INSPIRACION

latí­n inspirare, insuflar. Dios insufló en las narices del hombre aliento de vida, Gn 2, 7. La palabra i. indica una forma de revelación por parte del espí­ritu divino a un hombre, independientemente de su voluntad y de su intelecto. El inspirado, que habla o escribe, es instrumento que transmite lo que le inspira, insufla, el espí­ritu divino. Así­, Moisés trasmitió a la humanidad el decálogo que Yahvéh le mandó escribir en las tablas, †œentonces escribió Moisés todas las palabras de Yahvéh†, Ex 24, 3; Ex 34, 27-28. Dios llamó a los profetas y los preparó desde su nacimiento para proclamar y dejar por escrito sus palabras, Is 8, 1; 30, 8; 49, 1-5; Jr 1, 5-9; 36, 1-4; Ez 2; Am 7, 14-15; Ha 2, 2. Sólo los falsos profetas hablan por sí­ mismos, Jr 28, 15; 29, 9. Las Sagradas Escrituras son consideradas como de i. divina y no obra humana, como lo dice el apóstol Pedro: †œporque nunca profecí­a alguna ha venido por voluntad humana, sino que hombres movidos por el Espí­ritu Santo, han hablado de parte de Dios†, 2 P 1, 21. Lo mismo reafirma Pablo: †œtoda Escritura es inspirada por Dios†, 2 Tm 3, 16.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

La palabra inspiración se usa dos veces en la Biblia (Job 32:8, RVA tiene soplo; 2Ti 3:16). Los documentos escritos denominados Sagradas Escrituras son un producto divino.

Tanto en 2Ti 3:16 como en 2Pe 1:19-21, se asevera explí­citamente el hecho de que los Escritos Sagrados son un producto divino (inspiración). Los autores de la Escritura escribieron bajo la inspiración del Espí­ritu (Mar 12:36). Lo que las Escrituras de-claran es lo que Dios realmente ha dicho (Act 4:25; Heb 3:7; compararHeb 1:5 ss.). Esto es verdad ya sea que en un pasaje particular citado las palabras sean atribuidas a Dios o no, o que éstas sean declaraciones del autor humano. Jesús atribuyó directamente a Dios la paternidad literaria de las Escrituras (Mat 19:4-5).

Debido al carácter del Dios de verdad que inspiró (o produjo) las Sagradas Escrituras, el resultado de la inspiración es que la Biblia se constituye en algo completamente fidedigno y autoritativo (Psa 19:7-14; Psa 119:89, Psa 119:97, Psa 119:113, Psa 119:160; Zec 7:12; Mat 5:17-19; Luk 16:17; Joh 10:34-35; 1Th 2:13). Además de los pa-sajes que enseñan explí­citamente la autoridad de las Escrituras, tales frases como: Escrito está (Mat 21:13; Luk 4:4, Luk 4:8, Luk 4:10); dice (Rom 9:15; Gal 3:16); y la Escritura dice (Rom 9:17; Gal 3:8), claramente implican una absoluta autoridad para las Escrituras del AT. Ya que la autoridad y lo fidedigno de las Escrituras son absolutos, la inspiración misma también se extiende a toda la Escritura (Mat 5:17-19; Luk 16:17; Luk 24:25; Joh 10:34-35).

Los términos inerrancia e infalibilidad según se aplican a la inspiración de las Escrituras, aun cuando no son términos exactamente sinónimos, están correctamente aplicados a fin de indicar que su inspiración y autoridad son completas. El término inerrancia sugiere que las Escrituras no se desví­an de la verdad. Infalibilidad es un término mucho más fuerte, y sugiere la imposibilidad de que las Escrituras se aparten de la verdad. [Nota del editor: los dos términos, inerrancia e infalibilidad, no se encuentran en las Escrituras].

Gracias a la soberana preparación y control de Dios, el hombre pudo (y así­ lo hizo) escribir libre y exactamente lo que Dios deseaba: su mensaje divinamente autoritativo para su pueblo. La inspiración bí­blica puede ser definida como la obra del Espí­ritu Santo por la cual, haciendo uso de la personalidad y los talentos literarios de sus autores hu-manos, él constituyó las palabras de la Biblia, en sus varias partes, como su palabra escrita para la raza humana y, por lo mismo, de autoridad divina y sin error.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Una influencia especial del Espí­ritu Santo en guiar a ciertas personas a hablar y escribir lo que Dios quiere comunicar a otros, sin anular su actividad individual o su personalidad: (2Pe 1:19-21, 1Pe 1:10-11, 1Co 2:13, 2Ti 3:16).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Doctrina por la cual se explica que Dios tomó la iniciativa de hacer que se escribieran los libros de la Biblia, escogiendo para ello a seres humanos por medio de los cuales expresó su verdad. En 2Ti 3:16 dice: †œToda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia†. El término griego theopneustos, que se traduce allí­ por †œinspirada por Dios†, contiene la idea de †œalgo que sale de†, relacionada con †œsoplar†. Es más bien †œexpiración† que †œinspiración†. El énfasis está en el origen. El término tal como lo usa Pablo no era común entre los griegos, pero Josefo lo utiliza en una de sus obras diciendo precisamente que los libros del AT fueron escritos según la i. que viene de Dios.

En 2Pe 1:20-21 se lee: †œEntendiendo primero esto, que ninguna profecí­a de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecí­a fue traí­da por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espí­ritu Santo†. En este lugar se utiliza la palabra phero, con el sentido de †œtraer†. Por lo tanto, cuando se habla de la i. de las Sagradas Escrituras lo que se está diciendo es que las mismas tuvieron su origen en Dios y que él mismo actuó para que se escribieran, usando hombres para ello. Lo que sabemos es que Dios habló †œmuchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas† (Heb 1:1).
el AT, Zacarí­as dice claramente que los antiguos †œpusieron su corazón como un diamante, para no oí­r la ley ni las palabras que Jehová de los ejércitos enviaba por su Espí­ritu, por medio de los profetas primeros† (Zac 7:12). En el NT, Pablo explica que no enseñaba con palabras de †œsabidurí­a humana, sino con las que enseña el Espí­ritu† (1Co 2:13).
Biblia no se detiene a darnos detalles sobre el mecanismo o la forma en que Dios inspiró a los escritores de la Biblia. Usualmente hay la tendencia de tomar el sentido de la palabra i. en la misma forma que la utilizan los poetas y literatos, poniendo a los escritores sagrados en una especie de éxtasis en el cual reciben de Dios lo que han de decir. Eso pudo haber sido así­ o no. No puede ponérsele lí­mites a Dios a la hora de establecer las formas en que actúa. En algunas ocasiones un profeta recibí­a revelaciones en estado extático. Otras no. En unas ocasiones la †œvoz† de Dios tení­a sonido fí­sico (Mat 3:17; Mar 9:7). Otras no. En algunas oportunidades Dios dio visiones a sus siervos, o sueños, pero no siempre les habló así­. Se registran momentos en que Dios ordenó a alguien: †œEscribe…† (Exo 17:14). Pero de otros no se nos dice eso. La revelación es también una obra de †œla multiforme sabidurí­a de Dios† (Efe 3:10), movida por †œla multiforme gracia de Dios† (1Pe 4:10). En esa sabidurí­a y gracia, Dios, al comunicar su mensaje a través de un instrumento humano, no anuló las caracterí­sticas personales de dicho instrumento. Antes, por el contrario, las utilizó para expresar su verdad. Así­, en algo dicho por Dios a través de Jeremí­as, o Mateo, o Pablo, se pueden apreciar las formas, maneras y circunstancias personales de cada uno de ellos, utilizadas éstas por el Espí­ritu Santo para la comunicación del mensaje divino. Como dice Zacarí­as, Dios envió †œpalabras … por su Espí­ritu† (Zac 7:12). Se concluye, entonces, que las mismas tienen que ser ciertas, porque Dios no miente. Es por eso que el Señor Jesús dijo que †œla Escritura no puede ser quebrantada† (Jua 10:35).
ignorancia en cuanto a la forma en que se fueron formando y luego copiando a mano durante siglos y siglos las Sagradas Escrituras conduce a algunos a hablar de †œerrores† de la Palabra de Dios.
veces, un mismo suceso es descrito por diferentes autores. Cada uno de ellos lo narra desde su ángulo o perspectiva personal, por lo cual no tiene necesariamente que dar exactamente los mismos detalles que otro o los otros. Así­, por ejemplo, la lista de los emigrados que ofrece Esdras es en unas pocas cosas algo diferente de lo que expone Nehemí­as. Y algo parecido sucede en el caso de la descripción de los sucesos relacionados con la resurrección del Señor Jesús que hacen los cuatro evangelistas. Luego está el asunto de las copias en los manuscritos. Es humanamente natural que aquellos encargados de hacerlas para su mayor difusión, cometieran errores de transcripción que muchas veces son identificados tras largos estudios hechos por expertos. Hay casos, además, en que no se trata de errores sino de verdaderas modificaciones introducidas por los copistas para †œmejorar† o †œcorregir† el texto ( †¢Escribas). Las dificultades en el conocimiento del hebreo antiguo, el desarrollo y modificación que se produce con el tiempo en el significado de las palabras y los errores o cambios realizados por los copistas han hecho que algunos pasajes, especialmente del AT, parezcan algo oscuros y difí­ciles de traducir.
, a pesar de eso, mucha confusión se evitarí­a si se tiene siempre presente que lo importante es el mensaje contenido en las Escrituras, el cual salió de Dios, es su Palabra para nosotros. El énfasis, entonces, es sobre el mensaje, el significado de lo que Dios nos quiere expresar, sobre todo de una manera práctica, para poder lograr la salvación y experimentar la vida cristiana. Rechazar el mensaje, la Palabra, porque una letra no esté bien clara es un absurdo. Hay que recordar también cuál es el propósito para el cual Dios inspiró las Escrituras. No lo hizo para satisfacer curiosidades cientí­ficas o históricas, sino †œpara enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia† al †œhombre de Dios† (2Ti 3:16). Las historias que aparecen en la Biblia †œestán escritas para amonestarnos a nosotros† (1Co 10:11). Para lograr este fin, Dios ordenó que se escribieran cosas negativas o pecaminosas dichas o hechas por los antiguos. La i. no tiene el sentido de decir que Dios ordenó a Satanás, por ejemplo, que dijera sus mentiras. Pero sí­ entra en el concepto de i. que Dios ordenó que se hiciera el registro de lo que Satanás dijo.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

ver, DIOS (nombres), MANUSCRITOS BíBLICOS, QUMRíN (Manuscritos de)

vet, (a) SENTIDO RELIGIOSO. La inspiración, en el sentido religioso de la palabra, denota un hecho de orden psicológico: la toma de posesión, más o menos completa, del alma humana por parte del Espí­ritu de Dios. En el fenómeno de la inspiración, Dios introduce su Espí­ritu en el espí­ritu del hombre. Para designar este acto, tanto Pablo como los escritores del NT en general emplean indistintamente los términos “apocalipsis” o “pneuma” (revelación o soplo, 1 Co. 2:10; Gá. 1:11-12; 2 Ts. 2:2). “La inspiración es un soplo que hinche las velas del ser moral”, escribí­a F. Godet (“Revue Chrétienne”, 1 abr. 1982, p. 255, “Révélation”). Es el soplo divino que ejerce su acción, en grados variables, sobre la personalidad humana. Se resuelve en un estado, el estado del hombre en el que Dios da de una manera particular la luz de su Espí­ritu (“spiritus”, “pneuma”). La inspiración hace del hombre natural (“psuchikos”, psí­quico), incapaz de discernir las cosas de Dios, un hombre espiritual (“Pneumatikos”, neumático), que recibe su revelación con la capacidad de transmitirla en “palabras (gr. “logoi”) … que enseña el Espí­ritu” (1 Co. 2:13- 16). Esta intervención divina puede aparecer como una especie de contemplación o de éxtasis; sin embargo, y de una manera general, la inspiración, que sitúa al hombre en una atmósfera propicia a la receptividad de lo divino, es esencialmente “creadora” o, más exactamente, “reveladora”. Toda revelación, en el sentido bí­blico de la palabra, nos aparece como el producto más o menos directo de la inspiración. Dios pone su Espí­ritu en el hombre para instruirlo en alguna verdad que ignora, para comunicarle esta verdad. No puede haber ninguna confusión entre revelación e inspiración: ésta es el medio, en tanto que la revelación es el objetivo. La revelación implica, presupone la inspiración, gracias a la que aquélla se da. Toda revelación es una comunicación que Dios da al hombre. Por la inspiración, es decir, por la acción de su Espí­ritu sobre el espí­ritu del hombre, Dios da a este último la capacidad de recibir e interpretar esta comunicación. Esto es lo que quiere decir Pablo cuando habla del conocimiento de las cosas de Dios y de la recepción de las cosas del Espí­ritu de Dios, hecho todo ello posible por el Espí­ritu de Dios (1 Co. 2:9-16). No tenemos que analizar aquí­ el proceso psicológico que va desde el acto revelador de Dios a la asimilación de la revelación. Será suficiente señalar que, en base a las Escrituras, la inspiración divina es el instrumento de dos géneros de revelaciones: (A) Revelaciones particulares, que interesan sobre todo a un medio, a una época, a un colectivo (por ej., la orden del Señor a Jacob de que no tomara mujeres cananeas, sino que fuera a Mesopotamia, Gn. 28:1; visión del centurión Cornelio, Hch. 10). Estas revelaciones pueden aplicarse, por los principios que enseñan, mucho más allá de su objeto primario, pero interesaban en principio al individuo o medio inmediato de aquellos que las recibí­an, (B) Revelaciones presentando un carácter universal, que interesan a la humanidad entera. Su objeto, como en toda revelación particular, sigue siendo Dios, su voluntad, su plan de salvación, su gracia. Sin embargo, en lugar de ser de aplicación primaria a un solo individuo o a una colectividad limitada o a una época particular, estas comunicaciones se aplican a todos los hombres. Se imponen como una expresión definitiva, normativa absoluta de la voluntad de Dios. Se trata entonces de lo que se llama la Revelación, o Revelación general. Así­, cuando el Señor se apareció a Moisés en la zarza ardiendo, se trata de la Revelación, en lo que ella conlleva de más intangible y más universal. La Revelación de Horeb aporta a Israel, y por Israel al mundo entero y a todas las edades, el sentido real y profundo del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. En YHWH se define, en su esencia y significado eterno, no sólo el Dios del Decálogo y de todo el Antiguo Testamento, sino también el Dios de Jesucristo, que es Espí­ritu y Vida. (Véase DIOS, nombres de.) La cumbre de la Revelación es la persona de Cristo. Y Jesucristo es también el instrumento por excelencia de la Revelación; y, en tanto que manifestación histórica y universal de Dios, puede ser llamado “La Revelación” en su expresión soberana. Esta Revelación es a la vez el hecho constituido por el milagro de la encarnación, y el fruto de la inspiración cuando se contempla a la luz de las predicaciones proféticas. En lo que a nosotros concierne como creyentes, la inspiración siempre tiene que ver en la lectura e interpretación de la Revelación, es decir, de la Palabra de Dios. Por la iluminación de su Espí­ritu, Dios no da nuevas revelaciones, sino que nos revela el significado y el poder de la palabra para nuestra vida y testimonio. Gracias a la iluminación, la Palabra de Dios se nos hace inteligible y directamente personal: “El Espí­ritu mismo da testimonio a nuestro espí­ritu, de que somos hijos de Dios” (Ro. 8:16). Para el creyente ante las Escrituras, la inspiración se traduce en el testimonio interior del Espí­ritu Santo. (b) Inspiración de las Escrituras. Siguiendo a Pablo (2 Ti. 3:16) el término de inspiración de las Escrituras designa un acto estrictamente divino (“theopnéustico”), el acto del Espí­ritu de Dios mediante el cual tanto la Revelación general como las revelaciones especiales de Dios, han quedado registradas en el texto escrito de la Biblia. Designa, de una manera aun más particular, el acto mediante el cual este texto ha llegado a ser en su letra, en toda su letra (“pasa graphe”), el vehí­culo material de un mensaje sobrenatural, del mensaje de Dios. Así­, se trata de una operación divina en la que la Escritura, en todas sus partes, ha sido dada a los hombres por medio de los redactores sagrados, como expresión única e infalible de la verdad y voluntad de Dios. Este es el sentido de la inspiración de las Escrituras. (c) Naturaleza de la inspiración. La antigua noción de una inspiración literal, considerándola como un mero “dictado”, que hací­a de los redactores sagrados unos meros transmisores mecánicos de un mensaje “caí­do del cielo”, con “sus letras, puntos y signos ortográficos”, reducí­a a la nada la individualidad de los redactores, y no se ajusta a la realidad de las Escrituras, las cuales no justifican una tal concepción literalista (= inspiración de las letras). Aquí­ se debe hacer una breve mención de la historia de la transmisión del texto de la Biblia. Por lo que respecta al NT, aunque no poseemos ninguno de los escritos originales y muy poco de las copias de los primeros siglos (debido a la gran destrucción de copias del NT durante la persecución de Diocleciano, 303 d.C.), se tiene que señalar que este hecho no afecta para nada a la doctrina “theopnéustica”, por el celo desplegado por hombres como Orí­genes (siglo II) para restablecer el texto en su integridad; la considerable cantidad de mss. del NT (más de 6.000) permite útiles exámenes comparativos; el número extremadamente reducido de variantes, además de otros factores, permite afirmar que el Espí­ritu de Dios ha velado de una manera maravillosa para preservar la integridad del texto apostólico. El lector del NT puede estar seguro, con las recensiones griegas tradicionales, que posee el texto sagrado de tal manera que, a los efectos prácticos, no difiere prácticamente en nada del texto primitivo En cuanto al texto del AT veamos a continuación de una manera muy resumida la historia de la transmisión de su texto. Después de volver del exilio (siglo V a.C.) la generalidad de los hebreos ya no comprendí­an, o comprendí­an muy poco, la lengua bí­blica original, esto es, el antiguo hebreo. Hablaban el arameo, lengua de Babilonia (también llamada caldeo), que tení­a otro alfabeto. Es entonces que, respondiendo sin duda a un llamamiento especial del Espí­ritu, los rabinos y los masoretas, aquellos hombres de la tradición que habí­an conservado el uso del viejo texto, lo transcribieron al alfabeto arameo. De él provienen los caracteres que constituyen el hebreo cuadrado de nuestras Biblias masoréticas. Lo transcribieron (no lo tradujeron). Esto es de una gran importancia. Es por ello que podemos hablar de un texto inspirado, por cuanto, si bien esto no se puede aplicar de una manera estricta a las traducciones (alejandrina, latina, así­ como las Versiones a las lenguas vivas), en cambio, por cuanto el texto de nuestras Biblias hebreas es una transcripción, que no una traducción, del texto inspirado, éste es, también, un texto inspirado. Y lo es a la par que el antiguo original hebreo, por cuanto cada una de sus consonantes se corresponde a una consonante equivalente a la del original, y por cuanto, de esta manera, cada palabra del texto masorético se corresponde exactamente, por sus caracteres alfabéticos equivalentes y por el número de sus letras, a la palabra del original cuyo lugar toma. Además, los signos paratextuales de vocalización y de acentuación, con su respeto estricto del texto consonantal por su posición marginal, constituyen una garantí­a complementaria admirable de la integridad del texto. Fijan de una manera exacta la pronunciación y la lectura tradicional de las palabras y frases. Es por estas razones que se puede afirmar que, a pesar de la desaparición del texto primitivo, poseemos en la práctica el texto original del AT. Esto ha quedado además confirmado por los descubrimientos del mar Muerto, con el hallazgo de manuscritos de gran antigüedad de Isaí­as y otros libros de la Biblia. Su cotejo con los manuscritos más antiguos que se poseí­an hasta ahora ha permitido confirmar que las variaciones textuales, en el proceso de copias, han sido prácticamente despreciables, a todos los efectos prácticos, para un lapso de 1.000 años (véanse MANUSCRITOS BíBLICOS y QUMRíN (MANUSCRITOS DEL). La historia del texto del NT, y más claramente la del texto del AT, nos permite aportar al testimonio de las Escrituras, en cuanto a su inspiración, una base material sólida. Podemos afirmar que tenemos las palabras de los viejos textos perdidos. En base a esto, podemos hablar de una inspiración verbal. El concepto de inspiración verbal implica la inspiración de las palabras, y no de las meras ideas. Porque si las letras trazadas por Moisés, Isaí­as, Jeremí­as, etc., han desaparecido por el hecho anteriormente indicado de la transcripción, han quedado las palabras, y podemos leerlas en nuestras Biblias masoréticas. Además, y a la vista de este hecho providencial de la transcripción, parecerí­a inconcebible que Dios haya podido revelar e inspirar ideas sin inspirar al mismo tiempo las palabras que las expresan. La Biblia nos presenta el proceso de la inspiración de las Escrituras como el acto mediante el cual Dios pone palabras, términos, en la boca de los escritores sagrados. Así­, la Biblia es la Palabra de Dios. Así­, leemos, en el AT, lo que Dios dijo a Moisés: “Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca” (Dt. 18:18). También a Jeremí­as: “dijo Jehová: He aquí­ he puesto mis palabras en tu boca” (Jer. 1:9). Estas palabras, estos términos que Jehová poní­a en sus bocas, ¿no fueron acaso los que los autores sagrados hicieron también pasar por sus plumas en sus escritos? En el NT leemos lo que Pablo dice; su testimonio confirma todos los demás testimonios del NT. Afirma él “que el evangelio anunciado por mí­, no es según hombre; pues yo no lo recibí­ ni lo aprendí­ de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo” (cfr. Gá. 1:11-12; 1 Co. 15:1-4). “Damos gracias a Dios, de que cuando recibisteis la palabra de Dios que oí­steis de nosotros, la recibisteis no como palabra de hombres, sino según es verdad, la palabra de Dios” (1 Ts. 2:13). “El que desecha esto, no desecha a hombre, sino a Dios, que también nos dio su Espí­ritu Santo” (1 Ts. 4:8). Así­, está claro lo que la Biblia dice. No se trata de que Dios revelara sentimientos o ideas a los profetas o a los apóstoles. Se trata de mensajes (exactamente, de palabras o términos). Se trata verdaderamente de la Palabra de Dios, una palabra revelada, dada como tal por Dios, Padre o Hijo, por medio del Espí­ritu Santo. La inspiración verbal se aplica a los dos Testamentos. No puede usarse alguna cita en el NT, donde parece que se hace una atribución errónea de autor (p. ej., en Mt. 27:9 se atribuye a Jeremí­as una profecí­a que se halla en Zac. 11:13), para objetar a esta afirmación. Estamos muy lejos de poder afirmar que estas citas sean verdaderamente erróneas. (Por lo que respecta a este ejemplo de Mt. 27:9, bien hubiera podido Jeremí­as haber pronunciado la profecí­a, que hubiera sido posteriormente reproducida por Zacarí­as. Zacarí­as fue posterior a Jeremí­as. Y hay muchos ejemplos en los que los profetas citan a sus antecesores. Por otra parte, hay también la costumbre de que las divisiones principales de las Escrituras recibí­an el nombre del libro principal que las encabezaba. Jeremí­as se usaba muchas veces para denotar a todos los profetas. De una u otra manera, no hay base alguna para pretender que aquí­ tenemos error alguno.) “La admisión del principio de la inspiración verbal implica su admisión para todos los escritos del AT y NT. Porque, de la misma manera que cuando se admite el milagro se admite lo sobrenatural, y por ello la posibilidad de todos los milagros, de la misma manera al admitirse la inspiración verbal de los profetas se admite el principio y, por consecuencia, la posibilidad de la inspiración verbal de toda la Biblia” (J. Cadier: “Le Prophétisme du Réveil”, PP. 63-66). (d) La personalidad de los escritores sagrados. La noción de “inspiración al dictado” suprime la individualidad de los escritores sagrados, al hacer de estos últimos órganos pasivos y mecánicos. La concepción de la inspiración verbal respeta el hecho indiscutible de la personalidad de los escritores sagrados, que salta a la vista en la lectura de la Biblia. Es un hecho evidente que aparece un estilo de Isaí­as, un estilo de Amós, etc. Cada libro de la Palabra de Dios presenta la impronta de la personalidad de quien lo redactó bajo la dirección del Espí­ritu. En el Exodo es donde leemos con frecuencia términos que destacan la iniciativa de Dios en el mensaje de Moisés: “Habló Jehová a Moisés”; “Jehová habló a Moisés”. Y es en este mismo libro que se nota, quizá más intensamente que en cualquier otra sección del Pentateuco, la personalidad del gran profeta (cfr. Ex. 3 y 4). El Señor hizo de Jeremí­as, por así­ decirlo, su instrumento, su hombre, hasta tal punto que el profeta podí­a escribir: “Me sedujiste, oh Jehová, y fui seducido” (Jer. 20:7). Y por ello este hombre subyugado por el Señor no deja de revelarnos sus horas de crisis, de desaliento o de angustia. “Maldito el dí­a en que nací­” (Jer. 20:14). Y llegará a exclamar, en medio de sus sufrimientos (y Dios no se lo impide ni le prohibe que lo registre por escrito): “no me acordaré más de El, ni hablaré más en su nombre” (Jer. 20:9). Sí­, los hombres de Dios permanecieron siendo hombres, y es un milagro de Dios que los subyugó sin haberlos suprimido, a fin de permitirles que nos entregaran, con sus luchas humanas, el secreto de las victorias del Espí­ritu. Tenemos numerosos ejemplos, en el NT, de las reacciones de los discí­pulos y de los apóstoles, tanto antes como después de su conversión. Recordemos al apóstol Pedro, y también al apóstol Pablo (Ro. 7). Las cartas de Pablo nos revelan con una gran claridad, mayor quizá que cualquiera de los otros libros del NT, la personalidad de los escritores sagrados. Nos muestran que los autores conservan, en palabras de P. F. Jalaguier: “bajo la intervención divina, toda su capacidad intelectual y moral… sometidos, como nosotros, al deber de la vigilancia y de la oración… ” Afirman anunciar aquello que han visto y conocido; distinguen, en ciertos casos, entre su opinión personal y las prescripciones obligatorias del Espí­ritu; en ocasiones se hallan en duda (1 Co. 1:16; 2 Co. 12:2-3); disputan, argumentan, apelan a su buena fe (Ex. 3 y 4; Ro. 9:1; 2 Co. 1:18, 23; Gá. 1:20), y apelan a la conciencia e inteligencia de sus oyentes. La inspiración verbal es un milagro, el milagro de una “encarnación espiritual”, a decir de Adolphe Monod. Para dar cuenta en pocas palabras de la realidad de la inspiración divina y del elemento humano en la inspiración, se puede decir que para comunicar al hombre su Palabra, y para hacerlo, en las palabras que, en las lenguas humanas, tení­an que expresarlos de la manera más adecuada, Dios eligió a unos hombres concretos. Los eligió dotándolos de las aptitudes, dones, reacciones y otras caracterí­sticas personales, para prepararlos de una manera especial para que fueran, con sus personalidades integrales, los canales más adecuados para lo que en cada momento de la historia Dios quisiera revelar a los hombres, para encarnar por medio de ellos su Palabra. No pidió a estos hombres que aportaran sus propias palabras. El les dio sus propias palabras. Pero para dar a su palabra, en el corazón de los hombres, todo el eco que El deseaba dar, tuvo a bien utilizar, al mismo tiempo que los temperamentos y talentos diversos de aquellos hombres especialmente pensados para esta misión, el mismo vocabulario de aquellos que tomaba como sus portavoces. Es así­ que para dar su multiforme revelación, con sus énfasis diversos, pero con un mismo propósito central, el lenguaje de Juan no es el de Pablo, el de Isaí­as no es el de Ezequiel. Tenemos aquí­ a Dios llamando al profeta, al apóstol, desde el vientre de su madre, desde la misma eternidad (cfr. Jer. 1:5; Lc. 1:5-17; Hch. 9:15, etc.). Así­, el fenómeno de la inspiración no toca solamente la emisión del mensaje de parte de Dios, sino la misma creación del escritor sagrado, con su personalidad integral, para ser quien transmitiera la palabra de Dios a su generación y a la audiencia universal más allá del tiempo y del espacio. En resumen, al hablar de inspiración verbal, se destaca que el Autor supremo de las Escrituras, de toda la Escritura, es el Verbo (“logos”, “verbum”), es decir, Dios. “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios.” Al hablar de inspiración verbal se implica también el modo de percepción de la inspiración bí­blica. La inspiración está caracterizada por un mensaje comprendido, recibido por el escritor sagrado en su espí­ritu. Al recibir así­ el mensaje divino, el profeta percibí­a los términos más apropiados a la expresión oral o escrita de este mensaje. Es así­ que el Señor podí­a decir a Jeremí­as: “He aquí­, he puesto mis palabras en tu boca” (Jer. 1:9). Así­, hablar de inspiración verbal es afirmar una vez más que Dios, el Verbo Supremo, ha inspirado a los autores bí­blicos incluso en las palabras que nos transmitieron. Dios usó los dones que El dio a los instrumentos humanos que El eligió, para dar a su Palabra las diversas tonalidades que estimaba necesario darle. Pero es El, Dios, quien habla por medio de estos instrumentos, y precisamente a través de su diversidad. “Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espí­ritu Santo” (2 P. 1:21). El concepto de inspiración verbal lleva además la inspiración no solamente a los hombres que fueron los instrumentos momentáneos, sino a los escritos que iban a constituir el registro y vehí­culo permanente de la Revelación. (e) El testimonio interno del Espí­ritu Santo. Queda por considerar brevemente el agente de la percepción y asimilación de la Biblia, Palabra de Dios, es decir, la actuación indispensable del Espí­ritu Santo, como Aquel que da la clave de las Escrituras al creyente. La Biblia es la Palabra de Dios, pero, ¿cómo puede esta realidad objetiva producir una experiencia subjetiva? ¿Cómo puede la Biblia llegar a ser para nosotros Palabra viva y eficaz? Por la acción del Espí­ritu Santo en nosotros. Siendo como es obra del Espí­ritu, la Escritura no puede ser leí­da, ni llegar a ser comprensible ni activa en nuestra salvación más que por la interpretación dada por el Espí­ritu Santo, esto es, por la interpretación del Señor en nosotros. A esto se referí­a el apóstol Pablo al escribir a los corintios: “Porque hasta el dí­a de hoy, cuando (los judí­os) leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo es quitado” (2 Co. 3:14). El Espí­ritu Santo, el Espí­ritu del Padre y de Cristo, que El prometió enviar a sus discí­pulos para que los guiara “a toda la verdad” (Jn. 16:13), el Espí­ritu Santo, el autor de la Biblia, es el único que está calificado para dar su sentido, y para quitar el velo que oscurece y cierra los ojos y el corazón del hombre natural. El hombre inconverso, que se pone ante la Biblia con su mentalidad griega, su razón, su sentimiento, está decidido a no asumir que la Biblia es la Palabra de Dios, es decir, la palabra que Dios ha escrito para él en la Biblia, la palabra que se dirige a él de una manera personal, la palabra escrita para su propia regeneración, su santificación y su llamamiento para ser hijo de Dios. El Espí­ritu Santo, en su obra en el corazón humano, no solamente da testimonio al creyente de que es hijo de Dios (Ro. 8:16), sino que también abre los sellos que hasta entonces le impedí­an el acceso a la Palabra de Dios. El mismo es la clave de esta Palabra. “Antes bien, como está escrito: Cosas que ojo no vio, ni oí­do oyó, ni han subido en corazón de hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman. Pero Dios nos las reveló a nosotros por el Espí­ritu; porque el Espí­ritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios. Porque ¿quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espí­ritu del hombre que está en él? Así­ también nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espí­ritu de Dios” (1 Co. 2:9-11). Calvino, a quien le fue dado formular la doctrina del testimonio interno del Espí­ritu Santo, resume así­ su pensamiento (“Institución de la Religión Cristiana I”. 7): “La autoridad de las Escrituras es sellada, confirmada en el corazón de los fieles por el testimonio interior del Espí­ritu Santo… El mismo Espí­ritu que ha escrito la Biblia habla al fiel y le ilumina las páginas de la Biblia.” La posesión del Espí­ritu Santo, que regenera, santifica, consuela y conduce a toda la verdad; que es la expresión actual y permanente de la presencia del Señor; que Dios ha dado a todo el que cree en Jesús el Señor y lo recibe por la fe (Jn. 7:39; Gá. 3:13-14), ésta es la condición esencial y necesaria para la apropiación personal y vivificante de la Biblia, la Palabra de Dios. Y la certidumbre que el Espí­ritu nos ha dado queda confirmada por el gozo que se desprende de la posesión de la vida divina, y por la armoní­a perfecta entre la Biblia (el testimonio objetivo del Espí­ritu) y el testimonio interno del mismo Espí­ritu. Porque el Espí­ritu no está dividido: El Espí­ritu que ilumina al creyente no puede hacer otra cosa que decir amén a lo que él mismo ha dado en la Biblia. Bibliografí­a: Berkhof, L.: “Principios de interpretación bí­blica” (Clie, Terrassa, 1973); Calvino, J.: “Institución de la religión cristiana” (trad. Cipriano de Valera; Felire, Rijswijk, Holanda, 1968); Chafer, L. S.: “Teologí­a Sistemática”, “Bibliologí­a”, Tomo 1, PP. 49-128 (Publicaciones Españolas, Dalton, Georgia, 1974); Darby, J. N.: “Apologetic”, n. 1, vol. 6 de “The Collected Writings of J. N. Darby” (Stow Hill, Kingston-on- Thames, reimp. 1964); Geisler, N. L., ed.: “Inerrancy” (Zondervan, Grand Rapids, 1980); Kelly, W.: “Inspiration of Scripture” (C. E. Hammond, Londres, 1903, reimp. 1966); Ramm, B.: “La revelación especial y la Palabra de Dios” (La Aurora, Buenos Aires, 1967).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[010]

Don divino que mueve a una escritos sagrado a escribir lo que Dios quiere y sólo cómo lo quiere. No hay que confundirla con la “revelación”, que es manifestación de los misterios divinos. La inspiración es moción de la voluntad e iluminación de la inteligencia.

La inspiración oficial de la Escritura se terminó, según la enseñanza tradicional de la Iglesia, con la muerte del último apóstol.

Lo demás que se puede definir como inspiración, en el sentido más general de la palabra, hace referencia a otros tipos de inspiración: la idea que Dios impulsa a una persona buena o a una autoridad eclesial para hacer algo: edificar un templo, publicar un documento, aprobar un Instituto, mover una campaña, etc. Esa inspiración es posible, pero relativa y no necesariamente divina.

Es peligroso, además de inexacto, depreciar el concepto de inspiración como hacen algunos grupos carismáticos, catecumenales o pentecostalistas, que mantienen viva la idea de una intervención frecuente y pseudomilagrosa de Dios en sus buenas acciones o en sus ocurrencias. (Ver Bí­blico. Vocabulario 11)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. Escritura, Palabra de Dios)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Con este término manifiesta la Iglesia su fe en el hecho de que la sagrada Escritura, a pesar de ser totalmente obra de unos hombres determinados, es también plena y totalmente obra de Dios. Establecer la manera con que, para dar origen a la Biblia, se realizó en concreto esta colaboración mutua entre Dios y el hombre, ha sido quizás una de las tareas más difí­ciles con la que ha tenido que enfrentarse la reflexión teológica, El Antiguo Testamento no conoce todaví­a una terminologí­a especí­fica a este propósito. Pero se describe en él la realidad de la inspiración como una acción del Espí­ritu de Dios que toma posesión de un hombre y lo empuja a actuar y a comportarse de tal manera que los- gestos realizados por él son expresión de su voluntad de revelación. Es sobre todo en los profetas (cf. Os 9,7. Miq 3,8; Neh 9,30; 1s 6; Jr 1,4-10;Ez’2,8-9), en los que las palabras de Yahveh no se distinguen ya de las del profeta, donde es más evidente esta condición de estar “inspirados”. En el Nuevo Testamento, por el contrario, aparece por primera vez el término técnico de inspiración. en 2 Tim 3,16 (theópneustos, traducido por la Vulgata como divinitus inspirata). De la realidad de la inspiración se habla también en 2 Pe 1,16-21, en donde se afirma substancialmente que ninguna escritura profética puede estar sujeta a explicación privada, precisamente por el hecho de que proviene de una acción de Dios y no de la iniciativa humana del profeta.

En la época patrí­stica comienza a abrirse camino el llamado concepto de inspiración verbal. Según esta manera de entender la inspiración, presente ya en los pensadores del tardí­o judaí­smo (Filón de Alejandrí­a, Flavio Josefo), Dios, para expresar sus ideas y sus palabras, se habrí­a servido del autor humano como de un instrumento puramente material; el Espí­ritu Santo habrí­a hecho uso de los profetas lo mismo que el flautista de su instrumento (Hipólito de Roma, Atenágoras.

Clemente de Alejandrí­a); por eso la Escritura no puede tener más que un “solo autor, Dios” (Agustí­n), no puede ser más que “dictado divino”, “letra de Dios,” (san Jerónimo), Esta concepción de la inspiración formulada de este modo, en que se llega incluso a sostener con el abad Fredegiso de Tours (t 834) que hasta los errores gramaticales presentes en la Biblia habí­an sido queridos por el Espí­ritu Santo, dura prácticamente hasta santo Tomás, el primer teólogo que ofreció elementos significativos para una interpretación correcta de la cuestión. Al afrontar el tema de la inspiración en el contexto más amplio de la profecí­a (cf. S. Th. 11-11, qq. 171-174), considerada como aquel carisma que permite ver en profunda unidad a la revelación y a la inspiración, santo Tomás. recurriendo al sistema aristotélico de la causalidad eficiente que puede ser al mismo tiempo principal e instrumental, afirma que “el autor principal de la sagrada Escritura es el Espí­ritu Santo, y su autor instrumental el hombre” (cf. S. Th. 11-11, q. 172, a. 2, ad 3″ q, 173, a. 4; Quod betales 7, 14, 5). De la misma manera que la causa principal y la causa instrumental actúan simultáneamente en la producción del mismo efecto, dejando a salvo las caracterí­sticas propias de las naturalezas respectivas, así­ también es como actúan en este caso Dios y el hombre: Dios se sirve ciertamente del escritor humano como de un instrumento, pero de una forma plenamente conforme con su naturaleza de ser libre, responsable, inteligente, vivo, y no un instrumento inerte.

Después de santo Tomás, el problema teológico de la naturaleza de la inspiración será examinado por los teólogos escolásticos postridentinos. que siguiendo al concilio de Trento, donde se habí­a modificado la formulación del concilio de Florencia “Spiritu sancto inspirante” (DS 1334) por “Spiritu sancto dictante” (DS 1501), siguieron substancialmente dos direcciones opuestas. Algunos, como por ejemplo el dominico Báñez (t 1604), para quien el Espí­ritu Santo no sólo habí­a inspirado los contenidos de la Escritura, sino que habí­a dictado y sugerido además los “singula verba”, siguieron sosteniendo el concepto de inspiración verbal de los Padres de la Iglesia; otros.

por el contrario, apelando a tres tesis del jesuita Lessius (t 1623), condenadas por la universidad de Lovaina, en donde se hací­a coincidir la inspiración con una simple asistencia del Espí­ritu Santo para asegurar la inerrancia de los autores y de los escritos sagrados, sostuvieron el concepto de inspiración real, es decir, una inspiración limitada a los contenidos de la Escritura y no a la expresión verbal de los mismos. Moviéndose más adelante en esta misma dirección, el benedictino Haneberg (11886) presentó un tercer modelo de inspiración, la llamada inspiración “consiguiente'”, que consiste en la aprobación posterior de un libro, como libro sagrado, por parte de la Iglesia, hipótesis rechazada por el Vaticano I en la Dei Filius (DS 3006).

Después del concilio Vaticano I, otros tres documentos del Magisterio eclesiástico tocaron el problema de la inspiración: a) la Encí­clica Providentissimus Deus. de León XIII, en 1893, el primer documento del magisterio ordinario que intenta una descripción de la naturaleza de la inspiración a través de un análisis de la psicologí­a del escritor en su triple dimensión intelectiva, volitiva y operativa (cf. DS 3291-3294); bj la Encí­clica Spiritus Paraclitus. de Benedicto XV aparecida en 1920, donde se manifiesta que el influjo inspirativo, mientras que impide al escritor sagrado enseñar el error, no obstaculiza en nada la expresión propia de su genio Y de su cultura (cf DS 3650-3654); c) la Encí­clica Divino Afflante Spiritu, de Pí­o XII, en 1943, donde se pone en primer plano la importancia del sentido general Y por tanto del sentido genuino que el autor sagrado quiso expresar, y se invita a utilizar y a profundizar en los géneros literarios para facilitar la comprensión de ese sentido (cf. DS 3826-3831).

De todas formas, ha sido el concilio Vaticano II, gracias a la aportación de importantes estudios hechos sobre esta cuestión en el decenio precedente tanto en el terreno bí­blico (McKenzie, McCarty, Lohfink, Alonso Schokel) como en el teológico (Rahner, Grelot, Benoit), el que ha hecho salir a la teologí­a de la inspiración del callejón sin salida en el que la habí­an arrinconado inexorablemente las disputas de los siglos pasados. Son tres las novedades más destacadas de la enseñanza del Vaticano II sobre la inspiración, recogida en el capí­tulo III de la Dei Verbum (nn. 11-13). Ante todo, no se ve va al autor sagrado como un simple ejecutor pasivo o un instrumento en las manos de Dios, sino como una persona que estudia, reflexiona, busca y comunica, con su escrito, aquella experiencia salví­fica de la que ha sido protagonista. En segundo lugar, la comprensión de la verdad de la Escritura no se ve ya como ausencia de errores debida a la inspiración divina, sino como una comunicación fiel y misericordiosa de Dios, que tiende a la salvación de la humanidad. Finalmente, se recupera aquella unión tan importante entre la inspiración y la revelación, que estaba presente en santo Tomás, pero que perdieron sus seguidores, a partir de la cual es posible afrontar el tema de la inspiración siguiendo las lí­neas directivas que marcó el nuevo recorrido de la teologí­a en el estudio de la revelación. a saber la centralidad de Cristo, la gratuidad del carisma y la historicidad de este acontecimiento.

G. Occhipinti

Bibl.: K, Rahner la inspiración de la sagrada Escritura, Herder Barcelona 1970; L, Alonso Schokel lnspiración, en SM, III, 928-941; íd” La palabra inspirada. Herder, Barcelona 1069. P Grelot, La Biblia. palabra de Dios, Herder,. Barcelona 1968, caps, 11 y III; Y Mannucci, La Biblia como palabra de Dios DDB, Bilhao 1988; R, Fisichella, Revelación: evento y credibilidad, Sí­gueme, Salamanca 1989, Artola – J, M, Sánchez Caro, Biblia , Palabra de Dios, Verbo Divino, Estella ‘1994.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO:
1. Una mirada a la historia (AT; NT; época patrí­stica; escolástica; el magisterio y los teólogos);
2. La novedad del Vaticano II (identidad del autor; precomprensión de “verdad”; inspiración y revelación)
R. Fisichella

El tema de la inspiración de la Escritura va profundamente unido al contenido de la revelación, hasta el punto de constituir un elemento esencial del mismo. La decisión libre de Dios de comunicarse con la humanidad ha encontrado en la persona de Jesús de Nazaret la expresión plena y culminante; sin embargo, su manera de expresarse, mediante la acción de los autores sagrados, ha alcanzado también en la Escritura un momento calificativo y esencial de su autoco-municací­ón.

La Escritura es una expresión privilegiada de una narración de Dios a través de las formas de la comunicación humana.

Ya en una ojeada primera y sumaria se puede advertir que con esta expresión se inicia la dinámica de la revelación. Lo que es asumido como instrumento de comunicación es en sí­ mismo bueno, apto para expresar a Dios, aunque de una forma kenó= tica; en efecto, el lenguaje humano es continuamente inadecuado para expresar en plenitud la realidad divina.

El tema de la inspiración de la Escritura pertenece de manera peculiar a la esfera de una investigación interdisciplinar; la teologí­a fundamental cualifica su impacto en relación con. la revelación. Se estudiará, por tanto, de qué manera la verdad contenida en el texto sagrado es tal verdad, en cuanto acto de revelación por parte de Dios. Habrá que mostrar además de qué manera esa única verdad, puesta una vez por todas en la historia a través de los lí­mites del saber y de la expresión humana, puede ser verdad también hoy para el destinatario de la revelación y fuente de conocimiento de sí­ mismo y del misterio de Dios.

El estudio que la teologí­a fundamental hace de la inspiración es la valoración final del acto revelativo: la pretensión de la revelación de ser acogida y comprendida históricamente en el arco de los siglos, a través de una verdad dada a la historia -y mediante los instrumentos humanos de un momento histórico particular. Se trata, por tanto, del estudio del hecho de la inspiración en la Escritura, que no debe hacer perder de vista las implicaciones que lleva consigo: la posibilidad de una expresión histórica de la verdad y su capacidad de llegar a los hombres de todos los tiempos (! Verdad).

1. UNA MIRADA A LA HISTORIA. La historia del tema ha pasado por diversos momento de interés.

a) El Antiguo Testamento no posee una terminologí­a especí­fica, prefiriendo recurrir a formas sinónimas y más fluidas, aunque describe de forma explí­cita la realidad de la inspiración. Se la comprende como acción del espí­ritu de Yhwh que toma posesión del hombre, provocándole a realizar gestos o expresiones destinados a comunicar su voluntad.

Gestos sencillos, como la unción con el óleo (1Sam 16,13), expresan una realidad más profunda: la posesión por parte de Yhwh de su “elegido” para que, “consagrado” de ese modo, pueda ser signo de revelación. Los profetas, en virtud de su misión, expresan más directamente la realidad de la inspiración. De Oseas se dice expresamente que está “inspirado” (Os 9,7); esta misma persuasión puede encontrarse en Miqueas (Miq 3,8); también Nehemí­as proclama que los profetas son la boca del Espí­ritu (Neh 9,30).

Los profetas mayores han dejado en los relatos de su vocación los signos evidentes de su conciencia de que, actúan proclamap y escriben en nombre de Yhwh (cf Is 6; Jer 1; Ez 2). Las palabras del profeta no parecen distinguirse ya de lasAel propio Yhwh; expresiones como “oráculo de Yhwh”, “palabra del Señor”, “así­ dice el Señor”, atestiguan para todo el AT que, a través de la asunción de simbologí­as y de lenguajes humanos por parte del profeta, Dios mismo se comunica con su pueblo.

b) El Nuevo Testamento ofrece el único caso en que el término “inspiración” (theópneustos) es asumido como expresión técnica para explicar el acto particular con el que Dios inspira la Escritura; es el texto de 2Tim 3,16: “Pues toda la Escritura divinamente inspirada (theópneustos) es útil para enseñar, para reprender, para corregir, para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, dispuesto a hacer siempre el bien”.

Sin embargo, hay que centrarse en la persona de Jesús de Nazaret para comprender plenamente el valor de la enseñanza neotestamentaria en cuestión.

En efecto, para la Iglesia primitiva existe la certeza de que toda la Escritura está dirigida a Cristo y sólo en él encuentra su pleno significado. Los profetas hablaron de él y anticiparon los motivos de su existencia (Lc 24,27). Puesto que los apóstoles compartieron con él este acontecimiento de-revelación, también ellos están movidos por el Espí­ritu del Señor resucitado para anunciar al mundo la realización de la promesa antigua.

La suya es una experiencia de gratuidad que los pone en lí­nea directa con la experiencia profética antigua. Dentro de este horizonte debemos leer dos textos programáticos de Pedro. El primero anuncia la centrafdad de Cristo (1 Pe 1,10-12); el segundo, la acción directa del Espí­ritu sobre los autores sagrados (2Pe 1,20-21).

Además, dentro de la comunidad primitiva, la presencia del ministerio profético (t Profecí­a) hace visible de dos maneras la acción de la inspiración. Durante la acción litúrgica algunos hombres y mujeres, bajo la acción del Espí­ritu, formulan oraciones por la comunidad con una referencia directa a la palabra del maestro (He 15,22.32; 1Cor 12,7-8). Por otra parte, algunos profetas están, junto con los apóstoles, implicados más directamente en el crecimiento de la comunidad. Su tarea peculiares la transmisión de la palabra de Jesús, iluminando y releyendo las peripecias y las exigencias de la comunidad (Ef 4,11; 2,20; 3,5; 1Cor 12,28).

Su autoridad es aceptada por la comunidad porque son reconocidos como hombres movidos por el Espí­ritu e inspirados directamente en el momento en que crean una relación entre el anuncio de la palabra del Señor y la vida de la comunidad (2Pe 3,2).

Los evangelios y las cartas de los apóstoles constituyeron además, desde el principio, el testimonio privilegiado de la acción del Espí­ritu que realiza la permanencia de la palabra del Señor en medio de la comunidad (Ef 4,11; 2Pe 3,15-16).

c) Para la época patrí­stica, marcada por una profunda fe, que acepta naturalmente la Escritura como palabra de Dios, la inspiración no constituye ningún,problema especial. Un texto del venerable Beda, comentando el prólogo,de Lucas, nos hace percibir cómo pensaban los padres en este punto: “En cuanto al hecho de que al evangelista le pareció bien escribir, esto no debe entenderse como si esto le hubiera parecido sólo a él, ya que también lo que le pareció bien estaba bajo la inspiración del Espí­ritu” (PL 92,307).

Las intervenciones de los t apologetas Justino, Orí­genes y Cirilo de Alejandrí­a tienden a presentar la verdad de la Escritura contra los- ataques de los paganos. Agustí­n y Jerónimo serán los primeros en introducir las distinciones necesarias y, más positivamente, ofrecerán las motivaciones para el encuentro de la verdad salví­fica en los textos sagrados.

d) Con la escolástica, y más directamente con Tomás, el tema de la inspiración comenzará a tener una primera sistematización teológica. Estudiando el tema de la profecí­a (cf S. Th. II-II, 171-174), Tomás la interpreta como aquel carisma que permite ver en una profunda unidad la revelación y la inspiración. La primera, por ser conocimiento de verdades divinas, exige la elevación sobrenatural del espí­ritu, y por tanto una inspiración. Así­ pues, la inspiración profética debe considerarse como un aspecto complementario de la revelación; mediante ella el profeta se ve elevado, por obra del Espí­ritu, a un nivel superior de conocimiento y de este modo puede comunicar y transmitir la revelación divina.

e) La historia de la Iglesia, después de este perí­odo, ve empeñados a los autores y al magisterio en diversos-niveles. Tras el concilio de Trento, que, modificando la formulación del concilio de Florencia “Spiritu Sancto inspirante”(DS 1334), se habí­a expresado en este caso con “Spiritu Sancto dictante” (DS 1501), las interpretaciones de los teólogos se mueven sobre bases diferentes. Para algunos, entre los que destaca Báñez, la acción del Espí­ritu Santo respecto al hagiógrafo llega hasta las “singula verbá”; para otros, que seguí­an la tesis de Lessio, habí­a que distinguir entre revelación e inspiración, por lo que un libro podí­a haber sido escrito la asistencia del Espí­ritu Santo; pero si posteriormente el Espí­ritu atestiguaba que no habí­a nada falso contenido en él, entonces se convertí­a en un libro sagrado, y por tanto inspirado.

En 1870 apareció el libro de J.B. Franzelin Tractatus de divina traditione et Scriptura, que influyó notablemente en las declaraciones del Vaticano I: La tesis de Franzelin es que Dios es autor de los libros sagrados en virtud de una acción sobrenatural sobre los escritores. El autor es aquel que concibe y produce personalmente el escrito con su mente; pero Dios cumple su acción actuando sobre el entendimiento y la voluntad del autor, haciendo que éste conciba en su mente y escriba voluntariamente sólo aquellas cosas que él quiere comunicar. Así­ pues, la inspiración se concibe no como el conocimiento de unas verdades (que el autor podrí­a tener por conocimiento propio), sino como su redacción por escrito. Por tanto, se concibe a Dios como causa principal y autor verdadero del texto, mientras que el hagiógrafo es la causa instrumental que actúa bajo su acción para aquello que es la parte formal del texto, aunque sigue siendo libre de utilizar las formas expresivas en conformidad con su tiempo.

El Vaticano I constituye un momento de sí­ntesis en lo que se refiere al tema de la inspiración. Rechazando algunas tesis minimalistas que querí­an reducir la inspiración a una acción de reconocimiento sucesivo por parte de la Iglesia o a una asistencia que preservaba de escribir errores, se afirmaba un principio fundamental: “Los textos sagrados… tienen a Dios por autor y han sido como tales confiados a la Iglesia” (DS 3006).

Posteriormente, la Providentissimus Deus de León XIII (DS 32913293), y la Divino afflante Spiritu, de Pí­o XII (DS 3826-3830), marcan las intervenciones ulteriores del magisterio tendentes a centrar la problemática. Una exégesis más atenta y una metodologí­a renovada favorecí­an una comprensión mayor tanto de los géneros literarios como de la personalidad del hagiógrafo.

Es sin embargo el Vaticano 11 el que ha dado un impulso a la búsqueda de nuevas soluciones. El capí­tulo III de la Dei Verbum parece tan sólo a primera vista remitir a la doctrina tradicional sobre la inspiración; en realidad, en los sólo tres números que constituyen ése capí­tulo es posible ver realizado un auténtico progreso en la enseñanza sobre la inspiración.

En efecto, el concilio recibe una serie de provocaciones a las que se habí­a llegado en los estudios del decenio anterior. En dos frentes distintos, tanto los biblistas como los dogmáticos habí­an desbrozado el terreno de los diversos reduccionismos en que estaba atascada la problemática y habí­an señalado nuevas y prometedoras pistas de solución. Por parte bí­blica, McKenzie, McCarthy, Coppens, Lohfink y Alonso Schdkel habí­an emprendido reflexiones relacionadas más directamente con el tema del hagiógrafo y de la verdad; por parte teológica, Rahner, Grelot, Benoit habí­an propuesto útiles teorí­as para una relectura sobre la mediación eclesial, la función del hagiógrafo y el valor lingüí­stico de las mediaciones escritas.

2. LA NOVEDAD DEL VATICANO II. Hay tres aspectos que pueden sintetizar la novedad de la enseñanza del Vaticano II.

a) La identidad del autor. El autor sagrado queda separado del horizonte de un simple ejecutor pasi= vo o de un instrumento en manos de Dios, como lo habí­a definido la teologí­a anterior. El “Spiritu Sancto dictante” del concilio de Trento es sustituido por un lenguaje más positivo y bí­blico, que ve al hagiógrafo “elegido”, “escogido” por Dios, que escribe como un “verdadero autor” del texto.

Por consiguiente, se da del hagiógrafo una definición plenamente positiva: es aquel que estudia, reflexiona, busca y comunica con su escrito aquella experiencia salvifica de la que fue protagonista. Cada uno de los autores sagrados es considerado en su plena libertad ante la acción gratuita de Dios; tiene el peso de una misión con vistas a la construcción de la Iglesia. Esta misión se realiza a través de la peculiaridad de su escrito; es él el que lleva el peso de su propio trabajo y la carga de su propia originalidad, en la que expresa su personalidad.

Dios es ciertamente autor (Urheber), puesto que es él el que crea la historia de la salvación en sus diversos actos revelativos. Por tanto, él está en el origen del texto sagrado, tanto en cuanto libro singular como en su globalidad; en efecto, es él y su acción lo que el hagiógrafo intenta expresar, pero dentro de la lógica de la revelación misma.

b) Precomprensión de “verdad” : Una segunda novedad es la que nos ofrece la comprensión de “verdad”. Mientras que los textos preconciliares apuntaban hacia la inerrancia, y por tanto hacia la ausencia de todo error en la Escritura, como consecuencia de ser una revelación dada por inspiración, el concilio inaugura un uso más bí­blico de “verdad”, comprendida ante todo como una comunicación fiel y misericordiosa de Dios, que tiende a la salvación de la humanidad.

Así­ pues, la verdad de la Escritura es la verdad del plan salví­fico de Dios sobre el hombre y para el hombre: La expresión de DV 11: “Los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra (nostrae salutis causa) “marca ciertamente un progreso teológico.

c) Inspiración y revelación. La tercera novedad que hay que observar procede de la recuperación que se hace de la unión de la inspiración con el tema de la revelación.

No se puede negar que entre los dos concilios Vaticanos el tema se habí­a llegado progresivamente a plantear como una realidad autónoma. El Vaticano II vuelve a situar la inspiración en su cauce natural, es decir, dentro de la realidad más omnicomprensiva que está constituida por el acontecimiento de la revelación.

Así­ pues, también para la inspiración se seguirán aquellas lí­neas directivas que marcan el nuevo recorrido de la teologí­a en el estudio de la revelación. En primer lugar, el carácter central de Cristo. Jesús de Nazaret, como palabra de Dios, es también la verdad del hombre: él es el verdadero libro inspirado para comunicar y dar la salvación.

Además, la gratuidad del carisma. El hagiógrafo vive la experiencia de haber sido escogido y elegido por el Espí­ritu; él es plenamente autor, pero al mismo tierhpo es consciente de estar en una relación í­ntima cosí­ Dios a quien se entrega, acogiendo libremente la misión que él le confí­a de comunicar por escrito su voluntad.

Finalmente, la historicidad de este acontecimiento. La inspiración no destruye las caracterí­sticas del autor; al contrario, las eleva. Pero también se realiza un procedimiento contrario, el de un Dios que se abaja para poder comunicar. Dentro de la historia es donde se realiza el acontecimiento de la inspiración; para ello, la verdad que se da totalmente en el texto sagrado sólo se, alcanza, sin embargo, escatológicamente. Se da una maduración progresiva de la Iglesia que relee ese texto descubriendo en él un sentido cada vez más profundo, creando así­ una tradición viva según la analogí­a de la fe (DV 12).

Por consiguiente, la inspiración se presenta como una caracterí­stica de aquella forma escrita asumida por la palabra de Dios. Tan sólo en la medida en que permanece plenamente ligada al acontecimiento de la revelación adquiere su sentido más denso y significativo. La plasticidad de la expresión de Hugo de San Ví­ctor puede definir el significado profundo del valor y de la realidad de la inspiración: “Omnis Scriptura unus liber est et ille unus liber Christus est”.

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R. Fisichella

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Condición o estado en el que la persona siente en su interior un estí­mulo que le mueve procedente de una fuente sobrehumana. Cuando esa fuente es Jehová, aquello que se dice o escribe se convierte en verdadera palabra de Dios. En 2 Timoteo 3:16, el apóstol Pablo dijo a este respecto: †œToda Escritura es inspirada de Dios†. La frase †œinspirada de Dios† traduce la palabra griega compuesta the·ó·pneu·stos, que significa literalmente †œinsuflada por Dios†.
Esta es la única vez que aparece dicha expresión griega en las Escrituras, e identifica claramente a Dios como la Fuente y el Productor de las Sagradas Escrituras, la Biblia. El ser †œinsuflada por Dios† tiene cierto paralelo con la expresión que se halla en las Escrituras Hebreas en el Salmo 33:6: †œPor la palabra de Jehová los cielos mismos fueron hechos, y por el espí­ritu [o aliento] de su boca todo el ejército de ellos†.

Resultados del funcionamiento del espí­ritu de Dios. El medio que Dios usó para inspirar †œtoda Escritura† fue su espí­ritu santo o fuerza activa. (Véase ESPíRITU.) Ese espí­ritu santo movió o guió a ciertos hombres a poner por escrito el mensaje de Dios. Por consiguiente, el apóstol Pedro dice de la profecí­a bí­blica: †œPorque ustedes saben esto primero, que ninguna profecí­a de la Escritura proviene de interpretación privada alguna. Porque la profecí­a no fue traí­da en ningún tiempo por la voluntad del hombre, sino que hombres hablaron de parte de Dios al ser llevados por espí­ritu santo†. (2Pe 1:20, 21.) Hay testimonio fehaciente de que el espí­ritu de Dios actuó en la mente y el corazón de los escritores para conducirlos a la meta que Dios se habí­a propuesto. El rey David dijo: †œEl espí­ritu de Jehová fue lo que habló por mí­, y su palabra estuvo sobre mi lengua†. (2Sa 23:2.) Cuando Jesús citó el Salmo 110, dijo que David lo escribió †œpor inspiración [literalmente, en espí­ritu]† (Mt 22:43); el relato paralelo que se halla en Marcos 12:36 dice: †œPor el espí­ritu santo†.
Tal como el espí­ritu de Jehová impulsó a ciertos hombres y los capacitó para desempeñar otras asignaciones divinas —la confección de vestiduras sacerdotales y equipo para el tabernáculo (Ex 28:3; 35:30-35), llevar la carga de la administración (Dt 34:9) y capitanear fuerzas militares (Jue 3:9, 10; 6:33, 34)—, también capacitó a algunos hombres para registrar las Escrituras. Por medio de ese espí­ritu, pudieron recibir sabidurí­a, entendimiento, conocimiento, consejo y poder más allá de lo normal y de acuerdo con sus necesidades particulares. (Isa 11:2; Miq 3:8; 1Co 12:7, 8.) Se dice que David recibió los planos del templo †œpor inspiración [literalmente, por el espí­ritu]†. (1Cr 28:12.) Jesús aseguró a sus apóstoles que el espí­ritu de Dios los ayudarí­a, enseñándolos, guiándolos y ayudándolos a recordar las cosas que le habí­an oí­do a él, y además les revelarí­a cosas futuras. (Jn 14:26; 16:13.) Esto hizo que sus relatos evangélicos fuesen veraces y exactos, incluyendo las muchas citas largas de los discursos de Jesús, aunque, por ejemplo, el relato del evangelio de Juan se escribió varias décadas después de la muerte de Jesús.

Controlados por †œla mano de Jehovᆝ. Los escritores bí­blicos estuvieron bajo la †œmano† de Jehová, es decir, su poder guiador y controlador. (2Re 3:15, 16; Eze 3:14, 22.) Tal como la †œmano† de Jehová podí­a hacer que sus siervos hablasen o guardasen silencio en tiempos señalados (Eze 3:4, 26, 27; 33:22), también podí­a hacer que escribieran o que no lo hicieran; podí­a impulsar al escritor a mencionar ciertos asuntos o impedirle incluir otros. El resultado final siempre serí­a lo que Jehová deseaba.

Cómo recibieron los escritores la dirección divina. Tal como declara el apóstol, Dios habló †œde muchas maneras† a sus siervos en tiempos precristianos. (Heb 1:1, 2.) Por lo menos en un caso, los Diez Mandamientos o Decálogo, Dios proveyó la información en forma escrita, de modo que Moisés solo tuvo que copiarla en los rollos o en cualquier otro material. (Ex 31:18; Dt 10:1-5.) En otros casos, la información se transmitió palabra por palabra, al dictado. Cuando se presentó el extenso conjunto de leyes y estatutos del pacto de Dios con Israel, Jehová le dijo a Moisés: †œEscrí­bete estas palabras†. (Ex 34:27.) A los profetas también se les dieron con frecuencia mensajes especí­ficos que debí­an transmitir, mensajes que luego se pusieron por escrito y forman parte de las Escrituras. (1Re 22:14; Jer 1:7; 2:1; 11:1-5; Eze 3:4; 11:5.)
Entre otros métodos que se usaron para transmitir información a los escritores de la Biblia estuvieron los sueños y las visiones. Los sueños o visiones de la noche, como a menudo se les llamó, debieron grabar un cuadro del mensaje o propósito de Dios en la mente de la persona dormida. (Da 2:19; 7:1.) Las visiones dadas en estado consciente fueron un método aún más frecuente de comunicar los pensamientos de Dios a la mente del escritor, y en estos casos la revelación se impresionaba de forma pictórica en la mente consciente. (Eze 1:1; Da 8:1; Rev 9:17.) Algunas visiones se recibieron cuando la persona estaba sumida en un trance. Aunque consciente, parece ser que estaba tan absorta por la visión que recibí­a durante el trance que no se daba cuenta de nada de lo que sucedí­a a su alrededor. (Hch 10:9-17; 11:5-10; 22:17-21; véase VISIí“N.)
En muchas ocasiones Dios usó a mensajeros angélicos para transmitir sus mensajes. (Heb 2:2.) El papel de estos mensajeros como transmisores de la palabra divina fue más amplio de lo que a veces el registro parece indicar. Así­ pues, aunque el registro parece indicar que Dios dio la Ley directamente a Moisés, tanto Esteban como Pablo muestran que usó a sus ángeles para transmitir dicho código legal. (Hch 7:53; Gál 3:19.) Puesto que los ángeles hablaron en el nombre de Jehová, al mensaje que presentaron se le podí­a llamar la †œpalabra de Jehovᆝ. (Gé 22:11, 12, 15-18; Zac 1:7, 9.)
Sin importar qué medios en particular se emplearan para transmitir los mensajes, todas las Escrituras tienen el mismo valor, pues todas fueron inspiradas o †œinsufladas por Dios†.

¿Es consecuente con el hecho de que la Biblia fuese inspirada por Dios el que cada escritor escribiese con su propio estilo?
Es obvio que los hombres que Dios usó para registrar las Escrituras no fueron simples autómatas que únicamente se limitaron a registrar información dictada. Leemos concerniente al apóstol Juan que la Revelación †œrespirada por Dios† le fue presentada por medio del ángel de Dios †œen señales†, y que Juan luego †œdio testimonio de la palabra que Dios dio y del testimonio que Jesucristo dio, aun de todas las cosas que vio†. (Rev 1:1, 2.) Fue †œpor inspiración [literalmente, †œen espí­ritu†]† como Juan †œ[llegó] a estar en el dí­a del Señor† y se le dijo: †œLo que ves, escrí­belo en un rollo†. (Rev 1:10, 11.) Por lo tanto, Dios consideró oportuno permitir que los escritores bí­blicos dieran uso a sus facultades mentales a la hora de seleccionar las palabras y expresiones para describir las visiones que recibieron (Hab 2:2), aunque siempre suministró la dirección necesaria a fin de que el resultado final no solo fuese exacto y verdadero, sino que también encajase con su propósito. (Pr 30:5, 6.) En Eclesiastés 12:9, 10 se indica que el escritor tení­a que poner de su parte, es decir, meditar, escudriñar y ordenar las ideas a fin de presentar †œpalabras deleitables y la escritura de palabras correctas de verdad†. (Compárese con Lu 1:1-4.)
Estos hechos sin duda explican los diferentes estilos, así­ como las expresiones, que al parecer reflejan los antecedentes de cierto escritor en particular. Puede que las facultades naturales de los escritores hayan influido en la selección divina para su asignación especí­fica; también es posible que Dios los preparase con anterioridad para que luego cumplieran Su propósito.
Una prueba de la independencia de estilo se ve en la selección de palabras que hizo Mateo, quien debido a sus antecedentes como recaudador de impuestos, fue prolijo en su referencia a cantidades y valores monetarios. (Mt 17:27; 26:15; 27:3.) Por otra parte, los escritos de Lucas, †œel médico amado† (Col 4:14), se caracterizan por el empleo de términos propios de sus antecedentes médicos. (Lu 4:38; 5:12; 16:20.)
Incluso cuando el escritor decí­a que habí­a recibido la †œpalabra de Jehovᆝ o cierta †œdeclaración†, es posible que esta no se hubiese transmitido palabra por palabra, sino por medio de un cuadro mental del propósito de Dios, cuadro que luego el propio escritor expresaba en palabras. Esto quizás lo indica el que los escritores a veces dijeran que habí­an visto (y no †˜oí­do†™) la †œdeclaración† o †œla palabra de Jehovᆝ. (Isa 13:1; Miq 1:1; Hab 1:1; 2:1, 2.)
Los hombres usados para escribir las Escrituras cooperaron con la acción del espí­ritu santo de Jehová. Fueron obedientes y sumisos a la guí­a de Dios (Isa 50:4, 5), estuvieron deseosos de conocer la voluntad de Dios y sus caminos. (Isa 26:9.) En muchos casos tuvieron presente ciertas metas (Lu 1:1-4) o respondieron a una evidente necesidad (1Co 1:10, 11; 5:1; 7:1), y Dios los dirigió para que lo que escribí­an coincidiese con su propósito y lo cumpliese. (Pr 16:9.) Como eran hombres de inclinación espiritual, tanto su mente como su corazón estaban en sintoní­a con la voluntad de Dios, tení­an la †˜mente de Cristo†™ y, por lo tanto, lo que escribieron no tuvo nada que ver con la sabidurí­a humana ni con †œla visión de su propio corazón†, como en el caso de los profetas falsos. (1Co 2:13-16; Jer 23:16; Eze 13:2, 3, 17.)
Por consiguiente, el espí­ritu santo ejecutaba †œvariedades de operaciones† en esos escritores bí­blicos. (1Co 12:6.) Podí­an acceder a una parte considerable de la información por medios puramente humanos, pues a veces ya existí­a en forma escrita, como en el caso de las genealogí­as y ciertos relatos históricos. (Lu 1:3; 3:23-38; Nú 21:14, 15; 1Re 14:19, 29; 2Re 15:31; 24:5; véase LIBRO.) En tales casos, el espí­ritu de Dios actuaba para evitar que se introdujesen inexactitudes o errores en el registro divino y también para dirigir la selección de la información que tení­a que incluirse. Es obvio que Dios no inspiró todo lo que otras personas dijeron y que se incluye en la Biblia, pero el espí­ritu santo dirigió la selección y la transcripción exacta de la información que finalmente formó parte de las Santas Escrituras. (Véanse Gé 3:4, 5; Job 42:3; Mt 16:21-23.) De esa manera, Dios ha guardado registro en su Palabra inspirada de lo que ocurre cuando se presta atención a su voz y se actúa en armoní­a con su propósito, así­ como de las consecuencias de pensar, hablar y actuar menospreciando a Dios o desatendiendo sus rectas sendas. Por otra parte, la información concerniente a la historia prehumana de la Tierra (Gé 1:1-26), o acerca de acontecimientos y actividades celestiales (Job 1:6-12 y otros textos), así­ como profecí­as, revelaciones de los propósitos de Dios y doctrinas, no estaba al alcance del hombre y era preciso que el espí­ritu de Dios la transmitiese de manera sobrenatural. En cuanto a dichos y consejos sabios, aunque el escritor hubiese aprendido mucho de su experiencia personal en la vida, y más aún de su propio estudio y aplicación de la parte de las Escrituras que ya habí­a sido registrada, todaví­a se requerí­a la actuación del espí­ritu de Dios para asegurar que lo que se escribiera mereciera ser parte de la Palabra de Dios que es †œviva y ejerce poder, […] y puede discernir pensamientos e intenciones del corazón†. (Heb 4:12.)
Las expresiones del apóstol Pablo en su primera carta a los Corintios muestran esto. Cuando da consejo acerca del matrimonio y la solterí­a, dice: †œPero a los demás digo —sí­, yo, no el Señor— […]†. De nuevo: †œAhora bien, respecto a ví­rgenes no tengo mandamiento del Señor, pero doy mi opinión†. Y finalmente, declara sobre la mujer que se queda viuda: †œPero es más feliz si permanece como está, según mi opinión. Ciertamente pienso que yo también tengo el espí­ritu de Dios†. (1Co 7:12, 25, 40.) Pablo debió hacer estas declaraciones porque no habí­a ninguna enseñanza directa del Señor Jesús a ese respecto. De ahí­ que diese su opinión personal como apóstol lleno de espí­ritu. Sin embargo, su consejo fue †œinsuflado por Dios† y por eso llegó a formar parte de las Sagradas Escrituras, teniendo la misma autoridad que el resto de dichas Escrituras.
Hay una clara distinción entre los escritos inspirados de la Biblia y otros escritos que, aunque manifiestan una medida de la dirección y guí­a del espí­ritu, es propio que no formen parte de las Sagradas Escrituras. Como se ha mostrado, aparte de los libros canónicos de las Escrituras Hebreas también habí­a otros escritos, como los registros oficiales de los reyes de Judá e Israel, que en muchos casos los recopilarí­an hombres dedicados a Dios. Incluso los usaron en su investigación los escritores que fueron inspirados para escribir parte de las Sagradas Escrituras. Lo mismo ocurrió en los tiempos apostólicos. Además de las cartas incluidas en el canon bí­blico, durante el transcurso de los años los apóstoles y ancianos también debieron escribir muchas otras cartas a las numerosas congregaciones. Aunque los escritores fueron hombres guiados por el espí­ritu, Dios no colocó su sello de garantí­a distinguiendo a estos escritos como parte de su inequí­voca Palabra. Es posible que los escritos hebreos no canónicos contuviesen algunos errores, y que los escritos no canónicos de los apóstoles reflejasen hasta cierto grado el entendimiento incompleto que existió en los primeros años de la congregación cristiana. (Compárese con Hch 15:1-32; Gál 2:11-14; Ef 4:11-16.) Sin embargo, tal como por su espí­ritu o fuerza activa Dios otorgó a ciertos cristianos †œdiscernimiento de expresiones inspiradas†, también pudo guiar al cuerpo gobernante de la congregación cristiana para discernir qué escritos inspirados tení­an que incluirse en el canon de las Sagradas Escrituras. (1Co 12:10; véase CANON.)

Se reconoce la inspiración de las Sagradas Escrituras. Los siervos de Dios, entre ellos Jesús y sus apóstoles, siempre reconocieron la inspiración de las Sagradas Escrituras a medida que se fueron añadiendo al canon de la Biblia. Por †œinspiración† no se quiere decir una mera elevación del intelecto y las emociones a un grado más alto de comprensión o sensibilidad (como se dice a menudo de los artistas o poetas), sino la producción de escritos que son infalibles y que tienen la misma autoridad que si los hubiese escrito Dios mismo. Por esta razón, los profetas que participaron en escribir las Escrituras Hebreas en muchí­simas ocasiones atribuyeron sus mensajes a Dios, diciendo: †œEsto es lo que ha dicho Jehovᆝ, frase que aparece más de trescientas veces. (Isa 37:33; Jer 2:2; Na 1:12.) Jesús y sus apóstoles citaron de las Escrituras Hebreas con confianza de que eran la propia palabra de Dios hablada por medio de sus siervos, por lo que su cumplimiento era seguro y su autoridad, final en cualquier controversia. (Mt 4:4-10; 19:3-6; Lu 24:44-48; Jn 13:18; Hch 13:33-35; 1Co 15:3, 4; 1Pe 1:16; 2:6-9.) Contení­an †œlas sagradas declaraciones formales de Dios†. (Ro 3:1, 2; Heb 5:12.) Después de explicar en Hebreos 1:1 que Dios habló a Israel por medio de los profetas, Pablo prosigue citando de varios libros de las Escrituras Hebreas como si las palabras las hubiese dicho Jehová personalmente. (Heb 1:5-13.) Otras referencias similares al espí­ritu santo se encuentran en Hechos 1:16; 28:25; Hebreos 3:7; 10:15-17.
Jesús mostró su plena fe en la infalibilidad de los escritos sagrados cuando dijo que †œla Escritura no puede ser nulificada† (Jn 10:34, 35), y que †˜antes pasarí­an el cielo y la tierra que una letra diminuta o una pizca de una letra de la Ley sin que sucediesen todas las cosas†™. (Mt 5:18.) Dijo a los saduceos que estaban equivocados con respecto a la resurrección debido a que †œno [conocí­an] ni las Escrituras ni el poder de Dios†. (Mt 22:29-32; Mr 12:24.) Estuvo dispuesto a ser detenido y a morir debido a que sabí­a que eso cumplirí­a la Palabra escrita de Dios, las Sagradas Escrituras. (Mt 26:54; Mr 14:27, 49.)
Esas declaraciones se refieren, por supuesto, a las Escrituras Hebreas precristianas, pero queda claro que las Escrituras Griegas Cristianas también se presentaron y aceptaron como inspiradas (1Co 14:37; Gál 1:8, 11, 12; 1Te 2:13); el apóstol Pedro asoció las cartas de Pablo con el resto de las Escrituras. (2Pe 3:15, 16.) Así­ pues, la totalidad de las Escrituras componen la unificada y armoniosa Palabra escrita de Dios. (Ef 6:17.)

Autoridad de las copias y las traducciones. Por lo tanto, a la Palabra escrita de Dios se le puede atribuir absoluta infalibilidad. Eso es así­ en el caso de los escritos originales, aunque no se sabe de ninguno que haya llegado hasta nuestros dí­as. En cambio, no se puede atribuir exactitud absoluta a las copias de esos escritos originales, como tampoco a sus traducciones a otros idiomas. Por otra parte, hay prueba sólida y razones válidas para creer que los manuscritos de las Sagradas Escrituras disponibles proporcionan copias de la palabra escrita de Dios prácticamente exactas; los puntos dudosos no influyen en el sentido del mensaje transmitido. El propósito de Dios al preparar las Sagradas Escrituras y la declaración inspirada de que †œel dicho de Jehová dura para siempre† dan la seguridad de que Jehová Dios ha conservado la integridad interna de las Escrituras a través de los siglos. (1Pe 1:25.)

¿Cómo se explican las diferencias en la redacción de las citas que en las Escrituras Griegas Cristianas se toman de las Escrituras Hebreas?
En muchos casos los escritores de las Escrituras Griegas Cristianas usaron la traducción griega llamada Septuaginta cuando citaron de las Escrituras Hebreas. A veces, sus citas de la Septuaginta difieren algo de la traducción de las Escrituras Hebreas tal como se conocen ahora (la mayorí­a de las traducciones actuales se basan en el texto hebreo masorético, que se remonta aproximadamente al siglo X E.C.). Por ejemplo, la cita que hace Pablo del Salmo 40:6 contiene la expresión †œpero me preparaste un cuerpo†, expresión que se halla en la Septuaginta. (Heb 10:5, 6.) En los manuscritos hebreos disponibles del Salmo 40:6, en lugar de esa expresión, aparecen las palabras †œestos oí­dos mí­os los abriste†; no obstante, en la actualidad no se puede determinar con certeza si el texto hebreo original contení­a la frase que se halla en la Septuaginta. En cualquier caso, el espí­ritu de Dios guió a Pablo en su cita, de modo que esas palabras tienen la autorización divina. Eso no significa que toda la traducción de la Septuaginta ha de considerarse inspirada; pero los textos que citaron los escritores cristianos inspirados llegaron a formar parte integrante de la Palabra de Dios.
En algunos casos, las citas que hicieron Pablo y otros difieren de los textos hebreos y griegos que se hallan en los manuscritos disponibles. Sin embargo, las diferencias son mí­nimas, y cuando se examinan puede verse que se deben a que se ha parafraseado o resumido, o se han usado términos sinónimos o añadido palabras o frases explicativas. Génesis 2:7, por ejemplo, dice: †œEl hombre vino a ser alma viviente†, mientras que Pablo cuando citó este texto, dijo: †œAsí­ también está escrito: †˜El primer hombre, Adán, llegó a ser alma viviente†™†. (1Co 15:45.) El que añadiera las palabras †œprimer† y †œAdán† sirvió para recalcar el contraste entre Adán y Cristo. La inserción armonizaba completamente con los hechos registrados en las Escrituras y de ninguna manera desvirtuó el sentido o contenido del texto citado. Aquellos a quienes Pablo escribió disponí­an de copias (o traducciones) de las Escrituras Hebreas más antiguas que las que tenemos actualmente y podí­an examinar sus citas, como lo hicieron los habitantes de Berea. (Hch 17:10, 11.) El que la congregación cristiana del primer siglo incluyera estos escritos en el canon de las Sagradas Escrituras prueba que aceptaban tales citas como parte de la Palabra inspirada de Dios. (Compárese Zac 13:7 con Mt 26:31.)

†œExpresiones inspiradas† verdaderas y falsas. La palabra griega pnéu·ma (espí­ritu) se usa de una manera especial en algunos escritos apostólicos. En 2 Tesalonicenses 2:2, por ejemplo, el apóstol Pablo insta a sus hermanos tesalonicenses a que no se dejen excitar o sacudir de su razón †œtampoco mediante una expresión inspirada [literalmente, †œespí­ritu†], ni mediante un mensaje verbal, ni mediante una carta como si fuera de nosotros, en el sentido de que el dí­a de Jehová esté aquí­†. Está claro que Pablo usa la palabra pnéu·ma (espí­ritu) en relación con ciertos medios de comunicación, como un †œmensaje verbal† o una †œcarta†. Por este motivo, en las notas de algunas versiones leemos los siguientes comentarios sobre este texto: †œEl Espí­ritu, que, con sentido metoní­mico (causa por el efecto), equivale a revelación o profecí­a† (CJ). †œEl autor sagrado alude a quienes arrogándose la posesión de un carisma profético, supuestamente recibido del Espí­ritu Santo, se dedicaban a divulgar sus ideas personales como si vinieran de Dios† (UN). Así­ pues, aunque en este caso y otros similares algunas versiones traducen pnéu·ma por †œespí­ritu†, otras muchas dicen †œmanifestaciones del espí­ritu† (BJ), †œrevelaciones carismáticas† (FF, Vi), †œsupuestas revelaciones† (NBE, TA), †œanuncios proféticos† (LT), †œprofecí­a† (NVI), †œinspiración† (CI, GR, SA) o †œexpresión inspirada† (NM).
Las palabras de Pablo aclaran que hay †œexpresiones inspiradas† verdaderas y las hay falsas. En 1 Timoteo 4:1, el apóstol se refiere a ambas clases cuando dice que †œla expresión inspirada [del espí­ritu santo de Jehová] dice definitivamente que en perí­odos posteriores algunos se apartarán de la fe, prestando atención a expresiones inspiradas que extraví­an y a enseñanzas de demonios†. Este texto muestra que la fuente de las †œexpresiones inspiradas† falsas son los demonios. Esta idea la corrobora la visión que se dio al apóstol Juan sobre †œtres expresiones inspiradas inmundas† parecidas a ranas que procedí­an de la boca del dragón, de la bestia salvaje y del falso profeta, y de las que se dice especí­ficamente que son †œinspiradas por demonios† y sirven para reunir a los reyes de la Tierra a la guerra en Armagedón. (Rev 16:13-16.)
Con buena razón, por lo tanto, Juan insta a los cristianos a que †œprueben las expresiones inspiradas para ver si se originan de Dios†. (1Jn 4:1-3; compárese con Rev 22:6.) Luego muestra que las expresiones que en realidad son inspiradas de Dios se transmiten a través de la verdadera congregación cristiana, no de fuentes mundanas no cristianas. Por supuesto, Jehová Dios inspiró la declaración de Juan, pero, además, la carta de Juan habí­a puesto una base sólida para decir: †œEl que adquiere el conocimiento de Dios nos escucha; el que no se origina de Dios no nos escucha. Es así­ como notamos la expresión inspirada de la verdad y la expresión inspirada del error†. (1Jn 4:6.) Lejos de ser mero dogmatismo, Juan habí­a mostrado que tanto él como otros cristianos verdaderos manifestaban los frutos del espí­ritu de Dios, en particular el amor, y demostraban por su conducta correcta y habla veraz que verdaderamente †˜andaban en la luz†™ en unión con Dios. (1Jn 1:5-7; 2:3-6, 9-11, 15-17, 29; 3:1, 2, 6, 9-18, 23, 24; contrástese con Tit 1:16.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

/Escritura II

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

1. “Muy gradualmente y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres mediante los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos habló por el Hijo, al que nombró heredero de todas las cosas, por medio del cual, igualmente, creó los mundos y los tiempos” (Heb 1, 1s). Este texto nos invita a ver el sentido teológico de la i. desde el misterio de la salvación, en cuyo centro está Cristo como la palabra universal y definitiva, como plenitud de la -> revelación. Según la carta a los Hebreos, la misma importancia central corresponde a la acción creadora del Hijo, a su manifestación en el mundo; pues a la aparición de la única Palabra precedieron como mensajeras muchas otras palabras – cada vez más numerosas y frecuentes -, que alcanzaron finalmente en Cristo su punto culminante. La palabra reveladora que apareció en Cristo sigue hablando en sus apóstoles: “Esta salvación fue inaugurada por la predicación del Señor; y los que la escucharon nos la confirmaron a nosotros” (Heb 2, 3). Por tanto, la i. ha de verse en relación con el misterio central de la -4, encarnación, en el ámbito del misterio de la Palabra; y no ha de separarse de la -> creación, que en su orden cósmico hace visible a Dios. Todas las cosas, incluidos los libros inspirados de la sagrada -> Escritura, tienen su subsistencia en Cristo. Es una doctrina constantemente enseñada por los padres que la revelación del AT es revelación de Cristo: “En ellos está presente la “Palabra” y habla sobre sí­ misma. Y así­ ésta fue su propia precursora” (HIPóLITO: PG 10, 819). Lo mismo que la encarnación, el misterio de las palabras pronunciadas por Dios en distintos tiempos y de diversas maneras es una obra del Espí­ritu Santo. El concepto de inspiratio conserva la relación semántica al concepto de “espí­ritu”. Por esta razón hemos de ver la i. de la Escritura como una acción viva y eficaz del -> Espí­ritu, Santo. El aliento de Dios, que llena la creación, da la vida a los hombres y llama a aquellos que anuncian la voluntad salví­fica de Dios, obra también en los profetas, que como “hombres del Espí­ritu” están inspirados. Lo mismo que este Espí­ritu, también su palabra inspirada da vida y fuerza (Heb 4, 12). La operación del Espí­ritu en la economí­a salví­fica generalmente es llamada carisma. En este contexto de los -> carismas se halla la i., que ha de verse en relación con toda la vida de Israel y de la Iglesia.

La i. es un misterio de la Palabra y un misterio de la vida o, más concretamente, es revelación por la Palabra. Dios se manifiesta a sí­ mismo en toda su operación hacia fuera. Podemos distinguir tres estadios fundamentales de esta “revelación”. En primer lugar la manifestación a través del mundo visible como huella o destello de Dios; y así­ el hombre, por una visión simbólica de la realidad o por una deducción racional, puede conocer a Dios a través de la naturaleza (Pablo habla en este contexto de un conocimiento interno, nooúmena: Rom 1, 20 [cf. posibilidad de conocer a ->Dios]). En segundo lugar Dios interviene en el colosal escenario de la creación a través de milagros, signos y acciones especiales, realizados en la historia de la humanidad; todo eso da al hombre la posibilidad de un conocimiento más intenso de Dios. En tercer lugar Dios habla al hombre en la historia. Esta comunicación de -> Dios mismo por la -> palabra es la forma suprema de la revelación. En el primer estadio conocemos el ser y algunos atributos de -> Dios, en el segundo se nos dan a conocer ciertas constantes del comportamiento de Dios con los hombres (los caminos de Dios), y en el tercero tenemos acceso a su persona. La persona, que se manifiesta en la palabra, arroja luz sobre las otras realidades – la naturaleza y la historia – y las hace transparentes para Dios. La revelación de Dios por la palabra descubre el sentido del mundo visible (p. ej., Sal 104); bajo la luz de la palabra divina el hombre conoce su limitación, su polaridad (Sal 139) y su existencia pecadora (p. ej., Sal 51); la palabra revelada de Dios interpreta el sentido de la historia como historia de la -> salvación.

El misterio de la i. como “encarnación” consiste precisamente en que Dios nos habla a través de hombres. Su palabra divina es realmente humana; la pronuncian hombres de una época determinada para una sociedad concreta, de modo que ellos no se limitan a repetirla.

2. El texto inspirado es palabra humana. El hombre es imagen y destello de Dios, y lo es también en su palabra. En cuanto Dios crea un mundo ordenado, se revela. Y en cuanto el hombre vuelve a crear el mundo en la palabra, también se revela a sí­ mismo. Dios se encarna en el hombre, su imagen; y su palabra toma cuerpo en el -> lenguaje, imagen del hombre y segunda imagen de Dios. El lenguaje es comunicación y vuelve hacia sí­ en el diálogo, que constituye su consumación. En cuanto comunicación en la comunidad, posibilita al hombre su propio conocimiento y le obliga a conocerse. Puesto que el hombre debe expresarse, comunicarse, él se concentra, pone un orden en sus experiencias y dispone sobre ellas en su reflexión; a la vez las conserva en la memoria y puede con facilidad hacerlas nuevamente presentes. La conversación no es una mera suma de comunicaciones objetivas, sino a la vez elevación de la tensión y condensación del contenido en el encuentro mutuo. Así­ el lenguaje del que Dios se sirve es también una conversación con los hombres. Evidentemente, esta apertura de Dios no confiere a su esencia ninguna perfección nueva; pero, en cambio, el hombre se eleva y perfecciona en el diálogo con Dios, por cuanto él oye y responde. Los Salmos son respuestas del hombre inspiradas por Dios, revelación en forma de diálogo: “Recuerde cada uno que en las palabras de los profetas oí­mos al Dios que habla con nosotros” (Juan CRISí“STOMO: PG 53, 119). En cuanto el hombre debe responder a Dios, se conoce a sí­ mismo; y en cuanto él responde a Dios con palabras inspiradas o divinas, se conoce a sí­ mismo bajo la luz de Dios y bajo la luz de su palabra.

El lenguaje es una realidad social e histórica. Bajo los dos aspectos rebasa al individuo que lo habla. En la dimensión social porque el acto de hablar es realización del lenguaje; nosotros adoptamos el idioma de nuestra sociedad, con su riqueza, su carácter multiforme y sus concomitancias. Por así­ decir, la sociedad habla a través del individuo, y éste habla como miembro de la comunidad: en su nombre, ante ella y para ella. Esa dimensión también es propia de la i. Pero, además, el lenguaje excede al individuo en la dimensión histórica, pues le precede siempre y supera en el contexto histórico (en las estructuras fijas, en el proceso semántico, etc.). La i. integra también esta dimensión en una unidad superior. No podemos representarnos la i. de la Escritura como actos estrictamente individuales al margen de la sociedad, o como intervenciones sueltas desde fuera. Aunque los autores inspirados en cuanto individuos no se hallan en una lí­nea continua, sin embargo, a través de ellos la i. toma como medio una lengua concreta, que representa una realidad social e histórica.

Conocemos a muchos autores inspirados – hombres llevados del Espí­ritu Santo (2 Pe 1, 21) -, a unos sólo por sus obras, a otros por su nombre. Y hemos de conceder que ellos hablan un lenguaje perfectamente humano y, a veces, también profundamente humano. Pero a la vez reconocemos en ese lenguaje un idioma que es en igual medida perfectamente divino, el idioma del Dios “que habló por los profetas”. ¿Cómo es posible que un mismo lenguaje sea a la vez locución de Dios y locución del hombre? Topamos aquí­ con el problema teológico de la i., la pregunta auténtica y central que nos lleva al núcleo del misterio. Si queremos adelantar en la inteligencia de este misterio, ante todo hemos de verlo en conexión con el misterio central de la encarnación. Los autores medievales hicieron siempre hincapié en esta relación: “Las muchas palabras que Dios ha pronunciado son una sola palabra, la única palabra que es él mismo hecho carne” (RUPERTO DE DEUTZ, In Jn 1, 7). En forma parecida se expresó Pí­o xii. “Pues, del mismo modo que la Palabra substancial de Dios se ha hecho semejante en todo a los hombres excepto en el pecado, así­ también las palabras de Dios – expresadas en un lenguaje humano – se han hecho semejantes en todo al idioma humano excepto en el error” (EnchB 559; cf. Dei Verbum III, 13). ¿Pero cómo ha de concebirse esta acción del Espí­ritu Santo que convierte una palabra humana en palabra de Dios? ¿Dónde comienza esa acción? Podemos decir con seguridad que no se hace palabra de Dios lo que era palabra puramente humana. La Iglesia no puede convertir en palabra de Dios lo que en sí­ es palabra humana (cf. Vaticano 1, De revelatione, cap II: Dz 1797). Así­ como Cristo no es primero puro hombre y luego es asumido por el Verbo de Dios, del mismo modo el Espí­ritu Santo no asume un lenguaje preexistente y plenamente configurado para elevarlo a la condición de palabra de Dios. Hemos de buscar la acción divina de la i. en el origen mismo o la génesis de ese lenguaje. Es muy distinto el caso del material usado, que a veces consiste en experiencias, intuiciones, etc., todaví­a no configuradas lingüí­sticamente, y otras veces consiste en piezas ya configuradas que el autor usa como tales para su composición. De manera semejante el cuerpo de Cristo no es una creación nueva del Espí­ritu Santo a partir de la nada, o una transformación de materia inorgánica en materia orgánica. Por tanto, hemos de poner el principio de la i. allí­ donde comienza el proceso de nacimiento de una determinada obra literaria. ¿Cómo hemos de concebir este proceso? En el fondo eso no es una cuestión teológica, sino una pregunta que pertenece al ámbito de la psicologí­a del lenguaje o del fenómeno de la creación literaria. Pero los resultados de esta ciencia pueden esclarecer el proceso de la inspiración.

3. Con relación a los autores inspirados hemos de resaltar ante todo su diversidad. La i. es una acción viva, con muchos estratos y con capacidad de acomodación. Esto aparece si nos fijamos en los autores del AT y en los del NT. En el AT hemos de distinguir ante todo entre profetas y maestros de la sabidurí­a. El profeta recibe de Dios un impulso y contribuye por su parte con todo aquello que se refiere a lo instrumental (-> profetismo). El impulso divino puede ser como un fuego irresistible (Jer), como un rollo devorado que luego se convierte en palabra profética (Ez 3, 1-5), como el rugir de un león que halla su eco en las palabras del profeta (Am 3, 8), como una visión que se presenta en el interior del espí­ritu (Jer 1). Con el impulso divino comienza la actividad literaria, que luego halla su conclusión en la obra terminada. El proceso entero – desde el primer esbozo hasta la consumación – está bajo una dirección singular del Espí­ritu de Dios. El maestro de la sabidurí­a se detiene en experiencias y reflexiones; él no se refiere a revelaciones divinas, ni experimenta en su conciencia ningún impulso superior. Sin embargo, aunque no note ninguna fuerza divina, no obstante, el proceso de su creación literaria está sometido a la acción del Espí­ritu Santo. El historiador bí­blico procede de una doble manera: o bien ha experimentado los acontecimientos, o bien estudia los archivos de la corte; pero también puede recibir una iluminación que le esclarezca el sentido de los acontecimientos. De todos modos la configuración literaria se produce bajo el influjo del Espí­ritu Santo. Todo eso es palabra de Dios; no se debe insistir excesivamente en la distinción entre verba Dei e ipsissima verba Dei.

En el NT aparece una nueva dimensión: todo lo que anuncian y consignan los apóstoles es una resonancia de las palabras de Jesús. Esta resonancia de Cristo como palabra o, más exactamente, de sus palabras, no se produce por una memoria privilegiada de los autores, sino por una operación del Espí­ritu de Cristo, que es enviado por el Padre y el Hijo (cf. Jn 14, 26; 16, 13). No podemos ir demasiado lejos en la búsqueda de las ipsissima verba Christi; también aquello que no es palabra de Jesús constituye una prolongación e interpretación de sus palabras. A la distinción antes mencionada con relación a los autores inspirados, podrí­amos subordinar otra que se refiere a los tipos de la creación literaria. Y así­ puede tratarse de un trabajo intelectual, o de la exposición de una vivencia, o de la articulación de una intuición grandiosa, o de la elaboración de una tradición, reduciéndose a veces la actividad del autor a repetir lo recibido o a un trabajo de amanuense. Hallarí­amos ejemplos bí­blicos de todas estas modalidades, los cuales nos mostrarí­an la variedad de comunicaciones que Dios ha inspirado en diversos tiempos y de múltiples maneras. Bajo el aspecto social cabe hacer esta división: algunos autores inspirados son portavoces de su grupo social, otros se presentan como caudillos (Is), otros como espí­ritus discutibles (Jer). Unos se anticipan a su tiempo, y otros son individualidades solitarias (Ecl). Pero todos dejan lugar para la operación del Espí­ritu Santo. Si quisiéramos ordenar sistemáticamente esta multiplicidad, deberí­amos mencionar un elemento cognoscitivo, un elemento volitivo y un factor temporal. Pero quizá fuera más útil anteponer la multiplicidad al esquema esbozado bajo un determinado punto de vista, para reconocer con admiración que “el Espí­ritu Santo sopla donde quiere”.

A fin de entender el lenguaje humano, que a la vez es palabra de Dios, los teólogos han recurrido a diversos sí­mbolos, o conceptos, o “modelos”. La representación más extendida ha sido la del instrumento (cf. EnchB 556), pues éste es una experiencia primigenia del homo faber y del homo ludens. Los padres prefirieron la imagen del instrumento musical, en el cual se pone de manifiesto sobre todo la inmediatez, la unidad con el artista, y la compenetración í­ntima de melodí­a y tono. Agustí­n habla de órganos corporales – boca, mano – e insinúa en el mismo contexto la idea del cuerpo mí­stico (PL 34, 1070). Apoyándose en esta imagen la escolástica sostuvo una discusión metafí­sica sobre la causalidad instrumental. Tomás de Aquino reconoce los lí­mites de esta imagen y habla de un quasi instrumentum. Del mundo de las cancillerí­as y del trabajo literario procede la imagen del dictado, que, sin embargo, no ha sido aplicada a la i. en el sentido moderno – escribir al dictado -, sino en el sentido de una colaboración armónica con el secretario, que contribuye a la configuración lingüí­stica y a la elección acertada de las palabras. Del mundo polí­tico y diplomático procede la imagen del mensajero: el hagiógrafo es un enviado que no transmite el mensaje en forma puramente material, sino que actúa con responsabilidad propia. A estas tres imágenes tradicionales podemos añadir otra sacada del campo literario, la cual, por su parentesco interno con el proceso de la i., puede esclarecer el misterio del lenguaje humano y divino. Un mal novelista o dramaturgo pone sus propias palabras en boca de sus personajes. En cambio, un buen novelista o dramaturgo es a la vez un configurador con fuerza creadora y un servidor desinteresado de sus personajes. El no los manipula, sino que habla desde el interior de los mismos según su propia peculiaridad, de modo que el lector puede decir: Aquellas palabras proceden tanto del personaje como del autor. Si se abusa de esa imagen, ella pierde su valor, como sucede cuando al instrumento humano se le atribuye un comportamiento meramente pasivo y mecánico, o cuando se ve en el delegado un mero reproductor mecánico o en el escritor un mero secretario. A manera de resumen podemos decir: Dios es el autor principal y el hombre es el autor subordinado de los libros inspirados.

4. Libros inspirados. Hasta ahora hemos considerado el proceso y la peculiaridad de la i. en el prisma del autor inspirado (2 Pet, 21); pero, según la Escritura, también sus libros están inspirados (2 Tim 3, 16), o, más exactamente, los autores están inspirados en función de la palabra, y la comunicación objetiva tiene la i. en función de la obra, que es el objeto duradero. Los padres dieron la primací­a a la segunda fórmula: “Escritura inspirada.” No obstante nos hemos detenido en los autores mismos para resaltar con toda claridad que la i. no se añade accesoriamente a la obra terminada. Pasamos ahora a estudiar la realidad inspirada que sigue viviendo en la Iglesia: “Estas cosas les sucedí­an como hechos figurativos; y fueron consignadas por escrito para que sirvieran de advertencia a nosotros, que hemos llegado a la etapa final de los tiempos” (1 Cor 10, 11).

Decimos que Dios nos habla, que su palabra viva llega a nosotros. Y la encí­clica Divino afflante Spiritu afirma que Dios ha asumido el lenguaje humano “con excepción del error” (EnchB 559). Por tanto no parece ilí­cito investigar la palabra de Dios bajo algunos aspectos del lenguaje humano. K. Bühler distingue tres funciones del lenguaje: manifestación, operación (por la llamada, la comunicación, etc.) y referencia al objeto (designación, orientación, representación). Estas tres funciones constituyen un todo orgánico en la vida cotidiana. De una manera análoga podemos distinguir diversas funciones en la palabra de Dios: manifestación, por la que Dios abre su persona al conocimiento humano; operación, por la que Dios actúa en el que recibe su palabra; y referencia al objeto, por la que nosotros conocemos los hechos y verdades salví­ficos. Nosotros vemos aquí­ tres aspectos de una única realidad y no ámbitos separados de la palabra pronunciada. Quien redujera el concepto de i. a frases claramente formuladas, lo limitarí­a arbitrariamente. En ese caso una gran parte de la Biblia, que es mera repetición, serí­a superflua; y la Biblia entera serí­a superflua, pues sus verdades pueden hallarse con mayor claridad en cualquier catecismo. Amoroso como un padre con su hijo y no distanciado como un maestro, nos instruye Dios sobre su palabra (Dt 8, 5). La palabra humana encierra en sí­ una fuerza capaz de obrar en los demás, de moverlos, de impresionarles; pero no de una forma ineludible, pues el oyente puede resistirse a tal acción. No podemos negar esta eficacia a la palabra divina, pero hemos de situarla dentro del plan salví­fico de Dios, que es el único contexto donde opera la palabra divina. Y hemos de distinguir esa eficacia de la que corresponde a los sacramentos, no pudiendo identificarla tampoco con aquella moción interna que se produce por la lectura creyente de la Escritura. Semejante explicación no harí­a justicia a la sagrada Escritura, “que tiene el poder de instruirte para la salvación por la fe en Cristo Jesús…, y es útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en la virtud…” (cf. 2 Tim 3, 15ss). “Porque la palabra de Dios es viva y operante, y más tajante que una espada de dos filos…” (Heb 4, 12). Y esa explicación tampoco estarí­a en consonancia con la doctrina y práctica de los padres. La eficacia de la Escritura está en la palabra misma; y su aceptación se realiza en la dimensión de la -> fe.

El lenguaje se mueve esencialmente en tres planos: el cotidiano, el técnico y el literario. El lenguaje cotidiano es el idioma de la comunicación personal. De allí­ surge por un proceso de eliminación el lenguaje técnico que busca la mayor precisión posible en los conceptos y enunciados y se libera de lo subjetivo y personal, de lo individual y concreto, para alcanzar una validez absoluta. El idioma literario, en su búsqueda de plenitud, intensidad y fuerza, hace más denso el lenguaje cotidiano. Da expresión a determinados valores y usa sí­mbolos globales con muchas significaciones. Por tanto, el lenguaje literario es mucho más rico y menos exacto que el técnico. ¿En cuál de estos tres planos fundamentales hallamos la palabra de Dios? “Multifarie multisque modis”. Aunque en la Escritura encontramos momentos del lenguaje cotidiano y tramos enteros del idioma técnico (ceremonias, leyes…), sin embargo su lenguaje es esencialmente el literario. Lo cual no sorprende si tenemos en cuenta que éste es mucho más apropiado para expresar la riqueza de la vida de Dios y sus admirables designios. Los sí­mbolos, que abarcan y trascienden el mundo de las cosas, son mucho más aptos para dar expresión a la plenitud del misterio. Fue un error el interpretar el lenguaje de la Escritura en el sentido técnico (de la astronomí­a, de la fí­sica, etc.). Este carácter literario ayuda a entender dos hechos importantes, que se complementan mutuamente. En primer lugar, con ello se hace comprensible la riqueza inagotable de la Escritura. Los autores medievales hablan de esto con un lenguaje redundante, y así­ designan la Escritura como tesoro, banquete, océano, torrente, abismo, etcétera. Con el mismo brillo de imágenes ha hablado de la Escritura el movimiento bí­blico. En segundo lugar, con ello se hace también comprensible por qué esa riqueza, que ha de resaltarse siempre, jamás puede agotarse totalmente. El descubrimiento de esta riqueza ha de hacerse en consonancia con la Escritura y con las instituciones descritas en ella a las que se ha prometido el Espí­ritu Santo. Ese vivo entender, formular y conservar – garantizado por el Espí­ritu – de las riquezas de la palabra divina se realiza en la -> tradición, que tiene el supremo garante de su credibilidad en el -> magisterio eclesiástico.

5. Podemos distinguir entre el lenguaje hablado y el escrito. Hablar es un acto más originario de la existencia humana; escribir es una actividad derivada, que, sin embargo, se ha hecho indispensable en nuestra cultura para la conservación de las creaciones espirituales. Hay una composición oral y otra escrita. Ninguna se halla fuera de la i. Por ejemplo, no se puede suponer que un salmo antes de su consignación no era palabra de Dios. Por otro lado, puede haber en la composición un estrato oral y otro escrito, con mayor contenido que el primero y nacido en un nuevo ambiente. La Escritura es la forma escogida por Dios: a) para la redacción de muchas obras inspiradas; b) para su conservación en la Iglesia (cf. 2 Cor 10, 11). Pero hemos de advertir que la Escritura es un mero diseño, una partitura que debe ser interpretada, una palabra que sólo recupera la vida en el acto de su nueva creación. Quien lee rectamente un texto literario, le da nueva vida, pues lo hace existir de nuevo; y quien en el Espí­ritu da vida a la palabra inspirada, recibe la vida del Espí­ritu divino. Todaví­a hemos de mencionar un aspecto de esta relación: las sentencias proféticas ya existí­an como palabra de Dios antes de su consignación; e igualmente, antes de componerse el NT existí­a ya una buena parte del mismo como tradición oral de la Iglesia primitiva, como palabra de Jesús. Por la fijación escrita no deja de existir la palabra oral, sino que ésta sigue viviendo en el texto escrito.

6. El lenguaje bí­blico se formó normalmente para las obras literarias, y no para un torrente indeterminado de palabras. La obra literaria existe visible y palpablemente como un todo articulado. En cuanto obra unitaria puede pertenecer a un -> género literario y utilizar motivos literarios tradicionales; une la i. artí­stica con la madurez de escuelas literarias, usa diversos medios estilí­sticos; es una obra del autor, muestra su peculiaridad, y a la vez, por el carácter social e histórico del lenguaje usado, se presenta como sedimentación de un mundo más amplio que el de la persona que la escribió. Y aunque se halla cerrada como obra, sin embargo está abierta para su recepción en una nueva y más alta forma de pensamiento. Permaneciendo idéntica consigo misma, cada creación nueva le da un nuevo carácter por la actividad espiritual del lector; y estando enmarcada en la vida de un pueblo o de una generación, puede adquirir validez para otros pueblos y generaciones. La i. no excluye ni suprime estas peculiaridades de la obra literaria, sino que, por el contrario, las asume y las eleva a un nuevo plano de ser, de sentido y de eficacia. Del carácter literario de la obra se deduce también que las partes existen en dependencia esencial del todo, y no viceversa. Por tanto, no se puede concebir la Biblia como una indeterminada e inconexa colección de frases particulares inteligibles por sí­ mismas. Cada palabra, cada frase ha de verse en su dependencia de todo el libro y del autor, o de toda la época. De acuerdo con esta unidad superior de la Escritura, cada libro ha de entenderse en relación con el todo de un proceso temporal y como parte del mismo, por ejemplo, en relación con una controversia (Ecl, Job). Y todo el AT debe verse en su ordenación a su punto cumbre en el NT.

7. De la acción inspiradora del Espí­ritu Santo se deducen ciertas consecuencias (que algunos autores llaman “efectos”). El primer efecto de la i. consiste en convertir en palabra de Dios el lenguaje inspirado; prácticamente, en la Biblia “palabra inspirada” y “palabra de Dios” coinciden. La primera fórmula se refiere más directamente al Espí­ritu Santo, y la segunda, hace referencia en primer plano al Verbo. Como palabra de Dios la Biblia posee un peculiar poderí­o salví­fico, que es ejercido por su uso en la -> liturgia, en la predicación bí­blica y en la lectura de la -> Escritura. Las sagradas Escrituras “tienen el poder de instruir para la salvación por la fe en Cristo Jesús” (2 Tira 3, 15). En cuanto palabra de Dios la Biblia contiene la doctrina de la salvación en una forma peculiar. Esa doctrina es desarrollada, formulada y explicada en las definiciones dogmáticas, en la enseñanza ordinaria del magisterio eclesiástico, en los esfuerzos intelectuales de los teólogos y en la instrucción religiosa. Naturalmente, esto tiene como consecuencia una cierta transposición del lenguaje y vuelve siempre a situarnos ante el problema de los lí­mites legí­timos. ¿En qué medida el idioma de los teólogos puede alejarse del lenguaje bí­blico? ¿Qué enseñanza religiosa es mejor, la bí­blica o la dogmática? Concedemos la necesidad de esta transformación lingüí­stica, pero vemos sus peligros y lí­mites, y queremos mantener vivo el contacto con el lenguaje inspirado. Si formamos al niño en este lenguaje, lo introducimos connaturalmente en un mundo no falsificado de expresión religiosa y de diálogo auténtico con Dios. Si bien en este campo es muy importante mantener un alto grado de movilidad, sin embargo no parece aconsejable un alejamiento total de la palabra inspirada en la educación cristiana.

Como palabra inspirada la Escritura no puede afirmar nada que sea falso. Si dijéramos lo contrario, afirmarí­amos que Dios con su persona avala el error. Usando una fórmula negativa, a esa propiedad de la Escritura le damos el nombre de “inerrancia”. Esta es doctrina universal y constante de la tradición. Pero la formulación negativa ha de verse junto con su término correlativo positivo: la verdad. Verdad es exposición, descubrimiento y luz, que como tal nos hace ver. También acerca de la palabra inspirada puede decirse: “Bajo tu luz vemos la luz” (Sal 36, 10).

8. Con relación a las declaraciones del magisterio eclesiástico, véase DS: Indice sistemático A 7ba. Sobre la formación del -> canon, véase el artí­culo que lleva este nombre. Hemos de resaltar especialmente el concilio de Florencia (año 1442; Dz 706) en su decreto doctrinal para los jacobitas. Aquí­ leemos que “un único y mismo Dios es el autor del AT y del NT, es decir, de la Ley, de los Profetas y del Evangelio; pues por i. de un mismo Espí­ritu hablaron los santos de ambos Testamentos. La Iglesia recibe sus libros con veneración”.

El concilio de Trento (año 1546; Dz 783) repite esta doctrina enumerando todos los libros en el decreto De canonicis Scripturis. La argumentación del Tridentino va dirigida especialmente a la cuestión del canon.

El Vaticano I (año 1870; Dz 1787) enseña explí­citamente el hecho de la i. en la constitución dogmática De fide catholica, cap. 2 (“Sobre la revelación”), donde dice: “Están escritos por i. del Espí­ritu Santo y tienen a Dios por autor.”
Esta doctrina se repite y robora en las encí­clicas de León XIII, Providentissimus Deus (año 1893; Dz 1943 1950-1952); de Benedicto xv, Spiritus Paraclitus (año 1920; Dz 2186); de Pí­o xii, Divino afflante Spiritu (año 1943; Dz 2293: idea de instrumento y género literario) y Humani generis (año 1950; Dz 2315).

El Vaticano II, en la constitución dogmática Dei Verbum sobre la revelación divina (n.° 7 y capí­tulo 3: “La i. divina y la interpretación de la sagrada Escritura” [n.° 11]), repite la doctrina tradicional de la i. del Espí­ritu Santo en la recepción y consignación del mensaje salví­fico.

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Luis Alonso-Schókel

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La idea teológica de la inspiración, al igual que su correlativa «revelación», presupone una mente y voluntad personal—en la terminología hebrea, «el Dios vivo»—actuando para comunicarse con otros espíritus. La creencia cristiana en la inspiración, no sólo en la revelación, descansa tanto en afirmaciones bíblicas explícitas como en el modo que penetra todo el relato bíblico.

  1. Terminología bíblica. Tanto el verbo «inspirar» como el sustantivo «inspiración» comunican en el español de hoy muchos significados. Estas connotaciones diversas ya estaban presentes en el latín inspiro e inspiratio de la Biblia Vulgata. Sin embargo, el sentido teológico técnico de inspiración, en larga medida perdido en la atmósfera secular de nuestro tiempo, es claramente defendido por la Escritura en relación especial a los escritores sagrados y sus escritos. Definida en este sentido, la inspiración es una influencia sobrenatural del Espíritu Santo sobre hombres elegidos divinamente, por lo que sus escritos vienen a ser confiables y autoritativos.

El sustantivo aparece dos veces en la RV60: 2 Ti. 3:16, «Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia»; y 2 P. 1:21, «porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo». Es un hecho dramático que las Escrituras refieren la creación del universo (Sal. 33:6), la creación del hombre para la comunión con Dios (Gn. 2:7 ídem.) y la producción de los Escritos Sagrados (2 Ti. 3:16) a la inspiración o aliento de Dios. El sentido del último texto no es «cada o toda escritura …», sino como lo coloca la RV60, «Toda la Escritura …».

  1. Enseñanza bíblica. Aunque el término «inspiración» ocurre irregularmente en las versiones y paráfrasis modernas, el concepto mismo permanece firmemente enclavado en la enseñanza escritural. La palabra zeopneustos (2 Ti. 3:16), que literalmente significa que Dios «exhaló» o «sopló», afirma que el Dios vivo es el autor de la Escritura, y que la Escritura es producto de su aliento creativo. Así que, el sentido bíblico se eleva por sobre la tendencia moderna de asignarle al término «inspiración» nada más que un significado dinámico o funcional (en su mayor parte por depender críticamente en la dislocación artificial que hizo Schleiermacher, a saber, que Dios comunica vida y no verdades sobre sí mismo). Geoffrey W. Bromiley, el traductor de Church Dogmatics de Karl Barth, hace ver que mientras Karl Barth hace énfasis en la «inspiración» de la Escritura, esto es, el uso que de ella hace ahora el Espíritu Santo en los que la leen o escuchan, la Biblia misma empieza mucho más atrás con «lo inspirado» de los escritos sagrados. Los escritos mismos como un producto terminado son afirmativamente el aliento de Dios. Es precisamente este concepto de escritos inspirados, y no sólo de hombres inspirados, lo que coloca el concepto bíblico de la inspiración en agudo contraste con las representaciones paganas de la inspiración, en las que se hace mucho énfasis en el modo y la condición psicológica subjetiva de aquellos individuos que fueron dominados por el divino aliento.

Mientras el pasaje paulino recién citado hace hincapié en el valor espiritual de la Escritura, condiciona este ministerio único al origen divino. Es a causa de este origen divino que el relato sagrado es útil (cf. ofeleō, «sacar provecho») para enseñar, redargüir e instruir en justicia. El Apóstol Pablo no duda de hablar de los escritos hebreos como los mismos «oráculos de Dios» (Ro. 3:2 «palabra» en RV60). James S. Stewart no exagera cuando dice que Pablo, como judío, y después, como cristiano, sostuvo el alto concepto de que «cada palabra» del AT era «la voz auténtica de Dios» (A Man in Christ, Hodder and Stoughton, Londres, 1935, p. 39).

Los escritos de Pedro también contienen un énfasis en el origen divino de las Escrituras. Se dice que «la palabra profética» es «más segura» que aun la de los testigos oculares de la gloria divina de Cristo (2 P. 1:17ss.). Por tanto, la Escritura hereda una naturaleza supernatural de suyo propia. Aun cuando esto envuelve la instrumentalidad de «santos hombres», se afirma, sin embargo, que la Escritura debe su origen, no a la iniciativa humana, sino a la divina. Esto se dice en una serie de afirmaciones que dan énfasis a la confiabilidad de las Escrituras: 1. «Ninguna profecía de la Escritura procede de interpretación privada» (RVR 1977). Aunque el pasaje es un poco oscuro, no entrega ningún apoyo al punto de vista católico romano sobre que el creyente ordinario no puede interpretar confiadamente la Biblia, sino que requiere del ministerio de enseñanza de la iglesia. Aunque sea una idea teológicamente aceptable, el comentario de la Scofield Reference Bible es exegéticamente irrelevante; este comentario afirma que el sentido es que ningún versículo individual es suficiente en sí mismo, sino que se necesita el sentido de la Escritura como un todo. Everett F. Harrison hace notar que ginetai tiene el sentido de «surgir, brotar», lo que es compatible con 1:21, y dice también que epiluseōs puede indicar al origen en vez que a la interpretación de la Escritura; pero el énfasis podría estar en la iluminación divina como el corolario necesario de la inspiración divina, de tal forma que, mientras el sentido de la Escritura es entregado objetivamente y puede determinarse por medio de la exégesis, de todas maneras debe ser discernido por la ayuda del mismo Espíritu por el cual fue primeramente comunicado. Sea como fuere, el texto impide que identifiquemos el contenido de la Escritura como un producto original de los autores humanos. 2. «Porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana». Si bien el pasaje anterior niega al hombre el derecho de decir la última palabra en cuanto al sentido de la Escritura, la presente declaración niega enfáticamente que la Escritura dependa de la iniciativa humana para su origen. 3. «Los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo». El sentido podría ser: «Dios habló por medio de hombres moviéndolos por el Espíritu Santo». Sólo a causa de una influencia determinante y constreñidora los agentes humanos hicieron efectiva la iniciativa divina. La palabra traducida «inspirados» o «moviéndolos» es ferō (literalmente, «traer», «llevar»), lo que implica una actividad más específica que sólo guía o dirección.

III. El concepto que Jesús tuvo de la Escritura. Si los pasajes que acabamos de citar nos dicen algo no sólo de la naturaleza sino que también de la extensión de la inspiración («Toda la Escritura»; «la palabra profética», que en otra parte se usa como un término para referirse a la totalidad de la Escritura), un versículo de los escritos de Juan nos dice algo sobre la intensidad de la inspiración, y al mismo tiempo nos capacita para ver cuál es el concepto de Jesús. En Jn. 10:34s., Jesús cita un pasaje oscuro de los Salmos («vosotros sois dioses», Sal. 82:6) para reforzar el punto de que la «Escritura no puede ser quebrantada». La referencia es doblemente significativa ya que también desacredita la predisposición moderna en contra de identificar la Escritura como la Palabra de Dios, sobre la base de que esto deshonra definitivamente la revelación suprema de Dios en el Cristo encarnado. Pero en Jn. 10:35, Jesús de Nazaret, mientras habla de sí mismo como aquel «al que el Padre santificó y envió al mundo», aun así se refiere a aquellos de la pasada dispensación «a quienes vino la palabra de Dios (y la Escritura no puede ser quebrantada)». La implicación inevitable es que toda la Escritura es de una autoridad irrefutable.

Éste es también el punto de vista del Sermón del Monte que el Evangelio de Mateo nos entrega: «No penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir. Porque de cierto os digo que hasta que pasen el cielo y la tierra, ni una jota ni una tilde pasará de la ley, hasta que todo se haya cumplido. De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos …» (Mt. 5:17ss., RV60). Los intentos por torcer la repetida declaración, «oísteis que fue dicho … pero yo os digo» para que contenga una sostenida critica a la ley mosaica no han podido probar su caso contra la probabilidad de que la protesta de Jesús es dirigida más bien contra las reducciones que la tradición hacía de la demanda e intención interna de la ley. Por cierto, el cumplimiento necesario de todo lo que está escrito es un frecuente tema en los labios de nuestro Señor (Mt. 26:31; 26:54; Mr. 9:12s.; 14:19, 27; Jn. 13:18; 17:12). Quienquiera que investigue fielmente el relato de los Evangelios será llevado una y otra vez a la conclusión de Reinhold Seeberg: «Jesús mismo describe y usa el Antiguo Testamento como una autoridad infalible» (p. ej., Mt. 5:17; Lc. 24:44)» (Text-Book of the History of Doctrine, Baker Book House, Grand Rapids, 1952, Vol. I, p. 82).

  1. El concepto del Antiguo Testamento. Tanto en sus predicaciones como en sus escritos, los profetas del AT se destacan por su resoluta seguridad de que ellos eran portavoces del Dios vivo. Creían que las verdades que ellos pronunciaban acerca del Altísimo, sus obras y voluntad, y que los mandamientos y exhortaciones que proclamaban en su nombre tenían su origen en Dios y llevaban su autoridad. La fórmula constantemente repetida, «así dice Jehová» es tan característica de los profetas que no deja duda que ellos se consideraban a sí mismos agentes escogidos de la autocomunicación divina. Emil Brunner reconoce que en «las palabras de Dios que los profetas proclamaban como aquellas que habían recibido directamente de Dios y que habían sido comisionados a repetir tal como las habían recibido … quizá encontramos la analogía más cercana a la teoría de la inspiración verbal» (Revelation and Reason, trad. por Olive Wyon, Westminster Press, Filadelfia, 1946, p. 122, n. 9). Quien sea que contradiga la confianza de los profetas sobre que ellos eran instrumentos de Dios al revelar verdades acerca de su naturaleza y su trato con el hombre, pues el tal será llevado, consistente sino necesariamente, a la única alternativa posible de su engaño.

Es imposible sacar a Moisés de esta tradición profética. Él mismo un profeta, llamado con justicia «el fundador de la religión profética», fue el mediador de la ley y los elementos sacerdotales y sacrificiales de la religión revelada con la firme creencia de que promulgaba la mismísima voluntad de Jehová. Dios sería la boca del profeta (Ex. 4:14ss.); Moisés sería como si fuera Dios para el profeta (Ex. 7:1).

  1. El Antiguo y el Nuevo. Por supuesto que el NT en sus observaciones en cuanto a la Escritura las aplicará ante todo a los escritos del AT, los que ya existían en la forma de canon unido. Pero los apóstoles extendieron la demanda tradicional a divina inspiración. Jesús su Señor no sólo había validado la concepción de un cuerpo de escritos únicos y autoritativos, sino que habló de un ministerio de enseñanza que el Espíritu realizaría (Jn. 14:26; 16:13). Los apóstoles afirman confiadamente que ellos hablan así por el Espíritu (1 P. 1:12). Atribuyen tanto la forma como el contenido de su enseñanza a él (1 Co. 2:13). No sólo asumen autoridad divina (1 Ts. 4:2, 14; 2 Ts. 3:6, 12), sino que la aceptación de los mandamientos que ellos escribían era una prueba de obediencia espiritual (1 Co. 14:37). Aun se refieren a los escritos de ellos con el mismo respeto que a los del AT (cf. la identificación de un pasaje del Evangelio de Lucas en 1 Ti. 5:18, «el obrero es digno de su salario» [Lc. 10:7] como Escritura, y la yuxtaposición de las epístolas paulinas en 2 P. 3:16 con las «otras escrituras»).
  2. El punto de vista histórico. La teoría tradicional (que la Biblia como un todo y en cada una de sus partes es la palabra de Dios escrita), era lo común hasta que surgieron las teorías críticas modernas de hace un siglo. W. Sanday, al afirmar que el concepto elevado era la creencia común cristiana a mediados del siglo pasado, comenta que este punto de vista «no es sustancialmente diferente del … sostenido dos siglos después del nacimiento de Cristo», por cierto, «los mismos atributos» se predicaban en cuanto al AT antes del NT (Inspiration, Longmans, Green, and Co. London, 1903, pp. 392s.). Bromiley hace notar ciertas tendencias racionalistas que se levantaron a los bordes del elevado concepto: el rechazo de parte de los fariseos de Jesús de Nazaret como el Mesías prometido a pesar de su reconocimiento formal de la inspiración divina de la Escritura; el atribuirle inspiración a los puntos vocales y a la puntuación por los dogmáticos luteranos del siglo diecisiete; y el desprecio (p. ej. en la Edad Media) del papel de la iluminación en la interpretación de la Escritura («The Church Doctrine of Inspiration» en Revelation and the Bible, Carl F.H. Henry, ed., Baker Book House, Grand Rapids, Michigan, 1959, pp. 213ss.). Los reformadores protestantes resguardaron el concepto que tenían de la Biblia de los errores del racionalismo y el misticismo. Para prevenir que el cristianismo declinara hasta llegar a ser mera metafísica, enfatizaron el hecho de que sólo el Espíritu Santo da vida. Y para evitar que el cristianismo llegara a ser un misticismo sin forma, hicieron énfasis en que las Escrituras son la única fuente confiable de conocimiento de Dios y sus propósitos. El punto de vista evangélico histórico a firma que junto con la revelación especial que Dios provee en hechos salvadores, Dios también se ha revelado a sí mismo por la verdad y las palabras. Esta revelación es comunicada por un canon restringido de escritos fidedignos, dándole al hombre caído una exposición auténtica de Dios y sus relaciones con el hombre. La Escritura misma se considera como una parte integral de la actividad redentora de Dios, una forma especial de revelación, un modo único de revelación divina. De hecho, viene a ser un factor decisivo en la actividad redentora de Dios, interpretando y unificando toda la serie de hechos redentivos, y exhibiendo su mensaje y significado divino.

VII. Teorías críticas. Las críticas posevolucionistas (véase) de la Biblia llevada a cabo por Julius Wellhausen y otros eruditos modernos, disminuyeron la confianza tradicional en la infalibilidad al excluir asuntos de ciencia e historia. Cuánto era lo que estaba en juego al debilitar la confianza en la fidelidad histórica de la Escritura no lo pudieron apreciar al principio aquellos que colocaron el énfasis en la confiabilidad de la Biblia en materias de fe y práctica. Porque el punto de vista del NT no hace diferencia entre asuntos históricos y doctrinales en cuanto a la inspiración. Sin duda esto se debe a que se considera la historia del AT como el desarrollo de la revelación salvadora de Dios; los elementos históricos son un aspecto central de la revelación. Pronto se hizo evidente que los eruditos que abandonaban la confiabilidad de la historia bíblica, estaban proveyendo de toda una cuña para el abandono de los elementos doctrinales. En teoría, semejante resultado podría quizá haber sido evitado por un acto de la voluntad, pero en la práctica no era así. William Newton Clark, en su libro, The Use of the Scripture in Theology (1905) entregó la teología y la ética bíblicas, como también la ciencia y la historia bíblicas a los críticos, pero reservó como auténtica la enseñanza de Jesucristo. Los eruditos ingleses fueron más adelante. Dado que el respaldo de Jesús a la creación, los patriarcas, Moisés y la promulgación de la Ley, lo envolvían a él en la aceptación de la ciencia e historia bíblicas, algunos críticos influyentes aceptaron solo la enseñanza teológica y moral de Jesús. Los eruditos contemporáneos han borrado rápidamente aun este recuerdo, afirmando que la teología de Jesús no era infalible. Creer realmente en la existencia de Satanás y los demonios era algo que la mente crítica no podía aceptar y, por tanto, esto invalida su integridad teológica, mientras que si Jesús hubiera pretendido o fingido creer (para acomodarse a la época), entonces esto habría invalidado su integridad moral. Sin embargo, Jesús presentó todo su ministerio como una conquista sobre Satanás y recurrió a su exorcismo de demonios como prueba de su misión sobrenatural (véase). Los críticos sólo podrían deducir su limitado conocimiento aun de las verdades teológicas y morales. La así llamada escuela de Chicago de «teólogos empíricos» arguyó que el respeto por el método científico en teología rechaza cualquiera que sea el tipo de defensa del carácter absoluto e infalible de Jesús. En su obra The Modern Use of the Bible (1924), Harry Emerson Fosdick defendió solo experiencias «de valor permanente» de la vida de Jesús como cosas que podrían revivirse normativamente por nosotros. Gerald Birney Smith fue un poco más adelante en su obra Current Christian Thinking (1928); aunque nosotros podemos recibir alguna inspiración de Jesús, nuestra propia experiencia determina la doctrina y hace válido nuestro concepto de la vida.

Simultáneamente, muchos escritores críticos trataron de desacreditar la doctrina de una Escritura autoritativa como si fuera una desviación del punto de vista que tenían los escritores bíblicos mismos, o a un Jesús de Nazaret antes de ellos; y se admitía que ese era el punto de vista de Jesús, entonces se trató de desecharlo como una mera acomodación teológica, sino como una indicación de conocimiento limitado. Las dificultades internas de tales teorías fueron expuestas por B.B. Warfield con precisión clásica («The Real Problem of Inspiration», en The Inspiration and Authority of the Bible, The Presbyterian and Reformed Publishing Company, Philadelphia, 1948, pp. 169–226). Este intento de conformar el punto de vista bíblico sobre la inspiración a las sueltas nociones de la crítica moderna se puede decir ahora que fallaron. La revuelta contemporánea golpea más profundamente. Ataca el punto de vista histórico de la revelación y la inspiración afirmando, en defensa de la filosofía dialéctica, que la revelación divina no toma la forma de conceptos y palabras—una premisa que contradice directamente en contra del testimonio bíblico.

No importa lo que digamos a favor de los derechos legítimos de la crítica, permanece como un hecho que la crítica bíblica ha pasado por la prueba de la erudición objetiva con muy poco éxito. La alta crítica se ha mostrado más eficiente en crear una ingenua fe en la existencia de manuscritos para los cuales no existe evidencia alguna (p. ej., J, E, P, D, Q, o «evangelios» no sobrenaturales del primer siglo y redacciones sobrenaturales del segundo siglo) que en sostener la confianza de la comunidad cristiana en los únicos manuscritos que la iglesia ha recibido como depósito sagrado. Quizá la ganancia más significativa de nuestra generación es la nueva disposición de abordar la Escritura en términos del testimonio primitivo en lugar de reconstrucciones remotas.

Mientras que la crítica bíblica es incapaz de añadir algo más de luz sobre el modo en que el Espíritu operó en los escritores escogidos, de todas formas puede proveernos de un comentario de la naturaleza y extensión de esa inspiración, y de la extensión de la fidelidad de la Escritura. El reconocido punto de vista bíblico ha sido atacado en nuestra generación en forma especial acudiendo al fenómeno textual de la Escritura como el problema sinóptico, y a las aparentes discrepancias en el relato de los acontecimientos y números. Los eruditos evangélicos han reconocido el peligro de imponer el criterio científico del siglo veinte a los escritores bíblicos. También han notado que el canon del AT, que fuera respaldado ilimitadamente por Jesús, contiene muchas de las dificultades del problema sinóptico en los rasgos de los libros de Reyes y Crónicas. También admiten el papel adecuado de un estudio inductivo de los hechos reales de la Escritura al detallar la doctrina de la inspiración derivada de la enseñanza de la Biblia.

Véase también Revelación.

BIBLIOGRAFÍA

Karl Barth, The Doctrine of the Word of God; Charles Elliot, A Treatise on the Inspiration of the Holy Scriptures; Th. Engelger, Scripture Cannot be broken; L. Gaussen, Theopneustia, The Plenary Inspiration of the Holy Scriptures; Carl F.H. Henry, ed., Revelation and the Bible; Abraham Kuyper, Encyclopedia of Sacred Theology; James Orr, Revelation and Inspiration; N.B. Stonehouse and Paul Woolley, eds., The Infallible Word; John Urquhart, The Inspiration and Accuracy of the Holy Scriptures; John E. Walvoord, ed., Inspiration and Interpretation; Benjamin B. Warfield, The Inspiration and Authority of the Bible.

Carl F.H. Henry

RV60 Reina-Valera, Revisión 1960

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (320). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Sustantivo mediante el cual se traduce el gr. theopneustos en 2 Ti. 3.16, que °vrv2 traduce, “toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia”. “Inspirada de Dios” en °vha no es mejor que °vrv2 porque theopneustos más bien significa exhalada por Dios y no inhalada, o sea divinamente “expirada” y no inspirada. En el siglo pasado Ewald y Cremer afirmaron que el adjetivo tenía un sentido activo, “exhalando el Espíritu”, y Barth parece estar de acuerdo (lo glosa de manera que signifique no solamente “dado, llenado y gobernado por el Espíritu de Dios”, sino también ”activamente exhalando y esparciendo por doquier, a la par que haciendo conocer, el Espíritu de Dios” (Church Dogmatics, I. 2, trad ing. 1956, pp. 504); pero B. B. Warfield demostró claramente en 1900 que el sentido del término sólo puede entenderse como pasivo. La idea no es la de que Dios exhala a través de las Escrituras, o que las Escrituras estén exhalando a Dios, sino la de que Dios ha exhalado las Escrituras. Las palabras de Pablo significan que la Escritura es producto divino, que debe considerarse y estimarse como tal, y no que ella sea inspiradora (aunque esto también es cierto).

El “aliento” o “espíritu” de Dios en el AT (heb. rûaḥ, nesāmâ) denota la salida activa del poder divino, ya sea en la creación (Sal. 33.6; Job 33.4; cf. Gn. 1.2; 2.7), la preservación (Job 34.14), la revelación a los profetas y por medio de ellos (Is. 48.16; 61.1; Mi. 3.8; Jl. 2.28s), la regeneración (Ex. 36.27), o el juicio (Is. 30.28, 33). El NT revela que este “aliento” divino (gr. pneuma) es una de las personas de la deidad. El “hálito” de Dios (e. d. el Espíritu Santo) produjo la Escritura como medio para trasmitir el entendimiento espiritual. Ya sea que traduzcamos pasa grafē como “toda la Escritura” o como “todos los textos”, y ya sea que sigamos la construcción de nbbe que traduce: “Todo escrito inspirado por Dios sirve … para …” (traducción que es posible), o la de °vrv2, el pensamiento de Pablo nos resulta claro mas allá de toda duda. El apóstol afirma que todo lo que entra en la categoría de Escritura, todo lo que tiene cabida entre los “escritos sagrados” (hiera grammata vv. 15, °vha), justamente porque es producto del aliento de Dios, es de provecho para guiar tanto en la fe como en la vida.

Sobre la base de este texto paulino la teología regularmente emplea el término “inspiración” para expresar tanto la idea del origen divino como el valor de las Santas Escrituras. Como sustantivo activo denota la operación de Dios de producir la Escritura con su aliento; como sustantivo pasivo se refiere al carácter “inspirado” que tiene la Escritura. También se emplea la voz en forma más general, para expresar la influencia divina que hizo posible que los órganos humanos de la revelación (profetas, salmistas, sabios, y apóstoles) hablasen, como así también escribiesen, las palabras de Dios.

I. El concepto de la inspiración bíblica

Según 2 Ti. 3.16, son precisamente los escritos bíblicos los que han sido inspirados. La inspiración es una obra de Dios que termina, no en los hombres que debían escribir la Biblia (como si, después de haberles dado una idea de lo que tenían que decir, Dios hubiese dejado librada a ellos la manera de decirlo), sino en el producto escrito mismo. Es la Escritura—grafē, el texto escrito—lo que ha sido inspirado por Dios. La idea esencial aquí es que toda la Escritura tiene el mismo carácter que los sermones de los profetas, tanto cuando predicaban como cuando escribían (cf. 2 P. 1.19–21, sobre el origen divino de cada “profecía de la Escritura”; véase tamb. Jer. 36; Is. 8.16–20). Es decir, la Escritura no es solamente la palabra del hombre, fruto del pensamiento, la premeditación, y el arte del ser humano, sino también, y a la vez, la palabra de Dios, expresada por labios humanos o escrita con la pluma del hombre. En otras palabras, la Escritura tiene una doble paternidad, y el hombre es solamente el autor secundario; el autor primario (por cuya iniciativa, estímulo e iluminación, y bajo cuya supervisión, cada autor humano realizó su tarea) es Dios Espíritu Santo.

La revelación a los profetas fue esencialmente verbal, a menudo con un aspecto visionario, pero incluso la “revelación en visiones es también revelación verbal” (L. Koehler, Old Testament Theology, trad. ing. 1957, pp. 103). Brunner ha observado que en “las palabras de Dios que proclaman los profetas como las que han recibido directamente de Dios, y para cuya trasmisión en la forma en que las recibieron fueron comisionados …, quizás podamos encontrar la analogía más cercana al significado de la teoría de la inspiración verbal” (Revelation and Reason, 1946, pp. 122, n. 9). Por cierto que así ocurre; encontramos no simplemente una analogía, sino el paradigma de la misma; y “teoría” es un término erróneo en este caso, porque se trata de la doctrina bíblica misma. Debemos definir la inspiración bíblica en los mismos términos teológicos que la inspiración profética, o sea como el proceso total (múltiple, sin duda, en sus formas psicológicas, como lo fue la inspiración profética) por medio del cual Dios movio a los hombres que había escogido y preparado (cf. Jer. 1.5; Gá. 1.15) para que escribieran exactamente lo que él quiso que escribieran a fin de comunicar el conocimiento salvador a su pueblo, y por medio de este al mundo entero. La inspiración bíblica, por lo tanto, es verbal por su misma naturaleza, porque son palabras dadas por Dios las que componen las Escrituras exhaladas por él mismo.

En consecuencia, la Escritura inspirada es revelación escrita, así como los sermones de los profetas constituían revelación oral. El registro bíblico de la autorrevelación de Dios en la historia de la redención no es simplemente el testimonio humano de la revelación, sino que el registro mismo es revelación. La inspiración de la Escritura constituye parte integral del procedimiento de revelación, porque por medio de la Escritura Dios dio a la iglesia su propia descripción de su obra de salvación en la historia, y su propia interpretación autorizada del lugar que ella ocupa en su plan eterno. A cada libro de la Escritura podríamos anteponerle la frase “así dijo el Señor”, sin que sea menos apropiado que en el caso de los dichos proféticos individuales que ella contiene, y en los que se usa dicha expresión (359 veces según Koehler, op. cit., pp. 245). La inspiración, por lo tanto, garantiza la verdad de todo lo que afirma la Biblia, así como la inspiración de los profetas garantizaba la verdad de la representación del pensamiento de Dios que nos trasmitieron ellos (“verdad” significa aquí correspondencia entre las palabras del hombres y los pensamientos de Dios, ya sea en el campo de los hechos o el del significado). Como verdad de Dios, creador del hombre y rey por derecho propio, la instrucción bíblica, al igual que los oráculos proféticos, lleva en sí la autoridad divina.

II. Presentación bíblica

El concepto de Escritura canónica, e. d. de un documento o “corpus” de documentos que contiene un registro permanente y autorizado de revelación divina, se remonta a la época en que Moisés escribió la ley de Dios en el desierto (Ex. 34.27s; Dt. 31.9ss, 24ss). En ambos testamentos se acepta, sin dudas ni discusión, la verdad de todas las declaraciones, históricas o teológicas, que hace la Escritura, y su autoridad como palabras de Dios. El canon creció, pero el concepto de inspiración que presupone la idea de canonicidad estaba plenamente formado desde el principio, y se mantiene invariable a lo largo de la Biblia. Tal como la vemos allí, comprende dos convicciones.

1. Las palabras de la Escritura son las propias palabras de Dios. En el AT se entiende que la ley mosaica y las palabras de los profetas, habladas y escritas, son las propias palabras de Dios (cf. 1 R. 22.8–16; Neh. 8; Sal. 119; Jer. 25.1–13; 36, etc.). Los escritores del NT consideran que el AT en conjunto conforma “los oráculos de Dios” (Ro. 3.2, °nbe), proféticos en carácter (Ro. 16.26; cf. 1.2; 3.21), y escritos por hombres movidos y enseñados por el Espíritu Santo (2 P. 1.20s; cf. 1 P. 1.10–12). Cristo y sus apóstoles citan textos veterotestamentarios, no simplemente como lo que dijeron, p. ej., Moisés, David, o Isaías (véase Mr. 7.10; 12.36; 7.6; Ro. 10.5; 11.9; 10.20, etc.), sino también como lo que dijo Dios por medio de estos hombres (véase Hch. 4.25; 28.25, etc.), o a veces simplemente como lo que “él” (Dios) dice (p. ej. 1 Co. 6.16; He. 8.5, 8), o lo que dice el Espíritu Santo (He. 3.7; 10.15). Además, se citan declaraciones veterotestamentarias, no hechas por Dios en sus contextos, como palabras pronunciadas por él (Mt. 19.4s; He. 3.7; Hch. 13.34s, que citan Gn. 2.24; Sal. 95.7; Is. 55.2, respectivamente). Pablo también se refiere a la promesa de Dios a Abraham y la amenaza dirigida a Faraón, ambas pronunciadas mucho antes de que fueran escritas en el registro bíblico como palabras que la Escritura dijo a ambos (Gá. 3.8; Ro. 9.17), lo que muestra en qué medida ponía a la par las declaraciones de la Escritura y lo que había dicho Dios.

2. La parte que le ha correspondido al hombre en la producción de la Escritura es simplemente la trasmisión de lo que había recibido. Psicológicamente, desde el punto de vista de la forma, resulta claro que los escritores humanos mucho contribuyeron a la preparación de la Escritura: investigación histórica, meditación teológica, estilo linguístico, etc. Cada libro de la Biblia es, en un sentido, la creación literaria de su autor. Pero teológicamente, desde el punto de vista del contenido, la Biblia considera que sus escritores humanos nada contribuyeron, y que la Escritura es exclusivamente creación de Dios. Esta convicción se basa en el concepto de los fundadores de la religión bíblica, todos los cuales declararon haber trasmitido—y en el caso de profetas y apóstoles, haber escrito—lo que, en su sentido más literal, son palabras de otro: Dios mismo. Los profetas (entre los cuales debemos incluir a Moisés: Dt. 18.15; 34.10) manifestaron haber hablado las palabras de Yahvéh, poniendo delante de Israel lo que Yahvéh les había mostrado (Jer. 1.7; Ez. 2.7 Am. 3.7s; cf. 1 R. 22). Jesús de Nazaret declaró haber hablado lo que el Padre le había dado (Jn. 7.16; 12.49s). Los apóstoles enseñaban y daban instrucciones en el nombre de Cristo (2 Ts. 3.6), y afirmaban tener su autoridad y aprobación (1 Co. 14.37), y declaraban que el Espíritu de Dios les había enseñado tanto las cosas como las palabras que comunicaban (1 Co. 2.9–13; cf. las promesas de Cristo, Jn. 14.26; 15.26s; 16.13ss). Todas estas son pretensiones de inspiración. A la luz de las mismas es natural que la valoración de los escritos proféticos y apostólicos como palabra de Dios en su totalidad se convirtiera en parte de la fe bíblica, igual que las dos tablas de la ley “escritas con el dedo de Dios” (Ex. 24.12; 31.18; 32.16).

Cristo y los apóstoles ofrecieron un notable testimonio del hecho de la inspiración con sus referencias a la autoridad del AT. De hecho afirmaron que las Escrituras judías constituían la Biblia cristiana: un conjunto de literatura que ofrecía un testimonio profético de Cristo (Jn. 5.39s; Lc. 24.25ss, 44s; 2 Co. 3.14ss) ideado especialmente por Dios para la instrucción de los creyentes cristianos (Ro. 15.4; 1 Co. 10.11; 2 Ti. 3.14ss; cf. la exposición sobre el Sal. 95.7–11 en He. 3–4, y, en realidad, todo el libro de Hebreos, en el que cada punto principal se relaciona con textos del AT). Cristo insistió en que lo que estaba escrito en el AT “no [podía] ser quebrantado” (Jn. 10.35). A los judíos les dijo que no había venido a anular la ley o los profetas (Mt. 5.17); si así pensaban estaban equivocados; había venido a hacer todo lo contrario: a dar testimonio de la divina autoridad de ambos por medio de su cumplimiento. La ley es eterna porque es palabra de Dios (Mt. 5.18; Lc. 16.17); las profecías deben cumplirse, particularmente las que se refieren a él mismo, por la misma razón (Mt. 26.54; Lc. 22.37; cf. Mr. 8.31; Lc. 18.31). Para Cristo y sus apóstoles la apelación a las Escrituras fue siempre decisiva (cf. Mt. 4.4, 7, 10; Ro 12.19; 1 P. 1.16, etc.).

Se afirma por algunos que la libertad con que los escritores neotestamentarios citaban el AT (según la LXX, los tárgumes, o las traducciones ad loc. del heb., según mejor les convenía) demuestra que no creían en la inspiración de las palabras originales. Pero su interés no estaba en las palabras en sí mismas, sino en su significado; y de los estudios recientemente llevados a cabo se infiere que dichas citas eran interpretativas y expositivas, modo de citar muy conocido por los judíos. Los escritores procuran indicar el significado y la aplicación verdaderos (e. d. cristianos) del texto por la forma en que lo citan. En la mayor parte de los casos evidentemente se llegó a este significado por medio de una estricta aplicación de claros principios teológicos acerca de la relación de Cristo y la iglesia con el AT. (Véase C. H. Dodd, According to the Scriptures, 1952; K. Stendahl, The School of St Mathew, 1954; R. V. G. Tasker, The Old Testament in the New Testament², 1954; E. E. Ellis, Paul’s Use of the Old Testament, 1957.)

III. Declaración teológica

Al formular el concepto bíblico de la inspiración es deseable establecer cuatro puntos negativos.

1. La idea no es la del dictado mecánico, o la escritura automática, o de cualquier procedimiento que entrañe la suspensión de la acción de la mente del escritor humano. Encontramos conceptos de inspiración de este tipo en el Talmud, Filón, y los Padres de la iglesia, pero no en la Biblia. La dirección y el control divinos bajo los cuales escribieron los autores bíblicos no representaban una fuerza física o psicológica, y no limitaron, sino que más bien aumentaron, la libertad, la espontaneidad, y la creatividad de su actividad literaria.

2. El hecho de que en la inspiración Dios no eliminó la personalidad, el estilo, el punto de vista, y el condicionamiento cultural de sus escritores no significa que su control sobre los mismos haya sido imperfecto, o que ellos, inevitablemente, al dedicarse a escribir lo que habían recibido para trasmitir, distorsionaron la verdad. B. B. Warheld se burla benévolamente de la noción de que cuando Dios quiso que Pablo escribiera sus epístolas “se vio en la necesidad de bajar a la tierra y escudriñar cuidadosamente a los hombres que encontró allí, en busca afanosa del que, en general, pudiera ser el más adecuado para el cumplimiento de su propósito; y entonces le impuso violentamente el material que quería expresar por su medio, contra sus tendencias naturales, y con la menor pérdida posible debido a sus recalcitrantes características. Por cierto nada de eso ocurrió. Si Dios quería que su pueblo contara con una serie de cartas como las que escribió Pablo, prepararía a un Pablo que pudiera escribirlas, y el Pablo a quien puso en esta tarea fue un Pablo que espontáneamente hubiera escrito justamente una serie de cartas de este tipo” (The Inspiraation and Authority of the Bible, 1951, pp. 155).

3. La inspiración no es una cualidad que pueda vincularse con las corrupciones que se infiltran en el curso de la trasmisión del texto, sino solamente con el texto que produjeron originalmente los escritores inspirados. En consecuencia, el reconocimiento de la inspiración bíblica hace más urgente la tarea de una meticulosa crítica textual a fin de eliminar esas corrupciones y establecer cuál era el texto original.

4. No debemos comparar la inspiración de los escritos bíblicos con la inspiración de las grandes obras literarias, aun cuando (como a menudo ocurre) los escritos bíblicos sean realmente grandes obras literarias. La idea bíblica de la inspiración se relaciona, no con la calidad literaria de lo que se ha escrito, sino con su carácter de revelación divina en forma escrita.

(* Espíritu, Espíritu Santo; * Profecía; * Escritorias; * Autoridad; * Canon del Antiguo Testamento; * Canon del Nuevo Testamento; * Interpretacíon Bílica).

Bibliografía. G. L. Archer, Reseña crítica de una introducción al Antiguo Testamento, 1981, pp. 20–38; M. Noth, Estudios sobre el Antiguo Testamento, 1985; L. Alonso Schökel, “El Antiguo Testamento como palabra del hombre y palabra de Dios”, Palabra y mensaje del Antiguo Testamento, pp. 11–24; id., La palabra inspirada, 1969; K. H. Schelkle, Palabra y Escritura, 1972; K. Rahner, Inspiración de la Sagrada Escritura, 1970; P. Lengsfeld, Tradición, Escritura e iglesia en el diálogo ecuménico, 1967, pp. 166–186; M. García Cordero, “Inspiración”, °EBDM, t(t). IV, cols. 190–197; C. F. H. Henry, “Inspiración”, °DT, 1986, pp. 285–289; B. Ramm, La revelación especial de la Palabra de Dios, 1967.

B. B. Warfield, op. cit. (la mayor parte del material pertinente está también en su Biblical Foundations, 1958, cap(s). 1 y 2); A. Kuyper, Enciclopaedia of Sacred Theology, trad. ing. 1899; J. Orr, Revelation and Inspiration, 1910; C. F. H. Henry (eds.), Revelation and the Bible, 1958; K. Barth, Church Dogmatics, I, 1, 2 (The Doctrine of the Word of God), trad. ing. 1936, 1956; W. Sanday Inspiration, 1893; R. Abba, The Nature and Authority of the Bible, 1958; J. W. Wenham, Christ and the Bible, 1972; G.C. Berkouwer, Holy Scripture, 1975; TDNT 1, pp. 742–773 (s.v. graphō), y 4, pp. 1022–1091 (s.v. nomos).

J.I.P.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico