MUNDO

v. Tierra
1Ch 16:30 el m será aún establecido, para que
Psa 19:4 hasta el extremo del m sus palabras
Psa 50:12 a ti; porque mío es el m y su plenitud
Psa 93:1; 96:10


Mundo (heb. generalmente têbêl, “el mundo habitable”; gr. generalmente aion, “edad”, “tiempo”, “eón”, “mundo”; también kósmos, literalmente “adorno”, y de allí­ “mundo”, que denota a veces la humanidad, o el planeta o la Tierra, y a veces la suma total de todo lo que hay aquí­ y ahora, “el universo [ordenado]”, oikoumén’, “la tierra habitada”, “humanidad”, “el mundo civilizado”, especialmente el Imperio Romano). Hablando en general, el mundo conocido en tiempos bí­blicos estaba limitado a las tierras que rodeaban el Mar Mediterráneo, el Mar Negro, el Golfo Pérsico y el Mar Rojo. En épocas anteriores del AT, a una región de un radio aproximado de 1.200 km desde Palestina, que incluí­a los valles del Eufrates y del Nilo, junto con Siria y Palestina. Con el transcurso de los siglos el horizonte gradualmente se extendió hasta abarcar lo que hoy se conoce como el Cercano Oriente, el norte de ífrica y el sur de Europa, región que tiene 816 por centro el Mar Mediterráneo (literalmente, “medio de la tierra”, “interior”). En su mayor amplitud, de este a oeste, el mundo conocido del AT se extendí­a desde la India (Est 1:1) en el este, hasta la tierra de Tarsis (Jon 1:3) en el oeste; y desde Escitia al norte (Col 3:11; cf Eze 39:1), hasta Etiopí­a al sur (Est 1:1), una distancia de unos 2.400 km de norte a sur. Por el tiempo del NT las fronteras del Imperio Romano incluí­an parte de las Islas Británicas y Alemania. Habí­a un conocimiento limitado de regiones más allá de estos lí­mites, porque habí­a poco contacto con ellas. Las palabras que el NT usa para “mundo” son: aion, “siglo”, que lo considera desde el punto de vista del tiempo (Mat 12:32; 13:22; 24:3; Mar 4:19; etc.), y se traduce por “mundo” en Mat 28:20; por otro lado, kósmos, el mundo desde el punto de vista de su ordenamiento en el espacio (Mat 4:8; Rom 1:8, 20; etc.). En el NT, kósmos a menudo también representa una multitud impí­a, extraña y hostil a Dios (1 Joh 2:15). Oikoumén’ se refiere especí­ficamente al “mundo habitado”; es decir, desde el punto de vista de su adecuación como hogar para la raza humana; a veces la misma raza humana (Mat 24:14; Luk 2:1; Act 11:28; etc.); y a menudo a la civilización greco-romana como diferente de las regiones de los bárbaros, más allá de sus fronteras.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

no existe un término en el A. T. hebreo para designar el m., el cosmos. El término griego Kósmos aparece en los escritos tardí­os en griego, en la Sabidurí­a, en Macabeos. Para significar el m. se encuentra en el A. T. la palabra †œtodo†, †œYo, Yahvéh, lo he hecho todo†, Is 4, 24; †œTuyo, oh Yahvéh, es el reino; tú te levantas por encima de todo†, 1 Cro 29,11. No existe entre los israelitas la preocupación por buscar explicaciones cientí­ficas del origen del m., sino más bien por comprender y proclamar el m. como creación de Dios; ni existí­a un concepto, una abstracción como las de los griegos, cosmos, naturaleza. Para los israelitas el m. es algo orientado hacia Yahvéh, el lugar de la presencia benéfica de Dios para el hombre. El h. está ligado indisolublemente al m., Dios lo creó con polvo dela tierra y ese es su destino, volver al polvo, Gn 2, 7. Los israelitas se refieren al m., al universo entero, como cielo y tierra, Gn 1, 1; †œcielo, tierra y mar†, Ex 20, 11. No hay en la Biblia una descripción unitaria del m., pero hay pasajes de los que se puede deducir, y se ve como una estructura en la que los elementos están relacionados entre sí­. Esa estructura es tripartita, el cielo, arriba; la tierra, aquí­ abajo; y los infiernos, el seol, bajo tierra, tal como se lee en Ex 20, 4. En el cielo están las estrellas, los astros, que son creación de Dios, no tienen el carácter divino que muchos pueblos antiguos les dieron. El sol es signo de estabilidad, del que se dice en el Génesis: †œMientras dure la tierra, sementera y siega, frí­o y calor, verano e invierno, dí­a y noche no cesaron†, Gn 8, 22. El cielo es la sede de Yahvéh, †œEl está sentado sobre el orbe terrestre, cuyos habitantes son como saltamontes; él expande los cielos como un tul, y los ha desplegado como una tienda que se habita†, Is 40, 22. Dios está en los cielos, pero está presente en el Templo, es decir, Dios es trascendente pero no lejano; el universo no es una emanación de Dios, como en muchas cosmogoní­as antiguas. Los fenómenos atmosféricos, que eran personificados por los cananeos, tení­an, por ejemplo, el dios de la tempestad, para los israelitas es Dios quien los provoca a la vez que los controla, Is 29, 6; Os 13, 15. La tierra para los hebreos era una superficie cuya centro estaba en Jerusalén, Ez 5, 5; 38, 12. Al igual que como concibe los fenómenos atmosféricos, los geofí­sicos, como los diluvios, terremotos, las tempestades, la actividad volcánica, están en manos de Dios, el los provoca, los usa, los controla. Las teofaní­as están acompañadas de estos signos, Ex 19, 16-18; Dt 4, 10-12; 5, 4 y 25-26. En Jueces se lee, †œCuando saliste de Seí­r, Yahvéh, cuando avanzaste por los campos de Edom, tembló la tierra, gotearon los cielos, las nubes es agua se fundieron. Los montes se licuaron delante de Yahvéh, el Dios de Israel†, Jc 5, 4-5; Sal 97 (96), 4-5. El mundo subterráneo, Dt 32, 22; el seol, relacionado con la muerte, es el mundo de los muertos, lugar del olvido, tenebroso, que también controla Yahvéh, pues †œda muerte y vida, hace bajar al seol y retornar†, 1 S 2, 6; Sal 139 (138), 8; Jb 7, 9; 17, 3 y 16. El m. es, entonces, percibido como manifestación de la omnipotencia de Dios.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

La palabra mundo abarca numerosos significados: edad (Mat 13:22 nota; Eph 1:21); tiempo (Mar 10:30; Luk 18:30; Luk 20:34-35); la tierra habitada (Psa 96:13; Mat 24:14; Luk 4:5; Luk 21:26; Act 17:31; Rom 10:18; Heb 1:6); el mundo helení­stico (Act 19:27); el Imperio Romano (Luk 2:1; Act 11:28; Act 24:5); un universo caí­do hostil a Dios (Joh 8:23; Joh 14:17-22; Joh 15:18-19; Joh 17:9; Joh 18:36; 1 Juan); la historia humana, desde la eternidad, Joh 9:32; la raza humana (Psa 9:8; Psa 96:13; Act 17:31); el universo (Joh 1:10).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Los hebreos no tení­an una palabra para expresar el concepto de †œuniverso†, pero la palabra griega kosmos pasa al NT a través del judaí­smo helení­stico. Así­, aparece en la †¢Septuaginta, especialmente en libros intertestamentarios apócrifos (Sabidurí­a, 2 Macabeos). La palabra expresa el orden de muchas cosas o partes en un todo armónico. Después se le añadió la referencia al espacio, al universo. La palabra kosmos es muy utilizada en el NT, (183 veces), mayormente traducida al castellano como †œmundo†. Así­, fue Dios quien †œhizo el m. [kosmos] y todas las cosas que en él hay† (Hch 17:24). El m. fue hecho por Cristo (Jua 1:10). Muchas veces, sin embargo, el término se utiliza con un sentido más restringido, hablando de la tierra, o de la parte habitada por los hombres (†œ… le mostró todos los reinos del m. y la gloria de ellos† [Mat 4:8]; †œPorque de tal manera amó Dios al m.† [Jua 3:16]).

Como consecuencia del pecado, el m. quedó bajo el dominio de Satanás, quien vino a ser †œel prí­ncipe de este m.† (Jua 12:31). Ese es el m. que no ha recibido a Cristo (†œ… el m. no le conoció† [Jua 1:10]). Los creyentes no deben amarlo (†œNo améis al m.† [1Jn 2:15]), antes deben evitar †œlas contaminaciones del m.† (2Pe 2:20). Este m. aborrece a los creyentes, y en él siempre tendrán aflicción (Jua 15:18-19). Pero Cristo es †œel Cordero de Dios que quita el pecado del m.† (Jua 1:29). él es †œel Salvador del m.† (Jua 4:42). Y llegará el dí­a en que †œtodos los reinos del m.† lleguen a ser †œde nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos† (Apo 11:15).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

vet, En la Biblia este término comporta sentidos distintos que interesa deslindar. (a) El universo. Es el mundo entero creado por Dios, “los cielos y la tierra” surgidos de sus manos (Gn. 1:1), que el NT designa con el nombre “kosmos”. Dios ha creado, por su poder, todos los elementos constitutivos del polvo del mundo (Pr. 8:26; Jer. 10:12). Lo hizo con su divino Hijo (He. 1:2), que existí­a juntamente con El desde antes de la fundación del mundo (Jn. 17:5). Dio ser al mundo por su Palabra (He. 11:3; Jn. 1:10). Este mundo pertenece a su Creador (Sal. 24:1; 50:12). El mundo no se moverá en tanto que el Señor reine (Sal. 93:1; 96:10; 1 Cr. 16:30). Constituye a los ojos de todos los hombres una demostración de las perfecciones invisibles de Dios, y es suficiente para establecer la responsabilidad de ellos (Ro. 1:20). (b) La tierra habitada. “Oí­d esto, pueblos todos, escuchad, habitantes todos del mundo” (Sal. 49:1). El evangelio será predicado “en todo el mundo… a todas las naciones” (Mt. 24:14). Por lo general se ha supuesto que el conocimiento que se tení­a del mundo en los tiempos antiguos era muy limitado (Gn. 10). Esto parece ser cierto en cuanto al conocimiento que la población en general tení­a de su mundo, pero hay evidencias de que habí­a cí­rculos que preservaban y explotaban comercialmente un conocimiento mucho mayor que el tenido por el común de la gente, e incluso de los mismos comerciantes (cfr. Hapgood, “Maps of the Ancient Sea Kings”). La tierra comúnmente conocida en tiempos de los patriarcas y de Moisés parecí­a extenderse del golfo Pérsico hasta Libia, y desde el mar Caspio hasta el Alto Egipto. Es posible que se conocieran las tierras de Italia e incluso de España (Tarsis). También se llega hasta el sur de Arabia, aunque se ha argumentado que en realidad las flotas de Salomón llegaban hasta la India por una parte, y hasta las Canarias por otra. Así­, el marco y eje de la historia del mundo antiguo estuvo en el Oriente Medio. En el curso del desarrollo de la historia del AT los limites de este “mundo” no cambiaron demasiado, a pesar del ligero agrandamiento del horizonte geográfico. Antes del final de esta época, Media y Persia ascendieron a naciones de primera importancia. El Indo vino a ser el limite de la tierra conocida (Est. 1:1). Se conocí­a la existencia de Sinim (Is. 49:12). Al oeste, y bajo el reinado del faraón Necao, hubo navegantes que dieron la vuelta a ífrica, sin por ello darse cuenta de la importancia de su expedición, que duró dos años. Lo que les pareció muy extraño fue ver que el sol se levantaba a su derecha (Herodoto 4:42). En Italia y en ífrica del norte iba aumentando la población y se iba desarrollando lentamente la organización de la sociedad. Los mercaderes eran los que iban dando alguna noticia de los diversos pueblos. Ya hacia el final del perí­odo del AT Grecia, resistiendo a los persas, emergió a la luz de la historia. Alejandro Magno contribuyó enormemente a incrementar los conocimientos geográficos de sus contemporáneos. Al este, sus ejércitos cruzaron el rí­o Oxus (en nuestros tiempos el Amu Daria), llegando a Afganistán y al sur de la India septentrional. Los romanos siguieron sus huellas. En la época de Cristo, el mundo conocido se extendí­a desde las Islas Británicas y España hasta el Irán y el Indo; de las Canarias y el Sahara hasta los bosques de Alemania y las estepas rusas y Siberia. Se sabí­a que más allá de estos lí­mites habí­a regiones habitadas, pero no habí­a demasiado interés, por la falta de medios de comunicación. Cuando César Augusto ordenó el censo “de todo el mundo”, querí­a decir con esto todo el imperio romano (Lc. 2:1). No obstante, a pesar de la ignorancia humana, la Biblia nunca ha dejado de considerar todo el conjunto de la tierra. Dios la ha dado entera, en don, a la humanidad (Gn. 1:28); asegura al Mesí­as “los confines de la tierra” (Sal. 2:8), de la misma manera que promete al creyente “la herencia del mundo” (Ro. 4:13). De la misma manera los discí­pulos de Cristo son llamados a ir “por todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura” (Mr. 16:15). (c) La humanidad a la que Dios ama y a la que desearí­a salvar. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito” (Jn. 3:16). Jesús quita el pecado del mundo (Jn. 1:29). Puso su vida en propiciación por los pecados de todo el mundo (1 Jn. 2:2). Es verdaderamente el Salvador del mundo (1 Jn. 4:14; Jn. 4:42). El se ofrece en sacrificio por la vida del mundo (Jn. 6:33, 51). La caí­da de los judí­os ha llegado a ser la riqueza y la reconciliación del mundo (Ro. 11:12, 15). Dios estaba en Cristo, reconciliando consigo al mundo (2 Co. 5:19). (d) El mundo pecador y malvado, que se aparta de Dios y rechaza su gracia. Es el medio en el que entró el mal por la caí­da y donde, desde entonces, reina la muerte (Ro. 5:12). Todos los pecadores andan “según la corriente de este mundo” (Ef. 2:2), que está enteramente “bajo el maligno” (1 Jn. 5:19). Satanás es, en efecto, llamado el Prí­ncipe de este mundo (Jn. 12:31; 14:30; 16:11). No es sorprendente que la sabidurí­a del mundo considere necedad el Evangelio, y a la inversa (1 Co. 1:20-21), por cuanto el espí­ritu del mundo está enfrentado al Espí­ritu de Dios (1 Co. 2:12). El mundo va más lejos aún, aborrece abiertamente a Cristo y a sus discí­pulos en tanto que ama y escucha a los que son suyos (Jn. 7:7; 15:18, 19; 17:14; 1 Jn. 3:13; 4:5). El mundo se ha cerrado para no recibir a Cristo, Palabra y luz de Dios (Jn. 1:5, 10; 3:19). En realidad Jesús ha venido para iluminar y salvar al mundo (Jn. 12:46-47) por lo que el Espí­ritu actúa para convencerlo de pecado (Jn. 16:8). Pero el endurecimiento de los impí­os hará que el mundo sea juzgado junto a su prí­ncipe (Jn. 16:8-11; 12:31). Jesús afirma que el mundo no puede recibir al Espí­ritu de verdad, y que El mismo ya no lo incluye en Su oración sacerdotal (Jn. 14:17; 17:9). Al no aceptar al Salvador, el mundo queda entonces reconocido enteramente culpable ante Dios (Ro. 3:19). Esto tiene profundas consecuencias en cuanto a la actitud del creyente ante el mundo. Esta actitud tiene dos aspectos: (A) La separación. De la misma manera que Jesús, no somos del mundo (Jn. 8:23; 17:16). Debemos retirarnos de las contaminaciones de este mundo (Stg. 1:27; 2 P. 2:20). Nos es preciso huir de todo aquello que es del mundo y que no es del Padre: la concupiscencia de la carne, la de los ojos y la soberbia de la vida; así­, no podemos amar al mundo, que pasa; pero equivaldrí­a a un adulterio espiritual y a una rebelión contra Dios (1 Jn. 2:15-16; Stg. 4:4). Tenemos que ponernos en guardia, no fuera que seamos condenados con el mundo (1 Co. 11:32). Si realmente llegamos a distinguirnos del mundo, sufriremos su odio y tendremos tribulación; pero podemos sentirnos alentados, porque Cristo ha vencido al mundo (Jn. 15:19; 16:33) y Aquel que está en nosotros es mayor que el que está en el mundo (1 Jn. 4:4). El que ha nacido de Dios triunfa sobre el mundo por la fe (1 Jn. 5:4-5). Sin embargo, ello implica que el mundo esté crucificado para nosotros, y nosotros para el mundo (Gá. 6; 14). (B) El segundo aspecto toca a la misión del creyente. Serí­a una posición falsa la adopción de una actitud negativa. Cristo, habiendo orado a Dios que no nos quitara del mundo, sino que nos preservara del mal, nos enví­a al mundo como El mismo fue enviado (Jn. 17:15, 18). Jesús, crucificado y rechazado por el mundo, se ha dado sin embargo por él. El sigue orando por la unidad de los verdaderos creyentes, “para que el mundo crea” (Jn. 17:21). El campo al que son enviados los creyentes “es el mundo” (Mt. 13:38). Las tinieblas son densas, pero nosotros debemos brillar como luminares en el mundo, llevando la Palabra de Vida (Fil. 2:15). Si cumplimos nuestra misión, seremos semejantes a Noé, que por su fe “condenó al mundo” (He. 11:7): en efecto, él predicó la justicia y advirtió a sus contemporáneos (2 P. 2:5); puso a la vista de ellos el arca de la salvación, admitiendo además a animales, y quedando el arca abierta hasta el último momento (Gn. 6:7). En contraste con su fe, sus vecinos no murieron a causa del agua del Diluvio, sino a causa de su propia incredulidad. Si nosotros mismos hemos sido fieles, tendremos un dí­a parte en el juicio del mundo (1 Co. 6:2). (e) El presente siglo. En ciertas versiones se traduce asimismo como mundo el término gr. “aïôn”, que significa “era, perí­odo de tiempo, siglo” (cfr. la expresión “por los siglos de los siglos” en Ap. 1:1-18). El “fin del mundo” (Mt. 13:39; 24:3 en la versión RV antigua) no significa el fin del cosmos que vendrá más tarde, sino el fin de la era presente. Un cierto pecado no será perdonado en este mundo (“siglo”, RVR) ni en el venidero (Mt. 12:32). Los cuidados de este siglo impiden que la semilla dé fruto (Mt. 13:22). La misma expresión siglo nos muestra el carácter breve y pasajero de nuestro mundo actual. (f) El mundo venidero. Es el mismo término “aïõn” aplicado al “siglo venidero”, es decir, al mundo futuro, a la eternidad que se avecina (Lc. 20:35; Ef. 1:21; 2:7; He. 6:5). El creyente tiene que considerar cuidadosamente la dicha de pertenecer a Aquel cuyo reino no participa del carácter de este mundo (cfr. Jn. 18:36). Habiendo ya gustado del poder del mundo venidero, el creyente sabe a dónde se dirige.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[222]

El mundo es una realidad fí­sica, pero también lo es humana y teológica. En su interpretación se mezclan los sentidos, la ciencia y la teologí­a.

– Los sentidos nos aportan los hechos inmediatos, la experiencia.

– La ciencia intenta descubrir las leyes del cosmos.

– La religión (todas las religiones) ofrece una explicación trascendente de su origen, de su realidad y de su destino y del puesto del hombre en él.

En la catequesis interesa ante todo cómo lo presenta el mensaje divino. Es preciso ofrecer a los catequizandos una visión del mundo en clave cristiana y religiosa, no sólo como objeto de las ciencias fí­sicas o sociales.

1. Concepto de mundo

La idea que se halla debajo del término “mundo” es polivalente
1.1. Concepto cósmico y fí­sico.

Alude a la tierra en la cual tenemos que habitar los cristianos: el cosmos, el espacio, el universo, la tierra y el espacio celeste. En diversidad de aspectos, el creyente se enfrenta a esa realidad y se formula multitud de preguntas: muchas de ellas de í­ndole cientí­fica y filosófica. Pero algunas son más trascendentes. Por ejemplo, decisiva es la cuestión: ¿Qué tiene que ver Dios con ese mundo?
En catequesis se debe dar respuestas a esas preguntas, aunque no bastan explicaciones generales. Hay que llegar a las más vitales. Nos corresponde hacer lo posible para que este hogar sea cada vez mejor y sea respetado por todos sus habitantes, pues es criatura de Dios y dios tiene un plan sobre él.

1.2. Concepto moral y social

Es el que alude a la colectividad de los seres humanos que proceden de los primeros padres y pueblan a millones la tierra. Es la sociedad, la población, el vecindario del cosmos, los hombres.

Esos hombres, inteligentes, libres y más o menos conscientes de sus capacidades sobrenaturales, son los destinatarios del mensaje de salvación que Cristo ha traí­do y ha confiado a sus discí­pulos para que lo hagan llegar a todos.

Es el “mundo” al que Dios amó tanto que hasta envió para salvarle a su Hijo único.

1.3. Concepto ético.

Es el que identifica el mundo con aquellos hombres, la gente, que llevan hacia el mal o pueden orientarse hacia el bien. Ese “mundo” perverso del que hablan los evangelistas, que no quieren someterse al imperio del amor divino.
Es el que se opone al Reino de Dios, según el Evangelio, y el que merece las condenas del mismo Jesús. Pero es precisamente por el que ha venido el Salvador

2. Sentido cristiano de mundo

El mundo fí­sico y el mundo humano son criaturas de Dios. El mundo fí­sico fue creado para ser en lugar de acogida y residencia para el mundo humano.

En la catequesis no interesa entrar en excesivos planteamientos filosóficos, cosmológicos o antropológicos. Lo importante es la visión de su origen como don de Dios y de su situación presente y futura como responsabilidad humana.

Se precisa sugerir respuestas a los problemas, pero también despertar inquietudes para que los catequizandos asuman los debidos protagonismos en las soluciones de los problemas.

2.1. Interrogantes cosmológicos
Una buena catequesis sobre el mundo intenta dar respuestas vivas y evangélicas sobre diversas cuestiones en el terreno fí­sico:
– sobre el origen y la creación;
– sobre la realidad del universo;
– sobre sus habitantes, los hombres;
– sobre la existencia del mal;
– sobre el progreso y el cambio;
– sobre su destino final.

2.2. Origen creado
El mundo material, la tierra y el cosmos, ha sido creado por Dios. Interesa resaltar su carácter de criatura y el plan que sobre ella tiene Dios.

Creación es aquella acción poderosa de Dios que quiso sacar todas las cosas de la nada de manera gratuita y generosa. La obra de Dios se presenta ante los hombres de hoy como un abanico de maravillas que invitan a alabar al Creador y como desafí­o de creatividad que se pone en sus manos, no sólo para ser contemplada, sino para que ellos se sientan protagonistas de la realidad e intervengan de manera inteligente en los procesos de la vida y de la naturaleza.

Como criatura divina, el mundo tiene un origen y un destino. Fue hecho por Dios para servicio del hombre y debe ser aprovechado según los planes de Dios.

Dios se halla presente en el mundo para que en él se cumpla su voluntad de Creador. Las bellezas tan sorprendentes que se encuentran en el cosmos, los secretos de la materia o las maravillas de la vida, deben convertirse para el creyente en estí­mulo para reconocer la inmensa fuerza creadora de Dios.

Nuestros conceptos y sentimientos sobre la materia, sobre el espacio y el tiempo, sobre la energí­a, sobre la vida, se quedan empequeñecidos cuando pensamos en los procesos a través de los cuales Dios ha ido realizando su labor creadora.

2.3. Creación continuada
Llamamos “evolución” a esa acción natural de Dios en la cual ha consistido su tarea creacional. Lo que la ciencia nos descubre acerca de la evolución de los astros, de la corteza terrestre, de las plantas o de los seres vivos, en nada se opone al mismo acto creador del Supremo Hacedor del Universo.

Por eso los sistemas o estilos para explicar el mundo han sido y pueden ser muchos, pero no todos son igualmente aceptables por el cristiano. Por eso el catequista tiene que clarificar la mente de sus catequizando con una visión providencialista sobre el mundo:
– El materialismo evolucionista explica el mundo por simples leyes de la materia, las cuales sólo en parte son conocidas o descubiertas por el hombre. Niega la acción misteriosa y explí­cita de Dios y por eso se incapacita para entender el aspecto más sutil del mundo y de su origen.

– El creacionismo mí­tico implica la creencia en un acto instantáneo y creador, por el cual Dios saca el mundo de la nada y lo lanza a la existencia con sus leyes y sus maravillas. Todos los pueblos y todas las religiones han tenido alguna explicación mí­tica y alguna cosmologí­a de este tipo creacionista, al estilo del Génesis y de las mitologí­as babilónicas.

– Un creacionismo evolutivo, prolongado a lo largo de millones de años (para Dios no hay tiempo) es plenamente armonizable con las mejores teorí­as cientí­ficas sobre el origen (Big-bang), sobre su marcha cosmológica (transformaciones vitales) o su destino (terminación final).

En catequesis es fácil explicar la creación y la armoní­a del cosmos con los procesos de la materia y de la vida. Se puede presentar la acción de la Providencia en los estadios principales del proceso expansivo del cosmos (galaxias, planeta tierra, vida primitiva, mamí­feros, antropoides, hombre). Es importante que se haga ver al creyente lo que hay de misterio y de hipótesis.

Pero no se debe reducir la visión a un Dios Arquitecto o a un Poder cósmico supremo distante (Deí­smo). El catequista debe fundar sus visiones sobre el mundo en la acción providente de Dios que quiere que todo se ponga al servicio del hombre para que el hombre se ponga al servicio de Dios.

3. El bien y el mal
Una cuestión que frecuentemente inquieta a quien piensa en el universo creado por Dios es la compatibilidad de la misericordia con la existencia del mal.

3.1. Pesimismo y optimismo
Hay males fí­sicos: los cataclismos, las desgracias, las enfermedades, la muerte; y hay males morales (maldades, abusos, atropellos, pecado). Reclaman una explicación, pues acontecen frecuentemente entre las criaturas inteligentes.

Esta cuestión se la planteaban los antiguos, como S. Agustí­n, y se siguen interrogando sobre ella los hombres actuales, sin que siempre acierten a encontrar respuestas plenamente satisfactorias.

Los catequizandos, sobre todo adolescentes y jóvenes, se preguntan a veces, por qué Dios permite una muerte, un accidente, un cataclismo.

Hay que darles respuestas positivas. El mal es un desafí­o para los seres inteligentes, no una fatalidad. Todos tienen la misión de vencerlo y de someter las mismas fuerzas desordenadas del mundo a los imperativos de la bondad.

* No vivimos en el mejor de los mundos posibles, como dice el “optimismo cosmológico” de Leibniz.

* Pero Dios no estamos en un torbellino de miserias naturales, como afirma el “pesimismo radical” de Tomás Hobbes.

3.2. Realismo
Lo importante es ver el mundo real (realismo). Vivimos simplemente entre el bien y el mal, entre el deseo de placer y el riesgo del dolor.

A nosotros nos corresponde el vencer el mal con las grandes posibilidades de nuestra inteligencia y con la paciente colaboración entre todos los hombres.

Dios creó libremente el mundo, como eco de su grandeza y de sus perfecciones. Y lo coronó con su obra más hermosa, que fue la formación del ser mundano más perfecto del universo, que es el hombre. “Lo colocó en el Paraí­so, en el mundo, para que lo guardase y cultivase.” (Gen. 1. 26-29). Desde entonces es lo que ha hecho el hombre en el mundo real que le ha tocado vivir.

4. La creación invisible.

La religión cristiana nos habla también de la creación de otro mundo invisible. Sin que podamos explicitar mucho nuestra fe en este terreno, es necesario también orientar la formación del creyente a que asuma ese misterio de la “creación invisible” sin caer en mitologí­as o ingenuas interpretaciones.

4.1. Realidad misteriosa

Dios ha creado también un mundo misterioso, que está más allá de los sentidos y que constituye una llamada nuestra conciencia para entender lo que es el espí­ritu y la inmaterialidad. Entre las cosas maravillosas, de las que apenas tenemos conocimiento, encontramos la existencia de los llamados “ángeles”.

De ellos sólo podemos saber con seguridad el hecho de su existencia y la situación de algunos que se alejaron de Dios por la desobediencia y a los cuales damos el nombre de adversarios (satanás) o demonios. (daimon, en griego, significa genio o espí­ritu)

La piedad cristiana ha relacionado siempre a los ángeles buenos y a los malos con la vida de los hombres, bien para ayudarlos en el camino del bien, como es el caso de los ángeles buenos, bien para servirles de prueba, como es el caso de los demonios.

En esta piedad hay que tratar de superar los antropomorfismos primitivos o infantiles y sospechar, como hace Sto. Tomás de Aquino en la “Summa Teológica”, su naturaleza intelectual, sutil, indefinible, y su actuación siempre dependiente de los planes divinos. Es la confianza en Dios y la conciencia de nuestra libertad lo que verdaderamente debe constituir la primera explicación de nuestros impulsos al bien o al mal.

4.2. La otra creación
Se podrí­a pensar si existe otro tipo de creación invisible, espiritual, inexplicable, como a veces se ha pretendido sospechar de la infinita creatividad de Dios.

Rechazada por indemostrable, gratuita y fantasiosa cualquier explicación gnóstica de los primeros tiempos del cristianismo, y la consiguiente existencia de espí­ritus, metasustancias o eones, hemos decir que esa otra creación invisible escapa todo planteamiento en Teologí­a y en catequesis.

El hecho de que no sea imposible, no quiere decir que se haya dado por parte de Dios. Pero es opción que en nada tiene que ver con la educación de la fe cristiana, la cual debe basarse sólo en lo que es revelación divina.

5. El mundo social humano
Dios quiso que los seres que habí­a creado como inteligentes se encargaran de alabar la Sabidurí­a divina o colaboraran con ella en el perfeccionamiento de la Creación, no sólo individualmente, sino también en cuanto colectividad o grupo que se interrelaciona.

5.1. Sociedad en camino
Desde esta perspectiva, hemos de ver el mundo como el conjunto de los hombres que vive en la tierra y establece una sociedad terrena en la cual cada persona se realiza. Esta forma ese mundo admirable e impresionante está siempre cambiando: nacen nuevos seres y van muriendo los anteriores. No ha concluido en ningún momento pues está renovándose permanentemente a través de los procesos demográficos de la Historia.

Ese mundo tiene por misión hacer la vida cada vez más cargada de significado natural, e incluso espiritual. La Ciencia, la Técnica, el Progreso tienen un sentido de colaboración con el Creador cuando se contemplan con ojos creyentes. Se convierten en estí­mulos para el acercamiento a Dios, sobre todo cuando se desarrollan siguiendo los cauces sabios de la Naturaleza y los planes magní­ficos de su Creador.

Cuando se apartan de ellos se convierten en manipulación empobrecida y también empobrecedora.

El hombre moderno, protagonista irreversible de una cultura y de un dominio creciente de instrumentos de dominio y de comunicación social, tiene que aprender a distinguir cuándo su acción es manipuladora y peligrosa para los demás y cuándo se transforma en seguimiento de los cauces creacionales de Dios.

Sigue el buen camino cuando contribuye al incremento de la paz, al desarrollo de la vida, a la extensión del bien o a la difusión de la verdad.

Y se aleja de Dios cuando construye artilugios de muerte, cuando contradice las leyes de la naturaleza, cuando curiosea con morbosidad los secretos de la vida o cuando ignora maliciosamente los derechos ajenos o los beneficios de los hombres venideros.

Esta diferenciación de aspectos es decisiva para una buena educación religiosa en relación al mundo de los hombres. Muchas veces el hombre moderno puede correr el riesgo de la soberbia o de la indolencia. Puede pensar que el mundo se ha puesto en sus manos para que haga lo que quiera. O puede abandonarse sin conciencia y sin responsabilidad a la marcha indolente de las cosas y de los gustos pasajero.

En ambas posturas actúa sin darse cuenta de que Dios sigue siendo el único dueño de la Naturaleza, de la vida y del orden.

5.2. Protagonismo del cristiano
El cristiano es una persona concreta que tiene que vivir en la sociedad real, en el mundo inmediato y lleno de limitaciones para su desarrollo espiritual y para su crecimiento interior.

En relación al mundo de los hombres, a la sociedad y la gente, el catequista tiene que ayudar a clarificar muchos aspectos vitales al catequizando: – sobre la situación de los hombres; – sobre su protagonismo en la tierra; – sobre las necesidades y desajustes; – sobre las soluciones posibles; – sobre la llamada evangélica.

En el terreno teológico interesa hacer una buena exégesis del concepto de mundo en el Nuevo Testamento. Dios nos ha puesto en el mundo y nos ha confiado la responsabilidad de hacerlo mejor cada dí­a, sin dejarnos llevar por falsos espejismos ni por desalientos.

Cuando Jesús elevaba al Padre su plegaria de despedida, oraba así­: “Padre, yo me voy ahora del mundo, pero ellos se quedan en el mundo mientras yo voy a Ti… Protege con tu poder, Padre Santo, a éstos que me has confiado, a fin de que vivan en unidad, como Tú y yo somos uno…Mientras estaba con ellos en el mundo, yo mismo los cuidaba, puesto que Tú me los confiaste… El mundo los odia, porque no son del mundo, del mismo modo que yo tampoco lo soy. No te pido que los saques del mundo, sino que los defiendas del mal.”
(Jn. 17. 11-16)

El concepto del mundo que los cristianos hemos desarrollado reclama luz y valor para realizar lo que Dios espera de nosotros. Dios envió a su Hijo amado a salvar al mundo, pues Dios amaba al mundo. El mundo es malo, pues odia las cosas de Dios. Los cristianos vivimos en el mundo, pero no somos del mundo. Dios quiere que hagamos lo posible para anunciar al mundo la salvación.

Nuestra misión cristiana es anunciar la verdad al mundo de los hombres, no de las piedras, plantas o animales. Por eso hemos de ayudar con nuestra palabra y con nuestro testimonio a vencer el error y la mentira. Nuestro deseo tiene que ser el extender el bien en el mundo y vencer el mal. Jesús vino para que el mundo fuera cada vez mejor. Nosotros, mensajeros de Jesús, tenemos que hacer lo posible para mejorar el mundo.

Los objetivos de la acción son muchos, aunque todos se resumen en hacer triunfar el Reino de Dios. Conseguimos estos objetivos:

– cuando trabajamos en terrenos relacionados con el anuncio de Jesús;

– cuando luchamos por la justicia y la solidaridad entre los hombres;

– cuando disipamos el error y la superstición con ideales evangélicos;

– cuando distinguimos entre lo que responde al plan de Dios y lo que sólo satisface nuestro egoí­smo;

– cuando conseguimos que reine la paz entre los pueblos, entre las familias y entre los hombres;

– cuando cultivamos los ideales nobles en las personas y hacemos que prefieran el bien común a los intereses pasajeros o particulares;

– cuando superamos fanatismos, obsesiones y rencores que envenenan;

– cuando logramos que se perdone a los enemigos, que se ame a los adversarios, que se olviden las ofensas.

En todos estos casos y en otros muchos similares, estamos haciendo que el Reino de Dios anunciado por Jesús triunfe sobre el reino del mal.

5.3. Lucha en el mundo
Los cristianos seguirán siempre avanzando por medio de las dificultades en un mundo que se resistirá siempre a vivir el bien, pues es más cómodo de momento y más engañoso dejarse llevar por las inclinaciones del mal.

El espí­ritu de lucha y de superación está siempre en el corazón del buen cristiano y le mueve a no dejarse llevar por las inclinaciones desordenadas. Sin caer en una visión militarista de la vida, que a la larga puede resultar fatigosa y agobiante, el cristiano sabe que en este mundo tiene que vigilar sobre sí­ y sobre los demás para no dejarse arrastrar hacia el mal.

Recuerda lo que a finales del siglo I de la época cristiana escribí­a el autor de la Carta atribuida al Apóstol Juan: “Os escribo a vosotros jóvenes, porque habéis vencido al maligno…porque sois valientes y habéis acogido el mensaje de Dios… No os encariñéis con este mundo ni con lo que hay en él, pues no es compatible el amor al mundo y al amor al Padre. En este mundo todo lo que hay es deseos de la carne, ambiciones del espí­ritu, ostentación orgullosa del corazón… y todo esto procede del mundo, no del Padre. Esas pasiones pasan como pasa el mundo. Sólo el que hace la voluntad del Padre permanece para siempre.” (1 Jn. 2. 16)

En la lucha contra el mal, el cristiano es especialmente sensible ante quienes sufren soledad y abandono, ante los enfermos o los deprimidos, ante los que se dejan llevar por el vicio.

Hay que actuar con fe ante los se hunden en la angustia y en la desesperación, ante quienes se dejan engañar por intereses materiales o por supersticiones descorazonadoras, ante todos los que se alejan de Dios por debilidad, por malicia o por ignorancia. A todos ellos tiende su corazón y, cuando puede, su mano fraternal. Se acuerda siempre que vive en el mundo para ganar la vida eterna y que sólo amando a los hombres se hace posible el amor a Dios.

De alguna forma reproduce en su vida la misma acción y los mismos sentimientos que Cristo tuvo en su paso por la tierra, pues sabe que sólo así­ alcanzará la victoria final, que en definitiva es lo que le alegrará por toda la eternidad.

6. Catequesis sobre el mundo

Los cristianos hemos sido elegidos por Dios para vivir con la mente en la tierra y el corazón el cielo. Nuestro ideal de vida ha de ser trabajar por un mundo mejor y no sólo esperar un mundo futuro. A veces se ha dicho de los cristianos que viven al margen de los hombres por pensar mucho en Dios.

6.1. Formas y criterios
La buena educación cristiana para todo lo que se refiere a la visión del mundo ha de seguir criterios rectos.

6.1.1. El mandamiento divino.

Es muy claro: el primer mandamiento es amar a Dios; pero el segundo mandamiento es semejante: amar al prójimo como a uno mismo.

Amar al prójimo implica cuidar su vida entera: su salud, su desarrollo, su cultura, su seguridad, su satisfacción espiritual. Por eso nada de lo que puede mejorar la vida de los hombres puede resultar indiferente para quien ha captado a fondo el mensaje de Jesús.

6.1.2. Clave de Iglesia.

La Iglesia, que es la comunidad de los seguidores de Jesús, se ha preocupado siempre por las actividades y las condiciones de la vida humana: por la economí­a, la medicina, la técnica, las comunicaciones, las relaciones internacionales.

Cuando las sociedades humanas no han sido capaces de organizarse con justicia y con caridad, ella ha multiplicado sus iniciativas en bien de los hombres. Lo ha hecho para servir y no por afán de mandar.

6.1.3. Situarse con serenidad.

Y cuando los hombres han progresado y las sociedades, y en su nombre los Estados, han sido capaces de organizar sus hospitales, sus asilos, sus escuelas, sus servicios sociales, la Iglesia se ha alegrado, pues los hombres se han hecho más responsables y han cultivado de forma más autónoma la paz, la salud y la ciencia.

Pero los cristianos han seguido reclamando libertad para estar en medio de esas realidades con el fin de cumplir su vocación de caridad y de iluminación.

6.1.4. Testimonio de presencia.

Han pasado desde actitudes de suplencia a las de simple presencia. Han comprendido mejor su deber de ser testigos de la verdad. Han promovido la justicia y el amor, la paz y el progreso, la convivencia y la libertad, desde situaciones de colaboración y de disponibilidad.

Por eso la Iglesia ha querido que su mensaje de servicio al hombres ilumine también la polí­tica, la economí­a, la tecnologí­a, las demás áreas del saber y del hacer humano.

6.1. 5. Conciencia del cambio.

Es vital en el cristianismo y lo es en la catequesis el situarse en un mundo dinámico y cambiante. El mundo se halla en continua transformación. Pero en ciertos momentos de la Historia humana, el proceso se acelera por efecto de la inquietud de los protagonistas y por la cadena desatada de estí­mulos que se acumulan en torno a las necesidades materiales y espirituales de la vida.

6.2. El mundo actual
El final del siglo XX y el comienzo del XXI representan un momento de transformación acelerada, como pocas veces se ha dado en la historia de los hombres de todos los tiempos.

6.2.1. Los momentos cruciales
Tal vez no sea un desacierto el comparar la vida cambiante del mundo actual con la que se dio en determinados momentos cruciales del pasado:

– cuando, en los siglos V y VI, el Imperio Romano del Mediterráneo fue reemplazado por los reinos cristianos configurados por pueblos bárbaros, base de las milenaria organización lingüí­stica y racial de la Europa posterior;

– cuando aconteció el Renacimiento cultural y se sucedieron los descubrimientos geográficos del siglo XV y XVI, los cuales cambiaron las relaciones internacionales del mundo;

– cuando, en el siglo XIX, se extendieron las convulsiones revolucionarias de la Francia de 1789 por todo el mundo civilizado y las invasiones napoleónicas provocaron pactos europeos nuevos.

En todos estos momentos, los seguidores de Jesús han sabido acomodarse bajo la influencia de los ideales evangélicos y con la certeza de que nada acontece al margen de la Providencia divina.

6.2.2. Progreso en el mundo actual
Nada hay en los valores religiosos que resulte incompatible con las demandas de la naturaleza, pues también la naturaleza ha sido hecha por Dios. Lo que pasa es que muchas veces el hombre no se da cuenta de que su dignidad racional demanda el orden y el señorí­o de su naturaleza biológica, que reclama el impulso y la inmediata satisfacción.

El progreso humano es un beneficio para el hombre: para su cuerpo y para su espí­ritu, para la religión y para la vida, para la ética y para la estética. Mirar el progreso como un riesgo es el error de los que no viven con espí­ritu pascual.

Y del mismo modo que los seguidores de Jesús hicieron de la Pascua, que significaba en el Antiguo Testamento “paso” del Señor, un recuerdo del Paso de Jesús por la Historia, también hoy lo que viven el mensaje de Jesús tienen sentirse protagonistas de los cambios y de las mejores, tienen que estar presentes en las transformaciones de la historia, de la ciencia y de la sociedad y tienen que hacerse mensajeros de esperanza en el porvenir.

La armoní­a entre fe y naturaleza, entre espí­ritu y materia, entre desarrollo y justicia, entre progreso y caridad, corresponde a los cristianos actuales. Nada en la naturaleza tiene que ponerse en contra de la fe, porque el Señor se halla presente en el presente y lo estará hasta la consumación de los siglos.

Sobre esta armoní­a entre la naturaleza y el espí­ritu, el pensador Manuel Mounier (1905-1950), en su libro “El personalismo”, escribí­a: “La persona humana se halla inmersa en la naturaleza. El hombre, así­ como es espí­ritu, es también cuerpo. Es totalmente cuerpo y totalmente espí­ritu. De sus instintos más primarios, como comer o reproducirse, sabe hacer delicadas artes, la cocina, el estilo de amar… Pero, un dolor de cabeza detiene al gran filósofo en sus reflexiones. Y San Juan de la Cruz, por ejemplo, en sus éxtasis, vomitaba… No hay en el hombre nada que no esté mezclado con tierra y con sangre. Algunas investigaciones han mostrado que las grandes religiones cambian por los mismos itinerarios que las grandes epidemias. ¿Por qué ofenderse por ello? Los pastores también tienen piernas que son guiadas por los declives del terreno”.

7. Desafí­os del mundo actual Entre los ámbitos o terrenos que hoy reclaman la palabra iluminadora y el compromiso profundo del cristiano, podemos citar los siguientes que resultan una responsabilidad especial para el catequista de jóvenes y de adultos.

7.1. El terreno de la paz.

Afecta a una de las aspiraciones más conculcadas de los hombres de todos los tiempos. Mientras se desea seguridad, tranquilidad y progreso, la guerra, el terrorismo, la violencia predominan en amplios sectores del mundo.

El mensaje de Jesús se opone frontalmente a los violentos y les declara lejos del Reino de Dios, sobre todo cuando se violan los más elementales derechos individuales y colectivos y se abusa de la indefensión de los débiles o de la desesperación de los marginados.

7.2. El terreno de la salud.

Con él se juega a veces de forma indigna, en los tiempos actuales en que tan sensibles son los hombres hace el dolor, ante la vida y ante la enfermedad.

Saben los cristianos que el hombre tiene que morir, pues su vida no es eterna sobre la tierra. Pero son conscientes de que el derecho para una atención médica adecuada y para una lucha eficaz contra el sufrimiento fí­sico o psicológico es uno de los más sagrados de todos los hombres y con dolorosa frecuencia no se ve cumplido.

7.3. El terreno de la naturaleza
Los cristianos ven el universo fí­sico como un don de Dios Creador y lamentan los frecuentes atentados que el desarrollo moderno produce contra la casa de todos los humanos. Recuerda, no sólo por motivos naturales y ecológicos, sino por imperativos éticos y religiosos, que los hombres hemos recibido el mundo para cultivarlo y no para destruirlo y que tenemos obligación ante Dios de comportarnos en el cuidado de la naturaleza con el debido respeto.

Al margen de cualquier consideración egoí­sta, el mensaje de la Iglesia se vuelve insistente ante la llegada de generaciones nuevas que también serán amadas y redimidas por Cristo. Pide para ellos un planeta libre de contaminación y apto para llevar en él la vida que Dios quiso para los hombres, cuando preparó para ellos un jardí­n en el Paraí­so y no un desierto inhóspito o insoportable.

7.4. El terreno de la ciencia.

El hombre, ser inteligente y creativo, es testigo en los tiempos actuales de progreso maravilloso del que él mismo se siente protagonista y servidor.

La Iglesia recuerda que no todo invento cientí­fico es laudable por espectacular que resulte, como acontece con las modernas armas capaces de destrucción masiva. Recuerda, no sólo a los cristianos sino a todos los hombres, que el progreso tiene que ponerse al servicio de las personas y no se debe someter a éstas a las duras exigencias de un progreso irracional.

De manera particular reclama el control de todos aquellos medios tecnológicos y cientí­ficos que puedan atentar a la dignidad humana y pongan en peligro su identidad, su integridad, su intimidad y su derecho radical a la paz y a la libertad.

7.5. El terreno del arte.

Es la expresión más eminentemente humana puesto que es la intercomunicación entre inteligencia y libertad. En cuanto lenguaje espiritual, la Iglesia lo ha usado masivamente en todas sus modalidades y ha hecho de el un reclamo que acerca a los hombres a las realidades del espí­ritu. Pide a todos sus miembros que lo cultiven y lo conviertan en plataforma de vida y de acción al servicio de Reino divino.

7.6. El terreno demográfico.

Constituye una de las cuestiones más dinámicas y complejas de la humanidad actual, pues los avances sanitarios, económicos, éticos han planteado una explosión poblacional sin precedentes en la Historia humana.

La Iglesia ha defendido siempre la vida, porque el mensaje de Jesús es un mensaje de vida y no de muerte. Opuesta a cualquier sistema maltusiano, al aborto o a la eutanasia positiva, ayuda a los hombres de ciencia y de gobierno a promover la paternidad inteligente y responsable en los pueblos masivamente poblados y la generosidad y abnegación en los pueblos con peligros de involución en sus habitantes.

7.7. El terreno de la Etica.

También es objeto de muchas de las reflexiones a la luz del mensaje evangélico y de su aplicación a los reclamos de la conciencia personal o colectiva.

Son múltiples las cuestiones que reclaman soluciones y respuestas, tanto sobre la dignidad del cuerpo, que rechaza manipulaciones indignas, como en torno a las cuestiones relacionadas con la transmisión de la vida, con los experimentos cientí­ficos centrados en el hombre o con las diversas alternativas que la tecnologí­a o de la economí­a.

8. Acciones en catequesis.

Lo que tendrá que conseguir el cristiano en todos estos terrenos y desafí­os es formarse, individual y colectivamente, criterios inspirados en el mensaje revelado y no sólo juicios lógicos o argumentaciones basadas en la naturaleza o en la simple experiencia.

Necesita formación moral y social adecuada para dar respuesta a las exigencias cristianas. Para ello tendrá que volver insistentemente los ojos a las inspiraciones del Evangelio, a los usos y enseñanzas de la tradición creyente, a las opciones de la comunidad creyente que mira los problemas con ojos de fe.

Le servirán de manera especial las diversas y frecuentes orientaciones que el Magisterio de la Iglesia, en el ejercicio de su ministerio de “enseñar, gobernar y santificar” ofrece a todos los que quieren mirar el mundo con visión evangélica.

Estas directrices eclesiales se pueden encontrar en diversas instancias. A nivel universal se hallarán en los Documentos del Concilio Vaticano II, como es la Constitución pastoral sobre “Iglesia en el mundo actual” (Gaudium et Spes), y en las diversas comunicaciones escritas de los últimos Papas, entre las que cabe resalta Encí­clicas, como la “Pacem in Terris”, de Juan XXIII, la “Populorum Progressio” de Pablo VI o la “Sollicitido Rei Sociales” de Juan Pablo II.

A nivel particular y local, el cristiano tiene que saber situarse en el mundo concreto en el que le corresponde vivir. Es necesario encarnarse en la propia cultura, vivir los problemas cercanos y contar con los recursos posibles en cada entorno humano.

En todo caso, el cristiano debe tender en la actualidad a la apertura y al pluralismo que demanda la cultura moderna y las crecientes relaciones internacionales. Mas está actitud es perfectamente compatible con solidez de juicios cristianos, con firmeza en las verdades religiosas básicas y con sentido suficiente de trascendencia para mantenerse siempre en actitud de escucha a las inspiraciones del Espí­ritu Santo que sigue actuando en la Iglesia y en los hombres.

(Ver Creación 7.1)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DicEc
 
Puede decirse que el mundo es el telón de fondo de casi todas las voces de este volumen; todos los aspectos de la eclesiologí­a están influidos por el mundo y nuestra comprensión del mismo. La actitud del cristiano ante el mundo es compleja, y es preciso matizar siempre cuidadosamente las afirmaciones que se hagan. Dado que la Iglesia está en el mundo y en la historia, la relación de la Iglesia con el mundo estará siempre temporalmente condicionada y será siempre la historia de la salvación de una Iglesia peregrina.

La misma enseñanza bí­blica contiene ya multitud de aspectos. El mundo, o “los cielos y la tierra” (Gén 1,1), procede de Dios, que lo creó como algo bueno, poniéndolo en manos de los hombres para que lo disfrutaran y sometieran (Gén 1,28-31). Los cielos y la tierra proclaman la bondad de Dios (Sal 8 y 104) y la sabidurí­a de Dios (Prov 8,22-31). El pensamiento hebreo está muy lejos del dualismo, el panteí­smo y otras distorsiones de los pueblos de los alrededores. Hacia el final del Antiguo Testamento empieza a usarse la palabra griega kosmos, que contiene también un sentido de belleza e historia.

Pero la situación de la humanidad en el mundo fue pronto distorsionada por el pecado, y el mundo se convirtió en instrumento de la ira y el castigo de Dios: el trabajo dejarí­a de ser un mero placer (Gén 3,17-19); la tierra serí­a una maldición para los que desobedecen a Dios (Dt 28,15-46). Ninguna de las ayudas ofrecidas por Dios a través de los jueces, los reyes y los profetas bastarí­a. Por eso se pone en funcionamiento la fase final del plan de Dios: “Tanto amó Dios al mundo (ton kosmon) que envió a su Hijo único” (in 3,16). En el Nuevo Testamento seguimos encontrando el optimismo básico del Antiguo Testamento (cf He 17,24; Jn 1,3-4.10; Col 1,16). Pero hay una dimensión nueva, ya que los autores del Nuevo Testamento desarrollan la idea del mundosometido al pecado (Rom 5,12) y a Satanás se le llama el Prí­ncipe de este mundo (Jn 12,31; 14,30); el mundo de las tinieblas está dominado por las fuerzas del mal (Ef 6,12). Así­ en el discurso de la Ultima Cena –una amplia meditación sobre el Espí­ritu Santo, el amor y el mundo– Jesús anuncia que va a dejar el mundo (Jn 16,28); el convencimiento del mundo será la obra del Espí­ritu (16,8-11); el mundo odiará a sus discí­pulos como lo ha odiado a él (15,18-19); Jesús ora por sus discí­pulos y no por el mundo (17,9), en el que estos sufrirán persecución (16,33); han de tener valor, porque Jesús ha vencido al mundo (16,33).

La reflexión de la Iglesia primitiva sobre el mundo prolonga esta concepción del mundo como bueno y al mismo tiempo como necesitado de redención (lCor 5,10), como el lugar en que los cristianos han de vivir por fuerza, estando en el mundo (Jn 11,11) pero sin ser del mundo (15,19)3. Jesús advierte que de nada sirve ganar el mundo (kosmos) si se pierde la vida (psychén, Mt 16,20). El mundo es pasajero (lCor 7,31), por lo que no debemos conformarnos con él (Rom 12,1-2, alón); es preciso, en efecto, “no dejarse manchar por el mundo” (Sant 1,27). Los enemigos tradicionales de la vida espiritual, “el mundo, el demonio y la carne”, están ya insinuados en el Nuevo Testamento (por ejemplo, lJn 2,15-18). Al final Dios vencerá todo mal y habrá unos nuevos cielos y una nueva tierra (Ap 21,1-5).

El primer milenio asumió y desarrolló esta rica doctrina bí­blica. Al principio el mundo fue un poder perseguidor y un enemigo de la Iglesia y de los cristianos. Pero los Padres apologetas, como >Justino, insistí­an en que los cristianos eran buenos ciudadanos del Imperio. Después del Edicto de >Constantino del año 313, el mundo se fue mostrando cada vez más amistoso respecto de la Iglesia —demasiado amistoso—. Los miembros de la Iglesia, a todos los niveles, se implicaron excesivamente en los asuntos seculares, en detrimento del compromiso cristiano. Todos los intentos de reforma, de un modo u otro, estaban referidos a la relación de la Iglesia y el mundo.

La reflexión cristiana sobre el mundo adoptó muchas formas. La Iglesia siempre consideró heterodoxo cualquier dualismo ontológico o material que afirmara que la materia, la carne o el mundo eran malos. Pero las ideas platónicas fueron muy influyentes: era necesario trascender el mundo en el ascenso hacia Dios. Sin embargo, un dualismo moral moderado forma parte del realismo cristiano: el mundo está infectado por el pecado y constituye, por tanto, un peligro. Pero el cristiano ordinario tiene que vivir en el mundo; la huida del mundo (fuga mundi) era una posibilidad reservada sólo a una minorí­a. Gradualmente la doctrina se fue haciendo más sutil, ya que los autores se dieron cuenta de que uno puede vivir inmerso en el mundo incluso en medio del desierto, y de que todos debí­an cultivar una actitud interna de renuncia al mundo y al pecado en busca de la salvación.

Una obra muy importante en Occidente fue La ciudad de Dios, de san Agustí­n, en la que se hace un minucioso análisis del amor a Dios y del amor a uno mismo. Libro de enorme influencia en los tiempos patrí­sticos y en la Edad media, no siempre se entendió plenamente en cuanto presente y escatológico al mismo tiempo. Proporcionó a muchos escritores teológicos, y a figuras polí­ticas como Carlomagno, una honda visión de la ambigüedad del mundo.

La tensión entre la Iglesia y el mundo continuó durante la Edad media. Así­ encontramos al joven Lotario escribiendo sobre la mí­sera suerte de la humanidad y sobre la necesidad de huir del mundo; más tarde, Inocencio III (1198-1216), serí­a uno de los papas reformadores más enérgicos y destacados de la época, si bien autocrático y profundamente implicado en la polí­tica, las guerras y las cruzadas.

Durante la época de la Ilustración, la Iglesia tendió a replegarse ante la hostilidad y se dejó pasar la ocasión de dialogar con el mundo moderno emergente. Se creó cierta incomodidad ante la ciencia (no sin cierta conexión con los incidentes de >Galileo), que durarí­a hasta el siglo XX. El liberalismo del siglo XIX se vio como un nuevo ataque a la Iglesia. Su respuesta fue una vez más retirarse o apartarse del mundo. La Iglesia se volcó en las misiones en paí­ses lejanos; se fomentó la piedad y se desarrollaron todo tipo de actividades intraeclesiales. La mentalidad de repliegue y defensa fue particularmente poderosa durante el perí­odo modernista (>Modernismo), en el que no hubo diálogo, salvo por parte de algunos a los que las autoridades pusieron bajo sospecha.

El pontificado de >Pí­o XII fue testigo de un inmenso esfuerzo por mostrar que la Iglesia era portadora de un mensaje para el mundo. El papa trató de dirigirse a diferentes grupos teniendo en cuenta su situación en el mundo. Pero todaví­a no se trataba de diálogo; el papa enseñaba a los que estaban en el mundo el mensaje de la Iglesia, que tan hondamente estaba configurando a lo largo de su pontificado. Para el diálogo habrí­a que esperar al Vaticano II, que, aunque profundamente optimista, reconoció también que el mundo habí­a de ser redimido del pecado y puesto bajo el signo de la soberaní­a de Jesús (LG 36), adquiriendo nueva configuración de acuerdo con los designios de Dios (GS 4).

En la época del Vaticano II se inicia la reflexión sobre el secularismo y la secularización. El primero en usar el término “secularismo” fue al parecer G. J. Holyoake (t 1906). Se trata de un intento de interpretar la realidad independientemente de Dios y de cualquier vida futura; en cuanto tal, podrí­a ser una ideologí­a atea o agnóstica. El término “secularización” se usó para designar la legí­tima autonomí­a de las realidades seculares respecto del control eclesiástico. Pero esta legí­tima autonomí­a puede estar infectada por la realidad del pecado (GS 36-38). >Pablo VI, en su primera encí­clica, Ecclesiam suam (agosto de 1964), dio un fuerte impulso a la idea del diálogo con el mundo. El Esquema XIII, que acabarí­a convirtiéndose en la constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo moderno (Gaudium et spes), se estudió durante el tercer perí­odo de sesiones del concilio; trataba claramente de dar respuesta a uno de los deseos de Juan XXIII para el concilio. Sin embargo, la redacción de la misma resultó extremadamente difí­cil, en buena medida porque se trataba de algo muy distinto a todo lo que hasta entonces habí­a hecho el magisterio. Se trató de examinar la situación del mundo bajo varios aspectos: la condición actual de la humanidad y sus interrogantes más profundos; la dignidad de la persona humana; la libertad; el ateí­smo; la comunidad y la actividad humanas en el mundo; los problemas urgentes: el matrimonio y la familia, el adecuado desarrollo de la cultura, la vida socioeconómica, la vida de la comunidad polí­tica, la paz, los asuntos internacionales. En cada caso se ofrecí­a una reflexión sobre la realidad presente y una respuesta acorde con el mensaje de Cristo.

En GS observamos cómo la relación de la Iglesia con el mundo pasa de una concepción jurí­dica a una concepción antropológica. Pero el concilio no desdibuja la distinción entre la Iglesia y el mundo. Advierte: “Aunque hay que distinguir cuidadosamente progreso temporal y crecimiento del reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al reino de Dios” (GS 39). La fundamentación del apostolado secular de la Iglesia estriba en la relación positiva de esta con el mundo, relación enraizada en la significación de la dignidad, la comunidad y la actividad humanas (GS 40-45).

El comentario a GS de H. >Jedin, probablemente el historiador católico más eminente de nuestro siglo, plantea distintas cuestiones: “(La Constitución) querí­a ser una nueva definición fundamental de la relación de la Iglesia con el mundo y, de este modo, orientar la Iglesia al mundo, y esto significa al espí­ritu de la nueva época, de la que llevaba un siglo al margen, desde el Syllabus. La Constitución fue recibida con entusiasmo, pero la historia ha demostrado ya que entonces se sobreestimó en gran medida su importancia, y apenas se sospechaba hasta qué punto el “mundo”, al que se querí­a ganar para Cristo, habí­a de penetrar en la Iglesia”
Después del Concilio la Iglesia se abrió al diálogo con el mundo con una confianza que no habí­a tenido desde la Edad media. El magisterio y los teólogos asumieron las ideas del “desarrollo en la década de 1960, de las teologí­as de la liberación a partir de la década de 1970, de la >inculturación. Al mismo tiempo se produjo un compromiso en la polí­tica y los asuntos internacionales, en general abierto y bien informado (>Concordatos)”. La doctrina social de la Iglesia desde la Rerum novarum de León XIII (1891) es también un rico filón para la teologí­a de la relación de la Iglesia y el mundo, así­ como la cuestión de las relaciones Iglesia-Estado (J. C. >Murray).

Otro ámbito que ha de interesar también a la eclesiologí­a es la ecologí­a. Se trata de un tema con amplias posibilidades ecuménicas. Pero la conciencia de ello es más bien reciente; suele datarse en 1962, fecha de la publicación por Rachel Carson de Silent Spring. Es un asunto a la vez teológico, ético, cientí­fico, económico, cultural y polí­tico, con implicaciones para la espiritualidad. Siendo tan vasta la literatura al respecto y tan diversos los puntos de vista y los intereses, conviene especialmente tener en cuenta las advertencias del Vaticano II de que nadie puede pretender representar “la posición católica”, ni podemos esperar respuestas completas del magisterio, ya que es probablemente de los laicos, que son los expertos en esta materia, de quienes han de venir los planteamientos más enriquecedores (GS 43).

La continua reflexión sobre los >laicos por parte del magisterio, los teólogos y los mismos laicos (siendo muchos los teólogos laicos en el perí­odo posconciliar) ha contribuido a aclarar en cierto modo el papel de lo secular respecto de la Iglesia. Pero durante este perí­odo hemos asistido también al secularismo radical, así­ como a las nuevas visiones del mundo y de la humanidad que muchos llamarí­an poscristianas o posmodernas”. La publicación del nuevo Código de derecho canónico (1983) ha supuesto la presentación de reflexiones sobre la Iglesia y el mundo desde otra perspectiva.

El mundo seguirá siempre planteando nuevas cuestiones a la Iglesia. Esto no hay por qué evitarlo, aun cuando a veces se sienta que no se dispone por el momento de una respuesta plenamente satisfactoria. Si se quiere alcanzar la necesaria propiedad y precisión a la hora de hablar de la Iglesia y el mundo, será necesario mantener una tensión saludable entre la dimensión vertical y horizontal de la vida cristiana y de la teologí­a.

La Iglesia ortodoxa, durante mucho tiempo considerada como excesivamente vuelta hacia sí­ misma, ha iniciado en las últimas décadas una nueva apertura al mundo, influida al mismo tiempo por su sentido de la transfiguración del mundo y por su sentido cósmico de la eucaristí­a. La eucaristí­a sigue siendo el centro del servicio de la Iglesia al mundo, considerado en términos antropológicos y ecológicos. Cuando es auténticamente celebrada, es decir, por una comunidad que, en el espí­ritu de Cristo, refleja el amor y la comunión vertical y horizontal, el mundo es llevado ante Dios con todas sus necesidades, espirituales y temporales.

Christopher O´Donell – Salvador Pié-Ninot, Diccionario de Eclesiologí­a, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Diccionario de Eclesiología

(v. creación)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
La palabra mundo tiene varias acepciones en la Biblia:

1) Los hebreos tení­an un concepto geocéntrico del mundo; en medio de todo estaba la tierra, y en ella el hombre. Se trata de un concepto popular, que aparece claramente en los primeros capí­tulos del Génesis; el mensaje de la Biblia no es de orden cientí­fico, no pretende enseñarnos cómo es el mundo ni cómo marcha el mundo, cuáles son sus leyes, sino de orden religioso. Los primeros capí­tulos del Génesis, en los que se habla de la constitución del mundo, pretenden, sobre todo, enseñarnos, frente a las concepciones cosmogónicas politeí­stas, que el mundo y todo cuanto en él se contiene está hecho, regido, gobernado y conservado por Dios. En el mundo hay tres regiones fundamentales: la central o terrestre, donde el hombre habita; la superior o celeste, sede y trono de Dios; la inferior o subterránea, el Seol, morada de los muertos.

2) Los evangelios hablan del mundo terrestre como lugar donde viven los hombres, al cual se viene (Jn 1,9; 3,19; 11,27; 12,46), en el cual se está (Jn 1,10; 9,5; 17,11) y del cual se sale (Jn 13,1). Se habla, pues, del mundo fí­sico, creado por Dios (Mt 4,8; 6,32; 16,26; 26,13; Mc 8,36; Lc 4,5; 9,25; 12,30).

3) El mundo tiene también la significación de los seres humanos que habitan la tierra (Mt 13,38; 18,7; Jn 1,29; 3, 16.17.19; 4,42; 6,33.51; 7,4.7; 9,5; 12,19; 14,19; 16,8; 17,18; 18,20).

El mundo fí­sico, como realidad creada, es bueno, ya que procede de Dios, de El depende y a El se ordena. El mundo de los hombres, creado igualmente por Dios, es también, en principio, bueno. Pero como consecuencia del pecado, el mundo humano está en estada de rebelión contra Dios; éste es el sentido de la expresión “este mundo”, frecuente en San Juan, como sí­ntesis de todas las fuerzas enemigas de Dios, un mundo malo, que está bajo el poder del prí­ncipe de este mundo, de Satán (Jn 8,23; 9,39; 12,31; 14,30; 15,19; 16,11; 17,14-16). De rechazo, puesto que el hombre es el centro de la creación, ella misma está también esclavizada y en desorden. Jesucristo ha venido a salvar al mundo, a librarle del pecado y de la esclavitud, derrotando a Satán (Jn 1,29; 4,42; 6,51; 7,47; 16,33). Su reino está en el mundo, pero no es de este mundo. El mismo, aunque está en este mundo, no es de este mundo (Jn 8,23; 17,14; 18,36), lo cual no significa negar la creación, sino transformarla por la perfecta sumisión a Dios (1 Cor 7,29-31). El creyente ha triunfado del mundo por su fe, sigue en este mundo, pero, al igual que Jesús, no es de este mundo (Jn 8,23; 9,5; 17,11.15). Este mundo, en efecto, será plenamente transformado. Dios creará un nuevo mundo, nuevos cielos y nueva tierra, como sede del reino glorioso de los redimidos (Ap 21,1).

Como hombre real que era Jesús estaba en í­ntima relación con el mundo y la historia, conceptos inseparables. Y como hombre de su tiempo y ambiente lo entiende y vive en él conforme a la cultura y categorí­as normales en aquel momento. Su mundo es tanto el fí­sico y natural como, sobre todo, el humano en todas sus dimensiones. Jesús aparece entroncado en el mundo de manera concreta y no abstracta. Su entorno es la Palestina y el Israel de su momento histórico con sus determinados factores sociales, polí­ticos, religiosos, etc. En su predicación, por ejemplo en las parábolas, aparecen continuas alusiones al mundo rural de la Palestina de su tiempo y a las situaciones que viví­a el pueblo judí­o.

Naturalmente la visión del mundo de Jesús está dominada por su concepción religiosa. Ve el mundo en estrecho contacto con Dios, como obra de Dios regida por El, dependiente de El.

Jesús no es enemigo de las realidades mundanas, sino que las acepta, aun siendo consciente de los peligros que a veces se encuentran en ellas y previniendo a sus seguidores en este sentido. En todo caso el mundo y sus valores no son el criterio supremo para el seguidor de Jesús; no vale nada ganarlo del todo si uno se pierde a sí­ mismo (Mc 8,36 y par.). Hay que estar dispuesto a desprenderse de él, por valioso que sea, si ello constituye un obstáculo para el destino del ser humano (Mc 9,43-48; Mt 5,29-30; 18, 8-9).

El mundo de los seres humanos, efectivamente, es ambiguo. Necesario y positivo para ellos y para su camino hacia Dios, pues es el lugar donde se desarrolla la historia de la salvación, pero entregado al poder del “prí­ncipe de este mundo” en terminologí­a joánica, el cual pretende ser su dueño y señor (Mt 4,8-9; Lc 4,5-7). Además está sujeto a gran peligro, entre otras cosas, por el escándalo (Mt 18,7). Sin embargo la salvación que Jesús aporta también se extiende al mundo, al humano en primer término, pero también al fí­sico en cuanto está unido con los seres humanos, por medio de la acción de sus seguidores (cfr. Mt 26,13). Finalmente el Señor Jesús será el vencedor de este mundo como aparece con toda claridad en el Cuarto Evangelio.

(Fuera de las alusiones anteriores, no se trata aquí­ del concepto de “mundo” en el Cuarto Evangelio porque su sentido depende de las concepciones teológicas de este evangelio y no se puede referir directamente a Jesús). ->Juan; encarnación.

Federico Pastor

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

La palabra “mundo” recoge una serie diferenciada de sentidos y significados, según la perspectiva que se adopte: en el sentido más empí­rico designa el conjunto de los seres y de las cosas; una definición técnico-cientí­fica lo ve como un conjunto de cosas, estructurado con leyes inmanentes e inherentes a la materia y a los seres, incluido el hombre: en una perspectiva cultural, el mundo se refiere a las estructuras sociales de vida y a las relaciones que las sostienen. En el ámbito del cristianismo, el “mundo” ha significado a veces una realidad contaminante, de la que hay que huir (fuga mundi) para encontrar el verdadero lugar del espí­ritu, pero también una realidad que expresa una “cristificación” insólita (Teilhard de Chardin).

En el contexto bí­blico y del cristianismo primitivo el “mundo” es un hecho concreto, relacionado siempre con un momento histórico determinado: la misma primera comunidad cristiana vive en el mundo y no se imagina la posibilidad de huir de él, de aislarse de él, ni siquiera en los duros perí­odos de persecución. Sin embargo, esta misma experiencia cristiana no puede ignorar que el mundo está dominado por unas leves y unas relaciones impregnadas í­ntimamente de mal: Clemente de Alejandrí­a invita a permanecer en el mundo, pero como dominadores del espí­ritu mundano, emancipados de su mentalidad (Strom. Vll, 3, 18, 2): es decir insertarse en el mundo con una actitud no mundana, sino fermentados por el anuncio de Cristo Resucitado que madura “el mundo nuevo”.

A pesar de que no existe en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento una cultura de “huida del mundo”, a no ser durante perí­odos limitados y ascéticamente ordenados, en la cristiandad, sobre todo la medieval, se acentúa esta experiencia con tonalidades a veces fuertemente negativas. La ascesis del desierto, presente en el judaí­smo esenio y en san Juan Bautista, así­ como la huida al desierto animada por algunos textos neotestamentarios (Ap 12,6: 1 Cor 10,1 -6), podí­an constituir exhortaciones válidas para una concepción general que, sin embargo, se manifiesta en el cristianismo mucho más tarde.

Esta tendencia coincide con la ” libertad de la 1glesian (siglo rv) y con el aburguesamiento gradual de la experiencia cnstiana, asimilada o identificada cada vez más tenazmente con la del Estado: para evitar esta decadencia, llegó la respuesta radical de los anacoretas y de los monjes, que apelan a veces en tonos exagerados a la realidad escatológica del Reino. y, a pesar del peligro de constituir una comunidad fuera de la sacramentalidad eclesial, esta experiencia alcanzó profundidades espirituales que enriquecieron a la 1glesia. El abandono del mundo fue una opción dictada por el amor de Dios y por la voluntad de atestiguar lo esencial/escatológico, es decir, una apelación a los interrogantes últimos que deben articular la vida del cristiano. Desde Oriente hasta Occidente esta huida del mundo se concretó en la invitación a entrar en un monasterio: desde este momento, se desarrolló una teologí­a espiritual, de significado totalmente monástico, en la que la misma llamada a la gracia mediante el bautismo viene a reducirse a la “vocación”/llamada en el ámbito de una experiencia concreta, que no era todo el contenido del cristianismo.

A esta tendencia condenatoria del mundo se enfrenta la limpia experiencia de Francisco de Así­s, con quien la misma expresión arquitectónica y la imagen espacial rompen aquel silencio oscuro de las iglesias medievales para abrirse a la luz exterior, que no violenta el espacio interior, sino que se proyecta en él con la tibieza del vidrio hecho historia sagrada. El salto longitudinal del gótico, pero sobre todo su intención de diafanidad, representan no sólo una evolución artí­stica, sino también y sobre todo esa opción pastoral de los franciscanos que se abrí­an al mundo para consagrarlo, compartiendo sus afanes. El mundo, en la experiencia y en la visión cristiana de la época moderna y contemporánea, se configura unas veces como lugar de conflictividad, otras como cántico al Creador: muchas veces se ha acentuado la soledad del hombre dentro de él, cuando la experiencia secularizante ha marginado a Dios o cuando un psicologismo perverso ha anulado en el hombre el sentimiento de relación. El binomio hombre-mundo se ha convertido en lugar de mutuas influencias l de interacción necesaria, ya que se trata de un conjunto que proviene de Dios. La incidencia cristiana en el mundo, actualmente, se siente cada vez más como transformación del mundo, liberándolo de la esclavitud del pecado y de la muerte: pero el mismo creyente tiene que sentirse alcanzado por esta libertad si desea atestiguar la fuerza liberadora de Cristo resucitado.

G. Bove

Bibl.: T Goffi, Mundo, en NDE, 990- 1002; R. Guardini, Mundo y persona, Guadarrama, Madrid 1963; P. Roqueplo, Experiencia del mundo, (¿experiencia de Dios? Sí­gueme, Salamanca 1969; J B. Metz, Teologí­a del mundo, Sí­gueme, Salamanca 1970.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Premisa – II. El mundo según la palabra de Dios – III. El mundo según el cristianismo primitivo – IV. Huida del mundo – V. Encontrar a Dios en el mundo – VI. Espiritualidad mundana en la secularización – VII. Mundo espiritual – VIll. Perspectivas modernas de espiritualidad mundana – IX. Conclusión.

La realidad del mundo ha suscitado siempre dificultades en el terreno espiritual y ha sido valorada de manera contradictoria. La misma palabra “mundo” se presenta con significados diversos y puede asumir un contenido muy variado. El sentido que se le da debe deducirse del contexto. Recordemos las acepciones más comunes que se atribuyen a este vocablo. En su significado más empí­rico, mundo es el conjunto de seres y de cosas que existen juntamente; una cosa está en el mundo si está situada en un determinado lugar del espacio y en un tiempo concreto. Según la concepción técnico-cientí­fica, el mundo es el universo de cosas materiales situadas según un orden inmanente; un conjunto bien estructurado y autosuficiente; una realidad organizada en su intimidad según determinadas leyes universales; un lodo unitariamente armonizado. El hombre forma parte del mundo, ya que es un ser bien ordenado en sí­ mismo y coordenado con el todo. Sin embargo, este orden del mundo no se presenta como definitivo, ya que admite nuevas organizaciones y remodelaciones por parte del hombre; está bajo el poder responsable y humanizador de la iniciativa humana (GS 2). Finalmente, si se considera al mundo en la perspectiva cultural de nuestra época, entonces es el conjunto de relaciones humanas, de estructuras sociales, de instituciones públicas, de principios que dirigen la vida comunitaria; es el resultado sociológico-cultural de la actividad diaria del hombre, que tiende a hacer del universo un ambiente favorable y confortable.

La disparidad de concepciones no sólo aparece a propósito del sentido de la palabra “mundo”, sino sobre todo acerca del alcance espiritual de la realidad mundana. Existen diversas experiencias espirituales cristianas que valoran e interpretan el mundo de las formas más diversas, lo miran de maneras diferentes, lo presentan dentro de culturas divergentes y sugieren actitudes ascéticas frente a él, que van cambiando con el tiempo. A tí­tulo de ejemplo, podemos aludir a dos experiencias espirituales opuestas sobre el mundo. Para unos, la espiritualidad sólo puede realizarse fuera del mundo; más aún, despreciándolo. Estos espiritualistas siguen la invitación de san Juan de la Cruz a no preocuparnos de que todo el mundo se hunda, con tal de poder conservar la quietud del alma’. Para otros, la verdadera espiritualidad la dicta la manera como se sitúa hoy el mundo; éste, con su configuración actual, se inscribe dentro del reino de Dios y sugiere cuál ha de ser la espiritualidad necesaria que hoy puede practicarse. El padre Teilhard de Chardin observaba, en relación con la actual preeminencia de las civilizaciones orientales sobre la mediterránea: “Hay otros que se asustan de la emoción o de la atracción que produce sobre ellos, invenciblemente, el Astro nuevo que surge. El Cristo evangélico, imaginado y amado dentro de las dimensiones de un mundo mediterráneo, ¿es por ventura capaz de recubrir y de centrar todaví­a nuestro universo prodigiosamente engrandecido? El mundo, ¿no se halla en ví­as de manifestarse más amplio, más í­ntimo, más resplandeciente que el mismo Jehová? ¿No hará que nuestra religión estalle? ¿No eclipsará a nuestro Dios?”‘ [Sobre Teilhard de Chardin, >Modelos espirituales II, 6].

II. El mundo según la palabra de Dios
La palabra de Dios presenta al mundo según la mentalidad particular del escritor. El hagiógrafo, cuando discurre sobre el mundo, no se centra en él, como si tuviera que considerarlo una realidad independiente. Lo imagina necesariamente como criatura que depende de Dios y está confiada a la responsabilidad operativa del hombre (Gén 1,26; 2.15). Cuando afirma que “todo” ha sido hecho “muy bien” en la creación (Gén 1,31), exalta no una bondad objetiva presente en el mundo, sino la grandeza de la obra divina asociada al esfuerzo de la actividad del hombre (Sal 33; 65; Am 4,13; 5,8). Y cuando se permite formular alguna critica del mundo, lo hace no porque esté mal hecho en sí­ mismo, sino porque no se aviene a armonizarse con la voluntad ordenadora de Dios o no se pone al servicio el hombre en su caminar hacia Dios.

La reflexión bí­blica sobre el mundo no es nunca una especulación abstracta. Es siempre una reflexión concreta, inherente a una situación histórica determinada del universo, en relación con un mundo visto en una posición momentánea y particular, considerado en una circunstancia singular y bajo un aspecto espiritual concreto, pensado en un momento de su devenir dentro de la historia salví­fica. Por eso precisamente el término “mundo” para la palabra de Dios asume un contenido diferente: a veces indica el universo (He 17,24; Jn 1,3), o bien toda la tierra como ambiente del hombre (Mc 8,36; Jn 1,10; 1 Cor 5,10), o también el mundo de los hombres (2 Cor 5,19; Jn 3,19). En este último significado se entiende muchas veces como la humanidad que está en oposición a la salvación traí­da por Jesucristo (Jn 7,7; 15,18) y gobernada por el maligno (1 Jn 5,18). Pero el Señor Jesús vence a este mundo malo (Jn 16,33), haciendo renacer a los hombres no del mundo (Jn 15,19; 17,14), sino del Espí­ritu (Jn 3,5).

Dada la manera de mirar al mundo, es perfectamente lógico que la palabra de Dios no lo presente como dotado de configuración espiritual autónoma; es solamente espejo del comportamiento del hombre, ya que está bajo su dominio (Gén 1,26). El mundo se encuentra ligado al destino del hombre, sigue sus vicisitudes, se transforma para armonizar con los estados espirituales que el hombre va experimentando. El mundo, en el mismo momento que se ofrece como una ayuda dependiente del hombre. constituye su deshonor o su gloria. El mundo puede llamarse una criatura de Dios (Sal 19,2), pero también del hombre.

De hecho, el mundo se revela como la consecuencia del pecado cometido por el hombre (Gén 3,17-18; Is 11,6; Rom 5,12). Sometido a la caducidad, anhela la liberación “para ser admitido a la libertad de la gloria de los hijos de Dios. Sabemos, efectivamente, que toda la creación gime y está en dolores de parto hasta el momento presente” (Rom 8,21-22; cf 2 Cor 5,1-2). Pero el mundo no puede redimirse por sí­ mismo, independientemente de la situación salví­fica inherente al hombre. Y si el hombre ha sido capaz de arrastrar al mundo al mal, no puede comenzar a arrancarlo del pecado más que “por medio de uno solo, Jesucristo” (Rom 5,17).

Actualmente, el mundo, en virtud del Espí­ritu de Cristo que se ha comunicado a los hombres, vive en un estado ambivalente entre experiencia de pecado y de liberación para la gracia del Espí­ritu, entre su desaparición (Mt 5,18; Mc 13,31; 1 Cor 10,11) y su establecimiento bajo una forma nueva. La renovación total de la creación tendrá lugar cuando en la parusí­a todos los hombres hayan resucitado en Cristo; cuando se proclame el señorí­o de Cristo en cada uno de los hombres (Mt 19,28; 2 Pe 3,19), precisamente porque el hombre, cuando se muestra totalmente renovado (también en el cuerpo) según el Espí­ritu (1 Cor 15,44; 2 Cor 4,10), tendrá que poder mirarse en un universo igualmente renovado. En ese momento también el mundo se ofrecerá al Cristo integral como ciudad santa, la nueva Jerusalén “dispuesta como una esposa ataviada para su esposo” (Ap 21,2). “No habrá ya noche, no tendrán ya necesidad de la luz de una lámpara ni de la del sol, porque el Señor Dios los alumbrará” (Ap 22.5). Una ciudad totalmente iluminada por la gloria del Cristo integral; en ella el Cordero será la lámpara que ilumina (Ap 21,23).

Con su encarnación, Cristo está ya implicado en la génesis prodigiosa del mundo, está “hasta tal punto incrustado en el mundo visible, que ya no es posible arrancarlo de él, a no ser destrozando los fundamentos del universo”. El hombre mismo se va redimiendo en Cristo a fin de poder orientar también el mundo hacia su renovación. Un compromiso que nunca se agota, pero que el hombre renueva con confianza debido a la gracia que el Espí­ritu de Cristo le comunica para esta tarea.

III. El mundo según el cristianismo primitivo
Jesucristo, en su vida terrena, se preocupó de inculcar la visión del nuevo orden caritativo; no pretendió mezclarse en cuestiones sociales o mundanas. Pero la comunidad cristiana primitiva sintió la necesidad de interesarse por el mundo en que estaba existencialmente inserta y comprometida. Partió del presupuesto de que el mundo ha sido creado por Dios y permanece bajo su dependencia.

Desarrollando la doctrina de los apologistas, Ireneo afirma que el fundamento de la fe está en creer que “existe un Dios, el Padre, que creó y organizó el conjunto de las cosas e hizo existir lo que no era y que, conteniendo el conjunto de las cosas, es el único que no puede ser contenido” (Demostr., 6).

Los padres afirman unánimemente que, al crear, el Padre se sirvió de la mediación del Logos (Jn 1,1.3) y puso el mundo al servicio del hombre: “Dios creó al mundo para el hombre y sometió toda la creación al hombre, dándole un dominio absoluto sobre todo lo que hay bajo el cielo” (Pastor de Hermas). ¿Y esto por qué? Porque el hombre está destinado a ser nueva criatura en Cristo. De manera que el universo, creado por medio del Verbo encarnado, está dirigido a Cristo Señor integral. Orí­genes podrá afirmar: “Para mí­ no hay duda alguna: el mundo subsiste por causa de la intercesión de los cristianos…, por ellos es por lo que se extienden los esplendores existentes en el mundo” (Apol., 16.1 ss). El escrito A Diogneto (n. 6) insiste: “En una palabra, lo que el alma es en el hombre, los cristianos son en el mundo”. Dada esta solidaridad entre hombre y mundo, el pecado del hombre ha engendrado una configuración correspondiente en el mundo actual. Y el Verbo, encarnado para redimir al hombre, está comprometido en quitar las huellas del pecado del mundo (Jn 1,29; Rom 8,18).

La primitiva comunidad cristiana no se imaginaba que pudiera vivir fuera del mundo, sacrificarse huyendo de él. Tampoco fue la persecución lo que impulsó a los cristianos a huir, aislándose de la vida mundana. Jesús habí­a sugerido que, en caso de persecución en una ciudad, huyeran a otra, pero no al desierto (Mt 10,23).

Sin embargo, la comunidad eclesial advierte que en el mundo predominan normas y costumbres empapadas del mal. Clemente Alejandrino invita a vivir en el mundo, pero dominando al espí­ritu mundano; a residir en el mundo, pero emancipándose de su mentalidad (Strom., VII. 3, 18,2). En concreto, ¿qué es lo que significaba para los primeros cristianos no dejarse absorber por el espí­ritu mundano? Significaba, por ejemplo, saber eliminar las guerras en virtud del principio evangélico de la caridad, desempeñar las actividades mundanas con el espí­ritu de Cristo, ejercer la autoridad como ministros de Dios al servicio de los hermanos, profundizar en la ciencia, mostrándose reverentes con la fe que comunica “sabidurí­a e inteligencia espiritual”. “Uno no es feliz dominando al prójimo, o intentando poseer más que los otros, o enriqueciéndose y tiranizando a los inferiores; todas esas cosas están lejos de la verdadera grandeza. Pero el que toma sobre sí­ la carga del prójimo e intenta servir incluso a los inferiores, el que da a los necesitados lo que se le dio a él…. ése es imitador de Dios” (A Diogneto, 10).

Para la comunidad cristiana primitiva se trata de ser y de vivir en el mundo, pero con espí­ritu nuevo no-mundano. “Los que gozan del mundo, como si no disfrutasen; pues pasa la escena de este mundo” (1 Cor 7,31). Insertos, encarnados, estructurados dentro de la realidad del mundo presente, pero para hacer aparecer en él el espí­ritu evangélico caritativo; para inyectar en él el fermento pascual de Cristo, que hace surgir y madurar un mundo nuevo.

IV. Huida del mundo
En el Antiguo Testamento no existe una experiencia ascética como huida del mundo. sino que más bien propone buscar un lugar que sea el que Dios ha ofrecido y un ambiente favorable para vivir en intimidad con Dios. El éxodo. vivido para vincularse en alianza con Dios (Gén 12,1), puede orientar bien hacia el desierto (Dt 8,15-16; Jer 2,2; Os 2,16), bien hacia una tierra prometida (Dt 1,25; 31,7). Al proponerse estar con Dios y abandonarse solamente a él, el israelita intentará caracterizarse como “el pobre de Yahvé” (Sof 3,12-13; Is 2,22: 29,19).

El judaí­smo, en la época helenista según la cultura expresada sobre todo por Filón, se divide en dos corrientes: una mira con optimismo al mundo, insistiendo en la doctrina de que ha sido creado por Dios: la otra (por ejemplo. los esenios) propone la huida del mundo como separación de protesta contra los impuros apóstatas, que procuran enriquecerse en la ciudad terrena.

En el Nuevo Testamento los sinópticos no formulan juicios negativos sobre el mundo presente: sólo recuerdan que el valor supremo que hay que buscar es el mundo futuro (Mc 8,36-37: Mt 6.24-33; Le 12,32-34). Es necesaria una libertad interior ante los bienes terrenos; saber rechazarlos en la medida en que inducen al mal (Mc 9,43-48; Mt 18,8-9). Generalmente, se piensa que el pobre está más disponible para seguir a Cristo (Le 14,33), sobre todo si se ha hecho pobre por amor al Señor (Mc 10,29-30; Mt 19,28-29; Lc 18,29-30).

La visión evangélica del mundo es recogida y profundizada por san Juan y por san Pablo. Ellos ven una oposición entre espí­ritu mundano y reino de Dios. “Todo el mundo está en poder del maligno” (1 Jn 5,19: 1 Cor 2,6; 2 Cor 4,4). La vida espiritual cristiana se opone a la mentalidad mundana. ¿Cómo librarse del espí­ritu mundano? Si Juan señala como remedio el apartarse del mundo total y radicalmente (Jn 15,19; 1 Jn 2,15), Pablo invita a estar en el mundo y a apreciarlo como bueno (Rom 14,20; 1 Tim 4,3-4; 1 Cor 7,24), aunque la inminente parusí­a aconseja usar de él “como si” no lo usáramos (1 Cor 7,29). También para Pablo el sacrificio de la vida mundana puede expresar una disposición más perfecta para el reino que viene (1 Cor 7,1; 1 Tim 6,9-11).

Los padres de los tres primeros siglos (desde la Didajé hasta Clemente Alejandrino), señalando la bondad del mundo como criatura de Dios, expresan la necesidad de separarse de él en el aspecto afectivo, sabiendo atestiguar una vida virtuosa orientada a los bienes celestiales. Sólo así­ se hace uno amigo de Dios. El uso de los bienes se convierte en virtuoso por medio de la renuncia interior. Al mismo tiempo, la comunidad cristiana primitiva subraya la necesidad de que desaparezca la figura del mundo presente, a fin de que pueda establecerse el reino de Dios. “Que venga la gracia y pase este mundo” (Didajé 10,6). “Si no estamos dispuestos a morir con su ayuda (la de Cristo) para imitar su pasión, su vida no está en nosotros (Ignacio, Ad Magn. 5,2).

En Oriente, el presupuesto espiritual para la huida del mundo lo expone Orí­genes. Piensa que la perfección cristiana requiere el abandono incluso efectivo del mundo, un vivir como en el desierto. “Cuando el alma ha caminado a través de todas estas virtudes y ha alcanzado la cima de la perfección, sale de este siglo mundano y se separa de él” (Hom. in Numeros, 27.12). Espiritualidad de la huida, inspirada en la antropologí­a de Orí­genes, inculturada en sentido neoplatónico.

Durante la segunda mitad del s. m nace el movimiento espiritual del ascetismo bajo la forma eremí­tica, y poco después la cenobí­tica, movimiento ascético que comienza en Egipto y se va difundiendo por todo el mundo cristiano, desde Oriente a Occidente, desde Mesopotamia a la Galia, y, finalmente, a Irlanda. Se dibuja una ascesis de huida del mundo, que se irá concretando en modalidades bastante diversas. Ya en sus comienzos apuntan dos corrientes monásticas bastante diferentes entre sí­; por una parte, el monaquismo egipcio, centrado por completo en la espiritualldad bí­blica, con el intento de hacer vivir el heroí­smo de los primeros siglos cristianos; por otra, la espiritualidad ascético-mí­stica de los padres capadocios, alimentada en la doctrina de Orí­genes y en un humanismo culto.

¿Por qué surgió tan tarde esta experiencia monástica cristiana? ¿Cómo es que la comunidad cristiana no se inspiró al principio en la ascesis del rdesierto, que existí­a en el judaí­smo esenio y que habí­a practicado Juan Bautista? Además, la palabra de Dios podí­a servir de inspiración para considerar la existencia entera como una huida al desierto (Ap 12.6; 1 Cor 10.1-6). ¿Por qué los pocos anacoretas cristianos de los primeros siglos sólo en el s. iv suscitan esta costumbre generalizada en la Iglesia? ¿Cuál es el motivo?
Terminada la persecución contra los cristianos, éstos se sienten responsabilizados y honrados en las estructuras socio-polí­ticas. Lentamente va apareciendo una comunidad eclesial aburguesada y somnolienta, comunidad que corre el riesgo de confundirse con la institución civil pública. Frente a las pretensiones teocráticas del imperio cristiano, surgen entonces los monjes, intentando afirmar la dimensión escatológica del reino de Dios; no quieren que en la Iglesia se renueve el esquema veterotestamentario de un pueblo elegido identificado con un estado temporal o confundido con una entidad sociopolí­tica. Los monjes se definen como “el resto del nuevo Israel”, en el que se desea testificar la auténtica espiritualidad cristiana.

Al huir al desierto, estos monjes se exponí­an a un peligro espiritual: construir una comunidad totalmente separada de la asamblea eclesial, proponer una piedad individualista para sustituir a la de la asamblea cristiana, abandonar la práctica sacramental para adquirir la gracia pascual mediante una dura ascesis personal. La Iglesia procuró reaccionar contra estos posibles abusos, impidiendo que se constituyeran órdenes religiosas exentas de la autoridad de los obispos ordinarios.

A pesar del peligro de perder el sentido sacramental de la comunidad eclesial, el florecimiento del monaquismo en el desierto marcó un gran desarrollo en la ascesis espiritual. Al monje oriental se le ha definido como el que se separó del mundo y renunció definitivamente a todas sus comodidades para seguir solamente a Cristo. Su corazón está con Dios porque se ha apartado de los asuntos terrenos. Esta separación no la sugirió el desprecio platónico de la materia, sino que pareció la única forma de convertirse en imitador de Cristo, en compañero de Cristo, de revestirse del Espí­ritu de Cristo. El abandono del mundo fue una consecuencia del amor de Dios; fue un don de la gracia del Señor. La huida del mundo se constituyó en actitud tí­picamente cristiana: mortificación de los placeres temporales. abandono de las relaciones familiares, renuncia a la propia voluntad, desatención de la ciencia para estar más disponible a meditar la palabra de Dios dí­a y noche. El cristiano que sigue en el mundo es considerado un perezoso, que ha escogido un compromiso de mediocridad. Posteriormente, Juan Crisóstomo intentará precisar que también los que vivien en el mundo cumplen una vocación cristiana; llega incluso a preguntarse si un seglar virtuoso no será preferible a un monje mediocre.

La orientación espiritual monástica se fue difundiendo también por Occidente. San Ambrosio justifica la huida del mundo sobre todo porque los bienes terrenos son una continua y fuerte tentación al pecado (cf., por ejemplo, Expositio in Ps. 118, 12,39; De Joseph, 4,20). La soledad conduce a una relación personal con Dios (De officiis, III, 1,2). San Agustí­n, por su parte, presenta el mundo como ambivalente: vivir en él es también provechoso para el reino de Dios, aunque hemos de recordar que la vida secular esconde siempre un peligro en sí­ misma. El Occidente desarrolló durante toda la Edad Media esta ambivalencia agustiniana del mundo. En particular, la huida del mundo fue estudiada teológicamente y concretada como una invitación evangélica a entrar en una orden monástica a fin de practicar allí­ los consejos evangélicos. La espiritualidad de la huida del mundo se convierte en una teologí­a espiritual monástica. [Sobre el tema “mundo” entre los orientales, >Oriente cristiano VI, 1-2j.

V. Encontrar a Dios en el mundo
La espiritualidad como huida del mundo habí­a suscitado en la comunidad cristiana la convicción de que el mundo estaba corrompido. de que en todos sus rincones asomaba la tentación, de que en él los senderos hacia el bien estaban interceptados. En un mundo semejante, presa de espí­ritus demoní­acos, el mismo desarrollo de la técnica se reducí­a a ser una potenciación de la tendencia a la catástrofe (ci Gén 8,21; GS 2).

En contraposición a esta concepción mundana pesimista se intentó desarrollar una ascesis de confianza en el mundo, considerándolo como epifaní­a de Dios, como manifestación de su grandeza creadora y providencial (He 17,16-30; Rom 1,18-22). Esta espiritualidad requirió previamente que el cristianismo profundizase el sentido de su fe: que purificase su mirada para aprender a contemplar a Dios en el mundo; que recobrase un alma pura y simple, capaz de contemplar el universo tal como habí­a sido creado en su bondad original. Todo esto no se reducí­a a puro esfuerzo mental, sino que exigí­a saber expresarse como un enamorado en busca de Dios; rastrear las huellas de su presencia en lo creado; regocijarse de hablar de Dios con ocasión de cualquier circunstancia terrena; creer (como decí­a Platón) que Dios es el comienzo, el centro y el fin de todo; observar con la complacencia del mí­stico embelesado cuanto nos rodea; descubrir en las criaturas un rostro amable y acogedor, reflejo de la bondad de Dios, y ver las cosas como personificadas porque en ellas alienta el soplo vital de Dios (SC 83; AG 3).

Esta experiencia contemplativa en el mundo y a través del mundo constituyó el testimonio de un san Francisco de Así­s, que supo abrirse a lo creado con su profundo sentido evangélico de fraternidad. Francisco estuvo atento a las maravillas del universo; no lo vio contaminado por el pecado, sino que descubrió solamente en él huellas del buen Dios; no advirtió en él las trazas del pecado humano ni la presencia del mal. Para él la naturaleza entera estaba impregnada de Dios; tanto que las mismas expresiones brutales de violencia de lo creado se le antojaban simples manifestaciones del poder grandioso de Dios. Contemplaba las criaturas con la misma devoción con que leí­a el Evangelio; miraba las cosas como si fueran palabra de Dios, como ayuda en la vida espiritual, como ocasión de derramar su í­ntima caridad evangélica.

A esta experiencia mí­stica, capaz de contemplar a Dios reflejado en la realidad del mundo, llega también san Juan de la Cruz en la conclusión de su Cántico espiritual (40,5). Confiesa allí­ que la unidad espiritual interior de su yo se ha hecho posible únicamente gracias a que su persona se habí­a reconciliado con el mundo entero. Sólo cuando el contexto mundano queda purificado dentro del espí­ritu del hombre puede éste gozar de paz completa en su contacto sensible con las criaturas.

Cuando se consigue esta visión contemplativa del mundo, “según la teologí­a oriental, el hombre vuelve a hacer realidad su realeza; no está ya sujeto a la ley, sino que todo le está de nuevo sujeto. El milagro se hace normal. Con su santidad, el hombre vuelve a ser rey; ya no son las leyes las que rigen las cosas, sino que es él quien la domina: los osos van a comer el pan de manos de Serafí­n de Sarov, las ví­boras obedecen al beato Charbel; san Martí­n de Porres da de comer a los perros, gatos y ratones en la misma escudilla; san Sabas en la cueva invita a la leona, que no soporta su presencia, a que se busque otra morada si no quiere quedarse con él”.

Admirable experiencia contemplativa dentro del mundo, pero que podrí­a juzgarse corta por un aspecto particular, como propensa a descuidar la acción social capaz de hacer más humanamente confortable la realidad creada. Pudiera ocurrir que la experiencia mí­stica mundana apuntada llegara a sacralizar indirectamente una situación pública negativa al hacerla aceptar y vivir con espí­ritu evangélico. El hecho de que san Francisco viviera la miseria y la sumisión proletaria de su tiempo con espí­ritu evangélico ayudó, sin duda, a hacer vivir situaciones parecidas con heroí­smo cristiano caritativo; pero, a la vez. institucionalizó indirectamente un mundo injusto como expresión de una providencia divina.

Para corregir el posible influjo negativo de la contemplación caritativa del mundo, se ha intentado una experiencia espiritual nueva y distinta dentro del mundo; se ha querido testificar que somos imagen de Dios al consagrarnos en Cristo a recrear “una tierra nueva y unos cielos nuevos” (Ap 21,1), al comprometernos a llevar a creado a una “renovación del Espí­ritu Santo” (Tit 3,5) por iniciativa humana, al proponernos renovar las cosas terrenas de modo que las podamos contemplar abiertamente como gloria del Señor (2 Cor 3,18).

El creyente no mira al mundo para contemplar en él la presencia de una bondad absoluta, sino que se empeña en dominarlo mediante una instrumentalidad técnica para descubrirle un rostro nuevo. El hombre escudriña el mundo con afán creador para percibir el rastro de Dios, para sorprender en él una expresión más clara de la sabidurí­a creadora. El mundo no es aún, sino que ha de hacerse epifaní­a de Dios en Cristo, por la actividad y la industria del hombre. La persona humana se esfuerza mediante una continua creación para dirigir el mundo hacia metas nuevas.

En el fondo de esta perspectiva, late la preocupación del hombre por reivindicar su propia superioridad sobre lo creado; por probar que es autónomamente libre; por mostrar que, frente a su actividad laboral, la realidad creada se revela no como naturaleza, sino como historia; por proclamar que no existe una creación inviolable, sino que todo puede reducirse a cultura; por demostrar en concreto que el microcosmos no posee los rasgos del reino, sino que está llamado a ir adquiriéndolos mediante el trabajo humano.

La acción transformadora del hombre en el cosmos ha hecho al mundo en ciertos aspectos más humanizado y confortable, pero en otros ha puesto de relieve las limitaciones de la capacidad realizadora humana. No es casualidad que en nuestra época haya surgido con empuje el problema ecológico [.Ecologia]. Sobre todo, la actividad cocreativa humana ha empobrecido la innata capacidad del universo de despertar la conciencia de una difusa presencia providencial de Dios. Para obviar este deterioro sobre todo espiritual del mundo, es necesario que el hombre se pneumatice más en Cristo [>Hombre espiritual], sea cada vez más cristiano en sentido evangélico, a fin de introducir en sus realizaciones terrenas la obra redentora del Espí­ritu de Cristo. Si a los mí­sticos contemplativos de lo creado habí­a que invitarles a transformar también ellos las instituciones civiles y eclesiásticas deficientes, a los revolucionarios sociopolí­ticos hay que convidarles a mostrarse también santos contemplativos según el Espí­ritu. El revolucionario social tiene que ser el mí­stico capaz de comunicar el espí­ritu caritativo evangélico al nuevo humanismo cultural. Si en su obra humanizadora del mundo el hombre no proyecta el Espí­ritu de Cristo, ese mundo humanizado estará cada vez más manipulado; será un mundo deshumanizado. Es que lo humano no parece establecido como bondad auténtica más que cuando se integra en la creación entera dentro de la caridad del Señor.

En conclusión, podrí­amos decir que la espiritualidad en el mundo requiere la presencia simultánea de la gracia cristiana y de la cultura humana, del servicio eclesial y de la autonomí­a de realización sociopolí­tica, del sacrificio caritativo y de la vivacidad operativa humana [>Horizontalismo/verticalismo V].

VI. Espiritualidad mundana en la secularización
En la perspectiva de la secularización, lo sagrado no se estructura como algo autónomo en sí­ mismo, que puede ponerse junto a lo profano; la actividad espiritual no debe caracterizarse como separada de la actividad operativa mundana. El sentido evangélico debe verse realizado dentro de lo profano; el compromiso religioso debe ofrecerse como constitutivo del compromiso propio del mundo. No se trata de identificar la vida espiritual religiosa con la existencia mundana; semejante identificación llevarí­a a eliminar la realidad espiritual sagrada como inútil e inexistente. Sin embargo, la existencia espiritual debe florecer y desarrollarse dentro del contexto mundano.

Una espiritualidad secularizada puede configurarse de una doble manera: reconociendo que el desarrollo de lo humano constituye el objetivo y el criterio primario de lo espiritual, o bien que la vida espiritual se reduce a ser simplemente una cualificación singular de la misma actividad profana. “Queridí­simos mí­os, no os escribo un mandamiento nuevo…; es, por otra parte, también un mandamiento nuevo el que os escribo” (1 Jn 2,7-8), ya que lleva a un compromiso por el mundo y dentro de la perspectiva mundana “según el Espí­ritu de Cristo”.

En el planteamiento de la secularización, la perspectiva espiritual cristiana ofrece la posibilidad de ver el mundo en su visión integral; sugiere la actividad ‘mundana en su realidad completa; hace captar el progreso en la virtud como inmanente a la esfera profana. Pretendeafirmar que la verdadera espiritualidad se legitima exclusivamente según perspectivas profanas y no según motivaciones religiosas abstractas; debe estar dirigida por el criterio mundano, no por el trascendente.

A la luz de la espiritualidad secularizada, el hombre mismo se siente liberado de un estado de minorí­a de edad; es consciente de ser responsable de sí­ mismo; se sabe soberano de sus actos y no está bajo la sumisión obsequiosa a una jerarquí­a sagrada; lo cual le acostumbra a vivir los acontecimientos como momentos de una historia construida por el hombre; le hace reflexionar sobre los males como situaciones de las que es responsable la comunidad; lo compromete seriamente a que se asegure un porvenir feliz; le hace considerar válida la aportación religiosa solamente si ofrece una ventaja válida concreta en el tiempo presente; le invita a basarse con preferencia en las indicaciones ofrecidas por las ciencias psicológicas. sociológicas y económicas. “Ser cristiano no significa ser un hombre religioso, sino ser hombre” (D. Bonhoeffer). La mentalidad espiritual secularizada impulsa a cada uno asmostrarse servicial con todos los demás y reduce la ascesis a la capacidad de promover a la comunidad en el plano humano: “El verdadero culto a Dios es el servicio a la humanidad”.

La mentalidad espiritual secularizada, ¿puede acreditarse como auténtica expresión evangélica? Se admite que esta mentalidad tiene una inspiración cristiana, si bien aparece mutilada y amortiguada en algunas expresiones cristianamente irrenunciables. La espiritualidad secularizada admite el impulso hacia el reino de Dios, pero lo refrena entre las exigencias mundanas presentes; tiende a acoger el don de la caridad, pero para limitarlo al amor humanista y social a los demás; siente la necesidad del don del Espí­ritu, pero para expresar la profecí­a en una promoción exclusivamente terrena; exige la participación necesaria en el misterio pascual de Cristo, pero para superar la innata tendencia egoí­sta y absorbente; propone un ideal mí­stico, pero como don de sí­ a los hermanos y contemplación de Dios en lo creado. Se presenta como una “tentación de reducir la misión (cristiana) a las dimensiones de un proyecto simplemente temporal… a unas iniciativas de orden polí­tico o social”.

Una espiritualidad secularizada, para ser auténticamente cristiana, debe vincularse siempre y en todo a Cristo, como fuente de vida total. El Señor tiene una presencia polifónica en el mundo; se presenta como animador y promotor no sólo de lo divino y de lo sagrado, sino de toda la realidad, incluso de la profana. En sentido cristiano, hay que proclamar mayor de edad al laico, porque sabe vivir por sí­ mismo en virtud de la gracia del Espí­ritu; al polí­tico, porque se dirige hacia Cristo a través de una autonomí­a responsable propia de la actividad social profana; al cientí­fico, porque sabe concentrarse en una búsqueda personal de promoción técnicocientí­fica para colaborar en la inauguración del reino, que es don de Dios en Jesucristo; al eclesiástico [>Creyente], porque es capaz de escuchar responsablemente la palabra según las indicaciones del magisterio. De este modo la laicidad polí­tica, la investigación cientí­fica y profana, la comunión eclesial son otras tantas actitudes queridas por Cristo y que han de vivirse como modos de unirse en caridad con su obra redentora.

Con esto no se niega que algunos aspectos secularizantes puedan considerarse ventajosos para la misma espiritualidad cristiana. Tomando como ejemplo situaciones espirituales concretas, hay que considerar auténticamente cristiana, en un contexto secularizado, la dirección espiritual del sacerdote [Padre espiritual], siempre que ayude al alma a discernir por sí­ misma cuáles son las orientaciones auténticas del Espí­ritu; el testimonio de la propia fe evangélica realizado a través de un compromiso humano personal en favor de los demás; la búsqueda de una emancipación económica para vivir libremente en el contexto polí­tico democrático y saber realizar una ayuda fraternal entre los hombres [Polí­tica]; la participación en asambleas litúrgicas y en formas de piedad religiosa en donde se sepa expresar un sentido comunitario atestiguado responsablemente [>Celebración litúrgica]. “Lo que sobre todo debemos transmitir unos a otros es el sentido de servicio del prójimo, como nos lo indicó nuestro Señor, traducido y realizado en las formas más amplias de solidaridad humana, sin vanagloriarnos de la inspiración profunda que nos mueve, y de modo que la elocuencia de los hechos delate la fuente de nuestro humanitarismo y de nuestra sociabilidad” (A. De Gasperi).

VII. Mundo espiritual
Los cristianos, a través de su comportamiento ascético, van creando una atmósfera espiritual, un hábito social, un ambiente religioso, un clima ascético generalizado. Este contexto, de modo consciente o inconsciente, viene a interferir y a repercutir en la personalidad espiritual que los creyentes están llamados a realizar. Los cristianos, por vivir en un determinado ambiente religioso o en una determinada época cristiana, manifiestan tendencia a sintonizar con ciertos modos espirituales; demuestran que sintonizan con intereses culturales comunes, con modos compartidos de valorar experiencias interiores, con ambiciones ascéticas muy similares y con experiencias eclesiales generalizadas. Por eso mismo los espiritualistas de una misma época saben comprenderse mejor entre sí­ que los que viven en un clima espiritual muy diverso.

Sin embargo, hay que recordar que los espiritualistas, en la medida en que tienen su propia personalidad interior y son dóciles a la dirección del Espí­ritu, suelen quizá expresarse con autonomí­a frente a la espiritualidad dominante de su tiempo. Para un espiritualista auténtico, el mundo espiritual dominante tiene sentido solamente si se interioriza conscientemente, si puede ser vivido de manera original como momento de una personalidad espiritual propia y singular, o si se califica como aspecto asumido y adaptado a la vocación interior propia.

Cuando cambia el mundo espiritual eclesial, cuando hace inadecuados los compromisos ascéticos que se inculcaban comúnmente, cuando demuestra como superadas las orientaciones religiosas que se practicaban antes comunitariamente, el individuo creyente suele inclinarse a sentirse como privado de un apoyo que le daba seguridad espiritual. Esto significa que el mundo espiritual existente ha sido parte altamente integrante de esa personalidad ascética, quizá incluso de forma excesiva. Al mismo tiempo, enseña que la misma comunidad eclesial, en los momentos de transición espiritual profunda y repentina, tiene la misión de asistir y educar a sus fieles para que se orienten hacia nuevos comportamientos ascéticos; que debe introducirlos en nuevas costumbres y opiniones éticas; que ha de formarlos pacientemente en una nueva mentalidad cristiana. El cambio del contexto espiritual comunitario no sólo lleva consigo una posible desorientación de la doctrina espiritual que se proponí­a antes en la comunidad eclesial, sino que puede destruir la seguridad interior en que se habí­an atrincherado los fieles.

Al propio tiempo, no es oportuno mantener a la comunidad cristiana dentro del contexto espiritual ya adquirido y estabilizado cuando la cultura resulta profundamente modificada. La persona que tiene conciencia de hallarse en un mundo cultural nuevo, exige poder vivir su espiritualidad en armoní­a con la nueva atmósfera socio-polí­tico-cultural existente. La espiritualidad está sometida a la exigencia fundamental de uniformarse con la perspectiva unitaria en que tiene que vivir la persona. El yo es totalmente unitario y desea poder expresarse en cada una de sus dimensiones según una visión fundamentalmente idéntica. La unidad personal requiere medirse por la identidad social de la personalidad, esto es, “por la solidaridad que el individuo advierte con los ideales y los valores del grupo” (E. H. Erikson).

No se crea que el cambio del contexto cultural espiritual legitima una subversión de los valores perennes de la >ascesis y de la >mí­stica cristiana. Se trata siempre y solamente de modalidades, de preferencias de ciertas exigencias sociales o eclesiales, de prácticas religiosas adaptadas a nuevos gustos, de maneras privilegiadas de expresarse, etc. Al mismo tiempo, ningún espiritualista puede dejarse simplemente guiar por la atmósfera cultural de su tiempo. El Espí­ritu conduce al alma por senderos propios a experimentar el misterio pascual, a veces incluso en contraste con el mundo espiritual dominante. Si en el aspecto biológico el organismo humano se va adaptando al ambiente, en el aspecto espiritual el cristiano está llamado a ser cocreador con el Espí­ritu de Cristo, es decir, a realizar un mundo espiritual cada vez más conforme con el Evangelio. El hombre tiene necesidad de manifestarse como cocreador de un mundo espiritual, a fin de sentirse plenamente realizado en su propia interioridad ascética.

Las relaciones entre el yo y el mundo espiritual se presentan demasiado laboriosas si se tiene en cuenta el devenir histórico de la espiritualidad como contexto eclesial y como experiencia singular de un alma. El asceta, frente al mundo espiritual, procede de un modo un tanto paradójico; se propone dominarlo en el mismo momento en que tiene necesidad de dejarse guiar por él; rodearlo de consideraciones mientras intenta discutirlo; protegerse de su influencia en la actitud misma con que se abandona a su protección. Se trata de dos expresiones igualmente necesarias y propias de quien espiritualmente aparece ricamente débil y débilmente rico frente al ambiente espiritual circundante. El asceta desarrolla su personalidad moral inserto en el mundo espiritual; un mundo que no agota sus aspiraciones. sino que lo estimula a trascenderlo, aunque siempre necesita sumergirse en él para alcanzar la propia vitalidad ascética. Si se dejara absorber enteramente por el ambiente espiritual, adquirirí­a una espiritualidad sociológica, mera expresión de un revestimiento exterior que excluye una auténtica vida en Cristo. En cambio, si intentase realizarse ascéticamente sin contacto con su mundo espiritual propio, seria un estilista carente de una vida espiritual armónicamente humana y establemente serena. El espiritualista tiene necesidad de sumergirse en el mundo espiritual de su tiempo, precisamente en el momento en que tiene que trascenderlo en virtud del Espí­ritu de Cristo.

VIII. Perspectivas modernas de espiritualidad mundana
En el s. xix se proyectó y experimentó la espiritualidad cristiana frente al mundo como consecratio mundi: un apostolado sumamente generoso, pero que creí­a poder recuperar la profanidad del mundo dentro de cierto proselitismo clerical. Sucesivamente se perfiló la espiritualidad del engagement: con el propósito de llegar al humanismo integral, se creí­a que el compromiso, como fuente de progreso, constituí­a en sí­ mismo una verdadera espiritualidad cristiana. Frente a estos nuevos movimientos espirituales, la teologí­a se habí­a dividido en dos corrientes; una afirmaba que existe continuidad innovadora entre el orden histórico y el reino de Dios (encarnacionista), mientras que otra subrayaba más bien la ruptura discontinua (escatologista). Prevaleció la corriente encarnacionista: la escatologí­a trascendente guarda una relación necesaria con la promoción humana en la historia salví­fica; aquélla se va realizando ya dentro de la edificación en el tiempo presente. Por eso el compromiso temporal quedó proclamado como un deber social incluso en virtud de la fe. En esta corriente no se mostró operante con suficiente claridad el sentido revolucionario caritativo pascual.

Actualmente la espiritualidad cristiana ha profundizado más en su inserción mundana. Entre los aspectos actuales propios de una espiritualidad mundana. se puede recordar el papel eclesial, considerado comúnmente como uno de los aspectos dominantes [>Iglesia II].

Es voluntad de Dios que el hombre se santifique inmerso en la realidad cotidiana terrena; no ya fuera, sino dentro de las preocupaciones seculares. Semejante tarea no se reduce al desempeño escrupuloso de los propios deberes profesionales, ni a ocupar puestos eminentes en la sociedad sociopolí­tica, ni tampoco a la práctica de una promoción puramente humana. Su principal misión consiste en hacer fermentar dentro de la realidad secular el espí­ritu sacramental eclesial. El mundo no sólo ha sido creado, sino también redimido por Cristo. El cristiano tiene que continuar en lo creado la obra tanto creadora como redentora que está sacramentalmente presente en la Iglesia (LG 48). “El Espí­ritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo” (DV 8).

La comunidad cristiana introduce el fermento pascual en el mundo de muchas maneras, que se integran entre sí­. Sólo el pueblo eclesial de Dios por entero sabe vivir en Cristo toda la riqueza de aspectos espirituales que caracteriza a la Iglesia como sacramento del Espí­ritu en relación con el mundo. Cada uno de los miembros de la Iglesia sabe interpretar y atestiguar solamente unos aspectos parciales de la vida sacramental eclesial. Si el monje nos hace recordar que lo único que interesa es ponernos a escuchar la voluntad de Dios […”Escatologí­a], el sacerdote se consagra a recordar que a Dios se llega exclusivamente a través del sacrificio del Señor y participando de su misterio pascual [Ministerio pastoral], mientras que el -laico está llamado a mostrar que el mundo entero en su misma realidad profana “gime y está en dolores de parto hasta el momento presente” (Rom 8,22) para poder expresarse como realidad del reino de Dios. Vocaciones cristianas múltiples, que deben desarrollarse simultáneamente en el mundo y sobre el mundo, integrándose entre sí­ como diversos carismas de una única Iglesia, de modo que sepan comunicar de manera más integral la salvación de Cristo al mundo.

¿Y cómo se justifica la vocación eclesial del laico en el mundo? Según los designios del Padre, el universo entero tiene que ser llevado a su perfección mediante la redención de Cristo; y la Iglesia, como pueblo de Dios, es el sacramento del Espí­ritu del Señor; toda ella en cada uno de sus miembros tiene el compromiso de recapitular todas las cosas en Cristo. Por el bautismo, el cristiano no queda separado del mundo, sino que se le coloca en él como fermento pascual para santificarlo en virtud del Espí­ritu de Cristo. El fiel no tiene ninguna necesidad de ser delegado por la jerarquí­a eclesiástica para encargarse de la santificación del mundo; es un deber que asumió al recibir el bautismo. El laico se caracteriza como miembro de la Iglesia no por estar cerrado y segregado en una espiritualidad interior propia, sino por entregarse al mundo y en el mundo. El Espí­ritu le ofrece carismas para el bien de la Iglesia; pero de una Iglesia, se entiende, que es sacramento de fe en servicio del mundo. Ser discí­pulo de Cristo en su Iglesia significa ser servidor del mundo. Y ésta es la única manera de permanecer en el seguimiento de Cristo: ser corredentores con el único Redentor.

¿La misión cristiana del laico afecta también a su deber de promoción humana del mundo? El cristiano, como tal, está llamado a vivir en el mundo la realidad dramática de la Iglesia. Y la Iglesia no se confunde con el mundo. Por eso mismo la odia el mundo (Jn 15,18s); ella, sin embargo, tiene que permanecer encarnada dentro del mundo (Jn 17,14s) para poder introducir en él el fermento del misterio pascual del Señor. De manera semejante, el cristiano, si como hombre está comprometido en la promoción humana del mundo, como bautizado está consagrado por entero a revolucionar la presente humanización según el misterio pascual del Señor. Teilhard de Chardin observaba: “La divinización de nuestro esfuerzo, por el valor de la intención que implica, infunde un alma preciosa a todas nuestras acciones; pero no confiere a su cuerpo la esperanza de una resurrección. Ahora bien, esta esperanza no es imprescindible para que sea completa nuestra alegria. El cristiano está comprometido en hacer resurgir un mundo nuevo según el Espí­ritu de Cristo.

El cristiano pertenece al mundo no tanto por la solidaridad según la carne como en virtud de la misión salví­fica propia del misterio pascual de Cristo, en el que se inicia mediante el sacramento eclesial. El cristiano, si vive realmente en el misterio pascual de Cristo, es un profeta que promueve al mundo contestando su espí­ritu mundano; debe testimoniar en él qué es lo que significa ser Iglesia en el mundo; debe mostrar que también las realidades mundanas han de orientarse hacia su forma nueva (GS 34; 42; 57; LG 31; encí­clica Mater et Magistra, 255).

IX. Conclusión
El mensaje evangélico sobre el mundo ha sido visto de diferentes maneras dentro de la experiencia de la caridad eclesial y ha florecido en modalidades espirituales y culturales diversas. Esas modalidades espirituales revelan la riqueza inagotable presente en la caridad del Espí­ritu de Cristo; sirven para comprender cómo a lo largo de la historia de la salvación el cuerpo mí­stico de Cristo se ha encaminado hacia una experiencia más próxima a la realidad del reino de Dios.

La caridad con el mundo ha significado confianza en su bondad creada; ha señalado la huida de él para poder atestiguar un auténtico mensaje evangélico caritativo; ha demostrado el empeño por encontrar a Dios dentro de las realidades mundanas a través de la purificación personal o de las estructuras sociales; ha procurado poner de relieve la autonomí­a de lo secular, válido en sí­ mismo para el reino de Dios; ha recordado que la misma vida espiritual puede reducirse y constituirse como mundo ambiental, y se ha manifestado actualmente como compromiso de los cristianos en la Iglesia para el servicio de los hombres en el mundo. Todo lo que se ha afirmado es solamente una indicación muy somera de una rica explicitación de la caridad en su desarrollo a lo largo de la historia de la salvación; es Orla caridad que sigue estando abierta a nuevas manifestaciones en el siglo presente y en el futuro.

Por debajo de esta progresiva formulación del compromiso espiritual del hombre en el mundo. asoma un anhelo que nunca se ha satisfecho por completo: el de liberar al mundo de la esclavitud del pecado, de la muerte y de la ley. La espiritualidad eclesial está dirigida toda ella al esfuerzo de liberar al mundo: una liberación que nunca se realiza de modo total. En esta tarea los cristianos tienen que demostrar que han sido ellos personalmente los primeros liberados; la libertad espiritual sólo puede comunicarla quien la posea en su propia existencia (GS 40; LG 8). “Vosotros sois la sal de la tierra…; vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13-14). El creyente actúa sobre el mundo porque, al liberarlo, facilita y al mismo tiempo atestigua su propia liberación en el Espí­ritu de Cristo.

T. Goffi
BIBL.-AA. VV., Le mépris du monde, Aubier. Paris 1965.-AA. VV., Mundo y existencia cristiana, en “Rev. de Espiritualidad”, n. 151 (1979).-AA. VV., El mundo y la Iglesia en el flaturo, Estela, Barcelona 1968.-Aguirrebaltzategi. P. Configuración eclesial de las culturas: hacia una teologí­a de la cultura en la perspectiva del Concilio Val. II. Univ. de Deuslo, Mensajero, Bilbao 1978.-Alfaro. J. Hacia una teologí­a del progreso humano, Herder. Barcelona 1969.-Boff, C, Teologí­a de lo polí­tico, Sí­gueme. Salamanca 1980.-Castañeda, R, Mundo y fe en evolución radical. Las estructuras revolucionarias del proceso de secularización eclesial, Studium, Madrid 1970.-D’Souza, J, Iglesia y civilización, Sal Terrae, Santander 1969.-González Montes. A, Razón polí­tica de la fe cristiana, Univ. Pontificia. Salamanca 1978.-Meta, J. B. Teologí­a del mundo, Sí­gueme, Salamanca 1970.-Minnerath. R, Les chrétiens et le monde, 2 vols., Gabalda, Pares 1973.-Moltmann, J, El futuro de la creación, Sí­gueme, Salamanca 1979.-Nicolás, A, Teologí­a del progreso, Sí­gueme, Salamanca 1972.-Rabut, G. A, Valor espiritual de lo profano, Estela. Barcelona 1965.-Roqueplo, Ph, Experiencia del mundo, ¿experiencia de Dios?, Sigueme, Salamanca 1969.-Spicq, C, Vida cristiana y peregrinación según el Nuevo Testamento, Ed. Católica, Madrid 1977.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

Este es el término que traduce habitualmente el sustantivo griego kó·smos en las Escrituras Griegas Cristianas, excepto en 1 Pedro 3:3, donde se traduce †œadorno†. El término †œmundo† puede referirse a: 1) el conjunto de la humanidad, con independencia de su modo de vida o condición moral; 2) las circunstancias en las que una persona nace y vive (en este sentido guarda una cierta analogí­a con la palabra griega ai·on, †œsistema de cosas†), y 3) la humanidad en conjunto, excluidos los siervos aprobados de Jehová.
En muchas versiones la palabra †œmundo† no solo traduce el vocablo kó·smos, sino en algunos casos otros tres términos griegos (gue; ai·on; oi·kou·mé·ne) y cinco vocablos hebreos (´é·rets; jé·dhel; jé·ledh; `oh·lám; te·vél). Como resultado, se ha confundido el significado de estos diferentes términos bí­blicos y oscurecido el sentido de los textos en los que aparecen. Algunas traducciones modernas han contribuido a aclarar esta confusión.
El término hebreo ´é·rets y el griego gue (del que provienen las palabras †œgeografí­a† y †œgeologí­a†) significan †œtierra† (Gé 6:4; Nú 1:1; Mt 2:6; 5:5; 10:29; 13:5), aunque en ciertos casos pueden referirse en sentido figurado a la gente de la tierra, como en el Salmo 66:4 y en Revelación 13:3. Tanto `oh·lám (heb.) como ai·on (gr.) denotan básicamente un perí­odo de tiempo de duración indefinida. (Gé 6:3; 17:13; Lu 1:70.) Ai·on también puede significar el †œsistema de cosas† que caracteriza a cierto perí­odo o época. (Gál 1:4.) El término hebreo jé·ledh tiene un significado relativamente parecido, y puede traducirse por expresiones como †œduración de vida† y †œsistema de cosas†. (Job 11:17; Sl 17:14.) Oi·kou·mé·ne (gr.) se refiere a la †œtierra habitada† (Lu 21:26), y te·vél (heb.) puede traducirse por †œtierra productiva†. (2Sa 22:16.) La palabra jé·dhel (heb.) aparece únicamente en Isaí­as 38:11, y muchas versiones españolas la traducen †œmundo† en la expresión †œhabitantes del mundo†. The Interpreter†™s Dictionary of the Bible (edición de G. A. Buttrick, 1962, vol. 4, pág. 874) propone la traducción †œhabitantes [del mundo de] cesación†, si bien advierte que la mayorí­a de los eruditos prefieren la lectura que ofrecen algunos manuscritos hebreos, que dicen jé·ledh en lugar de jé·dhel. La Traducción del Nuevo Mundo presenta la lectura †œhabitantes de la tierra de cesación†. (Véanse EDAD; SISTEMAS DE COSAS; TIERRA.)

Diversos sentidos de †œkosmos†. El significado primario de la palabra griega kó·smos es †œorden† u †œorganización†. Y como el concepto de belleza está vinculado estrechamente al orden y la simetrí­a, kó·smos también transmite esa idea, por lo que los griegos utilizaron a menudo ese término para referirse a †œadorno†, en especial con respecto a las mujeres, y así­ es como se utiliza en 1 Pedro 3:3. De ahí­ también nuestra palabra española †œcosmético†. El verbo ko·smé·o tiene el sentido de †˜poner en orden†™ en Mateo 25:7, y en otros textos, †˜adornar†™. (Mt 12:44; 23:29; Lu 11:25; 21:5; 1Ti 2:9; Tit 2:10; 1Pe 3:5; Rev 21:2, 19.) En 1 Timoteo 2:9 y 3:2 el adjetivo kó·smi·os designa lo que está †œbien arreglado† u †œordenado†.
Los filósofos griegos a veces aplicaban kó·smos a toda la creación visible debido al orden que manifiesta el universo. Sin embargo, no habí­a unanimidad entre ellos, ya que algunos restringí­an la palabra a los cuerpos celestes, mientras que para otros designaba todo el universo. En algunos registros apócrifos se utiliza el término kó·smos para referirse a la creación material en conjunto (compárese con Sabidurí­a 9:9; 11:17), debido a que se escribieron durante el perí­odo en que la filosofí­a griega empezaba a ejercer su influencia en los judí­os. Pero en los escritos inspirados de las Escrituras Griegas Cristianas no tiene esa connotación en prácticamente ninguna ocasión. Es posible que en algunos textos parezca que se usa en ese sentido, como en el relato en que el apóstol se dirigió a los atenienses en el Areópago. Pablo dijo: †œEl Dios que hizo el mundo [una forma de kó·smos] y todas las cosas que hay en él, siendo, como es Este, Señor del cielo y de la tierra, no mora en templos hechos de manos†. (Hch 17:22-24.) Como entre los griegos era corriente utilizar kó·smos para referirse al universo, pudiera ser que Pablo lo emplease en ese sentido. Sin embargo, aun en este caso es muy posible que lo usase en una de las acepciones que se examinan en el resto de este artí­culo.

Vinculado con la humanidad. Tras comentar sobre el empleo filosófico de kó·smos para referirse al universo, Richard C. Trench dice en su obra Synonyms of the New Testament (Londres, 1961, págs. 201, 202): †œDe este significado de κόσµος [kó·smos] como universo material, […] derivó el de κόσµος como conjunto externo de circunstancias en las que el hombre vive y se mueve, que existen para él y de las que constituye el centro moral (Juan XVI. 21; I Cor. XIV. 10; I Juan III. 17); […] y después, la propia humanidad, la totalidad de habitantes del mundo (Juan I. 29; IV. 42; II Cor. V. 19); y sobre esta base, en un sentido ético, todos los que no pertenecen a la εκκλησία [ek·kle·sí­Â·a; la iglesia o congregación], apartados de la vida de Dios y enemigos de El por causa de sus obras inicuas (I Cor. I. 20, 21; II Cor. VII. 10; Snt. IV. 4)†.
De igual manera, el libro Studies in the Vocabulary of the Greek New Testament (de K. S. Wuest, 1946, pág. 57) cita las siguientes palabras del helenista Cremer: †œEn vista de que kósmos se entendí­a como el orden de cosas que tení­a por centro al hombre, la atención se dirige primordialmente a este; kósmos se refiere a la humanidad dentro de ese orden de cosas, la humanidad según se manifiesta en y mediante tal orden (Mt 18:7)†.

Toda la humanidad. El vocablo kó·smos o †œmundo† está estrechamente vinculado a la humanidad en la literatura griega y en particular en la Biblia. Cuando Jesús dijo que el hombre que andaba en la luz del dí­a †œve la luz de este mundo [una forma de kó·smos]† (Jn 11:9), pudiera parecer que el †œmundo† es el planeta Tierra, que tiene al Sol como fuente de luz durante el dí­a; sin embargo, las palabras que vienen a continuación hablan del hombre que anda de noche y que choca contra algo †œporque la luz no está en él†. (Jn 11:10.) Además, Dios proveyó el Sol y otros cuerpos celestes principalmente para la humanidad. (Compárese con Gé 1:14; Sl 8:3-8; Mt 5:45.) De manera similar, refiriéndose a la luz en un sentido espiritual, Jesús dijo a sus seguidores que serí­an †œla luz del mundo†. (Mt 5:14.) Naturalmente, con eso no querí­a decir que iluminarí­an el planeta, pues sigue diciendo que su iluminación afectarí­a a la humanidad, se producirí­a †œdelante de los hombres†. (Mt 5:16; compárese con Jn 3:19; 8:12; 9:5; 12:46; Flp 2:15.) La predicación de las buenas nuevas †œen todo el mundo† (Mt 26:13) también significa predicar a toda la humanidad como cuando en español, y en otros idiomas, se dice †œtodo el mundo† para referirse a †œtodos†. (Compárese con Jn 8:26; 18:20; Ro 1:8; Col 1:5, 6.)
De modo que uno de los significados básicos de kó·smos es: toda la humanidad. Por ello las Escrituras dicen que el kó·smos, o mundo, es culpable de pecado (Jn 1:29; Ro 3:19; 5:12, 13) y necesita un salvador que le dé vida (Jn 4:42; 6:33, 51; 12:47; 1Jn 4:14), lo que no puede aplicar a la creación inanimada ni a los animales, sino solo a la humanidad. Este es el mundo al que Dios amó tanto que †œdio a su Hijo unigénito, para que todo el que ejerce fe en él no sea destruido sino que tenga vida eterna†. (Jn 3:16, 17; compárese con 2Co 5:19; 1Ti 1:15; 1Jn 2:2.) Ese mundo de la humanidad constituye el campo en el que Jesucristo sembró la semilla excelente, los †œhijos del reino†. (Mt 13:24, 37, 38.)
Cuando Pablo escribió que las †œcualidades invisibles de [Dios] se ven claramente desde la creación del mundo en adelante, porque se perciben por las cosas hechas†, debió querer decir desde la creación de la humanidad en adelante, pues solo desde que empezó a existir la humanidad hubo alguien en la Tierra capaz de †˜percibir†™ con su mente tales cualidades invisibles observando la creación visible. (Ro 1:20.)
De manera similar, Juan 1:10 dice que †œel mundo [kó·smos] vino a existir por medio de él [Jesús]†. Aunque es verdad que Jesús participó en la creación de todas las cosas, lo que abarca los cielos, la Tierra y todo lo que hay en ella, en esta oración la palabra kó·smos aplica principalmente a la humanidad, en cuya creación también participó. (Compárese con Jn 1:3; Col 1:15-17; Gé 1:26.) De ahí­ que el resto del versí­culo diga: †œPero el mundo [es decir, el mundo de la humanidad] no lo conoció†.

†œLa fundación del mundo.† Esta clara conexión de kó·smos con el mundo de la humanidad también ayuda a entender el significado de la expresión †œfundación del mundo†, que aparece en varios textos. Estos hablan de ciertas cosas que han ocurrido †œdesde la fundación del mundo†. Entre ellas, el que se †˜vierta la sangre de los profetas†™ desde el tiempo de Abel, la †˜preparación de un reino†™ y el que se escriban algunos nombres en el †˜rollo de la vida†™. (Lu 11:50, 51; Mt 25:34; Rev 13:8; 17:8; compárese con Mt 13:35; Heb 9:26.) Estas cosas tienen que ver con la vida y actividades humanas, de modo que la expresión †œfundación del mundo† debe referirse al principio de la humanidad, no de la creación inanimada o la animal. Hebreos 4:3 muestra que las obras creativas de Dios no fueron comenzadas, sino †œterminadas desde la fundación del mundo†. Como Eva debió ser la última de las obras creativas terrestres de Jehová, la fundación del mundo no podrí­a haber ocurrido antes de su creación.
Según se muestra en los artí­culos ABEL (núm. 1) y PRESCIENCIA, PREDETERMINACIí“N (La predeterminación del Mesí­as), el término griego (ka·ta·bo·le) del que se traduce †œfundación† puede referirse a la concepción de prole humana. Ka·ta·bo·le significa literalmente †œlanzamiento hacia abajo [de simiente]†, y en Hebreos 11:11 puede traducirse †œconcebir† (BAS, NM, SA, Val). Su uso en este pasaje hace referencia al hecho de que Abrahán †˜lanzase hacia abajo†™ simiente de hombre a fin de engendrar un hijo y a que Sara la recibiese para quedar encinta.
Por lo tanto, la †œfundación del mundo† no significa necesariamente el principio de la creación del universo material, del mismo modo que la expresión †œantes de la fundación del mundo† (Jn 17:5, 24; Ef 1:4; 1Pe 1:20) no se refiere a algún tiempo antes de que se crease dicho universo. Más bien, estas expresiones deben hacer referencia al tiempo en que la raza humana se †˜fundó†™ a través de la primera pareja humana, Adán y Eva, quienes fuera del Edén empezaron a concebir descendientes que podrí­an beneficiarse de las provisiones de Dios para librarlos del pecado heredado. (Gé 3:20-24; 4:1, 2.)

†œEspectáculo teatral al mundo, tanto a ángeles como a hombres.† Hay quien ha entendido que el uso de la palabra kó·smos en 1 Corintios 4:9 engloba tanto a las criaturas celestiales invisibles como a las criaturas humanas visibles, debido a que algunas traducciones leen más o menos como sigue: †œHemos llegado a ser espectáculo para el mundo entero, tanto para los ángeles como para los hombres† (RH). Otras versiones traducen el texto así­: †œAl mundo, y a los ángeles, y a los hombres† (Scí­o; Val, 1909; véanse también Besson; NTI; SA); †œpara el mundo, para los ángeles y para los hombres† (BR, NC, CI, Str, UN); †œal mundo, a los ángeles y a los hombres† (CB, TA, Val); †œdel mundo, de los ángeles y de los hombres† (EMN, FF). En el mismo contexto —1 Corintios 1:20, 21, 27, 28; 2:12; 3:19, 22—, el escritor utiliza la palabra kó·smos para referirse al mundo de la humanidad, de manera que es obvio que no le darí­a otro sentido poco después, en 1 Corintios 4:9, 13. Por consiguiente, la traducción †œtanto a ángeles como a hombres†, debe entenderse que no amplí­a el significado de la palabra kó·smos, sino simplemente resalta el hecho de que entre los espectadores no solo está el mundo de la humanidad, es decir, los †œhombres†, sino también los †œángeles†.

La sociedad humana y su estructura. Esto no significa que kó·smos pierde su sentido original de †œorden† u †œorganización† y se convierte simplemente en un sinónimo de humanidad. El hecho de que la humanidad esté compuesta de familias y tribus y se haya distribuido en naciones y grupos lingüí­sticos (1Co 14:10; Rev 7:9; 14:6), con sus clases ricas y pobres y otras agrupaciones, refleja que en ella hay cierto orden. (Snt 2:5, 6.) Según han pasado los años y la humanidad ha ido aumentando en número, se ha creado en la Tierra una estructura o sistema de cosas que rodea y afecta a la humanidad. Cuando Jesús habló de que un hombre †˜ganaba todo el mundo pero perdí­a su alma al hacerlo†™, es evidente que se referí­a a ganar todo lo que la sociedad humana en conjunto le puede ofrecer. (Mt 16:26; compárese con 6:25-32.) Un significado similar tienen las palabras de Pablo sobre los que †œhacen uso del mundo† y la †˜inquietud por las cosas del mundo†™ que sienten las personas casadas (1Co 7:31-34), y la referencia de Juan a †œlos medios de este mundo para el sostén de la vida†. (1Jn 3:17; compárese con 1Co 3:22.)
Cuando kó·smos tiene el sentido de la estructura, orden o ámbito de la vida humana, su significado es parecido al de la palabra griega ai·on. En algunos casos ambos términos son prácticamente intercambiables. Por ejemplo, se informa que Demas abandonó al apóstol Pablo porque amó †œel presente sistema de cosas [ai·o·na]†; y el apóstol Juan previene contra †˜amar el mundo [kó·smon]†™, con su estilo de vida tan atrayente para la carne imperfecta. (2Ti 4:10; 1Jn 2:15-17.) Y al mismo al que en Juan 12:31 se llama †œel gobernante de este mundo [kó·smou]† se identifica en 2 Corintios 4:4 como †œel dios de este sistema de cosas [ai·o·nos]†.
En la conclusión de su evangelio, el apóstol Juan dijo que si todas las cosas que hizo Jesús se escribiesen con todo detalle, suponí­a †œque el mundo [una forma de kó·smos] mismo no podrí­a contener los rollos que se escribieran†. (Jn 21:25.) Juan no utilizó los términos gue (la tierra) ni oi·kou·mé·ne (la tierra habitada) para indicar que el planeta no podrí­a contener los rollos, sino que usó kó·smos, con lo que debí­a querer dar a entender que la sociedad humana, con las bibliotecas existentes en aquel entonces, no podrí­a acoger los voluminosos registros al uso de la época que se hubiesen requerido. Compárese con el uso similar de kó·smos en textos como Juan 7:4 y 12:19.

Venir †˜al mundo†™. Cuando alguien †˜nace en este mundo†™, no nace simplemente como parte de la humanidad, sino que también entra en la estructura de las circunstancias humanas en las que viven los hombres. (Jn 16:21; 1Ti 6:7.) Sin embargo, aunque las expresiones †œsalir al mundo† o †œentrar en el mundo† pueden referirse al nacimiento de una persona en el ámbito de la vida humana, este no es siempre el caso. Por ejemplo, Jesús dijo a Dios en oración: †œAsí­ como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado [a sus discí­pulos] al mundo†. (Jn 17:18.) El los envió al mundo como hombres adultos, no como recién nacidos. Juan dice que los falsos profetas y los engañadores han †œsalido al mundo†. (1Jn 4:1; 2Jn 7.)
Es razonable que las muchas referencias que dicen que Jesús †˜vino o fue enviado al mundo†™ apliquen principalmente, no a su nacimiento como humano, sino al hecho de salir a la humanidad y desempeñar públicamente su ministerio asignado desde su bautismo y ungimiento en adelante, como portador de luz para el mundo de la humanidad. (Compárese con Jn 1:9; 3:17, 19; 6:14; 9:39; 10:36; 11:27; 12:46; 1Jn 4:9.) Su nacimiento humano solo fue un medio necesario para conseguir ese fin. (Jn 18:37.) Como prueba, el escritor de Hebreos pone en boca de Jesús las palabras del Salmo 40:6-8, †œcuando entra en el mundo†, y, como es lógico, Jesús no pronunció aquellas palabras cuando era un recién nacido. (Heb 10:5-10.)
Cuando su ministerio público entre la humanidad llegó a su fin, Jesús sabí­a †œque habí­a llegado su hora para irse de este mundo al Padre†. Tendrí­a que morir como hombre y ser resucitado a la vida en la región de los espí­ritus, de la que habí­a venido. (Jn 13:1; 16:28; 17:11; compárese con Jn 8:23.)

†œLas cosas elementales del mundo.† En Gálatas 4:1-3, Pablo muestra que un hijo es como un esclavo en el sentido de que está bajo mayordomos hasta llegar a cierta edad, y después dice: †œIgualmente nosotros también, cuando éramos pequeñuelos, continuábamos esclavizados por las cosas elementales [stoi·kjéi·a] que pertenecen al mundo†. Luego pasa a mostrar que el Hijo de Dios vino al †œlí­mite cabal del tiempo† y liberó de estar bajo la Ley a los que se hicieron sus discí­pulos, para que pudieran recibir la adopción de hijos. (Gál 4:4-7.) De manera similar, en Colosenses 2:8, 9, 20, advierte a los cristianos de Colosas que no se les llevara †œmediante la filosofí­a y el vano engaño según la tradición de los hombres, según las cosas elementales [stoi·kjéi·a] del mundo y no según Cristo; porque en él mora corporalmente toda la plenitud de la cualidad divina†, y subraya que ellos †œmurieron junto con Cristo para con las cosas elementales del mundo†.
La obra The Pulpit Commentary dice sobre la palabra griega stoi·kjéi·a (plural de stoi·kjéi·on), utilizada por Pablo: †œDe su sentido primario, †˜estacas colocadas en lí­nea†™, […] se pasó a aplicar el término [stoi·kjéi·a] a las letras del alfabeto por estar dispuestas en hileras, y de este sentido pasó a significar los componentes básicos del habla y, posteriormente, los componentes fundamentales de todos los objetos de la naturaleza, como, por ejemplo, los cuatro †˜elementos†™ (véase 2 Ped. III. 10, 12); y a los †˜rudimentos†™ o primeros †˜elementos†™ de una rama del conocimiento. En este último sentido aparece en Heb. V. 12† (edición de C. Spence, Londres, 1885, †œGalatians†, pág. 181). El verbo relacionado stoi·kjé·o significa †œandar ordenadamente†. (Gál 6:16.)
Cuando Pablo escribió sus cartas a los gálatas y colosenses, no se refirió a los principios constitutivos o componentes principales de la creación material, sino, como explica el erudito alemán Heinrich A. W. Meyer en su obra Critical and Exegetical Hand-Book (1884, †œGalatians†, pág. 168), a †œlos elementos de la humanidad no cristiana†, es decir, a sus principios fundamentales o primarios. Los escritos de Pablo muestran que tales †œcosas elementales del mundo† engloban las filosofí­as y las enseñanzas engañosas que se basan únicamente en normas, conceptos, mitologí­as y razonamientos humanos, y que tanto gustaban a los griegos y a otros pueblos paganos. (Col 2:8.) Sin embargo, es patente que también empleó el término para referirse a conceptos judí­os, como algunas enseñanzas que no eran de origen bí­blico (el ascetismo, la †œadoración de los ángeles†) y la idea de que los cristianos tení­an que guardar la ley mosaica. (Col 2:16-18; Gál 4:4, 5, 21.)
Es cierto que la ley mosaica era de origen divino. Sin embargo, se habí­a cumplido en Cristo Jesús, †œla realidad† a la que apuntaban sus sombras, así­ que habí­a quedado obsoleta. (Col 2:13-17.) Además, el tabernáculo (y después el templo) era una construcción humana, y por lo tanto, †œmundanal† o †˜mundana†™ (gr. ko·smi·kón; Heb 9:1, Besson; Scí­o, nota; Val, 1909), es decir, relativa al ámbito humano, no al celestial o espiritual, y los requisitos relacionados con él eran †œrequisitos legales que tení­an que ver con la carne y que fueron impuestos hasta el tiempo señalado para rectificar las cosas†. Entonces Cristo Jesús habí­a entrado en †œla tienda más grande y más perfecta no hecha de manos, es decir, no de esta creación†, el cielo mismo. (Heb 9:8-14, 23, 24.) El mismo habí­a dicho a la mujer samaritana que se acercaba el momento en que el templo de Jerusalén dejarí­a de ser parte esencial de la adoración verdadera y †˜los verdaderos adoradores adorarí­an al Padre con espí­ritu y con verdad†™. (Jn 4:21-24.) De modo que la muerte de Cristo, su resurrección y su ascensión al cielo habí­an puesto fin a la necesidad de valerse de meras †œrepresentaciones tí­picas† (Heb 9:23) de cosas mucho mayores de naturaleza celestial.
De ahí­ que entonces los cristianos de Galacia y Colosas pudiesen adorar de una manera superior basada en Cristo Jesús. Lo que se tení­a que reconocer como el medio dispuesto por Dios para percibir la verdad de cualquier enseñanza o modo de vida era Jesús, no los principios y enseñanzas humanos, ni siquiera los †œrequisitos legales que tení­an que ver con la carne† que se hallaban en el pacto de la Ley. (Col 2:9.) Los cristianos debí­an evitar ser como niños y sujetarse voluntariamente a lo que se comparó con un pedagogo o tutor, es decir, la ley mosaica (Gál 3:23-26); su relación con Dios debí­a ser semejante a la que tiene un hijo ya adulto con su padre. Comparada con la doctrina cristiana, la Ley era lo elemental, †œel abecé de la religión†. (Critical and Exegetical Hand-Book, de H. Meyer, 1885, †œColossians†, pág. 292.) Al haber sido engendrados a vida espiritual, es como si los cristianos hubiesen muerto y se les hubiese fijado al kó·smos del ámbito de la vida humana, en la que habí­an estado vigentes regulaciones como la circuncisión carnal; se habí­an convertido en †œuna nueva creación†. (2Co 5:17; Col 2:11, 12, 20-23; compárese con Gál 6:12-15; Jn 8:23.) Estaban al tanto de que el Reino de Jesús no procedí­a de ninguna fuente humana. (Jn 18:36.) Ciertamente, no debí­an volverse a †œlas débiles y miserables cosas elementales† del ámbito humano (Gál 4:9), y de este modo ser engañados a dejar †œlas riquezas de la plena seguridad de su entendimiento† y el †œconocimiento exacto del secreto sagrado de Dios, a saber, Cristo†, en quien se hallan ocultos †œtodos los tesoros de la sabidurí­a y del conocimiento†. (Col 2:1-4.)

El mundo alejado de Dios. Un sentido de kó·smos exclusivo de las Escrituras es: el mundo de la humanidad formado por aquellos que no son siervos de Dios. Pedro escribe que Dios trajo el Diluvio †œsobre un mundo de gente impí­a†, mientras que conservó a Noé y su familia; de esta manera †œel mundo de aquel tiempo sufrió destrucción cuando fue anegado en agua†. (2Pe 2:5; 3:6.) Puede notarse de nuevo que aquí­ no se hace referencia a la destrucción del planeta ni de los cuerpos celestes del universo, sino que es una destrucción limitada a la sociedad humana, y en este caso, a la sociedad humana injusta. Fue a ese †œmundo† al que Noé condenó mediante su proceder fiel. (Heb 11:7.)
El mundo injusto, o sociedad humana, antediluviano terminó, pero la humanidad misma no llegó a su fin, pues se conservó mediante Noé y su familia. La mayor parte de la humanidad volvió a desviarse de la justicia después del Diluvio, y produjo otra sociedad humana inicua; no obstante, algunos emprendieron un proceder diferente y se adhirieron a la justicia. Con el transcurso del tiempo, Dios designó a Israel como su pueblo escogido y lo introdujo en una relación de pacto con El. Debido a que este hecho distinguió a los israelitas del mundo en general, en Romanos 11:12-15 Pablo pudo usar kó·smos, †œmundo†, como equivalente de †œgente de las naciones† (NM) o †œgentiles† (BJ), es decir, los que no eran israelitas. En este pasaje muestra que la apostasí­a de Israel hizo que Dios aboliera su relación de pacto con ellos y abrió el camino para que los gentiles entrasen en tal relación y participasen de sus riquezas al ser reconciliados con Dios. (Compárese con Ef 2:11-13.) Por lo tanto, durante este perí­odo postdiluviano y precristiano, el †œmundo†, o kó·smos, volvió a referirse a toda la humanidad aparte de los siervos aprobados de Dios, y especí­ficamente a los que no pertenecí­an a Israel durante el tiempo en que este pueblo estuvo en una relación de pacto con Jehová. (Compárese con Heb 11:38.)
De manera similar se utiliza con mucha frecuencia kó·smos para referirse a toda la sociedad humana no cristiana, sin importar su raza. Este es el mundo que odió a Jesús y a sus seguidores debido a que dieron testimonio de su injusticia y se mantuvieron separados de él; por ello ese mundo mostró que odiaba al propio Jehová Dios y no llegó a conocerle. (Jn 7:7; 15:17-25; 16:19, 20; 17:14, 25; 1Jn 3:1, 13.) Satanás el Diablo, el adversario de Dios, rige sobre dicho mundo formado por la sociedad humana injusta y sus reinos, y se ha convertido de hecho en el †œdios† de ese mundo. (Mt 4:8, 9; Jn 12:31; 14:30; 16:11; compárese con 2Co 4:4.) No fue Dios quien produjo ese mundo injusto; el que lo ha formado es el principal opositor de Dios, en cuyo poder †œel mundo entero yace†. (1Jn 4:4, 5; 5:18, 19.) Satanás y sus †œfuerzas espirituales inicuas en los lugares celestiales† actúan como los †œgobernantes mundiales [o †œcosmócratas†; gr. ko·smo·krá·to·ras]† invisibles sobre el mundo alejado de Dios. (Ef 6:11, 12.)
En esos textos no se alude simplemente a la humanidad, de la que los discí­pulos de Jesús eran parte, sino a toda la sociedad humana organizada que existe fuera de la congregación cristiana verdadera. Por otra parte, los cristianos no podrí­an dejar de ser †œparte del mundo† sin morir y dejar de vivir en la carne. (Jn 17:6; 15:19.) Aunque inevitablemente viven dentro de esa sociedad de personas mundanas, entre quienes están los que practican fornicación, idolatrí­a, extorsión y prácticas similares (1Co 5:9-13), los cristianos han de mantenerse limpios y sin mancha de la corrupción y contaminación de ese mundo, y no deben tener relaciones amistosas con él para que no se les condene con él. (1Co 11:32; Snt 1:27; 4:4; 2Pe 1:4; 2:20; compárese con 1Pe 4:3-6.) No pueden ser dirigidos por la sabidurí­a mundana, que es necedad a la vista de Dios, ni †˜inhalar†™ el †œespí­ritu del mundo†, es decir, su fuerza motivadora, que es egoí­sta y pecaminosa. (1Co 1:21; 2:12; 3:19; 2Co 1:12; Tit 2:12; compárese con Jn 14:16, 17; Ef 2:1, 2; 1Jn 2:15-17; véase ESPíRITU [Inclinación mental dominante].) Por consiguiente, gracias a su fe †˜vencen al mundo†™ de la sociedad humana injusta, como lo hizo el Hijo de Dios. (Jn 16:33; 1Jn 4:4; 5:4, 5.) Esa sociedad humana injusta está condenada a dejar de existir mediante la destrucción divina (1Jn 2:17), así­ como también pereció el mundo impí­o anterior al Diluvio. (2Pe 3:6.)

Fin del mundo impí­o; el mundo de la humanidad es conservado. Por lo tanto, el kó·smos por el que Jesús murió tiene que ser el mundo de la humanidad en tanto familia humana, toda carne humana. (Jn 3:16, 17.) Jesús no oró a favor del mundo como sociedad humana alejada de Dios y, en realidad, en enemistad con Dios, sino solo por aquellos que salieron de ese mundo y pusieron fe en él. (Jn 17:8, 9.) Tal como alguna carne humana sobrevivió a la destrucción de la sociedad humana o mundo impí­o en el Diluvio, Jesús mostró que también sobrevivirí­a alguna carne humana a la gran tribulación, una tribulación que asemejó al Diluvio. (Mt 24:21, 22, 36-39; compárese con Rev 7:9-17.) La Biblia dice que el †œreino del mundo† (es decir, de la humanidad) llegará a ser †œel reino de nuestro Señor y de su Cristo†, y aquellos que reinen con Cristo en su reino celestial están designados para †œreinar sobre la tierra†, es decir, sobre la humanidad, a excepción de la sociedad humana impí­a —dominada por Satanás—, que ya habrá dejado de existir. (Rev 11:15; 5:9, 10.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

El concepto de m. es central en filosofí­a y en teologí­a: ambas hablan “sobre Dios y el mundo”. Aquí­ no vamos a entrar en el tema de los artí­culos “imagen del -> mundo”, “relación entre -> Dios y el m.”, “-;†¢ Iglesia y m.”, sino que estudiaremos lingüí­stica, histórica y objetivamente la multiplicidad de significaciones del concepto formal de m. o de posibilidades en la concepción del mundo.

1. Sentido del término
Desde muy antiguo m. significa la comunidad de vida de los hombres, así­ en las expresiones “lejos de todo el m.” o “ingratitud del m.”. En un sentido muy semejante significa el ámbito de la vida humana, p. ej., en las expresiones: “m. burgués”, “m. nuevo”, “hombre de mundo”. Pero el ámbito de la vida humana no sólo es el m. social, sino, anteriormente a él, el globo terráqueo como morada de los hombres: así­ se habla de los reinos del m., de las lenguas del m., de ir al fin del m. y de que alguien ha venido al m. En cuanto la tierra está incluida en un orden conjunto de cuerpos celestes, la totalidad de este conjunto – considerada a veces como creación de Dios – se llama m. El término m. es usado con cierta vaguedad cuando se refiere de manera general a una unidad cerrada en sí­, p. ej.: “m. animal”, “m. de las ideas”. Con mucha frecuencia se compenetran las significaciones de la palabra m., de modo que apenas es posible una separación de las mismas.

El significado fundamental de m. en el lenguaje teológico y en el filosófico es aproximadamente: la -+ realidad que nos rodea en su totalidad. Este sentido fundamental varí­a según el contexto y, sobre todo, según la idea pareja con la que la palabra m. está en correlación o en oposición, p. ej., en las fórmulas “Dios y mundo”, “conciencia y mundo externo”, “espiritual y mundano”, etc.

II. Cambios en la concepción del mundo
La manera como el hombre expresa el conjunto de la realidad que le rodea, o sea, el m., depende profundamente del momento histórico. Y esto puede decirse no sólo con relación a las diversas caracterizaciones objetivas o valoraciones del m., sino también en lo referente a la manera formal de considerar ese todo. Esto puede hacerse a base de relatos mí­ticos o de esbozos filosóficos, o bien bajo la forma (aparente) de una imagen cientí­fica del m. Puesto que las formas fundamentales históricas de entender el m. son de algún modo posibilidades permanentes para nosotros, y puesto que una peculiar concepción del m. sólo puede elaborarse con cierta explicitud cuando las posibilidades que se ofrecen quedan comprendidas en su facticidad histórica, es necesaria una exposición de los cambios en la concepción del mundo.

1. Pensamiento griego
La palabra griega para designar el m. es kósmos. Kósmos significa originariamente el -> orden, tanto en sentido de la caracterí­stica formal como en el sentido de lo realmente ordenado, de lo configurado con arte a base de partes. Esa acepción incluye especialmente la ordenación jurí­dica de los hombres, y luego también el ornato de las mujeres. Por tanto, la aplicación de la palabra kósmos al mundo (que al principio hicieron sólo los filósofos y desde el estoicismo se extendió al lenguaje general) no es una designación indiferente, sino que implica una valoración cualitativa del mismo. En efecto, los griegos entendieron el m. como un todo fundamentado internamente, como un orden hermoso. La degradación total de kósmos a una dimensión neutra, despojada de toda valoración, fue impedida por el hecho mismo de que se conservó la significación originaria junto a la de m. hasta el tiempo tardí­o de la época clásica. Llama la atención que el m. fuera caracterizado con un concepto tomado de la esfera humana; y, a la inversa, el orden de la vida humana (de la individual y la social) se entendí­a a gusto según el modelo del orden del m. Así­ la especulación macrocosmos-microcosmos (ya en Anaximandro fragm. 2) tiene su raí­z en el nacimiento mismo del concepto griego de mundo.

Si ya Anaximandro (fragm. 1) habí­a comparado la ley, según la cual las cosas aparecen y desaparecen, a un orden jurí­dico, Platón designa el universo como un cosmos, por cuanto en él “cielo y tierra, dioses y hombres” se mantienen en unidad por la amistad (Gorgias 507e – 508a). Sin duda en la alabanza de la bella estructura del m. se mezcla en Platón la concepción de que este m. sensible es sólo la imitación de un m. más auténtico, aprehensible espiritualmente (cf. la coordinación de ambos motivos, en Timeo 92c).

También Aristóteles concibe el mundo como cosmos. El principio de todas las cosas, la naturaleza (fysis), es para 61 una habilidad (entelejeia) que obra inconscientemente. Garantí­a y prototipo del orden celeste que reina en todas partes es el Dios que está en sí­ mismo por su conocimiento beatificante. Todo lo sensible imita la constancia perfecta de este Dios y su identidad de esencia: sobre todo las estrellas que giran eternamente, pero también el hombre (Fí­sica viii). Con ello la ciencia más importante y fundamental no es, en modo alguno, la antropologí­a, sino la cosmologí­a (cf. Et. Nic. vi 7).

La idea griega de la divinidad del m. alcanza una última cima en el estoicismo: Dios es aquí­ la razón (alma) del m., la cual lo penetra todo; su providencia es la ley del m. Sin embargo, junto a la forma más extrema de devoción al m., surge una forma de espí­ritu que desvirtúa el cosmos en favor de otro m. totalmente distinto, radicalmente transcendente: la -> gnosis. Aquí­ (y en todos los maniqueí­smos posteriores) se expresan las experiencias de la impotencia del espí­ritu frente a las leyes de la naturaleza, frente al curso injusto de la historia del m. y frente al cuerpo en sus poderosas tendencias y su exposición a la enfermedad y la muerte. La salvación ya no se busca en la adaptación corporal a la acogedora unidad del cosmos y en la contemplación feliz de su belleza, sino en la huida del cuerpo y del m. sensible hacia aquel otro m. cuya correspondencia “intramundana” se da en la vivencia de la cúspide suprema del alma, la cual es superior al m. Mediante la introspección se abren nuevos espacios de vivencia, mientras que se pierde casi el encanto por investigar la realidad objetiva y sensible.

2. Revelación judeo-cristiana
En Israel el m. presenta una significación esencialmente distinta de la que tiene entre los griegos. El m. no es el espacio supremo y divino, el cual, descansando eternamente en sí­ mismo y estando, sin embargo, amenazado por la materia caótica, abarca a dioses y hombres, sino que es lo no divino y, con todo, la obra buena (Gén 1, 31) del Dios supramundano; la fidelidad de Dios garantiza la perpetuidad del curso del mundo (Gén 8, 22). Su creación es la primera de las acciones salví­ficas del Dios de la alianza en favor de Israel, las cuales se continúan por la elección de Noé y de Abraham hasta el pacto de la alianza en el Sinai y la conquista de Canaán (asf la concepción del escrito sacerdotal en Gén 1).

La fe en la ->, creación no sólo surge en Israel más tarde que la fe en Yahveh como auxiliador (a pesar de algunos testimonios antiguos, p. ej., Gén 14, 19), sino que, además, cuando aparece está al servicio de la alabanza de Yahveh por una acción salví­fica, o bien al servicio de la fe en su poder salví­fico en una situación determinada (cf. Deutero-Isaí­as 42, 5s; 43, 1; 44, 24-28; 54, 5; Sal 74; 89, 10ss).

A esta originaria inteligencia histórico-salví­fica de la obra de la creación se añade posteriormente, sin duda bajo influjo cananeo (p. ej., Sal 8; 19, 1-7; 104) y egipcio (literatura sapiencial), otra perspectiva en la que el m. es objeto inmediato de alabanza del poder creador de Yahveh y de admiración por su sabio gobierno y orden del m. Las concepciones estrictamente cosmológicas del AT (y del NT) se mantienen en el marco de las difundidas en el Próximo Oriente. Pero ni Israel vivió de ellas, ni Jesús las convirtió en contenido de su mensaje sobre la presencia de Dios en él.

La concepción del m. en el NT parte de Jesús como el Cristo: el m. (primariamente el m. de los hombres, cuyas raí­ces, sin embargo, penetran profundamente en lo “cósmico”) es sobre todo la creación, buena en sí­, pero caí­da; es el ámbito de dominio del mal, aunque en principio ya está redimido y destinado a la salvación definitiva. La pluralidad de sentidos del concepto neotestamentario de m., el cual tiene un gran papel especialmente en Pablo y en Juan, no es, pues, casual, sino que brota de un contexto interno, fundamentado en la teologí­a de la salvación.

El m. ha sido creado en Cristo (Jn 1, 10) y así­ es bueno. Pero por el pecado, “desde Adán”, se ha alejado más y más de Dios, de manera que el m. con razón se hace sinónimo de “hostilidad a Dios” y de “estar condenado a la perdición”. El punto culminante, el desenmascaramiento y la superación de su maldad es la crucifixión de Nuestro Señor. Cristo vino desde otro ámbito (Jn 17, 14; 18, 36) a este m. como luz suya (Jn 1, 9; 12, 46) para salvarlo (Jn 3, 17; 6, 51). Pero como eso debí­a incluir necesariamente que se mostrara al m. su verdadera faz, que es faz de tinieblas, y el m. no podí­a soportar su propio aspecto, aquél rechazó a su salvador (Jn 1, 10; 14, 17; 17, 25) y así­ se juzgó a sí­ mismo (Jn 12, 31; 16, 33). Al m. la sabidurí­a misericordiosa de Dios le pareció una necedad; mas para aquellos que en Jesucristo encontraron su salvación, la cruz es el hallazgo más profundo del amor de Dios (1 Cor 1, 18-31; 3, 19). Este m. que ha crucificado al Señor de la gloria (1 Cor 2, 8) está crucificado para ellos, e igualmente ellos están crucificados para él (Gál 6, 14). Así­ los discí­pulos, ciertamente viven en este mundo (Jn 13, 1; 17, 11.15; 1 Cor 5, 10), pero no viven de este mundo (Jn 15, 18s; 17, 14.18). Mas, precisamente porque ellos pertenecen ya ahora a otro m. “celestial” (Ef 2, 7; Flp 3, 20; Col 3, Iss) y no viven según el modo de este m. (Rom 12, 2; Ef 2, 2), con el corazón puesto en lo caduco (Mt 13, 12; 1 Cor 7), pueden usar libremente de las cosas del m. (1 Cor 3, 22s) y ser luz para los hombres (Mt 5, 14; Jn 17, 18).

Para resaltar la novedad y el carácter de decisión de la situación creada por Jesús, el NT usa libremente la concepción apocalí­ptica del judaí­smo tardí­o acerca del corrompido -> eón actual y del futuro. A esto pudieron haber contribuido también la esperanza de un próximo final que reinaba en los primeros tiempos y la situación de persecución en la joven Iglesia. Sin embargo, el NT nunca predica una huida del m., a pesar de la exhortación a usar de las cosas del m. “como si no” (1 Cor 7, 31) se usaran, y no obstante la ausencia de todo programa para mejorar las condiciones de vida de este mundo.

3. Sí­ntesis entre la concepción griega y la cristiana
La discusión entre las tendencias (basadas en motivos distintos) que rechazan el m. y las que lo afirman dentro de la fe cristiana y del pensamiento griego, es un tema central de los intentos de mediación en la antigüedad tardí­a y en la edad media. A este respecto la figura clave es Agustí­n, que alaba la belleza y el orden del m. en el seno mismo de las oposiciones (Enarr. in Ps. 148). Pero él va más allá de la antigua valoración del m. – la cual propiamente se habí­a referido siempre tan sólo a la forma y el orden mundanos, cifrando en la materia la causa de toda deficiencia y de todo mal -, por cuanto considera el m. entero, y por tanto, también el material, como obra del Dios bueno y, consiguientemente, como obra buena en sí­ misma (p. ej., Enchiridion 23).

Por otro lado Agustí­n toma en serio la antropologí­a implicada en la fe cristiana. La esencia del hombre no consiste en incorporarse al orden conjunto, constituyendo una imagen en pequeño del mismo, sino en estar como persona ante Dios. El cosmos queda desvirtuado en su importancia salví­fica. El hombre ya no encuentra en el m. la satisfacción de sus necesidades; sólo en la fruitio boni summi, en la quietud plena en Dios, se tranquiliza su corazón inquieto (Conf. I 1, 1). Dios y el alma, no hay otra cosa que interese (Soliloquios i 2, 7). El milagro ya no es que en el caos del fluir se mantenga una forma constante (Teeteto 155d), sino el abismo del alma (Conf. XIII 13, 14). En la división del todo, que se hace a partir del alma como punto cardinal, el m. es lo que está “fuera” (Conf. x 6, 9); además de él existe lo que hay en el alma y lo que está tanto por encima de la misma como en su interior más profundo, a saber, Dios. Esa división se refleja todaví­a en las tres ideas kantianas de la razón. La única comunidad jurí­dica del cosmos se divide en dos reinos: la civitas terrena y la civitas Dei. La unidad del orden contemplado del m. se escinde en la dualidad de dos posibilidades de elección.

La sí­ntesis de Agustí­n, quizá tan acuñada por el -> maniqueí­smo como proyectada contra él, en lo esencial permanece un modelo para la edad media. Su espiritualismo influye en la interpretación simbólica que Buenaventura hace del m. a la luz de su meta y origen (Itinerarium mentis in Deum), lo mismo que en la huida del m., peculiar de la “imitación de Cristo” a finales de la edad media. Sin embargo, aparecen otros motivos. El redescubrimiento de Aristóteles en el siglo xii vivificó el interés por una investigación teorética y objetiva de la naturaleza, investigación que, confiada en el origen espiritual de toda la realidad material, creyó ahora poder describir y explicar con método matemático los fenómenos terrestres. Anteriormente ese intento carecí­a de interés a causa del grado inferior de ser que se atribuí­a a las realidades terrenas. La naturaleza se convirtió para el investigador en el libro abierto de la creación de Dios.

En cuanto la fe cristiana dio al hombre una posición soberana frente al m., le posibilitó también el abandono del sistema geocéntrico que el estoicismo usaba como metáfora de la situación del hombre en el cosmos (H. Blumenberg). Pues el alma inmortal, llamada por Dios a la salvación, no carece menos de patria en un m. heliocéntrico o sin centro que en un sistema geocéntrico. Una interpretación demasiado literal de la Biblia, el poder de la costumbre y el temor, quizás no del todo infundado, a una orientación acorporal del hombre hacia la trascendencia exclusivamente, fueron causa de que los cristianos no conocieran cómo era su fe precisamente la que habí­a hecho posibles estos conocimientos. Esa ignorancia llevó al proceso de Galileo y a un alejamiento creciente entre la ciencia y la filosofí­a modernas y la mentalidad de la Iglesia cristiana.

En esta lí­nea está la concepción del m. acuñada por la mecánica del siglo xvii y elaborada filosóficamente por Descartes, Locke, etc. Según esa concepción la máquina del m. está dominada por leyes fí­sicas, que el espí­ritu investiga renunciando al testimonio engañoso de los sentidos. Sin duda tal máquina del m. amenazaba, por su parte, con engullir al espectador. Y de hecho el -> materialismo del siglo xviii se preguntó si el hombre mismo no es también una especie de máquina (cosa que ya habí­a concedido Descartes con relación al cuerpo). Hubo que demostrar explí­citamente cómo la máquina del m. es una construcción del espí­ritu humano y despojarla así­ de su propia importancia, para que pudieran subsistir la libertad y la moralidad.

Esta fue la empresa de Kant. El explicó la naturaleza del m. de Newton, y sólo de ese m.; aquí­ está la limitación de su estudio del tema “mundo”. Según Kant, el m. como conjunto de todos los fenómenos no es un objeto posible de conocimiento. Todo intento de hacer y fundamentar afirmaciones sobre la totalidad del m. se enzarza en contradicciones internas (antinomias). Obligada por éstas, la razón vuelve hacia sí­ misma y descubre que sus conceptos sólo tienen sentido en relación con objetos de una experiencia posible; la totalidad del m. nunca se da experimentalmente, es tan sólo una función de la aspiración cognoscitiva. El concepto de m. no tiene, pues, un contenido que él represente, sino que se agota totalmente en su función: la de ser horizonte ideal de un conocimiento lo más perfecto posible y critica de cualquier conocimiento incompleto.

El armazón formal de un fenómeno de la naturaleza en el sentido de Kant viene dado por los principios de la fí­sica de Newton; el m. es para él el conjunto de todos estos fenómenos. Kant ha visto acertadamente que un m. entendido así­ está en un plano lógico totalmente distinto del plano en que se halla un fenómeno de la naturaleza; ha visto, por consiguiente, que el m. no puede, como el fenómeno de la naturaleza, ser conocido de manera categorial, sino que sólo puede ser pensado como idea; se ha percatado de que no hemos de enfocar el m. en su totalidad a manera de objeto de conocimiento, sino a manera de método reflexivo.

Pero se pregunta si el contenido del problema insinuado en la palabra m. se agota totalmente con que el m. sea tan sólo el horizonte que el hombre se señala a sí­ mismo como ideal de su conocimiento. Ahí­ se decide previamente en forma dogmática y poco crí­tica la concepción del m. que tiene el hombre. El m. en sí­ no ofrece otro sentido para Kant que el de ser polo opuesto a nuestro conocimiento y el origen de la afección sensible del mismo; el m. conocido sólo tiene el sentido que nosotros le hemos dado. Para el ser auténtico del hombre, el moral, el m. apenas tiene significado. La cuestión del sentido propio del m. queda sin plantear.

En cambio Nietzsche aborda apasionadamente esa cuestión. Contra la progresiva desvirtuación del m. por obra de la filosofí­a cristiana y la platónica, intenta devolver al m. su peso ontológico destruyendo la situación especial que el hombre cree tener a causa de su espiritualidad. Esto sucede por el hecho de que los presupuestos de esa fe (un Dios transcendente, las ideas de verdad y de libertad) son descubiertas como ilusiones bajo las cuales se enmascaraba la esencia propia del hombre y del m., a saber, la voluntad de poder. Cuando el hombre ha perdido así­ todos los valores por los cuales él podí­a orientarse y está en la situación de un -> nihilismo absoluto, se le muestra su patria: el caos ciego del acontecer natural, que no tiene ningún sentido, que se afirma a sí­ mismo en un eterno movimiento circular, en un hoy que perdura sin historia. En el amor fati, en el cual el hombre se quiere a sí­ mismo como una parte de este m., él abandona su posición excéntrica frente al m. Por la renuncia a su espiritualidad, el hombre arrebata el fundamento de posibilidad a todo nihilismo.

La fenomenologí­a, por el contrario, quisiera mantener la autonomí­a tanto del m. como del hombre. A este respecto se encuentran impulsos importantes ya en Hegel. Aunque éste, por su doctrina del saber absoluto, a la postre despojó al m. de su mundanidad, sin embargo su pensamiento de la mediación universal es de la mayor importancia para una filosofí­a del m. No es concebible ni una inmediatez no mediada, ni una mediación que no se halle ya sobre el fundamento de una inmediatez más profunda. Cierto que nuestro conocimiento del m. está siempre bajo la mediación subjetiva de la totalidad de nuestras experiencias anteriores; pero precisamente estas experiencias como tales sólo se han hecho posibles sobre el fundamento del encuentro con un m. articulado. Así­ la totalidad de nuestras experiencias y el m. de la experiencia tienen un carácter objetivo y subjetivo a la vez.

E. Husserl, que en su camino “hacia las cosas mismas” fue guiado primero hacia la pura vida del yo o de la conciencia, la cual posibilita las distintas maneras de darse un fenómeno, en su época tardí­a descubrió cada vez más que esta conciencia, por su parte, sólo puede ser entendida desde el horizonte del m. concreto de nuestra vida, y que, por consiguiente, m. significa a la vez algo constituido en la conciencia y el fundamento precedente a toda constitución. Heidegger prosigue este problema en Ser y tiempo. Aquí­ toda aprehensión de un sentido, todo entender algo en cuanto algo, presupone el horizonte de una totalidad previamente entendida (en forma no temática) de interrelaciones, o sea, el m.; éste, por su parte, no es nada en sí­, más bien, como proyecto del hombre que entiende el ser de cara a sus posibilidades, es el fundamento de todo en sí­. Hombre y m. son dos polos del mismo fenómeno: el hombre es esencialmente ser en un m.; el m. es un existenciario. Sin embargo, en la concepción de Ser y tiempo el polo del hombre goza de una supremací­a indebida, que posteriormente movió a Heidegger a entender al m. y al hombre desde la verdad del ser que actúa iluminando y ocultando a la vez. Así­ el m. es el espacio histórico de la iluminación, en el cual se revela el ente en cuanto tal y puede existir el hombre como hombre. El m. es “cuadratura”, o sea, está determinado en todas sus dimensiones por el juego conjunto y mutuo de lo divino y lo humano, de lo claro y lo obscuro. El mundo es ” -” lenguaje”, o sea, espacio y tiempo de un sentido interpretado, por el cual alcanza su destino histórico el ser, al que el hombre ha de corresponder con destreza preparándole una morada.

III. Reflexiones sistemáticas
Si bien el hombre siempre consideró el m. como el espacio de su vida (en favor de lo cual habla ya a su manera la historia del lenguaje con relación a los términos “mundo” y kósmos), con todo por primera vez hoy entiende el m. expresamente desde sí­ mismo y de cara a él, como “m. del hombre”. El m. para él no es primariamente el fundamento que alberga un sentido, sino que en gran parte recibe su sentido mediante el descubrimiento y la utilización por parte del hombre. Esta concepción del m. se ha hecho posible por la -> conciencia de libertad que el cristianismo ha transmitido al hombre, y por el poder progresivo de éste sobre la naturaleza mediante la -> técnica cientí­fica.

Por consiguiente, lo que m. significa como conjunto de la realidad se le descubre al hombre, cuyo ser es ser en el mundo, precisamente en ese ser. El m. humano tiene la estructura de su sentido en la vida del hombre con sus múltiples necesidades; en el marco (también variable) de su poder y tener que ser aparecen los hechos del mundo. M. significa así­ la realidad articulada con un sentido como espacio de mi vida. Es el m. del hombre, o sea, de un ser que existe corpóreamente, que está bajo condicionamentos biológicos, psicológicos, etc.; es al mismo tiempo mi y nuestro m., el cual está abierto a mi comprensión por el medio del lenguaje, que en gran parte yo no conozco de forma inmediata, sino solamente por las informaciones e interpretaciones de otros. Es el m. cuya faz, en virtud del perspectivismo dado con nuestra finitud y especialmente con nuestra historicidad, y en virtud de nuestra intervención siempre transformadora en él, se ofrece cada vez de manera diferente, constantemente saca a la luz aspectos nuevos y retira otros. Es el m. en el que nosotros encontramos de antemano posibilidades y cargas transmitidas, por las cuales o contra las cuales debemos vivir; el m. que siempre está abierto a nuevos descubrimientos; el m. cuyo sentido conjunto intentamos (consciente o inconscientemente) interpretar en una forma religiosa o parecida.

Este horizonte de la vida humana, que pertenece al hombre y es mutable, capaz de ampliación y configurable, pero a la vez precede siempre a cualquier configuración, constituye la forma primaria bajo la cual se nos da el todo de la realidad del mundo. El m. para mí­ (o para nosotros) es, pues, más originario que cualquier m. definitivamente cognoscible en sí­ mismo. Todo m. en sí­ determinado es el producto de un proyecto objetivador. Este carácter de proyecto lo tienen especialmente las imágenes del m. que trazan las ciencias naturales. Pero su finalidad no estriba en la adquisición de un conocimiento beatificante y formativo acerca de las estructuras internas del cosmos, sino en la voluntad del hombre de afirmarse contra el poderí­o del m., de despojar a éste de su extrañeza angustiante y de apropiárselo. Ya la forma del conocimiento propio de las ciencias naturales – la reducción de fenómenos a condiciones que en principio podemos producir en todo momento – muestra que su sentido es la incorporación de los procesos naturales al ámbito de lo disponible por la técnica.

Así­ el m. de la naturaleza se convierte más y más en un m. cultural, y los sucesos naturales se convierten en una historia configurada por nosotros. El hombre ya no vive del m. como naturaleza; ésta se nos presenta casi exclusivamente como material de nuestra planificación y como ambiente de descanso. Pero, evidentemente, junto a esto se abre un nuevo tipo de naturaleza: la cultura técnica creada por nosotros, la cual amenaza con engullir al hombre tanto como la naturaleza salvaje amenazaba así­ al hombre primitivo.

Ante el peligro de que el hombre se ahogue en su propia obra y a la vista de una desaparición cada vez más rápida de valores (al menos supuestamente) objetivos (-> nihilismo), el hombre busca un sentido para su vida en este m. Pero este m. despojado de todo carácter misterioso ya no puede dar el sentido buscado. Precisamente el m. que se ha hecho secular rechaza cualquier intento de una nueva sacralización. La fuente de un -> sentido ya no puede buscarse, pues, en el m. técnico ni en el curso interno de la naturaleza. Efectivamente, en aquél nos hallarí­amos sólo a nosotros mismos, y el sentido de la vida ha de estar dado de antemano; a su vez, una reintegración en la naturaleza, como la querí­a Nietzsche, fracasa por la inalienable conciencia de libertad que tiene el hombre. Ahora bien, si no queremos ver el único sentido de nuestra vida en la lucha contra la naturaleza y a favor de la constitución de una sociedad digna del hombre (un enfoque que difí­cilmente puede engendrar una actitud serena), el “hacia donde” último de nuestra -> existencia habrá de buscarse en el fundamento que posibilita tanto nuestra -> libertad como la naturaleza subsistente por sí­ misma: en la libre y libertadora realidad transcendente de Dios. El m. considerado y tomado como -> creación, es decir, como don, tiene un sentido que no ha recibido por primera vez del hombre, pero que sólo llega a su plenitud cuando éste lo ha entendido y desarrollado; un sentido que no hace superflua la libertad del hombre, sino que la llena de luz y dirección. De Dios, a quien podemos llamar nuestro padre, hemos recibido el m. en herencia, no sólo a medias, sino í­ntegramente (cf. Rom 8, 15ss).

El m. no es un fragmento de Dios, sino que, como realidad no divina y totalmente profana, descansa en su propio peso; el m. nos pertenece por completo precisamente porque también nosotros nos pertenecemos a nosotros mismos, es decir, porque como seres corpóreos somos libres. De lo dicho se desprenden tres posibilidades de relación con el m. A base de un temor maniqueo al m. podemos estimar en poco el amor donador de Dios, y así­ atrevemos a aceptar el m. sólo a medias (en la tarea y en el disfrute). Por otro lado, para hacernos señores soberanos del m., en el trasfondo de nuestra conciencia podemos matar al donador, por considerar que en el fondo es envidioso de nuestra posesión. Ambas posiciones comparten este falso presupuesto: que Dios no es amor, sino envidia mezquina; una concepción que a veces puede ser proyección de un egoí­smo reprimido. También aquí­ la verdad está en el medio: en tomar como hijos libres con gratitud, serenidad y paz el don que se nos ha dado sin reservas.

BIBLIOGRAFíA: 1. Láxicos: N. Brox – H. R. Schlette: HThG II 813-834; G. Harbsmeier: EKL III 1756-1761; G. Gloege: RGG3 VI 1595-1603; H. Zimmermann: Haag DB 1313-1314; J. B. Metz: HPTh I1/2 239-267; Eisler III 502-506. – 2. HisTORIA DE LA PALABRA Y DEL coNCEPTO: Grimm, Deutsches Wörterbuch XIV/I/2 (B 1955) 1456-1522; Trübner, Deutsches Wörterbuch VIII (B 1957) 111-115; H. Sasse, alwv: ThW 1 197-209; (dem, xóa soc: ibid. III 867-898; W. Kranz, Kosmos: Archiv für Begriffsgeschichte II (Bo 1955-57); G. Stadtmüller, Saeculum: Saeculum 2 (1951) 152-156; (dem, Aion: ibid. 315-320. – 3. Asnc,o msTóluco: M. Diode, EI mito del eterno retorno (Emece B Aires); W. Jaeger, La teologia de Ios filósofos griegos primitivos (tr. Gaos, México 1952); R. Allers, Microcosmos: Tr 2 (1944) 319 ss; J. Klowski, Zum Entstehen der Begriffe Sein und Nichts: Archiv für Geschichte der Philosophie 49 (1967) 121-148, 225-254; C. F. v. Weizsäcker, Die Tragweite der Wissenschaft, I: Schöpfung und Weltentstehung (St 1964); F. M. Cornford, Plato’s Cosmology (C 1937 y frec.); P. Dunem, Le systhme du monde. Histoire des doctrines cosmologiques de Platon á Copemic I-X (P 1913-1959); K. Reinhardt, Kosmos und Sympathie (Mn 1926); R.-P. Festugiére, La révélation d’Hermes Trismégiste II (Le dieu cosmique) (P 1950); H. Jonas, Gnosis und spätantiker Geist I (Gö 31964) 146-156; Köhler AT; Rad; R. Löwe, Kosmos und Aion (Gü 1955); Bultmann GV II 59-78 (Das Verständnis von W und Mensch im NT und im Griechentum); R. Völkl, Christ und Welt nach dem NT (Wü 1961); G. Hierzenberger, Weltbewertung bei Paulus nach 1 Kor 7, 29-31 (D 1967); L. Goppelt, Die Herrschaft Christi und die Welt nach dem NT: LR 17 (1967) 21-50; H. Flender, Das Verständnis der Welt bei Paulus, Markus und Lukas: KuD 14 (1969) 1-27; L. Spitzer, Classical and Christian Ideas of World Harmony: Tr 2 (1944) 409 ss, 3 (1945) 307 ss; H. U. v. Balthasar, Kosmische Liturgie. Das Weltbild Maximus’ des Bekenners (Ei 21961); E. Sauer, Die religiöse Wertung der Welt in Bona-venturas “Itinerarium mentis in Deum” (Werl 1937); E. Gilson, Dante et la philosophie (P 1939); W. Stammler, Frau Welt (Fri 1959); H. Heimsoeth, Los seis grandes temas de la metafí­sica occidental (Rev. Occidente, Ma 1935) 31-85; E. J. Dijksterhuts, Die Mechanisierung des Weltbildes (A 1950, B – Gö – Hei 1955); W. Kamlah, Der Mensch in der Profanität (St 1949 y frec.); H. Blumenberg, Die kopernikanische Wende (F 1965); K. Löwith. Gott, Mensch und Welt in der Metaphysik von Descartes bis Nietzsche (Gö 1967); idem, Der Weltbegriff der neuzeitlichen Philosophie (Hei21968); R. Guardini, Hölderlin. Weltbild und Frömmigkeit (L 1939). – 4. Asracro sistsmATeco: W. Dilthey, Introducción a las ciencias del espí­ritu (Espasa Calpe Ma 1948); E. Spranger, Weltfrömmigkeit (L 1949); Ch. S. Peirce, Schriften zur Entstehung des Pragmatismus, bajo la dir. de K.-O. Apel (F 1967); R. Carnap, Der logische Aufbau der Welt (B 1928, H 21961); L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus (1918, F 21966); idem, Philosophische Untersuchungen (F 1960); E. Husserl, Erfahrung und Urteil (1939, H 31964); idem, Die Krisis der europäischen Wissenschaften (La Haya 1959); M. Heidegger, El ser y el tiempo (F de CE Méx 21962); idem, Vom Wesen des Grundes (Hl 1929 y prec.); idem, Das Ding: Vorträge und Aufsätze (Pfullingen 31967) 163-181; E. Biemel, Le concept du Monde chez Heidegger (Lv – P 1950); E. Fink, Spiel als Weltsymbol (St 1960); M. Merleau-Ponty, Fenomenologí­a de la percepción (F de CE Méx 1957); (P 1945, B 1966); E. Coreth, Cuestiones fundamentales de hermenéutica (Herder Ba 1972); N. Hartmann, Fábrica del mundo real (F de CE M6x 1959); W. (B 1940); F. Dessauer, Mensch und Kosmos (Olten 1948); P. Teilhard de Chardin, Construire le Terre (Seuil P 1958); W. Metzger (dir.), Hand-buch der Psychologie 1/1 (Gö 1966); J. Habermas, Erkenntnis und Interesse (F 1968); R. Guardini, Welt und Person (Wi1 1939 y frec.); F. Gogarten, Der Mensch zwischen Gott und Welt (St 1956) Armstrong-Markus, Fe cristiana y filosofí­a griega (Herder Ba 1964); J. Leclercq, Bekehrung zur Welt (Olten 1959); H. U. v. Balthasar, Herrlichkeit 1 ss (Ei 1961 ss); J. Splett, Sakrament der Wirklichkeit (WO 1968); N. Schiffers, Preguntas de la fí­sica a la teologí­a (Herder Ba 1972); G. Schamoni, El mundo biológico frente a la teologí­a (Paulinas B Aires 1966); O. Semmelrotte, El mundo como creación (Fax Ma 1965); P. Schoonenberg, El mundo de Dios en evolución (Lohlé B Aires 1966); O. von Nell-Breuning, El mundo en transición (Paulinas Ma).

Gerd Haeffner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

(kosmos)

Kosmos significa en el griego profano “orden, disposición”, por extensión “orden del universo”, y consiguientemente “mundo, universo”. En los griegos el término designa al universo entero, incluidos los dioses y los hombres. Cuando el judaismo helení­stico utiliza el término kosmos, es para traducir la expresión hebrea “la tierra y los cielos”, la creación ordenada hecha por Dios (Gn 2,1; Sab 7,17; 11,17), que no hay que confundir jamás con su criatura. En la literatura apocalí­ptica, este mundo, bajo el poder de las potencias del mal (cf. Jubileos 10,1ss), se opone al mundo venidero (4 Esdras 4,26ss; 1 Henoc 48,7).

En Pablo, el kosmos, lugar de la actividad del apóstol (2 Cor 1,12) designa la tierra habitada (1 Cor 14,10; Rom 1,8; cf. también Col 1,16) y a sus pobladores (así­ en Rom 3,19, la expresión todo el mundo es equivalente al semitismo de 3,20: toda carne. En cuanto creación, el í­cosmos refleja las perfecciones del Creador (Rom 1,20) y es objeto de la promesa hecha a Abrahán (Rom 4,13).

Pero el pecado afecta al kosmos (Rom 5,12.8.19-22), que está bajo su dominio. Pasajero (1 Cor 7,31) y fútil (1 Cor 7,33-34), el kosmos será condenado (1 Cor 11,32). En esta espera, se enfrentan la “sabidurí­a del mundo” y la “sabidurí­a de Dios (1 Cor 1,20; 3,19; cf. también 2,12; 2 Cor 7,10-11). La expresión sabidurí­a del mundo designa aquello por lo que el hombre pretende utilizar la inteligencia que le da su Creador para sus propios fines.

El cristiano está implicado en este enfrenta-miento: si ha sido liberado de los elementos del mundo (Gal 4,3; Col 2,8.20; cf. también Gal 6,14), no está llamado a huir del mundo (1 Cor 5,10), que es el lugar de su misión (cf. lo que Pablo dice de sí­ mismo en 1 Cor 4,9.13). Debido a su misma debilidad (1 Cor 1,27-28), el cristiano es aquel que ha sido escogido por Dios para confundir la sabidurí­a del mundo (1 Cor 1,18-31; cf. también 6,2). La actitud del cristiano consiste en estar en el mundo sin estar prisionero del mundo (disfrutar del mundo, como si no disfrutara: 1 Cor 7,29-31): no tiene por qué tener miedo (cf. 1 Cor 3,22), ya que sabe que las pretendidas potencias que en él actúan no pueden nada contra él (1 Cor 8,4).

Pero este combate tiene también una dimensión positiva: el cristiano es fuente de luz en el mundo (Flp 2,15). Cabe una esperanza para los hombres de este mundo; en Cristo, Dios los reconcilia consigo (2 Cor 5,19; cf. Rom 11,12) en una verdadera “re-creación”: Si alguien vive en Cristo, es una nueva criatura; el mundo viejo ha pasado y ha aparecido una realidad nueva (2 Cor 5,17; cf. también Gal 6,15). Así­, cuando Pablo habla del fcosmos, lo que hace es proseguir su reflexión sobre la situación del hombre ante Dios.

En Efesios se prolonga esta comprensión paulina del mundo, recurriendo más expresamente a las categorí­as mitológicas: escogido desde antes de la creación del mundo (Ef 1,4), el cristiano se enfrenta con Satanás, prí­ncipe de un mundo sin esperanzas y sin Dios (2,2.12), y con sus representantes que son las autoridades, poderes y dominaciones de este mundo de tinieblas (6,12).

En las cartas pastorales es más sosegada la visión del mundo: Cristo ha venido al mundo para salvar a los pecadores (1 Tim 1,15; cf. 3,16). El cristiano tiene que renunciar a los deseos de este mundo (Tit 2,12) y sabe que, habiendo venido sin nada al mundo, partirá de él sin nada (1 Tim 6,7).

E. Cu.

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

AT. La designación corriente del mundo es la expresión “cielos y tierra” (Gén 1,1); la palabra tebel se aplica únicamente al mundo terrenal (p. e., Jer 51,15); los libros de época griega hablan del kosmos (Sab 11, 17; 2Mac 7,9.23) poniendo bajo este término un contenido especí­ficamente bí­blico. Para el pensamiento griego, el kosmos, con sus leyes, su belleza, su perennidad, su eterno retorno de las cosas, expresa efectivamente el ideal de un orden cerrado sobre sí­ mismo, que incluye al hombre y engloba hasta a los dioses: éstos se distinguen con dificultad de los elementos del mundo en este panteí­smo virtual y confesado. Muy otra es la concepción bí­blica, en la que las representaciones cosmológicas y cosmogónicas no constituyen sino un material secundario, puesto al servicio de una afirmación religiosa esencial: el mundo, criatura de Dios, tiene sentido en función del designio divino de salvación, como también en el marco de este designio hallará su destino final.

I. ORíGENES DEL MUNDO. Contrariamente a las mitologí­as mesopotámicas, egipcia, cananea, etc., la representación bí­blica de ‘los orí­genes del mundo conserva gran sobriedad. No se sitúa ya en el plano del mito, historia divina acaecida en el tiempo, sino que, por el contrario, ella es la que inaugura el *tiempo. Es que entre *Dios y el mundo hay un abismo que expresa el verbo *crear (Gén 1,1). Si el Génesis, apoyado por otros textos (Sal 8; 104; Prov 8,22-31; Job 38s), evoca la actividad creadora de Dios, lo hace únicamente para subrayar dos puntos de fe : distinción del mundo y del Dios único; dependencia del mundo con relación a un Dios soberano, que “habla y las cosas son” (Sal 33,6-9), que gobierna con su providencia las leyes de la naturaleza (Gén 8,22); integración del universo en el *designio de salvación, que tiene al *hombre por centro.

Esta cosmologí­a sagrada, ajena a todas las preocupaciones cientí­ficas como también a las especulaciones filosóficas, sitúa así­ al mundo en relación con el hombre : éste emerge de él para dominarlo (Gén 1,28) y en este sentido lo arrastra a su propio destino.

II. SIGNIFICACIí“N DEL MUNDO. De este modo la significación actual del mundo para la conciencia religiosa es doble.

1. El mundo, salido de las manos divinas, continúa manifestando la bondad de Dios. Dios, en su *sabidurí­a, lo organizó como una verdadera obra de arte, una y armónica (Prov 8,22-31; Job 28,25ss). Su poder y su divinidad se hacen así­ sensibles, en cierta manera (Sab 13,3ss), pues su *gracia está de tal manera derramada sobre todas sus *obras que la vista del universo agota las facultades de admiración del hombre (Sal 8; 19,1-7; 104).

2. Pero para el hombre pecador implicado en la tragedia, el mundo significa también la *ira de Dios, a la que sirve de instrumento (Gén 3, 17s): el que hizo las cosas para el *bien y la felicidad del hombre, lo utiliza también para su *castigo. De ahí­ las *calamidades de toda suerte con que la naturaleza ingrata se alza contra la humanidad, desde el *diluvio hasta las plagas de Egipto, y hasta las *maldiciones que aguardan a Israel infiel (Dt 28,15-46).

3. De esta doble manera se asocia el mundo activamente a ‘la historia de la *salvación, en función de la cual adquiere su verdadero sentido religioso. Cada una de las criaturas que lo componen posee como cierta ambivalencia, puesta de relieve en el libro de la Sabidurí­a : la misma *agua que perdí­a a los egipcios procuraba la salvación a Israel (Sab 11, 5-14). Si bien es cierto que el principio no se puede aplicar mecánicamente, puesto que justos y pecadores viven acá abajo en solidaridad de destino, no obstante, hay que reconocer que aparece un nexo misterioso entre el mundo y el hombre. Más allá de los fenómenos cí­clicos que constituyen, a nuestra escala, el rostro actual del mundo, éste tiene una historia, que comenzó con el hombre para acabar en él (Gén 1,1-2,4), que camina ahora paralelamente a la del hombre para consumarse en el mismo punto final.

III. DESTINO FINAL DEL MUNDO. El mundo, portador de una humanidad nacida de él por sus raí­ces corporales (Gén 2,7; 3,19), está, en efecto, por acabar: al hombre corresponde llevarlo a perfección con su *trabajo, dominándolo (1,28) e imprimiéndole su sello. Pero ¿de qué servirá ‘la humanización del mundo si el hombre pecador lo arrastra de hecho a su pecado? Por eso la escatologí­a de los profetas se interesa menos por el devenir del mundo bajo el gobierno del hombre que por el término, necesariamente ambiguo, hacia el que camina.

1. En el *juicio final que aguarda a la humanidad todos los elementos del mundo serán asociados, como si el orden de las cosas creado en los principios se viera trastornado por un súbito retorno al caos (Jer 4,23-26). De ahí­ las imágenes de la tierra que se cuartea (Is 24,19s), de los astros que se oscurecen (Is 13,10; J1 2.10; 4,15): el viejo universo será arrastrado en el cataclismo en que perecerá una humanidad culpable…

2. Pero así­ como más allá del juicio de los hombres se prepara su *salvación por pura gracia divina, así­ también se prepara para el mundo una renovación profunda que los textos evocan como una *nueva creación : Dios creará “nuevos cielos y una nueva tierra” (ls 65,17; 66,22); y la descripción de este mundo renovado se hace con las imágenes que serví­an para el *paraí­so primitivo.

3. Mundo presente y mundo venidero. El judaí­smo contemporáneo del NT, prolongando estos anuncios misteriosos, se representaba el término de la historia humana como un paso del mundo (o del siglo) presente al mundo (o al siglo) venidero. El mundo presente es el mundo en que nos hallamos desde que, por la envidia del diablo (y el pecado del hombre), la *muerte hizo su entrada en él (Sab 2,24). El mundo venidero es el mundo que aparecerá cuando venga Dios a establecer su *reinado. Entonces las realidades del mundo presente, purificadas como el hombre mismo, recobrarán su perfección primitiva: serán verdaderamente transfiguradas a imagen de las realidades celestiales.

NT. El NT usa abundantemente la palabra griega kosmos, que connotaba en el helenismo los dos matices de orden y de belleza. Pero aquí­ nos hallamos muy lejos del pensamiento griego.

I. AMBIGÜEDAD DEL MUNDO. 1. Es cierto que el mundo así­ designado es fundamentalmente la criatura excelente que Dios hizo en los orí­genes (Act 17,24) por la actividad de su Verbo (Jn 1,3.10; cf. Heb 1,2; Col 1,16). Este mundo sigue dando testimonio de Dios (Act 14,17; Rom 1, 19s). Sin embargo, serí­a un error ensalzarlo demasiado, puesto que el hombre lo supera con mucho en valor verdadero: ¿de uué le servirí­a ganar todo el mundo si él mismo se perdiera (Mt 16,26)?

2. Pero hay más que esto: en su estado actual, este mundo solidario del hombre pecador está en realidad en poder de *Satán. El *pecado entró en él al comienzo de la historia, y con el pecado la muerte (Rom 5, 12). Por este hecho ha v.:nido a ser deudor de la justicia divina (3,19), pues hace causa común con el misterio del mal que está en acción acá abajo. Su elemento más visible está constituido por los hombres que alzan su voluntad rebelde contra Dios y contra su Cristo (Jn 3,18s; 7,7; 15,18s; 17,9.14…). Tras ellos se perfila un jefe invisible: Satán, el prí­ncipe de este mundo (12,31 ; 14,30; 16,11), el dios de este siglo (2Cor 4,4). Adán, establecido jefe del mundo por la voluntad de su creador, entregó en manos de Satán su persona y su dominio; desde entonces el mundo está en poder del maligno (IJn 5,19), cuyo poder y gloria comunica a quien quiere (Lc 4,6).

Mundo de tinieblas regido por los espí­ritus del mal (Ef 6,12); mundo engañador, cuyos elementos constitutivos pesan sobre el hombre y lo esclavizan hasta dentro de la misma economí­a antigua (Gál 4,3.9; Col 2, 8.10). El espí­ritu de ese mundo, incapaz de gustar los secretos y los dones de Dios (ICor 2,12), se opone al Espí­ritu de Dios, al igual que el espí­ritu del *anticristo que ejerce su acción en el mundo (lJn 4,3). La *sabidurí­a de este mundó, apoyada en las especulaciones del pensamiento humano separado de Dios, es puesta en evidencia por Dios de ser una *locura (ICor 1,20). La *paz que da este mundo, hecha de prosperidad material y de seguridad engañosa, no es sino un simulacro de la verdadera paz que sólo Cristo puede dar (Jn 14,27): su efecto último es una tristeza que ocasiona la muerte (2Cor 7,10).

A través de todo esto se revela el *pecado del mundo (Jn 1,29), masa de odio y de incredulidad acumulada desde los orí­genes, piedra de escándalo para quien quisiere entrar en el reino de Dios: ¡ay del mundo a causa de ‘los *escándalos (Mt 18, 7)! Por eso el mundo no puede ofrecer al hombre ningún valor seguro: su figura pasa (lCor 7,31), y también sus concupiscencias (IJn 2,16). Lo trágico de nuestro destino viene de que por nacimiento pertenecemos a tal mundo.

II. JESÚS Y EL MUNDO. Ahora bien, “Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único” (Jn 3,16). Tal es la paradoja por la que se inicia para el mundo una nueva historia que tiene dos aspectos complementarios: la victoria de Jesús sobre el mundo malo regido por Satán, la inauguración en él del mundo renovado, que anunciaban las promesas proféticas.

1. Jesús, vencedor del mundo. Este primer aspecto lo pone en pleno relieve el cuarto evangelio: “Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció” (Jn 1,10). Tal es el resumen de la carrera terrestre de Jesús. Jesús no es del mundo (8,23; 17,14), y tampoco su reino (18,36); tiene su *poder (Lc 4,5-8) de Dios (Mt 28,18) y no del prí­ncipe de este mundo, pues éste no tiene ningún poder sobre él (Jn 14,30). Por eso le odia el mundo (15,18), tanto más que él es su luz (9,5), que le trae la vida (6,33), que viene para salvarlo (12,47). *Odio loco que domina aparentemente el drama evangélico: este odio provoca finalmente la condenación a muerte de Jesús (cf. ICor 2,7s). Pero en este mismo momento se invierte la situación: entonces tiene lugar el *juicio del mundo y la caí­da de se prí­ncipe (12,31), la *victoria de Cristo sobre el mundo maligno (16,33). Porque Jesús, aceptando en un acto supremo de amor la misteriosa *voluntad del Padre (14,30), “abandonó el mundo” (16,28) para retornar a su Padre, donde está sentado ya en la gloria (17,1.5), y desde donde .dirige la historia (Ap 5,9).

2. El mundo renovado. Por ese mismo acto realizó Jesús aquello para lo que habí­a venido a la tierra: muriendo “quitó el pecado del mundo” (Jn 1,29), dio su carne “parg la vida del mundo” (6,51). Y el mundo, criatura de Dos caí­da bajo el yugo de Satán, se vio rescatado de su *esclavitud. Fue lavado por la *sangre de Jesús: Terra, pontus, ostra, mundus, quo lavantur Ilum ine! El, en quien habí­an sido creadas todas las cosas (Col 1,16), fue establecido por su resurrección cabeza de la *nueva creación: Dios puso todo bajo sus pies (Ef 1,20ss), *reconciliando en él a todos los seres y rehaciendo la unidad de un universo dividido (Col 1, 20). En este mundo nuevo la *luz y la *vida circulan ya en abundancia: se dan a todos los que tienen fe en Jesús.

Sin embargo, el mundo presente no ha llegado todaví­a a su fin. La gracia de la *redención está en acción en un universo doliente (*sufrimiento). La victoria de Cristo no será completa sino el dí­a de su manifestación en *gloria, cuando entregue todas las cosas a su Padre (ICor 15, 25-28). Hasta entonces el universo sigue en espera de un parto doloroso (Rom 8.19…): el del *hombre nuevo en su pleno desarrollo (Ef 4,13), el del mundo nuevo que suceda definitivamente al antigua (Ap 21,4s).

III. EL CRISTIANO Y EL MUNDO. En relación con el mundo se hallan los cristianos en la misma situación compleja en que se hallaba Cristo durante su paso por la tierra. No son del mundo (Jn 15,19; 17,17); y sin embargo, están en el mundo (11,11), y Jesús no ruega al Padre que los retire de él, sino únicamente que los guarde del Maligno 117,15). Su separación, por lo que se refiere al mundo maligno, deja intacta su tarea positiva frente al mundo que hay que rescatar (cf. ICor 5,10).

1. Separados del mundo. Primero separación: el cristiano debe guardarse de la contaminación del mundo (Sant 1,27); no debe amar al mundo (IJn 2,15), pues la amistad del mundo es enemistad con Dios (Sant 4,4) y conduce a los peores abandonos (2Tim 4,10). Evitando modelarse conforme al siglo presente (Rom 12,2), renunciará, pues, a las concupiscencias que definen el espí­ritu de este siglo (Un 2,16). En una palabra, el mundo será para él un crucificado, y él para el mundo (Gál 6,14): usará de él como quien no usa (ICor 7,29ss). Despego profundo, que no excluye evidentemente un empleo de los bienes de este mundo conforme a las exigencias de la caridad fraterna (IJn 3,17): tal es la *santidad que se exige al cristiano.

2. Testigos de Cristo frente al mundo. Pero, por otro lado, veamos la misión positiva del cristiano frente al mundo actualmente *cautivo del pecado. Así­ como Cristo vino para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37), así­ el cristiano es enviado al mundo (17,18) para dar un testimonio que es el de Cristo mismo (lJn 4,17). La existencia cristiana, que es todo lo contrario de una manifestación espectacular, a la que se negó Jesús mismo (Jn 7,3s; 14,22; cf. Mt 4,5ss), revelará a los hombres el verdadero rostro de Dios (cf. Jn 17,21. 23). A ello se añadirá el testimonio del Padre. En efecto, los *predicadores del Evangelio recibieron la orden de anunciarlo al mundo entero (Mc 14,19; 16,15): en él brillarán como otros tantos focos de luz (Flp 2,15).

Pero el mundo se alzará contra ellos, como en otro tiempo contra Jesús IJn 15,18), tratando de reconquistar a los que hayan evitado su corrupción (2Pe 2,19s). El arma de la lucha y de la victoria en esta *guerra inevitable será la *fe (IJn 5,4s): nuestra fe condenará al mundo (Heb 11,7; Jn 15,22). El cristiano, sin extrañarse lo más mí­nimo de verse *odiado e incomprendido (IJn 3,13; Mt 10.14 p) y hasta *perseguido por el mundo (Jn 15,18ss), es reconfortado por el *Paráclito, el Espí­ritu de verdad enviado acá abajo para confundir al mundo: el Espí­ritu atestigua en el corazón del creyente que el mundo comete pecado negándose a reconocer a Jesús, que la causa de Jesús es justa, pues él está junto al Padre y el prí­ncipe de este mundo está ya condenado (16,8-11). Aunque el mundo no lo ve ni lo conoce (14,17), este Espí­ritu morará en el fiel y le hará triunfar de los *anticristos (Un 4,4ss). Y poco a poco, gracias al testimonio, los hombres cuyo destino no esté definitivamente ligado con el mundo volverán a ocupar un puesto en el universo rescatado, que tiene a Cristo por cabeza.

3. En espera del último dí­a. Mientras dure el siglo presente no hay que esperar que desaparezca esta tensión entre el mundo y los cristianos. Hasta el *dí­a de la discriminación definitiva, los súbditos del reino y los súbditos del maligno seguirán mezclados como la cizaña y el trigo en el campo de Dios, que es el mundo (Mt 13,38ss). Pero desde ahora comienza a operarse el *juicio en lo secreto de los corazones (Jn 3,18-21); ya no tendrá más que hacerse público el dí­a en que Dios juzgue al mundo (Rom 3,6) asociando sus fieles a su actividad de Juez (lCor 6,2). En-. tonces desaparecerá definitivamente el mundo presente, conforme a los oráculos proféticos, mientras que la humanidad regenerada hallará el *gozo en un universo renovado (cf. Ap 21).

–> Creación – Pecado – Salvación – Tiempo – Tierra.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

El vocablo gr. kosmos significa por derivación, “mundo organizado”. Se usa en el NT, pero no en la LXX, a veces para lo que deberíamos llamar el “universo”, el mundo creado, descrito en el AT como “todas las cosas”, o “cielo y tierra” (Hch. 17.24). El “mundo” en este sentido fue hecho por la Palabra o Verbo (Jn. 1.10); y es de este “mundo” del cual hablaba Jesús cuando dijo que no le aprovecharía nada al hombre el que ganase todo el mundo y perdiese su alma en procura de lograrlo (Mt. 16.26).

Empero, dado que la humanidad es la parte más importante del universo, la palabra kosmos se usa con más frecuencia en el sentido limitado de seres humanos, siendo sinónima de hē oikoumenē, ‘el mundo habitado’, también traducido en el NT por “mundo”. Es este “mundo” en el que nacen los hombres, y en él viven hasta morir (Jn. 16.21). Lo que el diablo le ofreció a Cristo si lo adoraba (Mt. 4.8–9) comprendía todos los reinos de este mundo. Fue a este mundo, el mundo de los hombres y mujeres de carne y hueso, al que Dios amó (Jn. 3.16), y al que vino Jesús cuando nació de una madre humana (Jn. 11.27).

Sin embargo, es un axioma de la Biblia el que este mundo de seres humanos, cúspide de la creación divina, el mundo que Dios hizo especialmente para que reflejase su gloria, se encuentra ahora en rebelión contra él. Por la transgresión de un hombre, el pecado ha entrado en él (Ro. 5.18), con consecuencias universales. Este se ha convertido, como consecuencia, en un mundo desorganizado en las garras del maligno (1 Jn. 5.19). Y así, con mucha frecuencia en el NT, y particularmente en los escritos joaninos, la palabra kosmos tiene un significado siniestro. No es el mundo como Dios quiso que fuese, sino “este mundo” opuesto a Dios, que sigue su propia sabiduría y vive a la luz de su propia razón (1 Co. 1.21), sin reconocer a la Fuente de toda verdadera vida e iluminación (Jn. 1.10). Las dos características dominantes de “este mundo” son el orgullo, nacido de la negativa del hombre a reconocer su estado de criatura y su dependencia del Creador, que lo lleva a obrar como si él mismo fuese el señor y dador de la vida; y la codicia, que lo lleva a desear y poseer todo lo que resulta atractivo a sus sentidos físicos (1 Jn. 2.16). Además, como el hombre tiende, en efecto, a adorar aquello que atesora, dicha codicia es idolatría (Col. 3.5). Consecuentemente, mundanalidad es el entronizamiento de algo que no es Dios como objeto supremo de los intereses y afectos del hombre. Los placeres y las ocupaciones, no necesariamente malos en sí mismos, se transforman en algo malo cuando se les presta una atención totalmente excluyente.

“Este mundo” está penetrado de un espíritu propio, que tiene que ser exorcizado por el Espíritu de Dios, si no ha de permanecer en control de la razón y el entedimiento humanos (1 Co. 2.12). El hombre está esclavizado a los elementos que conforman el mundo (Col. 2.20) hasta que es emancipado de ellos por Cristo. No puede vencerlos mientras él mismo no ha “nacido de Dios” (1 Jn. 5.4). El legalismo, el ascetismo y el ritualismo son los débiles y debilitantes sustitutos de la verdadera religión (Gá. 4.9–10); y sólo un verdadero conocimento de Dios, tal como el mismo ha sido revelado por Cristo, puede impedir que los hombres confien en ellos. Justamente fue debido al hecho de que los judíos confiaron en ellos que no reconocieron al Cristo en los días de su carne (Jn. 1.11), ni a sus seguidores (1 Jn. 3.1). De igual manera, los falsos profetas que abogan a favor de tales cosas, o los anticristos que son antinomianos en su enseñanza, siempre serán escuchados por los que pertenecen a este mundo (1 Jn. 4.5). Cristo, a quien el Padre mandó como Salvador de este mundo (1 Jn. 4.14), y cuya misma presencia en él representaba un juicio contra ese mismo mundo (Jn. 9.39), libró a los hombres de sus tenebrosas fuerzas entregándose él mismo a luchar a muerte con su “príncipe”, que es el perpetuo instigador del mal en el seno del mismo. La crisis de este mundo se produjo cuando Jesús salió del aposento alto fue a encontrarse con ese príncipe (Jn. 14.30–31). Sometiéndose voluntariamente a la muerte, Jesús ocasionó la derrota de aquel que tenía apresados a los hombres en las garras de la muerte, pero que no tenía poder sobre él (Jn. 12.31–32; 14.30). En la cruz se pasó juicio contra el gobernador (°vrv2 “príncipe”) de este mundo (Jn. 16.11); y la fe en Cristo como Hijo de Dios, quien ofreció el único sacrificio que puede limpiar a los hombres de la culpa y el poder del pecado (limpieza simbolizada por el agua y la sangre que manó de su costado herido, Jn. 19.34), permite al creyente vencer al mundo (1 Jn. 5.4–6), y soportar las tribulaciones que el mundo inevitablemente descarga sobre él (Jn. 16.33). El amor del cristiano hacia Dios, Padre de su Redentor Jesucristo, que es la propiciación por los pecados de todo el mundo (1 Jn. 2.2), actúa con el poder expulsivo de un nuevo afecto; hace que le resulte aborrecible ahora volcar sus afectos sobre “este mundo”, mundo que, por estar separado de la verdadera fuente de la vida, es transitorio y contiene en sí mismo la simiente de su propia destrucción (1 Jn. 2.15–17). El hombre que ha llegado a experimentar el amor superior hacia Dios, y hacia Cristo y sus hermanos, tiene que abandonar el amor inferior hacia todo aquello que está contaminado con el espíritu del mundo, porque la amistad del mundo es necesariamente enemistad con Dios (Stg. 4.2).

Jesús, en su última oración en el aposento alto, no oró por el mundo, sino por aquellos que el Padre le había dado y que estaban en este mundo. Mediante ese “regalo”, esos hombres a quienes Jesús describió como “los que le fueron dados”, dejaron de tener las características del mundo; y Jesús oró que fuesen guardados de sus malignas influencias (Jn. 17.9), porque sabía que después de su propia partida ellos iban a tener que soportar el impacto del odio del mundo, que hasta ese momento estaba dirigido casi exclusivamente contra él. Como el Cristo resucitado y ascendido sigue limitando su intercesión a los que se acercan a Dios por medio de él (He. 7.25); y sigue manifestándose, no al mundo, sino a los suyos que están en el mundo (Jn. 14.22).

Pero está muy claro que los discípulos de Cristo no pueden ni deben intentar apartarse de este mundo. El los envía al mundo, justamente, a todo el mundo (Mr. 16.15). Ellos tienen que ser la luz de este mundo (Mt. 5.14); y el “campo” en el cual la iglesia ha de cumplir su obra de dar testimonio de la verdad, tal como se encuentra en Jesús, no es menos abarcador que el mundo mismo (Mt. 13.38). Porque el mundo sigue siendo el mundo de Dios, aun cuando por el momento esté sometido al maligno. Al final, “la verdadera hermosura de la tierra será restaurada”; y, una vez que todo el mal haya sido destruido y los hijos de Dios sean manifestados, toda la creación será “liberada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios” (Ro. 8.21). Entonces Dios será “todo en todos” (1 Co. 15.28); en otras palabras, estará “presente de un modo total en el “universo” (J. Héring en Vocabulary of the Bible, 1958 [en cast. “Mundo”, Vocabulario bíblico, 1973, pp. 214–215]). El vidente de Ap. dislumbraba un día cuando las grandes voces en el cielo proclamarán que “los reinos del mundo han venido a ser de nuestro Señor y de su Cristo; y él reinará por los siglos de los siglos” (Ap. 11.15).

Bibliografía. J. Guhrt, “Mundo”, °DTNT, t(t). III, pp. 138–142; W. Eichrodt, Teología del Antiguo Testamento, 1975, t(t). II, pp. 101–124; K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1975, t(t). I, pp. 15–91; E. F. Harrison, “Mundo”, °DT, 1985, pp. 359–360.

R.V.G.T.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico