INFIERNO

v. Abadón, Hades, Seol
Mat 5:22 fatuo, quedará expuesto al i de fuego
Mat 5:29 no que todo tu cuerpo sea echado al i
Mat 10:28 destruir el alma y el cuerpo en el i
Mat 18:9 teniendo dos ojos ser echado en el i de
Mat 23:15 le hacéis dos veces más hijo del i que
Mat 23:33 ¿cómo escaparéis .. condenación del i
Luk 12:5 temed .. tiene poder de echar en el i
Jam 3:6 y ella misma es inflamada por el i
2Pe 2:4 arrojándolos al i los entregó a prisiones


Ver seol.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

La existencia real del infierno es irrefutablemente enseñada en las Escrituras tanto como un lugar para el malo ya muerto como una condición de retribución para el no redimido (p. ej., Eze 3:18; Dan 12:2).

Seol, que es en un sentido indiferentemente el lugar para todos los muertos (comparar Job 3:13-22), en otro es el destino del malo (Psa 9:17; Psa 49:14). Es importante tomar en cuenta las notas de la RVA en tales referencias, porque algunas versiones erróneamente traducen Seol como infierno o formalizan todos los casos como la tumba.

La naturaleza del infierno se indica por la repetida referencia al castigo eterno (Mat 25:46), fuego eterno (Mat 18:8; Jud 1:7), las cadenas eternas (Jud 1:6), el pozo del abismo (Rev 9:2, Rev 9:11), las tinieblas de afuera (Mat 8:12), la ira de Dios (Rom 2:5), la segunda muerte (Rev 21:8); eterna perdición, excluidos de la presencia de Dios (2Th 1:9) y pecado eterno (Mar 3:29).

La duración está explí­citamente indicada en el NT. La palabra eterna (aionios) se deriva del verbo aion, que se refiere a una edad o duración. Las Escrituras hablan de dos aeons, o edades: la edad presente y la edad venidera (Mat 12:32; Mar 10:30; Luk 18:30; Eph 1:21). La edad presente —este mundo— siempre se presenta como temporal en contraste con la edad venidera, la cual será interminable. Así­ como la vida eterna del cre-yente será interminable, también lo será el aspecto retributivo del infierno en la edad infinita. En cada una de las referencias en donde aionios se aplica al castigo futuro del malo, indiscutiblemente implica una duración interminable (Mat 18:8; Mat 25:41, Mat 25:46; Mar 3:29; 2Th 1:9; Heb 6:2; Jud 1:7).

Hay tres ideas básicas asociadas con el concepto del infierno: ausencia de rectitud (Mar 3:29), separación de Dios (Joh 3:36) y juicio (Mat 8:12; Mat 25:31-46).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(las partes bajas).

Es el lugar donde van los malos que mueren en pecado mortal. Algunas biblias traducen “gehenna”, en vez de “infierno”, que es lo mismo: (Mat 5:22, Mat 5:29 Mar 9:43-49). Aparece 12 veces en el Nuevo Testamento. Ver “Gehenna”.

– Jesús se refiere a él en los términos más solemnes y terribles, Mat 5:22, Mat 5:29-30, Mat 10:28, Mat 18:9, Mat 23:15, Mat 23:33, Mat 25:41, Mat 25:46, , Luc 12:5.

– Como sufrimiento horrible, durante el dí­a y la noche, sin descansar de sufrir. Lo describe como “fuego eterno”, “lago de fuego y azufre”: (Mat 18:8, Mat 25:41, Rev 14:10, Rev 19:20, Rev 20:10).

– Es “eterno”, para siempre, Mat 18:8-9, Mat 25:41, Mat 25:46, Luc 16:19-31.

– El grado de castigo será medido según el grado de la culpa, Mat 10:15, Mat 23:14, Luc 12:47-48.

– ¿Cuántos van al infierno?: Jesus habla de esto 4 veces, y las 4 dice que son “muchos” los que van al infierno, Mat 7:13, Mat 7:22, Mat 22:14, Luc 13:23-30.

El “Hades”, “Sheol” y ” Abadon”, son tres términos que se usan en la Biblia donde van los muertos, además del Cielo y el Infierno. A veces no son eternos, se sale de ellos; a veces son lugares malos, otras no. Aparecen mas de 70 veces en la Biblia, y merecen un estudio profundo, porque pueden corresponder, en ciertos lugares, a los términos “Limbo de los Justos”, “de los Ninos”, o “Purgatorio”.

(Sal 16:10, Hech.2:Hec 27:31, Rev 1:18, Rev 8:11, Rev 20:13-14, Job 20:6). Ver “Limbo”, “Purgatorio”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El lugar de eterno castigo para los que rechazan el amor de Dios. Para examinar la doctrina del i. hay que comentar las palabras Seol, Hades y Abadón y Gehenna.

Seol. Para los hebreos el Seol era el mundo de los muertos. Así­, Jacob decí­a: †œDescenderé enlutado a mi hijo hasta el Seol† (Gen 37:35). Se utilizan muchas otras palabras para aludir al destino de los muertos: †œla tierra† (1Sa 28:13; Jon 2:6); †œla tierra del olvido† (Sal 88:12); †œel polvo† (Gen 3:19; Isa 26:5); †œel abismo† (Isa 14:15); †œel sepulcro† (Pro 28:17); †œel silencio† (Sal 94:17; Sal 115:17); †œlo profundo de la tierra† (Eze 31:14); †œtierra de tinieblas y de sombra de muerte† (Job 10:21-22).

†œDescender al Seol† es morir (Gen 42:38; Num 16:30). Dios habla de un fuego que ha encendido allí­ (Deu 32:22). Job dijo que †œel que desciende al Seol no subirᆝ (Job 7:9), pero Ana expresó que Dios †œhace descender al Seol, y hace subir† (1Sa 2:6). El Seol es un sitio abajo, profundo (Job 11:8); sitio de tinieblas (Job 17:13). El Seol arrebata a los pecadores (Job 24:19); está descubierto delante de Dios (Job 26:6); allí­ van los malos (Sal 9:17); pero el Mesí­as no serí­a dejado allí­ (Sal 16:10); nadie puede evitar el poder del Seol (Sal 89:48); pero ni aun el Seol está fuera del alcance de Dios (Sal 139:8). Debe notarse que el Seol, presentado como morada de los muertos, es una manera en que el AT se refiere a algún tipo de existencia posterior a la muerte. †¢Alma. †¢Estado intermedio. †¢Eternidad. †¢Inmortalidad.

Abadón. (†œLugar de destrucción o perdición†). Es sinónimo de Seol. El término viene de una raí­z que significa †œcorromper†. Señala el oscuro lugar de los muertos. Job lo menciona junto con la muerte (Job 28:22) y el Seol (Job 26:6), diciendo que el Abadón †œno tiene cobertura† ante Dios. También Proverbios hace lo mismo (Pro 15:11; Pro 27:20). En el Abadón son castigados los adúlteros (Job 31:12). Es un lugar que no se sacia de recibir muertos, en la misma forma en que no se sacian los ojos del lascivo (Pro 27:20). Allí­ no se proclama la verdad de Dios ni se cuenta su misericordia (Sal 88:11), pero aun así­ el conocimiento de Dios alcanza hasta allí­ (Pro 15:11). En el NT sólo hay una mención de Abadón, en Apo 9:11, donde se nos presenta al †œángel del abismo†, rey de unos seres que salen del †œpozo del abismo†. Su nombre es Abadón, y en griego, †¢Apolión.

Hades. Al traducir el AT al griego ( †¢Septuaginta) fue necesario buscar una palabra que fuera equivalente al hebreo sheol. Se escogió Hades porque en la cultura griega ese nombre se aplicaba primero al dios del paí­s de los muertos y luego al mismo lugar. Para los griegos la morada de los muertos era subterránea, un sitio oscuro, triste y sombrí­o, donde reinaba Plutón. Consecuentemente, donde el AT pone el término sheol los traductores pusieron †œHades†. Los autores del NT heredan ese uso. Así­, se dice que †¢Capernaum serí­a abatida †œhasta el Hades† (Mat 11:23). La iglesia batalla contra †œlas puertas del Hades†, que no podrán resistirla (Mat 16:18); el rico que no quiso dar migajas al mendigo †¢Lázaro murió y †œen el Hades alzó sus ojos† (Luc 16:23); pero el Cristo resucitado tiene †œlas llaves de la muerte y del Hades† (Apo 1:18); y llegará un dí­a en que †œla muerte y el Hades† entregarán los muertos que hay en ellos antes de ser ambos lanzados †œal lago de fuego† (Apo 20:13-14).

Gehenna. Este término, tan utilizado por el Señor Jesús (once veces) y por Santiago, traducido al español como †œi.† (Mat 5:22, Mat 5:29-30; Mat 10:28; Mat 18:9; Mat 23:15, Mat 23:33; Mar 9:43, Mar 9:45, Mar 9:47; Luc 12:5; Stg 3:6) es una transliteración del nombre hebreo del †œvalle del hijo de †¢Hinom†, donde se depositaba la basura de Jerusalén, se quemaban los animales muertos y otros desechos, por lo cual salí­a de él humo dí­a y noche. Esto hizo que con el tiempo se usara en lenguaje figurado como equivalente al i.
i. es descrito con un lenguaje que utiliza mucho la palabra †œfuego†, y de él se dirí­a que es †œeterno† (Mat 18:8), horrible (Heb 10:27) y un †œhorno† (Mat 13:42). Se le llama †œlas tinieblas de afuera† (Mat 8:12); lugar donde será †œel lloro y el crujir de dientes† (Mat 22:13). Allí­ serán castigados los hipócritas (Mat 24:51). Es un lugar †œpreparado para el diablo y sus ángeles† pero a él irán los hombres que no practicaron la misericordia (Mat 25:41).
el sheol se presentaba en el AT como uno y el mismo lugar, morada de los muertos. La revelación posterior muestra una división. En el sheol existe un paraí­so, o †¢Seno de Abraham, adonde van los justos y un i., adonde van los malos. Pero después del juicio final, sólo se nos habla del cielo, de un lado, y del otro, el †œlago de fuego que arde con azufre† donde son lanzados la bestia, el falso profeta (Apo 19:20), el diablo (Apo 20:10), la muerte y el Hades. †œEsta es la muerte segunda† (Apo 20:14).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

Véanse CASTIGO ETERNO, DESCENSO (de Cristo a los infiernos), SEOL.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[296] La creencia cristiana sobre el Infierno se expresa en la afirmación de que las almas que mueren en pecado mortal, es decir en actitud de oposición a Dios, van al infierno. Y entiende por infierno el estado o situación de alejamiento divino (pena de daño), acompañado de sufrimiento enorme por haber perdido la dicha que Dios habí­a ofrecido. Ese estado de desdicha y dolor será inmutable, permanente y consciente.

Terminado el tiempo de la vida, nada puede cambiar por toda la eternidad. Las palabras de Juan: “Ya está la segur a la raí­z del árbol. … y todo árbol que no da fruto será cortado y echado al fuego… y a un fuego que no se apaga.” (Mt. 2. 8-12), son el sí­mbolo de esa definitiva situación de quien, libre en la vida, no actúa como Dios quiere y espera.

La obstinación del condenado que a sí­ mismo se excluye del Reino de Dios y se niega a adherirse al bien durante su estado de viador es la puerta del misterio de la condenación.

No es la palabra “infierno” la que impresiona: es el misterio de la perdición eterna que en ella se esconde. Infierno no significa otra cosa que “subterráneo”, subsuelo, abismo, averno, lugar inferior. La Biblia griega de los LXX, que citan los textos originales del Nuevo Testamento, pone el término “Hades” o “a-bbysos” (abismo) para traducir el término hebreo de “sheol” o lugar de los muertos.

En ese lugar colocaba la mentalidad antigua, oriental y griega, las divinidades nocivas, del mismo modo que se situaban las buenas en las alturas, en el Olimpo los griegos y en el firmamento los babilónicos y persas.

Pero la idea de infierno se precisa en el pensamiento judí­o tardí­o y en el cristiano primitivo, como el lugar de castigo donde los malos en este mundo se convierten en réprobos para toda la eternidad. Es un lugar inferior de la tierra; pero evidentemente es una forma de hablar, pues ni puede localizarse en espacio concreto ni responde a delimitación precisa ni para las almas ni para los cuerpos después de su resurrección.

A los condenados se le llama réprobos. Están con su alma en esa situación. Y después de la resurrección de todos los hombres, se hallarán también con sus cuerpos.

El misterio del castigo eterno debe entenderse en doble sentido: en cuanto castigo y en cuanto a perpetuo o eterno. Ambos son los rasgos que la Escritura y la Tradición.

En ambas, la idea del castigo está tan clara que no es posible negar su existencia según la fe cristiana. Ni es posible ignorar el carácter voluntario y libre de los condenados.

1. El infierno en la Escritura

La Biblia alude al infierno como “lugar de los muertos”, a donde Cristo llegó y liberó a los justos que esperaban su llegada. Pero allí­ quedaron los réprobos que no habí­an querido aprovecharse de su misericordia divina. En ese lugar habrí­a, pues, diversos compartimentos o situaciones.

1.1. Antiguo Testamento
En el Antiguo Testamento se intuye el castigo de los malvados y se habla de forma muy difusa del mismo.

El Profeta Jeremí­as alude a la “ignominia eterna dada por Dios” (Jer. 23.40) y pide al Señor que su furor “no se mantenga eternamente” (Jer. 17.4).

Otros textos proféticos: Mal. 1.4; Abd 10: Baruc 4. 35 se refieren a la ira divina interminable y atroz. Job recuerda que los que “no obedecen, perecen para siempre.” (Job. 4.20)

En las Crónicas se recuerda que “el que no obedece a Dios, es rechazado por El eternamente”. (2 Cro. 28.9).

Y en los Salmos se pide a Dios que no confunda a sus seguidores para toda la eternidad (Salm. 30. 2; 70. 1;
Pero son las palabras de Jesús, o que los evangelistas ponen en labios de Jesús, las que resultan ní­tidamente definitorias del castigo eterno. El mismo Señor pronuncia el rechazo de los que no cumplido con la ley natural de la compasión: “Apartaos de mí­, ¡malditos! Id al fuego eterno, preparado para Satanás y sus ángeles”. (Mt. 25. 41) La comparación más frecuente que se atribuye a Jesús es la del fuego de la Gehena, probable lugar de consumo de desperdicios urbanos en el torrente inferior de la ciudad.

“El que llame a su hermano racca (renegado) será reo del fuego de la Gehena.” (Mt. 5.22). “Más vele perder un ojo, que con los dos ser arrojado para siempre la Gehena” (Mc. 9.47). Además otros textos aluden a tal castigo: Lc. 12.5; Mt. 5.30; Mt. 18.9.

Y en cuanto al rechazo eterno, Jesús también pronunció con claridad el carácter irreversible del alejamiento de Dios; Mt. 18.8; Mt. 25.41. Lo dijo explí­citamente: “Los malos irán al fuego eterno”. (Mt. 25. 46). “Y el que blasfeme contra el Espí­ritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes será reo de pecado eterno.” (Mc. 3. 29)

Los Apóstoles continuaron con la claridad del mensaje, centrado en la realidad y en la eternidad del castigo. Los Escritos que de su inspiración salieron son contundentes al respecto.

San Pablo afirmó que los que obren mal en el mundo “serán castigados a eterna ruina, lejos de la faz del Señor y de la gloria de su poder.” (2 Tes. 1. 6; Rom. 2. 6-9; Hebr. 10. 26-31).

Esa enseñanza se repite en diversos lugares: 2 Petr. 2. 6; se expresa con temor y con compasión, por no poder lograr la conversión del malvado, y en relación a los ángeles y a los hombres: a los ángeles: “porque no guardaron la fidelidad Dios y por eso los tiene atados con ligaduras eternas bajo las tinieblas.” (Jud. 7 y 13). Y a los hombres que no cumplen la ley divina, porque “los rebeldes se atraerán sobre sí­ mismos la condenación.” (Rom. 13.2)

En el Apocalipsis también se dice con nitidez: “Los impí­os tendrán su parte en el estanque que arde con fuego y azufre… Serán atormentados dí­a y noche por los siglos de los siglos.” (Apoc. 21. 8; y 20. 10)

La abundancia de pasajes y la claridad de los mismos puede dejar impresión de desconcierto y engendrar sentimientos de terror. Así­ aconteció en muchos ascetas, de cuyos ejemplos de penitencia está llena la Historia de la Iglesia y cuyo recuerdo permanece en los retablos de los templos y en las salas de los museos enriquecidos con el arte medieval y barroco (Marí­a Magdalena, S. Antonio abad, S. Jerónimo, S. Bruno, S. Romualdo, etc.)

Pero la correcta exégesis de los textos, situados en sus contextos, lleva a la conclusión de que la mirada de los hagiógrafos se halla dirigida hacia el Cristo misericordioso que vino a traer la salvación, respetando la libertad electiva de los seguidores, y no la condenación expiando sus debilidades.

En el fondo todos los textos están diciendo: “Os estaré recordando en todo momento estas cosas aunque ya las sepáis.” (2. Petr. 1. 12). Para que, “aunque seáis tenidos por tristes, estéis eternamente alegres.” (2 Cor. 6. 10)

2. la Tradición unánime
Los Padres dieron testimonio unánime de la realidad del infierno desde los primeros tiempos y resaltaron la necesidad de pensar en él infierno para luchar contra el pecado y las tentaciones.
P. Nieremberg. En “Diferencia entre lo temporal y eterno”
La creencia de que “los que mueren en pecado mortal van a la condenación del infierno”, estuvo expresada ya en los Sí­mbolos primitivos. (Denz. 40)

Los testimonios en este sentido se multiplicaron en todos los grandes teólogos de esos siglos. Según San Ignacio de Antioquí­a, “todo aquel que, por su pésima doctrina, corrompiera la fe de Dios por la cual fue crucificado Jesucristo, irá al fuego inextinguible, él y los que le escuchan.” (Sobre Ef. 16. 2).

San Justino fundaba el castigo del infierno en la idea de la justicia divina. “Esa justicia no deja sin castigo a todo el que transgrede la ley.” (Apol. II. 6 y Apol. 18. 4; 21, 6; 28. 1)

Es normal que en un tema como el del infierno, las costumbres y los lenguajes de cada época se hayan hecho notar en el tono y talante de los diversos testimonios. Pero la diversidad de lenguajes nunca eclipsó la unanimidad con la que la Iglesia testificó la realidad del castigo eterno para los pecadores empedernidos y empeñados en su propio pecado.

En el III Concilio de Valence se declaraba: “Creemos que nadie se condena por juicio previo, sino por merecimiento de su propia iniquidad. Y que los mismos malos se pierden, no porque no pudieron ser buenos, sino por que no quisieron serlo y por su propia culpa permanecieron en la masa de condenación por su culpa original y también por la actual.” (Den 321)

3. Naturaleza del infierno
De la Sda. Escritura sólo se desprende la existencia del castigo para quienes no quieren acoger la misericordia y se alejan libremente de Dios por el pecado. Es la Teologí­a posterior la que multiplicó sus reflexiones y sus intentos de aclaración sobre la realidad del infierno.

En general fue la época Escolástica la que más “razonó” sobre esa realidad, a partir de los datos bí­blicos y de la Tradición. Distinguió dos elementos en el suplicio del infierno: la pena de daño (suplicio de privación de Dios) y la pena de sentido (suplicio para los sentidos). Es la doctrina habitual de la Iglesia, sobre la que hay pocas definiciones dogmáticas y muchas consideraciones ascéticas.

La pena de daño, la esencial, corresponde al alejamiento voluntario de Dios, a quien se rechaza por el pecado mortal. Supone una aversión malvada y la conciencia dolorosa de alejamiento, que en vida procede de debilidad voluntaria, de malicia consentida o de ignorancia interesada y preferida; pero que, luego de la muerte, se transforma en estable, al haberse querido mantener sin arrepentimiento. Es incomprensible que pueda darse tal aberración, pero el hombre es libre para quererla.

La pena de sentido es complementaria y supone la participación de las partes o principios que componen la naturaleza humana: la espiritual que llamamos alma con sus capacidades aní­micas de inteligencia y voluntad; y la material que es el cuerpo con sus potencias sensoriales.

3.1. La pena de daño
Se halla atestiguada por la Escritura y la Tradición, confluyendo ambas en la obsesión del pecador en mantenerse en el pecado mortal. La esencia de ese estado es el rechazo a la unión con Dios. Cuando se consolida como definitiva al morir, genera la pena y dolor del daño. Es tan grande cuanto grandioso e infinito es el don perdido, que es el mismo Dios. El condenado es consciente de lo que ha perdido y su ser, creado y nacido para la felicidad, sufre la desgracia y el vací­o angustioso de la privación de la visión beatí­fica de Dios.

En él resuena eternamente el rechazo divino: “No os conozco, apartaos malditos al fuego eterno, creado para Satanás y sus ángeles.” (Mt. 25. 12; Lc. 13. 27; 14. 24; Apoc. 22):

La razón del rechazo está en la injusticia de no dar a Dios lo que le corresponde: la adoración y el amor. S. Pablo habla de esa injusticia cuando dice: “¿No sabéis que los injustos no poseerán el Reino de Dios?” (1 Cor. 6. 6)

Apenas si podemos entender o decir más de esa pena. Pero racionalmente sospechamos que tiene que ser inmensa. Si no se dice infinita, es por la naturaleza contingente de la criatura humana.

3.2. La pena de sentido
La pena sensible, la de los sentidos, es complementaria. Aunque sea la que más impresiona a nuestra mente sensorial, es mera consecuencia de la esencial, que es la de daño.

Consiste en los tormentos causados en el alma por la angustia y amargura de haber legado a tal estado; y en el cuerpo por los misteriosos efectos del “fuego eterno”.

La Sagrada Escritura habla repetidamente de ese “fuego eterno del infierno” (Mt. 3.10; 13.42: 18.8; 25.41; Lc. 3.17) al que son arrojados los condenados. Lo simboliza en el “llanto y el crujir de dientes.” (Mt. 8.12), imagen del dolor y la desesperación.

El fuego del infierno fue entendido en sentido metafórico por algunos Padres antiguos, como Orí­genes y San Gregorio Niseno; y por algunos teólogos posteriores, los cuales interpretaban la expresión “fuego” como imagen de los dolores puramente espirituales.

El Magisterio de la Iglesia no ha condenado esta forma de entender el sentido del fuego, teniendo en cuenta de que la realidad fí­sica de la combustión de alguna sustancia a muy alta temperatura no es compatible con la realidad extrafí­sica de la otra vida. Pero la mayor parte de los escritores cristianos no admiten que se trate de un mero juego verbal simbólico y, dada la insistencia del término y la realidad tremenda del castigo, se inclinan a pensar en algo como misterioso, doloroso verdaderamente real.

La acción de ese “fuego real”, fí­sico o no fí­sico, sobre seres puramente espirituales la explica Santo Tomás, siguiendo a San Agustí­n y a San Gregorio Magno, como “sujeción o dependencia” de los espí­ritus a la materia, que es causa de dolor y actúa como instrumento de la justicia divina. (Supl. S. Th. 70. 3)

Evitar las descripciones puramente gratuitas de mentes exaltadas que intentan sugerir formas de tormento de las que no habla la Escritura, incluso localizar el dolor en la parte del cuerpo con la que se ha pecado: comida, avaricia, lujuria, no parece ni teológico ni psicológico. Son metáforas irrelevantes e ingenuas en nada concordes con la razón.

4. Propiedades del Infierno
La realidad del infierno tiene que ver con la libertad y la conciencia, con la responsabilidad y la inteligencia de quien en vida ha querido mantenerse en el mal y despreciar la inmensa ayuda que Dios ofrece a los hombres.

4.1. Personal
Por eso, el tormento del infierno es siempre algo individual y diferenciado, según el estado personal de cada conciencia pecadora. La responsabilidad propia no puede ser complicada con los pecados cometidos por colectividades y grupos de pertenencia.

El sentido colectivo de pena en los tiempos del Antiguo Testamento tení­a más resonancia, por la cultura en que se moví­an los hagiógrafos. Así­ vemos que el castigo de Sodoma (19. 23-25) se llevó por delante a todos los habitantes, al margen de su edad o situación. Y que todos los primogénitos de Egipto fueron arrasados por el ángel exterminador (Ex. 12. 29-31). O que, con Coré, Datán y Abirán, (Num. 16. 27-34) bajaron al abismo sus mujeres y sus niños.

El Nuevo Testamento resalta más la responsabilidad de la conciencia personal de los individuos, de modo que cada uno debe pagar por sus pecados y no por los ajenos.

4.2. Eternidad
La eternidad de las penas infernales es lo que más impresiona al tratar este misterio y lo que dejó temblorosos a los poetas, pintores y artistas de todos los tiempos y ámbitos cristianos.

Las penas del infierno durarán para siempre. El Concilio IV de Letrán, en 1215, declaró: “Los réprobos recibirán con el diablo suplicio eterno” (Denz. 429). Y Benedicto XII definió en Enero de 1336: “Las almas de los que salen de este mundo en pecado mortal actual son llevadas al infierno inmediatamente después de la muerte para ser castigadas con penas infernales.” (Denz. 531).

Desde los tiempos de Orí­genes, siempre hubo teólogos y escritores que tuvieron serias dificultades para aceptar la eternidad de las penas, apoyándose en la infinita misericordia divina y pensando que deberí­a haber alguna forma misteriosa por la cual Dios terminarí­a perdonando a los condenados, por obstinados que resultaran. La teorí­a origenista de la “apocatástasis”, o regeneración final, ya fue rechazada por un Sí­nodo de Constantinopla en el 543 (Denz. 211). Y la enseñanza de la Iglesia se mantuvo siempre en la defensa de la inmutabilidad de las penas una vez que ha terminado el tiempo de esta vida.

La Sagrada Escritura afirma explí­citamente esa eternidad, recogiendo datos del Antiguo Testamento, pero sobre todo interpretando las palabras del mismo Cristo.

Los Profetas hablaron de “eterna vergüenza y confusión” (Dan 12. 2) para los malos. Los libros sapienciales insistieron en el “castigo sempiterno” (Sab. 4. 16). Otros libros aludieron incluso al “fuego eterno” (Jdth. 16. 21).

El término “eterno”, que luego se recogerá repetidamente en el Nuevo Testamento (Mt. 18. 8; Mt. 25. 41 y 46; Jd. 7; 2 Tes. 1. 6) no puede entenderse de otra forma que en su sentido natural: perpetuo, permanente, inacabado, interminable. Cualquier tergiversación supone apartes de la verdad evangélica.

Es lo mismo que decir “fuego inextinguible” (Mt. 3. 12; Mc. 9. 42; Lc. 4. 31) o de la “gehenna, donde el gusano no muere ni el fuego se extingue” (Mc. 9. 46; Lc. 47. 5). Es ni más ni menos que reflejar que el tiempo se ha terminado y ya nada cambiará.

La doctrina cristiana se fundamenta en que, pasado el tiempo de prueba que es el de vida, la voluntad de los condenados está obstinada inconmoviblemente en el mal; y que es incapaz de verdadera penitencia o conversión. Tal obstinación se explica por haber terminado el momento de la gracia de Dios.

Es misteriosa esa decisión divina de que el tiempo de prueba es temporal y no perpetuo. Pero es así­. La explicación de Santo Tomás: Summa Th. I. II. 85. 2 ad 3 y Suppl. 98. 2. 5 y 6, se apoya en la inmutabilidad divina. Y la Teologí­a tomista se esfuerza por reflejar la voluntad divina misericordiosa, en la voluntad salví­fica universal, pero dejando en claro que Dios hizo al hombre libre y respeta misteriosamente esa libertad. Lo que realmente importa es conocer lo que Dios quiso que fuera y no lo que el hombre piensa que pudiera haber sido.

4.3. Desigualdad
Otro rasgo de las penas del infierno es la desigualdad y la dependencia de las malas acciones cometidas en vida y de las que no hubo arrepentimiento. El sentido de justicia reclama la adaptación de la pena a los delitos.

Los Concilios de Lyon y Florencia lo afirmaron explí­citamente: “Las almas de los condenados son afligidas con penas desiguales.” (Denz. 464 y 693). Probablemente hay que entender esa diferencia, no sólo de la pena de sentido, sino también de la intensidad como se hará presente en cada condenado la pena de daño, aunque ésta sea la fundamental del infierno.

Jesús amenazaba a los habitantes de Corozaí­n y Betsaida que su impenitencia merecerí­a un castigo mucho más severo que el de los habitantes de Tiro y Sidón. (Mt. 11. 22). Y a los escribas les auguraba un juicio más severo que a otros pecadores (Lc. 20. 47). No era preciso esa diferenciación, pues parece de sentido común el que, si lo pecados son muy diferentes en malicia y en conciencia de responsabilidad y que varí­an mucho en número, las penas es preciso que sean también diferentes.

San Agustí­n enseñaba: “La desdicha será más soportable a unos condenados que a otros” (Enchir. XI. 7). Y la diferencia no estará sólo en la resignación o aguante de los condenados, sino de la intensidad de la pena
4.4. Consciente
El condenado conservará la conciencia de su estado y la certeza de que se halla en él por su propia voluntad, la cual se habrá de tal manera fijado en el mal que le incapacitará eternamente para arrepentirse.

No deja de ser un misterio el cómo puede darse esa situación, pues trasciende todos los datos de experiencia humana desde los cuales los hombres podemos comprender las cosas. Pero será así­, sin duda alguna.

Precisamente esa claridad de la propia situación y el saber que se pudo haber salvado con sólo aprovechar las gracias de un Dios que le amaba y querí­a de verdad su felicidad eterna, será el motivo central de su sufrimiento.

Esta presunción de conocimiento en el condenado está relacionada con la certeza de que Dios hizo a los hombres libres y les dejó elegir sus caminos.

4.5. Obstinada
A pesar de su dolor, los condenados estarán obstinados en su situación, pues para ellos se ha terminado el tiempo de elección y su realidad se ha paralizado. Lo comentan muchos Padres y se admiran de que los condenados mantengan el “odio a Dios” de forma inmutable, siendo esa situación el motivo de su distanciamiento eterno.

No será Dios el que los odiará, pues Dios no puede odiar a las criaturas que el mismo hizo. Pero respetará la opción que en vida hicieron de alejarse de El para siempre.

El emblema del Apocalipsis aplicado a los demonios, es ilustrador: “Lucharon encarnizadamente el Dragón y con sus ángeles contra Miguel y lo suyos, pero fueron vencidos y arrojados del cielo para siempre.” (Apoc. 12 7-8)

5. Situación de los demonios

Los ángeles condenados desde el principio, cuando el Señor Dios hizo la “creación invisible” del mundo, son una de las principales referencia del infierno de los condenados.

Esos seres diabólicos, ángeles caí­dos, han sido asociados con frecuencia a la administración de los castigos del infierno. La doctrina cristiana no habla de ellos, pero nada apoya el que ellos tengan alguna influencia o actuación sobre los condenados.

Es preciso superar los antropomorfismos al respecto, sobre todo si se les atribuye con metáforas o creencias ingenuas algunas atribuciones improcedentes. Son seres misteriosos, de los cuales sólo sabemos por la revelación que existen y están condenados. Nada avala que sean muchos o pocos, que haya entre ellos clases o niveles o que sean todos iguales, que actúen más o menos en la tierra o que se hallen eternamente e inmutablemente alejados de la tierra.

Sin duda que atribuirles la consideración de atormentadores y carceleros de los seres humanos, intentando hacer sufrir a sus “clientes”, sobre los cuales tiene un poder especial, no deja de ser una ingenua creencia.

La tradición cristiana, basada en diversos textos bí­blicos, atribuye a los demonios cierta capacidad tentadora en este mundo: Jn. 8.44; Apoc. 12.9; 1 Jn. 5. 18-19. Jn. 17. 15. Pero poco se puede decir con respecto al otro.

Por eso, en catequesis, es mejor rectificar ciertas creencias que rozan la superstición que potencias las ideas sobre la función de protagonistas de los demonios en el castigo del infierno.

San Ambrosio escribí­a: “El Señor ha borrado vuestro pecado y borrado vuestras faltas. El os protege y guarda contra las astucias del diablo que os combate, para que el enemigo, que tiene la costumbre de engendrar la falta, no os sorprenda. Quien confí­a en Dios, no tema al demonio, porque “si Dios está con nosotros, ¿quien estará contra nosotros?” (Rom. 8.31).” (Sacram. 5.30)

6. Infierno y piedad popular
También es importante el resaltar que la idea del infierno ha suscitado múltiples apoyos para la vida de los cristianos de todos los tiempos.

Ha inspirado a los predicadores penitenciales y a los cristianos, ha llenado de sentimientos nobles los tiempos cuaresmales y ha permitido entender mejor la grandeza del misterio redentor de Jesús. Ha ayudado con fuerza a rechazar el pecado y el abuso de los débiles y a cultivar la necesidad de la reparación y del arrepentimiento.

El temor de Dios es un sentimiento cristiano profundo y positivo, con dimensiones naturales necesarias para hombres de carne y hueso, y con aspectos sobrenaturales a los que se llega poco a poco cuando hay rectitud de intención.

Un naturalismo ingenuo que ignora el saludable temor de Dios como fuente de la sabidurí­a de quien aprende con él a huir del mal es mal criterio para acompañar al cristiano en su camino hacia la salvación
El temor al infierno es fuente de piedad y de agradecimiento a Dios que nos salva y protege. Hay que ver ese temor como algo estrechamente nacido de la Escritura: Rom. 13.7 1 Tim. 5. 14; 1 Petr. 3. 14;
Cuando se sigue el consejo de Pedro: “Mantened el temor de Dios en todas las cosas.” (1. Petr. 2.18) o el de Pablo: “Avanzad en la santidad mediante el temor de Dios.” (2. Cor. 7.1), es fácil darse cuenta de que la vida es una lucha en la que cada uno puede caer, sobre todo si es arrogante y vanidoso ante las propias fuerzas: “El que crea que está pie, que tema no caiga”. (1 Cor. 10.12)

7. Catequesis e infierno

Como misterio cristiano, en la Catequesis hay que presentar el misterio del castigo eterno con naturalidad y con oportunidad. Una postura racionalista que lo menosprecie es tan perjudicial para la recta presentación del mensaje evangélico y para la fe serena como una polarización temerosa en su realidad.

7.1. Temor al infierno

Trento indicó que el miedo al infierno es saludable y beneficioso para el cristiano: “Si alguno dijere que el miedo al infierno, por el que, doliéndonos de los pecados nos refugiamos en la misericordia divina o nos abstenemos de pecar, es pecado o hace peores a los pecadores, sea anatema. (Denz. 818)

– Debemos en catequesis recordar el infierno y saber armonizarlo con el sentido de la filiación divina, pues “hemos recibido el espí­ritu de adopción no el temor de la servidumbre.” (Rom. 8.15)

– Se debe repudiar las formas excesivamente descriptivas del infierno, así­ como las imágenes escabrosas del mismo, las cuáles se apoyan más en la pena de sentido que en la de daño, lo cual es desvirtuar la esencia del infierno.

7.2. Problemas especiales
La catequesis sobre el infierno debe estar presidida de cierta serenidad y rehuir toda espectacularidad, con descripciones escabrosas y poco apoyadas en la Sda. Escritura.

– Al llega a ciertas edades, la preadolescencia y adolescencia, se corre el peligro de no saber armonizar la idea de la predestinación o de la presciencia divina, con el hecho de la posible condenación de quien se obstine en el pecado. Conviene no resaltar en esos momentos evolutivos las figuras escabrosas del infierno, sino la idea de la misericordia divina que siempre da la ayuda para salvarse.

– Determinadas cuestiones relacionadas con el infierno a veces pueden perturbar la mente de catequizandos más sensibles o reflexivos. Tales son el número de los que se salvan (Mt. 7. 13-14), la existencia de pecado contra el Espí­ritu que “no se perdonan ni en esta vida ni en la otra” (Mt. 12.31), la libertad ante pecados “irresistibles”, la posibilidad de arrepentirse en la muerte.

– Es peligroso reemplazar la verdadera doctrina cristiana sobre el infierno por la presentación de cuestiones más curiosas que piadosas o más propias de un gusto mas casuí­stico del dogma y de la moral que del evangélico, que debe siempre ser el predilecto.

– La buena catequesis sobre el infierno es la que se apoya en las mismas enseñanzas de Jesús, las cuáles se basan más en sus palabras de perdón y misericordia que en sus amenazas de castigo o de rechazo.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Por el hecho de haber sido creado a imagen de Dios, que es Amor, “el hombre no puede encontrar su propia plenitud, si no es en la entrega de sí­ mismo a los demás” (GS 24). Si el ser humano no se construye libremente como donación, se destruye a sí­ mismo, encerrándose en la soledad y frustración. Entonces se construirí­a como un absurdo, un ser al revés, que llevarí­a a la pérdida del encuentro con Dios Amor en el más allá. Pero Dios quiere que todos se salven (cfr. Jn 3,16-17).

Esta realidad demuestra la dignidad y responsabilidad de la persona humana y la trascendencia de sus actos libres. El encuentro con Dios, al que aspira esencialmente todo ser humano, se puede frustrar para siempre. El reverso del ser humano, que deberí­a construirse amando, es la decisión libre de apartarse definitivamente del primer Amor que ha creado a los hombres por amor y para construirse en el amor a Dios y a los hermanos. Todo lo hizo el mismo primer Amor.

La vida humana es preparación e iniciación de una vida definitiva. En todo momento de la vida, el ser humano puede (por gracia de Dios que no se niega a nadie) reorientarse hacia el amor. Todo ser humano es recuperable, aunque fuera en el último momento. Pero “morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra “infierno”” (CEC 1033).

El ser humano ya no podrí­a ser feliz si se separara definitivamente de Dios. Esta separación eterna e irreversible (achacable sólo a la responsabilidad humana) serí­a fuente de un dolor inexplicable, por sentirse el hombre apartado de Dios (“pena de daño”) y por verse a sí­ mismo como el reverso de todos los seres que son expresión de Dios que es Amor (“pena de sentido”).

Cristo mismo, que ama a cada uno hasta dar la vida por todos, ha hablado de este posible fracaso como de “fuego inextinguible” (Mc 9,48) y de “tormento eterno” por la “separación” definitiva de Dios (Lc 16,26; Mt 25,41-46). Sólo Cristo nos puede desvelar este misterio, porque “en la misma revelación del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” (GS 22).

La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro, así­ como la narración del juicio final (donde nos examinarán de amor), brotaron del mismo corazón de Cristo que habí­a narrado con alegrí­a la conversión y el regreso del hijo pródigo a la casa del Padre. Este mensaje de Jesús es una llamada universal a la conversión, es decir, a la “vuelta” a los planes de Dios Amor en Cristo.

Referencias Cielo, escatologí­a, juicio particular y final, salvación.

Lectura de documentos CEC 1033-1037; LG 48.

Bibliografí­a C. POZO, Teologí­a del más allá ( BAC, Madrid, 1981) 423-462 (la retribución del impí­o); K. RAHNER, Infierno, en Sacramentum Mundi (Barcelona, Herder, 1972ss) III, 903-907; J.L. RUIZ DE LA PEí‘A, La otra dimensión (Sal Terrae, Santander, 1986) 251-271 (la muerte eterna); Idem, La pascua de la creación. Escatologí­a ( BAC, Madrid, 1996) cap. VIII.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

En el A. T., la palabra seol, de origen incierto, indicaba un lugar de sombras, en el fondo de la tierra, donde bajaban todos los muertos, buenos y malos, sin distinción alguna, del que no pueden subir y en el que llevaban una vida disminuida, olvidada y sin posibilidad de alabar a Dios. Este lugar fue poco a poco considerado como el reino de la muerte. Al progresar la doctrina sobre la resurrección, el seol, traducido por hades en la versión griega y usado así­ en el N. T. Progresivamente se va definiendo más. Se suponen ya compartimentos, que separan a los buenos de los malos (cf. Lc 16, 19-31). Cristo “bajó a los infiernos” (dogma del credo cristiano), es decir, a esta morada de los muertos, para triunfar de la muerte con su resurrección y llevar consigo en esperanza el triunfo de sus redimidos (cf. Act 2, 24-31; Ef 4, 9; 1 Pe 3, 19-21; 4, 6). Desde entonces el hades o la muerte no tiene poder y ha de soltar a sus muertos. Su poder, indirecto, sólo abarcará a los impí­os, los que hayan rechazado a Jesús y su victoria. Para éstos, el castigo del hades será como el infierno, identificado a veces con la gehenna (adaptación griega del hebreo gehnnón, “valle de Hinnon”), al sur de Jerusalén, maldito por el culto idolátrico a Molok, donde la literatura judí­a localizaba el castigo, por el fuego, de los impí­os (cf. Mt 5, 22-30; 10, 28; 23, 15; Mc 9, 4347; Lc 12, 5); lugar de suplicio de fuego (Mt 3, 12; 5, 22; 13, 42. 50; 18, 8; Mc 9, 43-47); un fuego eterno que no se acaba nunca (Mt 13, 12; 18, 8; 25, 41; Mc 9, 33. 47; Lc 3, 17), donde será el llanto y el crujir de dientes (Mt 13, 50; 24, 51), donde hay un gusano que corroe eternamente a los que allí­ están (Mc 9, 48), lugar, por fin, de tinieblas (Mt 8, 12; 22, 13; 25, 30). Con todo este lenguaje literario se quiere indicar el tormento espantoso que allí­ sufrirán los condenados. Pero el seol, el hades, el infierno o los infiernos, reino y poder de la muerte, ha sido abierto y vencido por la bajada a él de Jesucristo y por su resurrección. Desde entonces queda como infierno eterno con suplicio sólo para los que rechacen a Jesucristo. -> í­ptica.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> Hades, Sheol, condena, pena de muerte, exclusión, fuego, muerte). Las religiones que no ponen en su centro la gracia de Dios y la libertad (individualidad) del hombre no pueden hablar de infierno o condena final, pues en ellas todo se mantiene en un eterno retorno de vida y de muerte. Sólo las religiones que acentúan la experiencia de la gracia* y dejan al hombre en manos de su propia libertad* (como el judaismo y el cristianismo) pueden hablar de un infierno o condena definitiva, interpretada como castigo* de Dios, en la lí­nea de un judaismo, cristianismo e islam ya estructurados. En esa lí­nea, el Antiguo Testamento en cuanto tal apenas puede hablar de infierno, a no ser en sus últimos estratos y de un modo simbólico, como en Dn 12,2 (“Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión perpetua”) y en el libro de la Sabidurí­a (destrucción de los injustos). El infierno, como lugar y estado perdurable de los condenados, no aparece de un modo inequí­voco y explí­cito en el conjunto de la Biblia; por otra parte, en el Nuevo Testamento, el infierno deberí­a entenderse desde la gracia de Dios en Cristo, que es más fuerte que todas las posibles condenas de los hombres. Sea como fuere, el nombre infierno proviene de la versión latina de la Biblia (la Vulgata), que traduce con esa palabra diversos nombres y conceptos de la Biblia hebrea, que en general tienen un sentido genérico de muerte o de mundo inferior (Sheol) donde se cree que están los que han muerto.

(1) Imágenes fundamentales. El tema del infierno recibe en la tradición bí­blica diversos sentidos y aplicaciones. (a) Se puede hablar del infierno de los ángeles perversos, que han sido condenados a vivir en un “abismo de columnas de fuego que descienden”, como templo invertido, donde penan y purgan su pecado (1 Hen 21,7-10). “Aquí­ permanecerán los ángeles que se han unido a las mujeres. Tomando muchas formas, ellos han corrompido a los hombres y los seducen, para que hagan ofrendas a los demonios como a dioses, hasta el dí­a del gran juicio en que serán juzgados, hasta que sean destruidos. Y sus mujeres, las que han seducido a los ángeles celestes, se convertirán en sirenas” (1 Hen 19,1-3). En esa lí­nea se sitúa el simbolismo de Mt 5,41, donde Jesús, Hijo de Hombre, dirá a los injustos: “apartaos de mí­, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles” (Mt 25,41). Los hombres pueden participar, según eso, de una condena eterna, que deriva de la falta de solidaridad que han mostrado con los necesitados, (b) Se puede hablar de un infierno entendido como “vergüenza y confusión perpetua”, propia de aquellos que resucitan al fin de los tiempos para la condena (Dn 12,2). Aquí­ no se destaca el fuego de la destrucción, como en el caso anterior, sino la “falta de honor”, la deshonra de aquellos que no participan en el brillo de la gloria de Dios, (c) El signo más utilizado del infierno es la Gehenna. Parece claro que Jesús ha puesto de relieve la imagen de la Gehenna, pequeño valle hacia el sur de Jerusalén donde se quemaban las basuras de la ciudad, como signo de perdición. Esta imagen se encuentra especialmente vinculada con el pecado del escándalo: “si tu mano te escandaliza, córtatela…; te es mejor entrar manco en el Reino que ir con las dos manos a la Gehenna” (cf. Mc 9,42-46 par). Ella aparece también en textos parenéticos, en los que se invita a no tener miedo a los que pueden quitar la vida, pero no pueden mandar al hombre a la Gehenna, como puede hacerlo Dios (cf. Mt 10,38; Lc 12,5). Es evidente que esta imagen pone de relieve el riesgo de perdición en que se encuentra el hombre, pero quizá no puede aplicarse sin más a un tipo de infierno eterno.

(2) Un relato popular. Un tipo de infierno aparece también en relatos populares, como en la parábola de Lázaro, el mendigo, y del rico sin misericordia: “Aconteció que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán; y murió también el rico, y fue sepultado. En el Hades alzó sus ojos, estando en tormentos, y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno. Entonces, gritando, dijo: Padre Abrahán, ten misericordia de mí­ y enví­a a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama. Pero Abrahán le dijo: Hijo, acuérdate que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, males; pero ahora éste es consolado aquí­, y tú atormentado. Además de todo esto, una gran sima está puesta entre nosotros y vosotros, de manera que los que quieran pasar de aquí­ a vosotros no pueden, ni de ahí­ pasar acá” (Lc 16,22-26). Significativamente, el texto no habla ya de la Gehenna, sino del Hades, entendido en su sentido antiguo de Sheol, mundo inferior de los que han muerto. Pero ya no es un Sheol-Hades neutral, al que van todos los muertos, sino que aparece como lugar de fuego-tormento. Por eso, se eleva a su lado la imagen del “seno de Abrahán”, vinculado sin duda a las promesas de salvación relacionadas con los patriarcas (como en Mt 8,11 yen Mc 12,26).

(3) Relato apocalí­ptico y experiencia cristiana. Siguiendo tradiciones orientales, el Ap concibe el lugar/estado de ruptura y destrucción total de los humanos como estanque o lago de fuego* V azufre que arde sin cesar (Ap 19,20; 20,10.14.15; 21,8), al parecer en el fondo de la tierra, como pozo del abismo*. No es el Hades de la tradición griega, donde los muertos esperan aún la salvación, sino el estado final de aquellos que no han querido recibir al Cristo Cordero y no están inscritos en su Libro* y/o en la Ciudad final, la nueva Jerusalén (cf. 2,10-15); es lugar de muerte sin fin. A pesar de las imágenes de Ap 14,9-11, el Apocalipsis no insiste en la condena o fracaso de los perversos como castigo-dolor, sino como muerte (no vida). Por eso, en contra de la tradición simbólica posterior, reflejada por ejemplo en la Divina Comedia de Dante, el Ap no ha situado en paralelo el cielo y el infierno; a su juicio, sólo existe una culminación verdadera: la ciudad de los justos (Ap 21,1-22,5); el infierno no está al lado del cielo, como si fuera el otro platillo de una balanza judicial, sino que es sólo una posibilidad de no recibir la gloria que Dios ofrece a todos los hombres en Cristo. Por eso, el infierno cristiano sólo puede plantearse desde la experiencia pascual, que no ratifica la estructura judicial anterior, de tipo simétrico, donde hay condenados y salvados, en la lí­nea del conocimiento del bien y del mal (Gn 2-3) o de la división que la teologí­a del pacto israelita ha marcado entre la vida y la muerte (Dt 30,15), y que ha pasado a la visión parenética de Mt 25,31-46 (con derecha e izquierda, salvación y condena). En principio, el mensaje pascual del cristianismo es sólo experiencia de salvación, que se funda en el amor de Dios, que ha dado a los hombres su propia vida, la vida de su Hijo (cf. Jn 3,16; Rom 8,32). Desde esa perspectiva deben replantearse todos los datos bí­blicos anteriores, incluido el lenguaje de Jesús sobre la Gehenna y la amenaza de Mt 25,41. Ese replanteamiento no es una labor de pura exégesis literal de la Biblia, sino de interpretación social y cultural del conjunto de la Iglesia. En este campo queda por hacer una gran labor, que resultará esencial en los próximos decenios de la teologí­a y de la vida de la Iglesia, cuando se superen en ella una serie de supuestos legales y ontológicos que han venido determinándola desde el surgimiento de las iglesias establecidas de Occidente, a partir del siglo IV d.C. Pero una vez que se replantea el tema del infierno escatológico (del fuego final de un juicio de Dios) debe plantearse con mucha más fuerza el tema del infierno histórico, creado por la injusticia de los hombres que oprimen a otros hombres y por los diversos tipos de enfermedad y opresión que sufren especialmente los pobres. Este es el infierno del que se ocupó realmente Jesús; de ese infierno quiso liberar a los hombres y mujeres, para que pudieran vivir a la luz de la libertad y del gozo del reino de Dios. Las parábolas en las que hay un reino del diablo que se opone al de Dios (como algunas de Mt 13 y 25) pertenecen a la retórica de la Iglesia, más que al mensaje de Jesús, a no ser que se interpreten en forma de advertencia, para que los hombres no construyan sobre este mundo un infierno.

(4) El infierno de Jesús (sepulcro*, gracia*, resurrección*). El credo oficial más antiguo de la Iglesia (el apostólico o romano) dice que Cristo bajó a los infiernos, poniendo así­ de relieve el momento final de su historia humana. Sólo desde esa perspectiva se puede entender la posibilidad de un infierno cristiano, (a) Bajó a los infiernos. Quien no muere del todo no ha vivido plenamente: no ha experimentado la impotencia abismal, el desvalimiento pleno de la existencia. Jesús ha vivido en absoluta intensidad; por eso muere en pleno desamparo. Ha desplegado la riqueza del amor; por eso muere en suma pobreza, preguntando por Dios desde el abismo de su angustia. De esa forma se ha vuelto solidario de los muertos. Sólo es solidario quien asume la suerte de los otros. Bajando hasta la tumba, sepultado en el vientre de la tierra, Jesús se ha convertido en compañero de aquellos que mueren, iniciando, precisamente allí­, el camino ascendente de la vida, (b) Jesús fue enterrado y su sepulcro es un momento de su despliegue salvador (cf. Mc 15,42-47 y par; 1 Cor 15,4). Sólo quien muere de verdad, volviendo a la tierra, puede resucitar de entre los muertos. Jesús ha bajado al lugar de no retorno, para iniciar allí­ el retorno verdadero. Como Jonás “que estuvo en el vientre del cetáceo tres dí­as y tres noches…” (Mt 12,40), así­ estuvo Jesús en el abismo de la muerte, para resucitar de entre los muertos (Rom 10,7-9). En el foso de la muerte ha penetrado Jesús y su presencia solidaria ha conmovido las entrañas del infierno, como dice la tradición: “La tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos de los cuerpos de los santos que habí­an muerto resucitaron” (Mt 27,5152). De esa forma ha realizado su tarea rnesiánica: “Sufrió la muerte en su cuerpo, pero recibió vida por el Espí­ritu. Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espí­ritus encar celados que fueron rebeldes, cuando antiguamente, en tiempos de Noé…” (1 Pe 3,18-19). Se ha dicho que esos espí­ritus encarcelados eran los humanos del tiempo del diluvio, como supone la liturgia, pero la exégesis moderna piensa que ellos pueden ser los ángeles perversos que en tiempo del diluvio fomentaron el pecado, siendo por tanto encadenados. No empezó a morir cuando expiró en la cruz y le bajaron al sepulcro; habí­a empezado cuando se hizo solidario con el dolor y destrucción de los hombres, compartiendo la suerte de los expulsados de la tierra. Jesús habí­a descendido ya en el mundo al infierno de los locos, los enfermos, los que estaban angustiados por las fuerzas del abismo: ha asumido la impotencia de aquellos que padecen y perecen aplastados por las fuerzas opresoras de la tierra, llegando de esa forma hasta el infierno de la muerte.

(5) Un texto litúrgico. Jesús y Adán. La liturgia, continuando en la lí­nea simbólica de los textos anteriores, relaciona a Jesús con Adán, el hombre originario que le aguarda desde el fondo de los tiempos, como indica una antigua homilí­a pascual: “¿Qué es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra: un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormí­an desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo. Va a buscar a nuestro primer padre, como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte (cf. Mt 4,16). El, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y Eva. El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a ellos. Al verlo, nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: mi Señor esté con todos. Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: y con tu espí­ritu. Y, tomándolo por la mano, lo levanta diciéndole: Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz (cf. Ef 5,14). Yo soy tu Dios que, por ti y por todos los que han de nacer de ti, me he hecho tu hijo. Y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: ¡salid!; y a los que se encuentran en ti nieblas: ¡levantaos! Y a ti te mando: despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mí­a, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí­, porque tú en mí­ y yo en ti formamos una sola e indivisible persona” (PG 43, 439. Liturgia Horas, sábado santo). Jesús ha descendido hasta el infierno para encarnarse plenamente, compartiendo la suerte de aquellos que mueren. Pero al mismo tiempo ha descendido para anunciarles la victoria del amor sobre la muerte, viniendo como gran evangelista que proclama el mensaje de liberación definitiva, visitando y rescatando a los cautivos del infierno. Por eso, la palabra de la Iglesia le sitúa frente a Adán, humano universal, el primero de los muertos.

(6) Christus Ví­ctor. Hasta el sepulcro de Adán ha descendido Jesús, como todos los hombres penetrando hasta el lugar donde la muerte reinaba, manteniendo cautivos a individuos y pueblos. Ha descendido allí­ para rescatar a los muertos (cf. Mt 11,4-6; Lc 4,18-19), apareciendo de esa forma como Christus Ví­ctor, Mesí­as vencedor del demonio y de la muerte. Su descenso al infierno para destruir el poder de la muerte constituye de algún modo la culminación de su biografí­a mesiánica, el triunfo decisivo de sus exorcismos*, de toda su batalla* contra el poder de lo diabólico. Lo que Jesús empezó en Galilea, curando a unos endemoniados, lo ha culminado con su muerte, descendiendo al lugar de los muertos, para liberarles a todos del Gran Diablo infernal. Tomado en un sentido literalista, este misterio (descendió a los infiernos) parece resto mí­tico, palabra que hoy se dice y causa asombro o rechazo entre los fieles. Sin embargo, entendido en su sentido más profundo, constituye el culmen y clave de todo el Evangelio. Aquí­ se ratifica la encarnación redentora de Jesús: sus curaciones y exorcismos, su enseñanza de amor y libertad.

(7) ¿Es posible un infierno cristiano? Desde las observaciones anteriores y teniendo en cuenta todo el proceso de la revelación bí­blica, con la muerte y resurrección de Jesús, se puede hablar de dos infiernos, (a) Hay un primer in- fiemo, al que Jesús ha descendido del todo por solidaridad con los expulsados de la tierra y por morir con los condenados de la historia. Este es el infierno de la destrucción donde los humanos acababan (acaban) penetrando al final de una vida que conduce sin cesar hasta la tumba. Habí­a sobre el mundo otros infiernos de injusticia, soledad y sufrimiento, aunque sólo el de la muerte era total y decisivo. Pero Jesús ha derribado sus puertas, abriendo así­ un camino que conduce hacia la plena libertad de la vida (a la resurrección), en ámbito de gracia. En ese infierno sigue viviendo gran parte de la humanidad, condenada al hambre, sometida a la injusticia, dominada por la enfermedad. El mensaje de Jesús nos invita a penetrar en ese infierno, para solidarizarnos con los que sufren y abrir con ellos y para ellos un camino de vida (Mt 25,31-46). (b) Hay un segundo infierno o condena irremediable de aquellos que rechazando el don de Cristo y oponiéndose de forma voluntaria a la gracia de su vida, pueden caer en la oscuridad y muerte sin fin (por su voluntad y obstinación definitiva). Así­ lo suponen algunas formulaciones básicas donde se habla de premio para unos y castigo para otros (cf. Dn 12,23). Esta visión culmina parabólicamente en Mt 25,31-46, donde Jesús dice a los de su derecha “venid, benditos de mi Padre, heredad el Reino, preparado para vosotros” y a los de su izquierda “apartaos de mí­, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles”. Tomadas al pie de la letra, esas palabras suponen que hay cielo e infierno, como posibilidades paralelas de salvación y condena para los hombres. Pero debemos recordar que ése es un lenguaje de parábola y parénesis, no de juicio legalista, como aquel que Jesús ha superado en su Evangelio (cf. Mt 7,1 par). Ese segundo infierno es una posibilidad, pero no en el sentido en que es posibilidad el cielo de la plenitud escatológica, fundada en la resurrección de Cristo.

(8) Dios sólo quiere la vida. La Biblia cristiana, tal como ha culminado en la pascua de Cristo, formulada de manera definitiva por los evangelios y cartas de Pablo, sólo conoce un final: la vida eterna de los hombres liberados, el reino de Dios, que se expresa en la resurrección de Cristo. En ese sentido te nemos que decir que, estrictamente hablando, sólo existe salvación, pues Cristo ha muerto para liberar a los humanos de su infierno. Pero desde esa base de salvación básica podemos y debemos hablar también de la posibilidad de una muerte segunda (cf. Ap 2,11; 20,6.14; 21,8), que serí­a un infierno infernal, una condena sin remedio (sin esperanza de otro Cristo). En la lí­nea de ese infierno segundo quedarí­an aquellos que, a pesar del amor y perdón universal de Cristo, prefieren quedarse en su violencia, de manera que no aceptan, ni en este mundo ni en el nuevo de la pascua, la gracia mesiánica del Cristo. Sabemos que Jesús no ha venido a condenar a nadie; pero si alguien se empeña en mantenerse en su egoí­smo y violencia, puede convertirse él mismo (a pesar de la gracia de Jesús) en condena perdurable. Hemos dicho “puede” y así­ quedamos en la posibilidad, dejando todas las cosas en manos de la misericordia salvadora de Dios, que tiene formas y caminos de salvación para todos, aunque nosotros no podamos comprenderlos desde la situación actual de injusticia y de muerte, de infierno, del mundo.

Cf. R. AGUIRRE, Exégesis de Mt 27,51b-53. Para una teologí­a de la muerte de Jesús en el evangelio de Mateo, Seminario, Vitoria 1980; J. ALONSO DíAZ, En lucha con el misterio. El alma judí­a ante los premios y castigos y la vida ultraterrena, Sal Terrae, Santander 1967, G. AULEN, Lc triomplie du Christ, Aubier, Parí­s 1970; L. BOUYER, Lc mystére pascal, Parí­s 1957; W. J. DALTON, Christ’s proclamation to the Spirits. A study of 1 Pe 3,18; 4,6, Istituto Bí­blico, Roma 1965; J. L. Ruiz DE LA PEí‘A, El hombre y su muerte, Aldecoa, Burgos 1971; La pascua de la nueva creación. Escatologí­a, BAC, Madrid 1996; H. U. VON BALTHASAR, “El misterio pascual”, Mysterium Salutis III/II, Madrid 1971, 237-265.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

El infierno es la cristalización eterna de la situación de condenación de los que mueren alejados por voluntad propia del plan divino de salvación de la humanidad realizado en Jesucristo. Dios no quiere la condenación de nadie, sino que todos se salven. Cristo salvó ya objetivamente a todos los hombres con su muerte y su resurrección. Es justo, entonces. esperar y – desear que se realicen los deseos de salvación de Dios sobre todos los hombres: ésta es la certeza que nos viene del valor universal de la Pascua de Cristo. Pero también es justo hablar del infierno para comprender que el mensaje evangélico no es un optimismo fácil, sino el esfuerzo salví­fico realizado por la gracia divina, que requiere la colaboración de la naturaleza humana restaurada, para hacer perseverar al hombre en una fe activa a fin de alcanzar la eterna bienaventuranza, El infierno es entonces la posibilidad negativa de que alguien pueda perder culpablemente la salvación eterna.

El Antiguo Testamento, con el desarrollo del tema del Sheol como residencia común para todos los difuntos hasta ser el lugar de castigo para los impí­os, nos ofrece una preparación del tema del infierno. Para indicar el infierno, el término Sheol fue sustituido por el de Ben o Ge HinnOn (Gehena), nombre del valle meridional de Jerusalén en donde en la época pagana se realizaban sacrificios humanos, imitados por Israel (2 Cr 28,3), sí­mbolo de oprobio, que se convirtió en estercolero donde se quemaban las inmundicias de la ciudad. Ya los profetas ven en él el sí­mbolo del futuro infierno (Jer 7 32 1s 66,24). La apocalí­ptica judí­a habla ampliamente y en términos muy descriptivos del Sheol como castigo. En el Nuevo Testamento se describe también el infierno, pero con una intención parenética y salví­fica; se expone con cierta dureza de lenguaje la posibilidad del infierno, no para provocar un terror inmovilizante, sino para que el hombre sepa que existe esta posibilidad y que se dé cuenta de la seriedad de la invitación constante de Cristo a la metanoia para entrar en el Reino de los cielos. Primero el Bautista (Mt 3,12), pero luego sobre todo Jesús.

hablan en varias ocasiones del infierno como tormento (Mc 9 48), como noche antropológica (Mt 8,i2; 22,13: 25,30), como suplicio del fuego eterno (Mt 18,8; 25 41), como Gehena del fuego (Mt 5,22’29), como horno ardiente (Mt 13,42.50), como situación que hace llorar y rechinar los dientes de rabia por la salvación perdida para siempre por propia culpa (Lc 13,28; Mt 8,12;13,42.50; 22,13; 24,51; 25,30). El Apocalipsis habla del infierno como océano o estanque de fuego y azufre, sí­mbolos de castigo va en el Antiguo Testamento y aplicados ahora a los impí­os y al Anticristo como muerte definitiva o segunda (Ap 14,10; 20,10; 21,8; etc.), En Pablo se abandona el carácter descriptivo del infierno, pero se conserva su contenido trágico de pérdida de la herencia del Reino de Dios por no haber aceptado la palabra de la predicación sobre Cristo muerto y resucitado (1 Cor 1,18: 2 Cor 4,3) no haber hecho las obras que exige él evangelio (1 Cor 6,10). El infierno va ligado a la parusí­a de Cristo: en ella los impios pierden para siempre la visión de Dios (2 Tes 1 ,7 – 1 0).

Desde los Padres hasta los teólogos modernos el dato del infierno no se puso nunca en discusión, a pesar de que se le representaba con unas formas y unos intereses bastante distintos por unos y por otros. El Magisterio ha codificado la existencia real del infierno y su comienzo inmediato después de la muerte para aquellos que se lo merecen, en diversas intervenciones y decisiones doctrinales (DS 72; 76; 801; 852; 858: 1002; 1306; 1351; 1539; 1573), negando la existencia de una apocatástasis final o infierno ad tempus (DS 41 1).

El planteamiento doctrinal resulta bastante mesurado, sin que se especifique nada sobre la condición concreta del infierno, o sea, sobre la modalidad de las penas, de las que se dice sin embargo que no son iguales para todos los condenados (DS 858; 1306); tampoco se habla de la topografta infernal, etc.

La única distinción se refiere al contenido de la pena del infierno que es poena damni, es decir, pérdida perpetua de la visión de Dios, pero también poena sensus, que indica la situación dolorosa del infierno (DS 780) y que prevé la implicación de la corporeidad humana después de la resurrección de los muertos. La teologí­a de hoy prefiere abandonar las cuestiones teológicas, por otra parte insolubles, sobre el 1ugar del infierno, la modalidad de las penas, el número de los condenados, etc., que tanto estimaba la teologí­a de los siglos pasados, prefiriendo presentar el infierno como aquella situación post mortem, no querida por Dios, sino provocada por el hombre, que puede tener ya su fase incoativa en la historia para cristalizar luego para siempre en la escatologí­a. Así­ se subraya la importancia de la vida histórica – del hombre en relación con su destino eterno; es en la vida terrena donde se configura la bienaventuranza y la condenación, según se adhiera uno totalmente al misterio de Cristo o se muestre indiferente o -peor aún- contrario al mismo.

Existe, por tanto, la posibilidad de que el hombre se pierda definitivamente, por no alcanzar nunca la estructura antropológica perfecta: y esto ha de anunciarse también hoy, por fidelidad al kerigma integral de Jesús y de la Iglesia apostólica. El infierno es entonces la falta de cumplimiento definitivo.

la imperfección eterna del hombre, su fracaso global en cuanto pérdida definitiva de la relación con Dios y con su obra de salvación y de la perfección del hombre. Como tal, el infierno es una situación eterna, irreversible, en cuanto que ese aspecto es consiguiente al alejamiento del hombre respecto a Dios: es un rechazo de Dios que se hace irreversible y del que Dios toma nota, llevando a cabo una ratificación substancial del mismo.

T, Stancati

Bibl.: K. Rahner lnfierno, en SM. III, 903907. C. Pozo, La retribución del impio, en Teologia del más allá, Ed, Católica. Madrid 1980, 423-462; J L, Ruiz de la Peña. La, muerte eterna. en La otra dimensión, Sal Terrae. Santander 1986, 251-271.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

Palabra que emplean la traducción católica Torres Amat, la Versión Valera de 1909 y otras para traducir el término hebreo sche´óhl y el griego hái·des. Torres Amat no es consecuente en la traducción de sche´óhl, pues lo traduce (a veces con añadidos en bastardillas) †œinfierno(s)† 42 veces; †œsepulcro† 17 veces; †œmuerte† 2 veces, y †œsepultura†, †œmortuorias†, †œprofundo†, †œa punto de morir† y †œabismo† 1 vez cada una. En la Versión Valera de 1909, sche´óhl se traduce †œinfierno† 11 veces, †œsepulcro† 30 veces, †œsepultura† 13 veces, †œabismo† 3 veces, †œprofundo† 4 veces, †œhuesa† 2 veces, †œfosa† 2 veces y †œhoyo† 1 vez. Esta misma versión siempre traduce hái·des por †œinfierno(s)†, traducción que siguen las versiones Torres Amat, Scí­o de San Miguel y Nácar-Colunga, salvo en Hechos 2:27, 31.
No obstante, otras versiones actuales son más uniformes en la traducción. Por ejemplo, la Versión Valera (revisión de 1960) translitera la palabra original como †œseol† 65 veces y emplea †œprofundo† 1 vez, mientras que utiliza †œHades† siempre que aparece en las Escrituras Griegas. Otro tanto ocurre con la palabra griega Gué·en·na que, aunque algunos la vierten por †œinfierno† (8 veces en la Versión Valera de 1909), se suele transliterar en la mayorí­a de las traducciones españolas.
Con respecto al uso de †œinfierno† para traducir estas palabras originales del hebreo y del griego, el Diccionario Expositivo de Palabras del Nuevo Testamento (de W. E. Vine, 1984, vol. 2, pág. 187) dice: †œHADES […]. Corresponde con †˜Sheol†™ en el AT [Antiguo Testamento]. En la RV [Revisión de 1909 de la Versión Valera] del AT y del NT, ha sido desafortunadamente traducido †˜infierno†™†.
La Collier†™s Encyclopedia (1986, vol. 12, pág. 28) dice con respecto al †œinfierno†: †œPrimero representa al Seol hebreo del Antiguo Testamento y al Hades griego de la Septuaginta y del Nuevo Testamento. Puesto que el Seol de los tiempos veterotestamentarios se referí­a simplemente a la morada de los muertos sin indicar distinciones morales, la palabra †˜infierno†™, según se entiende hoy dí­a, no es una traducción idónea†.
Es precisamente su acepción moderna lo que hace que el término †œinfierno† sea una traducción tan poco †˜idónea†™ de las palabras bí­blicas originales. La Nueva Enciclopedia Larousse (1981, vol. 5, pág. 5201) dice bajo †œInfierno†: †œOriginariamente, la voz designaba lo que queda situado †˜más abajo†™ o †˜inferior†™ al espectador†. Así­ pues, la palabra †œinfierno† originalmente no comunicó ninguna idea de calor o tormento, sino simplemente la de un lugar †œmás abajo† o †œinferior†, de modo que su significado era muy similar al del sche´óhl hebreo. Es interesante que incluso en la actualidad esta palabra significa, según la misma enciclopedia, †œlugar subterráneo en que sienta la rueda y artificio con que se mueve la máquina de la tahona†.
El significado que se le da hoy a la palabra †œinfierno† es el mismo que tiene en la Divina Comedia de Dante y el Paraí­so Perdido de Milton, que es completamente ajeno a la definición original de la palabra. Sin embargo, la idea de un †œinfierno† de tormento ardiente se remonta a mucho antes de Dante o Milton. La Grolier Universal Encyclopedia (1971, vol. 9, pág. 205) dice bajo †œInfierno†: †œLos hindúes y los budistas ven el infierno como un lugar de purificación espiritual y restauración final. La tradición islámica lo considera un lugar de castigo eterno†. La idea de sufrir después de la muerte también se halla entre las enseñanzas religiosas paganas de los pueblos antiguos de Babilonia y Egipto. Las creencias babilonias y asirias hablaban de un †œmundo de ultratumba […] plagado de horrores, […] presidido por dioses y demonios de gran fuerza y fiereza†. Los antiguos escritos religiosos de los egipcios, si bien no decí­an que hubiese lugar donde se padeciese eternamente en el fuego, hablaban de la existencia de un †œmundo inferior† en el que habí­a †œcalderas† para arrojar a los réprobos. (The Religion of Babylonia and Assyria, de Morris Jastrow, Jr., 1898, pág. 581; El Libro de los Muertos, edición de Juan B. Bergua, Madrid, 1964, págs. 82-85.)
El dogma del †œinfierno† ha sido una enseñanza fundamental de la cristiandad durante muchos siglos, por lo que no extraña en lo más mí­nimo el comentario publicado en The Encyclopedia Americana (1956, vol. 14, pág. 81): †œHa causado mucha confusión y desconcierto el que los primeros traductores de la Biblia tradujesen sistemáticamente el Seol hebreo y el Hades y el Gehena griegos por la palabra infierno. La simple transliteración de esas palabras en ediciones revisadas de la Biblia no ha bastado para paliar de modo importante esta confusión y malentendido†. Sin embargo, tal transliteración y el que las palabras originales se traduzcan de manera consecuente permite que el estudiante de la Biblia haga una comparación exacta de los textos en los que aparecen estas palabras originales, y llegue a una comprensión objetiva y correcta de su verdadero significado. (Véanse GEHENA; HADES; SEOL; SEPULCRO; TíRTARO.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Desde el punto de vista de la revelación o de la historia de la teologí­a, la representación del infierno como lugar y estado de perdición definitiva del hombre, se remonta en primer lugar al concepto vetero-testamentario del scheol como “lugar” y estado de los muertos (mundo inferior). Tras una larga historia de reflexión, la interpretación de tal estado poco a poco se fue diferenciando cualitativamente de acuerdo con la vida previa, buena o mala, de los muertos, con lo que el scheol de la condenación (1QH 3, 19) pasó a ser entendido como la suerte definitiva de los malos (Gehenna; cf. LThK v 445s [bibl. ] ). También dejó sentir su influencia efectiva en la formación de esta idea la representación de un fuego judicial en el valle de Hinnom (Jer 7, 32; 19, 6; Is 66, 24).

2. De acuerdo con la teologí­a de su tiempo, Jesús (al igual que el Bautista, habla en sus amenazas escatológicas del i. como lugar del castigo eterno, que ha sido dispuesto no sólo para el demonio y sus ángeles (Mt 25, 41), sino también para todos los que rechazan con una actitud incrédula y negativa la salvación ofrecida por Dios (Mt 5, 29 par; 13, 42.50; 22, 13, etc.). El i. es un lugar en el que arde un fuego inextinguible, eterno (Mt 5, 22; 13, 42.50; 18, 9, etc.), donde se dan las tinieblas y el gemir y rechinar de dientes (Mt 8, 12; 22, 13; 25, 30, etc.). Idéntica es la caracterización de Ap 14, 10; 20, 10; 21, 8. Pablo, con un lenguaje teológico abstracto, habla del i. como la corrupción eterna, el ocaso y la perdición (2 Tes 1, 9, etcétera; Rom 9, 22; Flp 3, 19; 2 Tes 2, 10, etcétera).

3. El magisterio eclesiástico enseña la existencia del i. (Dz 16 40 429 464 693 717 835 840; cf. la interpretación más adelante 4c) y su duración eterna contra la doctrina de la -> apocatástasis de Orí­genes y de otros padres (Dz 211). Con una eliminación (hermenéuticamente importante) de modelos temporales de representación aplicados a la vida de los muertos, el magisterio eclesiástico subraya, contra la doctrina de un estado intermedio de los condenados antes del juicio universal, la inmediata existencia del i. después de la muerte (Dz 464 531). Más allá de una cierta distinción entre la privación de la visión de Dios (poena damni) y los tormentos (poena sensus [Dz 410]), no hay declaraciones oficiales acerca del tipo de los castigos del infierno, aun cuando la doctrina del magisterio habla de diferencias en tales castigos (Dz 464 693).

4. Desde el punto de vista sistemático y kerygmático hay que hacer estas observaciones sobre la doctrina del infierno.

a) Para una idea correcta del tema han de tenerse en cuenta todas las reglas de hermenéutica de las afirmaciones escatológicas (-> escatologí­a, -> noví­simos), que también deben tomarse en consideración de cara a la predicación sobre el i. Esto significa que cuanto la Escritura dice sobre el i., de acuerdo con el carácter escatológico de la amenaza, no debe entenderse como un reportaje anticipado acerca de algo que algún dí­a ocurrirá, sino como descubrimiento de la situación en la que el hombre llamado se encuentra ahora realmente. Ese hombre es el sujeto que se halla ante una decisión de consecuencias irreversibles; es él quien puede perderse definitivamente al rechazar el ofrecimiento de la salvación divina. Las metáforas con las que Jesús describe la perdición definitiva del hombre, como posibilidad que le amenaza ahora, son imágenes (fuego, gusano, tinieblas, etc.) que están tomadas de la -> apocalí­ptica contemporánea. Todas quieren decir lo mismo: la posibilidad de la perdición definitiva del hombre y su alejamiento de Dios en todas las dimensiones de su existencia. Partiendo de aquí­ se puede conocer que, por ejemplo, la cuestión discutida de si el “fuego” del i. debe entenderse metafóricamente o en un sentido “real” está ya mal planteada. Pues el “fuego” (y palabras semejantes) significa de modo figurado una cosa que, por pertenecer radicalmente al más allá, nunca puede expresarse en sus propios “fenómenos” y así­, incluso cuando aparentemente se la designa en forma muy abstracta, siempre se la menciona en “imagen”. Asimismo el “perderse” es una expresión figurada. Con esto no interpretamos el “fuego” de forma “psicológica”. Este se refiere al aspecto transcendente a la conciencia, a la dimensión cósmica y objetiva de la perdición. Del mismo modo que la bienaventuranza en la proximidad inmediata de Dios significa la apertura amorosa y beatificante al mundo transfigurado, que sigue siendo el mundo humano y fí­sico que nos rodea, así­ también la perdición implica una definitiva oposición al mundo permanente y perfecto, la cual se convierte en tormento. Por tanto son superfluas las especulaciones acerca del “lugar” del infierno. En todo caso no podemos situarlo en el espacio cósmico accesible a nuestra experiencia.

b) Desde el punto de vista kerygmático cabe decir lo siguiente en orden a la predicación sobre el i.: “El desarrollo teológico del dogma no puede pues, hacerse razonablemente situando en primer plano una especulación objetiva sobre el más allá, sino que ha de llevarse a cabo mostrando sobre todo el sentido existencial de las afirmaciones acerca del i. Por tanto no puede ser tarea de la teologí­a el diseño de hechos concretos y detallados del más allá (p. ej., en lo relativo al número de los condenados y a la crueldad de sus tormentos, etc.). Al contrario, su misión sigue siendo mantener el dogma del i. en todo el rigor de sus exigencias reales, para cumplir así­ el propósito de la revelación, que es conducir al hombre a dominar su vida teniendo en cuenta la posibilidad real de una condenación eterna e imponer una seriedad radical a la existencia. La fundamental referencia a este sentido salví­fico del dogma debe ser, pues, la pauta y el hilo conductor de toda especulación” (J. Ratzinger: LThK2 v 448).

c) Hasta qué punto se realiza de hecho en el hombre esta posibilidad de eterna perdición tampoco la reveló claramente Jesús en sus discursos acerca del juicio, si consideramos la auténtica naturaleza de los mismos como una llamada a la decisión. En dependencia de eso, tampoco existe decisión alguna del magisterio eclesiástico, cuyas manifestaciones deben entenderse de la misma manera que los discursos de Jesús acerca del juicio, de los que son una repetición. Por esta razón la predicación del púlpito no deberí­a invocar las visiones de los santos, ni las revelaciones privadas, ni las opiniones teológicas. Una actitud positiva o negativa respecto a este problema, que se situase fuera del contexto de esa llamada a la decisión, estarí­a de antemano en contradicción con el sentido de los enunciados relativos al i. Hay que compaginar las afirmaciones acerca del poder de la universal voluntad -> salví­fica de Dios (en -> salvación), de la -> redención de todos en Cristo y de la obligación de esperar la salvación con la afirmación relativa a la posibilidad real de una condenación eterna. Por eso se debe rechazar toda utilización ligera del dogma del i. (p. ej., en la predicación sobre el pecado), en especial si se pretende infundir un temor servil, que no justifica, y que actualmente no es fidedigno para los hombres. La predicación acerca del i. debe descubrir al hombre de hoy toda la seriedad de la pérdida de la salvación eterna que le amenaza, seriedad que él ha de aceptar de lleno sin contar marginalmente con una -> apocatástasis. Junto a la clara acentuación del i. como posibilidad de eterno endurecimiento, debe alentar igualmente una entrega confiada y llena de esperanza a la infinita -> misericordia de Dios.

d) La eternidad del infierno puede y debe explicarse hoy (de acuerdo con Tomás de Aquino) como consecuencia y no como causa o realidad independiente de la obstinación interna (como negativa a la gracia dada para la acción salví­fica), la cual a su vez proviene de la naturaleza de la libertad y no está en contradicción con ella, puesto que la libertad es voluntad y posibilidad de poner lo definitivo, y no la posibilidad de una revisión siempre renovada de las decisiones; y puesto que la -> “eternidad” no es la duración temporal que se esconde tras la historia de la libertad, sino el estado definitivo de la historia realizado por el hombre; en consecuencia el i. es eterno, y así­ constituye una manifestación de la justicia de Dios. No hay que entender el i. como una radical medida punitiva, impuesta accesoriamente por un Dios vengador, que castiga a aquel que se enmendarí­a con la remisión de este castigo. Dios sólo “actúa” en el castigo del infierno en cuanto no arroja al hombre de la realidad definitiva que él mismo se ha creado y no lo arranca de su contradicción al mundo como creación divina. Por esta razón es poco adecuado para entender el i. el modelo de un castigo vindicativo, propio de la sociedad civil, que imponiéndolo se protege contra los perturbadores de su orden.

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Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

A. NOMBRE geenna (geevnna, 1067) representa el término hebreo Ge-Hinnom (el valle de Tofet) y una palabra aramea correspondiente. Se encuentra doce veces en el NT, once de ellas en los Evangelios Sinópticos, y en cada caso es mencionado por el mismo Señor. El que le diga a su hermano, fatuo (véase bajo INSENSATO), quedará expuesto “al infierno de fuego” (Mat 5:22); es mejor arrancar (descripción metafórica de una ley irrevocable) un ojo que haga caer a su poseedor, que no que “todo su cuerpo sea echado al infierno” (v. 29); similarmente con la mano (v. 30). En Mat 18:8,9 se repiten las amonestaciones, con una mención adicional al pie. Aquí­, también la advertencia va dirigida a la persona misma, a la que se refiere evidentemente el término “cuerpo” en el cap. 5. En el v. 8, “el fuego eterno” es mencionado como la condenación, dándose el carácter de la región por la misma región, quedando ambos aspectos combinados en la frase “el infierno de fuego” (v. 9). El pasaje de Mc 9.43-47 es paralelo al de Mat 18: En este se añaden descripciones más extensas, como “fuego que no puede ser apagado” y “donde el gusano de ellos no muere, y el fuego nunca se apaga”. El hecho de que Dios “después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno”, constituye una razón para que se le tema con el temor que preserva del mal hacer (Luk 12:5); el pasaje paralelo a este en Mat 10:28 declara, no el arrojamiento adentro, sino la pérdida que sigue, esto es, la destrucción (no la pérdida del ser, sino del bienestar) del “alma y el cuerpo en el infierno”. En Mat_23 el Señor denuncia a los escribas y fariseos, que, al proselitizar a alguien, lo hací­an “dos veces más hijos del infierno” que ellos mismos (v. 15), siendo esta frase expresiva de carácter moral, y anuncia la imposibilidad de que escapen “de la condenación del infierno” (v. 33). En Jam 3:6 se describe el infierno como la fuente del mal hecho por el mal uso de la lengua. Aquí­ la palabra significa los poderes de las tinieblas, cuyas caracterí­sticas y destino son los del infierno.¶ Para términos descriptivos del infierno, véanse, p.ej., Mat 13:42; 25.46; Phi 3:19; 2Th 1:9; Heb 10:39; 2Pe 2:17; Jud_13; Rev 2:11; 19.20; 20.6, 10, 14; 21.8. Notas: (1) Para “infierno” como traducción de Hades, como sucede en la RV, véase HADES. B. Verbo tartaroo (tartarovw, 5020), véase ARROJAR, Nº 5.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Jesucristo descendió a los infiernos, el condenado desciende al infierno: estos dos artí­culos de fe designan dos gestos diferentes y suponen dos condiciones diferentes. Las *puertas de los infiernos adonde descendió Jesucristo se abrieron para dar suelta a sus cautivos, mientras que el infierno adonde desciende el condenado se cierra para siempre tras él. Sin embargo, la palabra es la misma, lo cual no es mera coincidencia ni paralelismo arbitrario, sino una lógica profunda y expresión de una verdad capital. Los infiernos son, como el infierno, el reino de la *muerte, y sin Cristo no habrí­a en el mundo más que un solo infierno y una sola muerte, la muerte eterna, la muerte en posesión de todo su poder. Si existe una “muerte segunda” (Ap 21,8), separable de la primera, es que Jesucristo con su muerte destruyó el reinado de la muerte. Por haber bajado Jesús a los infiernos, los infiernos no son ya el infierno, pero lo serí­an si no hubiese bajado; tienen relación con el infierno y llevan sus rasgos, por lo cual en el *juicio final los infiernos, el Hades, vienen a parar en el infierno y en su puesto normal en el estanque de fuego (Ap 20, 14). He ahí­ por qué, si bien las imágenes del infierno en el AT son todaví­a ambiguas y no tienen todaví­a carácter absoluto, sin embargo, Jesucristo las utiliza para designar la condenación eterna; es que son más que imágenes, son la realidad de lo que serí­a el mundo sin él.

AT. 1. LAS REPRESENTACIONES DE BASE. 1. Los infiernos, morada de los muertos. En el antiguo Israel los infiernos, el seol, son “el punto de cita de todos los vivos” (Job 30,23). Como otros muchos pueblos, también Israel imagina la vida de ultratumba de los muertos como una *sombra de existencia, sin valor y sin alegrí­a. El leal es el marco que reúne estas sombras: se lo imagina como una tumba, “un agujero”, “un pozo”, “una fosa” (Sal 30,10; Ez 28, 8) en lo más profundo de la tierra (Dt 32,22), más allá del abismo subterráneo (Job 26,5; 38,16s), donde reina una obscuridad profunda (Sal 88,7.13), donde “la claridad misma se parece a la *noche sombrí­a” (Job 10,21s). Allá “descienden” todos los vivientes (Is 38,18; Ez 31,14) y ya no volverán a subir jamás (Sal 88, 10; Job 7,9). No pueden ya alabar a Dios (Sal 6,6), esperar en su justicia (88,11ss) o én su fidelidad (30, 10; Is 38,18). Es el desamparo total (Sal 88,6).

2. Los poderes infernales desencadenados sobre la tierra. Descender a estos infiernos colmado de dí­as, al final de una vejez dichosa, para “encontrarse uno con sus *padres” (Gén 25,8), tal es la suerte común de la humanidad (Is 14,9-15; Job 3,11-21) y así­ nadie tiene por qué quejarse. Pero con mucha frecuencia el leal no aguarda esta hora ; como un monstruo insaciable (Prov 27,20; 30, 16) acecha la presa y la arrebata en pleno vigor (Sal 54,16). “En el mediodí­a de sus dí­as” ve Ezequí­as abrí­rsele “las *puertas del leo!” (Is 38,10). Esta irrupción de las fuerzas infernales “sobre la tierra de los vivos” (38, 11) es el drama y el escándalo (Sal 18,6; 88,4s).

II. EL INFIERNO DE LOS PECADORES. Este escándalo es uno de los resortes de la revelación. El aspecto trágico de la *muerte manifiesta el desorden del mundo, y uno de los ejes del pensamiento religioso israelita está en descubrir que este desorden es fruto del *pecado. A medida que se va afirmando esta conciencia, los rasgos del infierno adoptan una figura cada vez más siniestra. Abre sus fauces para englutir a Koré, Datán y Abirón (Núm 16,32s), pone en juego todo su poder para devorar “la gloria de Sión y a su muchedumbre ruidosa, sus gritos, su alegrí­a” (Is 5, 14), hace desaparecer a los *impí­os en el espanto (Sal 73,19).

Israel conoció dos imágenes especialmente expresivas de este fin terrorí­fico : la consunción por las llamas, de Sodoma y de Gomorra (Gén 19,23; Am 4,11; Sal 11,6) y la devastación del paraje de Tofet, en el valle de la Gehena, lugar de placer destinado a convertirse en lugar de horror, donde “se verán los cadáveres de los que se rebelaron contra mí­, cuyo gusano no morirá y cuyo fuego no se extinguirá” (Is 66,24).

La muerte en el *fuego, y perpetuándose indefinidamente en la corrupción son ya las imágenes evangélicas del infierno. Es un infierno, que no es ya el infierno, por decirlo así­, “normal” que era el leo!, sino un infierno que se puede decir caí­do del *cielo, “venido de Yahveh” (Gén 19,24). Si reúne “el abismo sin fondo” y “la lluvia de fuego” (Sal 140,11), la imagen del seol y el recuerdo de Sodoma, es que este infierno está encendido por “el soplo de Yahveh” (Is 30,33) y por el “ardor de su *ira” (30,27).

Este infierno prometido a los pecadores no podí­a ser la suerte de los justos, sobre todo cuando éstos, para mantenerse fieles a Dios, tení­an que sufrir la *persecución de los pecadores y a veces la muerte. Es lógico que del “paí­s del polvo”, el seol tradicional, donde duermen confundidos los santos y los impí­os, despierten éstos para “el horror eterno” y sus ví­ctimas despierten “para la *vida eterna” (Dan 2,12). Y mientras el Señor entrega a los justos su recompensa, “arma a la creación para castigar a sus enemigos” (Sab 5,15ss). El infierno no se localiza ya en lo profundo de la tierra, sino que es “el universo desencadenado contra los insensatos” (5,20). Los evangelios utilizan estas imágenes: “En la morada de los muertos” donde el rico es “atormentado por las llamas” reconoce a Lázaro “en el seno de Abraham”, pero entre ellos se abre infranqueable “un gran abismo” (Le 16,23-26). Fuego y abismo, la *ira de Dios y la *tierra que se abre, la *maldición de Dios y la hostilidad de la *creación, tal es el infierno.

NT. I CRISTO HABLA DEL INFIERNO. Si acaso es problemático sacar de la parábola del rico avariento, que se sirve de las representaciones judí­as, una afirmación decisiva del Señor sobre el infierno, en todo caso hay que tomar en serio a Jesús cuando utiliza las más violentas y más despiadadas imágenes escriturí­sticas del infierno: “el llanto y crujir de dientes en el horno ardiente” (Mt i3,42), “la gehena, donde su gusano no muere y el *fuego no se apaga” (Mc 9,43-48; cf. Mt 5,22), donde Dios puede “perder el *alma y el *cuerpo” (Mt 10,28).

La gravedad de estas afirmaciones está en que son formuladas por el mismo que tiene poder para arrojar al infierno. Jesús no habla sólo del infierno como de una realidad amenazadora: anuncia que él mismo “enviará a sus ángeles a arrojar en el horno ardiente a los fautores de iniquidad” (Mt 13,41s) y pronunciarála *maldición: “¡Apartaos de mí­, malditos, al fuego eterno!” (Mt 25, 41). El Señor es quien declara: “No os *conozco” (25,12), “Arrojadlos fuera, a las tinieblas” (25,30).

II. JESUCRISTO DESCENDIí“ A LOS INFIERNOS. La bajada de Cristo a los infiernos es un artí­culo de fe y es, en efecto, un dato cierto del NT. Si es muy difí­cil determinar el valor de ciertos textos y lo que fue su “predicación a los espí­ritus que estaban en la prisión, incrédulos en otro tiempo… en los dí­as en que Noé construí­a el arca” (lPe 3,19s), lo cierto es que esta bajada de Jesús a los infiernos significa a la vez la realidad de su *muerte de hombre y su triunfo sobre la misma. Si “Dios lo libró de los horrores del Hades” (es decir, del seol, Act 2,24), lo hizo sumergiéndole primero en ellos, aunque sin abandonarle jamás (2,31). Si Cristo en el misterio de la ascensión “subió por encima de todos los cielos”, es que también habí­a “bajado a las regiones inferiores de la tierra”, y esta siniestra bajada era necesaria para que pudiera “llenar todas las cosas” y reinar como Señor sobre el universo (Ef 4,9s). La fe cristiana confiesa que Jesucristo es el señor en el cielo después de haber ascendido de entre los muertos (Rom 10,e-10).

III. LAS PUERTAS INFERNALES, FORZADAS. Por su muerte triunfó Cristo del último enemigo, la *muerte (lCor 15,26), y forzó las puertas infernales. La muerte y el Hades habí­an estado siempre al descubierto a la mirada de Dios (Am 9,2; Job 26,6) y ahora se ven obligados a restituir los muertos que retienen (Ap 20,13; cf. Mt 27,52s). Hasta la muerte del Señor era el infierno “el punto de cita de toda carne”, el término fatal de llegada de una humanidad exilada de Dios, y nadie pedí­a salir antes de Cristo, “primicias de los que duermen” (1Cor 15,20-23), “primogénito de entre los muertos” (Ap 1,5). Para la humanidad condenada en *Adán a la muerte y a la separación de Dios, la *redención es la abertura de las *puertas infernales, el don de la vida eterna. La *Iglesia es el fruto y el instrumento de esta victoria (Mt 16,18).

Pero Cristo, ya antes de su venida, es prometido y esperado. El hombre del AT, en la medida en que acoge esta promesa, ve iluminarse sus infiernos con una claridad que se convierte en certeza. Y viceversa, en la medida en que la rechaza se convierten sus infiernos en infierno, él mismo se sume en un abismo, en el que el poder de *Satán se hace más horroroso. Finalmente, cuando aparece Jesucristo, “los que no obedecen a su Evangelio… son castigados con una pérdida eterna, alejados de la faz del Señor” (2Tes 1,8s) y “en el estanque de fuego” se encuentran con la muerte y el Hades (Ap 20,14s).

-> Castigos – Ira – Fuego – Juicio – Maldición – Muerte – Pecado – Retribución – Satán.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

  1. El Antiguo Testamento. La versión RV 1909 traduce šәʾôl como «infierno», mientras la versión de 1960 en forma correcta pone la transliteración Seol, el nombre del lugar de los muertos (Gn. 37:35). El uso paralelo de šaḥaṯ («sepulcro», «sepultura») como en Job 33:24 y Sal. 30:9, indica el horror con que los hombres miraban al ineludible paso por él (Sal. 89:48). Las distinciones terrenales subsisten (Is. 14:9) pero los que están en Seol son apartados de Dios y de los hombres (2 S. 12:23; Job 7:9). Dios está presente en el Seol (Job. 26:6; Sal. 139:8), pero no se puede hacer contacto con él (Sal. 6:5). Aunque la traducción «infierno» puede dar una idea equivocada, hay referencias que conectan Seol con la maldad cometida en vida (Sal. 9:17; Pr. 5:5); Is. 14:15 y Ez. 32:23 podrían referirse a lugares especiales del Seol destinados para los malvados (véase Destrucción). En forma similar, la luz comienza a brillar para los justos (véase Hades) (Sal. 16:10; 49:15; Pr. 15:24).
  2. El Nuevo Testamento. Geenna se traduce «infierno». El hebreo geʾ hinnōm («valle de Hinom», 2 R. 23:10) explica el nombre, y el uso que se daba al lugar (un basural, un lugar de fuego perpetuo y de inmundicia) explica el uso de la palabra. La indignidad final que se ofrecía al criminal ejecutado era que su cuerpo fuese echado en la Gehena (Mt. 5:22). De aquí su uso para designar el estado espiritual final de los impíos en Mt. 10:28 y Mr. 9:43 (véase Destrucción).

John Alexander Motyer

RV Revised Version

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (317). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

El término “infierno” en el NT traduce la voz gr. que se translitera como “gehena” (Mt. 5.22, 29–30; 10.28; 18.9; 23.15, 33; Mr. 9.43, 45, 47; Lc. 12.5; Stg. 3.6). Este nombre se deriva del heb. gê(ben)(benê) hinnōm, valle (del hijo/de los hijos) de Hinom, valle cercano a Jerusalén (Jos. 15.8; 18.16) en el que se sacrificaban niños pasándolos por el fuego como parte de ciertos ritos paganos (2 R. 23.10; 2 Cr. 28.3; 33.6; Jer. 7.31; 32.35). Su derivación original es oscura, pero es casi seguro que Hinom fuese el nombre de alguna persona. En escritos judíos posteriores gehena llegó a significar el lugar de castigo para los pecadores (Asunción de Moisés 10.10; 2 Esdras 7.36). Se lo describía como un lugar de fuego inextinguible; la idea general del fuego como modo de expresar el juicio divino se encuentra en el AT (Dt. 32.22; Dn. 7.10). La literatura rabínica contiene diversas opiniones acerca de quién sufriría el castigo eterno. Era común pensar que los sufrimientos de algunos terminarían mediante la aniquilación, y que el fuego de la gehena en ciertos casos era un purgatorio (Rosh Hashanah 16b–17a; Baba Mezi’a 58b; Misná, Eduyoth 2.10). Pero los que sostenían estas doctrinas también enseñaban la realidad del castigo eterno para ciertas clases de pecadores. Tanto esta literatura como la apócrifa afirman la creencia en una retribución eterna (cf. Judit 16.17; Salmos de Salomón 3.13).

La enseñanza del NT apoya esta antigua creencia. El fuego del infierno es inextinguible (Mr. 9.43) y eterno (Mt. 18.8), y su castigo es lo opuesto a la vida eterna (Mt. 25.46). No se supere en ninguna parte que los que entran al infierno volverán a salir de allí algún día. No obstante, el NT permite la posibilidad de que, si bien el infierno como manifestación de la ira implacable de Dios contra el pecado es infinita, puede no serlo la existencia de quienes sufren en él. Resulta difícil reconciliar el cumplimiento final de todo el universo en Cristo (Ef. 1.10; Col. 1.20) con la imperecedera existencia de los que lo rechazan. Algunos entendidos han afirmado que castigo eterno es el que lo es en sus efectos; de cualquier manera, eterno no necesariamente significa que no tendrá fin, sino que quiere decir, “larga duración que se extiende hasta el horizonte mental del escritor” (J. A. Beet). Por otra parte, Ap. 20.10 indica un tormento consciente y sin fin para el diablo y sus agentes, aunque en un pasaje altamente simbólico, y algunos hasta afirmarían que un fin semejante espera a los seres humanos que en última instancia se niegan a arrepentirse. De cualquier modo, no debe permitirse que nada desmerezca la seriedad de las advertencias de nuestro Señor acerca de la terrible realidad del juicio de Dios en el mundo venidero.

En Stg. 3.6 la gehena, como el pozo del abismo de Ap. 9.1ss; 11.7, aparece como la fuente del mal en la tierra.

Las metáforas neotestamentarias sobre el castigo eterno no son uniformes. Además de fuego, se lo describe como tinieblas (Mt. 25.30; 2 P. 2.17), muerte (Ap. 2.11), perdición y exclusión de la presencia del Señor (2 Ts. 1.9; Mt. 7.21–23), y una deuda que hay que pagar (Mt. 5.25–26).

Solamente en 2 P. 2.4 encontramos el verbo tartaroō, traducido en °vrv2 como “arrojar al infierno”, y en la Pes. “arrojar a las regiones inferiores”. Tartaros es la palabra clásica para el lugar de castigo eterno, pero aquí se la aplica a la esfera intermedia de castigo para los angeles caídos.

Bibliografía. H. Bietenhard, “Infierno”, DTNT, t(t). II, pp. 347–353; R. Lachenschmidt, “Infierno”, Sacramentum mundi, 1972, t(t). III, cols. 903–910; K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1978, t(t). IV, pp. 176–184; J. Micht, “Infierno”, °DTB, 1967, cols. 512–515; L. BofF, Hablemos de la otra vida, 1978.

J. A. Beet, The Last Things, 1905; S. D. F. Salmond, The Christian Doctrine of Inmortality, 1907; J. W. Wenham, The Goodness of God, 1974; H. Bietenhard, NIDNTT 2, pp. 205–210; J. Jeremias, TDNT 1, pp. 9s., 146–149, 657s.

D.K.I.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Contenido

  • 1 Nombre y lugar del Infierno
  • 2 Existencia del Infierno
  • 3 Eternidad del Infierno
  • 4 Impenitencia de los Condenados
  • 5 Poena Damni
  • 6 Poena Sensus
  • 7 Dolores Accidentales de los Condenados
  • 8 Características de las Penas del Infierno

Nombre y lugar del Infierno

El término hell es afín con “cueva” (caverna) y “hueco”. Es un sustantivo formado de las palabras anglosajonas helan o behelian, “esconder”. Este verbo tiene el mismo primitivo que el latín occulere y celare y que el griego Kaluptein. Así, por derivación, hell denota un lugar oscuro y oculto. En la antigua mitología escandinava, Hel era la repulsiva diosa del inframundo. Solo aquellos caídos en batalla pueden entrar al Valhalla; el resto cae al Hel en el inframundo, aunque no todos, sin embargo, al lugar de castigo para los criminales.

En su uso teológico infierno (infernus) es un lugar de castigo después de la muerte. Los teólogos distinguen cuatro significados del término infierno:

  • infierno, en el sentido estricto del término, o el lugar de castigo para los condenados, sean estos demonios u hombres;
  • el limbo de los infantes (limbus parvulorum), donde son confinados y padecen cierto tipo de castigo aquellos que murieron con solo el pecado original y sin pecado mortal;
  • el limbo de los Padres (limbus patrum), en donde las almas de los justos que murieron antes de Cristo esperaban su admisión al cielo; pues mientras tanto el cielo estaba cerrado para ellos como castigo por el pecado de Adán;
  • el Purgatorio, donde los justos que mueren en pecado venial, o que aún tienen una deuda de la pena temporal por el pecado, son limpiados por el sufrimiento antes de su admisión al cielo.

El presente artículo trata solamente del infierno en el sentido estricto del término.

La palabra latina infernus (inferum, inferi), la griega “hades” (ades) y la hebrea sheol (SHAL) corresponden a la palabra hell. Infierno se deriva de la raíz in; por lo tanto designa al infierno como un lugar dentro y debajo de la tierra. Aides, formada a partir de la raíz rid, ver, y el privativo Œ± denota un lugar invisible, escondido y oscuro; por lo tanto es similar al término hell. La derivación de sheol es dudosa. Generalmente se supone que viene de la raíz hebrea SH`L=SHAL cuyo significado es “estar hundido en, estar vacío”; en consecuencia denota una cueva o un lugar debajo de la tierra. En el Antiguo Testamento, ( Set. hades; Vulg. infernus) sheol se usa bastante en general para designar el reino de los muertos, de los buenos ( Gén. 37,35) así como de los malos ( Núm. 16,30); significa infierno en el sentido estricto del término, así como también el limbo de los Padres.
Pero, como el limbo de los Padres terminó en el momento de la Ascensión de Cristo, ades ( Vulg. Infernus) en el Nuevo Testamento siempre designa el infierno de los condenados. Desde la Ascensión de Cristo, los justos ya no descienden al mundo inferior, sino que moran en el cielo (2 Cor. 5,1). Sin embargo, en el Nuevo Testamento, el término Gehena (geena) se usa con mayor frecuencia con preferencia a ades, como un nombre para el lugar de castigo de los condenados. Gehenna es el hebreo gê-hinnom ( Neh. 11,30), o la forma larga gê-ben-hinnom (Josué 15,8) y gê-benê-hinnom (2 Rey. 23,10) “valle de los hijos de Ben Hinnom”. Hinnom parece ser el nombre de una persona no conocida de otro modo. El Valle de Hinnom está al sur de Jerusalén y hoy es llamado Wadi er-rababi. En días anteriores fue notorio por ser la escena del horrible culto a Moloc. Por este motivo, Josías lo profanó (2 Rey. 23,10), Jeremías lo maldijo (Jer. 7,31-33) y los judíos lo mantuvieron como abominación, quienes, en consecuencia, utilizaron el nombre de este valle para designar la morada de los condenados (Targ. Jon., Gén. 3,24; Henoch, c. XXVI), y Cristo adoptó ese uso del término.

Además de “hades” y “gehena” encontramos en el Nuevo Testamento muchos otros nombres para la morada de los condenados. Se le llama “infierno inferior” ( Vulg. tartarus Tártaro) (2 Ped. 2,4), “abismo” ( Lc. 8,31 y en otros lugares), “lugar de tormentos” (Lc. 16,28), “lago de fuego” ( Apoc. 19,20 y en otros lugares), “horno de fuego” ( Mt. 13,42.50), “fuego inextinguible” (Mt. 3,12 y en otros lugares), “fuego eterno” (Mt. 18,8; 25,41; Jud. 7), “tinieblas de fuera” (Mat. 8,12; 22,13; 25,30), “niebla” o “tormenta de oscuridad” (2 Ped. 2,17; Jud. 13). El estado de los condenados es llamado “destrucción” (apoleia, Fil. 3,19 y en otros lugares), “perdición” (olethros, 1 Tim. 6,9), “destrucción eterna” (olethros aionios, 2 Tes. 1,9), “corrupción” (phthora, Gál. 6,8), “muerte” ( Rom. 6,21), “segunda muerte” (Apoc. 2,11 y en otros lugares).

¿Dónde está el infierno? Algunos opinaban que el infierno está en todas partes, que los condenados están en libertad de vagar por todo el universo, pero llevan consigo su castigo. Los partidarios de esta doctrina fueron llamados ubiquistas o ubiquitarios; entre ellos, por ejemplo, Johann Brenz, un suabo, teólogo protestante del siglo XVI. Sin embargo, esa opinión ha sido rechazada universal y merecidamente; pues está más de acuerdo con su estado de castigo que los condenados estén limitados en sus movimientos y confinados a un lugar definido. Por otra parte, si el infierno es un fuego real, no puede estar en todas partes, especialmente después de la consumación del mundo cuando la tierra y el cielo sean renovados. Se ha hecho toda clase de conjeturas en cuanto a su ubicación; se ha sugerido que el infierno está situado en alguna isla lejana en el mar o en los dos polos de la tierra; Swinden, un inglés del siglo XVIII, se imaginaba que estaba en el sol; algunos se lo asignaron a la luna, otros, a Marte; otros lo colocaban más allá de los confines del universo [[[Stephan Wiest | Wiest]], “Instit. theol.”, VI (1789), 869].
La Biblia parece indicar que el infierno está dentro de la tierra, pues describe el infierno como un abismo a donde descienden los malvados. Incluso leemos que la tierra se abre y los malvados se hunden dentro el infierno ( Núm. 16,31 ss.; Sal. 55(54),16; Isaías 5,14; Eze. 26,20; Fil. 2,10, etc.). ¿Es ésta una mera metáfora para ilustrar el estado de separación de Dios? Aunque Dios es omnipresente, se dice que Él habita en el cielo, porque la luz y grandeza de las estrellas y el firmamento son las manifestaciones más brillantes de su infinito esplendor. Pero los condenados están totalmente alejados de Dios; por lo tanto, se dice que su lugar está lo más remoto posible de su morada, lejos del cielo y de su luz y, por lo tanto, escondido en los abismos oscuros de la tierra. Despertador cristiano Sin embargo, no se ha presentado una razón convincente para aceptar una interpretación metafórica con preferencia al significado más natural de las palabras de las Escrituras. De ahí que los teólogos generalmente aceptan la opinión de que el infierno está realmente dentro de la tierra. La Iglesia no ha decidido nada sobre este tema; por lo tanto podemos decir que el infierno es un lugar definido, pero dónde está, no lo sabemos. San Juan Crisóstomo nos recuerda: “No debemos preguntarnos dónde está el infierno, sino cómo vamos a escapar de él.” (En Rom., hom. XXXI, n. 5, en P.G., LX, 674). San Agustín dice: “Es mi opinión que la naturaleza del infierno-fuego y la ubicación del infierno no son conocidos por ningún hombre a no ser que el Espíritu Santo se lo dé a conocer mediante una revelación especial” (De Civ. Dei, XX, XVI, en P.L., XLI, 682). En otros textos expresa la opinión que el infierno está debajo de la tierra (Retract., II, XXIV, n. 2 en P.L., XXXII, 640). San Gregorio el Grande escribió: “No me atrevo a decidir esta cuestión. Algunos piensan que el infierno está en algún lugar de la tierra; otros creen que está debajo de la tierra” (Dial., IV, XLII, en P.L., LXXVII, 400; cf. Patuzzi, “De sede inferni”, 1763; Gretser, “De subterraneis animarum receptaculis”, 1595).

Existencia del Infierno

El Infierno existe, es decir, todos aquellos que mueren en pecado mortal personal, como enemigos de Dios e indignos de la vida eterna, serán severamente castigados por Dios después de la muerte. Sobre la naturaleza del pecado mortal, vea PECADO; sobre el comienzo inmediato del castigo después de la muerte, vea JUICIO PARTICULAR. En cuanto al destino de aquellos que mueren libres de pecado mortal personal, pero sí en pecado original, vea LIMBO (limbus parvulorum).

Por supuesto, todos aquellos que niegan la existencia de Dios o la inmortalidad del alma niegan la existencia del infierno. Así entre los judíos, los saduceos, entre los gnósticos, los seleucianos, y en nuestros tiempos, los materialistas, panteístas, etc., niegan la existencia del infierno. Pero aparte de éstos, si hacemos abstracción de la eternidad de las penas del infierno, la doctrina nunca ha enfrentado oposición digna de mención.

La existencia del infierno se prueba en primer lugar en la Biblia. Siempre que Cristo y los Apóstoles hablan del infierno presuponen el conocimiento de su existencia ( Mt. 5,29; 8,12; 10,28; 13,42; 25,41.46; 2 Tes. 1,8; Apoc. 21,8, etc.). En el “Die christliche Eschatologie in den Stadien ihrer Offenbarung im Alten und Neuen Testament”, de Atzberger, Friburgo, 1890, se puede encontrar un desarrollo muy completo del argumento bíblico, sobre todo en lo que se refiere al Antiguo Testamento. También los Padres, desde los primeros tiempos, son unánimes en la enseñanza de que los malvados serán castigados después de la muerte. Y en prueba de su doctrina apelan tanto a la Escritura como a la razón (cf. Ignacio, “Ad Eph.”, V,16; “Martyrium s. Polycarpi”, II, n. 3; XI, n. 2; Justino, “Apol.”, II, n. 8, en P.G., VI, 458; Atenágoras, “De resurr. mort.”, c. XIX, en P.G., VI, 1011; Ireneo, “Adv. haer.”, V, XXVII, n. 2, en P.G., VII, 1196; Tertuliano, “Adv. Marc.”, I, c. XXVI, en P.L., IV, 277). Para citas a partir de las enseñanzas patrísticas vea Atzberger, “Gesch. der christl. Eschatologie innerhalb der vornicanischen Zeit” (Friburgo, 1896); Petavio, “De Angelis”, III, IV ss.

La Iglesia profesa su fe en el Credo de Atanasio: “Los que han hecho el bien irán a la vida eterna y los que han hecho el mal, al fuego eterno” ( Denzinger, “Enchiridion”, 10ma ed., 1908, n.40). La Iglesia ha definido esta verdad repetidamente, por ejemplo, en la profesión de fe hecha en el Segundo Concilio de Lyon (Denx, n. 464) y en el Decreto de Unión en el Concilio de Florencia (Denz, N. 693): “Las almas de los que mueren en pecado mortal o sólo en pecado original, bajan inmediatamente al infierno, para ser visitados, sin embargo, con penas desiguales” (poenis disparibus).
Si nos abstraemos de la eternidad de su castigo, la existencia del infierno puede ser demostrada incluso por la luz de la mera razón. En su santidad y justicia, así como en su sabiduría, Dios debe vengar la violación del orden moral de tal modo que se preserve, al menos en general, alguna proporción entre la gravedad del pecado y severidad del castigo. Pero es evidente a partir de la experiencia que Dios no siempre hace esto en la tierra; por lo tanto el infligirá el castigo después de la muerte. Más aún, si todos los hombres estuvieran totalmente convencidos de que el pecador no necesita temer a ningún tipo de castigo después de la muerte, el orden moral y social se vería seriamente amenazado. Sin embargo, la sabiduría divina no puede permitir eso. Nuevamente, si no hubiera justo castigo más allá del que ocurre frente a nuestros ojos aquí en la tierra, tendríamos que considerar a Dios extremadamente indiferente al bien y al mal, y de ningún modo podríamos dar cuenta de su justicia y santidad. Tampoco se puede decir: los malvados serán castigados pero no por castigo positivo; pues ya sea que la muerte sea el fin de su existencia, o por la pérdida de la rica recompensa del bien, disfrutarán de algún grado menor de felicidad. Estos son subterfugios arbitrarios y vanos, sin apoyo de ninguna razón válida; el castigo definido es la recompensa natural del mal. Además, la debida proporción entre el demérito y el castigo se haría imposible a través de una aniquilación indiscriminada de todos los impíos. Y, finalmente, si los hombres supieran que a sus pecados no les sigue el sufrimiento, la mera amenaza de aniquilación al momento de morir, y menos aún la perspectiva de algún grado menor de beatitud, no sería suficiente para disuadirlos de pecar.
Además, la razón entiende fácilmente que en la próxima vida el justo será feliz como premio a sus virtudes (ver CIELO). Pero el castigo del mal es la contraparte natural de la recompensa a la virtud. Por lo tanto, también habrá castigo por el pecado en la próxima vida. En consecuencia, encontramos entre todas las naciones la creencia que los malhechores mal serán castigados después de la muerte. Los Condenados al Infierno. Apocalipsis. Esta convicción universal de la humanidad es una prueba adicional de la existencia del infierno. Pues es imposible que, respecto a las cuestiones fundamentales de su ser y su destino, todos los hombres deban caer en el mismo error; de otro modo, el poder de la razón humana sería esencialmente deficiente, y el orden de éste mundo estaría indebidamente envuelto en el misterio; sin embargo, esto resulta repugnante tanto para la naturaleza como para la sabiduría del Creador. Sobre la creencia de todas las naciones en la existencia del infierno, vea cf. Luken, “Die Traditionen des Menschengeschlechts” (2da ed., Munster, 1869); Knabenbauer, “Das Zeugnis des Menschengeschlechts fur die Unsterblichkeit der Seele” (1878). Los pocos hombres que a pesar de la convicción moralmente universal de la raza humana, niegan la existencia del infierno son en su mayoría ateos y epicúreos. Pero si la opinión de tales hombres sobre la cuestión fundamental de nuestro ser pudiese ser la única verdadera, la apostasía sería el camino a la luz, a la verdad y a la sabiduría.

Eternidad del Infierno

Muchos admiten la existencia del infierno, pero niegan la eternidad de sus castigos. Los condicionalistas sostienen sólo una hipotética inmortalidad del alma y afirman que luego de sufrir cierta cantidad de castigo, las almas de los malvados serán aniquiladas. Entre los gnósticos, los valentinianos mantienen la doctrina, y más tarde también Arnobio, los socinianos, muchos protestantes tanto en el pasado como en nuestros días, especialmente en los últimos tiempos ( E. White, “Life in Christ”, Nueva York, 1877). Los universalistas enseñan que al final todos los condenados, al menos todas las almas humanas, alcanzarán la bienaventuranza (apokatastasis ton panton, restitutio omnium, según Orígenes). Esto uno de los principios de los origenistas y los misericordes, de quienes habla San Agustín (De Civ. Dei, XXI, XVIII, n. 1, en P.L., XLI, 732). Hubo seguidores individuales a esta opinión en todos los siglos; por ej. Escoto Eriúgena; en particular, muchos protestantes racionalistas de los últimos siglos defendieron esta creencia, por ej. en Inglaterra, Farrar, “Eternal Hope” (cinco sermones predicados en la Abadía de Westminster, Londres y Nueva York, 1878). Entre los católicos, Hirscher y Schell recientemente han expresado la opinión de que aquellos que no mueren en estado de gracia aún pueden convertirse después de la muerte si no son demasiado malvados e impenitentes.

La Sagrada Biblia es muy explícita en la enseñanza de la eternidad de las penas del infierno. Los tormentos de los condenados durarán por los siglos de los siglos ( Apoc., 14,11; 19,3; 20,10). Ellos son eternos igual que son eternas las [[felicidad | alegrías. del cielo ( Mt. 25,46). Cristo dijo de Judas: “¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!” (Mt. 26,24). Pero esto no habría sido cierto si Judas habría de ser algún día liberado del infierno y admitido a la felicidad eterna. Una vez más, Dios dice de los condenados: “su gusano no morirá, su fuego no se apagará” (Isaías 66,24; Mc. 9,43.45.47). El fuego del infierno es llamado repetidamente eterno e inextinguible. La ira de Dios permanece sobre los condenados ( Juan 3,36); son vasos de la cólera divina ( Rom. 9,22); no poseerán el Reino de Dios ( 1 Cor. 6,10; Gál. 5,21), etc. Las objeciones aducidas a partir de la Escritura contra esta doctrina son tan insignificantes que no vale la pena discutirlas en detalle.

La enseñanza de los Padres no es menos clara y decisiva (cf. Petavio, “De Angelis”, III, VIII). Nosotros simplemente recordamos el testimonio de los mártires que a menudo declararon que estaban contentos con sufrir dolor de breve duración con tal de escapar de los eternos tormentos; e.g. “Martyrium Polycarpi”, c. II (cf. Atzberger, “Geschichte”, II, 612 ss.). Es verdad que Orígenes cayó en el error en este punto y precisamente por este error fue condenado por la Iglesia (Canones adv. Origenem ex Justiniani libro adv. Orígenes, can. IX; Hardouin, III, 279 E; Denz., n. 211). En vano se hicieron intentos para socavar la autoridad de estos cánones (cf. Dickamp, “Die origenistischen Streitigkeiten”, Münster, 1899, 137). Además incluso en Orígenes encontramos las enseñanzas ortodoxas sobre la eternidad de las penas del infierno; pues en sus obras el fiel cristiano fue una y otra vez victorioso sobre el filósofo que duda. Gregorio de Nisa parece haber favorecido los errores de Orígenes; muchos, sin embargo, creen que se puede demostrar que sus declaraciones están en armonía con la doctrina católica. Pero las sospechas que se le han adjudicado a ciertos pasajes de Gregorio de Nazianzo y a Jerónimo decididamente no tienen justificación (cf. Pesch, “Theologische Zeitfragen”, 2da series, 190 ss.). La Iglesia profesa su fe en la eternidad de las penas del infierno en términos claros en el Credo de Atanasio (Denz., nn. 40), en decisiones doctrinales auténticas (Denz, nn. 211, 410, 429, 807, 835, 915), y en incontables pasajes de su liturgia; ella nunca ora por los condenados. Por lo tanto, más allá de la posibilidad de duda, la Iglesia expresamente enseña la eternidad de las penas del infierno como una verdad de fe que nadie puede negar o cuestionar sin caer en herejía manifiesta.

Pero ¿cuál es la actitud de la pura razón hacia esta doctrina? Así como Dios debe designar algún término fijo para el momento del juicio, luego del cual el justo entrará en segura posesión de una felicidad que nunca jamás perderá en toda la eternidad, así también es apropiado que luego de la expiración de ese término, al malvado le será cortada toda esperanza de conversión y felicidad. Pues la malicia de los hombres no puede forzar a Dios a prolongar el tiempo de prueba destinado y a concederles una y otra vez, sin fin, el poder de decidir su suerte por la eternidad. Cualquier obligación de actuar de esta manera, sería indigna de Dios, porque lo haría dependiente del capricho de la malicia humana, le quitaría a sus amenazas gran parte de su eficacia y le ofrecería a la presunción humana el alcance más amplio y el más fuerte incentivo. Dios realmente ha designado el fin de esta vida presente, o el momento de la muerte, como el término de la prueba del hombre. . Pues en ese momento se produce en nuestra vida un cambio esencial y trascendental; del estado de unión con el cuerpo, el alma pasa a una vida aparte. Ningún otro instante claramente definido de nuestra vida es de igual importancia. Por lo tanto, debemos concluir que la muerte es el final de nuestra prueba; pues es convenido que nuestro juicio debería terminar en un momento de nuestra existencia tan prominente y significativo de tal modo que sea fácilmente percibido por todo hombre. En consecuencia, es la creencia de toda la gente que la retribución eterna es dispensada inmediatamente después de la muerte. Esta convicción de la humanidad es una prueba adicional de nuestra tesis. Finalmente, no se proveería suficientemente la preservación del orden moral y social si los hombres supieran que el momento del juicio continuará después de la muerte.
Muchos creen que la razón no puede dar ninguna prueba concluyente para la eternidad de las penas del infierno, sino que simplemente puede demostrar que esta doctrina no entraña ninguna contradicción. Puesto que la Iglesia no ha tomado ninguna decisión sobre este punto, cada cual es completamente libre de asumir esta opinión. Como es evidente, el autor de este artículo no la sostiene. Admitimos que Dios podría haber extendido el momento del juicio más allá de la muerte; sin embargo, de haberlo hecho, habría permitido al hombre conocer sobre ello y habría hecho las correspondientes provisiones para el mantenimiento del orden moral en esta vida. Podríamos admitir además que no es intrínsecamente imposible para Dios aniquilar al pecador luego de cierta cantidad definida de castigo, pero esto estaría menos conforme con la naturaleza del alma inmortal del hombre; y, en segundo término, no conocemos ningún dato que nos dé derecho a suponer que Dios actuaría de tal manera.

Se presenta la objeción de que no hay proporción entre el breve momento del pecado y un castigo eterno. ¿Pero por qué no? Ciertamente, admitimos una proporción entre una buena acción momentánea y su recompensa eterna, no, es cierto, una proporción de duración, sino una proporción entre la ley y su sanción correspondiente. Nuevamente, el pecado es una ofensa contra la autoridad infinita de Dios, y el pecador está de alguna manera consciente de esto, aunque imperfectamente. En consecuencia, en el pecado hay una aproximación a la malicia infinita, la cual merece castigo eterno. Finalmente, hay que recordar que, aunque el acto de pecar es breve, la culpa del pecado permanece para siempre, pues en la próxima vida, el pecador no se aparta de su pecado por una conversión sincera.

Se objeta también que el único objeto del castigo debe ser reformar al malhechor. Esto no es verdad. Además del castigo infligido para corregir, también hay castigos para la satisfacción de la justicia. Pero la justicia demanda que quien se desvíe del camino correcto en su búsqueda de la felicidad, no encuentre su felicidad, sino que la pierda. La eternidad de las penas del infierno responde a esta demanda de justicia. Y, además, el temor al infierno en realidad disuade a muchos de pecar; y, así, y en tanto es una amenaza de Dios, el castigo eterno también sirve para la reforma de la moral. Pero, si Dios amenaza al hombre con las penas del infierno, Él debe también llevar a cabo su amenaza si el hombre no le presta atención y no evita pecar.

Para resolver otras objeciones, cabe señalar:

• Dios no solo es infinitamente bueno, Él es infinitamente sabio, justo y santo.
• Ninguno es arrojado al infierno si no lo merece plena y totalmente.
• El pecador persevera por siempre en su mala disposición.
• No debemos considerar el castigo eterno del infierno como una serie de términos de castigo distintos o separados, como si Dios estuviese por siempre una y otra vez pronunciando una nueva sentencia e infligiendo nuevas penas como si Él no pudiese satisfacer nunca su deseo de venganza. El infierno es, especialmente a los ojos de Dios, uno e indivisible en su totalidad; no es sino una sentencia y una pena. Podemos representarnos un castigo de intensidad indescriptible como en cierto sentido el equivalente a un castigo eterno; esto nos puede ayudar a ver mejor cómo Dios permite al pecador caer al infierno —cómo la justa indignación de Dios puede permitir finalmente que caiga al infierno un hombre que hace tabla rasa de todas las advertencias divinas, que fracasa en aprovechar toda la paciente indulgencia que Dios le ha mostrado, y quien en desenfrenada desobediencia está absolutamente inclinado a precipitarse al castigo eterno.

En sí mismo, no es en rechazo al dogma católico el suponer que Dios pueda a veces, por vía de excepción, liberar un alma del infierno. Así algunos argumentan a partir de una falsa interpretación de 1 Pedro 1,19 ss., que Cristo liberó a varias almas condenadas con ocasión de su descenso al infierno. Otros fueron engañados por cuentos no confiables a la creencia de que las plegarias de Gregorio el Grande rescataron al Emperador Trajano del infierno. Pero ahora los teólogos son unánimes en enseñar que tales excepciones nunca han ocurrido ni ocurrirán, una enseñanza que debe ser aceptada. Si esto es verdad, ¿cómo puede la Iglesia orar en el ofertorio de la Misa por los difuntos: “Libera animas omnium fidelium defunctorum de poenis inferni et de profundo lacu” etc.? Muchos piensan que la Iglesia usa estas palabras para designar el purgatorio. Sin embargo, pueden ser explicadas más fácilmente si tenemos en cuenta el espíritu peculiar de la liturgia de la Iglesia; a veces ella refiere sus plegarias no al tiempo que son dichas, sino al tiempo para el cual son dichas. Así, el ofertorio en cuestión se refiere al momento cuando el alma está a punto de abandonar el cuerpo, aunque es realmente dicha algún tiempo después de tal momento; y como si estuviese realmente en el lecho de muerte del creyente, el sacerdote le implora a Dios que preserve sus almas del infierno. Pero sea cual sea la explicación preferida, esto permanece cierto, que, al decir este ofertorio la Iglesia intenta implorar sólo aquellas gracias que el alma aún es capaz de recibir, a saber, la gracia de una muerte feliz o la liberación del purgatorio.

Impenitencia de los Condenados

Los condenados están ratificados en el mal; cada acto de su voluntad es maligno e inspirado en el odio a Dios. Esta es la enseñanza común de la teología; Santo Tomás lo establece en varios pasajes. Sin embargo, algunos han mantenido la opinión que, aunque los condenados no pueden realizar ninguna acción sobrenatural, todavía son capaces de realizar, de vez en cuando algún hecho naturalmente bueno; hasta ahora, la Iglesia no ha condenado esta opinión. El autor de este artículo sostiene que la enseñanza común es la verdadera; porque en el infierno, la separación del poder santificante del amor Divino, es total. Muchos afirman que esta inhabilidad de hacer buenas obras es física, y asignan el impedimento de toda gracia como su causa próxima; al hacer esto, toman el término gracias en su significado más amplio, es decir, toda cooperación Divina tanto en buenas acciones naturales como sobrenaturales. Entonces, los condenados nunca pueden escoger entre actuar fuera del amor de Dios y la virtud y actuar fuera del odio a Dios. El odio es el único motivo en su poder; y no tienen otra alternativa que aquella de mostrar su odio a Dios escogiendo una acción maligna por sobre otra. La última y real causa de su impenitencia es el estado de pecado que libremente escogen como su porción sobre la tierra y sobre la cual pasaron, sin conversión, a la otra vida y a ese estado de permanencia (status termini) por naturaleza debido a criaturas racionales y a una actitud de mente incambiable. Bastante en consonancia con su estado final, Dios les otorga solo aquella cooperación que corresponde a la actitud que libremente escogieron como suya en esta vida. Por esto, los condenados no pueden sino odiar a Dios y hacer el mal, mientras que el justo en el cielo o en el purgatorio, es inspirado solamente por amor a Dios, no pueden sino hacer el bien. Por lo tanto, también, las obras de los reprobados, en tanto están inspiradas en el odio a Dios, no son pecados formales, sino solo materiales, porque son realizados sin el requisito de libertad para la imputabilidad moral. El pecado formal que comete el reprobado es solo aquel que, cuando de entre varias acciones en su poder, deliberadamente escoge aquella que contiene la mayor malicia. Por tales pecados formales, los condenados no incurren en ningún aumento esencial de castigo, porque en el estado final la misma posibilidad y el permiso Divino de pecar son en sí mismos un castigo y, más aún, una sanción de la ley moral podría parecer bastante sin sentido.

De lo que se ha dicho se sigue que el odio que las almas perdidas tienen hacia Dios, es voluntario sólo en su causa; y la causa es el pecado deliberado el cual fue cometido en la tierra y por el cual merecieron reprobación. Es también obvio que Dios no es responsable por los pecados materiales de odio de los reprobados porque si les otorga Su cooperación en sus actos pecaminosos como también si les rehúsa toda motivación al bien, El actúa bastante de acuerdo con la naturaleza de su estado. Por lo tanto, sus pecados no son más imputables a Dios que las blasfemias de un hombre en un estado de total intoxicación, aunque no son proferidas sin la asistencia Divina. El reprobado lleva consigo la primera causa de impenitencia; es la culpa del pecado que ha cometido en la tierra y con el cual ha pasado a la eternidad. La causa próxima de impenitencia en el infierno es que Dios deniega toda gracia y todo impulso por el bien. No sería intrínsecamente imposible para Dios llevar a los condenados al arrepentimiento; aunque tal curso sería mantenerlos fuera del estado de reprobación final. La opinión que el rechazo Divino a toda gracia y de motivación al bien es la causa próxima de impenitencia, es sostenida por muchos teólogos, y en particular por Molina. Suárez la considera probable. Scoto y Vásquez sostienen puntos de vista similares. Incluso los Padres y Santo Tomás pueden ser entendidos en este sentido. Es por esto que Santo Tomás enseña (De verit., Q. xxiv, a.10) que la causa principal de impenitencia es la justicia Divina la cual rehúsa dar a los condenados toda gracia. Sin embargo, muchos teólogos p.ej. Suárez, defiende la opinión que los condenados son solo moralmente incapaces de bien; tienen el poder físico, pero las dificultades en sus caminos son tan grandes que nunca podrán ser superadas. Los condenados nunca pueden desviar su atención de sus horrendos tormentos, y al mismo tiempo saben que han perdido toda esperanza. Por ello, la desesperanza y el odio a Dios, su justo Juez, es casi inevitable e incluso el más mínimo buen impulso se torna moralmente imposible. La Iglesia aún no ha decidido esta cuestión. El autor del presente artículo, se inclina por la opinión de Molina. Pero, si los condenados con impenitentes, ¿como pueden las Escrituras (Sabiduría, v) decir que se arrepienten de su pecado? Deploran con la mayor intensidad el castigo, pero no la malicia del pecado; a esto se aferran mas tenazmente que nunca. Si tuvieran la oportunidad, cometerían el pecado de nuevo, sin duda no por su gratificación, la cual encuentran ilusoria, sino por cabal odio a Dios. Se sienten avergonzados de su insensatez por buscar la felicidad en el pecado, pero no de la malicia del pecado en sí mismo (St. Tomás, Teol. comp., c. cxxv).

Poena Damni

La poena damni, o dolor de pérdida, consiste en la pérdida de visión beatífica y por ello, en una separación total de todos los poderes del alma de Dios, no pudiendo encontrar siquiera la menor paz o descanso. Es acompañado por la pérdida de todo don sobrenatural; pérdida de fe. Los caracteres impresos por los sacramentos solo permanecen para mayor confusión de quien los lleva. El dolor de pérdida no es la mera ausencia de bienaventuranza superior, sino que también es el dolor positivo más intenso. El vacío total del alma hecha para el disfrute de la verdad infinita y bondad infinitas, causa en el reprobado una angustia inconmensurable. Su conciencia que Dios, sobre Quien depende completamente, es su enemigo, es abrumadora. Su conciencia de haber perdido por su propio desatino, por incumplimiento las más altas bendiciones por placeres transitorios e ilusorios, los humilla y deprime más allá de toda medida. El deseo de felicidad, inherente en su misma naturaleza, completamente insatisfecho y ya sin la capacidad de encontrar ninguna compensación por la pérdida de Dios por el placer ilusorio, los deja completamente miserables. Más aún, están plenamente concientes que Dios es infinitamente feliz y por lo tanto su odio y deseo impotente de injuriarlo los llena de extrema amargura. Y lo mismo es cierto en relación con todos los amigos de Dios que disfrutan la gloria del cielo. El dolor de pérdida es la misma esencia del castigo eterno. Si los condenados contemplaran cara a cara a Dios, el infierno mismo, empero su fuego, sería una especie de cielo. De tener ellos alguna unión con Dios, aunque no sea precisamente unión de visión beatífica, el infierno ya no sería infierno, sino una especie de purgatorio. Y, sin embargo, el dolor de pérdida no es sino la consecuencia natural de aquella aversión a Dios que yace en la naturaleza de todo pecado mortal.

Poena Sensus

El poena sensus, o dolor de sentido, consiste en el tormento del fuego, tan frecuentemente mencionado en la Sagrada Biblia. De acuerdo a la gran mayoría de los teólogos, el término fuego, denota un fuego material, y por lo tanto, fuego real. Sostenemos estas enseñanzas como absolutamente verdaderas y correctas. Sin embargo, no debemos olvidar dos cosas: De Catarinus (m. 1553) hasta nuestros tiempos no han habido teólogos deficientes que interpreten el término fuego de las Escrituras en forma metafórica, como denotando un fuego incorpóreo; y en segundo lugar, hasta ahora la Iglesia no ha censurado su opinión. Algunos de los Padres también pensaron en una explicación metafórica. Sin embargo, las Escrituras y la tradición hablan una y otra vez del fuego del infierno, y no hay suficientes razones para considerar el término como una mera metáfora. Se argumenta: ¿Cómo puede un fuego material atormentar demonios o almas humanas antes de la resurrección del cuerpo? Pero, si nuestra alma está así unida al cuerpo como para ser profundamente sensible al dolor del fuego, ¿porqué el Dios omnipotente es incapaz de enlazar incluso los espíritus puros a alguna sustancia material de tal manera que sufran un tormento mas o menos similar al dolor del fuego el cual el alma puede sentir en la tierra? La respuesta indica, en la medida de lo posible, cómo debemos formarnos una idea del dolor del fuego el cual sufren los demonios. Los teólogos han elaborado varias teorías sobre este tema, las cuales, sin embargo, no deseamos detallar aquí (el actual estudio de Franz Schmid “Quaestiones selectae ex theol. dogm.”, Paderborn, 1891, q. iii; también Guthberlet, “Die poena sensus” en “Katholik”, II, 1901, 305 sqq., 385 sqq.). Es bastante superfluo agregar que la naturaleza del fuego infernal es diferente de aquel de nuestra vida ordinaria; por ejemplo, continua quemando sin la necesidad de renovar constantemente la provisión de combustible. Queda bastante indeterminado ¿cómo podemos formarnos un concepto en detalle?; nosotros sabemos meramente que es corpóreo. Los demonios sufren el tormento del fuego incluso cuando, por permiso Divino abandonan los confines del infierno y rondan sobre la tierra. ¿Cómo sucede esto?, es incierto. Podemos asumir que se mantienen encadenados inseparablemente a una porción de ese fuego. El dolor de sentido es la consecuencia natural de aquel desordenado recodo en las creaturas las cuales están involucradas en todo pecado mortal. Conviene decir que quien busca placer prohibido debe encontrar dolor como recompensa.. (Cf. Heuse, “Das Feuer der Hölle” en “Katholik”, II, 1878, 225 sqq., 337 sqq., 486 sqq., 581 sqq.; “Etudes religieuses”, L, 1890, II, 309, report of an answer of the Poenitentiaria, 30 April, 1890; Knabenbauer, “In Matth., xxv, 41”.)

Dolores Accidentales de los Condenados

De acuerdo con los teólogos, los dolores de pérdida y el dolor de sentido constituyen la esencia misma del infierno, el primero es, sin dudas por lejos la parte más espantosa del castigo. Aunque los condenados también sufren varios castigos “accidentales”.

Así como los benditos en el cielo están libres de todo dolor, así también, por otro lado, los condenados nunca experimentan ni siquiera el menor placer real. En el infierno, la separación de la influencia bienaventurada del amor Divino ha llegado a su consumación. Los reprobados deben vivir en el seno de los condenados; y su estallido de odio o de reproche en que gozan de sus sufrimientos, y sus deformes presencias, son una siempre fresca fuente de tormento. La reunión del alma y el cuerpo luego de la Resurrección será un castigo especial para los reprobados, aunque no habrá ningún cambio esencial en el dolor de sentido que ya están sufriendo.

En cuanto a los castigos de los condenados por sus pecados veniales, ver Suarez, “De peccatis”, disp. vii, s. 4.

Características de las Penas del Infierno

  • Las penas del infierno difieren en grado de acuerdo al demérito. Esto es cierto no solo en relación con el dolor de sentido, sino también al dolor de pérdida. Un mayor odio a Dios, una conciencia más vívida del abandono total de bondad Divina, una mayor inquietud por satisfacer el deseo natural de beatitud con cosas externas a Dios, un sentido más agudo de verguenza y confusión ante el desatino de haber buscado felicidad en el gozo terrenal – todo esto implica como su correlación una más completa y dolorosa separación de Dios.
  • Las penas del infierno son esencialmente inmutables; no hay intermedios temporales o alivios pasajeros. Algunos Padres y teólogos, en particular el poeta Prudencio, expresó la opinión que en algunos determinados días Dios otorga a los condenados cierto respiro y que además de esto, las plegarias de los creyentes les obtienen para ellos otros intervalos de descansos ocasionales. La Iglesia nunca ha condenado esta opinión en términos expresos. Pero ahora los teólogos están justa y unánimemente rechazándola. Santo Tomás la condena severamente (In IV Sent., dist. xlv, Q. xxix, cl.1). [Cf. Merkle, “Die Sabbatruhe in der Hölle” in “Romische Quartalschrift” (1895), 489 sqq.; ver también Prudencio.]
    Sin embargo, no están excluidos, los cambios accidentales en las penas del infierno. Así puede ser que los reprobados sean a veces más y a veces menos atormentados por sus alrededores. Especialmente luego del último juicio habrá un aumento accidental en el castigo; porque nunca jamás se les permitirá a los demonios abandonar los confines del infierno sino que serán finalmente prisioneros por toda la eternidad y las almas de los hombres reprobados serán atormentadas en unión con sus cuerpos deformes.
  • El infierno es el estado de la más grande y completa desgracia, como es evidente luego de todo lo que se ha dicho. Los condenados no tienen ninguna especie de gozo, y les hubiera sido mejor para ellos, no haber nacido (Mat., xxvi, 24). No hace mucho tiempo, Mivart (El Siglo Diecinueve, Dic, 1892., Febr. y Abr., 1893) defendió la opinión que las penas podrían decrecer con el tiempo y que al final su sino sería tan extremadamente triste; que finalmente alcanzarían cierta felicidad y preferirían la existencia a la aniquilación; y aunque continuarían aún sufriendo el castigo simbólicamente descrito como un fuego por la Biblia, aún así no podrían odiar a Dios más y el más desafortunado entre ellos sería más feliz que muchos empobrecidos en esta vida. Es bastante obvio que todo esto es opuesto a las Escrituras y a las enseñanzas de la Iglesia. Los artículos citados condenados por la Congregación del Indice del Santo Oficio el 14 y 19 de Julio de 1893 (cf. “Civiltà Cattolia”, I, 1893, 672).
  • PETER LOMBARD, IV sent., dist. xliv, xlvi, y sus comentaristas; STO. TOMAS, I:64 y Suplemento 9:97, y sus comentaristas; SUAREZ, De Angelis, VIII; PATUZZI, De futuro impiorum statu (Verona, 1748-49; Venecia, 1764); PASSAGLIA, De aeternitate poenarum deque igne inferno (Rome, 1854); CLARKE, Eternal Punishment and Infinite Love in The Month, XLIV (1882), 1 sqq., 195 sqq., 305 sqq.; RIETH, Der moderne Unglaube und die ewigen Strafen in Stimmen aus Maria-Laach, XXXI (1886), 25 sqq., 136 sqq.; SCHEEBEN-KÜPPER, Die Mysterien des Christenthums (2nd ed., Freiburg, 1898), sect. 97; TOURNEBIZE, Opinions du jour sur les peines d’Outre-tombe (Paris, 1899); JOS. SACHS, Die ewige Dauer der Höllenstrafen (Paderborn, 1900); BILLOT, De novissimis (Rome, 1902); PESCH, Praelect. dogm., IX (2nd. ed., Freiburg, 1902), 303 sqq.; HURTER, Compendium theol. dogm., III (11th ed., Innsbruck, 1903), 603 sqq.; STUFLER, Die Heiligkeit Gottes und der ewige Tod (Innsbruck, 1903); SCHEEBEN-ATZBERGER, Handbuch der kath. Dogmatik, IV (Freiburg, 1903), sect. 409 sqq.; HEINRICH-GUTBERLET, Dogmatische Theologie, X (Münster, 1904), sect. 613 sqq.; BAUTZ, Die Hölle (2nd. ed., Mainz, 1905); STUFLER, Die Theorie der freiwilligen Verstocktheit und ihr Verhältnis zur Lehre des hl. Thomas von Aquin (Innsbruck, 1905); varios manuales recientes de teología dogmática (POHLE, SPECHT, etc.); HEWIT, Ignis Æternus in The Cath. World, LXVII (1893), 1426; BRIDGETT in Dub. Review, CXX (1897), 56-69; PORTER, Eternal Punishment en The Month, July, 1878, p. 338.

    JOSEPH HONTHEIM .Transcrito por Michael T. Barrett
    Dedicado a las Pobres Almas del Purgatorio
    Traducido por Carolina Eyzaguirre A.

    Selección de imágenes: José Gálvez Krüger

    Fuente de las imágenes: Google books.[1]

    Edición de imágenes: Juan Manuel Parra.

    Fuente: Enciclopedia Católica