MUERTE

v. Hades, Infierno, Partida, Seol, Sepultura
Num 11:15 y si así lo .. te ruego que me des m
Num 16:41 habéis dado m al pueblo de Jehová
Deu 30:15 puesto .. la vida y el bien, la m y el mal
Rth 1:17 sólo la m hará separación entre nosotras
1Sa 5:11 consternación de m en toda la ciudad
1Sa 20:3 que apenas hay un paso entre mí y la m
1Sa 22:21 Saúl había dado m a los sacerdotes de
1Sa 26:16 vive Jehová, que sois dignos de m
2Sa 22:5 me rodearon ondas de m, y torrentes de
2Ki 4:40 ¡varón de Dios, hay m en esa olla!
Job 3:21 que esperan la m, y ella no llega, aunque
Job 7:15 mi alma .. quiso la m más que mis huesos
Job 30:23 porque yo sé que me conduces a la m
Job 33:22 alma .. y su vida a los que causan la m
Job 38:17 sido descubiertas las puertas de la m
Psa 13:3 alumbra mis ojos .. que no duerma de m
Psa 18:4 me rodearon ligaduras de m, y torrentes
Psa 23:4 aunque ande en valle de sombra de m
Psa 33:19 para librar sus almas de la m, y para
Psa 116:15 estimada es a los .. la m de sus santos
Psa 118:18 me castigó .. mas no me entregó a la m
Pro 2:18 por la cual su casa está inclinada a la m
Pro 5:5 sus pies descienden a la m, sus pasos
Pro 18:21 la m y la .. están en poder de la lengua
Pro 24:11 libra a los que son llevados a la m
Ecc 7:1 mejor el día de la m que .. del nacimiento
Ecc 8:8 que tenga .. potestad sobre el día de la m
Son 8:6 fuerte es como la m el amor; duros como
Isa 9:2 los que moraban en tierra de sombra de m
Isa 25:8 destruirá a la m para siempre .. Jehová
Isa 53:12 por cuanto derramó su vida hasta la m
Jer 8:3 y escogerá la m antes que la vida todo
Jer 26:11 en pena de m ha incurrido este hombre
Eze 18:23; 33:11


Muerte (heb. mâweth; gr. thánatos). La muerte entró en el mundo como consecuencia del pecado (Gen 2:16, 17; 3:19; Rom 5:12), y es un enemigo (1Co 15:26). Todos los hombres deben morir (1Co 15:22; Heb 9:27), pero todos volverán a vivir (Joh 5:28, 29; 1Co 15:22). En la Biblia con frecuencia se llama a la muerte un sueño. De David, Salomón y muchos otros reyes de Israel y de Judá se dice que duermen con sus padres (1Ki 2:10; 11:43; 14:20, 31; 15:8; 2Ch 21:1; 26:23; etc.). Job se refirió a la muerte como a un sueño (Job 7:21; 14:10-12), como también lo hizo el salmista (Psa 13:3), Jeremí­as (Jer 51:39, 57) y Daniel (Dan 12:2). En el NT, Cristo afirmó que la fallecida hija de Jairo estaba durmiendo (Mat 9:24; Mar 5:39). Se refirió a Lázaro muerto del mismo modo (Joh 11:11-14). Pablo y Pedro también llaman sueño a la muerte (1Co 15:51, 52; 1Th 4:13-17; 2Pe 3:4). Muchos santos “que durmieron” se levantaron de sus tumbas en ocasión de la resurrección de Cristo y “aparecieron a muchos” (Mat 27:52, 53). Lucas, el autor de Hechos, describe la muerte de Esteban como el dormirse (Act 7:60). El sueño es un sí­mbolo adecuado de la muerte, como lo demuestra la siguiente comparación: 1. El sueño es un estado de inconsciencia (Ecc 9:5, 6). 2. En el sueño el pensamiento consciente está dormido. “Sale su aliento… en ese mismo dí­a perecen sus pensamientos” (Psa 146:4). 3. Con el sueño terminan todas las actividades del dí­a. “En el Seol [sepulcro], adonde vas, no hay obra, ni trabajo, ni ciencia, ni sabidurí­a” (Ecc 9:10). 4. El sueño nos separa de los que están despiertos y de sus actividades. “Y nunca más tendrán parte en todo lo que se hace debajo del sol” (v 6). 5. El sueño normal desactiva las emociones. “Su amor y su odio y su envidia fenecieron ya” (v 6). 6. El sueño es transitorio y supone un despertar. “Entonces llamarás, y yo te responderé” (Job 14:15). “Porque vendrá hora cuando todos los que están en los sepucros oirán su voz; y… saldrán” (Joh 5:28, 29). Véase Resurrección. En el sueño de la muerte el aliento cesa (Psa 146:4), el cuerpo fí­sico se descompone y sus elementos se mezclan con la tierra de donde procedió (Psa 146:4; Gen 3:19), y el espí­ritu regresa a Dios, de donde vino (Ecc 12:7). Sin embargo, el espí­ritu así­ separado del cuerpo no es un ente consciente. Es el carácter del hombre lo que Dios conserva hasta la resurrección (1Co 15:51-54; Job 19:25-27), de modo que todos los hombres volverán a tener su mismo carácter (véase CBA 6:1092, 1093). En ocasión de la 2a venida de Cristo los justos recibirán la inmortalidad, y al mismo tiempo serán revestidos de cuerpos glorificados (1Co 15: 25-49). Véase Espí­ritu. Entre el tiempo de la muerte y el de la resurrección se representa a los muertos como durmiendo en el Seol (Ecc 9:10 ) o en el Hades (Act 2:27, 31). No están en el cielo (vs 29, 34), porque no están con el Señor hasta la 2ª venida (Joh 14:1-3). La Biblia menciona una 2ª muerte (Rev 20:6). La 1ª sobreviene a todos como resultado de la operación normal de los efectos degenerativos del pecado; la 2ª muerte afecta sólo a los impenitentes al final de los 1.000 años de Rev_20, cuando los malvados serán eternamente aniquilados (Mat 10:28). En la conflagración final esta tierra será purificada por fuego (2Pe 3:10). Con la destrucción de Satanás y de los impí­os, la muerte resultará destruida (1Co 15:26; Rev 20:14). Véase Segunda muerte. Figuradamente, se describe a los pecadores como “muertos en… delitos y pecados” (Ef. 2:1; cf Col 2:13). A menos que el Espí­ritu Santo toque sus corazones, son insensibles a todo lo espiritual. En Rom 6:2, Pablo, invirtiendo la figura, se refiere a los cristianos como muertos al pecado; ya no viven en él. Muerto, Mar. Véase Mar Muerto.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

fenómeno universal que marca la cesación de la vida. El hombre fue creado finito, caduco, †œEl Señor creó al hombre de la tierra y a ella le hará volver de nuevo. Asignó al hombre dí­as contados y un plazo fijo†, Si 17, 1-2; Qo 3, 20; 12, 7. Como los israelitas no tení­an una concepción dualista del hombre como compuesto de materia y espí­ritu, el hombre, al contrario, es uno, un ser viviente, y, por tanto, la m. no significaba la separación de estos dos principios, como lo concebí­a los la antropologí­a de los griegos. La m. era la pérdida del aliento vital, Gn 7, 15; 1 R 17, 17; Sal 146, 4; del hálito de vida, Gn 7, 22; así­, la m. es dar el último suspiro, Jb 11, 20. El Génesis dice: †œEntonces Yahvéh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente†, Gn 2, 7; Job lo llama aliento de Dios, Jb 27, 3.

El término hebreo nefes indica al ser animado por un soplo de vida manifestado también por el espí­ritu, ruaj, términos estos traducidos impropiamente por alma. No existí­a, tampoco, un concepto claro de inmortalidad entre los hebreos, éste se desarrolló lentamente. Quien morí­a bajaba al seol, palabra de origen desconocido, con la que se designaba las profundidades de la tierra, el inframundo, Gn 37, 35; 1 S 2, 6; Dt 32, 22; Is 14, 9. No existí­a tampoco el concepto de premio y castigo en ultratumba, al seol iban todos, buenos y malos, independientemente de la conducta terrenal; en el seol están todos mezclados, de sus garras nadie se salva, Nm 16, 33; 1 S 28, 19; Sal 89 (88), 49; Ez 32, 17-32. Sal 104, 29-30. En el seol, mansión de los muertos, de las sombras, se acaban las relaciones del hombre con el mundo, sus semejantes y Dios; quien está muerto ya no piensa en Dios, †œporque en la muerte nadie de ti se acuerda† Sal 6, 6; 30 (29), 10; 88 (87), 4- 6 y 11-12; 115 (113 B), 17-18; Qo 9, 10; Is 38, 18. Sin embargo, el poder omnipotente de Dios vivo, se ejerce en esa desolación, †œporque Yahvéh da muerte y vida, hace bajar al seol y retornar†, 1 S 2, 6; Sb 16, 13; Tb 13, 2; Am 9, 2. La doctrina de la recompensa de ultratumba, la superación de la idea del seol, comienza a aparecer con la esperanza del salmista, que piensa que no puede ser igual la suerte del impí­o a la del justo, después de la m., Sal 16 (15), 10-11; 49 (48), 16; y ya plenamente hacia finales del A. T., asociada con la creencia en la inmortalidad, con la resurrección, Sb 3; 1 M 2 M 7, 9; 12, 38-46.

El dualismo materia-espí­ritu cuerpo-alma, aparece con la influencia del helenismo, del cual encontramos unos asomos en el libro de la Sabidurí­a, que establece una diferencia entre el cuerpo y el alma y la preeminencia de ésta sobre aquél, Sb 8, 19-20; 9, 15. Esta misma diferencia entre cuerpo y alma, se en Mateo: †œY no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquél que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna†, Mt 10, 28. Jesús nos dice como pasar de la vida a la muerte: †œEn verdad, os digo: el que escucha mi palabra y cree en el que me ha enviado, tiene vida eterna y no incurre en juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida†, Jn 5, 24; Jesús vino a traer el mensaje del amor que vivifica, Jn 3, 14 y 16.

Para Pablo la muerte fí­sica es una catástrofe 1 Co 15, 54-57; pero Cristo anuló la victoria de la muerte, triunfó sobre ella, resucitó y esta es la garantí­a del creyente, Hb 2, 14-15; 13, 20-21; Rm 8, 11; la incorporación a Cristo, que es la vida, nos la da la fe y el bautismo, Rm 1, 16-17; 6, 4-5.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(heb., maweth, gr. thanatos, nekros). Tanto el AT como el NT presentan la muerte como un acontecimiento que le pertenece a nuestra existencia pecaminosa, pero también lo hacen en relación al Dios viviente, el Creador, el Redentor. La muerte significa el fin de la vida humana en la tierra (Gen 3:19). El ponderarlo puede causar un sentimiento de separación de Dios (p. ej., Psa 6:5; Psa 30:9; Psa 88:5), pero al encarar la muerte se reconoce que hay que tener confianza total en el Señor (Job 19:25-26; Psa 73:23-24; Psa 139:8).

La muerte también es la ausencia de una comunión espiritual con Dios (Deu 30:15; Jer 21:8; Eze 18:21-22, Eze 18:31-32).

La muerte es el resultado del pecado (Rom 5:12; Rom 6:23) y del diablo; en esta época en esta tierra caí­da, él tiene poder sobre la muerte hasta que Cristo se lo quite (Heb 2:15). Se enfatiza mucho la muerte de Jesús por los pecados del mundo porque es su victoria sobre la muerte en la resurrección corporal.

Aquellos que no están inscritos en el libro de la vida del Cordero (Rev 20:15) experimentan la segunda muerte (Rev 20:6, Rev 20:14; Rev 21:8), lo que significa la separación eterna de Dios y de su pueblo redimido.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Fí­sica: Separación del alma y del cuerpo, Gen 25:11, 2Ti 4:6, 1Co 5:1.

– Se muere sólo una vez, ¡y después, el juicio!, Heb 9:27.

– Es segura, inevitable, y vendrá como un ladrón, Jos 23:14, Mat 24:42-51.

– El justo y el impí­o se perpetuarán para siempre despues de morir.

– E1 justo, para disfrutar eternamente, Mat 25:34, Mat 25:46, Isa 35:10, Isa 45:17, Dan 7:14, Dan 12:2, Rev 7:17. Ver “Cielo”.

– El impí­o, para sufrir tormento eterno, Mat 25:42, Mat 25:46, Mar 3:29, Jer.20.

11, Dan 12:2, 2Te 1:9. Ver “Infierno”.

– Jesús conquistó la muerte y le quitó su aguijón, Jua 5:24, 1Co 15:53-57, 1Jn 5:12.

– La muerte es algo precioso para el justo, Sal 116:15, Rev 14:13, Job 19:23-26, Fi12Cr 1:21-23.

– Los muertos verán antes al Senor, 1Te 4:13-18, Fi12Cr 1:21-23.

– Jesús se quedó con las llaves de la muerte, Rev 1:18. Ver “LLaves”.

Muerte Espiritua: Es la separación del hombre de Dios: (Luc 15:24-32).

1- La “primera muerte”, viene con el pecado, Gen 2:17 : Adán comió del árbol y no murió fí­sicamente, sino espiritualmente, fue separado de Dios: (Gen 2:17, Gen 3:23-24, Rom 5:12, 1Co 15:21.

2- La “segunda muerte”, es la separacion definitiva y eterna de Dios, Rev 20:6, Rev 20:14, Rev 2:11, Rev 21:8.

3- No temáis a los que matan al cuerpo, sino a los que pueden perder el alma y el cuerpo en el Infierno, Mat 10:28.

4- Jesús, muriendo, triunfó de la muerte.

1Co 15:25, Rom 6:9, Rom 8:2, Rom 14:9.

– Ordenada por Dios y aceptada por Cristo, Isa 53:6, Isa 53:10, Hec 2:23, Fi12:8.

– Profetizada por Isa 53:8, Dan 9:26, Zac 13:7.

– Profetizada por el mismo Jesús, ¡y que serí­a en cruz!, Mat 16:21, Mat 20:1819, Mat 17:23, : (y paralelos), Jua 10:17-18, Jua 12:32-33, Jua 18:32.

– Necesaria para la redención del hombre, Luc 24:26, J n.12: 24,Hec 17:3.

– Aceptable como sacrificio a Dios, Mat 20:28, Efe 5:2, 1Te 5:10.

– Fue voluntaria, Isa 53:12, Mat 26:53, Jua 10:17-18.

– Inmerecida, Isa 53:9.

– Tropiezo para los judí­os, locura para los gentiles, mas poder y sabiduria para los llamados, 1Co 1:23-25.

5- Muerte de los buenos.

– Es bendita, Rev 14:13.

– Preciosa a los ojos de Dios, Sal 116.

15.

– Un sueno en Cristo, 1Co 15:18, 1Te 4:14.

– Es ganancia, Fi11:21-23.

– Esperada sin temor y con resignación, Sal 23:4, Gen 50:24, Jos 23:14.

– Llena de fe, paz y esperanza, Heb 11:13, [s.57:2, Pro 14:32.

– Conduce al descanso, al gozo, consuelo, presencia de Cristo; es una corona de vida, y una resurrección llena de gozo, Job 3:17, Job 19:26, Is.26.

19, Dan 12:2, Luc 16:25, 2Co 5:8, Flp 1:23, 2Ti 4:8, Rev 2:10, Rev 2:21 y 22.

6- Muerte de los malos.

– Es sin esperanza, Pro 11:7.

– Repentina e inesperada, Luc 12:16-21, Job 21:13, Job 21:23, Job 27:21, Pro 29:1.

– Distinguida por el terror, Job I8:1115, 27:19,21, Sal 73:19.

– Le sigue el castigo, Isa 14:9, Hec 1:25.

– El “buen ladrón”, tuvo tiempo de arrepentirse y salvarse, Luc 23:43.

– Como la muerte de los brutos, Sal 49:14.

– Dios no tiene placer en ella, Eze 18:23, Eze 18:32, Sal 116:15.

7- Resurrección de los Muertos: Con los mismos cuerpos y almas que tuvieron, transformados, Jua 5:25-29, 1Co 15:12, Job 19:26, Sal 49:15, Isa 26:19.

8- Muertos resucitados milagrosamente: Ver “Milagros”.

9- Oraciones por los Muertos: Ver “Difuntos”.

10- Llanto por los Muertos: Empezaba inmediatamente después de la muerte, en la casa del muerto, en el camino de la sepultura, y por 7 dí­as. A veces se pagaban mujeres para que lloraran por el muerto, llamadas “planideras”: Mat 9:23, Mar 5:38, Mar 5:2 52Cr 3:3I-34, 1Re 13:29, Judt.16:25, Jer 22:18.

11- “No matar”: Es el quinto mandamiento de la Ley de Dios, Ex.20, Deut. S, Mar 10:19.

12- Pena de Muerte: Castigo en la Ley Antigua por las siguientes razones: – Asesinato, Gen 4:24, Gen 9:5-6.

– Blasfemia, Num 35:16.

– Idolatrí­a, Ex,Num 22:20, Deu 13:6.

– Adulterio, Lev 20:10, Jua 8:4-5, Mat 1:19.

– Sodomí­a, Incesto, Bestialidad, Lev 20:13-20, Lev 18:17-25.

(Homosexualidad).

– Hechicerí­a, brujerí­a, astrologí­a, horóscopo, Lev 22:18, Isa 47:13-15. Ver “Espiritismo”.

– Hijos rebeldes, maldecir a los padres herir a los padres, desobedecer a los padres, Deu 21:20, Exo 21:15-17.

– Profanar el sábado, Exo 31:14, Exo 35:2.

– Poner la vida en peligro, Exo 21:29.

13- Perder la vida por Cristo: Mat 10:39, Mat 16:25-26, Luc 9:24-26.

14- Mártires: Mat 10:21-22, Hch.7,Mat 12:2Mat 21:13, 2Mac. 6 y7.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El término hebreo mut se traduce como morir o ser ejecutado. Mavet es la m., en forma personificada. La mayorí­a de las veces que se usa mut es para indicar la m. fí­sica de una persona o un animal. Dios creó al hombre con una capacidad sin lí­mite para la vida. La única condición para mantenerse en ella era la obediencia a Dios (†œ… mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el dí­a que de él comieres, ciertamente morirás† [Gen 2:17]). De manera que el proceso de decadencia y corrupción que se produce en el cuerpo de los hombres es un fruto del pecado. La sentencia: †œPolvo eres, y al polvo volverás† fue dada después de la introducción del pecado. Dios nos dice en Eze 18:32 : †œPorque no quiero la m. del que muere†. Sin embargo, como resultado de la †¢caí­da, †œestá establecido para los hombres que mueran una vez, y después de esto el juicio† (Heb 9:27).

En la mentalidad hebrea, †œdescender al Seol† es morir (Gen 42:38; Num 16:30). Se utilizan muchas otras palabras para aludir al destino de los muertos: †œla tierra† (1Sa 28:13; Jon 2:6); †œla tierra del olvido† (Sal 88:12); †œel polvo† (Gen 3:19; Isa 26:5); †œel abismo† (Isa 14:15); †œel sepulcro† (Pro 28:17); †œel silencio† (Sal 94:17; Sal 115:17); †œlo profundo de la tierra† (Eze 31:14); †œtierra de tinieblas y de sombra de muerte† (Job 10:21-22). †¢Infierno. También se llama a ese lugar †œAbadón†, que significa †œcorromper†. Señala el oscuro lugar de los muertos. Job lo menciona junto con la m. (Job 28:22) y el Seol (Job 26:6), diciendo que el Abadón †œno tiene cobertura† ante Dios. Es un lugar que no se sacia de recibir muertos, en la misma forma en que no se sacian los ojos del lascivo (Pro 27:20). Allí­ no se proclama la verdad de Dios ni se cuenta su misericordia (Sal 88:11), pero aun así­ el conocimiento de Dios llega hasta allí­ (Pro 15:11). La Septuaginta usaba la palabra †œHades† para señalar la idea del lugar adonde van los muertos.
la mitologí­a cananea existí­a un dios llamado Mot, que era considerado el dios de la m. éste viví­a en constante lucha con †¢Baal, que era el dios de la fertilidad y de la lluvia. También en la cultura mesopotámica se hablaba de un dios de la m., que trepaba las paredes y pasaba por las ventanas para atacar a los niños y a las mujeres embarazadas. El AT no parece haber registrado esta costumbre. Sin embargo, en algunos pasajes la m. es presentada en forma personificada (†œEl Abadón y la muerte dijeron: Su fama hemos oí­do con nuestros oí­dos† [Job 28:22]; †œComo rebaños que son conducidos al Seol, la m. los pastorearᆝ [Sal 49:14]).
concepto de †¢inmortalidad no es una caracterí­stica del AT. Pero el Señor Jesús †œquitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio† (2Ti 1:10). Eso quiere decir que los santos del AT no conocí­an con claridad este concepto. Por eso se veí­a la m. como la cesación de todo, incluyendo la relación con Dios (†œ¿Qué provecho hay en mi muerte cuando descienda a la sepultura? ¿Te alabará el polvo? ¿Anunciará tu verdad?† [Sal 30:9]).
otra parte, la condenación del hombre a la m. por causa del pecado no se limita al aspecto fí­sico. El NT hace énfasis en que existe otra dimensión de la m., que es de carácter espiritual. La vida viene de Dios. La separación de Dios es separación de la vida. El pecado es separación de Dios. Por lo tanto, el ser humano, al pecar muere, no sólo materialmente, sino en su espí­ritu. La m. espiritual precede a la material. Las Escrituras enseñan que los hombres sin Cristo están †œmuertos en … delitos y pecados† (Efe 2:1). El Señor Jesús vino, precisamente, a ofrecer a los hombres †œvida … en abundancia† (Jua 10:10) y a librar a †œtodos los que por el temor de la m. estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre† (Heb 2:15). También en el NT la m. aparece a veces personificada. Así­, se nos dice que †œreinó la m. desde Adán hasta Moisés† (Rom 5:14). †œY el postrer enemigo que será destruido es la m.† (1Co 15:26); †œY la m. y el Hades fueron lanzados al lago de fuego. Esta es la m. segunda† (Apo 20:14).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT ESCA

ver, RESURRECCIí“N, CASTIGO ETERNO, SEOL

vet, En el sentido corriente: cesación de la vida. No entraba en la voluntad de Dios, que ha creado al hombre a su imagen, y que lo ha hecho “alma viviente”. En el paraí­so, el árbol de la vida le hubiera permitido vivir eternamente (Gn. 1:27; 2:7; 3:22). La muerte ha sido el salario de la desobediencia a la orden divina (Gn. 2:17; Ro. 5:12; 6:23). La muerte es fí­sica, por cuanto nuestro cuerpo retorna al polvo (Gn. 3:19); también es, y sobre todo, espiritual. Desde su caí­da, Adán y Eva fueron echados de la presencia de Dios y privados de Su comunión (Gn. 3:22-24). Desde entonces, los pecadores se hallan “muertos en… delitos y pecados” (Ef. 2:1). El hijo pródigo, alejado del hogar paterno, está espiritualmente muerto (Lc. 15:24). Esta es la razón de que el pecador tiene necesidad de la regeneración del alma y de la resurrección del cuerpo. Jesús insiste en la necesidad que tiene todo hombre de nacer otra vez (Jn. 3:3-8); explica El que el paso de la muerte espiritual a la vida eterna se opera por acción del Espí­ritu Santo y se recibe por la fe (Jn. 5:24; 6:63). Esta resurrección de nuestro ser interior es producida por el milagro del bautismo del Espí­ritu (Col. 2:12-13). El que consiente en perder su vida y resucitar con Cristo es plenamente vivo con El (Ro. 6:4, 8, 13). (a) Tras la muerte fí­sica: (A) Para el impí­o es cosa horrenda caer en manos del Dios vivo (He. 10:31) y comparecer ante el juicio (He. 9:27) sin preparación alguna (Lc. 12:16-21). El pecador puede parecer impune durante mucho tiempo (Sal. 73:3- 20), pero su suerte final muestra que “el Señor se reirá de él porque ve que viene su dí­a” (Sal. 37:13). El que no haya aceptado el perdón de Dios morirá en sus pecados (cfr. Jn. 8:24). Jesús enseña, en la historia del rico malvado que, desde el mismo instante de la muerte, el impí­o se halla en un lugar de tormentos, en plena posesión de su consciencia y de su memoria, separado por un infranqueable abismo del lugar de la ventura eterna, imposibilitado de toda ayuda, y tenido por totalmente responsable por las advertencias de las Escrituras y/o de la Revelación natural y del testimonio de su propia conciencia (Lc. 16:19-31; Ro. 1:18-21 ss). (Véase SEOL, HADES.) (B) Para el creyente no existe la muerte espiritual (la separación de Dios). Ha recibido la vida eterna, habiendo pasado, por la fe, de la muerte a la vida (Jn. 5:24). Jesús afirmó: “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí­, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí­ no morirá eternamente” (Jn. 11:25-26; cfr. Jn. 8:51; 10:28). Desde el mismo instante de su muerte, el mendigo Lázaro fue llevado por ángeles al seno de Abraham (Lc. 16:22, 25). Pablo podrí­a decir: “Porque para mí­ el vivir es Cristo y el morir es ganancia”. Para él partir para estar con Cristo es mucho mejor (Fil. 1:21-23). Es por esta razón que “más quisiéramos estar ausentes del cuerpo, y presentes al Señor” (2 Co. 5:2-9). No se puede imaginar una victoria más completa sobre la muerte, en espera de la gloriosa resurrección del cuerpo (véase RESURRECCIí“N). Así­, el Espí­ritu puede afirmar solemnemente: “Bienaventurados de aquí­ en adelante los muertos que mueren en el Señor” (Ap. 14:13). (b) La muerte segunda. En contraste con la gozosa certeza del creyente, recapitulada anteriormente, se halla una expectación de juicio, y de hervor de fuego, que ha de devorar a los adversarios. La acción de la conciencia natural infunde miedo y angustiosa incertidumbre en el inconverso. Shakespeare lo expresó magistralmente en su soliloquio de Hamlet, en el que éste considera la posibilidad del suicidio; “Morir: dormir; no más; y con el sueño, decir que damos fin a los agobios e infortunios, a los miles de contrariedades naturales a las que es heredera la carne, éste es un fin a desear con ansia. Morir: dormir; dormir: quizá soñar; ¡Ah, ahí­ está el punto dificultoso!; porque en este sueño de la muerte ¿qué sueños pueden venir cuando nos hayamos despojado de esta mortal vestidura? Ello debe refrenarnos: ahí­ está el respeto que hace sobrellevar la calamidad de una tal vida, pues ¿quién soportarí­a los azotes y escarnios del tiempo, los males del opresor, la altanerí­a de los soberbios, el dolor por el amor menospreciado, la lentitud de la justicia, la insolencia de los potentados, y el desdén que provoca el paciente mérito de los humildes, cuando él mismo puede, con desnuda daga, el descanso alcanzar? ¿Quién llevarí­a pesados fardos, gimiendo y sudando bajo una fatigosa vida, sino por el hecho del temor de algo tras la muerte, el paí­s inexplorado de cuyos muelles ningún viajero retorna, y que nos hace preferir aquellos males que ahora tenemos, que volar a otros de los que nada sabemos? Así­, la conciencia a todos nos vuelve cobardes, y así­ el inicio de una resolución queda detenido por el pálido manto de la reflexión” (Acto III, Escena 1). Así­, la “horrenda expectación de juicio, y el hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios” (He. 10:27) se refiere a la muerte segunda, aquella que espera a los no arrepentidos tras el juicio final. Esta segunda muerte es en las Escrituras un sinónimo de infierno. Dos veces se declara en Apocalipsis que el lago de fuego es la muerte segunda (Ap. 20:14; 21:8). En este lago de fuego los impenitentes, vueltos a levantar a la vida en sus cuerpos, pero sin admisión a la gloria, serán atormentados dí­a y noche por los siglos de los siglos (Ap. 14:10-11; 20:10). Es por ello que se trata de “sufrir daño de la segunda muerte” (Ap. 2:11). Queda en pie el hecho de la gracia del Señor, que no desea la muerte del pecador, sino su salvación. Así­, la Escritura insiste en numerosas ocasiones: “No quiero la muerte del que muere… convertí­os, pues, y viviréis” (Ex. 18:23, 31-32). (Véanse CASTIGO ETERNO, SEOL.) Bibliografí­a: Anderson, Sir R.: “Human Destiny” (Pickering and Inglis, Londres, 1913); Hamilton, G. y Fernández, D.: “¿Dónde están los muertos?” (Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1977); Lacueva, F.; “Escatologí­a” II (Clí­e, Terrassa, 1983); Pentecost, J. D.: “Eventos del Porvenir” (Ed. Libertador, Maracaibo, 1977); Pollock, A. J.: “El hades y el castigo eterno” (Edit. “Las Buenas Nuevas”, Los íngeles, 1961); Winter, D.: “El más allá” (Logoi, Miami, 1972).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Es el hecho final de la vida. Es la separación formal “del cuerpo y del alma”, aunque se suele definir como la “separación o salida del alma del cuerpo”, como si el alma estuviera “metida” en el cuerpo en forma de vasija y ella fuera esencia a la manera de aroma o ser invisible. Si entendemos el hombre como una realidad doble, hay que definir la muerte más bien como ruptura o separación.

A partir de su acontecimiento, el ser humano sigue existiendo en su dimensión espiritual, la cual permanece. Pero se corrompe, destruye y desaparece en su dimensión corporal, pues el cuerpo se aniquila antes o después y queda reducido a los elementos minerales que lo configuraron en la tierra.

La naturaleza nos dice que el hombre es temporal: nace, vive y al final muere. La fe religiosa, la católica y la de muchas religiones, añade además que la muerte es el fruto de un castigo divino por un pecado original de los hombres, pecado misterioso y colectivo que denominamos original. Y son también muchas las religiones que enseñan que la muerte es provisional, pues un dí­a el cuerpo será restaurado y se volverá a unir con el alma para iniciar una vida diferente: inmutable, indestructible, misteriosa, pero real. El Concilio Vaticano II explicaba a los creyentes el sentido cristiano de la muerte, con una excelente sí­ntesis doctrinal, interesante para el catequista: “El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor a la desaparición perpetua… La semilla de eternidad que en sí­ lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte. La Iglesia, aleccionada por la revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz, más allá de la muerte…

La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en el mundo a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado.” (Gaud. et Spes. 18)

1. Misterio de la muerte
El hombre teme la muerte, pero sabe que necesariamente habrá de llegar. Como todos los seres vivos, es consciente de su mortalidad; pero siente hambre de inmortalidad, si es sano psicológica y espiritualmente y sabe que algo hay después de esta vida.

Por eso se pregunta con cierta aprehensión por lo que es el morir y las razones últimas de que tenga que pasar por ese trance tan desconcertante.

1.1. Sentidos de la muerte
En un sentido fí­sico, la muerte es la culminación del ciclo vital que se halla grabado naturalmente en todo ser vivo. En un sentido psicológico y moral, la muerte es la parálisis de toda su actividad interior y de su posibilidad de comunicación.

A pesar de sus aspiraciones de inmortalidad y de su deseo imperioso de sobrevivir, el hombre sabe que ha sido creado temporal y que tiene que terminar sus dí­as terrenos. La muertese halla indiscutiblemente grabada en su naturaleza limitada de criatura dependiente del Señor.

Sin embargo, con sentido espiritual e incluso racional, el cristiano sabe que su final terreno no es la destrucción de su ser, sino que una vida eterna se abre al terminar sus dí­as de peregrino en la tierra.

La razón le indica que sus apetencias de inmortalidad no pueden ser, sin más, una espejismo cruel de su naturaleza inteligente. Por eso espera que algo misterioso le convertirá suvida presente en otra vida posterior. Ese algo es la Providencia.

1.2. Opiniones y creencias
Todas las mitologí­as y creencias de los pueblos han conducido a sospechas, a teorí­as e, incluso, a los cultos religiosos, en favor de la inmortalidad y a la esperanza en la felicidad más allá de las penas y sufrimientos de esta vida terrena.

Pero es la fe religiosa, sobre todo cristiana, la que hace posible en entender la muerte como un tránsito hacia un estado, lugar o situación en donde Dios se presenta como acogedor del hombre.

En este sentido se han explicado todas las religiones, sobre todo las monoteí­stas, que han visto siempre en la muerte el encuentro con Dios en un Paraí­so creado para recibir a los mortales.

Judaí­smo, mahometismo, mazdeí­smo, incluso budismo y, por supuesto, el cristianismo, dan una solución trascendente al problema y al misterio de la muerte. Coinciden en comprender que todos los hombres son iguales y que todas las diferencias se destruyen una vez que se transciende los umbrales de la vida terrena.

2. La muerte en la Escritura
La claridad sobre el sentido cristiano de la muerte llega de mano de los escritores bí­blicos que dejaron un mensaje de esperanza para explicar el misterio de la muerte humana.

Es doctrina fundamental de la Sagrada Escritura que de las buenas obras de este mundo depende la situación que se consiga en el otro.

2.1. En el Antiguo Testamento
En la Escritura hallamos la explí­cita afirmación de que el hombre fue creado inmortal, pero no superó la prueba que Dios le puso y recibió como castigo “el tener que morir”.

El texto bí­blico es una metáfora, pero clara y expresiva: “El dí­a que de él comieres morirás.” (Gen. 2. 17). Y luego Dios dirí­a: “Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, pues de ella has sido tomado; polvo eres y al polvo volverás.” (Gn. 3. 19)

El Concilio de Trento enseñó que Adán, por haber violado el mandato de Dios, simbolizado en la prohibición de no comer de un árbol singular, el de la ciencia del bien y del mal, atrajo sobre sí­ el castigo. (Denz. 788). Y todos los descendientes de Adán fueron herederos de ese castigo del morir.

La muerte posee, pues, en el pensamiento cristiano, un sentido punitivo. Pero, al ser reparado el pecado por la misma muerte de Cristo, el sentido de la muerte se transforma en un hecho reparador. Admitir esta doctrina es condicionante para entender la misión redentora del mismo Cristo. La razón dice que el hombre tiene que morir, pues es mortal por naturaleza. Pero la enseñanza religiosa nos ofrece el dato revelado de que Dios lo habí­a dispuesto para no morir si cumplí­a con su precepto original. Para ello lo habí­a puesto en un estado (en un Paraí­so) en el cual superarí­a la mortalidad. Fe expulsado de esa situación por su desobediencia. Desde entonces todos los hombres mueren.

2.2. En el Nuevo Testamento
Las repetidas veces que Jesús alude a la otra vida se desenvuelven en este sentido. Insiste en la necesidad de prepararse para la vida futura, la cual dependerá de los hechos de la presente.

2.2.1 Terminación del tiempo
De las 500 veces que en el Nuevo Testamento se emplea la palabra muerte, morir, final de la vida (zanatos, teleutao, necros…) en forma receptiva o de llegada (no en forma activa, en sentido de matar), un centenar de ellas aluden a la terminación del tiempo en el que se pueden hacer méritos. Terminado el tiempo, cada uno va a recoger el fruto de sus obras: “Murió el mendigo y murió el rico y fueron llevados, al paraí­so el uno y sepultado en el infierno el otro…” (Lc. 16. 22).

En esta parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro se refleja cómo están ambos separados por un abismo insuperable y cómo se ha terminado el tiempo de poder salir del tormento de las llamas.

En otra parábola, la del juicio final, todo el premio y el castigo se presentan como dependientes de las obras de misericordia hechas en este mundo (Mt. 25. 31-46).

Con frecuencia hay alusiones a que el tiempo en la tierra es para trabajar… “Después de la muerte viene la noche, cuando ya nadie puede caminar.” (Jn.9.4)

Las afirmaciones de S. Pablo son más contundentes: “Cada uno recibirá según lo que hubiere hecho por el cuerpo[= en la tierra ], ya sea bueno o malo.” (2 Cor. 5. 10). La muerte es el final. Por eso es importante aprovechar antes de que llegue, “mientras tenemos tiempo.” Luego ya no se hace ni bien ni mal: “El que ha está exento de pecado.” (Rom. 6.10).

2.2.2. Castigo para todos

Por otra parte, queda clara y firme la idea de que la muerte es castigo universal. Todos los escritores del Nuevo Testamento reflejan el carácter punitivo y expiatorio de la muerte y su relación con Adán: “Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así­ la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habí­an pecado.” (Rom. 5. 12; Rom. 5. 15; 8. 10; 1 Cor. 1. 5. 21)

San Pablo presenta la muerte de una forma cristocéntrica (Rom 5, 12) y recuerda: “A los hombres les está establecido morir una vez.” (Hebr. 9. 27). El mensaje revelado enseña que, a ejemplo de Cristo que resucitó y venció a la muerte, los hombres mueren, pero están destinados a resucitar. Mientas ese momento escatológico llega, sufren la corrupción del sepulcro para su cuerpo, pero mantienen su alma viva en la situación de salvación o condenación que hayan merecido en vida.

Algunos problemas hermenéuticos se originaron en tiempos pasados sobre las “excepciones bí­blicas a la ley de la muerte”. En efecto, la Sagrada Escritura habla de que Enoc fue arrebatado de este mundo antes de conocer la muerte (Hebr. 11. 5; Gen. 5. 24; Eccli 44. 16), y de que Elí­as subió al cielo en un torbellino (4 Reyes 2. 11; 1 Mac. 2. 58). Se originó la idea, desde Tertuliano, de que, según el pasaje del Apocalipsis 11. 3, Elí­as y Enoc habrí­an de venir antes del fin del mundo para dar testimonio y luego morir.

Pero esa visión debe ser rechazada por mí­tica y meramente fantasiosa. En la exégesis moderna apenas si hay cabida para Elí­as ni para Enoc y para una interpretación literal de estas sugerencias tan apetecidas por la fantasí­a.

La insinuación similar de San Pablo, que alude a algunos justos que, al llegar la segunda venida de Cristo, no morirán (dormirán), sino que serán sólo mutados (1 Cor. 15. 5), tampoco se puede entender como inmortalidad excepcional. San Pablo insiste mucho más en la perspectiva de la resurrección, como clave para entender la muerte: “Cristo ha vencido a la muerte resucitando por el glorioso poder del Padre. Por eso, nosotros debemos emprender nueva vida; porque, si hemos sido injertados en Cristo y participamos de su muerte, también participaremos de su resurrección”. (Rom. 6. 4-6)

3. Explicación cristiana No es incompatible la presentación del mensaje revelado sobre la muerte con los mismos datos naturales de la caducidad de la vida humana. El sentido común dice que el hombre, por su constitución material, tiene que morir.

Los teólogos hablan del don preternatural de la inmortalidad corporal en el hombre colocado en el “paraí­so de delicias, en donde Dios le creó como inmortal”. Tratan de hacerlo compatible con la temporalidad de la vida, aunque no lo consiguen del todo. Hablan del castigo del pecado original, el cual no deja de ser un misterio racionalmente inexplicable.

4.1. Explicación tradicional
El verdadero significado de la muerte, al margen de sus propiedades de culminación de la vida y destrucción del hombre por la corrupción del cuerpo, está en que significa el punto final de un perí­odo de prueba y en el final del merecimiento.

Orí­genes se oponí­a a esta enseñanza de la Iglesia. Sospechaba que los réprobos se encontrarí­an con un momento posterior de arrepentimiento y que todos terminarí­an salvándose con la opción por el bien. Esta “apocatástasis”, o renovación final, serí­a la prueba máxima de la misericordia divina. Los ángeles y los hombres condenados se convertirí­an al final y poseerán a Dios. Condenada en un Sí­nodo de Constantinopla en 643, se rechazó como idea incompatible con el Evangelio.

La Sagrada Escritura tiene como principio claro y básico que el tiempo de merecer es limitado y no se continúa después de la muerte: Mt. 25. 34 y ss; Lc. 16. 26; Jn. 9. 4; 2 Cor 5. 10; Apoc. 2.10. Estas referencias son el eje básico del mensaje cristiano sobre el morir.

S. Cipriano hizo una afirmación definitiva en el cristianismo: “Cuando se ha partido de aquí­, ya no es posible hacer penitencia y no tiene efecto la satisfacción. Aquí­ se pierde o se gana la vida”. (Ad Demetr. 25)

Y hay que mirar la muerte como el final de un don terreno, que es la vida temporal, y como comienzo de otro don superior, que es la vida eterna.

Para el justo, el que ama a Dios y acepta su voluntad, la muerte pierde su carácter de castigo. Es consecuencia del pecado (es una pena); pero también es, desde la muerte de Jesús, una oportunidad de encontrarse con Dios y recibir la recompensa de las buenas obras realizadas en este mundo.

4.2. Universalidad de la muerte
La doctrina cristiana enseña que todos los que vienen al mundo con pecado original tienen que morir por efecto del pecado. El mismo S. Pablo los declara con frecuencia: “A los hombres les está establecido morir una vez” (Hebr. 9. 27). Podí­a haber sido de otra manera. Pero la realidad es como es.

Incluso los que no tuvieron ese pecado murieron. Jesús no lo tuvo y murió en la cruz, aunque es claro que el sentido de su muerte fue radicalmente diferente del de los demás hombres. Y Marí­a Santí­sima no conoció pecado original y, en consecuencia, no tení­a que haber muerto como castigo; sin embargo, pasó por el trance de la muerte (dormición de Marí­a), a imitación de su divino Hijo.

El hecho de que el tiempo de merecer se limite a la vida sobre la tierra implica consecuencias decisivas para la buena educación espiritual del cristiano. Hay que aprovechar con avidez la vida para almacenar tesoros para el cielo.

4.3. Razón última de la muerte
El pensamiento cristiano sobre la muerte del hombre es claro. No se presenta como un efecto de la misma naturaleza limitada. La contempla con otros ojos, que son los de la revelación misma de Dios, creador del hombre. Por eso busca sus explicaciones últimas en la misma Palabra de Dios, en la Escritura Sagrada.

La muerte, en el actual orden de salvación, es consecuencia punitiva del pecado. El hombre pecó y recibió el castigo de “tener que morir”. Indirectamente se presupone que el estado original del hombre no era el “tener que morir”, sino otro, que se nos escapa por ví­a de razonamiento.

A lo largo de los siglos la Iglesia se esforzó por presentar la muerte como lo que naturalmente es: la terminación del tiempo concedido por el Creador para merecer en este mundo la salvación y la vida eterna.

Con la llegada de la muerte cesa el tiempo de merecer y desmerecer; y, venida ella, se termina la posibilidad de convertirse al bien o al mal.

5. Pastoral y muerte
La idea de la muerte ha sido un eje decisivo en la ascesis y en la moral de los cristianos, como lo ha sido en todas las confesiones religiosas de los pueblos que esperaron otra vida posterior. El más allá, salvo para determinadas actitudes materialistas y hedonistas, fue siempre motivo de reflexión y de ordenación de la conducta.

De manera especial el mensaje cristiano llena al hombre de esperanza e ilusión en medio del temor al morir. Anuncia con gozo que, gracias a Cristo que ha resucitado, también hay resurrección para todos. Y los hombres resucitarán, no para la muerte, sino para la vida interminable.

Formula una profunda invitación a vivir bien, pues el hombre es libre; y anuncia que la resurrección sólo será gozosa para quienes, en su vida terrena, hayan vivido en conformidad con la voluntad divina.

Los que en ella se hayan adherido libre y voluntariamente al mal no podrán gozar de la felicidad del amor divino y sufrirán las consecuencias de su elección.

5.1. Actitudes cristianas
Lo que el mensaje cristiano ha resaltado siempre de modo particular ha sido la esperanza de la resurrección gozosa. Ante el hecho doloroso del morir, contrapone la esperanza consoladora del resucitar. “Para el cristiano la vida se cambia, no se pierde”. Es la idea clave de la misa exequial y es el eco que se respira en el arte, en la literatura, en los monumentos funerarios y en los ritos de difuntos.

Por eso en el lenguaje cristiano no hay cabida para el pesimismo desesperado ante la muerte y se proclama la esperanza tranquila en el más allá. La actitud cristiana ante la muerte es de valentí­a humilde y de confianza en Dios que acoge el alma del difunto. Se acompaña a los que sufren con consuelo y aliento; pero se les recuerda que el ser querido por el que se llora no ha muerto definitivamente, sino que sólo espera la resurrección de los justos. Por eso se aprovechan en la Iglesia los momentos de la muerte para recordar a los creyentes las ideas básicas de la trascendencia .

5.1. Muerte y Plegaria
Siempre estuvo unida la muerte con la necesidad de la plegaria, de la penitencia, de la conversión. Y los gestos exequiales y los sufragios: ofrendas, oraciones, sacrificios, limosnas tendieron ordinariamente a reclamar el perdón de los pecados.

Los ritos funerarios no fueron sólo gestos sociales. Fueron señales de esperanza, motivos de oración comunitaria y de culto a Dios, Señor de la vida. En los momentos en que se llora a los difuntos, la actitud cristiana se transforma en llamada valiente a la esperanza, a la resignación, a la fe, incluso a la alegrí­a.

Creemos que el mundo no es eterno, por lo que tenemos esperanza en que llegará el fin de los tiempos y del universo. Respetamos el misterio de la otra vida y sabemos que Jesús es Señor de la muerte. El tiempo de nuestro vivir es limitado y aceptamos con serenidad la incógnita que pende sobre nuestro caminar terreno.

En la medida en que los hombres cumplen en sus vidas el mensaje de conversión y de salvación, se hacen capaces de participar en el triunfo de Jesús. La muerte es la puerta de llegada a ese encuentro con Cristo.

5.2. Las exequias cristianas
Es bueno pastoralmente que las exequias cristianas superen la categorí­a de ritos ocasionales y se conviertan en recuerdos de eternidad. Hay quien duda de la oportunidad de aprovechar la debilidad emotiva de estos momentos para sembrar mensajes espirituales y para hacer, incluso, proselitismo religioso. Pero no es correcta esa duda, si se tiene claro que la oferta del mensaje salvador es un beneficio indiscutible. Ofrecer consuelos sólidos de la trascendencia en los momentos frágiles de la humanidad doliente no es oportunismo, sino caridad cristiana.

Por eso la Iglesia siempre aprovechó, a imitación de Jesús (con la viuda de Naim, Lc.7.11-17; con Jairo, el jefe de sinagoga, Lc. 8. 50; con las hermanas de Lázaro; Jn. 11. 27), para ofrecer consuelo y esperanza en la vida cuando la muerte se presenta en el camino.

Por eso se simboliza en la alegrí­a de las flores que se ofrecen a los difuntos la tranquilidad del ánimo creyente. Y no se debilita esa confianza en la Providencia de Dios ni siquiera cuando la muerte se hace presente en las desgracias inesperadas (accidentes, guerras, pestes modernas), en las muertes inexplicables (inocentes, débiles, explotados) o en el triunfo de las fuerzas del mal (abuso de los violentos o de los poderosos).

6. Catequesis de la muerte
Si es importante preparar al cristiano para la vida, más decisivo es prepararle para la muerte.

No es bueno decir que la muerte no tiene nada que ver con los niños y con los jóvenes, por muy extendida que se halle la tendencia a esconder o marginar un tema que es clave del pensamiento cristiano.

Si es un hecho profundamente humano, hay que saberlo presentar en la catequesis.

Algunos criterios catequí­sticos pueden ser estos: – De la muerte hay que hablar con oportunidad, con serenidad, con moderación, con adaptación y con claridad.

– La referencia a la muerte debe apoyarse en el mensaje de Jesús, no en perspectivas sociológicas, psicológicas o meramente biológicas. El niño y el joven deben enfrentarse con la idea de la muerte, la propia y de los seres queridos, con los mensajes de Jesús en la mente y en el corazón.

– En la medida de lo posible, no hay que hacer bromas con la muerte ni se debe fomentar la hilaridad, que no deja de ser un mecanismo de defensa ante el miedo que produce. Es frecuente jugar verbalmente con la idea del morir ajeno. Pero no es prudente ni constructivo. Se debe enseñar a reflexionar ante tantas veces como lo hacen los espectáculos audiovisuales y la literatura de consumo.

– Es conveniente resaltar la relación que tiene la vida y la muerte, a nivel personal y a nivel de comunidad. Enseñar a pensar en el más allá es preparar para el momento cuando llegue para cada uno.

Los modos catequí­sticos de presentar el misterio de la muerte cristiana habrán de acomodarse a la edad y a las circunstancias de los catequizandos: – Determinados recursos, o lenguajes de uso frecuente en la sociedad, son excelentes ayudas para descubrir las dimensiones menos oscuras del morir. Tales son los lenguajes del arte pictórico selecto, al estilo del “Entierro del Conde de Orgaz”, del Greco; de la literatura expresiva, como las “Coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre”; de la música, de la escultura, de las fiestas funerarias y tradiciones. El lenguaje artí­stico y social conduce con más facilidad a dejar ecos éticos y estéticos vinculados al mero fenómeno biológico del morir y a superar la dimensión macabra que la muerte conlleva.

– Algunas experiencias prematuras sobre la muerte deben ser tratadas con naturalidad, más que con el ocultamiento de las realidades de la vida: fallecimiento de seres queridos, asistencia a entierros, visita a cementerios, comentarios sobre accidentes o desgracias. Lo que importa es saber acompañar en forma oportuna, afectuosa y comprensiva al que teme o al que sufre.

– También es preciso resaltar la dimensión trascendente de las conmemoraciones funerarias (dí­as de difuntos, celebraciones funerarias, etc.), si se pretende una educación de la fe en relación a estos hechos y no una mera acción social de solidaridad: una plegaria tiene más sentido cristiano que un minuto de silencio por un fallecido; una misa exequial es lenguaje más cristiano que una corona funeraria.

Determinados uso sociales deben ser objeto de reflexión para el catequista que quiere dar a sus catequizandos una visión cristiana del final de la existencia terrena y del tránsito a la vida eterna.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

El desafí­o de culturas y religiones

La “muerte” es una realidad ineludible, por encima de toda explicación teórica. En ella se muestra “el máximo enigma de la vida humana” (GS 18). Es siempre el gran desafí­o a todas las culturas y religiones, como pidiendo una explicación que satisfaga al corazón humano. Es la piedra de toque para calibrar la autenticidad de toda reflexión y estructura humana. En esa realidad resuena una presencia especial de Dios, que da sentido al existir del hombre y a toda la historia. A la luz de la revelación, la condición actual de la muerte es debida al pecado original (cfr. Rom 5,12; Gen 2-3). Pero la suerte del hombre es definitiva, irrevocable, sin posibilidad de reencarnación o de repetición temporal.

La fe cristiana

Sólo la cruz, donde verdaderamente murió el Hijo de Dios, puede dar sentido a la muerte, cuando se descubre que el hombre tiene una “semilla de eternidad” y que la muerte ya ha sido vencida, porque “ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte” (GS 18; cfr. 1Cor 15,56-57). El misterio pascual de Cristo se prolonga en la historia por la fuerza del Espí­ritu Santo, de modo especial por medio de los sacramentos. A Cristo no le han quitado la vida, sino que la ha dado por amor (cfr. Jn 10,18; 15,13). Ya resucitado, da sentido a nuestra vida, también orientada hacia la donación en manos de Dios Amor, esperando una nueva vida.

Con la muerte “la vida no termina, sino que se transforma” (Prefacio de difuntos). Los dos elementos del hombre (que llamamos “alma” y “cuerpo”) forman una unidad. Con la muerte, el alma, que es el principio vital, comienza un nuevo modo de existir orientado a unirse de nuevo con el cuerpo. Esta reunión plena será posible al final de los tiempos, gracias a la resurrección de Cristo. La Santí­sima Virgen, por su Asunción, ya ha llegado a esta realidad gloriosa, como figura de la Iglesia (cfr. Apoc 12).

Participar en la muerte de Cristo

A la luz de la fe cristiana, la muerte “es una participación en la muerte de Cristo para poder participar también en su resurrección” (CEC 1006; cfr. Rom 6,3-9; Fil 3,10-11). La muerte no es sólo el final de la vida terrena y una consecuencia del pecado, sino que, por haber sido vencida y transformada por Cristo, es compartir su misma muerte, “completando” de algún modo su momento supremo de donación al Padre en la cruz (cfr. Col 1,24). En la muerte aparece la libertad humana, actuada durante toda la vida, de donarse totalmente según los planes de Dios en Cristo. La muerte del cristiano participa en la Pascua de Cristo, como “paso” a la existencia definitiva. La Eucaristí­a presencializa este misterio y lo hace posible en la vida cristiana, convertida en oblación con Cristo por la fe, esperanza y caridad.

La muerte se convierte, pues, gracias a la acción del Espí­ritu Santo, en una experiencia de Dios en Cristo su Hijo. Cristo comparte con nosotros nuestra misma muerte, para hacernos partí­cipes de su misma vida inmortal “Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Rom 6,8); “sea que vivamos, sea que muramos, somos del Señor” (Rom 14,8). El bautismo es el sacramento que ha transformado nuestra vida y nuestra muerte. “Fuimos con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así­ también nosotros vivamos una vida nueva. Porque si hemos sido injertados en él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por una resurrección semejante” (Rom 6,4-5).

La comunicación de los dones del Espí­ritu Santo, especialmente en el bautismo, Eucaristí­a y unción de los enfermos, hace de la vida cristiana una preparación para el último momento (la muerte), como participación e la donación sacrificial de Cristo. Los sacramentos comunican la gracia del Espí­ritu Santo para transformar la vida según el espí­ritu de las bienaventuranzas y del mandato del amor. Entonces la vida, la salud y la misma muerte recuperan su pleno sentido, porque pasan a ser complemento o prolongación de la misma vida de Cristo en su caminar hacia la Pascua. El bautismo ya “inserta” en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo (cfr. Rom 6,3-5). En cuanto al momento del “tránsito” o muerte, el sacramento del “viático” es propiamente el de la Eucaristí­a, recibido en aquellos momentos para completar la muerte del Señor. El sacramento de la “unción” hace de la enfermedad una participación en el misterio pascual, ansiando la salvación integral.

El momento más fecundo y misionero de la vida cristiana

Por el hecho de vivir en Cristo, la muerte es una “ganancia” (Fil 1,21). Es el momento más fecundo de la vida de un cristiano y, de modo especial, de un apóstol, a condición de unirse con Cristo en su sumisión a la voluntad salví­fica del Padre. Con Cristo se comparte la vida, la muerte y el más allá definitivo. Es el momento (la “hermana muerte”), en que se actualiza de modo especial la “comunión” de todos los creyentes, atraí­dos por la muerte de Cristo que se prolonga en el tiempo y va construyendo la comunión Trinitaria en la misma Iglesia y en toda la humanidad.

La muerte es sólo de paso, aunque da sentido a toda la vida, porque la muerte de Cristo se convirtió en resurrección para él y en nueva vida para nosotros. La vida de todos los dí­as va haciéndose donación y pasa a ser vida definitiva en Cristo. La vida es hermosa y recupera su sentido a la luz de este “paso” definitivo, que se construye ya desde la vida temporal. Vivir en esta fe, esperanza y caridad, hace de la vida cristiana un anuncio de la resurrección de Cristo.

Referencias Dolor, Eucaristí­a, exequias (funerales), pecado original, redención, resurrección de los muertos, unción de los enfermos.

Lectura de documentos GS 18; CEC 1005-1019, 1681-1683.

Bibliografí­a A. BONORA, Muerte, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 1264-1279; L. BOROS, Mysterium mortis. El hombre y su última opción (Madrid, San Pablo, 1972); O. GONZALEZ DE CARDEDAL, Madre y muerte (Salamanca, Sí­gueme, 1993); A.G. MARTIMORT, La Iglesia en oración (Barcelona, Herder, 1967) 677-690; K. RAHNER, El sentido teológico de la muerte (Barcelona, Herder, 1965); J.L. RUIZ DE LA PEí‘A, El hombre y su muerte (Burgos, Aldecoa, 1971); Idem, La pascua de la creación. Escatologí­a ( BAC, Madrid, 1996) cap. IX.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

La muerte fue considerada al principio no fatalista, sino serenamente, como la terminación natural de la vida humana. La existencia del pueblo de Dios, religada a la Alianza, tení­a un valor social, más que individual: cada cual continuaba su vida en la de sus descendientes. Por eso preocupaba menos la muerte individual. Posteriormente la muerte se considera como un castigo, como una consecuencia del pecado (Rom 5,12.17; 6,23; 1 Cor 15, 21-22), como una obra de Satán (Jn 8,44; Act 2,14), ya que Dios hizo sólo la vida, no la muerte. Pero Jesucristo, al morir en la cruz como rescate por todos los hombres (Mt 20,28; Mc 10,45; Lc 22,27), ha vencido a la muerte, al pecado, a Satán. Con su resurrección obtiene el triunfo definitivo y final sobre ellos. El cristiano muere con Cristo en el bautismo (Rom 6,3-5) y es incorporado a la vida de Jesucristo resucitado. La muerte, lejos de ser una derrota, es un paso a la vida con el Señor triunfante y glorioso.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1. Hombre y muerte

(-> vida, pena de muerte, árbol, resurrección, inmortalidad). Parece que el hombre de Gn 1,1-2,4b no muere, o al menos el texto no dice nada de su muerte. Eso se debe a que no tiene individualidad estricta, sino que vive en un nivel de especie, en el que no existe la muerte. Tampoco el hombre de Gn 2-3 tení­a que morir obligatoriamente, sino que se encontraba abierto hacia el árbol de la vida o amenazado por su propia muerte, en el caso de que comiera del árbol de la ciencia del bien y del mal: “De todo árbol del huerto podrás comer; pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el dí­a que de él comas, ciertamente morirás” (Gn 2,16-17). Eso significa que la muerte humana pertenece al nivel de la experiencia de su individualidad y autonomí­a. Los restantes animales mueren biológicamente, pero no lo saben. El hombre quiere vivir y sabe que muere, si es que quiere hacerse dueño de sí­ mismo. Esta es su grandeza y pequeñez, éste es su destino.

(1) Hombre, deseo de vida, realidad de muerte. Dios le habí­a colocado en un paraí­so abierto a la vida, ofreciéndole una utopí­a de existencia reconciliada consigo mismo y con la realidad, más allá de la muerte. Pero ese jardí­n era una oferta de gracia; por eso, tan pronto como el hombre asume el dominio sobre el conocimiento, en lí­nea de bien-mal, descubre su verdad de muerte y encuentra que es adam (terroso, del polvo de la tierra), que de la aclamah ha brotado y a ella retorna cuando acaba el ciclo biológico de su vida (cf. Gn 3,19). Entendida así­, la muerte no es castigo ni maldición, sino la misma realidad del hombre, someti do a los ritmos de la vida y de la muerte, lo mismo que los cardos y abrojos de la estepa. Ciertamente, el hombre muere, como mueren los restantes animales. Pero los animales no quieren ser más que lo que son, se limitan a vivir. El hombre, en cambio, muere sabiendo que podrí­a vivir y deseando la vida. En ese sentido, el texto bí­blico (Gn 2-3) sabe que el paraí­so de la vida sin muerte es un don que sólo se puede recibir y conservar por gracia. Por eso, tan pronto como los hombres quieren conquistarlo por la fuerza ellos acaban descubriéndose desnudos, impotentes, en manos de su propia fragilidad y de sus deseos de violencia: de la seca adamah proviene el Adam, a ella ha de tornar, pues “polvo eres y al polvo volverás” (3,19; cf. 2,7). Este es el destino de los hombres que, después de haber soñado en el paraí­so, despiertan de nuevo en la estepa de muerte, árida, dura, rodeada por la opresión, pero con el recuerdo del paraí­so (Gn 3,14-4,2). Los hombres morimos como los restantes animales de la estepa, pero sabemos que morimos y nos duele. Hemos “pasado” por el paraí­so, conservamos su recuerdo, de forma que nuestra misma vida es, de alguna forma, un deseo de superar la muerte. Dios habí­a dicho en Gn 2,17 “el dí­a en que comas de ese árbol morirás”, pero la serpiente sabe que no se trata de una muerte instantánea (Adán y Eva han seguido viviendo), sino de vivir de una manera distinta, sabiendo que se muere. De esa forma, toda la existencia del hombre es una especie de preparación para la muerte.

(2) Eva, madre de la vida. Engendramiento humano. Después de haber sido expulsado del paraí­so, “Adán llamó a su mujer Eva (Jawah, vitalidad), porque es madre de todo lo que vive” (3,20). Eso significa que el despliegue de la vida se halla vinculado a Eva (la Viviente, Jawah), cuyo nombre está emparentado con el de Yahvé (†˜ehyeh), Aquel que está presente. Esto significa que hemos salido del paraí­so y que estamos condenados a la muerte, pero sigue existiendo Dios (El que Es, el que está presente) y sigue existiendo la Mujer (La que vive), es decir, la Vida como proceso de engendramiento. Inmediatamente después que Dios le recuerda al hombre que es un ser de muerte (tiene que volver a la adamah: Gn 3,19), el hombre contesta y recuerda a Dios que su mujer es principio de Vida. Esta pervivencia de la mujer no es la inmortalidad individual (en un plano filosófico, en la lí­nea del pensamiento griego o de los orientales), ni es tampoco la promesa de resurrección futura (en una lí­nea que triunfará después con el judaismo y cristianismo), sino algo previo. Los individuos mueren, pero pervive la especie, pues la vida se transmite y expande, sobre la muerte de cada uno de ellos. En ese nivel, Eva viene a mostrarse como experiencia superior de maternidad (protoevangelio*: cf. 3,15), signo de Vida que triunfa de la muerte.

(3) Muerte como asesinato (Gn 4,116). Del plano del hombre que desea vida y está sometido a la muerte (Adán) y de la mujer que es signo divino de vida (Eva) pasamos a los hombres concretos que se enfrentan entre sí­ y se matan. Caí­n y Abel han presentado sus sacrificios ante Dios, que se complace en los de Abel, mientras rechaza los de Caí­n, iniciándose así­ una historia de asesinato y muerte (Gn 4,3-5). No sabemos si Abel era justo en el sentido posterior de la palabra, ni nos importa saberlo, pues el texto bí­blico antiguo (y la tradición básica iniciada con él) no pone de relieve su posible justicia, sino el hecho de que ha sido asesinado, en nombre de un tipo de envidia que parece fundarse en el mismo Dios. Lo único que sabemos es que ofrecí­a unos sacrificios de animales, en los que Dios se agradaba. Quizá descargaba de esa forma su violencia y su agresividad, superando así­ el deseo de matar a su hermano. Por el contrario, Caí­n, que ofrecí­a a Dios los frutos de la tierra, no estaba reconciliado: sintió envidia de Abel y le mató, oponiéndose así­ a la voluntad de Dios. Esta es la certeza básica: el Dios que acepta los sacrificios animales de Abel (quizá como descarga de violencia) no puede aceptar el sacrificio humano de Caí­n. De esa forma se establece dentro de la historia humana el primer lí­mite concreto que consiste en no matar otros seres humanos. Hasta ahora hemos hablado en un plano de teorí­a. Ahora, en cambio, hablamos de la primera muerte concreta y descubrimos que ella ha sido, de hecho, un asesinato (Gn 4,1-16). Así­ encontramos que el hombre es un ser que puede matar a otros hombres. Para la Biblia, el gran problema no es que los hombres mueran, sino que unos hombres maten a otros. El argumento propio de la Biblia no empieza con Adán y Eva, sino con Caí­n y Abel, con un hermano que mata a otro hermano. Sabemos por el relato de la creación del varón y la mujer (Gn 2,21-25) que el mayor bien de un hombre es otro ser humano. Ahora añadimos, desde otra perspectiva, que el mayor peligro de un hombre es otro hombre. Desde esta perspectiva podemos entender mejor la muerte de Jesús.

Cf. U. CASSUTO, Génesis I, Magnes, Jerusalén 1961; A. SOGGIN, Genesi I-II, Marietti, Génova 1991; E. A. SPEISER, Génesis, Doubleday, Nueva York 1964; G. VON RAD, Génesis, Sí­gueme, Salamanca 1977; C. WESTERMANN, Génesis I-II, Ausgburg, Mineápolis 1984.

MUERTE
2.Han matado a Jesús

(-> Jesús). Murió por mantener su mensaje a favor de los pequeños y expulsados de su pueblo (pobres, prostitutas, publicanos, leprosos, enfermos…). Su muerte no fue una casualidad, sino el resultado de una lógica histórica. Jesús chocó con los intereses de los poderosos. Si se hubiera conformado con sentar las bases de una secta de iniciados, quedando en Nazaret para anunciar bellas historias sobre Dios, nada hubiera sucedido. Pero Dios le llamaba a proclamar el Reino abiertamente y subió a Jerusalén para culminar su obra, a pesar de la negativa y rechazo de los defensores del orden establecido. Así­ mostró su fidelidad de profeta, de enviado mesiánico.

(1) Jesús conocí­a el riesgo de su muerte. Era, sin duda, realista, conocí­a el peligro (cf. Mc 6,27) y sabí­a que los profetas han de estar dispuestos a sellar con su sangre la verdad de su mensaje (cf. Lc ll,49ss; 13,33ss). Por formación religiosa y experiencia histórica, Jesús debí­a contar con la eventualidad de una condena, de tal forma que alguno ha podido pensar que fue un provocador, que fue el causante de su muerte, (a) Fue un provocador. Sobre la ley sagrada del sistema (templo, pureza nacional) puso la fidelidad a Dios y a su Reino, que se expresa en el bien de los pobres. En ese contexto ha proclamado sus palabras más solemnes: “Quien quiera salvar su vida la perderá…” (Mc 8,35); “no temáis a aquellos que matan el cuerpo…” (Mt 10,28). También los celotas estaban dispuestos a morir, pero lo hací­an por la ley y el templo, por la nación y el pueblo, como lo habí­an hecho los macabeos (1 y 2 Mac), con armas en la mano. Jesús proclama el Reino sin armas, está dispuesto a morir a favor de los pobres, pero sin emplear violencia ni matar a los contrarios, (b) Fue un arriesgado. Subió a Jerusalén “tomando” la ciudad sin armas, como rey mesiánico (cf. Mc 11,1-10) y anunciando el fin del templo (Mc 11,15ss), pues el tiempo de la sacralidad israelita (sacrificios expiatorios, leyes de pureza) ha terminado. Cercado por sus adversarios, amenazado de muerte, Jesús ha querido ofrecer a sus discí­pulos un banquete de amistad y despedida. De esa forma ha iniciado el pacto nuevo, la alianza que surge donde un hombre es capaz de ofrecer sin violencia su vida, para superar así­ toda violencia dentro de la historia.

(2) Tuvo que morir. Era “necesario”. Por ofrecer el reino de Dios en gratuidad, a los más pobres, sin crear por ello estructuras de poder, Jesús ha tenido que morir, de tal forma que su muerte ha sido un momento esencial en su proyecto de Reino al servicio de los pobres. Sin embargo, él apenas habló de ella. Habló del Padre Dios y del reino ofrecido a los pobres. Se ha dicho a veces que la religión es preparatio mortis: enseña a los hombres a morir, poniendo de relieve la fragilidad humana. En esa lí­nea se ha movido cierta piedad cristiana que dice al hombre: recuerda que eres polvo y al polvo has de tornar (Liturgia del Miércoles de Ceniza). En contra de eso, el mensaje de Jesús ha sido preparado vitae, ensayo y principio de existencia de gozo y esperanza. El hombre no es un ser para la muerte, sino para la gracia de la vida. Por eso, Jesús no era un hombre enamorado de la tumba, profeta victimista de desgracias o desdichas, sino un enamorado de la vida que regala lo que tiene a los más pobres y lo comparte con ellos, de forma que el anuncio del Reino puede convertirse en principio de transformación: convertios (Mc 1,15 par). Esta es la paradoja y según ella ha muerto Jesús. No querí­a morir sino vivir, compartir su vida con los pobres. Pero le han matado aquellos que tienen miedo de que los pobres sean evangelizados, los ciegos vean, los cojos anden y los leprosos queden limpios (cf. Mt 11,2-6). Lc han matado precisamente porque ha sido fiel a su mensaje de Reino y porque los poderes del sistema han tenido miedo. Así­ ha muerto en cruz, llamando a Dios y esperando que Dios le responda, desde el mismo fondo de su angustia. De esa forma, sin perder su dureza, sino todo lo contrario, la muerte viene a presentarse como un camino abierto hacia la vida. Por eso, la salvación (pascua) no emerge a pesar de, sino a través de la muerte: por fidelidad al Dios de los pobres ha muerto Jesús y Dios le ha respondido en la pascua, a través (no por encima) de la muerte (cf. Mc 10,45).

(3) Ha muerto por conflicto con Israel. Jesús se enfrentó con los sacerdotes saduceos, guardianes del orden sagrado y del templo, y también con los fariseos, como la tradición cristiana pondrá de relieve: él privó a los maestros de Israel no sólo de su autoridad religiosa, sino de su autoridad social… El Dios de Jesús no era el Dios de la religión oficial, su proyecto de vida no era el proyecto de las autoridades oficiales de su pueblo. Nos hallamos ante un conflicto teológico, ante dos visiones de Dios. El Dios del judaismo es piadoso según ley: perdona a los culpables, conforme a los principios de la alianza, según los sacrificios del templo, conforme al orden sacral establecido. En nombre de Dios Padre, Jesús dice que el tiempo de la ley ha terminado. No es que rechace algunas cosas especiales, un determinado tipo de leyes (como las escuelas de Hillel y Shammai); no es que se oponga a un calendario religioso, para imponer en su lugar otro distinto (como los de Qumrán). Dice algo más radical: el tiempo de la ley-templo ha terminado, (a) Propuesta de Jesús. De manera muy sencilla y radical, sin discusiones de detalle (fijadas en las controversias halákicas), Jesús declara cumplido el tiempo de la Ley y el templo. Nada niega, nada destruye. Simplemente afirma que el tiempo de la Ley ha terminado: Se ha cumplido el plazo (Mc 1,14-15) y Jesús puede vincularse con los pecadores, en gesto que le enfrenta con los “justos” (cf. Mc 2,17; Lc 15,4-10; Mt 7,36-47). (b) Respuesta de las autoridades del templo: no hay tiempo ni lugarpara Jesús. Ciertamente, Jesús era un “buen” israelita, pero, conforme a su mensaje, el buen pueblo de la ley debí­a perder su identidad nacional y su separación sagrada. Lógicamente, los defensores de esa identidad le han condenado. No habí­a otra salida: conforme a la ley del buen sistema, Jesús tení­a que morir, pues su movimiento poní­a en riesgo el valor del templo. Los sacerdotes oficiales le vieron como un peligro para el pueblo y en nombre del Dios de su pueblo tuvieron que condenarle por blasfemo (Mc 14,64) porque se apropiaba de un poder y autoridad que sólo corresponde a Dios. La acusación contra Jesús no ha sido una calumnia perversa, ni su juicio y condena una expresión de maldad alborotada, como parece suponer más tarde Lucas (Hch 2,23; 3,13ss; 4,10; 7,52), sino exigencia de la misma ley de seguridad nacional de un tipo de judaismo, que se sentí­a amenazado por la blasfemia y ruptura de este pretendiente mesiánico galileo. Jesús habí­a desafiado a la autoridad de su pueblo. Lógicamente, la autoridad se defiende y le condena a muerte. Esa autoridad israelita habrí­a comprendido y aceptado casi todo: un asceta duro, como Juan, pregonando el juicio en el desierto; un vidente apocalí­ptico, anunciando la guerra de Dios; un esenio, opuesto al orden actual del mismo templo; un polí­tico celota, comprometido de forma violenta con la liberación del pueblo; un polí­tico realista, aliado a Roma… Pero no pudo aceptar a un hombre mesiánico como Jesús, que integraba en el reino de Dios a los infieles y enemigos, corriendo el riesgo de unir a puros con manchados, rompiendo la identidad sagrada del pueblo.

(4) La paradoja de Jesús. Tení­a que morir. Jesús es un producto genuino de Israel, el mejor de los israelitas. Ha tomado en serio la gracia de la Ley que es don de Dios para superar las leyes de identidad y separación del pueblo (volviendo al principio de la creación, donde se vinculan desde Dios todos los hombres: Gn 1-2). Ha retomado en su mensaje y gesto las más hondas profecí­as de Israel (el perdón, la acogida de los pobres y expulsados). Pero, al mismo tiempo, él ha puesto en riesgo la vida de la nación, pues ha prescindido de aquellos rasgos que permiten construir a un pueblo como diferente: leyes sociales de pureza, tradiciones familia res, exigencias jurí­dicas que ha codificado la Misná (siglos II-III), poniendo así­ las bases del Israel eterno. Los judí­os nacionales pueden afirmar que Jesús tiene razón en un sentido abstracto, pero añaden que una sociedad concreta no se puede mantener a ese nivel de gratuidad y perdón, superando el plano de las instituciones. Los mayores maestros judí­os del siglo XX (J. Klausner, G. Vermes) tienden a decir que Jesús era justo y tení­a razón, pero que el eterno Israel no pudo (ni puede) seguirle, pues ello hubiera supuesto el fin del pueblo sagrado y separado. Además, a pesar de las curaciones de Jesús, seguí­a habiendo enfermos y expulsados, oprimidos y aplastados sobre el mundo, lo que indica que no habí­a llegado todaví­a el Reino. Lo único firme era el pueblo, el buen pueblo elegido, mientras que Jesús era sólo un carismático iluso, un hombre bueno pero peligroso. Y en estos casos ya se sabe: es preferible que muera un hombre para que se salve el pueblo (cf. Jn 11,50). Los cristianos, en cambio, descubren que en Jesús ha comenzado el Reino.

(5) Lc han ejecutado los romanos por rebelde. La razón fundamental de su condena fue polí­tica, como muestra el cartel de la sentencia: “Rey de los judí­os” (Mc 15,26). La tradición sinóptica supone que Jesús procuró ocultar (o matizar) su condición mesiánica, por las ambigüedades nacionalistas y militares que implicaba. Sin embargo, parece totalmente seguro que, al final de su carrera, Jesús ha mantenido firme su actitud, no se ha vuelto atrás, sino que se ha presentado como Mesí­as*, sin negar las implicaciones polí­ticosociales de su misión. Es muy posible que algunos tomaran a Jesús como un descendiente de David. El mismo debió presentarse al final como “mesí­as daví­dico”, elevando su pretensión mesiánica en Jerusalén, sin armas, ni soldados, al servicio de los pobres y excluidos de la sociedad. Con esa certeza, en un momento determinado, en el contexto de la pascua*, es decir, de la fiesta de la liberación de los hebreos y de la revelación salvadora de Dios, subió a Jerusalén a fin de presentar abiertamente su mensaje. Todo nos permite suponer que subió expresamente decidido a “forzar la ruptura”, a provocar a las autoridades con una se rie de acciones públicas que expresaran una pretensión real de tipo daví­dico (entrada en Jerusalén, purificación del templo). No subió en las fiestas del Yom Kippur o de la expiación* para pedir perdón a Dios por los pecados. Tampoco subió en un contexto pentecostal* de renovación de la ley (aunque en su vida y obra hay elementos pentecostales, vinculados con la fiesta de la vida). Subió precisamente en pascua, con la pretensión de ofrecer un nuevo nacimiento para el pueblo. Ciertamente, esa pretensión no era polí­tica en el sentido militar y nacionalista. Pero tení­a elementos sociales y polí­ticos muy marcados, que las autoridades entendieron como una provocación. En ese sentido, ni Caifás, sacerdote judí­o, ni Pilato, gobernador romano, fueron injustos o asesinos al condenarle a muerte. Ellos supieron lo que se estaba jugando en el fondo del mensaje y de la provocación de Jesús. Por eso, humanamente hablando, en aquellas circunstancias, no tuvieron otra salida que condenarle a muerte. Para ellos, Jesús era un profeta popular, un lí­der de masas. Ciertamente, él no era externamente peligroso, pero su movimiento, en un momento de entusiasmo popular como el de las fiestas de pascua, podí­a convertirse en rebelión armada. Lógicamente, le condenaron a muerte y lo hicieron en un tiempo de relativa calma, con la ley en la mano. La propuesta de Jesús, definida por una “polí­tica radical” de gratuidad, de no violencia activa, de superación de los sistemas sacrales y sociales de imposición y opresión, era peligroso para los sacerdotes de Jerusalén y para Roma.

(6) La condena de Jesús no fue una equivocación de Roma. Jesús tení­a un proyecto y camino (estrategia) de Reino que no concordaba con los métodos (y presencia) de Roma en Palestina. Por eso ha criticado el funcionamiento básico de las instituciones polí­ticas (sociales) cuando describe y condena el poder como dominio de los unos sobre los otros (cf. Lc 22,25-27; Mc 10,4245). Por otra parte, Jesús habí­a proclamado un movimiento de Reino al servicio de los desclasados (pobres, excluidos…), creando así­ una situación de riesgo en el frágil equilibrio polí­tico de Palestina, especialmente por su entrada pública en Jerusalén. Finalmente, Jesús se sentí­a avalado por Dios, de clarando así­, implí­citamente, que el Dios de los romanos (del imperio militar) era un í­dolo falso. Respondiendo a todo esto, los romanos le mataron porque era un perturbador del orden divino de Roma, porque habí­a puesto en riesgo el equilibrio frágil de la violencia sagrada del imperio. Ciertamente, en un sentido, Jesús habí­a separado religión e imperio, las cosas del césar y las cosas de Dios (cf. Mc 12,27), pero, de hecho, su forma de anunciar y preparar la llegada del reino de Dios iba en contra del orden de Roma. Habí­a que decidirse entre Jesús o este imperio concreto. Lógicamente, Pilato se decidió por el imperio. Desde un punto de vista humano tení­a razón, pues como dirá más tarde el mismo Flavio Josefo, comentando la guerra del 67-70, Dios habí­a dado su poder a Roma. Así­ lo entendieron los sacerdotes de Jerusalén, que se beneficiaban de los privilegios nacionales y sagrados, económicos y sociales que les concedí­a la paz del imperio. Roma era muy tolerante, siempre que se aceptara su visión religiosa de la paz polí­tica, pero era implacable cuando veí­a en peligro su imperio. La muerte de Jesús fue la garantí­a de que no se producirí­an desórdenes…

(7) ¿Fue Jesús inocente? El problema de la inocencia en cuanto tal era secundario; lo que importaba era el orden imperial de Roma, que habí­a pactado con el orden nacional de los sacerdotes judí­os. El imperio sagrado de Roma y la santidad del templo de Jerusalén se vinculaban: en ambos casos, Dios se expresa a través de la violencia del sistema. Pues bien, frente a ese dios del sistema, que es violencia organizada, ha elevado Jesús el reino de Dios Padre. En el mensaje de Jesús hay lugar para el césar, pero el césar no es Dios ni su imperio es el Reino. También puede haber un lugar para los sacerdotes, pero tampoco ellos son Dios, ni su templo es la casa donde se pueden reunir en fraternidad todos los hombres. Por eso, Jesús no quiere mejorar un poco el sistema del imperio o del templo, sino que busca la conversión total del hombre, más allá de imperio y templo. No es un reformador, sino un profeta y pretendiente mesiánico, que anuncia y prepara, primero en Galilea y después en Jerusalén, la llegada del reino de la gracia, que no viene por armas (Roma), ni por sacrificios sagrados (templo), sino por la gracia de Dios y por la comunión de vida de los enfermos y pobres, de los expulsados y excluidos del sistema. Soldados imperiales y sacerdotes del templo no tuvieron más remedio que condenarle a muerte, porque sintieron miedo ante la palabra y proyecto de gracia de Jesús. Ellos fundaban su seguridad sobre un Dios de seguridad y violencia. Por eso tuvieron miedo ante el camino de Jesús y resolvieron matarle. Ellos condenaron a Jesús con la ley del sistema, una ley que es buena en el nivel de la razón polí­tico-religiosa, pero que es incapaz de aceptar la nueva comunión del Reino que Jesús propone, un Reino donde nadie se impone sobre nadie, en comunión de gratuidad, perdón y fiesta de la vida (sin violencia o poder de unos sobre otros). De igual modo siguen condenando a Jesús (y a los pobres del mundo) todos los poderes que se imponen con violencia, los que ponen sus derechos por encima de la vida de los pobres, los que intentan sostener sus privilegios económico-sociales a costa de los otros, los que en función de cualquier tipo de razones condenan o subyugan al hombre, sacralizando de esa forma su violencia. Eso significa que el proceso de Jesús no ha terminado. Ante el estrado de su juicio nos seguimos alzando todaví­a.

Cf. R. E. BROWN, La muerte del Mesí­as I, Verbo Divino, Estella 2005; J. KLAUSNER, Jesús de Nazaret. Su vida, su época, sus enseñanzas, Paidós, Barcelona 1991; P. MEIER, “Del profeta como Elias al mesí­as real daví­dico”, en D. DONNELLY (ed.), Jesús. Un coloqido en Tierra Santa, Verbo Divino, Estella 2004, I09-I fO; Un judí­o marginal. Nueva visión del Jesús histórico I-IV, Verbo Divino, Estella 1998-2006; G. VERMES, Jesús el judí­o, Muchnik, Madrid 1997; P. WINTER, El proceso a Jesús, Muchnik, Barcelona 1983.

MUERTE
3.Dios y muerte de Jesús

Según Platón, Sócrates murió lleno de paz, como un héroe de la filosofí­a: sabe adonde va (su alma es inmortal) y por eso se despide de sus amigos como triunfador: todo se ha cumplido conforme a lo previsto. Jesús, en cambio, no cree en la inmortalidad del alma, sino en el reino de Dios y parece que el Dios de ese Reino le abandona; por eso, su muerte es un fracaso y así­ muere como perdedor. (1) El grito de la Cruz. El Nuevo Testamento afirma que ha sufrido la muerte con dolor y dureza (cf. Heb 5,7; Mc 14,34; 15,34-37; Lc 12,50), elevando desde la cruz su grito de angustia (Mc 15,34.37 par), que muchos interpretan como un invento de la Iglesia (los crucificados mueren por asfixia y son incapaces de gritar) y otros entienden como un signo apocalí­ptico del fin del mundo (cf. la voz de Mc 1,11). Algunos suponen, en fin, que se puede tratar de un grito desesperado, de angustia y terror ante el fracaso final de su mensaje: “Dios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado? (Eloi, Eloi. Lema Sabaktani, Mc 15,34). Pensamos que ese grito constituye un recuerdo histórico: precisamente, porque los crucificados no suelen gritar, la tradición cristiana ha conservado el recuerdo de ese grito, a pesar de los problemas que podí­a plantear a la experiencia de los creyentes. La tradición sabe que Jesús no ha muerto en medio de una desesperación total, pues en ese caso no podrí­a haber mantenido su recuerdo salvador. Pero sabe también que, en un sentido, la muerte en cruz es un fracaso. Pues bien, mirado desde una perspectiva más alta, ese fracaso es signo y principio de salvación. Un mesí­as victorioso se situarí­a en la lí­nea de los vencedores del sistema, de los soldados y sacerdotes, de los ricos y los fuertes, de los prepotentes. Un Jesús triunfador no podrí­a ser mesí­as de los pobres, de los expulsados y asesinados. Para ellos y con ellos ha proclamado e iniciado Jesús el camino del Reino. Lógicamente, ha muerto con ellos, como un fracasado, un perdedor. Sólo quien sabe perder puede amar de verdad a los demás y acompañarles. Los que quieren ganar siempre y siempre tienen razón acaban siendo dictadores, al servicio del sistema. Pues bien, teniendo eso en cuenta queremos añadir que el grito de muerte de Jesús (Mc 15,37) requiere aclaración, como sabe Me, que ofrece dos interpretaciones diferentes para entenderlo. Suponemos que en su forma actual Mc 15,34 refleja la conciencia de la Iglesia que ha leí­do la pasión a la luz del Salmo 22.

(2) Dos interpretaciones. Pensamos que en el fondo de Mc 15,37 hay un grito histórico que ha podido interpretarse de dos formas: como llamada a Elias y como invocación a Dios, (a) Algunos presentes suponen que Jesús está llamando a Elias, para que venga y le ayude (15,35). Esta opinión se sitúa en la lí­nea del mismo Jesús, que se habí­a presentado en forma de profeta-comoElí­as y en la lí­nea de aquellos que pensaban que el mismo Elias avalaba su obra profética (cf. Mc 6,15 y 8,28). Entendido así­, este grito podrí­a ser signo de fracaso: Jesús llama al profeta de los milagros y de la justicia salvadora, pero el profeta no acude a liberarle. Pero también puede entenderse en un sentido positivo: Jesús llama a Elias y Elias vendrá, de una forma u otra, avalando así­ la misión profética de Jesús, en la lí­nea que habí­a iniciado Juan Bautista, (b) La Iglesia ha escuchado en ese grito las palabras dolientes del salterio: “Dios mí­o, Dios mí­o, ¿por qué me has abandonado?” (Mc 15,34). De esa forma, los cristianos entienden el grito de Jesús como palabra de llamada al Padre. El personaje principal de la agoní­a de Jesús no es Elias, sino Dios. Ciertamente, quedan pendientes otros protagonistas: los discí­pulos que le abandonan, sacerdotes y romanos que le condenan… Pero el motor y principio de su vida ha sido el mismo Dios que le ungió diciéndole: ¡Tú eres mi Hijo querido, en ti me he complacido! (Mc 1,11). Ese Dios del Reino parece abandonarle ahora; por eso le invoca, confiado y dolido, desde la angustia de la cruz, diciendo con el Sal 22,2: “¡Dios mí­o, Dios mí­o! ¿Por qué me has abandonado?”. No parece abandonarle Elias, sino Dios. Por eso le llama, elevando su última palabra, haciendo suyo el grito de los condenados que pueden asumir las palabras del Salmo 22, donde el creyente invoca al Dios del pacto, en intimidad y confianza suma, descubriendo al mismo tiempo que ese Dios está lejano: ha desviado el rostro y abandona en dolor y soledad precisamente al mismo justo que le invoca. En esta dialéctica de ausencia y cercaní­a paradójica del hombre angustiado que se refugia (o quiere refugiarse) en aquel mismo Dios que le abandona, está la clave de este salmo que la Iglesia ha utilizado para interpretar la muerte de Jesús, descubriendo en ella el más hondo misterio de alejamiento y cercaní­a de Dios, de dolor y de confianza. En el fondo de este grito se vinculan presencia de Dios y abandono, gracia suprema y muerte dolorosa. Porque está siempre en su hon dura y constituye la gracia y sentido de su vida, ha invocado Jesús a su Dios. Porque se siente inmensamente lejos y no acaba de encontrarle, le ha llamado preguntando ¿por qué me has abandonado? Todos los que quieren resolver con palabras fáciles esta paradoja de la angustia creyente de Jesús ignoran el sentido del fracaso y de la muerte mesiánica.

(3) Muerte de Jesús, experiencia de Dios. Jesús ha verificado por su muerte aquello que habí­a proclamado: muestra que es posible amar en plenitud, superar sin violencia la violencia, acoger en amor a todos los humanos. De esa forma nos redime con el propio y más alto testimonio de su vida. Conforme a la ley del sistema, nos hubiera gustado que Dios respondiera con violencia, matando con el rayo de su fuego a los culpables (como se dice de Elias), desclavando a Jesús de la Cruz y burlando de esa forma a los verdugos (como ha creí­do la tradición musulmana)… Pero eso hubiera sido seguir en la violencia, conforme a la lógica de acción y reacción, de poder e imposición, de nuestra historia. En un nivel de sistema, Dios calla, de manera que la pregunta de Jesús la siguen gritando millones de torturados y angustiados, sin una respuesta en la tierra. Con ellos muere Jesús. Eleva su grito y Dios calla. Llama y nadie la responde. Dios responde en un nivel de Pascua: ama a Jesús, le sostiene en la Cruz y le asiste, haciéndole capaz de entregar hasta el final la propia vida, sin deseo de venganza. En este mundo, en esta orilla de la vida, no existe más respuesta que el silencio del amor dolorido y, sin embargo, confiado. Desde la ribera del Padre, la misma muerte aparece como pascua, misterio salvador, revelación suprema del amor.

(4) Jesús muere como Hijo de Dios, a favor de los pobres. No muere simplemente por blasfemo y peligroso, condenado por los jefes de Israel y Roma, sino porque ha cumplido la tarea que Dios le ha encomendado. Así­ ha expresado su amor a Dios amando y sirviendo a los hombres. Por eso le han condenado los funcionarios del sistema, clavándole en la cruz del abandono máximo de Dios. ¿Podrá responderle Dios desde la cruz donde ha muerto? Esta es la pregunta teológica suprema. Jesús no ha invocado al Dios cósmico (filosófico), ni al Dios del Estado (en perspectiva romana), ni a la sacralidad del pueblo (ley judí­a), sino al Dios de los pobres, al Dios de los enfermos y excluidos, de las prostitutas y leprosos; si Dios le abandona, su mensaje de Reino ha sido vano. Por eso, la respuesta de Dios a Jesús (resurrección) es la respuesta de Dios a los pobres, la confirmación y experiencia de un amor que rompe la ley del sistema, expresando la vida en forma de amor en gratuidad, sobre la ley social y religiosa que expulsa y oprime a los pobres e impuros. Jesús invoca al Dios de los pobres, al Padre de la vida. De esa forma apela, llamando al Dios de su evangelio, poniéndose en sus manos. Porque es su Dios, porque confí­a en su presencia por encima de todas las violencias y negruras de la tierra, Jesús le ha suplicado: “Dios mí­o, Dios mí­o”. Porque no puede entenderle, porque ignora su camino y su respuesta, porque sufre su silencio continúa: “¿Por qué me has abandonado?”.

(5) Dios ama a Jesús en la muerte y no quiere su muerte, sino la vida de todos. La tradición cristiana sabe que Jesús no ha muerto simplemente porque le han matado, sino porque él mismo ha dado la vida: “Ha muerto por nuestros pecados” (1 Cor 15,3); “se ha entregado por nosotros” (cf. Gal 1,4; 2,20; Mc 10,45); “ha derramado por nosotros su sangre” (cf. Lc 22,19-20 y par; 1 Cor 11,23-26). Pues bien, Dios no necesita la sangre de Jesús para aplacarse. Al contrario, Dios expresa su amor y se revela como fuente de gracia allí­ donde Jesús entrega su vida para liberar a los hombres (cf. Mc 10,45). En ese sentido, utilizando un lenguaje sacral del Antiguo Testamento, se podrí­a decir que ha muerto como ví­ctima expiatoria, siempre que precisemos con cuidado ese término: no ha muerto para aplacar a Dios, sino precisamente para todo lo contrario, para revelar y realizar sobre la tierra el misterio de un amor gratuito que justifica y salva a los hombres. Sólo por eso decimos que derrama su sangre por nosotros (Lc 22,20) o por muchos, es decir, por todos los hombres (Mc 14,24). A lo largo de su vida y de una forma condensada y radical en el momento de su muerte, Jesús vive y muere por los hombres. Este ser para los otros constituye su verdad más radical, la revelación de Dios sobre la tierra. A través de su vida de entrega gratuita de amor, Jesús ha realizado el gesto redentor por excelencia: ha vinculado en amor gozoso y esperanza de Dios a los hombres. Jesús ha muerto por nosotros: ha entregado su vida al servicio del Reino, para que así­ podamos compartir la vida, en amor gozoso, en perdón y no violencia. Ahora descubrimos que Dios no necesita que le aplaquen, sino todo lo contrario: nos redime y reconcilia, nos aplaca él a nosotros.

(6) Dios expí­a por nosotros. La paz del crucificado. No tenemos que aplacar a Dios, sino que ha sido el mismo Dios quien nos aplaca y pacifica en Cristo. De esa forma se invierte el lenguaje ordinario de las religiones: no son los hombres los que han de servir a Dios, sino que es Dios Padre quien sirve y libera a los hombres, de manera humilde y gozosa, fuerte y desbordante, por medio de su Hijo Jesucristo. No somos nosotros para Dios (para honrarle y servirle), sino Dios para nosotros: para honramos y liberarnos, dándonos su amor y libertad en Cristo. No es el hombre para el sábado, sino el sábado para el hombre. No es el hombre para el sistema, sino el sistema para el hombre (si es que puede, pues de lo contrario debe ser destmido). ¿Qué hace Dios en la cmz? ¡Ser Dios! Dios ama a Jesús: le sostiene su dolor y lo recibe en su vida. Al mismo tiempo, ama a los humanos, ratificando y expresando de esa forma la verdad del Evangelio. Allí­ donde los poderes de la historia han matado a Jesús, Dios viene a presentarse como vida y Evangelio. Para quien haya seguido el camino de Jesús, la gloria de Dios no estará ya nunca en la ley de un judaismo centrado en los sacrificios del templo, ni en el poder de Roma, sino en la vida y mensaje pascual del cmcificado. Por encima de la Pax Romana, que acaba acudiendo a la violencia (poder del sistema), se desvela por Jesús la gracia de Dios Padre, es decir, la posibilidad de un encuentro de amor entre todos los hombres. Por encima de la Paz Iiulaica, que impone sobre todos un tipo de ley sagrada, viene a desvelarse en Cristo la libertad en el amor abierto a todos los hombres. Por encima de la paz del sistema actual, marcado por el capitalismo, que impone su violencia sobre todos, se eleva la gracia de los hombres que son capaces de vivir y morir por los demás. Esta paz de la cruz es la única que puede vencer al mundo, como sabe san Pablo y como desarrolla de forma impresionante el Apocalipsis de san Juan, cuando evoca el signo del milenio y anuncia el triunfo y reino de los degollados, es decir, de los crucificados de la historia humana. Destruida la ciudad de la prostitución, vencidos los reyes violentos y las Bestias a través de la Palabra del Mesí­as (Ap 19,11-21), podrá instaurarse por mil años el reino de aquellos que regalan la vida y dialogan entre sí­, porque son capaces de morir por los demás, construyendo de esa forma un mundo sin opresión ni lucha, el reino de la abolición de todas las violencias y de la destrucción de todas las opresiones del sistema. Se cumplen así­ las promesas de Lc 4,18-19 (“me ha enviado para anunciar la libertad a los presos…”) y el mensaje de la Madre de Jesús: “derriba del trono a los poderosos y eleva a los oprimidos” (Lc 1,52-53).

(7) Apéndice. El Apocalipsis. La muerte es un elemento clave del Apocalipsis, que se estructura en tomo a ella. Estos son sus sentidos principales, (a) La muerte (thanatos) pertenece a la forma de vida del hombre en el mundo. Así­ aparece vinculada al cuarto jinete, culminando los males de la historia (Ap 6,8). El miedo y deseo de muerte domina y angustia a los malvados (9,6; 18,8). (b) Cristo estaba muerto (nekros) y sin embargo vive (1,18; 2,8), siendo el primogénito de entre los muertos (1,5). Su victoria sobre la muerte (es Cordero degollado y vencedor: 5,6) le define como viviente verdadero, que tiene las llaves del Hades* y la muerte (1,18). (c) Hay una muerte primera y otra segunda. Cristo ha vencido a la primera: sus poderes (Dragón, Bestias y Prostituta) han sido arrojados al estanque de fuego, que es la muerte segunda o perdurable (cf. 20,6.14; 21,8), es decir, sin fin: propia de aquellos que no acogen la vida del Cordero (20,13-14). Los vencedores de Jesús no sufren la muerte segunda, es decir, la condena y destmcción tras esta vida: viven por siempre en la ciudad del Cordero, donde todo es nuevo y viviente (21,1. 4), de forma que no puede dañarles la muerte segunda (2,11).

Cf. R. E. BROWN, La muerte del Mesí­as I, Verbo Divino, Estella 2005; J. P. MEIER, Un judí­o marginal. Nueva visión del Jesús histórico I-IV, Verbo Divino, Estella 1998-2006; J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Sí­gueme, Salamanca 1975; H. SCHÜRMANN, ¿Cómo en tendió y vivió Jesús su muerte?, Sí­gueme, Salamanca 1982; El destino de Jesús. Su vida y su muerte, Sí­gueme, Salamanca 2004; H. URS VON BALTHASAR, El misterio pascual, en MS III, 2, 143-336; Teodramática IV. La Acción, Encuentro, Madrid 1995.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Cada ser humano va al encuentro de su propia muerte, y lo sabe. Esta es la gran diferencia con respecto al fin de los animales; el hombre conoce, con absoluta certeza, su propia muerte y se defiende contra esta realidad. Puede que decida no querer pensar en ello, lo cual es también una manera de defenderse. Por lo tanto, sólo el hombre está —siempre e inevitablemente— puesto ante su propio fin, o, mejor dicho, ante la totalidad de su existencia. Porque es precisamente en la muerte cuando se produce la plenitud de la existencia humana; es la muerte —y el hecho de caminar hací­a ella— lo que nos recuerda el sentido definitivo de nuestras acciones, lo que nos empuja a no aplazar indefinidamente nuestras opciones. En un perí­odo de tiempo determinado, el hombre tiene que tomar decisiones. La existencia humana es definitiva, por consiguiente se impone un imperativo ético: el hombre se ve obligado a considerar su vida como algo limitado a un cierto espacio de tiempo que concluye con la muerte. En esta visión existencial, filosófica —¡no biológica, por supuesto!—, la muerte es una realidad que domina toda la vida y en la que e! hombre está llamado a disponer de sí­ mismo en su totalidad, a pesar de que eso conlleva aceptar que hay algo en su existencia que no procede de él. De hecho, el hombre puede negarse a tomar una postura, puede blasfemar; o puede acoger para sí­ la realidad de la muerte. El sentido de la muerte es el de colocarnos, de manera definitiva y decisiva, frente a nuestra existencia vista como totalidad, aunque sustraí­da a una disponibilidad exclusiva.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

La muerte es la conclusión de la existencia terrena e histórica del hombre, sí­mbolo de la finitud humana, sufrida de forma impotente y pasiva: no está en manos del hombre poder evitarla. Con ella terminan los procesos biológicos fundamentales, pero también las relaciones sociales del hombre. La muerte es, por tanto, un acontecimiento que afecta a todo el ser del hombre. En las culturas humanas ha sido considerada como un fenómeno interno a la naturaleza, a pesar de que en el hombre se encuentra un dato que contradice radicalmente a esta conciliadora tanatologí­a: la repugnancia angustiosa y la aversión instintiva a la muerte. El núcleo vital más profundo del hombre tienden así­, de una manera absoluta, a la superación de la muerte.

La cultura contemporánea mantiene ante la muerte una doble actitud: por un lado, el intento de apartar la muerte del contexto de la vida humana, como una realidad que hay que esconder o que ignorar, mientras subsistan las condiciones vitales y productivas del hombre; por otro lado, la filosofí­a y la ciencia muestran un notable interés por la muerte, convirtiéndola en el núcleo de sus reflexiones; el existencialismo ve en la muerte la única posibilidad para el hombre de vivir su existencia de manera auténtica, mientras que la ciencia no consigue todaví­a explicarse el porqué y el cuándo se inserta en el hombre el proceso de la muerte.

La teologí­a propone una visión original de la muerte, que pone en el escenario a Dios mismo. En el Magisterio reciente de la Iglesia, la muerte se define como el mayor enigma de la condición humana (GS 18), pero que encuentra una formidable respuesta en el misterio de la salvación, sobre todo en su parte culminante que ve al Hijo de Dios, encarnado en la humanidad, asumir como suya la muerte del hombre. La muerte de Cristo es el momento más relevante de su misma existencia de Dios encarnado, en cuanto que asume desde dentro y voluntariamente la muerte, cifra del pecado del hombre, para aniquilarla con su muerte y resurrección; ésta es la señal de que Dios mismo considera de forma negativa la muerte, como un dato innatural, totalmente disconforme y extraño a sus intenciones de Creador.

La muerte maldita del hombre, de la que Crí­sto muere, revela la hipérbole de la gracia divina de justificación del hombre. Este acto de la Persona divina del Hijo, realizado en la humanidad de Jesús, ha transformado por completo a la muerte, en cuanto que él la ha sufrido no como consecuencia del pecado, sino con una libertad y una voluntad absolutas (Cristo es el- único hombre que vivió de esta manera la muerte), es decir, con absoluta exclusión en él de toda forma de inclinación al mal y a la nada. Cristo muere la muerte de Adán para obedecer en espí­ritu de fe a la voluntad de Dios, en antí­tesis total al hombre de los orí­genes. Y a partir del Cristo pascual, esta muerte está pronta a volcarse, por medio del poder del Espí­ritu Santo, en los miembros de la Iglesia (primero en la celebración vital de los sacramentos y luego en la muerte personal, al final de la propia existencia histórica), a fin de realizar una sustitución global y universal de la muerte de Adán por- la muerte de Cristo. Pero, lo mismo que para Cristo la muerte fue la experiencia lí­mite de su caridad para con Dios y para con el hombre, así­ como el triste epí­logo de su existencia terrena, a la que siguió sin embargo la entrada en la gloria con el acto de su resurrección, lo mismo ocurrirá también con el que muere en Cristo; ésta es la manera de alcanzar la dimensión escatológica del hombre. Así­ es como Dios ha injertado en la historia humana la esperanza de la existencia sobrenatural.

Esta óptica de fe lleva a cabo de forma retroactiva, partiendo del misterio pascual de Cristo, una etiologí­a de la muerte, reconduciéndo su existencia a una experiencia humana primordial, que fue la causa de la entrada de la muerte en el mundo de los hombres: el pecado (Gn 2-3; Rom 5,12). Desde entonces la muerte es un fenómeno de alcance universal y de duración paralela al cosmos.

Pero, si no hubiera habido pecado, ¿habrí­a estado el hombre exento de la muerte? La Escritura no dice esto, sino que ve la muerte como signo claro de la lejaní­a del hombre de Dios y de su decadencia religiosa y moral. De aquí­ se puede deducir que, si el hombre no hubiera pecado, no habrí­a existido esta muerte trágica: la muerte podrí­a haber existido, pero totalmente privada de los caracteres negativos que la han convertido en el principal enemigo del hombre, y se habrí­a vivido sencilla mente como una experiencia de tránsito para alcanzar la definitividad de la condición antropológica respecto al programa creativo de Dios. En este sentido hay que leer las afirmaciones magisteriales de la Iglesia sobre el origen de la muerte en el pecado original (DS 222, 371s, 1512, 1521, etc.). Ningún hombre está exento de ella, ya que todos están bajo la herencia del pecado.

Desde el punto de vista antropológico, la teologí­a ha descifrado el acontecimiento de la muerte como separación de los dos elementos que constituyen la unidad del hombre: el cuerpo y el alma. Con la muerte el principio espiritual del hombre asume una condición de existencia independiente de la corporeidad. Este tipo de afirmaciones, aunque no entran en profundidad en el tema de qué es realmente el fenómeno de la muerte, implican sin embargo la asunción de una certeza: con la muerte, el alma del hombre alcanza su estado definitivo, comenzando una supervivencia sin relación directa con el propio cuerpo histórico, pero orientada a su reunión con él.

Más que el cese de las relaciones con la corporeidad, el estado del alma separada significa entonces que se verifica un cambio antropológico, una especie de suspensión de las relaciones, de la que sabemos muy poco. La muerte entendida en este sentido no es, por consiguiente, el fin del hombre entero, sino el comienzo de una condición nueva de existencia.

T. Stancati

Bibl.: K. Rahner, El sentido teológico de la muerte, Herder, Barcelona 1965; L. Boros, Mysterium mortis. El hombre y su última opción, San Pablo, Madrid 1972; J. L. Ruiz de la Peña, El hombre y su muerte. Antropologí­a teológica actual, Aldecoa, Burgos 1971; 1d., El último sentido, Madrid 1980, 131154; O. González de Cardedal, Madre y muerte, Sí­gueme, Salamanca 1993; AA. VV La muerte del cristia,20, en Concilium 9:1 (1974), número monográfico.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. La muerte en la cultura de hoy. II. Perspectiva bí­blica. III. Terminologí­a. IV. Antiguo Testamento: 1. El deseo de vivir; 2. La limitación del deseo; 3. El deseo y la angustia; 4. El deseo de sobrevivir; 5. El deseo de inmortalidad bienaventurada: a) Salmos 16; 49; 73, b) Sabidurí­a. V. Nuevo Testamento: 1. Jesús frente a la muerte de los demás: a) La angustia de morir, 6) La angustia por la muerte de los otros; 2. Jesús frente a su propia muerte; 3. Cómo entendió Jesús su muerte; 4. Pablo y la muerte: a) Escándalo del Crucificado, b) La muerte como don de sí­, c) La muerte liberadora, d) Victoria de Jesús sobre la muerte, e) La muerte y el pecado; 5. La muerte del cristiano: a) La unión actual con Cristo, b) La muerte del justo, c) Estar dispuestos, d) ¿Muere todo el hombre? VI. Conclusión.

I. LA MUERTE EN LA CULTURA DE HOY. La muerte es hoy un acontecimiento muy “comentado”. El mercado de libros sobre la muerte hace buenos negocios; pero al mismo tiempo la muerte se ha vuelto un tema tabú, como en otros tiempos el sexo. Esta contradicción es sí­ntoma de un malestar. Tanto hablar de la muerte -en los periódicos, en la televisión, en los libros- no siempre es signo de seriedad en la reflexión. A veces es una manera de eludir el caso serio de “mi” muerte, charlando sobre la de los otros. V. Jankélevitch, que ha escrito un denso libro sobre la muerte, afirma: “La tanatologí­a tan floreciente es una ciencia estancada”. Como si dijera: se hace mucho ruido en torno a la muerte para no escuchar la voz que nos llama por nuestro nombre.

Pues bien, todos los grandes pensadores de nuestro tiempo se han enfrentado con el tema de la muerte. Pienso, por ejemplo, en el novelista L.N. Tolstoi, con su inolvidable La muerte de Iván Ilic; o en el filósofo S. Kierkegaard, con su sermón juvenil “Sobre una tumba”, o en los numerosos estudios de teólogos contemporáneos, como K. Rahner, H.U. von Balthasar y otros muchos.

También el modo de morir ha adquirido hoy un nuevo rostro, a menudo anónimo e impersonal. Escribe el filósofo X. Tilliette: “En efecto, son tí­picos de nuestra época los grandes comentarios del lager y del gulag, el infierno de los hornos crematorios, las hecatombes de las batallas y de los bombardeos, que han transformado las ciudades en necrópolis, y también la muerte terrorista, indiferente, la muerte `navajazo’, como la llama Hegel, que mata a ciegas y que resuelve la ecuación racional de la identidad yo = yo”.

El mismo intento de olvidar o la voluntad de marginar la muerte o de recluirla entre los temas inoportunos de los que no conviene hablar, es un sí­ntoma de angustia y de extraví­o del hombre moderno. Huye del pensamiento de la muerte porque huye del sentido último de la vida. La muerte se ha convertido en tabú precisamente porque plantea inexorablemente la pregunta sobre el sentido de la vida. Por eso se intenta hacer entrar a la muerte en el cauce de los sucesos banales de cada dí­a, privándola de su carácter dramático y enigmático, describiéndola y mostrándola sin pudor en público a través de los medios de comunicación social.

Con la Biblia intentemos mirar cara a cara a la muerte, sin fingimientos ni reduccionismos preconcebidos, sin retroceder ante su horrible y misterioso aspecto. Desde el principio hasta el fin de la Biblia descubriremos este intento tan atrevido de desenmascarar a la muerte.

II. PERSPECTIVA BíBLICA. En la Biblia no hay un único modo de concebir la muerte, sino una multiplicidad de diversas perspectivas. Y estas diversas perspectivas no están coordinadas de modo sistemático, sino que reflejan las fases progresivas de la revelación y de la reflexión humana. No encontramos en el AT una reflexión sobre la muerte en sí­ misma, ya que la muerte es negación de relaciones, y la Biblia se interesa por la vida más que por la muerte. Sin embargo, la muerte es un lí­mite y una posibilidad real e ineludible del viviente, una oscura potencia que prolonga sus manejos dentro mismo de la existencia humana. Por tanto, no se puede menos de hablar de ella cuando uno se interroga sobre la vida. Pero la Biblia no se interesa tanto por explicar el “dónde” y el “porqué” de la muerte como por el modo de arrostrarla y por el sentido del morir.

Dios ha creado al hombre como ser caduco y mortal: “El Señor creó al hombre de la tierra y de nuevo le hará volver a ella. Le señaló un número preciso de dí­as y tiempo fijo” (Sir 17:1-2). La muerte forma parte del ritmo vital de la existencia humana. Sin embargo, es impensable que Dios haya propiamente “creado” la muerte; lo mismo que el cosmos, esto es, el orden y la belleza del mundo, es una victoria sobre el caos precedente, así­ la vida es el triunfo sobre la muerte. El caos y la muerte no han sido “creados” por Dios, sino que forman parte de ese fondo precreatural de donde Dios saca el orden y la vida del mundo con su actividad creadora. Por tanto, la acción creadora divina es ya un acto salví­fico que libera del caos y de la muerte, del abismo informe y del silencio del sepulcro. Dios crea arrancando y “salvando” del caos y de la muerte.

Por tanto, no puede decirse que Dios cree tanto la vida como la muerte, como si fueran dos elementos del mundo querido por él. Dios “ama cuanto existe” (Sab 11:26), y toda la Biblia está convencida de que “no fue Dios quien hizo la muerte” (Sab 1:13). Y, al final, “no habrá más muerte” (Apo 21:4). El Dios de la Biblia es el Dios de la vida: “Vive el Señor” (Sal 8:47; Jos 3:10; Jer 10:10) y no muere.

En algunos pasajes se dice que Dios “da la muerte y da la vida” (1Sa 2:6; Deu 32:39; 2Re 5:7; Sal 30:4; Tob 13:2; Stg 4:12). Esto quiere decir que ni siquiera la muerte escapa al dominio soberano de Dios.

En la mitologí­a cananea, la muerte es una divinidad, el dios Mot. La Biblia desmitiza la muerte, la reduce a un hecho humano y al mismo tiempo la pone bajo el dominio soberano del único Dios. Esto aparece con claridad, por ejemplo, en Deu 32:39 : “Ved ahora que soy yo, que soy el único, y que no hay Dios alguno más que yo. Soy yo el dueño de la muerte y de la vida. Yo hiero y yo curo. No hay nadie que se libre de mi mano”. También el morir entra en el ámbito del obrar de Yhwh, es decir, está sometido a su acción vivificante. De este convencimiento nace la esperanza: morir no significa caer en la esfera de influencia de otra divinidad, escapar para siempre de la posibilidad de relacionarse con Yhwh. Sin embargo, Israel no sabí­a concebir cómo era posible reanudar una relación personal viva entre el muerto y Yhwh.

La muerte no es un poder divino, una realidad absoluta. Tampoco es lo que decí­a Nietzsche: “La muerte como acto personal”; no es lo que entendí­a Heidegger: “La muerte como iluminación de la existencia”. Para la Biblia la muerte no es el momento de plena realización de sí­ mismo: lo que importa de verdad es lo que acontece en la vida. La muerte no es una bagatela sin importancia, pero tampoco es más importante que la vida. La Biblia da importancia sobre todo a cómo se vive, y mucho menos a cómo se muere; sólo en algunos casos, por ejemplo, para el mártir o el homicida, el modo de morir revela con claridad que se trata de un justo o de un impí­o; pero también entonces es evidente la alusión a cómo se vivió la existencia.

La muerte, para la Biblia, es el signo del carácter limitado y de la caducidad humana. El hombre muere porque no es Dios, porque no es la vida absoluta, porque es criatura. Desuyo, la muerte fí­sica es vista como una necesidad biológica, no como la consecuencia del pecado de Adán. La muerte “normal” del hombre es simplemente la consecuencia de su naturaleza finita. Solamente en casos particulares la muerte tiene que ver con los pecados del individuo o del grupo. Pero no se puede afirmar, en principio, que la muerte sea la consecuencia del pecado, el castigo por la culpa cometida.

III. TERMINOLOGíA. Del millar de veces que aparece la raí­z mwt en el AT, unas 630 lo son bajo forma verbal y 151 en la foma sustantivada: “morir” es una acción del hombre (sólo en 20 casos se dice de los animales, y en Job 14:8 de las plantas). También a menudo el sustantivo mawet (muerte) indica el “morir” contrapuesto al vivir (cf Deu 30:19; 2Sa 15:21; Jer 8:3; Jon 4:3.8; Sal 89:49; Pro 18:21).

Asimismo en el NT se usa con mucha frecuencia el verbo “morir”, y hasta el sustantivo thánatos puede indicar ya sea el morir ya el estar muerto. Tanto en el AT como en el NT la muerte está a veces personificada como una fuerza ciega y cruel.

Así­ pues, la Biblia parece poner el acento más en el “morir” como proceso y como acontecimiento que en la “muerte”. En efecto, se coloca en una perspectiva existencial, concreta, y considera el acontecimiento final de la existencia humana como un acontecimiento humano más que en su abstracción, designada por el término muerte.

La dificultad de hablar de la muerte se deduce del recurso frecuente al lenguaje simbólico, a representaciones imaginarias. Entonces la muerte asume los rasgos del exterminador, el ángel enviado por Dios para aniquilar (2Sa 24:16-17; 2Re 19:35; Exo 12:23); es un sueño (Sal 13:4), un pastor que guí­a a los lugares infernales, al seól (Sal 49:18). La muerte está asociada a muchos sí­mbolos: tinieblas, agua profunda, abismo, noche, silencio, etc. (cf Sal 88).

Otras fórmulas que indican el “morir” resultan interesantes por el fondo de pensamiento que presuponen o al que hacen alusión. Morir equivale a “reunirse con sus padres” (Gén 49:29; cf Gén 15:15); el ví­nculo del parentesco es tan fuerte, el conjunto de relaciones del individuo dentro del clan es tan esencial para la vida, que incluso la muerte se percibe sobre ese fondo, dejando así­ abierta una brecha hacia una especie de supervivencia.

La muerte se define también como un “volver a la tierra de donde uno ha sido sacado” (Gén 3:19; Sal 90:3; Job 34:15; Sal 104:29; Qo 3,20; 12,7). La muerte es la anticreación, el momento en que Dios retira el aliento de vida que habí­a dado con la creación (cf Sal 104:29; Sal 146:4; Job 34:14-15) y los hombres vuelven a ser polvo. Pero también se dice que los muertos van al se ol, el “sitio de cita de todos los vivientes” (Job 30:23). Una vez más el AT no se preocupa de coordinar estas diversas perspectivas.

La fórmula mencionada (“volver a la tierra”) debe relacionarse con los pasajes en que se define al hombre como un ser de barro (Gén 2:7; Isa 29:16; Jer 18:1-6; Sir 13:13), de polvo o de arcilla (Job 10:9; Job 34:14-15; Sal 103:14; Sal 146:3-4). Todas estas fórmulas insisten en la caducidad esencial del hombre y en la inevitabilidad de la muerte inscritas en la naturaleza misma del ser humano [/ Mal/ Dolor].

IV. ANTIGUO TESTAMENTO. 1. EL DESEO DE VIVIR. El hombre es deseo. El deseo es expresión caracterí­stica de la nefes o alma, es decir, del yo del hombre. En efecto, el sujeto del verbo desear es casi siempre nefes. El hebreo utiliza varios verbos que indican esta fuerza-tensión vital de la persona humana, que nosotros traducimos por “esperar, anhelar, querer, mirar hacia”.

El deseo coincide con el ser indigente y finito del hombre, pero no es voluntad de abolir la alteridad, sino aspiración a realizarse a sí­ mismo sin negar al otro. Según la Biblia, el deseo constitutivo del hombre es deseo ilimitado de vivir y de acoger al otro en su misma diferencia. En otras palabras, es deseo de amar o, mejor aún, es el amor.

El hombre desea todo lo que hace vivir: el bien en general (Isa 26:9; Miq 7:1; Amó 5:18), Dios mismo (Isa 26:8-9), la esposa (Sal 45:12), comer carne (Deu 12:20), los placeres de la buena mesa (Pro 23:3.6), etc. Pero como el hombre es malo y pecador, puede también desear hacer el mal (Pro 21:10) o tener deseos inmoderados e inconvenientes (Pro 23:3.6; Pro 24:1; Deu 5:21).

Cuando el verbo desear (en hebreo ‘awah o hamad) se usa para Dios (Sal 132:13-14; Job 23:13) y para los animales (Jer 2:24), tiene siempre un sentido metafórico. Propiamente sólo el hombre, o su “corazón” o su nefe. (cf Sal 21:3; Isa 26:8; Sal 10:3), es sujeto del desear. Así­ también, el morir es propio solamente del hombre, es una propiedad suya caracterí­stica y original.

La vida es deseo de vivir. Cuando el hombre anciano y saciado de dí­as ha satisfecho su deseo, la muerte llega como fin natural (cf Job 42:17; Jer 25:8; Jer 35:29). El deseo humano tiene un lí­mite: es obvio que se muera. El ideal es morir en edad avanzada, lo mismo que Abrahán, que “murió en buena vejez, anciano, lleno de dí­as, y fue a reunirse con sus antepasados” (Gén 25:8). El hombre bí­blico, por el contrario, siente un gran desconcierto y una profunda confusión frente a la muerte imprevista o prematura de un joven. Pero ya las pruebas y las desventuras de la vida son una frustración del deseo, como, por ejemplo, en Qo 6,2: “Un hombre a quien Dios ha dado riquezas, hacienda y honores, y a quien (= a su nefes) nada falta de cuanto pueda desear; pero Dios no le concede disfrutar de eso, sino que es un extraño quien lo disfruta. Esto es vanidad y un cruel sufrimiento”. Con la muerte se extingue todo deseo, porque en el mundo de la muerte “no hay ni obra, ni razón, ni ciencia, ni sabidurí­a” (Qo 9,10).

El mismo término que designa la vida (nefes) indica también “garganta, fauces”, órganos relacionados con el deseo. Y en algunos pasajes nefes equivale a deseo: la vida humana coincide con un sentirse movido hacia algo, un ser atraí­do por alguna cosa. “Con toda el alma” quiere decir entonces “con todo el dinamismo del yo”. “Tu nefes seguirá con vida” significa “todo lo que en ti se agita y se mueve, todos tus deseos, permanecerán vivos”. Y el deseo más radical que hace vivir es el de alabar a Dios (cf Sal 119:175 : “Que yo pueda vivir para alabarte”). Los muertos están privados incluso de este deseo vital fundamental (cf ). En efecto, “los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada”; los vivos tienen al menos un deseo, una esperanza; por eso “más vale perro vivo que león muerto” (Qo 9,4-5).

El pensamiento y la certeza de la muerte relativiza, pero no quita la alegrí­a de vivir, e incluso la refuerza y la justifica: “La luz es dulce, y agrada a los ojos ver el sol. Y si el hombre vive muchos años, que disfrute de todos ellos” (Qo 11,7-8).

Es precisamente la muerte la que confiere a la existencia una ambigüedad radical, ya que el hombre no consigue ni captar plenamente el obrar de Dios ni escapar a la muerte. Lo único que puede hacer es entregarse con confianza a Dios en la alegrí­a del momento fugitivo que le es dado vivir como don por parte de aquel que es el único en disponer del sentido de todo (Qo 3,11; 5,6).

2. LA LIMITACIí“N DEL DESEO. Los relatos simbólicos de la creación (Gén 1:1-2, 4a; Gén 2:4b-25) afirman que Dios determina con su acción creadora el bien verdadero del hombre. Al crear, Dios lo dispone todo para el bien del hombre, hecho a su imagen y bendecido por él, constituido en la dualidad hombre-mujer, investido de la misión de humanizar el mundo. El hombre ha sido creado como ser vivo, libre y responsable, por estar dotado de deseo (cf Gén 2:7 : es una nefes viviente).

A esta criatura-de-deseo Dios le hace una advertencia amigable para preservarle de las desviaciones del deseo: “Del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el dí­a en que comas, ciertamente morirás” (Gén 2:17). No se trata de amenaza ni de envidia divina, sino de amorosa preocupación de Dios por el bien del hombre: Dios quiere conservar al hombre en la situación paradisí­aca. Y Dios solo, no el hombre, sabe cuál es el verdadero bien del hombre.

Pero el hombre, en cuanto ser relacionado representado por la pareja hombre-mujer, se deja engañar por su deseo, que él interpreta como posibilidad-poder absoluto (“ciencia del bien y del mal”). Entonces el árbol le parece “apetitoso” (Gén 3:6) y come su fruto ilusionado por el intento de apropiarse del saber-poder absoluto de Dios y de liberarse del deseo creatural. El hombre intenta transformarse de destinatario en posesor, de deseo en fuente del don, de hombre en Dios.

En realidad, al rechazar y rehusar su propia identidad, se transforma (Gén 3:14-24). Toda la existencia humana se hace entonces más dura y difí­cil; está continuamente en peligro de verse tragada por la muerte voraz. Entre la humanidad y la serpiente, el enemigo mortal, se desencadena una permanente hostilidad sin ví­as de solución (Gén 3:15). La relación hombre-mujer se ve alterada por el sufrimiento y la violencia; el trabajo queda marcado por la fatiga y el dolor; la existencia humana sufre graves restricciones e impedimentos cada dí­a.

Y al final, la muerte: no es ciertamente la satisfacción del deseo, la saciedad, sino un volver a la tierra (Gén 3:19), la extinción del deseo. En Gén 2:7 el hombre viene de la tierra, pero está vuelto hacia la vida; en Gén 3:19 el hombre viene de la tierra y vuelve a ella con la muerte; la muerte, por causa del pecado, es el retorno doloroso, en la dirección contraria a la creación, a la tierra, que ha quedado maldita después del pecado.

Sin embargo, el pecado no elimina por completo el deseo de Dios creador de que el hombre viva y de hacer vivir al hombre. Con la promesa de Abrahán (Gén 12:1-3), Dios hace valer su deseo de hacer vivir al hombre, al que ha creado para la vida: “Que no fue Dios quien hizo la muerte ni se goza con el exterminio de los vivientes. Pues todo lo creó para que perdurase” (Sab 1:13-14).

En la muerte de Jesús, Dios mismo asumirá el sufrimiento y la muerte para la plena y definitiva realización de su deseo de hacer vivir, que coincide con el deseo humano de vivir. Creer que Dios es el Dios de la vida quiere decir creer que el deseo de vivir que él ha puesto en el hombre no está destinado fatalmente al fracaso. La mortalidad del hombre no es la mortalidad del deseo, que será más bien eternizado en Dios.

3. EL DESEO Y LA ANGUSTIA. La angustia es un sentir complejo que implica desconcierto e impotencia, sentido de opresión y de abandono. En el sentido entendido por M. Heidegger, la angustia está vinculada a la experiencia de la nada, al sentimiento de estar “arrojados” a la vida sin estar anclados en el origen y sin apoyo alguno en el futuro. Es difí­cil definir el significado de angustia; aquí­ tomamos el término en el sentido de “sentimiento de extraví­o y de impotencia”.

Muchos textos bí­blicos reflejan el sentimiento de angustia que se apodera del hombre frente al mal y frente a la muerte, ya que la muerte es realmente “amarga” (l Sam 15,32). Es verdad que en algunos pasajes se advierte un sentimiento de resignación tranquila y doliente ante la muerte, vista como “el camino de todos los vivientes (cf l Re 2,lss; Jos 23:14; 2Sa 12:13), mientras que se reacciona violentamente ante la muerte del impí­o. La muerte es una ley igual para todos; hay que resignarse: “No temas la sentencia de la muerte; acuérdate de los que te precedieron y de los que te seguirán. Esta es la ley que el Señor ha impuesto a todo viviente. ¿Por qué rebelarte contra la voluntad del Altí­simo?” (Sir 41:3-4). “Una generación pasa y otra generación viene” (Qo 1,4): la muerte es un dato ineliminable de la existencia. Por eso es inútil angustiarse.

Sin embargo, la Biblia no llega a endurecer el corazón del hombre con la resignación estoica, sino que da curso libre a toda la angustia humana ante la muerte, terrible e insondable enigma. En efecto, la muerte, como el .e o1 o mundo de los muertos, es por definición tinieblas, separación de Dios y alejamiento de los demás. Así­ se lamenta Ezequí­as: “Porque el abismo re o1) no te alaba ni te ensalza la muerte; no esperan los que bajan a la fosa tu fidelidad. El que vive, el que vive, te alaba” (Isa 38:18-19).

La angustia nace de la triste comprobación de que la muerte prolonga venenosamente todos sus artilugios dentro mismo de la vida a través de la enfermedad y de las desventuras del hombre: “Las olas de la muerte me envolví­an, los torrentes del averno me espantaban, los lazos del abismo me liaban, se tendí­an ante mí­ las trampas de la muerte. Clamé al Señor en mi angustia” (Sal 18:5-7).

El peligro inminente de la muerte arroja al salmista en un estado de desaliento y de confusión abismal, como en el Sal 88:16-17 : “Desde mi infancia soy un desgraciado, al borde de la muerte; he soportado tus terrores y ya no puedo más. Tus iras han pasado sobre mí­ y tus espantos me han aniquilado”. Obsérvese que el adjetivo “tuyo”, varias veces repetido, se refiere a Dios: la angustia está motivada no por la muerte en sí­, sino por la relación con Dios que la muerte amenaza con oscurecer, con interrumpir, con eliminar. El deseo de vivir es siempre, para el hombre bí­blico, el deseo de estar-con-Dios: la muerte destruye esta relación viva con Dios, que ya no es posible en el mundo de los muertos.

En el Sal 88 la muerte es la negación de las relaciones constitutivas de la existencia, de la relación con las cosas, con los otros, con Dios. Para el salmo, soy “yo” el que muero. Morir no es un suceso que puede concebirse fuera de “mi” morir: no existe la muerte en general o en abstracto, sino sólo la concreción y la singularidad histórica del yo que muere. En consecuencia, el salmista habla del yo que muere, anticipa su fin mediante la indicación de la muerte y la simbolización fantástica. No dice “se muere”, sino “yo muero”.

Con los muertos están las “sombras” (repa’im) (cf Sal 88:11; Isa 14:9; Isa 26:14.19; Job 26:5; Pro 2:18; Pro 9:18; Pro 21:16). Los Refaim son los habitantes del mundo de los muertos; pero quizá no haya que identificarlos con los muertos. Podrí­a tratarse, según una creencia popular, de seres poderosos concebidos como superhombres, pero ahora difuntos y reducidos también ellos a la impotencia y a una existencia de sombras como todos los demás muertos.

La muerte, para el Sal 88, no es, como para M. Heidegger, la más personal de sus posibilidades: aun en la angustia de estar arrojado en el mundo como ser-para-la-muerte, el salmista invoca a “su” Dios como suprema posibilidad de vida. El grito de la oración del salmista no es una toma de posición intelectual-teórica, sino expresión de una esperanza, de un deseo de estar con Dios, cuyo cumplimiento sigue estando fuera del alcance del propio salmista. La angustia no se traduce en afirmación de la nada; no es experiencia de la nada, sino nostalgia y deseo sin solucionar, afán no realizado de relación con Dios. El deseo del hombre frente a la muerte no puede configurarse más que como esperanza y como abandono a la fuente misma del ser (cf Sal 16). Ahora bien, la esperanza es un acto de amor total; y sólo de este amor puede nacer, del modo que Dios quiera, la victoria sobre la muerte. Jesús resucitó porque amó hasta la entrega suprema de sí­ mismo.

El deseo de Dios no es que muera el impí­o, sino que se convierta y viva (Eze 33:11; Eze 18:32). ¡Cuánto más deseará Dios que sus fieles compartan con él su alegrí­a de vivir!
4. EL DESEO DE SOBREVIVIR. Morir como miembro de una comunidad no da miedo (cf Gén 25:8; Gén 35:29; Gén 49:29; Deu 32:50). Lo que aterroriza al hombre bí­blico es la perspectiva del aislamiento absoluto de Dios y de los demás. El que muere dentro de una comunidad que le honra y lo recuerda, en cierto modo sigue viviendo también a través de la memoria que los vivos hacen de él. El mejor ungüento para embalsamar a los muertos es un buen nombre: “El duelo de los hombres es por los cuerpos, pero el nombre maldito del pecador será borrado. Cuida de tu renombre, porque te quedará como bien mejor que millares de preciados tesoros. La buena vida dura sólo cierto número de dí­as, pero el buen nombre permanece para siempre” (Sir 41:11-13; cf Pro 22:1 y su crí­tica de Qo 2,16).

Los hombres justos y virtuosos “dejaron un gran nombre para que se cantasen sus alabanzas” (Sir 44:8); “Los cuerpos fueron sepultados en paz, y su nombre vivirá por generaciones” (Sir 44:14). Son numerosí­simos, en el AT, los textos en que el recuerdo del buen nombre es una especie de supervivencia entre los descendientes (cf Gén 6:4; Núm 16:2; Sir 15:6; Sir 46:11-12; etc.). Esta misma concepción aparece también fuera de la Biblia, por ejemplo, en la Sabidurí­a de Aquikar y en la literatura rabí­nica.

El que muere dejando hijos y nietos no desaparece del todo, sino que continúa sobreviviendo en su descendencia: “… No así­ los hombres de bien, cuyas buenas obras no han sido olvidadas. Sus bienes pasan a su descendencia y su herencia de hijos a nietos. Su descendencia permanecerá fiel a la alianza…” (Sir 44:10-12).

En los textos citados el problema no es ya el de la inmortalidad, sino el de una vida sabia y feliz, expresada en un “nombre” que dura más allá de la muerte. La muerte, en Ben Sirá, es considerada como castigo del impí­o por sus pecados (Sir 16:1-15); pero es un mal sólo para el malvado. Para todos los demás hombes la muerte es un hecho natural, establecido por Dios (cf Sir 17:1-2). Al malvado la muerte le quita toda esperanza: “Con la muerte del injusto perece su esperanza” (Pro 11:7).

5. EL DESEO DE INMORTALIDAD BIENAVENTURADA. a) Salmos 16; 49; 73. Estos tres salmos plantean de forma análoga el problema de la muerte y de la liberación del se’ol. Se trata de textos sapienciales, muy probablemente posteriores al destierro. Están dominados por el tema de la retribución. Pero ¿son también testimonios de una fe en la vida eterna bienaventurada después de la muerte? Los exegetas no están todos de acuerdo sobre ello: para unos, la perspectiva es intraterrena; para otros, aparece la fe en una eternidad dichosa.

En el Sal 73:24 aparece el discutido verbo lagah (tomar, asumir, raptar): “Con tus consejos me diriges y me llevas (1 qh) hacia un final glorioso”. Es el verbo que se usa para el rapto o la asunción de Henoc (Gén 5:24) y de Elí­as (2Re 2:11), pero también para la vocación de Amós (2Re 7:15). Vuelve a aparecer en el Sal 49:16 : “Pero Dios rescatará mi vida, me arrancará (1 qh) de las fuerzas del abismo (se ol)”. En el Sal 16:10-11 se ex-presa la misma idea de este modo: “Tú no me entregarás a la muerte (se ol) ni dejarás que tu amigo fiel baje a la tumba. Me enseñarás el camino de la vida, plenitud de gozo en tu presencia, alegrí­a perpetua a tu derecha”.

¿Se alude entonces a la bienaventuranza eterna después de la muerte? Es cierta la intensidad de la experiencia de fe en Dios: el salmista experimenta de manera profundí­sima la cercaní­a y la ayuda de Dios, tanto que no puede imaginarse que la muerte pueda prevalecer sobre Dios y su amor. Pero no parece que le preocupe mucho afirmar algo sobre el “más allá”. El “rapto” al lado de Dios es una manera de afirmar y de expresar la fe en la omnipotencia del Dios vivo.

b) Sabidurí­a. “Dios creó al hombre para la incorrupción” (Sab 2:23), es decir, dotado de la capacidad y constituido del deseo de vivir para siempre su amistad. El hombre no es naturalmente inmortal, pero está hecho a imagen de la eternidad de Dios (cf Sab 2:23). Todo se decide en la libertad humana de vivir según la justicia o la injusticia, con Dios o contra Dios. Y la diferencia entre el justo y el impí­o se comprende precisamente a partir de lo que acontece en la muerte.

“La justicia es inmortal” (Sab 1:15), o sea, es la condición necesaria para que el hombre alcance su destino final de vivir “con él en el amor” (Sab 3:9). En efecto, “las almas (las personas) de los justos están en las manos de Dios” (Sab 3:1) y “su esperanza está rebosante de inmortalidad” (Sab 3:4). Así­ pues, solamente el justo puede recibir de Dios el don de una inmortalidad bienaventurada. Así­ se explica por qué Sab evita cuidadosamente usar el verbo morir o el sustantivo muerte a propósito del justo (cf 3,2: “A los ojos de los necios parecí­a que [los justos] habí­an muerto”).

Para / Sab, la “muerte” no es sólo ni primariamente el fin fí­sico de la existencia terrena, sino la separación eterna de Dios (cf 1,12-13). En consecuencia, Dios no ha creado la muerte ni la quiere (1,13); y la muerte no puede ser el destino de los justos. “Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen”: la muerte, en cuanto que es oposición y separación de Dios, es consecuencia del pecado; por tanto, propiamente hablando, sólo la experimentan los no-creyentes y los moralmente malvados (2,24).

En el juicio final, designado como “la hora de su visita” (3,7), “los malvados recibirán el castigo” (3,10) de la ruina total y definitiva. ¡Ellos morirán de verdad! Pero los justos experimentarán la divina existencia de amor (3,9), saboreando la “gracia y la misericordia” de Dios y conociendo la verdad.

Si la condición para la vida bienaventurada con Dios es la / justicia, lo cierto es que la justicia se la hace posible al hombre solamente el don de la / sabidurí­a. En efecto, la sabidurí­a hace conocer la voluntad de Dios (9,13.17), le da al hombre la capacidad de realizar lo que le place a Dios (9,10-12); por tanto, es principio interior de la vida moral justa (7,27-28). La sabidurí­a produce la justicia, y ésta hace que fructifique la inmortalidad bienaventurada (6,17-19). En consecuencia, “el deseo de la sabidurí­a nos eleva al reino” (6,20), para que vivamos con Dios. Y este deseo, si es auténtico, se convierte en oración para alcanzar la sabidurí­a (Sab 9).

Sab es un libro de esperanza, una ayuda para superar la angustia y la desilusión profunda, causada por tener que morir. La esperanza del impí­o que no cree “es como brizna que arrebata el viento, como niebla ligera en poder del huracán” (5,14); pero la esperanza del justo que cree no engaña, porque está garantizada por Dios mismo, experimentado existencialmente en la fe. En Sáb se concluye un largo camino de esperanza de victoria sobre la muerte, que se habí­a expresado ya en Isa 25:8 (“[Dios] destruirá para siempre la muerte”) y en Isa 26:19 (“Revivirán tus muertos, sus cadáveres resucitarán”); pero, sobre todo, en Dan 12:1-4 y 2Mac 7.

V. NUEVO TESTAMENTO. 1. JESÚS FRENTE A LA MUERTE DE LOS DEMíS. a) La angustia de morir. Mientras la muerte afecta a los demás, es una noticia o un hecho que entristece y que asusta, pero deja todaví­a espacio a la capacidad de seguir viviendo uno mismo y de esperar. Mientras son los otros los que mueren, la muerte no nos toca demasiado. Pero cuando el hombre se descubre no sólo como mortalis, sino moriturus o moribundus, o sea, cuando ve acercarse la sombra terrorí­fica de la muerte y se siente concretamente acechado por ella, entonces se ve cogido como por sorpresa y le invade el miedo y la angustia.

En los evangelios hay dos episodios que presentan al hombre ante la amenaza inminente de la muerte: la tempestad sobre el lago (Mar 4:35-41 y par) y el caminar de Pedro sobre las aguas (Mat 14:22-33). Durante la tempestad en el lago los discí­pulos se llenaron de pánico y de terror por miedo a morir; Jesús les dijo: “¿Por qué sois tan miedosos? ¿Por qué no tenéis fe?” (Mar 4:40). Y a Pedro, asustado al ver que se hundí­a, Jesús le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mat 14:31).

Jesús es el que puede salvar de la muerte; pero los hombres sólo pueden escaparse de ella mediante la fe, por la intervención de Jesús. La fe libera a los hombres de la profunda angustia existencial que los atenaza en la intimidad cuando ven la muerte ante sus ojos.

b) La angustia por la muerte de los otros. En tres casos se encuentra Jesús con personas que han perdido a alguno de sus parientes: Jairo, que acaba de ver morir a su hijita (Mar 5:22-24a.35-43 y par); la viuda de Naí­n, que se ha quedado sin su hijo único (Lev 7:11-17); las hermanas de Lázaro, muerto (Jua 11:1-46). Jesús devuelve la vida a los muertos, y de esta forma libra de su angustia a Jairo, a la viuda de Naí­n y a las hermanas de Lázaro. La muerte, en cuanto ruptura definitiva de los ví­nculos familiares, es un mal insoportable. Jesús se solidariza con las personas afectadas, gime en su corazón, interviene eficazmente y, una vez más, invita a tener fe como superación de la angustia y la desesperación, proponiéndose a sí­ mismo como principio de vida y de esperanza: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí­, aunque muera, vivirá” (Jua 11:25).

Jesús no devolvió la vida a todos los que habí­an muerto, ya que no habí­a venido a liberar al hombre de su condición mortal. Vino a proclamar y a inaugurar la presencia del reino de Dios, esto es, el poder amoroso y salví­fico del Padre, que da sentido y ofrece una finalidad a la vida mortal de los hombres, garantizándoles un éxito final victorioso. En realidad, Jesús vino a liberar al hombre de la angustia y de la desesperación de tener que morir, no a exonerarlo de la muerte.

2. JESÚS FRENTE A SU PROPIA MUERTE. Los evangelios no son una biografí­a de Jesús, pero permiten una reconstrucción de su experiencia frente a la muerte. La muerte de Jesús fue un acontecimiento único e incomparable; irrepetible, pero auténticamente humano. ¿Cómo vivió Jesús su propia muerte?
Ante la muerte, vislumbrada ya como inminente, Jesús se siente aterrorizado y asustado; exclama: “Me muero de tristeza” (Mar 14:33-34). Esta expresión es una cita del Sal 42:6; con ella Jesús “asume la experiencia de los angustiados del AT, que a su vez prestaban su voz a los diversos aspectos de la angustia humana” (P. Grelot). Jesús no tiene ni el aliento ni el apoyo de los amigos; no tiene el consuelo de la fidelidad de los discí­pulos, puesto que “todos lo abandonaron y huyeron” (Mar 14:50). También en la cruz Jesucristo manifiesta su angustia: “¡Dios mí­o, Dios mí­o!, ¿por qué me has abandonado?” (Mar 15:34). Sin embargo, él se abandona con amor filial a la voluntad misericordiosa del Padre: “¡ Abba, Padre!”, todo te es posible; aparta de mí­ este cáliz, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú” (Mar 14:35; cf Luc 22:42; Mat 26:39).

Lucas desarrolla sobre todo la entrega de Jesús al Padre y parece atenuar la angustia de Jesús, que en la cruz grita con voz fuerte: “Padre, en tus manos encomiendo mi espí­ritu”. El abandono confiado en las manos del Padre tiene los rasgos caracterí­sticos de la fe bí­blica, y Jesús muere como el justo creyente: “El oficial, al ver lo que habí­a ocurrido, daba gloria a Dios diciendo: ‘Verdaderamente, este hombre era justo’ “(Luc 23:47). Jesús entra en las tinieblas de la muerte no con la luz de una revelación particular, sino con la fe y el abandono filial al Padre. También para él la muerte es una noche oscura, pero no sin esperanza.

La carta a los Hebreos es el único escrito neotestamentario, fuera de los evangelios, que ha meditado sobre la angustia de Jesús frente a la muerte (cf Heb 5:7-9). Jesús se hizo totalmente solidario con la condición humana; sufriendo, aprendió la obediencia, haciéndose autor y consumador de la fe (Heb 12:2).

Los evangelios refieren también tres anuncios anticipados con los que Jesús predijo su muerte (Mar 8:31-32; Mar 9:31; Mar 10:32-34 y par), además de una alusión (Mar 9:9-10 7) y de la parábola de los viñadores homicidas (Mar 12:1-12). Estos textos fueron redactados después de la resurrección de Jesús; sin embargo, parece innegable que Jesús previó cada vez con mayor claridad, sobre todo después del fracaso de su misión en Galilea, su destino de muerte violenta.

Pero la oscuridad del futuro y de su propia muerte forma parte de la experiencia humana de Jesús, el cual sabe, incluso antes de morir, que no se verá olvidado del Padre, ni siquiera en la hora del abandono. Ciertamente Jesús no previó su muerte, contemplándola previamente como en un filme.

3. Cí“MO ENTENDIí“ JESÚS SU MUERTE. Jesús previó su muerte violenta por las reacciones que desencadenaba su persona, y la aceptó con el abandono confiado y obediente al Padre, sin que esto le impidiera probar la angustia y el sufrimiento, la oscuridad y la desolación. Ciertamente, Jesús comprendió su muerte tomando como base la misión que él sabí­a que tení­a y el sentido que habí­a dado a su existencia. Pues bien, Jesús habí­a vivido para anunciar el reino de Dios, para dar su propia vida por amor a los demás en obediencia al Padre. El resume así­ su existencia: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve” (Luc 22:27). Su vida fue y se comprendió como proexistencia, como entrega de amor. Aunque probablemente Jesús no utilizó un lenguaje sacrificial, el don consciente de sí­ mismo por los demás, en la obediencia al Padre, llevaba consigo cierta conciencia del significado salví­fico de su propia existencia.

Al ver perfilarse ante él su destino de muerte violenta, Jesús lo reconoció como voluntad del Padre y entendió también su propia muerte, lo mismo que su vida, como total entrega de sí­ por la vida de los demás, y al mismo tiempo como cumplimiento real de su misión de representante absoluto del Padre.

Esta comprensión de su muerte puede reflejarse en las palabras de Mar 10:45 : “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos” (cf Mat 20:28; Luc 22:24-27). El don de sí­, que es la sustancia de la vida de Jesús y que lo conducirá a la muerte, es la realización del servicio que Jesús rinde a los hombres. La alusión al siervo de Yhwh parece clara (cf Isa 53:12), aunque esta referencia al texto isaiano podrí­a ser fruto de una explicitación de la tradición evangélica, a fin de evidenciar el significado salví­fico de la muerte de Jesús.

Otra serie decisiva de textos son las palabras de Jesús en la última cena sobre el don de sí­, de su cuerpo entregado y de su sangre derramada por todos (cf Mar 14:22-24 y par; cf lCor 11,24-25). Y el don de sí­ mismo se relaciona aquí­ con la conclusión de la nueva alianza, es decir, deja entrever la intención de vivir su propia muerte en la perspectiva de establecer una solidaridad absoluta con sus discí­pulos.

Como se deduce del tema joaneo de la “hora”, la existencia y la misión de Jesús se desarrolló no en la perspectiva de una duración ilimitada, sino como “camino” hacia un momento final y culminante. Poco a poco Jesús comprendió que el momento final -su “hora”- era el de la muerte violenta. Y en ella comprendió que se realizaba el plan del Padre para la salvación del mundo.

4. PABLO Y LA MUERTE: a) Escándalo del crucificado. La muerte de Jesús en la cruz era un escándalo para los judí­os (lCor 1,23). Y Pablo sintió el horror tí­picamente judí­o ante el “maldito que está colgado de un madero” (Gál 3:13). Su celo judí­o contra los cristianos era expresión de este horror (cf Heb 8:3; Heb 9:1-2). Después del encuentro y la experiencia de Cristo resucitado, Pablo hace de la cruz el centro de su predicación: “Nosotros anunciamos a Cristo crucificado” (lCor 1,23; 2,2; 2Co 3:4; Gál 3:1; Gál 6:14; Flp 2:1). Pablo llegó a ver en la muerte de Jesús incluso el acontecimiento salví­fico definitivo.

b) La muerte como don de sí­. Cristo murió por nosotros (ITes 5,10), por nuestros pecados (lCor 15,3; cf 1Pe 3:18), no en lugar nuestro (cf Jua 11:50.51; Jua 18:14). El “murió por todos” (2Co 5:14), realmente solidario de aquellos que durante su vida están sometidos al temor de la muerte (Heb 2:15). El “morir por” es el gesto supremo de amor: “Dios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5:8; cf Gál 2:20; Efe 5:25). Cristo transformó la muerte, viviéndola como acto de amor. El “vivió” su muerte no como un rito cultual, sino como sacrificio personal existencial (Rom 3:23-25).

c) La muerte liberadora. La muerte de Jesús libera de la ley (Gál 5:1) o de la ambigüedad de la ley, dando como fruto la nueva ley, que es el Espí­ritu vivificante (Rom 8:2). Por consiguiente, su muerte nos ha liberado (Rom 6:18.20.22; Rom 8:2.21; 2Co 3:17; Gál 2:4; Gál 5:1.13), rescatado (Rom 3:24; Rom 8:23; lCor 1,30; etc.), nos ha sustraí­do del mundo malvado (Gál 1:4), comprándonos a un precio muy caro (1Co 7:23), nos ha rehabilitado y justificado (Rom 6:3-11), nos ha reconciliado con Dios (2Co 5:18-19), nos ha dado la vida de hijos en Cristo (Rom 6:16-23). Su muerte es nuestra / pascua (lCor 5,7), nuestra salvación, que ejerce sus efectos en nosotros mediante el bautismo y la eucaristí­a.
Así­ pues, la muerte de Jesús es el cumplimiento supremo de una vida de fidelidad en el amor a Dios y a los hombres. Jesús le dio al morir un sentido nuevo, y transformó incluso la muerte de sus discí­pulos que mueren como él y con él. La propuesta de Jesús es darnos a nosotros mismos por la vida del mundo.

d) Victoria de Jesús sobre la muerte. Jesús, que habí­a muerto, resucitó. La muerte fue vencida, derrotada; perdió su dominio (Rom 6:9). Jesús es “la resurrección y la vida” (cf Jua 11:25). El tiene “las llaves de la muerte y del abismo (Hades)” (cf Apo 1:18) y se ha convertido en el “primogénito de todos los muertos” (Col 1:18). Con la resurrección de Jesús ha sido aniquilado el poder de la muerte (1Co 15:26) y “lo mortal se ha vestido de inmortalidad” (1Co 15:54). El morir con Cristo y como Cristo ha quedado abierto a la resurrección (lCor 15). Por este motivo, Pablo grita: “¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde, muerte, tu aguijón venenoso?” (lCor 15,55).

e) La muerte y el pecado. La tradición bí­blica que habí­a heredado Pablo le presentaba la muerte bien como una conclusión natural de la existencia, bien como un castigo del / pecado. Pablo comprendió, por la muerte y resurrección de Jesús, que todos los hombres son pecadores (Rom 3:9) y que todos “fuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo” (Rom 5:10). Por causa del pecado, la muerte hizo su entrada en el mundo (Rom 5:12): si todos morimos, esto significa que también todos pecamos. La muerte, como fenómeno universal, es el signo de una situación universal de pecado.

Al hablar de “muerte”, Pablo entiende evidentemente algo más que un simple fenómeno biológico de descomposición: la muerte es también separación de Dios; es dolor, violencia radical, sufrimiento. Por tanto, Pablo ve también la muerte en el contexto de la humanidad sometida al dominio del pecado. Esto no significa que sea, de suyo, la consecuencia o el castigo de los pecados personales.

El morir con Cristo y como Cristo arranca de la ambigüedad peligrosa de la muerte relacionada con el pecado: “Si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él” (Rom 6:8). Como él ha resucitado, también nosotros resucitaremos (lCor 15).

5. LA MUERTE DEL CRISTIANO. Jesús compartió la condición humana hasta la muerte. Pues bien, la muerte del cristiano es realizar la experiencia humana del morir con Jesús y como Jesús. Los evangelios, centrando su atención en la muerte de Jesús, quieren también decirnos cuál es el modo de morir del cristiano que sigue a Jesús. En los otros escritos del NT la muerte cristiana se articula y se desarrolla luego de varias maneras, pero siempre en referencia con la muerte de Jesús. Sin embargo, la finalidad sigue siendo el deseo de vivir y la búsqueda de la superación de la muerte.

a) La unión actual con Cristo. La fe une a Cristo, lo hace ya “ver”; por ella él habita en el cristiano. El estar bautizado es la actuación del “morir con Cristo” a fin de “resucitar con él” (Rom 6:3-11). La eucaristí­a es la memoria del sacrificio redentor del Calvario por todo el tiempo que nos queda de espera hasta que el Señor venga (lCor 11,26; Luc 22:16). La / fe, el / bautismo y la / eucaristí­a hacen actuales para nosotros la pasión y la muerte de Jesús; nos dan el Espí­ritu de Cristo precisamente para hacernos sufrir y morir como Jesucristo, a fin de poder resucitar como él. La / resurrección de Jesús no hace actual para nosotros la resurrección dispensándonos de la pasión. Más aún, Cristo resucitado nos hace capaces de sufrir y de morir con él; nos da el Espí­ritu para que sepamos y logremos padecer y morir “llevando siempre y por doquier en el cuerpo los sufrimientos de muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal” (2Co 4:10).

Lo que es decisivo para el cristiano es el actual “ser de Cristo” (1Co 3:23), ya que la muerte no es más que la entrada en el eterno “estar con Cristo” (Flp 1:20-25). La esperanza en el futuro, la superación de la desesperación y de la angustia frente a la muerte, se basa precisamente en la experiencia actual de la vida con Cristo. No es una especulación de tipo griego sobre la inmortalidad del alma, sino la unión actual experimentada con Cristo lo que fundamenta la esperanza de la morada eterna: “Sabemos que si esta tienda en que habitamos en la tierra se destruye, tenemos otra casa, que es obra de Dios; una morada eterna en los cielos, no construida por mano de hombres. Por esto gemimos en el estado actual, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra morada celestial, supuesto que seamos hallados vestidos y no desnudos. Mientras estamos en esta tienda gemimos oprimidos, ya que no queremos ser desnudados, sino ser revestidos, para que la mortalidad sea absorbida por la vida. El que nos ha hecho para este destino es Dios, y como garantí­a nos ha dado su Espí­ritu” (2Co 5:1-15). El deseo de vivir, la tensión hacia la plenitud de la vida, coincide con la intención libre de Dios (“el que nos ha hecho para este destino es Dios”), el cual nos da precisamente el Espí­ritu de Cristo para que logremos vivir y morir de tal manera que podamos resucitar como Cristo. Creer en Dios, como nos lo revela Jesucristo, significa creer en el deseo de Dios de hacernos vivir y en la eficacia de ese deseo: “También nosotros creemos y por eso hablamos, convencidos de que quien resucitó a Jesús, el Señor, también nos resucitará a nosotros con Jesús” (2Co 4:13-14). La unión actual del cristiano con Cristo mediante su Espí­ritu es ya la experiencia de ese deseo de Dios de vivir para siempre felizmente con los hombres, y por tanto de “satisfacer” el deseo de vivir que ha puesto en ellos.

b) La muerte del justo. Crucificado con Cristo y viviendo con él (Gál 2:19-20), animado del Espí­ritu de Cristo (Gál 5:24-25), el cristiano muere con la muerte del justo, con una muerte como la de Jesús (cf Luc 23:47). Para él la muerte no es un mero suceso biológico ni una maldición, sino un acontecimiento crí­stico, ya que Jesús no abolió la muerte, sino que cambió radicalmente su rostro. Pablo llega a exclamar: “Para mí­ la vida es Cristo, y la muerte ganancia” (Flp 1:21).

El morir cristiano comienza ya con el bautismo; con la “muerte” al pecado (Rom 6:11), al hombre viejo (Rom 6:6), a la carne o el egoí­smo (lPe 3,18), al cuerpo del pecado o al ser pecador (Rom 6:6; Rom 8:10), a la ley o pretensión de autosalvación (Gál 2:19), a todos los elementos del mundo o las diversas ideologí­as (Col 2:20). Y, al final, un morir a la muerte para pasar de la muerte a la vida (Jua 5:24). La vida con Cristo, inaugurada con el bautismo, nos libera del pecado y de las fuerzas de muerte que nos aprisionan, de todos los poderes que limitan y oscurecen nuestra libertad; nos hace vivir de modo verdaderamente humano. El Espí­ritu de Cristo nos libera del pecado precisamente porque nos hace vivir como Cristo para hacernos resurgir como Cristo.

Lo mismo que vivió para el Señor, así­ también el cristiano “muere para el Señor” (Rom 14:7-8; F1p 1,20). Y su muerte abre hacia una dicha sin fin: “Dichosos desde ahora los muertos que mueren en el Señor” (Apo 14:13). En el morir con Jesús tiene lugar nuestro encuentro definitivo con Dios. Nacerá entonces para nosotros “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Apo 21:1) y “no habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena” (Apo 21:4). ¡Para nosotros habrá acabado el “mundo”! Con Jesús viviremos para siempre en Dios, junto con nuestro mundo transfigurado.

c) Estar dispuestos. El “dí­a del Hijo del hombre” (Luc 9:26; Luc 17:24.26-37; Mat 16:27) es el dí­a del juicio de Dios, para el que Jesús nos invita a “estar dispuestos” (Mat 24:42-44; Luc 12:35-48). “Aquel dí­a” realizaremos la experiencia no sólo del juicio divino, sino también y para siempre de su misericordia y de su amor. El estar dispuestos significa vivir creyendo y esperando en el amor incomprensible e inefable de Dios, que se nos ha revelado en Jesucristo. Y entonces la muerte será la experiencia definitiva del misterio del amor. El deseo de eternidad que se oculta en todas las relaciones de auténtico amor se cumplirá entonces en plenitud en la comunión con Dios y con los demás. El auténtico amor efectivo por los propios hermanos desembocará en la realidad del reino: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde el principio del mundo” (Mat 25:34). El amor al prójimo, expresión del amor de Cristo por nosotros, es la sustancia de ese “estar dispuestos” para el dí­a del juicio.

d) ¿Muere todo el hombre? Hasta ahora hemos hablado siempre de la muerte del hombre, no sólo de la muerte del cuerpo, ya que la antropologí­a bí­blica no separa el alma del cuerpo: el hombre es alma y el hombre es cuerpo. Y lo cierto es que la resurrección afecta al hombre entero. ¿Pero muere todo el hombre en la muerte? Hay que tener presente que, para la Biblia, el “alma” y el “cuerpo” no son dos partes o dos elementos separados que se juntan para construir al hombre; sino dos dimensiones del ser humano: el hombre es “alma” en cuanto que es libertad y capacidad de relación con Dios; es “cuerpo” en cuanto que es solidario de los demás y del mundo. En el pensamiento bí­blico no existe un esquema dualista de alma y cuerpo. Por eso es preciso tener mucha prudencia al presentar la muerte como separación de alma y cuerpo; ese lenguaje, por lo demás bastante tradicional en la Iglesia, puede convertirse en un instrumento verbal indispensable para anunciar, en la predicación, la fe cristiana en la supervivencia del yo después de la muerte. Precisamente en cuanto “alma”, apertura a Dios creador y salvador, el hombre es inmortal, capaz de acoger el don de la vida divina. Pero esto no debe llevar a la conclusión de que la muerte sea un fenómeno puramente biológico que se refiera sólo al cuerpo, sin tocar para nada al alma. Todo el hombre, en las dimensiones del alma y del cuerpo, está manchado por el pecado; todo el hombre, alma y cuerpo, ha sido redimido por la muerte de Jesucristo.

VI. CONCLUSIí“N. La Biblia no quiere asustar con el pensamiento de la muerte ni inspirar un miedo saludable: tampoco quiere banalizar la muerte, despojándola de su terrible seriedad. Siguiendo a la Biblia, se aprende sobre todo a no manipular la muerte, a mirarla por lo que es. Serí­a un grave error comprender la fe bí­blica como un ars moriendi, como un ejercicio sobre el modo de morir. El creyente no es un artista del morir: el ars moriendi es un juego fútil para afirmarse a sí­ mismo incluso en la muerte. El creyente acepta la vida de las manos de Dios, como don de su amor, y acepta el deber y poder morir con la misma confiada esperanza en aquel que le concedió poder vivir. Y la medida de la fe no depende del miedo o no miedo de la muerte, porque en este caso el miedo no es vileza, sino horror de lo que es extraño a Dios mismo por ser negación de toda relación. Por eso toda la vida del creyente es un no a la muerte, una aceptación de la vida, a fin de vencer, con Cristo, incluso la muerte.

BIBL.: BAILEY L.R., Biblical Perspectives on Death, Fortress, Filadelfia 1979; BRUEGGEMANN W., Death, Theology of, en Interpreter’s Dictionary of the Bible, Suppl., Nashville 1976, 219-222; BONORA A., Morte e mortalitá dell’uomo nell Antico Testamento, en “Servitium” 17 (1983) 150-160; In, Angoscia e abbandono di fronte alla morte (Salmo 88), en Gesú di fronte al/a morte. Alti della XX VII Settimana Biblica, Paideia, Brescia 1984, 111-120; lo, Linguaggio di risurrezione in Dan 12:1-3, en “RBit” 30 (1982) 111-126; LEON-DUFOUR X., Jesús y Pablo ante la muerte, Cristiandad, Madrid 1982; MARCHADOUR A., Muerte y vida en la Biblia, Verbo Divino, Estella 1980; SCHCRMANN H., ¿Cómo entendió c vivió Jesús su muerte?, Sí­gueme, Salamanca 1982.

A. Bonora

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Muy acertadamente, la Gaudium et spes declara: “Es ante la muerte donde alcanza su cima el enigma de la condición humana” (GS i 8).

1. UN APARENTE SINSENTIDO. Algunos de nuestros contemporáneos han descrito la muerte como el absurdo supremo de la vida. Para Jean Paul Sartre, la muerte es ruptura, quiebra, lí­mite, caí­da en el vací­o. Lejos de dar un sentido a la vida, le quita toda significación. La muerte, como el nacimiento, es inesperada y absurda. Se nace sin motivo, se muere por casualidad. La muerte le quita al hombre su libertad y anula todas sus posibilidades de realización. Nos arroja como presa a los vivos, a merced de sus juicios. Para Albert Camus, en el centro de la vida está el hombre, con su vida absurda, privada de sentido, llena de dolor y limitada por la muerte. Lo que aparece es la vida que tiende a la plenitud, mientras que la muerte es fuente del absurdo. La vida tiene la primera palabra, pero, la muerte tiene la última. Los millones de suicidas anuales han sacado la misma conclusión: la vida carece de sentido, es, absurda, más vale suprimirla.

El hombre vivo, creyente o no creyente, en su conciencia de ser un muerto en prórroga, no escapa a la tentación de razonar del mismo modo. La prensa, la televisión, el teatro, la novela, el cine no traen más que noticias o imágenes de muerte: guerra civil, genocidio, terrorismo, invasiones brutales, tragedias del aire o de la carretera. ¿Por qué tantas vidas reducidas o segadas en el mismo momento en que iban a fructificar? ¿Por qué tantas enfermedades mortales y no merecidas? ¿Por qué la humanidad, a pesar de sus progresos y de sus técnicas, vuelve a caer en las mismas injusticias, en los mismos crí­menes? Esta amenaza de la muerte, como presencia brutal y “puntual”, engendra una psicosis planetaria. En el momento en que conoce la embriaguez del progreso, el hombre está triste, tiene miedo. ¿Es verdad que está trabajando por su destrucción?

¿Es un ser para la muerte o para la vida? Ante esta pesadilla y este escándalo de la muerte, muchos se refugian en el olvido: se divierten, se aturden, se drogan, y mueren por ello. Sin embargo, aunque nos repugna hablar de la muerte, hemos de hablar de ella, ya que la vida tiene el sentido que le damos a la muerte. Si la muerte es para la vida, entonces podemos esperar. Pero si la vida tiene que acabarse en un naufragio total, del cuerpo y de los bienes, entonces la vida misma carece de sentido, porque no desemboca en nada.

2. LA MUERTE COMO CONSUMACIóN Y ADVENIMIENTO. Ante el sinsentido y el absurdo aparente de la muerte, el cristianismo presenta una plenitud y hasta una sobreabundancia de sentido totalmente inédita. Este potencial de significatividad, que le viene de la revelación, lo pone en el camino de la credibilidad.

La verdad es que tan sólo un misterio puede responder al misterio de la muerte: el de la muerte temporal para la vida eterna. La muerte es a la vez consumación y advenimiento. En la visión cristiana el hombre no es un ser para la muerte, sino para la vida; esto significa afirmar y al mismo tiempo superar la muerte. La vida tiene sentido porque la muerte tiene sentido; es una “pascua”, un paso que desemboca en la vida eterna.

El rasgo más sorprendente de la revelación cristiana sobre la muerte es que Dios ha hecho de la muerte del hombre el misterio del amor de Cristo al Padre y al mismo tiempo el misterio del amor del Padre a Cristo y, a través de él, a todos los hombres. La muerte humana se ha hecho acontecimiento de salvación para Cristo y para el. mundo. Por tanto, Cristo no niega la muerte, sino que le da a la muerte su sentido más profundo. El conoció y vivió nuestra muerte en todo lo que tiene de amenazador, de tenebroso; en todo lo que representa de rompimiento, de angustia, de desconcierto, de experiencia de la impotencia humana. Más que nadie, Cristo conoció una muerte de soledad completa, de sufrimientos corporales indecibles, de humillación y de fracaso completo. No se le ahorró nada de lo que representa la muerte, la aniquilación de la existencia humana. Pero Cristo le dio a la muerte su verdad y su sentido más profundo. La muerte, que es manifestación concreta del pecado del hombre y de su ruptura con Dios, se convierte en Cristo en la expresión suprema de la sumisión a Dios. El pecado y el amor alcanzan aquí­ su efecto mayor. En el momento en que el pecado de las hombres alcanza su colmo y crucifica al justo, al inocente, la muerte de Cristo se hace abrazo de amor del Hijo que se entrega al Padre. También el amor alcanza aquí­ su colmo, porque Jesús mantiene hasta el fin su alianza con el Padre: “Tú eres mi Dios”. Por su entrega total al Padre y su esperanza en él, Cristo venció a la muerte. Este don de sí­ mismo al misterio del Dios amor, en la aceptación de su fracaso en la cruz, fue el que dio un sentido a la existencia humana “cumplida” finalmente en la muerte. Sin perder nada de su carácter tenebroso, la muerte se convierte en otra cosa, a saber: en la entrega de todo el hombre a Dios para vivir de su vida.

3. LA MUERTE COMO SACRAMENTO Y ACTO TEOLOGAL. Cristo nos revela una dimensión nueva de la gracia de la salvación. Su muerte adquiere, en el mismo momento en que abunda el pecado, la fuerza sobreabundante que permite vencerlo. La muerte, que era aniquilamiento de la existencia humana y expresión del pecado, se hace en Cristo abandono al amor y al poder salvadores de Dios, diálogo de amor con el amor. Cristo transforma la muerte en sacramento, en signo expresivo y eficaz de la realización absoluta de la existencia humana en Dios.

Para los que viven su vida como un misterio de muerte y de vida con Cristo, la muerte se convierte en el punto culminante de la apropiación de la salvación, inaugurada por la fe y los sacramentos. No es tanto lí­mite como cumplimiento, maduración y fructificación. Es pérdida de sí­, pero encuentro con Dios y vida en Dios.

En efecto, la muerte es el acto teologal supremo. Por la fe, el hombre encuentra su fondo en Dios. La realidad del más allá invade el presente e inspira todas sus acciones. Pero en la muerte se juega el todo por el todo. Ante la muerte, que en apariencia no es más que tiniebla absoluta, desesperación y frí­o mortal, cree “por la palabra de Dios” que ese derrumbamiento desemboca en la vida y que vivirá eternamente. La fe no puede llegar más lejos: va hasta el fondo de ella misma. En la muerte, que es esperanza contra toda esperanza, el hombre se abandona al Dios de la promesa. La muerte así­ vivida y realizada en este abandono total y confiado se convierte realmente en encuentro con Dios en Jesucristo. Por la esperanza, el cristiano se proyecta en Dios y le confí­a su vida para toda la eternidad. Finalmente, en su muerte, la caridad, que es amor de Dios por encima de todo, encuentra su expresión y su consumación suprema. Con nuestros pecados hemos resistido muchas veces a las llamadas de Dios. Pero he aquí­ que se nos brinda la ocasión de decir un sí­ total. Muchas veces hemos sufrido por no poderlo dar todo o por no dar más que con la punta de los labios. Esta vez podemos de alguna manera recoger todo nuestro ser y ofrecérselo a Dios como hostia viva: “Señor, en tus manos entrego mi espí­ritu”. Al penetrar la muerte, estas tres fuerzas fundamentales de la vida cristiana -la fe, la esperanza y la caridad- transforman la muerte. La muerte no es ya una segunda muerte, sino la victoria definitiva de la vida de Dios sobre la muerte: vida feliz y para siempre.

La muerte se hace entonces asimilación real a esa muerte de Cristo que se realiza mí­sticamente por los sacramentos y que transforma la muerte. En efecto, por el bautismo nos sumergimos en la muerte de Cristo (Rom 6,3), crucificados con él (por la muerte al pecado), sepultados y resucitados con él. La vida cristiana no es más que el desarrollo progresivo y continuo, la aplicación práctica a través de toda nuestra vida del doble resultado de muerte y de vida que produce el bautismo. En nuestra muerte real acabamos de vivir nuestra configuración con Cristo. Morimos realmente con él, para resucitar con él. El signo coincide con la realidad; hemos muerto y resucitado efectivamente. Por la eucaristí­a anunciamos sin cesar la muerte de Cristo, que es nuestra muerte y nuestra vida. Pues bien, si en la eucaristí­a anunciamos a Cristo “entregado por nosotros”, es preciso que participemos de este misterio, experimentándolo en la realidad de nuestra propia vida: esto es lo que se realiza en nuestra muerte real. Finalmente, la unción de los enfermos es el sacramento de la situación de muerte. Hace manifiesto que el cristiano, fortalecido por la gracia de Cristo, sostiene la última prueba de su vida y realiza su última acción, su misma muerte, en comunión con el Señor. De este modo, el comienzo, el medio y el fin de la vida cristiana quedan consagrados por los tres sacramentos; son la apropiación progresiva de la muerte de Cristo como nuestra salvación y nuestra resurrección.

La gran verdad que subyace a esta visión cristiana de la muerte es nuestra relación con Dios: una relación vertical, inmediata, continua en el orden del presente. En cada instante, cuando respondemos a la llamada de Dios, nos disponemos a entrar en el descanso del Señor, con la única diferencia de que el último instante recapitula, ratifica todos los instantes precedentes y nos hace entrar definitivamente en la vida eterna. Lo esencial de nuestra vida es esta presencia de Dios en cada instante de nuestra vida, orientada totalmente hacia él como la flor que sigue el movimiento del sol toda la jornada. Dios no está al fin de nuestra vida, esperándonos, sino que su mirada está continuamente puesta sobre nosotros; en el último instante esa gran presencia se revela y se hace luz para siempre. Un velo diáfano distingue esas dos presencias: ahora… y en la hora de nuestra muerte.

Esta visión de las cosas nos puede ayudar a superar el escándalo de la muerte que siega una vida en flor, que deja una obra inacabada. Sea lo que sea la vida de un hombre, su duración, se mide, en definitiva, por la inmensidad del amor que lo habita y que es el amor mismo de Dios. Pues bien, ¿quién puede medir la inmensidad de ese amor? Esta interioridad y esta actualidad del amor divino nos sitúan a cada instante al final de nuestra propia historia. Que el hombre sea salvado por gracia significa que la historia humana personal, que no está nunca acabada, alcanza siempre su fin, que es la entrada en la comunión divina, en el amor infinito que nos cubre con la luz sin tinieblas.

Desde que murió Cristo no hay ya en el universo un acontecimiento más importante que la muerte. Si morimos con él, el hecho banal de morir se ve arrastrado al misterio de Dios. El verdadero sentido de la vida es prepararse a morir, es decir, a madurar para la vida eterna. Morir es nacer para siempre; después del nacimiento a la vida temporal, después del nacimiento del bautismo, que es el renacimiento en el agua y el Espí­ritu, está el nacimiento a la vida eterna. El cristiano es aquel que tiene fe en la buena nueva de la muerte que desemboca en una vida en la que ya no se conoce ninguna muerte. Podemos sentir la impaciencia de no ver, pero sabemos que llegará el dí­a que no acabará nunca. “Deseo partir y estar con Cristo” (Flp 1,23).

La reflexión que hemos propuesto evoluciona evidentemente en el interior de la fe cristiana. Por otra parte, si ante el sinsentido aparente de la muerte veo surgir un resplandor, que es un rostro, ¿no habré de volverme hacia esa mirada que me penetra más que yo mismo? ¿No será Cristo esa plenitud de sentido en un mundo en busca del sentido perdido? Cristo, como la muerte, sigue siendo un misterio; pero un misterio iluminador, fuente de sentido siempre activa. El que se abra a él verá abrirse ante sus ojos un camino de luz.

BIBL.: AA.VV., La muerte y el cristiano, en “Concilium” 94 (1974); AA.VV., El dolor y la muerte, en “Sal Terrae” (octubre 1977); BOROS L., Mysterium moros. El hombre y su última opción, Paulinas, Madrid 1972; JANKELEVICH V., La mort, Parí­s 1966; LATOURELLE R., El hombre y sus problemas a la luz de Cristo, Sí­gueme, Salamanca 1984, 405-430; MARTELET G., Victoire sur la mort, Parí­s 1962; RAHNEF: K., Sentido teológico de la muerte, Herder Barcelona 1961; RUIZ DE LA PERA J.L., El hombre y su muerte. Antropologí­a teológica actual, Burgos 1971; ID, El último sentido, Madrid 1980, 131-154; TRO15FONTAINES, Yo no muero…, Estela, Barcelona 1966.

R. Latourelle

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Cese de todas las funciones vitales; por lo tanto, lo contrario de la vida. (Dt 30:15, 19.) En la Biblia, se aplican las mismas palabras del lenguaje original que se traducen †œmuerte† o †œmorir† tanto al hombre como a los animales y plantas. (Ec 3:19; 9:5; Jn 12:24; Jud 12; Rev 16:3.) Sin embargo, en el caso de los humanos y los animales, la Biblia muestra la función esencial de la sangre en mantener la vida al decir que el †œalma de la carne está en la sangre†. (Le 17:11, 14; Gé 4:8-11; 9:3, 4.) Tanto del hombre como de los animales se dice que †˜expiran†™, esto es, †˜exhalan†™ el aliento de vida (heb. nisch·máth jai·yí­m). (Gé 7:21, 22; compárese con Gé 2:7.) Y las Escrituras muestran que tanto en el hombre como en los animales la muerte sigue a la pérdida del espí­ritu (fuerza activa) de vida (heb. rú·aj jai·yí­m). (Gé 6:17, nota; 7:15, 22; Ec 3:19; véase ESPíRITU.)

Según la Biblia, ¿qué es la muerte?
Es interesante ver la consonancia existente entre estas declaraciones bí­blicas y lo que cientí­ficamente se denomina el proceso de la muerte. En el hombre, por ejemplo, cuando el corazón deja de latir, la sangre cesa de transportar los nutrientes y el oxí­geno (que se obtiene al respirar) a los miles de millones de células del cuerpo. Sin embargo, según se señala en The World Book Encyclopedia (1987, vol. 5, pág. 52b), †œcuando los pulmones y el corazón dejan de funcionar, puede decirse que la persona está clí­nicamente muerta, aunque no tiene que significar necesariamente que se haya producido la muerte somática. Las células del cuerpo viven aún varios minutos, de modo que si el corazón y los pulmones reanudan su funcionamiento y suministran a las células el oxí­geno necesario, aún es posible reanimar a la persona. Al cabo de unos tres minutos, comienzan a morir las células cerebrales, las más sensibles a la falta de oxí­geno. Al poco tiempo, la persona estará muerta sin posibilidad de reanimación, y el resto de las células irá muriendo gradualmente. Las últimas en morir son las células óseas, capilares y dérmicas, cuyo crecimiento puede continuar durante varias horas†. Así­ que aunque es evidente que la respiración y la sangre son necesarias para mantener la fuerza activa de vida (rú·aj jai·yí­m) en las células, también se hace patente que la muerte no solo se debe a que cesa la respiración o a que el corazón deja de latir, sino a que la fuerza de vida o espí­ritu desaparece de las células del cuerpo. (Sl 104:29; 146:4; Ec 8:8.)

Por qué mueren los humanos. La primera mención de la muerte en la Biblia aparece en Génesis 2:16, 17, cuando Dios le dio al primer hombre el mandato de no comer del árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo. La violación de aquel mandato traerí­a como consecuencia la muerte. (Véase NM, nota.) Sin embargo, en el caso de los animales, la muerte ya debí­a ser un proceso natural, pues no se hace ninguna alusión a ellos cuando la Biblia relata cómo se introdujo la muerte en la familia humana. (Compárese con 2Pe 2:12.) Por lo tanto, Adán entendí­a la gravedad de la desobediencia, que, como le habí­a advertido su padre celestial, se castigarí­a con la pena de muerte, pena que sufrió por incurrir en ese pecado. (Gé 3:19; Snt 1:14, 15.) Con el tiempo, su pecado y el fruto de este, la muerte, se extendieron a toda la humanidad. (Ro 5:12; 6:23.)
En ocasiones se recurre a ciertos textos para intentar probar que, al igual que los animales, el hombre fue creado para morir con el tiempo; entre esos textos están la referencia a que la duración de la vida del hombre es de unos †˜setenta u ochenta años†™ (Sl 90:10) y el comentario del apóstol acerca de que les †œestá reservado a los hombres morir una vez para siempre, pero después de esto un juicio†. (Heb 9:27.) No obstante, estos textos se escribieron después de que la muerte se introdujo en la humanidad, y se aplican a los humanos imperfectos y pecadores. La impresionante longevidad de los hombres antediluvianos ha de considerarse como al menos un reflejo del enorme potencial que posee el cuerpo humano, un potencial mucho mayor que el de los animales, aunque se hallen en las circunstancias más favorables. (Gé 5:1-31.) Como ya ha quedado demostrado, la Biblia no deja lugar a dudas, y relaciona la aparición de la muerte en la familia humana con el pecado de Adán.
Puesto que el pecado ha apartado de Dios a la humanidad, se dice que toda se halla en †œesclavitud a la corrupción†. (Ro 8:21.) Tal esclavitud se debe al fruto corrupto que producen las obras del pecado en el cuerpo, de modo que todos los que desobedecen a Dios están bajo el dominio del pecado y son esclavos suyos †œcon la muerte en mira†. (Ro 6:12, 16, 19-21.) Se dice que Satanás tiene †œel medio para causar la muerte† (Heb 2:14, 15) y se le llama †œhomicida† (Jn 8:44), no necesariamente porque produzca la muerte de manera directa, sino porque lo hace al servirse del engaño y la seducción al pecado, al inducir o fomentar el tipo de conducta que produce corrupción y muerte (2Co 11:3), y al originar actitudes asesinas en la mente y corazón de los hombres. (Jn 8:40-44, 59; 13:2; compárese con Snt 3:14-16; 4:1, 2.) Por lo tanto, no se presenta a la muerte como un amigo del hombre, sino como su †œenemigo†. (1Co 15:26.) Por lo general, los que desean la muerte son las personas que están sufriendo un dolor tan extremo que no pueden resistirlo. (Job 3:21, 22; 7:15; Rev 9:6.)

La condición de los muertos. La Palabra de Dios muestra que los muertos †œno tienen conciencia de nada en absoluto† y que la muerte es una condición de inactividad total. (Ec 9:5, 10; Sl 146:4.) Se dice que los que mueren van al †œpolvo de la muerte† (Sl 22:15), y que †œestán impotentes en la muerte†. (Pr 2:18; Isa 26:14.) En la muerte no hay mención de Dios ni se le alaba. (Sl 6:5; Isa 38:18, 19.) Tanto en las Escrituras Hebreas como en las Griegas la muerte se asemeja al sueño, comparación que no solo es apropiada debido a la inconsciencia de los muertos, sino también porque tienen la esperanza de despertar gracias a la resurrección. (Sl 13:3; Jn 11:11-14.) Al resucitado Jesús se le llama †œlas primicias de los que se han dormido en la muerte†. (1Co 15:20, 21; véanse HADES; SEOL.)
Mientras que los antiguos egipcios y otros pueblos paganos, especialmente los filósofos griegos, creí­an en la inmortalidad del alma humana, tanto las Escrituras Hebreas como las Griegas dicen que el alma (heb. né·fesch; gr. psy·kje) muere (Jue 16:30; Eze 18:4, 20; Rev 16:3), que necesita que se la libre de la muerte (Jos 2:13; Sl 33:19; 56:13; 116:8; Snt 5:20) o, como sucede en el caso de la profecí­a mesiánica concerniente a Jesucristo, que puede †˜derramarse hasta la mismí­sima muerte†™. (Isa 53:12; compárese con Mt 26:38.) El profeta Ezequiel condena a los que tramaban †œdar muerte a las almas que no deberí­an morir† y †œconservar vivas a las almas que no deberí­an vivir†. (Eze 13:19; véase ALMA.)
Por ello, en el Vocabulario Bí­blico de la versión de Evaristo Martí­n Nieto (edición de 1974) se comenta lo siguiente bajo el apartado †œAntropologí­a bí­blica†: †œHay que evitar, ante todo, el concepto nuestro, procedente de la filosofí­a griega, que considera al hombre como un ser compuesto de dos sustancias —alma y cuerpo— distintas y bien definidas†. De igual manera, Edmond Jacob, profesor de Antiguo Testamento de la universidad de Estrasburgo, señala que, puesto que en las Escrituras Hebreas la vida se halla relacionada directamente con el alma (heb. né·fesch), †œes lógico que la muerte se represente en ocasiones como la desaparición de esta né·fesch. (Gén. 35:18; I Reyes 17:21; Jer. 15:9; Jonás 4:3.) El que la né·fesch †˜salga†™ debe entenderse como una figura retórica, pues no continúa existiendo con independencia del cuerpo, sino que muere junto con él. (Núm. 31:19; Jue. 16:30; Ezeq. 13:19.) Ningún texto bí­blico apoya la opinión de que el †˜alma†™ se separa del cuerpo en el momento de morir†. (The Interpreter†™s Dictionary of the Bible, edición de G. A. Buttrick, 1962, vol. 1, pág. 802.)

Redención de la condena a la muerte. El Salmo 68:20 dice: †œA Jehová el Señor Soberano pertenecen los caminos de salir de la muerte†. Por medio del sacrificio de su vida humana, Jesucristo se convirtió en el †œAgente Principal† de la vida y la salvación (Hch 3:15; Heb 2:10), y por medio de él se asegura la abolición de la muerte. (2Ti 1:10.) Cuando Jesús murió, †˜gustó la muerte por todo hombre†™ y proveyó un †œrescate correspondiente por todos†. (Heb 2:9; 1Ti 2:6.) Por medio del †œsolo acto de justificación† de Jesús, se hizo posible cancelar la condenación a la muerte causada por el pecado, de manera que hombres de toda clase pudieran disfrutar de ser †œ[declarados] justos para vida†. (Ro 5:15, 16, 18, 19; Heb 9:27, 28; véanse DECLARAR JUSTO; RESCATE.) Así­ que se podí­a decir que los seguidores verdaderos de Jesús en efecto habí­an †œpasado de la muerte a la vida†. (Jn 5:24.) Sin embargo, los que desobedecen al Hijo y no ejercen amor †˜permanecen en muerte†™ y bajo la condenación de Dios. (1Jn 3:14; Jn 3:36.) Los que quieren estar libres de condenación y de la †œley del pecado y de la muerte† han de guiarse por el espí­ritu de Dios y producir sus frutos, pues †œtener la mente puesta en la carne [pecaminosa] significa muerte†. (Ro 8:1-6; Col 1:21-23.)
Jesús comparó su trayectoria de sacrificio, que culminó con su muerte y resurrección, a un bautismo. (Mr 10:38, 39; Lu 12:50; compárese con Ef 4:9, 10.) El apóstol Pablo mostró que los seguidores ungidos de Jesús también experimentarí­an un bautismo similar en la muerte, para a continuación resucitar a gloria celestial. (Ro 6:3-5; Flp 3:10, 11.) Cuando Pablo expresó su ferviente deseo de recibir la herencia de la vida celestial, explicó que los cristianos engendrados por espí­ritu no anhelaban la muerte en sí­ misma, ni tampoco permanecer †œdesnudos† en ella, sino el hecho de †˜ponerse†™ un cuerpo celestial con el fin de †˜hacer su hogar con el Señor†™. (2Co 5:1-8; compárese con 2Pe 1:13-15.) Entretanto, pese a que la muerte †˜obra†™ en ellos, llevan mediante su ministerio un mensaje de vida a las personas. (2Co 4:10-14; Pr 18:21; véase BAUTISMO [Bautismo en Cristo Jesús, en su muerte].)
Entre los que se benefician de ese ministerio se cuenta la gran muchedumbre, que tiene la perspectiva de sobrevivir a la gran tribulación y disfrutar de vida eterna en una tierra paradisiaca. Debido a que ejercen fe en el valor expiatorio del sacrificio de Jesús, también llegan a hallarse en una condición limpia ante Dios. (1Jn 2:2; Rev 7:9, 14.)
Jesús dice que él mismo tiene †œlas llaves de la muerte y del Hades† (Rev 1:18), y las utiliza para librar a aquellos de quienes la muerte ha hecho presa. (Jn 5:28, 29; Rev 20:13.) El hecho de que Jehová Dios librase a Jesús del Hades †œha proporcionado a todos los hombres una garantí­a† del venidero dí­a de juicio de Dios, y asegura que habrá una resurrección para los que se hallan en el Hades. (Hch 17:31; 1Co 15:20, 21.) De los que heredan el reino de Dios en inmortalidad se dice que triunfan sobre la muerte mediante su resurrección, con lo que se vence el †œaguijón† de esta. (1Co 15:50, 54-56; compárese con Os 13:14; Rev 20:6.)

La destrucción de la muerte. Isaí­as 25:8 registra la profecí­a de que Dios †œrealmente se tragará a la muerte para siempre, y el Señor Soberano Jehová ciertamente limpiará las lágrimas de todo rostro†. El aguijón que produce la muerte es el pecado (1Co 15:56), de modo que la muerte obra en el cuerpo de todos los que tienen el pecado y la imperfección resultante. (Ro 7:13, 23, 24.) Por lo tanto, para suprimir la muerte, es necesario eliminar lo que la causa: el pecado. Cuando se haya erradicado el último vestigio de pecado de la humanidad obediente, la autoridad de la muerte se habrá abolido, y la muerte misma será destruida, lo que se conseguirá durante el reinado de Cristo. (1Co 15:24-26.) Por eso, la muerte, que sobrevino a la raza humana como consecuencia de la transgresión de Adán, †œno será más†. (Ro 5:12; Rev 21:3, 4.) Su destrucción se asemeja de manera figurada a que se la arroje en un †œlago de fuego†. (Rev 20:14; véase LAGO DE FUEGO.)

Muerte segunda. El †œlago de fuego† al que son arrojados la muerte, el Hades, la simbólica †œbestia salvaje† y el †œfalso profeta†, así­ como Satanás, sus demonios y los que se entregan a la iniquidad en la Tierra, significa †œla muerte segunda†. (Rev 20:10, 14, 15; 21:8; Mt 25:41.) Al principio la muerte fue el resultado de la transgresión de Adán y por ella pasó a toda la humanidad; por lo tanto, la †œmuerte segunda† debe ser distinta de esta muerte heredada. De los textos citados se desprende que no hay liberación posible de la †œmuerte segunda†. La situación de los que sufren la †œmuerte segunda† corresponde al resultado que se advierte en textos como Hebreos 6:4-8; 10:26, 27 y Mateo 12:32. Por otro lado, aquellos de los que se dice que consiguen la †œcorona de la vida† y tienen parte en la †œprimera resurrección† no se ven afectados por la muerte segunda. (Rev 2:10, 11.) Los que han de reinar con Cristo reciben inmortalidad e incorrupción, por lo que están más allá de la †œautoridad† de la muerte segunda. (1Co 15:50-54; Rev 20:6; compárese con Jn 8:51.)

Uso ilustrativo. Se personifica a la muerte como un †˜rey†™ que gobierna a la humanidad desde el tiempo de Adán (Ro 5:14) junto con el †˜Rey Pecado†™. (Ro 6:12.) Se dice que estos reyes ejercen su †œley† sobre aquellos que están bajo su dominio. (Ro 8:2.) Con la venida de Cristo y la provisión del rescate, la bondad inmerecida empezó a ejercer un reino superior sobre aquellos que aceptan el don de Dios, †œcon vida eterna en mira†. (Ro 5:15-17, 21.)
Aunque los hombres, desatendiendo los propósitos de Dios, pueden intentar hacer su propio convenio o pacto con el Rey Muerte, este fracasará. (Isa 28:15, 18.) Se representa a la muerte como un jinete que cabalga detrás de la guerra y el hambre, y causa una gran mortandad a los habitantes de la Tierra. (Rev 6:8; compárese con Jer 9:21, 22.)
Se dice que los que están espiritualmente enfermos o angustiados están †œllegando a las puertas de la muerte† (Sl 107:17-20; compárese con Job 38:17 y Sl 9:13), y los que pasan por tales †œpuertas† entran en la figurativa †œcasa de reunión para todo viviente† (Job 30:23; compárese con 2Sa 12:21-23), con sus †œcuartos interiores† (Pr 7:27) y una capacidad que nunca llega a satisfacerse. (Hab 2:5.) Los que van al Seol son como ovejas pastoreadas por la muerte. (Sl 49:14.)

Los †œdolores de la muerte†. En Hechos 2:24 el apóstol Pedro dice que Jesús fue †˜desatado de los dolores de la muerte, porque no era posible que él continuara retenido por ella†™. La palabra griega (o·dí­n) que se traduce aquí­ †œdolores† se refiere en otros pasajes a los dolores de parto (1Te 5:3), pero también puede significar agoní­a, dolor, calamidad o angustia en sentido general. (Mt 24:8.) Además, los traductores de la Septuaginta griega tradujeron con ella la palabra hebrea jé·vel en textos donde el significado evidente es †œsoga†. (2Sa 22:5, 6; Sl 18:4, 5.) Una palabra hebrea de la misma familia significa †œdolores de parto†, lo que ha llevado a algunos comentaristas y lexicógrafos a la conclusión de que el término griego (o·dí­n) que Lucas usó en Hechos 2:24 también tení­a este doble sentido, al menos en el griego helénico de tiempos apostólicos. Por eso, muchas traducciones leen en este versí­culo: †œlas ataduras [†œligaduras†, AFEBE, CB, EMN, Sd; †œlazos†, CI, Vi, 1977; †œví­nculos†, Ga] de la muerte† (FF, Mensajero, NBE, NC, SA y otras). En numerosos textos el peligro de muerte se representa intentando atrapar en un lazo a la persona amenazada (Pr 13:14; 14:27), con sogas que le rodean y le bajan a †œlas circunstancias angustiosas del Seol†. (Sl 116:3.) Aunque los textos ya examinados muestran que en la muerte no hay consciencia, y es obvio que Jesús no sufrió dolor literal mientras estuvo muerto, no obstante se presenta la muerte como una experiencia amarga y angustiosa (1Sa 15:32; Sl 55:4; Ec 7:26), no solo por el dolor que normalmente la precede (Sl 73:4, 5), sino por la pérdida de toda actividad y libertad que produce su paralizante agarro. De modo que es posible que fuera en este sentido como la resurrección de Jesús le †˜desató†™ de los †œdolores de la muerte† y le liberó de su angustioso agarro.

Cambio en la condición espiritual. La muerte se usa para ilustrar la condición de muerte espiritual de todo el mundo, de manera que Jesús pudo hablar de que los †˜muertos enterraran a los muertos†™, y el apóstol pudo referirse a la mujer que viví­a para la satisfacción sensual diciendo que †œestá muerta aunque esté viviendo†. (Lu 9:60; 1Ti 5:6; Ef 2:1.) Y como la muerte fí­sica exime de las deudas u obligaciones contraí­das (Ro 6:7), el que se desobligue o se libere a un cristiano del pecado y de la condenación de la ley mosaica también se asemeja a la muerte, pues tal persona ha †˜muerto†™ en cuanto a su situación y obligaciones anteriores. (Ro 6:2, 11; 7:2-6.) El que muere así­ de manera figurada todaví­a está vivo fí­sicamente, y queda libre para seguir a Cristo como un esclavo de la justicia. (Ro 6:18-20; Gál 5:1.)
El uso de la muerte para representar un cambio de condición ayuda a entender visiones proféticas como la del libro de Ezequiel, donde se asemeja al pueblo de Dios exiliado en Babilonia a huesos secos y a personas muertas y enterradas. (Eze 37:1-12.) Estas tení­an que †œllegar a vivir† otra vez y establecerse de nuevo en su propio suelo. (Eze 37:13, 14.) Se hallan ilustraciones comparables en Revelación 11:3, 7-12 y Lucas 16:19-31.

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. La muerte en la cultura de hoy. II. Perspectiva bí­blica. III. Terminologí­a. IV. Antiguo Testamento: 1. El deseo de vivir; 2. La limitación del deseo; 3. El deseo y la angustia; 4. El deseo de sobrevivir; 5. El deseo de inmortalidad bienaventurada; a) Salmos 16; 49; 73, b) Sabidurí­a. V. Nuevo Testamento: 1. Jesús frente a la muerte de los demás: a) La angustia de morir, b) La angustia por la muerte de los otros; 2. Jesús frente a su propia muerte; 3. Cómo entendió Jesús su muerte; 4. Pablo y la muerte: a) Escándalo del Crucificado, b) La muerte como don de sí­, c) La muerte liberadora, d) Victoria de Jesús sobre la muerte, e) La muerte y el pecado; 5. La muerte del cristiano: a) La unión actual con Cristo, b) La muerte del justo, c) Estar dispuestos, d) ¿Muere todo el hombre†™.†™ VI. Conclusión.
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1. LA MUERTE EN LA CULTURA DE HOY.
La muerte es hoy un acontecimiento muy †œcomentado†™. El mercado de libros sobre la muerte hace buenos negocios; pero al mismo tiempo la muerte se ha vuelto un tema tabú, como en otros tiempos el sexo. Esta contradicción es sí­ntoma de un malestar. Tanto hablar de la muerte -en los periódicos, en la televisión, en los libros- no siempre es signo de seriedad en la reflexión. A veces es una manera de eludir el caso serio de †œmi† muerte, charlando sobre la de los otros. V. Jankélevitch, que ha escrito un denso libro sobre la muerte, afirma: †œLa tanatologí­a tan floreciente es una ciencia estancada†. Como si dijera: se hace mucho ruido en torno a la muerte para no escuchar la voz que nos llama por nuestro nombre.
Pues bien, todos los grandes pensadores de nuestro tiempo se han enfrentado con el tema de la muerte.
Pienso, por ejemplo, en el novelista L.N. Tolstoi, con su inolvidable La muerte de Iván Mc; o en el filósofo
5. Kierkegaard, con su sermón juvenil †œSobre una tumba†, o en los numerosos estudios de teólogos
contemporáneos, como K. Rahner, H.U. von Balthasar y otros muchos.
También el modo de morir ha adquirido hoy un nuevo rostro, a menudo anónimo e impersonal. Escribe el filósofo X. Tilliette: †œEn efecto, son tí­picos de nuestra época los grandes comentarios del Iagery del gulag, el infierno de los hornos crematorios, las hecatombes de las batallas y de los bombardeos, que han transformado las ciudades en necrópolis, y también la muerte terrorista, indiferente, la muerte navajazo†™, como la llama Hegel, que mata a ciegas y que resuelve la ecuación racional de la identidad yo = “yo†.
El mismo intento de olvidar o la voluntad de marginar la muerte o de recluirla entre los temas inoportunos de los que no conviene hablar, es un sí­ntoma de angustia y de extraví­o del hombre moderno. Huye del pensamiento de la muerte porque huye del sentido último de la vida. La muerte se ha convertido en tabú precisamente porque plantea inexorablemente la pregunta sobre el sentido de la vida. Por eso se intenta hacer entrar a la muerte en el cauce de los sucesos banales de cada dí­a, privándola de su carácter dramático y enigmático, describiéndola y mostrándola sin pudor en público a través de los medios de comunicación social.
Con la Biblia intentemos mirar cara a cara a la muerte, sin fingimientos ni reduccionismos preconcebidos, sin retroceder ante su horrible y misterioso aspecto. Desde el principio hasta el fin de la Biblia descubriremos este intento tan atrevido de desenmascarar a la muerte.
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II. PERSPECTIVA BIBLICA.
En la Biblia no hay un único modo de concebir la muerte, sino una multiplicidad de diversas perspectivas. Y estas diversas perspectivas no están coordinadas de modo sistemático, sino que reflejan las fases progresivas de la revelación y de la reflexión humana. No encontramos en el AT una reflexión sobre la muerte en sí­ misma, ya que la muerte es negación de relaciones, y la Biblia se interesa por la vida más que por la muerte. Sin embargo, la muerte es un lí­mite y una posibilidad real e ineludible del viviente, una oscura potencia que prolonga sus manejos dentro mismo de la existencia humana. Por tanto, no se puede menos de hablar de ella cuando uno se interroga sobre la vida. Pero la Biblia no se interesa tanto por explicar el †œdónde† y el †œporqu醝 de la muerte como por el modo de arrostrarla y por el sentido del morir.
Dios ha creado al hombre como ser caduco y mortal: †œEl Señor creó al hombre de la tierra y de nuevo le hará volver a ella. Le señaló un número preciso de dí­as y tiempo fijo† (Si 17,1-2). La muerte forma parte del ritmo vital de la existencia humana. Sin embargo, es impensable que Dios haya propiamente †œcreado† la muerte; lo mismo que el cosmos, esto es, el orden y la belleza del mundo, es una victoria sobre el caos precedente, así­ la vida es el triunfo sobre la muerte. El caos y la muerte no han sido †œcreados† por Dios, sino que forman parte de ese fondo precreatural de donde Dios saca el orden y la vida del mundo con su actividad creadora. Por tanto, la acción creadora divina es ya un acto salví­fico que libera del caos y de la muerte, del abismo informe y del silencio del sepulcro. Dios crea arrancando y †œsalvando† del caos y de la muerte.
Por tanto, no puede decirse que Dios cree tanto la vida como la muerte, como si fueran dos elementos del mundo querido por él. Dios †œama cuanto existe† (Sb 11,26), y toda la Biblia está convencida de que †œno fue Dios quien hizo la muerte† (Sb 1,13). Y, al final, †œno habrá más muerte† (Ap 21,4). El Dios de la Biblia es el Dios de la vida: †œVive el Señor† (Sal 8,47; Jos 3,10; Jr 10,10) y no muere.
En algunos pasajes se dice que Dios †œda la muerte y da la vida† (IS 2,6; Dt32,39; 2R 5,7; Sal 30,4; Tb 13,2 Sant4,12). Esto quiere decir que ni siquiera la muerte escapa al dominio soberano de Dios.
En la mitologí­a cananea, la muerte es una divinidad, el dios Mot. La Biblia desmitiza la muerte, la reduce a un hecho humano y al mismo tiempo la pone bajo el dominio soberano del único Dios. Esto aparece con claridad, por ejemplo, en Dt 32,39: †œVed ahora que soy yo, que soy el único, y que no hay Dios alguno más que yo. Soy yo el dueño de la muerte y de la vida. Yo hiero y yo curo. No hay nadie que se libre de mi mano†. También el morir entra en el ámbito del obrar de Yhwh, es decir, está sometido a su acción vivificante. De este convencimiento nace la esperanza: morir no significa caer en la esfera de influencia de otra divinidad, escapar para siempre de la posibilidad de relacionarse con Yhwh. Sin embargo, Israel no sabí­a concebir cómo era posible reanudar una relación personal viva entre él muerto y Yhwh.
La muerte no es un poder divino, una realidad absoluta. Tampoco es lo que decí­a Nietzsche: †œLa muerte como acto personal†; no es lo que entendí­a Heidegger: †œLa muerte como iluminación de la existencia†. Para la Biblia la muerte no es el momento de plena realización de sí­ mismo: lo que importa de verdad es lo que acontece en la vida. La muerte no es una bagatela sin importancia, pero tampoco es más importante que la vida. La Biblia da importancia sobre todo a cómo se vive, y mucho menos a cómo se muere; sólo en algunos casos, por ejemplo, para el mártir o el homicida, elmodo de morir revela con claridad que se trata de un justo o de un impí­o; pero también entonces es evidente la alusión a cómo se vivió la existencia.
La muerte, para la Biblia, es el signo del carácter limitado y de la caducidad humana. El hombre muere porque no es Dios, porque no es la vida absoluta, porque es criatura. De suyo, la muerte fí­sica es vista como una necesidad biológica, no como la consecuencia del pecado de Adán. La muerte †œnormal† del hombre es simplemente la consecuencia de su naturaleza finita. Solamente en casos particulares la muerte tiene que ver con los pecados del individuo o del grupo. Pero no se puede afirmar, en principio, que la muerte sea la consecuencia del pecado, el castigo por la culpa cometida.
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III. TERMINOLOGIA.
Del millar de veces que aparece la raí­z mwt en el AT, unas 630 lo son bajo forma verbaly 151 en la foma sustantivada: †œmorir† es una acción del hombre (sólo en 20 casos se dice de los animales, y en las plantas). También a menudo el sustantivo ma-weí­ (muerte) indica el †œmorir† contrapuesto al vivir Dt 30,19; 2S 15,21; Jr 8,3; Jon 4,3; Jon 4,8; SaI 89,49; Pr 18,21).
Asimismo en el NT se usa con mucha frecuencia el verbo †œmorir†, y hasta el sustantivo thanatos puede indicar ya sea el morir ya el estar muerto. Tanto en el AT como en el NT la muerte está a veces personificada como una fuerza ciega y cruel.
Así­ pues, la Biblia parece poner el acento más en el †œmorir† como proceso y como acontecimiento que en la †œmuerte†. En efecto, se coloca en una perspectiva existencial, concreta, y considera el acontecimiento final de la existencia humana como un acontecimiento humano más que en su abstracción, designada por el término muerte.
La dificultad de hablar de la muerte se deduce del recurso frecuente al lenguaje simbólico, a representaciones imaginarias. Entonces la muerte asume los rasgos del exterminador, el ángel enviado por Dios para aniquilar (2S 24,16-17; 2R 19,35; Ex 12,23); es un sueño (SaI 13,4), un pastor que guí­a a los lugares infernales, al se†™oI (SaI 49,18). La muerte está asociada a muchos sí­mbolos: tinieblas, agua profunda, abismo, noche, silencio, etc. (SaI 88).
Otras fórmulas que indican el †œmorir† resultan interesantes por el fondo de pensamiento que presuponen o al que hacen alusión. Morir equivale a †œreunirse con sus padres†(Gn 49,29; Gn 15,15); el ví­nculo del parentesco es tan fuerte, el conjunto de relaciones del individuo dentro del clan es tan esencial para la vida, que incluso la muerte se percibe sobre ese fondo, dejando así­ abierta una brecha hacia una especie de supervivencia.
La muerte se define también como un †œvolver a la tierra de donde uno ha sido sacado† (Gn 3,19; SaI 90,3; Jb 34,15; SaI 104,29; Qo 3,20; Qo 12,7). La muerte es la anticreación, el momento en que Dios retira el aliento de vida que habí­a dado con la creación (SaI 104,29; SaI 146,4; Jb 34,14-15) y los hombres vuelven a ser polvo. Pero también se dice que los muertos van al se†™oI, el †œsitio de cita de todos los vivientes† Jb 30,23). Una vez más el AT no se preocupa de coordinar estas diversas perspectivas.
La fórmula mencionada (†œvolver a la tierra†) debe relacionarse con los pasajes en que se define al hombre como un ser de barro (Gn 2,7; Is 29,16; Jr 18,1-6; Si 13,13), de polvo o de arcilla (Jb 10,9; Jb 34,14-15; SaI 103,14; SaI 146,3-4). Todas estas fórmulas insisten en la caducidad esencial del hombre y en la inevitabilidad de la muerte inscritas en la naturaleza misma del ser humano [1 Mal/ Dolor].
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IV. ANTIGUO TESTAMENTO.
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1. El deseo de vivir.
El hombre es deseo. El deseo es expresión caracterí­stica de la nefes o alma, es decir, del yo del hombre. En efecto, el sujeto del yerbo deseares casi siempre nefes. El hebreo utiliza varios verbos que indican esta fuerza-tensión vital de la persona humana, que nosotros traducimos por †œesperar, anhelar, querer, mirar hacia†.
El deseo coincide con el ser indigente y finito del hombre, pero no es voluntad de abolir la alteridad, sino aspiración a realizarse a sí­ mismo sin negar al otro. Según la Biblia, el de-seo constitutivo del hombre es deseo ilimitado de vivir y de acoger al otro en su misma diferencia. En otras palabras, es deseo de amar o, mejor aún, es el amor.
El hombre desea todo lo que hace vivir: el bien en general (Is 26,9 Miq Is 7,1; Am 5,18), Dios mismo Is 26,8-9), la esposa (SaI 45,12), comer carne (Dt 12,20), los placeres de la buena mesa (Pr 23,3; Pr 23,6), etc. Pero como el hombre es malo y pecador, puede también desear hacer el mal (Pr 21,10) o tener deseos inmoderados e inconvenientes (Pr 23,3; Pr 23,6; Pr 24,1; Dt5,21).
Cuando el verbo desear (en hebreo †˜awah o hamad) se usa para Dios (SaI 132,13-14; Jb 23,13) y para los animales (Jr2,24), tiene siempre un sentido metafórico. Propiamente sólo el hombre, o su †œcorazón† o su nefes (SaI 21,3; Is 26,8; SaI 10,3), es sujeto del desear. Así­ también, el morir es propio solamente del hombre, es una propiedad suya caracterí­stica y original.
La vida es deseo de vivir. Cuando el hombre anciano y saciado de dí­as ha satisfecho su deseo, la muerte llega como fin natural (Jb 42,17; Jr25,8; Jr35,29). El deseo humano tiene un lí­mite: es obvio que se muera. El ideal es morir en edad avanzada, lo mismo que Abrahán, que †œmurió en buena vejez, anciano, lleno de dí­as, y fue a reunirse con sus antepasados† (Gn 25,8). El hombre bí­blico, por el contrario, siente un gran desconcierto y una profunda confusión frente a la muerte imprevista o prematura de un joven. Pero ya las pruebas y las desventuras de la vida son una frustración del deseo, como, por ejemplo, en Qo 6,2: †œUn hombre a quien Dios ha dado riquezas, hacienda y honores, y a quien (= a su nefes) nada falta de cuanto pueda desear; pero Dios no le concede disfrutar de eso, sino que es un extraño quien lo disfruta. Esto es vanidad y un cruel sufrimiento†. Con la muerte se extingue todo deseo, porque en el mundo de la muerte †œno hay ni obra, ni razón, ni cien-: cia, ni sabidurí­a† (Qo 9,10).
El mismo término que designa la vida (nefes) indica también †œgarganta, fauces†, órganos relacionados con el deseo. Y en algunos pasajes nefes equivale a deseo: la vida humana coincide con un sentirse movido hacia algo, un ser atraí­do por alguna cosa. †œCon toda el alma† quiere decir entonces †œcon todo el dinamismo del yo†. †œTu nefes seguirá con vida† significa †œtodo lo que en ti se agita y se mueve, todos tus deseos, permanecerán vivos†. Y el deseo más radical que hace vivir es el de alabar a Dios (SaI 119,175, †œQue yo pueda vivir para alabarte†). Los muertos están privados incluso de este deseo vital fundamental SaI 88,11-1). En efecto, †œlos vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada†; los vivos tienen al menos un deseo, una esperanza; por eso †œmás vale perro vivo que león muerto† (Qo 9,4-5).
El pensamiento y la certeza de la muerte relativiza, pero no quita la alegrí­a de vivir, e incluso la refuerza y la justifica: †œLa luz es dulce, y agrada a los ojos ver el sol. Y si el hombre vive muchos años, que disfrute de todos ellos† (Qo 11,7-8).
Es precisamente la muerte la que confiere a la existencia una ambigüedad radical, ya que el hombre no consigue ni captar plenamente el obrar de Dios ni escapar a la muerte. Lo único que puede hacer es entregarse con confianza a Dios en la alegrí­a del momento fugitivo que le es dado vivir como don por parte de aquel que es el único en disponer del sentido de todo (Qo 3,11; Qo 5,6).
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2. La limitación del deseo.
Los relatos simbólicos de la creación (Gen 1,1-2,4a; 2,4b-25) afirman que Dios determina con su acción creadora el bien verdadero del hombre. Al crear, Dios lo dispone todo para el bien del hombre, hecho a su imagen y bendecido por él, constituido en la dualidad hombre-mujer, investido de la misión de humanizar el mundo. El hombre ha sido creado como ser vivo, libre y responsable, por estar dotado de deseo (Gn 2,7 es una nefes viviente).
A esta criatura-de-deseo Dios le hace una advertencia amigable para preservarle de las desviaciones del deseo: †œDel árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el dí­a en que comas, ciertamente morirás† (Gn 2,17). No se trata de amenaza ni de envidia divina, sino de amorosa preocupación de Dios por el bien del hombre: Dios quiere conservar al hombre en la situación paradisí­aca. Y Dios solo, no el hombre, sabe cuál es el verdadero bien del hombre.
Pero el hombre, en cuanto ser relacionado representado por la pareja hombre-mujer, se deja engañar por su deseo, que él interpreta como posibilidad-poder absoluto (†œciencia del bien y del mal†). Entonces el árbol le parece †œapetitoso† (Gn 3,6) y come su fruto ilusionado por el intento de apropiarse del saber-poder absoluto de Dios y de liberarse del deseo crea-tural. El hombre intenta transformarse de destinatario en posesor, de deseo en fuente del don, de hombre en Dios.
En realidad, al rechazar y rehusar su propia identidad, se transforma (Gn 3,14-24). Toda la existencia humana se hace entonces más dura y difí­cil; está continuamente en peligro de verse tragada por la muerte voraz. Entre la humanidad y la serpiente, el enemigo mortal, se desencadena una permanente hostilidad sin ví­as de solución (Gn 3,15). La relación hombre-mujer se ve alterada por el sufrimiento y la violencia; el trabajo queda marcado por la fatiga y el dolor; la existencia humana sufre graves restricciones e impedimentos cada dí­a.

Y al final, la muerte: no es ciertamente la satisfacción del deseo, la saciedad, sino un volver a la tierra Gn 3,19), la extinción del deseo. En Gen 2,7 el hombre viene de la tierra, pero está vuelto hacia la vida; en Gen 3,19 el hombre viene de la tierra y vuelve a ella con la muerte; la muerte, por causa del pecado, es el retorno doloroso, en la dirección contraria a la creación, a la tierra, que ha quedado maldita después del pecado.
Sin embargo, el pecado no elimina por completo el deseo de Dios creador de que el hombre viva y de hacer vivir al hombre. Con la promesa de Abrahán (Gn 12,1-3), Dios hace valer su deseo de hacer vivir al hombre, al que ha creado para la vida: †œQue no fue Dios quien hizo la muerte ni se goza con el exterminio de los vivientes. Pues todo lo creó para que perdurase (Sb 1,13-14).
En la muerte de Jesús, Dios mismo asumirá el sufrimiento y la muerte para la plena y definitiva realización de su deseo de hacer vivir, que coincide con el deseo humano de vivir. Creer que Dios es el Dios de la vida quiere decir creer que el deseo de vivir que él ha puesto en el hombre no está destinado fatalmente al fracaso. La mortalidad del hombre no es la mortalidad del deseo, que será más bien eternizado en Dios.
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3. El deseo y la angustia.
La angustia es un sentir complejo que implica desconcierto e impotencia, sentido de opresión y de abandono. En el sentido entendido por M. Hei-degger, la angustia está vinculada a la experiencia de la nada, al sentimiento de estar †œarrojados† a la vida sin estar anclados en el origen y sin apoyo alguno en el futuro. Es difí­cil definir el significado de angustia; aquí­ tomamos el término en el sentido de †œsentimiento de extraví­o y de impotencia.
Muchos textos bí­blicos reflejan el sentimiento de angustia quexse apodera del hombre frente al mal y frente a la muerte, ya que la muerte es realmente †œamarga†™ (IS 15,32). Es verdad que en algunos pasajes se advierte un sentimiento de resignación tranquila y doliente ante la muerte, vista como †œel camino de todos los vivientes (cf 1R 2,lss; Jos 23,14; 2S 12,13), mientras que se reacciona violentamente ante la muerte del impí­o. La muerte es una ley igual para todos; hay que resignarse: †œNo temas la sentencia de la muerte; acuérdate de los que te precedieron y de los que te seguirán. Esta es la ley que el Señor ha impuesto a todo viviente. ¿Por qué rebelarte contra la voluntad del Altí­simo?† (Si 41,3-4). †œUna generación pasa y otra generación viene†™ (Qo 1,4): la muerte es un dato ineliminable de la existencia. Por eso es inútil angustiarse.
Sin embargo, la Biblia no llega a endurecer el corazón del hombre con la resignación estoica, sino que da curso libre a toda la angustia humana ante la muerte, terrible e insondable enigma. En efecto, la muerte, como el í­e†™oI o mundo de los muertos, es por definición tinieblas, separación de Dios y alejamiento de los demás. Así­ se lamenta Ezequí­as: †œPorque el abismo (se†™oI) no te alaba ni te ensalza la muerte; no esperan los que bajan a la fosa tu fidelidad. El que vive, el que vive, te alaba† (Is 38,18-19).
La angustia nace de la triste comprobación de que la muerte prolonga venenosamente todos sus artilugios dentro mismo de la vida a través de la enfermedad y de las desventuras del hombre: †œLas DIAS de la muerte me envolví­an, los torrentes del averno me espantaban, los lazos del abismo me liaban, se tendí­an ante mí­ las trampas de la muerte. Clamé al Señor en mi angustia† (SaI 18,5-7).
El peligro inminente de la muerte arroja al salmista en un estado de desaliento y de confusión abismal, como en el Ps 88,16-1 7: †œDesde mi infancia soy un desgraciado, al borde de la muerte; he soportado tus terrores y ya no puedo más. Tus iras han pasado sobre mí­ y tus espantos me han aniquilado†. Obsérvese que el adjetivo †œtuyo†, varias veces repetido, se refiere a Dios: la angustia está motivada no por la muerte en sí­, sino por la relación con Dios que la muerte amenaza con oscurecer, con interrumpir, con eliminar. El deseo de vivir es siempre, para el hombre bí­blico, el deseo de estar-con-Dios: la muerte destruye esta relación viva con Dios, que ya no es posible en el mundo de los muertos.
En el Ps 88 la muerte es la negación de las relaciones constitutivas de la existencia, de la relación con las cosas, con los otros, con Dios. Para el salmo, soy †œyo† el que muero. Morir no es un suceso que puede concebirse fuera de †œmi† morir: no existe la muerte en general o en abstracto, sino sólo la concreción y la singularidad histórica del yo que muere. En consecuencia, el salmista habla del yo que muere, anticipa su fin mediante la indicación de la muerte y la simbolización fantástica. No dice †œse muere†, sino †œyo muero†.
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Con los muertos están las †œsombras †œ(repa†™í­m)(5a188,11;Is 14,9; Is 26,14;Is 26,19;Jb 26,5; Pr 2,18; Pr 9,18; Pr21,16). Los Refaim son los habitantes del mundo de los muertos; pero quizá no haya que identificarlos con los muertos. Podrí­a tratarse, según una creencia popular, de seres poderosos concebidos como superhombres, pero ahora difuntos y reducidos también ellos a la impotencia y a una existencia de sombras como todos los demás muertos.
La muerte, para el Ps 88, no es, como para M. Heidegger, la más personal de sus posibilidades: aunen la angustia de estar arrojado en el mundo como ser-para-la-muerte, el salmista invoca a †œsu Dios como suprema posibilidad de vida. El grito de la oración del salmista no es una toma de posición intelectual- teórica, sino expresión de una esperanza, de un deseo de estar con Dios, cuyo cumplimiento sigue estando fuera del alcance del propio salmista. La angustia no se traduce en afirmación de la nada; no es experiencia de la nada, sino nostalgia y deseo sin solucionar, afán no realizado de relación con Dios. El deseo del hombre frente a la muerte no puede configurarse más que como esperanza y como abandono a la fuente misma del ser (Sal 16). Ahora bien, la esperanza es un acto de amor total; y sólo de este amor puede nacer, del modo que Dios quiera, la victoria sobre la muerte. Jesús resucitó porque amó hasta la entrega suprema de sí­ mismo.
El deseo de Dios no es que muera el impí­o, sino que se convierta y viva (Ez 33,11; Ez 18,32). ¡Cuánto más deseará Dios que sus fieles compartan con él su alegrí­a de vivir!
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4. El deseo de sobrevivir.
Morir como miembro de una comunidad no da miedo (Gn 25,8; Gn 35,29; Gn 49,29; Dt 32,50). Lo que aterroriza al hombre bí­blico es la perspectiva del aislamiento absoluto de Dios y de los demás. El que muere dentro de una comunidad que le honra y lo recuerda, en cierto modo sigue viviendo también a través de la memoria que los vivos hacen de él. El mejor ungüento para embalsamar a los muertos es un buen nombre: †œEl duelo de los hombres es por los cuerpos, pero el nombre maldito del pecador será borrado. Cuida de tu renombre, porque te quedará como bien mejor que millares de preciados tesoros. La buena vida dura sólo cierto número de dí­as, pero el buen nombre permanece para siempre†™ (Si 41,11-13; Pr 22,1 y su crí­tica Qo2,16).
Los hombres justos y virtuosos †œdejaron un gran nombre para que se cantasen sus alabanzas†™ (Si 44,8); †œLos cuerpos fueron sepultados en paz, y su nombre vivirá por generaciones (Si 44,14). Son numerosí­simos, en el AT, los textos en que el recuerdo del buen nombre es una especie de supervivencia entre los descendientes(Gn 6,4 Núm Gn 16,2; Si 15,6; Si 46,11-12 etc. ). Esta misma concepción aparece también fuera de la Biblia, por ejemplo, en la Sabidurí­a de Aquikary en la literatura rabí­-nica.
El que muere dejando hijos y nietos no desaparece del todo, sino que continúa sobreviviendo en su descendencia: †œ…No así­ los hombres de bien, cuyas buenas obras no han sido olvidadas. Sus bienes pasan a su descendencia y su herencia de hijos a nietos. Su descendencia permanecerá fiel a la alianza…†
(Si 44,10-12).
En los textos citados el problema no es ya el de la inmortalidad, sino el de una vida sabia y feliz, expresada en un †œnombre†™ que dura más allá de la muerte. La muerte, en Ben Sirá, es considerada como castigo del impí­o por sus pecados (Si 16,1-15); pero es un mal sólo para el malvado. Para todos los demás hombes la muerte es un hecho natural, establecido por Dios (Si 17,1-2). Al malvado la muerte le quita toda esperanza: †œCon la muerte del injusto perece su esperanza (Pr 11,7).
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5. El deseo de inmortalidad bienaventurada,
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a) Salmos 16; 49; 73.
Estos tres salmos plantean de forma análoga el problema de la muerte y de la liberación del
se†™ol. Se trata de textos sapienciales, muy probablemente posteriores al destierro. Están dominados por el tema de la retribución. Pero ¿son también testimonios de una fe en la vida eterna bienaventurada después de la muerte? Los exegetas no estántodos de acuerdo sobre ello: para unos, la perspectiva es intraterrena; para otros, aparece la fe en una eternidad dichosa.
En el Ps 73,24 aparece el discutido verbo Iaqah (tomar, asumir, raptar): †œCon tus consejos me diriges y
me llevas (Iqh) hacia un final glorioso. Es el verbo que se usa para el rapto o la asunción de Henoc
Gn 5,24) y de Elias (2R 2,11), pero también para la vocación de Amos (7,15). Vuelve a aparecer en el Ps
49,16: †œPero Dios rescatará mi vida, me arrancará (Iqh) de las fuerzas del abismo (se†™ol)†. En el Ps 16,10-11 se expresa la misma idea de este modo: †œTú no me entregarás a la muerte (se†™oI) ni dejarás que tu amigo fiel baje a la tumba. Me enseñarás el camino de la vida, plenitud de gozo en tu presencia, alegrí­a perpetua a tu derecha†.
¿Se alude entonces a la bienaventuranza eterna después de la muerte? Es cierta la intensidad de la experiencia de fe en Dios: el salmista experimenta de manera profundí­sima la cercaní­a y la ayuda de Dios, tanto que no puede imaginarse que la muerte pueda prevalecer sobre Dios y su amor. Pero no parece que le preocupe mucho afirmar algo sobre el †œmás allᆝ. El †œrapto† al lado de Dios es una manera de afirmar y de expresar la fe en la omnipotencia del Dios vivo.
2171
b) Sabidurí­a.
†œDios creó al hombre para la incorrupción† (Sb 2,23), es decir, dotado de la capacidad y constituido del deseo de vivir para siempre su amistad. El hombre no es naturalmente inmortal, pero está hecho a imagen de la eternidad de Dios (Sb 2,23). Todo se decide en la libertad humana de vivir según la justicia o la injusticia, con Dios o contra Dios. Y la diferencia entre el justo y el impí­o se comprende precisamente a partir de lo que acontece en la muerte.
†œLa justicia es inmortal† (1,15), o sea, es la condición necesaria para que el hombre alcance su destino final de vivir †œcon él en el amor† (3,9). En efecto, †œlas almas (las personas) de los justos están en las manos de Dios† (3,1) y †œsu esperanza está rebosante de inmortalidad† (3,4). Así­ pues, solamente el justo puede recibir de Dios el don de una inmortalidad bienaventurada. Así­ se explica por qué Sg evita cuidadosamente usar el verbo morir o el sustantivo muerte a propósito del justo (cf 3,2: †œA los ojos de los necios parecí­a que [los justos] habí­an muerto†).
Para / Sg, la †œmuerte† no es sólo ni primariamente el fin fí­sico de la existencia terrena, sino la separación eterna de Dios (cf 1,12-13). En consecuencia, Dios no ha creado la muerte ni la quiere (1,13); y la muerte no puede ser el destino de los justos. †œPor envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen†: la muerte, en cuanto que es oposición y separación de Dios, es consecuencia del pecado; por tanto, propiamente hablando, sólo la experimentan los no-creyentes y los moralmente malvados (2,24).
En el juicio final, designado como †œla hora de su visita† (3,7), †œlos malvados recibirán el castigo† (3,10) de la ruina total y definitiva. Ellos morirán de verdad! Pero los justos experimentarán la divina existencia de amor (3,9), saboreando la †œgracia y la misericordia† de Dios y conociendo la verdad.
Si la condición para la vida bienaventurada con Dios es la ¡justicia, lo cierto es que la justicia se la hace posible al hombre solamente el don de la ¡ sabidurí­a. En efecto, la sabidurí­a hace conocer la voluntad de Dios (9,13.17), le da al hombre la capacidad de realizarlo que le place a Dios (9,10-12); por tanto, es principio interior de la vida moral justa (7,27-28). La sabidurí­a produce la justicia, y ésta hace que fructifique la inmortalidad bienaventurada (6, ?? 9). En consecuencia, †œel deseo de la sabidurí­a nos eleva al reino† (6,20), para que vivamos con Dios. Y este deseo, si es auténtico, se convierte en oración para alcanzar la sabidurí­a (Sb 9).
Sg es un libro de esperanza, una ayuda para superar la angustia y la desilusión profunda, causada por tener que morir. La esperanza del impí­o que no cree †œes como brizna que arrebata el viento, como niebla ligera en poder del huracán† (5,14); pero la esperanza del justo que cree no engaña, porque está garantizada por Dios mismo, experimentado existencial-mente en la fe. En Sáb se concluye un largo camino de esperanza de victoria sobre la muerte, que se habí­a expresado ya en Is 25,8 (†œ[Dios] destruirá para siempre la muerte†) y en 1s26,19 (†œRevivirán tus muertos, sus cadáveres resucitarán†); pero, sobre todo, en Dan 12,1-4 y 2M 7.
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V. NUEVO TESTAMENTO.
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1. Jesús frente a la muerte de los demás,
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a) La angustia de morir.
Mientras la muerte afecta a los demás, es una noticia o un hecho que entristece y que asusta, pero deja todaví­a espacio a la capacidad de seguir viviendo uno mismo y de esperar. Mientras son los otros los que mueren, la muerte no nos toca demasiado. Pero cuando el hombre se descubre no sólo como moflalis, sino mo-riturus o moribundus, o sea, cuando ve acercarse la sombra terrorí­fica de la muerte y se siente concretamente acechado por ella, entonces se ve cogido como por sorpresa y le invade el miedo y la angustia.
En los evangelios hay dos episodios que presentan al hombre ante la amenaza inminente de la muerte: la tempestad sobre el lago (Mc 4,35-41 y par) y el caminar de Pedro sobre las aguas (Mt 14,22-33). Durante la tempestad en el lago los discí­pulos se llenaron de pánico y de terror por miedo a morir; Jesús les dijo:
†œ,Por qué sois tan miedosos? ¿Por qué no tenéis fe?†™ (Mc 4,40). Y a Pedro, asustado al ver que se hundí­a, Jesús le dijo: †œHombre de poca fe, ¿por qué has dudado?† (Mt 14,31),
Jesús es el que puede salvar de la muerte; pero los hombres sólo pueden escaparse de ella mediante la fe, por la intervención de Jesús. La fe libera a los hombres de la profunda angustia existencial que los atenaza en la intimidad cuando ven la muerte ante sus ojos.
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b) La angustia por la muerte de los otros.
En tres casos sé encuentra Jesús con personas que han perdido a alguno de sus parientes: Jairo, que acaba de ver morir a su hijita (Mc 5,22-24; Mc 5,35-43 par); la viuda de Naí­n, que se ha quedado sin su hijo único (Lc 7,11-17); las hermanasde Lázaro, muerto (Jn 11,1-46). Jesúsdevuelve la vida a los muertos, y de esta forma libra de su angustia a Jairo, a la viuda de Naí­n y a las hermanas de Lázaro. La muerte, en cuanto ruptura definitiva de los ví­nculos familiares, es un mal insoportable. Jesús se solidariza con las personas afectadas, gime en su corazón, interviene eficazmente y, una vez más, invita a tener fe como superación de la angustia y la desesperación, proponiéndose a sí­ mismo como principio dé vida y de esperanza: †œYo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí­, aunque muera, vivirᆝ (Jn 11,25).
Jesús no devolvió la vida a todos los que habí­an muerto, ya que no habí­a venido a liberar al hombre de su condición mortal. Vino a proclamar y a inaugurar la presencia del reino de Dios, esto es, el poder amoroso y salví­fico del Padre, que da sentido y ofrece una finalidad a la vida mortal de los hombres, garantizándoles un éxito final victorioso. En realidad,. Jesús vino a liberar al hombre de la angustia y de la desesperación de tener que morir, no a exonerarlo de la muerte.
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2. Jesús frente a su propia muerte.
Los evangelios no son una biografí­a de Jesús, pero permiten una reconstrucción de su experiencia frente a la muerte. La muerte de Jesús fue un acontecimiento único e incomparable; irrepetible, pero auténticamente humano. ¿Cómo vivió Jesús su propia muerte?
Ante la muerte, vislumbrada ya como inminente, Jesús se siente aterrorizado y asustado; exclama: †œMe muero de tristeza† (Mc 14,33-34). Esta expresión es una cita del Ps 42,6; con ella Jesús †œasume la experiencia de los angustiados del AT, que a su vez prestaban su voz a los diversos aspectos de la angustia humana† (P. Grelot). Jesús no tiene ni el aliento ni el apoyo de los amigos; no tiene el consuelo de la fidelidad de los discí­pulos, puesto que †œtodos lo abandonaron y huyeron† (Mc 14,50). También en la cruz Jesucristo manifiesta su angustia: †œiDios mí­o, Dios mí­o!, ¿porqué me has abandonado?† (Mc 15,34). Sin embargo, él se abandona con amor filial a la voluntad misericordiosa del Padre: †œ Abba, Padre!†, todo te es posible; aparta de mí­ este cáliz, pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú† (Mc 14,35; Lc 22,42; Mt 26,39).
Lucas desarrolla sobre todo la entrega de Jesús al Padre y parece atenuar la angustia de Jesús, que en la cruz grita con voz fuerte: †œPadre, en tus manos encomiendo mi espí­ritu†. El abandono confiado en las manos del Padre tiene los rasgos caracterí­sticos de la fe bí­blica, y Jesús muere como el justo creyente: †œEl oficial, al ver lo que habí­a ocurrido, daba gloria a Dios diciendo: †˜Verdaderamente, este hombre era justo†™ †˜(Lc 23,47). Jesús entra en las tinieblas de la muerte no con la luz de una revelación particular, sino con la fe y el abandono filial al Padre. También para él la muerte es una noche oscura, pero no sin esperanza.
La carta a los Hebreos es el único escrito neotestamentario, fuera de los evangelios, que ha meditado sobre la angustia de Jesús frente a la muerte (Hb 5,7-9). Jesús se hizo totalmente solidario con la condición humana; sufriendo, aprendió la obediencia, haciéndose autor y consumadorde la fe (Hb 12,2).
Los evangelios refieren también tres anuncios anticipados con los que Jesús predijo su muerte Mc 8,31-32; Mc 9,31; Mc 10,32-34 y par), además de una alusión (Mc 9,9-10; Mc 7) y de la parábola de los viñadores homicidas (Mc 12,1-12). Estos textos fueron redactados después de la resurrección de Jesús; sin embargo, parece innegable que Jesús previo cada vez con mayor claridad, sobre todo después del fracaso de su misión en Galilea, su destino de muerte violenta.
Pero la oscuridad del futuro y de su propia muerte forma parte de la experiencia humana de Jesús, el cual sabe, incluso antes de morir, que no se verá olvidado del Padre, ni siquiera en la hora del abandono. Ciertamente Jesús no previo su muerte, contemplándola previamente como en un filme.
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3. Cómo entendió Jesús su muerte.
Jesús previo su muerte violenta por las reacciones que desencadenaba su persona, y la aceptó con el abandono confiado y obediente al Padre, sin que esto le impidiera probar la angustia y el sufrimiento, la oscuridad y la desolación. Ciertamente, Jesús comprendió su muerte tomando como base la misión que él sabí­a que tení­a y el sentido que habí­a dado a su existencia. Pues bien, Jesús habí­a vivido para anunciar el reino de Dios, para dar su propia vida por amor a los demás en obediencia al Padre. El resume así­ su existencia: †œYo estoy en medio de vosotros como el que sirve† (Lc 22,27). Su vida fue y se comprendió como pro-existencia, como entrega de amor. Aunque probablemente Jesús no utilizó un lenguaje sacrificial, el don consciente de sí­ mismo por los demás, en la obediencia al Padre, llevaba consigo cierta conciencia del significado salví­fico de su propia existencia.
Al ver perfilarse ante él su destino de muerte violenta, Jesús lo reconoció como voluntad del Padre y entendió también su propia muerte, lo mismo que su vida, como total entrega de sí­ por la vida de los demás, y al mismo tiempo como cumplimiento real de su misión de representante absoluto del Padre.
Esta comprensión de su muerte puede reflejarse en las palabras de Mc 10,45: †œEl Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por todos† (Mt 20,28; Lc 22,24-27). El don de sí­, que es la sustancia de la vida de Jesús y que lo conducirá a la muerte, es la realización del servicio que Jesús rinde a los hombres. La alusión al siervo de Yhwh parece clara (Is 53,12), aunque esta referencia al texto isaiano podrí­a ser fruto de una explicitación de la tradición evangélica, a fin de evidenciar el significado salví­fico de la muerte de Jesús.
Otra serie decisiva de textos son las palabras de Jesús en la última cena sobre el don de sí­, de su cuerpo entregado y de su sangre derramada por todos (Mc 14,22-24 y par; ico 11,24-25). Y el don de sí­ mismo se relaciona aquí­ con la conclusión de la nueva alianza, es decir, deja entrever la intención de vivir su propia muerte en la perspectiva de establecer una solidaridad absoluta con sus discí­pulos.
Como se deduce del tema joaneo de la †œhora†™, la existencia y la misión de Jesús se desarrolló no en la perspectiva de una duración ilimitada, sino como †œcamino†™ hacia un momento final y culminante. Poco a poco Jesús comprendió que el momento final -su †œhora†™- era el de la muerte violenta. Y en ella comprendió que se realizaba el plan del Padre para la salvación del mundo.
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4. Pablo y la muerte:
a) Escándalo del crucificado.
La muerte de Jesús en la cruz era un escándalo para los judí­os (1Co 1,23). Y Pablo sintió el horror tí­picamente judí­o ante el †œmaldito que está colgado de un madero† (Ga 3,13). Su celo judí­o contra los cristianos era expresión de este horror (Hch 8,3; Hch 9,1-2). Después del encuentro y la experiencia de Cristo resucitado, Pablo hace de la cruz el centro de su predicación: †œNosotros anunciamos a Cristo crucificado† (1Co 1,23; ico 2,2; 2Co 3,4; Ga 3,1; Ga 6,14; Flp 2,1). Pablo llegó a ver en la muerte de Jesús incluso el acontecimiento salví­fico definitivo.
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b) La muerte como don de sí­.
Cristo murió por nosotros (lTs 5,10), por nuestros pecados (1Co 15,3 1 P IP 3,18), no en lugar nuestro Jn 11,50; Jn 11,51; Jn 18,14). El†murió por todos†(2Co 5,14), realmente solidario de aquellos que durante su vida están sometidos al temor de la muerte (Hb 2,15). El †œmorir por† es el gesto supremo de amor:
†œDios mostró su amor para con nosotros en que, siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros† Rm 5,8; Ga 2,20; Ef 5,25). Cristo transformó la muerte, viviéndola como acto de amor. El †œvivió† su muerte no como un rito cultual, sino como sacrificio personal existencial (Rm 3,23-25).
2180
c) La muerte liberadora.
La muerte de Jesús libera de la ley (Ga 5,1) o de la ambigüedad de la ley, dando como fruto la nueva ley, que es el Espí­ritu vivificante (Rm 8,2). Por consiguiente, su muerte nos ha liberado (Rom 6,18.20.22; 8,2.21; 2Cor3,17;Gá12,4;5,1.13),rescatado(Rm 3,24; Rm 8,23; ico 1,30 etc. ), nos ha sustraí­do del mundo malvado (Ga 1,4), comprándonos a un precio muy caro (1Co 7,23), nos ha rehabilitado y justificado (Rm 6,3-11), nos ha reconciliado con Dios (,Cor 5,18-1 9), nos ha dado la vida de hijos en Cristo (Rm 6,16-23). Su muerte es nuestra! pascua (lCo 5,7), nuestra salvación, que ejerce sus efectos en nosotros mediante el bautismo y la eucaristí­a.
Así­ pues, la muerte de Jesús es el cumplimiento supremo de una vida de fidelidad en el amor a Dios y a los hombres. Jesús le dio al morir un sentido nuevo, y transformó incluso la muerte de sus discí­pulos que mueren como él y con él. La propuesta de Jesús es darnos a nosotros mismos por la vida del mundo.
2181
d) Victoria de Jesús sobre la muerte.
Jesús, que habí­a muerto, resucitó. La muerte fue vencida, derrotada; perdió su dominio (Rm 6,9). Jesús es †œla resurrección y la vida† (Jn 11,25). El tiene †œlas llaves de la muerte y del abismo (Hades)† (Ap 1,18) y se ha convertido en el †œprimogénito de todos los muertos† (Col 1,18). Con la resurrección de Jesús ha sido aniquilado el poder de la muerte (1Co 15,26) y †œlo mortal se ha vestido de inmortalidad† (1Co 15,54). El morir con Cristo y como Cristo ha quedado abierto a la resurrección (1Co 15). Por este motivo, Pablo grita: †œcDónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde, muerte, tu aguijón venenoso?† (1Co 15,55).
2182
e) La muerte y el pecado.
La tradición bí­blica que habí­a heredado Pablo le presentaba la muerte bien como una conclusión natural de la existencia, bien como un castigo del! pecado. Pablo comprendió, por la muerte y resurrección de Jesús, que todos los hombres son pecadores (Rm 3,9) y que todos †œfuimos reconciliados con Dios por medio de la muerte de su Hijo† (Rm 5,10). Por causa del pecado, la muerte hizo su entrada en el mundo Rm 5,12): si todos morimos, esto significa que también todos pecamos. La muerte, como fenómeno universal, es el signo de una situación universal de pecado.
Al hablar de †œmuerte†, Pablo entiende evidentemente algo más que un simple fenómeno biológico de descomposición: la muerte es también separación de Dios; es dolor, violencia radical, sufrimiento. Por tanto, Pablo ve también la muerte en el contexto de la humanidad sometida al dominio del pecado. Esto no significa que sea, de suyo, la consecuencia o el castigo de los pecados personales.
El morir con Cristo y como Cristo arranca de la ambigüedad peligrosa de la muerte relacionada con el pecado: †œSi morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él† (Rm 6,8). Como él ha resucitado, también nosotros resucitaremos (1Co 15).
2183
5. La muerte del cristiano.
Jesús compartió la condición humana hasta la muerte. Pues bien, la muerte del cristiano es realizar la experiencia humana del morir con Jesus y como Jesús. Los evangelios, centrando su atención en la muerte de Jesús, quieren también decirnos cuál es el modo de morir del cristiano que sigue a Jesús. En los otros escritos del NT la muerte cristiana se articula y se desarrolla luego de varias maneras, pero siempre en referencia con la muerte de Jesús. Sin embargo, la finalidad sigue siendo el deseo de vivir y la búsqueda de la superación de la muerte.
2184
a) La unión actual con Cristo.
La fe une a Cristo, lo hace ya †œver†; por ella él habita en el cristiano. El estar bautizado es la actuación del †œmorir con Cristo† a fin de †œresucitar con él† (Rm 6,3-11). La eucaristí­a es la memoria del sacrificio redentor del Calvario por todo el tiempo que nos queda de espera hasta que el Señor venga (1Co 11,26; Lc 22,16). La ¡fe, el ¡ bautismo y la ¡ eucaristí­a hacen actuales para nosotros la pasión y la muerte de Jesús; nos dan el Espí­ritu de Cristo precisamente para hacernos sufrir y morir como Jesucristo, a fin de poder resucitar como él. La / resurrección de Jesús no hace actual para nosotros la resurrección dispensándonos de la pasión. Más aún, Cristo resucitado nos hace capaces de sufrir y de morir con él; nos da el Espí­ritu para que sepamos y logremos padecer y morir †œllevando siempre y por doquier en el cuerpo los sufrimientos de muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nuestra carne mortal† (2Cor4,1O).
Lo que es decisivo para el cristiano es el actual †œser de Cristo† (1Co 3,23), ya que la muerte no es más que la entrada en el eterno †œestar con Cristo† (Flp 1,20-25). La esperanza en el futuro, la superación de la desesperación y de la angustia frente a la muerte, se basa precisamente en la experiencia actual de la vida con Cristo. No es una especulación de tipo griego sobre la inmortalidad del alma, sino la unión actual experimentada con Cristo lo que fundamenta la esperanza de la morada eterna: †œSabemos que si esta tienda en que habitamos en la tierra se destruye, tenemos otra casa, que es obra de Dios; una morada eterna en los cielos, no construida por mano de hombres. Por esto gemimos en el estado actual, deseando ardientemente ser revestidos de nuestra morada celestial, supuesto que seamos hallados vestidos y no desnudos. Mientras estamos en esta tienda gemimos oprimidos, ya que no queremos ser desnudados, sino ser revestidos, para que la mortalidad sea absorbida por la vida. El que nos ha hecho para este destino es Dios, y como garantí­a nos ha dado su Espí­ritu† (2Co 5,1-15). El deseo de vivir, la tensión hacia la plenitud de la vida, coincide con la intención libre de Dios (†˜el que nos ha hecho para este destino es Dios†™), el cual nos da precisamente el Espí­ritu de Cristo para que logremos vivir y morir de tal manera que podamos resucitar como Cristo. Creer en Dios, como nos lo revela Jesucristo, significa creer en el deseo de Dios de hacernos vivir y en la eficacia de ese deseo: †œTambién nosotros creemos y por eso hablamos, convencidos de que quien resucitó a Jesús, el Señor, también nos resucitará a nosotros con Jesús† 2Co 4,13-14). La unión actual del cristiano con Cristo mediante su Espí­ritu es ya la experiencia de ese deseo de Dios de vivir para siempre felizmente con los hombres, y por tanto de †œsatisfacer† el deseo de vivir que ha puesto en ellos.
2185
b) La muerte del justo.
Crucificado con Cristo y viviendo con él (Ga 2,19-20), animado del Espí­ritu de Cristo (Ga 5,24-25), el cristiano muere con la muerte del justo, con una muerte como la de Jesús (Lc 23,47). Para él la muerte no es un mero suceso biológico ni una maldición, sino un acontecimiento crí­stico, ya que Jesús no abolió la muerte, sino que cambió radicalmente su rostro. Pablo llega a exclamar: †œPara mí­ la vida es Cristo, y la muerte ganancia† (Flp 1,21).
El morir cristiano comienza ya con el bautismo; con la †œmuerte† al pecado (Rm 6,11), al hombre viejo Rm 6,6), a la carne o el egoí­smo (IP 3,18), al cuerpo del pecado o al ser pecador (Rm 6,6; Rm 8,10), a la ley o pretensión de autosalvación (Ga 2,19), a todos los elementos del mundo o las diversas ideologí­as Col 2,20). Y, al final, un morir a la muerte para pasar de la muerte a la vida (Jn 5,24). La vida con Cristo, inaugurada con el bautismo, nos libera del pecado y de las fuerzas de muerte que nos aprisionan, de todos los poderes que limitan y oscurecen nuestra libertad; nos hace vivir de modo verdaderamente humano. El Espí­ritu de Cristo nos libera del pecado precisamente porque nos hace vivir como Cristo para hacernos resurgir como Cristo.
Lo mismo que vivió para el Señor, así­ también el cristiano †œmuere para el Señor† (Rm 14,7-8; Flp 1,20). Y su muerte abre hacia una dicha sin fin: †œDichosos desde ahora los muertos que mueren en el Señor† Ap 14,13). En el morir con Jesús tiene lugar nuestro encuentro definitivo con Dios. Nacerá entonces para nosotros †œun cielo nuevo y una tierra nueva† (Ap 21,1) y †œno habrá más muerte, ni luto, ni llanto, ni pena† (21,4). ¡Para nosotros habrá acabado el †œmundo†! Con Jesús viviremos para siempre en Dios, junto con nuestro mundo transfigurado.
2186
c) Estar dispuestos.
El †œdí­a del Hijo del hombre† (Lc 9,26; Lc 17,24; Lc 17,26-37; Mt 16,27)†™es el dí­a del juicio de Dios, para el que Jesús nos invita a †œestar dispuestos† (Mt 24,42-44; Lc 12,35-48). †œAquel dí­a† realizaremos la experiencia no sólo del juicio divino, sino también y para siempre de su misericordia y de su amor. El estar dispuestos significa vivir creyendo y esperando en el amor incomprensible e inefable de Dios, que se nos ha revelado en Jesucristo. Y entonces la muerte será la experiencia definitiva del misterio del amor. El deseo de eternidad que se oculta en todas las relaciones de auténtico amor se cumplirá entonces en plenitud en la comunión con Dios y con los demás. El auténtico amor efectivo por los propios hermanos desembocará en la realidad del reino: †œVenid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde el principio del mundo†™ (Mt 25,34). El amor al prójimo, expresión del amor de Cristo por nosotros, es la sustancia de ese †œestar dispuestos† para el dí­a del juicio.
2187
d) ¿Muere todo el hombre?
Hasta ahora hemos hablado siempre de la muerte del hombre, no sólo de la muerte del cuerpo, ya que la antropologí­a bí­blica no separa el alma del cuerpo: el hombre es alma y el hombre es cuerpo. Y lo cierto es que la resurrección afecta al hombre entero. ¿Pero muere todo el hombre en la muerte? Hay que tener presente que, para la Biblia, el †œalma† y el †œcuerpo†™ no son dos partes o dos elementos separados que se juntan para construir al hombre,; siñojios dimensiones del ser humano: el hombre es †œalma† en cuanto que es libertad y capacidad de relación con Dios; es †œcuerpo†™ en cuanto que es solidario de los demás y del mundo. En el pensamiento bí­blico no existe un esquema dualista de alma y cuerpo. Por eso es preciso tener mucha prudencia al presentar la muerte como separación de alma y cuerpo; ese lenguaje, por lo demás bastante tradicional en la Iglesia, puede convertirse en un instrumento verbal indispensable para anunciar, en la predicación, la fe cristiana en la supervivencia del yo después de la muerte. Precisamente en cuanto alma, apertura a Dios creador y salvador, el hombre es inmortal, capaz de acoger el don de la vida divina. Pero esto no debe llevar a la conclusión de que la muerte sea un fenómeno puramente biológico que se refiera sólo al cuerpo, sin tocar para nada al alma. Todo el hombre, en las dimensiones del alma y del cuerpo, está manchado por el pecado; todo el hombre, alma y cuerpo, ha sido redimido por la muerte de Jesucristo.
2188
VI. CONCLUSION.
La Biblia no quiere asustar con el pensamiento de la muerte ni inspirar un miedo saludable: tampoco quiere banalizar la muerte, despojándola de su terrible seriedad. Siguiendo a la Biblia, se aprende sobre todo a no manipular la muerte, a mirarla por lo que es. Serí­a un grave error comprender la fe bí­blica como un ars moriendi, como un ejercicio sobre el modo de morir. El creyente no es un artista del morir: el ars moriendies un juego fútil para afirmarse a sí­ mismo incluso en la muerte. El creyente acepta la vida de las manos de Dios, como don de su amor, y acepta el deber y poder morir con la misma confiada esperanza en aquel que le concedió poder vivir. Y la medida de la fe no depende del miedo o no miedo de la muerte, porque en este caso el miedo no es vileza, sino horror de lo que es extraño a Dios mismo por ser negación de toda relación. Por eso toda la vida del creyente es un no a la muerte, una aceptación de la vida, a fin de vencer, con Cristo, incluso la muerte.
2189
BIBL.: Bailey L.R., Bí­blica! Perspectives on Death, Fortress, Filadelfia 1979; Brueggemann W., Death, Theology of, en Interpreter†™s Dictio-nary of the Bible, Suppi, Nashville 1976, 219-222; Bonora ?., Morí­e e mortalila deIl†™uomo neIl†™Antico Testamento, en †œServitium† 17(1983)150-160; Id, Angoscia e abbandonodi fronte alia mofle (Salmo 88), en Gesú di fronte alia mofle. Atti della XXVIISettimana Bí­blica, Paideia, Brescia 1984, 111-120; Id, Linguaggiodirisurrezionein Dan 12,1-3, en RBit 30(1982)111-126; LéonDufour X., Jesús y Pablo ante la muerte. Cristiandad, Madrid 1982; Marcha-dour A.s Muerte y vida en la Biblia, Verbo Divino, Estella 1980; SchCrmann H., ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte?, Sigúeme, Salamanca 1982.
A. Bonora

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

1. No puede decirse que la teologí­a de la m. encuentre en la usual dogmática escolástica aquella atención que este tema teológico merece. Por la experiencia cotidiana creemos saber qué cosa es la m., y así­ pasamos con excesiva rapidez a la cuestión de qué viene “después” de la m., como si ahí­ empezara la teologí­a de la misma.

Y, sin embargo, la m. oculta necesariamente en sí­ misma todos los misterios del hombre; es, como dice Gaudium et Spes del concilio Vaticano II, el punto en que el hombre se torna de la manera más radical problema para sí­ mismo, y por cierto un problema que sólo Dios puede resolver. Además, el cristianismo es la religión que conoce la m. de un hombre como el suceso más fundamental de la historia de la salvación y de la historia universal. Finalmente, la m. no es algo que suceda “en” el hombre junto a muchas otras cosas, sino que es aquello en que el hombre mismo se realiza en su condición definitiva.

La m. es un suceso que afecta a todo el hombre. Pero el hombre es una unidad de -> naturaleza y -> persona, es decir, un ente que, por un lado, tiene un estado de ser dado previamente a la libre -> decisión personal, con sus leyes determinadas y con un desarrollo necesario, y, por otro lado, dispone libremente de sí­ mismo, de modo que es definitivamente tal como quiere entenderse en su libertad. Con ello la m. es una acción a la vez natural y personal. Si “propiamente” la biologí­a no sabe por qué toda vida y especialmente el hombre muere, sí­guese que la fundamentación creyente de la m. por la catástrofe moral de la humanidad (Rom 5) es la única fundamentación de la indiscutible universalidad de la m. del hombre. Y en tal fundamento teológico aquél posee al mismo tiempo la certeza de que también en lo futuro el tener que morir pertenecerá a los poderes necesarios de la existencia.

2. Antes de describir la esencia de la m. citemos aquellas declaraciones del magisterio que se ocupan expresamente de la muerte. La m. es una consecuencia del -> pecado original (Dz 101 109a 175; DS 413; Dz 788s). Con ello no se dice, naturalmente, que si no hubiera pecado original y pecado personal el hombre permanecerí­a sin fin en su existencia biológica y temporal (o que antes de “Adán” en el reino animal no hubo ninguna m. biológica). Aun sin pecado, habrí­a terminado la vida del hombre en cuanto espacial, temporal, biológica e histórica, y éste habrí­a penetrado, por la acción total de su vida y de su libertad, en su estado definitivo ante Dios. La m. tal como hoy se experimenta (como parte de la constitución concupiscente el hombre [-> concupiscencia], en la obscuridad, debilidad y ocultación de su esencia concreta [cf. luego en 3]) es consecuencia del -> pecado, sin que podamos establecer una separación exacta entre la m. como perfección personal de la vida y la m. como manifestación del pecado.

En correspondencia con esto todos los hombres que tienen el pecado original están sometidos a la ley de la m. (Dz 789). Incluso aquellos que según 1 Cor 15, 51 verán en vida la segunda venida de Cristo deben alcanzar la vida eterna mediante una “transformación” radical, la cual objetivamente es lo mismo que la muerte. Con la m. cesa definitivamente la única historia del hombre (cf. Lc 16, 26; Jn 9, 4; 2 Cor 5, 10; Gál 6, 10). La Iglesia siempre ha rechazado la doctrina de la -> apocatástasis (Dz 211; cf. Dz 778 530 693). En el concilio Vaticano i se habí­a planeado una definición acerca de la imposibilidad de una justificación después de la m. (ColLac vn 567). Con esto se rechaza también la doctrina de la -3 metempsí­cosis, como inconciliable con la concepción de la singularidad y dignidad decisiva de la historia humana y con la esencia de la libertad (como decisión para lo definitivo).

3. Una descripción transitoria de la m. nos la da la tradición cristiana con la idea de que la m. es la “separación del alma y del cuerpo”. Con ello queda dicho que el principio espiritual de vida en el hombre, su -> alma, en la m. toma una relación distinta con aquello que acostumbramos a llamar el ->. cuerpo, pero no se dice mucho más. Por esto la idea mencionada no es una definición esencial suficiente para las exigencias metafí­sicas o teológicas. Pues no dice nada acerca de la peculiaridad de la m. en cuanto es un suceso precisamente del hombre como un todo y como una persona espiritual, y por cierto un suceso esencial, por el que él se engendra definitivamente como persona libre. Esa autogeneración definitiva no se produce con ocasión o después de la m., sino que es momento interno de la m. misma. Mientras que las plantas o los animales “terminan”, sólo el hombre “muere” en sentido auténtico.

Además, la mencionada descripción de la m. permanece insuficiente porque el concepto de “separación” queda obscuro y deja espacio para afirmaciones muy diferentes entre sí­. Si el alma está unida con el cuerpo, evidentemente tiene una relación con aquella totalidad (una de cuyas partes es el cuerpo) que es la unidad del mundo material. Esta unidad material del mundo no es ni una suma meramente pensada de cosas particulares, ni una mera unidad del mutuo influjo externo entre esas cosas particulares. Puesto que el alma, por su unidad substancial con el cuerpo como forma esencial del mismo, tiene también una relación con esta unidad radical del mundo, la separación de cuerpo y alma en la m. no significa la simple supresión de esa relación con el mundo, de manera que el alma (como se piensa de buen grado a la manera neoplatónica) se hiciera sencillamente acósmica, trascendente al mundo. Más bien, la supresión de su relación con el cuerpo, la cual mantiene y delimita la forma corporal frente al todo del mundo, debe pensarse como una apertura más amplia y profunda y como un desarrollo efectivo de su relación al mundo entero. Con la m. el alma humana entra precisamente en una mayor cercaní­a y relación interna respecto del fundamento (difí­cilmente comprensible, pero muy real) de la unidad del mundo, en el cual todas las cosas del mundo se comunican entre sí­ previamente a su influjo mutuo; y esto es posible precisamente porque el alma ya no mantiene su forma corporal particular.

Esta concepción viene dada también con la afirmación escolástica de que el acto sustancial del alma como forma corporis (Dz 481) no es realmente distinto de ella y, por tanto, sólo podrí­a cesar si el alma misma terminara y, contra lo que prueba la filosofí­a y enseña obligatoriamente el dogma, no fuera inmortal. Una relación sustancial con la materia, que es idéntica con el alma y no un “accidente” en ella, puede modificarse, pero no cesar por completo. Además, hemos de pensar que el alma espiritual por su corporeidad ya antes de la muerte se abre constantemente al mundo total, y que, por tanto, no es una mónada cerrada, sin ventanas, sino que está siempre en comunicación con la totalidad del mundo. Semejante relación con el cosmos entero significa que el alma, despojándose en la m. de su forma limitada de corporeidad y abriéndose al todo, participa en la configuración de la totalidad del mundo, y precisamente también en cuanto éste es fundamento de la vida personal de los otros como seres corpóreo-espirituales. En esta dirección apuntan, p. ej., ciertos fenómenos parapsicológicos, la doctrina del -> purgatorio y la de la intercesión de los santos.

Por consiguiente la m. no es para el hombre ni el final de su existencia ni la mera transición desde una forma de existencia a otra, la cual mantuviera la forma esencial de la anterior, a saber, una temporalidad no concluida; la m. es más bien el principio de la -> eternidad, en la medida que en esta eternidad se pueda hablar de un “principio”. Toda la realidad creada, el mundo, crece en las personas corpóreo-espirituales y por ellas, cuyo cuerpo es en cierto modo, y por su m. va entrando en su propio estado definitivo. Con todo, esta consumación que va madurando desde dentro implica a la vez, en una oculta unidad dialéctica, ruptura y final desde fuera por una intervención imprescindible de Dios, por su venida para el juicio, cuyo dí­anadie sabe (-> noví­simos). Por eso la m. del hombre es un suceso recibido pasivamente, frente al cual éste como persona se siente impotente y extraño; pero también es esencialmente el autoperfeccionamiento personal, la “propia m.”, una acción interna del hombre (entiéndase bien que hablamos de la m. misma, y no simplemente de una externa toma de posición del hombre frente a ella).

La m. reviste, pues, ambos aspectos. Por un lado, el final del hombre como persona espiritual es un perfeccionamiento activo desde dentro, un ir activamente hacia la consumación, un creciente engendrarse que conserva el resultado de la vida y un acto por el que la persona toma posesión plena de sí­ misma; es un haberse producido a sí­ mismo y una plenitud de la realidad personal libremente desarrollada. Y, por otro lado, la na. del hombre en su totalidad como final de la vida biológica es a la vez, en una forma que afecta indisolublemente a la totalidad del hombre, ruptura desde fuera, destrucción, de manera que la “m. propia” desde dentro por la acción de la persona misma es simultáneamente el acto de la más radical impotencia del hombre, es la más alta acción y el más alto padecimiento en un solo acto. Y dada la unidad sustancial del hombre, no es posible distribuir estos dos aspectos de la única m. entre el cuerpo y el alma del hombre, disolviendo así­ la auténtica esencia de la muerte humana.

Carácter oculto de la muerte. Bajo esa doble vertiente la m. es en principio oculta, pues nadie puede decir de una manera existencialmente clara si la plenitud de la vida alcanzada en la m. es el vací­o y la nada (velados hasta ahora) del hombre como persona, o si el vací­o que se muestra en la m. es sólo la apariencia de una verdadera plenitud, la liberación de la esencia pura de la persona.

Debido a este carácter oculto, la m. tanto puede ser castigo y expresión del -> pecado, e incluso punto culminante del mismo, pecado mortal en sentido propio, como punto culminante de la acción vital del hombre, en la cual él se confí­a por la fe al -> misterio incomprensible de Dios, que se manifiesta de la manera más radical por la impotencia del hombre en la m. Para nosotros no es decisivo que esta esencia de la m. se realice precisamente en el momento temporal del exitus médico. La m. así­ entendida es un hecho que, en último término, se identifica con la totalidad de la única historia de la libertad del hombre, la cual queda definitivamente sellada cuando se produce el exitus médico.

4. En cuanto Jesucristo se ha encarnado en el linaje del Adán caí­do, asumiendo la “carne del pecado” (Rom 8, 3), ha hecho suya la existencia humana, con inclusión del hecho de que ésta no llega a su perfección sino a través de la m. en su forma ambigua y oculta. Con ello también ha hecho suya la m., y por cierto en cuanto ésta en nuestro orden concreto es expresión y manifestación de la -> creación caí­da en los ángeles y en los hombres. El no ha llevado a cabo una satisfacción cualquiera por el pecado, sino que ha realizado y padecido la m., que es la expresión, manifestación y forma visible del pecado en el mundo. Jesucristo ha hecho esto con libertad absoluta, y como acción y aparición de la gracia divina, la cual le corresponde de manera connaturalmente necesaria como vida divinizante de su humanidad en virtud de su persona divina. Pero con ello la m. ha cambiado radicalmente, y así­ la m. de Jesús se diferencia por completo de la de un hombre que no esté inmune de toda debilitación por la concupiscencia y no tenga la vida de la gracia como derecho propio.

Precisamente en su carácter oculto la m. de Cristo se convierte en expresión, en forma corporal de su obediencia amorosa, de la entrega libre de todo su ser creado a Dios. Lo que era manifestación del pecado pasa a ser, sin perder su obscuridad, aparición del sí­ (que rechaza el pecado) a la voluntad del Padre. Por la m. de Cristo ahora su realidad espiritual, que él poseyó desde el principio y que actualizó en su vida consumada por la m., ha quedado abierta al mundo entero, ha sido injertada en el todo del mundo y se ha convertido en determinación permanente, de tipo ontológicamente real, para este mundo.

5. El saber (en general implí­cito) acerca del carácter ineludible de la m. (no precisamente acerca del “dónde” y del “cuándo”) determina internamente toda la vida. En este saber la m. está siempre presente en la vida humana, que sólo así­ recibe el peso de la necesidad de sus acciones, la irreversibilidad de sus oportunidades y la irrevocabilidad de sus decisiones. Del mismo modo que la claudicación personal (-> pecado) ante la exigencia absoluta experimentada en la conciencia es la expresión más radical de la finitud humana, así­ también la m. es la expresión más visible de la misma (->persona). Pero precisamente en la anticipación explí­cita y consciente de la m. en la angustia natural ante ella, se pone de manifiesto que la vida misma apunta infinitamente por encima de la m. Pues en la angustia ante la muerte aparece ésta no sólo (a diferencia del temor a la m.) como un hecho particular (eventualmente doloroso) al “final” de la vida, sino, más bien, como un hecho ante el cual el hombre es desatado de su adhesión a todo lo particular y queda situado ante la verdad, a saber, ante la verdad de que en la m. la decisión fundamental del hombre frente a Dios, al mundo y a sí­ mismo, la cual ha sido tomada durante toda su vida, se hace definitiva (Jn 9, 4; Lc 16, 26; 2 Cor 5, 10; Dz 457 464 493a 530s 693).

El hombre espera que esta decisión definitiva traiga la consumación, pero permanece en la incertidumbre de si eso será así­. Puesto que la aspiración interna del hombre a la totalidad definitiva de su actitud en la vida está siempre enajenada por la distracción de su existencia corporal, está despojada de su capacidad de integración total, y por eso él no puede dar una clara y abierta certeza a la deseada totalidad definitivamente perfilada de su vida personal; en consecuencia la obra de la vida humana permanece impenetrable en esencia precisamente ante la m., se halla amenazada desde fuera. Y así­ en la m. llega a su más fuerte contradicción: a la simultaneidad de la máxima voluntad y de la impotencia extrema, del destino realizado y del impuesto, de plenitud y vací­o.

Esta situación fundamentalmente oculta y ambigua de la m. es consecuencia del -> pecado original, que afecta a todos los hombres y en ellos se convierte en expresión esencial del acto por el que en Adán el hombre cayó de la -> inmortalidad obtenida por la gracia (cf. Rom 5, 12; Dz 101 175 793).

Según que el hombre quiera entender y superar autónomamente esta m. postlapsaria (substraí­da a su disposición), que él realiza como acción personal durante toda su vida, o bien se abra en una disposición incondicional de fe al Dios incomprensible, su m. será o bien la repetición y confirmación personal de la emancipación pecadora del primer hombre frente a Dios, y así­ se convertirá en el punto culminante del pecado, en el pecado mortal definitivo, o bien la repetición y apropiación personal de la m. obediente (F1p 2, 8) de Cristo (por la que él ha injertado en el mundo mismo su vida divina), y con ello pasará a ser el punto culminante de la acción salví­fica del hombre. En tal caso la configuración con la m. de Cristo, anticipada en la vida por la fe y los sacramentos, ahora se consuma personalmente y se traduce en un bienaventurado “morir en el Señor” (Ap 14, 13), en el cual la experiencia del final desemboca en la irrupción de la consumación.

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Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

MUERTE

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

AT. I. PRESENCIA DE LA MUERTE. 1. La experiencia de la muerte. Todo hombre pasa por la experiencia de la muerte. La revelación bí­blica, lejos de esquivarla para refugiarse en sueños ilusorios, en cualquier etapa en que se la examine, comienza por mirarla de frente con lucidez: muerte de los seres queridos que provoca la aflicción de los que quedan (Gén 50,1; 2Sa 19,1…); muerte en la que cada cual debe pensar como en cosa propia, puesto que él también “*verá la muerte” (Sal 39,49; L.c 2,26; Jn 8,51), “*gustará la muerte” (Mt 16,28 p ; Jn 8,52; Heb 2,9). Pensamiento amargo para quien goza de los bienes de la existencia, pero perspectiva deseable para quien se ve agobiado por la vida (cf. Eclo 41,ls): mientras que Ezequí­as llora por su muerte muy próxima (2Re 20,2s), Job la llama a grandes gritos (Job 6,9; 7,15).

2. El más allá de la muerte. El difunto “no existe más” (Sal 39,14; Job 7,8.21; 7,10); primera impresión de inexistencia, pues el más allá no es asequible a los vivos. En las creencias primitivas, largo tiempo conservadas por el AT, la muerte no es, sin embargo, un aniquilamiento total. Al mismo tiempo que se deposita el *cuerpo en una fosa subterránea, algo del difunto, una *sombra, subsiste en el seol. Pero estos *infiernos se conciben en forma muy rudimentaria : un agujero abierto, un pozo profundo, un lugar de silencio (Sal 115,17), de perdición, de tinieblas, de olvido (Sal 88,12s; Job 17,13). Allí­, todos los muertos reunidos participan de una misma suerte miserable (Job 3,13-19; Is 14,9s), aun cuando haya grados en la ignominia (Ez 32,17-32): son entregados al polvo (Job 17,16; Sal 22,16; 30,10) y a los gusanos (Is 14,11; Job 17,14). Su existencia no es más que un *sueño (Sal 13,4; Dan 12,2): ya no hay esperanza, ni conocimiento de Dios, ni experiencia de sus milagros, ni alabanza que se ‘le dirija (Sal 6,6; 30,10; 88,12s; 115,7; Is 38,18). Dios mismo olvida a los muertos (Sal 88,6). Y una vez franqueadas las *puertas del seol (Job 38,17; cf. Sab 16,13), no hay retorno posible (Job 10,21s).

Tal es la perspectiva desoladora que abre la muerte al hombre para el dí­a en que haya de “reunirse a sus padres” (Gén 49,29). Las imágenes no hacen aquí­ más que dar una forma concreta a impresiones espontáneas que son universales y a las que todaví­a se atienen muchos de nuestros contemporáneos. El que el AT se quedara a este nivel de creencias hasta una época tardí­a es un signo de que, contrariamente a la religión egipcia y al espiritualismo egipcio, se negó a desvalorizar la vida de acá abajo para orientar sus esperanzas hacia una inmortalidad imaginaria. Aguardó a que la revelación esclareciera por sus propios medios el misterio del más allá de la muerte.

3. El culto de los muertos. Los ritos fúnebres son una cosa universal: desde la remota prehistoria tiene el hombre interés por honrar a sus difuntos y por mantenerse en contacto con ellos. El AT conserva lo esencial de estas tradiciones seculares: gestos de luto que traducen el dolor de los vivos (2Sa 3,31; Jer 16,6); entierro ritual (lSa 31,12s; Tob 2, 4-8), pues se tiene horror a los cadáveres sin sepultura (Dt 21,23); cuidado de las tumbas, que toca tan de cerca a la piedad familiar (Gén 23; 49,29-32; 50,12s); comidas funerarias (Jer 16,7), y hasta ofrendas en las tumbas de los difuntos (Tob 4,17), aun cuando se depositen “delante de bocas cerradas” (Eclo 30,18).

Sin embargo, la revelación impone ya lí­mites a estas costumbres, ligadas en los pueblos circundantes con creencias supersticiosas: de ahí­ la prohibición de las incisiones rituales (Lev 19,28; Dt 14,1), y sobre todo la proscripción de la nigromancia (Lev 19,3; 20,27; Dt 18,11), tentación grave en un tiempo en que se practicaba la evocación de los muertos (cf. Odisea) como se cultiva hoy el espiritismo (ISa 28; 2Re 21, 6). Así­ pues, no hay en el AT culto de los muertos propiamente dicho, como lo habí­a entre los egipcios : la falta de luz acerca de ultratumba ayudó seguramente a los israelitas a guardarse de él.

4. La muerte, destino del hombre. La muerte es la suerte común de los hombres, “el camino de toda la tierra” (IRe 2,2; cf. 2Sa 14,14; Eclo 8,7). Y dando fin a la vida de cada uno, pone un sello a su fisonomí­a: muerte de los patriarcas “colmados de dí­as” (Gén 25,7; 35,29);†¢ muerte misteriosa de Moisés (Dt 34), muerte trágica de Saúl (ISa 31)… Pero ante esta necesidad ineluctable ¿cómo no sentir que la vida, tan ardientemente deseada, es sólo un bien frágil y fugitivo? Es una *sombra, un soplo, una nada (Sal 39,5ss; 89,48s; 90; Job 14,1-12; Sab 2,2s); es una vanidad, puesto que todos tienen la misma suerte final (Ecl 3; Sal 49,8…), sin exceptuar a los reyes (Eclo 10, I0)… Experiencia melancólica, de la que nace a veces, frente a este destino obligatorio, una resignación desengañada (2Sa 12,23; 14,14). Sin embargo, la verdadera sabidurí­a va más lejos; acepta la muerte como un decreto divino (Eclo 41,4), que subraya la humildad de la condición humana frente a un Dios inmortal: el que es polvo vuelve al polvo (Gén 3,19).

5. La preocupación de la muerte. A pesar de todo, el hombre que vive siente en la muerte una fuerza enemiga. Espontáneamente le da una fisonomí­a y la personifica. Es el pastor fúnebre que encierra a los hombres en los infiernos (Sal 49,15); penetra en las casas para segar las vidas de los niños (Jer 9,20). Es cierto que en el AT recibe también la forma del ángel exterminador, ejecutor de las *venganzas divinas (Ex 12,23; 2Sa 24,16; 2Re 19,35), y hasta la de la *palabra divina que extermina a los adversarios de Dios (Sab 18,15,$). Pero esta proveedora de los infiernos insaciables (cf. Prov 27,20) tiene más bien los rasgos de un poder subterráneo cuya aproximación taimada hacen presentir toda *enfermedad y todo peligro. Así­ el enfermo se ve ya “contado entre los muertos” (Sal 88,4ss); el hombre en peligro está cercado por las *aguas de la muerte, por las torres de Belial, las redes del .leal (Sal 18,5s; 69,15s; 116,3; Jon 2,4-7). La muerte y el seo] no son, pues, sólo realidades del más allá; son *poderes en acción acá en la tierra y ¡ay del que caiga bajo sus garras! ¿Qué es finalmente la vida sino una lucha angustiosa del hombre que tiene que habérselas con la muerte?

II. SENTIDO DE LA MUERTE. 1. Origen de la muerte. Puesto que la experiencia de la muerte suscita en el hombre tales resonancias, es imposible reducirla a un mero fenómeno natural, cuyo entero contenido quede agotado por la observación objetiva. No se puede despojar a la muerte de sentido. Contrarrestando con violencia nuestro deseo de vivir, pesa sobre nosotros como un *castigo; por eso instintivamente vemos en ella la sanción del *pecado. De esta intuición común a las religiones antiguas hizo el AT una doctrina firme que subraya el significado religioso de una experiencia sumamente amarga : la justicia quiere que el impí­o perezca (Job 18,5-21 ; Sal 37,20.28.36; 73,27); el alma que peca debe morir (Ez 18,20).

Ahora bien, este principio fundamental esclarece ya el hecho enigmático de la presencia de la muerte en la tierra: en los orí­genes la sentencia de muerte no se pronunció sino después del pecado de *Adán, nuestro primer padre (Gén 2,17; 3,19). Porque Dios no hizo la muerte (Sab 1, 13); habí­a creado al hombre para la incorruptibilidad, y la muerte no entró en el mundo sino por la envidia del *diablo (Sab 2,23s). El dominio que posee sobre nosotros tiene, por tanto, valor de signo: manifiesta la presencia del pecado en la tierra.

2. El camino de la muerte. Una vez descubierto este nexo entre la muerte y el pecado, todo un aspecto de nuestra existencia revela su verdadera fisonomí­a. El pecado no es sólo un mal porque es contrario a nuestra naturaleza y a la voluntad divina, sino que además es para nosotros, en concreto, el “*camino de la muerte”. Tal es la enseñanza de los sabios: quien persigue el mal, camina hacia la muerte (Prov 11,19); quien se deja seducir por dama *locura, camina hacia los valles del seol (7, 27; 9,18). Ya los infiernos dilatan sus fauces para engullir a los pecadores (Is 5,14), como a Coré y su facción, que bajaron vivos a él (Núm 16, 30…; Sal 55,16). El *impí­o está, pues, sobre un camino resbaladizo (Sal 73,18s). Virtualmente es ya un muerto, puesto que ha hecho un pacto con la muerte y ha entrado ya en su patrimonio (Sab 1,16); así­ su suerte final consistirá en convertirse en objeto de oprobio entre los muertos para siempre (Sab 4,19). Esta ley del gobierno providencial no carece de repercusiones prácticas en la vida de Israel: los hombres culpables de los pecados más graves deben ser castigados a muerte (Lev 20, 8-21 ; 24,14-23). En el caso de los pecadores es, pues, la muerte algo más que un destino natural: como privación del bien más caro que ha dado Dios al hombre, la *vida, reviste el aspecto de una condena.

3. El enigma de la muerte de los justos. Pero ¿qué decir entonces de la muerte de los *justos? Que los pecados de un padre se castiguen con la muerte de sus hijos, es algo que todaví­a se comprende hasta cierto punto si se tiene en cuenta la solidaridad humana (2Sa 12,14…; cf. Ex 20,5). Pero si es cierto que cada cual paga por sí­ mismo (cf. Ez 18), ¿cómo justificar la muerte de los inocentes? Aparentemente hace Dios perecer igualmente al justo y al culpable (Job 9,22: Ecl 7,15; Sal 49,11): ¿tiene todaví­a sentido su muerte? Aquí­ la fe del AT choca con un enigma. Para resolverlo hará falta que se esclarezca el misterio del más allá.

III. LA LIBERACIí“N DE LA MUERTE. 1. Dios salva al hombre de la muerte. No está en manos del hombre *salvarse a sí­ mismo de la muerte: para ello es necesaria la gracia de *Dios, único que por naturaleza es el *viviente. Así­, cuando se manifiesta en el hombre el dominio de la muerte en cualquier forma que sea, no le queda más que lanzar a Dios un llamamiento (Sal 6,5; 13,4; 116, 3). Si es justo, puede entonces abrigar la esperanza de que Dios “no abandonará a su alma en el .leol” (Sal 16,10), que “rescatará su alma de las garras del .leol (Sal 49,16). Una vez curado o salvado del peligro. dará gracias a Dios por haberle librado de la muerte (Sal 18,17; 30; Jon 2,7; Is 38,17), pues en realidad habrá experimentado concretamente tal *liberación. Aun antes de que las perspectivas de su fe hayan franqueado los lí­mites de la vida presente sabrá así­ que el *poder divino es superior al de la muerte y del seol: primer jalón de una esperanza que se dilatará finalmente en una perspectiva de inmortalidad.

2. Conversión y liberación de la muerte. Por lo demás, esta liberación de la muerte en el marco de la vida presente no la otorga Dios en forma caprichosa. Se requieren condiciones estrictas. El pecador muere por su pecado; pero Dios no se complace en su muerte: prefiere que se *convierta y que viva (Ez 18,33; 33, 11). Si por enfermedad pone al hombre en peligro de muerte, es, por tanto, para corregirlo: una vez que se haya convertido de su pecado, lo librará Dios de la fosa infernal (Job 33,19-30). De ahí­ la importancia de la predicación *profética, que invitando al hombre a convertirse, trata de *salvar su alma de la muerte (Ez 3,18-21 ; cf. Sant 5,20). Lo mismo se diga del *educador que corrige al niño para retraerlo del mal (Prov 23,13s). Sólo Dios libra a los hombres de la muerte, pero no sin cooperación por parte del hombre.

3. La liberación definitiva de la muerte. Sin embargo, serí­a vana la esperanza de verse uno liberado de la muerte, si no rebasara los lí­mites de la vida terrena; de ahí­ la angustia de Job y el pesimismo del Eclesiástico. Pero en época tardí­a va más lejos la revelación. Anuncia un triunfo supremo de Dios sobre la muerte, una liberación definitiva del hombre sustraí­do a su dominio. Cuando llegue su reinado escatológico destruirá Dios para siempre a esta muerte que él no habí­a hecho en los orí­genes (Is 25,8). Entonces, para participar en su *reinado, los justos que duermen en el polvo de los infiernos *resucitarán para la vida eterna, al paso que los otros permanecerán en el eterno horror del .Ieol (Dan 12,2; cf. Is 26.19). En esta nueva perspectiva los infiernos acaban por convertirse en el lugar de condenación eterna, nuestro *Infierno. En cambio, el más allá de la muerte se esclarece. Ya los salmistas formulaban la esperanza de que Dios los librarí­a para siempre del poder del seol (Sal 16, 10: 49.16: 73.20). Este voto se convierte ahora en realidad. Como Henoc. que fue arrebatado sin que viera la muerte (Gén 5,24; cf. Heb 11, 4), así­ los justos serán arrebatados por el Señor, que los introducirá en su gloria (Sab 4,7…; 5,1-3.15). Por eso desde acá abajo su *esperanza está llena de inmortalidad (Sab 3,4). Así­ se explica que los mártires de los tiempos macabeos, animados de tal fe, pudieran afrontar heroicamente el suplicio (2Mac 7,9.14.23.33; cf. 14,46), mientras que Judas Macabeo, con el mismo pensamiento, inauguraba la oración por los difuntos (2Mac 12,43ss). Ahora ya la vida eterna cuenta más que la vida presente.

4. Fecundidad de la muerte de los justos. La revelación, aun antes de abrir a todos tales perspectivas, habí­a ya iluminado con nueva luz el enigma de la muerte de los justos, testimoniando su fecundidad. No carece de sentido el que el *justo por excelencia, el *siervo de Yahveh, sea herido de muerte y “separado de la tierra de los vivos”: su muerte es un *sacrificio *expiatorio ofrecido voluntariamente por los pecados de los hombres; por ella se realiza el *designio de Dios (Is 53,8-12). Así­ se descubre anticipadamente el rasgo misterioso de la economí­a de la salvación, que pondrá en acto la historia de Jesús.

NT. En el NT las lí­neas dominantes de la revelación precedente convergen hacia el misterio de la muerte de Cristo. Aquí­ toda la historia humana aparece como un gigantesco drama de vida y de muerte : hasta Cristo y sin él reinaba la muerte; viene Cristo y por su muerte triunfa de la muerte misma; desde este instante la muerte cambia de sentido para la nueva humanidad que muere con Cristo para vivir con él eternamente.

I. EL REINO DE LA MUERTE. 1. Recuerdo de los orí­genes. El drama se inició con los orí­genes. Por la culpa de un solo hombre, el padre del género humano, entró, el *pecado en el mundo, y con el pecado la muerte (Rom 5,12.17; ICor 15,21). Desde entonces todos los hombres “mueren en *Adán” (15,22), tanto que la muerte reina en el mundo (Rom 5, 14). Este sentimiento de la presencia de la muerte, que el AT expresaba en forma tan fuerte, correspondí­a, pues, a una realidad objetiva, y tras el reino universal de la muerte se perfila el de *Satán, “prí­ncipe del inundo”, “homicida” desde los principios (Jn 8,44).

2. La humanidad bajo el imperio de la muerte. Lo que da fuerza a este imperio de la muerte es el pecado: es “el aguijón de la muerte” (ICor 15.56 = Os 13,14), pues la muerte es su fruto, su término, su salario (Rom 6,16.21.23). Pero el pecado mismo tiene en el hombre un cómplice: la concupiscencia (7,7); ella es la que da nacimiento al pecado, que por su parte engendra la muerte (Sant 1.15); con otro lenguaje: es la *carne, cuyo *deseo es la muerte y que fructifica para la muerte (Rom 7,5; 8,6); con ello nuestro cuerpo, criatura de Dios, ha venido a ser “cuerpo de muerte)) (7,24). En vano entró en escena la *ley en el drama del mundo para oponer una barrera a estos instrumentos de la muerte que actúan en nosotros; el pecado tomó de ella ocasión para seducirnos y procurarnos más seguramente la muerte (7,7-13). Dando el conocimiento del pecado (3,20) sin la fuerza de dominarlo, condenando además a muerte al pecador en forma explí­cita (cf. 5,13s), la ley se ha convertido en “la fuerza del pecado” IICor 15.56). Por eso el ministerio de esta ley, santa y espiritual en sí­ misma (Rom 7,12.14), pero mera letra que no conferí­a el poder del *Espí­ritu, fue de hecho un ministerio de muerte i2Cor 2.37). Sin Cristo estaba, pues, la humanidad sumergida en la *sombra de la muerte (Mt 4,16; Lc 1,79; cf. Is 9,1); así­ la muerte fue en todo tiempo uno de los componentes de su historia y es una de las *calamidades que Dios enví­a al mundo pecador (Ap 6,8; 8,9; 18,8). De ahí­ el carácter trágico de nuestra condición: por nosotros mismos estamos entregados sin remisión al dominio de la muerte. ¿Cómo, pues, podrá realizarse de hecho la perspectiva de esperanza abierta por las Escrituras?

II. EL DUELO DE CRISTO Y DE LA MUERTE. 1. Cristo asume nuestra muerte. Las promesas de las Escrituras se realizan gracias a Cristo. Para liberarnos del dominio de la muerte quiso primero hacer suya nuestra condición mortal. Su muerte no fue un accidente. La anunció a sus discí­pulos para precaver su *escándalo (Mc 8,31 p; 9,31 p; 10,34 p; Jn 12,33; 18,32); la deseó como el *bautismo que lo sumergirí­a en las aguas infernales (Le 12,50; Mc 10, 38; cf. Sal 18,5). Si tembló ante ella (Jn 12,27; 13,21 ; Mc 14,33 p), como habí­a temblado ante el sepulcro de Lázaro (Jn 11,33.38), si suplicó al Padre que podí­a preservarlo de la muerte (Heb 5,7; Le 22,42; Jn 12, 27), no obstante, aceptó finalmente este cáliz (*copa) de amargura (Mc 10,38 p; 14,30 p; Jn 18,11). Para hacer la *voluntad del Padre (Mc 14,36 p) fue “*obediente hasta la muerte)) (FIp 2,8). Es que debí­a “*cumplir las Escrituras” (Mt 26,54): ¿no era él mismo el *siervo anunciado por Isaí­as, el *justo puesto en el rango de los malvados (Le 22,37; cf. Is 53,12)? Efectivamente, aunque Pilato no halló en él nada que mereciera la sentencia capital (Le 23,15. 22; Act 3,13; 13,28), aceptó que su muerte tuviera la apariencia de un *castigo exigido por la ley (Mt 26,66). Es que, “nacido bajo la ley” (Gál 4,4) y habiendo tomado “una carne semejante a la carne de pecado” (Rom 8,3) era solidario con su pueblo y con toda la raza humana. “Dios lo habí­a hecho pecado por nosotros” (2Cor 5,21 ; cf. Gál 3,13), de modo que el castigo merecido por el pecado humano debla recaer sobre él. Por eso su muerte fue una “muerte al pecado” (Rom 6,10), aunque él fuera inocente, pues asumió hasta el fin la condición de los pecadores “*gustando la muerte” como todos ellos (Heb 1,18; 2,8s; cf. lTes 4,14; Rom 8,34) y bajando como ellos “a los infiernos”. Pero presentándose así­ “entre los muertos”, les llevaba esta buena nueva, a saber, que se les iba a restituir la vida (IPe 3,19; 4,6).

2. Cristo muere por nosotros. En efecto, la muerte de Cristo era *fecunda, como la muerte del grano de trigo depositado en el surco (Jn 12, 24-32). Impuesta en apariencia como castigo del pecado, era en realidad un *sacrificio expiatorio (Heb 9; cf. Is 53,10). Cristo, realizando a la, letra, pero en otro sentido, la profecí­a involuntaria de Caifás, murió “por el pueblo” (Jn 11,50s; 18,14), y no sólo por su pueblo, sino “por todos los hombres” (2Cor 5,14s). Murió “por todos” (]Tes 5,10), cuando nosotros éramos pecadores (Rom 5,6ss), dándonos así­ la prueba suprema de amor (5,7; Jn 15,13; 1Jn 4,10). Por nosotros: no ya en lugar nuestro, sino en nuestro provecho; en efecto, muriendo “por nuestros pecados” (lCor 15,3; IPe 3,18), nos reconcilió con Dios por su muerte (Rom 5,10), de modo que podemos ya recibir la *herencia prometida (Heb 9,15s).

3. Cristo triunfa de la muerte. ¿De dónde viene que la muerte de Cristo pudiera tener esta eficacia salvadora? De que habiéndose enfrentado con la vieja enemiga del género humano, triunfó de ella. Cuando viví­a se traslucí­an ya los signos de esta *victoria futura, cuando devolví­a a los muertos a la vida (Mt 9,18-25 p; Lc 7, 14s; Jn 11): en el *reino de Dios que él inauguraba retrocedí­a la muerte ante el que era “la resurrección y la vida” (Jn 11,25). Finalmente, se enfrentó con ella en su propio terreno, y la venció en el momento en que ella creí­a vencerle. Penetró en los infiernos como señor, para salir de ellos por su voluntad, “habiendo recibido la llave de la muerte y del Hades” (Ap 1,18). Y porque habí­a sufrido la muerte, Dios lo coronó de gloria (Heb 2,9). Para él se realizó la *resurrección de los muertos que anunciaban las Escrituras (ICor 15, 14); vino a ser “el primogénito de entre los muertos” (Col 1,18; Ap 1, 15). Ahora, “liberado por Dios de los horrores del Hades” (Act 2,24) y de la corrupción infernal (Act 2,31), es evidente que la muerte ha perdidido todo imperio sobre él (Rom 6,9); por lo mismo, el que tení­a el poder de la muerte, es decir, el diablo, se vio reducido a la impotencia (Heb 2,14). Fue el primer acto de la victoria de Cristo. Mors et vira duello conflixere mirando; dux vitae mortuus regnat vivus (secuencia de pascua).

A partir de este momento cambió la relación entre los hombres y la muerte; en efecto, Cristo vencedor ilumina ya a “los que estaban sentados en la sombra de la muerte” (Lc 1,79); los liberó de la “ley del pecado y de la muerte”, de la que hasta entonces habí­an sido *esclavos (Rom 8,2; cf. Heb 2,15). Finalmente, en el término de los tiempos, su triunfo tendrá una consumación fulgurante en el momento de la *resurrección general. Entonces la muerte quedará destruida para siempre, “absorbida en la victoria” (ICor 15,26.54ss). Porque la muerte y el Hades deberán entonces restituir sus presas, despuésde que hayan sido arrojados con Satán al estanque de fuego y de azufre, que es la muerte segunda (Ap 20,10. 13s). Tal será el triunfo final de Cristo: O mors ero mors tua, morsus tuus ero, interne! (Antí­fona de laudes del sábado santo).

III. EL CRISTIANO FRENTE A LA MUERTE. 1. Morir con Cristo. Cristo, al tomar nuestra naturaleza, no sólo asumió nuestra muerte para hacerse solidario de nuestra condición pecadora. Cabeza de la nueva humanidad, nuevo *Adán (ICor 15,45; Rom 5,14), nos contení­a a todos en sí­ cuando murió en la cruz. Por este hecho, en su muerte “murieron todos” en cierta manera (2Cor 5,14). Sin embargo, es preciso que esta muerte venga a ser para cada uno de ellos una realidad efectiva. Tal es el sentido del *bautismo, cuya eficacia sacramental nos une a Cristo en cruz: “bautizados a la muerte de Cristo”, somos “sepultados con él en la muerte”, “configurados con su muerte” (Rom 6,3ss; Flp 3,10). Ahora ya somos muertos, cuya vida está escondida en Dios con Cristo (Col 3,3). Muerte misteriosa que es el aspecto negativo de la gracia de *salvación. Porque a lo que morimos de esta manera es a todo el orden de cosas por el que se manifestaba acá en la tierra el reinado de la muerte : morimos al pecado (Rom 6,11), al *hombre viejo (6,6), a la *carne (IPe 3,18), al *cuerpo (Rom 6,6; 8,10), a la ley (Gál 2,19), a todos los elementos del mundo (Col 2,20)…

2. De la muerte a la vida. Esta muerte con Cristo es, por tanto, en realidad una muerte a ‘la muerte. Cuando éramos cautivos del pecado, entonces estábamos muertos (Col 2, 13; cf. Ap 3,1). Ahora somos vivientes, “vueltos de la muerte” (Rom 6,13) y “liberados de las obras muertas” (Heb 6,1 ; 9,14). Como lo dijo Cristo: quien escucha su palabra, pasa de la muerte a la vida (Jn 5,24); quien cree en él no tiene que temer la muerte: aunque haya muerto, vivirá (Jn 11,25). Tal es la ganancia que ofrece la *fe. Por el contrario. el que no crea, morirá en sus pecados (Jn 8,21.24), convirtiéndose para él el perfume de Cristo en hedor de muerte (2Cor 2,16). El drama de la humanidad en conflicto con la muerte se representa así­ en cada una de nuestras vidas; de nuestra elección frente a Cristo y el Evangelio depende para nosotros su desenlace; para los unos la vida eterna, pues, como dice Jesús, “el que guarda mi palabra no verá jamás la muerte” (Jn 8, 51); para los otros, el horror de la “muerte segunda” (Ap 2,11; 20,14; 21,8).

3. Morir cada dí­a. Sin embargo, nuestra unión con la muerte de Cristo, realizada sacramental.eente en el bautismo, debe todaví­a actualizarse en nuestra vida de cada dí­a. Tal es el sentido de la ascesis, por la que nos “mortificamos” – es decir, “hacemos que mueran” en nosotros las obras del cuerpo (Rom 8,13), nuestros miembros terrenales con sus pasiones (Col 3,5). Es también el sentido de todo lo que en nosotros manifiesta el poder de la muerte natural ; en efecto, la muerte ha cambiado de sentido desde que Cristo ha hecho de ella un instrumento de salvación. El que el Apóstol de Cristo aparezca en su debilidad a los hombres como uno que está muriendo (2Cor 6,9), que se halle incesantemente en peligro de muerte (Flp 1,20; 2Cor 1,9s; 11,23), que “muera cad: dí­a” (lCor 15,31), no es ya signo de derrota: lleva en sí­ la mortalidad de Cristo, para que la vida de Jesús se manifieste también en su cuerpo; está entregado a la muerte a causa de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en su carne mortal; cuando la muerte hace en él su obra, la vida opera en los fieles (2Cor 4, 10ss). Esta muerte cotidiana actualiza por tanto la de jesús.

4. Frente a la muerte corporal. En la misma perspectiva adquiere para el cristiano nuevo sentido la muerte corporal. No es sólo un destino inevitable, al que uno se resigna, un decreto divino que se acepta, una condena en que se ha incurrido a consecuencia del pecado. El cristiano “muere para el Señor” como habí­a vivido para él (Rana 14,7s; cf. Flp 1,20). Y si muere como *mártir de Cristo, derramando su sangre en *testimonio, su muerte es una libación que tiene valor de sacrificio a los ojos de Dios (Flp 2,17; 1Tim 4,6). Esta muerte, por la que “glorifica a Dios” (Jn 21,19), le vale la corona de vida (Ap 2,10; 12,11). De angustiosa necesidad que era, ha venido, pues, a ser objeto de *bienaventuranza: “Bienaventurados los que mueren en el Señor. ¡Descansen ya de sus fatigas!” (Ap 14,13). La muerte de los justos es una entradeun la *paz (Sab 3,3), en el reposo eterno, en la *luz sin fin. Requiem aeternam dona eis, Domine, et lux perpetua luceat eis!
La esperanza de inmortalidad y de resurrección que comenzaba a clarear en el AT ha hallado ahora en Cristo su base firme. Porque no sólo la unión a su muerte nos hace vivir actualmente con una *vida nueva, sino que nos da la seguridad de que “el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a nuestros cuerpos mortales” (Rom 8,11). Entonces por la resurrección entraremos en un mundo nuevo, donde “no habrá ya muerte” ‘(Ap 21,4); o, más bien, para los elegidos resucitados con Cristo no habrá ya “muerte segunda” (Ap 20,6; cf. 2,11): ésta será reservada a los réprobos, al diablo, a la muerte, al Hades (Ap 21,8; cf. 20,10.14).

Por eso para el cristiano morir es en definitiva una ganancia, puesto que Cristo es su vida (Flp 1,21). Su condición presente, que le clava en su . *cuerpo mortal, es para él agobiante: preferirí­a dejarla para ir a morar junto al Señor (2Cor 5,8); tiene prisa por revestirse del *vestido de *gloria de los resucitados, para que lo que hay en él de mortal sea absorbido por la vida (2Cor 5,1-4; cf. lCor 15,51-53). Desea partir para estar con Cristo (Flp 1,23).

-> Bautismo – Calamidad – Castigo – Infierno – Enfermedad – Noche – Sombra – Pecado – Redención – Resurrección – Retribución – Sacrificio – Salvación – Sueño – Vida.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Bajo condiciones normales, la muerte es un evento universalmente lamentado en la experiencia humana. Éste es un fenómeno que no puede mirarse como totalmente natural, sino como un misterio que necesita explicación. Si el hombre es verdaderamente la corona de la obra divina, ¿por qué debe tener una existencia más corta que la que tienen algunas formas de plantas o animales? Uno puede ir más adelante y preguntar por qué, si el hombre está hecho a la imagen del Dios eterno, debe perecer de todas maneras. La respuesta que la Escritura provee es que la participación del hombre en la transgresión de la voluntad de Dios y su ley ha traído como penalidad la muerte (Gn. 2:17). Esto no quiere decir que la muerte, tanto en su medida como en su modo, esté directamente relacionada en cada caso a algún pecado personal (Lc. 13:14). Significa que, en razón de la universalidad del pecado, la muerte está presente como una consecuencia necesaria (Ro. 5:12–14).

En el AT se habla de la muerte en varias maneras. Algunas veces se describía como el reunirse con los padres (2 R. 22:20). Más a menudo se declaraba que era el bajar al Seol, un lugar donde no podía continuarse la obra y donde no era posible la comunión (Ec. 9:10; Sal. 6:5) Pero expresiones brillantes aparecen aquí y allí alentado una expectación de una continua comunión con Dios (Sal. 73:24) Una influencia en esta dirección puede haber tenido la desigualdad en la existencia terrena: el sufrimiento del justo y la prosperidad del maligno. La justicia se alcanzaría en la vida después de la muerte.

Debido a la conexión entre el pecado y la muerte, la misión redentiva de Cristo conlleva su propia muerte (1 Co. 15:3; Ro. 4:25; 1 P. 3:18). Al someterse a la muerte, él triunfó sobre ella, aboliéndola «sacando a la luz la vida y la inmortalidad» (2 Ti 1:10) El creyente en Cristo, a pesar de que le es dado la vida espiritual, está sujeto a la muerte física, porque ésta es el último enemigo que debe ser derrotado (1 Co. 15:26). Ella será desterrada en el retorno de Cristo, cuando los cristianos muertos sean levantados incorruptibles (1 Co. 15:52; Fil. 3:20, 21). En vista de la resurrección futura del cuerpo de los santos, la muerte puede describirse como un sueño (1 Ts. 4:15). La animación del cuerpo en su estado perfeccionado, siguiendo a su condición inanimada en la muerte, encuentra su analogía en la actividad que ocurre después de una noche de descanso. El temor a la muerte ha dejado de ser una realidad para el cristiano porque él ya no tiene que luchar con el pecado cuando va a la presencia de Dios; pecado que es el aguijón de la muerte (1 Co. 15:56). Cristo ha removido el aguijón por su muerte expiatoria. Dejar esta vida es una ganancia positiva (Fil. 1:21). Trae un mejoramiento en la condición del creyente, incluso el compartir de la presencia gloriosa del Hijo de Dios (Fil. 1:23; 2 Co. 5:8). La muerte no tiene el poder para separarnos de Cristo (Ro. 8:38).

En la enseñanza de Pablo, tan íntima y efectiva es la unión entre Cristo y los suyos, que el creyente ha muerto al pecado junto con Cristo. Por esta razón, él no está en la obligación de servir más al pecado (Ro. 6:1–4; Col. 3:1–3). La muerte puede también demostrar la incapacidad moral de la naturaleza humana (Ro. 7:24).

El incrédulo está muerto a causa de sus pecados, por no responder a las demandas de Dios (Ef. 2:1; Col. 2:13). Este tipo de enseñanza se encuentra también en Juan (5:24). Judas describe a los apóstatas como muertos dos veces (Jud. 12). La falta de vida de su estado natural se une a la esterilidad de su profesada experiencia cristiana. Cuando los malignos sean castigados finalmente, su estado de separación de Dios es llamado la muerte segunda (Ap. 21:8).

Véase también Inmortalidad, Resurrección.

BIBLIOGRAFÍA

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Fuente: Diccionario de Teología

Desde cierto punto de vista la muerte resulta algo muy natural: “Está establecido para los hombres que mueran una sola vez” (He. 9.27). Puede ser aceptada sin rebeldía: “Vamos también nosotros, para que muramos con él” (Jn. 11.16). Desde otro punto de vista resulta algo sumamente antinatural. Es la paga del pecado (Ro. 6.23), y en ese sentido debe ser temido. Ambas perspectivas aparecen en la Biblia, y ninguna de las dos debe ser pasada por alto. La muerte es una necesidad biológica, pero los hombres no mueren en la forma sencilla en que lo hacen los animales.

I. Muerte física

La muerte parece ser necesaria para cuerpos como los nuestros. El deterioro físico y la eventual disolución final son inevitables. No obstante, la Biblia habla de la muerte como consecuencia del pecado. Dios le dijo a Adán: “El día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gn. 2.17). Pablo nos dice que “el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte” (Ro. 5.12), y también que “la paga del pecado es la muerte” (Ro. 6.23). Pero cuando examinamos más detenidamente el asunto, vemos que Adán no murió físicamente el mismo día en que desobedeció a Dios. En Ro. 5 y 6 Pablo contrasta la muerte que sobrevino a consecuencia del pecado de Adán con la vida que Cristo ha traído a los hombres. Ahora bien, la posesión de la vida eterna no anula la muerte física. Está en contraposición a un estado espiritual y no a un acontecimiento físico. Lo que se infiere de todo esto es que la muerte que es consecuencia del pecado va más allá de la muerte del cuerpo.

Pero a este pensamiento debemos agregar el otro de que los pasajes de las Escrituras que vinculan al pecado y la muerte no modifican el concepto de la muerte. Dichos pasajes no nos revelan otra cosa que no sea el significado usual de la palabra. Quizá debamos entender que la mortalidad es el resultado del pecado de Adán, y que el castigo incluye tanto el aspecto físico como el espiritual. Pero no sabemos lo suficiente acerca de la condición de Adán antes de la caída como para hablar de ella. Si su cuerpo era semejante al nuestro, sería mortal; de lo contrario, no tenemos forma de saber cómo era, ni si era o no mortal.

Parecería mejor considerar que la muerte es algo que comprende al hombre completo. El hombre no muere como cuerpo sino que muere como hombre, con la totalidad de su ser. Muere como ser espiritual y físico. Y la Biblia no hace una distinción neta entre los dos aspectos. Por lo tanto, la muerte física constituye tanto símbolo como expresión adecuados de aquella muerte más profunda que es consecuencia inevitable del pecado, con la que forma una sola unidad.

II. Muerte espiritual

Esta muerte es un castigo divino. Ya hemos observado que Ro. 6.23 describe a la muerte como “la paga” del pecado, e. d. la recompensa que merece el pecado. Pablo puede hablar de ciertos pecadores que conocen “el juicio de Dios, que los que practican tales cosas son dignos de muerte” (Ro. 1.32). Es el pensamiento del juicio de Dios lo que está a la base de la referencia que hace Juan al “pecado de muerte” (1 Jn. 5.16). Esta constituye una verdad muy importante, pues nos permite apreciar cuán grande es el horror de la muerte. A la vez, paradójicamente, nos proporciona esperanza. El hombre no ha quedado atrapado en una red tejida por la ciega fatalidad, de tal suerte que, habiendo una vez cometido pecado, no hay nada que se pueda hacer para remediarlo. Dios está por encima de todas las cosas, y si bien ha decretado que la muerte es la paga del pecado, también ha resuelto dar vida eterna a los pecadores.

El NT a veces destaca las serias consecuencias del pecado haciendo referencia a la “segunda muerte” (Jud. 12; Ap. 2.11, etc.). Esta es una expresión rabínica que significa perdición eterna. Debe entenderse en el mismo sentido que los pasajes en los que el Señor habla del “fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles” (Mt. 25.41), “el castigo eterno” (en contraposición a la “vida eterna”, Mt. 25.46), y otros pasajes similares. El estado final del hombre impenitente se describe de varias maneras, tales como muerte, castigo, perdición, etc. Obviamente no sería prudente equipararla con ninguno de ellos. Pero es igualmente obvio que, según describe la Biblia, se trata de un estado que debe mirarse con horror.

A veces se objeta que esto no condice con la descripción de Dios como un Dios de amor. En este sentido, hay aquí un profundo misterio, pero al menos se puede decir que la objeción, en la forma en que se la presenta habitualmente, pierde de vista el hecho de que la muerte es un estado a la vez que un hecho. “El ocuparse de la carne es muerte”, escribe Pablo (Ro. 8.6). No dice que el ocuparse de la carne ha de producir la muerte; dice que es muerte, y agrega que “la mente carnal es enemistad contra Dios, porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede”. La misma verdad se expresa de una manera distinta cuando Juan dice: “El que no ama permanece en muerte” (1 Jn. 3.14). Cuando entendemos la verdad de que la muerte es un estado, nos damos cuenta de la imposibilidad de que el impenitente se salve, pues para esa persona la salvación sería una contradicción. Para ser salvo, el hombre debe pasar de muerte a vida (Jn. 5.24).

III. Victoria sobre la muerte

Un aspecto interesante de la enseñanza neotestamentaria sobre el tema de la muerte es que se pone el acento en la vida. Si consultamos una concordancia notaremos que en casi todas partes se utiliza el vocablo nekros (‘muerto’) para describir la resurrección de los muertos o cosas parecidas. En las Escrituras se enfrenta a la muerte como se enfrenta toda la realidad, pero el interés principal gira en torno a la vida, y la muerte se trata en forma más o menos incidental, como aquello de lo cual se salva a los hombres. Cristo adoptó nuestra naturaleza “para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (He. 2.14). El poder del diablo siempre se considera como sujeto al dominio de Dios (Job 2.6; Lc. 12.5, etc.). De ningún modo tiene a la muerte sujeta a su arbitrio en forma absoluta, aunque esta, que es la negación de la vida, es su esfera natural. Cristo vino para poner fin a la muerte. Como indica el pasaje de Hebreos, fue por medio de la muerte que derrotó a Satanás. Fue por medio de la muerte que quitó nuestro pecado. “Porque en cuanto murió, al pecado murió una vez por todas” (Ro. 6.10). Aparte de Cristo, la muerte es el enemigo supremo, el símbolo de nuestra separación de Dios, el horror definitivo. Pero Cristo se ha valido de la muerte para librar a los hombres de ella. Murió a fin de que los hombres pudieran vivir. Llama la atención el hecho de que el NT pueda decir que los creyentes “duermen” en lugar de decir que “mueren” (p. ej. 1 Ts. 4.14). Jesús cargó con todo el horror de la muerte, por cuyo motivo para los que están “en Cristo” la muerte ha sido transformada de tal forma que no es más que un sueño.

Hasta dónde alcanza la victoria que Cristo ganó sobre la muerte lo indica su resurrección. “Cristo, habiendo resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él” (Ro. 6.9). La resurrección es el gran acontecimiento triunfal, y la gran nota de victoria en todo el NT tiene su origen allí. Cristo es el “Autor de la vida” (Hch. 3.15), “Señor así de los muertos como de los que viven” (Ro. 14.9), “el Verbo de vida” (1 Jn. 1.1). Su victoria sobre la muerte es completa, y esa victoria está a disposición de su pueblo. La destrucción de la muerte es cosa segura (1 Co. 15.26, 54ss; Ap. 21.4). La segunda muerte no tiene ninguna potestad sobre el creyente (Ap. 2.11; 20.6). De acuerdo con este concepto, el NT entiende la vida eterna no como la inmortalidad del alma, sino en función de la resurrección del cuerpo. No hay forma más gráfica de ilustrar el carácter definitivo y completo de la derrota de la muerte.

No solamente existe un futuro glorioso, sino que hay un presente glorioso. El creyente ya ha pasado de muerte a vida (Jn. 5.24; 1 Jn. 3.14). Está “libre de la ley del pecado y de la muerte” (Ro. 8.2). La muerte no lo puede separar de Dios (Ro. 8.38s). Jesús dijo: “El que guarda mi palabra, nunca verá muerte” (Jn. 8.51). Tales palabras no niegan la realidad de la muerte biológica; más bien nos encaminan hacia la verdad de que la muerte de Jesús significa que el creyente ha salido completamente de aquel estado que es la muerte. Ha sido introducido en un nuevo estado, que ha sido muy aptamente caracterizado como la vida. En su momento atravesará la puerta que llamamos la muerte, pero el aguijón ha sido extraído. La muerte de Jesús representa la victoria sobre la muerte para sus seguidores.

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Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico