MARTIRIO

“Testigos” cualificados del misterio pascual de Cristo

“Martirio” significa testimonio cualificado, con la disponibilidad de derramar la sangre. “El martirio es un acto de fortaleza” (Santo Tomás, II-II, 124, a.2, c). El “mártir” es “testigo” del misterio pascual de Cristo, por medio de una vida que deja traslucir la oblación del Señor.

El Señor calificó a sus discí­pulos de “testigos” (“mártires”), indicando que su vida estaba orientada a dar “testimonio” (“martirio”) de él y de su mensaje evangélico “Vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo” (Jn 15,27); “seréis mis testigos… hasta el extremo de la tierra” (Hech 1,8; cfr. Mt 10,17-20). Así­ lo reconocieron los Apóstoles desde el dí­a Pentecostés “Nosotros somos testigos” (Hech 2,32).

Este “testimonio” evangélico de los seguidores de Cristo ha sido calificado con la palabra griega “martirí­a” (“testimonio”). Juan, en el Apocalipsis, se presenta como “testigo” (“mártir”) (Apoc 1,2.9), y narra entre otras pruebas eclesiales, el “martirio” de los que son fieles a Cristo hasta dar su vida por él (Apoc 6,9; 7,9-14). De modo particular, Juan hace alusión al martirio de Pedro y Pablo en Roma los “dos testigos” (Apoc 11,1-13). Su sangre ya se ha mezclado con la sangre del Cordero y, por ello, forma con él un mismo sacrificio (cfr. Apoc 6,9; Heb 9,14). Pedro se presentó así­ “Yo soy también testigo de los padecimientos de Cristo y partí­cipe ya de la gloria que está por revelarse” (1Pe 5,1).

El “martirio” es, pues, la actitud de dar la vida, en unión con el sacrificio de Cristo, para testimoniar la fe. No serí­a posible esta actitud oblativa y martirial sin la fuerza del Espí­ritu Santo (cfr. Mt 10,20). Por esto, el “mártir” entrega su vida perdonando a los perseguidores (cfr. Act. 7,60). “El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza” (CEC 2473).

Martirio y primer anuncio

Siempre se ha considerado el martirio como indispensable para el primer anuncio evangélico y, de modo especial, para la implantación de la Iglesia. “El hecho del martirio cristiano siempre ha acompañado y acompaña la vida de la Iglesia” (VS 90).
Habrá que distinguir entre el martirio de sangre y el de una vida sacrificada ocultamente. Pero siempre quedará en pie su valor de “signo” radical que acompaña necesariamente al mensaje predicado “dar el supremo testimonio de amor, especialmente ante los perseguidores” (LG 42). La oblación martirial puede considerarse como “muerte vicaria”, en cuanto que, en Cristo, asume la muerte de todas las personas (también no cristianas) que han dado la vida por la verdad y el bien.

El momento del martirio es el resumen de una vida que quiere transparentar el mensaje evangélico, “con caridad sincera, y si es necesario, hasta con la propia sangre” (AG 24). En él “resplandece la intangibilidad de la dignidad personal del hombre” (VS 92) y es “un signo preclaro de la santidad de la Iglesia” y se convierte en “anuncio solemne y compromiso misionero” (VS 93).

Esta es la constante misionera desde los inicios del cristianismo “Los apóstoles daban testimonio con gran poder de la resurrección del Señor Jesús” (Hech 4,33). Por esto ha llegado a ser “patrimonio común” de todos los cristianos (cfr. UR 4; UUS 1 y 84) e incluso de muchas personas de buena voluntad (cfr. VS 92).

Iglesia en estado de misión y de martirio

La Iglesia se encuentra siempre “en estado de persecución – ya sea en los tiempos antiguos, ya sea en la actualidad-, porque los testigos de la verdad divina son entonces una verificación viva de la acción del Espí­ritu de la verdad, presente en el corazón y en la conciencia de los fieles, y a menudo sellan con su martirio la glorificación suprema de la dignidad humana” (DeV 60; cfr. Mc 13,9). Los mártires son “son anunciadores y los testigos por excelencia” (RMi 45).

El martirio cristiano puede ser cruento e incruento. Derramar la sangre amando en un momento de violencia, es imposible sin la gracia de Dios. Gastar la vida afrontando las dificultades cotidianas con amor, presupone, de hecho, la misma gracia. Si el don del martirio propiamente dicho queda restringido en cuanto al número, “convie¬ne que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42).

El martirio es “semilla de cristianos” (Tertuliano, Apologético 50), porque participa de la eficacia del misterio pascual de Cristo (cfr. Jn 12,24.31). Se vive y se muere por él y con él (cfr. Rom 14,8). La oblación de Cristo, presente en la Eucaristí­a, hace posible la vida martirial “Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser molido, a fin de ser presentado como limpio trigo de Cristo” (S. Ignacio de Antioquí­a, Carta a los Romanos). La eucaristí­a construye a la Iglesia como comunidad martirial y virginal.

Referencias Cruz, Eucaristí­a, confirmación, muerte, sacrificio, sangre, testimonio.

Lectura de documentos LG 42; AG 24; DeV 60; EN 76; RMi 42 CEC 2473-2474; VS 89, 92-93; TMA 37.

Bibliografí­a AA.VV., La Iglesia martirial interpela nuestra animación misionera (Burgos 1989); U. Von BALTHASAR, Sólo el amor es digno de fe (Salamanca, Sí­gueme, 1988); J. ESQUERDA BIFET, La fuerza de la debilidad ( BAC, Madrid, 1993) cap. VI; R. FISICHELA, Il martirio come testimonianza contributi per una riflessione sulla definizione di martire, en Portare Cristo al mondo (Roma, Pont. Univ. Urbaniana, 1985) II; P. MOLINARI, S. SPINSANTI, Mártir, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 1175-1189; T. NIETO, Raí­ces bí­blicas de la misión y del martirio Misiones Extranjeras n.127 (1992) 5-15; D. RUIZ BUENO (edit.), Actas de los mártires ( BAC, Madrid, 1974).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

El tema del martirio, es decir, del servicio y testimonio hasta la muerte, está en el fondo del judaismo y del cristianismo. El martirio es la expresión del valor trascendente de la vida que puede entregarse al servicio de Dios y de su obra, en gratuidad, en camino de salvación.

(1) Macabeos. 1 Mac ha destacado la importancia de la entrega militar hasta la muerte, es decir, el martirio de los soldados que luchan a favor del yahvismo. Por el contrario, 2 Mac ha insistido en la importancia de los mártires no violentos. Ciertamente sigue valorando el alzamiento militar de soldados, que culmina en la purificación del templo (2 Mac 10), pero lo deja en un segundo plano. Lo que de verdad decide el futuro de Israel es la fidelidad de los que han muerto por mantener la Ley, como lo muestra la historia de los siete hermanos y su madre, que dicen al verdugo: “Tú, malvado, nos arrancas la vida presente. Pero, cuando hayamos muerto por la Ley, el Rey del Universo nos resucitará para una vida eterna” (2 Mac 7,9). “Vale la pena morir a manos de los hombres cuando se espera que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida” (2 Mac 7,14). Conservar la vida en contra de la Ley significa perderla; perder la vida por la Ley es ganarla (cf. 2 Mac 7,22-23). Para 1 Mac, el martirio en la guerra es fermento de victoria polí­tica; para 2 Mac, en cambio, el martirio sin guerra ni revancha en este mundo es principio y promesa de resurrección, en un mundo distinto, donde ya no habrá violencia.

(2) Martirio cristiano. El Nuevo Testamento presenta a Jesús como testigo fiel, mártir verdadero: “Aquel que mantuvo el buen testimonio ante Poncio Pilato” (cf. 1 Tim 6,13). Jesús no muere para conseguir la victoria polí­tica (como en 1 Mac), pero tampoco para asegurar un tipo de resurrección o inmortalidad en el más allá (como en 2 Mac), sino por fidelidad al Reino, es decir, a la vida de Dios, en gratuidad total, en perdón a los enemigos. Jesús es testigo de Dios (martys o mártir: Ap 1,5), porque ha revelado con su palabra y con su vida el misterio de ese Dios. Lógicamente, unidos a Jesús, todos los cristianos han de ser testigos-mártires de Dios y del Evangelio: “El que pierda su vida por mí­ y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8,35). Por fidelidad a la palabra de Jesús sufre destierro el profeta Juan (cf. Ap 1,2.9; 22,18-19); por fidelidad a esa palabra han de estar dispuestos todos los cristianos al cautiverio o a la muerte (13,10). Los testigos privilegiados de Jesús son los mártires, aquellos que han hablado en su nombre (Ap 11,3), sufriendo o muriendo por ello (Ap 2,3; 6,9; 17,6; 19,10; 20,4).

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

El martirio es un testimonio pací­fico, ofrecido a Cristo con la propia vida, en situaciones de polémica y de ruptura insalvables. Un testimonio pací­fico, es decir, hecho con amor, sin violencia. No es mártir el que muere con las armas en la mano, aunque fuera por una causa que él considera justa. La Iglesia nunca ha honrado como mártires a los cruzados. Testimonio ofrecido a Cristo con la propia vida en situaciones de ruptura, el martirio se produce cuando el diálogo cesa. Eso fue lo que ocurrió con el primer mártir, Esteban, como narran los Hechos de los Apóstoles. Esteban está hablando, y de repente es interrumpido: “Dando grandes gritos, se taparon los oí­dos y se arrojaron a una sobre él”. Esteban ya no consigue hablar: sus interlocutores no quieren seguir escuchando y actúan contra él violentamente. Por otra parte, también el martirio se funda en la primací­a del amor que, cuando se transforma en amor supremo, ofrece el sacrificio de la vida. El martirio expresa la coherencia de la fe, que exige no desmentir nunca, por ningún motivo, al Señor Jesús ante los hombres. Pero los hombres a menudo sucumben al poder de las tinieblas y tienden a apagar la luz. Por tanto, el martirio está potencialmente contenido en la confesión cristiana, en el bautismo y en la confirmación, aunque tal vez no nos demos cuenta de ello. La bienaventuranza que en el evangelio de Mateo resume todas las demás, casi interpretándolas, dice así­: “Dichosos seréis cuando os injurien y os persigan, y digan contra vosotros toda clase de calumnias por causa mí­a. Alegraos y regocijaos”. El martirio está expresado aquí­ como sí­mbolo del hombre nuevo, y no solamente un sí­mbolo abstracto, sino concreto. En efecto, el mismo evangelista dice más adelante: “Tened cuidado, porque os entregarán a los tribunales y os azotarán en las sinagogas. Seréis llevados por mí­ causa ante los gobernadores y reyes, para que deis testimonio, ante ellos y ante los paganos. Todos os odiarán por causa mí­a, pero el que persevere hasta el fin, ése se salvará”. Jesús prevé todo esto para su Iglesia, y la historia nos dice hasta qué punto tení­a razón.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

El mártir es un signo del amor más grande, un testigo que se ha puesto en el seguimiento de Cristo hasta el don de la vida para atestiguar la verdad del Evangelio. Dentro de esta definición es posible reconocer algunos aspectos esenciales que constituyen y determinan la visión cristiana del martirio. Se pueden sintetizar de esta manera: a) la perspectiva cristológica: el mártir sigue el ejemplo de Cristo, que dio la vida por sus hermanos como signo del amor más grande; b) la dimensión eclesial: sin la Iglesia no hay martirio:
si existen mártires, es porque participan totalmente de la naturaleza de la Iglesia, que lleva en sí­ misma impresa la forma Christi; c) el don de la vida como prueba absoluta y radical de un amor que sabe darse a todos en virtud de una convicción que es fe; d) la verdad del Evangelio: el mártir no muere por él mismo, sino porque quiere atestiguar, delante de quien lo persigue, la fe que tiene en el resucitado como verdad última del sentido de su existencia.

En los diversos momentos históricos ha habido diferentes comprensiones del martirio; una sí­ntesis que recoge las tradiciones pasadas y abre nuevas perspectivas es la que nos ofrece el n. 42 de la Constitución Lumen gentium, donde se dice: “Así­ como Jesús, Hijo de Dios, manifestó su caridad ofreciendo su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que ofrece la vida por- él y por sus hermanos. Pues bien, ya desde los primeros tiempos algunos cristianos se vieron llamados, y lo serán siempre, a dar este máximo testimonio de amor delante de todos, principalmente delante de los perseguidores. El martirio, por consiguiente, con que el discí­pulo llega a hacerse semejante al Maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, asemejándose a él en el derramamiento de su sangre, es considerado por la Iglesia como el supremo don y la prueba mayor de la caridad. Y si ese don se da a pocos, es menester que todos vivan preparados para confesar a Cristo delante de los hombres l a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (cf también LG 50; GS 20; AG 24; DH 1 1.14).

El concepto de martirio, en la acepción que hoy se le da, surge alrededor del año 155 d.C. y lo vemos atestiguado en el Martyrium Policat.pi: ” Policarpo, que fue él duodécimo en sufrir el martirio en Esmirna, con los de Filadelfia, no sólo fue un insigne maestro, sino también un mártir excelso, cuyo martirio todos anhelan imitar, ya que ocurrió a semejanza de Cristo, como nos lo narra el Evangelio” (19,1). A partir de aquel momento, se comprende al mártir como aquel que da la vida por la verdad del Evangelio; hasta entonces todos eran llamados simplemente testigos (martyres): incluso en el caso de Esteban (Hch 7), no se le llama “mártir” porque le quitaran la vida, sino porque con su obra de evangelización era un testigo. Comienza entonces a hacerse una distinción importante entre mártires y confesores; un texto de Orí­genes arroja mucha luz sobre esta cuestión: “Todo el que atestigua de la verdad, tanto con las palabras como con los hechos o trabajando de cualquier modo por ella, puede llamarse justamente “testigo” Pero el nombre de “testigos” en sentido propio, la comunidad de hermanos impresionados por la fortaleza de ánimo de los que 1ucharon por la verdad o por la virtud hasta la muerte ha tomado la costumbre de atribuí­rselo a los que han dado testimonio del misterio de la verdadera religión con el derramamiento de sangre” (In Joh. 11, 210).

Una teologí­a del martirio encuentra fácilmente datos abundantes dentro del Antiguo y del Nuevo Testamento, La suerte de los profetas, las vicisitudes del pueblo que sufre injustamente por su fe en Yahveh, y sobre todo el texto de 2 Mc 6,12-30, pueden leerse en la perspectiva del martirio; en efecto, se trata de personas inocentes que son entregadas a la muerte por su fidelidad a la Torá. El Nuevo Testamento, como es lógico, está dominado por la figura de Cristo que da su vida por amor: su pasión y su muerte se convierten en clave hermenéutica para comprender los sufrimientos de los discí­pulos y la misma muerte que tendrán que sufrir por su nombre (Mc 8,34; Mt 16.24).

Así­ pues, el martirio es un testimonio; como tal, es un lenguaje expresivo y performativo, capaz de erigirse en una de las formas más altas de la comunicación interpersonal. Con el martirio no sólo se atestigua que uno está dispuesto a dar su vida por la verdad del Evangelio, sino sobre todo que, a través de su aceptación, está en disposición de expresar un signo de amor, el amor más grande, va que incluye el perdón al perseguidor y al asesino.

Con el martirio se demuestra que, incluso ante la muerte, cada uno es libre de dar el sentido más profundo a su propia existencia; en efecto, el mártir es capaz de relativizar la misma muerte, puesto ante del don de la vida que ve realizarse en el acto de entregarse al verdugo.

La Iglesia, antes de ser una comunidad en la que están presentes los mártires, es ella misma “mártir” en sentido pleno; sólo con esta condición puede acoger en sí­ a los mártires. En efecto, son ellos los que le garantizan que siga creyendo y transmitiendo ininterrumpidamente el Evangelio y la fe a lo largo de los siglos. El martirio es el único criterio verdadero del carácter genuino de la fe; por esto, ningún creyente que tome en serio su fe puede dejar de pensar que el martirio está en la perspectiva de su futuro.
R. Fisichella

Bibl.: R, Fisichella, Martirio, en DTF, 858, en NDE, 869-880; 871; S. Spinsanti, Mártir H. U. von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe, Sí­gueme, Salamanca 1988; K. Rahner Sentido teológico de la muerte, Herder Barcelona 1965, 88-128; AA. VV , La Iglesia martirial interpela nuestra animación misionera, Burgos 1988; P. Allard, El martirio, FAX, Madrid 1943.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO:
1. Recuperación arqueológica de los datos (Antiguo Testamento, Nuevo Testamento);
2. El martirio en teologí­a fundamental (el martirio como lenguaje, el martirio como signo);
3. La significatividad del martirio;
4. Para una ampliación de la identificación del mártir
R. Fisichella

El mártir no es un extraño para nosotros. Sabemos quién es y logramos captar su personalidad y su significado histórico; sin embargo, con frecuencia, su imagen parece evocar en nosotros un mundo que no es ya el .nuestro. Aparece como un personaje lejano, relegado a épocas y perí­odos históricos que pertenecen al pasado y que todo lo más, tan sólo la memoria litúrgica vuelve a proponernos en el culto cotidiano. Descrito con caracterí­sticas de héroe, que suscitan alergia en nuestros contemporáneos, especialmente en las sociedades occidentales, parece haberse convertido en una pieza de museo. Pero el mártir es nuestro contemporáneo. Si no fuera así­, la Iglesia habrí­a dejado ya hace tiempo de presentar el kerigma como un anuncio de salvación comprensible para el hombre de hoy y significativo para la vida de nuestros dí­as. En él cada uno de nosotros podemos ver la coherencia humana en su transparencia última, en donde se lleva a cabo la identificación perfecta entre la fe y la vida, entre la profesión verbal y la acción de cada dí­a. La Iglesia tiene necesidad de mártires para destacar en plenitud la realidad del amor que se hace libremente aceptación de la muerte, y al mismo tiempo se convierte en perdón para el perseguidor. El mártir, de todas formas, pertenece a la Iglesia no sólo porque ésta, en su historia bimilenaria, está caracterizada permanentemente por la presencia de los mártires, sino más bien porque, constitutivamente, ella misma es mártir. Antes de ser una ecclesia martyrum, es una ecclesia martyr. En su constitución antológica se le imprime de modo indeleble la forma Christi, que se expresa en la kénosis del Hijo hasta el momento culminante de la pasión y muerte de cruz. Lo que pertenece a Cristo es también de su Iglesia; por tanto, también para ella tiene que concretarse y realizarse la forma de la kénosis como expresión del seguimiento obediencial, que alcanza su culminación en la pasión y muerte por amor. Por tanto, la Iglesia nace, vive y se construye sobre el fundamento de Cristo mártir; su misión en el mundo tendrá que ser la de orientar la mirada de cada uno hacia “el que fue traspasado” (Jn 19,37; Ap 1,7), a fin de que de forma eminente se explicite la palabra reveladora del Padre.

Para confirmar esta perspectiva podemos recurrir a la teologí­a paulina, cuando describe la acción del apóstol con estas palabras: “Hijos mí­os, sufro por vosotros como si os estuviera de nuevo dando a luz hasta que Cristo se aformado en vosotros” (Gál 4,19). La forma de Cristo que el apóstol imprime no puede ser sino la del siervo doliente que da su vida por la salvación de todos (l Cristologí­a: tí­tulos cristológicos). Estos “sentimientos” (Ef 2,5-6) que caracterizan a la figura histórica de Jesús de Nazaret deben ser también los que definan a quienes se ponen en su seguimiento para completar lo que falta a sus padecimientos (Col 1,24).

Esta dimensión permite comprender plenamente el significado de los mártires en la historia y en la vida de la comunidad cristiana. Mediante su testimonio, la Iglesia verifica que sólo a través de este camino se puede hacer plenamente creí­ble el anuncio del evangelio. Esto permite además explicar el hecho de que desde sus primerí­simos años la Iglesia haya visto en el martirio un lugar privilegiado para verificar la verdad y la eficacia de su anuncio; en efecto, en estos acontecimientos el testimonio por el evangelio no se limitaba solamente a la forma verbal, sino que se extendí­a a la concreción de la vida. Por eso la Iglesia comprendió que el mártir no tení­a necesidad de sus oraciones; al contrario, era ella la que rezaba a los mártires para obtener su intercesión. Por tanto, no se reza por el mártir, sino que se reza al mártir por la Iglesia. El dí­a del martirio se recordaba y se memorizaba como el momento al que habí­a que volver con gozo para celebrar una fiesta, ya que se encontraba allí­ la fuerza y el apoyo para proseguir en la obra evangelizadora.

Así­ pues, la comunidad cristiana ha sostenido siempre el valor eclesial del martirio; éste posee un tono altamente comunitario, ya que es vivido para y por toda la Iglesia como un signo eficaz del amor.

I. RECUPERACIí“N ARQUEOLí“GICA DE LOS- DATOS. La finalidad de este artí­culo no es analizar los diversos problemas con que tuvo que enfrentarse el término en su evolución semántica; sin embargo, una teologí­a del martirio debe tener presente al menos dos datos esenciales en este sentido: en primer lugar, cuándo se empieza a imponer el valor semántico del término en la acepción que tiene en nuestros dí­as; y en segundo lugar, cuándo surge una “teologí­a” del martirio.

La verdad es que estos dos momentos no coinciden; desde el AT hasta el NT y hasta los primeros decenios de la Iglesia primitiva, se puede asistir a una evolución continua del término mártys. La evolución semántica esconde el proceso conceptual que se aplicó al fenómeno; resultará entonces que progresivamente se va pasando de un concepto genérico de “testigo” de un hecho al concepto más concreto de “testimonio” de una verdad o de otras convicciones, hasta el testimonio que se da con el derramamiento de la propia sangre.

El concepto de mártir, en la acepción que hoy posee, comienza a estabilizarse con toda probabilidad a partir del año 155, con el Martyrium Policarpi: “Policarpo, que fue el duodécimo en sufrir el martirio en Esmirna, no sólo fue maestro insigne, sino también mártir excelso, cuyo martirio todos aspiran a imitar, ya que ocurrió a semejanza del de Cristo, como se nos narra en el evangelio” (19 1). Mártir se identifica aquí­ como el que da su propia vida por la verdad del evangelio. En este sentido es muy expresivo un texto de Orí­genes: Todo el que da testimonio de la verdad, bien sea con palabras o bien con hechos o trabajando de alguna manera en favor de ella, puede llamarse con todo derecho `testigo’. Pero el nombre de `testigo’, en sentido propio, se debe a la comunidad de hermanos, impresionados por la fortaleza de espí­ritu de los que lucharon por la verdad o por la virtud hasta la muerte, que tomó la costumbre de aplicárselo a los que dieron testimonio del misterio de la verdadera religión con el derramamiento de su sangre” (In Johannem II, 210).

El motivo por el que se pasó progresivamente a esta significación semántica es objeto de diversas teorí­as; lo que hay que constatar es el hecho de la distinción que llegó a crearse entre confessores y mártyres. Todos ellos son testigos del Señor y todos sufren la persecución, pero el tí­tulo de mártir sólo se les da a los que han dado su vida, mientras que los demás son considerados comúnmente como confessores.

Sin embargo, es necesario recordar los rasgos más destacados que aparecen en la Escritura como un primer esbozo de la figura del mártir.

a) Antiguo Testamento. Para el AT hay dos elementos que saltan inmediatamente a la vista en orden a su identificación:
1) La figura del profeta. En efecto hay toda una serie de textos que inducen a pensar que la situación del profeta tiene como trasfondo natural y contiene en su horizonte interpretativo una posible muerte violenta. El profeta puede ser llamado “mártir”, aunque todaví­a estemos lejanos de la teologí­a del martirio como se la interpretará sucesivamente. Los ejemplos de asesinato del profeta son bastantes frecuentes: Jer 26, 8-11 describe la reacción de los oyentes al discurso del profeta sobre el templo: “¡Vas a morir! ¿Por qué has profetizado en nombre del Señor diciendo que este templo será como Silo?… Este hombre debe ser condenado a muerte porque ha profetizado contra la ciudad”. Pocos versí­culos más adelante (26,20-23) se habla de como también el profeta Urí­as murió por haber profetizado. En 2Crón 24,17-22 se habla de la muerte del profeta Zacarí­as, apedreado “en el patio del templo del Señor”. En el desahogo de Elí­as ante el Señor, en 1Re 19,10-12 se habla de cómo “los israelitas han abandonado tu alianza, han destruido tus altares, han pasado a espada a tus profetas. He quedado yo solo, y me buscan para quitarme la vida”. En Neh 9,26 se encuentra el ejemplo más claro de admisión de esta praxis; en la lectura que hace Esdras de la Torah se acusa al pueblo de haber pecado: “Fueron insolentes, se rebelaron contra ti y echaron tu ley a sus espaldas; mataron a tus profetas, que les exhortaban a convertirse en ti, y te ofendieron gravemente”. La misma figura del ébed Yhwh del Deutero-Isaí­as puede tomarse como la imagen simbólica del destino del profeta.

Así­ pues, el profeta es testigo de la palabra que le ha dirigido el Señor y tiene que seguirla fielmente hasta el fin; su muerte será vengada sólo por Yhwh: Yo tomaré venganza de la sangre de mis siervos, los profetas y de la sangre de todos los siervos del Señor” (2Re 9,7).

2) Las vicisitudes históricas de Israel. En la interpretación que se le da a la historia, y de manera más peculiar a los acontecimientos sangrientos que la atraviesan, es posible señalar una primera “teologí­a del martirio” por obra del pueblo hebreo. Más directamente, en la época de los Macabeos, en aquel decenio que vio a Israel dominado por la Siria de Antí­oco IV Epí­fanes (175-163), es cuando puede fijarse la aparición de esta reflexión. El intento de referir a una matriz común la interpretación del sufrimiento y de la muerte por causa de la fe. de los padres es lo que constituye la idea germinal de una “teologí­a” del martirio, que curiosamente tiene como punto de origen una “teologí­a” de la historia (l Historia, III) (cf Dan 11-12; 2Mac 6-7).

Es fácil descubrir en estos textos que la muerte del inocente es recibida como un testimonio profundo, eficaz, capaz de mantener firme la fe y de suscitar la esperanza en la intervención del Señor. En este sentido es muy expresivo el relato de 2Mac 6,12-30, que habla de la persecución del pueblo y de la muerte de Eleazar. De esta perí­copa se desprenden algunos datos significativos: en primer lugar, el hecho de que el momento de la prueba y de la persecución es interpretado como un momento de gracia (v. 12); el Señor, a través de esta experiencia, corrige a su pueblo y lo robustece en la fe (vv. 14-16); el testimonio del justo que acepta la muerte con tal de permanecer fiel a la ley antigua tiende además a confirmar a los más jóvenes en la fe de los padres (vv. 24-28); así­ pues, la muerte es acogida como signo de amor (v. 30); el justo perseguido, finalmente, es descrito como el que tiene plena libertad ante la muerte y ante el perseguidor, pero que sin embargo no tiene miedo de optar por ella (v. 30).

Por tanto, para el AT, el testigo que acepta la muerte en nombre de la fe es inocente de toda culpa; su sufrimiento y su muerte se consideran como purificadoras para el pueblo y como signo del testimonio mayor que el pueblo pudiera recibir. El contenido de la oración de Judas el Macabeo puede corresponder muy bien a lo que se ha descrito: “Y suplicaban al Señor que mirara al pueblo pisoteado por todos y que se compadeciera del templo contaminado por hombres sacrilegos, que tuviera también piedad de la ciudad devastada, a punto de ser completamente arrasada; que oyera el clamor de la sangre, que pedí­a a gritos justicia; que se acordara también de la muerte inicua de niños inocentes” (2Mac 8,2-4).

b) Nuevo Testamento. El NT se caracteriza por el carácter central de Jesús de Nazaret. El misterio de su muerte salví­fica es el eje de la interpretación del martirio cristiano. Su vida, y particularmente su pasión y su muerte (l Misterio pascual), se convierten en el centro y en la clave hermenéutica que ilumina los mismos sufrimientos de los discí­pulos y la vida de la comunidad primitiva, que en estos momentos verifica concretamente su fidelidad al maestro: “Ellos salieron del tribunal muy contentos por haber sido dignos de ser ultrajados por tal nombre” (He 5,41; cf 7,58-60; Flp 1,13; 2Tim 2 3).

Así­ pues, hay que. considerar dos elementos con vistas a una lectura global de los datos neotestamentarios:
1) El hecho de que Jesús quiso dar un significado a su propia muerte. Entre los datos ciertos que pueden aceptarse como pertenecientes al Jesús histórico deben contarse con toda seguridad el de la conciencia que Jesús tení­a de una muerte violenta y el del significado salví­fico que se le dio.

Jesús de Nazaret tuvo ante sí­, con plena lucidez, la conciencia de saber que su comportamiento y sus palabras lo llevarí­an inevitablemente a una muerte violenta. El hecho de que los contemporáneos y los mismos discí­pulos lo comprendieran como un l profeta (Me 8,28), la muerte del Bautista (Mt 14,1-12), su solidaridad con los pecadores públicos (Me 2,1516), la crí­tica de la ley mosaica (Mt 5,17-48), la acusación de blasfemia (Me 2,6; 14,64), la sospecha de que practicaba la magia o la hechicerí­a (Mt 9,34), la expulsión de los comerciantes del templo, las duras palabras contra los sacerdotes (Me 11,15-18. 28-33) y sobre todo su pretensión de ser de forma privilegiada el hijo de Dios (Jn 5,18), e incluso uno solo de estos hechos, dejaba vislumbrar la posibilidad de una muerte violenta. No hay que olvidar tampoco que en varias ocasiones, como nos refieren los evangelios, Jesús estuvo a punto de ser apedreado.(Jn 8,59; 10,31-33; Le 4,29).

Por consiguiente, Jesús no se mostró pasivo ante la perspectiva de este tipo de muerte; al contrario, sacó motivos de allí­ para dirigir su existencia dentro del horizonte de una muerte violenta, acogida para la salvación de todos (Jn 3,14-15).

2) El destino de sus discí­pulos. Se repite continuamente en los textos del seguimiento (cf Me 8,34; 13,9) la unidad profunda que liga la suerte de los discí­pulos con la del maestro. El seguimiento determina la inserción en la misma misión de Cristo y, por consiguiente; la necesidad de compartir su mismo sufrimiento y su muerte (Mt 16,24; 20,22-23).

Ciertamente, el NT no relacionó la idea del martirio con la aceptación de la .muerte; también allí­ se llama mártir al que da testimonio de su fe y atestigua la verdad del evangelio. El ejemplo más claro en este sentido es el de Esteban, que no es llamado mártir por el hecho de morir, sino simplemente porque es testigo de Cristo en su actividad evangelizadora:
La conclusión que se deriva de los textos neotestamentarios es, por consiguiente, que el mártir es esencialmente el testigo ocular de la vida, pasión, muerte y resurrección del Señor; a continuación, todos los discí­pulos son llamados mártires-testigos, ya que atestiguan la verdad del evangelio en las diversas situaciones de vida, aun a riesgo de la persecución y del sufrimiento (1Pe 4, 12-19). La teologí­a paulina será particularmente sensible a la hora de unir el apostolado y la misión evangelizadora con la aceptación del sufrimiento (cf Rom 6,4-15; Gál 5,1625; 1Cor 6,11-10.31; 13,4-7; 2Cor 5,14-15; 1Tim 6,12).

Tan sólo un largo proceso, como se recordó anteriormente, llevarí­a a la identificación del mártir con aquel que se hace testigo de la fe hasta el don de la vida. La carta de Clemente (96 d. C.), Ignacio (115), el Pastor de Hermas (140), aunque conocen ya la experiencia del martirio, no utilizan todaví­a el término en este sentido.

A partir del Martyrium Policarpi asistimos a un interesante desarrollo teológico sobre el martirio. La nueva acepción de mártir se aplica ahora a Cristo, iniciándose así­ una primera reflexión auténtica sobre los mártires, que los entiende como testigos de la caridad perfecta a ejemplo de Cristo.

2. EL MARTIRIO EN . El martirio, corlo objeto de estudio teológico, pertenece a diferentes disciplinas, que analizan sus diversos aspectos con vistas a una complementariedad para su lectura global.

La teologí­a dogmática, por ejemplo, valorará más directamente en el martirio el elemento de testimonio para la verdad del evangelio; la espiritualidad, por su parte, estudiará sus formas y sus caracterí­sticas para que pueda ser presentado también hoy como modelo de vida cristiana; la historia de la Iglesia intentará reconstruir las causas que produjeron situaciones de martirio y valorará la exactitud de los relatos más allá de toda lectura legendaria; el derecho canónico, finalmente, valorará las formas y las motivaciones con las que se realizó el testimonio del mártir, para establecer su validez con vistas a la canonización.

La teologí­a fundamental estudia el martirio dentro de la dimensión apologética, para mostrar que es el lenguaje expresivo de la revelación y el signo creí­ble del amor trinitario de Dios. Mediante el testimonio de los mártires se muestra que todaví­a hoy la revelación tiene su fuerza de provocación respecto a nuestros contemporáneos bien para permitir la opción de la fe, bien para vivirla de forma coherente y significativa.

a) El martirio como lenguaje. Querámoslo o no, el término mártir” trae a la mente del que lo pronuncia o del que lo, escucha una realidad definida. Como todos los términos del lenguaje humano, también éste está sometido al análisis lingüí­stico, que busca ante todo su sensatez, y por tanto su verdad o no-verdad, en la experiencia cotidiana. En cuanto lenguaje humano, revela la dimensión más personal del sujeto, que ve realizada de esta manera tanto su capacidad para poseerla realidad que experimenta y que lleva a cabo como la autocomprensión de sí­ como sujeto creativo.

Una forma peculiar de lenguaje humano es la que se realiza a través del lenguaje del ! testimonio. Su hermenéutica permite recuperar algunos datos que ofrecen una visión más orgánica y significativa del martirio.

El testimonio va unido intuitivamente al ámbito “jurí­dico” de la experiencia humana; en efecto, se comprende como un acto mediante el cual se refiere lo que ha sido objeto de conocimiento personal. Sin embargo, esta dimensión es sólo la primera forma de nuestro conocimiento; efectivamente, el testimonio revela, en un análisis más profundo, cieras caracterí­sticas que llegan hasta la esfera más personal del sujeto.

Todo testimonio encierra al menos dos elementos: en primer lugar, el acto de comunicar; luego, el contenido que se expresa. Esta forma de comunicación necesita inevitablemente la presencia de un receptor que acoja el testimonio. Esto permite afirmar que el testimonio es una relación interpersonal que se crea entre dos sujetos en virtud de un contenido que se comunica. La calidad de la relación que se forma pertenece a la esfera más profunda de la relación interpersonal, en cuanto que, sobre la base del contenido expresado, los dos se arriesgan en la confianza mutua y en la credibilidad de su propio ser. En efecto, el testigo, en proporción con la fidelidad con que expresa el contenido de su propia experiencia, revela la veracidad o no veracidad de su propio ser; por otra parte, el que recibe este testimonio, al valorar el grado de fiabilidad de lo que se le comunica, arriesga su propia confianza en el otro. De todas formas, en ambos sujetos se pone de manifiesto la voluntad de participar una parte de su propia vida y de salir de sí­ mismo con vistas a la comunicación.

Así­ pues, en esta perspectiva, el testimonio no puede reducirse a una simple narración de hechos; se convierte más bien en un compromiso concreto, con el que se quiere comunicar y expresar, si fuera necesario con la propia muerte, la verdad de lo que se está diciendo, insistiendo en la verdad de la propia persona. Con el testimonio, cada uno dispone de sí­ mismo con aquella libertad original que le permite verificarse como sujeto verdadero y coherente; en una palabra, el testimonio representa uno de los rasgos constitutivos del lenguaje humano, ya que posee un grado de performatividad que serí­a incapaz de expresar la palabra hablada por sí­ sola.

El martirio se comprendió siempre como la forma de testimonio supremo que daba el creyente con vistas a la verdad de su fe en el Señor. Los Acta martyrum confirman explí­citamente que el martirio se comprendí­a como aquel testimonio definitivo que, comenzado ante el juez, se concluí­a luego con la aceptación de la muerte.

b) El martirio como signo. Los ejemplos que nos refieren los Acta martyrum muestran de forma clara que el testimonio del mártir fue leí­do como signo de la presencia de Dios en la comunidad. La misma Trinidad revelaba en la muerte del mártir la expresión última de su naturaleza: el amor que llega hasta el don completo de sí­ mismo. La Iglesia ha comprendido siempre el valor de este testimonio y lo ha interpretado como el signo permanente del amor fiel e inmutable de Dios que, en la muerte de Jesús, habí­a alcanzado su expresión culminante.

El signo (l Semiologí­a, I), con sus cualidades de mediación y de comunicación, tiene la caracterí­stica de crear un consenso en torno a su significado y de provocar al interlocutor para que tome una decisión. Las notas esenciales de signo se verifican también plenamente en el martirio. En torno al mártir resulta fácil ver realizado el consenso unánime sobre su fuerza de ánimo y su coherencia; el contenido de su gesto se convierte en posibilidad, para todo el que lo desee, de pasar al significado expresado en aquella muerte: el amor mismo de Dios.

La fuerza provocativa que dimana del martirio y que mueve a reflexionar sobre el sentido de la existencia y sobre el significado esencial que hay que dar a la vida es tan evidente que no se necesita ninguna demostración para convencer de ella. La decisión de llegar a una opción coherente y definitiva encuentra aquí­ su espacio vital. La historia de los mártires manifiesta con toda lucidez que la muerte de cada uno de ellos, si por una parte dejaba atónitos a los espectadores, por otra sacudí­a hasta tal punto su conciencia personal que se abrí­an a la conversión y a la fe: sanguis martyrum, semen christianorum.

3. LA SIGNIFICATIVIDAD DEL MARTIRIO. La reflexión teológicofundamental encuentra en el martirio una de las expresiones más cualificadas para proponer todaví­a hoy auténticamente la /credibilidad de la revelación cristiana.

La perspectiva apologética preconciliar se limitaba normalmente al estudió del martirio dentro de la esfera de una casuí­stica para el descubrimiento de las virtudes heroicas que atestiguaban los mártires en favor de la verdad de la fe. Superando esta lectura, es posible ver el martirio relacionado más bien con las perennes cuestiones del hombre, y por tanto adecuado para ser signo que ilumina a quienes se ponen a buscar un sentido a su existencia.

Hay tres cuestiones que parecen afectar continuamente a la persona humana: la verdad de su propia vida personal, la libertad ante la muerte y la decisión para la eternidad.

Por lo que se refiere al primer momento, la verdad de la propia vida personal, se puede observar que, desde los primerí­simos tiempos de la Iglesia, el martirio fue interpretado como uno de los gestos más coherentes que el hombre podí­a realizar. El creyente que habí­a acogido la fe veí­a realizada en la muerte del mártir la coherencia más profunda entre la profesión de la fe y la vida cotidiana. Un análisis de los informes procesales de los mártires nos hace descubrir que el mártir concebí­a el camino del martirio como el sendero que tení­a que seguir para ver finalmente realizada su propia identidad de cristiano y para sentirse completo.

La verdad de la fe, que al foral se convierte para el mártir en “dar la vida por los amigos” (Jn 15,13), es una experiencia concreta de verdad sobre sí­ mismo; en efecto, el mártir comprende que entregar su vida al tirano en nombre de Cristo es lo que constituye y forma la verdad de su ser. La verdad sobre su vida y la verdad del evangelio confluyen aquí­ en una sí­ntesis tan estrecha que ya no cabe la idea de concebirse fuera de la verdad acogida en la fe. De este modo el mártir se hace testigo de la verdad del evangelio, descubriendo la verdad sobre su propia vida, que carecerí­a de sentido fuera de esa perspectiva.

Sin embargo, el martirio es en este contexto una expresión de la honestidad y de la coherencia que lleva a privilegiar y a anteponer la verdad universal sobre las propias opciones personales de vida. En efecto, el mártir indica no solamente que cada uno puede conocer integralmente la verdad sobre su propia vida, sino más aún, que él puede dar su misma vida para convencer sobre la verdad que guí­a sus convicciones y sus opciones.

Por lo que se refiere al segundo momento, la libertad personal ante la muerte, hay que observar que en el martirio esta libertad resulta tan paradójica que parece contradictora: ¿cómo puede pensarse que uno es libre, si éste es precisamente el momento en que la propia vida depende de la voluntad de otro?

Además de la tesis iluminadora de K. Rahner sobre este punto (Sentido teológico de la muerte, Herder, Barcelona 1965, 88-128), hay que señalar los siguientes aspectos ulteriores:
a) La /muerte constituye un acontecimiento que determina la vida de cada uno y que forma la historia personal. Se sitúa como elemento significativo para el discernimiento de la verdad sobre uno mismo y sobre todo lo que realiza; en una palabra, la muerte toca al hombre en su globalidad, es un hecho universal; nadie queda excluido.

Sin embargo, la muerte no es un simple dato biológico ante el que cada uno ve la parábola de su propia vida; es algo más, ya que precisamente en ese momento se descubre que uno no está hecho para la muerte, sino para la vida. La negativa a verse desaparecer con la desaparición fí­sica de sí­ mismo hace comprender cuán esencial es para la persona el enfrentamiento consciente con este acontecimiento, a pesar de que nos gustarí­a borrarlo de nuestra propia mente.

b) La muerte constituye también un misterio que desborda infinitamente al hombre y ante el cual se alternan las reacciones más diversas: el miedo, la huida, la duda, la contradicción, el deseo de querer saber más, la desconfianza, la serenidad, la desesperación, el cinismo, la resignación, la lucha.

En la muerte cada uno juega su carta definitiva, ya que se ve obligado a esa “partida de ajedrez” (cf el filme significativo de Bergman El último sello) que ya no puede diferirse más y que al foral se busca como algo necesario e improrrogable.

Por este motivo se puede afirmar que también el mártir, más aún, sobre todo el mártir, revela su libertad plena ante la muerte precisamente cuando parece que no queda ya ningún espacio para la libertad.

En efecto, puesto ante la muerte, el mártir sabe dar el significado supremo a su vida, aceptando la muerte en nombre de la vida que le proviene de la fe. Por consiguiente, el mártir, a pesar de estar condenado a morir, escoge la muerte; para él morir equivale a escoger libremente entregarse a sí­ mismo, plena y totalmente, al amor del Padre. El mártir sabe que su aceptación de la muerte, con este significado, corresponde a liberarse a sí­ mismo de una vida que, fuera de ese horizonte, se quedarí­a sin sentido.

Finalmente, también para la última pregunta -¿qué habrá después de la muerte?- el martirio consigue ser expresión de un sentido nuevo.

En los procesos de los mártires aparece como un leitmotiv la expresión “reunirse con el Señor”. Así­ pues, en la muerte se encuentra la dimensión í­ntima de la capacidad personal de decisión. Aunque pueda parecer paradójico, la decisión más auténtica para el sujeto, y por tanto la más libre, es la de saber confiarse al misterio que se percibe. El hombre es misterio, pero comprende dentro de sí­ la presencia de un misterio mayor que lo abraza sin destruirlo. Fuera de este horizonte uno se convertirí­a en enigma insoluble; por el contrario, dentro de él se encuentra la clave para poder autocomprenderse.

El martirio, en cuanto signo del amor, es también signo de aquel que en el amor acoge el misterio del otro. En este punto ya no existen más preguntas, sino sólo la certeza de ser amado y acogido por él. La fuerza del mártir tiene que encontrarse en la conciencia de que, puesto que Cristo ha vencido a la muerte, también el que se confí­a a él reinará para siempre. La palma del mártir se convierte en el signo perenne de la victoria que va más allá de la derrota de la muerte.

Estos elementos que hemos descrito permiten ver el martirio como un signo importante para la búsqueda del sentido y para la credibilidad de la revelación. La muerte del mártir se convierte en signo de la naturaleza del morir cristiano: asunción de la muerte misma de Cristo en la vida, acto supremo de la libertad que introduce en el amor del Padre.

El mártir, en definitiva, es aquel que da a la muerte un rostro humano; paradójicamente, expresa la belleza de la muerte. Yendo a su encuentro, él la ve ciertamente como un momento dramático, aunque no trágico, de su existir, y sin embargo digna de ser vivida por ser expresión de su capacidad para saber amar hasta el fin.

4. PARA UNA AMPLIACIí“N DE LA IDENTIDAD DEL MíRTIR. Una rápida panorámica sobre la historia del concepto de mártir muestra que en las diversas épocas se han expresado diferentes acentuaciones. Así­, Agustí­n dirá que “martyres non facit poena, sed causa” (Enarrationes in Ps. 34); le hará eco santo Tomás, diciendo que “causa sufficiens ad martyrium non solum est confessio fidei, sed quaecumque alia virtus non politica sed infusa, quae finem habeat Christum”; y también: “Patitur etiam propter Christum non solum qui patitur propter fidem Christi, sed etiam qui patitur pro quocumque justitiae opere pro amore Christi” (Epist. ad Rom. 8,7). Es sugestiva la posición de Pascal: “El ejemplo de la muerte de los mártires nos afecta porque son miembros nuestros. Tenemos con ellos una vinculación; sus decisiones pueden formar la nuestra, no solamente por el ejemplo que nos dan, sino sobre todo porque han hecho posible nuestra decisión” (Pensées, 481). También es impresionante la de Kierkegaard: “Si Cristo volviera al mundo, quizá no lo habrí­an matado, pero se habrí­an burlado de él. Es éste el martirio de los tiempos de la inteligencia: ser entregados a la muerte en el tiempo de la pasión y del sentimiento”; y en otro pasaje continúa: “Ninguna vida tiene un efecto tan grande como la del mártir, porque el mártir sólo comienza a actuar después de la muerte. Así­ la humanidad o se adhiere a él o se queda aprisionada en sí­ misma” (Diario). Los manuales de teologí­a en su definición del martirio, defenderán particularmente el motivo del odium fidei: “Teológicamente el martirio se define así­: sufrimiento voluntario de la condenación a muerte, infligida por odio contra la fe o la ley divina, que se soporta firme y pacientemente y que permite la entrada inmediata en la bienaventuranza” (S. TROMP, De revelatione christiana, 348).

También el concilio ha procurado dar su propia visión teológica del martirio, en la que es fácil ver una articulación que se puede describir con estas caracterí­sticas: en primer lugar las premisas cristológicas, luego la inserción en el escenario eclesial, después la comprobación de la especificidad del mártir creyente y finalmente la parénesis, para que todos los bautizados estén dispuestos a profesar la fe incluso con la entrega de su propia vida. “Dado que Jesús, el Hijo de Dios, manifestó su amor entregando su vida por nosotros, nadie tiene mayor amor que el que entrega su vida por él y por sus hermanos (premisa cristológica).Pues bien, algunos cristianos, ya desde los primeros tiempos, fueron llamados, y seguirán siéndolo siempre, a dar este supremo testimonio de amor ante todos, especialmente ante los perseguidores (escenario eclesial).Por tanto, el martirio, en el que el discí­pulo se asemeja (assimilatur) al maestro, que aceptó libremente la muerte por la salvación del mundo, y se conforma a él en la efusión de su sangre, es estimado por la iglesia como un don eximio y la suprema prueba de amor (especificidad del martirio). Y aunque concedido a pocos, todos deben estar prestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia (parénesis)” (LG 42; cf también LG 511; GS 20; AG 24; DH 11.14).

Como se advierte en este texto, el Vaticano II inserta al mártir en una clara perspectiva cristocéntrica; la muerte salví­fica de Jesús de Nazaret constituye el principio normativo del discernimiento del martirio cristiano. De todas formas, esta centralidad se describe con la expresión “dar la vida por los hermanos”, que recuerda el texto de Jn 15,13 y permite verificar que lo que mueve al mártir a dar su vida es el amor arquetí­pico y normativo de Cristo. Igualmente, el recuerdo de la dimensión eclesial no hace más que subrayar la continuidad del testimonio de amor dado por el mártir para confirmar a los hermanos en la fe. Además, cuando el texto conciliar habla de la especificidad del martirio cristiano diciendo que es un “don eximio”, y por tanto una gracia y un carisma dados a quien más ama, y “la suprema prueba de amor”, es decir, el testimonio definitivo del amor, tanto lo uno como lo otro es visto como algo que se da en la Iglesia y para la Iglesia, para que de este modo pueda crecer “hacia aquel que es la cabeza, Cristo. Por él, el cuerpo entero, trabado y unido por medio de todos sus ligamentos, según la actividad propia de cada miembro, crece y se desarrolla en el amor” (Ef 4,15-16; cf 1Cor 12-14).

Así­ pues, cabe pensar que con esta descripción el Vaticano II abre el camino a una interpretación nueva y más globalizante del testimonio del mártir, con vistas a las nuevas formas de martirio a las que hoy asistimos debido a la modificación de los acontecimientos. Por tanto, es lí­cito pensar que con el concilio se llega a identificar el martirio con la forma del don de la vida por amor.

El texto de LG 42, anteriormente citado, no habla ni de profesión de fe ni de odium fidei; los supone ciertamente, pero prefiere hablar de martirio como signo del amor que se abre hasta hacerse total donación de sí­.

Si se subraya el amor más que la fe, se comprende que es más fácil destacar la normatividad del amor de Cristo, que está en la base del testimonio del mártir; en efecto, esta forma de amor sigue siendo creí­ble también entre los contemporáneos, que se ven provocados por una persona en la esfera más profunda de su ser.

Luego si el acento se pone en el amor que está en la base del testimonio del mártir, se comprende también que resulte mucho más fácil la identificación del mártir con aquel que no sólo profesa la fe, sino que la atestigua en todas las formas de justicia, que es el mí­nimo del amor cristiano.

Por consiguiente, el amor permite referir a la identidad del mártir su testimonio personal y su compromiso directo en e] desarrollo y progreso de la humanidad; el mártir atestigua que la dignidad de la persona y sus derechos elementales, hoy universalmente reconocidos pero no respetados, son los elementos básicos para una vida humana. Si se asume. este horizonte interpretativo, resulta claro que el mártir no se limita ya a unos cuantos casos esporádicos, sino que se le puede encontrar en todos aquellos lugares’en los que por amor al evangelio, se vive coherentemente hasta llegar. a dar .la vida, al lado de los pobres; de los marginados y de los oprimidos, defendiendo sus derechos pisoteados.

Sin embargo una ampliación del concepto de mártir no corresponde a un uso indiscriminado o inflacionista del mismo. No todos los que mueran en favor de los derechos de los hombres o de sus aspiraciones más profundas podrán ser mártires; lo cual indica que es precisa una definición ulterior del martirio que sepa comprender las nuevas formas de persecución en las que se ve comprometida la verdad de la fe y la credibilidad del amor.

Un ejemplo claro del uso moderno de “martirio” es el que nos ofrece Maximiliano Kolbe. Cuando el 17 de octubre de 1971 Pablo VI lo beatificó, lo incluyó entre los confessores. Pero en la canonización, el 10 de octubre de 1982, Juan Pablo II lo incluyó entre los mártyres. Una crónica de los hechos permite verificar los siguientes datos:
1) El 5 de junio de 1982, algunos obispos polacos y alemanes, en representación de sus respectivas conferencias episcopales, dirigieron una carta al Papa, publicada en L’Osservatore Romano sólo el 7 de octubre de 1982, solicitando expresamente que el beato Maximiliano Kolbe fuera canonizado como “mártir de la fe católica”. Las motivaciones que acompañaban a esta petición se mueven en un plano de justificación canónica y siguen las huellas de una antigua concepción del martirio: ante todo, el hecho de que la ideologí­a nazi era contraria a la ética cristiana y que el encarcelamiento del padre Kolbe estuvo dictado por el odio contra la fe, mientras que el beato, durante su prisión en el campo de Auschwitz, no fomentó odio alguno contra el perseguidor que se encarnizaba en él; finalmente, el hecho de haberse ofrecido en lugar de un padre de familia con las simples palabras soy un sacerdote católico”.

2) Aquel mismo dí­a, L’Osservatore Romano presentaba en segunda página un artí­culo, más autorizado todaví­a por la ausencia de firma, donde se deseaba una ampliación del concepto de martirio con estas palabras: “Tocará al teólogo justificar en el plano teórico una opción que quizá no esté aún plenamente decantada en las escuelas. Desearí­a que la teologí­a lograse darnos cuanto antes el perfil exacto del `martirio moderno’, ya que estoy convencido de que representa una fuente de energí­a para los fieles cristianos el poder mirar con conciencia y con coherencia la `actualidad plena’ del martirio”.

3) Más expresivo y extraordinariamente moderno es el discurso pronunciado por Juan Pablo II en la misa de canonización. No aparece nunca en las palabras del Papa la expresión “mártir de la fe”, pero toda la homilí­a se consagra a mostrar el testimonio de amor que dio el padre Kolbe. El Papa asume la categorí­a de signo como la expresión lingüí­stica y teológica que mejor puede manifestar el testimonio dado por amor.

El comienzo dei discurso se sitúa a la luz de Jn 15,13, que es el texto asumido por la LG 42; se usa más de 11 veces el término “amor” y al menos otras cinco una expresión sinónima; por seis veces se dice que Kolbe es “signo” del amor; esto permite comprender por qué el Papa se expresa literalmente de este modo: “¿No constituye esta muerte, arrostrada espontáneamente por amor al hombre, un cumplimiento particular de las palabras de Cristo? ¿No hace a Maximiliano particularmente semejante a Cristo, modelo de todos los mártires, que da su propia vida en la cruz por los hermanos? ¿No posee semejante muerte una elocuencia penetrante, especial, para nuestra época? ¿No constituye un testimonio particularmente auténtico de la Iglesia en el mundo contemporáneo? Por eso,.en virtud de mi autoridad apostólica he decretado que Maximiliano Marí­a Kolbe, que después de la beatificación era venerado como confesor, sea venerado en adelante como mártir”.

Se advierte, por tanto, que es posible y que se ha dado ya de hecho una ampliación del concepto de mártir. De todas formas, ello está pidiendo una reflexión crí­tica por parte de la teologí­a.

Proponemos a continuación una “definición” de mártir que intenta recoger las diversas exigencias expresadas anteriormente, situada más bien ahora en el horizonte de la teologí­a fundamental:
“El mártir, signo del amor más grande, es un testigo que se ha puesto a seguir a Cristo hasta el don de su vida para atestiguar la verdad del evangelio. Reconocido como tal por la voz del pueblo de Dios, es confirmado por la Iglesia como un testigo fiel de Cristo”.

Conviene explicitar algunos elementos de esta ‘definición”:
1) Signo del amor más grande. Con esta expresión se intenta-recuperar la centralidad del amor como signo último, capaz de provocar a cada uno a la decisión de fe. Además, el amor apela a la dimensión de gratuidad y de don: en cuanto que el mártir se configura más que cualquier otro con Cristo, se comprende como destinatario de una gracia que sólo en el amor es explicable y comprensible.

2) Seguimiento de Cristo. Con esta expresión se quiere mostrar la libertad del sujeto de optar por la fe y por las últimas consecuencias de la misma. El seguimiento de Cristo no es un acto de simple profesión, sino praxis concreta de vida y, al mismo tiempo, testimonio eclesial, ya que se inserta en la única misión de la Iglesia.

3) Don de la vida. Se indica aquí­ la caracterí­stica constitutiva del martirio, la muerte. Pero se la comprende no en sentido negativo -la muerte como privación de la vida-,sino de forma positiva: el mártir no muere, sino que entrega y ofrece su vida dentro de la plena libertad que ha adquirido. El martirio es un acto con el que se sigue viviendo.

4) La verdad del evangelio. Se pretende hablar de la salvación. El elemento último y definitivo del anuncio evangélico es la vida eterna, es decir, la salvación que nos ha llegado en la persona de Jesús de Nazaret. La salvación tiende a crear la persona como un objeto libre, plenamente realizado en su naturaleza, y precisamente por eso capaz de dialogar con Dios. Esto significa que la verdad del evangelio es también anuncio salví­fico de la dignidad y sacralidad del hombre. Por tanto, cada una de las acciones en favor de la dignidad humana tiene en sí­ misma un carácter salví­fico y cada una de las acciones que tienden a suprimir o a obstaculizar semejante anuncio debe considerarse como un obstáculo y una persecución contra la fe.

5) Reconocido por el pueblo de Dios. De esta manera se quiere recuperar concretamente la importancia de la comunidad local, en sintoní­a con la praxis de la Iglesia de los primeros siglos. La comunidad participa siempre del martirio de uno de sus miembros; por eso precisamente es la única capaz de comprender el alcance de aquel testimonio y de juzgar su signo como expresión auténtica del amor cristiano. Es la comunidad local la que sabe reconocer cuándo la muerte del mártir ha sido por la “verdad del evangelio” y no por otros fines; en efecto, en ella es donde el mártir nace, crece y se robustece tanto en la experiencia de fe como en la preparación para el propio martirio,. Para los mártires de los primeros siglos era inconcebible una vida fuera de la comunidad, y en muchos casos se tiene el testimonio de una comunidad que llega a corromper a los carceleros para poder estar cerca de su mártir.

6) La Iglesia confirma. No se quiere ciertamente disminuir el valor de la canonización, que permanece vinculado al acto infalible del papa, sino más bien resaltar el carácter universal de la santidad del mártir, que es propuesto al culto y al ejemplo de todos los cristianos.

El martirio no es una especulación intelectual, sino una concreción de vida; más aún: es el punto culminante de una existencia plenamente humana, expresa la libertad plena del hombre ante la muerte.

El obispo mártir í“scar Romero decí­a en la homilí­a del sábado santo de 1979: “Gracias a Dios, poseemos páginas de martirio no sólo de la historia pasada, sino también de la hora presente. Sacerdotes, religiosos, catequistas, hombres sencillos del campo han sido masacrados, despojados, abofeteados, torturados, perseguidos por ser hijos fieles de este único Dios y Señor”. Pues bien, ningún creyente que haya tomado seriamente conciencia de su propia fe puede pensar que no ha sido llamado al martirio. El martirio pertenece hasta tal punto a la esencia misma de la vocación cristiana que constituye el “caso serio” de la vida de cada uno.

Aquí­ nos sentimos llamados a dar la respuesta última de la petición de amor, ya que se comprende y se tiene la certeza de que otro, por nosotros, ha entregado gratuitamente su vida como testimonio de amor.

El martirio se presenta, por tanto, como aquella realidad que todaví­a hoy puede la Iglesia, con orgullo, ofrecer al mundo como el signo más grande del amor realizado por el hombre. Cada uno, ante este signo, se siente interpelado y tiene que tomar posición. Por tanto, preguntarse si hay todaví­a hoy mártires y quiénes son es preguntarse si también hoy la Iglesia está en disposición de presentar el amor inmutable y fiel, que tiene su fuente en la trinidad de Dios.

Si el mártir es el signo del amor más grande, esto es, sin embargo, una señal de que todaví­a hoy, en el mundo, se da el rechazo de Dios y de que hay personas alérgicas al anuncio profético y a la fuerza testificante de las comunidades cristianas. Es verdad, estos nuevos perseguidores, cada vez más hábiles por estar cada vez más ligados a formas oscuras del poder, no ofrecerán al creyente la posibilidad de atestiguar la fe y el amor como en los primeros tiempos de la Iglesia: no condenarán a muerte con sentencias jurí­dicas pronunciadas por los tribunales…; en los perseguidores de nuestro tiempo se disimula una forma más solapada, más grave y más taimada de perseguir: la burla, la banalización, la indiferencia o la calumnia…, y a veces la muerte a traición.

El coraje de los mártires, por consiguiente, apela al coraje de poner siempre, incesantemente, nuevas formas y estilos de vida que anuncien la fuerza victoriosa de la persona de Cristo, que sigue hoy viviendo en medio de los suyos, que lo proclaman -como los primeros creyentes- Señor y testigo fiel.

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R. Fisichella

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Por su etimologí­a el m. tiene un sentido más amplio que el de mero testimonio de sangre, significación que todaví­a no se da en el NT, pero se introduce muy pronto, estando atestiguada por vez primera en el relato sobre el m. de Policarpo (mitad del siglo 11). En el NT tiene desde luego el sentido de atestiguar, dar testimonio, pero se entiende allí­ como testimonio de palabra, testificación por la predicación, no como testimonio con la muerte por el odium fidei. Es prueba de cómo se entiende a sí­ misma la fe cristiana el hecho de que en su ámbito esta palabra, cuyo sentido es más general, signifique sobre todo, aunque no exclusivamente, el testimonio que se da sufriendo la muerte por motivo de la fe; y, a la inversa, por esta restricción del concepto, al hecho de morir por razón de la fe se le da carácter de testimonio.

1. La fundamentación de esto se da por lo general casi únicamente en virtud de un aspecto formal, del que aquí­ se hablará primeramente, completándolo luego por la exposición del aspecto material. Al considerar la relación formal de la muerte testimonial con la fe, de la que se da testimonio, la mirada se dirige no tanto al contenido de lo que sucede en el m., cuanto al hecho de que acontece. En sentido propio, una muerte sufrida por la fe es m. cuando se sufre por libre consentimiento; y así­ no es m. caer en lucha armada en favor de la fe, ni tampoco una muerte inconsciente. Por el hecho de que uno se compromete hasta la muerte por la fe, da ante los hombres testimonio eficaz sobre la importancia y la rectitud de su fe. El hecho tiene un aspecto más objetivo y otro más subjetivo y humano.

a) La vida es para el hombre lo más precioso que posee. Si su vida se pone en peligro o se le quita, su creencia de que con el fin de la existencia terrena no acaba simplemente su existencia, sino que despierta más bien para la “vida eterna”, no impide que él sienta la muerte como privación de sí­ mismo. Cuando en el curso de su vida consciente el hombre recuerda la -> muerte, ésta es sentida como acontecimiento que lo priva de sí­ mismo. Esa privación, que es el aspecto con que la muerte se ofrece siempre al hombre, va inherente de manera particular al m. como despojo de la vida a causa de una violencia exterior infligida por los hombres. La renuncia interiormente afirmada, y en este sentido voluntaria, a lo más alto que el hombre posee, y por cierto como entrega a hombres que no pueden alegar tí­tulo como señores legí­timos para arrebatar este bien supremo del otro, supone la creencia en una realidad dominadora que está detrás del acontecimiento perceptible y transciende a los ejecutores inmediatos de esta privación. Esa realidad es sentida como una cosa tan real, que por amor a ella se entrega sin resistencia el supremo bien terreno y hasta la propia existencia terrena.

Sí­guese que este fin al que se dirige el m. sólo puede ser una realidad con un valor supremo, de todo punto superior a la propia persona que sufre el martirio. Ese valor tiene que ser personal, pues de lo contrario no podrí­a convertir la privación de la propia existencia en la entrega de un sacrificio voluntario. Este sacrificio, desde luego, no es un aniquilamiento, como si el que muere se diera muerte a sí­ mismo o como si la muerte fuera una aniquilación de la persona; pero forzosamente ha de sentirse como aniquilamiento propio, pues la persona pierde su existencia terrena, que es su realidad experimental. De donde se sigue que el m. es el más alto acto de amor, pues el amor es el que afirma el valor de otra persona. El que se deja quitar la vida para afirmar la persona del Dios encarnado, reconocida por la fe, sufre la muerte in odium fidei; pero no sólo en el sentido de que así­ atestigua la verdad de un conjunto de proposiciones, que él tiene por verdades de fe, sino también en aquel sentido personal que el concilio Vaticano u (constitución dogmática Dei Verbum), completando la perspectiva del Vaticano i, ha recuperado para la fe. En el m. la fe atestiguada opera enérgicamente como fe en un tú. En efecto, el m. es entrega a la persona de Dios; con lo cual da testimonio, no en favor de una ideologí­a, sino en favor de la religión como vida vivida en un encuentro personal con el tú divino.

b) Este aspecto objetivo se presta también para ejercer una fuerza persuasiva sobre los hombres. El m., como expresión del amor a Dios, por quien uno se deja quitar la vida y con cuyo amor sabe soportar el dolor de semejante privación, no necesita contener siquiera la testificación como intención expresa del mártir. Esta testificación es más bien el deseo amoroso “de disolverse y estar con Cristo” (Flp 1, 23). Sin embargo, el efecto sobre los hombres es el testimonio.

1.° Ese efecto consiste primeramente en que los hombres que presencian el m. de su prójimo han de preguntarse qué pueda atraer con tanta fuerza a este hombre, que seguramente no estima menos su vida que ellos mismos, para dejarse arrebatar su existencia sin resistir ni defenderse. Los que formulan tal pregunta no pueden menos de ver que quien así­ muere espera este valor tras la lí­nea de la muerte. Su pregunta, fruto de la admiración, puede ser reprimida o resuelta con respuestas superficiales, pero no puede descartarse sin más. Apunta hacia el terreno donde se encuentra la verdadera respuesta, aun cuando ésta de momento quede todaví­a abierta.

2.° Si luego se da la respuesta partiendo del contenido de la fe, por “odio” a la cual se sufre el m., en virtud del testimonio existencial del m. aquélla tiene una credibilidad que no posee en igual medida la mera palabra. Naturalmente no es legí­timo el hecho de que, por el m. de un hombre o de muchos hombres, se concluya apologéticamente con excesiva precipitación la verdad de la fe por la que estos hombres han sufrido el martirio. Pues, en realidad, la creencia subjetiva por la que muere el mártir no implica necesariamente su verdad objetiva. Mas, por lo menos con el fin de despertar la pregunta sobre el motivo por el que ha muerto el mártir, el m. es testimonio eficaz para los hombres.

2. La razón especí­ficamente cristiana para la alta estimación del m. que se dio ya muy tempranamente en el culto de los mártires, radica más en el orden de lo que significa el contenido de lo que allí­ sucede. Desde el punto de vista cristiano la significación del m. no está sólo en que el hecho de morir in odium fidei indica de manera convincente una realidad ultraterrena, sino en que el m. sella definitivamente la vida del hombre como configurada con la vida de Cristo, que acabó en la muerte por el mensaje predicado sobre el padre que lo envió.

a) La semejanza con Cristo, en la que termina la vida del mártir, consiste en dos puntos. Primeramente en que éste muere como murió Cristo, entregando sin resistencia la vida a quienes se la arrancan violentamente, creyendo que esa entrega se hace a Dios, que está dispuesto a recibir en su amor la vida violentamente aniquilada. Esta semejanza es en realidad participación por la gracia en la muerte de Cristo, pero también en la eficacia de la misma. La muerte del mártir participa del carácter sacrificial de la muerte de Cristo y de su virtud redentora. Por eso, la Iglesia celebra desde los más remotos tiempos la muerte del mártir no sólo como alabanza al que dio su vida por Dios, sino a la vez como reconocimiento agradecido de la importancia de este m. para toda la comunión de los santos.

Ese carácter del m. como semejanza con la muerte y el -> sacrificio de Cristo y como participación en él por la gracia, eleva también el carácter personal del m. El mártir no muere por una cosa. En tal caso su m. tendrí­a desde luego, como muerte voluntariamente sufrida, un valor personal. Pero en el m. cristiano el carácter personal sube de punto por el hecho de que el m. es entendido y sufrido conscientemente como configuración con el sacrificio y muerte de Cristo en su entrega a Dios Padre. El m. se alegra de su comunidad de destino con la persona de Cristo, en la cual se realiza juntamente con Cristo la entrega al Padre.

b) En virtud de lo dicho se comprende también por qué, desde muy antiguo, el m. fue entendido como bautismo de sangre, por el cual se comunica la gracia del bautismo sacramental, caso de que éste no pueda recibirse. La razón de esto no sólo está en que el m. es la expresión más alta del amor a Dios, sino también en que por el m. se realiza de manera real lo que en el -> bautismo acontece a manera de signo sacramental: morir juntamente con Cristo para resucitar con él (cf. Rom 6, 3-11). Por eso, según creencia antigua, el m. no produce desde luego el efecto edesiológico del bautismo, que no tendrí­a sentido para el mártir, puesto que él ya no ha de vivir en el ámbito en que la Iglesia existe sobre la tierra, donde se comporta como signo sacramental del reino de Dios. Pero es también propia del m. la gracia como conformidad con Cristo que muere y se ofrece en sacrificio por amor al Padre. El m., como bautismo de sangre, no es propiamente una sustitución del bautismo de agua, sino una realización efectiva de lo que se representa en el bautismo de agua por el signo sacramental: morir y ser sepultado con Cristo para resucitar con él.

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Otto Semmelroth

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica