SALVACION

v. Redención
Gen 49:18 tu s esperé, oh Jehová
Exo 14:13 no temáis; estad firmes, y ved la s que
Exo 15:2 Jehová es .. mi cántico, y ha sido mi s
1Sa 2:1 Ana oró .. por cuanto me alegré en tu s
1Sa 11:13 porque hoy Jehová ha dado s en Israel
1Sa 19:5 y Jehová dio gran s a todo Israel
2Ki 13:17 saeta de s de Jehová, y saeta de s
1Ch 16:23 tierra; proclamad de día en día su s
Job 13:16 él mismo será mi s, porque no entrará
Psa 3:2 dicen de mí: No hay para él s en Dios
Psa 3:8 la s es de Jehová; sobre tu pueblo sea tu
Psa 13:5 mas yo .. mi corazón se alegrará en tu s
Psa 14:7 ¡oh, que de Sion saliera la s de Israel!
Psa 18:2 y la fuerza de mi s, mi alto refugio
Psa 27:1 Jehová es mi luz y mi s; ¿de quién
Psa 35:3 la lanza .. dí a mi alma: Yo soy tu s
Psa 37:39 pero la s de los justos es de Jehová
Psa 40:10 he publicado tu fidelidad y tu s; no
Psa 42:5, 11


a Dios se le llama Salvador (Hos 13:4; Luk 1:47) y es presentado como el Dios de salvación (Psa 68:19-20; Luk 3:6; Act 28:28).

En el AT, la salvación se refiere tanto al tipo de liberación diaria, regular —como de los enemigos, enfermedades y peligros (ver 1Sa 10:24; Psa 72:4)— como a las de grandes liberaciones que se interpretan especí­ficamente como siendo una parte categórica de la participación única y especial de Dios en la historia humana así­ como también a las revelaciones especiales de su carácter y voluntad. El ejemplo supremo de esto es el éxodo (Exo 14:13, Exo 14:30-31; Exo 15:1-2, Exo 15:13; Exo 18:8), lo que incluyó la liberación de la esclavitud de Egipto, el viaje seguro hacia la Tierra Prometida y el establecimiento allí­ como un pueblo nuevo en una relación nueva con Dios (Deu 6:21-23; Deu 26:2-10; Deu 33:29).

Existen dos aspectos más en relación con la salvación en el AT. Primero, la salvación se refiere a la acción futura de Dios cuando él librará a Israel de todos sus enemigos y enfermedades y creará un nuevo orden de existencia (ver Isa 49:5-13; Isa 65:17 ss.; Isa 66:22-23; Hageo 2:4-9; Zec 2:7-13). Segundo, esto es la esperanza del Mesí­as, quien librará a su pueblo de sus pecados (Isa 43:11; Isa 52:13; Isa 53:12).

Además, en el AT, cuando Dios actúa para liberar a Israel, él actúa en justicia, y su acto es también uno de salvación (Isa 45:21; Isa 46:12-13). La salvación futura de Dios incluye una nueva creación, el rehacer y el renovar el viejo orden creado (Isa 9:2-7; Isa 11:1-9; Isa 65:17 ss.).

En el NT, a Jesús se le presenta como el Salvador de los pecadores (Luk 2:11; Joh 4:42; Act 5:31; Act 13:23; Phi 3:20; 2Pe 1:1, 2Pe 1:11; 1Jo 4:14). El tí­tulo reservado para Dios en el AT se le transfiere a Jesús. Cuando una persona se arrepintió y creyó, esa persona recibió la salvación (Mar 2:5; Luk 7:50; Luk 19:9-10).

Por causa de la vida, muerte y exaltación de Jesús, la salvación es una realidad presente. Es la liberación del dominio del pecado y de Satanás; es la libertad para amar y servir a Dios ahora (Act 4:12; 2Co 6:2; Heb 2:3). La salvación también es, sin embargo, una esperanza futura (Rom 5:9; 1Pe 1:5; Rev 19:1). Ver JUSTIFICACION; Ver REINO DE DIOS; Ver RECONCILIACION; Ver REDENCION.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(salud, liberación).

“Salvación” es un término importantí­simo en la Biblia, donde se menciona mas de 1.000 veces, y, como todo lo maravilloso, ha sido la razón de muchas herejí­as, sobre todo de los que insisten en que es nada más que un “acto” en la vida.

La palabra “sozein” o “sozo”: (salud), y “soteria”: (salvación), se aplican a la salud del cuerpo y del alma, a salvación fí­sica o espiritual, del individuo o del pueblo. Siempre conlleva un doble significado: Quitar la enfermedad, y dar salud; liberar de la derrota, y dar la victoria; borrar el pecado, y dar la gracia. siempre es “liberar de algo malo, y dar algo bueno, exactamente lo contrapuesto, fí­sico o espiritual.

1- En el Antiguo Testamento: La salvación suele ser material, e implica la acción por parte de Dios, y por parte del hombre.

– Dios es el Salvador: (Exo 15:2, Isa 43:3).

– El hombre tiene que tener fe en en Dios, y hacer lo que Dios le manda, como se ve, sobre todo, en el Exodo, que es el prototipo de toda Salvación: Liberación de Egipto: Dios hace los milagros de las “plagas”. pero los Israelitas tuvieron que untar de sangre del dintel de sus casas, y después, cargar con toda su hacienda y andar el camino hacia la tierra prometida.

(Ex.12).

En el Mar Rojo: Dios pudo haber puesto a todos los Israelitas, por un milagro, del otro lado del mar, levantándolos en el aire. pero no lo hizo así­; lo que hizo fueron los milagros de separar las aguas, y matar a todo el ejército Egipcio. pero los hombres tuvieron que atravesar a pie el mar Rojo con sus hijos, haciendas y ganados entre dos murallas de agua, por varias semanas, porque no era un rí­o, sino un “mar” de muchos kilómetros de largo.

(Ex.14).

Dios libera del hambre: Les manda el “maná”. y podí­a haberles dado “maná” por una semana, o un mes. pero no, los hombres tenian que ir “cada dí­a” a coger el maná, y el fin de semana, cogerlo para dos dí­as. ¡siempre hacer lo que Dios manda, con fe en El! Dios da la victoria en la batalla: Hace el milagro de derrumbr las murallas de Jericó. pero los hobres tuvieron que asaltar la fortaleza y pelear.

(Ex. 16).

A Sansón: Dios le dió una fuerza extraordinaria, milagrosa. pero Sansón tuvo que pelear contra el león y contra los filisteos, con sus manos.

(Jue.14).

A Gedeón Dios le dio la victoria: Con 300 hombres del pueblo, venció al gran ejército de 135.000 guerreros bien armados. pero los 300 tuvieron que tocar las trompetas y los cántaros vací­os y encender las antorchas: (Jue.6).

A David le dio la victoria sobre el gigante Goliat. pero David tuvo que tirar la piedra con su honda: (1 S.17). Dios salva de la lepra a Namán, pero Namán tuvo que lavarse 7 veces en el Jordán, como le ordenó Dios por medio de su profeta Eliseo: (2 R.5). As! Dios salva: La palabra “sozo” se usa para salud fí­sica, material o espiritual. y salva de la batalla, de la angustia, de los enemigos, de la violencia, de la muerte, del pecado.

(Exo 15:2, Sal 34:6, 2Sa 22:3, 2Sa 23:36-38, Sal 106:47, 6:4,- Eze 36:29).

2- En el Nuevo Testamento: Sigue habiendo “salvación fí­sica”, de enfermedades, de tormentas. pero el énfasis, el meollo del Evangelio, es la “sanación espiritual”, la liberación del “pecado”, porque el pecado es el único verdadero “mal” del cristiano y del pagano. y la misma palabra “sozo”: (salud), se sigue usando cuando hay una sanación fí­sica, como la hemorroisa o el leproso, o cuando hay una sanación espiritual, como la samaritana o Zaqueo: (Mt.9, Mc.l, Jn.2, Lc.19).

Las salvaciones fí­sicas, de la enfermedad, del hambre, de la tormenta. son el “tipo”, de la verdadera “Salvación”, del pecado. esto es lo grandioso del Nuevo Testamento, y de Cristo, e incluye dos partes, como toda salvación.

1- La parte negativa: Salvación del pecado, de la muerte, del demonio, del Infierno.

2- La parte positiva: “Justificación”: (hacer justo, amigo de Dios), “regeneración”: (una nueva criatura), “adopción” como hijos de Dios, “santificación” y “glorificación”.

En una palabra, esa Salvación incluye todas las bendiciones que tenemos en Cristo por su “Redención”: Son dobles: Liberarnos de la muerte en que estamos por el pecado, y engendrarnos a una “nueva vida”: La vida de hijos de Dios, ¡ya aquí­ en la tierra!. es como cuando se salva a un “ahogado”, se le salva para que “viva”.

zCómo se obtiene esta Salvación?.

1- Por parte de Dios: Cristo es el Salvador, que, con su Sangre, ya ha pagado por todos los pecados de todos los hombres y mujeres, de todos los tiempos.

2- Por parte del hombre: Se obtiene “gratis”: Por la fe en Cristo somos declarados “justos” e “hijos de Dios”, somos “justificados”. y, una vez justificados, no quiere decir que ya estamos en el Cielo, sino que seguimos en la Tierra, con una “nueva vida”, para vivir, proclamando con la boca y con las obras, las glorias de Dios, que Jesús es el Redentor: Así­ lo dice Rom 10:10 : “Con el corazón se cree para justificación, y con la boca se confiesa para la salvacion”.

Si el que es justificado, no confiesa con la boca a Cristo-Jesús, no va a ir al Cielo, ¡el mismo Cristo lo negará delante de su Padre!: (Mat 10:32-33). . Aun más, el justificado tiene el honor, la gloria y la responsabilidad, de “vivir” en la tierra como “prí­ncipe”, como “hijo de Dios”, haciendo “obras buenas”, que para eso fuimos hechos “prí­ncipes”, como dice Pablo en Efe 2:8-10. y si un “justificado” no hace “buenas obras” su fe no le vale para nada, dice Pablo en 1Co 13:2. y no sólo para “nada”, sino que será la razón para mandarlo al Infierno, como dice el mismo Cristo en Mat 7:21-27, Mat 25:31-46, Rom 2:5-11.

Es decir, nos justificamos, nos hacemos “hijos de Dios” gratis, sólo por la fe. pero vamos al Cielo, no por ser “hijos de Dios”, sino por lo que hicimos con el privilegio de serlo; lo mismo que el “prí­ncipe”, lo es gratis, sólo por ser hijo de su padre, pero solo es un “buen principe” si hace cosas buenas. y vamos al Cielo, no por los dones que Dios nos dio, sino por to que hicimos con esos dones, por las “obras” que hicimos con las manos que Dios nos dio, y con la Biblia y fe que Dios nos regaló, “por las obras”: (Rom 2:5-11, Mat 25:31-46, 2Co 5:10, Ap.20.

11-15, Mat 16:27, Jua 5:29).

Ver “Redención”.

Dios quiere- que todos nos salvemos y que todos vayamos al Cielo, los que nacieron antes de Cristo, los ateos, los musulmanes, los judí­os: (1Ti 2:4), y a todos les da la fe que necesitan, Rom 12:3.

Jesús es el salvador de todos: Incluso de Abraham, que nació antes de Jesús: (Hec 4:12, 1Ti 2:5, Mat 8:11).

La Iglesia sigue, en el tiempo, la misión salvadora de Cristo, y quien la rechaza, rechaza el mismo Cristo, Luc 10:16, Mar 16:16, Mt,Mar 16:19, Mar 18:18, 28:19 – Necesidad del Bautismo, de la Confesión y de la Eucaristí­a, Mar 16:16, Jua 3:5, Jua 6:48-58, Jua 20:23, 1Jn 1:9.

– Necesidad de la “lucha durante toda la vida”: Pablo vivió, durante toda su vida la “batalla de la fe”, nos dice en 2Ti 4:7; y por eso sigue esclavizando su cuerpo, no sea que termine condenándose, dice en 1Co 9:27.

– La salvación no es algo de un momento, sino que es toda la vida en esta tierra, que no es más que un perí­odo de “prueba”, hasta la muerte, para demostrarle que amamos y confiamos a Dios que no vemos, y por eso todo lo que se hace sin fe, es pecado, hasta el minuto de la muerte fí­sica: (Rom 14:23). La “fe” no sólo es para empezar a “vivir”, sino para “vivir” cada segundo del dí­a hasta la hora de la muerte.

– La Virgen Marí­a colabora en la salvación: Luc 1:38, J n.2:2-5, 19:25-27. y todos debemos colaborar a la salvación del vecino, sobre todo con nuestras “cruces”, como grita San Pablo en Col 1:24.

(Ver “Corredentor”).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

tip, DOCT

vet, (SALVADOR). Tanto el AT como el NT están centrados en la concepción de la “salvación”, basada sobre el hecho de que el hombre, totalmente arruinado por la caí­da, y por ello mismo destinado a la muerte y a la perdición eternas, tiene necesidad de ser rescatado y salvado mediante la intervención de un Salvador divino. Así­, el mensaje bí­blico se distingue claramente de una mera moral religiosa que dé al hombre consejos de buena conducta o que preconice la mejora del hombre mediante sus propios esfuerzos. También se halla a una inmensa distancia de un frí­o deí­smo, en el que la lejana divinidad se mantenga indiferente a la suerte de sus criaturas. En el Antiguo Testamento: En el AT el Señor se revela como el Dios Salvador. Este es, entre una multitud de otros, Su más entrañable tí­tulo en relación con nosotros, el más bello de ellos (2 S. 22:2-3). El es el redentor, el único Salvador de Israel (Is. 25:9; 41:14; 43:3, 11; 49:26), y ello de toda la eternidad (Is. 63:8, 16). Ya en Egipto empezó a manifestarse en este carácter, al decir: “Yo soy JEHOV큅 yo os libraré” (Ex. 6:6). El liberó a Su pueblo del horno de aflicción, del ángel exterminador, del amenazador mar Rojo, y Moisés exclama, ante todo ello: “Bienaventurado tú, oh Israel. ¿Quién como tú, pueblo salvo por Jehová, escudo de tu socorro, y espada de tu triunfo?” (Dt. 33:29). No se trata de los miles de medios que emplea Dios, sino que es el mismo Dios, Su presencia, Su intervención victoriosa, lo que salva (1 S. 14:6; 17:47). David exclama: “Dios mí­o… el fuerte de mi salvación” (2 S. 22:3). ¿Quién es el que puede resistir, cuando Dios se levanta para salvar a todos los mansos de la tierra? (cfr. Sal. 76:8-10). El salva a Sus hijos, frecuentemente rebeldes, a causa de Su nombre, para manifestar Su poder (Sal. 106:8). El profeta puede decir a Sion: “Jehová está en medio de fi, poderoso, él salvará” (Sof. 3:17), y el salmista no deja de ensalzar la salvación de Dios (Sal. 3:8; 18:46; 37:39; 40:17; 42:5; 62:7; 71:15; 98:2-3, etc.). Esta salvación comporta además todas las liberaciones, tanto terrenas como espirituales. El Señor salva de la angustia y de las asechanzas de los malvados (Sal. 37:39; 59:2); El salva otorgando el perdón de los pecados, dando respuesta a la oración, impartiendo gozo y paz (Sal. 79:9; 51:12; 60:6; 18:27; 34:6, 18). Sin embargo, el Dios Salvador, en el Antiguo Pacto, no se manifiesta aún de una manera plena; se halla incluso escondido (Is. 45:15). El Señor responde a la humanidad sufriente que le pide romper los cielos y descender en su socorro: “Esforzáos… he aquí­ que vuestro Dios viene… Dios mismo vendrá, y os salvará” (Is. 35:4). En el Nuevo Testamento: Cristo es ya de entrada presentado como el Salvador, y no sólo como un Maestro, amigo o modelo de conducta. El ángel dice a José: “Llamarás su nombre Jesús (Jehová salva), porque El salvará a su pueblo de sus pecados.” Zacarí­as bendijo al Señor por haber levantado “un poderoso Salvador” (Lc. 1:69). No hay salvación en nadie más (Hch. 4:12). Jesús es el autor de nuestra salvación (He. 2:10; 5:9). Dios envió a Su Hijo como salvador del mundo (1 Jn. 4:14), no para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por El (Jn. 3:17; 12:47). El Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se habí­a perdido (Lc. 19:10); vino, no para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas (Lc. 9:56). La verdadera dicha es la alcanzada por aquellos que pueden exclamar: “Sabemos que verdaderamente éste es el Salvador del mundo, el Cristo” (Lc. 4:42). En el Nuevo Pacto, el término de la salvación se aplica casi exclusivamente a la redención y a la salvación eterna. La salvación viene de los judí­os (Jn. 4:22). El Evangelio es la palabra de la salvación predicada en todo lugar (Hch. 13:26; 16:17; 28:28; Ef. 1:13); es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree (Ro. 1:16). La gracia de Dios es la fuente de la salvación (Tit. 2:11), que está en Jesucristo (2 Ti. 2:10). Dios nos llama a que recibamos la salvación (1 Ts. 5:9; 2 Ts. 2:13). Es confesando con la boca que llegamos a la salvación (Ro. 10:10); tenemos que ocuparnos en nuestra salvación con temor y temblor (Fil. 2:12). Somos guardados por el poder de Dios mediante la fe para alcanzar la salvación (1 P. 1:5, 9). Mientras tanto, esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo (Fil. 3:20), por cuanto se acerca el momento en que se revelará plenamente la salvación conseguida en el Calvario (Ro. 13:11; Ap. 12:10). No escapará el que menosprecie una salvación tan grande (He. 2:3). Al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos (Jud. 25). Bibliografí­a: Anderson, Sir R.: “El Evangelio y su ministerio” (Pub. Portavoz Evangélico, Grand Rapids, en prep.); Blanchard, J.: “Aceptado por Dios” (El Estandarte de la Verdad, Edimburgo, 1974); Chafer, L. S: “El camino de la salvación” (Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1972); Chafer, L. S: “Grandes temas bí­blicos” (Pub. Portavoz Evangélico, 1976); Finney, C. G.: “El amor de Dios por un mundo pecador” (Clí­e, Terrassa, 1984); Ironside, H. A.: “Grandes palabras del Evangelio” (Ed. Moody, Chicago, S/f); Lacueva, F.: “La Persona y la Obra de Jesucristo” (Ed. Clí­e, Terrassa, 1979); Lacueva, F.: “Doctrinas de la gracia” (Clí­e, Terrassa, 1975); Lacueva, F.: “El hombre: su grandeza y su miseria” (Clí­e, Terrassa, 1976); Moody, D. L.: “El camino hacia Dios” (Ed. Moody, Chicago, s/f); Ryrie, C. C.: “La gracia de Dios” (Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1979); Spurgeon, C. H.: “No hay otro Evangelio” (Estandarte de la Verdad, Barcelona, 1966); Spurgeon, C. H.: “Ganadores de hombres” (Clí­e, Terrassa, 1984); Stott, J. W. R.: “Las controversias de Jesús” (Certeza, Buenos Aires, 1975); Warfield, B. B.: “El plan de la salvación” (Confraternidad Calvinista Americana, México D. F., 1966); Wolston, W. T. P.: “En pos de la luz” (Verdades Bí­blicas, Apdo. 1469, Lima 100, Perú, 1982).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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En general, liberación de un peligro y superación de una situación de destrucción y muerte. En especial, el término salvación se asocia a cierto contenido religioso, cristiano o no, y supone la liberación de una tara espiritual, de la condenación, en virtud de la acción misericordiosa de la divinidad.

En este sentido se emplea continuamente en la exposición del mensaje cristiano: 221 veces se habla de salvar (108 de salvar[sodso]; 24 de salvador[soter], 45 de salvación[soterí­a], 13 de otras formas con la raí­z “sodso” y 31 en sinónimos como liberar, arrancar, sacar). La idea de salvación, pues, es una de las más persistentes en los textos bí­blicos. Es la más clarividente al hacer referencia y denominar al mismo Cristo, como Salvador. (Ver Redención)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Salvación integral

La “salvación” (la “salus”) es liberación del mal, al menos en alguno de sus aspectos enfermedad, dolor, muerte, opresión, error, hambre, injusticia, desánimo, inseguridad, miedo… Toda religión busca una “salvación” respecto a esas limitaciones humanas, pero especialmente respecto al pecado (con sus consecuencias), la culpabilidad, la contingencia de la vida. La salvación integral del hombre, a partir de la religión, abarca todos los aspectos, sin perder la tensión hacia la trascendencia.

Para conseguir esta salvación, toda experiencia religiosa tiene sus propios criterios, valores y actitudes. Toda religión ofrece un concepto de salvación y unos medios para alcanzarla, en relación con Dios o con la verdad y el bien absoluto. Por esto, la “salvación”, en general, se puede conseguir en todas las religiones. Pero todo depende del concepto de la misma. En realidad, al buscar la salvación, se intenta siempre llegar a dar una respuesta a los diversos aspectos de la existencia humana, en relación con su fuente que es Dios.

Salvación en Cristo

Cuando el cristianismo habla de “salvación”, no prescinde de ninguno de esos aspectos acentuados en otras religiones, sino que propone una salvación especial, integral y más allá de toda expectativa, puesto que se trata de “vida nueva” en Cristo y de perdón de los pecados por le redención de Cristo. La salvación cristiana es tensión hacia una plenitud que arrastra consigo todos los aspectos de la vida personal, comunitaria, histórica, cósmica.

La salvación de Cristo es “autocomunicación de Dios” RMi 7). Se ofrece como don, trascendiendo sin destruir ninguno de los anhelos de salvación que existen en todas las religiones. Su especificidad se fundamenta en el misterio de la Encarnación (el Verbo o Hijo de Dios hecho hombre y redentor). Cristo salva del pecado y de la muerte por un proceso de participación en la misma vida divina, haciendo a los hombres “hijos en el Hijo” (GS 22; cfr. Ef 2,5). Esta salvación no termina en esta tierra, sino que ya desde ahora es prenda de “vida eterna”, cuando “seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal como es” (1Jn 3,2).

Salvación universal de Cristo

Por Cristo Salvador, “es Dios quien viene en Persona a hablar de sí­ al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo” (TMA 6). La salvación que deriva de la Encarnación del Verbo y de la redención obrada por él, es universal, sin distinción de pueblo, raza y religión, pero más allá de toda salvación religiosa. “El Hijo de Dios marchó por los caminos de la verdadera encarnación, para hacer de los hombres partí­cipes de la naturaleza divina” (AG 3).

Referencias Encarnación, historia de salvación, Jesucristo, liberación, redención, sacramento universal de salvación.

Lectura de documentos AG 1, 3, 5-10; EN 27, 80; RMi 4-11; CEC 846-848.

Bibliografí­a AA.VV., Salvation Studia Missionalia 29 (1980); AA.VV., La salvezza oggi (Roma, Pont. Univ. Urbaniana, 1989); J.M.ª CASCIARIO, J.Mª MONFORTE, Jesucristo, Salvador de la humanidad. Panorama bí­blico de la salvación (Pamplona, EUNSA, 1996); (Comisión Teológica Internacional), El cristianismo y las religiones (Roma 1996); P. DAMBORIENA, La salvación en las religiones no cristianas ( BAC, Madrid, 1973); J. ESQUERDA BIFET, Teologí­a de la evangelización ( BAC, Madrid, 1995) cap. I y VIII; G. GRESHAKE, El hombre y la salvación de Dios, en Problemas y perspectivas de teologí­a dogmática (Salamanca, Sí­gueme, 1987) 253-284; A. SANTOS HERNANDEZ, Salvación y paganismo. Problema teológico de la salvación de los infieles (Santander, Sal Terrae, 1968); F.A. SULLIVAN, Salvation outside the Church? Tracting the history of the Catholic response (New York, Paulist Press, 1992).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: 1. El anuncio en el A. T 1.1. Dios Salvador. 1.2. Anuncio de la salvación mesiánica. – 2. Jesucristo salvador. Jesús es el Salvador único y definitivo. Novedad sorprendente. – 3. Contenido de la salvación. 3.1. Liberación de la Ley mosaica. 3.2. La liberación del pecado (la gracia santificante). 3.3. Liberación de la muerte (resurrección). 3.4. Liberación de la posesión diabólica y de las enfermedades. 3.5. Salvación fundamentalmente espiritual, pero que lleva consigo exigencias de orden social-polí­tico. 3.6. Salvación universal. – 4. Exigencias de la salvación. 4.1. La conversión. 4.2. La fe. 4.3. El amor a Dios y al prójimo. 4.4. La nueva justicia.

1. El anuncio en el A. T.

1.1. Dios Salvador
El término “salvación” (del verbo vasá; salvar, que aparece unas cien veces en el AT, al que corresponde sódsein en los L)OX), tiene un sentido muy amplio; puede expresar la liberación de un peligro, de una enfermedad, de los enemigos, de la esclavitud, de la muerte. A nosotros nos interesa la salvación que proviene de Dios.

En el AT Yahveh aparece como Dios Salvador. Libera a las personas: a Noé del diluvio (Gén 7,23;Sab 10,4), a Moisés en el paí­s de Egipto, a David dándole la victoria sobre los enemigos (2Sam 8,6.14; 23, 10.12). Y al pueblo elegido, de la cautividad egipcia, con “mano fuerte y tenso brazo” (Dt 5,15). Lo liberó después de los pueblos que rodeaban la Tierra Prometida, suscitando Jueces-Salvadores (Jue 2,18), hombres carismáticos movidos por el Espí­ritu de Yahveh (Jue 14,6). Más tarde lo liberó de la cautividad babilónica. Dios dice, por medio del profeta Isaí­as, al anunciarla: “Yo soy Yahveh y fuera de mí­ no hay Salvador” (43,11). Y después: “Y sabrás que yo soy Yahveh tu Salvador, el que te rescata, el Fuerte de Jacob” (60,16). Dios es el único Salvador. Este tí­tulo se aplica exclusivamente a Dios. Los salmistas, en respuesta a las acciones salví­ficas de Dios, afirman que la salvación de los justos viene de Yahveh (36,39), la invocan confiados: “¡Yahveh, danos la salvación! ¡Danos el éxito, Yahveh!” (117,25) y dan gracias a Dios cuando han sido liberados del peligro (17,20). La consideran como un don de Dios.

1.2. Anuncio de la salvación mesiánica
Las liberaciones indicadas, peculiarmente la de la babilónica, fueron consideradas como anuncio o prefiguración de la que en la plenitud de los tiempos traerí­a el Mesí­as. El gran profeta Isaí­as, a medio camino entre Moisés y Jesús, anuncia que el Mesí­as harí­a pasar al pueblo de las tinieblas a la luz (Is 9,12). El Deuteroisaí­as se siente llamado a anunciar la liberación de la cautividad babilónica. Pero, en sus frecuentes anuncios, está pensando en la liberación que tendrá como autor al Mesí­as y que será universal: “Volved a mí­ -dice Dios por medio de él- y seréis salvados todos los confines de la tierra, porque yo soy Dios, no existe ningún otro” (Is 45,22). Dice que el “Siervo de Yahveh” ha sido puesto para luz de las gentes (42,6; 49,6;61,1ss). El destierro en Babilonia llevó a los israelitas a un profundo examen de conciencia y llegaron a la conclusión de que ellos no habí­an sido elegidos por Dios para grandezas terrenas, sino para una misión religiosa. Se purifica la concepción de Israel y la salvación adquiere una perspectiva universal y espiritual. “El esplendor de la restauración -anunciada por Isaí­as- está representada con tales caracteres morales de justicia y con tal contenido religioso de santidad que va más allá de las aspiraciones humanas de una nación, aunque sea escogida por Dios, y se toca el horizonte propiamente espiritual sobre cuyo plano se desenvuelve el programa divino de la salvación y de la redención por obra de Cristo” (G. GiRoni).

También los profetas siguientes anuncian la salvación mesiánica: Jeremí­as dice que en los dí­as del Mesí­as “estará a salvo Judá y vivirá seguro Israel” (23,6). Ezequiel anuncia que Dios salvará a sus ovejas y las conducirá a buenos pastos, las limpiará de sus impurezas y les infundirá un espí­ritu nuevo (34,22; 36,26s). Salvación, dice Joel, que se otorgará a todos los que invoquen el nombre del Señor (3,5). Los salmistas añoran esa salvación escatológica y la piden a Dios con profundo lirismo (13,7; 79,3s.8.20; 105,47). “Así­, a lo largo de los textos (del AT) la idea de salvación se enriquecerá con toda una gama de armónicos. Ligada con el reino de Dios, es sinónima de paz y de felicidad (Is 52,7), de purificación (Ez 36,29) y de liberación (Jer 31,7). Su artí­fice humano, el rey escatológico, merece también el tí­tulo de Salvador (Zac 9,9 L)OX) pues salvará a los pobres oprimidos (Sal 71,4.13). Todos estosaspectos de la profecí­a preparan directamente el NT” (X. LEí“N-DUFOUR, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder 1965, 734).

2. Jesucristo salvador
El verbo sódsein (salvar) aparece 105 veces en el NT y soterí­a (salvación) 46. El primero se utiliza en los evangelios 50 veces y el segundo 5. Ello indica la importancia del tema en el NT y concretamente en los evangelios. Pero, a pesar de la importancia trascendental que en los evangelios tiene la misión salvadora de Cristo, el tí­tulo de Salvador, que le corresponde de modo singular y único, solamente aparece en ellos en tres ocasiones. La primera en Lc 1,47 en boca de Marí­a en el Magní­ficat: “se alegra mi espí­ritu en Dios mi salvador”. El tí­tulo se refiere a Dios y Lucas introduce con él uno de sus temas peculiares: la salvación. La segunda en Lc 2,11 en que el ángel anuncia a los pastores: “os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador que es el Cristo Señor”; aparece en primer lugar el tí­tulo más tí­picamente lucano. Estos textos conectan con la tradición anticotestamentaria en la que siempre aparece Dios como Salvador (cf He 13,23). La tercera vez en Jn 4,42 en que los habitantes de Samarí­a, instruidos directamente por Jesús, después del encuentro con la samaritana, confiesan que él es “verdaderamente el Salvador del mundo” (cf 1 Jn 4,14 y la idea en Jn 1,29). La expresión corresponde a la que se aplicaba a emperadores en el culto imperial. Mateo no utiliza el tí­tulo de Salvador, pero en 1,21 constata el “le pondrás por nombre Jesús porque él salvará a su pueblo de sus pecados”. Jesús significa: “Yahveh salva”.

– Jesús es el Salvador único y definitivo. Así­ aparece a lo largo del contexto sinóptico. Fuera de él no hay salvación. El que se declare por él ante los hombres, también se declarará por él ante el Padre, pero a quien le niegue ante ellos también le negará él ante su Padre (Mt 10,32s; Lc 12,8s). La actitud ante Cristo es lo que decide la suerte del hombre en el Más Allá. “El que cree en él se salva; el que no cree se condena” (Jn 3,18;12,48). El es el Camino para ir al Padre, la Verdad que enseña ese camino, la Vida que se obtiene siguiendo ese camino (Jn 14,6). No hay otro camino, otra verdad, otra vida realmente Salví­ficas. Sólo él es la puerta para entrar en el Reino (Jn 10,7;Lc 13,23s). Pedro dirá, en los inicios de la predicación apostólica, ante las autoridades judí­as: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres (que el de Jesús) por el que nosotros debamos salvarnos” (He 4,12). “Jesús es Salvador enviado por Dios como tal. No un Salvador en contraposición al Salvador que puede ser objeto de reverencia o de culto en otros grupos religiosos o étnicos, sino el Salvador de todos los hombres, el único Salvador. El lenguaje teológico del NT es al mismo tiempo exclusivista e integrador. Excluye la posibilidad de otros “salvadores”, al mismo tiempo que integra cuanto de positivo puede darse en la concepción de aquéllos, polarizándolo en la persona de Jesús, no en virtud de cierto eclecticismo doctrinal, sino para destacar la tesis central de que Jesús es Salvador de manera absoluta” (J. Dí­Az y Dí­az, Enciclopedia de la Biblia Ed. Garriga v. VI 1963, 416).

La razón por la que se utiliza tan parcamente el tí­tulo de Salvador aplicado a Cristo puede ser debida: por parte de los judí­os al hecho de que éstos esperaban un salvador de orden polí­tico y temporal; habí­a que evitar malos entendidos. Por parte de los paganos, debido a la frecuencia con la que se aplicaba este tí­tulo a sus dioses, reyes, emperadores, filósofos, en determinadas ocasiones. La salvación que traí­a Cristo era especí­ficamente distinta de la de unos y otros. Sólo después de la predicación de Cristo, cuando se clarificó la naturaleza de su salvación, pudo ser utilizado sin problemas. De hecho aparece desde un principio de la predicación apostólica (cf. He 13,23). Sin duda alguna, la utilización por parte de Lucas tuvo singular resonancia en las ciudades del Asia Menor y en el mundo romano, frente a la decepción de los “dioses’salvadores” del mundo pagano.

– Novedad sorprendente. Cristo será Salvador por el camino del “Siervo de Yahveh”. Llevará a cabo la redención de la humanidad por el camino del sufrimiento. Lo habí­a anunciado Isaí­as en los poemas del “Siervo” (50,4-11;52,13-53,12) y los salmos 21 y 68. En el Bautismo, el Padre lo proclama Mesí­as sufriente al utilizar las palabras con las que comienza el primer canto del Siervo de Yahveh (Mc 1,11; Is 42,1). Rechaza con energí­a a Satanás que le propone en el desierto un camino diferente (Mt 4,1-11) y llama Satanás a Pedro, con toda su buena intención, quiere apartarle del camino señalado por el Padre (Mc 8,32s). Lucas presenta, a partir de 9,51 a Cristo mirando hacia Jerusalén donde tendrán lugar los grandes acontecimientos salví­ficos: su pasión, muerte y resurrección. Juan lo presenta como el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas (10,11) y atraerá a todos hacia sí­ cuando sea exaltado en la cruz (12,32s).

3. Contenido de la salvación
El contenido de la salvación que aporta Cristo es singular, especí­fico, frente a la salvación que se ofrecí­a en el mundo contemporáneo. Frente a la que ofrecí­a el culto imperial que se enmarcaba en el orden meramente temporal: la paz, el bienestar humano y polí­tico, la fecundidad del suelo, de los ganados, de los hogares. Frente a la “soterí­a” estoicista, bien de orden humano y eminentemente moral, que niega toda trascendencia y que el hombre ha de conseguir mediante su esfuerzo, viviendo conforme a la naturaleza y aceptando con desasimiento y resignación la ley inexorable del Logos (razón o ley universal que regula los acontecimientos). También frente a la salvación que ofrece la religión de los misterios. En ella se acude a Dios ante los distintos peligros, como la enfermedad, la guerra, pero comporta también un matiz escatológico individual al hacer referencia a los peligros que acechan al alma después de la muerte garantizando la ayuda de la divinidad en esa situación. Puede haber coincidencias con la religión predicada por Cristo -hay en las diversas religiones elementos comunes- pero en la cristiana hay algo singular: la Persona de Cristo, Mesí­as anunciado en el AT, Hijo de Dios y la salvación que lleva consigo la filiación divina que otorga.

3.1. Liberación de la Ley mosaica
Cristo no abolió la Ley en cuanto a su contenido dogmático y moral, sino que la llevó a su plenitud (Mt 5,17). Sí­ la abolió en cuanto a su contenido ritual-ceremonial (circuncisión, sacrificios de animales, leyes sobre las purificaciones, distinción de alimentos, etc.), a la que los fariseos habí­an añadido la ley oral con sus 613 preceptos, a la que daban el mismo valor que a la ley escrita. Estas cosas tení­an carácter provisorio; llegado lo definitivo perdieron su valor. Constituí­an el “muro de separación” entre judí­os y gentiles que fue preciso derribara Cristo para poder hacer de unos y otros un solo Pueblo (cf. Ef 2,15). Además, los gentiles jamás se habrí­an convertido al cristianismo si Cristo no hubiese abolido la parte ritual del AT debido a que ni los judí­os eran capaces de cumplirla (cf Jn 7,19; He 7,53; 15,10; Rom 2,17ss) y al carácter étnico-nacional que en la circuncisión y otros ritos habí­a suplantado al carácter ético-religioso que tuvieron en un principio. Respecto de los alimentos y purificaciones Cristo declara que lo que contamina no es el comer sin lavarse las manos, sino lo que sale del corazón, como las malas intenciones, los robos, los adulterios, los asesinatos (Mc 7,18-23). Y declara puros todos los alimentos (Mc 7,19). De todo ello libera Cristo que exigirá como condición para la salvación la fe acompañada de las obras de la nueva Ley: la caridad y los sacramentos. “La libertad frente a las ataduras de la ley proviene de Jesús, quien declaró el amor al hombre como criterio del auténtico amor a Dios” (H. GNILKA).

Más aún, Cristo nos libera “de toda ley”. El móvil de toda acción del cristiano tiene que ser el amor a Dios y el amor al prójimo. No la ley, que tiene que ser mero indicador, aunque necesario en toda la sociedad. El que se conduce sólo por la ley no es libre, ni humanamente (le falta el autodominio), ni cristianamente (no obra impulsado por el amor).

3.2. La liberación del pecado (la gracia santificante)
San Pablo hace una impresionante descripción de la situación religiosa al venir Cristo al mundo; todos, judí­os y gentiles, se encontraban bajo su dominio (Rom 1,13-3,20). El Bautista presenta a Cristo como “el Cordero que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29). Mateo dice que viene a salvar a su pueblo de los pecados (1,21). Cristo afirma que tiene poder para perdonar los pecados y lo confirma con la curación del paralí­tico (Mc 2,10). Perdona a la mujer pecadora, lleva la salvación a la casa de Zaqueo y promete el Paraí­so al buen ladrón arrepentido (Lc 7,48; 19,9; 23,48). Cristo mismo testifica que ha sido enviado para salvar al mundo (Jn 3,17; 12,47).

Pero, añadamos, la misión salvadora de Cristo no concluye con el mero perdón de los pecados. El confiere, además, la gracia santificante, que nos hace partí­cipes de la naturaleza misma de Dios (1 Pe 4,1) y nos confiere la vida eterna. Juan lo testifica constantemente: “A todos los que recibieron la Palabra les dio (el Padre) el poder de hacerse hijos de Dios” (Jn 1,12; cf. 1Jn 3,2; 5,7), lo que se obtiene por el “nacimiento del agua y del Espí­ritu” (3,5) (el bautismo). Cristo, en quien está la Vida (Jn 1,5), testifica que la comunica a los hombres (5,21) y la promete a quienes se alimenten con su cuerpo y con su sangre (Jn 6,54). Los justos, garantiza, irán a la vida eterna (Mt 25,46) y de los que hacen buen uso de los bienes de este mundo dice que serán recibidos en las moradas eternas (Lc 16,9).

3.3. Liberación de la muerte (resurrección)
La salvación que aporta Cristo lleva consigo también la liberación de la muerte corporal por la resurrección de los cuerpos. Cristo lo afirma en la discusión con los saduceos que la negaban en contra de los fariseos (Mc 12,18-27 y lug. par.). En respuesta al caso que le presentan (¿de quién será la mujer que tuvo siete maridos?) responde: “cuando tenga lugar la resurrección de los muertos, ni los hombres tendrán mujer, ni las mujeres maridos, sino que serán como ángeles en el cielo” (v.25). Resurrección que, por tanto, no es el retorno a la vida terrena, la reanimación de un cadáver, sino un estado semejante al de los ángeles, con un cuerpo completamente distinto del terreno. Todo el hombre, en cuerpo y alma, estará en la vida eterna (Mc 9,43-47). Lo mismo se concluye del argumento tomado del Pentateuco (únicos libros que admití­an como Escritura los saduceos, por eso Cristo acude a él y no a otros textos más claros posteriores al mismo): “Dios -les dice Cristo refiriéndose a Abraham, Isaac y Jacob- no es un Dios de muertos sino de vivos” (v.26s.). Cristo asume la concepción de los judí­os de que no hay vida verdadera sin cuerpo (concepción unitaria del ser humano) y por tanto la continuación de la vida de los muertos comporta necesariamente la resurrección.

Mt 27,52s relaciona la resurrección de Cristo con la “resurrección de los cuerpos de muchos santos difuntos”. Muchos Padres de la Iglesia y exegetas posteriores hasta nuestros dí­as han interpretado este texto en el sentido de que justos del AT (¿patriarcas y profetas?) fueron resucitados por Cristo y entraron con él en la gloria celestial. Sea lo que fuere, el relato de Mt marca un signo de la era escatológica (cf. Is 26,19;Ez c.37;Dan 12,2). Y es, al menos, un anuncio de la liberación de los muertos al final de los tiempos por la acción de Cristo. Lucas presenta la exhortación de Cristo a hacer el bien a quienes no pueden agradecerlo en este mundo, pues “se te recompensará en la resurrección de los justos” (14,14). Jesús avala la fe de los judí­os en la resurrección de los muertos con sus perspectivas de integridad corporal recobrada (X. León-Dufour). En Jn 11,25 Jesús dice a Marta: “Yo soy la Resurrección y la Vida”. Aunque dichas en el contexto de la muerte de Lázaro, tienen un sentido más amplio que el referido a la muerte de éste. La resurrección y la vida son en sí­ bienes escatológicos. Gracias a la fe se resucita de la muerte (Jn 5,24.29). Cristo prometió repetidamente la resurrección es el último dí­a en el discurso eucarí­stico (Jn 6.39s.40.44.54).

Finalmente, las resurrecciones referidas por los evangelistas, la de la hija de Jairo (Mc 5,12-43 y lug.par.), la del hijo de la viuda de Naí­m (Lc 8,7,11-17) y la de Lázaro (Jn 11,1-44) son anuncio y prefiguración de la resurrección de Cristo y de la resurrección de los muertos, lo que queda clarificado con las enseñanzas de Cristo que acompañan a la de Lázaro. San Pablo clarificará que la Resurrección de Cristo lleva consigo la nuestra. La de Cristo constituye las “primicias” (1 Cor 15,20;Col 1,18). Y viene exigida por la realidad del Cuerpo Mí­stico, del que Cristo es la Cabeza y nosotros los miembros. La resurrección de aquélla lleva consigo la de éstos. Cf Rom 8,11.

3.4. Liberación de la posesión diabólica y de las enfermedades
No es fácil dilucidar, en los relatos de curaciones y de expulsión de demonios en los evangelios, si se trata de una simple enfermedad o de una posesión diabólica. No era fácil en la mentalidad popular de entonces trazar la frontera entre una y otra.

Mc, el evangelio más cercano a los acontecimientos, presenta a Jesús al principio de su ministerio en lucha con satanás y como liberador de su acción sobre los hombres (1,12s.23-27.34;5,1-20 etc.). Los judí­os del tiempo de Cristo atribuí­an a los demonios la mayorí­a de los males que sufrí­an los hombres: vicios, pecados, enfermedades mentales y de todo género.Tanto en la concepción de los judí­os como de los orientales en el cuerpo del hombre puede habitar un espí­ritu bueno o un espí­ritu malo. Por la actitud de cada persona puede comprobarse qué espí­ritu le domina. De ahí­ la presentación de la actividad salví­fica de Cristo como liberación del poder de satanás. “Jesús no se opone a tal mentalidad, antes bien se sirve de ella para unificar los aspectos de su ministerio que le muestran en situación conflictiva, en lucha abierta contra el mal en todas sus formas. Pero en esta lucha, el vencedor es Jesús: Satanás, que personifica el poder del mal, “cae del cielo como un rayo” (Lc 10,18) (P. GRELOT, en X. LEON-DUFOUR, Los milagros de Jesús, Ed. Cristiandad, Madrid 1979,71).

En realidad, toda enfermedad, como todo mal (el pecado, la muerte; antes hemos constatado su liberación por Cristo) proviene del Maligno y es signo del poder de satán sobre los hombres (cf Lc 13,11.16). La intencionalidad de los evangelistas en los relatos de curación de posesos es poner de manifiesto el poder de Cristo sobre el maligno, la instauración del Reino de Dios (cf. Mt 12,28). Si descendemos a textos concretos, nos encontramos con relatos en los que se utilizan las expresiones “curar” y “expulsar demonios” (cf. Mt 17,15s.18: el endemoniado epiléptico); en estos casos podrí­a tratarse simplemente de curación de una enfermedad, en el caso indicado de epilepsia. Pero hay otros relatos en los que no aparecen sí­ntomas de enfermedad y Cristo increpa de tal manera al demonio “que no pueden explicarse como una razonable adaptación a la mentalidad de sus contemporáneos sobre los espí­ritus y demonios” (A. LíPPLE, El Mensaje de los Evangelios-hoy, Ed. Paulinas, Madrid 1968,239). Cfr. Mc 1,23-26.

Añadamos que las curaciones de enfermedades “realizan incoativamente lo que significan, aportan las arras de la salvación mesiánica que tendrá su remate en el reino escatológico” (X. LEON-DUFOUR). Cristo ha venido a realizar la redención total, del alma y del cuerpo, lo que refleja muy bien su actitud con el paralí­tico: “tus pecados te son perdonados” y “levántate y anda”” (Mt 9,6s). Las enfermedades son consecuencia del pecado; la liberación de éste tiene que llevar consigo la de sus efectos. Así­ las curaciones de enfermedades por parte de Cristo son como una anticipación de la redención total. Con ello Cristo confiere las arras, algo que lleva consigo la salvación escatológica y es parte de ella. “Que los ciegos vean, que los sordos oigan, que los paralí­ticos anden y que los muertos resuciten, es la primera floración de una nueva creación, que llegará a ser realidad con nuestra resurrección y glorificación; es un comienzo que tiende en esperanza a la plenitud; es, al mismo tiempo, una prenda que, de alguna manera, realiza ya esta esperanza” (A. de GROOT, El milagro en la Biblia. Verbo Divino, Estella 1970,63).

3.5. Salvación fundamentalmente espiritual, pero que lleva consigo exigencias de orden social-polí­tico
La salvación anunciada por Cristo que aporta el Reino predicado por él tiene una dimensión esencialmente religiosa. Lo proclamó con sus palabras: “Mi Reino no es de este mundo” (Jn 18,36) declaró ante Pilatos. Y con sus actitudes: cuando las turbas intentaban proclamarlo rey se apartaba rápidamente de ellas (Jn 6,15). El llamamiento que Cristo hace a sus discí­pulos, lo mismo que las exigencias que él impone, no son “un llamamiento a una vinculación polí­tico-mesiánica para luchar por la libertad, sino para una imitación religiosa que se orienta en la persona del que llama y tiene ante los ojos objetivos religiosos concretos” (R. SCHNACKENBURG, Reino y reinado de Dios. Ed. Fax, Madrid 1970,106). Y su realización no será obra de una evolución histórica, sino obra de Dios. Y las armas con las que se conquista la salvación que trae Cristo son las armas del espí­ritu: la conversión y la fe, la humildad y la sencillez, el desprendimiento de las cosas de la tierra que cautivan y seducen el corazón, la renuncia y la abnegación en aras de la voluntad de Dios y el seguimiento de Cristo, la nueva justicia y sobre todo el amor.

Pero la Iglesia, depositaria del mensaje de Cristo, tiene que decir una palabra desde el Evangelio, dentro de su misión profética, y desde él iluminar las realidades culturales, sociales, polí­ticas y económicas. “Deber de la fe cristiana, y por ellotambién de la Iglesia oficial, es el exigir la verdad y la justicia en el mundo en la forma de un poder espiritual, crí­tico y ético, un poder que tiene por misión mantener viva en el corazón de la humanidad la voluntad de convertir la sociedad humana en una polis, una ciudad, un lugar habitable, adecuado para vivir todo el mundo… De ahí­ que las Iglesias puedan e incluso deban permanecer oficialmente activas en la polí­tica, aunque con su propio estilo, y no como un tercero o cuarto bloque de poder polí­tico en la sociedad” (E. SCHILLEBEECKX, Jesús en nuestra cultura. Mí­stica, Etica y Polí­tica, Sí­gueme, Salamanca 1987,45).

3.6. Salvación universal
Hay quien ha planteado la cuestión de si el universalismo de la Iglesia proviene de Jesús mismo o si es algo que, surgido después sobre todo con la predicación de San Pablo, se ha puesto en boca de Jesús y en sus hechos. Dados los anuncios universalistas de los Profetas en torno a la misión del Mesí­as, su Reino y la Nueva Alianza, y habida cuenta de la conexión de Cristo con las enseñanzas más espirituales y elevadas de los Profetas, puede afirmarse ya a priori que el universalismo tiene que formar parte esencial de la misión y enseñanzas de Cristo. Así­ lo testifican todos los evangelios, en palabras y actitudes que se remontan a Jesús mismo.

En Mc, Cristo cita Is 56,7 en el relato de la expulsión de los vendedores del Templo: “Mi Casa será llamada casa de oración para todas las gentes” (Mc 11,17), con las que el profeta anunciaba el universalismo del culto mesiánico. En el discurso escatológico declara a sus discí­pulos que antes del fin del mundo “es preciso que sea proclamada la Buena Nueva a todas las naciones” (Mc 13,10). Y ante la acción de la mujer que en Betania ungió su cabeza con un perfume puro de nardo, Cristo afirma: “Yo os aseguro: donde quiera que se proclame la Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya” (Mc 14,9). También con sus hechos Cristo deja entrever el universalismo de la salvación que él trae. El limitó su actividad apostólica al pueblo judí­o; predicarla al mundo entero será tarea que encomendó a sus discí­pulos (Mt 28,19). Pero en su actividad curativa no se limita a los miembros del pueblo judí­o, sino que cura en el relato de Mc, al endemoniado de Gerasa (5,1-20) y a la hija de una sirofenicia (7,24,30). Constituyen estas curaciones un anuncio de que la salvación llegará también a los gentiles.

También Mt, escrito en ambientes judaicos, tiene afirmaciones claramente universalistas. Sobresale la pronunciada por Cristo mismo ante la admirable fe del centurión que pidió la curación de su siervo: “Os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera” (Mt 8,11s). Los semitismos garantizan su autenticidad. Las parábolas del Reino revelan que todos, sin excepción, están llamados a participar en su salvación. En la parábola de los viñadores homicidas Cristo anuncia a los dirigentes del pueblo que se les quitará el Reino y será entregado a otro pueblo (Mt 21,43), que es la Iglesia formada por judí­os y gentiles. Y Mt concluye su evangelio con el encargo de: “Id y haced discí­pulos a todas las gentes” (28,19). En cuanto a los hechos, a los citados por Mc, añade la curación de otro pagano, el siervo del centurión (8,5-13).

Lc tiene como caracterí­stica poner de relieve el universalismo de la salvación; a través de todo su evangelio Cristo aparece como el Salvador del mundo. Aparece ya en el evangelio de la Infancia: los ángeles ante el nacimiento del Niño anuncian la paz a los hombres en quienes Dios se complace (2,14;cf. 1Tim 2,4). Simeón lo proclama “luz para iluminación de las gentes” (2,32). Hace ascender la genealogí­a hasta Adán y la coloca al principio del ministerio público (la de Mt se detiene en Abraham). El Bautista cita a Is 40,5: “Y toda carne verá la salvación de Dios” (3,6). En la predicación de Cristo recogida por Lc, comienza aludiendo a la vocación de los gentiles (4,24-28). Se consignan también el: “vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios” (13,29; cf Mt 8,11). Las parábolas del c.15 (oveja perdida, dracma extraviado e hijo perdido) simbolizan la situación de los paganos y el amor de Dios que los perdona. Dimensión universal que aparece también en las actitudes de Cristo con los samaritanos (9,5ss; 10,30ss; 17,11-19) y con los paganos: cura al siervo del centurión y alaba su fe (7,1-10) y al endemoniado de Gerasa (8,26-39), curaciones que anuncian, como hemos indicado, que la salvación se extiende también a los gentiles. Y entre las últimas recomendaciones de Cristo a sus discí­pulos, Lc transmite la de que prediquen en su nombre “la penitencia para la remisión de los pecados a todas las naciones” (24,47).

Juan escribe su evangelio cuando ya estaba superada en la Iglesia la división entre judí­os y gentiles y la exclusividad de aquéllos respecto del Reino, y supone siempre la salvación universal. Cristo viene a iluminar a todo hombre al venir a este mundo (Jn 19). El principio del diálogo con la samaritana es un diálogo abierto a la universalidad y una instrucción a los discí­pulos de cómo deben acoger a los extranjeros, y al final los mismos samaritanos lo reconocen como el Salvador del mundo (Jn 6,42). En la discusión con los judí­os, Cristo les niega el derecho a llamarse sólo ellos hijos de Abraham; tal denominación corresponde a todos aquellos, judí­os o gentiles, que imiten la fe del Patriarca, a la que va vinculada la salvación (Jn 8,31ss). Cristo dijo que cuando él fuese exaltado sobre la cruz atraerí­a a todos (a “todo hombre”, dice una lección variante) hacia sí­ (Jn 12,32). Las expresiones “Yo soy” con una determinación: Yo soy la luz, yo soy la puerta… tienen todas ellas una dimensión universalista.

4. Exigencias de la salvación
La salvación de Dios es un don, que hay que conquistar. “El que te creó a ti sin ti, no te salvará a ti sin ti” (San Agustí­n), es decir sin tu colaboración. Entre las exigencias que lleva consigo la salvación cristiana señalamos las cuatro fundamentales siguientes:

4.1. La conversión. Su exigencia radica en la inclinación de la naturaleza al pecado y en la llamada de Dios a una vida santa. Fue tema de la predicación de los profetas del AT. Con él comenzó la suya Juan Bautista (Mc 1,15). Y con ésta conecta la de Jesús: “Convertí­os porque el Reino de Dios está cerca” (Mt 4,17). Se trata, según la significación del término griego “metanoia”, de un cambio de mente y de actitud, del ordenamiento de toda la vida hacia Dios. Pero ahora, con Cristo, la conversión mira expresamente a él. La conversión es la aceptación de su Persona y de su Obra. La conversión a la que llama Cristo es la conversión interior, total y transformadora, que supone la renuncia al pecado, al orgullo, a la autosuficiencia, a la entrega desordenada al mundo. Y hay que aceptar esta invitación de Cristo. No hay otro camino de salvación. Pero la conversión es más bien la parte negativa de la exigencia de Jesús. Ella mira a la fe.

4.2. La fe. Es el aspecto positivo: la entrega a la persona de Cristo. Los dos términos que prevalecen en el vocabulario hebreo significan: áman, solidez, seguridad; batah, confianza, seguridad. Solemos definir la fe diciendo que es creer lo que no vemos porque Dios lo ha revelado. Pero eso es sólo su aspecto intelectual. La fe bí­blica, la que salva, es la entrega de nuestra persona a la Persona de Cristo. Y como el ser humano es fundamentalmente inteligencia, voluntad y corazón, la fe implica la entrega del entendimiento para creer lo que Dios revela, pero también la entrega de la voluntad para practicar lo que Cristo manda, y, sobre todo, la entrega del corazón para amar conforme al mandato de Cristo. Esa es la fe que salva.

El que cree en él está salvado, el que no cree se condena a sí­ mismo (Jn 3,18.36). La fe tiene que actuarse por la caridad (Gál 5,6).

4.3. El amor a Dios y al prójimo. Las obras en las que tiene que manifestarse la fe son las obras de amor a Dios, y como exigencia radical del mismo, las de amor al prójimo. A la pregunta del escriba sobre cuál es el precepto mayor de la Ley, Cristo contesta: “Amarás al Señor, tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente; el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los profetas” (Mt 22,37-40). Pablo simplificarí­a todaví­a más: “Toda la Ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Gál 5,14; Rom 13,8-10); con razón, pues, el amor cristiano al prójimo no es posible sin el amor a Dios. De ahí­ la regla de oro: “todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros a ellos; porque ésta es la Ley y los Profetas” (Mt 5,12). Cristo propone como modelo de la misericordia para con el prójimo la que el Padre tiene con nosotros: “Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso” (Lc 6,36). Y Cristo en la noche de la Cena se propone como modelo al llevar el precepto del amor a sus últimas exigencias: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34;cf. 15,13). Lc que implica anteponer el bien del prójimo al bien propio. Incluso en el caso del enemigo (Mt 5,43s.). Por eso al ocaso de la vida el juicio versará sobre el amor al prójimo, sobre todo al más necesitado (Mt 25).

4.4. La nueva justicia. La conversión, la fe y el amor constituyen la nueva justicia exigida por Cristo. Una justicia superior a la del AT, conforme a la declaración de Cristo en el sermón de la montaña: ya no basta el acto exterior contra el prójimo (injurias, homicidio), sino que habrá que evitar la mera ira contra él (Mt 5,21-26). No podrá contentarse el cristiano con evitar los pecados externos contra la castidad, sino que deberá vencer incluso los mismos deseos concupiscibles (Mt 5,27-30). No cumplirá con devolver el mal sólo en la medida en que le haya sido inferido, sino que deberá hacer positivamente el bien (Mt 5,38-48). Una justicia superior a la de los escribas y fariseos: “Si vuestra justicia no es de mejor condición que la de escribas y fariseos no podéis salvaros” (Mt 5,20). La justicia de estos dirigentes del pueblo era meramente exterior (cf. Mt c.6), habiendo reducido la religión a un formulismo religioso. La justicia salví­fica de Cristo ha de ser interior, en espí­ritu y verdad (Jn 4,23); que la vea el Padre que ve en lo recóndito de los corazones. Y con actos exteriores que implica la nueva justicia hay que hacerlos, no por vanagloria, sino buscando la gloria de Dios (Mt 5,16). La nueva justicia consiste fundamentalmente en el cumplimiento de la voluntad del Padre, que invita a la conversión y la fe, y exige la caridad. “No todo el que me diga “Señor”, “señor” entrará en el Reino de los Cielos, sino el que cumpla con la voluntad de mi Padre” (Mt 7,21).

La salvación es lo único absolutamente necesario (Lc 11,42), ante lo cual todo lo demás tiene un valor secundario y relativo. Por ello decí­a Cristo: ¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde la vida eterna? (Mc 8,36). Y recomendaba: “Buscad primero el Reino de Dios y su justicia; las demás cosas se os darán por añadidura” (Mt 6.33). ->salvador; signos; curación.

BIBL. —TOMíS CASTRILLO, Jesucristo Salvador, BAC 1957; J. Dí­Az y Dí­Az, Salvación-Salvador, Enciclopedia de la Biblia, Ed. Garriga v. VI, Barcelona 1963, 407-418; COLOMBAN LESQUIVIT – PIERRE FRELOT, Salvación, cu. XAVIER LEON DUFOUR, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona 1965,733-738.

Gabriel Pérez

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> liberación, redentor, Jesús). Estrictamente hablando, la antropologí­a bí­blica no está centrada en el tema de la salvación de Dios, en la lí­nea de las religiones gnósticas, en las que el hombre se concibe como un ser caí­do, destruido, enajenado, que necesita que le salven. Ciertamente, la experiencia apocalí­ptica (1 Hen) ha puesto de relieve la caí­da y por eso acentúa también la salvación. Pero más que la salvación, entendida en sentido intimista, Jesús anuncia y prepara el Reino*, es decir, la plenitud de vida de los hombres; por su parte, sus primeros discí­pulos dan el testimonio de la resurrección* del mismo Jesús que se identifica con su plenitud como ser humano, es decir, con el despliegue de la creación. Desde esa perspectiva, a modo de esquema, queremos situar la salvación cristiana en el contexto de Cristo redentor, liberador y reconciliador.

(1) Jesucristo Redentor. En la lí­nea de la antigua teologí­a y experiencia de Israel, que ha descubierto la acción de Dios en los jueces* y/o liberadores (pacificadores) nacionales, Jesús puede y debe presentarse como redentor de la humanidad. Redimir significa rescatar lo que estaba enajenado (o perdido), comprar lo que habí­a caí­do en otras manos, para devolver (crear) la libertad a los humamos. Dios mismo aparece en la Escritura como redentor de los hebreos esclavos en Egipto (Ex 1-19) o cautivos en Babilonia (cf. Is 40-55). Llegando hasta el final en esa lí­nea, el Nuevo Testamento afirma que Jesús nos ha redimido de la opresión de lo diabólico, es decir, de la falta de libertad, del miedo a la muerte, de la espiral infinita de la violencia y venganza, de opresión y odio que nunca terminan. Nos ha redimido con su vida, es decir, con su amor gratuito, con la donación de su existencia. De esa forma ha muerto (se ha entregado él mismo) para que nosotros podamos vivir, se ha perdido para que podamos encontrarnos. En amor nos ha “comprado” sin pedirnos nada a cambio (cf. Mc 10,45, con lytron). Por eso, el Nuevo Testamento presenta a Jesús como lytrótén o redentor (Hch 7,35; cf. Lc 2,14.38; Heb 9,12). Sobre esa base ha desarrollado la teologí­a posterior el descenso de Jesús a los infiernos para redimir a los que estaban dominados por la muerte.

(2) Jesucristo Salvador. El mismo gesto de la redención puede presentarse de manera más sacral como salvación: nos ha ofrecido Jesús la “salud” de Dios, la gracia de la vida, para que podamos expresarnos en gozo y libertad sobre la tierra, sin opresión de unos sobre otros, sin miedo a la condena. El Nuevo Testamento presenta a Jesús como sótér o salvador verdadero, en contra de los dioses o emperadores que ofrecen una salvación falsa (cf. Lc 2,11; Jn 4,42; Ef 5,23; 1 Tim4,10). Hay muchas salvaciones de tipo histórico que vienen a expresarse en la salud interior y exterior, en el amor mutuo y el pan compartido, en la palabra dialogada y en la casa de la fraternidad… Desde ahí­, la Iglesia ha destacado los signos salvadores de tipo sacramental, aquellos gestos sagrados que se vinculan a los grandes momentos de la vida humana (bautismo o nacimiento a la gracia, eucaristí­a o pan compartido en Cristo, matrimonio o celebración del amor mutuo…), de tal forma que en ellos viene a expresarse la novedad y hondura de la vida que Cristo ha querido ofrecernos. Eso significa que no estamos perdidos en un mundo sin signos ni señales… Podemos vivir ya desde ahora en actitud de pascua, a partir de la presencia de Jesús hecha principio de comunión para los humanos. Sobre esa base podemos esperar y esperamos la salvación eterna, la resurrección de la vida en (tras) la muerte.

(3) Jesucristo liberador. Las dos expresiones anteriores (redención y salvación) se encuentran vinculadas a la vida concreta de los hombres sobre el mundo y deben expresarse en signos de liberación, de manera que los mismos cristianos susciten aquellas condiciones que hagan posible una vida de libertad sobre la tierra. Para ello es necesario superar las estructuras de injusticia y opresión que actualmente dominan sobre el mundo. La figura y obra de Jesús ha de convertirse en fuente crí­tica de transformación de la sociedad, de manera que todos los humanos, partiendo de los más pobres, puedan acceder a la experiencia de la gratuidad y comunión en Cristo. Una parte considerable de la teologí­a de los últimos decenios ha sido muy sensible a este elemento de la vida y pascua de Jesús. Su mensaje y obra no puede reducirse a un simple cambio de estructuras económicas o polí­ticas, sino que ha de expresarse en los diversos niveles de la vida individual y comunitaria. Esa vida de Jesús resulta inseparable de la transformación humana integral, abierta a la polí­tica: porque se habí­a comprometido polí­ticamente, ofreciendo libertad en perspectiva de casa, mesa y palabra compartida, mataron a Jesús. Desde ahí­ debe entenderse su presencia actual en el mundo, por medio de la Iglesia.

(4) Jesucristo Propiciador y Reconciliador. De forma puramente indicativa, abriéndonos al campo de la teologí­a paulina, podemos presentar a Jesús como aquel que nos ha redimido haciéndose propiciación por nuestros pecados (Rom 3,24-25): los ha tomado como propios, en gesto de perdón, haciéndonos así­ capaces de vivir en gratuidad. Dios nos ha amado en Jesús de tal manera que nos ha dado en él toda su vida: no lo ha reservado de un modo egoí­sta (= no lo ha perdonado), sino que ha querido entregarlo por nosotros, abriendo así­ un espacio y tiempo de gratuidad universal, de redención completa (cf. Rom 8,32). Por eso, el mismo Jesús Salvador puede presentarse como Reconciliador universal. Dios ha revelado por él toda su gracia, ofreciendo al mundo su reconciliación, la fuerza desbordante y creadora de su vida; lógicamente, los cristianos, que le hemos conocido y aceptado, debemos convertimos en ministros de reconciliación, testigos y portadores de una redención que es palabra de gracia abierta a todos los humanos (cf. 2 Cor 5,16-21).

Cf. J. ESPEJA, Jesucristo, palabra de libertad, San Esteban, Salamanca 1979; O. GONZíLEZ DE CARDEDAL, Cristologí­a, BAC, Madrid 2004; J. I. GONZíLEZ FAUS, La Humanidad Nueva. Ensayo de Cristologí­a, Sal Terrae, Santander 1981; A. GRILLMEIER, Jesucristo en la fe de la Iglesia, Sí­gueme, Salamanca 1998; B. SESBOÜE, Jesucristo, el tí­nico mediador I-II, Sec. Trinitario, Salamanca 1990-1992; J. SOBRINO, Cristologí­a desde América Latina, CRT, México 1976; Jesucristo liberador I-II, Trotta, Madrid 19931998.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. Soteriologí­a extrabí­blica y soteriologí­a bí­blica: 1. Salvación en las religiones no cristianas; 2. Salvación en el pensamiento filosófico.-II. Soteriologí­a bí­blica: 1. Salvación en el AT; 2. Salvación en el NT.-III. Trinidad y salvación: 1. El origen trinitario de la salvación; 2. La economí­a trinitaria de la salvación; 3. El cumplimiento trinitario de la salvación.-IV. Tareas de la soteriologí­a sistemática.

Por salvación se entiende la obtención de una permanente condición de paz, felicidad, bienestar y la plena realización del hombre como individuo,como miembro de la comunidad y como parte del cosmos; ésta constituye uno de los objetivos principales que el hombre se propone conseguir en la propia existencia, especialmente gracias a la experiencia religiosa. Se podrí­a también pensar la salvación como respuesta o solución de una cierta llamada de la criatura humana, sea a la liberación de algunos elementos negativos de la existencia y de la historia, sea a la conquista de un algo-más, de una ulterioridad que apague el deseo de elevación y de satisfacción de las múltiples aspiraciones que la criatura racional lleva consigo. Normalmente, la búsqueda de esta respuesta se da al interno del hecho religioso. En concreto, se puede decir que la salvación “define la meta de la religión misma”;’ y además que “la búsqueda de la salvación es esencial en las religiones”.

I. Soteriologí­a extrabí­blica
Antes de indicar algunos elementos esenciales y comunes a la visión soteriológica de las diversas concepciones religiosas, es conveniente despejar el campo de un prejuicio y de un equí­voco: pensar la religión como simple “suspiro de la criatura oprimida” (K. Marx). Al contrario, más bien hay que considerar las religiones como diferentes y respetabilí­simos resultados de “aquella disposición o capacidad que está inscrita en los interrogantes y en las aspiraciones más profundas del ser humano, orientándolo espontáneamente hacia lo último y lo absoluto”3. Toda experiencia religiosa es, en el fondo, como reconoce el Conc. Vaticano II,una respuesta a una serie de preguntas: “¿qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido y el fin de la vida humana?, ¿qué es el bien y qué es el pecado?, ¿de dónde proviene el sufrimiento y cuál es su finalidad?, ¿cuál es el camino para alcanzar la verdadera felicidad?, ¿qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte?, ¿y cuál es el misterio último e inefable que rodea a nuestra existencia?, ¿de dónde venimos y a dónde vamos?” (NA 1).

Puesta esta premisa, se puede ante todo tratar de individuar, en las múltiples experiencias religiosas, algunos elementos soteriológicos comunes y algunas orientaciones de fondo; sucesivamente vendrá considerado el significado de la salvación en algunos ámbitos no religiosos.

1. SALVACIí“N EN LAS RELIGIONES NO CRISTIANAS. Existen, en las diversas concepciones religiosas no cristianas, algunos elementos comunes de soteriologí­a, que aquí­ queremos señalar rápidamente”. El primero está constituido por la difusa convicción de una caí­da originaria del hombre, que postula la necesidad de la salvación. Esta última se configura principalmente como ‘restauración’, o sea, como liberación de una condición negativa y como restauración del precedente estado de bienestar y de paz. Otro elemento frecuente es la idea de la retribución final, dada al hombre sobre la base de la conducta mantenida y de las elecciones operadas durante la existencia terrena; esta idea se asocia, naturalmente, a la convicción de alguna forma o modo de sobrevivencia del hombre después de la muerte. Mirando en su conjunto las varias formas de religión, sea de los así­ llamados pueblos primitivos, sea de las antiguas civilizaciones desaparecidas, sea de las múltiples religiones extrabí­blicas todaví­a existentes, parece poder desprenderse que éstas piensan en la realización de la salvación o como retorno a un pasado o a un tiempo primordial donde la historia no es torpedeada por los actuales lí­mites; o también como proyección hacia un futuro, que nunca será oprimido por las tinieblas del presente. En todo caso, la salvación se coloca fuera del tiempo y del espacio ordinarios y comporta casi inevitablemente el abandono del presente; se sigue, por tanto, que ésta tiene, en el fondo, un esencial alcance meta- y a-histórico. En fin, se puede destacar que “en todas las religiones el hombre se vuelve hacia un horizonte que le atrae y le da paz frente a la insatisfacción de su estado presente, cuya limitación y precariedad rechaza”.

Por lo que respecta a las orientaciones de fondo de las diversas concepciones soteriológicas, algunos autores llegan a individuar tres principales: a) aquella según la cual la salvación tiene una dimensión cósmica (religiones antiguas mesopotámicas y del Asia menor); b) una segunda según la cual la salvación es ‘liberación del tiempo cí­clico’ (religiones asiáticas); c) por último la que afirma que la salvación consiste en condividir la misma vida divina (religiones monoteí­stas). En cuanto a las ví­as, mediadores y medios de salvación existe, obviamente, una notable variedad en las diversas religiones; el hinduismo, p. ej., propone la ví­a de la acción, del conocimiento de lo divino, del amor y de la sumisión; el budismo, en cambio, propone ‘nobles verdades’, ‘prohibiciones’ e invocaciones devotas; el islamismo, a su vez, habla de cinco ‘deberes’ fundamentales (profesiones de fe, oración, ayuno, limosna y peregrinación a la Meca). Casi siempre, en las diversas religiones, se manifiesta la notable contribución que algunas personas o personajes ofrecen en la realización de la salvación: los varios ‘maestros’, los guí­as ‘espirituales’, los diversos ‘sacerdotes’, algunos personajes ‘proféticos’. Entre los medios de salvación, casi siempre vienen propuestas distintas prácticas rituales, junto a la oración, meditación y peregrinaciones.

2. SALVACIí“N EN EL PENSAMIENTO FILOSí“FICO. También fuera del estrecho ámbito de las religiones es posible encontrar reflexiones sobre la temática de la salvación’. Después del derrumbamiento radical de la teologí­a cristina por parte de G. W. F. Hegel, que ha transformado la metafí­sica en historia, y por parte de L. Feuerbach, que se ha propuesto realizar una ‘humanización’ de Dios, o sea, “la transformación y la disolución de la teologí­a en la antropologí­a”, la salvación viene a configurarse para el hombre como liberación-de-Dios y como descubrimiento y afirmación de la propia autonomí­a y dignidad: es la orgullosa pretensión del humanismo ateo. En la estela de este derrumbamiento, los así­ llamados ‘maestros de la sospecha’ (P. Ricoeur) de la cultura contemporánea, K. Marx, S. Freud y F. Nietzsche, proponen a su vez el rechazo de Dios como ví­a para la auténtica liberación y realización del hombre sobre el plano social (Marx), psicológico (Freud) y ético (Nietzsche).

En el cuadro de la filosofí­a de E. Husserl, la salvación viene a configurarse “como vuelta a la teorí­a pura’, como “heroí­smo de la razón” (Heroismus der Vernunfi). En la reflexión de M. Heidegger la atención de la problemática soteriológica se expresa en la búsqueda del ser y de la verdad. En algunas filosofí­as existencialistas ateas, como aquella de A. Camus, la salvación asume el carácter de común compromiso de los hombres en la ví­a del amor y la solidaridad recí­procas. No falta, en fin, en la cultura contemporánea, una interpretación puramente polí­tica y social del concepto de salvación: entonces significa aniquilación de toda forma de injusticia y de todas las estructuras sociopolí­ticas que generan violencia y opresión y, a la vez, compromiso común por la construcción de relaciones sociales respetuosas de la dignidad de todo hombre.

II. Soteriologí­a bí­blica
Referencia indispensable, fundamento seguro y criterio permanente de verificación de la concepción eclesial de la salvación es la revelación divina. Esta es ‘palabra primera’ respecto a toda ‘palabra segunda’ que los creyentes, por la fuerza del Espí­ritu, pueden pronunciar. Por esto, antes de profundizar teológicamente el concepto de salvación, es necesario escuchar el Verbum Dei.

1. SALVACIí“N EN EL AT. En el AT el concepto de salvación viene expresado prevalentemente con el término hebreo yéshú áh (en griego sótérí­a) o con sinónimos que significan: ayuda, felicidad, bienestar, liberación, victoria donadas por Dios en favor del hombre. Presupuesto de la salvación es la situación negativa en que se encuentra el mundo y el hombre, y cuyo único liberador es Dios; sólo una intervención gratuita y benéfica de Yahvé puede evitar a las criaturas caer y permanecer en la ruina. Ciertamente, en la individuación y en la profundización de este concepto, ha sido decisiva para Israel la propia experiencia histórica, que conoce en la liberación de la esclavitud egipcia su momento decisivo. El éxodo de Egipto, realizado gracias a la intervención poderosa y determinante de Yahvé, constituirá siempre para el pueblo elegido la raí­z y el paradigma de toda experiencia de salvación. En ésta aparece decisiva, según el AT, la libre, gratuita y soberana acción de Dios, que es ordenada no solamente a modificar la condición negativa (la esclavitud) en la cual se encuentra Israel (aspecto negativo de la salvación), sino sobre todo a inaugurar una relación de familiaridad intensa entre Dios y su pueblo y una época de paz, de bienestar, de estabilidad y de felicidad (aspecto positivo de la salvación).

Según la fe de Israel, el rol salví­fico de Yahvé es tan fundamental que cualifica de manera determinante la misma identidad de Dios y, consiguientemente, el concepto que el hombre puede hacerse de El. De hecho, revelándose a Moisés antes de dar inicio a las intervenciones poderosas que tendrán como efecto la liberación de la esclavitud en Egipto, Dios se autodefine “Yo soy el que soy” (Ex 3,14). Con tales palabras Yahvé quiere expresar la propia presencia junto a los suyos, para garantizar un futuro de bien. No casualmente, mientras se manifiesta por medio de Moisés a Israel, Dios llama a sus hijos a la fe, invitándolos a mirar el pasado, en el cual ya ha manifestado su potencia salví­fica y, por otra parte, a proyectarse con confianza y arrojo hacia el futuro.

En el AT aparece con claridad la existencia de mediadores de salvación, que testimonian la voluntad divina de implicar al hombre en la obra de la salvación. Si bien es Dios el artí­fice principal y benévolo de toda intervención en favor de sus criaturas y de la historia, se dan vocaciones y misiones de algunos individuos que, animados y transformados por la rúah (espí­ritu) de Yahvé, cooperan libremente eñ la realización de un proyecto de bien. En cuanto a los niveles de esta colaboración humana, se pueden individuar tres principales: el de la palabra (los profetas), el de la promoción de la paz y la justicia (jueces, rey), el del culto divino (sacerdotes). Se señala también un importante grado de participación de todos los creyentes en la obra salví­fica: la fe en Dios, la escucha de la palabra, la fidelidad a la Alianza y la justicia. Sin la libre acogida de los beneficios ofrecidos por Dios y sin el amén de Israel, no se llega a la ‘tierra prometida’.

Después del exilio babilónico será cada vez más evidente para la teologí­a del AT el alcance universal de la salvación prometida por Dios. El pueblo de Israel es siempre mejor comprendido cual signo e instrumento de la presencia benéfica de Dios en medio de todos los hombres; los hijos de Abrahán son llamados a ser bendición para todas las naciones: Yahvé quiere que todos y todo pasen del exilio a la libertad. En el Deutero-Isaí­as es muy importante, en relación a la salvación, la obra de un personaje excepcional y misterioso: el Siervo de Yahvé, que será “luz de las naciones” (Is 49,6) en virtud de su obediencia amorosa y del sacrificio de su persona que libará a Dios en favor y en lugar de sus hermanos (cf Is 52,13-53,12).

En una vision de conjunto del AT, no es difí­cil “reconocer una ley fundamental que caracteriza la historia de la salvación (…): la tensión entre cumplimiento y expectación”. Lo que sucede en la historia, gracias a la intervención poderosa de Dios, es salvación ya en acto; aunque Israel comprende bien que el contenido de la promesa todaví­a no ha sido totalmente realizado. Por eso, hay que vivir en un estado de ardiente espera del futuro y de tensión escatológica. No menos importancia reviste, en el concepto veterotestamentario de salvación, su alcance colectivo y personal a la vez: “la actividad salvadora de Dios se dirige siempre al conjunto, al pueblo y a su organización, al mundo entero desde la muda creación hasta el hombre”. Todo y todos son potencialmente llamados a beneficiarse de la potencia benéfica de Dios; esto comporta, entre otras cosas, que el mundo, según el AT, no se entiende sólo como escenario de la historia salví­fica, o sea como realidad extraña a ella; entre el hombre y el mundo existe una ‘solidaridad’ no sólo en el ser criaturas de Dios, sino también en la existencia y en el destino.

Según la interesante teologí­a veterotestamentaria de la creación, el don de la existencia que Dios hace a las criaturas se configura como la primera forma de alianza, o sea una relación de familiaridad, de benevolencia, que el Creador instaura libremente con los otros seres. Se da, en el AT, un “modo soteriológico de entender la obra de la creación”. Llamándolas por amor a la vida, Dios hace entrar a las criaturas en la propia ‘órbita’ y dentro de los proprios intereses; el crear no es para el Dios de Israel un puro ejercicio de potencia o un simple producir las cosas y ‘arrojarlas’ a la existencia; es, en cambio, un benévolo inclinarse, un voluntario acercarse a los seres llamados libremente a la luz desde las tinieblas de la nada; es la libre y sabia guí­a hacia la conquista del propio fin (providencia). Aquí­ se ve claramente que la salvación no comporta sólo un aspecto de liberación-de-lo-negativo, sino que entraña sobre todo los lazos permanentes y beatificantes que se establecen entre el Absoluto y el contingente, entre el Eterno y la historia. Cabe notar, además, que la creación-salvación tiene un intrí­nseco dinamismo escatológico; aunque sea algo ya cumplido, el proyecto creativo todaví­a no ha llegado a la meta definitiva; de hecho, al final de los tiempos, cuando la salvación alcanzará su cumplimiento, se dará una auténtica ‘revolución’ de la vida y de las relaciones de las criaturas: cesará todo conflicto, desaparecerá la muerte, triunfará la paz y el bienestar, y habrá “nuevos cielos y nueva tierra” (Is 65,17).

Este alcance universal o general no excluye aquel otro individual de la salvación. Expresiones de este último son, según el AT, los distintos bienes, materiales y espirituales, actuales y futuros: bienestar, salud, descendencia numerosa, longevidad, paz, justicia, serenidad, verdad, vida después de la muerte (Dan 12,2). La salvación individual,aun siendo principalmente fruto de la benevolencia divina y, por tanto, dependiente de Dios, está unida también a la fidelidad del hombre a la alianza: sine fide, nulla salus. Se reconoce, así­, un rol positivo del hombre en orden al propio destino, sin que venga a menos el principio según el cual solamente Yahvé ofrece “un escudo de salvación” (Sal 18,36), es “Roca de salvación” (Dt 32,15) y auténtico “liberador” (Sal 18,3).

Concluyendo, debe resaltarse que uno de los aspectos caracterí­sticos del concepto veterotestamentario de salvación es, sin duda su carácter de globalidad, totalidad e integridad; como don de Dios, se refiere al hombre entero en todas las fases de su existencia y comprende también la realidad cósmica e histórica en la cual el hombre está inmerso; esto significa que la salvación, aun poseyendo una esencial dimensión escatológica, es para el hic et nunc y para el nunc et semper.

2. SALVACIí“N EN EL NT. El anuncio de la comunidad cristiana primitiva, testimoniado en el NT, contiene una afirmación radical y sorprendente: Jesucristo es el único salvador; en ningún otro hay salvación; “porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos” (He 4, 12). Gracias a la vida, muerte y resurrección del Nazareno, la humanidad ha sido efectivamente liberada de la condición negativa en que viví­a y ha entrado definitivamente en el ‘mundo nuevo’ y en los ‘tiempos últimos’. Enviado por Dios no para juzgar, sino para salvar (Jn 3,17; 12,47), el Nazareno “fue entregado por nuestros pecados, y fue resucitado para nuestra justificación” (Rom 4,25); gracias a El toda la realidad se proyecta hacia un futuro de bien y la historia tiene ya un sentido, una dirección positiva de la cual Dios mismo es garante. Después del evento de Cristo, se da para la humanidad una certeza: Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tim 2,4) y lo quiere de manera irrevocable (cf. Rom 8,38-39).

En el NT se encuentran muchos de los principales elementos de la soteriologí­a del AT. Acogiendo buena parte de la herencia teológica de Israel, la comunidad cristiana primitiva piensa en la salvación no sólo como restauración o superación de una situación negativa, sino también como gratuito interés de Dios en favor de la humanidad y del mundo, ordenado a instaurar una nueva y más profunda relación personal entre Dios, el Padre del Señor Jesucristo, y los hombres, llamados a hacerse realmente hijos y a dirigirse a Dios llamándolo ‘Abbá’ (Rom 8,15; Gál 4,6-7). También para la Iglesia primitiva la certeza de esta consoladora verdad se obtiene a partir de la experiencia histórica: Cristo es el nuevo Moisés que ha conducido definitivamente la humanidad de la esclavitud del pecado, de la muerte y de la ley, a la libertad de los hijos de Dios (cf. Gál 5,1; Rom 6,15ss). Como para Israel el rol salví­fico de Yahvé ha sido determinante para la comprensión de la misma identidad de Dios, así­ para la comunidad cristiana de los orí­genes la salvación, operada y ofrecida por Dios Padre gracias al enví­o del Hijo, Jesús de Nazaret, y del Espí­ritu, es el fundamento de un nuevo modo de percibir y profesar la fe en Dios: la presencia de Dios en la historia como Padre del Señor Jesucristo, como Hijo enviado por Dios y como Espí­ritu enviado por los Dos llevará, de hecho, a los cristianos a proclamar la inaudita realidad de un Dios uno y único que es en sí­ comunión y pluralidad de tres distintas personas”. Otro dato común a la soteriologí­a de Israel y a la del NT es la importancia dada a la mediación salví­fica: ante todo, a aquella suprema, única, definitiva y perfecta de Cristo (cf. Heb); a aquella de los llamados y enviados por Cristo, los apóstoles, constituidos por el Resucitado pastores, anunciadores de la palabra y sacerdotes del nuevo culto divino; y, en fin, a aquella de todos los creyentes que, mientras forman un pueblo real, una asamblea santa y una estirpe sacerdotal, son también llamados a cooperar en la realización del proyecto salví­fico, adhiriéndose en la fe, en la esperanza, en la caridad, en la obediencia y en el ejercicio del sacerdocio nuevo, que consiste en la oferta de sacrificios espirituales (cf. 1 Pe). También para la comunidad cristiana primitiva, la salvación es la amorosa invitación que Dios dirige, por medio de Cristo, en el Espí­ritu, al hombre; y, como toda propuesta, puede ser acogida o rechazada.

Debe también destacarse que en la fase ‘cristiana’ de la historia salví­fica (que es continuación de la precedente) se mantiene en vigor la ley fundamental de la ‘tensión entre cumplimiento y espera’: en efecto, la certeza de la presencia de los ‘tiempos últimos’ no apaga, en la comunidad primitiva, el deseo de la patria definitiva, que está en los cielos; ni extingue la tensión escatológica, ni tampoco alienta la falta de compromiso, el quietismo o la indiferencia en el tiempo presente (cf. 1-2 Tes). Otra dimensión común a la soteriologí­a del AT y del NT es, en fin, el alcance colectivo y personal de la salvación: el creyente sabe que Jesús es aquel que ha derramado su sangre por ‘muchos (Mc 14,24), o sea por todos, y a la vez es “mi Señor y mi Dios” (Jn 20,28).

Si en Cristo se han cumplido, según el NT, las promesas hechas por Dios a Israel, es lógico afirmar que la salvación cristiana tiene un alcance universal e integral: ésta hace referencia a toda la realidad, a toda la humanidad y a todos los aspectos del hombre. Ciertamente, según la teologí­a neotestamentaria, la salvación se expresa sobre todo en algunos bienes de carácter espiritual y futuro (liberación del pecado, adquisición de la bienaventuranza); pero esto no excluye un alcance también al hic et nunc de la existencia humana; baste pensar en los milagros y las curaciones realizados por Jesús y frecuentemente indicados por el Evangelio como signo de la presencia del reino y del evento de los últimos tiempos; o también a la presencia benéfica de Cristo, del Espí­ritu y del Padre, en la vida de los creyentes; o la comunión fraterna que se instaura entre aquellos que acogen el Evangelio, reciben el bautismo y entran a formar parte de la comunidad eclesial.

Para expresar brevemente el contenido del mensaje del NT sobre el significado de la salvación, puede ser útil considerar el sentido de la frase “Dios es amor” (1 Jn 4,8.16). Esta traduce la experiencia fundamental y “decisiva’ hecha por el hombre en la historia dela salvación; y significa que Dios llama a los hombres a la comunión personal con El, por medio del Hijo, en el Espí­ritu. El Dios de Jesucristo, en otros términos, ha manifestado “en la plenitud de los tiempos” (Gál 4,4) su irrevocable voluntad de admitir a los hombres a participar su propia vida. Por eso ha donado libremente a la historia el Hijo y ha enviado libremente el Espí­ritu, a fin que los hombres puedan reconocer el señorí­o de Cristo (1 Cor 12,3) y participar su muerte y resurrección. También podrán llamar a Dios Abbá (Rom 8,14) y ser y vivir como “hijos de Dios por la fe en Jesucristo” (Gál 3, 26). Sin embargo, como don de sí­ y libertad son la verificación del amor y, dado que Dios ha mandado al Hijo y al Espí­ritu, se puede concluir que “Dios es amor”. Hay que afirmar, por tanto, que el ser salvados consiste precisamente en hacer “comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo” (1 Jn 1,3), en vivir en su amor (Rom 5,5), en conocer “cara a cara” a aquel Dios que sólo el Hijo conoce (Mt 11,27; Jn 3,11.32; 7,29), y que nadie ha visto jamás Un 1,18; 1 Tim 6,16), en ser regenerados y renovados en el Espí­ritu (Tit 3,5), en hacerse nueva criatura (2 Cor 5,17; Gál 6,15), en nacer de lo alto y del Espí­ritu (Jn 3,3-8), y, en definitiva, en llegar a ser “partí­cipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1,3-7).

Es importante señalar otro elemento. El NT, además de la acción del Padre, del Hijo y del Espí­ritu, asocia estrechamente la afirmación soteriológica al misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesús, como oferta de sí­ mismo por nosotros (=en nuestro favor y en nuestro puesto)9. Vértice de la vida de pro-existencia del Nazareno, la cruz del Resucitado es aquel evento que, por un lado, es fruto de las concretas decisiones tomadas por Jesús durante sus dí­as terrenos y, por otro, es el misterioso e incomprensible punto de llegada del proyecto salví­fico del Padre. Y mientras constituye el coronamiento de la libertad humana del Hijo de Marí­a, la cruz es también el signo más claro de su disponibilidad hacia el Padre, que lo ha querido su ‘Siervo’ en orden a la liberación definitiva de la humanidad y del cosmos; una disponibilidad que el Hijo habí­a ya claramente manifestado en la kénosis de la encarnación (Flp 2,6-8).

Una última indicación. Los autores del NT afirman explí­citamente que, después de la desaparición de Cristo del escenario de la historia, la Iglesia es el lugar concreto de experiencia de la salvación. Lo atestigua unánimemente la predicación apostólica, cuando reconoce que los creyentes forman un cuerpo, o sea la Iglesia, del cual Cristo es la cabeza (Col 1,18; 3,15), “plenitud” (Ef 1,22 ss.), principio de vida y de crecimiento (Col 2,19; Ef 4,11-16). Cristo ha querido y amado a la Iglesia, entregándose a sí­ mismo por ella (Ef 5,22); ésta pertenece explí­citamente a los objetivos de su misión, como aparece en los múltiples testimonios evangélicos donde se afirma que El quiere ser el ‘pastor’ de un ‘rebaño’ formado por todos los elegidos (Mc 14,27 y par.; Jn 10,1-29). Para indicar esta especial comunidad de ‘llamados’, Jesús de Nazaret usa la imagen de los invitados al banquete de bodas (Mc 2,19 y par.) y la siembra (Mt 13,24). Además, la ha caracterizado como una realidad ‘orgánica’, paragonándola a una ciudad (Mt 5,14), a una familia (Mt 23,9) e indicando para ella algunos elementos ‘constitucionales’: los doce Apóstoles con Pedro a la cabeza (Mc 3,34 y par.), la universalidad de la misión (Mt 8,11 ss), la oración (Lc 11,2-4), el estilo de vida (Mt 5,1-12), la ley suprema de la caridad (Jn 15,12), el memorial de su pasión (Mc 14,22-24), el deber de la espera de su retorno.

III. Trinidad y salvación
En el curso de la bimilenaria historia del cristianismo, los creyentes han reflexionado sobre la salvación en forma constante y en “diversos horizontes epocales de pensamiento y de experiencia”. Mientras se remite a los estudios especí­ficos para profundizar el desarrollo de la soteriologí­a en el curso del tiempo, se quiere ahora proponer una relectura sistemática del dato de fe sobre la salvación. Y parece útil, a este propósito, hacer de la Trinidad de Dios el criterio unitario de comprensión del contenido de la fe relativo a la redención.

Según el NT, que quiere entender quién es el Dios de los cristianos y cuál es la salvación que los creyentes experimentan como realidad presente y venidera, actual y futura, necesariamente hay que contemplar el misterio pascual y proclamar que Dios es el Padre que ha enviado al Hijo (que se ha hecho hombre, ha predicado el reino, ha hecho milagros, ha muerto y ha resucitado) y al Espí­ritu (que permite a los hombres reconocer la paternidad de Dios y el señorí­o del Nazareno). Misterio pascual y misterio trinitario constituyen los dos polos imprescindibles de cualquier reflexión soteriológica cristiana.

En el esfuerzo por individuar los elementos y significados esenciales de la comprensión de la salvación, es útil una relectura en clave trinitaria de la soteriologí­a. Entendiendo por salvación el complejo de las acciones mediante las cuales Dios elimina el pecado, el mal y la muerte que han entrado en la historia a causa del abuso de la libertad por parte del hombre; junto al resultado o efecto de estas acciones divinas, o sea la vida nueva en la que el hombre es introducido gratuitamente, somos remitidos inmediatamente de nuevo al Dios trinitario. En efecto, el NT presenta claramente al Padre como origen de la salvación: “tanto amó Dios [=el Padre] al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” Un 3,16). Por otra parte, se habla del Hijo como mediador de la obra salví­fica: “Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1,19-20). Y, en fin, subraya que el Espí­ritu es el que derrama en el espacio y en el tiempo la bondad salví­fica del Padre manifestada en Cristo (cf. Hechos). Además, los Tres constituyen también el fin de las acciones salví­ficas: “nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo” (1 Jn 1,3); y representan el punto de llegada de la historia salví­fica: “que Dios sea todo en todos” (1 Cor 15,28).

Pero esto no basta; para expresar mejor el dato de fe, se puede afirmar que la salvación tiene un alcance trinitario en cuanto al origen, a la economí­a y al fin. Ubi Trinitas, ibi salus.

1. EL ORIGEN TRINITARIO DE LA SALVACIí“N. Puesto que el Dios de Jesucristo es, según la fe eclesial, comunión de tres personas distintas, que son uno en el amor y en la naturaleza, es necesario reconocer que Padre, Hijo y Espí­ritu Santo son el único principio de toda ‘acción ad extra’. Esto porque los Tres poseen totalmente el océano de la vida divina, aunque en manera ‘original’: el Padre como no-engendrado, el Hijo como engendrado, el Espí­ritu como procedente. Además, las tres divinas personas no están nunca la una sin la otra: “el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espí­ritu Santo; el Espí­ritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo”: es el misterio de la divina perikhóresis. El ‘expandirse’ del misterioso y maravilloso dinamismo ‘hacia fuera’ de Dios tiene como ratio este mismo dinamismo, dirá Tomás de Aquino. Por eso, “creación, gobierno divino y misión del Hijo y del Espí­ritu van vistos como una prolongación de las procesiones internas. El Padre, ‘Dios fuente’, está al principio de todo: El es también término último de todo: Como todo proviene de El, así­ todo debe retornar a El’. Exitus y reditus ven comprometidas en la historia a las tres divinas personas; y, como la creación, así­ también la salvación es obra trinitaria. Tomás con sus particulares categorí­as teológicas explica que solamente Cristo es la causa próxima o inmediata de la salvación, pero ésta es obra de toda la Trinidad, causa primera y remota de la obra salví­fica, a partir de dos consideraciones: a) toda la Trinidad ha querido y aceptado el sacrificio ofrecido por el Hijo hecho carne: b) la pasión de Cristo es eficaz para la liberación del género humano en virtud de la divinidad de Cristo. En otros términos, se puede afirmar que la obra de la salvación debe hacer referencia, en su proyecto, a los Tres: al Padre, principio y fuente de la “eterna sinfoní­a intradivina” y de todo “libre canto de amor” que resuena en el templo; al Hijo, eterno icono de la belleza del Padre, reflejo en el tiempo de su misterio inefable, eterno sí­ al amor del Padre que por amor “no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios” (Flp 2,6); al Espí­ritu, eterno abrazo de los Dos, que por amor quiere llegar a ser el ví­nculo entre el Eterno y la historia y el Consolador de cuantos estaban perdidos.

Es cierto que, respecto a su origen, la salvación nos remite a la realidad de los Tres; por otra parte, sin embargo, ésta nos enví­a de modo especial al Padre, fuente de la divinidad y principio de la existencia de las criaturas; sólo su amorosa y gratuita iniciativa es la razón adecuada de aquel libre ‘inclinarse’ sobre la historia, que se traducirá en el enví­o del Hijo y del Espí­ritu y en la ‘elevación’ de las criaturas a la participación de la misma vida divina’. Ubi Pater, ibi salus.

2. LA ECONOMíA TRINITARIA DE LA SALVACIí“N. Los autores del NT siempre han considerado la historia de Jesús Salvador en una perspectiva trinitaria; no por acaso, en todos los estratos o estadios redaccionales y tradicionales del NT se verifica una lectura o comprensión trinitaria del evento Cristo.

Bien encuadrado el evento cristológico, cabe notar que éste presenta una ‘estructura’ trinitaria y que “sólo en la percepción de esta estructura trinitaria se puede acoger a Cristo en su identidad y en su plenitud”. Gracias a Cristo, no sólo la Trinidad inmanente se ha hecho la Trinidad económica, sino que también se han cumplido los eventos de nuestra salvación. Es lógico, pues, asociar la economí­a de la salvación, en su concreto e histórico desarrollo, a la realidad de los Tres, según los autores del NT. “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación”, el Padre manda al Hijo y al Espí­ritu, el Verbo se hace carne, y el Espí­ritu es derramado sobre la Iglesia y sobre el mundo. He ahí­ por qué, quien dice Trinidad, dice salvación; o sea compromiso gratuito en favor de las criaturas: dice misterio adorable y consolador de un Dios amabilí­simo porque nos ama totalmente.

Contemplando en particular la cruz, considerada bien como evento histórico que corona y concluye la vida de fidelidad al Padre por parte del Nazareno o bien como evento culmen de la libre autocomunicación de Dios por medio del Hijo, se la podrá fácilmente comprender como evento trinitario” La cruz es la hora y el lugar de entrega y de abandono (Mc 15,34) del Hijo por parte del Padre y de la efusión del Espí­ritu a través de las llagas del Crucificado (Jn 19,34); es la hora de la manifestación clara de la filiación divina del Nazareno (Mc 15,39); es la hora de la reconciliación y el retorno de la humanidad a la casa del Padre, después de la dispersión y del exilio.

No se pueden entender en toda su profundidad la cruz y la muerte de Jesús (y por tanto la salvación), si se prescinde de la paternidad de Dios (respecto al Hijo y a los hombres), de la filiación de Jesús (respecto a Dios) y de la realidad del Espí­ritu, que es el sublime “testigo del sufrimiento del Señor”35. Ni se llegará a comprender bien en qué consiste la salvación cristiana: ésta es la expresión elocuente de la cercaní­a, de la atención, de la misericordia y de la compasión del Padre; de hecho, con su muerte, “Jesús ha explicitado en el mundo la voluntad del Absoluto de ser solidario del destino de los mortales y el amor del Padre compartiendo la vida de sus hijo”. Ubi crux, ibi misericordia Patris.

También la resurrección del Crucificado, que constituye el sí­ del Padre al ofrecimiento del Hijo y que tiene un decisivo valor salví­fico, es un evento trinitario. En efecto, el Padre ha resucitado al Nazareno de entre los muertos (He 2,24), constituyendo Señor y Cristo a aquel que habí­a sido crucificado (He 2,24). Jesús, a su vez, es objeto de la resurreción por parte del Padre; humillado, viene exaltado y constituido Hijo de Dios “poderoso según el Espí­ritu de santidad” (Rom 1,4); es aquel de quien el Padre testifica la veracidad; gracias a su resurrección, ha derribado el muro de separación que existí­a entre el hombre y Dios (Ef 2,14-18) y la humanidad ha alcanzado, en El y gracias a El, una condición nueva (1 Cor 15,20-28). El Espí­ritu, en fin, está presente en los eventos pascuales como aquel en el que el Nazareno ha sido resucitado (1 Pe 3,18) y ha sido constituido dador de la vida (He 2,32); consituido en don al Crucificado para que lo resucite, lo exalte y lo anime totalmente, después de la Pascua el mismo Espí­ritu es comunicado por el Padre y el Hijo a la humanidad. Y comienza el dí­a nuevo y último: aquel de la salvación como remisión de la esclavitud, de la muerte, del poder de las tinieblas, haciendo posible, al mismo tiempo la comunión con el Dios trinitario.

La salvación, bajo el punto de vista de la acción de Dios, nos dirige ciertamente a la Divina Comunidad; sin embargo, ésta remite de manera inmediata al Señor muerto y resucitado, al Siervo sufriente que con su sacrificio ha ‘abierto a los creyentes el reino de los cielos’; remite al Humillado del Calvario, cuya sangre ha sido derramada en favor de todos, de forma eficaz y definitiva. El es el iluminador de la humanidad, el redentor, el vencedor de la muerte, el libertador, el divinizador, justicia de Dios. Sobre esta base se apoyan sea el continuo esfuerzo del pensamiento creyente para individuar algunas categorí­as teológicas útiles que interpreten y expresen la realidad de la salvación cristiana realizada por medio de la cruz del Nazareno (sacrificio, rescate-redención, mérito, satisfacción), sea el estaurocentrismo soteriológico del Occidente. Todos los intentos de ‘leer desde dentro’ (intus legere) el misterio de la redención cristiana se fundan siempre sobre tres verdades inquebrantables para los creyentes: a) la cruz es el acontecimiento del amor infinito del Padre y de Cristo; b) en ella Dios está seriamente comprometido, así­ como Cristo mismo se ha comprometido con la totalidad del propio ser humano-divino; c) de esta forma nos ha liberado y salvado verdaderamente. Por eso, ubi crux, ibi Trinitas et vera salus.

3. EL CUMPLIMIENTO TRINITARIO DE LA SALVACIí“N. Teniendo en cuenta su origen y su economí­a, la salvación ha sido considerada sobre todo como acción de Dios, en particular de Cristo, a favor del hombre. Vista, en cambio, en relación al cumplimiento o fin, la salvación se entiende mejor como efecto de tal acción divina. En este sentido indica, según la fe cristiana, ante todo la reconstrucción o liberación del hombre ‘herido’ por el pecado y oprimido por sus consecuencias (individuales y sociales, espirituales e históricas); y, sobre todo, “plenitud de la propia existencia””, “realización de una auténtica existencia completa”44, reconciliación con Dios, como afirma K. Barth, vocación del hombre a la comunión con la Trinidad y con las otras criaturas.

El Dios trinitario es, en primer lugar, hic et nunc, el cumplimiento o fin de la salvación. La larga historia de la presencia libre de Dios en el espacio y en el tiempo de los hombres, iniciada con la vocación de Abrahán y que se concluirá con la parusí­a (historia de la salvación), está ordenada precisamente a hacer habitar la Trinidad en la historia y a elevar la historia hasta la Trinidad. Asistimos, pues, a la comunión de vida y de acción entre el Dios trinitario y la humanidad, que, si bien está inmersa cotidianamente en la debilidad, en la fatiga, en la angustia, en las equivocaciones, ya desde ahora experimenta realmente la gloria de la vida nueva y proclama el cántico nuevo (Ap 5,9), con serenidad y en la esperanza, mientras continúa su camino en la historia, mirando hacia la patria.

La reflexión sobre el hic et nunc de la salvación exige necesariamente que se hable de las actuales mediaciones religiosas salví­ficas. ¿Dónde es posible hoy encontrar a Cristo salvador y hacer experiencia de la salvación? El tema es delicado y complejo; sin embargo, puede darse una respuesta inmediata: ante todo, es la comunidad de las personas creyentes que permite el encuentro con Cristo y, gracias a él, con el Dios tripersonal; “sólo conocemos a Cristo, a la luz y en la convivencia con los que con anterioridad a nosotros han creí­do”46 Los creyentes son “las ‘humanidades suplementarias’ del Verbo encarnado a través de las cuales él va llegando a todos los hombres con la misma inmediatez que llegó a sus contemporáneos en Palestina”47. El Vaticano II llama a la Iglesia “el sacramento universal de salvación” establecido por Cristo y al cual todos están llamados. En la vida de esta comunidad, ocupan un puesto de relieve la fe, el bautismo y la eucaristí­a; “estas tres realidades forman la mediación normativa y actualizadora de la redención y por ello son constitutivas de la Iglesia. La fe abre el hombre a Dios y a su propuesta de salvación hecha al mundo por medio del Hijo en la potencia del Espí­ritu; el bautismo marca el paso del hombre de la condición creatural a la vida nueva de ‘hijo de Dios’; la eucaristí­a, memorial de la cruz y de la resurrección, prenda de la gloria futura, es la presencia viva en la historia del amor apasionado de un Dios que continúa entregándose en las manos de la humanidad, a fin de que la humanidad vuelva, reconciliada, a El. No menos importantes aparecen los otros sacramentos: la confirmación, que hace testigos maduros y colaboradores de Dios en la realización del proyecto salví­fico de Dios; el orden, que transforma un hombre habilitándolo al servicio de la palabra, del pueblo de Dios, de la eucaristí­a y de la caridad; el matrimonio, que transforma el amor de dos personas a semejanza del amor de Cristo por su Iglesia; la reconciliación, que marca el triunfo del amor misericordioso de Dios sobre el pecado del hombre; la unción de los enfermos, que comunica la ‘fuerza sanadora’ de Cristo.

La eficacia de estas mediaciones depende estrictamente de la acción del Espí­ritu en la historia; en efecto, el Paráclito hace posible el sí­ de la fe en Dios Padre y en el Señor Jesucristo; es El quien hace posible la presencia en el hic et nunc del pasado salví­fico; es El quien hace los gestos sacramentales viva experiencia de la vida inefable de Dios. Y también el Espí­ritu, soplando donde quiere y como quiere, suscita expectativas y elementos de gracia en cada rincón de la tierra. Es gracias a El que “Cristo libera y cura nuestra libertad”; El sostiene el esfuerzo de solidaridad y de justicia de todos los hombres de buena voluntad; El transforma todo esfuerzo de liberación en gesto significativo y eficaz ante la llegada del reino de justicia y de paz. Por eso, ubi Spiritus, ibi salus.

El Dios trinitario es cumplimiento y fin de la salvación hic et nunc, nunc et semper. Después de comunicarse al hombre durante el camino fatigoso de lo cotidiano y de haber transformado el presente, haciéndolo “el lugar donde se debe verificar y vivir la salvación eterna”, El se propone también como meta y patria: es la beata visio y la beata communio Patris, Filii et Spiritus Sancti, el dí­a eterno, sin ocaso. Tambiéndesde esta perspectiva aparece decisivo el rol del Espí­ritu, porque El “es el más allá de la historia, y, cuando El actúa en ella, lo hace para traer a la historia los últimos dí­as, el éschaton”
Si el origen de la salvación conduce de manera especial al Padre y la economí­a lleva eficazmente al Hijo, el cumplimiento trinitario de la salvación está muy unido al Espí­ritu. La vida nueva o de los salvados consiste en el “caminar según el Espí­ritu” (Gál 5,25), guiados por la ley nueva, que “es principalmente la misma gracia del Espí­ritu Santo, dada a los fieles de Cristo”

IV. Tareas de la soteriologí­a sistemática
A la luz de la historia del pensamiento creyente y de las ultimas elaboraciones tanto de la teologí­a en general, como de la soteriologí­a en particular, parece oportuno indicar algunas tareas de la soteriologí­a sistemática
La primera tarea del teólogo, que reflexiona sobre la salvación cristiana, es la de evitar algunos lí­mites o carencias existentes en los tratados anteriores. Los más relevantes, entre otros, son: la visión individualista de la salvación, según la cual ésta se reduce a un hecho privado, sin ningún nexo con la vida de toda la Iglesia y de toda la humanidad; se perdí­a de vista sea la necesidad de un compromiso de comunión y condivisión en la caridad, sea la necesaria referencia ‘ad extra’ de la vida de los creyentes. Hay que afirmar resueltamente que la salvación no se reduce a aferrarse sólo a la propia ‘ancla de salvación’, sino que consiste en el condividir con todos las alegrí­as y las fatigas de la historia. Otro lí­mite era un cierto juridicismo de la visión soteriológica, que llevaba a acentuar el aspecto voluntarista de la espiritualidad cristiana, subrayando el discurso del mérito y ofuscando la sobreabundancia del don de Dios. Igualmente negativo era el espiritualismo, reflejo de una visión antropológica dualista: la salvación vení­a a veces considerada como una realidad que transforma sólo el alma; en esta forma se olvidaba que Cristo es el redentor de todo hombre, no de una sola dimensión de su realidad. Un último lí­mite consistí­a en retener la salvación como puro dato escatológico; si sólo en la gloria se adquiere una verdadera experiencia de la salvación, se caerá casi inevitablemente en una actitud de contemptus et fuga mundi.

En segundo lugar, el teólogo que profundiza la soteriologí­a cristiana debe poner en claro las permanentes aspiraciones de salvación del hombre o los presupuestos antropológicos de la libre oferta de Dios a la humanidad, que se concreta en el enví­o del Hijo y del Espí­ritu. Asimismo hay que individuar las conexiones o los puntos de contacto existentes entre la propuesta cristiana y la sensibilidad contemporánea. Se trata, en definitiva, de captar todas las instancias, de hoy y de siempre, que constituyen una especie de invocación de un algo-más, que el Dios cristiano, según la fe neotestamentaria, ha ofrecido ya a la historia. Una vez examinada la pregunta que brota del corazón humano, hay que considerar la respuesta ofrecida por Dios en la historia de Israel y del Nazareno: este acercamiento crí­tico del dato revelado nos pone en actitud de escucha humilde de la Palabra de Dios y del testimonio de la comunidad primitiva. Es una tarea de capital importancia para la soteriologí­a, como para cada capí­tulo de la teologí­a; y hay que realizar este trabajo con gran atención y objetividad, para no correr el riesgo de ‘forzar’ la Palabra según nuestro proyecto salví­fico preconstituí­do y para descubrir más bien aquella improgramable y siempre nueva propuesta de Dios, presente en la historia. A lo largo de este proceso cabe prestar mayor atención a la persona y a la vida, muerte y resurrección del Salvador, Hijo del Padre de toda gracia y dador del Espí­ritu que hace nuevas todas las cosas. De la escucha de la Palabra ‘primera’, la de Dios, es necesario pasar a la escucha de la palabra ‘segunda’, la de los hombres que se han esforzado, a la luz y con la fuerza del Espí­ritu, por ‘leer desde dentro’ el misterio que se ha manifestado en Jesucristo. Es el momento del examen de la conciencia refleja de la Iglesia, que se ha ido formando en el curso de los siglos, a partir del pensamiento, de la oración, de la caridad y del testimonio de cuantos han experimentado personalmente la experiencia de la salvación. Este examen pone de manifiesto la notable riqueza contenida en la Palabra, expresada en el transcurso del tiempo dentro de los diferentes horizontes culturales e históricos en los que ha vivido la comunidad cristiana. Otro paso de esta segunda etapa consiste en conducir a la unidad el dato soteriológico, buscando un principio unificante, que consienta valorar todo el patrimonio que está asociado al concepto de salvación cristiana. Contemporáneamente, el teólogodeberá también “reconocer las alergias, rechazos y sospechas”57 existentes respecto a algunas categorí­as soteriológicas tradicionales, para verificar su veracidad o para desenmascarar su falsedad, de modo que ofrezca una propuesta significativa para la Iglesia y para los hombres de su tiempo; esta propuesta deberá mostrar también los lí­mites de una concepción de la salvación puramente mundana o puramente espiritualista.

Como última tarea, el teólogo debe integrar los diversos ‘horizontes’ de reflexión sobre la salvación diferentemente acentuados en el curso del tiempo: el antropológico, el eclesiológico, el sacramental, el cristológico, el escatológico. Una buena clave de comprensión, en este sentido, se encuentra, como se ha tratado de indicar precedentemente, en el horizonte trinitario. Ya que, si es verdad que “la tarea suprema del cristianismo es dar razón de su propio nombre: religión mesiánica, es decir propuesta de salvación mediante el anuncio de Jesús de Nazaret como Salvador para todos; religión en la que el reino de Dios y el reino del hombre coinciden en El, como lugar concreto en el que Dios es definitivamente hombre y el hombre está definitivamente en Dios”; es igualmente cierto que la identidad, la misión y el destino de Jesús y, por tanto, del hombre se explican adecuada y totalmente sólo a la luz del misterio inefable y beatí­fico de la Trinidad.

[-> Absoluto; Amor Antropologí­a; Ateí­smo; Autocomunicación; Bautismo; Budismo; Catequesis; Comunidad; Comunión; Confirmación; Creación Cruz; Dualismo; Economí­a, Trinidad; Escatologí­a; Espí­ritu Santo; Eucaristí­a; Experiencia; Fe; Filosofia; Heidegger; Hijo; Historia; Iglesia; Islam; Jesucristo; Liberación; Meditación; Misterio; Oración; Padre; Penitencia; Perikhóresis; Religión, religiones; Revelación; Sacerdocio; Teologí­a y economí­a; Trinidad; Vaticano II.]
Giuseppe Marco Salvati

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Con el término “salvación” puede entenderse el estado de realización plena y definitiva de todas las aspiraciones del corazón del hombre en las diversas ramificaciones de su existencia.

La raí­z latina salvus significa estar sano, estar bien, sentirse realizado. En el latí­n eclesiástico-teológico ha permanecido este significado, pero se le ha añadido una perspectiva prevalentemente espiritual y escatológica, así­ como la idea de que la salvación del hombre viene de arriba. El término hebreo más adecuado para expresar la salvación es jSk, que en forma hifil indica la acción de Dios que “libera de los enemigos”, “crea espacio”, “ayuda”, “cura”; le corresponden los términos griegos de los Setenta sozo soteria, con significados análogos.

En el Antiguo Testamento, Israel lleva a cabo la experiencia de la salvación ante todo como pueblo liberado de la esclavitud e introducido en la tierra prometida, en donde puede vivir libremente en el servicio y la alabanza a su Dios. La bendición de Dios y la fidelidad a la alianza son las condiciones de una experiencia de vida plenamente saciada a nivel social e individual, que se concreta en un gran número de descendientes, en la abundancia de frutos de la tierra, en la paz interna y en la seguridad frente a los enemigos exteriores. Este es el tema continuo del libro del Deuteronomio.

La infidelidad al Dios de la alianza es considerada, especialmente por los profetas, como la causa de la pérdida de esta situación de felicidad; el arrepentimiento, la conversión y la penitencia se ven como las condiciones del retorno a su posesión. Con la inserción de Israel en el juego de las potencias del Medio Oriente se pone más de relieve el aspecto de la libertad polí­tica (Isaí­as, Jeremí­as, etc.); por el contrario, en el destierro la salvación de Dios se experimenta principalmente como experiencia de la cercaní­a y de la bendición de Dios a un corazón puro y fiel a la alianza (cf , por ejemplo, Tobí­as).

Con la aparición de la apocalí­ptica la salvación se desplaza a lo metahistórico y se convierte en plenitud de existir en unas condiciones radicalmente nuevas de existencia prometida por Dios y que hay que esperar con perseverancia.

El Nuevo Testamento ve cumplidas estas experiencias y estas esperanzas de vida dichosa, feliz. plena, en la venida histórica de Jesús de Nazaret, en la comunión con él y en la felicidad plena con Dios, prometida y esperada en Cristo crucificado y resucitado. Su nacimiento como Salvador es ya motivo de gozo y alegrí­a (cf. Lc 1-2); su predicación y su compromiso en favor de los enfermos, de los necesitados, de los débiles, es la visita del Dios liberador, que en su Profeta e Hijo devuelve al pueblo la esperanza, la vida, la alegrí­a (cf. Lc 7 11-17. Mt 8,1-7; etc.); la misión que el Padre ha confiado a Jesús es iluminación, alimento, restablecimiento, alegrí­a, dicha, paz, intimidad filial con él : todo esto encontrará su expansión más acabada en la vida futura (cf Jn en particular). Sin embargo, la comunión con Jesús no excluye la cruz, herencia del seguimiento de Aquel que se entregó a sí­ mismo hasta la muerte para que los hombres, sus hermanos, volvieran a entrar en la relación de alianza con Dios (cf., en particular, los sinópticos).

En el anuncio del apóstol Pablo la salvación realizada por Dios en Jesucristo es fundamentalmente apertura misericordiosa de Dios que perdona, acoge y concede una posibilidad nueva de exiStencia en su Espí­ritu (cf. Rom 35; 8; Gál 5,22-25), pero al mismo tiempo deseo, tensión hacia una plenitud de existencia salvada, en la que el hombre entero (espí­ritu, cuerpo, mundo) se verá impregnado del poder vivificante y santificador del Espí­ritu divino y vivirá plenamente en Dios y Dios en é1 (cf. especialmente Rom 8,18ss; 1 Cor 15,28-30). Sin embargo, esta plenitud de vida será solamente herencia de aquellos que sigan ya desde ahora las huellas de Cristo doliente (cf. Rom 8,31-38; 1 Cor 1).

La teologí­a cristiana a lo largo de los siglos ha reflexionado en el anuncio de la salvación del hombre en Cristo, privilegiando algunos de sus aspectos particulares según las épocas y sus contextos culturales. La patrí­stica oriental, por ejemplo, anunció la salvación eminentemente como cumplimiento del hombre y del cosmos en la vida de Dios a través de Cristo, verbo encarnado, que llegó a la gloria de la resurrección (divinización); en esta perspectiva más amplia y más radical es en donde se incluye el momento de la redención del mal y de la corrupción. La reflexión teológica de los Padres occidentales, por el contrario, habló preferentemente de la salvación en Cristo como perdón del pecado y remisión de sus consecuencias temporales y eternas por parte de Dios, mediante el ministerio de la Iglesia, reconstitución de las relaciones espirituales vivificantes con Dios a través de la mediación de Cristo, acogida en la fe vivida dentro del espacio de la comunidad eclesial como comunidad de salvación.

Esta lí­nea, que inició Tertuliano y que luego siguieron Cipriano, Agustí­n y Gregorio Magno, fue elaborada de manera sistemática por Anselmo y llegó a través de la gran Escolástica hasta nuestros dí­as. La Reforma en particular le dio un gran impulso por el hecho de que puso en el centro de la experiencia salví­fica y de la teologí­a la temática de la justificación del pecador mediante la gracia de Dios por la fe; recordemos la pregunta de Lutero: “¿Cómo encontraré a un Dios que tenga misericordia de mí­?”. En ambas tradiciones teológicas se puede observar una palpable pérdida de sensibilidad por la dimensión histórica, social y polí­tica de la positividad de existencia/salvación que Jesús trajo y si8ue trayendo al hombre con su venida y su presencia en el seno de nuestra historia.

La teologí­a contemporánea, a pesar de que no se olvida de las dimensiones de la salvación recogidas y meditadas por la larga n grande tradición cristiana, y valoradas también de maneras distintas en todas las tradiciones religiosas del mundo, se ha empeñado en exaltar principalmente este último aspecto. El motivo principal de este empeño tiene que verse en la orientación cultural fundamental del mundo moderno, que circunscribe el deseo humano de una vida cumplida, feliz y salvada dentro del horizonte de la liistoria, con la convicción de que solamente podrá realizarse esto con las fuerzas y los instrumentos humanos. En diálogo crí­tico con esta orientación antropológica inmanentista de nuestros dí­a, los teólogos contemporáneos se han empeñado en destacar algunas de las dimensiones de la salvación bí­blico-cristiana que estaban olvidadas y en señalar otras nuevas, contenidas al menos implí­citamente en el dato de fe, con la finalidad de ofrecerlas todas al hombre de nuestro tiempo. Sobre este trasfondo hay que leer el compromiso misionero del Vaticano II, que nos ofrece una profunda y amplia teologí­a de la salvación cristiana, y la intención más honda de algunas corrientes teológicas contemporáneas (teologí­a de las realidades terrenas, teologí­a de la historia, teologí­a de la esperanza, teologí­a polí­tica, teologí­a de la liberación), que son substancialmente todas ellas otras tantas formas de la teologí­a de la salvación para el mundo de hoy. La “teologí­a de la liberación” del Tercer Mundo, más allá de sus lí­mites que no podemos discutir en estos momentos, intenta particularmente ser sobre todo una teologí­a que estudia el paso de lo negativo de la esclavitud (cultural, social, religiosa, etc.) a lo positivo de la libertad. Se comprende como teologí­a de la salvación cristiana, como teologí­a de la vida verdadera, plena y auténtica del hombre, prometida, garantizada y querida por el Dios de la vida, que se ha revelado en Jesucristo nacido, activo en la historia, crucificado y enriquecido con la plenitud de la vida divina en la resurrección, dándosenos en él como Aquel que salva, puesto que quiere que va desde ahora, en la vida del individuo “en las relaciones humanas, comience a ser realidad aquella autenticidad de vida que encontrará su plenitud en los cielos nuevos” y en la tierra nueva que nos tiene prometidos.
G. Iammarrone

Bibl.: A. González Montes, Salvación. en DTF, 1301-1310; G. Gutiérrez, Teologí­a de la liberación, Sí­gueme, Salamanca 1972; L, Boff, Gracia y liberación del hombre, Cristiandad, Madrid 1978; B. SesboUé, Jesucristo, el único mediador, 2 vols” Secretariado Trinitario, Salamanca 1990-1993; G, Greshake, El hombre y la salvación de Dios, en K, H, Neufeld, Problemas y perspectivas de teologí­a dogmática, Sí­gueme, Salamanca 1987, 253-284.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO:
1. Aproximación conceptual;
2. La salvación en la teologí­a sistemática y en la historia de la teologí­a;
3. La salvación como objeto de la teologí­a fundamental:
A) Fundamentación de una revelación redentora,
B) Eclesialidad de la salvación y legitimidad teológica relativa de las religiones como medio salví­fico,
C) Gratuidad de la salvación y cooperación del hombre,
D) Salvación e historia general de la emancipación..

I. APROXIMACI6N CONCEPTUAL. a) Salvación viene etimológicamente de salvus (salvo, sano, bueno: intacto), origen de los verbos salveo (estar bueno, sano; tener salud) y salvo (salvar); y de los sustantivos salus (salud) y salvatio (salvación). J.Ch.K. Hofmann (1810-1$77) y otros teólogos de la escuela de Erlangen (“certeza de la salvación” como contenido de la “experiencia interior’, cultivaron la teologí­a de la alianza o “teologí­a federal” y recuperaron esta categorí­a bí­blico-dogmática del cristianismo, central para su sistematización teológica. Los antecedentes se remontan a la teologí­a profética y económica de los siglos xvI y xvll (J. Coccejus), y su repercusión llega a A. Schlater y O. Cullmann.

El Vaticano II consagra la concepción histórico-salví­fica de la revelación como clave hermenéutica teológico-fundamental para la reorganización de las disciplinas teológicas. .Entre los manuales en esta lí­nea, el más representativo después del concilio es Mysterium salutis, imitado por otros proyectos del género, como, por ejemplo, la serie española Historia salutis. El desarrollo conceptual guarda relación principal con la carga semántica que evoca salus, indicativa de la situación de integridad de alguna cosa, y principalmente del hombre amenazado por algún riesgo o peligro. De ahí­ pasa a significar la integridad, que sólo la omnipotencia divina puede garantizar al hombre. El Diccionario de la lengua española, al dar cuenta de las acepciones que el vocablo tiene en español, aclara que salud es “estado de gracia espiritual” y “consecuencia de la gloria eterna”; y hace equivalente esta carga semántica a la de salvación, que es “consecución de la gloria y bienaventuranza eternas”.

b) El NT expresa este contenido mediante los vocablos griegos del grupo lyo (desatar, liberar a veces a cambio de algo: lytron, de una venta); del de sódsó (arrancar, salvar de un peligro amenazante para la vida), y rhyomai (preservar, proteger de un peligro). El NT atribuye a la muerte de Cristo ser causa de la regeneración del hombre, que emana del misterio pascual (Rom 4,25; 5,10-11; 2Cor 5,18). Por él Cristo es redentor y salvador (sotér, el que libra o preserva) (cf Mt 1,21; Le 2,11 ; Jn 4 42; He 5,32 1Tim 1,1; 4,10; Flp 3,20; Ef 5,23; 2Tim 2,10; Tit 1,4; 2,13; 1 Jn 4,14; 2Pe 1,1; Jds 25), mientras llama sóterí­a al don divino que Cristo ofrece (cf Lc 1,77; 19,9; Jn 4,22; He 4,12; Rom 1,16; Ef 1,13; 1Tes 5,9; 2Tes 2, 13-14; 2Tim 2,10; 3,15; Heb 2,10; 5,9; 9,28; 1Pe 1,5ss).

La salvación es la nueva relación en Cristo entre Dios, el hombre y el mundo, que modifica su estatuto antropológico y teológico. Aulén (Christus Victor, 1931) consideró permutables las diversas formulaciones de la salvación redención/salvación, satisfacción vicaria, gracia, justificación, reconciliación, liberación). Seil se distancia de Aulén, atribuyendo a estos vocablos un contenido conceptual no del todo transferible a los demás. Así­ lo entienden corrientes teológicas actuales de distinto signo.

2. LA SALVACIí“N EN LA TEOLOGíA SISTEMíTICA Y EN LA HISTORIA DE LA TEOLOGí­A. a) Autocomunicación de Dios por Jesucristo en el Espí­ritu (del Padre y del Hijo) al hombre para su vida y felicidad eternas, la salvación recorre todo el entramado sistemático de la teologí­a como objeto primordial de su consideración cientí­fica. Tradicionalmente su lugar más propio es la soteriologí­a, que los manuales incluyen en el tratado de cristologí­a dogmática De Verbo incarnato. Se debe a la concepción agustiniana de Cristo mediador, cuya misión como redemptor es la reconciliación, elaborada sobre la idea joánica y paulina de encarnación (ensarkosis) elaborada a partir de la preexistencia del Verbo, y desarrollada por los padres al servicio de la identidad divino-humana de Cristo (Calcedonia 451). El principio soteriológico de la cristologí­a dogmática tiene su fundamento ontológico en la communio idiomatum. Tres son las cuestiones fundamentales para el desarrollo dogmático de la cristologí­a: l.a la relación entre el misterio trinitario de Dios y el misterio de Cristo; 2.a la cooperación de las dos naturalezas en Cristo, y 3.a el ser personal del redentor (A. Auer). Las diversas tesis teológicas aclaratorias del misterio de Cristo, elaboradas históricamente a propósito de estas tres cuestiones, generaron tensiones confesionales que necesitaron ser resueltas autoritativamente en la Iglesia para evitar la heterodoxia (concilios contra las herejí­as trinitarias de la antigüedad). Los enfrentamientos escolares dieron lugar unas veces a propuestas de difí­cil valoración dogmática: por ejemplo, las diversas consideraciones de la encarnación de Cristo por escotistas y tomistas en la Edad Media o la funcionalización sotériológica de la divinidad de Cristo por Lutero; y otras veces a claras desviaciones contrarias a la fe en la Trinidad. Así­ ciertos unitarismos en la concepción de Dios (Miguel Servet, arminianos, socinianos y unitaristas polacos e italianos) surgidos del movimiento protestante del siglo xvl, que han hallado prolongación a su antitrinitarismo en movimientos paracristianos y sectarios modernos de vigencia actual. Es el caso de mormones y testigos de Jehová, surgidos en el clima antitrinitario de cierto protestantismo revelacionista y fundamentalista americano, heredero de la emigración histórica de unitaristas holandeses y británicos, o bien, corrientes teológicas disolventes de la dogmática trinitaria (teologí­a liberal y modernismo), cuyo objetivo a principios de este siglo era reconciliar ilustración y modernidad con el cristianismo.

b) La salvación no tiene en la cristologí­a dogmática el único tratamiento teológico adecuado. La neoescolástica tuvo razones para extender la reflexión sobre la salvación a los tratados que configuran la antropologí­a teológica articulados en las que hoy conocemos como protologí­a y antropologí­a fundamental desarrolladas por la manualí­stica decimonónica. La creación fue soteriológicamente considerada en el tratado De Deó creante et elevante,, resultado de los trabajos de C. Schrader, C. Pasaglia y, sobre todo, G. Perrone y D. Palmieri. Ellos dieron unidad a todos sus elementos dispersos en la Summa de santo Tomás: los relativos a la creación en general (1, qq. 44-46); a la creación del mundo material (1, qq. 65-74) y caí­da de los ángeles (1, qq. 50-64) y de los hombres (qq. 75102; 11-I1, qq. 163-165); siguiendo el proceso de unificación iniciado en el siglo xviii por Ch.R. Billuart en él. Hay que añadir además el tratamiento de la caí­da del hombre (estado infralapsario) en el De peccatis, prolongando el estudio del Aquinate del pecado original (I-I1, qq. 81-83), particularmente desarrollado por la mariologí­a del siglo (D. Palmieri). Bien es verdad que la mariologí­a, tratado dependiente de la cristologí­a dogmática, no siempre fue recogida en los manuales que han llegado hasta los años cincuenta (SAGÜES-ALDAMA, Sac. theol. Summa 211, 445ss; 3111, 331 ss).

La antropologí­a teológica, además, encontró en el tratado De gratia Christi su desarrollo más especí­ficamente soteriológico al ocuparse de los frutos de la obra salví­fica del Redentor. Por él obtiene el pecador la justificación y es introducido en el proceso de santificación que activa el Espí­ritu Santo (objeto de la pneumatologí­a y de la sacramentologí­a). Desde la antigüedad se vio que la teologí­a de la gracia condicionaba la comprensión de la fe como principio salví­fico. San Agustí­n defendió contra el pelagianismo la gratuidad del acceso a la fe y, por ella, a la salvación. (De praedestinatione sanctorurn, De dono perseverantiae), excluyendo toda comprensión ejemplarista de la vida cristiana. La imitación de Cristo implica participación por el bautismo en su vida y destino: el hombre va en libertad hacia su salvación, pero atraí­do y dirigido por la acción de Dios en virtud de la gracia de Cristo (Contra lulianum). El initium ftdei igual que la perseverancia en el bien fueron sancionadas magisterialmente: son obra de la gracia de la salvación (DS 225-230; 240-244; 373-378).

El desarrolla de la psicologí­a y epistemologí­a de la fe se abrirí­a camino en la alta Edad Media, dando lugar a una compleja comprensión de la gracia que activa la transformación noética y ontológica del cristiano, gracias al instrumental filosófico aristotélico. Por la fe, hábito infuso e instinto interior (santo Tomás), la libertad del hombre se halla en condiciones de actos salví­ficos. Es el paso del estado de `fe informe” al de “fe informada” por la caridad. El impulso divino activa la capacidad del hábito de la fe en conformidad con la situación que ésta crea en el hombre (C. gentiles 111, 154; In 11 Cor., 3 lect. 1,87). Con ello Aquinate explicaba la sobrenaturalidad de la acción salví­fí­ca de Dios en el hombre, dando lugar a dificultades de comprensión teológica para la reforma.

c) También la teologí­a sacramental y la eclesiologí­a son ámbitos tradicionales de reflexión sobre la salvación, pues la Iglesia actualiza la salvación por medio de los sacramentos. Es en el signo sacramental (especialmente bautismo y eucaristí­a) donde los individuos posteriores a Cristo entran en comunión con él por participación de la gracia del sacramento. El bautismo fue para los padres alejandrinos iluminación, y la fe principio cognoscitivo sostenido por la gracia en el conocer del hombre. Inscritos en la acción litúrgica de la Iglesia, los sacramentos son acciones salví­ficas que median la incorporación del hombre a Cristo (CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis mistagógicas), posibilitando ya en los siglos Iv y v una comprensión cristocéntrica de la acción litúrgica de la Iglesia, extensión sensible de la humanidad redentora del salvador (Gregorio de Nisa, Ambrosio). Concepción acorde con la convicción de los Padres sobre la salvación como divinización del hombre (theibsis), gracias a la humanización de Dios, que hace a los hombres partí­cipes de la naturaleza divina (2Pe 1,4). l San Ireneo fundamentó la historia de la salvación como recapitulación (anakephalaiosis) contra los gnósticos; y san Atanasio defendió la divinidad de Cristo como razón teológica de la sobrenaturalidad de la santidad contra los arrianos; igual que Clemente de Alejandrí­adefendió la condición del gnóstico cristiano.

La Edad Media vio ampliada la reflexión sobre la mediación sacramental de la salvación al plantearse la teologí­a la cuestión del votum sacramenta (cf infra epí­g. B). Con ello se diluyen las fronteras de pertenencia a la Iglesia, condición de la salvación de los individuos. Si el axioma de san Cipriano extra ecclesiam nulla salus era hasta entonces indicativo de esta delimitación eclesial de la salvación, ahora se precisaba que la acción de Dios es más abarcadora que la de la Iglesia. Cristo, fundador de la Iglesia, hace de ella instrumento de la salvación por el bautismo, pero deseó y martirio anticipan los efectos de la gracia de la redención incorporando a Cristo a sus confesores;
d) El siglo xix reafirma la lex incarnationis, que rige la comunicación divina de la salvación. Si Petavio y luego Scheeben recuperan la acción deificante de la gracia increada, del Pneuma, la apologética reivindica su mediación en la Iglesia, instrumento sacramental del acceso a la noticia y gracia de Cristo. El desarrollo de la ví­a histórica pretendió vincular la salvación a la confesión de fe y vida de la Iglesia. Se defendió el carácter institucional de la fe contra el espiritualismo individualista de la reforma. La apologética finisecular católica de la escuela romana objetivó el lugar histórico de la salvación al vincular la Iglesia a su fundador, sin dejar de reivindicar la ví­a empí­rica, centrada en las notas definitorias de la “verdadera Iglesia”: unidad, santidad, catolicidad, apostolicidad. Esto ocurrí­a, sin embargo, cuando la escuela de Tubinga se proponí­a la demostración “cientí­fica” de la acción reveladora de Dios en el desarrollo histórico de la religión (1 J. S. Drey).

Con el nuevo siglo, la crisis del carácter absoluto del cristianismo, planteada por la teologí­a liberal (E. Troeltsch) y el modernismo (A. Loisy), vení­a a ser crisis de la sobrenaturalidad de la Iglesia. La teologí­a de F. Schleiermacher, deudora de la filosofí­a romántica, modificó la concepción sobrenatural de la salvación entendiéndola com próceso de reconciliación que el hombre experiencia en la conciencia de lo divino mediada en el sentimiento de comunión con el universo. Salvación es superación de los antagonismos que amenazan el orden creatural a causa de la acción histórica degenerativa del mal. La teologí­a liberal avanzó en la desdogmatización de la salvación y vio en ella un proceso de humanización, cuyo paradigma contempló en Jesucristo, contenido racional de la revelación. Su cristologí­a ejemplarista pretendí­a resolver la tensión dualista entre lo divino y lo humano (Dios-mundo, Dios-hombre, acción divina-historia humana). Desechada la tentativa liberal, la exégesis contemporánea se entregó a la reconstrucción de la cristologí­a implí­cita en la predicación de Jesús y en su pretensión, sin renunciar a la luz que la fe arroja sobre los datos de la historia. Paliando la tesis de la escuela de las religiones, se pudo distanciar a Jesús de los mitos salví­ficos de las religiones mistéricas del helenismo y del mito gnóstico del redentor. La exploración de la conciencia de Jesús permití­a hablar de su actitud ante su muerte inminente, y de su fe en la acción salví­fica de Dios por su medio. Es patente la quimera de un Jesús ajeno a toda idea redentora, pues no parece posible sustraer a la conciencia del redentor toda idea de “entrega sacrficial” a y/ o por Dios (Lafont).

3. LA SALVACIí“N COMO OBJETO DE LA . A) Fundamentación de una revelación redentora. La teologí­a fundamental pretende la “fundamentación” del hecho cristiano como resultado de una revelación redentora (salvifica), cuyas condiciones de posibilidad le es obligado indagar. K. Rahner ha considerado esta tarea en dos momentos: el formal (condiciones de posibilidad de una revelación redentora) y, el de fundamentación (compulsación de la fenomenologí­a cristiana como tal revelación salví­fica). No todos los autores le han seguido, considerando que ambas funciones son propias de la teologí­a fundamental (G. Sdhngen H. Fries), que incluirá además la reflexión sobre la cientificidad del método teológico.

a) Esta tarea plantea a la teologí­a fundamental la legitimación del designio o voluntad salví­fica universal de Dios afirmada en el dogma, en relación con la tensión entre el desarrollo de la historia universal y la aparición de una historia particular de la salvación (Israel, Iglesia), que parece implicar, por su misma particularidad, la negación de esa voluntad, de salvación. Sin suplantar a la teologí­a de la gracia, la teologí­a fundamental pregunta por la posibilidad de una experiencia de Dios en el interior de la historia general y por la relación de la misma con la historia particular de la salvación (Pannenberg). En cuanto obedece al designio universal de Dios, la primera tiene su razón teológica en la apertura del hombre a tal experiencia, con sus lí­mites, mientras la segunda es la expücitación de esta apertura y superación de tales lí­mites. El Vaticano I afirmó la posibilidad del conocimiento natural de Dios (DS 3004ss), sin dejar de recordar la condición caí­da del hombre, que afecta a su capacidad de acercamiento a Dios. Esta afirmación explica que el concilio hiciera objeto de fe la misma posibilidad natural del conocimiento de Dios. Salo a la luz de la revelación se le aclara al hombre su situación infralapsaria y la necesidad del auxilio de la gracia redentora.

¿Cuál es la relación que en el hombre hallan su natural condición pecadora y la presencia de la gracia que justifica y da la salvación? Esta cuestión fue objeto de controversias, haciéndose por ello necesarios dictámenes del magisterio. Tras las intervenciones de Trento contra las corrientes luteranas, el siglo xvI conoció la controversia de auxiliis sobre la relación entre gracia y libertad, que provocó la reserva del asunto a Roma. Después en los siglos xvii y xviii, el magisterio intervino contra el agustinismo heterodoxo de M. Bayo (DS 1901-1980), prácticamente alineado con las doctrinas luteranas y seguidor de un naturalismo creatural cerrado. También contra el de Jansenio (20012008) y P. Quesnel (2400-2502), partidarios de una predestinación absoluta, esto es, selectiva. No serí­a posible una libertad redimida capaz de obras salví­ficas: Dios ocuparí­a el lugar del sujeto necesitado de redención.

b) Lejos de archivarse estas cuestiones como patrimonio de la historia, la teologí­a contemporánea las ha actualizado. El problema permanece de hecho en su identidad: ¿cómo comprender la novedad de la salvación afirmada por la Escritura, sin destruir la concepción protológica del hombre, obra de Dios y creado en Cristo, con importancia eterna para él? La cuestión no escapó a los medievales, y tomistas y corrientes agustino-franciscanas optaron por soluciones diferenciadas. Para los primeros, la cristologí­a encontraba su apoyatura en su misma fundamentación soteriológica, remitiendo la respuesta al interrogante de san Anselmo cur Deus homo? al hecho de la revelación redentora. Para los segundos, la razón soteriológica de la cristologí­a no anula la razón protológica de la misma, antes bien la supone.
H. de Lubac (Surnaturel, 1946; Le mystére du surnaturel, 1965) ha reinterpretado la historia de la teologí­a buscando un mejor esclarecimiento de la soteriologí­a. Prescinde de una intelección de la sobrenaturalidad de la salvación como superposición de la gracia a una “naturaleza pura”, para ensayar un tratamiento teológico-fundamental de la finalización del hombre a la vida eterna desde la creación. K. Rahner, por su parte, habla del que llama existencial de gracia: el hombre, lo quiera o no, lo sepa o no, es amado por Dios, que le ha creado y redimido. Su apertura “trascendental” a la salvación es apriorí­sticamente dada; la inmediatez de Dios al hombre no es resultado de una idea innata ni tampoco contenido de una supuesta “revelación primitiva” sino fundamento de posibilidad del conocimiento “natural” de Dios y de la pregunta por la salvación, toda vez que el hombre tiene experiencia de la finitud del mundo y de su situación perdida bajo este existencial sobrenatural.

La teologí­a es para Rahner antropologí­a teológica y, como tal, objeto de la teologí­a fundamental; es decir, reflexión formal y de fundamentación sobre la situación del hombre ante Dios, con un interés teológico que no se puede ocultar. No es posible ignorar que Jesucristo ha existido con la pretensión de ofrecer al hombre la salvación definitiva; de ahí­ la necesaria reflexión sobre la cuestión en la teologí­a fundamental. Rahner propone conciliar historia universal y particular de la salvación, una consideración salví­fica de la experiencia religiosa, posible en las religiones, y la experiencia salví­fica debida al conocimiento de Cristo en su singular valor absoluto. En la revelación de la salvación en Cristo se descubre la legitimidad de toda experiencia religiosa y sus lí­mites. En Cristo se revela el origen y fundamento de toda mediación creatural e histórica de la salvación.

B) Eclesialidad de la salvación y legitimidad teológica relativa de las religiones como medio salvifico. Con este planteamiento teológico se reorienta la clásica cuestión de la salvación de los infieles y de la teologí­a de las religiones gracias a una reformulación teológica del verdadero alcance del votum sacramenti (sive baptismatis), considerado ya por santo Tomás y los medievales-. Esta formulación teológica del votum sacramenti encontró eco en las decisiones del Vaticano II; que valoró positivamente las religiones acristianas, en especial del judaí­smo y del islam (declaración Nostra aetate). Pasada ya la protesta de K. Barth y de la teologí­a dialéctica contra la nivelación liberal de cristianismo e historia general de la conciencia religiosa, se atenúa la distinción barthiana entre religión y revelación. La primera no es ya vista por el protestantismo radical como idolatrí­a, sino como mediación apropiada de la experiencia de la revelación y ví­a de salvación.

Se puede por ello hablar de una cierta legitimidad teológica de estas religiones, que no descansa tan sólo en la libertad de la persona para profesar en libertad un determinado credo religioso (declaración Dignitatis humanae) ni en la sola aceptación pública de una religión como fundamento de su legitimidad jurí­dica. La teorí­a rahneriana del cristianismo anónimo es una formulación teorética de la afirmación bí­blica del designio divino universal de salvación e implica una reinterpretación cualitativa, no cuantitativa ni geográfica, de la máxima de Cipriano. Resta la solución de ciertas dificultades: siempre es posible para la libertad errar culpablemente en el conocimiento de Dios y rechazar la salvación. Nadie puede ser apellidado cristiano contra su explí­cita voluntad de no serlo.

Con todo, ni la propuesta del H. de Lubac ni la teologí­a rahneriana de la salvación permiten reducir el orden de la redención al de la creación. La salvación no ésta dada en la apertura estructural ; apriorí­stica, del hombre a la gracia dada en su condición creatural (l Potencia obediencial), si bien no es comprensible ni posible sin éstas. De ahí­ que si la salvación, fruto de la redención; no está dada de antemano en el orden creatural, el hombre necesita ser asociado a Cristo por la fe y el bautismo, sin oscurecimiento alguno del fundamento patrogenético de la salvación. Todo lo contrario, por la redención, se ha revelado la realidad oculta del misterio inaccesible de Dios (Ef 3,3-4). La Iglesia, en cuanto lugar de la explí­cita presencia de la salvación, deviene “signo, administradora e instrumento del designio de Dios” y puede ser definida “sacramento de la obra salvadora de Dios “y, por eso, lugar de apropiación de la salvación (declaración anglicano-católica La salvación ,y la Iglesia [1986], n. 29). Que la fe y el sacramento sean la ví­a de acceso a la salvación impide reducir esta apropiación al sometimiento al ethos religioso humano, y menos al de la razón ilustrada por la ciencia y al de la voluntad emancipadora de la libertad.

En este sentido, algunas corrientes teológicas actuales se esfuerzan por reformular la salvación en el contexto de la cultura actual. La dificultad que plantea el lenguaje sacrificial del NT y la comprensión de la obra salví­fica de Dios en la muerte violenta de Jesús no siempre permiten comprender el sentido del sufrimiento en el misterio de Dios, que es el amor, y su valor redentor (R. Girard N. Leites, J.. Pohier, F. Varonne). Una reinterpretación del dogma de la redención como formulación funcional de la revelación acorde con la modernidad (G. Morel, H. Küng, Torres Queiruga) tiene el reto de no soslayar la identidad divino-humana de Cristo y no ceder a nuevas formas de racionalismo. La teologí­a fundamental atiende a ambas cosas: explorar las condiciones de posibilidad de la fe dogmática y de la comunicación del misterio de Cristo al hombre actual. Si se abandona la razón dogmático eclesial de la fe, se hace imposible comprenderla desde Dios. La revelación ofrece una “nueva imagen de Dios, de la cual no podí­amos disponer antes de que la revelación tuviera cumplimiento” (Rovira Belloso).

No es posible invalidar teológicamente la acción misionera de la Iglesia. Ni la razón ni sus proyectos de libertad son por sí­ mismos lugar de comprensión del misterio redentor de Dios, sino la revelación de la misericordia divina. La misión cristiana se legitima por su novedad y valor absolutos, y sin ellos no parece posible fundamentar la legitimidad teológica relativa de cualesquiera otras mediaciones, religiosas o no, en las que la salvación se ofrece a la experiencia humana. No es. posible evangelizar sin una consideración sincera del diálogo interreligioso, pero éste no puede sustituir la proclamación imperativa (Mc 16,15; Mt 28,19; Lc 24,47; He 1,8; 2,38; 4,20) del kerygma cristiano (JUAN PABLO 11, Redemptoris mí­ssio, 1990).

C) Gratuidad de la salvación y cooperación del hombre. Hoy parecen superadas las posturas de controversia entre católicos y protestantes surgidas del rechazo de la teologí­a medieval de la gracia por los reformadores del siglo xvi y su defensa del principio sola gratia. M. Lutero y los reformadores entendieron la salvación fundamentalmente como agraciamiento divino. El principio de la justificación es la fe en Cristo crucificado, revelación en el ocultamiento (sub specie contraria) de la salvación. Sólo la fe capta el carácter vicario del acontecimiento redentor, del “pro nobis” de la pasión y de la cruz, lugar único donde el teólogo “aprehende las cosas visibles e inferiores de Dios” (Disputación de Heidelberg, tesis 19). La investigación sobre Lutero parece sostener que el carácter declarativo de la justificación no exige comprender la justicia de Cristo que Dios le imputa al pecador como mera cobertura externa, pues esta justicia imputada es verdadera propiedad del redimido (WA 7 25-26: “trueque dichoso” entre Cristo y el pecador). Cambio que comienza por la fe; resultado de la proclamación de la palabra de Dios o evangelio (WA 39,1, 83,26: ‘fides, quae ex auditu Christi nobis spiritum sanctum infunditur’). La convergencia de esta concepción luterana con la intención dogmática de Trento y de los teólogos anglicanos parece hoy clara, y así­ se deduce de los acuerdos actuales de católicos y luteranos, y de anglicanos y católicos. Los reformadores apelaban al uso de dikaioün en el NT (“declarar justo’, y católicos y anglicanos han insistido en la transformación ontológica que expresa el justificare. Todos convienen hoy en que no es posible separar justificación y santificación, como son inseparables fe y amor. El creyente participa por la vida teologal en la nueva humanidad revelada en Cristo (La salvación, y la Iglesia [1986], nn. 14-15 y 19).

D) Salvación e historia general, de la emancipación de la libertad. La historia de la salvación no puede nivelarse con la historia de la conciencia religiosa, de la emancipación de la libertad y del progreso, siempre ambiguas; pero la historicidad de la revelación y de la gracia impide (contra Bultmann) su existencialización. No es posible deshistorizar la salvación. Más aún, después de la crí­tica de la religión desde el siglo xviii, y después de la impugnación de la moral cristiana, no es posible concebirla sin relación con la historia de la emancipación de la libertad. Ni siquiera el nihilismo posmoderno puede evitarlo, si el mensaje de salvación ha de significar algo para el hombre de hoy, ví­ctima de nuevas formas de desigualdad y opresión y de las guerras. Se plantea así­ la pregunta por la relación entre la salvación (“reino de Dios’ y ,las realizaciones históricas, sin respuestas convergentes.

1) La nueva teologí­a polí­tica (J. B. Metz, J. Moltmann) ve la Sa]vación como el objeto trascendente de ]a esperanza teologal; su contenido es el futuro de Cristo (de Dios) para el hombre (Moltmann). La acentuación escatológica diferencia la salvación de su mediación intrahistórica (Metz: “reserva escatológica’. Esta teologí­a de la salvación se entiende como hermenéutica de una ética del cambio social en la dirección de la salvación futura, y se inspira en la dialéctica negativa de la escuela de Frankfurt (Th. W. Adorno). La salvación impulsa el presente e impide una ideologí­a del status quo, idolatrí­a de toda religión polí­tica.

2) La teologí­a de la liberación quiere ver la salvación en la acción histórica que la media. Frente a una concepción del pecado como hamartiosfera, esfera de conflictividad social (“situación social de pecado’, la salvación es liberación, trascendente en su origen y realización escatológica, pero perceptible en sus efectos transformadores de toda situación de opresión. Esta reinterpretación social del pecado, situación de opresión y dependencia económica, exige reinterpretar la salvación como liberación integral del hombre, superando todo dualismo que espiritualice la salvación (G: Gutiérrez). ¿”Historia de la salvación” o de las “salvaciones de la historia”? J.L. Segundo). La respuesta opta por lo último. Con método oscilante, esta teologí­a enriquece el contenido de la salvación; aunque desplaza en parte la comprensión teológica de la misma. Es real el riesgo de convertirse en cobertura teológica de una polí­tica del cambio social, dirigido por las ciencias humanas y concepciones no exentas de dificultades para la fe (SCDF, instr. Libertatis nuntius [1984] y Libertatis conscientia [1986]).

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A. González Montes

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Véanse RESCATE; SALVADOR.

Fuente: Diccionario de la Biblia

/Fe VI, 1; /Redención; Nida II, 3b; III, 1-2

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

A) Concepto. B) Historia de la salvación. C) Voluntad salví­fica universal de Dios.

A) CONCEPTO

I. En la Biblia
1. Las expresiones hebreas correspondientes a la palabra española “salvación” muestran que el concepto véterotestamentario de s. tiene sus raí­ces en experiencias y situaciones concretas. En el Antiguo Testamento el orante experimenta como s. la liberación de un peligro mortal: curación de una enfermedad, liberación de la prisión, rescate de la esclavitud, ayuda en una disputa jurí­dica, victoria en la batalla, paz después de negociaciones polí­ticas (Sal 7, 11; 18, 28; 22, 22; 34, 7.19s; 55, 17; 69, 2; 86, 2; 107, 13.19.28 y otros). El pueblo como conjunto participa asimismo de esta experiencia. Desde el momento en que Israel se entiende como nación, comprende su salida de Egipto como la acción salví­fica decisiva de Yahveh; Dios se ha hecho s. de su pueblo (Ex 15, 2; cf. 14, 13.30). Los hombres predominantes en la historia de Israel, como jueces (Jue 2, 16.18; 3, 9.15.31; 6, 14; 13, 5; 1 Sam 7, 8) y reyes (1 Sam 9, 16; 11, 9. 13; 14, 45; 23, 5; 2 Sam 3, 18), salvan a su pueblo de sus tribulaciones y se presentan como instrumentos de la s. divina. Sin embargo, los escritores bí­blicos subrayan la significación predominante de Yahveh como el creador de la s. Así­ Gedeón sólo puede llevar a 300 hombres a la lucha, para que el pueblo atribuya su s. a Dios y no a su propia fuerza (Jue 7). Isaí­as subraya: “No un mensajero ni un ángel, sino él mismo los liberó” (Is 63, 8s; cf. Os 14, 2ss).

La experiencia de la s. como una señal concreta de auxilio para el individuo o para todo el pueblo adquiere nueva forma en el mensaje de los profetas. Una vez destruidos Israel y Judá, en el exilio la s. se ve bajo la imagen de la conducción del “resto” a la patria. El retorno a la patria se convierte – como en otros tiempos el éxodo – en la señal de la acción salví­fica de Dios (d. Jer 23, 6ss). Israel y la vida en el paí­s se espiritualizan (Jer 31, 7.31ss). Dios es la s. (Is 12, 2; 35, 4). La s. nuevamente concedida se realiza en un reino de paz, en el que Dios domina como rey (Is 52, 7). En la época postexí­lica aparece junto a Dios la figura de un salvador especial (cf. “el prí­ncipe de la paz” en Zac 9, 9).

En contraposición con la idea profética de la s. para todos los pueblos (cf. Is 45, 22), en los libros posteriores del AT se va abriendo la idea de que para el dí­a del juicio Israel ha de esperar la s. definitiva, mientras que los pueblos (paganos), los cuales han oprimido a Israel, tienen que esperar la perdición definitiva. Expresada esta idea individualmente: el justo recibe la s. y el malvado la condenación (Sab 5, 2; J.1 3, 5; Dan 13, 1s). Esta limitación de la idea de s. a Israel se ve con más fuerza todaví­a en los libros extrabí­blicos del judaí­smo, p. ej., Jub, SalSl, Hen. “En comparación con el AT, la nota común de estos tres escritos era una restricción de las afirmaciones salví­ficas referentes al mundo de las naciones. Según los libros mencionados las naciones propiamente existen sólo para su aniquilación, y las afirmaciones salví­ficas se extienden exclusivamente a Israel” (BECKER 36).

Mientras que los profetas invitaban a Israel a la conversión, que de suyo era la condición previa para la s. (cf. Is 30, 15; Jer 4, 14), en el judaí­smo posterior se desplaza el acento. La törä es interpretada como don de la s., porque con su ayuda se pueden cumplir fielmente los mandamientos y así­ es posible granjearse merecimientos, a cambio de los cuales Dios debe pagar en el más allá un premio plenamente merecido (cf. BECKER 19s).

2. La comunidad de Qumrán, lo mismo que el AT, no tiene un concepto unitario de s. La s. esperada se orienta hacia la escatologí­a. Cuando tiene lugar una batalla decisiva al fin de los tiempos entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, la s. consiste en la victoria sobre los enemigos(1QM 6, 5s; 18, 11), en la felicidad de los buenos y en su dominio sobre los demás hombres (1QM 12, 12ss; 19, Iss; Dam 20, 33s); por consiguiente la s. es un estado terreno de felicidad.

Según otra representación, el hombre participa en la s. si Dios borra (literalmente “cubre”) sus pecados (1QH 2, 13; 16, 12; 1QS 11, 14). Por tanto, la s. consiste más bien en una esfera de orientación hacia Dios.

Bien se trate de la lucha escatológica, o bien de la purificación de los pecados la s. nunca puede alcanzarse fuera de la comunidad. Sólo mediante la estricta observancia de las reglas dentro de la comunidad de Qumrán es posible la conversión requerida. Por esta razón ya no existe la antigua contraposición: israelitas piadosos, resto del mundo o conjunto de Israel, restantes pueblos; ahora la lí­nea divisoria corre entre la comunidad, por una parte, y los que están fuera de ella, por otra.

3. El Nuevo Testamento para designar la s. emplea la expresión griega soterí­a, que puede designar tanto el bienestar corporal como el correspondiente estado de la vida aní­mico-espiritual.

La palabra s. es un concepto religioso, y casi nunca se aplica a circunstancias puramente terrenas (cf., sin embargo, Act 27, 20.31.34). Incluso allí­ donde es entendida como curación de una enfermedad, como auxilio en una tempestad o como s. en peligro de muerte, por su vinculación con la fe se refiere a una realidad más profunda (Mc 5, 23.28; Mt 8, 25; 14, 30). En virtud de la antropologí­a bí­blica (totalidad aní­mico-corporal), toda curación del cuerpo es un signo de la concesión de la s. por parte de Jesús (cf. Lc 10, 19; 18, 42).

Con Jesús ha llegado la s. a los hombres; por esto él dice a Zaqueo: “Hoy ha llegado la s. a esta casa” (Lc 19, 9). Muchas veces la s. se describe con la imagen del -> reino de Dios. Este consiste en la realización de la voluntad divina (Mt 6, 10). Y allí­ donde Dios es el “Señor”, ha llegado a su fin el dominio de Satán. A esto se refieren especialmente las expulsiones de -> demonios realizadas por Jesús (Lc 11, 20 par; 10, 18).

La s. aparece asimismo en la atención de Jesús a los pecadores, pobres y enfermos (Mc 2, 1-12; Lc 7, 36-50), a los que declara bienaventurados de manera especial (Lc 6, 20s); todo el que estaba perdido, es recibido de nuevo en la casa de Dios (Lc 15).

Por el hecho de que el mensaje de Jesús tiene como contenido la s. de los hombres, el Evangelio es llamado “palabra de s.” (Act 13, 26; cf. 11, 14), “camino de s.” (Act 16, 17), “fuerza de Dios para la s.” (Rom 1, 16).

Una serie de ideas sirve para describir el contenido de la s., en todo lo cual hay que referirse a su carácter presente y futuro. La s. presente es la situación creada por la muerte redentora de Jesús: liberación del -> pecado y de la -> ley (Rom 6s; 1 Tim 1, 15; Ef 2, 1-10), perdón de los pecados (Act 10, 43; 13, 28), filiación divina (Rom 8, 15-17), justicia que procede de la -> gracia (Rom 3, 24; cf. 8, 29); la s. futura, que ha de traer el dí­a del Señor (1 Cor 3, 15; 5, 5), consiste en la liberación de la ira de Dios (Rom 5, 9; cf. Mc 13, 13), en el banquete con los patriarcas (Mt 8, lls), en la vida eterna del mundo futuro (Mc 10, 30). La llamada a la s. es un llamamiento a la “participación de la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2 Tes 2, 13s; Rom 8, 30). La existencia terrena del cristiano se realiza en la tensión entre ambos aspectos. El cristiano por el bautismo tiene ya una participación en la s. y espera su plena realización en la venida de Jesús al fin de los tiempos (Heb 9, 28; Rom 8, 24; 13, 11; Flp 3, 20; 1 Tes 5, 9; 1 Pe 1, 5). Las afirmaciones acerca del autor de la s. no son uniformes; tanto Dios (1 Tim 1, 1; Tit 1, 3; 2, 10) como Jesús (Tit 1, 4; 2 Pe 1, 11; Heb 5, 9; Act 4, 12) son llamados “Salvador”. Por sí­ mismo el hombre no puede producir ninguna s.; ni la fe (Rom 10, 9s), ni la conversión (Act 3, 10.26; 5, 31), ni el bautismo (Act 22, 16; 26, 18; 1 Pe 3, 31), ni la fidelidad en la conducta terrena (2 Tes 2, 10) le dan tí­tulo alguno para la s.; todas esas cosas son solamente presupuestos necesarios de la misma. La s. no está limitada a determinados grupos, como en el AT y en Qumrán, sino que en principio se extiende a todos los hombres por razón de la eficacia universal de la muerte de Jesús.

II. Aspecto sistemático
Cf. -> redención, -> encarnación, voluntad salví­fica universal de Dios, (después en C),-> gracia, historia de la salvación (seguidamente en B), -> reino de Dios, -> resurrección de la carne.

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Ingrid Maisch
B) HISTORIA DE LA SALVACIí“N
1. Génesis del pensamiento histórico-salvifico en la Escritura
1. Un examen exegético del concepto de historia de la s. deberá investigar en las distintas tradiciones bí­blicas la relación que guarda una interpretación meramente polí­tica de ciertos acontecimientos con una interpretación teológica de los mismos. Cualquier clase de acontecimiento nunca está dado en “pura” forma objetiva, sino que se halla sujeto siempre a determinadas interpretaciones. Si esto es necesariamente así­, entonces la cuestión de la alternativa “subjetivo-objetivo” debe ser sustituida por la cuestión de la intención del autor, del género y medios estilí­sticos usados por él, de su situación polí­tica, teológica y social. Aquí­ resulta claro que la exposición de ciertos acontecimientos como causados por la acción directa o indirecta de Dios, no es en modo alguno una transformación subjetiva por la que se impone una interpretación a acontecimientos puramente inmanentes, sino la aplicación de una categorí­a, transmitida socialmente, tradicionalmente dada, para la exposición de acontecimientos históricos en general, los cuales no pudieron o no debieron ser vistos de otro modo por sus expositores, ya sea en virtud de su formación sistemática, biográficamente condicionada, ya en virtud de su posición polí­tica (p. ej., como teólogos en la corte de Jerusalén).

Por consiguiente, preguntar por la historia de la s. desde el punto de vista exegético no significa comparar hechos “desnudos” con su interpretación teológica, sino determinar el elemento teológico y su peso en la interpretación de la historia hecha por un autor o una tradición en relación con otros elementos interpretativos de la historia. Resulta claro que no se trata de la contraposición entre inmanente o trascendente de la historia, pues esta alternativa era desconocida para los autores bí­blicos. La intervención de Dios en la historia no se concibe como una ruptura de su interrelación; del mismo modo que, en opinión de estos autores, los “milagros” no rompen “las leyes de la naturaleza”. Más bien, en un estilo de interpretación teológica, el conjunto de los acontecimientos se pone en relación con la acción continua de Dios. Como producto de esta exposición, que tiene un fin y una tendencia determinados, la historia no aparece de otro modo que como historia de la s. y de la condenación. Las tendencias son variables, pero estas concepciones teológicas interpretativas de la historia, además de una constante yahvización de todas las materias, en el AT, en el judaí­smo posterior y en NT tienen ciertos aspectos comunes de estructura literaria y teológica:
a) Tendencia a la universalización temporal: la interpretación teológica de la historia no se limita a un acontecimiento (así­, p. ej., en los llamamientos polí­ticos de los profetas), sino que se universaliza en “imágenes de la historia” (p. ej., la yahvista, la del escrito sacerdotal, la deuteronomí­stica).

b) Principio de arqueologización y de escatologización. Como consecuencia de a),el comienzo de la humanidad se expone del mismo modo (p. ej., en el yahvista y en el escrito sacerdotal) que el juicio futuro sobre los enemigos de Israel (pensamiento que se sigue desarrollando hasta llegar a la idea del juicio universal).

c) Tendencia a la universalización espacial y personal: las concepciones sobre las conexiones históricas causadas por Dios no quedan reducidas a Israel y Palestina, sino que se considera como último horizonte por lo menos la totalidad de las naciones.

d) Tendencia a la periodización, p. ej., en el esquema del escrito sacerdotal (P) la historia se divide en perí­odos de acuerdo con los pactos de alianza (Adán, Noé, Abraham, Moisés).

e) Principio de anexión del material histórico a escogidos personajes centrales. Aquí­ no se manifiesta un principio de personalidad, sino el proceso histórico tradicional, según el cual materiales originariamente extraños se atribuyen a grandes personas individuales, p. ej., las así­ llamadas “leyes” a Moisés.

Generalmente estas personas han sido llamadas de manera especial (género de las historias vocacionales). Este principio se ve de manera especial en los esquemas de la historia de la s. del judaí­smo posterior, que han sido articulados teniendo en cuenta las personas (p. ej., Sab 44s).

f) Tendencia general progresiva a la eliminación de antropomorfismos. Así­ en el elohí­sta la aparición inmediata de Yahveh que describen los materiales yahvistas, es sustituida por los mensajeros de Yahveh (“ángel de Dios”). Por tanto, más que de una “deshistorización” de Dios, se trata de una transposición de circunstancias polí­ticas a la corte celestial.

g) Tendencia a la etiologización: situaciones actuales se derivan de acontecimientos salví­ficos o funestos del pasado, y así­ se basan en el gobierno de Dios en el pasado (p. ej., la narración del paraí­so explica la cuestión de la causa original de todos los males); y del orden de la creación se derivan disposiciones morales (así­ en Mc 10, 5; Jub 3, 8; 4, 32).

h) Tendencia a la actualización de cara a la instrucción parenética. De las grandes acciones de Dios en la historia del pasado se saca consuelo para el presente (Heb 6, 13-20), y las figuras de los patriarcas se presentan como modelos morales.

i) Principio de conexión entre el seguimiento de los preceptos de Dios y el bien-estar en la historia. Este esquema procede de la literatura sapiencial.

k) Tendencia a la exposición tipológica: las figuras que han de describirse por vez primera, son diseñadas de acuerdo con la imagen de grandes personajes tradicionales que tení­an una función semejante. Como modelos sirven especialmente Adán, Abraham, Melquisedec, Moisés, Aarón, David. La salida de Egipto y el paso del mar Rojo se repiten constantemente como imagen de nuevas acciones salví­ficas. Junto con el medio literario de la referencia retrospectiva y el esquema promesa-cumplimiento (con las consecuentes citas ampliadas mediante la reflexión), este método sirve al autor en cada caso para construir la imagen de una continuidad en la historia de la salvación.

l) Tendencia a la acentuación y elaboración de una continuidad en la historia de la s. (fundada en la “fidelidad” de Dios a sus promesas hechas a los patriarcas, así­ como a las alianzas pactadas con las figuras de los tiempos primitivos).

Mencionemos como ejemplo la exposición de la más reciente tradición de Gedeón en Jue 6ss (cf. a este respecto W. Beyerlin). El material tradicional relataba que los intrusos madianitas habí­an sido rechazados con éxito por los israelitas. Esta imagen de un suceso concreto se refiere ahora en primer término a la asociación de todas las tribus de Israel (“Israel”), y así­ queda despojado de su significación local y particular. Con ello dicho suceso pasa a ser un acontecimiento que afecta a las doce tribus en su conjunto (tendencia c). La victoria de Gedeón sobre los madianitas se representa en ese caso como consecuencia de la voluntad salví­fica de Yahveh, que todaví­a está viva (cf. Jue 6, 7-10; tendencia á y b). El acontecimiento es presentado además en analogí­a con la salida de Egipto, y así­ Gedeón aparece como imagen de Moisés (cf. Ex 3, 9.10 y Jue 6, 13.14; Ex 3, 11 y Jue 6, 15; Ex 3, 12 y Jue 6, 16; tendencia k y 1). Tales elementos teológicos, que confieren a esta exposición su carácter histórico-salví­fico, ordenan sobre todo la imagen tradicional del acontecimiento dentro de los grandes conjuntos histórico-teológicos de la imagen de la historia que la comunidad cultual de “Israel” tiene de su pasado durante ese tiempo. Las tradiciones antiguas de cada una de las tribus deben someterse a estos esquemas centralizadores (sigue siendo fundamental la liberación de Egipto).

2. Los más ántiguos esquemás de una “historia de la s.” y el llamado “pequeño credo histórico (salví­fico) “. Partiendo de estas observaciones, G.v. Rad supuso que el núcleo material de la teologí­a veterotestamentaria eran unos sumarios de la historia de la s. que existí­an en forma de profesiones de fe, y que abarcaban de manera sistemática las etapas: padres, liberación de Egipto, peregrinación por el desierto, conquista de la tierra prometida. Esta profesión de fe habrí­a tenido validez desde los tiempos primitivos hasta los tiempos posteriores (Neh 9). Los lugares en que existen documentos más importantes son Dt 26, 5-10; 6, 20-24; Jos 24, 2-13. Pero ya L. Rost demostró cómo es probable que Dt 26, 6-9 tenga por autor al escritor deuteronomí­stico. W. Richter ha mostrado después que las formaciones sistemáticas de esa clase son en su conjunto de fecha relativamente reciente y presuponen tradiciones aisladas que ellas sistematizan, pero sin ser principios de exposición y composición de éstas. Tales formaciones sistemáticas que no van más allá de los primeros tiempos de los reyes, resultan abiertamente abstractas y son puros teologúmenos. La fórmula teológica más frecuente de esta clase es la llamada fórmula de la liberación de Egipto, que Yahveh (más raramente Moisés) realiza en favor de los hijos de Israel.

Durante mucho tiempo se ha entendido esta fórmula como la fundamental afirmación histórico-salví­fica de Israel. Ahora bien, apenas hay quien admita que las 12 tribus estuvieran en Egipto y fueran liberadas; y el hecho de que las tribus procedentes de Egipto llevaran el nombre de Israel es entonces tan inseguro como la cuestión de si una asociación de 12 tribus, es decir, Israel, se constituyó tan inmediatamente después de la llegada a la tierra prometida. Por tanto, si Israel mismo no fue en absoluto objeto de la liberación y si, en cuanto asociación cultural, es una realidad posterior, consecuentemente la creación de esta fórmula presupone un distanciamiento respecto de la historia (cf. W. Richter). Una vinculación de la fórmula de la liberación con la conducción a través del desierto se encuentra por vez primera en Am 2, 9ss y Os 2, 17. En Jos 24, 2-13 aparecen sólo la fórmula de la liberación y los esquemas de las descripciones de batallas. Por consiguiente, en lugar de un “credo” hay aquí­ en primer término una composición que abarca la serie de patriarcas – etapas de la liberación en el desierto – esquemas de narración de batallas, para describir la conquista del paí­s. Así­ el esquema que se encuentra en Amós: liberación-peregrinación por el desierto, en esta composición (propia, que pertenece sin duda al elohí­sta), está considerablemente ampliado, y las tradiciones de los padres se ponen por vez primera en relación temporal con las tradiciones de la salida de Egipto.

La fórmula de la entrega de la tierra procede de las promesas de la misma a los padres hechas en las historias de los patriarcas. El yahvista establece una unión con la fórmula de la liberación en Ex 3, 8.17. Con esto el complejo “narraciones de los padres” se subordina por vez primera a “la liberación de Egipto”; la entrega de la tierra es aquí­ una trasposición que procede de la promesa a los padres. Sin embargo, según W. Richter en este pasaje no se trata de un credo histórico que existí­a previamente, sino de “un análisis teológico de tradiciones, partiendo de las cuales se abstrajeron y ordenaron las ideas directrices” (p. 210). La escuela deuteronomí­stica se apoya especialmente en este pasaje para la composición del credo en lo que se refiere al eslabón de la posesión de la tierra, pero está influida también por Amós y Oseas.

3. Las concepciones histórico-salví­ficas de J, E y P. En contraposición con la formación de estadios histórico-salví­ficos de reflexión, que hemos visto en la paulatina génesis del pequeño credo, los estratos más antiguos del Pentateuco muestran ya en la disposición del material, que hizo posible la acuñación de fórmulas y la penetración delmismo, determinadas adiciones y composiciones que, por su ordenación, sugieren la idea de una secuencia temporal. Inicialmente los complejos aislados de la tradición en gran parte fueron independientes entre sí­. Según G. v. Rad, J tuvo el mérito de haber añadido a la tradición de la posesión de la tierra prometida: el núcleo de la tradición del Sinaí­, el anexo de la tradición de los padres y el preámbulo de la historia primitiva. Mientras que, según las tradiciones de los patriarcas, la promesa de la posesión de la tierra originariamente quedaba cumplida con la familiarización de los dioses patrios con los santuarios particulares, ahora surgió una concurrencia con los relatos de la liberación, según los cuales sólo después de la salida de Egipto se concedió la tierra a Israel. Naturalmente, esta concurrencia fue a la vez la razón de que las historias de los padres quedaron integradas en la tradición del Pentateuco en general; se equilibró de tal manera que en las tradiciones de los patriarcas se acentuaba el momento de la promesa (de la posesión de la tierra y de la descendencia), eliminando de ellas el elemento del cumplimiento y localizándolo después de la liberación de Israel del poder de Egipto. Por este medio se creó un hilo teológico-histórico de promesa y cumplimiento (M. Noth): se equiparó al Dios de los padres con el Dios que rescató de Egipto. Así­ las narraciones del Pentateuco abarcaron en conjunto el testimonio de una planificada acción histórico-salví­fica de Dios. Por eso, el tema promesa-cumplimiento envuelve ya las unidades fundamentales de la composición del Pentateuco. Gén 12, ls es aquí­ el punto final y clave de la historia primitiva de J: mientras que los temas del “gran pueblo” y de la “tierra” procedí­an de la tradición de las leyendas de los padres, la referencia a “todos los pueblos” es tí­pica de J (Gén 18, 18; 27, 29; 28, 14), y tiene aquí­ una función en la transición de todas las naciones a Israel: aquél que entra en una relación comunitaria con Abraham, recibirá igualmente la bendición de Dios (J. Schreiner). De este modo existe una posibilidad de s. para todas las naciones por medio del pueblo de Dios, y Gén 12, 2s es el punto de arranque de los pasajes escatológicos y proféticos donde se habla de la conversión de los gentiles a Dios (cf. Is 19, 24). De acuerdo con la intención del autor, el texto está en conexión con el problema teológico de J, que es legitimar los limites del gran reino de David; a partir de esta visión polí­tica y teológica de palacio se actualizan los antiguos postulados territoriales de las tradiciones de los padres.

El programa de la obra histórica del elohí­sta resulta claro partiendo de sus supuestos inicios en Gén 15, 4.5.6.13 (sin el dato de “400” años), 14.16, donde en 13-16 se explica el destino futuro de los hijos de Abraham. En E los padres son modelos, y así­ la fe de Abraham se acentúa como modelo de la fe israelí­tica. El acento no se carga sobre la posesión de la tierra, sino sobre el destino del pueblo de Dios. La fe y no la tierra es la que desempeña el papel decisivo (cf. R. Kilian).

Se supone que la obra histórica de P ofrece el hilo conductor de la actual estructura del Pentateuco: llega desde la creación del mundo hasta Siló, y se articula de acuerdo con las alianzas. Exponiendo su contenido plásticamente, resultarí­a una pirámide, en cuya cima se encuentra el culto de Israel como meta y punto culminante de toda la creación del mundo. La condición previa para la acción cultual de los hombres y con ello para la ulterior intervención de Dios en la historia del hombre en general, es el hecho de que el hombre fue creado a imagen de Dios (Gén 1, 26s; 5, 1).

4. Los profetas y las concepciones de la historia de la s. que van más allá del Pentateuco. En analogí­a con los esquemas mencionados, se encuentra una serie de otras interpretaciones de la historia de Israel en su conjunto o de grandes perí­odos de la misma. La obra histórica del Deuteronomio empieza en Moisés y termina en el año 587. En su centro se encuentran los reyes de Israel como aquellos en cuyo corazón debí­a decidirse la s. o la condenación de Israel (v. Rad), y por cierto según su actitud hacia la ley de Moisés. La törä de Moisés y el reinado de David son los dos elementos que deciden la historia de Israel: la catástrofe del 587 es la consecuencia de una cadena de transgresiones de la törä. La obra histórica de las Crónicas llega desde Adán hasta el tiempo posterior a Nehemí­as. También aquí­ vale el principio: No hay pecado sin castigo; y eso para cada generación de manera completamente individual.

No podemos reproducir aquí­ en particular los esquemas proféticos de la historia de la s. (cf. G. v. RAD sr). Con frecuencia éstos guardan estrecha relación con los que acabamos de mencionar. Como los profetas acentúan la conexión existente entre la defección frente a Yahveh y el infortunio polí­tico, en ello las amenazas y promesas desempeñan un papel dominante, y además en gran parte como esperanzas polí­ticas y probabilidades para el próximo futuro. La interpretación profética, por su escatologización del pensamiento histórico (cosa que destacó en su importancia por primera vez H. Gressmann), se distingue fundamentalmente que estaban orientadas hacia el pasado exclusivamente y medí­an el presente poniéndolo en relación con aquél. Los profetas no sólo consideran como “tiempo histórico salví­fico” el tiempo de los padres y el de la salida de Egipto, sino que interpretan asimismo el presente y las amenazadoras sombras de la condenación futura como continuación, renovación y restauración con mayor poderí­o de esta actividad de Dios. Ahora la elección y la s. de Israel se hacen dependientes total y absolutamente de lo nuevo, que Dios obrará en el futuro próximo. Esta novedad acontece en continuidad y, por ello, en analogí­a con lo antiguo: habrá un nuevo Sión, un nuevo David, una nueva alianza, un nuevo éxodo (Is 1, 26; 11, 1; Jer 31, 31ss; Os 2,16s; Ez 20, 33-38). Las categorí­as histórico-salví­ficas antes expuestas siguen siendo las mismas (cf. en relación con Jue 6ss); pero ahora se espera del futuro la restitución de Israel en el pleno sentido de la palabra. En Jer y Ez, así­ como en el judaí­smo posterior, se añade además la expectación de la nueva congregación de las 12 tribus, que realizará Dios, o el nuevo hijo de David, o Elí­as. En el fondo las antiguas acciones de Dios se desactualizan en virtud de la nueva acción divina en el futuro (G. v. Rad); la relación con el pasado se establece por medio de la analogí­a y por medio del concepto “recordar” (zákár). Una etapa previa a la concepción de la historia de la s. en la apocalí­ptica se encuentra ya en Gén 15, 13s: el plan histórico de Dios está ya establecido y se descubre anticipadamente al elegido.

5. La función de la historia de la s. en el NT. El modo cómo se entiende la historia de la s. en el NT tiene que coordinarse fundamentalmente con la tradición profética y apocalí­ptica y no es nuevo en su raí­z. Las categorí­as histórico-salví­ficas que Jesús y la comunidad aplicaron a su persona y a su mensaje, en conjunto son tradicionales. Esto se ve tanto en los relatos más antiguos tornados de la vida de Jesús, a saber, las historias de la pasión, que han sido redactadas plenamente en el estilo de una exposición apocalí­ptica de la historia (cf. p. ej., el uso indirecto de la Escritura), como también en la cristologí­a prepaulina-helení­stico-judeo-cristiana de la glorificación, que se orienta por las ideas de comunicación del Espí­ritu, nueva alianza y ley en los corazones, propias de Jeremí­as y Ezequiel. Asimismo las tipologí­as basadas en Elí­as, Moisés, Abraham, Adán y los profetas en conjunto desempeñan una gran función, y por cierto ya en la antigua tradición. El modo cómo el mismo Jesús entiende la historia está determinado por la expectación de la proximidad de la basileia, y, de otro lado, por la importancia dada a la decisión actual por el mensaje de -> metanoia; la s. se decide por la actitud frente a Jesús, el enviado divino (cf. Mc 8, 38), y frente a sus enviados (Mc 6, 11 par). En la tradición helenista anterior a Pablo, por la decisión ante la palabra del enviado (-> apóstol), se anticipa la decisión definitiva sobre la s. o condenación del hombre, porque mediante la resurrección de Jesús se ha hecho ya presente la situación final misma. Y, por ello, con el bautismo (configuración con el resucitado) han sido dados a estas comunidades los dones salví­ficos definitivos: paz, amor, fin de la ley, resurrección (2 Tim 2, 18; kainé ktí­sis) y conocimiento de Dios por parte de los paganos (por esto, misión entre los gentiles a través de los enviados de Jesús).

Desde el punto de vista de la historia de las religiones, lo auténticamente nuevo en la concepción de la historia de la s. es esta localización del tiempo final en el presente (con huellas en todas partes del NT, especialmente en Jn, en la comunidad corintia prepaulina, en Pablo y en los discursos sinópticos de misión).

Todas las teologí­as cristianas posteriores no son en lo esencial sino tentativas de nivelación de esta concepción radical, inmediatamente posterior a pascua, y otras que tienen una orientación más de acuerdo con la imagen cosmológica y apocalí­ptica del mundo, y que consideran que el momento del fin llega solamente con la destrucción concreta del cielo y de la tierra. A raí­z de esta confluencia de ambas corrientes surgen el “ya-todaví­a no” de la teologí­a de -> Pablo y los elementos fundamentales para la posterior división cristiana de los perí­odos de la historia de la s.: tiempo anterior a Jesús, tiempo de Jesús, tiempo de la Iglesia y tiempo posterior al juicio final. Esta concepción está claramente configurada en Lc (el tiempo de Jesús como “centro del tiempo”), pero se encuentra también en etapas anteriores, que están relacionadas con la solución paulina, así­ en Lc 16, 16s. Por una parte, el mensaje de la resurrección de Jesús ha puesto fin a la comunicación veterotestamentaria de Dios por medio de la ley y los profetas, y con ello ha dado comienzo la misión de los gentiles (v. 16b). Pero, por otra parte, subsiste la ley como norma de juicio hasta que llegue de hecho el fin del mundo. Pablo desarrolla esta lí­nea, especialmente para solucionar la cuestión de la ley, con categorí­as primariamente cristológicas.

En la carta a los Hebreos esta relación entre resurrección y acontecimientos finales se determina en los siguientes términos: en su primera venida Jesús apareció para sufrir, posteriormente llegó a ser sumo sacerdote, precedió en su entrada en el santuario celestial al pueblo de Dios peregrinante (E. Käsemann) de ambos testamentos, y después por segunda vez aparecerá inmediatamente para la s. (9, 28). De este modo se responde en formas muy diferentes en cada una de las teologí­as del NT a la cuestión del momento de la s.: según Heb ésta acontecerá completamente en el futuro (ahora estamos todaví­a en tiempo de promesa), según Lc se dio en el pasado, en el tiempo de Jesús, y según los cí­rculos prepaulinos y los joaneos se da en la actual posesión del Espí­ritu (U. Wilckens se remite en este sentido a 1 Jn 3, 2: si se habla de un acontecimiento futuro, éste no hace sino revelar lo que ya se ha producido).

La relación con la historia de la s. anterior a Jesús se determina, pues, según la radicalidad con que se mira la ruptura acaecida en la – resurrección de Jesús. Donde más claramente se acentúa la continuidad es en textos que emplean la imagen deuteronomí­stica de la historia para la interpretación de Jesús y de su destino (Mt 5, 11s par; Mt 23, 29-36 par; Lc 13, 31ss 34s par; Mt 23, 27ss; Lc 11, 49ss). Según esto, la muerte de Jesús se encuentra en la misma lí­nea que la muerte dada a los profetas; la destrucción de Jerusalén se considera como el castigo necesario, de acuerdo con el esquema usado; la conducta obstinada de Israel es la causa de su repulsa y de la marcha de los mensajeros de Jesús a los gentiles (después de la resurrección en Mt, tras las repetidas llamadas a la conversión en Lc y Act). La formación de citas acomodadas mediante la reflexión en Mt (género que alcanza su prototipo en la pseudofilosófica obra Ant. de Flavio Josefo), descansa igualmente en el uso de una categorí­a familiar desde antiguo al pensamiento histórico-salví­fico (promesa-cumplimiento). Si la prueba de Escritura posteriormente se hace antijudí­a (p. ej., Mc 10, 5s), con ello se subraya la discontinuidad entre Israel y la Iglesia de las naciones: la obstinación manifestada en la crucifixión de Jesús se amplí­a materialmente y se extiende ahora a todo lo que distingue del judaí­smo a las mediaciones cristianas entre escatologí­a ya presente y todaví­a futura.

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Klaus Berger
II. Exposición teológica
1. A veces se entiende la historia de la s. en general y especialmente la historia de la revelación y de la s. del AT y NT como una serie de intervenciones divinas que vienen inmediatamente “de fuera”, por las que Dios habla a los hombres y por medio de los profetas u otras personas mediadoras les comunica conocimientos o verdades sobrenaturales e imperativos morales en frases humanas. En forma extrí­nseca se reduce ahí­ la historia de la revelación y de la s. a un acontecimiento meramente categorial (aun cuando se da por presupuesta la necesidad de la gracia de la fe para la aceptación salví­fica de la revelación categorial mediante el acto de creer).

Esa concepción no tiene en cuenta de manera igualmente fundamental la función constitutiva de la gracia divina interna (del Pneuma), con su dinamismo peculiar, para la s. y la revelación misma, pasa por alto que la historia de la revelación y de la s. del AT y NT, aunque es en sí­ misma testimonio auténtico acerca de la acción salví­fica, sin embargo, precisamente como interpretación de esa acción, es ella misma parte del acontecimiento salví­fico del Pneuma. A la Escritura, que da testimonio de la historia de la s. del AT y del NT, precede siempre el medio que hace posible su interpretación, a saber, el Pneuma mismo (-> gracia) del que ella da testimonio.

Según esto, el concepto teológico de historia de la s. no puede entenderse meramente como una posterior consignación material del curso fáctico de la historia de la s. judeo-cristiana; y tampoco puede entenderse como la explicación de las etapas de reflexión histórico-salví­fica dada en la historia de la revelación del AT y NT (por más que sea eso también). Si trata de ser un concepto teológico de historia de la s. debe explicar el horizonte de inteligencia que se abre en la historia de la revelación y s. del AT y NT. Debe mostrar la identidad de acontecimiento entre gracia (Pneuma) y revelación, entre libertad (acción) de Dios y libertad (acción) del hombre, porque sólo así­ se alcanza la sí­ntesis de historia de la s. que abarca la historia de la s. de la humanidad (incluyendo la anterior al AT, la veterotestamentaria y la extracristiana) y la transmite junto con la historia de la s. en Jesucristo, que es la historia de la s. de la humanidad única y total, por cuanto en él se ha dado el único y escatológicamente definitivo punto culminante de la historia de la s. y revelación. Ese punto culminante consiste en la absoluta e irrevocable unidad entre la autocomunicación transcendental de Dios a la humanidad en el Pneuma y su mediación histórica en el ser humano-divino de Jesús, que es simultáneamente Dios mismo en cuanto comunicado, la aceptación humana de esta comunicación y la definitiva manifestación histórica de tal autodonación y aceptación.

Por esta razón, una concepción teológica de la historia de la s. no puede entenderse como una continuación inmediata de las etapas de reflexión histórico-salví­fica del AT y NT. La razón de esto estriba en que, la mediación teológica de todas las religiones o experiencias salví­ficas de la humanidad con la historia de la s. en Jesucristo, sólo puede realizarse en cuanto la historia vetero y neotestamentaria de la revelación y de la s. como un todo (es decir, como llegada escatológicamente a su meta) es interrogada hermenéuticamente sobre su génesis transcendental y articulada según sus condiciones internas de posibilidad en forma teológicamente refleja, las cuales, naturalmente, sólo son cognoscibles en este acontecer fáctico, porque únicamente allí­ se hacen plenamente reales.

El hecho de que en la articulación refleja del concepto teológico de historia de la s. deben mediarse entre sí­ afirmaciones históricas y esenciales, se deriva de la ineludible dialéctica del -> conocimiento humano en general: el hombre conoce el propio ser a partir de su experiencia (natural y sobrenatural) de sí­ mismo y de su historia (la cual, tanto aquí­ como a continuación no debe entenderse de manera individualista-subjetivista, ni en forma colectivista, en el sentido de una conciencia general de la humanidad que llega hacia sí­ misma, sino en principio de una manera dialogí­stico-personal); y, viceversa, interpreta necesariamente su experiencia histórica a partir del conocimiento transcendental de la propia esencia, que, evidentemente, se modifica (amplí­a) en cada caso a través de esta experiencia (-> historia e historicidad).

2. Para la inteligencia teológica historia de la s. es el conjunto de todo aquello que acontece positiva o negativamente en la historia para la s. definitiva del hombre (cf. -> redención). En sentido estricto el concepto de historia de la s. puede designar exclusivamente lo que se efectúa como acción histórica de Dios y del hombre en orden a la s. (y no en orden a la condenación). Pero, como para la visión cristiana de la historia de la s. la condenación viene a ser por obra de Dios (y sólo por obra suya) un momento en la realización de la s., sin perjuicio de la fundamental diferencia entre s. y condenación para el hombre y las normas de su conducta, el concepto amplio, que hemos indicado en primer lugar, es el más adecuado a la historia de la s. como se da de hecho.

El concepto general de historia de la s., según el cual ésta designa todo acontecer de la s. (o condenación) en cualquier parte de la historia de la humanidad donde pueda producirse, es decir, la historia de todas las experiencias salví­ficas de la humanidad, queda legitimado por el hecho de que existe una experiencia salví­fica antes de, paralelamente con y después de la historia de la s. judeo-cristiana, y porque estas experiencias acontecen sin duda, no sólo en el plano metahistórico, sino en forma propiamente histórica dentro de las religiones extracristianas. Efectivamente, el hombre sólo puede realizar su relación transcendental con Dios en la concreción histórica, que, en virtud de la naturaleza social y comunicativa del hombre, siempre tiene necesariamente un carácter de objetivación.

Es doctrina de fe que la voluntad salví­fica de Dios (cf. luego en C) revelada en Jesucristo, se extiende a todos los hombres de todos los tiempos y de todas las religiones históricas. Dada esta voluntad salví­fica universal de Dios para con la humanidad, se puede hablar en primer lugar de una historia de la -> gracia, en el sentido de que la gracia en principio es ofrecida a todos los hombres. Este diálogo por la gracia entre Dios y los hombres tiene carácter de acontecimiento, se basa en la libertad de Dios y del hombre, y no viene dado necesariamente con la constitución del hombre como persona espiritual. Pero, por otro lado, tampoco es historia en sentido pleno, pues el aspecto de gracia que reviste este acontecimiento en su libre ofrecimiento por parte de Dios y en su libre aceptación con fe y amor por parte del hombre, no implica sin más el momento de lo histórico en el estricto sentido de la objetividad, de su expresividad en fórmulas, de la comunicación social. A todos los hombres se ofrece y promete la s., en tanto éstos no se cierran al ofrecimiento divino por medio de una culpa grave y libre. Por tanto, todos los hombres existen en un ámbito existencial al que no sólo pertenece la obligación de tender a la meta sobrenatural de la unión inmediata con el Dios absoluto en la consumación, sino también la auténtica posibilidad subjetiva de encontrar esta meta mediante la aceptación de la comunicación de -> Dios mismo en la gracia y la gloria (Vaticano H, Lumen gentium, n.° 16). Por consiguiente, el ofrecimiento y la posibilidad de la gracia se extienden tanto como se extiende la historia humana de la libertad.

Además, este ofrecimiento de elevación sobrenatural de la realidad espiritual del hombre, que capacita a éste para aproximarse al Dios de la vida sobrenatural por su dinamismo racional-personal, no es meramente un estado objetivo en el hombre, que deberí­a ser considerado simplemente como algo que está más allá de la conciencia. Más bien, tenemos que considerar la gracia como transformación de la estructura de la conciencia del hombre (no en el sentido de un conocimiento de un nuevo objeto), del horizonte bajo el cual se aprehenden en la conciencia las realidades experimentadas empí­ricamente, y de la orientación última de esta conciencia. Como apriorí­stico y formal, este horizonte sobrenatural no tiene que ser necesariamente de tal naturaleza que deba pensarse refleja y explí­citamente (o que pueda set pensado sin su esclarecimiento explí­cito mediante la revelación categorial), y que, por consiguiente, deba separarse y distinguirse del horizonte transcendental de la experiencia del ser dada en la conciencia del hombre. En cuanto tal no es objeto, sino horizonte no temático dentro del cual se realiza la existencia espiritual del hombre. Es la referencia innominada del hombre por el conocimiento y la libertad hacia más allá de todo lo que puede señalarse objetivamente. Esa referencia es implí­cita, o sea, no se da a conocer en forma de un objeto individual; y, sin embargo, está presente como trascendental y precisamente así­ lo abarca todo y repercute tanto más intensamente en todo. Es una referencia indescriptible y está presente precisamente de esta manera. Es el dinamismo y la -> trascendencia del espí­ritu que penetra en la infinitud del -> misterio, que es Dios. Dicho dinamismo tiene fuerza real para llegar a Dios y alcanzarlo, porque Dios se le comunica a sí­ mismo en el Pneuma, y por cierto de tal manera que éste se halla insertado ya como la más í­ntima fuerza y legitimación de ese movimiento de infinita trascendencia.

En esta elevación sobrenatural del hombre, dada por la voluntad salví­fica universal de Dios, se realiza ya el concepto de revelación, no en el sentido de una comunicación venida desde fuera por la palabra, pero sí­ en el sentido de una transformación de la conciencia que procede de la libre autocomunicación personal de Dios como gracia, la cual puede llamarse plenamente revelación. Pues en ella se comunica ontológica y realmente lo que en definitiva constituye todo el contenido de la revelación de Dios formulada propiamente en enunciados, a saber: Dios y su proximidad salví­fica e indulgente, tal como él es la s. del hombre por la comunicación de sí­ mismo en la gracia y la gloria.

Si el hombre acepta su trascendencia elevada sobrenaturalmente, el horizonte sobrenatural, la “dimensión profunda” de la realidad (P. Tillich) y, por tanto, esta revelación de Dios en la autocomunicación del que está revelado, entonces él realiza, aunque no en forma directamente temática, lo que en sí­ es “-> fe”, a saber, la libre aceptación de la verdad divina como autocomunicación de Dios.

Esa historia general de la revelación y de la s. es historia, si bien en un sentido amplio y no estricto. Es historia porque, por parte de Dios y del hombre, se trata de un acto interpersonal de libertad, de comunicación; porque esta sobrenatural situación fundamental del hombre – si él no ha de dividirse en forma dualista – también se hace perceptible inevitablemente en las configuraciones concretas de la -> religión, de la visión de sí­ mismo, de la -> moralidad; porque tal situación, partiendo del dinamismo de la gracia y bajo la sobrenatural providencia salví­fica de Dios, trata de objetivarse en enunciados religiosos explí­citos (-> mito), en el -> culto, en la comunidad religiosa, en la protesta profética contra un encerramiento natural del hombre en un mundo categorial y contra una falsa interpretación de esta experiencia fundamental de la gracia. Partiendo de aquí­ y desde una visión cristiana de la voluntad salví­fica universal de Dios y de la gracia sobrenatural, se desprende una visión positiva de la historia universal de las religiones.

3. El concepto de historia especial de la s. en sentido teológico positivo se da allí­ donde no sólo acontecen la gracia y la revelación (al menos en cuanto son necesarias para hacer posible una fe justificante), sino que también la reflexión histórica y refleja sobre este acontecimiento pertenece al acontecimiento salví­fico en cuanto tal, y dicha pertenencia está garantizada por Dios como discernible de otras manifestaciones históricas; es decir, allí­ donde, por medio de la palabra histórica de Dios, que es un elemento constitutivo de esta historia misma de la s., él ha interpretado una esfera o una interrelación de acontecimientos de la historia profana en su carácter salví­fico o condenatorio, y así­ ha separado de la restante historia ese acontecimiento interpretado de una historia singular y, con ello, lo ha convertido en historia de la s. auténticamente especial y explí­cita.

En consecuencia, las acciones salví­ficas de Dios están presentes en cuanto tales en la dimensión de la historia humana, o sea, son en sí­ mismas históricas en el sentido más estricto, por primera vez cuando la palabra de Dios que las enuncia e interpreta es un momento interno constitutivo de la acción salví­fica misma. Esta reflexión (conciencia) de la experiencia salví­fica sobre sí­ misma, operada por Dios y perceptible históricamente (y así­ objetivable), tiene a su vez su propia historia, no sólo en la diferencia histórica de los acontecimientos y experiencias salví­ficos, sino también en la creciente claridad con que la historia especial de la s., en esa reflexión de la experiencia salví­fica sobre sí­ misma, se va distinguiendo de la historia general de la salvación.

Con esta historicidad de la interpretación de la historia por la palabra de Dios mismo, nota especí­fica de la historia especial de la s., corre paralelo el progresivo proceso histórico que se da en el ofrecimiento de la s. por parte de Dios al hombre y en la aceptación cada vez más manifiesta por parte del hombre hasta llegar a la culminación escatológica, que determina el sentido y desenlace de toda la historia, y en la que el ofrecimiento de la s., así­ como su interpretación por la palabra de Dios mismo, han hallado su unión indisoluble e histórica en la persona de la Palabra encarnada. Por consiguiente, donde la palabra de Dios interpreta claramente la historia en su carácter salví­fico o condenatorio, donde las acciones salví­ficas de Dios en la historia general de la s. y de la revelación se objetivan con claridad y seguridad por obra de la palabra de Dios, y donde, por el testimonio verbal de Cristo sobre sí­ mismo, se manifiesta históricamente la unión absoluta, insuperable y perenne entre Dios y el mundo – con su historia – en -> Jesucristo; allí­ está dado con toda propiedad la historia especial de la s. y de la revelación. Con lo cual esta historia se separa y distingue de la historia universal.

En la medida y grado en que no se ha realizado todaví­a esta definitiva e indisoluble identidad entre la acción salví­fica de Dios y su expresión verbal y consciente en Jesucristo (al que pertenecen esencialmente su autoconciencia humana y su testimonio de sí­ mismo, en los cuales la unión hipostática [-> encarnación] no sólo se hace un hecho real, sino también un acontecimiento histórico quoad nos); en esa misma medida se dan solamente formas “precursoras” y todaví­a deficientes de historia de la s. y de su delimitación frente a la historia profana. Esas formas precursoras no son tanto especies de un concepto formal y uní­voco de historia de la s., cuanto fases ascendentes de la realización de la única “esencia” de la historia de la s., que por primera vez en Jesucristo se actualiza plenamente.

4. La relación de la historia especial de la s. y de la revelación con la historia general de las mismas. La historia especial de la s. tiene sus raí­ces en la general, pues en sentido propiamente dicho sólo a partir de la -> alianza de Moisés puede hablarse de historia especial de la s. Esa alianza de Moisés hace remontar etiológicamente su prehistoria hasta el principio mismo, y así­ se pierde en la historia general de la s. En el Antiguo Testamento mismo los lí­mites entre historia de s. e historia profana son todaví­a vacilantes. El hombre del AT difí­cilmente podí­a distinguir entre profetas legí­timos y falsos, pues no existí­a ninguna instancia institucional que, facultada por Dios para la discreción de espí­ritus, pudiera distinguir definitivamente entre auténticos profetas y legí­tima renovación crí­tica de la religión, por una parte, y falsos profetas y evolución religiosa deletérea, por otra. El pueblo véterotestamentario de Dios podí­a apartarse de su vocación divina y obscurecer la especial perceptibilidad histórica de la voluntad salví­fica de Dios para el pueblo de Israel y, con ello, el signo de la representación de Dios en el mundo. Consta igualmente por la revelación que, en analogí­a con el AT, también para otros pueblos hubo acciones salví­ficas de Dios históricamente perceptibles, si bien permaneció privilegio de Israel el que su historia de la s. fuera la prehistoria inmediata de la encarnación del Logos.

La historia especial de la s. se distingue de la general, pero no considera la historia general así­ distinguida (por lo menos antes de Cristo) como inexistente o simplemente ilegí­tima, pues antes de Cristo no aparece como obligatoria ni se enseña una vocación de todos a la historia especial provisional. Pero, precisamente así­, ésta se sabe orientada hacia una cumbre, donde en principio – aunque no de hecho – absorbe en sí­ y suprime la historia general de la s. La consecuencia es que, vistas las cosas desde esta cumbre, toda manifestación refleja y temática de la historia general de la s. resulta ilegí­tima y se hace causa de condenación si, puesta realmente ante el kairos de Cristo, se cierra a él. Sólo en Jesucristo se alcanza una unidad absoluta e indisoluble entre gracia y revelación, entre libertad divina y libertad humana. Esta unidad de acontecimiento se hace históricamente presente en la autorrevelación de Jesús. La historia especial de la s. así­ consumada abarca el pasado y el futuro de tal manera que queda separada clara y permanentemente de la historia universal. Tal separación se extiende a todo lo que resulta de este acontecimiento de Cristo y a su manera participa del carácter definitivo e insuperable del mismo: -> Iglesia, sacramentos, sagrada -> Escritura. Pero, precisamente porque en Cristo y en su comunidad la historia de la s. alcance su clara y perenne distinción de la historia universal, porque allí­ llegue a ser un fenómeno claramente discernible dentro de la historia universal y así­, dentro de ésta, lleve la historia general de la s. a la inteligencia de sí­ misma (en una historicidad verbal y social); en consecuencia esta historia de la s. así­ delimitada, con su naturaleza explí­citamente social, sacramental y verbal, es también aquella realidad histórica que permanece determinante para todos los hombres de todos los tiempos.

Ya que el fundamento de la historia general de la s. es la acción salví­fica pneumática de Dios, podemos concebir su progresiva objetivación en la historia especial de la s. como momento positivo de crecimiento para ésta, a pesar de haber llegado a su estadio escatológico. Esto mismo puede decirse de la simultaneidad externa, que “todaví­a” subsiste. La historia especial de la s. quiere incluir en ella toda la historia general de la s. y revelación, y representarla históricamente por sí­ misma. Tiende, pues, a una identidad de acontecimiento con la historia general de la s. y, consecuentemente, también con la historia universal, aun cuando sabe que tales identificaciones nunca se consiguen en la historia, sino que solamente alcanzan su realización en el momento de suprimirse aquélla, en el -” reino de Dios.

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Adolf Darlap
C) VOLUNTAD SALVíFICA UNIVERSAL DE DIOS

I. Introducción a la cuestión
La doctrina cristiana acerca de Dios y de su bondad y santidad infinitas (Dz 1782s) y la doctrina según la cual toda otra realidad, sin excepción, procede de Dios (-> creación), implican la fundamental creencia cristiana de que, “de suyo”, la realidad total es objetivamente buena, es decir, juntamente con el acto fundamental de nuestra existencia (en el -> conocimiento y el -> amor), el cual nos es conocido por nuestra experiencia, debe ser afirmada – y no rechazada – como llena de sentido y digna de ser amada. Por otra parte, la inteligencia cristiana de la existencia sabe: no sólo que la realidad plural inmediatamente experimentable (del -> hombre mismo y del -> mundo) es finita y, en consecuencia, solamente puede afirmarse con la reserva inherente al acto de su aceptación, que la diferencia ontológica entre Dios y lo no-divino se prosigue aun dentro del acto de la toma de posición ante la realidad (si ese acto no ha de ser una divinización inmoral y en sí­ contradictoria de la misma); sino también que en el hombre (y, por ende, en el mundo) se da el misterio del pecado y de la culpa y, consiguientemente, del -> mal y del absurdo.

Esos dos hechos fundamentales no pueden ser positivamente penetrados respecto de su compatibilidad. Esta sólo puede aceptarse en el acto absoluto de confesar a Dios, bondad absoluta, porque se dan precisamente los dos hechos, y la aceptación de su conciliabilidad, sin que – cayendo en la ideologí­a – se descarte para nada lo uno en favor de lo otro, es la aceptación de la propia condición de criatura por parte del hombre (la aceptación de no ser Dios), el cual, puesto que no es el primigenio centro de la realidad, tampoco puede entenderla desde un punto único, a partir del cual todo le resultara evidente. De ahí­ se derivan dos cosas:
1. De la proposición “todo es bueno” no se sigue que la existencia individual no esté amenazada, e incluso radicalmente amenazada, y tenga una seguridad absoluta. La amenaza a la existencia llega hasta su raí­z última (-> pecado) y hasta su estadio definitivo (posibilidad del -> infierno). Y como el hombre, en su determinación libre como tal, a pesar de que, cuando ésta es mala, no puede descargar su responsabilidad sobre el Dios santo, sin embargo, debe sentirse envuelto por la soberana voluntad de Dios, que no ha de confundirse con la voluntad creada; esa amenaza de la existencia significa para el hombre la situación de una inseguridad sobre si Dios será definitivamente bueno y clemente para él mismo como individuo concreto.

Naturalmente, se puede y debe distinguir entre voluntad de Dios “antecedente y absoluta” y “consiguiente y condicionada” y decir: En su voluntad antecedente (aunque condicionada) Dios es ciertamente bueno para mí­, para cada individuo particular, y sólo es inseguro si yo, y cada individuo en su libertad, me decidiré libremente por Dios, y es, por tanto, incierto para mí­ si Dios, en la voluntad incondicional que sigue a esta decisión, será bueno para conmigo, si querrá (o podrá querer) mi s. eterna. Pero con esto no se penetra ni aclara la relación entre el sentido del Dios bueno, de su voluntad y de la realidad no divina, por una parte, y lo absurdo del mal (moral) y de sus consecuencias a veces definitivas, por otra, y el hombre no se tranquiliza dentro de lo entendido y, por ende, disponible.

En efecto, aun prescindiendo de que, en un sentido absolutamente estricto, no se puede hablar de una voluntad de Dios consiguiente a una realidad creada (y de hecho el -› tomismo escolástico sólo explica esta voluntad consiguiente refiriéndola a una sucesión intradivina de signa rátionis y haciendo que anteceda a toda previsión de una realidad creada), la inseguridad de la situación salví­fica no se suprime por esta distinción clásica (recta e inevitable). Porque en primer lugar la libertad creada, que se halla todaví­a en curso de realización (y a la que se desplaza la inseguridad de la relación con el Dios bueno), es para el sujeto reflexionante lo impenetrado y lo que inquieta y amenaza de manera permanente. Y, además, el sujeto libre se reconoce, a pesar de su libertad y en ella precisamente, como sometido a la soberana disposición de Dios, sin que por ello pueda descargar su responsabilidad sobre él. Si y donde la libertad acepta la s. ofrecida por Dios, esa aceptación misma es a su vez efecto de la inmerecida gracia divina (Dz 176s 182 193 300 322).

Así­, pues, la voluntad antecedente de Dios como buena se diferencia una vez más a sí­ misma (como lo muestra la doctrina general acerca de la distinción puesta por Dios mismo entre gracia puramente “suficiente” y gracia “eficaz”), y así­ también ella se torna impenetrable. Que esta voluntad de Dios como antecedente sea para mí­ efectiva de tal forma que produzca para mí­ el sentido postrero y definitivo de la existencia, es punto sobre el que nadie puede hacer una afirmación absoluta de carácter teórico partiendo de la tesis fundamental del sentido y bondad de la realidad en general.

2. Esta afirmación (teóricamente imposible) y, por tanto, la experiencia de la relación entre el sentido y el sinsentido (para nosotros) en el orden extradivino, ha de hacerse de otro modo; pues, a la postre, es necesaria una relación positiva con la cuestión misma: Yo tengo que esperar. Aquí­ se ve que la -> esperanza, como acto de fundarse concretamente a sí­ mismo sobre lo que no cabe mostrar adecuadamente, es un modo fundamental de la existencia humana, y no puramente la función, por sí­ evidente, derivada del conocimiento (e incluso de la fe “teórica”). Sólo “teóricamente”, “en principio”, puede mostrarse que debe haber esperanza, pero esto no convierte la esperanza en semejante función secundaria del conocimiento (de la fe) teórico. Porque la esperanza concreta de cada uno en su s. (en la bondad y el sentido último de su existencia singular) se legitima, desde luego, por esa visión teórica ante la razón teórica, pero no puede ser constituida por ella, ya que aquélla no puede ofrecer la razón de esta esperanza: la voluntad salví­fica, concreta y eficaz, que parte exclusivamente de Dios y permanece escondida en él.

II. Punto fundamental de partida
Partiendo de aquí­ cabe ahora alcanzar, por la fe, una inteligencia real de la voluntad salví­fica de Dios. Esta es la razón de la esperanza en cuanto tal, que, como razón concreta, sólo se alcanza en el acto mismo de la esperanza. La esperanza misma, como todo acto salví­fico (-> acto religioso), tiene su razón, de una parte, en la posibilidad “trascendental” que le da la gracia, y, de otra, en el llamamiento histórico-salví­fico (categorial) a ella, que va dado en la oferta de la s. por Cristo, y en la experiencia de que “la esperanza no engaña” (Rom 5, 5), en la experiencia de que tal esperanza se ha realizado ya en la -> resurrección de Jesús.

III. Escritura y magisterio
Según la Escritura, en la voluntad salví­fica de Dios no se trata de la bondad y santidad divinas, metafí­sicamente necesarias, ni de una derivación forzosa de ellas, ni de un atributo metafí­sico de -> Dios que siempre y dondequiera puede ser afirmado, sino de una conducta accidental de Dios, que puede conocerse y proclamarse en la historia concreta. Esa libre conducta personal de Dios, que quiere la s. de cada hombre, se hizo fundamentalmente manifiesta, de modo definitivo e irrevocable, en Jesucristo, aun cuando sólo en la esperanza, y precisamente en ella, alcanza al individuo. Cuando un hombre piensa que debe estar persuadido, por experiencia interna, de la voluntad salví­fica de Dios, ha hecho esta experiencia por la gracia interna de Cristo.

Todos tenemos un redentor (1 Tim 4, 10), todos somos iluminados (Jn 1, 29; 3, 16s; 4, 12; 8, 12; 1 Jn 2, 2). El texto clásico de la universalidad de la voluntad salví­fica de Dios es 1 Tim 2, 1-6. Con ese texto han de compararse también Mt 26, 28 par; Mc 10, 45; Rom 11, 32; Mt 23, 27; Lc 19, 41. Aunque la Escritura exalta así­ la poderosa fuerza de la voluntad misericordiosa de Dios, que abarca a todos y supera con su abundancia al pecado (cf. Rom 5, 17s; Rom 11, 32), sin embargo no contiene ninguna afirmación teórica acerca de una apocatástasis, sino que deja al hombre ante un doble posible desenlace definitivo de su historia: la s. o la perdición (Mt 25, 31-45, etc.). Ordena, pues, al hombre tener esperanza, de una parte, para sí­ y para todos, y le veda, de otra parte, la seguridad, que pasarí­a de “mera” esperanza, de saber qué es concretamente lo definitivo para todos.

De ahí­ que el magisterio eclesiástico conozca aquel término medio, sólo aceptable por la esperanza, entre la doctrina de la universal voluntad salví­fica de Dios y la ignorancia del desenlace concreto de la historia para el individuo como tal. Cristo murió “por todos los hombres” (sí­mbolos); todos los justificados reciben gracia suficiente para evitar cualquier pecado formal (subjetivo) y alcanzar así­ su s. (Dz 804 828 et passim). Serí­a herejí­a afirmar que Cristo murió sólo por los predestinados (Dz 1096 et pssim); y error teológico que sólo murió por los creyentes; o que los paganos, herejes, etc.,fuera de la Iglesia no reciben gracia suficiente (Dz 1294 1376 1646 1677; Vaticano II, Lumen gentium, n.° 16). Así­, pues, aunque (por razones de la evolución histórica del dogma) no se ha definido aún la absoluta universalidad de la voluntad salví­fica de Dios respecto de todos los hombres (en cuanto llegan al uso de razón); sin embargo, esa universalidad no puede ya negarse, tanto más por el hecho de que el concilio Vaticano ll ve posibilidad de s. aun para los gentiles (Ad gentes, n° 3) y hasta para quienes, sin culpa suya, no han llegado todaví­a al expreso conocimiento de Dios (Lumen gentium, n° 16). Sobre la cuestión (que debe responderse positivamente) de si también los niños que mueren sin bautismo están incluidos en esta voluntad salví­fica de Dios, no existe decisión doctrinal de la Iglesia (-> limbo). En cambio, está rechazada la doctrina de la apocatástasis (Dz 209 211). No existe una predestinación positiva a la condenación, antecedente a la culpa del hombre, ni tampoco una predestinación a la culpa misma (Dz 160a 200 300 316s 321s 514 816).

IV. Tradición
En los padres griegos y antes de Agustí­n, en principio no hay duda alguna sobre la universal voluntad salví­fica de Dios, aunque apenas se ve allí­ la posibilidad concreta de salvarse fuera de la Iglesia y del bautismo. El Agustí­n de los últimos años (por lo menos desde el 418) no conoce en la teologí­a teórica una universal voluntad salví­fica para la massa damnata por el pecado original. Dios quiere revelar su justo juicio, abandonando a muchos en la perdición original. Lo mismo enseña Fulgencio. Próspero de Aquitania enseña de nuevo un universalismo de la s., pues la doctrina de Agustí­n sobre este punto no fue nunca obligatoria (Dz 142 160a-b). Cabe observar también en la patrí­stica una corriente subterránea, no desdeñable, en favor de la apocatástasis.

Posteriormente, el universalismo en principio de la s. por parte de Dios permanece en lo esencial indiscutido. Son una excepción el presbí­tero Lucio (s. v) y Godescalco de Orbais. Sólo en la baja edad media (Thomas Bradwardine, Wiclef y Hus), en la teologí­a de los reformadores (en Calvino, pero no en la CA y en la FC) y en el jansenismo se cree que solamente se hace justicia a la inapelable soberaní­a de la voluntad de Dios, a la revelación de su justicia y al irresistible poder de la gracia, aceptando positivamente el particularismo de la s. y enseñando, consiguientemente, una predestinación positiva a la condenación con anterioridad a los deméritos del hombre (predestinacionismo). K. Barth ha abandonado en esta cuestión la doctrina clásica del -> calvinismo.

V. Teologí­a sistemática
La teologí­a trata de sistematizar la doctrina de la Escritura y de la tradición por la distinción entre voluntad de Dios condicionada e incondicional, antecedente y consiguiente, de suerte que la voluntad salví­fica de Dios se refiere a la voluntad antecedente y condicionada, y no debe necesariamente afirmarse de la voluntad de Dios consiguiente y absoluta. Sin embargo, en las distintas teorí­as teológicas sobre la esencia de la predestinación divina se disputa sobre cuál es el punto en que se distinguen estas dos voluntades (-> mérito y demérito del hombre o voluntad de revelar su justicia).

2. En la ejecución de la voluntad salví­fica universal de Dios se dice que él da a todo pecador, incrédulo y obstinado una y otra vez, por lo menos la gracia remotamente suficiente para alcanzar su s., lo cual ha de afirmarse tanto más de los justificados y creyentes y de quienes sin su culpa no han llegado aún a la fe. La cuestión de cómo la voluntad salví­fica de Dios pueda ser seria y llegar a su fin cuando son imposibles sin culpa propia, no sólo el bautismo -3 y la pertenencia a la Iglesia (cf. miembros de la -> Iglesia), sino también la -> fe, no ha hallado aún una respuesta bien elaborada y clara.

3. Problema aparte es la cuestión de si los niños pequeños que, sin culpa propia ni ajena, mueren sin bautismo, están comprendidos como individuos en la universal voluntad salví­fica de Dios; pues, según la doctrina casi general de los teólogos, están realmente privados – en el -> limbo (Dz 1526) – de la bienaventuranza sobrenatural (cf. Dz 693 791, etc.). La cuestión sobre la suerte de estos niños y, por tanto, sobre la voluntad salví­fica de Dios respecto de ellos,no ha encontrado aún una solución realmente satisfactoria, pues contiene demasiadas incógnitas; y esa solución no es tampoco de esperar, pues pretende un saber que nada importa para el obrar cristiano.

4. En Jesucristo y en la experiencia de su gracia, Dios nos ha dado la facultad y obligación de esperar para todos los hombres, a quienes debemos amar (-> amor), y, por ende, para nosotros mismos, la s. definitiva. Con ello hay que afirmar la voluntad salví­fica de Dios, tal como viene implicada en este acto de esperanza. Evidentemente, la esperanza se entiende aquí­ en el sentido antes descrito de un acto fundamental irreductible de la existencia.

5. Esto significa que, en cuanto la esperanza está fundada en el acontecimiento escatológico, que es Jesucristo, en su muerte y resurrección, la s. (como fin de la esperanza y, por tanto, de la voluntad salví­fica de Dios), no es en su totalidad (en el “espacio” de la esperanza) una de dos posibilidades, junto a la cual, la otra (la de perdición) se presentara como posibilidad de la misma categorí­a, y entre ambas la libertad de la criatura hubiera de escoger autónomamente. La decisión moralmente mala no tiene existencial y ontológicamente el mismo rango (ni siquiera formal) que la decisión moralmente buena; sino que Dios, por su propia y soberana gracia eficaz, ha decidido ya la totalidad de la historia de la libertad (que forma el espacio de la decisión libre del individuo) a favor de la s. del mundo en Cristo, y en él ha promulgado ya este acontecimiento. El mundo, sin perjuicio de su libertad, es “vencido” y salvado por el amor de Dios. Esta es la voluntad salví­fica de Dios, con la que primera y fundamentalmente se relaciona la esperanza cristiana.

6. Partiendo de ahí­ no tiene ya justificación el hablar de una doble predestinación con igual categorí­a. No sólo porque en todo caso una predestinación consiguiente (post praevia demerita) supone ya el libre no de la criatura, que ésta en ningún caso puede atribuir a Dios (por problemática que ontológicamente parezca nuestra afirmación) de la misma manera que la atribuye su libre si (en cuanto manifestación de la gracia eficaz) como precio y gloria de la gracia divina; sino, sobre todo, porque el cristiano (sin estar por ello cierto de su s. individual ni poder sobrepasar la esperanza) se encuentra con el Dios que quiere la s. de todos los hombres, y no puede salir siquiera existencialmente de esta situación sin caer en un formalismo abstracto, desde el cual ya no es posible hallar la razón de la esperanza (a no ser que se tenga el “egoí­smo” en sí­ por razón suficiente para esperar mejor que desesperar). En una doble posibilidad de predestinación con el mismo rango, y dada la desconfianza frente a la propia libertad, el hombre tendrí­a el mismo motivo para esperar su s. eterna que para desesperar de ella. La idea de predestinación consiguiente a la condenación y la distinción entre gracia eficaz y mera gracia suficiente, no restringen la concreta voluntad salví­fica de Dios con la que el hombre se encuentra y debe encontrarse en la esperanza; se trata ahí­ de medios secundarios para aclarar que el hombre se encuentra con esta voluntad salví­fica en la esperanza y no en una seguridad teorizante, y no puede echar precisamente a Dios la culpa del terrible fracaso de la esperanza. Pero eso no significa precisamente que, en la esperanza como tál, se encuentre el hombre con una voluntad salví­fica de Dios dudosa o limitada, o que sólo pueda tener una esperanza que, en cuanto tal, no sea “firme” (firmissima spes: Dz 806).

La idea de una doble predestinación con igual categorí­a tampoco tiene justificación porque, en la situación escatológica de Cristo, sabemos con certeza que hay salvados, pero sólo debemos temer (sin poder saber) que hay condenados. Pero precisamente este temor – que está ante una auténtica posibilidad, la cual permanece ineludible para nosotros, aunque tampoco se demuestra por un cumplimiento -, manda al hombre esperar en la voluntad salví­fica de Dios, que ya ha acontecido, si bien para el que espera lo teórico no puede demostrarse como más eficaz en él mismo.

7. Es evidente que un hombre, si espera y mientras (amando) espera, se encuentra con la voluntad salví­fica real y eficaz, que no tiene junto a sí­ misma la posibilidad real de una condenación, sino que es precisamente la negación de la posibilidad de una doble predestinación. Pero precisamente no podemos decirnos a nosotros mismos con certeza si esperamos, como si saliéramos de nosotros mismos y nos contempláramos desde fuera. Sólo podemos decí­rnoslo cuando esperamos, es decir, cuando nos refugiamos en lo indisponible. La esperanza crea su objeto, porque ella es creada por él. Esto no es una paradoja barata, sino sólo otra fórmula para decir que únicamente se puede esperar si la confianza en la voluntad salví­fica de Dios es sostenida por la gracia preveniente y eficaz, la cual a su vez es Dios mismo; y para decir que, de tal manera se espera (amando), que esta real voluntad salví­fica de Dios acontece verdaderamente, y acontece por cuanto se espera lo indisponible. Dios pone su voluntad salví­fica en cuanto la hace esperar precisamente como lo indisponible; la voluntad salví­fica pone su diferencia creada respecto de sí­ misma, porque sólo así­ es voluntad de la s., que es Dios mismo.

BIBLIOGRAFíA: A. d’Alés: DAFC IV 1156-1182; S. Harent, Infideles: DThC VIí 1726-1930; M. Larivé, La providence de Dieu et le salut des infideles: RThom 28 (1923) 43-73 (contra Billot); P. R. Pies, Die Heilsfrage der Heiden (Aquisgrán 1925); Th. Ohm, Die Stellung der Heiden zu Natur und Übernatur nach dem hl. Thomas (Mr 1927); F. Stegmüller, Die Lehre vom allgemeinen Heilswillen in der Scholastik bis Thomas von Aquin (R 1929); H. Lange, De gratia (Fr 1929) 525-556 (bibl.); L. Capéran, Le probléme du salut des infideles (Ts 21934); H. P. A. Cornelissen, Geloof zonder prediking (Roermond 1946); J. Beumer, Die Heilsnotwendigkeit der Kirche nach den Akten des Vatikanischen Konzils: ThG1 37-38 (1947-48) 70-86; PSJ IIP 563-578; R. Lombardi, La salvezza di chi non ha fede (Mi 1955); K. Algermissen, Aktuelle Mitgliedschaft in der Kirche und gnadenhafte Zugehörigkeit bzw. Hinordnung zu ihr: ThGl 46 (1956) 260-275; J. Jeremias, Jesu Verheißung für die Völker (St 1956); Ch. Journet, La volonté divine salvifique sur les petits enfants (P 1958); Schmaus D ííI/1 § 177a, IíI/2 §§ 212-216 (bibl.); J. Ratzinger, Die neuen Heiden und die Kirche: Hochland 51 (1958-59) 1-11; Y. Congar, Hors de l’église ..: Catholicisme V 948-956; R. Mau, Der Begriff der Heilsnotwendigkeit (“necessarium ad salutem”) und seine Begründung in der Scholastik im Vorblick auf Luther (tesis B 1959); H. R. Schlette, Die “alten Heiden” und die Theologie: Hochland 52 (1959-60) 401-414; E. Benz. Ideen zu einer Theologie der Religionsgeschichte (Wie 1960); M. Seckler, Das Heil der Nichtevangelisierten in thomistischer Sicht: ThQ 140 (1960) 38-69; L. Zander, Ecclesia extra ecclesiam: KuD 6 (1960) 214-226; Y. Congar, Hors de l’Eglise point de salut (P 1957); U. Valeske, Votum ecclesiae (Mn 1962) (bibl.); Rahner V 135-156 (EI cristianismo y las religiones no cristianas); H. U. v. Balthasar, Glaubhaft ist nur Liebe (Ei 1963); H. Ott, Existentiale Interpretation und anonyme Christlichkeit: Zeit und Geschichte (homenaje a R. Bultmann) (T 1964) 367-379; J. Ratzinger, Der christliche Glaube und die Weltreligionen: Rahner GW II (Fr 1964) 287-305; H. R. Schlette, Die Religionen als Thema der Theologie (Fr 1964); F. Riken, “Ecclesia … universale salutis sacramentum”: Scholastik 40 (1965) 352-388; Rahner VI 535-544 (Los cristianos anónimos); G. Thils, Propos et problemes de la théologie des religions non chrétiennes (Lv 1966); J. Heislbetz, Theologische Gründe der nichtchristlichen Religionen (Fr 1967); E. Monreal, La salvación de los infieles (S de las Misi Bil); R. Menzel, Salvación para millones (Studium Ma); A. Santos, Salvación y paganismo (S Terrae Sant); A. Michel, Niños que mueren sin bautizar (Studium Ma).

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

1. soteria (swthriva, 4991), denota liberación, preservación, salvación. La salvación se usa en el NT: (a) de liberación material y temporal de peligros y aprehensión: (1) nacional (Luk 1:69 “cuerno de salvación”, RV; RVR traduce “poderoso Salvador”; v. 71; Act 7:25 “libertad”, RVR; RV: “salud”); (2) personal, como del mar (Act 27:34 “salud”, RV, RVR); de la cárcel (Phi 1:19 “liberación”; RV: “salud”); del diluvio (Heb 11:7 “que su casa se salvase”, RV, RVR; VM: “la salvación de su casa”); (b) de la liberación espiritual y eterna concedida inmediatamente por Dios a aquellos que aceptan sus condiciones de arrepentimiento y fe en el Señor Jesús, en quien únicamente se puede obtener (Act 4:12), y en base de la confesión de El como Señor (Rom 1:16; Eph 1:13; véase más bajo SALVAR); (c) de la experiencia presente del poder de Dios para liberar de la servidumbre del pecado (p.ej., Phi 2:12, donde la referencia especial, aunque no total, es al mantenimiento de la paz y de la armoní­a; 1Pe 1:9). Esta presente experiencia por parte de los creyentes es virtualmente equivalente a la santificación; para este propósito, Dios puede hacerlos sabios (2Ti 3:15); no deben descuidarla (Heb 2:3); (d) de la futura liberación de los creyentes en la parusí­a de Cristo por sus santos, salvación que es el objeto de su confiada esperanza (p.ej., Rom 13:11; 1Th 5:8, y v. 9, donde se les asegura la salvación, siendo la liberación de la ira de Dios destinada a ser ejecutada sobre los impí­os al final de esta era, véase 1Th 1:10; 2Th 2:13; Heb 1:14; 9.28; 1Pe 1:5; 2Pe 3:15); (e) Cristo en la época de “la epifaní­a (o resplandor) de su parusí­a (2Th 2:8; Luk 1:71; Rev 12:10); (1) en sentido inclusivo, recapitulando todas las bendiciones otorgadas por Dios sobre los hombres en Cristo por medio del Espí­ritu Santo (p.ej., 2Co 6:2; Heb 5:9; 1Pe 1:9,10; Jud_3); (g) ocasionalmente, como virtualmente significando el mismo Salvador (p.ej., Luk 19:9; cf. Joh 4:22, véase SALVADOR); (h) en ascripciones de alabanza a Dios (Rev 7:10), y como aquello que es prerrogativa suya de otorgar (19.1). 2. soterion (swthvrion, 4992), neutro del adjetivo soterios, se utiliza como nombre en Luk 2:30; 2.6, pasajes ambos en los que denota al Salvador, como en Nº 1 (g); en Act 28:28, como en Nº 1 (b); en Eph 6:17, donde la esperanza de salvación [véase Nº 1 (d)] es descrita metafóricamente como un yelmo.¶ Nota: El adjetivo soterios, que trae salvación, portador de salvación, se usa con el propósito de describir la gracia de Dios (Tit 2:11 “para salvación”; VM: “que trae salvación”); F. Lacueva, en Nuevo Testamento Interlineal, loc. cit., traduce así­: “Porque ha aparecido la gracia de Dios salví­fica a todos los hombres”.¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

La idea de salvación (fig. sozo y derivados) se expresa en hebreo con toda una serie de raí­ces que se refieren a la misma experiencia fundamental: salvarse uno es verse sustraí­do a un peligro en que estaba expuesto a perecer. Según la naturaleza del peligro, el acto de salvar tiene afinidad con la protección, la liberación, el rescate, la curación, y la salvación la tiene con la victoria, la vida, la paz… A partir de tal experiencia humana y utilizando los términos mismos que la expresaban, explicó la revelación los aspectos más esenciales de la acción de Dios en la tierra : Dios salva a los hombres, Cristo es nuestro salvador (Lc 2,11), el Evangelio aporta la salvación a todo creyente (Rom 1,16). Hay, pues, aquí­ un término clave en el lenguaje bí­blico; pero sus resonancias finales no nos deben hacer olvidar el lento proceso de elaboración.

AT. 1. LA SALVACIí“N DE DIOS EN LA HISTORIA Y EN LA ESCATOLOGíA. La idea de un Dios que salva a sus fieles es común a todas las religiones. En el AT es un tema corriente y antiguo, como lo prueban los nombres propios compuestos con la raí­z “salvar” (Josué, Isaí­as, Eliseo, Oseas, para no citar más que la raí­z principal, yas’). Pero la experiencia histórica del pueblo de Dios le da una coloración particular que explica por una parte su empleo en la escatologí­a profética.

1. La experiencia histórica. Cuando se halla Israel en perí­odo crí­tico y se ve librado por Dios, sea por un concurso providencial de circunstancias que puede llegar hasta el *milagro, sea enviándole un jefe humano que lo lleve a la *victoria, entonces experimenta la “salvación de Dios”. El asedio de Jerusalén por Senaquerib ofrece un ejemplo clásico de esto: el rey de Asiria niega que Yahveh pueda salvar a Israel (2Re 18, 30-35); Isaí­as promete la salvación (2Re 19,34; 20,6); y efectivamente Dios salva a su pueblo. Ahora bien, los historiadores sagrados señalan en el pasado múltiples experiencias de este género. Dios salvó a David (es decir: le dio la victoria) dondequiera que fue (2Sa 8,6.14; 23,10.12). Por intermedio de David salvó a su pueblo de las manos de sus enemigos (2Sa 3,18), como lo habí­a hecho ya por medio de Saúl (ISa 11,13), de Samuel (1Sa 7,8), de Sansón (Jue 13,5), de Gedeón (Jue 6,14), de todos los jueces (Jue 2,16.18). En el tiempo del éxodo sobre todo salvó a Israel rescatándolo y *liberándolo (Ex 14,13; cf. Is 63,8s; Sal 106,8. 10.21). Y remontándose en el pasado más allá de esta experiencia capital, se le ve salvar a los hijos de Jacob por intermedio de José (Gén 45,5), salvar la vida a Lot (Sab 10, 6), salvar a Noé del diluvio (Sab 10,4; cf. Gén 7,23)… Así­ se comprende que en todo peligro inminente recurra Israel a Yahveh “a fin de ser salvo” (Jer 4,14) y se queje si no llega la salvación prevista (Jer 8.20). Sabe que fuera de su Dios no hay salvador (Is 43,11; cf. 47,15; Os 13, 4) y pensando en las salvaciones pasadas gusta de invocarle con este tí­tulo (cf. Is 63,8; lMac 4,30).

2. Las promesas escatológicas. En la hora de la gran prueba nacional es cuando Israel mira con más con-fianza a Dios que le ha de salvar (cf. Miq 7,7). Su tí­tulo de salvador se convierte en un leitmotiv de la escatologí­a profética (Sof 3,17; Is 33,32; 43,3; 45,15.21; 60,16; Bar 4,22), y los oráculos relativos a los “últimos tiempos” describen bajo aspectos diversos la salvación final de Israel. Yahveh, dice Jeremí­as, salvará a su pueblo restituyéndolo a su *tierra (Jer 31,7) y enviándole al *rey-*mesí­as (Jer 23,6). Yahveh, dice Ezequiel, salvará a sus ovejas conduciéndolas a buenos pastos (Ez 34, 22); salvará a su pueblo de todas sus impurezas mediante el don de su *Espí­ritu (Ez 36,29). El mensaje de consolación y la literatura afí­n evocan constantemente al Dios que viene a salvar a su pueblo (Is 35,4) y, más allá de Israel, a la tierra entera (Is 45,22). La salvación es el acto esencial de su *justicia victoriosa (cf. Is 63,1); para realizarla enviará a su *siervo (Is 49,6.8). Por eso la pareja de palabras “justicia y salvación” tiende a convertirse en una designación técnica de su obra escatológica, prometida y acogida de antemano con entusiasmo (Is 46,13; 52,7-10; 56,1; 59,17; 61,10; 62,1). Las descripciones postexí­licas del *dí­a de Yahveh cantarán el *gozo de esta salvación (Is 12,2; 25,9) otorgada a todos los que invocan el *nombre del Señor (Jl 3,5), a todos los que están inscritos en su *libro (Dan 12,1). Finalmente, la sabidurí­a alejandrina describirá la salvación de los justos el último dí­a (Sab 5,2). Así­, a lo largo de los textos la idea de salvación se enriqueció con toda una gama de armónicos. Ligada con el *reino de Dios, es sinónimo de *paz y de felicidad (Is 52,7), de *purificación (Ez 36,29) y de *liberación (Jer 31,7). Su artí­fice humano, el *rey escatológico, merece también el tí­tulo de salvador (Zac 9,9 LXX), pues salvará a los pobres oprimidos (Sal 72,4.13). Todos estos aspectos de la profecí­a preparan directamente el NT.

II. LA SALVACIí“N DE DIOS EN LA ORACIí“N DE ISRAEL. Con tal trasfondo de experiencia histórica y de profecí­a, la oración de Israel reserva un lugar importante al tema de la salvación.

1. Las certezas de la fe. La salvación es un don de Dios: tal es la certeza fundamental, en apoyo de la cual se puede invocar la experiencia de la conquista (Sal 44,4.7s). Es inútil abrigar una *confianza presuntuosa en las *fuerzas humanas (Sal 33.16-19): la salvación de los justos viene de Yahveh (Sal 37,39s); él mismo es la salvación (Sal 27,1; 35,3; 62, 7). Esta doctrina es corroborada por numerosas experiencias. ¡Cuántos hombres en peligro fueron salvados por Dios cuando clamaron a él (Sal 107,13.19.28; cf. 22-6)! Diversas oraciones de acción de gracias atestiguan hechos de este género (p.e. Sal 118,14): oraciones de gentes salvadas del peligro (Sal 18,20), de la prueba (Eclo 51,11), de la muerte que les amenazaba (Sal 116,6). Los libros tardí­os se complacen en narrar historias análogas: los tres muchachos salvados del fuego (Dan 3, 28 = 95), y Daniel, del foso de los leones (Dan 6,28), porque Dios salva siempre al que espera en él (Dan 13,60). Lo asegura a cada uno de sus servidores (Sal 91,14ss), como lo prometió para su pueblo (Sal 69,36) y para su ungido (Sal 20,7). Y los salmos enumeran a todos los clientes de Dios, a los que tiene costumbre de salvar cuando lo invocan: los *justos (34,16.19), los *pobres (34,7; 109, 31), los *humildes (18,28; 76,10; 149, 4), los pequeños (116,6), los *perseguidos (55,17), los corazones rectos (7,11), los espí­ritus abatidos (34.19) y en general todos los que le temen (145,19). Hay aquí­ con qué inspirar confianza e incitar a la oración.

2. Los llamamientos al Dios salvador. Los suplicantes invocan a Dios bajo el tí­tulo de salvador (Eclo 51, 1; “Salvador de los desesperados”, Jdt 9,11) o de “Dios de salvación” (Sal 51,16; 79,9). Su oración se cifra en una palabra: “¡Salva, Yahveh!” (Sal 118,25), “Sálvame y seré salvo” (Jer 17,14). A continuación se evocan generalmente circunstancias concretas, semejantes a aquellas en que todos los hombres se ven situados un dí­a u otro: *prueba y angustia (Sal 86,2), peligro inminente y mortal (69,2.15), *persecución de los enemigos (22,22: 31,12.16; 43,1; 59,2). Y a veces Yahveh mismo responde a la súplica con un oráculo de salvación (Sal 12,2.6). Por encima de las peticiones individuales, el alma israelita suspira también por la salvación escatológica prometida por los profetas (cf. Sal 14,7; 80,3s.8.20): “Sálvanos, Yahveh, Dios nuestro y recógenos de en medio de las naciones” (Sal 106,47). También aquí­ se da el caso de que responda Dios con un oráculo (Sal 85,5.8.10). Es tan grande el influjo del mensaje de consolación que algunos salmos cantan por adelantado la manifestación de la salvación que anunciaba (Sal 96,2; 98,1ss), mientras otros expresan la esperanza de experimentar es-ta alegrí­a (Sal 51,14). A través de todos estos textos se ve cómo el alma de Israel, en el umbral del NT, está orientada hacia la salvación que va a aportar Cristo al mundo.

NT. I. LA REVELACIí“N DE LA SALVACIí“N. 1. Jesús, salvador de los hombres.

a) En primer lugar se revela Jesús salvador mediante actos significativos. Salva a los *enfermos curándolos (Mt 9,21 p; Me 3,4; 5.23; 6,56); salva a Pedro caminando sobre las aguas y los dos discí­pulos sorprendidos por la tempestad (Mt 8,25; 14,30). Lo esencial es creer en él: la *fe es la que salva a los enfermos (Lc 8,48; 17,19; 18,42), y los discí­pulos se ven reprochar el haber dudado (Mt 8,26; 14,31). Estos hechos muestran ya cuál es la economí­a de la salvación. Sin embargo, no hay que limitarse a la salud corporal.

Jesucristo aporta a los hombres una salvación mucho más importan-te: la pecadora se salva porque le perdona sus pecados (Le 7,48ss), y la salvación entra en casa de Zaqueo penitente (Lc 19,9). Para ser salvo es necesario, pues, acoger con fe el Evangelio del Reino (cf. Lc 8,12). En cuanto a Jesús, la salvación es el objetivo de su vida; vino acá abajo para salvar lo que se habí­a perdido (Lc 9,56; 19,10), para salvar al mundo y no para condenarlo (Jn 3,17; 12,47). Si habla, es para salvar a los hombres (Jn 5,34). El es la *puerta: quien entre por ella será salvo (Jn 10,9).

b) Estas palabras dan a entender que el gran asunto es la salvación de los hombres. El pecado los pone en peligro de perdición. *Satán está ahí­, pronto a intentarlo todo para perderlos y para impedir que se salven (Le 8,12). Son ovejas perdidas (Le 15,4.7); pero Jesús ha sido enviado precisamente por ellas (Mt 15, 24): ya no se volverán a perder si entran en su rebaño (Jn 10,28; cf. 6,39; 17,12; 18,9). Sin embargo, la salvación que ofrece tiene una contrapartida: para quien no aproveche la oportunidad, es inminente e irreparable el riesgo de perdición. Hay que hacer *penitencia a tiempo, si no quiere uno perderse (Le 13,3.5). Hay que entrar por la puerta estrecha si se quiere pertenecer al número de los salvados (Le 13,23s). Hay que perseverar por este camino hasta el fin (Mt 24,13). La obligación de desasimiento es tal que los discí­pulos se preguntan : “Entonces ¿quién podrá salvarse?” Efectivamente, para los hombres es imposible, precisa un acto de la omnipotencia (*poder) de Dios (Mt 19,25s p). Finalmente, la salvación que ofrece Jesús se presenta bajo la forma de una paradoja: Quien quiera salvarse se perderá, quien consienta en perderse, se salvará para la vida eterna (Mt 10, 39; Le 9,24; Jn 12,25). Tal es la ley, y Jesús mismo se somete a ella: él, que ha salvado a los otros, no se salva a sí­ mismo a la hora de la *cruz (Mc 15,30s). Cierto que el Padre podrí­a salvarle de la muerte (Heb 5,7); pero precisamente por razón de esta *hora vino acá abajo (Jn 12,27). Así­ pues, quien busque la salvación en la fe en él, deberá *seguirle hasta este punto.

2. El Evangelio de la salvación.

a) Después de la resurrección y pentecostés, el mensaje de la comu-nidad apostólica tiene por objeto la salvación realizada conforme a las Escrituras. Por su *resurrección fue Jesús establecido por Dios “cabeza y, salvador” (Act 5,31; cf. 13,23). Los *milagros operados por los apóstoles confirman el mensaje: si se salvan enfermos por la virtud del *nombre de Jesús, es que no hay otro nombre por el que hayamos de ser salvos (Act 4,9-12; cf. 14,3). Así­ el *Evangelio se define como la “pa-labra de la salvación” (Act 13,26; cf. 11,14), dirigida primero a los judí­os (Act 13,26), luego a las otras naciones (Act 13,47; 28,28). A cambio, se invita a los hombres a creer “para salvarse de esta *generación extraviada” (Act 2,40). La condición de la salvación es la *fe en el Se-ñor Jesús (Act 16,30s; cf. Mc 16, 16), la invocación de su nombre (Act 2,21; cf. Jl 3,5). Judí­os y paganos se hallan en este sentido en posición idéntica. No se salvan ellos mismos: la *gracia del Señor es la que los salva (Act 15,11). Los apóstoles aportan, pues,. a los hombres la única “ví­a de salvación” (Act (6,17). Los convertidos tienen tal conciencia de ello que se consideran a sí­ mismos como el *resto que se ha de salvar (Act 2,47).

b) Esta importancia del tema de la salvación en la predicación primitiva explica que los evangelistas Mateo y Lucas quisieran subrayar des-de la infancia de Jesús su futuro papel de salvador. Mateo pone este papel en relación con su nombre, que significa “Yahveh salva” (Mt 1, 21). Lucas le da el tí­tulo de Salvador (Lc 2,11). Hace saludar por boca de Zacarí­as el próximo alborear de la salvación prometida por los profetas (1,69.71.77), y por Simeón su aparición en la tierra en una perspectiva de universalismo total (2,30). Finalmente, la predicación de Juan Bautista, según las Escrituras, prepara las ví­as del Señor para que “toda carne vea la Salvación de Dios” (3,2-6; cf. Is 40,3ss; 52,10). Los recuerdos conservados en la sucesión de los evangelios presentan en forma concreta esta manifestación de la salvación que culminará en la cruz y en la resurrección.

II. TEOLOGíA CRISTIANA DE LA SALVACIí“N. Aunque los escritos apostólicos recurren a un vocabulario variado para describir la obra *redentora de Jesús, se puede intentar construir una sí­ntesis de la doctrina cristiana en torno a la idea de la salvación.

1. Sentido de la vida de Cristo. “Dios quiere la salvación de todos los hombres” (lTim 2,4; cf. 4,10). Por eso envió a su Hijo como salvador del *mundo (Un 4,14). Cuando apareció acá en la tierra “nuestro Dios y salvador” (Tit 2,13), que vení­a para salvar a los pecadores (iTim 1.15), entonces se manifestaron la gracia y el amor de Dios nuestro salvador (Tit 2,11; 3,4); porque por su muerte y su resurrección vino a ser Cristo para nosotros “principio de salvación eterna” (Heb 5,9), salvador del *cuerpo que es la *Iglesia (Ef 5,23). El tí­tulo de salvador conviene lo mismo al Padre (iTim 1,1; 2,3; 4, 10; Tit 1,3; 2,10) que a Jesús (Tit 1,4; 2,13; $3,6; 2Pe 1,11; 2,20; 3, 2.18). Por esto el Evangelio, que refiere todos estos hechos, es “una *fuerza de Dios para la salvación de todo creyente” (Rom 1,16). Al anunciarlo un *apóstol no tiene otro fin que la salvación de los hombres (lCor 9,22; 10,33; lTim 1,15), ya se trate de paganos (Rom 11,11) o de judí­os, de los cuales por lo menos un *resto se salvó (Rom 9,27; 11,14) antes de que finalmente se salve todo Israel (Rom 11,26).

2. Sentido de la vida cristiana. Una vez que se ha propuesto a los hombres el Evangelio por la palabra apostólica, éstos tienen que hacer una elección que determinará su suerte: la salvación o la pérdida (2Tes 2,10; 2Cor 2,15), la *vida o la *muerte. Los que creen y *confiesan su fe se salvan (Rom 10,9s.13), siendo, por lo demás, sellada su *fe por la recepción del *bautismo, que es una verdadera experiencia de la salvación (lPe 3,21). Dios los salva por pura *misericordia, sin considerar sus obras (2Tim 1,9; Tit 3,5), por *gracia (Ef 2,5.8), dándoles el Espí­ritu Santo (2Tes 2,13; Ef 1,13; Tit 3,5s). A partir de este momento debe el cristiano guardar con fidelidad la *palabra que puede salvar su *alma (Sant 1,21); debe alimentar su fe con el conocimiento de las Escrituras (2Tim 3,15) y hacerla fructificar en buenas *obras (Sant 2,14); debe trabajar con *temor y temblor para “realizar su salvación” (Flp 2,12). Esto supone un ejercicio constante de las virtudes saludables (1Tes 5,8), gracias a las cuales *crecerá con vistas a la salvación (IPe 2,2). No está permitida la menor negligencia; la salvación se ofrece a cada instante de la vida (Heb 2,3); “ahora es el *dí­a de la salvación” (2Cor 6,2).

3. La espera de la salvación final. Si somos así­ herederos de la salvación (Heb 1,14) y estamos plenamente *justificados (Rom 5,1), sin embargo, todaví­a no estamos salvados más que en *esperanza (Rom 8,24). Dios nos tiene reservados para la salvación (1 Tes 5,9), pero se trata de una *herencia que sólo se revelará al final del *tiempo (IPe 1,5). El esfuerzo de la vida cristiana se impone porque cada dí­a que pasa aproxima este final (Rom 13,11). La salvación, en el sentido fuerte de la palabra, se debe, pues, considerar en la perspectiva escatológica del *dí­a del Señor (lCor 3,lss; 5,5). *Reconciliados ya con Dios por la muerte de su Hijo y *justificados por su *sangre, seremos entonces salvados por él de la *ira (Rom 5,9ss). Cristo aparecerá para darnos la salvación (Heb 9,28). Por eso aguardamos esta manifestación final del salvador, que acabará su obra transformando nuestro *cuerpo (F1p 3,20s); en esto es nuestra salvación objeto de esperanza (Rom 8,23ss). Entonces seremos salvados de la *enfermedad, del *sufrimiento, de la *muerte; todos los males de que pedí­an ser librados los salmistas y de los que Jesús, durante su vida, triunfaba por el milagro, serán abolidos definitivamente. El cumplimiento de tal obra será la *victoria por excelencia de Dios y de Cristo. En este sentido testimonian las aclamaciones litúrgicas del Apocalipsis: “La salvación es de nuestro Dios y del cordero” (Ap 7,10; 12,10; 19,1).

-> Gracia – Justicia – Liberación Enfermedad – Curación – Paz – Redención – Victoria.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

(heb. yēša˓, gr. sōtēria)

I. En el Antiguo Testamento

El principal término heb. traducido “salvación” es yēša˓ y los derivados correspondientes. Su significado básico es “introducir en un ambiente espacioso” (cf. Sal. 18.36; 66.12), pero tiene desde el comienzo el sentido metafórico de “liberación de toda limitación” y los medios para llegar a ella; e. d. liberación de los factores que constriñen y limitan. Puede referirse a liberación de una enfermedad (Is. 38.20; cf. vv. 9), de los problemas (Jer. 30.7), o de los enemigos (2 S. 3.18; Sal. 44.7). En la gran mayoría de las referencias Dios es el autor de la salvación. Así, Dios salva a su rebaño (Ez. 34.22); rescata a su pueblo (Os. 1.7) y sólo el puede salvarlos (Os. 13.10–14); no hay otro salvador aparte de él (Is. 43.11). Salvó a los padres de Egipto (Sal. 106.7–10), y a sus hijos de Babilonia (Jer. 30.10). Él es el refugio y el salvador de su pueblo (2 S. 22.3). Salva al pobre y al necesitado cuando no tienen otro que los ayude (Sal. 34.6; Job 5.15). En las palabras de Moisés, “estad firmes, y ved la salvación que Jehová hará hoy” (Ex. 14.13), tenemos la esencia misma del concepto veterotestamentario de la salvación. Así, conocer a Dios en alguna medida es conocerlo como Dios salvador (Os. 13.4), de modo que las palabras “Dios” y “Salvador” son virtualmente idénticas en el AT. El gran ejemplo normativo de la liberación salvífica divina es el éxodo (Ex. 12.40–14.31). La redención de la esclavitud egp. mediante la intervención de Dios en el mar Rojo fue determinante de toda la subsiguiente reflexión de Israel acerca de la naturaleza y la actividad de Dios. El éxodo fue el molde al cual se incorporó toda la subsiguiente interpretación del drama de la historia de Israel. Se lo expresaba con el canto en el culto (Sal. 66.1–7), se lo relataba (Dt. 6.20–24), se lo representaba en el ritual (Ex. 13.3–16). De manera que la noción de la salvación surgió del éxodo, estampada ideleblemente con la dimensión de los poderosos actos de liberación divina en la historia.

Este elemento profundamente significativo sirvió de base, a su vez, para una contribución veterotestamentaria aun mayor a la idea de la salvación cual es la escatología. La experiencia que tuvo Israel en cuanto a Dios como salvador en el pasado le permitió proyectar su fe hacia adelante, hacia la expectativa de su salvación plena y definitiva en el futuro. Precisamente porque Yahvéh se ha hecho conocer como Señor de todos, creador y sustentador de toda la tierra, y porque es un Dios justo y fiel, un día hará efectiva su total victoria sobre sus enemigos y salvará a su pueblo de todos sus males (Is. 43.11–21; Dt. 9.4–6; Ez. 36.22–23). En el período primitivo esta esperanza de salvación se centra más en la intervención histórica inmediata para la reivindicación de Israel (cf. Gn. 49; Dt. 33; Nm. 23s). En el período profético encuentra expresión en función de un “día de Yahvéh” en el cual el juicio habrá de combinarse con la liberación (Is. 24.19s; 25.6–8; Jl. 2.1s, 28–32; Am. 5.18s; 9.11s). La experiencia del exilio proporcionó tanto una imagen concreta como un marco concreto para la expresión de esta esperanza como un nuevo éxodo (Is. 43.14–16; 48.20s; 51.9s; cf. Jer. 31.31–34; Ez. 37.21–28; Zac. 8.7–13); pero los desalentadores y limitados resultados de la restauración proyectaron la esperanza hacia adelante nuevamente, y la transmutaron en lo que se ha denominado la escatológica-trascendental (Is. 64.1s; 65.17s; 66.22), la esperanza del ˓olām habba˒, el nuevo mundo al final de la era presente, en el que el gobierno soberano y el carácter justo de Dios se manifestarán en todas las naciones.

Correspondería hacer referencia también a otros términos relacionados que la LXX vierte como sōtēria; en particular la raíz g˒l, ‘redimir’, recuperar propiedad que ha ido a parar a manos ajenas, “volver a adquirir”, a menudo mediante compra. La persona que efectuaba dicha redención, o salvación, es el gō˒ēl, el ‘pariente-redentor’ (cf. Lv. 25.26, 32; Rt. 4.4, 6). Dios es el gran gō˒ēl de Israel (Ex. 6.6; Sal. 77.14s). Este uso es sinónimo de yēša˓ en la última parte de Isaías (Is. 41.14; 44.6; 47.4). Aparecen como términos paralelos en Is. 43.1–2; 60.16; 63.9 (cf. TDNT 7, pp. 977–978).

Finalmente notamos que la actividad salvífica de Dios en el AT se amplía y se profundiza en función de un instrumento particular de esa salvación, el Mesías-Siervo. La salvación envuelve un agente, o salvador, aunque no necesariamente distinto de Yahvéh mismo. En general aunque Yahvéh puede emplear agentes humanos particulares, o salvadores, en momentos históricos determinados (Gn. 45.7; Jue. 3.9, 15; 2 R. 13.5; Neh. 9.27), sólo él es el salvador de su pueblo (Is. 43.11; 45.21; Os. 13.4). Esta afirmación general, empero, requiere aclaración en el contexto del desarrollo de la esperanza de la salvación en el AT, donde en los cánticos del Siervo encontramos una encarnación personal de la salvación moral de Yahvéh, aun cuando nunca se hace referencia al Siervo como salvador en forma directa. La configuración corporativa está claramente presente aquí, pero la personificación del ministerio del Siervo está clara en el texto, y a la luz del cumplimiento neotestamentario no requiere defensas adicionales. En el cántico, Is. 49.1–6, aparece como instrumento de la salvación universal preparada por Dios (v. 6; cf. tamb. vv. 8). El cántico final, 52.13–53.12, no contiene el término, pero el concepto de la salvación está presente en todas partes en función de una liberación del pecado y sus consecuencias. Así, el AT nos ayuda a comprender, finalmente, que Dios salva a su pueblo mediante su Mesías-Salvador.

II. En el Nuevo Testamento

En el NT comenzamos con la observación general de que, en buena medida, el uso “religioso” de una liberación moral/espiritual se vuelve totalmente dominante en lo que respecta al concepto de la salvación. En el uso no religioso se limita virtualmente a salvar ante graves peligros de muerte (Hch. 27.20, 31; Mr. 15.30; He. 5.7).

a. Los evangelios sinópticos

Jesús menciona la palabra salvación una sola vez (Lc. 19.9), donde puede referirse ya sea a sí mismo como personificación de la salvación, impartiendo perdón a Zaqueo, o a aquello que se evidencia por la conducta transformada del publicano. Nuestro Señor, empero, usó la palabra “salvar” y otras afines para indicar primero lo que vino a hacer (por inferencia, Mr. 3.4; y por afirmación directa, Lc. 4.18; Mt. 18.11; Lc. 9.56; Mt. 20.28), y segundo, lo que se le exige al hombre (Mr. 8.35; Lc. 7.50; 8.12; 13.24; Mt. 10.22). Lc. 18.26, y el contexto, muestra que la salvación exige un corazón contrito, impotencia como del niño, dispuesta a recibir, y la renuncia a todas las cosas por amor a Cristo, condiciones todas que el hombre no puede cumplir por sí solo.

El testimonio de otros acerca de la actividad salvífica de nuestro Señor es tanto indirecta (Mr. 15.31) como directa (Mt. 8.17). Está también el testimonio de su propio nombre (Mt. 1.21, 23). Estos variados usos sugieren en conjunto que la salvación estaba presente en la persona y el ministerio de Cristo, y especialmente en su muerte.

b. El cuarto evangelio

Esta doble verdad la subraya el cuarto evangelio, en el que cada capítulo sugiere diferentes aspectos de la salvación. Así, en 1.12s los hombres se convierten en hijos de Dios al confiar en Cristo; en 2.5 la situación se soluciona al hacer “todo lo que os dijere”; en 3.5 el nuevo nacimiento por el Espíritu es esencial para entrar en el reino, pero 3.14, 17 deja en claro que esa nueva vida no es posible aparte de la fe en la muerte de Cristo, sin la cual los hombres ya están sujetos a condenación (3.17); en 4.22 la salvación es de los judíos—por revelación históricamente canalizada por medio del pueblo de Dios—y es un regalo que interiormente transforma y capacita a los hombres para la adoración.

En 5.14 el que ha sido sanado no debe volver a pecar, no sea que le ocurra algo peor; en 5.39 las Escrituras dan testimonio de que hay vida (= salvación) en el Hijo, a quien le han sido encomendados la vida y el juicio; en 5.24 los creyentes ya han pasado de muerte a vida; en 6.35 Jesús declara que él es el pan de vida, a quien únicamente deben acudir los hombres (6.68) en busca de las vivificantes palabras de vida eterna; en 7.39 el agua es símbolo de la vida salvífica del Espíritu que había de venir después que Jesús fuese glorificado.

En 8.12 el evangelista indica la seguridad que ofrece la guía de la luz y en los vv. 32, 36 la libertad que se adquiere por medio de la verdad que reside en el Hijo; en 9.25, 37, 39 la salvación es visión espiritual; en 10.10 el ingreso en el disfrute de la seguridad y la vida abundante del redil y del Padre es por medio de Cristo; en 11.25s la vida de resurrección pertenece al creyente; en 11.50 (cf. 18.14) el propósito salvador de su muerte se describe inconscientemente; en 12.32 Cristo, levantado en su muerte, atrae a los hombres hacia sí; en 13.10 el lavado inicial del Señor significa salvación (“está todo limpio”); en 14.6 Cristo es el camino vivo y verdadero a las moradas del Padre; en 15.5 el permanecer en él, la Vid, es el secreto de los recursos vitales; en 16.7–15 por amor a Cristo el Espíritu se hará cargo de los obstáculos a la salvación y hará los preparativos para su realización; en 17.2–3, 12 el Señor guarda y cuida a los que tienen conocimiento del Dios verdadero y de su Hijo; en 19.30 se lleva a cabo la salvación; en 20.21–23 las palabras de paz y perdón acompañan la entrega del don del Espíritu; en 21.15–18 su amor reconciliador vuelve a inyectar amor en su seguidor y lo rehabilita para el servicio.

c. Los Hechos

Hechos traza la proclamación (cf. 16.17) de la salvación en el impacto que produce, primero en las multitudes que escuchan la exhortación a que sean “salvos de esta perversa generación” (2.40) mediante el arrepentimiento (que es también don de Dios y parte constitutiva de la salvación, 11.18), la remisión de pecados, y la recepción del Espíritu Santo; luego en un individuo enfermo, ignorante de su verdadera necesidad, que es sanado por el nombre de Jesús, el único nombre en el que podemos ser salvos; y tercero, en la familia de aquel que preguntó “¿qué debo hacer para ser salvo?” (16.30ss).

d. Las epístolas pualinas

Pablo sostiene que las Escrituras “pueden hacer sabio para la salvación por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Ti. 3.15ss) y que proporcionan los ingredientes esenciales para el disfrute de una salvación plena. Ampliando y aplicando el concepto veterotestamentario de la justicia divina, que ya anticipaba la justicia salvífica del NT, Pablo demuestra que no hay salvación alguna por medio de la ley, ya que ella sólo podía indicar la presencia, y suscitar la actividad reaccionaria, del pecado y cerrarle la boca a los hombres dada su culpabilidad ante Dios (Ro. 3.19; Gá. 2.16). La salvación se proporciona como libre don del justo Dios obrando en gracia para con el indigno pecador que, por el don de la fe, confía en la justicia de Cristo, que lo ha redimido por medio de su muerte y lo ha justificado con su resurrección. Dios, por amor a Cristo, justifica al pecador (e. d. le acredita la perfecta justicia de Cristo y lo acepta como si no hubiese pecado), perdona su pecado, lo reconcilia consigo mismo en y mediante Cristo, “haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (2 Co. 5.18; Ro. 5.11; Col. 1.20), lo adopta como miembro de su familia (Gá. 4.5s; Ef. 1.13; 2 Co. 1.22), poniendo el sello, las arras, las primicias de su Espíritu en su corazón, y de este modo haciendo de él una nueva creación. Por el mismo Espíritu los subsiguientes recursos de la salvación lo capacitan para andar en novedad de vida, mortificando crecientemente los hechos de la carne (Ro. 8.13), hasta que en última instancia es conformado a Cristo (Ro. 8.29) y su salvación es consumada en la gloria (Fil. 3.21).

e. La Epístola a los Hebreos

La “gran” salvación de la Epístola a los Hebreos trasciende los anuncios veterotestamentarios sobre la salvación. En el NT la salvación se describe con el lenguaje de los sacrificios; las tantas veces repetidas ofrendas del ritual veterotestamentario que se ocupaban principalmente de los pecados no premeditados y sólo proporcionaban una salvación superficial son remplazadas por el sacrificio único de Cristo, siendo él mismo tanto el Sacerdote de nuestra salvación como la ofrenda salvífica (He. 9.26; 10.12). El derramamiento de su sangre vital en la muerte efectúa la expiación, de modo que en lo sucesivo el hombre, con la conciencia purificada, puede entrar en la presencia de Dios en las condiciones del nuevo pacto, ratificado por Dios mediante su Mediador (He. 9.15; 12.24). Hebreos, que tanto recalca la forma en que Cristo encara la cuestión del pecado mediante su sufrimiento y su muerte a fin de proporcionar la salvación eterna, anticipa su segunda venida, no ya para ocuparse del pecado, sino para consumar la salvación de su pueblo y, presumiblemente, la gloria consiguiente que les corresponde (9.28).

f. La Epístola de Santiago

Santiago enseña que la salvación no es por “fe” solamente sino también por “obras” (2.24). Su intención es desilusionar a todo el que se apoya para su salvación en el mero reconocimiento intelectual de la existencia de Dios, sin un cambio de corazón que de por resultado obras de justicia. No descuenta la verdadera fe, sino que pide que su presencia la evidencie una conducta que a su vez ponga de manifiesto las energías salvíficas de la verdadera religión obrando por medio de la Palabra de Dios implantada en la persona. Le preocupa tanto como el que más el hacer volver al pecador del error de su camino y salvar su alma de la muerte (5.20).

g. 1 y 2 Pedro

1 Pedro destaca, en forma semejante a Hebreos, lo costoso de la salvación (1.19), que fue buscada y predicha por los profetas pero es ahora realidad presente para los que, como ovejas extraviadas, han vuelto al Pastor de sus almas (2.24s). Su aspecto futuro es conocido por los que “sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada” (1 P. 1.5).

En 2 Pedro la salvación comprende el escapar de la corrupción que existe en el mundo por la lascivia haciéndonos partícipes de la naturaleza divina (1.4). En el contexto del pecado el creyente ansía los nuevos cielos y la nueva tierra en los que mora la justicia, pero reconoce que la postergación de la parusía se debe a la paciencia de su Señor, paciencia que forma parte, ella misma, de la salvación (3.13, 15).

h. 1, 2 y 3 Juan

Para 1 Juan el lenguaje de los sacrificios en Hebreos es adecuado. Cristo es nuestra salvación al ser él la propiciación por nuestros pecados, como exteriorización del amor de Dios. Es Dios en su amor, manifestado en la sangre derramada de Cristo, el que cubre nuestros pecados y nos purifica. Como en el cuarto evangelio, la salvación se concibe en función del hecho de nacer de Dios, de conocer a Dios, de poseer vida eterna en Cristo, de vivir en la luz y la verdad de Dios, de morar en Dios y saber que él mora en nosotros mediante el amor por su Espíritu (3.9; 4.6, 13; 5.11). 3 Juan tiene una significativa oración en la que pide prosperidad y salud corporal (bienestar natural) generales para acompañar la prosperidad del alma (v. 2).

i. La Epístola de Judas

Judas 3, al referirse a la “común salvación”, está pensando en algo semejante a la “común fe” de Tit. 1.4, y la vincula con la “fe” (cf. Ef. 4.5) por la que tienen que contender los creyentes. Esta salvación comprende los privilegios, verdades, demandas y experiencias salvíficos comunes a sus muy diversos lectores. En los vv. 22s insta a hacer conocer urgentemente esta salvación a diversos grupos de personas que tienen dudas, que se encuentran en grave peligro, y que están sumergidas en la degradación.

j. El Apocalipsis

Apocalipsis reitera el tema (de 1 Jn.) de la salvación como liberación o limpieza del pecado en virtud de la sangre de Cristo, y la constitución de los creyentes en sacerdoctes reales (1.5s). De un modo que recuerda al Salmista, el vidente, en actitud de adoración, atribuye la salvación en toda su amplitud a Dios (7.10). Los últimos capítulos del libro pintan la salvación en función de las hojas del árbol de la vida que son para la sanidad de las naciones, árbol al cual, como en el caso de la ciudad de la salvación, se concede admisión únicamente a aquellos cuyos nombres están escritos en el libro de la vida.

III. Relación con otras perspectivas de la salvación

a. Los esenios

Considerable atención se le ha prestado a partir del descubrimiento de los rollos del mar Muerto (1947 en adelante) a este movimiento monástico dentro del judaísmo (* Mar Muerto, Rollos del), y se han hecho diversos intentos de evaluar su contribución a los orígenes neotestamentarios. Por lo que hace a la doctrina de la salvación los esenios de Qumrán compartían el sentido bíblico de la pecaminosidad intrínseca del hombre aparte de Dios, y un notable pasaje (1QS 11.9s; cf. tamb. el Himno de acción de gracias) se aproxima mucho a la doctrina neotestamentaria de la salvación en el sentido de absolución por la acción de la justicia de Dios, de la salvación mediante la confianza total en la gracia y misericordia de Dios. Sin embargo, esto no debe resultar enteramente sorprendente, teniendo en cuenta la deuda de los integrantes de Qumrán para con el salterio y los grandes profetas veterotestamentarios. Sería un error destacar excesivamente los puntos de correspondencia; en otros puntos el paralelo con la enseñanza neotestamentaria es mucho más tenue. El universalismo del evangelio cristiano falta totalmente; la salvación no es por cierto para la masa común de los pecadores. Lo que entendía Qumrán en cuanto al Siervo sufriente de Is. 53 es tema de discusión, pero parecería que la profecía se consideraba cumplida en el consejo interno (sôḏ) de la comunidad. Tampoco se puede eludir enteramente el simple hecho de que no hay una sola referencia clara a los esenios en todo el NT.

b. El gnosticismo

No hay acuerdo sobre la fecha precisa de la enseñanza gnóstica, y el intento de demostrar la dependencia cristiana con respecto a las ideas gnósticas constituye hoy una empresa claramente dudosa. No obstante, hay indicaciones en el NT (cf. 1 y 2 Co.; Col.; 1 y 2 Ti.; Tit.; 1 Jn.; Ap.) de que la iglesia primitiva tuvo que distinguir su doctrina de la salvación de las nociones que aparecían incorporadas en doctrinas gnósticas posteriores. En esencia el gnóstico proclamaba la salvación por un conocimiento inmediato de Dios. Este conocimiento era intelectual, por oposición al conocimiento moral, y esotérico en cuanto estaba limitado al círculo elitista de los iniciados. El gnosticismo también enseñaba un dualismo de alma y cuerpo, en el que sólo lo primero resultaba significativo para la salvación; y una jerarquía de intermediarios espirituales y angélicos entre Dios y el hombre. La salvación era la vía de escape del predominio de fuerzas astrológicas y pasiones humanas extrañas mediante el “conocimiento”, en respuesta a un “llamado” del mundo divino expresado en el titulado “mito gnóstico-redentor”, la leyenda del hombre de los cielos que bajó del mundo de la luz celestial para “salvar” a los hombres “caídos” impartiéndoles este conocimiento secreto.

Como ya se ha sugerido, el intento de ubicar una perspectiva de esta naturaleza en el período precristiano y en consecuencia considerar que ella subyace a las nociones salvíficas del NT está lejos de poder demostrarse. Las evidencias son mucho más compatibles con el punto de vista de que, en la atmósfera religiosa sincretista de la época, ciertas tendencias gnósticas latentes fueron unidas en los ss. II y III a los motivos salvíficos cristianos para producir las doctrinas de las sectas gnósticas que hemos bosquejado arriba, y acerca de las cuales nos enteramos por escritores tales como Ireneo en el período posterior al neotestamentario. Por oposición a formas incipientes de tales nociones sobre la salvación los escritores bíblicos recalcan el alcance universal de la oferta de salvación que hace Dios, su carácter esencialmente moral, la verdadera humanidad y deidad del Mediador, y la centralización de la salvación en los actos históricos de Dios en torno al nacimiento, la vida, la muerte, y la resurrección de Jesucristo (cf. las secciones del NT citadas arriba).

c. Las religiones de misterio

Otro punto en el que los escritores neotestamentarios tuvieron que distinguir su doctrina de la salvación de las ideas corrientes es en relación con los cultos de misterio. Este fenómeno del ss. I era una combinación de elementos helenísticos y orientales que tuvieron su origen en antiguos ritos de fertilidad. Pretendían ofrecer “salvación” del destino o la suerte, y una vida más allá de la tumba libre de las condiciones insatisfactorias y opresivas del presente. La salvación se lograba mediante la meticulosa realización de ciertos rituales cúlticos. En algunos puntos aparece un lenguaje similar al del NT. A los iniciados se les podía llamar “nacidos de nuevo para la vida eterna”. Algunas deidades cúlticas tales como Dionisos adquirieron el título de “Señor y Salvador”. Se han alegado vínculos con la teología cristiana, particularmente en el nivel sacramental, por cuanto se conocían las ilustraciones sagradas, o ceremonias de purificación, y la idea de la unión con los dioses en una comida solemne. No obstante, incluso con un examen superficial las diferencias con el mensaje cristiano y la vida de las comunidades cristianas primitivas son claras y obvias. En las religiones de misterio la salvación era esencialmente no moral. Del fiel “salvo” no se esperaba que fuese mejor que su vecino pagano, y tampoco lo era en la mayoría de los casos. El elemento racional ocupaba un lugar mínimo; no había grandes actos salvíficos, y por consiguiente tampoco grandes afirmaciones teológicas sostenidas en común.

Los pretendidos paralelos con la enseñanza bautismal y eucarística cristianas (paulinas) tampoco tienen fundamento, como se ha demostrado con bastante claridad; las evidencias indican más bien la deuda del apóstol para con la historia bíblica de la salvación centrada en el portentoso acto redentor de Dios en Jesucristo.

d. El culto imperial

El antiquísimo espejismo de la salvación por medio del poder y la organización políticos se reflejaba en el ss. I en el culto imperial. El mito de un Rey-Dios que fuera salvador y benefactor de su pueblo aparece muy difundido en diversas formas en el mundo antiguo, particularmente en Oriente. En Roma el ímpetu dado a los cultos oficiales surgió de la carrera de Augusto, quien después de Accio en el 31 a.C. estableció la Pax Romana, una edad de oro de paz tras décadas de matanzas sangrientas. Comúnmente se lo nombraba como sōtēr, ‘Salvador del mundo’, y por su vínculo con Julio César, “Hijo de Dios”. Aun en el caso de Augusto, sin embargo, se impone cierto grado de precaución, por cuanto está demostrado que el título sōtēr de ningún modo estaba limitado al emperador, y tampoco estuvo siempre investido de plenas inferencias orientales. Los sucesivos emperadores del ss. I evidenciaron variados grados de entusiasmo por lo que se afirmaba con respecto a ellos en el culto oficial. Calígula, Nerón, y Domiciano por cierto que tomaban en serio su statu divino, y este hecho puede hasta cierto punto explicar algunas instancias en que se usa el título en relación con Jesucristo y el Padre en el NT (cf. 1 Ti. 1.1; 4.10; Tit. 1.3; 3.4; 1 Jn. 4.14; Jud. 25; Ap. 7.10; 12.10; 19.1).

e. Síntesis

En general, aun cuando hay paralelos claros en lo que hace a lenguaje, la dependencia de la doctrina de la salvación cristiana con respecto a estos movimientos contemporáneos no ha sido demostrada de ninguna manera. Por cierto que al intentar comunicar el evangelio a sus contemporáneos los predicadores y escritores neotestamentarios no tenían reparos en traducir el mensaje, incluido el lenguaje de la salvación, a los patrones conceptuales del ss. I, pero el verdadero origen y justificativo de su lenguaje salvífico se encuentra fuera de dicho mundo, en la tradición de la historia salvífica del AT, centrada y cumplida en la persona y la misión de Jesucristo.

IV. La salvación bíblica: síntesis

1. La salvación es un hecho histórico. La perspectiva veterotestamentaria de la salvación como producto de la intervención divina en la historia recibe pleno apoyo en el NT. A diferencia del gnosticismo, el hombre no se salva mediante la sabiduría; a diferencia del judaísmo, el hombre no se salva haciendo mérito en lo moral y lo religioso; a diferencia de los cultos helenísticos de misterio, el hombre no se salva mediante la adquisición de técnicas para la realización de prácticas religiosas; a diferencia de Roma, la salvación no ha de ser equiparada con el orden político o la libertad política. El hombre se salva mediante la acción de Dios en la historia en la persona de Jesucristo (Ro. 4.25; 5.10; 2 Co. 4.10s; Fil. 2.6s; 1 Ti. 1.15; 1 Jn. 4.9–10, 14). Si bien el nacimiento, la vida, y el ministerio de Jesús no dejan de tener su importancia, lo que se destaca es su muerte y resurrección (1 Co. 15.5s); somos salvos por la sangre de su cruz (Hch. 20.28; Ro. 3.25; 5.9; Ef. 1.7; Col. 1.20; He. 9.12; 12.24; 13.12; 1 Jn. 1.7; Ap. 1.5; 5.9). En la medida en que se proclama dicho mensaje y los hombres lo oyen y responden con fe, la salvación de Dios les es anunciada (Ro. 10.8, 14s; 1 Co. 1.18–25; 15.11; 1 Ts. 1.4s).

2. La salvación tiene carácter moral y espiritual. La salvación tiene relación con la liberación del pecado y sus consecuencias y, por consiguiente, de la conciencia de culpa (Ro. 5.1; He. 10.22), de la ley y su maldición (Gá. 3.13; Col. 2.14), de la muerte (1 P. 1.3–5; 1 Co. 15.51–56), del juicio (Ro. 5.9; He. 9.28); también del temor (He. 2.15; 2 Ti. 1.7, 9s), y la esclavitud (Tit. 2.11–3.6; Gá. 5.1s). Es importante indicar las consecuencias negativas de esto, e. d. lo que la salvación cristiana no incluye. La salvación no incluye necesariamente la prosperidad material ni el éxito mundano (Hch. 3.6; 2 Co. 6.10), como tampoco promete salud física ni bienestar. Es preciso tener cuidado de no exagerar justamente este aspecto negativo, ya que ha habido y hay actualmente curaciones realmente notables, y la capacidad para realizar curaciones es un don que el Espíritu ha dado a la Iglesia (Hch. 3.9; 9.34; 20.9s; 1 Co. 12.28). Pero no en todos los casos se producen las curaciones, y por lo tanto no constituye en ningún sentido un “derecho” de la persona que es salva (1 Ti. 5.23; 2 Ti. 4.20; Fil. 2.25s; 2 Co. 12.7–9). Más aun, la salvación no inmuniza contra penurias y peligros físicos (1 Co. 4.9–13; 2 Co. 11.23–28), ni tampoco, quizá, contra hechos aparentemente trágicos (Mt. 5.45 [?]). No significa que el creyente se verá libre de injusticias sociales y malos tratos (1 Co. 7.20–24; 1 P. 2.18–25).

3. La salvación es escatológica. Existe el peligro de definir el sentido de la salvación en forma demasiado negativa. Aquí recordamos la admisión hecha más arriba en cuanto a la escasez de referencias a la salvación en labios de Jesús. La categoría central de Jesús era el reino de Dios, la manifestación del gobierno soberano de Dios. En Ap. 12.10, sin embargo, la salvación y el reino virtualmente se equiparan. Para el autor de Apocalipsis, como también para Jesús, la salvación es equivalente a la vida sujeta al reinado de Dios, o, como aparece en el testimonio del cuarto evangelio, la vida eterna. Por lo tanto, la salvación reúne en sí todo el contenido del evangelio. Ella incluye la liberación del pecado y todas sus consecuencias y, en lo positivo, el otorgamiento de toda bendición espiritual en Cristo (Ef. 1.3), el don del Espíritu Santo, y la vida de bendición en la era futura. Esta perspectiva futura es crucial (Ro. 8.24; 13.11; 1 Co. 3.5; Fil. 3.20; He. 1.14; 9.28; 1 P. 1.5, 9). Todo lo que se sabe acerca de la salvación ahora no es más que preliminar, anticipo de la plenitud de la salvación que está a la espera de la plenitud del reino en el momento de la parusía del Señor.

(* Expiación; * Eleccíon; * Perdón; * Justificacíon; * Santificación; * Pecado; * Gracia; * Reconciliación.)

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Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

(En griego soteria; en hebreo yeshu’ah).

La Salvación tiene en el lenguaje de las Escrituras el significado general de liberación de las necesidades o de otros males, y de su cambio a un estado de libertad y seguridad (I Reyes, 11,13; 14, 45; II Reyes, 23, 10; IV Reyes, 13, 17). A veces expresa la ayuda de Dios contra los enemigos de Israel; en otras ocasiones, la bendición divina otorgada al producto del suelo (Is., 45, 8). Como el pecado es el máximo mal, al ser raíz y fuente de todo mal, las Sagradas Escrituras usan la palabra “salvación” principalmente en el sentido de liberación de la raza humana o del hombre individual del pecado y sus consecuencias. Consideraremos primero la salvación de la raza humana, y luego la salvación tal como se verifica en el hombre individual.

Contenido

  • 1 Salvación de la Raza Humana
    • 1.1 Cristo como maestro
    • 1.2 Cristo como Rey
    • 1.3 Cristo como sacerdote
  • 2 Salvación Individual

Salvación de la Raza Humana

No necesitamos extendernos sobre la necesidad de la salvación de la humanidad ni sobre su conveniencia. Ni necesitamos recordar al lector que después de que Dios hubo determinado libremente salvar a la raza humana, podía haberlo hecho perdonando los pecados del hombre sin tener que recurrir a la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Aun así, la Encarnación de la Palabra fue el medio más adecuado para la salvación del hombre, y era incluso necesaria, en caso de que Dios reclamara una plena satisfacción de la ofensa hecha a Él por el pecado (ver ENCARNACIÓN). Aunque la función del Salvador es realmente una, es virtualmente múltiple: ha de haber una expiación por el pecado y la condena, un establecimiento de la verdad de forma que venza la ignorancia y el error humanos, una fuente perenne de fortaleza espiritual que ayude al hombre en su lucha contra la oscuridad y la concupiscencia. No puede haber duda de que Jesucristo cumplió efectivamente con estas tres funciones, que por tanto Él salvó realmente a la humanidad del pecado y sus consecuencias. Como maestro estableció el reino de la verdad; como rey aportó fuerza a sus súbditos; como sacerdote se colocó entre el cielo y la tierra, reconciliando al hombre pecador con su airado Dios.

Cristo como maestro

Los profetas habían predicho a Cristo como maestro de la verdad divina: “Mira que por testigo de las naciones te he puesto, caudillo y legislador de las naciones” (Is., 55, 4). El mismo Cristo afirma el título de maestro repetidamente en el curso de su vida pública: “Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy” (Juan, 13, 13; cf. Mt., 23, 10; Juan, 3, 31). Los Evangelios nos informan de que casi toda la vida pública de Cristo se dedicó a la enseñanza (ver JESUCRISTO). No puede haber duda de la eminencia suprema de la enseñanza de Cristo; incluso como hombre, es un testigo ocular de todo lo que revela; su veracidad es la veracidad propia de Dios; su autoridad es divina; sus palabras son las declaraciones de una persona divina; puede iluminar internamente y mover las mentes de sus oyentes; es la sabiduría eterna e infinita de Dios encarnado que no puede engañar ni engañarse.

Cristo como Rey

El carácter real de Cristo fue predicho por los profetas, anunciado por los ángeles, proclamado por el mismo Cristo (Sal., 2, 6; Is., 9, 6-7; Ezeq., 34, 23; Jer., 23, 3-5; Lucas, 1, 32-33; Juan, 18, 37). Sus funciones reales son la fundación, la expansión y la consumación final del reino de Dios entre los hombres. La primera y la última de estas acciones son acciones visibles y personales del rey, pero la función intermedia se lleva a cabo o bien de manera invisible o por agentes visibles de Cristo. El funcionamiento práctico de la misión real de Cristo se describe en los tratados sobre las fuentes de la revelación, sobre la gracia, sobre la Iglesia, sobre los sacramentos, y sobre las postrimerías.

Cristo como sacerdote

El sacerdote ordinario, es hecho de Dios por unción accidental, Cristo se constituye Hijo de Dios por unción sustancial con la naturaleza divina; el sacerdote ordinario se hace santo, aunque no impecable, por su consagración, mientras que Cristo está separado de todo pecado y de los pecadores por la unión hipostática; el sacerdote ordinario se acerca a Dios de una manera muy imperfecta, pero Cristo está sentado a la derecha del poder de Dios. El sacerdocio levítico era temporal, terrenal, y carnal en su origen, en sus relaciones con Dios, en su funcionamiento, en su poder; el sacerdocio de Cristo es eterno, celestial, y espiritual. Las víctimas ofrecidas por los sacerdotes antiguos eran o cosas inanimadas o, en el mejor de los casos, animales irracionales distintos de la persona del oferente; Cristo ofrece una víctima incluida en la persona del oferente. Su carne humana viva, animada por su alma racional, un sustituto digno y real de la humanidad, en cuyo nombre Cristo ofrece el sacrificio. El sacerdote de Aarón infligía una muerte irreparable en la víctima que su intención sacrificial convertía en rito o símbolo religioso; en el sacrificio de Cristo, la transmutación de la víctima se lleva a cabo por un acto interno de su voluntad (Juan, 10, 17), y la muerte de la víctima es el origen de una nueva vida para sí misma y par la humanidad. Aparte de eso, el sacrificio de Cristo, al ser de una persona divina, lleva consigo su propia aceptación; es más un don de Dios al hombre que un sacrificio del hombre a Dios.

De ahí se deduce la perfección de la salvación operada por Cristo para la humanidad. Por su parte Cristo ofreció a Dios una satisfacción por el pecado del hombre no sólo suficiente sino sobreabundante (Rom., 5, 15-20); por parte de Dios suponiendo, lo que se contenía en la misma idea de la redención del hombre a través de Cristo, que al convenir Dios en aceptar la obra del Redentor por los pecados del hombre, estaba obligado por su promesa y su justicia a conceder la remisión del pecado en la extensión y la forma pretendida por Cristo. De esta manera nuestra salvación ha vuelto a ganar para nosotros la prerrogativa esencial del estado de justicia original, esto es, la gracia santificante que restaurará las prerrogativas menores de la Resurrección. Al mismo tiempo, no hace desaparecer en seguida el pecado individual, sino sólo procura los medios para ello, y estos medios no se limitan sólo a los predestinados o a los fieles, sino que se extienden a todos los hombres (I Jn., 2, 2; I Tim., 2, 1-4). Además, la salvación nos hace coherederos de Cristo (Rom., 8, 14-17), un sacerdocio real (I Pe., 2, 9; cf. Ex., 19, 6), hijos de Dios, templos del espíritu Santo (I Cor., 3, 16), y otros Cristos – christianus alter Christus; perfecciona los órdenes de los ángeles, eleva la dignidad del mundo material, y restaura todas las cosas en Cristo (Ef., 1, 9-10). Por nuestra salvación todas las cosas son nuestras, somos de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor., 3, 22-23).

Salvación Individual

El Concilio de Trento describe con gran minuciosidad el proceso de salvación del pecado en el caso de un adulto (Sesión VI, v-vi).

Comienza con la gracia de Dios que toca el corazón de un pecador, y le llama al arrepentimiento. Esta gracia no puede merecerse; procede únicamente del amor y la misericordia de Dios. El hombre puede recibir o rechazar esta inspiración de Dios, puede volverse a Dios o continuar en pecado. La gracia no constriñe la libre voluntad del hombre.

Así ayudado el pecador se dispone para la salvación del pecado; cree en la revelación y las promesas de Dios, teme la justicia de Dios, espera en su misericordia, confía en que Dios será misericordioso con él por consideración a Cristo, empieza a amar a Dios como fuente de toda justicia, odia y detesta sus pecados.

Esta disposición es seguida por la justificación misma, que no consiste en la mera remisión de los pecados, sino en la santificación y renovación del hombre interior por la recepción voluntaria de la gracia y dones de Dios, por la que un hombre se convierte en justo en vez de injusto, amigo en vez de enemigo y así un heredero en orden a esperar la vida eterna. Este cambio ocurre, bien por razón de un acto de caridad perfecta logrado por un pecador bien dispuesto o por virtud del Sacramento, bien del Bautismo o bien de la Penitencia, según la condición del sujeto respectivo oprimido por el pecado. El Concilio indica más adelante las causas de este cambio. Por el mérito de la Santísima Pasión a través del Espíritu Santo, la caridad de Dios se derrama en los corazones de los que están justificados.

Contra los dogmas heréticos de diversas épocas y sectas debemos sostener:
– que la gracia inicial es verdaderamente gratuita y sobrenatural;
– que la voluntad humana continuará siendo libre bajo la influencia de esta gracia;
– que el hombre realmente coopera en su salvación personal del pecado;
– que por la justificación el hombre se hace realmente justo, y no meramente declarado o reputado de tal;
– que la justificación y la santificación son sólo dos aspectos de la misma cosa, y no realidades ontológica y cronológicamente distintas;
– que la justificación excluye todo pecado mortal del alma, de forma que el hombre justo no es en manera alguna susceptible de la sentencia de muerte en el tribunal de Dios

Otros puntos implicados en el proceso precedente de salvación personal del pecado son cuestiones discutidas entre los teólogos católicos; tales son, por ejemplo:
– la naturaleza precisa de la gracia inicial,
– la manera en que la gracia y la voluntad libre obran conjuntamente,
– la naturaleza precisa del temor y del amor que disponen al pecador a la justificación
– la manera en que los sacramentos dan origen a la gracia santificante.

Pero estas cuestiones se tratan en otros artículos que se refieren ex professo a los asuntos respectivos. Lo mismo se puede decir de la perseverancia final sin la cual la salvación personal del pecado no está permanentemente garantizada.

Lo que se ha dicho es aplicable a la salvación de los adultos; los niños y los privados de manera permanente de su uso de razón se salvan por el Sacramento del Bautismo.

A. J. MAAS
Transcrito por Donald J. Boon
Traducido por Francisco Vázquez

Fuente: Enciclopedia Católica