PECADO

v. Culpa, Iniquidad, Maldad, Malo, Ofensa, Ofrenda, Prevaricación, Transgresión
Exo 29:14 quemarás a fuego .. es ofrenda por el p
Exo 32:30 vosotros habéis cometido un gran p
Lev 4:3 ofrecerá a Jehová, por su p .. un becerro
Num 5:6 cometiere alguno de todos los p con que
Num 32:23 sabed que vuestro p os alcanzará
Deu 9:27 no mires a .. ni a su impiedad ni a su p
Deu 24:16; 2Ki 14:6; 2Ch 25:4 cada uno morirá por su propio p
2Ch 7:14 y perdonaré sus p, y sanaré su tierra
2Ch 28:13 tratáis de añadir sobre nuestros p y
2Ch 28:22 Acaz .. añadió mayor p contra Jehová
Ezr 10:6 se entristeció a causa del p de los del
Neh 9:2 confesaron sus p, y las iniquidades de
Job 14:16 cuentas los .. y no das tregua a mi p
Psa 25:7 p de mi juventud, y de mis rebeliones
Psa 32:1 ha sido perdonada, y cubierto su p
Psa 51:5 formado, y en p me concibió mi madre
Psa 51:9 esconde tu rostro de mis p, y borra todas
Psa 130:3 si mirares a los p, ¿quién, oh Señor
Pro 5:22 retenido será con las cuerdas de su p
Pro 14:9 los necios se mofan del p; mas entre los
Pro 14:34 mas el p es afrenta de las naciones
Pro 20:9 podrá decir: Yo .. limpio estoy de mi p?
Pro 24:9 el pensamiento del necio es p, y
Isa 1:18 si vuestros p fueren como la grana, como
Isa 3:9 como Sodoma publican su p, no lo
Isa 5:18 y el p como con coyundas de carreta
Isa 6:7 tocó .. y es quitada tu culpa, y limpio tu p
Isa 30:1 hijos que se apartan .. añadiendo p a p!
Isa 38:17 echaste tras tus espaldas todos mis p
Isa 40:2 p es perdonado, que doble ha recibido
Isa 53:5 él herido fue .. molido por nuestros p
Isa 53:6 mas Jehová cargó en él el p de todos
Isa 53:10 puesto su vida en expiación por el p
Isa 59:2 y vuestros p han hecho ocultar .. rostro
Jer 5:25 vuestros p apartaron de vosotros el bien
Jer 17:1 el p de Judá escrito está con cincel de
Jer 51:5 su tierra fue llena de p contra el Santo
Lam 1:8 p cometió Jerusalén, por lo cual ella ha
Eze 33:14 si él se convirtiere de su p, e hiciere
Eze 39:23 de Israel fue llevada cautiva por su p
Dan 4:27 mi consejo: tus p redime con justicia, y
Hos 13:2 ahora añadieron a su p, y de su plata se
Amo 1:3 por tres p de Damasco, y por el cuarto
Mic 7:18 olvida el p del remanente de su heredad?
Zec 13:1 la purificación del p y de la inmundicia
Mat 9:2; Mar 2:5; Luk 5:20 tus p te son perdonados
Mat 26:28 es derramada para remisión de los p
Mar 1:4 predicaba el bautismo .. perdón de p
Mar 3:28 todos los p serán perdonados a .. hombres
Mar 4:12 conviertan, y les sean perdonados los p
Luk 11:4 perdónanos nuestros p, porque también
Joh 1:29 el Cordero de .. que quita el p del mundo
Joh 8:7 de vosotros esté sin p sea el primero en
Joh 8:24 por eso os dije que moriréis en .. p
Joh 8:34 todo aquel que hace p, esclavo es del p
Joh 8:46 ¿quién de vosotros me redarguye de p?
Joh 9:41 si fuerais ciegos, no tendríais p; mas ahora
Joh 15:22 ni les hubiera hablado, no tendrían p
Joh 16:8 él venga, convencerá al mundo de p, de
Joh 20:23 a quienes remitiereis los p, les son
Act 2:38 bautícese cada .. para perdón de los p
Act 3:19 para que sean borrados vuestros p; para
Act 22:16 y lava tus p, invocando su nombre
Rom 3:9 hemos acusado .. que todos están bajo p
Rom 3:20 medio de la ley es el conocimiento del p
Rom 4:7 bienaventurados .. cuyos p son cubiertos
Rom 4:8 el varón a quien el Señor no inculpa de p
Rom 5:12 el p entró en el mundo por un hombre
Rom 5:13 pues antes de la ley, había p en el mundo
Rom 5:13 donde no hay ley, no se inculpa de p
Rom 5:20 mas cuando el p abundó, sobreabundó la
Rom 5:21 que así como el p reinó para muerte, así
Rom 6:1 ¿perseveraremos en el p para que la gracia
Rom 6:2 que hemos muerto al p, ¿cómo viviremos
Rom 6:6 destruido .. que no sirvamos más al p
Rom 6:10 en cuando murió, al p murió una vez
Rom 6:11 consideraos muertos al p, pero vivos
Rom 6:14 el p no se enseñoreará de vosotros; pues
Rom 6:23 porque la paga del p es muerte, mas la
Rom 7:7 ¿qué diremos, pues? ¿La ley es p? En
Rom 7:7 pero yo no conocí el p sino por la ley
Rom 7:13 el p, para mostrarse p, produjo en mí
Rom 7:13 p llegase a ser sobremanera pecaminoso
Rom 7:14 la ley .. mas yo soy carnal, vendido al p
Rom 7:23 me lleva cautivo a la ley del p que está
Rom 8:2 ha librado de la ley del p y de la muerte
Rom 8:3 semejanza de carne de p y a causa del p
Rom 8:10 el cuerpo .. está muerto a causa del p
Rom 11:27 pacto con ellos, cuando yo quite sus p
Rom 14:23 todo lo que no proviene de fe, es p
1Co 15:17 fe es vana; aún estáis en vuestros p
1Co 15:56 el aguijón .. es el p, y el poder del p
2Co 5:19 no tomándoles en cuenta a los .. sus p
2Co 5:21 que no conoció p, por nosotros lo hizo p
Gal 1:4 el cual se dio a sí mismo por nuestros p
Gal 2:17 ¿es por eso Cristo ministro de p? En
Gal 3:22 mas la Escritura lo encerró todo bajo p
Eph 2:5 aún estando .. muertos en p, nos dio vida
Col 2:13 a vosotros, estando muertos en p y en
Col 2:13 vida .. con él, perdonándoos todos los p
2Th 2:3 se manifieste el hombre de p, el hijo de
1Ti 5:22 a ninguno, ni participes en p ajenos
1Ti 5:24 los p de algunos .. se hacen patentes
2Ti 3:6 cautivas a las mujercillas cargadas de p
Heb 1:3 efectuado la purificación de nuestros p
Heb 4:15 fue tentado en todo según .. pero sin p
Heb 5:1 para que presente ofrendas .. por los p
Heb 7:27 de ofrecer .. sacrificios por sus propios p
Heb 8:12; Heb 10:17 nunca más me acordaré de sus p
Heb 9:7 la cual ofrece por sí mismo y por los p de
Heb 9:26 de sí mismo para quitar de en medio el p
Heb 10:3 en .. cada año se hace memoria de los p
Heb 10:18 donde hay .. no hay más ofrenda por el p
Heb 11:25 gozar de los deleites temporales del p
Heb 12:1 despojémonos de .. y del p que nos asedia
Heb 12:4 aún no habéis resistido .. contra el p
Jam 1:15 da a luz el p; y el p .. da a luz la muerte
Jam 4:17 hacer lo bueno, y no lo hace, le es p
Jam 5:20 salvará .. alma, y cubrirá multitud de p
1Pe 2:22 el cual no hizo p, ni se halló engaño en
1Pe 2:24 llevó él mismo nuestros p en su cuerpo
1Pe 2:24 estando muertos a los p, vivamos a la
1Pe 3:18 Cristo padeció una sola vez por los p
1Pe 4:1 quien ha padecido en .. terminó con el p
1Pe 4:8 porque el amor cubrirá multitud de p
1Jo 1:8 si decimos que no tenemos p, nos
1Jo 2:2 él es la propiciación por nuestros p; y no
1Jo 2:12 vuestros p os han sido perdonados por
1Jo 3:4 la ley; pues el p es infracción de la ley
1Jo 3:5 que él apareció para quitar nuestros p
1Jo 3:8 el que practica el p es del diablo; porque
1Jo 3:9; 5:18


Pecado (heb. generalmente jattâ’th, jattâ’âh, etc. [del verbo jâtâ’, “errar el blanco”, “no alcanzar algo”, “obrar mal”, “ofender”, “ser culpable”, “pecar”], “falta”, “pecado”; pesha; gr. principalmente hamartí­a, “errar el blanco”, “pecar”). Cualquier desviación de la voluntad revelada de Dios: ya sea no hacer lo que él ha ordenado definidamente, o realizar lo que especí­ficamente ha prohibido. El pecado se originó con Satanás, como consecuencia del orgullo desmedido que surgió en su corazón por la belleza y la sabidurí­a que Dios le habí­a dado (Eze 28:17). y por el deseo irresistible de poseer lo que el Señor no le habí­a dado y la envidia consiguiente (ls. 14:12-14). El pecado entró en este mundo cuando Satanás indujo a Adán y Eva a apoderarse de lo que el Altí­simo se habí­a reservado para él, afirmando que así­ podrí­an alcanzar un nivel superior de sabidurí­a (Gen 3:1-6). Ya que “el pecado entró en el mundo por un hombre”, y “todos pecaron”, cada ser humano está bajo pena de muerte (Rom 5:12; 6:23). “Por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores” (v 19). “El pecado es infracción de la ley” (1 Joh 3:4), así­ como “el cumplimiento de la ley es el amor” (Rom 13:10). La palabra “ley”, en este caso, se refiere a toda la voluntad revelada de Dios, y en forma especial al Decálogo, que resume todo lo que el Señor espera del hombre (Ecc 12:13, 14). Donde no hay “ley”, es decir. donde no hay revelación divina de la voluntad del Altí­simo, no hay pecado ni transgresión (Rom 4:15). Nuestro Señor dijo: “Si yo no hubiera venido, ni les hubiera hablado, no tendrí­an pecado”, pero en cuanto se conoce la voluntad de Dios, los hombres “no tienen excusa por su pecado” (Joh 15:22). El profeta resumió los requisitos de Dios mediante esta admonición: “Hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios” (Mic 6:8), es decir, ser justos y considerados con nuestro prójimo, y conservar una actitud 908 humilde delante del Señor. Cuando no alcanzarnos esta elevada norma, estamos pecando. “La paga del pecado es muerte” (Rom 6:23). El hombre debe guardar, cumplir la ley divina si quiere tener la vida eterna (Mat 19:16-19). Pero nadie puede hacerlo por sí­ mismo. De otra manera no necesitarí­a un Salvador que “salvará a su pueblo de sus pecados” (Mat 1:21). Sólo mediante Cristo (Joh 15:5), cuando él vive en el corazón del creyente (Gá. 2:20). En la Biblia hay muchos sinónimos de “pecado”, como ser “mal” (heb. generalmente ra; gr. comúnmente diferentes formas de kakos) e “iniquidad” (heb. generalmente ‘âwen, “rebelión” [1Sa 15:23; etc.], y ‘âwôn, “maldad”, “culpa” “transgresión intencional” [Gen 15:16; etc.]; gr. casi siempre adikí­a, “injusticia”, “maldad” [Luk 13:27; etc.], y anomí­a, “ilegalidad”, “iniquidad”, “maldad” [Mat 7:23; etc.]). Pecado imperdonable. Expresión que no figura en la Biblia pero que se basa en ciertos pasajes de ella, como Mat 12:31, donde Cristo enseña que “la blasfemia contra el Espí­ritu no les será perdonada” a los hombres (cf Luk 12:10). Hizo esta afirmación en respuesta a la declaración de algunos fariseos, quienes, después de ser testigos de un exorcismo llevado a cabo por Jesús, dijeron: “Este no echa fuera los demonios sino por Beelzebú, prí­ncipe de los demonios” (Mat 12:22-24; Mar 3:22-30); ésto ya habí­an expresado el mismo pensamiento en otra ocasión (Mat 9:34). Se empecinaron en esta idea a pesar de la innegable evidencia de que su poder era divino por la santidad de su vida, que no podí­an menos que reconocer y que más tarde admitieron tácitamente (cf Joh 8:46), por su capacidad sobrenatural para curar a los enfermos (Mat 8:14-17; Mar 1:29-34; Luk 4:38-40; etc.), por el hecho de que echara demonios (Mat 9:32, 33; Mar 1:21-28) y por la resurrección de muertos (Luk 7:11-17). Pero al rechazar la divinidad de Cristo y oponérsele activamente (cf Mar 3:2, 6; Luk 5:21; Joh 5:16; etc.), cerraron sus mentes a las evidencias dadas por el Espí­ritu Santo (cf Mat 12:25-29) y se colocaron en manos de Satanás. El Espí­ritu convence acerca de la verdad a la mente y toca al corazón (cf Joh 14:17; 16:13), y también la convence de pecado (cp 16:8). Pero aunque el Señor es “tardo para la ira y grande en misericordia” (Num 14:18), “no queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento” (2Pe 3:9), su Espí­ritu no luchará indefinidamente con la gente obstinada (Gen 6:3). Si se resiste y se rechaza la verdad en forma persistente, se dejan de oí­r las súplicas del Espí­ritu y el alma queda sumida en terribles tinieblas. Posiblemente Pablo se refiere a esa condición cuando dice que ciertas conciencias están “cauterizadas” (1 Tit 4:2). Para quien haya pecado contra el Espí­ritu Santo el tiempo de prueba ya ha terminado y no hay para él o ella “más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio” (Heb 10:26, 27; cf Jud_12, 13). Esa fue la lamentable condición del rey Saúl (1Sa 16:14; cf 28:6), Esaú (Heb 12:16, 17) y Judas (véase Joh 17:12), y finalmente será también la de los impí­os (Rev 22:11Pe_). Pablo advirtió solemnemente a sus lectores a no “apagar” al Espí­ritu (gr. sbénnumi, “extinguir”, “eliminar”, “sofocar”, “suprimir”; 1Th 5:19) “con el cual fuisteis sellados para el dí­a de la redención” (Eph 4:30). Pececillo. Véase Pez.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

perturbación de las relaciones entre el hombre y Dios, como una infracción o una contradicción con respecto al orden divino, tanto mediante un hecho como en virtud de una omisión.

En el A. T. el p., es la violación de los mandamientos de la Alianza o de la voluntad divina.

El pecado enemista a los seres humanos con Dios lo cual exige que haya arrepentimiento para obtener su perdón.

En el N. T. la inclinación humana por el p. se relaciona por vez primera con la desobediencia y la rebelión de Adán, extensivo por lo tanto al ámbito de repercusión determinado por la actuación del individuo y también como una rebelión individual frente a Dios; cada individuo, por muy justo que parezca, está atado a Satanás, Lc 13, 16, está afectado por el p., por lo que necesita hacer penitencia, Lc 13, 2-5. Hasta los publicanos y las prostitutas, a quien Jesús se dirige en repetidas ocasiones, aquellos que están aparentemente perdidos, la gracia y la misericordia divinas son concedidas, y Jesús les dice a los fariseos que los precederán en el Reino de los Cielos; los publicanos y las prostitutas oyeron la predicación de Juan Bautista y se arrepintieron, mientras los fariseos no, Mc 2, 17; Lc 7, 34 y 37; 18, 13. A la misericordia de Dios frente al pecador se une la exigencia a cada individuo de que, de igual modo, perdone a su prójimo. En su amor infinito, Dios ha enviado al mundo a su Hijo único †œpara que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna†, Jn 3, 16. Juan explica que la falta de fe, en cuanto inexcusable, es el p. por excelencia, Jn 15, 22; 16, 9, el que cree en Dios no es juzgado, pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creí­do en el Nombre del Hijo único de Dios, Jn 3, 18. Pablo dice que el p. es una potencia que domina toda la humanidad, Rm 7, 11; 7, 14-24; pecar es rechazar a Dios y sus mandamientos.

El p. original según el Apóstol se atribuye a los primeros padres de la humanidad: †œpor un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte†, Rm 5, 12, †œ…reinó la muerte desde Adán hasta Moisés aun sobre aquellos que no pecaron con una transgresión†, Rm 5, 14. Pero la doctrina del p. original fue acuñada sobre todo por san Agustí­n, por los reformadores y por Anselmo de Canterbury. Aunque el origen del p. se remonta a Adán, la humanidad toda fue privada de la gloria de Dios, Rm 3, 23. Lo mismo que el pecado reinó en la muerte, así­ también reinará la gracia en virtud de la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor†, Rm 5, 21. Pero, a la postre, la liberación del p. no es algo garantizado por el estricto cumplimiento de la Ley, sino por la entrada en la Iglesia de Cristo.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(heb., hatta†™the, errar, †™awon, iniquidad, maldad, culpa, pesha†™, rebelión, transgresión, ra†™, maldad, lo malo; gr. adikia, injusticia, iniquidad, maldad, hamartia, pecado, falta, hamartema, pecado, parabasis, transgresión, infracción, rebelión, contravención, paraptoma, ofensa, delito, pecado, falta, yerro, ponerí­a, malicia, maldad). Los autores bí­blicos describieron al pecado con diversos términos. Es únicamente cuando ellos están conscientes de la santidad de Dios que en verdad se dan cuenta de su pecado (1Ki 17:18; Psa 51:4-6; Isaí­as 6).

El primer libro del AT revela cómo los seres humanos fueron creados por Dios sin pecado, mas escogieron actuar en contra de su voluntad revelada y por lo tanto hicieron que el pecado llegase a ser un rasgo endémico de la existencia humana (Génesis 3; Psa 14:1-3). El pecado es una rebelión en contra de la santidad y de la soberana voluntad de Dios. Por consiguiente, es tanto una condición del corazón, de la mente, voluntad y sentimientos (Isa 29:13; Jer 17:9) como el práctico resultado palpable de dicha condición en pensamiento, palabras y hechos que ofenden a Dios y transgreden su santa ley (Gen 6:5; Isa 59:12-13). Para Israel, el pecado fue el fracaso en guardar las condiciones del pacto que el Señor misericordiosamente habí­a hecho en Sinaí­ (éxodo 19 ss.).

No existe persona alguna en Israel o en todo el mundo que no sea pecadora.

Sin embargo, los que tienen una relación recta con Dios, reciben su perdón y andan en sus sendas son a veces llamados justos (Gen 6:9) e í­ntegros (Job 1:1; Psa 18:20-24). No es porque están libres de pecado, sino porque la verdadera dirección de sus vidas es servir y agradar a Dios en la forma como él lo exige.

Para Israel, los pecados de los padres tení­an repercusiones sobre sus hijos y sobre los hijos de sus hijos (Isa 1:4; Lam 5:7). Sin embargo, también es cierto que los israelitas individualmente son personalmente responsables ante Dios por sus propios pecados (Jer 31:19-20; Eze 18:1 ss.; Eze 33:10-20). El pecado fue castigado por Dios de varias maneras —p. ej., el exilio de la Tierra Prometida (2Ki 17:6 ss.)— mas el castigo final por los pecados individuales y la maldad era la muerte (Gen 2:17; Psa 73:27; Eze 18:4). Esto es ciertamente muerte fí­sica, mas también muerte espiritual, el ser cortado de la comunión con el Dios viviente.

La realidad del pecado y la necesidad de expiación (y confesión) están claramente anticipadas por los sacrificios ofrecidos a Dios en el templo —p. ej. , la ofrenda de sacrificio por la culpa regular (o transgresión) y la ofrenda de sacrificio por el pecado, así­ como también el sacrificio anual especial del dí­a de la Expiación (Leví­tico 4; Eze 6:24 ss.; Eze 7:1 ss.; Eze 16:1 ss.)— y en la profecí­a de los sufrimientos vicarios del Siervo del Señor (Isa 53:10, Isa 53:12).

Jesús fue sin pecado y enseñó que la raí­z del pecado está en el corazón humano (Mar 7:20-23). La vida externa está determinada por la interna (Mat 7:15-17), y de este modo una conformidad externa a las leyes y reglas no es en sí­ una verdadera justicia, si el corazón está impuro (Mat 5:17 ss.). Pero el pecado es más que fracaso en guardar la ley; es también el rechazo del Mesí­as y del reino que él proclama y personifica (Joh 16:8-9; Joh 15:22). Además, el vivir sin la luz de Dios proveniente de Jesús, el Mesí­as, es vivir en tinieblas y estar en las garras de los poderes malignos (Joh 1:5; Joh 3:19-21; Joh 8:31-34). Y el llamar a la luz tiniebla y al Espí­ritu del Mesí­as impuro es cometer el pecado imperdonable (Mat 12:24, Mat 12:31).

El pecado se revela por la ley de Dios, mas es únicamente cuando el Espí­ritu Santo ilumina a la mente que una persona vea verdaderamente cual es la justicia que la ley demanda de nosotros (Rom 3:20; Rom 5:20; Rom 7:7-20; Gal 3:19-24). El pecado empieza en el corazón (Rom 6:15-23). El origen del pecado se puede remontar hasta los primeros seres humanos, Adán y Eva, y su rebelión en contra del Señor (Rom 5:12-19; 2Co 11:3; 1Ti 2:14).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(falta, rebelión, iniquidad, injusticia, ofensa a Dios y al vecino).

Dos definiciones da el N.T. del pecado: 1- Transgresión de la Ley, 1Jn 3:4.

2- “Todo lo que no es de fe, es pecado”, Rom 14:23 : Todo lo que hacemos confiando en nosotros o en otros, no confiando en Dios, es pecado: Es vivir confiando en el dinero, o en el vecino o en mis talentos, sin poner toda la confianza en Dios. serí­a como el nino de tres años que se rebela contra su padre, y le dice que espera la comida y el vestido de un vecino, o de sus esfuerzos, ¡esa serí­a la peor ofensa que podrí­a hacer ese nino contra su padre!. ¡y la mayor barbaridad!. y so es lo que hacemos con Dios, nuestro Padre, cuando pecamos, cuando vivimos sin confiar en El.

Horror del pecado.

1- Es una ofensa a Dios, tan horrorosa, que, cada vez que pecamos, reproducimos en nosotros mismos toda la pasión y muerte de Cristo, Heb 6:6.

(Luc 15:11-32).

2- Es una ofensa al prójimo: Mat 5:2324, Mat 18:21-35, Luc 17:3-4.

3- Sale del interior del hombre, es basura del corazón, el único “mal” del cristiano o del pagano, Mat 5:28, Mat 15:18-19, Mc. 7.

19.

Todos somos pecadores: Esa es la conclusión de Pablo en Rom 3:23, después de mostrarnos en los tres primeros capí­tulos de los Romanos que los ateos son pecadores, y los judí­os, y los gentiles. “todos”, “no hay justo, ni siquiera uno.” Todos se han extraviado, todos están corrompidos; no hay quien haga el bien, ni siquiera uno”: (Rom 2:10-12).

Lo mismo dice Juan en 1Jn 1:8, 1Jn 1:10. Tú y yo somos la “oveja perdida” y el “hijo pródigo” de Lc.15.

Clases de pecados.

1- El pecado original. Ver “Original”.

2- Pecado persona: El que cometemos cuando traspasamos la Ley de Dios o vivimos sin fe, 1Jn 3:4, Rom 14:23.

3- Pecado “mortal” y “venial”, 1 Jn.5.

16-17.

4- El “pecado imperdonable”, contra el Espí­ritu Santo. Ver “Imperdonable”.

Consecuencias del pecado.

– Produce la “muerte espiritual”, que es la separación del alma de Dios, así­ como la “muerte fí­sica” es la separación del alma del cuerpo. Rom 5:12, Ge.2.

– Nos convierte en “enemigos de Dios” y “esclavos del diablo”, 1Jn 3:8, 1Jn 3:10.

– Es algo tan malo, que por el primer pecado de la creación, por el pecado de los íngeles, fueron echados todos los íngeles rebeldes al Infierno, convertidos en demonios, Is.14, Ez.28, Ap.12. ¡Todo ese horror, por un solo pecado de orgullo, de querer ser como Dios! Porque el pecado es una ofensa de valor infinito, ya que se ofende al bien infinito, que es Dios: ¡Es distinto escupir en la cara a un vecino, o al Presidente de la Nación, o a Dios!: – Por un solo pecado de Adán y Eva vino la muerte a todos los hombres y mujeres, Rom 5:12, Gen 2:17, Gen 3:16-19. Por ese solo pecado tenemos todas las enfermedades, y los accidentes, y las guerras, y los vicios de drogas, alcohol, homosexualidad. todos los dolores que ves en un hospital, surgieron por ese solo pecado de Adán. y el “pecado” pareciera que no fue algo muy malo, nada más comer una “FRUTA” que no pertenecí­a a nadie, ¡pero era desobedecer a Dios!, era el pecado de orgullo “de querer saber tanto como Dios”: (Gen 3:5).

Jesús vino a librarnos del pecado: “Cristo apareció para quitar el pecado, para destruir las obras del diablo”: (Jua 3:5, Jua 3:8). “y la sangre de Jesucristo nos purifica de todo pecado”, 1Jn 1:7 : Dios aborrece el pecado, pero ama al pecador. y lo ama tanto, nos ama tanto, que envió a su único Hijo, para que el que crea en El, no perezca, sino que tenga vida eterna: (Jua 3:16). y Cristo nos ama tanto a nosotros, pecadores, que derramó toda su Sangre en el Calvario para borrar todos nuestros pecados. y ahora sigue haciéndose “pan y vino”, nada mas que eso, para que tengamos vida: (Jua 6:5354, c7a.2:20).

Y en el cielo no se hace fiesta cuando un ciego ve, o un paralí­tico anda, sino cuando un pecador se arrepiente. entonces, el mismo Dios organiza una fiesta en el cielo, Luc 15:23.

?Cómo borrar mis pecados?: Dios quiere borrarlos, es su mayor ilusión, hasta hace una “fiesta” en el cielo cuando un solo pecador se arrepiente: (Luc 15:22-23). Dios quiere que todos se arrepientan y vengan al conocimiento de la verdad, y que todos se salven: (2Pe 3:9, 1Ti 2:4).

pero Dios no quiere forzarnos, nos va a respetar la libertad que nos dio, quiere nuestro amor voluntariamente, que lo amemos, no por la fuerza, sino porque él nos ama. y por eso viene a nosotros como una “paloma”. El Todopoderoso, que todo lo tiene, si tú y yo queremos negarle nuestro amor y confianza, ese amor no lo tiene.

¿Qué tenemos que hacer?.

1- El “pecado original” se borra con el bautismo, por eso es que sólo se necesita un Bautismo: (Efe 4:5, Ro.6). A los ninos también se les perdona, y, si heredan de los padres el pecado original, también los padres pueden colaborar a que reciban la gracia por la fe de la Iglesia. Ver “Bautismo”.

Si el bautizado tiene otros pecados, le quedan perdonados todos los pecados. Ver “Bautismo”, y “Original”.

2- Los pecados que cometemos hoy y mañana, Dios nos los perdona por la Sangre de Jesucristo, si los confesamos: (1Jn 1:9). En Jua 20:23, Jesús dio a los ministros de su Iglesia el “poder” de perdonar o no perdonar los pecados, ese poder que antes sólo lo tení­a Dios: (Mar 2:7).

Prácticamente, tenemos que hacer lo mismo que hizo el “hijo pródigo” de Lc. 15.

1- Examen de conciencia: Ver lo malo que hemos hecho o estamos haciendo.

2- Contrición de corazón: Dolernos de ese horror, de habernos ido de la casa del Padre.

3- Propósito de enmendarnos, de no cometer mas pecados.

4- Confesar los pecados al ministro de la única Iglesia de Cristo. Si en su Iglesia, no hay personas con el “poder” de Jua 20:23, es que esa iglesia no es la de Cristo, porque en la Iglesia de Cristo hay ministros con “poder” de perdonar pecados, de Jua 20:23. Ver “Confesion”.

5- Cumplir la penitencia que nos mande el ministro, la fiesta de paz y gozo que nos da el Senor.

Ver”Con fesion”,”Arrepentimiento”.

3- El “pecado imperdonable”: No existe en ti, si te consideras pecador, insuficiente, poca cosa. es el pecado de los “necios”, que son “inexcusables” Ver “Imperdonable”, “Ateismo”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El AT utiliza varias palabras que se traducen como p. Entre ellas están los términos het y hatta†™a (pecado, pecador), que tienen el sentido de fallar, de algo que no logra su meta. Se entiende mejor el significado al leer en Jue 20:16, donde se dice que en la tribu de Benjamí­n habí­a unos hombres zurdos †œtodos los cuales tiraban una piedra con la honda a un cabello, y no erraban†. Encierra también el sentido de apartarse de lo que es la norma. Así­ se usa en Gen 40:1 (†œ… el copero del rey de Egipto, y el panadero delinquieron contra su señor el rey de Egipto†). Cuando palabras que tienen esta raí­z aparecen en pasajes como Lev 4:2 (†œ… alguna persona pecare por yerro en alguno de los mandamientos de Jehovᆝ), la idea es también de fallar, de no cumplir con lo esperado o demandado. Se puede fallar o †œpecar contra† los derechos de una persona, al no respetarlos o al maltratarlos. Así­, Abimelec dijo a Abraham: †œ¿Qué nos has hecho? ¿En qué pequé yo contra ti…?† (Gen 20:9). Así­, en muchas ocasiones se habla de pecar contra la ley de Dios. Esto acontece cuando el hombre no llega a cumplir con la norma que Dios ha puesto, o el †œestándar† divinamente exigido.

Muchos otros términos hebreos se aplican con el sentido de p., pero con un énfasis que en castellano se identifica con los vocablos confusión, †¢iniquidad, culpa, transgresión, rebelión, etcétera. El hebreo tiene más palabras que el griego para expresar los conceptos pecaminosos, por lo cual a veces una sola palabra griega se usa para traducir varias del hebreo. El AT veí­a el p. dentro del contexto del pacto con Dios, por lo cual casi siempre se refiere a él con palabras que tienen una connotación legal. Es fallar al pacto. No cumplirlo. Apartarse de él. Es, por lo tanto, infracción. Pero, al mismo tiempo, se enseña que el p. tení­a un alcance universal (†œY vio Jehová que la maldad de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal† [Gen 6:5]) y que el resultado del p. era la muerte (†œ… el dí­a que de él comieres, ciertamente morirás† [Gen 2:17]).
el NT se emplea el término adikia, que se traduce como injusticia, agravio, injuria, daño, para señalar un pecado que se comete contra alguien. Este término fue el que usaron los traductores de la †¢Septuaginta para una gran cantidad de vocablos hebreos que no tení­an equivalente en griego. Pero la palabra que más se utiliza es amartia, equivalente a p., y que tiene un primer sentido semejante al del AT en cuanto a que significa fallar, perder la marca, apartarse de la norma, no llenar el †œestándar†. Se usa amartia siempre para señalar el p. del hombre contra Dios. Quienes más utilizan esta palabra y desarrollan el concepto son Pablo y el apóstol Juan. Pero en los Evangelios, se usa el término, mayormente en los casos en que el Señor Jesús hablaba del perdón de p. (Mat 18:15; Luc 17:3). Sin embargo, el concepto de p., que entre los judí­os se restringí­a al no cumplimiento de la ley, especialmente en sus aspectos externos, aparece radicalizado en las enseñanzas del Señor, quien decí­a que †œno todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos† (Mat 7:21), hasta el punto de que aun personas que hubieran hecho milagros en el nombre de Jesús se perderí­an si sus acciones no correspondí­an a una realidad interior de arrepentimiento y santidad (Mat 7:22-23).
Señor Jesús apuntó a la verdadera intención de la ley, al subrayar la importancia de la vida interior, las intenciones y los pensamientos por encima de las fórmulas y los ritos (†œPorque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre† [Mat 15:19]). Las enseñanzas del Señor vinieron, entonces, a establecer de una vez por todas en qué consistí­a ser justo y ser pecador. Esto, naturalmente, estaba en completo desacuerdo con lo que pensaban los religiosos de su época, especialmente los †¢fariseos.
apóstol Pablo, que se refiere tanto al problema del p., especialmente en los capí­tulos 1 al 8 de Romanos, utiliza abundantemente el término adikia, con el sentido de injusticia (†œPorque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad† [Rom 1:18]). Pero cuando quiere referirse al p. como principio general, entonces utiliza amartí­a. La naturaleza del p. es algo que nadie puede definir. Sencillamente conocemos sus efectos. El conocimiento de lo que es nos llega cuando somos iluminados por la ley de Dios (†œ… porque por medio de la ley es el conocimiento del p.† [Rom 3:20]; †œPero yo no conocí­ el p. sino por la ley† [Rom 7:7]). Pero en cuanto a salvarnos del p., eso es todo lo que puede hacer la ley: iluminarnos. Nos habla de la justicia de Dios, pero no nos la proporciona. Es la gracia de Dios manifestada en Jesucristo la que resuelve el problema, pues siendo el Señor inocente y no teniendo que sufrir la pena del p., se dio como ofrenda en sustitución de los pecadores (†œAl que no conoció p., por nosotros lo hizo p., para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él† [2Co 5:21]). Nótese que el énfasis final está en el acto de comunicar la justicia de Dios.
enseñanzas del apóstol Juan sobre el p. se producen cuando habla de la encarnación del Señor Jesús, lo cual permite que él pueda constituirse en el Cordero de Dios (†œHe aquí­ el Cordero de Dios, que quita el p. del mundo† [Jua 1:29]; †œY sabéis que él apareció para quitar nuestros p., y no hay p. en él† [1Jn 3:5]). También en Juan el énfasis está en la capacidad de Cristo de resolver el problema del p. (†œ… él es fiel y justo para perdonar nuestros p., y limpiarnos de toda maldad† [1Jn 1:9]; †œAl que nos amó, y nos lavó de nuestros p. con su sangre† [Apo 1:5]).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

ver, CAíDA, ESPíRITU SANTO, JUSTIFICACIí“N, MAL, SANTIFICACIí“N

vet, Son diversos los términos usados en el AT y en el NT para significar “pecado”, “iniquidad”, “maldad”, etc., con varios matices de significado. (a) Es importante tener en cuenta la definición bí­blica de pecado: en gr.: “anomia”, desorden en el sentido de rechazo del principio mismo de la Ley o de la voluntad de Dios, iniquidad (1 Jn. 3:4, texto gr.). Es desafortunada la traducción que la mayor parte de las versiones castellanas hacen de este pasaje. Sólo la NIV traduce “el pecado es la verdadera ilegalidad”, aunque serí­a mejor traducir “alegalidad”. En efecto, el pecado “no” es la mera infracción de la Ley, según este pasaje, sino el rechazo de la voluntad de Dios, el vivir a espaldas de Dios, la disposición mental que lleva al pecador a hacer la propia voluntad en oposición a la de Dios. De ahí­ la distinción que se hace entre “pecado” y “transgresión”, siendo esto último la infracción de un mandamiento conocido. Desde Adán a Moisés, los hombres “no pecaron a la manera de la transgresión de Adán”, pero sí­ que pecaban, y murieron por ello (cfr. Ro. 5:14). A Adán se le habí­a dado un mandamiento concreto, el cual desobedeció; pero de Adán a Moisés no fue dada ninguna ley en concreto, y por ello no habí­a transgresión; sin embargo, sí­ habí­a pecado en el sentido propio del término, tal y como se ha definido, y fue el pecado lo que provocó el diluvio. La misma distinción es la que está involucrada en Ro. 4:15: “Porque la ley produce ira; pero donde no hay ley, tampoco hay transgresión.” Puede haber pecado, no obstante, y se declara que “los que sin ley han pecado, sin ley también perecerán” (Ro. 2:12). Los principales términos usados para “pecado” en el NT son “hamartia”, “hamartêma” y “hamartanõ”, desviación de un curso recto; “transgresión” es “parabasis”, “parabatês” y “parabainõ”, cruzar o esquivar un lí­mite. (b) Hay una importante distinción que hacer entre “pecado” y “pecados”, distinción que debe hacerse desde la primera entrada del pecado como principio. Los “pecados” de alguien son los verdaderamente cometidos por este alguien, y la base del juicio, siendo además demostración de que el hombre es esclavo del pecado. Un cristiano es alguien cuya conciencia ha sido purificada para siempre por el/un sacrificio por los pecados; el Espí­ritu de Dios lo ha hecho consciente del valor de aquella/una ofrenda, y por ello sus pecados, habiendo sido llevados por Cristo en la cruz, nunca volverán a ser puestos a su cuenta por parte de Dios; si peca, Dios tratará con él en santa gracia, sobre el terreno de la propiciación de Cristo, de manera que sea conducido a confesar el pecado o pecados, y tener el gozo del perdón. “Pecado”, como principio que involucra la alienación de todas las cosas en cuanto a Dios desde la caí­da del hombre, y visto especialmente en la naturaleza pecaminosa del hombre, ha quedado judicialmente quitado de delante de Dios en la cruz de Cristo. Dios ha condenado el pecado en la carne en el sacrificio de Cristo (Ro. 8:3), y en consecuencia el Espí­ritu es dado al creyente. El Señor Jesús es proclamado como “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (no “los pecados”, como en ocasiones se cita). El purificará los cielos y la tierra de pecado, y como resultado habrá nuevos cielos y nueva tierra, en los que morará la justicia. Aunque Cristo gustó la muerte por todos, no se le presenta como llevando los “pecados” de todos: Su muerte, por lo que respecta a “los pecados”, queda precisada con las palabras “de muchos”, “nuestros pecados”, etc. (c) El origen del pecado no estuvo en el hombre, sino en el diablo (cfr. 1 Jn. 3:8). Sí­ fue introducido en el mundo por el hombre, entrando también la muerte como su pena (cfr. Ro. 5:12). El “pecado original” es un término teológico que puede ser usado para describir el hecho de que todos los seres humanos han heredado una naturaleza pecaminosa de Adán, que cayó en pecado por su transgresión (véase CAíDA). (d) La universalidad del pecado es evidente. Ya de principio, el hombre posee una naturaleza heredada que lo inclina al pecado (Sal. 51:7; 58:4; Jb. 14:4). Todo nuestro ser está contaminado por el mal: nuestros pensamientos, acciones, palabras, sentimientos, voluntad (Gn. 6:5; 8:21; Mt. 15:19; Gá. 5:19-21; Ro. 7:14-23); no existe un solo ser humano que sea justo ante Dios (1 Ro. 8:46; Pr. 20:9; Ec. 7:20; Is. 53:6; Ro. 3:9-12, 23; 1 Jn. 1:8; 5:19), con la sola excepción de Aquel que apareció para quitar el pecado (He. 9:26; cfr. 1 Jn. 3:5), Aquel que “nunca hizo pecado, ni se halló engaño en su boca” (1 P. 2:22), el inmaculado Hijo de Dios. (e) La condenación del pecado es inevitable y terrible. Según la Ley, “la paga del pecado es la muerte” (Ro. 6:23). Esta muerte y juicio se extienden a todos los hombres, por cuanto todos han pecado (Ro. 5:12); El hombre está muerto en Sus delitos y pecados (Ef. 2:1). Le es necesario nacer de nuevo para entrar en comunión con Dios, pues las iniquidades del hombre hacen separación entre él y Dios (cfr. Is. 59:2). Dios juzgará pronto a todos los pecadores y todas sus acciones, incluso las más secretas (Ec. 12:1, 16; Ro. 2:16). (f) Jesús fue “hecho pecado” por nosotros (2 Co. 5:21). Una expresión así­ nos rebasa; significa que Cristo no sólo tomó sobre sí­ en la cruz todos los pecados del mundo, como nuestro Sustituto (Lv. 16:21; Is. 53:5-6, 8, 10; 1 Jn. 2:1), sino que además vino a ser, a los ojos de Dios, como la expresión misma del pecado ante Dios, hecho maldición por nosotros (Gá. 3:13). (g) El perdón de los pecados ha quedado ya adquirido por Cristo para aquel que acepte Su persona y sacrificio en el Calvario. El Cordero de Dios ha quitado el pecado del mundo (Jn. 1:29); El abolió el pecado por Su único sacrificio (He. 9:26); Su sangre nos purifica de todo pecado (1 Jn. 1:7). La Cena es la señal del pacto para remisión de pecados (Mt. 26:28). Todo aquel que cree en Cristo, recibe por Su nombre la remisión de los pecados (Hch. 10:43). Siendo que Dios nos ha dado Su Hijo, Dios no nos trata ya más según nuestros pecados (Sal. 103:10, 12); los pecados, rojos como la grana, vienen a ser blancos como la nieve (Is. 1:18); los ha echado tras de Sí­, y los ha deshecho como una nube (Is. 38:17; 44:22); los ha arrojado al fondo del mar (Mi. 7:19). Los ha olvidado (MI. 7:18). Ya no existen más delante de El (Jer. 50:20). La misericordia de Dios demanda toda nuestra alabanza. (Con respecto al pecado imperdonable, véase ESPíRITU SANTO, f) (h) La convicción de pecado es una de las mayores gracias que el Señor nos puede conceder. En efecto, se trata de la llave que da acceso a todas las demás. Esta convicción sólo puede ser producida por Su Espí­ritu (Jn. 16:8). Para ser justificado, el hombre debe ante todo ser consciente de su necesidad. Si pretendemos no tener pecado, mentimos (1 Jn. 1:8, 10); si confesamos nuestros pecados, el Señor es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad (1 Jn. 1:9). Las personas no arrepentidas debieran prestar oí­do a la solemne advertencia de la palabra de Dios: “Sabed que vuestro pecado os alcanzará” (Nm. 32:23). (Véanse JUSTIFICACIí“N, MAL, SANTIFICACIí“N.) Bibliografí­a: Véase CAíDA.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[304]
Cristo vino al mundo para redimir a los hombres de sus pecados y darles la salvación. Fue el primer anuncio del ángel al comunicar a José el misterio que se acercaba: “Le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.” (Mt. 1. 21) Y fue la última advertencia del mismo Jesús al despedirse de sus discí­pulos antes de su pasión: “Esta es mi sangre de la alianza, que se va a derramar por muchos para remisión de los pecados.” (Mt. 26. 28)

Toda la vida de Jesús parece un camino de lucha contra el pecado de los hombres. Sus discí­pulos así­ lo entendieron y se sintieron pecadores agradecidos por haberse sentido salvados por el Señor: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es El para perdonamos esos pecados y purificamos de toda injusticia.” (1 Jn. 1. 8-9)

La teologí­a de S. Pablo se centra también en la existencia del pecado, como motivo para que abunde la misericordia divina entre los hombres. El pecado es un mal odioso, pero el amor de Jesús lo ha sobrepasado con creces: “Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.” (Rom. 5. 20)

1. Qué es el pecado
Es la ofensa que la criatura hace a Dios, al no reconocer su supremací­a infinita y no cumplir alguno de sus preceptos o por omitir algo que es requerido por el mismo Dios.

El pecado es una realidad objetiva de acción o de omisión. Se da en nuestra vida colectiva (pecados sociales de injusticia, violencia o desorden social) y aparece en nuestra vida personal, ya que realizamos acciones o caemos en omisiones de nuestros deberes.

1.1. Falta de amor
El pecado es ante todo ausencia de amor a Dios. Es preferencia por lo terreno y olvido de lo que Dios desea.

En esencia es egoí­smo y pobreza de espí­ritu. Ante la grandeza y el amor de Dios, el hombre responde con ruindad y amor a sí­ mismo. Se prefiere la criatura al Creador en un orden natural; y se elige el capricho egoí­sta al cariño de un Padre del cielo, en un orden espiritual.

Es hacer todo lo contrario del modelo en el que Jesús resumió su vida y su plegaria final: “Hágase tu voluntad y no la mí­a” (Lc. 22. 42). El podí­a decir a sus adversarios judí­os cuando disputaba con ellos: “¿Quién de vosotros me puede atribuir a mí­ algún pecado?” (Jn. 8.46)

Los teólogos y moralistas de todos los tiempos han tratado de definir el concepto exacto de pecado sin conseguirlo. De las 271 veces que aparece el término pecado en el Nuevo Testamento (en griego “amartí­a”: 15. en Mt.; 13 en Mc.; 36 en Lc.; 22 en Jn.), más de la mitad alude a falta de amor, a infidelidad, a desobediencia y a rebeldí­a…

Por eso el concepto de pecado hay que identificarlo como alejamiento del querer divino; y precisamente por ello es la radical y absoluta oposición a lo que Cristo, Dios encarnado, hizo el mundo, que fue cumplir la voluntad de Aquel que le habí­a enviado.

La acción pecaminosa es el instrumento material por el que se hace presente el pecado en el mundo o en la conciencia del pecado. El pecado es algo más que la acción: es la intención, es el consentimiento, es el conocimiento de la acción. Hay que tener cuidado con no materializar la idea de pecado, reduciéndola a la acción, porque se puede realizar una acción en sí­ mala, una blasfemia por ejemplo, y carecer de advertencia o de consentimiento. Por eso hablamos de pecado material y de pecado formal. El pecado esencialmente es el consentimiento en la acción mala y, en consecuencia, el alejamiento, oposición, ruptura con Dios.

Precisamente la primera imagen que aparece en la Biblia del pecado, el de Adán y Eva, se presenta como una radical oposición a la grandeza señorial de un Dios que ha sido bueno con el hombre. La serpiente dijo a la mujer: “No moriréis, sino al contrario: vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses.” (Gen. 3. 4). Y el emblema con el que también la Tradición cristiana ha reflejado el pecado fue siempre la rebelión del ángel soberbio, que el profeta Isaí­as recoge en una de sus visiones: “Escalaré el trono del Altí­simo y seré semejante a él.” (Is. 14. 14), que luego retrata el Apocalipsis con su espectacular lucha contra Miguel y sus ángeles. (Ap. 12. 7)

Por eso en Moral se define el pecado como acción o como omisión, como palabra o como deseo, como acto o como actitud, pero que “que se oponen a la voluntad divina”; o también como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (S. Agustí­n: Faust. 22. 27; y Sto. Tomás de Aquino: Summa Th. I-II. 71. 6). Son definiciones descriptivas, no entitativas.

1.2. Debilidad humana

El pecado es debilidad humana más que maldad. Por soberbio y cruel que el hombre sea, en el fondo es una indigente y débil criatura que depende del Creador para ser y para subsistir. El pecado debilita la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Pero, sobre todo, destroza su dignidad sobrenatural y su amistad divina. El hombre es el primer perjudicado por el pecado, pues se aleja de la mayor riqueza que puede tener en este mundo, que es el mismo Dios.

La esencia del pecado es algo muy diverso y pluriforme: acción u omisión, debilidad o maldad, odio o egoí­smo, imprudencia o injusticia. El concepto implica analogí­a, no univocidad. Aplicar el término a hechos tan diversos como la blasfemia de un intelectual y el hurto en un cleptómano, el proxenetismo en un malvado explotador o el exhibicionismo en un psicópata, el egoí­smo en un inmaduro o el despilfarro en un megalómano, es un error de perspectiva ética.

La rebelión angélica, con toda la potencia de su inteligencia suprasensible fue un pecado (Ap. 12.7); pero no en el mismo sentido que el pecado de adulterio de David con Betsabé. (2. Sam. 11. 1-27). La obstinación satánica nunca tuvo arrepentimiento y no pudo ser perdonada. La de David fue seguida del arrepentimiento expresado en Salmo 50, que durante siglos tomaron los israelitas y luego la Iglesia como modelo de la oración humilde de arrepentido.

Entre llamar pecado al original que todos los hombres tienen al nacer y denominar pecado a la omisión de un precepto de la Iglesia, también la distancia es grande.

La mayor parte de los pecados de los hombres son consecuencia de su debilidad intelectual, moral o afectiva. Proceden de sus aficiones y tensiones corporales y de los estí­mulos ambientales, más que de sus opciones espirituales profundas y radicales.

El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que: “la raí­z del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15, 19-20). En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a las que hiere el pecado” (Nº 1853)

Será importante en el trato pedagógico y catequí­stico con las personas el saber situarse en ese contexto humano en el que se vive.

Aunque se objetaban los conceptos con reflexiones teológicas y bí­blicas, siempre habrá que mantener las referencias psicológicas y sociológicas para entender lo que es y lo que significa el pecado en la vida de los hombres

2. Tipos de pecados

Pueden ser de acción y de omisión, individuales y compartidos, de muerte y simples debilidades, colectivos e individuales. La vida del hombre es lucha contra el mal, contra el pecado. Por eso podemos hallar muchas formas de pecados contra las cuales es preciso luchar. La Sagrada Escritura recoge a veces listas o variedades de pecados. S. Pablo a los Gálatas les hablaba de las obras de la carne, opuestas a las del Espí­ritu: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatrí­a, hechicerí­a, odios, discordias, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgí­as y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo, como ya os previne, porque quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios.” (Gal. 5. 19-21)

Pero las alusiones a las cosas que desagradan a Dios y alejan de sus Reino son frecuentes en otros textos de la Escritura: Rom. 1. 28-32; 1 Cor. 6. 9-10; Ef. 5. 3-5; Col. 3. 5-8; 1 Tim. 1. 9-10; 2 Tim. 3. 2-5.

El catecismo de la Iglesia Católica habla de la gran diferencia que hay entre los pecados. “Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí­ mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y carnales; o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión”. (N? 1853)

2.1. Original y personal
El original es el pecado misterioso que hemos heredado de nuestros primeros padres. Todos los hombres hemos venido al mundo con ese tipo de enemistad divina, a excepción de Marí­a Santí­sima, Madre de Dios, que fue preservada de él por único y singular privilegio de su Hijo.

El pecado original es misterioso, pero real; es impersonal, pero mortal; es indiscutible, aunque incomprensible. Lo conocemos porque Dios nos ha revelado su existencia, aunque la misma experiencia de nuestra naturaleza nos dice que algo hay en nosotros perturbador.

Ese algo no debió ser efecto de la misma obra de la creación, sino contraí­do después. Precisamente para perdonar ese pecado a la humanidad se encarnó Dios en el mundo y murió por nosotros.

Llamamos al pecado original colectivo, universal, general, subsidiariamente humano. Y lo entendemos como totalmente diferente de cualquier pecado personal, de un robo, de una injusticia, del abandono de una obligación familiar. (Ver Original. Pecado)

2.2. Mortal y venial
Hay pecados que destruyen el orden divino de forma grave y total. Matan la vida sobrenatural del hombre y le cierran la puerta de la vida eterna feliz, por implicar un alejamiento radical de Dios. Por su poder destructivo los llamamos mortales.

Otros son menos destructores; su contenido es limitado o la intención de quien lo realiza es fragmentaria. Sólo lesionan o debilitan el alma, sin matar su vida sobrenatural, su gracia santificante, su amistad divina.

Algunos moralistas han querido diferenciar pecado grave de pecados mortales, intentado distinguir la entidad objetiva de la acción o de la omisión y los efectos destructores que engendran.

Llaman mortales a los que realmente suponen la destrucción de la gracia y de la vida sobrenatural. No destruyen el orden sobrenatural, que Dios ha querido para sus criaturas inteligentes, sino la vida en ese orden. Sin un don de la misericordia divina, no hay perdón.

Llaman, por el contrario, grave a los que tienen una entidad o naturaleza enorme, pero no llegan a destruir la vida de gracia, bien por falta de pleno consentimiento o de plena advertencia, bien porque la adhesión al mal no es total. Son pecados grandes, serios, importantes, perjudiciales, pero no llegan a mortales, a radicalmente destructores.

No es muy válida teológicamente esta diferenciación, pues ante Dios no hay término medio entre el amor y la negación del amor. Se le puede amar más o menos, pero se le ama. O es mortal o no lo es. Y si un pecado mata ese amor en su raí­z, es radicalmente mortal.

Los mortales implican la totalidad de la voluntad y plenitud en la acción humana. Por eso se suele decir en la moral cristiana que un pecado es mortal cuando cumple tres condiciones básicas:
– Que el acto moral es en sí­ mismo grave y objetivamente opuesto a Dios. Conocemos esa gravedad por la sensibilidad recta de la conciencia ética, por la enseñanza de la Iglesia y por Tradición o, a veces, por la Escritura.

– Que el hombre sea consciente plenamente de la deficiencia moral de la acción o de la omisión; es decir, que la inteligencia perciba el acto como tal y discierna la maldad del mismo, su calidad ética y no sólo psicológica.

– Que el consentimiento o adhesión de la voluntad al objeto sea plena y total, lo que supone el conocimiento, pero también la libertad, para poderlo aceptar o rechazar en plenitud.

Si hay muchos o pocos hombres que son capaces de llegar a la plenitud humana de la acción pecaminosa mortal (materia grave, advertencia plena, consentimiento total), o si hay muchos actos humanos que pueden alcanzar ese nivel de plenitud, es ya cuestión de discusión psicológica o antropológica. De lo que no hay duda es que los hombres normales pueden pecar mortalmente y perder la amistad divina y la gracia, porque son inteligentes y son libres, es decir son morales por voluntad de Dios. Cuando no se llega a la plenitud en esas tres dimensiones, nos movemos en el terreno de lo incompleto, es decir de lo éticamente leve. El “pecado venial” lo es o por parvedad de materia o por falta de consentimiento y de conocimiento total. Esto quiere decir que no se incurre en pecado mortal por sorpresa, por casualidad o contra el propio querer; que para ello se precisa claridad de miras malas y voluntad decidida. En otras palabras, el pecado mortal es algo muy serio, importante y destructivo y hay que querer cometerlo para llegar a semejante desgracia sobrenatural.

2.3. Pecados capitales y singulares
A veces se habla en la ascética cristiana de pecados capitales. Se entiende por tales, aquellos que son “cabeza”, raí­z o fuente, de otros pecados concretos y singulares que de ellos brotan.

Tradicionalmente se habla de siete: soberbia, avaricia, envidia, lujuria, ira, gula, pereza. De esas raí­ces nacen muchos actos pecaminosos: venganzas, ostentanciones, adulterios, violencias, etc. Pero no es necesario reducir las propensiones naturales desordenadas al numero emblemático de siete.

Son capitales todas las tendencias nocivas que son fuentes del mal. Se puede hablar de otras raí­ces como la ignorancia intencionada, la curiosidad morbosa, la negra maledicencia, la crueldad, el espí­ritu antijerárquico, el egoí­smo, etc.

No es correcto juzgar al hombre como una fuente de pecados, de manera que todo en él tiende al mal. El pesimismo ético no es cristiano.

Tampoco es bueno un naturalismo ingenuo, especie de optimismo ético.

No es justo pensar que todo lo que el hombre hace es bueno y es la cultura dualista de los griegos o de los persas (platonismo, maniqueí­smo, gnosticismo) que subyace en el cristianismo la que sugiere propensiones malvadas en una naturaleza que de por sí­ es buena.

El realismo sereno nos lleva a reconocer las tendencias al mal de una naturaleza debilitada por el pecado original y las buenas inclinaciones que en nosotros se pueden albergar: compasión, orden, generosidad, piedad, etc.

2.4. Pecados contra el Espí­ritu Santo
A veces en la Sda. Escritura se habla de algunos pecados especialmente graves: “De cualquier pecado puede ser perdonado el hombre. Pero el que blasfeme contra el Espí­ritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno” (Mc. 3. 29; Mt. 12. 32; Lc. 12. 10).

No quiere decir esta amenaza de Jesús que haya pecados imperdonables, pues la misericordia de Dios es infinita. Lo que se refleja en ella es que existen en ocasiones pecadores con tal obstinación en el mal y tan aferrados a sus malos procederes que no tienen remedio a no ser que Dios les prive de su libertad. Y eso Dios ordinariamente no lo hace, pues en su plan creacional está el respetar la voluntad libre que ha dado a los hombres, incluso aunque que se aferren obsesivamente en el mal.

Esos pecados contra el Espí­ritu Santo suponen negarse a aceptar la luz y hundirse violentamente en la oscuridad; llevan a enfrentarse abiertamente con las luces de Dios y a empeñarse en el mal.

Tal endurecimiento conduce a la perdición eterna y Dios misteriosamente les deja que se pierdan, porque no quiere destruir su libertad. Pero eternamente tendrán que reconocer que tuvieron las gracias necesarias para salvarse y ellos fueron quienes se empeñaron misteriosamente en hacer el mal.

2.5. Pecados que claman venganza
Algo semejante se puede decir de aquellos pecados que perjudican a los débiles, indefensos, explotados inicuamente por los malvados, que abusan sin compasión y sin entrañas de ellos.

De los pecados que claman venganza se habló al inicio de la Biblia, a propósito de la muerte del justo Abel, que “clamaba venganza al cielo.” (Gen. 4. 10); en relación al pecado de los sodomitas (Gen. 18. 20 y 19. 13), o en el clamor de los oprimidos del Pueblo de Israel en Egipto. (Ex. 3. 7-10). Fueron pecados cuyo eco subió hasta el Altí­simo.

Los Profetas hablaron muchas veces de estos pecado de opresión malvada, que incitaban a Dios a salir en defensa de los oprimidos: de los extranjeros objeto de abusos, de las viudas y de los huérfanos explotados, de los jornaleros privados de su salario, de los enfermos marginados: Deut. 24. 14-15; Juec. 5. 4.; Miq. 2.1-5; Hab. 2. 5-20; Is. 10. 1-4.

Son pecados que siguen en el mundo tal vez en crecimiento; y ciertas corrientes morales quieren resucitar ese carácter insocial y tremendamente perturbador que clama venganza. Basta hoy pensar en el gran número de exiliados y emigrantes objetos de atropellos, en los esclavos fí­sicos y sobre todo morales, en las ví­ctimas de la prostitución organizada, en los niños sometidos a explotación y abusos, en los indí­genas exterminados, etc. para sospechar que Dios no puede dejar que castigar a quienes cometen determinadas aberraciones.

2.6. Pecados reservados
A veces, para resaltar la gravedad de determinados pecados, se reclama por parte de la Iglesia una atención especial a la gravedad de algunos pecados. Ella ha recibido de sus Fundador el poder perdonar, y también el poder retener o negar el perdón, si lo considera que el arrepentimiento no es suficiente.

Se llaman pecados reservados aquellos que no puede perdonar cualquier sacerdote en el ejercicio de su ministerio pastoral. Se reserva el perdón la autoridad superior, el Papa a nivel de la Iglesia universal o el Obispo en su Diócesis.

Para obtener el perdón de tales pecados es preciso cumplir algunas condiciones, como son sí­ntomas de arrepentimiento especial o de reparación de la injusticia grave cometida. Ejemplos pueden ser las diversas formas de homicidio, especialmente de personas consagradas a Dios, las blasfemias públicas y atropellos graves de los derechos de la Iglesia cuando se hacen con escándalo y alevosí­a, a veces el aborto consciente y calculado, etc.

2.7. Pecados estructurales.

También existen determinados pecados colectivos y solidarios que provocan grandes desórdenes para la caridad fraterna y universal y cuya responsabilidad individual queda diluida al resultar compartidos y repartidos en sus causas y en sus manifestaciones. Los podemos denominar pecados sociales o estructurales y no son acciones concretas, sino resultados de acciones acumuladas y de relaciones complejas.

Tales son las injusticias en la producción y en el consumo de bienes y en el reparto de los mismos en la población humana; la insolidaridad en la búsqueda de beneficios de cultura, salud y trabajo; las actitudes racistas y las xenofobias provocadas por las masivas alteraciones de la población a causa de las guerras, de los emigraciones laborales o de fenómenos desruralizadores incontrolados; las diversas discriminaciones ideológicas, polí­ticas y sobre todo sexuales, en donde la situación de la mujer o de determinados credos religiosos quedan inadecuadamente tratado en la sociedad.

Estos, y otros fenómenos similares, conducen al desequilibrio ético en el mundo moderno. La estimulación malintencionada de la deuda externa en determinados paí­ses por parte de multinacionales sin entrañas o de potencias económicas nacionales de primer orden, sobre todo si se genera mediante el tráfico de armas o la manipulación de alimentos o de medicinas es un ejemplo patente. Es pecaminoso fomentar el consumo que beneficia a minorí­as privilegiadas, que sólo se sostienen con sistemas polí­ticos totalitarios, y abandonar a la mayor parte de la población a la indigencia.

Situaciones de este tipo constituyen verdadero pecado estructural que clama venganza al cielo. Sus efectos son tremendos en lo moral y en espiritual, pues atrofian toda sensibilidad ética en sus promotores y odio acumulados en las ví­ctimas.

Entre los pecados que más fuerte impacto en el mundo en que vivimos se pueden recordar: abuso de menores en el trabajo explotador; degradación femenina en las grandes redes de prostitución; mantenimiento de la ignorancia para conseguir masas laborales no reivindicativas; aprovechamiento malvado de riquezas naturales a costa de exterminios de nativos; mantenimiento de la esclavitud (niños convertidos en soldados armados o condenados a trabajos forzados); mutilaciones femeninas (ablación de niñas) en culturas supersticiosas; mantenimiento artificial de bolsas de hambre y pobreza para potenciar la rentabilidad de monocultivos.

Ni que decir tiene que la mí­nima sensibilidad ética reclama repudio de estas estructuras pecaminosas y, en lo posible, la promoción de una conciencia mundial más honesta. Esto se consigue lentamente: por ejemplo, con la denuncia valiente de opresiones, con la adhesión a movimientos sociales no politizados, con la resistencia pasiva a la violencia y al armamento; con la objeción de conciencia al margen de manipulaciones o de utopí­as irrealizables, etc.

3. El pecado y virtud
La moral cristiana no es una moral del pecado, sino una moral de la gracia y del amor a Dios. A pesar de que el pecado es una posibilidad real en la vida personal y colectiva de los hombres, y de que entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es preciso resaltar el carácter positivo de la moral cristiana. Se debe anunciar el Evangelio con la promoción del bien, de la virtud, de la caridad.

3.1. Importa lo positivo
Por eso el cristiano tiene que sentir gran temor por los pecado de omisión, formados por aquellas ausencias, silencios u olvidos en sus compromisos de fe que le pueden lleva a dejar de cumplir con lo que siente que Dios reclama en su conciencia
El Reino de Dios no es la victoria contra el Reino del mal. Es mucho más positivo y desafiante para todos aquellos que sienten en el alma los desafí­os del mensaje de Cristo.

– Por ese se debe sentir arrepentimiento cuando no se valoran los pecados veniales y las imperfecciones éticas en la vida, so pretexto de que se evitan los pecados morales.

– Se debe preguntar el cristiano por la práctica de las virtudes, sobre todo de la caridad fraterna, y no sólo por la ausencia de lesiones graves contra el prójimo.

– Hay que sentir la demanda de la Alianza con Dios iniciada en el Bautismo, que es el sacramento de la iniciación cristiana, y coronada con los sacramentos de la fecundidad, el Matrimonio, el Orden sacerdotal, y no centrar la vida espiritual en el sacramento de la Penitencia como recurso para recibir el perdón de las faltas graves.

3.2. Pecado y perfección El deber de tender a la perfección es algo inherente la vida del seguidor de Cristo. Y ofende a Dios el no seguir el camino de lo mejor, refugiado en la impresión de que ya se evita el mal.

El dijo: “Sed perfectos como mi Padre celestial es perfecto.” (Mt. 5.48). Y ello dijo no tanto para almas selectas y minoritarias, sino para todos sus seguidores. También es verdad que su mensaje es un mensaje de libertad: “Si quieres ser perfecto…” (Mt. 19.21)

La lucha contra el mal debe ser siempre viva y movida por el amor, no por el temor. Y es preciso ser humilde para comprender que no todos los males pueden ser evitados. Pero al menos los pecados mortales sí­ podrán evitarse.

San Agustí­n decí­a: “El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los leves. Pero no los debe considerar poca cosa. Si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas.

Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un rí­o. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión… (Ep. sobre Juan 1. 6)

Además es importante que tenga también temor con todo lo relaciona con las penas de los pecados, y no sólo que se contente con borrarla culpa. Es frecuente en los cristianos el sentimiento de que “librarse del infierno obteniendo el perdón es lo que importa. Lo demás es complementario.

Esto es verdad en lo esencial. Pero el cristiano debe recordar que si ha ofendido, no basta que sea perdonado para quedar limpio. Tiene que reparar el mal causado y la injusticia. Tiene que cultivar la sensibilidad de la reparación. De lo contrario, denota insensibilidad moral y con ello se abre el camino a nuevos pecados.

4. Consecuencias del pecado
El pecado es un acto contrario a la conciencia y a la libertad del hombre, pues le ata al mal. El peor efecto, además de la ofensa a Dios que nos ama, es que lesiona la naturaleza del hombre y atenta contra su grandeza del hombre.

En el mundo en el que vivimos hay muchas cosas que no están bien. Existe la injusticia, el abuso de los fuertes, la guerra y la violencia, el egoí­smo de mucho, grandes afanes de tener y de gozar. El pecado es una realidad frecuente. Y, sin embargo, hasta parece que los hombres no sienten la maldad del pecado, que ha perdido el sentido del vicio y del mal.

Incluso observamos que muchos que se llaman buenos también a veces se dejan llevar por el mal. Se muestran débiles ante la ambición, la mentira, la sensualidad, incluso la envidia y la malicia. El cristiano no se escandaliza por el pecado, ni aunque sea cometido por los buenos. Su experiencia le dice pronto que los hombres se hallan tentados y a veces sucumben. Saben cultivar la esperanza y recuerdan que Dios perdona a todos.

San Juan dice en una Carta: “Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros. Pero, si confesamos nuestro pecado, Jesús, que es fiel y justo, nos perdona. Hijos mí­os, os escribo esto para que no pequéis. Pero, si caéis en pecado, no olvidéis que tenemos a uno que nos defiende ante el Padre y que es Jesucristo, el Justo.” (1 Jn. 2. 2)

Todos, si somos sinceros, tenemos la experiencia personal del pecado y del desorden. Muchas veces hemos propuesto el hacer el bien y nos hemos dejado llevar con más o menos frecuencia del mal: de la envidia, de la pereza, de la rebeldí­a, de la falta de sinceridad… Es como si fuéramos más débiles de lo que a veces pensamos. San Pablo, evocando un verso del poeta latino Virgilio (video meliora, proboque; deteriora sequor) decí­a: “Muchas veces no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero.” (Rom 7. 15)

El pecado está en el mundo, está en la Iglesia, está en cada uno de nosotros ¿Nos quedaremos instalados en él o lucharemos por superar nuestros errores? Esta es la pregunta que nos hacemos y que no siempre somos capaces de responder con claridad.

4.1. Evitar el mal
La raí­z de todos los pecados está en la inteligencia y en la voluntad del hombre, es decir en su libertad. No basta medir el pecado por su objeto, sino que es preciso juzgarlo también por su capacidad destructora del orden querido por Dios para el mundo.

El pecado corrompe la vida. llena el mundo de injusticia, de concupiscencia, de violencia y de dolor. Destroza, ante todo y sobre todo, el amor, la paz, la libertad, por lo tanto la felicidad.

La repetición de pecados, aunque sean aparentemente de poca importancia, origina el vicio en el hombre, que es lo mismo que decir que le quita la libertad y la dignidad que Dios le regaló al hacerle señor del mundo.

4.2. Hacer el bien Con todo el cristiano no puede agotar sus proyecta de vida de fe y de amor en el simple esfuerzo por evitar el pecado. Es preciso que cultive el bien. El seguidor de Cristo vive su fe bajo la protección del Espí­ritu. Además de rechazar las obras de la carne, lo que trata de desarrollar es los frutos del espí­ritu. Es la forma de luchar contra el pecado. “Y el Espí­ritu produce: amor, alegrí­a, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, lealtad, humildad, dominio de sí­… Y ninguna ley existe en contra de todas estas cosas.

No en vano los que pertenecen a Cristo Jesús han crucificado lo que en ellos hay de bajo instinto, junto con sus pasiones y apetencias”. (Gal. 5. 19-21)

Por eso el cristiano no puede ser pesimista en sus visiones de la vida, de la sociedad, de la Historia y de la Iglesia. Su atención no se centra en el temor al mal, sino en la lucha por el bien. Sabe que hay pecadores, pero también que muchas personas se entregan a los demás sin medida y hacen lo posible por sembrar en su entorno la paz y el amor.

5. Catequesis sobre el pecado

El pecado está particularmente relacionado con el misterio de la Encarnación y de la Redención de Cristo. La primera consigna catequí­stica a su respecto se apoya en la referencia cristocéntrica.

Apenas si podremos presentar una suficiente catequesis, si no es con la óptica del Señor que vino al mundo para vencerlo y murió en la Cruz para perdonarlo y destruirlo.

La tradicional mirada de la Iglesia, inspirada en la Escritura, es la lí­nea insuperable de Cristo que proclamo un mensaje de victoria contra el mal.

Para enseñar al hombre a rechazar el mal desde los primeros años de su vida, es preciso enseñar a mirar el bien. Y evidentemente el bien, la buena noticia, está siempre prendida en los labios de Jesús. En la Pasión, muerte y resurrección es donde se entiende el pecado como causa del sufrimiento y el pecado como objeto de lucha y de victoria.

5.1. Consignas
Pueden ser muchas y diversas en sentido y alcance. Podemos centrar la atención en tres lí­neas de acción preferentes:

5.1.1. Iluminar la conciencia La educación de la fe parte de la iluminación de la inteligencia por la instrucción y de la conciencia por la promoción del bien. Se requiere dar luz en todos los terrenos morales. Esto supone un punto de partida: sindéresis, que equivale a contar con criterios rectos. Y, en segundo lugar, conciencia en sentido estricto, esto es capacidad para aplicar los principios a cada situación propia o ajena que se presenta.

Sin instrucción moral y doctrinal no hay educación moral.

5.1.2. Educar la libertad
No se debe confundir educación moral y educación ética. La ética es psicológica y sociológica y funciona con la simple razón. La moral es teológica y se rige por criterios de fe.

La buena educación sobre el pecado reclama una mirada de fe. Es preciso usar la inteligencia y el sentimiento, pero no basta mirarse a uno mismo para entender la raí­z del mal. La moral cristiana reclama la mirada a Dios. Hay que enseñar al educando a preguntarse con frecuencia, no si una cosa está mal o bien ante sí­ mismo, sino el por qué desagrada o no a Dios. Orientar su reflexión a preguntarse si Dios lo quiere o si Dios lo rechaza es educar el sentido del pecado.

5.1.3. Descubrir las raí­ces
La educación moral pasa por la superación de los simples hechos y exige llegar al fondo de los actos: a los motivos, a la causas, a las intenciones. No se podrá hacer entender lo que es el pecado, si sólo se centra la atención en las acciones que son pecaminosas. Es quedarse exclusivamente en lo exterior.

Sin aclarar lo que es la plenitud de la advertencia o del consentimiento a la hora de elegir ante Dios, no se entenderá por qué algo es estrictamente pecado. Sin valorar la propia libertad para hacer el bien y el mal no se puede descubrir por qué una cosa está mal ante los ojos de Dios.

5.1.4. Crear hábitos y actitudes
Importa mucho valorar las actitudes y no sólo atender a los actos, para no caer en cierto pragmatismo naturalista. Entender o no entender lo que es el pecado es cuestión de corazón más que de cabe­za. En moral se puede razonar sin enten­der, pero no se puede entender sin sentir desde la fe.

Por eso importa crear en el educando disposiciones habituales hacia el bien. Un pecado aislado es un desliz. Un hábito de pecado es mucho más importante. Con el bien acontece lo mismo. Decir la verdad una vez está bien. Vivir en actitud de sinceridad permanente es el ideal.

5.1.5. Fomentar el amor a Dios

El pecado es oposición a Dios. Puede llegar a rechazarlo sólo quien descubre que aleja de Dios. En la educación de la moral cristiana hay que hacer continua referencia a Cristo, a la Voluntad divina y a la Providencia. El pecado se entiende sólo desde la óptica del amor a Dios, no desde planteamientos terrenos: racionales, sociales, incluso afectivos.
El educador de la fe desde prevenir del riesgo frecuente de razonar sobre el bien y el mal. Su mirada preferente debe estar en la Palabra de Dios.

5.2. Adaptación a edades

En lo referente al pecado, como todos los aspectos morales, es decisivo el atender a la edad y a la maduración mental de los catequizandos

5.2.1. Con niños pequeños

En la infancia se identifica lo ético y lo estético: lo malo es feo y lo bueno es hermoso. Es edad en la que cuenta más el sentimiento que el juicio de valor.
Por eso conviene no multiplicar los razonamientos, sino atender más bien a las actitudes y a los sentimientos,
Desde los siete años se despierta una capacidad ética suficiente para discernir el bien y el mal, capacidad que llega a cierta plenitud hacia los diez años y a su perfección suficiente hacia los cator­ce. No conviene entrar en razonamiento o discriminaciones excesivas: moralvenial, actoactitud, originalactual. Lo mejor en la etapa infantil es despertar y fomentar el afecto a la “figura” de Jesús que rechaza el pecado y el amor al Padre Dios que tiene un plan sobre cada uno de nosotros y lo debemos cumplir.

5.2.2. Con preadolescentes

Importa recordar que esta edad es propensa a la creación de valores perso­nales y a captar los valores ambientales. Interesa resaltar ante sus reflexión la necesidad de poseer criterios rectos y suficientes.

El error a esta edad es caminar por ví­as de casuí­stica: se puede o no se puede, tal hecho es pecado o no lo es… con lo que muchas veces se malgasta el tiempo y el esfuerzo.

Es importante respetar la conciencia ya suficientemente promocionada de este catequizando. Pero es más importante enseñarle a juzgar por sí­ mismo a partir de criterios eclesiales.

5.2.3. Con jóvenes y adultos

Supuesta una suficiente educación anterior, interesa resaltar con objetividad la realidad del pecado en la vida personal y en la sociedad. El pecado es un hecho que existe y es una situación permanente con que nos encontra­mos. En estad edad hay que ofrecer criterios para juzgarlo e invitaciones para rechazarlo.

Pero también es necesario reclamar actitud de sinceridad, deseos de libertad de criterios ajenos insuficientes, actitudes de humildad para superar posturas subjetivas y sentido de conversión para cuan­do el pecado llegue a la propia vida.

(Ver Mal. 4.1.2.)

Los textos bí­blicos más hermosos para hablar del pecado

ANTIGUO TESTAMENTO

1. Pentateuco

Pecado de Adán y Eva. Gn. 3.1-24

El odio de Caí­n. Gn. 8.4-15

El origen del diluvio. Gn. 7. 18-24

El pecado de Cam. Gn. 10. 18-20

El pecado de Sodoma. Gn. 19. 2-29

El pecado de los hermanos de José. Gn. 37.2-36

El pecado de Israel. Ex. 32. 2-14

2. Libros Históricos

Sacrilegio de Acam. Jos. 7. 2-26

El pecado de Benjamí­n. Juec. 19. 2-29

El pecado de Helí­. 1 Sam. 2.13.-26

El pecado de Saúl. 1 Sam. 15. 2-30

El pecado de David. 2 Sam. 11. 1-27

El pecado de Salomón. 1 Rey. 11. 32-40

El pecado de Guejazi. 2 Rey. 2. 20-27

3.Libros Proféticos

Pecado de Jerusalén. Is. 3.1-25

Ceguera de Israel. Is. 42. 18-25

Maldad del pueblo infiel. Jer. 2-14-26

Obstinación en el mal. Jer. 8. 4-15

Los falsos profetas. Ez 13. 2-23

Las maldades. Os. 6.7 a 7.12

La maldad de Israel. Am. 3. 2-15

Pecado de Ní­nive. Jon. 2.2-16

4. Salmos
Salmo del perdón 32. 1-11
Salmo del insolente. 36. 2.13
Salmo del arrepentido. 51.3-17
Salmo del os errores. 78.1-72
Salmo de los cautivos 137. 1-9
Salmo contra el malvado 140. 1-14

5. Libros Sapienciales

Pecado de injusticia. Eccle. 3. 16-22

La pasión. Eccli 6. 2-4

Soberbia Eccli 6. 10-18

Origen del pecado. Eccli. 15. 11-20

Empecinamiento en el pecado. Eccli. 21. 1-11

Pecado sexuales Eccli 23. 16-27

La calumnia Eccli 28. 13-23

NUEVO TESTAMENTO

1. Sinópticos

Honradez de vida. Mt. 5.21-48 y Lc, 6.27-36

La cizaña. Mc. 4.1-20;Mt. 13.1-15; Luc. 8.4-15

Escándalo. Mt. 8.6-10; Mc. 9.42-48;Lc. 17-1-2

Hipocresí­a: Mt. 23-1-35; Mc. 12.38-40; Lc. 11-37-52

Falso cumplimiento. Mt. 15.12; Mc. 7.2-6

Divorcio. Mt. 9.1-12;Mc. 2-9

Oveja perdida. Mt. Mt. 18.12-14; L. 15.2-7

Hijo pródigo. Lc. 15.11-32

3. Epí­stolas Paulinas

El pecador tiene salvación. Rom 5.2-12

Vida nueva sin pecado. Rom 6. 2-23

Riesgos de la vanidad. 1 Cor. 4.17-26

Los inmorales nos se salvarán. 1 Cor. 5. 12-20

Dios reconcilia a todos. 2 Cor 6. 2-13

Pecado y libertad humana, Gal. 4. 13.24

Romper con el pecado. Ef. 4. 17-32

Liberación por Cristo. Hebr. 10.2.13

4. Epí­stolas Católicas

Limpieza de vida. Sant. 1. 19-27

Ambición e injusticia. Sant. 4.1-12

Oposición al mundo malo. 1 Pedr. 3. 13-19

Hasta los ángeles pecaron. 2 Pedr. 2.2-9

El mundo es pecador. 1 Jn. 1.12-17

Victoria sobre el mal. 1 Jn. 5. 2-12

La vida es lucha contra el mal. Jud. 8-16

5. Apocalipsis

Cada uno su pecado: Apoc. 2.1-29

Victoria final de Dios sobre el mal. Apoc. 7.9-19

La vida es lucha. Apoc. 8-2 a 9.21

El Dragón y la Mujer (= Iglesia). Apoc. 12. 1-17)

El Juicio final. Apoc. 14. 14-20

Caí­da de Babilonia. Apoc. 18. 1-24

Derrota del Dragón (del Mal) Apoc. 20.1-15

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Una ruptura de la unión-comunión con Dios y los hermanos

El concepto de pecado (“amartí­a”) no puede captarse sin tener en cuenta la relación y unión profunda del hombre con Dios y, por tanto, con la creación y la humanidad. El pecado es una escisión o ruptura de esta unión. No se trata de una simple transgresión de una norma. Dios ha dado al ser humano la capacidad de realizarse en la libertad de un amor de donación al mismo Dios y a los hermanos. El pecado es abuso de esta libertad enfocándola hacia el egoí­smo personal o comunitario.

Sin esta referencia explí­cita a Dios personal (suma verdad y suma bondad), el hombre “secularizado” pierde el “sentido del pecado” y corre el riesgo de entrar en la angustia de una culpabilidad insoluble. “El mayor pecado del siglo es la pérdida del sentido del pecado” (Pí­o XII; cfr. RP 18).

Se puede definir el pecado como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” de Dios (San Agustí­n, C. Fausto, 22,27; Sto. Tomás, I-II, 71,6). Es, pues, una ofensa a Dios, como rechazo o no aceptación plena de este amor (Sal 51,6). El pecado es “amor de sí­ hasta el desprecio de Dios” (S. Agustí­n, De Civ. Dei, I, 14,28), “alejamiento de Dios y orientación hacia las criaturas” (Idem, De lib. arbitrio, I,1, c.6).

Gradación en el atentado a la verdad y al amor

Por ser una falta contra el amor de Dios y del prójimo, el pecado es algo que atenta contra la verdad, el bien, la belleza, la propia razón y la propia conciencia. Pero hay una gradación o variedad de pecados original o de los primeros padres, actual o cometido en la historia posterior, mortal (grave), venial (leve) (cfr. Mt 6,12; 1Jn 5,16-17).

También se puede distinguir la variedad de pecados según las virtudes o leyes que se infringen, según el objeto o los actos, etc. (cfr. Gal 5,19-21; Rom 1,28.32). No puede hablarse de pecado sin tener en cuenta la persona en sus circunstancias (dimensión antropológica), especialmente con la voluntariedad y advertencia. Por esto se puede distinguir otra variedad de pecados material (considerado en sí­ mismo), formal (considerado en la conciencia personal), de comisión o de omisión, de pensamiento, palabra y obra, etc.

Se llama mortal al pecado que “destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios” (CEC 1855). Este pecado aparta al hombre de Dios y, por tanto, del fin último del ser humano. Para que se de el pecado mortal, ha de haber materia grave, pleno conocimiento y libre consentimiento (cfr. RP 17). Un solo acto grave podrí­a indicar ya una “opción fundamental”, es decir, una orientación profunda de la vida que se aparta de la caridad. Así­ serí­a si fuera una ruptura de la orientación fundamental del hombre hacia su fin último (Sto. Tomás, I-II, 88).

El pecado venial “debilita la caridad” (CEC 1863) y obstaculiza el camino de santidad, de comunión fraterna y de servicio de caridad. El pecado venial deliberado y habitual lleva paulatinamente a la pérdida de la caridad, es decir, al pecado grave.

Las inclinaciones desordenadas no son pecado cuando no se consienten voluntariamente; esas inclinaciones indican una “división í­ntima del hombre” que origina una lucha continua entre el bien y el mal, a nivel personal, comunitario y social (cfr. GS 13).

Las expresiones de pecado en la sociedad se manifiestan en el desenfreno de las pasiones, las injusticias y la violencia. Se puede hablar de “pecado social” (RP 16), en cuanto que el pecado de las personas llega a producir estructuras de pecado (cfr. GS 83-90).

Celo apostólico y experiencia de perdón

Gracias a la redención de Cristo, el Espí­ritu Santo “libera de la ley del pecado y de la muerte” (Rom 8,2). Por esto, vivir en Cristo es morir al pecado (cfr. Rom 6,2). Cristo salva del pecado y ofrece a todos esta salvación (Lc 5,8; 1Jn 2,2). Reconocerse pecador, ante la mirada de Cristo Redentor, es el camino para salir de la situación de pecado. Jesús, “fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación” (Rom 4,25).

En las vida de los grandes santos y misioneros, la generosidad apostólica brota de una conciencia viva de haber sido perdonado por Cristo, al estilo de Pablo “Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo” (1Tim 1,15). De esta conciencia, se pasa a constatar que el universalismo de la redención hace patente el universalismo del pecado (Rom 3,10) y, consecuentemente, el universalismo de la salvación (Rom 5,21). “Porque el amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron. Y murió por todos, para que ya no vivan para sí­ los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2Cor 5,14-15).

Referencias Conversión, ley, misericordia, moral (acto moral), pecado original, penitencia, perdón, reconciliación, redención, vicios capitales.

Lectura de documentos GS 13, 37; RP (todo el documento); VS cap. II; CEC 386, 1846-1876; TMA 32-36.

Bibliografí­a AA.VV., El misterio del pecado y del perdón (Santander, Sal Terrae, 1972); O. BERNASCONI, Pecador/Pecado, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 1524-1546; T. GOFFI, Pecado y pentiencia en la actual inculturación, ibí­dem, 1546-1555; B. HARING, Pecado y secularización (Madrid, Perpetuo Socorro, 1974); J.M. MILLAS, Pecado y existencia cristiana (Barcelona, Herder, 1989); A. PETEIRO, Pecado y hombre actual (Estella, Verbo Divino, 1972); P. SCHOONENMERG, El poder del pecado (Buenos Aires, Lohlé, 1968); L.F. LADARIA, Teologí­a del pecado original y de la gracia ( BAC, Madrid, 1993); M.J. TAYLOR, El misterio del pecado y del perdón (Santander, Sal Terrae, 1972); X. THEVENOT, El pecado hoy (Estella, Verbo Divino, 1989); S. VIRGULIN, Pecado, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 1428-1449.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: Jesús y los pecadores. – Jesús y el pecado. – El pecado y la muerte de Jesús. – Triunfo sobre el pecado. Liberación del pecado.

No encontramos en las palabras de Jesús una definición abstracta ni nueva del pecado. En ellas se presuponen las concepciones y tradiciones veterotestamentarias y hasta las religiosas más generales, al menos en ciertos aspectos. Es preciso partir de tales conceptos o vivencias, que, evidentemente, eran conocidas y aceptadas por Jesús y sus oyentes en mayor o menor grado. Es cierto, sin embargo, que los cambios en este punto derivados de la actividad y predicación de Jesús son francamente grandes.

Se supone la existencia de pecadores y, por tanto, del pecado como transgresión, individual o colectiva de la alianza, de las normas y leyes y como falta ética especialmente en relación con otros, así­ como, metafóricamente, como ofensa a Dios, deuda que se tiene respecto a El, alejamiento del Señor o cerrazón ante El centrándose en uno mismo. También existe el pecado como ambiente negativo que envuelve y condiciona a los seres humanos en este mundo, del cual los pecados concretos son realización y manifestación. A veces este aspecto se personaliza y aparecen los demonios o Satán, pero noes una presentación tan importante. Los seres humanos son pecadores cuando hacen el mal, especialmente en sus relaciones con los otros, pero también de una forma más radical, cuando se comparan con la grandeza de Dios, como por ejemplo Pedro al confesarse pecador ante el poder de Jesús (cfr. Lc 5, 8). No hay, en cambio, prácticamente nada sobre el pecado en cuanto falta ritual o impureza, que tanto espacio ocupa en ciertas tradiciones del Antiguo Testamento.

Jesús y los pecadores
El rasgo principal en la vida y actividad de Jesús en lo referente al campo del pecado es más bien su contacto con los pecadores. No hace muchas declaraciones teóricas sobre el pecado, ni siquiera lleva a cabo una lucha con la realidad abstracta del pecado, pero tiene relación con los seres humanos inmersos o participantes en el mundo del pecado, es decir, con los pecadores (amor a los pecadores), lo que nos permite ver su actitud ante tal realidad. Uno de los rasgos más propios del Reino de Dios es el de la acogida a quienes más lo necesitan, de los cuales los primeros son los pecadores.

Jesús caracteriza su misión con la famosa frase de no haber venido a llamar a los justos sino a los pecadores (Mc 2, 17 y par.). Es más que una declaración teórica por importante que sea. A lo largo de toda la vida pública de Jesús aparece de forma muy acusada su cercaní­a y aceptación de pecadores de todo tipo: personas concretas como Zaqueo (Lc 19, 1-10) o la pecadora (Mc 14, 3-9 y par.) o grupos más grandes que se acercan a él confiados en que los va a aceptar (Mc 2, 15 y par.; Lc 13, 2; 15, 1 ss). Hasta tal punto es notable esta actitud de Jesús, la cual contrasta fuertemente con la normal de los hombres piadosos en su tiempo, que sus enemigos lo describen como “amigo de pecadores” (Mt. 11, 19; Lc 7, 34) y dicen como reproche hacia él que come con ellos (Mc 2, 16 y par. Cfr. Lc 5, 30), es decir, acoge y acepta a gente pecadora.

Escenificación emblemática de la actitud de Dios respecto al pecador, la cual Jesús hace presente, es la llamada “parábola del hijo pródigo” o, mejor, “de los dos hijos” (Lc 15, 11-31) donde el padre/Dios acoge sin reservas a quien se ha alejado fí­sica o internamente de él. Sólo es necesario que los interesados se abran, en la medida que puedan, a la acción divina.

Pero los pecadores somos todos en mayor o menor medida. Jesús enseña en su oración más propia que todos han de pedir que se les perdonen sus deudas y todos necesitan, por tanto, de la misericordia de Dios de la que Jesús es eminente mensajero.

Evidentemente esta aceptación de la persona no incluye la aprobación de su modo de vida y proceder. Jesús se acerca a los pecadores, y deja que se acerquen a él, para que se conviertan y cambien de conducta (->arrepentimiento, conversión, penitencia), para que entren en el Reino que anuncia y realiza.

El perdón de los pecados es uno de los rasgos tí­picos de la actividad de Jesús que aparece de diversos modos en literalmente docenas de textos evangélicos, especialmente sinópticos con esa formulación (cfr. vg. Mt 6, 12; Mc 5, 1. 9. 10; Lc 5, 20. 21. 23. 24; 7, 47…). No es tanto un perdón jurí­dico como un hacer desaparecer el pecado o pecados de los seres humanos y hasta algunas de sus consecuencias. Por ello a veces va unido a la curación de alguna enfermedad (cfr. vg. Mc 2, 1-12 y par Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26), la cual era para los contemporáneos un signo del pecado (cfr. Jn 9, 2).

El perdonar pecados es claro atributo de Dios, contra quien va dirigido en último término el pecado, como resulta evidente ya en el Antiguo Testamento y se repite en el Nuevo. Jesús enseña en el Padre Nuestro a pedir perdón de las deudas (pecados) al Padre.

Pero es también acción propia de Jesús, de tal forma que sus adversarios u otras personas se escandalizan (Mc 5, Iss. y par.) y Jesús muestra que tal perdón estambién prerrogativa suya. Es, pues, uno de los indicios más fuertes de la condición divina de Jesús, tal como la presentan los Evangelios.

Este perdón es iniciativa de Jesús y del todo gratuito. La única condición es ponerse en contacto, establecer una relación con El, y abrirse a su acción por la fe/confianza. Viene a equivaler a tener conciencia de la propia condición pecadora, necesitada de perdón, reconocerse como uno realmente es ante Dios, o sea, pecador. Lo que impide el perdón es precisamente lo contrario: la cerrazón al don, el sentirse autosuficiente y confiado en uno mismo, por tanto, sin caer en la cuenta del propio pecado y, consiguientemente sin abrirse al perdón. Ejemplos tí­picos de ambas actitudes son respectivamente el fariseo y el publicano de la parábola de Lc 18, 9ss.

Jesús y el pecado
De Jesús vale, realmente, el corriente dicho de “condenar el pecado y no condenar al pecador”, como queda expuesto más arriba. Su actitud y actividad revela una concepción más honda del pecado que tradiciones neotestamentarias como la paulina y la joánica desarrollarán.

Para conocer lo que Jesús entiende como pecado hay que fijarse más en su actitud y actividad a lo largo de su ministerio que en declaraciones teóricas directas, las cuales, como hemos dicho, apenas existen. Toda la existencia humana de Jesús es una lucha contra lo deshumanizador y deshumanizante, contra el alejamiento de Dios y de los otros, contra el pecado y los pecados en suma.

El enfrentamiento y lucha de Jesús con el mal, con lo negativo, es uno de los rasgos más caracterí­sticos de su actividad terrena y postpascual. En realidad, tal como se colectiva. También la ignorancia, la inconsciencia, la ceguera… que provocan lo negativo y lo malo.

Esta es un interpretación de las actitudes de Jesús contra la injusticia, la dominación, la marginación, la religión opresora y que infunde miedo… El Reino, efectivamente, se opone a todo ello.

La forma en que Jesús lucha con el pecado no es sólo su condena ni siquiera su perdón. Trata de infundir actitudes y vivencias positivas: amor, esperanza, confianza, apertura al futuro, a Dios y a los demás; de crear en los seres humanos una actitud abierta y lejana al egocentrismo destructor. Para lo cual es condición imprescindible que los seres humanos se abran libremente al ofrecimiento que Jesús hace de una nueva existencia ante Dios, uno mismo, los demás y el mundo.

El pecado y la muerte de Jesús
El momento de la vida de Jesús donde, quizás, aparezca más claramente el pecado es, precisamente, su muerte.

De nuevo es la teologí­a de Pablo la que presenta más claramente la conexión entre la muerte de Jesús y el pecado en el mundo (->Muerte). Pero el Apóstol parece hacerlo a partir de los datos históricos que luego aparecen sin grandes variaciones en las narraciones de la Pasión en los Evangelios y que él conocerí­a por la tradición presinóptica y primitiva en general. En esta tradición aparece la fórmula “muerte por los pecados” (cfr. 1 Cor 15, 3; Gal 1, 4) o una muy cercana “entregar su vida como rescate” (Mc 10, 45) y “para el perdón de los pecados” en la fórmula de institución de la Eucaristí­a según Mt 26, 28.

No es preciso entender esos textos en sentido sacrificial, y mucho menos en el sacrificial expiatorio. Algo así­ como que la muerte de Jesús es un sacrificio que ofrece al Padre en nombre de los seres humanos para conseguir el perdón. Pese a la extendida y secular opinión ésta es sólo una forma -desacertadí­sima, por la concepción subyacente de Dios Padre, del todo contraria al concepto que de Dios tiene y predica Jesús, el “padre del hijo pródigo”- de explicar la relación de la muerte de Jesús con el pecado.

La muerte de Jesús está causada por los pecados del mundo, por el pecado humano. El enfrentamiento de Jesús con la realidad del pecado humano, que tiene fuerza real, se salda con su muerte, victoria provisoria y aparente del pecado.

Pero, evidentemente no se trata de nada mágico, de una fuerza de pecado actuando con independencia de las acciones de los hombres.

El pecado humano que produce la muerte de Jesús se muestra, entre otras cosas, en la errónea idea de las autoridades judí­as de que Jesús atenta contra la religión y el pueblo de Israel, en la obcecación, adhesión y, fidelidad a lo antiguo y conocido que tienen, sin admitir la novedad de Jesús; pero también aparece y actúa en la cobardí­a y abandono de los discí­pulos, en la indiferencia de Pilato, la traición de Judas, el egoí­smo de los habitantes de Jerusalén que defienden su vida basada en el Templo, etc. Estas actitudes, -o muchas de ellas- del tramo final de la vida de Jesús se han ido preparando a lo largo de la vida pública en su enfrentamiento con todas las estructuras negativas de su ambiente, representantes en su momento histórico, de la situación humana. Todas ellas, y los hechos a que dan lugar, son manifestaciones de la realidad del pecado humano y de cómo atañe a Jesús.

En formulaciones de teologí­a paulina que amplí­an y desarrollan una tradición anterior mucho menos explí­cita, hemos de hablar de cómo el pecado afecta personalmente a Jesús que no habí­a cometido pecado; “al que no conoció pecado, Dios lo hizo pecado por nosotros” (2 Cor 5, 21). Es el punto más bajo del vaciamiento de Jesús, participando en la situación humana hasta en sus puntos más negativos, para superarla desde dentro.

Triunfo sobre el pecado. Liberación del pecado
Como ha quedado dicho más arriba, la finalidad de toda la relación de Jesús con el pecado y los pecadores es lograr que el primero desaparezca y los segundos dejen de serlo.

En realidad se trata de algo más profundo que el perdón, aun cuando éste ya contenga en sí­ algo del triunfo sobre el mal. Pero esta victoria va más allá.

En cuanto a su persona, la resurrección (->Resurrección, Ascensión) de Jesús supone la victoria sobre todo el poder del pecado que habí­a llevado a Cristo a la muerte. Ya en su vida mortal Jesús es presentado por el Cuarto Evangelio desafiando a que le acusen de pecado (Jn 8, 46) y, en términos generales, los Sinópticos muestran que aun sus propios enemigos no pueden achacarle pecado alguno.

Pablo reconoce claramente que Jesús no tiene relación alguna personal con el pecado (cfr. 2 Cor 5, 21). Lo cual ya supone un primer triunfo sobre el poder del pecado. Pero, en todo caso, las consecuencias reales del pecado le han afectado hasta llevarle a la muerte. La resurrección simboliza pues el pleno triunfo personal sobre esos poderes. La existencia del Resucitado está por encima de la esfera de influencia del pecado y de su inseparable compañera la muerte (cfr. Rm 6, 910), lo que no ocurrí­a, en el sentido expuesto más arriba, con su vida mortal prepascual.

Veí­amos antes que, durante esta su vida, Jesús perdona los pecados de los otros, lo que también supone un otro cierto triunfo sobre la realidad del pecado en beneficio real del pecador y del mundo en que este pecado domina.

Efectivamente, el Reino de Dios incluye una victoria ya ahora sobre el pecado y una integración de los pecadores dentro del mismo.

Pero hay todaví­a otra victoria más total y definitiva o, si se quiere expresar así­, una realización absoluta de la salvación, que implica la superación integral del pecado, lo cual es más que un mero perdón. Es nuevamente la teologí­a paulina la que más ha desarrollado este aspecto (->redención, salvación).

Pese a lo extendido de esta idea, no es tan claro que la fórmula “muerte por los pecados” signifique que Dios perdona los pecados por la muerte de Cristo. Pero sí­ es cierto que la misma muerte de Cristo representa una cierta superación del pecado o pecados que han sido su causa. Porque en la misma cruz comienza a aparece la tremenda realidad del pecado que, por su misma esencia, es deicida (Kásemann). Esta revelación del auténtico rostro del pecado hace que el creyente en Cristo comience a rechazarlo y quiera alejarse de él.

Pero es la Resurrección de Jesús lo que lleva a cabo la auténtica y definitiva superación del pecado y la consecuente liberación del mismo. En efecto la Resurrección de Jesucristo no es un suceso que sólo le afecte a El personalmente, sino tiene efectos en todos los que están unidos a él por la fe y el bautismo y aun de alguna otra manera (cfr. 1 Cor 15, 12-28). La Resurrección es la irrupción definitiva y total de la Vida de Dios en el mundo y, por tanto, la desaparición del pecado como fuerza decisiva en la historia y realidad humanas. Por el acontecimiento pascual, Muerte y Resurrección de Jesucristo, el ser humano ha quedado liberado del pecado y su fuerza ha sido vencida. De hecho quien está unido al Señor Resucitado ya no está en el pecado (1 Cor. 15, 17).

Es obvio que no se trata de que los seres humanos sean “impecables”, que no puedan volver a pecar. Pero sí­ de que han recibido la fuerza para superar el pecado en sí­ mismos y en el mundo gracias a su Señor, que el pecado no es la última palabra, sino la vida de Dios. En paralelo con la suerte del Muerto y Resucitado, también el ser humano puede acabar viviendo en una vida enteramente para Dios y alejada del pecado. Ello es más que una perfección puramente ética o moral, que una impecabilidad de este tipo. Es la apertura real hacia la comunión y unión con Dios. Apertura escatológica, ya comenzada en la realidad presente pero todaví­a no llegada a su desarrollo total.

De otra manera: la revelación del amor de Dios hacia el ser humano pecador real se ha manifestado de forma total en la vida, muerte y resurrección de Cristo, posibilitando la respuesta humana en la misma lí­nea y, por tanto, el alejamiento del pecado, que ha quedado vencido para siempre. En los planes divinos, esta revelación/realización del amor se ha hecho, paradójicamente, por la asunción por parte del Hijo de los aspectos más negativos del ser humano, pecado incluido, tal como veí­amos más arriba. Pero todo ello estaba previsto para llegar a la destrucción de tales aspectos no de forma mágica sino, por así­ decir, “humano-divina”.

BIBL. – FEDERICO PASTOR RAMOS, La salvación del hombre en la muerte y resurrección de Cristo Estella Verbo Divino 1991; XAVIER THEVENOT, El pecado hoy, Estella Verbo Divino 1989; MARCIANO VIDAL, Pecado estructural y responsabilidad personal Madrid, SM 1991.

Federico Pastor

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

1. Hombres

(-> Adán, Eva, paraí­so, decálogo, muerte de Jesús, pena de muerte). La Biblia es para los creyentes el libro de la historia de las misericordias de Dios, que crea y libera a los hombres. En ese sentido, no es el libro de la culpa de los hombres, sino de la gracia de Dios. Por eso, ella habla del pecado de un modo indirecto: al fijarse en la gracia de Dios tiene que mostrar el riesgo de pecado de la humanidad. En el Antiguo Testamento el pecado está vinculado al rechazo de la palabra de Dios (especialmente en Gn 1-11) y a la negación o ruptura de su alianza (especialmente en Ex 20,32-35). Del pecado del pueblo de Israel tratan de un modo especial los profetas, desde una perspectiva más histórica. Del pecado del conjunto de los pueblos trata de un modo más preciso la apocalí­ptica*. El Nuevo Testamento identifica el pecado con el rechazo de la gratuidad y, de alguna forma, lo condensa en el asesinato de Jesús, que deja a los hombres en manos de su propia violencia. Desde esa base, retomando desde Pablo el relato básico de Gn 2-3, podemos evocar en conjunto algunos elementos del pecado bí­blico (no del pecado en los apocalí­pticos extrabí­blicos), poniendo de relieve su aspecto de libertad, vinculado a una opción humana.

(1) Génesis 2-3. Pecado del principio. Suponemos conocido el tema del paraí­so*, con los árboles del conocimiento del bien y del mal y con el gesto de Eva-Adán que comen del fruto “prohibido”. En ese contexto, con todas las matizaciones necesarias, podemos hablar de un pecado, (a) Es pecado del hombre, no de Dios ni del Diablo. En contra de las visiones trágicas de la historia (propias de las religiones de Oriente) y de los mitos o relatos dualistas del entorno bí­blico (cf. 1 Henoc*), el pecado de Gn 2-3 pertenece al hombre, es resultado de su opción, como ha destacado Pablo en Rom 5. (b) Pecado es desobediencia, dejar de escuchar (de obedecer: ob-audire) y dialogar con Dios. El hombre deberí­a haber acogido la voz de la vida que le sostiene e impulsa; pero escucha otra voz de sospecha que le dice: Dios quiere engañarte, vive y decide por ti mismo. Adam (= Adán y Eva) rechaza el diálogo con Dios y queda solo, queriendo hacerse principio de sí­ mismo y de todo lo que existe, (c) Pecado es envidia. El hombre no soporta que haya Dios y él quiere hacerse divino: echarle de su trono y colocarse allí­ por fuerza (sin advertir que un Dios por fuerza no serí­a divino), (d) Pecado es mentira, falta de transparencia (como dirá Jn 8,44). El verdadero Dios está versado en el bien y el mal, pero sólo por gracia, no por imposición o deseo de conquista. En contra de eso, el hombre quiere adueñarse del bien y el mal por engaño. Pecado es lo que oculta nuestro fundamento: aparentar que existo por mí­ mismo, negando lo que debo a los demás y, sobre todo, al Dios de la Vida, (e) Pecado es legalismo judicial. El principio de la vida es el diálogo con Dios y la apertura gratuita hacia los otros, en gesto de agradecimiento. Por el pecado, en cambio, el hombre quiere hacerse dueño de lo bueno y de lo malo, para medir y modelar a su manera lo que existe, en provecho propio. De esa forma se coloca fuera de Dios (que es gracia) y desde su propia superioridad discierne y define las cosas y personas, como si dependieran de él. (f) Pecado es dominio violento sobre los demás. Dios ha dado al hombre propiedad sobre las cosas, haciéndole señor de plantas y animales, conforme a un señorí­o bueno, en lí­nea de gracia; pero no le ha dado dominio impositivo sobre sí­ mismo y sobre la vida. Por eso, allí­ donde quiere adueñarse por fuerza de su vida se destruye a sí­ mismo, (g) Pecado es muerte. Dios es la vida y su rechazo deja al hombre en manos de su propia fragilidad; Dios no mata a los hombres, sino que les quiere dar la vida. Pero los hombres que se encierran en sí­ quedan presos de su propia muerte, como indicará Gn 4 (pecado de Caí­n*-Abel*), que sigue siendo la primera y mejor exégesis de Gn 2-3 (pecado original).

(2) Romanos. Relectura cristiana. La teologí­a cristiana ha desarrollado el pecado original a partir de Gn 2-3, tal como lo ha reformulado Rom 5. Aceptamos básicamente ese esquema, pero lo interpretamos desde la experiencia pascual. En ese contexto añadimos que el pecado original culmina en la muerte del Cristo: matando al Hijo de Dios los hombres ratifican el pecado, llevándolo hasta su última expresión, haciéndolo ya definitivo. Este es el pecado: ha venido la gracia de Dios y los hombres la han negado; ha ofrecido Dios la vida en Jesús y los hombres han preferido su muerte. Ha anunciado Jesús el Evangelio y los hombres le han negado; ha ofrecido la vida de Dios y los hombres le han matado. Este es el pecado original, el pecado del conjunto de los hombres que han optado por “comer del árbol del conocimiento del bien-mal”, haciéndose dueños de la vida y de la muerte y matando así­ a los enemigos o distintos. Este es el pecado de Caí­n*, primer portador concreto del pecado, que ahora culmina, cuando los hombres matan a Jesús, en cuya sangre se condensa la sangre de todos los asesinados de la historia humana (cf. Mt 23,35). Sólo ahora se puede hablar de un pecado original y universal, (a) En un sentido, el pecado original lo hemos cometido todos, vinculados como estamos en una misma humanidad violenta, simbolizada por Adán y Caí­n. Todos nosotros hemos participado en el homicidio central de Jesús y así­ lo descubren y celebran los cristianos en el dí­a de su fiesta (Vigilia pascual) cuando se confiesan pecadores, responsables de la muerte de Jesús, de todas las muertes. Este es el pecado original y universal: matar la vida, matar a los inocentes y distintos, en una historia de asesinatos que ha culminado en la muerte de Jesús, asesinado universal. Pues bien, Jesús invierte ese pecado: siendo inocente no nos condena, no nos rechaza, sino que ofrece su perdón (la salvación de Dios) a todos aquellos que le han matado. Así­ aparece como el Hijo de Dios Padre, aquel que puede superar todos los pecados, (b) Pero no todo es pecado. En el camino que lleva al Calvario no todo es pecado. En el fondo de la muerte de los hombres se ha ido revelando el don más alto de la vida, la gracia creadora, en forma de promesa de salvación o, mejor dicho, de salvación ya realizada por medio de la resurrección de Jesús. Este es el camino de la fe, simbolizada por Abrahán. Este es el camino de la donación materna de vida, simbolizada y expresada por la mujer de Gn 3,15.20 (por la madre de Jesús en Gal 4,4). En un determinado plano, todos nosotros (incluida la madre de Jesús) nos hallamos representados por el Adán de muerte al que se alude en Rom 5 y 1 Cor 15. En ese aspecto, somos pecadores, como sabe bien san Pablo. Pero en otro aspecto debemos afirmar que llevamos dentro un “germen de vida”, un principio femenino o materno de existencia no violenta que está representado por la mujer de Gn 3 y por la madre de Gal 4,4, culminando en Jesucristo, (c) Muerte y resurrección de Cristo. Pecado es todo lo que lleva a la muerte de los otros, especialmente de los pobres y excluidos, en los que ha venido a “encarnarse” el Mesí­as, como sabe Mt 25,31-46. Pecado es el asesinato, entendido de un modo directo (matar a los demás) o de un modo indirecto (dejarles morir, no acompañarles). Los cristianos pensamos que todos los pecados han venido a culminar y se han condensado de algún modo en el asesinato de Cristo. Pues bien, por encima de ellos, ha venido a revelarse, en el mismo Cristo, el amor de Dios que acoge a los excluidos y que resucita a Jesús, su hermano, a quien podemos venerar como Dios encarnado en el camino de pobreza y gracia de la historia humana.

Cf. A. DUBARLE, El pecado original en la Escritura, Studium, Madrid 1971; J. ERRANDONEA, Edén y paraí­so. Fondo cultural mesopotámico, Marova, Madrid 1966; P. GRELOT, El problema del pecado original, Herder, Barcelona 1970; H. RENCKENS, Creación, paraí­so y pecado original según Gn 1-3, Guadarrama, Madrid 1969; P. RICOEUR, Finitudy culpabilidad, Taurus, Madrid 1982; H. HAAG, El pecado original en la Biblia y en la doctrina de la Iglesia, Fax, Madrid 1969.

PECADO
2. íngeles

(-> Satán, ángeles vigilantes, Henoc). La apocalí­ptica* dura está centrada en el pecado de los vigilantes*, es decir, de los ángeles invasores, que violan a las mujeres y destruyen la vida de los hombres, haciéndoles esclavos de la guerra y la violencia interminable. En contra de lo que sucede en el Génesis, donde el pecado de los hombres es siempre perdonable, aquí­ encontramos un pecado radical, que no puede perdonarse. Desde ahí­ evocaremos el pecado de los ángeles, representados también como astros, para ocuparnos al fin del gran diluvio, que serí­a el resultado final de ese pecado.

(1) Pecado de los ángeles, doctrina teológica. La teologí­a tradicional católica supone que los ángeles caí­dos no pueden salvarse porque son incapaces de arrepentimiento, es decir, porque no quieren salvarse, a pesar de la bue na disposición de Dios: “Tras la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios (cf. Gn 3,1-5), que, por envidia, los hace caer en la muerte (cf. Sab 2,24). La Escritura y la Tradición de la Iglesia ven en este ser (en el origen de esa voz) un ángel caí­do, llamado Satán o Diablo (cf. Jn 8,44; Ap 12,9). La Iglesia enseña que primero fue un ángel bueno, creado por Dios… La Escritura habla de un pecado de estos ángeles (2 Pe 2,4). Esta caí­da consiste en la elección libre de estos espí­ritus creados que rechazaron radical e irrevocablemente a Dios y su Reino… Es el carácter irrevocable de su elección, y no un defecto de la infinita misericordia divina, lo que hace que el pecado de los ángeles no pueda ser perdonado” (Catecismo de la Iglesia Católica, 391-393).

(2) 1 Henoc. Pecado que no puede perdonarse. En el contexto anterior se sitúa el proceso penitencial inútil, iniciado por los Vigilantes, a través de Henoc, pero fracasado, pues Dios no admite su petición: “Les hablé a todos juntos (a los Vigilantes pecadores) y todos temieron, apoderándose de ellos el temor y el temblor. Mc rogaban que les escribiese un memorial de súplica, para que obtuviesen el perdón y que lo llevara ante el Señor del cielo, pues ellos ya no podí­an hablar (con Dios)… Entonces escribí­ un memorial de súplica y petición por sus almas” (1 Hen 13,3-6). La tradición israelita ha destacado la necesidad de la conversión de los pecadores y la gracia del perdón que Dios les ofrece tras el cambio de sus vidas. Este es el tema central del Exodo (Ex 32-34) y de la teologí­a del templo, según la cual los hombres pueden conseguir el perdón de sus pecados, a través del arrepentimiento. Una y otra vez, los judí­os convertidos experimentaron el perdón como principio de un comienzo nuevo: ellos habí­an roto la alianza, pero Dios les permití­a renovarla por la conversión tras haberla quebrantado. No habí­a pecado que no pudiera perdonarse a través de una gracia más alta. La conversión y el perdón fueron el centro de la antropologí­a de los estratos finales de la Biblia y de la tradición judí­a posterior. Debemos suponer que algunos grupos del cí­rculo de Henoc pensaron que el perdón de Dios podí­a aplicarse incluso a los mis mos Vigilantes y a sus hijos monstruos, los gigantes. Ese habrí­a sido el contenido del segundo libro del antiguo “Pentateuco de Henoc”. Tras el primer libro actual (1 Hen 6-36), que estarí­a redactado de una forma algo distinta, de manera que quedaba abierta la posibilidad del perdón de los Vigilantes, vendrí­a un segundo libro, titulado precisamente Gigantes, donde se narraba la conversión y el perdón no sólo de ellos (los Gigantes), sino también de sus padres, los ángeles caí­dos (Vigilantes). Habrí­a, pues, una reconciliación integral, una apocatástasis centrada en el perdón de los pecados cósmicos y angélicos. El tiempo vinculado a la caí­da y castigo habrí­a sido un paréntesis malo; volverí­a atrás la historia, de manera que torturadores y torturados, violadores y violados, culpables e inocentes podrí­an alcanzar perdón y paz, a través de una amnistí­a y gracia universal. Estarí­amos, por tanto, ante una antropologí­a (y cosmologí­a) de la gracia total (final), que formarí­a parte de una angelologí­a y teologí­a del triunfo absoluto de la vida, ofrecida en plenitud a todos los seres creados. Esta serí­a al fin una gracia universal, pero ella correrí­a el riesgo de ser gracia barata, sin poner de relieve la responsabilidad de los culpables. Pues bien, en un momento dado, entre los siglos III-II a.C., los responsables de la escuela de Henoc habrí­an rechazado esa postura: no hay perdón para los ángeles caí­dos, ni reconciliación entre asesinos celestes y ví­ctimas humanas. La misma seriedad del delito de los ángeles y de los monstruos (gigantes) exigí­a que su condena fuera definitiva. De manera irremediable pecaron; sin remedio sufrirán por siempre. Azazel y el resto de los ángeles caí­dos han nombrado a Henoc como abogado para que les defienda en sesión judicial extraordinaria. Se habí­an juramentado a pecar, bajo palabra de anatema, para seducir a las mujeres y obtener hijos propios (cf. 1 Hen 6,5). Ahora se comprometen a pedir perdón y arrepentirse, pidiendo a Henoc que eleve ante Dios su memorial o súplica de gracia (cf. 1 Hen 13,6). Pero Dios responde de manera negativa, rechazando el perdón de los culpables: “No os valdrá vuestra súplica por todos los dí­as de la eternidad, pues firme es la sentencia contra vosotros: no tendréis paz… Ya no subiréis al cielo por toda la eternidad, pues se ha decretado ataros a la tierra por todos los dí­as de la eternidad. Pero antes habréis de ver la ruina de vuestros hijos predilectos, y no os servirá el haberlos tenido, pues caerán por la espada delante de vosotros. Ni valdrá vuestro ruego ni vuestras peticiones y súplicas por ellos, y vosotros mismos no podréis pronunciar ninguna de las palabras del escrito que redacté” (1 Hen 14,4-7).

(3) Condena eterna, ¿condena intradivina? La condena eterna implica incapacidad de comunicación, es decir, de gracia. Los ángeles caí­dos ya no tienen acceso ante Dios: no pueden presentarse ante su tribunal ni pedirle ayuda. Han quebrado la paz y quedan sin paz, destruyéndose para siempre, encadenados bajo una tierra que ellos han querido someter a su violencia. El texto supone que hay una perversión angélica: un mal “perfecto” o consumado, irremediable en su principio y consecuencias, un infierno para los demonios. Los Vigilantes han torcido su camino de forma completa y ni Dios puede hacer que vuelvan a su estado primitivo de bondad. Este es un mal de consecuencias perdurables: los hijos del pecado (Gigantes, guerreros insaciables) morirán sin remedio. En este plano triunfa el talión sobre la gracia. Estamos en el comienzo de una antropologí­a del pecado total y de la total condena. Es como si Dios tuviera que arrancarse de sí­ mismo una parte de su propio ser, para así­ purificarse, conforme a una visión que ha puesto de relieve la Cábala judí­a posterior, tanto en Castilla (siglo XIII) como en Safed de Galilea (siglo XVI d.C.). Recordemos en este contexto que la teologí­a católica tiende a distinguir dos casos, (a) Los ángeles culpables, convertidos en demonios, no pueden convertirse, ni recibir la gracia: están fijados en lo malo; eso significa que ellos mismos se vuelven infierno para siempre. (b) Por el contrario, los hombres pueden siempre arrepentirse, pues tras Cristo ya no existen más “hijos del diablo”, condenados sin fin; los hombres son siempre capaces de gracia (en contra de los ángeles perversos). En 1 Hen 12-16 resulta más difí­cil distinguir esos niveles y separar a los Vigilantes (ángeles violadores) de sus hijos malignos, los Gigantes monstruosos (también aniquilados sin remedio) y del resto de los pecadores (que pueden ser los enemigos de Israel, hombres “perversos”). Da la impresión de que el autor de 1 Henoc está condenando irremediablemente (sin posible gracia) no sólo a Vigilantes y Gigantes, sino a todos sus “partidarios”, en una actitud que puede compararse con la dualidad del “maniqueí­smo” con su doble predestinación, fundada en un tipo de “dualismo divino”: es como si el Dios bueno (al que pertenecen los salvados) tuviera que arrancar de sí­ mismo al Dios malo (a quien pertenecen los condenados); es como si el árbol del bien y del mal perteneciera al mismo Dios. Estarí­amos ante un maniqueí­smo teológico (división intradivina), moral y polí­tico, pues condena al infierno sin fin no sólo a los hombres malos en cuanto individuos, sino también a los “pueblos perversos”, que suelen identificarse con los enemigos de la nación israelita. Sobre esa base no puede elaborarse ya una antropologí­a universal de gracia.

(4) Especulación apocalí­ptica. Pecado y condena de los astros. La apocalí­ptica antigua no trata sólo de Dios y de sus ángeles perversos, sino que se encuentra vinculada a un tipo de búsqueda sapiencial del orden cósmico, que no puede aceptar ya la visión de Gn 1 que poní­a de relieve la estructura positiva (= bella) de la creación, organizada litúrgicamente en siete dí­as de grandeza y alabanza, que parecen responder a los siete astros buenos del conjunto cósmico. Recordemos que Gn 1 no aludí­a a la creación de los ángeles, bien conocidos en su tiempo. Ello se debe quizá al intento de desmitificar la realidad (el autor no quiere introducir otros seres divinos, al lado de Dios, por el peligro de adoración que ello supone) o al hecho obvio de que el mundo astral está vinculado al angélico. Sea como fuere, la apocalí­ptica dura carece de las reservas de Gn 1, pues, a su juicio, el mundo astral y angélico se encuentran internamente vinculados. Por eso, lógicamente, ha unido el pecado angélico a un tipo de gran catástrofe cósmica (astral): los Vigilantes, ángeles caí­dos, son Espí­ritus que rigen (regí­an) el orden cósmico. Por eso, su pecado viene a presentarse como caí­da y perturbación del mismo cosmos, (a) Pecado de los ángeles, pecado de los astros. Los profetas habí­an destacado la novedad antropológica de la salvación y la libertad del hombre frente al cosmos, desligando así­ la historia humana del encuadre angélicoastral donde la habí­an situado los mitos normales de las religiones del Oriente antiguo. Los apocalí­pticos, en cambio, han vuelto a señalar la conexión (cósmica) astronómica de la vida humana. Para ellos, el pecado no es el resultado de una opción humana (como han supuesto Gn 2-3 y Rom 5), sino caí­da astral, pues ángeles/demonios y estrellas cósmicas se encuentran vinculados: las mismas estrellas han delinquido (han perdido su armoní­a), los guardianes cósmicos (ángeles) han bajado a perturbar nuestra existencia; ellos son la causa de nuestra condena. Sólo a partir de ese desastre cósmico (caí­da de los siete grandes astros) se puede interpretar la salvación como nuevo descubrimiento del orden cósmico. Eso significa que, por encima del posible pecado de los hombres, hay otro mucho más fuerte, que está vinculado con un trastorno estelar, que se expresa humanamente en la mutación de las fechas y signos del calendario religioso. (b) Orden cósmico y calendario sagrado. A través de sus purificaciones y fiestas, los justos conseguí­an mantener la sintoní­a con el orden cósmico, expresado en el ciclo de los astros (de los dí­as del año, del mes, de la semana), un ciclo que refleja el sentido de conjunto de la realidad, pues ángeles y astros se vinculan. Por eso, al cambiar su calendario, los judí­os “infieles” de Jerusalén (los no esenios o no apocalí­pticos) se han separado del orden astral, se han pervertido, quedando así­ en manos de los astros perversos (de los ángeles violadores) como muestra de forma impresionante la literatura de Qumrán (partiendo quizá de Jubileos). Sólo puede conocer el final (meta de la historia) quien ha descubierto y conoce, quien sabe y respeta la hondura del cosmos, guardando sus ritos, celebrando en sintoní­a con el cielo y con la tierra (con los ángeles y astros) las fiestas de la creación. El apocalí­ptico es un hombre (¿una mujer?) que sabe descubrir el orden de los astros, para expresarlo en la liturgia humana (terrestre) de las fiestas y purificaciones, sin dejarse perturbar por el desorden que han introducido los Vigilantes (ángeles) caí­dos, sin dejarse pervertir por los cómputos falsos de celebracio nes y fiestas de los judí­os descarriados del templo de Jerusalén. Este es un tema que hoy nos resulta más difí­cil de entender, pues hemos separado de manera fuerte la visión religiosa de la vida humana y el orden o desorden de los astros. Para los apocalí­pticos, por el contrario, éste es un tema central: sólo es justo (sabio) quien se encuentra en sintoní­a con el conjunto cósmico.

(5) Apocalí­ptica y orden o des-orden (des-astre) cósmico. En contra de lo que a veces se ha pensado, el Dios de la apocalí­ptica no es a-cósmico, sino Señor del recto orden del tiempo y del espacio en este mundo, de un orden que ha podido ser perturbado por el Angeles caí­dos. Los auténticos apocalí­pticos superan el desorden de esos ángeles perversos, descubriendo y celebrando de nuevo, en sus fiestas y ritos, el ritmo auténtico del cosmos. De esa forma, ellos son los custodios de la pureza y valor sagrado del mundo. Conocen el ritmo de los astros, guardan las fiestas de Dios (fiestas del cosmos) en sus tiempos determinados, conocen el transcurso y duración de la historia cósmica. Sólo es vidente apocalí­ptico aquel que ha sabido descubrir, en Dios y desde Dios, la estructura sacral del cosmos, pudiendo superar de esa manera el pecado de los ángeles (astros) y los hombres, que han pervertido el orden y armoní­a de los tiempos. Así­ lo ha descubierto el vidente apocalí­ptico: “Continué mi recorrido hasta el caos y vi algo terrible: vi que ni habí­a cielo arriba, ni la tierra estaba asentada, sino (que era) un lugar desierto, informe y terrible. Allí­ vi siete estrellas del cielo atadas juntas en aquel lugar, como grandes montes, ardiendo en fuego… Estas son aquellas estrellas que transgredieron la orden del Dios altí­simo y fueron atadas aquí­ hasta que se cumpla la mirí­ada eterna, el número de los dí­as de su culpa…” (1 Hen 21,1-6). Este es uno de los textos más antiguos de la tradición de Henoc y vincula la caí­da de los Vigilantes (ángeles violadores) con una perturbación de los Siete astros rectores del cosmos. El pecado constituye, según eso, un desorden integral: una ruptura en los principios en los que se asienta y consiste cielo y tierra. El vidente apocalí­ptico es capaz de penetrar en ese desorden cósmico-angélico, para superarlo, con un conocimiento más alto de la verdadera astronomí­a, del orden verdadero del cielo de Dios. Sólo puede conocer el final (meta de la historia) quien ha descubierto y conoce el auténtico ritmo del cosmos. Por eso, la apocalí­ptica se vincula con la astronomí­a (astrologí­a) sagrada. El orden cósmico primero ha sido quebrado por los siete astros fundantes (principios de la realidad, ángeles originarios) que se alzaron contra Dios y no aceptaron la ley de sus giros, el orden de su esencia. Del mal de esos ángeles cósmicos (violadores de mujeres, destructores de la armoní­a fundante) dependen todos los restantes males; el pecado original tiene carácter astronómico. Ellos, los videntes de la escuela de Henoc, lo saben y saben buscar el orden primigenio, más allá de los giros perversos del mundo.

(6) Gn 6. Pecado de los “hijos de Dios”. Dejamos de algún modo la apocalí­ptica dura y volvemos a la Biblia, para ver las implicaciones de ese pecado angélico-astral, que está presente, de un modo velado, en el relato del diluvio. “En aquel tiempo, cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra, les nacieron hijas; y los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran bellas y tomaron de entre todas las mujeres que desearon… En aquellos dí­as habí­a gigantes en la tierra, y aun después, cuando se unieron los hijos de Dios con las hijas de los hombres y les nacieron hijos. Ellos eran los héroes que desde la antigüedad fueron hombres de renombre. Yahvé vio que la maldad del hombre era mucha en la tierra, y que toda tendencia de los pensamientos de su corazón tendí­a siempre hacia el mal. Entonces Yahvé se arrepintió de haber creado al hombre en la tierra, y le dolió en su corazón. Y dijo Yahvé: Arrasaré de la faz de la tierra los seres que he creado, desde el hombre hasta el ganado, los reptiles y las aves del cielo; porque lamento haberlos hecho. Pero Noé halló gracia ante los ojos de Yahvé” (Gn 6,1-8). A diferencia de lo que se dice en 1 Hen 6-36), los hijos de Dios no son aquí­ ángeles bajados del cielo para violar a las mujeres, sino que pueden ser (son) descendientes de SetEnós, es decir, unos seres que deberí­an ser “buenos”, a diferencia de los “malos”, que son hijos e hijas de los hombres, es decir, descendientes de Caí­n. En ese trasfondo emerge la “perversión universal”, que se expresa en un tipo de violación sexual y de violencia militar (nacen los gigantes/guerreros), para culminar en una ruptura total de comunicación, de manera que se impone sobre el mundo un tipo de potente desmesura (hamas: crimen o violencia, Gn 6,13). En este contexto ha ofrecido su mensaje antropológico el relato del diluvio que la Biblia ha recogido y recreado desde el fondo de antiguas tradiciones. Lo que el texto (Gn 6-8) quiere destacar no es la existencia de un diluvio, tema que formaba parte de muchos mitos culturales del entorno, sino el riesgo de “pérdida de gracia”, que deja a los hombres en manos de su pura violencia, a no ser que Dios les salve.

(7) Del pecado al diluvio. El autor bí­blico vincula la vida y libertad humana con el mismo orden o desorden cósmico. (a) El diluvio estalla por pecado de los hombres, no por violencia incontrolada de Dios o por invasión de ángeles perversos (como en 1 Henoc), pero es evidente que en el fondo sigue estando la imagen del pecado angélico. El pecado de Adán-Eva y de Caí­n-Lamec ha crecido ahora de tal forma que pone en peligro el conjunto de la vida de la tierra, a través de una inmensa inundación de aguas, que parece llevamos más allá del orden de la creación, al caos primero de Gn 1,2, es decir, a un caos en el que los astros y las aguas primigenias ordenadas por Dios en Gn 1 han perdido su orden. Los hombres caen de esa forma en manos de un talión antropológico que les desborda: caen en manos de un desastre cósmico, (b) En la raí­z del pecado del diluvio hay una ruptura sexual, vinculada con una violación que el texto toma como resultado normal del deseo de los “hijos de Dios”, que “ven” a las hijas de los hombres y que “toman” de entre ellas a todas las que quieren, sin poner coto ninguno a su poder y a su apetito; la vida de los hombres (y aquí­ de un modo especial la vida de las mujeres) que era signo de Dios se ha vuelto simple objeto de deseo para los más fuertes. En este contexto podemos seguir hablando de un des-astre, como si la misma estructura de los astros se hubiera dislocado por las aguas del diluvio, (c) El centro del pecado es la violencia guerrera. De la violación de las mujeres, que no son ya portadoras de amor, sino ví­ctimas de un deseo posesivo de los “buenos” varones, nacieron (y nacen) los hombres guerreros, a quienes se llama los gigantes en el sentido de fuertes, profesionales de la muerte. Esta historia no habla directamente del influjo de los ángeles perversos, de los que tratará el libro de Henoc, sino de unos hombres violentos, que vinculan el pecado sexual y el social, poniendo así­ en riesgo la vida del mundo. Ya no se trata de un pecado de los “seres humanos” en general, sino de los varones violadores y guerreros. Ellos, los hijos violadores de Dios y los gigantes nacidos de su violencia, son portadores de muerte, diluvio encamado. Pero en el fondo de esa imagen del diluvio como mptura del orden cósmico sigue estando un tipo de pecado o desastre de ángeles y astros.

(8) Novedad bí­blica: pero Noé halló gracia ante los ojos de Yahvé… Todos esos pecados anteriores, de Gn 3-5, culminan ahora en el “pecado total”, con sus dos vertientes de eros y tlianatos (deseo sexual y violencia guerrera). Estamos ante el máximo estallido de una mptura humana que se expande como inundación y que, lógicamente, deberí­a haber llevado a la destmcción total de la humanidad. “Entonces Yahvé se arrepintió de haber creado al hombre… Pero Noé halló gracia ante el Señor” (Gn 6,6.8). Entendido desde aquí­, el centro del relato del diluvio* no es el pecado, con su amenaza de muerte, sino la gracia de Dios y el perdón que se expresa a través de Noé*, cuyo mismo nombre evoca popularmente gracia o misericordia. De esa manera, el relato de Noé con el diluvio, después de habernos situado muy cerca de los mitos del pecado angélico y astral, vuelve a ponernos en el centro del mensaje de la Biblia: los hombres son objeto de la misericordia de Dios, que está por encima de todos los pecados del cosmos angélico o astral.

Cf. X. Pikaza, Antropologí­a bí­blica, Sí­gueme, Salamanca 2006; P. Ricoeur, Finitndy cidpabilidad, Taurus, Madrid 1982; D. S. Russell, The Method and Message of Jewish Apocalyptic, SCM, Londres 1971; P. Sacchi, LApocalittica Giudaica e la sua Storia, Paideia, Brescia 1990.

PECADO
3.Jesús y el Nuevo Testamento

(-> Espí­ritu Santo, juicio, exclusión, Iglesia, infierno). La tradición apocalí­ptica relacionaba el pecado con la invasión y posesión satánica. También Jesús lo ha entendido así­ en algún sentido, pues ha centrado gran parte de su actividad en los exorcismos*, es de cir, en la lucha contra el poder demoní­aco, pero no en sí­ mismo, dirigiendo así­ una especie de batalla astral, sino en cuanto se expresa en la opresión de los hombres, a los que posee y destruye; por eso, Jesús lucha en contra del pecado ayudando y liberando a sus posesos.

(1) Pecado contra el Espí­ritu Santo. Este es para Jesús el lugar de lo diabólico y desde ahí­ habla del pecado contra el Espí­ritu Santo, es decir, el pecado de aquellos que no quieren que libere a los posesos: “En verdad os digo que a los hijos de los hombres les serán perdonados todos los pecados y blasfemias, cualesquiera que sean. Pero cualquiera que blasfeme contra el Espí­ritu Santo no tendrá perdón jamás, pues es culpable de pecado eterno; porque decí­an: Tiene un espí­ritu inmundo” (Mc 3,29-30; Mt 12,31-32). Este es el lugar donde se plantea la opción definitiva, en lí­nea de salvación (exorcismos de Jesús) o en lí­nea de condena (contra aquellos que se oponen a su acción liberadora). Así­ se han enfrentado los dos espí­ritus: el espí­ritu diabólico de la destrucción humana, expresado en aquellos que oprimen a los posesos/marginados (o no quieren liberarles), y el Espí­ritu Santo, que actúa de manera liberadora, a través de Jesús. Así­ se vinculan la absoluta misericordia de Jesús y el riesgo mayor de la condena, (a) Perdón total. Jesús sabe y proclama que todos los pecados se perdonan, porque Dios es gracia y porque acoge a los pequeños y perdidos de la tierra; desde esa perspectiva él ha podido interpretar el Espí­ritu como perdón universal, gracia ofrecida de un modo gratuito a todos los hombres, Reino universal de Dios… Ese perdón no es un gesto intimista, que sólo afecta a las relaciones del alma con Dios, sin repercusión externa, sino que afecta a toda la vida, superando las fronteras legales y sacrales que dividí­an a los hombres y mujeres de su pueblo; por eso suscita el rechazo de los fieles israelitas que quieren conservar su identidad sacral, lo que ellos llamarí­an la ley de la santidad de Dios, (b) Pecado que no puede perdonarse. De manera consecuente, los que rechazan ese perdón, los que acusan a Jesús porque acoge y perdona a los expulsados del sistema, quedan sin perdón. Los que combaten su ideal, juzgándolo perverso, los que ven sus curaciones y gestos de ayuda como actuación del Diablo, destruyen toda posibilidad de salvación, pues pecan con tra el Espí­ritu Santo, en pecado que no puede perdonarse, pues niega la misma fuente del perdón Este no es el pecado de los malos, sino el de los piadosos, es decir, el de aquellos que no aceptan el perdón y acogida universal de Dios, pues creen que ya en contra de sus derechos sacrales. Este es el pecado que se encuentra en el fondo de Mt 25,31-46: es el de aquellos que no quieren que haya espacio para los hambrientos y extranjeros, los pobres y encarcelados, el pecado de una sociedad diabólica, que condena y excluye a los que ella misma destruye primero, (c) Los pecados graves. En esa misma lí­nea se sitúan los pecados graves o mortales, según la tradición del Evangelio, pecados que llevan a la muerte o exclusión de los demás: éste es el pecado de aquellos que excluyen a las viudas y a los pobres, no dejándoles que vivan (cf. Mc 10,38-42), es el pecado de los que dejan en el hambre a los hambrientos, en soledad a los extranjeros, en la enfermedad a los enfermos (cf. Mt 25,31-46), el pecado de aquellos que instauran estructuras y formas de violencia sobre el mundo.

(2) Idolatrí­a y destrucción humana. Carta a los Romanos. Una de las formulaciones más hondas del pecado es la que ofrece Pablo, en lenguaje apocalí­ptico, al comienzo de la carta a los Romanos (Rom 1), cuando traza una condena general contra los gentiles, para ampliarla después y aplicarla a los mismos judí­os, que son culpables de aquello de que acusan a los otros. Ese pecado se expresa en tres niveles, (a) Idolatrí­a. Ruptura personal (Rom 1,2124). “Dios ha revelado su gracia y los hombres no han querido agradecerle ni glorificarle, sino que han divinizado a los vivientes de este mundo: hombres, aves, cuadrúpedos y reptiles” (cf. Rom 1,21-23). De esa forma han descendido al nivel de lo animal. Por eso, Dios los ha entregado en manos de sus propios deseos, es decir, de lo animal (1,24). No podí­a haberse formulado el tema de manera más sobria y más intensa: allí­ donde desoyen a Dios y centran su existencia en los valores “animales”, aquellos que se divinizan a sí­ mismos acaban cayendo en manos de su propia animalidad, entendida como impureza y deshonra. El hombre es un viviente paradójico, alguien que puede superarse a sí­ mismo (dejándose alumbrar por lo divino) o rebajarse y consumirse entre las fuerzas de animalidad que lleva dentro. No es posible el humanismo puro. O nos hacemos en Dios más que humanos por gracia o acabamos siendo subhumanos. Este es el primer nivel de la antropologí­a pecadora según Pablo, (b) Ruptura interpersonal: autoerotismo, el hombre sin dualidad (Rom 1,25-27). La idolatrí­a recibe ahora un matiz algo distinto: allí­ donde adoran al conjunto de las criaturas y no sólo a los animales (Rom 1,25; cf. Sab 13,1-8), hombres y mujeres quedan prendidos en sí­ mismos, sin poder abrirse al diálogo de la alteridad y de esa forma Dios los entrega en manos de la propia pasión deshonrosa (entendida como autoerotismo: homosexualidad*: Rom 1,26-27). Cuando el hombre rechaza a Dios, tiende a romper las diferencias personales, de tal forma que se vuelve incapaz de amar al otro como diferente, buscándole sólo como un medio para justificarse a sí­ mismo (es decir, para tener placer en sí­ mismo). El pasaje anterior afirmaba que los hombres quedaban en manos de sus deseos; éste continúa diciendo que quedan en manos de sus pasiones, es decir, de un amor donde no existe gratuidad, ni encuentro con el otro. En esa lí­nea, un tipo de despliegue egoí­sta del sexo, de tipo homo o heterosexual aparece como una forma de idolatrí­a, (c) La tercera ruptura es de tipo social (Rom 1,28-32) y se expresa siguiendo el mismo esquema: los hombres no han querido mantener el conocimiento de Dios y le han juzgado superfluo, pensando que se bastaban a sí­ mismos; de esa forma han caí­do en manos de su mente pervertida, que se expande y triunfa en un plano social. La misma historia humana se convierte en campo de batalla donde todos se enfrentan contra todos (1,28b-31): “Llenos de injusticia y maldad…, henchidos de envidia, codicia, homicidio, contienda… Murmuradores, calumniadores, enemigos de Dios, injuriosos, soberbios, vanidosos, inventores de males, desobedientes a los padres, necios, desleales, sin afecto natural, implacables, sin misericordia…”. El mundo se ha vuelto un infierno; la vida es combate de muerte. Este es el pecado total, en el que se encuentran incluidos los mismos judí­os que lo combaten (Rom 2), es el pecado que Rom 5 interpreta como pecado de Adán, es decir, de la humanidad en su conjunto en cuanto opuesta a la gracia del Cristo. (3) Apocalipsis: pecados mortales, pecados de exclusión. El conjunto de la Biblia es libro de salvación, pero en ella se conserva también la memoria y maldición de aquellos que pueden ser expulsados, como se dice en un pasaje solemne del Apocalipsis: “Yo soy el Alfa y la Omega, el Principio y el Fin. Al sediento le daré de beber gratis de la fuente del Agua de la Vida… Pero a los cobardes, infieles, abominables, asesinos, prostitutas, hechiceros, idólatras y a todos los mentirosos, les tocará en suerte el lago ardiente de fuego y azufre, que es la segunda muerte” (Ap 21,6-8). Y en otro pasaje se añade: “Nada manchado entrará en ella, nadie que cometa perversiones o mentiras; sólo los inscritos en el Libro de la Vida del Cordero” (Ap 21,27.

Cf. 22,15). Dios ofrece gratuitamente el agua de la vida, pero en el anverso de esa gracia emergen, de forma lapidaria y solemne, esos siete (u ocho) pecados, que pueden situarse en la lí­nea de otros catálogos de vicios o pecados del Nuevo Testamento (cf. 1 Cor 6,9-10; Gal 5,19-20 o Ef 5,5). Estamos en contexto bautismal. Es como si un liturgo recordara al catecúmeno aquellos pecados que debí­a abandonar (superar) para volverse nueva crea tura en Cristo (cf. Gal 3,28). Se trata de pecados muy tradicionales, que aquí­ se incluyen en un contexto apocalí­ptico, marcando a las personas que no pueden formar parte de la comunidad, pues ellas mismos se excluyen de ella. No son ya los pecados de la humanidad en general (cf. Rom 1,18-32), representada por las Bestias y la Prostituta, sino los pecados de los mismos creyentes de la Iglesia, que Ap 2-3 centraba en los idolocitos (comida vinculada a la injusticia del sistema) y la pomeia (prostitución económicosocial). Son pecados que impiden que la comunidad viva de un modo gratuito, sin exclusiones ni condenas. La Iglesia no tiene (es decir, no deberí­a tener) ejército ni policí­a ni cárceles para imponerse y recluir a los disidentes. Pero tiene una palabra de amor y debe defenderla, señalando de esa forma a los que quedan fuera de ellos. Estos son los que se excluyen de la comunión nupcial del Apocalipsis, (a) Cobardes no son aquellos que sienten miedo, sino los que (con o sin miedo) reniegan de Jesús al ser probados y traicionan de esa forma a los hermanos. Más que miedo tienen doblez (cf. Eclo 2,12): quieren aparecer como cristianos, siendo adoradores de la bestia (en la lí­nea de los nicolaí­tas y jezabelinos de Ap 2-3). Esta cobardí­a no es simple temor, pues hay un temor bueno (cf. Flp 2,12), sino mentira y doble juego. Quienes se dejan vencer por ella niegan el mensaje de Jesús y destruyen la comunión de la Iglesia, (b) Infieles son los que rompen o niegan la fidelidad debida a Cristo (y a la comunidad). Pablo define la fe como vinculación gratuita y gozosa con el Cristo que salva, de manera que ella nos permite superar el nivel de las puras obras. Esa fe se vuelve para el Apocalipsis fidelidad a Jesús y a la Iglesia, en comunión vital; por eso, los cristianos son por antonomasia los fieles (cf. Ap 2,10.17; 17,14): los capaces de mantener una palabra y ofrecer seguridad a los demás hermanos de la Iglesia. Lógicamente serán infieles aquellos que, por cobardí­a o por otra razón, niegan la palabra dada, renegando del amor que han prometido, separándose del Cristo que es el fiel o fidedigno por excelencia (Ap 1,5; 3,14; 19,11; cf. 21,5). (c) Abominables podrí­an parecer aquellos que se portan de manera sexualmente inmoral, en la lí­nea de 2 Hen 15-16, pero aquí­, conforme al sentido que esa voz (bdelygma) recibe en Ap 17,4.5 (cf. Ap 21,27), son más bien los que se prostituyen con la Bestia: abandonan a Jesús, rompen su alianza y se compran y venden, como infiel prostituta, bebiendo sangre inocente, viviendo de muerte. Esta es la abominación que está vinculada a la idolatrí­a y que condenan también otros pasajes apocalí­pticos del Nuevo Testamento (cf. Mc 13,14 par; Rom 2,22). Este es el pecado que Juan habí­a visto en Roma/Babel (cf. Ap 17,4-5) y que ahora se presenta como riesgo de los malos cristianos (no de paganos), en la lí­nea del mensaje de Ap 2-3. (d) Asesinos son sin duda los que viven de la muerte (como el Dragón que pretendí­a devorar al Hijo de la mujer en Ap 12,1-5). En sentido más preciso, asesina por antonomasia es la Prostituta, que bebe sangre de cristianos (de los degollados de la tierra: cf. Ap 18,24). Comparten ese pecado de la Prostituta no sólo quienes matan de un modo directo, sino (y sobre todo) aquellos que participan de su asesinato: los que se sientan a su lado y viven como ella, bebiendo su vino de muerte, comiendo de sus bienes. La palabra fundante de la ley (el no matar de Ex 20,13) se amplí­a dentro del Ap, de manera que podrí­a formularse así­: ¡no tomar parte en una sociedad asesina! (e) Prostitutos (pomois) son aquellos que cohabitan con la Prostituta (pomé) de Ap 17, ratificando su comercio de opresión y sangre. Ella, Babilonia, era la madre de los prostitutos (cf. Ap 17,5), es decir, de todos los que entienden y realizan la vida a modo de comercio de muerte, al servicio del propio provecho. Ciertamente, sigue en el fondo el sentido sexual de la imagen, aplicada normalmente a las mujeres. Pero el Apocalipsis ha superado el matiz antifemenista y sexual del término, situándolo en un plano polí­tico y económico: prostitutos por antonomasia han sido los reyes de Ap 17,2; 18,3.9, que han comerciado con Babel para después matarla. En esa misma lí­nea serán prostitutos cristianos aquellos que se encuentran dispuestos a comer idolocitos y venderse a la Bestia (como Jezabel* y sus amigos: cf. Ap 2,14.20). (f) Hechiceros son los que se valen de la religión para conseguir sus propios fines de opresión. Pueden hallarse movidos por curiosidad sacral o miedo: buscar seguridades, aferrarse a la apariencia, manejar a Dios. En ese aspecto se hallan cerca de los magos. Pero en otra perspectiva, dentro de nuestro contexto, ellos se vinculan más bien con asesinos, prostitutos y ladrones, como ha destacado con toda precisión Ap 9,21. Ellos no son gente sin cultura, individuos de pueblos marginados que ignoran la ciencia, sino aquellos que manejan cultura o propaganda para engañar a los demás y enriquecerse. Así­ aparecen vinculados a los comerciantes perversos de la tierra, que engañan y roban a los pobres (Ap 18,23), como impulsores y beneficiarios del asesinato sistemático de un imperio que vive de la sangre de los degollados. Más que magia de ignorantes (marginados, primitivos), la hechicerí­a es pecado de gentes de cultura pervertida, del Falso Profeta de Ap 13,11-18 que engaña a los humanos para que sirvan a la Bestia, (g) Idólatras, en fin, son los que adoran a los dioses falsos (oro y plata, bronce y piedra…), dioses que esclavizan a los hombres y les dejan en manos del asesinato, hechicerí­a, prostitución y robo (cf. Ap 9,20-21), en olvido de Dios y mentira. La tradición cristiana identifica idolatrí­a y avaricia, la adoración de los dioses y el culto del dinero (Col 3,5; cf. Ef 5,3). También pa ra Juan profeta la idolatrí­a se encuentra vinculada al deseo de seguridad económica y social (idolocitos* y pomeia [prostitución*]). De esa forma, lo que ha empezado siendo cobardí­a termina apareciendo como idolatrí­a, de tal manera que culmina en ella el proceso de autodestrucción del ser humano (y del cristiano), (h) Y todos los mentirosos… Los siete pecadores anteriores se resumen y culminan en la mentira, es decir, la doble vida. Frente al Dios que se desvela en Cristo como verdadero y/o fiel (cf. 3,7.14; 6,10; 15,3; 19,11), se elevan aquellos que fundan su vida en la doblez y el engaño (cf. Ap 2,2), siguiendo al profeta falso o mentiroso (cf. Ap 16,13; 19,20; 20,10). Al completar de esta manera la lista de pecados, Juan, el profeta del Apocalipsis, se sitúa cerca de Juan evangelista, que llama a Satán (y a Caí­n) mentiroso e interpreta su gesto como asesinato: mentir es matar, rechazar al otro, negar al Cristo, en favor del propio provecho (cf. Jn 8,39-47). Estos ocho pecados, que comienzan por la cobardí­a y culminan en la mentira, revelan el otro lado de la salvación de Cristo: quienes los cometen rechazan el camino de Jesús, se destruyen a sí­ mismos. La salvación se identifica para el profeta Juan con la fidelidad al Dios que se manifiesta en Cristo como transparencia amorosa (noviagzo), que permite a los hombres realizarse sin engaño ni mentira. La condena se expresa en la destrucción de los humanos, que, influidos por la Bestia y Prostituta, que actúa en la misma Iglesia, van construyendo una vida contraria al don de Dios en Cristo. Estos tipos de conducta de Ap 21,8 son mortales (portadores de muerte segunda) por su misma perversión interna, no por arbitrariedad de Dios o dictadura antihumana. Pecadores son aquellos que, destruyendo a los demás en engaño opresor, se destruyen a sí­ mismos, fuera o dentro de la Iglesia. Pecado es lo que impide al varón y a la mujer hacerse humanos en comunidad y encuentro con Dios; por eso implica muerte.

Cf. F. CONTRERAS, La nueva Jerusalén, esperanza de la iglesia, Sí­gueme, Salamanca 1998; A. DUBARLE, El pecado original en la Escritura, Studium, Madrid 1971; P. GRELOT, El problema del pecado original, Herder, Barcelona 1970; X. PIKAZA, Antropologí­a bí­blica, Sí­gueme, Salamanca 2006; Apocalipsis, Verbo Divino, Estella 1999.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

El concepto de pecado, en el cristianismo, es una categorí­a religiosa y moral. Esto quiere decir que, en el pensamiento antiguo, o en el no cristiano, existe el concepto de transgresión que no debe identificarse sin más con el de pecado.

Tampoco el pecado puede identificarse con un desajuste psicológico o con una falta cometida contra unas normas legales.

¿Cómo se puede definir el pecado? En un primer momento, para recoger la riqueza de la Tradición nos servimos de S. Agustí­n: “Pecado es algo que se hace, se dice o se desea contra la ley eterna” (Contra Faustum, 1, XXII, c. 27). Y, también, “pecado es el alejamiento de Dios y la orientación hacia las criaturas” (De libero arbitrio 1 ,I, c. 6).

Desde un punto de vista pastoral nos detenemos en algunas cuestiones de importancia:

1. A la hora de educar pastoralmente en el tema del pecado debemos mantener una pedagogí­a progresiva según edades y circunstancias. Evitando crear conciencias escrupulosas y estrechas y situando en primer plano no tanto el pecado, como el perdón del Dios de la misericordia entrañable.

2. Al realizar un enfoque pastoral del pecado, es decisivo resaltar que el pecado es siempre una falta cometida contra “alguien”, es decir, una falta de una persona contra otros seres personales: o contra Dios, Ser Personal por excelencia, o contras los demás (que son personas a imagen y semejanza de Dios) o contra uno mismo (definido como persona). Al manifestar los pecados, ayuda esta triple división: pecados contra Dios, los demás y uno mismo.

3. Además de subrayar la dimensión personal del pecado, una buena y acertada pedagogí­a pastoral, para educar en una sana conciencia de pecado, debe incidir en el penitente en las dimensiones individual y comunitaria del pecado, según rezamos en el “Yo pecador”: Confieso ante Dios todopoderoso y ante vosotros hermanos que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión”. Todo pecado comporta una dimensión “social”, es decir, se ofende al “cuerpo” eclesial y a la humanidad (es la llamada comunión de los santos).

4. El pastor debe educar al penitente en la sana libertad de los hijos de Dios, es decir, en la responsabilidad del propio penitente, para evitar conciencias estrechas o deformadas.

5. Como consejo práctico, a la hora de realizar un examen de conciencia, es bueno no sólo educar en los diez mandamientos de la ley de Dios (resumen de lo central del Antiguo Testamento), sino en el sentido de las Bienaventuranzas (centro del Nuevo Testamento).

BIBL. – R. FLECHA-F. GARCíA, Pecado, en “Nuevo Diccionario de Catequética”, San Pablo, Madrid 1999, 1760-1780.

Raúl Berzosa Martí­nez

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

El concepto de pecado se configura de manera peculiar dentro del panorama propio de las categorí­as morales, debido a la consideración de tipo religioso que generalmente lo contextualiza. Por esta razón, aunque en la tradición griega clásica no falla el concepto de transgresión, no se encuentra en ella el concepto técnico de pecado. Presente en la casi totalidad de las tradiciones religiosas del mundo, posee un papel decisivo en la comprensión de la salvación inherente a todas las religiones, así­ como en la autocomprensión del individuo religioso.

En el hebraí­smo y en el cristianismo la reflexión teórica y existencial sobre el pecado se hace más compleja y puntual. En el Antiguo Testamento es evidente el esfuerzo por expresar progresivamente la multiforme realidad de la transgresión, del fallo y de la culpa en sus elementos profanos, jurí­dicos, teológicos y religiosos, como atestigua la misma riqueza de la terminologí­a que se emplea. En los Setenta se percibe el intento de profundizar en la condición fundamental de pecado, más allá de cada acto pecaminoso, mientras que en el judaí­smo posterior prevalece el aspecto legal de la transgresión de los preceptos de Dios contenidos en la Torá.

En el Nuevo Testamento el término (amartí­a) indica no sólo el acto pecaminoso, sino la condición del hombre y finalmente una fuerza personificada (Mc 2,5; Lc 11,4. Rom 3,9. 3,20; Gál 3,22; 1 Tim 5,22~24; 2 Tim 3,6; 1 Pe 4,1). También está presente la idea de la salvación del pecado, realizada por Cristo y ofrecida a todos (Lc 5,8; Lc 737. 1 Jn 2,2), y la idea de la conversión, que expresa el cambio de vida, la nueva orientación del hombre hacia Dios (Mt 3,2; Hch 3,19). El pecado (y sus consecuencias) es perdonado por el sacrificio de Cristo, que en la vida sacramental da al hombre una nueva vida (Rom 1,24-31; 5,21.6,2; 8,3).

La reflexión teológica posterior hasta nuestros dí­as se ha esforzado en precisar y presentar estas caracterí­sticas fundamentales de la revelación. El elemento religioso y moral revelado, que representa la revelación sobre la esencia del pecado, no puede separarse de la dimensión antropológica del hombre. Por tanto, toda la reflexión posterior lleva a cabo una clarificación progresiva de la naturaleza del pecado de la relación que existe entre el pecado y la persona (tanto en sus opciones puntuales como en la orientación global de su vida), de las formas diversas que asume el pecado en la historia de la humanidad.

Las distinciones que se suelen establecer entre el pecado como acto y el pecado como condición del hombre:
entre pecado actual y pecado original (este último muy discutido en la actualidad, sobre todo en relación con la responsabilidad del individuo); entre pecado material (considerado en su objeto) y pecado formal (considerado en la conciencia que tiene el agente de haber cometido un pecado); entre pecado venial, mortal y de muerte (Mt 6,12; 25,41-46. Rom 1,24-32; 1 Cor 3,10-15; 6,9-1í“); entre pecado individual y social (entendido este último como estructura de pecado de determinadas realidades); entre pecado de comisión y pecado de omisión; entre pecado contra Dios, contra uno mismo y contra el prójimo; entre de pensamiento, de palabra y de obra; entre pecado espiritual y carnal…, atestiguan, más allá de su valor intrí­nseco, el largo camino de reflexión que se ha llevado a cabo para determinar los elementos estructurales del pecado según diversas formalidades teoréticas y experienciales. La multiplicidad de los puntos de referencia permite una pluralidad de definiciones descriptivas, según el fundamento que se tome en consideración (relación con la ley, relación con la voluntariedad de la persona, relación con el los fines del hombre, etc.). Entre las definiciones más comunes de la tradición encontramos las dos de san Agustí­n: “Algo que se hace, se dice o se desea contra la ley eterna (factum vel dictum vel concupitum aliquid contra legem aetemam)” (Contra Faustum, 1, XXII, c. 27) y “alejamiento de Dios y orientación hacia las criaturas (aversio a Deo et conversio ad creaturas)” (De libero arbitrio 1, 1, c. 6).

El pecado se configura de manera peculiar como un acto humano, estructuralmente desordenado, que tiene, por consiguiente, una cualificación moral negativa. El aspecto del desorden (inordinatio), subrayado con sagaz insistencia en la sistemática de santo Tomás (S. Th. 1-11, qq. 71 -81), expresa tanto la voluntariedad y la intención del acto humano como e1 carácter objetivo de la realidad que constituye el objeto de dicho acto, calificándole) como desorden.

En nuestra época parece ser que, mientras que se va perdiendo el sentido del pecado, se acrecienta el sentido de culpa: fenómeno que podrí­a interpretarse como una consecuencia de la pérdida de sentido que se deriva de la secularización de la vivencia existencial.

Recientemente se ha venido afirmando igualmente la idea de que existe una orientación de fondo de la vida del individuo (opción fundamental) que implicarí­a una valoración menor de la gravedad de cada uno de los actos pecaminosos.

Aun admitiendo que, por definición, la opción fundamental como actitud que ha ido madurando a lo largo de los años de vida moral no queda anulada por un acto concreto, parece que puede afirmarse que un pecado, en cuanto que se realiza en cada ocasión libre y deliberadamente, sigue siendo una carencia objetiva de bien, ligera o grave.

Según la tesis original de santo Tomás, el pecado grave se distingue del venial por la ruptura de la orientación finalizadora de la vida hacia Dios (S. Th. 1-11, q.88).
T Rossi

Bibl.: w GUnther, Pecado, en DTNT III, 314-328; ‘L. Scheffczyk, Pecado, en CTT III, 387-398; 5. Virgulin, Pecado, en NDTB, 1428-1449’ D. Lafranconi, Pecado, en NDTM, 1 3~7 – 1 369; p, Schoonenberg, El poder del pecado, Lohlé, Buenos Aires 1968; íd., Pecado y redención, Herder Barcelona 1972; B. Haring, Pecado y secularización, SP Madrid 1974; X. Thévenot, El pecado hoy, Verbo Divino. Estella 1989.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I.. El pecado en la experiencia humana: 1. La ausencia del pecado; 2. La presencia del pecado. II. La redención del pecado: 1. “Lávame más y más de mi delito”; 2. “Perdónanos nuestras deudas”; 3. “Por un hombre entró el pecado”; 4. El pecado, una múltiple ruptura. III. Reflexión cristiana sobre el pecado: 1. El pecado como frustración del ser humano; 2. El pecado como relación; 3. Pecados graves y leves; 4. Pecado y opción fundamental; 5. Pecado personal y estructural; 6. Pecado y esperanza. IV. Orientaciones catequéticas: 1. La constatación del mal; 2. La convicción fundamental de partida. V. Acentuaciones de la catequesis sobre el pecado: 1. En relación con los contenidos; 2. Orientaciones pedagógicas; 3. En relación con las tareas de la catequesis. VI. Orientaciones para las distintas edades: 1. Infancia; 2. Preadolescencia y primera adolescencia; 3. Adolescencia y primera juventud; 4. Edades adultas.

I. El pecado en la experiencia humana1
El pecado se percibe siempre como un desajuste doloroso. Esa sensación es pre-religiosa y, en muchos casos, pre-moral. A veces la misma experiencia de la falta puede constituir una coartada para no hablar del pecado. Se cree faltar a una regla o a una convención social, pero no al proyecto amoroso de Dios. Con lo cual, el sentimiento de culpa y de falta puede reflejar una sutil forma de orgullo. Otra cosa es que tal desarmoní­a se perciba como un rechazo del proyecto de Dios sobre el hombre, su mundo y su sociedad. Hablar de culpa no es lo mismo que hablar de pecado. Pero hablar de pecado es, en cierto modo, hablar de Dios. Y no es fácil el discurso sobre el pecado cuando es difí­cil el discurso sobre Dios.

1. LA AUSENCIA DEL PECADO. Son ya tópicas las palabras de Pí­o XII al congreso catequí­stico de Boston, según las cuales el mundo habrí­a perdido la conciencia de pecado2. Pero la pérdida del sentido de pecado puede significar un fenómeno bastante complejo y ambiguo.

Será positivo si la persona vive el gozo de la liberación del mal por la misericordia de Dios. Pero será negativo si supone el embotamiento ante las exigencias del reino de Dios, la frivolización de la existencia. De cualquier forma, la conciencia de pecado, o si se prefiere, la conciencia de la culpabilidad, se ha desvanecido por canales diversos.

a) Es frecuente afirmar que la situación de “pecado” de la injusticia social, es sólo el fruto de un desajuste económico. Los pecados capitales de la avaricia o de la pereza se racionalizan hoy en situaciones que se consideran connaturales con una sociedad del cambio o de la competitividad. Se prefiere subrayar la coyuntura económica por la que atraviesa el mundo, así­ como las exigencias de una sociedad basada en el mercado.

b) La psicologí­a ha observado que el pecado genera la angustia, pero la angustia vital termina por generar el absurdo del pecado. Hoy, en efecto, se habla con frecuencia del mal moral como resultado de pulsiones incontroladas o de graves frustraciones vitales. El pecado no serí­a más que la neurosis o el miedo. El pecado es la alienación. Algunos pecados capitales, como la soberbia o la lujuria, han sido especialmente analizados a la luz de estos planteamientos.
c) La moderna medicina ha ampliado notablemente el concepto de salud y de enfermedad, de forma que abarque las múltiples amenazas a la integridad o el equilibrio personal del ser humano. Muchas cuestiones que en épocas pasadas eran presentadas como pecados son hoy estudiadas por otros especialistas bajo el epí­grafe de enfermedades o sí­ntomas de un trastorno en el bienestar holí­stico de la persona. Hoy se habla del pecado como una adicción.

d) La pedagogí­a ha visto el pecado como un comportamiento no adecuado a los requisitos mí­nimos para la aceptabilidad del individuo en el grupo social. En este caso, el pecado es equivalente a un comportamiento mal visto. La detección del pecado deberí­a significar una señal de alarma para la misma comprensión de la comunidad. La conciencia de pecado se reducirí­a en muchas ocasiones a una falsa conciencia.

Esta alusión a las ciencias humanas no pretende ser acusadora. Las ciencias humanas estudian el pecado desde sus propias claves. La catequesis acepta esa visión de la realidad, pero debe aportar también la visión de la fe. Los desajustes humanos son también una ofensa al proyecto de Dios sobre la persona y sobre el mundo3. Así­ lo afirma Juan Pablo II en la encí­clica Veritatis splendor (VS 111).

2. LA PRESENCIA DEL PECADO. Se ha perdido el sentido de pecado en la sociedad actual. Pero la persona no se resigna a abandonar sus referencias éticas a la hora de valorar las acciones y el comportamiento global de los hombres. También esa valoración reviste caracterí­sticas muy peculiares que la catequesis habrá de repensar en profundidad.

a) Como en los tiempos primitivos, subsisten restos de una moral mágica que considera el pecado como una mancha que se contrae aun de forma inconsciente. Se piensa que el mal y el bien existen con una cierta independencia respecto a la propia voluntad. Esta tendencia se percibe en quien se acusa de los pecados que haya podido cometer sin darse cuenta y en quien se atribuye una bondad moral por unos hábitos, de los que tampoco se da mucha cuenta.
b) Hoy se percibe también el pecado como una desobediencia a unas normas impuestas por una autoridad. En el caso anterior nos encontrábamos con una conciencia mágica y en este con una conciencia heterónoma. La influencia de una moral legalista es reconocida por los mismos documentol oficiales de la Iglesia4. Un ejemplo habitualmente citado es el de las personas que se acusan de pecados contra normas cúlticas o rituales que han sido transgredidas por olvido.

c) En muchas ocasiones el pecado es percibido e internalizado como una especie de exclusión del grupo social. No duelen los valores morales olvidados o violados, sino la pérdida de la propia estima. Este sentido de la exclusión ha convivido con una vivencia individualista del pecado que olvida la dimensión pública y social de las faltas humanas.

d) Sobre todo, el pecado es sentido hoy como irresponsabilidad colectiva. El primitivo viví­a el pecado como una participación en la responsabilidad del grupo. En Israel, el exilio a Babilonia determinó la explicitación de la conciencia individual (cf Jer 31,29-30). También Ez 14,12-20; 18; 33,10-20 reivindica una responsabilidad personal, que ya se hallaba en Dt 24,16. Pero el descubrimiento de la responsabilidad personal desembocarí­a con el tiempo en una conciencia individualista y, por fin, en una irresponsabilidad colectiva. La multitud que ha decidido algo por mayorí­a percibe su responsabilidad de forma tan diluida que apenas llega a preguntarse por el sentido del bien y del mal.

II. La redención del pecado
En la Escritura, no es la conciencia previa de la culpa la que se fabrica un Dios salvador como solución heterónoma. Es precisamente la certeza de la bondad de Dios la que hace surgir la conciencia religiosa del pecado.

Esta conciencia del pecado y de la indignidad del hombre va estrechamente vinculada a la experiencia de la grandeza y santidad de un Dios inasible y diferente del hombre y sus aspiraciones. La cercaní­a a Dios hace surgir en Moisés la conciencia de su indignidad (cf Ex 3,4-5). El Dios santo que se muestra a Isaí­as en el templo suscita en él la confesión de su solidaridad en el pecado de su pueblo: “Soy hombre de labios impuros; vivo entre un pueblo de labios impuros” (Is 6,5). El profeta manifiesta su extrañeza por ser elegido, a pesar de su pecado, para una misión confiada por el Dios santo. Ante la experiencia de una pesca desacostumbrada, también Pedro despliega su conciencia de pecado, es decir, de indignidad (cf Lc 5,8).

Una comprensión de la vocación de Dios como invitación a aceptar su proyecto sobre el mundo y sobre la historia nos ayudarí­a a comprender el pecado desde la clave del endurecimiento del corazón, tan querida a la teologí­a joánica (cf Jn 12,37-43). En esa perspectiva, el pecado es la lejaní­a opcional respecto a Dios. El pecado es la decisión de construir la propia vida desde una autonomí­a suficiente y sorda (cf Sal 94,7-11; Heb 3,7-4,11).

1. “LíVAME MíS Y MíS DE MI DELITO” (Sal 50,4). En los textos bí­blicos el pecado se evoca con palabras que significan errar el blanco en el sentido religioso moral de faltar a una norma (Lev 4,2.27), a una persona (Gén 20,9), o a Yavé (Ex 9,27; 10,16; Jos 7,20). Faltar a Yavé es para el hombre faltar al proyecto original de Dios, perder su objetivo vital y correr en vano. Algunas acciones u omisiones no sólo conllevan una desobediencia al precepto de Dios, sino que constituyen una falta de justicia con los otros miembros de la comunidad y, sobre todo, significan la quiebra fundamental del mismo ser del hombre. Se percibe en el Antiguo Testamento que el pecado es deshumanizador. Es un atentado contra la sabidurí­a: es una necedad.

a) Paradigmas del pecado. Más interesante que la terminologí­a empleada en el Antiguo Testamento, es el abanico de narraciones que reflejan la hondura de la reflexión sobre este misterio.

El pecado prototí­pico del hombre es el de la decisión que frustra el plan de Dios y cambia las relaciones que constituyen la vida misma del hombre. El hombre creado para buscar a Dios se convierte en el buscado por Dios. Sus semejantes, y en este caso la mujer, se convierten en sus enemigos. Y el mismo mundo creado se torna arisco y hostil. Por el pecado se trastornan las relaciones del hombre con lo otro, con los otros y con el absolutamente Otro. Sin embargo, Dios está decidido a mantener al hombre en su proyecto de vida y esperanza (Gén 3,15).

El relato de la torre de Babel ofrece una nueva ocasión para reflexionar sobre el pecado como engreimiento ante Dios y como extrañamiento ante los hombres. Lo babélico parece convertirse de esa forma en categorí­a moral y religiosa (Gén 11).

En el becerro de oro (Ex 32) descubrimos que todo pecado es una idolatrí­a. Se adora a las cosas de Dios en el lugar del Dios de las cosas. El pecado, además, modifica las relaciones comunitarias: los miembros de la comunidad se convierten en cómplices. El pecado, en fin, quebranta la alianza ofrecida por Dios a su pueblo: todo pecado es una ingratitud, un abandono de Dios, un adulterio ante el Dios desposado con su pueblo (cf Os 1,2; Jer 2,2; Ez 16 y 23). El pecado es un abandono de la esperanza. Invitado a caminar hacia la tierra de su liberación, el pueblo mira hacia atrás, adorando un becerro, sí­mbolo del buey Apis venerado en Egipto. El pecado es un retroceso.

b) Algunas observaciones. Ante la justicia de Dios, el profeta descubre la injusticia a su alrededor. Sólo Dios es justo. Y los que a él se acercan han de buscar decididamente la justicia. No es verdadero creyente el que adora a Dios y desprecia al hombre. “Yo quiero amor, no sacrificios; conocimiento de Dios, y no holocaustos” (Os 6,6). Este grito casi escandaloso de Oseas, recorre el mensaje de todos los profetas y llega hasta Jesús. La dimensión vertical se cruza con la horizontal, tanto al hablar de la gracia como al considerar el pecado.

El profeta Amós nos sugiere otra observación que adquiere hoy una especial actualidad. El pecado no es un triste privilegio de Israel. Se encuentra también en los otros pueblos (Am 1,3-23).

Y, sin embargo, las interpelaciones de los profetas, aunque sean duras con los pecadores (Am 9,10), no cierran el horizonte a la esperanza. Los profetas saben que, aunque fueran rojos como la grana o el carmesí­, los pecados se tornarán blancos como la nieve y la lana (Is 1,18). Con razón el salmista pone en boca de David la más bella oración de arrepentimiento: “Ten compasión de mí­, oh Dios, por tu misericordia, por tu inmensa ternura borra mi iniquidad; lávame más y más de mi delito y purifí­came de mi pecado” (Sal 50,3-4).

2. “PERDí“NANOS NUESTRAS DEUDAS” (Mt 6,12). Mientras en los sinópticos la palabra hamartí­a se usa en plural, en referencia a las faltas cometidas contra la ley y contra los hermanos, en los escritos paulinos, usada en singular, significa más bien la tragedia de todo un mundo que vive en la irredención y en la lejaní­a de Dios, y en los escritos joánicos se refiere a la acción de Jesús que viene al mundo y lleva sus pecados como el cordero de Dios (Jn 1,29; 1Jn 3,5). Cristo ha operado la purificación del pecado (lJn 1,7) para que no peque el que permanezca en él (1Jn 3,3-5).

La palabra deuda se encuentra en Mt 6,12, pero ya Lucas (11,4) sustituye deuda por pecado para hacerse entender por los destinatarios de lengua griega, aunque conserva la idea de la deuda en la segunda parte de la petición. La idea de la deuda la encontramos aún en la parábola del siervo despiadado (Mt 18,23-35) y en el episodio de la pecadora arrepentida en casa del fariseo (Lc 7,41-48).

a) Jesús y los pecadores. En las tres parábolas de la misericordia se subraya la alegrí­a del encuentro y el gozo por un pecador que se arrepiente (Lc 15,7). Llama la atención que Jesús vaya ofreciendo el perdón de los pecados a los enfermos (Mt 9,2; Mc 2,5; Lc 5,20) y que reivindique solemnemente la potestad de perdonarlos (Mt 9,6; Mc 2,10; Lc 5,24). Jesús repite una y otra vez que no ha venido a buscar a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13; Mc 2,17; Le 5,32). No hay mayor pecado que el no abrirse a la oferta de la salvación (Jn 8,24). Los que siendo ciegos presumen de ver con claridad, permanecen en su pecado (Jn 9,41). La Iglesia primitiva conservó fielmente tal recuerdo, sabiéndose continuadora de la misión misma de Jesús (Mt 16,19; 18,18; Jn 20,23), de su invitación a perdonar (Lc 6,37) y de su mismo ejemplo de perdón a los enemigos (Le 23,34).

b) Un nuevo concepto del pecado. A la luz de estos encuentros, se nos revela un nuevo concepto del pecado. Jesús no ha venido a abolir la Ley de Moisés. Ha venido a revelar su sentido último y su radicalidad. La revisión de los mandamientos de la ley mosaica (Mt 5,20-48) constituye una predicación profética sobre la sinceridad de las actitudes morales. Los antiguos pecados de homicidio, adulterio, perjurio, venganza o discriminación son vistos a la luz de los valores que conculcan y son presentados en la dinámica de una exigencia de interioridad. Los mandamientos de la Ley se resumen en el mandato de buscar la perfección: “Sed perfectos” (Mt 5,48). 0 bien, como traduce Lucas: “Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36).

Jesús hace un gran esfuerzo por purificar la conciencia de pecado de sus adherencias ritualistas. La pureza o la impureza no está en las cosas, sino en el corazón (Mt 7,21-23). Reduce el núcleo de la nueva ley al amor al prójimo, en estrecha relación con el amor a Dios (Mc 12,28-34; Jn 13,34; 15,12). El criterio del discernimiento del pecado es la acogida o rechazo a los pobres (Mt 25,31-46). El pecado del mundo es la falta de fe en Jesucristo (Jn 16,9) y su incredulidad (Jn 8,21.24.46; 15,22).

3. “POR UN HOMBRE ENTRí“ EL PECADO” (Rom 5,12). San Pablo subraya la reconciliación operada por Jesucristo. Todos los hombres estaban instalados en un mundo de pecado (Rom 3,23). Los paganos, porque, aun no teniendo la Ley, podí­an conocer el bien por medio de su conciencia (Rom 2,14). Y los judí­os porque habí­an transgredido sus mandatos (Rom 2,21-24). Tanto judí­os como griegos estaban todos bajo el pecado (Rom 3,10).

Para Pablo, Cristo se entregó a sí­ mismo por nuestros pecados (Gál 1,4). En Cristo, Dios ha reconciliado al mundo consigo, no tomando en cuenta las transgresiones de los hombres. “A quien no conoció pecado, le hizo pecado en lugar nuestro, para que nosotros seamos en él justicia de Dios” (2Cor 5,21). La ley del Espí­ritu que da la vida en Cristo Jesús nos liberó del pecado y de la muerte (Rom 8,2).

Pero Pablo se enfrenta también con los cristianos, que siguen siendo impuros, avaros, idólatras, borrachos o ladrones (lCor 5,11). Al referirse a la lujuria, no duda en emplear la terminologí­a relativa al pecado (1Cor 6,18).

4. EL PECADO, UNA MÚLTIPLE RUPTURA. En el Nuevo Testamento se alude al pecado como ese fenómeno misterioso que viene a subvertir las relaciones del hombre con el mundo cósmico, con los demás hombres y con su Dios.

a) Esclavitud. Ante la urgente invitación al reino de Dios, los hombres pueden, a veces, sentirse seducidos por las cosas o situaciones que parecen brindarles seguridad. Se comportan como insensatos o imprudentes. El pecado es, en efecto, una forma de esclavitud ante los pequeños í­dolos de cada dí­a (cf Mt 8; 12; 22; Le 12; 16; 21). También Pablo sitúa el pecado, todo pecado, en el terreno de la idolatrí­a (Rom 1,23; Ef 4,19; 5,5).
b) Insolidaridad. Como en los oráculos de los profetas, también en el mensaje de Jesús se sitúa el pecado en el marco de la ruptura de la solidaridad entre los hombres. Jesús comprende que los hombres pecan los unos contra los otros (Mt 18,15; 21-22; Lc 17,4) y no duda en ejemplificar algunas de estas actitudes, evocando la figura de un juez que no atiende las demandas de la viuda (Le 18,1-8) o la del hombre rico que no presta atención a las necesidades del mendigo llagado (Le 16,19-31). Pablo, por su parte, presenta una serie de actitudes antisociales cuando se refiere a “lo que no deben” (Rom 1,28-32), mientras que Juan ofrece toda una teologí­a del pecado en clave del odio y el desamor (Un 3,3-10).
c) Impiedad. Pero el pecado es fundamentalmente una actitud ante Dios: la actitud del que no acoge el reino de Dios como puro don gratuito, y desea construir su vida ofreciéndose a sí­ mismo la salvación. Paradójicamente, quien más pecado tiene es el que se considera a sí­ mismo justo ante Dios (Le 18,9-14) y ante la mirada de los hombres (Mt 23,28); quien presume de no necesitar la oferta de la salvación (Mc 2,17), quien pretende vivir en la luz mientras se obstina en vivir en las tinieblas (Jn 9,41; cf Jn 8,24). También para Pablo el pecado está marcado por una privación de la gloria y de la santidad que brotan de Dios (Rom 3,23) y se manifiestan en Jesucristo (Ef 1,7).

III. Reflexión cristiana sobre el pecado
Clemente de Alejandrí­a presentaba el pecado como aquello que va contra la recta razón (Paedag. 1, 13; PG 8, 372). El pecado, en efecto, no se sitúa en el ámbito de la extrañeza social del comportamiento sino en su enfrentamiento con el fundamento ontológico del ser humano, con su í­ntima verdad (cf FR 67-68). Ahí­ se encontrarí­a la base para un auténtico ecumenismo ético y para un diálogo con la filosofí­a.

1. EL PECADO COMO FRUSTRACIí“N DEL SER HUMANO. Una mentalidad positivista nos hace ver el pecado como una transgresión de una ley externa, que podrí­a cambiar sin que el orden objetivo se viese perturbado. A veces se piensa que el pecado es la ruptura liberadora de la opresión paterna, proyectada en todas las estructuras del control social. Cuando así­ se piensa no se tiene en cuenta la dimensión humana -es decir, antihumana- del pecado, la frustración y la quiebra ontológica que introduce en la existencia humana. Lo expresaba bien san Agustí­n: “Lo que tú vengas es lo que los hombres perpetran contra sí­ mismos, porque hasta cuando pecan contra ti obran impí­amente contra sus almas y se engaña a sí­ misma su iniquidad” (Conf. 3, 8, 16: PL 32, 690). Tomás de Aquino escribe que “no recibe Dios ofensa de nosotros sino por obrar nosotros contra nuestro bien” (Summa contra gentes, 3.122).

2. EL PECADO COMO RELACIí“N. En el hombre se cruza la presencia de lo otro, de los otros y del absolutamente Otro. De esa relación dependen su realización, su silueta ética y su felicidad. La relación con el otro puede resolverse en el señorí­o o en la esclavitud. La relación con los otros puede adoptar el talante de la fraternidad o el de la competitividad agresiva. La relación con el absolutamente Otro puede ser vivida en la adoración filial o en el rechazo o la utilización mágica de lo sagrado. El triple ideal del señorí­o, la fraternidad y la filialidad (Puebla 332), que orientarí­a la armoní­a del hombre, puede ser roto. Eso es el pecado.

a) La dimensión personal del pecado es descrita en la Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy (GS 13a), donde se presenta el pecado como un abuso de la libertad humana, por el que el hombre se levanta contra Dios y pretende alcanzar su propio fin al margen de Dios. El Vaticano II subraya el papel de Cristo, que libera al hombre de la esclavitud del pecado y sintetiza los efectos de tal esclavitud en la persona humana: “El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud” (GS 13b).

b) El Concilio ha dedicado muchas referencias a la dimensión social y comunitaria del pecado: “Los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raí­ces en el corazón humano” (GS l0a). El pecado ha roto la armoní­a en las relaciones del hombre con sus semejantes (GS 13) e introduce las perturbaciones que agitan a la sociedad (GS 25c), las diversas esclavitudes en la sociedad actual (GS 27c), la discriminación (GS 29bc), la indiferencia y los fraudes a las normas sociales (GS 30ab), el aborto y el infanticidio (GS 51c), las violaciones del derecho de gentes y los abusos del poder (GS 75). La raí­z de estas ofensas contra la dignidad humana se encuentra en el pecado (GS 40b).

c) Todo pecado repercute en la comunidad eclesial, de forma que la Iglesia santa necesita de una continua purificación (LG 8c). El pecado de sus miembros y la situación poco evangélica de sus estructuras termina afeando a toda la Iglesia.
d) También la dimensión cósmica del pecado es subrayada por el Concilio: al pecar, el hombre rompió sus relaciones armoniosas con todas las cosas creadas (GS 13a), y la misma imagen de este mundo está afeada por el pecado (GS 39a).

La visión de estas dimensiones del pecado deberí­a suscitar una recuperación de la objetividad antropológica del mal moral, la comprensión del pecado como frustración del fenómeno humano, la confesión de la salvación universal de Cristo redentor que salva no sólo al hombre individual, sino también a la comunidad de la familia humana y a la realidad cósmica que comparte su camino y, en cierto modo, su destino. Se sepa o no, toda falta moral se refiere a Cristo, revelación máxima y definitiva del proyecto y del amor de Dios.

3. PECADOS GRAVES Y LEVES. Desde las tradiciones bí­blicas hasta los últimos pronunciamientos de la Iglesia establecen una distinción entre pecados graves y leves.

a) Doctrina tradicional. La distinción se funda en algunos textos bí­blicos (Mt 7,3-5; 23,24; 1Cor 3,10-15; 6,9-10) y, sobre todo, en lJn 5,16: “Si alguno ve a su hermano cometer un pecado que no lleve a la muerte, rece por él, y Dios le dará la vida; esto lo digo para los que cometan pecados que no llevan a la muerte, pues hay un pecado que es de muerte, por el cual no digo que pida”. Otro texto importante es la parábola de los dos deudores (Mt 18,23-25). La doctrina posterior de la Iglesia ha reafirmado la diversidad de los pecados para frenar los brotes de un rigorismo que pretenderí­a igualar la gravedad de todas las faltas.
b) Doctrina reciente. Así­ pues, en la tradición de la Iglesia es muy antigua esta distinción entre pecados graves y leves, o mortales y veniales, como afirma el Catecismo de la Iglesia católica: “El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior” (CCE 1855).

El Catecismo recuerda las tres condiciones tradicionales: “Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento” (CCE 1857, cf 1862). Más adelante se dice que “el pecado venial debilita la caridad; entraña un afecto desordenado a bienes creados; impide el progreso del alma en el ejercicio de las virtudes y la práctica del bien moral… No obstante, no rompe la alianza con Dios” (CCE 1863).

La instrucción episcopal Dejaos reconciliar con Dios pone el pecado mortal en relación con la opción y la orientación fundamental del hombre a Dios, que serí­a destruida por el pecado. Recoge la doctrina clásica para afirmar que algunos actos graves por su objeto, pueden no ser realizados con pleno conocimiento y deliberado consentimiento, por lo que no dañarí­an la opción fundamental del hombre, que es la caridad de Dios. Serí­an pecados veniales, leves o cotidianos los que “sin romper la comunión y la amistad con Dios y sin apartarle de su gracia, contradicen el amor de Dios y hacen que el hombre se detenga en su camino hacia Dios y le debilitan para vivir en aquella comunión con él”5.

4. PECADO Y OPCIí“N FUNDAMENTAL. Para santo Tomás la gravedad de los pecados depende de su mayor o menor alejamiento de la rectitud razonable (Sum. Theol. 1-2, 73, 2). Una vez más, la verdad del hombre es la medida de sus acciones.

La teologí­a moral tradicional afirma que, en realidad, sólo al pecado mortal corresponde tal nombre y la seriedad de lo que la Revelación nos ha descubierto respecto a la situación de alejamiento de Dios y rechazo de su proyecto de amor y alianza. Algunos autores han propuesto una triple distinción de los pecados, que podrí­an clasificarse en veniales, graves y mortales.

Tal propuesta, recogida en el Sí­nodo de 1983, pretende reservar la calificación de mortales para los pecados de obstinado rechazo de la luz y la salvación de forma definitiva. La exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia no parece oponerse radicalmente a esa nueva división, aunque añade un par de matizaciones: “Esa triple distinción podrí­a poner de relieve el hecho de que existe una gradación en los pecados graves. Pero queda siempre firme el principio de que la distinción esencial y decisiva está entre el pecado que destruye la caridad y el pecado que no mata la vida sobrenatural; entre la vida y la muerte no existe una ví­a intermedia” (RP 17).

La teologí­a contemporánea viene considerando que se podrí­a apelar a la opción fundamental. El pecado grave supondrí­a una opción radical y fundamental contra el amor de Dios y su proyecto sobre el mundo. El pecado leve, en cambio, no contradice tal opción. Tal vez las discusiones originadas por el uso de esta categorí­a se deban a que no se ha subrayado el carácter de vocación de la moral cristiana. No toda opción es igualmente humanizadora por no hacer referencia a la verdad última del hombre. De ahí­ que la citada exhortación apostólica introduzca una especie de nota de cautela sobre el tema: “Se deberá evitar reducir el pecado mortal a un acto de opción fundamental -como hoy se suele decir- contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explí­cito y formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también cuando el hombre, sabiendo y queriendo, elige, por cualquier razón, algo gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La orientación fundamental puede, pues, ser radicalmente modificada por actos particulares” (RP 17).

La categorí­a de la opción fundamental es útil para establecer la distinción entre los pecados, si se evita el riesgo de la subjetividad y se tiene en cuenta la referencia al ser y a la verdad del hombre. A este tema se refiere de forma explí­cita la encí­clica Veritatis splendor (VS 69-70).

5. PECADO PERSONAL Y ESTRUCTURAL. La categorí­a del pecado se ha reducido con frecuencia a la responsabilidad individual. El subrayado de los actos humanos en detrimento del estudio de las actitudes -tan oportunamente recordadas por la encí­clica Sollicitudo rei socialis (SRS 38f)- ha limitado el estudio y la catequesis sobre el pecado a los aspectos más puntuales de las decisiones humanas. Con ello se ha dejado de lado el amplio campo de las omisiones.

Las estructuras de pecado aparecen mencionadas no menos de diez veces a lo largo de la encí­clica Sollicitudo rei socialis. “Un mundo dividido en bloques, presididos a su vez por ideologí­as rí­gidas, donde, en lugar de la interdependencia y la solidaridad dominan diferentes formas de imperialismo, no es más que un mundo sometido a estructuras de pecado” (SRS 36a). El análisis teológico-moral de tales estructuras se afina en el n. 37, al analizar las actitudes que las soportan: el afán de ganancia exclusiva y la sed de poder -“a cualquier precio”-.

De forma analógica se podrí­a decir de las estructuras lo que el concilio de Trento decí­a de la concupiscencia: que puede con el Apóstol (Rom 6, l2ss.) ser calificada como pecado, porque del pecado nace y al pecado inclina (cf DS 1515). También las estructuras de pecado provienen de decisiones individuales pecadoras, pero terminan generando, justificando y aun exigiendo otras decisiones pecaminosas.

Las estructuras injustas se oponen por igual a la paz y al desarrollo (SRS 37d, 39g), pero han de generar una actitud de solidaridad (SRS 38, 40). Al entramado de pecados personales y estructuras de pecado ha de corresponder la conversión personal, acompañada de gestos polí­ticos, sociales, económicos y culturales verdaderamente decididos y eficaces.

6. PECADO Y ESPERANZA. La revelación cristiana no tiene al pecado como objeto inmediato. Su buena noticia es la de la salvación. La Escritura orienta las miradas hacia la esperanza de la redención. La revelación del pecado es siempre una revelación de esperanza. Hablar de pecado no significa resignarse a su presencia.

El hombre está anclado eh la esperanza. Pero la esperanza es siempre difí­cil. Se pierde por la desesperación de quien anticipa la no-plenitud o por la presunción de quien anticipa la plenitud. Todo pecado, individual o social, personal o estructural, puede ser considerado en esta perspectiva. El pecado lleva consigo un fruto de desesperanza o de presunción. De ahí­ que signifique siempre la frustración de la esperanza: una abdicación de la dignidad prometida y esperada. Paralelamente, la conversión supone aceptar el humilde camino de la esperanza, que se hace cotidianidad y compromiso en la paciencia. La paciencia, en cuanto compromiso activo, reivindica la credibilidad de la esperanza y la seriedad de la conversión.

La crí­tica profética ante el pecado del mundo no deberí­a brotar de la arrogancia o del desdén. La Iglesia entera, los cristianos todos, se saben itinerantes y pecadores. Reflexionar o predicar sobre el pecado no es lanzar anatemas. La fe cristiana critica el pecado del mundo en cuanto deshumanismo del hombre y desmundanización del mundo. Pero lo hace por amor al hombre y por amor a ese mundo que es también el suyo, por ser el del Señor.

La reflexión sobre el pecado en el mundo y sobre el pecado del mundo estimula siempre en los creyentes la vocación a la condescendencia que han aprendido del mismo Dios, que acomoda su paso al de los hombres.

IV. Orientaciones catequéticas
Es probable que la primera reacción del catequista ante el tema del pecado sea de malestar y desasosiego. Comparte así­, de algún modo, un sentimiento generalizado en la cultura contemporánea, que rechaza, o desvirtúa con interpretaciones reductivas, una realidad persistente de la que no se puede liberar, y ante la cual padecemos una aguda y sorda culpabilidad, que nos hace sentirnos culpables de todo y responsables de nada. En su presencia, la reacción común (ya desde los orí­genes: Gén 3,8-13) es esconderse, ignorarla, negarla como responsabilidad personal, diluirla en la responsabilidad de la sociedad o del grupo, atribuirla a fuerzas ocultas de diverso tipo, o, en el otro extremo, cargarnos de culpabilidad, urgirnos a un estéril perfeccionismo o dejarnos atrapar por la angustia o la desesperanza.

1. LA CONSTATACIí“N DEL MAL. El pecado es un componente real y molesto del devenir de cada historia personal y de la humanidad. Es una realidad insoslayable y tozuda, cualquiera que sea la óptica desde la que lo contemplemos e interpretemos, o el nombre que le pongamos (frustración o neurosis, mancha o culpa, falta o error, imperfección o desobediencia, ofensa o infidelidad).

En la vida personal experimentamos insatisfacción y desajustes entre lo que queremos ser y hacer y lo que de hecho somos y hacemos: infidelidades en las relaciones personales, inversión de valores, rupturas familiares, cálculos egoí­stas, ansia de dinero, sentimientos de culpa, debilidades, frustraciones. En la sociedad cercana y lejana, en el momento presente, en la historia reciente (nuestro siglo es bien ilustrativo en guerras, fanatismos, genocidios, crecimiento de las desigualdades) y en la historia general de la humanidad, los sí­ntomas de malestar y las situaciones de injusticia, engaño, manipulación, violencia, corrupción… son evidentes (cf La verdad os hará libres, 14-20).

No será difí­cil para la catequesis sacar a la luz estas realidades (tal como lo hace Pablo en Rom 1,16-3,20): basta con apelar a la propia experiencia, a las crónicas de los medios de comunicación social, a los estudios sociológicos o a los manuales de historia. Cierto que caben para lo así­ constatado interpretaciones o respuestas puramente éticas, sociológicas, psicológicas, médicas o pedagógicas, que por sí­ mismas no conducen al reconocimiento del pecado, cosa que sólo es posible desde la fe. Pero sí­ es cierto que la constatación del mal en sus diversas formas es prueba que convence a la humanidad de su genuina situación (GS 2 y CC 180; Rom 3,19; 11,32; Gál 3,22), y ofrece a la catequesis la experiencia humana necesaria, que la luz de la Palabra iluminará. Este reconocimiento es el primer paso para vivir en la verdad que nos hará libres (cf lJn 1,8; Jn 8,22).

2. LA CONVICCIí“N FUNDAMENTAL DE PARTIDA. Sólo desde la fe, con Dios y en su presencia, podemos descubrir el pecado presente en nuestro mal y nuestras culpas y, por tanto, reconocerlo y confesarlo. La revelación del pecado en la Escritura nunca lo es por sí­ misma; está siempre vinculada a la misericordia y el perdón de Dios; nunca aparece para hundir y condenar al pecador, sino como un medio para llamar a la conversión, otorgar el perdón, suscitar la esperanza y crear en el viejo hombre el hombre nuevo salvado por el Amor. “En la Sagrada Escritura el tema del pecado forma parte del evangelio de la conversión. La Biblia habla del pecado y de la conversión teniendo la vista fija en Dios, cuya misericordia se transmite de generación en generación. No existe ley que desenmascare el pecado, sólo la revelación de la justicia y la misericordia salvadoras de Dios rasgan la máscara del pecado y lo revelan. El pecado no puede ser ni la primera ni la última palabra. Cuando predicamos jamás deberemos arrancar de la ley y del pecado, sino siempre de la buena noticia de la sobreabundante gracia de Dios. Nuestra presentación del pecado tendrá sentido si comunicamos la buena noticia: la conversión es posible, Cristo nos ha liberado”6.

La exposición más sistemática y profunda sobre el pecado en el mundo (Rom 1-3) está significativamente enmarcada entre dos afirmaciones sorprendentes: “Evangelio… es poder de Dios para la salvación de todo el que cree…, la justicia de Dios se manifiesta en él por la fe” (1,16-17), y “se ha manifestado la justicia de Dios… en Jesucristo al pasar por alto los pecados del pasado” (3,21-26). Lo que expone entre ambas afirmaciones no es para condenar al mundo, sino para salvarlo (Jn 3,16-17 y Rom 11,32). La catequesis, pues, transmite la revelación del pecado, tal como lo hace la Escritura, para mostrar la misericordia y disponer al perdón. Dios se revela así­ como defensor del hombre, aliado con él frente al enemigo común, comprometido eficazmente con él mediante un plan de salvación, al que el pecado se opone y obstaculiza.

La catequesis solamente puede transmitir este mensaje a partir del testimonio concreto de la Escritura, sistematizado más arriba. En ella aparecen narraciones paradigmáticas, ejemplares o simbólicas que el creyente necesita conocer para iluminar la propia realidad. También el testimonio de los profetas que, impulsados e iluminados por el Espí­ritu de Dios, luchan en todos los frentes contra el pecado. Mediante la denuncia y la amenaza, la promesa y la invitación, con gestos y palabras, con la propia persona y con su vida, sacudiendo las conciencias, manifestando la misericordia y el amor de Dios, urgiendo a la conversión, proclamando la paz mesiánica7.

Pero quien revela definitivamente la actitud de Dios frente al pecado y con los pecadores, es Jesús, cuya realidad histórica está marcada por claras referencias al pecado: el anuncio de su llegada para salvar “al pueblo de sus pecados” (Mt 1,21), enviado “para que el mundo se salve” (Jn 3,17), su sangre es derramada “para la remisión de los pecados” (Mt 26,28) y enví­a a sus apóstoles “para predicar el arrepentimiento y el perdón de los pecados” (Lc 24,47). El anuncio del reino de Dios se relaciona directamente con la conversión de los pecadores, y el Reino se hace presente en la lucha contra el pecado y sus consecuencias mediante el perdón, la curación de toda enfermedad y dolencia, la dignificación de los excluidos, la integración de los marginados, la recuperación de la esperanza… Es en la Hora de Jesús donde alcanza máxima expresión su lucha contra el pecado y su entrega para la salvación de los pecadores (Jn 12,31-32; Lc 22,19-20; 23,34).

La catequesis no puede olvidar que uno de los signos de la llegada del Reino es la actitud de Jesús con los pecadores, a los que llama, a quienes acoge, con los que comparte techo, mesa y comida, a quienes defiende y revaloriza frente a sus acusadores (cf Esta es nuestra fe, 30 y 36). Las palabras y parábolas de Jesús sobre el perdón y la misericordia, especialmente Lc 15, revelan el rostro y el corazón del Padre, que respeta la libertad, espera paciente e impacientemente, sale al encuentro, acoge sin recriminaciones, perdona sin condiciones (ni siquiera nombra el perdón en la acogida al hijo pródigo, lo convierte en protagonista y responsable de la alegrí­a del Padre, hace fiesta por su vuelta).

En definitiva, a la catequesis no le cabe otra opción que presentar el pecado desde la mirada y la parte de Dios; es decir, como una condición real de la existencia humana, sobre la que se manifiesta la misericordia. Para que esto sea posible “la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón… La conversión exige el reconocimiento del pecado…, siendo una verificación de la acción del Espí­ritu de la verdad en la intimidad del hombre… descubrimos una doble dádiva: el don de la verdad de la conciencia y el de la certeza de la redención” (CCE 1848). “La catequesis mostrará que la gracia es más grande que el pecado, que Dios es más grande que nuestra conciencia (1Jn 3,20)… Si un proceso catequético consigue que el catecúmeno vivencie el perdón gratuito e incondicional de Dios como algo más fuerte que ese sordo sentimiento de culpa, está cerca de hacerle experimentar lo que es la gracia. El sentido del pecado sólo es posible a aquel que ha descubierto la cercaní­a de Dios” (CC 211).

V. Acentuaciones de la catequesis sobre el pecado
1. EN RELACIí“N CON LOS CONTENIDOS. a) El pecado forma parte del contenido de la catequesis sólo en el contexto de la buena noticia del reino de Dios, que invita al pecador a reconocerse como tal, convertirse y dejarse reconciliar, para así­ entrar en la vida del Reino. Esto sólo es posible si nos situamos desde la mirada de Dios, en su presencia y a la sombra de la cruz, bajo la cual, y en un clima envolvente de amor salvador, podemos reconocer el propio pecado con esperanza y confianza.

b) La catequesis no enmascara la verdad del hombre (cf La verdad os hará libres, 46), sino que la saca a la luz, la acepta y la presenta, denunciando toda realidad en la que el pecado está presente: en lo personal y lo social-estructural; en hechos, palabras e intenciones; en actos, actitudes y situaciones; en lo grave y en lo leve…

c) Finalmente, la catequesis presentará el verdadero concepto cristiano del pecado como ruptura voluntaria de la relación personal con Dios, rechazo de la alianza que Dios nos ofrece para llegar a la comunión de vida con él; frustración del deseo de Dios de estar con los hombres y hacernos sus hijos, enteros, llenos de vida y de amor (reino de Dios). Negativa a Dios, que normalmente se verifica en la negativa y la ofensa a los hermanos y que, al mismo tiempo, reduce, frustra, rompe y limita a la propia persona. La sed insaciable, la ceguera y la muerte son tres imágenes que expresan vigorosamente la situación del pecador (Jn 4,9-10; cf Con vosotros está, Guí­a doctrinal, tema 22). Al presentar el pecado como ruptura de la relación con Dios y con los hombres, la catequesis tendrá en cuenta, para aclararlos, integrarlos y trascenderlos, otros conceptos previos, colindantes, parciales o reductivos (previsiblemente presentes en sus oyentes), tales como el de mancha, mera desobediencia a un precepto o ley concreta, equivocación, falta involuntaria, desajuste con un ideal ético o con una norma social, frustración personal, imperfección…

Si esta concepción del pecado, desde la relación personal y el amor, está presente en la catequesis desde las primeras edades, facilitará que, a partir de la edad juvenil y adulta, se llegue al descubrimiento personal de la opción fundamental, clave para la verdadera concepción cristiana del pecado. La opción fundamental se entiende y refiere al conjunto de la existencia, afecta al sentido global de la misma y en ella se compromete la persona. En el lenguaje bí­blico resuena en las referencias a la interioridad, a lo más í­ntimo de la persona, al centro en el que se toman las decisiones personales y responsables, al corazón (Dt 4,29; 6,5; Sal 50,8.12.19; Ez 36,26; Mt 15,19-20). Es la fuente y la razón de la vida moral, que se verifica y descubre en la dirección que va apareciendo en los actos y decisiones que forman la trama de la existencia8. La opción fundamental cristiana supone una clara y profunda decisión de seguir al Señor, unirse a él, poner en Dios el corazón y buscar siempre su voluntad. Es un ponerse en camino, iniciar la travesí­a hacia la tierra prometida, sin abandonar la ruta ni renunciar a la dirección tomada, a pesar de los fallos, decaimientos, extraví­os y pecados. Desde el “te seguiré a donde quiera que vayas” y el “tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero” de Pedro, hay tentaciones, dudas y negaciones, pero nunca ruptura definitiva con el Señor. Conducir a esta opción fundamental cristiana es objetivo principal de la catequesis, con mayor motivo cuando el creyente encuentra en su camino el pecado, y puede tener la tentación de abandonar toda esperanza, renunciar y rendirse.

2. ORIENTACIONES PEDAGí“GICAS. a) Del conocimiento del mal al reconocimiento del pecado. Para que la catequesis pueda transmitir el verdadero sentido del pecado necesita seguir la misma pedagogí­a de Dios, que no hace discursos teóricos sobre el pecado, sino que lo descubre y revela presente en la realidad histórica del pueblo y en la vida de las personas (CT 58; CC 217-219). La pedagogí­a de la fe exige: descubrir el mal y el pecado en la existencia humana concreta, para llegar a un lúcido conocimiento del mal y a un sincero reconocimiento del pecado; conocer las narraciones bí­blicas correspondientes, que iluminan la realidad humana, así­ como (sobre todo a partir de la adolescencia) acercarse al proceso de fe de los grandes conversos (Pablo, Agustí­n, Francisco de Así­s, Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Carlos de Foucauld, Edith Stein…), y también al testimonio del reconocimiento de la Iglesia como pecadora y necesitada de conversión (TMA 33-36).

b) Un clima de acogida personal. Para que la catequesis sobre el pecado sea una experiencia de fe, que acreciente la esperanza y ofrezca la más alta revelación del amor, la santidad y la sabidurí­a de Dios, es decisiva la actitud y el testimonio del catequista. Su propia acogida personal y una actitud no condenatoria ni pesimista, sino esperanzada y comprensiva; la creación de un clima de oración, alegrí­a y agradecimiento ante el perdón de Dios; la experiencia comunitaria y personal del perdón, la celebración sacramental de la penitencia…, acercarán experiencialmente al grupo la realidad del perdón de Dios (cf CC 207-212).

3. EN RELACIí“N CON LAS TAREAS DE LA CATEQUESIS. a) En el conocimiento de la fe. El mensaje bí­blico sobre el pecado aparece en la manifestación del Dios del amor y la misericordia, que sale al encuentro del hombre herido y alejado, y que se nos revela en la vida, la persona, la práctica y las palabras de Jesús. Dios saca adelante su plan de salvación no mediante castigos, sino por la bondad y el amor que, en forma de perdón, se activa en presencia del pecado reconocido. La catequesis necesita tener en cuenta, por tanto, que el pecado no es un capí­tulo aparte en la historia de la salvación, sino que forma parte de un drama en el que aparecen: 1) el hombre en su verdad, tentado, pecador y comprometido en su proceso de conversión; 2) Dios, de parte del hombre y comprometido con él en la lucha contra el pecado, que es el enemigo común de uno y otro; 3) Cristo, que quita los pecados del mundo y revela el rostro de Dios, y 4) la Iglesia, en la que Jesús sigue salvando a los hombres con su perdón9.

b) En la educación litúrgica y en la oración. El mensaje cristiano sobre el pecado se propone conducir al creyente al encuentro vivo con el amor de Dios, manifestado como perdón. El perdón se proclama para ser repartido. La propia dinámica de la catequesis conduce a la oración en el grupo y a la oración personal de reconocimiento del pecado, deseo del perdón y alegrí­a por recibirlo, pero también a la celebración comunitaria del perdón, sacramental y no sacramental.

Especial importancia tiene la vigilia pascual, con el triduo, suprema y riquí­sima expresión celebrativa de la victoria de Cristo sobre el pecado, así­ como los tiempos litúrgicos penitenciales, que ofrecen a las comunidades cristianas oportunidades propicias para una catequesis sobre el perdón y para invitar a la conversión personal, la reconciliación y la celebración de la penitencia, sobre todo los tiempos de cuaresma y de adviento.

Los sacramentos tienen una clara dimensión de lucha victoriosa sobre el pecado: el bautismo, como liberación radical del pecado e incorporación al pueblo de los redimidos, en los que se hace patente la victoria del crucificado; la confirmación, que impulsa, por la acción del Espí­ritu, a dar testimonio ante el mundo de la lucha contra el mal y de la nueva vida de quienes creen y se alimentan del amor de Dios; la eucaristí­a, en la que el Señor, siendo pecadores, nos sienta a su mesa, nos invita a reconciliarnos y nos fortalece con el alimento que nos renueva y purifica: su cuerpo que se entrega y su sangre que se derrama para el perdón de los pecados; la unción de enfermos, que nos sostiene en la enfermedad y la debilidad de nuestra carne pecadora, transformando los efectos del pecado en colaboración eficaz con la pasión redentora de Cristo.

En relación con el sacramento de la penitencia, la catequesis tiene una importante tarea en este tiempo, en el que para muchos ha perdido crédito y ha caí­do en desuso. No es tarea fácil, y supondrá un esfuerzo prolongado, paciente y conjunto por parte de toda la comunidad y en diversos frentes: el conocimiento o redescubrimiento de la realidad del pecado, la comprensión del sacramento como encuentro liberador con el amor del Padre, a través de Jesús y vivido en la comunidad; ofrecer celebraciones comunitarias vivas, adaptadas, con gran participación laical, tanto en la preparación como en la misma celebración; facilitar la celebración individual del sacramento, en el contexto de un posible acompañamiento personal o, al menos, celebrado como verdadero encuentro personalizado, profundo, comprometido y pausado; cuidar con sumo esmero las primeras celebraciones de la penitencia, que pueden condicionar decisivamente su celebración en el futuro; educar e iniciar en otros medios no sacramentales de penitencia (recordamos la enseñanza de san Juan Crisóstomo sobre cinco caminos: la acusación de los pecados, el perdón de las ofensas, la oración ferviente y continuada, la limosna, la humildad [Liturgia de las Horas, martes XXII).

c) En la transformación moral de la persona. Quien se sabe realmente perdonado ha vivido la experiencia de un amor que es más fuerte que sus pecados. “Tranquilizaremos nuestra conciencia delante de él… si alguna vez nuestra conciencia nos acusa, Dios está por encima de nuestra conciencia” (lJn 3,19-20). Sabe que ya no está hipotecado por su pasado y que puede vivir alimentándose del amor que le ha aceptado y le salva (cf Pedro en la confesión de amor: Jn 21); vive la esperanza en el futuro, un futuro que se apoya en quien “es siempre fiel” y que “no es sí­ y no, sino sólo sí­” (cf lCor 1,9; Heb 10,23; 2Cor 1,19). Esta experiencia es poderosa para ir transformando, como una levadura pascual, las actitudes y el corazón. Así­ irá manifestándose progresivamente en el creyente pecador-perdonado la serenidad y la confianza en el futuro, la esperanza y la alegrí­a profundas; y se comprometerá, como su Señor, en la lucha hasta la sangre (Heb 12,1-4) contra el pecado: el suyo personal, el de la comunidad y el del mundo. La catequesis ayudará a descubrir la energí­a transformadora del perdón, vivido en momentos privilegiados, que marcan la vida del creyente, y vivido también en la experiencia de debilidad que nos acompaña dí­a a dí­a. La lucha contra el pecado se mantiene en el contexto de los combates de la fe, que se inicia en el bautismo y se extiende hasta el final de nuestra peregrinación en el tiempo. En este sentido, ayudará al catequista la descripción de la existencia cristiana que se nos ofrece en 1Pe 1,3-2,10 y Un 1,5-2,2.

d) En la iniciación a la vida comunitaria y a la misión. Recibido el don del perdón, acogidos y sanados por el amor que nos libera, nos sentimos urgidos a manifestarlo en la vida: ejercitando la mirada limpia, comprensiva y positiva ante los demás; dispuestos a pedir y recibir el perdón, y a ofrecerlo a quien de nosotros lo necesite; promoviendo el encuentro y la reconciliación en la comunidad cristiana, en la familia, en las relaciones sociales; manteniendo un talante de esperanza, de diálogo y de búsqueda de la unidad; siendo testigos del perdón y mediadores de la reconciliación en la comunidad y en la sociedad (2Cor 5,19-20); manifestando con obras y palabras, y con la actitud ante la vida, la seguridad de la victoria contra el mal y el pecado (cf DGC 86). La catequesis facilitará esta iniciación orientando, concretando y, en su caso, revisando el compromiso desde el grupo, conociendo bien la realidad social e integrando a cada uno, de forma activa y concreta, en la vida de la comunidad.

VI. Orientaciones para las distintas edades
1. INFANCIA. a) En la primera infancia la percepción de haber actuado bien o mal se fundamenta en el juicio de los que le rodean. Es obvio que tienen gran trascendencia tanto el tipo de relación personal que el niño vivencia como los juicios de los adultos sobre sus actos: la actitud del adulto puede cargar de culpabilidad, provocar el miedo o desalentar, o puede alentar y animar al niño, ayudarle a distinguir lo que es error o equivocación, lo que se hace sin querer y lo que es un acto voluntario que hace daño o hace sufrir a los demás. Es importante relacionar los actos y su valor moral, con lo que suponen para nuestro trato con los demás y con Jesús; y que sienta el perdón y que él mismo se ejercite en pedirlo y ofrecerlo. Textos bí­blicos adecuados son los referidos a la actitud de Jesús con las personas, sobre todo con los pecadores y los que padecen algún mal, y los de los sinópticos.

b) En la segunda parte de la infancia, en la que el niño comienza a ser muy sensible al valor de las normas, cuidar que estas no sean entendidas como algo aislado o puramente objetivo, sino relacionadas con las personas y como ayuda para vivir bien con los demás y con Dios (“cumplir su voluntad, hacer lo que él quiere para que seamos felices y estemos bien”). Es muy distinto que los mandamientos se entiendan y expliquen como órdenes que hay que obedecer, a que se comprendan como los consejos que el Señor nos regala para nuestro bien y alegrí­a (cf Sal 118). Así­, su actitud ante las leyes, normas o consejos la entenderá referida a las personas, y desde ahí­ irá comprendiendo el sustrato personal del pecado. No es apropiada en esta edad la distinción entre pecados mortales y veniales ni, por supuesto, que se cargue de culpa a los niños. Insistir, más bien, en lo que significa decir sí­ o no a las personas y mostrar, sobre todo, la actitud de Dios ante quien no le hace caso (por ejemplo, cómo el padre acoge al hijo pródigo y cómo razona con el mayor). Cuidar la acogida personal en las celebraciones del sacramento de la reconciliación, especialmente las primeras.

2. PREADOLESCENCIA Y PRIMERA ADOLESCENCIA. El preadolescente va llegando poco a poco a la interioridad, en la que vive su propio cambio, la consiguiente pregunta por su propia identidad y el conflicto en sus propias carnes. En ese terreno interior es consciente de que no sólo es capaz de hacer algo malo, que contradice sus convicciones y las de su entorno, sino que puede llegar a convencerse de que él mismo es malo, no se gusta a sí­ mismo, no se valora… Esta es la mediación en la que podrá escuchar una palabra de aliento y comprensión, y experimentar la seguridad de una aceptación y una presencia incondicional, que le ayudará a ir aceptándose a sí­ mismo y a vivir la esperanza, tan necesaria para su crecimiento personal. En este sentido, hay que destacar la importancia del acompañamiento espiritual, en el ámbito sacramental o fuera de él, que le ayudará a conocer y aceptar su propia verdad, en compañí­a.

A esta edad se percibe también lo defectuoso y malo de un mundo que no le gusta, y no le será difí­cil descubrir que esa situación es consecuencia de las obras de los hombres. Esta percepción puede facilitar la presentación del pecado original y, sobre todo, le ayudará a comprender la lucha de Jesús contra el mal y su causa principal, el pecado; lucha a la que está llamado a participar activamente para mejorar el mundo.

La progresiva autonomí­a que se produce por la interiorización crí­tica de las reglas y pautas comunes de comportamiento, se orientará en la catequesis desde los valores que brotan de una relación de amistad con Jesús, vivenciada en la mediación del grupo y del catequista, como marcos de referencia y de seguridad. En esta perspectiva personalista y relacional se puede comprender la realidad del pecado.

Textos bí­blicos fundamentales para descubrir la actitud de Jesús son los de su acogida a las personas: Zaqueo, la mujer pecadora, la samaritana, Mateo y sus amigos publicanos, la confesión final de Pedro (Jn 21). En otro sentido, los pecados de rebeldí­a del pueblo en el desierto, el camino mismo por el desierto, con todas sus dificultades y tentaciones, y muchos textos proféticos de denuncia del pecado y anuncio del perdón.

3. ADOLESCENCIA Y PRIMERA JUVENTUD. El adolescente va llegando a una cierta autonomí­a moral y a un conjunto de valores personales, aún no sistematizados, pero que se van conformando a base de opciones concretas. Este proceso se consolida en la primera juventud, en la cual lo que para el joven es importante va ocupando un lugar central en su vida, iniciándose así­ un proceso de apropiación, centralización y estructuración de valores.

El bien o el mal moral, en este proceso vital, no son percibidos desde fuera, sino desde dentro, por la coherencia que el joven percibe entre su comportamiento y sus valores y convicciones. Es consciente de que puede tomar decisiones con plena responsabilidad, y de las consecuencias que estas tienen para los demás; es consciente de lo constructivo o demoledor que puede ser su comportamiento para las relaciones personales y de la trascendencia de su fidelidad o infidelidad; percibe, por tanto, la gravedad mayor o menor de sus actos, dependiendo de su grado de responsabilidad. El pecado puede, pues, ser percibido en toda su verdad, como ruptura personal con la voluntad de Dios, como frustración en el seguimiento de Jesús, como falta de coherencia personal y como ruptura con los demás.

Naturalmente, la voluntariedad que puede poner el joven cristiano en el deseo de serlo coherentemente se verá contradicha con frecuencia por su comportamiento concreto, que puede atormentarlo o tentarlo de abandono. Es decisivo ayudarle a entender en su propia experiencia los combates de la fe (ICor 9,24-25; Heb 12,14) y la necesidad de conversión continua, así­ como la presencia en nosotros del Señor y de su Espí­ritu, que nos fortalece y nos sostiene en el combate, y nos renueva con su amor y su perdón. Y, por su parte, mantener y reafirmar su propia opción fundamental cristiana, a pesar de los altibajos, incoherencias o abandonos temporales.

El joven cristiano necesita la gozosa experiencia del perdón, que le regenera, reconstruye y acompaña en el proceso de consolidación de su personalidad creyente y, al mismo tiempo, necesita crecer en el compromiso de trabajar por el Reino y de luchar contra el pecado, que impide y retrasa su llegada.

Como contenido bí­blico más apropiado, proponemos las narraciones iniciales de Gén 3, 4 y 11, las denuncias y anuncios de los profetas y los textos joánicos (Jn y 1Jn). También todo lo que ayude a pasar de las leyes a la Ley (Sal 118); el mandamiento nuevo, el mandamiento principal (Lc 10) y la interiorización del decálogo (Mt 5-7).

4. EDADES ADULTAS. A partir de la segunda parte de la juventud, cuando el joven haya entrado en una cierta estabilidad afectiva, estén centralizados y estructurados sus valores fundamentales, tenga una perspectiva vocacional y profesional y se hayan perfilado con cierta nitidez sus opciones fundamentales de vida, entrarí­a en la zona de influencia de la adultez, que no abarca una, sino varias edades.

El adulto es capaz de pecado en su más cruda realidad, como es capaz de acoger a Dios como don personal. Si ha seguido un proceso normal en su fe, puede descubrir la presencia del pecado en el mundo, en su entorno y en su propia vida: el pecado concreto y las actitudes y el estado de pecado, el pecado personal y el pecado estructural, las decisiones concretas y la opción fundamental. Y, a la vez, es capaz de aceptar y vivir simultáneamente y con sentido, con tensión y serenidad, tanto la debilidad que nos configura como el proceso de conversión permanente; la opción por Jesús y su reino y las tentaciones que nos amenazan y detienen; afirmar en su corazón el deseo de seguir al Señor y cumplir su voluntad, y la realidad de nuestras obras, que tan cotidianamente lo contradicen (Rom 7,15-25; cf CAd 165-171).

La catequesis invitará al adulto cristiano a vivir en la verdad, reconociendo esa presencia del pecado en su vida, en su entorno y en el mundo, responsabilizándose también de los pecados sociales y estructurales; le ayudará a renovar su compromiso de colaborar en la construcción del mundo según el plan de Dios y de luchar contra lo que es construir al margen o en contra de Dios. Esta es la etapa de la vida en la que adquiere su pleno sentido la opción fundamental, y se puede comprender y vivir más plenamente lo que es el pecado como vida al margen de Dios, autonomí­a total frente a Dios (Gén 3), ruptura grave con los demás (Gén 4), estado de pecado en el mundo. Y también la del reconocimiento más sincero y entregado al Señor (Sal 50; 2Sam 11 y 12), la aceptación y el ofrecimiento del perdón y el ejercicio de la reconciliación.

El adulto acepta y convive con su condición pecadora, pero lucha sin tregua contra el pecado, y puede llegar a proclamar con san Pablo: “Te basta mi gracia”; “Todo lo puedo en aquel que me conforta”; “Sé de quién me he fiado”; “Donde abundó el delito, sobreabundó la gracia” (2Cor 12,9ss.; Flp 4,13; 2Tim 1,12; Rom 5,20).

Como contenidos bí­blicos, además de los indicados para otras etapas, señalamos como más propios para esta los textos paulinos sobre el pecado y la vida en el espí­ritu, sobre todo Rom 1-3; 6-8, así­ como los de Jn; 1Jn; lPe 1; los salmos penitenciales y los textos proféticos.

NOTAS: 1. Para mayor ampliación, cf J. R. FLECHA, Teologí­a moral fundamental, BAC, Madrid 19972, 297-338. – 2. Cf Ecclesia 6 (1946) 8. – 3 Cf TOMíS DE AQUINO, Summa Theologica 1-2, 71.6.ad5m. – 4 CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, La verdad os hará libres, 31. – 5 ID, Dejaos reconciliar con Dios, 29. – 6. B. HARING, Libertad y responsabilidad en Cristo 1, Herder, Barcelona 1981, 383-384. – 7. CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, Esta es nuestra fe, Edice, Madrid 1987, 9-19; B. HARING, o.c., 382. – 8 O. BERNASCONI, Pecador/pecado, en S. DE FIORES-T. GOFFI (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 19914, 1540s.; K. DEMMER, Opción fundamental, en F. COMPAGNONI-G. PIANA-S. PRIVITERA (dirs.), Nuevo diccionario de teologí­a moral, San Pablo, Madrid 1992, 1269-1278; G. GATTI, Opción fundamental, en J. GEVAERT (ed.), Diccionario de catequética, CCS, Madrid 1987, 609s. – 9 M. VAN CASTER, Dios nos habla II, Sí­gueme, Salamanca 1968, 125-129.

BIBL.: Además de la citada en las notas: I. BOROBIO D., Reconciliación penitencial, Desclée de Brouwer, Bilbao 1990; GOFFI T., Pecado y penitencia en la actual inculturación, en DE FIORES S.-GOFFI T. (dirs.), Nuevo diccionario de espiritualidad, San Pablo, Madrid 19914, 1546-1554; HARING B., Pecado y secularización, PS, Madrid 1974; LACRO1X J., Filosofí­a de la culpabilidad, Herder, Barcelona 1980; LAFRANCONI D., Pecado, en COMPAGNONI F. PLANA G.-PRIVITERA S. (dirs.), Nuevo diccionario de teologí­a moral, San Pablo, Madrid 1992, 1347-1369; MARLIEANGEAS B., Culpabilidad, pecado, perdón, Sal Terrae, Santander 1983; MILLíS J. M., Pecado y existencia cristiana, Herder, Barcelona 1989; O’CONNELL R., El sentido del pecado en el mundo moderno, en TAYLOR M. A., El misterio del pecado y del perdón, Sal Terrae, Santander 1972, 13-32; PALAllINI R.-PIOLANTI A., Realidad del pecado, Rialp, Madrid 1963; PETEIRO A., Pecado y hombre actual, Verbo Divino, Estella 1972; PLAllWI P.-SAGE A., El pecado en las fuentes cristianas primitivas, Rialp, Madrid 1963; RICOEUR P., Finitud y culpabilidad, Taurus, Madrid 1982; SABUGAL S., Pecado y reconciliación en el mensaje de Jesús, Palermo 1985; SCHOONENBERG P., Pecado y redención, Herder, Barcelona 1972; THEVENOT X., El pecado hoy, Verbo Divino, Estella 1989; VIUAL M., Moral de actitudes 1, PS, Madrid 1981, 485-637; VIRGULIN S., Pecado, en ROSSANO R.-RAVASI G.-GIRLANDA A. (dirs.), Diccionario de teologí­a bí­blica, San Pablo, Madrid 1990, 1428-1449; ZABALEGUIO L., Aproximación al concepto de sentimiento de culpa, Moralia 12 (1990) 87-105. II. BECKER R. Y OTROS, Exposición de la fe cristiana, Sí­gueme, Salamanca 1988′, cc. 7, 8, 22 y 30; COLOMB J., Manual de catequética II, Herder, Barcelona 1971, 301-460; CONFERENCIA EPISCOPAL ALEMANA, Catecismo católico para adultos, Herder, Barcelona 1989, 139-150; CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAí‘OLA, Con vosotros está. Catecismo y Guí­a doctrinal, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976, temas 22-24; FLECHA J. R., Ven y sí­gueme, CCS, Madrid 1997, 151-176; FLORISTíN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993, 983-1001; GATTI G., Etica cristiana y educación moral, CCS, Madrid 1988; GATTI G., La catequesis de niños, CCS, Madrid 1976; HíRING B., Libertad y fidelidad en Cristo 1, Herder, Barcelona 1981, 380-394, 420-429; LAURET B.-REFOULE F., Iniciación a la práctica de la teologí­a IV, Cristiandad, Madrid 1985, 239-278; SCHEFFCZYK L., Conceptos fundamentales de la teologí­a II, Cristiandad, Madrid 1979, 317-323.

José-Román Flecha Andrés
y Fernando Garcí­a Herrero

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

SUMARIO: I. El pecado en el AT: 1. Premisas; 2. Terminologí­a; 3. Modelos literarios; 4. Diversas especies: a) Pecados involuntarios, b) Errores rituales, c) Culpas colectivas, d) Pecados graves; 5. Caracterí­sticas: a) Ruptura con Dios, b) Ingratitud, c) “Hybris”; 6. Consecuencias: a) La cólera de Dios, b) La culpa, c) El endurecimiento, d) Las desventuras. II. El pecado en el NT: 1. Presupuestos; 2. Filologí­a; 3. La actitud de Jesús: a) Los pecados concretos y el corazón, b) Bondad con los pecadores; 4. San Pablo: a) Listas de pecados, b) El pecado personificado, c) La came, d) La Ley, e) Satanás, f) Efectos; 5. La lilteratura joanea: a) Vocabulario propio, b) La incredulidad, c) El pecado del mundo, d) La herejí­a; 6. Otros escritos del NT. III. Universalidad del pecado: 1. Antiguo Testamento: a) Génesis 1-11, b) Los profetas, c) Los libros sapienciales; 2. Jesús; 3. San Pablo: a) La humanidad pecadora, b) El pecado de Adán, c) Pecados personales. IV. Origen del pecado: 1. Antiguo Testamento: a) La fuerza demoní­aca, b) El corazón perverso, c) La inclinación al mal, d) El pecado de origen; 2. Evangelios sinópticos; 3. San Pablo; 4. La literatura joanea; 5. La tentación.

El pecado tiene una importancia fundamental en la Biblia; en efecto, las intervenciones de Dios en la historia tienden a establecer o a restaurar las relaciones de comunión con él, rotas o interrumpidas por el pecado del hombre. Jesús vino a este mundo para liberar al pueblo del pecado (Mat 1:21). La infidelidad del hombre en sus relaciones con Dios constituye el telón de fondo en el que se inscribe la acción redentora y salví­fica de Dios. Por eso el discurso bí­blico sobre el pecado y sobre la humanidad pecadora no presenta un interés por sí­ mismo, sino sólo en relación con la acción de recuperación llevada a cabo por Dios mediante el perdón y la concesión de su favor [/ Redención].

I. EL PECADO EN EL AT. 1. PREMISAS. El concepto de pecado en el AT es muy complejo y se percibe de diversas formas. No existe una verdadera reflexión teológica sobre esta experiencia humana, aun cuando la realidad entre profundamente en la fe de Israel. Las expresiones para indicar el pecado están sacadas de la vida profana; pero en su base se encuentra una concepción religiosa global, que liga al hombre con Dios, con el pueblo y con las instituciones. Por eso las faltas interesan a la vida del individuo y a la de la nación, a la observancia de un rito o de una ley, al comportamiento moral, social y polí­tico.

En Israel existí­a una legislación muy variada y desarrollada, que regulaba la vida de la comunidad y de cada uno de los fieles. Todas las leyes, sea cual fuere su origen, se atribuí­an a Moisés, y a través de él a Dios. La transgresión de estas leyes era cometer una falta.

El contexto en el que hay que considerar el pecado del AT es el de la / alianza, por lo que el acto pecaminoso ha de concebirse como una ruptura o como una negación de la relación personal con Dios. Los actos negativos realizados en detrimento de los demás hombres revisten un aspecto delictivo, ya que se consideran en relación con la voluntad de Dios. Además, el pecado se valora en la medida en que ofende directamente a la vida del pueblo y a los designios de Dios sobre él, por lo que asume también una dimensión comunitaria.

2. TERMINOLOGíA. En contra de la general escasez de términos en la lengua hebrea, abundan en el AT los términos que indican el pecado. Muchos de ellos están tomados de la vida ordinaria del pueblo y describen unas situaciones concretas sacadas de la experiencia de Israel con sus resistencias y sus fracasos a lo largo de su historia.

Los principales términos que se utilizan para indicar el pecado son:
– Hatta’: significa una deficiencia; por ejemplo, fallar un objetivo (Jue 20:16), no encontrar lo que se busca (Job 5:24), dar un paso en falso (Pro 19:2). En sentido moral el término indica la transgresión de un uso, de una regla establecida (Gén 20:9; Jue 11:37; Lev 4:2.13.27). En sentido religioso denota la transgresión de una ley divina (Exo 9:27; 1Sa 2:25; 2Sa 12:13); en sentido cultual la expresión designa el medio para borrar el pecado (Núm 19:9) o el sacrificio por el pecado (Lev 4:23). Se puede fallar involuntariamente (Lev 4:2.27; Núm 15:27) o de forma deliberada (Núm 15:30).

– `Awón: proviene de un verbo que significa cometer una injusticia en sentido jurí­dico; el nombre indica una acción conscientemente contraria a la norma recta; por eso significa pecado (Sal 31:1; Sal 51:7; Miq 7:19; Isa 65:7), culpa, estado de culpa; por ejemplo, la culpa de los padres (Exo 20:5; Exo 34:7); a veces designa las consecuencias de la culpa, la pena, el castigo (Gén 4:13; Isa 5:18; Sal 40:13).

– Pesa’: indica rebelión contra un superior polí­tico (1Re 12:19; 2Re 8:20), y se aplica también a la rebelión contra Dios (Isa 1:2; Jer 2:29; Amó 4:4; Ose 7:13; Pro 28:2; Pro 29:22). Sinónimos de este término son: marah, ser rebelde (Isa 1:20; Isa 50:5; Deu 1:26.43; Eze 5:6); bagad, ser infiel al rey (Jue 9:23) y al Señor (Ose 5:7; Ose 6:7; Jer 3:20).

– Rasa`: significa no tener razón, ser culpable, a menudo en sentido jurí­dico (l Apo 8:47; Job 9:29; Job 10:7.15); el nombre se usa para indicar al impí­o, al criminal (Gén 18:23.25; Jer 12:1; Eze 3:18ss). En los libros sapienciales es éste el término más usado para indicar a los pecadores, en oposición a los justos y a los sabios (Sal 1:4.6; Sal 3:8; Sal 10:2; Pro 3:33; Pro 4:14; etc.).

– Nebalah: indica locura en el sentido de impiedad, malicia (1Sa 25:25; Isa 9:16; Isa 32:6; etc.), realizada por un hombre mental y moralmente deficiente; este término se usa con frecuencia para designar una culpa de orden sexual (Gén 34:7; Deu 22:21; Jue 19:23s; 2Sa 13:12), contraria a las costumbres de Israel, y por eso mismo digna de reprobación.

– Diversos vocablos. Un grupo de vocablos (tum’ah, zonah, ta’ab, zimah) caracteriza al pecado como impureza, como acción detestable e ignominiosa, como prostitución. Otros términos (‘awen, saw, seqer) acentúan el aspecto de vanidad, engaño, mentira, malicia. El grupo de palabras procedentes de las raí­ces segg, sgh, thl, usadas especialmente en Isaí­as, Jeremí­as y Job, subraya el carácter de desviación y de impiedad tí­pico del pecado. El término asam indica la culpabilidad, como resultado de la mala acción que se ha cometido y por la que hay que ofrecer una expiación (Lev 5ss; Jue 21:22; ISam 6,3ss; Isa 53:10; Jer 42:21). La voz hnf (mancharse de culpa) expresa de forma penetrante la naturaleza del pecado.

La abundancia y la diversidad de los términos usados para designar el poder demuestran que las acciones pecaminosas se consideran y se juzgan según diversos puntos de vista. Del término general de falta se pasa al concepto de transgresión de la norma ética que se deriva de la revelación. Al lado del aspecto jurí­dico del acto reprobable se subraya el aspecto moral y cultual. El grado de la culpa va desde la desviación casual hasta la abierta oposición a Dios.

3. MODELOS LITERARIOS. Las formas que asume la amartologí­a veterotestamentaria en sus expresiones literarias están en relación con las diversas épocas históricas del pueblo de Dios y con el desarrollo de la revelación divina.

En los códigos morales, rituales, civiles, polí­ticos, religiosos y penales del Pentateuco el pecado, es decir, la transgresión de la ley inserta en el contexto de la alianza sinaí­tica, se expresa mediante fórmulas negativas imperativas, que deberí­an apartar al creyente de la comisión de ciertas acciones. Esto aparece claramente en el / decálogo (Exo 20:2-17; Deu 5:11-21), en el código de la alianza (Exo 20:22s), en el decálogo ritual (Exo 34:11-16), en el código deuteronomista (Deu 5:6-11) y en el código de santidad (Lev 17-26). Esta misma forma se puede encontrar fuera del Pentateuco, en la formulación del código moral (Sal 15; Eze 39:25s).

En los libros históricos se encuentran algunas descripciones detalladas de diversos pecados, como la adoración del becerro de oro por,parte de los israelitas en el desierto (Ex 32), el adulterio y el homicidio de David (2Sa 11:1-27) y el robo de la viña de Nabot por parte del rey Ajab (IRe 21).

En los salmos de lamentación la experiencia del pecado aparece en la forma de una descripción desolada, de una confesión del mal cometido y de una súplica de perdón. En este sentido son caracterí­sticos los salmos 51 (Miserere) y 130 (De profundis).

En los libros proféticos el pecado se considera en un contexto de denuncia y de amenaza. La culpa reviste un carácter más o menos estructural y colectivo, ya que queda desenmascarada la incredulidad práctica de los dirigentes y del pueblo, el formalismo del culto, la instrumentalización de la fe en orden a objetivos polí­ticos, la opresión de los débiles por obra de los poderosos (Amó 2:6ss; Amó 8:4-7; Ose 2:4-7.10-15; Ose 4:1-14; Isa 1:15-20; Isa 5:8; Isa 10:1-3; Isa 22:8-11; Jer 5:26-29; Jer 22:3-18; etc.).

En la literatura sapiencial los imperativos de los códigos, la oración de los salmos y el carácter perentorio de los oráculos proféticos se transforman en enseñanza gnómica. La reflexión sobre el pecado se inserta en un horizonte humanista y pedagógico propio también del mundo no judí­o (Pro 3:11-14; Pro 6:16-19; Job 31). Los capí­tulos 2-11 de Gén presentan relatos etiológicos, que intentan explicar la causa del mal que reina en el mundo. En la historia de la caí­da de los progenitores (Gén 3:1-24) se sintetiza la experiencia general del pecado como acto individual que produce nefandas consecuencias. Gén 3 es el único pasaje del AT donde se trata el problema del pecado como un tema particular.

4. DIVERSAS ESPECIES. Se advierte en el AT una evolución en la concepción del pecado y en la admisión de diversas categorí­as de faltas. Del antiguo concepto de pecado ritual-cultual involuntario cometido por error se pasó, en tiempo de los profetas, al predominio de la noción de transgresión voluntaria y consciente.

a) Pecados involuntarios. En los tiempos más antiguos se admite que es posible pecar por error (Lev 4:2.27; Núm 15:27), violar un entredicho, transgredir una regla por inadvertencia o casualmente. Abimelec comete un pecado al tomar una mujer creyendo que era libre y actuando, por consiguiente, con sencillez de corazón (Gén 20:5.9). Uzá es herido mortalmente por haber tocado simplemente el arca de la alianza (2Sa 6:6ss), y los habitantes de Bet Semés son castigados con llagas mortales por el simple hecho de haber mirado con curiosidad el arca del Señor. Jonatán es declarado culpable y juzgado reo de muerte sólo por haber transgredido, sin conocerlo, un voto hecho por su padre Saúl (lSam 14,24-30.37-44). La mera transgresión material de una prohibición es considerada ya como pecado.
b) Errores rituales. Están luego las faltas que no guardan ninguna relación con la moralidad propiamente dicha y que son las que afectan a las prohibiciones relativas a las cosas santas o impuras. El simple tocar la extremidad de la montaña sagrada acarrea la muerte (Exo 19:12). Los hijos de Aarón mueren por haber presentado al Señor un fuego profano (Lev 10.1s). Comer la sangre es un pecado contra el Señor (Lev 17:10ss; Deu 12:21ss; ISam 14,33). Violar el reposo sabático es una falta grave, digna de la pena de muerte (Exo 20:8-11; Exo 23:12; Exo 34:21). No es posible saber si estos entredichos y estas sanciones seguí­an estando en uso en tiempo de los profetas o después del destierro en Babilonia; de todas formas, en la literatura profética y posexí­lica no se menciona la aplicación de estas sanciones. De aquí­ se puede deducir que el concepto de pecado se habí­a ido afinando y habí­a evolucionado.

c) Culpas colectivas. De una consideración comunitaria y colectivista del pecado se pasó en los siglos vii y vi a una concepción más personal e individualmente responsable. El pecado de Cam, padre de Canaán, afecta a toda su descendencia (Gén 9:20-27). Dios afirma que castiga las culpas de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación para los que le odian, y que concede su gracia millares de veces a los que le aman y observan sus mandamientos (Exo 20:5s); [/ Misericordia]. El error de Acán atrajo la maldición no sólo sobre él, sino sobre todos los israelitas (Jos 7). En 2Re 9 se narran las matanzas con que fueron eliminados todos los miembros de la casa de Ajab. Los profetas ponen juntos a los dirigentes y al pueblo en la transgresión de la ley del Señor y anuncian la salvación de un solo resto.

Sin embargo, Jeremí­as y Ezequiel proclaman el principio de la responsabilidad personal, que no suprime por completo el aspecto social y comunitario del pecado (Jer 31:29s; Eze 18:2).

d) Pecados graves. En el AT se advierte ya una distinción entre los pecados graves y las faltas ligeras cometidas por inexperiencia o fragilidad (Sal 25:7; Job 13:26). Aunque todo pecado cometido contra el prójimo es juzgado en relación con Dios, sin embargo se distingue entre los pecados cometidos personalmente contra Dios y los que se refieren al prójimo (2Sa 12:13). Entre los pecados más graves cometidos contra Dios hay que señalar la idolatrí­a, la magia, la blasfemia (Exo 22:19; Lev 20:2; Lev 24:11-16), mientras que entre los cometidos contra el prójimo se distinguen la rebeldí­a contra los padres (Lev 20:9), el secuestro de un hombre (Exo 21:16), el adulterio (Lev 18:6-23) y cuatro pecados que gritan al cielo: el asesinato (Gén 4:10), la sodomí­a (Gén 18:20), la opresión de las viudas y de los huérfanos (Exo 22:21ss) y la negativa a pagar el salario justo a los obreros (Lev 19:13).

5. CARACTERíSTICAS. El aspecto principal del pecado en el AT es el ví­nculo que la acción pecaminosa tiene con una norma, que posee a menudo un fuerte aspecto jurí­dico, atribuido a Dios debido al régimen de la alianza. Por eso el concepto de pecado guarda una estrecha relación con la institución de la alianza sinaí­tica, considerada como elemento fundamental de la vida religiosa de Israel. La relación con Dios está determinada tanto por leyes éticas y sociales como por leyes cultuales y, rituales. El nexo existente entre los dos aspectos no debe separarse, aun cuando en los textos sagrados se acentúe cada uno de ellos de forma distinta. Según la antigua concepción oriental, la relación entre los dos contrayentes del pacto no se considera tanto desde el punto de vista polí­tico como desde el personal. Toda infracción de las cláusulas de la alianza significaba no sólo una ofensa jurí­dica, sino también una afrenta contra la persona, un insulto que excitaba la ira del otro. En este contexto, en Israel toda transgresión de la ley suponí­a una confrontación negativa con Dios, que es fiel y santo y que ha mostrado su benevolencia con el pueblo mediante la iniciativa de la alianza.

a) Ruptura con Dios. Por eso el pecado es una ruptura de las relaciones que ligan al hombre con el Señor, bueno y leal (cf Deu 4:29; Deu 6:6ss; lSam 16,7; Os 2; Isa 1:2s; Isa 29:13; Jer 3:10; Jer 17:9; Pro 3:3ss). La transgresión de una ley que expresa la voluntad de Dios es una desobediencia a la orden del Señor (Dt, passim; lSam 15, 22.26; Ose 4:1s; Sal 119).
Los profetas analizaron agudamente la naturaleza del pecado utilizando a veces imágenes muy expresivas. Para Amós el pecado es un atentado contra el Dios de la justicia; para Oseas es una prevaricación contra el Dios de amor; por eso se le compara con la prostitución, con el adulterio y con la infidelidad conyugal (Ose 2:1-3; Ose 3:1; ls 48,8; Jer 3:1-5.20; Jer 9:1; Jer 11:10; Eze 16:8-18). El profeta Isaí­as trata el pecado como falta de fe y como obcecación voluntaria e infidelidad (Isa 9:9s; Isa 20:9s). Jeremí­as considera el pecado como un olvido del Dios de la alianza, como un dar las espaldas al Señor, como una incircuncisión del corazón, como una situación desesperada de la que es casi imposible salir (Jer 2:23; Jer 4:22; Jer 5:21; Jer 8:6; Jer 10:23; Jer 13:10; Jer 18:12; Jer 22:16; Jer 23:17).

b) Ingratitud. El pecado asume el aspecto de ingratitud para con el don de Dios, que querí­a crearse un pueblo que diera testimonio de la santidad de su Señor (Isa 5:1-7; Miq 6:13; Jer 2:21). Además, los profetas leen en el pecado de Israel una malicia más profunda, la de instrumentalizar el don de Dios, creyendo que pueden prescindir de él. Pensando que Dios estaba demasiado apegado a su pueblo para poder deshacerse de él, creen que pueden impunemente infringir su ley, con el convencimiento de que Dios es incapaz de juzgar, de condenar y de castigar al pueblo que ha elegido (Ose 11:1s; Ose 13:5s; Jer 7:8ss; Miq 3:11). Esta arrogancia de Israel es la expresión de un rechazo práctico de la trascendencia divina.

Gén 3 se presenta como una sí­ntesis de todo lo que el AT enseña sobre la naturaleza del pecado. El pecado consiste en apartarse personalmente de Dios, que se revela a través de una orden y de una sanción divina. En el origen del pecado se encuentra la pérdida de toda confianza en Dios; a continuación se comete una desobediencia con la intención de apoderarse con las propias fuerzas de lo que está reservado exclusivamente al Señor, para hacerse semejante a él. El ser humano rompe las relaciones personales con su más grande bienhechor. Dios se convierte para él en un extraño y en un ser temible. Es éste el aspecto más dramático de todo pecado, expresado de una forma popular.

En el AT se pone de relieve el aspecto tanto objetivo como subjetivo del pecado. El aspecto objetivo se deduce de la transgresión de una ley considerada como expresión de la voluntad divina, y de la consiguiente interrupción de las relaciones con el Dios de la alianza. El aspecto subjetivo y personal del pecado se deduce del hecho de que es considerado como un acto voluntario de rebelión contra Dios, como una negativa a escuchar la voz del Señor, como una deliberada desobediencia a las órdenes de Dios, que tiene su causa más profunda en el orgullo humano. En las invitaciones a la conversión que hacen los profetas se supone la responsabilidad personal en la comisión de los pecados y la posibilidad de evitarlos.

c) “Hybris”: En algunos pasajes del AT se presenta el pecado como un intento desmesurado por parte del hombre de hacerse igual a Dios. Es el pecado del orgullo más desenfrenado, que no sólo se niega a someterse a Dios, sino que pretende apropiarse de los atributos divinos. Así­ es como aparece el pecado de los primeros padres, a los que la serpiente sugiere que llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal, desobedeciendo precisamente las órdenes divinas (Gén 3:5). De este mismo pecado se mancharon los constructores de la torre de Babel, que intentaron erigir un imperio mundial sin la intervención de Dios (Gén 11:1-9). Este mismo orgullo lo atribuyen los profetas al rey de Babilonia, que se proponí­a escalar el cielo y ser igual al Altí­simo (Isa 14:12-15), y al rey de Tiro, que se enorgulleció hasta decir: “Un dios soy yo, en la morada de un dios habito, en medio del mar” (Eze 28:1-19). La suerte de estos soberbios es la humillación más vergonzosa, dado que Dios no permite que un mortal pretenda equipararse a él.

En los textos apocalí­pticos se pone de relieve la hybris de los reyes paganos. Nabucodonosor reconoce que Dios humilla a los que caminan en el orgullo (Dan 4:34). El tipo de hombre presuntuoso que se levanta contra Dios es Antí­oco IV Epí­fanes, el pequeño cuerno que “profiere palabras monstruosas contra el Altí­simo” (Dan 7:25).

Sintetizando las caracterí­sticas del pecado en el AT, se puede afirmar que tiene siempre una dimensión religiosa, suponiendo una ruptura de las relaciones personales con Dios y un gesto de ingratitud. Al alejarse de Dios, el hombre tiende a afirmarse a sí­ mismo contra Dios y a organizar su propia existencia en la autosuficiencia. La expresión más alta de esta actitud es la hybris. Además de la dimensión vertical, el pecado tiene también un aspecto horizontal, en cuanto que la ruptura de las relaciones con Dios se expresa de forma consiguiente en el desquiciamiento de las relaciones con el prójimo. Efectivamente, toda falta contra el prójimo es considerada como una desobediencia al Señor (2Sa 12:13; Sal51; Pro 30:9). Finalmente, el pecado asume siempre un perfil comunitario, ya que es juzgado en correspondencia con el influjo negativo que ejerce sobre la vida del pueblo y sobre el plan salví­fico de Dios relativo a la nación elegida.

6. CONSECUENCIAS. a) La colera de Dios. El primer efecto del pecado es el de “contristar a Dios, irritarlo y moverlo a la cólera” (Núm 11:1; Núm 12:9; Núm 18:5; Deu 1:34; Deu 9:8.19; Jos 9:20; Jos 22:18; Ose 5:10; Ose 13:11; Isa 47:6; Isa 54:9; Isa 57:17; Jer 4:4.8.26; Jer 7:20; Jer 17:4; Jer 36:7; Eze 6:12; Eze 14:19; Eze 16:38; Sal 38:2; Sal 102:11; Sal 106:32). El Señor esconde su rostro al pecado para no escucharlo (Isa 59:2) o se niega a responder cuando le pide un oráculo (1Sa 14:37ss). Estas expresiones son metáforas antropomórficas que ponen de relieve la referencia del pecado al Dios personal, ya que en cierto sentido Dios no puede verse alcanzado ni “ofendido” por el pecado.

b) La culpa. En el pecador la acción pecaminosa produce un sentimiento de culpa. Los términos het’, `awón y pesa` indican no solamente el pecado, sino también el efecto del pecado que es la culpa. Es como un peso que grava sobre la conciencia (Gén 4:13; Isa 1:4; Sal 38) y “hace latir el corazón” (1Sa 24:6; 2Sa 24:10); es un tormento del que el hombre no logra liberarse (Sal 51:5). El pecado de Judá está esculpido en su corazón, como una inscripción sobre la piedra (Jer 17:1); es como la herrumbre que roe una vasija metálica (Eze 24:6). Estas metáforas indican el daño que produce el pecado a la persona que lo comete. La culpa no es solamente una deuda que pagar al Señor, sino que corrompe además la conciencia del pecador.

El sentimiento de culpa engendra vergüenza; mueve a los primeros padres a esconderse cuando Dios se les aparece en el jardí­n del Edén (Gén 3:18), y le hace decir a David, cuando se da cuenta de la enormidad de sus crí­menes: “¡He pecado contra el Señor!” (2Sa 12:13).

Los pecados manchan al hombre, lo hacen impuro para el ejercicio del culto e incapaz de acercarse al Dios santo (Sal 51:4ss). El pecado lleva consigo su propia sanción. Al rechazar al Señor, el pecador hace suya la inconsistencia de las cosas que ha preferido a Dios, haciéndose él mismo “vanidad” (cf Jer 2:5).

c) El endurecimiento. La multiplicación de los pecados puede conducir al hombre a esta situación, hundiéndolo en una actitud de rechazo de Dios que lo hace incapaz de levantarse del abismo en que ha caí­do, a no ser que se realice un milagro. Esta situación, designada como “obstinación en el pecado”, se expresa en la Biblia mediante diversas imágenes: se habla de obcecación (Isa 6:10; Isa 29:9), de corazón embotado (Isa 6:10), incircunciso (Deu 10:16; Jer 4:4; Jer 9:25; Eze 44:9), de piedra (Eze 11:19; Eze 36:26), de oí­dos tapados (Isa 6:10; Jer 6:10; Zac 7:11), de dura cerviz (Exo 32:9; Deu 9:6; Jer 7:26). Este estado puede afectar tanto a los judí­os como a los paganos. Es clásico el ejemplo del faraón, que no quiere dejar partir a Israel de Egipto y se endurece a sí­ mismo (Exo 7:13s.27; Exo 8:15; Exo 9:7.34s) o le endurece Dios el corazón (Exo 4:21; Exo 7:3; Exo 9:12; Exo 10:1.20.27). Los profetas denuncian el endurecimiento de Israel, que se niega a convertirse (Isa 6:9s; Isa 1:23; Isa 29:9s; Ose 4:7; Jer 5:21ss; Jer 6:10). En los libros sapienciales los malvados son presentados como endurecidos en el mal (Pro 28:14; Pro 29:1).

En algunos textos este endurecimiento del corazón se atribuye a la iniciativa directa de Dios (Isa 6:9ss). El hombre semí­tico difí­cilmente distingue entre la voluntad positiva de Dios y la permisiva. Además, endurecer no significa reprobar, sino expresar un juicio sobre un estado de pecado, ya que esto produce visiblemente sus frutos. La obstinación es la caracterí­stica del pecador, que quiere permanecer separado de Dios y se niega a convertirse. El endurecimiento no suprime la responsabilidad humana. En otros textos la obstinación de Israel para no convertirse no se le atribuye a Dios, sino a la mala voluntad del pueblo (Sal 95:8).

En el NT se habla del endurecimiento de los discí­pulos de Jesús (Mar 6:52), de los judí­os (Heb 28:27; 2Co 3:14; Rom 11:7) y de los paganos (Efe 4:18). Se refiere a su negativa a creer en Jesús, a pesar de sus enseñanzas y de sus milagros. El apóstol Pablo intenta encontrar un significado teológico a esta situación. El endurecimiento del faraón sirve para hacer que brille la gloria de Dios (Rom 9:14-18); la obstinación de Israel en su rechazo de Cristo hace posible la entrada de las naciones paganas en la Iglesia (Rom 11:12-24).

d) Las desventuras. El primer pecado produce la ruptura de la amistad con Dios y los males que agobian ala humanidad (Gén 3:16-24). El homicidio de Abel es causa de la maldición y del rechazo de Caí­n (Gén 4:8.16); el diluvio presentado como universal fue provocado por la corrupción de todos los hombres (Gén 6:5ss); el orgullo de Babilonia es la causa de la dispersión y de la confusión de lenguas (Gén 11:1-9). Sodoma y Gomorra son destruidas por causa de su impiedad (Gén 18:20ss; Gén 19:12ss).

Los profetas anuncian como consecuencia de los pecados del pueblo las desventuras naturales y los reveses militares, la destrucción de Jerusalén y del templo, así­ como el destierro en Babilonia. Ezequiel insiste en la muerte como efecto del pecado (Ez 18), ya que al alejarse de Dios el hombre se enajena de la salvación y corre hacia la ruina y la perdición. La historia deuteronomista presenta todas las desgracias sufridas por Israel como un castigo por sus infidelidades a la alianza, según el esquema de las maldiciones propuesto por Deu 27:15-26.

Los libros sapienciales ponen de relieve el principio de que la impiedad es la raí­z de todos los males, mientras que el temor de Dios y la práctica de la justicia procuran los bienes de esta vida (Pro 1:32; Pro 2:10-19; Pro 2:20ss; Pro 3:16ss; Pro 18:31; Qo 7,16ss).

El nexo entre el pecado y sus consecuencias se percibió de una forma tan radical que se exigió un castigo para cada culpa. De aquí­ surgió la opinión de que toda calamidad era consecuencia de una falta.

Los libros históricos y proféticos atribuyen directamente a Dios el castigo de una acción pecaminosa. El puede castigar inmediatamente al impí­o o al pueblo culpable ( Núm 16:32s; Amó 8:1-2), retrasar el castigo e incluso renunciar a él (Amó 7:1 ss.4ss). Cuando el pecador se arrepiente, Dios puede cambiar su propósito (Amó 5:15), mostrarse misericordioso y perdonar las culpas (Ose 11:8; Jer 3:12; Jer 18:8ss; Exo 18:23-32), Dios paciente y misericordioso (Exo 34:6; Joe 2:13; Sal 86:15; Sal 103:8; Sal 145:8) ofrece al pecador el tiempo para convertirse; a veces enví­a una desgracia para que el impí­o se enmiende o para probar al que ama (Amó 4:5-11; Isa 1:5ss); Job 5:17-26; Pro 3:12).

En el AT se prevé también la remisión del pecado mediante el aborrecimiento de la culpa, la conversión y la sumisión a Dios, el ofrecimiento de sacrificios, la reparación de los daños causados y la intercesión de los hombres que son agradables a Dios.

II. EL PECADO EN EL NT. 1. PRESUPUESTOS. También en el NT falta una presentación completa y sistemática de la dolorosa realidad que es el pecado. El tema se trata casi siempre de pasada, intentando dar cuerpo a ciertas intuiciones profundas. Con esta finalidad se utilizan las experiencias personales y algunas concepciones tí­picas de los ambientes rabí­nicos y apocalí­pticos de la época.

Se recogen diversos elementos del AT, como la naturaleza del pecado, algunas de sus consecuencias, su poder maléfico. Sin embargo, el NT representa un progreso esencial en la comprensión del pecado. Se insiste en el hecho de que el lugar y la fuente del pecado es la intimidad del hombre; la naturaleza especí­fica del pecado consiste en ser una falta contra la bondad del Padre celestial. Se sondea el abismo en el que se precipita el pecador destinado a la perdición eterna; se ofrece una explicación más profunda de la condición pecaminosa que une solidariamente a todos los hombres y se anuncia la liberación definitiva del pecado gracias a la muerte redentora de Cristo.

2. FILOLOGíA. El término más frecuente en el NT para indicar el pecado es hamartí­a, usado especialmente en plural, para indicar diversas acciones culpables. Son tí­picas las frases “confesión de los pecados” (Mat 3:6; Mar 1:5; lJn 1,9), “perdón de los pecados” (Mat 26:28; Mar 1:4; Luc 1:77; Luc 3:3; Luc 24:47; Heb 5:31; Col 1:14), “salvar de los pecados”(Mat 1:21). San Pablo utiliza este término en plural en las citas explí­citas (Rom 4:7-8; Rom 11:27) e implí­citas del AT (1Ts 2:16; cf Gén 15:16; 1Co 15:17) y en las fórmulas litúrgicas (1Co 15:31; Gál 1:4; Col 1:14). A menudo san Pablo usa el término hamartí­a en singular para indicar una fuerza maligna personificada que reina en el mundo (Rom 5:12ss). En el cuarto evangelio el término en singular designa una disposición interior permanente del hombre y de la humanidad (Jua 8:21; Jua 9:41).

Hamártema indica el efecto de un acto pecaminoso libre y consciente. Generalmente se usa en plural (Mar 3:28; ICor 6,18; Rom 3:25); en singular se utiliza para el pecado imperdonable contra el Espí­ritu Santo (Mar 3:29).

Paráptóma significa caí­da, paso en falso, y se utiliza muchas veces en plural (Mat 6:14; Mar 1:25; 2Co 5:19; Gál 16:1; Rom 4:25; Rom 5:15.16.18.20; Efe 1:7; Efe 2:1; Col 2:13).

Parábasis, transgresión, se encuentra en las epí­stolas paulinas y en la carta a los Hebreos (Gál 3:19; Rom 2:23; Rom 4:15; Rom 5:14; 1Ti 2:14; Heb 2:2; Heb 9:15).

Ofeilema, deuda, término raro en el AT, se deriva del lenguaje jurí­dico del judaí­smo tardí­o. El primer evangelista lo utiliza en la oración del padrenuestro (Mat 6:12) para indicar algo que le debemos a Dios. El pecado se asemeja a una deuda que hay que pagar al Padre, lo mismo que la que tenemos que perdonar nosotros a nuestros deudores. En san Pablo este concepto aflora en la metáfora del “quirógrafo”, esto es, del pagaré que ha quedado suprimido por la cruz de Cristo (Col 2:14).

Anomí­a, injusticia, sirve para designar un estado general de hostilidad contra Dios en un contexto escatológico, y equivale a una condición general de perversión religiosa (Mat 7:23; Mat 13:41; Mat 23:28; Mat 24:41). Pablo usa este término en las fórmulas derivadas de la catequesis primitiva (2Ts 2:7; 2Co 6:14).

Adikí­a, término afí­n al anterior, indica un estado de injusticia (Luc 13:27; Luc 16:8s; Luc 18:6; Heb 1:18). Es frecuente en la carta a los Romanos (Rom 1:18.29; Rom 2:8; Rom 3:5; Rom 6:13; Rom 9:14).

3. LA ACTITUD DE JESÚS. De los evangelios sinópticos se deduce que Jesús no se detuvo en describir la naturaleza del pecado, sino que considera a todos los hombres alejados de Dios, entregados al poder del demonio, y por tanto necesitados de conversión y de salvación (Mat 13:38; Luc 13:16; Luc 22:31). La predicación del reino de Dios acompañada de la invitación a la conversión y del ofrecimiento de perdón va dirigida a todo el pueblo (Mar 1:14). El nexo entre la llegada del reino y el perdón de los pecados se pone de relieve en el relato de la curación del paralí­tico (Mat 9:1-8; Mar 2:1-12; Luc 5:17-26) y en la perí­copa de la unción de Jesús por parte de la pecadora (Luc 7:36-50).

a) Los pecados concretos y el corazón. Jesús conoce y denuncia los pecados concretos, como la vanidad, el orgullo, la mentira, el apego a las riquezas, la explotación de los demás, el robo, el adulterio, el homicidio (Mat 23:1-26; Mar 7:20ss; Mar 12:38ss; Lev 11:37-52; Lev 16:14ss; Lev 19:9-14; Lev 20:45ss). Sin embargo, para Jesús el elemento constitutivo del pecado es un desorden interior, una disposición perversa del corazón. Efectivamente, el corazón, como sede de los pensamientos y de los deseos, representa la facultad espiritual del hombre, en la que se toman las decisiones relativas a la actividad exterior (Mat 15:10-20; Mar 7:14-23). En esta lí­nea Jesús denuncia como pecados también los actos internos, que están en el origen de las acciones públicas (Mat 5:22.28). El pecado contra el Espí­ritu Santo, es decir, la negativa obstinada a creer en Jesús, no se perdonará ni en esta vida ni en la otra, debido a la dificultad que se encuentra en cambiar la actitud básica negativa frente a Cristo. Las polémicas con los fariseos y los escribas sobre el sábado y las demás observancias rabí­nicas muestran que Jesús concedí­a mayor importancia a las exigencias de la persona que a la de las instituciones (Mat 12:1-8; ,25; Lev 6:1-11; Lev 11:14-32).

b) Bondad con los pecadores. Cristo asumió una actitud benévola con los judí­os que no practicaban las prescripciones rabí­nicas y que eran despreciados por los fariseos y considerados como pecadores. Proclama que ha venido a llamar a la conversión no a los justos, sino a los pecadores (Mat 9:13; Mar 2:17; Luc 5:32). Al discernir en la miseria religiosa y moral de esos hombres un valor escondido y despreciado, es decir, un reconocimiento fundamental de la propia impotencia y la necesidad de la gracia divina, Jesús reconoce en ellos una aptitud para acoger la llamada a la conversión, y por tanto para recibir la gracia de la justificación (Luc 15:7.10; 18.9-14). En este sentido los pecadores son los verdaderos clientes del reino. Por eso no es tanto el pecado en sí­ mismo lo que constituye un obstáculo para la salvación, sino la obstinación en rechazar la invitación divina a la conversión y la confianza puesta en sí­ mismo y en las propias posibilidades. La condición de pecador que va acompañada del sentimiento de la propia miseria espiritual representa un terreno propicio para la obtención del perdón y de la salvación. Lo demuestran las parábolas de la dracma perdida, de la oveja extraviada y del padre misericordioso o del hijo pródigo (Lc 15). Esta última parábola enseña que el abandono de la casa paterna por parte del hijo más joven indica el rechazo de unas relaciones filiales con el padre, es decir, la negativa a recibir todos los bienes del amor paterno, pretendiendo que no se tiene ninguna necesidad de él. Cuando regresa el hijo, el padre, superando todas las imposiciones de la justicia humana, perdona generosamente al hijo y lo trata con especial cariño, hasta el punto de suscitar la envidia del hermano mayor.

Jesús prevé su propia muerte y le atribuye un valor expiatorio (Mat 26:28; Mar 14:24; Luc 22:20; Mar 10:45). Por eso la muerte de Jesús en la cruz es una especie de condenación divina del pecado. Su resurrección como victoria sobre la muerte aparece igualmente como una victoria sobre el pecado y sobre las fuerzas diabólicas.

La enseñanza y el comportamiento de Jesús con los pecadores contienen una nueva revelación sobre la naturaleza del pecado. Este nace de la intimidad del hombre, de su corazón perverso; es un desconocimiento voluntario del amor de Dios y una negativa a acoger la invitación a la conversión, esto es, a creer en Cristo; el pecado somete al hombre a la esclavitud del demonio. Acogiendo el anuncio del reino de Dios, se obtiene el perdón de los pecados y se entra en una relación amorosa con el Padre celestial. El pecado del hombre queda superado por el sacrificio redentor de Cristo en la cruz.

4. SAN PABLO. Más que cualquier otro autor del NT, san Pablo desarrolla el tema del pecado. El pecado es realmente el presupuesto de su soteriologí­a, que constituye el corazón de la teologí­a del apóstol. De diversas formas y bajo diversos puntos de vista se menciona al pecado en todas las cartas paulinas. En efecto, el apóstol considera el pecado desde el punto de vista psicológico, individual, social e histórico. En las cartas a los Gálatas y a los Romanos la exposición es doctrinal y polémica. Sin embargo, san Pablo no nos ofrece un cuadro completo y ordenado de la realidad que es el pecado. El principal interés del apóstol se centra en hacer brillar sobre el fondo tenebroso de la maldad humana la obra redentora de Cristo, “entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación” (Rom 4:25).

Usando una decena de términos para indicar las acciones pecaminosas, Pablo considera el pecado como una desobediencia a la voluntad de Dios, como una rebelión contra su ley, como un error culpable, como una acción injusta que se opone a la verdad, como una negación de la sabidurí­a divina. La naturaleza especí­fica del pecado es la oposición a Dios, que se puede manifestar de varias maneras, referirse a diversos objetos, pero considerados siempre en relación con Dios y en contraste con la ley revelada por él (Rom 7:12.22), así­ como en antí­tesis con la razón y la conciencia, en la que está inscrita la ley de Dios (Rom 2:15; Rom 14:23), y con el evangelio (lCor 8,12; 6,1-18).

a) Lista de pecados. En el epistolario paulino, incluidas las cartas pastorales, se recogen 12 listas de pecados (1Co 5:10s; 1Co 6:9s; 2Co 12:20s; Gál 5:19ss; Rom 1:29ss; Rom 13:13; Col 3:5-8; Efe 4:31; ITim 1,9s; 6,4s; Tit 3:3; 2Ti 3:2-5). Estas listas no están ordenadas según una disposición lógica; algunos términos indican actos concretos; otros, más bien, una actitud pecaminosa general. En total se llegan a mencionar 92 vicios, que corresponden a las faltas cometidas más corrientemente en las comunidades eclesiales fundadas por el apóstol. Se enumeran los pecados de los paganos (Rom 1:29ss), los de los cristianos antes de su conversión (1Co 6:11; Col 3:5-8; Efe 5:3ss; Tit 3:3) y los de los cristianos ya bautizados (ICor 5,IOs; 2Co 12:20s; Gál 5:19ss). En las diversas listas ocupan el primer puesto los pecados contra la caridad, luego los pecados contra el sexo, en tercer lugar los cometidos directamente contra Dios y, finalmente, la búsqueda de sí­ mismo. Se le atribuye una gravedad especial al deseo de poseer cada vez más, lesionando los derechos del prójimo (pleonexí­a: 2Co 9:5; Rom 1:29; Col 3:5; Efe 4:19; Efe 5:3). Esta ambición se equipara a la idolatrí­a, el vicio tí­pico de los paganos, siendo la antí­tesis de la moderación, de la misericordia y de la caridad. Efectivamente, el ambicioso utiliza al prójimo como instrumento en beneficio propio y del propio placer. También se les da mucha importancia a los pecados contra la castidad, ordinariamente en forma genérica (fornicación, impureza, falta de pudor), pero también especí­fica (adulterio, homosexualidad). Especialmente las faltas contra naturam se consideran como un castigo de la idolatrí­a (Rom 1:24).

Los pecados contra Dios, aunque no se mencionan con frecuencia, aparecen como la matriz de todos los demás (Rom 1:18-23). La idolatrí­a es la negativa a glorificar a Dios conocido por la razón a través de las criaturas. Esta negativa, arraigada en el orgullo del hombre, atribuye a uno mismo y a las criaturas el honor que se debe tan sólo al Creador de todas las cosas. De este pecado caracterí­stico del paganismo proceden todas las desviaciones y perversiones, tanto en el terreno social como en el individual y familiar.

A veces se presenta como pecado por excelencia la concupiscencia (epithymí­a: lCor 10,6; Rom 7:7). Supone la negación a depender de Dios y la pretensión de conseguir con las propias fuerzas lo que no se puede acoger más que como don.

Los actos pecaminosos enumerados en los catálogos de vicios y expresados a menudo con términos abstractos son siempre la manifestación de una actitud moral í­ntima dominada por la corrupción. Las faltas particulares no se consideran como efecto de una debilidad moral momentánea, sino como signo y expresión de una orientación personal, que se encuentra en franca oposición con la voluntad de Dios.

b) El pecado personificado. En las cartas a los Corintios (lCor 15,26; 2Co 5:21), a los Gálatas (2Co 2:17; 2Co 3:22) y sobre todo a los Romanos (cc. 5-8) Pablo utiliza el término hamartí­a en singular en un sentido muy particular. Este término aparece más de 40 veces en la carta a los Romanos. La hamartí­a se presenta como una fuerza personificada, como un rey tirano que hace su entrada solemne en el mundo debido a la desobediencia del primer hombre (Rom 5:12). Esta fuerza malvada se difundió en todos los hombres, alcanzando incluso a la criatura irracional (Rom 8:12-22); es inmanente al hombre, habita en él, actúa en él por medio de ciertos cómplices; como fuerza perversa de dominación, produce toda especie de concupiscencias y de deseos viciosos, seduce al hombre por medio del precepto, opera en él el mal y le procura la muerte (Rom 7:7). Lo mismo que en Gén 3:13 la serpiente sedujo a la mujer, así­ también este “pecado” seduce al hombre. La hamartí­a no puede identificarse con Satanás, que representa una potecia hostil, pero externa al hombre; sin embargo, se le atribuye el papel que Sab 2:4 atribuye al demonio.

c) La carne. La sede, el órgano y el instrumento del pecado es la carne (sárx), término usado por san Pablo en varios sentidos. En el contexto de la hamartí­a, la palabra “carne” tiene un significado moral: indica al hombre decaí­do y frágil, que alberga tendencias y deseos hostiles contra Dios, y conducentes por tanto a la muerte (Gál 5:16; Rom 6:13; Rom 7:14.20.25; Efe 2:3). Estos malvados apetitos tienen sujeto al hombre y lo dominan de tal manera que viola conscientemente la voluntad de Dios y comete el pecado. Pero el poder que la carne ejerce sobre el hombre no es constringente; tiene que vencer primero la resistencia del hombre interior, lo debe seducir y, a despecho de su libertad y responsabilidad personal, impulsarlo a cometer el pecado.

d) La ley. Existe una relación muy estrecha entre la hamartí­a, la carne y la ley, concretamente cualquier ley que se le imponga al hombre desde fuera. La hamartí­a revela su propio poder mediante ley expresada positivamente en forma de precepto. De suyo la ley, como expresión de la voluntad de Dios, es buena y santa; pero solamente da el conocimiento del deber moral, sin comunicar la fuerza de cumplirla, después de haber vencido los asaltos de la carne. Por eso, de hecho, la ley no hace más que activar y excitar las pasiones escondidas en nuestros miembros; no hace más que proporcionar a la concupiscencia la ocasión y el punto de apoyo para cometer una transgresión consciente y cualificada, y por tanto imputable al pecador. De esta manera la hamartí­a revela por medio de la ley toda su funesta energí­a (lCor 15,56; Rom 3:20; Rom 4:15; Rom 5:20). La lucha encarnizada entre la pasión y la razón humana, entre la.tendencia al bien y la tendencia al mal en la intimidad del hombre, queda magistralmente descrita en Rom 7: la hamartí­a, la carne y la ley están todas unidas y movilizadas contra el hombre que aspira al bien y a la justicia.
e) Satanás. Otro cómplice del poder nefasto del pecado personificado es Satanás. La debilidad del espí­ritu en los paganos, impedidos de abrir los ojos a la luz del evangelio, es atribuida por san Pablo al “dios de este siglo” (2Co 4:3s). Los no cristianos, que infringen la voluntad de Dios, viven en conformidad con el curso de este mundo, según “el prí­ncipe de las potestades aéreas” (Efe 2:2). Gracias a la conversión, los paganos han sido arrancados del poder de las tinieblas y tienen que combatir ahora contra los principados, las potencias, el soberano de este mundo tenebroso, Satanás, el enemigo de la causa de Dios (lTes 2,18; 2Co 2:11; Rom 16:20). El tentador por excelencia (lTes 2,18; 2Co 2:11; Rom 16:20) sabe transformarse en ángel de luz; los falsos apóstoles y los doctores de mentira son sus auxiliares (2Ts 2:9; 2Co 11:13). Lo mismo que Satanás no fue extraño a la introducción del pecado en el mundo, así­ también ahora actúa oscureciendo la inteligencia de los hombres, manteniendo la idolatrí­a entre los paganos y moviéndolos a cometer los pecados carnales.
f) Efectos: 1) La esclavitud. El pecado personificado, confirmado por los actos pecaminosos personales, separa al hombre de Dios y lo reduce a una condición de esclavitud. Abandonado a solas sus fuerzas, el hombre está vendido al poder del pecado (Rom 7:7-14), se ve entregado al pecado (Rom 1:24). La esclavitud del pecado es tal que el hombre es fundamentalmente incapaz de realizar el bien aunque quisiera. Pablo admite expresamente que el pecador tiene todaví­a la posibilidad de conocer y de desear el bien, e incluso de complacerse interiormente en la ley del Señor; pero que, por falta de fuerzas suficientes, el mal acabará infaliblemente dominando sobre él.

2) La ira de Dios. El pecado está bajo la cólera de Dios (Rom 1:18), es decir, se encuentra en una situación de hostilidad con Dios. El quiso separarse del Señor, y Dios permite esta separación. La metáfora de la cólera divina denota el abismo que aí­sla al que comete el mal de la fuente del bien, que es Dios. Privado de la gracia de Dios (Rom 3:23), el pecador se ve sometido a la angustia, a la tribulación y a la corrupción (Gál 6:8). Alejado de Dios, el hombre multiplica los pecados y cae en el abismo de la demencia. En efecto, el aumento de los pecados acaba corrompiendo el juicio moral del hombre (Rom 1:28) y haciendo que se obstine en una situación de enemistad con Dios. Es éste el primer castigo que el pecado lleva consigo. El abismo que separa al hombre de Dios se hace cada vez más profundo. Esta manifestación de la cólera divina aguarda el momento final, cuando en el juicio el hombre se fije definitivamente en su rebelión contra Dios (Rom 2:5-8; Rom 3:5; Rom 4:15; Rom 5:9; cf lTes 1,10; 5,9). A este propósito, Pablo cita el ejemplo de los judí­os (Rom 2:5; 2Co 3:14) y de los paganos (Efe 4:18).

3) La muerte. Además el pecado engendra la muerte, ya que Dios es la fuente de la vida y, al apartarse de él, el pecador se aleja de la vida. El estrecho nexo que existe entre la muerte y el pecado se pone de relieve especialmente en Rom 5-8. En lCor 15,56 se indica que el pecado es el aguijón de la muerte. No se trata solamente de un castigo ultraterreno, sino de un salario normal que se recibe ya en la existencia terrena. En efecto, ya desde ahora los pecadores se encuentran en el camino de la perdición, dominados por la fuerza del pecado y esclavos de Satanás (1Co 1:18; 2Co 2:15; Rom 7:14s). La muerte se presenta también como recompensa y consumación del pecado (Rom 6:21) en el sentido de que lleva a su término la separación de Dios. Esta muerte es ante todo la perdicióneterna, el alejamiento definitivo de Dios; en segundo lugar designa también la condición desgraciada en que se encuentra el pecador ya en esta vida, y, finalmente, señala la muerte biológica, desgarrada por la angustia y por las tinieblas producidas por la ausencia de una perspectiva radiante de futuro. San Pablo concibe la muerte como un conjunto unitario, que comprende la muerte corporal, la espiritual y la eterna.

La amartologí­a del apóstol Pablo es penetrante y profunda. Va sondeando los recovecos del corazón humano, en donde anida una fuerza maligna que induce al hombre infaliblemente al mal, con la complicidad de la carne, de la ley y de Satanás. Tiene delante de sí­ el cuadro desolador de la corrupción del mundo pagano y de la infidelidad del pueblo de Israel, y registra a menudo los actos pecaminosos concretos. Insiste en las consecuencias ruinosas del pecado, que aleja de Dios y produce la muerte. Pero todo esto sirve para exaltar el amor de Dios, que envió a su Hijo a liberar a los hombres del pecado y de la esclavitud del demonio.

5. LA LITERATURA JOANEA. a) Vocabulario propio. El término hamartí­a (pecado) se encuentra 18 veces en el cuarto evangelio (14 en singular y cuatro en plural) y 17 veces en 1Jn (11 veces en singular y seis en plural). En el Apocalipsis aparece tres veces, siempre en plural. El verbo hamartánó (pecar) se usa tres veces en Jn y cuatro veces en 1Jn.

La palabra “pecado” puede significar las diversas acciones pecaminosas (Jua 8:3.34), como la mentira, el odio, la injusticia, la falta de acogida a los hermanos, o bien la culpa que permanece en la conciencia incluso después de haberse cometido el acto malo. En este sentido hay que entender las expresiones: tener pecado (Jua 15:22.24), morir en el pecado (Jua 8:24), convencer de pecado (Jua 26:8 s).

A menudo en el evangelio y en la lJn el término usado en singular indica una condición o disposición individual y social, que se imprime en toda acción o palabra pecaminosa y que equivale a una potencia hostil a Dios y a su revelación.

En el evangelio y en lJn se establece una distinción en lo que se refiere al verbo “pecar”, entre la forma de aoristo, que significa cometer un pecado (Jua 9:2s), y la de presente o de perfecto, que significa perseverar en el estado de pecado (lJn 1,10; 2,1; 3,6.8s; 5,16.18).

b) La incredulidad. El cuarto evangelio no habla del pecado de forma abstracta, sino presentando la actitud de los diversos personajes frente a Cristo. Estos personajes asumen un carácter tí­pico. El evangelista valora el pecado dentro de las antí­tesis que constituyen una de las caracterí­sticas de sus escritos: luz/tinieblas, verdad/mentira, amor/ odio, esclavitud/libertad, vida/ muerte. En este contexto, el discurso de Juan sobre el pecado presenta un carácter dramático y una radicalidad impresionante.

Para Jn, el pecado por excelencia consiste en negarse a acoger a Cristo, que es la luz del mundo; es decir, en la incredulidad frente al enviado del Padre, el Hijo unigénito de Dios. Esta negativa aparece no sólo como un acto concreto, sino como una opción fundamental y una actitud permanente negativa que decide de toda la existencia del hombre. La aparición en el mundo de la lúz reclama una toma de posición y lleva a cabo un crisis; en caso de rechazarla, se establece uno en las tinieblas, esto es, en la condición de no salvación. Esta situación no es neutral, sino que supone una lucha contra la luz; por eso mismo se caracteriza por la aversión contra la luz, por el odio y la condenación (Jua 3:19s). Por eso la incredulidad es impiedad y anarquí­a (1Jn 3:4). Tal es el pecado de los judí­os, que son también el tipo de los paganos no creyentes y del mundo (Jua 5:10.16.18; Jua 6:41.52; Jua 10:31.33; Jua 11:8; Jua 16:6).

Al no acoger a Cristo, renegamos del Padre y formamos en las filas del demonio, que es el prí­ncipe de este mundo (Jua 12:31). El pecador es un esclavo de Satanás (Jua 8:34), ya que participa en las obras de aquél, que es homicida y mentiroso desde el principio (Jua 8:44). El demonio es la cabeza de la humanidad pecadora. En el rechazo de Cristo el evangelista descubre una acción satánica, ya que es una opción en favor de la mentira, de la esclavitud y de la muerte espiritual y eterna.

Entre las otras causas que suponen el rechazo de Cristo, Juan subraya también el aspecto subjetivo personal: no se cree en Cristo, porque se presume de sí­ mismo y se desea permanecer en la situación precedente, pensando que se está sin pecado y que es posible alcanzar la salvación fuera de Cristo (Jua 3:19ss; Jua 5:36-46).

c) El pecado del mundo. El evangelista habla también del pecado del mundo (Jua 1:29). En la literatura joanea, el término “mundo” tiene también, entre otros, un significado negativo, designando a todos los hombres, judí­os y paganos, que rechazan la revelación definitiva traí­da al mundo por el Hijo de Dios. El pecado del mundo no significa el pecado de los hombres en general, ni la suma de los pecados individuales, sino el mal en sí­ mismo, en toda su extensión y en sus consecuencias. Es una fuerza que ciega a la humanidad y se encuentra en la base de todas las tomas de posición contrarias a Dios.
d) La herejí­a. El pecado por excelencia en la lJn es el rechazo de la tradición apostólica, que confiesa a Cristo como Hijo de Dios venido en la carne (1Jn 2:22s). Esta negación supone la ruptura de la comunión eclesial y engendra el odio contra los que se adhieren a la primitiva predicación apostólica (lJn 2,19; 4,1; 2,9.11; 3,15; 4,20). Este pecado conduce a la muerte espiritual y eterna. Es llamado iniquidad e injusticia (lJn 3,4; 5,17); en efecto, va acompañada de una perversión que no deja ningún resquicio al arrepentimiento; es algo que hace suya la rebelión y la hostilidad de las fuerzas del mal en los últimos tiempos. Por eso este pecado es llamado anomí­a, término técnico que designa la iniquidad de los tiempos que preceden al fin. La negación de Jesús como Cristo e Hijo de Dios implica el rechazo de la realidad última y definitiva, ya que se cierran los ojos a una luz meridiana. A este pecado se le atribuye una gravedad excepcional y un valor escatológico.

Entre los creyentes se dan también pecados que no conducen a la muerte, es decir, pecados de fragilidad humana, que no suponen una auténtica opción fundamental negativa frente a Cristo (1Jn 5:16s). Estos pecados se perdonan con facilidad. Los fieles han de tener la conciencia de ser pecadores en este sentido; negarlo constituirí­a una mentira comparable a la de los herejes (1Jn 1:8). Pero los que han nacido de Dios están en la condición de no pecar, esto es, de no separarse de Cristo (1Jn 3:9; 1Jn 5:18). Al haber vencido Jesús al prí­ncipe de este mundo (Jua 12:31; Jua 16:33), derrotó también al pecado. Mientras permanezca uno unido a Cristo, interiorizando su palabra y permaneciendo fiel a la comunión eclesial, no podrá pecar (1Jn 3:9; 1Jn 5:18), es decir, separarse de él.

6. OTROS ESCRITOS DEL NT. En los Hechos de los Apóstoles se señalan algunas acciones pecaminosas, como la traición de Judas (Heb 1:15-20), la negativa de los habitantes de Jerusalén a escuchar la palabra de Dios (Heb 3:14.17), la mentira de Ananí­as y Safira, presentada como un ultraje cometido contra el Espí­ritu Santo y una alianza pactada con Satanás (Heb 6:1-11). El pecado de Simón mago consistió en querer reducir el don de Dios a una realidad controlable por los hombres y puesta bajo su dominio (Heb 8:18-24). La persecución de la Iglesia por parte de Saulo antes de su conversión se debió a su persuasión de que habí­a que permanecer cerrado en el estrecho sistema de la ley mosaica, sin aceptar la cruz de Cristo como causa de la verdadera justicia y como indicación de una nueva norma de vida.

Los Hechos mencionan a menudo el perdón de los pecados gracias a la fe en Cristo y al bautismo (Heb 2:38; Heb 5:31; Heb 10:43; Heb 13:38; Heb 26:18).

En la carta a los Hebreos el pecado es considerado en sus aspectos concretos de rebelión contra Dios (Heb 10:27), de apostasí­a, de incredulidad y de desobediencia (Heb 3:12; Heb 6:6; Heb 10:26). Acecha al pueblo de Dios en todas las fases de su peregrinación hacia la Jerusalén celestial, como desviación de la meta asignada y detención en el camino, debido al enflaquecimiento espiritual. Los pecados son llamados “obras muertas” (Heb 6:1; Heb 9:14), porque manchan la conciencia e impiden un culto agradable a Dios. Se habla de la apostasí­a como de un pecado irremisible (Heb 6:4ss; Heb 10:26s), en el sentido de que el sacrificio expiatorio de Cristo no puede repetirse y el pecador no puede verse reintegrado a su inocencia; pero no se excluye la posibilidad de un remedio de forma absoluta.

La conducta y la acción pecaminosa del individuo es capaz de contagiar a la comunidad (Heb 12:15). Culpables ante Dios y ante los hermanos son todos los que descuidan la asistencia a las asambleas litúrgicas o las abandonan (Heb 10:25), induciendo a los demás a seguir su mal ejemplo.

En la carta de Santiago se destacan algunos aspectos sociales del pecado; la riqueza puede conducir a una explotación brutal del prójimo (Stg 4:5s); el hablar irresponsable influye negativamente en la relación mutua entre los hombres (Stg 3:4-8). La ira, la envidia, los juicios negativos sobre los demás se derivan del egoí­smo y de una falsa búsqueda de uno mismo (Stg 3:14; 4,Iss).

En la lPe se nos habla de los pecados tí­picos de los que no han sido bautizados todaví­a (lPe 1,14). Pero también los cristianos tienen experiencia de “las pasiones carnales, que hacen la guerra al espí­ritu”(1Pe 2:11; 1Pe 4:2). El pecado parece ser connatural al hombre, vinculado a su ser corporal; pero mediante el bautismo y la unión con Cristo puede ser combatido y vencido.

En las cartas de Jds y 2Pe se habla de los pecados de los maestros de error: conciernen a los desórdenes morales en el matrimonio (2Pe 2:14), a la adulación y a las lisonjas empleadas para imponerse a los demás (Jud 1:16; 2Pe 2:1518).

III. UNIVERSALIDAD DEL PECADO. 1. ANTIGUO TESTAMENTO. En la Biblia aparece la convicción de que todos los hombres pertenecen a una raza pecadora.

a) Génesis 1-11. En Gén 1-11 se describe la situación universal de pecado. Con algunas excepciones (Abel: Gén 4:41; Henoc: Gén 5:22ss; Noé: Gén 6:9; Gén 7:1), ya desde los orí­genes la humanidad se rebeló contra Dios. El diluvio, presentado como universal, fue provocado, según la tradición J, por la maldad del hombre (Gén 6:5), mientras que, según la tradición P, el motivo de este castigo es la corrupción general de todos los mortales (Gén 6:12s). Existe una cierta solidaridad en el mal. Toda la estirpe de los cainitas es una raza de pecadores (Gén 4:17-23). La generalización del pecado se explica como un proceso de imitación: una generación hereda el mal de la anterior. La influencia del pecado de los primeros padres sobre su descendencia se considera dentro del ámbito de las consecuencias del pecado, que acarrean la muerte, el trabajo fatigoso y la expulsión del jardí­n, sí­mbolo de la interrupción de la familiaridad con Dios.

b) Los profetas. El rey Salomón confiesa que no existe ningún hombre que no caiga en alguna culpa (1Re 8:46). Los profetas de Israel denuncian los pecados de todo el pueblo (Ose 4:2; Isa 1:4; Isa 5:7; Isa 30:9). El profeta Isaí­as se siente solidario de la impureza del pueblo (Isa 6:5). Para Miqueas no existen hombres piadosos en el paí­s; todos están corrompidos (Miq 7:1-7). Jeremí­as describe con tintas oscuras la perversidad general del paí­s (Jer 5:1; Jer 5:28ss; Jer 9:1-8), que anida en el corazón malvado y endurecido de cada individuo (Jer 13:23; Jer 17:9). Ezequiel considera toda la historia de Israel como una serie de infidelidades. Se dirige a Jerusalén bajo la figura de una niña encontrada en el camino, que a pesar de la solicitud del Señor desde su juventud siempre se mostró infiel a Dios, que habí­a hecho alianza con ella (Ez 16). En el capí­tulo 23 el mismo profeta interpela a las dos hermanas, Jerusalén y Samaria, es decir, a los reinos de Judá y de Israel, divididos pero hermanos, que ya desde la salida de Egipto cometieron toda clase de abominaciones. Esta misma concepción de la historia de Israel se encuentra en Is 54. En algunas plegarias penitenciales posteriores al destierro los portavoces de la comunidad expresan su arrepentimiento por las faltas de sus antepasados (Esd 9:6-15; Neh 1:6s; Isa 63:7-64, 11; Sal 78). Esta concepción se ve rubricada por la convicción de que la acción de un individuo repercute en la vida del grupo, ya que la existencia del grupo está profundamente marcada por las acciones de cada uno de sus miembros. Esto sucede no solamente en un momento determinado de la historia, sino a través de todo el curso de la existencia de un pueblo. Un grupo social como la familia, la tribu y la nación es considerado a la manera de una persona concreta, que sobrevive en el tiempo y en el espacio debido a una especie de unidad biológica (personalidad incorporante).

c) Los libros sapienciales. Los sabios de Israel, que dirigen su atención más allá de los confines del pueblo elegido, interesados como están por la condición humana en general, afirman la fragilidad y la impureza de todo ser humano frente a Dios (Job 4:17s; Job 15:14ss; Job 14:4; Pro 20:9; Qo 7,20; cf Sal 143:2; 2Cr 6:36). Todos los hombres han cometido faltas, aunque sólo sea pronunciando palabras imprudentes (Sir 19:16). Más aún, el pecado alcanza al hombre ya antes de su juventud, desde el primer momento de su existencia (Sal 51:7). La corrupción es un fenómeno humano general, del que los mismos hombres piadosos no son capaces de sustraerse por completo (Sal 12:1-5; Sal 14:1-4; Sal 140:2-6).

2. JESÚS. En su predicación, Jesús supone que todos los hombres son pecadores, ya que dirige a todos su invitación a la conversión (Me 1,14s; Luc 13:3.5); en efecto, no hay nadie que no tenga culpa (Lev 13:2-5; Jua 8:7). Jesús denuncia toda forma de orgullo y de autojustificación (Lev 15:25-32; Lev 18:10-14).

Aun insistiendo en el aspecto interior y personal del pecado, Jesús admite también un ví­nculo colectivo en el mal a través de las generaciones, adecuándose a la mentalidad del AT y del judaí­smo. Las generaciones precedentes mataron a los profetas considerándolos como seductores y traidores a la causa nacional, y por tanto como criminales. La generación contemporánea de Jesús lleva a su cumplimiento lo que habí­an emprendido los padres al matar a los profetas (Mat 23:29-36.37ss; Luc 11:47-51; Luc 13:34s). En la parábola de los viñadores homicidas, el asesinato de los profetas y del hijo del propietario de la viña, realizado en varias épocas de la historia, se atribuye a los mismos oyentes de Jesús (Mat 21:23-45). Las culpas de las generaciones anteriores, que entregaron a la muerte a los enviados de Dios, pesan sobre el grupo alejado en el tiempo y cuya perversidad va creciendo continuamente. No se trata simplemente de una pura vinculación genealógica, sino de una cierta asimilación moral entre los descendientes de un mismo tronco. Esta misma concepción es la que aflora en Heb 7:51 y en ITes 2,15.

3. SAN PABLO. El autor sagrado del NT que más ha insistido en la universalidad del pecado, a fin de subrayar la necesidad absoluta de la gracia de Cristo, es san Pablo. Su pensamiento queda expresado sobre todo en las cartas a los Romanos y a los Efesios.

a) La humanidad pecadora. Prescindiendo de la gracia de Cristo, que actúa en el mundo ya desde los comienzos de la humanidad, el apóstol presenta a los paganos y a los judí­os de su tiempo -las dos categorí­as en que se dividí­a el mundo antiguo desde el punto de vista religioso- como profundamente hundidos en el pecado. Se trata de una constatación que se basa en la experiencia y en el testimonio de la Escritura. Por su nacimiento, los paganos se encuentran en una situación de ignorancia de Dios y de su ley; por eso se los llama “ateos y sin ley” (Gál 2:15; Efe 2:1-4.12); están muertos por causa de sus delitos y no buscan la justicia (Rom 4:30). Los judí­os no han observado tampoco la ley (Rom 9:30), y son hijos de la cólera lo mismo que los paganos (Efe 2:3). En ,19 el apóstol presenta un cuadro impresionante de la abyección moral en que habí­a caí­do la sociedad pagana y, con las debidas reservas, también la sociedad judí­a, sin el influjo benéfico de Cristo. Todos están sometidos al pecado; no son solamente capaces de pecado ni están solamente inclinados al mismo, sino que son auténticos pecadores, sin excluir a los judí­os, que se consideraban justos (Rom 3:23). Al aducir el ejemplo de los dos grupos, paganos y judí­os, Pablo piensa en toda la humanidad que se encuentra fuera de la influencia de Cristo.

b) El pecado de Adán. Con una intuición genial, el apóstol relaciona el pecado personificado -es decir, la inclinación inherente a la naturaleza humana, opuesta a Dios y que induce a los pecados personales de manera infalible al hombre capaz de actos humanos- con la transgresión cometida por el primer hombre (Rom 5:12-21). Utilizando un lenguaje complejo, desde las alusiones a Gén 2-3 hasta las referencias a los libros apócrifos y las argumentaciones de tipo rabí­nico, Pablo admite una causalidad misteriosa y una influencia real del pecado de Adán sobre todos los hombres que se derivan de él (Rom 5:12; ICor 15,22). Las malas inclinaciones de que está infectada la naturaleza humana deben reducirse, como a su fuente común, al pecado del primer hombre; por eso mismo todos los hombres se encuentran en la condición descrita para los paganos en Rom 1:18-25 y para los judí­os en Rom 2:1-24. En efecto, prescindiendo del influjo de la redención de Cristo, que actuó en la historia incluso antes de la muerte y de la resurrección de Jesús, todos los hombres han pecado y pecan personalmente, por lo que están privados de la salvación y están condenados a la perdición (Rom 5:12). La rebelión del primer hombre contra Dios situó a todos los hombres en un estado tal que no sólo resulta inalcanzable la salvación, sino que sin Cristo no es posible evitar la condenación eterna. Pero lo mismo que es universal la causalidad pecaminosa de Adán, así­ también -¡y con mayor razón! es universal y eficaz la obra redentora de Cristo (Rom 5:15-21).

c) Pecados personales. En Rom 7:7-25, las afirmaciones del apóstol se aplican a cada hombre en particular, ya que se describe la condición del pecador que, libre y responsable de sus actos, no es capaz de realizar el bien y está condenado a pecar. Tal es la situación de todos los hombres que se encuentran fuera de la influencia benéfica de la obra salvadora de Cristo.

En Efe 2:3 el hagiógrafo afirma que tanto los judí­os como los paganos, por el mismo hecho de su origen humano, son objeto de la cólera divina. Se trata de una conclusión que el autor deduce de la universalidad del pecado, al que se designa suficiente-mente como fuente de las inclinaciones pecaminosas con las que está ahora contaminada la naturaleza humana.

IV. ORIGEN DEL PECADO. 1. ANTIGUO TESTAMENTO. La Biblia no ofrece respuestas uniformes a la misteriosa cuestión del origen del pecado.

a) La fuerza demoní­aca. En Gén 2-3, relato sapiencial y etiológico que tiende a explicar la actual condición humana señalando sus causas en un acontecimiento primitivo, se enseña que la miseria humana y el mal no provienen de Dios, sino de una rebelión del hombre contra Dios ocurrida en los comienzos de la humanidad. Como causa extrí­nseca que indujo al pecado se presenta también a la serpiente, identificada más tarde con la potencia del demonio (Gén 3; Sab 2:24). En lSam la causa de la locura homicida de Saúl es un ser divino; en I Apo 22:21 un espí­ritu divino impulsa a los reyes de Judá y de Israel a la irremediable derrota. Los males de Job se le atribuyen al influjo de Satanás (Job 1:6).
b) El corazón perverso. Los profetas descubren el origen de la malicia humana en la perversión radical del corazón. La resistencia a la voluntad de Dios es, según el profeta Jeremí­as, una revelación de las profundas disposiciones antidivinas arraigadas en el ánimo de todos los hombres, tanto judí­os (Jer 13:23) como paganos (Jer 3:17; Jer 9:25). Ezequiel habla de un corazón de piedra, sordo a todas las advertencias y rebelde a todas las enseñanzas (Eze 11:19; Eze 36:26).
c) La inclinación al mal. Los sabios de Israel con sus severos consejos (Pro 13:24; Pro 15:10; Pro 19:18; Pro 23:13s; Pro 29:17; Sir 7:23s; Sir 30:1.7-13; Sir 42:5-11) su-ponen como origen del pecado una inclinación al mal arraigada en lo más profundo del ser del hombre, a la cual es posible resistir a pesar de todo. En dos pasajes se habla de un designio perverso, en el sentido de una tendencia al mal, que más tarde recibirá el nombre de concupiscencia (Sir 15:4; Sir 37:3). Los profetas y los sabios se muestran explí­citos a la hora de admitir una depravación congénita de la intimidad del hombre.
d) El pecado de origen. En dos textos se menciona expresamente el pecado de los primeros padres para explicar la miseria actual de la condición humana. En Sab 2:24 se afirma que el hombre quedó privado de la incorruptibilidad, a la que habí­a sido destinado por Dios, por causa de la envidia del demonio. En Sir 24:23 se relaciona expresamente el origen del pecado y de la muerte con el comportamiento presuntuoso de la primera mujer.

2. EVANGELIOS SINí“PTICOS. En los tres primeros evangelios no hay más que una vaga alusión al origen del pecado en el mundo. Insistiendo en las disposiciones internas de las acciones humanas, Jesús considera el corazón como la causa última del bien y del mal (Mat 7:6-13; Mat 12:34s; Mat 15:8-20; Mar 7:6-13; Luc 6:45). El que tiene el corazón malo es un árbol malo, que no puede menos de dar frutos podridos (Mat 12:33ss; Luc 6:43ss). Para Jesús la raí­z profunda del pecado es la facultad espiritual del hombre, en donde se toman las decisiones de las acciones exteriores (Mat 5:22.28). Además, Jesús no excluye la influencia de Satanás, ya que los pecadores son hijos del maligno (Mat 5:37; Mat 13:38s; Mar 4:15).

3. SAN PABLO. La enseñanza de Pablo sobre el origen del pecado es la más difundida de toda la Biblia. El apóstol remite al pecado de los primeros padres, que ejerce un influjo deletéreo en toda su descendencia (Rom 5:12-21); considera la naturaleza caí­da del hombre (sárx) con su tendencia al mal; investiga el papel de la ley que da solamente el conocimiento de la ley de Dios, pero no la fuerza para cumplirla, y no excluye la influencia del demonio en las acciones malas que realiza el hombre.
4. LA LITERATURA JOANEA. Según los escritos joaneos, la raí­z del pecado es de í­ndole moral: una praxis perversa (Jua 3:19ss), la búsqueda de la propia gloria (Jua 5:44), la pretensión de establecer por sí­ mismo las modalidades de la búsqueda de la salvación, la presunción de estar libre de pecado y de gozar ya de libertad (Jn 7-8). Se menciona además el atractivo del mundo, con la concupiscencia de la carne y de los ojos y la soberbia de la vida (1Jn 2:15ss).

5. LA TENTACIí“N. Un elemento importante en el origen del pecado es el papel que juega la tentación. No se trata de la prueba a la que Dios puede someter al hombre para experimentar su fidelidad y su perseverancia en el bien, cuyos clásicos ejemplos son la tentación de Abrahán (Gén 22:1-9) y la de Job (Job 1-2). En nuestro caso se trata del intento realizado para hacer que el hombre se desví­e del camino recto y para inducirlo a cometer pecados.

El AT conoce la tentación que proviene del demonio. En Gén 3 la desconfianza de Dios y la rebelión contra su voluntad son provocadas ante todo por la serpiente, en la que la tradición posterior vio el sí­mbolo del demonio (Sab 2:24). El modo con que el tentador procuró arrastrar a la mujer se describe de una forma psicológicamente muy fina y sagaz. El censo de la población ordenado por David se presenta también como una seducción del demonio.

Con mayor amplitud se describe la influencia del tentador satánico en el NT. El poder maligno puede suscitar males fí­sicos para inducir ál pecado; se sirve de las persecuciones y de los sufrimientos morales para provocar la apostasí­a (1Ts 3:4s; l Pe 5,8s); este esfuerzo será más palpable en la era escatológica (Apo 20:7).

San Pablo subraya el papel de la concupiscencia, presente en lo í­ntimo del hombre, al comentar el mal (Gál 5:16; Rom 7:14-25; Rom 6:12). Asimismo, algunos acontecimientos o circunstancias históricas pueden ser no sólo un obstáculo para la fe, sino también una incitación a la infidelidad con Dios: la humilde actitud de Cristo (Mat 26:41; Mar 14:38; Luc 22:28), la enfermedad corporal (Gál 4:13s), la oposición al evangelio por parte de los no creyentes (lTes 3,4s). Sin embargo, Dios no permite que la tentación supere las fuerzas del hombre (1Co 10:13; 2Pe 2:9). Mediante la vigilancia y la oración es posible vencer los estí­mulos internos y externos, que arrastran al hombre hacia el mal (Mat 26:41; Mar 14:38; Luc 22:40.46; Mat 6:13; Luc 11:4; Apo 3:10).

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S. Virgulin

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

TEOLOGíA MORAL
SUMARIO
I. Sentido del pecado, sentido de la culpa, responsabilidad.
II. El pecado en la Biblia.
III. El pecado en la reflexión teológica:
I. El pecado como opción libre y responsable del hombre;
2. El pecado como acto contra Dios y contra el hombre:
a) El pecado como acto contra Dios,
b) El pecado como acto egoí­sta y autodestructivo,
c) El pecado como acto contra la comunidad humana.
IV. Pecado mortal y pecado venial:
1. El pecado y el hombre pecador;
2. La noción de pecado mortal y venial.
V. La condición del hombre pecador:
1. La propensión de la voluntad hacia el mal;
2. El sentido de la culpa (“reatus culpae’);
3. El peso de la pena (“reatus poenae’).
VI. Pecados del corazón y pecados manifiestos.

I. Sentido del pecado, sentido de la culpa, responsabilidad
Hace años se hablaba mucho de pérdida del sentido del pecado para indicar la difusión de una actitud de despreocupación ante determinados comportamientos que eran irregulares lo mismo respecto a la fe cristiana que a las reglas de la convivencia civil. Aunque todaví­a hoy esta comprobación es exacta, y la ha recordado también Juan Pablo II en la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia (n. 18), cada vez adquiere más relieve un fenómeno paralelo y en cierto modo concomitante: la explosión de un sentido morboso de culpa, de infinidad de expresiones inaferrables, que turba el equilibrio de muchas personas. Se dirí­a que la pérdida progresiva del sentido del pecado corre paralela a un sentido de culpa agigantado en su resonancia interior y en sus manifestaciones exteriores.

Podrí­amos desentendernos expeditivamente de este fenómeno relegándolo al área de los complejos psicopatológicos que no merecen atención. Sin embargo, no se puede excluir a priori que tenga alguna relación con la pérdida del sentido del pecado, al menos porque no es infundada la sospecha de que este sentido de culpa genérico e incoercible signifique el desquite de la conciencia frente a la negación obstinada e irrazonable del pecado. Es como si, por querer eludir el reconocimiento real de la culpa, ésta inundase de múltiples maneras la vida del hombre contaminando las reacciones de la conciencia, a la que no es posible hacer callar.

Como quiera que se interprete este fenómeno y cualquiera que sea la forma en que se crea poder establecer su causa, es indicio de un extraví­o de la conciencia al juzgar el pecado. Más precisamente, al juzgar y al asumir la propia responsabilidad de acuerdo con valoraciones precisas y objetivas.

Pecado, culpa, responsabilidad son interdependientes entre sí­. El pecado supone siempre la responsabilidad, pues no hay pecado sino cuando se obra de manera consciente y libre; y cuando se obra de manera consciente y libre, se es responsable. El sentido de culpa es la vivencia del pecado cuando del pecado se está dispuesto a asumir su responsabilidad. Este al menos es el sentido de culpa genuino y correcto. Porque si al sentido de culpa no le acompaña la disposición a asumir la responsabilidad del pecado cometido, entonces se trata más bien de un malestar emotivo e infantil, que podrí­amos llamar sentimiento de culpabilidad, para distinguirlo de lo que es la sana reacción ante el pecado, abierta al camino de la conversión. [/Abajo, V, se volverá sobre la distinción entre sentido de culpa y sentimiento de culpabilidad]. Así­ pues, la responsabilidad es el elemento que unifica y coordina el sentido de la culpa con el sentido del pecado.

Dada esta interdependencia entre pecado, culpa y responsabilidad, se debe decir que si la ampliación morbosa del sentido de culpa, es decir, de la vivencia del pecado , corre paralela a la reducción, hasta desaparecer, del sentido del pecado, es señal de que ha intervenido una disociación entre pecado, culpa y responsabilidad. ¿Qué eslabón de esta trí­ada ha cedido? Si entre el sentido del pecado y el sentido de la culpa se manifiesta un evidente desequilibrio, de modo que mientras aquél va desapareciendo éste se agiganta, hay que concluir que ha fallado el eslabón que hací­a de estructura unificadora y coordinadora entre los dos, a saber: el elemento responsabilidad. De hecho, en la cultura contemporánea se puede reconocer más de un factor que ha contribuido a poner en crisis la responsabilidad.

Ante todo, el factor conocimientos psicoanalí­ticos, que ha vuelto frágil el sentido de responsabilidad para consigo mismo, poniendo en duda la posibilidad del hombre de obrar libremente. El psicoanálisis, en efecto, ha suscitado muchas sospechas respecto a la libertad, y por tanto a la responsabilidad de ciertos comportamientos que el sujeto vive ciertamente con sentido de culpa, y por tanto como si fuesen pecado, pero que en realidad no son pecado porque son comportamientos condicionados par alteraciones psí­quicas más o menos graves. Aparte luego de los casos clí­nicos que toma en consideración el psicoanálisis, la psicologí­a de lo profundo ha puesto de manifiesto otros factores que pueden influir en las opciones del hombre limitando su libertad (dinamismos psí­quicos no plenamente integrados en la persona, fragilidades emotivas heredadas de condicionamientos educativos y ambientales, prejuicios estructurados en el curso de la formación de la personalidad..:). A consecuencia de esto se ha ido difundiendo una mentalidad según la cual no hay que reconocerse nunca como verdaderamente responsable de los propios comportamientos equivocados, mentalidad que se ve reforzada-por la natural propensión a negar incluso ante sí­ mismo los propios errores. Ya la sabidurí­a bí­blica da testimonio de esta propensión fácil y falaz del pecador, que “se engaña a sí­ mismo buscando la culpa propia y detestándola” (Sal 36:3).

En segundo lugar, el factor ciencias psicológicas y estadí­sticas, que han puesto en crisis el sentido de responsabilidad para con los demás, confundiendo el pecado con la inadaptación social y clasificando como inadaptación social el comportamiento de las minorí­as o el comportamiento en desacuerdo con la ley. Sin embargo, también la ley que se formula basándose en una mayorí­a de consensos, y no en el valor, termina fácilmente coincidiendo con la mayorí­a estadí­stica. De aquí­ al relativismo moral hay sólo un paso. Ahora bien, el t relativismo moral hace desaparecer el sentido de responsabilidad hacia los demás, porque donde todo es relativo, todo es subjetivo, y los otros no cuentan o cuentan muy poco.

Finalmente, el factor secularización e indiferentismo religioso, que ha influido en la pérdida del sentido de responsabilidad para con Dios, es decir, para con el bien en su consistencia objetiva y en su plenitud absoluta, como punto de referencia imprescindible para el conocimiento de todo lo que puede llamarse bien o para la orientación de la libertad humana. Dios no tiene importancia para el hombre que está llamado a realizarse en el mundo construyendo su historia. El bien puede reconocerse en todo lo que promueve o favorece la autorrealización del hombre y el progreso de la historia en una perspectiva humana; es una visión antropocéntrica que tiende a excluir a Dios, dentro de la cual se puede hablar a lo sumo de responsabilidad del hombre para consigo mismo y para con la historia, pero no para con Dios. Semejante óptica repercute en el cristianismo dejando en suspenso uno de los puntos fundamentales, que es el de la salvación como redención del pecado. La redención es don de Dios al hombre que reconoce y confiesa su pecado para obtener el perdón. Pero si Dios queda fuera del horizonte del hombre, por el hecho mismo se ve perjudicada la posibilidad de ser perdonado. Y si no es posible ser perdonado, ¿tiene todaví­a sentido confesar el pecado, es decir, reconocerlo? En otras palabras, ¿tiene todaví­a sentido asumir su responsabilidad? No servirí­a más que para producir inquietud y angustia, como por una condena de la cual no podemos librarnos por la misma razón de que no se la quiere reconocer. Mas ¿no es justamente la angustia lo que acompaña a ese sentido difuso e inaferrable de culpa que se ha indicado como un fenómeno de nuestro tiempo?
Teniendo en cuenta el clima cultural que se acaba de describir, se trata entonces de replantear la reflexión teológica sobre el pecado como acto libre del hombre, y por tanto como acto que hace intervenir la responsabilidad del hombre en su orientación compleja y unitaria para consigo mismo, para con los otros y para con Dios. Y todo esto en el horizonte de la revelación cristiana, la única que justifica en sentido pleno el discurso sobre el pecado, porque sólo ella proclama en sentido verdadero el perdón.

II. El pecado en la Biblia
Para entender el mensaje de la Escritura a propósito del pecado, hay que tener en cuenta que la revelación presenta la salvación como don inicial y gratuito de Dios al hombre, y el pecado como decisión del hombre de sustraerse a la salvación. La condición inicial del hombre es ser santo y amigo de Dios. Pues “Dios…, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, desde el principio se manifestó a los progenitores” (DV 3). El primer pecado del hombre (pecado original) es el rechazo de esta situación inicial extraordinaria de gracia. La realidad del pecado (y, por tanto, también su concepto) se define en relación con la situación de salvación. Esta es recuperada para el hombre pecador mediante la redención de Cristo. El hombre redimido vuelve a ser partí­cipe de la santidad y de la amistad de Dios. El pecado en este contexto es rechazo de la redención. Por tanto, también en el actual orden histórico el pecado no se comprende más que en relación con la gracia de la redención, que es salvación recuperada. Con estas referencias se quiere llamar la atención sobre el contexto particular en el que coloca la Biblia el discurso sobre el pecado: el contexto es el de la iniciativa gratuita salvadora de Dios; el pecado se define en relación con aquélla como una elección del hombre que la rechaza y se le opone. Es una precisión necesaria, de la cual depende la peculiaridad del mensaje bí­blico sobre el pecado.

De la Biblia se sigue ante todo que el pecado consiste esencialmente en la pretensión del hombre de considerarse completamente autónomo frente a Dios, decidiendo por sí­ solo lo que está bien y lo que está mal. Es propiamente la reivindicación de una plena autonomí­a moral, que comprende, por conexión necesaria, el desconocimiento y la ruptura de la relación con Dios tal como él mismo, por su iniciativa, la ha establecido con el hombre. El relato del pecado en Gén 3, que representa una reflexión ya notablemente profundizada sobre el tema, subraya este aspecto del hombre que se contrapone a Dios e incluso que de algún modo lo sustituye. El tentador, en efecto, insinúa: “… Seréis como dioses conociendo el bien y el mal” (Gén 3:5). De este modo entró el pecado en el mundo y en Adán se estableció el principio de una solidaridad universal del mal. La Biblia misma lo tiene presente al describir la cadena de pecados que se prolonga por la suma de nuevos pecados constantes y se agranda por el aumento de culpas cada vez más graves y devastadoras.

Por su parte, el pecado de Adán provoca inmediatamente la ruptura dentro de la primera pareja, porque no se quiere compartir la culpa del pecado cometido, sino que se la echa al otro (Adán a Eva, Eva a la serpiente); luego tiene lugar el homicidio perpetrado por Caí­n en perjuicio de su hermano Abel (Gén 4:8); después se instaura la ley de la venganza del terror en la práctica de Lamech (Gén 4:23-24); el mal se propaga hasta el punto de que Dios se arrepiente de haber creado al hombre (Gén 6:6); después del diluvio la raí­z del mal perdura y se manifiesta en Cam, que desprecia a su padre (Gén 9:22); hasta el intento orgulloso y blasfemo de asaltar el cielo con la construcción de la torre de Babel (Gén 11:4). El pecado se propaga; es como una potencia que, una vez introducida en la historia, se difunde imparable e incontenible. El pecado engendra pecado, y todos los pecados se juntan al pecado de origen, y cada hombre pecador pone de manifiesto su hermandad con Adán.

En el ámbito de la revelación, el Sirácida es el primero en relacionar el pecado y la muerte con la culpa original (Gén 25:24); cada uno de nosotros lleva en sí­ algo de Adán, o, según la expresión del Apocalipsis apócrifo de Baruch, “cada uno de nosotros es Adán para sí­ mismo”. En cada pecado puede verse, pues, lo esencial del pecado de Adán: la reivindicación orgullosa de la autonomí­a moral.

Jesucristo se presentó como la antinomia de Adán. Si éste con su orgullosa desobediencia y con su absurda pretensión de ser igual a Dios dio principio ,a una solidaridad de pecado, Cristo al asumir la naturaleza humana aunque permaneciendo verdaderamente Dios y con su humilde obediencia inició una solidaridad de salvación; Cristo, “teniendo la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí­ mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y en su condición de hombre se humilló a sí­ mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2:6-8). De este modo “se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen” (Heb 5:9). Así­ Cristo, en el cual se realiza la alianza última y perfecta, viene a comunicar efectivamente a los hombres la vida eterna, superando la potencia del pecado, que ni la alianza veterotestamentaria ni la ley mosaica habí­an destruido.

Por tanto, nuestra comunión con Cristo elimina el pecado y nos comunica la vida. Adán suscitó una descendencia de muerte, Cristo dio origen a una descendencia de vida (cf Rom 5). Conviene señalar que la solidaridad con Cristo para la vida supera con mucho el poder de la solidaridad con Adán para la muerte, porque la fuerza de la gracia es sobreabundante. “Si la muerte reinó como consecuencia del delito de uno solo, con más razón reinarán en la vida por medio de uno solo, Jesucristo, los que han recibido tan abundantemente la gracia y el don de la justicia” (Rom 5:17). Pues “donde abundó el delito, sobreabundó la gracia, para que, como el delito trajo el reinado de la muerte, así­ también la gracia trajera el reinado de la justicia para la vida eterna por medio de Jesucristo, nuestro Señor” (Rom 5:2021). Por consiguiente, todo lo que en el actual orden de salvación tiene razón de bien dice referencia a Cristo y es expresión en nosotros de su vida y de su gracia.

Por esta razón el pecado, para el que está bautizado, supone eliminar la solidaridad con Cristo para volver a la solidaridad con Adán. Es renunciar a la obra redentora de Dios para unirse de nuevo a la profundidad de la perdición del hombre; es volver a caer del reino de la luz en el reino de las tinieblas. El motivo que impulsa al hombre a obrar así­ es siempre el mismo: la orgullosa afirmación de sí­ y de la propia libertad, que rehúsa obedecer a Dios y seguir a Cristo. Así­ pues, el pecado en sustancia es un gesto por el cual el hombre busca su propia autonomí­a en oposición a Dios. Esta oposición reviste aspectos y significados particulares que la revelación no deja de poner de manifiesto.

El AT, que al mencionar el pecado se mueve dentro del horizonte de la alianza, da la preferencia a algunos términos que expresan no tanto una noción abstracta de pecado cuanto situaciones concretas que se comprenden justamente en relación con la alianza. Así­, el pecado se indica como una rebeldí­a, transgresión, traición a Dios, con el cual el hombre se ha comprometido a ser fiel (Exo 23:21; Isa 1:2-3; Jer 3:20; Jer 5:11; Ose 5:7; Ose 6:7); como ofensa cometida contra Dios (Núm 32:23; 1Sa 7:6; 2Sa 12:13); como iniquidad y frustración y pena que oprime al hombre pecador y lo aplasta como bajo un peso (Jer 35:8; Sal 95:9). Es significativo que al final del relato de la alianza sinaí­tica se encuentren juntas las tres palabras clave de la teologí­a del pecado en el AT. El texto es de los más sugestivos del Exodo: “El Señor pasó ante Moisés, que gritó: Yhwh, Yhwh, Dios misericordioso y compasivo, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad, que conserva su favor por mil generaciones, que perdona la iniquidad la transgresión, la ofensa…” (Exo 36:69). En el contexto de la alianza, Israel se dio cuenta de que el pecado no es sólo gesto de infidelidad para con Dios, sino que se traduce también en opresión de los hombres. Faraón, el opositor de Dios, es el que oprime a Israel. El es el sí­mbolo del pecador: orgulloso, jactancioso, prepotente, desdeñoso con todos; su obstinación al negar a Israel el reconocimiento de su dignidad es sí­ntesis de todo pecado, que tiene siempre las mismas connotaciones: despreocupación de Dios y opresión de los débiles.

En el NT el gesto de autoafirmación del hombre frente a Dios se indica, entre otros modos, también con dos imágenes fuertes: es desprecio de la sangre de Cristo y es muerte. La primera imagen se encuentra en la carta a los Hebreos. El autor de este escrito quiere presentar la superioridad de la nueva alianza sobre la antigua; en relación con esta superioridad, también el pecado es más grave. Pues si en el AT el pecado era desconocimiento del amor de Dios, que habí­a dado al hombre la ley de la alianza, tanto más grave será en el NT la ofensa al amor de Dios, que le ha dado al hombre su Hijo convertido en alianza. Por eso para el cristiano el pecado tiene siempre el sentido brutal de pisotear la sangre de una alianza de valor infinito (Heb 10:26-31).

La segunda imagen (el pecado como muerte) se encuentra a menudo en los escritos de Juan. El pecado, en efecto, se opone a Cristo, que es la vida (Jua 14:6; Jua 15:1-6) y que en la alianza nos comunica la vida del Padre. Por tanto, el pecado se contrapone a la vida, y por esto conduce ala muerte. Juan, en su primera carta (Jua 5:16), habla explí­citamente del “pecado que conduce a la muerte”. La mejor interpretación parece ser la que ve ahí­ indicado al pecado obstinado de desconocimiento o incluso de negación de Cristo. Por tanto, en su contenido especí­fico el “peccatum ad mortem” es idéntico al pecado contra el Espí­ritu Santo de que hablan los sinópticos (Mat 12:31; Me 3,28; Lev 12:10) y la carta a los Hebreos (Lev 6:56). Mas de suyo todo pecado, en cuanto que implica siempre un rechazo más o menos profundo de Cristo, es un camino que conduce al cristiano a renegar de Cristo. Entonces será la muerte. Mas ese pecado no se realiza de improviso; es preparado por una multitud de infidelidades y de pecados que debilitan cada vez más la vida de Cristo en el hombre y lo alejan progresivamente de él, hasta que se produce la ruina. Entonces es la muerte. El “pecado que conduce a la muerte” no es, pues, el pecado mortal en el sentido habitual; es más bien la decisión final de una larga serie de culpas (también mortales) que determina la ruptura definitiva con Dios. Es lo opuesto de la /opción fundamental por Dios. El pecado “ad mortem” corresponde a lo que en la teologí­a contemporánea se indica como pecado mortal cometido con intención definitiva. Cuándo y de qué modo el hombre hace definitiva la opción fundamental contraria a Dios es una cuestión discutida.

Antes de concluir la investigación sobre el pecado a través de las páginas de la Escritura, conviene llamar la atención sobre la diferencia entre dos términos que aparecen en el NT para designar respectivamente el pecado y los pecados. Los sinópticos usan preferentemente el plural paraptómata o amartiai, que indican los pecados en cuanto transgresiones múltiples de los mandamientos de Dios (Mat 3:6; Me 1,5; 3,28; 11,25; Lev 11:4…). Juan y Pablo, cuyo concepto de pecado revela una reflexión teológica profunda, hablan casi siempre de pecado en singular (Jua 1:29; Jua 8:21. 34; Jua 9:41; Jua 15:22; Jua 16:9; Rom 3:9; Rom 7:1417; 1Co 5:21; Heb 9:26…), que es descrito como pecado personificado o como una potencia inherente al hombre mismo pecador. Esta potencia deriva del pecado de Adán, pero es libremente aceptada por el pecador, convirtiéndose así­ en la fuente de los diversos pecados (cf Rom 5-7): los pecados particulares no son otra cosa que las manifestaciones del pecado fundamental del hombre pecador, es decir, de su hostilidad hacia Dios. Escribe O. Küss en el comentario a la carta de los Romanos (Morcelliana, Brescia 1962, 328): “Pablo descubre, detrás de la oscura escena de los pecados particulares fácilmente constatables, la ruina de todos los hombres, que han caí­do esclavos del poder del pecado; a este descubrimiento le guí­a una vez más el AT, pero sobre todo la capacidad que tiene él de considerar las cosas a la luz de Jesucristo. Los varios actos pecaminosos son otros tantos sí­ntomas de un mal profundo: la proclividad fundamental del hombre al pecado; ésta se expresa en pecados siempre nuevos, semejante a un foco de pecado, al cual las fuerzas humanas dejadas a ellas solas no pueden sustraerse. Esta recí­proca referencia a los dos aspectos del pecado, en cuanto acto y en cuanto destino, es una intuición de Pablo; aparece en toda una serie de pasajes en los cuales el sentido de acto pecaminoso termina en el de destino de pecado”.

En el NT tiene, pues, presente una doble perspectiva al hablar de pecado. La perspectiva del pecado que, en cuanto rechazo de Dios, constituye una potencia hostil que domina al hombre y lo hace pecador, y la perspectiva de la multiplicidad de los pecados, es decir, de las acciones pecaminosas en las cuales se muestra y se exterioriza el pecado en su sentido más pleno.

III. El pecado en la reflexión teológica
Siguiendo las solicitaciones que llegan de la palabra de Dios, la teologí­a advierte actualmente la necesidad de detenerse a reflexionar de modo particular sobre dos aspectos del pecado: el pecado como elección libre y responsable del hombre y como gesto que, al dirigirse contra Dios, repercute negativamente en el hombre mismo y en la sociedad.

1. EL PECADO COMO OPCIí“N LIBRE Y RESPONSABLE DEL HOMBRE. En cuanto al primer aspecto, se han perfilado ya algunas observaciones en la reflexión introductoria sobre la relación que une el sentido del pecado, el sentido de la culpa y responsabilidad. Estas observaciones partí­an del contexto cultural actual, que contempla a menudo con desconfianza la libertad del hombre. Aquí­, en cambio, la atención se centra en el significado del pecado como opción libre del hombre. ¿Qué significa decir que el pecado es una elección libre? ¿Cómo es posible esta elección que se fija como objetivo el mal, cuando el dinamismo natural es hacia el bien?
Ante todo, decir que el pecado es una opción libre significa que el hombre no puede llamarse pecador ni a causa del ambiente, ni a causa de la predestinación de Dios, ni tampoco por fatalidad: se hace pecador a consecuencia de una decisión consciente y libre propia. Si el hombre no es consciente de que la elección hacia la que se orienta es equivocada, o no es consciente de las implicaciones negativas de una determinada elección, no puede llamarse pecador, porque no intenta en absoluto expresarse en una elección mala; más aún: si advirtiese que su elección es mala, la evitarí­a. Lo mismo vale cuando, siendo consciente de que la elección que se presta a hacer es mala, no puede de ningún modo sustraerse a ella por verse forzado, bien sea por coacción externa o por coacción psí­quica interior, a obrar así­. Es la doctrina tradicional, que, para que pueda hablarse de pecado, requiere no sólo que lo que se elige sea malo (la materia), sino también que se lo reconozca como tal (advertencia) y que haya adhesión a ello por una decisión propia (consenso).

En esta perspectiva se exige distinguir entre desorden y pecado.. Con el primer término se alude a un comportamiento incorrecto que hiere el bien y el valor; con el segundo se indica un comportamiento incorrecto, de cuya incorrección se es consciente y a pesar de ello se lo pone en práctica. Por tanto, la causa del pecado hay que buscarla en el hombre mismo en su /libertad, ya que si se da una acción mala es porque él la ha querido y la ha puesto en práctica.

Aquí­ se presenta algo que resulta incomprensible; nos encontramos ante el interrogante formulado arriba. Se lo podrí­a explicitar más: ¿Cómo puede la libertad, que por naturaleza tiende al bien, decidirse por el mal y decidirse después de haber reconocido que es mal? Ciertamente se decide porque descubre en su elección el camino para llegar a algo que es bueno. La voluntad no obra sino en orden al bien, o por lo menos en orden a lo que se aparece como tal. Lo cierto es que el bien entrevisto y perseguido es en realidad inadecuado para el hombre en su plenitud, porque se limita a satisfacer sólo alguna de sus exigencias: la del placer, de la ventaja, de la autoafirmación del éxito, etc.; todos éstos son bienes para el hombre, pero no bastan por sí­ solos para hacerle feliz, y por tanto hay que armonizarlos con el bien del hombre en su integridad. Si se los persigue independientemente de todos los componentes de la persona humana, terminan reduciendo al hombre a una dimensión que será la económica, la hedoní­stica, la polí­tica o la autonómica, etc. El hombre queda empobrecido y, en fin de cuentas, se siente también decepcionado y traicionado; en último análisis, traicionado por sí­ mismo, porque consciente y libremente se ha decidido por algo erróneo, no tanto en cuanto bien particular (la ventaja, la autoafirmación, el placer…), sino en cuanto bien particular no coordinado, no armonizado con toda su vida y su persona. En esta falta de coordinación reside el desorden, y con el desorden se manifiesta la sensación de desagrado, de fracaso. El hombre se siente desairado y decepcionado como cuando falla el objetivo en el que habí­a colocado su esperanza.

La coordinación requerida exige que los bienes, múltiples y limitados, se refieran al bien infinito, en cuya elección el hombre opta por el único bien que puede satisfacer adecuada y exhaustivamente su ser. Por este motivo, en presencia del bien infinito, el hombre no puede menos de escogerlo, no ya por verse forzado a ello, sino porque es el máximo bien al que aspira. Sólo que, siendo limitado el hombre, no está en condiciones de conocer plenamente el bien infinito, y por eso fracasa también en la operación de coordinar en él los varios bienes particulares que llega a conocer, que le atraen y que en ciertos aspectos también le satisfacen más inmediatamente. Por consiguiente, el hombre, que está esencialmente orientado al bien, muchas veces termina escogiendo el mal aun consciente de que es mal, es decir, bien particular no coordinable con el bien infinito, y por tanto incapaz de satisfacerlo adecuadamente.

El mal, en este caso el pecado como mal elegido conscientemente, está en profunda contradicción con la estructura fundamental del hombre. El pecado es en cierto sentido un absurdo. Karl Barth lo define “una posibilidad del todo imposible” (es decir, sin significado). Y aunque hay que reconocer esa posibilidad en la realidad de la existencia (contra factum non valet illatio) y se la puede también comprender en virtud de la limitación del hombre, con todo es siempre absurda, es decir, sin significado desde el punto de vista de la estructura y de la constitución esencial del hombre. Por esta razón el pecado va siempre contra el hombre; es una ofensa que el hombre se hace a sí­ mismo.

Mas en este punto se entra en el segundo ámbito que hay que tomar en consideración en la reflexión teológica: el significado complejo del pecado como gesto que va a la vez contra el hombre y contra Dios, y también contra la sociedad.

2. EL PECADO COMO ACTO CONTRA DIOS Y CONTRA EL HOMBRE. En la consideración precedente se ha puesto de relieve la dinámica del pecador que, atraí­do por un bien particular, lo busca a toda costa a pesar de reconocer que, en cuanto no coordinable con el bien infinito, no es adecuado a su dignidad humana, y por tanto que es incapaz de satisfacer como debe sus aspiraciones. Mas al buscarlo a toda costa, el pecador hace ver que no puede prescindir de aquel bien particular. En cierto sentido lo absolutiza; y, por tanto, no sólo no lo subordina al único bien verdaderamente absoluto, sino que lo sustituye a él. En esto radica precisamente el desorden. Por eso en la dinámica del pecador hay un doble aspecto que viene a connotar su elección: el aspecto de búsqueda y de adhesión a un bien finito y al aspecto de despreocupación y de desestima del bien infinito. En cierto sentido, aquél ocupa el puesto de éste.

El doble aspecto de la dinámica del pecador se ha expresado en la tradición teológica con las expresiones “aversio a Deo” y “conversio ad creaturas”. Si el primer aspecto puede llamarse en cierto modo negativo porque indica la falta de una cualidad que deberí­a existir en todo acto del hombre y precisamente en su orientación a Dios, el segundo elemento puede llamarse positivo porque indica concretamente el objeto al que se dirige el acto. Precisamente porque la elección del pecador se define no sólo en virtud de aquello de lo que carece (aversio a Deo), sino también en virtud de aquello que concretamente la atrae (conversio ad creaturas), hay diversidad y multiplicidad de pecados: en relación precisamente con la diversidad y multiplicidad de las creaturas, hacia las cuales el hombre se orienta desatendiendo a Dios. Pues todos los pecados convergen del mismo modo en ser aversio a Deo, y desde este punto de vista todos son iguales; pero no todos los pecados convergen del mismo modo en ser conversio ad creaturas, y desde este punto de vista no son todos iguales.

a) El pecado como acto contra Dios. El elemento principal del pecado no es su orientación desordenada a la criatura, sino más bien el hecho de que el pecador quiere disponer totalmente de sí­ mismo frente a Dios sin tener en cuenta su propia dependencia de él. En el fondo, el pecado -y ya aparecido claramente por las páginas de la Biblia- es una rebelión contra Dios, trunca la relación con él. Esta rebelión se realiza y se manifiesta en los varios pecados particulares, los cuales son, sin embargo, el elemento secundario. No obstante, la rebelión contra Dios no es real más que a través de los varios pecados particulares. Así­ los varios pecados acerca de este o el otro objeto son el signo constitutivo del pecado; signo, porque por ello se ve que el hombre prefiere cualquier otra realidad a Dios; constitutivo, porque el pecado consiste justamente en esta preferencia desordenada.

Al pecar, el hombre se rebela contra Dios, que, sin embargo, lo ama y que desde el comienzo ha establecido con él una relación personal de amistad y de salvación. Esta relación personal alcanza su máxima realización en Jesucristo, en el cual Dios llega tan lejos para encontrarse con el hombre y compartir con él su naturaleza. El pecado como gesto que rompe la relación entre Dios y el hombre, tal como ha sido históricamente establecida en Jesús, es un gesto contra Cristo, porque se cierra a su presencia, anula su obra, pisotea su sangre, para decirlo con las palabras [citadas / arriba, II] de la carta a los Hebreos. Como gesto contra Cristo, el pecado revela su poder inconcebible: es capaz de herir a Dios, porque Dios, al hacerse hombre en Cristo, se ha vuelto vulnerable; el hombre ha podido herirle y hasta matarlo. En la cruz aparece de una manera suprema la vulnerabilidad de Dios.

En cuanto gesto contra Dios, el pecado implica siempre una dimensión religiosa. Mas ¿puede hablarse todaví­a de dimensión religiosa del pecado en quien no reconoce Dios alguno? ¿O bien hay que decir que el pecado reviste en estos casos una dimensión puramente ética? Ciertamente, también el que ignora a Dios o lo rechaza tiene parámetros de juicio para valorar moralmente sus propias decisiones. Y cuando éstas no están conformes con el juicio de su conciencia, son también para él pecado: un pecado “filosófico”, dirí­amos, es decir, una desobediencia a la razón humana, pero no un pecado teológico, es decir, una desobediencia a Dios, puesto que Dios es completamente ignorado. Sin embargo, hay que preguntarse si un comportamiento conscientemente contrario a la razón no es implí­citamente también contrario a Dios, y por lo mismo también un gesto religioso que suena a ofensa contra Dios y que, por consiguiente, compromete la salvación del que lo realiza. La respuesta sólo puede ser afirmativa; en este sentido se habí­a expresado ya en 1690 el Santo Oficio, condenando la teorí­a del pecado filosófico (DS 2291).

De cualquier forma, dejando a un lado esta problemática, aquí­ nos limitamos a recordar una consecuencia que se deriva de la consideración de que el pecado es un acto religioso: el único modo adecuado de valorar el pecado es referirlo a la relación religiosa del hombre con Dios. En otras palabras, cuando el hombre considera su pecado, debe ponerse frente a Dios, es decir, debe considerarlo en un contexto y con un significado religioso. En este contexto el pecado se vive como una ofensa a Dios que estropea y rompe el nexo personal de amor con él. El pecado tiene entonces el sabor amargo de la traición de la amistad y va acompañado de la tristeza del corazón y de las lágrimas del arrepentimiento. Además, en el ámbito de la fe cristiana, la dimensión religiosa del pecado es tanto más importante y significativa cuanto que le permite al hombre asumir la responsabilidad del pecado sin negaciones y sin angustias. El cristiano, en efecto, cree en un Dios que ha venido a este mundo justamente para quitar el pecado (Jua 1:29) y que “manifiesta su poder sobre todo con el perdón y la misericordia” (oración colecta del domingo 26 durante el año). Este aspecto de la misericordia que perdona forma parte de la identidad de Dios, hasta el punto de que reconocer la propia condición de pecadores delante de él constituye un auténtico acto de fe en el Dios de Jesucristo. Por algo en la profesión de fe que se hace el domingo en la liturgia eucarí­stica se menciona el pecado sólo en relación con la acción salvadora de Dios, que llega al hombre en el bautismo: “Confieso un solo bautismo para el perdón de los pecados”.

Esta profesión de fe es el eco de una verdad insistentemente proclamada desde el principio de la Iglesia en la primera carta de Juan: “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no decimos la verdad. Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es justo y fiel, nos perdona nuestros pecados y nos purifica de toda injusticia… Hijos mí­os, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos junto al Padre un defensor, Jesucristo, el justo” (1,8-2,1). Dentro de este marco se perfila el verdadero sentido del pecado. El que lo vive en esta perspectiva religiosa, y especí­ficamente en la perspectiva de la fe cristiana, no se repliega sobre sí­ mismo en un estéril sentimiento de autoconmiseración ni tampoco la toma con los demás hombres o con los acontecimientos para descargar en ellos la culpa. Más bien sale fuera de sí­ mismo para mirarse en Jesucristo y para buscar, a través de él, el rostro del Padre, con la esperanza tácita y estremecida de poder comprobar que “en el Señor hay misericordia / y grande es en él la redención” (Sal 130:7).

Mas a veces, y no raramente, el pecado se vive de manera reductiva, deteniéndose en niveles inferiores. Esto se verifica cuando se mira el pecado como una mancha, una transgresión externa, que provoca automáticamente la cólera de Dios. Se podrí­a llamar a éste nivel mágico-tabú, porque el pecado se reduce a ser una infracción, no importa si voluntaria o no, de una prohibición considerada sacral (tabú), y la infracción desencadena fatalmente una consecuencia punitiva (como si fuese efecto de magia). Es un modo infantil de vivir el pecado; como el que se encuentra en el niño que, al intentar “robar” la mermelada, rompe el tarro. El sentido de culpa nace en él no de haber robado la mermelada, sino más bien de haber roto el tarro pensando en la reprimenda de los padres. Del mismo modo, el cristiano que considera el pecado como una transgresión externa, se detiene preferentemente en el castigo de Dios. Entonces siente necesidad de protegerse contra este Dios ceñudo, recurriendo cuanto antes a repararlo; en otras palabras, corre a confesarse. Pero la confesión, naturalmente, se vivirá con la misma exterioridad con que se ha vivido el pecado, a saber: sin verdadero arrepentimiento.

Otro modo de vivir el pecado de manera reductiva se verifica cuando se considera el pecado egoí­stamente como una alteración, un peso, un fracaso, que hace sentir la indignidad propia. Y nos detenemos en la indignidad sin pensar en la ofensa inferida a Dios, al Padre. Es el caso del que vive el sentido de la culpa mirándose sólo a sí­ mismo; entonces el primer plano lo ocupa el orgullo herido, la humillación ardiente de un enésimo fracaso. “Soy un gusano”, se repite el pecador a sí­ mismo. Y todo se reduce a un sentido de vergüenza. “¡Si supieran los otros lo que he hecho!” Mas el sentido de vergüenza no engendra el arrepentimiento; si acaso genera la obstinación, que es el deseo de contar preferentemente con las propias fuerzas para hacerse “grande” delante de Dios. Es el pecado vivido a la manera farisaica.

Estas reacciones de tipo mágicotabú o de tipo egoí­sta no son ajenas a la conciencia del pecado; entran en él como componentes parciales. Para que el sentido del pecado sea auténtico y completo, el pecador debe ir más allá y llegar a aquella dimensión religiosa que le permite al mismo tiempo contemplar el pecado sin reducciones indebidas y asumir su responsabilidad sin miedo.

b) El pecado como acto egoí­sta y autodestructivo. El pecado expresa la voluntad del hombre de afirmarse plenamente como autónomo respecto a Dios. El pecador rehúsa reconocer su dependencia de Dios, cediendo a la ilusoria fascinación de creerse omnipotente, cuando es creado y limitado. Con ello se coloca en la condición de no comprenderse a sí­ mismo y de impedir su realización humana de persona abierta esencialmente a Dios. “En la voluntad de libertad del hombre se oculta la tentación de renegar de su propia naturaleza…; el hombre se aparta de la verdad poniendo su voluntad por encima de ella. A1 querer librarse de Dios y ser él mismo Dios, se engaña y se destruye. Se pierde a sí­ mismo” (CONGREGACIí“N DE LA DOCTRINA DE LA FE, Libertad cristiana y liberación, 37). El pecado viene a ser, pues, un gesto de mentira existencial, porque traiciona el ser mismo del hombre y se resuelve en “una disminución del hombre mismo, impidiéndole conseguir su plenitud” (GS 13). En fin de cuentas, en un gesto “suicida” (JUAN PABLO II, Reconciliatio et paenitentia, 15). En esto se manifiesta verdaderamente el misterio de iniquidad (2Ts 2:7): el hombre liberado de la esclavitud del pecado por la gracia de Cristo (Gál 4:31) y dotado de la posibilidad de la suprema realización de sí­ mismo como hijo de Dios, vuelve. a la esclavitud de la concupiscencia contraria a Dios. Además, el pecador traiciona su propia condición de “criatura nueva” (2Co 5:17), de “partí­cipe de la naturaleza divina” (2Pe 1:4), separándose, por consiguiente, de Cristo y volviendo a adherirse al reino de las tinieblas y a la solidaridad con Satanás (Efe 3:10; Efe 6:12). Sometido al pecado por la fuerza tiránica del pecado mismo, el pecador se experimenta interiormente lacerado (Reconciliatio et paenitentia, 15) e incapaz habitualmente del bien al que corresponde la vida eterna. En esta situación el pecador se autoexcluye de la amistad y de la viva comunión con Dios: he ahí­ su condenación.

c) El pecado como acto contra la comunidad humana. La laceración que experimenta el pecador en la vida personal repercute también en la vida social, donde tiende asechanzas a toda forma de relación interhumana, incluso la más í­ntima y profunda. También a este respecto la revelación es explí­cita e iluminadora. El primer pecado va acompañado inmediatamente de la ruptura entre Adán y Eva. El hombre, que poco antes habí­a acogido con satisfacción y admiración a aquella ayuda semejante a él (Gén 2:18), pasa rápidamente a acusar a la mujer de la desobediencia que han cometido ambos. “La mujer que tú me diste me ha dado a comer del árbol y yo he comido”(Gén 3:12). No preocupa la solidaridad, no se comparte la responsabilidad. Todo lo contrario, tenemos el intento apresurado de justificarse a sí­ mismo, echando toda la culpa al otro. El pecado ha roto la trama de la relación que existí­a en la primera pareja humana. Y el desgarramiento se ha ido prolongando y profundizándose, como ya se ha dicho [l arriba, II], hasta comprometer la relación entre hermano y hermano (Caí­n que mata a Abel), entre padre e hijo (Cam que se burla de Noé), entre los hombres que, sin embargo, han preferido trabajar juntos en el mismo proyecto (torre de Babel). El pecado corroe la trama de las relaciones humanas, introduciéndose como una cuña con la fuerza disolvente del egoí­smo entre hombre y hombre, entre grupo y grupo, entre hombre, grupo y sociedad.

Y la razón no es difí­cil de ver: si al hombre le cuesta reconocer su lí­mite ante Dios (el pecado es reivindicación de autonomí­a absoluta), mucho más le cuesta reconocerlo delante de los demás hombres. ¿Por qué limitar sus proyectos, sus aspiraciones, sus ilimitados deseos de autoafirmación frente a quien es como nosotros, sobre todo si se presenta más frágil, más inerte, más pobre? ¿Por qué perderse frente a quien no garantiza nada a cambio, si no se acepta perderse ni siquiera ante quien promete la resurrección y la felicidad de la vida eterna? Y así­, “negando o intentando negar a Dios, su principio y su fin, el hombre altera profundamente su orden y equilibrio interior, el de la sociedad y también el de la creación visibles… Convertido en centro de sí­ mismo, el hombre pecador tiende a afirmarse y a satisfacer su deseo de infinito sirviéndose dé las cosas: riquezas, poderes y placeres, sin preocuparse de los demás hombres, a los que injustamente despoja y trata como a objetos e instrumentos. Así­, por su parte, contribuye a crear aquellas estructuras de explotación y de esclavitud, que, sin embargo, pretende denunciar” (Libertad cristiana y liberación, 38; 42).

Por este camino de profunda alteración tanto del equilibrio personal como del equilibrio social, los contornos del pecado como elección libre de la persona tienden a confundirse y a mezclarse con los contornos del pecado como estructura social, como poder impersonal que domina en la historia y supera de algún modo al hombre mismo. El hombre que hace la historia también con sus propias opciones es un hombre pecador; y la historia hecha por él se caracteriza por el pecado; y el pecado que caracteriza a la historia y se estabiliza en su tejido condiciona al hombre pecador, evidenciando y potenciando al mismo tiempo una solidaridad universal en el mal. Esta solidaridad se manifiesta en una dimensión vertical (o diacrónica) y en una dimensión horizontal (o sincrónica).

En virtud de la primera, toda la historia está invadida por una potencia del mal que liga a Adán, el primer hombre y el primer pecador, con todos los hombres (excepto Cristo y la virgen Marí­a). Todo pecado enlaza con el pecado original y todo hombre pecador manifiesta la fraternidad con Adán. Mi pecado vive de la herencia histórica de una humanidad pecadora y transmite a los.que vienen esta misma herencia.

En virtud de la dimensión horizontal, el pecado del hombre crea un “ambiente” de contagio alrededor de sí­. Es demasiado evidente que ciertos modos de obrar condicionan negativamente el ambiente y establecen una mala costumbre más o menos tácitamente legitimada. La facilidad de la estafa, el sistema de las intrigas, la carrera del lucro, el volverse astuto son algunos aspectos de las “leyes” de la convivencia. Toda elección en este sentido solidifica el sistema. Y cuanto más sólido es el sistema, tanto más difí­cil le es al hombre sustraerse a él. Es como una espiral 9ue aumenta sus vueltas en progresión geométrica. ¡El poder del pecado! Cada uno con los suyos contribuye a mantenerle. Se establece así­ lo que el evangelio llama el reino de las tinieblas, sostenido por una connivencia trágica, aunque a veces inconsciente, de los hombres.

Pues el reino de las tinieblas, o el pecado social que suele decirse, es “el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien pudiendo hacer algo por evitar, eliminar o al menos limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio alegando supuestas razones de orden superior. Por tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas… En el fondo de toda situación depecado hallamos siempre personas pecadoras” (JUAN PABLO II, Reconciliatio et paenitentia, 16). Por tanto, no se pueden descuidar estos aspectos sociales al valorar el propio pecado y la propia responsabilidad, porque todo hombre es responsable de sí­ y corresponsable de los demás. Aunque no compruebe directamente el influjo negativo de su comportamiento, existe y obra, porque “ningún hombre es una isla”.

La dimensión social y estructural del pecado que emerge de la trama compleja de las múltiples relaciones humanas, adquiere un significado y una incidencia peculiares también dentro del tejido del cuerpo eclesial. Los ví­nculos que ligan a los cristianos entre sí­ son mucho más profundos, hasta el punto de hacer de ellos el cuerpo mí­stico de Cristo. El pecado inclusa el más pequeño, incluso el más invisible, repercute siempre negativamente en la comunión que circula entre los miembros de este cuerpo y también en la comunidad visible que se deriva del estar en comunión entre ellos y con Dios. A causa del pecado, en efecto, la comunidad eclesial no puede ser de modo pleno aquella comunidad de santos en la cual la gracia impregna todas las dimensiones humanas. El mismo pecador, que en cuanto miembro de la Iglesia deberí­a ser signo de Cristo que en ella actúa, pierde su capacidad significativa, se convierte en signo vací­o, lo cual influye en la Iglesia misma haciéndola un signo más débil y disminuyendo su eficacia santificadora de su obra. En este sentido, el Vat.11 reconoce que el pecador ocasiona una herida a la Iglesia (LG I l). Como se recuerda en el documento Cei, Evangelización y sacramentos de la penitencia y de la unción de los enfermos, inspirándose en toda una serie de imágenes bí­blicas, “todo pecador que formal y gravemente es tal, es cisterna vací­a, ramo seco, mano paralizada, mecha humeante” (n. 42). Pero, además, el pecado incide negativamente en la Iglesia, cuerpo mí­stico de Cristo, porque introduce en él -para quedarnos en la imagen del cuerpo- una célula muerta; es decir, una célula que no comparte la vida de las otras, que le es ajena; peor aún, que entorpece la circulación de la vida, causando perjuicios al bienestar (a la santidad en su pleno desplegarse) de todo el cuerpo. La realidad de la comunión en la Iglesia no sólo se refiere a la santidad, sino también al pecado. A este propósito, se lee en la exhortación possinodal de Juan Pablo 11 Reconciliatio et paenitentia: `… el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás… Es ésta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magní­fico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que `toda alma que se eleva, eleva al mundo’. A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso. De suerte, que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero” (n. 16).

He ahí­ por qué ante el pecador la primera reacción de la Iglesia es impedirle el acceso a la l eucaristí­a hasta que esté reconciliado sacramentalmente, es decir, declarar que se ha autoexcluido de la comunión eclesial que une a los diversos miembros del cuerpo con la cabeza y entre sí­. Esta especie de excomunión es, en cierto sentido, la reacción de defensa que la Iglesia suscita ante un gesto que atenta a su vida y a su santidad; por el bien de los otros miembros, pero más también por el bien del pecador mismo, al que quiere hacer consciente de su daño y de su responsabilidad. De este modo la Iglesia entera coopera a la recuperación de sus hijos.

Es significativo que la reflexión teológica sobre el pecado concluya recordando su dimensión eclesial, que deja ya entrever la posibilidad de superar el pecado mismo. Así­ como la referencia a Dios le permite al hombre asumir sin miedo la responsabilidad de sus pecados, igualmente la referencia a la Iglesia le permite emprender con firme decisión el camino de la I conversión, para la cual puede contar con la ayuda de toda la Iglesia.

IV. Pecado mortal y pecado venial
Al exponerla naturaleza del pecado según la Biblia [i arriba, II], se ha dicho que el NT habla de pecado y de pecados. Estos son el conjunto de los actos malos que manifiestan la peeaminosidad y la potencia del marque lleva al hombre a rechazar a Cristo.

1. EL PECADO Y’EL HOMBRE PECADOR. Al hablar de pecados, no se los debe considerar como actos separados de la persona. Propiamente hablando, no existen los pecados, sino los hombres pecadores. El hombre que decide conscientemente obraren oposición al orden moral, se convierte entonces en “pecador”; es decir, se configura según una fisonomí­a y una condición de vida que son las del hombre pecador. El comportamiento pecaminoso concreto, en el cual el hombre se expresa a sí­ mismo, manifiesta y constituye a un tiempo al hombreen un estado existencial que dice rechazo de Dios. Por tanto, el pecado es un acto libremente decidido por el hombre y un estado de vida que se deriva de esta decisión y que perdura: Acto y estado están estrechamente ligados entre sí­ en la persona del hombre pecador.

A fin de definir la fisonomí­a del hombre pecador, merecen atención algunos aspectos concretos y existenciales de su decisión de pecar. Interesa, pues, considerar: si esta decisión es superficial o seria, es decir, si compromete a la persona en lo profundo del corazón y de la intención, o sólo periféricamente (distinción teológica de los pecados); cuál es el valor comprometido o la virtud descuidada en el comportamiento desordenado (distinción especí­fica de los pecados); si el gesto pecaminoso es esporádico o, por el contrario, es frecuente y repetido; si está aislado o, por el contrario, tiene consecuencias que en cierto modo lo multiplican y lo agrandan (distinción numérica de los pecados).

En el párrafo siguiente se dedicará alguna atención al primer aspecto para puntualizar mejor el concepto de pecado mortal y su relación con la t opción fundamental. Pero hay que anteponer una aclaración terminológica. Con frecuencia se habla indiferentemente de pecado grave/leve y de pecado mortal/ venial. Los dos pares de términos se reiteren a dos planos diversos.

Grave/ leve se refiere al plano de la medida en que la persona se pone a sí­ misma en juego en su decisión. Porque puede ponerse en juego plena o sólo superficialmente. 1Vormalmente se debe reconocer que si la decisión gira sobre un l valor advertido como relevante por la persona, esta decisión es grave, ya que frente a un valor importante la persona decide no superficialmente, sino con seriedad y ponderación. Por lo cual la gravedad del valor que está en juego en la decisión compromete gravemente también a la persona. Los dos elementos de gravedad (el del valor y el del compromiso de la persona) concurren juntos a hacer de aquella decisión una decisión grave. Cuando la persona está escasamente implicada en la decisión, porque la juzga de poco relieve o a causa del valor que está en juego o de la escasa significación para la vida propia, la decisión es leve.

Mortal/venial se refiere al plano de los efectos que siguen a la decisión, más concretamente a los efectos que connotan al status del pecador. Este puede haber interrumpido su relación de caridad con Dios perdiendo la comunión de vida con él (la gracia): en tal caso se habla de pecado mortal; o bien simplemente puede haber realizado de manera inadecuada su relación de caridad con Dios, debilitando la intensidad de la comunión de vida con él: en tal caso se habla de pecado venial. Se podrí­a decir también: los pecados mortales son actos plenamente contrarios a la caridad; los pecados veniales son actos no imbuidos perfectamente por la caridad.

Es importante mantener separados los dos planos mencionados para evitar equí­vocos de conceptos. Por lo demás, ya santo Tomás habí­a tenido muy presente esta distinción. El habla, en efecto, de la gravedad de los pecados cuando trata el tema,de la confrontación de los pecados entre sí­ (S. Th., I-II, q. 73); en cambio trata del pecado mortal y venial en relación con uno de los efectos consiguientes al pecado, concretamente al “reatus poenae”. La distinción entre pecado mortal y venial se considera en relación con la pena merecida; es diversa para uno y para otro (S. Th., 1-II qq. 87-88).

Tomando como base estas consideraciones, resulta incomprensible una distinción tripartita: pecado mortal, pecado grave y pecado venial. En esta distinción el término “grave” vendrí­a a indicar un pecado que, no siendo mortal porque no cuestiona la orientación fundamental de la persona, es sin embargo un pecado serio, porque indica una inclinación arraigada del sujeto, un comportamiento de ligereza habitual, una adhesión del corazón a un determinado desorden. Se puede compartir la preocupación subyacente a esta perspectiva: reconocer que no todos los pecados graves son graves del mismo modo. Hay gravedad y gravedad. Y más exactamente hay que decir que existe una gradación infinita desde el pecado más ligero al pecado más grave. Pero introducir el término “grave” entre “mortal” y “venial” supone una mezcla de dos planos diversos, una especie de contaminación hí­brida, que engendra confusiones teóricas y pastorales. La exhortación apostólica de Juan Pablo II, Reconciliado et paenitentia no es favorable a una distinción tripartita (n. 17).

2. LA NOCIí“N DE PECADO MORTAL Y VENIAL. Se pretende aquí­ precisar mejor los conceptos de pecado mortal y venial, reconociendo que esta distinción ha ejercido, y sigue ejerciendo, una función considerable en la vida cristiana y en la praxis pastoral. Basta recordar que con ella se relaciona la posibilidad de participar o no participar en la comunión eucarí­stica. La distinción entre pecado mortal y venial es fruto de la reflexión teológica, pero tiene un fundamento bí­blico. El NT conoce junto a los pecados que excluyen del reino de. Dios (cf Mat 25:41-46; 1Co 6:9-10; Rom 1:24-32) también pecados que no tienen consecuencias de tal gravedad (cf Mat 6:12; 1Co 3:10-15; Stg 3:2).

Asimismo la tradición de la Iglesia ha manifestado siempre que reconoce, tanto en la praxis penitencial como en las indicaciones doctrinales, que los pecados de los cristianos revisten diferente gravedad. Se pueden recordar en el plano de la praxis los libros penitenciales de la Edad Media, con las “tarifas” exigidas a los penitentes para la reconciliación, variables según la gravedad del pecado y la culpabilidad del pecador; en el plano de la doctrina, varias intervenciones del magisterio para sostener contra los pelagianos que no todos los pecados quitan la gracia de la justificación (DS 229; 230), y contra los protestantes que también los fieles pueden pecar mortalmente (DS 1573); para afirmar la obligación de confesar todos y no sólo los pecados mortales (DS 1707); para precisar que a los pecados mortales les corresponde una pena eterna y a los pecados veniales una pena temporal (DS 1304-1306; 1575).

Al determinar la naturaleza del pecado mortal no se ha procedido siempre del mismo modo. En el pasado, de acuerdo con la visión que daba la preferencia al objeto, se partí­a de la materia grave; a ella habí­a que añadir otras dos condiciones: la plena advertencia y el consentimiento deliberado. Estos términos son, por lo demás, habituales por haberlos divulgado el catecismo de san Pí­o X. En el fondo, estas tres condiciones querí­an significar que cuando una persona es plenamente consciente de que su decisión reniega de un valor estimado por ella importante para la vida cristiana y consiente con plena libertad en esta decisión, su pecado es mortal.

En una visión personalista se prefiere partir de la persona: si su decisión contraria a las exigencias del evangelio es una decisión que implica a la persona en la profundidad del corazón, entonces esa decisión es pecado mortal. Por tanto se puede estar de acuerdo con B. Háring en que “pecado mortal es una determinación libre y profundamente consciente en contra de un mandamiento de Dios; procede directamente del centro de la capacidad deliberativa del hombre, de tal modo que con esta decisión el hombre mismo se expresa y se orienta en contra de la amistad de Dios. Cuando la libertad humana queda comprometida o por un impulso de la concupiscencia o por la presión del ambiente, el pecado mortal puede ser tal sólo si llega a lo í­ntimo de la persona libre, es decir, si el hombre libre advierte de modo suficiente y proporcionado que se trata de una decisión que da una orientación última a su vida y, sin embargo, consiente en ella libremente. El elemento decisivo del pecado mortal es, pues, la proveniencia del acto del fondo del propio corazón malvado y con una medida de conocimiento y libertad tales que puede imprimir a la vida una orientación contraria a Dios” (p. 211).

En la perspectiva personalí­stica no es que se descuide el objeto respecto al cual versa la decisión del hombre (lo que en el pasado se llamaba la materia); éste, por así­ decirlo, reviste el valor de signo: si el objeto de mi decisión es algo serio e importante, es legí­timo suponer que mi decisión no es superficial, sino que hace intervenir a mi persona y mi orientación de manera igualmente seria y considerable.

La visión personalista recupera de este modo una rica intuición de santo Tomás, el cual; al exponer la diferencia entre pecado mortal y pecado venial, insiste en este aspecto: el pecado mortal indica una desorientación respecto al fin último; el pecado venial, en cambio, se refiere a una desorientación en relación a los medios (S. Th., I-II, q. 2, a. 5). La desorientación respecto al fin último cuestiona a la persona en la profundidad de ella misma (en otras palabras, no puede menos de ser un acto perfectamente humano), porque cuestiona la opción fundamental. Pues la opción fundamental está en relación con el fin último y con la constitución del orden moral en la vida de la persona, en cuanto que de la opción fundamental deriva el hombre los criterios para juzgar como buenas o malas sus opciones. Por eso puede ser útil detenerse a reflexionar sobre la relación entre la /opción fundamental y el pecado mortal.

La opción fundamental del cristiano es la decisión de creer en Dios, de reconocer a Jesucristo como el salvador, aceptando sin discusión el evangelio. El pecado mortal es, ciertamente, una decisión contraria a la fe y al evangelio, y por tanto es contraria a la opción fundamental. Mas, ciertamente, no todo pecado mortal expresa la decisión firme y global del creyente de orientar toda su vida en sentido contrario al evangelio; por ejemplo, sigue viviendo con sinceridad su relación con Dios en la oración, en el amor al prójimo, etc. En otras palabras, no se reniega de la decisión de creer en Dios. En esta lí­nea está también la enseñanza de la Iglesia, bien cuando afirma que el pecado mortal priva al cristiano de la vida de la gracia, de la comunión caritativa con Dios, pero no de la fe y de la esperanza (DS 1544), de modo que justamente estas virtudes conducen al cristiano al arrepentimiento y a la reconciliación; bien cuando la Iglesia ora en el lecho del moribundo con estas palabras: “Te recomendamos, oh Padre, este nuestro hermano; si en su vida ha pecado, ha conservado su fe en ti…”(Ritual romano, sacramento de la unción y cura pastoral de los enfermos, Recomendación de los moribundos, 239); bien cuando Juan Pablo.II pone explí­citamente en guardia contra “reducir el pecado mortal a un acto de opción fundamental contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explí­cito y formal de Dios o del prójimo” (Reconciliatio el paenitentia, 17).

Se puede, pues, concluir que el pecado mortal es un gesto por el que la persona se desvincula de la dinámica de la opción fundamental por Dios, pero no reniega de ella. Si una persona renegase radicalmente de su opción fundamental por Dios y por Jesucristo, entonces estarí­amos en presencia de lo que san Juan llama “pecado que conduce a la muerte” y que la teologí­a contemporánea designa a menudo como pecado mortal realizado con intención definitiva. Se puede estar de acuerdo también con cuantos estiman que semejante intención definitiva hay que colocarla sólo al final de la vida, ya que antes existe siempre la posibilidad de arrepentirse, .y por tanto no puede darse una decisión definitiva en contra de Dios.

V. La condición del hombre pecador
El pecado, se ha repetido muchas veces, es una elección del hombre. Como toda elección; también el pecado expresa lo que el hombre es, sus deseos, sus preferencias, los valores en que cree; y al mismo tiempo expresa lo que el hombre quiere ser. En la opción se pone en juego más o menos ampliamente la propia libertad y la capacidad propia de proyectar. Una persona sé cualifica de acuerdo con sus propias opciones. Se cualifica, es decir, se da una connotación, una fisonomí­a. El que elige estudiar se cualifica como estudiante, el que elige hacer una excursión a la montaña se cualifica como apasionado de la montaña, etc.. No todas las opciones cualifican a la persona del mismo modo; algunas la cualifican establemente, porque influyen en toda la vida (p.ej., la decisión de casarse, de ir a las misiones del tercer mundo…); y está también la que cualifica a la persona sólo momentáneamente, es decir, mientras que su corazón está convencido y se adhiere a esa determinada opción. Así­, el pecado cualifica a la persona según el tipo particular de desorden que comprende (el hurto cualifica a la persona corno ladrón, la mentira como mentiroso,..) y mientras que su corazón permanece en esa opción. En este sentido se habla de la condición del hombre pecador, una condición que permanece mientras permanece la aprobación y la adhesión a la opción de pecado. Esta condición se caracteriza de acuerdo con tres connotaciones principales.

1. LA PROPENSI6N DE LA VOLUNTAD HACIA EL MAL. En primer lugar encontramos en el hombre pecador una propensión de la voluntad al mal, en el sentido de que la elección del mal, una vez realizada, tiende a repetirse y a estabilizarse. El pecado abre un camino hacia el mal, porque con su elección la voluntad se debilita en su inclinación natural al bien. Pues la voluntad es la facultad que lleva a desear y escoger el bien; mas al actuarse en sentida contrario, es decir, hacia el mal (en cuanto se es consciente de que el bien elegido no es el verdadero bien), y en la medida en que tal actuación es frecuente y decidida, la inclinación natural hacia el bien queda debilitada. Sin embargo, no puede destruirse por mucho que se multiplique el pecado, del mismo modo que no puede destruirse la natural disposición a gustar y a buscar el bien, -porque para llegar ahí­ serí­a preciso destruir la persona misma en la estructura cognoscitiva y volitiva.

El pecado compromete la orientación de la voluntad al bien obrando en el sujetó de múltiples maneras. Ante todo amortigua la capacidad de conocerlo; y particularmente de percibir la belleza y lo apetecible del mismo, por lo cual el tipo particular de conocimiento que es el conocimiento del bien se consigue con mayor esfuerzo e incertidumbre y el hombre se encuentra menos pertrechado y capaz de reconocer el bien en las varias formas en las que se concretiza; además debilita la voluntad, que de este modo está menos pronta a dejarse mover par el bien y menos dispuesta a perseguirlo con firmeza cuando se presenta arduo y difí­cil y no se le puede alcanzar sin esfuerzo constante y asiduo; finalmente acentúa la tendencia de la concupiscencia a dirigirse hacia bienes que ofrecen satisfacción inmediata y sensible, prefiriendo este tipo de bienes y descuidando los de naturaleza espiritual.

2. EL SENTIDO DE LA CULPA (“REATUS CULPAE”). El sentido de la culpa del que se intenta hablar ahora es propiamente diverso del sentido de culpabilidad que se repite a menudo en el lenguaje psicológico. El “sentido de la culpa” tiene un significado teológico y define una situación real del hombre por la cual éste es y se llama pecador. En efecto, cuando el hombre comete el pecado, su voluntad permanece actuada y determinada en el orden del mal mientras no se retracte por el arrepentimiento (la conversión); es decir, el hombre permanece en un estado de aversión a Dios. La teologí­a tradicional hablaba de este estado de culpa definiéndolo con el término un poco pintoresco y cosificado de “mancha del pecado”. Obsérvese también que el reatus culpae es lo que constituye en sentido estricto y especí­fico la condición de pecador, la cual sin embargo, además del sentido de culpa, comprende también la propensión de la voluntad al mal (de la que se acaba de. hablar) y el peso de la pena (de la que se hablará luego).

Diverso del sentido de culpa, aunque no completamente ajeno a él, es el sentida de la culpabilidad, que denota más bien una situación psicológica. Indica no tanto la conciencia de la culpa cuanto más bien la experiencia emotiva de la culpabilidad. Existe un sano sentido de culpabilidad, que es connatural a la conciencia del pecado y surge del hecho de que el hombre advierte la disonancia entre la elección realizada y la voluntad de Dios. Este estado de culpabilidad es tanto más verdadero cuanto más se funda en la consideración del amor dé Dios y el temor que del amor se deriva. Este temor es el que la Biblia define “principio de la sabidurí­a” (Sal 1 I 1,10).

Existe también un sentido falso y morboso de culpabilidad, que es distinto del precedente y que puede reconocerse basándose en algunos elementos que lo caracterizan. Reduciéndolos a lo esencial, puede decirse que el sentido morboso de culpabilidad es irracional, ya que persiste también después del arrepentimiento y de la confesión, engendrando inquietud y angustia; es exagerado, en el sentido de que no corresponde a la gravedad real de la culpa, la cual es agrandada desproporcionalmente, pero con el secreto deseo de que otros nos aseguren de que realmente no es en definitiva tan grave; es inoportuno porque surge independientemente de la conciencia de culpa, y sobre todo no desemboca en el compromiso estricto de conversión. Este sentido de culpabilidad es lo opuesto del auténtico sentido de culpa. Parece que se le asemeja; en realidad es algo completamente distinto: éste se centra en Dios, aquél se centra en el yo. Escribe J.M. Pohier con su agudeza acostumbrada: “La experiencia auténtica de la culpabilidad religiosa se vive siempre en un sistema `abierto’, cuyo centro de gravedad lo constituye Dios, mientras que la experiencia de la culpabilidad morbosa de sí­ndrome religioso y la de la culpabilidad religiosa desvalorizada se viven siempre en un sistema `cerrado’, cuyo centro lo constituye el hombre y en el que Dios no desarrolla otra función que la de un medio al servicio de una experiencia del culpabilidad centrada en el sujeto” (p. 434). Este modo errado de vivir la culpabilidad termina desconociendo que sólo Dios es el salvador, y por tanto desconociendo la posibilidad real de superar el pecado. De aquí­ se deriva también la inutilidad de reconocer el pecado y de confesarlo; pues sólo tiene sentido confesarlo en orden al perdón. Por lo cual la falsa experiencia de culpabilidad va acompañada también del desinterés del pecador por superar su pecado.

En el clima cultural actual, en el cual el auténtico sentido de culpa se pierde en- un sentido vago y difuso de culpabilidad, como se ha advertido /arriba, 1, sucede rara vez que se identifique la reacción de la conciencia de la culpa con estados emotivos de tristeza y de irritación, de insatisfacción y descontento no muy definibles. Nada más falso que determinar la condición de pecado y su gravedad basándose en estos sentimientos, que por su naturaleza son fluctuantes y contradictorios y, en general, varí­an según los momentos respecto a la culpa misma. La existencia de la culpa hay que comprobarla basándose en la negación de los valores reales y en la mala voluntad, y no en estados emotivos y en sentimientos endebles.

3. EL PESO DE LA PENA (“REATUS POENAE”). La pena se relaciona esencialmente con la culpa. La Biblia habla muchas veces de la pena consiguiente a los pecados, poniendo de manifiesto dos aspectos particulares. El primero se refiere a la conexión entre el pecado y la pena. El pecado, una vez cometido, arrastra inevitablemente consigo la pena, que para Israel consistí­a a menudo en un castigo bien visible. Así­ expresaba Isaí­as con una imagen práctica la consecuencia del pecado: “… Por eso este pecado será para vosotros como brecha ruinosa que se abre en elevado muro, el cual en un momento, de repente, se desploma y se hace pedazos como un jarro de alfarero estrellado sin piedad: entre sus trozos no se encuentra ni un cascote para coger fuego del fogón o sacar agua de la cisterna” (30,13-14). Y lo mismo el Deutero-Isaí­as, que concibe el destierro como un castigo contenido en las transgresiones de Israel: “A causa de vuestras transgresiones ha sido repudiada vuestra madre” (50,1). Estos dos textos no se limitan a decir que la pena sigue a la culpa, sino que es engendrada por ella. En cierto sentido, la culpa es ya pena. Por esta razón se dice que la una está inevitablemente conexa con la otra, y que juntas concurren a constituir la condición de pecado.

Por otra parte, la conexión entre el pecado y la pena no es automática. Y éste es el segundo aspecto que pone de relieve la Biblia. El mal trae consigo el castigo, desencadena una serie de reacciones deletéreas, pero no en virtud de una fuerza inmanente. Es Dios quien en último análisis castiga el mal y recompensa el bien. El profeta Oseas expresa todo esto mediante la imagen del saquito en el cual están encerrados los pecados de Israel, y que Yhwh tiene atado hasta que él mismo lo abra y salgan los castigos merecidos. “La iniquidad de Efraí­n está encerrada en un saco, su pecado está bien custodiado” (13,12). A menudo la intervención de Dios se hace esperar: los impí­os prosperan y los malos tienen suerte; pero al final “Dios los destruye de un golpe y desfallecen, consumidos en el terror” (Sal 73:19).

Esto quiere decir que, al final, la pena es siempre “gobernada” por Dios, el cual procura, en su misericordiosa providencia, orientarla ante todo hacia resultados salví­ficos. Por eso dispone los tiempos y las modalidades para el cumplimiento de la pena en orden a la conversión del pecador, porque Dios no busca su muerte, sino su conversión y su vida (Eze 33:11). En otras palabras, el significado primero de la pena es medicinal; aprovecha antes que nada a la persona misma que es herida.

La pena que acompaña a todo pecado tiene siempre una dimensión temporal, es decir, caracteriza la historia del hombre pecador, el tiempo de su existencia terrenal. Cuando el hombre comete un pecado mortal, la pena que le acompaña tiene también una dimensión eterna.

La dimensión temporal de la pena consiste en esto: todo pecado es una disminución del hombre, en el sentido de que le impide realizarse plenamente en lo que es. Esta falta de realización es el aspecto primero y fundamental de la pena, de manera que ésta, antes y más que ser un castigo impuesto desde el exterior, es una reducción que el hombre sufre en su propia autorrealización personal. El hombre que se encuentra falto y decepcionado a causa de su propia elección equivocada, de la cual él, y ningún otro tiene la culpa, se convierte en un peso para sí­ mismo. He ahí­ la pena; se manifiesta concretamente como indolencia que hace torpe para conocer y hacer el bien; como fragilidad que asedia la propia libertad moral; como aquiescencia complacida a la autoafirmación egoí­sta, a las solicitudes del placer, a la dureza del corazón y a la soberbia farisaica. Todos estos aspectos afean el rostro ético del hombre y mancillan su personalidad, que queda marcada por los “vací­os” y por las contradicciones de las opciones pecaminosas. Sin olvidar los aspectos que repercuten en la convivencia social: guerras, torturas, discriminación racial, manipulación de la opinión pública, abusos de poder, especulación pornográfica, etc.

Además de esta pena temporal, que es como la cicatriz que deja en el hombre todo pecado, el pecado mortal lleva consigo una pena eterna. El pecado mortal es ruptura de la relación de amistad con Dios, es rechazo de la vida que él nos ha comunicado en la redención. Justamente la amistad y la participación de la vida de Dios constituye la felicidad eterna y definitiva, que queda comprometida y resulta inalcanzable mientras el hombre persista en la condición que se ha fijado pecando. Pero cuando el hombre se libera de esta condición con el arrepentimiento y con la gracia del perdón, viene a caer también su autoexclusión dei goce definitivo y eterno de la amistad de Dios. De la pena eterna hacia la cual el hombre se orienta con el pecado mortal se libera el hombre en el acto mismo en que es liberado del pecado.

VI. Pecados del corazón y pecados manifiestos
El pecado es una elección por la cual el hombre se decide en contra de Dios. Como toda elección libremente decidida, el pecado tiene sus raí­ces en el corazón del hombre. Antes de traducirse en una acción concreta y determinada, el pecado está ya en el hombre que libre y conscientemente se ha orientado al mal: en la decisión se transparenta el rostro que la persona quiere asumir. Es la lí­nea reiterada muchas veces por el evangelio; por ejemplo, cuando Jesús dice: “El que mira a una mujer deseándola, ha cometido ya adulterio con ella en su corazón” (Mat 5:28); o cuando indica a sus discí­pulos que al hombre le contamina no lo que entra en él (cf la legislación judí­a sobre alimentos puros e impuros), sino lo que sale de él, de su corazón, porque del corazón vienen las intenciones malas (Mar 7:21).

Así­ pues, el hombre se cualifica como pecador cuando en su corazón se ha decidido firmemente por el mal. Y esto vale no sólo en aquellos pecados que ocurren en la interioridad del hombre, como, por ejemplo, los pecados de pensamiento, los pecados que se refieren a juicios temerarios no formulados o sentimientos de aversión y de odio conscientemente compartidos, sino que vale también para aquellos pecados que por su naturaleza implican la realización externa, como son, por ejemplo, el hurto, el homicidio, la estafa, etc.

No es que la realización de la decisión no cuente para nada; cuenta ciertamente también desde el punto de vista de la responsabilidad moral, ya sea porque al ejecutar la decisión el hombre la confirma y la profundiza (lo cual es cierto sobre todo cuando la ejecución del proyecto pensado requiere afrontar y superar obstáculos más o menos graves); ya sea porque la ejecución puede implicar a otras personas, tanto en el sentido de involucrar su complicidad cuanto en el de persuadirlas al mal con su seducción o con el /escándalo; ya sea también porque la ejecución puede comportar un daño para terceros que exige ser reparado: si uno decide firmemente robar, pero luego de hecho no roba (por miedo, por arrepentimiento, por un contratiempo que hace fracasar el proyecto..:), no existe ningún daño en perjuicio de la ví­ctima designada. Pero la ejecución no cambia la orientación moral asumida por la persona desde el momento de su elección libre y conscientemente decidida. El que decide calumniar a su compañero se manifiesta orientado a vivir la relación con aquél de un modo mentiroso y falaz, que no es el modo justo de mantener las relaciones con los otros. En el momento mismo en que vive así­ la relación interpersonal, el hombre se arriesga en el plano moral orientándose hacia lo que está mal.

De esta consideración se sigue una vez más que el pecado es una opción que hace intervenir en último análisis la relación del hombre con Dios. Y Dios ve en lo secreto; más aún: está presente en la interioridad del corazón, donde el hombre escucha en la voz de su propia /conciencia el eco de la voz misma de Dios (cf GS lb). Por esta razón el hombre no puede esconderse ante su propia conciencia que le remuerde, como no puede esconderse ante Dios que lo busca. No podrí­a, aunque lo intentase ingenuamente, como Adán y Eva en el paraí­so terrestre, los cuales corren a esconderse al acercarse el Señor. Que no le disguste al hombre pecador esta imposibilidad de sustraerse a la voz de Dios que le busca y a la voz de la propia conciencia que le acusa: la voz de la conciencia es invitación al pecador para que se libre del mal que se ha buscado (como el dolor fí­sico llama al hombre a curarse el mal que anida en el cuerpo); y la voz de Dios es esperanza y promesa, porque Dios busca al hombre para salvarlo..

[/Acto humano; /Conversión; /Libertad y responsabilidad].

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Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

Todo aquello que es contrario a la personalidad, normas, caminos y voluntad de Dios, o que perjudica la relación de una persona con El. Se puede pecar por palabras (Job 2:10; Sl 39:1), hechos (por acción [Le 20:20; 2Co 12:21] u omisión [Nú 9:13; Snt 4:17]), o por actitudes impropias de la mente o el corazón (Pr 21:4; compárese también con Ro 3:9-18; 2Pe 2:12-15). La falta de fe en Dios es un pecado grave, pues en realidad presupone falta de confianza o de fe en su capacidad de realizar lo que se propone. (Heb 3:12, 13, 18, 19.) Un estudio de los términos empleados en los idiomas originales y de ejemplos relacionados confirmará esta explicación.
El término hebreo común para †œpecado† es jat·tá´th, y el griego es ha·mar·tí­Â·a. En ambas lenguas las formas verbales (heb. ja·tá´; gr. ha·mar·tá·no) significan †œerrar† en el sentido de marrar o no alcanzar una meta, camino, objetivo o blanco exacto. En Jueces 20:16 se utiliza ja·tá´ en una frase negativa para referirse a los benjamitas como †˜personas que podí­an tirar piedras con honda a un cabello y no erraban†™. Los escritores griegos solí­an utilizar ha·mar·tá·no con respecto al lancero que erraba su blanco. Ambas palabras se empleaban para referirse a errar, marrar o no alcanzar, no simplemente objetivos o metas materiales (Job 5:24), sino también morales o intelectuales. Proverbios 8:35, 36 dice que el que halla sabidurí­a piadosa halla vida, pero †˜el que no alcanza (heb. ja·tá´) la sabidurí­a le está haciendo violencia a su alma†™, pues la lleva a la muerte. En las Escrituras, tanto el término hebreo como el griego se refieren principalmente al acto de pecar que solo puede darse en las criaturas inteligentes de Dios, errar el objetivo con respecto a su Creador.

El lugar del hombre en el propósito de Dios. El hombre fue creado †œa la imagen de Dios† (Gé 1:26, 27), existe, como todo lo creado, por voluntad divina. (Rev 4:11.) El que Dios le diera trabajo mostró que el hombre estarí­a al servicio del propósito de Dios sobre la Tierra. (Gé 1:28; 2:8, 15.) Según palabras del apóstol Pablo, el hombre fue creado a †œla imagen y gloria de Dios† (1Co 11:7), por lo que deberí­a reflejar Sus cualidades y comportarse de modo que fuese un reflejo de Su gloria. Como hijo terrestre de Dios, el hombre deberí­a ser la imagen de su Padre celestial. Obrar de otro modo negarí­a su paternidad divina y equivaldrí­a a repudiarla. (Compárese con Mal 1:6.)
Jesús mostró esto cuando animó a sus discí­pulos a manifestar bondad y amor de un modo superior a lo que ya hací­an personas †˜pecadoras†™, conocidas por su conducta pecaminosa. Les explicó que solo siguiendo el ejemplo de Dios de amor y misericordia demostrarí­an ser †œhijos de su Padre que está en los cielos†. (Mt 5:43-48; Lu 6:32-36.) Pablo relacionó la pecaminosidad humana con la gloria de Dios, al decir: †œPorque todos han pecado y no alcanzan a la gloria de Dios†. (Ro 3:23; compárese con Ro 1:21-23; Os 4:7.) En 2 Corintios 3:16-18 y 4:1-6, el apóstol explica que aquellos que abandonan el pecado y se vuelven a Jehová †œcon rostros descubiertos [reflejan] como espejos la gloria de Jehová, [y son] transformados en la misma imagen de gloria en gloria†, debido a que †˜la iluminación de las gloriosas buenas nuevas acerca de Cristo, que es la imagen de Dios, pasa a ellos†™. (Compárese también con 1Co 10:31.) Cuando el apóstol Pedro expuso cuál era la voluntad de Dios para Sus siervos humanos, citó de las Escrituras Hebreas y dijo: †œDe acuerdo con el Santo que los llamó, háganse ustedes mismos santos también en toda su conducta, porque está escrito: †˜Tienen que ser santos, porque yo soy santo†™†. (1Pe 1:15, 16; Le 19:2; Dt 18:13.)
Por consiguiente, puede decirse que el pecado empaña en el hombre el reflejo de la semejanza y gloria de Dios, profana al hombre, lo convierte en persona inmunda, impura, lo empobrece en sentido espiritual y moral. (Compárese con Isa 6:5-7; Sl 51:1, 2; Eze 37:23; véase SANTIDAD.)
Todos estos pasajes destacan que el propósito original de Dios para el hombre era que viviera en armoní­a con Su personalidad y fuese como su Creador, tal como un padre humano que ama a su hijo desea que le imite, tenga su misma comprensión de la vida, normas de conducta y calidad humana. (Compárese con Pr 3:11, 12; 23:15, 16, 26; Ef 5:1; Heb 12:4-6, 9-11.) Siendo esta la voluntad de Dios, es imperativo que el hombre le obedezca y se sujete a Su voluntad, bien sea que esté explí­cita en un mandamiento concreto o no. El pecado es, por lo tanto, un fracaso moral, presupone haber errado el blanco en todos estos aspectos considerados.

El principio del pecado. El pecado se produjo primero en la región de los espí­ritus antes de introducirse en la Tierra. Desde tiempos inmemoriales habí­a prevalecido en el universo una completa armoní­a con Dios. Pero esa armoní­a fue interrumpida por una criatura celestial a la que se llama simplemente Resistidor, Adversario (heb. Sa·tán; gr. Sa·ta·nás; Job 1:6; Ro 16:20), el principal Acusador Falso o Calumniador (gr. Di·á·bo·los) de Dios. (Heb 2:14; Rev 12:9.) Por consiguiente, el apóstol Juan dice: †œEl que se ocupa en el pecado se origina del Diablo, porque el Diablo ha estado pecando desde el principio†. (1Jn 3:8.)
Con la expresión †œdesde el principio†, Juan claramente se refiere al principio de la persistente oposición de Satanás, igual que en 1 Juan 2:7; 3:11 se utiliza †œprincipio† para referirse al comienzo del discipulado de los cristianos. Las palabras de Juan muestran que Satanás continuó su proceder pecaminoso después de haber dado principio al pecado. Por consiguiente, todo el que †œhace del pecado su ocupación o práctica† demuestra que es †˜hijo†™ del Adversario, descendiente espiritual que refleja las cualidades de su †œpadre†. (The Expositor†™s Greek Testament, edición de W. R. Nicoll, 1967, vol. 5, pág. 185; Jn 8:44; 1Jn 3:10-12.)
Como alimentar un deseo impropio hasta que se hace fértil es una acción que precede al momento en que se †œda a luz el pecado† (Snt 1:14, 15), antes de que el pecado se manifestara en la criatura celestial que se volvió opositora, esta ya habí­a empezado a desviarse de la justicia y a distanciarse de Dios.

La sublevación en Edén. La voluntad de Dios dada a conocer a Adán y a su esposa era ante todo positiva, pues enumeraba cosas que tení­an que hacer. (Gé 1:26-29; 2:15.) Adán recibió un solo mandato prohibitorio: no comer (ni siquiera tocar) del árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo. (Gé 2:16, 17; 3:2, 3.) La prueba de obediencia y devoción que Dios le puso al hombre se destaca por el respeto que mostró a su dignidad. Con ella Dios no le atribuyó a Adán nada malo; no utilizó como prueba la prohibición de cometer, por ejemplo, bestialidad, asesinato ni ninguna otra acción vil o degradada similar. Dios sabí­a que Adán no tení­a inclinaciones depravadas. El comer era normal, apropiado, y a Adán se le habí­a dicho que †œ[comiese] hasta quedar satisfecho† de lo que Dios le habí­a dado. (Gé 2:16.) De modo que Dios probó a Adán al prohibirle comer del fruto de este árbol en concreto, y así­ convirtió su ingestión en un sí­mbolo del conocimiento que permití­a decidir por uno mismo lo que era †œbueno† y lo que era †œmalo† para el hombre. Por consiguiente, Dios no le impuso ninguna penalidad a Adán ni le atribuyó nada que desmereciera su dignidad como hijo humano de Dios.
La mujer fue el primer ser humano que pecó. La tentación a la que la sometió el adversario de Dios, quien utilizó a una serpiente como medio de comunicación (véase PERFECCIí“N [El primer pecador y el rey de Tiro]), no consistió en un llamamiento abierto a la inmoralidad de naturaleza sensual. Más bien, hací­a gala de ser un llamamiento al deseo de una supuesta elevación intelectual y libertad. En primer lugar el tentador hizo que Eva repitiese la ley de Dios, que debió haberle transmitido su esposo, y después atacó la veracidad y la bondad de Dios. Aseveró que el comer el fruto del árbol prohibido no resultarí­a en muerte, sino en iluminación y aptitud como la de Dios para determinar por uno mismo lo que era bueno o malo. Esa declaración revela que en aquel tiempo el corazón del tentador estaba completamente alejado de su Creador, pues sus palabras constituyeron una clara contradicción de lo que Dios habí­a dicho y una calumnia disimulada contra El. No acusó a Dios de haberse equivocado inconscientemente, sino de tergiversar deliberadamente las cosas, al decir: †œPorque Dios sabe […]†. Cuando se analizan los métodos rebajados que utilizó este espí­ritu para lograr sus fines, convirtiéndose en un mentiroso y engañador, en un asesino impulsado por su ambición, puede verse la gravedad del pecado y la naturaleza detestable de su desamor, pues obviamente conocí­a las fatales consecuencias de lo que le estaba proponiendo a Eva. (Gé 3:1-5; Jn 8:44.)
Como muestra el relato, el deseo impropio empezó a obrar en la mujer. En lugar de reaccionar con completa repugnancia y justa indignación por ponerse en duda la justicia de la ley de Dios, llegó a mirar al árbol como algo deseable. Codició lo que correctamente le pertenecí­a a Jehová Dios como su Soberano: su aptitud y prerrogativa de determinar lo que es bueno y lo que es malo para sus criaturas. De este modo, empezaba a conformarse a los caminos, las normas y la voluntad del opositor, que contradecí­a abiertamente a su Creador y a su cabeza nombrado por Dios, su esposo. (1Co 11:3.) Confiada en las palabras del tentador, se dejó seducir, comió del fruto y así­ puso de manifiesto el pecado que habí­a nacido en su corazón y en su mente. (Gé 3:6; 2Co 11:3; compárese con Snt 1:14, 15; Mt 5:27, 28.)
Más tarde, cuando Eva le ofreció el fruto a Adán, este tomó de él. El apóstol muestra que el pecado del hombre difirió del de su esposa en el sentido de que Adán no fue engañado por la propaganda del tentador, y por consiguiente no hizo ningún caso de la alegación de que podí­a comerse del árbol con impunidad. (1Ti 2:14.) Por lo tanto, el que Adán comiera tuvo que deberse a su deseo por su esposa, de modo que †˜escuchó la voz de ella†™ más bien que la de su Dios. (Gé 3:6, 17.) Se conformó a los caminos y a la voluntad de ella, y por medio de ella, a los del adversario de Dios. Por lo tanto, †˜erró el blanco†™, no actuó a la imagen y semejanza de Dios, no reflejó la gloria de Dios, y de hecho, insultó a su Padre celestial.

Los efectos del pecado. El pecado hizo que el hombre ya no estuviera en armoní­a con su Creador. No solo dañó sus relaciones con Dios, sino también sus relaciones con el resto de la creación de Dios, e incluso se dañó a sí­ mismo, a su mente, corazón y cuerpo. Las consecuencias fueron funestas para la raza humana.
La conducta de la pareja humana reveló inmediatamente esta falta de armoní­a. El que cubrieran ciertas partes de su cuerpo, que Dios habí­a hecho, y el que después intentaran esconderse de El, eran indicios claros del alejamiento que se habí­a producido en su mente y corazón. (Gé 3:7, 8.) De manera que el pecado introdujo en ellos sentimientos de culpabilidad, ansiedad, inseguridad y vergüenza. Este hecho ilustra la idea que el apóstol destacó en Romanos 2:15, donde dijo que la ley de Dios está †˜escrita en el corazón del hombre†™, de modo que su violación trastocarí­a el interior del hombre y su conciencia le acusarí­a de haber actuado mal. Por decirlo así­, el hombre tení­a incorporado un detector de mentiras que hací­a imposible que escondiese su condición pecaminosa ante su Creador. En respuesta a la excusa que el hombre le ofreció para explicar su cambio de actitud hacia su Padre celestial, Dios le preguntó: †œ¿Del árbol del que te mandé que no comieras has comido?†. (Gé 3:9-11.)
Para ser consecuente consigo mismo, así­ como para el bien del resto de su familia universal, Jehová Dios no podí­a aprobar tal proceder pecaminoso ni por parte de sus criaturas humanas ni por parte del hijo celestial que se habí­a rebelado. Manteniendo su santidad, Dios les impuso a todos ellos con toda justicia la sentencia de muerte. Luego se expulsó a la pareja humana del jardí­n de Dios en Edén, y por lo tanto se le cortó el acceso a otro árbol que Dios habí­a designado como el †œárbol de la vida†. (Gé 3:14-24.)

Las consecuencias para toda la humanidad. Romanos 5:12 dice que †œpor medio de un solo hombre el pecado entró en el mundo, y la muerte mediante el pecado, y así­ la muerte se extendió a todos los hombres porque todos habí­an pecado†. (Compárese con 1Jn 1:8-10.) Hay quienes han dicho que estas palabras significan que toda la prole futura de Adán participa del pecado original, porque Adán, como cabeza de la familia humana, actuó como su representante e hizo partí­cipes de su pecado a todos los seres humanos. Sin embargo, lo que el apóstol dice es que la muerte se †œextendió† a todos los hombres, lo que indica que el pecado de Adán tuvo en la humanidad un efecto progresivo, no simultáneo.
El apóstol continúa diciendo que la muerte habí­a gobernado como rey †œdesde Adán hasta Moisés, aun sobre los que no habí­an pecado a la semejanza de la transgresión de Adán†. (Ro 5:14.) Al pecado de Adán se le llama correctamente una †œtransgresión†, ya que se traspasó una ley declarada, un mandamiento expreso que Dios le habí­a dado. Además, cuando Adán pecó, lo hizo por decisión propia, en calidad de ser humano perfecto, que no padecí­a incapacidad alguna, una condición de la que su prole obviamente nunca ha disfrutado. Por lo tanto, estos factores no parecen encajar con el punto de vista de que †˜cuando Adán pecó, todos sus futuros descendientes pecaron con él†™. Para que a todos los descendientes de Adán se les considerara responsables de participar en el pecado personal de Adán, se requerirí­a que hubieran expresado el deseo de tenerlo como su cabeza de familia. Sin embargo ninguno de ellos decidió nacer de él; el que las personas nazcan en el linaje de Adán es el resultado de la voluntad de sus padres. (Jn 1:13.)
Por consiguiente, todos los indicios muestran que el pecado pasó de Adán a las generaciones sucesivas debido a la reconocida ley de la herencia. Seguramente, esta serí­a la idea del salmista cuando dijo: †œCon error fui dado a luz con dolores de parto, y en pecado me concibió mi madre†. (Sl 51:5.) Luego entró el pecado, con todas sus penosas consecuencias, y se extendió a toda la humanidad, no porque Adán fuese el cabeza de la familia humana, sino porque él, no Eva, fue el progenitor de la vida humana. Su prole heredarí­a inevitablemente de él y de Eva tanto las caracterí­sticas fí­sicas como todas las manifestaciones de la personalidad, incluso la inclinación al pecado. (Compárese con 1Co 15:22, 48, 49.)
Las palabras de Pablo también señalan a esta conclusión cuando dice que †œasí­ como mediante la desobediencia del solo hombre [Adán] muchos fueron constituidos pecadores, así­ mismo, también, mediante la obediencia de la sola persona [Cristo Jesús] muchos serán constituidos justos†. (Ro 5:19.) Todos los que fuesen †œconstituidos justos† por la obediencia de Cristo no serí­an constituidos justos en el mismí­simo momento en que Cristo presentara su sacrificio de rescate a Dios, sino que llegarí­an a estar bajo los beneficios de ese sacrificio progresivamente, al ejercer fe en esa provisión y llegar a reconciliarse con Dios. (Jn 3:36; Hch 3:19.) Del mismo modo, todas las generaciones de descendientes de Adán han sido constituidas pecadoras al ser concebidas en el linaje de Adán por sus padres, pecadores innatos.

El poder y el salario del pecado. †œEl salario que el pecado paga es muerte† (Ro 6:23), y por haber nacido en el linaje de Adán, todos los hombres han llegado a estar bajo la †œley del pecado y de la muerte†. (Ro 8:2; 1Co 15:21, 22.) El pecado y la muerte †˜han reinado†™ sobre la humanidad y la han subyugado, sometiéndola a la esclavitud a la que Adán la vendió. (Ro 5:17, 21; 6:6, 17; 7:14; Jn 8:34.) Estas declaraciones muestran que al pecado no solo se le considera la comisión u omisión de ciertas acciones, sino también una ley, principio gobernante o fuerza que actúa en los humanos, a saber, la inclinación innata a cometer el mal que han heredado de Adán. De modo que su herencia adámica ha producido †˜debilidad de la carne†™, imperfección. (Ro 6:19.) La †œley† del pecado obra continuamente en sus miembros, intentando controlar su proceder, hacerlos sus súbditos, a fin de que no estén en armoní­a con Dios. (Ro 7:15, 17, 18, 20-23; Ef 2:1-3.)
El †œrey† pecado puede dictar sus †˜órdenes†™ de maneras muy diversas a personas de distintos antecedentes y en momentos diferentes. De ahí­ que cuando Dios observó que Caí­n se enardeció de cólera, le advirtiese que depusiese su ira y procurase el bien, pues, como Jehová le dijo, †œhay pecado agazapado a la entrada, y su deseo vehemente es por ti; y tú, por tu parte, ¿lograrás el dominio sobre él?†. Sin embargo, Caí­n permitió que el pecado de la envidia lo dominara e hiciese de él un asesino. (Gé 4:3-8; compárese con 1Sa 15:23.)

La enfermedad, el dolor y el envejecimiento. Como la muerte de los hombres suele deberse a la enfermedad o al envejecimiento, se desprende que estos últimos son concomitantes del pecado. Bajo el pacto de la ley mosaica, las leyes que regulaban los sacrificios por el pecado incluí­an la expiación para los que habí­an sufrido la plaga de la lepra. (Le 14:2, 19.) Los que tocaban un cadáver humano o entraban en la tienda donde hubiera muerto una persona se hací­an inmundos y tení­an que someterse a purificación ceremonial. (Nú 19:11-19; compárese con Nú 31:19, 20.) Jesús también asoció la enfermedad con el pecado (Mt 9:2-7; Jn 5:5-15), aunque mostró que ciertas enfermedades especí­ficas no son necesariamente el resultado de pecados especí­ficos. (Jn 9:2, 3.) Otros textos muestran los efectos beneficiosos de la justicia (un proceder opuesto al del pecado) en la salud fí­sica. (Pr 3:7, 8; 4:20-22; 14:30.) Durante el reinado de Cristo, se eliminarán la muerte —que reina con el pecado (Ro 5:21)— y el dolor. (1Co 15:25, 26; Rev 21:4.)

El pecado y la Ley. El apóstol Juan escribe que †œtodo el que practica pecado también está practicando desafuero, de modo que el pecado es desafuero† (1Jn 3:4); también dice que †œtoda injusticia es pecado†. (1Jn 5:17.) El apóstol Pablo, por otro lado, habla de †œtodos los que hayan pecado sin ley†. Más adelante explica que †œhasta la Ley [dada por medio de Moisés] habí­a pecado en el mundo, pero a nadie se imputa pecado cuando no hay ley. No obstante, la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, aun sobre los que no habí­an pecado a la semejanza de la transgresión de Adán†. (Ro 2:12; 5:13, 14.) Las palabras de Pablo se deben entender según el contexto; sus primeras declaraciones en esta carta a los Romanos muestran que comparaba a los que estaban bajo el pacto de la Ley con aquellos que no lo estaban y que por tanto no estaban bajo su código de leyes, y demostraba que ambos grupos de personas eran pecadores. (Ro 3:9.)
Durante los más de dos mil quinientos años que transcurrieron entre la desviación de Adán y la inauguración del pacto de la Ley, en 1513 a. E.C., Dios no dio a la humanidad ningún código extenso de leyes ni ninguna ley sistemática que definiera especí­ficamente el pecado en todas sus ramificaciones y formas. Es verdad que habí­a emitido ciertos decretos, como los que le dio a Noé después del diluvio universal (Gé 9:1-7) y el pacto de la circuncisión celebrado con Abrahán y su casa, que incluí­a a sus esclavos extranjeros. (Gé 17:9-14.) Pero con respecto a Israel, el salmista pudo escribir que Dios †œestá anunciando su palabra a Jacob, sus disposiciones reglamentarias y sus decisiones judiciales a Israel. No ha hecho así­ a ninguna otra nación; y en cuanto a sus decisiones judiciales, no las han conocido†. (Sl 147:19, 20; compárese con Ex 19:5, 6; Dt 4:8; 7:6, 11.) En cuanto al pacto de la Ley dada a Israel se podí­a afirmar: †œEl hombre que ha cumplido la justicia de la Ley vivirá por ella†, pues la adherencia perfecta a esta Ley y la conformidad con ella solo podí­a lograrla un hombre sin pecado, como fue el caso de Cristo Jesús. (Ro 10:5; Mt 5:17; Jn 8:46; Heb 4:15; 7:26; 1Pe 2:22.) No sucedió así­ con ninguna otra ley dada entre Adán y el pacto de la Ley.

†œHacen por naturaleza las cosas de la ley.† Esto no significó que los hombres que vivieron durante el perí­odo entre Adán y Moisés estaban libres de pecado debido a que no habí­a ningún código extenso de leyes con el que medir su conducta. Pablo escribe en Romanos 2:14, 15: †œPorque siempre que los de las naciones que no tienen ley hacen por naturaleza las cosas de la ley, estos, aunque no tienen ley, son una ley para sí­ mismos. Son los mismí­simos que demuestran que la sustancia de la ley está escrita en sus corazones, mientras su conciencia da testimonio con ellos y, entre sus propios pensamientos, están siendo acusados o hasta excusados†. Como originalmente al hombre se le hizo a la imagen y semejanza de Dios, tiene una naturaleza moral que resulta en la facultad de la conciencia. Como Pablo indica, hasta los hombres pecadores, imperfectos, tienen un grado de conciencia. (Véase CONCIENCIA.) Puesto que una ley es básicamente una †˜regla de conducta†™, esta naturaleza moral actúa en sus corazones como si se tratara de una ley. Sin embargo, por encima de dicha ley de naturaleza moral, hay otra ley heredada, la †œley del pecado†, que guerrea contra las tendencias justas y esclaviza a los que no oponen resistencia a su dominación. (Ro 6:12; 7:22, 23.)
Esta naturaleza moral y su consiguiente facultad de la conciencia pueden observarse hasta en el caso de Caí­n. Aunque Dios no le habí­a dado ninguna ley sobre el homicidio, la conciencia de Caí­n le condenó después de haber asesinado a Abel, como lo demuestra la respuesta evasiva que dio a la pregunta de Dios. (Gé 4:8, 9.) José, el hebreo, mostró que tení­a la †˜ley de Dios en su corazón†™ cuando respondió a la solicitud seductora de la esposa de Potifar: †œ¿Cómo podrí­a yo cometer esta gran maldad y realmente pecar contra Dios?†. Aunque Dios no habí­a condenado especí­ficamente el adulterio, José reconoció que estaba mal, que violaba la voluntad de Dios para los humanos expresada en Edén. (Gé 39:7-9; compárese con Gé 2:24.)
Por eso, durante el perí­odo patriarcal, desde Abrahán hasta el tiempo de los doce hijos de Jacob, las Escrituras muestran que hombres de muchas razas y naciones hablaron de †œpecado† (jat·tá´th), como, por ejemplo: pecados contra la persona para la que se trabaja (Gé 31:36), contra el gobernante de quien se es súbdito (Gé 40:1; 41:9), contra un pariente (Gé 42:22; 43:9; 50:17) o simplemente contra un compañero (Gé 20:9). En cualquier caso, el que usaba el término †œpecado† reconocí­a cierta relación con la persona contra que la que se cometí­a o pudiera cometerse el pecado, así­ como una responsabilidad concomitante de respetar y no ir en contra de los intereses de esa persona (o su voluntad y autoridad, si era el caso de un gobernante). Esto mostraba que tení­an una naturaleza moral. No obstante, con el transcurso del tiempo, el dominio del pecado sobre los que no serví­an a Dios se hizo mayor, por lo que Pablo pudo decir que las personas de las naciones †˜se hallan mentalmente en oscuridad, y alejadas de la vida que pertenece a Dios, más allá de todo sentido moral†™. (Ef 4:17-19.)

Cómo hizo la Ley que †œabundase† el pecado. Aunque la medida de conciencia que el hombre tení­a le dio cierto sentido natural para distinguir lo correcto de lo incorrecto, Dios identificó especí­ficamente el pecado en sus múltiples aspectos al hacer el pacto de la Ley con Israel. La boca de cualquier descendiente de Abrahán, Isaac y Jacob —amigos de Dios— que alegara inocencia de pecado †˜serí­a cerrada y todo el mundo quedarí­a expuesto a castigo ante Dios†™. La razón era que la carne imperfecta que heredaron de Adán hací­a imposible que fuesen declarados justos ante Dios por obras de ley, †œporque por ley es el conocimiento exacto del pecado†. (Ro 3:19, 20; Gál 2:16.) La Ley explicó claramente cuál era el alcance del pecado, de manera que en realidad hizo que la transgresión y el pecado †˜abundaran†™, en el sentido de que para entonces habí­a muchas acciones y hasta actitudes identificadas como pecaminosas. (Ro 5:20; 7:7, 8; Gál 3:19; compárese con Sl 40:12.) Sus sacrificios sirvieron continuamente para recordar la condición pecadora de los que estaban bajo la Ley. (Heb 10:1-4, 11.) De esta manera, la Ley actuó como un tutor para conducirlos al Cristo, con el fin de que pudieran ser declarados †œjustos debido a fe†. (Gál 3:22-25.)

¿Cómo pudo el mandamiento de Dios a Israel †˜incentivar el pecado†™?
Cuando Pablo explica que la ley mosaica no es el medio de alcanzar una condición justa a la vista de Dios, dice: †œCuando estábamos en conformidad con la carne, las pasiones pecaminosas que eran excitadas por la Ley obraban en nuestros miembros para que produjéramos fruto para muerte. […] Entonces, ¿qué diremos? ¿Es pecado la Ley? ¡Jamás llegue a ser eso así­! Realmente, yo no habrí­a llegado a conocer el pecado si no hubiera sido por la Ley; y, por ejemplo, no habrí­a conocido la codicia si la Ley no hubiera dicho: †˜No debes codiciar†™. Pero el pecado, recibiendo un incentivo por medio del mandamiento, obró en mí­ toda clase de codicia, porque aparte de ley el pecado estaba muerto†. (Ro 7:5-8.)
De no haber existido la Ley, Pablo no hubiese conocido o discernido el amplio espectro del pecado, por ejemplo, el pecado de la codicia. Como él mismo dijo, la Ley †˜excitó†™ la pasión pecaminosa, y el mandamiento que condenaba la codicia †˜incentivó†™ el pecado. Estas observaciones de Pablo deben entenderse a la luz de su propio comentario: †œAparte de ley el pecado estaba muerto†. En tanto el pecado no se hubiese tipificado explí­citamente, no se podí­a acusar a nadie de pecado si la imputación carecí­a de definición legal. Antes de la existencia de la Ley, tanto Pablo como otras personas de su raza viví­an libres de acusación por pecados aún no tipificados. Sin embargo, con la llegada de la Ley se les constituyó en pecadores condenados a muerte. La Ley les hizo más conscientes aún de su condición pecadora, lo que no quiere decir que los indujo al pecado, sino que hizo muy manifiesto el hecho de que eran pecadores. En este sentido la Ley incentivó y produjo en Pablo y los de su raza el pecado. La Ley proporcionó la base legal para imputar pecado a un mayor número de personas y por muchas más causas.
En consecuencia, la respuesta a la pregunta †œ¿Es pecado la Ley?†, es un tajante †˜No†™. (Ro 7:7.) La Ley cumplió con el propósito para el que Dios la originó, de modo que no †˜erró el blanco†™, sino que dio justamente en la diana, y no solo por ser conveniente y provechosa como guí­a protectora para sus observantes, sino por haber determinado legalmente que toda persona, sin excluir a los israelitas, era pecadora y necesitaba redención divina. Además, encaminó a los israelitas hacia Cristo como su único Redentor.

Errores, transgresiones, ofensas. Las Escrituras con frecuencia enlazan †œerror† (heb. `a·wón), †œtransgresión† (heb. pé·scha`; gr. pa·rá·ba·sis), †œofensa† (gr. pa·rá·pto·ma) y otros términos semejantes, con †œpecado† (heb. jat·tá´th; gr. ha·mar·tí­Â·a). Todos estos términos relacionados presentan aspectos especí­ficos del pecado, las formas que adquiere.

Errores, equivocaciones y tontedad. El sustantivo `a·wón está relacionado básicamente con el hecho de errar, actuar de manera torcida o incorrecta. Este término hebreo se refiere a un error o mal moral, una distorsión de lo que es correcto. (Job 10:6, 14, 15.) Los que no se someten a la voluntad de Dios obviamente no se guí­an por su sabidurí­a y justicia perfectas, así­ que es inevitable que yerren. (Compárese con Isa 59:1-3; Jer 14:10; Flp 2:15.) Seguramente debido a que el pecado hace que el hombre se desequilibre y distorsione lo que es recto (Job 33:27; Hab 1:4), `a·wón es el término hebreo que con más frecuencia se enlaza o se usa en paralelo con jat·tá´th (pecado, la acción de errar el blanco). (Ex 34:9; Dt 19:15; Ne 4:5; Sl 32:5; 85:2; Isa 27:9.) Este desequilibrio produce confusión y falta de armoní­a dentro del hombre y además dificulta sus tratos con Dios y con el resto de Su creación.
El †œerror† (`a·wón) puede ser intencionado o no, puede ser una desviación consciente de lo que es justo o un acto inconsciente, una †œequivocación† (schegha·gháh); pero sea como sea, la persona ha cometido un error y es culpable ante Dios. (Le 4:13-35; 5:1-6, 14-19; Nú 15:22-29; Sl 19:12, 13.) Por supuesto, la importancia de un error intencionado es mucho mayor que la del que se comete por equivocación. (Nú 15:30, 31; compárese con Lam 4:6, 13, 22.) El error es contrario a la verdad, y los que pecan voluntariamente pervierten la verdad, un proceder que solo les conduce a un pecado aún más grave. (Compárese con Isa 5:18-23.) El apóstol Pablo habla del †œpoder engañoso del pecado†, el cual endurece el corazón humano. (Heb 3:13-15; compárese con Ex 9:27, 34, 35.) El mismo escritor, al citar de Jeremí­as 31:34, (donde en el hebreo original se habla del †œerror† y el †œpecado† de Israel), escribió ha·mar·tí­Â·a (pecado) y a·di·kí­Â·a (injusticia) en Hebreos 8:12, y ha·mar·tí­Â·a y a·no·mí­Â·a (desafuero) en Hebreos 10:17.
Proverbios 24:9 dice que †œla conducta relajada de la tontedad es pecado†, y los términos hebreos que transmiten la idea de tontedad a menudo se utilizan en conexión con la acción de pecar, pues a veces el pecador arrepentido reconoce: †œHe obrado tontamente†. (1Sa 26:21; 2Sa 24:10, 17.) Si Dios no disciplina al pecador este se enreda en sus errores y tontamente se descarrí­a. (Pr 5:22, 23; compárese con 19:3.)

Transgredir equivale a †œtraspasar†. El pecado puede tomar la forma de una †œtransgresión†. La palabra griega pa·rá·ba·sis (transgresión) tiene el significado básico de †œacción de traspasar†, es decir, el hecho de sobrepasar o ir más allá de ciertos lí­mites, en especial en lo tocante a quebrantar una ley. Mateo utiliza la forma verbal (pa·ra·bái·no) cuando registra la pregunta de los escribas y fariseos en cuanto a por qué los discí­pulos de Jesús †˜traspasaron la tradición de los hombres de otros tiempos†™, así­ como la pregunta con la que Jesús respondió en cuanto a por qué estos opositores †˜traspasaban el mandamiento de Dios a causa de su tradición†™, y de ese modo invalidaban la palabra de Dios. (Mt 15:1-6.) Este verbo también puede significar †œdescarriarse† o †œdesviarse†, como cuando Judas †œse desvió† de su ministerio y apostolado. (Hch 1:25.) En algunos textos griegos se utiliza el mismo verbo al referirse a †œtodo el que prevarica, y no persevera en la doctrina de Cristo†. (2Jn 9, JT.)
En las Escrituras Hebreas hay referencias similares al pecado de personas que †˜traspasaron†™, †˜pasaron por alto†™ o †˜pasaron más allᆙ (heb. `a·vár) del pacto o las órdenes especí­ficas de Dios. (Nú 14:41; Dt 17:2, 3; Jos 7:11, 15; 1Sa 15:24; Isa 24:5; Jer 34:18.)
El apóstol Pablo muestra la estrecha relación del término pa·rá·ba·sis con la violación de la ley al decir que †œdonde no hay ley, tampoco hay transgresión†. (Ro 4:15.) Por consiguiente, si no existe una ley que le acuse, no se puede llamar †œtransgresor† al pecador. De manera consecuente, Pablo y los otros escritores cristianos utilizan pa·rá·ba·sis (y pa·ra·bá·tes, †œtransgresor†) en un contexto legal. (Compárese con Ro 2:23-27; Gál 2:16, 18; 3:19; Snt 2:9, 11.) Como Adán habí­a recibido un mandato directo de Dios, era culpable de †œtransgresión† de una ley declarada. Su esposa, aunque fue engañada, también era culpable de transgredir aquella ley. (1Ti 2:14.) El pacto de la Ley dado a Moisés mediante ángeles se añadió al pacto abrahámico †œpara poner de manifiesto las transgresiones†, de manera que †˜todas las cosas juntas pudieran entregarse a la custodia del pecado†™, condenando legalmente a todos los descendientes de Adán, entre los que estaban los israelitas, y demostrando que todos necesitaban el perdón y la salvación por medio de la fe en Cristo Jesús. (Gál 3:19-22.) Por lo tanto, si Pablo se hubiera sometido de nuevo a la ley mosaica, se hubiera vuelto a convertir en un †œtransgresor† de aquella Ley, sujeto a su condenación, y por lo tanto habrí­a desestimado la bondad inmerecida de Dios que proporcionaba liberación de aquella condenación. (Gál 2:18-21; compárese con 3:1-4, 10.)
La palabra hebrea pé·scha` transmite la idea de †˜transgresión†™ (Sl 51:3; Isa 43:25-27; Jer 33:8) y de †˜sublevación†™, que es negarse a obedecer al que manda. (1Sa 24:11; Job 13:23, 24; 34:37; Isa 59:12, 13.) De modo que la transgresión voluntaria equivale a rebelión contra la gobernación y autoridad paterna de Dios. Coloca la voluntad de la criatura en contra de la del Creador, por lo que esta se subleva contra la soberaní­a de Dios, Su gobierno supremo.

Ofensa. La palabra griega pa·rá·pto·ma significa literalmente †œcaí­da al lado†, de donde adquiere el sentido de traspié o paso en falso (Ro 11:11, 12), o desacierto, †œofensa†. (Ef 1:7; Col 2:13.) El pecado que cometió Adán cuando comió del fruto prohibido fue una †œtransgresión†, por cuanto él traspasó la ley de Dios; fue una †œofensa† en el sentido de que cayó o dio un paso en falso en vez de mantenerse en pie o andar con rectitud, en armoní­a con los justos requisitos de Dios y en apoyo de su autoridad. Los muchos estatutos y requisitos del pacto de la Ley en realidad abrieron el camino para que, debido a la imperfección de los que estaban sujetos a ella, se cometieran muchas de tales ofensas (Ro 5:20); la nación de Israel en conjunto cometió el desacierto de no guardar aquel pacto. (Ro 11:11, 12.) Como todos los diversos estatutos de aquella Ley eran parte de un único pacto, la persona que daba †œun paso en falso† en un solo estatuto se convertí­a en ofensor y †œtransgresor† de todo el pacto y, por consiguiente, de todos sus estatutos. (Snt 2:10, 11.)

†œPecadores.† Como †œno hay hombre que no peque† (2Cr 6:36), a todos los descendientes de Adán se les puede llamar apropiadamente †œpecadores† por naturaleza. Sin embargo, en las Escrituras el término †œpecadores† por lo general tiene una aplicación más especí­fica, pues designa a los que practican el pecado o tienen una reputación de pecar. Sus pecados se han vuelto de conocimiento público. (Lu 7:37-39.) A los amalequitas que Saúl tení­a que destruir por orden de Jehová se les llama †œpecadores†. (1Sa 15:18.) El salmista oró que Dios no se llevase su alma †œjunto con los pecadores†, y sus siguientes palabras identificaron a estos como †œhombres culpables de sangre, en cuyas manos hay conducta relajada, y cuya diestra está llena de soborno†. (Sl 26:9, 10; compárese con Pr 1:10-19.) Los lí­deres religiosos censuraron el que Jesús se relacionase con †œrecaudadores de impuestos y pecadores†, y los judí­os consideraban a los recaudadores de impuestos como una clase de reconocida mala reputación. (Mt 9:10, 11.) Jesús dijo que tanto ellos como las rameras irí­an al Reino delante de los lí­deres religiosos judí­os. (Mt 21:31, 32.) Zaqueo, recaudador de impuestos y †œpecador† a los ojos de muchos, reconoció que habí­a †˜arrancado†™ dinero a otros ilegalmente. (Lu 19:7, 8.)
Por consiguiente, cuando Jesús afirmó que habrí­a †œmás gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de arrepentimiento†, hablaba en sentido relativo (véase JUSTICIA [La bondad y la justicia]), pues todos los hombres son pecadores por naturaleza y no hay quien sea justo en el sentido absoluto del término. (Lu 15:7, 10; compárese con Lu 5:32; 13:2; véase DECLARAR JUSTO.)

La relativa gravedad del mal. Aunque el pecado siempre es pecado y en cualquier caso podrí­a con justicia hacer que el culpable fuese merecedor del †œsalario† del pecado, la muerte, las Escrituras muestran que para Dios el mal tiene diferentes grados de gravedad. Por ejemplo, los hombres de Sodoma eran †œpecadores en extremo contra Jehovᆝ, y su pecado era †œmuy grave†. (Gé 13:13; 18:20; compárese con 2Ti 3:6, 7.) El que los israelitas hicieran un becerro de oro también se llamó un †œgran pecado† (Ex 32:30, 31), y la adoración de becerros promovida por Jeroboán hizo que los habitantes del reino norteño †œ[pecasen] con un gran pecado†. (2Re 17:16, 21.) El pecado de Judá fue †œsemejante al de Sodoma†, lo que convirtió al reino de Judá en algo aborrecible a los ojos de Dios. (Isa 1:4, 10; 3:9; Lam 1:8; 4:6.) Tal proceder de violación de la voluntad de Dios puede hacer que hasta las propias oraciones personales sean pecado. (Sl 109:7, 8, 14.) Como el pecado es una afrenta contra la persona de Dios, El no se mantiene indiferente; cuando aumenta la gravedad del pecado, es comprensible que aumente la indignación y la ira de Dios. (Ro 1:18; Dt 29:22-28; Job 42:7; Sl 21:8, 9.) Sin embargo, su ira no solo se debe a que el pecado sea una afrenta contra su persona, sino que también la provoca el daño y la injusticia hechos a los seres humanos, especialmente a sus siervos fieles. (Isa 10:1-4; Mal 2:13-16; 2Te 1:6-10.)

La debilidad y la ignorancia humanas. Jehová toma en cuenta la debilidad de los hombres imperfectos que descienden de Adán, de manera que los que le buscan con sinceridad pueden decir: †œNo ha hecho con nosotros aun conforme a nuestros pecados; ni conforme a nuestros errores ha traí­do sobre nosotros lo que merecemos†. Las Escrituras muestran la misericordia y bondad amorosa tan maravillosas que Dios ha desplegado en la manera paciente de tratar a los seres humanos. (Sl 103:2, 3, 10-18.) El también toma en cuenta que la ignorancia es un factor que contribuye al pecado (1Ti 1:13; compárese con Lu 12:47, 48), siempre que tal ignorancia no sea deliberada. No se excusa a los que rechazan a sabiendas el conocimiento y la sabidurí­a que Dios ofrece, †˜complaciéndose en la injusticia†™. (2Te 2:9-12; Pr 1:22-33; Os 4:6-8.) Hay quienes se han extraviado temporalmente de la verdad, pero que con ayuda vuelven (Snt 5:19, 20), mientras que otros †˜cierran sus ojos a la luz y olvidan el anterior limpiamiento de sus pecados†™. (2Pe 1:9.)

¿Qué es el pecado imperdonable?
El conocimiento conlleva mayor responsabilidad. El pecado de Pilato no fue tan grande como el de los lí­deres religiosos judí­os que entregaron a Jesús al gobernador, ni como el de Judas, que traicionó a su Señor. (Jn 19:11; 17:12.) Jesús dijo a los fariseos de su dí­a que si fuesen ciegos, no tendrí­an pecado, con lo que probablemente querí­a decir que Dios podrí­a perdonar sus pecados debido a su ignorancia; sin embargo, como negaron hallarse en ignorancia, †˜su pecado permaneció†™. (Jn 9:39-41.) Jesús dijo que no tení­an †œexcusa de su pecado†, porque habí­an sido testigos de sus palabras y obras poderosas que habí­a realizado por la acción del espí­ritu de Dios. (Jn 15:22-24; Lu 4:18.) Los que blasfemaron voluntariosamente y a sabiendas contra el espí­ritu de Dios así­ manifestado, fuera de palabra o por su proceder, serí­an culpables †œde pecado eterno† y no tendrí­an ninguna posibilidad de perdón. (Mt 12:31, 32; Mr 3:28-30; compárense con Jn 15:26; 16:7, 8.) Este podrí­a ser el caso de algunos que se hicieron cristianos y luego se apartaron deliberadamente de la adoración pura de Dios. Hebreos 10:26, 27 dice que †œsi voluntariosamente practicamos el pecado después de haber recibido el conocimiento exacto de la verdad, no queda ya sacrificio alguno por los pecados, sino que hay cierta horrenda expectación de juicio y hay un celo ardiente que va a consumir a los que están en oposición†.
Cuando en 1 Juan 5:16, 17 Juan habla de un †œpecado que sí­ incurre en muerte†, a diferencia del que no, se refiere al pecado voluntario, consciente. (Compárese con Nú 15:30.) Si hay prueba de que alguien ha pecado de manera voluntaria y consciente, el cristiano no deberí­a orar por esa persona. Naturalmente, Dios es el juez final de la actitud de corazón del pecador. (Compárese con Jer 7:16; Mt 5:44; Hch 7:60.)

Pecado aislado y práctica del pecado. Juan también hace una distinción entre el pecado aislado y la práctica del pecado, según se ve al comparar 1 Juan 2:1 con 3:4-8 en la Traducción del Nuevo Mundo. La obra Imágenes verbales en el Nuevo Testamento (de A. T. Robertson, CLIE, 1990, vol. 6, pág. 247) dice en cuanto a lo propio de la traducción †œtodo el que practica pecado [poi·on ten ha·mar·tí­Â·an]† (1Jn 3:4): †œEl participio presente en voz activa (poion) significa el hábito de practicar el pecado†. En cuanto a 1 Juan 3:6, donde aparece la frase oukj ha·mar·tá·nei en el texto griego, la misma obra comenta (pág. 247): †œPresente lineal […] de indicativo en voz activa de hamartano: †˜no persiste en pecar†™†. Por consiguiente, es posible que en un determinado momento el cristiano fiel incurra o caiga en pecado debido a debilidad o a ser descarriado, pero †œno se ocupa en el pecado†, es decir no anda de continuo en ese camino. (1Jn 3:9, 10; compárese con 1Co 15:33, 34; 1Ti 5:20.)

Participación en los pecados ajenos. Una persona puede hacerse culpable de pecado ante Dios si se asocia de manera voluntaria con los malhechores, aprueba su maldad o la encubre a fin de que los ancianos no sepan de su conducta y tomen las medidas pertinentes. (Compárese con Sl 50:18, 21; 1Ti 5:22.) Por eso, los que permanecen en la simbólica ciudad de †œBabilonia la Grande† también †œ[reciben] parte de sus plagas†. (Rev 18:2, 4-8.) Un cristiano que se asocie o que siquiera dirija †œun saludo† al que abandona la enseñanza del Cristo se hace †œpartí­cipe en sus obras inicuas†. (2Jn 9-11; compárese con Tit 3:10, 11.)
Pablo advirtió a Timoteo que no fuera †œpartí­cipe de los pecados ajenos†. (1Ti 5:22.) Las palabras precedentes de Pablo en cuanto a †˜nunca imponer las manos apresuradamente a ningún hombre†™ deben referirse a la autoridad que habí­a recibido Timoteo de nombrar superintendentes en las congregaciones. No tení­a que nombrar a un hombre recién convertido, pues podrí­a hincharse de orgullo; si no prestaba atención a este consejo, serí­a hasta cierto grado responsable del mal que tal persona pudiera cometer. (1Ti 3:6.)
Toda una nación podrí­a ser culpable de pecado ante Dios sobre la base de los principios supracitados. (Pr 14:34.)

Pecados contra los hombres, contra Dios y contra Cristo. Como se mostró anteriormente, las Escrituras Hebreas registran casos especí­ficos de pecados que cometieron personas de diferentes naciones durante la época de los patriarcas. Eran principalmente casos de pecados contra otros hombres.
Puesto que Dios es el único modelo de justicia y bondad, pecar contra el semejante no consiste en no conformarse a la †˜imagen y semejanza†™ de la persona contra la que se peca. Más bien, es faltar el respeto a sus legí­timos derechos e intereses, lo que supone una ofensa para dicha persona y un daño inmerecido. (Jue 11:12, 13, 27; 1Sa 19:4, 5; 20:1; 26:21; Jer 37:18; 2Co 11:7.) Jesús enunció los principios por los que una persona deberí­a guiarse si se cometiera algún pecado grave contra ella. (Mt 18:15-17.) Aunque un hermano pecase contra otro 77 veces o 7 veces en un solo dí­a, habrí­a que perdonarle si mostraba arrepentimiento cuando se le reprendí­a. (Mt 18:21, 22; Lu 17:3, 4; compárese con 1Pe 4:8.) Pedro habla de sirvientes de casa a los que se abofeteaba por haber cometido pecados contra su dueño. (1Pe 2:18-20.) Se puede pecar contra la autoridad constituida si no se le muestra el debido respeto. Pablo se declaró a sí­ mismo inocente de cualquier pecado †œcontra la Ley de los judí­os [o] contra el templo [o] contra César†. (Hch 25:8.)
No obstante, los pecados contra los seres humanos también son pecados contra el Creador, a quien los hombres tienen que rendir cuentas. (Ro 14:10, 12; Ef 6:5-9; Heb 13:17.) Cuando Dios detuvo al rey filisteo Abimélec para impedir que tuviese relaciones con Sara, le dijo: †œEstaba deteniéndote de pecar contra mí­†. (Gé 20:1-7.) De igual manera, José reconoció que el adulterio era un pecado contra el Creador del hombre y la mujer, Aquel que instituyó el matrimonio (Gé 39:7-9), y lo mismo reconoció el rey David. (2Sa 12:13; Sl 51:4.) La Ley clasificaba los pecados de robo, fraude o malversación de bienes ajenos como †˜comportamiento infiel para con Jehovᆙ. (Le 6:2-4; Nú 5:6-8.) Tanto los que endurecí­an su corazón y eran †œcomo un puño† para con sus hermanos pobres como los que retení­an el salario de los hombres debí­an encararse a la censura divina. (Dt 15:7-10; 24:14, 15; compárese con Pr 14:31; Am 5:12.) Samuel dijo que era inconcebible por su parte †œpecar contra Jehová cesando de orar† a favor de sus compañeros israelitas cuando estos se lo solicitaban. (1Sa 12:19-23.)
A tenor de lo dicho, en Santiago 2:1-9 se condena como pecado el favoritismo o el hacer distinción de clases entre cristianos. Pablo dice que aquellos que no prestan atención a la conciencia débil de sus hermanos y por tanto les hacen tropezar, †œestán pecando contra Cristo†, el Hijo de Dios, quien dio su vida por todos sus seguidores. (1Co 8:10-13.)
Por consiguiente, aunque en realidad todos los pecados son pecados contra Dios, para Jehová hay pecados que atentan más directamente contra su propia persona, como la idolatrí­a (Ex 20:2-5; 2Re 22:17), la falta de fe (Ro 14:22, 23; Heb 10:37, 38; 12:1), la falta de respeto por las cosas sagradas (Nú 18:22, 23) y todas las formas de adoración falsa (Os 8:11-14). Esta debió de ser la razón por la que el sumo sacerdote Elí­ les dijo a sus hijos, quienes no mostraban respeto por el tabernáculo y el servicio de Dios, que †œsi peca un hombre contra un hombre, Dios decidirá como árbitro por él [compárese con 1Re 8:31, 32]; pero si es contra Jehová contra quien peca un hombre, ¿quién hay que pueda orar por él?†. (1Sa 2:22-25; compárese con los vss. 12-17.)

Pecar contra el propio cuerpo. Cuando Pablo previno contra la fornicación (relaciones sexuales entre personas que no están unidas en matrimonio), dijo que †œtodo otro pecado que el hombre cometa está fuera de su cuerpo, pero el que practica la fornicación peca contra su propio cuerpo†. (1Co 6:18; véase FORNICACIí“N.) El contexto muestra que Pablo habí­a estado recalcando que los cristianos tení­an que estar unidos con su Señor y Cabeza, Cristo Jesús. (1Co 6:13-15.) El fornicador se convierte en una carne con otra persona, a menudo una ramera, lo cual es impropio y un pecado. (1Co 6:16-18.) Como ningún otro pecado puede separar el cuerpo del cristiano de la unión con Cristo y hacerlo †˜uno†™ con otra persona, esta debe ser la razón por la que todos los otros pecados se consideran como †˜fuera del cuerpo de uno†™. Además, la fornicación también puede resultar en daño incurable al propio cuerpo fí­sico del fornicador.

íngeles pecadores. Como los hijos celestiales de Dios también tienen que reflejar Su gloria y alabarlo cumpliendo Su voluntad (Sl 148:1, 2; 103:20, 21), pueden pecar en el mismo sentido básico que los seres humanos. Segunda de Pedro 2:4 muestra que algunos de los hijos celestiales de Dios pecaron, y Dios los †œentregó a hoyos de densa oscuridad para que fueran reservados para juicio†. Primera de Pedro 3:19, 20 se refiere a la misma situación al hacer referencia a †œlos espí­ritus en prisión, que en un tiempo habí­an sido desobedientes cuando la paciencia de Dios estaba esperando en los dí­as de No醝. Y Judas 6 indica que el †˜errar el blanco†™ o pecar de tales criaturas celestiales consistió en que †œno guardaron su posición original, sino que abandonaron su propio y debido lugar de habitación†; lógicamente, ese propio lugar de habitación se referí­a a los cielos, donde Dios está presente.
Como el sacrificio de Jesucristo no encierra provisión alguna para cubrir los pecados de las criaturas celestiales, no hay razón para creer que los pecados de aquellos ángeles desobedientes fuesen perdonables. (Heb 2:14-17.) Al igual que Adán, eran criaturas perfectas sin ninguna debilidad innata que pudiera considerarse un factor atenuante al juzgar su maldad.

El perdón de los pecados. Como se explicó en el artí­culo DECLARAR JUSTO (Cómo se †˜cuenta†™ como justo a alguien), Jehová Dios en realidad †˜acredita†™ justicia en la cuenta de la persona que vive conforme a su fe. De ese modo †˜cubre†™, †˜borra†™ o †˜remueve†™ los pecados que de otro modo podrí­an cargarse en la cuenta de esa persona fiel. (Compárese con Sl 32:1, 2; Isa 44:22; Hch 3:19.) Por eso Jesús asemejó las †œofensas† y los †œpecados† a †˜deudas†™. (Mt 6:14; 18:21-35; Lu 11:4.) En consecuencia, aun siendo sus pecados como el color escarlata, Jehová †˜lava†™ la mancha que los hace inmundos. (Isa 1:18; Hch 22:16.) En cuanto al medio del que Dios se vale para manifestar su tierna misericordia y bondad sin apartarse de su norma de justicia y rectitud perfectas, véanse ARREPENTIMIENTO; RECONCILIACIí“N; RESCATE, y otros artí­culos relacionados.

Evitar el pecado. El amor a Dios y al prójimo es un medio fundamental para evitar el pecado, que es desafuero, pues el amor es una cualidad sobresaliente de Dios; El hizo del amor la base de su Ley a Israel. (Mt 22:37-40; Ro 13:8-11.) De esta manera, el cristiano no está alejado de Dios, sino en una unión gozosa con El y su Hijo. (1Jn 1:3; 3:1-11, 24; 4:16.) Tales personas pueden recibir la guí­a del espí­ritu santo de Dios y †œ[vivir] en cuanto al espí­ritu desde el punto de vista de Dios†, desistiendo de los pecados (1Pe 4:1-6) y produciendo el fruto justo del espí­ritu de Dios en lugar del fruto inicuo de la carne pecaminosa. (Gál 5:16-26.) Por lo tanto, pueden ser libertados del dominio del pecado. (Ro 6:12-22.)
Si se tiene fe en la recompensa segura que Dios dará a los que obren con justicia (Heb 11:1, 6), se puede resistir la tentación de participar en el disfrute temporal del pecado. (Heb 11:24-26.) Como †œde Dios uno no se puede mofar†, es ineludible la regla: †œCualquier cosa que el hombre esté sembrando, esto también segarᆝ, y el conocimiento de este hecho protege a la persona del engaño del pecado. (Gál 6:7, 8.) Se da cuenta de que los pecados no pueden permanecer escondidos para siempre (1Ti 5:24), y de que †œaunque un pecador esté haciendo lo malo cien veces y continuando largo tiempo según le plazca†, sin embargo, †œles resultará bien a los que temen al Dios verdadero†, pero no al inicuo que no está en el temor de Dios. (Ec 8:11-13; compárese con Nú 32:23; Pr 23:17, 18.) Sin importar la riqueza material que hayan obtenido los inicuos, no pueden comprar la protección de Dios (Sof 1:17, 18), y, realmente, con el tiempo la prosperidad del pecador será †œalgo que está atesorado para el justo†. (Pr 13:21, 22; Ec 2:26.) Los hombres de fe que buscan la justicia pueden evitar llevar la †œcarga pesada† que el pecado trae, es decir, la pérdida de la paz mental y la paz de corazón y la debilidad de la enfermedad espiritual. (Sl 38:3-6, 18; 41:4.)
El conocimiento de la Palabra de Dios es la base para tal fe y el medio de fortalecerla. (Sl 119:11; compárese con 106:7.) La persona que actúa apresuradamente sin primero buscar conocimiento en cuanto a su proceder, †˜errará en el blanco†™, es decir, pecará. (Pr 19:2, nota.) El darse cuenta de que †œun solo pecador puede destruir mucho bien†, hace que la persona justa intente actuar con sabidurí­a verdadera. (Compárese con Ec 9:18; 10:1-4.) El proceder sabio es evitar relacionarse con personas que practican la adoración falsa y que tienen tendencias inmorales, pues su compañí­a podrí­a entrampar al cristiano en el pecado y echar a perder los hábitos útiles. (Ex 23:33; Ne 13:25, 26; Sl 26:9-11; Pr 1:10-19; Ec 7:26; 1Co 15:33, 34.)
Por supuesto, hay muchas cosas que pueden hacerse o dejarse de hacer, o que pueden llevarse a cabo de diversas maneras, sin que se incurra en pecado. (Compárese con 1Co 7:27, 28.) Dios no acorraló al hombre con una cantidad innumerable de reglas que rigieran hasta el más mí­nimo detalle de su vida. El hombre tení­a que usar su inteligencia, y además se le dio amplio margen para desarrollar su propia personalidad y manifestar sus preferencias personales. El pacto de la Ley contení­a muchos estatutos; sin embargo, ni siquiera estos privaron al hombre de la libertad de expresar su personalidad. El cristianismo, en el que tanto se recalca el amor a Dios y al prójimo, igualmente permite a los hombres la libertad más amplia posible que las personas de corazón justo pudieran desear. (Compárese con Mt 22:37-40; Ro 8:21; véanse JEHOVí [Un Dios de normas morales]; LIBERTAD.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. El pecado en eIAT: 1. Premisas; 2. Terminologí­a; 3. Modelos literarios; 4. Diversas especies:
a) Pecados involuntarios, b) Errores rituales, c) Culpas colectivas, d) Pecados graves; 5. Caracterí­sticas: a) Ruptura con Dios, b) Ingratitud, c) †œHybris†; 6. Consecuencias: a) La cólera de Dios, b) La culpa, c) El endurecimiento, d) Las desventuras. II. El pecado en el NT: 1. Presupuestos; 2. Filologí­a; 3. La actitud de Jesús: a) Los pecados concretos y el corazón, b) Bondad con los pecadores; 4. San Pablo: a) Listas de pecados, b) El pecado personificado, c) La carne, d) La Ley, e) Satanás, 19 Efectos; 5. La lilteratura joanea:
a) Vocabulario propio, b) La incredulidad, c) El pecado del mundo, d) La herejí­a; 6. Otros escritos del NT. III. Universalidad del pecado: 1. Antiguo Testamento: a) Génesis 1-11, b) Los profetas, c) Los libros sapienciales; 2. Jesús; 3. San Pablo: a) La humanidad pecadora, b) El pecado de Adán, c) Pecados personales. IV. Origen del pecado: 1. Antiguo Testamento: a) La fuerza demoní­aca, b) El corazón perverso, c) La inclinación al mal, d) El pecado de origen; 2. Evangelios sinópticos; 3. San Pablo; 4. La literatura joanea; 5. La tentación.
El pecado tiene una importancia fundamental en la Biblia; en efecto, las intervenciones de Dios en la historia tienden a establecer o a restaurar las relaciones de comunión con él, rotas o interrumpidas por el pecado del hombre. Jesús vino a este mundo para liberar al pueblo del pecado (Mt 1,21). La infidelidad del hombre en sus relaciones con Dios constituye el telón de fondo en el que se inscribe la acción redentora y salví­fica de Dios. Por eso el discurso bí­blico sobre el pecado y sobre la humanidad pecadora no presenta un interés por sí­ mismo, sino sólo en relación con la acción de recuperación llevada a cabo por Dios mediante el perdón y la concesión de su favor [1 Redención].
2426
1. EL PECADO EN EL AT.
2427
1. Premisas.
El concepto de pecado en el AT es muy complejo y se percibe de diversas formas. No existe una verdadera reflexión teológica sobre esta experiencia humana, aun cuando la realidad entre profundamente en la fe de Israel. Las expresiones para indicar el pecado están sacadas de la vida profana; pero en su base se encuentra una concepción religiosa global, que liga al hombre con Dios, con el pueblo y con las instituciones. Por eso las faltas interesan a la vida del individuo y a la de la nación, a la observancia de un rito o de una ley, al comportamiento moral, social y polí­tico.
En Israel existí­a una legislación muy variada y desarrollada, que regulaba la vida de la comunidad y de cada uno de los fieles. Todas las leyes, sea cual fuere su origen, se atribuí­an a Moisés, y a través de él a Dios. La transgresión de estas leyes era cometer una falta.
El contexto en el que hay que considerar el pecado del AT es el de la / alianza, por lo que el acto pecaminoso ha de concebirse como una ruptura o como una negación de la relación personal con Dios. Los actos negativos realizados en detrimento de los demás hombres revisten un aspecto delictivo, ya que se consideran en relación con la voluntad de Dios. Además, el pecado se valora en la medida en que ofende directamente a la vida del pueblo y a los designios de Dios sobre él, pox lo que asume también una dimensión comunitaria.
2428
2. Terminologí­a.
En contra de la general escasez de términos en la lengua hebrea, abundan en el AT los términos que indican el pecado. Muchos de ellos están tomados de la vida ordinaria del pueblo y describen unas situaciones concretas sacadas de la experiencia de Israel con sus resistencias y sus fracasos a lo largo de su historia.
Los principales términos que se utilizan para indicar el pecado son:

– Hatta†™: significa una deficiencia; por ejemplo, fallar un objetivo (Jc 20,16), no encontrar lo que se busca Jb 5,24), dar un paso en falso (Pr 19,2). En sentido moral el término indica la transgresión de un uso, de una regla establecida (Gn 20,9; Jc 11,37; Lv 4,2; Lv 4,13; Lv 4,27). En sentido religioso denota la transgresión de una ley divina (Ex 9,27; IS 2,25; 2S 12,13); en sentido cultual la expresión designa el medio para borrarel pecado (Lv 4,23Lv 4,2 Lv 4,27Lv 15,27Nb 15,30).
– †˜Awón: proviene de un verbo que significa cometer una injusticia en sentido jurí­dico; el nombre indica una acción conscientemente contraria a la norma recta; por eso significa pecado (Sal 31,1; Sal 51,7 Miq Sal 7,19; Is 65,7), culpa, estado de culpa; por ejemplo, la culpa de los padres (Ex 20,5; Ex 34,7); a veces designa las consecuencias de la culpa, la pena, el castigo (Gn 4,13; Is 5,18; Sal 40,13).
– Peí­a†™: indica rebelión contra un superior polí­tico (1R 12,19; 2R 8,20), y se aplica también a la rebelión contra Dios (Is 1,2; Jr 2,29; Am 4,4; Os 7,13; Pr 28,2; Pr 29,22). Sinónimos de este término son: marah, ser rebelde (Is 1,20; Is 50,5; Dt 1,26; Dt 1,43; Ez 5,6); bagad, ser infiel al rey (Jc 9,23) y al Señor (Os 5,7; Os 6,7; Jr3,20).
– Rasa†™: significa no tener razón, ser culpable, a menudo en sentido jurí­dico (IR 8,47; Jb 9,29; Jb 10,7;
Jb 10,15); el nombre se usa para indicar al impí­o, al criminal (Gn 18,23; Gn 18,25; Jr 12,1 Ez 3,l8ss). En
los libros sapienciales es éste el término más usado para indicar a los pecadores, en oposición a los justos
y a los sabios (Sal 1,4; Sal 1,6; Sal 3,8; Sal 10,2; Pr 3,33; Pr 4,14 etc. ).
– Nebalah: indica locura en el sentido de impiedad, malicia (IS 25,25; Is 9,16; 1s32,6 etc. ), realizada por un hombre mental y moralmente deficiente; este término se usa con frecuencia para designar una culpa de orden sexual (Gn 34,7; Dt22,21 Jg 19,23s; 2S 13,12), contraria a las costumbres de Israel, y por eso mismo digna de reprobación.
– Diversos vocablos. Un grupo de vocablos (tum†™ah, zonah, ta†™ab, zimah) caracteriza al pecado como impureza, como acción detestable e ignominiosa, como prostitución. Otros términos (†˜awen, Saw, Seqer) acentúan el aspecto de vanidad, engaño, mentira, malicia. El grupo de palabras procedentes de las raí­ces segg, sgh, thl, usadas especialmente en Isaí­as, Jeremí­as y Jb, subraya el carácter de desviación y de impiedad tí­pico del pecado. El término †˜asam indica la culpabilidad, como resultado de la mala acción que se ha cometido y por la que hay que ofrecer una expiación (Lev Sss; Jc 21,22 1S 6,3ss; Is 53,10; Jr42,21 ). La voz hnf(mancharse de culpa) expresa de forma penetrante la naturaleza del pecado.
La abundancia y la diversidad de los términos usados para designar el poder demuestran que las acciones pecaminosas se consideran y se juzgan según diversos puntos de vista. Del término general de falta se pasa al concepto de transgresión de la norma ética que se deriva de la revelación. Al lado del aspecto jurí­dico del acto reprobable se subraya el aspecto moral y cultual. El grado de la culpa va desde la desviación casual hasta la abierta oposición a Dios.
2429
3. Modelos literarios.
Las formas que asume la amartologí­a vete-rotestamentaria en sus expresiones literarias están en relación con las diversas épocas históricas del pueblo de Dios y con el desarrollo de la revelación divina.
En los códigos morales, rituales, civiles, polí­ticos, religiosos y penales del Pentateuco el pecado, es decir, la transgresión de la ley inserta en el contexto de la alianza sinaí­tica, se expresa mediante fórmulas negativas imperativas, que deberí­an apartar al creyente de la comisión de ciertas acciones. Esto aparece claramente en el ¡decálogo (Ex 20,2-17; Dt5,11-21), en el código de la alianza (Ex 20,22s), en el decálogo ritual (Ex 34,11-16), en el código deuteronomista (Dt5,6-11) y en el código de santidad (Lv 17-26 ). Esta misma forma se puede encontrar fuera del Pentateuco, en la formulación del código moral (Sal 15 Ez 39,25s).
En los libros históricos se encuentran algunas descripciones detalladas de diversos pecados, como la adoración del becerro de oro por jiarte de los israelitas en el desierto (Ex 32), el adulterio y el homicidio de David (2S 11,1-27) y el robo de la viña de Nabot por parte del rey Ajab (lRe2l).
En los salmos de lamentación la experiencia del pecado aparece en la forma de una descripción desolada, de una confesión del mal cometido y de una súplica de perdón. En este sentido son caracterí­sticos los salmos 51 (Miserere) y 130 (De pro fundis).
En los libros proféticos el pecado se considera en un contexto de den uncia y de amenaza. La culpa reviste un carácter más o menos estructural y colectivo, ya que queda desenmascarada la incredulidad práctica de los dirigentes y del pueblo, el formalismo del culto, la instrumentali-zación de la fe en orden a objetivos polí­ticos, la opresión de los débiles por obra de los poderosos (Am 2,6ss; 8,4-7; Os 2,4-7; Os 2,10-15; Os 4,1-14; Is 1,15-20; Is 5,8; Is 10,1-3; Is 22,8-11; Jr 5,26-29; Jr 22,3-18 etc. ).
En la literatura sapiencial los imperativos de los códigos, la oración de los salmos y el carácter perentorio de los oráculos proféticos se transforman en enseñanza gnómica. La reflexión sobre el pecado se inserta en un horizonte humanista y pedagógico propio también del mundo no judí­o (Pr 3,11-14; Pr 6,16-19; Jb 31 ). Los capí­tulos 2-1 1 de Gen presentan relatos etiológicos, que intentan explicar la causa del mal que reina en el mundo. En la historia de la caí­da de los progenitores (Gn 3,1-24) se sintetiza la experiencia general del pecado como acto individual que produce nefandas consecuencias. Gen 3 es el único pasaje del AT donde se trata el problema del pecado como un tema particular.
2430
4. Diversas especies.
Se advierte en el AT una evolución en la concepción del pecado y en la admisión de diversas categorí­as de faltas. Del antiguo concepto de pecado ritual-cultual involuntario cometido por error se pasó, en tiempo de los profetas, al predominio de la noción de transgresión voluntaria y consciente.
2431
a) Pecados involuntarios.
En los tiempos más antiguos se admite que es posible pecar por error (Lv 4,2; Lv 4,27 Núm Lv 15,27), violar un entredicho, transgredir una regla por inadvertencia o casualmente. Abimelec comete un pecado al tomar una mujer creyendo que era libre y actuando, por consiguiente, con sencillez de corazón Gn 20,5; Gn 20,9). Uzá es herido mor-talmente por haber tocado simplemente el arca de la alianza (2S 6,6ss), y los habitantes de Bet Semés son castigados con llagas mortales por el simple hecho de haber mirado con curiosidad el arca del Señor. Jo-natán es declarado culpable y juzgado reo de muerte sólo por haber transgredido, sin conocerlo, un voto hecho por su padre Saúl (IS 14,24-30; IS 14,37-44). La mera transgresión material de una prohibición es considerada ya como pecado.
2432
b) Errores rituales.
Están luego las faltas que no guardan ninguna relación con la moralidad propiamente dicha y que son las que afectan a las prohibiciones relativas a las cosas santas o impuras. El simple tocar la extremidad de la montaña sagrada acarrea la muerte (Ex 19,12). Los hijos de Aarón mueren por haber presentado al Señor un fuego profano (Lv 10 . Comer la sangre es un pecado contra el Señor (Lev 17,lOss; Dt 12,2lss; 1S 14,33). Violar el reposo sabático es una falta grave, digna la pena muerte (Ex 20,8-11; 23,12; 34,21). No es posible saber si estos entredichos y estas sanciones seguí­an estando en uso en tiempo los profetas o después del destierro en Babilonia; todas formas, en la literatura profética y posexí­lica no se menciona la aplicación estas sanciones. De aquí­ se puede deducir que el concepto pecado se habí­a ido afinando y habí­a evolucionado.
2433
c) Culpas colectivas.
De una consideración comunitaria y colectivista del pecado se pasó en los siglos vn y vi a una concepción más personal e individualmente responsable. El pecado de Cam, padre de Canaán, afecta a toda su descendencia (Gn 9,20-27). Dios afirma que castiga las culpas de los padres en los hijos hasta la tercera y cuarta generación para los que le odian, y que concede su gracia millares de veces a los que le aman y observan sus mandamientos (Ex 20,5s); [1 Misericordia]. El error de Acán atrajo la maldición no sólo sobre él, sino sobre todos los israelitas (Jos 7). En 2R 9 se narran las matanzas con que fueron eliminados todos los miembros de la casa de Ajab. Los profetas ponen juntos a los dirigentes y al pueblo en la transgresión de la ley del Señor y anuncian la salvación de un solo resto.
Sin embargo, Jeremí­as y Ezequiel proclaman el principio de la responsabilidad personal, que no suprime por completo el aspecto social y cominutario del pecado (Jer 31 ,29s; Ez 18,2).
2434
d) Pecados graves.
En el AT se advierte ya una distinción entre los pecados graves y las faltas ligeras cometidas por inexperiencia o fragilidad (Sal 25,7, Jb 13,26). Aunque todo pecado cometido contra el prójimo es juzgado en relación con Dios, sin embargo se distingue entre los pecados cometidos personalmente contra Dios y los que se refieren al prójimo (2S 12,13). Entre los pecados más graves cometidos contra Dios hay que señalarla idolatrí­a, la magia, la blasfemia (Ex22,19;Lv20,2;Lv24,11-16), mientras que entre los cometidos contra el prójimo se distinguen la rebeldí­a contra los padres (Lv 20,9), el secuestro de un hombre (Ex 21,16), el adulterio (Lv 18,6-23) y cuatro pecados que gritan al cielo: el asesinato (Gn 4,10), la sodomí­a (Gn 18,20), la opresión de las viudas y de los huérfanos (Ex 22,2lss) y la negativa a pagar el salario justo a los obreros (Lv 19,13).
2435
5. Caracterí­sticas.
El aspecto principal del pecado en el AT es el ví­nculo que la acción pecaminosa tiene con una norma, que posee a menudo un fuerte aspecto jurí­dico, atribuido a Dios debido al régimen de la alianza. Por eso el concepto de pecado guarda una estrecha relación con la institución de la alianza sinaí­tica, considerada como elemento fundamental de la vida religiosa de Israel. La relación con Dios está determinada tanto por leyes éticas y sociales como por leyes cultuales y rituales. El nexo existente entre los dos aspectos no debe separarse, aun cuando en los textos sagrados se acentúe cada uno de ellos de forma distinta. Según la antigua concepción oriental, la relación entre los dos contrayentes del pacto no se considera tanto desde el punto de vista polí­tico como desde el personal. Toda infracción de las cláusulas de la alianza significaba no sólo una ofensa jurí­dica, sino también una afrenta contra la persona, un insulto que excitaba la ira del otro. En este contexto, en Israel toda transgresión de la ley suponí­a una confrontación negativa con Dios, que es fiel y santo y que ha mostrado su benevolencia con el pueblo mediante la iniciativa de la alianza.
2436
a) Ruptura con Dios.
Por eso el pecado es una ruptura de las relaciones que ligan al hombre con el Señor, bueno y leal (Dt 4,29 6,6ss; IS 16,7; 0s2 lsl,2s; Is 29,13; Jr 3,10; Jr17,9 Pr3,3ss). Latransgresiónde una leyqueexpresa la voluntad de Dios es una desobediencia a la orden del Señor (Dt, passim; 1S 15, 22.26; Os 4,ls; Sal 119).
Los profetas analizaron agudamente la naturaleza del pecado utilizando a veces imágenes muy expresivas. Para Amos el pecado es un atentado contra el Dios de la justicia; para Oseas es una prevaricación contra el Dios de amor; por eso se le compara con la prostitución, con el adulterio y con la infidelidad conyugal (Os 2,1-3; Os 3,1; Is 48,8; Jr 3,1-5; Jr 3,20; Jr 9,1; Jr 11,10; Ez 16,8-18). El profeta Isaí­as trata el pecado como falta de fe y como obcecación voluntaria e infidelidad (Is 9,9s; 20,9s). Jeremí­as considera el pecado como un olvido del Dios de la alianza, como un dar las espaldas al Señor, como una incircuncisión del corazón, como una situación desesperada de la que es casi imposible salir Jr2,23; Jr4,22; Jr5,21; Jr8,6; Jr 10,23; Jr 13,10; Jr 18,12; Jr22,16; Jr23,17).
2437
b) Ingratitud.
El pecado asume el aspecto de ingratitud para con el don de Dios, que querí­a crearse un pueblo que diera testimonio de la santidad de su Señor (Is 5,1-7 Miq Is 6,13; Jr 2,21). Además, los profetas leen en el pecado de Israel una malí­cia más profunda, la de instrumenta-lizar el don de Dios, creyendo que pueden prescindir de él. Pensando que Dios estaba demasiado apegado a su pueblo para poder deshacerse de él, creen que pueden impunemente infringir su ley, con el convencimiento de que Dios es incapaz de juzgar, de condenary de castigar al pueblo que ha elegido (Os 11,ls; 13,5s; Jer 7,8ss; Miq 3,11). Esta arrogancia de Israel es la expresión de un rechazo práctico de la trascendencia divina.
Gen 3 se presenta como una sí­ntesis de todo lo que el AT enseña sobre la naturaleza del pecado. El pecado consiste en apartarse personalmente de Dios, que se revela a través de una orden y de una sanción divina. En el origen del pecado se encuentra la pérdida de toda confianza en Dios; a continuación se comete una desobediencia con la intención de apoderarse con las propias fuerzas de lo que está reservado exclusivamente al Señor, para hacerse semejante a él. El ser humano rompe las relaciones personales con su más grande bienhechor. Dios se convierte para él en un extraño y en un ser temible. Es éste el aspecto más dramático de todo pecado, expresado de una forma popular.
En el AT se pone de relieve el aspecto tanto objetivo como subjetivo del pecado. El aspecto objetivo se deduce de la transgresión de una ley considerada como expresión de la voluntad divina, y de la consiguiente interrupción de las relaciones con el Dios de la alianza. El aspecto subjetivo y personal del pecado se deduce del hecho de que es considerado como un acto voluntario de rebelión contra Dios, como una negativa a escuchar la voz del Señor, como una deliberada desobediencia a las órdenes de Dios, que tiene su causa más profunda en el orgullo humano. En las invitaciones a la conversión que hacen los profetas se supone la responsabilidad personal en la comisión de los pecados y la posibilidad de evitarlos.
2438
c) †œHybris†.
En algunos pasajes del AT se presenta el pecado como un intento desmesurado por parte del hombre de hacerse igual a Dios. Es el pecado del orgullo más desenfrenado, que no sólo se niega a someterse a Dios, sino que pretende apropiarse de los atributos divinos. Así­ es como aparece el pecado de los primeros padres, a los que la serpiente sugiere que llegarán a ser como Dios, conocedores del bien y del mal, desobedeciendo precisamente las órdenes divinas (Gn 3,5). De este mismo pecado se mancharon los constructores de la torre de Babel, que intentaron erigir un imperio mundial sin la intervención de Dios Gn 11,1-9). Este mismo orgullo lo atribuyen los profetas al rey de Babilonia, que se proponí­a escalar el cielo y ser igual al Altí­simo (Is 14,12-15), y al rey de Tiro, que se enorgulleció hasta decir: †œUn dios soy yo, en la morada de un dios habito, en medio del mar†™ (Ez 28,1-19). La suerte de estos soberbios es la humillación más vergonzosa, dado que Dios no permite que un mortal pretenda equipararse a él.
En los textos apocalí­pticos se pone de relieve la hybris de los reyes paganos. Nabucodonosor reconoce que Dios humilla a los que caminan en el orgullo (Dn 4,34). El tipo de hombre presuntuoso que se levanta contra Dios es Antí­oco IV Epí­fanes, el pequeño cuerno que †œprofiere palabras monstruosas contra el Altí­simo (Dn 7,25).
Sintetizando las caracterí­sticas del pecado en el AT, se puede afirmar que tiene siempre una dimensión religiosa, suponiendo una ruptura de las relaciones personales con Dios y un gesto de ingratitud. Al alejarse de Dios, el hombre tiende a afirmarse a sí­ mismo contra Dios y a organizar
su propia existencia en la autosuficiencia. La expresión más alta de esta actitud es la hybris. Además de la dimensión vertical, el pecado tiene también un aspecto horizontal, en cuanto que la ruptura de las relaciones con Dios se expresa de forma consiguiente en el desquiciamiento de las relaciones con el prójimo. Efectivamente, toda falta contra el prójimo es considerada como una desobediencia al Señor 2S 12,13; Sal 51; Pr 30,9). Finalmente, el pecado asume siempre un perfil comunitario, ya que es juzgado en correspondencia con el influjo negativo que ejerce sobre la vida del pueblo y sobre el plan salví­fico de Dios relativo a la nación elegida.
2439
6. Consecuencias,
2440
a) La cólera de Dios.
El primer efecto del pecado es el de contristar a Dios, irritarlo y moverlo a la cólera(Nm 11,1; Nm 12,9; Nm 18,5; Dt 1,34; Dt 9,8; Dt 9,19; Jos 9,20; Jos 22,18; Os 5,10; Os 13,11; Is 47,6; Is 54,9; Is 57,17; Jr 4,4; Jr 4,8; Jr 4,26; Jr 7,20; Jr 17,4; Jr 36,7; Ez 6,12; Ez 14,19; Ez 16,38; Sal 38,2; Sal 102,11; Sal 106,32). El Señor esconde su rostro al pecado para no escucharlo (Is 59,2) ose niega a responder cuando le pide un oráculo (1S 14,37ss). Estas expresiones son metáforas an-tropomórficas que ponen de relieve la referencia del pecado al Dios personal, ya que en cierto sentido Dios no puede verse alcanzado ni †œofendido† por el pecado.
2441
b) La culpa.
En el pecador la acción pecaminosa produce un sentimiento de culpa. Los términos het†™, †˜awón y pesa†™ indican no solamente el pecado, sino también el efecto del pecado que es la culpa. Es como un peso que grava sobre la conciencia (Gn 4,13; Is 1,4; Sal 38) y †œhace latir el corazón†™(IS 24,6; 2S 24,10); es un tormento del que el hombre no logra liberarse (SaI 51,5). El pecado de Judá está esculpido en su corazón, como una inscripción sobre la piedra (Jr 17,1); es como la herrumbre que roe una vasija metálica (Ez 24,6 ). Estas metáforas indican el daño que produce el pecado a la persona que lo comete. La culpa no es solamente una deuda que pagar al Señor, sino que corrompe además la conciencia del pecador.
El sentimiento de culpa engendra vergüenza; mueve a los primeros padres a esconderse cuando Dios se les aparece en el jardí­n del Edén (Gn 3,18), y le hace decir a David, cuando se da cuenta de la enormidad de sus crí­menes†. †œ Ac pecado contra el Señor!† (2S 12,13).
Los pecados manchan al hombre, lo hacen impuro para el ejercicio del culto e incapaz de acercarse al Dios santo (Ps 51,4ss). El pecado lleva consigo su propia sanción. Al rechazar al Señor, el pecador hace suya la inconsistencia de las cosas que ha preferido a Dios, haciéndose él mismo †œvanidad† (Jr2,5).
2442
c) El endurecimiento.
La multiplicación de los pecados puede conducir al hombre a esta situación, hundiéndolo en una actitud de rechazo de Dios que lo hace incapaz de levantarse del abismo en que ha caí­do, a no ser que se realice un milagro. Esta situación, designada como †œobstinación en el pecado†™, se expresa en la Biblia mediante diversas imágenes: se habla de obcecación (Is 6,10; Is 29,9), de corazón embotado (Is 6,10), incircunciso Dt 10,16; Jr 4,4; Jr 9,25; Ez 44,9), de piedra (Ez 11,19; Ez 36,26), de oí­dos tapados (Is 6,10; Jr 6,10; Za 7,11), de dura cerviz (Ex 32,9; Dt 9,6; Jr 7,26). Este estado puede afectar tanto a los judí­os como a los paganos. Es clásico el ejemplo del faraón, que no quiere dejar partir a Israel de Egipto y se endurece a sí­ mismo (Ex 7,13s.27; 8,15; 9,7.34s)o le endurece Dios el corazón (Ex 4,21; Ex 7,3; Ex 9,12; Ex 10,1; Ex 10,20; Ex 10,27). Los profetas denuncian el endurecimiento de Israel, que se niega a convertirse (Is 6,9s; 1,23; 29,9s; Os 4,7 Jer 5,2lss; Jr6,10). En los libros sapienciales los malvados son presentados como endurecidos en el mal (Pr 28,14; Pr 29,1).
En algunos textos este endurecimiento del corazón se atribuye a la iniciativa directa de Dios (Is 6,9ss). El hombre semí­tico difí­cilmente distingue entre la voluntad positiva de Dios y la permisiva. Además, endurecer no significa reprobar, sino expresar un juicio sobre un estado de pecado, ya que esto produce visiblemente sus frutos. La obstinación es la caracterí­stica del pecador, que quiere permanecer separado de Dios y se niega a convertirse. El endurecimiento no suprime la responsabilidad humana. En otros textos la obstinación de Israel para no convertirse no se le atribuye a Dios, sino a la mala voluntad del pueblo (SaI 95,8).
En el NT se habla del endurecimiento de los discí­pulos de Jesús (Mc 6,52), de los judí­os (Hch 28,27;
2Co 3,14; Rm 11,7) y de los paganos (Ef 4,18). Se refiere a su negativa a creer en Jesús, a pesar de sus
enseñanzas y de sus milagros. El apóstol Pablo intenta encontrar un significado teológico a esta situación.
El endurecimiento del faraón sirve para hacer que brille la gloria de Dios (Rm 9,14-18); la obstinación de
Israel en su rechazo de Cristo hace posible la entrada de las naciones paganas en la Iglesia (Rm 11,12-24
2443
d) Las desventuras.
El primer pecado produce la ruptura de la amistad con Dios y los males que agobian a la humanidad Gn 3,16-24). El homicidio de Abel es causa de la maldición y del rechazo de Caí­n (Gn 4,8; Gn 4,16); el diluvio presentado como universal fue provocado por la corrupción de todos los hombres (Gen 6,5ss); el orgullo de Babilonia es la causa de la dispersión y de la confusión de lenguas (Gn 11,1-9). Sodo-ma y Gomorra son destruidas por causa de su impiedad (Gen 18,2Oss; 19,l2ss).
Los profetas anuncian como consecuencia de los pecados del pueblo las desventuras naturales y los reveses militares, la destrucción de Jerusalén y del templo, así­ como el destierro en Babilonia. Ezequiel insiste en la muerte como efecto del pecado (Ez 18), ya que al alejarse de Dios el hombre se enajena de la salvación y corre hacia la ruina y la perdición. La historia deuteronomista presenta todas las desgracias sufridas por Israel como un castigo por sus infidelidades a la alianza, según el esquema de las maldiciones propuesto por Dt 27,15-26.
Los libros sapienciales ponen de relieve el principio de que la impiedad es la raí­z de todos los males, mientras que el temor de Dios y la práctica de la justicia procuran los bienes de esta vida (Pr 1,32; Pr 2,10-19 2,2Oss; 3,l6ss; Pr 18,31 Qo 7,l6ss).

El nexo entre el pecado y sus consecuencias se percibió de una forma tan radical que se exigió un castigo para cada culpa. De aquí­ surgió la opinión de que toda calamidad era consecuencia de una falta.
Los libros históricos y proféticos atribuyen directamente a Dios el castigo de una acción pecaminosa. El puede castigar inmediatamente al impí­o o al pueblo culpable (Nm 16,32; Am 8,1-2), retrasar el castigo e incluso renunciar a él (Am 7,lss.4ss). Cuando el pecador se arrepiente, Dios puede cambiar su propósito Am 5,15), mostrarse misericordioso y perdonar las culpas (Os 11,8; Jr3,12 18,8ss; Ex 18,23-32). Dios paciente y misericordioso (Ex 34,6; JI 2,13; SaI 86,15; SaI 103,8; SaI 145,8) ofrece al pecador el tiempo para convertirse; a veces enví­a una desgracia para que el impí­o se enmiende o para probar al que ama( Am 4,5-11 Is l,5ss); Jb 5,17-26; Pr 3,12).
En el AT se prevé también la remisión del pecado mediante el aborrecimiento de la culpa, la conversión y la sumisión a Dios, el ofrecimiento de sacrificios, la reparación de los daños causados y la intercesión de los hombres que son agradables a Dios.
2444
II. EL PECADO EN EL NT.
2445
1. Presupuestos.
También en el NT falta una presentación completa y sistemática de la dolorosa realidad que es el pecado. El tema se trata casi siempre de pasada, intentando dar cuerpo a ciertas intuiciones profundas. Con esta finalidad se utilizan las experiencias personales y algunas concepciones tí­picas de los ambientes rabí­nicos y apocalí­pticos de la época.
Se recogen diversos elementos del AT, como la naturaleza del pecado, algunas de sus consecuencias, su poder maléfico. Sin embargo, el NT representa un progreso esencial en la comprensión del pecado. Se insiste en el hecho de que el lugar y la fuente del pecado es la intimidad del hombre; la naturaleza especí­fica del pecado consiste en ser una falta contra la bondad del Padre celestial. Se sondea el abismo en el que se precipita el pecador destinado a la perdición eterna; se ofrece una explicación más profunda de la condición pecaminosa que une solidariamente a todos los hombres y se anuncia la liberación definitiva del pecado gracias a la muerte redentora de Cristo.
2446
2. Filologí­a.
El término más frecuente en el NT para indicar el pecado es hamartí­a, usado especialmente en plural, para indicar diversas acciones culpables. Son tí­picas las frases †œconfesión de los pecados† (Mt 3,6; Mc 1,5 Un Mc 1,9), †œperdón de los pecados† (Mt 26,28; Mc 1,4; Lc 1,77; Lc 3,3; Lc 24,47; Hch 5,31; Col 1,14), †œsalvar de los pecados†(Mt 1,21). San Pablo utiliza este término en plural en las citas explí­citas (Rm 4,7-8; Rm 11,27) e implí­citas del AT (lTs 2,16; Gn 15,16; ico 15,17) y en las fórmulas litúrgicas (1Co 15,31; Ga 1,4; Col 1,14). A menudo san Pablo usa el término hamartí­a en singular para indicar una fuerza maligna personificada que reina en el mundo (Rom 5,l2ss). En el cuarto evangelio el término en singular designa una disposición interior permanente del hombre y de la humanidad (Jn 8,21; Jn 9,41).
Hamártema indica el efecto de un acto pecaminoso libre y consciente. Generalmente se usa en plural
Mc 3,28; ico 6,18; Rm 3,25); en singular se utiliza para el pecado imperdonable contra el Espí­ritu Santo
Mc 3,29).
Paráptoma significa caí­da, paso en falso, y se utiliza muchas veces en plural (Mt 6,14; Mc 1,25; 2Co 5,19; Ga 6,1; Rm 4,25; Rm 5,15; Rm 5,16; Rm 5,18; Rm 5,20; Ef 1,7; Ef 2,1; Col 2,13).
Parábasis, transgresión, se encuentra en las epí­stDIAS paulinas y en la carta a los Hebreos (Ga 3,19; Rm 2,23; Rm 4,15; Rm 5,14; 1 Tm 2,14; Hb 2,2; Hb 9,15).
Ofellema, deuda, término raro en el AT, se deriva del lenguaje jurí­dico del judaismo tardí­o. El primer evangelista lo utiliza en la oración del padrenuestro (Mt 6,12) para indicar algo que le debemos a Dios. El pecado se asemeja a una deuda que hay que pagar al Padre, lo mismo que la que tenemos que perdonar nosotros a nuestros deudores. En san Pablo este concepto aflora en la metáfora del †œquirógrafo†, esto es, del pagaré que ha quedado suprimido por la cruz de Cristo (Col 2,14).
Anomí­a, injusticia, sirve para designar un estado general de hostilidad contra Dios en un contexto escatológico, y equivale a una condición general de perversión religiosa (Mt 7,23; Mt 13,41; Mt 23,28; Mt 24,41
). Pablo usa este término en las fórmulas derivadas de la catequesis primitiva (2Ts 2,7; 2Co 6,14).
Adikí­a, término afí­n al anterior, indica un estado de injusticia (Lc 13,27 16,8s; Lc 18,6; Hch 1,18). Es frecuente en la carta a los Romanos (Rm 1,18; Rm 1,29; Rm 2,8; Rm 3,5; Rm 6,13; Rm 9,14).
2447
3. La actitud de Jesús.
De los evangelios sinópticos se deduce que Jesús no se detuvo en describir la naturaleza del pecado, sino que considera a todos los hombres alejados de Dios, entregados al poder del demonio, y por tanto necesitados de conversión y de salvación (Mt 13,38; Lc 13,16; Lc 22,31). La predicación del reino de Dios acompañada de la invitación a la conversión y del ofrecimiento de perdón va dirigida a todo el pueblo Mc 1,14). El nexo entre la llegada del reino y el perdón de los pecados se pone de relieve en el relato de la curación del paralí­tico (Mt 9,1-8; Mc 2,1-12; Lc 5,17-26) y en la pe-rí­copa de la unción de Jesús por parte de la pecadora (Lc 7,36-50).
2448
a) Los pecados concretos y el corazón.
Jesús conoce y denuncia los pecados concretos, como la vanidad, el orgullo, la mentira, el apego a las riquezas, la explotación de los demás, el robo, el adulterio, el homicidio (Mt 23,1-26 Mc 7,2Oss; 12,38ss; Lc 11,37-52 16,l4ss; Lc 19,9-14; Lc 20, 45ss). Sin embargo, para Jesús el elemento constitutivo del pecado es un desorden interior, una disposición perversa del corazón. Efectivamente, el corazón, como sede de los pensamientos y de los deseos, representa la facultad espiritual del hombre, en la que se toman las decisiones relativas a la actividad exterior (Mt 15,10-20; Mc 7,14-23). En esta lí­nea Jesús denuncia como pecados también los actos internos, que están en el origen de las acciones públicas Mt 5,22; Mt 5,28). El pecado contra el Espí­ritu Santo, es decir, la negativa obstinada a creer en Jesús, no se perdonará ni en esta vida ni en la otra, debido a la dificultad que se encuentra en cambiar la actitud básica negativa frente a Cristo. Las polémicas con los fariseos y los escribas sobre el sábado y las demás observancias rabí­nicas muestran que Jesús concedí­a mayor importancia a las exigencias de la persona que a la de las instituciones (Mt 12,1-8 Mc 2,23-3,25; Lc 6,1-11; Lc 11,14-32).
2449
b) Bondad con los pecadores.
Cristo asumió una actitud benévola con los judí­os que no practicaban las prescripciones rabí­nicas y que eran despreciados por los fariseos y considerados como pecadores. Proclama que ha venido a llamar a la conversión no a los justos, sino a los pecadores (Mt 9,13; Mc 2,17; Lc 5,32). Al discernir en la miseria religiosa y moral de esos hombres un valor escondido y despreciado, es decir, un reconocimiento fundamental de la propia impotencia y la necesidad de la gracia divina, Jesús reconoce en ellos una aptitud para acoger la llamada a la conversión, y por tanto para recibir la gracia de la justificación (Lc 15,7; Lc 15,10; Lc 18; Lc 9-14). En este sentido los pecadores son los verdaderos clientes del reino. Por eso no es tanto el pecado en sí­ mismo lo que constituye un obstáculo para la salvación, sino la obstinación en rechazar la invitación divina a la conversión y la confianza puesta en sí­ mismo y en las propias posibilidades. La condición de pecador que va acompañada del sentimiento de la propia miseria espiritual representa un terreno propicio para la obtención del perdón y de la salvación. Lo demuestran las parábolas de la dracma perdida, de la oveja extraviada y del padre misericordioso o del hijo pródigo (Lc 15). Esta última parábola enseña que el abandono de la casa paterna por parte del hijo más joven indica el rechazo de unas relaciones filiales con el padre, es decir, la negativa a recibir todos los bienes del amor paterno, pretendiendo que no se tiene ninguna necesidad de él. Cuando regresa el hijo, el padre, superando todas las imposiciones de la justicia humana, perdona generosamente al hijo y lo trata con especial cariño, hasta el punto de suscitar la envidia del hermano mayor.
Jesús prevé su propia muerte y le atribuye un valor expiatorio (Mt 26,28; Mc 14,24; Lc 22,20; Mc 10,45). Por eso la muerte de Jesús en la cruz es una especie de condenación divina del pecado. Su resurrección como victoria sobre la muerte aparece igualmente como una victoria sobre el pecado y sobre las fuerzas diabólicas.
La enseñanza y el comportamiento de Jesús con los pecadores contienen una nueva revelación sobre la naturaleza del pecado. Este nace de la intimidad del hombre, de su corazón perverso; es un
desconocimiento voluntario del amor de Dios y una negativa a acoger la invitación a la conversión, esto es, a creer en Cristo; el pecado somete al hombre a la esclavitud del demonio. Acogiendo el anuncio del reino de Dios, se obtiene el perdón de los pecados y se entra en una relación amorosa con el Padre celestial. El pecado del hombre queda superado por el sacrificio redentor de Cristo en la cruz.
2450
4. San Pablo.
Más que cualquier otro autor del NT, san Pablo desarrolla el tema del pecado. El pecado es realmente el presupuesto de su soteriologí­a, que constituye el corazón de la teologí­a del apóstol. De diversas formas y bajo diversos puntos de vista se menciona al pecado en todas las cartas paulinas. En efecto, el apóstol considera el pecado desde el punto de vista psicológico, individual, social e histórico. En las cartas a los Gálatas y a los Romanos la exposición es doctrinal y polémica. Sin embargo, san Pablo no nos ofrece un cuadro completo y ordenado de la realidad que es el pecado. El principal interés del apóstol se centra en hacer brillar sobre el fondo tenebroso de la maldad humana la obra redentora de Cristo, †œentregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación† (Rm 4,25).
Usando una decena de términos para indicar las acciones pecaminosas, Pablo considera el pecado como una desobediencia a la voluntad de Dios, como una rebelión contra su ley, como un error culpable, como una acción injusta que se opone a la verdad, como una negación de la sabidurí­a divina. La naturaleza especí­fica del pecado es la oposición a Dios, que se puede manifestar de varias maneras, referirse a diversos objetos, pero considerados siempre en relación con Dios y en contraste con la ley revelada por él Rm 7,12; Rm 7,22), así­ como en antí­tesis con la razón y la conciencia, en la que está inscrita la ley de Dios (Rm 2,15; Rm 14,23), y con el evangelio (1Co 8,12; ico 6,1-18).
2451
a) Lista de pecados.
En el epistolario paulino, incluidas las cartas pastorales, se recogen 12 listas de pecados (1Co 5,lOs; 6,9s; 2Co 12,20s; Gal 5,l9ss; Rom l,29ss; 13,13; Col 3,5-8; Ef 4,31 lTm l,9s; 6,4s; Tt3,3; 2Tm 3,2-5). Estas listas no están ordenadas según una disposición lógica; algunos términos indican actos concretos; otros, más bien, una actitud pecaminosa general. En total se llegan a mencionar 92 vicios, que corresponden a las faltas cometidas más corrientemente en las comunidades eclesiales fundadas por el apóstol. Se enumeran los pecados de los paganos (Rom 1 ,29ss), los de los cristianos antes de su conversión ico 6,11; Col 3,5-8 Ep 5,3ss; Tt3,3) y los de los cristianos ya bautizados (1Co 5,lOs; 2Co 12,20s; Gal 5,l9ss). En las diversas listas ocupan el primer puesto los pecados contra la caridad, luego los pecados contra el sexo, en tercer lugar los cometidos directamente contra Dios y, finalmente, la búsqueda de sí­ mismo. Se le atribuye una gravedad especial al deseo de poseer cada vez más, lesionando los derechos del prójimo (pleonexí­a: 2Co 9,5; Rm 1,29; Col 3,5; Ef 4,19; Ef 5,3). Esta ambición se equipara a la idolatrí­a, el vicio tí­pico de los paganos, siendo la antí­tesis de la moderación, de la misericordia y de la caridad. Efectivamente, el ambicioso utiliza al prójimo como instrumento en beneficio propio y del propio placer. También se les da mucha importancia a los pecados contra la castidad, ordinariamente en forma genérica (fornicación, impureza, falta de pudor), pero también especí­fica (adulterio, homosexualidad). Especialmente las faltas contra naturam se consideran como un castigo de la idolatrí­a (Rm 1,24).
Los pecados contra Dios, aunque no se mencionan con frecuencia, aparecen como la matriz de todos los demás (Rm 1,18-23). La idolatrí­a es la negativa a glorificar a Dios conocido por la razón a través de las criaturas. Esta negativa, arraigada en el orgullo del hombre, atribuye a uno mismo y a las criaturas el honor que se debe tan sólo al Creador de todas las cosas. De este pecado caracterí­s-ticcr del -paganismo proceden todas las desviaciones y perversiones, tanto en el terreno social como en el individual y familiar.
A veces se presenta como pecado por excelencia la concupiscencia (epi-thymí­a: ico 10,6; Rm 7,7). Supone la negación a depender de Dios y la pretensión de conseguir con las propias fuerzas lo que no se puede acoger más que como don.
Los actos pecaminosos enumerados en los catálogos de vicios y expresados a menudo con términos abstractos son siempre la manifestación de una actitud moral í­ntima dominada por la corrupción. Las faltas particulares no se consideran como efecto de una debilidad moral momentánea, sino como signo y expresión de una orientación personal, que se encuentra en franca oposición con la voluntad de Dios.
2452
b) El pecado personificado.
En las cartas a los Corintios (1Co 15,26; 2Co 5,21), a los Gálatas (2,17; 3,22)y sobretodo a los Romanos (cc. 5-8) Pablo utiliza el término hamartí­a en singular en un sentido muy particular. Este término aparece más de 40 veces en la carta a los Romanos. La hamartí­a se presenta como una fuerza personificada, como un rey tirano que hace su entrada solemne en el mundo debido a la desobediencia del primer hombre (Rm 5,12). Esta fuerza malvada se difundió en todos los hombres, alcanzando incluso a la criatura irracional (Rm 8,12-22); es in-manante al hombre, habita en él, actúa en él por medio de ciertos cómplices; como fuerza perversa de dominación, produce toda especie de concupiscencias y de deseos viciosos, seduce al hombre por medio del precepto, opera en él el mal y le procura la muerte (Rm 7,7). Lo mismo que en Gen 3,13 la serpiente sedujo a la mujer, así­ también este †œpecado† seduce al hombre. La hamartí­a no pueTieTc-entificarse con Satanás, que representa una potecia hostil, pero externa al hombre; sin embargo, se le atribuye el papel que Sg 2,4 atribuye al demonio.
2453
c) La carne.
La sede, el órgano y el instrumento del pecado es la carne (sarx), término usado por san Pablo en varios sentidos. En el contexto de la hamartí­a, la palabra †œcarne† tiene un significado moral: indica al hombre decaí­do y frágil, que alberga tendencias y deseos hostiles contra Dios, y conducentes por tanto a la muerte (Ga 5,16; Rm 6,13; Rm 7,14; Rm 7,20; Rm 7,25; Ef 2,3). Estos malvados apetitos tienen sujeto al hombre y lo dominan de tal manera que viola conscientemente la voluntad de Dios y comete el pecado. Pero el poder que la carne ejerce sobre el hombre no es constringente; tiene que vencer primero la resistencia del hombre interior, lo debe seducir y, a despecho de su libertad y responsabilidad personal, impulsarlo a cometer el pecado.
2454
d) La ley.
Existe una relación muy estrecha entre la hamartí­a, la carne y la ley, concretamente cualquier ley que se le imponga al hombre desde fuera. La hamartí­a revela su propio poder mediante ley expresada positivamente en forma de precepto. De suyo la ley, como expresión de la voluntad de Dios, es buena y santa; pero solamente da el conocimiento del deber moral, sin comunicar la fuerza de cumplirla, después de haber vencido los asaltos de la carne. Por eso, de hecho, la ley no hace más que activar y excitar las pasiones escondidas en nuestros miembros; no hace más que proporcionar a la concupiscencia la ocasión y el punto de apoyo para cometer una transgresión consciente y cualificada, y por tanto imputable al pecador. De esta manera la hamartí­a revela por medio de la ley toda su funesta energí­a (1Co 15,56; Rm 3,20; Rm 4,15; Rm 5,20). La lucha encarnizada entre la pasión y la razón humana, entre la tendencia al bien y la tendencia al mal en la intimidad del hombre, queda magistral-mente descrita en Rom 7: la hamartí­a, la carne y la ley están todas unidas y movilizadas contra el hombre que aspira al bien y a la justicia.
2455
e) Satanás.
Otro cómplice del poder nefasto del pecado personificado es Satanás. La debilidad del espí­ritu en los paganos, impedidos de abrir los ojos a la luz del evangelio, es atribuida por san Pablo al †œdios de este siglo†(2Co 4,3s). Los no cristianos, que infringen la voluntad de Dios, viven en conformidad con el curso de este mundo, según †œel prí­ncipe de las potestades aéreas†(Ef 2,2). Gracias a la conversión, los paganos han sido arrancados del poder de las tinieblas y tienen que combatir ahora contra los principados, las potencias, el soberano de este mundo tenebroso, Satanás, el enemigo de la causa de Dios (lTs 2,18; 2Co 2,11; Rm 16,20). El tentador por excelencia (lTs 2,18; 2Co 2,11; Rm 16,20) sabe transformarse en ángel de luz; los falsos apóstoles y los doctores de mentira son sus auxiliares (2Ts 2,9; 2Co 11,13). Lo mismo que Satanás no fue extraño a la introducción del pecado en el mundo, así­ también ahora actúa oscureciendo la inteligencia de los hombres, manteniendo la idolatrí­a entre los paganos y moviéndolos a cometer los pecados carnales.
2456
f) Efectos:

1) La esclavitud. El pecado personificado, confirmado por los actos pecaminosos personales, separa al hombre de Dios y lo reduce a una condición de esclavitud. Abandonado a sDIAS sus fuerzas, el hombre está vendido al poder del pecado (Rm 7,7-14), se ve entregado al pecado (Rm 1,24). La esclavitud del pecado es tal que el hombre es fundamentalmente incapaz de realizar el bien aunque quisiera. Pablo admite expresamente que el pecador tiene todaví­a la posibilidad de conocer y de desear el bien, e incluso de complacerse interiormente en la ley del Señor; pero que, por falta de fuerzas suficientes, el mal acabará infaliblemente dominando sobre él.
2) La ira de Dios. El pecado está bajo la cólera de Dios (Rm 1,18), es decir, se encuentra en una situación de hostilidad con Dios. El quiso separarse del Señor, y Dios permite esta separación. La metáfora de la cólera divina denota el abismo que aisla al que comete el mal de la fuente del bien, que es Dios. Privado de la gracia de Dios (Rm 3,23), el pecador se ve sometido a la angustia, a la tribulación y a la corrupción Ga 6,8). Alejado de Dios, el hombre multiplica los pecados y cae en el abismo de la demencia. En efecto, el aumento de los pecados acaba corrompiendo el juicio moral del hombre (Rm 1,28) y haciendo que se obstine en una situación de enemistad con Dios. Es éste el primer castigo que el pecado lleva consigo. El abismo que separa al hombre de Dios se hace cada vez más profundo. Esta manifestación de la cólera divina aguarda el momento final, cuando en el juicio el hombre se fije definitivamente en su rebelión contra Dios (Rm 2,5-8; Rm 3,5; Rm 4,15; Rm 5,9; lTs 1,10; lTs 5,9). A este propósito, Pablo cita el ejemplo de los judí­os (Rm 2,5; 2Co 3,14) y de los paganos (Ef 4, 18).
3) La muerte. Además el pecado engendra la muerte, ya que Dios es la fuente de la vida y, al apartarse de él, el pecador se aleja de la vida. El estrecho nexo que existe entre la muerte y el pecado se pone de relieve especialmente en Rom 5-8. En ico 15,56 se indica que el pecado es el aguijón de la muerte. No se trata solamente de un castigo ultraterreno, sino de un salario normal que se recibe ya en la existencia terrena. En efecto, ya desde ahora los pecadores se encuentran en el camino de la perdición, dominados por la fuerza del pecado y esclavos de Satanás (1Co l,18;2Cor2,15;Rom7,14s). La muerte se presenta también como recompensa y consumación del pecado (Rm 6,21) en el sentido de que lleva a su término la separación de Dios. Esta muerte es ante todo la perdición eterna, el alejamiento definitivo de Dios; en segundo lugar designa también la condición desgraciada en que se encuentra el pecador ya en esta vida, y, finalmente, señala la muerte biológica, desgarrada por la angustia y por las tinieblas producidas por la ausencia de una perspectiva radiante de futuro. San Pablo concibe la muerte como un conjunto unitario, que comprende la muerte corporal, la espiritual y la eterna.
La amartologí­a del apóstol Pablo es penetrante y profunda. Va sondeando los recovecos del corazón humano, en donde anida una fuerza maligna que induce al hombre infaliblemente al mal, con la complicidad de la carne, de la ley y de Satanás. Tiene delante de sí­ el cuadro desolador de la corrupción del mundo pagano y de la infidelidad del pueblo de Israel, y registra a menudo los actos pecaminosos concretos. Insiste en las consecuencias ruinosas del pecado, que aleja de Dios y produce la muerte. Pero todo esto sirve para exaltar el amor de Dios, que envió a su Hijo a liberar a los hombres del pecado y de la esclavitud del demonio.
2457
5. La literatura joanea.
a) Vocabulario propio.
El término hamartí­a (pecado) se encuentra 18 veces en el cuarto evangelio (14 en singular y cuatro en plural) y 17 veces en 1Jn (11 veces en singular y seis en plural). En el Apocalipsis aparece tres veces, siempre en plural. El verbo hamartáno (pecar) se usa tres veces en Jn y cuatro veces en Un.
La palabra †œpecado† puede significar las diversas acciones pecaminosas (Jn 8,3; Jn 8,34), como la mentira, el odio, la injusticia, la falta de acogida a los hermanos, o bien la culpa que permanece en la conciencia incluso después de haberse cometido el acto malo. En este sentido hay que entender las expresiones: tener pecado (Jn 15,22.24), morir en el pecado (Jn 8,24), convencer de pecado (Jn 26,8 s).
A menudo en el evangelio y en la 1Jn el término usado en singular indica una condición o disposición individual y social, que se imprime en toda acción o palabra pecaminosa y que equivale a una potencia hostil a Dios y a su revelación.
En el evangelio y en 1Jn se establece una distinción en lo que se refiere al verbo †œpecar†, entre la forma de aoristo, que significa cometer un pecado (Jn 9,2s), y la de presente o de perfecto, que significa perseveraren el estadode pecado (1Jn 1,10; 1Jn 2,1; 1Jn 3,6; 1Jn 3, 1Jn 5,16; 1Jn 5,18).
2458
b) La incredulidad.
El cuarto evangelio no habla del pecado de forma abstracta, sino presentando la actitud de los diversos personajes frente a Cristo. Estos personajes asumen un carácter tí­pico. El evangelista valora el pecado dentro de las antí­tesis que constituyen una de las caracterí­sticas de sus escritos: luz/tinieblas, verdad/mentira, amor/odio, esclavitud/libertad, vida/muerte. En este contexto, el discurso de Juan sobre el pecado presenta un carácter dramático y una radicalidad impresionante.
Para Jn, el pecado por excelencia consiste en negarse a acoger a Cristo, que es la luz del mundo; es decir, en la incredulidad frente al enviado del Padre, el Hijo unigénito de Dios. Esta negativa aparece no sólo como un acto concreto, sino como una opción fundamental y una actitud permanente negativa que decide de toda la existencia del hombre. La aparición en el mundo de la luz reclama una toma de posición y lleva a cabo un crisis; en caso de rechazarla, se establece uno en las tinieblas, esto es, en la condición de no salvación. Esta situación no es neutral, sino que supone una lucha contra la luz; por eso mismo se caracteriza por la aversión contra la luz, por el odio y la condenación (Jn 3,19s). Por eso la incredulidad es impiedad y anarquí­a (1Jn 3,4). Tal es el pecado de los judí­os, que son también el tipo de los paganos no creyentes y del mundo (Jn 5,1O;Jn 5,16;Jn 5,18;Jn 6,41;Jn 6,52;Jn 1O,31;Jn 1O,33;Jn 11,8;Jn 16,6).
Al no acoger a Cristo, renegamos del Padre y formamos en las filas del demonio, que es el prí­ncipe de este mundo (Jn 12,31). El pecadores un esclavo de Satanás(Jn 8,34), ya que participa en las obras de aquél, que es homicida y mentiroso desde el principio (Jn 8,44). El demonio es la cabeza de la humanidad pecadora. En el rechazo de Cristo el evangelista descubre una acción satánica, ya que es una opción en favor de la mentira, de la esclavitud y de la muerte espiritual y eterna.
Entre las otras causas que suponen el rechazo de Cristo, Juan subraya también el aspecto subjetivo personal: no se cree en Cristo, porque se presume de sí­ mismo y se desea permanecer en la situación precedente, pensando que se está sin pecado y que es posible alcanzar la salvación fuera de Cristo (Jn 3,l9ss; 5,36-46).
2459
c) El pecado del mundo.
El evangelista habla también del pecado del mundo (Jn 1,29). En la literatura joanea, el término †œmundo† tiene también, entre otros, un significado negativo, designando a todos los hombres, judí­os y paganos, que rechazan la revelación definitiva traí­da al mundo por el Hijo de Dios. El pecado del mundo no significa el pecado de los hombres en general, ni la suma de los pecados individuales, sino el mal en sí­ mismo, en toda su extensión y en sus consecuencias. Es una fuerza que ciega a la humanidad y se encuentra en la base de todas las tomas de posición contrarias a Dios.
2460
d) La herejí­a.
El pecado por excelencia en la 1 Jn es el rechazo de la tradición apostólica, que confiesa a Cristo como Hijo de Dios venido en la carne (1Jn 2,22s). Esta negación supone la ruptura de la comunión eclesial y engendra el odio contra los que se adhieren a la primitiva predicación apostólica (1Jn 2,19; 4,1; 2,9.11; 3,15; 4,20). Este pecado conduce a la muerte espiritual y eterna. Es llamado iniquidad e injusticia (1Jn 3,4; 1Jn 5,17); en efecto, va acompañada de una perversión que no deja ningún resquicio al arrepentimiento; es algo que hace suya la rebelión y la hostilidad de las fuerzas del mal en los últimos tiempos. Por eso este pecado es llamado anomí­a, término técnico que designa la iniquidad de los tiempos que preceden al fin. La negación de Jesús como Cristo e Hijo de Dios implica el rechazo de la realidad última y definitiva, ya que se cierran los ojos a una luz meridiana. A este pecado se le atribuye una gravedad excepcional y un valor escato-lógico.
Entre los creyentes se dan también pecados que no conducen a la muerte, es decir, pecados de fragilidad humana, que no suponen una auténtica opción fundamental negativa frente a Cristo (1Jn 5,16s). Estos pecados se perdonan con facilidad. Los fieles han de tener la conciencia de ser pecadores en este sentido; negarlo constituirí­a una mentira comparable a la de los herejes (1Jn 1,8). Pero los que han nacido de Dios están en la condición de no pecar, esto es, de no separarse de Cristo (1Jn 3,9; 1Jn 5,18). Al haber vencido Jesús al prí­ncipe de este mundo (Jn 12,31; Jn 16,33), derrotó también al pecado. Mientras permanezca uno unido a Cristo, interiorizando su palabra y permaneciendo fiel a la comunión eclesial, no podrá pecar
1 In IP
1Jn 3,9; 1Jn 5,18), es decir, separarse de él.
2461
6. Otros escritos del NT.
En los Hechos de los Apóstoles se señalan algunas acciones pecaminosas, como la traición de Judas Hch 1,15-20), la negativa de los habitantes de Jerusalén a escuchar la palabra de Dios (Hch 3,14; Hch 3,17 ), la mentira de Ana-ní­as y Safira, presentada como un ultraje cometido contra el Espí­ritu Santo y una alianza pactada con Satanás (Hch 6,1-11). El pecado de Simón mago consistió en querer reducir el don de Dios a una realidad controlable por los hombres y puesta bajo su dominio (Hch 8,18-24). La persecución de la Iglesia por parte de Saulo antes de su conversión se debió a su persuasión de que habí­a que permanecer cerrado en el estrecho sistema de la ley mosaica, sin aceptar la cruz de Cristo como causa de la verdadera justicia y como indicación de una nueva norma de vida.
Los Hechos mencionan a menudo el perdón de los pecados gracias a la fe en Cristo y al bautismo Hch 2,38; Hch 5,31; Hch 10,43; Hch 13,38; Hch 26,18).
En la carta a los Hebreos el pecado es considerado en sus aspectos concretos de rebelión contra Dios Hb 10,27), de apostasí­a, de incredulidad y de desobediencia (Hb 3,12; Hb 6,6; Hb 10,26). Acecha al pueblo de Dios en todas las fases de su peregrinación hacia la Jerusalén celestial, como desviación de la meta asignada y detención en el camino, debido al enflaquecimiento espiritual. Los pecados son llamados †œobras muertas† (Hb 6,1; Hb 9,14), porque manchan la conciencia e impiden un culto agradable a Dios. Se habla de la apostasí­a como de un pecado irremisible (Heb 6,4ss; 1O,26s), en el sentido de que el sacrificio expiatorio de Cristo no puede repetirse y el pecador no puede verse reintegrado a su inocencia; pero no se excluye la posibilidad de un remedio de forma absoluta.
La conducta y la acción pecaminosa del individuo es capaz de contagiar a la comunidad (Hb 12,15). Culpables ante Dios y ante los hermanos son todos los que descuidan la asistencia a las asambleas litúrgicas o las abandonan (Hch 10,25), induciendo a los demás a seguir su mal ejemplo.
En la carta de Santiago se destacan algunos aspectos sociales del pecado; la riqueza puede conducir a una explotación brutal del prójimo (Jc 4,5s); el hablar irresponsable influye negativamente en la relación mutua entre los hombres (St 3,4-8). La ira, la envidia, los juicios negativos sobre los demás se derivan del egoí­smo y de una falsa búsqueda de uno mismo (St 3,14 4,lss).
En la 1P se nos habla de los pecados tí­picos de los que no han sido bautizados todaví­a (IP 1,14). Pero también los cristianos tienen experiencia de †œlas pasiones carnales, que hacen la guerra al espí­ritu†( IP 2,11; IP 4,2). El pecado parece ser connatural al hombre, vinculado a su ser corporal; pero mediante el bautismo y la unión con Cristo puede ser combatido y vencido.
En las cartas de Jud y 2P se habla de los pecados de los maestros de error: conciernen a los desórdenes morales en el matrimonio (2P 2,14), a la adulación y a las lisonjas empleadas para imponerse a los demás (Jud 16; 2P2,15-18).
2462
III. UNIVERSALIDAD DEL PECADO.
2463
1. Antiguo Testamento.
En la Biblia aparece la convicción de que todos los hombres pertenecen a una raza pecadora.
2464
a) Génesis 1-11.
En Gen 1-11 se describe la situación universal de pecado. Con algunas excepciones (Abel: Gn 4,41 Henoc: Gen 5,22ss; Noé: Gn 6,9; Gn 7,1), ya desde los orí­genes la humanidad se rebeló contra Dios. El diluvio, presentado como universal, fue provocado, según la tradición J, por la maldad del hombre (Gn 6,5 ), mientras que, según la tradición P, el motivo de este castigo es la corrupción general de todos los mortales (Gen 6,12s). Existe una cierta solidaridad en el mal. Toda la estirpe de los camitas es una raza de pecadores (Gn 4,17-23). La generalización del pecado se explica como un proceso de imitación: una generación hereda el mal de la anterior. La influencia del pecado de los primeros padres sobre su descendencia se considera dentro del ámbito de las consecuencias del pecado, que acarrean la muerte, el trabajo fatigoso y la expulsión del jardí­n, sí­mbolo de la interrupción de la familiaridad con Dios.

2465
b) Los profetas.
El rey Salomón confiesa que no existe ningún hombre que no caiga en alguna culpa (IR 8,46). Los profetas de Israel denuncian los pecados de todo el pueblo (Os 4,2; Is 1,4; Is 5,7; Is 30,9). El profeta Isaí­as se siente solidario de la impureza del pueblo (Is 6,5). Para Miqueas no existen hombres piadosos en el paí­s; todos están corrompidos (Miq 7,1-7). Jeremí­as describe con tintas oscuras la perversidad general del paí­s (Jr5,1 5,28ss; Jr9,1-8), que anida en el corazón malvado y endurecido de cada individuo (Jr 13,23; Jr 17,9). Ezequiel considera toda la historia de Israel como una serie de infidelidades. Se dirige a Jerusalén bajo la figura de una niña encontrada en el camino, que a pesar de la solicitud del Señor desde su juventud siempre se mostró infiel a Dios, que habí­a hecho alianza con ella.(Ez 16). En el capí­tulo 23 el mismo profeta interpela a las dos hermanas, Jerusalén y Samarí­a, es decir, a los reinos de Judá y de Israel, divididos pero hermanos, que ya desde la salida de Egipto cometieron toda clase de abominaciones. Esta misma concepción de la historia de Israel se encuentra en Is 54. En algunas plegarias penitenciales posteriores al destierro los portavoces de la comunidad expresan su arrepentimiento por las faltas de sus antepasados (Esd 9,6-15 Neh l,6s; Is 63,7-64,11; Sal 78). Esta concepción se ve rubricada por la convicción de que la acción de un individuo repercute en la vida del grupo, ya que la existencia del grupo está profundamente marcada por las acciones de cada uno de sus miembros. Esto sucede no solamente en un momento determinado de la historia, sino a través de todo el curso de la existencia de un pueblo. Un grupo social como la familia, la tribu y la nación es considerado a la manera de una persona concreta, que sobrevive en el tiempo y en el espacio debido a una especie de unidad biológica (personalidad incorporante).
2466
c) Los libros sapienciales.
Los sabios de Israel, que dirigen su atención más allá de los confines del pueblo elegido, interesados como están por la condición humana en general, afirman la fragilidad y la impureza de todo ser humano frente a Dios (Jb 4,17s; 15,l4ss; 14,4; Pr 20,9; Qo 7,20; Sal 143,2; 2Cr 6,36). Todos los hombres han cometido faltas, aunque sólo sea pronunciando palabras imprudentes (Si 19,16). Más aún, el pecado alcanza al hombre ya antes de su juventud, desde el primer momento de su existencia (Sal 51,7). La corrupción es un fenómeno humano general, del que los mismos hombres piadosos no son capaces de sustraerse por completo (Sal 12,1-5; Sal 14,1-4; Sal 140,2-6).
2467
2. JesúS.
En su predicación, Jesús supone que todos los hombres son pecadores, ya que dirige a todos su invitación a la conversión (Mc 1,14s; Lc 13,3; Lc 13,5); en efecto, no hay nadie que no tenga culpa Lc 13,2-5; Jn 8,7). Jesús denuncia toda forma de orgullo y de autojustificación (Lc 15,25-32; Lc 18,10-14).
Aun insistiendo en el aspecto interior y personal del pecado, Jesús admite también un ví­nculo colectivo en el mal a través de las generaciones, adecuándose a la mentalidad del AT y del judaismo. Las generaciones precedentes mataron a los profetas considerándolos como seductores y traidores a la causa nacional, y por tanto como criminales. La generación contemporánea de Jesús lleva a su cumplimiento lo que habí­an emprendido los padres al matar a los profetas (Mt 23,29-36; Mt 23, Lc 11,47-51 13,34s). En la parábola de los viñadores homicidas, el asesinato de los profetas y del hijo del propietario de la viña, realizado en varias épocas de la historia, se atribuye a los mismos oyentes de Jesús (Mt 21,23-45). Las culpas de las generaciones anteriores, que entregaron a la muerte a los enviados de Dios, pesan sobre el grupo alejado en el tiempo y cuya perversidad va creciendo continuamente. No se trata simplemente de una pura vinculación genealógica, sino de una cierta asimilación moral entre los descendientes de un mismo tronco. Esta misma concepción es la que aflora en Ac 7,51 y en lTh 2,15.
2468
3. San Pablo.
El autor sagrado del NT que más ha insistido en la universalidad del pecado, a fin de subrayar la necesidad absoluta de la gracia de Cristo, es san Pablo. Su pensamiento queda expresado sobre todo en las cartas a los Romanos y a los Efesios.
2469
a) La humanidad pecadora.
Prescindiendo de la gracia de Cristo, que actúa en el mundo ya desde los comienzos de la humanidad, el apóstol presenta a los paganos y a los judí­os de su tiempo -las dos categorí­as en que se dividí­a el mundo antiguo desde el punto de vista religioso- como profundamente hundidos en el pecado. Se trata de una constatación que se basa en la experiencia y en el testimonio de la Escritura. Por su nacimiento, los paganos se encuentran en una situación de ignorancia de Dios y de su ley; por eso se los llama †œateos y sin ley†™ (Ga 2,15; Ef 2,1-4; Ef 2,12); están muertos por causa de sus delitos y no buscan la justicia Rm 4,30). Los judí­os no han observado tampoco la ley (Rm 9,30), y son hijos de la cólera lo mismo que los paganos (Ef 2,3). En Rom 1,18-3,19 el apóstol presenta un cuadro impresionante de la abyección moral en que habí­a caí­do la sociedad pagana y, con las debidas reservas, también la sociedad judí­a, sin el influjo benéfico de Cristo. Todos están sometidos al pecado; no son solamente capaces de pecado ni están solamente inclinados al mismo, sino que son auténticos pecadores, sin excluir a los judí­os, que se consideraban justos (Rm 3,23). Al aducir el ejemplo de los dos grupos, paganos yjudí­os, Pablo piensa en toda la humanidad que se encuentra fuera de la influencia de Cristo.
2470
b) El pecado de Adán.
Con una intuición genial, el apóstol relaciona el pecado personificado -es decir, la inclinación inherente a la naturaleza humana, opuesta a Dios y que induce a los pecados personales de manera infalible al hombre capaz de actos humanos- con la transgresión cometida por el primer hombre (Rm 5,12-21). Utilizando un lenguaje complejo, desde las alusiones a Gen 2-3 hasta las referencias a los libros apócrifos y las argumentaciones de tipo rabí­nico, Pablo admite una causalidad misteriosa y una influencia real del pecado de Adán sobre todos los hombres que se derivan de él (Rm 5,12; ico 15,22). Las malas inclinaciones de que está infectada la naturaleza humana deben reducirse, como a su fuente común, al pecado del primer hombre; por eso mismo todos los hombres se encuentran en la condición descrita para los paganosen Rom 1,18-25 y para los judí­os en Rom 2,1-24. En efecto, prescindiendodel influjo de la redención de Cristo, que actuó en la historia incluso antes de la muerte y de la resurrección de Jesús, todos los hombres han pecado y pecan personalmente, por lo que están privados de la salvación y están condenados a la perdición (Rm 5,12). La rebelión del primer hombre contra Dios situó a todos los hombres en un estado tal que no sólo resulta inalcanzable la salvación, sino que sin Cristo no es posible evitar la condenación eterna. Pero lo mismo que es universal la causalidad pecaminosa de Adán, así­ también -iY con mayor razón!- es universal y eficaz la obra redentora de Cristo (Rm 5,15-21).
2471
c) Pecados personales.
En Rom 7,7-25, las afirmaciones del apóstol se aplican a cada hombre en particular, ya que se describe la condición del pecador que, libre y responsable dé sus actos, no es capaz de realizar el bien y está condenado a pecar. Tal es la situación de todos los hombres que se encuentran fuera de la influencia benéfica de la obra salvadora de Cristo.
En Ep 2,3 el hagiógrafo afirma que tanto los judí­os como los paganos, por el mismo hecho de su origen humano, son objeto de la cólera divina. Se trata de una conclusión que el autor deduce de la universalidad del pecado, al que se designa suficientemente como fuente de las inclinaciones pecaminosas con las que está ahora contaminada la naturaleza humana.
2472
IV. ORIGEN DEL PECADO.
1. Antiguo Testamento.
La Biblia no ofrece respuestas uniformes a la misteriosa cuestión del origen del pecado.
2473
a) La fuerza demoní­aca.
En Gen 2-3, relato sapiencial y etiológico que tiende a explicar la actual condición humana señalando sus causas en un acontecimiento primitivo, se enseña que la miseria humana y el mal no provienen de Dios, sino de una rebelión del hombre contra Dios ocurrida en los comienzos de la humanidad. Como causa extrí­nseca que indujo al pecado se presenta también a la serpiente, identificada más tarde con la potencia del demonio (Gn 3; Sb 2,24). En iSla causa de la locura homicida de Saúl es un ser divino; en 1R 22,21 un espí­ritu divino impulsa a los reyes de Judá y de Israel a la irremediable derrota. Los males de Jb se le atribuyen al influjo de Satanás (Jb 1,6).
2474
b) El corazón peiverso.
Los profetas descubren el origen de la malicia humana en la perversión radical del corazón. La resistencia a la voluntad de Dios es, según el profeta Jeremí­as, una revelación de las profundas disposiciones antidivinas arraigadas en el ánimo de todos los hombres, tanto judí­os (Jr 13,23) como paganos (Jr 3,17; Jr 9,25). Ezequiel habla de un corazón de piedra, sordo a todas las advertencias y rebelde a todas las enseñanzas (Ez 11,19; Ez 36,26).
2475
c) La inclinación al mal.
Los sabiosde Israel con sus severos consejos (Pr 13,24; Pr 15,10; Pr 19,18 23,13s; Pr 29,17 5i7,23s; Pr 30,1; Pr 30,7-13; Pr 42,5-1 Asuponen como origen del pecado una inclinación al mal arraigada en lo más profundo del ser del hombre, la cual es posible resistir pesar todo. En dos pasajes se habla un designio perverso, en el sentido una tendencia al mal, que más tarde recibirá el nombre concupiscencia (Si 15,4; 37,3). Los profetas y los sabios se muestran explí­citos la hora admitir una depravación congénita la intimidad del hombre.
2476
d) El pecado de origen.
En dos textos se menciona expresamente el pecado de los primeros padres para explicar la miseria actual de la condición humana. En Sg 2,24 se afirma que el hombre quedó privado de la incorruptibilidad, a la que habí­a sido destinado por Dios, por causa de la envidia del demonio. En Si 24,23 se relaciona expresamente el origen del pecado y de la muerte con el comportamiento presuntuoso de la primera mujer.
2477
2. Evangelios sinópticos.
En los tres primeros evangelios no hay más que una vaga alusión al origen del pecado en el mundo. Insistiendo en las disposiciones internas de las acciones humanas, Jesús considera el corazón como la causa última del bien y del mal (Mt 7,6-13 12,34s; Mt 15,8-20; Mc 7,6-13; Lc 6,45). El que tiene el corazón malo es un árbol malo, que no puede menos de dar frutos podridos (Mt 12,33ss; Lc 6,43ss). Para Jesús la raí­z profunda del pecado es la facultad espiritual del nombre, en donde se toman las decisiones de las acciones exteriores (Mt 5,22; Mt 5,28). Además, Jesús no excluye la influencia de Satanás, ya que los pecadores son hijos del maligno (Mt 5,37 13,38s; Mc 4,15).
2478
3. San Pablo.
La enseñanza de Pablo sobre el origen del pecado es la más difundida de toda la Biblia. El apóstol remite al pecado de los primeros padres, que ejerce un influjo deletéreo en toda su descendencia (Rm 5,12-21); considera la naturaleza caí­da del hombre (sárx) con su tendencia al mal; investiga el papel de la ley que da solamente el conocimiento de la ley de Dios, pero no la fuerza para cumplirla, y no excluye la influencia del demonio en las acciones malas que realiza el hombre.
2479
4. La literatura joanea.
Según los escritos joaneos, la raí­z del pecado es de í­ndole moral: una praxis perversa (Jn 3,l9ss), la búsqueda de la propia gloria (Jn 5,44), la pretensión de establecer por sí­ mismo las modalidades de la búsqueda de la salvación, la presunción de estar libre de pecado y de gozar ya de libertad (Jn 7-8). Se menciona además el atractivo del mundo, con la concupiscencia de la carne y de los ojos y la soberbia de la vida (1Jn 2,l5ss).
2480
5. La tentación.
Un elemento importante en el origen del pecado es el papel que juega la tentación. No se trata de la prueba a la que Dios puede someter al hombre para experimentar su fidelidad y su perseverancia en el bien, cuyos clásicos ejemplos son la tentación de Abrahán (Gn 22,1-9) y la de Jb (Jb 1-2). En nuestro caso se trata del intento realizado para hacer que el hombre se desví­e del camino recto y para inducirlo a cometer pecados.
El AT conoce la tentación que proviene del demonio. En Gen 3 la desconfianza de Dios y la rebelión contra su voluntad son provocadas ante todo por la serpiente, en la que la tradición posterior vio el sí­mbolo del demonio (Sb 2,24). El modo con que el tentador procuró arrastrar a la mujer se describe de una forma psicológicamente muy fina y sagaz. El censo de la población ordenado por David se presenta también como una seducción del demonio.
Con mayor amplitud se describe la influencia del tentador satánico en el NT. El poder maligno puede suscitar males fí­sicos para inducir al pecado; se sirve de las persecuciones y de los sufrimientos morales para provocar la apostasí­a (1 Tes 3,4s; 1 Pe 5,8s); este esfuerzo será más palpable en la era escatológica Ap 20,7).
San Pablo subraya el papel de la concupiscencia, presente en lo í­ntimo del hombre, al comentar el mal Ga 5,16; Rm 7,14-25; Rm 6,12). Asimismo, algunos acontecimientos o circunstancias históricas pueden ser no sólo un obstáculo para la fe, sino también una incitación a la infidelidad con Dios: la humilde actitud de Cristo (Mt 26,41; Mc 14,38; Lc 22,28), la enfermedad corporal (Gal 4,13s), la oposición al evangelio por parte de los no creyentes (lTh 3,4s). Sin embargo, Dios no permite que la tentación supere las fuerzas del hombre (1Co 10,13; 2P 2,9). Mediante la vigilancia y la oración es posible vencerlos estí­mulos internos y externos, que arrastran al hombre hacia el mal (Mt 26,41; Mc 14,38; Lc 22,40; Lc 22,46; Mt 6,13; Lc 11,4; Ap 3,10).
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Pedro en la tradición evangélica: 1. La figura de Pedro en los evangelios sinópticos: a) La llamada, b) El seguimiento, c) La crisis, d) La rehabilitación; 2. Pedro en la tradición joanea. II. Pedro en la tradición de la primera Iglesia:. Pedro en los Hechos de los Apóstoles; 2. Pedro en el testimonio de Pablo y de su tradición: ó) Pedro entre las †œcolumnas† de la Iglesia, b) La tradición petrina. Conclusión. Pedro, después de Jesús, el Cristo, es el personaje más conocido y citado en los textos del NT: unas 154 veces, con el sobrenombre de Petras, asociado en 27 casos al nombre hebreo Simeón, en. la forma griega Simón. Con este nombre se le conoce al menos unas 20 veces en los evangelios. Pablo, por el contrario, se refiere a Pedro con el apelativo arameo de Kéfa, que aparece en total nueve veces en el NT. Simón Pedro es el hijo de Juan (Jn 1,42) o, en la forma aramea, bar- Yona, hijo de Jonás (Mt 16,17). La figura de Pedro, que tiene un papel tan destacado en el NT, se carga de connotaciones todaví­a más relevantes en la historia de la Iglesia ya desde los primeros siglos por el papel primacial de la sede romana, que apela a él. Así­ pues, son estas dos razones las que invitan a investigar en los textos del NT, donde confluyen tradiciones diversas, pero convergentes, a la hora de trazar el perfil histórico de Pedro y su itinerario espiritual, propuestos a cada uno de los cristianos y a sus comunidades. 2482 1. PEDRO EN LA TRADICION EVANGELICA. Se puede reconstruir una imagen petrina sobre la base de los tres evangelios sinópticos, con los que está también de acuerdo la tradición joanea. Resaltan ante todo ciertos datos biográficos comunes que remiten a una tradición sólida: el nombre, el sobrenombre o apelativo, su función en el grupo de los doce discí­pulos históricos de Jesús, su presencia en algunos episodios de la historia de Jesús y particularmente en el drama de la pasión y en la experiencia pascual. 2483 1. La figura de Pedro en los evangelí­os sinópticos. Sobre la base de una plataforma tradicional común, que da razón de los rangos y de los datos convergentes en la figura y en la función de Pedro, se desarrolla el trabajo redaccional de cada uno de los evangelistas. La imagen y el papel de Pedro se integran con algunos datos particulares sacados de la propia tradición; además, el perfil de Pedro asume aspectos particulares según la perspectiva de cada autor. Pero, a pesar de estas diferencias, es posible recorrer el itinerario espiritual de Pedro siguiendo la documentación evangélica. 2484 a) La llamada. Pedro figura entre los primeros discí­pulos históricos de Jesús, es decir, forma parte de aquel grupo de hombres adultos que compartió el destino y el estilo de vida del maestro en una actividad itinerante a lo largo de las aldeas de Galilea y en las peregrinaciones festivas a Jerusalén. El dato común de partida para reconstruir la imagen evangélica de Pedro es la llamada, que atestiguan de común acuerdo los tres sinópticos, y también en parte la tradición joanea. La vocación de Pedro forma parte de la escena de la llamada de los cuatro primeros discí­pulos, constituida por dos parejas de hermanos: por una parte Pedro y Andrés, y por otra Santiago y Juan. Los cuatro son pescadores del lago de Galilea. La iniciativa se remonta a Jesús, el cual con su palabra autorizada los invita a compartir su destino de mesí­as y predicador del reino de Dios. Efectivamente, este episodio se coloca inmediatamente después del sumario de la actividad inaugural de Jesús, que anuncia la proximidad del reino de Dios (Mc 1,15): †œPasando junto al lago de Galilea, vio a Simón y a Andrés, el hermano de Simón, echando las redes en el lago, pues eran pescadores. Jesús les dijo: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres†™. Al instante dejaron las redes y le siguieron†™ (Mc 1,16-18). A las palabras de Jesús, que los saca de su actividad cotidiana proponiéndoles una nueva misión con el estilo y la autoridad de Dios que llama a los profetas, sigue la respuesta de los dos hermanos, que se ponen a seguir a Jesús (Mt 4,18-22). El tercer evangelista, Lucas, refiere la llamada de Pedro en un contexto de pesca prodigiosa. Fiándose de la palabra de Jesús, Simón Pedro y sus compañeros echan la red al mar y la sacan llena de peces. Este gesto anticipa proféticamente la misión de os discí­pulos de Jesús. Viene a continuación la reacción de Pedro, lo mismo que en las teofam†™as bí­blicas, y las palabras de Jesús, que están sustan-cialmente de acuerdo con lo que dicen los otros sinópticos (Lc 5,11; Jn 21,1-6). Esta posición preeminente de Pedro, que se remonta a la iniciativa de Jesús, aparece igualmente en la enumeración de los doce discí­pulos que representan el núcleo simbólico del nuevo pueblo de Dios. El papel primordial de Pedro se pone de relieve en términos explí­citos por parte del primer evangelista, Mateo: †œLos nombres de los doce apóstoles son: primero (griego, pro tos), Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés...† (Mt 10,2; Mc 3,13-19 par; Hch 1,13). Por consiguiente, gracias a la iniciativa de Jesús, que constituyó en torno a su persona y actividad un grupo de discí­pulos, Pedro se ve asociado a la misión de Jesús en un lugar de primer plano. 2485 b) El seguimiento. La tradición evangélica sinóptica está de acuerdo al presentar la figura de Pedro, que mantiene unas relaciones particulares con Jesús y con su actividad. En efecto, Jesús se hospeda en Cafar-naún en casa de Pedro, curando a su suegra (Lc 1,26-3 1 par). Pedro forma parte del grupo restringido de discí­pulos que se distinguen de los otros por participar más de cerca en algunos episodios de la misión de Jesús. Junto con Santiago y Juan asiste a la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,37); junto también con ellos es testigo de la escena de la transfiguración (Mc 9,2-8) y de la oración dramática de Jesús en Getsemaní­ Mc 14,33 par). A este grupo, al que se añade ahora Andrés, va dirigido el discurso escatológico de Jesús Mc 13,3). En la historia evangélica Pedro se convierte en diversas ocasiones en portavoz del grupo de los doce. Así­ ocurre en el caso de la curación de la mujer que perdí­a sangre (Lc 8,45 cf Lc 12,41; Mc 11,21; Mt 15,15; Mt 18,21). Particularmente en la tradición de Mateo, la figura y el papel de Pedro adquieren un relieve mayor, pues Pedro es asociado al estatuto de Jesús, el mesí­as y el Hijo de Dios (Mt 17,24, tributo al templo; Mt 14,28-31). Entre todos estos episodios evangélicos en los cuales Pedro desempeña una función activa y representativa del grupo de los discí­pulos, destaca el que se conoce como confesión de Cesárea de Filipo. Es ésta una escena central en la estructura de los evangelios sinópticos, porque representa un giro crí­tico entre el anuncio del reino de Dios en Galilea y el comienzo del camino hacia Jerusalén, en donde habrá de consumarse el drama final. El episodio está centrado en el diálogo entre Jesús y los discí­pulos. Cuando Jesús les pregunta: †˜,Quién dice la gente que soy yo?†, los discí­pulos responden a coro recogiendo las imágenes de la opinión pública: †œUnos que Juan el Bautista, otros que Elias y otros que uno de los profetas†™. Entonces Jesús insiste en su pregunta, apelando directamente al grupo: †œY vosotros, ¿quién decí­s que soy?† Entonces respondió Pedro: †œTú eres el mesí­as†™. Y Jesús les ordenó que no se lo dijeran a nadie (Mc 8,29-30 par). La escena de Cesárea de Filipo en la triple tradición sinóptica va seguida de un diálogo entre Jesús y Pedro. Efectivamente, desde aquel momento Jesús empieza a adoctrinar al grupo de los discí­pulos sobre el destino del Hijo del hombre, humillado y doliente, que al final será condenado a muerte por las autoridades de Jerusalén, pero al que Dios resucitará el tercer dí­a. †œEsto lo decí­a con toda claridad. Pedro se lo llevó aparte y se puso a reprenderle. Jesús se volvió y, mirando a sus discí­pulos, riñó a Pedro, diciéndole: †˜jApártate de mí­, Satanás!, porque tus sentimientos no son los de Dios, sino los de los hombres† (Mc 8,32-33). La reacción escandalizada de Pedro frente al anuncio del fracaso y del destino impotente del mesí­as es muy comprensible, ya que está en contradicción con su imagen del mesí­as referida unas lí­neas más arriba. Es igualmente dura la reacción de Jesús, que llama a Pedro †œSatanás†, adversario, porque se opone al plan salví­fico de Dios. En este caso Jesús lo invita a ocupar su puesto, a seguirle. En efecto, inmediatamente después los evangelios recogen la instrucción sobre el seguimiento, que consiste en compartir el destino de Jesús al precio más alto: la cruz y el riesgo de perder la propia vida. En resumen, se presenta a Pedro como el prototipo de los discí­pulos que siguen a Jesús con sus entusiasmos y con sus crisis (Mc 10,28-31 par). En nombre del grupo o en primera persona, Pedro es el representante de los que siguen a Jesús y también el destinatario privilegiado de las instrucciones del maestro [1 Apóstol/Discí­pulo]. 2486 c) La crisis. El papel preeminente de Pedro respecto al grupo de los discí­pulos históricos aparece con toda claridad en el contexto de la pasión. Después de la cena final, los tres evangelios sinópticos recogen unas palabras proféticas de Jesús relativas a la crisis que habrá de abatirse sobre el grupo de los discí­pulos: †œTodos tendréis en mí­ ocasión de caí­da, porque está escrito: †˜Heriré al pastor y las ovejas se dispersarán†™. Pero después resucitaré e iré delante de vosotros a Galilea†(Mc 14,2 7-28). En este momento Pedro, como en otras ocasiones, toma la palabra para disociarse del grupo de los discí­pulos escandalizados. †œPedro le dijo: †˜Aunque fueras para todos ocasión de caí­da, para mí­ no†(Mc 14,19). Entonces Jesús se dirige expresamente a Pedro -y le anuncia la crisis que se consumará con una negación total de su Maestro aquella misma noche: †œJesús le dijo: †˜Te aseguro que esta misma noche, antes de que el gallo cante dos veces, me negarás tres†™. Pedro insistió: †˜iAunque tenga que morir contigo, jamás te negaré!† (Mc 14,30-31). La negación de Pedro es preparada por la escena intermedia de Getsemaní­. Pedro forma parte del grupo de los que fueron elegidos por Jesús para que estuvieran a su lado durante aquella noche. Pero mientras que Jesús encuentra en la oración insistente y perseverante la fuerza necesaria para cumplir la voluntad del Padre, Pedro y los otros discí­pulos se muestran incapaces de velar junto a Jesús. Entonces Jesús se dirige una vez más a Pedro para decirle: †œiSimón!, ¿duermes?,No has podido velar una hora? Velad y orad, para que no caigáis en tentación. El espí­ritu está dispuesto, pero la carne es débil† (Mc 14,3 7-38 par). La debilidad de la condición humana no robustecida por la fuerza de Dios la experimentó Pedro primero en el momento del arresto de Jesús y luego en la noche del proceso y de la condenación. Según la tradición sinóptica, uno de los que estaban con Jesús en el momento del prendimiento tomó la espada con la intención de defender por la fuerza al maestro y mesí­as (Mc 14,47 par); Juan dice que se trataba de Pedro, el cual recibió de Jesús la orden de devolver la espada a su vaina (Jn 18,10-11). En la tercera escena se pone de manifiesto la completa crisis de Pedro, el cual por tres veces, ante las insistentes preguntas de los que se estaban calentando a la lumbre en el patio del palacio del sumo sacerdote, reniega de su maestro. La triple negativa corresponde a la triple instrucción de Jesús sobre la pasión del Hijo del hombre y a su triple oración. Pero Pedro, que recorre hasta el fondo el camino de la crisis que le habí­a anunciado Jesús, encuentra también la fuerza de la conversión y del arrepentimiento. Es el recuerdo de las palabras de Jesús lo que le permite reconocer su fracaso y llorar amargamente su pecado (Mc 14,66-72 par). Así­ pues, Pedro, en la reconstrucción que hacen los evangelios sinópticos, es Ja figura paradigmática de todos los que siguen a Jesús, tanto en la adhesión espontánea como en la experiencia de la crisis provocada por la duda y por el miedo en el seguimiento de un mesí­as humillado y doliente. 2487 d) La rehabilitación. Los tres evangelios sinópticos refieren de manera especial con diversos acentos el cumplimiento de la promesa de Jesús a Pedro: después de su resurrección él estará de nuevo al frente del grupo en Galilea Mc 14,28 cf Mc 16,7; Lc 24,34). Pero son las tradiciones de Lucas y de Mateo las que conceden un relieve particular a esta nueva función de Pedro gracias a la palabra eficaz de Jesús. Lucas, dentro del contexto del discurso que siguió a la cena pascual, en el que se define el estatuto de la comunidad fiel y perseverante, refiere estas palabras de Jesús: †œSimón, Simón, mira que Satanás ha pedido poder cribaros como el trigo, pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe. Y tú, cuando te arrepientas, confirma a tus hermanos† (Lc 22,31-32). En virtud de la plegaria eficaz de Jesús, Pedro podrá superar la crisis y la tentación que provienen del adversario, de Satanás. Y, también gracias a la palabra de Jesús, Pedro es restablecido en su función de guí­a de la comunidad. Este mismo motivo se encuentra en la tradición de Mateo, el cual dramatizó la crisis de Pedro en la escena nocturna del encuentro en el lago. Jesús salva a Pedro de hundirse en las aguas respondiendo a su invocación: †œiSeñor, sálvame!† (Mt 14,28-31). Pero es en el diálogo posterior a la confesión mesiánica de Cesárea cuando Jesús revela y promete a Pedro su función eclesial. En primer lugar, en respuesta a la confesión de fe cristológica de Pedro: †œTú eres el mesí­as, el Hijo del Dios vivo†™, Jesús respode: †œDichoso tú, Simón, hijo de Juan, porque eso no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos† (Mt 16,17). La declaración de fe de Pedro se remonta a la iniciativa gratuita del Padre, que revela su plan salví­fico a los †œpequeños†. Sobre la base de esta fe Pedro es constituido fundamento, †œroca†, de la comunidad mesiánica de Jesús -†œmi Iglesia†- y se le confí­a la misión de guí­a autorizado de la misma: †œYo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de Dios; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos†(Mt 16,18-19). La doble imagen de la roca y de las llaves sirve para definir la función de Pedro en el ámbito de la Iglesia en virtud de la palabra eficaz de Jesús. Lo mismo que el †œmayordomo† en la casa real, también Pedro tiene autoridad en la comunidad mesiánica de Jesús con el poder de atar y desatar, es decir, según el lenguaje rabí­nico de la época, la autoridad de pronunciar decisiones doctrinales. En conclusión, la tradición sinóptica reconstruye la figura y el papel de Pedro sobre una base histórica bien sólida, ya que se conservan también ciertos datos que no corresponden en lo más mí­nimo al proceso de idealización de los jefes. En segundo lugar, cabe destacar además que la figura de Pedro es propuesta no sólo como modelo del discí­pulo, sino también como representante autorizado y guí­a de la comunidad creyente. 2488 2. Pedro en la tradición joanea. En una confrontación entre los evangelios y el cuarto evangelio se obsevan algunas convergencias de fondo sobre la imagen de Pedro: el nombre, el apelativo Pétros, su pertenencia al grupo de los doce y la presencia caracterí­stica de Pedro en algunos episodios de la pasión y resurrección de Jesús. Pero el cuarto evangelio puede utilizar una tradición particular en lo que se refiere a Pedro, que sirve para completar y puntualizar su perfil espiritual. Pedro se presenta como el portavoz del grupo de los doce en la crisis de seguimiento que acompañó al discurso de revelación sobre el pan de vida. Cuando Jesús dirige al grupo esta pregunta: †œ,También vosotros queréis iros?†, Pedro responde: †œSeñor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el santo de Dios† (Jn 6,67-69). Esta declaración de Pedro en nombre de los demás discí­pulos es el eco de la tradición sinóptica sobre la confesión mesiánica de Cesárea de Filipo. Pero está formulada con los rasgos tí­picos del cuarto evangelio. Jesús es reconocido como el enviado de Dios, el único mediador capaz de comunicar a todos los que lo acogen la vida plena de Dios. En las palabras de Pedro, que se convierte en portavoz del grupo de los discí­pulos históricos, se advierte la concepción de la fe tradicional de Juan. Otro rasgo caracterí­stico de la figura de Pedro en el cuarto evangelio es la confrontación con el otro personaje representativo, †œel discí­pulo predilecto de Jesús†. Este último es el intérprete y la garantí­a autorizada de la tradición presidida por Juan. Desde el comienzo del libro de la †œgloria† (Jn 13,1) hasta la segunda conclusión (Jn 21,25), aparecen algunos episodios en los que las dos figuras, la de Pedro y la del discí­pulo amado, se mantienen una al lado de la otra en una relación complementaria. Pedro, durante la cena final, cuando Jesús anuncia que el traidor está presente en el grupo de los doce, intenta descubrir quién es preguntándolo a través del discí­pulo que se encuentra junto a Jesús (Jn 13,24). En el relato de la pasión, el evangelista advierte que, mientras que todos los demás discí­pulos huyeron, †œSimón Pedro y otro discí­pulo seguí­an a Jesús. Y este discí­pulo, como era conocido del sumo sacerdote, entró con Jesús en el atrio del sumo sacerdote; pero Pedro se quedó fuera, a la puerta. Salió entonces el otro discí­pulo, conocido del sumo sacerdote, habló a la portera y pasó a Pedro† (Jn 18,15-16). Pero la escena más significativa para ver la relación entre estas dos figuras ejemplares es la visita, el primer dí­a de la semana, al sepulcro de Jesús, que Marí­a de Magdala habí­a encontrado abierto y vací­o. La mujer corre a advertir a Simón Pedro y al otro discí­pulo predilecto de Jesús. Los dos discí­pulos corren al sepulcro, y llega primero el discí­pulo preferido de Jesús: †œSe asomó y vio los lienzos por el suelo, pero no entró. Enseguida llegó Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos por el suelo; el sudario con que le habí­an envuelto la cabeza no estaba en el suelo con los lienzos, sino doblado en un lugar aparte. Entonces entró el otro discí­pulo que habí­a llegado antes al sepulcro, vio y creyó† (Jn 20,3-8). En esta composición aparece la perspectiva joanea en la presentación de la figura de Pedro en relación con la del †œdiscí­pulo† que llega a la fe. Esta confrontación no rebaja la autoridad de Pedro, sino que la coloca en otro nivel y le da otra función. Es lo que aparece también en la última escena pascual, registrada en el epí­logo del cuarto evangelio. Pedro, con otros siete discí­pulos, vuelve a su actividad anterior de pescador en el lago de Galilea. En este contexto, Jesús se hace presente como un personaje anónimo que camina por la orilla del lago. Tan sólo por una palabra suya los discí­pulos obtienen una pesca extraordinaria. Entonces el discí­pulo predilecto lo reconoce como el Señor. Pero es Pedro el que, echándose al agua, alcanza a Jesús en la orilla. Después de haber comido el almuerzo que Jesús habí­a preparado a sus discí­pulos, se recoge un diálogo en el que Jesús se dirige a Pedro con estas palabras: †œSimón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?† (Jn 21,15). La triple pregunta sobre el amor preside al triple encargo pastoral: †œApacienta mis corderos-ovejas. La pregunta de Jesús y la misión pastoral de Pedro entran dentro de la perspectiva del cuarto evangelio: la rehabilitación de Pedro y la prolongación de la misión pastoral de Jesús. En efecto, Pedro es llamado a seguirle como el único auténtico †œpastor†: dar la vida por él. Dentro de este marco tiene lugar la última confrontación con el discí­pulo amado: †œPedro, al verlo, dijo a Jesús: †˜Señor, y éste, ¿qué?†™Jesús le dijo: †˜Si yo quiero que éste se quede hasta que yo venga, a ti, ¿qué? Tú sigúeme†™† (Jn 21,22). De esta manera concluye la presentación de la figura de Pedro en la tradición joanea, que, en el contexto de la pasión y de la resurrección, se sitúa en relación de tensión complementaria con el discí­pulo autorizado. En sustancia, la imagen que da de Pedro el cuarto evangelio confirma la de los sinópticos, acentuando la iniciativa de Jesús y la función pastoral petri-na a partir de la experiencia de la pascua. 2489 II. PEDRO EN LA TRADICION DE LA PRIMERA IGLESIA. El papel y la figura de Pedro que se nos ha conservado y transmitido en los textos evangélicos queda integrado y ampliado en el ámbito de la primera Iglesia, especialmente en esos dos filones tradicionales que son el que se refiere a Lucas, como autor de los Hechos de los Apóstoles, y a Pablo, cuya actividad y mensaje se conserva en su epistolario. 2490 1. Pedro en los Hechos de los Apóstoles. La presencia de Pedro en la historia de la primitiva Iglesia que nos presenta Lucas es realmente impresionante, aunque reservada a la primera parte de los Hechos, concretamente desde el capí­tulo 1 al 15. Su nombre en esta parte de los Hechos se menciona por lo menos 56 veces. Se trata en esta primera sección de la obra lucana del origen y expansión de la Iglesia en el ambiente judí­o de Jerusalén, de Judea y, más tarde, en Samarí­a, según el programa que habí­a trazado Jesús resucitado (Hch 1,8). El papel activo y directivo de Pedro aparece desde el principio dentro del grupo de los discí­pulos históricos, los apóstoles, los cuales representan la continuidad entre Jesús y la Iglesia. Por eso es preciso sustituir a Judas, el traidor, mediante la elección de Matí­as. Y es Pedro el que toma la palabra para proponer a la pequeña asamblea electiva la función †œtestimonial† de los apóstoles, garantes de la continuidad histórico- espiritual de Jesús (Hch 1,15-26). Igualmente es una vez más Pedro el que, el dí­a de pentecostés, pronuncia el discurso programático, prototipo de los anuncios misioneros en los Hechos. Frente a la reacción de los judí­os, que confunden la experiencia carismática con una exaltación colectiva, Pedro toma la palabra en medio de los once y da la interpretación auténtica del fenómeno, como cumplimiento de las promesas de Dios para los últimos tiempos. Viene a continuación la proclamación del mensaje cristiano centrado en Jesús, el hombre rechazado por las autoridades judí­as, pero rehabilitado por Dios. El don del Espí­ritu es el signo de que Jesús ha sido entronizado a la derecha de Dios y constituido Cristo y Señor (Hch 2,12-36). La predicación de Pedro concluye con una llamada a la conversión, que da origen a la primera comunidad cristiana en Jerusalén (Hch 2,38-41). La expansión del movimiento cristiano en el ambiente de Jerusalén y en Judea ve una vez más a Pedro en primer plano. El choque con las autoridades judí­as del templo y del sanedrí­n es la consecuencia del gesto taumatúrgico de Pedro, que, junto con Juan, cura al paralí­tico en la puerta Hermosa del templo (Hch 3,1-1O;Hch 3,11-26). En su primera comparecencia ante el consejo-tribunal -el sanedrí­n-Pedro da testimonio de Jesús, constituido por Dios como único y definitivo †œsalvador†. Y a la prohibición de las autoridades judí­as de hablar en nombre de Jesús, Pedro y Juan responden: †œc° parece justo ante Dios que os obedezcamos a vosotros antes que a él? Nosotros no podemos dejar de decir lo que hemos visto y oí­do† (Hch 4,19-20). Este principio de la libertad cristiana vuelve a repetirse en la segunda comparecencia ante el sanedrí­n judí­o. Una vez más es Pedro el que, en medio de los apóstoles, toma la palabra afirmando: †œHay que obedecer a Dios antes que a los hombres† (Hch 5,29). No sólo en la confrontación con las autoridades judí­as de Jerusalén, sino también dentro de la joven comunidad cristiana ocupa Pedro una función directiva, como lo muestra el episodio ejemplar de Ananí­as y Safi-ra (Hch 5,1-11). Los bienes recogidos para la asistencia de los pobres en la comunidad son administrados por el grupo de apóstoles (Hch 4,35). Pero el autor de los Hechos presenta a Pedro poniendo al descubierto el intento de la pareja cristiana de engañar a la comunidad en el uso de los bienes y anunciando el juicio de Dios, el cual condena a los que atení­an contra el estatuto santo de la comunidad. 2491 También en la expansión de la Iglesia por el ámbito de Samarí­a y entre los paganos se presenta a Pedro como protagonista. En el primer caso, acompañado de Juan, confirma mediante la imposición de manos la obra evangelizadora de Felipe entre los samaritanos. Al mismo tiempo desenmascara, en su confrontación con Simón mago, el equí­voco de un ambiente sincretista que confunde el don del Espí­ritu con un poder capaz de ser comercializado (Hch 8,17-25). La posición de Pedro en el proyecto de la misión cristiana reconstruida por Lucas aparece en toda su importancia en la cuestión de la admisión de los paganos en la comunidad cristiana como ciudadanos de pleno derecho. Con la opción del bautismo de Cornelio, el pagano convertido de Cesárea Marí­tima, Pedro establece el principio de la libertad de los paganos respecto a las restricciones judí­as. La fe es la única condición para formar parte del pueblo mesiánico. Esto es ampliamente documentado por Lucas en dos capí­tulos fundamentales de su obra: el Espí­ritu conduce a Pedro a superar las barreras étnico-religiosas, aceptando la invitación del oficial pagano Cornelio, a quien anuncia el evangelio en su propia casa. El don del Espí­ritu, derramado sobre los paganos creyentes, confirma la revelación de Dios. Pedro entonces los acoge en la comunidad cristiana mediante el bautismo (Hch 10,44-48). Pero esta decisión suya necesita ser defendida en la comunidad histórica de Jerusalén frente a los convertidos judí­os. Pedro pone de relieve la iniciativa de Dios, a la que él se ha adherido (Hch 11,1-18). Este principio de la salvación de los paganos en virtud de la fe será recogido en la asamblea de Jerusalén. El problema que planteaba la conversión de los paganos, después de la misión de Pablo y Bernabé en la meseta de Anatolia, vuelve a encender las discusiones y las resistencias de los convertidos procedentes del judaismo de Jerusalén. En el concilio que se reúne para discutir la cuestión, Pedro apela a la experiencia ejemplar de Cornelio: †œHermanos, vosotros sabéis que hace mucho tiempo Dios me eligió entre vosotros para que los paganos oyesen de mis labios la palabra del evangelio y abrazaran la fe. Y Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor, dándoles el Espí­ritu Santo igual que a nosotros; y no ha hecho diferencia alguna entre ellos y nosotros, purificando sus corazones con la fe† (Hch 15,7-9). De aquí­ la conclusión que saca Pedro: no hay que imponer la ley judí­a, incapaz de comunicar la salvación, puesto que †œnos salvamos por la gracia de Jesús, el Señor, igual que ellos† (Hch 15,11). A continuación Pedro desaparece de la perspectiva lucana para dejar sitio a la figura y a la función de Pablo, que llevará el evangelio hasta los confines de la tierra, según el programa de Jesús resucitado. Pero antes de cerrar el capí­tulo de Pedro, Lucas conserva un recuerdo de su †œpasión† y liberación pascual. El jefe de los doce es encarcelado después del martirio de Santiago, hermano de Juan, por Herodes Agripa, el cual con esta polí­tica represiva intenta congraciarse con los ambientes judí­os de Jerusalén. Pero el apóstoles liberado prodigiosamente, durante la noche como en un pequeño éxodo pascual (Hch 12,1-17 ). Desde este momento Pedro desaparece,del horizonte histórico lucano. En resumen, se puede decir que el papel de Pedro es decisivo en el origen de la primera Iglesia dentro del ámbito judí­o. Es el protagonista en algunas opciones programáticas de la misión, pero también en la dirección de la comunidad de Jerusalén y de. Judea (Hch 9,32-43). Por consiguiente, desempeña una doble función: animar la misión cristiana trazando su recorrido ideal y ser el guí­a autorizado de la Iglesia. 2492 2. Pedro en el testimonio de Pablo y de su tradición. Las cartas auténticas de Pablo tienen un valor de primer orden para reconstruir la historia de la misión cristiana y de sus protagonistas, ya que se trata de textos que es posible fechar con cierta seguridad. Pablo, el apóstol de los paganos, menciona a Pedro en sus escritos tanto en relación con la Iglesia histórica de Jerusalén como en el contexto de su autorización para el apostolado. 2493 a) Pedro entre las †œcolumnas†de la Iglesia. La mención más antigua de Pedro en los textos del NT se conserva en la primera carta enviada por Pablo a la comunidad de Corinto a mediados de los años cincuenta. En ella Pablo remite a su actividad de evangelizador en la ciudad de Corinto, que habrí­a desarrollado al comienzo de dichos años; refiere el contenido esencial del anuncio evangélico que dio comienzo a aquella joven Iglesia. Con una fórmula protocolaria presenta la autoridad tradicional del evangelio relativo a Cristo, el cual †œmurió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y resucitó al tercer dí­a, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas y luego a las doce† (1Co 15,3-5). Pedro, mencionado en este texto con el correspondiente arameo Cefas, es situado en cabeza de la lista de los destinatarios de la manifestación de Jesús resucitado. Forma, parte† del grupo histórico de los doce, y por tanto de los testigos autorizados y cualificados por la tradición. Unos capí­tulos antes, Pablo se habí­a referido a Pedro-Cefas como modelo ejemplar de la función apostólica, junto con Santiago y los hermanos del Señor (1Co 9,5-6). Por lo demás, Pedro, designado siempre con el apelativo arameo de Cefas, es conocido en la comunidad cristiana de Corinto, si es cierto que un grupo apela a él como lí­der prestigioso para contraponerse a otros grupos que invocan, por el contrario, a Pablo, a Apolo e incluso al propio Cristo (1Co 1,12). Hasta en la lejanas comunidades cristianas de Galacia, en donde Pablo habí­a anunciado el evangelio, es conocido Pedro, el jefe histórico del grupo de los doce. Efectivamente, Pablo, en la carta dirigida a aquella Iglesia, recuerda sus encuentros en Jerusalén con Pedro, el apóstol. Para legitimar su función apostólica y el contenido y el método de su evangelio, Pablo traza una rápida reseña de sus relaciones con los dirigentes históricos de la primera Iglesia. Después de hablar de la †œrevelación† de Damasco, Pablo continúa su autobiografí­a de este modo: †œAl cabo de tres años fui a Jerusalén para conocer a Cefas, y estuve con él quince dí­as. Y no vi a ningún otro apóstol fuera de Santiago, el hermano del Señor† Ga 1,18-19). Después de esta primera visita a Pedr, Pablo menciona otra, que tuvo lugar catorce años más tarde, también en Jerusalén, en compañí­a de Bernabé y de Tito. El objetivo de esta segunda visita es el de confrontar con los dirigentes de la Iglesia el contenido y el método de evange-lización practicado por Pablo entre los paganos, †œpara saber si estaba o no trabajando inútilmente† (Ga 2,1-2). En este encuentro con los responsables de la Iglesia quedaron plenamente aprobados el método de Pablo y su legitimidad de apóstol: †œLos dirigentes no me añadieron nada..., antes al contrario, vieron que yo habí­a recibido la misión de anunciar el evangelio a los paganos, como Pedro a los judí­os..., y Santiago, Pedro y Juan, que eran considerados como columnas, reconocieron que Dios me ha dado este privilegio, y nos dieron la mano a mí­ y a Bernabé en señal de que estaban de acuerdo† (Ga 2,7-9). El tercer episodio, que recuerda Pablo después de este signo de mutuo reconocimiento, en el que Pablo insiste para subrayar su legitimidad de apóstol y la validez de su método misionero entre los gálatas, es conocido como la †œcontroversia de An-tioquí­a† (Ga 2,11-14). Se trata de un contraste de carácter práctico-pastoral sobre las relaciones de los cristianos de origen judí­o con los recién convertidos del paganismo. En la comunidad mixta de Antioquí­a los dos grupos cristianos participan en las reuniones en común. †œCuando Pedro vino a Antioquí­a, yo me enfrenté con él cara a cara y le reprendí­. Pues antes de que viniesen algunos de parte de Santiago, él comí­a con los paganos; pero cuando vinieron, se retrajo y se apartó por miedo a los judí­os† Ga 2,11-12). Esta toma de posición y esta resistencia abierta de Pablo al modo de obrar de Pedro, que contradice su lí­nea teórica y a su praxis anterior, es un signo de la autoridad que Pablo atribuye al jefe histórico. En efecto, su ejemplo corre el riesgo de influir también en los más estrechos colaboradores de Pablo, como Bernabé. En defensa de la †œverdad del evangelio†, es decir, del contenido esencial del papel salví­fico de la muerte de Jesús y de la metodologí­a misionera consiguiente, Pablo se enfrenta abiertamente con Pedro. En realidad, el discurso de Pablo, referido en la carta, no va dirigido a instruir a Pedro, sino que quiere recordar cuál es el contenido esencial del evangelio, contradicho por aquellos que apelan a la figura de Santiago para imponer las restricciones judí­as a los recién convertidos paganos. 2494 b) La tradición petrina. En el canon cristiano se conservan dos cartas, puestas bajo el nombre y la autoridad de Pedro [1 Pedro, primera carta; / Pedro, segunda carta]. En efecto, en los saludos respectivos el remitente se presenta como †œPedro, apóstol de Jesucristo†, †œSimón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo† (IP 1,1; 2P 1,1). En el primer caso la carta va dirigida a los cristianos de la †œdiáspora†. Así­ pues, la figura de Pedro se presenta como la del apóstol autorizado. Es además el †œmártir†, testigo de Jesucristo, el †œpastor† supremo, para dar autoridad a sus instrucciones y exhortaciones a los cristianos en crisis (IP 5,1-4). En la segunda carta, por el contrario, la imagen del apóstol está en el fondo como punto de referencia para avalar la autoridad de la intervención dirigida a desenmascarar las tendencias de carácter gnostizante de los grupos disidentes. Pedro es realmente el que garantiza la tradición auténtica y la fe ortodoxa, †œel conocimiento de nuestro Señor Jesucristo† (2P 1,8). Sobre la base de una tradición ya bien sólida, registrada en los evangelios, Pedro se presenta como el testigo histórico de Jesús que puede garantizar la autenticidad del mensaje cristiano frente a las especulaciones de los que se desví­an: †œPorque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo basados en fábulas hábilmente imaginadas, sino como testigos oculares de su majestad. El recibió de Dios Padre el honor y la gloria cuando desde la excelsa gloria se le hizo llegar esta voz: †˜Este es mi hijo querido, mi predilecto†™. Esta voz bajada del cielo la oí­mos nosotros cuando estábamos con él en el monte santo† (2P 1,16-18). 2495 Conclusión. Al final de este estudio de reconstrucción del perfil histórico y espiritual de Pedro se puede admitir, sin ceder a preocupaciones apologéticas o a tendencias reductivas, que Pedro ocupa un lugar de primer plano, reconocido y atesti-guadopor toda la tradición neotesta-mentaria. Pedro es el discí­pulo histórico de Jesús, el testigo autorizado de su resurrección y el que garantiza la autenticidad de la tradición cristiana. BIBL.: AA. VV. San Pietro. Atti della XIX Settimana Bí­blica, Paideia, Brescia 1967; AA.W., Saint Pierre dansle NT, LD 79, Cerf, Parí­s 1974; AA.W., II serviziodiPietro, en †œParVi†22 (1977) 169-255; Benoit P., llphmato di San Pietro secondo Ii NT, en Esegesie Teologí­a, Ed. Paoline, Roma 1964, 511-559; Citrini T., La ricerca su Simón Pietro. 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Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

A. Nombres amal (lm;[; , 5999), “mal; pena; infortunio; daño; queja; maldad; trabajo”. Este nombre está relacionado con el verbo hebreo >amal (“trabajar”). El cognado arábigo >amila significa “cansarse de arduo trabajo”. El vocablo arameo >amal quiere decir “hacer”, pero sin que esto necesariamente involucre ardua labor. El uso fenicio y cananeo del término se aproxima más al arábigo; el libro de Eclesiastés (que demuestra una considerable influencia fenicia) es un claro ejemplo de este uso: “Asimismo, aborrecí­ todo el duro trabajo con que me habí­a afanado debajo del sol” (Ec 2.18 rva). “Y también, que es un don de Dios que todo hombre coma y beba y goce del fruto de todo su duro trabajo” (Ec 3.13 rva). Un ejemplo relacionado aparece en Psa 107:12 (rva): “Por eso sometió sus corazones con dura labor; cayeron, y no hubo quien les ayudase”. En general, >amal se refiere a los problemas y sufrimientos que el pecado causa al pecador o bien a los problemas que esto provoca para otros. En Jer 20:18 se describe el dolor que recae sobre el pecador: “¿Para qué salí­ del vientre? ¿Para ver trabajo [`amal] y dolor [yagoí†n], y que mis dí­as se gastasen en afrenta? Otro caso se encuentra en Deu 26:7 “Y clamamos a Jehová el Dios de nuestros padres; y Jehová oyó nuestra voz, y vio nuestra aflicción [>onéí†], nuestro trabajo [`amal] y nuestra opresión [lahas]”. Job 4:8 (rva) ilustra el significado de problema como malicia contra otros: “Como he visto, los que aran iniquidad [amal]? He aquí­ que surgen pleitos y contiendas; la destrucción y la violencia están delante de mí­”. >awon (º/[; , 5771), “iniquidad”. Este vocablo derivado de la raí­z >awah, significa “doblado, doblegado, torcido, pervertido” o bien “torcer y perverso”. El cognado arábigo >awa quiere decir “torcer, doblegarse”; algunos estudiosos consideran que el verdadero cognado es el término arábigo ghara (“desviarse del camino”), pero hay menos justificación para esta interpretación. >Awon presenta el pecado como perversión de la vida (“torcerla fuera del camino correcto”), una perversión de la verdad (“torcer hacia el error”),o una perversion de la voluntad (“doblar la rectitud a una desobediencia deliberada”). El vocablo “iniquidad” es la mejor palabra equivalente, a pesar de que el significado real de la raí­z latina iniquitas es “injusticia; falta de equidad; hostilidad; contrariedad”. >awon aparece a menudo en el Antiguo Testamento en paralelismo con otros vocablos que expresan pecado, tales como jattatawon], o cuál es mi pecado [jattaawon]” (cf. Psa 107:17; Isa 50:1). El malhechor penitente reconoce su “iniquidad” en Isa 59:12 (rva): “Porque nuestras transgresiones se han multiplicado delante de ti, y nuestro pecado ha testificado contra nosotros. Porque con nosotros permanecen nuestras transgresiones; reconocemos nuestras iniquidades” (cf.1Sa 3:13). La “iniquidad” debe confesarse: “Aarón pondrá sus dos manos sobre la cabeza del macho cabrí­o vivo y confesará sobre él todas las iniquidades, las rebeliones y los pecados de los hijos de Israel” (Lev 16:21 rva). “Los del linaje de Israel †¦ confesaban sus pecados y la iniquidad de sus padres” (Neh 9:2 rva; cf. Psa 38:18). La gracia de Dios puede quitar o perdonar la “iniquidad”: “Y a él le dijo: Mira, he quitado de ti tu iniquidad y te vestiré de ropas de gala” (Zec 3:4 rva; cf. 2Sa 24:10). La propiciación divina puede cubrir nuestra “iniquidad”: “Con misericordia y verdad se expí­a la falta, y con el temor de Jehová uno se aparta del mal” (Pro 16:6; cf. Psa 78:38). >awon puede indicar la “culpa de la iniquidad”, como en Eze 36:31 “Y os acordaréis de vuestros malos caminos †¦ y os avergonzaréis de vosotros mismos por vuestras iniquidades, y por vuestras abominaciones” (cf. Eze 9:9). El vocablo puede también indicar el “castigo por la iniquidad”: “Entonces Saúl le juró por Jehová, diciendo: Vive Jehová, que ningún mal te vendrá por esto” (1Sa 28:10). En Exo 28:38, >awon sirve de complemento a nasha (“cargar, llevar, perdonar”), y señala cargar el castigo por la “iniquidad” de otros. En Isa 53:11 leemos que el siervo de Yahveh carga con las consecuencias de las “iniquidades” de una humanidad pecaminosa, incluyendo Israel. rasha> ([v;r; , 7563), “malvado; criminal; culpable”. Algunos estudiosos relacionan este vocablo y el término arábigo rash>a (“estar flojo, suelto o dislocado”), si bien ese término es escaso en arábigo literario. El cognado arameo resha> significa “ser malvado” y el sirí­aco apel (“hacer maldad”). En general rasha> expresa cierta turbulencia y agitación (desasosiego; cf. Isa 57:21) o algo que está dislocado o mal organizado. Por eso, Robert B. Gilderstone sugiere que el vocablo tiene que ver con la agitación y confusión en la que los malvados viven y al desasosiego constante que causan en otros. En algunos casos, rasha> tiene el sentido de “ser culpable de un crimen”: “No suscitarás rumores falsos, ni te pondrás de acuerdo con el impí­o para ser testigo perverso” (Exo 23:1 rva); “Quita de la presencia del rey al malvado, y el rey afirmará su trono en la justicia” (Pro 25:5 nvi). “El testigo perverso se burla del juicio, y la boca de los impí­os expresa iniquidad” (Pro 19:28 rva; cf. 20.26). Indultar al “malvado” se considera un crimen abominable: “Absolver al culpable y condenar al inocente son dos cosas que el Señor aborrece” (Pro 17:15 NBI; cf. Exo 23:7). El rasha> es culpable de hostilidad hacia Dios y su pueblo: “¡Vamos, Señor, enfréntate a ellos! ¡Derrótalos! ¡Con tu espada rescátame de los malvados!” (Psa 17:13 nvi); “Acábese ya la maldad de los impí­os, y establece al justo” (Psa 7:9 rva). El vocablo se refiere al pueblo de Babilonia en Isa 13:11 y a los caldeos en Hab 1:13: jatta ([v;r; , 7563), “malvado; culpable”. En el ejemplo tí­pico que encontramos en Deu 25:2, el adjetivo se refiere a una persona que es “culpable de un crimen”: “Sucederá que si el delincuente [culpable lba] merece ser azotado, el juez lo hará †¦ azotar en su presencia” (rva, cf. rvr). Una alusión semejante se halla en Jer 5:26 (rva): “Porque en mi pueblo se encuentran impí­os que vigilan como quien ha puesto una trampa. Ponen objetos de destrucción y atrapan hombres”. En 2Sa 4:11 (lba), rasha> se refiere especí­ficamente a asesinos: “¿Cuánto más, cuando hombres malvados han matado a un hombre justo en su propia casa y sobre su cama?”. La expresión “culpable de muerte” (rasha> lamuí†t) aparece en Num 35:31 para indicar un asesino. Faraón reconoce que él y su gente son “impí­os”, culpables de hostilidad hacia Dios y su pueblo (Exo 9:27). ra> ([r’ , 7451), “malo; maligno; malvado; terrible”. Los estudiosos no están de acuerdo en cuanto a la raí­z de este término. Algunos creen que el término acádico raggu (“perverso; malo”) puede ser el cognado. Otros derivan el vocablo de la palabra hebrea ra> a> (“quebrar, destrozar, aplastar”), que es un cognado del hebreo ratsats (“quebrar, destrozar”); a su vez ratsats se relaciona con el arábigo radda (“aplastar, magullar”). Si esta derivación fuera exacta, implicarí­a que la acepción de ra> es pecado en cuanto a sus daños destructivos; pero la significación no es apropiada en algunos de los contextos en que se halla. Ra> se refiere a lo que es “malo” o “maligno” en una amplia variedad de aplicaciones. La mayorí­a de los casos del término significan algo que es moralmente malo o dañino, a menudo con referencia a seres humanos: “Entonces intervinieron todos los malos y perversos que habí­a entre los hombres que habí­an ido con David” (1Sa 30:22 rva). Y Ester dijo: “El enemigo y adversario es este malvado Amán” (Est 7:6). “Allí­ claman, pero él no responde, a causa de la soberbia de los malos” (Job 35:12 rva; cf. Psa 10:15). Ra> también sirve para denotar palabras (Pro 15:26), pensamientos (Gen 6:5) o acciones perversas (Deu 17:5; Neh 13:17). Ezequiel en 6.11 (rva) predice consecuencias nefastas para Israel como resultado de sus acciones: “Así­ ha dicho el Señor Jehová: Golpea con tu mano y pisotea con tu pie, y di: ¡Ay de todas las terribles abominaciones de la casa de Israel! Porque con espada, hambre y peste caerán”. Ra> puede significar “malo” o desagradable en el sentido de causar dolor o infelicidad: “Y Jacob respondió a Faraón †¦ pocos y malos han sido los dí­as de los años de mi vida” (Gen 47:9). “Al oí­r el pueblo esta mala noticia, ellos hicieron duelo” (Exo 33:4 rva; cf. Gen 37:2). “La disciplina le parece mal al que abandona el camino, y el que aborrece la reprensión morirá” (Pro 15:10 rva). Ra> puede también indicar ferocidad o fiereza: “Envió sobre ellos el furor de su ira, enojo, indignación y angustia, como delegación de mensajeros destructores [ra>]” (Psa 78:49 rva). “Alguna mala fiera lo devoró” (Gen 37:20 rva; cf. Gen 37:33; Lev 26:6). En casos menos frecuentes, ra> sugiere severidad: “Porque así­ dice el Señor Dios: ¡Cuánto más cuando yo enví­e mis cuatro terribles juicios contra Jerusalén!” (Eze 14:21 lba, cf. Deu 6:22); molestia: “Y el Señor apartará de ti toda enfermedad; y no pondrá sobre ti ninguna de las enfermedades malignas de Egipto” (Deu 7:15 lba; cf. Deu 28:59); muerte: “Cuando yo arroje contra vosotros las flechas malignas del hambre, que son para destrucción” (Eze 5:16 rva; cf. “maligna espada”, Psa 144:10); o tristeza: “El rey me preguntó: ¿Por qué está triste tu rostro?” (Neh 2:2 rva). El vocablo se usa también para denotar calidad pobre o inferior, como por ejemplo una “mala” tierra (Num 13:19), “higos muy malos” (Jer 24:2), vacas “de mal aspecto” (Gen 41:3, 19) o un animal sacrificial inaceptable (Lev 27:10, 12, 14). En Isa 45:7 (rva), Yahveh describe sus acciones diciendo: “Yo soy †¦ quien hace la paz y crea la adversidad [ra>]”. En este contexto, el vocablo no se refiere al “mal” en sentido ético; se entiende más bien lo contrario de shaloí†m (“paz; salud; bienestar”). Encontramos en todo el versí­culo la afirmación de que un Dios soberano absoluto, el Señor, crea un universo bajo el gobierno de un orden moral. La calamidad y el infortunio provienen sin lugar a duda de la maldad de personas sin Dios. C. Verbos >abar (rb'[; , 5674), “transgredir, quebrantar, cruzar, sobrepasar”. >Abar a menudo entraña el sentido de “transgredir” o “infringir” un pacto (acuerdo o mandamiento), o sea, que el infractor “sobrepasa” los lí­mites establecidos por la Ley de Dios y cae en transgresión y culpa. Esta acepción se encuentra en Num 14:41 (rva): “Pero Moisés dijo: ¿Por qué traspasáis el mandato de Jehová? Esto no os saldrá bien”. Otro ejemplo está en Jdg 2:20 (rva): “Entonces el furor de Jehová se encendió contra Israel, y dijo: Puesto que este pueblo ha quebrantado mi pacto que yo establecí­ con sus padres, y no ha obedecido mi voz” (cf. 1Sa 15:24; Hos 8:1). Más a menudo, >abar ilustra la acción de “cruzar” o “sobrepasar”. (El término latino transgredidor, del que se deriva el término transgredir en castellano, tiene el significado similar de “ir más allá” o “cruzar”.) El vocablo tiene que ver con cruzar un arroyo o lí­mite (“pasar”, Num 21:22), invadir un paí­s (“cruzar”, Jdg 11:32 lba), cruzar una frontera para atacar a un ejército enemigo (“atravesar”, 1Sa 14:4 bla), pasar encima (“sobrepasar”, Isa 51:23, cf. lvp), desbordar las riberas de un rí­o o de alguna otra barrera natural (“inundar”, Isa 23:10 lba), pasar una navaja sobre la cabeza (“cortar”, Num 6:5 nbe) y el pasar del tiempo (“sobrevenir”, 1Ch 29:30 bj). jatta (aF;j; , 2398), “errar, pecar, ser culpable, perder un derecho, purificar”. Hay 238 casos de este verbo en todas las secciones del Antiguo Testamento. Se halla también en asirio, arameo, etiópico, sabeo y arábigo. Jueces 20.16 (rva) ilustra el significado básico del verbo: habí­a 700 soldados benjamitas zurdos, “todos los cuales tiraban una piedra con la honda a un cabello, y no fallaban”. Este significado se amplí­a en Pro 19:2 “Mucho yerra [“comete errores”, cf. lvp; “peca” rvr, rva, nrv; “se extraví­a” bj, lba; “tropieza” nbe] quien mucho corre” (nvi). En Gen 31:39 (rva) encontramos la forma intensiva: “Jamás te traje los restos del animal despedazado; yo pagaba el daño”. De este significado básico surge el uso principal de jatta en el Antiguo Testamento: fracaso moral hacia Dios y a los seres humanos e incluso algunas de sus consecuencias. Encontramos el primer caso del verbo en Gen 20:6, la palabra de Dios a Abimelec después que tomó a Sara: “Yo sé muy bien que lo hiciste de buena fe. Por eso no te dejé tocarla, para que no pecaras contra mí­” (lvp; cf Gen 39:9). Encontramos una definición del pecado contra Dios en Jos 7:11 “Israel ha pecado y también ha transgredido mi pacto que les ordené” (lba). Véase también Lev 4:27 “Si alguno del pueblo de la tierra peca por inadvertencia, transgrediendo alguno de los mandamientos de Jehovah respecto a cosas que no se deben hacer, es culpable” (rva). El mismo verbo puede referirse a los resultados de hacer el mal, como en Gen 43:9 “Seré ante ti el culpable para siempre”. Después de prohibir las prácticas adúlteras, Deu 24:1-4 concluye: “Es abominación delante de Jehovah, y no has de pervertir la tierra” (rvr); dice lba: “No traerás pecado sobre la tierra”. En forma parecida se dice de los que pervierten la justicia “que hacen que una persona sea acusada por una palabra” (Isa 29:21 lba). Esto nos lleva al significado en Lev 9:15 (rva): “Tomó el macho cabrí­o †¦ lo degolló y lo ofreció por el pecado”. El efecto que causan las ofrendas por el pecado se describe en Psa 51:7 “Purifí­came con hisopo, y seré limpio” (cf. Num 19:1-13). Otro efecto se halla en la palabra del profeta para una Babilonia malvada: “Has pecado contra tu vida” (Hab 2:10 rvr; “corrompido” rva; “malogrado” nbe; “contra ti mismo pecas” bj; “te has echado encima el mal” bla). El término se aplica a actos cometidos en prejuicio de personas, como en Gen 42:22 (rva): “¿No os hablé yo, diciendo: No pequéis contra el muchacho †¦ ?”; y en 1Sa 19:4 “No peque el rey contra su siervo David, porque él no ha cometido ningún pecado contra ti” (“daño” bla; “ofender” nbe; “cometer mal” lvp). La Septuaginta traduce este grupo de términos con hamartanoo y nombres derivados 540 veces. Es así­ como lo encontramos 265 veces en el Nuevo Testamento. El hecho de que “todos pecaron” se continúa enfatizando en el Nuevo Testamento (Rom 3:10-18, 23; cf. 1Ki 8:46; Psa 14:1-3; Ec 7.20). La contribución neotestamentaria es que Cristo, “habiendo ofrecido un solo sacrificio por los pecados, se sentó para siempre a la diestra de Dios, esperando de allí­ en adelante hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies. Porque con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los santificados” (Heb 10:12-14 rva).

Fuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

Casi en cada página habla la Biblia de esta realidad a la que llamamos comúnmente pecado. Los términos con que lo designa el AT son múltiples y están tomados de ordinario de las relaciones humanas: falta, iniquidad, rebelión, injusticias, etc.; el judaí­smo añadirá el de deuda, del que también usará el NT; pero todaví­a más generalmente se presenta al pecador como “quien hace el mal a los ojos de Dios”, y “al justo” (,saddiq) se opone normalmente el “malvado” (rasa`). Pero la verdadera naturaleza del pecado, su malicia y sus dimensiones aparece, sobre todo, através de la historia bí­blica; en ella aprendemos también que esta revelación sobre el hombre es a la vez una revelación acerca de Dios, de su *amor, al que se opone el pecado, y de su *misericordia, a cuyo ejercicio da lugar; en efecto, la historia de la salvación no es otra que la de las tentativas de arrancar al hombre de su pecado, repetidas infatigablemente por el Dios creador.

I. EL PECADO DE LOS ORíGENES. Entre todos los relatos del AT, el de la caí­da, con que se abre la historia de la humanidad, ofrece ya una enseñanza de extraordinaria riqueza. Para comprender lo que es el pecado hay que partir de aquí­, aun cuando no se pronuncie la palabra pecado.

1. El pecado de Adán se manifiesta aquí­ como una desobediencia, un acto por el que el hombre se opone consciente y deliberadamente a Dios violando uno de sus preceptos (Gén 3,3); pero más allá de este acto exterior de rebeldí­a, la Escritura menciona un acto interior del que éste procede : Adán y Eva desobedecieron porque cediendo a la sugestión de la serpiente quisieron “ser como dioses que conocen el bien y el mal” (3.5), es decir, según la interpretación más común, ponerse en lugar de Dios para decidir del *bien y del mal: tomándose a sí­ mismos por medida, pretenden ser dueños únicos de su destino y disponer de sí­ mismos a su talante; se niegan a depender del que los ha creado, trastornando así­ la relación que uní­a al hombre con Dios.

Ahora bien, según Gén 2, esta relación no era únicamente de dependencia, sino también de amistad. El Dios de la Biblia no habí­a negado nada al hombre creado “a su imagen y semejanza” (Gén 1,26s); no se habí­a reservado nada para sí­, ni siquiera la *vida (cf. Sab 2,23), a diferencia de los dioses evocados por los mitos antiguos. Pero he aquí­ que por instigación de la serpiente, Eva y luego Adán se ponen a dudar de este Dios infinitamente generoso : el precepto dado para el bien del hombre (cf. Rom 7,10) no serí­a sino una estratagema inventada por Dios para salvaguardar sus privilegios, y la amenaza añadida al precepto serí­a sencillamente una mentira: “¡No! ¡no moriréis! Pero Dios sabe que el dí­a en que comáis de este fruto seréis como dioses que conocen el. bien y el mal” (Gén 3,4s). El hombre desconfí­a de Dios que ha venido a ser su rival. La noción misma de Dios queda trastornada: a la noción del Dios soberanamente desinteresado, como soberanamente perfecto que es, sin que le falte nada, y que sólo puede *dar, se opone la de un ser indigente, interesado, totalmente ocupado en protegerse contra su criatura. El pecado, ates de provocar el gesto del hombre, ha corrompido su espí­ritu; y como lo afecta en su relación misma con Dios, cuya *imagen es, no es posible concebir perversión ni trastorno más radical ni extrañarse de que acarree consecuencias tan graves.

2. Las consecuencias del pecado. Todo ha cambiado entre el hombre y Dios. Aun antes de que intervenga el *castigo propiamente dicho (Gén 3. 23), Adán y Eva, que hasta entonces gozaban de la familiaridad divina (cf. 2,25), “se esconden de Yahveh Dios entre los árboles” (3,8). La iniciativa ‘vino del hombre; él es quien no quiere ya nada con Dios; la expulsión del paraí­so ratificará esta voluntad del hombre; pero éste comprobará entonces que la amenaza no era mentira : lejos de Dios no hay acceso posible al *árbol de vida (3,22); no hay más que la *muerte, definitiva. El pecado, ruptura entre el hombre y Dios, introduce igualmente una ruptura entre los miembros de la sociedad humana, ya en el paraí­so, en el seno mismo de la pareja primordial. Apenas cometido el pecado, Adán se desolidariza, acusándola, de la que Dios le habí­a dado como auxiliar (2,18), “hueso de sus huesos y carne de su carne” (2,23), y el castigo consagra esta ruptura : “La pasión te llevará hacia tu marido y él te dominará” (3,16). En lo sucesivo esta ruptura se extenderá a los hijos de Adán: ahí­ está el homicidio de Abel (4,8), luego el reinado de la .violencia y de la ley del más fuerte que celebra el salvaje canto de Lamec (4,24). Pero no es todo. El misterio del pecado desborda el mundo humano. Entre Dios y el hombre entra en escena un tercer personaje, del que se guardará de hablar el AT, sin duda para evitar que se haga de él un segundo Dios, pero que la sabidurí­a identificará con el diablo o *Satán, y que reaparecerá en el NT.

Finalmente, el relato de este primer pecado no se concluye sin dar al hombre una esperanza. Cierto que la servidumbre a que él se ha condenado creyendo adquirir la independencia, es en sí­ definitiva ; el pecado, una vez entrado en el mundo, no puede menos de proliferar, y a medida que se vaya multiplicando irá realmente disminuyendo la vida hasta cesar completamente con el diluvio (Gén 6,13ss). La iniciativa de la ruptura ha venido del hombre; es evidente que la iniciativa de la reconciliación sólo puede venir de Dios. Pero precisamente desde este primer relato deja Dios entrever que un dí­a tomará esta iniciativa (3,15). La bondad de Dios que el hombre ha despreciado acabará por imponerse;”vencerá al mal con el bien” (Rom 12,21). La Sabidurí­a precisa que Adán “fue liberado de su falta” (Sab 10. 1). En todo caso el Génesis muestra ya esta bondad en acción: preserva a Noé y a su familia de la universal corrupción y de su castigo (Gén 6, 5-8), a fin de crear con él, por decirlo así­, un universo nuevo (8,17. 21s, comparados con 1,22.28; 3,17); sobre todo, cuando “las *naciones, unánimes en su perversidad, fueron confundidas” (Sab 10,5), la bondad de Dios escogió a Abraham y lo retiró del mundo pecador (Gén 12, 1; cf. Jos 24,2s.14), a fin de que “por él sean benditas todas las naciones de la tierra” (Gén 12,2s, que responde visiblemente a las maldiciones de Gén 3,14ss).

II. EL PECADO DE ISRAEL. Como el pecado marcó los orí­genes de la historia de la humanidad, marca también el de la historia de Israel. Desde su nacimiento revive éste el drama de Adán. A su vez aprende por su propia experiencia y nos enseña lo que es el pecado. Dos episodios parecen particularmente instructivos.

1. La adoración del becerro de oro. Como Adán, y aun más gratuitamente si es posible, Israel fue colmado de los beneficios de Dios. Sin mérito alguno por su parte (Dt 7,7; 9,4ss; Ez 16,2-5), en virtud del solo amor de Dios (Dt 7,8) – pues Israel no era ni más ni menos “pecador” que las otras naciones (cf. Jos 24,2.14; Ez 20,7s.18) -, fue escogido para ser el *pueblo particular, privilegiado entre todos los pueblos de la tierra (Ex 19,5), constituido “hijo primogénito de Dios” (4,22). Para liberarlo de la servidumbre de Faraón y de la tierra del pecado (la tierra en la que no se puede *servir a Yahveh, según 5,1), Dios multiplicó los prodigios. Ahora bien, en el momento preciso en que Dios “entra en alianzas con su pueblo, se compromete con él entregando a Moisés “las tablas del testimonio” (31,18), el pueblo pide a Aarón : “Haznos un dios que vaya a nuestra cabeza” (32,1). No obstante las pruebas que Dios ha dado de su “fidelidad”, Israel lo halla demasiado lejano, demasiado “invisible”. No tiene fe en él; prefiere a un diosa su alcance, cuya *ira pueda aplacar con “sacrificios”, en todo caso un dios al que pueda transportar a su guisa, en lugar de verse obligado a *seguirlo y a obedecer a sus mandamientos (cf. 40, 36ss). En lugar de “caminar con Dios”, querrí­a que Dios caminara con él.

Pecado “original” de Israel, negativa a obedecer, que más profundamente es una negativa a creer en Dios y a abandonarse a él, la primera que menciona Dt 9,7 y que se renovará en realidad con cada una de las innumerables rebeliones del “pueblo de dura cerviz”. En particular, cuando más tarde Israel se vea tentado a ofrecer un culto a los “baales” al lado del que tributaba a Yahveh, será siempre porque se negará a ver en Yahveh al único “sufieiente”, el Dios del que ha recibido la existencia, y a no servir más que a él (Dt 6,13; cf. Mt 4,10). Y cuando san Pablo describa la malicia propia del pecado de idolatrí­a aun entre los paganos, no vacilará en referirse a este primer pecado de Israel (Rom 1,23 = Sal 106,20).

2. Los “sepulcros de la concupiscencia”. Inmediatamente después del episodio del becerro de oro recuerda Dt 9,22 otro pecado de Israel que san Pablo evocará también presentándolo como el tipo de los “pecados del desierto” (lCor 10,6). El sentido del episodio es bastante claro. Al alimento escogido por Dios y distribuido milagrosamente prefiere Israel un manjar de su elección: “¿,Quién nos dará a comer carne?…

Ahora perecemos privados de todo: nuestros ojos no ven más que el maná” (Núm 11,4ss). Israel se niega a dejarse guiar por Dios, a abandonarse a él, a aceptar lo que en la mente de Dios debí­a constituir la experiencia espiritual del *desierto (Dt 8,3; cf. Mt 4,4). Su “concupiscencia” será satisfecha, pero, como Adán, sabrá lo que cuesta al hombre sustituir por sus caminos los caminos de Dios (Núm 11,33).

III. LA ENSEí‘ANZA DE LOS PROFETAS. Tal es precisamente la lección que Dios no cesará de repetirle por sus profetas. Al igual que el hombre que pretende construirse él mismo no puede acabar sino en su ruina, así­ el pueblo de Dios se destruye tan luego se desví­a de los *caminos que Dios le ha trazado: así­ aparece el pecado como el obstáculo por excelencia, en realidad el único, para la realización del plan de Dios sobre Israel, para su reinado, para su “gloria”, concretamente identificada con la gloria de Israel, pueblo de Dios. El pecado del hombre adquiere una nueva dimensión: afecta no sólo al que peca, sino al pueblo entero. Cierto que en este sentido el pecado del jefe, del rey, del sacerdote reviste una responsabilidad particular y se comprende que sea mencionado con preferencia; pero no exclusivamente. Ya el pecado de Akán habí­a detenido el ejército de todo Israel delante de Ai (Jos 7), y muy a menudo son los pecados del pueblo en su conjunto, a los que los profetas hacen responsables de las desgracias de la nación: “No, la mano de Dios no es demasiado corta para salvar, ni su oí­do demasiado duro para oir. Pero vuestras iniquidades han zanjado un abismo entre vosotros y Dios” (Is 59,1s).

1. La denuncia del pecado. Así­ la predicación de los profetas consistirá en gran parte en denunciar el pecado, el de los jefes (p.e. ISa 3,11; 13,13s; 2Sa 12,1-15; Jer 22,13) y el del pueblo: de ahí­ las enumeraciones de pecados, tan frecuentes en la literatura profética, de ordinario con referencia más o menos directa al Decálogo, y que se multiplican con la literatura sapiencial (p.e. Dt 27, 15-26; Ez 18,5-9; 33,25s; Sal 15; Prov 6,16-19; 30,11-14). El pecado viene a ser una realidad sumamente concreta, y así­ nos enteramos de lo que es engendrado por el abandono de Yahveh: violencias, rapiñas, juicios inicuos, mentiras, adulterios, perjurios, homicidios, usura, derechos atropellados, en una palabra, toda clase de desórdenes sociales. La “*confesión” inserta en Is 59 revela cuáles son concretamente estas “iniquidades” que “han cavado un abismo entre el pueblo y Dios” (59,2): “Nuestros pecados nos están presentes y conocemos nuestros yerros : rebelarse contra Yahveh y renegar de él, desviarse lejos de nuestro Dios, hablar con mala fe y rebeldí­a y mascullar en el corazón palabras mentirosas. Se deja al lado el juicio y se relega a la justicia, pues la buena fe tropieza en la plaza pública y la rectitud no puede presentarse” (59,13s). Mucho antes hablaba Oseas de la misma manera: “No hay sinceridad, ni amor, ni conocimiento de Dios en el paí­s, sino perjurio y mentira, asesinato y robo, adulterio y violencia, homicidio sobre homicidio” (Os 4,2; cf. Is 1,17; 5,8; 65,6s; Am 4,1; 5,7-15; Miq 2,1s).

La lección es capital: quien pretenda construirse a sí­ mismo, independientemente de Dios, lo hará ordinariamente a expensas de otros, particularmente de los pequeños y de los débiles. El salmista lo pro-clama: “El hombre que no ha puesto en Dios su fortaleza” (Sal 52,9) “medita el crimen sin cesar” (v. 4), mientras que “el justo se fí­a del amorde Dios constantemente y para siempre” (v. 10). ¿Y no era ya esto lo que sugerí­a el adulterio de David (2Sa 12)? Pero de este episodio, que se sabe el lugar que ocupaba en la concepción judí­a del pecado (cf. el Miserere), se desprende otra verdad no menos importante: el pecado del hombre no sólo atenta contra los derechos de Dios, sino que, por decirlo así­, le hiere en el corazón.

2. El pecado, ofensa de Dios. Cierto que el pecador no puede herir a Dios en sí­ mismo; la Biblia tiene más que suficiente preocupación por la trascendencia divina para recordarlo cuando llega el caso: “Se hacen libaciones a dioses extranjeros para herirme. Pero ¿es acaso a mí­ a quien hieren? Oráculo de Yahveh. ¿No es más bien a sí­ mismos para su propia confusión?” (Jer 7,19). “Si pecas, ¿qué le haces? Si multiplicas tus ofensas, ¿le haces algún daño?” (Job 35,6). Pecando contra Dios no logra el hombre sino destruirse a sí­ mismo. Si Dios nos prescribe leyes, no es en su interés, sino en el nuestro, “a fin de que seamos todos felices y vivamos” (Dt 6,24). Pero el Dios de la Biblia no es el de Aristóteles, indiferente al hombre y al mundo.

a) Si el pecado no “hiere” a Dios en sí­ mismo, le hiere primero en la medida en que afecta a los que Dios ama. Así­ David, “hiriendo con la espada a Urí­as el hitita y quitándole su mujer”, se imaginaba seguramente no haber ofendido más que a un hombre, y éste ni siquiera israelita: habí­a olvidado que Dios se habí­a constituido garante de los derechos de toda persona humana. En nombre de Dios le hace comprender Natán que ha “despreciado a Yahveh” en persona y que será castigado como corresponde (2Sa 12,9s).

b) Hay más. El pecado, “cavando un abismo entre Dios y su pueblo” (Is 59,2), por eso mismo alcanza a Dios en su designio de amor: “Mi pueblo ha cambiado su *gloria por la Impotencia… Me ha abandonado a mí­, fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no conservan el agua” (Jer 2, l lss),
c) A medida que la revelación bí­blica vaya descubriendo las profundidades de este *amor se podrá comprender en qué sentido real puede el pecado “ofender” a Dios: ingratitud del hijo para con un *padre amantí­simo (p.e. ls 64,7), y hasta para con una *madre que no puede “olvidar el fruto de sus entrañas, aun cuando las madres lo olvidaran” (Is 49,15), sobre todo infidelidad de la *esposa, que se prostituye al primero que se presenta, indiferente al amor constantemente fiel de su esposo: “¿Has visto lo que ha hecho Israel, la rebelde?… Yo pensaba: “Después de haber hecho todo esto volverá a mí­”; pero no ha vuelto… ¡Vuelve, rebelde Israel!… Ya no tendré para ti un rostro severo, pues soy misericordioso” (Jer 3,7.12; cf. Ez 16; 23).

A este nivel de la revelación el pecado aparece esencialmente como violación de relaciones personales, como la negativa del hombre a dejarse amar por un Dios que sufre de no ser amado, al que el amor ha hecho, por decirlo así­, “vulnerable”: misterio de un amor que sólo hallará su explicación en el NT.

3. El remedio del pecado. Los profetas denuncian el pecado y hacen notar su gravedad sólo para invitar más eficazmente a la *conversión. En efecto, si el hombre es infiel, Dios, en cambio, es siempre *fiel; el hombre desdeña el amor de Dios, pero Dios no cesa de ofrecerle este amor; todo el tiempo que el hombre es todaví­a capaz de retorno, le apremia Dios para que vuelva. Como en la parábola del hijo pródigo, todo está ordenado a este retorno deseado, que se daba por supuesto: “Por eso voy a cerrar su camino con espinas, obstruiré su ruta para que no halle ya sus senderos; ella perseguirá a sus amantes y no los alcanzará, los buscará y no’ los hallará. Entonces dirá : Quiero volver a mi primer marido, pues entonces era más feliz que ahora” (Os 2,8s; cf. Ez 14,11; etc.).

En efecto, si el pecado consiste en rechazar el amor, es claro que no se borrará, no se suprimirá, no se perdonará sino en la medida en que el hombre consienta en amar de nuevo; suponer un *”perdón” que pueda dispensar al hombre de volver a Dios, equivaldrí­a a querer que el hombre ame dispensándole a la vez de amar…. El amor mismo de Dios le impide por tanto no exigir este retorno. Si se proclama un “Dios celoso” (Ex 20,5; Dt 5,9; etc.), es que sus *celos son efecto de su amor (cf. Is 63,15; Zac 1,14); si pretende procurar él solo la felicidad del hombre creado a su imagen, es que sólo él puede hacerlo. Las condiciones de este retorno se hallarán indicadas bajo las rúbricas *expiación, *fe, *perdón, *penitencia-conversión. *redención.

La primera condición por parte del hombre consiste evidentemente en que renuncie a su voluntad de independencia, que consienta en dejarse guiar por Dios, en dejarse amar, con otras palabras, que renuncie a lo que constituye el fondo mismo de su pecado. Ahora bien, el hombre se hace cargo de que precisamente esto se halla fuera de su poder. Para que se perdone al hombre no basta con que Dios se digne no rechazar a la esposa infiel; hace falta más: “Haznos volver y volveremos” (Lam 5,21). Dios mismo irá, pues, en busca de las ovejas dispersas (Ez 34); dará al hombre un “corazón nuevo”, un “espí­ritu nuevo”, “su propio Espí­ritu” (Ez 36,26s). Será “la nueva alianza”, en que la ley no estará ya inscrita en tablas de piedra, sino en el *corazón de los hombres (Jet. 31,31ss; cf. 2Cor 3,3). Dios no se contentará con ofrecer su amor y con exigir el nuestro: “Yahveh, tu Dios, *circuncidará tu corazón y el corazón de tu posteridad, de modo que ames a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas” (Dt 30,6). Por eso el salmista, confesando su pecado, suplica a Dios mismo que le “lave”, le “purifique”, “cree en él un corazón puro” (Sal 51), persuadido de que la *justificación del pecado reclama un acto estrictamente divino, análogo al acto creador. Finalmente, el AT anuncia que esta transformación interior del hombre que lo arranca a su pecado se efectuará gracias a la oblación sacrificial de un *siervo misterioso, cuya verdadera identidad no habrí­a podido sospechar nadie antes de la realización de la profecí­a.

IV. LA ENSEí‘ANZA DEL NT. El NT revela que este siervo venido para “librar al hombre del pecado” no es otro que el propio Hijo de Dios. No debe, pues, sorprender que el pecado no ocupe aquí­ menos lugar que en el AT, y sobre todo que la revelación plena de lo que ha hecho el amor de Dios para acabar con el pecado, permita descubrir su verdadera dimensión y a la vez su papel en el plan de la Sabidurí­a divina.

1. Jesús y los pecadores.

a) Desde el comienzo de la catequesis sinóptica vemos a Jesús en medio de los pecadores. En efecto, para ellos habí­a venido, no para los justos (Mc 2,17). Utilizando el vocabulario judí­o de la época les anuncia que sus pecados les son “remitidos”, condonados. No ya que asimilando así­ el pecado a una “deuda” y hasta empleando a veces eltérmino (Mt 6,12; 18,23ss), entienda sugerir que pueda ser perdonado por un acto de Dios que no exija en absoluto transformación del espí­ritu y del corazón del hombre. Jesús, como los profetas y como Juan Bautista (Mc 1,4), predica la *conversión, un cambio radical del espí­ritu que ponga al hombre en la disposición de acoger el favor divino, de dejarse mover por Dios: “El reino de Dios está próximo: arrepentí­os y creed en la buena nueva” (Mc 1, 15). En cambio, delante de quien rechaza la luz (Mc 3,29 p) o se imagina no tener necesidad de perdón, como el fariseo de la parábola (Lc I8,9ss), Jesús se siente impotente.

b) Por eso, también como los profetas, denuncia el pecado dondequiera que se halle, aun en los que se creen justos porque observan las prescripciones de una ley exterior. Porque el pecado está en el interior del corazón, de donde “salen los pensamientos malos, las fornicaciones, los hurtos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las maldades, el fraude, la impureza, la envidia, la blasfemia, la altivez, la insensatez: cosas todas que salen de dentro y manchan al hombre” (Mc 7,21ss p). Es que Jesús vino a “cumplir la ley” en su plenitud, muy lejos de abolirla (Mt 5,17); el discí­pulo de Jesús no puede contentarse con “la *justicia de los escribas y de los fariseos” (5, 20); cierto que la justicia de Jesús se reduce finalmente al solo precepto del *amor (7,12); pero el discí­pulo, viendo obrar a su maestro aprenderá poco a poco lo que significa “amar” y correlativamente lo que es el pecado, negativa al amor.

c) Y en particular lo aprenderá oyendo a Jesús revelarle la inconcebible *misericordia de Dios para con el pecador. Pocos pasajes del NT manifiestan mejor que la parábola del hijo pródigo – por lo demás tan afí­na la enseñanza profética – en qué sentido el pecado es una ofensa de Dios y cuán absurdo serí­a concebir un *perdón de Dios que no implicara el retorno del pecador. Más allá del acto de desobediencia que se puede suponer – aun cuando el hermano mayor sólo hace alusión a ella para oponerla a su propia obediencia -, lo que “contrista” al padre es la partida de su hijo, esa voluntad de no ser ya hijo, de no permitir ya que su padre le ame eficazmente: ha “ofendido” a su padre privándole de su presencia de hijo. ¿Cómo podrí­a “reparar” esta ofensa si no es con su retorno, aceptando de nuevo que se le trate como a hijo? Por eso la parábola subraya el gozo del padre. Fuera de tal retorno no se puede concebir perdón alguno; o más bien el padre habí­a ya perdonado desde el principio, pero el perdón no afecta eficazmente al pecado del hijo sino en el retorno y por el retorno de éste.

d) Ahora bien, esta actitud de Dios frente al pecado todaví­a la revela más Jesús con sus actos que con sus palabras. No sólo acoge a los pecadores con el mismo amor y con la misma delicadeza que el padre de la parábola (p.e. Lc 7,36ss; 19,5; Mc 2,15ss; Jn 8,10s), exponiéndose a escandalizar a los testigos de tal misericordia, tan incapaces de comprenderla como lo habí­a sido el hijo mayor (Le 15,28ss). Además de esto actúa directamente contra el pecado: él el primero triunfa de *Satán en la ocasión de la *tentación; durante su vida pública arranca ya a los hombres a este influjo del diablo y del pecado que constituyen la *enfermedad de la posesión (cf. Mc †¢ 1,23), inaugurando así­ el papel del *siervo (Mt 8,16s) antes de “entregar su vida como rescate” (Mc 10,45) y “derramar su sangre, la sangre de la alianza, por una multitud para remisión de los pecados” (Mt 26,28).

2. El pecado del mundo. San Juan, aunque conoce la expresión tradicional de “remisión de los pecados” (Jn 20,23; 1Jn 2,12), habla más bien de Cristo que viene a “quitar el pecado del mundo” (Jn 1,29). Más allá de los actos singulares percibe la realidad misteriosa que los engendra: un poder de hostilidad a Dios y a su reinado con el que se ve enfrentado Cristo.

a) Esta hostilidad se manifiesta primero concretamente en el repudio voluntario de la *luz. El pecado tiene la opacidad de las tinieblas: “La luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas” (Jn 3,19). El pecador se opone a la luz porque la teme, “por temor de que se descubran sus obras”. La odia: “Todo el que hace el mal odia la luz” (3,20). Ceguera voluntaria, ceguera amada, porque no se reconoce como tal: “Si fuerais ciegos, estarí­ais sin pecado. Pero vosotros decí­s: Nosotros vemos. Vuestro pecado permanece” (9,40).

b) Una ceguera tan obstinada no se explica sino por el influjo perverso de *Satán. En efecto, el pecado hace esclavos de Satán : “Todo el que comete el pecado es esclavo” (Jn 8,34). Como el cristiano es hijo de Dios, el pecador es “hijo del diablo, pecador desde el principio” y “hace sus obras” (1Jn 3, 8-10). Ahora bien, entre estas obras señala Juan dos, el homicidio y la *mentira : “Desde el principio es homicida y no estaba establecido en la verdad porque en él no hay verdad; cuando dice sus mentiras las saca de su propio fondo porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44). Homicida lo fue infligiendo la muerte al hombre (cf. Sab 2,24) y también inspirando a Caí­n que matara a su hermano (1Jn 3,12-15); lo es actualmente inspirando a los judí­os que den muerte al que les dice la *verdad: “Vosotros queréis matarme a mí­, que os digo la verdad que he oí­do a Dios… Vosotros hacéis las obras de vuestro padre y queréis realizar los deseos de vuestro padre” (Jn 8,39-44).

c) Homicidio y mentira, por su parte, no se explican sino por el *odio. A propósito del diablo 1’a Escritura hablaba de envidia (Sab 2, 24); Juan no vacila en nombrar al odio: al igual que el incrédulo obstinado “odia la luz” (Jn 3,20), así­ los judí­os odian a Cristo y a Dios, su padre (15,22s): los judí­os, es decir, el mundo esclavizado por Satán, todo el que se niega a reconocer a Cristo. Y este odio acabará de hecho en el homicidio del Hijo de Dios (8,37).

d) Tal es la dimensión de este pecado del mundo de que triunfa Jesús. Puede hacerlo porque él mismo no tiene pecado (Jn 8,46; cf. lJn 3. 5), es “uno” con Dios su Padre (Jn 10,30), pura “luz” “en quien no nay tinieblas” (1,5; 8,12), verdad sin huella alguna de mentira o de falsedad (1,14; 8,40), finalmente, y sobre todo quizás, “amor”, pues “Dios es amor)) (Un 4,8), y si durante su vida no cesó de amar, su muerte será un acto de amor tal que no se pueda concebir otro mayor, la “consumación” del amor (Jn 15,13; cf. 13,1; 19,30). Así­ esta muerte fue una *victoria sobre “el prí­ncipe de este mundo”. Este cree dirigir el juego; pero contra Jesús no puede nada (14,30) y él es quien “es derrocado” (12,31). Jesús venció al mundo (Jn 16,33).

e) Lo que lo prueba, no es sólo el que Jesús pueda “volver a tomar la vida que ha dado” (Jn 10,17); quizá lo es todaví­a más el que haga partí­cipes de su victoria a sus discí­pulos: el cristiano, hecho “hijo de Dios” por haber acogido a Jesús (1,12), “no comete el pecado porque ha nacido de Dios” (lJn 3,9); más aún: en tanto permanece en él la “semilla divina)), es decir, probablemente, como se expresa san Pablo, “en tanto se deja mover por el Espí­ritu de Dios” (Rom 8,14s; cf. Gál 5,16) “no puede pecar”. En efecto, Jesús “quita el pecado del mundo” precisamente comunicándole el *Espí­ritu, simbolizado por el *agua misteriosa que brotó del costado abierto del crucificado como la fuente de que hablaba Zacarí­as, “abierta a la casa de David para el pecado y la impureza ” (Jn 19,30-37; cf. Zac 12,10; 13,1). Cierto que el cristiano, aun *nacido de Dios, puede recaer en el pecado (IJn 2,1); pero “Jesús se hizo propiciación por nuestros pecados” (Un 2,2) y comunicó el Espí­ritu a los apóstoles a fin de que pudieran “remitir los pecados” (Jn 20,22s).

3. La teologí­a del pecado según san Pablo.

a) Merced a un vocabulario más rico puede Pablo distinguir todaví­a más netamente el “pecado” (gr. hamartí­a, en singular), y los “actos pecaminosos”, llamados con preferencia, fuera de las fórmulas tradicionales, “faltas” (liter. “caí­das”, gr. paraptó ma) o “transgresiones (gr. parabasis), sin querer por eso disminuir lo más mí­nimo la gravedad de estos últimos. Así­ el pecado cometido por Adán en el paraí­so, del que se sabe la importancia que le da san Pablo, es denominado sucesivamente “transgresión”, “falta”, “desobediencia” (Rom 5,14.17.19).

En todo caso, en su moral el acto pecaminoso no ocupa ciertamente un puesto menor que en los Sinópticos, como lo muestran las listas de pecados, tan frecuentes en sus epí­stolas : lCor 5,10s; 6,9s; 2Cor 12,20; Gál 5,19-21; Rom 1,29-31; Col 3,5-8; Ef 5,3; 1Tim 1,9; Tit 3,3; 2Tim 3, 2-5. Todos estos pecados excluyen delreino de Dios, como se dice a veces explí­citamente (1Cor 6,9; Gál 5,21). Ahora bien, aquí­ se puede observar, exactamente como en ias listas análogas del AT, la relación en que se ponen los desórdenes sexuales, la *idolatrí­a y las injusticias sociales (cf. Rom 1,21-32 y las listas de lCor, Gál, Col, Ef). Nótese igualmente la gravedad atribuida por Pablo a la “codicia” (gr. pleonexí­a), ese pecado que consiste en querer “poseer siempre más)), vicio que los antiguos latinos llamaban avaricia y que se asemeja mucho a lo que el Decálogo (Ex 20,17) prohibí­a bajo el mismo nombre de “codicia” (cf. Rom 7,7): Pablo no se contenta con relacionar este pecado con la idolatrí­a, sino que lo identifica: “esta codicia que es idolatrí­a” (Col 3,5; cf. Ef 5,5).

b) Más allá de los actos pecaminosos se remonta Pablo a su principio: en el hombre pecador son la expresión y la exteriorización de la fuerza hostil a Dios y a su reinado de que hablaba san Juan. El mero hecho de que Pablo le reserve prácticamente el término de pecado (en singular) le da ya un relieve especial. Pero el Apóstol se aplica sobre toda a describir ya su origen en cada uno de nosotros, ya sus efectos, con la suficiente precisión para ofrecer un esbozo de una verdadera teologí­a del pecado.

El pecado, presentado como un poder personificado, hasta el punto de parecer a veces confundirse con el personaje de *Satán, el “Dios de este mundo” (2Cor 4,4), se distingue, sin embargo, de él: pertenece al hombre pecador, es algo interior a él. Introducido en el género humano por la desobediencia de Adán (Rom 5,12-19) y como por repercusión, en el mismo universo material (Rom 8, 20; cf. Gén 3,17), el pecado pasó a todos los hombres sin excepción, arrastrándolos a todos a la *muerte eterna separación de Dios, tal como la sufren los condenados en el *infierno; independientemente de la *redención forman todos según el dicho de san Agustí­n – exacto con tal que se comprenda bien- una massa damnata. Y Pablo se complace en describir por extenso esta situación del hombre “vendido al poder del pecado” (Rom 7,14), capaz todaví­a de “simpatizar” con el bien (7,16.22) y hasta de “desearlo” (7, 15.21), lo que prueba que no todo está en él corrompido, pero absolutamente incapaz de realizarlo (7,18) y por tanto necesariamente destinado a la muerte eterna (7,24), “salario”, o mejor todaví­a, “desemboque”, “remate” del pecado (6,21-23).

c) Tales afirmaciones hacen que a veces se acuse al Apóstol de exageración y de pesimismo. Esto es olvidar que Pablo, al formularlas, hace abstracción de la gracia de Cristo: su argumentación misma le fuerza a ello, dado que subraya la universalidad del pecado y su tiraní­a con el solo fin de establecer la impotencia de la *ley y de encarecer la absoluta necesidad de la obra liberadora de Cristo. Más aún: Pablo sólo recuerda la solidaridad de la humanidad entera con *Adán para revelar otra solidaridad muy superior, la de la humanidad entera con Jesucristo ; en la mente de Dios Jesucristo, el antitipo, es primero (Rom 5,14); esto equivale a decir que el pecado de Adán y sus consecuencias sólo fueron permitidos porque Jesucristo debí­a triunfar de ellos y con tal sobreabundancia que aun antes de exponer las semejanzas entre el papel del primer Adán y el del segundo (5, 17ss), tiene Pablo empeño en marcar las diferencias (5,15s).

En efecto, la victoria de Cristo sobre el pecado no es para Pablo menos esplendente que para Juan. El cristiano *justificado por la *fe y el *bautismo (Gál 3,26ss; cf. Rom 3, 21ss; 6,2ss) ha roto totalmente con el pecado; muerto al pecado, ha venido a ser, con Cristo muerto y resucitado, un ser nuevo (Rom 6,5), una “nueva *criatura” (2Cor 5,17); no está ya “en la *carne”, sino “en el Espí­ritu” (Rom 7,5; 8,9), si bien puede, todo el tiempo que vive en un “cuerpo mortal”, recaer bajo el imperio del pecado y “ceder a sus concupiscencias” (6,12), si se niega a “caminar según el Espí­ritu” (8,4).

d) Dios no solamente triunfa del pecado. Su *sabidurí­a “de infinitos recursos” (Ef 3,10) obtiene esta victoria utilizando el pecado. Lo que era el obstáculo por excelencia al reinado de Dios y a la salvación del hombre desempeña su papel en la historia de esta salvación. En efecto, precisamente a propósito del pecado habla Pablo de la “sabidurí­a de Dios” (lCor 1,21-24; Rom 11,33). Particularmente meditando sobre el pecado que fue sin duda para su corazón la herida más punzante (Rom 9,2) y en todo caso un escándalo para su espí­ritu, la *incredulidad de Israel, comprendió que esta infidelidad, por lo demás parcial y provisional (Rom 11,25), entraba en el *designio salví­fico de Dios sobre el género humano y que “Dios no habí­a incluido a todos los hombres en la desobediencia sino para usar de misericordia con todos” (Rom 11,32; cf. Gál 3,22). Así­ exclama con una admiración llena de reconocimiento: “¡Oh abismo de la riqueza, de la sabidurí­a y de la ciencia de Dios ! ¡Cuán insondables son sus decretos y cuán incomprensibles sus caminos!” (Rom 11,33).

e) Pero este misterio de la sabidurí­a divina que utiliza para la salvación del hombre hasta su mismo pecado no se revela en ninguna parte más claramente que en la pasión del Hijo de Dios. En efecto, si Dios Padre “entregó a su Hijo” a la muerte (Rom 8,32), fue para ponerlo en tales condiciones que pudiera realizar el acto de obediencia y de amor más grande que se puede concebir, y operar así­ nuestra *redención pasando él el primero de la condición carnal a la condición espiritual. Ahora bien, las circunstancias de esta muerte, ordenadas a crear las condiciones más favorables de tal acto, son todas efecto del pecado del hombre: traición de Judas, abandono de los apóstoles, cobardí­a de Pilato, odio de las autoridades de la nación judí­a, crueldad de los verdugos, y más allá del drama visible, nuestros propios pecados, para cuya expiación muere. Para que pudiera amar como ningún hombre ha amado jamás, quiso Dios que su Hijo se hiciera vulnerable al pecado del hombre, que fuera sometido a los efectos maléficos del poder de muerte que es el pecado, a fin de que nosotros fuésemos, gracias a este acto supremo de amor, sometidos a los efectos benéficos del poder de vida que es la justicia de Dios (2Cor 5,21). Tan cierto es que “Dios hace que todo concurra al bien de los que le aman” (Rom 8,28), todo, incluso el pecado.

–> Cautividad – Endurecimiento – Infierno – Esclavo – Expiación – Impí­o – Incredulidad – Justificación – Lepra – Liberación – Enfermedad – Muerte – Perdón – Penitencia- Redención.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

No existe una palabra hebrea que por si sola pueda exhibir el concepto pleno que el AT tiene del pecado. La palabra más común para pecado es ḥaṭṭāʾāh (ḥaṭṭaʾṯ), que en su forma verbal significa: «no dar en el blanco, errar, pecar». El uso secular de su forma verbal se ilustra por Jue. 20:16, donde se afirma que la tribu de Benjamín tenía un grupo de guerreros zurdos que «tiraban una piedra con la honda a un cabello, y no erraban». Otras palabras que se usan a menudo en el AT son, rēšaʿ, «impiedad, confusión»; ʿāwōn, «iniquidad, perversión, culpa»; pešaʿ, «transgresión, rebelión»; ʾāwen, «error, problema, vanidad»; šeqer, «mentira, engaño»; raʿ, «mal» (usualmente de los efectos dañinos que llegan judicial o naturalmente por el pecado); māʿal, «transgresión, romper la confianza»; ʾāšām, «error, negligencia, culpa»; ʿāwel, «injusticia»; y los verbos sārar, «desobedecer», y ʿāḇar, «transgredir». Es importante notar que muchas de estas palabras se usan (en varias formas) para denotar no sólo el pecado sino también la culpa, y aun los medios por los que se remueve esta culpa. De manera que el pecado, sus consecuencias y los medios para removerlo se unen vívidamente en la conciencia de Israel.

La LXX comúnmente usa hamartia para ḥaṭṭāʾāh, adikia para ʿāwōn (como 63 veces), anomia para ʿāwōn (como 63 veces), paraptōma para māʿal, pešaʿ, ʿāwel, y parabainein para varias palabras que significan «transgredir», en especial cuando se aplican a la transgresión del pacto. La LXX también traduce sôrәrîm con la palabra apeizousin, «desobediente», en Is. 1:23.

Las palabras principales del NT son, hamartia, «no dar en el blanco»; adikia, «injusticia»; anomia «ilegalidad»; asebeia, «impiedad»; parabasis «transgresión»; paraptōma, «una caída», indicando que se rompe la correcta relación para con Dios; ponēria, «depravación»; epizumia, «deseo, concupiscencia»; apeizeia, «desobediencia».

La revelación bíblica sobre la naturaleza del pecado se encuentra incrustada en la historia sagrada. En Génesis 3 se atribuye a la caída de Adán y Eva en Edén la causa del origen del pecado en la raza humana. Tres cosas se pueden establecer de la narración: (1) que Dios no es el autor del pecado, sino que el pecado es propuesto, primero como sugerencia; después, abiertamente, por la serpiente, cosa que Eva aceptó libremente. Véase Stg. 1:13–15. (2) que el pecado de Eva empezó con la duda en cuanto a la justicia del mandamiento de Dios de no comer del fruto del árbol de la ciencia del bien y el mal; (3) que el acto pecaminoso que resultó de un deseo racionalizado fue uno de directa y voluntaria desobediencia a un mandamiento expreso de Dios; (4) que el primer acto pecaminoso, efectuado tanto por Adán como por Eva, resultó en un sentimiento inmediato de vergüenza de la desnudez y con el intento subsecuente de esconderse de Dios; y (5) que al pecado le sigue la maldición divina sobre la serpiente, la mujer y el hombre, y la expulsión de la comunión con Dios en el huerto. La pena de la muerte se inflige sobre la raza humana que desciende de Adán y Eva (Gn. 4–6).

La humanidad corrompe sus caminos en la tierra y su extrema maldad provoca el juicio del diluvio (Gn. 6). Después del diluvio, se ordena el poder de la espada (Gn. 9:5ss.) para restringir el pecado en la sociedad humana. Dios frustra la rebelión racial de Babilonia en Babel y la revelación especial empieza a concentrarse sobre Abraham y sus descendientes como quienes llevaban las promesas del pacto de gracia (véase). En esta era, la destrucción de Sodoma y Gomorra sirve para recordar a las futuras generaciones de la destrucción que espera a aquellos que viven en pecado irrefrenable y en corrupción (Gn. 13:13; 18:20; 19:1–29). El relato de las vidas de Jacob y sus hijos revela francamente los pecados de estos hombres, y hacen claro a Israel que su existencia nacional como los portadores de la vida de pacto no descansa en su propia bondad sino en la gracia soberana de Dios (Gn. 34, 37–38, 47, et al.). La liberación de la esclavitud de Egipto simboliza la liberación del poder del pecado. Pero aun en la noche de la liberación, se le dice a Israel claramente que se debe sólo a la muerte vicaria que Israel se salve de la suerte de Egipto (Ex. 12). Aun después de las manifestaciones del poder salvador de Dios en el Mar Rojo, el pueblo se rebela (Ex. 17:1–17), y es con el trasfondo del llamamiento de Dios para que el pueblo fuese su pueblo especial y la entrega de la ley en el Sinaí, que la pecaminosidad de Israel viene a manifestarse en forma grosera en la adoración del becerro de oro (Ex. 32). Después que el pueblo trató en desobediencia de forzar la entrada a Canaán, a pesar del castigo de Dios por su incredulidad, se hace una distinción en Israel entre pecados inconscientes (por «error») y pecados insolentes, «con mano levantada» (Nm. 14; 15:27–31).

Las leyes sobre la inmundicia ceremonial y las enfermedades y comidas inmundas tienen el fin de enseñar vívidamente a Israel lo absoluto de la santidad que se requiere de los que dicen llamarse el pueblo de Jehová (Lv. 11–15; Dt. 14:21). Mientras que se diferencia entre pecados involuntarios y los cometidos a sabiendas, el pecado inconsciente es también culpable, necesitando expiación (Lv. 5:1–10, 17–19).

Desde la entrada a Canaán hasta el tiempo de la cautividad babilónica, el pecado se describe explícitamente como apostasía del llamamiento de Dios para el pueblo del pacto (Jue. 2:1–5; 1 S. 2:12ss., et al.). Aun David y sus mejores sucesores no llegan a la altura de su oficio ideal, y muestran rebelión contra el Dios del pacto (2 S. 11; 24; 1 R. 11:9; et al.). Con pocas excepciones, el pecado se fue acrecentando en el reino del norte y en el del sur, manifestándose en opresión social (Amos passim, 1 R. 21) e idolatría, la que se describe consistentemente como adulterio espiritual (Os. Is. 1:4, 19–21; Jer. 3:1; Ez. 16:15, 23). A pesar de que Israel se curó de la idolatría mediante el exilio, la dureza del pecado se expresó otra vez aun después de su regreso del exilio (Mal. 1:6–2:17; 3:7–15).

Fue dentro de este marco que se desarrolló un agudo sentido del pecado en los piadosos, sentimiento expresado en los Salmos (Sal. 32; 130). Aun cuando se proclama la depravación total de los piadosos (Sal. 53), el poder sutil del pecado en el corazón del creyente también se confiesa (Sal. 139:23–24). En el Salmo 51 aun se reconoce la presencia del pecado en la concepción (v. 5).

El estar consciente que el pecado tiene sus raíces en lo más profundo del ser humano, esto es, en el corazón, es algo que se expresa por todo el AT (Jer. 17:9; Gn. 6:5; 1 R. 11:9; Pr. 6:14; Ec. 8:7; 9:3). El endurecimiento del corazón en el pecado también puede deberse a una acción retributiva de la justicia de Dios (Ex. 7:3; 9:12; Is. 6:10).

El NT contiene pasajes en los que se define o describe el pecado en términos abarcadores. Estas «definiciones» se encuentran especialmente en el Evangelio de Juan y la Primera Epístola de Juan. Jesús dice, «todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado» (Jn. 8:34; cf. Ro. 6:16, 20, 23). Juan escribe en 1 Jn. 3:4, «todo aquel que comete pecado [hamartian], infringe también la ley [anomian]; pues el pecado [hamartia] es infracción de la ley [anomia].

Los evangelios difícilmente definen la pecaminosidad de los hombres, y la presuponen. Pero el concepto que el AT tenía del pecado como rebelión contra la gracia del pacto, toma una nueva forma. Jesús no viene a llamar al justo, sino a pecadores al arrepentimiento (Mt. 9:13). Los fariseos, quienes atribuían los milagros de Jesús a Satanás, se acercaron peligrosamente a la blasfemia del Espíritu Santo—el pecado imperdonable (Mt. 12:22–37). Las palabras más fuertes de Jesús son para aquellos que «confían en sí mismos como justos, y menosprecian a los otros …» (Lc. 18:9; cf. Mt. 23:13–29). El rechazo de Jesús como el Mesías es el espantoso pecado de Israel (Mt. 11:20ss.; Jn. 9:35–41), lo que envuelve el rechazo de su persona como el Hijo de Dios (Jn. 10:22–39). La ira de Dios permanece sobre aquellos que no creen en el Hijo de Dios (Jn. 3:36). Los que se creen justos son más pecaminosos porque no sólo transgreden la ley, sino que la anulan con sus tradiciones (Mt. 15:1–20). Lo que contamina al hombre no es la inmundicia ceremonial, sino la que procede del corazón y sale por la boca (Mt. 15:18–20).

Pablo expone la doctrina del pecado en forma más sistemática. En Ro. 1:18–3:19, Pablo prueba que todo gentil y judío, por igual, están bajo el juicio divino a causa del pecado. El poder del pecado es despertado por la ley, y el haber observado la reacción del pecado a la ley, hizo que Pablo exclamase, «Soy carnal, vendido al pecado» (Ro. 7:14). El pecado no sólo consiste en acciones, sino que es una condición, una condición común a todos los hombres que están por naturaleza muertos en pecados y transgresiones y son hijos de ira (Ef. 2:1–3). Aparte de Cristo, el hombre está en la carne, y de esta fuente es que viene toda clase de pecados actuales (Gá. 5:19–21). El hombre que está en la carne no puede agradar a Dios; está en pecado, no se conforma a la voluntad de Dios (Ro. 8:5–8). Sólo la liberación divina puede librar al hombre de su esclavitud (Ro. 3:21–26) y, para los salvos, la presencia o ausencia del motivo de la fe viene a ser la prueba de si están o no actuando en obediencia a Dios (Ro. 14:23).

Aunque los detalles de la exégesis de Ro. 5:12–21 se discuten bastante, es claro que Pablo considera a todos los hombres como pecadores en Adán. No sólo introdujo Adán el pecado en el mundo. El hecho es que la muerte reina aún donde no hay ley mosaica y, por tanto, ninguna imputación de pecado en conexión con la ley. Por lo tanto, la muerte debe venir del hecho de que «por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres» (v. 18), y, «por la transgresión de uno sólo reinó la muerte» (v. 17). La desobediencia de uno hizo pecadores a muchos (v. 19). El paralelo entre la justificación y la condenación nos indica que es la imputación el modo por el cual cada uno de estos veredictos judiciales se dirige a los hombres y a los creyentes, respectivamente.

Fieras controversias registra la historia de la iglesia en cuanto a la doctrina del pecado original (véase). Pelagio y sus seguidores afirmaron que la muerte es natural, no un castigo penal; que una buena naturaleza creada por un Dios bueno no se corrompe; que el pecado de Adán influyó en la raza sólo a modo de mal ejemplo; que todos los hombres están en el estado de Adán antes de la caída; y que la ley y la gracia no son esencialmente diferentes. Fue en contra de esta enseñanza que Agustín afirmó que todos los hombres heredan una corrupción natural de Adán, y que el pecado original es pecado, castigo y culpa.

El catolicismo romano, por sacramentalizar la gracia, pone su atención en grados de pecado, sosteniendo que el pecado original se elimina en el bautismo; pero que el «aliciente» del pecado permanecía. Y hacen distinciones entre el pecado venial y el mortal, cosa que encaja con el sistema sacramental.

Calvino protestó diciendo que los deseos y movimientos pecaminosos del corazón eran tenidos por Dios como verdaderos pecados. Mientras que Roma sostenía que lo que quedaba del pecado original no se consideraba en el regenerado como «propiamente» pecado; los reformadores mantuvieron que la disposición mala que queda en el corazón es pecado para Dios.

El Sínodo de Dort (1618–19) mantuvo firmemente las doctrinas de la depravación total (véase) y de la inhabilidad total contra el debilitamiento que los arminianos hicieron a estas doctrinas. La Formula Consensus (1675) de las Iglesias Reformadas de Suiza afirmaron que el pecado de Adán se imputaba de inmediato a sus descendientes en virtud de su posición de representante en el pacto de obras. Esta enseñanza se dirigía contra la contención de La Place de Saumur, quien afirmaba que los descendientes de Adán eran culpables en forma mediata, esto es, en virtud de su corrupción heredada.

El período moderno de la iglesia ha podido ver el resurgimiento de los conceptos griegos del pecado como ignorancia o del pecado como la implicación trágica de la finitud del hombre. El primero congenia con el evolucionismo; y, el segundo, con el existencialismo.

BIBLIOGRAFÍA

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Carl G. Kromminga

LXX Septuagint

ISBE International Standard Bible Encyclopaedia

TWNT Theologisches Woerterbuch zum Neuen Testament (Kittel)

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (460). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

I. Terminología

Como se podría esperar de un libro cuyo tema dominante es el pecado del ser humano y la generosa salvación que Dios le ofrece, la Biblia emplea una gran variedad de términos, tanto en el AT como en el NT, para expresar la idea del pecado.

Hay cuatro raíces heb. principales. ḥṭ˒ es la más común, voz que, con sus derivados, transmite la idea general de errar el blanco o desviarse de la meta (cf. Jue. 20.16 para un uso no moral). Una gran proporción de las veces en que aparece se refiere a una desviación moral y religiosa, ya sea con respecto a los hombres (Gn. 20.9), o a Dios (Lm. 5.7). Frecuentemente se utiliza el sustantivo ḥaṭṭā˒ṯ como término técnico para ofrenda por el pecado (Lv. 4, pass.). Esta raíz no se refiere a la motivación interior de la acción errónea, sino que se concentra más en su aspecto formal como desviación de la norma moral, generalmente la ley o la voluntad de Dios (Ex. 20.20; Os. 13.2; etc.). pš˓ se refiere a la acción en torno a la ruptura de una relación, “rebelión”, “revolución”. Aparece en sentido no teológico, p. ej., con referencia a la secesión de Israel de la casa de David (1 R. 12.19). Cuando se lo aplica al pecado es quizás el más profundo de los términos del AT, que refleja el hecho de que el pecado es rebelión contra Dios, el desafío de su santo senorío y gobierno (Is. 1.28; 1 R. 8.50; etc.). ˓wh transmite un sentido literal de perversión, “torcimiento”, o “trastorno” deliberados (Is. 24.1; Lm. 3.9). En relación con el pecado refleja el pensamiento del pecado como un mal realizado deliberadamente, “hacer iniquidad” (Dn. 9.5; 2 S. 24.17). Aparece en contextos religiosos, paiticularmente en forma sustantiva, ˓āwôn, que destaca la idea de la culpa que surge del mal deliberadamente cometido (Gn. 44.16; Jer. 2.22). También puede referirse al castigo que recae sobre el pecado (Gn. 4.13; Is. 53.11). La idea básica de šāḡâh es la desviación del camino correcto (Ez. 34.6). Es indicativo del pecado producido por la ignorancia, el “errar”, “desviarse como criatura” (1 S. 26.21; Job 6.24). A menudo aparece en contexto cúltico como pecado contra reglamentaciones rituales no reconocidas (Lv. 4.2). También debemos referirnos a rāša˓, ser malo, actuar maliciosamente (2 S. 22.22; Neh. 9.33); y ˓āmal, el mal hecho a otros (Pr. 24.2; Hab. 1.13).

El principal término neotestamentario es hamartia (y sus cognados), que equivale a ḥṭ˒. Se emplea en gr. clásico en el sentido de errar el blanco o tomar un camino equivocado. Es el término neotestamentario general para el pecado como acción concreta, como violación de la ley divina (Jn. 8.46; Stg. 1.15; 1 Jn. 1.8). En Ro. 5–8 Pablo personifica el término como principio rector de la vida humana (cf. 5.12; 6.12, 14; 7.17, 20; 8.2). paraptōma aparece en contextos clásicos para un error de medición o un desatino. El NT le confiere una connotación moral más fuerte, como mala acción o transgresión (cf. “muertos en …”, Ef. 2.1; Mt. 6.14s). parabasis es un término derivado en forma similar y con significado parecido, “transgresión”, “ir más allá de la norma” (Ro. 4.15; He. 2.2). asebeia es quizás el más profundo de los términos neotestamentarios, y comúnmente traduce pš˓ en la LXX. Implica maldad o impiedad activas (Ro. 1.18; 2 Ti. 1.16). Otro término es anomia, desobediencia, desprecio por la ley (Mt. 7.23; 2 Co. 6.14). kakia y ponēria son términos generales que expresan depravación moral y espiritual (Hch. 8.22; Ro. 1.29; Lc. 11.39; E.f. 6.12). La última de estas referencias indica la relación entre el segundo término mencionado anteriormente y Satanás, el malo, ho ponēros (Mt. 13.19; 1 Jn. 3.12). adikia es el principal término clásico para el mal que se le hace al prójimo. Se traduce de diferentes maneras: “injusto” (Lc. 18.6), “injusticia” (Jn. 7.18; Ro. 2.8; 9.14), “iniquidad” (2 Ti. 2.19). 1 Jn. lo equipara con hamartia (1 Jn. 3.4; 5.17). También tenemos enojos, término legal que significa “culpable” (Mr. 3.29; 1 Co. 11.27), y ofeilēma, ‘deuda’ (Mt. 6.12).

No obstante, la definición de pecado no se deriva simplemente de los términos utilizados en la Escritura para hacer referencia a él. La característica más típica del pecado en todos sus aspectos es que está dirigido contra Dios (cf. Sal. 51.4; Ro. 8.7). Cualquier concepción del pecado que no ponga en primer plano la oposición que le ofrece a Dios es una desviación de la representación bíblica. El concepto popular de que el pecado es egoísmo delata una falsa apreciación de su naturaleza y gravedad. Esencialmente el pecado está dirigido contra Dios, y sólo esta perspectiva explica la diversidad de sus formas y actividades. Es violación de aquello que la gloria de Dios exige, y por lo tanto, en su esencia misma es lo que se opone a Dios.

II. Origen

El pecado estaba ya presente en el universo desde antes de la caída de Adán y Eva (Gn. 3.1s; cf. Jn. 8.44; 2 P. 2.4; 1 Jn. 3.8; Jud. 6). La Biblia, sin embargo, no se ocupa directamente del origen del mal en el universo, sino que trata más bien del pecado y su origen en la vida del hombre (1 Ti. 2.14; Stg. 1.13s). El verdadero impacto de la tentación demoníaca en la narración de la caída en Gn. 3 radica en la sutil sugerencia de la aspiración humana a llegar a ser igual a su hacedor (“seréis como Dios …”, 3.5). Satanás dirigió su ataque contra la integridad, la veracidad, y la amante provisión de Dios, y su propuesta consistió en estimular una perversa y blasfema rebelión contra el verdadero Señor del hombre. Con este acto el hombre hizo un intento de alcanzar la igualdad con Dios (cf. Fil. 2.6), trató de expresar su independencia de él, y, por lo tanto, de cuestionar tanto la naturaleza misma como el orden de la existencia mediante el cual vive como criatura, en completa dependencia de la gracia y las estipulaciones de su creador. “El pecado del hombre radica en su pretensión de ser Dios” (Niebuhr). Con este acto, aun más, el hombre cometió una blasfemia al negarle a Dios el culto y la amorosa adoración que debe ser siempre la respuesta correcta del hombre a la majestad y la gracia divinas, y en lugar de ello rindió homenaje al enemigo de Dios, y a sus propias ambiciones envilecidas.

Por consiguiente, según Gn. 3, no debe buscarse el origen del pecado en una acción abierta (2.17 con 3.6), sino en una aspiración interior de negar a Dios, de la cual el acto de desobediencia sólo fue la expresión inmediata. En cuanto al problema de cómo pudieron Adán y Eva haberse visto envueltos en tentación si anteriormente no habían conocido pecado, la Escritura no entra en una discusión detallada. No obstante, en la persona de Jesucristo da testimonio de un Hombre que fue sometido a tentación “en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (He. 4.15; cf. Mt. 4.3s; He. 2.17s; 5.7s; 1 P. 1.19; 2.22s). El origen último del *mal es parte del “misterio de la iniquidad” (2 Ts. 2.7), pero una razón discutible del relativo silencio de la Escritura es que una “explicación racional” del origen del pecado daría como resultado inevitable el hacer que la atención se desvíe del propósito principal de la Escritura, que es la confesión de mi culpa personal (cf. G. C. Berkouwer, Sin, 1971, cap(s). 1). En última instancia, dada la naturaleza de la cuestión, el pecado no es algo que se pueda “conocer” objetivamente; “el pecado se postula a sí mismo” (S. Kierkegaard).

III. Consecuencias

El pecado de Adán y Eva no fue un hecho aislado. Las consecuencias para ellos, para la posteridad, y para el mundo entero están a la vista.

a. La actitud del hombre hacia Dios

El cambio de actitud de Adán hacia Dios indica la revolución que tuvo lugar en su mente. “Se escondieron de la presencia de Jehová” (Gn. 3.8; cf. vv. 7). Aunque fueron creados para gozar de la presencia y el compañerismo de Dios, ahora temían encontrarse con él (cf. Jn. 3.20). Ahora sus emociones dominantes eran la *vergüenza y el temor (cf. Gn. 2.25; 3.7, 10), lo que indica el caos que se produjo.

b. La actitud de Dios hacia el hombre

No sólo se produjo un cambio en la actitud del hombre hacia Dios, sino también en la de Dios hacia el hombre. El reproche, la condenación, la maldición, y la expulsión del huerto son indicaciones de ello. El pecado sólo proviene del hombre, pero sus consecuencias no se limitan a él. El pecado evoca la ira y el desagrado de Dios, y por cierto que así tiene que ser, desde el momento en que justamente significa la contradicción de lo que es Dios. A Dios le resulta imposible ser complaciente con el pecado, porque el serlo significaría dejar de considerarse a sí mismo seriamente. Dios no puede negarse a sí mismo.

c. Consecuencias para la raza humana

El desenvolvimiento de la historia del hombre proporciona un catálogo de vicios (Gn. 4.8, 19, 23s; 6.2–3, 5). La consecuencia de la sobreabundante iniquidad es la virtual destrucción de la humanidad (Gn. 6.7, 13; 7.21–24). La caída tuvo efectos duraderos, no sólo en Adán y Eva, sino también sobre todos los que de ellos descienden; hay solidaridad racial en el pecado y el mal.

d. Consecuencias para la creación

Los efectos de la caída se extienden más allá del cosmos físico. “Maldita será la tierra por tu causa” (Gn. 3.17; cf. Ro. 8.20). El hombre es corona de la creación, hecho a imagen de Dios, y, en consecuencia, es vicerregente de Dios (Gn. 1.26). La catástrofe de la caída del hombre trajo aparejada la catástrofe de la maldición sobre aquello de lo cual se le había dado dominio. El pecado es un hecho que se dio en la esfera del espíritu humano, pero que ha repercutido en toda la creación.

e. La aparición de la muerte

La *muerte es consecuencia del castigo que merece el pecado. Esta fue la advertencia que acompañó a la prohibición en el Edén (Gn. 2.17), y es expresión directa de la maldición de Dios sobre el hombre pecador (Gn. 3.19). En la esfera de lo fenoménico, la muerte consiste en la separación de los elementos integrales del ser del hombre. Esta disolución ejemplifica el principio de la muerte, a saber, la separación, y alcanza su expresión extrema en la separación de Dios (Gn. 3.23s). A causa del pecado la muerte provoca temor y terror en el hombre (Lc. 12.5; He. 2.15)

IV. Imputación

El primer pecado de Adán tuvo un significado único para toda la raza humana (Ro. 5.12, 14–19; 1 Co. 15.22). Aquí se hace hincapié en forma sostenida en la sola y única transgresión de un solo hombre como aquello por lo cual el pecado, la condenación, y la muerte recayeron sobre toda la humanidad. Se identifica al pecado como “la transgresión de Adán”, “la transgresión del uno”, “una transgresión”, “la desobediencia de uno”, y no puede haber duda de que aquí se hace referencia a la primera transgresión de Adán. En consecuencia, la cláusula “por cuanto todos pecaron” en Ro. 5.12 se refiere al pecado de todos en el pecado de Adán. No puede referirse a los pecados que cometen todos los hombres, y mucho menos a la depravación hereditaria que aflije a todos, porque en el vv. 12 la cláusula en cuestión dice claramente por qué “la muerte pasó a todos los hombres”, y en los versículos siguientes se expresa que “la transgresión de uno solo” (v. 17) es la causa del reinado universal de la muerte. Si no se refiriese al mismo pecado, Pablo estaría afirmando dos cosas diferentes con referencia al mismo asunto en el mismo contexto. La única explicación en cuanto a las dos formas de expresión es que todos pecaron en el pecado de Adán. Podemos hacer la misma inferencia sobre la base de 1 Co. 15.22, “en Adán todos mueren”. Si todos mueren en Adán, la razón es que todos pecaron en él.

Según la Escritura, el tipo de solidaridad con Adán que explica la participación de todos en el pecado de Adán, es el tipo de solidaridad que Cristo mantiene con aquellos que están unidos a él. El paralelo en Ro. 5.12–19; 1 Co. 15.22, 45–49 entre Adán y Cristo indica el mismo tipo de relación en ambos casos, y no tenemos necesidad de postular nada más definitivo en el caso de Adán y la raza que lo que encontramos en el caso de Cristo y los suyos. En este último caso se trata de una cabeza representativa, y esto es todo lo que hace falta para afirmar la solidaridad de todos en el pecado de Adán. Decir que el pecado de Adán se imputa a todos es decir que todos estuvieron involucrados en su pecado, en razón de ser él la cabeza representativa.

Aunque la imputación del pecado de Adán fue inmediata, como se puede comprobar por el testimonio de los pasajes pertinentes, el juicio de condenación que recayó sobre Adán, y en consecuencia sobre todos los hombres en él, se considera confirmado, en la Escritura, en cuanto a su justicia y corrección, por la experiencia moral subsiguiente de cada hombre. De ese modo, queda ampliamente corroborado Ro. 3.23, que “todos pecaron”, por referencia a los pecados específicos y visibles de judíos y gentiles (Ro. 1.18–3.8), antes de que Pablo haga referencia alguna a la imputación en Adán. De manera similar la Escritura relaciona universalmente el juicio final del hombre ante Dios con sus “obras”, que no alcanzan a cumplir las exigencias divinas (cf. Mt. 7.21–27; 13.41; 25.31–46; Lc. 3.9; Ro. 2.5–10; Ap. 20.11–14).

El rechazo de esta doctrina no sólo indica incapacidad de aceptar el testimonio de los pasajes pertinentes, sino también incapacidad de apreciar la estrecha relación que existe entre el principio que gobierna nuestra relación con Adán, y el que gobierna la operación de Dios en la salvación. El paralelo entre Adán como primer hombre y Cristo como último Adán muestra que la realización de la salvación en Cristo está basada en el mismo principio operativo que aquel por medio del cual nos convertimos en pecadores y herederos de la muerte. La historia de la humanidad queda finalmente resumida bajo dos complejos: pecado-condenación-muerte y justicia-justificación-vida. El primero surge de nuestra unión con Adán; el segundo proviene de nuestra unión con Cristo. Estas son las dos órbitas en las que vivimos y nos movemos. El gobierno de los hombres por parte de Dios se lleva a cabo en función de estas relaciones. Si no entendemos nuestra relación con Adán no podemos comprender correctamente a Cristo. Todos los que mueren, mueren en Adán; todos los que adquieren vida, la reciben de Cristo.

V. La depravación

El pecado nunca consiste simplemente en un acto voluntario de transgresión. Toda volición surge de algo que tiene raíces más profundas que la volición misma. Un acto pecaminoso es la expresión de un corazón pecaminoso (cf. Mr. 7.20–23; Pr. 4.23; 23.7). El pecado siempre ha de incluir, por lo tanto, la perversidad del corazón, la mente, la disposición, y la voluntad. Así fue, como vimos anteriormente, en el caso del primer pecado, y es igual con todo pecado. En consecuencia, la imputación del pecado de Adán a la posteridad debe comprender la participación en la perversidad, aparte de lo cual carecería de sentido el pecado de Adán, y su imputación se convertiría en una abstracción imposible. Pablo expresa que “por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores” (Ro. 5.19). La depravación que supone el pecado, y con la cual todos los hombres llegan al mundo, es por esta razón consecuencia directa de nuestra solidaridad con Adán en su pecado. Como individuos venimos al mundo por generación natural, y como individuos nunca existimos aparte del pecado de Adán, contado como nuestro propio pecado. Por ello escribió el salmista que “he aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Sal. 51.5), y nuestro Señor afirmó que “lo que es nacido de la carne, carne es” (Jn. 3.6).

El testimonio de la Escritura con respecto a la capacidad de penetración de dicha depravación es explícito. Gn. 6.5; 8.21 presenta un caso cerrado. La segunda referencia aclara que esta acusación no estaba restringida al período anterior al juicio del diluvio. No hay forma de evadir la fuerza de este testimonio desde las primeras páginas de la revelación divina, y las declaraciones posteriores tienen el mismo efecto (cf. Jer. 17.9–10; Ro. 3.10–18). Cualquiera sea el punto de vista desde el cual miremos al hombre, veremos la ausencia de aquello que place a Dios. Si consideramos este punto de un modo más positivo, todos se han alejado de Dios, y se han corrompido. En Ro. 8.5–7 Pablo menciona el pensar de la carne, y carne, cuando se emplea éticamente como aquí, significa la naturaleza humana dirigida y gobernada por el pecado (cf. Jn. 3.6). Además, según Ro. 8.7, “los designios de la carne son enemistad contra Dios”. No podríamos formular un juicio más condenatorio, porque significa que el pensamiento del hombre natural está condicionado y gobernado por la enemistad hacia Dios. Nada menos que un juicio de depravación total es la clara inferencia de estos pasajes, e. d. que no hay área o aspecto de la vida humana que quede absuelta de los sombríos efectos de la condición del hombre caído, y en consecuencia, no hay área que pudiera servir de base para la justificación del hombre por sí mismo frente a Dios y su ley.

La depravación, sin embargo, no se registra en transgresiones reales en igual grado para todos. Hay una cantidad de factores que la restringen. Dios no entrega a todos los hombres a la inmundicia, a una mente corrupta, y a una conducta impropia (Ro. 1.24, 28). La depravación total (total, es decir, en el sentido de que engloba todo) no es incompatible con el ejercicio de las virtudes naturales y la promoción de la justicia civil. El hombre no regenerado todavía está dotado de conciencia, y la obra de la ley está escrita en su corazón, de modo que en alguna medida, y en ciertos puntos, cumple sus requerimientos (Ro. 2.14s). La doctrina de la depravación significa, sin embargo, que estas obras, aunque formalmente concordantes con lo que demanda Dios, no son buenas y agradables a Dios en función de los criterios totales y finales que determinan su juicio, los criterios del amor a Dios como motivo alentador, de la ley de Dios como principio directriz, y de la gloria de Dios como objetivo regulador (Ro. 8.7; 1 Co. 2.14; cf. Mt. 6.2, 5, 16; Mr. 7.6–7; Ro. 13.4; 1 Co. 10.31; 13.3; Tit. 1.15; 3.5; He. 11.4, 6).

VI. La inhabilidad

La inhabilidad se refiere a la incapacidad que proviene de la naturaleza de la depravación. Si la depravación es total, e. d. que afecta todos los aspectos y las áreas de la persona, entonces la inhabilidad para lo que es bueno y agradable a Dios también es inclusiva en su referencia.

No podemos cambiar nuestro carácter o actuar en contra de él. En lo que se refiere a comprensión, el hombre natural no puede conocer las cosas del Espíritu de Dios, debido a que se disciernen espiritualmente (1 Co. 2.14). Con respecto a la obediencia a la ley de Dios, no sólo no está sujeto a la ley de Dios, sino que no puede estarlo (Ro. 8.7). Los que están en la carne no pueden agradar a Dios (Ro. 8.8). El mal árbol no puede dar buen fruto (Mt. 7.18). En cada caso la imposibilidad es innegable. Es nuestro Señor mismo quien afirma que es imposible tener fe en él aparte del don del Padre y su llamamiento (Jn. 6.44s, 65). Este testimonio del Señor concuerda con su insistencia en que aparte del nacimiento sobrenatural de agua y del Espíritu nadie puede adquirir una apreciación inteligente del reino de Dios, ni entrar en él (Jn. 3.3, 5s, 8; cf. Jn. 1.13; 1 Jn. 2.29; 3.9; 4.7; 5.1, 4, 18).

La necesidad de una transformación y recreación tan radical e importante como lo es la regeneración, es prueba de la veracidad del testimonio de la Escritura en cuanto a la esclavitud del pecado y a la situación desesperada de nuestra condición pecaminosa. Esta esclavitud implica que la imposibilidad que experimenta el hombre natural de recibir las cosas del Espíritu, amar a Dios y hacer lo que a él le agrada, o creer en Cristo para la salvación de su alma, es de carácter psicológico, moral, y espiritual. Esta esclavitud es la premisa del evangelio, y la gloria del evangelio se halla precisamente en el hecho de que ofrece liberación de la esclavitud y las ataduras del pecado. Es el evangelio de gracia y poder para el desvalido.

VII. Responsabilidad

Como el pecado es contra él, Dios no puede pasarlo por alto o ser indiferente con respecto al mismo. Dios reacciona inevitablemente contra él. Esta reacción es, específicamente, su ira. La frecuencia con que la Escritura menciona la ira de Dios nos obliga a considerar su realidad y su significado.

El AT emplea diversos términos. En heb., ˒af, en el sentido de “enojo”, e intensificado en la forma harôn ˒af para expresar “la intensidad de la ira de Dios” es muy común (cf. Ex. 4.14; 32.12; Nm. 11.10; 22.22; Jos. 7.1; Job 42.7; Sal. 21.9; Is. 10.5; Nah. 1.6; Sof. 2.2); hēmâ también es frecuente (cf. Dt. 29.23; Sal. 6.1; 79.6; 90.7; Jer. 7.20; Nah. 1.2); ˒eḇrâ (cf. Sal. 78.49; Is. 9.19; 10.6; Ez. 7.19; Os. 5.10) y qeṣef (cf. Dt. 29.28; Sal. 38.1; Jer. 32.37; 50.13; Zac. 1.2) se emplean con suficiente frecuencia como para merecer mención; za˓am también es característico, y expresa la idea de indignación (cf. Sal. 38.3; 69.24; 78.49; Is. 10.5; Ez. 22.31; Nah. 1.6). Es evidente que el AT está lleno de referencias a la ira de Dios. A menudo aparecen juntos más de uno de estos términos, para reforzar y confirmar el pensamiento que expresan. Los términos mismos están cargados de intensidad, como así también las construcciones en que aparecen para transmitir la idea de desagrado, encendida indignación, y santa venganza.

Los términos gr. son orgē y thymos, el primero frecuentemente con referencia a Dios en el NT (cf. Jn. 3.36; Ro. 1.18; 2.5, 8; 3.5; 5.9; 9.22; Ef. 2.3; 5.6; 1 Ts. 1.10; He. 3.11; Ap. 6.17), y el último menos frecuentemente (cf. Ro. 2.8; Ap. 14.10, 19; 16.1, 19; 19.15; véase zēlos en He. 10.27).

En consecuencia, la *ira de Dios es una realidad, y el lenguaje y las enseñanzas de las Escrituras están calculados para hacernos captar la severidad que la caracteriza. Hay tres observaciones que requieren mención especial. Primero, no debe interpretarse la ira de Dios en función de la pasión antojadiza tan comúnmente relacionada con la ira en nosotros. Es el deliberado y decidido desagrado que demanda la contradicción de su santidad. En segundo lugar, no debe tomarse como venganza, sino como santa indignación; no hay en ella nada que pertenezca a la naturaleza de la malicia. No se trata de un odio maligno, sino de una justa detestación. Tercero, no debemos limitar la ira de Dios a su voluntad de castigar. La ira es una manifestación positiva de su insatisfacción, tan segura como lo es su complacencia ante lo que le agrada. No debemos privar a Dios lo que nosotros llamamos emoción. La ira de Dios tiene su paralelo en el corazón humano, ejemplificado de manera perfecta en Jesús (cf. Mr. 3.5; 10.14).

La consecuencia de la culpabilidad del pecado es, por lo tanto, la santa ira de Dios. Como el pecado nunca es impersonal, sino que existe en las personas, y es cometido por ellas, la ira de Dios consiste en el desagrado que recae sobre ellas; nosotros somos objeto de ella. Los castigos penales que sufrimos son expresión de la ira de Dios. El sentimiento de culpa y el tormento de la conciencia son reflejo, en nuestro nivel consciente, del desagrado de Dios. La esencia de la perdición final consistirá en la aplicación de la indignación de Dios (cf. Is. 30.33; 66.24; Dn. 12.2; Mr. 9.43, 45, 48).

VIII. La derrota del pecado

A pesar de lo sombrío del tema, la Biblia nunca abandona totalmente una nota de esperanza y optimismo cuando se ocupa del pecado; porque el núcleo de la Biblia es su testimonio acerca de la poderosa ofensiva de Dios contra el pecado, en su histórico propósito de redención centrado en Jesucristo, el último Adán, su eterno Hijo, salvador de los pecadores. En mérito a la obra toda de Cristo (su nacimiento milagroso, su vida de perfecta obediencia, en forma suprema su muerte en la cruz y su resurrección de entre los muertos, su ascensión y ubicación a la derecha del Padre, su reinado en la historia y su glorioso retorno) el pecado ha sido vencido. Su autoridad rebelde y usurpadora ha sido derrotada, sus absurdas pretensiones han sido expuestas, sus viles maquinaciones desenmascaradas y neutralizadas, los funestos efectos de la caída en Adán contrarrestados y desechos, mientras que el honor de Dios ha sido vindicado, su santidad satisfecha, y su gloria extendida.

En Cristo Dios ha vencido al pecado; esas son las grandes y buenas noticias de la Biblia. Ya ha quedado demostrada esta derrota en el pueblo de Dios, que por su fe en Cristo y su obra terminada ya está libre de culpa y juicio por el pecado, y experimenta desde ya, en cierta medida, la derrota del poder del pecado por medio de su unión con Cristo. Este proceso culminará al final de los tiempos cuando Cristo vuelva en gloria, los santos sean completamente santificados, el pecado sea desterrado de la creación, y surjan nuevos cielos y tierra donde morará la justicia (cf. Gn. 3.15; Is. 52.13–53.12; Jer. 31.31–34; Mt. 1.21; Mr. 2.5; 10.45; Lc. 2.11; 11.14–22; Jn. 1.29; 3.16s; Hch. 2.38; 13.38s; Ro. pass.; 1 Co. 15.3s, 22s; Ef. 1.3–14; 2.1–10; Col. 2.11–15; He. 8.1–10.25; 1 P. 1.18–21; 2 P. 3.11–13; 1 Jn. 1.6–2.2; Ap. 20.7–14; 21.22–22.5).

Bibliografía. W. Günther, W. Bauder, “Pecado”, °DTNT, t(t). III, pp. 314–328; W. Eichrodt, Teología del Antiguo Testamento, 1975, t(t). II, pp. 379–489; R. Knierim, “Errar, pecar”, °DTMAT, t(t). I, cols. 755–765; K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1975, t(t). III, pp. 80–90; L. Berkhof, Teología sistemática, 1972, pp. 260–312; L. Morris, El salario del pecado, 1967; A. Peteiro, Pecado y hombre actual, 1972; C. Baumgartner, El pecado original, 1981; P. Ricoeur, Introducción a la simbólica del mal, 1976.

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J.M., B.A.M.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Pecado originalEl tema será tratado bajo los siguientes títulos:

Contenido

  • 1 Naturaleza del Pecado
  • 2 División del Pecado
  • 3 Pecado Mortal
  • 4 Pecado Venial
  • 5 Permisos y Remedios
  • 6 El sentido de pecado

Naturaleza del Pecado

Los demonios reclamando a los pecadores. Ate góticoDado que el pecado es un mal moral, es necesario en primer lugar determinar qué entendemos por mal y particularmente por mal moral. El Mal, es definido por Santo Tomás (De malo, 2:2) como una privación de forma u orden o de medida debida. En el orden físico, una cosa es buena en la proporción que posee entidad. Solo Dios es esencialmente ser y Solo El es bien esencial y perfecto. Los 7 pecados capitales. Jerómimo BoschTodo lo demás posee entidad pero limitada y, en la medida que posee entidad, es bueno. Cuando tiene su debida proporción de forma, orden y medida es, en su propio orden y grado, bueno (ver BIEN). Pecado de ira, según BrueguelEl Mal implica una deficiencia en la perfección, por lo tanto, no puede existir en Dios, quien es esencialmente y por naturaleza, bueno; sólo se encuentra en seres finitos los cuales, debido a sus orígenes de la nada, son sujetos a la privación de forma u orden o debida medida y, por la oposición que encuentran, son sujetos a un aumento o disminución de la perfección que tienen: “en sentido amplio, el mal puede ser descrito como la suma de oposición, la cual la experiencia demuestra que existe en el universo, en los deseos y necesidades de los individuos; por consiguiente surgen, entre los seres humanos al menos, el sufrimiento el cual abunda en la vida” (ver MAL).
Pecado de pereza según BrueguelDe acuerdo a la naturaleza de la perfección con la cual limita, el mal es metafísico, físico o moral. El mal metafísico no es mal propiamente tal; no es sino la negación de un bien superior, o la limitación de los seres finitos por otros seres finitos. El mal físico priva al sujeto afectado de algún bien natural y es adverso al bienestar del sujeto, como dolor y sufrimiento.
Pecado de avaricia según, BrueguelEl mal moral sólo se encuentra en los seres inteligentes; los priva de algún bien moral. Aquí trataremos solamente con el mal moral. Este puede ser definido como una privación de conformidad con la recta razón a la ley de Dios. Dado que la moralidad de un acto humano consiste en su concordancia o no concordancia a la recta razón y a la ley eterna, un acto es bueno o malo en el orden moral de acuerdo a si involucra esta concordancia o no concordancia. Cuando la creatura inteligente, conociendo a Dios y Su ley, deliberadamente rehúsa obedecerla, resulta el mal moral.
Pecado de lujuria, según BrueguelEl pecado no es mas que un acto moralmente malo (Santo Tomás, “De Malo”, 8:3) un acto en discordia con la razón informada por la ley Divina. Dios nos ha dotado de razón y libre voluntad, y un sentido de responsabilidad; Nos ha hecho sujetos de Su ley, la cual es dada a conocer a nosotros por los dictados de la conciencia, y nuestros actos deben conformarse a estos dictados, de lo contrario, pecamos (Rom. 14.23). En todo acto pecador, deben considerarse dos cosas, la sustancia del acto y el deseo de rectificación o conformidad (Santo Tomás, I-II: 72:1) El acto es algo positivo. El pecador intenta aquí y ahora actuar de determinada forma, desmedidamente eligiendo ese particular bien desafiando la ley de Dios y los dictados de la recta razón. Pecado de soberbia, según BrueguelLa deformidad no es directamente intencionada como tampoco está involucrada en el acto al parecer y en la medida que éste es físico, pero si en cuanto el acto procede de la voluntad que tiene el poder sobre sus actos y es capaz de escoger este o aquel bien particular contenido dentro de la visión de su objeto adecuado, es decir, el bien universal (Santo Tomás, “De Malo”, Q3, a.2, ad2um). Dios, como primera causa de toda la realidad, es la causa del acto físico como tal, la libre voluntad de la deformidad (Santo Tomás I-II:84:2; “De malo”, 3:2). El acto malo considerado adecuadamente tiene por sus causas, la libre voluntad eligiendo defectuosamente un bien mutable en lugar de un bien eterno, Dios, y por lo tanto, desviándose de su verdadero destino último.
La vanidad del excesivo ornato personal, según BrueguelEn todo pecado se encuentra una privación del debido orden o conformidad a la ley moral, pero el pecado no es una pura o total privación de todo bien moral (Santo Tomás, “De Malo”, 2:9; I-II: 73:2). Hay una privación en dos sentidos; una, total que no deja nada de su opuesto, como por ejemplo, la oscuridad que no deja nada de luz; otra, no total, que deja algo del bien del cual se opone como por ejemplo, la enfermedad que no destruye totalmente las aún equilibradas funciones del cuerpo necesarias para la salud. Una privación pura o total privación de bien puede ocurrir en un acto moral sólo bajo el supuesto que la voluntad puede inclinarse al mal como tal, así como por un objeto. Esto es imposible porque el mal como tal no está contenido dentro del punto de vista de un objeto adecuado de la voluntad, la cual es buena. La intención del pecador termina en algún objeto en el cual hay una participación de la bondad de Dios, y este objeto está directamente encaminado por El. La privación del debido orden, o la deformidad, no está directamente propuesta, aunque es aceptada al punto que los deseos del pecador tienden a un objeto en el cual este deseo de conformidad está involucrado, de manera que el pecado no es una pura privación, sino un acto humano carente de su debida rectitud. Del defecto emerge el mal del acto, del hecho, que es voluntario, su imputabilidad. Persistencia del demonio

División del Pecado

El infierno espera al pecador que no se arrepienteEn relación al principio por el cual procede el pecado, éste puede ser original o actual. La voluntad de Adán, como cabeza de la raza humana para la conservación o pérdida de la justicia original es la causa y fuente del pecado original. El pecado actual es cometido por un acto personal libre de la voluntad del individuo. Se divide en pecados de comisión y de omisión. Un pecado de comisión es un acto positivo contrario a algunos preceptos prohibitivos; un pecado de omisión es una falta de hacer lo que ha sido ordenado, o al menos desear algo incompatible con su cumplimiento (I-II:72:5) En cuanto a su malicia, los pecados se distinguen en pecados de ignorancia, pasión o dolencia, y malicia; en cuanto a las actividades que involucran, en pecados del pensamiento, palabra o hecho (cordis, oris, operis); en cuanto su gravedad, en mortales o veniales. Esta última división es, sin dudas, la más importante de todas y requiere un tratamiento especial. Aunque, previo a entrar en los detalles, resulta útil mostrar algunas distinciones posteriores que ocurren en teología así como en el uso general.

PECADO MATERIAL Y FORMAL:

Esta distinción está basada en la diferencia entre los elementos objetivos (el objeto en sí mismo, circunstancias) y los subjetivos (advertencia del pecado en el acto). Una acción que, de hecho, es contraria a la ley Divina pero no es conocida como tal por el agente, constituye un pecado material; mientras que el pecado formal es cometido cuando el agente libremente trasgrede la ley tal como se lo ha mostrado su conciencia, ya sea que tal ley realmente exista o si sólo se cree que existe por aquel que actúa. Por lo tanto, una persona que toma algo ajeno mientras piensa que es suyo, comete un pecado material; pero el pecado sería formal si toma lo ajeno en la creencia que pertenece al prójimo, sea ésta su creencia correcta o no.

PECADOS INTERNOS

Pecado que puede ser cometido no solo por actos externos sino también por la actividad interna de la mente fuera de cualquier manifestación externa, son simplemente los preceptos del Decálogo: “ No codiciarás los bienes ajenos” y del reproche de Cristo a los escribas y fariseos a quienes asemejó como “sepulcros blanqueados…llenos de inmundicia” (Mateo 23:27). De ahí que, el Concilio de Trento (Sess. XIV, c.v), al declarar que todos los pecados mortales deben ser confesados, hace especial mención a aquellos que son más secretos y que violan sólo los últimos dos preceptos del Decálogo, sumando que ellos “a veces hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los pecados cometidos abiertamente”. Usualmente, podemos distinguir tres tipos de pecados internos:

· delectatio morosa, i.e. el placer logrado en un pensamiento pecaminoso o imaginación incluso sin desearlo;
· gaudium, i.e. vivir complacido con pecados ya cometidos; y
· desiderium, i.e. el deseo por aquello que es pecaminoso.

Un deseo efficacious ej. Uno que incluya la intención deliberada de realizar o satisfacer el deseo, tiene la misma malicia, mortal o venial, como la acción que tiene en vista. Un deseo inefficacious es aquel que conlleva una condición de tal forma que la voluntad está preparada para realizar la acción en caso que la condición se verificara. Cuando la condición es tal que elimina todo pecado de la acción, el deseo no involucra pecado. Ej. Con gusto comería carne los Viernes si tuviera la dispensa; y en general este es el caso ya sea que la acción sea prohibida sólo por ley positiva.

Cuando la acción es contraria a la ley natural y sin embargo dadas las circunstancias permitida, o en un estado particular de la vida, el deseo, si incluye aquellas circunstancia o ese estado como condiciones, no es pecado en sí mismo. Ej. Yo mataría así o asa si tuviera que hacerlo en defensa propia. Usualmente, sin embargo, tales deseos son peligrosos y por lo tanto ameritan reprimirlos. Si, por otro lado, la condición no elimina el pecado de la acción, el deseo es también pecaminoso. Este es claramente el caso donde la acción es intrínsecamente y absolutamente mala, ej. Blasfemia: uno no podría sin cometer pecado, tener el deseo – Blasfemaría contra Dios si no fuera malo; la condición es un imposible y por lo tanto, no afecta al deseo mismo. El placer tomado de un pensamiento pecaminoso (delectatio, gaudium) es, en términos generales, un pecado del mismo tipo y gravedad como la acción de la que es pensamiento. Sin embargo, mucho depende de los motivos por los cuales uno piensa en acciones pecadoras. El placer, por ejemplo, que se puede experimentar al estudiar la naturaleza de un asesinato o de cualquier otro crimen, en lograr ideas claras sobre el caso, trazando sus causas, determinando culpabilidad, etc, no es un pecado; por el contrario, a menudo es tanto útil como necesario. El caso es por su puesto distinto cuando el placer significa gratificación por el objeto pecaminoso o la acción en sí misma. Y, es evidentemente un pecado cuando uno se jacta de sus proezas malvadas y aún más por el escándalo otorgado.

PECADOS CAPITALES O VICIOS

De acuerdo a Santo Tomás (II-II:153:4) “un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable de manera tal que en su deseo, un hombre comete muchos pecados todos los cuales se dice son originados en aquel vicio como su fuente principal”. Entonces, no es la gravedad del vicio en sí mismo que lo torna en capital sino el hecho que da origen a muchos otros pecados. Estos son enumerados por Santo Tomás (I-II:84:4) como vanagloria (orgullo), avaricia, glotonería, lujuria, pereza, envidia, ira. San Buenaventura (Brevil., III,ix) enumera los mismos. Escritores anteriores habían distinguido 8 pecados capitales: Así también San Cipriano (De mort., iv); Cassian (De instit. cænob., v, coll. 5, de octo principalibus vitiis); Columbanus (“Instr. de octo vitiis princip.” in “Bibl. max. vet. patr.”, XII, 23); Alcuin (De virtut. et vitiis, xxvii y sgtes.) El número siete, sin embargo, fue dado por San Gregorio el Grande (Lib. mor. in Job. XXXI, xvii), y se mantuvo por la mayoría de los teólogos de la Edad Media.

Es necesario hacer notar que “pecado” no se predica unívocamente de todos los tipos de pecado. “La división de pecados en veniales y mortales no es una división de género y especies que participan igualmente de la naturaleza del género, sino la división de un análogo en cosas de las cuales se predica primera y secundariamente”. (St. Thomas, I-II:138:1, ad 1um). “Pecado, no se predica unívocamente de todos los tipos, sino primariamente como pecado actual mortal…y por lo tanto no es necesario que la definición de pecado en general deba verificarse excepto en aquel pecado en el cual se encuentra perfectamente, la naturaleza del género. La definición de pecado puede ser verificado en otros pecados en cierto sentido” (Santo Tomás, II, d. 33, Q. i, a. 2, ad 2um). El pecado actual consiste principalmente en un acto voluntario repugnante al orden de la recta razón. El acto pasa, pero el alma del pecador se mantiene manchada, privada de gracia, en estado de pecado, hasta que el desorden se haya restaurado por penitencia. Este estado es llamado pecado habitual, maccula peccati, reatus culpae (I-II:87:6). La división del pecado en original y actual, mortal y venial no es una división de género y especies porque el pecado no tiene la misma significación cuando se aplica al pecado original y personal, moral y venial. El pecado mortal nos desgarra completamente de nuestro verdadero destino final; el pecado venial sólo nos impide en sus logros. El pecado actual personal es voluntario por un acto propio de la voluntad. El pecado original es voluntario no por un acto personal voluntario nuestro, sino por un acto de la voluntad de Adán. El pecado original y actual se distinguen por la forma bajo la cual son voluntarios (ex parte actus); el pecado mortal y venial por la forma bajo la cual afecta nuestra relación con Dios (ex parte deordinationis). Siendo que un acto voluntario y sus desórdenes son la esencia del pecado, es imposible que el pecado pueda ser un término genérico respecto al pecado original y actual, mortal y venial. La verdadera naturaleza del pecado se encuentra perfectamente sólo en un pecado personal mortal, en otros pecados imperfectamente, de manera que el pecado se predica principalmente del pecado actual y sólo secundariamente de los otros. Por lo tanto, debemos considerar: primero, el pecado personal mortal; segundo, el pecado venial.

Pecado Mortal

El pecado mortal es definido por San Agustín (Contra Faustum, XXII, xxvii) as “Dictum vel 2factum vel concupitum contra legem æternam”, ejemplo, algo dicho, hecho o deseado contrario a la ley eterna, o pensamiento, palabra o acto contrario a la ley eterna. Esta es una definición de pecado en tanto acto voluntario. En tanto defecto o privación, debería ser definido como una aversión a Dios, nuestro verdadero destino final, en razón de una preferencia dada a algún bien mutable. La definición de San Agustín es aceptada generalmente por los teólogos como principalmente una definición del pecado actual mortal. Explica muy bien los elementos materiales y formales del pecado. Las palabras “dictum vel factum vel concupitum” muestra el elemento material del pecado, el acto humano: “contra legem æternam”, el elemento formal. El acto es malo porque transgrede la ley Divina. San Ambrosio (De paradiso, viii) define el pecado como una “prevaricación (dolo*) de la ley Divina”.

La definición de San Agustín, estrictamente considerada, es decir el pecado como un impedimento a nuestro verdadero fin último, no comprende el pecado venial, sino en tanto que el pecado venial es, de alguna manera, contrario a la ley divina, aunque no es impedimento de nuestro fin último, se puede decir que está incluido en la definición tal como está. Mientras que en primer lugar una definición de pecados de comisión, los pecados de omisión pueden estar incluidos en la definición porque ellos presuponen algún acto positivo (Santo Tomás, I-II:71:5) y la negación y la afirmación se reducen al mismo género. Los pecados que violan la ley humana o la ley natural también están incluidos, por cuanto lo que es contrario a la ley humana o natural, es también contrario a la ley Divina, en tanto cada ley humana justa se deriva de la ley Divina y no lo es, sino estando en conformidad con la ley Divina.

DESCRIPCIÓN BÍBLICA DE PECADO

En el Antiguo Testamento, el pecado es establecido como un acto de desobediencia (Gen., ii, 16-17; iii, 11; Is., i, 2-4; Jer., ii, 32); como un insulto a Dios (Num., xxvii, 14); como algo detestado y castigado por Dios (Gen., iii, 14-19; Gen., iv, 9-16); como injurioso al pecador (Tob., xii, 10); como algo expiable por penitencia (Ps. 1, 19). En el nuevo Testamento, es claramente enseñado en San Pablo que el pecado es una trasgresión de la ley (Rom., ii, 23; v, 12-20); una esclavitud de la cual somos liberados por la gracia (Rom., vi, 16-18); una desobediencia (Heb., ii, 2) castigada por Dios (Heb., x, 26-31). San Juan describe el pecado como una ofensa a Dios, un desorden de la voluntad (Juan, xii, 43), una iniquidad (I Juan, iii, 4-10).

Cristo, en muchas de Sus declaraciones enseña la naturaleza y extensión del pecado. El vino a promulgar una nueva ley mas perfecta que la antigua, que se pudo extender a ordenar no solo los actos externos sino internos a un grado desconocido anteriormente y, en Su Sermón de la Montaña condena como pecadores muchos actos que eran juzgados como honestos y correctos por los doctores y maestros de la Antigua Ley. Denuncia de modo especial la hipocresía y el escándalo, la infidelidad y el pecado contra el Espíritu Santo. El enseña en particular, que los pecados vienen del corazón (Mat., xv, 19-20).

SISTEMAS QUE NIEGAN EL PECADO O DISTORSIONAN SU VERDADERA NOCIÓN

Todos los sistemas, religiosos o éticos, ya sea que niegan, por un lado, la existencia de un creador personal y legislador distinto y superior a su creación, o por otro lado, la existencia de la voluntad libre y la responsabilidad en el hombre, distorsionan o destruyen la verdadera noción bíblica-teológica del pecado. En los comienzos de la era Cristiana, los Gnósticos, aunque sus doctrinas variaban en sus detalles, negaban la existencia de un creador personal. La idea del pecado en el sentido católico no estaba contenida en su sistema. Para ellos, no hay pecado, salvo el pecado de ignorancia que no necesita expiación; Jesús no es Dios (Ver GNOSTICISMO). El maniqueísmo con sus dos principios eternos, bien y mal, en guerra perpetua entre ellos, es también destructivo de la verdadera noción de pecado. Todo mal, y consecuentemente todo pecado, viene del principio de mal. El concepto Cristiano de Dios como dador de ley se destruye. El pecado no es un acto voluntario conciente de desobediencia a la voluntad Divina. Los sistemas panteístas que niegan la distinción entre Dios y Sus creaturas, hacen que el pecado sea imposible. Si el hombre y Dios son uno, el hombre no es responsable de ninguno de sus actos, donde la moralidad es destruida. Si él es su propia regla de acción, no se puede desviar del bien como enseña Santo Tomás (I:63:1). La identificación de Dios y el mundo por el Panteísmo (q.v.) no da lugar al pecado.

Debe haber alguna ley donde el hombre es sujeto, superior y distinto de él, la cual puede ser obedecida y trasgredida, donde el pecado puede entrar dentro de sus actos. Esta ley debe ser mandato de un superior, porque las nociones de superioridad y sujeto son correlativas. Este superior solo puede ser Dios, quien es el único autor y señor del hombre. El Materialismo, negando como lo hace la espiritualidad y la inmortalidad del alma, la existencia de absolutamente ningún espíritu, y consecuentemente de Dios, no admite el pecado. No hay voluntad libre, todo está determinado por las inflexibles leyes del movimiento. La “Virtud” y el “vicio” son calificaciones de actos, sin sentido. El Positivismo coloca el fin último del hombre en algún bien sensible. Su ley suprema de acción es buscar el máximo de placer. El Egotismo o el altruismo es la norma suprema y criterio de los sistemas Positivistas, y no la ley eterna de Dios como revelada por El y dictada por conciencia. Para los materialistas evolucionistas, el hombre no es sino un animal altamente desarrollado, y la conciencia, un producto de la evolución. La Evolución ha revolucionado la moralidad y ya no existe el pecado.

Kant en su “Crítica a la Razón Pura”, habiendo rechazado todas las nociones esenciales de la verdadera moralidad, es decir, libertad, el alma, Dios y una vida futura, intentó en su “Crítica de la Razón Práctica” reestablecerlas en la medida que eran necesarias para la moralidad. La razón práctica, nos dice, nos impone una idea de ley y deber. El principio fundamental de la moralidad de Kant es “el deber por el bien del deber”, no Dios ni Su ley. El deber no puede ser concebido en sí mismo como una cosa independiente. Trae consigo ciertos postulados, el primero de los cuales es la libertad. En su doctrina, el hombre, en virtud de su razón práctica “Yo debo, luego yo puedo” tiene conciencia de la obligación moral (imperativo categórico). Esta conciencia supone tres cosas: libre voluntad, inmortalidad del alma, y la existencia de Dios, de otro modo el hombre no sería capaz de cumplir sus obligaciones, no podría haber suficiente sanción por la ley Divina, ningún premio o castigo en la vida futura. El sistema moral kantiano se maneja entre oscuridades y contradicciones y es destructivo de muchas de las enseñanzas de Cristo. La dignidad personal es la regla suprema de las acciones del hombre. La noción de pecado como oposición a Dios, es suprimida. De acuerdo a las enseñanzas del materialismo Monista hoy en día tan diseminado, no hay ni puede haber voluntad libre. De acuerdo a esta doctrina solo existe un cosa y que produce todos los fenómenos, incluido el pensamiento; no somos sino muñecos en sus manos, llevados de aquí para allá a su voluntad y finalmente llevados a la nada. En tal sistema, no hay lugar para el bien y el mal, una libre observancia o una trasgresión voluntaria de la ley. El pecado en su sentido verdadero, es imposible. Sin ley y libertad y un Dios personal no hay pecado.

Que Dios existe y puede ser conocido por Sus creaciones visibles, que El ha revelado sus decretos de Su eterna voluntad al hombre y es distinto de Sus creaturas (Denzinger-Bannwart, “Enchiridion”, nn. 178 2, 1785, 1701), son materias de fe y enseñanzas Católicas. El hombre es un ser creado dotado de libre voluntad (ibid., 793), hecho el cual, puede ser probado en las Escrituras y en razón del pecado de Adán quien ha perdido su inocencia primitiva, y mientras la voluntad libre permanece, sus poderes han sido disminuidos. (Ver PECADO ORIGINAL)

ERRORES PROTESTANTES

Lutero y Calvino muestran como su error fundamental que propiamente hablando no queda voluntad libre en el hombre luego de la caída de nuestros primeros padres; que el cumplimiento de los preceptos de Dios es imposible aún con la asistencia de la gracia, y que el hombre peca en todos sus acciones. La Gracia no es un don interno, sino algo externo.

A algunos no se les imputa pecado, porque están cubiertos con el velo del mérito de Cristo. La sola fé salva y no hay necesidad de buenas obras. En la doctrina de Lutero, el pecado no puede ser una trasgresión deliberada de la Ley Divina. Jansenio en sus “Agustinos” enseñó que, de acuerdo a los poderes presentes en el hombre, algunos preceptos de Dios son imposibles de cumplir incluso para el justo que se esfuerza por cumplirlos, y luego enseña que la gracia por medio de la cual es posible el cumplimiento es deseada incluso por el justo. Su error fundamental consiste en enseñar que la voluntad no es libre sino que está guiada necesariamente ya sea por la concupiscencia o la gracia. La libertad interna no es necesaria para el mérito o demérito. Basta la Libertad de coerción. Cristo no murió por todos los hombres. Baio enseñaba una doctrina semi luterana. La libertad no está enteramente destruida, sino que tan debilitada que sin la gracia no puede sino pecar. La verdadera libertad no se requiere para pecar. Un acto malo cometido involuntariamente vuelve al hombre responsable (proposiciones 50-51 en Denzinger-Bannwart, “Enchiridion”, nn. 1050-1). Todos los actos hechos sin caridad son pecados mortales y merecen la condenación porque proceden de la concupiscencia. Esta doctrina niega que el pecado sea una trasgresión voluntaria de la Ley Divina. Si el hombre no es libre, los preceptos no tienen ningún sentido en la medida que a él le corresponda.

EL PECADO FILOSÓFICO

Aquellos que construyen un sistema moral independiente de Dios y Su Ley, distinguen entre el pecado teológico y el pecado filosófico. El pecado filosófico es un acto moralmente malo que viola el orden natural de la razón y no la Ley Divina. El pecado teológico es una trasgresión a la ley eterna. Aquellos que tienen tendencias ateas y sostienen esta distinción, ya sea que niegan la existencia de Dios o mantienen que El no ejecuta providencia alguna en relación a los actos humanos. Esta posición es destructiva del pecado en su sentido teológico, en tanto Dios y Su Ley, premio y castigo, son hechos fuera de Él. Aquellos que admiten la existencia de Dios, Su Ley, la libertad humana y la responsabilidad, y aún así afirman una distinción entre el pecado filosófico y el teológico, mantienen que en el orden presente de la providencia de Dios son actos moralmente malos, los cuales, mientras violan el orden de la razón, no ofenden a Dios en tanto que el pecador puede ser ignorante de la existencia de Dios o no pensar actualmente en El y en Su Ley cuando actúa. Sin el conocimiento de Dios o consideración de El, es imposible ofenderlo. Esta doctrina fue censurada como escandalosa, temeraria y errónea por Alejandro VIII (24 de Agosto de 1690) y la siguiente proposición, fue condenada: “El pecado filosófico o moral es un acto humano en desacuerdo con la naturaleza racional y la recta razón, el pecado teológico y mortal es una trasgresión libre a la ley Divina. Por muy doloroso que parezca el pecado filosófico en alguien ya sea ignorante de Dios o no está actualmente pensando en Dios, es un pecado sin duda penoso, pero no es una ofensa a Dios, tampoco un pecado mortal que disuelve la amistad con Dios, ni tampoco merecedor del castigo eterno”. (Denzinger-Bannwart, 1290).

Esta proposición fué condenada porque no hace una distinción entre la ignorancia vencible y la invencible, más aún, supone la ignorancia invencible como suficientemente común, en vez de solo metafísicamente posible y porque en la dispensa presente de la providencia de Dios se nos enseñó claramente en las Escrituras que Dios castigará todo mal que venga de la libre voluntad del hombre. (Romanos ii, 5-11). No hay acto moralmente malo que no incluya una trasgresión a la ley Divina. Desde el hecho que una acción es concebida como moralmente mala, es concebida como prohibida. Una prohibición es ininteligible sin la noción de alguien prohibiendo. Quien prohíbe en este caso y liga la conciencia del hombre solo puede ser Dios, Quien es el único que tiene el poder sobre la voluntad libre del hombre y sus acciones, de manera que del hecho que cualquier acto sea percibido como moralmente malo y prohibido por conciencia, Dios y Su ley son percibidos, al menos confusamente, y una trasgresión voluntaria al dictado de la conciencia es necesariamente también una trasgresión a la ley de Dios. Cardenal de Lugo (De incarnat., disp. 5, lect. 3) admite la posibilidad del pecado filosófico en aquellos que son inculpablemente ignorantes de Dios, aunque el sostiene que actualmente no ocurre, porque en el orden presente de la providencia de Dios no puede haber ignorancia invencible de Dios y su Ley. Esta enseñanza no cae necesariamente dentro de la condena de Alejandro VIII, aunque es comúnmente rechazada por teólogos por que un dictado de conciencia necesariamente involucra un conocimiento de la ley Divina como un principio moral.

CONDICIONES DE PECADO MORTAL: CONOCIMIENTO, LIBRE ALBEDRÍO, MATERIA GRAVE

Contrario a la enseñanza de Baio (prop. 46, Denzinger-Bannwart, 1046) y a los Reformistas, un pecado debe ser un acto voluntario. Aquellas acciones en sí mismas son llamadas propiamente humanas o acciones morales las cuales proceden de la voluntad humana actuando deliberadamente con conocimiento del fin por el cual se actúa. El hombre difiere de toda creatura irracional precisamente que el es dueño de sus acciones en virtud de su razón y voluntad libre. (I-II:1:1). Siendo que el pecado es un acto humano defectuoso de la debida rectitud, debe tener en tanto es un acto humano, los constituyentes esenciales de un acto humano. El intelecto debe percibir y juzgar la moralidad del acto y la voluntad libremente elegir. Para que haya un pecado deliberadamente mortal debe haber advertencia total de parte del intelecto y consentimiento total de parte de la voluntad en una materia grave. Una trasgresión involuntaria de la ley incluso en una materia grave, no es formalmente, sino un pecado material. La gravedad de la materia es juzgada por las Enseñanzas en las Escrituras, las definiciones de concilios y papas, y también de la razón. Aquellos pecados juzgados como mortales son los que contienen en sí mismos algún desorden grave en relación a Dios, nuestro prójimo, nosotros mismos o a la sociedad. Algunos pecados no admiten liviandad material, como por ejemplo, la blasfemia, odio de Dios; son siempre mortales (ex toto genere suo), a no ser que se vuelva venial por necesidad de total advertencia por parte del intelecto o consentimiento total por parte de la voluntad. Otros pecados admiten materia liviana; son pecados graves (ex genere suo) en tanto su materia en sí misma es suficiente para constituirse en pecado grave sin la suma de ninguna otra materia, aunque es de tal naturaleza que, en un caso dado, debido a su pequeñez, el pecado puede ser venial, por ejemplo, el hurto.

IMPUTABILIDAD

Para que el acto del pecador pueda serle imputado no es necesario que el objeto en el cual termina y especifica el acto, esté directamente querido como fin o medio. Es suficiente que sea querido indirectamente o en su causa, es decir, si el pecador prevee, al menos confusamente, qué se seguirá del acto el cual libremente realiza o de la omisión de un acto. Cuando la causa produce un efecto doble, uno de los cuales es directamente querido, y el otro indirectamente, el efecto que se sigue indirectamente es moralmente imputable al pecador cuando se verifican estas tres condiciones:

· Primero, el pecador debe preveer al menos confusamente los efectos malos que se siguen de aquello que causa,
· Segundo, debe ser capaz de abstenerse de ser causa;
· Tercero, debe estar bajo la obligación de prevenir el efecto malo.

El error y la ignorancia en relación al objeto o circunstancias del acto causado, afectan el juicio del intelecto y consecuentemente, la moralidad e imputabilidad del acto. La ignorancia invencible excusa totalmente de pecado.

La ignorancia vencible no excusa aunque hace al acto menos libre (ver IGNORANCIA). Las pasiones, mientras ellas perturban el juicio del intelecto, afectan más directamente a la voluntad. La pasión antecedente aumenta la intensidad del acto, el objeto es más intensamente deseado, aunque menos libremente, y la perturbación causada por la pasión puede ser tan grande al punto de hacer del juicio libre un imposible, dejando al agente, por el momento, fuera de sí (I-II:6:7 al 3um.) La pasión consecuente, la cual surge del comando de la voluntad, no disminuye la libertad, sino que mas bien es un signo de un intenso acto volitivo. El miedo, la violencia, la herencia, los estados temperamentales y patológicos, en tanto afectan la volición libre, afectan la malicia e imputabilidad de pecado. De la condenación de los errores de Baio y Jansenio (Denz-Bann, 1046, 1066, 1094, 1291-2) queda claro que para que haya pecado actual y personal son necesarios y se requieren el conocimiento de la ley y un acto personal voluntario y libre de coerción. Ningún pecado mortal es cometido bajo estado de ignorancia invencible o en un estado de media conciencia. No se requiere la advertencia actual de lo pecaminoso de un acto, basta la advertencia virtual. No es necesario que esté presente la explícita intención de ofender a Dios y romper su Ley, basta el total y libre consentimiento de la voluntad a un acto malo.

MALICIA

La verdadera malicia del pecado mortal consiste en la trasgresión conciente y voluntaria de la ley eterna e implica un desprecio de la voluntad Divina, un total alejamiento de Dios, nuestro verdadero fin último y la preferencia por algo creado a lo cual nos subyugamos. Es una ofensa ofrecida a Dios, y una injuria a El; no en el sentido que afecta ningún cambio en Dios, quien es inmutable por naturaleza, sino que el pecado a través de su acto, priva a Dios de la reverencia y honor que se le debe: no es una falta de malicia de parte del pecador sino la inmutabilidad de Dios que lo previene a El del sufrimiento. Como una ofensa ofrecida a Dios, el pecado mortal es, de alguna manera infinito en su malicia, en tanto es dirigido contra un ser infinito, y la gravedad de la ofensa es medida por la dignidad del ofendido (Santo Tomás, III:1:2 al 2um). En cuanto acto, el pecado es finito, la voluntad del hombre no es capaz de malicia infinita. El pecado es una ofensa contra Cristo Quien ha redimido al hombre (Fil, iii, 18); contra el Espíritu Santo Quien nos santifica (Heb, x, 29), una injuria al hombre mismo, causando la muerte espiritual del alma y convierte al hombre en servidor del demonio. La primera y mas importante malicia del pecado se deriva del objeto sobre el cual la voluntad desordenadamente tiende, y del objeto considerado moralmente, no físicamente. El fin por el cual el pecador actúa y las circunstancias que rodean el acto son también factores determinantes de su moralidad. Un acto el cual, objetivamente considerado, es moralmente indiferente, puede quedar como bueno o malo por las circunstancias, o por la intención del pecador. Un acto que es objetivamente bueno puede quedar como malo, o de le pueden agregar nuevas especies de bien o mal, o un nuevo grado. Las circunstancias pueden cambiar el carácter del pecado a tal grado que se torna específicamente diferente del considerado objetivamente; o pueden simplemente agravar el pecado aunque no cambie su carácter específico, o pueden disminuir su gravedad. Para que ejerzan esta influencia determinante, son necesarias dos cosas: deben contener en sí mismas algún bien o mal y deben ser aprehendidas, al menos confusamente, en su aspecto moral. El acto externo, en tanto es mera ejecución de un acto interno eficaz y voluntario, de acuerdo a la opinión tomista común, no agrega ninguna bondad o malicia esencial al pecado interno.

GRAVEDAD

Mientras que todo pecado mortal nos aleja de nuestro verdadero fin último, no todos los pecados mortales son igualmente graves, como queda claro en las Escrituras (Juan, xix, 11; Mat, xi,22; Luc, vi) y también de la razón. Los pecados se distinguen específicamente por sus objetos, los cuales alejan al hombre no de igual modo de su fin último. Nuevamente, siendo que el pecado no es pura privación sino una mezcla, todos los pecados no destruyen de igual modo el orden de la razón. Los pecados espirituales, otras cosas siendo iguales, son mas graves que los pecados carnales. (Santo Tomás, “De malo”, Q. ii, a. 9; I-II, Q. lxxiii, a. 5).

DISTINCIÓN ESPECÍFICA Y NUMÉRICA DEL PECADO

Los pecados se distinguen específicamente por sus formalmente diversos objetos; o por su oposición a diferentes virtudes, o por diferentes preceptos morales de la misma virtud. Los pecados que son específicamente distintos son también numéricamente distintos. Los pecados dentro de la misma especie se distinguen numéricamente de acuerdo al numero de actos completos de la voluntad en relación al total de los objetos. Un objeto total es aquel que, ya sea por sí mismo o por la intención del pecador, forma un todo completo y no está referido a otra acción como parte del todo. Cuando los actos completos de la voluntad se relacionan al mismo objeto hay tantos pecados como actos moralmente interrumpidos.

MATERIA QUE CAUSA PECADO

Considerando que el pecado es un acto voluntario carente de debida rectitud, el pecado se encuentra, como en una materia, principalmente en la voluntad. Empero, dado que no solo los actos producidos por la voluntad, son voluntarios, sino también aquellos que son producidos por otras facultades bajo el comando de la voluntad, el pecado puede encontrarse en estas facultades, en tanto son sujetas en sus acciones al comando de la voluntad, son instrumentos de ella, y se mueven bajo su guía (I-II:74)

Los miembros externos del cuerpo no pueden ser principios efectivos de pecado (I-II:74:2, ad 3um). Son meros órganos que tienen actividad por el alma; no inician la acción. Los poderes apetitivos, por el contrario, pueden ser principios efectivos de pecado, porque ellos poseen, a través de su conjunción inmediata con la voluntad y subordinación a ella, una cierta, pero imperfecta libertad (I-II:56:4, ad 3um). Los apetitos sensuales tienen sus propios objetos sensibles a los cuales se inclinan naturalmente, y siendo que el pecado original ha roto el lazo que los mantiene en completa sujeción a la voluntad, pueden anteceder la voluntad en sus acciones y tender a sus propios objetos desordenadamente. Por lo tanto, pueden ser principios próximos de pecado cuando se mueven desordenadamente, contrario a los dictados de la recta razón.

Es propio de la razón regir las facultades inferiores, y cuando aparece un disturbio en lo sensorial, la razón puede hacer uno de dos cosas: puede consentir al deleite sensible o puede reprimir y rechazarlo. Si consiente, el pecado ya no pertenece a la parte sensible del hombre, sino del intelecto y la voluntad y, consecuentemente, si la materia es grave, el pecado es mortal. Si lo rechaza, no se puede imputar pecado alguno. No puede haber pecado en la parte sensible del hombre independiente de la voluntad. Los movimientos desordenados del apetito sensible a los que les preceden la advertencia de la razón, y que son padecidos involuntariamente, no son siquiera pecados veniales. Las tentaciones de la carne no consentidas, no son pecados. La concupiscencia, que queda luego de la culpabilidad del pecado original es perdonada en el bautismo, no es pecadora al punto que no es consentida (Coun. of Trent, sess. V, can. v). El apetito sensible por sí mismo no puede ser sujeto de pecado mortal, porque no puede ni asir la noción de Dios como un fin último, ni apartarnos de El, aversión sin la cual no puede haber pecado mortal.La razón superior, cuya gestión es ocuparse ella misma de la cosas Divinas, puede ser el principio próximo del pecado, ambos, en relación a su propio acto, conocer la verdad, y, en el sentido que dirige las facultades inferiores: En relación a su propio acto, en tanto que voluntariamente abandona el conocer lo que se puede y debe saber; en relación al acto a través del cual dirige las facultades inferiores, al punto que comanda los actos desordenados o falla en reprimirlos. (I-II:74:7, ad 2um) . La voluntad nunca consiente un pecado que no sea al mismo tiempo un pecado de la razón superior como malamente dirigiéndola, ya sea por estar actualmente deliberando y comandando el consentimiento, o fallando en la deliberación e impedimento al consentimiento de la voluntad cuando puede y debe hacerlo. La razón superior es el último juez de los actos humanos y tiene una obligación de deliberar y decidir si el acto a realizar está de acuerdo a la ley de Dios o no. El pecado venial también se puede encontrar en la razón superior cuando deliberadamente consiente pecados que son veniales en su naturaleza, o cuando no hay un total consentimiento en el caso de un pecado que es considerado objetivamente mortal.

CAUSAS DEL PECADO

Bajo este título, es necesario distinguir entre la causa eficiente, ej. El agente que realiza la acción pecadora, y aquellos otros agentes, influencias o circunstancias que incitan al pecado y consecuentemente involucran peligro, mas o menos grave, para aquel que está expuesto. Estas causas incitantes son explicadas en artículos especiales sobre OCASIONES DE PECADO y TENTACIÓN. Aquí consideraremos solo la causa eficiente o causas de pecado. Estas son interiores y exteriores. La causa total y suficiente de pecado es la voluntad, la cual es regulada en sus acciones, por la razón y actúa sobre los apetitos sensitivos. Las causas internas principales de pecado son la ignorancia, flaqueza o pasión, y la malicia. Ignorancia por parte de la razón, flaqueza y pasión por parte del apetito sensible y malicia por parte de la voluntad. Un pecado tiene cierta malicia cuando la voluntad peca por su propio mérito y no bajo la influencia de la ignorancia o la pasión.

Las causas exteriores del pecado son el demonio y el hombre, quien lleva al pecado por medio de la sugestión, la persuasión, tentación y el mal ejemplo. Dios no es la causa del pecado (Concilio de Trento, sess, VI, can vi, in Denx-Bann, 816). El dirige todas las cosas a El y es el fin de todas sus Acciones, y no puede ser la causa del mal sin auto-contradicción. En cualquier entidad donde hay pecado como acción, él es la causa. La mala voluntad es la causa del desorden (I-II:79:2). Un pecado puede ser causa de otro en tanto un pecado puede estar ordenado a otro como a su fin. Los así llamados, siete pecados capitales, pueden ser considerados como la fuente de donde proceden otros pecados. Son propensiones pecadoras las cuales se revelan en actos pecaminosos particulares. El pecado original en razón de sus lamentables efectos, es la causa y fuente de pecado y por esta razón, nuestra naturaleza ha sido herida e inclinada al mal. La ignorancia, la enfermedad, la malicia y concupiscencia son consecuencias del pecado original.

EFECTOS DEL PECADO

El primer efecto del pecado mortal en el hombre es alejarlo de su verdadero fin último, y privar su alma de la gracia santificante. El acto pecaminoso ocurre y el pecador es dejado en un estado de aversión habitual de Dios. El estado pecaminoso es voluntario e imputable al pecador, porque necesariamente se sigue del acto de pecado que el libremente realiza, y se mantiene hasta su satisfacción. (ver PENITENCIA). Este estado de pecado es llamado por los teólogos, pecado habitual, no en el sentido que el pecado habitual implique un hábito vicioso, sino en el sentido que significa un estado de aversión de Dios dependiente del pecado actual que precede, consecuentemente voluntario e imputable. Este estado de aversión lleva necesariamente consigo, en el presente orden de la providencia de Dios, la privación de la gracia y caridad por medio de los cuales el hombre está ordenado a su fin sobrenatural. La privación de la gracias es la “macula peccati” (Sto. Tomás, I-II, Q 1xxxvi) la mancha del pecado del que se habla en las Escrituras (Jos., xxii, 17; Isaias, iv, 4; 1 Cor., vi, 11). No es nada positivo, cualidad o disposición, una obligación al sufrimiento, una denominación extrínseca que viene del pecado, sino solamente la privación de gracia santificante. No hay distinción real sino conceptual entre el pecado habitual (reatus culpae) y la mancha de pecado (macula peccati). El pecado habitual es uno y la misma privación considerada como destructiva del debido orden del hombre a Dios, y la mancha o “macula” del pecado es considerado como privador del alma de la belleza de la gracia.

El segundo efecto del pecado está en transmitir el dolor del sufrimiento padecido. (reatus paenae). El pecado (reatus culpae) es la causa de esta obligación (reatus paenae). El sufrimiento puede estar inflingido en esta vida a través del medio de castigos medicinales, calamidades, enfermedades, males temporales, los cuales tienen a alejarnos dl pecado; o pueden ser inflingidos en la vida por venir por la justicia de Dios como castigo vindicativo. Los castigos en la vida futura son proporcionados al pecado cometido y es obligación padecer este castigo por pecados no arrepentidos, que es lo que significa la “reatus poenae” de los teólogos. El dolor a padecer en la vida futura, se divide en sanciones de pérdidas (poena damni) y penas del sentido (poena sensus). La pena de pérdida es la privación de visión beatífica de Dios como castigo por alejarse de El. La pena del sentido es el sufirimiento como castigo por la conversion a alguna cosa creada en lugar de Dios. Este doble sentido del color por el castigo del pecado mortal es eterno (I Cor., vi, 9; Mat., xxv, 41; Mar ix,45). Un pecado mortal es sufuciente para caer en el castigo (ver INFIERNO). Otros efectos del pecado son: remordimiento de conciencia (Sab, v, 2-13); una inclinación hacia el mal, así como los hábitos son formados por la repetición de actos similares; un oscurecimiento de la inteligencia, una dureza de la voluntad (Mat., xiii, 14-15; Rom., xi, 8); un enviciamiento general de la naturaleza, la cual sin embargo no destruye totalmente la sustancia y las facultades del alma sino meramente debilita el recto ejercicio de sus facultades.

Pecado Venial

El pecado venial es esencialmente diferente del pecado mortal. No nos aleja de nuestro verdadero fin último, no destruye la caridad, el principio de unión con Dios, ni priva al alma de gracia santificante y es intrínsecamente reparable. Es llamado venial precisamente porque, considerada su propia naturaleza, es perdonable; en sí mismo, meritorio de castigo temporal, no eterno. Se distingue del pecado mortal en cuando al desorden. Con el pecado mortal, el hombre queda enteramente apartado de Dios, su verdadero fin último y, al menos implícitamente, coloca su fin último en alguna cosa creada. Con el pecado venial, el no es apartado de Dios, tampoco coloca su fin último en creaturas. Se mantiene unido con Dios por caridad, pero no tiende a El como debiera. La verdadera naturaleza del pecado en tanto contraria a la ley eterna, que repele especialmente al principal fin de la ley, se encuentra en el pecado mortal. El pecado venial es solo de manera imperfecta, contrario a la ley en tanto no es contrario al principal fin de ley, ni aleja al hombre de su fin al que está encaminado por la ley. (St. Thomas, I-II, Q. lxxxviii, a. 1; and Cayetano, I-II, Q. lxxxviii, a. 1, para el sentido de præter legem y contra legem de Sto. Tomás).

DEFINICIÓN

Siendo que el acto voluntario y su desorden son la esencia del pecado, el pecado venial en tanto que es un acto voluntario puede ser definido como un pensamiento, palabra o realidad discorde con la ley de Dios. Retarda al hombre en el logro de su fin último al tiempo que no lo aleja de El. Su desorden consiste ya sea en la elección no totalmente deliberada de algún objeto prohibido por la ley de Dios, o en la adhesión deliberada a algún objeto creado no como fin último sino como medio, cuyo objeto no aleja al pecador de Dios, pero no está, sin embargo, referido a El como un fin. El hombre no puede apartarse de Dios excepto al colocar deliberadamente su fin último en cosas creadas, y con el pecado venial no adhiere a ningún bien temporal disfrutandolo como fin último, sino como medio en referencia a Dios no actualmente sino habitualmente en tanto él mismo está ordenado a Dios por caridad. “Ille qui peccat venialiter, inhæret bono temporali non ut fruens, quia non constituit in eo finem, sed ut utens, referens in Deum no n actu sed habitu” (I-II:88:1, ad 3) Para que haya pecado mortal, debe ser adherido al menos implícitamente, algún bien creado como un fin último-

Esta adherencia no puede ser lograda por un acto semi-deliberado. Al adherir a un objeto que está en desacuerdo con la ley de Dios y sin embargo no es destructivo del fin principal de la ley Divina, no se ha establecido una verdadera oposición entre Dios y ese objeto. El bien creado no es deseado como un fin. El pecador no está colocado en la posición de escoger entre Dios y la creatura como fines últimos que se oponen, sino que está en tal condición mental que si el objeto al cual se adhiere fuera prohibido como contrario a su verdadero fin último, el no adheriría a él, sino que preferiría mantener su amistad con Dios. Un ejemplo podría darse en la amistad humana. Un amigo se abstendría de hacer algo que por sí mismo tendiera directamente a disolver la amistad, al tiempo que se permitiría a veces hacer cosas que desagradan al amigo sin destruir la amistad.

La distinción entre el pecado mortal y venial está establecida en las Escrituras. En San Juan (1 Juan v, 16-17) está claro que hay algunos pecados que llevan “hacia la muerte” y algunos pecados que no “llevan hacia la muerte”; es decir, mortal y venial. El texto clásico de la distinción entre el pecado mortal y venial es aquel de San Pablo (1 Cor., iii,8-15) donde el explica en detalle la distinción entre el pecado mortal y el venial.

“[11] Pues nadie puede cambiar la base; ya está puesta, y es Cristo Jesús. [12] Sobre este cimiento se puede construir con oro, plata, piedras preciosas, madera, caña o paja. [13] Un día se verá el trabajo de cada uno. Se hará público en el día del juicio, cuando todo sea probado por el fuego. El fuego, pues, probará la obra de cada uno. [14] Si lo que has construido resiste al fuego, serás premiado. [15] Pero si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará, pero no sin pasar por el fuego.” La madera, caña y paja significan los pecados veniales (Santo Tomás, I-II:89:2) los cuales, construidos sobre la base de una fe viva en Cristo, no destruyen la caridad y de sus mismas naturalezas, no merecen castigo eterno, sino temporal. “Así como” dice Santo Tomás (la madera, la caña y la paja) “son juntados en una casa y no pertenecen a la sustancia del edificio, así también los pecados veniales se multiplican en el hombre, más el edificio espiritual se mantiene, y por estos, el hombre sufre ya sea el fuego de las tribulaciones temporales en esta vida, o en el purgatorio después de esta vida y sin embargo, obtiene la salvación eterna”. (ibid).

La conveniencia de la división en madera, caña y paja está explicada por Santo Tomás (iv, dist. 21, Q. i, a. 2). Algunos pecados veniales son mas graves que otros y menos perdonables y esta diferencia está bien explicada por la inflamabilidad de la madera, la caña y la paja. El que exista una distinción entre los pecados mortales y veniales, es un asunto de fe (concilio de Trento, sess, VI, c.xi y cánones 23-25; sess. XIV de poenit, c.v). Esta distinción es comúnmente rechazada por todos los herejes modernos y antiguos. En el siglo cuarto Jovino afirmó que todo pecado era igual en culpa y merecedor de algún castigo (St. Aug., “Ep. 167”, ii, n.4); Pelagio (q.v), afirmó que todo pecado priva al hombre de justicia y por lo tanto, es mortal; Wyclif, que no hay garantías en las Escrituras que diferencien el pecado en mortal y venial, y que la gravedad del pecado depende no de la calidad de la acción, sino en el grado de predestinación o reprobación de manera que el peor de los crímenes del predestinado es infinitamente menos que la mas leve falta del reprobado; Hus, que todas las acciones de los viciosos, son pecados mortales mientras que todos los actos del virtuoso, son buenos y virtuosos (Denz-Bann, 642); Lutero, que todos los pecados de los no creyentes son mortales y todos los pecado del regenerado, con excepción de la infidelidad, son veniales; Calvino, al igual que Wyclif, basa la diferencia entre el pecado mortal y el venial en la predestinación, pero agrega que un pecado es venial por la fe del pecador. La veinteava de las proposiciones condenadas de Baio reza: “No hay pecado venial por naturaleza, aunque todo pecado merece castigo eterno” (Denz-Bann., 1020). Hirscher en tiempos mas recientes, enseñó que todos los pecados que son completamente deliberados, son mortales, aunque negaba la distinción de pecados en razón de sus objetos, sino que ésta descansa en la imperfección del acto. (Kleutgen, 2nd ed., II, 284, etc.).

MALICIA DEL PECADO VENIAL

La diferencia en la malicia del pecado mortal y venial consiste en lo siguiente: el pecado mortal es contrario al fin principal de la ley eterna, esto es, ataca la sustancia misma de la ley la cual comanda que ningún ser creado debe ser preferido a Dios en tanto fin o igualado a El, mientras que el pecado venial es sólo un desacuerdo con la ley, no contraria u opuesta a ella, no ataca su sustancia. Lo sustancial de la ley, su perfecto logro es entorpecido por el pecado venial.

CONDICIONES

Es Cometido un pecado venial cuando la materia del pecado es liviano, aunque la advertencia del intelecto y el consentimiento de la voluntad son totales y deliberados, y, cuando, aunque la materia del pecado sea grave, no hay total advertencia por parte del intelecto y consentimiento total por parte de la voluntad. Un precepto, obliga sub gravis aquello que tiene por objeto un fin importante que lograr y su trasgresión está prohibida bajo pena de perder la amistad de Dios. Un precepto obliga sub levi cuando no está tan directamente impuesto.

EFECTOS

El pecado venial no priva al alma de la gracia santificante, ni la disminuye. No produce una mácula o mancha, como lo hace el pecado mortal, pero disminuye el lustre de la virtud – “In anima duplex est nitor, unus quiden habitualis, ex gratia sanctificante, alter actualis ex actibus virtutem, jamvero peccatum veniale impedit quidem fulgorem qui ex actibus virtutum oritur, non autem habitualem nitorem, quia non excludit nec minuit habitum charitatis” (I-II:89:1). El pecado venial frecuente y deliberado disminuye el fervor de la caridad, dispone al pecado mortal (I-II:88:3) y obstruye la recepción de gracias que de otra forma Dios daría. Disgusta a Dios y obliga al pecador a castigo temporal ya sea en su vida o en el Purgatorio. No podemos evitar todo pecado venial en esta vida. “Aunque el mas justo y pío ocasionalmente durante su vida cae en algunos leves pecados diarios, conocidos como veniales, no por ellos deja de ser considerado justo” (Concilio de Trento, sess VI, c. Xi). Y el cánon xxiii dice: “Se alguien declara que un hombre una vez absuelto, no puede pecar de nuevo, o que puede evitar para el resto de su vida todo pecado incluso venial, excomulguemoslo” pero de acuerdo a la opinión común, podemos evitar solo el que sean totalmente deliberados. El pecado venial puede coexistir con el pecado mortal en aquellos que estan separados de Dios por el pecado mortal. Este hecho no cambia su naturaleza o reparabilidad intrínseca, y el hecho que no sea coexistente con la caridad no es resultado de pecado venial sino del mortal. Es per accidens, por una razón extrínseca que el pecado venial en este caso sea irreparable y castigado en el infierno. Que el pecado venial puede aparecer en su verdadera naturaleza como esencialmente diferente al pecado mortal es considerado de facto coexistente con la caridad (I Cor, 3, 8-15). El pecado venial no necesita la gracia de absolución. Puede ser remitido con la oración, la contrición, la comunión ferviente y otras obras pías. Sin embargo, es laudable su confesión (Denz-Bann, 1539).

Permisos y Remedios

Dado que por fé sabemos que Dios es omnipotente, omnisapiente y toda bondad, es difícil considerar el pecado en Su creación. La existencia del mal es el problema subyacente en toda teología. Se han dado varias explicaciones que den cuenta de su existencia, que difieren de acuerdo a los principios filosóficos y credos religiosos de sus autores. Cualquier explicación católica debe tener en cuenta las verdades definidas de la omnipresencia, onmisapiencia y bondad de Dios; la libre voluntad por parte del hombre; el hecho que el sufrimiento es el castigo por el pecado. Del mal metafísico, la negación de un bien mayor, Dios como causa, en tanto ha creado seres con formas limitadas. Del mal físico (malum pænæ) del cual El es también causa. Considerado como procedente de Dios, el mal físico es bueno, y es inflingido como castigo del pecado de acuerdo con decretos de justicia divina, compensando así la violación del orden por el pecado. Es malo sólo para el sujeto afectado por él.

Dios no es la causa del mal moral (malum culpae) (Concilio de Trento, Sess. VI, can.vi) ni directa ni indirectamente. El pecado es una violación del orden, y Dios ordena todas las cosas a El, como el fin último, consecuentemente El no puede ser la causa directa del pecado. El retiro de Dios de la gracia la cual previene el pecado, no lo hace a El la causa indirecta del pecado por cuanto este retiro es efectivo de acuerdo a los decretos de Su divina Sabiduría y justicia como castigo de pecado previo. El no está obligado de impedir el pecado, consecuentemente, no se le puede imputar como causa (I-II:79:1). Cuando leemos en las Escrituras y en los Padres que Dios inclina a los hombres a pecar, el sentido es, ya sea que en Su justo juicio El permite a los hombres caer en el pecado por una licencia punitiva, ejerciendo Su justicia al castigar el pecado pasado; o que El directamente causa no el pecado sino ciertas obras externas, buenas en sí mismas, las cuales son tan abusadas por las voluntades malas de los hombres que aquí y ahora cometen mal; o que el les da el poder de lograr sus malos designios. Respecto del acto físico del pecado, Dios es la causa en tanto que es una entidad y buena. La mala voluntad del hombre es causa suficiente de la malicia del pecado. Dios no puedo haber impedido la creación del hombre por el hecho de prever su caída. Esto habría significado la limitación de su Omnipresencia por una creatura, y habría sido destructiva de El. El era libre de crear al hombre aunque El previó su caída, y El no creó otorgándole libre voluntad y dándole los medios suficientes para perseverar en el bien y así haberlo querido. Debemos agregar nuestra ignorancia de la permisión del mal diciendo las palabras de San Agustín, que Dios no habría permitido el mal y que El no fue lo suficientemente poderoso para hacer bien del mal. La finalidad de Dios al crear este Universo es El mismo, no el bien del hombre y de alguna manera u otra el bien y el mal sirven para Sus fines, y finalmente habrá una restauración del orden violado gracias a la justicia Divina.

Ningún pecado quedará sin castigo..El mal que hacen los hombres debe ser purgado ya sea en este mundo a través de un acto de contrición (Ver PENINTENCIA) o en el mundo por venir en el purgatorio o el infierno, de acuerdo al pecado mortal o venial no arrepentido que mancha el alma, y merece castigo eterno o temporal (ver MAL). Dios ha proporcionado un remedio contra el pecado y ha manifestado Su amor y bondad frente a la ingratitud del hombre a través de la Encarnación de Su Divino Hijo (ver ENCARNACIÓN); a través de la institución de Su Iglesia para guiar a los hombres e interpretar para el Su ley, la administración de los Sacramentos, que son siete canales de gracia, las cuales usadas apropiadamente suministran un remedio adecuado al pecado y es un medio de unión con Dios en el cielo, el cual es el fin de Su ley.

El sentido de pecado

La comprensión del pecado, en la medida que pueda ser entendido por nuestra inteligencia finita, sirve para unir más al hombre con Dios. Le imprime de un temor saludable, temor de sus propios poderes, temor, si es dejado a sí mismo, de perder la gracia; con la necesidad que existe tras la búsqueda de la ayuda y gracia de Dios para mantenerse firme en el temor y amor de Dios, y así progresar en la vida espiritual. El pecado no puede ser entendido, sin la toma de conciencia que el estado moral presente del hombre no es aquel con el cual Dios lo creó, que sus poderes están debilitados; que tiene que lograr un fin sobrenatural, el cual es imposible por sus propios esfuerzos y sin ayuda, que sin la gracia no hay proporción entre el fin y los medios; que el mundo, la carne y el mal son en realidad agentes activos luchando contra el llevandolo para que los sirva en lugar de servir a Dios. La hipótesis de la evolución da cuenta de la evolución física del origen del hombre, la ciencia no conoce ninguna condición humana bajo la cual el hombre exhiba características del estado de justicia original, ni estado de no pecado. La caída del hombre en esta hipótesis es en realidad un ascenso a un grado superior de ser. “Una caída podría parecer, así como a veces un hombre vicioso parece estar degradado por debajo de las bestias, aunque como promesa y potencia, en realidad fue un ascenso” (Sir O.Lodge “Life and Matter” pag. 79). Esta enseñanza destruye la noción de pecado tal como es enseñada por la Iglesia Católica. El pecado no es una fase de un lucha ascendente, es más bien un rechazo deliberado, y voluntario a luchar. Si no hubiera habido caída desde un estado superior a uno inferior, entonces la enseñanza de las Escrituras, en relación a la Redención y la necesidad de una regeneración bautismal es ininteligible. La enseñanza Católica es aquella que coloca el pecado bajo su verdadera luz, que justifica la condena del pecado que encontramos en las Escrituras. La Iglesia continuamente se esfuerza por inculcar en sus hijos un sentido de temor reverencial al pecado algo a lo cual hay que temer y evitar. Somos creaturas caídas, y nuestra vida espiritual en la tierra es una lucha. El pecado es nuestro enemigo y mientras con nuestras propias fuerzas no lo podemos evitar, con la gracia de Dios si podemos. Si nosotros no ponemos obstáculos a las obras de la gracia, podemos evitar todo pecado deliberado. Si tenemos la mala fortuna de pecar, y buscar la gracia de Dios y su perdón con un corazón humilde y contrito, El no nos repelará. El pecado tiene remedio por la gracia, la cual es dada por Dios, por los méritos de Su único Hijo, Quien nos ha redimido, restaurando con Su pasión y muerte, el orden violado por el pecado de nuestros primeros padres y haciéndonos nuevamente hijos de Dios y herederos del Cielo. Mientras el pecado sea visto como una condición humana necesaria e inevitable, donde la inhabilidad para evitar el pecado es concebido como necesario, el desaliento le sigue naturalmente. Pero, no hay desaliento si son tomadas en cuenta la doctrina Católica de la creación del hombre en un estado superior, la caída por una trasgresión voluntaria, los efectos de ésta transmitidos por decreto Divino a la posteridad, la destrucción del equilibrio de las facultades humanas que dejan al hombre inclinado al mal; los dogmas de la redención y la gracia como reparación del pecado. Dejados a nuestra merced, caemos, pero manteniéndonos cerca de Dios y continuamente buscando Su ayuda podemos pararnos y luchar contra el pecado, y si debemos ganarnos la fé durante la batalla, la recompensa será coronada en el cielo. (Ver CONCIENCIA; JUSTIFICACIÓN; ESCÁNDALO).

Bibliografía: TRABAJOS DOGMÁTICOS: STO TOMÁS,, Summa theol., I-II, QQ. lxxi-lxxxix; IDEM, Contra gentes, tr. RICKABY, Of God and His Creatures (London, 1905); IDEM, Quaest. disputatae: De malo in Opera omnia (Paris, 1875); BILLUART, De peccatis (Paris, 1867-72); SUAREZ, De pecc. in Opera omnia (Paris, 1878); SALMANTICENSES, De pecc. in Curs. theol. (Paris, 1877); GONET, Clypeus theol. thom. (Venice, 1772); JUAN DE ST. TOMAS, De pecc. in Curs. theol. (Paris, 1886); SILVIO, De pecc. (Antwerp, 1698); Catechismus Romanus, tr. DONOVAN, Catechism of the Council of Trent (Dublin, 1829); SCHEEBEN, Handbuch d. kath. Dogmatik (Freiburg, 1873-87); MANNING, Sin and its Consequences (New York, 1904); SHARPE, Principles of Christianity (London, 1904); IDEM, Evil, its Nature and Cause (London, 1906) ; BILLOT, De nat. et rat. peccati personalis (Rome, 1900); TANQUEREY, Synopsis theol., I (New York, 1907).

Fuente: O’Neil, Arthur Charles. “Sin.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 14. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/14004b.htm

Traducido por Carolina Eyzaguirre Arroyo.

Fuente: Enciclopedia Católica