SANTIFICAR, SANTIFICACION

tip, DOCT

ver, SíBADO, INTERCESIí“N

vet, (a) Hacer santo, purificar, poner aparte para Dios, consagrarle personas, objetos, dí­as, etc., ritual y sobre todo moral y espiritualmente. Los sacerdotes eran santificados para su servido con una unción de aceite santo, siendo revestidos de hábitos consagrados, y mediante sacrificios y la sangre de la expiación (Ex. 29:1, 5-7 y 20; 30:30; 1 Cr. 23:13). El Tabernáculo, sus utensilios y el altar eran santificados de una manera análoga (Ex. 29:36-37; 30:26-29). El Señor participaba en esta santificación manifestando Su gloria y viniendo a morar en el santuario (Ex. 29:42-45). El Señor mismo santificó el sábado, ordenando a Su pueblo que lo pusiera aparte y lo santificara (Gn. 2:3; Ex. 20:8; véase SíBADO). Se afirma en varias ocasiones que el sábado es una señal de que Dios quiere santificar a Su pueblo (Ex. 31:13; Ez. 20:12; cfr. Ez. 37:28). En cuanto a nosotros, los cristianos, somos exhortados a santificarnos separándonos moralmente del mundo y de sus contaminadores (2 Co. 6:14-7:1). Ritualmente, el contacto con cosas o personas santas puede santificar (Ex. 29:37; 30:29; 1 Co. 7:14; pero cfr. Hag. 2:12). (b) Honrar y glorificar a Dios, Su nombre, o a Cristo (Lv. 10:3; Is. 8:13; 29:23; 58:13). “Santificado sea tu nombre” (Mt. 6:9). En Mara, Moisés y Aarón no creyeron, para santificar a Jehová a los ojos del pueblo; entonces Jehová se santificó en ellos, castigándolos (Nm. 20:12-13). Jehová será “exaltado en juicio, y el Dios Santo será santificado con justicia” (Is. 5:16). Un dí­a, la reunión de Israel y su arrepentimiento santificará a Jehová a los ojos de las naciones (Ez. 20:41-43). El Padre ha santificado a su Hijo, y nosotros debemos santificar a Cristo en nuestros corazones (Jn. 10:36; 1 P. 3:15). (c) Santificarse significa purificarse, separarse de toda contaminación, de todo mal. En especial, este significado lo tiene el sustantivo “santificación”. Es un mandato: “Seréis santos, porque yo soy santo” (Lv. 11:44-45; 19:2; 20:7). “Pues la voluntad de Dios es vuestra santificación… Nos ha llamado Dios… a santificación” (1 Ts. 4:3, 7; cfr. Ro. 1:7). “Nos escogió… para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Ef. 1:4). “Sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 P. 1:15, 16). Es preciso santificarse, purificarse, antes de presentarse a Dios para ciertos actos religiosos (Ex. 19:22; Jos. 3:5; 7:13; 1 S. 16:5; 2 Cr. 29:5; etc.). La santificación es la obra del Espí­ritu Santo en nosotros, para purificarnos, separarnos del mal y hacemos conforme a la imagen de Cristo y aceptos a Dios. De la misma manera que no podemos merecer nuestra salvación, tampoco podemos santificarnos mediante nuestros propios esfuerzos. Es Dios quien purifica nuestros corazones por la fe (Hch. 15:9), en respuesta a nuestra fe. Es El que nos santifica (Ex. 31:13; Lv. 20:7-8). “Y el mismo Dios de paz os santifique por completo… el cual también lo hará” (1 Ts. 5:23-24). Los gentiles deben serle “ofrenda agradable, santificada por el Espí­ritu Santo” (Ro. 15:16). “Ya habéis sido santificados… por el Espí­ritu de nuestro Dios” (1 Co. 6:11; 1 P. 1:2; 2 Ts. 2:13). Para santificarnos, el Espí­ritu Santo se sirve sobre todo de la Palabra de verdad, que El inspiró, y de la oración, que El también nos inspira (Jn. 17:17; 15:3; Ef. 5:26; 1 Ti. 4:5; cfr. 1 P. 1:2). El Espí­ritu Santo glorifica a Cristo, que nos ha sido hecho santificación (1 Co. 1:30). Hemos sido santificados en El, y El se ha santificado por nosotros (1 Co. 1:2; Jn. 17:19). El Espí­ritu nos revela sobre todo la verdad capital de que “somos santificados mediante la ofrenda del cuerpo de Jesucristo hecha una vez para siempre” (He. 10:10). Es Su sangre la que purifica de todo pecado, después de habernos procurado el perdón (1 Jn. 1:7, 9). Ro. 6:3-4 nos muestra que después de haber muerto, en Cristo, al pecado, podemos resucitar con El y andar en novedad de vida, teniendo “por fruto la santidad” (Ro. 6:22). Todo el cap. 8 de Romanos, sin emplear el término “santificación”, nos revela su secreto: “La ley del Espí­ritu de vida en Cristo Jesús” (Ro. 8:2) debe actuar en nosotros y transformar nuestra vida. Entonces no viviremos ya más bajo el dominio de la carne, sino bajo la disciplina del Espí­ritu, que hará morir en nosotros las acciones del cuerpo (Ro. 8:13). Pablo habla del gran misterio de la morada del Señor en nosotros, que quiere así­ volvernos “perfectos en Cristo” (Col. 1:26-28). Se han formulado muchas teorí­as contradictorias acerca de la santificación. Siguiendo a Wesley, ciertos intérpretes ven en ella una “segunda bendición” que debe seguir a la conversión y que debemos recibir instantáneamente por la fe. Afirman ellos que Dios purifica entonces de inmediato nuestro corazón de su pecado original, “de todo aquello que nos impulsaba al mal”. Esta doctrina se acerca peligrosamente al perfeccionismo. En el opuesto extremo se hallan aquellos cristianos que enseñan que nunca nos desembarazaremos aquí­ abajo del hombre viejo, y que nos encontraremos siempre en el lastimoso estado de Ro. 7. Estos autores no han comprendido la gloriosa solución expuesta en el cap. 8, como ya se ha descrito brevemente en los párrafos anteriores. El salvo queda liberado al entrar en la consciencia y en el disfrute de la provisión del Espí­ritu en él. Esta presencia es el privilegio de todo hijo de Dios, que debe vivir entonces según el Espí­ritu (Ro. 8:9; 1 Co. 6:19). Así­, aunque verdaderamente la erradicación del “hombre viejo” sólo tendrá lugar para el cristiano bien por la muerte, bien por la transformación en el arrebatamiento (cfr. 1 Co. 15:51-54; 1 Ts. 4:14-17), el creyente tiene el privilegio de andar en el poder de la nueva vida en resurrección en Cristo, y por tanto de considerarse en la práctica tal como está ya posicionalmente: muerto al pecado (cfr. Ro. 6: Col. 3). De esta manera, el creyente puede vivir una vida victoriosa; no obstante, se debe tener en cuenta en todo caso que el andar del cristiano está continuamente sostenido por el oficio intercesor de Cristo en el Cielo (véase INTERCESIí“N) Hay también provisión “si alguno pecare”, en Cristo como Abogado (1 Jn. 1:9-2:2). Guardados por el poder de Dios para salvación (1 P. 1:5), y con el Espí­ritu Santo, que puede santificarnos por completo, y guardar nuestro espí­ritu, alma y cuerpo irreprensibles para la venida de nuestro Señor Jesucristo, el cristiano puede así­ vivir una vida grata a Dios. Y tiene un poderoso motivo para ello, porque el Señor Jesucristo vendrá “para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos los que creyeron” (2 Ts. 1:10). Bibliografí­a Campbell-Morgan G.: “El discipulado cristiano” (Clí­e, Terrassa, 1984) Chafer, L. S.: “El hombre espiritual” (Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona 1973) Darby, J. N.: “Santification” en The Bible Treasury sept /oct 1909 (H. L. Heijkoop Winschoten, Holanda, reimpr. 1969) Kelly, W.: “Santification” en The Bible Treasury jun./sept 1917, Maxwell, L. E.: “Born Crucified” (Moody Press, Chicago, 1945/1973) Nee, T. S.: “La cruz en la vida cristiana normal” (Hebrón, San Ignacio, Argentina, 1963) Nee, T. S.: “La vida cristiana normal” (Hebrón, 1965), Nee, T. S.: “¿Que haré, Señor?” (Hebrón 1965) Stanford, M. J.: “El principio de la posición” (Clí­e, Terrassa, 1979) Simpson, A. B.: “Andando en el Espí­ritu” (Clí­e, Terrassa, 1984).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

Aun cuando el origen etimológico de la raíz hebrea qāḏaš es incierto, su fuerza fundamental parece ser la de apartar un objeto de su uso ordinario para un fin o uso especial (religioso) y, en forma particular, apartar para Dios. En el griego bíblico su equivalente es hagiadsein, «santificar».

  1. Separar para un uso santo. Al mandato de Dios, Moisés santificó al pueblo para darles la ley en el Sinaí (Ex. 19:10, 14); todos los primogénitos, hombres y bestias, se santificaron para Dios (Ex. 13:2; Nm. 8:17); Aarón y sus hijos son santificados para ministrar a Dios en el oficio sacerdotal (Ex. 28:41); Dios santifica a Israel como su propia nación especial (Ez. 37:28); en un día de peligro espiritual no sólo se santificaba a la congregación, sino también un ayuno, o aun la guerra (Jl. 1:14; 2:15–16; 3:9); Job santifica a sus hijos ofreciendo sacrificios por ellos (Job 1:5); Samuel santifica a Isaí y a su hijo antes de ofrecer sacrificio (1 S. 16:5); Jeremías fue santificado antes de su nacimiento—puesto aparte por la voluntad divina—para la sagrada labor de profeta (Jer. 1:5); el monte Sinaí es santificado y se señalan sus límites al pueblo (Ex. 19:23); el día de reposo (Gn. 2:3; Dt. 5:12; Neh. 13:22). El tabernáculo y sus utensilios (Ex. 30:29; Lv. 8:10; Nm. 7:1), el templo en Jerusalén (2 Cr. 7:16), las ciudades de refugio (Jos. 20:7). Todas estas cosas son santificadas; casas y campos pueden santificarse al Señor (Lv. 27:14ss.); Jehú atrapa a los adoradores de Baal santificando una asamblea solemne para Baal (2 R. 10:20ss.); Cristo es aquel a quien el Padre santificó y envió al mundo (Jn. 10:36); y, finalmente, toda cosa creada es santificada por la palabra de Dios y la oración (1 Ti. 4:4s.).
  2. Se llama al hombre a que se santifique. A los que han sido santificados, puestos aparte, por Dios, se les requiere que se santifiquen, esto es, que se separen a sí mismos de cualquier cosa que cause impureza (Lv. 11:44; Jos. 7:13; cf. Ex. 19:22; 1 Cr. 15:12ss.; 2 Cr. 29:15ss.; 30:3). Lv. 20:26 da el significado de esta autosantificación claramente: «Habéis, pues, de serme santos, porque yo Jehová soy santo, y os he apartado de los pueblos para que seáis míos». Santificarse a sí mismo para el culto y servicio a Dios es la responsabilidad del hombre en el pacto de gracia. La misma idea se lleva al NT, véase 2 Co. 6:14–18.

III. Dios se santifica a sí mismo (o su nombre). Dios se santifica a sí mismo, esto es, muestra que él está del todo separado, por sus obras magníficas de juicio y salvación, las que vindican a sus criaturas la unicidad de su soberanía y poder (cf. Ez. 36:23; 38:23; éste es el significado de Nm. 20:26). La santificación que Cristo hace de sí mismo tiene un sentido diferente (Jn. 17:19), esto es, el de autoconsagración y dedicación para la labor de su oficio mediador.

  1. El hombre santifica a Dios por su adoración y obediencia. La incredulidad y la desobediencia son señales de que uno no está santificando a Dios, esto es, no está reconociendo su señorío y autoridad única (Nm. 20:12; 27:14; Dt. 35:51). Justicia y rectitud (Is. 5:16) y reverencia a su nombre (Is. 8:13; 29:23) son evidencias que el hombre está santificando a Dios. Se exhorta a los cristianos a que santifiquen a Cristo como el Señor de sus corazones (1 P. 3:15; cf. Lv. 10:3; Ez. 20:41), esto es, dejar que él, tal como es su derecho, ejercite su solo señorío sobre sus vidas.
  2. Dios santifica a su iglesia y a sus miembros. Así como en el AT es Jehová el que santifica a Israel (Ex. 31:13), de la misma forma en el NT, es él el que santifica a sus redimidos (1 Ts. 5:23). Cristo ora a su Padre que los santifique en la verdad (Jn. 17:17, 19). Los elegidos de Dios son precisamente sus santificados (Hch. 20:32; 1 Co. 1:2). Es el Espíritu Santo el que los santifica (Ro. 15:16). Son utensilios vivos en el templo nuevo y espiritual, «santificados, útiles al Señor» (2 Ti. 2:21—el NT no habla de la santificación de objetos inanimados). La base efectiva de su santificación es la sangre del pacto (véase) derramada por Cristo en la cruz por su iglesia (Ef. 5:26; Heb. 9:13; 10:10, 14, 29; 13:12). El bautismo es el sello sacramental de su santificación (1 Co. 6:11) y el símbolo de la unión, por fe en Cristo (Hch. 26:18), del santificador con el santificado (Ef. 5:26; Heb. 2:11).
  3. 1 Corintios 7:14. Este versículo tiene que ver con el problema que se crea cuando el cónyuge se convierte (es decir, es santificado o apartado para Dios) mientras la otra parte permanece incrédula. Esto no constituye una base para romper el matrimonio. Por la conversión del cónyuge toda la familia, junto con los niños, es traída adentro de la esfera del pacto de gracia de Dios, el cual tiene un gran respeto por la solidaridad de la familia (que ya era una cosa que se hallaba en el decreto de la creación), así que la parte incrédula es santificada (en un sentido formal) en la parte creyente y se le pone en contacto con la gracia de Dios (v. 16). Véase Santidad, Santo.

Philip Edgcumbe Hughes

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (560). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología