MUJER

v. Esposo, Hombre, Varón
Gen 2:22 de la costilla .. del hombre, hizo una m
Gen 3:12 la m que me diste por compañera me dio
Gen 24:4 irás a .. y tomarás m para mi hijo Isaac
Gen 26:9 he aquí ella es de cierto tu m. ¿Cómo
Gen 39:7 la m de su amo puso sus ojos en José
Num 5:12 si la m de alguno se descarriare, y le
Jdg 14:3 ¿no hay m .. a tomar m de las filisteos
Rth 3:8 volvió .. una m estaba acostada a sus pies
1Sa 18:7 cantaban las m que danzaban, y decían
1Sa 25:39 envió David .. Abigail .. tomarla por m
2Sa 12:9 a Urías heteo tomaste por m a su m
1Ki 11:1 Salomón amó .. a muchas m extranjeras
Ezr 10:2 tomamos m extranjeras de los pueblos
Neh 13:23 judíos que habían tomado m de Asdod
Est 1:20 todas las m darán honra a sus maridos
Job 14:1 el hombre nacido de m, corto de días
Psa 128:3 tu m será como vid que lleva fruto a
Pro 2:16 serás librado de la m extraña, de la ajena
Pro 5:18 y alégrate con la m de tu juventud
Pro 6:29 es el que se llega a la m de su prójimo
Pro 9:13 m insensata es alborotadora; es simple
Pro 19:13 gotera continua las contiendas de la m
Pro 19:14 la casa .. mas de Jehová la m prudente
Pro 31:3 no des a las m tu fuerza ni tus caminos a
Pro 31:30 m que teme a Jehová ésa será alabada
Ecc 7:26 amarga .. la m cuyo corazón es lazos y
Ecc 9:9 goza de la vida con la m que amas, todos
Isa 3:12 mi pueblo .. m se enseñorearon de él
Isa 4:1 echarán mano de un hombre siete m en
Isa 19:16 aquel día los egipcios serán como m
Jer 18:21 queden sus m sin hijos, y viudas; y sus
Jer 31:22 una cosa nueva .. la m rodeará al varón
Lam 4:10 las manos de m .. cocieron a sus hijos
Eze 24:18 y a la tarde murió mi m; y a la mañana
Zec 5:7 una m estaba sentada en medio de .. efa
Mal 2:15 no seáis desleales para con la m de
Mat 5:28 que mira a una m para codiciarla, ya
Mat 9:20 he aquí una m enferma de flujo de sangre
Mat 24:41; Luk 17:35 dos m estarán moliendo en
Mat 27:55; Mar 15:40; Luk 23:49 estaban allí muchas m mirando de lejos
Mar 10:7; Eph 5:31 dejará .. y se unirá a su m
Luk 7:28 entre los nacidos de m, no hay mayor que
Luk 16:18 que repudia a su m, y se casa con otra
Joh 2:4 Jesús le dijo: ¿Qué tienes conmigo, m?
Joh 19:26 dijo a su madre: M, he ahí tu hijo
Act 13:50 los judíos instigaron a m piadosas y
Act 17:4 de .. gran número, y m nobles no pocas
Rom 1:27 hombres, dejando el uso natural de la m
1Co 7:1 bueno le sería al hombre no tocar m
1Co 7:2 cada uno tenga su propia m, y cada una
1Co 7:4 la m no tiene potestad sobre su .. cuerpo
1Co 7:27 ¿estás ligado a m? .. ¿estás libre de m?
1Co 9:5 traer con nosotros una hermana por m
1Co 11:7 de Dios; pero la m es gloria del varón
1Co 11:15 a la m .. crecer el cabello le es honroso
1Co 14:34 vuestras m callen en las congregaciones
Eph 5:28 los maridos deben amar a sus m como
Eph 5:33 a sí mismo; y la m respete a su marido
1Ti 2:11 la m aprenda en silencio, con toda
1Ti 3:11 las m .. sean honestas, no calumniadoras
Heb 11:35 las m recibieron sus muertos mediante
1Pe 3:1 m, estad sujetas a vuestros maridos; para
1Pe 3:7 honor a la m como a vaso más frágil
Rev 12:1 una m vestida del sol, con la luna debajo
Rev 17:3 vi a una m sentada sobre una bestia


Mujer (heb. zishshâh; gr. gune, “mujer”, “esposa”). Las diversas mujeres son descriptas en artí­culos bajo el nombre de cada una de ellas. Este artí­culo sólo se ocupa de la mujer como una clase en los sucesivos perí­odos de la historia bí­blica. I. La mujer original. Cuando Dios “creó… al hombre a su imagen… varón y hembra los creó” (Gen 1:27). Dios dio a ambos sexos, sin distinción, la bendición, la orden de fructificar y de multiplicarse (1:28), y la tarea de sojuzgar la tierra y enseñorearse de todas las criaturas vivientes. Gen_2 da algunos detalles adicionales: Adán fue formado primero -del polvo- y se le dio la oportunidad, antes de formar a Eva, de observar los animales para darse cuenta de que únicamente él estaba solo, de sentir la necesidad de una contraparte femenina, una “ayuda” (heb. êzer) “idónea” (heb. kenegdô). El término para “ayuda”, aplicada también a Dios (Exo 18:4; etc.), no implica que es inferior; la palabra para “idónea” significa “con su contraparte”, “correspondiente 812 a él”. Que Eva fuera formada de la costilla de Adán, y no tomada ni de su cabeza ni de su pie sino de su costado, es un sí­mbolo adecuado de la igualdad y la unidad de la pareja. La subordinación de Eva a su esposo fue una de las consecuencias de la caí­da, después que la naturaleza humana se volvió egoí­sta y competitiva. Como algunos lo han señalado, la palabra hebrea traducida “enseñoreará” no indica un decreto sino sencillamente afirma el hecho de que el esposo dirigirá a la esposa. Sin embargo, algunos toman ciertos pasajes del NT (véase la sección VI) como que implican un cambio de estatus destinado a adecuarse a la naturaleza pecaminosa de la humanidad; y algunos citan otros textos para indicar algún grado de preeminencia de Adán desde el comienzo. En cualquier caso, desde la caí­da los descendientes masculinos de Adán han extendido de hecho la supremací­a del hombre en la familia hasta incluir su dominación sobre las mujeres, lo que no establece el informe de Gen_1 y 2. Otro punto de vista es que el estatus de Eva fue alterado, no por causa de inferioridad, sino como un ajuste necesario por la pérdida de la paz y la armoní­a que habí­a entre ambos socios iguales antes del pecado; pero que el cristianismo del NT tiene la meta de contrarrestar los efectos de la caí­da al restaurar aún en esta tierra las relaciones originales (véase la sección VI). II. En el perí­odo patriarcal. Entre Adán y Abrahán no sabemos nada de la mujer, excepto que un descendiente de Caí­n introdujo una pluralidad de esposas (Gen 4:19). Pero entre Abrahán y Moisés conocemos mucho por la descripción que hace la Biblia acerca de la sociedad patriarcal. El padre era la cabeza de la familia extendida, que incluí­a las de sus hijos y tal vez las de sus nietos. Por ello, se valoraba a los hijos por sobre las hijas, ya que ellas se apartarí­an para formar parte de otras familias o clanes. (Por tanto, en las genealogí­as sólo se mencionan los hijos varones, excepto en el caso de mujeres de significación especial para el relato.) Las mujeres actuaban principalmente como esposas y madres, y se ocupaban de las tareas domésticas: cocinar, acarrear agua, y cuidar e instruir a los niños (Gen 18:6; 24:13; 27:13, 14). Algunas veces cuidaban de los rebaños, y otras veces oficiaban como nodrizas o parteras (Gen 29:9, 10; Exo 1:15, 16). Sin embargo, la mujer podí­a actuar en las actividades religiosas, sociales y económicas, y podí­a tener considerable influencia sobre su esposo e hijos (por ejemplo, Sara en el incidente con Agar e Ismael: o Rebeca al asegurar la primací­a de Jacob [Gen 16:5, 6; 21:9-14; 27:6-17, 23]). La esposa, aunque bajo la autoridad de su esposo como su “señor” (18:12), no estaba al mismo nivel que los esclavos. Abrahán se dirigió a Sara con respeto en el pedido que le hizo (12:13). En la época patriarcal las mujeres tení­a una considerable libertad de movimiento: trabajaban en el campo o con los rebaños, y se mezclaban con los pastores junto al pozo de agua (24:15-28; 29:9-11). Rebeca aparentemente fue sin velo al pozo y viajó así­ hasta que se encontró con su prometido (24:15, 16, 65); Sara también fue vista por los egipcios, quienes admiraron su belleza (12:14). Aparentemente la novia llevaba velo durante el casamiento (29:23, 25). Los casamientos eran arreglados por padres o parientes, pero se pedí­a el consentimiento de la novia (24:58). Parece que era costumbre que ella llevara consigo su criada personal a su nuevo hogar. Una esposa podí­a dar su esclava a su esposo como esposa secundaria (16:2, 3), cuyos hijos pertenecí­an legalmente a ésta, por lo que podí­an llegar a estar al mismo nivel que los de la esposa (por ejemplo, los 4 hijos de las criadas de Raquel y de Lea). En el caso de Abrahán, sin embargo, los hijos de la esposa secundaria, Agar, y Cetura, su segunda esposa legal, fueron despedidos del clan (16:3; 21:10; 25:1-6) con regalos pero sin herencia. Cuando una mujer casada quedaba viuda, sin hijos, era deber del hermano mayor sobreviviente de su esposo casarse con ella, y el primer hijo de ese matrimonio debí­a continuar con la lí­nea del fallecido (38:8-11). III. Bajo la ley mosaica. En la teocracia israelita, establecida después del éxodo, el código de leyes continuaba los rasgos principales del sistema patriarcal, aunque mitigaba algunos de sus males más graves. Por ejemplo, no se prohibió la poligamia, pero fue reglamentada. El divorcio exigí­a un certificado legal que daba a la mujer divorciada el derecho de casarse otra vez (Deu 24:1-4). Las mujeres israelitas dependí­an del jefe de la familia -ya sea padre o esposo- y, a menos que enviudara o se divorciara, no podí­a hacer un voto sin el consentimiento de él (Num 30:3-15). Sin embargo, su estatus era muy superior al de las mujeres de las naciones vecinas. Al casarse, las mujeres pasaban de la autoridad del padre a la del esposo. Un hombre no podí­a vender nunca a su mujer, aún cuando la hubiera tomado cautiva en la guerra (Deu_813 21:10-14). Podí­a vender a su hija sólo con el propósito de llegar a ser una esposa secundaria de su amo o del hijo de su amo. No podí­a ser vendida otra vez a un extranjero, ni podí­a salir libre al fin de los 6 años (Exo 21:7-11), como ocurrí­a con la esclava hebrea que no era vendida en matrimonio (Deu 15:12-14). Si un hombre seducí­a a una señorita soltera tení­a que pagar la “dote” acostumbrada y tomarla como esposa; no podí­a divorciarse nunca de ella (Exo 22:16, 17; Deu 22:28, 29). En caso de adulterio, la penalidad para ambas partes era la muerte (Lev 20:10). Una viuda no heredaba los bienes de su esposo; éstos pasaban a sus hijos o, si no habí­a hijos varones, a las hijas mientras éstas no se casaran fuera de su tribu (Num 27:1-9; 36:2-9). Una viuda sin hijos se debí­a casar con su cuñado para continuar con la lí­nea de su esposo (Deu 25:5-10): la ley del levirato. Las viudas podí­an espigar en los campos y se podí­an beneficiar con el diezmo* del 3er, año. La ley hebrea trataba al hombre y a la mujer por igual en ciertos casos: se exigí­a el respeto por el padre y la madre (Exo 20:12; 21:15, 17; Lev 19:3; 20:9); los crí­menes de violencia contra un hombre o una mujer eran castigados del mismo modo (Exo 21:15-32). Pero en el caso de votos especiales, el dinero de la valuación de una mujer era menor que el de un hombre (Lev 27:1-7), y el perí­odo de purificación después del nacimiento de una niña era el doble que el perí­odo para un varón (12:1-7). La mujer desempeñaba un papel secundario en la vida religiosa. Sin embargo, enseñaba a los niños en casa y participaba en la observancia del sábado (Exo 20:10). Las familias enteras celebraban juntas la Pascua (Exo 12:3, 14, 15), y las mujeres y las niñas podí­an acompañar a los hombres a las fiestas de las Semanas (Pentecostés) y de los Tabernáculos (Deu 16:10-16). Las mujeres de las familias de sacerdotes podí­an comer de la parte del sacerdote o de las ofrendas de paz (Lev 10:14; Num 18:11). Entre los laicos, “el hombre o la mujer” podí­an presentar ofrendas por las ofensas (Num 5:6-8). En otra descripción de la misma ofrenda, “un alma” (heb. nefesh), traducido como “persona” o “alguno”, es aparentemente equivalente a “un hombre o una mujer” (Lv. 6:2-7). Esto indica que las mujeres podí­an traer otras clases de ofrendas prescriptas para “un alma” (4:2, 27; 5:1, 4, 15, 17). No se les impedí­a acceder a cargos de liderazgo y autoridad. Hubo profetisas (Marí­a, Débora y más tarde Hulda). Débora también fue juez* y una especie de lí­der militar; pero no hubo sacerdotisas en Israel. (Algunos censuran hoy esta restricción como un desprecio a las mujeres capaces. Otros la invocan como un argumento para impedir que las mujeres ejerzan cualquier cargo pastoral. Sin embargo, un sacerdote que ofrecí­a sacrificio sobre el altar tení­a una función totalmente diferente de la de un ministro religioso.) La ventaja de la ausencia de sacerdotisas es evidente cuando se considera el ambiente alrededor de Israel. Entre las naciones vecinas las sacerdotisas a menudo tení­an la función de prostitutas sagradas en los cultos de fertilidad, que involucraban ritos groseramente inmorales en relación con los templos y los lugares altos. IV. En el AT fuera del Pentateuco. En el Israel posterior al Pentateuco la posición de la mujer estuvo regida por el mismo código de leyes sociales y religiosas. La subordinación de la mujer no impedí­a una genuina relación de amor (1Sa 1:5, 8; Ecc 9:9) y el respeto genuino de su esposo e hijos (Pro 18:22; 31:28). Sin embargo, los profetas vieron necesario anunciar el desagrado de Dios por el descuido y la crueldad hacia la mujer, especialmente las madres y las viudas (Mic 2:9; Amo 1:13; Isa 10:1, 2). En el AT hay muchas referencias a la amenaza que constituye una mujer contenciosa, malvada o inmoral (Pro 21:9,19; 6:24, 26:7). Pero también existen muchas relativas a mujeres de buen juicio, sabias, bondadosas y con otras buenas cualidades (1Sa 25:3; 2Sa 20:16; Pro 11:16). El epí­tome del carácter femenino es la esposa industriosa, de muchos recursos, habilidosa, bondadosa, sabia, honrada y piadosa (Pro 31:10-31). La buena mujer de Pro_31 podí­a comprar propiedades. Lo mismo hizo la rica y destacada mujer de Sunem podí­a recurrir al rey personalmente para reclamar sus derechos sobre ellas (2Ki 4:8-37; 8:1-6). También podí­a montar un burrito e ir a ver al profeta sin tener que dar cuenta a su esposo por su decisión (4:22, 23). Sobre el lienzo de la narración del AT aparecen las figuras de muchas mujeres: unas pocas retratadas de cuerpo entero, desde la pobre, pero fiel Rut, que espió en los campos, hasta la malvada Jezabel, que condujo a Israel a una idolatrí­a generalizada de la peor especie; desde el encanto, descripto con intensidad oriental, de la joven campesina amada por el rey Salomón, hasta el valor de Ester, que arriesga su trono y su vida para salvar a su pueblo. V. Jesús y la mujer. Jesús nunca hizo campañas en favor de los derechos de la mujer, pero su trato con ellas, cuando se lo considera 814 en el marco de las ideas y costumbres de la época, es revolucionario. Los lectores modernos no perciben el impacto del sereno desprecio de Jesús por las costumbres de Palestina en el s I d.C. en su trato con las mujeres como personas de valor. Aunque la mujer judí­a de esos dí­as podí­a, de acuerdo con su capacidad y sus oportunidades, tener una influencia considerable sobre su esposo e hijos, su ámbito de acción era principalmente el hogar (esposa, madre y dueña de casa). En cierta forma, tení­a menor libertad que en épocas anteriores, a menos que perteneciera a la clase obrera y tuviera que trabajar junto a los hombres en el campo o el taller para ayudar a mantener a su familia. Era miembro de la comunidad religiosa, pero en forma limitada. Podí­a asistir a la sinagoga en la sección de las mujeres, probablemente una galerí­a, y podí­a participar de las grandes fiestas anuales con su familia. Pero estaba eximida de estudiar la Torá y de todo deber religioso positivo relacionado con momentos especí­ficos, aunque la principal excepción a esto era la preparación para el sábado y, particularmente, el encendido de las velas al comienzo de éste (y, por supuesto, la observancia del sábado). En el templo podí­a pasar más allá del atrio exterior de los gentiles, hasta el de las mujeres, pero no podí­a entrar en el atrio de Israel, que estaba junto al de los sacerdotes, reservado para los hombres israelitas. (Parece que esto apareció tardí­amente; no se mencionan atrios separados para las mujeres en el templo de Salomón ni en el postexí­lico.) Se ha aceptado que la Mishná implica que una mujer sólo podí­a ofrecer 2 sacrificios (la ofrenda de cereales o harina con el voto de los nazareos, y la que tení­a que ver con la ordalí­a del agua amarga), y tení­a que depender del perdón de sus pecados de los sacrificios que llevaban su esposo o su padre. Si fue así­, significó un cambio desde los dí­as del AT (véase la sección IV). Basta percibir que se juzgaba un escándalo que un hombre hablara con una mujer en la calle y que los rabinos a menudo las considerasen inferior y un peligro para la moralidad de un hombre, para ver cuán revolucionaria fue la actitud de Jesús hacia ellas. Violó las costumbres rabí­nicas cuando las recibió como seguidoras, y aceptó tanto la asistencia como el dinero de un grupo de mujeres dedicadas de Galilea que lo acompañaban con los Doce en sus viajes (Luk 8:1-3; Mat 27:55, 56), y que fueron las primeras en llevar la noticia de la resurrección (Luk 23:55-24:10). Sorprendió a sus discí­pulos al conversar con una mujer junto al pozo, en Samaria (Joh 4:7, 27). Escandalizó a su huésped fariseo Simón al mostrar gratitud y comprensión por el perfume de Marí­a (Mat 26:6-13; Luk 7:36-50). Aceptó la amistad y la hospitalidad de Marta y Marí­a (Luk 10:38-42; Joh 11:1-5). Pero en medio de todo esto, sus peores enemigos nunca pudieron acusarlo de impureza en palabras o actos. Enseñó un elevado concepto del matrimonio y restringió el divorcio al caso de infidelidad conyugal; sustentó la norma única al exigir pureza de los hombres (Mat 5:27-32). Sin embargo, sin condonar el pecado, perdonó a la adúltera que fue llevada ante él (Joh 8:1-11). Muchas de sus parábolas se basaron en experiencias de las mujeres. Tomó nota de la pobre viuda cuyas 2 moneditas de cobre fueron evaluadas por Jesús como superiores a los dones de los ricos (Mar 12:41-44). Su 1er milagro fue realizado respondiendo a un deseo de su madre (Joh 2:1-11); y casi las últimas palabras que dijo en la cruz fueron para su madre al ponerla al cuidado del discí­pulo Juan (19:25-27). VI. Pablo y la mujer en la iglesia primitiva. Con excepción de Dorcas y Safira, que están relacionadas con Pedro, casi todas las mujeres de la iglesia primitiva mencionadas en la Biblia están asociadas con Pablo. El 1er contacto de Pablo con mujeres cristianas fue la persecución de que él las hizo objeto (Act 8:3; 9:2), probablemente algunas del “gran número así­ de hombres como de mujeres” (Act 5:14) que se añadieron a la iglesia después del Pentecostés. Pero fue Pablo quien puso en palabras la gran declaración de la iglesia naciente: “Ya no hay judí­o ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. Y si vosotros sois de Cristo, ciertamente linaje de Abrahán sois, y herederos según la promesa” (Gá. 3:28, 29). En el libro de Hechos y en las epí­stolas encontramos muchos nombres de mujeres activas en la iglesia. En Listra estaba Eunice, la madre de Timoteo (Act 16:1; 2 Tit 1:5); en Filipos, Lidia, la 1ª conversa de Europa (Act 16:8-15), y también Evodia y Sí­ntique, colaboradoras de Pablo (Phi 4:2, 3); en Atenas, Dámaris (Act 17:34); en Corinto, Priscila, que con su esposo Aquila trabajaron con Pablo y lo acompañaron a Efeso (18:1-3, 18, 19). Pablo ha adquirido la reputación de tener prejuicios contra la mujer. En Corinto reprendió el escándalo, las divisiones, las contenciones y las reuniones desordenadas; su tema: limiten 815 sus libertades cristianas si debilitarán u ofenderán a otros. Por ejemplo, los conversos para quienes el comer alimentos ofrecidos a dioses inexistentes todaví­a era idolatrí­a (1Co_8; 10:27-32); o los no cristianos para quienes una mujer en la iglesia con la cabeza descubierta (o con el cabello suelto en lugar de estar atado a la cabeza; 11:5, 6) significaba que ella repudiaba su matrimonio o la autoridad de su esposo (vs 15, 10 cf Num 5:18). Pero la explicación de Pablo acerca de Adán y Eva deja, al parecer, ambigua la situación de la mujer (1Co 11:8, 9; cf vs 11, 12). En el cp 14, ¿pide a las mujeres que guarden silencio en la iglesia y pregunten después a sus esposos en casa (vs 34, 35) porque son subordinadas, o porque provocan confusión con sus preguntas? Ciertamente no desaprobó a las mujeres que hablan en oración o profetizan, sino sólo a las que tienen un arreglo no apropiado de su cabello (11:5, 13). Aparentemente, habí­a detalles conocidos para los corintios que la carta de Pablo no revela a los lectores actuales. Más tarde tuvo que pedir a Timoteo que no permitiera que las mujeres enseñaran o usurparan la autoridad de los hombres (1 Tit 2:11-14). El caso de Adán y Eva, ¿sugiere una situación entre esposos o una regla general? La amonestación a enseñar a las esposas a ser obedientes a sus maridos está acompañada por una razón: “Para que la palabra de Dios no sea blasfemada” (Tit. 2:4, 5). Notemos que la misma razón se da para que los esclavos cristianos honren a sus amos: el bien de la causa (1 Tit 6:1). Las opiniones todaví­a difieren con respecto a la actitud de Pablo hacia las mujeres, pero ciertamente él aceptó y apreció calurosamente a muchas de ellas como amigas y colaboradoras (Rom_16), y presentó el gran ideal de que “ya no hay judí­o ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gá. 3:28). Mula. Véase Mulo/a. Muladar. Véase Estiércol.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

en el Génesis se dice que Dios creó al hombre, a su imagen y semejanza, Gn 1, 26, pero aquí­ hombre, ´adam, tiene un sentido colectivo, se refiere al ser humano, por lo que inmediatamente, en el mismo versí­culo, usa el verbo en plural, †œmanden†. Es decir, que hombre y m. fueron creados iguales. Sin embargo, en la práctica, en el A. T., siendo la sociedad israelita patriarcal, la m. estuvo en inferioridad de condiciones respecto del hombre, le estaba subordinada tanto social como legalmente.

La m. estaba relegada a un segundo plano tanto en las instituciones polí­ticas como religiosas. Dentro de la sociedad patriarcal israelita, siendo la familia endógama, se exigí­a que la esposa fuera del mismo clan del marido. El matrimonio exógamo estaba prohibido, Ex 34, 16; Dt 7, 2-4; Jc 3, 5-6; 1 R 11, 1-8; 16, 31-32. La descendencia y la sucesión se cuentan en lí­nea masculina, las mujeres no heredaban la propiedad, para que el patrimonio familiar no se desperdigara progresivamente, a no ser en el caso excepcional de que no hubiesen varones, como el caso que se narra en Nm 27, 1-7. El padre intervení­a en la escogencia de la pareja para los hijos, y cuando un esposo morí­a sin dejar hijos, se aplicaba la ley del levirato, Dt 25, 5-10. Al padre, pues, están sujetos la mujer o las mujeres que tenga, los hijos solteros y los casados con sus mujeres e hijos. La desigualdad se hace más notoria con la poligamia, Jacob, por ejemplo, tuvo dos mujeres principales, Lí­a y Raquel, además de las de segundo grado, Zilpá y Bilhá, todas las cuales le dieron hijos, de los que descienden las tribus de Israel, Gn 29, 15-30. En la época monárquica, se acentúa, los reyes tení­an verdaderos harenes, como David, 2 S 3, 2-5; Salomón tuvo setecientas mujeres y trescientas concubinas, 1 R 11, 3. Otra desigualdad entre la mujer y el hombre, estaba en el derecho de repudio, que práctiamente sólo pertenecí­a al hombre. En Dt 24, 1, se dice: †œSi un hombre toma una m. y se casa con ella, y resulta que esta m. no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le escribirá un acta de divorcio, se la pondrá en su mano y la despedirá de su casa†. Esta norma era tan general, que se llegó a casos tan extremos de repudio, como el que un hombre se divorciara por haber encontrado una m. más hermosa que la suya. Esta práctica injusta para con la m. fue condenada por el profeta Malaquí­as como un crimen, Ml 2, 14-16. En cuanto a la fidelidad de la pareja, prácticamente se entiende en un sólo sentido. Así­, es adúltero el hombre, soltero o casado, que tenga relaciones con la esposa o la novia de otro. Pero es adúltera la m. novia o esposa que tenga relaciones con cualquier hombre, soltero o casado sino por la misión más importante de la m. era dar a su marido numerosos hijos, especialmente varones, con el fin de garantizar la perpetuidad de la familia.

Sin embargo, en el A. T., se encuentran casos de mujeres excepcionales.

Hubo mujeres que aunque excluidas del sacerdocio y las funciones del culto, fueron profetizas, como Marí­a, la hermana de Moisés, Ex 15, 20; así­ como Juldá, 2 R 22, 14; Débora, que también era juez, Jc 4, 4; la esposa del profeta Isaí­as, Is 8, 4. Heroí­nas como Ester y Judit.

En el N. T. Jesús es tajante respecto a la igualdad entre el hombre y la m.: †œTodo el que repudia a su m. y se casa con otra comete adulterio; y el que se casa con una repudiada por su marido comete adulterio†, Lc 16, 18; y en Mc 10, 9, dice: †œlo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre†. El apóstol Pablo, al considerar superada la Ley por Cristo, dice que por el bautismo y la fe en Jesús desaparece toda diferencia entre los hombres, †œya no hay judí­o ni griego; ni esclavo ni libre; ni m. ni hombre; ya que todos sois uno en Cristo Jesús†, Ga 3, 28-29. Jesús da ejemplo en contra de los convencionalismos y la segregación de los judí­os respecto a las mujeres, conversa en sitios públicos con ellas, no importa su nacionalidad o religión, como con la siro-fenicia, Mc 7, 24-30; la samaritana, Jn 4, 6-27. Un grupo de mujeres le acompañaba, Lc 8, 1-3; las cuales estuvieron presentes en su crucifixión, en su muerte y sepultura, y recibieron el mensaje de su resurrección, que luego transmitieron a los apóstoles.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

El relato general de la creación implica la plena humanidad de Eva (Gen 1:26-27), y el relato especial de su creación (Gen 2:18-24) recalca su superioridad sobre todos los animales inferiores, la necesidad de Adán de tenerla como ayuda, su relación í­ntima con él como parte de su ser más profundo y la naturaleza del matrimonio como una relación de una carne.

Aunque muchas mujeres del AT no son importantes, tres esposas patriarcales (Sara, Rebeca y Raquel) desempeñaron papeles importantes, como también lo hizo Marí­a, hermana de Moisés (Exo 2:1-9; Exo 15:20; Números 12).

Débora ejerció un liderazgo extraordinario (Jueces 4; 5), y Rut la moabita llegó a ser una virtuosa bendición a Israel. Ana (1Sa 1:1—1Sa 2:11) ilustra a la vez la desesperación de una mujer sin hijos y la gracia de la maternidad piadosa. El consejo de la madre de Lemuel a su hijo (Proverbios 31) presenta a una madre ideal, hacendosa, en una familia próspera. Reinas buenas y malas, y mujeres malignas de otras clases sociales son descritas con franqueza en la Biblia.

En la vida y ministerio de Jesús sobresalen mujeres piadosas: Elisabet, la madre de su precursor (Lucas 1); la virgen Marí­a; Ana (Luk 2:36-38); la pecadora de Luk 7:36-40; Marí­a Magdalena; Marta y Marí­a de Betania; las mujeres que acompañaban a los discí­pulos en viajes misioneros y les serví­an de sus bienes (Luk 8:3). Mujeres permanecieron cerca de la cruz hasta la sepultura y fueron las primeras ante la tumba abierta. Mujeres se unieron a los hombres en oración entre la Ascensión y Pentecostés (Act 1:14). Los discí­pulos en Jerusalén se reuní­an en la casa de Marí­a, la madre de Juan Marcos (Act 12:12). Los primeros convertidos en Europa fueron mujeres, incluyendo a Lidia, la próspera mujer de negocios en Filipos (Act 16:13-15). Febe, una diaconisa, y muchas otras mujeres son saludadas en Romanos 16. Pablo (1Co 11:2-16; 1Co 14:34-35) insta a las mujeres creyentes a la subordinación, pero exalta a la esposa creyente como un tipo de la iglesia, esposa de Cristo (Eph 5:21-23). El establece normas elevadas para las esposas de oficiales de la iglesia y para mujeres en posiciones oficiales (1Ti 3:11; Tit 2:3-5). También Pedro (1Pe 3:1-6) insta a las mujeres casadas a un papel subordinado pero noble.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(“varona”, por haber sido sacada del varón, Gen 2:23).

1.Dignidad.

– Hecha a imagen de Dios, Gen 1:27.

– Igual que el hombre, ante los ojos de Dios, Gal 3:28.

– Redimida por Cristo, exactamente igual y con el mismo amor que al hombre: (en cientos de sitios en la Biblia donde pone “hombre”, se re fiere al “hombre y mujer”), Rom 1:1718, Mat 4:4, Mat 4:19, Mat 16:26, Mat 18:7, Mar 2:27 Luc 12:8, 1Ti 2:5, 2Ti 3:17, Heb 2:6, Heb 9:27, Heb 13:6, etc.

– La persona humana más importante en toda la Biblia, después de Jesús, es una mujer: La Virgen Marí­a. Ver “Marí­a”.

2- Deberes y derechos especí­ficos: – Hecha del hombre, Gen 2:21-22.

– Para ser ayuda y companera del hombre, Gen 2:18-20, 1Co 11:9.

– Sujeta al hombre, 1Co 11:3, Gen 3:16.

– Para ser gloria del hombre, 1Co 11:7.

– Deberes como “esposa”: Ver “Esposos”.

– Deber ser amorosa, afectuosa, buena, virtuosa, obediente, respetuosa, modesta, sin rizados, ni perlas, sino con obras buenas, 2Ti 3:8-15, 1Pe 3:6, Efe 5:22-33, 2Sa 1:26, Gen 18:12.

– Tierna y constante para los hijos, y se salvará por la crianza de los hijos, 1Ti 3:15, Isa 49:15, , Lam.4:lo.

– La mujer perfecta, Prov.31.

– La mujer mala, 2Ti 3:6, Prov.7, Ectes.7, Jer:2Ti 7:18, Num 31:15-16. Derechos: E1 “esposo” no la debe “esclavizar”, ni “mandar”, sino “amar”, Efe 5:22-33, Col 3:18, 1Pe 3:7.

3- El tí­tulo “mujer” a la Virgen Marí­a Se lo da dos veces Jesús a Marí­a.

– En el Calvario, Jua 19:25-27, la llama “madre” 5 veces, y “mujer” una, para recordarnos que es la “mujer” de la primera promesa de la redención, en Gen 3:15 y Ap.l2.

– En Caná, Jn.2, se le llama 2 veces “madre” y una “mujer”. La palabra “mujer” en el idioma judí­o, y en el espanol, no es un término despreciativo, sino el más bello del diccionario, que conlleva el significado de madre, hermana, novia, esposa.

4- La mujer en la Iglesia Cristiana.

– La madre de Jesucristo, Mt.l, Lc.l, Gal 4:4.

– Un papel muy importante, como colaboradoras de Jesús y los Apóstoles, diaconisas, Luc 8:2, Rom 16:1-3, 1Ti 3:11.

– Fueron los primeros testigos de la resurrección, Luc 24:1-10.

– La primera creyente de Europa fue una mujer, Lidia, Hec 16:13-15.

– En el “culto público” la mujer debe usar “velo”, no debe predicar, ni enseñar, y estar subordinada al hombre, 1Co 11:4-15, 1Co 14:34-35, 1Ti 2:11-12.

5- Mujeres importantes en el A.T.

– Eva, Gen 3:20.

– Betsabé, esposa de David, 2Sa 11:3, 2Sa 11:27.

– Débora,: (juez), Jue 4:4.

– Dalila: (Sansón), Jue,Jue 16:4-5.

– Ester, Libro de Ester,: (judí­a, reina).

– Jezebel, reina hechicera, 1 R.16, 18.

– Judit, Libro de Judit.

(heroí­na).

– Mical, hija de Saul, i S.14:49.

– Mirian, Hermana de Moisés, Ex.15.

– Raquel, esposa de Jacob, Gen 29:28.

– Rahab, ayuda a espí­as, Jos 2:1-3.

– Rut, Libro de Rut.

(abuela de David).

– Sara, esposa de Abraham, Ge. i i:29. Esposa de Tobí­as, Tob.7
– Tamar, Gen 38:6 : – Ana, madre de Samuel, 1 S.1 y 2.

– Rebeca, esposa de Isaac, Gen 25:21.

6- Mujeres en el N.T.

– Las “Marí­as”. Ver “Marí­a”.

– Las santas mujeres de Jua 19:25-27, Mat 27:55-56, Luc 8:1-3, Luc 23:55-56.

– Cinco mujeres en la genealogí­a de Jesus: Tamar, Rahab, Rut, Betsabé y la Virgen Marí­a, Mt.l:l-16.

– La hemorroisa, Mat 9:20-22.

– La cananea, Mat 15:21-28.

– La mujer pecadora, Mat 26:6-13, Mar 14:3-9, Jua 12:1-8.

– Marta y Marí­a: (Lázaro), Luc 10:38-42. Jn.11.

– Las mujeres de Jerusalén.

– La samaritana, Jua 4:7-42.

– La adúltera, Jn.8:3- I 1.

– Ana, viuda, Luc 2:36-37.

– Isabel, madre de Juan B., Luc 1:5-15.

– Herodí­as, Mat 14:3-6.

– Lidia, primera creyente de Europa, Hec 16:14.

– Susana y Juana y Magdalena, Lc.8.

– Tabita: (Dorcas), resucitada por Pedro, Hec 9:36.

Luc 23:27-31.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El término hebreo que se utiliza para m. es isha. El ser humano es yelud isha, nacido de mujer (Job 14:1; Job 15:14; Job 25:4; Gal 4:4). En el principio, †œcreó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó† (Gen 1:27). La m., entonces, fue hecha, con la misma dignidad que el varón. A ambos encargó Dios el poblar la tierra (†œY los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos†). A ambos les dio el mandamiento de dominar las fuerzas de la naturaleza (†œ… llenad la tierra y sojuzgdla†). A ambos les dio potestad para enseñorearse de los animales (†œ… señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra† [Gen 1:26-28]). El pecado, sin embargo, introdujo una enorme distorsión en la historia humana. Una de ellas está expresada en las palabras que Dios dijo a la mujer: †œMultiplicaré en gran manera los dolores en tus preñeces; con dolor darás a luz los hijos; y tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti† (Gen 3:16). Hasta el momento de la †¢caí­da, tanto el hombre como la mujer se enseñoreaban de los animales. La caí­da puso a la mujer bajo el enseñoramiento del hombre. De manera que estas palabras deben ser vistas como lo que son, una condenación y no como un ideal divino, pues el enseñoramiento del hombre sobre la mujer es una consecuencia del pecado.

Esto puede ya apreciarse en el relato del violento †¢Lamec, que es el primero del que se dice en la Biblia que practicó la poligamia. Nótese que la violencia y la poligamia aparecen juntos en la historia de este hombre, quien dice en su canto o poema: †œAda y Zila, oí­d mi voz; mujeres de Lamec, escuchad mi dicho: que un varón mataré por mi herida, y un joven por mi golpe. Si siete veces será vengado Caí­n, Lamec en verdad setenta veces siete lo serᆝ (Gen 4:19-24). Las instituciones sociales que siguieron formándose en el transcurso de la historia humana han venido, entonces, matizadas e influenciadas por las consecuencias del pecado. Así­, la m. vino a ser tratada como si tuviese menos dignidad que el hombre, al punto de que se la consideraba, en la época patriarcal, y aun después, como una propiedad del padre, o del esposo. Su situación de dependencia se puede ver en el hecho de que se mencionan a las mujeres, aun a las más famosas, con el nombre de sus maridos: Débora, mujer de Lapidot; Hulda, mujer de Salum, etcétera.
una sociedad patriarcal como la israelita, el trato que se daba a la m. no la situaba en un plano de igualdad con el hombre. Se preferí­a tener hijos varones. Si el parto era de varón, la m. permanecí­a treinta y tres dí­as en purificación, pero si era de hembra el perí­odo era el doble (Lev 12:2-5). El padre decidí­a con quién se casaba la hija, aunque a veces se le consultaba (Exo 2:21; Gen 24:58). Las hijas eran consideradas como propiedad del padre, por lo cual el novio, en el momento del matrimonio, tení­a que comprar ese derecho mediante el pago de una †¢dote. Un padre podí­a vender su hija por sierva (Exo 21:7-11). ( †¢Hija).
se conocí­a entre los israelitas la práctica del divorcio por parte de la mujer. Quien podí­a dar carta de divorcio era el hombre (Lev 21:7, Lev 21:14; Deu 22:13-21). Sólo después de la introducción de las culturas griega y romana se conoció en Israel el divorcio de una mujer de su marido. Una m. repudiada sufrí­a cierta discriminación, pues un sacerdote no podí­a casarse †œcon mujer repudiada de su marido† (Lev 21:7, Lev 21:14). El padre o el marido podí­a anular los votos a Jehová que hiciere una m. (Num 30:3-16).
asuntos hereditarios, se daba preferencia a los hijos varones, pero la m. podí­a heredar en ausencia de éstos. De conformidad con el papel asignado por la sociedad patriarcal a la m., no se suponí­a que ésta ejerciera funciones de liderazgo, por lo cual, al negarse †¢Barac a ir sin †¢Débora a pelear contra Sí­sara, ésta le dijo: †œIré contigo; mas no será tuya la gloria de la jornada que emprendes, porque en mano de m. venderá Jehová a Sí­sara† (Jue 4:9). Sólo varones fueron reyes de Israel. Las reinas que se mencionan eran reinas madres o usurpadoras del trono, pues quienes lo heredaban legí­timamente eran los hijos varones.
estas razones resultaba tan asombroso para los judí­os del NT el tratamiento que recibí­a la m. entre los seguidores de Cristo, especialmente de parte del mismo Señor, en cuyo ministerio las m. desarrollaban un gran papel. Cuando viajaba †œanunciando el reino de Dios†, los doce iban con él †œy algunas m. que habí­an sido sanadas de espí­ritus malos y de enfermedades … y otras muchas que le serví­an de sus bienes† (Luc 8:1-3). Cuando sus discí­pulos le encontraron conversando con la samaritana, †œse maravillaron de que hablaba con una m.† (Jua 4:27). En otra ocasión le llevaron a una m. †œsorprendida en adulterio†, a la cual querí­an condenar a la lapidación, sin hacer lo mismo al hombre con el cual se habí­a cometido el hecho, el cual, según la ley, tení­a también que morir. El Señor Jesús no aceptó la discriminación que hicieron los escribas y fariseos, y finalmente perdonó a la pecadora (Jua 8:1-11). En el momento de su crucifixión, †œtodos sus conocidos, y las m. que le habí­an seguido desde Galilea, estaban lejos mirando† (Luc 23:49). Cuando le sepultaron, †œlas m. que habí­an venido con él desde Galilea, siguieron también, y vieron el sepulcro y cómo fue puesto su cuerpo. Y vueltas, prepararon especias aromáticas…† (Luc 23:55-56). Cuando resucitó, la primera persona que le vio fue una m.: Marí­a Magdalena (Jua 20:11-18).
expresiones de Pablo sobre el hecho de que en Cristo Jesús †œya no hay judí­o ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni m.; porque todos vosotros sois uno…† (Gal 3:27-28) implican un tratamiento a la m. completamente distinto del que era costumbre. La idea de que la m. era propiedad del marido fue sustituida por la mutua propiedad (†œPero en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón† [1Co 11:11]; †œLa m. no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido potestad sobre su propio cuerpo, sino la m.† [1Co 7:4]). Ya no es solamente la m. que tiene que satisfacer al marido, sino que el †œdeber conyugal† ha de ser cumplido por los dos (†œEl marido cumpla con la m. el deber conyugal, y asimismo la m. con el marido† [1Co 7:3]). Los creyentes son llamados, de manera general, a la obediencia y al respeto mutuo (†œSometeos unos a otros en el temor de Dios†). Las casadas deben estar †œsujetas a sus propios maridos, como al Señor†. Y los esposos, por su parte, deben amar a sus m. †œcomo Cristo amó a la iglesia, y se entregó a sí­ mismo por ella† (Efe 5:21-27).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

ver, MATRIMONIO, DIVORCIO, VIUDA.

vet, Creada a imagen de Dios como el varón, es parte integral del ser llamado “hombre” (cfr. Gn. 1:27: “Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó”). Ya desde el mismo principio de la Biblia, la mujer es considerada a la par con el varón como hombre, por lo que ya desde el principio ella recibe toda su dignidad como tal. En Gn. 2 ya se establece la precedencia en la creación entre el varón y la mujer; pero si ello afecta a la posición de la mujer (1 Co. 11:9; 1 Ti. 2:13), no toca sin embargo su esencia, ya establecida en el libro de Génesis, en los mismos albores de la humanidad. Sin embargo, debido a la caí­da se establece una modificación en la situación de la mujer, la cual sufre graves consecuencias. Conocerá los dolores de dar a luz y su marido dominará sobre ella (Gn. 3:16; Ef. 5:23-24). Pablo añade: “Pero se salvará engendrando hijos, si permaneciere en fe, amor y santificación, con modestia” (1 Ti. 2:14). De este pasaje se han hecho diversas interpretaciones, algunas de ellas algo fantasiosas. Lo más lógico es tomar el significado llano de las palabras en su contexto, y ver que el apóstol se refiere a que será preservada en el acto de tener hijos, sumamente peligroso en muchos casos, en respuesta a su actitud ante el Señor y su ordenamiento en gobierno y gracia. (a) Posición de la mujer en el AT. La posición de la mujer según el AT era muy superior a la que tení­a reconocida en las naciones paganas alrededor. Gozaba de mucha más libertad, siendo sus actividades más variadas e importantes, y siendo su situación social mucho más elevada y respetada. Los hijos debí­an honrar al padre y a la madre (Ex. 20:12). Ya en las familias de los patriarcas, las mujeres como Sara, Rebeca y Raquel jugaban un papel eminente y, en ocasiones, preponderante. Marí­a, la hermana de Moisés, y Débora, fueron profetisas y poetisas, y esta última acaudilló un ejército a la victoria (Ex. 15:20-21; Jue. 4-5). Ana, la madre de Samuel, es una hermosa figura de mujer piadosa y notablemente dotada (1 S. 1; 2:1-2). Hulda era una profetisa a la que se prestaba atención (2 Cr. 34:22). Más de una vez vemos cómo se honra en gran manera a la reina madre (1 R. 2:19; 15:13), y en las biografí­as de los reyes se indica siempre quién fue la madre. El triste ejemplo de Jezabel y Atalí­a demuestra asimismo hasta dónde podí­an llegar en Israel el poder e influencia de una mujer. El joven es exhortado en Proverbios a recordar la enseñanza de su madre (Pr. 1:8; 6:20), porque el hecho de menospreciarla lo llevarí­a a maldición (Pr. 19:26; 20:20; 30:11, 17). En cambio, en Grecia y en Roma estaban bien lejos de reconocer el valor de la mujer. Aristóteles la consideraba como un ser inferior, intermedio entre el hombre libre y el esclavo; Sócrates y Demóstenes la tení­an asimismo en poca estima. Platón recomendaba la posesión de mujeres en común. En la práctica, estas mismas concepciones eran las que existí­an en Roma, especialmente después del triunfo de la cultura y de las formas licenciosas de los griegos. Tampoco se debe confundir el papel de la mujer en la Biblia con el que se le da en la actualidad en los paí­ses árabes del Oriente Medio, donde es un juguete a disposición del padre y del marido. La posición de la mujer en aquellos paí­ses no deriva de la influencia que el Antiguo Testamento hubiera podido tener en la formación del Islam, sino en todo el contexto social pagano anterior de aquellas tierras, que quedó cristalizado con fuerza de ley en la institución de la poligamia y de la total impotencia de la mujer frente al varón. En Israel, la mujer podí­a heredar en ausencia de un hermano capaz de suceder a su padre (Nm. 27:1-8). No obstante, en tal caso tení­a que casarse con alguien de su propia tribu (Nm. 36:6-9). La actividad de la mujer se relacionaba con la totalidad de la vida doméstica: podí­a ocuparse de los rebaños (Gn. 29:6; Ex. 2:16), hilar la lana y hacer los vestidos de la familia (Ex. 35:26; Pr. 31:19; 1 S. 2:19), tejer y coser para aumentar los ingresos de la familia y para ayudar a los desventurados (Pr. 31:13, 24; cfr. Hch. 9:39); también recogí­a el agua (Gn. 24:13; Jn. 4:7), y molí­a el grano necesario para el pan diario (Mt. 24:41), preparando la masa (Ex. 12:34; Dt. 28:5) y la comida (Gn. 18:6; 2 S. 13:8); era asimismo su responsabilidad criar e instruir a los hijos (Pr. 31:1; cfr. 2 Ti. 3:15) y supervisar a los siervos (Pr. 31:27; 1 Ti. 5:14). (b) Posición de la mujer en el TN. El NT muestra más claramente la elevada posición de la mujer. Marí­a dice que el Señor ha puesto sus ojos sobre su “bajeza” y que desde entonces todas las generaciones la llamarán bienaventurada (Lc. 1:48). Jesús tuvo siempre gran consideración hacia las mujeres: Marta y Marí­a lo recibieron en su hogar; sanó a Marí­a de Magdala; Juana y Susana lo ayudaron con sus bienes (Lc. 8:2-3; 10:38-39). Perdonó y salvó a la pecadora (Lc. 7:37-50). Hubo un grupo de mujeres que le serví­an y que le acompañaron hasta el mismo Calvario (Mt. 27:55-56), y después al sepulcro (Mt. 27:61). Dispuestas a embalsamarlo, se dirigieron antes que nadie al sepulcro el dí­a de Resurrección (Lc. 23:56; 24:1). El Señor resucitado se apareció ante ellas primero, y tuvieron ellas el honor de ser las primeras en proclamar su victoria (Mt. 28:9-10; Lc. 24:9-11). Junto con la madre de Jesús, se encontraban entre los 120 del aposento alto (Hch. 1:14). Se ve también que habí­a mujeres entre los primeros convertidos (Hch. 8:12; 9:2; 17:12). En la Iglesia vemos ya que las mujeres se distinguen por su piedad y buenas obras: Dorcas (Hch. 9:36), Marí­a, la madre de Juan Marcos (Hch. 12:12), Lidia (Hch. 16:14), Priscila (Hch. 18:26), las hijas de Felipe (Hch. 21:8-9). El apóstol Pablo, por palabra del Señor, no reconoce a la mujer el ministerio de enseñanza pública ni el de dirección, que se reserva al varón (1 Ti. 2:11-12; 1 Co. 14:33-35); sin embargo, al precisar la actitud que debe tenerse, habla de la mujer “que ora o profetiza” (1 Co. 11:5; cfr. 14:3-4; Hch. 21:8-9). Menciona a numerosas mujeres que han sido sus colaboradoras en la obra de Dios y que le han sido de ayuda en sus propias actividades (Ro. 16:2-4, 6; Fil. 4:3). Habí­a asimismo diaconisas en la iglesia primitiva (Ro. 16:1-2; 1 Ti. 3:11) y viudas puestas en unas ciertas funciones, encargadas de todo tipo de obras de asistencia (1 Ti. 5:9-10); las mujeres experimentadas debí­an encargarse de instruir a las jóvenes (Tit. 2:3-5). Se expone claramente que, por lo que respecta a la salvación y a su posición en Cristo, “no hay varón ni mujer” (Gá. 3:28) y que en la nueva esfera más allá de la muerte esta distinción desaparecerá totalmente. Lo que no se puede hacer es, en base a este texto bí­blico, rechazar el régimen de gobierno establecido en otros pasajes, algunos de ellos ya mencionados, en cuanto a la posición ahora establecida por Dios en su gobierno sobre el mundo y la Iglesia en la tierra. Todos, varones y mujeres, forman parte igualmente del cuerpo de Cristo, y todos, hombres y mujeres, reciben un don del Espí­ritu para la utilidad común (1 Co. 12:7, 11, 27). Tanto varones como mujeres son responsables ante el Señor de usar estos dones para su gloria y conforme a las instrucciones y limitaciones que El mismo ha establecido en Su palabra, poniéndose totalmente a disposición de Aquel que nos ha rescatado a tan gran precio, para poder dar toda la gloria en confianza y obediencia a nuestro gran Libertador. (Véanse MATRIMONIO, DIVORCIO, VIUDA.)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[273]

En muchos ambientes no se respeta a la mujer en cuanto tal. No se entiende por parte del varón lo que ella es. Y lo peor es que muchas mujeres no reclaman el respeto y la igualdad que es condición de dignidad y de armoní­a en la existencia de los hombres.

Hay que educar en el respeto a la mujer como tal, sobre todo cuando se advierte que actitudes machistas, arraigadas en resabios históricos o en discriminaciones superadas en nuestra cultura, atentan contra la feminidad o la maternidad, contra la dignidad humana o la justicia social.

Es triste y degradante la superficialidad con la que es usado el reclamo femenino en muchos medios de comunicación social: cine, prensa, televisión, propaganda, arte, internética, etc. Se emplean sus valores de delicadeza e intuición como objeto de intercambio comercial, como reclamo propagandí­stico o como material de abuso y chantaje erótico. Hacer un anuncio mercantil, organizar un film artí­stico, situar un emblema polí­tico, al amparo de un gesto, de un cuerpo o de una palabra de mujer, sólo por el hecho de serlo y por el atractivo natural que ejerce en amplios sectores de población masculina con capacidad de decisión, es faltar al respeto a todo el sexo femenino.

Con estos comportamientos y actitudes, por desgracia no infrecuentes, los protagonistas denotan pobreza de valores y de sensibilidad, ofenden la misma dignidad de la persona humana, pues menosprecian a todas las madres, hermanas, esposas, compañeras y colaboradoras del mundo 1. Pensamiento cristiano
La mujer es ante todo y sobre todo persona. En ningún caso es tolerable reducirla, por intereses o costumbres, a objeto de explotación o de reclamo por su sexo. Tiene por naturaleza los mismos derechos y deberes sociales, morales y polí­ticos, culturales y espirituales, que los varones y hasta resulta ofensivo ponerlo en duda de palabra o de hecho en determinadas culturas, naciones o religiones.

Al margen de lo que haya acontecido en épocas históricas pasadas, y de lo que todaví­a suceda en determinados ambientes, se debe reclamar el máximo respeto en las leyes, en las instituciones, en las costumbres y en las tradiciones sociales.

El pensamiento cristiano declara contundentemente esa igualdad y recuerda que es acreedora a la total consideración en todos los terrenos: en el laboral, en el moral, en el social, incluso en el terreno de los deberes y de las reponsabilidades religiosas.

Al recordar la igualdad creacional de los sexos y su vocación común de complementarse entre sí­ para realizarse en el plan misterioso de Dios y florecer en la fecundidad de nuevas vidas, Juan Pablo II escribí­a: “La Biblia proporciona bases suficientes para reconocer la igualdad esencial entre el varón y la mujer, desde el punto de vista de su humanidad. Ambos, desde el comienzo, son personas, a diferencia de los demás seres vivientes del mundo. La mujer es otro yo en la humanidad común. Con el varón, aparece como unidad de dos; y esto significa la superación de la soledad inicial” (Mulieris Dignitatem 6)

2. Vací­o ético del machismo.

El no reconocer la igualdad moral y espiritual de la mujer con respecto al varón implica pobreza moral, semejante a la aberración de declarar la inferioridad de unos hombres por el color de la piel, por la estatura o por el lugar de nacimiento. El racismo, el clasismo, la defensa de castas, la discriminación por las creencias o por preferencias polí­ticas, se oponen por igual a la dignidad humana.

Si en lo referente a las costumbres se debe entender y asumir bien la diversidad de comportamientos propios de cada sexo: vestidos, ornamentos, lenguajes, diversiones, en todo lo relativo a los derechos humanos no es tolerable ninguna discriminación. Y estas son frecuentes cuando no se igualan las bases legales, las retribuciones laborales, las asistencias sociales, la capacidad de opción y de representación

2.1. Tradición

En muchas épocas de la Historia la mujer no ha sido tratada con igualdad. Eco de las culturas orientales o de los usos grecorromanos predominantes en el mundo del Mediterráneo, hay que lamentar que las leyes de propiedad, los actos jurí­dicos de decisión, los roles sociales de convivencia, muchas veces han puesto en inferioridad de condiciones a la mujer con respecto al varón.

Pero lo acontecido en el pasado, injusto a la luz de la razón, ya no puede ser objeto de lamentos ni de reivindicaciones, una vez que la Historia, que es irreversible, ha superado las lesiones y las deficiencias.

Igual sucedió con otros aspectos como las razas, las profesiones, las creencias religiosas y los lugares de nacimiento. Todo ello fue motivo de educación diferenciada, no sólo separada, y origen de trato y consideración desproporcionada.

2.2. Abusos superables
Pero lo tiempos modernos abogan por la total equivalencia y por la educación igualitaria. La situación de la mujer, como dependiente del varón, no tiene ya ningún sentido. Los abusos de otros tiempos deben ser eliminados. Sobre todo, se debe prestar atención educativa, y en lo posible catequí­stica, en tres terrenos preferentes.

2.2.1. La responsabilidad familiar
Nace de la fecundidad. Los mismos conceptos y términos de matrimonio (matris, munium: oficio de madre) y patrimonio (oficio de padre), tributario del derecho romano y de los usos grecomediterráneos no tiene ya sentido alguno.

Los deberes y las expresiones del amor, las aportaciones al proceso de la fecundidad y la responsabilidad educativa cuando los hijos llegan, se deben ya entender como realidades totalmente equivalentes y compartidas entre ambos cónyuges.

Con todo es conforme con la naturaleza y con el plan de Dios el sentido diferente que tienen paternidad y maternidad desde la plataforma de la gestación en el seno materno y desde la misma contextura afectiva de cada sexo.

2.2.2. La acción laboral
Aun reconociendo las diferencias somáticas, como la fuerza fí­sica, pocas profesiones pueden darse en el mundo que puedan justificar la más mí­nima diferencia de capacidad laboral. Sin embargo, han sino numerosas las ocasiones en que la discriminación femenina se ha dado.

Se ha pretendido justificarla en determinadas condiciones de la mujer para el trabajo, que las más de las veces han sido sólo pretexto para salarios inferiores o para explotaciones solapadas.

Tales situaciones hieren claramente la justicia y, si se amparan en legislaciones tolerantes al respeto, desacreditan a los legisladores o a los pueblos que las toleran.

2.2.3. La representación social.

Tanto en derecho como en polí­tica, ha sido frecuente el maltrato femenino, con lesión del derecho y del orden social.

Las legislaciones ajenas a la igualdad, las costumbres familiares promotoras del predominio de los hijos sobre las hijas, la inferioridad cultural generadas por la menos valoración de la cultura del a mujer, la clausura de determinadas profesiones o roles sociales dentro del hogar, pudieron explicarse en los tiempos antiguos. No resultarí­a justa su prolongación actual.

La representación social, polí­tica, cultural, convivencial, debe conducir a la mujer a encontrar su dimensión de ser que se abre a los demás y acoge a quienes precisan sus ayudas.

Si se pretenden derechos para conseguir poderes y no libertad para alcanzar valores, se corre el riesgo de fomentar actitudes dialécticas sin promocionar la verdadera dignidad femenina.

2.3. Feminismo correcto
Es preciso ayudar a la sociedad y al mundo a revitalizar la dignidad femenina y a eliminar cualquier discriminación a este respecto. Pero ello no se consigue con un feminismo agresivo y combativo, que genere reacciones contrarias en amplios sectores masculinos o disensiones y tensiones en los mismos estamentos femeninos. Se consigue mas bien con paciente razonamiento sobre la dignidad, al igual que se hace cuando se lucha contra el racismo, contra la discriminación polí­tica o contra el clasismo económico.

Por este deseo y derecho de igualdad, la mujer debe sentirse realizada, desde la perspectiva del amor, en la cultura y en el ambiente concreto en que desarrolla su vida y su acción.

El trabajo profesional debe ser para ella una forma de realizarse y no una insuficiente razón para independizarse, ya que en el amor no es la independencia sino la entrega a los demás lo que satisface.

Si en el trabajo sólo se tiene como referencia la actividad rentable del varón y no la consecución de un servicio social y una satisfacción vocacional, algo falla en los ideales del feminismo.

El irrenunciable puesto que la mujer debe ocupar en el contexto familiar, sobre todo en la relación con los hijos, y que viene exigido por factores psicológicos y fisiológicos, ha de llevarla a situarse como esposa, como madre, como hermana, como hija de la forma misma como la naturaleza lo demanda.

Sólo si lo consigue resultará irremplazable y resultará, sobre todo como esposa y madre, imprescindible en su labor educadora, moralizadora, acogedora para los hijos, que nunca encontrarán suficiente compensación si ella falla.

Cuando los falsos mitos de la liberación destrozan el sentido de responsabilidad de la mujer, algo fundamental se desequilibra en la sociedad y se pone en peligro la convivencia y la felicidad suya y la general.

3. La Escritura y su contexto
Una serie de figuras del Antiguo Testamento han solido ser consideradas como figuras y emblemas de la fortaleza femenina, aunque más frecuentemente se han propuestos como tipos simbólicos de la Iglesia y de marí­a, la Madre de Cristo.

La figura de Eva es la más frecuentemente aludida por los antiguos escritores. Eva es madre de todos los vivientes en el orden de la naturaleza, primera mujer en el orden de la generación de los hijos. Pero también ha sido frecuente el contemplarla como “tentación” para Adán, lo cual es relativamente incorrecto en una buena exégesis de los textos bí­blicos que recogen las leyendas orientales sobre el origen del a humanidad.

Pero si la figura femenina de Eva se presenta como estimulo para el pecado, no es menos femenina la figura de Marí­a Virgen, como reparadora, con su fortaleza, del desorden original, como lo recogí­a en sus reflexiones el Concilio Vaticano II: “No pocos Padres antiguos afirman gustosamente que, como dice San Ireneo, “el nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de Marí­a, que lo atado por la virgen Eva con su incredulidad fue desatado por la virgen Marí­a mediante su fe”. Comparándola con Eva, llaman a la Virgen Marí­a “Madre de los vivientes”, como hace S. Epifanio. Y afirman aún con mayor frecuencia que “si la muerte vino por Eva, por Marí­a vino la vida”, como hace San Jerónimo.” (Lum. Gent.56)

3.1. La mujer en el A.T

Los 46 libros bí­blicos del Antiguo Testamento esta poblados de figuras femeninas que ensalzan la función de la mujer en el Pueblo elegido y son modelos admirables de las más encumbradas virtudes.

Sara, esposa amada de Abraham se ensalza como modelo de fidelidad y de fecundidad
Rebeca, esposa de Isaac, resalta por su habilidad y por su decisión de cumplir la misión respecto a su hijo preferido.

La fecundidad y la ternura se descubren en Raquel, la esposa preferida de Jacob.

La estrecha relación con el Profeta de Israel está representada en Marí­a, la hermana de Moisés.

El valor y la fortaleza contra los enemigos se hallan en Débora la heroí­na de los primeros cánticos épicos de Israel.

El sentido de oración y la humildad se hallan expresados en Ana, la madre de Samuel.

Ruth, la moabita, queda recogida como la heroí­na del amor familia, no abandonando a Nohemí­ en el momento de la partida hacia su patria.

La influencia y el sentido de oportunidad, se hallan latente en la prudente Abigail y en la discreta Betsabé, ambas esposas de David. La audacia para salvar al Pueblo elegido está manifiesta en Esther, la reina elegida por Asuero. Y la prudencia y el valor se hallan escondidos en Judith, la liberadora de la mano de los enemigos.

3.2. Evangelios
Las diversas figuras femeninas del Nuevo Testamento también se presentan como modelos se los creyentes por su virtudes y sus disposiciones religiosas. En la Iglesia, que Jesús quiso establecer para sus seguidores, la mujer tiene especial significado de amor, de fecundidad y de servicio.

La principal referencia es evidentemente Marí­a, la Madre del Señor. Pero diversas figuras femeninas acreditan la misión de la mujer en el ámbito neotestamentario
– En la generosa disposición de su piadosa prima Isabel, la madre del Precursor, se advierte el humilde reconocimiento por inspiración divina, de la dignidad de Marí­a y de la alegrí­a por la venida del Señor. (Lc. 1. 39.42)
– En la piedad de Ana, la profetisa del Templo, que vino a hablar de Jesús cuando fue presentado para cumplir la Ley de Moisés, se ensalza la actitud de escucha y la oración. (Lc. 2. 36-38)
– En el gesto doloroso de la viuda de Naim, que lloraba la muerte de su hijo único, se encuentra la compasión que hace llorar al mismo Jesús, quien pronto iba a vencer a la misma muerte en el Calvario. (Lc. 7.13)
– En la fraternidad, la fe y la dedicación al servicio de Jesús de las dos hermanas de Lázaro: la convertida Marí­a Magdalena y la afanosa Marta. (Lc. 10. 38-41 y Jn. 17-27) se advierte el amor a Jesús firme, fuerte, fiel.

– En la cananea, que demandó la ayuda del Señor y mereció su alabanza por su fe ardiente y su ayuda en sus sufrimientos de madre. (Mt. 15. 28)
– En la desenvuelta samaritana, que descubrió al Profeta peregrino junto al pozo de Jacob y corrió a proclamar el encuentro a todos los habitantes de la aldea. (Jn. 4. 7-27)
– En todas las demás mujeres que son aludidas en las páginas evangélicas y que representan el interés de Jesús por ellas, para hacerlas mensajeras del Reino de Dios que anunciaba en el mundo. La presencia de la mujer en los textos evangélicos es continua. Hasta 62 veces se alude a ella como mujer en los cuatro textos evangélicos y hasta 42 como mujer desposada o esposa.

En ninguna referencia hay la menor infravaloración o tono despectivo, incluso cuando se alude a hechos propensos a ello como en de la mujer sorprendida en adulterio (Jn. 8. 3). Y consta por el texto sagrado que entre sus seguidores habí­a diversas mujeres “que le asistí­an con sus bienes.” (Lc. 8.2; Lc. 23. 27 y 49; 23. 55)

Entre todas las alusiones, evidentemente las mas entrañables y respetuosas tienen a la madre de Jesús por centro de atención. La mujer Marí­a se presenta como cauce y aliento de cuantos quieren seguir a Jesús.

3.3. Los textos paulinos
Suelen ser los que más desconciertan la sensibilidad femenina de los tiempos actuales, por la aparente normativa excesivamente restrictiva que el Apóstol emplea en referencia a las mujeres:
– La cabeza de la mujer es el hombre, no viceversa. (1 Cor. 3. 11)
– Reclama sumisión total y respeto obediente al marido, como a Dios. (1 Cor. 11. 10; Ef. 5. 12; Col. 3.18)
– Exige el velo, como señal de dependencia. (1. Cor. 11.6)
– Impone su silencio en las asambleas. (1 Cor. 11. 5 y 14. 34; 1 Tim. 2.11)
– La señala como culpable del pecado original. (1 Tim. 2. 11)
– Rechaza de todo dominio por parte de la mujer sobre el varón. (1 Tim. 2. 12)

Pero serí­a bueno interpretar esas alusiones, la mayor parte de ellas dirigidas a las desenvuelta y provocativas corintias, a la luz de texto como los que reclaman la igualdad en el débito matrimonial (1 Cor. 7. 2-4), la igualdad ante la santidad (1. Cor. 7. 14), igualdad ante el compromiso matrimonial (1. Cor. 7.11), el derecho al amor tierno del marido (Ef. 5. 25, 31 y 33), el recuerdo de que el Salvador nació de una mujer. (Gal. 4. 4)

El sentido de la mujer en la antropologí­a paulina es tributario de la cultura en la que se mueve. Pero sus valoraciones se hallan muy por encima de los testimonios de autores contemporáneos como pueden ser Cicerón (106-43) e su “Hortensio” o en sus “Tópicos”, Plutarco (46-120) en sus “Vidas paralelas” o, incluso, Séneca (4 a C-65) en sus “Carta a Lucilo” o en su “Consolación Helvia.”

4. Los roles eclesial femeninos

Hablar de la mujer en la Iglesia como antagonista del varón tiene el riesgo de caer en doble error: o se peca por ingenuidad, al reivindicar lo que resulta indiscutible: que la mujer es exactamente igual al varón en cuanto miembro excelente de la comunidad cristiana; o bien se tropieza en la trampa del falso feminismo que, a fuerza de reivindicar igualdades, promociona inconscientemente dependencias e inferioridades.

Es innegable que, en etapas culturales y sociológicas antiguas, la mujer no ha gozado de igualdad de trato, de consideración y de respeto.

Considerada frágil por naturaleza en las culturas eminentemente masculinizadas por las guerras, las leyes de la familia, las tradiciones grecolatinas o las creencias judeoorientales, ha tenido que soportar situaciones humillantes de inferioridad jurí­dica, de insignificancia social y de pobreza cultural.

En la misma Iglesia se ha considerado durante siglos a la mujer con criterios de dependencia masculina en los mismos niveles religiosos y pastorales, sacramentales o litúrgicos.

No debe extrañar esa situación, ya que lo mismo acontecí­a con otros factores que no eran el sexo: con la raza y el color de la piel, con la procedencia familiar o el nivel económico, con el mismo lugar de nacimiento.

En los tiempos actuales se tiende y se consigue el total reconocimiento de la dignidad y de la igualdad de la mujer en la sociedad eclesial. En consecuencia también en la Iglesia se produce una renovación de actitudes.

Pueden quedar reminiscencias en las actitudes y resistencias en los compromisos, pero en los planteamientos ideológicos difí­cilmente es tolerable la justificación de discriminaciones serias.

Otra cosa es que se discrepe a la hora de entender y asimilar las diferencias que la naturaleza a establecido: las naturales funciones maternas de la mujer, la originalidad afectiva y espiritual, los roles eclesiales en la comunidad creyente, en su dimensión samaritana, en su vertiente litúrgica y sacramental, en sus deberes diaconales, misioneros y evangelizadores.

Estudiar la identidad de la mujer y de su vocación en el contexto de la Iglesia es uno de los deberes, como lo es acomodarse con prudencia a los reclamos de cada cultura y a los lenguajes sociales, en cuanto ellos sean compatibles con la libertad, la dignidad y la justicia. Lo importante es cumplir en la Iglesia con la misión que Jesús la asignó, no discutir derechos o prioridades.

La dedicación de la mujer a los trabajos y ministerios que le son propios constituirá siempre un medio insuperable y eficaz para cumplir semejante misión.

4.1. El pensamiento eclesial

El Papa Juan Pablo II, en la Encí­clica “Sobre la dignidad de la mujer” (Mulieris Dignitatem), escribí­a el 15 de Agosto de 1988: “La Iglesia desea dar gracias a la Stma. Trinidad por el misterio de la mujer y por cada mujer, por lo que constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las maravillas que Dios en la historia de la humanidad ha cumplido en ella y por ella. ¿No se ha cumplido y en ella, y por medio de ella, lo más grande que ha existido en la historia, el acontecimiento de que Dios mismo se ha hecho hombre?
La Iglesia da gracias por todas las mujeres y por cada una en particular: por todas las madres, hermanas y esposas; por las mujeres consagradas a Dios y por todas las que se dedican a tantos y tantos seres humanos que esperan el amor gratuito de otro ser humano; por las que trabajan en la familia, la cual es el signo fundamental de la comunidad humana; por las que trabajan en las diversas profesiones; por las que están cargadas de grandes responsabilidades sociales.

Por las mujeres perfectas y por las mujeres débiles da gracias. Las da por todas ellas, tal como salieron del corazón de Dios. (N. 31)

En una Iglesia con discriminaciones raciales, sociales, económicas, culturales, etc, es evidente que las sexuales no pueden ser evitadas del todo.

En una Iglesia que se declara Comunidad en la igualdad y fraternidad en la responsabilidad, las diferencias sexuales quedan situadas en su justa medida. La cuestión estará, según cada caso y cada comunidad cristiana, en la delimitación, más que en la definición, de dónde está la dignidad de la mujer y su original responsabilidad.

4.2. Misiones litúrgicas

El problema del sacerdocio femenino ha creado en determinados ambientes actitudes polémicas con más sentido dialéctico de lucha de clases que de serena búsqueda de los planes divinos sobre la vida de las personas en el mundo y de las disposiciones de servicio a la comunidad creyente.

Entendido el sacerdocio como dignidad social y como plataforma de representación en una comunidad creyente, es evidente que la mujer no ha de ser ni más ni menos que el varón.

Entendido el sacerdocio como un ministerio ordenado, amparado en una vocación personal, pero autentificado por una llamada eclesial del Magisterio local o universal, la demanda del sacerdocio femenino se convierte en una cuestión diferente. Es la Iglesia, por medio de su Magisterio y no de los movimientos colectivistas que lo demanden, quién debe decidir la función litúrgica de la mujer en la Iglesia. Y esto por la misma razón por la que decide, o debe decir, las exigencias para la ordenación en otros aspectos que no son el sexo de los candidatos: la edad, la preparación cultural, el estado celibatario o matrimonial.

Ello no impide que la libertad de pensamiento y opinión sea conveniente en este terreno como en los demás, siempre que el respeto sereno predomine sobre el mal humor y el esnobismo, el sentido ministerial se más vivo que el afán de ostentación, la actitud sumisa y evangélica sea más fuerte que la demanda exigente o insolente.

Razones a favor de la ordenación sacerdotal de la mujer son la igualdad con el varón, la necesidad pastoral de los tiempos nuevos y la integridad eclesial que demanda equilibrio, paz y pluralidad entre los servidores del Señor.

Argumentos contrarios a tal oportunidad son la tradición inmutable en este aspecto, la identidad sexual de Cristo, origen del sacerdocio, la reticencia eclesial amplia en las culturas actuales, a pesar de los cambios que han tenido lugar en los últimos decenios.

En nada afecta a esta cuestión la existencia de mujeres ordenadas en otras confesiones cristianas no católicas o las influencias de otros sectores sociales, como son los polí­ticos, los culturales o los laborales.

5. Tipologí­a de la mujer.

Para entender a fondo la realidad femenina, más que hablar de la mujer en general, como género o especie, es preferible hablar de cada mujer concreta, como persona y como hija de Dios. Las diversas figuras femeninas en la sociedad y en la Iglesia sugieren reflexión, comprensión, en ocasiones admiración y algunas veces compasión. Hay situaciones femeninas que rozan el heroí­smo, como son las madres y las ví­rgenes consagradas: Y las hay que suscitan el dolor, como son las mujeres marginadas o las explotadas.

La misión en la comunidad cristiana de la mujer es imprescindible y reclama atención pastoral, sobre todo si tenemos en cuenta el peso decisivo que la mujer ha tenido en la historia cristiana.

Se pueden hallar diversos tipos o situaciones femeninas que reclaman especial atención eclesial.

5.1. La mujer esposa y madre

Por naturaleza la dignidad femenina llega a su cumbre en la maternidad: en la corporal dando vida a nuevas personas llamadas a la vida sobrenatural; o en la moral y espiritual dedicando su tiempo y su persona el servicio de otros que la necesiten. La maternidad corporal reclama la conyugalidad y por lo tanto la dignidad matrimonial.

En el corazón de todo hombre quedan siempre los recuerdos y los ecos de la maternidad, no sólo como protección recibida en los años infantiles, sino como fundamento de valores insuperables: amor, generosidad, desprendimiento, fortaleza y, en ocasiones, heroí­smo.

Es la señal de que en cada madre hay una llamada divina que, cuando se cumple con nobleza y elegancia, queda latiendo en las personas que se han beneficiado de ella.

Lo mismo se puede decir del padre. Pero los ecos femeninos revisten cierta modalidad inexplicable que sólo cuando no existen por carencias maternas infantiles se valoran adecuadamente.

Cualquier movimiento que reclame, so pretexto de libertad y autonomí­a, la destrucción de esos ideales, atrofia las excelencias femeninas en aquello que tienen de más bello y excelente.

5.2. La mujer trabajadora.

Especial demanda de atención ha tenido en la Iglesia la situación del a mujer trabajadora, que ha debido luchar por situarse en la sociedad, con frecuentes dificultades, incluso superiores a las experimentadas por el varón.

A veces la mujer ha debido compatibilizar los trabajos del hogar, generalmente poco reconocidos y agradecidos, con los exteriores. Si el corazón y la mente están corrompidos por estructuras burguesas y explotadoras, la mujer trabajadora se considera sin la dignidad que se merece como persona.

Las trabajadoras de fábrica, de oficina o de talleres, las asistentas domésticas de hogares más pudientes, las campesinas menos consideradas por culturas poco sensibles al Evangelio de Jesús, merecen respeto, apoyo, redención y atención especial.

Ellas son imágenes vivas de la Iglesia, hogar y comunidad de los creyentes, que se afana por llevar la vida y la luz a todos sus miembros. Y por eso requieren cierta preferencia en sus atenciones pastorales.

5.3. La mujer dolorida

La mujer que ha sido engañada y abandonada, la viuda o la huérfana, la que ha carecido de hogar sano y ha tenido que trabajar desde la infancia y no ha hallado en su camino oportunidades de cultura ni promoción, por prejuicios sociales o por carencias familiares, es la que más merece una singular comprensión y apoyo.

Por parte de la Iglesia, precisa tal vez la prioridad en las atenciones y en las ayudas, sobre todo si su situación es resultado de injusticias estructurales que tanto perjudican a las personas en muchos ambientes.

5.4. La mujer explotada

No menos atención se debe prestar a la mujer marginada o sometida a vejámenes y explotaciones esclavizadoras. Son muchas las que se encuentran en el camino de la vida, en condición triste y desastrosa, sin culpa, pero con destrozo de su dignidad y de su felicidad.

Quien no es capaz de sentir angustia ante una pobre prostituta involuntaria, quien no aprecia el vací­o atroz que hay bajo la mirada de una drogadicta incapaz de redimirse, quien nos siente pena inmensa ante la que ha renunciado a su feminidad, carece de algo esencial al ser humano. Carece de corazón ante Dios y ante los hombres.

Jamás podrá entender lo que supere los sentidos ante un cuerpo femenino o lo que esté por encima de la tierra o de los intereses egoí­stas.

5.5. La mujer consagrada

También merece una consideración especial la mujer que es capaz de responder a una llamada superior de Dios en beneficio de los demás, bien con una entrega admirable a la plegaria iluminadora del mundo en los diversos Institutos de vida contemplativa, bien con la apertura a las más diversas necesidades materiales de los hombres.

La Iglesia ha sido siempre testigo admirado y admirable de las legiones de mujeres integradas en movimientos, asociaciones y grupos apostólicos de diverso signo que ha hecho posible el testimonio del amor fraterno como primer signo de su presencia en el mundo.

Más que los varones, ellas han estado y están dispuestas a formar comunidades de servicio para atender a huérfanos y ancianos, a enfermos y a emigrantes, a desamparados y a delincuentes.

La dedicación femenina a las diversas formas de apostolado es una de las gracias divinas al mundo.

6. Marí­a como modelo de mujer

La figura de Marí­a Santí­sima se presenta, no sólo ante la Iglesia sino ante el mundo entero, como sí­mbolo excelente de grandeza femenina y como modelo de dignidad humana.

Marí­a fue objeto de una elección misteriosa y singular por parte del Altí­simo. Desde toda la eternidad, ella estuvo en la mente de Dios como el maravilloso instrumento humano que iba a servir para la “Encarnación” del mismo Dios. Su figura humana estaba dispuesta para albergar la figura divina del Salvador.

Por eso las entrañas virginales de Marí­a se convierten en el modelo de toda fecundidad y de la más sublime maternidad. En ellas se hallan reflejadas las entrañas fecundas de todas las madres de la tierra.
El mundo, que siempre ha necesitado construir figuras sensibles que expliquen a los hombres su razón de ser, y la construido vitales y significativas, frecuentes y diversas, idealizadas y mitificadas, ve en Marí­a el modelo de mujer que cumple una función de salvación y de participación.

La valora y venera como modelo de fidelidad y de fecundidad. Admira su grandeza y su generosidad. Se sorprende por su delicadeza y su inmaculada significación. La alza como uno de esos mitos de los que jamás se puede decir nada menos decoroso, al menos por mentes, labios y plumas con mí­nimos de salud moral, psicológica y social.

Por eso interesa contemplar a la Madre de Jesús, no sólo desde la perspectiva de los creyentes que la ven como la Madre elegida, inmaculada y virgen, santí­sima y elevada al cielo en cuerpo y alma, tal como nos la presenta el mensaje cristiano, sino también como emblema de feminidad y de grandeza maternal que interpela y conmueve la conciencia de los hombres.

Miramos, pues, a la Madre de Jesús como figura mundial y no sólo cristiana. Ella constituye una figura humana que ha pasado por la Historia derrochando luz, señalando a los hombres caminos de perfección, indicando con sola su presencia que la vida hay que construirla con la mirada puesta en las cosas sublimes que Dios ha querido ofrecernos.

– Ha de ser modelo de persona humana, con todo lo que tiene de grandeza creacional: de corazón, de inteligencia, de libertad y de elección divina.

– Es también el ser humano más representativo de lo que la mujer significa en la vida, pues se alza como modelo de persona original por su sexo y por su destino, por su irrenunciable vocación de amor: de madre, de esposa, de viuda.

Entregada a la gran empresa evangelizadora y redentora de su Hijo, es el emblema del servicio y de la fidelidad, al cual “llenarán de alabanzas todas las generaciones”.

En Marí­a la humanidad queda ensalzada más que en los héroes o en los genios. En ella, la dignidad femenina llega a su máxima expresión. Su originalidad, su singularidad, su fecundidad, su maternidad, además de irrepetibles, son cautivadoras. En ella todo es verdad y por eso es más ideal que mito, más fuente de vida que centro de ensueño, más realidad femenina alcanzable que misterio incomprensible.

No podamos hablar de Marí­a, sino refiriéndonos al misterio que Dios quiso encerrar en su espí­ritu, pues en ella lo divino se hace humano y lo humano se hace divino.

Por eso, porque Marí­a es verdad hecha mujer para dar paso a la Verdad hecha hombre, Marí­a es eterna en la mente y en el corazón de los hombres.

El espí­ritu sutil de S. Agustí­n decí­a tal ven pensando en Marí­a: “Sólo las cosas verdaderas son inmortales. El árbol falso no es árbol y el leño falso no es leño y la plata falsa no es plata. Nada ello dura si es falso. De ninguna cosa puede decirse que es verdad, sino es inmortal. Quien sabe buscar lo inmortal, encuentra la verdad.” (Soliloquios 1.29).

La Iglesia ha tenido siempre especial gozo en mirrse en el espejo de la Madre del Señor. En el Catecismo de la Iglesia Católica se dice: “Marí­a es a la vez Virgen y Madre, porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia. El Concilio Vaticano II que “la Iglesia se convierte en Madre por la Palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espí­ritu Santo y nacidos de Dios. Ella es virgen, que guarda í­ntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo. (Lum. Gent 64)† (Nº 507)

Que Marí­a es modelo de mujer y tipo de la Iglesia significa, entre otras cosas importantes, las siguientes:

– Es modelo de Madre fecunda de hijos fieles. Marí­a fue Madre de Jesús. La Iglesia es Madre de los hombres que Jesús ha confiado a su mediación.

– Marí­a modelo de Esposa virgen, que concibe milagrosamente a la cabeza del Cuerpo Mí­stico. La Iglesia es llamada Esposa por el mismo Jesús y su amor por ella genera seguidores que se benefician de la fecundidad de ese amor.

– Marí­a se ejemplo de apoyo en la Palabra de Dios. Y la Iglesia no tiene otro sentido en el mundo que hacer presente la palabra divina en medio de los hombres.

7. Lí­nea de una catequesis

Una buena catequesis sobre la mujer y sobre su dignidad natural y sobrenatural reclama comprensión de las situaciones, exploración de la Sagrada Escritura y compenetración con la Iglesia, comunidad creyente que camina hacia el Reino de Dios.

Presupone unas dimensiones antropológicas e sociológicas claras en lo que a dignidad, igualdad y libertad se refiere. Pero para que sea catequesis auténtica cualquier planteamiento sobre la realidad y dignidad femeninas, se requieren tres dimensiones:

1. La dignidad de la mujer está en ser miembro del Cuerpo Mí­stico de Cristo, en el cual cada miembro tiene su vocación particular, en el orden sobrenatural y según sus cualidades de creyente.

Las simples demandas o reivindicaciones con respecto al varón no son objeto de catequesis, sino de sociologí­a. El catequista debe ser sincero y transparente en este terreno.

2. La Palabra de Dios es clara con respecto a su llamada apostólica de la mujer y su dimensión eclesial. Se requiere explorar con frecuencia la Sda. Escritura para entender lo que la mujer representa en la Iglesia: misión de la madre de Jesús, actitudes de las mujeres en el Evangelio, sentido de las grandes figuras del Antiguo Testamento.

3. La ley central del Evangelio, el amor entre los hermanos y el amor a todos los hombres, debe ser el centro de referencia de una catequesis excelente sobre la mujer. La dimensión samaritana y misionera de la Iglesia tiene un sentido especial cuando se trata de descubrir y resaltar la dignidad de la mujer en cuanto tal. ( Ver Feminidad)

Del gozo en el nacimiento del Señor

Morena por el sol de la alegrí­a,
mirada por la luz de la promesa,
jardí­n donde la sangre vuela y pesa;
inmaculada tú, Virgen Marí­a.

Qué arroyo te ha enseñado la armoní­a
de tu paso sencillo, qué sorpresa
de vuelo arrepentido y nieve ilesa
junta tus manos en el alba frí­a?

El viento turba el monte y te conmueve.
Canta su gozo el alba desposada;
calma su angustia el mar, antiguo y bueno.

La Virgen a mirarle no se atreve;
y el vuelo de su voz, arrodillada,
canta al Señor, que llora sobre el heno.

Luis Rosales. 1910-1975

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Igualdad y diversidad entre mujer y hombre

La creación del ser humano, como hombre y mujer, indica la dignidad de cada uno en la igualdad fundamental y en la diversidad, para complementarse en la donación mutua y en la continuación de la creación. Ser “imagen de Dios” (Gen 1,26-27), que es amor y comunión de personas, iguales y distintas entre sí­, implica, para el hombre y la mujer, ser relación de donación, sin complejo de superioridad ni de inferioridad, sin oposición mutua y sin utilización del otro al propio servicio.

La igualdad fundamental de la mujer respecto al hombre debe aparecer a nivel humano, familiar, social, eclesial, espiritual, apostólico… La diferencia de dones recibidos reafirma esta igualdad fundamental, que se expresa en la relación de donación sin privilegios por parte del otro. Para una recta comprensión de un sexo, es necesaria la recta comprensión del otro, así­ como su relación mutua. Lo masculino indica más la seguridad en las ideas y el afrontar la realidad con fuerza y “agresividad”; ofrece el don de Dios e invita a la acogida. Lo femenino se expresa más en la intuición, acogida, afectividad, fidelidad, generosidad, aprecio de la vida abierta al misterio.

En la historia de los pueblos, el varón ha prevalecido ordinariamente sobre la mujer, abusando de su propia capacidad de dominio y de agresividad. De ahí­ que muchas estructuras sociales deban reformarse, recuperando la dignidad de la mujer. La fuerza de la mujer no estriba en el poder de manipular las cosas y las personas (como ha hecho frecuentemente el varón), sino en la entrega confiada y generosa, que estimula a la otra parte a una entrega semejante.

La actitud y el mensaje de Jesús

Jesús no se condicionó a su época, sino que obró siempre por encima de las costumbres discriminatorias sobre la mujer (cfr. Jn 4,9ss). El Señor usa con respecto y delicadeza, en sus enseñanzas, el ejemplo de la mujer (cfr. Lc 13,20-21; 15,8-10). Algunas mujeres le seguí­an fielmente ayudándole con sus bienes (cfr. Lc 8,1-3). “En las enseñanzas de Jesús, así­ como en su modo de comportarse, no se encuentra nada que refleje la habitual discriminación de la mujer, propia del tiempo… Este modo de hablar sobre las mujeres y a las mujeres, y el modo de tratarlas, constituye una clara “novedad” respecto a las costumbres dominantes entonces” (MD 13).

En la historia de salvación, la mujer está llamada a desempeñar un servicio y un signo salví­fico, como “mujer fuerte” (Prov 31,10), que puede ser de virgen, madre, esposa, hermana (MD 22). Lo “femenino” es la clave para entender lo “masculino”, en cuanto que es acogida, donación y valoración afectiva y materna. El varón, para captar su propio misterio, necesita reconocer y respetar esta “clave”. “La fuerza moral de la mujer, su fuerza espiritual, se une a la conciencia de que Dios le confí­a de un modo especial el hombre, es decir, el ser humano” (MD 30).

El modelo más acabado de mujer es Marí­a, la Madre virginal de Jesús, esposa de José. Ella ha acogido al Verbo (la Palabra personal de Dios), en todo su ser, para asociarse a él con fidelidad y generosidad. Es la máxima madre por ser la más fiel (“virgen”), modelo de la Iglesia esposa fiel y madre fecunda (“Tipo de la Iglesia”). Ella, “guiada por el Espí­ritu Santo se consagró toda al ministerio de la redención de los hombres” (PO 18), y se asoció más que nadie al misterio redentor (cfr. LG 58), presente en el servicio-ministerio eucarí­stico realizado por los Apóstoles y sucesores. De este modo, “en Marí­a, Eva vuelve a descubrir cuál es la verdadera dignidad de la mujer, de su humanidad femenina” (MD 11).

En la Iglesia y en los campos apostólicos

En la Iglesia, la mujer es signo fuerte de contemplación (acogida de la Palabra), fidelidad y maternidad. La vida comunitaria y la organización eclesial, así­ como la acción apostólica-evangelizadora, necesitan absolutamente de este signo eclesial, que debe ser valorado no por el “poder”, sino por la gratuidad y por eficacia salví­fica a la luz de la fe. La “ví­rgenes” consagradas y las “diaconisas” fueron en la Iglesia primitiva una gran ayuda en los campos de caridad y de celebración litúrgica. Siguiendo las indicaciones de Juan XXIII (“Pacem in terris”) y del Vaticano II, el Papa Juan Pablo II (“Mulieris dignitatem” y carta a las mujeres de 29 junio 1995), da gracias por la mujer madre, esposa, hija, hermana, trabajadora, consagrada…

En el campo apostólico cooperan varón y mujer. La Palabra encuentra una acogida y sensibilidad especial en la mujer, que puede llegar a ser, como la Magdalena, “apóstol de los apóstoles” (MD 16, citando a Santo Tomás de Aquino). Es significativo que Pablo compare su acción ministerial a la maternidad (Gal 4,19), de la que es modelo Marí­a (cfr. Gal 4,4) y que Jesús haya invitado a superar las dificultades apostólicas, no tanto con la agresividad del varón cuanto que con la generosidad de la mujer-madre (cfr. Jn 16,20-22). “El apóstol hombre siente la necesidad de recurrir a lo que es por esencia femenino, para expresar la verdad sobre su propio servicio apostólico” (MD 22).

Referencias Amistad (hombre y mujer), asociada a Cristo Redentor, familia, hombre, Iglesia esposa, Iglesia madre, matrimonio, ministerios, nueva Eva, noviazgo, sexualidad, Tipo de la Iglesia, Virgen Marí­a, ví­rgenes consagradas.

Lectura de documentos GS 8-9, 29, 49, 52, 60; 67; AA 9 MD (todo el documento); FC 6, 22-25; CFL 49; RMa 24-25, 37; VC 57; EA 121; CEC 369-373, 1577, 2331-2336.

Bibliografí­a AA.VV., El misterio de Maria y la mujer Estudios Marianos 62 (1996); AA.VV., Visage nouveau de la femme missionnaire (Lovain 1973); M. ADINOLFI, Mujer, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 1279-1294; M. ALCALA, La mujer y los ministerios en la Iglesia (Salamanca, Sí­gueme, 1982); J.M. CABODEVILLA, Hombre y mujer. Estudio sobre el matrimonio y el amor humano ((Madrid, Edit. Católica, 1960); P. EVDOKIMOV, La mujer y la salvación del mundo (Salamanca, Sí­gueme, 1980); P. GRELOT, La pareja humana en la sagrada Escritura (Madrid, Euramérica, 1969); R. GRYSON, Le ministère des femmes dans l’Eglise ancienne (Gembloux, Duculot, 1972); J. GALOT, La donna e i ministeri nella Chiesa (Assisi, Citadella, 1973); E. GIBSON, Femmes et ministères dans l’Eglise (Paris, Casterman, 1972); M. GUERRA, La mujer evangelizada y evangelizadora Teol. del Sacerdocio 20 (1987) 627-738; M. NICOLAU, Ministros de Cristo ( BAC, Madrid, 1971) cap. 15; J.A. Oí‘ATE, La mujer en la Biblia Anales Valentinos 22 (1996) 1-92.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: 1. Una nueva actitud hacia la mujer. – 2. Discí­pulado de iguales. – 3. Seguidoras de Jesús. – 4. Relación de Jesús con las mujeres. – 5. Predicación de Jesús. – 6. Presencia de las mujeres en los Evangelios. – 7. Figuras femeninas individuales en los Evangelios.

Una de las aportaciones de Jesús más innovadoras para su tiempo y ambiente, pero quizás también para otros. Hasta tal punto que actualmente, y no sin fundamento, se habla de la “revolución de las mujeres” que Jesús impulsó y promovió. También podrí­a decirse que Jesús fue feminista convencido.

En este punto, como en muchos otros, lo importante no es la teorí­a o doctrina que Jesús expusiera, sino, sobre todo, su práctica que es el fundamento del resto. Aunque no puedan tomarse todas las frases de los Evangelios como reflejo exacto y detallado de los acontecimientos, son suficientes para obtener una impresión general bastante correspondiente con la realidad histórica.

1. Una nueva actitud hacia la mujer
A diferencia de las costumbres judí­as de su época, Jesús aceptó mujeres entre sus seguidores en pie de igualdad con los hombres. Ello hubo de llamar poderosamente la atención en un ambiente en que la mujer no era considerada directamente sujeto religioso; la mujer judí­a no estaba sometida personalmente a la Torá, sino a través de su padre, marido o hijos respectivamente. Dado que en el judaí­smo de tiempos de Jesús, la ley era el medio para relacionarse con Dios, esta exclusión era algo importante. Del mismo modo las mujeres judí­as no desempeñaban papel alguno en la vida social del pueblo. Lo mismo que en otras culturas, y quizás más acusadamente aún que en el mundo greco-romano, la vida femenina estaba limitada a la familia y el hogar.

2. Discipulado de iguales
Jesús rompe con esta tradición y propone su mensaje igualmente a mujeres y hombres, dirige su actividad por igual a los dos géneros y hasta llega a hacer a las mujeres especiales destinatarias de sus acciones por encontrarse en el grupo de los marginados y pobres a los que privilegia en su vida. Tal proceder general de Jesús es el rasgo más caracterí­stico de su vida pública, y el más significativo. El ponerse en contacto inmediato con mujeres era algo nuevo y novedoso hasta el punto que extrañaba y aun escandalizaba. Recuérdese en Jn 4,27 la reacción de extrañeza de los discí­pulos al encontrarlo hablando con la samaritana, lo cual es una muestra de la tí­pica actitud contemporánea respecto a las mujeres, aun en contextos religiosos; o la del fariseo ante la unción de la pecadora (Lc 7,39).

No es, por tanto, improcedente el que se haya dicho que Jesús promovió un discipulado entre iguales, hombres y mujeres al mismo nivel.

No va en contra de esta afirmación el que los discí­pulos más í­ntimos de Jesús sean sólo varones, argumento frecuentemente empleado en el debate sobre la ordenación, o no, de mujeres. En primer término, como se verá más abajo, la total y exclusiva masculinidad de los discí­pulos no parece corresponder del todo a la actividad de Jesús en este terreno. Pero, además, dadas las circunstancias ambientales y las ya profundas dificultades que el mensaje de Jesús suscitaba en aquel mundo, no era prudente romper de modo abierto y provocativo con las tradiciones y costumbres judí­as. En realidad ya lo hizo en gran medida. No habí­a que exagerar, sino, habiendo puesto suficientemente los principios, era juicioso adaptarse en cierta medida a las convenciones sociales y religiosas del tiempo. Pero es problemático tomar esas actuaciones como total y definitivamente normativas para otros momentos en que las circunstancias humanas y aun religiosas también han evolucionado.

3. Seguidoras de Jesús
De hecho hay muchas mujeres entre sus oyentes. (cfr. Mt 14,21; 15,38 y paralelos hablando de los participantes en las multiplicaciones de los panes y los peces). El hecho de este seguimiento femenino es importante porque no se trata sólo de lo que Jesús personalmente pretendiera y llevara a cabo, sino de que así­ era percibido por las mujeres de su entorno. El elogio de la madre de Jesús (Lc 11,27) realizado precisamente por una mujer, que en el fondo es un elogio de El mismo, corrobora la positiva impresión que Jesús y su actividad producí­a entre las mujeres.

Especial muestra de ello es la unción que una o dos mujeres y en una o dos ocasiones (los textos evangelios son especialmente complejos en este punto). Es una de las escasas narraciones presentes en los cuatro evangelios (Mt 26,6-13; Mc 14,3-9; Lc 7,36-50; Jn 12,1-8). Cada una de las versiones ofrecen enorme cantidad de matices diversos según la redacción de cada. Pero hay varios rasgos comunes: es una mujer y no un hombre la persona que realiza esta acción; es pública y generosa; provoca extrañeza y aun rechazo entre los asistentes que con práctica seguridad son sólo hombres; Jesús se pone decididamente de parte de la protagonista, la defiende y aun hace de ella uno de los elogios más grandes que aparecen en su boca (Mc 14,9; Mt 26,13). El episodio rebasa todo contexto servil para aparecer como muestra de amor y cercaní­a del todo especiales hacia el Maestro. Que lleva a cabo una mujer. De ningún varón se dice nada semejante. Entre otras muchas cosas muestra cómo era visto Jesús por las mujeres (resulta significativo que sean posibles diversas protagonistas de la unción según las diferentes narraciones de los evangelios) y qué reacciones provocaba.

Precisamente que el relato joánico de la samaritana (Jn 4,4-42) sea simbólico resulta también más significativo, porque difí­cilmente la comunidad hubiera creado una narración en que una mujer es uno de los dos protagonistas principales, que va tan a contrapelo de la visión más tradicional, si no hubieran percibido que representaba bien la actitud de Jesús.

4. Relación de Jesús con las mujeres
Encontramos mujeres receptoras de la actividad taumatúrgica de Jesús de una manera que llama la atención. En muchas de las narraciones evangélicas se ponen de relieve algunos detalles muy sugerentes que confirman la actitud de Jesús hacia el sexo femenino, además del dato global genérico: la suegra de Simón Pedro (Mc 1,30-31 y par.), a la que toma de la mano, rompiendo tabús ordinarios, como muestra la omisión de ese detalle por Mateo y Lucas; la hemorroisa (Mc 5,25-34 y par.) manifiesta, por una parte la confianza de la protagonista superando la vergüenza causada, entre otras razones, por la impureza que llevaba aparejada su enfermedad. Confianza que, lógicamente, debí­a de tener como una de sus causas el haber visto cómo procedí­a Jesús en circunstancias parecidas. Confianza que no se ve defraudada. Jesús, de hecho acepta el hecho, una vez conocido (nótese el vocativo “¡hija!” del. v. 34) y tampoco él se siente intimidado o coartado por cuestiones de impureza, no sólo referentes a la ley judí­a, sino al normal pudor que enfermedades con connotaciones sexuales suelen y solí­an provocar. La hija de Jairo (Mc 5,21-43) también es objeto de la atención de Jesús. Del mismo modo que la viuda de Naí­m (Lc 7, 11-17). La mujer encorvada (Lc 13,10-17), donde se puede notar la superación de la ley del sábado en favor de una mujer que ni siquiera ha demandado nada de Jesús y de la que las palabras en boca de Jesús afirman que también ella es hija de Abraham, lo que sugiere una equiparación con los varones judí­os que indudablemente se tení­an por descendientes del patriarca. Pero quizás el relato más importante en el contexto feminista sea el de la mujer siro-fenicia o cananea (Mc 7, 24-30; Mt 15,21-28): mujer pagana, espí­ritu impuro en su hija —¡ambas protagonistas son mujeres!—, inicial rechazo, ¿aparente?, de Jesús, que termina en la curación y, sobre todo, en el elogio a la fe de la mujer (Mt 15,29). La superación por parte de Jesús de los inconvenientes y la relación que aparece en el diálogo tienen pocos paralelos en los Evangelios y menos aún en otras literaturas religiosas.

Esta actitud de Jesús hacia la mujer no pudo por menos de suscitar relaciones concretas con algunas de ellas que resultan muy interesantes. Destaca la amistad con las dos hermanas, Marta y Marí­a (Lc 10,38; cfr. Jn 11,1-44), presentada en un ambiente muy cotidiano y familiar. Es importante la mención de seguidoras de Jesús que le acompañaban y ayudaban con sus bienes; son varias, pero algunas se mencionan con sus nombres: Susana, Juanasmujer de un alto funcionario de la corte de Herodes Antipas, y sobre todo Marí­a Magdalena. De ella se habla más de diez veces en los evangelios, especialmente en el contexto de la Resurrección. Hay que prescindir un tanto de muchas tradiciones antiguas que han acumulado bajo este nombre los datos relativos quizás a varias figuras femeninas; así­ se ha hablado de Marí­a Magdalena como la pecadora que unge a Jesús en Lc 7,36-50, que es, a su vez, Marí­a la hermana de Marta y Lázaro; (los ciertos paralelos en Mt 26,6-13; Mc 14,3-9 y Jn 12,1-8 han sido la base de esta identificación). Además la literatura y el arte en muchos momentos han contribuido poderosamente a esa identificación. Ateniéndonos a lo históricamente más seguro -y apoyándonos en buena parte sobre datos de la historia cristiana posterior, crí­ticamente depurados- Marí­a Magdalena fue una destacada seguidora de Jesús, testigo de la Resurrección (véase más abajo) y evangelizadora importante en algunas comunidades primitivas hasta ser llamada “apóstola” de los apóstoles por Hipólito (De cántico, Corpus Christianorum 264,43-49), lo que serí­a del todo inverosí­mil sin base real. Téngase en cuenta que ciertas corrientes gnósticas habí­an sacado conclusiones excesivas acerca de este papel de la Magdalena y el rechazo por parte de la gran iglesia de tales tendencias influí­a profundamente en la tradición. En resumen. todo el contexto evangélico muestra una relación profunda de esta mujer con Jesús, aunque no haya que caer en las exageraciones legendarias y de otro tipo sobre ella que en tiempos recientes han tenido cierta difusión.

Otras mujeres aparecen en los relatos evangélicos con el denominador común de la cercaní­a a Jesús y aun confianza en él o con interés por su persona y acción. Desde la borrosa figura de la mujer de Pilatos (Mt 27,29), que le llama justo y pretende la inhibición de su marido en la causa de Jesús, hasta la madre de los Zebedeos quien pone en marcha por su parte algo parecido al “tráfico de influencias” o “recomendaciones” en favor de sus hijos (Mt 20,20-21). Un nuevo dato de la impresión que Jesús producí­a en el género femenino.

Otras madres aparecen en un segundo plano en la actividad de Jesús. No es descabellado pensar que los niños que presentan a Jesús y a los)quiere tener cerca, en contra de la opinión de sus discí­pulos (Mc 10,13-16 y par.), eran llevados por sus madres. En efecto, no es probable que todos ellos vinieran solos sino con sus madres, dado que, aparte de la normal unión de los niños pequeños con sus madres, eran éstas quienes se cuidaban especialmente de ellos como misión fundamental de su vida en el ambiente judí­o del tiempo.

Lugar aparte merece el trato de Jesús con las mujeres pecadoras. El “amigo de publicanos y pecadores” (Mt 11,19; Lc 7,34) no excluye a las prostitutas ni se olvida de ellas. Ellas precederán en el reino de Dios a quienes dicen y no hacen (Mt 21,31 b). Frase que indica el conocimiento que Jesús tení­a de ese submundo de la prostitución. Era, por otra parte, imposible, que en su llamada a pecadores no tuviese en cuenta una situación negativa tan tí­picamente femenina como la de la prostitución. La mujer que le unge, calificada de pecadora en Lc 7,39, no consta que sea prostituta profesional, pero el calificativo sugiere algo en esa lí­nea, así­ como el contexto del “mucho amor” (Lc 7,47) también nos orienta hacia el campo del desorden sexual. Una mujer de tal ambiente ejerce una acción que manifiesta nuevamente confianza y esperanza por su parte en el no rechazo y aceptación de Jesús.

El episodio de la adúltera (Jn 8,22ss.) es problemático desde la crí­tica textual, pero entronca muy bien con la aceptación y perdón de Jesús no sólo de otros pecadores, sino de una mujer que, en el contexto judí­o, como aparece en la narración, corrí­a peor suerte que su pareja. Muestra que Jesús acoge a una mujer pecadora, representante de las demás en esa situación, no para animarla a seguir procediendo de se modo, sino para que cambie de vida. ->amor a los pecadores; arrepentimiento; pecado.

Otra prueba de este conocimiento y sensibilidad de determinadas condiciones femeninas es el elogio de Jesús a la viuda pobre que ofrece en el Templo todo lo que tiene para vivir y el elogio que de ella hace el Maestro (Mc 12,41-44; Lc 21,1-4).

En la misma lí­nea encontramos los dichos y hechos de Jesús que presuponen el mismo trasfondo referido a otras viudas. Este grupo humano, tan mencionado en el Antiguo Testamento como uno de los prototipos de la indefensión y pobreza, no podí­a por menos de ser destinatario de la actividad y enseñanza de Jesús sobre los marginados. Por ello no extraña que sean mencionadas (Mc 12,40 y par.) en los reproches a los fariseos como objetos de explotación. Lo cual implica el conocimiento de las circunstancias reales de la existencia de estas mujeres y una cierta defensa de sus intereses.

5. Predicación de Jesús
En la predicación de Jesús, de forma especial en las parábolas, encontramos mujeres como protagonistas: la mujer que amasa el pan (Mt 13,23; Lc 13,20-21), la que pierde la dracma (Lc 15,8-10) las diez doncellas (Mt 25,1-13) o la viuda ante el juez perverso (Lc 18,1-8). Jesús conoce y aprecia el mundo femenino de su época y aun las reacciones, psicologí­a y experiencias de las mujeres. Por ello no es tan inverosí­mil que Jn 16, 21 ponga en boca de Jesús la comparación de los dolores del parto.

Las enseñanzas de Jesús sobre el matrimonio, adulterio y en general la vida familiar ponen de relieve su actitud de defensa de la mujer, parte más débil en esas relaciones. Su postura a favor de la indisolubilidad del matrimonio (Mc 10,2-12; Mt 19,3-12; Lc 16,18) implica, entre otras cosas, esa defensa, al no dejar la relación de la pareja al puro arbitrio o voluntad del hombre, que era, en el judaí­smo, el único que podí­a promover el divorcio. Lo cual perciben perfectamente sus discí­pulos como evidencia su reacción ante tal doctrina: “si las cosas son así­, más vale no casarse”. La concepción de la unión entre hombre y mujer, apelando en este contexto a Gn 2,24, indica que Jesús pensaba en una unión personal al mismo nivel entre ambos, con un compromiso también personal profundo, permanente y fiel. Hay que recordar que en la narración de Génesis la mujer aparece como compañera igual al hombre en la que éste se reconoce. Y Jesús asume este planteamiento.

El rechazo del adulterio “mental” en Mt 5,27 también sugiere que Jesús está contra la objetivización de la mujer por parte del hombre, aunque, evidentemente, el sentido principal del dicho tenga más directa relación con el adulterio.

En otros puntos de la doctrina de Jesús, las mujeres, aunque presentes, no tienen el papel preponderante ni es posible extraer conclusiones especí­ficas (así­ vg. la costumbre del levirato en Mc 12,19ss. y par.).

6. Presencia de las mujeres en los Evangelios
Más bien como grupo que como individuos -aunque con alguna excepción-hay que señalar la presencia de las mujeres en los relatos de la Pasión. Son prácticamente las únicas personas que muestran compasión y dolor por la suerte de Jesús afrontando el posible desprecio o sarcasmo de los espectadores. En una lí­nea semejante encontramos a un grupo de seguidoras de Jesús a los pies de la cruz (Mc 15,40-41; Mt 27,55-56; Lc 23,49; Jn 19,24b-27), de nuevo únicos personajes, a excepción del simbólico Juan, presentes en ese suceso, arrostrando las posibles consecuencias negativas y, en todo caso, participando del destino del Crucificado. Valentí­a y amor sin duda aparecen en este gesto por encima de cuanto muestran los seguidores varones. Y con independencia de consideraciones personales, el hecho de que tres de los cuatro evangelios -Lucas es la excepción- den sus nombres (Marí­a Magdalena, Marí­a madre de Santiago y José, la madre de los Zebedeos, Salomé y Marí­a la de Cleofás -hay divergencias en algunas designaciones-), parece implicar que las presentan como testigos, pese a su condición de mujeres de ese fundamental acontecimiento. Así­ como en la sepultura de Jesús, en la que toman parte y no sólo José de Arimatea y Nicodemo (Mc 15,47; Mt 27,61; Lc 23,55-56).

Todaví­a es más significativo el papel que desempeñan estas mujeres, a las que se añade el nombre de Juan (Lc 24,10), en los relatos de la Resurrección. El indudable papel central y más destacado en ellas corresponde a Marí­a Magdalena (Mc 16, 1.9; Mt 28, 1; Lc 24, 10, Jn 20, 1-18), pero lo básico es igual para todas: son las que acuden al sepulcro de Jesús y las primeras destinatarias y receptoras de las apariciones del Resucitado (Mc 16, 9-11; Mt 28, 9-10; Jn 20,1-18) y portadoras del mensaje a los demás discí­pulos, que, obviamente, no les prestan crédito. Es notable que se haya conservado en los Evangelios esta tradición desde el momento en que, según las costumbre judí­as, el testimonio de las mujeres no era válido. Por ello el de las mujeres testigos de la Resurrección es confirmado posteriormente por el masculino y el texto paulino que habla de las apariciones (1 Cor 15,4-8) ni siquiera son mencionadas.

7. Figuras femeninas individuales en los Evangelios.

Además de todas las mujeres mencionadas, aparecen en los Evangelios algunas mujeres con papeles excepcionales en general muy simbólicos, especialmente en los relatos de la infancia de Jesús: Isabel (Lc 1, 5 ss) Ana (Lc 2, 36-38) y, como es evidente, en primer lugar, Marí­a la madre de Jesús (->Marí­a).

En resumen: las mujeres no son en absoluto invisibles en los Evangelios y en la vida de Jesús. Más bien todo lo contrario. Conviene apreciar este hecho colocándolo en el contexto cultural del tiempo y comparándolo con la evolución posterior en la comunidad cristiana. En las comunidades del cristianismo primitivo parecieron conservar las mujeres este papel fundamental. Así­ se muestra en las comunidades paulinas. Pero muy pronto, quizás a finales del s. I, tuvo lugar el proceso de patriarcalización que dura hasta nuestros dí­as. Pero en el principio no fue así­. ->misericordia; mirada; Lucas.

BIBL. — E. BAUTISTA, La mujer en la iglesia primitiva Estella Verbo Divino 1993; M. NAVARRO, Distintas y distinguidas Madrid PPC 1995; F. QUERE, Las mujeres del Evangelio Bilbao Mensajero 1997; A. M. TEPEDINO, Las discí­pulas de jesús Madrid Narcea 1990; S. TuNC, Las mujeres seguí­an a jesús Santander Sal Terrae.

Federico Pastor

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1. Memoria de otros

(-> Eva, semen, varón y mujer, memoria). Eva, la mujer, aparece en Gn 3 como expresión básica de humanidad: es impulso original (fuente histórica de vida, deseo de absoluto) y signo del gran riesgo del hombre que desea adueñarse por sí­ mismo de la vida. Por eso, lo que ordinariamente se llama condena o ratificación de su caí­da puede entenderse como canto de reconocimiento a la mujer por parte de los otros dos grandes protagonistas reales de la historia (Dios y el varón) y como expresión y sentido de su condición histórica.

(1) Deseo de varón, necesidad de hijos… (Gn 3,16). La mujer histórica aparece como maternidad doliente: su gestación y alumbramiento está vinculado al dolor más intenso (atsab, dos veces repetido). La vida es sufrimiento que ella acepta y en algún sentido desea: quiere ser madre (comer de forma humana del árbol del conocimiento/vida) y sólo puede serlo en las fronteras del dolor, en los lí­mites del riesgo. Para la mujer, dar la vida significa situarse en las cercaní­as de la muerte. Por otra parte, el deseo de maternidad pone a la mujer en manos del varón. Antes era el varón el que deseaba en gozo e igualdad a la mujer (Gn 2,23-24). Ahora es ella la que quiere al varón, pero no en sí­ mismo, sino para tener hijos. Lo que ella ha deseado de verdad no es el varón, sino la vida total, en gesto de autodivinización imposible (Gn 3,1-6). Ahora, al descubrir que no puede apoderarse de la vida por sí­ misma, desde su propia y fuerte necesidad de descendencia (quiere ser madre), ella se pone en manos del varón. Aquí­ está su grandeza, aquí­ su ruina. Desea ansiosamente al varón como padre que pueda darle hijos. Quiso hacerse diosa y tiene que entregarse a un varón para cumplir su deseo más profundo: tener hijos. Pues bien, el varón al que desea la domina o regula (mashal) en palabra de doble sentido (significa “dominar y regular”). Evidentemente, el varón se aprovecha de ella: no la recibe ya como igual (en la lí­nea de Gn 2,23-24), sino como subordinada a la que mashal, gobierna o administra. Así­ viene a imponerse sobre el mundo el pensamiento instrumental o posesivo del varón que utiliza en favor propio el deseo y debilidad maternal de la mujer (su afecto condensado en el engendramiento de los hijos). De todas formas, la palabra mashal significa también “concordar, regularse mutuamente”: el varón necesita de la mujer para cumplir su deseo posesivo (de gozo dominador); la mujer necesita al varón para tener hijos. Ambos, varón y mujer mashal: se completan y ajustan (como los dos versos de un proverbio), en camino de fragilidad donde termina dominando el más violento (el varón), conforme al primer sentido de la palabra. Aquí­ emergen los principios más hondos de la antropologí­a: la mujer representa el poder del amor abierto hacia la maternidad; el varón, que en el fondo siente envidia de esa maternidad, se venga de la mujer, dominándola y creando con su propia fuerza de violencia un mundo de opresiones.

(2) Mujer al servicio de la memoria del varón (memoria*). El varón aprovecha la debilidad materna de Eva (Gn 3,1516) para imponerse sobre ella y darle paradójicamente su nombre verdadero: Eva, Jawah, fuente de la vitalidad (Gn 3,20). La mujer habí­a estado buscando su propia identidad en camino conflictivo queriendo hacerse diosa, pero ahora tiene que dejar que sea el mismo varón quien le ponga su nombre verdadero: Jawah, la Viviente, vinculada a Yahvé, El que es. Los dos nombres están relacionados (jawah/jayah). Ciertamente, Eva no es Dios, ni madre tierra… divina y fecundante. Pero ella como madre de los vivientes está cerca de Dios y así­ aparece en Gn 4,1-2, imponiendo un nombre a Caí­n y Abel, pero después, desde entonces, ella pasa a un segundo plano, de tal manera que el texto bí­blico la pone al servicio de la memoria humana, que es memoria de varón. Significativamente, varón y memoria se dice en hebreo con la misma palabra (zakar). Por eso, acostarse como varón (con una mujer) y acostarse para dejar memoria del varón (le mishkab zakar) significan en el fondo lo mismo. La mujer en sí­ no deja memoria. Como hemos señalado, el Génesis recuerda la memoria de Eva*, portadora de una descendencia que se oponí­a a la descendencia de la serpiente (protoevangelio*: cf. Gn 3,14-15); pero después, en el conjunto de la historia israelita, las mujeres no tienen descendencia, no dejan memoria, no valen como personas, sino simplemente como propiedad y como medio para que los hombres expandan su semen o memoria. En ese contexto se entiende la guerra de las tribus federadas contra los benjaminitas, que han abusado de la “concubina” del levita y se entiende la guerra contra los habitantes de Jabes Galaad, para raptar a las mujeres que no han sido todaví­a “utilizadas”, con el fin de que los benjaminitas derrotados puedan sembrar en ellas su memoria, porque las ya “utilizadas” por otros (maridos o amantes) no valen para expandir la memoria de los maridos-varones (mujer* 2; cf. Je 21,1-15). Esta mujer no es persona (no es realidad valiosa en sí­ misma), sino que ella está bajo el poder del marido, para que así­ pueda dejar su memoria a través de los hijos de ella. (3) Para memoria de la mujer. Al final del relato de la mujer del vaso de la unción, Jesús proclama unas palabras centrales en las que define su figura y misión: “En verdad os digo: en cualquier lugar donde se anuncie el Evangelio en todo el cosmos se dirá también lo que ella ha hecho, para memoria (mnémosynon) de ella” (Mc 14,9). En este contexto podemos recordar que algunos textos de la última cena presentan la eucaristí­a como anamnesia o memoria de Jesús (Lc 22,19; 1 Cor 11,23-25): el pan compartido es memoria de su vida entregada en favor de los hombres. Ciertamente, las dos palabras (la anamnesis de Jesús, el mnémosynon de la mujer) tienen matices distintos, pero ambas provienen de la misma raí­z (runa: pensar en, recordar). Mc 8,18 ha insistido en el recuerdo (con mnémoneuein) de las multiplicaciones, es decir, del pan compartido de Jesús, que nos permite superar la levadura* mala de Herodes y de los fariseos. Pues bien, empleando esa misma palabra, Mc 14,9 insiste en el recuerdo de la acción de mujer, integrada en la memoria de Jesús que define el Evangelio. Los discí­pulos han tenido dificultades en conservar la memoria de Jesús. Algunos han querido fijarla en una tumba, que así­ aparecerí­a como mnemeion o mnéma, recordatorio sepulcral del crucificado (cf. Mc 16,3; Lc 24,1). Pues bien, en contra de eso, el evangelio de Marcos ha vinculado la memoria de Jesús con la vi da y acción de esta mujer, que aparece así­ como expresión y testimonio vivo de la pascua, a diferencia del sepulcro, que es un lugar de recuerdo vací­o.

Cf. M. Bal, Death and Dissymetry, The Politics of Coherence in the Book ofJudges, University of Chicago Press 1988; M. Navarro, Marí­a, la mujer: ensayo psicológico-bí­blico, Publicaciones Claretianas, Madrid 1987; Barro y aliento. Exégesis y antropologí­a teológica de Gn 2-3, Paulinas, Madrid 1993; Ungido para la vida. Exégesis narrativa de Mc 14,3-9 y Jn 12,1-8, Verbo Divino, Estella 1999.

MUJER
2.Violencia de género

(-> concubina, Aksah). Las mujeres están vinculadas desde antiguo con la violencia, desde diversas perspectivas: ha habido guerras por mujeres, raptos de mujeres y cantos de victoria de mujeres.

(1) Guerra por mujeres (Je 20-21) (Aksa, cultura*, concubina*). La violación de la “concubina del levita” ha dado lugar a una durí­sima guerra de venganza, en la que la federación* de tribus de Israel se enfrenta contra Benjamí­n. Esta es una guerra paradójica: para vengarse de los varones de Benjamí­n, los federados de Israel han matado a todas sus mujeres y a sus hijos (¿qué culpa tienen ellos?), mientras ellos, los varones, siguen vivos. Pues bien, aplacada ya la venganza, se escucha el llanto de los federados de las tribus (¡todos varones!), que se solidarizan con los varones de Benjamí­n, que han perdido a sus mujeres y a sus hijos. No lloran por las mujeres y los niños, sino por el riesgo de muerte de la tribu, que desaparecerá, si es que sus hombres no tienen descendencia. Esta es la compasión de unos varones por otros varones, que corren el riesgo de morir sin descendencia, pues no tienen mujeres. Los federados han jurado no darles mujeres y no pueden romper su juramento. Por eso tienen que buscar la manera de que los benjaminitas viudos y sin hijos puedan encontrar mujeres, sin quebrantar su juramento. Entonces descubren que los hombres de Jabes Galaad no habí­an participado en la guerra contra Benjamí­n, como debí­an haber hecho, según pacto. Esos hombres merecen ser ajusticiados por desleales a la alianza y sus hijas ví­rgenes podrán ser ofrecidas como esposas a los benjaminitas ya vengados: “Enton ces la asamblea mandó allí­ a doce mil hombres valerosos y les dieron órdenes diciendo: Id y matad al filo de la espada a todos los habitantes de Jabes Galaad, incluidos mujeres y niños. Y obraréis de esta manera: ¡Exterminaréis a todo varón y a toda mujer que haya conocido varón acostándose con él! Y encontraron entre los habitantes de Jabes Galaad cuatrocientas jóvenes ví­rgenes (= capaces de ser madres) que no se habí­an acostado con varón (= no habí­an yacido con él para dejar memoria). Y las llevaron al campamento de Silo… (Y la Asamblea de Israel se las dio a los benjaminitas…)” (Je 21,10-14). Esta guerra tiene dos fines: vengarse de la ciudad desleal a la alianza y raptar a las muchachas mujeres casaderas, (a) La venganza cae sobre varones y niños y sobre mujeres que han conocido varón. Es evidente que mujeres y niños no son responsables de la posible infidelidad del pueblo, pero no cuentan por sí­ mismas y mueren con los hombres (a cuyo servicio de semen/memoria se encuentran). (b) Por el contrario, las mujeres casaderas que no han conocido varón son raptadas y entregadas como esposas a los benjaminitas. Han de ser jóvenes (ne†™ara) y ví­rgenes (betulah), es decir, sexualmente maduras, y no haber conocido varón. Nadie les pregunta si quieren o no, nadie pide su consejo. Unas mujeres son asesinadas, lo mismo que los hombres (las mujeres casadas o sexualmente utilizadas), otras son raptadas para entregarlas a los benjaminitas, violadores derrotados, perdonados, para que así­ quede memoria de la tribu. Ellas son mujeres para la memoria.

(2) Rapto de mujeres (Je 21,15-25). El tema de la guerra continúa en el relato folclórico y simbólico del rapto de mujeres en las fiestas de la vendimia, en torno al santuario de Silo*. Las cuatrocientas mujeres de Jabes Galaad no han bastado para todos los benjaminitas. Por eso, la asamblea de las tribus aconseja a los restantes y les muestra la manera en que pueden raptar a las muchachas que necesitan: “He aquí­ que es la fiesta anual de Yahvé en Silo… Id y escondeos entre las viñas. Mirad, y cuando las hijas de Silo hayan salido para danzar en corro saldréis de las viñas y raptaréis cada uno una mujer de entre las hijas de Silo y os iréis a la tierra de Benjamí­n. Y si vienen sus padres o sus hermanos a querellarse ante nosotros les diremos (les diréis): Sed benignos… pues no fuimos capaces de tomar una mujer para cada uno en la guerra” (Je 21,19-22). Los mismos ancianos de la federación de tribus de Israel aprueban la violencia que los hombres deben realizar para conseguir mujeres: si no logran conseguirlas de otra forma, pueden (deben) acudir al rapto. Es evidente que en el fondo del relato hay una especie de folclore, una leyenda de la fiesta de Yahvé, relacionada a la vendimia y el baile de las viñas en otoño. Danzan las muchachas no casadas y se esconden en las cepas los guerreros, para salir luego y llevar cada uno a la que quiere o puede conseguir por fuerza. Estrictamente hablando aquí­ no hay guerra, sino robo. Es la fiesta de Yahvé, celebración de la vida al final de verano. Se puede suponer que habrá guerreros mirando con deseo tras las cepas. Este baile de muchachas en otoño viene a presentarse como tiempo de guerra nupcial, de rapto sagrado. La mujer nace y se educa para ser robada, en una fiesta de Yahvé, muy vinculada a la guerra. Año tras año salen y bailan sobre el campo, entre las viñas, las muchachas de Silo (y de otros lugares) en gesto que expresa el gozo de la vida. Pero los varones guerreros piensan que ellas danzan precisamente para ser vistas y robadas. No les preguntan si quieren, no les piden permiso. Piensan que la ley de violencia de la guerra se puede imponer sobre el gozo vital de las mujeres danzantes. Por eso van, hacen guerra fácil contra ellas, las roban, con el consentimiento de padres o hermanos, que aparecen así­ como responsables y cómplices de esta guerra/fiesta de Yahvé, dirigida contra las mujeres a quienes se dirá que es un honor y gloria ser raptadas, para que perdure la memoria de los varones guerreros (violadores, ladrones) sobre el mundo.

(3) Mujeres para la guerra y la paz. Cantos de victoria. Como en muchos pueblos, los cantos de guerra y victoria de la historia de Israel han sido atribuidos a mujeres. Los tres fundamentales de la historia antigua son los siguientes: (a) El Canto de Débora* (Je 5) evoca la guerra entre el ejército de carros de los reyes cananeos y los voluntarios/campesinos de Israel que combatí­an a pie animados por su fe en el Dios Yahvé, Señor de las batallas (cf. Je 4). Sobre las aguas de un llano, convertido en lodazal o gran pantano por la lluvia, los israelitas se sintieron superiores, tomaron el control sobre el territorio, se hicieron nuevos amos… Vieron así­ que la victoria (el nuevo cambio social en Palestina) era efecto de la presencia de Yahvé. La victoria militar, entendida como triunfo de los campesinos libres, vino a ser interpretada como teodicea, es decir, como expresión de la ayuda de Dios que protege a los suyos desde el cielo, derrotando a los dioses de la tierra de Canaán, vinculados a la estructura jerárquica y militarizada de sus ciudades, (b) El Canto de Marí­a* (atribuido después a Moisés: Ex 15) interpreta el tema de la guerra desde las antiguas tradiciones del éxodo de Egipto. La guerra de los israelitas es una continuación del éxodo, de manera que un pueblo sin ejército, un grupo de oprimidos fugitivos, logran vencer, con la ayuda de Dios, a los soldados de Egipto. Estrictamente hablando, aquí­ no hay guerra, pues los israelitas no tienen estructuras militares, ni pueden enfrentarse con los enemigos sobre el campo de batalla. Los únicos soldados son los otros, los carros y caballos del Faraón de Egipto, que combaten apoyados por la protección de sus dioses; frente a ellos se alza Yahvé y vence sin ejército, empleando el juego de poderes de la naturaleza puesta ya al servicio de los pobres/fieles. (3) El Canto de Ana* (1 Sm 2) continúa en esa lí­nea, expandiendo el tema de la guerra de los israelitas en clave más social que militar, en lí­nea de cambio humano, de revolución popular (económica, polí­tica). Frente al orden antiguo, controlado por los grandes poderes de este mundo (ejército, riqueza, número de gente), se eleva el orden nuevo de los débiles, pobres, poco numerosos. Dios les ayuda y ellos pueden heredar la tierra. Este es el Dios de aquellos que carecen de fuerza, garantí­a de riqueza (pan) y de abundancia; es el Señor que actúa y vence desde el mismo reverso de la historia, (cf. Judit*, Magní­ficat*).

Cf. R. DE Vaux, Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona 1985, 622-623; M. BAL, Deatk and Dissymetry, The Politics of Coherence in the Book of Judges, University of Chicago Press 1988; N. K. GOTTWALD, The Tribes ofYahweh, SCM, Londres 1980; X. PiKAZA, Violencia y Guerra en la historia de occidente, Tirant lo Blanch, Valencia 2005; J. W. WATS, Psalms and Storv, JSOT SuppSer, Sheffield 1992, 82-98.

MUJER
3. Mujeres de Jesús

(-> sepulcro, resurrección, Iglesia, Marí­a Magdalena, Marí­a, madre de Jesús). El movimiento de liberación mesiánica de Jesús ha superado aquellas estructuras donde el padre-patriarca varón se elevaba con autoridad de género y ha creado una familia de hermanos y hermanas en corro, alrededor del mismo Jesús, para escuchar, dialogar y cumplir juntos la voluntad de Dios (Mc 3,31-35). El orden social dominante poní­a al padre sobre el hijo, al varón sobre la mujer, al rico sobre el pobre, al sano sobre el enfermo, etc. En contra de eso, Jesús ha ofrecido de manera provocadora el don del Reino a enfermos, expulsados, niños, pobres… Aquí­ evocamos algunas mujeres de la vida de Jesús. El tema continúa y debe estudiarse en otras entradas, sobre todo en sepulcro y resurrección. Es allí­ donde se expresa plenamente el sentido y lugar de las mujeres en la tradición del Evangelio.

(1) Mujeres en el entorno de Jesús. En esa compañí­a se sitúan las mujeres, no sólo como necesitadas (menores) que deben ser amadas y ayudadas de forma caritativa, sino como personas, capaces de palabra, servidoras del Evangelio, (a) Escuchan y siguen a Jesús. Muchos rabinos las tomaban como incapaces de acoger y comprender la Ley, y el dato resulta comprensible, pues no tení­an tiempo ni ocasión para estudiarla. Pero Jesús no ha creado una escuela elitista, sino un movimiento de humanidad mesiánica, dirigido por igual a mujeres y varones. Por eso, ellas le escuchan y siguen sin discriminaciones (cf. Mc 15,40-41; Lc 8,13). (b) Sirven. Varones y mujeres (cf. publí­canos y prostitutas: Mt 21,31) podí­an hallarse igualmente necesitados: obligados a vender su honestidad económica (varones) o su cuerpo (mujeres) al servicio de una sociedad que les oprime, utiliza y desprecia. Pero varones y mujeres pueden hallarse igualmente unidos en un mismo camino de gracia (perdón) y servicio mesiánico. Jesús no es reformador social, sino profeta escatológico: no quiere remendar el viejo manto israelita, ni echar su vino en odres gastados, sino ofrecer un mensaje universal de nuevo nacimiento (cf. Mc 2,18-22). No distingue a varones de mujeres, sino que acoge por igual a todos, ofreciéndoles la misma Palabra personal de Reino y la misma tarea de servicio a favor de los demás, (c) Jesús no ha distinguido funciones por género o sexo. Los moralistas de aquel tiempo (como los códigos domésticos de Col 3,18-4,1; Ef 5,22-6,9; 1 Pe 3,1-7; etc.) distinguí­an mandatos de varones y mujeres; pero el Evangelio no lo hace (no contiene un tratado Nashim, como la Misná), ni canta en bellos textos el valor de las esposas-madres, pues su anuncio va dirigido simplemente al ser humano. El mensaje del Reino (gratuidad y perdón, amor y no juicio, bienaventuranza y entrega mutua) suscita una humanidad (nueva creación), donde no se oponen varones y mujeres por funciones sociales o sacrales, sino que se vinculan como personas ante Dios y para el Reino.

(2) Serán como ángeles de Dios. Un dí­a le preguntaron según Ley quién de los siete maridos que habí­a tenido en este mundo una mujer serí­a su marido en el momento de la resurrección final. El respondió diciendo que la lógica del Reino es diferente y las mujeres no son objeto poseí­do por varones: ellas quedan liberadas del dominio de los hombres, para convertirse simplemente en lo que son, personas, como los ángeles del cielo (cf. Mc 12,18-27). Jesús ha superado la lógica de dominio, abriendo un camino de Reino donde cada uno (varón o mujer) vale por sí­ mismo y puede vincularse libremente con los otros. Sólo en este contexto se puede hablar de eunucos por el Reino Mt 19,12, de manera que esa expresión pueda aplicarse por igual a varones y mujeres en un sentido positivo, superando la estructura de poder patriarcalista: la posible renuncia al matrimonio iguala en libertad a varones y mujeres; ya no están determinados por el sexo, ni obligados a casarse por naturaleza, sino que pueden escoger lo que más quieren. Libres son varón y mujer para el celibato o matrimonio, en igualdad personal. Todo intento de legislar de nuevo sobre esos temas desde imperativos patriarcales (de autoridad social o sexo) va contra el Evangelio. No hay desigualdad, ni primací­a de unos sobre otros o viceversa. Por eso, lo mejor del Evangelio sobre las mujeres es que apenas trate de ellas, en cuanto tales.

(3) La sirofenicia, una mujer al encuentro de Jesús (Mc 7,24-30). Entre laspersonas de la historia de Jesús ocupa un lugar muy especial una mujer pagana, cuya religión formal parece secundaria, pues no importan los dioses que ella adora, sino su dolor como madre de una hija enferma y su fe en Jesús. Tiene un problema familiar: no es capaz de mantener la vida de su hija, que parece constituir su único tesoro (el texto no alude a su posible marido, ni tampoco al resto de sus familiares). Así­ la presenta el texto: “Una mujer, cuya hija estaba poseí­da por un espí­ritu impuro, oyó hablar de él, e inmediatamente vino y se postró a sus pies. La mujer era griega, sirofenicia de origen, y le suplicaba que expulsara de su hija al demonio. Y él le dijo: ¡Deja que primero se sacien los hijos, pues no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos! Pero ella dijo: Es cierto, Señor, pero también los perrillos, debajo de la mesa, comen de las migajas de los niños” (Mc 7,24-30). Esta es la lección mesiánica de una madre pagana (sirofenicia) que hace cambiar de opinión a Jesús, para que cure a su hija enferma. Como buena maestra, ella le hace ver algo que estaba implí­cito en su mensaje, pero que él no habí­a descubierto ni desarrollado expresamente: la curación de los paganos. No necesita ser judí­a para enseñar a Jesús. Lc basta con ser mujer y madre de una hijita (thygatrion) enferma (cf. 7,25-26). En un primer momento ella parece una representante de aquellos pueblos del entorno de Israel que a lo largo de siglos habí­an combatido a los fieles de Yahvé en su misma tierra. Es figura de las razas, religiones y culturas que se han enfrentado a Israel desde los tiempos más antiguos, en los años de los jueces y Elias (del XII al VIII a.C.), siendo rechazadas en la restauración de Esdras-Nehemí­as y en las guerras de los macabeos (siglos V-II a.C.); es la gentilidad, que parece oponerse al judaismo, pero comparte el mismo sufrimiento de los judí­os. Ella es una madre que sufre por su hija, de manera que el evangelio de Marcos puede presentarla al lado de unos padres judí­os, que también padecen por sus hijos enfermos, pidiendo a Jesús que les sane: el padre Jairo, archisinagogo triste, cuya hija se muere de soledad a los doce años (cf. Mc 5,21-43), y el padre incrédulo del niño endemoniado mudo que está esperando una palabra de reconocimiento (cf. Mc 9,14-29). Pues bien, al lado de los dos padres judí­os, como signo de la humanidad, en un contexto pagano, aparece esta mujer que no logra transmitir vida a su hija; ellas dos, madre e hija enferma, son sí­mbolo de todos los pueblos y naciones de la tierra. La buena ley israelita las habrí­a expulsado del pueblo de la alianza, porque ellas contaminan a los puros judí­os, conforme a una ley de pureza y separación terrible, estricta (cf. Esd 9—10).

(4) La sirofenicia, maestra de Jesús. Pero el Evangelio presenta a esta madre como signo mesiánico: ella enseña a Jesús la verdad de su dolor, la miseria de una humanidad que espera salvación. Ante su dolor de madre resultan secundarios otros rasgos que serí­an esenciales para un judaismo (o cristianismo) legalista: su idolatrí­a (adora a dioses falsos), su ideologí­a polí­tica, su situación personal (¿casada?, ¿madre soltera?). Sólo importa su fe, su necesidad y la forma que ella tiene de relacionarse con Jesús, como irá mostrando el texto: Jesús llega a los confines de Tiro y se refugia en una casa, no queriendo hablar con nadie (7,24). Este ocultamiento empieza a formar parte de su estrategia mesiánica, pues él acaba de rechazar un tipo de ley del judaismo (7,1-23) y tiene que esconderse; pero el mismo ocultamiento se convierte en principio de nueva revelación, pues una madre pagana le conoce y viene, pidiendo curación para su hija enferma (7,25-26). Jesús le responde con la ley oficial del judaismo: “Deja que primero se sacien los hijos. No es bueno tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos” (7,27). Primero han de comer los judí­os; sólo después podrá extenderse la hartura a los gentiles. Esta es la palabra de la tradición israelita, que Jesús asume y dice, en nombre del pueblo elegido y de su Ley. Lógicamente, esta mujer y su hija tendrán que esperar. No forman parte de la familia de Dios; son sencillamente unos perrillos que ladran, separados de la mesa de la casa. Pero ella encuentra un argumento: “¡Señor!, también los perrillos comen las migajas que caen debajo de la mesa…” (7,28). Acepta la razón de Jesús, pero la invierte, recordándole al Señor (Kyrios) de Israel que su banquete es abundante, que sobra pan (se desbor da de la mesa), que es tiempo de hartura universal. No pide para el futuro (cuando se sacien los hijos…), sino para el presente, ahora, suponiendo que los hijos (si quieren) pueden encontrarse ya saciados. Jesús se deja convencer por la mujer, descubriendo que su necesidad y el dolor de su hija están por encima de todas las leyes sagradas de Israel, y así­ le responde: “Por esta palabra que has dicho ¡Vete! Tu hija está curada” (7,29). De esa forma, enriquecido por las razones de una mujer pagana, Jesús avanza hasta las últimas consecuencias de su mensaje: el banquete de pan compartido, la mesa abundante de nueva familia (la Iglesia) ha de abrirse desde ahora para todos. Así­ supera o rompe el muro que escindí­a a judí­os y gentiles. Jesús aprende de una mujer. En una casa de frontera, entre Galilea y Fenicia, Jesús ha recibido la lección de la madre pagana y ha venido a mostrarse como Mesí­as universal. Su primera respuesta (¡deja que se sacien los hijos!…: (7,27) reflejaba la teologí­a oficial del judaismo, que Jesús empezaba asumiendo. Pero ella resulta insuficiente ante la petición y fe de la madre que se introduce en la estrategia de Jesús, para recordarle lo que implica su mensaje. Si se quiere entender el Evangelio hay que pasar a la otra orilla, hay que salir del propio pueblo y ver las cosas desde la mirada y sufrimiento de los “gentiles”. La mujer argumenta desde su maternidad frustrada, que es más importante que todas las leyes de Israel. Ella sabe que el camino de su maternidad (sea o no según ley) tiene sentido y que Jesús, Mesí­as de Israel, debe ayudarle en la maduración de su hija. Ante ese dato pasan a segundo plano los argumentos de pureza e impureza, de buen pueblo y mal pueblo. Si Jesús ha ofrecido pan multiplicado para los hijos (han sobrado doce cestos de migajas: cf. 6,43) debe haber comida para los perrillos. Este es un argumento de madre: su hija necesita “pan del Reino” y si Jesús es Mesí­as se lo tiene que ofrecer. Sólo una madre pagana puede formular este argumento. Ella sabe algo que los grandes escribas de Israel, fundados en la ley de los presbí­teros varones (cf. 7,1-7), ignoraban, por hallarse dominados por su pretendida superioridad patriarcal. Aquí­, en el momento clave de la historia, cuando se rompe el nacionalismo religioso israelita y el pan del Reino se abre a los gentiles (los perrillos), ha sido necesaria una pagana. Ella es la exegeta de Dios y sabe que ha llegado el momento de compartir la comida rnesiánica, superando la ruptura entre hijos (que comí­an el pan sobre la mesa) y perrillos (que quedaban fuera).

(5) La mujer de la unción, perfume de Jesús (Mc 14,1-11). Una de las figuras más enigmáticas y significativas del movimiento de Jesús es aquella que le unge como Mesí­as, iniciando su camino de entrega (muerte) y anticipando la experiencia pascual del sepulcro convertido en casa de perfume y vida, de amor regalado y compartido: “Y estando él en Betania, en casa de Simón el leproso, recostado [a la mesa], vino una mujer llevando un vaso de alabastro lleno de un perfume de nardo auténtico, muy caro. Rompió el vaso cerrado y derramó el perfume sobre su cabeza. Algunos estaban indignados y comentaban entre sí­: ¿A qué viene este despilfarro de perfume? Se podí­a haber vendido por más de trescientos denarios y habérselos dado a los pobres. Y la injuriaban. Jesús, sin embargo, replicó: Dejadla. ¿Por qué la molestáis? Ha hecho conmigo una obra buena. A los pobres los tenéis siempre con vosotros y podéis socorrerlos cuando queráis, pero a mí­ no siempre me tendréis. Ha hecho lo que ha podido. Se ha anticipado a ungir mi cuerpo para la sepultura. En verdad os digo: en cualquier lugar donde se anuncie el Evangelio en todo el cosmos se dirá también lo que ella ha hecho, para memoria de ella”. Jesús habí­a curado a un leproso, mandándole que fuera a presentarse ante los sacerdotes, según la ley; pero él no lo hizo, no fue a los sacerdotes, ni volvió al espacio de la sacralidad antigua, hecha de leyes de muerte (Mc 1,40-45). Pues bien, aquí­ aparece otro leproso, en el momento clave de la entrega de Jesús, recibiéndole en su casa, mientras los sanedritas (sí­mbolo del templo) deciden matarle. Por eso, frente al templo* impuro, se eleva ahora la casa de este puro leproso, ante cuya mesa está recostado Jesús, con tiempo para dialogar, en gesto gozoso de comunicación y comida compartida. Entonces vino una mujer con un (vaso de) alabastro con perfume de nardo… (Mc 14,3). Ella no actúa como criada, sirviendo la comida, sino que, en lugar de una bandeja de alimentos, trae un vaso (frasco) de cristal sellado con perfume muy caro, de fiesta y gozo, para ungir y perfumar a Jesús. Así­ actúa como profetisa, derramando sobre la cabeza de Jesús el perfume de muerte y de gloria, completando el signo y función del Bautista, que le habí­a ofrecido el agua del Bautismo (Mc 1,1-8). El Evangelio no dice su nombre. Sólo sabemos que es (tiene que ser) una mujer. El texto la identifica por el perfume que lleva en la mano y por la acción que realiza: “rompiendo el [vaso de] alabastro derramó [su contenido] sobre su cabeza” (Mc 14,3). Así­ unge a Jesús como a rey (1 Sm 10,1; cf. 1 Sm 16,13; 1 Re 1,39), ofreciéndole su apalabra y asistencia con perfume. Los comensales reaccionan de forma negativa y le molestan diciendo: “¿A qué viene este derroche?” (14,4-5). Razonan desde claves económicas de compraventa. Ciertamente, lo hacen en actitud externa de servicio, señalando que el perfume se podí­a haber vendido por más de trescientos denarios (jornales), para dárselo a los pobres. Entienden el camino de Jesús en claves monetarias y piensan que sólo se puede ayudar a los pobres (darles de comer) con dinero. Según ellos, el mesí­as deberí­a ser inmensamente rico, para resolver así­ los problemas de la tierra. Pero ricos de este mundo son los sacerdotes y ellos emplean su dinero para comprar y matar a Jesús (Mc 14,11). Esta mujer, en cambio, no tiene más que perfume y lo ofrece (se ofrece) por Jesús.

(6) Mujer del perfume. El Evangelio como memoria de mujer. En la tradición bí­blica el perfume está vinculado al incienso del templo (Ex 30,35), que se emplea de un modo especial en la gran fiesta de la Expiación* (Lv 16,1213). Según 1 Cr 6,49, junto al gran altar de los holocaustos, ante el tabernáculo* de Dios, habí­a un altar de perfumes, donde se quemaba sin cesar incienso para Dios. En esa lí­nea, los sacrificios que se queman sobre el altar producen un olor que es agradable a Dios (cf. Gn 8,21; Ex 2,41). En la Biblia se pone también de relieve el olor del hombre (y sobre todo el de la mujer), que es olor de amores (cf. Cant 1,3.12; 2,13; 4,10-11; 7,8). En ese contexto podemos entender la importancia del perfume en este pasaje de la mujer que viene con un frasco (alabastro) con perfume de nardo puro, que es de mucho valor (Mc 14,3), como sabe el Cantar de los Cantares (cf. Cant 4,14). Pero, como evoca el mismo Cantar, el nardo puede ser el mismo cuerpo de la mujer que expande su aroma de amor (Cant 1,12). Más que el perfume externo importa ella. Su aroma pertenece al banquete de Jesús, que de esa forma se vuelve banquete de amor y comunicación personal. Ella forma parte de la comida y camino de Jesús, pero no a modo de adorno (un buen jarrón de flores, un incienso), sino como agente esencial de la trama. Parece que los demás (incluido Simón Leproso) ignoran lo que pasa: sólo ella sabe, sólo ella hace. Con su frasco de perfume en la mano, ella simboliza y desencadena el proceso de la entrega de Jesús, la verdad del Evangelio. Su misma vida se hace gesto (gesto de ella, gesto de Jesús): “Rompiendo el [frasco de] alabastro lo derramó sobre su cabeza (de Jesús)”. El evangelista no dice más, pero resulta claro que el gesto de romper el frasco (que es como una ampolla, cuyo contenido sólo puede verterse quebrando su parte más débil o cuello) está aludiendo a la muerte de Jesús: rota la ampolla no se puede ya recomponer (es de cristal, no tiene tapón); así­ Jesús debe romperse para que se expanda su perfume. La mujer unge a Jesús en la cabeza, actuando como reina o profetisa (1 Sm 10,1; cf. 1 Sm 16,13; 1 Re 1,39), no en los pies como pecadora (cf. Lc 7,36-50). Lo hace en el centro de un rito de comida, anticipando de esa forma aquello que Jesús dirá en la cena siguiente, la última cena, cuando ofrezca el vino del banquete, que expresa (= simboliza) su sangre (Mc 14,22-26). Ella derrama (kata-kheó) su perfume, Jesús derramará (ek-khynnó: 14,25) su sangre. Esta mujer del perfume prepara así­ el gesto de la Cena de Jesús. Ella dice a Jesús con su frasco de perfume aquello que Jesús ha de ser y ha de hacer, cuando entregue su vida como perfume de pascua, muriendo por los hombres. Los crí­ticos quieren convertir el mesianismo de Jesús en cuestión de dinero (con la excusa de unos pobres a los que no están dispuestos a servir de verdad). Pero Jesús defiende a la mujer: “¡Ha hecho conmigo una obra buena…!” (Mc 14,6). Frente a los discí­pulos que lo interpretan todo en plano monetario, ella ha entendido rectamente a Jesús y se lo ha dicho, ofreciéndole de un modo abun dante (¡con derroche!) lo más grande que tiene (su perfume), como para decirle que él mismo es el perfume de pascua. Ella ha iniciado en Jesús (y con Jesús) un gesto de ayuda, de presencia, que se puede traducir y se traduce con perfume, de manera que la muerte viene a convertirse en pascua. En este contexto, ampliando una palabra de la tradición israelita (Dt 15,11), Jesús dice: “Siempre tendréis pobres entre vosotros, a mí­ no siempre me tendréis” (Mc 14,7). Lo ha dado todo por ellos (por los enfermos, marginados, hambrientos) y ha subido a Jerusalén, dispuesto a morir para ofrecerles el reino de Dios. Pero ahora se atreve a añadir: “a mí­ no siempre me tendréis”. El es el pobre, enfrentado ante la muerte. Ella, la mujer, lo ha comprendido y por eso le ha ungido, como a esposo de bodas, como a rey salvador, ofreciéndole su amor hecho perfume, y Jesús lo acepta, recibe el don de la mujer y responde como representante de los pobres: lo que ella ha hecho con él pueden y deben hacerlo todos con los pobres. Ya no se puede hablar de dos maneras de servir: a unos (como a Jesús) con perfume; a otros (a los pobres) con dinero. Esta mujer ha vinculado a Jesús con los pobres, ofreciéndole una ayuda de perfume (de gozo y aroma), mostrando así­ que la muerte a favor de los demás es principio de vida, que la tumba se vuelve casa de pascua.

(7) Unción pascual. Tradición de Juan. Esta mujer ha comprendido la misión de Jesús, “ungiendo su cuerpo para la sepultura, es decir, para la pascua”. Ha ungido a Jesús de tal forma que su sepulcro no será ya lugar de podredumbre y muerte, sino espacio de perfume que se expande por toda la casa (casa de Simón, casa de la resurrección*). Entendida así­, esta escena aparece como relato de pascua*. En realidad, Jesús ya ha muerto, está ungido: ha entregado su vida en favor de los pobres y leprosos, de manera que dentro de la Iglesia (en casa de Simón Leproso) se extiende ya, por obra de esta mujer, el perfume de pascua. Los otros hablan de dinero de muerte. Esta mujer habla de muerte para la vida, de cuerpo hecho perfume que se extiende por la casa (cf. Jn 11,3). Por eso resulta esencial su memoria en la Iglesia: “en cualquier lugar donde se anuncie el Evangelio en todo el cosmos se dirá también lo que ha hecho, para memoria de ella”. Este Jesús, ungido por la mujer, es ya un Jesús pascual, hecho perfume de vida y esperanza para todos, por medio de la Iglesia. Por eso, el recuerdo de Jesús está vinculado a la memoria de esta mujer, que puede y debe integrarse en la memoria eucarí­stica de la Iglesia (cf. Lc 22,19; 1 Cor 11,23-25). El evangelio de Juan ha recreado la tradición anterior de Mc 14,3-9 (y quizá también la de Lc 7,36-50) indicando de una manera expresa que Marí­a unge los pies de Jesús en gesto especí­fico de anuncio pascual. No es la profetisa de Mc 14,3-9 que unge a Jesús en la cabeza para coronarle rey mesiánico, en nombre de Dios. No es tampoco la pecadora de Lc 7,36-50 que lava y unge los pies de Jesús en amor agradecido porque ha sido perdonada. Según Jn 12, Marí­a es la creyente amiga que acompaña a Jesús en el camino de entrega, ungiendo su cuerpo entregado por los hombres en gesto que anticipa y cumple el misterio de la pascua. Ante aquellos que la critican por el derroche de perfume, Jesús la defiende diciendo que la dejen porque “ha guardado el perfume para el dí­a de su sepultura verdadera, el dí­a de su entrega por los otros” (cf. Jn 12,1-8). Todo nos permite suponer que ella ha culminado ahora el camino del discipulado, como Marta lo habí­a hecho en 11,27, al confesar a Jesús como resurrección y vida. Esta unción está llena de fe pascual. El tema continúa en sepulcro* y resurrección.

Cf. E. ESTEVEZ, El poder de una mujer creyente. Cuerpo, identidad y discipulado en Mc 5,24b-34. Un estudio desde las ciencias sociales, Verbo Divino, Estella 2003; M. NAVARRO, Ungido para la vida. Exégesis narrativa de Mc 14,3-9 y Jn 12,1-8, Verbo Divino, Estella 1999; M. SAWICKI, Seeing the Lord. Resurrection and Early Christian Practices, Fortress, Mineápolis 1994; X. TUNC, También las mujeres seguí­an a Jesús, Presencia Teológica 98, Sal Terrae, Santander 1999;B. WITHERINGTON III, Womeii in tlie Ministry of Jesús, Cambridge University Press 1984.

MUJER
4.Pablo: mujeres mesiánicas

(Marí­a, madre de Jesús, Eva, ministerios, carismas, amor, Pablo). Las referencias de Pablo a la mujer son muchas y de diverso tipo. Entre ellas queremos escoger dos, una sobre la mujer que ha engendrado a Jesús y otra sobre el ministerio de las mujeres en la Iglesia. En principio, Pablo ha querido crear unas iglesias donde “no hay hombre ni mujer, pues todos son uno en Cristo” (cf. Gal 3,28). Pero las iglesias paulinas posteriores han vuelto a sancionar un tipo de patriarcalismo*.

(1) Nacido de mujer, nacido bajo la Ley. En el momento clave de su discurso sobre la novedad cristiana, Pablo afirma que “al llegar la plenitud de los tiempos, Dios enví­o a su Hijo, nacido (genomenou) de mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que alcanzásemos la filiación” (Gal 4,4-5). Pablo no alude a la madre de Jesús como persona individual, sino que evoca su función engendradora, afirmando que ella pertenece al misterio liberador del nacimiento del hijo de Dios. En esa perspectiva se entienden sus momentos o funciones. Es evidente que la madre está sometida a la Ley, lo mismo que su Hijo, y lo está de un modo especial como mujer, según ha precisado con enorme detalle la legislación judí­a (cf. Lv 12,15; Misná, Nashim). En ese aspecto, la madre del Hijo divino es una mujer sometida a la norma legal israelita que regula de forma minuciosa lo tocante al sexo femenino (menstruación, matrimonio, parto…). Esta mujer es sí­mbolo de la humanidad generadora, conforme a un dicho común, que define al ser humano como nacido de mujer (Job 14,1; 15,14; 25,4; cf. también Mt 11,11; Lc 7,28). La madre de Jesús aparece en la lí­nea de Gn 3,20 como fuente de vida. Más allá de cualquier ley religiosa o nacional (de toda vinculación israelita), ella es signo de la humanidad que puede crecer y multiplicarse (cumpliendo así­ la palabra de Gn 1,29). Por otra parte, ella está especialmente vinculada con Dios y con su Hijo. Pablo sabe que Dios carece de mujer en plano teogámico y de hijo en el ámbito de la generación cósmica, pero, al unir Dios, mujer e Hijo, él evoca unos sí­mbolos mí­ticos (paganos) de gran fuerza en todo el mundo antiguo. En su acción misionera, Pablo ha desarrollado la relación entre el Dios de Cristo y la Ley israelita. Pero este pasaje desborda la perspectiva puramente israelita, situándonos ante el Dios a quien, por medio de Jesús, su Hijo, nacido de mujer, podemos invocar diciendo ¡Abba! ¡Oh Padre! (Gal 4,6). Tanto el Padre como el Hijo resultan implí­cita mente masculinos. Es evidente que en este contexto la mujer de la que nace el Hijo, engendrado/enviado por el Padre, recibe especial importancia.

(2) Nacido de mujer, nacido de David. Partiendo de la tradición israelita, Pablo podrí­a haber formulado el nacimiento del Hijo de Dios desde el esquema de Rom 1,3-4, definiéndole como: “nacido del esperma (genomenon ek spennatos) de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder, según el Espí­ritu de Santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Rom 1.3-4). Los paralelos con Gal 4,4 son evidentes y en ambos casos se emplea la palabra genonmenon (genomenon), engendrado-nacido. Ciertamente, Rom 1.3-4 ha distinguido el nivel histórico (¡hijo de David!) y escatológico (¡hijo de Dios por la resurrección!), pero los ha vinculado en el mismo Kyrios Jesucristo de manera que, al menos en la redacción actual, supone que el hijo histórico (mesiánico) de David es el mismo Hijo de Dios. De un modo muy significativo, el Dios engendrador (que no recibe tí­tulo de Padre masculino) actúa de manera patriarcal: realiza su paternidad a través de la promesa y acción generadora de David, varón mesiánico. En el nivel de la carne (= humanidad), el Hijo Jesucristo nace de la semilla o esperma de David. Es evidente que el esperma se toma en sentido simbólico fuerte, sin cerrarse en el plano del lí­quido seminal, como saben los comentaristas. Pero la imagen que está en el fondo del término sólo resulta significativa en un contexto patriarcal donde el padre/varón instaura con su fuerza generante activa la genealogí­a. Parece que no influyen las mujeres: se limitan a recibir un semen masculino, sin definir de forma expresa el nacimiento del niño. Este es el nivel más israelita del surgimiento de Jesús: un padre humano (David) aparece como mediador y signo del origen/enví­o del mismo Hijo divino. Expresión de Dios es el padre-varón, no la madre. La misma acción genealógica, patriarcal del varón viene a presentarse como manifestación visible (histórica) del misterio engendrador de Dios. Pues bien, en contra de eso, Gal 4,4 afirma que Dios ha enviado a su Hijo “nacido de mujer”.

(3) La mujer de la que nace el Hijo de Dios. Según Gal 4,4, esa mujer no es salvadora por sí­ misma; su gestación y alumbramiento no pueden entenderse como pascua, es decir, como paso definitivo del nivel de sometimiento de la ley (esclavitud y carne) al plano del Espí­ritu (gracia universal y nueva filiación). De todas maneras, mirado en el contexto más extenso del mesianismo de Jesús, el gesto de su madre (su gestación y maternidad) pertenece al camino salvador del despliegue de la vida. En un sentido, la mujer de Gal 4,4 se encuentra bajo la condena del pecado (o, al menos, de la Ley), pues Dios ha enviado a su Hijo para liberar a los que estaban sometidos a la Ley. Pero desde su misma limitación, como mujer que vive bajo el yugo de la ley, la madre de Jesús es capaz de ponerse al servicio de la vida. Rom 1,3-4, asumiendo quizá una fórmula de los judeocristianos de Roma, afirmaba que Jesús habí­a nacido del sperma de David, según la carne, dentro de un contexto mesiánico israelita que debe superarse. Gal 4,4 afirma, en cambio, que ella ha nacido de mujer, situándose de esa manera en un contexto de esperanza universal, manifestada por la misma Ley. El mesianismo de David (Rom 1,34) pertenece a la carne, pero es carne abierta de algún modo al Espí­ritu. La maternidad de Marí­a (Gal 4,4) pertenece al plano de la Ley, pero es una Ley que, de algún modo, se abre a la gracia. Según eso, la madre de Jesús es “Ley”, pero es una Ley que se desborda a sí­ misma, pues a través de ella enví­a Dios a su Hijo. De esa forma se relacionan la acción de Dios que enví­a a su Hijo y la acción de la mujer que lo engendra, aunque esa mujer se encuentra todaví­a “en el plano de la Ley”. Eso significa que, a diferencia de lo que dirá Lc 1-2 y la tradición mariológica posterior de católicos y ortodoxos, Pablo no ha visto a Marí­a como signo de mujer cristiana. A los ojos de Pablo, la Madre de Jesús (lo mismo que David) pertenece al plano del Antiguo Testamento, al mesianismo de la Ley o de la carne.

(4) Pablo. Virginidad. Liberación de la mujer. La misma madre de Jesús pertenecí­a, según Pablo, al plano de la Ley. Pero tras la pascua todo se ha vuelto diferente: la mujer ya no es Ley, sino gracia; no es carne, sino espí­ritu. Todo lo que Pablo dice sobre la vida cristiana y los ministerios eclesiales, desde la perspectiva de los carismas y del amor (cf. Rom 12,4-16; 1 Cor 12-14), prescindiendo de la glosa posterior de 1 Cor 14,33b-36 (que es un retorno a una ley de tipo apocalí­ptico), vale igualmente para varones y mujeres, esclavos o libres, griegos o judí­os (cf. Gal 3,28). Por exigencia de la creación y por novedad cristiana, varones y mujeres son, por igual, portadores del carisma de Jesús y así­ debí­a haberse expresado en la Iglesia. Ciertamente, una tradición paulina posterior ha dado marcha atrás, como muestran las pastorales (1 Tim, Tit), reservando los ministerios de la presidencia eclesial a los varones, dentro de un esquema de honores que es propio de un tipo de judaismo precristiano (¡ni siquiera del buen judaismo rabí­nico!) y de un entorno religioso grecorromano, que va en contra del Evangelio. Pero las cartas y textos auténticos de Pablo no discriminan en ningún momento a la mujer, sino que igualan a varones y mujeres en la vida y ministerios de la Iglesia. Pablo no puede resolver todos los temas y, por eso, algunas de sus afirmaciones más audaces han podido ser manipuladas después por una tradición patriarcalista. Entre ellas está su defensa del celibato* o virginidad de las mujeres en 1 Cor 7. Pablo vive en un entorno en el que, de hecho, las mujeres casadas corren el riesgo de convertirse en siervas de sus maridos. Por eso, él desea que las mujeres permanezcan solteras, para ser libres, para dedicarse “a las cosas del Señor”. El encomio paulino de la virginidad de la mujer constituye una de las páginas más hondas de la historia de la liberación cristiana de la mujer: Pablo quiere que las mujeres sean lo que ellas quieran “en el Señor”, que no se sometan a los maridos, que vivan en libertad, para el conjunto de la Iglesia. Una tradición posterior ha convertido el estado oficial de virginidad de las mujeres (cierto monacato y vida religiosa) en estado de sometimiento a los varones ministros de la Iglesia. La vuelta al celibato paulino de la mujer implica una vuelta a la libertad de la mujer, para que ella pueda ser cristiana como lo desee, desde el centro de una Iglesia donde ya no hay varones ni mujeres. Por eso, en un primer momento, todas las mujeres (igual que todos los varones) han de ser célibes, es decir, libres. En un segundo momento podrán decidir si son célibes-libres en virginidad no matrimonial o en vinculación matrimonial, según ellas (y ellos) quisieran, dentro de la Iglesia.

(5) Pablo. Mujeres mesiánicas. Ministerios y mujeres. Desde ahí­ han de entenderse las referencias de Pablo a los ministerios de las mujeres, especialmente las que hallamos en Rom 16,115, donde hay tantas o más mujeres realizando labores ministeriales que varones. Significativamente, las mujeresministros de Rom 16 pueden ser “ví­rgenes no casadas” (en la lí­nea de 1 Cor 7), pero pueden ser también “ví­rgenes casadas”, es decir, mujeres que conservan y despliegan su libertad en el matrimonio, que viene a presentarse así­ para ellas como estado muy adecuado para realizar los ministerios cristianos: “Os recomiendo a nuestra hermana Febe, diaconisa de la Iglesia que está en Cencres, para que la recibáis en el Señor, como es digno de los santos, y que le ayudéis en cualquier cosa que sea necesaria; porque ella ha ayudado a muchos, incluso a mí­ mismo. Saludad a Priscila y a Aquila, mis colaboradores en Cristo Jesús… Saludad también a la iglesia de su casa. Saludad a Epeneto, amado mí­o, que es uno de los primeros frutos de Acaya en Cristo. Saludad a Marí­a, quien ha trabajado arduamente entre vosotros. Saludad a Andrónico y a Junia, mis parientes y compañeros de prisiones, quienes son muy estimados por los apóstoles y también fueron antes de mí­ en Cristo… Saludad a Herodión, mi pariente. Saludad a los de la casa de Narciso, los cuales están en el Señor. Saludad a Trifena y a Trifosa, las cuales han trabajado arduamente en el Señor. Saludad a la amada Pérsida, quien ha trabajado mucho en el Señor. Saludad a Rufo, el escogido en el Señor; y a su madre, que también es mí­a. Saludad a Filólogo y a Julia, a Nereo y a la hermana de él, a Olimpas y a todos los santos que están con ellos” (Rom 16,1-15). En ese contexto se sitúa también la referencia a “Evodia y Sí­ntique… que han combatido conmigo, a favor del Evangelio” (Flp 4,2-3). Estos pasajes indican que Pablo no esta aislado, sino que anima, acoge y asume como propio un grupo de colaboradores en el que predominan las mujeres: Febe es diaconisa de la iglesia en Cencres (Rom 16,1-2). Prisca (y su esposo Aquila) son colaboradores de Pablo y presiden una iglesia en su casa (16,3-5). Marí­a ha trabajado mucho por los cristianos de Roma (16,6). Jimia y Andrónico (¿su esposo?) son parientes de Pablo y le han precedido como apóstoles (16,7). Trifena y Trifosa y Pérsida han trabajado (se han fatigado) por el Señor (16,12). Estas mujeres son apóstoles (testigos de Jesús, creadoras de iglesia), servidoras de la comunidad y dirigentes (presidentes) de iglesias domésticas. Esta situación concuerda con la situación de las comunidades de Galilea e incluso con la de Jerusalén, donde Marí­a, madre de Marcos, daba nombre a la comunidad reunida en su casa (Hch 12,12). Estos y otros ministerios, compartidos por varones y mujeres, han brotado de un modo normal, según las necesidades apostólicas y organizativas de la Iglesia, por iniciativa de Pablo y sus comunidades, conforme al carisma del Espí­ritu Santo. Eso significa que las mujeres han asumido y realizado en el principio diversos ministerios eclesiales.

Cf. P. BONNARD, Galates, CNT IX, Neuchñtel 1972; R. E. BROWN (ed.), Marí­a en el Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1986; E. W. BURTON, Galatians, ICC, Edimburgo 1980; H. SCHLIER, Calatas, Sí­gueme, Salamanca 1975; X. PIKAZA, Sistema, libertad, iglesia. Instituciones del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 2001; K. Jo TORJESEN, Cuando las mujeres eran sacerdotes: el liderazgo de las mujeres en la primitiva iglesia y el escándalo de su subordinación con el auge del cristianismo, El Almendro, Córdoba 1997; B. WITHERINGTON III, Women in the Earliest Chnrches, Cambridge University Press 1988.

MUJER
5. Apocalipsis

(-> dragón, satán, Eva, pecado, ángeles, celibato, ciento cuarenta y cuatro mil). El Apocalipsis es uno de los libros simbólicamente más ricos y ambiguos en referencia al tema de las mujeres, que aparecen interpretadas de diversas formas. Aquí­ nos fijamos de un modo especial en la mujer celeste, con sus diversos cambios, para estudiar luego el tema de los que “no se han manchado con mujeres”.

(1) Una Mujer en el cielo. En el mismo centro del Apocalipsis aparece la figura de una mujer que da sentido al conjunto del libro: “Una gran señal apareció en el cielo: una Mujer vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza. Estaba encinta y gritaba en la angustia y tortura de su parto. Entonces apareció en el cielo otra señal: un enorme Dragón de color rojo con siete cabezas y diez cuernos y una diadema en cada una de sus siete cabezas. Con su cola barrió la tercera parte de las estrellas del cielo y las arrojó sobre la tierra. Y el Dragón se puso al acecho delante de la Mujer que iba a dar a luz, con ánimo de devorar al hijo en cuanto naciera. La Mujer dio a luz un Hijo varón, destinado a regir todas las naciones con vara de hiero; y su Hijo fue raptado (= elevado) hasta Dios y hasta su Trono. Mientras tanto, la Mujer huyó al desierto, donde tiene un lugar preparado por Dios para ser allí­ alimentada durante mil doscientos sesenta dí­as” (Ap 12,1-5). Esta mujer forma parte del mito originario de la gran madre divina: es “Mujer, vestida de Sol, con la Luna bajo sus pies y una Corona de doce astros sobre su cabeza” (12,1). Posiblemente debamos vincularla con Virgo, un signo del zodí­aco. Pero ella es más que un simple signo del zodí­aco: es la expresión de la fuente de la vida: En el principio del gran drama de la historia, como expresión de Dios y sentido del surgimiento de la realidad aparece ella. Pero ésta es una mujer especial: “Está encinta y grita en la angustia y tortura del dar a luz” (12,2). Para entender mejor su sentido empezaremos situando su figura en el despliegue del conjunto del Apocalipsis. Después volveremos a evocar algunos de los rasgos mí­ticos que más han influido en la interpretación posterior del Apocalipsis.

(2) Perspectiva dinámica. Los momentos de la mujer del Apocalipsis, (a) Madre celeste (Ap 12,1-5). En su origen es un signo de la Gran Diosa Madre, potencia engendradora que se sitúa en un lugar celeste (como la Reina del Cielo de Jr 44,17-25). Pero, en perspectiva israelita, ella es también la Mujer Sión* (Madre, Viuda, Virgen), que ha dado a luz al salvador escatológico. Evidentemente, la tradición cristiana podrá identificarla con Marí­a, la madre de Jesús, (b) Mujer terrestre-perseguida, Iglesia (Ap 12,6-19,21). La Mujer madreceleste ha dado a luz al Hijo salvador, que ha sido “arrebatado” hasta el Trono de Dios, en gesto de triunfo que se identifica, sin duda, con la pascua cristiana. Su Hijo ha triunfado, pero ella se descubre expulsada y fugitiva, como simple Mujer de la tierra, perseguida por el Dragón y sus Bestias. “La Mujer huyó al desierto, al lugar preparado por Dios, donde la alimentan 1.260 dí­as”, es decir, el tiempo de la gran crisis histórica de la humanidad y de la Iglesia (Ap 12,6). Su Hijo ha triunfado ya, pero ella debe sufrir la gran prueba, amenazada, en el desierto de la historia. Frente a ella se elevan por obra del Dragón las dos grandes Bestias (cf. Ap 13) y la Mujer Prostituta* (Ap 17), que son signo de los poderes destructores, antihumanos, de una humanidad cuya perversión se condensa en Roma. La mujer-madre perseguida, que mantiene su fidelidad esponsal y materna, contra los poderes de las Bestias y la Prostituta, es indudablemente la Iglesia. Del cielo engendrador ha descendido a la tierra, asumiendo de esa forma el camino de Jesús, Cordero sacrificado. (c) Novia final, esposa del Cordero (Ap 21-22). El Apocalipsis puede definirse como el libro de las metamorfosis de la Mujer. Ella empezaba siendo Madre celeste. Ha seguido mostrándose como fraternidad de perseguidos. Sólo al final se mostrará en su pleno esplendor, como Novia del Cordero sacrificado, que viene a mostrarse ya como esposo amante y triunfador. Es como si la historia se invirtiera y, en vez de pasar de la Virgen a la Madre anciana, nos hiciera venir de la Madre primera a la Novia final. En el principio está la Madre, al final la Prometida, es decir, la juventud dichosa y el amor que se expresan en las Bodas del Cordero. En el camino que lleva de un estadio al otro emerge la persecución, con la exigencia de fidelidad de los creyentes.

(3) Perspectiva mí­tica. Volvemos al texto de Ap 12,1-5 para evocar algunos de los signos religiosos que están en su fondo, (a) La Mujer vestida de sol (12,1) empieza siendo una figura o realidad astral. Está en el centro del mundo de los astros, porque todos (o los más valiosos: sol, luna y estrellas) se encuentran a su servicio, valiéndole de adorno. Probablemente es Virgo, rodeada por (o formando parte de) las doce constelaciones del Zodí­aco: el sol la cubre con sus rayos una vez al año y la luna, al pasar debajo de ella, le sirve de escabel. Virgo es una diosa que se identifica con la Magna Mater de Cartago y Siria; ella presenta grandes semejanzas con Isis y Latona, madres del héroe vencedor que han sido persegui das por el Dragón, (b) El Dragón celeste (12,3) recuerda al monstruo babilonio del caos (Tiamat*) al que el Dios Marduk ha derrotado en el principio. Con nombres diferentes (Leviatán*, Tanní­n*…) aparece en el trasfondo del Antiguo Testamento como enemigo de Dios (cf. Job 26,13; Is 27,1; Ez 29,3). También se le conoce en Irán, Egipto, Grecia… Su habitación y fuente de poder es casi siempre el agua primitiva del gran caos (cf. 12,15), que se hallaba al principio sobre el cielo y que ahora amenaza desde el fondo de la tierra, (c) El Hijo divino (12,5) aparece como héroe triunfador que, una vez crecido, derrota al Dragón y libera a la Madre amenazada. Nuestro pasaje relata su nacimiento: perseguida con furor por los poderes del caos y tiniebla (Dragón), la Mujer celeste ha dado a luz al Hijo divino que un dí­a destruirá a los poderes del caos, haciendo que toda la historia culmine en las bodas del cielo, en amor perdurable. Las dos figuras opuestas (Mujer y Dragón) aparecen como dualidad originaria, signos del enfrentamiento apocalí­ptico. En un primer momento se podrí­a hablar de Mujer-buena y Varón-malo (si entendemos al Dragón como masculino y no como ser neutro), en una dualidad en la que se vinculan los aspectos sexuales (mujer, varón) y los morales (bien, mal). Pero el mito tiende a ser triangular de tal forma que podemos y debemos buscar un tercer personaje: el Padre oculto (¿quién ha fecundado a la mujer?) o el Hijo que ha de nacer. Así­ sucede en el mito egipcio donde Isis, esposa de Osiris, de quien ha concebido, que se encuentra amenazada por el Dragón (Typhon o Seth), que ha matado a Osiris; pero Isis logra escapar y se refugia en los pantanos del delta del Nilo, dando a luz a Horus, Hijo vencedor, que más tarde luchará contra Seth-Typhon para derrotarle. En la cultura helenista la mujer es Latona y el Dragón es Pythón, que persigue a la mujer pero es incapaz de impedir que ella dé a luz a Apolo y que después Apolo le destruya. Es evidente que en el fondo del Apocalipsis resuena el mito, pero un mito que ha sido poderosamente recreado por el cristianismo.

(4) Los que no se han manchado con mujeres (ciento* cuarenta y cuatro mil; guerra santa, celibato, Sión). Uno de los textos más escandalosos y difí­ciles de la Biblia es el que alude a los que acompañan sobre el monte Sión al Cordero: “Estos son los que no se mancharon con mujeres, pues son ví­rgenes” (Ap 14,4). Estos son los soldados del Cordero victorioso, que se definen como aquellos que han sido “redimidos” (comprados), como primicias de la tierra. Pues bien, en ese contexto se añade que no se han manchado con mujeres, pues son ví­rgenes. Esta expresión resulta actualmente extraña y desafortunada. Por eso debemos precisar su sentido, (a) La mancha. Dentro del conjunto del Apocalipsis, lo que mancha no es la mujer como sexo o género, sino el pecado de hombres y/o mujeres. La palabra mancharse se puede aplicar por igual a varones y mujeres, pues Ap no los distingue al hablar de reino y sacerdocio (cf. Ap 1,6; 5,10) y cuando sigue diciendo que hay una profetisa mala (Jezabel*: Ap 2,20) supone que hay mujeres (profetisas) buenas en la Iglesia. La resistencia que Juan pide a los cristianos se aplica por igual a todos los llamados a la fidelidad y al martirio. Por eso, las mujeres con quienes los cristianos no deben mancharse se entienden aquí­ como signo del Imperio impuro, reflejado en Ap 17 por la Prostituta (formada por varones más que por mujeres) donde culminan los males de la historia, que amenazan también dentro de la Iglesia (cf. Jezabel: 2,2023). Según eso, la frase discutida (¡no mancharse con mujeres!) puede aplicarse por igual a hombres y a mujeres en la Iglesia, (b) Soldados ví­rgenes. Por otra parte, la aplicación de la virginidad a soldados en principio varones resulta paradójica, pues ésta suele ser una “nota propia de mujeres”. Pues bien, ella se aplica ahora a todos, sin que deba entenderse por tanto en sentido biológico, pues el varón no puede perder la virginidad en un plano biológico. Nuestro pasaje invierte y transforma el sentido de la virginidad, cambiando por tanto la visión de las mujeres. Por eso, la pureza de la que habla y la expresión “mancharse con mujeres” ha de entenderse de un modo simbólico. Pero, dicho eso, debemos añadir que (a pesar de la paradoja del fondo del texto) estas palabras poseen su propia dinámica y suponen una visión pesimista de la mujer, a la que vinculan con la mancha o la impureza. Según ella, los hombres limpios deben evitar la impureza femenina. Sabemos por toda la tradición, y especialmente por Mc 5,24.34 par (hemorroí­sa*), que los evangelios han superado esta visión, de manera que Jesús no podrí­a haber utilizado un lenguaje como éste (mancharse con mujeres), pues ellas no tienen ninguna impureza especial, ni por actitud humana, ni por sexo. La visión general del Ap concuerda (o puede concordar) con el evangelio de Jesús en este campo. Pero el lenguaje inmediato de Ap 14,4 resulta ambiguo y acaba siendo peligroso en su formulación (por más paradójica que sea); por eso, en virtud de su misma dinámica martirial (fidelidad a Jesús), debemos superarlo.

(5) Angeles violadores. En la raí­z del lenguaje de Ap 14,4 hay un fondo mí­tico que es propio de todos los apocalí­pticos: los ángeles* violadores que han manchado a las mujeres (o se han manchado con mujeres). En ese contexto, lo que mancha no es la mujer, sino el deseo pervertido de los grandes espí­ritus (simbólicamente masculinos) que se rebelaron contra Dios y que hacen algo que es opuesto a su más honda verdad: se pervierten con mujeres a las que violan y someten. En el fondo de la frase (¡los que no se han manchado con mujeres!) está latiendo la tradición apocalí­ptica del descenso de los violadores, formulada de manera clásica por 1 Hen* 6-36. Según ella, los hombres de este mundo (y en especial las mujeres) no son culpables, sino ví­ctimas: el pecado original es obra de los Espí­ritus insaciables que bajaron a la tierra para violar (= manchar) a las mujeres. No mancharon las mujeres a los Varones-Angeles, sino al contrario: los Angeles (¿varones?) se mancharon a sí­ mismos, rompiendo el orden de Dios y violando-utilizando a las mujeres. Ellos bajaron como ejército de sangre (guerra y deseo sexual) al monte Hermón (no a Sión, como Jesús), para introducir sobre el mundo la perversión (la mancha) en el nivel del sexo y sangre. Las mujeres no fueron violadoras, sino violadas, no fueron las que mancharon, sino las que fueron “manchadas” por ángeles (1 Hen 6-7). Por eso, el Henoc más antiguo no las acusa a ellas, sino a los invasores angélicos perversos (más varones que mujeres), que fueron portadores de la mancha y violencia sobre la humani dad (cf. 1 Hen 15). Ellos, el mal ejército de los ángeles invasores, son causa del pecado, principio de mancha. Según esto, podrí­amos decir que los 144.000 soldados ví­rgenes de Cristo forman el reverso de los ángeles violadores: son la nueva humanidad reconciliada, fiel al Cordero, capaz de guardar la fidelidad que consiste en no romper el orden sagrado de la vida, en no utilizar ni oprimir a las mujeres (que suelen ser siempre las ví­ctimas de los soldados). Son ellos los que “no se han manchado” porque no han violado a mujeres. Son soldados que no violan, triunfadores que no han logrado su victoria raptando y poseyendo mujeres a la fuerza, sino respetando toda forma de vida. Por eso, al decir que “no se han manchado con mujeres”, no se quiere indicar que hubieran sido ellas las que les habrí­an manchado, sino ellos mismos los que se habrí­an manchado violando mujeres.

(6) Abstinencia sexual. La reflexión anterior es bí­blicamente correcta y nos hace ver que no son las mujeres las que manchan a los varones, sino los varones-soldados-diablos los que se han manchado violando mujeres. Pero, una vez formulado, y en especial dentro de un contexto antifeminista como el de la gnosis griega, es evidente que ese texto ha contribuido a entender a las mujeres como mancha, como peligro para los varones-ascetas-abstinentes, conforme a una visión que ha seguido influyendo en la Iglesia católica en diversos lugares. Por otra parte, debemos recordar que en el fondo del texto se está evocando también la práctica de la abstinencia sexual para la guerra* santa. Así­ lo indica el texto clásico de la visita de David* al templo de Nob, donde pide panes para comer y le dan los panes santos (de la Proposición), que los soldados podrán comer sólo si están en estado de pureza* ritual, es decir, si no han tenido relaciones previas con mujeres (1 Sm 21,1-6). Tanto los sacerdotes antes de oficiar los sacrificios como los soldados de la guerra santa antes de la lucha tení­an que abstenerse de relaciones sexuales, pues ellas implicaban un tipo de impureza ritual (por el derramamiento de semen). En ese sentido simbólico, estos soldados del Cordero aparecen como ritualmente puros, dentro de un contexto donde la pureza tení­a un sentido distinto al que tiene para Jesús de Nazaret y para nosotros. Por eso, tomado al pie de la letra, lo que se dice de ellos (son ví­rgenes, pues no se han manchado con mujeres) nos resulta hoy extraño.

Cf. R. B. Allo, Saint Jean. L†™Apocalypse, Gabalda, Parí­s 1971; X. Pikaza, Apocalipsis, Verbo Divino, Estella 1999; P. Prigent, LApocalypse de saint Jean, Labor et Fides, Ginebra 1981.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. Introducción.-II. Dios y la dualidad sexual de lo humano en la creación: AT.-III. El Hijo de Dios y las mujeres: NT: 1. Jesús y las mujeres en los evangelios; 2.Las mujeres en el mensaje cristiano: a. los principios del mensaje cristiano (Gál 3,28), b. Los conflictos de la praxis, c. las consecuencias.-IV. Trinidad y dualidad sexual humana: 1. Alteridad y referencia: relaciones personales.

I. Introducción
Tanto la Teologí­a como el tratamiento del tema de la mujer en ámbito católico adolecen de una escasa perspectiva trinitaria de las relaciones entre Dios y la mujer. Los intentos son más bien escasos en cuanto a planteamienio trinitario como tal. Abundan, sin embargo, los trabajos que abordan la ‘cuestión desde alguna de las personas divinas, sobre todo desde Jesús y desde ‘el Espí­ritu Santo. Creemos que el planteamiento unitario de las relaciones entre Dios y la mujer, en perspectiva trinitaria, aportarí­a datos interesantes a la reflexión, tales como el enfoque relacional de la dualidad sexual del ser humano, o la convicción de que se trata de una cuestión que, lejos de ser marginal, implica la pertenencia de nuestra realidad a la realidad de Dios no sólo desde el punto de vista de la criatura, sino también desde la asunción de este conflicto que es historia nuestra, en la historia de Dios.

II. Dios y la dualidad sexual del ser humano en la creación: AT
La analogí­a trinitaria que lleva a afirmar la igualdad personal de los sexos se basa en Gén 1,26-27 en que por dos veces, primero en discurso directo de Dios y luego en boca del narrador que nos relata la acción ya cumplida de Dios, se nos dice que el ser humano sexuado es creado a imagen suya. Sin embargo las interpretaciones que a lo largo de los siglos se han hecho en ámbito judí­o y cristiano, han obviado el orden de la narración en los tres primeros capí­tulos y han proyectado sobre Gén 1-2 el impacto causado por el final de Gén 3 con lo que toda la perspectiva se ha falseado sin que se tome consciencia de ello3. Por eso aquí­ tomaremos los dos capí­tulos del Gén en su orden literario sin por ello perder de vista que se trata de fuentes distintas. Preferimos trabajar sobre el texto final tal y como se nos ha transmitido en el TM (texto masorético).

En Gén 1 la creación surge de la Palabra de Dios que activa el principio de separación o diferenciación en un proceso que parte de las unidades mayores indiferenciadas, y desciende a las unidades menores diferenciadas. Al llegar a la creación del ser humano el principio continúa siendo el mismo. Los vv. 26-27 proponen tres estadios: en el discurso directo de Dios ‘adam (hombre) aparece sin artí­culo, como un ser indefinido. En la voz del narrador, aparece primero con artí­culo ha ‘adam (el hombre) y luego en la dualidad sexual, como macho y hembra, señalando el paso de lo indiferenciado genérico a imagen de Dios lo creó a lo diferenciado y especí­fico macho y hembra los creó.

En Gén 2 el principio sigue siendo válido aún cuando se trate de una tradición textual diferente. El juego de palabras entre ‘adamah (humus, tierra) y ‘adam (hombre, humano) nos ofrece una pista inicial que sitúa el principio de diferenciación y lo comienza. También advertimos tres estadios en este proceso. El primero es el que marca la primera etapa: el ‘adam (hombre, humano) genérico que es tomado-separado de la tierra-humus, ‘adamah es aquel ser todaví­a no diferenciado en sí­ mismo. De este ‘adam (humano) surgirá en un segundo momento la diferencia sexual posibilitada por el reconocimiento del otro situado enfrente, ‘ézer kenegdó’ (ayuda enfrente). El texto dice que esta diferencia la percibe un ‘adam al que la alteridad ha convertido en ish (varón). Irónicamente el varón sólo es tal cuando reconoce a la ‘ishshah, (varona, mujer) nombre derivado y, en autorreferencia ( ¿quién le ha dicho a este varón de dónde ha sido tomada la mujer?), da una explicación de la relación que acaba de descubrir (¿por qué en el reconocimiento de la mujer aparece ya este afán de explicarse el origen de ella?). Ni siquiera dice que ha sido sacada-separada del ‘adam. El reconocimiento está en discurso directo, pero nosotros ya sabí­amos por el narrador antes de que lo supiera el ‘adam (humano) covertido en ish (varón), que Dios habí­a diferenciado a la ishshah (varona) del ‘adam (humano, hombre). A partir de este momento el ‘adam se puede identificar con el ish porque ya está en un nivel de mayor diferenciación. Hasta el c. 4 no tiene lugar la diferenciación total. Igual que en Gén 1, la creación del ser humano la realiza Dios por su Palabra que activa ese principio de que hablábamos. Pero lo que añade este capí­tulo con respecto al precedente es que esa Palabra aquí­ activa la diferenciación. En Gén 1, 26 el discurso directo de Dios expresa la intención explí­cita de crear al ser humano sin explicitar la diferencia. Es el narrador el que luego nos relata que los efectos de esa palabra son el ser humano diferenciado. En cambio en Gén 2 ocurre a la inversa. Es el narrador el que nos dice en el v. 7 que Dios crea al ser humano indiferenciado, mientras que la diferenciación la propone YHWH mismo en discurso directo al observar que su creación no está perfecta. El estadio diferenciador es en este proceso creador un momento de perfección. Aún más. Si la primera diferenciación tení­a lugar a partir de un medio amplio tosco, la tierra, el suelo, la segunda tiene lugar a partir de un ser humano que ya tiene nephesh (aliento, vida). El tercer estadio tiene que ver con el c. 4, pero no vamos a entrar en él.

Desde la perspectiva trinitaria en que nos movemos esto suscita algunas reflexiones conclusivas. Nos lleva a preguntarnos por el significado que tiene ser imagen de Dios aplicado al ser humano. Y una primera respuesta apunta a Dios mismo como ser diferenciado cuya obra creadora adquiere así­ un cierto carácter especular al que pertenece la misma autonomí­a. Esto se vuelve explí­cito en la creación del ser humano. Dios, principio de la vida, culmina su creación de forma cualitativa no sólo en la acción directa de soplar vida, sino en la acción mediada de ir promoviendo la perfección humana. Esta perfección tiene que ver con el surgir de la alteridad, incluyendo el proceso mismo, con la capacidad de estar frente a otro del que se percibe a la par la diferencia y la semejanza. El juego de palabras ish- í­shshah (varón-varona) es ilustrativo a este respecto. Por tanto, Dios creador del ser humano es Dios principio de igualdad cada uno referido al otro (alterorreferente). Si no hay referencia al otro no es posible, entonces, que se active el principio de igualdad. Y en estos textos del Gén la referencia del uno al otro se ilustra con la dualidad sexual. La idea de subordinación de un sexo a otro es ajena al texto. Las expresiones que se han interpretado en este sentido han sido ya objeto de investigación minuciosa que muestran la debilidad de dichas interpretaciones. Ambos sexos pertenecen al mismo proceso creador y la referencia mutua es, a la par, referencia a Dios creador. La imagen de Dios, según el relato de Gén 1 (fuente P) es la dualidad mutuamente referida. Esto se explicita en el relato de Gén 2 (fuente J). De esta forma, lo que podrí­a covertirse en dualidad cerrada queda abierto, por la mutua referencia, a un tercero que remite al principio creador, es decir a Dios como persona. El tercero no es Dios directamente, sino la referencia mutua de mujer y varón.

Surge no obstante una pregunta lógica: ¿sólo la dualidad sexual en su mutua referencia es imagen de Dios? ¿qué ocurre con otras relaciones que no se sitúan en este plano? Es necesaria una precisión: la alteridad que proponen estos textos primeros del Gén es tí­pica. Todaví­a el ser humano diferenciado no tiene nombre. Sólo en el c. 4, de nuevo por la mujer”, tiene lugar la otra diferenciación que estriba en el dato de tener nombre. No tener nombre propio implica en estos niveles de orí­genes que se ilustra la referencia de uno a otro en su polaridad tí­pica y es que la alteridad es más perceptible en la diferencia sexual, como dato primero, antes de cualquier otra alteridad que incluso pudiera aparecer más fuerte que la de género (masculino o femenino, varón o mujer) . La ilustración tí­pica muestra por una parte la dificultad que supone para el ser humano llegar a la individualidad personal del otro más otro, cuando ese otro es el del sexo opuesto, pero por otra muestra a la par el gozo de reconocer y saberse persona al ser reconocido como otro.

La historia de las interpretaciones de estos textos muestran esta dificultad así­ como las consecuencias de una percepción superficial, o amenazada que falsea la realidad al no tener en cuenta la realidad personal de la mujer, creando condiciones de existencias por debajo del plan divino en sus comienzos igualitarios. La alteridad falseada ha marcado la historia humana de relaciones entre los sexos con consecuencias negativas sobre ambos. La mujer aparece como la ví­ctima de la marginación de género y su protagonismo histórico aparece por su falta, por su invisibilidad. Pero por su parte el varón ha sufrido la represión y sus efectos por no reconocer la alteridad de la mujer, ni realizarse en la alterorreferencia. La historia y sus monstruos indican que al faltar esa alterorreferencia tí­pica, el varón se concebí­a incapaz de toda otra referencia humana. La historia muestra una triste imagen en la que a duras penas Dios podrí­a reconocerse.

Esta dualidad de el varón y la mujer de los orí­genes, entendida como oposición sexual, es la que ha sido tomada por la teologí­a posterior para referirse, análogamente, a las relaciones diferenciadas de la Trinidad y hablar así­ de Dios como Ser en relación.

III. El Hijo de Dios y las mujeres: NT
1. JESÚS Y LAS MUJERES. Sobre un fondo patriarcal muy fuerte Jesús actúa con las mujeres de forma innovadora entre sus contemporáneos judí­os con respecto a la identidad y rol de la mujer. Resumimos brevemente las notas más relevante de la actitud de Jesús con las mujeres. Este colectivo, por su situación, era paradigma de marginación en aquel entorno y en aquel tiempo. Estas notas están referidas a la situación de marginación’ sexual, social y religiosa. Relacionadas entre sí­, las vemos por separado.

La marginación sexual de la mujer se advertí­a en las relaciones que establecí­a con el varón y en las normas de pureza a causa de funciones biológicas femeninas. Las relaciones entre los sexos era la propia de la vida conyugal y familiardentro de la normativa judí­a. Las llamadas impurezas se referí­an al tabú de la sangre menstrual y del parto que la obligaban a una restricción de las relaciones humanas, un aislamiento mayor en todos los ámbitos, incluido el religioso (especialmente), el implí­cito desprecio de la realidad corporal femenina y de aquello que la identificaba como mujer con las consecuencias graves para la autoestima y la realización personal de la misma. Jesús reacciona contra este tipo de marginación explí­citamente. Sus relaciones con las mujeres no eran funcionales, sino personales. Amplí­a la posibilidad de esta relación admitiendo mujeres en su grupo de discipulado (Lc 8,1-3), hablando en público con alguna de ellas Un 4,27) en abierto desafí­o, devolviendo a la mujer la dignidad de su funcionamiento corporal femenino como en el caso de la hemorroí­sa (Mc 5,21-43), denunciando la doble moral y equilibrando paritariamente las responsabilidades de fidelidad conyugal como en el caso del divorcio y del adulterio (Mc 10,1-12; Jn 8,1-11).

La marginación social de la mujer la recluí­a en el mundo privado de lo doméstico, privándola de la capacidad adulta de responsabilidad en el ámbito familiar, jurí­dico, sociopolí­tico y religioso. Jesús reacciona tratándola como sujeto de hecho y de derecho en lo señalado ya sobre el divorcio, así­ como en lo que indican las parábolas que la sitúan en igualdad de actividad con el varón: la mujer que introduce la levadura en la harina (Mt 13,33) en paralelo con la actividad del varón que siembra un grano de mostaza (Mt 13, 18-19) o el amigo inoportuno que pidepan en la noche (Lc 11,5-8) que se corresponde con la viuda impertinente que insiste al juez para que le haga justicia, o la de las diez ví­rgenes (Mt 25,1-13) que se corresponde con la parábola de los servidores que esperan con lámparas a que vuelva su Señor (Lc 24, 45-51) con una amonestación parecida ¡ay de aquellos servidores a quienes su Señor encuentre dormidos…! a la de las ví­rgenes necias. Su forma de entender la actividad, al ser puesta en comparación con el varón, queda elevada a la misma categorí­a de sujeto activo que el mismo varón. Jesús convierte a las mujeres en los primeros testigos de su resurrección desafiando así­ de una manera radical la consideración de la mujer como incapaz de dar testimonio válido (Mc 16, 7 y par).

La marginación religiosa mantení­a a la mujer alejada de la relación directa i con Dios y del ámbito de lo sagrado. No tení­a acceso directo al estudio de la Torah, ni al templo, ni a toda otra realidad religiosa. Las múltiples prescripclones legales de pureza ritual por las que tení­a que pasar, le dificultaban aún más sus posibilidades de realización aromo sujeto religioso adulto de pleno derecho. La circuncisión, al ser un rito iniciación absolutamente masculino la excluí­a ya por principio de la participación plena en el Pueblo de Dios. Ella adquirí­a la pertenencia sólo por ví­a y mediación del marido. Jesús erradica con su mensaje, palabras y gestos esta situación injusta. Las mujeres participan del reino de Dios en paridad con el varón. A ambos se les pide la fe y los evangelios conservan figuras relevantes paralelas en algo tan importante como la confesión de la fe en Jesús Hijo de Dios: Marta (Jn 11,27) y Pedro (Jn 6,69). No obstante, los evangelios registran más casos de fe de mujeres que de varones. El acceso directo al Padre de Jesús no tiene ya que ver con el sexo ni con otras razones discriminantes, las mujeres pueden orar del mismo modo que pueden hacerlo los varones. En ningún lugar de los evangelios aparecen restricciones a este respecto. El Padre nuestro es la oración de los discí­pulos y, como afirma R. Aguirre, serí­a un reflejo androcéntrico entender por discí­pulos sólo a los varones. Las mujeres del grupo de Jesús se incluyen como misioneras, enviadas, en aquellos 72 que Jesús envió delante de sí­ (Lc 10,1). Los textos de la Pascua son en este sentido los más importantes. Las mujeres están en los momentos más fuertes. Es una mujer la que le unge como profeta en Betania (Mc 14,3-9) cuando están a punto de tener lugar los acontecimientos finales y las palabras con las que transmite la importancia del gesto se asemejan bastante a las de la eucaristí­a. Son las mujeres las que están en el lugar de la muerte (Mc 15,40-41 y par) y Mc se encarga de vincular esta presencia al seguimiento de Jesús como discí­pulas y son las mujeres las que testimonian la resurrección.

No obstante esto precedente, surge una pregunta en ámbitos feministas que no es fácil ni obviar, ni responder. ¿Por qué no se encarnó Dios en una mujer llevando así­ al lí­mite la kénosis? No podemos responder aquí­, evidentemente, aunque sí­ podemos señalar hacia dónde apuntan las respuestas. La opinión más aceptada cree que si la segunda persona de la Trinidad hubiera sido mujer, no hubiera tenido posibilidad siquiera de anunciar su mensaje. No lo permití­a el contexto. Otras opiniones se basan en principios de antropologí­a bí­blica y remiten a los textos del Gén de la creación del ser humano, desde una interpretación androcéntrica de los mismos. Se va abriendo paso otra en la que sin negar la pregunta, ni contestarla todaví­a, la sitúa en un tipo de antropologí­a diferente en donde los sexos están relativizados en relación con lo que supone ser persona. Este intento de respuesta todaví­a no está maduro, necesita una fundamentación antropológica que aún no está realizada. Lo importante es que se sitúa en el principio cristiano de Gál 3, 28 en que ya no hay judí­o ni gentil, ni esclavo ni libre, ni macho ni hembra, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús. En los primeros siglos hubo una regresión en la historia de la Iglesia en la práctica de este principio en lo que respecta a la mujer, pero el principio se ha mantenido y tal vez ahora el contexto psicosocial permite una puesta en práctica que antes no tuvo lugar por diferentes razones.

2. LAS MUJERES EN EL MENSAJE CRISTIANO. Nos referiremos brevemente a los principios cristianos y a las dificultades de la praxis con sus consecuencias.

a. Los principios cristianos. La fórmula de Gálatas que se inscribe en un contexto bautismal remite a los principios que se derivan del mensaje de Jesús y de su actitud con las mujeres. Este principio formula la comunidad de iguales en que se superan todos los niveles de discriminación. Curiosamente recorre los tres niveles en que Jesús haliberado a la mujer durante su vida. La fórmula tiene una estructura que permite advertir un orden buscado: de la negación de la discriminación religiosa, como el dato más amplio, se desciende a los otros dos más concretos referidos a colectivos especialmente oprimidos por una estructura sancionada socialmente, los esclavos y las mujeres. De alguna manera el tercer par concreta los otros dos radicalizándolos y reasumiéndolos. Pero la negación de la fórmula es tan radical que afecta a los dos polos de cada par. Si no hay esclavo es lógico que no haya amo, y si no hay hembra es coherente que no haya macho, pierden la mutua referencia dialéctica en cuanto a estructura de discriminación. La fórmula niega ambas polaridades para poder afirmar la unidad en Cristo. Se niegan las estructuras discriminantes para poder recuperarlas en el ámbito de la relación de iguales. Pero esto que es tan claro a nivel de principios, no lo fue siquiera en formulaciones posteriores’ en que se sentí­a la necesidad de suavizar en especial el tercer par.

b. Los conflictos de la praxis. Parece claro que tanto los esclavos como las mujeres tení­an expectativas de cambio en la práctica. Esta, sin embargo, se presentó difí­cil justamente en el proceso de institucionalización, necesario por otro lado para la pervivencia de la Iglesia. No eran compatibles, y paralelo al proceso de institucionalización se realizó un proceso de patriarcalización. Las necesidades de adaptación al medio prevalecieron para que sobrevivieran la disciplina y el buen orden de forma que se salvaguardara la pervivencia de la Iglesia. El precio fue la relegación progresiva de laicos y mujeres que las privó del protagonismo que habí­an adquirido en el movimiento de Jesús.

c. Las consecuencias. Dicho muy brevemente, las consecuencias recayeron no sólo en el ámbito disciplinar, sino en la misma credibilidad del principio de igualdad establecido por Jesús. Es difí­cil expresar la magnitud de la pérdida que ha supuesto para estos 21 siglos de Iglesia la marginación de las mujeres, más de la mitad de la humanidad en este perí­odo de historia. La Iglesia ha quedado perjudicada en muchas de sus áreas más importantes. Sólo apunto algunas que atañen a la misma concepción de la divinidad, la rigidez del lenguaje androcéntrico con que le hemos nombrado y le seguimos nombrando y la repercusión en la antropologí­a teológica, cristologí­a, eclesiologí­a y misión. Se ha visto afectado el misterio de la encarnación que se sigue realizando a través de mediaciones históricas porque el Cuerpo de Cristo aún no está completo (Col 1,24 ).

IV. Trinidad y dualidad sexual humana
1. ALTERIDAD Y REFERENCIA: LA PERSONA COMO RELACIí“N. La dualidad sexual es la forma de ser personas que tenemos los humanos. Pero no se puede reducir la persona al sexo sin el riesgo de perder de vista los fundamentos de la identidad humana. El plantea-miento correcto creo que deberí­a tener en cuenta el principio de la alteridad en dialéctica con el principio de referencia que la misma alteridad lleva implí­cito. Serí­a volver a los textos del Génesis para advertir la articulación de ambos principios sabiendo que la dualidad sexual es la situación tí­pica de ambos principios, pero que el ser humano está más allá de su concreción sexuada. Si lo que le hace persona es la relación y ésta presupone la alteridad entonces la dualidad sexual remitirá a Dios como relación de personas justamente en base a los principios de la relación. En este sentido es peligrosa esa corriente que intenta remitir el ser humano a Dios desde la analogí­a de los sexos. En el caso de Jesús, Hijo de Dios, su carácter de persona humana, persona en la historia, excede la concreción sexuada de su naturaleza humana. Si Jesús es el Hombre Nuevo, no lo es en su calidad de varón, sino en cuanto persona, persona segunda de la Trinidad. La dualidad sexual por tanto, remitirá a Dios desde el ser persona Jesús, desde su ser-en-relación tanto por las relaciones trinitarias, como por las relaciones con las personas con las que vivió en su tiempo.

Planteamientos con una antropologí­a basada en estos criterios y otros que se derivan de ellos, ayudarí­an a entender mejor la realidad humana de ambos sexos en relación con la creación de un Dios que nos hizo a mujeres y varones a imagen y semejanza suya. Pero aún no hay una adecuada respuesta a la cuestión.

En perspectiva trinitaria la mujer es importante tanto en cuanto su identidad sexuada opuesta a la del varón se convierte en momento de diálogo interpersonal. Pero en este sentido el varón es igualmente importante. Me interesa resaltar que la posibilidad que da la mujer a un mejor acercamiento a la Trinidad es la que lleva a dar el salto a lo personal dejando en un plano de fondo la diferencia sexuada. Y es que la Trinidad cristiana, estrictamente hablando, no se establece desde el diálogo varón-mujer, como puede suceder en otras concepciones religiosas, sino desde otro tipo de relaciones, las de los sí­mbolos padre-hijo. Una paternidad maternal y una filiación que supera la dualidad sexual. Resulta extraño, pero sugerente y creativo de cara a nuestra forma de entender a Dios, Trinidad de personas, y al ser humano, varón y mujer, imagen suya. Imagen cada una/o como persona í­ntegra y, por lo mismo, en relación con otro/s no importa del sexo que sean. Un arquetipo clave de la concepción religiosa de Dios como la de la relación de oposición varón-mujer se ha roto definitivamente en el cristianismo. Desde Jesús los peligros de esta proyección están anulados. Si a pesar de todo nuestra historia nos la muestra evidente es que nuestro pecado nos lo ha impedido; es por no haber entendido la novedad radical del Padre de Jesús, de Jesús Hijo de Dios y del Espí­ritu del Padre y del Hijo.

[->* Antropologia; Biblia; Creación; Espí­ritu Santo; Fe; Historia; Iglesia; Jesús; Padre; Pascua; Reino; Trinidad.]
Mercedes Navarro Puerto

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Tema que ha adquirido una gran importancia antropológica debido al impulso del personalismo y del movimiento de liberación-emancipación de la mujer, que se ha desarrollado a partir del siglo XVIII. Esto ha producido en Occidente un cambio radical en la condición femenina a nivel polí­tico, civil y social. En las culturas antiguas, la mujer era considerada infeñor al hombre: un varón no logrado, una forma biológica que no ha llegado plenamente a su desarrollo, degeneración del lí­quido seminal del varón, que tiene la función de servir de receptáculo al semen masculino en el acto generativo, atribuido sobre todo al varón. Estas concepciones limitadas se encuentran en Hesí­odo, Platón, Aristóteles y otros filósofos, poetas, trágicos y comediógrafos griegos. De ellos pasan a las etapas culturales posteriores y también al ámbito teológico patrí­stico: algunos Padres dudan de que la mujer tenga alma, de que sea imago Dei o de que tenga derecho a la salvación. Pero entre tanto se afirma que la decadencia de Eva ha sido plenamente rescatada por la nueva mujer, Marí­a. No pocos teólogos medievales y luego la escolástica, considerando a Aristóteles como suma autoridad cientí­fica, aceptan de manera acrí­tica sus conclusiones biológicas sobre la mujer. Estudios recientes indican perspectivas muy distintas en Tomás de Aquino. La teologí­a contemporánea ha tomado distancias frente a estas afirmaciones que, por otro lado, nunca habí­a hecho suyas el Magisterio eclesial, llevando a cabo una revisión del papel de la mujer en el plano de la creación y de la redención. Ha aparecido entonces que la misma condición diferenciada entre hombre y mujer, que se narra en las etiologí­a de Gn 1 -3, no pretende legitimar ninguna superioridad del hombre sobre la mujer, ni fundamentar una oposición entre ellos; con ella el Creador da vida a seres complementarios y .

modelados sobre Dios mismo: el hombre y la mujer son imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). En el relato de Gn 2-3, más antiguo y de distinta redacción, Dios crea a la mujer materialmente del hombre, que le precede; los dos tienen, por tanto, la misma naturaleza. Esto indica que los sujetos, derivados de la doble acción de Dios, están en una sintoní­a de fondo que produce su unidad (Gn 2,28) y su diferencia nominal y real. Las cosas cambian con el drama del pecado. La mujer es vencida por la tentación del pecado y contagia de ella al hombre; de aquí­ se origina la condición de sumisión de la mujer al hombre: se trata de un desorden de la condición humana y del desconcierto antropológico que produce el pecado.

En el Nuevo Testamento Jesús, aun, que no afirma nada temático sobre la !mujer, inaugura una nueva actitud para con ella, opuesta al talante de desprecio del judaí­smo de su época y distinta del pesimismo del Antiguo Testamento (cf., por ejemplo, Eclo 7,26-29). Jesús habla de la mujer en su predicación más temática (cf. Lc 13,20ss; etc.) y tiene numerosos contactos con mujeres de diversas clases. Es un dato cierto que le seguí­an a él y sus apóstoles un grupo de mujeres, como discí­pulas y para prestarle un servicio de asistencia con sus propios bienes (Lc 8,lss). Las mujeres son, además, las primeras destinatarias del mensaje de la resurrección de Cristo (Mc 16,1-8y par.); es importante en el Nuevo Testamento el papel de la Virgen Marí­a. En la Iglesia ! primitiva, las mujeres tuvieron una función importante (cf. 1 Tim 3,11. Rom 16,1 s), como efecto de la salvación realizada por Cristo (Gál 3,28). No , faltan textos, controvertidos y de difí­cil ‘” interpretación, donde parece afirmarse , una inferioridad de la mujer respecto , al hombre (Ef 5-6; Col 3-4), pero no parecen constituir una norma común a la que referirse. En la Iglesia de los Padres está comprobado el papel de las mujeres, por ejemplo en las Constituciones apostólicas (siglo 1V), donde las diaconisas tienen la función de asistir a las mujeres en algunas celebraciones , litúrgicas (Const. Ap., III, 16). Pero el , canon 19 de Nicea afirma que las mujeres pertenecen sólo a la dimensión laical de la Iglesia. Más tarde, aunque , en una condición subordinada de la mujer, la Iglesia trabaja en favor de la liberación global y elevación de la mujer, rindiéndole como un acto de justicia y de reparación. El Magisterio de la Iglesia ha afrontado el papel de la , mujer a partir de las intervenciones de León XIII y de pí­o XI, con la Casti connubii. Después de la Segunda Guerra Mundial, pí­o XII invita a las mujeres católicas a defender la familia; Juan XXIII, en la Pacem in terris, les invita a tomar conciencia de su dignidad y compromiso en la familia y en la sociedad.

El Vaticano II con GS 29 enuncia el principio absoluto de la igualdad substancial del hombre y de la mujer en el designio de Dios y del valor y la función de la mujer en la familia cristiana (GS 60), en la vida interna de la Iglesia y en la vida social (LG 1V). El documento Inter insigniores (1976) ha reafirmado las motivaciones por las que en la Iglesia católica se confiere sólo a los hombres el sacerdocio ministerial.

Esta ratificación, unida a las ordenaciones de algunas mujeres celebradas en las Iglesias protestantes evangélicas alemanas y en la Iglesia anglicana, provocó en el ámbito católico reivindicaciones por parte de varios ambientes de la teologí­a feminista, que nació y se desarrolló en los últimos años en Europa y en los Estados Unidos. La Mulieris dignitatem, de Juan Pablo II, junto con la Familiaris consortio, la Christifideles laici y la Redemptoris Mater, no sólo ratifican el valor de la dignidad de la mujer y su igualdad con el hombre en el plan divino y en la sociedad, sino que piden repetidamente a la mujer que colabore, más que en el pasado, en la vida eclesial y en el desarrollo de la fe. La carta pastoral Ordinatio sacerdotalis, del papa Juan Pablo II, hecha pública el 30 de mayo de 1994, aunque deja zanjada en sentido negativo la cuestión de la posibilidad de la ordenación de mujeres para el sacerdocio, reconoce el amplio espectro de funciones que le corresponde a la mujer en la obra de la salvación.

T. Stancati

Bibl.: P Grelot, La pareja humana en la sagrada Escritura, Euroamérica, Madrid 1969; P. Evdokimov, La mujer y la salvación del mundo, Sí­gueme, Salamanca 1980; L. Boff, El rostro materno de Dios, San Pablo, Madrid 51985; M. Alcalá, La mujer y los ministerios en la Iglesia, Sí­gueme, Salamanca 1982; diversos números monográficos de Concilium III (1976), 154 (1980), 202 (1984); M. Navarro (dir.), 10 mujeres escriben teologia, Verbo Divino, Estella 1994.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. ¿Por qué una voz “mujer”? – II. En la biblia y en la tradición: 1. La mujer en el AT; 2. La mujer en el NT: a) En tiempos de Jesús, b) La actitud de Jesús, c) Las primeras comunidades cristianas, d) Marí­a; 3. Viudas y ví­rgenes en la iglesia de los primeros siglos; 4. Las diaconisas en la tradición oriental – III. ¿Ordenación presbiteral de las mujeres’?: 1. Desde los años del Vat. II; 2. “Inter insigniores”; 3. Un problema teológico todaví­a abierto – IV. Otras funciones y ministerios: Legislación actual: 1. La exclusión del altar; 2. Las “funciones varias”: a) La función de lector, b) La distribución de la comunión, c) Otros ministerios menores, d) El canto litúrgico, e) Comunidades sin presbí­tero; 3. Con la praxis debe cambiar también la mentalidad – V. Temas, signos, lenguaje: 1. Santidad femenina; 2. Lenguaje y signos – VI. Doctrina y praxis de las otras comunidades cristianas.

I. ¿Por qué una voz “mujer”?
No hace muchos años, para un diccionario de liturgia habrí­a bastado con señalar la presencia -generalmente mayoritaria- de las mujeres en la asamblea litúrgica, remitiendo a la voz ministerio para las funciones que las mujeres no podí­an desarrollar o subrayando la importancia que se da a la mujer en toda la oración de la iglesia en la persona de Marí­a, acompañada por una corona de santas: ví­rgenes, mártires y, excepcionalmente, “ni ví­rgenes ni mártires”. Pero el Vat. II, que se ha pronunciado -más aún, ha juzgado indispensable- por que todos los miembros de la familia de Dios “participen consciente, activa y fructuosamente” en la liturgia (SC 11), ha advertido también la realidad de una discriminación contra las mujeres en la sociedad (GS 29) y ha admitido, indirectamente, su existencia en la iglesia: “Como en nuestros dí­as las mujeres tienen una participación cada vez mayor en toda la vida de la sociedad, es de gran importancia su participación, igualmente creciente, en los diversos campos del apostolado de la iglesia” (AA 9). ¿Qué implica esto en el campo litúrgico?
Antes del Vat. II, a excepción de los servidores de la misa (generalmente los monaguillos), las mujeres, religiosas o laicas, podí­an hacer todo lo que podí­an hacer los hombres no ordenados, es decir, ¡muy poco! Prácticamente: asistir a la celebración y proporcionar algún servicio marginal (preparar el altar, recoger las ofrendas, etc.). Es verdad que hací­a ya tiempo el l movimiento litúrgico habí­a promovido en algunos ambientes una presencia más participada: la misa dialogada en latí­n, el canto gregoriano. Pero tras el concilio y la reforma litúrgica, en el nuevo clima de corresponsabilidad eclesial, todo lí­mite puesto a la participación plantea un problema, o al menos suscita interrogantes. Los lí­mites constatados, ¿tienen razones profundas?; ¿son inherentes a la naturaleza de la liturgia o se deben solamente a una mentalidad cultural, a prejuicios radicados en los ambientes eclesiásticos?; ¿vienen de la gran tradición o de las pequeñas tradiciones cambiables?
La necesidad de acoger también en la iglesia las justas reivindicaciones de participación y de responsabilidad de las mujeres en la sociedad ha sido además recalcada con fuerza en el sí­nodo de los obispos de 1971, donde se defendió, en el debate sobre el sacerdocio ministerial, el principio de una “diversificación de los ministerios” y se reivindicó su aplicación también a las mujeres’. Dejando aparte por el momento la atención prestada a estas deliberaciones, recordemos, finalmente, la participación de la iglesia católica en el Año internacional de la mujer (1975) y en la Década sucesiva promulgados por la ONU. Con ocasión del año, Pablo VI afirmó repetidamente la voluntad de la iglesia de promover el pleno desarrollo de la personalidad de la mujer y su participación responsable en la vida de la sociedad y de la iglesia misma, recordando, sin embargo, la necesidad de salvaguardar la verdadera identidad femenina frente a las tendencias niveladoras de un cierto feminismo 2. En 1980, en la conferencia de Copenhague para el primer quinquenio, el jefe de la delegación de la Santa Sede pudo constatar “cierta superación de las reivindicaciones de carácter puramente nivelador… o incluso antimachista en favor de la aspiraci6n hacia una sociedad en la que toda persona, hombre o mujer, pueda, dentro del respeto de las diversidades reales, contribuir libremente a mejorar la calidad de la vida humana”‘. Parece, pues, que el momento se hace más favorable para llevar adelante una investigación en este sentido también en los diversos ámbitos de la vida de la iglesia, incluido el litúrgico; una investigación (que todaví­a está en el estadio inicial) para individualizar, con fidelidad a la tradición, pero superando muchos prejuicios del pasado, posibles desarrollos de un culto litúrgico cada vez más fuente y cumbre de la vida de todo el pueblo de Dios, hombres y mujeres. Tal estudio, sin comprometer la unidad esencial de la iglesia, deberá tener presente la diversidad de culturas y los esfuerzos actuales por la inculturación. Necesariamente tiene que ocuparse de los autores de la liturgia: asamblea y ministros; sus contenidos y lenguaje: temas, signos, sí­mbolos; las orientaciones pastorales de formación y animación.

II. En la biblia y en la tradición
Los lí­mites establecidos para la participación de la mujer en el culto público deben ser considerados en el contexto socio-cultural de tiempos y lugares; pero desde las primeras páginas de la biblia y a lo largo de toda ella aparecen aspectos que revelan la acción del Espí­ritu tambiéri en este campo de la vida del pueblo de Dios.

1. LA MUJER EN EL AT. En Israel, como en los otros pueblos antiguos, la mujer se encuentra en una situación de inferioridad. En la redacción del decálogo (Exo 20:17) la mujer está catalogada junto con los esclavos, los animales y las cosas que pueden ser objeto del deseo del hombre; en la literatura sapiencial es considerada frecuentemente como un peligro para el hombre. Y, sin embargo, el hombre y la mujer han sido creados iguales. Según la más antigua narración (yavista) de la creación, su relación recí­proca de personas llamadas a formar “una sola carne” (Gén 2:24) debe ser una relación de donación mutua, de comunión de amor, mientras que en la narración sacerdotal, más tardí­a, la dignidad del hombre y de la mujer es comparada con la del mismo Dios: “Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó” (Gén 1:27). Pero la relación interpersonal fue corrompida profundamente por el pecado común de la pareja. El hombre se hizo dominador de la mujer; el marido es el dueño, y la mujer es propiedad suya. En el resto del AT encontramos que la mujer es apreciada sobre todo por su fecundidad, como madre y portadora de vida. Se la excluye no sólo del sacerdocio (de Leví­, de Aarón, de Sadoc), sino también de todo tipo de servicio litúrgico, a causa de su periódica impureza legal (Lev 15:19ss) y del rechazo por parte de Israel de los cultos paganos de fertilidad. Pero las mujeres forman parte del pueblo mesiánico; deben ser instruidas en la ley (Deu 31:9-13); están sujetas a las prohibiciones de la Torá, pero dispensadas de preceptos incompatibles con las funciones domésticas, como serí­a la obligación de las peregrinaciones periódicas (Exo 23:17). Pueden ser profetisas (un papel importante, una especie de ministerio), como lo son Miriam (Exo 15:20), Débora (Jue 4:4), Julda (2Re 22:14; 2Cr 34:22) o Noadí­as (Neh 6:14). Participan en las fiestas públicas (Deu 16:10-11) cantando y danzando durante las procesiones. Después del paso del mar Rojo, es Miriam la que, arrastrando consigo el coro de las mujeres, entona el canto pascual (Exo 15:20-21). Por otro lado, si la mujer por lo general es despreciada en la sociedad y tiene un puesto del todo marginal en la acción cultual, el sentido profundo de la creación del ser humano, macho y hembra, encuentra expresión de una belleza perenne en el tema profético de la alianza de amor entre Dios y el hombre; en el simbolismo nupcial, que se reanudará en el NT y especialmente en la enseñanza paulina acerca de la unión conyugal, expresión del misterio de la unión de Cristo con la iglesia.

2. LA MUJER EN EL NT. a) En tiempos de Jesús. No se observan cambios notables en la posición de la mujer en la época de Jesús. Por lo general, las mujeres reciben una instrucción religiosa muy rudimentaria. No forman parte de la comunidad polí­tico-cultual, y no se las computa para alcanzar el número necesario para celebrar la liturgia en la sinagoga, donde asisten a los ritos separadas de los hombres. El sabio continúa rezando: “Sea alabado aquel que no me hizo pagano, que no me hizo mujer, que no me hizo ignorante”, mientras la mujer dice: “Alabado seas tú, Señor, que me has creado según tu voluntad”. Pero puede haber también profetisas, como Ana, que, tras la presentación de Jesús en el templo, “daba gloria a Dios hablando del niño…” (Luc 2:38).

b) La actitud de Jesús. Todo es novedad en el comportamiento de Jesús en relación con la mujer. En los últimos años, las discusiones en torno al tema de la ordenación de las mujeres han dado como fruto inesperado el gozoso descubrimiento de la presencia de las mujeres en la vida pública de Jesús; hasta se ha hablado de un Jesús feminista,. Mencionemos solamente algunos aspectos que parecen tener una relevancia particular para la participación de las mujeres en el culto cristiano. Ante todo hay que mencionar el hecho de que Jesús no se atiene a las prescripciones de pureza legal: alaba la fe de la hemorroí­sa, que habí­a tenido la osadí­a de tocarle el manto (Mar 5:25-34); perdona con dulzura los pecados de la pecadora que, en casa de Simón el fariseo, habí­a regado de lágrimas sus pies (Luc 7:37-50). En contraste con la poca fiabilidad concedida a los testimonios de las mujeres en el derecho judí­o, hace de la misma samaritana una mensajera de salvación; preanuncia a Marta su propia resurrección y recibe su admirable profesión de fe (Jua 11:25-27); y, sobre todo, a las mujeres que lo habí­an seguido hasta la cruz les confí­a el encargo del primer anuncio pascual a los Once, que serán los testigos oficiales del Resucitado (Mat 28:8; Luc 24:9-11; Jua 20:17-18). Finalmente, Jesús no sólo acepta a una mujer, Marí­a de Betania, en la actitud de discí­pulo que escucha su palabra (Luc 10:39), y permite que le siga un grupo de mujeres que le asisten con sus bienes (Lev 8:1-3; Mat 27:55-56; Mar 15:40-41), sino que en su enseñanza, en las parábolas y en las señales milagrosas los temas que se refieren a los hombres están frecuentemente completados con otros que se refieren más a las mujeres (cf Luc 15:4-10 : la parábola de la oveja perdida, seguida por la de la dracma perdida). El mensaje de Jesús es para toda la humanidad. Su palabra y sus acciones revelan los pensamientos profundos, las angustias y las aspiraciones de los hombres y de las mujeres, enseñan a todos el lenguaje de la fe y de la alabanza de Dios.

e) Las primeras comunidades cristianas. El dí­a de pentecostés también las mujeres, entre ellas Marí­a, reciben el Espí­ritu Santo (Heb 1:14), y a continuación muchas mujeres colaboran a la difusión de la fe. Ya no existe un rito de iniciación reservado a los hombres; hombres y mujeres reciben un mismo bautismo y son llamados por igual a la salvación y a la santidad. Pablo proclama su total igualdad en Cristo (Gál 3:26-28). Pero ¿qué criterios se adoptan respecto a las mujeres en la vida y el culto de las primeras comunidades? Aquí­ encontramos las conocidas normas disciplinares para las asambleas litúrgicas (1Co 14:34-35; 1Ti 2:11-15); en la medida en que se inspiran solamente en las concepciones judí­as del tiempo, no deben ser consideradas como vinculantes fuera de aquel contexto. Pablo reconoce a las mujeres el derecho a orar y a profetizar en las asambleas de culto, prescribiéndoles solamente que tengan un velo en la cabeza (1Co 11:2-16); y la exégesis reciente interpreta este velo como signo no de sumisión, sino de la autonomí­a de que goza la mujer respecto del hombre cuando se dirige a Dios. La vida de la comunidad exige servicios, ministerios para las diversas actividades de evangelización y de culto; y está claro en los Hechos y en las Cartas que también las mujeres ejercen ministerios, pero la situación es bastante fluida. A las mujeres no corresponde, en todo caso, la presidencia de la asamblea ni el anuncio oficial del mensaje; no deben ejercer autoridad sobre el hombre (1Ti 2:12). Pablo VI, al proclamar a Teresa de Avila doctor de la iglesia, se defendió de la acusación de querer cambiar la norma paulina -“las mujeres callen en las reuniones” (1Co 14:34) -, que “quiere decir, todaví­a hoy, que la mujer no está destinada a tener en la iglesia funciones jerárquicas de magisterio y de ministerio”
d) Marí­a. Si algunas mujeres tuvieron un papel importante en el seguimiento y al servicio de Jesús, y luego en las primeras comunidades es claro que el papel de Marí­a es sin parangón, desde el momento en que “da su consentimiento activo y responsable… a aquella obra de los siglos, como se ha llamado justamente a la encarnación del Verbo” (Marialis cultus 37) hasta pentecostés y a la acción con la que sostiene la fe de la comunidad apostólica. Con el Magní­ficat de Marí­a la liturgia de todos los tiempos cantará la misericordia del Dios omnipotente, y Pablo VI presentará a Marí­a como modelo de “actitud espiritual” en el ejercicio del culto para toda la iglesia: en la escucha de la palabra de Dios, en la oración, en el ofrecimiento (Marialis cultus 16-20). Pero el papel de Marí­a no fue ministerial, de gobierno, de enseñanza, de culto oficial, como a los padres les gustaba recordar; y es precisamente el carácter único de su función el que la incapacita para servir de norma en la determinación de las funciones que deben confiarse a las mujeres en la vida de la iglesia.

3. VIUDAS Y VíRGENES EN LA IGLESIA DE LOS PRIMEROS SIGLOS. Hemos visto que desde los orí­genes del cristianismo hay mujeres que desempeñan tareas importantes; algunas de ellas tienen un carisma profético, pero ninguna tiene función directiva en la comunidad; sólo en las iglesias de Oriente encontramos la función de las diaconisas [-> infra, 4].

Las viudas que ya no son jóvenes forman un orden (viduatus), pero la viudez no es una función: es un estado de vida, elevado, en el orden, al ideal ascético y organizado. Las viudas no están ordenadas, sino inscritas o constituidas; no prestan un servicio litúrgico, sino que están dedicadas a la oración y practican el ayuno; visitan a los enfermos y les imponen las manos, pero no se trata de una función; es una intervención de tipo carismático, privilegio de la vida santa.

Al principio las viudas serví­an como criterio de imitación a las ví­rgenes (en el s. ii encontramos las “ví­rgenes llamadas viudas”). Posteriormente se las asoció a las ví­rgenes mismas. A partir del final del s. Iv, el orden de las viudas desaparece progresivamente con el auge de la vida monástica. Desde el s. Iv existe el rito de t consagración de ví­rgenes, que confiere un estatuto oficial en la iglesia y asocia a las ví­rgenes, desde cierto punto de vista, al clero; pero no puede confundirse con un rito de ordenación. Sabido es, finalmente, que ni siquiera las abadesas, que en el medievo ejercieron poderes de jurisdicción, tuvieron jamás poderes inherentes al sacramento del orden.

Solamente en algunas sectas heréticas, especialmente entre los montanistas, encontramos mujeres que enseñan, bautizan (fuera de los casos de necesidad), administran la eucaristí­a, tienen funciones episcopales y presbiterales. Pero la exclusión de las mujeres de la enseñanza pública y de las funciones sacerdotales en la iglesia no se debí­a a la preocupación por distinguirse de la herejí­a o del ambiente greco-romano (que conocí­a diversos sacerdocios femeninos); se trataba sencillamente de no poner en cuestión lo que se consideraba que era una opción precisa del Señor.

4. LAS DIACONISAS EN LA TRADICIí“N ORIENTAL”. Hemos dicho que una función diaconal propiamente dicha ejercida por mujeres se encuentra sólo en las iglesias de Oriente (en Rom 16:1, Febe, “diaconisa de la iglesia de Cencres”, debe ser considerada como ministra en un sentido más amplio). Las tradiciones más interesantes son la griega bizantina y la sirí­aca (nestoriana, monofisita, maronita); los documentos más significativos, la Didascalí­a de los apóstoles (Siria, mediados del s. iii) y las Constituciones apostólicas (finales del s. IV). En la Didascalí­a, las diaconisas aparecen por primera vez no sólo como grupo netamente distinto de las ví­rgenes y de las viudas constituidas, sino también como ministerio en la iglesia local, claramente determinado por su cometido pastoral o litúrgico, descrito en paralelismo con el ministerio de los diáconos, aunque con funciones más restringidas. En efecto, la misión de la diaconisa se limita al ministerio con mujeres en los casos en que la decencia natural o de costumbre ambiental no permite fácilmente al obispo, al presbí­tero o al diácono acercárseles. El cometido litúrgico está en relación con el bautismo de mujeres. Antes del bautismo todo el cuerpo es ungido con aceite. En el caso de las mujeres, el obispo unge la cabeza, y la diaconisa realiza las demás unciones. Pero no puede pronunciar las palabras del bautismo; sin embargo, cuando las bautizadas suben de la piscina, son recibidas por la diaconisa, a la que corresponde instruirlas acerca de sus obligaciones morales y de santidad (de estos dos cometidos: recibir a los bautizados e instruirlos, surgirá la función del padrino y de la madrina). La función pastoral de la diaconisa está en relación con la asistencia caritativa a las mujeres cristianas necesitadas o enfermas. La Didascalí­a insta a los obispos a la institución del ministerio diaconal femenino en su iglesia, pero no habla de la ordenación litúrgica de las diaconisas.

En las Constituciones apostólicas la función de las diaconisas consiste ante todo en ayudar al obispo o al presbí­tero en el bautismo de las mujeres; pero, además, a las diaconisas se les asigna también un papel activo en la asamblea litúrgica: el de acoger a las mujeres que entran en la iglesia, prestando atención particularmente a las forasteras y las pobres y asignando a cada una su puesto. Su tarea es compartida con los ostiarios, y también con los subdiáconos y diáconos. Se insiste en la prohibición para las mujeres de enseñar o de bautizar (ministro del bautismo es solamente el obispo o, con el permiso del obispo, el presbí­tero). El hombre es “cabeza de la mujer”, es “elegido para el sacerdocio”. Va “contra la naturaleza” permitir a las mujeres realizar “acciones sacerdotales”; es “el horror de la impiedad pagana, y no ya la ley de Cristo” (III, 9,2-3). El cometido pastoral de las diaconisas sigue siendo principalmente la asistencia a las mujeres creyentes; pero se añade otro ministerio extralitúrgico: el de hacer de mediadoras, acompañando a las mujeres cuando tengan que hablar con el diácono o con el obispo; en este servicio, la diaconisa es considerada como imagen del Espí­ritu Santo: “Como no se puede creer a Cristo sin la enseñanza del Espí­ritu Santo, así­ sin la diaconisa no se acerque ninguna mujer al diácono o al obispo” (II, 26,6).

Las diaconisas son ordenadas mediante imposición de manos (cheirotoní­a), como el obispo, el presbí­tero, el diácono, el subdiácono y el lector. La ordenación se hace en público y a los pies del altar dentro del santuario, como la de los obispos, presbí­teros, diáconos (pero no la de subdiáconos y lectores). La fórmula usada es la de la ordenación del obispo, del presbí­tero o del diácono: “La divina gracia, que cura siempre lo que es débil y suple lo que es defectuoso, promueve a N. a diaconisa. Oremos, pues, por ella, a fin de que venga sobre ella la gracia del Santí­simo Espí­ritu”. La diaconisa es asimilada al diácono también por la estola diaconal (que no llevan los subdiáconos y lectores), que le da el obispo al final del rito, puesta en torno al cuello, bajo el velo. Finalmente, después de la ordenación, a la diaconisa se le da la comunión como a los diáconos, es decir, recibiendo el cáliz de manos del obispo; con la diferencia de que, mientras el diácono va seguidamente a llevar el cáliz a los comulgantes que están fuera del santuario, la diaconisa, una vez recibido el cáliz, lo deja encima del altar [-> Ministerio, IV, 1, b].

A partir del s. iv, en la zona griega, la posición de la diaconisa alcanza su máximo desarrollo, antes de su decadencia en los ss. xi-xii. Al desaparecer el bautismo de los adultos, comienza a venir a menos también la institución de las diaconisas; y, donde todaví­a continuó por algún tiempo, se convirtió en algo puramente honorí­fico, conferido a damas de alto rango (con tal de que fuesen ví­rgenes o viudas monógamas) o a monjas y abadesas de monasterios. A pesar de la dificultad de interpretar hechos surgidos en contextos tan diversos, parece, sin embargo, que se puede concluir que, en virtud del uso de la iglesia, las mujeres pueden recibir un orden diaconal asimilado, por naturaleza y dignidad, al de los diáconos. Y si es verdad que en la tradición bizantina el cometido litúrgico de las diaconisas fue bastante más restringido que el de los diáconos, la situación está ampliamente superada en el uso actual de las iglesias. Un diaconado femenino podrí­a tener funciones mucho más amplias. Evidentemente, hay que distinguir siempre entre la legitimidad de una propuesta de praxis eclesial y su oportunidad pastoral en determinados contextos.

III. ¿Ordenación presbiteral de las mujeres?
El problema que desde hace algunos años condiciona de diversas maneras la participación ministerial activa de la mujer en la liturgia es el de la exclusión de la ordenación presbiteral. Quien es favorable a la ordenación de las mujeres frecuentemente duda en aceptar otras formas de participación para no prejuzgar esta meta; quien, por el contrario, se opone a la ordenación, desconfí­a de otras concesiones que podrí­an ser interpretadas como otros tantos pasos hacia el presbiterado. Y, sin embargo, “ningún teólogo o canonista hasta estos últimos decenios ha pensado que se tratase de una simple ley de la iglesia”: así­ escribe la Congregación para la doctrina de la fe en el comentario oficial a la declaración Inter insigniores, de 15 de octubre de 1976, sobre la admisión de mujeres al sacerdocio.

1. DESDE LOS Aí‘OS DEL VAT. II. No obstante este hecho irrefutable, desde los años sesenta y con una rápida escalada después del sí­nodo de obispos de 1971, la cuestión se ha planteado dentro de la iglesia católica, en particular -pero no exclusivamente- en algunos ambientes teológicos y feministas de los Estados Unidos de América y de Europa. Al mismo tiempo, la praxis cada vez más generalizada a abrir todos los ministerios a las mujeres en las iglesias de la reforma, y por fin en algunas iglesias anglicanas, hací­a indiferible una respuesta por parte del magisterio católico.

El 23 de octubre de 1974, monseñor E. Bartoletti, entonces secretario de la CEI, presentó al sí­nodo de obispos la relación de la comisión de estudio sobre la mujer, creada por Pablo VI en mayo de 1973 con una serie de recomendaciones en favor de una mayor participación de las mujeres en toda la iglesia “en puestos de responsabilidad efectiva y reconocida” y pidiendo ulteriores estudios sobre los ministerios no-ordenados, sobre la participación de los bautizados no ordenados en la jurisdicción, y sobre todo una respuesta motivada al problema del acceso de la mujer al ministerio ordenado…, “una respuesta no sólo disciplinar, sino eclesiológica, tal que haga inteligible la praxis de la iglesia, partiendo de estudios bí­blicos, históricos y de la tradición viva de la iglesia tanto latina como oriental”. Posteriormente, durante el Año internacional de la mujer, Pablo VI reafirmó la norma tradicional de la iglesia en varios discursos y en su carta del 30 de noviembre de 1975 al arzobispo de Canterbury. La respuesta motivada llegó con la declaración Inter insigniores y el comentario oficial, publicados el 28 de enero de 1977″ [-> Sacerdocio, V, 4, b].

2. “INTER INSIGNIORES”. Declaración y comentario reafirman fuertemente la norma de la exclusión, basándose en la actitud de Jesús y de los apóstoles y de la tradición de la iglesia: Jesús no eligió apóstoles entre las mujeres, a pesar de que se mostró sumamente libre frente a los prejuicios y a los tabúes de la cultura judí­a en relación con la mujer. Ni siquiera confirió el ministerio apostólico a su madre, “tan estrechamente asociada al misterio de su divino Hijo”. Por eso la iglesia, “por fidelidad al ejemplo de su Señor, no se considera autorizada para admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal”. Pero se distingue claramente entre esta parte normativa del documento y la reflexión teológica con la que, “mediante la analogí­a de la fe”, se intenta iluminar la “profunda conveniencia… entre la naturaleza propia del sacramento del orden, en su referencia especí­fica al misterio de Cristo, y el hecho de que solamente los hombres han sido llamados a recibir la ordenación sacerdotal”. En esta reflexión, “que no compromete al magisterio” (comentario), no se trata de “argumentación demostrativa”; antes bien, se manifiesta el deseo de ulteriores profundizaciones en el tema.

La declaración rechaza explí­citamente toda argumentación basada sobre “prejuicios desfavorables a la mujer”, sobre “presunta superioridad del hombre sobre la mujer”, sobre cualquier “superioridad personal en el orden de los valores”. El comentario es todaví­a más explí­cito en lo que se refiere a los “argumentos presentados en el pasado”, que hoy no son “muy sostenibles”; y sobre “el influjo innegable de los prejuicios desfavorables a la mujer” en los escritos de algunos padres de la iglesia. Si la mujer está excluida de la ordenación sacerdotal, no es, pues, porque sea “impura” o tentadora del hombre, no es en cuanto “varón deficiente” (mas occasionatus), según la teorí­a aristotélica, o porque sea incapaz de toda función de preeminencia, nacida en un estado de subordinación al hombre (“quia mulier statum subjectionis habet”: S. Tb., Suppl. q. 39, a. 1). Ni se apela tampoco a algunos argumentos más recientes, a un psicologismo barato (la mujer naturalmente “dócil”; inepta para hablar en público; no sabrí­a conservar los secretos de la confesión…) o a una conveniencia puramente exterior vinculada a situaciones culturales (la mujer que aburrirí­a desde el altar…). Se intenta, si no se puede dar todaví­a una inteligibilidad plena a la praxis de la iglesia, al menos abrir pistas válidas de reflexión para la teologí­a.

El elemento teológico más importante es el que proporciona el análisis del sacramento del orden; está resumido en el comentario en los términos siguientes: “1. El sacerdote, en la administración de los sacramentos, que exigen el carácter de la ordenación, actúa no en nombre propio, en persona propia, sino in persona Christi; 2. Esta fórmula, tal como la ha entendido la tradición, exige que el sacerdote sea un signo, en el sentido que se da a este término en teologí­a sacramentaria; 3. Y porque precisamente es signo de Cristo salvador, debe ser un hombre y no puede ser una mujer”. Es verdad que el presbí­tero actúa también in persona ecclesiae (y los rasgos femeninos de la iglesia esposa de Cristo deberí­an poder ser representados por una mujer); pero si el presbí­tero representa a la iglesia, es “porque ante todo representa a Cristo mismo, que es cabeza y pastor de la iglesia”, como enseña el Vat. II (cf LG 28). Puesto que para el signo sacramental se pide una “semejanza natural”, según el principio enunciado por santo Tomás: “signa sacramentalia ex naturali similitudine repraesentent” (IV Sent. dist. 25, q. 2, a. 2, q.’ 1, ad 4), no basta con una simple semejanza fí­sica, que también debe existir, sino que se pide también aquello de lo que es sí­mbolo el ser-hombre o el ser-mujer: ser imagen del Dios trinitario en el don recí­proco de dos personas diversas; la corporeidad se convierte en sí­mbolo que lleva más allá de uno mismo Se trata, dice la declaración, de “expresar y alcanzar al hombre y la mujer en su profunda identidad”. Pero admitir que ser cabeza -es decir, en cierto sentido, el primero- pertenece al simbolismo del hombre y no al de la mujer como tal, equivale, para muchos de nuestros contemporáneos, a apoyar una antropologí­a que niega la dignidad de la mujer, consagrar su inferioridad y abrir la puerta a todas las formas de dominación y de explotación que a través de los siglos han viciado las relaciones hombre/ mujer en perjuicio especialmente de la mujer. No hay, pues, que maravillarse de que la declaración haya suscitado no sólo decepción en algunos por la reafirmación de la norma, sino también ásperas crí­ticas desde el plano teológico.

3. UN PROBLEMA TEOLí“GICO TODAVíA ABIERTO. La discusión sigueabierta; y las polémicas de los últimos años han tenido el mérito de estimular la reflexión sobre la naturaleza del sacramento del orden, de haber demostrado sobre todo la urgencia de una profundización de la antropologí­a teológica, de una antropologí­a que no ignore los desarrollos de las ciencias humanas, pero que refleje la luz de la revelación y tenga en cuenta la tradición de la iglesia; falta todaví­a una teologí­a de la creación que pueda ser, por una parte, interlocutora adecuada de las ciencias humanas y, por otra, trampolí­n para la oración de alabanza que el hombre (varón o mujer) debe elevar al Dios creador.

En la norma que reserva a los hombres el sacerdocio ministerial quizá podrí­amos ver no la última ciudadela de la misoginia eclesiástica, la “punta del iceberg” del antifeminismo católico sino más bien una expresión -en medio de tantos cambios necesarios referentes al “puesto de la mujer”- de lo que no cambia: la luz irradiada sobre la relación fundamental hombre/mujer por la relación Cristo/iglesia, la relación entre Dios y la humanidad, en toda la economí­a de la salvación. Y nos parece que para ver (o entrever) la relación hombre/mujer en toda su profundidad de relación interpersonal, en la igualdad fundamental de personas diversas -donde prioridad no es superioridad-, debemos remontarnos hasta la analogí­a de la Trinidad, en la que el Padre es primero y da todo, pero quien procede de él, de él recibe todo y a él lo restituye asimismo todo: es en todo igual a él.

IV. Otras funciones o ministerios: legislación actual
El hecho mismo de que el ministerio presbiteral esté reservado a los hombres hace necesario un esfuerzo máximo para explotar y desarrollar todas las posibilidades de participación femenina; y esto no sólo por un deber de justicia para con la mujer, sino mas bien para realizar una plenitud, humana y divina en todos los sectores de la vida de la iglesia, incluida la liturgia. Y las posibilidades son muchas, a pesar de que todaví­a queda mucho por hacer en esta dirección.

1. LA EXCLUSIí“N DEL ALTAR. En la instrucción Inaestimabile donum, de la Congregación para los sacramentos y el culto divino (3 de abril de 1980), leemos (n. 18): “Como es sabido, las funciones que la mujer puede ejercer en la asamblea litúrgica son varias: entre ellas la lectura de la palabra de Dios y la proclamación de las intenciones de la oración de los fieles. No están permitidas a las mujeres las funciones de servicio al altar (ministro)”. Se confirmaba así­ la praxis tradicional formulada en la Liturgicae instaurationes, tercera instrucción para la correcta aplicación de la constitución litúrgica (5 de septiembre de 1970): “No se permite que las mujeres (niñas, esposas, religiosas) sirvan en el altar, aunque se trate de iglesias, casas, conventos, colegios e instituciones de mujeres” (n. 7). Ya en el s. IV el primer concilio de Laodicea establecí­a “quod non oportet mulierem ad altare ingredi” “. La antropologí­a cultural vincula esta prescripción, como otras de la praxis eclesial, a motivaciones arcaicas, de las que quedan algunos rasgos en el comportamiento del hombre moderno, subyacentes a justificaciones aducidas en conformidad con los usos de las épocas sucesivas. Se trata con frecuencia del concepto de impureza, relacionado con todo lo referente al sexo, especialmente por lo que respecta al miedo inspirado por la potencia del sexo femenino, y muy particularmente por la sangre menstrual. Hemos visto que Jesús en sus comportamientos rechaza estas concepciones; enseña que la única impureza es la que procede del corazón del hombre (Mat 15:18). Pero el ejemplo de Jesús no ha sido capaz de abolir prejuicios y tabúes profundamente arraigados en la cultura y la mentalidad religiosa. El concilio de Nicea, en el año 325, decreta: “Todas las mujeres fieles y cristianas deben abstenerse de entrar en la casa de Dios… durante todo el perí­odo de su menstruación, e igualmente de recibir la comunión” En el s. XVIII encontramos todaví­a en la Theologia moralis de san Alfonso de Ligorio la misma norma reafirmada como consejo. Y hasta casi nuestros dí­as ha durado el rito de la “purificación” de la madre después del nacimiento del hijo, la benedictio mulieris post partum [-> Bautismo, X, hacia el final].

Al menos a nivel de motivación consciente, este concepto de impureza y los consiguientes tabúes son ajenos a la mentalidad moderna. Las “diversas funciones” a las que se refiere la Inaestimabile donum comportan, si no la función de ministro -exclusión que se puede justificar hoy sólo desde fundamentos culturales-, sí­ ciertamente otros cometidos que permiten acercarse al altar y sobre todo tocar los vasos sagrados, que antes de la reforma actual no debí­an normalmente ser tocados por ningún “no-ordenado”. Pero no se puede prescindir, como si fuera algo de interés meramente arqueológico, de la aportación de la antropologí­a cultural en lo que se refiere a las relaciones entre mujer y sagrado.
2. LAS “FUNCIONES VARIAS”. El cuadro completo de las “funciones que la mujer puede desempeñar en la liturgia” -precisadas generalmente en los primeros documentos pos-conciliares con la anotación “cuando falte un hombre idóneo” o “fuera del presbiterio”- comprende:
a) La función de lector. La Ordenación general del Misal Romano, que se encuentra al inicio de la edición oficial castellana del Misal Romano publicada por la CEE (1978), dice así­: “La conferencia episcopal puede permitir que una mujer idónea haga las lecturas que preceden al evangelio y presente las intenciones de la oración de los fieles” (n. 70). En nota se cita la instrucción Liturgicae instaurationes (1970), que dice: “Es lí­cito a las mujeres hacer las lecturas, menos el evangelio. Sí­rvanse para ello de los medios modernos de la técnica de forma que puedan oí­rlas todos con facilidad” (n. 7, a; cf Pastoral litúrgica 54-55, p. 16; cf OLM (1980) 54).
b) La distribución de la comunión. La instrucción Liturgicae instaurationes precisaba: “Distribuir la comunión es oficio, en primer lugar, del sacerdocio celebrante, luego del diácono y, en algunos casos, del acólito. La Santa Sede puede permitir que se destinen para esto a otras personas de prestigio y virtud” (n. 6, d). El 29 de enero de 1973, la instrucción Inmensae caritatis, de la Congregación para el culto divino, dio facultad a los ordinarios para que autoricen en el caso de ausencia o estén impedidos el sacerdote, diácono o acólito o haya gran concurrencia de fieles, “a personas idóneas, elegidas individualmente como ministros extraordinarios, en casos concretos o también por un perí­odo de tiempo determinado, o en caso de necesidad, de modo permanente, que se administren a sí­ mismas el pan eucarí­stico, lo distribuyan a los demás fieles y lo lleven a los enfermos en sus casas” (1, I). La instrucción concedí­a así­ a todos los obispos, en forma general, una facultad que ya podí­an pedir y obtener de la Santa Sede, según disponí­a la instrucción Fidei custos, del 30 de abril de 1969. Y para este ministerio de tipo diaconal -“extraordinario”, pero que puede ser estable- no se hace ninguna exclusión de las mujeres, aun quedando firme lo que pocos meses antes habí­a establecido el motu proprio Ministeria quaedam (15 de agosto de 1972), que excluye a las mujeres de los ministerios instituidos de acólito y lector, en nombre de la “venerable tradición de la iglesia” (VII).

c) Otros ministerios menores. Otros servicios o ministerios “inferiores a los propios del diácono” y que deben realizarse “fuera del presbiterio” están señalados como abiertos a las mujeres en la Ordenación general del Misal Romano (nn. 70.68): comentar las celebraciones, acoger a los fieles, recoger las ofrendas, etc. La Liturgicae instaurationes precisa todaví­a: proponer las intenciones de la oración universal; añade a la acogida la tarea, por ejemplo, de poner orden en las procesiones (n. 7b,d-e).
d) El canto litúrgico. La instrucción sobre la música en la sagrada liturgia Musicam sacram, del 5 de marzo de 1967, establece en el n. 22 que la schola cantorum puede estar compuesta tanto de hombres como de mujeres; y donde el caso verdaderamente lo exija, de sólo mujeres; cuando comprenda también mujeres, póngase fuera del presbiterio (23c). La Liturgicae instaurationes se limita a afirmar (7c): “Es lí­cito a las mujeres dirigir el canto de la asamblea y tocar el órgano u otros instrumentos permitidos”.
e) Comunidades sin presbí­tero. La instrucción Inter oecumenici, del 26 de septiembre de 1964, habí­a establecido ya (n. 37), sin restricción de sexo: “En el lugar en que falte sacerdocio, si no hay ninguna posibilidad de celebrar la misa, en los domingos y en las fiestas de precepto favorézcase, a juicio del ordinario del lugar, la celebración de la palabra de Dios, bajo la presidencia de un diácono o también de un laico delegado para eso”. Es conocido el desarrollo que ha tenido esta previsión, y el papel importante desarrollado en este campo por muchas mujeres, especialmente religiosas. Un documento del año 1975 de la Congregación para la evangelización de los pueblos 2′ afirma: “Ya en muchas parroquias, en ausencia del sacerdote, es una religiosa quien asume la responsabilidad, la presidencia y la dirección de la asamblea paralitúrgica comunitaria, el domingo y durante la semana, y se encarga de exhortar a los fieles a sus deberes cristianos. Es también la presencia de la religiosa la que permite que se conserve la reserva eucarí­stica y se distribuya a los fieles, en la misa y fuera de ella, en caso de necesidad. Hay casos en los que la administración del bautismo y la presencia eclesial oficial al matrimonio están aseguradas, con el encargo episcopal requerido, por religiosas que tienen permanentemente una parroquia a su cargo”. Y se añade: “… muchas religiosas están verdaderamente angustiadas al ver el abandono en que a veces se encuentran algunas comunidades cristianas concretas…; su solicitud de asumir actividades pastorales más amplias surge precisamente de esta angustia y no de un espí­ritu de reivindicación”.

Para todo este párrafo, cf can. 230, §§ 1-3, del nuevo CDC de 1983.

3. CON LA PRAXIS DEBE CAMBIAR TAMBIEN LA MENTALIDAD. Aun con los lí­mites que hemos advertido, las posibilidades abiertas a la mujer de tomar parte activa en la vida litúrgica son muy amplias; ante todo, naturalmente, tomar parte conscientemente y con todo el corazón -con la escucha, la respuesta, el silencio-en las celebraciones comunitarias; pero también desempeñar tareas ministeriales -los ministerios de facto- que están abiertas a ellas, colaborar en la preparación y en la -> animación de una liturgia ligada a la catequesis y a toda la vida de la comunidad eclesial, prestar una contribución propia como miembros de comisiones, centros y otros organismos de vida litúrgica a diversos niveles.

Los obstáculos que se oponen a esta participación vienen ante todo de mentalidades cerradas, que con demasiada frecuencia todaví­a desconfí­an de los laicos en general y de las mujeres en particular; mentalidades de hombres laicos que no han superado todaví­a el complejo de superioridad machista; pero también mentalidades de mujeres, acostumbradas en ambientes eclesiales a la subordinación y demasiado proclives a escabullirse, incluso cuando en la sociedad civil llevan responsabilidades importantes. En la misma legislación de la iglesia, como hemos visto, los ministerios abiertos a las mujeres se presentan generalmente como de suplencia o extraordinarios. La responsabilidad efectiva de la mujer con frecuencia no es reconocida. Falta conciencia de la necesidad que tiene la iglesia de la contribución especí­fica de la mujer. Queda mucho por profundizar en experiencias de hecho: se da a una mujer la responsabilidad de una parroquia (haciéndola párroco casi en todo), pero no se hace un esfuerzo por profundizar en aquello que podrí­a ser para los tiempos modernos un ministerio diaconal ejercido por una mujer en virtud de una verdadera ordenación; se admite un coro de religiosas porque faltan voces masculinas, pero no se advierte el significado eclesial que puede tener en la liturgia solemne esta participación coral y orante de mujeres que están dedicadas a la oración y al servicio de la iglesia.

V. Temas, signos, lenguaje
1. SANTIDAD FEMENINA. La liturgia alaba a Dios en sí­ mismo, en la incomparable Madre del Verbo encarnado, en sus ángeles y en sus santos. Aquí­ nos referiremos sólo a sus santas.

Antes de la reforma posconciliar, la santidad femenina se calificaba en la liturgia principalmente en términos de virginidad (categorí­a reservada a las mujeres) o de martirio -en este último caso el don de la fortaleza se subrayaba siempre con la expresión un poco despectiva para con el sexo femenino: “etiam in sexu fragili”-. Las demás santas se encontraban agrupadas bajo la denominación negativa de la celebración “pro nec virgine nec martyre”, que daba de la mujer virtuosa la imagen veterotestamentaria de Pro 31:10-31, imagen bella y rica de una feminidad que no tiene nada de frágil, aun cuando, para ciertos gustos modernos, puede parecer demasiado unilateralmente vista bajo el aspecto de la comodidad del marido. La liturgia actual usa una terminologí­a más igualitaria para “los santos” y “las santas” (desaparece la categorí­a exclusivamente masculina de los confesores) y ofrece una mayor variedad de lecturas y de oraciones: para las ví­rgenes admite, como primera lectura del tiempo pascual, el gran poema del amor esponsal del Cantar de los Cantares o de Oseas, como en la bella liturgia del rito renovado de la I consagración de ví­rgenes, aplicable no sólo a las monjas, sino también a mujeres que viven “en el mundo”.

Otros retoques, que respetan más la sensibilidad femenina o sirven para valorar la aportación de las mujeres a la misión de Cristo y de la iglesia, se refieren a la conmemoración de cada una de las santas. La nueva misa de santa Marí­a Magdalena (22 de julio), por ejemplo, celebra (como la antigua) el amor de la ex-prostituta por su Salvador y Señor, pero (a diferencia de la antigua) recuerda, en la oración, que precisamente a ella quiso confiar el Resucitado “la misión de anunciar a los suyos la alegrí­a pascual”; y la misa de santa Marta (29 de julio) ofrece para el evangelio la posibilidad de elección entre el recuerdo del hospedaje ofrecido a Jesús (Luc 10:38-42) y la narración de la resurrección de Lázaro, que comprende la profesión de fe de Marta, paralela a la de Pedro (Jua 11:27). Otros detalles personalizan más la memoria de las santas (y de los santos); por ejemplo, las misas para la fiesta de santa Margarita de Escocia (16 de noviembre) y de santa Isabel de Hungrí­a (17 de noviembre) celebran una santidad no ya genérica, sino de “los que han practicado la caridad”. Otra innovación, que valdrí­a también para los hombres, puede estar preanunciada en la institución de la fiesta de los santos Joaquí­n y Ana (26 de julio): la celebración conjunta de marido y mujer que se santificaron juntos, er la santidad de su amor conyugal, sir esperar a una santa viudez. El futurc Juan Pablo 1 escribí­a desde Roma en 1964 a sus diocesanos de Vittoric Veneto: “Cuando me he enterado de que se introducí­a la causa de beatificación de los padres de santa Teresa del Niño Jesús, he dicho: ¡por fir una causa a dúo!””.

2. LENGUAJE Y SIGNOS. El uso de la lengua vulgar en la liturgia ha sacado a la luz varios problemas. Entre ellos no puede pasar inadvertido -si bien tampoco debe ser exagerado- el que deriva de la contestación actual de todo lenguaje machista. En el contexto litúrgico, y en general en el religioso, el lenguaje contestado comprende, por ejemplo, el uso exclusivo de términos masculinos para indicar, conjuntamente, a todos los miembros del pueblo de Dios. En varios puntos de la nueva liturgia, como en la celebración del matrimonio, se han suprimido referencias que podrí­an chocar con la sensibilidad moderna por lo que atañe a la igualdad entre hombre y mujer. Pero la protesta feminista llega hasta el rechazo de elementos fundamentales del sistema simbólico cristiano, y en particular de la imagen de Dios-Padre, considerada como la expresión de una sociedad patriarcal opresiva para la mujer y ya superada. La teóloga holandesa Catharina Halkes, después de haber resumido las posiciones más radicales en la materia de algunas colegas americanas, expresa su posición personal en estos términos: “Nos alegra el hecho de que ya ha aparecido la receptividad para con los rasgos femeninos y maternos de Dios en la Sagrada Escritura, pero esto tendrá efectos positivos solamente cuando, en las oraciones y en la liturgia, se prohiban los masculinismos, y nuevos sí­mbolos conduzcan a experiencias de contraste y a nuevas representaciones”. Las tentativas por recomponer la liturgia, e incluso la Sagrada Escritura, en clave feminista son el hecho solamente de algunos ambientes; pero es importante tomar conciencia de estas corrientes para prevenir, con una educación adecuada, los eventuales daños de una divulgación intempestiva de propuestas radicales, si no queremos que los fieles se turben hasta al rezar el padrenuestro.

Otra acusación hecha a veces a la liturgia romana es la de tener un lenguaje demasiado abstracto. Pero en este campo hay que tener en cuenta la diversidad de culturas y de sensibilidades personales, también entre las mismas mujeres. Por lo demás, los defectos de lenguaje no se pueden corregir sobre la mesa. Las expresiones aptas deben desarrollarse en lo concreto de la experiencia y en la búsqueda común, de hombres y mujeres, en clima de oración auténtica. También desde este punto de vista es importante la presencia creciente de las mujeres en los diversos organismos de animación litúrgica.

Hay que tener siempre presente la diversidad de culturas no sólo para favorecer la inculturación en las culturas particulares, sino también para abrir el camino a una colaboración intercultural. Quizá hayan de ser las culturas no europeas -cuando hayan madurado sus expresiones litúrgicas, al mismo tiempo tradicionales y originales- las que nos ayuden a dar una visibilidad apropiada a la mujer en la oración oficial de la iglesia. Esto no comportará necesariamente innovaciones, y menos todaví­a innovaciones extrañas, como la augurada por el teólogo laico americano Michael Novak en nombre del “realismo simbólico”: un ministerio femenino de representación de la iglesia y una celebración eucarí­stica en la que “sacerdote masculino y celebrante femenino reflejarí­an juntos, con más precisión que en los siglos anteriores, la unión de Cristo y de su iglesia””. La liturgia actual en la reevocación del misterio pascual ofrece ya posibilidades menos radicales. ¿No se podrí­a pensar, por ejemplo, en la liturgia del viernes santo, en una representación de Marí­a y de las “piadosas mujeres” en la adoración solemne de la cruz? (en cambio, actualmente, al tener que reducir por motivos prácticos el número de los participantes en el gesto ritual, todo se reduce generalmente a hacer una selección entre el clero presente).

No se trata de buscar una liturgia feminista; más bien se quiere desarrollar una liturgia que, en sus temas, signos y lenguaje, sea más apta para que por ella exprese la alabanza de Dios también “la mujer contemporánea”; la mujer que quiere ser, como Marí­a de Nazaret, “aunque completamente abandonada a la voluntad del Señor, … algo del todo distinto de una mujer pasivamente remisiva o de una religiosidad alienante”; la mujer que intenta “secundar con espí­ritu evangélico las energí­as liberadoras del hombre y de la sociedad” (Marialis cultus 37).

VI. Doctrina y praxis de las otras comunidades cristianas
Un último aspecto que se debe tener presente es el impacto en el mundo católico de la situación ecuménica y de la praxis de las otras iglesias y comunidades cristianas
Por lo que se refiere al problema de la ordenación, ya hemos visto que la publicación de la í­nter insigniores se debió a la necesidad de responder oportunamente a la situación creada en el plano ecuménico; hací­amos notar que, en los trabajos del Consejo ecuménico de las iglesias, la cuestión de la admisión de las mujeres a la ordenación sacerdotal se habí­a planteado “ante lá conciencia de todas las confesiones cristianas, obligándolas a examinar su posición de principio”; y la preocupación se originaba sobre todo al ver que eran ordenadas mujeres “en algunas comunidades que pretendí­an conservar la sucesión apostólica del orden”, y particularmente en las comunidades anglicanas, donde se creaba un problema grave para el diálogo con la iglesia católica. Hoy, de hecho, se puede decir que en la gran mayorí­a de las iglesias protestantes todos los ministerios están, al menos en teorí­a, abiertos a la mujer. Pero, dado que estas iglesias no tienen un concepto sacramental del sacerdocio ministerial, la ordenación es considerada como asunto más bien disciplinar que teológico; las mismas mujeres que se preparan a la ordenación, o que la han recibido, ponen el acento más en los aspectos pastorales del ministerio, en la participación en las funciones de dirección de la iglesia, que en los aspectos litúrgicos. La comunión anglicana está profundamente dividida en este punto. Sólo las iglesias ortodoxas y la iglesia viejo-católica (“Unión de Utrecht”) permanecen unánimes en rechazar la ordenación presbiteral o episcopal de mujeres. Los ortodoxos tienen en la actualidad diaconisas -oficio que ha sido reinstaurado después de haber desaparecido por un largo perí­odo-, pero las diaconisas modernas tienen responsabilidades pastorales o misioneras, no litúrgicas.

Los motivos teológicos invocados por los ortodoxos para la exclusión de las mujeres del presbiterado son esencialmente los mismos, escriturí­sticos o de tradición, que encontramos en la í­nter insigniores. Se insiste mucho también en el carácter icónico del sacerdocio ministerial: “El presbí­tero es icono de Cristo; y lo mismo que el Cristo encarnado se hizo no sólo ser humano, sino varón -y en el orden de la naturaleza los cometidos del varón y de la mujer no son intercambiables, es necesario que el presbí­tero sea varón”. No parece que esta posición oficial sea contestada por el pueblo fiel”. Hay que recordar también la importancia que dan los ortodoxos a la relación entre las mujeres -Marí­a antes que ninguna otra- y el Espí­ritu Santo; pero, escribe Evdokimov, “si la mujer está vinculada ónticamente al Espí­ritu Santo, este ví­nculo tiene valor y significado universal solamente si el varón, por su parte, está ónticamente vinculado a Cristo”.

El impacto de la experiencia ecuménica y de los contactos que se van teniendo con las diversas iglesias y comunidades eclesiales no se refiere, sin embargo, exclusivamente al problema de la ordenación; en un plano más general estos contactos han podido estimular en los ambientes católicos la toma de conciencia y la reflexión teológica sobre la participación de la mujer en toda la vida eclesial. El contacto con grupos ecuménicos de oración, y con la misma vida cultual de las confesiones que admiten a las mujeres a desempeñar cargos pastorales, puede contribuir al crecimiento de una capacidad de expresión, de una creatividad no sólo masculina, sino también femenina en este campo; de una creatividad que, naturalmente, debe permanecer dentro de los lí­mites de la fe y de la disciplina de la iglesia católica.

R. Goldie

BIBLIOGRAFíA: Alcalá M., La mujer y los ministerios en la Iglesia (Del Vaticano II a Pablo VI), Sí­gueme, Salamanca 1982; Carrillo A., El diaconado femenino, Mensajero, Bilbao 1972; Cita-Macard S., Mujeres en la Iglesia a la luz del Vaticano II, Mensajero, Bilbao 1969; Delaporte J., La Iglesia y la promoción de la mujer, Mensajero, Bilbao 1970; Dianich S.-Galot J., Mujer en la Iglesia, en NDT 2, Cristiandad, Madrid 1982, 1124-1136; Evdokimov P., La mujer y la salvación del mundo, Sí­gueme, Sala-manca 1981; Martinell M., La mujer y los ministerios en la Iglesia, en “Phase” 77 (1973) 447-463; Ordóñez J., Ministerio maternal de Marí­a en la liturgia, en “Ephemerides Mariologicae” 3 (1981) 267-296; Piquer J., La decisión de no admitir la mujer al presbiterado, ¿arcaí­smo o fidelidad?, en “Phase” 102 (1977) 515-534; Urdeix J., Ordenación de las mujeres al diaconado, ib, 83 (1974) 412-414; Van Eyden R., La mujer en las funciones litúrgicas, en “Concilium” 72 (1972) 213-231; VV.AA., La mujer en la Iglesia, en “Concilium” 111 (1976) 3-159; Walton J., La mujer como objeto y sujeto de la bendición, ib, 198 (1985) 235-242.

D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

SUMARIO: I. Condición legal y real de la mujer: 1. Sector familiar: a) Familia patriarcal, b) Poligamia y concubinato, c) Repudio, d) Adulterio, e) El amor antes y durante el matrimonio; 2. Sector social. II. í“ptica teológica sobre la mujer: 1. En el AT: a) “A imagen de Dios” (Gén 1:27), b) “Macho y hembra los creó” (Gén 1:27), c) “De la costilla tomada del hombre” (Gén 2:22), d) “Una ayuda apropiada” (Gén 2:18), e) “Se dieron cuenta de que estaban desnudos” (Gén 3:7), f) “Me casaré contigo para siempre”(Ose 2:21), g) “La profetisa Juldá”(2Re 22:14), h) “Mi amado es mí­o y yo soy suya” (Cnt 2:16), i) Conclusión; 2. En el NT: a) “Eunucos que a sí­ mismos se hicieron tales” (Mt 19.12), b) “Las prostitutas entrarán antes” (Mat 21:31b), c) “Le acompañaban los doce y algunas mujeres” (Luc 8:1-2), d) “No hay hombre ni mujer” (Gál 3:28), e) “La mujer que ora o profetiza” (ICor 11,5), f) Conclusión. III. Textos misóginos: 1. AT: “Por la mujer comenzó el pecado” (Sir 25:24); 2. NT: a) “Que lleve velo” (ICor 11,6), b) “La cabeza de la mujer es el hombre” (ICor 11,3), c) “La mujer procede del hombre…; la mujer para el hombre” (ICor 11,8.9), d) “No está bien que la mujer hable en la asamblea” (ICor 14,34), e) “Que las mujeres sean sumisas a sus maridos” (Efe 5:22); 3. Conclusión.

Como en otros terrenos, también en el de la mujer es necesario saber captar el pensamiento genuino de Dios a través de las páginas del libro inspirado.

Es indispensable ante todo una lectura integral del AT y del NT dentro de la Iglesia en nuestros dí­as. Además, hay que establecer con suma delicadeza una distinción clara y nada fácil entre las ideas manifiestas, la mentalidad, lo usos y costumbres del antiguo Israel y de la Iglesia de los orí­genes, por una parte, y el ideal propuesto por Dios a la humanidad, por otra; ideal que podrá alcanzarse en plenitud sólo en la hora escatológica. Se trata, en definitiva, de trazar a la luz de la doctrina de la Iglesia una lí­nea de demarcación entre los elementos socio-culturales, que han ido evolucionando, involucionando o modificándose desde la época de los patriarcas hasta el final del tiempo de los apóstoles, y la enseñanza perenne que Dios ha comunicado al género humano en Jesucristo [/ Cultura/ Aculturación].

De aquí­ la división en dos partes del presente estudio. En primer lugar evocaremos, en una rápida ojeada histórica, la condición legal y real de la mujer en el mundo bí­blico, para pasar luego a analizar más a fondo el dato revelado del AT y del NT sobre el sexo femenino.

I. CONDICIí“N LEGAL Y REAL DE LA MUJER. Lo que escribe Flaceliére: que “en toda la antigüedad el dogma de la superioridad masculina no se vio nunca olvidado”, vale también para el mundo bí­blico, aunque ese dogma no fuera percibido siempre por la conciencia clara y distinta de Israel y de la Iglesia primitiva.

1. SECTOR FAMILIAR. a) Familia patriarcal. La familia en el AT es endógama: exige que la esposa, si no quiere ser considerada como una intrusa, pertenezca al mismo clan que el marido. Los matrimonios exógamos son reprobados porque constituyen -se dirá luego- un peligro nada hipotético (cf Jue 3:6; I Re 11.1-8; Jue 16:31-32) para la existencia, e incluso tan sólo para la pureza de la fe y de la ética yahvista (Exo 34:16; Deu 7:3-4; Jos 23:12-13).

El carácter patrilineal y patrilocal de la familia hace que la descendencia y la sucesión se cuenten en la lí­nea masculina, y no en la femenina; y los hijos varones, incluso después de casarse, siguen morando en la casa paterna, con sus esposas e hijos.

En el AT, y bajo muchos aspectos también en el NT, la familia es patriarcal. El padre es el elemento principal, depositario de indiscutible prestigio y de autoridad suprema; en los antiguos tiempos se le reconoce incluso el derecho de vida y de muerte (cf Gén 38:24). Al padre están sujetos la mujer o las mujeres, los hijos no casados y los casados con sus esposas y sus hijos.

b) Poligamia y concubinato. Lo que exalta y exaspera la supremací­a del varón en la familia bí­blica es sobre todo la poligamia (rigurosamente hablando, habrí­a que hablar de poliginia, ya que la poligamia comprende también la poliandria). Más bien moderada en la época patriarcal -Jacob tuvo dos mujeres principales (Gén 29:21-30); Esaú, tres (Gén 26:34; Gén 28:9)-; la poligamia se intensificó con los jueces y con los reyes.

Pequeño o grande, el harén, í­ndice de un alto nivel económico, social o polí­tico, lesiona los derechos de la mujer y atenta contra el amor y la concordia matrimonial con las rivalidades y los celos inevitables de las diversas mujeres (cf Gén 16:4-5; Gén 29:30-30, 24; 1Sam 1).

A partir del siglo vi a.C. se fue haciendo cada vez más común en Israel la monogamia. Será Jesús el que dé el último golpe de gracia a la poligamia: “Todo el que se divorcia de su esposa y se casa con otra comete adulterio” (Luc 16:18); en un régimen no monogámico serí­a absurdo tachar de adúltero a un hombre que tomase una segunda mujer [/ Matrimonio].1281
La poligamia explica también la presencia de concubinas legales o esposas secundarias, a las que, por otra parte, sólo estaba permitido tener relaciones con el propio marido. Para remediar a veces la propia esterilidad o para aumentar el número de hijos “propios” era directamente la esposa o las esposas principales las que daban a su marido como concubinas a sus propias esclavas (cf Gén 16:30).

c) Repudio. Otra grave injusticia contra la mujer en la familia del AT y del NT es el repudio, al que prácticamente tiene derecho sólo el hombre. Los libros históricos del AT no mencionan ningún ejemplo de repudio propio o verdadero. De todas formas, la legislación hebrea supone el uso del repudio (Lev 21:7.14; Lev 22:13; Núm 30:10). El código deuteronómico prohí­be expresamente el divorcio en dos casos (Deu 22:13-19. 28-29). Deu 24:1-4 prohí­be a un hombre que ha repudiado a una mujer volver a casarse con ella, si ésta ha contraí­do segundas nupcias y vuelve a estar libre por la muerte o el repudio de su segundo marido. Aunque se ignora si los hebreos usaban o no con frecuencia el derecho de repudio, la norma de Deu 24:1 : “Por haber encontrado en ella algo indecente”, era tan genérica que en la época del NT los rabinos presentaban como causa de divorcio no sólo la culpa de una mujer (inmoralidad o costumbres ligeras, según Sammai; una comida quemada, según Hillel), sino incluso el hecho de haber encontrado su marido una mujer más bella (sentencia de Aqiba). Si, como parece, los hijos eran entregados siempre al padre, el repudio judí­o, además de negar a la mujer el amor perenne del marido, le infligí­a también la pena de la separación de sus hijos. Es, pues, original la doctrina de Malaquí­as, quien, en la primera mitad del siglo v a.C., elevándose sobre las ideas corrientes de su pueblo, condena el repudio como comportamiento infiel, como profanación y como crimen peligroso (Mal 2:14-16). Vendrá luego Jesús con su autoridad a proclamar indisoluble el matrimonio: “El que se casa con una mujer divorciada comete adulterio” (Luc 16:18), porque “lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre” (Mar 10:9).

d) Adulterio. En lo que se refiere a la fidelidad conyugal, su obligación se entiende casi sólo en sentido único. En la concepción común, el adulterio consiste en la violación del derecho del marido sobre su propia mujer o del novio sobre su propia novia. Por tanto, es adúltero un hombre (soltero o casado, no importa) que tenga relaciones con la novia o la esposa de otro. Por el contrario, es adúltera la mujer novia o esposa que tenga relaciones con cualquier hombre, soltero o casado. Para el sospechoso de adulterio, sólo cuando la persona acusada es la mujer, y no el marido, la ley impone la “ofrenda de celos” (Núm 5:11-31). Será una vez más Jesús el que enseñe que la fidelidad obliga bilateralmente tanto al marido como a la mujer: “El que se separe de su mujer y se case con otra comete adulterio contra la primera; y si la mujer se separa de su marido y se casa con otro comete adulterio” (Mar 10:11-12).

La poligamia y el concubinato legal, el repudio de la mujer y la concepción peculiar del adulterio encuentran su explicación en la preeminencia absoluta de los derechos del clan y de la descendencia sobre los del individuo. Debido a esto mismo, por un lado, las hijas eran excluidas de la herencia para que el patrimonio familiar no corriera peligro de mengua progresiva, y, por otro, en la elección de esposo para la hija (como, por lo demás, de la esposa para el hijo) interferí­a la autoridad del padre o, cuando un marido morí­a sin dejar descendientes varones, la ley del levirato (Deu 25:5-10).

e) El amor antes y durante el matrimonio. A pesar de todo, se dan a veces matrimonios espontáneos propios y verdaderos, ya que es el amor, y no sólo por parte del hombre, el que precede, desea y obtiene el matrimonio. El único caso en que toma la iniciativa la mujer es el de Mical, la hija menor de Saúl, que “se habí­a enamorado de David” y obtuvo del padre casarse con él (ISam 18,20.27). Y también después del matrimonio lo amó (v. 28) y lo libró de la muerte (19,11-17). Pero de ordinario la iniciativa partí­a del hombre. Tal es el caso de Jacob, que se enamora de su “bella” prima Raquel (Gén 29:17-19) y para poder casarse con ella ofrece servir a Labán durante siete años, “que le parecieron unos dí­as; tan grande era el amor que le tení­a” (v. 20); y después del engaño de su suegro Labán acepta servirle durante otros siete años (vv. 27-28). Tal es el caso de Tobí­as, que al enterarse de su derecho a casarse con Sara como su pariente más próximo, “se enamoró de ella” (Tob 6:19). Pero aunque el matrimonio suele ser normalmente concertado y pactado por los respectivos padres, el hombre y la mujer se aman después de casados. Isaac “amó” a Rebeca, que le habí­a elegido su padre, Abrahán; y así­ “se consoló de la muerte de su madre”, Sara (Gén 24:67); y en Guerar lo sorprendieron “acariciando” a su esposa (Gén 26:8). Aunque pesa sobre él la tristeza de la esterilidad de su esposa Ana, Elcaná la ama con un amor intenso; ella era su “preferida” (ISam 1,5): “¿Por qué estás tan triste? ¿No soy yo para ti más que diez hijos?” (v. 8). El Deuteronomio dispensa de ir a la guerra tanto al novio (“que se vuelva a su casa, no sea que muera en el combate y se case otro con su prometida”:20,7) como al esposo en el primer año de su matrimonio (“quedará libre en su casa para contentar a su mujer”: 24,5). Algunos episodios de la vida cotidiana nos revelan la afectuosa armoní­a de pensamientos y deseos que reina en las familias en las que el marido escucha y atiende a su mujer (Gén 21:9-14; ,5).

2. SECTOR SOCIAL. Si del ámbito familiar pasamos al social, en el mundo bí­blico no mejora la situación de derecho y de hecho de la mujer. Eterna menor de edad, en su niñez está sometida a la plena jurisdicción del padre, y luego a la de su marido; padre y marido que, entre otras cosas, tienen que ratificar al menos tácitamente los votos pronunciados por ella, así­ como invalidarlos cuando quieran (Núm 30:4-17).

En los tiempos más antiguos la mujer hebrea era bastante libre. Sale de casa sin velo, hace visitas, habla tranquilamente en público con los hombres, va a la fuente por agua, lleva el rebaño al pasto y al abrevadero, va a espigar detrás de los segadores. Por el contrario, en la época helenista y romana se ve sometida, al menos si no pertenece a clases más acomodadas, a restricciones cada vez mayores, que la convierten casi en una reclusa. Tiene prohibido salir sin velo, con la cabeza al descubierto, hilar en medio de la calle, conversar con cualquier persona (Ketúbót 7,6). Tiene cerrada la escuela tanto para aprender como para enseñar (Sotah 3,4). Sin embargo, no faltan mujeres israelitas que tuvieron una importancia muy notable, para bien o para mal, en la historia civil y religiosa de su pueblo. Después de atravesar prodigiosamente el mar Rojo, Marí­a, la hermana de Moisés y Aarón, llevada de una exaltación adivinatoria, compone un canto de alabanza a Dios y organiza coros femeninos de danzas (Exo 15:20-21). Débora, mujer de Lappidot, es llamada “juez” en cuanto inspirada y apreciada administradora de la justicia (Jue 4:4). Ejercen una influencia nefasta en clave antiyahvista y filoidolátrica Jezabel sobre su esposo Ajab y Atalí­a sobre su esposo Jorán y sobre su hijo Ocozí­as. Auténticas salvadoras del pueblo son t Judit y t Ester, heroí­nas de dos historias edificantes.

De esta rápida evocación histórica se deduce con evidencia que el mundo antiguo, el de Israel y el de la Iglesia primitiva, no se mostró ni mucho menos inclinado a reconocer a la mujer los derechos que le corresponden. En el ámbito doméstico, el carácter patriarcal de la familia, con la práctica en sentido único de la poligamia, del repudio y del adulterio, mantuvo a la mujer en un estado de inferioridad. La mujer no logró liberarse de esta situación, salvo pocas excepciones para bien o para mal, ni siquiera en el ámbito social. A través de la pantalla de este contexto histórico ha llegado a nosotros la luz de la revelación divina, a la que vamos a dedicar ahora nuestra consideración.

II. í“PTICA TEOLí“GICA SOBRE LA MUJER. 1. EN EL AT. El estudio del mensaje salví­fico contenido en el AT, tanto en la cuestión que nos preocupa ahora como en cualquier otra, no puede prescindir de las enseñanzas de la Iglesia. Esta, por una parte, considera que los libros del antiguo pacto, “aunque contienen cosas imperfectas y transitorias, demuestran, sin embargo, una verdadera pedagogí­a”. Y por otra, nos exhorta a atender “con diligencia al contenido y a la unidad de toda la Escritura” (DV 15 y 12) [/ Génesis; / Matrimonio].

a) “A imagen de Dios”(Gén 1:27). Gén 1 (P) presenta, como ya habí­a hecho Gén 2 (J), a la mujer y al hombre antes del pecado, mientras que Gén 3 (J) los describe en la atmósfera de la culpa [t Pentateuco]. En la intención y en la ejecución de Dios la especie humana (ádam tiene valor colectivo, indica a la mujer como al hombre) es creada a imagen de Dios: “Hagamos al hombre como (bet essentiae) nuestra imagen y semejanza… Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó” (Gén 1:26.27). Así­ pues, la mujer como el hombre es la reproducción plástica y viviente de Dios, que se asemeja a Dios, pero sin identificarse con él. Por su conexión í­ntima con el pecado y con la gracia, la expresión “imagen de Dios” tiene un carácter histórico-salví­fico. Y debe entenderse en sentido dinámico, ya que puede debilitarse o intensificarse; y en sentido totalitario, porque se refiere a todo el individuo humano en su aspecto psicofí­sico en relación con Dios. Gracias a su comunión con el Creador, el hombre (varón y mujer) es el representante de Dios en la tierra, su virrey, su lugarteniente, por sus dotes fí­sicas y psí­quicas, que lo hacen capaz de dominar la naturaleza y la vida. Sir 17:2-4.6-7 ve la imagen de Dios en la facultad de la autoconciencia y de la autodeterminación, que permite someter a la naturaleza. Sab 2:23-24 la descubre en el poder de dominar la vida con la incorruptibilidad, con la inmortalidad bienaventurada con Dios.

b) “Macho y hembra los creó” (Gén 1:27). Es interesante la alusión a la diferencia entre los sexos en una página didáctica como Gén 1, estudiada en sus más pequeños detalles. Esta diferenciación sexual se enuncia no ya en los términos socio-psicológicos de hombre (‘i.I) y mujer (‘i.i ah), sino en los de macho (zakar) y hembra (neqebá). Así­ pues, la bipolaridad sexual forma esencialmente parte del ‘adam. El individuo no existe asexuado; existe como hombre o como mujer. Y esta diversidad de sexos, indica el hagiógrafo, ha sido creada por Dios y se compagina maravillosamente con el designio óptimo de Dios: “Macho y hembra los creó… Vio Dios todo lo que habí­a hecho, y he aquí­ que todo estaba bien” (Gén 1:27.31). Del hecho de que el ‘adam ha sido querido y creado por Dios sexualmente diferenciado se deduce la perfecta igualdad y la idéntica dignidad de la mujer y del hombre. Tanto la mujer como el hombre, en la cima de la creación, tienen el mandato de someter la tierra y dominar a los animales. Tanto la mujer como el hombre son la imagen de Dios. El hagiógrafo de Gén 1 ve en primer lugar en la diferencia de los sexos no tanto la relación interpersonal entre el hombre y la mujer como el significado biológico, es decir, la fecundidad: “Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra” (Gén 1:28).

c) “De la costilla tomada del hombre” (Gén 2:22). La formación de la mujer ocupa, junto con las relaciones de los sexos, un lugar privilegiado en Gén 2. Más aún, no hay en toda la Biblia o en las literaturas del antiguo Oriente otro relato tan amplio y tan detallado sobre el origen de la mujer. Para resaltar la dignidad de la mujer, el hagiógrafo no refiere inmediatamente su venida a este mundo, sino que la dibuja en tres cuadros sucesivos de desarrollo creciente (vv. 18; 19-20; 21-23). A la creación de la mujer precede una deliberación divina (v. 18), que no se encuentra para la creación del hombre (cf v. 7). La creación de los animales y su inútil desfile ante el hombre (vv. 19-20) enseñan claramente la superioridad de la mujer (y del hombre) sobre las bestias. El tercer cuadro (vv. 21-23) trae en primer lugar la misteriosa creación de la mujer; este aire de misterio está precisamente garantizado por el sueño profundo del hombre (v. 21). La identidad de naturaleza y la igualdad de dignidad de la mujer respecto al hombre, además de la natural atracción entre los sexos, se enseñan plásticamente mediante la “fabricación” de la mujer con una costilla del mismo hombre.

¿Se desea resaltar que el hombre es la causa ejemplar de la mujer? ¿Se quiere ofrecer un relato etiológico que explique el origen del término ‘issah (porque sacada del ‘is), o de la expresión corriente “mi hueso y mi carne”, o de la potencia de eros?
d) “Una ayuda apropiada” (Gén 2:18). En Gén 1 Dios veí­a que cada una de sus obras era “buena”. En Gén 2:18 observa que “no es buena” la soledad del hombre que acaba de crear. El hombre tiene que vivir en sociedad con otros seres, en comunidad con seres de su misma naturaleza y dignidad. Y la comunidad fundamental es la conyugal. El hombre por sí­ solo es incompleto. Para completarse e integrarse tiene necesidad de la mujer, “una ayuda apropiada” para él. Esta expresión alude a la mujer en su totalidad, perfecta contrafigura del hombre, partner del hombre en la comunidad armónica de vida matrimonial, vista bajo todos los aspectos, psí­quicos y fí­sicos. Al contemplar a la mujer que, durante su sueño, Dios le habí­a formado de su costilla y que ahora, como un amigo de bodas, la conduce hasta él para que no esté solo, el hombre prorrumpe en un grito gozoso de asombro, reconociendo finalmente en ella a la ansiada alma gemela que puede llenar el vací­o que siente en su interior (v. 23). En este carácter complementario de la mujer, querido expresamente por Dios y descubierto por el hombre, el hagiógrafo descubre la razón del abandono de los padres y de la unión de los dos (v. 24). No hay nada tan misteriosamente poderoso como la atracción mutua de los sexos, que induce a renunciar a los ví­nculos de la familia y de la sangre. A renunciar, por así­ decirlo, hasta a sí­ mismo para formar con el otro en el matrimonio un único ser nuevo, “una sola carne”, es decir, una sola persona. Tenemos así­ una comunión de dos seres que, iguales por su naturaleza, descubren en el otro una diversidad enriquecedora de funciones. Tenemos una comunión personal, que es don recí­proco de cuerpo, pero también función de afectos, de sentimientos, de voluntad, de todo el ser de los dos cónyuges. En esta comunión cada uno de los esposos se ve perfectamente realizado, ya que sólo frente a la mujer se siente el hombre verdaderamente hombre, así­ como sólo frente al hombre la mujer se siente verdaderamente mujer.

e) “Se dieron cuenta de que estaban desnudos” (Gén 3:7). Según el relato sapiencial y etiológico de Gén 2-3, el mal entró en el mundo por culpa del hombre y de la mujer, que abusaron del terrible don de la libertad. Se trató, precisa el hagiógrafo, de un pecado realizado no en pleno perí­odo histórico, sino en los orí­genes mismos de la historia. No ya por un individuo aislado, sino por un hombre y una mujer, por la pareja inicial. El objeto del pecado es poder disponer autónomamente del bien y del mal moral para alcanzar la felicidad. Dios habí­a prohibido ese “conocimiento”, que significa un desconocimiento del carácter creatural del hombre. Los primeros padres sintieron la tentación de adquirirlo para ser como seres divinos, cuya voluntad es la norma ética del bien y del mal. Dios reconoce que el hombre y la mujer lo usurparon con el pecado, considerando como bien el mal y como mal el bien, con lo que cayeron en la infelicidad. Con semejante usurpación sacudieron su dependencia de Dios, lo borraron de su propia vida. Y no sólo eso, sino también de la vida del otro. Y ocuparon en la vida del otro el lugar de Dios, de ese Dios a quien habrí­an debido reconocer como generoso donante de su compañero y como piedra angular de la unión entre ellos dos. El efecto de semejante abuso fue la infelicidad de los primeros padres, privados ahora de la armoní­a que les hací­a sentirse a cada uno de ellos en sintoní­a con Dios, consigo mismo y con el otro partner, además de con todo lo creado. “Se dieron cuenta de que estaban desnudos” (Gén 3:7). El pudor es un freno psicológico a todo cuanto se advierte instintivamente como asechanza contra la libre expresión de la propia personalidad. Antes del pecado el hombre y la mujer no sentí­an vergüenza de su desnudez porque, en plena comunión de amor, no se sentí­an hostiles o simplemente extraños el uno a la otra. Después del pecado, sin embargo, su amor gozoso y sereno se enturbia y se entristece, corrompiéndose en un afán ciego de posesión egoí­sta, por un lado, y, por otro, en una imposición despótica de la voluntad del más fuerte (Gén 3:16).

f) “Me casaré contigo para siempre” (Ose 2:21). En los comienzos de la historia, Dios habí­a fijado a los hombres, según J y P, un ideal nupcial, roto más tarde por el pecado de la pareja. / Oseas y, después de él, Jeremí­as, Ezequiel, el Segundo y el Tercer Isaí­as, proponen otro ideal, un auténtico arquetipo infinitamente superior al primero, que tiene por protagonista al mismo Yhwh y que será alcanzado plenamente sólo en los últimos tiempos de la historia. Se trata del simbolismo esponsal, que presenta en clave matrimonial las relaciones entre Yhwh e Israel.

Comparada con la imagen de la / alianza, la del matrimonio Yhwh-Israel introduce una carga de amor y de ternura en lo que podí­a parecer una relación meramente jurí­dica. Amor como don de sí­ mismo del esposo, que más que tener quiere dar; amor vehemente, que conoce el heroí­smo de la constancia, de la fidelidad a toda prueba y de la clemencia pronta al perdón, pero sin ignorar al mismo tiempo la pena de los celos. Amor voluble de la esposa, que sucumbe demasiado fácilmente a las tentaciones de la traición. Amor de los dos esposos que al final exulta por la reconciliación ofrecida por el esposo y que hace más fuerte y más pura la comunión interpersonal destinada a no disolverse ni ofuscarse jamás. El simbolismo conyugal de los profetas, según el cual la esposa representa a la humanidad entera ardientemente amada por Yhwh, no puede menos de suponer y de confirmar el alto aprecio en que Israel tení­a a la mujer. Así­ como la suponen y confirman Sión, simbolizada en una parturienta (Isa 66:7) o en la madre de los pueblos (Sal 87:5), la sabidurí­a, personificada en una mujer (Pro 8:19; 6; Sir 24), y, sobre todo, Yhwh mismo, a quien se le aplica la imagen de la madre (Isa 49:15; Isa 66:13; Sal 131:2; Sir 4:10).

g) “La profetisa Juldá” (2Re 22:14). Excluidas del sacerdocio, las mujeres no quedan marginadas de la comunidad sagrada de Israel, sino que participan de su vida religioso-cultual celebrando fiestas, ofreciendo sacrificios, haciendo votos, compartiendo la alegrí­a del banquete sacrificial en el santuario. Algunas de ellas prestan servicio a la entrada de la tienda de la reunión (Exo 38:8; lSam 2,22) o para confeccionar y guardar los ornamentos sagrados, o bien porque se han consagrado a una vida de intensa piedad o, más probablemente, para tomar parte activa en el culto con la música, los cantos, las danzas y las procesiones. Además, la Biblia hebrea les da a cinco mujeres el nombre de “profetisas” (nebí­’ah). Además de las ya mencionadas Marí­a, hermana de Moisés (Exo 15:20), y Débora (Jue 4:4), se habla de la falsa profetisa Noadí­as, contra la cual invoca Nehemí­as en su oración la ley del talión (Neh 6:14); de la esposa de Isaí­as (Isa 8:4), y de Juldá (2Re 22:14). Esposa del guardarropa del templo Salún y contemporánea de Jeremí­as, Juldá gozó ciertamente de un auténtico carisma profético en tiempos de la reforma religiosa de Josí­as. El carisma profético seguirá inspirando a las mujeres también en la edad mesiánica, según Joe 3:1-2.

h) “Mi amado es mí­o y yo soy suya” (Cnt 2:16). En la poesí­a del / Cant se pueden distinguir, expresados en tonalidades distintas, los tres aspectos de la sexualidad humana: el amor-pasión, el matrimonio y la fecundidad. Espontánea y totalmente independiente, la comunión de los dos jóvenes esposos no tolera coacciones externas. Mientras acogen con ojos soñadores el fresco dinamismo vital de la breve primavera de Palestina, los dos jóvenes saborean casi en toda su vasta gama cromática los gozos y los tormentos de la pasión de amor. Se extasí­an ante la belleza del cuerpo del otro, y para celebrar sus gracias evocan montes y lagos, flora y fauna, metales y minerales. Se ven destrozados por la pena de la lejaní­a y por la angustia de la búsqueda, dos temas predilectos de todas las canciones de amor. Con alusiones muy púdicas de elevada poesí­a revelan el ansia de gozar de los placeres del corazón y de los sentidos y anhelan la comunión plena que da y recibe sin reservas. Por tres veces la esposa, con variaciones apenas perceptibles (Cnt 2:16; Cnt 6:9; Cnt 7:11), grita el gozoso exclusivismo de la pertenencia de amor de él a ella (“mi amado es mí­o”, “él me está anhelando”) y de ella a él (“yo soy de mi amado”, “yo soy para él”): aquí­ resulta clarí­sima la dignidad de la mujer y su perfecta igualdad con el hombre, además de la unicidad de su amor. A esta unicidad va unida la perennidad: la esposa suplica al amado que la considere totalmente y siempre suya, puesto que ella, a semejanza del sello que el esposo lleva en su corazón, sede de los pensamientos, y en su brazo, sí­mbolo de la acción, quiere pensar y obrar como piensa y obra él. Y descubre en el amor, que resiste incluso las mayores desventuras, la vehemencia de la muerte que todo lo vence, la tenacidad de la ultratumba que no se deja arrebatar la presa, el ardor del rayo que nada ni nadie consigue apagar (Cnt 8:6-7). Como se ve, filtrado a lo largo de los siglos a través del prisma de las condiciones socio-culturales de Israel, el pensamiento divino sobre la mujer y sobre el matrimonio ha llegado a una de sus revelaciones más ilustres en el Cant. Es aquí­ donde, dentro de la lógica de la alianza de Yhwh con Israel, encuentra pleno reconocimiento la igualdad de la mujer y del hombre y completa valoración la relación interpersonal de los esposos, que en perfecta paridad conduce, dentro del desarrollo armónico de su ser, a la total integración de los sexos. Estamos frente a una serena concepción del matrimonio, que, basándose en la experiencia histórica del pueblo elegido, se refleja en el pasado para revivir la perfección del paraí­so que le habí­a concedido el Creador, y se proyecta en el futuro para lograr aquella perfección ideal que, fijada por el redentor de Israel con la alianza del Sinaí­, sólo será posible en los tiempos de la nueva y eterna alianza.

i) Conclusión. Así­ pues, es notablemente rica la enseñanza inspirada en el AT sobre la mujer. La mujer es, en su aspecto psico-fí­sico, la reproducción viva de Dios, y por tanto es capaz de someter la naturaleza y la vida mediante la autodeterminación y el don de la inmortalidad bienaventurada. El ser sexuada forma parte integrante de su personalidad. La mujer posee la misma naturaleza y la misma dignidad del hombre, de quien es compañera en la armónica comunidad matrimonial y social en general. Con el pecado, del que no es ni más ni menos responsable que su compañero, ella desconoce su carácter creatural, enturbiando la limpidez de las relaciones interpersonales con el otro sexo. El simbolismo esponsal Yhwh-Israel la llama a perseguir un ideal de pareja infinitamente superior al primero, y en parte ya realizado en el encanto del amor del Cant. En el ámbito religioso-cultual de Israel se le negó el sacerdocio, pero tuvo incluso el carisma de la profecí­a en el sentido más pleno de la palabra; y, como es sabido, el profeta en el antiguo Israel estaba por encima de los reyes y de los mismos sacerdotes.

2. EN EL NT. a) “Eunucos que a sí­ mismos se hicieron tales” (Mat 19:12). Jesús acabó con una de las causas principales de marginación de la mujer, es decir, la mentalidad de que su destino biológico y su función social consisten exclusivamente en ser esposa y madre. Es capital la importancia que el antiguo mundo judí­o atribuí­a al matrimonio, del que ninguna persona podí­a sustraerse sin atentar, entre otras cosas, incluso contra la consolidación y la perpetuidad de la raza de Israel y de su propia familia. Tampoco en el mundo grecorromano habí­a nada tan obvio como el matrimonio. De esta ley “insoslayable” libera Jesús al hombre, y sobre todo a la mujer, a la que el mundo antiguo consideraba como nacida precisamente y sólo para dar a luz hijos y educarlos. Situándolo en su justa perspectiva, presenta el estado conyugal no como realidad suprema, última, sino como algo transitorio. En el mundo futuro, que seguirá a la resurrección de los muertos, el matrimonio no tendrá ya razón de ser, dado que estará completo el número de los elegidos: “En la resurrección ni los hombres ni las mujeres se casarán” (Mat 22:30). El celibato por motivos religiosos era totalmente excepcional en el judaí­smo ortodoxo y en el mundo grecorromano. Sin embargo, Jesús proclama: “Hay eunucos que a sí­ mismos se hicieron tales por el reino de Dios. ¡El que sea capaz de hacer esto, que lo haga!” (Mat 19:12). El reino de Dios ha irrumpido en la historia y llama a los hombres y a las mujeres a ponerse improrrogablemente a su servicio. La plena disponibilidad a los intereses del reino requiere una condición de vida, el celibato, que sólo unos pocos tienen la capacidad de captar, valorar y seguir, los únicos a los que Dios concede ese carisma particular.

b) “Las prostitutas entrarán antes” (Mat 21:31b). Jesús demuestra además que la mujer es espiritualmente mayor de edad. Es capaz como el hombre, y a veces más que él, de arrepentirse, de convertirse, de creer, de comportarse según las rigurosas exigencias éticas de Jesús, de amar y de prodigarse por él y por Dios. Las meretrices estaban marginadas de la comunidad santa de Israel y vilipendiadas como la personificación misma del pecado. Sin embargo, Jesús tiene el coraje de enseñar que ellas entran en el reino de Dios, mientras que quedan marginados de ese reino precisamente los jefes espirituales del pueblo, venerados como personificación de la santidad. Y esto porque las prostitutas tuvieron fe en el Bautista y, acogiendo sus llamadas a la penitencia, se convirtieron, traduciendo en la realidad de su vida las enseñanzas del profeta. Los fariseos, por el contrario, y las demás personas piadosas y religiosas por antonomasia no creyeron en Juan, no aceptaron su predicación, no se arrepintieron ni se encaminaron por el sendero de la justicia a pesar de haber visto la conversión de aquella gente despreciada por ellos (Mat 21:31b-32). En Luc 7:36-50 Jesús exalta una vez más la generosa conversión de una prostituta, mientras que pone de relieve la reserva distanciada de un representante de la santidad judí­a. “Si ama mucho es porque se le han perdonado sus muchos pecados” (Luc 7:47): la pecadora demuestra un gran amor agradecido, como resulta de las exuberantes manifestaciones de veneración a Jesús, con el cual, por el contrario, el fariseo Simón, que le habí­a invitado, no ha tenido ningún gesto extraordinario de cortesí­a. Al realizar a distancia el milagro de la curación de la hija poseí­da, después de haber rechazado por dos veces la petición de su madre, Jesús elogia la grandeza de la fe de la mujer pagana, que se adhiere con generosidad a la voluntad de Dios sin querer otra cosa que lo que Dios quiere: “¡Oh mujer, qué grande es tu fe!” (Mat 15:28).

c) “Le acompañaban los doce y algunas mujeres” (Luc 8:1-2). Jesús no tiene en cuenta para nada los convencionalismos y las normas humillantes de la segregación de la mujer. Lo mismo que con los hombres, habla públicamente con las mujeres, aunque sean paganas, como la sirofenicia (Mar 7:24-30), o se las considera heréticas e iguales a los paganos, como la samaritana (Jua 4:6-27). Permitió incluso que Marí­a de Magdala y las demás discí­pulas galileas le siguieran y le sirvieran durante su actividad apostólica (Luc 8:1-3) y no lo abandonaran en las horas últimas y más trágicas de su vida mortal. Resucitado de entre los muertos, se apareció primero a las que habí­an sido testigos de su muerte y sepultura para hacerlas testigos y “evangelistas” de su resurrección ante los apóstoles. Considerando, además, a las mujeres capaces de ocuparse y de preocuparse del reino de Dios, Jesús, al contrario de ciertos rabinos de su tiempo, se guarda mucho de considerar inútil o inconveniente entretenerse en comunicarles los misterios de Dios. En Jn, la samaritana es una de las pocas personas que Jesús catequizó individualmente. Y con éxito, ya que a la fe parcial e imperfecta del escriba y sanedrita Nicodemo (Jua 3:1-15) se opone la fe sincera y activa de la mujer de Sicar (Jua 4:1-42). En la casa de Betania, a diferencia de su hermana Marta, Marí­a se olvida de todo, preocupada tan sólo de no perder ni una sola palabra del maestro, huésped suyo. Y Jesús la presenta a ella, una mujer, como el ideal del discí­pulo, así­ como su hermana Marta encarna en Jua 11:21-27 el ideal del creyente. En efecto, con absoluta decisión se adhiere a la enseñanza que Jesús le reserva en el estilo autorizado de la autorrevelación poco antes de resucitar a su hermano Lázaro. Y pronuncia su profesión de fe: “Sí­, Señor, yo creo que tú eres el mesí­as, el Hijo de Dios que tení­a que venir al mundo” (Jua 11:27).

d) “No hay hombre ni mujer” (Gál 3:28). Para salvarse, proclama Pablo, basta la fe, que hace a todos iguales en Cristo, abrogando todos los antiguos privilegios. “No hay (ya) judí­o ni griego, no hay (ya) esclavo ni libre, no hay (ya) hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3:28). Con el bautismo los cristianos han alcanzado la dignidad de hijos adoptivos de Dios al aceptar la fe. De este modo quedan transformados ontológicamente en Cristo, participando de su ser. Son una sola persona en Cristo. Los varones no ocupan ya un puesto de favor junto con los judí­os y con los hombres libres. Ni las mujeres se ven confinadas, junto con los paganos y los esclavos, a un puesto de segunda categorí­a.

Igualmente el matrimonio, por ejemplo, lleva consigo una perfecta paridad de derechos y de deberes. Quedan situados en la misma lí­nea el débito conyugal del marido y el de la mujer; el dominio (que no es ni mucho menos sinónimo de libertinaje o de licencia sexual, sino sólo de una serena comunión de posesión) del marido sobre el cuerpo de la mujer está en la misma lí­nea que el dominio de la mujer sobre el cuerpo del marido (l Cor 7,3-4). También la continencia matrimonial, que no puede durar largo tiempo y que debe proponerse con una finalidad santa, tiene que ser libremente escogida y programada por ambos cónyuges (1Co 7:5). Además, le está prohibido tanto a la mujer separarse del marido como al marido repudiar a la mujer (1Co 7:10-11).

e) “La mujer que ora o profetiza” (1Co 11:5). La abolición en Cristo de todos los privilegios y discriminaciones no se limita al matrimonio. En la Iglesia de los orí­genes se conoce a las cuatro hijas solteras del “evangelista” Felipe, que tení­an “el don de profecí­a” (Heb 21:9). Por su parte, Pablo advierte que el Espí­ritu derrama la exuberancia de sus dones también sobre las mujeres. Y admite que en el curso de las asambleas litúrgicas actúen con plena libertad y dignidad mujeres profetisas y orantes. Las profetisas transmitirán revelaciones divinas a los creyentes, edificando, exhortando, consolando. Las orantes transmitirán el Espí­ritu, dirigiéndose en alta voz a Dios con salmos, cánticos espirituales, bendiciones y acciones de gracias (1Co 11:5). En Rom 16 y Flp 4:2-3, Pablo menciona a algunas de sus colaboradoras ministeriales. En primer lugar, Febe, “diaconisa” (diákonos) y “ayudante” o protectora (prostátis). Luego Prisca, emprendedora e intrépida colaboradora del apóstol; Marí­a, Trifena, Trifosa y Pérsida, “que tanto han trabajado en la obra del Señor”; Junia, “apóstol” (apóstolos) valiente de la primera hora; Evodia y Sí­ntique, compañeras y colaboradoras de Pablo.

f) Conclusión. Así­ pues, con Jesús se asiste a una auténtica revolución respecto a la mujer. Esta puede en adelante elegir libremente el celibato por el reino, sin verse obligada ya a casarse a toda costa. En el matrimonio monogámico e indisoluble se ven reconocidos sus derechos y deberes iguales a los de su compañero. Es considerada como espiritualmente mayor de edad y demuestra, a veces más que el hombre, su capacidad de arrepentimiento, de conversión y de fe. Liberada de la segregación humillante, trata públicamente con Jesús, que le comunica los misterios del reino, la admite en su seguimiento y la hace testigo de su resurrección ante los apóstoles. Según san Pablo, que sigue las huellas de Jesús, la mujer, en virtud de la transformación ontológica realizada en Cristo, deja de ser un individuo de segunda clase. En el matrimonio es equiparada al hombre en cuanto al débito que hay que prestar o suspender temporalmente y en cuanto a la prohibición de separarse del cónyuge. Puede gozar del carisma de la profecí­a comunicando las revelaciones divinas y ofreciendo a los fieles reunidos en asamblea la edificación, la exhortación y el consuelo, además de la transmisión del Espí­ritu de Dios como orante. Colabora con Pablo en la obra fatigosa de evangelización, incluso en calidad de “apóstol”.

III. TEXTOS MISí“GINOS. En contraste con la praxis, las ideas y la mentalidad del mundo antiguo, decididamente antifeminista, la enseñanza inspirada del AT y del NT, válida y obligatoria para todos los tiempos y todos los lugares, se dirige a la revalorización de la dignidad de la mujer. Sin embargo, con frecuencia se extrapolan de la Biblia algunos pasajes que tienen, o parecen tener, cierto timbre misógino. Conviene examinarlos con atención.

1. AT: “POR LA MUJER COMENZí“ EL PECADO” (SI 25,24). En la tragedia del Edén es a la mujer a la que se dirige la serpiente, es ella la primera en comer del fruto prohibido, es ella la que induce al hombre a violar el precepto divino, es ella a la que se castiga con una pena más dura que la del hombre, ya que la hiere en su naturaleza í­ntima de mujer. Todo esto hace concluir a algunos que en el drama del paraí­so la mujer fue más culpable que el hombre; más aún, que la mujer fue la que introdujo en el mundo el pecado y la que causó la ruina del hombre.

La razón del papel que se le hace representar a la mujer en el paraí­so parece, sin embargo, que debe buscarse en la historia de Israel, en la que se inspiró el hagiógrafo para dictar su página sapiencial. En la historia de su pueblo encontraba él al hercúleo Sansón debilitado por culpa de Dalila, al piadoso David homicida y adúltero debido a su amor por Betsabé, al sabio Salomón pervertido en su corazón y rebelde contra la voluntad de Yhwh por culpa de sus mujeres extranjeras de las que “se enamoró” (1Re 11:2). Precisamente la tragedia de Salomón fue la que debió venirle a la mente con más insistencia al hagiógrafo que describí­a la tragedia de Adán. Adán, como el hijo de David, era sabio: ¿acaso no habí­a impuesto su nombre -y precisamente el más adecuado- a los animales y a la mujer? Por consiguiente, no podí­a -por exigencias de guión- ser engañado por la serpiente, aunque ésta fuera “el más astuto de todos los animales”. El engaño y la seducción de la serpiente sólo podí­an hacer presa en la mujer, poco precavida e ingenua. La imprevisión y la ingenuidad, como es lógico, no significan carencia o mediocridad de inteligencia, como si la mujer estuviera menos dotada que el hombre. Se trata de notas morales, por las cuales la persona poco previsora falla a veces en la atención y precaución debidas, y la ingenua se siente inclinada habitualmente a poner su confianza en los otros.

2. NT: a) “Que lleve velo” (ICor 11,6). No es rara la acusación apresurada de antifeminismo que se lanza contra el apóstol Pablo, culpable de haber impuesto el velo y el silencio a las participantes en las asambleas litúrgicas y de haber recurrido a justificaciones que parecen lesionar la dignidad de la mujer y cerrar los ojos ante su igualdad con el hombre en el plano tanto natural como cristiano. En cuanto a la cuestión del velo de lCor 11,2-16, Pablo escribe: “Y la mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta deshonra al marido, que es su cabeza, exactamente igual que si se la hubiera rapado. Por tanto, si una mujer no quiere llevar velo, que se corte el pelo al cero. Y si es vergonzoso para una mujer cortarse el pelo o raparse la cabeza, que lleve velo” (vv. 5-6). Proclamando el derecho de la mujer a orar en voz alta o a profetizar dentro de la comunidad reunida en oración, el apóstol sabe que va contra las ideas y las prácticas religiosas judí­as. En las cuestiones que no afectan a la esencia de la novedad cristiana, actúa, sin embargo, con mayor tolerancia. Para no chocar con la susceptibilidad de los judeo-cristianos presentes ciertamente en su Iglesia de Corinto, así­ como también para proteger el decoro y la dignidad de las cristianas ante los paganos y los judí­os, ordena a las corintias que se cubran la cabeza cuando toman parte en las reuniones litúrgicas de la comunidad. Al dar esta norma es muy probable que haya tenido presentes, quizá exclusivamente, las costumbres de las judí­as y de las judeo-cristianas de su tiempo. En efecto, las mujeres griegas y las romanas iban generalmente con la cabeza descubierta. En cuanto a los cabellos, por el contrario, las mujeres del mundo antiguo los llevaban largos y cuidadosamente peinados. Así­ pues, cuando habla de los cabellos de las mujeres, Pablo piensa en las costumbres de todo el mundo antiguo, grecorromano y judí­o. Pero cuando ordena llevar velo, prefiere seguir las costumbres judeocristianas para no parecer un crí­tico a ultranza.

b) “La cabeza de la mujer es el hombre” (1Co 11:3). “Quiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo; que la cabeza de la mujer es el hombre, y la cabeza de Cristo, Dios” (v. 3). La autoridad que tiene el hombre, es decir, el marido, cabeza de la mujer, es decir, de la esposa, no supone una superioridad de naturaleza o de dignidad. Tiene solamente un carácter funcional. Pablo tiene ante los ojos la situación socio-cultural concreta de su tiempo. En el mundo greco-romano (y más o menos también en el mundo helenista) y en el judí­o, la mujer con los hijos está sometida al marido, cabeza indiscutible de la familia, estructurada de forma patriarcal. El apóstol no piensa en discutir las estructuras sociales del mundo en que vive, porque sabe que todas las cosas, toda la sociedad, está jerarquizada. Así­, por ejemplo, “todo es vuestro; vosotros, de Cristo, y Cristo, de Dios” (lCor 3,22-23). En la escala de valores viene en primer lugar Dios Padre, luego Cristo, luego los cristianos, luego todo lo demás. Si todo está jerarquizado, no es extraño que también lo esté para Pablo la sociedad familiar de su tiempo.

c) “La mujer procede del hombre…; la mujer para el hombre” (1Co 11:8-9). Si nos quedamos en los versí­culos 8-9, no parece demasiado brillante el personaje de la mujer. Su origen serí­a el hombre; su razón de ser, el hombre, ya que la mujer se deriva de él y ha sido creada para él. Sin embargo, con los versí­culos 11-12 Pablo rectifica y completa su pensamiento. Es verdad que la mujer fue sacada del hombre en el alba de la creación, y por tanto la prioridad le correspondió al hombre. Pero también es verdad que desde aquel dí­a el hombre viene al mundo por medio de la mujer, y por tanto la prioridad es ahora de ésta. En resumen, si la mujer es un ser incompleto que no puede prescindir del hombre, también el hombre es un ser incompleto que no puede prescindir de la mujer. En otras palabras, cambiando la frase en forma positiva, la mujer está hecha para el hombre y el hombre para la mujer. Por consiguiente, hay perfecta igualdad de naturaleza y de dignidad entre los dos sexos y es evidente su complementariedad tanto en el plano natural como en el cristiano (vv. 11c.12c: “en el Señor” y “todo viene de Dios”), que ha descubierto de nuevo y actualizado el orden de la creación. Por eso está totalmente equivocada cierta traducción de 11,10: “La mujer tiene que llevar una señal de dependencia (exousí­a) sobre la cabeza”. Exousí­a indica más bien, en todo el NT, un poder ejercido, no padecido; evoca a la persona investida de autoridad, no al súbdito sometido a esa autoridad. Entonces, también aquí­ exousí­a debe tener un valor activo. El velo -dice Pablo- es el signo de la potestad, de la autoridad, de la idoneidad de que goza la mujer. Igual al hombre por naturaleza y dignidad, la mujer cristiana no es una menor de edad, ni siquiera en el terreno religioso. La señal y el distintivo de este nuevo poder y capacidad será el velo, que ella debe llevar sobre la cabeza según la costumbre judí­a y judeo-cristiana.

d) “No está bien que la mujer hable en la asamblea”(1Co 14:34). Es la edificación la que tiene que regular en la asamblea el uso de los carismas de la glosolalia y de la profecí­a. En concreto, Pablo establece que tanto los que hablan en lenguas como los profetas hablen sólo dos o tres, y uno detrás de otro. Además, “si no hay intérprete (para los que hablan en lenguas), que se guarde silencio en la asamblea” (v.28); y, del mismo modo, que “si uno que está sentado tiene una revelación, que se calle el que está hablando” (v. 30).

Así­ pues, por su afán de comprender y de profundizar en el mensaje de los intérpretes de las lenguas y de los profetas, las corintias podí­an sentirse impulsadas a intervenir hablando en las asambleas. Pablo lo prohí­be, invitándolas a preguntar más bien en casa a sus maridos. Son diversas las razones que indujeron al apóstol a dar estas normas. En primer lugar, por la norma vigente en el mundo de entonces, tanto judí­o como pagano, según la cual “no está bien que la mujer hable en la asamblea” (1Co 14:35). Luego, por la práctica judeo-cristiana vigente en las Iglesias siro-palestinas, que imponí­a silencio a las mujeres en las reuniones de culto (vv. 33b.36a). Finalmente, por la necesidad de proteger el orden en una iglesia como la de Corinto, que por la opulencia de los dones divinos corrí­a el peligro de transformar sus asambleas sagradas en reuniones alborotadas y ruidosas de exaltados. Esta misma preocupación es la que obliga a Pablo a dictar también severas limitaciones a los que hablaban en lenguas y a los profetas en el contexto de la edificación comunitaria (vv. 26ss). Como las mujeres estaban entonces muy atrasadas culturalmente, sus preguntas aclaratorias y sus interrogantes habrí­an interrumpido inútilmente varias veces la discusión, poniendo obstáculos a una edificación más amplia y provechosa de toda la comunidad.

e) “Que las mujeres sean sumisas a sus maridos” (Efe 5:22). En el código familiar que regula las relaciones entre los cónyuges, Pablo exhorta en dos ocasiones a las mujeres a que sean sumisas a sus maridos, lo cual parece lesionar la dignidad de la mujer. Lo que pasa es que, desde el punto de vista filológico, el verbo griego hypotássó no evoca coacción, imposición, sino que sugiere la aceptación libre y voluntaria del orden jerárquico propio de la familia patriarcal de los tiempos de Pablo. De aquí­ las muchas traducciones o paráfrasis que se han sugerido: ocupad el lugar que os corresponde, reconoced la autoridad del marido, dejaos guiar por él, aceptad sus disposiciones. Recuérdese además que la exhortación paulina está inserta en el tema de la unión esposal entre Cristo, y la Iglesia. Por eso se le dirige a la mujer la invitación a someterse al marido “como al Señor” (v. 22), “como la Iglesia está sujeta a Cristo” (v. 24). De manera semejante, se le recomienda al marido amar a su esposa “como Cristo amó a la Iglesia” (v. 25), que la alimente y la cuide “como hace Cristo con la Iglesia” (v. 29). Estos cuatro como no tienen únicamente un valor comparativo, sino también causal. En otras palabras, la mujer tiene que estar sometida al marido, no sólo a semejanza de la Iglesia, que está sometida a Cristo, sino también porque la Iglesia está sometida a Cristo. De la misma forma, también el marido tiene que amar a su esposa, alimentarla y cuidar de ella no sólo a semejanza de lo que Cristo hizo y sigue haciendo con la Iglesia, sino también porque Cristo lo hizo así­ con la Iglesia. Por consiguiente, la unión esponsal de Cristo y de la Iglesia no es solamente el modelo, el ejemplar, el tipo que los esposos tienen que reproducir, sino también el fundamento de su modo de comportarse. De manera que, al someterse al esposo, la mujer participa de la gracia de la sumisión de la Iglesia a Cristo, así­ como al amar a su esposa el marido participa de la gracia del amor de Cristo a la Iglesia. Así­ pues, lejos de herir la dignidad femenina, este trozo de Ef eleva a la mujer a sí­mbolo de la Iglesia y de la humanidad entera frente a Dios y su Cristo.

3. CONCLUSIí“N. La acusación de misoginia que se ha lanzado contra algunos pasajes de la Biblia no tiene, por tanto, ninguna consistencia real, puesto que reflejan o bien los lugares comunes presentes en todas las literaturas del mundo o bien la situación socio-cultural de la época. Es evidente que en estos casos no se trata ni de juicios ni de normas que vinculen a los creyentes de todos los tiempos o de todos los lugares.

Como se ha visto, el mensaje bí­blico, especialmente del NT, es liberador respecto a la mujer. Surge entonces la pregunta: ¿Cómo lo ha recibido la Iglesia durante los veinte siglos de su historia? En algunos aspectos, la Iglesia ha seguido las huellas de Jesús yendo contracorriente; en otros casos se tiene la impresión de que no siempre ha logrado liberarse de ciertos condicionamientos androcéntricos del ambiente. Ha enseñado incansablemente que la mujer está, por naturaleza, dignidad y destino, en el mismo plano que el hombre. No ha dejado de exaltar el estado virginal, consagrado y no consagrado. Ha reconocido a la mujer el derecho a optar libremente por la virginidad o por el matrimonio, y de elegir a su compañero de vida en la unión sacramental monogámica e indisoluble. Pero por otra parte, aun estimulando y apreciando la actividad múltiple de la mujer en la vida eclesial, parece ser que no siempre ha reconocido la igualdad de poderes y de funciones entre la mujer y el hombre. En resumen, se tiene la sensación de que en el sector de las responsabilidades dentro de la comunidad cristiana la mujer ha sido considerada a veces más bien complementaria que partner, a todos los efectos, del hombre.

Pero gracias al Vat. II se advierte hoy un giro positivo en lo que concierne a los ministerios concedidos a la mujer. En muchos paí­ses se les ha confiado a las mujeres por mandato del obispo el ejercicio de la caridad a través de obras sociales, la predicación de la palabra de Dios como catequistas e incluso la dirección de comunidades alejadas de los centros parroquiales. Por eso en varias partes se discute sobre la oportunidad de conferir a la mujer la gracia sacramental del diaconado para que pueda cumplir su ministerio con mayor fruto. Y esto en conformidad con lo que sucedí­a en la Iglesia de los orí­genes y con la práctica, por otro lado parcialmente restrictiva en relación con el NT, de la Iglesia de los primeros siglos, que conoció numerosas y santas diaconisas. Otra cuestión es la de la admisión de la mujer al sacerdocio. Con la declaración Inter insigniores, de 1977, la Congregación para la doctrina de la fe creyó que era su obligación recordar que “la Iglesia, por fidelidad al ejemplo de su Señor, no se considera autorizada a admitir a las mujeres a la ordenación sacerdotal”. Tratándose de una declaración de una congregación romana, la Iglesia no prohí­be a los expertos proseguir los estudios sobre el tema. Estudios que deberí­an recaer especialmente sobre la naturaleza del sacerdocio cristiano en general, y concretamente sobre la intención de Jesús. Excluir del sacerdocio ministerial a las mujeres, ¿fue voluntad expresa de Jesús, válida para todos los tiempos en su comunidad, o fue sólo una prudente y sabia adaptación a la mentalidad y a la praxis antifeministas de su tiempo, para no exponer el mensaje evangélico a un riesgo innecesario?
BIBL.: ADINOLFI M., Il femminismo della Bibbia, Ed. Antonianum, Roma 1981 (con amplí­sima bibliografí­a); AUBERT J.M., La mujer, Herder, Barcelona 1976; AUGUSTINOVICH A., La mujer como problema, Caracas 1975; BARSOTTI D., Le donne dell’Alleanza. Da Eva a Maria e alfa Chiesa sposa di Cristo, Gribaudi, Turí­n 1967; BARTH K., Uomo e donna, Gribaudi, Turí­n 1969; BOFF L., El rostro materno de Dios, Paulinas, Madrid 19855; ID, Eclesiogénesis, Sal Terrae, Santander 1984^; DuMAS M., Las mujeres en la Biblia, Paulinas, Madrid 1987; EVDOKIMov P., La mujer y la salvación del mundo, Sí­gueme, Salamanca 19802; GEuN A., Hommes et femmes de la Bible, Ligel, Parí­s 1962; ID, El hombre según la Biblia, Madrid 1970; GRELOT P., La pareja humana en la Sagrada Escritura, Madrid 1969; JOANNES F.V. (dir.), Crisi dellántifemminismo, Mondadori, Milán 1973; KOEHLER L., The Hebrew Man, Londres 1956; LEIPOLDT G., Die Frau in der antiken Welt und im Urchristentum, Leipzig 1954; MAERTENS T., La promotion de la femme dans la Bible, Casterman, Parí­s 1967; MONTAGNINI F., Adamo, dove sei? Linee di antropologia teologice, Cittadella, Así­s 1975; RIBER M., La mujer en la Biblia, Ed. Paulinas, Madrid 1970; RONDET H., Eléments pour une théologie de la femme, en “NRT” 89 (1957) 915-940; SCHELKLE K.H., Der Geist und die Braut. Frauen in der Bibel, Düsseldorf 1977; STEIN E., La donna. II suo compito secondo la natura e la grazia, Ed. Paoline, Roma 1969; STENDHAL K., The Bible and the Role of Women. A Case Study in Hermeneutics, Filadelfia 1966; TISCHLER N.M., Legacy of Eve. Women of the Bible, Atlanta 1977; TOSATO A., Il matrimonio israelitico. Una teoria generale, Roma 1982 (con amplia bibliografí­a); VINATIER J., La femme. Parole de Dieu et avenir de 1 homme, Parí­s 1972.

M. Adinolfi

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Persona del sexo femenino, especialmente la que ha pasado la pubertad. La expresión hebrea para mujer es ´isch·scháh (literalmente, †œvarona†), que también puede traducirse †œesposa†. De igual modo, la palabra griega gy·ne se traduce †œmujer† y †œesposa†.

Creación. Aun antes de que Adán siquiera solicitase una compañera humana, Dios, su Creador, se propuso crearla. Después de poner a Adán en el jardí­n de Edén y darle la ley respecto al árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo, Jehová dijo: †œNo es bueno que el hombre continúe solo. Voy a hacerle una ayudante, como complemento de él†. (Gé 2:18.) Dios no impuso al hombre el mandato de seleccionar una compañera del reino animal, pues le llevó a los animales con el único fin de que les pusiese nombre. Adán no sentí­a la más mí­nima inclinación por la zoofilia, y se daba perfecta cuenta de la ausencia de una compañera idónea para él en el ámbito animal. (Gé 2:19, 20.) †œPor lo tanto Jehová Dios hizo caer un sueño profundo sobre el hombre y, mientras este dormí­a, tomó una de sus costillas y entonces cerró la carne sobre su lugar. Y Jehová Dios procedió a construir de la costilla que habí­a tomado del hombre una mujer, y a traerla al hombre. Entonces dijo el hombre: †˜Esto por fin es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada Mujer, porque del hombre fue tomada esta†™.† (Gé 2:21-23.)

Su posición y responsabilidades. La mujer fue creada del hombre, y por ello su existencia dependí­a de este. Como era †œuna sola carne† con él, su complemento y ayudante, tení­a que someterse a él como su cabeza. También estaba bajo la ley que Dios le habí­a dado a Adán en cuanto al árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo. Tení­a la responsabilidad de trabajar para el bien del hombre, tendrí­an hijos y juntos dominarí­an los animales. (Gé 1:28; 2:24.)
Puesto que era normal que la mujer de tiempos bí­blicos estuviera casada, los textos que se refieren a sus responsabilidades suelen estar relacionados con su posición de esposa. El principal deber de toda mujer en Israel era rendir adoración verdadera a Jehová Dios. Un ejemplo fue Abigail, que se casó con David después de la muerte de su esposo Nabal, †˜hombre que no serví­a para nada†™. Aunque Nabal actuó mal —rehusó emplear sus bienes materiales para ayudar a David, el ungido de Jehová—, Abigail comprendió que no estaba obligada a efectuar una acción contraria a la voluntad de Jehová, como habí­a hecho su esposo. Jehová la bendijo por apegarse a la adoración correcta ayudando a su ungido. (1Sa 25:23-31, 39-42.)
En segundo lugar, la mujer tení­a que obedecer a su esposo. Su deber era trabajar arduamente para el bien de la casa y procurar la honra de su cabeza y marido. Esto resultarí­a en el mayor honor para ella. Proverbios 14:1 dice al respecto: †œLa mujer verdaderamente sabia ha edificado su casa, pero la tonta la demuele con sus propias manos†. Ella siempre tendrí­a que hablar bien de su esposo y aumentar el respeto que otros sintieran por él, y el esposo deberí­a poder estar orgulloso de ella. †œUna esposa capaz es una corona para su dueño, pero como podredumbre en sus huesos es la que actúa vergonzosamente.† (Pr 12:4.) En el capí­tulo 31 de Proverbios se habla de su posición honorable y de los privilegios que tiene como esposa, junto con las bendiciones que recibe por su fidelidad, diligencia y sabidurí­a. (Véase ESPOSA.)
En Israel, la madre tení­a mucho que ver en que sus hijos aprendiesen justicia, respeto y diligencia, y con frecuencia su consejo y su influencia sobre sus hijos mayores resultaba en el bien de ellos. (Gé 27:5-10; Ex 2:7-10; Pr 1:8; 31:1; 2Ti 1:5; 3:14, 15.) Las muchachas en particular aprendí­an a ser buenas esposas, pues su madre las enseñaba a cocinar, tejer y todo lo relacionado con la administración del hogar. Por su parte, el padre enseñaba un oficio a sus hijos. Las esposas también podí­an dirigirse con libertad a sus maridos (Gé 16:5, 6), y en ocasiones les ayudaban a tomar decisiones acertadas. (Gé 21:9-13; 27:46–28:4.)
Por lo general, la elección de la novia correspondí­a a los padres del novio. Pero, al igual que habí­a sucedido anteriormente en el caso de Rebeca, parece que bajo la Ley también se daba atención al parecer de la muchacha. (Gé 24:57, 58.) Aunque la poligamia era común, pues Dios no restableció el estado original de monogamia hasta que se fundó la congregación cristiana (Gé 2:23, 24; Mt 19:4-6; 1Ti 3:2), se regulaban las relaciones polí­gamas.
Incluso las leyes militares favorecí­an tanto a la esposa como al esposo al eximir del ejército durante un año al hombre recién casado. De este modo la pareja podí­a ejercer su derecho de tener un hijo, que serí­a de gran consuelo para la madre en ausencia de su esposo, y más aún en el caso de que perdiese la vida en la batalla. (Dt 20:7; 24:5.)
La Ley no hací­a distinción entre hombres y mujeres si eran culpables de adulterio, incesto, bestialidad y otros delitos. (Le 18:6, 23; 20:10-12; Dt 22:22.) Ninguna mujer debí­a ponerse la ropa de un hombre, ni un hombre ropa de mujer, ya que esto podí­a inducir a la inmoralidad y, en particular, a la homosexualidad. (Dt 22:5.) Las mujeres podí­an beneficiarse de los sábados, las leyes que tení­an que ver con el nazareato, las fiestas y todas las provisiones de la Ley en general. (Ex 20:10; Nú 6:2; Dt 12:18; 16:11, 14.) Los hijos tení­an el deber de honrar y obedecer a su madre de la misma manera que a su padre. (Le 19:3; 20:9; Dt 5:16; 27:16.)

Privilegios en la congregación cristiana. En sentido espiritual, no hay distinción entre hombre y mujer para aquellos a quienes Dios llama a la herencia celestial (Heb 3:1) a fin de ser coherederos con Jesucristo. El apóstol escribe: †œTodos ustedes, de hecho, son hijos de Dios mediante su fe en Cristo Jesús […], no hay ni varón ni hembra; porque todos ustedes son una persona en unión con Cristo Jesús†. (Gál 3:26-28.) Todos ellos tienen que recibir un cambio de naturaleza en su resurrección al ser hechos copartí­cipes de la †œnaturaleza divina†, y en esta condición nadie será mujer, pues entre las criaturas celestiales no existe el sexo femenino, porque el sexo es el medio otorgado por Dios para la reproducción de las criaturas terrestres. (2Pe 1:4.)

Proclamadoras de las buenas nuevas. Hubo mujeres entre los que recibieron los dones del espí­ritu santo en el dí­a del Pentecostés de 33 E.C., mujeres a las que se hace referencia en la profecí­a de Joel como †œhijas† y †œsiervas†. Desde aquel dí­a en adelante, las mujeres cristianas que recibieron estos dones hablaron en lenguas extranjeras que no habí­an entendido antes y †˜profetizaron†™, no necesariamente en el sentido de predecir importantes acontecimientos futuros, sino de proclamar las verdades bí­blicas. (Joe 2:28, 29; Hch 1:13-15; 2:1-4, 13-18; véase PROFETISA.)
Cuando las mujeres hablaban a otros acerca de las verdades de la Biblia, no se circunscribí­an a sus compañeros de creencia. Antes de ascender al cielo, Jesús habí­a dicho a sus seguidores: †œRecibirán poder cuando el espí­ritu santo llegue sobre ustedes, y serán testigos de mí­ tanto en Jerusalén como en toda Judea, y en Samaria, y hasta la parte más distante de la tierra†. (Hch 1:8.) Posteriormente, en el dí­a del Pentecostés de 33 E.C., cuando el espí­ritu santo se derramó sobre los 120 discí­pulos (entre ellos varias mujeres), a todos se les otorgó el privilegio de testificar (Hch 1:14, 15; 2:3, 4.); y la profecí­a de Joel (2:28, 29) a la que se refirió Pedro en aquella ocasión, menciona especí­ficamente a las mujeres. De modo que ellas se contaban entre los que tení­an la responsabilidad de ser testigos de Jesús †œtanto en Jerusalén como en toda Judea, y en Samaria, y hasta la parte más distante de la tierra†. Consecuentemente, el apóstol Pablo informó más tarde que Evodia y Sí­ntique, dos hermanas de Filipos, se habí­an †œesforzado lado a lado [con él] en las buenas nuevas†. Asimismo, Lucas menciona a Priscila, quien junto con su marido, íquila, †˜exponí­a el camino de Dios†™ en Efeso. (Flp 4:2, 3; Hch 18:26.)

Reuniones de congregación. En algunas reuniones la mujer podí­a orar o profetizar, siempre que llevase una cobertura para la cabeza. (1Co 11:3-16; véase COBERTURA PARA LA CABEZA.) Sin embargo, en reuniones de carácter público, cuando †œtoda la congregación†, así­ como los †œincrédulos†, se reuní­a en un lugar (1Co 14:23-25), las mujeres tení­an que †˜guardar silencio†™. Si †˜querí­an aprender algo, podí­an preguntarle a su propio esposo en casa, porque era vergonzoso que una mujer hablase en la congregación†™. (1Co 14:31-35.)
Aunque no se permití­a a la mujer enseñar en una reunión de congregación, podí­a enseñar fuera de la congregación a las personas que deseaban aprender la verdad de la Biblia y las buenas nuevas acerca de Jesucristo (compárese con Sl 68:11), y, además, debí­a ser †˜maestra de lo que es bueno†™ para las mujeres más jóvenes (y los niños) dentro de la congregación. (Tit 2:3-5.) Pero no tení­a que ejercer autoridad sobre el hombre o disputar con él, como, por ejemplo, en las reuniones de la congregación. Tení­a que recordar lo que le sucedió a Eva y lo que Dios dijo con respecto a la posición de la mujer después del pecado de Adán y Eva. (1Ti 2:11-14; Gé 3:16.)

Los superintendentes y siervos ministeriales han de ser varones. No se menciona a las mujeres cuando se habla sobre las †œdádivas en hombres† que Cristo dio a la congregación. Las palabras †œapóstoles†, †œprofetas†, †œevangelizadores†, †œpastores† y †œmaestros† se encuentran en género masculino. (Ef 4:8, 11.)
Por consiguiente, cuando el apóstol Pablo escribió a Timoteo acerca de los requisitos que debí­an llenar los †œsuperintendentes† (e·pí­Â·sko·poi), que también eran †œancianos† (pre·sbý·te·roi), así­ como los †œsiervos ministeriales† (di·á·ko·noi) de la congregación, especifica que deben ser varones, y en caso de estar casados, †˜esposos de una sola mujer†™. Ningún apóstol hace mención de un puesto de †œdiaconisa† (di·a·kó·nis·sa). (1Ti 3:1-13; Tit 1:5-9; compárese con Hch 20:17, 28; Flp 1:1.)
Aunque se dijo que Febe (Ro 16:1) era †œministra† (di·á·ko·nos, sin el artí­culo definido griego), es evidente que a ella no se la nombró †œsierva ministerial† en la congregación, pues este cargo no se contempla en las Escrituras. El apóstol no estaba diciendo a la congregación que aceptara las instrucciones que ella diese, sino que la recibiera bien y †˜le prestasen ayuda en cualquier asunto en que los necesitara†™. (Ro 16:2.) El que Pablo se refiriera a ella como †œministra† se relacionaba obviamente con su actividad en la proclamación de las buenas nuevas, y en ese sentido Febe era una ministra que se asociaba con la congregación de Cencreas. (Compárese con Hch 2:17, 18.)

En el hogar. En las Escrituras se dice que la mujer es †œun vaso más débil, el femenino†. En consecuencia, su esposo ha de tratarla de acuerdo con esta condición. (1Pe 3:7.) Ella tiene muchos privilegios, entre otros, participa en la enseñanza de los hijos y cuida de los asuntos domésticos con la aprobación de su esposo y bajo su dirección. (1Ti 5:14; 1Pe 3:1, 2; Pr 1:8; 6:20; cap. 31.) Tiene el deber de ser sumisa a su esposo (Ef 5:22-24) y ha de rendirle el débito conyugal. (1Co 7:3-5.)

Adorno. La Biblia no condena en ninguna parte el uso de adornos o joyas en el arreglo personal, pero manda que se haga con modestia y decoro. El apóstol dice que la mujer deberí­a llevar vestido bien arreglado y adornarse †œcon modestia y buen juicio†. No deberí­a concederse importancia excesiva a peinados, adornos y vestiduras costosas, sino a aquellas cosas que contribuyen a la belleza espiritual, a saber, †œbuenas obras†, y a †œla persona secreta del corazón en la vestidura incorruptible del espí­ritu quieto y apacible†. (1Ti 2:9, 10; 1Pe 3:3, 4; compárese con Pr 11:16, 22; 31:30.)
El apóstol Pedro dice a esas mujeres sumisas que muestran una conducta casta, respetuosa y piadosa: †œUstedes han llegado a ser hijas de ella [Sara], con tal que sigan haciendo el bien y no teman a ninguna causa de terror†. Por lo tanto, estas esposas tienen la magní­fica oportunidad de ser †˜descendientes†™ de la fiel Sara, no en sentido literal, sino por imitar su conducta. Sara tuvo el privilegio de dar a luz a Isaac y llegar a ser antepasada de Jesucristo, la †˜descendencia principal de Abrahán†™. (Gál 3:16.) Por consiguiente, las esposas cristianas que demuestran ser hijas de Sara en sentido figurado, aun teniendo esposos incrédulos, tienen la seguridad de que Dios las recompensará abundantemente. (1Pe 3:6; Gé 18:11, 12; 1Co 7:12-16.)

Mujeres que sirvieron a Jesús. Hubo mujeres que disfrutaron de privilegios en relación con el ministerio terrestre de Jesús, aunque no de los privilegios concedidos a los 12 apóstoles y a los 70 evangelizadores. (Mt 10:1-8; Lu 10:1-7.) Varias mujeres ministraron a Jesús con sus propios bienes. (Lu 8:1-3.) Una le ungió poco antes de su muerte, y debido a su acción, Jesús aseguró que por todo el mundo, donde se predicasen las buenas nuevas, †˜lo que esa mujer hizo también se contarí­a para recuerdo de ella†™. (Mt 26:6-13; Jn 12:1-8.) Hubo mujeres entre aquellos a quienes Jesús se apareció el dí­a de su resurrección, y también las habí­a entre aquellos a quienes se apareció más tarde. (Mt 28:1-10; Jn 20:1-18.)

Uso figurado. En varias ocasiones se usa simbólicamente a la mujer para representar a congregaciones u organizaciones. También puede simbolizar ciudades. A la congregación de Cristo se la llama su †œnovia†, y también se la llama †œla santa ciudad, la Nueva Jerusalén†. (Jn 3:29; Rev 21:2, 9; 19:7; compárese con Ef 5:23-27; Mt 9:15; Mr 2:20; Lu 5:34, 35.)
Jehová habló de la congregación o nación de Israel como su †œmujer†, pues El era su †œdueño marital† en virtud del pacto de la Ley que existí­a entre ellos. En las profecí­as de restauración Dios habla a Israel en estos términos, a veces dirigiendo sus palabras a Jerusalén, la ciudad que gobernaba la nación. Los †˜hijos e hijas†™ (Isa 43:5-7) de esta mujer eran los miembros de la nación de Israel. (Isa 51:17-23; 52:1, 2; 54:1, 5, 6, 11-13; 66:10-12; Jer 3:14; 31:31, 32.)
En muchas ocasiones, se hace referencia a otras naciones o ciudades en femenino o como si se tratase de mujeres. Algunos ejemplos son: Moab (Jer 48:41), Egipto (Jer 46:11), Rabá de Ammón (Jer 49:2), Babilonia (Jer 51:13) y la simbólica Babilonia la Grande. (Rev 17:1-6; véanse BABILONIA LA GRANDE; HIJOS.)

La †œmujer† de Génesis 3:15. Cuando Dios sentenció a los padres de la humanidad, Adán y Eva, prometió que la †œmujer† producirí­a una descendencia que magullarí­a la cabeza de la serpiente. (Gé 3:15.) Este era un †œsecreto sagrado† que Dios se proponí­a revelar a su debido tiempo. (Col 1:26.) Algunos factores que concurrieron en el anuncio de la promesa profética proporcionan indicios en cuanto a la identidad de la †œmujer†. Puesto que su descendencia tendrí­a que magullar la cabeza de la serpiente, no podí­a tratarse de una descendencia humana, pues las Escrituras muestran que las palabras de Dios no se dirigieron a una serpiente literal. En Revelación 12:9 se indica que la †œserpiente† es Satanás el Diablo, un espí­ritu. En consecuencia, la †œmujer† de la profecí­a no podrí­a ser una mujer humana, como Marí­a, la madre de Jesús. El apóstol arroja luz sobre esta cuestión en Gálatas 4:21-31. (Véase DESCENDENCIA, SEMILLA.)
En este pasaje el apóstol habla de la mujer libre de Abrahán y de su concubina Agar, y dice que Agar corresponde a la ciudad literal de Jerusalén bajo el pacto de la Ley, y sus †œhijos†, a los ciudadanos de la nación judí­a; mientras que Sara, la esposa de Abrahán, corresponde a la †œJerusalén de arriba†, dice Pablo, su madre espiritual y la de sus compañeros ungidos por espí­ritu. Esta †œmadre† celestial también serí­a la †œmadre† de Cristo, el mayor de sus hermanos espirituales a quienes Dios engendra como Padre. (Heb 2:11, 12; véase MUJER LIBRE.)
Lógicamente, y en armoní­a con las Escrituras, la †œmujer† de Génesis 3:15 tiene que ser una †œmujer† espiritual. Y en correspondencia con el hecho de que la †œnovia† o †œesposa† de Cristo no es una mujer individual, sino una mujer compuesta de muchos miembros espirituales (Rev 21:9), la †œmujer† que da a luz a los hijos espirituales de Dios, Su †˜esposa†™ (predicha proféticamente en las palabras de Isaí­as y Jeremí­as citadas antes), estarí­a formada por muchas personas celestiales. Serí­a un conjunto de personas u organización, una organización celestial.
Se describe a esta †œmujer† en la visión de Juan, en el capí­tulo 12 de Revelación. Se la representa dando a luz a un hijo, un gobernante que habrá de †œpastorear a todas las naciones con vara de hierro†. (Compárese con Sl 2:6-9; 110:1, 2.) Juan recibió esta visión mucho después del nacimiento humano de Jesús y de su unción como el Mesí­as de Dios. Como obviamente tiene que ver con la misma persona, ha de hacer referencia, no al nacimiento humano de Jesús, sino a otro acontecimiento, a saber, su acceso al poder del Reino. En consecuencia, lo que aquí­ se representó fue el nacimiento del Reino mesiánico de Dios.
Después se ve a Satanás persiguiendo a la †œmujer† y haciendo guerra contra †œlos restantes de la descendencia de ella†. (Rev 12:13, 17.) Puesto que se trata de una †œmujer† celestial y que entonces Satanás ya habí­a sido arrojado a la Tierra (Rev 12:7-9), las personas celestiales que integraban esta †œmujer† se hallaban fuera de su alcance, pero sí­ podí­a atacar al resto de su †œdescendencia† o hijos, los hermanos de Jesucristo que todaví­a estaban en la Tierra. De esa manera persiguió a la †œmujer†.

Otros usos. Cuando Dios predijo el hambre que pasarí­a Israel si quebrantaba Su pacto, dijo: †œEntonces diez mujeres realmente cocerán el pan de ustedes en un solo horno y les devolverán su pan por peso†. El hambre llegarí­a a ser tan acuciante que diez mujeres necesitarí­an un solo horno, mientras que normalmente usarí­an uno cada una. (Le 26:26.)
Después de advertir a Israel de las calamidades que le sobrevendrí­an por su infidelidad, Jehová dijo por medio del profeta Isaí­as: †œY siete mujeres realmente se agarrarán de un solo hombre en aquel dí­a, y dirán: †˜Comeremos nuestro propio pan y nos vestiremos de nuestras propias mantas; solo que se nos llame por tu nombre para quitar nuestro oprobio†™†. (Isa 4:1.) En los dos versí­culos precedentes (Isa 3:25, 26) Dios indicó que los hombres de Israel morirí­an en guerra. Así­ informó a Israel del efecto que tales condiciones tendrí­an en el número de varones de la nación, que los diezmarí­an hasta el punto de que habrí­a varias mujeres para un solo hombre. Aceptarí­an con gusto su nombre y algunas de sus atenciones, aunque tuvieran que compartirlo con otras mujeres. También aceptarí­an la poligamia o el concubinato con tal de tener alguna participación, aunque fuese pequeña, en la vida de un hombre, y disminuir de ese modo la vergüenza que significaba para ellas la viudez o la solterí­a y el hecho de no ser madres.
En una profecí­a de consuelo para Israel, Jehová dijo: †œ¿Hasta cuándo te dirigirás para acá y para allá, oh hija infiel? Pues Jehová ha creado una cosa nueva en la tierra: Una simple hembra estrechará en derredor a un hombre fí­sicamente capacitado†. (†œLa mujer cortejará al varón†, CI.) (Jer 31:22.) Hasta entonces Israel, con quien Dios estaba en una relación de matrimonio debido al pacto de la Ley, habí­a estado dando vueltas †œpara acá y para allᆝ en infidelidad. Jehová invitó a la †œvirgen de Israel† a que erigiera marcas de camino y postes de señal para guiarse en su regreso, y a que fijara su corazón en la calzada por donde habrí­a de volver. (Jer 31:21.) Jehová pondrí­a su espí­ritu en ella de manera que estuviese ansiosa por regresar. Por lo tanto, tal como una esposa se abrazarí­a a su esposo a fin de volver a tener buenas relaciones, así­ Israel se estrecharí­a en derredor de Jehová Dios con el fin de restablecer buenas relaciones con El como su esposo.

El †œdeseo de las mujeres†. La profecí­a de Daniel dice que el †œrey del norte† †œal Dios de sus padres no dará consideración; y al deseo de las mujeres y a todo otro dios no dará consideración, sino que sobre todos se engrandecerá. Pero al dios de las plazas fuertes, en su posición dará gloria†. (Da 11:37, 38.) Las †œmujeres† pueden representar en este texto a las naciones más débiles que llegan a ser †˜criadas†™ del †œrey del norte†, como vasos más débiles. Ellas tienen sus dioses, a quienes desean y adoran, pero el †œrey del norte† no les presta atención y rinde homenaje a un dios del militarismo.

Las †œlangostas† simbólicas. En la visión de las †œlangostas† simbólicas de Revelación 9:1-11, se describe a estas langostas con †œcabellos como cabellos de mujeres†. En armoní­a con el principio bí­blico de que el cabello largo de la mujer es señal de sujeción a su cabeza marital, el cabello de estas †œlangostas† simbólicas debe representar la sujeción de aquellos a quienes simbolizan al que en la profecí­a se representa como su cabeza y rey. (Véase ABADí“N.)

144.000 †˜no contaminados con mujeres†™. En Revelación 14:1-4 se representa a los 144.000 de pie con el Cordero sobre el monte Sión, y se dice que han sido †œcomprados de la tierra. Estos son los que no se contaminaron con mujeres; de hecho, son ví­rgenes†. Se dice que tienen una relación con el Cordero más í­ntima que cualquier otra persona, ya que son los únicos que aprenden la †œcanción nueva†. (Rev 14:1-4.) Este hecho indica que constituyen la †œesposa† del Cordero. (Rev 21:9.) Son personas celestiales, como lo muestra el que estén de pie con el Cordero sobre el monte Sión celestial. Por lo tanto, el que †˜no se contaminen con mujeres†™ y que sean †œví­rgenes† no significa que ninguno de estos 144.000 nunca se haya casado, pues las Escrituras no prohí­ben que los que han de ser coherederos con Cristo se casen mientras están en la Tierra. (1Ti 3:2; 4:1, 3.) Tampoco implica que todos los 144.000 sean hombres, pues †œno hay ni varón ni hembra† en lo que tiene que ver con la relación espiritual de los coherederos de Cristo. (Gál 3:28.) Por lo tanto, estas †œmujeres† deben ser simbólicas, organizaciones religiosas como Babilonia la Grande y sus †˜hijas†™; cualquier unión y participación con estas organizaciones religiosas falsas harí­a imposible mantenerse sin mancha. (Rev 17:5.) Esta descripción simbólica está de acuerdo con el requisito recogido en la Ley según el cual el sumo sacerdote de Israel solo podí­a tomar por esposa a una virgen, pues Jesucristo es el gran Sumo Sacerdote de Jehová. (Le 21:10, 14; 2Co 11:2; Heb 7:26.)
Con referencia a que Jesús se dirigiera a Marí­a como †œmujer†, véase MARíA núm. 1 (Jesús la amaba y respetaba).

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. Condición legal y real de la mujer 1. Sector familiar: a) Familia patriarcal, b) Poligamia y concubinato, c) Repudio, d) Adulterio, e) El amor antes y durante el matrimonio; 2. Sector social. II. Optica teológica sobre la mujer 1. En el AT: a) †œA imagen de Dios† (Gn 1,27), b) †œMacho y hembra los creó† Gn 1,27), c) †œDe la costilla tomada del hombre†™ (Gn 2,22), d) †œUna ayuda apropiada† (Gn 2,18), e) †œSe dieron cuenta de que estaban desnudos (Gn 3,7), 19 †œMe casaré contigo para siempre†™(Os 2,21), g) †œLa profetisa Juldᆝ(2R 22,14), h) †œMi amado es mí­o y yo soy suya† (Ct 2,16), i) Conclusión; 2. En el NT: a) †œEunucos que así­ mismos se hicieron tales†(Mt 19; Mt 12), b) †œLas prostitutas entrarán antes†™(Mt 21,31), c) †œLe acompañaban los doce y algunas mujeres† (Lc 8,1-2), d) †œNo hay hombre ni mujer† (Ga 3,28), e) †œLa mujer que orao profetiza†™ (1Co 11,5), 19 Conclusión. III. Textos misóginos: 1. AT: †œPor la mujer comenzó el pecado†™ (Si 25,24); 2. NT: a) †œQue lleve velo† (1Co 11,6), b) †œLa cabeza de la mujer es el hombre† ico 11,3), c) †œLa mujer procede del hombre…; la mujer para el hombre† (1Co 11,8; ico 11,9), d) †œNo está bien que la mujer hable en la asamblea† (1Co 14,34), e) †œQue las mujeres sean sumisas a sus maridos† Ef 5,22); 3. Conclusión..
Como en otros terrenos, también en el de la mujer es necesario saber captar el pensamiento genuino de Dios a través de las páginas del libro inspirado.
Es indispensable ante todo una lectura integral del AT y del NT dentro de la Iglesia en nuestros dí­as. Además, hay que establecer con suma delicadeza una distinción clara y nada fácil entre las ideas manifiestas, la mentalidad, lo usos y costumbres del antiguo Israel y de la Iglesia de los orí­genes, por una parte, y el ideal propuesto por Dios a la humanidad, por otra; ideal que podrá alcanzarse en plenitud sólo en la hora escatoló-gica. Se trata, en definitiva, de trazar a la luz de la doctrina de la Iglesia una lí­nea de demarcación entre los elementos socio-culturales, que han ido evolucionando, involucionando o modificándose desde la época de los patriarcas hasta el final del tiempo de los apóstoles, y la enseñanza perenne que Dios ha comunicado al género humano en Jesucristo [1 Cultura/ Aculturación].
De aquí­ la división en dos partes del presente estudio. En primer lugar evocaremos, en una rápida ojeada histórica, la condición legal y real de la mujer en el mundo bí­blico, para pasar luego a analizar más a fondo el dato revelado del AT y del NT sobre el sexo femenino.
2191
1. CONDICION LEGAL Y REAL DE LA MUJER.
Lo que escribe Flaceliére: que †œen toda la antigüedad el dogma de la superioridad masculina no se vio nunca olvidado†™, vale también para el mundo bí­blico, aunque ese dogma no fuera percibido siempre por la conciencia clara y distinta de Israel y de la Iglesia primitiva.
2192
1. Sector familiar,
2193
a) Familia patriarca!.
La familia en el AT es endógama: exige que la esposa, si no quiere ser considerada como una intrusa, pertenezca al mismo clan que el marido. Los matrimonios exóga-mos son reprobados porque constituyen
-se dirá luego- un peligro nada hipotético (Jc 3,6; IR 11; IR 1-8; IR 16,31-32) para la existencia, e incluso tan sólo para la pureza de la fe y de la ética yahvista (Ex 34,16; Dt 7,3-4; Jos 23,12-13).
El carácter patrilineal y patrilocal de la familia hace que la descendencia y la sucesión se cuenten en la lí­nea masculina, y no en la femenina; y los hijos varones, incluso después de casarse, siguen morando en la casa paterna, con sus esposas e hijos.
En el AT, y bajo muchos aspectos también en el NT, la familia es patriarcal. El padre es el elemento principal, depositario de indiscutible prestigio y de autoridad suprema; en.los antiguos tiempos se le reconoce incluso el derecho de vida y de muerte (Gn 38,24). Al padre están sujetos la mujer o las mujeres, los hijos no casados y los casados con sus esposas y sus hijos.
2194
b) Poligamia y concubinato.
Lo que exalta y exaspera la supremací­a del varón en la familia bí­blica es sobre todo la poligamia
(rigurosamente hablando, habrí­a que hablar de po-liginia, ya que la poligamia comprende también la
poliandria). Más bien moderada en la época patriarcal -Jacob tuvo dos mujeres principales (Gn 29,21-30);
Esaú, tres (Gn 26,34; Gn 28,9)-; la poligamia se intensificó con los jueces y con los reyes.
Pequeño o grande, el harén, í­ndice de un alto nivel económico, social o polí­tico, lesiona los derechos de la mujer y atenta contra el amor y la concordia matrimonial con las rivalidades y los celos inevitables de las diversas mujeres (Gn 16,4-5 29,30-30,24; IS 1).
A partir del siglo vi a.C. se fue haciendo cada vez más común en Israel la monogamia. Será Jesús el que dé el último golpe de gracia a la poligamia: †œTodo el que se divorcia de su esposa y se casa con otra comete adulterio† (Lc 16,18); en un régimen no monogámico serí­a absurdo tachar de adúltero a un hombre que tomase una segunda mujer [1 Matrimonio].
La poligamia explica también la presencia de concubinas legales o esposas secundarias, a las que, por otra parte, sólo estaba permitido tener relaciones con el propio marido. Para remediar a veces la propia esterilidad o para aumentar el número de hijos †œpropios† era directamente la esposa o las esposas principales las que daban a su marido como concubinas a sus propias esclavas (Gn 16,30).
2195
c) Repudio.
Otra grave injusticia contra la mujer en la familia del AT y del NT es el repudio, al que prácticamente tiene derecho sólo el hombre. Los libros históricos del AT no mencionan ningún ejemplo de repudio propio o verdadero. De todas formas, la legislación hebrea supone el uso del repudio (Lv 21,7; Lv 21,14; Lv 22,13 Núm Lv 30,10). El código deuteronómi-co prohibe expresamente el divorcio en dos casos (Dt 22,13-19; Dt 22,28-29). Dt 24,1-4 prohibe a un hombre que ha repudiado a una mujer volver a casarse con ella, si ésta ha contraí­do segundas nupcias y vuelve a estar libre por la muerte o el repudio de su segundo marido. Aunque se ignora si los hebreos usaban o no con frecuencia el derecho de repudio, la norma de Dt 24,1: †œPor haber encontrado en ella algo indecente†, era tan genérica que en la época del NT los rabinos presentaban como causa de divorcio no sólo la culpa de una mujer (inmoralidad o costumbres ligeras, según Sammai; una comida quemada, según Hillel), sino incluso el hecho de haber encontrado su marido una mujer más bella (sentencia de Aqiba). Si, como parece, los hijos eran entregados siempre al padre, el repudio judí­o, además de negar a la mujer el amor perenne del marido, le infligí­a también la pena de la separación de sus hijos. Es, pues, original la doctrina de Malaquí­as, quien, en la primera mitad del siglo? a.C, elevándose sobre las ideas corrientes de su pueblo, condena el repudio como comportamiento infiel, como profanación y como crimen peligroso (Ml 2,14-16). Vendrá luego Jesús con su autoridad a proclamar indisoluble el matrimonio: †œEl que se casa con una mujer divorcida comete adulterio† (Lc 16,18 ), porque †œlo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre† (Mc 10,9).
2196
d) Adulterio.
En lo que se refiere a la fidelidad conyugal, su obligación se entiende casi sólo en sentido único. En la concepción común, el adulterio consiste en la violación del derecho del marido sobre su propia mujer o del novio sobre su propia novia. Por tanto, es adúltero un hombre (soltero o casado, no importa) que tenga relaciones con la novia o la esposa de otro. Por el contrario, es adúltera la mujer novia o esposa que tenga relaciones con cualquier hombre, soltero o casado. Para el sospechoso de adulterio, sólo cuando la persona acusada es la mujer, y no el marido, la ley impone la †œofrenda de celos† (Nm 5,11-31). Será una vez más Jesús el que enseñe que la fidelidad obliga bilateralmente tanto al marido como a la mujer: †œEl que se separe de su mujer y se case con otra comete adulterio contra la primera; y si la mujer se separa de su marido y se casa con otro comete adulterio† (Mc 10,11-12).
La poligamia y el concubinato legal, el repudio de la mujer y la concepción peculiar del adulterio encuentran su explicación en la preeminencia absoluta de los derechos del clan y de la descendencia sobre los del individuo. Debido a esto mismo, por un lado, las hijas eran excluidas de la herencia para que el patrimonio familiar no corriera peligro de mengua progresiva, y, por otro, en la elección de esposo para la hija (como, por lo demás, de la esposa para el hijo) interferí­a la autoridad del padre o, cuando un marido morí­a sin dejar descendientes varones, la ley del levi-rato (Dt 25,5-10).
2197
e) El amor antes y durante el matrimonio.
A pesar de todo, se dan a veces matrimonios espontáneos propios y verdaderos, ya que es el amor, y no sólo por parte del hombre, el que precede, desea y obtiene el matrimonio. El único caso en que toma la iniciativa la mujer es el de Mical, la hija menor de Saúl, que †œse habí­a enamorado de David† y obtuvo del padre casarse con él (IS 18,20; IS 18,27). Y también después del matrimonio lo amó (y. 28) y lo libró de la muerte (19,11-17). Pero de ordinario la iniciativa partí­a del hombre. Tal es el caso de Jacob, que se enamora de su †œbella† prima Raquel (Gn 29,l7-l9)y para poder casarse con ella ofrece servir a Labán durante siete años, †œque le parecieron unos dí­as; tan grande era el amor que le tení­a† (y. 20); y después del engaño de su suegro Labán acepta servirle durante otros siete años (Vv. 27-28). Tal es el caso de Tobí­as, que al enterarse de su derecho a casarse con Sara como su pariente más próximo, †œse enamoró de ella† (Tb 6,19). Pero aunque el matrimonio suele ser normalmente concertado y pactado por los respectivos padres, el hombre y la mujer se aman después de casados. Isaac †œamó†™ a Rebeca, que le habí­a elegido su padre, Abrahán; y así­ †˜se consoló de la muerte de su madre†™, Sara (Gn 24,67); y en Guerar lo sorprendieron †œacariciando†™ a su esposa (26,8). Aunque pesa sobre él la tristeza de la esterilidad de su esposa Ana, Elcaná la ama con un amor intenso; ella era su †œpreferida†™ (IS 1,5): †œ,Por qué estás tan triste? ¿No soy yo para ti más que diez hijos?† (y. 8). El Deu-teronomio dispensa de ir a la guerra tanto al novio (†œque se vuelva a su casa, no sea que muera en el combate y se case otro con su prometida†:
20,7) como al esposo en el primer año de su matrimonio (†˜quedará libre en su casa para contentar a su mujer†: 24,5). Algunos episodios de la vida cotidiana nos revelan la afectuosa armoní­a de pensamientos y deseos que reina en las familias en las que el marido escucha y atiende a su mujer (Gn 2 1,9-14 27,46-
28,5).
2198
2. Sector social.
Si del ámbito familiar pasamos al social, en el mundo bí­blico no mejora la situación de derecho y de hecho de la mujer. Eterna menor de edad, en su niñez está sometida a la plena jurisdicción del padre, y luego a la de su marido; padre y marido que, entre otras cosas, tienen que ratificar al menos tácitamente los votos pronunciados por ella, así­ como invalidarlos cuando quieran (Nm 30,4-17).
En los tiempos más antiguos la mujer hebrea era bastante libre. Sale de casa sin velo, hace visitas, habla tranquilamente en público con los hombres, va a la fuente por agua, lleva el rebaño al pasto y al abrevadero, va a espigar detrás de los segadores. Por el contrario, en la época helenista y romana se ve sometida, al menos si no pertenece a clases más acomodadas, a restricciones cada vez mayores, que la convierten casi en una reclusa. Tiene prohibido salir sin velo, con la cabeza al descubierto, hilar en medio de la calle, conversar con cualquier persona (Ketúbót 7,6). Tiene cerrada la escuela tanto para aprender como para enseñar (Sotah 3,4). Sin embargo, no faltan mujeres israelitas que tuvieron una importancia muy notable, para bien o para mal, en la historia civil y religiosa de su pueblo. Después de atravesar prodigiosamente el mar Rojo, Marí­a, la hermana de Moisés y Aarón, llevada de una exaltación adivinatoria compone un canto de alabanza a Dios y organiza coros femeninos de danzas (Ex 15,20-21). Débora, mujer de Lappidot, es llamada †œjuez†™ en cuanto inspirada y apreciada administradora de la justicia (Jc 4,4). Ejercen una influencia nefasta en clave antiyah-vista y filoidolátrica Jezabel sobre su esposo Ajab y Atalí­a sobre su esposo Jorán y sobre su hijo Ocozí­as. Auténticas salvadoras del pueblo son / Judit y / Ester, heroí­nas de dos historias edificantes.
De esta rápida evocación histórica se deduce con evidencia que el mundo antiguo, el de Israel y el de la Iglesia primitiva, no se mostró ni mucho menos inclinado a reconocer a la mujer los derechos que le corresponden. En el ámbito doméstico, eJ carácter patriarcal de la familia, con la práctica en sentido único de la poligamia, del repudio y del adulterio, mantuvo a la mujer en un estado de inferioridad. La mujer no logró liberarse de esta situación, salvo pocas excepciones para bien o para mal, ni siquiera en el ámbito social. A través de la pantalla de este contexto histórico ha llegado a nosotros la luz de la revelación divina, a la que vamos a dedicar ahora nuestra consideración.
2199
II. OPTICA TEOLOGICA SOBRE LA MUJER.
2200
1. En el AT.
El estudio del mensaje salví­fico contenido en el AT, tanto en la cuestión que nos preocupa ahora como en cualquier otra, no puede prescindir de las enseñanzas de la Iglesia. Esta, por una parte, considera que los libros del antiguo pacto, †œaunque contienen cosas imperfectas y transitorias, demuestran, sin embargo, una verdadera pedagogí­a†™. Y por otra, nos exhorta a atender †œcon diligencia al contenido y a la unidad de toda la Escritura†™ (DV 15 y 12) [1 Génesis; / Matrimonio].
2201
a) †œA imagen de Dios †œ(Gn 1,27). Gen 1 (P) presenta, como ya habí­a hecho Gen 2 (J), a la mujer y al hombre antes del pecado, mientras que Gen 3 (J) los describe en la atmósfera de la culpa [1 Pentateuco]. En la intención y en la ejecución de Dios la especie humana (†˜adam tiene valor colectivo, indica a la mujer como al hombre) es creada a imagen de Dios: †œHagamos al hombre como (beí­ es-sentiae) nuestra imagen y semejanza… Dios creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó† (Gn 1,26; Gn 1,27). Así­ pues, la mujer como el hombre es la reproducción plástica y viviente de Dios, que se asemeja a Dios, pero sin identificarse con él. Por su conexión í­ntima con el pecado y con la gracia, la expresión †œimagen de Dios† tiene un carácter histórico-salví­fico. Y debe entenderse en sentido dinámico, ya que puede debilitarse o intensificarse; y en sentido totalitario, porque se refiere a todo el individuo humano en su aspecto psicofí­sico en relación con Dios. Gracias a su comunión con el Creador, el hombre (varón y mujer) es el representante de Dios en la tierra, su virrey, su lugarteniente, por sus dotes fí­sicas y psí­quicas, que lo hacen capaz de dominar la naturaleza y la vida. Si 17,2-4.6-7 ve la imagen de Dios en la facultad de la autoconciencia y de la autodeterminación, que permite someter a la naturaleza. Sg 2,23-24 la descubre en el poder de dominar la vida con la incorruptibilidad, con la inmortalidad bienaventurada con Dios.
2202
b) †œMacho y hembra los creó† (Gn 1,27).
Es interesante la alusión a la diferencia entre los sexos en una página didáctica como Gen 1, estudiada en sus más pequeños detalles. Esta diferenciación sexual se enuncia no ya en los términos socio- psicológicos de hombre (†˜ü) y mujer (†˜issah), sino en los de macho (zakar) y hembra (neqebá). Así­ pues, la bipolaridad sexual forma esencialmente parte del †˜adam. El individuo no existe asexuado; existe como hombre o como mujer. Y esta diversidad de sexos, indica el hagiógrafo, ha sido creada por Dios y se compagina maravillosamente con el designio óptimo de Dios: †œMacho y hembra los creó… Vio Dios todo lo que habí­a hecho, y he aquí­ que todo estaba bien† (Gn 1,27; Gn 1,31). DeI hecho deque el †˜adam ha sido querido y creado por Dios sexualmente diferenciado se deduce la perfecta igualdad y la idéntica dignidad de la mujer y del hombre. Tanto la mujer como el hombre, en la cima de la creación, tienen el mandato de someter la tierra y dominar a los animales. Tanto la mujer como el hombre son la imagen de Dios. El hagiógrafo de Gen 1 ve en primer lugar en la diferencia de los sexos no tanto la relación interpersonal entre el hombre y la mujer como el significado biológico, es decir, la fecundidad: †œSed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra† (Gn 1,28).
2203
c) †œDe la costilla tomada del hombre† (Gn 2,22).
La formación de la mujer ocupa, junto con las relaciones de los sexos, un lugar privilegiado en Gen 2. Más aún, no hay en toda la Biblia o en las literaturas del antiguo Oriente otro relato tan amplio y tan detallado sobre el origen de la mujer. Para resaltar la dignidad de la mujer, el hagiógrafo no refiere inmediatamente su venida a este mundo, sino que la dibuja en tres cuadros sucesivos de desarrollo creciente (vv. 18; 19-20; 21-23). A la creación de la mujer precede una deliberación divina (y. 18), que no se encuentra para la creación del hombre (cf y. 7). La creación de los animales y su inútil desfile ante el hombre (Vv. 19-20) enseñan claramente la superioridad de la mujer (y del hombre) sobre las bestias. El tercer cuadro (vv. 21-23) trae en primer lugar la misteriosa creación de la mujer; este aire de misterio está precisamente garantizado por el sueño profundo del hombre (y. 21). La identidad de naturaleza y la igualdad de dignidad de la mujer respecto al hombre, además de la natural atracción entre los sexos, se enseñan plásticamente mediante la †œfabricación† de la mujer con una costilla del mismo hombre.
¿Se desea resaltar que el hombre es la causa ejemplar de la mujer? ¿Se quiere ofrecer un relato etiológico que explique el origen del término †˜issah (porque sacada del †˜is), o de la expresión corriente †œmi hueso y mi carne†, o de la potencia de eros!
2204
d) †œ?pa ayuda apropiada†(Gn 2,18).
En Gen 1 Dios veí­a que cada uña de sus obras era †œbuena†. En Gen 2,18 observa que †œno es buena† la soledad del hombre que acaba de crear. El hombre tiene que vivir en sociedad con otros seres, en comunidad con seres de su misma naturaleza y dignidad. Y la comunidad fundamental es la conyugal. El hombre por sí­ solo es incompleto. Para completarse e integrarse tiene necesidad de la mujer, †œuna ayuda apropiada† para él. Esta expresión alude a la mujer en su totalidad, perfecta contrafigura del hombre, partner del hombre en la comunidad armónica de vida matrimonial, vista bajo todos los aspectos, psí­quicos y fí­sicos. Al contemplar a la mujer que, durante su sueño, Dios le habí­a formado de su costilla y que ahora, como un amigo de bodas, la conduce hasta él para que no esté solo, el hombre prorrumpe en un grito gozoso de asombro, reconociendo finalmente en ella a la ansiada alma gemela que puede llenar el vací­o que siente en su interior (y. 23). En este carácter complementario de la mujer, querido expresamente por Dios y descubierto por el hombre, el hagiógrafo descubre la razón del abandono de los padres y de la unión de los dos (y. 24). No hay nada tan misteriosamente poderoso como la atracción mutua de los sexos, que induce a renunciar a los ví­nculos de la familia y de la sangre. A renunciar, por así­ decirlo, hasta a sí­ mismo para formar con el otro en el matrimonio un único ser nuevo, †œuna sola carne†, es decir, una sola persona. Tenemos así­ una comunión de dos seres que, iguales por su naturaleza, descubren en el otro una diversidad enriquecedora de funciones. Tenemos una comunión personal, que es don recí­proco de cuerpo, pero también función de afectos, de sentimientos, de voluntad, de todo el ser de los dos cónyuges. En esta comunión cada uno de los esposos se ve perfectamente realizado, ya que sólo frente a la mujer se siente el hombre verdaderamente hombre, así­ como sólo frente al hombre la mujer se siente verdaderamente mujer.
2205
e) †œSe dieron cuenta de que estaban desnudos† (Gn 3,7).
Según el relato sapiencial y etiológico de Gen 2-3, el mal entró en el mundo por culpa del hombre y de la mujer, que abusaron del terrible don de la libertad. Se trató, precisa el hagiógrafo, de un pecado realizado no en pleno perí­odo histórico, sino en los orí­genes mismos de la historia. No ya por un individuo aislado, sino por un hombre y una mujer, por la pareja inicial. El objeto del pecado es poder disponer autónomamente del bien y del mal moral para alcanzar la felicidad. Dios habí­a prohibido ese †œconocimiento†, que significa un desconocimiento del carácter creatural del hombre. Los primeros padres sintieron la tentación de adquirirlo para ser como seres divinos, cuya voluntad es la norma ética del bien y del mal. Dios reconoce que el hombre y la mujer lo usurparon con el pecado, considerando como bien el mal y como mal el bien, con lo que cayeron en la infelicidad. Con semejante usurpación sacudieron su dependencia de Dios, lo borraron de su propia vida. Y no sólo eso, sino también de la vida del otro. Y ocuparon en la vida del otro el lugar de Dios, de ese Dios a quien habrí­an debido reconocer como generoso donante de su compañero y como piedra angular de la unión entre ellos dos. El efecto de semejante abuso fue la infelicidad de los primeros padres, privados ahora de la armoní­a que les hací­a sentirse a cada uno de ellos en sintoní­a con Dios, consigo mismo y con el otro partner, además de con todo lo creado. †œSe dieron cuenta de que estaban desnudos†(Gn 3,7). El pudores un freno psicológico a todo cuanto se advierte instintivamente como asechanza contra la libre expresión de la propia personalidad. Antes del pecado el hombre y la mujer no sentí­an vergüenza de su desnudez porque, en plena comunión de amor, no se sentí­an hostiles o simplemente extraños el uno a la otra. Después del pecado, sin embargo, su amor gozoso y sereno se enturbia y se entristece, corrompiéndose en un afán ciego de posesión egoí­sta, por un lado, y, por otro, en una imposición despótica de la voluntad del más fuerte (Gn 3,16).
2206
f) †œMe casará contigo para siempre† (Os 2,21).
En los comienzos de la historia, Dios habí­a fijado a los hombres, según J y P, un ideal nupcial, roto más tarde por el pecado de la pareja. ¡Oseas y, después de él, Jeremí­as, Ezequiel, el Segundo y el Tercer Isaí­as, proponen otro ideal, un auténtico arquetipo infinitamente superior al primero, que tiene por protagonista al mismo Yhwh y que será alcanzado plenamente sólo en los últimos tiempos de la historia. Se trata del simbolismo esponsal, que presenta en clave matrimonial las relaciones entre Yhwh e Israel.
Comparada con la imagen de la ¡ alianza, la del matrimonio Yhwh-lsrael introduce una carga de amor y de ternura en lo que podí­a parecer una relación meramente jurí­dica. Amor como don de sí­ mismo del esposo, que más que tener quiere dar; amor vehemente, que conoce el heroí­smo de la constancia, de la fidelidad a toda prueba y de la clemencia pronta al perdón, pero sin ignorar al mismo tiempo la pena de los celos. Amor voluble de la esposa, que sucumbe demasiado fácilmente a las tentaciones de la traición. Amor de los dos esposos que al final exulta por la reconciliación ofrecida por el esposo y que hace más fuerte y más pura la comunión interpersonal destinada-a no disolverse ni ofuscarse jamás. El simbolismo conyugal de los profetas, según el cual la esposa representa a la humanidad entera ardientemente amada por Yhwh, no puede menos de suponer y de confirmar el alto aprecio en que Israel tení­a a la mujer. Así­ como la suponen y confirman Sión, simbolizada en una parturienta (Is 66.7) o en la madre de los pueblos SaI 87,5), la sabidurí­a, personificada en una mujer (Pr 8,1-9; Pr 6; Si 24), y, sobre todo, Yhwh mismo, a quien se le aplica la imagen de la madre (Is 49,15; Is 66,13; SaI 131,2; Si 4,10).
2207
g) †œLa profetisa Juldᆝ (2R 22,14).
Excluidas del sacerdocio, las mujeres no quedan marginadas de la comunidad sagrada de Israel, sino que participan de su vida religioso-cultual celebrando fiestas, ofreciendo sacrificios, haciendo votos, compartiendo la alegrí­a del banquete sacrificial en el santuario. Algunas de ellas prestan servicio a la entrada de la tienda de la reunión (Ex 38,8; IS 2,22) o para confeccionar y guardar los ornamentos sagrados, o bien porque se han consagrado a una vida de intensa piedad o, más probablemente, para tomar parte activa en el culto con la música, los cantos, las danzas y las procesiones. Además, la Biblia hebrea les da a cinco mujeres el nombre de †œprofetisas† (nebi†™ah). Además de las ya mencionadas Marí­a, hermana de Moisés (Ex 15,20), y Débora (Jc 4,4), se habla de la falsa profetisa Noadí­as, contra la cual invoca Nehe-mí­as en su oración la ley del talión (Ne 6,14); de la esposa de Isaí­as (Is 8,4), y de Juldá 2R 22,14). Esposa del guardarropa del templo Salún y contemporánea de Jeremí­as, Juldá gozó ciertamente de un auténtico ca-risma profético en tiempos de la reforma religiosa de Josí­as. El carisma profético seguirá inspirando a las mujeres también en la edad mesiáni-ca, según JI 3,1-2.
2208
h) †œMi amado es mí­o y yo soy suya† (Ct 2,16).
En la poesí­a del / Cant se pueden distinguir, expresados en tonalidades distintas, los tres aspectos de la sexualidad humana: el amor-pasión, el matrimonio y la fecundidad. Espontánea y totalmente independiente, la comunión de los dos jóvenes esposos no tolera coacciones externas. Mientras acogen con ojos Soñadores el fresco dinamismo vital de la breve primavera de Palestina, los dos jóvenes saborean casi en toda su vasta gama cromática los gozos y los tormentos de la pasión de amor. Se extasí­an ante la belleza del cuerpo del otro, y para celebrar sus gracias evocan montes y lagos, flora y fauna, metales y minerales. Se ven destrozados por la pena de la lejaní­a y por la angustia de la búsqueda, dos temas predilectos de todas las canciones de amor. Con alusiones muy púdicas de elevada poesí­a revelan el ansia de gozar de los placeres del corazón y de los sentidos y anhelan la comunión plena que da y recibe sin reservas. Por tres veces la esposa, con variaciones apenas perceptibles (2,16; 6,9; 7,11), gnta el gozoso exclusivismo de la pertenencia de amor de él a ella (†˜mi amado es mí­o†™, †œél me está anhelando†™) y de ella a él (†˜yo soy de mi amado†™, †œyo soy para él†): aquí­ resulta clarí­sima la dignidad de la mujer y su perfecta igualdad con el hombre, además de la unicidad de su amor. A esta unicidad va unida la perennidad: la esposa suplica al amado que la considere totalmente y siempre suya, puesto que ella, a semejanza del sello que el esposo lleva en su corazón, sede de los pensamientos, y en su brazo, sí­mbolo de la acción, quiere pensar y obrar como piensa y obra él. Y descubre en el amor, que resiste incluso las mayores desventuras, la vehemencia de la muerte que todo lo vence, la tenacidad de la ultratumba que no se deja arrebatar la presa, el ardor del rayo que nada ni nadie consigue apagar (8,6-7).
Como se ve, filtrado a lo largo de los siglos a través del prisma de las condiciones socio-culturales de Israel, el pensamiento divino sobre la mujer y sobre el matrimonio ha llegado a una de sus revelaciones más ilustres en el Cant. Es aquí­ donde, dentro de la lógica de la alianza de Yhwh con Israel, encuentra pleno reconocimiento la igualdad de la mujer y del hombre y completa valoración la relación interpersonal de los esposos, que en perfecta paridad conduce, dentro del desarrollo armónico de su ser, a la total integración de los sexos. Estamos frente a una serena concepción del matrimonio, que, basándose en la experiencia histórica del pueblo elegido, se refleja en el pasado para revivir la perfección del paraí­so que le habí­a concedido el Creador, y se proyecta en el futuro para lograr aquella perfección ideal que, fijada por el redentor de Israel con la alianza del Sinaí­, sólo será posible en los tiempos de la nueva y eterna alianza.
2209
i) Conclusión.
Así­ pues, es notablemente rica la enseñanza inspirada en el AT sobre la mujer. La mujer es, en su aspecto psico-fí­sico, la reproducción viva de Dios, y por tanto es capaz de someter la naturaleza y la vida mediante la autodeterminación y el don de la inmortalidad bienaventurada. El ser sexuada forma parte integrante de su personalidad. La mujer posee la misma naturaleza y la misma dignidad del hombre, de quien es compañera en la armónica comunidad matrimonial y social en general. Con el pecado, del que no es ni más ni menos responsable que su compañero, ella desconoce su carácter creatural, enturbiando la limpidez de las relaciones interpersonales con el otro sexo. El simbolismo esponsal Yhwh-lsrael la llama a perseguir un ideal de pareja infinitamente superior al primero, y en parte ya realizado en el encanto del amor del Cant. En el ámbito religioso-cultual de Israel se le negó el sacerdocio, pero tuvo incluso el carisma de la profecí­a en el sentido más pleno de la palabra; y, como es sabido, el profeta en el antiguo Israel estaba por encima de los reyes y de los mismos sacerdotes.
2210
2. En el NT.
2211
a) †œEunucos que a sí­ mismos se hicieron tales† (Mt 19,12).
Jesús acabó con una de las causas principales de marginación de la mujer, es decir, la mentalidad de que su destino biológico y su función social consisten exclusivamente en ser esposa y madre. Es capital la importancia que el antiguo mundo judí­o atribuí­a al matrimonio, del que ninguna persona podí­a sustraerse sin atentar, entre otras cosas, incluso contra la consolidación y la perpetuidad de la raza de Israel y de su propia familia. Tampoco en el mundo grecorromano habí­a nada tan obvio como el matrimonio. De esta lpy †œinsoslayable† libera Jesús al hombre, y sobre todo a la mujer, a la que el mundo antiguo consideraba como nacida precisamente y sólo para dar a luz hijos y educarlos. Situándolo en su justa perspectiva, presenta el estado conyugal no como realidad suprema, última, sino como algo transitorio. En el mundo futuro, que seguirá a la resurrección de los muertos, el matrimonio no tendrá ya razón de ser, dado que estará completo el número de los elegidos: †œEn la resurrección ni los hombres ni las mujeres se casarán†™ Mt 22,30). El celibato por motivos religiosos era totalmente excepcional en el judaismo ortodoxo y en el mundo grecorromano. Sin embargo, Jesús proclama: †œHay eunucos que a sí­ mismos se hicieron tales por el reino de Dios. El que sea capaz de hacer esto, que lo haga!† (Mt 19,12). El reino de Dios ha irrumpido en la historia y llama a los hombres y a las mujeres a ponerse improrrogablemente a su servicio. La plena disponibilidad a los intereses del reino requiere una condición de vida, el celibato, que sólo unos pocos tienen la capacidad de captar, valorar y seguir, los únicos a los que Dios concede ese carisma particular.
2212
b) †œLas prostitutas entraran antes† (Mt 21,31).
Jesús demuestra además que la mujer es espiritual-mente mayor de edad. Es capaz como el hombre, y a veces más que él, de arrepentirse, de convertirse, de creer, de comportarse según las rigurosas exigencias éticas de Jesús, de amar y de prodigarse por él y por Dios. Las meretrices estaban marginadas de la comunidad santa de Israel y vilipendiadas como la personificación misma del pecado. Sin embargo, Jesús tiene el coraje de enseñar que ellas entran en el reino de Dios, mientras que quedan marginados de ese reino precisamente los jefes espirituales del pueblo, venerados como personificación de la santidad. Y esto porque las prostitutas tuvieron fe en el Bautista y, acogiendo sus llamadas a la penitencia, se convirtieron, traducienda en la realidad de su vida las enseñanzas del profeta. Los fariseos, por el contrario, y las demás personas piadosas y religiosas por antonomasia no creyeron en Juan, no aceptaron su predicación, no se arrepintieron ni se encaminaron por el sendero de la justicia a pesar de haber visto la conversión de aquella gente despreciada por ellos (Mt 21,31-32). En Lc 7,36-50 Jesús exalta una vez más la generosa conversión de una prostituta, mientras que pone de relieve la reserva distanciada de un representante de la santidad judí­a. †œSi ama mucho es porque se le han perdonado sus muchos pecados† Lc 7,47): la pecadora demuestra un gran amor agradecido, como resulta de las exuberantes manifestaciones de veneración a Jesús, con el cual, por el contrario, el fariseo Simón, que le habí­a invitado, no ha tenido ningún gesto extraordinario de cortesí­a. Al realizar a distancia el milagro de la curación de la hija poseí­da, después de haber rechazado por dos veces la petición de su madre, Jesús elogia la grandeza de la fe de la mujer pagana, que se adhiere con generosidad a la voluntad de Dios sin querer otra cosa que lo que Dios quiere: †œOh mujer, qué grande es tu fe!† (Mt 15,28).
2213
c) †œLe acompañaban los doce y algunas mujeres †œ(Lc 8,1-2).
Jesús no tiene en cuenta para nada los convencionalismos y las normas humillantes de la segregación de la mujer. Lo mismo que con los hombres, habla públicamente con las mujeres, aunque sean paganas, como la siro-fenicia(Mc 7,24-30), o se las considera heréticas e iguales a los paganos, como la samaritana (Jn 4,6-27). Permitió incluso que Marí­a de Magdala y las demás discí­pulas galileas le siguieran y le sirvieran durante su actividad apostólica (Lc 8,1-3)y no lo abandonaran en las horas últimas y más trágicas de su vida mortal. Resucitado de entre los muertos, se apareció primero a las que habí­an sido testigos de su muerte y sepultura para hacerlas testigos y †œevangelistas† de su resurrección ante los apóstoles. Considerando, además, alas mujeres capaces de ocuparse y de preocuparse del reino de Dios, Jesús, al contrario de ciertos rabinos de su tiempo, se guarda mucho de considerar inútil o inconveniente entretenerse en comunicarles los misterios de Dios. En Jn, la samaritana es una de las pocas personas que Jesús catequizó individualmente. Y con éxito, ya que a la fe parcial e imperfecta del escriba y
sanedrita Nicodemo (Jn 3,1-15) se opone late sincera y activa de la mujer de Sí­car (4,1-42). En la casa de Betania, a diferencia de su hermana Marí­a, Marí­a se olvida de todo, preocupada tan sólo de no perder ni una sola palabra del maestro, huésped suyo. Y Jesús la presenta a ella, una mujer, como el ideal del discí­pulo, así­ como su hermana Marí­a encarna en Jn 11,21-27 el ideal del creyente. En efecto, con absoluta decisión se adhiere a la enseñanza que Jesús le reserva en el estilo autorizado de la autorrevelación poco antes de resucitar a su hermano Lázaro. Y pronuncia su profesión de fe: †œSí­, Señor, yo creo que tú eres el mesí­as, el Hijo de Dios que tení­a que venir al mundo†™ (Jn 11,27).
2214
d) †œNo hay hombre ni mujer† (Ga 3,28).
Para salvarse, proclama Pablo, basta la fe, que hace a todos iguales en Cristo, abrogando todos los antiguos privilegios. †œNo hay (ya) judí­o ni griego, no hay (ya) esclavo ni libre, no hay (ya) hombre ni mujer, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús† (Ga 3,28). Con el bautismo los cristianos han alcanzado la dignidad de hijos adoptivos de Dios al aceptar la fe. De este modo quedan transformados ontológicamente en Cristo, participando de su ser. Son una sola persona en Cristo. Los varones no ocupan ya un puesto de favor junto con los judí­os y con los hombres libres. Ni las mujeres se ven confinadas, junto con los paganos y los esclavos, a un puesto de segunda categorí­a.
Igualmente el matrimonio, por ejemplo, lleva consigo una perfecta paridad de derechos y de deberes. Quedan situados en la misma lí­nea el débito conyugal del marido y el de la mujer; el dominio (que no es ni mucho menos sinónimo de libertinaje o de licencia sexual, sino sólo de una serena comunión de posesión) del marido sobre el cuerpo de la mujer está en la misma lí­nea que el dominio de la mujer sobre el cuerpo del marido (1Co 7,3-4). También la continencia matrimonial, que no puede durar largo tiempo y que debe proponerse con una finalidad santa, tiene que ser libremente escogida y programada por ambos cónyuges ico 7,5). Además, le está prohibido tanto a la mujer separa rse del marido como al marido repudiar a la mujer (1Co 7,10-11).
2215
e) †œLa mujer que ora o profetiza †œ(1Co 11,5).
La abolición en Cristo de todos los privilegios y discriminaciones no se limita al matrimonio. En la Iglesia de los orí­genes se conoce a las cuatro hijas solteras del †œevangelista†™ Felipe, que tení­an †œel don de profecí­a† (Hch 21,9). Por su parte, Pablo advierte que el Espí­ritu derrama la exuberancia de sus dones también sobre las mujeres. Y admite que en el curso de las asambleas litúrgicas actúen con plena libertad y dignidad mujeres profetisas y orantes. Las profetisas transmitirán revelaciones divinas a los creyentes, edificando, exhortando, consolando. Las orantes transmitirán el Espí­ritu, dirigiéndose en alta voz a Dios con salmos, cánticos espirituales, bendiciones y acciones de gracias (1Co 11,5). En Rom 16 y Ph 4,2-3, Pablo menciona a algunas de sus colaboradoras ministeriales. En primer lugar, Febe, †œdiaconisa† (diákonos) y †œayudante† o protectora (próstetis). Luego Pris-ca, emprendedora e intrépida colaboradora del apóstol; Marí­a, Trife-na, Trifosa y Pérsida, †œque tanto han trabajado en la obra del Señor†; Ju-nia, †œapóstol† (apostólos) valiente de la primera hora; Evodia y Sí­ntique, compañeras y colaboradoras de Pablo.
2216
f) Conclusión.
Así­ pues, con Jesús se asiste a una auténtica revolución respecto a la mujer. Esta puede en adelante elegir libremente el celibato por el reino, sin verse obligada ya a casarse a toda costa. En el matrimonio monogámico e indisoluble se ven reconocidos sus derechos y deberes iguales a los de su compañero. Es considerada como espiritual-mente mayor de edad y demuestra, a veces más que el hombre, su capacidad de arrepentimiento, de conversión y de fe. Liberada de la segregación humillante, trata públicamente con Jesús, que le comunica los misterios del reino, la admite en su seguimiento y la hace testigo de su resurrección ante los apóstoles. Según san Pablo, que sigue las huellas de Jesús, la mujer, en virtud de la transformación ontológica realizada en Cristo, deja de ser un individuo de segunda clase. En el matrimonio es equiparada al hombre en cuanto al débito que hay que prestar o suspender temporalmente y en cuanto a la prohibición de separarse del cónyuge. Puede gozar del carisma de la profecí­a comunicando las revelaciones divinas y ofreciendo a los fieles reunidos en asamblea la edificación, la exhortación y el consuelo, además de la transmisión del Espí­ritu de Dios como orante. Colabora con Pablo en la obra fatigosa de evangelización, incluso en calidad de †œapóstol†.
2217
III. TEXTOS MISOGINOS.
En contraste con la praxis, las ideas y la mentalidad del mundo antiguo, decididamente antifeminista, la enseñanza inspirada del AT y del NT, válida y obligatoria para todos los tiempos y todos los lugares, se dirige a la re-valorización de la dignidad de la mujer. Sin embargo, con frecuencia se extrapolan de la Biblia algunos pasajes que tienen, o parecen tener, cierto timbre misógino. Conviene examinarlos con atención.
2218
1. AT: POR LA MUJER COMENZO el pecado† (Si 25,24).
En la tragedia del Edén es a la mujer a la que se dirige la serpiente, es ella la primera en comer del fruto prohibido, es ella la que induce al hombre a violar el precepto divino, es ella a la que se castiga con una pena más dura que la del hombre, ya que la hiere en su naturaleza í­ntima de mujer. Todo esto hace concluir a algunos que en el drama del paraí­so la mujer fue más culpable que el hombre; más aún, que la mujer fue la que introdujo en el mundo el pecado y la que causó la ruina del hombre.
La razón del papel que se le hace representar a la mujer en el paraí­so parece, sin embargo, que debe buscarse en la historia de Israel, en la que se inspiró el hagiógrafo para dictar su página sapiencial. En la historia de su pueblo encontraba él al hercúleo Sansón debilitado por culpa de Dalila, al piadoso David homicida y adúltero debido a su amor por Bet-sabé, al sabio Salomón pervertido en su corazón y rebelde contra la voluntad de Yhwh por culpa de sus mujeres extranjeras de las que †œse enamoró† (IR 11,2). Precisamente la tragedia de Salomón fue la que debió venirle a la mente con más insistencia al hagiógrafo que describí­a la tragedia de Adán. Adán, como el hijo de David, era sabio: ¿acaso no habí­a impuesto su nombre -y precisamente el más adecuado- a los animales y a la mujer? Por consiguiente, no podí­a -por exigencias de guión- ser engañado por la serpiente, aunque ésta fuera †œel más astuto de todos los animales. El engaño y la seducción de la serpiente sólo podí­an hacer presa en la mujer, poco precavida e ingenua. La imprevisión y la ingenuidad, como es lógico, no significan carencia o mediocridad de inteligencia, como si la mujer estuviera menos dotada que el hombre. Se trata de notas morales, por las cuales la persona poco previsora falla a veces en la atención y precaución debidas, y la ingenua se siente inclinada habitualmente a poner su confianza en los otros.
2219 2. NT:
2220
a) †œQue lleve velo† (1Co 11,6).
No es rara la acusación apresurada de antifeminismo que se lanza contra el apóstol Pablo, culpable de haber impuesto el velo y el silencio a las participantes en las asambleas litúrgicas y de haber recurrido a justificaciones que parecen lesionar la dignidad de la mujer y cerrar los ojos ante su igualdad con el hombre en el plano tanto natural como cristiano. En cuanto a la cuestión del velo de 1 Co 11,2-16, Pablo escribe: †œY la mujer que ora o profetiza con la cabeza descubierta deshonra al marido, que es su cabeza, exactamente igual que si se la hubiera rapado. Por tanto, si una mujer no quiere llevar velo, que se corte el pelo al cero. Y si es vergonzoso para una mujer cortarse el pelo o raparse la cabeza, que lleve velo(vv. 5-6). Proclamando el derecho de la mujer a orar en voz alta o a profetizar dentro de la comunidad reunida en oración, el apóstol sabe que va contra las ideas y las prácticas religiosas judí­as. En las cuestiones que no afectan a la esencia de la novedad cristiana, actúa, sin embargo, con mayor tolerancia. Para no chocar con la susceptibilidad de los judeo-cristianos presentes ciertamente en su Iglesia de Corinto, así­ como también para proteger el decoro y la dignidad de las cristianas ante los paganos y los judí­os, ordena a las corintias que se cubran la cabeza cuando toman parte en las reuniones litúrgicas de la comunidad. Al dar esta norma es muy probable que haya tenido presentes, quizá exclusivamente, las costumbes de las judí­as y de las judeo-cristianas de su tiempo. En efecto, las mujeres griegas y las romanas iban generalmente con la cabeza descubierta. En cuanto a los cabellos, por el contrario, las mujeres del mundo antiguo los llevaban largos y cuidadosamente peinados. Así­ pues, cuando habla de los cabellos de las mujeres, Pablo piensa en las costumbres de todo el mundo antiguo, grecorromano y judí­o. Pero cuando ordena llevar velo, prefiere seguir las costumbres judeo-cristianas para no parecer un crí­tico a ultranza.
2221
b) †œLa cabeza de la mujeres el hombre† (1Co 11,3).
†œQuiero que sepáis que la cabeza de todo hombre es Cristo; que la cabeza de la mujer es el hombre, y la cabeza de Cristo, Dios† (y. 3). La autoridad que tiene el hombre, es decir, el marido, cabeza de la mujer, es decir, de la esposa, no supone una superioridad de naturaleza o de dignidad. Tiene solamente un carácter funcional. Pablo tiene ante los ojos la situación socio-cultural concreta de su tiempo. En el mundo greco-romano (y más o menos también en el mundo helenista) y en el judí­o, la mujer con los hijos está sometida al marido, cabeza indiscutible de la familia, estructurada de forma patriarcal. El apóstol no piensa en discutir las estructuras sociales del mundo en que vive, porque- sabe que todas las cosas, toda la sociedad, está jerarquizada. Así­, por-ejemplo, †œtodo es vuestro; vosotros, de Cristo, y Cristo, de Dios† ico 3,22-23). En la escala de valores viene en primer lugar Dios Padre, luego Cristo, luego los cristianos, luego todo lo demás. Si todo está jerarquizado, no es extraño que también lo esté para Pablo la sociedad familiar de su tiempo.
2222
c) †œLa mujer procede del hombre…; la mujer para el hombre† (1 Corll,8-9).
Si nos quedamos en los versí­culos 8-9, no parece demasiado brillante el personaje de la mujer. Su origen serí­a el hombre; su razón de ser, el hombre, ya que la mujer se deriva de él y ha sido creada para él. Sin embargo, con los versí­culos 11-12 Pablo rectifica y completa su pensamiento. Es verdad que la mujer fue sacada del hombre en el alba de la creación, y por tanto la prioridad le correspondió al hombre. Pero también es verdad que desde aquel dí­a el hombre viene al mundo por medio de la mujer, y por tanto la prioridad es ahora de ésta. En resumen, si la mujer es un ser incompleto que no puede prescindir del hombre, también el hombre es un ser incompleto que no puede prescindir de la mujer. En otras palabras, cambiando la frase en forma positiva, la mujer está hecha para el hombre y el hombre para la mujer. Por consiguiente, hay perfecta igualdad de naturaleza y de dignidad entre los dos sexos y es evidente su complementariedad tanto en el plano natural como en el cristiano (vv. 11 el2c: †œen el Señor† y †œtodo v-iene de Dios†), que ha descubierto de nuevo y actualizado el orden de la creación. Por eso está totalmente equivocada cierta traducción de 11,10: †œLa mujer tiene que llevar una señal de dependencia (exousí­a) sobre la cabeza†. Exousí­a indica más bien, en todo el NT, un poder ejercido, no padecido; evoca a la persona investida de autoridad, no al subdito sometido a esa autoridad. Entonces, también aquí­ exousí­a debe tener un valor activo. El velo -dice Pablo- es el signo de la potestad, de la autoridad, de la idoneidad de que goza la mujer. Igual al hombre por naturaleza y dignidad, la mujer cristiana no es una menor de edad, ni siquiera en el terreno religioso. La señal y el distintivo de este nuevo poder y capacidad será el velo, que ella debe llevar sobre la cabeza según la costumbre judí­a yjudeo-cristiana.
2223
d) †œNo está bien que la mujer hable en la asamblea†(lCo 14,34).
Es la edificación la que tiene que regular en la asamblea el uso de los carismas de la glosolalia y de la profecí­a. En concreto, Pablo establece que tanto los que hablan en lenguas como los profetas hablen sólo dos o tres, y uno detrás de otro. Además, †œsi no hay intérprete (para los que hablan en lenguas), que se guarde silencio en la asamblea† (y. 28); y, del mismo modo, que †œsi uno que está sentado tiene una revelación, que se calle el que está hablando† (y. 30).
Así­ pues, por su afán de comprender y de profundizar en el mensaje de los intérpretes de las lenguas y de los profetas, las corintias podí­an sentirse impulsadas a intervenir hablando en las asambleas. Pablo lo prohibe, invitándDIAS a preguntar más bien en casa a sus maridos. Son diversas las razones que indujeron al apóstol a dar estas normas. En primer lugar, por la norma vigente en el mundo de entonces, tanto judí­o como pagano, según la cual †œno está bien que la mujer hable en la asamblea† (14,35). Luego, por la práctica judeo-cristiana vigente en las Iglesias siropa-lestinas, que imponí­a silencio a las mujeres en las reuniones de culto (vv. 33b.36a). Finalmente, por la necesidad de proteger el orden en una iglesia como la de Corinto, que por la opulencia de los dones divinos corrí­a el peligro de transformar sus asambleas sagradas en reuniones alborotadas y ruidosas de exaltados. Esta misma preocupación es la que obliga a Pablo a dictar también severas limitaciones a los que hablaban en lenguas y a los profetas en el contexto de la edificación comunitaria (vv. 26ss). Como las mujeres estaban entonces muy atrasadas culturalmente, sus preguntas aclaratorias y sus interrogantes habrí­an interrumpido inútilmente varias veces la discusión, poniendo obstáculos a una edificación más amplia y provechosa de toda la comunidad.
2224
e) †œQue las mujeres sean sumisas a sus maridos †œ(Ef5,22).

En el código familiar que regula las relaciones entre los cónyuges, Pablo exhorta en dos ocasiones a las mujeres a que sean sumisas a sus maridos, lo cual parece lesionar la dignidad de la mujer. Lo que pasa es que, desde el punto de vista filológico, el verbo griego hypotássó no evoca coacción, imposición, sino que sugiere la aceptación libre y voluntaria del orden jerárquico propio de la familia patriarcal de los tiempos de Pablo. De aquí­ las muchas traducciones o paráfrasis que se han sugerido: ocupad el lugar que os corresponde, reconoced la autoridad del marido, dejaos guiar por él, aceptad sus disposiciones. Recuérdese además que la exhortación paulina está inserta en el tema de la unión esposal entre Cristo, y la Iglesia. Por eso se le dirige a la mujer la invitación a someterse al marido †œcomo al Señor† (y. 22), †œcomo la Iglesia está sujeta a Cristo† (y. 24). De manera semejante, se le recomienda al marido amar a su esposa †œcomo Cristo amó a la Iglesia† (y. 25), que la alimente y la cuide †œcomo hace Cristo con la Iglesia† (y. 29). Estos cuatro como no tienen únicamente un valor comparativo, sino también causal. En otras palabras, la mujer tiene que estar sometida al marido, no sólo a semejanza de la Iglesia, que está sometida a Cristo, sino también porque la Iglesia está sometida a Cristo. De la misma forma, también el marido tiene que amar a su esposa, alimentarla y cuidar de ella no sólo a semejanza de lo que Cristo hizo y sigue haciendo con la Iglesia, sino también porque Cristo lo hizo así­ con la Iglesia. Por consiguiente, la unión esponsal de Cristo y de la Iglesia no es solamente el modelo, el ejemplar, el tipo que los esposos tienen que reproducir, sino también el fundamento de su modo de comportarse. De manera que, al someterse al esposo, la mujer participa de la gracia de la sumisión de la Iglesia a Cristo, así­ como al amar a su esposa el marido participa de la gracia del amor de Cristo a la Iglesia. Así­ pues, lejos de herir la dignidad femenina, este trozo de Ep eleva a la mujer a sí­mbolo de la Iglesia y de la humanidad entera frente a Dios y su Cristo.
2225
3. Conclusión.
La acusación de misoginia que se ha lanzado contra algunos pasajes de la Biblia no tiene, por tanto, ninguna consistencia real, puesto que reflejan o bien los lugares comunes presentes en todas las literaturas del mundo o bien la situación socio-cultural de la época. Es evidente que en estos casos no se trata ni de juicios ni de normas que vinculen a los creyentes de todos los tiempos o de todos los lugares.
Como se ha visto, el mensaje bí­blico, especialmente del NT, es liberador respecto a la mujer. Surge entonces la pregunta: ¿Cómo lo ha recibido la Iglesia durante los veinte siglos de su historia? En algunos aspectos, la Iglesia ha seguido las huellas de Jesús yendo contracorriente; en otros casos se tiene la impresión de que no siempre ha logrado liberarse de ciertos condicionamientos androcéntri-cos del ambiente. Ha enseñado incansablemente que la mujer está, por naturaleza, dignidad y destino, en el mismo plano que el hombre. No ha dejado de exaltar el estado virginal, consagrado y no consagrado. Ha reconocido a la mujer el derecho a optar libremente por la virginidad o por el matrimonio, y de elegir a su compañero de vida en la unión sacramental monogámica e indisoluble. Pero por otra parte, aun estimulando y apreciando la actividad múltiple de la mujer en la vida eclesial, parece ser que no siempre ha reconocido la igualdad de poderes y de funciones entre la mujer y el hombre. En resumen, se tiene la sensación de que en el sector de las responsabilidades dentro de la comunidad cristiana la mujer ha sido considerada a veces más bien complementaria que part-ner, a todos los efectos, del hombre. Pero gracias al Vat. II se advierte hoy un giro positivo en lo que concierne a los ministerios concedidos a la mujer. En muchos paí­ses se les ha confiado a las mujeres por mandato del obispo el ejercicio de la caridad a través de obras sociales, la predicación de la palabra de Dios como catequistas e incluso la dirección de comunidades alejadas de los centros parroquiales. […]
2226
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M. Adinolfi

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

Fuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

1. gune (gunhv, 1135), véase también bajo el epí­grafe CASADA. Se utiliza de mujeres tanto solteras como casadas (p.ej., Mat 11:11; 14.21; Luk 4:26), de una viuda (Rom 7:2); en el caso vocativo, utilizado para dirigirse a una mujer, no es un término de reproche ni de severidad, sino de cariño o respeto (Mat 15:28); también en Joh 2:4, donde las palabras del Señor a su madre en las bodas de Caná no son ni de reprensión ni de rechazo. La pregunta es, “¿Y qué a mí­ y a ti?”, y el término “mujer”, en sentido cariñoso, sigue a esto. El significado es, “No tenemos ninguna obligación, ni tú ni yo, pero el amor suplirá la necesidad”. Ella confí­a en El, y El responde a la fe de ella. Habí­a benignidad en ambos corazones. Las palabras que siguen acerca de “su hora” son apropiadas a ello; no le eran desconocidas. Caná se encuentra en el camino al Calvario; el Calvario no habí­a llegado aún, pero hizo posible el comienzo de las señales. Véase también 4.21 y 19.26. En Gl 4.4 la frase “nacido de mujer” concuerda con el tema que allí­ se toca, esto es, la verdadera humanidad del Señor Jesús; es a esto que dan testimonio las palabras usadas. Declaran el método de su encarnación y “sugieren los medios por los cuales aquella humanidad quedó exenta de la mancha de pecado consiguiente a la caí­da, esto es, que El no nació a través del proceso natural de generación ordinaria, sino que fue concebido por el poder del Espí­ritu Santo †¦ Haber escrito “nacido de una virgen” hubiera conducido el argumento a una dirección errónea †¦ Ya que el hecho de que el hombre nace de mujer es universal, esta afirmación serí­a superflua si el Señor Jesús no fuera más que hombre” (de Notes on Galatians, por Hogg y Vine, pp. 184 y ss.). 2. gunaikeios (gunaikei`o”, 1134), adjetivo que denota femenino, se utiliza como nombre en 1Pe 3:7 “mujer”.¶ 3. thelus (qhvlu”, 2338), hembra, mujer. Se traduce “mujer” (Rom 1:26,27; Gl 3.28); véase HEMBRA. Notas: (1) En Joh 19:25 se usa el artí­culo para denotar “la mujer” en la frase, lit. “la de Cleofas”; en Mat 1:6 se traduce asimismo el artí­culo como “la que fue mujer”, lit. “la de Urí­as”; (2) el verbo gameo, “casarse”, se traduce “habí­a tomado por mujer” (Mc 6.17); véase CASAR(SE), A, Nº 1, etc.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

véase Marido

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

El lugar que ocupaba la mujer entre los judí­os era superior al que le daba habitualmente el mundo oriental antiguo; estaba determinado por la fe de Israel en el Dios creador. Sin embargo, la verdadera situación de la mujer sólo fue revelada con la venida de Cristo; en efecto, si según el orden de la creación, la mujer se realiza siendo esposa y madre, en el orden de la nueva creación puede también realizarse por la virginidad.

AT. ESPOSA Y MADRE. 1. En el paraí­so terrenal. Los sexos son un dato fundamental de la naturaleza humana: “el *hombre fue creado como “varón y hembra” (Gén 1,27). Esta fórmula abreviada del redactor sacerdotal supone el relato yahvista, en el que se expone la doble misión de la mujer con relación al hombre.

La mujer, a diferencia de los animales, tomada de lo más í­ntimo de Adán, tiene la misma naturaleza que él: tal es la comprobación del hombre delante de la criatura que Dios le presenta. Además, Adán, respondiendo al designio divino de darle “una ayuda, semejante a él” (2,18),se reconoce en ella; al nombrarla se da un *nombre a sí­ mismo: ante ella, él no es ya sencillamente Adán: él es ¿1, y ella, iüah. En el plano de la *creación, la mujer completa al hombre, haciéndolo su esposo. Esta relación hubiera debido mantenerse perfectamente igual en la diferencia, pero el pecado la desnaturalizó sometiendo la esposa a su marido (3,16).

La mujer no sólo da principio a la vida de sociedad ; es también la *madre de todos los vivientes. Al paso que numerosas religiones asimilan fácilmente la mujer a la *tierra, la Biblia la identifica más bien con la *vida: la mujer es, según el sentido de su nombre de naturaleza, Eva, “la viviente” (3,20). Si por causa del pecado no transmite la vida sino a través del *sufrimiento (3,16), sin embargo, triunfa de la muerte facilitando la perpetuidad de la raza; y para mantenerse en esta esperanza sabe que un dí­a su posteridad aplastará la cabeza de la serpiente, que es el enemigo hereditario (3,15).

2. En la historia sagrada. Mientras llega este dí­a bendito, la misión de la mujer queda limitada. Desde luego, en casa sus derechos parecen igualar a los del hombre, por lo menos respecto a los hijos, a los que ella *educa; pero la *ley la mantiene en segundo rango. La mujer no participa oficialmente en el *culto; aunque también pueda regocijarse públicamente durante las fiestas (Ex 2,16; Dt 12,12; Jue 21,21; 2Sa 6), sin embargo, no ejerce función sacerdotal; la esposa está incluso autorizada a dedicarse a las ocupaciones domésticas el dí­a del sábado (Ex 20,8ss). Fuera del culto pone la ley mucho empeño en proteger a la mujer, sobre todo en su esfera propia, la vida : ¿no es ella misma la presencia de la vida *fecunda acá abajo (p. e., Dt 25, 5-10)? El hombre debe respetarla en su ritmo de existencia (Lev 20,18); hasta tal punto la respeta que le exige un ideal de fidelidad en el matrimonio, al que él mismo no se sujeta.

En el transcurso de la historia de la alianza, ciertas mujeres desempeñaron una misión importante, tanto para el bien copio para el mal. Las mujeres extranjeras desviaron el corazón de Salomón hacia sus dioses (lRe 11,1-8; cf. Ecl 7,26; Eclo 47, 19); Jezabel revela el poder de una mujer sobre la religión y la moral de su esposo (lRe 18,13; 19,1s; 21,25s). La mujer parece disponer a su arbitrio de la vida religiosa que ella no ejerce oficialmente en el culto. Al revés, al lado de estos ejemplos nos hallamos con las mujeres de los patriarcas que muestran su laudable entusiasmo por la *fecundidad. Tenemos también a las heroí­nas: mientras les está vedado el acceso al culto, el espí­ritu de Yahveh invade a algunas de ellas, transformándolas al igual que a los hombres en profetisas, mostrando que su sexo no es un obstáculo para la irrupción del Espí­ritu: así­ Miriam (Ex 15,20s), Débora y Yael (Jue 4,4-5,31), Huida (2Re 22,14-20).

3. En la reflexión de los sabios. Raras, pero no menos tiernas, son las máximas sobre las mujeres atribuidas a mujeres (Prov 31,1-9); el retrato bí­blico de la mujer está firmado por hombres; si no es siempre halagüeño, no se puede decir que sus autores sean misóginos. La severidad del hombre para con la mujer es el precio de la necesidad que tiene de ella. Así­ describe su sueño: “hallar una mujer es hallar la felicidad” (Prov 18,22), es tener “una ayuda semejante a sí­ mismo”, un apoyo sólido, una cerca para sus posesiones, un nido contra la invitación al extraví­o (Eclo 36,24-27); es hallar, además de la fuerza masculina que le hace orgulloso, la gracia personificada (Prov 11,16); pero ¿qué decir si tal mujer es además valiente (Prov 12,4; 31,10-31)?

Mas el hombre que tiene experiencia teme la fragilidad esencial de su compañera. La belleza no basta (Prov 11,22); es incluso peligrosa cuando se une con la astucia en una Dalila (Jue 14,15ss; 16,4-21), cuando seduce al hombre sencillo (Eclo 9,1-9; cf. Gén 3,6). Las hijas dan no pocas preocupaciones a sus padres (Eclo 42,9ss); el hombre que se permite no pocas libertades fuera de la mujer de sus años jóvenes (cf. Prov 5,15-20), teme la versatilidad de la mujer, su propensión al adulterio (Eclo 25,13-26,18); deplora que la mujer se muestre vanidosa (Is 3,16-24), “*loca” (Prov 9,13-18; 19,14; 11, 22), pendenciera, desapacible y mohí­na (Prov 19,13; 21,9.19; 27,15s).

No habrí­a que limitar a estos cuadros de costumbres la inteligencia que los sabios tení­an de la mujer. Esta es, en efecto, *figura de la *sabidurí­a divina (Prov 8,22-31); manifiesta además la *fuerza de Dios, que se sirve de instrumentos débiles para procurar su gloria. Ya Ana magnificaba al señor de los humildes (ISa 2); Judit muestra, como una profetisa en funciones, que todos pueden contar con la protección de Dios; su belleza, su prudencia, su habilidad, su valor y su castidad en la viudez hacen de ella un tipo cabal de la mujer según el designio de Dios en el AT.

NT. VIRGEN, ESPOSA Y MADRE. Este retrato, por bello que sea, no confiere todaví­a a la mujer su soberana dignidad. La oración cotidiana del judí­o lo dice todaví­a hoy con ingenuidad: “Seas bendito, Dios nuestro, poi no haberme hecho gentil, ni mujer, ni ignorante”, mientras que la mujer se resigna: “Loado seas, Señor, por haberme creado según tu voluntad.” En efecto, sólo Cristo consagra la dignidad de la mujer.

1. Aurora de la redención. Esta consagración tuvo lugar el dí­a de la Anunciación. El Señor quiso nacer de una mujer (Gál 4,4). *Marí­a, virgen y madre, realiza en sí­ misma el voto femenino de la *fecundidad; al mismo tiempo revela y consagra el deseo, hasta entonces inhibido, de la *virginidad, asimilada a una *esterilidad vergonzosa. En Marí­a se encarna el ideal de la mujer, pues ella dio nacimiento al prí­ncipe de la vida. Pero, al paso que la mujer de acá abajo está expuesta a contentarse con admirar la vida corporal que dio al más bello de los hijos de los hombres, Jesús reveló que hay una maternidad espiritual, fruto producido por la virginidad de la fe (Lc 11,28s). A través de Marí­a la mujer puede convertirse en sí­mbolo del alma creyente. Así­ se comprende que Jesús consienta en dejarse *seguir por santas mujeres (Lc 8,Iss), en tomar como ejemplo a ví­rgenes fieles (Mt 25,1-13) o en confiar una *misión a mujeres (In 20,17). Se comprende que la Iglesia naciente señale el puesto y la misión desempeñada por numerosas mujeres (Act 1,14; 9,36.41; 12, 12; 16,14s). Desde ahora las mujeres, y especialmente las viudas, son llamadas a colaborar en la obra de la Iglesia.

2. En Cristo Jesús. Esta participación supone que se haya descubierto una nueva dimensión de la mujer: la *virginidad. Así­ Pablo elaboró una teologí­a de lá mujer, mostrando en qué sentido se supera y se consagra la división de los sexos. “Ya no hay hombre ni mujer: todos sois uno en Cristo Jesús” (Gál 3,28); en cierto sentido queda abolida la distinción de los sexos, como las divisiones de orden racial o social. Se puede anticipar la existencia celestial, la vida angélica de que hablaba Jesús (Mt 22,30); pero sólo la fe puede justificarla. Aunque Pablo mantiene juiciosamente que “vale más casarse que abrasarse” (ICor 7,9), exalta, sin embargo, el *carisma de la virginidad; llega hasta a contradecir al Génesis que decí­a: “no es bueno que el hombre esté solo” (Gén 2,18; ICor 7, 26): los jóvenes de ambos sexos pueden mantenerse ví­rgenes si son llamados. Así­ una nueva distinción entre casados y ví­rgenes corona la primera entre hombre y mujer. La fe y la vida celestial hallan en la virginidad vivida un tipo concreto de existencia, en que el alma se adhiere sip espasmos a su Señor (7,35). Para realizar su vocación la mujer no debe necesariamente ser esposa o madre; puede mantenerse virgen de corazón y de cuerpo.

Este ideal de la virginidad que desde ahora puede la mujer fijar y realizar, no suprime la condición normal del *matrimonio (1Tim 2,15), pero aporta un valor de compensación, como el *cielo equilibra y sitúa a la tierra. Finalmente, una :í­ltima profundización : la relación natural hombre/mujer está fundada en la relación Cristo/Iglesia. La mujer es el correspondiente, no sencillamente de Adán, sino de Cristo, y entonces representa a la *Iglesia (Ef 5,22ss).

3. La mujer y la Iglesia. Aun cuando haya sido abolida por la fe la división de los sexos, ésta renace a lo largo de la existencia y se impone en la vida concreta de la Iglesia. Del orden que existe en la creación deduce Pablo dos de los comportamientos de la mujer. La mujer debe llevar velo en la asamblea del culto, expresando por este sí­mbolo que su dignidad cristiana no la ha emancipado de su dependencia frente a su marido (lCor 11,2-16), ni del segundo rango que todaví­a ocupa en la enseñanza oficial: la mujer no debe “hablar” en la Iglesia, es decir, no debe *enseñar (lCor 14,34; cf. ITim 2,12); tal es el “mandamiento del Señor” recibido por Pablo (1Cor 14,37). Pero Pablo no niega a la mujer la posibilidad de *profetizar (11, 5), puesto que, como en el AT, el Espí­ritu no conoce la distinción de los sexos. La mujer, velada y silenciosa en el culto a fin de que sea mantenido el debido “orden”, es por otra parte estimulada a dar *testimonio en casa con una “vida casta y llena de respeto” (lPe 3,1s; 1Tim 2,9s); y cuando, ya viuda, ha llegado a una edad avanzada que la preserva de retrocesos, desempeña una misión importante en la comunidad cristiana (lTim 5,9).

En fin, el Apocalipsis magnifica a “la mujer” coronada de estrellas, aquella que da a luz al hijo varón y que se ve perseguida en el desierto por el dragón, pero que debe triunfar de él por su progenitura (Ap 12). Esta mujer es en primer lugar la Iglesia, nueva Eva que da nacimiento al *cuerpo de Cristo; luego, según la interpretación tradicional, es *Marí­a misma; finalmente, se puede ver también en ella el prototipo de la mujer, de la que toda mujer desea í­ntimamente ser.

-> Esposo – Fecundidad – Matrimonio – Marí­a – Madre – Esterilidad – Virginidad.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

El término genérico «hombre» incluye a la mujer, Pero como una creación individual de Dios, fue formada aparte del hombre (Gn. 2:21–24). A causa de este orden de creación, la Biblia asigna el liderazgo (1 Co. 11:7–9) y la autoridad (1 Ti. 3:12–13) al hombre. El gobierno le es dado al hombre como resultado de la caída (Gn. 3:16).

En el judaísmo, la posición de la mujer era mucho mejor de la que era en las civilizaciones griega y romana. En la antigua Grecia la mujer era considerada inferior al hombre. Las esposas llevaban vidas de reclusión, prácticamente de esclavitud. La hetairai disfrutaba de una mayor libertad de movimiento pero no tenía los derechos o el status de los hombres. Las mujeres de Macedonia recibieron mayor libertad, pero sólo la disfrutaba una minoría. En la sociedad romana, las mujeres disfrutaban de más libertad, aunque no legal, que las griegas; pero el libertinaje y la laxitud moral fueron desenfrenadas. En la sociedad hebrea la mujer tenía poca posición legal (cf. Gn. 31:14–15; Nm. 27:1–8), pero su status era de dignidad, especialmente en el hogar. Los hijos eran la responsabilidad especial de la madre (Ex. 20:12; 21:15; Lv. 19:3; Pr. 1:8; 6:20; 20:20; 30:11, 17). En los convenios que Dios hacía incluía a «toda la gente» (incluyendo a las mujeres, Ex. 19:11). Las mujeres participaban en las ceremonias religiosas (Dt. 12:12, 18; 14:26; 16:11, 14), podían tomar parte en las ofrendas (Lv. 6:29; 10:14), y puede que habrían formado un tipo de «coro del templo» (Esd. 2:65; Neh. 7:67; cf. Heinrich Ewald, The History of Israel, Longmans, Green, and Co., Londres, 1878, p. 285).

El cristianismo trajo una revolución en cuanto a la posición de la mujer, siendo la Virgen María el punto de cambio (Lc. 1:48). Jesús enseñó a las mujeres y recibió su ayuda y apoyo financiero (Mt. 28:1; Lc. 8:3; 10:38–42; 23:56; Jn. 4). En la vida de la iglesia primitiva, las mujeres se encuentran entre los primeros creyentes (Hch. 12:12; Fil. 4:2). Algunas, como Priscila y Febe, fueron líderes sobresalientes. Sin embargo, el NT no les permite un liderazgo en el culto público, asignándoles subordinación y dependencia. La razón para esta restricción es la diferencia de naturaleza (1 Co. 14:34; 1 Ti. 2:13–14). A las diaconisas no se les reconoce como grupo hasta el siglo tercero, habiendo surgido éstas probablemente del grupo de las viudas, el cual era prominente en los dos primeros siglos (1 Ti. 5). A través de todo este período, el énfasis era aún sobre la dignidad de la mujer en el hogar (Ef. 5).

BIBLIOGRAFÍA

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Fuente: Diccionario de Teología

(heb. ˒iššâ, gr. gynē). La mujer, con el hombre, fue creada “a imagen de Dios”: “varón y hembra los creó” (Gn. 1.27). Ella es la colaboradora del hombre (Gn. 2.20). (* Eva )

Por las leyes heb. vemos que se debía honrar a la madre (Ex. 20.12), temerle (Lv. 19.3) y obedecerle (Dt. 21.18ss). Se la debía tener en cuenta en el seno de la familia, participaba en la elección del nombre de los hijos, y era responsable de su educación inicial. Para su purificación se ofrecía el mismo sacrificio, ya sea que el recién nacido fuese varón o mujer (Lv. 12.5s). Concurría a las reuniones religiosas para adorar, y llevaba ofrendas para el sacrificio. Podía hacer el voto del nazareato en la medida en que procurara dedicarse especialmente al culto de adoración a Yahvéh (Nm. 6.2). La mujer estaba eximida de realizar tareas en el día de reposo (Ex. 20.10), y si se la vendía como esclava quedaba libre, como el hombre, en el séptimo año. Si no había herederos varones, la mujer podía heredar y hacerse terrateniente con derecho propio.

A los jóvenes se los instaba a casarse dentro de la tribu para que las mujeres no los alejaran de su servicio a Yahvéh. La monogamia se consideraba el estado ideal, aun cuando la poligamia era común, y la relación de Yahvéh e Israel se comparaba a menudo con la del hombre y su mujer.

Hay muchos ejemplos de mujeres importantes que representaron un papel significativo en la vida del pueblo, p. ej. Minam, Débora, Hulda, y que estaban en relación personal directa con Yahvéh. Por otra parte, se ve la tremenda influencia que ejercieron en contra de Yahvéh mujeres tales como Jezabel y Maaca. Con el andar del tiempo hubo una tendencia, bajo la enseñanza rabínica, a darle preeminencia al hombre, y a asignarle a la mujer un papel inferior.

De la mayor importancia en el NT es la actitud de nuestro Señor hacia las mujeres, y su enseñanza sobre ellas.

A *María, la madre de Jesús, se la describe como “bendita … entre las mujeres” (Lc. 1.42) por su parienta Elizabet. Ana, la profetisa del templo, reconoció la identidad del niño (Lc. 2.38). Había muchas cosas relacionadas con su Hijo que María no entendía, pero ella “guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc. 2.19), hasta que llegara el momento para hacer públicos los detalles de su nacimiento y niñez. Estando en la cruz Jesús encomendó a su madre al cuidado de un discípulo. Los relatos evangélicos abundan en casos de encuentros de Jesús con mujeres. Las perdonó, las sanó, les enseñó, y ellas a su vez le sirvieron, suministrándole lo necesario para sus viajes, ofreciéndole hospedaje, cumpliendo acciones de amor, tomando nota de su sepulcro a fin de que pudieran cumplir los últimos ritos funerarios para con él, y convirtiéndose en testigos de su resurrección.

Jesús las incluyó en sus ilustraciones al enseñar, dejando bien en claro que su mensaje las abarcaba a ellas también. Honrándolas de este modo puso a la mujer en un pie de igualdad con el hombre, exigiendo el mismo nivel de conducta a ambos sexos, y ofreciendo el mismo camino de salvación para todos, varones y mujeres.

Después de la resurrección las mujeres se unieron con los demás seguidores de Jesús para perservar “unánimes en oración y ruego”, en plena comunión con ellos (Hch. 1.14). Colaboraron en la elección de Matías (Hch. 1.15–26), y recibieron el poder y los dones del Espíritu Santo el día de Pentecostés (Hch. 2.1–4, 18).

La casa de María, madre de Juan Marcos, se convirtió en centro de la iglesia de Jerusalén (Hch. 12.12). La primera persona convertida por Pablo en Europa fue una mujer llamada Lidia (Hch. 16.14). Priscila y su esposo le enseñaron al gran Apolos las verdades completas del evangelio. Las cuatro hijas de Felipe “profetizaban” (Hch. 21.9). Muchas otras, como, por ejemplo, Febe, eran creyentes activas y enteramente entregadas al servicio del evangelio.

Pablo encaraba las cuestiones de las iglesias locales exigiendo que se respetasen las convenciones de la época. Mientras tanto estableció el principio de que “Dios no hace acepción de personas”, y que en Cristo “no hay varón ni mujer”, ya que los creyentes son “todos … uno en Cristo Jesús” (Gá. 3.28).

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Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Ruth Sara Judith y Holofernes, Cranach Sansón y Dalila La casta susana y los viejos mañosos Mama Ocllo Nueva Eva
Sor Juana Inés Madame Curie Florence Nightingale Anne Sullivan Edith Stein

Contenido

  • 1 Introducción
  • 2 Naturaleza
  • 3 Historia
  • 4 La Cuestión Moderna Sobre la mujer
  • 5 La Mujer en los Países Angloparlantes
  • 6 Las Mujeres en el Derecho Canónico
  • 7 Bibliografía

Introducción

En los últimos años la posición de la mujer en la sociedad humana ha dado origen a una discusión que, como parte del malestar social, se conoce bajo el nombre de “cuestión femenina”, y para la cual se busca una solución en el movimiento para la emancipación de las mujeres. Tanto en teoría como en la práctica la respuesta varía con la visión que uno tenga de la vida. El Cristianismo con sus principios inmutables, y sin juzgar mal las demandas justificadas de la época, aborda también guiar el movimiento femenino por el camino correcto. La finalidad de la vida de la mujer es doble:

  • Como mujer individual tiene el destino superior obligatorio para todo ser humano de adquirir la perfección moral.
  • Como miembro de la raza humana la mujer está llamada en unión con el hombre a representar a la humanidad y a desarrollarla en todos los sentidos.

Ambas tareas están indisolublemente unidas, de forma que una no se puede llevar a cabo plenamente sin la otra. La libertad de la mujer consiste en la posibilidad de cumplir sin impedimento esta doble tarea con sus derechos y privilegios tanto en la vida privada como en la pública. La limitación de la libertad, tanto si es real como si es meramente imaginaria, provoca el esfuerzo para eliminar las barreras que la obstruyen. Para juzgar correctamente estos esfuerzos conocidos como “movimiento femenino” deben determinarse correctamente los derechos y obligaciones de la mujer en la vida de la humanidad. Para esta finalidad, sin embargo, la primera cosa necesaria es la adecuada concepción de la personalidad femenina. Las fuentes de las que se ha de extraer esta definición son la naturaleza y la historia.

Naturaleza

La misma naturaleza humana esencialmente idéntica aparece en el sexo masculino y femenino en una forma personal doble; hay, por consiguiente, personas masculinas y femeninas. Por otro lado, no hay persona humana neutra sin distinción de sexo. De ahí se sigue en primer lugar, el derecho de la mujer a la posesión de una naturaleza humana plena y completa, y así, a una igualdad completa en posición y valor moral cuando se la compara con el hombre ante el Creador. No es, por tanto, permisible tomar un sexo como el único absolutamente perfecto y como patrón de valoración para el otro. La designación por Aristóteles de la mujer como un hombre mutilado o incompleto (“De animal.gennerat.” II, 3ª ed. Berol., 773a) debe, por tanto, ser rechazada. La insostenible definición medieval, “Femina est mas occasionatus”, surgió también bajo la influencia aristotélica. La misma opinión se encontrará en el “último escolástico”, Dionysius Ryckel (“Opera minora”, ed. Tournay, 1907, II, 161a).

El sexo femenino es en algunos aspectos, inferior al masculino, tanto en lo que respecta al cuerpo como al alma. Por otro lado, la mujer tiene cualidades que le faltan al hombre. Con acierto el escritor sobre educación, Lorenz Kellner, dice: “No llamo al sexo femenino ni el bello sexo ni el sexo débil (en sentido absoluto). La primera designación es invención a partes iguales de la sensualidad y de la adulación; la otra debe su uso a la arrogancia masculina. A su manera el sexo femenino es tan fuerte como el masculino, a saber, en resistencia y paciencia, en el tranquilo sufrimiento a largo plazo, en resumen, en todo lo que se refiere a su esfera real, esto es, la vida interior.”(“Lose Blätter”, recogido por Von Görgen, Friburgo, 1895, 50). A causa de la igualdad moral de los sexos la ley moral para el hombre y la mujer debe ser también la misma. Asumir una moralidad laxa para el hombre y una rígida para la mujer es una injusticia opresora incluso desde el punto de vista del sentido común. El trabajo de la mujer es también en sí mismo de igual valor que el del hombre, en cuanto que el trabajo ejecutado por ambos se ennoblece por la misma dignidad humana.

El hecho de que no haya un ser humano sexualmente neutro tiene, sin embargo, una segunda consecuencia. El carácter sexual puede separarse del ser humano como algo secundario sólo en el pensamiento, no en la realidad. La palabra “persona” no pertenece solo ni al alma ni al cuerpo; es más bien que el alma, al informar al cuerpo, constituye la concepción plena de la personalidad humana solamente en su unión con el cuerpo. De ninguna manera, por tanto, es permisible limitar las diferencias sólo a las peculiaridades primarias o secundarias del cuerpo. Por el contrario, los resultados indiscutibles de las investigaciones anatómica, fisiológica y psicológica muestran una diferencia de tan largo alcance entre el hombre y la mujer que se establece como resultado científico lo siguiente: la personalidad femenina asume la naturaleza humana completa de una manera diferente de la masculina. Según la intención del Creador, por tanto, la manifestación de la naturaleza humana en las mujeres difiere necesariamente de su manifestación en el hombre; las esferas sociales de interés y las vocaciones de los sexos son distintas. Estas distinciones pueden aumentarse o disminuirse por la educación y las costumbres pero no pueden ser anuladas por completo. Igual que no es permisible tomar un sexo como patrón del otro, así desde el punto de vista social no es admisible confundir las actividades vocacionales de ambos. Los hombres más masculinos y las mujeres más femeninas son los tipos más perfectos de sus sexos.

De esta trascendental diferencia sexual se sigue, en tercer lugar, la combinación de los sexos con la finalidad de una unión social orgánica de la raza humana, a la que llamamos humanidad, es decir que la humanidad no puede ser representada por cualquier cantidad, por grande que sea, de individuos de igual sexo, sino que ha de encontrarse solamente en la unión social y orgánica del hombre y la mujer. Así cada hombre y cada mujer es, en realidad, por naturaleza un ser humano completo con la vocación moral superior ya mencionada; por otro lado todo el sexo masculino representa en sí mismo sólo la mitad de la humanidad y el sexo femenino la otra mitad, mientras que un hombre y una mujer bastan para representar la humanidad. Por consiguiente cada uno de los dos sexos precisa del otro para su complemento social; una igualdad social completa anularía esta finalidad del Creador. Evidentemente la intención en la base de las mencionadas diferencias es forzar a la unión complementaria de los dos sexos como una necesidad de la naturaleza. Según eso, a pesar de la igual dignidad humana, los derechos y obligaciones de la mujer difieren de los del hombre en la familia y las formas de la sociedad que la desarrollan naturalmente.

Si los dos sexos están diseñados por la naturaleza para una cooperación orgánica homogénea, entonces la posición dirigente o una preeminencia social debe recaer en uno de ellos. El hombre está llamado por el Creador a esta posición de líder, como lo muestra por toda su estructura corporal e intelectual. Por otro lado, como resultado de esto, se asigna a la mujer una cierta subordinación social con respecto al hombre que de ninguna manera lesiona su independencia personal, en cuanto se une con él. Por consiguiente no se ha de alegar nada en este punto de igualdad de posición o de igualdad de derechos y privilegios. Deducir de esto la inferioridad de la mujer o su degradación a “ser humano de segunda categoría” contradice la lógica tanto como lo haría el intento de considerar al ciudadano como un ser inferior porque está subordinado a los funcionarios del estado.

Hay que subrayar aquí que el hombre debe su preeminencia de autoridad en la sociedad no a sus logros personales sino a la designación del Creador según la palabra del Apóstol:”El hombre…es la imagen y gloria de Dios; pero la mujer es la gloria del hombre” (I Cor., 11, 7). El Apóstol en esta referencia a la creación de la primera pareja humana presupone la imagen de Dios en la mujer. Como esta similitud se manifiesta exteriormente en la supremacía del hombre sobre la creación (Gén., 1, 26), y como el hombre en cuanto líder nato de la familia ejerció primero esta supremacía, es llamado directamente en tal capacidad imagen de Dios. La mujer toma parte en esta supremacía sólo indirectamente bajo la guía del hombre y como su compañera. Es imposible limitar la declaración paulina a sola la familia; y el mismo Apóstol infirió de esto la posición social de la mujer en la comunidad de la Iglesia. Esta su posición natural se asigna a la mujer en toda forma de sociedad que surja necesariamente de la familia. Esta posición se describe con clásica claridad por Santo Tomás de Aquino (Summa theol., I: 92:1, ad 2um). Esta doctrina, que siempre se ha mantenido por la Iglesia católica, fue repetidamente subrayada por León XIII. La encíclica “Arcanum”, de 10 de Febrero de 1880, declara: “El marido es el que gobierna la familia y cabeza de la mujer; la mujer como carne de su carne y hueso de sus huesos ha de estar subordinada y obediente al marido, no, sin embargo, como una sirvienta sino como una compañera de tal clase que la obediencia prestada es tan honorable como digna. Como, sin embargo, el marido que manda representa la imagen de Cristo y la mujer obediente la imagen de la Iglesia, el amor divino establecerá el estándar del deber”.

Así el germen de la sociedad humana, que una sociología sólida debe tomar como su punto de partida, no es el individuo humano abstracto sino la unión de hombre y mujer que vive primariamente en el hogar. Las diferentes características en aptitudes de los sexos indican una división del trabajo tal entre los dos que el hombre y la mujer tienen que vigilar la formación de la generación en crecimiento, no uno aparte del otro, sino conjuntamente y en asociación.

Por consiguiente las actividades de ambos en el dominio social pueden tal vez compararse a dos círculos concéntricos de desigual circunferencia. El círculo externo, más amplio, representa las labores vocacionales del hombre, el círculo interior las de la mujer. Lo que el Creador preparó mediante la diferencia de aptitudes se realiza en la unión marital indisoluble de un hombre y una mujer. El hombre se convierte en padre con derechos y deberes paternales que incluyen el sostenimiento de la familia y, cuando es necesario, su protección. Por otro lado, la mujer recibe con la maternidad una serie de obligaciones maternales. Los deberes sociales de la mujer pueden, por tanto, designarse como maternidad, tal como es el deber del hombre ser representante de la autoridad paterna. Así la personalidad femenina completamente desarrollada se encuentra en la madre. Por supuesto este desarrollo de la maternidad en la mujer no se limita a su aspecto fisiológico. Más bien este sentido maternal y su actividad puede y debe, en cuanto desarrollo supremo de la feminidad noble, preceder al matrimonio y puede existir sin él. Como criatura compuesta de materia y espíritu, el ser humano tiene como destino algo más que continuar su raza por la generación y el nacimiento. Le incumbe más aún desarrollar la vida espiritual e intelectual mediante la educación, que es justamente llamada el segundo nacimiento. Esta educación, sin embargo, prospera tan poco sin la específica influencia materna, como el traer al mundo al niño sin madre. La comunidad, la nación, el estado, son, sin embargo, como necesario desarrollo natural de la familia, la totalidad organizada de las familias individuales. Por consiguiente la influencia materna debe extenderse también sobre estos y debe mantenerse dentro de los límites que corresponden a la división del trabajo entre el hombre y la mujer. En estas formas de vida social el hombre debe también representar vigorosamente la autoridad, mientras que la mujer, llamada a la dignidad de ser madre, debe suplir y ayudar a la labor del hombre mediante su incansable colaboración. Esta verdad se manifiesta en forma hogareña en las expresiones “padre del país”, “madre del país”. De aquí que el hombre, en cuanto hombre, y la mujer, en cuanto mujer, tengan que alcanzar el supremo fin común de la perfección moral, que se extiende más allá del tiempo por el cumplimiento de sus deberes sociales.

Esta vocación social, tanto si es dentro del matrimonio como si es fuera de él, ha de ser considerada por tanto por ambos como el medio para un fin (cf. I Tim., 2, 15). Si estas dos esferas recíprocas de actividad se toman en su sentido más estricto se excluyen una a otra, en cuanto la tarea efectiva asignada por la naturaleza a la mujer no puede ser ejecutada por el hombre, mientras que a la inversa es también cierto. Al mismo tiempo está el dominio mixto del ganarse la vida en el que ambos sexos trabajan, aunque al hacerlo así no pueden negar las cualidades características de cada uno. Aquí, sin embargo, la naturaleza prohíbe la competencia en el mismo campo, en cuanto que la mujer está más absorta por sus obligaciones naturales peculiares que el hombre por las suyas. Podemos hablar con justicia de “dualismo en la vida de la mujer”. Pero, la perpetuación y desarrollo en civilización de la humanidad viene siempre antes que las obligaciones naturales. Por consiguiente, según la ley física se deberá preservar a la mujer de todas las cargas industriales que perjudiquen su deber más importante en la vida. Queda por ver cómo se han llevado a cabo en la historia humana los dictados de la naturaleza.

Historia

Cristo probó que era el punto central de la historia de la humanidad, y no fue lo menos importante el cambio que su enseñanza efectuó en la posición de la mujer. El testimonio de la historia respecto a la posición de la mujer en todos los pueblos pre-cristianos y no cristianos se puede resumir como sigue: Ningún pueblo ha juzgado mal por completo la posición natural de la mujer, de forma que en todas partes la mujer aparece en mayor o menor subordinación al hombre. Ningún pueblo, sin embargo, ha hecho plena justicia a la dignidad personal de la mujer; por el contrario, muchos pueblos evidencian un nivel moral alarmantemente bajo por su degradante opresión de la mujer. Antes de que el Evangelio llegara al mundo, el hombre había producido virtualmente para la mujer la condición así descrita por Mary Wollstonecraft en la introducción a su “Vindicación de los derechos de la mujer”: “En el gobierno del mundo físico es observable que la hembra en lo que se refiere a fuerza es, en general, inferior al macho. Esta es la ley de la Naturaleza; y no parece estar suspendida o abrogada a favor de la mujer. Un grado de superioridad física no puede, por tanto, negarse – ¡y es una noble prerrogativa! Pero no es una preeminencia natural, los hombres emprenden hundirnos aún más bajo, meramente para convertirnos en objetos atractivos durante un rato; y las mujeres, intoxicadas por la adoración que los hombres, bajo la influencia de sus sentidos, les rinden, no busca lograr un interés duradero en sus corazones, o convertirse en la amiga del prójimo que encuentra diversión en su compañía”.

Contraria al principio fundamental de la investigación histórica, la teoría darwiniana de la evolución se ha aplicado a la posición originaria de los sexos. Se pretende que un concubinato primitivo sin relación marital permanente sea la base de la evolución posterior. El primer estadio de este desarrollo, sin embargo, se representa como “el derecho de la madre” o matriarcado, en donde no el hombre sino la mujer, se afirma, representaba, entre los pueblos, al cabeza legal de la familia.

Sin embargo, las investigaciones de Bachofen, Engels, Lubbock, Post, Lippert, Dargun y otros, que deseaban aducir pruebas de esta hipótesis generalizando fenómenos individuales, han sido refutados por fervorosos darwinianos: “No se ha encontrado ninguna comunidad donde la mujer pudiera gobernar sola” (Starke, “Die primitive Familie”, Leipzig, 1888, 69). Como los mismos “pueblos primitivos”, que han sido especialmente citados como prueba de esta teoría, tales condiciones demuestran que son degeneraciones. Los informes autentificados de las condiciones de las razas civilizadas antes de Cristo, tanto como los resultados garantizados de la investigación en los “pueblos primitivos”, confirman por el contrario las frases citadas arriba. Cuanto más se retrocede en la civilización pre-cristiana, más puras y dignas de la humanidad son las relaciones matrimoniales, y por consiguiente más ventajosa aparece la posición de la mujer. La posición entre los sexos en las razas degradadas, denominadas salvajes, es, en su naturaleza esencial, la misma que en las razas civilizadas. Al mismo tiempo no se excluyen las diferencias no esenciales aunque importantes, que surgen de las diferencias en el espíritu nacional que se ha desarrollado de acuerdo con las condiciones geográficas. En todas partes se encuentra la subordinación social de la mujer, en todas partes se ve la división del trabajo entre los sexos, por el que el cuidado del hogar primitivo recae en la mujer. Pero contrario al orden natural, la preeminencia paterna del hombre se ha desarrollado en una tiranía ilimitada, y la mujer rebajada a sierva y esclava sin derechos que satisface los deseos del hombre. Casi sin excepción la poligamia ha desplazado al matrimonio. Las pruebas de esto se dan en la obra digna de crédito de Wilhelm Schneider, “Die Natürvolker, Missverständnisse, Missdeutungen und Misshandlungen” (Paderborn, 1885).

Entre las naciones civilizadas de la antigüedad los egipcios se distinguían por su inusual respeto con el sexo femenino. Herodoto les llama (II, xxv) peculiares entre las naciones a este respecto. En numerosas inscripciones puede leerse como título de la mujer la expresión “Nebtper” (gobernante de la casa). La tradición por la que la mujer pertenece a la casa resuena en los jeroglíficos de los egipcios a través de los siglos, y entre todos los pueblos. El mismo principio subyace en la base del código de leyes dados por Hammurabi, que hace constar las condiciones sociales en Babilonia en el tercer milenio antes de Cristo. El culto voluptuoso, que se extendió desde Babel-Asur y que por medio de la influencia fenicia envenenó el mundo antiguo, tuvo un efecto particularmente perjudicial para la posición de la mujer. No hubo cuestión de derechos personales de la mujer aparte de los del hombre ni aquí ni entre los persas que eran por lo demás diferentes en raza y costumbres, incluso aunque a veces mujeres tales como Parysatis, la esposa de Darío II, alcanzaran gran influencia en el gobierno del país. Hasta la actualidad la posición de la mujer ha seguido siendo la misma en los antiguos países civilizados de Asia oriental, como en la India, China, y Japón, o incluso se ha degradado más. A. Zimmermann, que estaba bien informado de las condiciones del sexo femenino en la India, afirmaba en 1908: “Uno de los abusos más terribles es la sistemática degradación del sexo femenino que comienza incluso en la temprana juventud” (“Historisch-politische Blätter, CXLII, 371). En 1907 el 99,3% de las mujeres de la India no sabían leer ni escribir. Las viudas hindúes, especialmente, están expuestas al desprecio y los malos tratos. En China la posición de la mujer, debido al respeto mostrado a madres o viudas, causa mejor impresión. Pero, al mismo tiempo, la mujer está calificada como ser humano de segunda clase desde el nacimiento hasta la muerte. La horrible costumbre de matar a las niñas recién nacidas ha persistido por consiguiente hasta la actualidad, como lo prueba el decreto de reforma publicado en 1907 por el virrey de ese momento, Yuan Shih-kai . Según éste, se mataba anualmente a unas 70.000 niñas en la provincia de Kiangsi. El vendaje de los pies es en realidad sólo un medio para mantener a las mujeres en casa. La dependencia absoluta de la esposa respecto de su marido se mantenía también como una costumbre inflexible en el antiguo Japón hasta la última reorganización, como lo prueba el “Onna Daigaku” de Kaibara Ekken (1630).

Las denominadas naciones clásicas de la antigüedad, los griegos y romanos, muestran, por contraste con Oriente, una decidida aversión por la poligamia, que legalmente al menos nunca fue reconocida entre ellos. Esta afortunada disposición natural afectó favorablemente a la posición de la mujer sin asegurarle, sin embargo, la posición que naturalmente le pertenece. Incluso en el mejor periodo de los griegos y los romanos la mujer sólo existió por causa del hombre. Las descripciones homéricas de amor y devoción marital muestran esto en su forma más ideal. En la época posterior de degeneración la mujer había perdido casi enteramente su influencia en la vida pública, según la frase del discurso contra la hetaira Neara, atribuido a Demóstenes: “Tenemos hetairas para el placer, concubinas para el cuidado diario del cuerpo y esposas para la producción de niños vigorosos y como guardianas de confianza de la casa.” El culto de la “virgen Atenea” muestra probablemente una confusa percepción por parte de los griegos de la exaltada posición de la virgen independiente del hombre, pero no condujo a resultados prácticos favorables a la mujer. Casi lo mismo se puede decir del culto de Vesta y de las vírgenes vestales entre los romanos.

Cuando el cristianismo apareció encontró a la mujer en el mundo romano, y la propia Roma no era de ningún modo una excepción, en una posición de profunda degradación moral, y bajo la dura patria potestad del hombre. Esta autoridad había degenerado en tiranía más universalmente casi que en China. Originariamente el Derecho Romano, hasta el tiempo de los Antoninos, limitaba el poder del padre respecto de la vida y muerte de sus hijos, y le prohibía matar a los chicos y a las hijas primogénitas. Sin embargo, la libertad disfrutada por la mujer casada durante el Imperio tuvo como único resultado que el divorcio aumentara enormemente y la prostitución se considerara algo normal. Después de que el matrimonio perdiera su carácter religioso las mujeres superaron a los hombres en licenciosidad, y así perdieron incluso la influencia que habían tenido en la primitiva, austeramente moral, Roma (cf. Donaldson, “Woman, Her Position and Influence in Ancient Greece and Rome and among the Early Christians”, 1907).

Entre los judíos la mujer no tuvo la posición que le correspondía desde el principio, como dijo Cristo: “Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres: pero al principio no fue así” (Mt., 19, 8). No se debía esperar una reforma completa por la importancia preparatoria y temporal de la legislación del Antiguo Testamento. Se hizo una concesión por la inclinación de los orientales a la poligamia permitiendo esposas adicionales. Se mitigó la unilateral patria potestad; el sentimiento de reverencia por la madre fue rígidamente impresa sobre los hijos. Las leyes referentes a esto nos recuerdan a las leyes de China. No obstante la fama de mujeres individuales como Miriam, la hermana de Moisés, Débora, y Judit, la mujer hebrea en general, no tuvo más derechos que las mujeres de otras naciones; el matrimonio era su única vocación en la vida (cf. Zschokke, “Das Weib in Alten Testament”, Viena, 1883; y “Die biblischen Frauen des Alten Testamentes”, Friburgo, 1882). La visión semítica de la mujer sin la influencia purificadora de la Revelación se evidencia entre los seguidores del Islam que hacen remontar su ascendencia a Ismael el hijo de Abraham. Por consiguiente, el Corán con sus muchas normas referentes a las mujeres es un código que se muestra indulgente con las pasiones incontroladas del hombre semita. Fuera del matrimonio, que en la óptica mahometana es el deber de toda mujer, la mujer no tiene ni valor ni importancia. Pero la concepción del matrimonio como una unión íntima hasta el punto de constituir una persona moral, ha sido siempre extraño al Mahometanismo (cf. Devas, “Studies of Family Life. A Contribution to Social Science”, Londres, 1886).

La historia de la era pre-cristiana no menciona ninguna revuelta importante y exitosa de las mujeres para obtener una mejora de su posición. La costumbre se convirtió en hábito establecido, y encontraba sus más fuertes defensores entre las propias mujeres. Fue la enseñanza de Cristo la que trajo primero la libertad al sexo femenino, dondequiera que esa enseñanza fue tomada en serio como guía de vida. Sus palabras se aplicaban también a las mujeres: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Lucas, 12, 31). Restauró el original matrimonio monógamo y vitalicio, elevado a la dignidad de sacramento, y mejoró también la posición de la mujer en asuntos puramente terrenos. La dualidad personal más completa se expresa en la exhortación apostólica: “Pues todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo…ya no hay hombre ni mujer. Pues todos sois uno en Cristo Jesús” (Gal., 3, 27-28; cf. I Cor., 11, 11). Más decisivo, sin embargo, para la posición social de la mujer fue la enseñanza de Cristo sobre la nobleza de la virginidad libremente elegida en contraste con el matrimonio, a cuya adopción se invitaba a los elegidos de ambos sexos (Mt., 19, 29). Según Pablo (I Cor., 7, 25-40) las vírgenes y viudas hacen bien si persisten en la intención de no casarse para servir a Dios con toda su mente; en realidad hacen mejor que las que reparten su atención entre el cuidado de su marido y el servicio de Dios. Mediante esta doctrina el sexo femenino en particular se situaba en una independencia del hombre antes impensable. Concedía a la mujer no casada valor e importancia sin el hombre; y lo que es más, la virgen que renuncia al matrimonio por motivos religiosos, adquiere precedencia sobre la mujer casada y ensancha el círculo de su influencia materna sobre la sociedad. Elisabeth Gnauck-Kühne dice acertadamente: La estimación de la virginidad es la verdadera emancipación de la mujer en sentido literal”.

Esta elevación de la mujer se centra en María la Madre de Jesús, la virginidad y maternidad más pura, tan tierna como fuerte, unidas en maravillosa sublimidad. La historia de la Iglesia Católica presenta un testimonio constante de esta posición de María en la historia de la civilización. El respeto por la mujer empieza y termina con la veneración de la Virgen Madre de Dios. Por consiguiente también para el arte la Virgen se ha convertido en la suprema representación de la más noble feminidad. Esta extraordinaria elevación de la mujer en María por Cristo está en agudo contraste con la extraordinaria degradación de la dignidad femenina antes del Cristianismo. En la renovación de todas las cosas en Cristo (Ef., 1, 10) la restauración del orden debe ser la más completa en este punto en que había prevalecido el desorden más extremo.

Sin embargo, esta emancipación de la mujer se basa en los mismos principios que Cristo usó para su gran renovación de la naturaleza por la gracia. La Naturaleza no fue dejada de lado ni destruida, sino que fue curada e iluminada. Por consiguiente las diferencias naturales radicales entre el hombre y la mujer y sus vocaciones separadas continúan existiendo. En la sociedad cristianizada el hombre también había de actuar como el legítimo representante de la autoridad, y legítimo defensor de los derechos, en la familia, igual que en la comunidad civil, nacional y religiosa. Por tanto, la posición social de la mujer sigue siendo en el Cristianismo de subordinación al hombre, dondequiera que los dos sexos se vean obligados a ayudarse uno al otro en la actividad común. La mujer desarrolla su autoridad, fundada en la dignidad humana, en relación con, y subordinada al hombre en la sociedad doméstica como ama de la casa. Al mismo tiempo la indispensable influencia materna se extiende desde el hogar al desarrollo de la ley y la costumbre. Sin embargo, mientras que el hombre está llamado a participar directamente en los asuntos del estado, la influencia femenina puede ordinariamente ejercerse en tales asuntos sólo indirectamente. Por consiguiente, sólo en casos excepcionales en los reinos cristianos la soberanía directa está colocada en manos de la mujer, como se demuestra por las mujeres que han ascendido a tronos. En la Iglesia se excluye esta excepción, en lo que se refiere a la función clerical. El mismo Apóstol que tan enérgicamente mantenía la independencia personal de la mujer, prohíbe a las mujeres hablar con autoridad en las asambleas religiosas y la supremacía sobre el hombre (I Tim., 2, 11,12). Sin embargo, personalidades como Pulqueria, Hildegarda, Catalina de Siena, y Teresa de Jesús muestran lo grande que puede ser la influencia indirecta extraordinaria de la mujer en el dominio de la Iglesia.

Desde los días de los apóstoles, el cristianismo nunca ha dejado de buscar y de defender la emancipación de la mujer en el sentido de su Fundador. Debe reconocerse que las pasiones humanas han impedido frecuentemente que se produzcan unas condiciones plenamente correspondientes a los ideales. El matrimonio sacramental cristiano, indisoluble, en el que el marido ha de imitar con respecto a la mujer el amor de Cristo por la Iglesia (Ef., 5, 25), fue firmemente defendido en beneficio de la mujer contra el desorden de la clase gobernante. En este punto San Jerónimo presenta la misma concepción de moral en contraposición a la inmoralidad pagana en palabras que se han convertido en clásicas: “Las leyes del emperador tienen un efecto, las de Cristo otro…en el primer caso las restricciones de la impureza se relajan para los hombres…entre nosotros los cristianos, por el contrario, la creencia es: Lo que no está permitido a las mujeres también está prohibido a los hombres, y el mismo servicio (el de Dios) se juzga también por el mismo patrón.” (“Ep. Lxxvii, ad Ocean.”, P.L., XXII, 691). La admirativa exclamación de los paganos: “¡Qué mujeres hay entre los cristianos!” es el testimonio más elocuente del poder del Cristianismo. Los grandes Padres de la Iglesia no sólo alaban a sus madres y hermanas, sino que hablan de las mujeres cristianas en general en los mismos términos de respeto que el Evangelio. Por otra parte, el supuesto desprecio de los Padres de la Iglesia por las mujeres es una leyenda que se mantiene viva por la falta de conocimiento de los Padres (cf. Mausbach, “Altchristliche und moderne Gedanke über Frauenberuf”, 7ª ed., Munich-Gladbach, 1910, 5 y s.).

Desde el principio hasta la época actual, la doctrina cristiana de la voluntaria virginidad religiosa ha producido innumerables multitudes de vírgenes dedicadas a Dios que unen su amor de Dios con el heroico amor de sus prójimos, y que llevan a cabo silenciosos actos de heroísmo en el cuidado de los enfermos, en la asistencia a los pobres, y en la labor de educación. La época moderna desde la Revolución francesa ha superado mucho a los primeros siglos en congregaciones de mujeres para todas las ramas de la caridad cristiana y el alivio de todas las formas de miseria. Por consiguiente, el Cristianismo ha abierto a la mujer las máximas posibilidades de desarrollo. María, la hermana de Lázaro, que se sentaba como un discípulo a los pies de Jesús, se ha convertido en un modelo para la formación de la mujer en el Cristianismo. El estudio de las Escrituras, que era igualmente tradicional tanto en Oriente como en Occidente entre las mujeres educadas bajo la guía de la Iglesia, siguió siendo durante la Edad Media patrimonio de los conventos. Así, junto al clero, las mujeres en la época medieval eran más representativas del saber y la educación que los hombres.

El trabajo industrial de las mujeres fue al ritmo del desarrollo de la civilización. Cuando surgieron los gremios en la época de la fundación de las ciudades las mujeres no estaban excluidas de ellos. Cualquier idea de paridad de los sexos en este terreno se excluía por consideración a la primera tarea natural de la mujer. Entre las mujeres indigentes el Cristianismo encontró que las viudas eran las más necesitadas de ayuda. Desde el tiempo de los apóstoles, la Iglesia tuvo disposiciones especiales para las viudas (Act., 6, 1; I Tim., 5, 3 y s.), disposiciones que eran uno de los principales deberes del obispo. A la época apostólica se remonta la institución del viudato, en la que viudas de probada virtud trabajaban como asistentas apostólicas en la Iglesia junto con las vírgenes. Con el transcurso del tiempo las órdenes femeninas asumieron este trabajo, que se lleva a cabo con mucho éxito en las misiones a los paganos. Igual que, durante la conversión de las tribus germanas al cristianismo, mujeres anglosajonas ayudaron a San Bonifacio, el apóstol de Germania, así hoy no puede alcanzarse permanente éxito en los países misioneros sin la ayuda de vírgenes consagradas a Dios. A fines del Siglo XIX unas 52.000 hermanas, entre las cuales había 10.000 mujeres nativas, trabajaban en las misiones (Louvet, “Les missions cath. Du XIXe siècle” 2ª ed., París, 1898).

La Cuestión Moderna Sobre la mujer

De lo que se ha dicho se deduce que la posición social de la mujer está, desde el punto de vista cristiano, sólo imperfectamente expuesta en la expresión “la mujer pertenece al hogar”. Por el contrario, su influencia peculiar es extenderla del hogar al Estado y la Iglesia. Esto fue mantenido al comienzo de la edad moderna por el humanista español, Luis Vives, en su obra “De institutione feminae christianae” (1523); y fue subrayado aún más enfáticamente, en los términos correspondientes a las necesidades de su tiempo, por el obispo Fénelon en su obra pionera “Education des filles” (1687). Esta emancipación cristiana de la mujer se detiene, sin embargo, necesariamente tan pronto como sus principios fundamentales son atacados. Estos principios consisten, por una parte, en la dignidad sacramental del matrimonio indisoluble entre una pareja, y en la virginidad religiosa voluntariamente elegida, las cuales surgen ambas de la enseñanza cristiana de que el verdadero hogar del hombre está en un mundo más allá de la tumba y que se fija la misma sublime meta a la mujer que al hombre. El otro principio fundamental consiste en la firme adhesión a la íntima relación orgánica natural de los sexos.

Ya en la antigüedad cristiana los ataques maniqueos al carácter sagrado del matrimonio como los de Joviniano y Vigilantius, que pretendían minar la reverencia por la virginidad, fueron refutados por Agustín y Jerónimo. El ataque de Lutero al celibato religioso y contra el carácter sacramental y la indisolubilidad del matrimonio, produjeron un daño permanente. El principal resultado fue que la mujer fue de nuevo conducida a una absoluta dependencia del hombre, y se preparó el camino al divorcio, cuyos resultados oprimen mucho más pesadamente a la mujer que al hombre. Tras esto la base natural de la sociedad y la posición natural de la mujer y la familia fueron sacudidas a tal punto por la Revolución francesa que el germen del sufragio femenino moderno ha de buscarse aquí. Las ideas anticristianas de los Siglos XVII y XVIII llevaron a una ruptura completa con la concepción cristiana medieval de la sociedad y el estado. Ya no era la familia o el principio social el que se consideraba como base del estado, sino el individuo o el ego. Montesquieu, el “padre del constitucionalismo”, hizo de esta teoría la base de su “L’Esprit des lois” (1784), y fue sancionado en los “Derechos del Hombre” franceses. Era totalmente lógico que Olympe de Gouges (m. en 1793) y la “ciudadana” Fontenay, apoyadas por el marqués de Condorcet, pidieran la igualdad política incondicional de mujeres y hombres, o “los derechos de las mujeres”.

Según estas pretensiones todo ser humano tiene, como ser humano, los mismos derechos humanos; las mujeres, como seres humanos, reclaman como los hombres con derecho absoluto la misma participación en el parlamento y la admisión a los cargos públicos. En cuanto se acepta la proposición principal, aunque contradice la naturaleza que no conoce seres humanos sin sexo, debe aceptarse este corolario. El Padre von Holtzendorff dice acertadamente: “Quien desee oponerse al derecho a votar de la mujer debe colocar el principio de representación parlamentaria sobre otra base…en tanto que el derecho a votar se relaciona sólo con la naturaleza individual del hombre, la distinción de sexos se vuelve algo sin importancia” (“Die Stellung der Frauen” 2ª ed., Hamburgo, 1892, 41).

Los hombres de la Revolución francesa suprimieron a la fuerza la pretensión de las mujeres a los derechos de los hombres, pero al hacerlo así condenaron sus propios principios, que eran la base de la demanda de las mujeres. La concepción de la sociedad como compuesta de átomos individuales conduce necesariamente a la emancipación radical de las mujeres, que se ambiciona ahora por los socialdemócratas alemanes y una parte de las mujeres de la clase media. En su libro, publicado en 1792, Mary Wollstonecraft adelantaba esta demanda con cierta reserva, mientras John Stuart Mill en su “La sujeción de las mujeres” (1869) favorecía la posición antinatural de las mujeres incondicionalmente. En la actualidad las sufragistas inglesas han hecho de la aplicación práctica de las opiniones de Mill la obra clásica de la emancipación radical (cf. “A Reply to John Stuart Mill on the Subjection of Women”, Filadelfia, 1870).

La introducción de estas ideas en la vida práctica fue fomentada principalmente por el cambio en las condiciones económicas, en cuanto este cambio fue utilizado en detrimento del pueblo por la tendencia de un Liberalismo egotista. Desde el inicio del Siglo XIX la fabricación mediante maquinaria cambió la esfera del trabajo de la mujer y de sus labores. En los países manufactureros la mujer puede y debe comprar muchas cosas que antes eran producidas de normal por el trabajo doméstico femenino. Así los tradicionales trabajos caseros de la mujer se vieron limitados, especialmente en la clase media. Surgió la necesidad para muchas hijas de familia de buscar trabajo y provecho fuera de casa. Por otro lado, la ilimitada libertad de comercio e industria proporcionó la oportunidad de hacerse con el control del barato trabajo de las mujeres para ponerlo al servicio de las máquinas y de la codicia de los grandes fabricantes. Mientras que este cambio alivió a la mujer que aún permanecía en su casa, impuso intolerables cargas a la mujer trabajadora sin hogar, perjudiciales tanto para el alma como para el cuerpo. A causa de los salarios menores las mujeres fueron utilizadas para el trabajo de los hombres y empujadas a competir con los hombres. El sistema de mano de obra barata no sólo condujo a una cierta esclavitud de la mujer, sino que, en unión con la indiferencia religiosa que sólo se preocupaba de las cosas mundanas, dañó la base de la sociedad, la familia.

De esta manera surgió la cuestión moderna real de la mujer, que se relaciona al mismo tiempo con los medios de vida, la educación y la posición legal de la mujer. En muchos países europeos, por causa de la emigración que surge de las condiciones del tráfico y de la ocupación, el número de mujeres supera al de hombres en grado considerable; por ejemplo en Alemania en 1911 había 900.000 mujeres más que hombres. Por añadidura, las dificultades de la existencia hacen que un considerable número de hombres no se case o lo haga demasiado tarde como para fundar una familia, mientras que muchos se apartan del matrimonio por una moralidad anticristiana. El número de mujeres no casadas o de mujeres que a pesar del matrimonio no son mantenidas y están sometidas a la doble carga de los cuidados del hogar y de ganarse el sustento, está por tanto creciendo de manera constante. El último censo de ocupaciones en Alemania, el de 1907, dio 8.243.498 mujeres que se estaban ganando la vida como ocupación principal; esta cifra representa un incremento de 3.000.000 respecto a 1895. Las estadísticas de otros países dan resultados proporcionales, aunque apenas hay dos países en los que el movimiento de la mujer haya tenido exactamente el mismo desarrollo. Los países del sur de Europa están cayendo sólo gradualmente bajo la influencia del movimiento. Una regulación de este movimiento fue y es una de las necesidades positivas de estos tiempos. Los intentos enérgicos y metódicos para llevar esto a cabo datan del año 1848, aunque los comienzos en Inglaterra y en Norteamérica se retrotraen mucho más atrás. Los intentos de resolver la cuestión femenina variaron con el punto de vista. Se pueden distinguir tres partidos principales en el movimiento para la emancipación de la mujer en la actualidad:

• La emancipación radical que se divide en un partido de la clase media y otro socialdemócrata;

• El partido moderado o conciliador interconfesional;

• El partido cristiano.

El partido de la emancipación radical de clase media considera como fecha de su nacimiento la Convención de los Derechos de las Mujeres celebrada el 14 de julio de 1848 en Seneca Falls, EE.U.U. La meta de este partido es la completa paridad de los sexos en todas las direcciones con desprecio de la tradición anterior. La participación ilimitada en la administración del país, o el derecho al voto político, por tanto, tienen el primer lugar en sus esfuerzos. Las cuestiones de la educación y los medios de vida se hacen depender del derecho al voto. Este esfuerzo alcanzó su cumbre en la fundación del “Consejo Internacional de Mujeres”, del que surgió en 1904 en Berlín la “Confederación Internacional para el Sufragio Femenino”. “La Biblia de la mujer”, de Mrs. Stanton, pretende armonizar este partido con la Biblia. El partido ha alcanzado su fin en los Estados Unidos en los estados de Wyoming (1869), Colorado, Utah (1895), Idaho (1896) Dakota del Sur (1909), y Washington (1910), y también en Australia del Sur, Nueva Zelanda (1895), y en Finlandia. En Noruega ha habido un sufragio limitado para mujeres desde 1907. En 1911 decidieron introducirlo Islandia, Dinamarca, Victoria, California, y Portugal. En Inglaterra los sufragistas y las sufragistas están luchando por ello (cf. Mrs. Fawcett, “Women’s Suffrage. A short History of a Great Movement”, Londres, 1912).

En Alemania en 1847 Luise Otto-Peters (1819-1895) encabezó el movimiento, al principio para ayudar con ánimo generoso a las mujeres enfermas de la clase trabajadora. Sus esfuerzos dieron como resultado la “Allgemeiner Deutscher Frauenverein” (Unión General de Mujeres Alemanas) que se fundó en 1865, y de la que en 1899 se separó la radical “Fortschrittlicher Frauenverein” (Unión Progresista de Mujeres), mientras que el partido de Luise Otto seguía siendo moderadamente liberal. En Francia no fue hasta la Tercera República cuando surgió un movimiento femenino efectivo, una parte radical del cual, “La Fronde”, tomó parte en la primera revolución.
Desde el principio el Partido Social-Demócrata incorporó a su programa la “igualdad de todos los derechos”. Por consiguiente las mujeres socialdemócratas se consideran como formando un único organismo con los hombres de su partido, mientras que, por otra parte, se mantienen desdeñosamente separadas del movimiento radical de las mujeres de clase media. El libro de August Bebel, “Die Frau und der Sozialismus” logró cincuenta ediciones en el periodo 1879-1910, y se tradujo a catorce idiomas. En esta obra se describe la posición de la mujer en el estado socialista del futuro. En general la emancipación radical de clase media está de acuerdo con la socialdemócrata tanto en la esfera política como ética. Una prueba de esto la proporcionan las obras de la autora sueca Ellen Key, especialmente su libro “Über Ehe und Liebe”, que goza de una amplísima difusión por todo el mundo.

Esta tendencia no es compatible con la regla de la naturaleza y del Evangelio. Es, sin embargo, una consecuencia lógica del principio unilateral del individualismo que, sin consideración a Dios, se puso de moda en los llamados “Derechos del Hombre”. Si la mujer ha de someterse a las leyes, cuya determinación de autoridad se asigna al hombre, tiene derecho a pedir una garantía de que el hombre como legislador no va a usar mal de su derecho. Esta garantía esencial, sin embargo, sólo se ha de encontrar en la regla inmutable de autoridad de la justicia divina que obliga a la conciencia del hombre. Esta garantía se da a las mujeres en toda forma de gobierno que se basa en el Cristianismo. Por el contrario, la proclamación de los “Derechos del Hombre” sin consideración a Dios pone de lado esta garantía y opone al hombre a la mujer como dueño absoluto. La resistencia de la mujer a esto fue y es un impulso instintivo de autoconservación moral. La “moralidad autónoma” de Kant y el estado de Hegel han hecho a la justicia dependiente de los hombres o del hombre solo mucho más que los “Derechos del Hombre” franceses. La relatividad y mutabilidad del derecho y la moralidad se han hecho el principio fundamental de la sociedad descristianizada. “los principios de moral, religión y ley son sólo lo que son, hasta tanto son reconocidos universalmente. Si la conciencia de la suma total de los individuos rechaza alguno de estos principios y se siente ligada por otros principios, entonces ha tenido lugar un cambio en la moral, la ley y la religión” (Oppenheim, “Das Gewissen”, Basilea, 1898, 47).

La mujer está indefensa contra tal enseñanza cuando sólo se comprende en la “totalidad de individuos” a los hombres. Hasta ahora como cuestión de hecho sólo los hombres han sido elegibles a los cuerpos legislativos. Sobre la base de la denominada moralidad autónoma, sin embargo, no se puede negar a la mujer el derecho a pretender esta autonomía para ella misma. El Cristianismo, que impone a ambos sexos la obligación de observar una moralidad inalterable y similar, es impotente para dar protección a la mujer en un país descristianizado y sin iglesia. Por consiguiente, sólo mediante la restauración del Cristianismo en la sociedad pueden restaurarse una vez más las relaciones verdaderas y naturales del hombre y la mujer. Esta reforma cristiana de la sociedad, sin embargo, no puede esperarse del movimiento radical de la mujer, pese a sus valiosos servicios a la reforma social. Aparte de lo que se ha dicho, el “movimiento para la protección de la madre” promovido por él contradice completamente la concepción cristiana del matrimonio. (Cf. Mausbach, “Der christliche Familiengedanke im Gegensatz zur modernen Mutterschutzbewegung”, Munster, 1908).

El movimiento liberal moderado de la mujer es también incapaz de producir una mejora completa de la situación, tal como la piden los tiempos. Ciertamente alcanzó grandes resultados en sus esfuerzos para la elevación económica de la mujer, para la reforma de la educación de las mujeres, y para la protección de la moralidad en la primera mitad del Siglo XIX, y ha alcanzado aún más desde 1848 en Inglaterra, Norteamérica y Alemania. Los nombres de Jessie Boucherett, Elizabeth Fry, Mary Carpenter, Florence Nightingale, Lady Aberdeen, Mrs. Paterson, Octavia Hill, Elizabeth Blackwell, Josephine Butler, y otras en Inglaterra, y los nombres de Luise Otto, Luise Büchner, Maria Calm, Jeannette Schwerin, Auguste Schmidt, Helene Lange, Katharina Scheven, etc., en Alemania, son siempre mencionados con agradecido respeto. Al mismo tiempo este partido es propenso a oscilaciones inciertas por causa de la falta de principios fijos y fines claramente discernidos. En tanto estas sociedades de mujeres se llaman expresamente interconfesionales renuncian al poder motivador de la convicción religiosa y pretenden exclusivamente la prosperidad temporal de las mujeres. Tal dejar de lado los supremos intereses apenas es compatible con las palabras de Cristo: “Buscad por tanto primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura” (Mt., 6, 33), y es lo más incompatible con la enseñanza de Cristo sobre el matrimonio y la virginidad, que es de suprema importancia, particularmente para el bienestar de la mujer. Una solución exitosa de la cuestión femenina moderna sólo se debe esperar de una reorganización de las condiciones modernas de acuerdo con los principios del Cristianismo, como ha expuesto Anna Jameson (1797-1860) en las obras, “Hermanas de la Caridad” (Londres, 1855) y “Comunión del Trabajo” (Londres, 1856). Se ha hecho también frecuentemente esfuerzos por los protestantes en Inglaterra, América y Alemania de afrontar la dificultad en imitación de la labor caritativa católica: así en 1836 se fundó el “Instituto de Diaconisas” alemán.

En Alemania el primer intento de alcanzar una solución a la cuestión femenina por protestantes ortodoxos fue hecho por Elizabeth Gnauck-Kühne, quien fundó el “Evangelisch-sozialer Congress” (Congreso social protestante). En la actualidad este movimiento está representado desde 1899 por la “Deutsch-evangelische Frauenbund” y por la rama femenina de la “Freie kirchlich-soziale Konferenz”. No se ha de buscar, sin embargo, una influencia cristiana profunda en estas fuentes. El Protestantismo es, ha de decirse, una clase de Cristianismo mutilado, en el que la mujer está especialmente perjudicada por la abrogación de la dedicación de su virginidad a Dios. Aún peor es el efecto de la decadencia constantemente creciente del Protestantismo, en el que la negación de la Divinidad de Cristo gana fuerza constantemente. Por esta razón el partido de la Iglesia Protestante en la agitación por los derechos de las mujeres en países predominantemente protestantes es mucho más pequeño que los partidos liberal y radical.

Las mujeres católicas fueron las últimas en tomar parte en la agitación. La principal razón para esto es el carácter inexpugnable de los principios católicos. Debido a esto el sufragio de la mujer no se convirtió en una cuestión candente tan rápidamente en los países puramente católicos como en los protestantes y en los religiosamente mixtos. Los conventos, la indisolubilidad del matrimonio sacramental, y las tradicionales obras de caridad resolvieron muchas dificultades. Sin embargo, por causa del carácter internacional del movimiento y de las causas que lo producían, las mujeres católicas finalmente no se quedaron atrás en la cooperación para resolver la cuestión, especialmente cuando el ataque de las ideas revolucionarias en la Iglesia hoy es más grave en los países católicos. Durante mucho tiempo la caridad cristiana no ha sido suficiente para las necesidades de la época actual. La ayuda social debe suplir a las normas legales en las demandas justificadas de las mujeres. Con este propósito, se constituyeron las “ligues des femmes chrétiennes” en Bélgica en 1893; en Francia “Le feminisme chrétien” y “L’action sociale des femmes” se fundaron en 1895, después de que la revista internacional, “La femme contemporaine” fuera fundada en 1893. En Alemania la “Katholisches Frauenbund” se fundó en 1904, y la “Katholische Reichs-Frauenorganisation” se fundó en Austria en 1907, mientras que una asociación femenina se fundó en Italia en 1909. En 1910 se fundó en Bruselas la “Katholisches Frauen-Weltbund” (Asociación Internacional de Mujeres Católicas) por la apremiante insistencia de la “Ligue patriotique des Françaises”. Así existe hoy una asociación internacional de mujeres católicas, en oposición a la asociación internacional liberal de mujeres y a la unión internacional socialdemócrata. La asociación católica compite con estas otras en pretender llevar a cabo una reforma social en beneficio de las mujeres de acuerdo con los principios de la Iglesia.

Aparte de la luz lanzada por los principios católicos sobre este asunto, la solución de las tareas de esta asociación católica se hace más fácil por la experiencia ya adquirida en el movimiento femenino. En lo que respecta a la primera parte de la cuestión femenina, la industria femenina, ha ganado terreno constantemente la opinión de que “pese a todos los cambios de la vida económica y social la vocación general y principal de las mujeres sigue siendo la de esposa y madre, y por tanto es necesario por encima de todo hacer que el sexo femenino esté capacitado y sea eficiente para los deberes que derivan de su vocación” (Pierstorff). Cuánto deban ampliarse las oportunidades para el trabajo de la mujer para su sustento debe hacerse depender de la cuestión de si el correspondiente trabajo daña o no su disposición física para la maternidad. Los prudentes consejos de los médicos coinciden en este punto con las reconvenciones de los estadistas que están ansiosos por la prosperidad nacional. Así el discurso del anterior presidente, Roosevelt, en el congreso nacional de madres americanas en Washington en 1895 encontró aprobación en todo el mundo (Cf. Max von Gruber, “Mädchenerziehung und Rassenhygiene”, Munich, 1910). Por otro lado, el Cristianismo católico en particular, de acuerdo con sus tradiciones, pide de la mujer actual el más intenso interés por las mujeres trabajadoras de todas clases, especialmente interés por las que trabajan en fábricas o llevan a cabo trabajo industrial en su hogar. Los logros de la “Unión Protectora de las Mujeres Trabajadoras” norteamericana y de la “Unión Nacional para la mejora de la educación de todas las mujeres de todas las clases” inglesa se los pone como meta la “Verband katholischer Vereine erwerbstätiger Frauen und Mädchen” (Asociaciones Católicas Unidas de Mujeres Trabajadoras, Casadas y Solteras) de Berlín.

La segunda parte de la cuestión femenina, que por necesidad viene directamente detrás de la de ganarse el sustento, es la de una adecuada educación. La Iglesia Católica no pone aquí barreras que no hayan sido establecidas ya por la naturaleza. Fénelon expresa esta necesaria limitación así: “La enseñanza de las mujeres como la de los hombres debe limitarse al estudio de las cosas que pertenecen a su vocación; la diferencia en sus actividades debe dar también una dirección diferente a sus estudios.” El ingreso de mujeres como estudiantes en las universidades, que se ha extendido en los últimos años en todos los países, ha de juzgarse según estos principios. Lejos de obstruir tal proceder en sí mismo, los católicos lo animan. Esto ha llevado en Alemania a fundar la “Hildegardisverein” para la ayuda de mujeres católicas estudiantes de las ramas superiores de la enseñanza. Además, la naturaleza también demuestra aquí su innegable poder regulador. No hay necesidad de temer la sobreocupación de profesiones académicas por las mujeres.

En la profesión médica, que es junto a la enseñanza la primera en tomarse en cuenta al discutir las profesiones de las mujeres, hay actualmente en Alemania unas 100 mujeres junto a 30.000 hombres. Para la mujer estudiosa como para las demás que se gana la vida la vocación académica es sólo una posición temporal. Los sexos no pueden estar nunca en igualdad en lo que se refiere a estudios proseguidos en la universidad.

La tercera parte de la cuestión de la mujer, la posición social legal de la mujer, puede, como se demuestra por lo que se ha dicho, sólo decidirse por los católicos de acuerdo con la concepción orgánica de la sociedad, pero no de acuerdo con el individualismo desintegrador. Por tanto, la actividad política del hombre es y continúa siendo diferente de la de la mujer, como se ha mostrado más arriba. Es difícil unir la participación directa de la mujer en la vida política y parlamentaria actual con su deber predominante como madre. Si se deseara excluir a las mujeres casadas o conceder a las mujeres sólo el voto propiamente dicho, no se alcanzaría la igualdad buscada. Por otro lado, la influencia indirecta de las mujeres, que en un estado bien ordenado contribuye a la estabilidad y el orden moral, sufriría grave daño por la igualdad política. Los compromisos a favor de la participación directa de las mujeres en la vida política que últimamente han sido propuestos y pretendidos por católicos aquí y allí pueden considerarse, por tanto, como medidas a medias. La oposición expresada por muchas mujeres a la introducción del sufragio femenino, como por ejemplo, la Asociación del Estado de Nueva York opuesta al Sufragio Femenino, debería considerarse por los católicos como, al menos, la voz del sentido común. Donde la mayoría se empeñe en el derecho de la mujer a votar, las mujeres católicas sabrán cómo hacer uso de él.

Por otro lado los tiempos modernos demandan más que nunca la participación directa de la mujer en la vida pública en aquellos puntos en que debe representar los intereses específicos de las mujeres por causa de su influencia materna o de su independencia industrial. Así se necesitan cargos femeninos en los departamentos de mujeres de las fábricas, oficinas de empleo oficiales, hospitales, y prisiones. La experiencia prueba que también se precisan funcionarias femeninas para la protección del honor femenino. La cuestión legal se convierte aquí en cuestión moral que con el nombre de “Mädchenschutz” (protección de las chicas) ha sido activamente promovido por las mujeres. En realidad debe hacerse mucho más por ello. En 1897 se fundó en Friburgo, Suiza, la “Association catholique internationale des oeuvres de protection de la jeune fille”, cuyos trabajos se extienden a todas las partes del mundo. Así considerado el movimiento de la mujer es un signo gratificante de los tiempos que indica la vuelta a un estado saludable de las condiciones sociales.

La Mujer en los Países Angloparlantes

El movimiento para lo que se ha llamado la emancipación de la mujer, que ha sido una característica tan señalada de los siglos XIX y XX, ha causado una impresión más profunda en los países de habla inglesa que en cualquier otro. La protesta contra la injusta opresión de las mujeres por leyes hechas por el hombre se ha hecho cada vez más fuerte, aunque debe confesarse que todas las mejoras sucesivas en la posición de las mujeres también se han producido por leyes hechas por los hombres. Las diversas incapacidades impuestas por la ley o la costumbre a las mujeres se han ido quitando gradualmente por la legislación, hasta que, ahora, en los países de lengua inglesa apenas se necesita nada para la perfecta igualdad de la mujer con el hombre ante la ley, excepto el derecho de sufragio en su más amplia extensión y la admisión de las mujeres a todas las magistraturas municipales y nacionales, que será después el inevitable resultado de la retirada de toda restricción en el sufragio. Que la gradual mejora del status legal de las mujeres en el curso de los tiempos ha suprimido muchas injusticias enormes no se puede dudar. Sin embargo, el que se demuestre que todos los cambios hechos en su favor son puramente beneficiosos para ellas y para la raza, y específicamente que la supresión de toda restricción sobre el sufragio y la admisión de las mujeres a posiciones legislativas, judiciales y ejecutivas de confianza pública sea un cambio deseable en el organismo político se duda por muchos de todos los matices de creencia religiosa o no creencia, y probablemente por la mayoría de los católicos en posiciones oficiales y no oficiales.

En inglés la palabra “woman” (mujer) es una contracción de “wife-man” (esposa del hombre). Esto indica que desde los tiempos más antiguos los anglosajones creían que la esfera propia de la mujer era la doméstica. Las leyes inglesas más antiguas tratan por consiguiente en su mayor parte de la relación matrimonial. La denominada “compra de la novia” no era una transacción de trueque, sino que era una contribución por parte del marido para adquirir una parte de la propiedad de la familia.; mientras que el “regalo de la mañana” era un acuerdo hecho sobre la novia. Esta costumbre, aunque en uso entre los antiguos teutones, se encontraba también en las antiguas leyes romanas incorporadas en la redacción de Justiniano. El rey Etelberto promulgó que si un hombre seducía a la esposa de otro el seductor debía pagar los gastos del segundo matrimonio de aquél. Respecto a la propiedad, el código del rey Ina reconoce el derecho de la mujer a un tercio de las posesiones de su marido. En una fecha posterior, el rey Edmundo I decretó que por contrato prenupcial la mujer podía adquirir derecho a la mitad de la propiedad de la familia, y si después de la muerte de su marido seguía sin casarse, tenía derecho a todas sus posesiones, siempre que hubieran nacido hijos de la unión. La monogamia era estrictamente obligatoria, y las leyes del rey Canuto decretaban como pena por adulterio que se cortara la nariz y las orejas de la mujer pecadora. Se promulgaron diversas leyes para la protección de las esclavas. Tras la conquista normanda, más incluso que en la época anglosajona, la tendencia de la legislación fue más bien de legislar alrededor del hombre y la mujer que entre ellos. La consecuencia fue que el marido, como cónyuge predominante adquirió mayores derechos sobre la persona y la propiedad de la esposa. A su muerte, sin embargo, ella siempre reclamaba sus derechos de viudedad y una parte de sus posesiones. En el mismo periodo las leyes escocesas decretaban que se pagara, según el rango de la mujer, una cierta cantidad al señor de la mansión en el matrimonio de la hija de un vasallo. Podemos hacer notar aquí que el infame droit du seigneur (el derecho del señor a pasar la primera noche con la esposa de su vasallo) es una fábula de fecha reciente de la que no se encuentra la más ligera traza en las leyes, historias, o literatura de ningún país civilizado de Europa. La ley escrita de Inglaterra dispensa a las mujeres de todas las obligaciones civiles que son propias de los hombres, tales como rendir homenaje, sostener feudos militares, hacer juramento de fidelidad, aceptar el oficio de sheriff, y las obligaciones que de ello se derivaban. Podían, sin embargo, recibir homenaje, y ser hechas la guardiana de una aldea o castillo, siempre que no fuera uno de los que formaban la defensa de la nación. A los catorce años, si era una heredera, una mujer podía tener concesión de tierras. Si hacía testamento, era revocado por su matrimonio subsiguiente. Una mujer no podía ser testigo ante un tribunal respecto al status de un hombre, y no podía acusar a un hombre de asesinato excepto en el caso en que la víctima fuera su marido. No se concedió beneficio clerical a mujeres en los tiempos anteriores a la Reforma, porque la idea repugnaba al sentimiento católico. Las mujeres podían trabajar y comerciar, y el rey Eduardo III, cuando restringió a los trabajadores a usar una artesanía, exceptuó de esta regla a las mujeres. Hubo muchas normas antiguas sobre el vestido de las mujeres, siendo la prescripción general que debían vestirse según el rango de sus maridos.

La legislación de los siglos XIX y XX ha hecho mucho por aliviar a las mujeres de la incapacidades que les fueron impuestas por la antigua ley escrita. El principio de la ley inglesa moderna es el contrario del prevaleciente en la época antigua, pues ahora la tendencia de todas las normas es legislar entre marido y mujer más que alrededor suyo. La consecuencia es que la diferencia de sexos es prácticamente desdeñada por el legislador inglés moderno, excepto en algunos casos referentes al matrimonio y los hijos. En las demás cuestiones las únicas incapacidades que subsisten en la ley inglesa son que no pueden suceder abintestato cuando existe heredero masculino y que están privadas de sufragio parlamentario. En algunos aspectos las mujeres están por delante de los hombres: así, las mujeres pueden válidamente casarse a los doce años y pueden hacer un contrato válido de propiedad a los diecisiete con la aprobación del tribunal, siendo las edades respectivas para el hombre catorce y veinte. Respecto a la custodia de los hijos, la ley puede ahora conceder a la madre el pleno control de su descendencia y el derecho de nombrar un tutor o de actuar como tutora ella misma, al menos mientras el niño tenga menos de dieciséis años de edad. En el caso de hijos ilegítimos, aunque la madre es la responsable de su mantenimiento, aun así puede obtener del tribunal una orden de filiación y obligar al padre putativo. El adulterio no es un crimen para la ley inglesa, y una mujer no puede obtener el divorcio de su marido sobre tal única base, aunque él puede hacerlo de ella. Ni el adulterio ni la fornicación se castigan por la ley inglesa. La separación judicial y el mantenimiento en caso de abandono son remedios para la mujer que se han extendido y favorecido mucho por la legislación reciente. La acción por quebrantamiento de promesa de matrimonio puede presentarse tanto por el hombre como por la mujer, y la promesa no necesita estar por escrito. En los Estados Unidos las leyes tratan muy escasamente de las mujeres. Los diversos departamentos del gobierno emplean funcionarias y nombran matronas para los hospitales y enfermeras para el ejército. Las esposas de ciudadanos de los Estados Unidos, que se pueden nacionalizar legalmente, tienen los derechos de los ciudadanos. Las cuestiones de propiedad, derecho al voto, y divorcio se han tratado por varias legislaturas estatales y no hay uniformidad, pero las principales disposiciones de estas rúbricas se reseñarán después.

Aunque en la época antigua las mujeres se ocupaban hasta cierto punto en la industria, estas industrias eran generalmente de una naturaleza tal que podía ser ejercida dentro de casa. El advenimiento de las modificadas condiciones industriales del Siglo XIX forzó a las mujeres a otros empleos para lograr lo necesario para la vida. El progreso fue, sin embargo, muy lento. En 1840 Harriet Martineau afirmaba que sólo había siete ocupaciones para las mujeres en Estados Unidos: costura, composición tipográfica, fábricas de algodón, servicio doméstico, tener huéspedes, y enseñaza. Todas estas ocupaciones eran miserablemente recompensadas, pero gradualmente los empleos mejor pagados en otros campos se abrieron a las mujeres. De las profesiones liberales, la medicina fue la primera en conferir sus grados a médicos femeninas. El primer diploma de medicina se otorgó en 1849 en el Estado de Nueva York, y su recipiendaria se licenció en Inglaterra en 1859, aunque este último país no concedió un diploma médico a una mujer hasta 1865. A fines del Siglo XIX había unos sesenta colegios médicos en los Estados Unidos y Canadá que educaban a mujeres. Actualmente las mujeres son libremente admitidas en las sociedades médicas y se les permite unirse en consulta con los médicos masculinos. En 1908 el Real Colegio de Médicos y cirujanos de Inglaterra admitió a mujeres a su diploma y asociación. En la admisión a la profesión jurídica el camino de las mujeres ha sido más difícil. Aún en 1903 la Cámara de los Lores británica decidió en contra de la admisión de mujeres en la Asociación de abogados inglesa, aunque algunas trabajan como procuradores. En los Estados Unidos, el Estado de Iowa permitió a las mujeres actuar en la práctica jurídica en 1869, y muchos de los estados, especialmente de la parte Oeste del país, las admiten ahora a practicar. En Canadá la Sociedad Jurídica de Ontario decidió admitir a las mujeres a actuar como abogados en 1896. Respecto a la tercera de las profesiones liberales, la teología, está claro que el ministerio sagrado está cerrado a las mujeres católicas por ley divina. Las sectas, sin embargo, comenzaron a admitir mujeres ministros ya en 1853 en los Estados Unidos y, actualmente, los Unitarianos, los Congregacionalistas, los Hermanos Unidos, los Universalistas, los Metodistas protestantes, los Metodistas libres, los Cristianos (Campbellistas), los Baptistas, y los Baptistas libres han ordenado mujeres para su ministerio. En 1910 los cristianos libres nombraron ministro a una mujer en Inglaterra. El periodismo y las artes están también abiertos a las mujeres, y han logrado considerable distinción en esos campos.

Con respecto a la propiedad, las viudas y solteras tienen iguales derechos que los hombres según la ley inglesa. Una mujer casada puede adquirir, poseer, y disponer de propiedad real y personal como su propia propiedad separada. Se le tiene por responsable de sus contratos y su propia propiedad separada, como también de sus deudas y acuerdos anteriores al matrimonio, salvo que se pruebe una responsabilidad en contrario. El marido no puede hacer pactos respecto a la propiedad de su mujer salvo que ella los confirme. Si una mujer casada tiene propiedad separada es responsable del sostenimiento de padres, abuelos, hijos e incluso marido, si no tienen otros medios de subsistencia. Se han hecho leyes también para proteger la propiedad de la mujer de la influencia de su marido. En muchos estados de la Unión americana la emancipación de la propiedad de las mujeres ha marchado regularmente como en Inglaterra. Connecticut, en 1809, fue el primer estado en facultar a las mujeres casadas a hacer testamento, y Nueva York, en 1848, garantizó a las mujeres casadas el control de su propiedad separada. Estos dos estados han sido seguidos por casi todos los demás en la concesión de ambos privilegios. Las leyes de divorcio difieren en los diversos estados, pero la igualdad de mujeres y hombres respecto a los motivos de divorcio es reconocida generalmente, y habitualmente se conceden alimentos a la esposa en medida generosa. En la aplicación práctica de la ley civil y criminal en los Estados Unidos, la tendencia de los últimos años ha sido favorecer a las mujeres más que a los hombres.

En ningún campo de la actividad pública se ha desencadenado un conflicto más violento sobre los derechos de las mujeres que en el del sufragio. En épocas antiguas, incluso, las mujeres habían actuado como reinas que gobernaban, y las abadesas habían ejercido derechos territoriales, pero la idea general de las mujeres mezcladas en la vida pública se desechaba. La última mitad del Siglo XIX vio al movimiento por el sufragio político de las mujeres convertirse en un serio factor del cuerpo político. La idea no era enteramente nueva, pues Margaret Brent, una católica, había reclamado el derecho a sentarse en la Asamblea de Maryland en 1647, y en la época revolucionaria, Mercy Otis Warren, Abigail Adams y otras habían pedido representación directa para las mujeres que pagaban impuestos. En Inglaterra, Mary Astell en 1697 y Mary Wollstonecraft en 1790 fueron campeonas de los derechos de las mujeres. Tras mediar el Siglo XIX se formaron asociaciones para el sufragio de las mujeres en Gran Bretaña y los Estados Unidos, con el resultado de que muchos hombres se convirtieron a la idea de las mujeres ejerciendo el derecho al voto. En la actualidad las mujeres pueden votar para todos los cargos en Gran Bretaña, excepto para los miembros del Parlamento. Tienen sufragio pleno en Nueva Zelanda y Australia, y sufragio municipal en la mayoría de las provincias de la América del Norte británica. En los Estados Unidos, las mujeres tienen igual sufragio que los hombres en seis estados: Wyoming, Colorado, Utah, Idaho, Washington y California (1912). Otros varios estados han adoptado enmiendas de sufragio femenino para someterlas al pueblo. Treinta estados han concedido a las mujeres sufragio escolar, y cinco conceden a las mujeres que pagan impuestos el derecho a votar las cuestiones de imposición. Hay una Asociación Nacional Americana para el Sufragio de las Mujeres con sede en la ciudad de Nueva York, pero debe señalarse que en 1912 se organizó también en esa ciudad una asociación nacional de mujeres opuesta al sufragio femenino.

La Iglesia Católica no ha hecho ningún pronunciamiento doctrinal sobre la cuestión de los derechos de las mujeres en el significado actual de ese término. Ha reivindicado desde el principio la dignidad femenina y ha declarado que en asuntos espirituales el hombre y la mujer son iguales, según las palabras de San Pablo: “No hay hombre ni mujer, pues todos son uno en Cristo Jesús” (Gálatas, 3, 28). La Iglesia ha defendido también celosamente la santidad de la vida doméstica, tan desastrosamente violada ahora por el mal del divorcio, y aunque apoyando la jefatura de la familia del marido también ha reivindicado la posición de la madre y esposa en el hogar. Donde los derechos y obligaciones de la familia y la dignidad femenina no son violados en otros campos de acción, la Iglesia no pone obstáculos al progreso de la mujer. Por regla general, sin embargo, las opiniones de la mayoría de los católicos parece desaprobar la actividad política de las mujeres. En Inglaterra algunos distinguidos prelados, entre ellos el cardenal Vaughan, favorecían el sufragio de las mujeres. Su Eminencia declaró: “Creo que la extensión del sufragio parlamentario a las mujeres en las mismas condiciones que lo tienen los hombres sería una medida justa y beneficiosa, tendente a elevar más que a rebajar el discurrir de la legislación nacional”. El cardenal Moran en Australia tuvo opiniones similares: “¿Qué significa votar para una mujer? Como madre, tiene especial interés en la legislación de su país, pues de ella depende el bienestar de sus hijos…La mujer que cree que se vuelve poco femenina por votar es una criatura tonta” (Citas de “The Tablet”, Londres, 16 de mayo de 1912). Los obispos de Irlanda parecen más bien a favor de la abstención de las mujeres de la política, y ésta es también la actitud de muchos obispos americanos, al menos en cuanto se refiere a pronunciamientos públicos. Varios prelados americanos, sin embargo, se han expresado a favor del sufragio de la mujer al menos en los asuntos municipales. En Gran Bretaña una Sociedad Católica para el Sufragio de las Mujeres se organizó en 1912.

Cualquiera que pueda ser la actitud de los prelados de la Iglesia hacia los derechos políticos de las mujeres, no puede haber duda de su fervorosa cooperación en todos los movimientos para la educación superior de las mujeres y su mejora social. Además de las academias y colegios de las órdenes religiosas femeninas dedicadas a la enseñanza, se han organizado casas para educar a las mujeres católicas en disciplinas universitarias en la Universidad Católica de Washington y en la Universidad de Cambridge en Inglaterra. Las mujeres se están multiplicando en las profesiones liberales en todos los países de habla inglesa. En el trabajo en sentido social la Iglesia siempre ha tenido sus órdenes religiosas femeninas, cuya abnegación y devoción a la causa de los pobres y enfermos ha estado más allá de toda alabanza. Últimamente, las mujeres católicas de todas las posiciones en la vida han despertado a las grandes posibilidades para el bien en el trabajo social de todas clases, y se han constituido asociaciones tales como la Liga de Mujeres Católicas en Inglaterra y la Mujeres irlandesas unidas en Irlanda. En los Estados Unidos un movimiento que tiene el activo apoyo del arzobispo de Milwaukee y la aprobación del anterior delegado papal, cardenal Falconio, está en marcha (1912) para constituir una federación nacional de asociaciones de mujeres católicas.

Las Mujeres en el Derecho Canónico

I. Ulpiano (Dig., I, 16, 195) da una célebre regla de derecho que muchos canonistas han incorporado a sus obras: “Las mujeres son inelegibles a todos los cargos civiles y públicos, y por tanto no pueden ser jueces, ni tener una magistratura, ni actuar como abogados, mediadores judiciales, ni procuradores.” Los cargos públicos son aquellos en que se ejerce la autoridad pública; los cargos civiles, los relacionados de otra manera con asuntos municipales. La razón dada por los canonistas para esta prohibición no es la ligereza, debilidad o fragilidad del sexo femenino, sino la preservación de la modestia y dignidad peculiares a la mujer. Para la preservación de ésta se han dado muchas normas relativas al atavío femenino. Así, las mujeres no pueden usar vestido masculino, una prohibición que se encuentra ya en el Antiguo Testamento (Deut., 22, 15). Los cánones añaden, sin embargo, que la adopción del vestido de hombre sería excusable en caso de necesidad (Can. Quoniam 1, qu.7), que parece aplicarse al bien conocido caso de la Beata Juana de Arco. Las mujeres deben abstenerse de todo adorno que sea indecoroso en sentido moral (Can. Qui viderit, 13, c. 42, qu. 5). Algunos de los antiguos Padres son muy severos con la práctica de usar pigmentos para el rostro. San Cipriano (De habitu virg.) dice: “No sólo las vírgenes y viudas, sino también las mujeres casadas, creo, deben ser amonestadas para que no desfiguren la obra y criatura de Dios usando un color amarillo o polvo negro o crudo, ni corromper los rasgos naturales con cualquier loción.” No se tiene, sin embargo, por trasgresión grave cuando las mujeres se adornan y pintan por ligereza o vanidad (Santo Tomás, II-II: 169:2), y si se hace con intención honrada y según la tradición del país de uno o de la posición de uno en la vida, no es censurable en absoluto (ibid., a.1). Los autores son incluso tan benévolos como para decir que si el rostro se pinta para ocultar algún defecto natural, es totalmente lícito, debido a las palabras de San Pablo (I Cor., 12, 23,24): “ Y a los que nos parecen los más viles del cuerpo, los rodeamos de mayor honor. Así a nuestras partes deshonestas las vestimos con mayor honestidad. Pues nuestras partes honestas no lo necesitan.” Los canonistas condenan estrictamente las ropas femeninas que no cubren adecuadamente a la persona (Pignatelli, II, consult. 35), e Inocencio XI publicó un edicto contra este abuso en la ciudad de Roma.

II. En asuntos religiosos y morales, las obligaciones y responsabilidades comunes de hombres y mujeres son las mismas. No hay una ley para el hombre y otra para la mujer, y en esto, naturalmente, los cánones siguen la enseñanza de Cristo. Las mujeres, sin embargo, no están capacitadas para ciertas funciones relacionadas con la religión. Así, una mujer no está capacitada para recibir las órdenes sagradas (cap. Novae, 10 de poen.). Ciertos herejes de los tiempos primitivos admitían mujeres al ministerio sagrado, como los Catafrigios, los Pepucianos y los Gnósticos, y los Padres de la Iglesia al argumentar contra ellos dicen que es totalmente contrario a la doctrina apostólica. Más tarde los Lolardos y, en nuestra propia época, algunas denominaciones protestantes han constituido a mujeres como ministros. Wyclif y Lutero, que enseñaban que todos los cristianos son sacerdotes, negarían lógicamente que el ministerio sagrado se debiera restringir al sexo masculino. En la Iglesia primitiva, se encuentra a veces a mujeres con los títulos de obispa, sacerdotisa, diaconisa, pero son llamadas así porque sus maridos habían sido llamados al ministerio del altar. Hubo, es cierto, una orden de diaconisas, pero estas mujeres no fueron nunca miembros de la jerarquía sagrada ni consideradas como tal. San Pablo (I Cor., 14, 34) declara:”Las mujeres cállense en las asambleas; que no les está permitido tomar la palabra; antes bien, estén sumisas como también la Ley lo dice. Si quieren aprender algo, pregúntenlo a sus propios maridos en casa; pues es indecoroso que la mujer hable en la asamblea”. El Apóstol también dice que en la iglesia “debe llevar la mujer sobre la cabeza una señal de sujeción por razón de los ángeles” (I Cor., 11, 10). No se permite a las mujeres, aunque sean sabias y santas, enseñar en los monasterios (cap. Mulier, 20 de consec.). De igual modo está prohibido que oficien en el altar incluso con carácter subordinado. Un decreto dice: “Está prohibido a cualquier mujer pretender acercarse al altar o asistir al sacerdote” (cap. Inhibendum, 1 de cohab.), pues si una mujer debe mantener silencio en la iglesia, mucho más debe abstenerse del ministerio del altar, concluyen los canonistas.

III. Aunque las mujeres no estén capacitadas para recibir el poder de las órdenes sagradas, aun así son susceptibles de algún poder de jurisdicción. Por tanto, si una mujer sucede en algún cargo o dignidad que tiene alguna jurisdicción aneja a él, aunque no puede encargarse de la cura de almas, aun así se ve capacitada para ejercer la jurisdicción ella misma y de encargar la cura de almas a un clérigo que pueda legítimamente encargarse de ella, y puede otorgarle el beneficio (cap. Dilecta, de major. et obed.). Abadesas y prioras, por consiguiente, que han adquirido tal jurisdicción pueden ejercer los derechos de patronato en una iglesia parroquial y designar e instalar como párroco al candidato que haya aprobado el obispo diocesano para la cura de almas (S.C.C., 17 de Diciembre de 1701). Tal patrona puede también, en virtud de su jurisdicción, privar a los clérigos sujetos a ella de los beneficios que les haya concedido, retirándoles el título y posesión. En tal caso, como el beneficio fue concedido con dependencia del patronato de una mujer y en colación del título y posesión, se concluye que el derecho espiritual del beneficiado era también dependiente de la misma, y cuando se los quitan, cesa su derecho espiritual en ellos, pues se presume que el Papa hace la jurisdicción eclesiástica para el cuidado de las almas dependiente también de la posesión del beneficio de acuerdo con los derechos de patronato (Cf. Ferraris, más abajo.) La patrona no puede, sin embargo, suspender a tales clérigos ni ponerlos bajo interdicto o excomunión, porque una mujer no puede infligir censuras, ya que es incapaz de verdadera jurisdicción espiritual (cap. Dilecta, de majorit. et obed.). Una mujer, incluso una abadesa o priora que tiene jurisdicción sobre sus monjas, no puede bendecir públicamente, puesto que el oficio de bendición viene del poder de las llaves, para el que no está capacitada una mujer. Puede, sin embargo, bendecir a sus súbditos de la misma manera que los padres suelen dar su bendición a sus hijos, pero no con algún poder sacramental incluso aunque tenga derecho a llevar báculo. (ver Abadesa).

Otra especie de jurisdicción espiritual aparente fue prohibida a las superioras religiosas por León XIII, cuando por el Decreto “Quemadmodum” (17 de Diciembre de 1890), prohibió cualquier manifestación forzada de conciencia (vid.). Pío X en su motu proprio sobre música en la iglesia (22 de Noviembre de 1903) se mueve por el hecho de que a las mujeres les está canónicamente prohibido tomar parte ministerialmente en el culto divino cuando declara: “Del mismo principio se deduce que los cantantes en la iglesia tienen un oficio litúrgico real, y que, por tanto, a las mujeres, al ser incapaces de ejercer tal oficio, no se les puede admitir a formar parte del coro o capilla musical.” Esto no impide a las mujeres, sin embargo, tomar parte en el canto de la congregación.

IV. Desde los tiempos más antiguos de la Iglesia se han dado normas restrictivas respecto a la residencia de mujeres en las casas de los sacerdotes. Es verdad que San Pablo reivindicaba para sí mismo y San Bernabé el derecho de recibir los servicios de mujeres en sus trabajos misioneros como los demás apóstoles (I Cor., 9, 5), que según la costumbre judía (Lucas, 8, 3) las empleaban con carácter doméstico, aunque advierte a San Timoteo: “evita las viudas más jóvenes” (I Tim., 5, 11). Si los propios apóstoles eran tan circunspectos, no es sorprendente que la Iglesia diera reglas severas respecto a las mujeres que habiten en las casas de hombres consagrados a Dios. Los primeros vestigios de una prohibición se encuentran en las dos epístolas “Ad virgines” atribuidas a San Clemente (años 92-101); San Cipriano en el Siglo III también advierte contra el abuso. El Concilio de Elvira (años 300-306) da la primera norma eclesiástica sobre la materia: “Que un obispo o cualquier otro clérigo tenga residiendo con él o una hermana o hija virgen, pero no desconocidas” (can. 27). El Concilio de Nicea (año 325) permite en una morada clerical “la madre, hermana, tía, o personas apropiadas tales que no den pie a sospechas” (can. 3). Este canon niceno contiene la regla general, que desde entonces se ha mantenido en sustancia en todos los decretos de los concilios. Según la disciplina actual, es derecho del obispo en el sínodo diocesano, aplicar esta regla general en su propia diócesis, más exactamente definirla de acuerdo con las circunstancias de los tiempos, lugares, y personas. Sin embargo, el obispo no puede prohibir absolutamente el empleo de mujeres en su carácter doméstico en las viviendas de clérigos. Puede, sin embargo, prohibir la residencia de mujeres, incluso aunque sean parientes, en las casa de los sacerdotes, si no tienen buena reputación. Si otros sacerdotes, tales como ayudantes, viven en la casa parroquial, el obispo puede exigir que las mujeres que sean parientas tengan la edad prescrita por los cánones, que normalmente es de cuarenta años. En algunas diócesis ha existido desde la Edad Media la costumbre de exigir el permiso del obispo por escrito para emplear amas de llaves, para poder estar seguro de que se cumplen las prescripciones canónicas sobre edad y reputación. En la Iglesia Oriental, le está totalmente prohibido a los obispos tener ninguna mujer residiendo en sus viviendas, y una serie de concilios desde 787 a 1891 ha repetido esta prohibición bajo penas severas. Este rigor de disciplina nunca ha sido acogido por la Iglesia Occidental, aunque se ha considerado adecuado que los obispos se adhieran a la norma común de la Iglesia en esta materia incluso más rigurosamente que los sacerdotes. Como la Iglesia es tan solícita en velar por la reputación de los clérigos en la materia, así ha promulgado muchas normas referentes a su relación con las personas del otro sexo tanto en el hogar como fuera.

V. Una antífona en el oficio de la Santísima Virgen, “Intercede pro devoto femineo sexu” ha dado origen a la creencia de que las mujeres se distinguen como más devotas que los hombres. Como cuestión de hecho, las palabras habitualmente traducidas como “Intercede por el devoto sexo femenino” quieren decir simplemente “por las monjas”. La antífona se toma de un sermón atribuido a San Agustín (P.L. Serm. 194) en el que el autor distingue a los clérigos y las monjas del resto de los fieles, y emplea el término “devoto (esto es, ligado por votos) sexo femenino” para las vírgenes consagradas, según la antigua costumbre de la Iglesia.

Vea el artículo Mulieris Dignitatem, Carta Apostólica de Juan Pablo II sobre la Dignidad y Vocación de la Mujer.

Bibliografía

Aparte de los libros mencionados en el texto del artículo, se pueden dar los siguientes de entre la enorme literatura sobre la materia:

I. Para la cuestión femenina en su conjunto: Lange and Bäumer, Handbuch der Frauenbewegung, v Pts. (Berlín, 1901-02); Rössler, Die Frauenfrage vom Standpunkt der Natur, der Geschichte und der Offenbarung (2ª ed., Friburgo, 1907); Cathrein, Die Frauenfrage (3ª ed., Friburgo, 1909); Mausbach, Die Stellung der Frau im Menscheitsleben: Eine Anwendung katholischer Grundsätze auf die Frauenfrage (Munich-Gladbach, 1906); Bekker, Die Frauenbewegung: Bedeutung, Probleme, Organisation (Kempten y Munich, 1911); Bettex, Mann und Weib (2ªed., Leipzig, 1900); Lily Braun, Die Frauenfrage, ihre geschichtliche Entwicklung und ihre wirtschaftliche Seite (Leipzig, 1901); Wychgram, Die Kulturaufgaben der Frau (Leipzig, 1910-12); en los siguientes vols.: (1) Krukenberg, Die Frau in der Familie: (2) Freudenberg, Die Frau in die Kultur des öffentlichen Lebens: (3) Wirminghaus, Die Frau und die Kultur des Körpers; (4) Schleker, Die Kultur der Wohnung; (5) Bäumer,Die Frau und das geistige Leben; (6) Schleker, Die Frau u. der Haustralt; Laboulaye, Recherches sur la condition civile et politique de la femme (París, 1843); Klamm, Die Frauen (6 vols., Dresde, 1857-59).

II. Histórico: Kavanagh, The Women of Christianity (Londres, 1852); idem, French Women of Letters (1862); Weinhold, Die deutsche Frau im Mittelalter (3ª ed., Viena, 1897); Bücher, Die Frauenfrage im Mittelalter (Tubinga, 1910); Duboc, Fünfzig Jahre Frauenfrage in Deutschland (Leipzig, 1896); Norrenberg, Frauenarbeit und Arbeiterinnenerziehung in deutscher Vorzeit (Colonia, 1880); Stopes, British Freewomen, Their Historical Privilege (Londres, 1907); Peters, Das erste Vierteljahrhundert des allg. deutschen Frauenvereines (Leipzig, 1908)

III. Cuestión moderna de la mujer: Bücher, Die Frauen und ihr Beruf (5ª ed., Leipzig, 1884); Parkes, Essays of Woman’s Work (1866); von Stein, Die Frau auf dem sozialen Gebiete (Stuttgart, 1880); Idem, Die Frau auf dem Begiete der Nationalökonomie (6th ed., Stuttgart, 1886); Gnauck-Kühne, Die deutsche Frau m die Jahrhundertwende (2ª ed., Berlin, 1907); Poisson, La salaire des femmes (París, 1908); Criscuolo, La donna nella storia del diritto italiano (Nápoles, 1890); Ostrogorski, La femme au point de vue du droit publique (1892); Gnauck-Kühne, Warum organisieren wir die Arbeiterinnen? (Hamm, 1903); Idem, Arbeiterinnenfrage (Munich-Gladbach, 1905);Pierstorff, Frauenarbeit und Frauenfrage (Jena, 1900); Idem, Die Frau in der Wirtschaft des XX. Jahrhunderts in Handbuch der Politik, II, Par. 56 (Berlín, 1912); Gerhard and Simon, Mutterschaft und geistige Arbeit (Berlín, 1901); Salomon, Soziale Frauenpflichten (Berlín, 1902); Baumstatter, Die Rechtsverhältnisse der deutschen Frau nach der geltenden Gesetzgebung (Colonia, 1900); Dupanloup, La femme studieuse (7ª ed., París, 1900); von Bischof, Das Studium und die Ausübung der Medizin durch die Frauen (Munich, 1887); von Schkejarewsky, Die Unterschiedsmerkmale der männlichen und weiblichen Typen mit Bezug auf die Frage der höheren Frauenbildung (2ª ed., Würzburg, 1898); Eine Abrechnung mit der Frauenfrage (Hamburgo y Leipzig, 1906); Sigismund, Frauenstimmrecht (Leipzig, 1912); Idem, Muttererziehung durch Frauenarbeit (Friburgo, 1910).

Fuente: Rössler, Augustin, and William Fanning. “Woman.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912.

http://www.newadvent.org/cathen/15687b.htm

Traducido por Francisco Vázquez

[1] Mulhieres dignitatem

[2] Carta a la mujer.

Fuente: Enciclopedia Católica