IMAGEN

v. Dios, Estatua, Figura, Ídolo, Semejanza
Gen 1:26 dijo .. Hagamos al hombre a nuestra
Exo 20:4; Deu 5:8 no te harás i, ni .. semejanza
Deu 4:16 i de figura alguna, efigie de varón o
Jdg 17:3 hacer una i de talla y una de fundición
Psa 78:58 le provocaron a celo con sus i de talla
Psa 97:7 todos los que sirven a las i de talla, los
Isa 40:18 ¿a qué, pues .. o que i le compondréis?
Isa 41:29 viento y vanidad son sus i fundidas
Isa 44:9 los formadores de i .. ellos son vanidad
Jer 8:19 ¿por qué me hicieron airar con sus i de
Jer 50:38 es tierra de ídolos, y se entontecen con i
Dan 2:31 veías .. una gran i. Esta i, que era muy
Zec 13:2 quitaré de la .. los nombres de las i
Mat 22:20; Luk 20:24 dijo: ¿De quién es esta i, y
Act 19:35 es guardiana .. de la i venida de
Rom 1:23 en semejanza de i de hombre corruptible
Rom 8:29 hechos conformes a la i de su Hijo, para
1Co 11:7 el varón .. es i y gloria de Dios; pero
1Co 15:49 así como hemos traído la i del terrenal
2Co 3:18 somos transformados .. en la misma i
Col 1:15 es la i del Dios invisible, el primogénito
Heb 1:3 siendo .. la i misma de su sustancia
Rev 14:11 no tienen reposo .. que adoran .. su i


latí­n imago. Representación concreta de algo, una cosa, una persona. En el Génesis se dice que Dios creó al hombre a su i. y semejanza, Gn 1, 26, en donde i. darí­a la idea de igualdad, pero enseguida dice y semejanza, con lo que se excluye aquí­ entender de tal manera i. Además, tampoco dice el pasaje en qué consisten esa i. y esa semejanza. Algunos interpretan aquí­ i., en el sentido de que el hombre fue dotado por Dios con inteligencia y voluntad que le permiten relacionarse con él. Para otros el hombre es i. de Dios porque recibió del Creador el dominio sobre los demás seres vivos. El término tiene diferentes usos en la Biblia, puede significar parecido fí­sico entre personas, de Set se dice que era la i. de su padre Adán, Gn 5, 3. Una de las acepciones del término más comunes, es la que tiene el significado de í­dolo, es decir una imagen material en la que se cree reside un ser superior al hombre, un dios, al que se le rinde culto. Las Escrituras se prohiben rotundamente las imágenes, primero la de Yahvéh, Dios no es representable, es el Dios invisible, Ex 20, 4; Dt 4, 15-19. Luego en el Deuteronomio, las de los dioses de las naciones paganas, la ® idolatrí­a, y considera esas imágenes e í­dolos carentes de toda realidad. Postrarse ante esta imágenes es una traición a Dios, Sal 78 (77), 58; los profetas llaman a estas prácticas paganas adulterio, Jr 9, 1 y 12-13. El pueblo de Israel estaba rodeado de pueblos politeistas e idólatras, cuyas costumbres penetraron su cultura, de ahí­ la prohibición en el A. T., así­ como en el N.

T. Hch 7, 43; 15, 20; 17, 29; Rm 1, 23; 2, 22.

En el N. T. la imagen de Dios es Jesucristo, 2 Co 4, 4; el Dios invisible del A. T. se hace visible en él, Col 1, 15; Jesús es el resplandor de la gloria de Dios, la impronta de su sustancia, Hb 1, 3. Jesús le dice a Felipe, quien le habí­a pedido que le mostrara al Padre: †œEl que me ha visto a mí­, ha visto al Padre†, Jn 14, 9.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(semejanza).

Cada hombre y cada mujer están hechos a imagen y semejanza de Dios, son libres, como Dios, e inmortales, como Dios, y espiritales como Dios, Ge,1:26-27.

La caí­da del hombre destruyó, pero no aniquiló esta imagen. La restauración de esta imagen comienza con la regeneración por la fe, en el Bautismo, forjándose una “nueva criatura”, participante de la “naturaleza de Dios” Ro. 6, 2Co 5:17, 2Pe 1:4.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Es la representación visual o mental que se tiene de un objeto. A veces se llama i. al objeto mismo. Así­, las representaciones de dioses por la ví­a de estatuas o pinturas son llamadas i. (†œNo te harás i.† [Exo 20:4]). El término i. tiene también la connotación de †œparecido†, †œsemejanza†, †œapariencia†. La prohibición de la †¢idolatrí­a no solamente abarcaba toda la fantasiosa creatividad que la mente humana expresó en forma de estatuas, pinturas, bajos y altos relieves, sino también la representación del mismo Jehová. Así­, no se podí­a elaborar una estatua de †¢Baal, o †¢Astarté, o †¢Bel. Tampoco se podí­a, como hizo †¢Jeroboam, establecer un †œculto a Jehovᆝ representado en los becerros que tení­a en †¢Bet-el y †¢Dan. La imaginación humana, por más poderosa que sea, no puede jamás concebirlo en términos materiales, puesto que Dios es espí­ritu y trascendente a los conceptos de espacio y tiempo. Todo intento de representarlo equivale a un intento de reducirlo. Dios siempre cuidó de que aquellos que de veras creen en él mantengan un claro sentido de esa su trascendencia espiritual. Para la i. de Dios en el hombre. †¢Hombre.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, LEYE

ver, DIVINIDADES PAGANAS, IDOLATRíA, íDOLOS, CABEZA sit,

vet, Este término se refiere, por una parte, a las imágenes de talla y fundición relacionadas con la idolatrí­a, y que la ley prohibí­a estrictamente a los israelitas. En Hch. 19:23 ss. se menciona la creencia popular de que la imagen de Diana guardada en el templo de Efeso habí­a venido del mismo Júpiter. (Véanse DIVINIDADES PAGANAS, IDOLATRíA, íDOLOS.). Pero el término “imagen” tiene otros usos muy importantes. Por ejemplo, Dios dijo, al crear al hombre: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree… Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó” (Gn. 1:26, 27; 5:1; 9:6). El término que se emplea aquí­ por imagen es “tselem”, que se usa también de las imágenes de culto idólatra y de la gran imagen de Dn. 2. A pesar de la caí­da, el hombre sigue siendo portador de la imagen de Dios. Al hablar del hombre como cabeza de la mujer, se declara que él no debe cubrirse la cabeza, por cuanto “él es imagen y gloria de Dios” (1 Co. 11:7; véase CABEZA). Santiago hace una afirmación general: “los hombres… están hechos a la semejanza de Dios” (Stg. 3:9). Hasta qué punto el hombre es imagen y semejanza de Dios después de la Caí­da puede quedar ilustrado con una analogí­a. Es evidente que una imagen es una representación. Cuando al Señor le mostraron un denario al hacerle la pregunta sobre el tributo (Mt. 22:15-22), preguntó: “¿De quién es la imagen…?” La respuesta fue: “De César.” Puede que la imagen no estuviera bien hecha. Puede que hubiera estado desgastada y abollada, como sucede frecuentemente con las monedas. Sin embargo, esto no afectaba al hecho de que se trataba de la imagen de César. Era su representación, y la de nadie más. Así­, el hombre, como cabeza de los seres creados en relación con la tierra es la imagen de Dios: a él le fue dado el dominio sobre todo ser vivo que se mueve sobre la tierra, en el mar, y en el aire. Naturalmente, esto deberí­a ser en sujeción a Dios. La semejanza va más lejos. En el hombre hay una semejanza moral y mental con Dios. No sólo representa a Dios en la tierra, sino que, aunque limitado en el tiempo y en el espacio, y ser creado, puede, por su semejanza con Dios, llegar a tener una relación personal con Dios. El hombre es una imagen abollada y sucia de Dios, al haber caí­do en pecado, y no tiene más posibilidad de esta relación que la provista por la gracia de Dios por la muerte de Cristo. Esta obra de la gracia de Dios, cuando es aplicada en el corazón del hombre por medio de la fe, lo regenera espiritualmente y lo lleva a una nueva vida. En el concepto imagen entra también la caí­da. Adán pecó, y murió espiritualmente. En relación con Dios, heredamos esta condición de Adán, y por naturaleza estamos muertos en delitos y pecados. El hecho de nuestra condición de mortal por causa del pecado heredado de Adán, Pablo lo atribuye a que “hemos traí­do la imagen del terrenal (Adán)” (1 Co. 15:49). En el mismo versí­culo anuncia, sin embargo, que los creyentes, que ya ahora hemos recibido la imagen de Cristo, a la que vamos siendo conformados en nuestras vidas, “traeremos también la imagen del (hombre) celestial” en nuestros propios cuerpos glorificados. Cristo es la verdadera imagen de Dios. Es en El, Dios el Hijo que se hizo hombre, que se halla de una manera perfecta y plena “la imagen del Dios invisible… porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 1:15; 2:9).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Figura reproducida por diversos procedimientos técnicos (escultura, pintura, bordado, grabado, etc.) Puede ser o no ser artí­stica. Y puede recoger un contenido y un mensaje religioso o profano.

El uso religioso de imágenes planteó un problema en la Iglesia de Oriente en tiempos medievales. La tradición cristiana del uso del arte sagrado convirtió a las imágenes de todo tipo en apoyo usual en la conservación y promoción de la piedad cristiana y en lenguaje pedagógico para la educación de la fe. (Ver Icono, Iconografí­a y Dulí­a 4)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La imagen está hecha para recordar a la persona que representa. La segunda ley del Decálogo reza así­: “No te harás imagen alguna de Dios” (Ex 20, 4). La ley prohí­be que el hombre represente a Dios, haciendo de El una imagen material. La razón profunda de esta prohibición está en que la imagen, hecha tan sólo para recordar a la persona que representa, puede, con el tiempo, convertirse en objeto de culto (cf. Sab 14, 12-21). El culto a Dios en el A. T. debe estar desprovisto de imágenes, porque El es trascendente, invisible, inaccesible. Nadie ha visto nunca a Dios (Jn 1, 18). Ni se le puede exactamente traducir en lenguaje humano, ni se le puede presencializar en una imagen. Es el irrepresentable. Entre Dios y el hombre hay una distancia insalvable; presencializarle en leño labrado, piedra esculpida o metal fundido es prácticamente un sacrilegio. Nadie puede fabricar una imagen de Dios (Dt 4, 15-19). La única imagen viva de Dios es el hombre (Gén 1, 26-27; Rom 8, 29). Imagen de Dios, en sentido perfecto, es Jesucristo (2 Cor 4, 4; Flp 2, 6). Las imágenes están prohibidas por cuanto pueden recibir culto idolátrico. Deben hacerse únicamente para recordar a la persona representada, jamás para sustituirla (Mc 12, 16; Lc 20, 24). En San Pablo se prohí­be sólo la adoración de imágenes paganas (1 Tes 1, 9; 1 Cor 5, 10; 10, 7). En las catacumbas aparecen ya las primeras imágenes del cristianismo. > revelación.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> arte, hombre, idolatrí­a, Dios). El tema del hombre como imagen de Dios y el de la prohibición de las imágenes constituye uno de los elementos centrales de la revelación bí­blica.

(1) Hombre, imagen de Dios. El tema aparece en el relato de la creación: “Y dijo Elohim: hagamos al hombre [‘adanv. ser humano] a nuestra imagen y semejanza; que domine sobre los peces del mar, las aves… Y creó Dios [†˜Elohim] al ser humano a su imagen: a imagen de Elohim lo creó, varón y mujer los creó. Y les bendijo Elohim y les dijo: creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla” (Gn 1,26-28). El hombre es imagen de Elohim, Dios universal, más que de Yahvé, Dios especial de la historia israelita, que se sitúa más allá de todas las imágenes del cosmos (cf. Ex 20,4; Dt 5,8). Entre los rasgos básicos del texto del Génesis citamos los que siguen, (a) Elohim dice “hagamos”, utilizando una expresión que se puede entender de varias formas: Dios habla con sus ángeles (Elohim, seres divinos), de forma que el hombre aparece como imagen de lo angélico en el mundo; Dios medita y reflexiona consigo mismo, en comunicación prepositiva, para indicar de esa manera que el hombre brota de su reflexión interna; Dios es pluralidad vital que habla consigo mismo (como en la Trinidad cristiana). Sea como fuere, la creación del hombre constituye un momento privilegiado del despliegue de la Palabra de Dios que ha creado al hombre por gracia especial, porque quiere y le quiere, diciéndose a sí­ mismo “hagamos”, de manera que podemos afirmar que el hombre surge en el mismo interior de la divinidad. Dios se responsabiliza de los hombres, pero, al mismo tiempo, supone que los hombres deben asumir su responsabilidad y por eso dice con ellos: “hagamos”. Este Dios/Elohim refleja y repite en el hombre su misma realidad divina, de manera que podemos aplicarle al hombre las notas que sabemos de Dios, (b) El hombre es imagen de Dios porque habla, colaborando así­ en la creación. El texto anterior (Gn 1,2-24) habí­a dicho que Dios crea a través de la palabra. Siendo imagen de Dios, el hombre ha de crear de esa manera: sabe decir y dice las mismas palabras de Dios (aunque por ahora parezca receptor pasivo), (c) El hombre es imagen de Dios porque sabe mirar como mira Dios, descubriendo que “las cosas eran (y son) buenas” (cf. Gn 1,12.18.21.25.31). (d) Es imagen de Dios porque domina: Dios preside por su palabra y su mirada sobre todo lo que existe (luz y firmamento, aguas y tierra, plantas y animales). El hombre preside sobre los vivientes de su entorno (plantas y animales), proyectando en ellos su armoní­a, como creador, no como destructor, del mundo, (e) Es imagen de Dios porque puede descansar, participando así­ del sábado divino (cf. Gn 2,2-3). Plantas y animales están más lejos de Dios porque no guardan el sábado, no saben distinguir dí­as de dí­as, tiempos de tiempos, según el ritmo de los astros (Gn 1,14-18). Sólo el hombre sabe y puede guardar el sábado, imitando así­ a Dios: se retira y distiende, sin quedar prendido y perdido entre las cosas, que van siempre cambiando y están siempre fatigadas, pero sin alejarse de ellas, (f) El hombre es imagen de Dios porque es varón y mujer. Dios ha dicho “hagamos” y ha surgido el ser humano como imagen de su vida invisible, como varón y mujer. Por eso, ellos dos son imagen de Dios por el modo concreto en que existen, abierto el uno al otro, en complementariedad de existencia y acción. De esta forma, su dualidad (varón y hembra) deja de ser un fenómeno biológico (propio de otros animales) y se convierte en misterio teológico, (g) El hombre es imagen de Dios porque puede crecer, multiplicarse, dominar la tierra… Ciertamente, comparte con los animales el brotar y multiplicarse; pero lo hace de otra manera, desde su propia humanidad, siendo así­ fuente de vida personal que se expresa a través de los hijos. Así­ entendido, el hombre, varón y mujer, es la verdadera teofaní­a. No tenemos que buscar el signo de Dios fuera (en las estrellas); no tenemos que hacer grandes argumentos de tipo cosmológico o social para llegar a lo divino. Dios se muestra en lo más hondo, sencillo e inmediato: en la misma realidad humana, en la concreción misteriosa del varón y la mujer, abiertos uno al otro, creadores ambos, en su misteriosa dualidad.

(2) Prohibición de las imágenes de Dios (idolatrí­a*). La prohibición de las imágenes se encuentra esencialmente vinculada a la confesión de la unidad de Dios, pero dice algo más: no se trata sólo de afirmar que Dios es “uno” (único, exclusivo: cf. shemá*, Dt 5,4), de manera que no haya a su lado otros dioses, sino de poner de relieve su trascendencia y libertad, (a) Ley básica. A Dios no se le puede fijar en ninguna co sa (imagen, signo, idea), porque él es El que Es (Ex 3,14) y porque actúa liberando a los hebreos, desde su propia trascendencia, porque él quiere (Ex 20,2; Dt 5,6; cf. 27,15). Por eso, el texto sigue: “No fabricarás escultura (pesel), imagen (termina) alguna de lo que hay en el cielo, arriba, abajo en la tierra o en los mares, por debajo de la tierra” (cf. Ex 20,4; Dt 5,8). Esta prohibición rechaza de forma apodí­ctica (sin condiciones ni reservas) la tendencia del hombre racional (que desea lograr una razón o imagen definitiva de Dios) y el deseo del hombre constructor (que quiere ser capaz de hacerlo o dominarlo todo), diciéndole “no fabricarás”. Ella nos sitúa ante dos lí­mites primordiales: el lí­mite de Dios o de la realidad más alta (que nosotros no podemos conocer) y nuestro lí­mite como seres humanos (no podemos fabricarlo todo). Este pasaje y prohibición supone que el hombre tiene un apetito constructivo y posesivo, de manera que se siente capaz de penetrar en la esencia supratemporal de la realidad y de crearla o dominarla por sí­ mismo, (b) La diferencia de Dios. Al prohibir las imágenes de Dios, la Biblia alude no sólo a sus figuras exteriores (í­dolos de madera o bronce), sino incluso a las representaciones mentales de su realidad (las ideas sobre Dios). Por eso, en principio, no podemos atribuir a Dios los rasgos de los grandes poderes del cielo, de la tierra o del abismo, ni llamarle ni siquiera padre, pues ese mismo nombre puede convertirse en í­dolo o figura falsa. En esa lí­nea continúa hablando el Deuteronomio: “(Recordad)… el dí­a que en estuvisteis delante de Yahvé, vuestro Dios, en el monte Horeb, cuando Yahvé me dijo: Reúneme al pueblo, para que yo les haga oí­r mis palabras, para que aprendan a temerme todos los dí­as que vivieren… Y habló Yahvé con vosotros de en medio del fuego: oí­ais la voz de sus palabras, sin ver figura alguna, sólo se oí­a una voz. Y El os comunicó su alianza… Guardaos mucho de esto, pues ninguna figura visteis el dí­a que Yahvé habló con vosotros de en medio del fuego. No os pervirtáis y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra, imagen de animales terrestres, imagen de aves que vuelan por el aire, de reptiles del suelo, de peces que nadan por el agua, debajo la tierra…” (Dt 4,11-20). Sin duda, Dios habla y escuchamos su palabra personal, pero no podemos confundirle con ninguna de las realidades de la tierra; no podemos llamar a Dios padre ni madre, sino sólo escucharle, escuchando nuestra más honda voz interna. No podemos hacer imagen de Dios porque con ello destruimos el carácter más hondo de nuestra vida, somos imágenes de Dios al ser humanos y al serlo de un modo consecuente (cf. Gn 1,28). Eso supone que la religión se identifica con el mismo despliegue de la humanidad.

Cf. J. S. CROATTO, El hombre en el mundo. Creación y designio-Estudio de Génesis 1:1-2:3, La Aurora, Buenos Aires 1974; J. JERWELL, Imago Del Gn 1. 26f im Spátjudentum, in der gnosis und in den paulinischen Briefen, FRLANT 76, Vandenhoeck, Gotinga 1960; J. L. Ruiz DE LA PEí‘A, Imagen de Dios. Antropologí­a teológica fundamental. Sal Terrae, Santander 1988, 19-60. WESTERMANN, Génesis I, Ausgburg, Mineápolis 1984; H. WILDBERGER, “Das Abbild Gottes. Gn 1,2630″”, TliZ 21 (1965) 245-259.481-501.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

La categorí­a de “imagen” representa sin duda el quicio de la antropologí­a cristiana. Pero no puede hablarse adecuadamente de ella sin referirse a la persona y a la obra de Jesucristo. Según la enseñanza del concilio Vaticano II, “el misterio del hombre no se aclara de verdad, sino en el misterio del Verbo encarnado. Adán, el primer hombre, era en efecto figura del que habí­a de venir, Cristo el Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22).

Presentando al hombre como imagen semejante de Dios, la Biblia (cf. Gn 1,26-27) no pretende tanto dar una definición de él como poner de relieve la dimensión esencial y tí­pica que está constituida por la relacionalidad. Y lo hace a partir del dato primordial de la obra creadora: si Dios ha dado la vida al hombre, lo ha hecho para que fuera el compañero de una alianza destinada a durar eternamente. Bajo este aspecto hay que recordar algunas acepciones complementarias presentes en la categorí­a en cuestión: existe una cierta conformidad entre la copia (el hombre) y el ejemplar (Dios), por lo que hay que decir que el hombre desempeña el papel de representante de Dios ante la creación entera; además, el hombre está llamado a compartir con el Creador el ejercicio de la soberaní­a sobre el mundo: el impulso hacia Dios que le hace descubrir su propia dimensión esencial religiosa representa finalmente la prueba de una pertenencia y ..J de un destino radical a él. También hay que recordar que la dignidad y el valor intangibles de la persona humana, incluidas las causalidades y capacidades más peculiares como la inteligencia, la voluntad, la libertad y el amor solidario, encuentran en la categorí­a de imagen su fundamento último y más adecuado.

La Tradición cristiana afirma que sólo Jesucristo es la imagen verdadera y perfecta de Dios (cf. Col 1,15a; 2 Cor 4,4; Heb 1,3a): este tí­tulo remite directamente a la función de revelador definitivo de Dios que le compete a Jesús en virtud de su identidad de Hijo preexistente, que vive como encarnado en la misma comunión amorosa que lo une desde siempre con el Padre en el Espí­ritu Santo. Por consiguiente, sólo él es capaz de expresarlo, de darlo a conocer y de hacerlo accesible con la aplicación del tí­tulo a la relación salví­fica con el hombre, se formulan al menos dos tesis fundamentales.

La primera, que afecta a la función de mediador que desempeña Cristo va en la creación (cf. 1 Cor S,6; Col 1,16; Jn 1,3.10; Heb 1,2), afirma que el hombre ha sido creado por Dios a imagen de Cristo, el cual, siendo también el hombre verdadero y perfecto, constituye el ejemplar arquetí­pico. La segunda tesis, complementaria de la anterior, se basa en el hecho de que el Cristo Salvador es también el centro y J el fin de toda la creación para asignar al hombre, convertido en nueva criatura por el bautismo, la meta de la conformidad o semejanza con él, que será total solamente cuando llegue su Parusí­a.

Y Battaglia

Bibl.: G. Barbaglio, Imagen, en DTI, III, 131-145: Adán, en CFT. 1, 27-42: O, Flender Imagen, “eikon”, en DTNT 340-341: J L. Ruiz de la Peña, Imagen de Dios, Sal Terrae, Santander 1988: C, Spicq, Dios y el hombre, según el Nuevo Testamento, Secretariado Trinitario, Salamanca 1979; B. Rey, Creados en Cristo Jesús, FAX, Madrid 1968.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Premisas bí­blicas: 1. Prohibición de las imágenes; 2. El hombre, imagen de Dios; 3. Cristo, imagen de Dios – II. La lucha iconoclasta y la veneración de las imágenes – III. El icono en la espiritualidad bizantina: 1. La iconografí­a como ministerio: 2. La iconografí­a, arte divino – IV. La imagen sagrada en la espiritualidad occidental – V. La civilización de la imagen y su espiritualidad: 1. Secularización de la imagen y posibilidad de un arte sagrado; 2. ¿Salvará al mundo la belleza?

I. Premisas bí­blicas
1. PROHIBICIí“N DE LAS IMíGENES – “NO harás escultura, ni imagen alguna de lo que hay arriba en el cielo, o aquí­ abajo en la tierra o en el agua bajo tierra. No te postrarás ante ella ni la servirás” (Ea 20,4s). La prohibición rigurosa de hacer imágenes (ordinariamente de seres humanos y de animales) está motivada en la religión mosaica por el peligro de la idolatrí­a, tan difundida entre los pueblos cercanos. Su fundamento es la abssoluta trascendencia de Dios respecto a la creación (él es el Señor que lo ha creado todo, su soberaní­a domina sobre todo) y su inequí­voca y pura espiritualidad (por eso no es posible representarlo sensiblemente). Dios se manifiesta a los sentidos en las “teofaní­as”; pero no en sí­ mismo, sino en su gloria y poder, de manera que la trascendencia y la espiritualidad quedan rigurosamente a salvo (cf Ex 33,18-23). Yahvé es un Dios escondido, impenetrable a los sentidos ya la inteligencia (cf Is 45,15). A pesar de la prohibición de las imágenes, existí­a en Israel una iconografí­a sagrada; pera es interesante señalar que las representaciones no eran de héroes o de personajes sagrados, sino memorias de sucesos, de acciones salví­ficas de Dios.

El Nuevo Testamento continúa en cierto modo la tradición mosaica, pero cambiándola de significado. Los cristianos que permanecen firmes en la fe, a diferencia de los apóstatas, se niegan a adorar la “estatua de la bestia” (Ap 13,14s; etc.), o sea, del emperador. En efecto, Jesús devuelve al César lo que es del César, pero reserva rigurosamente para Dios lo que es de Dios. La imagen del emperador grabada en la moneda dice que el derecho a la moneda corresponde al César y que con ello se le satisface sin que pueda exigir más (cf Mc 12.16 y par.). La imagen se mantiene en su valor secular sin repercusión alguna religiosa. El cristianismo primitivo, a diferencia de los cultos sincretistas contemporáneos, no reconoce a la iconografí­a un valor autónomo de culto, centrándose para repetir la presencia de Dios en la palabra y en los sacramentos. Pero muy pronto aparecen sí­mbolos y figuras decorativas que recuerdan los misterios de la salvación en torno a la persona de Jesús y de los apóstoles.

2. El. HOMBRE. IMAGEN DE DIOS – Si es imposible y engañoso representar una imagen de Dios, ya que es el creador espiritual y trascendente, sin embargo un reflejo o una huella del mismo está presente en la creación. Esta idea, más bien tardí­a en su formulación, va precedida de otra, más central y recalcada, la del hombre creado “a imagen y semejanza” de Dios (Gén 1,26). Esta última tiene probablemente un origen mitológica pues se encuentran analogí­as en la literatura babilónica: antes de crear al hombre, Dios dibuja sobre una plancha de bronce la criatura que ha de ser formada. El hecho de que Dios cree al hombre como imagen de sí­ mismo no quiere indicar en primer lugar la espiritualidad del hombre, sino más bien su origen divino y su carácter central en la creación, a la que tiene que dominar. La imagen de Dios en el hombre es un dato óntico, que se transmite con la generación (cf Gén 5,1s. junto con Gén 5,3) y constituye la dignidad del hombre (cf Gén 9.6: el que hiere el cuerpo del hombre ultraja la gloria misma de Dios).

Precisamente la noción de “gloria” puede ayudarnos a comprender lo que significa “imagen de Dios”. El hombre ha sido hecho un poco inferior a Dios, coronado de gloria y esplendor (cf Sal 8,6s). Gloria indica la manifestación del poder interior. Por tanto, el hombre participa de la realidad divina precisamente en eso: en su “peso”, en su valor, que lo convierte en expresión del poder y de la gloria de Dios. Esto puede resultarnos más claro si pensamos que en todo el mundo antiguo, especialmente en el griego, la imagen no es la representación de un objeto, como si estuviera en lugar de ese objeto, sino más bien una irradiación, una manifestación visible de la esencia de la cosa misma. No es la obra de arte, sino la cosa misma en su esplendor, en su valor, la que es imagen sensible de su realidad í­ntima. Lógicamente esto vale de manera especial para el hombre. La Biblia acoge de buen grado todo lo que en las especulaciones griegas podí­a servir para expresar la idea del hombre como imagen de Dios, sin quitarle nada a la trascendencia divina ni a la prohibición de hacer imágenes de él. Bajo la influencia helení­stica se ve la imagen de Dios en la espiritualidad del hombre (cf Eclo 17,3ss,que hay que entender no en forma dualista: no se excluye la corporeidad, sino que se la implica en la imagen como manifestación sensible) y en la inmortalidad perdida por el pecado (cf Sab 2,23s). En el Nuevo Testamento este significado de In palabra imagen está confirmado en 1 Cor 11,7s, donde se dice que el hombre es imagen y reflejo de Dios, mientras que la mujer es reflejo del hombre, ya qpe el hombre no ha sido sacado de la mujer, sino al revés. Esto no debe entenderse lógicamente como negación de la espiritualidad de la mujer, sino que alude a la imagen como derivación y reflejo sensible. Lo mismo se confirma en 1 Cor 15,49: pero aquí­ el origen terreno señala la imagen de Adán, mientras que el origen celestial señala la imagen del Cristo escatológico. Según Pablo, el hombre tiene que conformarse con Cristo (cf Rom 8,29), que es la imagen de Dios (cf Col 1.15; 2 Cor 4.4), de forma dinámica, anticipando una realidad escatológica y restaurando así­, en una nueva creación, la imagen del creador (cf Col 3,10). En efecto, el cristiano, con la cara descubierta. refleja como en un espejo la gloria del Señor y el Señor, que es espí­ritu, lo transforma constantemente a imagen suya (cf 2 Cor 3,18).

3. CRISTO, IMAGEN DE DIOS – Está claro que en el Nuevo Testamento hay un gran enriquecimiento de significados. Cristo mismo es imagen de Dios, en el sentido de que refleja plenamente en sí­ mismo la sustancia del Padre (cf Col 1,15). Así­ pues, en Cristo la noción de imagen asume su significado más realista; es la cosa misma como duplicada, pero no en número, sino en el sentido de una derivación que es reflejo perfecto y total. Pues bien, esa imagen del Padre, que es desde siempre el Hijo en el seno de Dios, es conocida sensiblemente en el Verbo hecho carne (Jn 1,14; 14,9). Si Cristo es palabra eterna del Padre dicha ahora en el mundo definitivamente, entonces el hombre se hace semejante a la imagen cuando acoge la palabra en la fe y la hace fructificar. Si Cristo es sacramento del Padre, entonces el cristiano en los sacramentos se conforma con Cristo crucificado y resucitado y participa de la gloria de su imagen. El valor soteriológico y escatológico de la palabra y de los sacramentos se basa totalmente en el hecho de que Cristo realiza perfectamente y absorbe por completo el significado de la imagen de Dios. Todo lo que hay de artificial y espúreo en la imagen reproducida respecto a la realidad, desaparece en el cristianismo al ser absorbido en la carne de Cristo, que se convierte en “órgano de la divinidad” (san Atanasio). Por eso el antiguo régimen de la ley era “sombra” respecto a la imagen misma de la realidad (cf Heb 10,1), que se ha manifestado en Jesucristo. Pero sólo la fe puede captar esa sustancia de las realidades que no se ven (cf Heb 11,1), la divinidad oculta y manifestada en la carne de Cristo. Por la fe hoy vemos todaví­a como en un espejo, de manera confusa; en cambio, entonces veremos cara a cara; hoy conocemos de modo imperfecto, entonces conoceremos como somos conocidos (cf 1 Cor 13,12). El pecado consiste en confundir la gloria de Dios incorruptible con la reproducción de la simple imagen del hombre corruptible y animal (cf Rom 1,23); el pecado aquí­ no es sólo la idolatrí­a, sino la privación de la gloria de Dios en el hombre mediante acciones inmorales que manchan el origen divino de la imagen, de forma que el hombre se hace semejante a lo que adora y se embrutece en consecuencia. En efecto, el pecado, según la tradición rabí­nica recibida por Pablo, si no destruye por completo la imagen, la oscurece, sin embargo, profundamente; más aún, hace que entre la muerte en el mundo
II. La lucha iconoclasta y la veneración de las imágenes
La Iglesia antigua, tanto en Oriente como en Occidente, ofreció seria resistencia a reconocer un valor cultual a las imágenes sagradas, o sea, a las representaciones de Cristo, de Marí­a y de los santos, con una intención religiosa. Ni el Antiguo ni el Nuevo Testamento, bien entendidos, prohibí­an el arte, la producción de imágenes profanas. Pero la imagen religiosa encontraba resistencias no tanto, o no solamente, por el peligro de idolatrí­a. En efecto, esas producciones en el ámbito del cristianismo nunca pretendieron tener un valor cultual autónomo, en sí­ mismas, como en el paganismo. Se trataba más bien de profundos motivos teológicos; habí­a que preservar el carácter de imagen divina para las realidades primarias, a saber, la creación, el hombre, Cristo, en contraste con las realidades secundarias, osea, la obra de arte. Esto estaba también en consonancia con la misma concepción platónica, según la cual la obra de arte debí­a considerarse como imagen “umbrátil” (cf Platón, Rep., 598b), Es significativa la repulsa que Eusebio de Cesarea opone a la exigencia de Constantino de tener una imagen de Cristo: no es posible representar con colores muertos y sin vida a ese Jesús que ya en la tierra era una irradiación de la gloria divina (cf PG 20,1545). Es evidente que, aparte del peligro de la idolatrí­a, se trataba de una especie de “ayuno figurativo” para tutelar el valor propio del sacramento, esto es, la imagen de Cristo glorioso, reflejada y presente en la Iglesia y en los sacramentos.

Pero precisamente esta finalidad, funcional y pedagógica respecto a los misterios cristianos o sacramentos del Cristo glorioso, fue la que abrió en Occidente las puertas al uso didáctico y catequético de las sagradas imágenes. Gregorio Magno rechaza la adoración de las imágenes, pero acoge su uso didascálico y pedagógico: “Lo que para los lectores la escritura es la imagen para los ojos de los no instruidos, ya que hasta los ignorantes ven en ella lo que tienen que imitar, leyendo en ella hasta los que no saben leer” (Ep., 11,13). En una palabra, la imagen llega a adquirir un valor complementario y colateral al de la palabra (las famosas “biblias de los pobres”), capaz como la palabra de suscitar la admiración por las acciones salví­ficas de Dios, la fe en Cristo, la relación filial con el Padre.

Oriente (sobre todo el bizantino) tomó otra dirección. El presupuesto teórico son las especulaciones de Filón y la metafí­sica de Plotino, aun cuando la inspiración sigue siendo profunda y exclusivamente bí­blica. Más aún, aquí­ la filosofí­a de la imagen consigue que se mantenga el carácter central de los contenidos teológicos; la cuestión cristológica, entre la antropologí­a y la doctrina trinitaria, sigue siendo todaví­a la cuestión nuclear precisamente en virtud de una estética teológica que tiene su punto de apoyo en la especulación sobre la imagen. Puede afirmarse que la lucha por el reconocimiento del valor cultual de las imágenes constituye la última gran disputa cristológica del Oriente y de la Iglesia antigua. El núcleo teológico era bí­blico y común a la catolicidad. Cristo es la imagen del Padre, el Espí­ritu refleja al Hijo; el hombre ha sido hecho a imagen del Dios trino, y la salvación consiste en asumir cada vez más la semejanza con Dios, hasta la gloria. Pero el núcleo especulativo es peculiar: la imagen vale por su relación con el origen; por eso la semejanza tiene un carácter de revelación, de manifestación sensible de la gloria invisible. Está claro que aquí­ se pone en discusión el dogma de la encarnación.

El concilio de Hieria (año 754), cima de la tendencia iconoclasta, niega que se pueda ofrecer una imagen propia y verdadera de Cristo, ya que deberí­a representar su naturaleza divina. Pero esto es imposible, ya que la naturaleza divina es absolutamente infinita e imposible de pintar. Por otra parte, representar sólo la naturaleza humana de Cristo serí­a como caer en una forma de nestorianismo, que separa las dos naturalezas, negando la unión hipostática. Por consiguiente, representar imágenes de Cristo, además de imposible, es perjudicial, puesto que esas imágenes separarí­an la humanidad de la divinidad y su culto serí­a fatalmente descaminado (aunque no se cayese en la idolatrí­a). Como se ve, el iconoclasmo estima imposible una estética teológica, esto es, la posibilidad de que la gloria divina se manifieste en la forma de la materia y pueda percibirse en ella.

El concilio segundo de Nicea (año 787), favorable a la veneración de las imágenes, aclaró precisamente que, al ser Cristo imagen de Dios Padre, hace posible la percepción de su sustancia. Cuando se encarnó el Hijo, la materia misma se vio elevada a la gloria de la unión hipostática con la divinidad y fue hecha entonces capaz de representar, suponiendo la fe, la manifestación de la gloria. Por tanto, las representaciones de Cristo suponen la fe y exigen la proshí­nesis (veneración). El acto cultual, la verdadera y propia adoración (latreia), se dirige a la cosa representada (prototipo), que se manifiesta y toma forma visible en la imagen. La disputa sobre el culto a las imágenes se hizo aún más áspera debido a las implicaciones polí­ticas.

Los Libros carolinos (año 790) de los teólogos de Carlomagno insisten en que las imágenes no pueden ni deben ser adoradas. Observación perfectamente justa, pero que no tení­a en cuenta la distinción bizantina entre latreia y proskí­nesis. Conviene observar que el Occidente, más secular, admitirá el valor “propio” de la obra de arte, peroserá menos sensible a reconocer en ella el valor “teológico” de la gloria. Santo Tomás de Aquino, muy riguroso como de ordinario, ve la “utilidad” de la.- imagen en su triple función: como instrumento de información, o sea, para instruir a los que no saben leer; como ayuda para la memoria de los misterios de la salvación, y como estí­mulo para la devoción (cf In IV Sent., 1. III, dist. IX, a. 2, sol. 2, ad 3).

Surge, por otra parte, el problema semántico, o sea, cuál es el nexo que hay entre signo y significado. Santo Tomás capta perfectamente el movimiento intencional. que a través del signo termina en el significado. Por eso admite que la imagen de Cristo debe ser adorada, ya que aquí­ el movimiento del signo al significado termina en Cristo mismo (cf S. Th., III, q. 25, a. 3). Pero se mantiene firme el carácter central del hombre, criatura racional, al que sólo se le debe reverencia en cuanto imagen de Dios y lugar propio de la semejanza.

No es extraño entonces que san Bernardo de Claraval vea en la multiplicación de las obras de arte la quintaesencia del lujo y una amenaza para la vida espiritual. Exige sobriedad de imágenes en la arquitectura monástica, dejando para los obispos las ricas catedrales. El antropocentrismo occidental inclina fatalmente la espiritualidad de la imagen hacia la relación hombre-sociedad’.

III. El icono en la espiritualidad bizantina
1. LA ICONOGRAFíA COMO MINISTERIO – Por las premisas bí­blicas y teológicas es fácil vislumbrar el lugar que las iglesias bizantinas u ortodoxas asignan a la contemplación de las imágenes (o “iconos”) de Cristo, de la Virgen y de los santos. Esas imágenes no tienen sólo un valor didáctico o conmemorativo de los misterios salví­ficos, ni se contentan con suscitar solamente la devoción, sino que poseen un verdadero y propio valor dogmático y ocupan un lugar de primer plano en la economí­a eclesial. “El arte sagrado del icono no ha sido inventado por los artistas. Es una institución que viene de los santos padres y de la tradición de la Iglesia” (Concilio de Constantinopla, año 843: Mansi XIII, 252c). El iconoclasmo peca de docetismo, porque no sabe reconocer la epifaní­a de lo invisible en lo visible; se muestra insensible al realismo evangélico, a lo sagrado en la historia; niega a la santidad la capacidad de transfigurar la naturaleza. Así­ pues, atacar a los iconos significa atacar al estado monástico, al culto de los santos, a la misma maternidad divina de Marí­a y, en último análisis, a la encarnación del Verbo.

En la economí­a eclesial el icono no es sólo complementario didáctica y pedagógicamente de la palabra como en Occidente, sino que se coloca al lado de la liturgia, que afecta al tiempo sagrado, y de la arquitectura, que afecta al espacio sagrado, en una multiplicidad epifánica de la única santidad de Dios en la Iglesia y en el cosmos. Más aún: la visión adquiere cierta primací­a sobre la palabra, ya que capta el elemento sensible del Verbo encarnado en la forma espiritual e impregnada de santidad que nos ofrece la energí­a del Espí­ritu Santo. No sustituye ciertamente a los sacramentos, pero como una especie de sacramental anticipa en cierto modo la percepción de la gloria final y revela ya ahora la belleza del reino celestial. Por este motivo los iconógrafos aspirantes tení­an que medirse ante todo con el icono de la transfiguración, tení­an que asimilar la teologí­a “tabórica”. Pintar iconos es un verdadero y auténtico misterio. En el manual de iconografí­a sagrada se dice: “El sagrado ministerio de la representación iconográfica comenzó entre los apóstoles… El sacerdote nos presenta el cuerpo del Señor en los servicios litúrgicos en virtud de sus palabras…; el pintor, a través de las imágenes” [T. Bolsakov (ed.) Podlinnik, Moscú 1903]. Por eso el iconógrafo tiene que prepararse para la pintura con oraciones y ayunos, con ascesis y santidad. Es que el icono está hecho para la contemplación sensible de la divinidad invisible y santa. Venerar los iconos no es un puro acto de reverencia, enriquecido por una conmoción devota: “A través de la representación iconográfica, vemos espiritualmente con nuestros ojos carnales al mismo que es invisible… Por medio de esta visión, nuestra mente se eleva al deseo y al amor divino; el aprecio que mostramos al icono se transfiere al prototipo del mismo.., y ya ahora en esta tierra quedamos iluminados y penetrados de la luz del Espí­ritu Santo” (José de Volokolamsk). A través de la percepción de la santidad, que se transparenta en la forma sensible, quedamos nosotros santificados por la energí­a del Espí­ritu Santo.

Esto supone aquella antropologí­a de los padres griegos que, después de san Agustí­n, nos resulta extraña a los occidentales. La naturaleza, para los padrea griegos, no estaba separada de lo sobre1 natural, sino que concurrí­a en una, única sinergia humano-divina a la restauración del paraí­so y a la theiosis (divinización) de los hombres. En una palabra, se mantení­a un dinamismo no sólo antropológico, sino también cósmico hacia la divinización, aunque a coste ciertamente de la consistencia ontológica autónoma de lo creado.

2. LA ICONOGRAFíA. ARTE DIVINO – Esto mismo se manifiesta también en los cánones pictóricos establecidos por la, “Guí­a de los iconógrafos” (s.Ix). Las técnicas artí­sticas quedan totalmente absorbidas por el contenido, que no es la representación, sino la “imagen”, contenida por la representación, o sea, los arquetipos divinos, que sólo pueden revelar la fe y el Espí­ritu. El pintor ha de captar las estructuras espirituales escondidas. No ya la esencia divina, que permanece oculta, pero sí­ las energí­as divinas. Por eso, aunque es arte figurativa, no es retrato ni arte abstracta. Serí­a retrato si diera espacio a los elementos psí­quicos (la expresión, el gesto, la pose, el movimiento, etc.). Serí­a arte abstracta si no captase las estructuras pneumáticas. El rostro de Jesús no es un retrato, sino icono de su presencia. La estilización desmaterializa las formas para permitir la revelación de la transparencia final y celesial de la carne. De los santos hay que saber captar no tanto al “hombre interior” -que podrí­a conducir al engaño de identificarlo con la introspección psicológica-, sino más bien al “hombre celestial”, al que viene junto con Cristo en la parusí­a. La ausencia de perspectiva y libertad a la hora de definir las relaciones entre las dimensiones reales de los seres y de las cosas (en los ángeles de la Trinidad de Rublev la proporción entre el cuerpo y la cabeza es el doble de la real) permiten un “extrañamiento” visual que centra la atención en lo inteligible. La bidimensionalidad engendra una perspectiva “invertida” (las lí­neas se acercan al espectador), dando la impresión de que los personajes salen del icono y vienen al encuentro de uno. La falta de claroscuros y los colores vivos, ordenados según cánones cromáticos en parte fijos y en parte sumamente libres, expresan el mediodí­a de la encarnación (sólo el hades y el pecado son el simple negro; véase la Natividad, la Crucifixión, etc.; pero no hay drama, sino sólo kénosis). Todo es luz; pero no se ve la fuente de la luz, ya que ésta es el mismo icono. En su inmensa y recogida inmovilidad hay un infinito juego de energí­as santificantes que invaden al espectador. El icono más famoso es, sin duda, la Trinidad de Andrei Rublev (año 1425). El concilio de los Cien Capí­tulos, siglo y medio más tarde, la erigió en modelo de la iconografí­a y de todas las representaciones de la Trinidad. Se encuentra en Moscú, en la iglesia de la Asunción. Una disposición canónica, que no se respeta, prohibe las reproducciones en papel de los iconos y su venta comercial’.

[>Oriente cristiano VI, 3].

IV. La Imagen sagrada en la espiritualidad occidental
El Occidente, ajeno a cargar la producción de imágenes con semejantes contenidos dogmáticos, más riguroso en la conservación del carácter de “imagen de Dios” para las realidades primarias (Cristo, el hombre, la naturaleza como creación) y la fuerza del Espí­ritu santificador para los signos sacramentales, orientado hacia una antropologí­a más ético-práctica y, por tanto, más secular, no por ello hay que decir que está privado de una espiritualidad de la imagen. Al contrario, experimentará una dolorosa tensión entre la secularidad de la imagen y la concreción santificante de la encarnación, que marcará de modo dialéctico y dinámico el desarrollo mismo de la civilización frente a la inmovilidad epifánica del mundo bizantino y ortodoxo.

Ya en la Edad Media, como consecuencia de las cruzadas y de las peregrinaciones a Tierra Santa, se desarrolla un simbolismo centrado en la cruz, relacionado con una piedad marcadamente dolorista (identificación de los sufrimientos del fiel con los sufrimientos de Cristo crucificado). Se desarrolla la devoción a las cinco llagas y la del Viacrucis; se difunden las reproducciones de los instrumentos de la pasión y las representaciones del crucificado. También en la iconografí­a mariana se subraya más la humanidad de la virgen madre dolorosa al pie de la cruz que el misterio de la theotokos (madre de Dios). Más que el arte figurativa (desarrollada ya desde antiguo en las “biblias de los pobres” y en las miniaturas de los libros litúrgicos monásticos) prevalece el arte dramático (véanse las laudes o representaciones sagradas, sugeridas de ordinario por la liturgia pascual) y el plástico (objetos en madera y en piedra, donde el crucifijo ocupa un lugar privilegiado).

Pero la sí­ntesis de todo esto se conseguirá en la catedral gótica, donde la figuración y la plástica se entrecruzan en infinitos juegos decorativos, didácticos y escénicos, encerrados en el mundo del espacio sagrado, verdadera sí­ntesis de la ciudad medieval. Aquí­ dispondrán de libre juego incluso las representaciones del edén y del apocalipsis que expresan una relación especial de Cristo con la naturaleza y con los animales, y toda una selva de sí­mbolos que expresan una vasta cultura, tanto en las relaciones tipológicas entre el Antiguo y el Nuevo Testamento como en los presupuestos neoplatónicos, tanto en las referencias a la experiencia litúrgica como en las alusiones a la vida social.

Será precisamente la figuración pictórica la que mejor exprese la crisis de la espiritualidad occidental. Si el beato Angélico expresa todaví­a la teologí­a dominicana dentro de los cánones iconográficos clásicos o bien ligados a la gran lección bizantina, Giotto rompe, con la introducción de la perspectiva, uno de los principales presupuestos de ese arte. Con él y después de él ocurre algo grave en la iconografí­a; algo que sigue una peculiaridad presente ya desde siempre en la espiritualidad occidental: la irrupción en la imagen de la humanidad histórica y social de los temas religiosos. El arte sagrado occidental expresará siempre, por eso mismo, la tensión y el drama entre lo humano y lo divino. El punto de ruptura y de choque dramático serí­a siempre, en último análisis, el crucificado. Esta teologí­a de la cruz, en la cual se acumulan todos los males y ruindades de la humanidad, se expresa hasta el paroxismo y de modo plenamente luterano en los dibujos de Grünewald. Aquí­ el crucificado es injuriado por un pueblo, más aún que por la soldadesca, lleno de vicios y de rabia satánica. El crucificado extiende sus brazos sobre el madero de la cruz doblado como una ballesta. En la Tentación de San Antonio la naturaleza humana, corrompida irremediablemente, produce monstruos y demonios que atacan al santo, que grita: “¿Dónde estabas, buen Jesús, dónde estabas? ¿Por qué no acudiste en seguida a sanar mis heridas?”. También se advierte el eco proletario de la revuelta de los campesinos en las ropas desgarradas, en el paisaje desnudo y alucinante, para expresar la categorí­a del “vaciamiento” müntzeriano.

La reforma no podrá seguir por el camino iconográfico, ya que no reconoce en el hombre pecador la permanencia de la imagen de Dios. La naturaleza humana produce solamente monstruos (como en el Bosco y en Brüghel) y la salvación no viene de la imagen, de la visión, sino sólo de la palabra.

Lutero consideraba la imagen como una adiphoron, ni buena ni mala. Zwinglio y Calvino luchan decididamente contra el culto de las imágenes. Pero la conciencia de la mundanidad de la imagen se ha impuesto ya claramente. El concilio de Trento recita en la profesión de fe: “Mantengo firmemente que hay que tener y conservar las imágenes de Cristo, de la siempre virgen Madre de Dios y de los demás santos, a las cuales hay que mostrar la debida veneración”. San Roberto Belarmino, en contraste con santo Tomás, considera la veneración de las imágenes como algo más humilde que la veneración de la persona; se ha hecho problemática la relación entre el signo y el significado (religioso). Los comentarios del Tridentino sobre teorí­a del arte exigen una verdad libre del error para la imagen y proponen una venustas spiritualis en contra de la venustas procax.

Todo el arte católico de la contrarreforma se resentirá de esta tensión entre la mundanidad y el misticismo. Y no podemos decir que se alcanzara siempre el equilibrio. Es dudoso que el Extasis de santa Teresa de Bernini exprese el arrebato mí­stico más bien que el orgasmo de los sentidos; y, ciertamente, detrás del manierismo devoto, como en Rubens, se esconde muchas veces una sensualidad corporal profana. Existen -y se multiplican- los temas religiosos, pero no se da ya la coincidencia mecánica con la inspiración sagrada o con la transparencia mí­stica de lo trascendente en la imagen. La tela se divide en dos: los acontecimientos terrenos de abajo tienen una réplica en el cielo, arriba, y un movimiento de nubes y cuerpos angelicales une al cielo con la tierra; lo trascendente tiene que ser representado espacialmente porque no está ya encarnado en la imagen terrena. Si lo trascendente no está ya mecánicamente presente en la imagen secular, a pesar del manierismo devoto, entonces tiene que ser conquistado laboriosa, mente. En el Cristo de Velázquez la sutil sensualidad apolí­nea del cuerpo de Cristo está totalmente contenida y absorbida en una luz mí­stica, tierna, tranquilizante y santificadora; el rostro inclinado y semiescondido hace vislumbrar el misterio, ya compuesto, del sufrimiento por amor; el arte se conjuga con la piedad; frente a ese cuadro no es imposible rezar: “Alma de Cristo, santifí­came; cuerpo de Cristo, sálvame; sangre de Cristo, embriágame; agua del costado de Cristo, lávame; pasión de Cristo, confórtame; oh buen Jesús, óyeme; en tus llagas escóndeme…”. Una recuperación que no tiene nada que envidiar a la espiritualidad del icono ni a la plegaria hesicástica y que, al mismo tiempo, no se deja arrastrar por una trágica teologí­a de la cruz luterana, en la que el hombre está irremediablemente corrompido y en el crucificado están ausentes el Padre y el Espí­ritu.

En la piedad popular católica existe también una imagen que no tiene pretensiones artí­sticas, aunque es sí­mbolo, y quizá más que sí­mbolo, de una recta comprensión de la humanidad de Cristo: la imagen del Sdo. Corazón. Puede discutirse sobre el buen gusto de esa representación, pero no cabe dudar de su valor dogmático ni de su eficacia santificante. Para derrotar al rigorismo jansenista y al terror de la ira de Dios por la naturaleza corrompida, Cristo ofrece su corazón herido y ardiente, expresando que la misericordia de Dios se encarna en un corazón humano, en el misterio de su caridad, y que, por consiguiente, todo corazón humano es capaz, a pesar de sus pecados, del movimiento misionero y santificador de la caridad.

V. La civilización de la Imagen y su espiritualidad
1. SECULARIZACIí“N DE LA IMAGEN Y POSIBILIDAD DE UN ARTE SAGRADO – Por lo dicho hasta ahora queda claro que el valor sagrado del arte no puede confiarse a la opción del tema religioso, sino que debe derivar de una inspiración o intuición que capte en la realidad la huella del creador, en el hombre la imagen de Dios, en Cristo un rayo visible de la divinidad invisible°. Pues bien, en el siglo de la Ilustración se fragmentó precisamente la primera idea. El pensamiento moderno pone de relieve el hecho de que en la naturaleza no se reconoce ya la huella del creador, sino sólo la emoción psí­quica del hombre frente a la percepción visual. Partiendo de esta justa observación pasa a hablar de una secularización que constituirí­a para el hombre la “pérdida del centro”, la “muerte de la luz”. El arte abstracto de nuestro siglo serí­a la última descomposición de la realidad, que tiene como raí­z el extrañamiento de la verdad’.

Esto mismo puede mirarse también bajo otro aspecto. Sabemos que la noción bí­blica de imagen comprende no sólo la relación del hombre con Dios, sino también la relación del hombre con los demás en el dominio de la naturaleza. Me parece exacto afirmar que la primera relación se ha hecho hoy más problemática y que es más marcadamente objeto de fe, mientras que la segunda tiende a ocupar todo el terreno. Así­ pues, la coyuntura actual de la civilización permanece todaví­a en el campo de la teologí­a de la imagen, aunque con graves tensiones y contradicciones internas. La responsabilidad del arte secular cristiano es la de reconstruir, en la intuición, una imagen terrena del hombre reconciliado con sus posibilidades históricas y sociales en una relación pací­fica con la naturaleza. Esto no puede conseguirse más que por la unidad entre lo verdadero, lo bueno y lo hermoso, pero de manera distinta de como se hizo en la era sacral’.

2. ¿SALVARí AL MUNDO LA BELLEZA? – La ascética cristiana ha hablado siempre de una vigilancia de la vista y de una modestia corporal como regla para la fruición y la producción de imágenes de sí­ mismo o de la realidad circundante. La intención era, y sigue siendo, no producir y no gozar de representaciones que ofenden a la dignidad de la persona humana y ensucian la gloria de Dios. Esta indicación sigue siendo válida, pero tiene que entenderse e insertarse en una antropologí­a teológica más amplia, capaz de captar el cambio actual de la historia con sus problemas. Se trata de comprender lo que se ha llamado la civilización de la imagen.

Hoy la imagen no establece ya, como en la Edad Media, una relación entre productores y espectadores de tipo artesanal, cuando en la imagen producida se podí­a reconocer visual y sensorialmente un mundo orgánico de valores (en la unidad entre la belleza, la verdad y la bondad) reconocido universalmente. La invención de la imprenta con caracteres movibles (Gutenberg) desplazó ya la religiosidad hacia una profundización crí­tica y hacia el juicio privado (Lutero: la Biblia, el primer libro impreso y el más difundido, como norma absoluta de la fe), reduciendo las artes plásticas y figurativas, a pesar de la contrarreforma, a valores visuales nuevos y colaterales. La división social del trabajo organizado industrialmente, por una parte, y el nacimiento de la fotografí­a, del cine, de la imagen publicitaria y de la televisión, por otra, han hecho que explote de nuevo la civilización de la imagen, pero con caracterí­sticas distintas.

La imagen se sitúa como medio de comunicación, ordinariamente de masas, y en gran parte como homogeneización en torno al consumo dictado por la producción. De manera que la crí­tica de la imagen tiende a convertirse en la crí­tica de la sociedad, en la revelación del desarraigo del hombre, de sus malestares sociales”. La espiritualidad de la imagen debe guardarse entonces de volverse reflejo ideológico (o pura protesta) de la imagen desdibujada de Dios.

Se plantea en nuevos términos, cada vez más actuales, el problema de un valor salví­fico de la imagen, primero secular y después sagrada. ¿Tiene sentido aquel grito de Dostoyevski: “La belleza salvará al mundo”? Esto supone una ampliación de la teologí­a tridentina de la gracia, que no puede entenderse ya sólo como realidad ontológica interior (participación de la vida divina), integrada apenas en clave personalista (amistad con Dios, capacidad de diálogo, etc.) o existencialista (horizonte auténtico, decisión por lo existencial erí­stico, etc.). Quedarí­a completamente apartado el elemento sensible y estético (gracia en el sentido de belleza). Sin embargo, la visión del Verbo encarnado no es solamente de gloria escatológica y de tipo puramente intelectual, sino también sensible. Por consiguiente, también debe serlo la gracia, que es anticipación de la visión
Por otra parte, en la sociedad industrial la producción de imágenes es de las pocas producciones de objetos cuyo valor de uso no consiste en ser destruido, ni se agota por completo en la función de reproducción, de distribución, de servicio. Permanece para ser vista. Su fruición sigue siendo contemplativa; se satisface en el juicio: es hermoso de ver. Es anticipación de la victoria de la contemplación sobre el homo oeconomicus. Libera el principio de placer de la pura entrega a la vitalidad, del consumismo, de lo útil, para alimentarse de lo bello. Es un consumo que no destruye el objeto ni lo fetichiza como valor de intercambio. Pero esto supone que ha de ser liberado el horno faber. Sólo cuando el trabajo como actividad sensible socialmente útil se encuentre con la producción de imágenes bellas, se podrí­a alcanzar esa unión de visión intelectual y visión sensible que enriquece en el hombre la imagen de Dios, reflejo de su poder. De lo contrario, la imagen no serí­a “real”, no serí­a manifestación sensible de la cosa, sino sólo epifaní­a del desarraigo del hombre. Sólo el trabajo “hermoso” y lo “hermoso” del trabajo puede producir imágenes de gracia, que solidaricen a los hombres, que preparen la explosión de la gloria dentro de la humanidad.

La espiritualidad cristiana de la imagen secular recuerda las condiciones teologales y éticas de las desviaciones históricas de la falsa imagen del hombre para una nueva apropiación de la gloria incluso en el terreno estético. Entonces el problema de la ética de la imagen, el problema del arte cristiano o de la imagen en la liturgia y en la devoción no serán temas separados de las vicisitudes históricas del hombre.

P. Mariotti
BIBL.-AA. VV., Simbolismo y arte en la liturgia, en “Concilium”. 152 (1980).-AA. VV. Análisis de las imágenes, Tiempo Contemporáneo, B. Aires 1972.-Antiseri. D. El problema del lenguaje religioso, Cristiandad, Madrid 1976.-Bissonnier, H, La expresión, valor cristiano, Marfil, Alcoy 1967.-Cavarnos. C. Orthodox iconography, Inst. for byzantine and modern greek Studies, Belmont 1977.-Hu1mé, F. E, Symbolism in christian art, Blandfottt Press, Poole 1976.-Mondin, B, ¿Cómo hablar de Dios hoy?, Paulinas, Madrid 1979.-Mooré, A. C. Iconography of religious: an introduction, Fortress Press, Filadelfia 1977.-Onasch, K. Russian icons, Phaidon, Oxford 1977.-Rtcoeur, P, La metáfora viva, Cristiandad, Madrid 1981.-Roso de Luna, M, El simbolismo de las religiones del mundo y el problema de la fidelidad, Eyras. Madrid 1977.-Thibault Laulan, A. M, La imagen en la sociedad contemporánea, Fundamentos, Madrid 1976 – Thibault Laulan. A. M, El lenguaje de la imagen… Estudio psicolingüí­stico de las imágenes visuales en secuencias, Marova, Madrid 1973.-Yerro Belmonte, M, Sociologí­a de la imagen, Sala, Madrid 1974.-Véase bibl. de Sí­mbolos espirituales y de Artista.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

Representación o semejanza de una persona o cosa. (Mt 22:20.)
En la Biblia las imágenes suelen estar relacionadas con la idolatrí­a, aunque no siempre es así­. Por ejemplo, cuando Dios creó al hombre, dijo: †œHagamos al hombre a nuestra imagen [o: †œsombra; parecido†], según nuestra semejanza†. (Gé 1:26, 27, nota.) El Hijo de Dios dijo que su Padre es †œun Espí­ritu†, lo que descarta cualquier semejanza fí­sica entre Dios y el hombre. (Jn 4:24.) Más bien, el hombre tiene cualidades que reflejan las de su Creador celestial, cualidades que le distinguen claramente de la creación animal. (Véase ADíN núm. 1.) A pesar de estar hecho a la imagen de su Creador, el hombre no tení­a que ser adorado o venerado.
Del mismo modo que el propio hijo de Adán, Set, quien nació en imperfección, fue hecho a la †œsemejanza [de Adán], a su imagen† (Gé 5:3), el que Adán fuese hecho en el principio a la semejanza de Dios lo identificaba como su hijo terrestre. (Lu 3:38.) A pesar de que el hombre habí­a caí­do en la imperfección, después del Diluvio del tiempo de Noé, se citó como base para la ley divina que autorizaba a los humanos a aplicar la pena capital a los asesinos el que la humanidad hubiese sido hecha originalmente a la imagen de Dios. (Gé 9:5, 6; véase VENGADOR DE LA SANGRE.) En las instrucciones cristianas sobre la cobertura de la cabeza de la mujer, se le dice al varón cristiano que no deberí­a cubrirse, puesto que el hombre †œes la imagen y gloria de Dios†, mientras que la mujer es la gloria del varón. (1Co 11:7.)

¿Reflejó Jesús siempre al mismo grado su semejanza con el Padre?
El Hijo primogénito de Dios, que más tarde llegó a ser el hombre Jesús, es la imagen de su Padre. (2Co 4:4.) Puesto que obviamente fue a ese Hijo a quien Dios dijo: †œHagamos al hombre a nuestra imagen†, la semejanza del Hijo con su Padre, el Creador, existió desde que fue creado. (Gé 1:26; Jn 1:1-3; Col 1:15, 16.) Cuando estuvo en la Tierra como hombre perfecto, reflejó las cualidades y la personalidad de su Padre al mayor grado posible dentro de las limitaciones humanas, de manera que pudo decir: †œEl que me ha visto a mí­ ha visto al Padre también†. (Jn 14:9; 5:17, 19, 30, 36; 8:28, 38, 42.) Esta semejanza, sin embargo, se hizo aún más patente cuando se le resucitó a vida espiritual y Jehová Dios, su Padre, le dio †œtoda autoridad […] en el cielo y sobre la tierra†. (1Pe 3:18; Mt 28:18.) Puesto que Dios ensalzó a Jesús †œa un puesto superior†, este reflejó entonces la gloria de su Padre a un grado todaví­a mayor que antes de descender de los cielos para venir a la Tierra. (Flp 2:9; Heb 2:9.) Ahora es la †œrepresentación exacta de su mismo ser [de Dios]†. (Heb 1:2-4.)
Dios predetermina a todos los miembros ungidos de la congregación cristiana para ser †œhechos conforme a la imagen de su Hijo†. (Ro 8:29.) Cristo Jesús es su modelo, no solo en su patrón de vida, a medida que siguen sus pisadas e imitan su derrotero y caminos, sino también en su muerte y resurrección. (1Pe 2:21-24; 1Co 11:1; Ro 6:5.) Habiendo llevado la †œimagen [terrestre] de aquel hecho de polvo [Adán]†, posteriormente llevan como criaturas celestiales †œla imagen del celestial [último Adán, Cristo Jesús]†. (1Co 15:45, 49.) Durante su vida terrestre, tienen el privilegio de †œ[reflejar] como espejos la gloria de Jehovᆝ que brilla para ellos procedente del Hijo de Dios, transformándose progresivamente en esa misma imagen, que es un reflejo de la gloria divina. (2Co 3:18; 4:6.) Por consiguiente, Dios crea en ellos una nueva personalidad, que es un reflejo o imagen de sus propias cualidades divinas. (Ef 4:24; Col 3:10.)

El uso impropio de las imágenes. Si bien se espera que los humanos imiten y se esfuercen por reflejar las cualidades de su Padre celestial, y amolden su vida al ejemplo de su Hijo, la Biblia condena la veneración de imágenes en el culto. En la Ley que se le dió a Israel quedó claramente manifiesto el desagrado de Dios por dicha práctica. No se prohibió solo el que se hiciesen imágenes talladas, sino que se hiciese †œforma† alguna de cosas que se hallasen en el cielo, la tierra o el mar, con el fin de rendirles adoración. (Ex 20:4, 5; Le 26:1; Isa 42:8.) Podí­an estar hechas de materiales y de formas muy diversas —madera, metal o piedra; talladas, fundidas, repujadas o esculpidas; con forma humana, animal, de aves, de objetos inanimados o de simples formas simbólicas—, pero en ningún caso aprobaba Dios que se venerasen. Hacer imágenes era para Dios un †˜acto ruinoso†™, una comisión de mal, algo detestable y ofensivo que podí­a resultar en la maldición de Dios sobre todo el que las hiciese. (Dt 4:16-19, 23-25; 27:15; Nú 33:52; Isa 40:19, 20; 44:12, 13; Eze 7:20.) Decorarlas con oro y plata no las hací­a menos repulsivas a los ojos de Dios ni evitaba que fuesen inmundas y que se las calificara de †œÂ¡Nada más que mugre!†. (Dt 7:5, 25; Isa 30:22.)
Su empleo en la adoración es para Dios inexcusable, pues atenta contra la razón y el intelecto, manifiesta necedad, razonamiento superficial y cegarse a la realidad de los hechos. (Isa 44:14-20; Jer 10:14; Ro 1:20-23.) Las imágenes no beneficiaban en nada y, por ser objetos mudos e inanimados, no podí­an dar conocimiento, guí­a o protección, y eran algo de que avergonzarse. (Isa 44:9-11; 45:20; 46:5-7; Hab 2:18-20.) Las declaraciones proféticas de Jehová que predecí­an con exactitud acontecimientos futuros frustraron las pretensiones de los israelitas infieles de atribuir el curso de los acontecimientos a sus í­dolos. (Isa 48:3-7.)
A pesar de las advertencias divinas, los israelitas y otras personas intentaron tontamente combinar el uso de imágenes con la adoración al Dios verdadero, Jehová. (Ex 32:1-8; 1Re 12:26-28; 2Re 17:41; 21:7.) En el tiempo de los jueces hubo una mujer que hasta santificó unas piezas de plata en honor a Jehová y luego las empleó para hacer una imagen religiosa. (Jue 17:3, 4; 18:14-20, 30, 31.) Antes de la destrucción de Jerusalén a manos de Babilonia, se habí­an introducido imágenes detestables en el recinto del templo; a una de estas se la llamó †œsí­mbolo de celos†, lo que parece una alusión al acto de incitar a Dios a celos, dándole a aquella imagen el honor que le correspondí­a a Jehová. (Eze 8:3-12; Ex 20:5.)
Sin embargo, por mandato de Jehová, y por lo tanto apropiadamente, se hicieron representaciones de plantas, flores, animales y hasta de querubines. Eran representaciones simbólicas relacionadas con la adoración de Dios y no se les daba veneración ni culto alguno por medio de oraciones ni sacrificios. (Véase íDOLO, IDOLATRíA.)

Las imágenes del libro de Daniel. En el segundo año de la gobernación de Nabucodonosor (contando desde el tiempo de la conquista de Jerusalén en 607 a. E.C.), el rey babilonio tuvo un sueño que le perturbó notablemente y le impidió dormir. Parece que el rey no pudo recordar el contenido de aquel sueño, por lo que pidió a sus sabios y sacerdotes que le revelasen el sueño y su interpretación. Los sabios babilonios, pese a alardear de sus aptitudes como reveladores de lo oculto, fueron incapaces de satisfacer la petición del rey. Como consecuencia, fueron sentenciados a muerte, lo que también puso en peligro la vida de Daniel y de sus tres compañeros. Con la ayuda de Jehová, Daniel fue capaz, no solo de revelar el sueño, sino también su interpretación. Sus manifestaciones de agradecimiento y alabanza después de que se le reveló el secreto realzan a Jehová como la Fuente de la sabidurí­a y del poder, y aquel que †œcambia tiempos y sazones, remueve reyes y establece reyes†. (Da 2:1-23.) Es evidente que el sueño fue dirigido por Dios, y sirvió para ilustrar en términos proféticos el inexorable poder divino sobre el curso de los acontecimientos humanos.
Nabucodonosor vio en su sueño una imagen de forma humana, inmensa y pavorosa, con un cuerpo compuesto por diferentes metales cuya calidad —comenzando desde la cabeza— iba decreciendo, aunque ganaba en dureza. La imagen comenzaba con oro y terminaba con hierro. Sin embargo, los pies y los dedos de los pies eran de barro mezclado con hierro. Una piedra que habí­a sido cortada de una montaña trituró la imagen, hasta que quedó convertida en polvo; posteriormente, la piedra llenó toda la Tierra. (Da 2:31-35.)

¿Qué significan las partes de la imagen del sueño de Nabucodonosor?
La imagen está relacionada con la dominación de la Tierra y el propósito de Jehová Dios respecto a esa dominación, según la interpretación inspirada de Daniel. La cabeza de oro representó a Nabucodonosor, quien, por permiso divino, habí­a llegado a ser el gobernante más poderoso del mundo y, lo que es más importante, habí­a derribado al reino tí­pico de Judá. Sin embargo, cuando Daniel dijo: †œTú mismo eres la cabeza de oro†, parece que no limitó el significado de la cabeza únicamente a Nabucodonosor. Puesto que las otras partes del cuerpo simbolizaban reinos, la cabeza debió representar la dinastí­a de reyes babilonios desde Nabucodonosor hasta la caí­da de Babilonia, en los dí­as del rey Nabonido y su hijo Belsasar. (Da 2:37, 38.)
El reino representado por los pechos y brazos de plata serí­a la potencia medopersa, que derrotó a Babilonia en el año 539 a. E.C. Fue †œinferior† a la dinastí­a babilonia, pero no en el sentido de que dominara sobre un territorio menor o tuviera menos poderí­o militar o económico. La superioridad de Babilonia tal vez se deba al hecho de que esta potencia fue la que derribó el reino tí­pico de Dios en Jerusalén, una distinción que no ostentaba Medo-Persia. La dinastí­a medopersa de gobernantes mundiales finalizó con Darí­o III Codomano, cuyas fuerzas fueron completamente derrotadas por Alejandro de Macedonia en el año 331 a. E.C. Grecia serí­a la potencia que corresponderí­a con el vientre y los muslos de cobre de la imagen. (Da 2:39.)
Aunque dividido, el Imperio griego o helénico mantuvo su dominación hasta que finalmente fue absorbido por el poder creciente de Roma. Por lo tanto, la potencia mundial romana aparece simbolizada en la imagen por las piernas de hierro, un metal inferior, pero más duro. La historia ha dejado un extenso registro de la fuerza de Roma para quebrar y aplastar a los reinos opositores, tal como indicaba la profecí­a. (Da 2:40.) Sin embargo, Roma por sí­ sola no encaja con todo lo que representan las piernas y los pies de la imagen, pues la gobernación del Imperio romano no duró hasta la conclusión del sueño profético, cuando se corta la piedra simbólica de la montaña y tritura toda la imagen, para a continuación llenar toda la Tierra.
Por ello, algunos comentaristas bí­blicos opinan como M. F. Unger, quien dijo: †œEl sueño de Nabucodonosor descifrado por Daniel describe el devenir y el fin de los †˜tiempos de los gentiles†™ (Lu 21:24; Rev 16:19), es decir, de la potencia mundial gentil que ha de ser destruida con la segunda venida de Cristo. […] Los diez dedos corresponden a la condición en la que se hallará la dominación mundial gentil cuando dé contra ella la piedra cortada (Dan. 2:34, 35). […] Con el primer advenimiento de Cristo no se produjo el repentino golpe de la piedra contra la imagen ni se dio la condición representada por los diez dedos†. (Unger†™s Bible Dictionary, 1965, pág. 516.) Daniel mismo le dijo a Nabucodonosor que el sueño tení­a que ver con †œlo que ha de ocurrir en la parte final de los dí­as† (Da 2:28), y puesto que la piedra simbólica representa al reino de Dios, es de esperar que la dominación prefigurada por las piernas y los pies de hierro de la imagen habrí­a de extenderse hasta el tiempo en que se estableciera ese Reino y tomara acción para †œ[triturar] y [poner] fin a todos estos reinos†. (Da 2:44.)
La historia muestra que aunque el Imperio romano siguió existiendo en la forma del Sacro Imperio Romano Germánico, con el tiempo dio paso a un poder creciente, Gran Bretaña, que otrora habí­a sido parte del imperio. Debido a la estrecha afinidad entre Gran Bretaña y Estados Unidos, así­ como al hecho de que normalmente han obrado de común acuerdo, se suele llamar a ambas naciones potencia mundial angloamericana, la potencia de la historia mundial que domina en la actualidad.
La mezcla de hierro y barro en los dedos de la gran imagen ilustra gráficamente la condición que se habrí­a de presentar al final de la dominación polí­tica mundial. En las Escrituras se usa el barro en sentido metafórico para representar al hombre hecho del polvo de la tierra. (Job 10:9; Isa 29:16; Ro 9:20, 21.) Por consiguiente, en la interpretación de Daniel el barro se relaciona con †œla prole de la humanidad†, y el que se mezcle con el hierro hace que lo simbolizado por los diez dedos de la imagen resulte frágil. Esto indica que la fuerza férrea de la forma final de dominación mundial que ejercen los reinos terrestres experimenta un debilitamiento y una falta de cohesión. (Da 2:41-43.) El hombre común tendrí­a una mayor influencia en los asuntos de gobierno. Como en la Biblia el número †œdiez† se emplea consecuentemente para representar totalidad (véase NÚMERO), los diez dedos representarí­an a todo el sistema mundial de gobiernos humanos existente cuando se establece el reino de Dios y toma acción en contra de las potencias mundiales. (Compárese con Rev 17:12-14.)
La imagen de oro que tiempo después erigió Nabucodonosor en la llanura de Dura no está relacionada directamente con la imagen inmensa del sueño. En vista de sus dimensiones —60 codos (27 m.) de altura y tan solo 6 codos (2,7 m.) de anchura (o una proporción de 10 a 1)—, no parece probable que haya sido una estatua de forma humana, a menos que tuviese un pedestal muy alto, más alto que la estatua misma. La proporción de la figura humana en cuanto a altura y anchura es de 4 a 1. Por consiguiente, es posible que la imagen solo haya sido de naturaleza simbólica, tal vez como los obeliscos del antiguo Egipto. (Da 3:1.)

La imagen de la bestia salvaje. Después de ver una bestia salvaje de siete cabezas que ascendí­a del mar, el apóstol Juan vio en visión a una bestia de dos cuernos que ascendí­a de la tierra. Esta hablaba como un dragón y decí­a a los que moran sobre la Tierra †˜que hiciesen una imagen a la bestia salvaje [de siete cabezas]†™. (Rev 13:1, 2, 11-14.) En la Biblia se usan repetidas veces las bestias como sí­mbolos de gobiernos polí­ticos. Por lo tanto, la imagen de la bestia salvaje de siete cabezas debe ser alguna entidad que refleje las caracterí­sticas e intenciones del sistema polí­tico mundial que domina la Tierra, representado por la bestia salvaje de siete cabezas. Lógicamente, esta imagen también deberí­a tener siete cabezas y diez cuernos, como la bestia salvaje que asciende del mar a la que representa. Es de interés destacar que en el capí­tulo 17 de Revelación se describe a otra bestia salvaje de siete cabezas, pero distinta de la que asciende del mar. Tanto el significado de esta bestia como el de la bestia salvaje de siete cabezas y el de la bestia de dos cuernos se explica en el artí­culo BESTIAS SIMBí“LICAS.
Después de mencionarla por primera vez en el capí­tulo 13 de Revelación, se suele hacer referencia a la imagen de la bestia junto con la bestia salvaje, particularmente con relación a la adoración de esa bestia salvaje y al hecho de recibir su marca, cosas de las que también participa la imagen de la bestia. (Rev 14:9-11; 15:2; 16:2; 19:20; 20:4; véase MARCA.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

1. eikon (eijkwvn, 1504) denota imagen. Este término incluye las dos ideas de representación y manifestación. “La idea de perfección no reside en la palabra misma, sino que tiene que ser encontrada en el contexto” (Lightfoot); los siguientes casos muestran con claridad las distinciones entre la semejanza imperfecta y perfecta. Esta palabra se usa: (1) de una imagen en una moneda, no una mera semejanza (Mat 22:20; Mc 12.16; Luk 20:24); también de una estatua o representación similar, más que una semejanza (Rom 1:23; Rev 13:14,15, tres veces; 14.9,11; 15.2; 16.2; 19.20; 20.4); de los descendientes de Adán como portadores de su imagen (1Co 15:49), siendo cada uno de ellos una representación derivada del prototipo; (2) de cosas relacionadas con cosas espirituales (Heb 10:1), negativamente, de la ley como siendo “sombra de los bienes venideros, no la imagen misma de las cosas”, esto es, no la forma esencial y sustancial de ellas. El contraste ha sido asemejado a la diferencia entre una estatua y la sombra que ella arroja; (3) de las relaciones entre Dios el Padre, Cristo, y el hombre: (a) del hombre tal como fue creado como representación visible de Dios (1Co 11:7), un ser que se corresponde con el original. La condición del hombre como criatura caí­da no ha borrado totalmente la imagen; sigue siendo capaz de llevar responsabilidad, sigue teniendo cualidades correspondientes a las divinas, como el amor a la bondad y a la belleza, que no se hallan en ningún animal. En la caí­da el hombre dejó de ser un vehí­culo perfecto para la representación de Dios. La gracia de Dios en Cristo cumplirá aún más que lo que perdió Adán; (b) de personas regeneradas, en su condición de representaciones morales de lo que es Dios (Col 3:10; cf. Eph 4:24); (c) de creyentes, en su estado glorificado, no meramente en cuanto a que sean semejantes a Cristo, sino representándole (Rom 8:29; 1Co 15:49). Aquí­ la perfección es obra de la gracia divina; los creyentes tienen aún que representar, no a alguien como El, sino lo que El es en sí­ mismo, tanto en su cuerpo espiritual como en su carácter moral; (d) de Cristo en relación con Dios (2Co 4:4 “la imagen de Dios”), esto es esencial y absolutamente la expresión y representación perfectas del arquetipo, Dios el Padre; en Col 1:15 “la imagen del Dios invisible” da el pensamiento adicional sugerido por la palabra “invisible”, de que Cristo es la representación visible y manifestación de Dios a los seres creados. La semejanza expresada en esta manifestación está involucrada en las relaciones esenciales en la Deidad, y es por ello singular y perfecta; “el que me ha visto a mí­, ha visto al Padre” (Joh 14:9). “El calificativo “invisible” †¦ no debe confinarse a la percepción de los sentidos corporales, sino que debe incluir también la percepción del ojo interior” (Lightfoot).¶ En cuanto a términos sinónimos, jomoima, semejanza, destaca el parecido con un arquetipo, aunque el parecido pueda no ser derivado, en tanto que eikon es una semejanza derivada (véase SEMEJANZA); eidos, forma, apariencia, aspecto, es una apariencia, “no necesariamente basada en la realidad” (véase FORMA, Nº 4); skia es “una semejanza oscurecida” (véase SOMBRA); morfe es “forma, como indicación del ser interior” (Abbott-Smith); véase FORMA. Para carakter, véase Nº 2. 2. carakter (carakthvr, 5481) denota, en primer lugar, una herramienta para grabar (de carasso, cortar dentro, absorber; cf. en castellano, carácter, caracterí­stico); luego, una estampa o impresión, como sobre una moneda o un sello, en cuyo caso el sello o cuño que hace una impresión lleva la imagen que produce, y, viceversa, todas las caracterí­sticas de la imagen se corresponden respectivamente con las del instrumento que las ha producido. En el NT se usa metafóricamente en Heb 1:3, del Hijo de Dios como “la imagen misma de su sustancia” (margen RVR77: “lit.: impronta”). Esta frase expresa el hecho de que el Hijo “es a la vez personalmente distinto de, y con todo literalmente igual a, aquel de cuya esencia El es la impronta adecuada” (Liddon). El Hijo de Dios no es meramente su imagen (su carakter), sino que es la imagen o impronta de su sustancia, o esencia. Es el hecho de la completa similaridad lo que este término destaca, en comparación con las mencionadas al final del Nº 1.¶ En la LXX, Lev 13:28, “la marca (de la inflamación)”.¶ “En Joh 1:1-3, Col 1:15-17 y Heb 1:2,3, la función especial de crear y de sostener el universo es adscrita a Cristo bajo sus tí­tulos de “Palabra”, “Imagen”, e “Hijo”, respectivamente. La condición de Creador que se predica de El no es la de un mero instrumento o artí­fice en la formación del mundo, sino la de aquel “por medio de quien, en quien y para quien” todas las cosas han sido hechas, y por quien todas las cosas subsisten. Esto implica la afirmación de su deidad verdadera y absoluta” (Laidlaw, en Hastings†™ Bible Dictionary). Nota: El término similar caragma, marca (véanse ESCULTURA y MARCA), tiene el significado más limitado de la cosa estampada o acuñada, sin denotar la caracterí­stica especial de aquello que la produce (p.ej., Rev 13:16,17). 3. eidolon (ei[dwlon, 1497), í­dolo. Se traduce imagen en Rev 9:20; véase .

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Nadie en este mundo ha visto ni puede *ver a Dios Padre: se da a conocer en sus imágenes (cf. Jn 1,18). Antes de la revelación plenaria que hace de sí­ mismo a través de la imagen por excelencia que es su Hijo Jesucristo. comenzó en la antigua alianza a hacer brillar ante los hombres su *gloria reveladora. La *sabidurí­a de Dios, “pura emanación de su gloria)) e “imagen de su excelencia” (Sab 7,25s), revela ya ciertos aspectos de Dios; y el *hombre, creado con el poder de dominar la naturaleza y gratificado con la inmortalidad, constituye ya una imagen viva de Dios. Sin embargo, la prohibición de las imágenes en el *culto de Israel expresaba como en negativo lo serio de este tí­tulo dado al hombre y preparaba por ví­a negativa la venida del hombre Dios, única imagen en la que se revela plenamente el Padre.

1. LA PROHIBICIí“N DE LAS IMíGENES. Este precepto del decálogo (Dt 27, 15; Ex 20,4; Dt 4,9-28), aunque aplicado con más o menos rigor en el transcurso de los siglos, constituye un hecho fácil de justificar cuando se trata de los falsos dioses (*í­dolos), pero más difí­cil de explicar cuando se trata de las imágenes de Yahveh. Los autores sagrados no pretenden reaccionar principalmente contra una representación sensible, habituados como estaban a los antropomorfismos, sino que más bien quieren luchar contra la magia idolátrica y preservar la trascendencia de *Dios. Dios manifiesta su gloria no ya a través de los becerros de oro (Ex 32; IRe 12,26-33) y de las imágenes hechas de mano de hombre, sino a través de las obras de su *creación (Os 8,5s; Sab 13; Rom 1,19-23); ni tampoco se deja Dios conmover por medio de imágenes de que el hombre dispone a su talante, sino libremente, a través de los corazones, por la sabidurí­a, por su Hijo, ejerce su acción salvadora.

II. EL HOMBRE, IMAGEN DE DIOS.

AT. El peso de esta expresión no viene tanto de la palabra misma, empleada ya a propósito de la creación del hombre en los poemas babilónicos y egipcios, cuanto del contexto general del AT: el *hombre está hecho a imagen no de un dios, concebido también a imagen del hombre, sino de un Dios de tal manera trascendente que está prohibido hacer su imagen; sólo Dios puede aspirar a este tí­tulo que expresa su más alta dignidad (Gén 9,6).

Según el relato de Gén 1, ser a imagen de Dios, a su semejanza, comporta el poder de dominar sobre el mundo de las criaturas (Gén 1,26ss) y también, a lo que parece, el poder, si ya no de crear, por lo menos de procrear seres vivos a imagen de Dios (Gén 1,27s; 5,lss; cf. Le 3,38). Los textos del AT desarrollan ordinariamente el primer tema, el del dominio (Sal 8; Eclo 17). Al mismo tiempo la imagen de Dios, ya se utilice o no explí­citamente en los textos, se enriquece con puntualizaciones y complementos. En el Sal 8 parece identificarse con un estado de “gloria y de esplendor”, “poco inferior (al) de un ser divino)). En Sab 2,23, el hombre no es ya solamente “a” imagen de Dios, expresión imprecisa que dejaba la puerta abierta a ciertas interpretaciones rabí­nicas, sino que es propiamente “imagen” de Dios. Finalmente, en este mismo pasaje se ha hecho explí­cito un elemento importante de semejanza entre Dios y el hombre, a saber, la inmortalidad. El judaí­smo alejandrino (cf. Filón) por su parte distingue dos creaciones según los dos relatos del Génesis: sólo el hombre celestial es creado a imagen de Dios, mientras que el hombre terrenal es sacado del polvo. Esta especulación sobre los dos Adanes será reasumida y transformada por san Pablo (lCor 15).

NT. No sólo el NT aplica diferentes veces al hombre la expresión “imagen de Dios” (ICor 11,7; Sant 3,9), sino que con bastante frecuencia utiliza y desarrolla el tema. Así­ el mandamiento de Cristo : “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48) aparece como una consecuencia y una exigencia de la doctrina del hombre, imagen de Dios. Lo mismo se puede decir de un ágrafon de Cristo referido por Clemente de Alejandrí­a: “ver a tu hermano es ver a Dios”, convicción que impone el respeto del prójimo (Sant 3,9; cf. Gén 9,6) y funda nuestro amor para con él: ((El que no ama a su hermano, al que ve, no amará a Dios, al que no ve)) (1Jn 4,20). Pero esta imagen imperfecta y pecadora que es el hombre, exige una superación, esbozada ya en la sabidurí­a viejotestamentaria y realizada por Cristo.

III. LA SABIDURíA, IMAGEN DE LA EXCELENCIA DE DIOS. El hombre no es sino una imagen imperfecta; la sabidurí­a, por el contrario, es “un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de la excelencia de Dios” (Sab 7,26). Como ésta existe “desde el principio, antes del origen de la tierra” (Prov 8,23), se puede decir que dirigió la creación del hombre. Así­ se comprenden ciertas especulaciones del judaí­smo alejandrino, de las que se hallan ecos en Filón. Para éste, la imagen de Dios, que es el logos, es el instrumento de que Dios se sirvió en la creación, el arquetipo, el ejemplar, el principio, el hijo primogénito, conforme al cual creó Dios al hombre.

IV. CRISTO, IMAGEN DE Dios. Esta expresión se halla sólo en las epí­stolas de Pablo. Sin embargo, la idea no está ausente del evangelio según san Juan. Entre Cristo y el que le enví­a, entre el *Hijo único que revela a su Padre y el *Dios invisible (Jn 1,18) hay una unión tal (Jn 5, 19; 7,16; 8,28s; 12,49) que supone algo más que una mera delegación : la *misión de Cristo rebasa la de los *profetas, teniendo afinidad con la de la *palabra y de la *sabidurí­a divina; supone que Cristo es un reflejo de la gloria de Dios (Jn 17, 5.24); supone entre Cristo y su Padre una semejanza que se expresa claramente en esta afirmación, en la que hallamos, si ya no la palabra, por lo menos el tema de la imagen : “El que me ha visto, ha visto al Padre” (Jn 14,9).

San Pablo, aunque utiliza a propósito del hombre la doctrina del Génesis (1Cor 11,7), sabe también cuando se presenta el caso servirse de las interpretaciones rabí­nicas y filónicas del doble *Adán, que aplica aquí­ a Cristo mismo (ICor 15,49) y más tarde al hombre nuevo (Col 3,10). Pero finalmente a la luz de la sabidurí­a, imagen perfecta, reconoce a Cristo el tí­tulo de imagen de Dios (2Cor 3,18-4,4). En lo sucesivo Pablo, sin abandonar estas diferentes fuentes de inspiración, se esfuerza por estrechar todaví­a más de cerca el *misterio de Cristo: Cristo es imagen por filiación en Rom 8, 29. Y según Col 3,10, en cuanto imagen dirige la *creación del *hombre nuevo. Sacando partido de esta convergencia de elementos antiguos y de datos nuevos, la noción de imagen de Dios, tal como Pablo la aplica a Cristo, especialmente en Col 1,15, resulta muy compleja y muy rica: semejanza, pero semejanza espiritual y perfecta, por una *filiación anterior a la creación ; representación, en su sentido más fuerte, del Padre invisible; soberaní­a cósmica del *Señor, que marca con su impronta el mundo visible y el mundo invisible; imagen de Dios según la inmortalidad: primogénito entre los muertos; sola y única imagen que garantiza la unidad de todos los seres y la unidad del plan divino; principio de la creación y principio de la restauración por una nueva creación.

Todos estos elementos constituyen otras tantas fuerzas de atracción sobre el hombre que, imagen imperfecta y pecadora, tiene necesidad de esta imagen perfecta, a saber, de Cristo, para descubrir y realizar su destino original: bajo la acción del Señor se transforma, en efecto, el cristiano de gloria en gloria en esta imagen del Hijo, primogénito de una multitud de hermanos (2Cor 3,18; Rom 8,29).

–> Adán – Hombre – ídolos.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

La imagen de Dios es un tema recurrente en la revelación bíblica. La imagen es una dote exclusiva para el hombre en la creación (Gn. 1:26), mancillada pero no destruida por la caída (véase Hombre para la exposición del hombre como imagen de Dios; este artículo trata especialmente de Cristo como la imagen del Dios invisible). El Decálogo prohibió hacer ídolos de la Deidad. Como Espíritu, Dios es invisible e incorpóreo, y no puede ser localizado en el espacio y en el tiempo; el único portador de la imagen divina en el mundo creado es el hombre mismo.

Dado que el universo fue diseñado con propósito redentor (Ap. 13:8), sin duda la imagen de Dios originalmente creada en la naturaleza humana anunciaba la restauración personal de esa imagen por el Hijo encarnado. El hombre, como corona del universo, fue traído a la existencia por la palabra de creación, palabra que no era solamente instrumental (Gn. 1:3, 6, 9, etc.) sino personal (Jn. 1:3). El eterno Hijo fue un agente activo en la creación así como en la redención del hombre, y el hombre es en sí mismo en algún sentido, un espejo del Logos (Jn. 1:4, 9a). Sin embargo, la Escritura siempre habla de la Divinidad, y no del Hijo solo cuando especifica la imagen divina en el hombre.

El Logos eterno mismo fue quien revelóla imagen absoluta de Dios asumiendo la humanidad (Jn. 1:14, 18). La doctrina de la encarnación divina (véase) centralmente significa que Jesucristo es la suprema revelación de Dios, la imagen misma del Padre invisible: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn. 14:9). La enseñanza clara de la Escritura es que Jesús de Nazaret es la suprema y expresa imagen de Dios, y no simplemente una imagen creada. Los dogmatistas de antaño contrastaban la imagen divina en Cristo como Imago substantialis, con la imagen divina en el hombre como Imago accidentalis. La palabra eikōn se usa de Jesucristo en 2 Co. 4:4 y Col. 1:15–17, mientras Heb. 1:2s. habla del «resplandor» de la gloria de Dios y de la imagen misma o impresión de su sustancia. En contexto, estos pasajes hablan de Cristo en su relación con el Padre como Hijo eterno, más que de su papel como Redentor encarnado; de aquí que ellos apoyan la doctrina de su personalidad esencialmente divina y Deidad preexistente, describiendo la gloria de su persona. El pasaje de Hebreos emplea la expresión «Imagen» en forma muy similar a como Jn. 1:1–3 y Col. 1:15–17 emplean los términos «Verbo» e «Hijo» para designar a Cristo como creador, sustentador y gobernador de todas las cosas.

Sin embargo, como Redentor y portador de una humanidad cabal, Cristo es la imagen indeformada de Dios en la naturaleza humana. Cuando en el NT se trata la nueva creación del hombre, Jesús es uniformemente presentado como el prototipo de la humanidad redimida (cf. Fil. 3:21; Col. 3:10s.). En el Espíritu Santo y por medio de él, el Cristo resucitado y exaltado habita en los creyentes regenerados, renovándolos en verdad y justicia. Puesto que Cristo venció el pecado en la carne, y levantó la naturaleza humana a la gloria en su resurrección y ascensión, la humanidad caída nuevamente tiene la perspectiva de la gloria espiritual a través de una conformidad final y completa a la imagen de Cristo (1 Jn. 3:2).

Véase también Cristología.

Carl F.H. Henry

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (309). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Este término denota una representación material, generalmente de una deidad. A diferencia del término “ídolo”, que tiene tono peyorativo, “imagen” es objetivamente descriptivo. En todo el Cercano Oriente de la antigüedad había numerosas imágenes de diferentes deidades en templos y otros lugares sagrados, tales como los santuarios al aire libre; muchas casas particulares también tenían un nicho en el que se colocaba la imagen de la deidad protectora familiar. Las imágenes eran generalmente antropomórficas (en forma humana), aunque también se empleaba mucho la imagen teriomórfica (en forma de animal), particularmente en Egipto.

La forma de la imagen, especialmente de los ejemplos teriomórficos, frecuentemente evocaba alguna característica prominente de la deidad que representaba; de este modo, la imagen de un toro (p. ej. de Él en Canaán) representaba el poder y la fertilidad del dios. El fin principal de la imagen no era ofrecer una representación visual de la deidad, sino ser lugar de residencia del espíritu de la deidad, lo que le permitía al dios estar presente en muchos lugares diferentes en forma física y simultánea. El que adoraba frente a una imagen no admitía necesariamente que ofrecía sus oraciones a la figura de metal o madera en sí, sino que probablemente consideraba que la imagen era una “proyección” o corporización de la deidad. Naturalmente, los que en Israel negaban toda realidad a la deidad representada por imágenes aseguraban que los adoradores de deidades ajenas rendían homenaje a un simple trozo de madera y piedra (* Idolatría).

Las imágenes se fabricaban de diferentes maneras. Para las imágenes de fundición (massēkâ) se colaba cobre, plata u oro en un molde. La imagen labrada (pesel) se esculpía en piedra o madera; las imágenes de madera podían revestirse con metales preciosos (cf. Is. 40.19). Véase Is. 41.6–7; 44.12–17.

I. En el Antiguo Testamento

a. Imágenes de dioses extraños. Aunque la ley del Pentateuco prohíbe la fabricación y la adoración de imágenes (Ex. 20.4–5), y los profetas condenaron esta práctica (p. ej. Jer. 10.3–5; Os. 11.2), su uso fue común en Israel durante las épocas anteriores al exilio (Jue. 6.25; 1 R. 11.5–8; 16.31–33), y en algunas ocasiones, aun dentro del templo mismo (2 R. 21.3–5, 7).

b. Imágenes de Yahvéh. Las piedras (maṣṣēḇôṯ) erigidas por los patriarcas (p. ej. Gn. 28.18, 22; 35.14) quizás originalmente se consideraban como imágenes (al igual que los árboles sagrados; cf. Gn. 21.33), pero posteriormente se prohibieron (Asera, Dt. 16.21), o se interpretaron simplemente como objetos conmemorativos (cf. Gn. 31.45–50; Jos. 4.4–9). Más tarde, los yahvistas puros denunciaron las imágenes de Yahvéh: el becerro de oro en Sinaí (Ex. 32.1–8), la imagen (* Efod) que hizo Gedeón (Jue. 8.26–27), los becerros de oro en Dan y Bet-el (1 R. 12.28–30), el becerro de Samaria (Os. 8.6).

c. El hombre como imagen de Dios. En algunos textos de Génesis (1.26–27; 5.2; 9.6) se dice que el hombre fue creado “a imagen de Dios”, “a semejanza” de Dios. Aunque muchos intérpretes han procurado ubicar la “imagen” de Dios en la razón, la creatividad, el habla, o la naturaleza espiritual del hombre, es más probable que lo que fue hecho a imagen de Dios haya sido el ser humano total, y no alguna parte o aspecto de él en particular. La totalidad del hombre, cuerpo y alma, es la imagen de Dios; el hombre es la imagen corporal del Dios incorpóreo. Como en el antiguo Cercano Oriente, el hombre, como imagen de Dios, lo representa mediante su participación en el soplo o espíritu divino (cf. Gn. 2.7; quizás también el Espíritu de Dios esté incluido en la forma plural del verbo “hagamos” en 1.26; cf. la referencia al Espíritu de Dios en 1.2). El papel del hombre como señor de la tierra está determinado por su creación como imagen de Dios (1.27). En el resto del antiguo Cercano Oriente generalmente se considera al rey como la imagen de Dios, pero en Gn. 1 es toda la humanidad la que actúa como visir y representante de Dios. Es significativo que aun después de la caída se habla del hombre como imagen de Dios: la fuerza de Gn. 9.6 depende de la creencia de que el hombre representa a Dios, de modo que el daño que se hace a un hombre es un daño hecho a Dios mismo (cf. tamb. Stg. 3.9).

Bibliografía. P. van Imschoot, Teología del Antiguo Testamento, 1969, pp. 340–345; G. von Rad, Teología del Antiguo Testamento, 1978, t(t). II, pp. 436–439; E. Jacob, Teología del Antiguo Testamento, 1969, pp.160–165; H. W. Wolff, Antropología del Antiguo Testamento, 1975, pp. 215–222.

Sobre imágenes en general: K. H. Bernhardt, Gott und Bild, 1956; E. D. van Buren, Or 10, 1941, pp. 65–92; A. L. Oppenheim, Ancient Mesopotamia, 1964, pp. 171–227.

Sobre la imagen de Dios en el hombre: D. Cairns, The Image of God in Man, 1953; G. C. Berkouwer, Man: The Image of God, 1962; D. J. A. Clines, TynB 19, 1968, pp. 53–103; J. Barr, BJRL 51, 1968–9, pp. 11–26; J. M. Miller, JBL 91, 1972, pp. 289–304; T. N. D. Mettinger, ZAW 86, 1974, pp. 403–424; J. F. A. Sawyer, JTS 25, 1974, pp. 418–426.

D.J.A.C.

II. En el Nuevo Testamento

La enseñanza neotestamentaria edifica sobre el fundamento del AT, en el que se describe al hombre (en el fundamental pasaje de Gn. 1.26s) como el representante de Dios en la tierra, y como vicerregente y mayordomo de la creación. La mejor forma de interpretar el término es funcionalmente, y lo que se tiene en vista es el destino del hombre como tal (véase, en particular, el ensayo de D. J. A. Clines para detalles y apoyo exegético).

Esta enseñanza se repite en 1 Co. 11.7 y Stg. 3.9; ambos afirman la continuidad de la posición del hombre en el orden creado como reflejo de la “gloria” divina, a pesar de la pecaminosidad humana. En el NT, sin embargo, se pone el acento más en la persona de Jesucristo, a quien se llama “imagen de Dios” (2 Co. 4.4; Col. 1.15; ambos pasajes tienen forma de credo, sobre un fondo de polémica, como oposición a nociones falsas o inadecuadas que se expresaban corrientemente). La posición de Cristo como la “imagen” del Padre deriva de la unicidad de su relación como preexistente. Él es el Logos desde toda la eternidad (Jn. 1.1–18), y por ello puede reflejar fielmente y plenamente la gloria del Dios invisible. Véase también He. 1.1–3 y Fil. 2.6–11, en los que se emplean expresiones paralelas para aclarar la relación única de Jesucristo con Dios. “Imagen” (o sus términos equivalentes “forma”, “gloria”) no sugiere un simple parecido con Dios, o un paradigma de su persona, sino más bien una participación en la vida divina y, más aun, una “objetivación” de la esencia de Dios, de modo que el que es por naturaleza invisible adquiere expresión visible en la figura de su Hijo (véase la argumentación en R. P. Martin, op. cit., pp. 112s).

De este modo Cristo es el “postrer Adán” (1 Co. 15.45), que va a la cabeza de una nueva humanidad que recibe su vida de él. Así Jesucristo es a la vez la “Imagen” única y el prototipo de los que gracias a él tienen conocimiento de Dios y vida en Dios (Ro. 8.29; 1 Co. 15.49; 2 Co. 3.18; 1 Jn. 3.2).

La expresión “imagen de Dios” está íntimamente relacionada con el “nuevo hombre” (Ef. 4.24; Col. 3.10s; cf. Gá. 3.28). Esto sirve para recordarnos que hay aspectos sociales importantes en el significado de “imagen” en tanto se reproduce en vidas humanas, tanto en la confraternidad de la iglesia como en el papel del hombre como custodio de la naturaleza (He. 2.8, con referencia a Sal. 8).

También es necesario reconocer una dimensión escatológica. El cumplimiento del plan de Dios para la humanidad en Cristo espera la parusía, en la que la existencia mortal de los cristianos se transformará en una semejanza perfecta a su Señor (1 Co. 15.49; Fil. 3.20–21), y de esta manera se restaurará completamente la imagen de Dios en el hombre.

Bibliografía. K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1975, t(t). I, pp. 129–131; W. Mundle, O. Flender, J. Gess, L. Coenen, “Imagen”, °DTNT, t(t). II, pp. 338–344; O. Schilling, “Imagen y semejanza”, °DTB, 1967, cols. 501–507.

Morton Smith, The Image of God, 1958; D. J. A. Clines, TynB 19, 1968, pp. 53–103 (bibliografía); J. Jervell, Imago Dei. Gen. 1, 26f. im Spätjudentum, in der Gnosis und in den paulinischen Briefen, 1960; F.-W. Eltester, Eikon im Neuen Testament, 1958; R. Scroggs, The Last Adam, 1966; y R. P. Martin, Carmen Christi. Philippians 2:5–11, 1967; id., art. “Image”, en NIDNTT 2, pp. 284–293.

Sobre las cuestiones dogmáticas, véase G. C. Berkouwer, Man: The Image of God, 1962.

R.P.M.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico