MISION

Dios, origen fontal de la misión

Aunque las palabras “misión” y “evangelización” se usan indistintamente, los conceptos que encierran tiene matices diferenciados. La “misión” es el acto (divino o eclesial) de enviar (“salah”, “apostellein”). En el Nuevo Testamento, los términos “enviar” y “evangelizar” se emplean como verbos (cfr. Lc 4,18). El término “misión” (como substantivo) se usa con San Ignacio (s.XVI) y a partir de la fundación de la Congregación de “Propaganda Fide” (s.XVII). En el siglo XIX se usa como término de reflexión teológica.

A partir de los contenidos bí­blicos, la acción divina de enviar (“misión”) tiene diversos matices su fuente es trinitaria (del Padre, por el Hijo, en el Espí­ritu Santo), es la misión que Jesús realiza y comunica a la Iglesia, a partir del misterio de la Encarnación y de la Redención (misterio pascual), para la salvación plena de toda la humanidad.

La misión de Jesús, el Hijo de Dios

Es Jesús el “enviado” y “consagrado” del Padre bajo la acción del Espí­ritu Santo (cfr. Lc 4,18; Jn 10,36). Esa misión es de totalidad o de “consagración”, puesto que califica su vida “Al que Dios ha enviado” (Jn 6,29). Jesús llama a creer en esta misión de salvación universal, que es fruto del amor de Dios Padre (cfr. Jn 3,16). La misma misión recibida por Jesús es la que pasa a su Iglesia “Como el Padre me envió, así­ os enví­o yo” (Jn 20,21; cfr 17,18).

Se puede analizar la misión todaví­a en una perspectiva original-integral, encuadrando ahí­ la misión cristiana Dios se manifiesta en toda la creación, dirige la historia hacia la salvación definitiva, manifiesta su voluntad salví­fica universal, cada ser humano tiene una misión concreta que cumplir, Dios
elige unos “enviados” para que tomen conciencia de esta realidad y la transmitan a los demás, enví­a a su Hijo en la plenitud de los tiempos para los nuevos planes de salvación.

La misión es una realidad salví­fica integral, que implica la aceptación y realización por parte del enviado, y que también reclama un estudio objetivo por medio de conceptos adecuados para reflexionar la fe. Entonces se va descubriendo que la misión tiene diversos “momentos” el momento original del enví­o, la realización (entonces serí­a propiamente la evangelización), la reflexión teológica, la programación pastoral, la vivencia espiritual, etc. Siempre es el encargo de anunciar el amor de Dios que se transparenta en la creación, en la historia y, de modo especial, en la redención realizada por Jesús.

Contenidos doctrinales de la misión

Si se quiere estudiar el concepto de misión, a partir de su realidad salví­fica en Cristo, habrá que tener en cuenta los contenidos doctrinales de la misma, que pueden concretarse en estos aspectos quién enví­a, qué es la misión (naturaleza), cuál es su objetivo y cómo llevarlo a término (metodologí­a de acción pastoral), quiénes son los enviados y qué disponibilidad o “espí­ritu” necesitan (vivencia, espiritualidad).

Más que un concepto, la misión es una realidad salví­fica y revelada en Cristo. Por esto se debe encuadrar en las perspectivas o dimensiones evangélico-salví­ficas a la luz del misterio trinitario de Dios Amor (dimensión trinitaria), en el misterio pascual de Cristo (dimensión cristológica), dinamizada por el Espí­ritu Santo (dimensión pneumatológica), que da origen y sentido al misterio de la Iglesia (dimensión eclesial), que descifra el misterio del hombre-mundo-historia (dimensión antropológica, sociológica, histórica), que reclama actitudes interiores del apóstol (dimensión espiritual).

Referencias Acción evangelizadora, apóstol, apostolado, evangelización, misión “ad gentes”, misionero, pastoral.

Lectura de documentos AG; EN; RMi; CEC 849-856.

Bibliografí­a AA.VV., La missione nel mondo antico e nella Bibbia (Bologna, Dehoniane, 1990); AA.VV., Misión para el tecer milenio, curso básico de Misionologí­a (Bogotá y Roma, PUM, 1992); A. BELLAGAMBA, Mission and ministry in the global Church (New York, Orbis Books, 1992); D.J. BOSCH, Transforming Mission. Paradigm Chifts in Theology of Mission (New York 1993); J. CAPMANY, Misión en la comunión (Madrid, PPC, 1984); L.A. CASTRO, Gusto por la misión, Manual de Misionologí­a (Bogotá, CELAM, 1994); M.G. MASCIARELLI, La Chiesa è missione, prospettiva trinitaria (Casale Montferrato, PIEMME, 1988); K. MÜLLER, Teologí­a de la misión (Estella, Verbo Divino, 1988); A. SANTOS HERNANDEZ, Teologí­a sistemática de la misión (Estella, Verbo Divino, 1991); D. SENIOR, C. STRUHLMÜLLER, Biblia y misión (Estella, Verbo Divino, 1985.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> enví­o, profetas, Mateo, apóstoles). El conjunto de la Biblia supone que el hombre tiene una tarea que realizar, respondiendo a Dios y cumpliendo sus mandamientos. Así­ suelen distinguirse dos tipos de religión: las religiones mí­sticas, que no tienen más tarea que expresar la profundidad sagrada de la realidad; y las religiones proféticas, que son esencialmente misioneras, pues el profeta es un hombre “enviado por Dios” para realizar una misión social y/o religiosa que se identifica con el mismo ser y acción de Dios. En ese contexto se arraiga la misión de Jesús, que enví­a a los Doce* como testigos del Reino que llega (cf. Mt 10,1-7 par). Ahí­ se ha situado la tarea de los misioneros helenistas*, que extienden la iglesia más allá de las fronteras de Israel y, sobre todo, el ideal y tarea de Pablo*, el apóstol o enviado por excelencia. Pero aquí­ hemos querido recoger el testimonio de Mateo, pues expresa muy bien los momentos y tensiones de la misión eclesial.

(1) Mateo. Las dos misiones. La iglesia de Mateo* conserva las heridas de la lucha entre el mesianismo intrajudí­o (cf. Mt 5,17-20) de algunos cí­rculos judeocristianos (que sólo se sienten enviados a la casa de Israel) y el mesianismo y misión universal del final del evangelio (Mt 28,16-20), que ha marcado toda la visión posterior de la Iglesia cristiana. La primera misión, asumida por los Doce* en el tiempo de Jesús, se limitaba a las ovejas perdidas de la casa de Israel (cf. Mt 10,5-12). La segunda, que aparece, sin duda, como interpretación auténtica del mensaje de Jesús, avalada por Pedro (cf. Mt 16,16-20), se abre por los once discí­pulos pascuales a las naciones, desde la montaña de Galilea. Estos once son discí­pulos y hermanos de Jesús (cf. Mt 28,7.10), que se reúnen en la pascua con las mujeres que han visto la tumba vací­a, representan a la Iglesia, que inicia su andadura misionera desde la montaña galilea. Tienen o, mejor dicho, son autoridad porque Jesús está presente en ellos (Jesús no se ha ido para enviarles el Espí­ritu, como en Lc 24 y Hch 1). Ellos pueden y deben realizar la obra de Jesús, presente en ellos, ofreciendo a los pueblos el nuevo nacimiento y enseñanza trinitaria (del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo), no la circuncisión y la ley judí­a. Son todos los creyentes (no los Doce de la misión israelita; cf. Mt 10,2), son la nueva humanidad, varones y mujeres, que se abren desde la montaña galilea (mensaje y vida de Jesús) a las naciones; son compendio de aquellos a quienes Jesús ha llamado (en vida y tras la pascua), ofreciéndoles tarea de reino, haciéndoles creadores de iglesia. Lo que es imperfección israelita (once y no Doce) se convierte en perfección universal. Mc 16,1-8 sabí­a que para abrirse a las naciones hay que dejar Jerusalén y empezar en Galilea, pero no lo habí­a dicho expresamente. Mt, en cambio, lo dice: ésta es, quizá, la más triste y creadora de sus afirmaciones: la función de Jerusalén ha terminado (cf. Mt 21,43; 22,7; 23,37-39); ahora se abre desde Galilea (no desde Roma como supone Hch 28) la nueva misión universal cristiana. La tradición de Israel habí­a situado el encuentro con Dios y el comienzo de la vida israelita en la montaña del Exodo, en la que Dios ardí­a como fuego o tronaba diciendo sus mandamientos (cf. Ex 3; 19-20). Pues bien, Jesús ha citado a sus discí­pulos en la montaña de la revelación de Galilea, donde ellos le encuentran. Jesús no tiene que aparecerse: espera allí­, les está aguardando, para mostrarles la verdad y plenitud de su amor sobre la tierra. Allí­ se les muestra como Señor universal. Así­ les encomienda su tarea y les ofrece su promesa: “Los Once discí­pulos fueron a Galilea, a la Montaña que les habí­a mandado Jesús. Y viéndole le adoraron, aunque algunos dudaban. Y Jesús, adelantándose a ellos, les habló diciendo: Se me ha dado todo poder en el cielo y sobre la tierra; id, pues, y haced discí­pulos a todos los pueblos, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado y he aquí­ que yo estoy con vosotros todos los dí­as, hasta la consumación de los tiempos” (Mt 28,16-20). La experiencia pascual se interpreta, según eso, como extensión de la soberaní­a de Dios, que ahora se expresa como señorí­o de Cristo, Señor de cielo y tierra. Jesús posee (ha recibido, se le ha dado) todo poder y así­ se manifiesta a sus discí­pulos, haciéndoles participantes de su tarea.

(2) “Id y haced discí­pulos a todos los pueblos” (Mt 28,19). Este es el contenido de la misión cristiana. El Evangelio no se impone por fuerza. No transforma las cosas con violencia, sino que expresa y realiza su señorí­o a través de los discí­pulos, a quienes Jesús encarga su tarea. Por un lado, Jesús manda a sus discí­pulos que vayan a todos los pueblos, para transmitirles su evangelio: la pascua es, por lo tanto, don universal de Dios en Cristo; palabra y gesto de amor que vincula a las naciones y personas de la tierra, superando todo particularismo antiguo. En esa lí­nea, los discí­pulos tienen que “recibir” a todos, ofreciéndoles su propio espacio de vida, esto es, su discipulado. Por eso, ellos no tienen que reconstruir el número israelita de Doce (en contra de Hch 1), pues los Once de la montaña misionera no aparecen ya como puros israelitas, para reconstruir y juzgar a las tribus de Israel (cf. Mt 19,28; Lc 22,30), sino como discí­pulos universales de Jesús (Mt 28,16), que deben ofrecer el discipulado (mathéteusate: 28.19) a todas las naciones, sin distinción de raza, pueblo o sexo. Jerusalén no ha podido vincular a los pueblos y así­ el camino de la Ley ha terminado. Pero, conforme a la interpretación de las llaves abridoras de Pedro (cf. Mt 16.19), los discí­pulos de Jesús tienen que ofrecer, desde la montaña de pascua, la salvación universal del Evangelio. Pedro no aparece ya citado: el mandato misionero (haced discí­pulos) se expande, a través de todos los discí­pulos, a todos los hombres y mujeres de la tierra. Esta experiencia de trascendimiento respecto a la Ley (Jerusalén) y de apertura universal se inscribe en la tradición judí­a, como sabe Mt 25,31-46, donde las naciones se acercan al Hijo del Hombre, sin distinción o separación de rangos (pueblos, jerarquí­as o estamentos); todos los hombres vienen para descubrir su verdad (bendición o maldición) en referencia a los más necesitados: “Tuve hambre, ¿me disteis de comer? Estuve exiliado, ¿me acogisteis? Estuve enfermo o en la cárcel, ¿vinisteis a mí­?”. Así­ reformula Mt la experiencia de la antigua Ley, que habí­a descubierto y proclamado la presencia de Dios en los expulsados (huérfanos, viudas, extranjeros) de la sociedad. Llevando hasta el final esa experiencia, la Iglesia misionera no desciende de la montaña galilea como un pueblo mejor entre los otros pueblos, sino como germen de discipulado y vinculación universal, a partir de los más pobres (hambrientos, exiliados, encarcelados) de la tierra.

(3) Nuevo nacimiento. Bautizándoles. Esta es una misión universal, abierta a todos los pueblos, de tal forma que en ella lo que importa es la comunión de vida (dar de comer, de beber, acoger, visitar: Mt 25,31-46); pero, al mismo tiempo, es una misión eclesial, pues Jesús quiere que todos los hombres se vuelvan discí­pulos, vinculándose en el camino y comunidad de amor mutuo que es la Iglesia. Esa misma iglesia concreta, centrada en los Once y abierta a todos los pueblos de la tierra, viene a presentarse como signo y sacramento de la pascua de Jesús para la humanidad. Por eso, el texto dice: “bautizándoles (a todos los pueblos) en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo” (Mt 28,19). En la tradición de Juan Bautista (cf. Mt 3,11), el bautismo* era señal de conversión, gesto que prepara al iniciado para el bien morir, liberándole así­ de la ira venidera. Ahora el bautismo se interpreta como nuevo nacimiento. Los mismos pueblos (y personas) que se hallaban antes encerrados en sus ritos y violencias pueden renacer, en fraternidad universal, fundada en Cristo. La tradición posterior de la Iglesia dirá que el bautismo tiene que estar precedido por una catequesis, que incluye la conversión de los candidatos. El esquema del Evangelio es inverso: lo primero es el bautismo, sacramento de presencia salvadora de Dios y no signo o sello final de una conversión antecedente (como sucedí­a en Juan Bautista: cf. Mc 1,4). El bautismo cristiano ofrece el don más alto (la vida del Dios Trinidad) y por ello no se funda en una conversión previa, en clave moralista, sino que la hace posible. La misión es, por lo tanto, una experiencia de nuevo nacimiento. Los discí­pulos del Cristo ya no anuncian muerte sobre el mundo: no profieren amenazas, no juzgan ni se imponen por encima de los hombres. Ellos van ofreciendo por la pascua de Jesús nueva existencia, un bautismo que se expresa en el misterio del Padre, el Hijo y el Espí­ritu Santo. De esa forma se vinculan apertura universal (el mensaje se ofrece a todos los pueblos) y hondura teológica (ese mensaje pascual contiene la revelación del Padre, el Hijo y el Espí­ritu). La unidad entre los hombres está garantizada así­ por un Dios abierto, a quien los cristianos presentarán como trinidad, comunión del Padre y del Hijo en el Espí­ritu Santo.

(4) Vivir el Evangelio, no imponer una Iglesia. De la gracia bautismal deriva la capacidad de cumplimiento, es decir, de vivir según el Evangelio. Jesús no pide a sus discí­pulos que cumplan los mandatos, para después bautizarse, sino al contrario: les ofrece la vida nueva (bautismo) para que así­ puedan cumplir su enseñanza (vivir en gratuidad). La experiencia pascual, como gracia que se imparte generosamente (en el bautismo), capacita a los hombres para vivir conforme al Evangelio. Ella ratifica el mensaje previo de Jesús, su palabra de perdón y no juicio, su amor al enemigo. Por ella descubrimos que Dios es don y superamos el peligro de egoí­smo (divinización) de la mamo na. Esta dialéctica de don (bautizándolos) y de compromiso (cumplid) constituye la base de la nueva creación cristiana. Los cristianos se encuentran como implantados en la pascua (renacidos por el bautismo) de manera que pueden ser enviados a realizar la tarea de Jesús (bautizando a los hombres y enseñándoles a cumplir el Evangelio). Todo eso es posible porque Jesús sigue diciendo: “y yo estaré con vosotros…” (Mt 28,20). El “poder” que el Cristo pascual ofrece a los misioneros no puede interpretarse en claves de imposición social o uniformidad cultural; no es poder de un pueblo sobre otro, ni de una iglesia o religión determinada sobre las restantes. El mensaje de los misioneros de Jesús no quiere destruir las culturas religiosas o sociales de los pueblos, sino ofrecerles la gracia y camino del discipulado, conforme al Sermón de la Montaña. El camino de Jesús no se vincula a los triunfadores de los diversos sistemas eclesiales, sino, al contrario, a los perdedores de todos los sistemas. Por eso, el Señor escatológico dirá: “tuve hambre, tuve sed, estuve exiliado o desnudo, enfermo o encarcelado…” (Mt 25,31-45). Sus discí­pulos no quieren convertir o cambiar a los demás, privándoles de sus propias ideas religiosas, sino al contrario: ponerse en el lugar de los marginados, para compartir con ellos la vida de Jesús. Sólo de esa forma los seguidores de Jesús pueden ofrecer una experiencia de discipulado (comunicación) a todos los pueblos de la tierra.

(5) Dos tipos de misión. De esa forma, retomando un motivo del principio de este tema, podemos recordar y oponer dos tipos de misión, (a) Una misión de tipo centrí­peta supone que Cristo (o su Iglesia) tiene razón, posee una superioridad sobre las restantes religiones o iglesias del mundo. Por eso, ella se puede presentar como modelo para que vengan y aprendan los humanos. Pues bien, este tipo de misión corre el riesgo de volverse impositivo, contrario al Evangelio, (b) La misión centrí­fuga empieza valorando a los diversos pueblos de la tierra, a los que el misionero ofrece la experiencia de comunicación de Cristo. El misionero no quiere convertir a los demás, ni ganarles para la causa de la Iglesia, sino ayudarles para que sean ellos mismos: que cada pueblo desarrolle sus propias experiencias y valores, desde el don del Padre, del Hijo y del Espí­ritu, según el Evangelio. Los misioneros de Jesús no quieren que los pueblos gentiles se conviertan para inscribirse en la Iglesia verdadera (conforme a una dialéctica de grupo), sino para que sean ellos mismos, desarrollando sus valores culturales y religiosos, desde el amor del Padre, de Cristo y del Espí­ritu. La misión de los enviados de Jesús no está al servicio de una posible Iglesia dominante, sino del Evangelio de la gracia y misericordia de Jesús. La misión israelita, tal como la ha desarrollado el judaismo rabí­nico*, era sobre todo testimonial y centrí­peta: los judí­os deben ofrecer en el mundo el testimonio de lo que han recibido, pero sin convertir (sin judaizar) al conjunto de los pueblos, a los que un dí­a el mismo Dios les hará subir a Jerusalén, conforme al testimonio de Is 2,2-4; 60,1-22. Por el contrario, la misión cristiana ha de ser universal y centrí­fuga, dirigida desde Jerusalén o Galilea al conjunto de los pueblos. Esto es algo que descubrieron y desarrollaron los cristianos helenistas* (cf. Hch 6-7) y que después puso de relieve san Pablo y el conjunto de la Iglesia.

Cf. A. ANTí“N, La Iglesia de Cristo, BAC, Madrid 1977; S. BRETí“N, Vocación y misión: formulario profético, AnBib III, Roma 1987; J. COLSON, Ministre de Jésus-Christ ou le sacerdoce de l†™Evangile. Tradition paulinienne et tradition Johannique de l†™épiscopat, des origines á Saint Irénée, Parí­s 1951; J. ROLOFF, Apostolat, Verkündigung, Kirche, Mohn, Gütersloh 1965; Die Kirche im Nene Testament, Vandenhoeck, Gotinga 1993; W. TRILLING, El verdadero Israel La teologí­a de Mateo, Fax, Madrid 1974.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

La misión es la incontenible irradiación de la energí­a, de la autoridad, de la plenitud vital que emana del evangelio, como buena nueva de Jesús, Hijo de Dios venido a salvarnos, muerto y resucitado por nosotros, principio, norma y juez de la historia humana. La autoridad de Jesús, su fuerza salví­fica, su autenticidad humana, presentan aspectos distintos, estrechamente relacionados entre sí­. — Hay una autoridad fundamental que está en la base de todo, y consiste en que la historia humana de Jesús, al ser la historia del mismo Hijo de Dios, es Palabra de Dios para todo hombre, revela el plan de Dios, es verdad, vida y esperanza para la humanidad. — Esta autoridad se expresa y ejerce en la autoridad personal con la que Jesús actúa en la historia, toma decisiones, llama a las personas, instituye unos instrumentos concretos para hacer llegar a todo hombre su mensaje y su fuerza de vida. — Y llegamos así­ a la autoridad históricocultural, con la que Jesús llega efectivamente a los hombres en su concreción histórica, en las circunstancias más diversas en las que cada uno vive, en las cambiantes condiciones culturales que

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

Del latí­n mittere (enviar, mandar). En la reflexión teológica la palabra ocupa un lugar importante en la doctrina trinitaria, va que expresa la relación que liga al Padre con el Hijo y con el Espí­ritu Santo. Se distingue entre las “misiones ad intra” (el Hijo procede del Padre; el Espí­ritu Santo, según la fórmula occidental del Sí­mbolo, ex Patre Filioque procedit) y las “misiones ad extra'”: para llevar a- cabo la comunicación í­ntima entre sí­ mismo y los hombres y la unión de los hombres entre sí­, el Padre envió a su Hijo al mundo; Cristo, a su vez, envió de parte del Padre al Espí­ritu Santo para que cumpliera desde dentro su obra de salvación.

A este significado trinitario el término “misión” añadió posteriormente otro que indica la acción evangelizadora de la Iglesia entre las poblaciones que no conocen todaví­a el Evangelio, En este sentido se habla en plural de las misiones ad gentes (y también de “misiones extranjeras”); se trata de llevar el Evangelio a todos los que todaví­a no conocen a Cristo, redentor del hombre.

La historia de las misiones de la Iglesia católica es una historia muy rica. La Edad Media conoce las misiones entre los pueblos germanos, en las islas británicas, entre los pueblos eslavos. En el siglo XiII comienzan las misiones en Oriente y en Asia. En el siglo xv, sobre todo por obra de los misioneros españoles y portugueses, comienzan las misiones en el nuevo continente y en las Indias. En 1549 san Francisco Javier llega al Japón. En 1622 se funda una Congregación romana (de propaganda fide) para dirigir expresamente la actividad misionera. En la época contemporánea los papas pro mueven las misiones, dedicándoles diversos actos magisteriales. Recordemos particularmente la carta Maximum illud (1919), de Benedicto XV las encí­clicas Rerum Ecclesiae (1926), de pí­o XI, la Evangelii praecone (1951) y la Fidei donum (1957), de pí­o XII, la Princeps pastorum (1959), de Juan XXIII, y la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi (1975), de Pablo VI. Muchas órdenes religiosas tendrán como finalidad la misión ad gentes. En el ámbito del trabajo teológico se desarrollará la misionologí­a como disciplina especial. Examinando la historia de la misión de la Iglesia, es posible trazar la actuación de una variedad de modelos a lo largo de los siglos y en los diversos contextos culturales. S. Dianich ha indicado algunos, descubriéndolos en la praxis eclesial, en la espiritualidad y en la reflexión teológica, y dándoles una denominación indicativa: el modelo de la misión “cumplida”, “diferida”, “escondida” , “contra gentes”‘ “ad gentes”‘ e “histórico-salví­fica”. Esta distinción, que debe entenderse sin rí­gidas esquematizaciones, va dirigida a la necesidad de elaborar una criteriologí­a para la misión de la Iglesia.

Por lo que se refiere al momento actual de la vida de la Iglesia, se dirá que ha conocido un nuevo desplazamiento de significado y que el término “misión”‘ ha pasado a indicar todo el aspecto histórico-dinámico de la Iglesia. En otras palabras, de señalar una actividad de la Iglesia este término ha pasado a indicar la naturaleza misma de la Iglesia. El punto principal de referencia en este sentido será el decreto sobre la actividad misionera de la Iglesia del concilio Vaticano II (Ad gentes):
“La Iglesia peregrinante es misionera por su naturaleza, puesto que procede de la misión del Hijo y de la misión del Espí­ritu Santo según el designio de Dios Padre” (n. 2). Se trata de un texto en el que el término “misión” se vincula con el significado que tiene en su primer empleo trinitario. De la naturaleza misionera de la Iglesia se deriva su actividad misionera. A este propósito ha escrito Juan Pablo II: “El llamado “reingreso” de las misiones en la misión de la Iglesia, la confluencia de la misionologí­a en la eclesiologia y la inserción de ambas en el proyecto trinitario de la salvación, han dado un nuevo aliento a la misma actividad misionera, concebida no ya como una tarea al margen de la Iglesia, sino como inserta en el corazón de su vida, como compromiso fundamental de todo el Pueblo de Dios” (RM 32). Con la encí­clica Redemptoris missio, publicada el 7 de diciembre de 1990 en el XXV aniversario del decreto Ad gentes, Juan Pablo II quiso no sólo recordar la enseñanza conciliar, sino también contribuir a superar algunas tendencias negativas. Los ámbitos confiados a la misión son de tipo territorial (en cuanto que se ejerce en territorios y entre grupos humanos bien delimitados), pero no sólo. Sus lugares privilegiados son los espacios en que surgen nuevas costumbres y modelos de vida, nuevas formas de cultura y de comunicación. Todas las formas de la actividad misionera de la Iglesia deben caracterizarse, además, por la fidelidad a Cristo y por el empeño de promoción de la libertad del hombre, Vinculado al tema de la misión está el de la encarnación del Evangelio en las culturas de los pueblos.
M. Semeraro

Bibl.: G. Coffele, Misión, en DTF 968-985; J Masson, Misión, en DTI, III, 529-544; N. Silanes, Misión, misiones, en DCDT 879890; íd” La Iglesia de la Trinidad Secretariado Trinitario, Salamanca 1981, 179-200; AA. VV, Trinidad y misión, Secretariado Trinitano. Salamanca 1981; A, Cañizares, La evangelización hoy, Madrid 1977; Obras M. Pontificias, La misión universal de la Iglesia y la educación de la le, Verbo Divino, Estella 1994; A. Santos, Teologí­a sistemática de la misión, Verbo Divino, Estella 1991.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

1. INTRODUCCIí“N. a) Pórtico. Más que ofrecer un tratado completo, aunque de dimensiones reducidos, de la misionologí­a, intentaremos captar la que nos parece que puede ser la justificación y la perspectiva de la misma, vista desde la teologí­a fundamental. Más aún: nos atrevemos a pensar que la teologí­a fundamental podrí­a ser el lugar privilegiado para una comprensión del carácter misional de la Iglesia y para una vinculación ideal con todo el amplio universo de la ciencia teológica.

Hay que decir entonces que, en lí­nea con las orientaciones más difundidas entre los estudiosos contemporáneos, consideramos la teologí­a fundamental como la ciencia llamada ala profundización de la revelación a partir de la revelación misma y a la justificación de la, credibilidad del acontecimiento, tal como se sacramentalizó en Cristo. Este acontecimiento se sigue sacrarnentalizando a lo largo de los siglos en la Iglesia, que tiene la pretensión de ser la única que él quiso.

Consideramos la revelación como la autocomunicación salví­fica de Dios en Jesucristo. Es definitiva y escatológica, y por tanto destinada a todos, desde el momento en que el Padre “quiere que todos los hombres se salven y’lleguen al conocimiento de la verdad” (ITim 2,3s).

La ciencia (=misionologí­a). que con un método especí­fico intenta estudiarla teologí­a de la misión y la problemática relacionada con la misma no forma parte propiamente del “corazón” de la teologí­a fundamental. Tiene que colocarse entre las numerosas temáticas de frontera que caracterizan a la especialización del “segundo ciclo”. No dudamos en calificar esta situación como chocante, ya que el tema de la misión afecta hoy a la sensibilidad de todos los que conciben de forma bastante divergente la exclusividad del papel salv[fico de Cristo y especialmente de la sacramentalidad salví­fica de su Iglesia.

b) Nuevas situaciones y problemas. Hasta hace poco tiempo todos estaban fundamentalmente de acuerdo en la exégesis de[ “mandato” misionero de Cristo. Las divergencias se reducí­an a una concepción diversificada en relación con e[ fin primario y los diversos fines secundarios de la actividad misionera, o bien respecto a la metodologí­a de aproximación a las otras culturas y religiones, que estarí­an destinadas a sufrir una “conversión” que las transformase en profundidad.

Cuando casualmente aparece algún grupo étnico o incluso algún continente cuyos pueblos no han oí­do hablar de Cristo, no se vacila ni un momento en lanzarse a la aventura de la evangelización, marcada a menudo gloriosamente por el derramamiento de sangre martirial. El cuadro teórico es muy simple y se refiere sine glossa a Mt 28,10-20.

En los últimos decenios hemos asistido, tanto entre los católicos como entre los protestantes, a una reanudación de los estudios teológicos, especialmente en Id que se refiere a nuestro tema.

Nos- hemos encontrado ante una sucesión rápida de diversas interpretaciones sobre las más graves temas teológicos que hasta hace poco se consideraban, como definitiva y pací­ficamente adquiridos. Se ha creado una “precomprensión” nueva, positiva, optimista sobre el papel salví­fico de las otras religiones, que parecí­a querer sepultar para siempre la validez del mandato misionero de Cristo.

Se ha llegado, especialmente por parte de la confesión protestante, que por lo demás ha ofrecido siempre un ejemplo de compromiso misionero, a presentar la propuesta de una “moratoria” pausa o suspensión de la actividad misionera. Otros la han vaciado de su contenido dogmático 0 han reducido su papel a una simple presencia entre los “otros”. Se trata de los que se proponen atestiguar su propia solidaridad con los que son distintos no sólo y/ o no tanto por e[ credo teológico que confiesan, sino más bien por su situación de subdesarrollo económico o por su limitado acceso a los servicios que ofrece la técnica moderna.

Por otra parte, se ha asistido también a una recuperación, no privada de vivos debates, de la animación misionera y a la apertura de nuevas fronteras para las congregaciones tí­picamente misioneras y también para aquéllas en las que la misión, entendida como misión ad gentes y en ticrras geográficamente lejanas, constituye sólo un elemento más del carisma fundacional. Se ha producido una interesante renovación de los estudios, una multiplicación de los análisis, que han aclarado definitivamente la procedencia “teologal” de la misión, así­ como la espiritualidad especí­fica del misionero y-la metodologí­a de aproximación a los destinatarios.

Se han multiplicado las monografí­as, fruto de investigaciones teóricas o de experiencias de años de trabajo sobre el terreno, que focalizan unos polos de interés que van desde el kerlgma-evangelización hasta la didaskalí­a y la koinoní­a, desde la diakoní­a-testimonio hasta la encarnación-inculturación-aculturación del evangelio y la evangelización de las culturas.

Esta vivacidad en la investigación ha causado en no pocos cierta desorientación, pero también cierto gozo y optimismo, fuente de impulso y de nueva disponibilidad misionera, en otros muchos.

Algunos sustituyen de buen grado el término “misión” por el de “evangelización”. Por la historia de su utilización podemos decir que e[ término “misión”, a veces también con el significado profano para indicar un oficio de representación, hace más bien referencia al primer anuncio kerigmático. Se utiliza particularmente para indicar el enví­o por parte de Dios ad gentes, con la tarea de llevar su mensaje, dirigido a la conversión y a la fundación de la Iglesia (cf AG 6). El término “evangelización”, con un sentido solamente religioso-cristiano; usado especialmente desde la segunda mitad del siglo pasado, sirve para indicar el contenido mismo de la misión: el anuncio de la buena nueva a todos los hombres, especialmente a los no cristianos o a los que están descristianizados (EN 52.56); indica particularmente el trabajo de catequesis y de formación cristiana permanente, que abarca tanto el anuncio de la salvación escatológica como la proclamación de los derechos del hombre (cf EN 22.23.26.27.29.33 y 53.54).

La primera respuesta, bastante válida para nosotros, a la cuestión que consideramos central en el contexto del debate actual, a saber: “misión sí­ misión no”, nos viene de la misma Escritura, interpretada evidentemente según las exigencias, las observaciones y las conquistas de la exégesis contemporánea. Pero también nos enseña mucho la praxis ininterrumpida de la Iglesia. Su presencia en el siglo xx es precisamente la voz de los siglos en favor de una única hermenéutica del mandato misionero del Señor.

Después del Vaticano II toda reflexión sobre la misión tiene que tener su punto de partida y de referencia constante en lo que se dice de la Iglesia y de su relación irrompible y vital con la misión del Hijo y del Espí­ritu, queridas por aquella “fuente de amor” que es la caridad del Padre (LG 1 y AG 2). Son textos que ofrecen también una nueva luz para revisar los textos del AT y del NT sobre nuestro tema. Esta vinculación con la santí­sima Trinidad va más allá del mandato mismo de Jesús (Mc 16,15; Mt 28,18-20), en el que se apoyó tradicionalmente la actividad misionera de la Iglesia. También nuestra eclesiologí­a, a ejemplo de la ortodoxa, tiene que acostumbrarse a ver en la Iglesia la imagen de la santí­sima Trinidad. La Iglesia depende ontológicamente de la Trinidad, y por tanto debemos tener la precaución de saber referir a ella todos los aspectos de su dinamismo.

2. EN LA SAGRADA ESCRITURA. El protestante G. F. Vicedom publicó en 1958 un libro con un tí­tulo muy significativo y sugerente: Missio Dei. La misión actual no es sino un signo externo, que se prolonga a través de los siglos, de aquel dinamismo de autodonación y de comunicación intratrinitaria que se reflejó en la creación a través del tiempo.

a) En el Antiguo Testamento. Más que de enví­o en misión “in partes infidelium”, que es una novedad absoluta del NT, en donde se desarrollará la teologí­a de la misión basada en la misma misión del Hijo, el enviado del Padre, en el AT la difusión de la religión hebrea se hace por simpatí­a y por otros motivos-humanos; encontramos indicaciones de una apertura universalista en el deseo gratuito (cf AG 2 y 3) de salvación por parte de Dios (cf Is 40-45 y el libro de Jonás, que son, quizá, los únicos textos que indican una tarea misionera por parte de Israel).

Sólo hay dos textos que se refieren expresamente al enví­o en misión (Is 49,6; 61,.1-3), pero, a juicio de los exegetas, los dos deben aplicarse proféticamente al futuro mesí­as; por lo demás, según Lc 4,18s, Jesús se aplicó este segundo texto a sí­ mismo al comienzo de su misión.

Hay textos, como Dt 7,1; 9,1-3, y Núm 33,51 s, que si no se interpretasen en sentido religioso podrí­an conducir a una interpretación errónea de la elección, que es siempre de tipo religioso, y parecer una negación de esta llamada universal a la salvación. De hecho, Dios escogió a Israel simplemente porque era.débil y estaba indefenso, “el más pequeño de todos los pueblos” (Dt 7,7), con caracterí­sticas bastante negativas (Dt 9,6), casi como el locus ideal para demostrar la gratuidad de su amor.. Aunque hubo de hecho una tendencia a aislarse de los demás, todo el que desease vivir según las leyes divinas podí­a encardinarse en él. Por otra parte, sólo si observa la ley podrá el pueblo vivir como elegido y lo será de hecho (Dt 7,12s; Is 1,16s; Jer 22,3; Mac 6,8).

Los profetas, en general, son los personajes del AT que más se parecen, por su vocación a escuchar y a difundir oralmente o por escrito la palabra de Dios, a los futuros misioneros cristianos. Al haber luchado contra la involución del judaí­smo, siempre bajo la tentación de encerrarse orgullosamente en un gueto, y al anunciar de antemano el retorno de los gentiles al seno del pueblo elegido, los profetas -recordando los temas universalistas del paraí­so terrenal, del pacto con Noé y de la vocación de Abrahán- colaboraron de hecho favorablemente en la preparación de la verdadera misión neotestamentaria.

Los seluhim, es decir, los “apóstoles de la tierra de Israel”, constituí­an más bien una especie de comisión de doctos para la instrucción religiosa, pero siempre y solamente dentro, de los propios correligionarios, para resolver y aclarar diversos problemas, y no como enviados a los gentiles para convertirlos.

Con el destierro el pueblo hebreo se convirtió, aunque de manera inconsciente, en misionero del monoteí­smo, en pueblo sacerdotal, imán y faro, “siervo de Yhwh”, haciendo prosélitos por todas partes. Pero definitivamente se puede decir que en el AT, y en general en el judaí­smo, no existió la “misión” en el sentido técnico de la palabra.
b) En el Nuevo Testamento. Los libros del NT ofrecen un panorama abundante y variado sobre la misión. Los sinópticos, además de hablar de su realización, de sus obreros, de sus destinatarios y de la metodologí­a que seguir, nos hablan del testimonio de los apóstoles como amigos del Señor y enviados ad hebraeos y ad gentes, como doctores y testigos de la revelación. En los Hechos es donde se enfrenta de forma clara el problema del universalismo en la Iglesia primitiva; se habla allí­ de las graves incomprensiones con que tropezaron Pedro y Pablo para defenderlo y de su incansable actividad misionera, fundamento de las comunidades entre las “gentes”. Encontramos otras informaciones en este sentido en las cartas, Por su parte, Juan ofrece un óptimo fundamento a la teologí­a de la misión, presentándonos a Jesús como misionero enviado por el Padre y hablándonos además de la misión del Espí­ritu Santo, fuerza prometida a los apóstoles y persona que vivifica a la Iglesia universal con una continua profusión de sus carismas.

Jesús fue enviado por el Padre (Jn 20,21; 17,18.21b) para fundarla Iglesia con el “resto de Israel” y con las gentes (Gál 6,16); los dos pueblos están destinados a ser un tertium genus. Para la realización de este proyecto se escogió unos colaboradores que son como los segadores de su mies (Mt 10,1), como los pastores de un rebaño desbandado (Mt 9,37; Mc 6,37), como pescadores de hombres (Mt 4 20; Mc 1,17; Lc 5,10) y como profetas (Ef 3,4-6; Lc 11,49; Ap 18,20). A estos elegidos gratuitamente por Dios (Mt 10,8b), Jesús les promete la plenitud del Espí­ritu Santo (Jn 16,13a) y los plenos poderes que se describen en Mc 3,14s.
La crí­tica, que se remonta a Bultmann, afirma que, los textos que recogen los discursos de Jesús relativos a la misión de los apóstoles ad hebraeos (prepascual) y ad gentes (pascual) fueron inventados por la comunidad primitiva, que necesitaba justificar su propia apertura universalista, haciéndola remontarse a Jesús, para obligar al silencio a la corriente judaizante, claramente opuesta.

Sin bajar a detalles, aclarados en poderosos estudios sobre el tema con el método de “la historia de las formas”, acogemos las conclusiones relativas a los discursos de misión de Jesús y a las dos comunidades judeocristiana y gentil-cristiana, que tienen su origen en la actividad misionera de -la comunidad prepascual, cuyo apoyo se encuentra en Me 6,7-13.30!; Lc 9,1-6.10; Mt 9,35-10,42; Le 10,124: También el mandato del resucitado, que se conserva en Mt 28;16-20; Me 16,14-20 (?); Le 24,44-51, nos remite al universalismo.

Los exegetas están de acuerdo en localizar los textos misioneros de los sinópticos; son “discursos de mi= sión”: Me 6,7-13.30s; Lc9,1-6.10; Mt 9,35-10,42 Le 10,1-24; Mt 28,16-20; Me 16,14-20 (?); Le 24,44-51, y varios loghia, incluidos algunos de ellos en los discursos indicados y recogidos otros en contextos diferentes. Gracias a los estudios realizados se puede descubrir el núcleo original y la situación tí­pica de la comunidad prepascual, liberando la perí­copa de las adaptaciones hechas sin más por la comunidad pospascual y refiriendo su núcleo, con un gran margen de seguridad, al Jesús histórico, especialmente a su ejemplo, ya que, aunque personalmente habí­a limitado su apostolado a los hebreos, habí­a preparado la misión universal de su Iglesia, y a sus discí­pulos.

No hay que olvidar que la misión sólo comienza después de que los apóstoles fueron investidos de la “fuerza de lo alto” (cf Is 32,15; Sab 9;17; Le 1;78; 24,28s). El maestro afirma: “Recibiréis la fuerza del Espí­ritu Santo, que vendrá sobre vosotros para que seáis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samarí­a y hasta los confines de la tierra” (He 1,4.8). Y desde el principio esta “fuerza de lo alto” fue “controlada” siempre en su autenticidad tanto por el sentido de la fe como por el munus apostolicum.

En la literatura neotestamentaria hay además una abundante referencia a un apostolado misionero que no puede referirse al Jesús histórico, sino que es fruto de urea visión, de una audición y de una comprensión apocalí­ptica (1Cor 9,1), de haberlo visto resucitado en visión (I Cor 15,58) y de haber recibido de él un encargo misional (Gál l,l), etc. .

Se trata del apostolado de tipo “apocalí­ptico”, basado en las revelaciones hechas por el Padre y por el Cristo glorioso: Entre los dos tipos de apostolado no hay una contraposición, mientras que se diferencian ambos dei apostolado de la sinagoga.

Aparece también una gran variedad de misioneros, hombres y mujeres,- llamados con diversos tí­tulos: profetas, apóstoles, doctores, ángeles, siervos, hermanos o hermanas; pero parece ser que tení­an los mismos encargos. Los autores discuten sobre su “naturaleza” y sobre sus relaciones con la jerarquí­a local, Lo cierto es que, junto -a los grandes apóstoles, estos otros discí­pulos peregrinaron por el mundo entero para propagar a Cristo y su evangelio, adaptándolo a las diversas catequesis de la Iglesia primitiva, presidida por Santiago, o por Pedro, o por Juan, o por Pablo. No faltaron tampoco conflictos, contrastes y polémicas.

Jesucristo sintetizará toda su acción salví­fica en la evangelización, en la formación de sus apóstoles, a los que promete el Espí­ritu, que los guiará en su obra misionera. Muy pronto, a partir de ellos, se creó una gran corriente dé misioneros, testigos del evangelio.

3. REALIZACIí“N DEL MANDATO EN LA HISTORIA. Durante los veinte siglos de cristianismo; a pesar de ciertos momentos de paro debí­dos a una convergencia de causas negativas como la ignorancia geográfica, la simplificación de la realidad, los conflictos de interpretación metodológica, etcétera, la Iglesia dio una buena prueba de la definición que da de ella el Vaticano II cuando dice que “es misionera por naturaleza” (AG 2a). Ella tiene su razón de ser en el anuncio del evangelio a todos los hombres, y con razón se define como “enviada por Dios a las gentes para ser sacramento universal de salvación” (AG l; cf LG 48).

A lo largo de los siglos, los misioneros se entregaron con su testimonio puntual -siempre que el mundo “occidental” cristiano entraba en contacto con nuevos pueblos- a su evangelización y; a ejemplo de los apóstoles, “predicaron la palabra dé la verdad y engendraron la Iglesia” (SAN AGUSTIN: PL 36;508; cfAG 1), intentando establecer por toda lai’tierra el reirró de Dios (cf AG 6, con la trota 14).

Las grandes etapas pueden subdividirse así­: a) la Iglesia en la edad apostólica y dentro del mundo grecorromano, con una mención especial de las tres misiones de Pablo; b) la acción evangelizadora en la Edad Media europea, en favor de los pueblos bárbaros y entre los eslavos, y en Oriente entre los mongoles y musulmanes; c) la misión ad gentes del siglo XVI, tanto en América Latina como en Extremo Oriente; d) la fundación de la sagrada Congregación de propaganda fide (1622); e) el renacimiento misionero del siglo pasado, después de superar la crisis del siglo xviii gracias al nuevo espí­ritu religioso y la aparición de numerosas congregaciones misioneras; f) el tiempo de las grandes encí­clicas pontificias de nuestro siglo, los documentos del Vaticano II y la admirable Evangelü nuntiandi en la que Pablo VI, partiendo de Cristo evangelizador, explica qué es lo que significa evangelizar y cuáles son el contenido, las ví­as, los destinatarios, los obreros y el espí­ritu de la evangelización.

La historia nos habla del heroí­smo de tantos discí­pulos del Señor para darlo a conocer, y también de las dificultades, los- contrastes -entre los mismos misioneros- por la comprensión de la misión, de la progresiva reflexión eclesial a nivel incluso teológico-cientí­fico sobre su propia comprensión como comunidad misionera; de la que son un buen testimonio los grandes documentó! del magisterio en nuestro siglo.

Es importante recordar la historia de las misiones para evitar los errores del pasado, especialmente en lo que se refiere ‘a la metodologí­a’ misional en los diversos perí­odos históricos. Pero hay que recordar igualmente -digámoslo de pasada- que al análisis del historiador y del sociólogo siempre se le escapan las dimensiones más profundas de la aventura de la misión cristiana: su origen divino y su animación í­ntima por la fuerza del Espí­ritu.

4. MISIONOLOGíA CONTEMPORANl?A. l )-Según el decreto “Ad gentes”. La nueva eclesiologí­a elaborada en el Vaticano Il- entró también en el decreto Ad gentes, abriendo nuevos horizontes a la mí­sionologí­a.

Se afirma que “la Iglesia peregrinante es, por su naturaleza, misionera” (AG 2a); que no existe más que para ser misionera. El decreto subraya que esta realidad suya es tal no sólo en virtud del mandato misionero del maestro, sino más aún por el hecho de que “toma su origen de la misión del Hijo y de la misión del Espí­ritu Santo, según el propósito de Dios Padre” (AG 2a), y por tanto “esta misión continúa y desarrolla en el decurso de la historia la misión del propio Cristo” (AG 5b). Anteriormente se la describió como la realización del proyecto salví­fico del Padre. Entonces puede decirse que la misión es eclesiocéntrica por ser cristocéntrica; habiendo afirmado Jesús claramente la necesidad de la fe y del bautismo para la salvación, declaró la sacramentalidad necesaria de la Iglesia, que es su cuerpo (cf AG 7a).

“La actividad misionera es, en última instancia, la manifestación del propósito de Dios o epifaní­a y su realización en el mundo y en la historia, en la que Dios, por medio de la misión, perfecciona abiertamente la historia de la salvación. Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cima es la santí­sima eucaristí­a, la actividad misionera hace presente a Cristo, autor de la salvación” (AG 9b).

Apoyándose en LG 1,48b, etc., el decreto AG 4 afirma que es el Espí­ritu Santo el que infunde en el corazón de los fieles aquel espí­ritu misionero que habí­a impulsado al mismo Jesús, subrayando que esa unión del Espí­ritu Santo con la Iglesia y sus misioneros se hace con vistas a la “realización de la obra de la salvación”.

El AG 6c nos ofrece la siguiente descripción de la actividad misionera: “Las empresas concretas con las que los heraldos del evangelio enviados por la Iglesia cumplen, yendo por todo el mundo, el deber de predicar el evangelio e implantar la Iglesia entre los pueblos o grupos humanos que todaví­a no creen en Cristo, reciben comúnmente el nombre de `misiones”‘. Pero este mismo número, además de referirse a los lí­mites territoriales de esos pueblos y grupos que todaví­a no creen, -nos dice enseguida que también son destinatarios de la actividad misionera aquellos grupos ya evangelizados que por diversos motivos han perdido todo sentido cristiano o no han llegado aún al pleno desarrollo y madurez de la vida cristiana (cf también 19e).

Aunque “la actividad misionera entre los infieles difiere de la actividad pastoral que hay que realizar con los fieles y de las iniciativas que hay que tomar para restaurar la unidad de los cristianos”, se afirma que “estas dos actividades están í­ntimamente unidas con la acción misionera de la Iglesia” (AG 6f). Desde el momento en que esta actividad brota directamente de la naturaleza misma de la Iglesia (AG- 2a), no puede ni debe faltar jamás; incluso las jóvenes Iglesias tienen que predicar el evangelio “a los que todaví­a están fuera” (AG 6d). Apenas se ha “implantado” ya una Iglesia particular, tiene que hacerse enseguida misionera, ya que “debe conocer cabalmente que también ella ha sido enviada a quienes no creen en Cristo y viven con ella en el mismo territorio” (AG 20a). Esta “reproducción” no tiene una dimensión jurí­dica, sino ontológica. De aquí­ se deriva que la actividad misionera de la Iglesia es esencial a toda la Iglesia y perdura para siempre en ella.

El decreto AG dedica amplio espacio a la dimensión soteriológica de la misión y dice claramente que la Iglesia tiene una “misión salví­fica” (AG 41a). La salvación se entiende no sólo en un sentido escatológico, sino global, incluso histórico, de todos los aspectos de la persona humana. Este trabajo implica, a veces, una purificación. Al hacer la Iglesia presente a Cristo, autor de la salvación, “cuanto de verdad y de gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una cuasi secreta presencia de Dios, lo libera de contagios malignos y lo restituye a su autor, Cristo, el cual derroca el imperio del diablo y aleja la multiforme maldad de los pecados” (AG 9b). A pesar de que el lenguaje es suficientemente optimista (cf también AG I lb, 3a), se reconoce la necesidad de una salvación externa.

Subrayemos la insistencia del AG (cf 3c, 4, 9b; cf también LG 48b) en el papel sacramental de la Iglesia respecto a la salvación, precisamente porque es uno de los puntos discutidos por una cierta misionologí­a contemporánea que hace referencia a la missio Dei, intentando concebirla de tal manera que se prescinda de la Iglesia. Aun cuando Dios puede de hecho alcanzar sus objetivos por otras ví­as, estableció con toda libertad hacerlo sacramentalmente por medio de su Iglesia, en analogí­a con lo que ocurrió en el misterio de la encarnación. Es éste un nuevo argumento en favor de la urgencia de la evangelización (AG 7a).

2) Según la exhortación apostólica “Evangelii nuntiandi’:- toma de posición ante las tendencias más recientes. Tras un primer momento de entusiasmo provocado por el decreto AG, pronto surgieron fuertes crí­ticas.

La fuente de este malestar teológico puede encontrarse en una serie de tendencias ideológicas que incluyen: una tendencia al exclusivismo, fijándose sólo en un aspecto del compromiso misionero; un rechazo de la definición de la misión como “implantación de la Iglesia”, temiendo que se trate de hacer copias de las Iglesias occidentales y olvidándose de lo que escribí­a a propósito de las Iglesias particulares el capí­tulo 3 del AG. El peligro más serio parece haber venido de una lectura excesivamente “sociológica” de la actividad misionera y de la concepción de los fines que alcanzar, etc., establecidos siempre con criterios de tipo inductivo más bien que de tipo teológico deductivo. La misionologí­a no puede perder su dimensión de ciencia “teológica”; desvincularse de la revelación serí­a para ella un suicidio. Mientras que el esquema del AG establece un modelo de relación concebido como DiosIglesia-mundo, las nuevas intuiciones prefieren concebirlo como Diosmundo-Iglesia, siendo los “signos de los tiempos”, el “mundo”, los que establezcan en cada ocasión el agendum de la Iglesia y por la Iglesia (cf J. Ch. Hoekendijk).

La EN de Pablo VI puede considerarse como uno de los documentos más significativos del posconcilio, habiendo integrado bien la teologí­a del AG respecto a la mayor parte de los temas que surgieron con increí­ble rapidez en el posconcilio.

Señalemos la asunción definitiva del término “evangelización”, prefiriéndolo al de “misión” o “actividad misionera” y “apostolado”.

Como el AG insistí­a en el hecho de que la Iglesia es misionera por naturaleza, aquí­ se dirá repetidas veces que “evangelizar es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda” (EN 14; cf también EN 13.59.60.66).

No podí­a faltar una referencia a esta función esencial suya, en cuanto que es dependiente de Cristo: “Nacida de la misión, la Iglesia es a su vez enviada por Jesús. La Iglesia sigue en el mundo mientras que el Señor de la gloria vuelve al Padre. Sigue allí­ como un signo juntamente opaco y luminoso de una nueva presencia de Jesús, de su partida y de su permanencia. Ella lo prolonga y lo continúa. Y es precisamente su misión y su condición de evangelizador la que ella está llamada ante todo a continuar” (EN 15c).

El número 75 nos recuerda que la Iglesia es evangelizadora, gracias ala fuerza del Espí­ritu Santo. La nueva Iglesia es el fruto normal y deseado, más visible e inmediato de la evangelización (EN 15b). El número 28 afirma que la evangelización en su totalidad (…) consiste en implantar la Iglesia”. La evangelización se concibe no como un primer anuncio, sino más bien como un proceso integratiVo que abarca diversos aspectos de la misma realidad.

En torno al sí­nodo de 1974 llegó a concebirse el contenido de la evangelización como toda la “misión” de la Iglesia; en el número 17 Pablo VI nos ofrece una lista de elementos de todo lo que la Iglesia hace, cada uno de los cuales serí­a suficiente para absorber la definición misma del concepto, aunque, de hecho, cada uno de ellos se refiere a los demás: “(…) Se ha podido así­ definir la evangelización en términos de anuncio de Cristo a quienes lo ignoran, de predicación, de catequesis, de bautismo y de otros sacramentos que conferir. Ninguna definición parcial y fragmentaria puede dar razón de su realidad tan rica, compleja y dinámica, como es la del evangelizador sin correr el riesgo de empobrecerla y hasta de mutilarla. Es imposible comprenderla si no se intenta abarcar con la mirada todos los elementos esenciales” (cf también mi. 6.21.22.24.41).

No cabe duda de que la EN describe el término “evangelización” de una forma mucho más rica que el decreto AG; la meta final será, como se dice, la “implantación de la Iglesia”, que supone, evidentemente, la celebración de los sacramentos y la transformación de los corazones, haciendo de las personas “hombres nuevos”, capaces de hacer más justas, más humanas y menos opresivas las estructuras (cf mi. 15.18.23.28.36). Un elemento indispensable es el testimonio, que debe darse desde el primer contacto, que algunos califican -quizá impropiamente- como pre-evangelización (cf EN 51). Si no hay un anuncio explí­cito de Cristo, cualquier tipo de compromiso por los demás resultará impotente y, si se quiere, inútil: “No hay verdadera evangelización si no se proclama el nombre, la enseñanza, la vida, las promesas, el reino, el misterio de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios” (EN 22).

Se insiste en la evangelización de las culturas, en el respeto a sus valores; pero cuando se habla de la salvación de los que no han sido evangelizados todaví­a, se dice que pueden serlo “por ví­as extraordinarias” (EN 80); esta posición, al parecer, es teológicamente más cerrada de lo que resulta en el AG. Se reserva una abundante atención al tema de la “transmisión”, que debe hacerse con especial fidelidad (EN 4.15.78c). Jus= tamente Pablo VI reserva el número 48 al estudio de la evangelización de la religiosidad popular (l Religión popular). El pontí­fice se enfrenta con temas especialmente candentes en la década de los setenta, como la Iglesia particular y su relación con la universal, proponiendo una solución muy avanzada (EN 62-65); la misión de la Iglesia y el progreso o promoción humana; la relación entre la historia de la salvación y la historia del mundo. Todos estos temas se tratan con claridad y equilibrio en el capí­tulo 3, muy bien logrado, a nuestro juicio, de la exhortación apostólica.

S. ¿LA MISIóN DEI FUTURO TENDRí QUE SEGUIR ANUNCIANDO A JESUCRISTO? a) Dificultades recientes y desorientaciones teológicas. A pesar de la claridad teológica de la EN, algunos se sienten todaví­a desconcertados cuando han de enfrentarse con desafí­os quizá antiguos, pero que ahora se presentan con nueva violencia. Aun cuando la EN en el número 14 declara que “evangelizar (…) es la gracia y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda”, y también que “la Iglesia existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser el canal del don de la gracia…”, se han dejado oí­r voces cada vez más discordantes a este propósito.

En algunos ambientes, fecundos en otros tiempos en vocaciones misioneras, se asiste a la pérdida de identidad del misionero y de la misión ad gentes; otros insisten en la voluntad salví­fica universal de Dios, prescindiendo de la necesidad de conformar la propia vida con las exigencias del evangelio, al que se adhieren en la fe, prescindiendo de la necesidad de adherirse a su Iglesia.

El compromiso del misionero, se dice, tiene que hacerse en un nivel más horizontal; la salvación- escatológica se queda para Dios, el cual se acerca “ordinariamente” a los que han de salvarse en las religiones a las que ya se adhieren, sin que haya necesidad de molestarse en molestarlos.

Se ha perdido la mí­stica del anuncio explí­cito del mensaje de Cristo, cediendo a las exigencias de una “denuncia” de tipo social o a un diálogo, a menudo demasiado genérico e ” irénico” con el otro.

En contra de estas posiciones y de otras por el estilo, hay que subrayar que la misión es una mediación de salvación plena. De la historia del AT (Jer 7,25s; 29,1’9; Ez 13,6; Ag 1,13; etc.) y del Nuevo (Mt 3,13; Jn 20,21) aparece con claridad su procedencia divina. Lo mismo que allí­ la misión se realiza con la fuerza de Espí­ritu (Ez 2,2s; Zac 4,6b), también aquí­ Jesús asegura al discí­pulo su Espí­ritu como fuerza para la misión y como persona que guí­a, defiende y consuela al misionero (Jn 14,26; 16;12s; He 6,10; 7,55ss; 10,19s; 1 Cor 2,4; etc.). La misión es obra de salvación que tiene como agentes a Dios, que enví­a a su Hijo (“missio Dei”) y a los misioneros (‘missio hominis’) que son la longa manus de la Iglesia, depositaria en la historia de la salvación de Cristo (“missio Ecclesiae”). La misión tiene siempre el mismo objetivo: la salvación integral de la persona humana; pero se realiza en circunstancias histórico-geográficas, religioso-culturales diversas. Cuando esta actividad salví­fica tiene el aspecto de ser un primer anuncio y se propone la implantación de una nueva Iglesia, toma el nombre de “misiones” ad gentes y supone siempre una exigencia de partida, de servicio, de inserción.

La implantación de la Iglesia se presenta como fin de la misión (AG 6), ya que Dios no quiere salvar individualmente, sino formando parte de una comunidad de salvación (AG 2b; LG 9a; 13a). Puede decirse que se tiene una comunidad cristiana cuando se acepta el evangelio en la fe, se celebra la eucaristí­a y se tiene un pastor (cf CD 11; AG 19a).

Hay que desbrozar el terreno de la sospecha y de la angustia de que la Iglesia haga misión por egocentrismo. Ella tiene conciencia de que es instrumento de salvación, pero la salvación sólo se obtiene de Cristo -él es la “luz de las gentes” (LG 1)-; que habitualmente se sirve de su cuerpo para darla.

Aun sin identificarse con el reino de Dios, está á su servicio y es en la tierra su “germen y principio” (LG 5,3-9). Su único fin es establecer el reino de Dios en todo el mundo (AA 2), aunque hay una tensión entre la Iglesia y el reino, ya que la comunidad eclesial y sus estructuras deben tender a encarnar las exigencias según el evangelio y el reino. Es importante y saludable que exista dicha tensión. Pero tensión no quiere decir contraposición. Se da simultaneidad y no contraposición entre el nacimiento de la Iglesia y el reino de Dios. Reflexionando teológicamente sobre este tema del reino de Dios, se pasó fácilmente a la afirmación de que la “missio Dei” es solamente y toda ella obra de Dios; la Iglesia es un “signo” del compromiso de Dios con el mundo, y Cristo es el modelo de entrega a los demás.

La conversión, esto es, el conformar la propia vida con las exigencias del evangelio, con la función del discí­pulo del Señor en su Iglesia comprometido en la construcción de su reino, debe entenderse como un proceso que afecta a toda la existencia. Aunque el decreto AG habla varias veces de ello (7s; 13), algunos misionólogos no quieren oí­r hablar de estas cosas. Si hay un verdadero encuentro con Cristo, es inevitable en cierto modo una ruptura con el modo anterior de vivir. Pablo VI nos recuerda que Dios puede alcanzar salví­ficamente -a través de caminos que sólo él conoce” (EN 80)- a las personas a las que no ha llegado explí­citamente el mensaje evangélico. Pero la pregunta que ha de fundamentar siempre el compromiso misionero de la Iglesia es la de “si podremos salvarnos nosotros si por negligencia, por miedo, por vergüenza o en virtud de ideas falsas dejamos de anunciarlo” (EN 80).

La historia demuestra que la Iglesia no sólo se ha preocupado de la salvación escatológica de las “almas”, sino que ha sido igualmente promotora de liberación y de promoción humana y social (EN 35). En épocas recientes, cuando en varias latitudes se ha dejado sentir la fuerte tentación de reducir la acción salví­fica de la Iglesia del Señor a una liberación meramente socio-polí­tica, se nos ha recordado que debe ser ante todo de tipo religioso y espiritual, de reconciliación con Dios (Rom 6,6; 8,23s; 2Cor 5,17-19; 1Pe 1,18; Tit 2,5; Gál 6,15); todo esto deberí­a llevar también por reflejo a cambios estructurales capaces de conducir al respeto y a la promoción de todos los hombres en cualquier nación del mundo (EN 35; GS 42b).

Es grande el camino que se ha recorrido en los últimos decenios para precisar el concepto, las tareas y la misión de cada Iglesia particular, pero especialmente de las jóvenes Iglesias. El compromiso permanente de cada Iglesia particular debe ser el de “asimilar lo esencial del mensaje evangélico, transmitirlo sin la más mí­nima alteración de su verdad fundamental, en el lenguaje que comprenden estos hombres y, por tanto, anunciarlo ,ene, el mismo lenguaje” (EN 63).

b) La misión, entre el diálogo y el anuncio de la unicidad de Cristo. El indio M. Amaladoss cree que las causas principales de la crisis de la misión son las siguientes: una visión más positiva del valor salví­fico de las otras religiones, por lo que se prefiere el diálogo al anuncio; una ampliación de la idea de la misión para incluir todas las otras actividades de la Iglesia, que parecen infravalorar la especificidad de la misión ad gentes; la percepción de que la Iglesia está ahora presente en todas partes, con lo que parece reducirse el sentimiento de urgencia por llegar a todos los confines; la insistencia en la responsabilidad de las Iglesias locales, que parece haber llevado a los institutos misioneros a una crisis de identidad; finalmente, una creciente secularización y una disminución de las vocaciones misioneras en las Iglesias más antiguas. Por otra parte, sigue afirmando Amaladoss, se advierte un creciente entusiasmo por la evangelización en las Iglesias jóvenes, que nos hace hablar de una “nueva era” en la misión.

El tema de la salvación en la actualidad parece servir de elemento aglutinante también para los demás. La salvación ha de ser :total e integral, histórica y trascendente; por eso precisamente “no puede reducirse al marco de sólo las necesidades terrenas del hombre o de la sociedad, ni se la puede alcanzar sólo con el juego de las dialécticas históricas. El hombre no es el salvador de sí­ mismo de manera definitiva; la salvación trasciende lo que es humano y terreno, es un don de lo alto. No existe autorredención, sino que sólo Dios salva al hombre en Jesucristo (cf He 4,12-13; 1Tim 2,5-6)” (JUAN PABLO II, L’Osservatore Romano, 8 de- octubre de 1988).

La misionologí­a, para mantenerse fiel a lo que nos parece que es el proyecto del Señor, según se deduce de una seria exégesis bastante compartida, del testimonio de la praxis de la vida eelesial de veinte siglos de historia, de los repetidos y solemnes pronunciamientos magisteriales de nuestro siglo, etc., tiene que luchar por superar el complejo de culpa frente a los que acusan a sus agentes de eclesiocentrismo, prefiriendo verlos más o menos irénicamente comprometidos tan sólo socialmente en la construcción de un mundo más justo, y humano.

Parece haber -no solamente fuera, sino entre los mismos miembros de la comunidad cristiano-católica- una especie de complot (¿”teológico”?) para “desmisionalizar” a la Iglesia, según la expresión de Mondin.

El autorizado cardenal Tomko habla de “autovaciamiento” de la misión. D. Colombo ofrece un apasionado y sufrido estudio sobre toda esta problemática con el tí­tulo de “Misioneros sin Cristo”.

R. Panikkar ve una dicotomí­a profunda entre el Jesús histórico y el Cristo-Logos. Jesús de Nazaret es único, pero el Cristo-Logos, que es superior, puede aparecer de maneras diversas, pero reales, en otras religiones y figuras históricas. Entonces es posible preguntarse si Buda será la encarnación oriental del Cristo-Logos.

A partir de estas premisas, P. Knitter afirmará que “quizá… pueda haber otros salvadores y otros reveladores tan importantes como Jesús de Nazaret”. Quizá con “intuición” teológica, pero con cierta superficialidad exegética -como le reprocha I. de la Potterie- escribirá una obra preguntándose si, después de todo, no exageró, las cosas Pedro cuando dijo: “No hay salvación en ningún otro, pues no se nos ha dado a los hombres ningún otro nombre debajo del cielo para salvarnos” (He 4,12). El mismo autor, más recientemente, en otra obra emblemática (junto con J. Kick), ha podido escribir que “la piedra de escándalo parece ser la creencia, central en el cristianismo, en la unicidad de Cristo. La premisa fundamental del pluralismo unitivo es que todas las religiones son, o pueden ser, igualmente válidas. Esto significa que sus fundadores, las personalidades religiosas que reflejan, son o pueden ser igualmente válidas. Pero esto abrirí­a la posibilidad de que Jesucristo fuera `uno de tantos’ en el mundo de los salvadores y reveladores. Semejante reconocimiento para los cristianos es simplemente inadmisible. ¿O podrá admitirse?”
1. de la Potterie, apoyándose en los estudios del conocido especialista que es J. Dupont, intenta demostrar la solidez de la interpretación tradicional, que hace de Cristo el único salvador.

Desgraciadamente, P. Knitter no es el único que piensa así­. Baste una referencia al citado M. Amaladoss: “En el contexto actual de pluralismo religioso, proclamar a Cristo como el único nombre en el que todos encuentran la salvación e invitar a que todos se hagan discí­pulos suyos por el bautismo, ¿tiene todaví­a algún sentido?”
Según López Gay, algunos “autores llegan a afirmar que un cristianismo sin Cristo tiene para el mundo de hoy más actualidad que presentar la revelación y la comunicación de Dios en Cristo”.

Los estudiosos creen que la raí­z de esta confusión de ideas tan difundida en nuestros dí­as en torno a la teologí­a de las religiones, el diálogo interreligioso, el valor sacramental universal y ordinario de la Iglesia cristiano-católica para la salvación, etc., es la teorí­a del “cristianismo anónimo” (!Cristianos anónimos) o implí­cito que formuló especialmente K. Rahner. Algunos discí­pulos suyos más radicales han llegado a la conclusión -que quizá no aceptarí­a el maestro- de que las religiones serí­an, como tales, medios, de salvación eficaces y adecuados, como lo es el cristianismo.

No es esté el lugar de recordar el largo debate y las contrapuestas tomas de posición. Entre las más significativas está la de H.U. von Balthasar, especialmente en Cordula. Aunque ya han pasado veinte años, la abundancia de la literatura, dedicada actualmente más al diálogo interreligioso que a la misión evangelizadora de la Iglesia de Cristo, parece indicarnos que, desgraciadamente, von Balthasar ha sido un profeta.

Los documentos de la Iglesia nos dicen que las “religiones” no cristianas son una realidad viva que no puede ignorar, pero las considera como una “preparación para la acogida del evangelio” (LG 16; NA 2b), con algunos elementos buenos y verdaderos, “semillas de la Palabra”(AG 1 I), fruto de la acción del Espí­ritu Santo (GS 92s; RH 12), pero también con elementos negativos ya que “con mucha frecuencia los hombres, engañados por el maligno, se envilecieron con sus fantasí­as y trocaron la verdad de Dios en mentira, sirviendo a la criatura más bien que al Creador” (LG 16). El Vaticano II, con afirmaciones que creemos siguen siendo válidas todaví­a, declara que “la Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo” (NA 2b) y que todo lo que se quiere o se busca oscuramente en las religiones es purificado y asumido por la Iglesia (LG 17; AG 11).

“Por consiguiente, (la Iglesia) exhorta a sus hijos a que con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los adeptos de otras religiones, dando testimonio de la fe y la vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así­ como los valores socio-culturales, que en ellos existen” (NA 2e). Hay que considerar el diálogo y la, misión cómo realidades que se entrecruzan; el diálogo interreligioso. es un elemento integrador-del proceso de evangelización, pero no:puede nunca reemplazar ni sustituir a la misión (cf EN 27).

La misionologí­a vista desde la teologí­a fundamental nos remite a la exigencia de presentar a Jesucristo como el enviado (“misionero”), definitivo del Padre, punto de llegada de una pedagogí­a divina y punto de partida para un ulterior camino espiritual de salvación. El anuncio de Jesucristo como el salvador deberá tener en cuenta las conquistas metodológicas, fruto de veinte siglos de evangelización y perfeccionadas últimamente con la reflexión conciliar y posconciliar, por la teologí­a de las religiones y de la salvación: Pero será un anuncio irrenunciable. Sólo una visión teológica global, debidamente equilibrada, nos permitirá superar los extremismos nocivos para el bien de “muchos” y también, por consiguiente; para la causa. del evangelio.

6. RESPUESTAS DE LA RMi. Publicado ya el presente diccionario en el original italiano, Juan Pablo II promulgó, con fecha de 7 de diciembre de 1990, su carta encí­clica Redemptoris missio, que es la primera encí­clica posconciliar sobre la “missio ad gentes”, en cuanto distinta de la “cura pastoralis” y de la “nueva evangelización” (cf RMi 33.37). Agradecemos al editor castellano el ofrecimiento para completar ‘con éstas indicaciones la edición italiana.

Juan Pablo II en este documento da buenas pruebas de conocer muy bien todos los cuestionamientos relativos a la misión, ya señalados por nosotros en los párrafos anteriores: Desde el mismo, comienzo, y más adelanté repetidas veces, enfrentando las distintas objeciones, sale al paso de todas las sospechas supuestamente teológicas contra la validez de la misión en obediente acatamiento del mandato de Jesucristo (cf RMi 32. 35:55s.66).

Creemos que la citada encí­clica a la luz de las orientaciones conciliares nos aclara -con la autoridad que la caracteriza- el dramático problema de la unicidad y universalidad de la salvación en Cristo (cc. 1 y 2) y de la validez salví­fica de las religiones no cristianas.

La encí­clica -como si tuviera siempre delante la pregunta que se asoma varias veces a lo largo del documento: “¿Para qué la misión?” (cf RMi 4.11), y quisiese darle una respuesta- quiere recordar, aclarar, corregir posiciones erróneas y “disipar dudas y ambigüedades” (cf RMi 2.32s. 37). El Papa quiere focalizar las raí­ces de la misión y sus motivaciones y el rol sacramental de la Iglesia; quiere subrayar elementos de teologí­a sistemática y espiritual que pueden dar nuevo empuje (cf RMi 2.30.33-38) a la constitutiva (cf RMi 1.2.3.62.65s. 71) misionariedad de la Iglesia, y por tanto, al “mandato misionero”, que suena como grave compromiso para todo creyente (cf RMi 2.33.37:62. 71-74), hacia horizontes que no conocen fronteras (cf RMi 31-40), bajo la presión de las urgencias coyunturales (cf RMi 3.30). El documento resulta entonces importante por las puntuales tomas de posición frente a los principales cuestionamientos culturales, teológicos, espirituales y prácticos de los recientes años posconciliares.

Nos limitaremos a señalar algunos puntos que mayormente llaman la atención de nuestra sensibilidad.

Queremos ante todo evidenciar el subtí­tulo de la misma encí­clica, que luego encuentra eco a lo largo de la misma, pero de una manera singular en los números de la introdúcción: la perenne validez del mandato misionero y, por consiguiente, de la vocación especí­ficamente misionera (cf 62.65), y el subsiguiente grito de solí­cito llamamiento a la misión ad gentes por parte del responsable primero de la Iglesia de Jesucristo ante el número, lamentablemente siempre mayor (cf RMi -3.40), de los que lo ignoran. Pero justamente el santo padre nos recuerda que la razón de la validez del mandato misionero no se funda en la grande y cada vez mayor diferencia numérica entre no-creyentes y creyentes; antes bien su urgencia tiene que brotar espontánea, surgir desde dentro de la persona que ha sido alcanzada por la “buena nueva” de la salvación en Cristo (cf RMi 11 y 3.4:7.26s). Por lo tanto, podemos decir que, aun en la hipótesis que el evangelio fuera anunciado a todos los hombres, la misión ad gentes seguirí­a dándose, pues no puede agotarse nunca (cf RMi 31). La insistencia del santo padre en la misión se comprende sólo desde la fe (RMi 2.4.36) y desde la convicción -nuevamente reafirmada en tono perentorio- de que todos los hombres necesitan de la mediación de Cristo para salvarse (RMi 5s), y por tanto todos tienen derecho de conocer y escuchar el anuncio de la “buena nueva” (RMi 8).
Para el Papa está claro que proponer el evangelio no comporta ninguna coartación de la libertad del hombre; más bien constituye un motivo de promoción de la persona humana misma (RMi 1.3.7s.11.39.58s). Subrayamos esta afirmación, pues el hombre moderno es particularmente sensible a todo lo que pueda constituir un esclarecimiento de este criptograma que es el hombre mismo. Desde la teologí­a fundamental y en sintoní­a con las afirmaciones de la encí­clica, afirmamos que es Cristo el único capaz de aclarar el misterio humano y dar respuesta a todas las exigencias y aspiraciones del corazón del hombre (cf RMi 2.11).

Es fácil detectar una crisis de fe (cf RMi 2.36) y de vida cristiana en Occidente, y hasta en algunas “Iglesias jóvenes” demasiado enconchadas en sí­ mismas. Este retroceso espiritual repercute en la misión y le quita empuje (cf RMi 39s). El Papa nos viene a recordar entonces que la fe se refuerza dándola (cf RMi 2.11.34). La misión nace de la fe en Cristo (cf RMi 4) y “el anuncio está animado por la fe, despierta entusiasmo y fervor en el misionero” (RMi 45). Juan Pablo II, no obstante el crudo lenguaje de las estadí­sticas (cf RMi 35.40), nos presenta una visión optimista y llena de esperanza sobre nuestro tiempo, en contra de toda tentación de desaliento y de pesimismo. Su optimismo proviene de la fe (cf RMi 36). El habla de “`nueva primavera’ del cristianismo” (RMi 2) y de “una humanidad mejor preparada para la siembra evangélica” (RMi 3). Al final del escrito subraya su convencimiento de que “Dios está preparando una gran primavera cristiana, de la cual ya entrevemos el comienzo.” (cf RMi 86).

Uno de los elementos que más nos gusta en la encí­clica y que nos parece casi su leitmotiv en las respuestas que trata de dar y en su deseo de infundir nuevos empujes misioneros es su esfuerzo de lucha contra todo reduccionismo:
1) La misión es compromiso de toda la Iglesia; por esto, al comienzo, el santo padre nos declara su intención de involucrar a todos en las reflexiones de su escrito (cf RMi 2). Todos tienen que sentir la urgencia de la misión como consecuencia de la dignidad bautismal recibida (cf RMi 1-3.4.40.71). Los teólogos tienen que prestar su colaboración de reflexión para profundizar y exponer sistemáticamente los distintos aspectos de la misión (cf RMi 2.4.36). Queremos señalar el gesto de confianza y de optimismo de parte del Papa, que invita a las “jóvenes Iglesias” a enviar y a acoger misioneros (ef RMi 2.39.49.62.63.64.66.85.91).

Prácticamente todo el capí­tulo 6 está consagrado a demostrar una vez más que toda la Iglesia y cada Iglesia está enviada ad gentes y que la solicitud misionera comprende obligaciones y roles particulares a partir de vocaciones particulares, funciones y carismas. Desde este enfoque tiene que ser considerada también la misma vocación misionera “especial” (cf RMi 27.32s.65). Es claro que cuando el Papa habla de la validez del mandato misionero tiene que hacer referencia imprescindible a los misioneros consagrados a ella por toda la vida, según el proyecto de Dios. Nos gusta el número 69, en el cual el santo padre dedica su reflexión al rol misionero de los institutos de vida consagrada, sea los de vida contemplativa o los de vida activa. La admiración y la palabra de aliento del Papa a las religiosas misioneras encuentra su culminación en el número 70. Importante es la exhortación dirigida a los misioneros ad vitam a que pongan al dí­a su formación doctrinal y apostólica (cf RMi 65.91). Estos misioneros son servidores de la misión entre y con los demás operadores de la pastoral misionera, pero tienen que tomar conciencia de su “vocación especial” y “especí­fica” (cf RMi 64.65s) para corresponder a ella también hoy y como la Iglesia hoy lo pide (cf RMi 65).

2) A nivel de destinatarios (ef RMi 2.22s.24s.28.30.33.35.37.39.40), son tres los diversos niveles, con sus respectivos nombres, del mandato “misionero” único, aunque claramente diferenciado desde el punto de vista pastoral (cf RMi (2) 33). Las situaciones de evangelización y misionariedad no son homogéneas, sino sustancialmente diversas (cf RMi 37a.41). El Papa quiere dedicar su escrito sobre todo a recordarnos a todos la validez y la urgencia de “la misión ad gentes”, por él definida como “actividad especí­fica, peculiar, primaria de la Iglesia, esencial , y jamás concluida” (RMi 2.11.31 s.33.35.62). Que la misión, luego, sea para todos los hombres, resulta una vez más también de la definición de “reino de Dios”, realidad que tiene que ser pedida y acogida por todos y destinada a todos (cf RMi 14s.18.20.22s.33) y depende del agente principal de la misión, el Espí­ritu Santo, que está presente y operante en todo tiempo y en todo lugar (cf RMi 28s).

3) No da espacio para ningún reduccionismo tampoco en los “ámbitos” de la misión ad gentes (RMi 37): fajas territoriales (cf RMi 37a. y 40), mundos y fenómenos sociales nuevos (cf RMi 37b), áreas culturales (ef también RMi 52) o arcópagos modernos (cf RMi 37c). El número 37 figura entre los más largos de la encí­clica y nos brinda un análisis detallado de la situación, invitándonos a asumir con responsabilidad y valentí­a los campos de misión que nos vienen preparados por la vida moderna. La situación coyuntural mundial parece ofrecer también nuevas oportunidades a la misionariedad de la Iglesia (cf RMi 3.8.30). Es fácil ver proyectada la presencia apostólica del mismo santo padre en cada uno de estos “mundos”.

4) Tampoco cabe ningún reduccionismo por lo que se refiere a los agentes misioneros: la misión es constitutivamente de todo bautizado (cf RMi Is.3.4.7.26s.71.77); pero una vez asentado esto, dedica su reflexión a la insoslayable necesidad de vocaciones misioneras ad gentes y ad vitam (cf RMi 27.32), rechazando teorí­as y prácticas contrarias que buscaban supuestas argumentaciones en afirmaciones conciliares y magisteriales recientes (ef RMi 2.32), que por una. parte quisieran eliminar el término mismo de misión: “Basta de las misiones”, y por otra lo extreman afirmando que “todo es misión”.

5) Ningún reduccionismo relativo al contenido y al fin de la misión. El contenido de la misión es la buena nueva de la inauguración escatológica del reino de Dios con todos sus valores (ef RMi 34), y éste atañe a todos: a las personas, a la sociedad y al mundo entero (ef RMi 14s). Particularmente claro es el fin de la misión: no sólo promoción humana, no sólo diálogo con los otros, sino también anuncio claro del reino de Dios, que es Jesucristo, único revelador del Padre, con un explí­cito llamamiento al bautismo de conversión y a la formación de nuevas Iglesias (cf RMi 46-50). El reino de Dios es la obvia “realidad clave-de-sí­ntesis” de toda la reflexión propuesta por el Papa, al cual justamente dedica todo el capí­tulo 2, que nos parece muy bien logrado. Es aquí­ en donde encontramos respuesta a varios de los cuestionamientos de la misionologí­a contemporánea (cf RMi 17-20).

Puesto que hemos hablado de sensibilidad, séanos permitido afirmar que, desde el punto de vista teológico-(fundamental), consideramos básicos los capí­tulos 1, con su largo y necesario Apéndice; el 2 y el 3. Tampoco aquí­ caben reduccionismos.

Prácticamente, todos los problemas teológicos de la misión vienen resueltos desde la cristologí­a. Por eso este capí­tulo es primero no sólo por el lugar que ocupa, sino mucho más por su importancia. En los tres primeros capí­tulos encontramos respuesta a todas las “sospechas” adelantadas en contra de la validez de la misión (cf RMi 4), y que atañe de una manera particular a la exclusividad reveladora-salví­fica de Cristo y de la Iglesia por él fundada y a los contenidos de la misma misión. Juan Pablo II nos recuerda que el universalismo salví­fico de Cristo está afirmado en todo el NT: Jesús es la autorrevelación definitiva de Dios, el único mediador entre Dios y los hombres (ef RMi 5). No está permitido introducir ninguna separación entre el Verbo y Cristo, entre el Jesús de la historia y el Verbo eterno (cf RMi 6). Hay novedad radical en la vida traí­da por Jesús, de la cual todos tienen necesidad. En los capí­tulos 5 y 8 retoma afirmaciones cristológicas, particularmente significativas también para la teologí­a fundamental. La Iglesia no es sólo, sino también, instrumento de salvación (cf RMi 20), y la salvación en Cristo tiene que ser ofrecida a todos los hombres. “Nosotros no podemos callar” (He 4,20; cf RMi 11): abrirse al amor de Cristo es verdadera liberación (cf RMi 2.7s). Muy preciso es también el capí­tulo 2, destinado a aclarar la relación entre Jesucristo, el reino y la Iglesia. Teológicamente es muy bonito el capí­tulo 3; sobre el Espí­ritu Santo, protagonista de la misión, quien guí­a y hace misionera a toda la Iglesia. El mismo Espí­ritu pide hoy el relanzamiento de la actividad misionera.

La teologí­a fundamental está también particularmente interesada en las ví­as de la misión por la relación que tienen con la credibilidad de la fe. El testimonio es el principal criterio de credibilidad del mismo kerigma (cf RMi 42). El anuncio tiene que ser hecho con gozo y entusiasmo (cf RMi 2.45). Sin ambages se afirma que el verdadero misionero es el santo, haciendo prácticamente coincidir la universal vocación a la santidad con la universal vocación a la misionariedad (cf RMi 90). La caridad es fuente y criterio de la misión (cf RMi 60). Juan Pablo II toma clara posición sobre el necesario diálogo con las otras religiones y sus lí­mites (cf RMi SSs). La evangélica opción preferencial por los pobres es también testimonio y criterio de credibilidad (cf RMi 42).

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LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

La idea de una misión divina no es completamente extraña a las religiones no cristianas. Sin hablar de Mahoma “enviado de Dios”, que pretende suceder a los profetas bí­blicos, se la encuentra en cierto grado en el paganismo griego. Epicteto se considera como “el enviado, el inspector, el heraldo de los dioses”, “enviado por el dios para ejemplo” : para reanimar en los hombres con su enseñanza y su testimonio la centella divina que hay en ellos, estima haber recibido una misión del cielo. Igualmente en el hermetismo el iniciado tiene la misión de convertirse en “guí­a de los que son dignos, para que el género humano sea por su medio salvado por Dios”. Pero en la revelación bí­blica la idea de misión tiene unas coordenadas muy diferentes. Es totalmente relativa a la historia de la salvación. Implica un llamamiento positivo de Dios manifestado explí­citamente en cada caso particular. Se aplica tanto a colectividades como a individuos. En conexión con las ideas de predestinación y de vocación, se traduce en un vocabulario que gravita en torno al verbo “enviar”.

AT. I. LOS ENVIADOS DE Dios. 1. En el caso de los *profetas (cf. Jer 7,25) – el primero de los cuales es *Moisés – es donde más al vivo se puede percibir la misión divina. “Yo te enví­os: esta palabra está en el centro de toda *vocación profética (cf. Ex 3.10; Jer 1,7; Ez 2,3s; 3,4s). Al llamamiento de Dios responde cada uno según su temperamento personal: Isaí­as se ofrece (“Aquí­ estoy, enví­ame”, Is 6,8); Jeremí­as pone objeciones IJer 1.6): Moisés pide signos que acrediten su misión (Ex 3,11ss), trata de rehusarla (4,13), se queja amargamente (5,22). Pero todos al fin obedecen (cf. Am 7,14s), si se exceptúa el caso de Jonás (Ion l,lss). Esta conciencia de una misión personal recibida de Dios es un rasgo esencial del verdadero profeta. Lo distingue de los que dicen: ” ¡Palabra de Dios!”, siendo así­ que Dios no los ha enviado, como aquellos profetas mentirosos contra los que lucha Jeremí­as (Jer I4,14s; 23,21.32; 28,15; 29,9). En sentido más amplio se puede también hablar de misión divina en el caso de todos los que desempeñan un papel providencial en la historia de Israel; pero para reconocer la existencia de tales misiones se requiere el testimonio de un profeta.

2. Todas las misiones de los enviados divinos son relativas al *designio de *salvación. La mayorí­a de ellas están en relación directa con el pueblo de Israel. Pero esto deja margen para la mayor diversidad. Los profetas son enviados para convertir los corazones, anunciar castigos o hacer promesas: su función está estrechamente ligada con la *palabra de Dios, que están encargados de llevar a los hombres. Otras misiones se refieren más directamente al destino histórico de Israel: José es enviado para preparar la acogida de los hijos de Jacob en Egipto (Gén 45,5) y Moisés para sacar de allí­ a Israel (Ex 3,10; 7,16; Sal 105,26). Lo mismo sucede con todos los jefes y liberadores del pueblo de Dios: Josué, los Jueces, David, los reconstructores del judaí­smo después del exilio, los jefes de la sublevación macabea… Aun en los casos en que a propósito de ellos no hablan explí­citamente de misión los historiadores sagrados, los consideran evidentemente como enviados divinos, gracias a los cuales progresó hacia su término el designio de salvación. Incluso paganos pueden desempeñar en este punto un papel providencial: Asiria es enviada para castigar a Israel infiel (Is 10,6) y Ciro para abatir a Babilonia y liberar a los judí­os (Is 43,14; 48,14s). La historia sagrada se construye gracias al entrecruzamiento de todas estas misiones particulares que convergen hacia el mismo fin.

II. LA MISIí“N DE ISRAEL. 1. ¿Hay que hablar también de una misión del pueblo de Israel? Sí­, si se piensa en el estrecho nexo que hay siempre entre misión y *vocación. La vocación de Israel define su misión en el designio de Dios. Elegido entre todas las naciones, es el *pueblo consagrado, el pueblo-sacerdote encargado del servicio de Yahveh (Ex 19,5s). No se dice que desempeñe esta función en nombre de las otras naciones. Sin embargo, a medida que se desarrolla la revelación los oráculos proféticos entrevén el tiempo en que todas las *naciones se unan a él para participar en el culto del Dios único (cf. Is 2,lss; 19,21-25; 45,20-25; 60): Israel es por tanto llamado a ser el pueblo, faro de la humanidad entera. Asimismo, si es depositario del designio de salvación, lo es con la;misión de hacer que participen en él los otros pueblos: desde la vocación de Abraham existí­a la idea en germen (Gén 12,3); ésta se precisa a medida que la revelación va descorriendo mejor el velo de las intenciones de Dios.

2. A partir del exilio se observa que Israel ha adquirido claramente conciencia de su misión. Sabe ser el *siervo de Yahveh enviado por él en calidad de mensajero (Is 42,19). Ante las naciones paganas es su *testigo, encargado de darlo a conocer como el Dios único (43,10.12; 44,8) y de “transmitir al mundo la luz imperecedera de la ley” (Sab 18.4). La vocación nacional desemboca aquí­ en el universalismo religioso. No se trata ya de dominar a las naciones paganas (Sal 47,4), sino de convertirlas. Así­, el pueblo de Dios se abre a los prosélitos (Is 56,3.6s). Un espí­ritu nuevo atraviesa la literatura inspirada: el libro de Jonás enfoca el caso de una misión profética que tenga por beneficiarios a los paganos, y, en el libro de los Proverbios, los enviados de la *sabidurí­a divina invitan aparentemente a todos los hombres a su festí­n (Prov 9,3ss). Israel tiende finalmente a convertirse en un pueblo misionero, particularmente en el medio alejandrino en el que se traducen al griego sus libros sagrados.

III. PRELUDIOS DEL NUEVO TESTAMENTO. 1. El tema de la misión divina aparece en la escatologí­a profética, que prepara explí­citamente el NT. Misión del *siervo, a la que Yahveh designa como “alianza del pueblo y *luz de las naciones” (Is 42,6s; cf. 49,5s). Misión del misterioso *profeta, al que Yahveh enví­a “a llevar la buena nueva a los pobres” (Is 61,1s). Misión del enigmático mensajero que despeja el camino delante de Dios (Mal 3,1) y del nuevo Elí­as (Mal 3,23). Misión de los paganos convertidos que van a revelar la gloria de Yahveh a sus hermanos de raza (Is 66,19s). El NT mostrará cómo deben cumplirse estas Escrituras.

2. Finalmente, la teologí­a de la *palabra, de la *sabidurí­a y del *Espiritu personifica en forma sorprendente estas realidades divinas y no vacila en hablar de su misión: Dios enví­a su palabra para que ejecute acá abajo sus voluntades (Is 55,11; Sal 107,20; 147,15; Sab 18,14ss); enví­a su sabidurí­a para que asista al hombre en sus tareas (Sab 9,10.); enví­a su Espí­ritu para que renueve la faz de la tierra (Sal 104,30; cf. Ez 37, 9s) y haga conocer a sus hombres su voluntad (Sab 9,17). Estas expresiones preludian así­ al NT, pues éste las reasumirá para explicar la misión del Hijo de Dios, que es su palabra y su sabidurí­a, y la de su Espí­ritu Santo en la Iglesia.

NT. I. LA MISIí“N DEL HIJO DE Dios. 1. Después de Juan Bautista, el último y el más grande de los profetas, mensajero divino y nuevo Elí­as anunciado por Malaquí­as (Mt 11,9-14), Jesús se presenta a los hombres como el enviado de Dios por excelencia, el mismo del que hablaba el libro de Isaí­as (Lc 4,17-21 ; cf. ls 61,ls). La parábola de los viñadores homicidas subraya la continuidad de su misión con la de los profetas, pero marcando también la diferencia fundamental de los dos casos: el padre de familia, después de haber enviado a sus servidores, enví­a finalmente a su *hijo (Me 12,2-8 p). Por eso, al acogerlo o desecharlo se acoge o se desecha al que le ha enviado (Le 9,48: 10,16 p), es decir, al *Padre mismo, que ha puesto todo en su mano (Mt 11,27). Esta conciencia de una misión divina, que deja entrever las relaciones misteriosas del Hijo y del Padre, se explicita en frases caracterí­sticas: “Yo he sido enviado…”, “Yo he venido…”, “El Hijo del hombre ha venido…”, para anunciar el *Evangelio (Mc 1,38 p), *cumplir la ley y los profetas (Mt 5,17), aportar *fuego a la tierra (Le 12,49), traer no la paz sino la espada (Mt 10,34 p), llamar no a los justos, sino a los pecadores (Mc 2,17 p), buscar y salvar lo que se habí­a perdido (Le 19,10), servir y dar su vida en rescate (Mc 10,45 p)… Todos los aspectos de la obra redentora realizada por Jesús enlazan así­ con la misión que ha recibido del Padre, desde la predicación galilea hasta el sacrificio de la cruz.

2. La cosa es todaví­a más evidente en el cuarto evangelio. El enví­o del Hijo al mundo por el Padre se repite aquí­ como un estribillo en todos los discursos (40 veces, p. e. 3,17; 10,36: 17,18). Así­ también el único deseo de Jesús es “hacer la *voluntad del que le ha enviado” (4.34; 6,38ss), de realizar sus obras (9,4), de decir lo que ha aprendido de él (8,26). Existe entre ellos tal unidad de vida (6,57; 8,16.29) que la actitud tomada frente a Jesús es una toma de posición frente a Dios mismo (5,23; 12,44s: 14,24; 15,21-24). En cuanto a la pasión, consumación de su obra, Jesús ve en ella su retorno al que le ha enviado (7,33; 16,5; cf. 17,11). La fe que exige a los hombres es una fe en su misión (11,42; 17,8.21.23. 25); esto implica al mismo tiempo la fe en el Hijo como enviado (6,29) y la fe en el Padre que le enví­a (5, 24; 17,3). Por la misión del Hijo al mundo se ha revelado, pues, a los hombres un aspecto esencial del misterio í­ntimo de Dios: el Único (Dt 6,4; cf. Jn 17,3), al enviar a su Hijo se ha dado a conocer como el Padre.

3. No tiene nada de extraño ver que los escritos apostólicos dan una importancia central a esta misión del Hijo. Dios envió a su Hijo en la *plenitud de los tiempos para rescatarnos y conferirnos la adopción filial (Gál 4,4; cf. Rom 8,15). Dios envió a su Hijo al mundo como salvador, como propiciación por nuestros pecados, a fin de que nosotros vivamos por él: tal es la prueba suprema de su amor a nosotros (IJn 4,9s.14). Jesús es así­ el enviado por excelencia (Jn 9,7), el apostolos de nuestra profesión de fe (Heb 3.1).

II. Los ENVIADOS DEL HIJO. 1. La misión de Jesús se prolonga con la de sus propios enviados, los doce, que por esta misma razón llevan el nombre de *apóstoles. Viviendo to daví­a Jesús los enví­a ya delante de él (cf. Le 10,1) para predicar el Evangelio y curar (Le 9,1 p), que es el objeto de su misión personal. Son los obreros enviados a la *mies por el maestro (Mt 9,38 p; cf. Jn 4,38); son los *servidores enviados por el rey para conducir a los invitados a las bodas de su Hijo (Mt 22,3 p). No deben hacerse la menor ilusión sobre la suerte que les aguarda : el enviado no es mayor que el que le enví­a (In 13,16); como se ha tratado al maestro se tratará a los servidores (Mt 10,24s). Jesús los enví­a “como ovejas en medio de los lobos” (10,16 p). Sabe que la “*generación perversa” perseguirá a sus enviados y les dará muerte (23,34 p). Pero lo que se les haga, se le hará a él mismo y finalmente al Padre: “El que a vosotros oye, a mí­ me oye, y el que a vosotros desecha, a mí­ me desecha, y el que me desecha a mí­, desecha al que me envió)) (Le 10,16); “El que a vosotros recibe, a mí­ me recibe, y el que me recibe a mí­, recibe al que me envió)) (Jn 13,20). En efecto, la misión de los apóstoles se enlaza de la forma más estrecha con la de Jesús: “Como mi Padre me ha enviado, yo también os enví­o” (20, 21). Esta palabra ilustra el sentido profundo del enví­o final de los doce por Cristo resucitado: “Id…”. Irán, pues, a anunciar el Evangelio (Mc 16,15), a hacer *discí­pulos de todas las naciones (Mt 28,19), a llevar por todas partes su *testimonio (Act 1,8). La misión del Hijo alcanzará así­ efectivamente a todos los hombres gracias a la misión de sus apóstoles y de su *Iglesia.

2. Y así­ es sin duda como lo entiende el libro de los Hechos cuando refiere la *vocación de Pablo. Utilizando los términos clásicos de las vocaciones proféticas, Cristo resucitado dice a su instrumento de elección: “Ve. Quiero enviarte lejos, a las naciones” (Act 22,21), y esta misión a los paganos entra exactamente en la lí­nea de la del *siervo de Yahveh (Act 26,17; cf. ls 42,7.16). En efecto, el siervo vino en la persona de Jesús, y los enviados de Jesús llevan a todas las *naciones el mensaje de salvación que él mismo sólo habí­a notificado a las “ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt 15,24). Esta misión recibida en el camino de Damasco la invocará siempre Pablo para justificar su tí­tulo de ‘apóstol (ICor 15,8s; Gál 1,12). Seguro de su extensión universal, llevará el Evangelio a los paganos para obtener de ellos la *obediencia de la fe (Rom 1,5) y magnificará la misión de todos los mensajeros del Evangelio (10, 14s): ¿no se debe a ella el que nazca en el corazón de los hombres la fe en la palabra de Cristo (10,17)? Más allá de la función personal de los apóstoles, la Iglesia entera en su función misionera enlaza así­ con la misión del Hijo.

III. LA MISIí“N DEL ESPíRITU SANTO. Para cumplir esta función misionera los apóstoles y los predicadores del Evangelio no están solos y abandonados a sus solas fuerzas humanas; realizan su cometido con la fuerza del *Espí­ritu Santo. Ahora bien, para definir el papel exacto del Espí­ritu hay que hablar todaví­a de misión en el sentido más fuerte del término. Jesús, evocando su futura venida en el sermón después de la Cena, precisaba: “El *Paráclito, el Espí­ritu Santo, al que mi Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas” (Jn 14,26); “Cuando venga el Paráclito, al que yo os enviaré de junto a mi Padre, él dará testimonio de mí­” (15,26; cf. 16,7). El Padre y el Hijo obran, pues, conjuntamente para enviar al Espí­ritu. Lucas pone el acento sobre la acción de Cristo, mientras que la del Padre consiste sobre todo en la promesa que él ha hecho, conforme al testimonio de las Escrituras: “Yo enviaré sobre vosotros, dice Jesús. lo que os ha prometido mi Padre” (Le 24,49; cf. Act 1,4; Ez 36,27; JI 3,1s).

2. Tal es, en efecto, el sentido de *pentecostés, manifestación inicial de esta misión del Espí­ritu que durará todo el tiempo que dure la Iglesia. A los doce los hace el Espí­ritu *testigos de Jesús (Act 1,8). Se les da para que cumplan su función de enviados (Jn 20,21s). En él *predicarán en adelante el Evangelio (1Pe 1,12), como también después de ellos los predicadores de todos los tiempos. La misión del Espí­ritu es así­ inherente al misterio mismo de la Iglesia cuando ésta anuncia la palabra para cumplir su quehacer misionero. Es también la base de la santificación de los hombres. En efecto, si en el bautismo éstos reciben la adopción filial, es que Dios enví­a a sus corazones el Espí­ritu de su Hijo que clama: “Abba!, ¡Padre!” (Gál 4, 6). La misión del Espí­ritu viene así­ a ser el objeto de la experiencia cristiana. Así­ se consuma la revelación del misterio de Dios: después del Hijo, palabra y sabidurí­a de Dios, se ha manifestado a su vez el Espí­ritu como persona divina entrando en la historia de los hombres, a los que transforma interiormente a *imagen del Hijo de Dios.

-> Apóstol – Naciones – Predicar – Profeta – Testimonio – Vocación.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas