san Francisco de que se sintiera “persona de mesiánica figura”. Ya san Buenaventura, aunque radicalmente opuesto a la teologí­a joaquinita, acepta de esta ideologí­a una concepción optimista del futuro, según más tarde veremos. Más influyó en dar apoyo a los joaquinitas por su genial ocurrencia – feliz o nefasta, según se le mire- de aplicar a san Francisco este texto del Apocalipsis (7,2): “Et vidi alterum Angelum ascendentem ab ortu solis, habentem signum Dei vivi”. No necesitaban más los joaquinitas franciscanos para declarar a su santo Fundador el ángel precursor de la nueva edad espiritual.

En la imposibilidad de dar más detalles es imprescindible hacer notar que en el ambiente joaquinita del siglo XIV se plasma la idea de una posible y deseada Ecclesia Spiritualis. Tercamente se opondrá esta iglesia a la del mando y gobierno. Y llega pronto un dí­a en que a esta segunda iglesia se le aplicarán los insultantes nombres que el Apocalipsis da a la gran ramera babilónica. Tantadesviación y práctica motiva una ineludible repulsa de las ideas joaquinitas; Pero su influjo es innegable hasta el dí­a de hoy. Se halla muy presente en la obra fundamental de E. Bloch: Das Prinzip Hoffnung. Pero no es para olvidar que tan fantástica doctrina ha hallado su fundamento doctrinal primario en una falsa aplicación del misterio trinitario al desarrollo histórico humano.

III. Progreso de la vida eclesial ante el misterio trinitario
Nos ha parecido una desviación teológica interpretar la acción trinitaria en la historia como un influjo sucesivo de las tres divinas personas. Pero pudiéramos formular el problema en sentido inverso: ¿Puede la Iglesia crecer en el conocimiento del gran misterio y en la vivencia del mismo? Tan bello tema teológico pudiera estudiarse en dos aspectos muy distintos: en el individual y en el comunitario o eclesial.

En el aspecto individual es una constante de la mí­stica cristiana proponer un progreso ascensional en la vivencia del misterio trinitario. Dos clásicos de la patrí­stica lo hacen ver: san Gregorio de Nisa y san Agustí­n. El primero, en la biografí­a de su hermana santa Macrina, cuya vida ha resumido en una sola palabra: epéktasis. Significa esta palabra un ascender que pide siempre un ascender ulterior. Hasta el abrazo con el Padre. San Agustí­n busca, desde la primera página de sus Confesiones hasta la última reposar en Dios. Y lo mismo se constata en san Juan de la Cruz y en las mí­sticas de nuestro siglo: Isabel de la Trinidad y M. íngeles Sorazu.

No acaece lo mismo en el plano comunitario de la vida del cuerpo mí­stico, la Iglesia. El mundo griego cultivó un sentido educacional estático que ha influido sobre el cristianismo durante siglos. Su educación era en la ciudad y para la ciudad. Pero la ciudad firme y segura, sin pretensión alguna de progreso. A parí­ debí­a ser la educación del cristiano en la Iglesia y para la Iglesia. Pero una Iglesia inmutable en un ser y en la moral de lo que debí­a ser.

Es mérito de alguna de las ideas felices del joaquinismo el haber intentado romper este esquema educacional clásico y haber lanzado a los espí­ritus hacia una plenitud ulterior en lo social y religioso. Por sus atrevimientos doctrinarios los grandes teólogos reaccionaron en sentido contrario. El caso de santo Tomás es aleccionador. Ante la tercera edad, tan prometedoramente progresista, en la que soñaban los joaquinitas, santo Tomás responde con frialdad académica: “Non est tamen expectandum quod sit aliquis status futurus, in quo perfectius gratia Spiritus Sancti habeatur, quam hactenus habita fuit”27.

San Buenaventura toma una actitud diferente. Lo demuestra este texto que acotamos con máximo relieve por señalar una perspectiva de progreso dentro de la historia de la Iglesia:
“In tempore septimo futuro erit reparatio divini cultus et reedificatio civitatis. Tum implebitur prophetia Ezechielis, quando civitas descendet de caelo, non quidem illa quae sursum est, sed illa quae deorsum est, scilicet militans: quando erit conformis triunfhanti, secundum quod possibile est in ví­a. Tunc erit aedificatio civitatis et restitutio, sicut a principio; et tunc erit pax. Quantum durabit illa pax, Deus novit”.

Manifiestamente ante las visiones del abad Joaquí­n los dos grandes doctores, santo Tomás y san Buenaventura toman actitudes distintas. Santo Tomás lo cita y lo critica. San Buenaventura no lo cita, pero hace suyas algunas de las ideas del abad Calabrés. El texto acotado muestra que san Buenaventura prospecta dentro de la Iglesia un futuro de mayor perfección. Idea fecunda que en nuestros dí­as la sentimos justamente en torno nuestro. Pienso, sin embargo, que todo este exultante progresismo de los últimos siglos se halla, como estrella luciente y orientadora, en aquella palabra que ya hemos citado de san Agustí­n, al decirnos que la Trinidad se halla í­ntima a nosotros – “intimatur” -. ¿Qué mayor y mejor progreso que vivir, a nivel individual y comunitario, este “intimatur” agustiniano?
[-> Agustí­n, san; Antropologí­a; Catequesis; Concilios; Creación; Doxologí­a; Escolástica; Espí­ritu Santo; Fe; Filosofaa; Hijo; Historia; Iglesia; Inhabitación; Jesucristo; Joaquí­n de Fiore; Misterio; Padre; Predestinación; Redención; Revelación; Salvación; Teologí­a y economí­a; Trinidad; Vaticano II.]
Enrique Rivera

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

SUMARIO:
I. Conciencia histórica (R. Fisichella).
II. Filosofí­a de la historia (S. Spera).

III. Teologí­a de la historia (R. Fisichella).
IV. Historicidad de la revelación (J. O’Donnell).
V. Historia universal e historia de la salvación (J. M. MeDermott).

I. Conciencia histórica
“La aparición de una toma de conciencia histórica es probablemente la más importante de las revoluciones que hemos sufrido tras el advenimiento de la época moderna”. Esta afirmación de H. G. Gadamer (Le probléme de la conscience historique, 27) puede mejor que cualquier otra introducirnos en la problemática y hacernos comprender el alcance que tiene en el horizonte del pensamiento contemporáneo.

Quizá no haya nada como la conciencia histórica que caracterice tan originalmente a nuestro siglo, ofreciendo al mismo tiempo un escenario cada vez más profundo y extenso en donde situar la conquista del saber humano, así­ como la responsabilidad por el progreso del futuro.

A partir del “padre” de la conciencia histórica, W. Dilthey, que se habí­a propuesto hacer desembocar el pensamiento humano, no ya en una crí­tica de la razón pura, sino en una crí­tica de la razón histórica, el hecho de la conciencia histórica ha caracterizado cada vez más progresivamente a las diversas ciencias (no sólo a la historia y a la historiografí­a, sino también a la filosofí­a, a la teologí­a y a todas las Geisteswissenschaften), hasta llegar a imponerse como forma normativa para un saber correcto.

Es posible reducir al menos a tres lecturas complementarias el concepto único de conciencia histórica:
1. En primer lugar, se entiende por conciencia histórica el hecho de situarse el sujeto ante el simple devenir. Un devenir caracterizado por la dinámica de los hechos, que se erigen en acontecimientos en la perspectiva en que los inserta el sujeto y que, por tanto, constituyen “historia”.

En este sentido puede ser interesante una comparación con la concepción de historia que tení­an los griegos. Para ellos sólo se podí­a narrar lo que ocurrí­a, ya que los hechos eran comprendidos en cada ocasión como mudables. La transitoriedad de las cosas humanas es lo que hace de trasfondo de las grandes “historias” de la antigüedad; es ésta una concepción tanto más sorprendente cuanto más se piensa en la comprensión que poseí­an los griegos sobre la estabilidad y la permanencia de los cuerpos celestiales y del orden inmutable del universo.

La narración de los hechos es lo que permite su mantenimiento en el tiempo; de este modo no caen en el olvido y pueden ser recordados en el futuro.

Es distinta la concepción agustiniana, quizá la primera gran intuición en la historia del pensamiento que ve en el tiempo una provocación que impone la attentio animi. El espí­ritu del hombre está tenso continuamente en un triple movimiento: la memoria, el contuitus y la expectatio, lo cual permite la clasificación del tiempo en pasado, presente y futuro.

Así­ pues, la conciencia histórica es, en este primer nivel, la autoconciencia del movimiento temporal que determina a la naturaleza humana como capacidad para saber percibir y comprender el tiempo mismo.

Podrí­a decirse entonces que la conciencia histórica es la autoconciencia del sujeto de ser él mismo un ser temporal, y por tanto creador de historia. El tiempo se convierte en descubrimiento de la apertura personal a la realidad; la temporalidad del sujeto, a su vez, permite que comprenda la individuación de lo distinto de él.

En otras palabras, es reconocerse abismado en los lí­mites del tiempo y sentirse a la vez capaz de poderlo trascender. En esta interpretación se tiene conciencia histórica, porque se está en presencia de una relación reflexiva que el sujeto dice a sí­; es la modalidad de conocimiento de sí­ mismo como ser inserto, “arrojado” en la historia -la Geworfenheit heideggeriana), pero al mismo tiempo como alguien que se proyecta a sí­ mismo (Entwurf).

Por tanto, sin la conciencia histórica no se tendrí­a una conciencia plena de sí­; serí­a uno incapaz de verse realizado en los dos horizontes de su propia esencia: la gratuidad del propio ser y la libertad del propio querer ser.

En efecto, el sujeto, con esta conciencia, realiza la experiencia original que se contextualiza en la admiración del descubrimiento de ser dado. Yo no me pertenezco; llego en un momento de este tiempo y de esta historia, decidido par los demás, y recibo lo que otros han preparado. Sin embargo, nadie está solo en la historia. A1 contrario, se descubre aquí­ el carácter paradójico del propio ser. Las aspiraciones personales, las exigencias y los ideales de vida se comparten con los demás. Casi de pronto se descubre que lo que uno desea, también lo desea el otro. Una conciencia que hace llegar al descubrimiento del otro como “distinto” de mí­, pero profundamente unido a mí­. Así­ pues, mientras que se descubre una aspiración a un ideal común, se reconoce también la perspectiva peculiar y la originalidad personal del sujeto.

2. La conciencia histórica es además percepción de un sentido histórico, no tanto como una conexión e interdependencia de los acontecimientos, sino más bien como un ver y saber inmediato de una tensión constante hacia una realización.

Esta conciencia no permite la asunción en sí­ mismo de un absoluto, que se sitúe como posible cumplimiento de la historia, que tenga exclusivamente las caracterí­sticas de la historia: temporalidad y contingencia.

El sentido de la historia es lo que permite ver realizado un primer equilibrio entre la fragmentariedad de los sucesos y una totalidad que sabe englobarlos dándoles sentido. Es, por tanto, percepción y comprensión de una universalidad que escapa a los lí­mites de lo individual para extenderlos a lo personal, a lo social y a lo trascendente.

3. La conciencia histórica es finalmente lo que permite un conocimiento histórico. Aquí­ es donde intervienen la historia de la filosofí­a y la historiografí­a para fundamentar y elaborar la objetividad del- saber histórico.

Cargado del presente y sin posibilidad alguna de deshacerse de él, el historiador va hacia el pasado intentando conocer, reconstruir e interpretar lo que ha constituido la historia. Pero la conciencia histórica impone en este nivel la conciencia de un horizonte más amplio en el que colocar el estudio del hecho histórico. En efecto, el pasado no puede ser nunca objetivado como si fuese un cuerpo extraño o un factor neutral. En su interpretación entra toda la problemática del presente, hasta llegar a imponer la necesidad de hablar de una contemporaneidad.

La historia pasada, como toda historia, es contemporánea, porque es la que permite este presente y porque se la lee en él. Estamos comprometidos con aquel pasado, queramos o no queramos. Por tanto, el pasado y el presente tienden hacia una sí­ntesis superior, que es al mismo tiempo comprensión nueva de los sucesos .y fundamento del futuro.

Con razón hablaba H.I. Marrou de “simpatí­a teórica” como algo que tení­a que realizar en sí­ mismo el historiador. Conocer el pasado y, más directamente, conocer lo otro distinto de mí­ es siempre algo que tiene que provocar una “conmoción”, un Einfühlun,-,.para decirlo con Weber; una coparticipación para penetrar en el acontecimiento cada vez con más profundidad.

Hay una conciencia histórica que mueve a la aceptación de una Wirkungsgeschichte (H.G. GADAMER, Verdad y método), que obliga a comprendernos como insertos en un horizonte cada vez más amplio, en el que la acogida de la tradición es la condición de supervivencia en el presente.

Así­ pues, la conciencia histórica invita a tomar enseria consideración nuestra inserción constante en la historia, hasta tal punto que no podemos comprendernos sin cualificarnos como “personas históricas” : Por tanto, estamos en el horizonte de poder tener claro el presente y proyectarlo en el futuro, porque tenemos conciencia de un pasado del que nos hacemos cargo, asumiendo de él la verdad que representó y que permanece inevitablemente tal incluso para la acción presente, junto con los lí­mites y las contingencias en que se reveló aquella verdad.

BIBL.: ARON R., Dimensions de la conscience historique, Parí­s 1961; DiLTHEY W., Gesammelte Schriften V-VII; GADAMER H.G., Verdad y método, Salamanca 1988; ID, Le probléme de la consciencie historique, Lovaina 1963; MARROU H.L, De la connaissance historique, Paris 1954; LATOURE4t.E R., A Jesús el Cristo por los evangelios, Sálamanca 1982.

R. Fisichella

II. Filosofí­a de la historia

Somos hoy herederos de ilusiones y desilusiones, pero también testigos de un mundo en fermentación y de una humanidad que sigue oscilando entre esperanzas y temores, entre miedos y ganas de vivir (“Los gozos y esperanzas, las tristezas y las angustias…” es el comienzo de la Gaudium et spes). El mysterium iniquitatis (2Tes 2,7), la caí­da inicial que nos ha puesto en un “status deviationis” o mal radical (cf I. KANT, La religión en los lí­mites de la razón pura, 1793) o pecado original como causa de una “natura lapsa”, han alimentado siempre, con un sentimiento doloroso de la existencia, la tendencia milenarista y una visión apocalí­ptica del mundo. La revelación ha añadido a ello un sustancial “et reparata”, en una historia cuya continuidad está representada por la fidelidad de Dios y cuyo crecimiento dinámico explota en la novedad de la gracia, del misterio (y del pecado), rompiendo con toda linealidad y circularidad.

1. INDIVIDUO, COMUNIDAD, AMBIENTE. El individuo y la comunidad (y hoy también ese elemento ambiental, “el medio divino”, 1926-1927, del que hablaba Theilhard de Chardin) se convierten en el lugar de una salvación que encuentra superficial el actualismo (¡pasado!) de una identificación con el sujeto universal de la historia, con la convicción de resolver, solamente en el acto espiritual, el presente y el pasado. Pero hay que guardarse también, en ese fluir de las peripecias de la historia, de una apocalí­ptica que se repite y que, con el sentimiento agudo de ambigüedad de la existencia y de la precariedad de la salvación, ve improbable cualquier tipo de salvación. Sin negar expresamente la posibilidad de la salvación, más aún, dentro de una absolutización paradójica, vuelve a proponerse entonces el antiguo “Fí­at justitia et pereat mundus”. El pensamiento paulino, leí­do por san Agustí­n e interpretado por Lutero, ha alimentado en cierto modo un motivo predilecto del gnosticismo perenne, que llega a las mismas conclusiones que el solipsismo teológico. Ante la desilusión de un. reino que no ha venido (de pronto) y no ha sido realizado (manifiestamente) y la deserción de la vida (“Vanitas vanitatum…”) para santificar al mundo a través del anonadamiento, los antiguos cí­nicos habí­an anticipado ya lo que volverí­a a proponerse en el De contemptu mundi de Inocencio 111, en el De divina omnipotentia de san Pedro Damiano en el De servo arbitrio de Lutero o en cierta apocalí­ptica oscura de nuestros dí­as. También el humanismo, al lado de una “dignitas hominis” (demasiado exaltada a veces), con los “pintores teólogos” y los mí­sticos flamencos y renanos, subraya fuertemente una “indignitas hominis” de un hombre loco, ví­ctima de todas las aflicciones, que incluso en la religión es objeto de discusiones (reforma o contrarreforma) y de guerras. El “ars moriendi” tiene la misión de ilustrar eficazmente (o sea, de forma que infunda terror) cómo -“si talis vita finis ita”- la avaricia, la gula, la lujuria, el poder, la riqueza son ya una muerte anticipada bajo apariencias de vida. La vida es un “carro de heno” (Bosco) donde cada uno arranca lo que puede sin escrúpulo; el único remedio es el coloquio sereno, lejos del ajetreo de la gente, o la “fuga mundi” del peregrino (BOSCO, El peregrino del mundo). Entre tanto, entre la indiferencia o en la estupidez general, el pintor mira, perplejo y preocupado, más allá de las apariencias, el misterio del mundo y de la historia (P. BRUEGEL EL VIEJO, Autorretrato). También es anómalo, dentro del espí­ritu humanista taliano, Maquiavelo con su “realismo” polí­tico, cuya ramificación “Ad majorem Dei gloriara” no se puede olvidar, hasta el barroco de la contrarreforma.

2. TIEMPO E HISTORIA. Si dentro mismo de la ilustración (y sobre todo con el severo Kant) se puso en crisis el entusiasmo progresista (primero Mendelssohn y luego Hamann), el optimismo racionalista-idealista quedó derrocado en el plano socio-económico por la “lucha de clases”, y en el espiritual-interior por Kierkegaard y por el existencialismo. Con el ocaso de las ideologí­as, a pesar de la pesada herencia de guerras, genocidios, destrucciones, la amenaza nuclear y la degradación ecológica que nos acecha, quizá sea posible en nuestros dí­as comenzar de nuevo a esperar y a repensar la historia en términos no uní­vocos.

Todos los modelos que se han propuesto hasta ahora buscan un fin y un sentido a una historia no fragmentaria ni atomizada, pero tampoco totalizante a costa de la persona individual: modelo circular (eterno retorno), lineal (continuidad progresiva), puntual (absolutización de la contingencia), pendular (apocalí­ptico-antagonista), hasta el modelo espiroidal que intenta recoger todos los elementos positivos de las otras, pero en el que quizá no encuentra todaví­a su colocación exacta la decisión personal.

Agustí­n tiene a sus espaldas la experiencia historiográfica griega y latina, la queja de los autores trágicos sobre las infinitas desventuras de los hombres y la reflexión filosófica. Para Platón no hay una liberación propia de la historia, sino una liberación a partir de la historia; hay que salir del tiempo (chronos) para alcanzar el paradigma del tiempo que es la eternidad (aión). Para Plotino (Enéadas III) el tiempo es la vida del alma, su movimiento de un estado al otro. De aquí­ la “distensio animae” agustiniana. “No hay propiamente hablando tres tiempos: el pasado, el presente y el futuro. Pero hay tres presentes: el presente del pasado, el presente del presente y el presente del futuro” (Confesiones XI, 20,26). El libro La ciudad de Dios, compuesto ante la emoción del saqueo de Roma del 410, es una crí­tica decidida y violenta del politeí­smo pagano, que fomenta el hedonismo desenfrenado en la vida privada y la violencia incontrolada en la vida pública. El culto a los dioses y la importación de nuevos ritos y misterios no libró a Roma de las desventuras del mundo; más aún, el examen atento de la mitologí­a poética y popular, mediante la interpretación naturalista y las diferentes teorí­as filosóficas, nos hace precisamente descubrir la necesidad del monoteí­smo, si no queremos caer en un absurdo panteí­smo y en el inmanentismo. La visión agustiniana se ilumina con la luz de la revelación; su filosofí­a de la historia no puede menos de convertirse en teologí­a de la historia: “Así­ pues, dos amores dieron vida a las dos ciudades: el amor de sí­ mismo hasta el desprecio de Dios dio origen a la ciudad terrena; por el contrario, la celestial nació del amor a Dios hasta el desprecio de sí­ mismo” (XIV, 28). La Providencia guí­a al género humano como un solo hombre; pero los hombres se dividen en impí­os y pueblo de Dios. “Dos ciudades, la de los inicuos y la de los justos, prosiguen su camino desde el principio del género humano hasta el fin del mundo; en el presente están mezcladas según el cuerpo, pero son distintas según el espí­ritu; en el futuro, en el dí­a del juicio, estarán también separadas según el cuerpo” (De cath. rudibus XX, 31). De la visión de la historia surge la concepción agustiniana de la perennidad de la religión cristiana: “La misma que hoy llamamos religión cristiana existí­a ya entre los antiguos y no estaba ausente en los comienzos del género humano, hasta que apareció Cristo en la carne. La verdadera religión, que habí­a existido ya antes desde siempre, comenzó entonces a llamarse religión cristiana” (Ep. CII, 12,5). Este tema de la conexión y reciprocidad de la filosofí­a de la historia y de la filosofí­a de la religión es muy sugerente: desde Lessing hasta Schleiermacher, desde Herder, Schelling y Hegel hasta Troeltsch nos encontramos con una reflexión sobre “el carácter absoluto del cristianismo” que intenta “componer” la singularidad con la universalidad, la historia con la eclesiologí­a filosófica (cf M.M. OLIVETTI, Filosofí­a delta religione come problema storico. Romanticismo e idealismo romantico, Padua 1974).

3. AGUSTINISMO POLITICO Y TOLERANCIA CIVIL Y RELIGIOSA. El agustinismo polí­tico, que empieza enseguida con los Historiarum adversus paganos libri septem de Orosio (una teologí­a de la historia que se inspira no sólo en Agustí­n, sino en la Vita Antonii de Atanasio), conoce algunas afirmaciones teocráticas explí­citas: “Defender por todas partes hacia fuera; con las armas, a la santa Iglesia de Cristo contra las incursiones de los paganos y la devastación de los infieles, y fortificarla por dentro en el conocimiento de la fe católica” (Epistula Caroli, 10). La visión universal de la historia se concreta en el imperium christianum: “¡Quiera Dios omnipotente que, bajo un solo rey piadosí­simo, sean gobernados todos los hombres por una sola ley! Esto serí­a una gran ventaja para la concordia de la ciudad de Dios y de la equidad entre los pueblos” (ACOBARDO, Liber adversus legem Gundobaldi). No deja de ser un agustinismo teñido de servilismo la Politique tirée des propres paroles de 1 Ecriture Sainte que en 1709 dedica J.B. Bossuet a su “Sol”, justificando prejuicios, matanzas y toda clase de tiraní­as. El que la haya precedido un Discours sur 1 histoire universelle, en 1681, indica que ni siquiera una teodicea nos libra de discursos retorcidos. Los Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de lliomme et 1 órigine du mal (1710) tienen por lo menos un rigor teórico cuando, recogiendo también la aportación de santo Tomás, recogen la reflexión bí­blica.

El Tractatus theologico-politicus (1670) de Spinoza no sólo es una defensa de las libertades religiosas, civiles y polí­ticas, así­ como de la autonomí­a del poder polí­tico y del poder religioso (señalando en las luchas entre el papado y Lutero el daño que la unidad de esos poderes en el Estado produjo en la religión y en la piedad), sino que en la negativa del autor a dedicárselo al rey Sol (con la compensación debida) recibe un sello de dignidad que se desconocí­a en los cortesanos. A1 Leviathan (1651) de Hobbes, que fundamenta el absolutismo polí­tico en la amarga constatación del “homo homini lupus” y lee la historia en términos de “bellum omnium contra omnes”, Spinoza responde con la evolución ` juxta propria principia” de la ley natural, desde el estado de naturaleza hasta el estado de derecho, desde el esclavo hasta el súbdito y el ciudadano. Recordando a Séneca (“ducunt volentem fata, nolentem trahunt’~, Spinoza advierte que es inevitable leer la historia con realismo para evitar las abstracciones de los que “conciben a los hombres, no como son, sino como les gustarí­a a ellos que fuesen”. Una concepción del hombre y de la historia que caracterizan al antihumanismo de Maquiavelo, el cual busca la “verdad efectiva de la cosa” sin imaginarse “repúblicas y principados que jamás se ha visto m se ha conocido que estén en la verdad”, sin dejar “lo que se hace por lo que se deberí­a hacer” (El prí­ncipe, 1513). Una lectura que se convierte en la base de un programa polí­tico: “Cuando los hombres buscan no temer, empiezan a hacer temer a los demás; y la injuria que sacuden de sus hombros la hacen caer sobre los demás, como si no hubiera más remedio que ofender o ser ofendido” (Discursos sobre la primera década de Tito Livio, 1514).

4.UNA CIENCIA NUEVA. Los Principi di una scienza nuova d intorno alla natura delle nazioni (1725, en Opere, Milán-Nápoles 1953, sobre la 3.a ed. de 1744) de G.B. Vico, con su axioma “verum ipsum factum” como nudo de una filosofí­a de la historia concebida como una ciencia histórica, constituyen un proyecto sistemático de una filosofí­a de la historia en antí­tesis con el racionalismo cartesiano, proyecto que ignoró la ilustración (MONTESQUIEU, Esprit des lois, 1748), pero que revaloró Herder a su debida hora. Se trata de un arte “crí­tico” dirigido a “desentrañar la verdad” para vislumbrar entre los intentos y las obras de los hombres la guí­a de la Providencia: “La historia ideal eterna sobre la que transcurren en el tiempo las historias de todas las naciones”(§ 349). Si la Scienza Nuova demuestra la verdad de la Biblia, la Providencia es una “List der Vernunzt” ante litteram: “Es este mundo, sin duda, salido de una mente a menudo distinta y a veces totalmente contraria y siempre superior a los fines particulares que los hombres se habí­an propuesto” (§ 310). El mismo Vico traduce su filosofí­a de la historia en “teologí­a civil razonada de la providencia divina” (§ 342). Totalmente natural, en una visión de la historia que no olvida el libre albedrí­o humano, “artesano del mundo de las naciones”, en sinergia con la “divina arquitecta” que es la Providencia, es el hecho de que las naciones civiles hayan comenzado por todas partes con las religiones, mientras que con el ateí­smo no se fundó en el mundo ninguna de ellas” (§ 518).

Un nuevo modelo de historia de la humanidad plasmado sobre el hombre “ilustrado”, fuera de la Escritura, es el que proponí­a Voltaire con el Essai sur les moeurs et 1 ésprit des nations (1754-1758, 7 vols.) reasunción crí­tica de los Discours de Bossuet (concepción providencial de la historia universal), a los que contrapone la afirmación progresiva de la razón sobre el prejuicio y la arbitrariedad, de la civilización sobre la barbarie.

El terremoto de Lisboa (1755) marcó una época, no tanto por las destrucciones materiales que produjo como por las discusiones que suscitó, poniendo en crisis concepciones optimistas y un providenclalismo superficial (un eco de ellas es también el Candide, ou 1 óptimisme, 1759, del mismo Voltaire). También Kant intervino repetidas veces, poniendo en guardia-contra un discurso devocionista ó moralista (Sobre las causas de los terremotos con ocasión del siniestro que ha caí­do sobre las regiones occidentales de Europa a finales del año pasado e Historia y descripción natural de los sucesos más singulares que a finales del año 1755 sacudieron a una gran parte de la tierra). La “suerte progresiva de la humanidad”, así­ como el mito ilustrado del progreso de una razón abstracta, recibieron con ello un duro golpe.

5. FILOSOFíA DE LA HISTORIA Y FILOSOFíA DE LA RELIGIí“N. La concepción de la revelación como un momento de la historia en la Educación del género humano (1780) de Lessing, proyectando un cristianismo racional sobre la perspectiva de un evangelio eterno, remite indefinidamente el sentido de la historia a más allá del tiempo: “Llegará un tiempo…” La historia por el contrario, palpa la imposibilidad de verdades absolutas (Sobre la prueba del espí­ritu y de la fuerza 1777) y la búsqueda errante (Eine Duplik 1778). En sus Migajas filosóficas (1844) y en su Apostilla conclusiva no cientí­fica (1845), a través de la hipótesis y de la paradoja del cristianismo, Kierkegaard señaló en el “momento” el punto de encuentro de la eternidad con el tiempo, de Dios con el hombre, el lugar de la decisión en la fe que fundamenta la salvación. También Schleiermacher (Sobre la religión. Discursos a los intelectuales que la desprecian, 1799), buscando la “conexión general” de la historia y un destino eterno que parece aplastar “el compromiso aislado del individuo”, ve en el espí­ritu del mundo un uno, todo, infinito, que penetra al hombre y lo conduce suavemente.

Para J.G. Herder la vida terrena del hombre es preludio de un estado ulterior de la humanidad; y de humanidad o de género humano se puede hablar tal como atestigua la tradición viva del lenguaje. En la relación individuo-género humano se realiza concretamente el plan de la Providencia (elemento que lo distingue en la ilustración). Identifica con entusiasmo la “filosofí­a de la humanidad con la verdadera historia de la misma” (Cartas provinciales, 1774). Un “sacerdote de Dios” tiene que escribir esa historia que es “ordenación divina del género humano, economí­a de Dios sobre la tierra”. Se asienta una premisa para la identificación de filosofí­a de la historia con filosofí­a de la religión cuando se afirma: “¡Toda la religión es en el fondo y esencialmente hecho, historia!”. También para Herder la razón y la revelación van juntas; la Biblia ilumina la historia del género humano, dando sentido general a los “fragmentos de las historias de las filosofí­as paganas”. “Si el género humano no podí­a ser nada sin la creación tampoco podrí­a perdurar sin la ayuda divina m comprender lo que sabe sin educación divina” (Notas al Nuevo Testamento, 1775). Las Ideas para la filosofí­a de la historia de la humanidad (1784-1791) comienzan con la necesidad de “una filosofí­a y un ciencia de lo que nos atañe más de cerca, o sea, de la historia de la humanidad en su conjunto”, para encontraren los tiempos el mismo orden que en los espacios. Se siente uno lleno de gozo “ante la sabidurí­a y la bondad del Creador” que se manifiestan en todas sus obras. El hombre está formado para la humanidad y la religión: “Todos están impregnados de una misma y única humanidad… El estudio de esta humanidad es la tarea de la auténtica filosofí­a humana… La religión es la suprema humanidad del hombre…; es misión del entendimiento estudiar la relación entre causa y efecto… La primera y última filosofí­a ha sido siempre religión…” (p. 124): En el conjunto filosofí­a-historia-religión hay una aspiración a dar un sentido, y un sentido religioso, a la historia, donde los hombres son la humanidad.

Entretanto, no sólo Mendelssohn (Sobre la pregunta: ¿qué significa la ilustración?, 1784), sino sobre todo Kant, poní­an en crisis la idea ilustrada de un progreso continuo e irreversible. Se planteaba también él la Idea de una historia universal desde el punto de vista cosmopolita (1784) y, aunque con términos distintos de Mendelssohn (Jerusalén, 1783) y Herder (Ideas…, 1784-1791), veí­a un progreso “absolutamente irrevocable, hacia lo mejor”, una actuación progresiva del derecho, con una naturaleza-Providencia que garantiza el equilibrio de los conflictos para el triunfo de la razón (Fundamentos de la metafí­sica de las costumbres, 1785). Pero este anhelo no puede fundamentarse teóricamente (Sobre el fracaso de todo intento filosófico en Teodicea, 1791). El planteamiento filosófico de la historia-filosofí­a de la religión da lugar al ensayo Sobre el mal radical en la naturaleza humana (1792), que confluirá en la obra La religión en los lí­mites de la razón pura (1793): la disposición original hacia el bien y la tendencia hacia el mal están en la base de la lucha histórica entre el principio bueno y el malo y de la representación histórica de la fundamentación gradual del principio bueno en la tierra.

La Filosofí­a de la revelación de Schelling, unida a la Filosofí­a de la mitologí­a y preparada por las Edades del mundo, es una lectura romántica y especulativa de la historia del mundo que se entrelaza con la historia de Dios: también Dios deviene, como el mundo y como el hombre. En Hegel, el individuo (también los hombres históricos) está al servicio del Volksgeist; los Volksgeister son a su vez manifestación (Selbstauslegung) del Espí­ritu absoluto. El Espí­ritu absoluto se despliega y se realiza en la historia para realizar la libertad del saber absoluto, en el que queda liberado lo individual. “El espí­ritu pensante de la historia universal, por haber cancelado aquellas limitaciones de los espí­ritus de los pueblos particulares y su propio carácter terreno, conquista su universalidad concreta y se eleva al saber del Espí­ritu absoluto y a la verdad, eternamente real, en la que la razón cognoscente es libre por sí­ misma, siendo la necesidad, la naturaleza y la historia los instrumentos de la revelación y del honor del espí­ritu” (Enciclopedia de las ciencias filosóficas de 1817, § 552). Kierkegaard, en nombre de la autenticidad insuprimible del individuo que se basa en Dios, y K. Marx en la realización dialéctica de la libertad como lucha contra la naturaleza y lucha de clase, criticaron y derribaron el pensamiento hegeliano. Los epí­gonos, como Heidegger y Bloch, han destacado justamente la dimensión histórica del ser: el primero, con la existencia auténtica, que es proyectación del sujeto y que se despliega en el Dasein; el segundo, con el “principio esperanza”, que sostiene la existencia dialéctica en el mundo y en la historia.

Tras las Consideraciones inactuales (2.a: “Sobre la utilidad y el daño de la historia para la vida’ de Nietzsche, que condenó la discrepancia de una cierta cultura histórica con la vida, W. Dilthey, con la Crí­tica de la razón histórica, ha llegado a la conclusión de que la vida tiene que comprenderse a través de la vida. Contra un historicismo naturalista que vuelve a proponer un fatalismo cansado y resignado (O. SPENGLER, El ocaso de occidente, 1918-1922) o un positivismo basado en el vago concepto de providencia natural (A. TOYNBEE, Un estudio de historia, 1934; Historia comparada de las civilizaciones), reafirmamos nuestra fe y nuestra certeza: “Crux probat omnia. Stat crux, dum volvitur orbis”.

BIBL. (además de las obras citadas en el texto): BERDIAEv N., El sentido de la historia, Encuentro Madrid 1979; DANIELOU J., El misterio de la historia, Dinor, San Sebastián 19633 DROYSEN J.G., Historik, 1960^; LoWITH K., El sentido de la historia, Madrid 19734, MICCOLI P. (ed.), Filosofia della storia, Roma 1985; MoLTMANN J. y HURBON L., Utopí­a y esperanza, Sí­gueme Salamanca 1980 RICOEUR P., Historia y verdad, Encuentro, Madrid 1990.

S. Spera

III. Teologí­a de la historia
En el momento en que la fe se encuentra con la historia, no sólo como su espacio vital, sino esencialmente como una cuestión de sentido; nace la teologí­a de la historia.

En varias ocasiones la historia de la teologí­a muestra cómo el sentido del tiempo y de la historia ha sido objeto de una reflexión peculiar.

1. UNA REFLEXIí“N PERMANENTE. Justino, Ireneo, Clemente de Alejandrí­a y Tertuliano construyeron una primera teologí­a de la historia que partí­a de la defensa de una comprensión de la antigua alianza hecha con el pueblo de Israel, como preparación de la alianza nueva y eterna realizada en Cristo. Del mismo modo, Orí­genes y Atanasio formularon contra los ataques de Celso la tesis sobre el carácter central de Cristo en la historia. Además, en general, los ! apologetas presentaron el cristianismo como aquella verdad que se poní­a en la historia no para humillarla, sino para llevarla a una sí­ntesis de plenitud.

El primer teórico verdadero de una teologí­a de la historia sigue siendo, de todas formas, 1 Agustí­n, cuyo pensamiento sobre el tema es todaví­a hoy el más orgánico y completo. Agustí­n lee la historia como un progreso constante que parte del acto libre y gratuito de Dios, que quiere crear y entrar en el tiempo, y que encuentra su cumplimiento en la persona de Jesucristo. El centro de la historia es el acontecimiento salví­fico de la muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, que abre a la promesa escatológica. Es esta espera, Caí­n y Abel representan los dos sí­mbolos de una humanidad ambiciosa y obediente. El De civitate Dei expresa la sí­ntesis de esta unión, mostrando la historia como el lugar del conflicto continuo entre la fe y el pecado.

La Edad Media, a pesar de que sigue estando ligada al esquema cosmológico y metafí­sico, presenta algunos elementos que dejan vislumbrar un esbozo de teologí­a de la historia: Buenaventura y Tomás releen y vitalizan la tesis agustiniana. La lectura de Joaquí­n de Fiore, con su visión histórico-profética y la división en tres épocas que corresponden a la realización de la revelación de las tres personas divinas, es sin duda el esquema más sugestivo y original de aquel perí­odo.

En la época moderna tendrá éxito el escrito de J.B. Bossuet, primer intento sistemático de una teologí­a de la historia que provocará incluso a Voltaire a escribir, por primera vez, una filosofí­a de la historia (! Historia, II). En su Discours sur l’Historie universelle de 1681, el preceptor del Delfí­n quiere mostrar que “las historias profanas no narran más que fábulas o, todo lo más, hechos confusos, que en su mayor parte quedan sepultados en el olvido. La Escritura, por el contrario, nos conduce con unos acontecimientos precisos y con la misma sucesión de las cosas a su verdadero principio, a Dios, que lo ha creado’todo” (pp. 135-136, ed. de 1707). Las tres partes de la obra reproducen la concepción del obispo de Meaux: al principio, una clasificación de la historia en doce épocas, desde Adán hasta la fundación del nuevo imperio con Carlomagno; la segunda parte muestra la actuación de Dios con su pueblo; la tercera, finalmente, describe los cambios que se realizan en la historia, determinados y seguidos por la Providencia.

Como fácilmente se puede constatar, el principio apologético que se esconde detrás de la teorí­a de Bossuet es el de un imperio amoroso pero un tanto despótico, de Dios sobre la historia; él es eterno e inmutable, y por tanto sin ninguna posibilidad de inmiscuirse realmente con los hechos comunes. La historia y la reflexión sobre ella siguen siendo propiedad de los hombres; más aún, aunque éstos sólo se interesasen por los prí­ncipes y los reyes (cf pp. 1-2), Dios no es totalmente extraño a nada de cuanto ocurre.

A partir de los años cincuenta, la teologí­a contemporánea, tanto católica como protestante, ha mostrado un renovado interés por esta temática. Los estudios de Barth, Brunner, Cullmann, von Balthasar, Daniélou, Rahner, Marrou y Pannenberg revelan sensibilidades diferentes y aproximaciones complementarias. Sin embargo, hay que distinguir en ellos una concepción histórico-salví­fica, como elemento de una lectura de la revelación, y una teologí­a de la historia ex professo, que no siempre es asumida como objeto de estudio.

2. PROPUESTA DE LECTURA SISTEMíTICA. La expresión teologí­a de la historia tiene varios significados; aquí­ la tomamos como el estudio sobre el sentido de la historia a partir de las premisas y del método teológico.

Para la fe cristiana, la condición de posibilidad de una teologí­a de la historia depende de la autoconciencia de Jesús de Nazaret; que entiende su tiempo como plenitud y cumplimiento de la historia anterior.

En términos inequí­vocos, Marcos refiere los primeros rasgos de la predicación de Jesús: “El tiempo se ha cumplido; el reino de Dios está cerca” (Mc 1,15). A partir de aquí­, la teologí­a ve la posibilidad de comprender crí­ticamente la historia a la luz de un principio que se le da: la salvación que se realiza en la historicidad de Jesucristo.

Los diversos modelos que se han dado repetidas veces para describir la concepción bí­blica del tiempo (cí­clica, rectilí­nea, parabólica, punto, espiral y péndulo…) no siempre hacen justicia a una lectura global de la misma; en efecto,. la insistencia en un aspecto orilla otros elementos que son igualmente verdaderos y decisivos. Por tanto, es preferible ver la concepción del tiempo y de la historia bí­blica a través de las notas peculiares, que sólo en su conjunto ofrecen una visión menos unilateral del hecho.

Puede pensarse, por tanto, en la historia como aquel espacio que comienza en el obrar creativo de Dios y que se abre a la acogida de su revelación; en él el hombre está llamado a realizar opciones definitivas por Yhwh para permitir la realización de su plenitud natural y su finalidad, la de la unión definitiva con Dios.

Dios está en el origen del tiempo, pero simultáneamente entra en él haciéndose él mismo historia. Las diversas mediaciones de revelación están caracterizadas de todas formas por el horizonte histórico. La historia aparece como el escenario natural en el que aparece el acontecimiento de la revelación.

Por este motivo, la historia se convierte en manifestación y lugar de la autopresentación de Dios, junto con la decisión del hombre de seguirle. Cuando falla uno de estos dos elementos, no se está ya ante un acontecimiento histórico; el tiempo se convierte tan sólo en “dí­as que pasan”.

Sólo las intervenciones de Dios que se convierten en “memoria” en la conciencia del pueblo constituyen “historia”; ésta se mantiene viva a través de la celebración. El “recuerda, Israel” se hace un imperativo constante, para que el correr del tiempo no haga caer en el olvido los hechos del pasado (Dt 4,9-10; 11,18-21). Por tanto, la historia bí­blica puede considerarse como aquel tiempo que transcurre entre el comienzo de una promesa y la espera, de su cumplimiento.

Pero la fe cristiana nace de la centralidad y de la novedad de Cristo, el cual, acompañando a sus discí­pulos en el camino de Emaús, les explica que él es el cumplimiento de toda la historia: “Y empezando por Moisés y por todos los profetas, les explicó lo que se referí­a a él en toda la Escritura” (Lc 24,27).

Se da aquí­ un principio hermenéutico de incalculable alcance para una teologí­a de la historia. En efecto, la comunidad primitiva ve que la comprensión de la Escritura antigua, y por tanto de toda la historia, sólo es posible si se refiere al maestro. El es la clave interpretativa de toda la historia; porque, si es verdad que la ley y los profetas se refieren a él, también es verdad que si él ahora, cuando ya está poniéndose el sol, no les acompañase, la historia de los discí­pulos carecerí­a de sentido.

La centralidad del acontecimiento Jesucristo constituye, por tanto, la base sobre la que se puede construir una teologí­a de la historia.

De este principio se derivan tres ulteriores modalidades de comprensión:
a) En Jesús de Nazaret, Dios mismo interviene de forma directa en la historia. Esto significa que una comprensión cristiana del tiempo y de la historia no puede reducirse a una mera interpretación filosófica de la temporalidad. Una lectura que viera a Dios relegado fuera del tiempo, inmóvil en su eternidad, no serí­a fiel a la dinámica bí­blica, que concibe primariamente la eternidad no de forma negativa, como ausencia de tiempo, sino más positivamente, como “señorí­o” sobre el tiempo yen el tiempo.

Dios eterno es Dios que está siempre presente en los acontecimientos de la historia de su pueblos porque él es precisamente “Yhwh”(Ex 3,14), es decir, señor del tiempo. Así­ pues, Dios manifiesta su libertad cuando, entrando en la historia y sometiéndose a su dinámica, sigue siendo igualmente libre de poder trascenderla, ya que es éste el misterio de su vida trinitaria.

Por tanto, el hecho de que, en Jesús de Nazaret, Dios mismo intervenga en la historia no limita ni la historia humana ni limita a Dios; porque él sigue siendo eterno y la historia sigue siendo libre de su propia decisión ante Dios.

El l universale concretum puede ser asumido en esta perspectiva como aquel intento de interpretación que mejor que cualquier otro armoniza los dos extremos del discurso: la presencia del todo, que sigue siendo tal en la fragmentariedad.

b) De aquí­ proviene la segunda determinación. Una teologí­a de la historia no se puede olvidar de que la esencia del creyente es su historicidad (l Historia). Mediante esto, cada uno se realiza como ser histórico a través de unos actos y de unas opciones que expresan su libertad personal.

Con la venida de Cristo, el juicio está ya en el mundo; pero cada uno tiene que ponerse ante él con su capacidad personal de opción (Mc 16, 16; Jn 5,24).

La salvación que se realiza en el acontecimiento pascual requiere que cada uno la reconozca cómo orientada hacia él, y por tanto escogiendo acudir a la sequela Chrlsti y creando con esta opción el comienzo de una historia personal como decisión libre y radical de finalización del propio existir.

La historia és ‘para, el creyente el lugar en qué puede ver realizado el dori de Sálvaclón y en el cual, COMO llamado, puede optar por ella. En este horizonte; una teologí­a de la historra–tendrá que formular expresionés que conciernen a la comprensión tanto dé la relación entre la i historia de la,salvación y la historia universal como de la relación entre la historia de la revelación cristiánay la historia de1as otras religiones, de manera que se ponga en evidencia la peculiaridad de la fe cristiana (l Diálogo interreligioso).

Puesto que la historia es también el lugar en donde el creyente vive en concreto la propia decisión de la sequela Christi, pone igualmente en acto unas situaciones y unas condiciones de vida que determinan el progreso o el estancamiento de la historia. El discernimiento y la creación de los l signos de los tiempos se convierten en objeto peculiar de una teologí­a de la historia que debe hacer crí­ticamente inteligible la aportación a la transformación de la realidad mundana y social por parte de los creyentes (GS 4.11.44).

c) Si el comienzo de la historia se debe a la intervención gratuita de Dios en ella, su fin último será la espera de que “Dios sea todo en todos” (ICor 15,28). La centralidad de Cristo en la historia de la humanidad no elimina su movimiento hacia una plenitud; más aún, lo cualifica y lo pone de manifiesto como ya puesto y anticipado en ella.

La historia, como el hombre, está en busca de un l sentido que sea capaz de permitir aquel salto cualitativo hacia la superación de la propia contradicción.

La incognoscibilidad y la imprevisibilidad del futuro ,determinan el lí­mite de la historia y señalan su fin. El acontecimiento pascual, inserto -en ella y vivido por Jesús de Nazaret, permite dar a toda la historia la fuerza para realizar la superación de los propios lí­mites.

Con la muerte y la resurrección de Cristo se le da a la historia un golpe orientativo que le permite verse finalizada hacia su cumplimiento:
La crucifixión del Hijo de Dios da sentido al lí­mite impuesto a toda historia, porque la muerte es acogida en la “historia” de la vida trinitaria como paso hacia la resurrección.

Así­ pues, la historia ve ya cumplida en ella misma una promesa sin tener que destruir nada de su naturaleza; lo único que ha de hacer es englobarla y superarla en una perspectiva mayor.

Una teologí­a de la historia ve, por tanto, un caminar constante de toda la historia hacia su propio cumplimiento; éste se ha realizado ya en la historia particular de Jesucristo y se actualiza en la vida de fe de la Iglesia, que perpetúa sacramentalmente ese mismo acontecimiento.

Entre la anticipación y el cumplimiento pleno se desarrolla, por tanto, una /escatologí­a que da testimonio de lo ya realizado y de lo no definitivamente dado. La historia de la Iglesia se convierte en signo de una posibilidad de transformación hacia lo definitivo. Como conciencia crí­tica, estimula a la historia hacia una memoria constante, tanto de su pasado salví­fico como de los valores esenciales para su plenitud total.

Una teologí­a de la historia se diferencia sustancialmente de una filosofí­a de la historia (l Historia, II). Mientras que esta última tiene que permanecer ligada a la estructura existencial del sujeto que está buscando un sentido en el acto de su autotrascendencia, la teologí­a de la historia se presenta con su pretensión de sentido ya realizado, porque está cargada del acontecimiento pascual.

Tan sólo una profunda conciencia histórico-salví­fica podrá permitir a una teologí­a de la historia expresar lo mejor de sí­ misma.

En efecto, la conciencia históricosalví­fiea, mientras que como simple conciencia histórica recupera la autoconciencia del devenir, introduce por otra parte, en cuanto salví­fica, el novum de la revelación.

Una conciencia histórico-salví­fica permite al presente ser auténticamente acción profética, ya que, al actualizar el pasado y al mantener viva (DV 10) la tradición de fe eclesial, imprime a la historia de hoy las caracterizaciones originales de la humanidad contemporánea, pero poniendo en ella las premisas para una existencia real del futuro.

BIBL.: AGusTIN, De civitate Dei; ALFARO J., Cristologí­a y antropologí­a, Cristiandad, Madrid 1973; ID, Esperanza cristiana y liberación del hombre, Herder, Barcelona 1972; BALTHASAR H.U. von, Teologí­a de la historia, Madrid 19642; ID, Das Ganze im Fragment, 1962; BARTH K., Der christliche Glaube und die Geschichte, en “SThZ” I-2 (1912); BISER E., Erkenne Dich in Mir, Einsiedeln 1955; CASTELLI E. (ed.), Rivelazione e storí­a, Roma 1911; CRIADO R., La teologí­a de la historia en el A T, Madrid 1954; CULLMANN, Cristo y el tiempo, Estela Barcelona 1968; DANIILOU J., El misterio de la historia. Ensayo teológico, Dinor, San Sebastián 1963; ID, Léntrée de 1histoire du salut, Parí­s 1967; KASPER W., Fe e historia, Sí­gueme, Salamanca 1975; LOWITH K., Weltgeschichte und Hei1sgeschehen, Stutgart 1953; MARROU H.L, Teologí­a de la historia, Rialp Madrid 1978; NIEBUHR R., Faith and History, Nueva York 1949; PANNENBERG W., La revelación como historia, Salamanca 1977; ID, Cuestiones fundamentales de teologí­a sistemática, Sí­gueme, Salamanca 1972; RAHNER K., Historia del mundo e historia de la salvación, en Escritos de Teologí­a V, Madrid 1964, 115-134; RATZINGER J., Teorí­a de los principios teológicos, Barcelona 1985, 181-227; ID, Teologí­a e -historia, Sí­gueme, Salamanca 1972; RIVERA DE VENTOSA R., Presupuestosfilosófieos de la teologí­a de la historia, Salamanca 1975; SCHLIER H., Die Zeit der Kirche, Friburgo 1955.

IV. Historicidad de la revelación
Este tema podrí­a desarrollarse convenientemente en cuatro etapas: la historicidad del hombre, la historicidad de la revelación, la historicidad de Dios y la historicidad de la teologí­a. Comencemos por el hombre.

1. LA HISTORICIDAD DEL HOMBRE. El hecho de que comencemos por el hombre no es casual. El cambio más significativo en la filosofí­a desde la Edad Media a la época moderna es la transición desde un punto de vista cosmológico a otro antropológico. En la filosofí­a moderna, especialmente en la tradición del idealismo alemán, el hombre es entendido no en términos de cosmos, sino en términos de libertad. El mundo es interpretado a la luz del sujeto humano y de su libertad, no a la inversa.

Un análisis de la libertad humana revela que el hombre está suspendido entre lo finito y el infinito. En cada acto humano de elección, el sujeto busca realizarse a sí­ mismo. Al elegir objetos finitos en el mundo, está verdaderamente eligiéndose a sí­ mismo. Al mismo tiempo, al elegir objetos categóricos, se hace consciente de que ningún objeto finito puede satisfacer el dinamismo de su trascendencia. La libertad finita es así­ necesariamente una referencia a un horizonte infinito, que fundamenta la libertad humana que el hombre es y hace posible esa libertad. Sin este horizonte infinito, el hombre se decidirí­a por algún objeto finito. De ahí­ que la libertad finita y la infinita sean correlativas. Una posterior reflexión nos alerta sobre el hecho de que no se puede concebir la relación entre libertad finita y libertad infinita de R. Fisichella manera estática. La trascendencia humana es dinámica. Toda elección de un bien finito abre la posibilidad de otras elecciones. Pero ninguna elección puede satisfacer jamás el dinamismo de la trascendencia humana. La meta de la libertad humana evita cualquier intento de asirla o poseerla. El carácter dinámico de la trascendencia humana revela que la libertad humana es temporal o histórica. La libertad es precisamente el ámbito de la posibilidad. La libertad humana es una apertura al futuro. En nuestro siglo fue Martí­n Heidegger quien, inspirándose en la investigación de Dilthey, más significativamente profundizó en la dimensión histórica de la existencia humana. Heidegger puso el acento sobre el carácter temporal de la existencia, señalando que el hombre es el único ser que puede decirse que existe en sentido estricto. Es decir, el hombre está fuera de sí­ mismo (ex-sistere). El hombre no posee su ser; más bien su ser es algo a realizar. Naturalmente, las posibilidades con que el hombre cuenta no son infinitas. El hombre se encuentra a sí­ mismo como algo dado; ex-siste en una situación. Para ilustrar el carácter finito del ser humano, Heidegger recurrió el término Dasein. En Ser y tiempo Heidegger ofreció un análisis fenomenológico del Dasein y describió la unidad del Dasein como cuidado (Sorge). Al mismo tiempo mostró que el cuidado tiene una estructura temporal. El cuidado consta de tres dimensiones: facticidad (pasado), posibilidad (futuro), caducidad (presente). Por caducidad Heidegger quiere decir que existe una tendencia en el Dasein a ser arrastrado hacia una preocupación por los seres del mundo y a olvidar su propia trascendencia y apertura al ser (esta apertura es su auténtica capacidad de futuro).

La importancia del análisis de Heidegger sobre el Dasein estriba en que el hombre no existe en la historia como un objeto en una caja, sino que más bien el propio ser del Dasein es radicalmente histórico. Heidegger expresó este hecho al hablar de la historicidad como un existencial o una estructura que pertenece al ser del hombre. La historia no es algo objetivo al margen del hombre. Más bien, la principal realidad histórica es el hombre mismo. Como lo expresa John Macquarrie, resumiendo la posición de Heidegger: “La historia es posible para el hombre porque su temporalidad no es realmente la de un ser dentro del tiempo (Innerzeitigkeit), sino más bien la de un ser constituido por pasado, presente y futuro, de tal modo que en cualquier momento dado no sólo el presente, sino también el pasado y el futuro se le revelan y hacen reales para él” (John MACQUARRIE, An Existentialist Theology, Pelikan Book, p. 151).

La apertura del hombre al futuro plantea de forma inmediata una pregunta: ¿Cuál es el futuro último al que está abierto el hombre? En la filosofí­a de Heidegger este futuro sólo puede ser la muerte, puesto que las posibilidades del Dasein están circunscritas de modo estricto por la finitud. Pero si el futuro no es ante todo la revelación de lo que yace en el pasado, sino, la aproximación de lo que todaví­a no está resuelto (Zukunft), entonces es posible considerar a Dios como el futuro último que se aproxima al hombre y se ofrece él mismo como la meta de la libertad humana, una meta que abre la posibilidad de trascender la muerte en la resurrección. Aquí­ podemos unir esta reflexión a nuestro anterior análisis de la apertura básica.de la libertad finita a la libertad infinita. Al comienzo de la ilustración, Kant habí­a estrado que la libertad humana sólo puede ser inteligible si existe dentro de un universo libre. La libertad humana presupone un reino de libertad. De otra manera la libertad humana está condenada a la frustración y no puede realizarse a sí­ misma. Este análisis llevó a Kant a postular a Dios como la libertad absoluta. Siguiendo ‘al teólogo alemán contemporáneo Walter Kasper (The God of Jesus Christ, Londres 1983, 98-99), podrí­amos reinterpretar a Kant del modo siguiente. Un análisis de la libertad humana plantea la cuestión de Dios. Mas, puesto que la libertad es siempre un asunto de autodonación, la relación de la trascendencia humana con la libertad absoluta no puede ser nunca un asunto de necesidad. El hombre se halla ante el fundamento de su libertad en pobreza y expectación. A nivel filosófico, su libertad humana sigue siendo un interrogante. Si su libertad quiere tener sentido, debe esperar una autorrevelación de Dios. Esta autorrevelación de Dios en libertad es lo que el cristiano experimenta en la revelación de Dios de sí­ mismo en Jesucristo.

En el acontecimiento de la revelación contemplamos el encuentro de dos libertades, la humana y la divina. Lo mismo que la libertad humana se manifiesta a sí­ misma en la historia, también el Dios que se manifiesta a sí­ mismo lo hace en la historia. Por eso la historia es el lugar de encuentro de Dios y el hombre en libertad. Con esta afirmación hemos llegado a la historicidad de la revelación.

2. LA HISTORICIDAD DE LA REVELACIí“N. La teologí­a contemporánea habla de la historicidad de la revelación en dos sentidos. Primero, existe revelación categórica de Dios, es decir, aquellos acontecimientos de la historia del mundo en que Dios se manifiesta a sí­ mismo. Obviamente, para un cristiano el acontecimiento histórico por excelencia en el que Dios se revela a sí­ mismo es Jesucristo. Este acontecimiento, sin embargo, no puede ser aislado, pues lleva dentro de sí­ la historia preparatoria completa de la revelación de Dios a Israel. Si Jesucristo es la revelación de Dios en persona, entonces la revelación misma es temporal e histórica. Tal como lo expresó Barth en su original teologí­a de la revelación, la revelación exige predicados históricos. Dios se expresa a sí­ mismo en el tiempo. El Dios eterno se hace temporal.

El otro modo significativo en que la teologí­a contemporánea habla de la historicidad de la revelación está en relación con el ser del hombre como tal. Aquí­ la teologí­a habla de revelación trascendental, es decir, la revelación que tiene lugar en la subjetividad humana como tal. El punto de partida es el deseo de Dios de comunicarse a sí­ mismo a cada hombre y a cada mujer y su deseo de que todas las personas humanas se salven. Puesto que el deseo de Dios es universal y puesto que cada hombre sólo puede salvarse por medio de la gracia, se sigue que la gracia se ofrece a toda persona. Pero si lo que decí­amos antes acerca del hombre es verdad, a saber: que el ser del hombre como tal es histórico, y si la oferta de Dios de sí­ mismo es universal, debemos concebir entonces una historia universal de autocomunicación de Dios. Esto implica que Dios se está revelando a sí­ mismo a cada hombre implí­citamente en las profundidades de su ser (nivel trascendental). De aquí­ que, no sólo en el nivel categórico, sino también en el nivel trascendental, la revelación de Dios de sí­ mismo sea histórica.

Una cuestión teológica crí­tica actualmente es cómo se relacionan entre sí­ estos dos aspectos de la revelación. Todos estarí­an de acuerdo en que la oferta trascendental y universal de Dios alcanza su cumplimiento en el acontecimiento categórico de Jesucristo. Sin embargo, a pesar de este acuerdo fundamental, surgen diferencias significativas en cuanto a cómo deberí­a concebirse la relación entre la revelación trascendental y la categórica. Aquí­ podemos mencionar de pasada dos lí­neas significativas de interpretación en la teologí­a católica. Karl Rahner pone mayor énfasis en la revelación trascendental, y contempla la revelación categórica en cuanto que sirve de expresión en el nivel objetivo ala oferta de Dios de sí­ misma en el nivel trascendental. En la interpretación de Rahner la revelación categórica interpreta a la trascendental. Otra lí­nea de interpretación es la seguida por Kasper. El sostiene que la libertad trascendental del hombre sigue siendo básicamente ambigua sin la ayuda de la revelación categórica de Dios de sí­ mismo en la historia. Para Kasper, la apertura del hombre al futuro es apertura a un horizonte infinito, que puede interpretarse en un sentido panteí­sta, teí­sta o ateo. Sólo la revelación de Dios de sí­ mismo de forma categórica en la historia resuelve el dilema de la libertad y de la historicidad humanas. Para Kasper es la historia la que interpreta la trascendentalidad del hombre, no viceversa.

3. LA HISTORICIDAD DE DIOS. Las reflexiones que hemos. seguido hasta este punto indican la asombrosa tesis de que Dios se revela a sí­ mismo en la historia, y por tanto que Dios se hace temporal por nuestra causa. Como indiqué antes, la revelación demanda predicados históricos. Pero partiendo de esta afirmación, podemos incluso ir más lejos y hablar no sólo de la historicidad de la revelación, sino de la historicidad de Dios mismo. Aquí­ los teólogos contemporáneos se esfuerzan por evitar dos extremos, que falsificarí­an ambos la experiencia cristiana de Dios en Jesús. Un extremo serí­a un deí­smo o forma débil de teí­smo, según el cual Dios no puede de ninguna manera ser influenciado por el mundo. Para este teí­smo, el mundo no afecta en lo más mí­nimo a Dios. Este teí­smo conduce fácilmente al ateí­smo, ya que un Dios al que yo no le importo nada es seguramente un dios muerto y no el Dios vivo de la Biblia. El otro extremo es un Dios en devenir, como el propuesto por la filosofí­a hegeliana o teologí­a del proceso, que está necesitado del mundo para realizarse a sí­ mismo. Más allá de estos dos extremos, sobre la base de la identificación de Dios de sí­ mismo con el tiempo en la encarnación de su Hijo, la fe cristiana intenta reflexionar sobre la historicidad de Dios. En resumen, puesto que Dios se ha hecho temporal, tiene la capacidad de hacerse temporal. Esta capacidad podemos definirla como la historicidad de Dios (Geschichtlichkeit). Numerosos teólogos contemporáneos como ! Rahner y 1 Balthasar, Jüngel y Moltmann, ponen el acento en este punto. El ser de Dios no es estático. Más bien el ser de Dios debe incluir algo análogo al devenir. En última instancia, este devenir, que no es el devenir de una criatura finita, sólo puede entenderse en términos trinitarios. Jüngel habla del ser de Dios como una triple venida. Dios viene de sí­ mismo (Padre), Dios va a sí­ mismo (Hijo), Dios viene como Dios (Espí­ritu Santo). Hay un movimiento en Dios, del Padre al Hijo en el Espí­ritu Santo. El Espí­ritu Santo es la garantí­a de la unidad del amor trinitario y de su infinita plenitud. El amor del Padre al Hijo y la respuesta del Hijo al Padre es tan rica, que contiene la cualidad de ser siempre más grande, siempre nueva, siempre joven. Balthasar habla en términos similares, utilizando la categorí­a de “acontecimiento” para explicar el carácter dinámico del ser eterno de Dios. Para Balthasar, el ser de Dios es el acontecimiento de la autodonación del Padre y la respuesta obediente del Hijo, que contiene una fertilidad desbordante que es el Espí­ritu Santo. Para todos estos autores el acontecimiento es que Dios es tan dinámico, fértil y altruista que se abre al mundo. El ser de Dios es un ser de movimiento extático. El Espí­ritu Santo completa el cí­rculo de amor y es a la vez la infinita fertilidad de amor al mundo, y así­ puede describirse como el éxtasis de Dios. El amor de Dios no está retenido para sí­ mismo, sino que es don libre para el mundo. En estos términos trinitarios, la historicidad de Dios es el fundamento de su historia con el mundo, que alcanza su clí­max en el acontecimiento Cristo.

4. HISTORICIDAD DE LA TEOLOGIA. Hemos hablado continuamente del acontecimiento Cristo como el cumplimiento de la revelación de Dios. Para todos los autores del NT, Jesucristo representa el cumplimiento escatológico de Dios. No puede haber nueva revelación, porque Dios se ha expresado a sí­ mismo completamente en su Hijo. Por esta razón la Iglesia ha enseñado que la revelación se cerró con la muerte del último apóstol. No obstante, debe acentuarse igualmente que precisamente a causa de la historicidad del hombre, el acontecimiento de la revelación nunca puede ser captado de una vez para siempre en su totalidad, sino que siempre es percibido en forma perspectiva según las limitaciones de la situación cultural en las que el evangelio es predicado. Así­, por una parte, Jesús sigue siendo siempre la verdad absoluta sobre Dios y el hombre (cf Dei Yerbum, 2) y, por otra parte, esta verdad es siempre captada de forma fragmentaria. De ahí­ que exista una genuina historicidad de doctrina y de teologí­a. La revelación nunca viene a nosotros de una manera pura, no adulterada, sino que está siempre encarnada en alguna forma histórica. La verdad que Jesucristo es está expresada en los modelos conceptuales de una cultura dada, con toda su riqueza y con todas sus limitaciones. Esto implica que la teologí­a, que es la fe que busca entenderse y que forma parte intrí­nseca de la fe misma, es un proceso hermenéutico en el que una generación intenta traducir la fe de generaciones y culturas anteriores a la autoexpresión de su propia época y mentalidad. Tales intentos de traducción presuponen, por una parte, que cada generación busca recuperar el único e insuperable origen de la fe, es decir Jesucristo. Por otra parte, la historicidad del hombre implica que ningún intento de traducción será nunca definitivo. No hay posibilidad de crear un sistema teológico absoluto, porque, como hemos visto, todas las afirmaciones teológicas participan del carácter temporal de la existencia humana. Lo que se requiere es más bien lo que Gadamer llama una conversación con la tradición (cf A. LOUTH, Diseerning the Mystery, Oxford 1983, 39-44). La tradición no es algo objetivo, fuera de mí­. Más bien yo “habito” en mi tradición. Existe una connaturalidad entre el sujeto que busca entenderse y su tradición. Esta conversación implica un cí­rculo hermenéutico en el que yo cuestiono la tradición y la tradición me cuestiona a mí­. Si no tuviera algún horizonte de cuestionamiento, no podrí­a preguntar nada a la tradición, no sabrí­a lo que estaba buscando. Pero al colocar las preguntas en mi horizonte de comprensión, soy capaz de entender de nuevo. Tiene lugar el acto de comprensión. Soy capaz de oí­r el significado del acontecimiento de la historia de la salvación en mi presente. A su vez este acto de comprensión abre mi horizonte de significado y me permite hacer nuevas preguntas. Este es el cí­rculo hermenéutlco de la teologí­a. A1 entrar en conversación con el pasado, el teólogo entra en contacto con el insuperable origen de su fe y actualiza ese origen en una creencia inteligible hoy. La historicidad del hombre, así­ como la historicidad de la revelación, implica que tales intentos de traducción y tales conversaciones con el pasado no cesarán nunca. La teologí­a como ciencia histórica luchará continuamente con el pasado e intentará traducir la verdad perenne de Cristo siempre de nuevo hasta que venga otra vez en gloria.

BIBL.: Jüncet. J., God’s Being is in Becoming, en The Doctrine of ehe Trinity, Scottish Academic Press, Edimburgo y Londres 1976, 61-108; lo, Jesucristo crucificado como “Vestigium Trinitatis”.~ Dios como misterio del mundo, Salamanca 1984, 438-468; LOUTH A., The Legacy of the F.nlightenment, en Discerning the Mystery, An Essay on the Nature of Theology, Clarendon Press, Oxford 1983, 17-44; RAHNER K., The Historicity of 7ñeology, en Theological Investigations IX, Darton, Longman and Todd, Londres 1972, 64-82.

J, O Donnell

V. Historia universal e historia de salvación
El contraste entre estos dos tipos de historia parece al principio una representación de la clásica oposición filosófica entre lo universal y lo particular, entre materia y forma. Sin embargo, abordada en estos términos, la misma noción de historia universal resulta paradójica. Pues la historia es el reino de lo particular, mientras que el universal filosófico se refiere o a una abstracción conceptual de todo lo particular o ala más amplia extensión del ser, Dios, que trasciende la historia. De ahí­ que la historia universal deba ocuparse de todos los particulares de tiempo y espacio descubriendo su significado, mientras que la historia de salvación aparentemente afirma que algunos momentos de la historia gozan de una prioridad de significado, la única que permite la interpretación de la historia universal en vista de este “plus” de significado, la salvación se hace accesible a los hombres en lugares y tiempos particulares. Esta visión “elitista” de la historia no sienta bien a los igualitaristasdemocráticos radicales ni a los decididos a encontrar racionalmente un significado universal en la historia. Esta particularidad ha causado a menudo escándalo; sin embargo, sigue siendo inextirpable del cristianismo.

A diferencia de la mayorí­a de las religiones “naturales”, el cristianismo no se alimenta de mitos que supuestamente ocurren en algún tiempo y lugar indeterminados mientras aportan el fundamento para la regularidad de procesos y fiestas estacionales. Ni se sustenta sobre especulaciones filosóficas, en principio accesibles a todo individuo, como en el hinduismo, budismo Theravada, estoicismo, ciericiologí­a, etc. En cambio, como el judaí­smo y el islam, el cristianismo confí­a en la recepción de una revelación divina efectuada en tiempos y lugares concretos de la historia. El hecho de hablar Dios en la historia implica un Dios personal interesado por el bienestar y la conducta de los hombres. Establece también la importancia de la memoria y la necesidad de la tradición para seguir ofreciendo sus palabras a los creyentes. Finalmente, el mismo interés de Dios por la acción histórica implica su omnipotente autoridad sobre la historia, su poder para conducirla donde él quiera, aunque teniendo en cuenta la libertad humana. Este tema fue especialmente querido de los profetas mayores y toda la tradición apocalí­ptica. Por eso el cristiano vive en la continua tensión entre pasado y futuro, en un presente en el que se le exige respuesta a la revelación de Dios.

En el cristianismo, la particularidad de las religiones históricas encontró su cima insuperable en la encarnación. Aquí­ terminó el diálogo entre Dios e Israel y se estableció un testamento nuevo y eterno. La carta a los Hebreos acentúa que “de una vez para siempre” Cristo se sacrificó a sí­ mismo ganó una salvación eterna y santificó a los creyentes (7,27; 9,12; 10,10). Esta conjunción histórica de tiempo y eternidad, iniciativa divina y respuesta humana, constituye el momento central de la historia, al que está ligado todo cristianismo posterior. Cómo la historia, el reino de lo finito y lo relativo, pueda producir algo insuperable y definitivo, aunque todaví­a en devenir, sigue siendo una cuestión fundamental para la teologí­a cristiana. Al lado de esta tensión entre lo definitivo y lo relativo, el cristianismo establece otro par fundamental de contrarios aparentes. Aunque el hombre Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres, Dios desea que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad (1Tim 2,36). Si la voluntad de Dios no se reduce a una mera veleidad, ¿cómo pueden todos los hombres, tan distantes en el tiempo y espacio, establecer contacto con la humanidad históricamente limitada de Cristo? ¿Cómo puede lo históricamente determinado convertirse en definitivo?

I. UNA MIRADA HISTí“RICA. Sin duda los primeros cristianos enfatizaron la novedad y particularidad de Cristo. Cuando Celso protestó contra la perspectiva de que un simple carpintero galileo pudiera hacer superfluos todos los grandes logros culturales del paganismo, Orí­genes no dudó en repetir con Pedro que sólo en el nombre de Cristo se ofrecí­a salvación a los hombres (He 4,12). La frase de Cipriano “fuera de la Iglesia no hay salvación” refleja fielmente la tradición cristiana, porque sólo la Iglesia tení­a el carisma de enseñar correctamente el mensaje de Cristo. Pero esta doctrina no se interpretaba demasiado estrictamente. Se consideraba que los patriarcas y profetas del AT eran hombres de fe (Heb 11) que habí­an aceptado la revelación acerca de Cristo, cuya venida profetizaron. El apologista de la primera época Justino tomó prestada de la filosofí­a griega la noción del logói spermatikói, semillas racionales (lógicas) difundidas por el universo, que reflejaba el Logos, su creador, y que permiten, incluso a los paganos, percibir y seguir la enseñanza del Logos. La tradición alejandrina, en la que sobresalió Orí­genes, era igualmente generosa a la hora de encontrar huellas de revelación y fe fuera de la tradición judí­a.

La profunda influencia platónica entre los padres les llevó a concebir la revelación principalmente en términos de verdades reveladas en el tiempo por Cristo, pero eternamente válidas. Agustí­n reconocí­a a Cristo como el maestro interior que instruye al alma desde dentro; la necesidad de la Iglesia la atribuí­a él a la ofuscación causada por el pecado original y la concupiscencia, que exigen una autoridad externa para garantizar la verdad enseñada exteriormente por Cristo en la historia. La historia se convierte ante todo en la lucha entre la ciudad de Dios, aquellos que, desde Adán en adelante, amaban la verdad de Dios, y la ciudad del hombre, aquellos que se preferí­an a sí­ mismos y al mal a Dios. Ni siquiera el descubrimiento del infinito positivo y de la teologí­a negativa de Dios desplazaron entre los padres el énfasis platónico sobre la iluminación interior y las verdades eternas. La revolución aristotélica en Occidente colocó de nuevo las formas platónicas en la materia como los principios dinámicos, esenciales del cambio; pero la noción de ciencia de Aristóteles a partir del universal llevó a los escolásticos a concebir la teologí­a principalmente como la explicación de verdades esenciales transmitidas por la Escritura y la tradición ininterrumpida de la Iglesia.

La primera gran ruptura con este modo de entenderla verdad histórica vino a través del amor renacentista a la antigüedad. No sólo debí­an ser editados los textos clásicos de forma crí­tica y los antiguos historiadores comparados, sino que también las diferencias entre el presente cristiano y el pasado pagano despertaron un sentido de épocas históricas que no necesitaban entenderse meramente en términos de falsedad vencida por la verdad cristiana. La reforma contribuyó también a la conciencia histórica en la medida en que Lutero y Calvino apelaban a la pureza de vida y doctrina de la Iglesia primitiva al rechazar la decadencia de los siglos transcurridos. Así­ la continuidad eclesial con Cristo, presupuesta por los pensadores medievales, era radicalmente cuestionada y tení­a que ser demostrada frente a la crí­tica. La época barroca contempló la formación de la apologética histórica siguiendo las pautas establecidas por Belarmino y Baronio, pero la expansión de sus horizontes geográficos condujo a una reinterpretación de la particularidad cristiana. Mientras santo Tomás presuponí­a que todo el mundo habitado habí­a oí­do hablar de Cristo y que Dios enviarí­a un ángel a anunciar el mensaje cristiano a todo hombre sencillo que por vivir en la soledad de la selva nunca lo hubiera oí­do, la época de los descubrimientos reveló la existencia de millones de personas en ambas Indias que habí­an permanecido en la ignorancia de Cristo. Convencidos de que no habí­a salvación fuera de la Iglesia, misioneros entusiastas como san Francisco Javier cruzaron océanos, junglas y desiertos, con gran riesgo y molestias personales, para ofrecer la salvación de Cristo a todos los hombres. El pensamiento de tantos paganos muriendo en pecado y el reconocimiento por parte de los misioneros de que muchos paganos viví­an una vida de gran virtud natural condujo a una reconsideración del antiguo dogma “fuera de la Iglesia no hay salvación”, declarado solemnemente por el concilio de Florencia (DS 1351). Belarmino difundió la noción del bautismo de deseo a fin de incluir a muchos paganos que hací­an todo lo que estaba en su poder para seguir la voluntad de Dios hasta donde les era conocida a través de la naturaleza, y que habrí­an aceptado sin duda la fe cristiana una vez que se les hubiera predicado. A pesar de la rigidez jansenista en cuanto a limitar el número de los salvados, los teólogos jesuitas y otros rehusaban negar a cualquiera la misericordia de Dios. En su argumentación se apoyaban en la insistencia católica sobre la bondad básica de la naturaleza y su fiabilidad en proporcionar conocimiento de Dios, frente a las doctrinas protestantes de la corrupción total de la naturaleza y la necesidad de la fe en la sola palabra de Dios.

Lo discutible de las guerras religiosas europeas, los relatos de misioneros sobre culturas no cristianas de elevada moral, especialmente en Oriente, y el éxito sorprendente de la ciencia de Galileo contribuyeron poderosamente al advenimiento de la ilustración y a su radical crí­tica de la tradición como fuente de verdad. Puesto que el Pí­os de las batallas aparentemente no favorecí­a a ninguna tradición religiosa. sobre otra al interpretar la Escritura, habí­a que buscar otra fuente de verdad para resolver los conflictos: la razón humana, común a todos los combatientes. En las civilizaciones paganas la misma razón humana habí­a desarrollado grandes doctrinas morales que tení­an mucho en común con la supuesta excelencia de la enseñanza cristiana. ¿No era entonces la razón humana capaz de fundamentar una teologí­a y moralidad “naturales” aplicables a todos los tiempos y lugares exactamente igual que las leyes de la ciencia eran universalmente válidas? El clero y la tradición fueron condenados por introducir en la religión superfluidades injustificadas que no podí­an tenerse en pie ante el tribunal de la razón. No sólo fueron justificadas hábilmente o ridiculizadas las divergencias de doctrina entre las diversas confesiones cristianas, sino que también la tradición misma fue duramente atacada al ponerse de manifiesto contradicciones y absurdos. En la batalla de los libros iban a prevalecer la observación ilustrada, el descubrimiento cientí­fico y el genio corriente frente a la memoria, la repetición y los modelos tradicionales de excelencia. Las verdades eternamente válidas basadas en la naturaleza humana eliminaron la necesidad estricta de buscar en el pasado fragmentos de sabidurí­a. G.E. Lessing expuso la crí­tica ilustrada más contundente del cristianismo al mantener que “las verdades históricas contingentes nunca pueden llegar a convertirse en la prueba de las verdades de razón necesarias” (Über den Beweis des Geistes und der Kraft, en Lessings Werke V, ed. F. Bornmüller, Bibliographisches Institut, 19, Leipzig, 494).

El vací­o entre la necesidad y universalidad de la verdad y la contingencia de los acontecimientos y personalidades históricos llevó a varios intentos, en el pensamiento protestante alemán, de incluir el último bajo el primero. Kant vio en la enseñanza de Jesús una moralidad y religión puras y racionales, e interpretó a Jesús como su ejemplificación ideal. Hegel consideraba a Jesús, la unión de Dios y el hombre, como la revelación y anticipación históricas de la inevitable meta del proceso histórico. Schleiermacher interpretó a Jesús como la realización suprema de la conciencia de Dios, del sentimiento religioso de absoluta dependencia de Dios. El protestantismo liberal, heredero de la crí­tica histórica de la ilustración, intentó reconstruir la vida histórica de Jesús, purificada del barniz “sobrenatural” aplicado por los evangelistas y la tradición. Jesús fue presentado como el maestro religioso-moral ideal, que correspondí­a a los ideales más altos de la naturaleza humana y transmití­a un mensaje puro a la época presente.

Tan variados y contradictorios fueron los retratos de Jesús ofrecidos por la “investigación crí­tica” de los eruditos investigadores alemanes, que hacia el final del siglo xix la búsqueda de un Jesús histórico se hizo a su vez sospechosa. La primera guerra mundial acabó con las teorí­as protestantes liberales de una naturaleza humana universal, básicamente buena y que avanza hacia una realización cada vez más grande del reino de Dios. Además, A. Schweitzer sostuvo que Jesús habí­a esperado realmente un fin inminente, apocalí­ptico, del mundo (Mt 10,23; Mc 9,1). No un desarrollo intramundano, sino un sobrenaturalismoradical caracterizaba el mensaje de Jesús; a pesar del error de Jesús, Schweitzer pensaba que el protestantismo liberal, es decir, no dogmático, podí­a sobrevivir pues al refutar la historia escatológica de Jesús habí­a abierto el camino para aceptar la moralidad pura del sermón de la montaña sin estorbos dogmáticos. Pero el escepticismo acerca de las reconstrucciones históricas habí­a crecido hasta tal extremo que M. Káhler, W. Wrede y R. Bultmann negaron nuestra capacidad de conocer al Jesús histórico (l Hermenéutica). Puesto que los “hechos” históricos no existen fuera de un perceptor, y el perceptor necesariamente aporta sus propias categorí­as interpretativas a la realidad, ninguna objetividad pura de hecho puede esperarse; de ahí­ que la resurrección de Jesús no pueda basarse sobre evidencia histórica, sino que depende de la fe de los testigos. El cristianismo tiene que vivir del kerygma, el acontecimiento de la proclamación de la palabra que llama a los hombres a una decisión existencial por Dios y su amor frente al sinsentido del mundo. Los diversos sistemas de pensamiento empleados por los autores del NT para transmitir el acontecimiento de Cristo fueron considerados mitos, puesto que ninguna palabra humana puede captar adecuadamente el inefable e infinito misterio de Dios en su presencia salvadora. De ahí­ que las interpretaciones del NT que parecí­an pasadas de moda debieron ser desmitologizadas y reinterpretadas en vista de la llamada existencial de Jesús a una existencia auténtica. E. Kasemann puso el acento en el irreductible pluralismo de las teologí­as del NT, que sólo el Espí­ritu podí­a unificar. Aunque Kásemann llamó a una reanudación de la búsqueda del Jesús histórico, el efecto de su crí­tica y de la de l Bultmann supuso negar a la historia pasada toda validez permanente. La historia se habí­a convertido en la mera ocasión de salvación, no en su portadora.

Fueron muchas las reacciones entre los protestantes contra la interpretación existencial radical de Bultmann del mensaje de los evangelios. C.E. Dodd declaró encontrar en Jesús y en los grandes autores del NT una escatologí­a realizada, por la cual el reino de Dios está ya presente por medio de la predicación de Jesús; pero la historia en curso obligó a la Iglesia a abandonar esta perspectiva en favor de un reino de Dios que trascendí­a la historia aunque garantizando el orden moral del universo. Así­ los acontecimientos particulares tendí­an a perder su significado salví­fico. / K. Barth rechazó todos los intentos de reconstruir el Jesús histórico y la formación del NT como pecaminosos intentos humanos de dominar la omnipotente palabra de Dios. En su lugar los hombres eran llamados a aceptar la palabra de Dios en su totalidad como la que les juzga, y a creer en Jesucristo, Dios y hombre, como el contenido de la Escritura. A1 tomar el contenido literal de la Escritura en serio, Barth redujo básicamente toda historia inteligible al único acontecimiento de Jesucristo, como es conocido en la Escritura. O. Cullmann desarrolló la noción de historia de salvación en la medida en que Jesucristo era entendido como la culminación de la preparación del AT y el criterio para la historia subsiguiente; el tiempo entre Cristo y el fin se entendí­a como la diferencia entre el dí­a D, la victoria decisiva, y el dí­a V-E, la manifestación final de esa victoria. E. Jüngel desarrolló una crí­tica radical de la filosofí­a humana cuya verdadera falta de éxito al intentar absolutizarse a sí­ misma señalaba a los hombres la historia donde Dios habló y se dio a sí­ mismo a los hombres en el acontecimiento de Jesucristo. Ese Dios unido él mismo al hombre Jesús dio sentido a la historia, permitiendo que lo no divino entrara en la más í­ntima unión con Dios. En el fondo, la historia era entendida como participación, a través de la vida, muerte y resurrección de Jesús, en la vida trinitaria del amor de Dios. Pues Dios no sólo estableció la distinción entre vida y muerte, ser y no ser, sino que también tomó parte en esa lucha en favor de la vida. En Dios el pasado sigue estando siempre presente pero nosotros somos remitidos a él por la narración de la historia de Cristo. El cristocentrismo de todas estas perspectivas, sin embargo, priva a toda la historia subsiguiente, incluso a la historia de la Iglesia, de su significado. Si según Barth os hombres deben pasar por alto en la fe todo tiempo transcurrido para unirse a Cristo, o, según Jüngel, Dios se ha metido él mismo en la historia con Jesús, la historia no tiene ningún sentido al margen de Cristo. Sin un significado propio, la historia universal no puede distinguirse de modo inteligible de la historia de salvación. Fuera de Cristo todo es oscuridad.

Para evitar una devaluación cristocéntrica de la historia subsiguiente, algunos protestantes han considerado el final de la historia como normativo y decisivo. J. Moltmann ha visto el reino de Dios como el ideal escatológico que la praxis cristiana ha de realizar en la historia. Esta praxis se basa en las promesas de Dios, que se hicieron definitivas en la resurrección de Jesús, fundamento de toda esperanza cristiana. Desgraciadamente nunca ha aclarado cómo puede considerarse definitiva la resurrección, en especial si se la entiende simplemente como la percepción del Jesús crucificado en la gloria de la venida de Dios a través de testigos pasivos que sacaron conclusiones de ella sobre su llamada y misión. Así­, a pesar de su deseo de mantener el carácter definitivo de Jesús e incluso de interpretar su muerte como una muerte en Dios, Moltmann tiende a relativizar a Jesús ante el fin del mundo. l W. Pannenberg sostiene que la ambigüedad de toda la historia será superada sólo al final del tiempo, cuando se realice el plan completo de Dios. Ciertamente, la realidad de un ser se entrega sólo al final. Para evitar relativizar a Jesús, sin embargo, Pannenberg considera el fin de la historia como anticipadamente actualizado en la resurrección de Cristo, que habí­a estado anticipadamente activa a través de toda la vida terrena de Jesús. Por eso, aunque puede decirse que Jesús se ha hecho divino en la resurrección, la resurrección convirtió en divina su vida previa. Pannenberg desea claramente respetar la plena humanidad de la vida de Jesús en toda su contingencia, aunque haciéndola definitiva (divina) y, a pesar de su carácter definitivo, preservar el significado de la historia subsiguiente que el final del tiempo conducirí­a a la conclusión. Desafortunadamente, al olvidar explicar cómo algo puede ser a la vez relativo (histórico) y definitivo, parece querer estar en misa y repicando. La extraña dialéctica de ser a la vez ambos y ninguno de los dos requiere una metafí­sica que la doctrina de la corrupción de la naturaleza humana parece negar al pensamiento protestante.

La teologí­a católica permaneció mucho tiempo sin preocuparse por el dilema protestante acerca de la historia. En primer lugar, era profundamente escéptica sobre cualquier supuesta ciencia que afirmara encontrar en los evangelios, los únicos testimonios sólidos de la vida de Jesús, una comprensión de Jesús reñida con el claro testimonio de los evangelistas. Además, presuponer, siquiera hipotéticamente, que la fe de la Iglesia no está en continuidad con la realidad del Jesús histórico, podrí­a traer consigo una rendición a los protestantes, un suicidio intelectual, que un teólogo católico nunca podrí­a perdonarse. Finalmente, la clara distinción entre naturaleza y gracia (sobrenatural), fundamental para la teologí­a católica, evitaba muchos problemas de excesivo cristocentrismo.

La distinción natural/sobrenatural estaba históricamente basada en la nueva iniciativa de Dios de una revelación especial, que culminó en la encarnación, vida, muerte y resurección de Jesucristo como la divina redención de la humanidad del pecado. Lo que los hombres por sí­ mismos fueron incapaces de realizar en la historia fue libremente concedido por Dios: la salvación como la plena participación en su vida divina a través de Cristo. La distinción preservaba la libertad de Dios al iniciar la salvación como una segunda gratuidad superior a la creación. Garantizaba también la libertad del hombre de responder a la iniciativa sobrenatural de Dios; porque, mientras el hombre podí­a descubrir un sentido en la realidad y alcanzar un conocimiento de Dios con su inteligencia natural, su voluntad podí­a tener motivos para una libre elección. Así­, cuando la revelación tuviera lugar, el hombre tendrí­a alguna precomprensión de su significado y serí­a capaz de aceptarla libremente. En realidad, precisamente para negar la cooperación de la libertad humana en respuesta a la revelación habí­an negado los protestantes cualquier posibilidad de un conocimiento natural de Dios, es decir, conocimiento al margen de la revelación.

Los escolásticos habí­an desplazado sutilmente la base de la distinción natural/ sobrenatural de una novedad histórica a todo lo que sobrepasaba los naturales poderes del intelecto y voluntad humanos. La epistemologí­a escolástica presuponí­a que el hombre alcanzaba el conocimiento de la realidad (ser) a través de conceptos abstraí­dos de la experiencia sensible. El conocimiento conceptual de Dios, aunque análogo, constituí­a un conocimiento natural. La visión beatí­fica, la percepción directa de Dios, superaba todas las abstracciones; por consiguiente, ella y todo lo que a ella condujera, la fe y los dones que corresponden al intelecto y la voluntad, deberí­an considerarse propiamente sobrenaturales. Además, la revelación, por estar adaptada a la inteligencia humana, era comprendida en cuanto formulada en proposiciones conceptuales. Por su carácter sobrenatural estas proposiciones sobrepasaban la capacidad del intelecto humano natural para afirmar su verdad. La voluntad del hombre tení­a que ser atraí­da por las promesas de perdón de los pecados y de la vida eterna; pero para que su aceptación de estas proposiciones no fuera irracional, por tanto ni libre ni humana, los motivos externos de credibilidad en la obra de los milagros de Jesús y en el cumplimiento de las profecí­as bastaban para garantizar la veracidad de su testimonio. Desde el momento en que Jesús confió su revelación a sus discí­pulos, la Iglesia, con autoridad para proclamar e interpretar su mensaje, el papel de la autoridad para una fe predicada desde fuera era esencial. De semejante esquema interpretativo resultaba una clara distinción entre historia universal e historia salví­fica. Los acontecimientos históricos, conocidos por el intelecto natural del hombre, pertenecí­an a la primera; todo lo que perteneciera al conocimiento de la fe y caridad sobrenatural constituí­a historia de salvación.

La primací­a de los conceptos, producidos en el intelecto pasivo bajo la constante iluminación del intelecto agente, garantizaban la objetividad del conocimiento universal, abstracto. Los “hechos” históricos podí­an ser reconocidos a través de la pasividad del conocimiento de los sentidos e interpretados, hasta donde fuera necesario, mediante las abstracciones objetivas que resultan de la evidencia sensible. La fe podí­a así­ descansar sobre los hechos de la vida de Jesús, especialmente la resurrección, que era un milagro divino por excelencia, y en las profecí­as cumplidas. Estos escolásticos habí­an salvado hábilmente el dilema de Lessing: no solamente no eran “necesarias” para el hombre las verdades de la revelación, siendo libremente reveladas por Dios, sino que el conocimiento seguro de los hechos fundamenta la autoridad de Jesús y de la Iglesia al proclamar verdades sobrenaturales.

Dificultades considerables acompañaron a esta posición. Si los hechos que apoyan la autoridad de Cristo eran histórica y naturalmente verificables, ¿cómo podí­a la fe seguir siendo a la vez sobrenatural y libre? A la inversa, si eran históricamente inverificables, ¿cómo podí­a el asentimiento de fe ser cierto? Además, la universalidad o efectividad de la voluntad salvadora de Dios parecí­a ponerse en peligro. Si el acto de fe afirma enseñanzas explí­citas aceptadas por autoridad, ¿cómo puede el deseo implí­cito y natural de obedecer a Dios por parte de un buen pagano, que nunca ha oí­do la predicación autorizada de la Iglesia, transformarse en sobrenatural? Una última dificultad concerní­a al tipo de verdades sobrenaturales implicadas. Ellas suponí­an o hechos o proposiciones conceptuales. “Hechos” son lo que son en el tiempo y el espacio de una vez para siempre. Los conceptos, que abstraen de la individualidad material de tiempo y espacio, proporcionan un “absoluto” intemporal, esencial. A medida que salí­a a luz una evidencia cada vez mayor sobre la formación de los credos dogmáticos de la Iglesia a través de la investigación histórica, se hizo cada vez más difí­cil explicar la evolución dogmática como la última interpretación exacta de un tesoro de verdades proposicionales cerrado con la muerte del último apóstol.

2. TENTATIVAS MODERNAS DE SOLUCIóN. El tomismo trascendental, representado por pensadores como P. Rousselot, K. Rahner y B. Lonergan, al principio parecí­a ofrecer una solución a estos problemas. Puesto que el juicio afirma la verdad y alcanza la realidad, el concepto, que es a lo más sólo parte de un juicio, no capta adecuadamente la realidad. Como la conversión al fantasma, el juicio remite el fantasma a un horizonte trascendente de inteligibilidad. Puesto que el juicio implica una actividad sintética y referencial del intelecto, el intelecto es concebido ante todo como una facultad dinámica, y la objetividad es conocida sólo a través de la subjetividad. Porque el dinamismo intelectual está orientado hacia lo verdadero como su bien, la tradicional distinción entre intelecto y voluntad en términos de sus objetos formales, lo verdadero y lo bueno, es elevada al movimiento fundamental de conocer y amar. El último fundamento del deseo espiritual revelado en el dinamismo no puede ser nada finito, porque toda la percepción de limitación implica su trascendencia. De ahí­ que ni un concepto ni una utopí­a social marxista puedan satisfacer el deseo básico del hombre. Sin embargo, este dinamismo debe ser capaz de cumplimiento; de otra manera el juicio original, que implica la inteligibilidad, bondad y consistencia de la realidad, habrí­a sido imposible. Sólo Dios puede cumplir las condiciones de posibilidad de la realidad del juicio. Puesto que Dios, que es el único que puede concluir el dinamismo espiritual del hombre, serí­a conocido de una manera que sobrepasa los conceptos, se puede hablar, con santo Tomás, de un “deseo natural” de la visión beatí­fica. Dada la voluntad salvadora universal, Dios ofrecerí­a la gracia a todos los hombres.

La fe no implica ya el asentimiento a proposiciones sobre la base de una autoridad externa, sino la respuesta consciente-amorosa a la autorrevelación de Dios, que como gracia efectúa su propia aceptación en el alma. Esto no es pura interioridad, porque la estructura fundamental del pensamiento y amor revelados en la conversión al fantasma implica una referencia a la realidad histórica concreta. No hay trascendencia al infinito si no es a través de lo finito. Porque no existe oposición entre el infinito y lo finito, el infinito puede emplear lo finito como sí­mbolo de su autorrevelación en el tiempo. Por eso los hombres deben mantenerse a sí­ mismos abiertos a la posible autorrevelación de Dios en la historia. De hecho, esta revelación ha tenido lugar y ha alcanzado su culminación en Jesucristo, que es la perfecta expresión de Dios y simultáneamente la respuesta humana perfecta a Dios. Puesto que lo supremo de un género es la causa de todos los demás del género, en el orden de la gracia puede decirse que Cristo causa la fe de todos los demás, incluso de los /”cristianos anónimos” que nunca oyeron hablar de él de forma explí­cita. Dentro de la tradición cristiana, al desarrollo del dogma se le permite una gran flexibilidad desde el momento en que el Dios inefable, que se hace a sí­ mismo presente en la gracia a la que responde la fe, jamás puede ser agotado por ninguna fórmula finita, intelectual. De ahí­ que en diversas épocas la Iglesia pueda emplear diferentes categorí­as conceptuales al aproximarse al objeto original, no tematizado plenamente, de la fe ofrecida en Cristo.

Con este trasfondo Rahner trazó una distinción entre historia secular e historia salví­fica. La última tiene lugar dentro de la primera, aunque le da a la primera su significado, de la misma manera que lo sobrenatural presupone lo natural a la vez que lo conduce a su realización. Pues la historia secular no puede pronunciar veredicto sobre su propio significado último y puede ser identificada solamente como una historia sin salvación. Cualquier definición más precisa es imposible desde el momento en que las libertades de los hombres que responden a la gracia no pueden ser plenamente objetivadas. Ciertamente, ya que la gracia es ofrecida a todos los hombres, la distinción entre historia secular y salví­fica es formal, no material. A diferencia de esta historia salví­fica universal, materialmente idéntica a la historia secular, se reconoce una historia salví­fica particular en la que la autocomunicación de Dios en gracia llegó a su necesaria expresión temática bajo la especial guí­a divina en una tradición suficientemente continua y “oficial” que conduce a Jesucristo, que en lo sucesivo aporta el criterio definitivo respecto al cual son medidas todas las revelaciones anteriores.

La gran flexibilidad que capacitó al tomismo trascendental para responder a las dificultades de una escolástica conceptual condujo a su vez a otras dificultades. ¿Cómo puede el inefable misterio de Dios experimentado en la gracia llegar a adecuarse a una expresión temática? Rahner siempre concedió que Jesús habí­a “errado” en relación a la inminente llegada del reino de Dios, pero explicaba este “error” como una expresión temática inadecuada de la proximidad de Dios experimentada en su conciencia humana. Si tales expresiones inadecuadas eran posibles para Jesús, ¿cómo puede la Iglesia pretender una garantí­a mayor en sus dogmas? Si toda expresión dogmática es fundamentalmente inadecuada para el misterio infinito de Dios, ¿qué valor permanente mantienen realmente las fórmulas dogmáticas? ¿Qué hace una fórmula preferible a otra, si las fórmulas son revisables con el cambio de la terminologí­a filosófica de diversas épocas o dentro del pluralismo de una época? Aunque Rahner insistí­a en la necesidad de un magisterio infalible para garantizar la presencia permanente de la revelación definitiva de Dios en Cristo, ¿sobre qué base de hecho prefiere el magisterio una fórmula a otra y exige con autoridad la adhesión de los fieles a ella? Dado que Dios se comunica a sí­ mismo a cada uno y, es axiomático para Rahner, el ser es autoconciencia, cada uno goza de una inmediatez de Dios que sobrepasa las imperfecciones del dogma; se ve cómo amenaza a algunos seguidores incautos de Rahner el peligro de una caí­da en el protestantismo liberal.

Con la vaguedad de su distinción natural/ sobrenatural y su énfasis sobre la unidad del plan salví­fico de Dios que culmina en Cristo, podrí­a parecer que Rahner es conducido a un cristocentrismo excesivo. Sin embargo, otros pasajes de sus escritos sostienen que el acontecimiento de Cristo y su resurrección no son meros hechos, sino que tienen que ser interpretados dentro de un horizonte más amplio de expectación e inteligibilidad aportado por el deseo del hombre de un horizonte infinito del ser. Esta oscilación ilustra la subyacente dificultad de explicar cómo puede encontrarse un absoluto en la relatividad de la historia, el infinito en lo finito. Este es el moderno problema hermenéutico de encontrar significado cuando todas las afirmaciones finitas pueden ser relativizadas desde otro punto de vista, cuando el ser se oculta a sí­ mismo incluso al revelarse. Aunque una tradición particular pueda ofrecer una serie lingüí­stica de significados que ayudan a los miembros de esa tradición a operar de manera relativamente efectiva dentro de ella e incluso investigar más allá, cuando las tradiciones se encuentran y entran en conflicto, ¿qué le permite a una tradición el ser preferida a la otra, fuera del hábito, la comodidad o el poder? La relativización de las pretensiones de verdad y de los valores relacionados con ellas que fue acometida por Nietzsche, Heidegger y Sartre ha florecido en un relativismo y decodificación corrientes que dominan gran parte del pensamiento moderno. Incluso la ciencia moderna, después de la mecánica cuántica y de la relatividad, se ha hecho muy consciente de la naturaleza revisable y parcial de sus hipótesis.

Actualmente el problema hermenéutico no es más que otra variante del básico dilema epistemológico-metafí­sico: ¿cómo podrí­a lo finito conocer el infinito, cómo puede lo finito existir “al lado del” infinito? Si hay una oposición fundamental entre finito e infinito, no sólo es imposible la encarnación, sino que tampoco Dios puede ser conocido en y a través de cualquier signo finito, sea ello el mundo o la Escritura. Realmente, la dificultad se hace más profunda, porque Dios no es el único infinito que el hombre encuentra. Lo que los antiguos ylos escolásticos llamaban “materia prima”, el principio de individualidad, representa también un infinito. Pues ninguna abstracción o serie de abstracciones pueden agotar la individualidad de cualquier ser. Si el individuo, no obstante, constituye realidad, las abstracciones conceptuales no alcanzan la realidad, y su validez es radicalmente puesta en cuestión. Sin un sistema coordinado y estable de conceptos, los “hechos” individuales de la historia pierden su sentido; desde el momento en que un hecho nunca puede ser percibido al margen de una interpretación y ninguna interpretación puede reclamar objetividad por sí­ misma, un mundo de puntos de vista parciales amenaza disolverse en la incomunicabilidad, ininteligibilidad y el caos moral, en suma, en un total relativismo subjetivo de pensamiento y acción. Ciertamente, si el progresivo, o divisible, infinito de la materia ha de ser totalmente inteligible, sólo la pura infinitud de Dios puede abarcarlo. Pero ¿cómo conoce lo finito lo infinito o el infinito?

Igual que el ! escepticismo total se contradice a sí­ mismo, así­ el l relativismo total implica un 1 absoluto. Porque afirmar que todo es relativo establece esa afirmación como una verdad incuestionable. Lo mismo que toda comunicación implica una objetividad común a las subjetividades, todo pensamiento implica que la mente puede conocer una verdad objetiva más allá de sí­ misma. En realidad, todo conocer implica a la vez objetividad y subjetividad, absoluto y relativo, conocido y conocedor. Todo juicio básica une un elemento finito y otro infinito, y todo concepto implica una forma finita abstraí­da de y en relación a la infinitud de la materia (p.ej., “hombre” es una forma abstracta, pero el hombre implica corporeidad). Así­, no sólo no pueden yuxtaponerse lo infinito y lo finito, y mucho menos colocarlos en oposición exclusiva como si fueran dos realidades finitas, sino que también todo pensamiento implica su conjunción. Potencia y acto, forma y materia, ser y no ser, conocimiento e ignorancia, todo parece juntarse en el hombre, el ser paradójico que tiene que confiar en su razón finita, aunque reconociendo que no puede absolutizarla. Constantemente remitido más allá de sí­ mismo en el espacio y en el tiempo, el hombre con todo parece incapaz de agotar nunca la realidad que le rodea. ¿Dónde puede entonces el hombre encontrar sentido?

Ciertamente, la razón humana finita no puede explicarse ni justificarse plenamente a sí­ misma. La percepción de significado del hombre se deriva en primer lugar no de discusiones con un filósofo, sino del amor experimentado en los brazos de sus padres. Un análisis del sentido en el hombre de la obligación moral revela que es: a) absoluto, en cuanto que él podrí­a permanecer fiel incluso hasta la muerte, relativizando así­ la atracción del mundo entero, pasado, presente y futuro; b) suprarracional, en cuanto que en todo argumento racional para persuadir a alguien a dar su vida puede distinguirse por contraponer lo individual con lo universal, o viceversa; c) personal, en cuanto que uno muere no por una abstracción ni por algo infrahumano, sino por un ser capaz de conocer y de amar; d) libre y liberador, en cuanto que él no es ni fí­sica ni psí­quicamente forzado a responder, sino que vence todas las atracciones finitas al responder positivamente a su deber. Esta caracterización de la experiencia moral revela que es en última instancia amor.

Pero ¿no es imposible para el hombre finito percibir algo absoluto? La respuesta es clara: puesto que la razón humana no puede absolutizarse a sí­ misma, su crí­tica del amor como no racional no puede destruir el amor. En realidad, las estructuras del amor y de la razón son idénticas, implicando la conjunción de finito e infinito. La razón, abandonada a sí­ misma, entra ella misma en contradicciones; pero si se la contempla en cuanto que refleja la estructura del amor y el amor es realidad, entonces la razón se justifica. Aquel que ama, permaneciendo fiel o leal a las exigencias del amor puede reconocer la correspondencia de razón y realidad, que es la verdad. Se alcanza así­ una conciencia natural de Dios, es decir, aparte de la revelación histórica en Cristo. La omnipotencia de Dios, que ordena al hombre someter su vida y todas las atracciones del mundo, es considerada como la condición de la libertad humana. Porque si el hombre no puede alcanzar un absoluto, toda razón relativa ofrecida para sus elecciones podrí­a ser puesta en cuestión, quedando sus elecciones privadas de un fundamento racional, con lo cual se volverí­an arbitrarias, no libres. Además, si Dios llama a una persona al sacrificio total y libre de sí­ misma, uno debe confiar en que el Dios que precisamente ha llevado a cabo la suprema autoconciencia en esa persona no destruirá lo que él creó. El permanece fiel al amor creativo que es y que concede inmortalidad.

La estructura de la realidad hasta aquí­ descubierta es sacramental: en y a través de una realidad finita, el Dios infinito se hace a sí­ mismo presente en una llamada a la respuesta total de amor, dependiendo de la respuesta del hombre su destino eterno. Dios estarla presente en la auténtica amistad, y el matrimonio destaca como el sacramento natural supremo. Pero el pecado destruyó la unidad primordial entre los hombres y entre Dios y el hombre. El actual orden del mundo con todos sus egoí­smos y sufrimientos no refleja claramente el amor. Puesto que ningún hombre es una isla, sino que cada uno se constituye por sus relaciones con los otros, la desunión externa de la humanidad se repite en la unidad interna del individuo fracturada. Ningún hombre, escudriñando su propio corazón, puede asegurar a otro que el amor es una realidad, ni pretender una lealtad total a sí­ mismo. Si hubiera de existir cualquier nueva comunicación entre Dios y el hombre o cualquier restauración de la unidad de la humanidad, la iniciativa deberí­a venir de Dios. Como el mundo no serví­a ya de signo inequí­voco del amor de Dios, Dios se hizo hombre y dio su vida como el signo más claro de amor. En la muerte la persona divina hizo totalmente suya la naturaleza humana como signo de amor; y no fue abandonada a la muerte, sino que resucitó. Así­ la anterior prueba de la omnipotencia de Dios, que ha conquistado ahora el pecado y la muerte, así­ como la prueba de la vida después de la muerte, se ha confirmado por el hecho de la pascua. La fe natural del hombre en el amor, sin el que la razón queda destruida, ha sido de este modo fortalecida, a pesar de la evidencia del pecado; así­ la fe sobrenatural es más verdadera que cualquier fe natural y razón de este mundo. La resurrección se convierte paradójicamente en el hecho más seguro de la historia, porque sólo a su vista puede sostenerse la validez de la razón. Si la razón es puesta en duda, ningún hecho es seguro. Porque todo hecho depende de una interpretación, y la interpretación es válida sólo en la medida en que sus presupuestos filosóficos más amplios pueden justificarse. La pascua, el testimonio concreto que justifica el amor, se convierte en la piedra de toque del verdadero amor y de todo sentido.

El amor divino de Cristo manifestado claramente en la pascua produce un amor que suscita una respuesta en los corazones humanos, o si no provoca su endurecimiento. Aquellos que responden con amor a Cristo se hacen uno con él en un amor personal, constituyendo así­ el cuerpo de Cristo. Esta Iglesia, esposa de Cristo, sigue a través del tiempo, preservando en la palabra y el sacramento la vida de amor que la anima, ofreciendo a los hombres el punto crucial y concreto para la conversión y el crecimiento en el amor. A fin de que la revelación final de Dios, su entrada personal en el tiempo, no se vea frustrada en su propósito salvador, a la Iglesia se le ha garantizado una existencia continua hasta el juicio final. Puede demostrarse que todos sus dogmas reflejan la misma estructura sacramental realizada en la encarnación, predicada por Cristo y los apóstoles, defendida por Agustí­n, y que llega a su expresión más adecuada en Calcedonia tal como la interpretó san Máximo el Confesor. Así­ como la infinita realidad y omnipotencia de Dios dan lugar a la creación y a la libertad humana, así­ el reino de Dios históricamente presente ya en la demanda de Jesús de una conversión total, da cabida a una venida final del reino; de modo similar el Hijo del hombre está a la vez presente y por venir en el juicio. El “ya” de Pablo debe contrapesarse con el “todaví­a no”, su indicativo con el imperativo que se sigue de él, la plenitud del tiempo en Cristo con la superabundancia de la gracia que rebosa hasta el presente y el futuro. Ora se ponga el énfasis sobre el “todaví­a no”, como Lucas y Mateo, ora en el “ya”, como en la escatologí­a realizada de Juan, la tensión entre la plenitud presente y la realización futura en la estructura sacramental de la omnipotencia divina y libertad humana se mantiene constantemente a lo largo del NT. Cristo ha llevado a cabo la salvación humana de una vez para siempre, pero los hombres deben aún responder, y el final del tiempo revelará el juicio de Dios sobre la libertad humana. Por eso Cristo es la norma de la realidad-, pero el tiempo intermedio no es superfluo; es el campo de batalla de su gracia para los hombres, donde su victoria se obtiene de modo cada vez más pleno.

3. COMO CONCLUSIí“N. Dentro de este contexto, la historia universal serí­a el mundo sin la gracia sobrenatural de Cristo. Sin embargo, desde el momento en que Dios desea que todos los hombres se salven en y a través de Cristo, el único mediador, esta historia universal es objetivamente historia de salvación. Cómo se realiza la salvación en aquellos que nunca oyeron hablar de Cristo, sigue siendo un misterio de gracia y libertad; pero puesto que todo tiempo es presente para Dios, los efectos de la oferta de amor de Cristo pueden hacerse presentes de forma retroactiva o proléptica en toda relación de amor humano; porque la estructura intelectual básica de finito-infinito seguirí­a presente aun cuando no se cumpliera sacramentalmente en el amor, y le toca a Dios intervenir cuando y donde él quiera. Si esta llamada al amor a través de otros seres humanos fuera del área de la revelación verbal es continua o intermitente, no pueden juzgarlo las hombres. Junto a esta historia universal salví­fica se levanta la historia particular de salvación que conduce a Jesucristo. Como en él el signo explí­cito, divino-humano del amor constituye la salvación humana a la vez que la anuncia, así­ la particularidad del signo ofrece un lugar privilegiado a aquellos que quedan bendecidos al encontrarse con él. No sólo poseen una seguridad intelectual más grande sobre el sentido de la vida, sino que también esta seguridad les permite actuar con más resolución. El gozo de ser amado infinitamente por Dios se desborda de modo natural en forma de misión en cuanto que desean compartir las bendiciones del amor con otros. Los no cristianos son llamados a conversión, a una salvación que llega de fuera de ellos mismos, de la oscuridad o, a lo más, del crepúsculo a la gloria plena de la gracia. Aunque ningún hombre puede emitir nunca un juicio infalible sobre la perdición de otro y se puede esperar la salvación de todos los no católicos con los que uno se encuentra, sin embargo, sabiendo qué difí­cil es vivir el amor sacrificial de .Cristo incluso con todas las ayudas de la Iglesia, reconociendo el poder del mal que dio como resultado la crucifixión de Cristo y dejó clara la absoluta necesidad de la conversión y habiendo recibido el mandato explí­cito de Cristo de hacer discí­pulos de todas las naciones, los creyentes reconocen correctamente que el énfasis del evangelio descansa sobre la necesidad de la misión. La tensión entre la voluntad salvadora universal de Dios y la particularidad del único mediador no condujo a Pablo a la indolencia apostólica y a un falso optimismo sobre la salvación de los paganos. Más bien esta tensión animó su predicación (1Tim 2,7). Si la verdad cristiana fuera meramente particularista, no habrí­a ninguna necesidad de predicar a otros; si fuera necesariamente universal, serí­a accesible ya a todos y no necesitarí­a predicación. Pero la predicación se necesita para hacer lo particular de la salvación accesible a todos los hombres para los que fue destinada. Su particularidad se debe al pecado y a la subsiguiente necesidad de conversión; su universalidad se debe al amor divino, que no conoce limites. Al cumplir con su misión, Pablo no hací­a más que continuar la obra de su Señor, el universal concreto, que pidió conversión y fe en el evangelio porque el tiempo se habí­a cumplido y el reino de Dios estaba cerca (Me 1,15).

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J.M. McDermott

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

diegesis (dihvghsi”, 1335), traducido “historia” en Luk 1:1 (RV, RVR), denota “relato” (RVR77); relacionado con diegeomai, exponer detalladamente, relatar, describir.¶ En la LXX, Jdg 7:15; Hab 2:6:¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento