TEODICEA

griego, justificación de Dios. El libro de Job se considera la t. más antigua. Es un término que el filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz, en 1697, dio forma para intentar justificar a Dios ante la desgracia y el mal existentes en el mundo a pesar de su omnipotencia y bondad.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

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Rama de la Filosofí­a que estudia, a la luz de la razón, todo lo relacionado con el Ser Supremo y lo que directamente se relaciona con ese centro de reflexión. Se diferencia de la Teologí­a en que sólo usa la razón, mientras que la Teologí­a actúa a la luz de una fe determinada, es decir de una adhesión suprarracional.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(Dios, sufrimiento). La Biblia es un libro de teodicea o defensa de Dios, que no aparece como poder de la naturaleza (filosofí­a helenista), ni como razón del sistema (Ilustración moderna), sino como Aquel que llama (= crea) gratuitamente a los hombres, para que puedan vivir en libertad y transmitir la palabra (= crear) de manera personal, a través de una comunicación de amor. Dios no es garante o patrono de aquello que está dado de antemano, sino principio de aquello que los hombres debemos realizar, a partir de su llamada, apoyados en su gracia. La Biblia es el testimonio del fracaso de una visión antigua de Dios, vinculada al orden social de la monarquí­a, al bienestar del pueblo. Ese Dios fracasó con la derrota y el exilio de Israel, en los siglos VII-VI a.C. Pues bien, la novedad de la experiencia religiosa de los profetas de Israel y después de toda su Escritura está en el hecho de que ellos supieron interpretar aquel fracaso como obra del mismo Dios, que les castigaba y dirigí­a hacia una experiencia más honda de su presencia en el mundo. Esta visión israelita de Dios, que guí­a la historia desde el fracaso y sufrimiento, ha definido desde entonces no sólo la visión bí­blica de la realidad; sino la misma cultura de Occidente. Esta es la teodicea que se encuentra, con variantes, en los libros de Isaí­as*, Jeremí­as y Ezequiel*, lo mismo que en Job y en la Sa bidurí­a. Según los cristianos, ese Dios israelita se ha “encarnado” en Jesús, a quien vemos como presencia y revelación de su misterio, tanto en su anuncio de Reino como en sus gestos de solidaridad con los pobres y en la muerte por aquello que creí­a. El Dios cristiano se define como aquel que ha resucitado a ese Jesús de los muertos. Desde esa base podemos presentar algunos rasgos básicos de la teodicea bí­blica cristiana.

(1) Teodicea y creación, Dios creador. La religión bí­blica es una religión histórica, fundada en la experiencia pascual de Jesús. Sin embargo, la revelación de Dios, expresada en claves de libertad, gratuidad y comunión, resulta inseparable de la realidad total del mundo, entendido como creación. Las religiones cósmicas tienden a identificar al mundo con Dios; las metacósmicas (judaismo, cristianismo, hinduismo, budismo) tienden a separar de maneras distintas la experiencia de Dios y la vida del hombre en el mundo. Pero la teodicea bí­blica es inseparable de la creación: si no podemos decir “en el principio creó el cielo y la tierra” no podemos hablar de Dios.

(2) Teodicea y libertad, Dios liberador. El hombre forma parte del proceso cósmico, está inmerso en la evolución de la vida y se define en términos de comunicación social (es momento de una red de relaciones vitales y afectivas, económicas y lingüí­sticas). Pues bien, surgiendo de ese fondo, cada individuo es libertad: es conciencia, un sujeto que desborda la necesidad cósmica (naturaleza) y la imposición social (polí­tica), viviendo, sin embargo, dentro de un proceso social que puede y debe ser liberador para los hombres. En ese contexto, la Biblia define a Dios como liberador. Por eso, la experiencia de Dios es inseparable de la liberación: si no podemos decir “éramos esclavos y nos liberó de Egipto” no podemos hablar de Dios según la Biblia.

(3) Gratuidad, Dios amor. Sobre el sistema cósmico y social tiende a imponerse la necesidad, que planea y domina en individuos y grupos humanos, como sabe la tragedia griega y gran parte del pensamiento filosófico moderno. Pues bien, superando ese nivel, el Dios cristiano es Presencia de gracia, que libera a los hombres para comunicarse entre ellos en libertad de amor. Las realidades cósmicas o las relaciones socia les dentro de un sistema están reguladas por ley. Pero sólo allí­ donde la Palabra de gracia llama a los hombres a vivir en gratuidad se puede hablar de Dios: si no podemos decir “estábamos oprimidos y nos ha hecho vivir por amor” no podemos hablar de Dios.

(4) Comunión, Dios vida compartida. Sólo donde hay gracia y libertad se puede hablar de comunión humana en lí­nea de comunicación personal. Los poderes del sistema tienden a imponerse de forma obligatoria. Por el contrario, el Dios de la libertad y la gracia despierta a los hombres de manera que ellos sean capaces de comunicarse entre sí­, dándose la vida unos a otros y estableciendo espacios de encuentro personal: si no podemos decir “estaba solo y me ha hecho capaz de compartir la vida” no podremos creen en Dios.

(5) Historia culminada, Dios Futuro de Vida. Allí­ donde los antiguos (filósofos griegos) hubieran colocado la teologí­a fí­sica (visión sagrada del cosmos) ha situado la Biblia la historia. El mundo exterior, sometido por la ciencia, es incapaz de transmitirnos una palabra humana. Tampoco nos llama y motiva ya una sociedad donde todo está regulado por leyes necesarias. Sólo Dios nos habla prometiéndonos un futuro de vida. Frente al giro de los astros (que repiten sus movimientos circulares, en sí­stole-diástole cósmica), se eleva así­ el camino y palabra de la historia, que entendemos como proceso de revelación de Dios y de realización humana, abierta a la comunión final: si no podemos decir que “esperamos en la Vida” no podemos creer en el Dios bí­blico.

(6) Teodicea de la pequeñez. Desde las afirmaciones anteriores sólo se puede trazar una teodicea que se funda y se centra de una forma práctica, en la ayuda que se ofrece a los pobres, oprimidos, rechazados. Todo sistema busca su propia seguridad y debe expulsar a quienes rompen su estructura. Pues bien, en contra de eso, en una perspectiva ya iniciada en el Antiguo Testamento (Dios de huérfanos*, viudas*, oprimidos*), los cristianos saben que sólo se puede confesar al Dios de Jesucristo allí­ donde se acoge y acompaña, por encima de toda teorí­a, a los pobres y expulsados del sistema (cf. Mt 25,31-46).

(7) Teodicea de la universalidad. Hay figuras de Dios que han servido y sirven para discriminar a los hombres, para separar a los unos de los otros. Pues bien, en contra de eso, la teodicea bí­blica, tal como culmina en el mensaje y en la pascua de Jesús, ha de entenderse como experiencia de comunicación universal. Algunos judí­os parecí­an encerrar a Dios en las mallas de su propia ley nacional, al menos para el tiempo de la historia. Los cristianos han apostado (¡al menos en principio!) por abrirse desde Dios a todos los pueblos de la tierra, empezando por los pobres y expulsados de la sociedad.

(8) Este Dios de la teodicea cristiana es dogmático en el sentido radical de la palabra. No es un Dios que se prueba por medios racionales, como resultado de una elaboración de sabios. No es tampoco el rey de un pueblo que defiende su interés, ni es í­dolo de un grupo que pretende saber o tener más que los otros; no es siquiera el Dios de una iglesia, si por iglesia entendemos un tipo de comunidad que se piensa más alta o mejor que otras comunidades. Este es un Dios dogmático porque brilla y ofrece a los que creen un intenso manantial de experiencia gratuita y compartida. Aquello que necesita demostrarse con largos argumentos puede ser importante en el plano de la ciencia, pero nunca vale mucho en ámbito de vida. Un Dios que necesita pruebas, un Dios al que sólo se accede a través de intensas discusiones no será nunca divino. Si tuviéramos que votar, poniendo la existencia de Dios bajo el dictado de una opinión discutida de minorí­as (o mayorí­as), nos equivocarí­amos siempre. Los cristianos creen en Dios porque Dios ha brillado: se le ha manifestado poderoso y humilde, gratuito y creador, en el rostro de Jesús, el Cristo (2 Cor 4,6). Esta es su teodicea.

Cf. J. ASURMENDI, Job. Experiencia del mal, experiencia de Dios, Verbo Divino, Estella 2001; E. L. FACKENHEIM, La presencia de Dios en la historia, Sí­gueme, Salamanca 2002; X. PIKAZA, Dios es Palabra. Teodicea Bí­blica, Sal Terrae, Santander 2003; J. SCHLOSSER, El Dios de Jesús. Estudio Exegetico, Sí­gueme, Salamanca 1995; G. THEISSEN, La fe bí­blica. Una perspectiva evolucionista, Verbo Divino, Estella 2002.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: I. La Teodicea de los filósofos.-II. Formulación en el AT.-III. Teodicea y misterio trinitario. Planteamiento cristiano.

I. La teodicea de los filósofos
1. EL PLANTEAMIENTO DE EPICURO. Conocido resulta el razonamiento tetralemático del filósofo Epicuro contra las deidades helénicas tres siglos antes de Cristo: -O los dioses no desean impedir el mal, y de esa forma carecerí­an de bondad; -O no pueden impedirlo, y entonces les faltarí­a la omnipotencia debida a su rango; -O ni pueden ni quieren, lo que les convertirí­a en débiles y malos de consuno; -O pueden y quieren cual corresponde a las deidades, pero entonces ¿por qué la presencia del mal, cómo es que no se elimina?
Epicuro cree en los dioses, pero no pudiendo resolver esta cuestión opta por pensar que no se preocupan de los hombres, viviendo felices en sus intersticios siderales, al margen de todo comercio con los humanos.

2. DOS PERSPECTIVAS: DEMASIADO CERCA, DEMASIADO LEJOS. En su intento por borrar esa distancia el idealista Josiah Royce escribe: “Dios no es en su esencia última un ser distinto de ti. Es el Ser Absoluto.Tú eres verdaderamente uno con Dios, parte de Su vida. El es el alma misma de tu alma. Y he aquí­ entonces la primera verdad: “Cuando tú sufres, tus sufrimientos son los sufrimientos de Dios, no su obra ni su castigo eternos, no el fruto de su descuido, sino idénticamente su propio sufrimiento personal. En ti, Dios mismo sufre, precisamente como tú sufres, y asume toda tu preocupación por vencer esta pena”`.

Pero este panteí­smo royciano además de no explicar el monismo del dolor, tampoco lo supera. De ahí­ la reacción antipódica de quien aleja en demasí­a a Creador y criatura.

En esta nueva lí­nea Paul Weiss afirma que “a la pregunta de por qué Dios no recompensa a los buenos y castiga a los malos, la respuesta… es que Dios tiene sus propios asuntos que atender, no se rige por nuestras normas, obra según razones propias, y, además, su concepto del bien y del mal está más allá del alcance del conocimiento humano”2.

3. SEIS INTENTOS DE SOLUCIí“N. a) No hay solución porque todo está predeterminado o predestinado, desde los niveles naturales a los espirituales. En el mundo griego (eterno retorno de lo idéntico) o en el mundo hindú (karma cí­clico expiatorio en la vida presente de las culpas de nuestras existencias anteriores) el hombre nada puede ante el peso del Hado.

b) Como no cabe captar el todo, sino sólo sus fragmentos, el hombre habrá de ignorar siempre, aunque eso no le impida ver sobre su cabeza gravitar la pugna entre el Bien y el Mal, de lo que se resentirí­a el orden cósmico en medio de la humana impotencia.

c) El mal es resultado de la finitud, pero ésta resulta inexplicable, pues ¿por qué creó Dios naturalezas finitas como éstas, y no otras? ¿por qué una naturaleza tal, en donde las injusticias, tragedias, cataclismos, guerras, etc, resultan tan injustificables?
d) El mal más degradante es el producido por el malo, aquel que usa de la libertad liberticí­damente: “Pero los impí­os con obras y palabras llaman a la muerte”‘. “Porque Dios creó al hombre incorruptible, le hizo imagen de su misma naturaleza; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los que le pertenecen”4.

e) El mal no es sino advertencia para el futuro, pedagogo evitador de mayores problemas: -Es ocasión para conocer el orden de las cosas (la enfermedad sirve para el desarrollo de la ciencia). -Es contrapunto para la alegrí­a (sin el dolor no habrí­a alegrí­a por contraposición, pronto aburrirí­a el gozo). -Es posibilitante de la evolución y del progreso. -Es expresión de la voluntad de Dios, que “no tolerarí­a nada malo en sus obras si no fuese tan omnipotente ybueno como para transformar el mal en bien”5.

f) Vivimos en el mejor de los mundos posibles, afirmación que como es bien sabido constituye el núcleo argumental de la teologí­a moderna inaugurada por Leibniz, a la que se oponen las anti-teodiceas posteriores.

II. Formulación en el AT
1. EL ECLESIASTES. Las teodiceas filosóficas no responden al clamor algésico, cosa distinta ocurre en los libros religiosos.

La tesis del Eclesiastés (Qohélet, siglo III a. C.) es que aquí­ abajo el bien y el mal carecen de sanción. Pero Qohélet, hombre de buena salud, tras comprobar la vanidad de los placeres, siempre insatisfactorios, concluye afirmando que el hombre no puede comprender el designio del obrar divino, sólo confiar en lo que Dios dispone en cada momento, que de tal manera adquiere un valor infinito.

El Qohélet judí­o, desconocedor aún de la idea de resurrección, disuelve a la persona en el polvo cósmico, y la somete a un aire fatalista y ahistórico, para el que males y bienes resultan inamovibles: “donde cae el árbol, allí­ se queda”, “una generación va, otra generación viene; pero la tierra para siempre permanece… Lo que fue, eso será; lo que se hizo, eso se hará: nada nuevo hay bajo el sol”.

El resto es vanidad de vanidades. Más aún: con arta frecuencia “un absurdo se da en la tierra: Hay justos a quienes les sucede cual corresponde a las obras de los malos, y malos a quienes sucede cual corresponde a las obras de los buenos. Digo que éste es otro absurdo”. “En mi vano vivir, de todo he visto: justos perecer en su justicia, e impí­os envejecer en su iniquidad”.

No existiendo justicia mundana, Qohélet adopta un aire derrotista: “Y ni de amor ni de odio saben los hombres nada: Todo les resulta absurdo. Como el que haya un destino común para todos, para el justo y para el malvado, el puro y el manchado, el que hace sacrificios y el que no los hace, así­ el bueno como el pecador, el que jura como el que se recata de jurar. Esto es lo peor de todo cuanto pasa bajo el sol: Que haya un destino común para todos, y así­ el corazón de los humanos está lleno de maldad y hay locura en sus corazones mientras viven, y después ¡con los muertos!”, “porque no existirán obras ni razones ni ciencia ni sabidurí­a en el seol donde te encaminas””.

Y a pesar de todo, el creyente Qohélet, a pesar de todo lo absurdo de este mundo, se reafirma en la convicción de que en el Dios vivo cabe fiar: “Por más que se afane el hombre en buscar, nada descubre, y el mismo sabio, aunque diga saberlo, no es capaz de descubrirlo. Pues bien, a todo eso he aplicado mi corazón y todo lo he explorado, y he visto que los justos y los sabios y sus obras están en manos de Dios”. Pues “El (Dios) ha hecho todas las cosas apropiadas a su tiempo; también ha puesto el afán en sus corazones, sin que el hombre llegue adescubrir la obra que Dios ha hecho de principio a fin… Comprendo que cuanto Dios hace es duradero; nada hay que añadir, ni nada que quitar””.

En conclusión: “Pero tú teme a Dios”. “Teme a Dios y guarda sus mandamientos, que eso es ser hombre cabal””.

2. EL LIBRO DE JOB. En el siglo V antes de Cristo se produce la más dramática interpelación de un creyente ante la cuestión del mal. Job, antiguo patriarca idumeo, sin aparente razón, pasa de tenerlo todo a no tener nada, y su aflicción es incontenible. Pero en medio de esa aflicción se dirige a Dios con una fuerza que puede sonar a arrogancia, tratando vehementemente de que Dios le explique el por qué de su hundimiento. Mas detrás de esa arrogancia se encuentra una confianza absoluta que ninguna tribulación puede ocultar. Sólo Job se atreve a hablar a Dios como él lo hace. Y Dios le responde ratificando la amistad. Veámoslo.

Instalado “en el seno de las tempestades”, Job no puede caer más bajo en la aflicción: “Mas ahora rí­ense de mí­ los que son más jóvenes que yo, a cuyos padres no juzgaba yo dignos de mezclar con los perros de mi grey”‘6. Estos son los sentimientos que Job experimenta en dicha situación:
* Aflicción: “No hay para mí­ tranquilidad ni calma; no hay reposo: turbación es lo que le llega””. “¡Ah, si pudiera pesarse mi aflicción, si mis males se pusieran en la balanza juntos! Pesarí­an más que la arena de los mares: por eso mis razones se desmandan”‘
* Debilidad: “¿Es mi fuerza la fuerza de la roca? ¿Es mi carne de bronce? ¿No está mi apoyo en una nada? ¿No se me ha ido lejos toda ayuda?”.

* Soledad: “Me han defraudado mis hermanos lo mismo que un torrente, igual que el cauce de torrentes que pasan”. “Mi aliento repele a mi mujer, fétido soy para los hijos de mi vientre. Hasta los chiquillos me desprecian, si me levanto me hacen burla. Tienen horror de mí­ todos mis í­ntimos, los que yo más amaba se han vuelto contra mí­. Bajo mi piel mi carne cae podrida, mis huesos se desnudan como dientes”. En la absoluta negrura, su mujer desesperada blasfema tremendamente y le dice a Job: “¡Maldice a Dios, y muérete!”
* Dí­as y noches horribles: “¿No es una milicia lo que hace el hombre por la tierra? ¿No son jornadas de mercenario sus jornadas? Como esclavo que suspira por la sombra, o como jornalero que espera su salario, así­ meses de desencanto son mi herencia, y mi suerte noches de dolor. Al acostarme, digo: “¿Cuándo llegará el dí­a?” Al levantarme: “¿Cuándo será de noche?” y hasta el crepúsculo estoy ahí­to de inquietudes. Mi carne está cubierta de gusanos y de costras terrosas, mi piel se agrieta y supura”.

* Asco de sí­: “Asco tiene mi alma de mi vida: derramaré mis quejas sobre mí­, hablaré en la amargura de mi alma”.

* Abandono de Dios: “Si voy hacia el oriente, no está allí­; si al occidente no lo advierto. Cuando le busco al norte, no aparece, y tampoco le veo, si vuelvo al mediodí­a. Pero él mis pasos todos sabe… Sadday me ha aterrorizado. Pues las tinieblas, de él me esconden, la oscuridad me vela su presencia”.

* Desgracia total.. “Grito hacia ti y tú no me respondes, me presento y no me haces caso. Te has vuelto cruel para conmigo, tu mano vigorosa en mí­ se ceba… Me hierven las entrañas sin descanso, se me han presentado dí­as de aflicción. Sin haber sol, ando renegrido… Mi piel se ha ennegrecido sobre mí­, mis huesos se han quemado por la fiebre”.

Pero, así­ las cosas, no parece dispuesto a reconocer una culpabilidad de la que no está convencido, disponiéndose tras la eclosión algésica a defender la propia inocencia ante un Dios en el que cree (“Si aceptamos de Dios el bien, ¿no aceptaremos el mal?”. “Desnudo salí­ del seno de mi madre, desnudo allá retornaré. Yahvé dio, Yahvé quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yahvé!” y a quien se dirige con esperanza a pesar de todo, y no con ánimo de rebeldí­a. Veámoslo.

* Mi defensor vive: “Bien sé yo que mi defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre la tierra. Después con mi piel me cubrirá de nuevo, y con mi carne veré a Dios. Yo, sí­, yo mismo le veré, le mirarán mis ojos, no los de otro”.

* Compareceré en su presencia: “Tomo mi carne entre mis dientes, pongo mi alma entre mis manos. El me puede matar: no tengo otra esperanza que defender mi conductaante su faz. Y esto mismo será mi salvación, pues un impí­o no comparece en su presencia”29. “Estaba yo tranquilo cuando él me sacudió, me agarró por la nuca para despedazarme. Me ha hecho blanco suyo: me cerca con sus tiros, traspasa mis entrañas sin piedad y derrama por tierra mi hiel. Abre en mí­ brecha sobre brecha, irrumpe contra mí­ como un guerrero… Ahora todaví­a está en los cielos mi testigo, allá en lo alto está mi defensor. Cerca de Dios mi grito es mi abogado, mientras fluyen delante de él mis ojos”.

* Tan sólo tendrí­a que escucharme: “Todaví­a mi queja es una rebelión; su mano pesa sobre mi gemido. ¡Quién me diera saber encontrarle, poder llegar a su moradal… ¿Precisarí­a una gran fuerza para disputar conmigo? No, tan sólo tendrí­a que escucharme. Reconocerí­a en su adversario a un hombre recto, y yo me librarí­a de mi juez para siempre”.

* ¿Cuántas son mis faltas y pecados?: “¿Cuántas son mis faltas y pecados? ¡Mi delito, mi pecado, házmelos saber!”, “hasta mi último suspiro mantendré mi inocencia. Me he aferrado a mi justicia y no la soltaré, mi corazón no se avergüenza de mis dí­as”.

Así­ las cosas, Job se lamenta amargamente e interpela al Dios al que no comprende, solicitando le diga en el propio rostro por qué motivo se halla en la situación lamentabilí­sima en que se halla.

* El peso de la finitud: “¿Qué es el hombre para que tanto de él te ocupes, para que pongas en él tu corazón, para que le escrutes todas lasmañanas y a cada instante le escudriñes? ¿Cuándo retirarás tu mirada de mí­? ¿No me dejarás lo que tardo en tragarme la saliva?”.

* Si he pecado…: “Si he pecado… ¿por qué no toleras mi delito, y dejas pasar mi falta?”. “Y si culpable soy, ¿para qué voy a fatigarme en vano? Aunque me lave con nieve y limpie mis manos con jabón, tú me hundes en las inmundicias, y mis propios vestidos tienen horror de mí­”
* ¿Para qué andas rebuscando mi falta?: “¡Para que andes rebuscando mi falta, inquiriendo mi pecado, aunque sabes muy bien que yo no soy culpable, y que nadie puede de tus manos librar! Tus manos me han plasmado, me han formado, ¡y luego, en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que me hiciste como se amasa el barro, y que al polvo me has de devolver”.

* ¿Por qué los malvados triunfan?: “¿Por qué siguen viviendo los malvados, envejecen y aún crecen en poder?”. “Acaban su vida en la ventura, en paz descienden al seol”. “Hay quien muere en su pleno vigor, en el colmo de la dicha y de la paz, repletos de grasa sus ijares, bien empapado el meollo de sus huesos. Y hay quien muere, la amargura en el alma, sin haber gustado la ventura. Juntos luego se acuestan en el polvo, y los gusanos los recubren””°
Ante la asertividad de un Job que habla con demasiada convicción, algunos de sus viejos amigos vienen a consolarle pero también a decirle que no se queje injustamente. Demos paso a esas voces.

a) Habla Elihú, el buzita.

* Presuntuoso Job: “No has hecho más que decir a mis propios oí­dos, -pues he oí­do el son de tus palabras-: `Puro soy, sin pecado; limpio estoy, no hay falta en mí­. Pero él inventa pretextos contra mí­, y me reputa como su enemigo; mis pies pone en el cepo, espí­a todos mis pasos’. Pues bien, respondo, en esto no tienes razón, porque Dios es más grande que el hombre. ¿Por qué te querellas tú con él porque no responda a todas tus palabras? Habla Dios una vez, y otra vez, sin que se le haga caso”. “No habla Job sabiamente, no se ajustan a la prudencia sus palabras. Pero Job será probado a fondo, por sus respuestas dignas de malvados. Porque a su pecado la rebeldí­a añade, pone en duda el derecho entre nosotros, y multiplica contra Dios sus palabras”.

* Dios es bueno y justo: “¡Es Sadday!, no podemos alcanzarle. Grande en fuerza y equidad, maestro de justicia, sin oprimir a nadie”. “Lejos de Dios el mal, de Sadday la injusticia; que la obra del hombre, él se la paga, y trata a cada uno según su conducta. En verdad, Dios no hace el mal, no tuerce el derecho Sadday”.

“¡Pero es falso decir que Dios no oye, que Sadday no se percata! ¡Cuánto más decir que no le adviertes, que un proceso está ante él y que le espera; o también que su cólera no castiga nada, y que ignora la rebelión del hombre! Job, pues, abre en vano su boca, multiplica a lo tonto las palabras”
* Dios castiga a los malos: “Pues sus ojos vigilan los caminos del hombre, todos sus pasos observa. No hay tinieblas ni sombra donde se oculten los agentes de maldad. No asigna él un plazo al hombre para que a juicio se presente ante Dios. Quebranta a los grandes sin examen, y pone a otros en su sitio. Es que él conoce sus acciones, una noche los sacude y se les pisa. Por su maldad los abofetea, los encadena a la vista de todos”
b) Habla Bildad de Suaj.

* Job debe ser más modesto: “Nosotros de ayer somos y no sabemos nada, como una sombra nuestros dí­as en la tierra”. “¿Cómo será justo un hombre ante Dios? ¿Cómo puro el nacido de mujer? Si ni la luna misma tiene brillo ni son puras las estrellas a sus ojos, ¡cuánto menos un hombre, esta gusanera…!”
c) Habla Elifaz de Temán.

* El inocente triunfa: “¡Recuerda! ¿Qué inocente jamás ha perecido? ¿dónde han sido los justos extirpados?”.

* ¿Cómo puede ser puro un hombre?: “No, no brota la iniquidad del polvo, ni germina del suelo la aflicción. Es el hombre quien la aflicción engendra, como levantan el vuelo los hijos del relámpago”. “¿Has nacido tú el primero de los hombres? ¿Se te dio a luz antes que a las colinas? ¿Escuchas acaso los secretos de Dios? ¿Acaparas la sabidurí­a?51. “¿Cómo puede ser puro un hombre? ¿Cómo ser justo el nacido de mujer? Si ni en sus santos tiene Dios confianza, y ni los cielos son puros a sus ojos, ¡cuánto menos un ser abominable y corrompido, el hombre, que bebe la iniquidad como agua!”
* La hora de la verdad: “Mira, tú dabas lección a mucha gente, infundí­as vigor a las manos caí­das; tus razones sostení­an a aquel que vacilaba, robustecí­as las rodillas endebles. Y ahora que otro tanto te toca, te deprimes, te alcanza el golpe a ti, y todo te turbas”.

* Pero Dios sana: “¡No desprecies, pues, la lección de Sadday! Pues él es el que hiere y el que venda la herida”.

d) Habla Sofar de Naamat.

* Job es reprochable: “Tú has dicho: `Es pura mi conducta, a tus ojos soy irreprochable’. ¡Ojalá que Dios hablara y abriera sus labios en contienda…!”
* El malvado es castigado: “¿No sabes tú que desde siempre, desde que el hombre en la tierra fue puesto, es breve la alegrí­a del malvado, y el gozo del impí­o dura un instante?”.
Finalmente, Dios habla y Job entiende. Más allá de todas las “buenas razones” de los compañeros que temen que Dios se sienta contrariado por las interpelaciones de Job, éste es oí­do por Dios porque su queja brota de un corazón sincero que estando dispuesto a aceptar lo que Dios le haga ver, necesita su presencia. Como ha señalado motivos para desconfiar, excepto nuestra í­ntima certeza sobre El, es la victoria suprema de la religión. “Esta es la victoria que alcanza Job. Sólo puede alcanzarla, empero, en tanto Dios toma la iniciativa y le ofrece la revelación de sí­ mismo”5l. Como en el profeta Habacuc, no cabe hallar otro consuelo para los justos sufrientes que la promesa osada de que el justo vivirá de su fe”
* Habla Dios: “¿Dónde estabas tú cuando fundaba yo la tierra?”. “¿Has calculado las anchuras de la tierra?”.

* Responde Job: “Y Job respondió a Jahvé: He hablado a la ligera: ¿qué voy a responder? Me taparé mi boca con mi mano. Hablé una vez, no he de repetir; dos veces…, ya no insistiré”. “Yo te conocí­a sólo de oí­das, mas ahora te han visto mis ojos. Por eso retracto mis palabras, me arrepiento en el polvo y la ceniza”.

* Concluye Dios.. “Después de hablar a Job de esta manera, Yahvé dijo a Elifaz de Temán: `Mi ira se ha encendido contra ti y contra tus dos amigos, porque no habéis hablado con verdad de mí­, como mi siervo Job… Mi siervo Job intercederá por vosotros y, en atención a él, no os castigaré por no haber hablado con verdad de mí­, como mi siervo Job”.

Resumamos finalmente con un texto de G. K. Chesterton: “No sé, y dudo que los eruditos lo sepan, si el libro de Job tuvo una gran repercusión, si es que tuvo alguna, en el desarrollo posterior del mundo judí­o. Pero si tuvo algún efecto, pudo haber salvado a los judí­os de un terrible fracaso y decadencia. En este libro se formula realmente la pregunta de si Dios invariablemente castiga el vicio con penas terrestres y recompensa la virtud con bienes y riquezas de este mundo. Si los judí­os hubiesen contestado erróneamente esa pregunta, podrí­an haber perdido toda su influencia posterior en la historia de la humanidad. Podrí­an haber descendido hasta el nivel de la moderna sociedad culta. Pues cuando la gente ha comenzado a creer que la prosperidad es la consecuencia de la virtud, su próxima calamidad es obvia. Si se ve a la prosperidad como la recompensa de la virtud, se la verá como sí­ntoma de la virtud. Los hombres abandonarán la pesada tarea de lograr que los buenos alcancen el éxito y adoptarán el trabajo más fácil de hacer de quienes tienen éxito hombres buenos…

Job es atormentado no por ser el peor de los hombres, sino por ser el mejor. La lección de toda la obra es que el hombre halla en la paradoja su máximo consuelo”.

III. Teodicea y misterio trinitario. Planteamiento cristiano
El mundo judí­o es la historia de una experiencia de apelación a Dios, a pesar de las infidelidades de los hombres, tantas veces artí­fices del mal. Frente a los poderes terrenos pusieron siempre los judí­os su esperanza en la omnipotencia de Dios, porque esa omnipotencia de Yahvé sólo se usaba en favor del hombre, como corresponde a la divina bondad, y así­ lo aceptaron más tarde también los cristianos.

La fe expresada en el credo cristiano (“en Antioquí­a fue donde, por primera vez, los discí­pulos recibieron el nombre de cristianos”) comienza así­: “Creo en Dios Padre todopoderoso”. El Pantocrator (Omnipotens) se introdujo en la confesión cristiana al través de la versión griega del Antiguo Testamento denominada de los Setenta, la Biblia de los judí­os greco-hablantes de la Diáspora. En ella, en efecto, figura el nexo verbal Kyrios Pantokrator, traducción del nombre hebreo Yahvéh Sebaot, Dios de los ejércitos.

Así­ las cosas, el Todopoderoso permite el mal sin dejar de ser el Omnipotente, lo que significa que la divina omnipotencia no está reñida con la presencia del mal en el mundo, aunque Dios quiere que todos los hombres se salven: “Esto es bueno y agradable a Dios, nuestro Salvador, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad””.

Para que todos los hombres se salven y a la vez la libertad humana se mantenga en la historia de esa salvación, para que asuman el dolor del mal, para manifestar en suma el amor que tiene a sus hijos, el Padre, con el Espí­ritu Santo, enví­a al Hijo, para que nos libere “del” mal acompañándonos “en” nuestros males. El cristiano termina la oración que Jesús nos enseñó diciendo “mas lí­branos del mal”.

Como afirma con mano verdaderamente maestra Juan Luis Ruiz de la Peña, “Jesús no se ha dejado deslumbrar por el mal. Aun percibiéndolo con insuperable nitidez, también ha tenido ojos para ver los lirios del campo que florecen cada primavera espléndidamente y ha tenido oí­dos para escuchar a los pájaros del cielo, que cantan siempre `en modo mayor’. La experiencia del mal no ha sido su única experiencia; como advierte González Faus, dicha experiencia se da para él en el marco de una excepcional capacidad para el gozo, la serenidad y la paz. Así­, se siente mensajero de un anuncio que es `evangelio’, buena noticia; saluda a los suyos invariablemente con el schalom, la voz contagiosa de los bienes salví­ficos; transmite a la muchedumbre una sensación de confianza, de fortaleza acogedora; sabe consolar… Realmente, de la figura de Jesús irradian aquellos rasgos de credentidad y fiducialidad inherentes a toda condición humana sana, en equilibrio con su interioridad y con su entorno, y está totalmente ausente el unamuniano `sentimiento trágico de la vida’.

Y, sin embargo, Jesús ha conocido y sondeado en profundidad el cáliz amargo del sufrimiento. La historia de la pasión es la historia de la desdicha, en el sentido que Simone Weil da a esta palabra, con la que se significa una situación en que se acumulan las tres dimensiones del dolor (fí­sico, psí­quico y social). El rabino de Nazaret no sólo ha soportado una tortura corporal de indecible crueldad, sino que ha padecido el fracaso de su misión, el entenebrecimiento de su propia identidad, el eclipse del Dios que constituí­a su polo de referencia permanente, la negación y el abandono de los que le fueran adictos, el descrédito público de su causa, la befa escarnecedora de sus pretensiones. En él se cumple con creces el destino de aquel enigmático siervo doliente columbrado por el Deutero-Isaí­as. La historia de Job se iguala ysobrepuja en el último tramo de la historia de Jesús. La escena de Getsemaní­, más quizás que la del Gólgota, representa la quintaesencia del dolor quí­micamente puro; este hombre, que bascula patéticamente entre la oración a Dios y la cercaní­a fí­sica de los amigos, a la búsqueda angustiosa de un consuelo que no encuentra, porque Dios calla (como callara ante Job) y a los amigos les ha entrado el sueño, este hombre es verdaderamente el arquetipo de la desventura, el vivo retrato de la desdicha””.

Y continúa Ruiz de la Peña: “‘Dolor, dolor, cruz, cruz; he aquí­ lo que espera al cristiano’; estas palabras son de Lutero, pero no podrí­an ser de Jesús. Suyas son, en cambio, estas otras: `dichosos los que sufren, porque ellos serán consolados’; un macarismo que sólo puede emitirse honestamente cuando se ha luchado hasta el lí­mite contra el mal y se ha descubierto, por propia experiencia, que el sufrimiento residual puede trocarse en raí­z de la bienaventuranza… La fe cristiana imprime al tema un sesgo rigurosamente inédito. El mal no es problema a solucionar antes de creer en Dios; el mal es la situación en que Dios se nos ha revelado tal cual es; como aquel que lo vence asumiéndolo solidariamente y transmutándolo en semilla de resurrección. El mal deja así­ de ser un problema soluble teóricamente para convertirse en un misterio a esclarecer vivencialmente. Desde esta óptica nueva, el cristiano afronta el mal animado por una doble certidumbre: a) Creer desde la experiencia del mal es creer desde la esperanza en una victoria sobre el mal.’. b) Creer desde la experiencia del mal es alinearse contra el mal experimentado. Formulado cristológicamente: Creer desde la cruz es alinearse contra toda forma de crucifixión””.

Pocos lo han testimoniado como san Pablo: “Los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros”, y mientras tanto, añade Pablo, “completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia”.

[-> Credos trinitarios; Cruz; Dualismo; Esperanza; Espí­ritu Santo; Experiencia; Fe; Filosofí­a; Hijo; Jesucristo; Misterio; Oración; Padre; Panteí­smo; Predestinación; Teologí­a y economí­a.]
Carlos Dí­az

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

A veces se identifica con la teologí­a natural sin más, pero más propiamente la teodicea sirve para designar aquella sección de la teologí­a filosófica que intenta mostrar la “justicia de Dios” (tal es el sentido etimológico de esta palabra), a pesar de la presencia del mal en el cosmos y en la historia. Por otra parte, la estrecha conexión entre la teologí­a filosófica y la teodicea se deriva entre otras cosas de la importancia que ha adquirido en la Edad Moderna y contemporánea el llamado nateí­smo trágico”, es decir, aquella forma de negación del Absoluto trascendente que se basa en la meditación del mal en general y del sufrimiento de los inocentes en particular El mismo Tomás de Aquino, antes de ponerse a demostrar la existencia de Dios a través de las cinco ví­as, toma en consideración la actitud de los que la niegan al no conseguir dar razón del mal, En la cima de la modernidad Hegel concluye su propia filosofí­a de la historia mostrando su convicción de haber elaborado la “verdadera teodicea, la justificación de Dios en la historia”.

Si por un lado se registra en la época moderna la crisis de la teodicea, proclamada en un opúsculo kantiano de 1791 con el tí­tulo significativo y provocativo De la vanidad de codos los intencos filosóficos de la Teodicea, hay que añadir sin embargo que la atención por la temática de la teodicea recorre la modernidad en todas sus figuras filosóficas, a pesar de todos los intentos de eliminación del problema.

Ya el comerciante de piensos Blyenberg acuciaba a Spinoza interpelándolo sobre el misterio del mal y el terremoto de Lisboa comprometí­do a fondo el talento especulativo y literario de un Rousseau y de un Voltaire. Pero el que es considerado justamente como el padre de la teodicea en la modernidad es Leibniz, que con sus ensayos se opone vigorosamente al fideí­smo de P Bavle y le paga con la misma moneda. Una Interesante respuesta al reto kantiano podemos encontrarla en la Teodicea de Antonio Rosmini Serbati (1845).

La época posmoderna vive dramáticamente la tensión que sufre la razón humana frente al misterio del mal Y propone como un estribillo la pregunta de Adorno de si es posible todaví­a filosofar después de Auschwitz, poniendo en crisis a la teologí­a cristiana, que a veces intenta respuestas audaces y ricas de fascinación, mientras que se interroga sobre la pasibilidad de Dios.

Pero -como enseña el último Caracciolo- el contacto con el dolor engendra también un filosofar, desanimado y débil si se quiere, pero que es siempre un invento del pensamiento meditante por no eludir la llamada del sufrimiento humano.

En el plano de la teorí­a resulta central en la teodicea la idea de la Providencia divina, cuyos caminos parecen escaparse muchas veces de manera inmediata de la razón humana, pero que tienen su racionabilidad intrí­nseca, que es precisamente la que se empeña en buscar la teodicea. La tematización del misterio del mal requiere una distinción fundamental, que no pueden ignorar el filósofo ni el teólogo: se trata siempre de analizar el mal en su aspecto de lí­mite del cosmos y del hombre en su dimensión histórica, como fruto de opciones negativas por parte de la voluntad libre del hombre.

En la primera acepción el mal forma parte de la estructura misma del ser contingente, que precisamente por eso no es perfecto ni absoluto. Si Dios hubiera creado un universo perfecto, habrí­a producido otro Dios. Paradójicamente, la innaturalidad del dolor tiene que reducirse a la naturalidad del mal y en este sentido Dios no puede querer el mal. En la segunda acepción se trata del ví­nculo tan estrecho que existe entre el mal y el pecado, o sea entre el sufrimiento – y el mal moral. La tematización de este ví­nculo es exquisitamente teológica y requiere la elaboración de una teologí­a de la historia a partir de la experiencia del primer pecado. Pero no hay que separar los dos ámbitos, va que se iluminan mutuamente, hasta el punto de que a menudo la teodicea asume las connotaciones de la teologí­a de la historia más bien que de la teologí­a filosófica propiamente dicha.
N Ciola

Bibl.: C. Dí­az, Teodicea, en DTDC, 13251334. H. Kúng, ¿Existe Dios?, Cristiandad, Madrid 1979″ P. Roqueplo, Experiencia del mundo, ¿experiencia de Dios?, Sí­gueme, Salamanca 1969, H. Haag, El problema del mal. Herder Barcelona 1981; J Maritain, …y Dios permite el mal, Guadarrama, Madrid 1967; A, Gesché, El mal, Sí­gueme, Salamanca 1994.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Planteamiento del problema
El hecho de que el mundo está marcado por el sufrimiento y el dolor, por el -> mal, por la desgracia en sus más variadas formas no necesita ser ni recordado ni probado. Por esto se hace aquí­ superfluo un acceso al planteamiento del problema. Este se impone hoy como nunca, y de la forma más atormentadora seguramente ante el dolor de los inocentes, especialmente ante el “mal absoluto” (M. Conche): el dolor de los niños, que están entregados a él no sólo sin culpa, sino también sin la protección que da un posible distanciamiento de sí­ mismo. Hoy como nunca se encuentra aquí­ el argumento decisivo contra Dios. Precisamente para una época cuyo ideal de conocimiento es la verificación empí­rica, esta prueba de experiencia debe parecer irrefutable. La hipótesis teológica resulta claramente falsificada por el experimento de la historia misma; el resultado parece claro. Sin embargo, previamente a toda consideración particular, se plantea la cuestión de si este resultado se da realmente, es decir, de hasta qué punto aquí­ se obtiene un “resultado”. El experimento se realiza en el hombre. No porque prosigue, sino porque se realiza en el hombre en su libertad, el experimento está en principio “abierto”. En esta cuestión, el hombre y su respuesta (o respuestas) pertenecen inmediatamente al resultado.

II. Historia de las respuestas
1. Una de las respuestas fundamentales, el -> dualismo, ha sido formulado en su forma más extrema por la religiosidad oriental: en el parsismo de Zaratustra, según el cual bien y mal como poderes divinos están en lucha mutua. Esta concepción ha influido permanentemente en el pensamiento occidental, desde la antigüedad, a través del -> gnosticismo y del maniqueí­smo hasta las especulaciones de Schelling en sus últimos años.

PLATí“N reunió por primera vez los diversos aspectos de los anteriores intentos de interpretación, que entendí­an como origen del mal el ápeiron (pitagóricos), la tensión de lo opuesto en la realidad (Heraclito), el hombre por una culpa anterior al nacimiento (orfismo, Empédocles) o bien a causa de una ignorancia condicionada por el cuerpo (Demócrito, Sócrates). Para Platón, lo mismo que para el estoicismo, Dios no es en modo alguno autor del mal. Mas como Platón debe necesariamente quitar realidad al mal (condicionándolo bien cósmicamente, por la materia, bien antropológicamente, por los afectos) y convertirlo en algo sólo aparente, a fin de darle así­ cabida en su sistema monista, su pensamiento también está determinado ocultamente por el dualismo. Este dualismo aflora en los esquemas de emanación del -> neoplatonismo, los cuales entienden el mal como un alejamiento progresivo de las cosas (o de los ámbitos de cosas) respecto de su origen, o sea, identifican el mal con la existencia propia del ente mismo frente al Uno, que está por encima de los entes, aunque éstos, sin embargo, desembocan en el Uno.

2. A esta respuesta griega se opone el mensaje judeocristiano. Aquí­ el origen del mal, por un lado recibe un fundamento no cosmológico, sino histórico: la caí­da, que ofende al creador todopoderoso y totalmente bueno; y, por otro lado, es superada decisivamente la interpretación moral del estoicismo, en cuanto la caí­da de la libertad no es introducida – a la postre contradictoriamente – en un sistema racional monista, sino que es experimentada en una historia “dialogí­stica” de la -> libertad (II). Así­ el sufrimiento aparece como castigo, y también como prueba. Pero, a la vez, esta interpretación tiene sus lí­mites en el misterio incomprensible de Dios (Job), cuyas “obras” (Jn 9, 3) y “fuerza” (2 Cor 12, 0) se consuman en ese misterio.

3. Con este mensaje del Dios todopoderoso y totalmente bueno, que, sin embargo, permite el mal, debe ahora el cristianismo primitivo contestar a las preguntas de las religiones más o menos dualistas que le salen al encuentro. Lactancio (De ira Dei 13) precisa el problema planteado en los términos de que Dios: (1) o quiere impedir el mal, pero no puede (lo cual suprimirí­a su omnipotencia); (2) o puede, pero no quiere (cosa que parece contradecir a su bondad); (3) o no quiere ni puede; (4) o quiere y puede (lo cual queda refutado por la realidad del mal). Los intentos de respuesta a (2) recogen los elementos de interpretación de la filosofí­a griega, con frecuencia separados imperfectamente del contexto de un pensamiento dualista. Se recurre ante todo a la interpretación del mal como privación. Se destaca nuevamente la libertad (y la posibilidad del pecado inherente a ella) en la que Dios debe crear al hombre (p. ej., IRENEo, Adv. haer. iv 37, 1: – en Dios no hay coacción -; TERTULIANO, Adv. Marc. ii 6s); pero no parece todaví­a dilucidada la permisión del abuso real de la libertad.

Los esfuerzos de la primera patrí­stica por formular una respuesta de la revelación judeocristiana con ayuda de la filosofí­a griega se condensan en la figura de Agustí­n, decisiva para la tradición cristiana hasta hoy.

4. AGUSTíN, atraí­do desde la juventud por la cuestión de cómo, a pesar del gobierno de Dios, reina tal perversitas en la existencia humana (De lib. arb. 14; Ep 215; De ord. i 1), está permanentemente determinado en su lucha por la discusión con el maniqueí­smo, en el que militó nueve años (Conf. IVs). El (sobre el trasfondo de una viva experiencia [cf. Conf. y, p. ej., De civ. Dei xx 2]) niega que el mal tenga un ser propio: “Todo lo que existe es bueno. El mal, por consiguiente, cuya esencia yo busco, no es una substancia” (Conf. vII 18). Por más que el conocimiento de que todas las cosas son buenas le haya sido transmitido por escritos neoplatónicos, sin embargo, la inclusión sin vacilaciones de la materia entre lo bueno (De nat. boni 18) se debe a la metafí­sica cristiana de la -> creación. Por consiguiente, aunque a la cuestión maniquea sobre el “de dónde” quiere anteponer la pregunta sobre la esencia del mal (De nat. boni 4), no obstante este origen divino de las cosas forma el fundamento de su interpretación. De ello resulta: El mal es contra naturam, pues toda naturaleza en cuanto tal es buena (De civ. Dei xI 17; De lib. arb. III 36). El mal es una caí­da de la esencia y de la naturaleza, de su medida, tipo y orden; es una tendencia al no-ser, una corrupción, una carencia, una privación (De mor. Man. ii 12; Contra ep. fund. 39; De nat. boni 4).

Con ello se alcanza la afirmación fundamental “positiva” de Agustí­n sobre la esencia (negativa) del mal: Non est ergo malum nisi privatio boni (Contra adv. legis 15). Por ello el mal sólo puede existir realmente en el bien: es un testimonio dialéctico del ser humano de la naturaleza que late en él, pues, si aniquilara totalmente la substancialidad buena de dicha naturaleza, se disolverí­a a sí­ mismo en la nada (De civ. Dei xI 9, 22, xrii 3, xIx 12s; Etiam voluntas mala grande testimonium est naturae bonae [ibid. xt 17]).

No menos importante y decisiva para el futuro es la visión, decididamente teológica, que Agustí­n tiene de los tipos de mal. “El nombre “mal” se usa de doble manera, para aquello que el hombre hace y para aquello que sufre; lo primero es el pecado, lo segundo el castigo del pecado” (Contra Adim. Man. 26). El mal moral, lo malo, es el mal por antonomasia, el único mal (Contra Fort. 15). Pues el mal fí­sico, como castigo del pecado, es justo y bueno (De civ. Dei xii 3), es don “de la misericordia del Dios que amonesta” (ibid. iv 1). Agustí­n no cierra los ojos al dolor de los inocentes: éste sirve para la purificación y confirmación (ibid. I 8) y es una prueba de la solidaridad de destino por el -> pecado original (ibid xxiii 22). Para el mal fí­sico, especialmente en el ámbito no espiritual, busca él también una explicación natural en la “limitación de las criaturas inferiores” (Contra Secund. Man. 15): en una necesaria ordenación gradual lo particular debe servir a la perfección del todo articulado, cuya belleza se consigue por oposiciones, etc. (Conf. vir 9; De civ. Dei xvi 8).

Sin embargo, Dios no puede crear nada con el mal; su causa es únicamente “la voluntad que cae del bien inmutable al mutable, primero la del ángel, después la del hombre” (Ench. 23). La posibilidad de esto radica en la libertad del espí­ritu finito, la cual, sin embargo, constituye la preeminencia de su esencia: “El hombre, que hace el bien por decisión libre de su voluntad, es mejor que un ser bueno por necesidad” (De diversis quaestionibus 83, 2). La cuestión del porqué de la permisión fáctica del pecado sigue en pie (la solución de que incluso el alma pecadora posee dignidad mayor que todo lo no espiritual [De lib. arb. tii 12, 16, etc.] no es suficiente). Y sigue en pie precisamente de cara al principio apodí­ctico: “Es bueno que no sólo haya bien, sino también mal” (Ench. 96). Ciertamente se puede establecer hasta cierto punto a priori – en todo caso después de la permisión del mal- que Dios ha de poder y querer convertirlo en bien: bene utens et malis de malis bene facere (Ench. 27, 100; cf. De civ. Dei xxii 1; Ep. 166, 15; et in malis operibus nostris Dei opera bona sunt [De mus. vi 30]). Aunque el mal, y sobre todo lo moralmente malo, es contra la voluntad de Dios, no se desvincula completamente de ella, pues está abarcado por una indirecta voluntad permisiva (Ench. 95s; De civ. Dei xi 17, xviti 51, xxri 2; De corr. et grat. 43; Sermo 301, 5, etc.). Agustí­n se limita a insinuar cómo Dios transforma el mal en un bien mayor, (p. ej., la negación de Pedro conduce al progreso en la humildad y el conocimiento [De corr. et grat. 25; Sereno 285, 3]).

5. La visión de Agustí­n, cuyas influencias neoplatónicas fortaleció el Pseudo-Dionisio (De div. nom. iv 18-35), siguió siendo decisiva en el futuro, a pesar de excepciones como el sistema optimista emanatista de Escoto Erigena (De divis. nat. ur 6) o la concepción de Abelardo (Theol. christ. v 1321) y de Nicolás de Cusa (De ludo globi, ed. 1514: r 154) sobre el mejor de los mundos. TOMíS DE AQUINO (ST r q. 48s; S. c. G. iri 4-15; De malo), con quien coinciden en lo esencial Duns Escoto (II Sent. 26-31) y Suárez (Disp. metaph. xi 1), edifica la doctrina agustiniana del mal con rigor lógico-ontológico, tomado de la escuela de Aristóteles (Metaph. ix 9s). Esclarece el concepto clave de la permisión (ST i q. 19 ad 9; sobre su fundamentación, cf. SI i q. 48 a. 2 ad 3; pero compárese 1 Sent. 46, 1, 3 ad 6), así­ como el principio de que el bien sólo indirectamente procede “del” mal (ibid., con una ligera corrección de Agustí­n). Tomás acentúa también la deficiencia de la causa segunda, que “descarga” en la providencia (S. c. G. III 71.77).

6. En 1710 aparecen los Essais de théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l’homme et l’origine du mal de G.W. v. LEIBNiz. Con esto (según un dato epistolar de 1697) la palabra “teodicea” queda introducida en la terminologí­a filosófica y teológica (cf. Rom 3, 4s; Sal 51, 6), pasando ahora a ser un tí­tulo general para designar los esfuerzos por dar una respuesta al problema del mal. El tí­tulo indica todo el conjunto de la cuestión y a la vez el carácter problemático – en doble sentido – de la empresa de una “justificación de Dios” ante el foro de la razón humana; en lo cual Leibniz, y todaví­a Kant, no excluye consideraciones procedentes del ámbito de la teologí­a revelada (Kant define la t. como “la defensa de la sabidurí­a altí­sima del autor del mundo contra la acusación que la razón levanta contra ella fundada en los absurdos del mundo” [ed. acad. VIII 255]). Desde Leibniz la t. – en su sentido propio y estricto – se convirtió generalmente en una parte explí­cita de la doctrina filosófica de Dios. La circunstancia histórica de que en Alemania, sobre todo en el s. XVIII hasta la crí­tica de Kant, y en Inglaterra hasta mucho más tarde, estuvieran ampliamente difundidas las “teodiceas”, así­ como la densidad con que aquí­ se concentran las cuestiones acerca de Dios, del hombre y del mundo seguramente contribuyeron a que la palabra t. se usara para designar el ámbito total del conocimiento filosófico de Dios, suplantando así­ la expresión “-> teologí­a natural” la cual, ciertamente, no es muy acertada, pero era usual anteriormente y vuelve a serlo ahora.

La crí­tica de Voltaire (Candide) al optimismo de Leibniz propiamente no lo refuta, sino que descubre más bien su verdadera esencia. La vinculación de Dios por la que este mundo (nos vemos tentados a decir: faute de mieux) debe ser aceptado como el mejor posible, corresponde a la teorí­a del malum metaphysicum, una tesis que, mirada con sobriedad objetiva y abstracta, en último término afirma lo mismo (por lo menos en cierto aspecto) que el pesimismo de Schopenhauer, o que la doctrina de la impotencia del espí­ritu en el Scheler tardí­o, o que las doctrinas sobre el absurdo difundidas en la actualidad. En esa tesis se da también lo que Th. Haecker ha señalado como el obstáculo especí­ficamente occidental para una t. auténtica: la visión trágica del mundo (Schöpfer und Schöpfung [Mn 21947] 32ss), el hacer trágico lo finito como tal.

7. La teologí­a protestante acentúa que quien debe justificarse no es Dios ante el hombre, sino el hombre ante Dios (y desde él). Pero no se excluyen allí­ procesos de pensamiento de la t. cristiana (LUTERO [WA 56, 331. 21]: Dios crea el bien mediante el mal). Pero desde Zuinglio hasta K. Barth se extiende una excesiva nivelación de causación auténtica y mera permisión del mal por parte de Dios; algo parecido sucede en el bayanismo y el -> jansenismo. Para M. Flacius el mal es incluso la realidad del hombre caí­do.

Aisladamente se anuncian voces católicas contra la supuesta eliminación de la realidad del mal interpretado como privación: CAYETANO (COMM. ad ST I-II q. 71 a. 6; q. 72a. 7) y en el s. p. ej., J. Kuhn y H. Klee; Lamennais (Esquise d’une philosophie II 1, 4) renueva la concepción de Leibniz sobre el “mal metafí­sico”. Hacia la “solución” del problema de la t. que aporta la redención por Cristo (W. TRILLHAAS: RGG3 vi 746) lleva la teologí­a escolástica en la disputa sobre el motivo de la encarnación (p. ej., DE LUGO, De incarnatione 7, 2, 13); en la actualidad piensa en esa lí­nea ante todo KARL BARTH (KD iiI/1 418-476).

III. La cuestión permanente
Las respuestas, decí­amos, pertenecen aquí­ al resultado. ¿Qué resultado se ha deducido?
1. Los intentos de la t. en el pensamiento moderno quedan subsumidos en el optimismo o en el pesimismo. A ambos es común el presupuesto: el mal no puede impedirse; pero es distinta la fundamentación. Para el optimismo el mal viene dado con las estructuras internas del mundo como condición necesaria de un todo con valor superior. Esta relativación y “mediatización” plena del mal desplaza y desvirtúa la t. hacia la cosmodicea. Ciertamente es válida la indicación – ampliamente contenida en la tradición – de que gran parte del mal fí­sico tiene sentido y utilidad inmanente dentro del orden concreto del mundo (p. ej., como momento inevitable de la -> evolución; cf. también la función de alarma del dolor; pero desde mucho tiempo se ha preguntado si no cabe hablar aquí­ de un dolor sin sentido). ¿Pero qué pasa entonces con ese orden mismo del mundo? La valoración de este mundo como el mejor de los posibles fracasa por motivos filosóficos y teológicos. La perfección del mundo material es siempre superable. Y el ignorar el sello que el pecado original pone en este mundo, y que seguramente se manifiesta también en la deficiencia constitucional de la realidad, debe en todo caso ontologizar – y con ello desvirtuar – aquel mal añadido (fí­sico) que es consecuencia de la culpa y, además, la culpa, lo malo mismo.

En oposición a esta desvirtuación del mal, el pesimismo lo exagera y le da un carácter absoluto. Así­ hay aquí­ un monismo extremo que hace del mal un principio universal negativo; o bien una concepción dualista que ve en el mal un segundo principio o momento originario malo, o lo entiende como una limitación del poder divino que parece inevitable para dejar a salvo la bondad de Dios. Tal inversión o vaciamiento del concepto de Dios deja sin objeto a una t. propiamente dicha. Toda hipostatización del mal queda desmentida por la prioridad de lo verdadero, bello y hermoso frente a cualquier dato contrario, prioridad que es propia ; esencial del decir, pensar y valorar humanos y que se atestigua también en la determinación fundamental del mal y del pesimismo. Precisamente el pesimismo, cuya forma más decidida eleva el mal a la condición de una originaria voluntad mala, prueba que el centro de la t. es el problema del mal – es decir, formulado teí­sticamente – el de la permisión del pecado. De todos modos, la interpretación pesimista del mal, como ineludible situación que marca el destino mundano del hombre (la “visión trágica del mundo”), puede abrir una comprensión profundizada de la lí­nea histórico-salví­fica o cristológica de la t. cristiana, o sea, frente al individualismo moderno (también en el campo moral), puede descubrir “el pecado del mundo” (P. SCHOONENBERG: MySal II 886-898 928-938).

2. El hombre particular entra en un ámbito de poder del -> pecado, en una constitución “hamartiológica” de este mundo, que la teologí­a de -> Pablo presenta como repercusión del primer pecado del hombre en el mundo. Si se puede suponer que, en el obligatorio estado original del hombre, la salud pura y plena de su naturaleza debí­a ser el (cuasi) sacramento de su santidad en la gracia, consecuentemente después del pecado, que junto con la santidad destruyó también la salud, lo natural no sano debió convertirse necesariamente en efecto y signo de la falta de salud y de gracia en este estado del mundo en cuanto está sin Cristo. Así­ el mundo, en la medida en que está afectado por la caí­da, se hace también sacramentum diaboli. Puesto que lo sano en paz y alegrí­a, como sacramento inmediato de la salvación, quedó desacreditado por el abuso pecador de ello, la redención del pecado sólo pudo realizarse y expresarse en la realidad contraria de lo no santo, en el dolor y la -> muerte. Aquí­ se muestra el sentido necesariamente misterioso de la cruz de Cristo. La ambivalencia del mal fí­sico por causa del pecado original (como resultado de la naturaleza finita y material y al mismo tiempo como destino en que se expresa el pecado) es elevada por la acción libre e histórica de la redención a la sacramentalidad – hecha uní­voca por esta mediación histórica – de la nueva salvación (cf. W. KERN: GuL 32 [1959] 58s; J. TERíN DUTARI: ZKTh 88 [1966] 283-314).

3. Con ello el problema del mal y el de la t. son llevados a extremos inconcebibles. La cruz de Cristo como consecuencia del pecado hace palidecer toda versión trágica de tipo metafí­sico. Sin embargo, precisamente esa agudización infinita es la “solución”: el problema del pecado del hombre se transforma en el mysterium – o skandalon – del -> amor de Dios. Así­ como el pecado es el fundamento externo de la cruz (in ordine executionis), del mismo modo la cruz es el fundamento interno de la permisión del pecado (in ordine intentionis).

Nos atrevemos a la siguiente comparación. El amor entre hombres, por la crisis y la catástrofe de la claudicación de una parte y por el perdón de la otra parte con que se supera la claudicación, recibe una profundidad e interioridad cualitativamente nuevas, la singular e indulgente “aurora” del amor redimente y redimido, cosa que sólo se hace real por la libre voluntad de amor del inocente, pero no serí­a posible sin la culpa precedente. De modo parecido Cristo “tuvo que ser” (cf. Lc 24, 26) la revelación encarnada del amor de Dios en tal forma que él, haciéndose pecado y maldición por el hombre, lo creara de nuevo desde el pecado como superación del mal a través del amor paciente y redentor, crucificado, que así­ actúa y se atestigua como poder infinito.

La dimensión “hamartiológica” del mal es vencida en el hecho (“staurológico”) de la cruz de Cristo: como la muerte del hombre en la muerte de Dios (AGUSTíN (In Io. Evang. 12, 10; cf. Sermo 350, 1]: “Matado por la muerte [como hombre], él [Dios bajo el ser humano] mató la muerte”). El credo pascual de la feliz culpa tiene fundamento bí­blico en la alabanza paulina del poder de la gracia, superior al poder del pecado (Rom 5, 20s; excluyendo la conclusión precipitada de una mí­stica del pecado: Rom 3, 8; 6, 1). El texto evangélico decisivo para el concepto clave de la permisión es la parábola del hijo pródigo (Lc 15, 11-32; cf. entre otros lugares Lc 7, 36-50; Jn 12, 24s; 2 Cor 12, 9).

En el fondo la realidad de Cristo ha suprimido ya la realidad contraria del pecado, por cuanto la ha superado recapitulándola (es decir, repitiéndola y consumándola). El “optimismo” cristiano, que cree en el poder del amor de Dios, quiere con Cristo no dejar de lado cualquier pesimismo experimental, sino soportarlo activamente y transformarlo en la resurrección. El problema del mal coincide – y muestra así­ su verdadero rango (mucho más allá del logro de la virtud individual: paciencia sacada “de” la persecución o arrepentimiento sacado “del” pecado) – con la cuestión del motivo de la encarnación redentora de Dios en Cristo.

4. En el planteamiento del problema de la t. no basta la respuesta filosófica formal, apriorista, de que el mal debe ser compatible con el Dios infinitamente poderoso, sabio y bueno. Se requiere además el esfuerzo por una respuesta material, con contenido, o sea histórica (históricamente experimentable); es decir, se requiere una respuesta teológica (dada por Dios mismo). Pero no se puede desconocer la naturaleza de la “solución” buscada. Esta nunca puede ser meramente “teorética”.

Lo que acabamos de decir acerca de la cruz no puede hacernos olvidar que la culpa – incluso como perdonada y precisamente a la luz de este perdón – se muestra siempre como aquello que no debe ni puede ser. No puede hacernos olvidar que el amor no necesita jamás de ella (¡qué clase de amor serí­a éste!), sino que la victoria del amor sobre la culpa consiste precisamente en su descubrimiento como tal, es decir, como lo absolutamente nulo: nulo como contrario y absurdo, y nulo también como inoperante, o sea, sin sentido bajo cualquier acepción de la palabra. Sólo así­ la culpa permanece culpa, sin interpretaciones que la transformen, sólo así­ lo malo y el mal son tomados como lo que son.

Y, a pesar de todo, el amor alcanza precisamente así­ (en vistas al mal) una nueva dimensión. Lo absurdo (sin posibilidad de justificación por sí­ mismo) es puesto al servicio de lo que tiene sentido. Por consiguiente, también aquí­, como tantas otras veces,en último término hemos de mantener firmemente el “hecho” de la compatibilidad de datos que aparecen como opuestos, sin una visión totalmente satisfactoria del “cómo”. Sin embargo, el problema de la t. no puede caer en el cí­rculo existencial que precisamente hoy amenaza: el mal que hoy se impone a la experiencia no permite ver con claridad persuasiva la existencia de aquel Dios que debe iluminar la sombra de ese mal.

Como respuesta a la prueba experimental mencionada al principio (r), hay que remitir a experiencias de sentido igualmente indiscutibles. Cómo aquí­ no se trata de un cálculo para decidir la alternativa “optimismo-pesimismo”, se desprende de la esencia peculiar de tal experiencia (-> sentido). En todo caso la estructura oscilante y de esperanza de esta experiencia debe resaltarse más claramente que hasta ahora. Se debe tener conocimiento de la tradición agustiniana y medieval en general, que, por ej., quiere integrar de algún modo en un sentido total la condenación real de ángeles y hombres, así­ por ejemplo, para alabanza de la justicia punitiva de Dios. Eso ha de tomarse en consideración sin arrogancia, pero también sin un ulterior compromiso especulativo. Un total esclarecimiento teórico del mal nos cerrarí­a precisamente aquel sentido de su existencia que de algún modo podemos presentir. Comprendiendo de tal manera no se habrí­a entendido lo que precisamente se querí­a comprender: el mal como pregunta permanente.

Pues, efectivamente, si aquí­ la respuesta pertenece al resultado, eso debe decirse también sobre la respuesta de cada uno a las respuestas pensadas anteriormente. Y esta respuesta es, en último término, no sólo aquel compromiso que actúa en todo conocer y experimentar (como actuatio del cognoscens y de lo cognitum in actu), sino también una esperanza prácticamente activa en el sentido usual de la palabra. El mal es una llamada a la acción. Con ello la cuestión del mal no queda resuelta, permanece (principalmente para aquel a quien no se oculta su propia parte de culpa en el dolor del mundo). Pero así­ como tal acción sólo es posible en la esperanza, no en la desesperación plena; a la inversa, sólo hay verdadera -> esperanza ante el mal como esperanza activa (paciente) y luchadora.

Si hay cuestiones que no quieren ser “respondidas”, sino vividas (R. Guardini), una de esas preguntas es el problema de la t. Aquí­ el curso del pensamiento hace retornar a la reflexión “staurológica” (III, 3), no en el sentido de una respuesta que zanja la cuestión, sino como una audición de la pregunta permanente. Así­ la pregunta permanece como llamada: a la acción y a la esperanza (“contra toda esperanza” [Rom 4, 18]) más allá de nuestras obras. Lo que sana el mal y lo malo es el amor.

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Walter Kern – Jörg Splett

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

(Griego, zeos, «Dios» y dikē, «justicia»). Término tomado del título de una obra de Leibnitz, titulado: Essais de Théodicee sur la bonté de Dieu, la liberté de l’homme, et l’origene du mal (Ensayos de teodicea acerca de la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal). Pertenece al ámbito de la teología o filosofía, y dedicada a la vindicación de la bondad de Dios y su justicia a pesar de la existencia del mal.

Leibnitz mantuvo un punto de vista optimista. Entiende que éste es el mejor de los mundos posibles. Dios como bueno no puede querer traer a la existencia un universo menos beneficioso que cualquier otro universo posible. El error de este punto de vista es doble: (1) presume, sin justificación, que el bien natural más grande de la creación es la meta más alta que Dios pudo haber tenido al crear el universo; (2) limita el poder de Dios.

Esta opinión optimista ha sido abandonada por los filósofos siendo reemplazada por definiciones más escépticas, como que el mal es bueno en sí mismo, o que el mal proviene de algo dentro de Dios que él es incapaz de superar. Ninguna de estas teodiceas es satisfactoria.

La Biblia no intenta justificar a Dios. Está claro que él es absolutamente soberano y que él ha querido la existencia tanto del bien como del mal y que todo ello es para su propia gloria. El sacrificio de Cristo no da al creyente humilde una solución, sino una respuesta satisfactoria. Debe haber una buena razón para permitir el mal, pero esto no implica un defecto en Dios o en su benevolencia. Si hubiera habido algún defecto en él, difícilmente habría enviado a su Único Hijo, el cual era más valioso que todos los mundos, para salvar a uno (R.L. Dabney, Theology, Presbyterian Committee of Publication, Richmond, Va., 1927).

Morton H. Smith

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (596). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

Etimológicamente considerada, la Teodicea (theos dike) significa la justificación de Dios. El término fue introducido en filosofía por Leibniz, quien, en 1710, publicó una obra titulada: “Essais de Théodicée sur la bonté de Dieu, la liberté de l’homme et l’origine du mal”. La finalidad del ensayo era mostrar que el mal en el mundo no está en conflicto con la bondad de Dios, que, de hecho, no obstante sus muchos males, el mundo es el mejor de todos los mundos posibles (ver OPTIMISMO). El problema del mal (ver MAL) ha absorbido desde las épocas más antiguas la atención de los filósofos. El bien conocido escéptico Pierre Bayle ha negado en su “Dictionnaire historique et critique” la bondad y omnipotencia de Dios por los sufrimientos experimentados en esta vida terrena. La “Théodicée” de Leibniz se dirigía principalmente contra Bayle. Imitando el ejemplo de Leibniz otros filósofos llamaron entonces a sus tratados sobre el problema del mal “teodiceas”. Como en un tratamiento completo de la cuestión las pruebas tanto de la existencia como de los atributos de Dios no pueden ignorarse, todo nuestro conocimiento de Dios fue gradualmente introducido en el dominio de la teodicea. Así la teodicea llegó a ser un sinónimo de teología natural (theologia naturalis), esto es, la parte de la metafísica que presenta pruebas positivas de la existencia y atributos de Dios y resuelve las dificultades que se le oponen. La teodicea, por tanto, puede definirse como la ciencia que trata de Dios mediante el ejercicio de la sola razón. Es ciencia porque ordena sistemáticamente el contenido de nuestro conocimiento sobre Dios y demuestra, en el sentido estricto de la palabra, cada una de sus proposiciones. Pero apela a la naturaleza como única fuente de pruebas, mientras que la teología explica nuestro conocimiento de Dios en cuanto sacado de las fuentes de la revelación sobrenatural.

La primera y más importante tarea de la teodicea es probar la existencia de Dios. Se presupone, por supuesto, que se puede conocer lo suprasensible y que se pueden trascender los límites de la pura e inmediata experiencia. La justificación de esta presunción debe ser suministrada por otras ramas de la filosofía, por ejemplo, la criteriología y la metafísica general. El carácter naturalmente demostrable de la existencia de Dios fue siempre aceptado por la mayoría de los teístas. Hume y Kant fueron los primeros en despertar en las mentes de los aspirantes a teístas serias dudas sobre este punto. No es que estos filósofos presenten ninguna sólida razón contra los largamente probados argumentos a favor de la existencia de Dios, sino porque en sus sistemas es imposible la prueba científica de la existencia de un ser sobrenatural. Entonces se buscaron nuevas vías de fundamentar el teísmo. La escuela escocesa dirigida por Thomas Reid enseñaba que el hecho de la existencia de Dios se acepta por nosotros sin conocimiento de razones sino simplemente por un impulso natural. Que Dios existe, decía esta escuela, es uno de los principales principios metafísicos que aceptamos, no porque sean evidentes en sí mismos o porque puedan ser probados, sino porque el sentido común nos obliga a aceptarlos. En Alemania la escuela de Jacobi enseñaba que nuestra razón es capaz de percibir lo suprasensible. Jacobi distinguía tres facultades: sentido, razón y entendimiento. Tal como el sentido tiene inmediata percepción de lo material, la razón tiene inmediata percepción de lo inmaterial, mientras que el entendimiento lleva estas percepciones a nuestra conciencia y las une una con otra (Stöckl, “Geschichte der neueren Philosophie”, II, 82 y ss.). La existencia de Dios, entonces, no puede probarse – Jacobi, como Kant, rechazaba el valor absoluto del principio de causalidad – debe sentirse por la mente. En su “Emile”, Jean-Jacques Roussseau afirmaba que cuando nuestro entendimiento medita sobre la existencia de Dios no encuentra nada sino contradicciones; sin embargo, los impulsos de nuestro corazón son de más valor que el entendimiento, y estos proclaman claramente para nosotros las verdades de la religión natural, por ejemplo, la existencia de Dios, la inmortalidad del alma, etc. La misma teoría fue defendida en Alemania por Friedrich Schleiermacher (muerto en 1834), que daba por supuesto un sentido religioso interior por medio del cual sentimos las verdades religiosas. Según Schleiermacher, la religión consiste solamente en esta percepción interior, y las doctrinas dogmáticas no son esenciales (Stöckl, loc. cit., 199 y ss.). Casi todos los teólogos protestantes que aún no se han hundido en el ateísmo siguen los pasos de Schleiermacher. Generalmente enseñan que la existencia de Dios no puede demostrarse; la certeza sobre esta verdad sólo se nos suministra por experiencia interior, sentimiento y percepción.

Como es bien sabido los modernistas también niegan que sea demostrable la existencia de Dios. Según ellos sólo podemos conocer algo de Dios por medio de la inmanencia vital, esto es, en circunstancias favorables la necesidad de lo Divino que duerme en nuestro subconsciente se hace consciente y despierta ese sentimiento religioso o experiencia en la que Dios se revela a nosotros (ver MODERNISMO). En condena de esta opinión, el juramento contra el Modernismo formulado por Pío X dice: “Deum … naturali rationis lumine per ea quae facta sunt, hoc est per visibilia creationis opera, tanquam causam per effectus certo cognosci adeoque demostrari etiam posse, profiteor”, esto es, declaro que a la luz natural de la razón, Dios puede ser ciertamente conocido y por tanto demostrada su existencia a través de las cosas creadas, esto es, a través de las obras visibles de la creación, como la causa es conocida por sus efectos.

Hay, sin embargo, otra clase de filósofos que afirman que las pruebas de la existencia de Dios presentan en realidad una probabilidad bastante amplia, pero no certeza absoluta. Siempre queda, dicen, un cierto número de puntos oscuros. Para vencer estas dificultades es necesario o bien un acto de la voluntad, o una experiencia religiosa, o el discernimiento de la miseria del mundo sin Dios, de tal modo que finalmente el corazón es el que toma la decisión. Esta opinión es mantenida, entre otros, por el destacado estadista inglés Arthur Balfour en su libro, muy leído, “Los fundamentos de la fe” (1895). Las opiniones expresadas en esta obra fueron adoptadas en Francia por Brunetière, el editor de la “Revue des Deux Mondes”. Muchos protestantes ortodoxos se expresan de la misma manera, como por ejemplo, el Dr. E.

Dennert, presidente de la Sociedad Kepler, en su obra “Ist Gott tot?” (Stuttgart, 1908). Indudablemente debe concederse que para la percepción de las verdades religiosas la actitud mental y la disposición son de gran importancia. Como las cuestiones aquí consideradas son de las que penetran profundamente en la vida práctica y sus soluciones no son claramente evidentes, la voluntad puede adherirse a las dificultades que se oponen y así impedir al entendimiento llegar a una reflexión objetiva y tranquila. Pero es falso decir que el entendimiento no pueda eliminar toda duda razonable sobre la existencia de Dios, o que la inclinación subjetiva del corazón es una garantía de la verdad, incluso aunque no haya evidencia que se base en hechos objetivos. Esta última opinión abriría ampliamente la puerta a la extravagancia religiosa. No es, por tanto, un exceso de intelectualismo pedir que las verdades que sirvan como fundamento racional de la fe se prueben de manera estricta.

Incluso en las épocas más antiguas hubo quienes negaban que la existencia de Dios pudiera probarse de manera absoluta por el entendimiento solo, y buscaban refugio en la Revelación. En su “Summa contra Gentiles” (I, c. xii), Santo Tomás se refiere a tales razonadores. En una fecha posterior esta opinión fue encabezada por los nominalistas Guillermo de Occam y Gabriel Biel, tanto como por los Reformistas; los Jansenistas exigían la ayuda especial de la gracia. En el siglo XIX los Tradicionalistas (ver TRADICIONALISMO) afirmaban que sólo cuando algunos vestigios de la revelación original alcanzaban al hombre éste podía deducir con certeza la existencia de Dios. El Dr. J. Kuhn, antiguo profesor en Tübingen declara que el reconocimiento neto de la existencia de Dios requiere un alma pura sin mancha de pecado. El Ontologismo se colocaba en el otro extremo y afirmaba el conocimiento inmediato de Dios. San Anselmo ofreció una prueba a priori de la existencia de Dios. Esto, sin embargo, se ha rechazado siempre y correctamente por la mayoría de los filósofos católicos, pese a las modificaciones mediante las que Duns Scoto, Leibniz y Descartes pretendieron salvarlo (cf. Dr. Otto Paschen, “Der ontologische Gottesbeweis in der Scholastik”, Aquisgrán, 1903; M. Esser, “Der ontologische Gottesbeweis und seine Geschichte”, Bonn, 1905). Con respecto a las diversas pruebas a posteriori de la existencia de Dios véase el artículo aparte.

Recientemente se ha suscitado una disputa sobre si hay un cierto número de pruebas de la existencia de Dios o si todas ellas no son sino meramente partes de una misma prueba (cf. Dr. C. Braig, “Gottesbeweis oder Gottesbeweise?”, Stuttgart, 1889). Es cierto que siempre llegamos a Dios como la causa, el fundamento último de toda existencia, y así sigue constantemente como guía el principio de razón suficiente. Pero el punto de partida de las pruebas individuales varía. Santo Tomás las llama acertadamente (Summ. theol., I, Q. ii, a.3) Viæ, esto es, caminos para la aprehensión de Dios, que desembocan todos en la misma carretera principal.

Después de demostrar la existencia de Dios, la teodicea investiga la cuestión relativa a su naturaleza y atributos. Estos últimos son en parte absolutos (quiescentia) y en parte relativos (operativa). A la primera clase pertenecen la infinitud, la unidad, la inmutabilidad, la omnipresencia y la eternidad; a la segunda clase el conocimiento, la volición, y la acción de Dios. La acción de Dios incluye la creación, el mantenimiento y el gobierno del mundo, la cooperación de Dios con la actividad de la criatura, y la realización de milagros. El entendimiento nos proporciona abundante conocimiento sobre Dios, aunque nos permite sólo débiles destellos de su esencial grandeza y belleza. Pues no se debe olvidar una cosa, a saber, que todo nuestro conocimiento de Dios es incompleto y análogo, esto es, se forma a partir de nociones que hemos deducido de las cosas creadas. De ahí que mucho siga siendo oscuro para nosotros, como por ejemplo, cómo la inmutabilidad de Dios se armoniza con su libertad, y cómo conoce Él el futuro. Pero la inadecuación de nuestro conocimiento no justifica la aserción de los agnósticos de que Dios es incognoscible y que por consiguiente cualquier intento como el de la teodicea no da razón sobre sus atributos y nuestras relaciones con Él están condenadas al fracaso (ver AGNOSTICISMO).

Fuente: Kempf, Constantine. “Theodicy.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 14. New York: Robert Appleton Company, 1912.
http://www.newadvent.org/cathen/14569a.htm

Traducido por Francisco Vázquez

Fuente: Enciclopedia Católica