PODER DE DIOS

(-> autoridad, misericordia, sabidurí­a, jidcio, Job). En principio es un atributo de Dios, que aparece en todo el Antiguo Testamento como poderoso, creador de cielo y tierra (como reconoce el Credo cristiano). En esa lí­nea podemos afirmar que la Biblia es el libro del poder de Dios: el testimonio de sus obras grandiosas a favor de los hombres. En esa misma lí­nea podemos añadir que el poder de Dios y de la Iglesia sólo tiene sentido y es cristiano allí­ donde se expresa en forma de autoridad* liberadora y compartida, al servicio de todos, especialmente de los más pobres. Pero la misma tradición bí­blica sabe que puede haber “poderes” que no son autoridad, sino imposición y dictadura diabólica. Más aún, el mismo tema del poder de Dios ha planteado preguntas que son difí­ciles de responder, como seguiremos viendo.

(1) El enigma del poder: tres poderes. Comenzaremos evocando el tema del enigma del poder con la ayuda de un famoso pasaje apócrifo del entorno del Antiguo Testamento (3 Esdras), que contiene una historia sapiencial (paralela al juicio de Paris, de la tradición grecorromana) donde tres pajes o servidores del rey van presentando su opinión sobre el poder más alto de este mundo. Hablan del poder, es decir, de aquello que puede imponerse sobre los hombres, no de la autoridad, y responden presentando tres formas, (a) Uno responde que el mayor poder es el vino, pues afloja la cabeza de quienes lo beben e iguala a los cobardes con el rey, haciéndoles sentirse ricos, valientes e importantes (cf. 3 Esd 3,16-22). (b) Otro dice que el mayor poder es el rey, pues domina sobre el pueblo y tiraniza a sus vasallos, a quienes hace que le obedezcan y les lleva, si quiere, a luchar y a morir por su causa en una guerra (cf. 3 Esd 4,1-11). (c) Otro dice, en fin, que el poder son las mujeres, pues ellas engendran y dan a luz a reyes y vasallos, a viñadores y vinateros, seduciendo, al mismo tiempo, a los hombres que quieran… “Por mucho oro que tengan, los hombres lo dejan por una mujer esbelta, y van tras ella…” (cf. 3 Esd 4,13-25). Esta famosa discusión, formulada desde una perspectiva masculina, ha vinculado vino, rey y mujeres, presentándolos como poderes supremos. Pues bien, asumiendo la más fuerte tradición bí­blica, el autor del libro ha buscado un poder más alto, que no actúa por imposición, sino por autoridad, el poder de la verdad: “Toda la tierra invoca la verdad y el cielo la bendice… Injusto es el vino, injusto el rey, injustas las mujeres, injustos todos los hombres e injustas todas sus obras y todas las cosas semejantes: no tienen verdad y perecen en su injusticia; pero la verdad permanece, siempre es fuerte y vive y domina eternamente” (cf. 3 Esd 4,33-39). Esa respuesta sapiencial se sitúa en el buen camino, pero no ha logrado convencer a todos, pues parece que los únicos poderes reales son el vino (excitación, droga), las mujeres (el sexo, la apariencia) y los reyes (el poder). Tampoco ha convencido a Job*, cuyo libro es, quizá, el mejor estudio sobre el poder que se ha escrito en la literatura de Occidente.

(2) Job, el riesgo del poder de Dios. Job busca un poder que no sea impositivo (como parecen ser vino-sexoreyes), un poder en la lí­nea de la autoridad de la verdad. Evidentemente, tiene que ocuparse de Dios, pero se encuen tra con la visión de un Dios que es poderoso, pero no es “verdadero”, pues no podemos confiar en él. “Si él destruye, no será edificado de nuevo. Si él cierra ante el hombre, no habrá quien le abra. Si él detiene las aguas, las tierras se secan; y si las deja ir, trastornan la tierra. Con él están el poderí­o y la victoria; suyo es el que yerra y el que hace errar” (cf. Job 12,13-15). Job ha mirado hacia el Dios del poder y ha visto en él la fuente de toda la violencia de la tierra. “¿Quién le hizo frente y salió bien librado? Dios traslada los montes sin que ellos lo sepan, los sacude con gran fuerza. Mueve la tierra y vacilan sus columnas. Manda al sol y se apaga, se ocultan las estrellas. El solo desplegó los cielos y camina victorioso por los mares (9,3.5-8). Todo lo hace Dios, pero su poder parece inmoral: no le importan los hombres, trata a todos de la misma forma, extiende sobre todos su misma indiferencia, sin cariño ni misericordia: “Si viene de pronto la plaga y los humanos mueren Dios se rí­e de la angustia de los inocentes. Si un paí­s cae en manos de malvados Dios mismo pone un velo a los jueces…” (9,23-24). Desde aquí­ se puede trazar la genealogí­a divina de los males. Podrí­amos señalar la gama progresiva de sufrimientos humanos de Job (pobreza, soledad, dolor, rechazo social, angustia; cansancio, fragilidad, muerte). Pero aquí­ destacamos la gama de males de Dios: (a) Dios es poder, violencia bruta: por eso se desvela y manifiesta de un modo especial en los que triunfan de manera externa, en aquellos que desprecian a los pobres. Lógicamente, si miramos y medimos las cosas de esta forma, sólo los bandidos (prepotentes sin conciencia) podrán dominar y triunfar sobre la tierra (12,5-6). A este nivel se mueven los amigos de Dios, que pretenden convencerle con sus sabias razones: en el fondo de su pretendida piedad, ellos defienden la razón del sistema, la sacralización de la fuerza. Los sabios del dios de este mundo defienden a los vencedores: de su triunfo viven, de su poder se sirven. Por eso rechazan a Job, el humillado, haciéndole chivo emisario (responsable de sus males), y quieren (necesitan) que confiese sus pecados, para así­ quedar tranquilos, convencidos de su verdad divina, (b) Más que poder, Dios es fortuna. Así­ aparece como rueda que gira sin sentido repartiendo dones o desgracias a capricho: eleva a unos, humilla a los otros, sin que cuente el valor o virtud de los humanos (12,17-25). La sabidurí­a sagrada de los sabios acaba poniéndose al fin al servicio de la fatalidad, pues la lógica del destino se impone sobre la lógica de la fuerza. Más que con el poder (razón de los triunfadores, violencia del mundo), el Dios de los sabios amigos de Job se identifica así­ con la fortuna. En un primer momento ella parece simplemente caprichosa, juguetona y/o, mejor dicho, servidora de los fuertes. Pero al fin ella termina igualando a todos en la muerte: el dios del poder y la fortuna no nos puede dar la vida. Este Dios de la violencia y la fortuna tiene mucho poder, pero carece de autoridad, según Job, al menos en un primer momento de su discurso.

(3) Job no se puede justificar al Dios del poder, porque ese Dios calla ante la injusticia de los hombres. Dios está en silencio mientras gritan los violentos de la tierra y gimen de dolor los pobres. Ese Dios es un vací­o que pudiera interpretarse como nada: más allá del mundo con su violencia y fortuna, sólo existe un gran silencio: hay pura vaciedad en la que todo (aun la fortuna) carece de sentido. Culmina así­ la genealogí­a de los poderes de Dios y llega a su fin la trí­ada fatí­dica de violencia, fatalidad y nada. Sólo después, en un segundo momento, esta nada de Dios podrá venir a desvelarse como espacio abierto a las preguntas de los que sufren, lugar de una respuesta verdadera. Pero de eso hablaremos después. Permanezcamos por ahora en los planos anteriores. Millones de personas sufren en el mundo y Dios no quiere preocuparse de sus problemas (cf. 21,7-21). Permite que el perverso esté seguro y tome el poder sobre la tierra, de manera que sus vasallos le tengan que honrar de una manera interesada y servilista (21,22-34). Es aquí­ donde introduce nuestro texto su palabra, en inversión paradójica que cambia la antigua visión de lo divino, diciendo que, en el fondo, en un primer nivel, el poder de Dios es malo, de manera que él, el pobre Job, viene a presentarse como más justo, pues puede reprocharle su falta de ayuda a los pobres: “Los malvados remueven los mojones, roban al pastor y su rebaño. Se llevan el asno de los huérfanos, toman en prenda el buey de la viuda. Desde las ciudades gimen los que mueren, el herido grave pide auxilio; pero Dios no atiende a esos clamores. No se ha elevado aún el dí­a y se levanta el asesino para matar al pobre y desgraciado. Por la noche merodean los ladrones, penetran a escondidas en la casa ajena” (Job 24,23.12.14.16). Toda la injusticia del mundo se concentra en esos rasgos: la maldad de los fuertes que oprimen sin cesar a los pequeños; la violencia de los grandes… En medio de esa injusticia se presenta Job, el expulsado. Dios mismo ha salido a su encuentro, como sale por su presa el cazador, disparándole sus flechas (6,4; cf. 7,11-20). Job es un sencillo y simple humano: sólo quisiera estar en paz, tranquilo y retirado sobre el mundo, sin preguntar por Dios, sin angustiarse (10,20-21). Pero Dios le ha perseguido hasta romperle con sus males, amenazándole de muerte (cf. 10,1-13). Este Dios es poder, pero no tiene bondad.

(4) Más allá del Dios del poder, Job apela a un Dios distinto. Nosotros, hombres del siglo XXI, seguimos cerca de la problemática de Job. Por eso, nuestro tema no es mostrar que Dios existe, sino encontrarle bueno. De una forma consecuente, el problema de Dios empieza siendo un problema de justicia: (a) Mucho ateí­smo moderno acaba siendo antiteí­smo. Así­ razonan algunos: no negamos a Dios, le combatimos; rechazamos su poder injusto y procuramos construir un mundo más humano, en clave antropológica, (b) Mucho ateí­smo es protesta contra el sinsentido de la vida, es rechazo contra los sistemas de totalidad (ciencia, idea, Estado) que han querido triunfar en el mundo, pero destruyendo o manejando la existencia concreta de los hombres y mujeres, especialmente de los pobres. Por eso, es preferible rechazar el sentido del poder divino (de Dios) y quedarse en los pequeños valores de la vida. Job es grande porque lucha contra el Dios poderoso de la tradición teológica anterior sin hacerse por eso ateo y porque rechaza el sentido del poder que domina en el mundo, sin caer por eso en un relativismo donde todo acaba siendo equivalente y sólo importa el triunfo de mi vida, mi despliegue a costa de los otros. Job no acepta la respuesta de los sistemas (de los sabios oficiales que le quieren con denar como culpable, en aras del poder que triunfa sobre el mundo); pero tampoco quiere resignarse a la ignorancia o relativismo. Rechazando a los sabios del sistema, Job se eleva ante nosotros como sufriente universal. Así­ aparece como un pobre que pregunta en nombre de todos los pobres, como un expulsado que proclama el derecho y la justicia de los expulsados de la tierra, como un impotente que no cree en los poderes sagrados de un Dios que se impone por la fuerza. Por eso no le basta su satisfacción particular. Ha sufrido y preguntado en nombre de todos aquellos que padecen sobre el mundo: “Quisiera hablar al Poderoso (Shadday), venir a cuentas con Dios; puede matarme, pero sólo me queda esperanza si defiendo mi causa ante su juicio” (cf. 13,3.15). De esa forma apela ante Dios, llevando en sus espaldas el dolor de los dolores de la historia. Necesita entender y por eso eleva su causa. La verdad ya no es un lujo en el camino, sino aquello que le permite caminar. Por eso pregunta. Sabe que la verdad que está buscando es dialogal y por eso quiere, necesita, escuchar una respuesta: “Esta es mi última palabra. Esta es mi firma. Que responda ya el Poderoso” (31,35). Elevado sobre la mentira y violencia del mundo Job apela porque ha visto (ha vislumbrado) la existencia de un Dios verdadero. Job apela porque sabe (presiente) que hay sentido y palabra de amor más allá de los duros (al parecer inexorables) sistemas de poder del mundo, en los que parece expresarse el mismo Dios. De esa forma, su dolor se vuelve pregunta. Hay un sufrimiento que destruye, embota la mente, aniquila. Pero hay otro que dilata la mente y nos hace capaces de abrir las ventanas del alma, en llamada profunda. Es el caso de Job; por eso apela: “Ahora pues está en los cielos mi testigo, allá en lo alto está mi defensor. Mi clamor ha llegado hasta Dios, las lágrimas de mis ojos corren ante él” (16,19-20). Esta es la petición, éste el gemido de un hombre que quiere conocer el sentido del poder de Dios, más allá de los poderes injustos del mundo. Jesús responderá a esa petición, pero de un modo práctico, no teórico.

(5) Jeremí­as. La autoridad de un profeta impotente. En el conjunto de la Biblia, el tema del poder de Dios se evoca y resuelve de una forma proféticomesiánica, que está representada, de un modo especial, por Jeremí­as y por Jesús. Ambos responden con su propia vida, cada uno a su manera, a las preguntas de Job. Empezamos por Jeremí­as, que se ha convertido en sí­mbolo de la impotencia poderosa del profeta débil, representante del “poder” no impositivo de Dios: “Y yo dije: ¡Ay, Adonai Yahvé! Mira que no sé hablar, pues soy un muchacho. Y me dijo Yahvé: No digas: soy un muchacho, pues a todos a los que yo te enví­e irás y todo lo que yo te ordene dirás. No temas ante ellos, porque contigo estoy yo para salvarte” (Jr 1,6-7). (a) Profeta de la debilidad. Dios no elige al profeta para fortalecer a los autosuficientes de la tierra, sino todo lo contrario, para que desde su propia debilidad les muestre el riesgo de prepotencia en que se encuentran. Precisamente el profeta de la mayor debilidad puede ser testigo del poder de Dios. Contra el afán que tienen los grandes de lavarse las manos, echando la culpa a los otros (mecanismo del chivo emisario), contra el orgullo de aquellos que dicen ser elegidos de Dios e intocables, pues tienen estructuras que parecen santas (templo, monarquí­a), se alza el profeta de la mayor debilidad, diciendo que los poderosos del pueblo son culpables. Lógicamente ha de sufrir: su tarea no es sencilla ni agradable, como indican las palabras finales del oráculo: “Y tú cí­ñete los lomos: levántate y diles todo lo que yo te ordene. No tiembles ante ellos, para que no te haga temblar yo ante ellos. Mira, yo te constituyo hoy como ciudad inexpugnable, como columna de hierro y muralla de bronce frente a toda la tierra, para los reyes de Judá y sus prí­ncipes, para los sacerdotes y el pueblo de la tierra. Lucharán contra ti, pero no te vencerán pues yo estoy contigo para salvarte, palabra de Yahvé” (Jr 1,17-19). Jeremí­as sigue siendo el profeta débil por excelencia: el muchacho que no sabe hablar (Jr 1,6), el hombre que vive azotado por la sombra de su miedo, tal como lo indican sin cesar sus confesiones (Jr 11,18-21; 12,1-6; 15,10-21; 17,14-18; etc.), (b) El poder del profeta débil. Pero Dios le dice: “No tiembles ante ellos, para que no te haga temblar yo…”. Jeremí­as no tiene más poder que la palabra; pero se trata de una palabra que es más fuerte que todas las fortalezas del mundo: “Mira, yo te constituyo ciudad inexpugnable…”. Las imágenes se agolpan, en explosión militar: ¡ciudad, columna, muralla!, ¡hierro, bronce! Jeremí­as, el pobre profeta tembloroso, viene a presentarse como signo supremo de la acción de Dios y puede más que todos los ejércitos del mundo (1,18). Dios mismo le ha dicho: “Lucharán contra ti pero no te vencerán, porque contigo estoy…”. La fortaleza de Jeremí­as es el mismo poder de Dios. Por sí­ mismo es nada; pero puede todo desde el Dios que le acompaña y le sostiene (Jr 1,14). Desde esta base se entiende el poderí­o sufriente de Jeremí­as a quien el Nuevo Testamento ha vinculado de manera muy significativa con Jesús, que es también signo de Dios desde su debilidad. Jeremí­as (cf. Mt 16,14). El ha sido lo más opuesto a un guerrero, en el sentido convencional de ese término. Y sin embargo toda su vida fue una lucha: ha debido combatir a solas (o, mejor dicho, desde la palabra de Dios) contra reyes-prí­ncipes-sacerdotes-pueblo, en un tipo de gran enfrentamiento profético opuesto a las guerras de este mundo. No ha sido guerrero y, sin embargo, la palabra de Dios le ha confortado, haciéndole ciudad inexpugnable, alguien a quien nadie logra derribar: no te vencerán. Jeremí­as responde de algún modo a los problemas de Job. En esa lí­nea avanza Jesús.

(6) Jesús. La autoridad del crucificado. Muchos han entendido el mesianismo como experiencia y despliegue de un poder que los “delegados mesiánicos” ejercen, imponiéndose sobre los demás. Así­ lo han tomado los dos zebedeos, Santiago y Juan, cuando han pedido a Jesús los primeros puestos en la Iglesia. Jesús les responde de manera tajante: “¡No sabéis lo que pedí­s!… Los que parecen mandar a los pueblos los tiranizan y los grandes entre ellos los oprimen. No ha de ser así­ entre vosotros, sino al contrario: quien quiera ser grande sea vuestro servidor; y quien quiera ser primero sea esclavo de todos… Pues el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt 10,42-45). El poder de este mundo aparece como un tipo de opresión racionalizada: quienes parecen mandar no mandan, son esclavos del sistema y opresores de los otros a quienes tiranizan; así­ pierden su propia libertad, vol viéndose siervos del poder que ejercen. Cerrada en sí­, la racionalidad del sistema tiende a pervertirse en forma de poder de opresión. Pues bien, Jesús eleva frente a ella una experiencia superior de gratuidad creadora, sin poder mundano. (a) Contra el poder de la iglesia zebedea. Jesús no quiere lí­deres o jefes, para mandar bien, pues no ha venido a gobernar, sino a servir y dar su vida por todos, como verdadero Hijo del Hombre (invirtiendo el tema de Dn 7,14). La autoridad de Jesús es libertad para el amor, no poder sobre el sistema. Así­ inicia con sus Doce (y con aquellos que le siguen) un camino de servicio personal, que invierte la estrategia del sistema. Esta renuncia al poder, expresada de forma ejemplar en el Hijo del Hombre, marca la inflexión y novedad del Evangelio. Dn 7,14 es todaví­a Ley: ratifica la victoria legal del Poderoso, la venganza de Dios, el triunfo merecido de los israelitas buenos. Por el contrario, Mc 10,45 es Evangelio: como nuevo ser humano, verdadero Hijo de Hombre, signo de Dios, Jesús ha iniciado el camino del amor sin poder. Esta es su redención, su propia vida. No tiene que pagar nada a Dios, no tiene que expiar ante él por ningún tipo de culpa; simplemente ama y ofrece el amor de Dios como servicio en medio de una tierra dominada por el deseo de poder, por la violencia del sistema. Pues bien, olvidando esa palabra y asumiendo el camino que habí­an querido seguir los zebedeos, la Iglesia ha deseado convertirse muchas veces en sistema de poder divino con buenos gobernantes y organismos de control sobre el conjunto de los fieles. Pero Jesús habí­a establecido un movimiento de amor y servicio personal, no un sistema sacral (con buenos administradores), ni una escuela de iniciados, regida por doctores de la nueva ley, mí­sticos de interioridad. Frente a la organización mesiánica de los zebedeos, que intentan racionalizar su movimiento con el poder de Dios para gobernar sobre los demás, Jesús ha ofrecido un proyecto de unidad fraterna no desde el poder de algunos, sino desde el amor y servicio de todos (Mc 10,45). (b) Contra el poder de la iglesia satánica. El mismo Diablo de la tentación eleva a Jesús sobre el monte que domina sobre todos los reinos de la tierra y le ofrece el poder supremo en todos ellos: “¡todas estas cosas te daré, si postrándote me adoras!” (Mt 4,9). Sobre ese monte cósmico emerge el Diablo, como poder divino sobre Jesús, ofreciéndole el dominio sobre los humanos. Los fariseos de Mt 12,22-32 acusan a Jesús de estar poseí­do por el Diablo, pues realiza con el poder de Beélzebid sus exorcismos. Como delegado diabólico, Jesús habrí­a podido convertirse en Cristo polí­tico del cosmos, dueño de todos los poderes de la tierra. El poder “divino” de Jesús serí­a en el fondo diabólico, en lí­nea de imposición (adoración). Como la literatura ha destacado con frecuencia, para conseguir el poder sobre la tierra es necesario vender el alma al Diablo. Pero Jesús no intenta dominar el mundo con dineros o milagros, no pretende ser Mesí­as para imponerse sobre los demás, organizando así­ desde arriba la vida de los hombres, sino para servirles, en gesto de liberación gratuita. Por eso expulsa al Diablo, utilizando las palabras que más tarde empleará cuando rechace a Pedro, que ha querido separarle del camino de la entrega de la vida: “¡apártate [de mí­] Satanás!” (Mt 4,10; 16,23). Estamos, sin duda, ante un riesgo eclesial: el riesgo de querer construir la obra de Jesús con un poder “divino” que es satánico, imponiéndose por encima de los otros.

(7) Se me ha dado toda autoridad en cielo y tierra. Jesús rechaza el camino del poder impositivo, de tal manera que al final puede presentarse ante los discí­pulos, en la montaña pascual, como aquel a quien Dios (y no el Diablo) “le ha dado toda autoridad [exousia] en cielo y tierra” (Mt 28,18). Jesús aparece así­ como Mesí­as de la Autoridad, es decir, de la entrega salvadora de la vida y no de la imposición. Jesús no tiene “poder” para dominar sobre nadie, no puede imponerse por la fuerza, pues si lo hiciera no serí­a el mesí­as crucificado, el Cristo de Dios. Jesús sólo tiene autoridad para crear, en la lí­nea de Gn 1,1, donde se dice que “en el principio creó Dios el cielo y tierra”. Dios no tiene autoridad para destruir, sino sólo para crear. Tampoco Jesús tiene autoridad para condenar, sino sólo para salvar, dando su vida por muchos, es decir, por todos (cf. Mc 1,45). Jesús no tiene poder para tomar los reinos del mundo e imponerse por fuerza a los demás, como pretende el Diablo de Lc 4,5, cuando dice que to dos los reinos son suyos y que puede manejarlos a su capricho. Jesús no tiene poder de esa manera, no puede manejar los reinos a capricho, pero tiene y ofrece a sus discí­pulos la exousia o autoridad para abrir un camino de discipulado y salvación universal sobre la tierra (cf. Mt 28,18-20). De esa manera responde en la práctica a las preguntas que habí­a formulado Job.

Cf. J. M. ASURMENDI, Job. Experiencia del mal, experiencia de Dios, Verbo Divino, Estella 2001; R. GIRARD, La ruta antigua de los hombres perversos, Anagrama, Barcelona 1989; A. GONZíLEZ, Teologí­a de la praxis evangélica. Ensayo de una teologí­a fundamental, Sal Terrae, Santander 1999; Reinado de Dios e Imperio. Ensayo de Teologí­a social, Sal Terrae, Santander 2003; G. GUTIERREZ, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job, Sí­gueme, Salamanca 1988; C. MACIEL y R. LUGO. Las trampas del poder: reflexiones sobre el poder en la Biblia, Dabar, México DF 1994; C. G. JUNG, Respuesta a Job, FCE, México 1973; E. STAUFFER, Cristo y los Césares, Escerlicer, Madrid 1956.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra