TEOLOGIA FUNDAMENTAL

(v. ciencia y fe, cristianismo, Jesucristo, notas de la Iglesia unidad, santidad, catolicidad, apostolicidad)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Disciplina teológica que estudia el acontecimiento de la revelación y su credibilidad a fin de ofrecer al creyente las razones que motivan su opción de fe y presentar a quienes no comparten su misma profesión de fe las razones para poder creer. La historia de la teologí­a fundamental puede considerarse como reciente o como antigua según el punto de partida que se adopte. Si se la considera en relación con la apologia, hunde sus raí­ces en los mismos textos neotestamentarios (1 Pe 3,15) y en los diversos escritos de los Padres de la Iglesia de los primeros siglos; si se la ve en relación con la apologética, habrá que retrasar más bien su génesis hasta el siglo XVI, cuando surgen los primeros tratados que inauguran la nueva ciencia que tiende a defender la ortodoxia de la fe católica; finalmente, si se la valora en relación con su configuración actual, tiene su origen en la renovación teológica anterior al Vaticano II y encuentra su oficialización, incluso semántica, en el documento Sapientia christiana del 29 de abril de 1979.

No es posible hacer una división clara entre estos momentos ni se justifica su separación; la teologí­a fundamental actual se ha ido desarrollando progresivamente, ha evolucionado su método y el contenido de su investigación, procurando ser fiel al papel especí­fico que la hace existir: dar razón de la fe. Por tanto, es necesario que la teologí­a fundamental actual sea considerada en una dinámica evolutiva que, a partir de 1 Pe 3,15, ha ido alcanzando a las diversas instancias culturales hasta nuestros dí­as.

No es fácil determinar el origen del nombre ” teologí­a fundamental”. según algunos, aparece por primera vez en 1859 en la obra de J N. Ehrlich; según otros, se remonta a unos decenios antes. Por lo que ha descubierto nuestra investigación, se puede relacionar con la obra de Y. Pichler, que en 1713 escribe una Controversia fundamentalis et generalis. Más allá de estas clasificaciones, la teologí­a fundamental aparece cada vez más frecuentemente en los tí­tulos de la primera mitad del siglo XIX, al lado del nombre de “apologética”, hasta que llegó a suplantarlo definitivamente.

En su identidad de teologí­a fundamental ha conocido a lo largo de los siglos algunas transformaciones que se pueden reducir a los “modelos” que clasificamos de este modo: apologético, dogmático, formal, polí­tico, semiológico. Esta clasificación puede ser sustituida por otras más extensas o más restringidas: esto depende, bien sea de la lectura que se haga sobre la identidad de la teologí­a fundamental , o bien del carácter especí­fico de sus contenidos; de todas formas, los “modelos†, no constituyen otras tantas ” teologí­as fundamentales †œ, sino más bien diferentes maneras , de articular la misma disciplina.

Se percibe una ulterior distinción en la propuesta de K. Rahner, que distingue entre una Fundamentaltheologie (teologí­a fundamental) y una Fundamentale Theologie (teologí­a de los fundamentos). Rahner -que en el momento en que establecí­a esta distinción conocí­a la “teologí­a fundamental” como la apologética de los manuales- piensa que, además de una teologí­a fundamental que recupere los datos de la revelación, es necesaria una teologí­a de los fundamentos, es decir, la elaboración de una serie de categorí­as cognoscitivas a priori capaces de permitir el conocimiento del misterio salví­fico.

Lo que se considera necesario para la identificación de la teologí­a fundamental es un doble componente que sea capaz de proponer de manera significativa las razones de la fe cristiana.

Pensamos, por consiguiente, que hay que distinguir dos funciones dentro de una única estructura: dogmática y apologética.

La dimensión dogmática es prioritaria, ya que a la luz de la fe se comprende el acontecimiento de la revelación como el acto mediante el cual Dios mismos elige, en su libertad, entrar en comunicación con la humanidad. Puesto que se defiende el carácter teológico de la disciplina, es evidente que este elemento es esencial para toda la reflexión del teólogo fundamental. En esta perspectiva, corresponde a la teologí­a fundamental presentar el acontecimiento de la revelación, que desde su nacimiento se desarrolla dinámicamente hacia la persona de Jesús de Nazaret, “mediador y plenitud” (DV 2), el cual ” cumple Y completa la revelación” (DV 4), porque imprime en ella su mismo testimonio de Dios. Por tanto, el principio crí­stico sigue siendo el eje central de este momento; pero tiene que ser asumido en toda su globalidad, lo cual implica la tensión teocéntrica en la presentación de la revelación. En esta misma perspectiva, la teologí­a fundamental aglutina las tesis necesarias para la comprensión de la Iglesia en cuanto mediación de la revelación y de su ví­nculo con el Jesús revelador; forman también parte de esta lectura los estudios sobre el desarrollo de la revelación en su tradición eclesial.

La dimensión apologética estudia la credibilidad presente en el acontecimiento de la revelación. La persona de Jesucristo, en cuanto Dios en medido de los hombres, lleva consigo los motivos de credibilidad; éstos, sin embargo, necesitan ser comprendidos por la reflexión especulativa, que busca la verdad para que la adhesión a la revelación pueda ser plenamente personal. Al insertarse en las adquisiciones que consigue el progreso del conocimiento humano y al valorar las provocaciones que afectan al sentido fundamental de la existencia, la teologí­a fundamental en esta dimensión apologética intenta alcanzar las razones que pueden obrar sobre cada uno para descubrir la verdad de la revelación y el significado profundo que ésta reviste en la pregunta sobre el sentido. La perspectiva apologética está a su vez determinada por el carácter teológico de la investigación; no se sitúa fuera del horizonte de la fe que busca la inteligencia, sino que se caracteriza por señalar aquellas razones universales que permiten a la fe presentarse como un saber propio que, en virtud de su naturaleza, busca y tiende a la plenitud de sí­ mismo. En esta dimensión se estudia además todo lo que lleva consigo la respuesta de la persona a la revelación, de manera especial su acto de creer y cómo éste puede expresarse dentro del respeto debido al doble elemento: de la gracia y de la libertad personal.

Lo que se intenta defender es la unidad esencial que debe mantenerse dentro de la teologí­a fundamental entre las dos dimensiones o funciones; no se trata de dos disciplinas, sino de dos modos diversos de articular la misma disciplina. Una reflexión dogmática privada de la dimensión apologética correrí­a el riesgo de hablar tan sólo al creyente y serí­a incomunicable para el que no conoce la fe; del mismo modo, la dimensión apologética privada del elemento dogmático correrí­a el riesgo de comunicar solamente las razones universales, sin poder alcanzar a la historicidad del acontecimiento.

La teologí­a fundamental se cualifica además por el destinatario al que se dirige, que determina su naturaleza y su misma investigación cientí­fica. A diferencia de otras disciplinas teológicas, la teologí­a fundamental nace en referencia a quien no comparte la misma profesión de fe, al “otro† en la fe. En virtud de ese destinatario, articula su investigación e imprime a sus argumentaciones un carácter especí­fico de referencia histórica, cultural, religiosa y eclesial. En este sentido, es necesario añadir que la teologí­a fundamental posee una metodologí­a que la diferencia de otras disciplinas teológicas.

En cuanto disciplina que estudia el acontecimiento fundador de la revelación y su credibilidad y que se interroga sobre el porqué de la fe, la teologí­a fundamental se convierte a pleno titulo en la disciplina de los “fundamentos’†œ de la fe y por tanto de la reflexión que se hace sobre la fe y a partir de ella: la teologí­a. Corresponde, así­ pues a la teologí­a fundamental la tarea de buscar una epistemologí­a, para que sea capaz de presentar en el organigrama cientí­fico e interdisciplinar los principios de su saber y la comunicabilidad de sus datos.

R. Fisichella

Bibl.: F Ardusso, Teologí­a fundamental, en DTl, 1, 187-210: AA. VV , Teologí­a fundamental, en DTF, 1437-1471; R. Fisichella, La revelación: evento y credibilidad Sí­gueme, Salamanca 1989; Introducción a la teologí­a fundamental, Verbo Divino, Estella 1993; H. Fries, Teologí­a fundamental, Herder, Barcelona 1987; R. Sánchez Chamoso, Los fundamentos de nuestra fe, Sí­gueme, Salamanca 1981.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Historia: 1. De los orí­genes a la reforma; 2. De la reforma a nuestro tiempo. II La constitución de la teologí­a fundamental: 1. La formación de la apologética; 2. De la apologética a la teologí­a fundamental; 3. La dialéctica entre la apologética y la fundamental. III. La teologí­a fundamental hoy: 1. La crí­tica bí­blica: un nuevo concepto de revelación y religión; 2. Secularidad: la especificidad creyente y las tareas humanas. IV. La realización de la teologí­a fundamental: 1. Los diversos acentos y estilos; 2. La convicción de la fe;,3. La comunicación de la fe.

Toda disciplina es hoy, como Aristóteles decí­a de la metafí­sica, “ciencia que se busca”. Pero la teologí­a fundamental lo es con intensidad muy especial. La razón principal es que se mueve, por í­ntima constitución, en dos frentes diversos y cambiantes a su vez: la fe, que tiene que vivir en la historia, y la cultura, ante la cual debe asegurar su validez y cuidar su significatividad. Encima, a causa del cambio cultural introducido por la modernidad, estas dos últimas notas -validez y significatividad- han adquirido tal urgencia y afectan de tal modo a todas las verdades de la fe que hoy se admite casi unánimemente algo que hace años dijera K. Rahner: en realidad, es la entera teologí­a la que tiene que hacerse, de algún modo, fundamental.

Esto supone, sin duda, un fuerte desafí­o, como lo muestra la crisis de fe que afecta a una gran parte de nuestra cultura. Pero constituye también una oportunidad, en cuanto que obliga a volver a las raí­ces, a los manantiales vivos de la experiencia religiosa. De hecho, la intensificación actual de la tensión permite ver con más claridad la estructura permanente. Una religión que desde el principio se interpreta como universal, es decir, con valor para todos, en cualquier parte y para siempre (“Id, pues, y haced discí­pulos mí­os en todos los pueblos” [Mt 28,191), necesita desplegar las razones en que apoya su pretensión. Cosa que, además, es exigida por su carácter de oferta libre, pues serí­a indigno, no sólo del hombre, sino de Dios mismo, postular una aceptación ciega o una adhesión forzada (desgraciadamente la historia muestra que se trata de una tentación real).

Dada la profundidad de las cuestiones en juego, hay que contar con una relación compleja, con esa circularidad dialéctica que afecta a todo lo profundamente humano: la experiencia viva de la fe necesita y busca las razones que la fundamenten, profundicen y aclaren -intellige ut credas, “entiende para creen” (san Anselmo)-, a la vez que las razones encuentran su verificación y realización plena en la fe que las suscita y alimenta -crede ut intelligas, “cree para entender” (san Agustí­n)-. El carácter fronterizo de la teologí­a fundamental, en permanente tensión e intercambio entre fe y razón, religión y cultura, filosofí­a y teologí­a, tiene aquí­ su fundamento. Lo cual explica tanto su dificultad y sus oscilaciones como su interés y su viveza1.

I. Historia
1. DE LOS ORíGENES A LA REFORMA. Como era de esperar, la conciencia de esta necesidad está presente desde el comienzo, ayudada, sin duda, por la posición marginal en que nació el cristianismo: sin poder coactivo y en un medio más bien hostil, le quedaba sólo la fuerza de la convicción.

a) Por eso aparece ya en la Escritura. San Pablo lo refleja muy bien en un texto famoso: “Nosotros anunciamos a Cristo crucificado, escándalo para los judí­os y locura para los paganos” (1Cor 1,23). Ahí­ se perfilan ya los dos frentes donde habrá de moverse siempre la teologí­a fundamental: como oferta religiosa concreta, el cristianismo ha de entrar en diálogo con las otras religiones, en confrontación clara y respetuosa a la vez de coincidencias y discrepancias; como oferta humana, la fe tiene que contar con los interrogantes, dificultades y aun alternativas de la razón, tratando de mostrarle que, a pesar de todo, coincide con lo mejor de ella misma.

Otro texto clásico se expresa de manera directa: “[Estad] dispuestos siempre a contestar a todo el que os pida razón de vuestra esperanza; pero hacedlo con dulzura y con respeto” (1Pe 2,15-16). Si se tiene en cuenta que “dar razón” (logon didonai) era una expresión cargada de significado, incluso como modo de referirse a la función filosófica2, se comprende que aquí­ se insista con vigor en el indispensable papel del esfuerzo reflexivo de la razón. Al mismo tiempo la referencia a la “esperanza” y la recomendación de “dulzura y respeto” perfilan bien el estilo vital y el clima religioso.

Por lo demás, contra ciertos tópicos antiintelectualistas, conviene notar que, junto a la insistencia práctica y vivencial, en el Nuevo Testamento hay una preocupación constante por esta función intelectual. Al comienzo de su evangelio, Lucas le dice a Teófilo que escribe “para que conozcas el fundamento de las enseñanzas que has recibido” (Lc 1,4); y al final del suyo, Juan aclara que los signos seleccionados “han sido escritos para que creáis que Jesús es el mesí­as” (Jn 20,31). Y cabe hacer, sobre todo en san Pablo, una pequeña antologí­a de textos en los que emerge una viva preocupación tanto apologética (“capaces de deshacer las acusaciones y toda altanerí­a que se levante contra el conocimiento de Dios, de someter todo entendimiento a la voluntad de Cristo” [lCor 10,4-5]) como más positivamente misionera (“lo que veneráis sin conocerlo, eso es lo que yo os vengo a anunciar” [He 17,23]).

b) En los Padres, por su encuadramiento en la cultura griega, la preocupación se hace ya sistemática, hasta el punto de que un grupo muy importante de ellos es conocido como el de los apologistas. Y resulta significativo que, también en este comienzo, se perfilen ya dos actitudes que serán perennes en la historia, como aspectos constitutivos y complementarios en la fundamentación de la fe. 1) Hay una tendencia conciliadora, que tiende a ver la continuidad entre la fe y la cultura, buscando ante todo el enganche positivo de la intención de la primera con lo mejor de la segunda. Así­, Justino y, en general, la escuela de Alejandrí­a, que ven “semillas del Verbo” (los famosos logoi spermatikoi) en todo logro positivo; hasta el punto de que Clemente llega a considerar la filosofí­a como el “antiguo testamento” de los griegos (Stromata 1, 5, 28). 2) A su lado está la tendencia excluyente, que, como en Taciano y Tertuliano, acentúa la oposición, pues piensa que “nada hay en común entre Atenas y Jerusalén”3. En general, los grandes autores -piénsese en Ireneo, Orí­genes, Agustí­n- lograron un equilibrio admirable, que sigue siendo ejemplar (cf FR 36-42).
c) El establecimiento de la cristiandad, al unificar la cultura y situar a la Iglesia en una posición de poder, disminuye la preocupación apologética (tendiendo incluso, ya en algunos Padres, a sustituirla por la intolerancia). En la Edad media la presencia del Islam y del Judaí­smo hacen que, sin ser central, se haga presente una búsqueda de discusión y diálogo: Raimundo de Peñafort, Ramón Llull, Raimundo Martí­ y santo Tomás con su Suma contra los gentiles (nótese el tí­tulo) son los representantes principales. Por otro lado, la asunción de la filosofí­a de Aristóteles como instrumento de la elaboración teológica acentúa de modo nuevo algo que en adelante cobrará enorme relevancia: la distinción fe-razón como dos ámbitos cognoscitivos de origen distinto y cada vez más separados (cf FR 43-48).

d) Con el Renacimiento se inicia un nuevo clima. La reviviscencia de la Antigüedad clásica, con el mejor conocimiento de sus religiones (y aun con cierta fascinación por ellas), por un lado, y los descubrimientos geográficos, con la entrada de numerosas culturas y religiones hasta entonces ni siquiera sospechadas, por otro, ampliaron el horizonte. La conciencia religiosa se humaniza, haciéndose más universal con la acentuación de la experiencia y una mayor atención al mundo y a la cultura.

Comienza el nacimiento del concepto genérico de religión, en el sentido de que el cristianismo empezó a perder su invisibilidad (como religión ambiental, que ni siquiera se advierte), para ser visto en su especificidad de caso particular junto a otras religiones. La cristiana es todaví­a la religión por antonomasia, pero las otras empiezan también a ser reconocidas en su valor intrí­nseco, pues, en definitiva, todas coinciden (o coincidirán) en Dios: Nicolás de Cusa y Tomás Moro, cada uno a su manera, son buenos ejemplos de esta nueva actitud.

2. DE LA REFORMA A NUESTRO TIEMPO. a) En ese clima la Reforma protestante supuso un auténtico terremoto. Al romperse la unidad confesional, fue preciso resituar los motivos para la aceptación de la fe. Ante la división de la oferta, ahora dividida en dos confesiones (la oriental contaba poco), la opción propia tení­a que verificar su validez. Lutero acentúa la necesidad del contacto con la experiencia fundante: esa es la revolución -entonces acaso no percibida todaví­a en todo su alcance- de su insistencia en la sola fe y la sola Escritura. Frente a él la insistencia católica en la autoridad y la tradición enfatizaba el otro polo: el de la historicidad de la fe, es decir, la necesidad de que esté viva en las instituciones y se transforme en la historia.

b) El nacimiento de la teologí­a positiva (la que se ocupa de los datos históricos de los que parte y en los que se apoya la fe). Fue un fruto importante. Más lo fue todaví­a la teologí­a de controversia, que en muchos aspectos causó estragos (sobre todo, contribuyendo a las guerras de religión), pero que también tuvo, en el fondo, el efecto positivo de fecundar entre sí­ las posturas. Porque, dado que fe e institución, Escritura y tradición son constitutivos esenciales de la vivencia cristiana, que se pueden acentuar pero no absolutizar negando al otro, la división confesional no podí­a ser impermeable: el catolicismo acabó siendo profundamente fecundado por “el principio protestante” (Tillich), a la par que el protestantismo lo fue por el “principio católico”. Hoy no resulta posible comprender ni la teologí­a ni la vida eclesial de ninguno de los dos campos sin tener en cuenta su í­ntimo contacto con las del otro.

c) Más decisivo fue todaví­a el influjo de la Ilustración, un cambio epocal que transformó todos los parámetros. En él cabe distinguir dos pasos fundamentales, í­ntimamente enlazados. El primero afectó al cristianismo en cuanto religión positiva, es decir, revelada y con un origen histórico. El descubrimiento de las otras religiones, en su enorme variedad y a veces en su enorme elevación, por un lado, y, por otro, el escándalo terrible de las guerras de religión que asolaron Europa, cuestionó la asunción obvia de que el cristianismo fuese la única religión verdadera (que en la mentalidad de entonces implicaba que era la única revelada por Dios). Junto a esto, la crí­tica bí­blica mostró con evidencia cada vez más irrefutable el carácter de elaboración humana de la Biblia: unos libros que se presentaban con todas las marcas del tiempo -repeticiones, correcciones mutuas, inexactitudes históricas, paralelos e incluso copias con las religiones del entorno…- no podí­an seguir siendo vistos como dictados a la letra por Dios.

Mientras el pensamiento teológico más genuino trataba de asimilar y repensar la nueva situación -¡algo todaví­a en marcha!-, el deí­smo, sobre todo en Inglaterra, elaboraba el concepto de religión natural: revelación y razón (entendiendo por tal la razón ilustrada) son lo mismo; el cristianismo, igual que las demás religiones, es una simple variación cultural o folclórica de la única religión presente en la razón humana. Tí­tulos como La razonabilidad del cristianismo (J. Locke, 1695), El cristianismo sin misterio (J. Toland, 1696) y El cristianismo tan antiguo como la creación (M. Tindal, 1730) muestran bien la nueva actitud.

El segundo paso resultó más radical: para una parte importante de la cultura el cuestionamiento de la religión desembocó en el ateí­smo. Progresivamente los distintos niveles de la vida y actividad humanas -cientí­fico, social, psicológico, moral- se interpretaban sin Dios, y se creó la impresión de que la fe carecí­a sencillamente de lugar. Desde distintos ángulos, comenzó algo nuevo en la historia de la humanidad: el ataque expreso y sistemático a la fe en Dios, que se juzgaba como alienación, es decir, como contraria al progreso y a la realización humana (cf FR 45-48).

El proceso está todaví­a en marcha, pero a partir de finales del siglo XIX la interacción cultural, el mayor realismo de las posturas y la reacción de las Iglesias crean un panorama a la vez más complejo y más propicio a la discusión y diálogo clarificadores. Tal es el marco donde hay que encuadrar la situación actual4.

II. La constitución de la teologí­a fundamental
1. LA FORMACIí“N DE LA APOLOGETICA. Los tres pasos analizados en el apartado anterior muestran con toda claridad la lógica que ha presidido la formación de la apologética moderna, que, sin perder ni la continuidad ni los enlaces indudables con la antigua, la convirtieron en una nueva disciplina. Siguiendo ahora el orden inverso al de la aparición cronológica, se comprende bien que la defensa de la fe se organizase en tres pasos: 1) Frente a la negación atea, se elaboró la demonstratio religiosa, que buscaba demostrar la existencia de Dios y la legitimidad de la religión (elaborando al detalle las distintas pruebas de la existencia de Dios y subrayando el carácter obligatorio de la religión). 2) Frente a la nivelación racional del deí­smo, se elaboró la demonstratio christiana, con el fin de demostrar la realidad histórica de la revelación cristiana (existencia real de Cristo, verdad de su pretensión y su mensaje como legado divino, apoyándose sobre todo en las profecí­as, los milagros y la resurrección). 3) Frente a la pretensión protestante, se elaboró la demonstratio catholica, para demostrar no sólo que Cristo fundó una Iglesia, sino que la fundó con unas notas tales que únicamente se dan en la católica; esta, al estar dotada de infalibilidad, garantiza la verdad de todo lo que en ella se enseña.

La estructura misma de la disciplina y el clima en que se gestó aclaran bien sus caracterí­sticas. Ante todo, su carácter decididamente polémico, como nacida para la defensa y el ataque; carácter reforzado por la situación general de una Iglesia, que se viví­a a la defensiva, incluso con una cierta “conciencia de gueto” (B. Welte).

De hecho, resultó una construcción tí­picamente neoescolástica, con sus cualidades y sus defectos. La cualidad principal es la robustez de su estructura teórica, que procede por pasos estrictamente sistemáticos, sólidamente argumentados, con enorme acopio de erudición tradicional. El defecto principal está en que se situó fuera del tiempo y aun contra él: es como una gran fortaleza anacrónica. M. Blondel lo habí­a expresado muy bien en su famosa Carta: “Una vez que se ha entrado y si se aceptan sus principios, se está personalmente a buen recaudo; y desde el centro de este torreón uno se encuentra armado para rechazar los asaltos y triunfar de las objeciones de detalle. Pero es necesario entrar”5.

Y ese era el problema. Porque esta apologética clásica se montaba sobre el rechazo de los dos vectores fundamentales que la nueva situación habí­a hecho irreversibles: la lectura crí­tica de la Biblia y la transformación moderna de la filosofí­a. El resultado fue que la fe se presentaba con un triple carácter que la hací­a difí­cilmente asimilable: 1) intelectualista, porque tendí­a a reducir la revelación y la vivencia religiosa a una lista de verdades distintas a las alcanzables por la razón; 2) extrinsecista, pues la aceptación de esas verdades no se basaba en el valor interno de lo propuesto, sino en la garantí­a externa de la autoridad infalible que las proponí­a; 3) autoritaria, pues de ese modo la verdad de lo revelado quedaba sustraí­da, en principio, a cualquier tipo de verificación interna: hay que creer porque la Iglesia dice que Dios (a través de la Biblia) lo ha dicho.

El Vaticano I reforzó estas notas al conferirles carácter oficial y solemne, y la reforma neoescolástica las hizo presentes y dominantes en toda la enseñanza institucional. Sólo núcleos aislados, como la Escuela de Tubinga en Alemania y el card. Newman en Inglaterra, ofrecí­an alternativas más abiertas, pero quedaron sepultadas en restauración general.

2. DE LA APOLOGETICA A LA TEOLOGíA FUNDAMENTAL. Está claro que tal situación no era estable: para los espí­ritus más inquietos resultaba imposible permanecer en una tal dis-sintoní­a con el tiempo, y además estaba el aguijón permanente de la teologí­a protestante, siempre más abierta y dinámica. Con el cambio de siglo, el modernismo (influido por el protestantismo liberal) supuso un intento revolucionario de tomar en serio tanto los resultados de la crí­tica bí­blica como la historicidad de las verdades dogmáticas. Los excesos de algunos representantes, como Loisy (otros, como Buonaiuti o Tyrrell, simplemente fueron incomprendidos), y la drástica condenación del magisterio (decreto Lamentabili y encí­clica Pascendi, de 1907; juramento antimodernista, 1910), cortaron de raí­z el movimiento, pero dejando sin resolver los problemas. Volvió la neoescolástica.

Sin embargo, ya no era posible la pura continuidad. Desde el principio, pensadores como Blondel en Francia y Amor Ruibal en España6, vieron con lucidez el problema y buscaron una renovación más cerca de la ruptura filosófica inaugurada por Kant. Lo que se llamó el kantismo francés y, con él, la apologética de la inmanencia, sin gran influjo ambiental entonces, mantuvieron viva la inquietud filosófica, que, por su parte, alimentó J. Maréchal con el tomismo trascendental. A su vez, la renovación patrí­stica primero, y la escriturí­stica después, fueron acogiendo los resultados de la crí­tica histórica, sobre todo bí­blica. Ayudaron igualmente a la renovación el movimiento litúrgico y catequético.

Después de la II Guerra mundial, la Nouvelle Théologie intentó, de alguna manera, sintetizar todos estos aportes, buscando una comprensión de la fe que, manteniendo sus afirmaciones fundamentales, las tradujese en los conceptos de la nueva filosofí­a y la nueva cultura. De nuevo el movimiento fue cortado por la encí­clica Humani generis (1950). Pero, por fortuna, el ambiente habí­a cambiado decisivamente: el trabajo de renovación continuó, y su fruto maduro serí­a el Vaticano II.

Cambiado el clima, cambió el estilo de la disciplina, que ha abandonado incluso el nombre antiguo, para denominarse teologí­a fundamental. El Concilio no usa ni una sola vez la palabra; pero, igual que habí­a hecho el Vaticano 1 con la apologética, el Vaticano II eleva a rango oficial el nuevo estilo. Lo hace sobre todo en dos grandes constituciones: la Dei Verbum, que asume abiertamente el nuevo estatuto de la crí­tica bí­blica e indica la necesidad de elaborar la teologí­a a partir de sus resultados, y la Gaudium et spes, que hace del diálogo con el mundo y la cultura elemento constitutivo de la comprensión de la fe y la praxis cristianas. En ese marco se desarrolla hoy la disciplina.

3. LA DIALECTICA ENTRE LA APOLOGETICA Y LA FUNDAMENTAL. El paso era necesario. La actitud polémica siempre estrecha la visión. El hombre es el único animal que no se agota en la lucha por la vida: le es constitutivo “comprender” (Heidegger) y permanecer siempre abierto a la positividad de nuevos horizontes. Lo prioritario para la persona creyente es mostrarse a sí­ misma que la fe la ayuda a comprender su existencia, a darle sentido y encaminarla a la mayor plenitud posible. De ahí­ que la palabra fundamentación resulte clave en la nueva actitud: examinar, criticar y asegurar los cimientos en que se apoya la creencia.

Para que esto sea efectivo, ha de hacerse en el momento actual, lo que significa que debe contar con la propia historia. De ahí­ que ante todo deba ponerse al dí­a: el famoso aggiornamento de Juan XXIII no era moda ni mera metáfora, sino estricta necesidad de recuperar siglos de retraso a causa de la analizada resistencia al cambio. Muchos de los fenómenos y conflictos con que tropiezan los actuales intentos por actualizar la comprensión creyente, se explican por la urgencia y cantidad de este trabajo acumulado (por no hecho a su debido tiempo).

Está claro que eso obliga a recuperar lo omitido, abriéndose a las llamadas y desafí­os del nuevo panorama. Y eso no es posible sin escuchar de verdad a la cultura: es en ella donde con toda claridad, y a veces con toda crudeza, se le plantean las verdaderas dificultades; como es asimismo donde pueden abrí­rsele posibilidades insospechadas. Lo cual significa que la superación de la apologética no puede equivaler a un simple abandono, sino más bien a una Aufhebung, es decir, a una supresión de su unilateralidad, pero conservando lo positivo.

El espí­ritu polémico, que quiere tener razón a toda costa y contra el otro, debe desaparecer; pero no así­ la atención al otro, realizada en el diálogo claro y honesto, que no se contenta con una cortesí­a superficial o un irenismo fácil, sino que escucha de verdad las dificultades. Sólo exponiéndose a ellas es posible evitar que el autoanálisis de la fe se convierta o en autocomplacencia, que sólo ve lo positivo, o en mala fe, que no quiere ver las dificultades. J. Lacroix afirmó con razón: “Toda concepción de Dios no purificada por la crí­tica atea, degenera en idolatrí­a”. Y basta pensar qué serí­a del catolicismo sin el protestantismo (y viceversa) o del cristianismo sin el marxismo. Sólo escuchando las necesidades de los demás puede ser auténtica nuestra fe; sólo en una justa dialéctica con una responsabilidad apologética puede la fundamental poner al descubierto los motivos auténticos de la fe en el mundo actual.

Algo tanto más urgente cuanto que la pérdida de la evidencia socio-cultural de la fe ha puesto de relieve un fenómeno de siempre, pero que ha cobrado mucha fuerza en la actualidad: que la increencia ya no es sin más externa al mismo creyente, sino que le afecta profundamente (J. B. Metz). El creyente comprende que, respondiendo al otro, se responde también a sí­ mismo, y que sólo escuchándole con atención encontrará el camino para afrontar la más insidiosa dificultad con que la cultura moderna confronta la religión: la de ser una mera proyección de nuestros miedos o de nuestros deseos.

Pero la complementariedad actúa también en sentido positivo: la cultura enriquece a la religión. Ya por principio: para una religión que, como la bí­blica, parte de la idea de una creación por amor, todo lo que sea avance en cualquier dimensión, significa avance y colaboración con la obra creadora divina. Pero además la enorme diferenciación de las funciones humanas ha hecho que sólo la especialización permita hoy un progreso efectivo: la religión, que ha suplido muchas funciones a lo largo de la historia, tiene que concentrarse ahora en su función especí­fica. Sólo respecto de ella puede mantenerse con Pablo VI que la Iglesia es maestra en humanidad. Respecto de las demás funciones, la modernidad ha mostrado que ese magisterio ha pasado a los distintos sectores de la cultura profana, y las Iglesias han de aceptarlo, si quieren que las culturas respeten y acojan el suyo. Sólo cabe hoy evangelizar la cultura dejándose a su vez evangelizar por ella7.

III. La teologí­a fundamental hoy
Lo dicho hace ver que la tarea de la teologí­a fundamental resulta hoy muy compleja y que no puede considerarse verdaderamente clarificada ni en su estatuto ni en sus funciones (si es que alguna vez podrá estarlo de verdad). Por eso será importante intentar descubrir algunas lí­neas de fondo, atendiendo a dos frentes fundamentales: uno más interno, a partir de la crí­tica bí­blica, y otro más externo, provocado por la secularización.

1. LA CRíTICA BíBLICA: UN NUEVO CONCEPTO DE REVELACIí“N Y RELIGIí“N. a) La caí­da del concepto de revelación como dictado divino, poniendo al descubierto el carácter constitutivo del trabajo humano en la misma -palabra de Dios, pero siempre en y a través de palabras humanas-, supuso una enorme crisis, pero también una gran oportunidad. Representa, por lo mismo, una tarea decisiva y todaví­a en gran parte por hacer.

De todos modos, el Vaticano II ha validado ya lo fundamental. La palabra revelada no es ajena al trabajo de la subjetividad humana, pues Dios obra en y por los hagiógrafos, que son “verdaderos autores” (DV 11). Lo cual elimina todo fundamentalismo, pues implica que todo lo que se dice en la Escritura -sentido, vivido y expresado por hombres y mujeres como nosotros- tiene que resultarnos de algún modo accesible (igual que a ellos): “El intérprete indagará lo que el autor sagrado dice e intenta decir, según su tiempo y cultura, por medio de los géneros literarios propios de su época… Hay que tener en cuenta el modo de pensar, de expresarse, de narrar que se usaba en tiempo del escritor, y también las expresiones que entonces más se empleaban en la conversación ordinaria” (DV 12). Las consecuencias son decisivas.

Ante todo, se abre una ví­a regia para superar las tres notas de intelectualismo, extrinsecismo y autoritarismo que lastraban la concepción tradicional de la revelación. Ahora pasa a primer plano el contenido de lo revelado: es él el que, considerado en sí­ mismo, convence o no convence; es toda la persona la que, al confrontarse con la interpretación que ahí­ se le da del sentido último de su vida desde la relación con Dios, se reconoce y la acepta, convirtiéndose; o no se reconoce, y sigue sin creer. De ese modo se ha conseguido algo irrenun’ ciable para la sensibilidad moderna: lo revelado no viola la justa autonomí­a humana, puesto que no se impone simplemente “porque alguien dice que Dios se lo ha dicho”, sino que se ofrece como algo verificable en su verdad (naturalmente, de acuerdo con sus caracterí­sticas peculiares: tampoco se verifica igual la fidelidad de un amigo que su peso en la balanza). A este propósito, el Concilio mismo inicia incidentalmente una aplicación de largo alcance (incluso catequético), al afirmar, nada menos que a propósito de algo tan oscuro como el pecado original: “Lo que la revelación divina nos dice coincide con la experiencia” (GS 13).

b) Otra consecuencia decisiva es que ahora la revelación no queda ya reducida a la Biblia (algo acaso concebible en un mundo que se pensaba tení­a unos 6.000 años y que abarcaba el pequeño espacio de la ecuméne, pero que hoy resulta monstruoso sólo de pensarlo: Dios dejarí­a sin su amor y cuidado de padre a la inmensa mayorí­a de la humanidad, para privilegiar a un puñado de elegidos, que irremediablemente serí­an los favoritos). Con cierta timidez, el Concilio reconoce: “La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo” (NA 2); y por eso recomienda: “Introdúzcase también a los alumnos en el conocimiento de las otras religiones más extendidas en cada región, a fin de que conozcan mejor lo que, por divina disposición, tienen de bueno y verdadero, aprendan a refutar sus errores y sean capaces de transmitir la plena luz de la verdad a los que carecen de ella” (OT 16)8.

Las consecuencias son también aquí­ enormes. Así­ como la teologí­a de controversia entre protestantes y católicos ha quedado obsoleta, siendo sustituida por un diálogo ecuménico, que parte del reconocimiento de lo común cristiano, considerando secundarias las diferencias, algo semejante está sucediendo en el mundo religioso general. La nueva concepción de la revelación rompe -algo cuya trascendencia todaví­a no ha medido de verdad la reflexión teológica- un presupuesto fundamental: al tratar de mostrar que Dios se ha revelado, no se puede seguir sobrentendiendo que eso sólo ha sucedido en la Biblia, pues comprendemos por fin que todas las religiones son reveladas, cada una en el grado alcanzado en su historia.

En consecuencia, la demonstratio christiana no es ahora un grado aparte de la demonstratio religiosa (que estarí­a reducida a un conocimiento puramente natural o racional de Dios), sino una modalidad dentro de ella. Partiendo de que todas son reveladas y en esa misma medida verdaderas, para nosotros se trata de ver y mostrar que en el cristianismo la revelación divina, al culminar en Cristo, se ha configurado de una manera que en conjunto (no en todos sus detalles, que es imposible en la limitación histórica) resulta más integral y en sus claves fundamentales -Dios que es amor y perdón y que sólo quiere amor hacia él y entre nosotros- resulta insuperable históricamente.

Esto es lo que hace hoy tan real, fecundo y urgente el diálogo de las religiones, que no debe ser jamás un como si, pues todos podemos aprender de todos -de hecho, lo estamos haciendo más de lo que aparece a simple vista-, y sabemos que el referente decisivo es el único Dios común a todos: lo descubierto en nuestra religión pertenece con idéntico derecho a las demás (“gratis lo habéis recibido, dadlo gratis” [Mt 10,81), y debemos aprovechar lo descubierto por las demás para completar nuestro acercamiento al Deus semper maior (cf “el que no está en contra de nosotros está a nuestro favor” [Mc 9,401). De ahí­ que el fin del diálogo no se conciba hoy como un volver a una religión, sino como un movimiento hacia adelante, enriqueciendo y purificando la propia con la ayuda de las demás: se produce así­ una convergencia real hacia la plenitud de Dios, en la que cada religión se situará conforme a la justeza y amplitud de su acercamiento. (Sobre la falsilla de la inculturación, he introducido aquí­ el término inreligionación)9. Sólo al final, cuando “Dios sea todo en todas las cosas” (1Cor 15,28), habrá unidad plena y transparente. Mientras tanto, la rivalidad es soberbia, y únicamente tiene sentido la comunicación fraternal.

c) Incluso el ateí­smo pide ahora una consideración de distinto estilo. “Del anatema al diálogo” (Garaudy): el encuentro frontal de los comienzos deja lugar a discusión de motivos y a confrontación de experiencias. El cristianismo en su entraña más genuina -como religión de creación y encarnación- implica una afirmación radical de lo humano; puede, por tanto, encontrarse con la intuición más honda de los ateí­smos, que niegan a Dios no en sí­ mismo, sino como negación del hombre (Feuerbach). Refiriéndose justamente a esto, el Vaticano II ha tenido el coraje de reconocer que “en esta génesis del ateí­smo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes” (GS 19). Pero, por eso mismo, tiene también derecho a esperar que el ateí­smo reconozca que, bien vivida, la fe genuina implica lo contrario de una alienación, pues “la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra” (GS 39).

De hecho, cuando de algún modo el diálogo se ha establecido, el fruto ha sido evidente: los creyentes han tenido ocasión de recuperar aspectos importantes de sus raí­ces más originarias -preocupación por los pobres, tolerancia, libertad de conciencia gracias a la “profecí­a externa” de la cultura (Schillebeeckx); y esta ha recibido impulsos, que, recordándole su “profundidad infinita” (Hegel), la ayudan a no sucumbir a la racionalidad instrumental ni resignarse a la “muerte del hombre”. Pero con esto entramos ya en el otro frente.

2. SECULARIDAD: LA ESPECIFICIDAD CREYENTE Y LAS TAREAS HUMANAS. El cambio introducido por la modernidad fue de tal calibre que lo ha trastornado todo, introduciendo un nuevo paradigma global. Su caracterí­stica definitoria es la secularización de la cultura, que, sin entrar en mayores distinciones, cabe definir como la progresiva emancipación de los distintos ámbitos de la realidad. Estos muestran ahora su autonomí­a, es decir, su estar regidos por leyes propias, que deben ser estudiadas y aprovechadas por sí­ mismas, con independencia de la tutela religiosa. Empezó, por el ámbito cientí­fico, tanto en la ciencia histórica (con la crí­tica bí­blica) como en la natural (paradigma, el caso Galileo), para continuar por el socio-polí­tico (piénsese en la Revolución francesa, con sus antecedentes y consecuencias) y el psicológico (sobre todo a partir de la revolución freudiana), y, envolviéndolo todo, nació un nuevo estilo filosófico y cultural, que en modo alguno se siente ya criado de la teologí­a.

De entrada, dada la profunda inculturación del cristianismo en el mundo que acababa, su destino parecí­a solidario con él: acabado aquel mundo, acababa la religión. Resultó inevitable una doble y polar reacción: 1) Para muchos -y en número creciente- asumir la nueva autonomí­a significaba ir organizando la vida sin Dios; ese era el significado profundo de la respuesta de Laplace a Napoleón, cuando le preguntaba por el puesto de Dios en su cosmogoní­a: “Sire, yo no necesito esa hipótesis”. 2) Otros, asustados por lo que parecí­a el fin de la religión, se opusieron a los nuevos avances: si la Escritura decí­a en el libro de Josué que el sol se moví­a en torno a la tierra, no podí­a ser verdadera la nueva astronomí­a, como no podrí­a serlo después, de acuerdo con el Génesis, la teorí­a evolucionista y, en general, habí­a que desconfiar de todo progreso cientí­fico y de toda innovación socio-polí­tica (el Syllabus, 1864, fue en este sentido una confesión solemne).

Se comprende que, si la fe querí­a ser actual o, lo que es lo mismo, si el cristiano querí­a seguir siendo creyente y moderno, resultaba indispensable una mediación. Esa fue la gran tarea que la Modernidad abrió a la teologí­a, y sigue siendo la tarea con que esta se encuentra hoy, pues, en realidad -teniendo en cuenta la longitud de onda histórica de este proceso-, ha pasado todaví­a poco tiempo (la posmodernidad es a esta escala un mero episodio, aunque importante). Rota por la crisis la evidencia de la anterior inculturación, era preciso distinguir la experiencia cristiana profunda de la interpretación que hasta entonces habí­a alcanzado. Es decir, la verdad evangélica, que con todo derecho se habí­a expresado en los moldes de la cultura premoderna, debí­a -y debe ahora-, con el mismo derecho, expresarse en los moldes de la moderna.

Esto implica un trabajo que en modo alguno puede resultar fácil, y no es extraño que la hermenéutica -justamente el arte de la interpretación- haya adquirido un papel tan central. La apuesta decisiva de la teologí­a, y más precisamente de la teologí­a fundamental, está en mostrar que la nueva autonomí­a de la realidad no tiene por qué implicar la negación de Dios -el ateí­smo-, pero sí­ que obliga al teí­smo a situar a Dios de una manera distinta en su relación con la realidad mundana. Galileo todaví­a no podí­a ver esto con claridad, pero tuvo ya la genial intuición respecto de la revelación bí­blica: “la Biblia no dice cómo va el cielo, sino cómo se va al cielo”. No niega, pues, que la Biblia siga siendo palabra de Dios; pero eso sucede ahora en una comprensión nueva: Dios sigue tan presente como antes, pero de modo muy distinto. De hecho, mostrar eso ha sido el gran trabajo de la crí­tica bí­blica posterior.

Y, bien mirado, acaso esta crí­tica constituya el ejemplo más paradigmático de toda la tarea de la teologí­a fundamental, con sus dificultades, sus falsas soluciones y sus verdaderos logros. En efecto, es cierto que la crí­tica bí­blica, radicalizada, ha significado para muchos la negación de que la Biblia sea revelación; pero el mero rechazo, que se empeña en repetir que lo es como un dictado literal, constituye una falsa solución, que, contra lo que pudiera parecer, carga de razón a la postura atea. Por fortuna, la oposición a los avances de la exégesis ha sido un evidente fracaso y, gracias al coraje de los que han luchado por cambiar los moldes conceptuales para interpretar la revelación, nadie se ve obligado a dejar la fe porque, después de Galileo, piense que el sol gira en torno a la tierra, aunque la letra de la Biblia diga lo contrario. El verdadero camino está en mantener la fe en Dios y, al mismo tiempo, tomar en serio la nueva autonomí­a del mundo.

La credibilidad de la fe, en su nivel de hondo destino cultural, más allá de lo simplemente anecdótico, se juega aquí­: en encontrar la manera justa de situar a Dios en los distintos frentes de la cultura humana. Algo que, por un lado, resulta muy difí­cil y que todaví­a exigirá tiempo y esfuerzos; pero que, por otro, está en marcha imparable, pues expresa el dinamismo vivo de la fe.

Se nota ya en la misma sensibilidad ambiental, que, en su nivel más normal, ha captado muy bien el mensaje de que Dios no podí­a seguir siendo el tapagujeros que interfiere en los dinamismos naturales y que, en su nivel más reflexivo, ha comprendido la justeza de la crí­tica heideggeriana a la ontoteologí­a, que convierte a Dios en un ente -todo lo grande que se quiera-entre los demás entes. Y a esta luz no es difí­cil comprender que la marcha de la teologí­a en los últimos tiemposconsiste exactamente en resituar la presencia divina en los grandes frentes abiertos por el avance cultural. 1) En el cientí­fico se ha avanzado en la clarificación teórica de la distinción de niveles, de modo que, de ordinario, se respetan los campos (aunque en la práctica quedan demasiados restos todaví­a no asimilados: hay quien sigue haciendo rogativas por la lluvia y, en general, no se toma en serio el revisar la oración de petición que, por sí­ misma, suele implicar -so pena de ser insincera o incongruente- la búsqueda de un intervencionismo divino, ya no compatible hoy con una justa visión del mundo)10. 2) En el frente de la praxis polí­tico-social lo más genuino de las distintas teologí­as polí­ticas y de la liberación consiste en resituar a Dios en la sociedad, de modo que ni justifique el orden establecido (como en la situación de cristiandad) ni quede relegado a la sacristí­a. 3) En el frente psicológico, con sus muy importantes repercusiones en la moral y la espiritualidad, está teniendo lugar un claro avance (el caso Drewermann es, en el fondo, un í­ndice de lo decisivo y complejo de una tarea en marcha, como lo fueron y son, en su terreno, los problemas de la teologí­a de la liberación). 4) El mismo frente de la moral, en la medida en que el reconocimiento de su autonomí­a se va haciendo general, está planteando problemas similares y abriendo perspectivas igualmente prometedoras.

IV. La realización de la teologí­a fundamental
El cristianismo no es una gnosis o una simple empresa teórica, sino un modo de ver y de vivir que abraza la entera existencia humana; modo que en los últimos tiempos se halla en profundo trance de retraducción global. Por eso, hasta aquí­ la exposición ha prescindido adrede de entrar en excesivas precisiones y divisiones formales a propósito del estatuto de la teologí­a fundamental. Resulta obvio que no caben soluciones parciales, sino que se impone la integración de todas las instancias en una tarea que desborda a cada una y que ni entre todas resulta plenamente realizable. Más que hablar de modelos independientes, hay que pensar en acentuaciones, según la situación histórica, la circunstancia ambiental e incluso el talante personal. Realizar cada acentuación en apertura al conjunto y hacer llegar el resultado a los destinatarios para hacer más comprensible, creí­ble y vivible la fe, son las dos grandes tareas de la teologí­a fundamental.

1. LOS DIVERSOS ACENTOS Y ESTILOS. El recorrido histórico, al indicar los frentes de trabajo, ha dejado claro ya que ni en cada momento ni en cada circunstancia aparecen todos con igual urgencia: por otra parte, dada su diversidad, no pueden ser abordados con idénticos métodos. Las diversas maneras de hacer teologí­a fundamental nacen de ahí­. No podí­a ni debí­a ser de otra manera: todas son necesarias para afrontar la plural y compleja riqueza de la realidad. Lo que cumple es evitar el exclusivismo que se acantona en la propia perspectiva y descalifica a las demás: creer que un nuevo estilo sustituye o anula sin más a los anteriores indicarí­a estrechez de miras y poca lucidez histórica. Hay que pensar, más bien, que, realizada con espí­ritu abierto, cada nueva perspectiva corrige la unilateralidad de la situación, y que todas se potencian y completan entre sí­.

Las clasificaciones varí­an de unos autores a otros y ninguna puede considerarse exhaustiva. Aquí­, justamente con vistas a una visión integradora, parece preferible tomar como criterio las principales dimensiones que afectan a la credibilidad del cristianismo. Y, desde luego, conviene tener en cuenta que no existen delimitaciones netas, sino que se dan por fuerza superposiciones y anastomosis.

a) Un frente ineludible, hoy como ayer, sigue siéndolo la hermenéutica objetiva, que trata de comprender lo dicho en la Biblia y en la tradición viva, a fin de hacerlo significativo y fecundo para el presente (en términos de Gadamer: saberse implicados en su Wirkungsgeschichte, es decir, percatarse de que estamos ya incluidos en la órbita de su influjo, pero, al mismo tiempo, elaborar crí­ticamente la distancia temporal que nos separa de ellos, para que pueda realizarse su fusión de horizontes entre el primero y el actual). Eso implica utilizar todos los medios -hoy muy sutiles y diversificados- de la exégesis y la crí­tica histórica, para sacar a la luz todo el mundo de significados y posibilidades que allí­ se nos abren (Ricoeur), para apropiárnoslos creativamente, transformando y enriqueciendo nuestra existencia.

b) A valorar la fuerza de convicción de ese mundo así­ descubierto se dirige la obra enorme de H. U. von Balthasar. Según él, cuando se logra captar y exponer la figura de la revelación, esta aparece como irradiación de la gloria divina, que convence por su misma belleza. La grandeza de esta propuesta está en su indiscutible valor como verdad última y de fondo: en definitiva, si alguien abraza la revelación, es porque lo que en ella se propone le resulta convincente. El lí­mite radica en la falta de suficiente elaboración de las condiciones que hacen perceptible esa figura: la creciente distancia que el autor fue tomando respecto de la exégesis crí­tica, unida a su igualmente creciente visión negativa de la cultura secular, dificultan para muchos la eficacia de su propuesta.

c) Estas dos acentuaciones hacen ver la necesidad de una acentuación del otro polo: elaborar con cuidado los modos de la radicación subjetiva de lo que en la revelación se nos ofrece. La apologética integral o de la inmanencia fue, como hemos visto, una gran llamada en este sentido (antes habrí­a que pensar también en Newman y la Escuela de Tubinga). Aquí­ se encuadra Karl Rahner con su método trascendental: unido al influjo de la teologí­a evangélica, sobre todo con R. Bultmann, supuso una gran aportación que fecundó el entero campo de la teologí­a, permitiendo el diálogo con una cultura muy celosa de la justa autonomí­a de la subjetividad humana.

d) En í­ntima conexión con esto cabe señalar un cuarto acento: el que atiende sobre todo a la interconexión histórica del proceso revelador, sobre todo tal como se ha esforzado en exponerla W. Pannenberg. Este se esfuerza no sólo en ver la revelación bí­blica en su propio contexto de tradición, sino también en ponerla en diálogo con las demás religiones (acaso no acentuando siempre bastante el valor revelador de las mismas).

e) En los últimos tiempos ha cobrado enorme importancia el acento histórico-crí­tico. Ciertos representantes han podido dar a veces cierta impresión de exclusivismo por la energí­a de sus crí­ticas a las posiciones anteriores. Tales crí­ticas son importantes tomadas como necesaria corrección, tanto contra una excesiva teorización de la fe como -y es el peligro en que más han insistido- contra su privatización. Su insistencia está justamente en la acentuación del carácter social de la fe, en su doble aspecto de crí­tica de las deformaciones ideológicas que aquejan a la historia real del cristianismo y de elaboración positiva de la eficacia transformadora y liberadora de la experiencia evangélica.

f) La teologí­a polí­tica de J. B. Metz (muy en relación con la teologí­a de la esperanza de J. Moltmann) y las diversas teologí­as de la liberación, con fuerte repercusión y concretizaciones en las distintas teologí­as de signo liberador (tercer mundo, negritud, feminismo…), han hecho y siguen haciendo una aportación decisiva para la credibilidad de la fe en un mundo que se encuentra en honda transformación y aquejado de muy duras y crueles injusticias.

2. LA CONVICCIí“N DE LA FE. Incluso un enunciado tan esquemático de los distintos acentos y dimensiones permite ver lo complejo de la tarea que se propone la teologí­a fundamental. Esta consiste, como queda dicho, nada menos que en una retraducción de la entera comprensión y vivencia de la fe, desde el especí­fico punto de vista de mostrar su credibilidad hoy. Ahora se entiende mejor que no pueda ser realizada ni por un individuo ni desde una perspectiva única. En realidad, sólo es de alguna manera realizable en la interacción de las diversas teologí­as y, aún mejor, de la comunidad creyente, como un todo. Hay, sin embargo, algunas caracterí­sticas transversales, es decir, que, aun respetando los distintos estilos, deberán estar presentes en cada uno. Vale la pena indicar dos, que resultan hoy de especial relevancia: una que atiende más bien al costado objetivo y otra al subjetivo.

a) La primera es que debe contarse con una lógica compleja, pues no existen razones aisladas ni razonamientos lineales que puedan llevar a conclusiones irrefutables. Se trata más bien de un entramado de razones, cada una de las cuales aporta una luz parcial, tratando de integrarse en la coherencia del conjunto. Sólo pueden comprenderse mediante un acceso abierto e í­ntegramente humano, lejos de toda veleidad positivista. Es decir, resultan asequibles únicamente a una razón ampliada, capaz de abrirse no sólo a las “razones del corazón” (Pascal) y a las solicitaciones de la imaginación (como ya comprendiera el Romanticismo), sino también a las exigencias de la praxis (ineludibles después de Marx), a las ofertas de la historia (ya desde el Idealismo) y, en general, a las diversas dimensiones abiertas por las ciencias humanas11.

El card. Newman, tan sensible a la apertura espiritual y al matiz objetivo, explicó muy bien que únicamente así­ resulta posible construir una “gramática del asentimiento”. Y señaló todaví­a una segunda condición: que, si bien no cabe esperar un constructo sistemático, reducible a la lógica formal -lógica de papel la llamaba él-, tampoco puede tratarse de una mera acumulación. Es necesario que se produzca una convergencia de probabilidades, es decir, que las diversas razones sólo lograrán producir aquella certeza que cada una es incapaz de generar por sí­ misma, si todas apuntan de algún modo en idéntica dirección. Es lo que hace el detective, cuando partiendo de muchos indicios deduce al culpable; o el médico, cuando diagnostica a partir de los sí­ntomas; o incluso el meteorólogo, que predice el tiempo fijándose en ciertas condiciones atmosféricas. La lógica actual, con variaciones diversas, refiriéndose sobre todo al “conocimiento personal” (M. Polanyi) apunta en esta dirección: así­, por ejemplo, cuando habla de cumulative case (Basil Mitchell, Gary Guthing), de kumulative Begründung (H. J. Pottmeyer) o incluso de abducción o retroducción (Ch. Pierce)12.

b) Pero todo esto no satisfarí­a una condición fundamental de la subjetividad moderna -su celo por la autonomí­a y por el carácter antiautoritario de la verdad-, si la revelación apareciese como algo externo y ajeno al sujeto. Apariencia, por otra parte, enormemente extendida, tanto por su carácter trascendente y misterioso (en el imaginario colectivo la revelación baja del cielo), como por el excesivo dualismo con que se presenta de ordinario lo sobrenatural. Afortunadamente esto no tiene por qué ser así­, pues, como veí­amos, la crí­tica bí­blica, que puso en crisis la fe, abrió también el camino hacia la posible salida. La revelación no cae del cielo, sino que se elabora dentro de la subjetividad humana en cuanto fundada -al mismo tiempo que la realidad- en Dios, y habitada por su dinamismo salvador.

Para aclararlo, personalmente hablo aquí­ de mayéutica histórica, con el fin de indicar que la revelación no nos mete algo desde fuera, sino que, como la comadrona (en griego, maia, el oficio de la madre de Sócrates, quien inventa la categorí­a), ayuda a dar a luz lo que estaba ya dentro, en lo más hondo y auténtico de nosotros mismos. La nota de histórica es para corregir el esencialismo griego, de repetición eterna de lo mismo, abriéndolo a la novedad de la historia: Dios está siempre ya dentro, pero siempre viniendo todaví­a.

Como todo lo verdaderamente hondo, con mucha mayor razón esa presencia divina no resulta fácil de descubrir, aunque es ella la que desde el comienzo de los tiempos intenta dársenos a conocer (Dios no es algo pasivo que nosotros vamos a buscar, como tantas veces se piensa, y menos aún alguien que se oculta, como demasiadas veces se afirma, incluso en la teologí­a). Por eso es siempre preciso que alguien -el profeta, el inspirado- descubra o, mejor, caiga en la cuenta de su presencia; pero eso es posible porque Dios estaba ahí­ y querí­a revelarse: si él no nos sostuviese, ni siquiera existirí­amos; si no estuviese tratando de dársenos a conocer, no percibirí­amos nada (“Nadie puede venir a mí­ si el Padre que me envió no lo trae” [Jn 6,441). Además, estaba para todos: cuando el profeta anuncia la presencia de Dios, no la crea: simplemente ayuda a los demás para que también ellos la den a luz. Por eso, en cuanto eso acontece, la revelación es tanto del que la recibe como del profeta: “No creemos ya lo que tú nos has dicho; nosotros mismos lo hemos oí­do” (Jn 4,42).

Esto no suprime ni la libertad de Dios, puesto que libremente nos crea y por libérrimo amor se nos manifiesta, ni tampoco la novedad de la historia: porque el siempre de Dios es irrupción nueva y creativa en la historicidad humana. Cada acto de descubrimiento y acogida de su presencia transforma nuestra realidad, haciéndonos una nueva creatura y abriéndonos a la posibilidad de nuevas transformaciones: así­ se fue construyendo la historia de la salvación y así­ se va realizando cada existencia creyente: “Y todos nosotros, con la cara descubierta, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, nos transformamos en su misma imagen, resultando siempre gloriosos” (2Cor 3,18).

3. LA COMUNICACIí“N DE LA FE. Resulta fácil intuir las consecuencias que esta visión tiene para la fundamentación de la propia fe del creyente. Esta no aparece así­ como una posesión teórica, como un saber estático y ya adquirido, que se viviese de memoria porque así­ nos lo han enseñado. Por el contrario, aparece como remisión viva a la propia experiencia: sentir que el propio ser es evocado en la luz de la fe, siempre oscura, pero que, en definitiva, tiene que llevar a que podamos decir con los samaritanos: “nosotros mismos lo hemos oí­do”.

a) Tiene consecuencias sobre todo para la comunicación a los demás, tanto en su dimensión catequética como en la más especí­ficamente misionera. Ya en un primer nivel, hace evidente la urgencia de esforzarse por presentar el mensaje con coherencia lógica y significatividad real: nadie puede reconocerse en algo que no le resulte verdaderamente significativo, según aquello atribuido a san Agustí­n: “nadie creerí­a si no viese que se debe creer”. El creer porque sí­ y, más aún, el credo quia absurdum quedan así­ descartados. Pero el nivel se ahonda por la necesidad de mostrar los enganches en la vida real de los destinatarios. Enganches que han de ser tanto teóricos como prácticos y afectivos, aunque con distintos acentos según cada caso (pues son siempre sujetos o grupos concretos, con sus preguntas y preocupaciones especí­ficas, los que tienen que percibir que aquello que se les propone desde fuera se corresponde con lo que ellos mismos buscan, viven, barruntan o presienten desde dentro).

Sin duda que esto es exigente, pues rechaza el juego meramente teórico o la simple postura polémica, como sucede con todo aquello que afecta a las raí­ces de lo humano. Pero por eso mismo ofrece grandes ventajas. Porque, al reconocerse expuesta a la prueba de la significatividad real, ofreciendo así­ la posibilidad de verificación (naturalmente, adecuada a sus caracterí­sticas especí­ficas), la propuesta religiosa se sitúa en pie de igualdad en el diálogo, con idéntico derecho que las otras posturas a interrogar y ser escuchada. Ni estrategias de inmunización por su parte, ni apresurada descalificación de fideí­smo desde fuera, sino oferta objetiva de sentido a verificar en diálogo con las demás, de acuerdo con su capacidad de iluminar y promover la vida y la convivencia humanas.

b) Pero hay algo de más decisiva importancia, pues afecta al talante mismo de toda la empresa catequética y misionera. La estructura mayéutica pone en primer plano un punto que, siendo esencial, tiende a quedar en el olvido: el anuncio no lleva a Dios a personas o lugares de los que estuviera ausente. Por el contrario, cuenta ya siempre con la presencia divina, que es fundante y activa, que está tratando de hacerse sentir y acoger. El anuncio humano tiene tan sólo, como decí­a Sócrates de su filosofí­a, la función de tábano externo, que despierta la atención y ayuda a que el oyente dé a luz lo que Alguien más grande que todos nuestros esfuerzos está engendrando y promoviendo.

c) Lo cual supone la humildad de quien en su anuncio se sabe mero colaborador o simple ocasión, y el respeto de quien cuando se dirige a otro sabe que se encuentra ante alguien habitado por el mismo Misterio que le habita y mueve a él mismo. En segundo lugar, llama a ser muy sensible ante las distintas posibilidades de respuesta a esa Presencia: la expresamente confesante es una y tiene mucha importancia, pero existen muchas otras, que están en la vida, en la praxis y en las actitudes profundas. Y desde el principio al cristiano se le ha advertido que, en la instancia última y definitiva, nadie puede aquí­ considerarse superior a nadie: ni el justo ante el pecador, como recuerda la parábola del fariseo y el publicano, ni el creyente ante el increyente, conforme a la parábola del juicio final: benditos serán llamados, ante todo, no los que han confesado de palabra, sino los que han acogido de obra. En un mundo como el nuestro, de pluralización de ofertas, de agresividades heredadas y, en bastantes ocasiones, de acoso a la fe, comprender esto propicia serenidad y confianza. Sin renunciar a la preocupación por los demás ni a la urgencia de un anuncio eterno en un tiempo limitado, permite, por un lado, la espera no angustiada de la germinación divina, por debajo y más allá de toda actividad humana (ni Pablo ni Apolo: “quien hizo crecer fue Dios” [lCor 3,6]), y, por otro, la confianza en la verdad misma de la propuesta. En definitiva, es la figura de la revelación la que, de mil maneras, está siempre irradiando con su luz los más hondos abismos y las más altas aspiraciones del espí­ritu humano.

NOTAS: 1. Juan Pablo II ha afrontado ampliamente este tema en su encí­clica Fides et ratio (La fe y la razón); en ella afirma, entre otras cosas, que la teologí­a fundamental “debe encargarse de justificar y explicitar la relación entre la fe y la reflexión filosófica… mostrar cómo, a la luz de lo conocido por la fe, emergen algunas verdades que la razón ya posee en su camino autónomo de búsqueda…, mostrar la í­ntima compatibilidad entre la fe y su exigencia fundamental de ser explicitada mediante una razón capaz de dar su asentimiento en plena libertad… De este modo, la fe, don de Dios, a pesar de no fundarse en la razón, ciertamente no puede prescindir de ella; al mismo tiempo, la razón necesita fortalecerse mediante la fe, para descubrir los horizontes a los que no podrí­a llegar por sí­ misma” (FR 67). – 2 TWzNT 4, 73; H. G. GADAMER, Platos dialektische Ethik, Hamburgo 19682, 21. 50ss. – 3. TERTULIANO, De praescriptione haereticorum, 7. No deja de ser significativo que, como ya habí­a notado Amor Ruibal, estos intransigentes tienden a acabar ellos mismos en el sectarismo y la herejí­a. – 4. En este sentido, tal vez sea clarificador el documento del Consejo pontificio de la cultura, Para una pastoral de la cultura, que presenta un análisis realista de la situación, subrayando los desafí­os y puntos de apoyo y ofrece una serie de propuestas concretas para los diversos campos de acción. – 5. Lettre sur les exigence.s de la pensée contemporaine en matiére d’apologétique (1896), Les premiers écrits, Parí­s 1956, 27-28. – 6. El primero acabó ejerciendo, más tarde, un importante influjo; la obra de Amor Ruibal, Los problemas fundamentales de la filosofí­a y el dogma (11 vols.), Santiago 1914ss. (reedición en curso), de enorme erudición histórica y gran fuerza especulativa, sigue sin ser aprovechada (cf A. TORRES QUEIRUGA, Constitución y evolución del dogma. La teorí­a de Amor Ruibal y su aportación, Marova, Madrid 1976). – 7. Cf A. TORRES QUEIRUGA, Evangelizar el ateí­smo, en Evangelización y hombre de hoy, Edice, Madrid 1986, 241-247; La nueva evangelización como desafí­o radical, Iglesia Viva 247 (1993) 453-464. – 8. JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la esperanza, Plaza & Janés, Barcelona 19953, 93-113, ha sido todaví­a más explí­cito. – 9. ‘Cf A. TORRES QUEIRUGA, Cristianismo y religiones: “inreligionación” y cristianismo asimétrico, Sal Terrae 997 (1997) 3-19. – 10. Tema grave por sus consecuencias para la imagen de Dios y, por consiguiente, para la posibilidad de la fe: si pedimos a Dios que acabe con el hambre del mundo, o no lo decimos en serio o, si lo decimos, tenemos que concluir que puede hacerlo y no logramos convencerle (pero entonces serí­a un dios monstruoso, pues ninguna persona honesta -sean cuales sean los motivos-dejarí­a de hacerlo, si pudiese): cf A. TORRES QUEIRUGA, Más allá de la oración de petición, en Recuperar la creación: por una religión humanizadora, Sal Terrae, Santander 1999, 247-294. – 11. Cf ID, La constitución moderna de la razón religiosa, Verbo Divino, Estella 1992. – 12. F. SCHÜSSLER-FIORENZA, aludiendo a esta última, insiste bien en este carácter de hermenéutica compleja, propio de la teologí­a fundamental (Foundational Theology Jesus and the Church, Nueva York 1986, 285-321).

BIBL.: AA.VV., Concilium 46 (1969): monográfico sobre teologí­a fundamental; BALTHASAR H. U. VON, Sólo el amor es digno de fe. Sí­gueme, Salamanca 1995; BENTUE A., La opción creyente. Introducción a la teologí­a fundamental, Sí­gueme, Salamanca 1986; CONSEJO PONTIFICIO DE LA CULTURA, Para una pastoral de la cultura, Ciudad del Vaticano (23 de mayo de 1999); DíAZ MURUGARREN J., Fundamentos de la vida cristiana. Proyecto de teologí­a fundamental, San Esteban, Salamanca 1991: FISICHELLA R., Introducción a la teologí­a fundamental, Verbo Divino, Estella 1993; FRIES H., Teologí­a fi ndmnental, Herder, Barcelona 1987; GEI.ABERT M., Experiencia humana y comunicación de la fe, San Pablo, Madrid 1983; GONZíLEZ MONTES A., Fundamentación de la fe, Secretariado Trinitario, Salamanca 1994; IMBACH J.. Breve teologí­a fundamental, Herder, Barcelona 1992; JIMENEZ LIMí“N J., Pagar el precio y dar razón de la esperanza hoy, Herder, Barcelona 1991; LATOURELLE R., Teologí­a de la revelación, Salamanca 1965″; LATOURELLE R.-FISICHEI.LA R. (dirs.), Diccionario de teologí­a fundamental, San Pablo, Madrid 1992; LATOURELLE R.-O’COLLINS G., Problemas y perspectivas de teologí­a fundamental, Sí­gueme, Salamanca 1982; MARTíNEZ GORDO J., Dios, amor asimétrico. Propuesta de teologí­a fundamental práctica, Desclée de Brouwer, Bilbao 1994; La luer:a de la debilidad. La teologí­a,fundamental de Gustavo Gutiérrez, Desclée de Brouwer, Bilbao 1994; METZ J. B., La fe en la historia y en la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979; NEWMAN J. H., El asentimiento religioso, Herder, Barcelona 1960; PANNENBERG W., La revelación como historia, Sí­gueme, Salamanca 1977; PIE-NINOT S., Tratado de teologí­a fundamental, Secretariado Trinitario, Salamanca 1991’; RAHNER K., Oyente de la palabra, Barcelona 1967; SíNCHEZ CHAMOSO R., Los fundamentos de nuestra.fe, Sí­gueme, Salamanca 1981; SCHILLEBEECKX E., Interpretación de la fe. Sí­gueme, Salamanca 1973; TORRES QUEIRUGA A.. La revelación de Dios en la realización del hombre, Cristiandad, Madrid 1987; WALDENFELS H., Teologí­a fundamental contexmal, Sí­gueme, Salamanca 1994.

Andrés Torres Queiruga

M. Pedrosa, M. Navarro, R. Lázaro y J. Sastre, Nuevo Diccionario de Catequética, San Pablo, Madrid, 1999

Fuente: Nuevo Diccionario de Catequética

SUMARIO:
I. HISTORIA Y ESPECIFICIDAD:
1. De la apologética a la teologí­a fundamental;
2. Reacción contra la apologética clásica;
3. Fase de ampliación;
4. Fase de concentración;
5. Una disciplina teológica distinta y especí­fica;
6. Una disciplina estructurada
7. Organización pedagógica
R. Latourelle

II. DESTINATARIO:
1. Elementos positivos;
2. Dificultades
R. Fisichella

III. EN ESPAí‘A E IBEROAMERICA.

1. Autores iní­ciales;
2. Desde el Vaticano II hasta la actualidad;
IV. Y PASTORAL:
1. Nuevo enfoque de la teologí­a fundamental;
2. El impulso pastoral del concilio;
3. La acción pastoral de la Iglesia;
4. Teologí­a pastoral y teologí­a fundamental.
V. Y PRAXIS: 1. Dimensión “práctica” de la “palabra” y del conocimiento creyente según la perspectiva bí­blica; 2. Idealismo y teologí­a de la praxis.

I. Historia y especificidad
1. DE LA APOLOGETICA A LA TEOLOGí­A FUNDAMENTAL. La teologí­a fundamental actual nació de la t apologética clásica y de una reflexión sobre la necesidad de reformarse, so pena de desaparecer, para responder a una mentalidad nueva, a unas técnicas renovadas, a unas exigencias actuales. La apologética estaba habituada a los cambios, a los giros imprevistos. Pero en el perí­odo posterior a la guerra el cambio ha sido tan profundo y tan espectacular, que la apologética ha creí­do oportuno cambiar de nombre y se ha convertido en la teologí­a fundamental.

Este cambio de nombre no es más que la manifestación y el signo de una transformación mucho más profunda, que afecta al estatuto mismo de esta ciencia. Para ser fiel a la realidad, habrí­a que hablar de un nuevo pasaporte de la apologética, puesto que los cambios operados afectan a su nombre, a su contenido, a su método, a su identidad. Por otra parte, puesto que los problemas que arrostra la teologí­a fundamental actual siguen siendo sustancialmente los mismos (i Revelación y l Credibilidad), serí­a injusto considerar el presente como un- comienzo absoluto.

La formación de la nueva imagen de la apologética; llamada ahora teologí­a fundamental, data de los años posteriores a la guerra. Cubre un perí­odo de tres décadas que corresponde a un triple movimiento de la reflexión teológica: una fase de reacción contra la apologética clásica; una fase de ampliación, que coincide con la adopción definitiva -del término de teologí­a fundamental, y, finalmente, una fase de reflexión sobre su identidad y la jerarquización de sus tareas. Esquematizando y tomando al Vaticano II como punto de referencia, puede hablarse de fase preconciliar, conciliar y posconciliar. Hablamos de tres fases más bien que de tres etapas cronológicas, ya que se trata realmente de tres oleadas que se mezclan entre sí­ en vez de sucederse. Cuando se levanta la segunda, todaví­a se hace sentir el movimiento de la primera; y mientras que se despliega la segunda, ya comienza a esbozarse la tercera.

2. REACCIí“N CONTRA LA APOLOGETICA CLíSICA. Lo que llamamos apologética “tradicional” o apologética “clásica”, con su triple proceso de demostración religiosa, demostración cristiana y demostración católica, no es el resultado de una reflexión crí­tica sobre su objeto, su finalidad, su método, sino de una necesidad histórica, a saber: la lucha contra los protestantes del siglo xvl, los libertinos y los ateos prácticos del siglo xvii y los deí­stas y encicí­opedistas del siglo xviii. A los ateos y libertinos habí­a que oponerles una teodicea (!Teologí­a natural) rigurosa y mostrarles la necesidad de la religión. Contra los deí­stas, que se contentaban con una religión natural y rechazaban toda idea de revelación histórica, habí­a que mostrar que el cristianismo es la verdadera religión, sobre la base de unas pruebas apodí­cticas que establecieran que Jesucristo es aquel que habla en nombre de Dios. Finalmente, contra los protestantes habí­a que mostrar que la Iglesia católica, entre las diversas confesiones cristianas, es la única y verdadera I Iglesia. Mientras que el protestantismo subrayaba en la fe los elementos de subjetividad, en particular la acción del Espí­ritu que nos hace adherirnos a la palabra de Dios y nos da la certeza de su origen, la apologética católica insistí­a en los criterios objetivos. En el contexto del Vaticano I, estos criterios son ante todo los /milagros y las /profecí­as. Y, subyacente a este proceso en tres tiempos, la convicción de que la fe es el término necesario de la demostración cristiana, mientras que la entrada en la Iglesia es el resultado de la demostración católica. Este esquema tripartido existe ya en el siglo xvi. El término de “apologética” entra en el uso corriente por el 1830. Sin embargo, tan sólo a comienzos del siglo xx es cuando aparecen obras que-no sólo se dedican a una justificación racional y sistemática de la decisión de fe, sino que se esfuerzan al mismo tiempo en definir el estatuto epistemológico de la apologética como ciencia distinta de la filosofí­a y de, la.dogmática. Citemos, como puno de referencia, las obras clásicas de A. Gardeil de R. Garrigou-Lagrange y de S. Tromp.

El contexto de la posguerra es muy distinto del que vio nacer a la apologética clásica. La teologí­a sufre una prodigiosa renovación, concretamente en los sectores que tocan más de cerca ala apologética. Pensamos, en particular, en la renovación de los estudios bí­blicos y patrí­sticos, que han hecho descubrir, en la revelación y en la fe, una realidad mucho más rica, más concreta, más personal, más dúctil; en la renovación de los métodos y de las técnicas de exégesis; en el progreso multiforme realizado en las ciencias del lenguaje; en la contribución de las filosofí­as del hombre; finalmente, en la renovación ecuménica, que ha cambiado la actitud agresiva y polémica frente a los protestantes en actitud de apertura y de diálogo. No cabe duda de que ha cambiado el régimen espiritual. Este contexto cultural y religioso inédito ha puesto de relieve los puntos flacos y los lí­mites de la antigua apologética. Señalemos algunas de las crí­ticas suscitadas contra ella:
a) La apologética clásica quiere manifestar la credibilidad de la revelación, pero antes de haber emprendido un estudio serio de la realidad sobre la que pretende dirigir una mirada crí­tica. Pues bien, es importante subrayar que la revelación de la que aquí­ se trata no es una revelación de tipo filosófico, cuyo modelo podrí­a trazarse por anticipado, sino una realidad muy especí­fica, que nos viene por los caminos de la historia y de la encarnación. Sólo la revelación puede decirnos qué es la revelación. La primera urgencia de la apologética, por consiguiente, es estudiar esta intervención de Dios en Jesucristo, con toda su riqueza y todas sus dimensiones. Igualmente, el único estudio válido de los signos es el que busca su sí­ntesis en la persona de Cristo. Esta revelación tan especí­fica es el dato fundamental sobre el que se ejerce la reflexión del teólogo para captar su consistencia histórica, así­ como su sentido.

b) Sobre esta cuestión del sentido se articula la segunda crí­tica que se le hace a la apologética clásica. En efecto, ésta, después. de haber establecido sobre la base de argumentos externos que Jesús es el enviado de Dios y que ha fundado la Iglesia, concluí­a que habí­a que recibir de esa Iglesia todo lo que debemos creer. De esta manera ignoraba (al menos prácticamente) que el mensaje cristiano es soberanamente inteligible y que esta plenitud de sentido constituye ya un motivo de credibilidad. La revelación es “creí­ble” no sólo por causa de los signos externos, sino también porque revela al hombre a sí­ mismo; es incluso la única clave de inteligibilidad del misterio del hombre. Por tanto, no hay que aislar la facticidad histórica del sentido de la revelación. La apologética no se atreví­a a abordar esta cuestión, sin duda para no dar la impresión de meterse en un terreno reservado a la dogmática.

c) Algunos representantes de la apologética tradicional trataban tan sólo de la mesianidad de Jesús. Creí­an que era suficiente mostrar que Jesús se habí­a presentado como legado divino, que hablaba en nombre de Dios. Los demás testimonios de Jesús sobre s1 mismo pertenecí­an a la dogmática. También en esta ocasión semejante postura es inaceptable. Primero, porque nos obliga a continuas e ilegí­timas reducciones en la presentación de Jesús, propuesto y presentado por los evangelios como el Cristo, el Hijo del hombre, el Hijo del Padre (l Cristologí­a: tí­tulos cnstológicos). Luego, porque hace pesar sobre los hombros. de un simple legado las exigencias radicales de un juez supremo de todos los hombres. Finalmente, porque hace ininteligible el milagro absolutamente único en la historia de la salvación de una resurrección gloriosa. Esta dicotomí­a entre legado divino e Hijo del Padre es artificial, contraria al testimonio de Jesús sobre sí­ mismo y más aún a la presentación del kerigma sobre Jesús.

d) La cuarta crí­tica concierne a la escasa, a quizá nula, atención de la apologética clásica a las condiciones de acogida de la revelación y de los signos por parte del hombre a quien van dirigidos. So pretexto de objetividad cientí­fica, la apologética ha descuidado todo un aspecto de la credibilidad. En efecto, si la apologética tiene por objeto no ya una credibilidad abstracta, sino la credibilidad humana de la revelación, no puede contentarse con estudiar el “en sí­” de la revelación y de los signos de la misma; tiene que preocuparse can la misma atención de los signos que determinan, por parte del sujeto (I Teologí­a fundamental: destinatario), su recepción eficaz. Esta toma en consideración de la subjetividad humana, puesta de relieve por Blondel, es ahora un hecho adquirido.

e) Hasta bien avanzado el siglo xx, la apologética no ha cesado de endurecerse contra sus adversarios protestantes, deí­stas y racionalistas. En el contexto ecuménico actual, esta actitud ya no es “defendible”. No se trata ante todo de refutar; sino más bien de crear condiciones de aproximación y de diálogo. A1 intentar defenderse, la antigua apologética se cerraba sobre sí­ misma y se cerraba a los demás. Afortunadamente, ha perdido este tono polémico. En vez de formularse en términos de enfrentamiento, lo hace en términos de posiciones y de proposiciones. Además, el adversario de hoy no está menos en el corazón de los creyentes que en el de los no creyentes. El hombre del siglo xx no quiere tanto refutaciones como atención a sus problemas, acompañada de una exposición seria de los tí­tulos del -cristianismo para resolverlos. Pues bien, la apologética debe asumir esta tarea, aunque no haya ningún adversario.

Más que una requisitoria venida desde fuera, las dificultades enumeradas representan una autocrí­tica ejercida por los mismos que tení­an la misión de enseñar la apologética después de la guerra mundial. A1 buscar la manera de determinar el estatuto de su disciplina en un contexto de vida y de pensamiento muy distinto, los enseñantes tuvieron que proceder a cierto número de puntualizaciones, que constituí­an otras tantas opciones liberadoras.

3. FASE DE AMPLIACIí“N. La segunda fase de la historia de la teologí­a fundamental de la posguerra comienza entorno a los años sesenta con la promulgación de la Dei Verbum. Después de exorcizar el fantasma de la antigua apologética y de haber roto su solidaridad con el término con que se identificaba, la apologética “nuevo estilo” conocí­a la alegrí­a de una segunda primavera. Se multiplican las obras y artí­culos sobre la revelación. Lo que caracteriza a este perí­odo es un fenómeno de ampliación de la disciplina, que se manifiesta en todos los niveles: extensión de su tarea, enriquecimiento de sus temas privilegiados, diálogo con nuevos .interlocutores. Todo esto se concreta en la adopción definitiva del término de fundamental para designar su nueva imagen y su nueva identidad.

Puede decirse que a partir de sus dos temas privilegiados, a saber: la revelación y su credibilidad, se enriqueció y profundizó la teologí­a fundamental.

Desde 1940 no han dejado de proliferar los estudios sobre el tema de la revelación, estimulados por la producción protestante, particularmente abundante en este terreno, y favorecidos también; en los ambientes católicos por la renovación bí­blica y patrí­stica, por el desarrollo de la teologí­a de la fe, de la predicación, de la misión, que han actuado como catalizadores. Puede decirse que esta renovación de la teologí­a de la revelación; que comenzó con los trabajos de H. Niebecker (1940), de R. Guardini (1940), de K. Rahner (1941) y de L. M. Dewailly (1945) y que prosiguió pacientemente durante dos.décadas en monografí­as cada vez más numerosas, encontró su meta y en cierto modo su canonización en la constitución l Dei Verbum, del 18 de noviembre de 1965.

En efecto’ la revelación se presenta aquí­ no ya solamente bajo su aspecto objetivo de doctrina, de mensaje, sino como acto de Dios, a saber: como la automanifestación y la autodonación de Dios en Jesucristo. Cristo es la palabra epifánica de Dios: es la revelación. Uno de los méritos de esta constitución ha sido el de presentarla revelación cristiana no como un fenómeno aislado,-sino como una “economí­a”, a saber: como ese inmenso y misterioso designio que Dios prosigue y realiza a lo largo de los siglos por los caminos previstos por él. La constitución subraya también las dimensiones histórica, interpersonal, dialogal, cristológica y eclesial de la revelación. Ensanchando así­ la noción de revelación por fidelidad a los datos mismos de la revelación, la constitución lleva a cabo una obra de liberación. Rindió también un precioso servicio a la teologí­a fundamental proponiendo en una visión unitaria ciertos temas anteriormente dispersos y agrupados artificialmente; por ejemplo, un De Inspiratione perteneciente al De sacra Scriptura, un De traditibne perteneciente unas veces al De Ecclesia y otras al De locis.

El tema de la credibilidad fue objeto de una ampliación no menos espectacular. Sin negar lo que hay de legí­timo en el tratado tradicional de la credibilidad a partir de los signos históricos de la revelación (milagros, profecí­as, mensaje, resurrección), la teologí­a fundamental del perí­odo conciliar no puede evitar un reconocimiento de los lí­mites de esta exposición: conocimiento insuficiente de los métodos y técnicas de la exégesis moderna; utilización simplista de ciertos argumentos (p.ej., el del cumplimiento de las promesas mesiánicas); visión puramente apologética de los signos; inflación de unos signos particulares (milagros, profecí­as) en detrimento de los signos mayores que son Cristo mismo y su Iglesia; divorcio entre los signos y la persona que los dirige, entre los signos y el mensaje que les da plena significación; insuficiente atención al !testimonio de la vida o del acuerdo entre el evangelio y la vida; atención escasa y casi nula a las condiciones de acogida de los signos por parte del hombre, y, correlativamente, tendencia a exagerar su poder de persuasión sobre el sujeto.

Pero más allá de estas quejas, la teologí­a fundamental del perí­odo conciliar toma conciencia de que el tema de la credibilidad, para su correcta exposición, tiene que abarcar horizontes más amplios. En este fenómeno de ampliación se pueden distinguir tres orientaciones primordiales.
La primera se refiere a los problemas de historia y de hermenéutica. En efecto, pronto se cayó en la cuenta de que el conocimiento de Jesús por los evangelios, punto de concentración máxima de la revelación, no es una empresa tan lógica. Si es verdad que Dios se reveló en Jesús por sus palabras y sus obras y por toda su presencia en el mundo, es sumamente importante saber si, cómo y en qué medida podemos nosotros alcanzar esta epifaní­a de Dios, al menos en su consistencia histórica. De aquí­ se sigue que el problema de acceso a Jesús por los evangelios es primordial en una reflexión sobre la credibilidad cristiana.

La segunda orientación, de tipo antropológico, responde al reproche que se le dirigí­a a la apologética antigua de haber creado un hiato entre el hecho y el contenido de la revelación, de haberse centrado en el acontecimiento sin preocuparse por el sentido que tiene para el hombre. Serí­a estéril una hermenéutica limitada al origen del cristianismo en Jesús, ya que Jesús no es solamente una irrupción de Dios en la historia de los hombres, sino una irrupción que revela al hombre a sí­ mismo, que lo descifra y lo transfigura. Por tanto, no basta con mostrar que por medio de los evangelios tenemos acceso a Jesús de Nazaret; hay que mostrar además que el mensaje cristiano concierne al hombre y a las cuestiones fundamentales que se plantea. Esta exigencia del hombre es clara e insistente: espera que le muestre que Cristo es la única clave del criptograma humano. Este aspecto antropológico de la credibilidad, ya subrayado por Blondel en L Action, ha sido ampliamente desarrollado por I R. Guardini, l K. Rahner, H. Bouillard, / H.U. von Balthasar, M. Zundel, G. Marcel, J. Mouroux, M. Légaut, J. Ladriére, a partir de horizontes filosóficos por otra parte muy diversos.

La tercera orientación concierne a los signos de la revelación. El problema es el de la identificación de Jesús como Dios-entre-nosotros. A1 ser Jesús la forma humana, corporal, por la que Dios se encuentra con el hombre y se manifiesta a él, la presencia salví­fica de Dios en el mundo no es propiamente verificable más que^por la mediación del hombre Jesús. El es el enigma, el misterio que hay que descifrar. Así­ pues, la teologí­a fundamental vuelve al estudio de los signos; pero esta, vez con un sentido crí­tico más vigilante, mejor equipada en el plano exegético e histórico, más consciente de la complejidad de los problemas que aborda, y, consiguientemente, menos categórica en sus afirmaciones. Este estudio de los signos se ve además afectado por el problema hermenéutico en la interpretación de los textos que los refieren. Sin embargo, lo que lo caracteriza es la preocupación por vincular los signos a la persona que los dirige. Los signos son el mismo Jesucristo, vivo y total, en la irradiación multiforme de su epifaní­a al mundo.

Finalmente, es el cí­rculo mismo de los destinatarios el que se ha ensanchado. La teologí­a fundamental, efectivamente, quiere ser una teologí­a en diálogo: no sólo coi¡ los creyentes, sino con todas las formas de religión y de increencia. El interlocutor es también el propio creyente: no sólo porque cada uno lleva dentro de sí­ las dudas del no creyente, sino también porque el creyente de hoy, que vive en un mundo de increencla y de indiferencia, sufre necesariamente su influjo. Al dialogar con los no creyentes,.dialogamos con nosotros mismos. En este contexto, la reflexión sobre las bases racionales de la necesidad de fe no es un deporte de intelectuales, sino una necesidad de vida.

4. FASE DE CONCENTRACIóN. Al dí­a siguiente del concilio, es decir, en el mismo momento en que se lleva a cabo la reforma de los estudios eclesiásticos, la teologí­a fundamental se encuentra amenazada por dos peligros igualmente mortales. Por un lado, un desmembramiento y una dispersión de sus temas tradicionales; por otro, un ensanchamiento excesivo que la convierte en una especie de “pantologí­a sagrada” y corre el riesgo de hacerle perder su especificidad.

El Vaticano II, en la Optatam totius, así­ como en las Normae quaedam, ni siquiera menciona a la teologí­a fundamental. La historia no puede menos de registrar esta falta total de discernimiento en el momento en que los problemas más agudos de la teologí­a se concentraban en el terreno de la teologí­a fundamental. Privados del apoyo del concilio, los seminarios y las facultades cedieron a la tentación de sacrificar una disciplina que el mismo concilio parecí­a no tener en cuenta. En algunos lugares se vio desmembrada y reducida al estado de fragmentos insertos más o menos acertadamente en las otras disciplinas: historicidad de los evangelios en exégesis, revelación-tradición-inspiración en la introducción a la teologí­a. El tema de los signos de credibilidad quedó simplemente escamoteado o tratado parcialmente con ocasión de la exégesis (p.ej., el tema de los milagros de Jesús). En otros lugares la teologí­a fundamental dejó de existir. A1 atomizar la teologí­a fundamental, al ligar sus problemas a otras disciplinas como si se tratara de los restos de una herencia hipotecada, se privó a la teologí­a fundamental de su tarea especí­fica; más aún, la teologí­a falló en parte su misión (confirmar a sus hermanos en la fe) y llevó al naufragio a millares de fieles, desamparados ante unas cuestiones desconcertantes y demasiado difí­ciles para ser abordadas sin el apoyo de los especialistas.

El perí­odo posconciliar estuvo caracterizado, por otra parte, por una ampliación cada vez mayor del terreno de la teologí­a fundamental. Esta ampliación, que hizo necesaria la renovación de los estudios bí­blicos e históricos, la apertura ecuménica y el desarrollo de las ciencias humanas, resultó sin embargo funesta. La teologí­a fundamental desarrolló un espí­ritu anexionista, que corrió peligro de convertirla en una enciclopedia de las ciencias. A fuerza de querer incluirlo todo y abrazarlo todo, la teologí­a fundamental llegó a perder su centro de unidad y su carácter especí­fico. A fuerza de trabajar en la periferia, se llegó a olvidar el centro de sus preocupaciones, a saber: la revelación y la credibilidad.

Ante estas dos amenazas se sintió casi por todas partes una necesidad de concentración, de identidad, de jerarquización de los temas. Es tí­pico observar cómo en los artí­culos recientes que tratan los problemas de la teologí­a fundamental se habla cada vez más de una “búsqueda de identidad”, de un “centro de unidad”, de un “punto focal”, de “estructuración”, de “estructura básica”. También es tí­pico de esta urgencia palpable de unidad y de estructura el hecho de que los estudios mencionados proponen a veces esquemas de un tratado renovado de la revelación o de una teologí­a fundamental. El presente artí­culo es el lugar más adecuado para presentar la teologí­a fundamental como una disciplina distinta y estructurada.

5. UNA DISCIPLINA TEOLí“GICA DISTINTA Y ESPECíFICA. La teologí­a fundamental actual es una disciplina teológica distinta, no sólo porque figura en primer lugar (como en la Deus scientiarum Dominus) en la constitución Sapientia christiana, del 29 de abril de 1979, como disciplina principal y obligatoria, sino porque tiene su propio objeto, su propio método y su propia estructura.

1) Por tanto, no es una especie de teodicea, ni una simple introducción a la teologí­a, ni una simple función de la teologí­a. Como disciplina especí­fica, posee un objeto material y formal propio, a saber: la automanifestación y la autoentrega de Dios en Jesucristo y la autocredibilidad de esta manifestación que él constituye por su presencia en el mundo. El objeto y el centro de unidad de la teologí­a fundamental es la intervención inaudita de Dios en la historia, en la carne y el lenguaje de Jesucristo. Tal es el misterio primero, el acontecimiento primero, la realidad primera que cimenta todo discurso teológico. Esta realidad que la teologí­a dogmática detalla en misterios particulares y que los estudia uno a uno, la teologí­a fundamental los estudia en su globalidad yen su inseparable unidad. También es cierto que la teologí­a dogmática habla de la revelación y procede de ella, pero no es el objeto principal y exclusivo de su estudio; y no tiene ante esta realidad la misma perspectiva, ni el mismo método, ni las mismas inquietudes.

Si decimos sin solución de continuidad automanifestación y autocredibilidad de esta manifestación, es para subrayar que el signo, en Jesucristo, es inseparable de la persona. Al encarnarse, Dios se manifiesta como revelador y revelado, y da testimonio de sí­ mismo como tal. Jesucristo es a la vez mediador, plenitud y signo de la revelación. Con concisión, la DV declara que Cristo completa, acaba la revelación y atestigua que Dios está entre nosotros (DV 4). La teologí­a fundamental hace de la revelación cristiana, entendida como automanifestación y autocredibilidad de esta manifestación, el objeto esencial de su estudio. No separa a Cristo de los signos particulares que lo identifican, ya que es a la vez signo de Dios y centro de irradiación de todos los signos que emanan de su persona. Epifaní­a de Dios, se identifica por toda su presencia y por toda la manifestación de sí­ mismo. El signo y el significado, lo creí­ble y lo creí­do son indisociabes.

2) La especificidad del objeto de la teologí­a fundamental tiene como corolario la especificidad de su l método, que calificamos como método de integración dinámica, no arbitrariamente ni para singularizarse, sino porque la realidad estudiada impone ella misma esta integración dedos métodos.

a) El término integración evoca la preocupación de realizar y mantener la unidad de los elementos o de los aspectos que se distinguen, pero que están y deben estar vitalmente reunidos bajo pena de disolver la existencia y la consistencia de la realidad que autoriza la identificación de los elementos que pertenecen a su integridad.

Por lo tanto, la revelación es inseparablemente misterio e irrupción de este misterio en la historia humana con todas las caracterí­sticas que afectan a la historicidad. Resulta, por consiguiente, que el tratamiento metódico de esta realidad misterioacontecimiento deberá ajustarse a su singularidad.

En efecto, por una parte, al ser la revelación el misterio primordial, portador de todos los demás, la teologí­a fundamental tiene que hablar dogmáticamente del misterio, como lo hace con cada misterio en particular. Procede entonces de la fe a la inteligencia de la fe, apoyándose en la Escritura como fuente inspirada y en la Iglesia como institución divina. Por otra parte, como irrupción histórica, puntual, de Dios en Jesucristo, somete la revelación-acontecimiento al cuestionamiento y a los métodos de las ciencias humanas: crí­tica literaria e histórica especialmente. En ese momento considera los textos de la Escritura como documentos de historia, cuyo valor debe establecerse a partir de los criterios de la historia. Igualmente, los argumentos que saca de la filosofí­a tienen que imponerse a los ojos de la crí­tica en virtud de su valor intrí­nseco, y no por causa de la autoridad de la Iglesia.

Esta integración de los métodos es un aspecto de la kénosis del Verbo encarnado. Resulta tan imposible rechazar esta integración de los dos métodos como separar la revelación-misterio de la revelación-acontecimiento, la Iglesia-misterio de la Iglesia-institución, la resurrección-misterio de la resurrección-acontecimiento. Durante mucho tiempo la apologética reducí­a la revelación a un acontecimiento, dejando el misterio en manos de la dogmática. No se puede disociar así­, por una decisión arbitraria, lo que es indisociable en el plano de la realidad. l H. de Lubac y i H.U. von Balthasar han observado ya cómo tan sólo unos prejuicios estériles, una imagen truncada de la realidad, pudieron rechazar la integración de los dos métodos: el dogmático y el apologético (en sentido antiguo). Normalmente, la exposición dogmática precede a la exposición apologética, no porque menosprecie un método en beneficio del otro, sino simplemente porque la revelación es ante todo ! misterio, y conviene describir correctamente la realidad sobre la cual dirigirá a continuación su mirada crí­tica la teologí­a en su desarrollo histórico, en Jesús. Este método integrativo es el único que hace justicia a una realidad que, por ser a la vez misterio y acontecimiento histórico, exige dos caminos de aproximación diferentes, pero complementarios. El método está al servicio de la realidad; si tiene que adaptarse, es porque la realidad lo exige. La teologí­a fundamental, como toda teologí­a, es siempre la fe en busca de inteligencia de una misma y única realidad que aquí­ es misterio-acontecimiento:
b) Hablamos con razón de integración dinámica. En efecto, los elementos del binomio revelación-misterio y revelación-acontecimiento se dinamizan mútuamente. La plenitud del misterio que en Jesús penetra la historia y la conduce a una cumbre inalcárizáble suscita la inquietud del historiador. A’partir del mensaje de Jesús, de sus obras y de sus actitudes, el historiador intenta penetrar en el sentido’ profundo de esta existencia. A1 final de esta búsqueda, conducido por los métodos de esta disciplina, descubre una existencia significante, pero con una ,”signiicatividad” muy singular que lo engancha en el movimiento de retorno al misterio; el cual logra satisfacer plenaí­nenfe su curiosidad y conocer siempre algo irás la identidad real :de este ser y de su proyecto de vida.: Al final de esta segunda búsquedael misterio lo fascina siempre más’ y lo interpela de nuevo. Se produce así­ un perpetuo vaivén con su correspondiente profundización entre-el misterio propuesto y su afloración histórica. Pero lo que afente este d;námismoes siempre la reafdad total. De ;este modo afirmamos que este tipo de, integración dinámica especifica igualmente Ia teologí­a fundamental’a nivel de método.

6. UNA DISCIPLINA ESTRUCTURADA: El examen de los diversos de teologí­a fundamental da más bien una impresión de caos que. de unidad estructurada. He,aquí­ el resultado de las observaciones que hemos hecho a partir de unas treinta obras.

Por todas partes se descubre un núcleo duro, a saber: el estudio dé la revelación de Dios.en Jesucristo y de su credibilidad por medio de los signos. Después de está secuencia universalmente reconocida; comienzan enseguida las divergencias. El pensamiento alemán sigue con fidelidad la división en tres partes de la apologética clásica (demostración religiosa; demostración cristiana, demostración católica; p.ej., el Handbuch der jundamentaltheologie, el Mysterium salutis, Kolping, Fries, Waldenfels). El pensamiento latino, visiblemente influido por el Vaticano II, es bí­blico, cristocéntrico, atento a la historia de la salvación, sensible a las cuestiones de hermenéutica y de sentido. El pensamiento anglosajón refleja la influencia alemana, pero con un acento en 1’a experiencia y en el lenguaje (signo, sí­mbolo).

Como los evangelios, donde se encuentran logia errantes o nómadas (p.ej., “los últimos serán los primeros, y los primeros serán los últimos”) insertos en contextos diversos, .las obras de teologí­a fundamental tienen también sus temas “errantes” ó nómadas. De este modo, unos hablan de la religión y de las religiones al principio (Waldenfeis, HFTh), mientras que otros guardan estos temas para el final. Los temas de teologí­a y de teologí­a fundamental son tratados como introducción o como conclusión. El ecumenismo es consideradó unas veces como una dimensión coextensiva a toda la teologí­a fundamental y otras corno un capí­tulo particular. El tema de la fe va unido al de la teologí­a o bien al de la revelación. El tema de la Iglesia viene generalmente al final, con una amplitud variable, hasta incluir (en el HFTh) todo el tema del conocimiento de fe y de las formas de este conocimiento (Escritura, tradición, magisterio, teologí­a).

A nuestro juicio, en este mare magnum lo que falta es un principio de discernimiento que permita situar y jerarquizar los problemas, para llegar a una estructura motivada. En este sentido, el Vaticano II puede servirnos de inspiración. El concilio no comienza con unas declaraciones o unos decretos sobre la religión y las religiones, sobre el ecumenismo, sobre la cultura y las ciencias. El documento-fuente, que es la clave de todos los demás, es la Dei Verbum; y en este documento-fuente, el “primer plano general” es el de la revelación de Dios en Jesucristo, Verbo encarnado, mediador, plenitud y signo de la revelación, que es él en persona. El primer capí­tulo describe esta realidad con sus rasgos especí­ficos: estructura sacramental (gesta el verba), progreso, economí­a, pedagogí­a, principio encarnacional, luz de Dios sobre el misterio del hombre, tensión pasado-presente, tensión presente-escatologí­a. La realidad primera que aclara todas las demás es la revelación de Dios en su especificidad de automanifestación y de autocredibilidad. Las otras cuestiones aparecen como implicaciones de una revelación muy especifica.

Si uno se atiene a este principio de discernimiento, los temas nómadas encuentran un lugar donde situarse y la estructura de la teologí­a fundamental toma cuerpo y se descubre con mayor claridad.

La secuencia de base es la revelación concebida como automanifestación, autodonación y autocredibilidad de Dios en Jesucristo, Verbo encarnado, mediador, plenitud y signo de la revelación. Las implicaciones de este principio de base pueden jerarquizarse de este modo:
a) Esta revelación especí­fica engendra una fe y un saber no menos especí­fico: la teologí­a.

b) Acontecimiento tanto como misterio, la revelación está en relación con la historia. De ahí­ las cuestiones sobre los orí­genes históricos del cristianismo, sobre la realidad y la identidad de Jesús, sobre el valor de los evangelios como acceso a Jesús, sobre la realidad de su mensaje y de sus obras, sobre su proyecto eclesial.

c) El principio encarnacional de la revelación cristiana obliga a la teologí­a fundamental a estudiar las diversas corrientes de pensamiento qué eliminan la encarnación: la ilustración, la teologí­a existencial de Bultmann.

d) La continuidad que existe entre el proyecto eclesial de Jesús y la pluralidad de comunidades cristianas actuales plantea el problema del ecumenismo.

e) La pretensión del judaí­smo, del islam, del hinduismo, que aseguran ser también religiones “reveladas”, plantea el problema de la relación existente entre la especificidad de la revelación cristiana y las otras religiones.

f) Vinculada a una cultura, a una lengua, a un pueblo, la revelación cristiana se encuentra con los problemas insoslayables de la I hermenéutica y de la inculturación.

De esta manera, la teologí­a fundamental se encuentra estructurada por: .1) Un principio’de base, a saber: la revelación cristiana con sus rasgos especí­ficos; 2) La secuencia de las implicaciones “que de allí­ se derivan: a) un saber especí­fico; b) relací­ón con la historia; c) relación con las filosofí­as no encarnacionales; d) relación con las otras comuniones cristianas; e) relación con las religiones que se dicen también “reveladas”; J) relación con el lenguaje y con la cultura.

7. ORGANIZACIí“N PEDAGí“GICA. Ateniéndonos a lo que acabamos de decir sobre la teologí­a fundamental en la actualidad, ampliada en las dimensiones que hemos descrito, cada uno de los centros de teologí­a deberí­a estar provisto de un cuerpo docente familiarizado con los descubrimientos más recientes de la exégesis y de la historia, perfecto conocedor de las filosofí­as modernas, de los problemas que plantean el ecumenismo, las otras religiones, las ciencias del lenguaje. A esos profesores prodigiosos deberí­an corresponder alumnos no menos excepcionales.

Distingamos inmediatamente entre la teologí­a fundamental como función eclesial, como provincia distinta del saber teológico y, por otra parte, el problema pedagógico de su organización en una facultad o en un seminario. Como ciencia especializada, y en toda su amplitud, la teologí­a fundamental atañe a toda la Iglesia: es un hecho colegial.

Dicho esto, hay cuestiones que exigen ser tratadas ya desde el comienzo del curriculum de teologí­a; son las que se refieren al núcleo duro de la teologí­a fundamental, a saber: la revelación y su credibilidad, así­ como algunas de sus implicaciones, por ejemplo la teologí­a como ciencia, las relaciones de la revelación con la historia. Otras cuestiones, como las que se refieren a las filosofí­as, a las religiones, a la hermenéutica, a la inculturación, pueden reservarse para el segundo y tercer ciclo o tratarse de forma abreviada en el primero para ser luego recogidas y estudiadas en profundidad bajo forma de monografí­a en los ciclos superiores. El antiguo curriculum trazado por la Deus scientiarum Dominus, que bloqueaba los estudios teológicos en cuatro años, hací­a difí­cil la exposición de una materia tan amplia, y sencillamente imposible ahondar en las cuestiones y jerarquizarlas debidamente. Lo que antes era imposible, hoy resulta realizable después de la nueva constitución Sapientia christiana. La teologí­a fundamental renovada, mejor identificada, mejor unificada, mejor estructurada, puede dar libre curso a una disciplina que, más que las otras, tiene necesidad de oxí­geno, de espacio y de libertad creadora. Lo esencial es que sea plenamente consciente de su identidad de disciplina distinta, de su objeto, de su método y de su estructura.

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R. Latourelle

II. Destinatario
Si la teologí­a no tuviese un destinatario, se reducirí­a a una especulación reducida y solipsista, puramente teórica, del teólogo, que no servirí­a para nada. El destinatario no puede ser- tampoco alguien escogido por puro capricho; se impone de alguna manera en la aparición misma de la reflexión teológica, debido a las diversas condiciones histórico-culturales en que ésta se realiza.

También la teologí­a fundamental tiene su propio destinatario. En cuanto disciplina teológica que se construye sobre el “porqué” de la fe (Dt 6,20), está llamada a dar una respuesta, siempre y responsablemente, sobre el acontecimiento de la fe en la revelación. Esto sobre todo en sintoní­a con 1 Pe 3,15, en donde el apóstol invita a no dejar nunca de responder a las provocaciones que se hacen y sobre todo a estar en disposición de ofrecer siempre razones al otro que interroga (/Apologí­a).

En algunos momentos se siente la tentación de determinar la identidad del destinatario a partir del análisis socio-cultural en donde está situada la disciplina. Ciertamente, este planteamiento es fundamental; pero no puede olvidarse ni por un instante que, si se trata primariamente de una disciplina teológica, el primer análisis que hay que realizar está ya dentro de la inteligencia de la fe.

En este horizonte se descubre que, si la revelación tiene un destinatario universal, la fe, por el contrario, crea una forma de discernimiento. En efecto, dentro de la fe el teólogo descubre al que cree y al que no cree, pero a quien hay que darle las razones para creer.

La experiencia de Pablo que atraviesa las calles de Atenas y su discurso en el Areópago (He 17,16-23) son la condición normal para la teologí­a fundamental de hoy. También ella, como sujeto creyente, pasando por las calles de la ciudad se encuentra con el altar dedicado al “Dios desconocido”. Es un hombre concreto el que es objeto de la reflexión creyente; esto lleva a la pretensión de la fe de salir a su encuentro para revelarle que su existencia no es completa todaví­a mientras no se encuentre con Cristo.

Así­ pues, dentro de las razones de la fe y de la responsabilidad para con ella, la teologí­a fundamental está llamada a salir al encuentro del “otro” para dar una respuesta definitiva a su pregunta de l sentido.

Recuperando de este modo el horizonte mismo de la revelación, que invita a cada uno a creer y a adherirse a Cristo, se puede ya identificar de manera genérica, como destinatario de la teologí­a fundamental, al hombre contemporáneo nuestro.

Semejante afirmación exige algunas distinciones que pueden clarificar la cuestión.

En la historia de la teologí­a fundamental es fácil descubrir diversos destinatarios, determinados por los diversos sujetos de épocas históricas. Se advierte, por ejemplo, que los primeros l apologetas se dirigí­an a los paganos para convencerles de la bondad de la fe en Jesús de Nazaret y de la verdad de los textos sagrados.

Tomás de Aquino escribirá el Contra Gentes teniendo en cuenta ante todo a los seguidores del islam; para ellos expresará las razones de la fe o “las verdades de la doctrina católica”, como sugiere el subtí­tulo de la obra: “Contra gentiles seu de veritate catholicae fidei”.

En el perí­odo del humanismo, Raimundo de Sabunde (fi 1436) se dirigirá con preferencia al creyente que se ha hecho un tanto escéptico; insistirá en la dimensión de la humanidad que aúna a todos (“Ista scientia docet omnem hominem cognoscere realitates, infallibiliter, sine difficultate et labore’, con la finalidad de mostrar que la verdad de la revelación es necesaria al hombre como tal para conocerse a sí­ mismo, además del misterio de Dios: “omnem veritatem necessariam homini cognoscerem tam de homine quam de Deo, et omnia quae sunt necessaria homini ad salutem et ad suam perfectionem, et ut perveniat ad vitam aeternam” (Theologia naturalis seu Liber creaturarum, pp. 27-30).

Pierre Charron (1541-1601), como primer inspirador de la triple demostración, que tendrá luego en el Tractatus de Hook la codificación definitiva,. escribirá el volumen Les trois vérités contre les athées, idolátres, juifs, mahométans, hérétiques et schismatiques, todo un conjunto de enemigos, para ocultar quizás al verdadero destinatario de su volumen: los protestantes en general y su enemigo Duplessy-Mornay en particular.

Los deí­stas, los ilustrados y los racionalistas en general serán los destinatarios de las teologí­as fundamentales realizadas entre los siglos xvl y xvill. Pierre Daniel Huet escribirá una Demonstratio evangelica; Vitus Pichler, que fue el primero en introducir el término “teologí­a fundamental”, escribirá una Theologia polemica, y René de Chateaubrland publicará Le Génie du christianisme.

El tema principal que hay que defender cqntra el racionalismo sigue siendo en este perí­odo la religión sobrenatural contra cualquier forma de reduccionismo; y por tanto, la defensa del valor de la Escritura como texto sagrado inspirado contra toda forma de historicismo y positivismo.

El “ateo” será finalmente el destinatario de los tratados publicados en el siglo xlx antes de la llegada a la I teologí­a manualista, que, después de desempolvar la necesidad de la especulación sobre los primeros principios, tendrá como coloquiante de su reflexión al hombre metafí­sico, prescindiendo de todo contexto social, y privado por tanto de una referencia especí­fica.

Como se advierte por esta rápida lectura de unos pocos autores y de unas obras escogidas entre las más significativas, parecen destacar tres caracterí­sticas para nuestro tema:
1) La primera impresión está determinada por el hecho de que siempre se está frente a unos “enemigos”. La necesidad de dar razón de la fe, que habla caracterizado al planteamiento de 1 Pe 3,15 y al de los primeros apologetas, se va deslizando progresivamente hacia formas que tienen que ver con la polémica, hasta llegar a tener como destinatarios, no ya a unas personas a las que presentar positivamente la riqueza de la fe, sino a unos enemigos y herejes contra los que defender la doctrina.

2) La segunda caracterí­stica está determinada por la actividad preponderante de “descubrimiento de errores”. Mientras que en los primeros siglos se intentaba encontrar formas comunes entre los creyentes y los no creyentes para una base sólida de discusión, luego nos encontramos con una fuerte caracterización de apropiamiento de la verdad definitiva, que se transforma en crí­tica y en juicio contra toda forma distinta de comprensión de la realidad.

Habí­a ciertamente errores objetivos y formas heréticas, pero metodológicamente se crea una situación distinta; no hay ya ni una búsqueda en común ni el más pequeño intento de mayéutica. La solución era solamente la defensa de la propia verdad, contraponiéndose polémicamente a todo el que pensase de forma distinta.

3) El tercer elemento que se advierte y que parece paradójico es la desaparición progresiva del propio destinatario. El destinatario al que dirigirse es sustituido solamente por el estudio de la doctrina o, todo lo más, de los principios que regulan el procedimiento demostrativo. El destinatario es sólo la causa instrumental de la que se parte, mientras que el objetivo central y fundamental es la denuncia de los errores presentes en la doctrina del “otro”.

No hay ya, por tanto, un coloquiante concreto, con sus referencias históricas, polí­ticas, culturales y religiosas, sino la doctrina, las tesis o las ideologí­as.

Pascal, en el proyecto de sus Pensées, habí­a remachado con fuerza la primací­a del sujeto concreto; éste mismo era el deseo subyacente a la Grammar of Assent de l Newman; pero será esencialmente l Blondel con L áction el que haga la sí­ntesis de las dos exigencias, produciendo una metafí­sica, aunque con una referencia directa a la historicidad del sujeto..

La teologí­a fundamental contemporánea no puede ni olvidarse de la historia pasada ni soslayar los cambios que hoy se han operado. Quiera o no quiera, está comprometida con la historia del pasado; y tiene que enfrentarse con la del presente en nombre de la responsabilidad de la fe que la hace existir.

En la individuación de nuestro destinatario creemos que intervienen dos órdenes de factores, unos positivos y otros que provocan cierta dificultad.

1. ELEMENTOS POSITIVOS. El primer factor positivo que hay que señalar es ciertamente el de un sentido ecuménico renovado, que ha permitido abrirse a los hermanos en el mismo bautismo. Por consiguiente, no sólo serí­a anacrónico buscar “enemigos”, sino que estarí­a en contradicción en una disciplina que ha descubierto en la fe los fundamentos de su propio ser.

La conciencia histórica (l Historia, I) que caracteriza a nuestro siglo hace tomar seriamente en consideración la historicidad de nuestro teologar y de las condiciones tí­picas en que llegan a encontrarse el destinatario y el teólogo. Este sentido recuperado de la historia es igualmente un elemento positivo que permite a la teologí­a fundamental, una vez superada la seguridad de los principios sobre el hombre metafí­sico, encontrar hoy un sujeto profundamente arraigado en su historia y en su cultura, que está profundamente celoso de este arraigo.

Esto permite recuperar una base común inicial. Ante todo, se puede presentar más fácilmente a la persona de Jesús de Nazaret como un sujeto inserto en la historia de su pueblo, creí­do como cumplimiento de la historia de la salvación y anunciado hasta nuestros dí­as como principio hermenéutico para una comprensión global de la historia universal. Además, se le concede al destinatario un papel de protagonista en la transformación de esta historia. El vivir concreto en un testimonio auténtico de liberación es memoria de la presencia constante del mal y del pecado que han de ser vencidos, y de los gérmenes de salvación y de esperanza que ya están sembrados y que van madurando progresivamente.

En este contexto asume una especial importancia el tema del anuncio del evangelio en las diversas culturas y una forma de contextualidad de la teologí­a (/Teologí­as, VII) que pone de manifiesto la riqueza de la integración y de la aportación de los diversos modelos. culturales.

2. DIFICULTADES. Junto con los datos positivos se presentan hechos y valoraciones que provocan no pocas dificultades a la teologí­a fundamental.

El primer dato que debemos observar es que, al faltar la unidad de un referente filosófico, la individuación del destinatario está sujeta a diversas referencias filosóficas e ideológicas. Semejante pluralismo crea, a su vez, una pluriformidad de expresiones y de lenguajes que no permiten tener claro el partner del discurso.

Ante tales problemas puede surgir la tentación de seguir el camino más fácil de una renovada neo-abstracción en la individuación del destinatario, con consecuencias más nefastas que las habidas en el perí­odo manualí­stico.

Se deberá, por lo tanto, tener bien clara la perspectiva de que no será posible una presentación apologética del hecho cristiano. teniendo como interlocutor un solo destinatario. Incluso la perspectiva del “otro”, como hipotético partner, serí­a una simplificación demasiado fácil, que serí­a conveniente evitar. Las formas del l ateí­smo se presentan hoy totalmente diversificadas (ateí­smo metodológico, filosófico, psicológico, lingüí­stico y pragmático), de modo que no existe la posibilidad de reducirlas a un solo factor.

Por otra parte existe otra gran dificultad, fundada en la existencia de una profunda crisis de racionalidad. Una injustificada sobrevaloración es debida a la emotividad, de modo que ya no se percibe con claridad la importancia constitutiva de una conciencia crí­tica para el contenido de la fe. Parece que el “estar juntos” o,el “orar juntos” es la gran solución para resolver todas las dificultades. Pero al teólogo, que tiene la obligación de mantener viva la responsabilidad para entender la fe, las mencionadas expresiones le crean problemas y no le solucionan las dificultades.

Una verdadera unión y una serena conversión, para que puedan ser plenamente humanas y auténticamente cristianas, pasan por la mediación de la inteligencia: fides si non intelligitur nulla est. La voluntad de encontrarse en la “praxis” y el desafí­o para que ésta se convierta en un locus theologicus con el que juzgar la verdad de la fe no es menos parcial que una fe que quisiera ser ortodoxa con el elemento de la inteligencia.

La unidad del obrar personal, las mediaciones tí­picas que se le han dado ala Iglesia para su permanencia en la verdad y las razones que la teologí­a presenta en la historicidad de su reflexión son otras tantas expresiones que hay que considerar por separado por el valor que asumen en la búsqueda de la plenitud de la verdad, pero que no es posible desconocer en ningún caso.

¿Quién será entonces el “contemporáneo”, destinatario de la teologí­a fundamental?

Ciertamente el creyente, ya que él es siempre el primer destinatario de la reflexión teológica; en segundo lugar, el “otro” de nuestra fe, ya que es éste el que caracteriza peculiarmente a la teologí­a fundamental dentro de la ciencia teológica.

Sin embargo, la realidad actual, si permite ver un doble destinatario en virtud de la fe, no consiente ver al creyente como “otro” respecto a su contemporáneo. Vienen inevitablemente a la memoria las palabras de la Carta a Diogneto: “Los cristianos no se diferencian de los demás hombres ni por su territorio, ni por su lengua, ni por su forma de vivir. No viven en ciudades especiales ni usan un lenguaje extraño, ni llevan un género de vida especial. Viven en ciudades griegas o bárbaras, según los casos, siguiendo en su manera de vestir, en su comida y en el resto de su vida las costumbres del lugar; se proponen una forma de vida maravillosa y al mismo tiempo paradójica, admitiendo a todos” (c. 5).

Hoy como ayer, la fe crea una vida especí­fica; pero la realidad de las caracterí­sticas propiamente humanas sigue inalterada para todos.

El contemporáneo aparece en su expresión más positiva como un sujeto lleno de esperanza. La esperanza parece ser la caracterí­stica que más cualifica el final de nuestro siglo. Salido de dos guerras mundiales que han visto los estragos y los efectos nefastos del odio, con la Shoah que sigue siendo la expresión culminante de hasta dónde puede llegar la locura del hombre, el contemporáneo vive todaví­a bajo el impacto del miedo a algo que puede aniquilarlo. Crece en él la esperanza de una convivencia humana entre la naciones, de forma que nadie tenga que prevalecer sobre el otro y la justicia pueda finalmente abrazarse con la paz (Is 9,5-6). Por eso sigue con gran preocupación los pasos que dan las grandes potencias con vistas a una ausencia total de guerra universal.

Esta esperanza de base se concreta luego en diversos objetivos: la economí­a creciente hace pensar en un bienestar de vida, los incesantes descubrimientos en el terreno de la medicina dan confianza en una prolongación de la vida, el progreso en el campo tecnológico -especialmente en los medios de comunicaciónnos hace sentirnos a todos “ciudadanos del mundo”, las noticias se difunden simultáneamente en los dos hemisferios, aumentando el sentimiento de solidaridad mundial.

Pero a un aumento de esperanzas corresponde también un fuerte sentimiento de desconfianza y malestar. Ante todo, en lo que se refiere a las instituciones y a los organismos polí­ticos. Nunca como hoy el sentimiento de desinterés y de no credibilidad ha acompañado a las declaraciones de los hombres polí­ticos o a los planes programáticos de los hombres de partido. Alejándose cada vez más del sentido y de la búsqueda del bien común, se han alejado igualmente del hombre concreto y de sus más profundas exigencias de una vida más humana. Bajo el peso de las leyes de una economí­a elitista, los desniveles han aumentado, haciendo a los poquí­simos ricos cada vez más ricos y a los muchí­simos pobres cada vez más pobres.

Engañados por maniobras económicas y por ideologí­as nihilistas, los valores esenciales de respeto al otro, a la vida en su globalidad y a la naturaleza en su conjunto han ido decayendo y viendo cómo crecí­a su sentido de impotencia y de soledad. Quizá nunca como hoy se ha alcanzado el sentimiento de la contradicción personal, determinada y hecha más dramática por el hecho de que cada uno es plenamente consciente de ello, pero al mismo tiempo se siente incapaz y demasiado solo para poder reaccionar.

Si luego se desplaza la mirada hacia el horizonte religioso, también es posible asistir a la gran contradicción de nuestros contemporáneos. La profecí­a nietzschiana de la muerte de Dios en nuestro mundo parece dar hoy lugar a un renovado “sentido de lo sagrado”. Pero en muchos aspectos esta recuperación fantasmal de lo sagrado no hace sino confirmar la muerte de Dios y señalar a nuestras ciudades, con sus iglesias, como los cementerios del Dios de los cristianos.

Por parte cristiana se habla cada vez más de una “crisis de participación”; las grandes metrópolis de Occidente muestran sus iglesias vací­as los domingos; tan sólo un porcentaje mí­nimo sigue la catequesis como el momento sistemático del estudio de la fe; casi nos parece asistir a un cisma subterráneo en el que, apelando a su propia conciencia, el creyente parece no acoger ya la enseñanza del magisterio. Si es posible ver un fuerte despertar en las generaciones jóvenes, éste no está exento muchas veces de una crisis de inteligencia, ya que a menudo el movimiento religioso está promovido por personalidades carismáticas, en las que la emotividad se impone a 1a inteligencia.

Por parte no cristiana, parece asistirse a un neopaganismo. Se multiplican los ritos perversos, se extienden como una mancha de aceite las sectas religiosas, se asiste a un ansia por leer y conocer el propio futuro para sentirse seguros y saciados; las nuevas magias y brujerí­as seducen y engañan, ofreciendo el conocimiento de sí­ mismo a través de cartas o de indestructibles esferas de cristal, y en los periódicos a veces es el horóscopo lo único que se lee.

Todo esto es señal de un vací­o, de una profundidad que no se ha visto colmada por unos valores que puedan satisfacer de verdad, ya que comprometen la responsabilidad personal.

Un contemporáneo que tiene cada vez más prisas y que no tiene ya tiempo para escuchar y reflexionar; que se complace en eslóganes para llegar a la inmediatez sin perderse en el esfuerzo de las demostraciones que ya no es capaz de leer por estar atento tan sólo a las imágenes de la televisión; que está incapacitado para contemplar la belleza al estar sumergido en el caos de la metrópoli destructora que mancha todo lo que el genio y la fe del pasado nos ha dejado en herencia; que siente siempre la tentación del sabor escondido de la transgresión y de la violencia; que puesto, finalmente, ante el problema dramático de la l muerte lo rechaza no pensando en él o engañándose con nuevos sofismas, este contemporáneo, ¿seguirá siendo capaz de escuchar la voz profética del que anuncia a Dios?

Ciertamente que si, porque a pesar de todos los aspectos negativos de la descripción anterior, ese contemporáneo sigue siendo capaz de ponerse con sinceridad ante el !sentido de la vida y está dispuesto a comprender el significado del l amor.

En todas las partes del mundo hay personas capaces de un gesto de amor. Los ejemplos nos llevarí­an lejos y no darí­an toda la profundidad de la realidad experimentada. Pues bien, en, cada uno dé esos signos es posible reconocer y comprender el lenguaje del amor.

La teologí­a fundamental tiene delante de sí­ a un sujeto, creyente o no creyente, con una fuerte necesidad. de sentido (l Credibilidad). Esto es hoy más:urgente todaví­a porque hay una mayor conciencia de ello y a su alrededor todo parece llevar al hombre al absurdo.

A este destinatario es preciso llevar, en un lenguaje nuevo, el amor trinitaiio de Dios, que alcanza su cima en el misterio pascual de Jesús de Nazaret.

Ante este amor revelado, amor auténtico por ser plenamente libre y capaz de llegar al don total de sí­ mismo, nuestro contemporáneo no puede ser insensible. Comprende que es un mensaje para él, sabe que tiene que correr el riesgo de la fe y del seguimiento, porque es la última posibilidad que se le concede para comprender a fondo el misterio de su ser y al mismo tiempo para sentirse plenamente libre.

BIBL.: FERRARoTTi G., Una teologia per laici, Bar¡ 1984; HEINZ G., Divinam christianae religionis originem probare, Mainz 1984 LATOU†¢ RELLE R., El hombre y sus problemas ala luz de Cristo, Salamanca 1984; NIEMANN F.J., Jesus als Glaubensgrund in der Fundamentaltheologie der Neuzeit, Innsbruck 1983; RUGGERI G., La compagnia della fede, Turí­n 1980; ID (ed.), Enciclopedia di Teologia Fondamentale I, Turí­n 1987; SECKLER M., Fundamentaltheologie: Aufgaben und Aujbau, Begriff und Namen, en HFTh IV, 451-513.

R. Fisichella

III. En España e Iberoamérica

La situación de la TF en España e Iberoamérica en la etapa posterior al Vaticano II merece atención especial, puesto que a partir de este concilio los tradicionales manuales de teologí­a latinos son sustituidos por textos en lenguas autóctonas y a su vez se multiplican las facultades de teologí­a en su amplia geografí­a. Veamos, con todo, algunos autores iniciales de nuestras tierras que han influido en la historia general de la TF, para adentrarnos después en la etapa central a partir del concilio hasta nuestros dí­as:
1. AUTORES INICIALES.. a) Siglos XII-XVI. RAIMuNDQ LULIO (Mallorca 1232-1316), filósofo y escritor. En su filosofí­a intervienen elementos aristotélicos, neoplatónicos y agustinianos, y presenta una doble vertiente, la mí­stica y la racionalista, con el fin de ofrecer elementos racionales para la comprensión de las verdades de la fe. Su Ars magna desarrolló un tipo de lógica simbólica, que aplicó a los problemas religiosos, convirtiéndose en una “ars compendiosa inveniendi veritatem”. Su apologética se encuentra incluida en diversos escritos que narran debates teológicos; así­ el Llibre del gentil e los tres savis (judí­o, cristiano, sarraceno), Llibre dels cinc savis (latino, griego, nestoriano, jacobita y sarraceno) y también Llibre de demostracions. Lulio forma parte de los apologetas catalanes misioneros de los siglos xin-xiv, como san Ramón de Peñafort (1176-1275) y el también dominico Ramón Martí­ (12301284) (cf B. MENDIA, La apologética y el arte luliano a la luz del agustinismo medieval, en “Estudios Lulianos” 22 [1978] 209-239, y las monografí­as en B. PARERA, Historia de la Teologí­a española I, Madrid 1983, 447-494; E. VILANOVA, Historia de la teologia cristiana I, Barcelona 1984, 637-647).

RAMóN DE SIBIUDA (Toulouse j’ 1436), médico, profesor de teologí­a y rector de la universidad de Toulouse, autor del Liber creaturarum, conocido posteriormente como Theologia naturales. Su doctrina fue divulgada ampliamente por Michel de Montaigne (1533-92) en Apologie pour Raimond Sebond (1575-76), que subraya su marcado carácter antropocéntrico, sí­ntesis que fascinó a la Europa del renacimiento y del barroco (cf R. Pou, La antropologí­a del “liber creaturarum” de Ramón Sibiuda, en “Analecta Sacra Tarraconensia” 42 [1969] 211-270; de ahí­ su puesta en el indice por Pablo IV [1599]). Su perspectiva es más contemplativa que apologética, e intenta estimular la mente para que llegue a Dios, la suma perfección. Está influenciado ampliamente por el Itinerarium mentis in Deum de san Buenaventura, por san Anselmo y por su maestro Raimundo Lulio (F.J. ALTES ESCRIBí, Raimundo Sibiuda [ f 1436] y su sistema apologético, . Barcelona 1939; J.L. SíNCHEz NOGALES, “Itinerarium Hominis in Deum” La Teologí­a Natural de R. Sibiuda, Granada 1991). Recientemente F.J. Niemann, en su investigación histórica sobre la cristologí­a fundamental, ha situado a Sibiuda como su primer iniciador (Jesus als Glaubensgrund in der Fundamentaltheologie der Neuzeit, Innsbruck 1983, 92-99).

JUAN Luis VIVES (Valencia 1492Bruges 1540), humanista y educador, compañero de Erasmo y preceptor de Catalina de Aragón en la corte inglesa. Autor del De veritate fidei christianae (Basilea 1543; Valencia 1790; ed. facsí­mil, Londres 1964), considerada como la obra más importante del renacimiento en el campo apologético (cf P. GRAF, Luis Vives como apologeta [1932], Madrid 1943 [trad. de J.M. Millás Vallicrosa], y E. Vilanova, Historia de la teologí­a cristiana 11, Barcelona 1986, 6572). G. Heinz en estudio monográfico reciente ha mostrado cómo Vives representa la primera base histórica del tratado de revelación (ef Divinam christianae religionis originem probare. Untersuchung zur Entstehung des fundamentaltheologischen Offenbarungstraktates der katholischen Schultheologie, Mainz 1984, 24-32).

MELCHOR CANO(] 548-1563),_ profesor en Salamanca y teólogo en Trento, es conocido por una de las obras que más ha influenciado la metodologí­a teológica, el De Locis theologicis (1563) -¡con más de treinta ediciones!-. Su orientación es claramente apologética, y su epistemologí­a está dominada y regulada por la autoridad, objetivamente verificable. Cano insiste en el valor de la razón y de la tradición, frente a las tesis protestantes de la sola fe, la sola gracia y la sola Escritura, siendo aquí­ donde encuentra su conexión e influencia en la futura teologí­a fundamental. Cano supera la clásica escolástica -la quaestio y el utrumcon una exposición positiva, recurriendo a los lugares teológicos que iluminan la cuestión planteada y situándose en la lí­nea renacentista, como muestran sus citas de J.L. Vives (XI, c. 6, en positivo; X, c. 9, en negativo), y forja un método teológico moderno, que parte siempre de las fuentes (cf A. LANG, Die Loci theologiei des Melehor Cano und die Methode des dogmatischen Beweises, Munich 1925; M. ANDRES La teologí­a española en el siglo XVI II, Madrid 1976, 41 I-424). Recientemente, M. Seckler ha reivindicado una visión no puramente epistemológica, sino más global y eclesiológica de los lugares teológicos de Cano a partir de la perspectiva de una catolicidad gnoseológica y de una sabidurí­a estructural que reconozca en los lugares teológicos a la Iglesia como sujeto activo de la tradición (cf Die ekklesiologisehe Bedeutung des Systems der “loci theologici” Erkenntnistheoretische Katholizitlft und structurale Weisheit: Weisheit Gottes, Weisheit der Welt [FS. Kardinal, J. Ratzinger] 1, St. Ottilien 1987, 37-65).

b) Siglo XIX. JUAN DONOSO CORTES (1809-1853), uno de los laicos más relevantes promotores de la TF (cf su presentación en l Apologetas laicos, 2c).

JAIME BALMES (Vic -Barcelona- 1810-1848), filósofo, periodista y polí­tico, contemporáneo de los propiamente iniciadores de la teologí­a fundamental como disciplina (l J.S. Drey, en Tubinga, 1777-1853; G. Perrone, en Roma, 1794-1876). Entre sus obras más significadas se encuentra El criterio (1845), Cartas a un escéptico en materia de Religión (1846), El protestantismo comparado con el catolicismo (1842-44), Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo (1851) y Filosofí­a fundamental (1848). Este último libro fue traducido al alemán en 1855 y tuvo una amplia influencia en teólogos católicos alemanes, de tal modo que ayudó a forjar el mismo nombre de teologí­a fundamental en paralelo con el nacimiento de la llamada filosofí­a fundamental (cf esta observación en M. SECKLER, en HFTh 4, 462, n. 31). Balmes elaboró, dentro de la eclesiologí­a, el argumento empí­rico en su estudio comparativo entre protestantismo y catolicismo, siendo predecesor de la ! “ví­a empí­rica”, propuesta por el cardenal Dechamps (1810-83) y afirmada por el Vaticano I (1870) (I. CASANOVAS, Apologética de Balmes, Barcelona 1953; E. VILANOVA, Historia de la teologí­a cristiana III, Barcelona 1989, 331s.).

c) Siglo XX, anterior al concilio Vaticano II. T. ZAPELENA (18831962), profesor de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma del 1928 hasta el 1957, conocido por su tratado De Ecclesia, cuya primera edición del 1930 fue reeditada con la ampliación a una sección dogmática sobre el cuerpo mí­stico: Pars Apologetica (19556), Pars Apologetico Dogmatica (1954) (M. CHAPPIN, Dalla difesa al dialogo:1 insegnamento della TFalla PUG, 1.930-1988, en R. FISICHELLA [ed.], Gesú Rivelatore, Casale Monferrato 1988, 33-45). Su talante era claramente polémico y defensivo, tal como ya observó negativamente el mismo J. Salaverri, (“EE” 29 [1955] 217-231), crí­tica que Zapelena valoró como contraria al evangelio (cf-De Ecclesia 16, p. 48). Este autor se dio a conocer más ampliamente por su participación en la polémica sobre el método teológico de L. Charlier (cf “Greg” 24 [1943] 23-47.287-326; 25 [1944] 3873.247-282).

M. NICOLAU y J. SALAVERRI, autores de la Theologia Fundamentalis del manual latino más divulgado antes del Vaticano II, la Sacrae Theologiae Summa I, de la BAC (1950), con cinco ediciones hasta 1962, y del cual se vendieron 62.000 ejemplares hasta el año 1970, y que fue calificado así­ por K. Rahner: “No hay en el mundo ninguna TF que sobrepuje a esta Summa en el equilibrio al proponer esta materia, en la proporción de la bibliografí­a abundante, en tener al dí­a el suministro de la escuela. Evita que uno olvide la herencia teológica de los últimos siglos” (cf texto de 1958 transcrito en EE” 56 [1981] 282). Se trata, pues, del máximo representante de la TF de cariz apologético, que se convierte en el último manual de primera lí­nea de estas caracterí­sticas, paralelo a los de H. Dieckmann (1930), A.C. Cotter (1940), R. GarrigouLagrange (1945), considerados por A. Dulles como los cuatro mejores manuales de esta época (A History of Apologetics, Nueva York. 1971, 215.272).

J. SALAVERRI (1892-1979), después del Vaticano II dio una sí­ntesis de su comprensión de la TF en Gran Enciclopedia Rialp, XXII, Madrid 1971, 267-269. También comentó el tema de la sucesión apostólica de la LG 20 (Constitución sobre la Iglesia, Madrid 1966, 379-403, donde se remonta a sus estudios históricos anteriores en “Greg” 13 [1932] 211-240; 14 [1933] 219-247; 16 [1935] 349-373), y a su vez trató sobre el valor magisterial de las encí­clicas visto como infalible, según su conocida interpretación de la Humani generis (cf “Sacramentum Mundi” 2 [1969] 567-570, donde remite a su estudio sobre el tema en “Miscellanea Comillas” 17 [1952] 135-171; cf F. DE B. VIZMANOS, Introducción Bibliográfica de J. Salaverri, en “EE”47 [1972] 319-324; J. MARTíNEZ E., In memoriam J. Salaverri, en “Miscellanea Comillas” XXXVII 1979] 97-99). M. Nicolau, profesor emérito de Dogmática de la Universidad Pontificia de Salamanca, después del Vaticano II ha publicado un artí­culo programático sobre Apologética (como ciencia), en Gran Enciclopedia Rialp II, Madrid 1971, 483-491, y diversos manuales teológicos (Teologí­a del signo sacramental, Madrid 1969; Ministros de Cristo, Madrid 1971; La unción de los enfermos, Madrid 1975; Iniciación a la teologí­a, Toledo 1984).

F. DE B, VIZMANOS e I. RIUDOR, autores de la “Teologí­a Fundamental para seglares” de la BAC (1963), último representante de un manual de cariz apologético, anterior al Vaticano II, especialmente por lo que se refiere a la revelación y publicado en castellano. Su publicación en plena celebración del concilio no permitió su divulgación con sucesivas ediciones. Vizmanos (1900-1974) es conocido además por algunos estudios históricos clásicos (La Apologética en los autores postridentinos, en “FE” 13 [1934] 418-446; Literatura eclesiástica en torno al concilio Vatieario í en “EE” 45 [ 1970] 567-582) y Riudor, profesor emérito de la Facultad de Teologí­a de Cataluña, posteriormente restructuró su tratado sobre la Iglesia a partid de la eclesiologí­a del Vaticano II (Iglesia de Dios, Iglesia de los hombres I-II, Madrid 1972).

2. DESDE ET. VATICANO II HASTA LA ‘ACTUALIDAD: 1965-1992. La TF no tuvo ni una sola mención en el concilio, aunque a él se le debe una serie de actitudes que desarrolló en la Iglesia universal, tales como el diálogo, el servicio, la conversión, la búsqueda de sentido; y una serie de perspectivas sobre la revelación, como son la centralidad absoluta de Cristo, la personalización de los signos de credibilidad, la búsqueda de sentido del hombre y de sus problemas. Por eso no es extraño que en este perí­odo se experimente una larga etapa de transición hasta la aparición en los años ochenta de una etapa en la que emerge una “nueva imagen” de la TF (cf R. LATOURELLE, Ausencia y presencia de la fundamental en la Vaticano II, en Vaticano IL’ Balance y perspectivas [1987], Salamanca 1989, 1047-1068, y su voz TP:~ historia y especificidad, en este DTF; I. RODRíGUEZ, La teologí­a española en los años del concilio y en el decenio posconciliar, en Historia de la Teologí­a Española II, Madrid 1987, 738-774).

a) La etapa de 1965-1980: una larga transición. El concilio Vaticano II, especialmente la Optatam totius (18 de diciembre de 1965), sobre la formación de los sacerdotes, evitó hablar de la TF y dio un trato de absoluto favor a la dogmática. Esto repercutió en las Normae quaedam en 1968, que orientaban los estudios eclesiásticos, y en las que tampoco apareció tal disciplina. En esta lí­nea no es extraño que la TF desapareciera de las publicaciones teológicas, y aun de muchos planes de estudio, durante una larga etapa, que puede dibujarse bajo las siguientes orientaciones en España e Iberoamérica:
1) Continuidad de la TF clásica. Simbolizada en el manual de A. LANG, Teologí­a Fundamental I (1961), Madrid 1966; Teologí­a Fundamental II (1967), Madrid 1967. La traducción y amplia divulgación de esta clásica obra alemana en el mundo hispano manifiesta la continuidad de un planteamiento tí­picamente anterior al Vaticano II. Con todo, debe subrayarse el esfuerzo de actualización eelesiológica del apéndice redactado por el profesor de la Universidad de Navarra Alfredo Garcí­a Suárez sobre la “comunión episcopal”, donde comenta LG 18-13 (pp. 369-395).

2) Máxima divulgación de la teologí­a de la revelación. La Dei Yerbum ayudó a vertebrar el tratado dogmático de revelación, especialmente a partir de sus dos primeros capí­tulos. En el mundo hispano sobresalen tres comentarios relevantes: así­ la sustanciosa introducción teológica del profesor de la Facultad de Teologí­a de Catalunya, J.M. RovlRA BELLOSO, por la Editorial Estela, en doble edición castellana y catalana, Barcelona 1965, autor que después publicó un importante estudio sistemático, Revelación de Dios, salvación del hombre, Salamanca 1979; 19893, y un preciso trabajo hermenéutico, Trento. Una interpretación teológica, Barcelona 1979 (cf su voz Hermenéutica conciliar en el presente DTF). Otro profesor de la misma Facultad, J. PERARNAU, siguiendo su estilo de ediciones del Vaticano II, publicó un importante comentario de la DV en catalán y castellano, en Castellón de la Plana 1966, de gran utilidad para conocer la historia interna y sentido preciso de esta constitución conciliar. Finalmente, sobresale el comentario de orientación bí­blica dirigido por el profesor español del Pontificio Instituto Bí­blico L. ALONSO SCHóKEL en la BAC, Madrid 1969, con importantes estudios, especialmente del claustro de la Universidad de Deusto; A.M. Artola, J. R. Scheifler y J.A. Ubieta además del eclesiólogo de la Pontificia Universidad Gregoriana A. Antón. Recientemente se ha publicado una nueva edición co-dirigida por A.M. ARTOLA, La palabra de Dios en la historia de los hombres, Bilbao 1991, ampliada con dos trabajos importantes del profesor de Biblia de la Pontificia Universidad de Salamanca, J. M. Sánchez Caro. Finalmente constatemos la influencia de la traducción castellana del más extenso comentario teológico de la DV de B.D. DuPuY (ed.), La revelación divina 1-II, Madrid 1970; especialmente por el notable comentario del primer capí­tulo de t H. DE LuBAC, I, 183-367 (reeditado posteriormente en La révélation Divine, Parí­s 1983).

A su vez, la lí­nea promovida por el profesor de TF de la Pontificia Universidad Gregoriana R. LATOURELLE crea un gran impacto con su clásica obra de orientación dogmática Teologí­a de la revelación (Salamanca, primera ed. española de 1967, traducción de la segunda ed. original, revisada y aumentada con la documentación conciliar de 1966), de la cual se han publicado siete ediciones. Esta obra ha sido el manual más común para la asignatura, que suplí­a el capo de la TF con el tí­tulo habitual de Revelación y fe. Este autor también publicó una introducción, Teologí­a, ciencia de la salvación (Salamanca 1968), y una obra de renovación sobre los signos “Cristo y la Iglesia, signos de salvación” (Salamanca 1971), que, con todo, limitó su influencia al ésta nueva -visión de los signos, a esar de que en él se vislumbra ya un nuevo enfoque dé la eclesiologí­a fundamental. En esta órbita debe situarse el profesor de TF del Instituto Teológico del Uruguay N., CofuGNO, con su monografí­a El testimonio en el concilio Vaticano 11, Montevideo 1974 (cf su posterior resumen en La testimonianza della vita del popolo di Dio, segno di rivelazione olla luce del concilio Vaticano II, en R. FISICHELLA [éd.], Gesú RiveIatore. TF Casale Monferrato 1988, 227-240).

3) La búsqueda a partir de la teologí­a trascendental y antropológica. Se nota aquí­ el impacto de l K. RAHNER en sus diversos escritos, ampliamente conocidos y divulgados en castellano. Tres autores españoles aparecen en este horizonte, cuya influencia ha sido poco significativa: así­ el proyecto inacabado (no se publicó el II volumen) de enfoque trascendental de J. ALEU, Teologí­a Fundamental 1, Razón y revelación, Madrid 1973; el manifiesto crí­tico de A. FIERRO, La imposible ortodoxia, Salamanca 1974, y la voluminosa introducción filosófico-antropológica a la TF del profesor de filosofí­a de la Universidad de Comillas J. MONTSERRAT, Existencia, mundanidad, cristianismo, Madrid 1974, y su resumen en Nuestra fe: introducción al cristianismo, Madrid 1974.

4) La profundización en la fenomenologí­a religiosa. También la divulgación de la obra de /K. RAHNER, editada por J.B. METZ, Oyente de la palabra (1963), Barcelona 1967, abre el campo a los estudios renovados sobre la religión en el ámbito de la TF. Emerge como pionero en España el profesor del Instituto de Pastoral de la Pontificia Universidad de Salamanca J. MARTíN VELASCO, Introducción a la fenomenologí­a de la religión, Madrid 1973; 1978; El encuentro con Dios. Una interpretación personalista de la religión, Madrid 1976 (cf también su voz Indiferencia religiosa en España en este DTF). Debe citarse también el monje y especialista del monasterio de Montserrat L. DuCH, La experiencia religiosa en el contexto de la cultura contemporánea, .Barcelona 1979, lí­nea continuada en sus posteriores, Religió i món modern, Montserrat 1984; Transparéncia del món i capacitat sacramental, Montserrat 1988.

b) La etapa de 1980-1992; la nueva imagen y las primeras sí­ntesis. La constitución apostólica Sapientia christiana de 1979, representa el primer documento magisterial que, después de la Deus scientiarum Dominus de 1931(art. 27), vuelve a citar la TF (SC, art. 67,2; Ordinationes, 5052). Y precisamente a partir de los años ochenta la TF española e iberoamericana se revitaliza, en clara consonancia con la “escuela de la Gregoriana” liderada por R. Latourelle, cuyo último exponente es la publicación y dirección, junto con R. Fisichella, del presente Diccionario de Teologí­a Fundamental. Por otro lado, se nota cierta influencia de la “teologí­a alemana”, ya sea a partir de los trabajos de J. RATZINGER, Teorí­a de los principios teológicos. Materiales para una TF (1982), Barcelona 1985, ya sea a partir de la sí­ntesis de H. FRIES, Teologí­a fundamental (1985), Barcelona 1987, conocido además por diversos libros traducidos, desde sus Conceptosfundamentales de Teologí­a I-IV (196263), Madrid 1966, hasta su trabajo con K. Rahner, Unión de la Iglesia, posibilidad real (1985), Barcelona 1987. Frí­es ha sido bien estudiado por el profesor de TF de la Facultad de Teologí­a de Granada A. JItvtENEZ ORTIZ, Teologí­a fundamental. La revelación y la fe en Heinrich Frí­es, Salamanca 1988 (cf también su voz TF y encuentro en este DTF). La “escuela” de la Gregoriana incide fuertemente en la perspectiva de la “credibilidad” y en su contenido cristológico y semiológico.. La “escuela” alemana, por su lado, da más importancia a los temas contemporáneos sobre la “religión” e incide con fuerza en la eclesiologí­a entendida como marco teológico de la TF. (Se debe añadir aquí­ un paréntesis sobre la importante “escuela alemana de Tubinga”, cuyo pionero es el fundamentalista M. Seckler, principal-promotor del más importante manual posconciliar de TF como es el Handbuch der Fundamentaltheologie 1-4, Friburgo 1985-1988, aunque al no ser traducido al castellano ha incidido más limitadamente en el campo hispano). He aquí­ las orientaciones más sobresalientes de esta etapa:
1) Divulgación de la “nueva imagen” bajo el eje de la “credibilidad” La influencia de la obra traducida de R. LATOURELLE se manifiesta con claridad, especialmente en su volumen programático colectivo con el también profesor de TF de la Universidad Gregoriana G. O’COLLINS Problemas y perspectivas de TF (1980), Salamanca 1982. En esta lí­nea, el profesor del Centro de Estudios Teológicos de Aragón R. SíNCHEZ CHAMOSO ofrece una presentación amplia y pedagógica de tal orientación en Los fundamentos de nuestra fe. Trayectoria, cometidos y prospectiva de la TF, Salamanca 1981, que mereció ser traducida al italiano (Así­s 1983). En esta perspectiva, y siguiendo de cerca la Dei Verbum, se sitúa el manual didáctico -uno de los dos únicos publicados después del Vaticano II en Latinoamérica- del profesor de TF del Seminario Archidiocesano de Bogotá O. Ruiz ARENAS, Jesús, Epifaní­a del amor del Padre. Teologí­a de la revelación, Bogotá 1987, dentro de la “Colección de textos básicos para seminarios latinoamericanos”, dirigida por el CELAM (cf su voz TFy pastoral en este DTF). La obra traducida del sucesor de Latourelle en la Gregoriana, R. FISICHELLA, La revelación: evento y credibilidad. Ensayo de TF(1986). Salamanca 1989, actualiza esta lí­nea ampliándola hacia la dimensión semiológica (cf su voz, entre otras muchas, Credibilidad, de este DTF).

2) Potenciación de la cristologí­a fundamental. También aquí­ las obras traducidas-de LATOURELLE influyen decisivamente, especialmente con su trilogí­a A Jesús el Cristo por los evangelios (1978), Salamanca 1982; El hombre y sus problemas a la luz de Cristo (1981), Salamanca 1983; Milagros de Jesús y teologí­a del milagro (1986), Salamanca 1990. Seguidor de esta lí­nea y aplicando fielmente sus criterios de historicidad, el profesor del Centro de Estudios Teológicos de Toledo, J.A. SAYES ha publicado una Cristologí­a fundamental, Madrid 1985. En esta órbita se sitúa también G. O’COLLINS, Jesús resucitado. Estudio histórico, fundamental y sistemático (1987), Barcelona 1988.

3) Influencia de una perspectiva crí­tica y latinoamericana. La traduccióri del proyecto teológico de J. B. METZ, La fe en la historia y en la sociedad. Esbozo de una teologí­a polí­tica fundamental para nuestro tiempo (1977), Madrid 1979, influye en cierta TF de nuestras tierras. Un puente entre la TF crí­tica de Metz y la perspectiva planteada por la obra del jesuita latinoamericano, profesor del antiguo Centro Fabro de Montevideo, J.L. SEGUNDO ha sido planteada por la edición póstuma de la tesis del jesuita mejicano J. JIMENEZ LIMEN Pagar el precio y dar razón de la esperanza hoy, Barcelona 1990, sintetizada en Dar razón de la esperanza, Sant Cugat-Barcelona 1986, así­ como en su breve propuesta Curso de TF, Sant Cugat-Barcelona ‘1989. Debe notarse con todo la práctica ausencia de tratados de TF en la más conocida teologí­a latinoamericana de la liberación. Así­, en la reciente obra que presenta una sí­ntesis de esta teologí­a, Mysterium Liberationis I-II, Madrid 1990, no aparece ningún capí­tulo dedicado a esta disciplina. Tan sólo el citado J.L. Segundo apunta algunos elementos en su capí­tulo “Revelación fe signos de los tiempos” (pp. 443-466, en continuidad con su programático Diálogo y TF, en “Concilium” 46 [1969] 397406, y Los signos de los tiempos y capacidad de dialogar, en Teologí­a abierta para el laico adulto I, Buenos Aires 1968, 186-192, retomado en Teologí­a abierta 1, Madrid 1983, 179-185). El primer manual posconciliar latinoamericano de TF es el publicado por un laico y teólogo, profesor de la Universidad Católica de Santiago de Chile A. BENTUE, La opción creyente: Introducción a la TF, Santiago de Chile 1981; 19832; Salamanca 19863 (cf su voz TF y praxis en este DTF).

4) Esbozo de una orientación práctico-hermenéutica. Los breves apuntes del profesor del “Institut de TF” de Sant Cugat-Barcelona F. MANRESA plantean puntos de esta orientación en su capí­tulo correspondiente de Hermenéutica bí­blica y TF, Sant Cugat 1988, 25-32 y en su más reciente Proyecto de TF, incluido en Asumir, corregir, planificar II, Una propuesta teológica, Sant Cugat 1991, 45-76. En esta lí­nea mayoritariamente se orientan los 18 “Cuadernos `Institut de TF” de Sant Cugat del Valles-Barcelona, así­ como la docencia de este centro teológico de segundo y tercer ciclo.

5) La perspectiva ecuménica y dialogal. Emerge aquí­ con claridad el profesor de TF de la Pontificia Universidad de Salamanca y director del Centro de Estudios Orientales y Ecuménicos, A. GONZíLEZ MONTES, con su magna edición del Enchiridion Oecumenicum, Salamanca 1986, y sus continuas actualizaciones en la revista que dirige, “Diálogo Ecuménico”, conocido además por sus trabajos sobre la TF crí­tica en Razón polí­tica de la fe, Salamanca 1976, y Aporí­as de la teologí­a crí­tica, en “Salmanticensis” 29 (1982) 425-442 (cf sus voces Salvación y Ministerio petrino 11.- perspectiva ecuménica en este DTF). Amplio conocedor también del mundo teológico ecuménico es el profesor de TF de la Universidad Pontificia de Comillas J.J. ALEMANY, recopilador del volumen como acompañamiento académico Revelación. Textos y lecturas, Madrid 1991, y director de los boletines periódicos de TF desde 1974 a 1987, incluidos ahora en el más general “Repertorio de Teologí­a: revistas”, que edita la Universidad de Comillas (cf su Sentire cum Ecclesia y la tarea ecuménica actual de la Compañí­a de Jesús, en “EE” 65 [1990] 331-338, y su voz sobre W. Pannenberg en este DTF).

6) Autores y `estudios monográficos. Entre los autores que influyen directamente en la TF, sobresale el filósofo l X. ZUBIRI y el teólogo ! J. ALFARO, con sus últimas obras, Revelación cristiana, fe y teologí­a, Salamanca 1983, y especialmente su sí­ntesis de primera lí­nea De la cuestión del hombre a la cuestión de Dios, Salamanca 1988; con la monografí­a del profesor del Secretariado Trinitario de Salamanca, J.M. DE MIGUEL, Revelación y fe. La teologí­a de Juan Afaro, Salamanca 1983, y su voz sobre J. Alfaro en el presente DTE Entre los estudios monográficos próximos a la TF podemos citar la monografí­a del profesor de la Facultad de Teologí­a de Cataluña J. HEREU, Trascendencia y revelación de Dios. Metafí­sica de las “cifras “según K. Jaspers, metafí­sica del testimonio según J. Nabert, Barcelona 1983 (–“FZPT”29[1982] 113-130). Sobre l Blondel, cuya influencia en la TF hispana ha sido significativa (cf la traducción de sus obras Lógica de la fe, Madrid 1964; Exigencias filosóficas del cristianismo, Barcelona 1966; El punto de partida de la investigación filosófica, Barcelona 1967, así­ como la clásica presentación de H. Bouillard, Blondel y el cristianismo, Madrid 1966), C. IZQUIERDO ha publicado una importante monografí­a, Blondel y la crisis modernista, Pamplona 1990. También, junto con J. M. ODERO ha ofrecido unos extensos boletines bibliográficos sobre TF (Manuales de TF I y II, en “ST” XVIII [19861 625-668; XX [19881 223-268). Estos trabajos son fruto del Departamento de TF de la Universidad de Navarra, que dirige el profesor de TF J.L. ILLANES (cf Revelación y encuentro con Cristo, en “Salmanticensis” XXX [1983] 295-307, y su voz santidad en este DTF). Finalmente, anotemos los trabajos del jesuita valenciano, colaborador de la Universidad de Comillas, X. QUINzA, sobre los signos de los tiempos desde una perspectiva de TF (Los signos de los tiempos como tópico teológico, en “EE”65 [1990] 457-468; Signos de los tiempos. Panorama bibliográfico, en “Miscelánea Comillas” 49 [1991] 253-283).

7) Aparición de nuevas sí­ntesis y tratados. Anotemos aquí­ los trabajos con voluntad de sí­ntesis o en forma de tratado. En primer lugar la propuesta clara y de lí­nea comunicativo-experiencia) del profesor de la Facultad de Teologí­a de Valencia M. GELABERT, Experiencia humana y comunicación de la fe. Ensayo de TF, Madrid 1983 (cf también su voz Absoluto en la historia en este DTF). Le sigue el sugerente trabajo, aun siendo ampliamente deudor de ! W. PANNENBERG, del profesor de TF del Centro de Estudios de Santiago de Compostela A. TORRES QUEIRUGA, A revelación de Deus na realización do home, Vigo 1985 (trad.: La revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 1987). Finalmente, anotemos el manual más completo de los publicados hasta ahora por el profesor de TF de la Facultad de Teologí­a de Cataluña S. PIE-NINOT, Tratado de Teologí­a fundamental. Dar razón de la esperanza, Salamanca 1989; 19912, esbozado anteriormente en catalán, Donar raó de 1 ésperanga. Esbós de TF, Barcelona 1983. Este tratado se alarga hasta la eclesiologí­a fundamental, orientación también manifiesta en las colaboraciones en el presente DTF, en su edición original italiana, con Eclesiologí­afundamental, Jesús y la Iglesia, Ví­a empí­rica, Sentido de la fe, y en las nuevas voces de la adaptación española Iglesia primitiva, Ministerio petrino L TF y Palabra de Dios (cf los boletines bibliográficos sobre TF en “RCatTeol” IV [1979] 33-77; V [1980] 479-508; VII [1982] 303305.407-482; VIII [1983] 507s; IX [19841 401-461; X [19851 189-200; XII [1987] 437-449; XV [1990] 213-223, y Eclesiologí­a fundamental.Status quaestionis” en “RET” 49 [1989] 361-403).

Para concluir ésta etapa citemos la instauración de las “Jornadas de profesores de TF en España”, celebradas desde 1983 cada dos años, que manifiestan un claro reencuentro de la “nueva imagen” de la TF, así­: I, Alcobendas-Madrid 1983; II, Sant Cugat-Barcelona 1985; III, Pamplona 1987; IV, Torrent-Valencia 1989; V, La Cartuja-Granada 1991 (cf las crónicas del profesor del convento de San Esteban, de Salamanca, L. LAGO, en “Ciencia Tomista” 110 [1983] 401-410; 112 [1985] 611-618; 114 [‘1987] 141-146; 116 [19891601-607). Finalmente, la participación en esta adaptación a la edición española del DTFde los principales profesores de TF de las facultades de Teologí­a de España-nueve-y de los dos únicos latinoamericanos que han publicado un manual es un signo claro de este reencuentro de la identidad de la TF a partir de la “nueva imagen” surgida en esta etapa de los años ochenta en el mundo teológico católico de España e Iberoamérica.

BIBL.: AA. V V., Historia de la Teologí­a Española I-1I, Madrid 1983-1987; GESTEIRA GARZA M., la teologí­a en España; Pié-NINOT S., Cataluña y Baleares; SOBRINO J., La teologí­a, en latinoamérica, en Iniciación a la práctica de la teologí­a 1, Madrid 1984, 333-355.356-365. 366-393; VILANOVA E., História de la teologia cristiana III-III, Barcelona 1984-1989; traducción castellana, Barcelona 1986-1991; WINLING R., La Teologí­a del siglo xx La teologí­a contemporánea (1945-1980), Salamanca 1987.

S. Pié-Ninot

IV. Y pastoral
1. NUEVO ENFOQUE DE LA TEOLOGí­A FUNDAMENTAL. La renovación de la teologí­a fundamental, especialmente a partir de la publicación de la constitución dogmática Dei Verbum, ha contribuido no sólo a darle un carácter especí­fico a esta disciplina teológica, sino que la ha convertido en una instancia insustituible de todo quehacer teológico, en cuanto que exige que el acontecimiento de la revelación y los fundamentos de la credibilidad cristiana sean presentados de tal manera que sean capaces de ofrecer no sólo un sentido pleno a la existencia humana, sino también las claves para descifrar el misterio del hombre y responder a sus problemas más profundos. En este sentido se puede afirmar que su renovada tarea se encuentra enmarcada precisamente en lo que expresa la primera carta de Pedro cuando señala que es necesario estar “siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza” (1 Pe 3,15). No se trata, pues, de cumplir simplemente una función apologética, sino más bien de exponer los fundamentos y la naturaleza -misma de la fe cristiana de manera inteligible y digna de ser acogida por el hombre que se abre al mensaje revelado, teniendo en cuenta las circunstancias históricas y culturales de cada época y lugar, y que lo capacite para aceptar libremente el don gratuito que le es transmitido. La teologí­a fundamental está encaminada -a hacer del acto de fe una opción profundamente humana, que empeñe, por consiguiente, la inteligencia y la voluntad y en la que se exprese la realización más sublime de la libertad del hombre al acoger la iniciativa salví­fica de Dios.

Este nuevo enfoque, en el que se hace necesario tomar en serio el misterio de la encarnación y la historicidad tanto de la revelación como del ser humano al que va dirigida, determina el sentido profundamente pastoral que. debe estar presente en la elaboración de 14 teologí­a fundamental. En efecto, ésta debe centrar su atención en el sentido y en la vigencia actual de lo que significa creer; en otras palabras, en acoger la persona de Cristo y su mensaje para hacerlo vida en el seno de la Iglesia. La revelación por lo tanto, no puede ser concebida y presentada únicamente como una manifestación de las verdades divinas y de los principios necesarios para la plena autorrealización de la vocación humana, sino que hay que entenderla además y principalmente como el acontecimiento fundamental que da sentido a la historia, ya que a través de aquélla Dios mismo ha querido irrumpir en la historia de la humanidad por medio del don gratuito de la encarnación de su Hijo, para mostrar al hombre el sentido de su existencia y lo sublime de su vocación.

2. EL IMPULSO PASTORAL DEL CONCILIO. La dimensión pastoral que debe estar presente en la teologí­a fundamental responde no sólo a la renovación de esta última, sino al impulso que dio el concilio Vaticano II a la acción pastoral de la Iglesia, especialmente en la constitución Gaudium el spes, que precisamente se llama “constitución .pastoral” porque, como expresa la “Nota” que la acompaña, “apoyada en principios doctrinales, quiere expresar la actitud de la Iglesia ante el mundo y el hombre contemporáneos”. La Iglesia en el cumplimiento de su misión evangelizadora tiene el deber de hacer lo posible para que la doctrina que transmite llegue a las diversas culturas de manera inteligible y logre difundir la fe y la salvación a todos los hombres; debe mostrar al mismo tiempo que la vida del creyente no es ajena a los problemas que agobian al mundo, sino que, por el contrario, la fe cristiana responde a los anhelos y a las angustias de todo ser humano. Las formas y los modos de transmitir el evangelio en cuanto mensaje de salvación han de tener en cuenta, por consiguiente, la concreta situación del hombre, estar abiertos a una percepción de los “signos de los tiempos” y someterse a una rigurosa verificación para no correr el riesgo de vaciar el mensaje o de caer en un estado de incomunicabilidad práctica.

Ahora bien, la teologí­a es pastoral por su propia esencia, ya que se trata de un servicio eclesial indispensable para la profundización del mensaje revelado con miras a una mejor comprensión y adaptación del mismo. No se reduce a una simple especulación sobre las verdades eternas, sino que es explicitación, traducción y actualización del mensaje salví­fico. La teologí­a tiene que transformar en vida la fe que recibe de la Iglesia y que trata de comprenderte interpretar para que responda al hombre históricamente situado. No puede quedarse entonces en el plano de la racionalidad cientí­fica: tiene que ir más allá, pues el desarrollo y la comprensión de la fe, a la luz de la vida de la misma Iglesia, tiene por objeto hacer que esa fe se traduzca en compromiso auténtico de caridad. Ciertamente es imposible hacer una separación absoluta entre lo doctrinal y lo pastoral, entre la dogmática y la pastoral; lo uno supone lo otro recí­procamente, de tal modo que sólo pueden existir í­ntimamente integrados. Y así­ como la enseñanza magisterial no es una frí­a transmisión de conceptos, tampoco la pastoral se reduce a una simple praxis; asimismo en la teologí­a no tendrí­a cabida una verdad que en definitiva no se refiera al hombre, pero a su vez no podrí­a llamarse pastoral una actividad de la Iglesia que no se desprenda de la verdad que Cristo ha venido a revelarnos. La Iglesia, al enseñar el evangelio y desarrollar la doctrina de la fe en cumplimiento de la misión que recibió del Señor, pretende ser un instrumento de la acción divina para inculcar la fe en el corazón del hombre y hacer que ella se convierta en una vivencia profunda del amor de Cristo, que debe expresarse a través de la caridad y del compromiso auténticamente cristiano en favor de la solidaridad y la fraternidad humanas en la situación histórica y cultural concreta, pues de lo contrario resultarí­a una transmisión estéril y desencarnada. Pero, al mismo tiempo, su celo pastoral conlleva la asimilación profunda del mensaje evangélico y el conocimiento y el enraizamiento en la realidad histórica actual, para poder responder a las angustias y esperanzas del hombre de hoy y aplicar en concreto los principios perennes y las directrices que se derivan del evangelio en la situación cambiante que surge a partir de los acontecimientos de,la historia.

En este contexto general de la teologí­a adquiere mayor importancia la pastoralidad de la teologí­a fundamental, en cuanto que ella por su mismo método y por sus contenidos está encaminada a capacitar al creyente de toda época y lugar para que dé razón de su fe, corno también a indicar los motivos válidos para que quien todaví­a no es creyente pueda tomar en consideración el reto que le ofrece la fe cristiana. En este sentido se puede decir que es,una teologí­a misionera que está al servicio del encuentro de la revelación y el hombre, haciendo ver a este último su capacidad de ser interpelado por Dios y ofreciéndole al mismo tiempo los presupuestos y las condiciones para que la fe sea un acto responsable.

3. LA ACCIí“N PASTORAL DE LA IGLESIA. Para poder entender correctamente lo que significa la pastoral es necesario tener siempre presente que la misión fundamental de la Iglesia consiste en la evangelización, con todas las implicaciones que tiene en el campo de la promoción humana y de la liberación integral, a través de la cual ofrece a la humanidad el mensaje de salvación. Esta misión se resume en predicar la conversión, liberar al hombre e impulsarlo hacia el misterio de comunión con la Trinidad y de comunión con todos los hermanos, transformándolo en agente y cooperador del designio de Dios. La verdadera evangelización exige, por consiguiente, una referencia permanente a lo vital-existencial, a lo concreto e histórico. El evangelio, ciertamente, tiene que ser anunciado de tal modo que llegue al corazón del hombre, para que su contenido central -Jesucristo encarnado, muerto y resucitado, salvador de todos los hombres (EN 27)- constituya una interpelación constante en la vida concreta, personal y social del ser humano (EN 29). La pastoral, entonces, consiste precisamente en el servicio salví­fico de la Iglesia, que no es otra cosa que la continuación de la obra pascual y escatológica de Cristo a través de la cual logra la salvación de todo el hombre y de todos los hombres y que se prolonga a lo largo de los siglos por la fuerza del Espí­ritu Santo. Así­ pues, la pastoral, en términos generales, es la participación en la acción de Dios en favor de los hombres y que por voluntad del Padre se realiza a través de la mediación de la Iglesia; en otras palabras, la encarnación del Verbo continúa renovándose en la historia de la humanidad por obra del Espí­ritu Santo a través de la sacramentalidad de la Iglesia. En efecto, para esto existe la Iglesia: para ser “en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la í­ntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1), señalando al mismo tiempo que en ella se está cumpliendo y desarrollando la plenitud de los tiempos y que, consecuentemente, el hombre y el mundo no pueden perder de vista su horizonte escatológico (cf LG 48). La pastoral, en cuanto compendio de la acción especí­fica de la Iglesia, está configurada, por lo tanto, por el “ieri, hodie et in saeculum”.

Ahora bien, de acuerdo con lo que señala el concilio Vaticano II, en donde la pastoral se entiende como el compromiso de la Iglesia entera en relación con el mundo y los hombres de hoy, es necesario anotar entonces qúe el sujeto de la pastoral no se limita únicamente a los pastores -de donde originalmente viene su nombre-, sino que comprende la acción de todos los fieles en el servicio de la fe, dentro de una ordenación determinada por la vocación cristiana general y por el ministerio y los carismas, estructurada,, por consiguiente, jerárquicamente de acuerdo con los diversos cometidos. Esto comporta consecuentemente una diversidad de tareas en las que se realiza constantemente el esfuerzo por hacer operativa la acción salví­fica de Dios en todo contexto histórico, es decir, en e1 “aquí­ y ahora” de la existencia humana.

4. TEOLOGíA PASTORAL Y . Finalmente hay que tener cuidado en no confundir la pastoralidad de la Iglesia con lo que se llama la teologí­a pastoral. La primera es un espí­ritu y una dimensión que debe estar presente en toda acción eclesial, y por consiguiente también en todo quehacer teológico; la segunda, en cambio, es la reflexión, crí­ticamente fundada, sobre la mediación salví­fica de la Iglesia, que se realiza con el objeto de comprender mejor y de orientar dicha acción salví­fica. La teologí­a pastoral en cuanto tal tiene su propia consistencia dentro de la ciencia teológica y no se puede reducir a un compendio de normas de acción y a su fundamentación a la luz de la revelación, sino que cumple la tarea de estudiar los condicionamientos de la realización de la Iglesia para cada situación concreta de cara al presente y proyectando el futuro, con el objeto de desarrollar los principios según los cuales la Iglesia debe actualizar su propia esencia en cada situación determinada y de esta forma comunicar la salvación. Esta disciplina teológica requiere una confrontación permanente con los datos de otras ciencias particularmente de la sociologí­a, y debe estar atenta a escuchar y acoger las inquietudes sociales. La situación histórica y social juega, por lo tanto, un papel de gran importancia dentro de ella, en cuanto que se la mira como una llamada de Dios dirigida a la Iglesia para que busque nuevas formas de comunicación y recepción de la verdad y del amor divinos.

La teologí­a fundamental y la teologí­a pastoral tienen ciertamente algunás connotaciones comunes en cuanto que ambas, por su objeto propio y por su metodologí­a, deben establecer un diálogo permanente`dron otras ciencias y deben mantener una apertura a los signos de los tiempos, teniendo muy,en cuenta además la realidad del misterio de la encarnación y la historicidad de la revelación. Sir¡ émbargo, cada una de ellas tiene una tarea especí­fica y su propio método, de tal modo que no `se puede reducir la una a la otra, sino’ que, por el contrario, se hace necesaria una mutua colaboración. Ambas se insertan dentro del proyecto misionero de la Iglesia y constituyen valiosas herramientas para la comunicación y recepción del mensaje revelado.

BIBL.: CARDAROPOLI G., La pastorale come mediazionesalvifica, Así­s 1982; CHENU M.D., El evangelio en el tiempo, Barcelona 1966; FEIFEL E., Pastoral, en Conceptos fundamentales de teologí­a 11, Madrid 1979, 294-302; FLORISTíN C. j’ USEROS M., Teologí­a de la acción pastoral, Madrid 1968; GASTGEaER K., Pastorale, en Dizionarfo di pastorale, Brescia 1979, 502-508; RAHNER K., Misión ygracia, San Sebastián 1968; RAHNER K. Y GASTGEBER K., Teologiapastorale, en Dtzionario di teologí­a pastorale, Brescia 1979, 795-802; Ruiz O., Jesús, epifaní­a del amor del Padre. Teologí­a de la revelación, Bogotá 1987, 21-52; SCHURR V. Pastoral, en “Sacramentum Mundi” V (1974) 263-295.

O. Ruiz Arenas
V. Y praxis
La praxis constituye un concepto propio de la teologí­a fundamental, en el doble sentido de “fundamental”: como categorí­a básica de la teologí­a y como criterio de fundamentación teológica (apologética).

Como categorí­a básica, la praxis, o acción operativa del ser humano, es la razón de ser de la revelación misma, por la cual Dios no pretende comunicar ideas (informar), sino llamar a decisiones prácticas (interpelar a conversión; es decir, salvar) (DV I1).

Y desde la perspectiva de fundamentación (apologética), la praxis da la ratificación de verdad a la proclamación de la palabra. Así­, la praxis constituye el testimonio de la autenticidad de la revelación.

Para presentar, pues sucintamente la significación teológica fundamen-. tal de lapraxis, dividiré el tema en los dos apartados siguientes:
1. DIMENSIí“N “PRíCTICA” DE LA PALABRA Y DEL CONOCIMIENTO CREYENTE, SEGÚN LA PERSPECTIVA BíBLICA. En el mismo inicio del Génesis se vincula. la creación del mundo, constitutiva de la primera revelación de Dios, a una palabra (dabar) operativa: “Dijo Dios `haya luz’, y hubo luz (Factum est ita, Vulg.)”; y dio por concluidas Dios, en el séptimo dí­a, las obras que habí­a hecho (ta erga ha epóiesen, LXX, Gen 2,2).

Esta í­ntima vinculación entre palabra y obra permite al segundo Isaí­as proclamar: “Así­ será mi palabra, la que salga de mi boca, qué no volverá a mí­ de vací­o, sin que haya cumplido lo que me plugo y haya realizado aquello a que la envié” (Is 55,11).

En Dios, pues, palabra y obra constituyen un solo acto eterno. Y así­ lo muestra Juan al presentar a Jesús como revelador de las obras del Padre mediante sus propias obras (poió ta erga), las cuales muestran que “el Padre está en mí­ y yo en el Padre” (Jn 10,37-38). Esas obras se identifican con la palabra o doctrina: “No hago nada (poió) por mi propia cuenta, sino que lo que el Padre me ha enseñado, eso es lo que hablo…, porque yo hago (poió) siempre lo que le agrada a él” (Jn 8,28; cf vv. 31-55).

Tal identificación entre palabra y obra está también expresada en la tradición sinóptica desde el marco inicial de la proclamación del reino y como su resumen programático: “No todo el que me diga Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga (ho poión) la voluntad de mi Padre celestial. Muchos me dirán aquel dí­a: Señor; Señor… Y entonces les declararé: Jamás os conocí­; apartaos de mí­, agentes de impiedad. Así­ pues, todo el que oiga estas palabras mí­as y las ponga en práctica (poieí­)…”(Mt 7,21-24).

Por eso la pregunta sobre la fe es planteada como cuestión práctica: “Al oí­r esto, dijeron con el corazón compungido…: ¿Qué hemos de hacer (tí­ poiésomen), hermanos?” (He 2,37; cf 16,30; Mt 19,16; Jn 6,28). Y la misma experiencia primitiva de la Iglesia apostólica es presentada como una praxis de los apóstoles, que viene determinada por aquella experiencia creyente y, a la vez, la constituye. La llamada a la fe es, pues, una interpelación a hacer (poiésate) frutos u obras (erga) de conversión (Mt 3,8; Lc 10,37; He 26,20).

La acción propia del creyente es, asimismo, la práctica de la justicia (ho poión dikaiosinen) (Un 2,29; 3,7.10; Ap 22,11). Juan lo expresa también como un hacer la verdad (poión ten alétheian) (Jn 3,21; cf 1Jn 1,6; 3,18-19). Justicia y verdad que manifiestan el compromiso propio de la fe cristiana, la cual no es una mera teorí­a religiosa, sino una forma de vida operativa. Creer es, pues, practicar la justicia y la verdad.

Esa praxis, constitutiva de la experieticia creyente, puesto que Dios actúa (ergotsetai, Jn 5,17), explica que la tradición bí­blica dé al conocimiento una connotación eminentemente práctica y no teórica. La palabra misma con que el hebreo expresa ese conocimiento (ladath) significa, a la vez, la acción de amar, en .su dimensión prototí­pica de la unión sexual de la pareja: hacer el amor (cf Gén 4,25; 1Re 1,4; Jer 2,8; Lc 1,34). Conocer es comprometerse, entregarse totalmente. Por eso la alianza entre Yhwh y su pueblo se expresa en términos de conocimiento-compromiso amoroso: “Yo te desposaré para siempre; te desposaré conmigo en justicia, en juicio, en misericordia y piedades, y yo seré tu esposo en fidelidad, y tú conocerás (Iadath) a Yhwh” (Os 2,21-22). Por el contrario, la ruptura del compromiso, o infidelidad para con Dios, es falta de conocimiento (Os 4,2; 5,4; Jer 5,4; 8,7).

SABER/CONOCER: Si, pues, conocer es comprometerse amando (ladath), sólo conoce a Dios quien lo ama. De ahí­ que quienes saben sobre Dios, no por ello lo conocen: “Los maestros de la ley no me han conocido (ladath), palabra de Yhwh” (Jer 2,8). Esa identificación entre conocimiento y amor de Dios se expresa en el paralelismo establecido por el profeta Oseas: “Quiero amor y no sacrificios, conocimiento (ladath) de Dios, y no holocaustos” (Os 6,6; cf Mt 9,13; 12,7). Así­ como sacrificios y holocaustos son aquí­ sinónimos, también lo son amor y conocimiento de Dios.

El culto religioso, consistente en ayunos, ritos y reposos sabáticos, es a menudo criticado por los profetas, por cuanto no traduce la verdadera práctica del amor a Dios (cf Am 5, 21-25). Ahora bien, ese amor a Dios tampoco consiste en afirmaciones piadosas o “fugas” pseudo-contemplativas. La verificación de la autenticidad de ese amor a Dios, a quien no vemos, consiste en amar al hermano, a quien vemos: “Quien no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor… A Dios nadie lo ha contemplado nunca. Si nos amamos los unos a los otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud” (Un 4,8 y 12).

Pero aun ese mismo amor al hermano podrí­a constituir una “filantropí­a” teórica en la cual todos estuviéramos de acuerdo, sin que ello incidiera radicalmente en la práctica; como un principio establecido, según el cual “todos somos hermanos, iguales, hijos del mismo Padre” sin que por ello incomode nuestras actitudes reales en la vida. Así­ pues, la experiencia creyente autentica del Dios que actúa el amor se verifica en la decisión práctica, no por el hermano en general, sino por aquel hermano concreto que entra en mi propio espacio-tiempo, el prójimo. La categorí­a de prójimo remite eminentemente a lapráctica. Ante la pregunta teórica por el concepto de prójimo, Jesús responde apelando a ese compromiso práctico por el hermano que se cruza en mi proximidad, sin rehuirlo “por el otro lado del camino”; “Vete y haz (poieí­) tú lo mismo” (Lc 10, 29-37). Y si acontece que un hermano, a quien teóricamente le correspondí­a la categorí­a de “enemigo”, entra en nuestra proximidad, entonces “amaréis a vuestros enemigos… para que seáis así­ hijos de vuestro Padre celestial” (Mt 5,44-45).

Pero la identificación del conocimiento de Dios con la práctica correcta llega a su punto culminante en la decisión por el pobre. El pobre o marginado es quien tiene menos posibilidades de ser tomado en cuenta, puesto que el desconocerlo no implica riesgo alguno (el pobre carece de poder de represalia), ni el reconocerlo implica ninguna ventaja (tampoco tiene poder de retribución). Pues bien, la decisión por el pobre constituye la práctica fundamental de la fe: “Tu padre comí­a y bebí­a (no ayunaba); en cambio, él practicaba la justicia y el derecho…; .él juzgaba la causa del pobre y del desgraciado… ¿No es acaso eso conocerme? Oráculo de Yhwh” (Jer 22,15-16; cf 34,822; Is 52,6; 58,6-7).

Esa misma praxis será el criterio definitivo de la fe (emoí­ epoiésate, Mt 25,40ss). De acuerdo también con ello, la carta de Santiago define la religión no como un culto o una doctrina religiosa, sino como la praxis correcta: ` La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo” (Sant, 1,27). Y el fundamento profundo de esta práctica, como criterio definitivo del conocimiento de Dios, radica en que Dios es decisión de amor gratuito. La gratuidad de Dios, su misericordia, que lleva a definirlo como “Padre de los huérfanos y de las viudas” (Sal 68,6), determina, pues, que sólo conoce realmente a Dios -tiene sintoní­a con lo que él es- aquel que practica la misericordia. En esa misma lí­nea de decisión solidaria práctica hay que comprender el significado de la revelación del nombre Yhwh: “Yo seré el que estará con vosotros” (Ex 3,14), que remite así­ a la acción salví­fzca que realizará en medio del pueblo (cf G. vON RAD, Teologí­a del AT vol. 1, Salamanca 1972, 234-242).

2. IDEALISMO Y TEOLOGíA DE LA PRAXIS. A partir de la experiencia de la fe como praxis efectiva del amor organizaron su vida las primeras comunidades cristianas (cf He 2,44-46; 4,32-35).

Esa misma experiencia, que habí­a llevado a Jesús a repudiar toda forma de “gnosis” judí­a (cf J. JEREMIAS, Teologí­a del NT Salamanca 19$6, 134-138, 244-248; asimismo M. HENGEL Judaism and Hellenism 1, Filadelfia, 1974, 228), determinó que también la Iglesia de los primeros siglos rechazara las diversas formas de gnosticismo puritano que se infiltraban en las comunidades desde la misma época apostólica. Tendencias a las que se opone ya la primera carta de Juan, así­ como los primeros capí­tulos de la primera carta a los Corintios. Asimismo, a partir de .la época constantiniana, el monaquismo comprendió enseguida que la autenticidad contemplativa debí­a verificarse también por lapraxis de acuerdo con lo que Dios es, amor gratuito. Por ello, a la tendencia eremí­tica pura se prefirió la vida monástica en comunidad, con prójimos a quienes amar. Ya en el desierto africano se formaron comunidades de ermitaños; pero después, tanto en Oriente (san Pacomio) como en Occidente (san Benito) se puso el acento en el cenobitismo. La Regla de san Benito prefiere claramente la vida en comunidad al eremitismo, del cual sospecha que pueda confundirse con la euforia contemplativa juvenil (c. I); asimismo la Regla confiere gran importancia a la hospederí­a, como el lugar que abre el monasterio a los “pobres y peregrinos”, a quienes se recibe como a Cristo en persona, en clara referencia al criterio cristológico de la fe, según Mt 25,40ss, (cf c. 53,15).

La conciencia creyente de esta decisión práctica de la fe podí­a descentrar, sin embargo, la experiencia fundamental del cristianismo, consistente en la revelación de Dios como gracia. Y la gnosis podí­a así­ camuflarse bajo la apariencia de una fe operativa que condicionara la experiencia de Dios a esa iniciativa humana ética o ascética. De esta manera la praxis podí­a ser la expresión de una hibris, por medio de la cual el hombre pretendiera constituir su propia iniciativa como lo más determinante para la salvación. De ahí­ que el concilio de Cartago (418) rechazara la postura pelagiana, que pretendí­a situar las obras humanas como condición de la gracia, y asumiera la perspectiva de san Agustí­n, que afirmaba la gracia de Dios como primera iniciativa, de la cual surge toda obra humana válida. La praxis es así­ la consecuencia y, a la vez, la exigencia determinada por la fe recibida como don (DS 227). La fe no es, pues, el don de un conocimiento religioso teórico (gnosis), ni tampoco el de un mero sentimiento de que Dios me perdona (Lutero, DS 1533), sino que es la experiencia del amor de Dios, que él mismo suscita en el hombre, y gracias al cual éste experimenta la llamada y la fuerza para actuar en la misma lí­nea de lo que Dios es, el amor gratuito (cf, en este sentido, D. BONHÜFFER, El precio de la gracia).

Pero la época de cristiandad, con la mistificación que comportó entre cristianismo e intereses mundanos, fue agudizando la ambigüedad de la fe como una forma de creencia y de culto religioso, desvinculado a menudo de la praxis auténtica del amor. Así­ se llegó a la formación de un “mundo cristiano”, en el seno del cual se daban profundas opresiones y desigualdades, con frecuentes abusos de poder, e incluso con guerras injustas, bajo la invocación religiosa de Jesucristo. Frecuentemente, además, las masas oprimidas eran mantenidas en su situación de miseria apelando a la fe en que después, en otra vida, recibirí­an el premio eterno de su fe paciente. De esta manera la fe se encontró bajo sospecha de ser una ideologí­a funcional al mantenimiento de determinados intereses sociales. Por su parte, las corrientes del idealismo alemán elaboraron grandes teorí­as sobre la historia y su sentido (Hegel); pero con ellas podí­an simplemente alimentarse ideas que permitieran mantenerse alejado de la llamada a hacer realmente la historia, si bien el individualismo también encontró la legitimación de su propia praxis, en función de sus intereses, en filosofí­as “sociales” tales como la de Maquiavelo o Hobbes.

Marx, pues, volvió a colocar el acento en la praxis social transformadora, criticando el idealismo alemán, por ejemplo en sus tesis contra Feuerbach: “La falla fundamental de todo materialismo, incluyendo el de Feuerbach, reside en que sólo percibe la cosa, la realidad, lo sensible, bajo la forma del objeto o de la contemplación, no como actividad humana sensorial, como praxis…”
De hecho, el término mismo praxis social tiene, en la modernidad, una connotación marxista (cf A. GRAMScI, Introducción a la teorí­a de la praxis). Y, en este contexto, la praxis aparece como el punto de referencia de toda verdad teórica: sólo es verdad, y no simple ideologí­a, aquel discurso que se articula a partir de la lucha comprometida por la clase proletaria, que, a la vez, refuerza y hace más lúcida esa misma praxis revolucionaria. Este concepto de praxis como punto de partida de toda auténtica reflexión teórica ha sido asumido como un elemento constitutivo de la l teologí­a de la liberación; así­ G. Gutiérrez la define como “la reflexión crí­tica de la praxis histórica, a partir de la fe” (Teologí­a de la liberación, p. 27). Toda praxis, pues, que no es revolucionaria -según Marx- se muestra como falsa, y la teorí­a que la sustenta o que la expresa es “ideologí­a”. La sospecha de ideologí­a que Marx asigna a la religión cristiana provocó su condena por parte de la Iglesia; pero asimismo suscitó la cuestión sobre el verdadero sentido práctico de la fe. A ello podrí­a responder en parte la encí­clica Rerum novarum (1891), de León XIII, con la cual el papa intentó restablecer la relación entre fe cristiana y preocupación social práctica. Así­ se inició la doctrina social de la Iglesia como la orientación magisterial en la lí­nea de una fe verificada por la praxis. Y no sólo por una praxis individual, sino social. La fe tiende a establecer formas sociales de convivencia humana con las cuales se haga patente la verdad de que somos hermanos, hijos del mismo Padre, realizando una convivencia sin opresores ni oprimidos y donde las relaciones económicas no produzcan “ricos cada vez más ricos a costa de pobres cada vez más pobres” (Doc. de Puebla, n. 30). Juan Pablo II ha profundizado en esta implicación social práctica de la fe cristiana; así­ como en la crí­tica de una economí­a del lucro a costa de la solidaridad, en sus dos últimas encí­clicas sociales, Sollicitudo reí­ socialis (1988) y Centessimus annus (1991).

La dimensión práctica de la fe cristiana habí­a llevado ya al filósofo l M. Blondel a centrar su interés en el análisis filosófico y “apologético” de la acción (cf L Action, 1893). Asimismo, el personalismo elaborado por E. Mounier no pretende ser una teorí­a sobre la persona humana, sino una llamada a descubrir el carácter de esa “persona” como acción por el hombre. Mounier funda así­ el personalismo en la interrelación personal. Y llega a coincidir con la perspectiva bí­blica señalada en el primer apartado, al identificar el ser con la acción por el otro y a ésta con el amor: “Casi se podrí­a decir que yo existo sólo en la medida en que existo para los otros y, en el lí­mite, que ser significa amar… La acción de amar constituye la más sabia certeza del hombre, el cogito existencial irrefutable: amo, luego el ser es y la vida vale la pena de ser vivida” (Le personalisme, vol. III, pp. 453 y 455).

Esta perspectiva, al ser apertura al otro “social”, permite recuperar un concepto ético, no maquiavélico ni hobbiano, de praxis polí­tica. Ya “en la obra aristotélica, la polí­tica es parte de la filosofí­apráctica…; la polí­tica se entendí­a como la doctrina de la vida buena y justa, continuación de la ética… La antigua doctrina de la polí­tica se referí­a exclusivamente a la praxis en sentido estricto, en sentido griego. No tiene nada que ver con la tekné… “(J. HABERMAS, Teorí­a ypraxis, 49-50). El concepto “técnico” de la praxis polí­tica dio pie a una teologí­a polí­tica legitimadora del poder establecido (Maquiavelo, De Bonald, Donoso Cortés…), contraí­a cual reaccionará la nueva teologí­a polí­tica de J.B. Metz, profundizando en la dimensión práctica de la esperanza escatológica, tal como lo habí­a señalado J. Moltmann (Teologí­a de la esperanza). Así­ Metz considera que “el problema hermenéutico fundamental de la teologí­a no es en realidad el de la relación entre teologí­a sistemática y teologí­a histórica, entre dogma e historia, sino la relación entre teorí­a y praxis, entre la inteligencia de la fe y la práctica social” (Teologí­a del mundo, p. 146).

Este acento teológico en la praxis polí­tica, por razones hermenéuticas, tiene que ver a la vez con la filosofí­a moderna del lenguaje, que ha proyectado la sospecha sobre el lenguaje teológico como contradictorio, pues intenta decir lo inefable, y “sobre aquello de lo cual no puede hablarse, uno debe callarse” (WITTGENSTEIN, Tractatus…, tesis 7). Si ello es así­, entonces la verificación de la fe cristiana sólo puede darse en la praxis.

Luego la tarea fundamentadora de la teologí­a fundamental se encuentra, por un lado, con la presión hermenéutica de tener que mostrar la í­ntima y necesaria vinculación entre el significado del lenguaje teológico y la praxis correcta (el amor comprometido) y, por otro lado, con el deber de mostrar esa praxis como el verdadero lugar de la revelación y de la fe. Por lo mismo, la Iglesia aparece así­ como el lugar de la fidelidad práctica al Espí­ritu en una eclesiologí­a del testimonio.

BIBL.: AA. V V., Praxis cristiana I-II, Madrid 1980-81; Bt,oca E., Elprincipio esperanza I, Madrid, 1977; 243-283; BLONDEL M., LAction (1893), Parí­s 1949-1950 (I y II vols.); BONH(SFF>:a D., El precio de la gracia, Salamanca 1968; Gnnmsci A., Introducción a la filosofí­a de la praxis, Barcelona 1970 (II parte); GUTIERREZ G., Teologí­a de la liberación. Perspectivas, Salamanca 1985; HAaERMASS J., Teorí­a y praxis, Buenos Aires 1966; KtTfEI., en ThWí‘T, iroaécu… (Braun), ap&g,s (Mamen), 64345; vol. VI, 1965, 456-483 MeTZ J,B., Teologí­a del mundo, Salamanca 1970; MOLTMANN J., Teologí­a de la esperanza, Salamanca 1966; MOUNI6R E., Le Personnalisme, en Oeuvres, vol. III, Parí­s 196163; ScHtLLssEecKx E., Interpretación de la fe. Aportaciones a una teologí­a hermenéutica y crí­tica, Salamanca 1973.

A. Bentué

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

La designación t.f. substituye hoy lo que antes se llamaba apologética. Esto no quiere decir que el objeto y la tarea de la -> apologética hayan quedado suprimidos o superados, pero trata de expresar que ese objeto y tarea deben ser recogidos en una reflexión teológica más universal e integrarse en una reflexión teológica que hemos de entender sobre todo de manera positiva. Dentro de esta reflexión lo apologético constituye una dimensión decisiva, sin que la t.f. se agote con la dimensión apologética.

Si partimos de la palabra y de su significación esencial, t.f. significa investigación de las bases en el ámbito de la -> teologí­a, reflexión sobre sus bases. Una base así­ no se construye artificialmente a la manera de una ideologí­a, o se aplica desde fuera a la teologí­a; es más bien un presupuesto, y con ello un elemento de la misma.

I. Concepto y objeto
La teologí­a como ciencia de la fe o como ciencia de la revelación de Dios al hombre tiene diversas bases. No se puede decir que todas ellas se hagan objeto de reflexión en la t.f., pero la reflexión de esta disciplina tiene lugar de una manera determinada y a la vez decisiva. Podemos describirla primeramente como enfoque teológico trascendental. Esto significa: la t.f. considera la naturaleza y el acontecer de la revelación como tal y en general previamente a toda teologí­a regional y especial. La t.f. pregunta: ¿Qué es lo que late en la teologí­a y la precede en sus diferentes ramas como principio, como árjé, y qué es lo que hay “sobre ella” – a manera de algo original, primero, o, según la perspectiva, a manera de algo último – como una dimensión que la rodea y envuelve, que abre el acceso a cada uno de sus elementos? Una ciencia teológica que reflexiona así­, toma una posición análoga a la que asume la -> ontologí­a en la filosofí­a y en el marco de la ciencia en general.

La revelación de Dios, el Dios que se comunica, que se abre a sí­ mismo, es el fundamento, el origen v la dimensión envolvente de todos los contenidos de la revelación y, con ello, de todas las disciplinas teológicas. En la teologí­a se argumenta a partir de la revelación y con la revelación; ésta es explicada en cada uno de sus contenidos, pero en cuanto tal, en cuanto magnitud teológico-trascendental, es el presupuesto de cada una de las disciplinas de la teologí­a, las cuales no abordan explí­citamente ese aspecto. J.S. Drey, el fundador de la escuela de -> Tubinga, formula así­ el problema: “La revelación como condición y forma de toda revelación en particular, como lo que pone la revelación en sus verdades particulares, no puede encontrarse bajo lo puesto por ella como algo puesto, es decir, la doctrina de la revelación no puede darse como un dogma especial entre los demás, sino que se encuentra en el fondo de éstos como condición previa.” Pero precisamente esto, la revelación como origen y principio de apertura y como lo envolvente de toda la teologí­a en particular, es objeto de la t.f. como ciencia de fundamentación teológica o ciencia fundamental. En este sentido la t.f. es teologí­a fundamental y formal, en cuanto tal es exigida por la teologí­a misma, y es un resultado de su profunda reflexión sobre sí­ misma. Pertenece al constitutivo, a la edificación y a la estructura de la teologí­a. Por esta razón la cuestión central de la t.f. suena así­: ¿Qué es la revelación, de la que se habla en las disciplinas particulares de la teologí­a, y que fundamenta y envuelve cada revelación particular, las revelaciones? ¿Cómo se muestra y entiende a sí­ misma? ¿Cuáles son sus estructuras y sus categorí­as, cómo se hace presente, cómo se transmite?
En esta cuestión la t.f. en cuanto teologí­a no pone como base un concepto general de revelación, se orienta más bien por el concepto teológico de revelación, como aparece, p. ej., en la precisa formulación del Vaticano I: Deus se ipsum revelavit et aeterna voluntatis suae decreta (Dz 1785). Se da aquí­ el mismo entrelazamiento entre la -> experiencia histórica y la -> reflexión trascendental apriorí­stica que el vigente en general en el espí­ritu que existe históricamente: en la aceptación sin reservas de su experiencia histórica, que reflejamente no se puede captar en forma adecuada, el hombre reflexiona sobre las condiciones apriorí­sticas de la posibilidad de esta experiencia hecha y adquiere así­ por vez primera una inteligencia real de la misma. Esta cuestión acerca de la naturaleza y posibilidad de la revelación contiene una serie de implicaciones, que han de expresarse en la t.f.: el carácter absoluto, el poder dispositivo, la soberaní­a, la personalidad de Dios.

Con esta cuestión se conecta la otra (entendida como problema de una fundamentación refleja y metódica): ¿Ha acontecido la revelación así­ entendida y que así­ se entiende a sí­ misma? Se trata de la cuestión relativa a la facticidad de la revelación. Se pregunta, pues: ¿Hay pruebas, razones, legitimaciones, testimonios a favor de la revelación, que sucedió entonces y allí­, testimonios que se pueden examinar, que al espí­ritu pensador, interrogador y buscador le hagan dignos de crédito la naturaleza, el acontecimiento y el hecho de la revelación, de manera que el hombre tenga razones para aceptarla en la fe, que él esté legitimado ante su saber cuando hace eco, que esté obligado en conciencia a correr el riesgo de dar este paso?
Así­ en esa determinación de las tareas de la t.f.: como descripción de la naturaleza de la revelación, como prueba de su facticidad mostrando sus criterios y los signos de su credibilidad, se compendian todos los momentos que constituyen precisamente la peculiaridad de esta ciencia teológica: la reflexión sobre la base de las distintas regiones de la teologí­a, así­ como sobre la perspectiva especí­fica de la t.f.; la cuestión de la credibilidad de la revelación y la legitimidad, así­ posibilitada, de la fe, que debe hacerse inteligible y, por cierto, en el acto de la fe misma, la cual también y precisamente en esta cuestión es una fe que exige entendimiento: fides quaerens intellectum. Se trata del problema de la credibilidad racional.

La razón y la necesidad del planteamiento del problema que hace la t.f. estriban, por consiguiente, en el hecho de que Dios en su revelación se ha abierto al mundo y a los hombres, y en el de que tal revelación afecta a éstos, pues significa para ellos la pregunta y la decisión de su -3 salvación. Pero esto sólo es posible si la revelación se manifiesta así­ a partir de sí­ misma, si da testimonio ante los hombres, si fundamenta y legitima su palabra, si es capaz de afectar y hablar al hombre en su mismidad, si aborda las posibilidades que se encuentran en él mismo, en el mundo y en la historia, si puede acoger honradamente, responder de manera digna de crédito, o incluso rechazar las cuestiones que surgen en este punto y las objeciones o dudas que se presentan contra ella.

El Nuevo Testamento es el documento de la revelación de Dios, que culmina en Cristo, redactado en forma de predicación viva. Pero como testimonio y -> kerygma de la palabra y de la obra de Dios, la Escritura también es a la vez testimonio para los hombres y trata de ser un testimonio digno de crédito, argumentativo y fundamentador por la referencia a la legitimación que va unida con la exigencia de la revelación. De acuerdo con las afirmaciones de la Escritura, esta legitimación consiste en los “signos”, en las “obras”, que tienen una clara dirección significativa. La conclusión a modo de resumen del Evangelio de Juan marca claramente esta intención: “Jesús realizó ante sus discí­pulos muchos otros signos que no están escritos en este libro. Estos han sido consignados para que creáis que Jesús es el Mesí­as, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre” (Jn 20, 30).

Lo mismo que la predicación de Jesús, también la predicación de los apóstoles acerca de -+ Jesucristo está dirigida hacia ambos objetivos y movida por ellos: por Dios, que se ha manifestado en su palabra, en último término, en la palabra que es el Hijo (Heb 1, 1); y por el hombre, que en la fe debe ir a este Dios que se revela, y que ha de encontrar preparado el camino para poder justificar su fe.

En estas reflexiones indiscutibles y esenciales, de las que la Escritura da testimonio y por las cuales se caracteriza como -> kerygma, a diferencia de un mero protocolo, se fundan la razón y la necesidad de la t.f., que pone al descubierto la situación: la revelación – el Dios que se revela ante el hombre -; el hombre ante el Dios que se revela; el hombre ante la revelación.

De aquí­ resulta el método especí­fico de la t.f. Si debe ser el fundamento y la justificación de la revelación en cuanto tal y de la fe por la prueba de la credibilidad, no puede argumentar a partir de las revelaciones y de la fe. No se puede servir de la prueba dogmática, se orienta más bien hacia la argumentación racional, filosófica e histórica; hacia el pensamiento filosófico-metafí­sico, por lo que se refiere a la esencia y a los criterios; y al pensamiento histórico por lo que se refiere a la facticidad de la revelación. Para la t.f. la revelación no es un medio de su demostración, es más bien el punto de partida y destino de sus esfuerzos. Estos esfuerzos mismos son de naturaleza racional, apelan a la inteligencia. De aquí­ se sigue que, p. ej., para la argumentación de la teologí­a fundamental la Escritura y las decisiones del -> magisterio eclesiástico no pueden ser medios probativos en virtud de la -> inspiración o de la infalibilidad, pues la -> inspiración de la Escritura y la infalibilidad de la Iglesia han de ser demostradas, pero no presupuestas.

Las afirmaciones de la Escritura y las manifestaciones de la Iglesia han de tratarse como documentos y fuentes que investiga el pensamiento filosófico e histórico-crí­tico, en cuanto pueden esclarecer para este pensamiento la naturaleza, la facticidad y la credibilidad de la revelación. La -> Iglesia es un tema esencial de la t.f. en cuanto tiene una dimensión teológico-trascendental. La Iglesia es mediadora y portadora de la revelación y el sujeto de la fe. Por esta razón es la condición de posibilidad de la teologí­a en general. Esa dimensión debe hacerse inteligible y fundamentarse dentro de la t. fundamental.

II. Método y desarrollo
La t.f. tiene que ser en otro sentido todaví­a reflexión sobre las bases y ciencia teológica fundamental: en cuanto pregunta por la revelación en sentido teológico trascendental, piensa necesariamente cómo debe producirse la revelación, que “no es de este mundo”, para penetrar como “revelación en este mundo”, cómo la revelación, que en cuanto revelación de Dios es el más allá del espacio y del tiempo, puede producirse como revelación que se introduce en el espacio y el tiempo, cómo la revelación, que no procede del espí­ritu y de la palabra del hombre, puede hacerse, sin embargo, palabra y acontecimiento para el hombre y su espí­ritu y para las posibilidades de este hombre existente en el mundo y en la historia. Por consiguiente, la t.f., como reflexión básica y ciencia fundamental de la teologí­a, tiene que preguntar si la revelación de Dios que se entiende de este modo concreto resulta posible en el mundo actual y para el hombre. Puede y debe, por tanto, preguntarse asimismo si el ser en el que el hombre se encuentra de antemano como ente, y si el hombre en cuanto a su existencia y esencia, están constituidos de tal manera que en ellos se dé el espacio, la apertura y con ello la posibilidad de una revelación por parte de Dios de una revelación libre de Dios, que trascienda lo que ya es y resulta cognoscible de manera natural-racional, y que a la vez esté estructurada de tal manera que pueda ser recibida por el hombre como “revelación” en el mundo, en la palabra y en la historia, y de tal manera que, sin embargo, la -> palabra de Dios siga siendo su palabra más auténtica, sin caer en un apriorismo congénito al espí­ritu finito y creado, lo cual, en definitiva, cualitativamente no serí­a otra cosa que la “revelación natural” a través del mundo y de la trascendentalidad del hombre.

Por una parte, esto supone que el estar abierto a la revelación pertenece al hombre como tal, sin que con ello quede prejuzgada la libertad del Dios que se revela y sin que de antemano se decida en forma inadmisible sobre el contenido y el modo de la revelación. Por otra parte, la constitución racional apriorí­stica del hombre no desvirtúa la -> palabra de Dios mismo, convirtiéndola en una palabra de Dios acerca de Dios, puesto que en la -> gracia de la -> fe (como gracia “increada”) él mismo es a la vez un constitutivo del oí­r la palabra de Dios que sólo puede existir como oí­da y creí­da. Así­ se esclarece cómo también en este sentido y desde esta perspectiva puede darse una ciencia básica de la teologí­a como t.f., cómo ésta ha de guiarse por principios ontológicos y antropológicos, y finalmente cómo se puede dar una demostración a favor de la credibilidad de una – posible – revelación, demostración que es importante por su fundamentación ontológica, antropológica y existencial. Por razón de que la revelación al hombre tiene lugar en el mundo, en el espacio y en el tiempo, las condiciones y los esbozos previos que hacen posible la revelación de Dios y, por esto, son presupuestos de la misma, deben darse en el mundo, en el espacio y en el tiempo, y sobre todo deben darse en el hombre mismo y en aquello que lo determina. Y deben sacarse a la luz y explicarse precisamente en una ciencia teológica que trata de ser ciencia básica y fundamentadora, de lo contrario esta ciencia no hace justicia a su pretensión, no es suficientemente “fundamental”.

De aquí­ resulta claro asimismo en qué sentido la t.f. es fundamento de la teologí­a. Serí­a pretensión exagerada el que se dijera que la t.f., por su planteamiento del problema y su respuesta, es el fundamento único y total de la teologí­a como ciencia de la revelación y de la fe, o incluso el fundamento de la fe, como si la fe en el Dios que se revela se siguiera con necesidad lógica o psicológica de la comprensión de la credibilidad y de las razones de credibilidad, del mismo modo que la conclusión se sigue de las premisas. La cosa no es así­. Por esta razón el concepto del fundamento requiere una diferenciación dentro de la t.f. La auténtica fe en la revelación de Dios, con su contenido concreto, es un nuevo acto y una nueva decisión del hombre por causa de la autoridad del Dios que se revela. La autoridad del Deus revelans es el auténtico motivo de fe, que actúa en el acto de la fe, y su último fundamento auténtico. Pero el conocimiento de la credibilidad de la revelación y de la fe ordenada a ella bajo la doble manera expuesta de fundamentación, crea los presupuestos y condiciones para que la fe sea posible incluso con certeza refleja, sea un acto responsable y pueda exigirse. En el sentido en que tales condiciones y presupuestos son fundamento, la t.f. es fundamento de la teologí­a. Este estado de cosas fue resumido por Agustí­n con palabras precisas: Nemo crederet, nisi videret esse credendum. El videre credendum esse se refiere al amplio cí­rculo descrito con motivo de la legitimación de la fe, el cual tradicionalmente recibe el nombre de motiva credibilitatis.

Aun cuando las cuestiones que deben abordarse en la t.f., vistas desde la estructura de la fe sobrenatural, son cuestiones previas, no cuestiones capitales; vistas desde el lado del hombre, que va a ser el lugar, el receptor y el interlocutor de la posible revelación de Dios, estas cuestiones son precisamente decisivas. Si no se plantean o se eliminan con excesiva rapidez, el hombre no puede tomar en serio la revelación cuando intenta penetrar reflejamente en los fundamentos de su existencia, no puede tomarlo en serio como cuestión digna de plantearse, como posibilidad, como invitación, como obligación, y entonces él no quiere ocuparse del ámbito de la revelación. Ahora bien, el creyente, que reflexiona sobre su fe y la examina según sus presupuestos y posibilidades, buscando la integridad total de la fe, debe tomar muy en serio precisamente esta pregunta y, sobre todo, la posible respuesta a ella. Podrí­a ser que a partir de estos presupuestos y condiciones de la fe se determine el destino de la misma.

III. El carácter misionero y apologético
La reflexión sobre las bases y los presupuestos de la teologí­a y de la fe en la revelación ofrece otros aspectos en la aplicación y en el desarrollo de la t.f.: primeramente el aspecto misionero.

La t.f. es una teologí­a misionera. En cuanto tal se dirige sobre todo al hombre previamente a la fe y fuera de la fe. La t.f., en cuanto teologí­a misionera y como ciencia del encuentro entre la revelación y el hombre, busca a éste en su estado concreto, en su ser humano, en su situación y existencia, y trata de ponerlo en contacto con la revelación. Le llama la atención sobre su constitución, su capacidad de ser interpelado y buscado, sobre su receptividad, apertura, disposición y dependencia respecto de lo que es trascendente para él, respecto de la palabra que no procede de él mismo, sino que le ha sido dirigida por el Dios que se revela, respecto de la obra y del acontecimiento salví­ficos que se le ofrecen en esa palabra. Además trata de eliminar las dificultades que desví­an la mirada y el oí­do de la revelación de Dios. Con una solidaridad sin afectación, con una voluntad honrada de comunicación y de encuentro, la t.f. quiere ponerse en la situación del hombre que pregunta, que busca, y, preguntando ella también con los demás y planteando nuevas preguntas sobre el hombre e intentando superar sus lí­mites, quizá trazados por él con excesiva precipitación, y ciertas barreras inadmisibles, procura explicar la palabra del Dios que se manifiesta en la revelación como respuesta al hombre, como definitivo y pleno descubrimiento, iluminación, cumplimiento y realización del hombre en el sentido de “lo que veneráis sin conocerlo, eso es lo que os anuncio yo” (Act 17, 23), en el sentido del principio teológico de la teologí­a existencialista: “Hablar del hombre significa hablar de Dios, hablar de Dios significa hablar del hombre.”
De la t.f. como teologí­a misionera se puede decir que es teologí­a en forma de pastoral y que es pastoral en forma de reflexión (E. Brunner). En ella se cumple la palabra (1 Pe 3, 15): “Estad en todo tiempo dispuestos a responder a cualquiera que os pida razón de vuestra esperanza.” La “esperanza” caracteriza la existencia cristiana, mientras que “vivir sin esperanza” es caracterí­stico de la existencia fuera de Cristo. La razón que debe darse de esta esperanza ha de exponerse y descubrirse a aquél que la pide de tal manera que sea aprehendido, movido y ganado por esta esperanza y lo que ella encierra. La actitud recomendada en el mismo pasaje: “Pero con mansedumbre y respeto, teniendo buena conciencia” (1 Pe 3, 16), es válida ahora como entonces. Es válida no sólo para el simple cristiano, sino también para el teólogo que reflexiona cientí­ficamente sobre la fe, a quien anima a hacer su obra. El objetivo de su esfuerzo, como dice Pablo, es “aprisionar todo pensamiento para someterlo a Cristo” (2 Cor 10, 5).

Junto al componente misionero hay que citar el apologético en su sentido propio, original y estricto. En 2 Cor, carta muy personal, con motivo de la disputa con sus adversarios personales Pablo habla de la lucha, de la strateí­a que tiene que llevar a cabo y de las armas de esta lucha. Las armas de Dios son “divinamente poderosas para derribar fortalezas: derribamos sofismas y cualquier altivez que se alza contra el conocimiento de Dios” (2 Cor 10, 4).

La primera carta de Pedro, con la invitación a hacer la apologí­a del logos de la esperanza, une la confianza de que quienes difaman la buena conducta de los cristianos quedarán confundidos a la vista de la leal actitud cristiana (1 Pe 3, 16).

Aquí­ no hay una fundamentación bí­blica de la apologética como ciencia teológica, pero se da un claro testimonio de que la defensa y repulsa y, sobre todo, el ataque a las posiciones, los reproches y las desfiguraciones del adversario, pertenecen a las funciones y tareas de la fe cristiana y de su predicador. Si esto es así­, puede y debe darse una reflexión sobre todo eso en la ciencia de la fe.

A la apologética como dimensión de la t.f. le interesa por consiguiente la defensa de la revelación en cuanto tal, de su naturaleza, de su facticidad, de su posibilidad, de su exigencia, y de su legitimación frente a objeciones, dudas, dificultades y ataques que se dirigen contra ella. Estos se presentan en nombre del hombre y de la razón humana. No hay una posición en cuyo nombre no se haya rechazado y combatido hasta ahora la revelación. Guardar silencio o capitular ante esto serí­a signo de debilidad y desaliento. Aquí­ surge la obligación de la defensa de la fe por la respuesta de la fe. Pero la manera más eficaz de hacer esto no es una lucha por cada posición concreta, sino descubrir los presupuestos respectivos, hacer una crí­tica inmanente, “convencer”.

Actualmente se desarrollan reflexiones en torno a una “nueva t.f.” (K. Rahner). En cuanto disciplina teológica fundamental y elemento integrante de la dogmática debe hacer refleja la inteligencia precientí­fica de la fe. La “nueva t.f.” quiere mostrar la credibilidad interna de los contenidos de la revelación y examinar las condiciones de posibilidad para que el hombre de cada momento presente se apropie existencialmente estos contenidos. A ese respecto la nueva t.f. no trata de desarrollar los contenidos de la revelación en su multiplicidad diferenciada, sino de centrarlos en el “misterio de Cristo” (-> teologí­a trascendental).

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Heinrich Fries

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica