SOLDADOS

(-> federación de tribus, monarquí­a, celotas, muerte de Jesús). Después de los patriarcas (Gn 12-50) y Moisés (ExDt), la Biblia ha destacado la importancia de los soldados carismáticos (como Josué) o de los “jueces”, que aparecen en los libros que cuentan la historia más antigua de Israel en Palestina (Josué, Jueces y Samuel), en el tiempo de la federación* de tribus. Ellos son importantes en la historia de Jesús.

(1) Historia de Israel. Carismáticos y profesionales. Los más antiguos soldados del principio no eran militares de oficio (de una monarquí­a), funcionarios de la violencia, organizados y pagados por un poder central (Estado o rey), sino carismáticos de la guerra santa, voluntarios de Dios, llenos del espí­ritu o fuerza de Yahvé, salvadores de Israel desde los tiempos antiguos, orlados de leyenda (Gedeón y Jefté, Abimélec y Sansón, Barak y Ehúd). Entre ellos sobresalen Josué, conquistador, y David, primer rey efectivo de Israel. Su testimonio e influjo termina con la instauración de la monarquí­a (siglo X a.C.), con el surgimiento de un ejército profesional. Así­ se dice que Salomón tení­a “4.000 establos para los caballos de sus carros y 12.000 jinetes”, es decir, un cuerpo profesional de militares”, acuartelados en Jerusalén y en otras ciudades como Meguido, donde se han excavado los establos (1 Re 4,26; cf. 2 Cr 9,25). Salomón era además comprador y comerciante de armas: “Los caballos de Salomón provení­an de Egipto y de Coa [ciudad que probablemente se hallaba en Mesopotamia], Los mercaderes del rey los adquirí­an en Coa al contado. Cada carro que era importado de Egipto costaba 600 siclos de plata; y cada caballo, 150 siclos. Y así­ los ex portaban, como intermediarios, a todos los reyes de los heteos y a los reyes de Siria” (1 Re 10,28; cf. 2 Cr 9,28).’ (2) Profecí­a israelita de la paz. Pueblo sin soldados. Pero, pasado el tiempo de la monarquí­a, tras el exilio (desde el 539 a.C.), el judaismo ha dejado de tener un ejército propio y se ha vuelto comunidad sacral, en torno a un templo, bajo el dominio de otros imperios (persa, helenista, romano), que han dominado el mundo con sus ejércitos de profesionales. Los Estados normales han creado estructuras militares para extenderse y defenderse, mostrando de esa forma su poder. En contra de eso, al menos hasta el surgimiento del Estado de Israel en el año 1947, el pueblo judí­o se ha desmilitarizado, abriendo un modelo de convivencia pací­fica. La federación de sinagogas judí­as ha mostrado su autoridad al pervivir sin ejército en el mundo. En su conjunto, desde hace más de 2.500 años, los judí­os han venido formando un pueblo sin soldados, dentro de los grandes imperios militares (persas y macedonios, sirios y romanos) que han pasado; han renunciado a la guerra sangrienta, pero han desarrollado una intensa simbologí­a militar apocalí­ptica. Desde su experiencia mesiánica (escatológica), los últimos profetas, como Ezequiel y Daniel, habí­an entendido el fin de la historia como batalla divina (no militar, en sentido mundano), entre las fuerzas de bien (vinculadas a Israel) y las potencias enemigas.

(3) Sí­mbolos militares. Judaismo y cristianismo. Lógicamente, las instituciones militares reciben un carácter simbólico, como en el Rollo de la Guerra de Qumrán, que narra de forma imaginaria la gran lucha de Dios (ángeles y buenos israelitas) contra los representantes de Satán (poderes demoní­acos, romanos). En ese contexto se sitúa Jesús, que, siendo auténtico profeta, no ha sido caudillo militar, sino activista mesiánico, que lucha contra Satanás de un modo no guerrero, acogiendo y curando a los excluidos del sistema. No ha combatido con un ejército contra Roma, ni ha despreciado a sus soldados (cf. Mt 8,5-13 par), sino que se ha enfrentado sin violencia a la violencia militar, desde fuera del sistema, abriendo un espacio de vida para los excluidos y un camino de comunión para todos los hombres. No ha combatido con armas, pero los armados del sistema romano, unidos a los sacerdotes del templo, le han matado, porque le temí­an y envidiaban (cf. Mc 14,10). Lógicamente, la misión cristiana no podrá expandirse por conquistas militares, de manera que los Padres de la Iglesia no han sido guerreros. Pero tras la conversión del imperio y el surgimiento de Estados cristianos enfrentados a paganos y musulmanes, también los cristianos han declarado guerras santas y ha canonizado a ciertos caudillos militares, en gesto de dudoso cristianismo.

(4) Palestina, tierra de soldados. El tema de la violencia militar constituí­a uno de los problemas básicos de los judí­os del tempo de Jesús, como muestra la guerra que estallará en los años 67-70 d.C., guerra que ha marcado el despliegue del cristianismo y el surgimiento del judaismo rabí­nico. Dejando a un lado a los posibles celotas* o soldadosguerrilleros al servicio de la liberación judí­a, en tiempos de Jesús, habí­a en Palestina dos tipos de soldados oficiales, vinculados directa o indirectamente a Roma, (a) El ejército romano propiamente dicho, que dependí­a del Procurador o Prefecto (Poncio Pilato), que gobernaba de un modo directo sobre Judea y Samarí­a, (b) El ejército del tetrarca-rey Herodes Antipas, que gobernaba bajo tutela romana en Galilea (y el de su hermano Felipe, tetrarca de Iturea y Traconí­tide, al otro lado de la frontera galilea). El Prefecto romano contaba con unos tres mil soldados de infanterí­a y algunos cientos de caballerí­a, acuartelados básicamente en Cesárea, que solí­an provenir del entorno pagano de Palestina y funcionaban como fuerza de ocupación. De todas formas, no era frecuente verlos en la calle o en los pueblos, ni siquiera en Jerusalén, donde gobernaba el Sumo Sacerdote y su consejo, con la ayuda de algunos miles de “siervos” o soldados de la guardia paramilitar del Templo. De todas formas, en los tiempos de crisis o en las fiestas, el Prefecto romano subí­a con soldados a Jerusalén y se instalaba en la Fortaleza Antonia, junto al templo, desde donde controlaba el conjunto de la ciudad. Probablemente residí­a allí­ una pequeña cohorte o destacamento militar, pero no se mezclaba en la vida civil y religiosa de la ciudad. El Rey (= Tetrarca) Herodes Antipas gobernaba en Galilea, bajo control de Roma, pero con una gran au tonomí­a. Por eso, en tiempos de Jesús, no habí­a en Galilea un “ejército de ocupación”, ni tampoco un dominio directo de Roma, aunque muchos “nacionalistas galileos”, partidarios de un Estado israelita, consideraban a Herodes Antipas como un usurpador y a sus soldados como miembros de un ejército opresor. Por otra parte, es normal que los soldados de Antipas fueran también de origen pagano, como los de Poncio Pilato, aunque podí­an ser también judí­os. Antipas debí­a proteger las fronteras y mantener el orden dentro de su territorio, pagando un tributo a Roma. Para ello contaba con sus propios soldados, integrados, de alguna manera, en el dispositivo militar del Imperio: en caso de necesidad, los soldados romanos tení­an que ayudar a los de Herodes y los de Herodes ayudar a los romanos.

(5) La respuesta de Jesús. Conforme a la imagen de Dn 7, que está en el fondo de varios de sus dichos sobre el Hijo del Hombre, Jesús sabe que los soldados romanos pueden entenderse como la gran bestia de Satán. Pues bien, con su palabra y sus gestos, él ha transformado esa visión, diciendo, en contra de Dn 7,14, que “el Hijo del Hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir” (Mc 10,45). Además, rechazando la imagen donde los soldados aparecen como seres bestiales (en la lí­nea de 1 Henoc), Jesús les ha presentado como seres humanos, hijos de Dios y del reino. Así­ lo suponen algunos de sus dichos: “Si alguien te obliga a caminar una milla, vete con él dos” (Mt 5,40). Esta palabra se refiere al servicio obligatorio que las fuerzas del ejército romano podí­an imponer sobre los súbditos judí­os, obligándoles a llevar cierto peso o cargamento a lo largo de una milla. Pues bien, en vez de pregonar la insurrección o la protesta violenta, en contra de esa imposición, Jesús pide a los oyentes que respondan con un gesto de servicio mayor que el pretendido por los mismos soldados. Esta es su forma concreta de “no oponerse al mal”, una manera de vencer la perversión del mundo a través de un gesto bueno. Jesús no condena a los soldados imperiales, sino que quiere ofrecerles la gracia del Padre Dios que es bueno para todos (cf. Mt 5,45). En este contexto se sitúa la fe del centurión* (Mt 8,5-13 par) a quien Jesús ayuda curando a su criado (¿hijo, amante?) enfermo. En esa misma lí­nea avanza la fe de otro centurión, jefe de soldados y verdugos, que monta guardia frente a la cruz de Jesús, confesando tras su muerte que es Hijo de Dios (Mc 15,39 par).

(6) Soldados ante la cruz y la tumba de Jesús. Toda la tradición evangélica sabe que Jesús fue crucificado por unos soldados, que tení­an la obligación de actuar como verdugos (cf. Mc 15,1625). Entre ellos destaca, como he señalado, la figura del centurión, quien, al ver la forma en que muere Jesús, confiesa su fe y dice: ¡Este hombre era hijo de Dios!, en sentido bondadoso y reverente, que no tiene que entenderse de un modo confesional cristiano (cf. Mc 15,39 par), como hará la tradición posterior de la Iglesia. Más significativa es la tradición que añade Mateo: “Al dí­a siguiente… los sumos sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato, diciendo: Señor, nos acordamos de que mientras aún viví­a, aquel engañador dijo: Después de tres dí­as resucitaré. Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer dí­a, no sea que sus discí­pulos vengan y roben el cadáver, y digan al pueblo: Ha resucitado de los muertos. Y el último fraude será peor que el primero. Pilato les dijo: Tenéis tropas de guardia. Id y aseguradlo como sabéis hacerlo. Ellos fueron, y habiendo sellado la piedra, aseguraron el sepulcro con la guardia” (Mt 27,62-66). En su forma actual, ésta es, sin duda, una tradición tardí­a, construida precisamente para contestar a los que acusan a los cristianos de haber robado el cadáver del maestro, para así­ poder decir que ha resucitado. Los cristianos responden afirmando así­ que ellos no son ladrones. Pero en el fondo del relato hay una tradición más antigua: los romanos custodiaban el orden y seguridad imperial ante las tumbas de los sospechosos; nadie podí­a haber robado el cadáver de Jesús sin que ellos lo supieran. Más que la forma externa del texto, anecdótica y apologética, importa su sentido: los soldados imperiales, signo de todos los ejércitos del mundo, han recibido el encargo de vigilar una tumba. Su poder se entiende así­ como regulación de muerte. Esta es la tarea de aquellos que pretenden dominar el mundo por las armas: ellos montan guardia sobre un cenotafio. Por eso, en el fondo, no son más que señores mentirosos de un cementerio vací­o, pues la vida de Jesús se encuentra en otra par te. Mirado así­, el texto se vuelve irónico. Indirectamente, los soldados fueron testigos de la resurrección de Jesús, mostrándose incapaces de defender un cadáver. Así­ fueron y se lo dijeron a los sumos sacerdotes “que se reunieron en consejo con los ancianos, y tomando mucho dinero se lo dieron a los soldados, diciendo: Decid que sus discí­pulos vinieron de noche y lo robaron mientras nosotros dormí­amos. Y si esto llega a oí­dos del procurador, nosotros le persuadiremos y os evitaremos problemas. Ellos tomaron el dinero e hicieron como habí­an sido instruidos. Y este dicho se ha divulgado entre los judí­os hasta el dí­a de hoy” (Mt 28,1215). Este pasaje, construido, sin duda, por la tradición cristiana, tiene un profundí­simo sentido simbólico: los soldados de Roma (y de todos los imperios de este mundo) no han logrado mantener una vigilancia efectiva sobre la tumba de Jesús, no han podido impedir que resucite. Ante el misterio de la pascua ellos se vuelven signo inútil, fuerza de mentira. Así­ lo ha precisado de manera ejemplar nuestro pasaje. Los soldados tienen que callar y así­ mantienen su secreto de mentira por dinero. Un ejército asalariado que se deja vender por unos denarios; ésta es la perversión, el engaño supremo de este mundo. La imagen de Mt 27,62-66 me parece luminosa. Son muchos los poderes de este mundo que quieren impedir que los muertos hablen. Siguen haciendo este oficio de represión inútil sobre la tumba vací­a todos aquellos que (dentro o fuera de la Iglesia) quieren controlar el camino de Jesús, mantenerlo maniatado, amordazado, queriendo impedir que resucite de verdad y que transforme el mundo. Pero no logran hacerlo, pues Jesús sigue vivo. Parece indudable que a veces algunos cristianos, eclesiásticos o no, se han convertido en poder de control sobre la tumba del Cristo: prefieren que siga enterrado, que no salga por el mundo, que no hable, porque el mundo queremos manejarlo nosotros, según nuestros intereses.

Cf. X. Pikaza, El Señor de los ejércitos. Historia y teologí­a de la guerra, PPC, Madrid 1997; Religión y violencia en la historia de occidente, Tirant lo Blanch, Valencia 2005; E. ScnüRER, Historia del pueblo judí­o en tiempos de Jesús (175 a.C.-135 d.C.) I-II, Cristiandad, Madrid 1985.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra