TEOLOGIA

(conocimiento de Dios, ciencia de Dios).

Según Santo Tomás de Aquino es una ciencia; porque investiga el contenido de la fe por medio de la razón iluminada por la fe. Así­, se distingue de la “teodicea” o “teologí­a natural”, en que ésta estudia a Dios sólo por la razón, independientemente de la autoridad divina.

– Teologí­a dogmática: Estudia lo que tenemos que creer.

– Teologí­a mora: Lo que tenemos que hacer.

La Biblia y los Documentos de la Iglesia, son esenciales en la buena teologí­a.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

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El término teologí­a significa etimológicamente “tratado de Dios” (Theos, logos). San Agustí­n la define como “Palabra o estudio de Dios y de sus cosas” (De la Ciudad de Dios 8. 1)

En primer lugar, la Teologí­a estudia la misma realidad divina, a Dios: su naturaleza, su existencia, sus acciones. En segundo lugar el objeto de la teologí­a es todo lo que tiene que ver con Dios, “considerado como principio de todo o como final de ello”. (Summa Th. 1.1.7)

Es la ciencia o actividad que estudia a Dios a la luz de la fe. Desde el siglo XIX se suele denominar “Teodicea” a la rama o parte de la filosofí­a que estudia a Dios a la luz de la simple razón. Es la humilde exploración de los misterios divinos, de los preceptos derivados de la Revelación y del culto que tributamos a Dios en cuanto Ser Supremo, que ha revelado su amor a los hombres y reclama de ellos una respuesta.

La Teologí­a es especialmente importante para los catequistas y educadores de la fe, pues es el instrumento con el que se profundizan los misterios que debe anunciar y los contenidos que deben transmitir a los catequizandos.

Todo catequista tiene que ser teólogo en la medida en que le pueda resultar asequible el profundizar esta ciencia de Dios. Sin unas bases teológicas no es posible ser buen catequista
1. Es ciencia rigurosa
No se puede negar el carácter cientí­fico de la Teologí­a. Parte de verdades fundamentales absolutamente ciertas: las verdades reveladas. Saca de ellas nuevas verdades, mediante un método de argumentación estrictamente cientí­fico, las conclusiones teológicas. Y forma sistemas organizados o coherentes de principios y de aplicaciones para la vida, a la luz de lo que Dios es y revela a los hombres.

1.1. Ciencia sublime
Con todo no es una ciencia como las demás, pues su objeto primero es el misterio divino en sí­ y el misterio revelado por Dios. Pero, en cuanto tal misterio, no se puede analizar con técnicas o argumentos rigurosamente cientí­ficos. Se necesita la luz superior y la actitud de fe para centrarse en ellos.

Por eso no hay que confundir el estudio de las cosas divinas en sí­ mismo con la reflexión. La Teologí­a es estudio de cosas divinas desde la fe. Si se queda en mera razón es más bien Filosofí­a religiosa o Teodicea.

1.2. Con diversas ramas
Las ramas de la Teologí­a pueden ser muchas y diversas en su alcance. El catequista las precisa en la medida en que le ayudan a descubrir y clarificar el misterio cristiano para sí­ y para los demás.

1.2.1. Ramas especulativas
Las hay que tienen orientación teórica o más especulativa y precisan muchos datos y reflexiones para su expresión y para su comprensión.

– La Teologí­a Bí­blica descubre, analiza y aprovecha las fuentes del misterio cristiano en la Palabra de Dios.

– La Teologí­a Dogmática, la Teologí­a Moral, la Teologí­a Litúrgica reflexionan y ahondan desde la óptica del creer, del obrar o del celebrar. Y lo hacen cada una en diversas perspectivas, según objetos o campos variados, como la Cristologí­a, la Pneumatologí­a, la Eclesiologí­a, la Mariologí­a, la Escatologí­a, y otras. Hablan de la revelación divina en torno a un centro especí­fico de atención: Cristo, el Espí­ritu Santo, la Iglesia, Marí­a, el más allá.

– Algunos aspectos de la Historia Teológica contribuyen intensamente a descubrir el proceso del misterio cristiano: La Teologí­a Patrí­stica, La Historia de los Dogmas, la Teologí­a de los Concilios, etc.

– En ciertos perí­odos históricos tuvo fuerza la Teologí­a Apologética, la cual insistí­a en la necesidad de fundamentar la fe religiosa en argumentos dialécticos y en defender la verdad revelada de sus impugnadores o de las dificultades que pudieran surgir desde otras ciencias humanas.

1.2.2. Hay ramas de aplicación

Hay otras formas más prácticas de Teologí­a. Se proyectan a la vida cotidiana y personal de los creyentes.

– La Teologí­a jurí­dica estudia el Derecho eclesial o la Teologí­a ascética y mí­stica explora las exigencias de la vida cristiana.

– La Teologí­a Pastoral analiza los aspectos realizables de la evangelización y educación religiosa: si se detiene en las formas proclamativas y celebrativas del kerigma, o mensaje divino, se convierte en Teologí­a Homilética; si se centra en los procesos de la educación de la fe se suele denominar Teologí­a Catequética.

– La Teologí­a Misional o Evangelizadora alude a los modelos propios de los anuncios iniciales de la fe.

– A veces se habla de otros ámbitos como el de la Teologí­a del Ecumenismo, de la Teologí­a antropológica o de la Teologí­a intercientí­fica o comparada.

Tantas formas reflejan la dificultad de una clasificación objetiva y clara que recoja todas las pretensiones de los teólogos.

Con todo en los estudios teológicos hay un objeto homogéneo, que es el carácter divino del contenido y la referencia a Dios de los planteamientos.

Cuentan con un método o estilo propios: la visión del misterio a la luz de la fe, no sólo de la especulación. Esa dependencia de la Palabra divina, del mismo Dios, y la consiguiente dependencia respecto a quien está encargada por el mismo Dios de autentificar, conservar y proclamar esa palabra, la autoridad de la Iglesia, el Magisterio, no altera en nada el carácter cientí­fico de la Teologí­a. La referencia al ministerio docente de la Iglesia pertenece a la sustancia misma de ella.

El catequista tiene que estudiar teologí­a, siempre en referencia a esa autoridad. Su ministerio particular de educador de la fe se incluye en la misión evangelizadora de la Iglesia.
2. Teologí­a, ciencia de fe.

La Teologí­a se eleva por encima de las otras ciencias, debido a la grandeza de su objeto y a la certeza de sus conocimientos. Estudia al mismo Dios, en cuanto es asequible a la inteligencia humana. Y se fundamenta en la aceptación de la Palabra divina, de la Revelación, por parte de quien la estudia desde la fe.

De S. Agustí­n son las palabras “Crede ut intelligas (cree para que entiendas)” (Sermón 43. 7) y de S. Anselmo la idea de que “la fe busca el entender (fides quaerens intellectu.” (Proslogium, Prólogo)

La Teologí­a, según San Tomás, es ciencia especulativa y práctica al mismo tiempo. (Summa Teológica I. I. 4). Estudia a Dios, verdad suprema, y estudia las criaturas en sus relaciones con Dios. Estudia ambos objetos poniendo la inteligencia por debajo de la fe, no viceversa.

2.1. Teologí­a en la Historia
El modo de entender el carácter ministerial de la Teologí­a ha variado en el tiempo, según las múltiples escuelas que se han dado a lo largo de los siglos.

– Las tendencias agustinianas han preferido desde antiguo la primací­a de la fe y de la intuición sobre el mero raciocinio.

– Las preferencias franciscanas, al estilo de S. Buenaventura, han gustado más la referencia a la voluntad y a la vida personal en las conclusiones.

– Las visiones dominicas han sido más racionalistas, al estilo de Sto. Tomás de Aquino o de S. Alberto Magno. Han pretendido apoyarse ante todo en la lógica y en la argumentación deductiva como metodologí­a.

– El racionalismo de Descartes, el criticismo de Kant y el idealismo de Hegel influyeron más tarde en platear ópticas teológicas más lógicas unas veces, más crí­ticas en ocasiones y más idealistas en algunos pensadores, tanto en la elección de los temas como en los procedimientos preferidos para sacar conclusiones.

– En los tiempos recientes se prefirieron visiones no encasilladas en “escuelas” o grupos afines, sino en planteamientos más originales y más personales. Se multiplican las opciones y los caminos con una profusión admirable. Desde los movimientos antropológicos, sociológicos y centí­ficos del siglo XIX, las formas teológicas se diversificaron intensamente.

– Los gustos teológicos del siglo XX se volvieron más eclécticos, existenciales, ecuménicos y pastorales, recibiendo un impulso eclesiológico singular con motivo del Concilio Vaticano II celebrado a mitad de siglo (1963-1965).

2.2. Teologí­a en la sociedad
Ninguna preferencia teológica goza de la primací­a en la Iglesia. Y es bueno que el catequista no se incardine en ninguna moda teológica ni se aficiones a ningún autor o corriente con preferencia exclusivista. Al fin y al cabo uno sólo es el Maestro y éste es Cristo Jesús. (Mt. 23.10)

Con ello goza de más libertad de espí­ritu y se dispone mejor a apoyarse sólo en el Evangelio, en la autoridad del Magisterio y en la flexibilidad que ha fluido a lo largo de la Historia y ha facilitado la libertad de los seguidores del Señor.

Se debe tener en cuenta que en Teologí­a lo importante no es el método de exposición de las diversas escuelas, sino la vitalidad del misterio cristiano, que es el contenido central de la Teologí­a.

Por otra parte al catequista le interesa más la conducta moral del hombre, en orden a su último fin sobrenatural, que la mera explicación del misterio cristiano.

3. Instrumento de catequesis
La faceta especulativa posee la primací­a en Teologí­a, pues como ciencia aspira ante todo a conocer la verdad divina. Pero la dimensión práctica interesa más a quien se dedica a la formación de las conciencias y a la fundamentación de la fe de las personas. Gracias a ella se clarifican las ideas y se transmiten las verdades.

Su mejor servicio es afianzar el misterio en la mente de quien lo va a transmitir y asegurar la verdad a quien lo va a recibir.

Para este objetivo la ciencia teológica ofrece la riqueza de sus contenidos, la seriedad de su método y la serenidad de sus procedimientos.

3.1. Instrumento de fe y vida
El catequista no debe mirar la Teologí­a como una simple ciencia o mero campo de estudio, sino como un camino para entender mejor el misterio y acomodar sus enseñanzas a sus exigencias.

La Teologí­a es sabidurí­a, pues estudia la causa misteriosa y suprema de todo lo que existe. Es el misterio divino en cuanto el mismo Dios lo revela.

Por eso tiene que apoyarse en “los lugares teológicos” en los que se encuentra esa Revelación. Primero, en la Sagrada Escritura y en la Tradición, que son las reglas remotas de fe. “Toda escritura inspirada por Dios sirve para enseñar, reprender, corregir, educar en la rectitud y para hacer a todo hombre competente y perfectamente equipado para cualquier tarea buena.” (2 Tim. 3. 16) Y en segundo lugar, en las enseñanzas del Magisterio, es decir de la Iglesia, Concilios, Papas, Obispos, que representan las reglas próximas, inmediatas y concretas de la verdad revelada. “Quien a vosotros escucha a Mí­ me escucha.” (Lc. 10.16)

Sin un buen manejo de ambas reglas, poco se puede hacen en la tarea de educar la fe de otros. Y ambas reglas son los ejes en los cuales se sitúa la doctrina cristiana firme, organizada, correctamente fundamentada.

3.2. Apoyo de formación
La Teologí­a, en cuanto ciencia de la fe que se da en el hombre, tiene también que apoyarse en la razón humana. Por eso el hombre inteligente tiene obligación de pensar por sí­ mismo y no sólo de aceptar lo que otros le dicen.

El Catequista encuentra en la Teologí­a una plataforma de formación y de fundamentación de los que debe realizar con sus catequizandos.

Por eso es tan importante que posea una buena base teológica en sus diversos campos y con sus variados procedimientos de reflexión y de exposición. No es que deba convertir su labor educadora en una acción teológica, pues él se mueve en otra dirección. Pero debe inspirarse en los procedimientos teológicos para consolidar su labor.

Hemos de tener en cuenta de que la Teologí­a ofrece una unidad de ciencia, pues no tiene más un sólo objeto, que es la Revelación. Y sabemos que la Revelación es una participación del saber divino, y por lo tanto en el mismo Dios.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Reflexión sobre Dios, a partir de la fe

“Teologí­a” significa propiamente el estudio o tratado sobre Dios. Este vocablo se reserva ordinariamente al estudio del tema de Dios tal como aparece en la revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento. “Teólogo” es la persona que, aceptando que Dios haya hablado previamente, se dedica a este estudio, especialmente con cierta altura cientí­fica cualificada, demostrada por la investigación o la docencia. Se quiere estudiar el tema de Dios anunciado por Jesucristo, que es su Verbo o Palabra personal. Santo Tomás (I,1) califica la teologí­a de “sagrada doctrina”, por su apoyo en la Palabra de Dios.

De suyo, bastarí­a la fe en la Palabra de Dios o en su revelación, con una actitud consciente y responsable respecto a todas sus exigencias. Muchos creyentes han vivido y siguen viviendo el misterio de Dios revelado por Cristo, con esta actitud sencilla desde lo hondo del corazón (criterios, valores, convicciones, decisiones). Su reflexión es desde la vida. Esa fe de los verdaderos creyentes es precisamente una fuente donde se puede y debe inspirar el teólogo, para poder ofrecer una sistematización de conceptos cientí­ficos, que responda a las necesidades intelectuales de cada época y de cada cultura.

La Palabra de Dios expresada por conceptos culturales

La Palabra que Dios ha dirigido a los hombres se ha “expresado” por medio de conceptos culturales y de acontecimientos. Así­ lo vemos en las Escrituras del Antiguo Testamento, donde Dios ha revelado un mensaje o ha hablado a la humanidad y, de modo especial, a Abraham y al pueblo de Israel, por medio de personas y de hechos históricos. Si se entra en los conceptos culturales y en la historia de la época, se podrá entender mejor el contenido de la revelación.

En el Nuevo Testamento, Jesús es la Palabra personal de Dios, insertada en las circunstancias culturales e históricas. El mensaje de Jesús es la revelación definitiva, que, después de su predicación, ha quedado escrita (en los libros del Nuevo Testamento) y también “entregada” a la Iglesia (“tradición”).

La Palabra de Dios queda, pues, escrita, predicada continuamente (y enseñada por la Iglesia), celebrada en la liturgia, vivida por los creyentes, profundizada por los “teólogos”… Para poder captar mejor el significado de la revelación (contenida en la Escritura y en la Tradición), el creyente puede usar el estudio de las culturas y de la historia, así­ como sus propios conocimientos y su reflexión. Este es el objetivo de la “teologí­a”, la cual se mueve en un nivel cientí­fico, usando conceptos y elementos culturales, sabiendo que la ciencia verdadera nunca se opone a la fe. Y esta misma fe puede ser presentada cientí­ficamente (“teológicamente”) con aclaraciones, análisis y sí­ntesis. El “logos” (la ciencia) del teólogo está siempre subordinada al “Logos” o Palabra de Dios, quien hace posible la libertad y autenticidad de la búsqueda de la verdad plena.

Inculturar la fe

El teólogo acepta previamente, por la fe, la Palabra de Dios, tal como se ha transmitido en la Iglesia; pero intenta inculturar la fe en la problemática cultural y sociológica, como buscando en la fe una respuesta que hable de verdad el “lenguaje” de la sociedad en la que se vive. Entonces se quiere entrar en todo el contenido de la revelación, para analizarlo, compararlo, sintetizarlo, en la armoní­a de toda la Palabra de Dios y de toda la fe de la Iglesia. “La teologí­a se apoya, como en cimiento perdurable, en la Sagrada Escritura unida a la Tradición; así­ se mantiene firme y recobra su juventud, penetrando a la luz de la fe la verdad escondida en el misterio de Cristo” (DV 24).

Esta labor cientí­fica del teólogo parte, pues, de un presupuesto fontal la fe en la Palabra revelada por Dios, tal como se predica y vive en la Iglesia. A partir de esta fuente común, la variedad de reflexión teológica-cientí­fica se abre a un horizonte sin fronteras estudio especializado de las fuentes (Escritura, Tradición, Padres, Magisterio, liturgia…), reflexión a partir de una cultura determinada (puede ser más conceptual, más vivencial, más lingüí­stica, más artí­stica…), elaboración sistemática de unos conceptos filosóficos con los que se quiere expresar algo del misterio de Dios (por ejemplo, naturaleza, persona, instrumento, sacramento…), orientación hacia la predicación, la acción pastoral o la vivencia, etc. Siempre es un trabajo hermenéutico, de búsqueda e interpretación de la verdad objetiva (o de una parte de la verdad), para poderla expresar con lenguaje y conceptos adecuados, de valor práctico para la vida cristiana.

Si se trata de la docencia, ésta se convierte en ministerio por la misión recibida de la Iglesia, para ayudar a la comunidad creyente a dar razón de su fe y a vivirla generosamente, así­ como para explicar a los no creyentes los fundamentos de la fe en Cristo. Es, pues, un ministerio que se ejerce en la libertad de quien busca expresar mejor la verdad (Jn 8,32), viviendo en comunión con la fe de la Iglesia. Entonces se busca y anuncia la verdad de la fe, para saber lo que uno cree.

Verdad y libertad en la comunión

Esta reflexión teológica llevará, por su misma lógica, a un planteamiento muy diferenciado, debido a preferencias intelectuales o culturales, campos especí­ficos de investigación, grados de explicación y de perfeccionamiento de un concepto, metodologí­as de enseñanza, etc. El estudio teológico verdadero lleva al respeto y aprecio de las opiniones diferentes y complementarias de los demás, que también presuponen y aceptan la misma fe.

El camino mejor para la libertad de la teologí­a, en la investigación, en la publicación y en la docencia, es el de tomar la doctrina revelada (explicada por la Iglesia) como punto de referencia, a partir del cual todo teólogo encuentra un campo abierto al infinito, en el que debe respetar el misterio y la labor cientí­fica de los demás. Cuando falta este punto de referencia, nacen los exclusivismos (y extremismos) pseudocientí­ficos que intentan polarizar y someter la iniciativa de otros pensadores creyentes. La teologí­a perderí­a su orientación, si prescindiera de la fe como punto de partida y olvidara que el misterio de Dios es inabarcable antes de llegar a la visión beatí­fica en el más allá. Una señal de haber hecho buena teologí­a es la capacidad de silencio admirativo, ante el misterio de Dios y también ante las reflexiones válidas sobre la fe de parte de otros teólogos y creyentes que opinan de modo diverso.

Es a partir de la fe (“fides quaerens intellectum”) que la reflexión teológica podrá realizar un itinerario verdaderamente cientí­fico, con los mayores espacios de libertad y de iniciativa técnica, sin condicionarse a otras opiniones y escuelas, y con la apertura a planteamientos diversos. La libertad del teólogo necesita el apoyo de la fe (profesada por la Iglesia) para poder reflexionar sin condicionamientos. Esta misma teologí­a será una gran ayuda para el servicio magisterial de la Iglesia, que necesita elementos cientí­ficos para profundizar, aclarar y exponer la fe.

Una ciencia para predicar mejor el misterio de Cristo

Lo importante y entusiasmante de la teologí­a es que se quiere reflexionar sobre la Palabra de Dios como acontecimiento salví­fico. Se quiere conceptuar su contenido para hacerlo más predicable y más asimilable. Se quiere entrar en el misterio, respetándolo, según los elementos de la propia cultura, porque se trata de “la razón ilustrada por la fe” o también “la inteligencia de la fe” (Vaticano I). La verdadera teologí­a es siempre una contemplación inteligente y amante, puesto que, para el cristiano, se trata del misterio de Dios Amor revelado por Cristo. “Busco entender para creer, pero creo para entender” (San Anselmo).

La ciencia teológica (en todas sus ramas) presenta una gran armoní­a si se orienta hacia el misterio de Cristo. Entonces los tratados teológicos recuperan todo su fuerza contemplativa, santificadora y misionera. En efecto, el misterio de Cristo es preexistente (como Verbo) con el Padre y el Espí­ritu Santo, y constituye con ellos la fuente de la misión (tratado de Dios y de la Trinidad); preparado en la creación, en la historia y, de modo especial, en la revelación (tratado de la creación y de la revelación); hecho presente, como Verbo encarnado, evangelizador y Redentor, muerto y resucitado (tratado de cristologí­a), prolongado en la Iglesia y en los signos sacramentales (tratado de eclesiologí­a, de sacramentos, de liturgia, de acción pastoral), viviente en el corazón del hombre y en la comunidad humana (tratado de gracia, virtudes, moral, espiritualidad), objetivo de un encuentro final de toda la humanidad al final de la historia presente (tratado de escatologí­a).

Esta armoní­a de las ciencias teológicas aparece mejor con una base bí­blica, histórica, sistemática, documental. Es una armoní­a que orienta necesariamente hacia una fe profesada, celebrada, vivida y anunciada. En efecto, el misterio de Cristo, que es el centro de la teologí­a cristiana, se estudia para ser anunciado (como Dios, hombre, Salvador), celebrado y hecho presente bajo signos salví­ficos eclesiales, comunicado a cada persona y a toda la humanidad.

Referencias Ciencia y fe, cristologí­a, eclesiologí­a, escatologí­a, Escritura, Espí­ritu Santo, fe, espiritualidad, gracia, magisterio, misionologí­a, moral, Palabra, sacramentos, Tradición, Trinidad, revelación, tradición.

Lectura de documentos DV 24; OT 13-18; GEd 11; PDV 51-56, 72.

Bibliografí­a Z. ALSZEGHY, M. FLICK, Come si fa la teologia (Paoline 1974); W. BEINERT, Introducción a la teologí­a (Barcelona 1981); R. BERZOSA, Hacer teologí­a hoy (Madrid, Paulinas, 1994); Y. CONGAR, La fe y la teologí­a (Barcelona, Herder, 1970); (Congregación sobre la Doctrina de la Fe) 24 de mayo de 1990) Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo (1990); B. CHENU, M. NEUSCH, Au pays de la Théologie (Paris 1986); B. FORTE, La teologí­a, como compañí­a, memoria y profecí­a (Salamanca, Sí­gueme, 1990); W. KASPER, Unidad y pluralidad en teologí­a (Salamanca 1969); W. KERN, F.J. NIEMANN, El conocimiento teológico (Barcelona 1986); R. LATOURELLE, Teologí­a, ciencia de la salvación (Salamanca, Sí­gueme, 1968); B. MONDIN, Introduzione alla teologia (Milano, Massimo, 1983); Idem, Teologí­as de la praxis ( BAC, Madrid, 1981); J. RATZINGER, Les principes de la théologie catholique (Paris 1982); C. ROCCHETTA, R. FISICHELLA, G. POZZO, La teologia tra rivelazione e storia, introduzione alla teologia sistematica (Bologna, EDB, 1989); J.Mª ROVIRA BELLOSO, Introducción a la teologí­a ( BAC, Madrid, 1996); C. TRESMONTANT, Introducción a la teologí­a cristiana (Barcelona 1978).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> crí­tica bí­blica, lecturas). La Biblia no es un libro de teologí­a en el sentido posterior de la palabra, es decir, de razonamiento discursivo, metódico y conclusivo sobre Dios y las cosas que se refieren a su misterio. Pero la Biblia ofrece el testimonio de un camino teológico fundamental para judí­os y cristianos, como indicaremos ofreciendo un breve panorama.

(1) Punto de partida. Escritura y tradición como “premisas” objetivas de la argumentación teológica. Esta era la visión teológica dominante en la Iglesia católica desde la escolástica del siglo XIII hasta mediados del siglo XX. La teologí­a aparecí­a como un orden clausurado, un edificio donde todo encontraba un lugar y realizaba una función precisa y bien fijada: (a) Habí­a una premisa de fe, que vení­a dada por la Escritura y la Tradición, tal como se hallaba fijada en los dogmas definidos por concilios y papas y también en otras declaraciones eclesiales vinculantes, de tipo no dogmático, (b) Habí­a una premisa de razón, centrada básicamente en la filosofí­a, concebida de un modo bastante monolí­tico, en la lí­nea de la neoescolástica. (c) La teo logí­a vení­a a presentarse como una argumentación racional, que se expande y expresa de un modo bien preciso, conforme a un tipo de lógica deductiva, de carácter aristotélico, que llevaba de las fuentes de fe (de la Biblia) a unas conclusiones que podí­an formularse con bastante precisión: habí­a conclusiones dogmáticas definidas, dogmáticas pero no definidas, teológicamente seguras, etc. La Biblia serví­a por tanto como un libro-fuente, una cantera de la que podí­an extraerse los materiales para construir después la teologí­a, con la ayuda de una filosofí­a de tipo aristotélico.

(2) Teologí­a bí­blica. En contra de la postura anterior, desde hace algunos siglos, pero de un modo especial desde mediados del siglo XX, los exegetas y hermeneutas han ido descubriendo y elaborando una teologí­a bí­blica estrictamente dicha, tomando como base el despliegue histórico y religioso del Antiguo y del Nuevo Testamento. Se ha podido hablar de una teologí­a bí­blica judí­a y de una cristiana, según fueren los enfoques en la lectura de los textos y la extensión de los mismos textos, pues, para los cristianos, a diferencia de los judí­os, la Biblia desemboca en Jesucristo. Desde esos diversos enfoques se han venido elaborando las teologí­as del Antiguo y del Nuevo Testamento, unas de tipo más histórico (en lí­nea diacrónica) y otras de tipo más sistemático (leyendo los textos de un modo sincrónico). Algunas de ellas son muy valiosas, pero aún no ha surgido, que sepamos, una teologí­a bí­blica de conjunto. Con ese fin, dada la variedad de textos y tendencias de la Biblia, el problema de fondo consiste en determinar el centro hermenéutico del conjunto de la revelación: ¿Es la Ley del Antiguo Testamento o el mensaje moral de los profetas? ¿La justificación por la fe o la confesión cristológica? El tema sigue abierto no sólo entre los cristianos (y en especial entre católicos y protestantes), sino entre cristianos y judí­os.

(3) Temas básicos de la teologí­a bí­blica del Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento resulta fundamental la crí­tica contra las religiones del entorno (palestino, egipcio, mesopotamio), entendidas como idolatrí­a, de manera que esa misma lucha a favor de la unidad y trascendencia de Dios constituye el centro de toda teologí­a bí­blica. Pero dentro del mismo Antiguo Testamento hay ten dencias y formas religiosas distintas: hay una lí­nea más sacral (religión de los sacerdotes y del templo) y otra más profética (religión de la crí­tica social y de la superación de la violencia); hay una más sapiencial (que tiende a fundamentar en Dios todo lo que existe) y otra más apocalí­ptica, propia de grupos más marginales, que intentan transformar la realidad (o dejar que Dios la transforme). En este campo siguen abiertas algunas heridas y diferencias teológicas no sólo entre los judí­os y los samaritanos (que sólo consideran como Biblia el Pentateuco) y entre los varios grupos de judí­os, que interpretan su tradición desde perspectivas distintas, sino, y sobre todo, entre judí­os y cristianos, que leen los mismos textos de la Biblia hebrea desde perspectivas teológicas, sociales y eclesiales distintas. La teologí­a bí­blica del Antiguo Testamento resulta inseparable de la búsqueda y definición de la identidad judí­a y cristiana.

(4) Temas básicos de la teologí­a del Nuevo Testamento. En principio, estos temas han estado más vinculados a las diferencias confesionales. Los católicos han interpretado la Biblia a partir del magisterio, centrado en los papas como sucesores de Pedro, a través de una lectura más dogmática y eclesial, fijada por la misma Iglesia. A diferencia de eso, los protestantes, a partir del mismo Lutero, han puesto de relieve una lectura más privada de la Biblia, de manera que cada cristiano ha venido a ser teólogo, es decir, testigo del Dios que le habla por la Biblia. Pero esas diferencias confesionales están quedando ya en segundo plano, de manera que los cristianos, católicos y protestantes, han empezado a elaborar teologí­as bí­blicas convergentes, aunque los protestantes ponen más de relieve la justificación por la fe (en la lí­nea de Pablo) y los católicos la salvación sacramental y las mediaciones eclesiales. En este contexto podemos decir que han fracasado básicamente los intentos de desmitificación y desreligionización del cristianismo. El proyecto de desmitologización está vinculado a R. Bultmann; el de des-religionización está vinculado a K. Barth. Ambos fueron muy influyentes a mediados del siglo XX. Pero en los años posteriores se ha dado un cambio significativo, de manera que suele afirmarse, en contra de Bultmann, que en el fondo de la Biblia hay un mito o sí­mbolo fundante, que se debe interpretar, pero nunca destruir o negar, pues si se niega se niega el mensaje. Por otra parte, en contra de K. Barth, debe afirmarse que la Biblia forma parte del despliegue religioso de la humanidad, de manera que no pueden trazarse fronteras estrictas entre la fe bí­blica y las experiencias sagradas de otras religiones.

(5) Temas abiertos de la teologí­a bí­blica. Iglesia helenista. Conforme a la visión de T. Varrón, recibida y matizada por san Agustí­n, habí­a en el viejo mundo grecorromano tres “teologí­as”: una mí­tica, propia de los poetas y de los cultos populares; otra polí­tica, propia del orden de las ciudades y Estados; y otra filosófica, propia de los pensadores. El cristianismo oficial rechazó la teologí­a mí­tico-religiosa, adaptó la polí­tica y asumió la filosófica; de esa forma optó por una interpretación “no religiosa” de la teologí­a cristiana, dialogando así­ más con el pensamiento filosófico que con las religiones tradicionales de los pueblos antiguos. Aquella opción tuvo sus valores positivos, pero en el fondo fue limitada y ha fracasado. Hoy sabemos que la interpretación de la Biblia no está ligada sólo con la tradición filosófica, sino también con la religión mí­tica (simbólica) y con la religión polí­tica (el despliegue de la justicia, la comunicación entre todos los hombres). En ese contexto podemos hablar de una vuelta a lo religioso: la teologí­a bí­blica tiene que dialogar no sólo con las ciencias que surgieron de la Ilustración del siglo XVIII (que eran herederas de la filosofí­a griega), sino también con las religiones de la actualidad (que siguen situándose, de algún modo, en la lí­nea de las religiones helenistas que la teologí­a cristiana quiso dejar a un lado). Continúan abiertos, por tanto, los tres temas o caminos de T. Varrón: la teologí­a bí­blica tiene que dialogar con la teologí­a polí­tica, poniendo así­ de relieve los aspectos sociales del mensaje de Jesús y de los profetas de Israel, en lí­nea de liberación; la teologí­a bí­blica tiene que dialogar con la teologí­a filosófica, es decir, con el pensamiento de la Ilustración, tal como se ha expandido y concretado en las ciencias modernas; la teologí­a bí­blica tiene que dialogar con la experiencia y mensaje de las religiones actuales (en la lí­nea de lo que Varrón llamaba mi to). El camino está abierto, las posibilidades y tareas son grandes.

Cf. R. ALBERTZ, Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento I-H Trotta, Madrid 1999; K. BARTH, La revelación como abolición de la religión, Marova, Madrid 1973; R. BULTMANN, Teologí­a del Nuevo Testamento, Salamanca 1981; W. EICHRODT, Teologí­a del Antiguo Testamento I-II, Cristiandad, Madrid 1975; J. GNILKA, Teologí­a del Nuevo Testamento, Trotta, Madrid 1998; D. PREUSS, Teologí­a del Antiguo Testamento I-II, Desclée de Brouwer, Bilbao 1999; K. H. SCHELKLE, Teologí­a del Nuevo Testamento I-IV, Herder, Barcelona 1975; G. VON RAD, Teologí­a del Antiguo Testamento I-II, BEB 11 y 12, Sí­gueme, Salamanca 1986; F. VOUGA, Una teologí­a del Nuevo Testamento, Verbo Divino, Estella 2003.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

El término theologia-theologein no es de origen cristiano : los primeros datos que podemos recuperar se refieren al mito. Homero y Hesí­odo son llamados theologoi por Su estilo particular de componer y de cantar los mitos. Aristóteles, al dividir la filosofí­a teorética en: matemática, fí­sica y teologí­a, la identifica con la metafí­sica. Agustí­n nos recuerda que los primeros en utilizar este término en sentido religioso fueron los estoicos, que la definí­an como “la razón que explica los dioses”.

Sólo a través de un proceso progresivo se impone tanto en Oriente como en Occidente el uso cristiano de “teologí­a”. Para Clemente de Alejandrí­a, indica el “conocimiento de las cosas divinas”. para Orí­genes expresa la “verdadera doctrina sobre Dios y sobre Jesucristo como Salvador”. Corresponde a Eusebio el privilegio de haber aplicado por primera vez el atributo theologos a Juan, y . a que en su evangelio escribió una “eminente doctrina sobre Dios”. A partir de él, la teologí­a indicará la verdadera doctrina, la cristiana, en oposición a la falsa doctrina que enseñaban los paganos y los herejes. A continuación, Dionisio establecerá una distinción que permanecerá hasta nuestros dí­as: teologí­a mí­stica -simbólica, escondida- Y otra teologí­a más manifiesta y racional. Entre los Padres de Oriente es interesante advertir que la teologí­a indica de ordinario la doctrina sobre la Trinidad, mientras que la doctrina sobre Cristo se define como economí­a.

En Occidente, es sobre todo Agustí­n el que mantiene con fuerza el sentido religioso de teologí­a. Se comprende la teologí­a como el esfuerzo por penetrar cada vez más en la inteligencia de la Escritura y de la Palabra de Dios; por esto, se encuentra fácilmente un intercambio con las palabras sacra pagina o sacra doctrina. Se advierte un primer cambio de sentido en Boecio, que da a conocer la distinción de las ciencias de Aristóteles: Alcuino comienza la reforma carolingia y la división de las artes del trivio y del cuatrivio: la dialéctica se inserta también en la teologí­a. Se llega así­ a la formulación de las Sententiae, es decir, a una colección de escritos de los Padres.

Se produce un crescendo de calidad en la comprensión de la teologí­a por parte de Anselmo de Aosta. Buscando el equilibrio entre los “monásticos” y los ” dialécticos n, crea el principio base de la teologí­a: quaero intelligere ut credam, sed credo ut intelligam. De todas formas, será Abelardo el primero que dio el paso de una teologí­a comprendida como sacra pagina a una teologí­a vista como scientia; de poco servirán las resistencias de san Bernardo para que la teologí­a siguiera estando ligada a la perspectiva monástica.

Con Tomás y Buenaventura se mantendrá casi intacta la distinción entre dialécticos y monásticos. Con Guillermo de Occam la teologí­a se enfrentará con el nominalismo y con la crí­tica; Erasmo de Rotterdam acentuará hasta tal punto la crí­tica que sustituirá por ella la quaestio escolástica. Melchor Cano marcará para la teologí­a el momento en que tendrá que confrontarse con las auctoritates; el siglo XVlll representará, por el contrario, el perí­odo de los grandes sistemas y de las enciclopedias. A finales del siglo XIX, la encí­clica Aetemi Patris, de León XIII, dará un giro, volviendo a poner la teologí­a en relación con la filosofí­a tomista, que habrá de someterse a ella. El cambio de perspectiva que llevó a cabo el Vaticano II permite ver a la teologí­a más animada por la Escritura (DV 24) y más en contacto con la vida eclesial, Así­ pues, la teologí­a sigue estando anclada en la revelación como fundamento suyo y a la fe como su inteligencia crí­tica, para que la vida de fe del creyente pueda ser motivada y significativa.

R. Fisichella

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PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO:
I. DEFINICIí“N (R. Fisichella).
II. EPISTEMOLOGíA (R. Fisichella).
III. ECLESIALIDAD Y LIBERTAD (M. Seckler).
IV. TEOL0GíA Y CIENCIAS (M. Seekler).
V. TEOLOGíA y FILOSOFíA (R. Fisichella).

I. Definición
El fundamento y el centro de la teologí­a es la revelación de Dios en Jesucristo. Su objetivo particular es la inteligencia crí­tica del contenido de la fe para que la vida creyente pueda ser plenamente significativa.

Las coordenadas que se han asentado para la comprensión del concepto de teologí­a no han sido siempre las mismas a lo largo de la historia. En cuanto reflexión histórica sobre la fe y sobre sus contenidos, la teologí­a ha ido sufriendo una constante evolución en su intento de autodefinirse; evolución que puede identificarse con la misma historia del pensamiento cristiano.

El término theologhí­a/theologhéin es de origen no cristiano; los primeros datos que se pueden recuperar son los que ven a la theologhí­a ligada al mito. Hornero y Hesí­odo son llamados thevlógoi por su actividad peculiar de componer y de contar los mitos. Aristóteles, al dividir la filosofí­a teorética en matemática, fí­sica y teologí­a, la identificará con la metafí­sica en cuanto “philosophia perennis”(Met. VI, 1,1025). Los estoicos, como recuerda Agustí­n, son los primeros que utilizaron este término con una connotación religiosa, ya que lo identifican como “ratio quae de düs explicatur” (PL XLI, 180).

Tan sólo progresivamente, tanto en Oriente como en Occidente, se fue imponiendo el uso cristiano de este término. Para Clemente de Alejandrí­a, theologhí­a será el “conocimiento de las cosas divinas”; para Orí­genes indica la verdadera doctrina sobre Dios y sobre Jesucristo como salvador; sin embargo, le corresponde a Eusebio de Cesarea el privilegio de haber sido el primero que atribuyó al evangelista Juan el tí­tulo de theologos por haber escrito en su evangelio una doctrina eminente sobre Dios.

Así­ pues, a partir de Eusebio, theologhí­a indicará la verdadera doctrina, la cristiana, que se opondrá a la falsa doctrina enseñada por los paganos. A continuación, Dionisio establecerá una distinción, que sigue siendo válida hasta nuestros dí­as, entre una teologí­a mí­stica, simbólica, escondida, que une con Dios, y otra teologí­a más manifiesta, más filosófica, que tiende a la demostración racional.

Una última connotación digna de interés que proviene de los padres griegos es la que identifica la theologhí­a con la doctrina sobre la Trinidad, para distinguirla de la doctrina sobre la encarnación, que será llamada oeconomí­a. El perí­odo monástico -pensemos en los nombres de Evagrio Póntico y de Máximo el Confesor- hablará finalmente de “theologhí­a” como el culmen del conocimiento y la plenitud de la gnosis, por haber sido realizada bajo la guí­a del Espí­ritu.

Para el Occidente, es especialmente Agustí­n el que introduce el uso religioso del término en la cultura y en el lenguaje común. El entendimiento que interviene en la comprensión de la fe es contemplación de un espí­ritu creyente qué, puesto que ama, desea alcanzar la plenitud de la realidad: amada.

En una palabra, theóloghí­a para el pensamiento patrí­stí­co señala el esfuerzo por penetrar cada vez más en la inteligencia de la Escritura y de la palabra de Dios; por eso mismo resultará normal el intercambio entre “theologia” y “sacra pagina” o “sacra doctrina”, terminologí­a que permanecerá felizmente intacta durante todo el siglo xii.
Se verifica una primera señal de cambio con Boecio, que da a conocer la distinción de las “ciencias” de Aristóteles; Alcuino comienza la reforma carolingia con la distinción de las artes del trivio y del cuadrivio; la dialéctica, como método de investigación, comienza a abrirse cada vez más camino…; se llega así­ ala formulación de las primeras Sententiae, sacadas de la colección de los escritos de los santos padres, y a la- utilización de la grammatica:
Se da realmente un salto cualitativo con la precomprensión anselmiana de theologia. En su intento de establecer un equilibrio entre el planteamiento “monástico”, que alimentaba preferentemente la comprensión de una autosuficiencia de la fe, y el planteamiento “dialéctico”, que tendí­a a absolutizar la exigencia de la razón, Anselmo crea el principio del quaero fntelligere ut credam, sed credo ut intelligam. La fe que ama quiere conocer más; por consiguiente, la ratio se fundamenta en la fides, sin que por ello sea menos autónoma en su búsqueda. ‘
Sin embargo, será Abelardo el que se recordará como el primero-en haber dado el paso de una “sacra pagina” a una theologia entendida como scientia, por haberse convertido en yuaestio. De poco servirán las resistencias de Bernardo para mantener relegada la theologia a la perspectiva del “non quasi scrutans, sed admirans”. Tomás no podrá menos de ratificar el planteamiento del Magister sententiarum, concibiendo la, theólogia como la forma de conocimiento racional de la enseñanza. cristiana; lo que la fe acoge como don, la theologia lo explicita y lo explica a la luz de la comprensión humana con sus propias leyes.

Buenaventura, permaneciendo fiel a la corriente monástica, mantendrá la acentuación sobre el papel y la presencia de la gracia; Duns Escoto, después de él, será el mayor representante de está forma de pensar.

Por, aquel mismo tiempo; Guillermo de Occam favorecerá la. entrada de la crí­tica y del nominalismo. El humanista Erasmo de Rotterdam acentuará hasta tal punto la crí­tica, que llegará a sustituir con ella en adelante a la quaestio medieval. Melchor Cano marcará la época de la reinvención de las auctoritales a través de los 1 lugares teológicos, y el Tridentino culminará con las especulaciones del saber teológico. El siglo xvni verá cómo se acentúan las formas de los “sistemas” y la organización del saber teológico en las enciclopedias. La Aeterni Patria, finalmente, registra un cambio ulterior con el intento de un retorno al pensamiento de santo Tomás, interpretado, sin embargo, a la luz de los nuevos principios filosóficos.

Desde el punto de vista histórico, el artí­culo de Y. Congar en DthCnos ofrece un estudio completo, que se ha convertido en una verdadera obra clásica de la literatura teológica. Pero todaví­a es preciso observar que la comprensión de la teologí­a se relaciona y se “adapta” en diversas ocasiones a las diferentes épocas históricas con que llega a encontrarse. Esto es señal de una caracterí­stica determinante del saber teológico: la historicidad de la reflexión de la fe, que permite al mismo tiempo mantener siempre viva la pregunta sobre la inteligibilidad del misterio y encontrar una respuesta que sea conforme a las diversas conquistas del saber humano.

El cambio de horizonte que ha llegado a crearse con el Vaticano 11 ha alejado a la teologí­a de aquel contexto controversista-apologético que habí­a caracterizado a los cuatro siglos anteriores, para colocarla en un sereno diálogo con las culturas y las ciencias, a fin de hacer evidente la complementariedad de cada una de ellas con vistas a la globalidad del saber, para una existencia humana cada vez más digna (cf GS 53-62).

Al faltar entonces una única referencia filosófica, sustituida por una pluralidad de referencias con diversos sistemas filosóficos, y al haber adquirido una comprensión hermenéutica más global y profunda del dato bí­blico, la teologí­a sé caracteriza mejor hoy a la luz de una pluralidad de teologí­as que dejan vislumbrar las diversas metodologí­as adquiridas.

Sin embargo, hay nuevos problemas que requieren una mayor reflexión y que pueden caracterizar a la actualidad teológica en el momento en que, una vez más, intenta autocomprenderse; pueden señalarse tres por lo menos: 1) la determinación del estatuto epistemológico que, en cada ocasión, se refiere al nuevo saber cientí­fico; 2) la eclesialidad de la teologí­a, que comporta la responsabilidad pública de la inteligencia de fe y la superación de una contraposición entre el saber teológico en cuanto tal y el’ saber teológico regional o contextual; 3) la relación teologí­amagisterio, que comporta la indicación de las mediaciones propias de una teologí­a como inteligencia eciesial de una fe comunitaria y la libertad del sujeto epistémico en su búsqueda cientí­fica.

II. Epistemologí­a
La teologí­a fundamental, en cuanto epistemologí­a teológica, tiene que responder previamente al menos a tres cuestiones fundamentales que se imponen para el saber teológico: 1) la aparición de la teologí­a; 2) la determinación de su contenido; 3) su autojustificación como conocimiento crí­tico de la fe.

1. LA APARICIí“N DE LA TEOLOGíA. El punto de partida de la teologí­a como autoconciencia refleja de la fe es lo que llamamos la admiración concienciada del creyente al plantearse la pregunta: “¿Por qué creo?”
Con esta categorí­a de la admiración concienciada se quiere recuperar ante todo un dato común a toda la historia del pensamiento, que encuentra precisamente en la “admiración” el comienzo de toda conciencia que sabe percibir lo existente. Es la admiración que surge en el sujeto en el momento en que está presente a sí­ mismo en el acto de reflexionar y de descubrirse a sí­ mismo como un sujeto pensante, presente en la historia, en el mundo, como proyectador de sí­ y del mundo. Es la admiración la que le permite autocomprenderse como sujeto activo de la historia, por ser capaz de volver sobre sí­ mismo una vez que ha salido de sí­ para la averiguación y el conocimiento de lo real (reditio in se ipsum).

En una palabra, la admiración es lo que está en el origen del buscar humano y del comprender; es lo que puede permitir la recuperación de todo lo que nos ha precedido, nos determina y que constituirá nuestro futuro. Sin la admiración nos harí­amos extraños a nosotros mismos y a la historia, por ser incapaces de realizar un nuevo saber.

Es posible ver realizada esta real¡” dad también dentro del saber teológico como aquel momento en que el creyente tiene conciencia de la gratuidad del ser llamado a la comunión de vida con Dios. Es la admiración de descubrirse a sí­ mismo como sujeto capaz de un acto que cualifica antropológicamente la existencia y que se comprende como realidad que, en cuanto tal, no puede exigirse, sino sólo ser acogida como un don; es, en una palabra, la conciencia del ser misterio y del participar de la infinitud del misterio.

Esta admiración no es fruto de la emotividad, sino una actividad peculiar del sujeto epistémico; por eso precisamente, en el momento en que se plantea la pregunta del “¿por qué creo?”, se realiza también dentro de la fe y aparece la teologí­a como inteligencia de la fe.

Esto permite ya comprender que el horizonte en que se plantea la pregunta está determinado desde el principio por el ser ya creyente. En efecto, hay un acto fundamental que precede al conocimiento reflejo del sujeto creyente, y es el que provoca que aparezca la admiración, es decir, el acto de gracia mediante el cual Dios llama a cada uno a la fe.

Así­ pues, antes de que el creyente pueda ponerse ante Dios en el acto de pronunciar categorialmente su nombre, como expresión de una actividad intelectual personal que dé contenido a la fe, existe ya la realidad del ser conocidos por Dios y haber sido llamados en Cristo a la salvación (cf 1 Jn 4,10).

Por tanto, la admiración concienciada y la certeza de la llamada a la salvación constituyen el contexto necesario para que la fe del creyente pueda constituirse como elemento reflejo. Además, la condición de realización de la teologí­a, especialmente respecto a las otras ciencias (l Teologí­a, IV), debe recurrir necesariamente a su carácter particular de paradoja.

El primer dato paradójico que surge de este horizonte afecta tanto al objeto de la teologí­a como a su sujeto epistémico. Efectivamente, la fe, corno punto fundamental dentro del cual nace la reflexión, determina el contenido de la búsqueda hasta tal punto que éste se presenta ya como verdad fundamental y no como verdad que haya que demostrar. El contenido revelado que hace surgir a la teologí­a es considerado ya y.creí­do por ésta como una verdad que no hay que demostrar, sino tan sólo comprender intelectualmente y hacer comunicable.

El carácter paradójico de esta expresión aumenta cuando se considera que la verdad dada no es fruto de la abstracción especulativa, sino que es una persona histórica, en la concreción de su existir. La verdad de un sujeto histórico se convierte aquí­ en pretensión de verdad sobre toda la humanidad y en centro propulsor de verdad para la comprensión de toda la historia. Pero, sobre todo, es una verdad que manifiesta toda su evidencia de paradoja en el momento en que asume la muerte de Jesús de Nazaret como el criterio para expresar la verdad última sobre Dios. En la muerte, que antropológicamente constituye el punto más impenetrable del saber humano y el más difí­cil de ser acogido, ya que en él llega a su cima la contradictoriedad de la existencia (GS 18), es donde nos sale al encuentro la forma que expresa la donación total de Dios a la humanidad.

En Jesús de Nazaret, la teologí­a recibe al mismo tiempo el objeto de su investigación y la verdad sobre el hombre y su destino. La pasión, la muerte y la resurrección constituyen la “prenda” de la salvación que se da en la espera del cumplimiento escatológico.

Finalmente, en este horizonte la teologí­a comprende que se le ofrecen también unas mediaciones que van más allá de las categorí­as del saber humano. Se le dan porque pertenecen a la economí­a de la revelación, que comprende: la constante presencia del Espí­ritu para orientar a la Iglesia ensu comprensión del sentido de la palabra, hasta que no se haya alcanzado por completo la verdad en su totalidad (Jn 16,13); los carismas, que habilitan a los diversos creyentes en la mutua responsabilidad por la construcción de la comunidad entera (I Cor 12-14); la infalibilidad en la interpretación de la fe auténtica (LG 25); el sentido de la fe como patrimonio de todo el pueblo de Dios para el discernimiento de la verdadera tradición (LG 35).

De esta situación paradójica se derivan por lo menos tres principios de los que no es posible prescindir para un saber teológico correcto:
a) En la medida en que es la fe la que pone en acto a la teologí­a, es la misma fe la que muestra a la teologí­a las razones sobre la necesidad de la inteligencia de °la fe. Por consiguiente, la inteligibilidad del dato revelado no es un principio extrí­nseco a la revelación, sino interior a ella, y por tanto principio que pone en acto a la teologí­a.

b) Toda reflexión teológica -excepto la neotestamentaria, que por su propia naturaleza se sitúa como norma normans para toda teologí­a- es histórica y está relativizada por su propio objeto. Por tanto, la libertad de la investigación cientí­fica no puede perjudicar a la ortodoxia del contenido de la fe, sino que tendrá que conffontarse con él y acogerlo obediencialmente.
c) La fe dará a la teologí­a los caminos maestros para que pueda alcanzar realmente su contenido. Con Anselmo, podrí­amos identificarla como: delectatio, es decir, gozo por haber descubierto el objeto de la investigación y gratitud por haberlo recibido; adoratio, por la que se percibe y se comprende el final del recorrido que desemboca en la profesión del rationabiliter comprehendit incomprehensibile esse.

2. EL CONTENIDO DE LA TEOLOGí­A. El contenido de la teologí­a es la revelación de Dios en Jesucristo o, en otras palabras, el misterio global de la encarnación. La teologí­a es la “concreción del logos “(E. Peterson), que abarca la globalidad del dogma cristiano, que se extiende a partir del misterio insondable de Dios hasta alcanzar el misterio del hombre.

Por tanto, la revelación constituye el fundamento y el centro de la teologí­a; es su contenido peculiar. Sin embargo, el primer contenido que tendrá que acerse inteligible gracias al proceder teológico será precisamente el de las categorí­as que acabamos de señalar.
Decir fundamento es lo que, a nivel teórico y temporal, es la condición de posibilidad del saber. Teóricamente, hablar de revelación como fundamento de la teologí­a implica tener .presente un triple elemento que sólo en la terminologí­a (cf R. L. HART, Unfinished Man and Immagination, Nueva York 1968, 83-97) equivale a lo que se constata como ya fundado, lo que se está fundando y lo que no está aún fundado, pero lo estará.

Por consiguiente, la revelación constituye para la teologí­a una realidad dinámica: a partir de un acontecimiento inicial se desarrolla un movimiento ulterior que permite unacomprensión histórica, pasada y actual, del mismo, pero sin tener que cerrar el futuro. La comprensión que se posee del acontecimiento debe referirse a él como a su principio formal y causal, ya que no hay ninguna otra posibilidad de conocimiento del fundamento fuera del fundamento mismo.

En otras palabras, afirmar que la revelación constituye el fundamento de la teologí­a equivale a recuperar el elemento pre-reflexivo que comporta la afirmación de un contenido completamente nuevo, que sólo puede ser dado por revelación. Existe, pues, la presentación de un novum, que es dado y que se impone con su verdad evidente, como una realidad que el sujeto creyente no puede darse, sino sólo recibir por revelación.

El conocimiento más adecuado que se puede tener de este novum es dado por la fe como la forma de conocimiento propio y adecuado al objeto del conocer. La triple estructuración del fundamento afecta a la investigación teológica, ya que ella acepta lo que ya está fundado, comprende lo que se está fundando mediante la fe ininterrumpida de la Iglesia y prepara lo que no está fundado todaví­a, a través de su tensión constante hacia el acontecimiento escatológico.

Al hablar de revelación como centro de la teologí­a, se hace una referencia más directa a la sistemática de la investigación. Esto significa que todo el saber teológico necesita estructurarse en torno a la revelación, ante todo para poner de manifiesto que el principio formal de las diversas disciplinas es uno solo, pero que igualmente el misterio de la revelación, desde el punto de vista cientí­fico, está sometido a la complementariedad de las perspectivas, que sólo en su conjunto y en la interdependencia recí­proca puede ofrecer la perspectiva global (cf OT 16; Sapientia christiana).

3. EL CONOCIMIENTO CRíTICO DE LA FE. El último elemento que hay que justificar es el hecho de que la teologí­a constituye el saber crí­tico de la fe; dicho en términos clásicos, estamos ante las primeras relaciones de fe-razón.

Plantearse la pregunta sobre el saber crí­tico de la fe es ya de suyo un dato teológico, pues dentro de la fe el creyente, en cuanto sujeto epistémico, posee un conocimiento que le da certeza.

Esto es lo que se percibe en la experiencia común del conocer humano: el saber es una experiencia original del sujeto, mediante el cual se descubre la realidad propia como actividad pensante. Este saber primero y. fundamental es él mismo certeza, ya que cada uno sabe que sabe: un saber inmediato que está constituido por la propia existencia y por el encuentro con la realidad. En su movimiento externo, el saber se ve atacado por la duda, que pone en crisis al mismo saber: “scio me nescire”. Sin embargo, el “no saber” se ve orientado hacia nuevas adquisiciones de un saber primero no conocido. Tenemos por consiguiente, un movimiento con una doble caracterí­stica: el sujeto expresa la voluntad de saber porque sabe que no sabe, pero esto corresponde a un primer saber que fundamenta la certeza del saber mismo.

La existencia creyente está también inserta en esa certeza de la salvación que le permite a cada uno concebirse como una persona llamada a la comunión de vida con Dios a través de la gracia. La admiración ante esta realidad que suscita en el sujeto la pregunta del “¿por qué creo?” corresponde a aquella primera cuestión que hace surgir simultáneamente la certeza de una primera existencia de fe y la necesidad de ir progresando, ya que se descubre que el misterio no es conocido todaví­a.

Por tanto, la pregunta sobre la necesidad de un saber confiere ya al creyente una certeza primera y fundamental, puesto que al preguntar ya afirma, aun cuando su preguntar se oriente hacia un sentido y un saber cada vez más grande:
Pero la teologí­a constituye el saber crí­tico, es decir, un saber que analiza la relación existente entre el contenido del saber personal y el del nuevo objeto conocido. Por consiguiente, al ser crí­tico, es un conocimiento que llega a la conclusión de un procedimiento mediante el cual se alcanza el juicio. Pero juzgar significa haber encontrado ya una conformidad entre la certeza original y el contenido del objeto; en consecuencia, se tendrá un juicio crí­tico solamente cuando se haya alcanzado la esencia del objeto conocido, y no una personal representación del mismo.

La fe constituye la respuesta plena y libre del creyente a la revelación de Dios (DV 5); corresponde al don de gracia con un acto totalmente humano, en dónde “el entendimiento y la voluntad”, sinónimo de la globalidad de la persona, se ven plenamente comprometidos en una unidad indisociable. La verdad que es acogida en la fe es fruto del conocimiento del saber del creyente ,que, con el mismo acto dé fe, indica la correspondencia que tendrá que ponerse, en el plano gnoseológico, entre su conocer y el objeto por conocer. De este modo la fe expresa la forma de conocimiento que corresponde a la naturaleza del objeto conocido; en resumen, para ser conocido, ese objeto necesita del conocimiento de fe.

Por tanto, el creyente conociendo cree y creyendo conoce; esto significa que en un solo acto, el de la fe, está presente de modo plenamente humano la forma de conocimiento que es la expresada por el creer. El conocer, en relación con la revelación de Dios, no es distinto del creer, ya que es la única expresión que puede corresponder al objeto de conocimiento.
Sin embargo, la verdad que se presenta no es un conocimiento abstracto, sino que se refiere, por el contrario, a la historicidad de Jesucristo (t Cristologí­a fundamental) como verdad última y definitiva que se entrega a la humanidad para que encuentre el sentido de su existencia. La teologí­a, como saber crí­tico de la fe que ya conoce y sabe que ese contenido es verdadero, tiene que mostrar, siguiendo las lí­neas de un saber y de un desarrollo cientí­fico, que se da una plena correspondencia entre lo que la fe presenta como verdadero y lo que el sujeto comprende como tal. En otras palabras, el creyente obtiene de la revelación, acogida en el saber de la fe; el contenido de su conocimiento; y este contenido es analizado y conocido por la teologí­a en cuanto saber crí­tico a través de los elementos que lo componen; la historicidad, el lenguaje, el comportamiento y el anuncio de Jesús de Nazaret deben relacionarse crí­ticamente con lo que la fe ya conoce como verdad, para que se pueda crear aquella circularidad entre la fe y la razón que imprima al acto de fe su forma plenamente humana.

Lo que la fe acoge en su creer no está cerrado a la razón, sino que está de suyo abierto; se le da a la razón porque ésta, en el acto mismo de creer, está ya realizando una forma peculiar de conocimiento.

Tan sólo una visión distorsionada de la racionalidad y de la fe ha podido separar los dos elementos y verlos como extraños el uno al otro. La fe no es un sustitutivo de la voluntad cuando la razón no puede ir más allá; y la razón crí­tica no es la única forma de conocimiento del saber humano. Tan sólo una recuperación de sus relaciones a la luz de una búsqueda autónoma, aunque complementaria, entre la filosofí­a y la teologí­a podrá poner más de manifiesto la legitimidad de un saber de la fe y la necesidad de una fe conocida.

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R. Fisichella

III. Eclesialidad y libertad
1.INTRODUCCIí“N. A diferencia de la ciencia de la religión y de la filosofí­a de la religión (/ Religión, IV) en cuanto ciencias racionales autónomas, toda teologí­a (a excepción de la teologí­a “filosófica”, para la cual, como disciplina integrante de la filosofí­a, vigen las condiciones de esta disciplina) ha de considerarse función vital de la religión misma. Y así­, la teologí­a cristiana es una función de 1a religión cristiana, igual que otras religiones tienen o pueden tener sus respectivas teologí­as funcionales. Por eso al concepto de teologí­a pertenece intrí­nsecamente la religión, con la afirmación concreta de la religión y la vinculación a ella. Si ellas faltan, conceptualmente no se trata de teologí­a, sino de filosofí­a de la religión o de ciencia de la religión “libres”, o sea, que oscilan libremente según la posición. El requisito, de la connotación intrí­nseca de la religión con su respectiva afirmación concreta de la religión, y su vinculación a ella es una caracterí­stica objetiva del concepto de teologí­a, y no sólo una exigencia moral de las convicciones del teólogo. Por eso lo decisivo en el concepto dé teologí­a no es la religiosidad del individuo, sino la connotación intrí­nseca do la religión ala disciplina. Quiere esto decir que en teologí­a se verifica la autorreflexión y la autoarticulación de la religión que la sustenta, y que el quehacer teológico ha de atenerse a los contenidos, normas, reglas y fines de “su” religión. Según esto, la teologí­a católica es aquella función vital de la Iglesia en la que se investigan y exponen teóricamente su comprensión de la fe y su misión universal en todas sus dimensiones.

La teologí­a, por su naturaleza (theo-logia como discurso religioso de Dios, sermo de Deo), no es incondicionalmente cientí­fica; sin embargo, la teologí­a cristiana tradicionalmente se entiende y organiza preferentemente al estilo de una ciencia (apoyándose en diversos conceptos cientí­ficos, aunque con competencia teórico-cientí­fica propia). Mas no es una ciencia basada en principios de razón (secundum rationem), sino una ciencia que parte de los principios de la revelación bí­blico-cristiana (secundum revelationem), y por tanto una ciencia de 1a fe. Tiene a la fe cristiana (y primordialmente a la palabra de Dios en la fe cristiana) como base, como objeto y como fin de su quehacer cientí­fico, que debe seguir en sus métodos las reglas de un discurso racional si quiere adquirir el carácter de ciencia. La expresión ciencia de la fe (scientia fidei) como designación de la teologí­a cristiana no se refiere primariamente a la relación de la fe cristiana con las ciencias ni indica el influjo de la fe en las ciencias, sino el carácter originariamente cientí­fico, cientiforme, de la autorreflexión y autoarticulación de la fe cristiana. Por eso en el concepto mismo de ciencia de la fe se condensan tensiones irreductibles, pero absolutamente fecundas, entre revelación y razón, fe y saber, religión y ciencia (verdad religiosa y método cientí­fico), y por lo mismo también entre eclesialidad y libertad de la investigación teológica, ambas esenciales para la teologí­a, aunque en un sentido muy preciso.

2. LA ECLESIALIDAD DE LA TEOLOGíA. En el lenguaje corriente, la palabra “eclesialidad”, que a menudo está gravada con connotaciones negativas, puede significar varias cosas: negativamente, servilismo, partidismo y conformismo; positivamente, la participación responsable y solidaria en la vida y en la misión de la Iglesia pn crí­tica simpatí­a y un sincero sentire cum ecclesia. La eclesialidad de los cristianos y fí­e los teólogas, que hay que dar positivamente por supuestas, debe distinguirse absolutamente de la eclesialidad de la teologí­a. Allí­ se trata de la actitud de los hombres; aquí­ de una nota teórico-cientí­fica de la teologí­a; allí­ de convicciones, aquí­ de estructuras. Por supuesto, ambas se corresponden; pero serí­a un error reducir el carácter eclesial de la teologí­a en el aspecto teórico-cientí­fico a las actitudes de los teólogos o, en caso de conflicto, tomarlas como criterio decisivo de ella.

A diferencia de la ciencia y de la filosofí­a de la religión en cuanto ciencias racionales autónomas, hay que concebir la teologí­a en cuanto ciencia de la fe radicalmente como realización vital de la Iglesia misma. Así­ pues, desde la perspectiva teórico-cientí­fica, la eclesialidad es una determinación interna de lugar y función de la teologí­a. Por eso se la ha designado con razón como un proyecto mental y lingüí­stico propio de la fe cristiana. Desde la óptica teórico-cientí­fica, la Iglesia no es para la teologí­a una instancia externa, sino sujeto sustentante suyo. De ahí­ que se la conciba primariamente como relación interna condicionarte, y sólo secundariamente como tí­tulo externo en sentido jurí­dico-institucional.

Si la teologí­a se define básicamente como una función de la Iglesia, hay que atender entonces ante todo al sentido de la palabra Iglesia. Existe un uso lingüí­stico según el cual la Iglesia significa sencillamente el oficio eclesiástico, la jerarquí­a o una institución de carácter confesional. Esto puede condecir a definir la teologí­a como función de la Iglesia de palabra; sin embargo, en realidad, se entiende sólo como una función o subfunción del oficio eclesiástico, de modo que la eclesialidad de la teologí­a consistirí­a únicamente en ser una disciplina auxiliar instrumentalizada de la autoridad eclesiástica. Entonces no se definirí­a acertadamente la eclesialidad de la teologí­a. El sujeto propiamente sustentante de la teologí­a es más bien la Iglesia en sentido general, como pueblo de Dios del NT, que es en sí­ mismo una realidad vital compleja y ricamente articulada. Debido a las escisiones de la Iglesia, la teologí­a cristiana está de hecho en tensión entre la universalidad de la Iglesia única como realidad de fe y las dimensiones de la ecumene, por un lado, y la respectiva confesión que la sustenta, por otro. Así­ como el destino interno de la teologí­a cristiana es ser verdaderamente cristiana según los criterios del contenido del cristianismo, así­ es radicalmente eclesial como función vital del pueblo de Dios del NT, y al mismo tiempo indeclinablemente confesional atendiendo a las Iglesias realmente existentes que son las únicas que pueden servir de base a una teologí­a eclesial. Por eso en toda concreción del nexo eclesial-confesional, la eclesialidad de la teologí­a es pluridimensioilal.

Vista desde la perspectiva teóricopráctica, la nota de la eclesialidad no se opone básicamente a la í­ndole o capacidad de ciencia de la teologí­a. Toda ciencia trabaja basándose en supuestos constituidos precientí­ficamente y condicionados por el entorno vital. Para el carácter de ciencia lo decisivo es la racionalidad y transparencia metodológica de las relaciones del discurso. Es cierto que mediante la nota de la eclesialidad la teologí­a está posicional y criteriológicamente vinculada al credo de la Iglesia; pero eso no da pie para.en principio sospechar que es objeto de manipulación parcial o ideológica. Su criterio propio y último no es ante todo la fe ni la comunidad creyente (en cuanto “pueblo de Dios” e “institución’, sino la palabra de Dios; existe una diferencia teológicamente muy esencial para el concepto de la ciencia de la fe cristiana entre palabra de Dios y fe. Aquélla es el criterio de ésta, y no al revés; aunque aquélla sólo nos llega en ésta. Por eso el criterio propio y supremo de la verdad de la teologí­a (norma suprema) no es la fe ni la Iglesia sino la palabra de Dios (cf DV 10; 21-25; LG 25). El testimonio de fe de la Iglesia no es para la teologí­a la norma suprema, sino sólo la concretamente existente, y que por tanto obliga de manera inmediata, a saber:-la norma “próxima” (norma proxima). Con ello no se anula el axioma de la prioridad y superioridad absoluta de la palabra de Dios, si bien práctica y normalmente hay que partir de que la palabra de Dios se presenta e impone de forma vinculante a la teologí­a objetiva, y también criteriológicamente en el medium del testimonio eclesial. Por esta razón no se puede en principio imputar a la eclesialidad de la Iglesia que establezca un mero status funcional a ella en una Iglesia que gira en torno a sí­ misma o dispone de la palabra de Dios autoritariamente.

La teologí­a es, pues, una función de la Iglesia, o de la vida de fe de la Iglesia, y ha de guiarse de acuerdo con ello en todo su quehacer. Esto significa desde la perspectiva de la doctrina teológica de los principios que al magisterio eclesiástico le corresponde juzgar normativamente la labor de la teologí­a según los criterios de la fe cristiana, sin que en principio haya que considerar tales medidas como injerencia o usurpación ilegí­tima de una instancia externa a la ciencia. Como a la teologí­a le incumbe constitutivamente articular en su discurso la fe de la Iglesia, compete también a ésta decidir sobre el resultado de su esfuerzo. Mas como, por otra parte, el criterio supremo de la teologí­a no es la doctrina vigente en la Iglesia en cada momento, sino la palabra de Dios, por eso tampoco son ilegí­timas a priori la defensa de las funciones proféticas, el deber de una crí­tica trascendente y la ppsibilidad del disenso. La palabra de Dios es el criterio supremo de la teologí­a y de la Iglesia; todos han de atenerse a él; por él deben regirse todos (cf LG 25), les guste o no.

Por “eclesialidad de la teologí­a” se ha de entender no sólo su estructura interna como ciencia eclesial de la fe, sino también su arraigo orgánico-funcional y práctico-vital en la vida y misión de la Iglesia. Desde esta perspectiva, la determinación del fin de la teologí­a es en principio el servicio de la ciencia de la fe a la palabra de Dios en el marco de la misión de la Iglesia. Sus funciones son de carácter teórico y práctico: lainvestigación y la transmisión de la palabra de Dios como verdad que redime, orienta y salva; trabajar en la cimentación y el ejercicio constructivo de las actividades de la Iglesia; la reflexión crí­tica, formal y sobre el contenido, de los tipos del lenguaje y los modos de expresar la fe; la fundamentación y defensa de la verdad de la fe; el autoexamen cientí­fico de la Iglesia y el acompañamiento crí­tico de su vida. Con ello presta un servicio independiente y activo a la misión de la Iglesia.

En la eclesialidad de la Iglesia entra también su arraigo institucional y su vinculación jurí­dica a la Iglesia. En las universidades e instituciones eclesiásticas está claro desde el principio, porque se hallan bajo la titularidad de la Iglesia y están directamente sujetas al derecho canónico. Para las instituciones teológicas de las universidades estatales hay normativas de derecho civil y eclesiástico cuyo fin es asegurar la eclesialidad de aquella teologí­a que debe tutelar las funciones oficiales de la Iglesia. Dado que estas relaciones jurí­dicas hay que entenderlas como consecuencia y expresión de la eclesialidad teórico-cientí­fica y práctico-vital de que se ha hablado antes, no se trata aquí­ esencialmente. de una vinculación sólo exterior a la Iglesia.

3. LA LIBERTAD DE LA TEOLOGIA. A la pregunta sobre la libertad de la teologí­a sólo se puede responder partiendo de lo expuesto hasta .ahora. Como la eclesialidad de la teologí­a, también la problemática de su libertad muestra dos caras (si se prescinde de los aspectos personales) una teórico-cientí­fica y otra cientí­fico-práctica.

De acuerdo con su constitución basada en el concepto de eclesialidad, son esenciales a la teologí­a los nexos y funciones conforme a los cuales se constituye como ciencia eclesial de la fe. De ahí­ que. su libertad tenga asignados unos limites constitutivos, cientí­fica y teóricamente fundados y razonables, ya que con la eliminación de los supuestos y principios que le son básicos se eliminarí­a a sí­ misma, o sea se transformarí­a en ciencia de la religión o algo análogo. Por lo tanto, de acuerdo con su estructura cientí­fica, puede ella, o el teólogo particular como tal, reivindicar la libertad de la teologí­a no como libertad de elegir la orientación de los principios, sino sólo como libertad para desarrollarse de modo autónomo sobre la base teórico-cientí­fica de las actividades de la teologí­a. Así­ pues, lo que muchas veces se considera el núcleo de la libertad teológica, a saber: la “liberación” de la teologí­a de la “tutela” eclesiástica, bien mirado es en sí­ no menos contradictorio que lo que serí­a una teologí­a cristiana “liberada” de la fe eclesial. Una concepción de la ciencia de la fe que mirara básicamente la eclesialldad como traba o impedimento para el libre desarrollo de la teologí­a serí­a, pues, una contradictio in adjecto. Con ello se pagarí­a la independencia así­ conseguida con la pérdida de la propia identidad teológica. A1 mismo tiempo, semejante “teologí­a” perderí­a el peso especí­fico que precisamente le corresponde, y debe corresponderle, por influir no desde fuera (como las demás ciencias), sino dentro y por dentro, en la comunidad que la sustenta.

En el mundo de las ciencias libres la teologí­a es la única ciencia que al menos teóricamente, no es absolutamente libre. En esta concepción es exacto afirmar que la vinculación axiomática y eclesial connotada en el concepto de eclesialidad se cuenta expresamente entre sus principios constitutivos: Sin embargo, también en otras- ciencias existen vinculaciones axiomáticas de raigambre social, aunque de una manera menos explí­cita. Desde el ángulo teórico-cientí­fico, esto no constituye en principio ningún obstáculo para la calidad cientí­fica, es decir, para una libertad investigadora y docente relativa.

Como el Vaticano II (GS 62; cf LG 37), también el derecho canónico (CIC, can. 218) reconoce a la ciencia teológica y a aquellas personas que se dedican a esta ciencia la debida libertad (fusta libertas) de investigación y de manifestación de la propia opinión basada en una competencia objetiva. Este derecho a la libertad de investigación cientí­fica y de manifestación de la propia opinión supone la libertad general de manifestar la opinión propia, que el CIC (can. 212, par. 3), siguiendo a la LG, describe como derecho del hombre y del cristiano; pero a causa de las funciones particulares que la teologí­a debe desempeñar y de las condiciones peculiares que vigen para ella en cuanto ciencia, no puede limitarse a eso.

El discurso de la ciencia de la fe ha de poder seguir independientemente (aunque no de manera incondicional) y sin trabas el método y la racionalidad esenciales a la ciencia, si no quiere degenerar en mera caricatura suya. Aquí­, en el plano de la praxis cientí­fica, la teologí­a ha tropezado en el curso de su historia con impedimentos innecesarios para su libre desarrollo y precisamente también por parte de la autoridad eclesiástica, con mucha mayor frecuencia que en el plano teórico, aunque también aquí­ hubo caricaturas que ejercieron influencia. El problema de la libertad de la teologí­a se presenta unilateralmente cuando se lo ve sólo bajo el aspecto de la libertad (injusta) “de” vinculaciones, y no en relación con la libertad “para” un correcto autodesarrollo metódico y objetivo, vitalmente necesario para una ciencia.

Además de la libertad bajo el aspécto del desarrollo de ciencia en general, es precisa también la libertad de “expresión de la opinión” para la vida de la teologí­a lo mismo que para el desempeño de sus funciones eclesiales. Los resultados de una investigación teológica competente se presentan como “doctrina cientí­fica” (o como “opinión doctrinal’. Tal “doctrina” tiene un status particular. Y ello no sólo porque debe expresar la doctrina de la fe y de la Iglesia misma de acuerdo con el destino de la teologí­a y la vocación del teólogo (que enseña en virtud de un mandatum [cf CIC cánn. 812; 818] en nombre de la Iglesia, aunque no de una manera formalmente auténtica, por lo que la doctrina teológica oscila entre la manifestación meramente privada de la opinión y la doctrina oficial de la Iglesia), sino además porque una “doctrina cientí­fica” expresa siempre a la vez también puntos de vista objetivos fundados en argumentos, y, en cierto aspecto, conocimientos vinculantes que el teólogo no tiene la libertad de cambiar. Por tanto, la “libertad de expresión de la opinión propia” de la ciencia de la fe rebasa el plano de los derechos personales a la libertad en varios aspectos. Sus contenidos escapan en gran medida al libre albedrí­o personal; sin embargo, su libre juego es tan importante para el desarrollo de la investigación cientí­fica y la formación del consenso como para el servicio de la teologí­a a la Iglesia entera. Sólo así­ puede ejercer la teologí­a su función, sin duda no independiente, pero si relativamente propia y autónoma en relación con el magisterio autorizado de la Iglesia. No raras veces el disenso teológicamente fundado es un paso importante en la profundización del conocimiento de la verdad en la teologí­a y en la Iglesia, y da un impulso a la evolución del magisterio.

Es problemático hasta qué punto la obligación de todos los fieles de prestar obediencia, graduada según el CIC (cánn. 750-754), afecta también a la teologí­a en su autorrealización interna. Por supuesto, los ví­nculos provenientes de la nota de su eclesialidad cientí­fico-teórica se mantienen y se los puede urgir. Además, la autoridad de la Iglesia puede también tomar disposiciones en cuestiones de la praxis cientí­fica que tienden a obtener la “obediencia religiosa”. Asimismo, de lo dicho antes sobre la normatividad de la palabra de Dios, por una parte, y de la naturaleza de la ciencia, por otra, se deduce la existencia de ciertos lí­mites internos.

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M. Seckler

IV. Teologí­a y ciencias
El conflicto entre el cristianismo y las ciencias ha gravado y emponzoñado constantemente la relación mutua entre ambas partes. Retrospectivamente es una de las caracterí­sticas permanentes y penosas de toda la Edad Moderna. Hoy se lo mira muchas veces como mera consecuencia de incomprensiones y otras deficiencias humanas y se lo tiene por algo absurdo, por carecer de fundamento objetivo, por liquidado o, al menos, por plenamente superable en principio. Con este fin se han desarrollado modelos de distinción y coordinación, que bien mediante la armonización positiva o suprimiendo la relación fundada en la separación de funciones, deberí­a eliminar el fundamento del conflicto. Sin embargo, la creciente crisis de la legitimidad de la ciencia, por una parte, y la vuelta de la religión, por otra, sobre todo de las mentalidades religiosas orientadas a lo irracional, han suscitado una conciencia generalizada de crisis, que socava la idea de la armonización apenas se ha afirmado. A la fe cristiana se le plantea la cuestión de cómo definirse y proceder en su relación con la ciencia y con las ciencias en este cambio de situación. Sise toma en serio la cuestión en el horizonte de la actual situación del problema, -se advierte muy pronto y de manera verdaderamente preocupante que está aquí­ en juego mucho más de lo que permite sospechar el modo de ver hasta ahora corriente. Las consideraciones que siguen pretenden exponer la problemática en sus dimensiones esenciales, aportando al mismo tiempo a la discusión puntos de referencia desde la comprensión que de sí­ misma tiene la fe cristiana.

1. UNA RELACIóN DE COORDINACIí“N POSITIVA ELEMENTAL. La cuestión de la relación entre fe cristiana y ciencia no es sólo la cuestión de una relación externa. Tampoco afecta únicamente a las relaciones externas de la teologí­a con las ciencias restantes. Se trata ante todo y básicamente de definir la relación interna. Para ello es decisiva la opción fundamental que adoptó el cristianismo in sratu nascendi y que hubo de tomar de la naturaleza de la fe cristiana. En la visión que de sí­ mismo tiene el cristianismo domina claramente el acento de la peculiaridad y autonomí­a del acto religioso o de la fe cristiana, y por tanto de su caracterí­stica delimitación respecto al saber y a la ciencia; pero al mismo tiempo es originaria= mente propia del cristianismo la afirmación fundamental de la razón y una actitud básicamente positiva respecto a las ciencias de la razón. Es verdad que esta opción no dejó de ser impugnada en la historia del cristianismo; pero, en general, fue una opción básica válida. Esta actitud no hay que considerarla primariamente como cuestión de mentalidad abierta al mundo; es más bien una consecuencia objetiva de la visión cristiana de la creación, así­ como de la estructura esencial de la realidad de la fe, que es ella misma referencia al logos y afirmación del logos. De ahí­ se sigue una relación de coordinación positiva elemental, que rebasa la mera indiferencia o no repugnancia. La comprensión y el desarrollo precisos de esta correlación es difí­cil y conduce a antinomias; pero al menos en la teologí­a católica reina, a pesar de la distinción de modelos teóricos, un acuerdo general en el aspecto básico. Por eso se consideró en principio los conflictos reales entre teologí­a y ciencia, ante todo según se presentaban en la Edad Moderna, como condicionados por deficiencias humanas. Sin embargo, hay además aspectos nuevos que agudizan y agravan la problemática.

2. COMBINACIONES HISTí“RICAS DEL PROBLEMA DE PRIMORDIAL IMPORTANCIA. Históricamente, la teologí­a se encontró por dos veces ante la tarea primordial de tomar decisiones fundamentales basándose en la opción exigida por la comprensión cristiana de la creación y de la fe. En ambos casos se trataba de desarrollar la actitud requerida frente a una idea o movimiento cientí­fico que penetraba en su horizonte. Se trataba de combinaciones de í­ndole histórica, pero que al mismo tiempo representan de forma objetiva los dos aspectos del problema con qúe se enfrenta la teologí­a por principio y constantemente en nuestra cuestión. En ambos casos la teologí­a católica se movió y se mueve en el sentido de una afirmación fundamental (aunque no incondicional y sin trabas) de la ciencia.

a) Relación interna con la ciencia. El primer caso tuvo lugar al penetrar en el horizonte del cristianismo la idea de ciencia desarrollada en la filosofí­a griega, ofreciéndose a la praxis misma teológica. Esto parece observarse ya en tiempo de los Padres, de manera general en la amplia afirmación del Logos griego también para la reflexión de la fe cristiana, desde los ! apologetas de la Iglesia primitiva, y especialmente en la formación de la teologí­a al estilo de una épistéme (p.ej., en Orí­genes). Después de la aceptación de Aristóteles en la Edad Media se produjo la transformación fundamental, justificada tanto desde la ciencia de la fe como de la teorí­a cientí­fica, de la misma teologí­a en ciencia o en su autoorganización cientí­fica al modo de una ciencia en el sentido del concepto aristotélico: Al mismo tiempo esta teologí­a, en cuanto ciencia entre las ciencias, fue recibida en la universidad, sede de las ciencias, sometiéndose con ello a la normativa de la organización institucional de la ciencia y a los rituales de la investigación y el saber académicos. Mediante su “cientifización” interna y su integración social e institucional en el mundo de las ciencias participó en adelante la teologí­a directamente, o sea, en virtud de una capacidad y su í­ndoe cientí­ficas propias, en el proceso cientí­fico.

La relación de la teologí­a con la ciencia se presenta aquí­ de una manera completamente distinta de lo que, por ejemplo, serí­a el caso en una teologí­a precientí­fica o conscientemente no cientí­fica. Una instancia externa a la ciencia sólo podrí­a mantener “relaciones exteriores” con la ciencia, mientras que la estructura relacional de las ciencias entre sí­ está sujeta mucho más fuertemente a las caracterí­sticas de las relaciones internas. A1 someterse la teologí­a a las exigencias de la ciencia y actuar ella misma como ciencia, no sólo participa de modo genuino de las propiedades de la conciencia cientí­fica y del destino, bueno o malo, de las ciencias, siso que se capacita también para tratar de igual a igual con las restantes ciencias.

Esto vige incluso cuando la teologí­a como ciencia de la fe adquiere una cierta posición particular en el mundo de las ciencias, que se deduce de su vinculación a la religión que la sustenta. A diferencia de las ciencias de la religión, que tienen sólo como objeto de la ciencia a las religiones en cuanto fenómeno histórico, la teologí­a cristiana está ligada a la autorreflexión y articulación de la fe cristiana, representando en este aspecto una realización vital funcional de la misma religión. Este aspecto es aquí­ importante, porque la relación de la religión misma a la ciencia adquiere con ello un carácter peculiar. Pues siendo la teologí­a cristiana al mismo tiempo una función vital del cristianismo y realización parcial de la ciencia, se sigue para ambas una relación de inmediatez, por lo menos desde la perspectiva del cristianismo, que ahora ya no se ve enfrentada (amistosa, hostil o indiferente) a la ciencia, sino que debe contar a ésta, por medio de la teologí­a en cuanto ciencia de la fe, entre sus funciones vitales propias y sus modos de realizarse, con todo lo que de tal apertura y servicio puede seguirse de tareas, oportunidades y riesgos, que caracterizan también a la historia moderna del cristianismo.

Resumiendo, hay que afirmar, pues, que la relación de la teologí­a con la ciencia, que debido a la cientifización de la teologí­a ha adquirido básicamente el carácter de una relación interior entre las ciencias, ahora se presenta a la vez como problema parcial de la relación entre religión y ciencia, de manera que ahora tampoco ésta tiene ya sólo el carácter de una relación exterior. Esta compleja estructura relaciona¡ explica tanto el propio interés vital del cristianismo moderno por la ciencia y las ciencias como el alto grado de dolorosas complicaciones de la Iglesia con la ciencia moderna.

b) Relación externa con la ciencia. El segundo caso en el que se le planteó al cristianismo y a la teologí­a, históricamente y a la vez en el plano de los principios, el problema de desarrollar una actitud justa frente a las ciencias, surgió con la emancipación de las ciencias, iniciada a principios de la Edad Media, y en particular con la evolución de las ciencias exactas y empí­ricas de la naturaleza, establecida por Descartes y Bacon. La historia de esta emancipación y evolución se caracterizó por graves y constantes conflictos, que envenenaron permanentemente la relación entre la Iglesia y la teologí­a eclesiástica con la ciencia secular.

La causa de ello fueron en parte sencillamente el.antagonismo de las fuerzas persistentes e innovadoras, en parte ideas no suficientemente claras respecto a las diversas clases y ámbitos de conocimiento y en parte las premisas filosóficas y las relaciones ideológicas de intereses que, consciente o inconscientemente, estaban en juego; pero, sobre todo las concepciones contrapuestas respecto al carácter vinculante de los respectivos contenidos de conocimiento en la rivalidad entre conocimiento de fe y de razón. Un serio obstáculo lo constituyeron por parte de la teologí­a las concepciones erróneas, robustecidas aún más por el principio protestante de la Escritura, sobre el modo y el alcance de la autoridad de ésta o de los elementos de los libros bí­blicos favorecidos por la visión del mundo, aparentemente respaldada por la inspiración de la Escritura, a causa de los cuales se incurrió en afirmaciones insostenibles. Para la teologí­a se siguió de ahí­ una verdadera historia calamitatum, con una serie interminable de fracasos y repliegues definitivos, sucesivamente en los ámbitos de la cosmologí­a, la geologí­a, la biologí­a evolutiva, la historia, la antropologí­a, la psicologí­a, etc. Con ello la teologí­a, condicionada por su doble carácter de ciencia de la fe, se vio no raramente cogida entre dos frentes o convertida en cabeza de turco, desgarrada por lealtades opuestas. Pero serí­a objetivamente erróneo echar la culpa de estos conflictos únicamente a una de las partes. Las cosas no siempre son tan claras como en el caso Galileo, que se ha convertido en un paradigma demasiado simplista.

El tratamiento simbólico del caso Galileo en la reciente historia de la Iglesia (rehabilitación de Galileo por Juan Pablo II el 10 de noviembre de 1979 antela Academia pontificia de ciencias, apoyándose en el Vaticano II) se puede entender perfectamente como un gesto de paz de primordial importancia; pero no es fácil liquidar las cargas de la historia. A pesar de una atmósfera de general reconciliación, todaví­a hoy no se pueden considerar en absoluto superados cierto distanciamiento y desconfianza. Pero es que, además, los conflictos precedentes . no se basaban en modo alguno sólo en incomprensiones y oportunismos, sino en el choque de alternativas totales, cuya compatibilidad o incompatibilidad objetivas sigue sin aclararse todaví­a hoy satisfactoriamente, como a menudo quieren hacer creer algunos intentos de mediación armonizadores.

3. ¿ALTERNATIVAS RADICALMENTE INCONCILIABLES? Una paz entre religión y teologí­a, por una parte, y la ciencia moderna, por otra, basada sólo en condiciones ambientales o que sólo mediante un intento artificial de distinguir ámbitos de disciplinas y separar funciones conduzca a la coexistencia de ambas partes sin mantener relaciones, y por tanto exenta de conflictos, no puede tenerse como auténtica mientras el problema capital no haya encontrado una solución teórica convincente. Esta estriba ante todo en la cuestión de cómo se pueden reconciliar la conciencia religiosa y la cientí­fica, si ambas representan objetivamente y en su misma raí­z totalidades antagónicas en las cuestiones del conocimiento de la realidad y en el dominio de la existencia. Distinciones como las que se establecen entre explicación de la naturaleza e interpretación de la existencia o entre saber como instrumento de dominio y sabidurí­a teónoma salví­fica no dan cuenta suficientemente de la radicalidad de las alternativas, aunque puedan atenuar ciertos problemas de menor cuantí­a. La distinción entre el plano de los medios y la dimensión de los fines tampoco resuelve nada cuando se trata de alternativas totales que se excluyen mutuamente.

Se pueden ilustrar estas relaciones en dos puntos. Uno se refiere al ateí­smo; el otro, a la cuestión de la competencia cognoscitiva.

a) El problema del ateí­smo. Es sabido que los cientí­ficos (de la naturaleza) han sido muchas veces hombres de creencias religiosas. Pero tanto la lógica interna de la ciencia moderna como los fines bajo los que se trabaja postulan que se marginalice la cuestión de Dios. El principio metodológico de que las explicaciones cientí­ficas deben por principio arreglárselas sin recurrir al “factor Dios”, y que por tanto en la formación cientí­fica de una teorí­a hay que prescindir a priori de Dios, se considera hoy irrebatible. Ni en la corrección de las órbitas de los planetas ni en los procesos evolutivos, por citar sólo dos ejemplos, es suficiente recurrir al factor “Dios” para colmar las lagunas del conocimiento. Este ateí­smo metodológico es cientí­ficamente tan concluyente. como filosóficamente fecundo. Prácticamente lleva a eliminar a Dios del empleo del lenguaje, del ámbito de los objetos y de las funciones de la ciencia, y por tanto del entorno vital del hombre actual marcado por él.

Mucho mayor es el influjo del fin bajo cuyas directrices trabaja la ciencia moderna, de acuerdo con las cuales se elimina el factor “Dios” también de la praxis de la existencia humana, intentando con todas sus fuerzas conseguir todas las metas razonablemente deseadas mediante técnicas operativas ateas. Las lagunas, fracasos y limitaciones provisionales le dejan a una teologí­a que ve aquí­ su oportunidad, por de pronto (y, en virtud de la situación de contingencia de nuestra existencia por principio insuprimible, seguramente quizá siempre) cierto campo de actividad; pero hay que observar que precisamente así­ se afirma y fortalece una alternativa radical entre teologí­a y ciencia, volviendo de esta manera al viejo motivo del tapagujeros. En consecuencia, ciencia por una parte y religión (o teologí­a) por otra, aparecen como actividades antagónicas, que discurren por principio en sentido opuesto, encaminadas al dominio de la contingencia. Una teologí­a (o religión) que en la praxis del dominio de la contingencia humana (H. Lübbe) quedara circunscrita a la esfera residual de las contingencias existencialmente amenazadas que escapan (¿de momento?) al control de las técnicas cientí­ficas, y que por tanto hay que dominar “religiosamente”, queriendo o sin querer, o sea, que hay que aceptar de la mano de Dios, en cierto modo limitarí­a su competencia a las “enfermedades incurables”, y por lo mismo a los lados sombrí­os de la existencia que se resisten a la ciencia.

b) La cuestión de la competencia cognoscitiva. Este mismo peligro de una diastasis radical y de pérdida funesta de sustancia puede ilustrarse en el aspecto de la competencia cognoscitiva. Un punto de vista predominante en la crí­tica y en la teorí­a moderna de la religión afirma que ésta, al menos de hecho, representa una forma precientí­fica de—cónseguir conocimientos y de explicar y representar la existencia (en el medio de la fantasí­a, el mito y la “revelación’ hasta que es reemplazada por la ciencia y desplazada sucesivamente de todos los ámbitos del conocimiento verificable. Así­ pues, las ciencias, que al presente relevan a la religión y a su teologí­a en este aspecto superándolas en eficiencia, seguridad, verificabilidad y capacidad de progreso, privan a la teologí­a de competencia cognoscitiva propia. Análogamente, pues, a las combinaciones ya mencionadas de la praxis de dominio de la contingencia también aquí­ la teologí­a se ve remitida a funciones residuales provisionales de prestación de “conocimientos” quizá humanamente beneficiosos, pero cientí­ficamente dudosos.

Esta restricción a formas de conocimiento alternativas de la ciencia y a ámbitos cognoscitivos cientí­ficamente resistentes puede presentarse perfectamente también en un contexto religioso favorable: Entender el conocimiento religioso como alternativa complementaria del conocimiento cientí­fico parece que deja espacio a una coexistencia pací­fica y quizá incluso complementariamente constructiva de los medios y formas del conocimiento. Por eso, si en las modernas teorí­as de la religión se entienden a menudo positivamente la exclusión de la religión de los ámbitos de la competencia del conocimiento cientí­fico y, su inclusión en el lenguaje primario de los mitos, de los sí­mbolos y de la poesí­a, con ello parece que se crea un cierto espacio para las “verdades” religiosas y se hace posible una sólida paz entre los portadores de las funciones. Pero hay que advertir que con ello la relación entre teologí­a y ciencia retrocede literalmente a un status precristiano. Las verdades religiosas y las interpretaciones teológicas de la existencia que, en posesión de una normativa cognoscitiva propia, irrevocable por principio, abdican del logos de la razón y de su responsabilidad respecto- a la verdad, están ordenadas, en definitiva, a renunciar a la valoración real de la verdad. La dirección hacia la que esto inevitablemente conduce puede formularse con los términos de l fundamentalismo, mí­stica de la l New Age o indiferencia a la verdad de los llamados caminos salví­ficos religiosos.

c) La pretensión de verdad de la fe cristiana. Por eso, desde la perspectiva de la teologí­a fundamental, en atención al estatuto de verdad de la palabra de Dios o a la pretensión de verdad de la fe cristiana, pero también a causa de la unidad de la verdad, hay que oponerse resueltamente a la reducción de religión y teologí­a a ámbitos que, en el mejor de los casos, sólo pueden ser objeto de una ciencia que los valora, sin que por su parte puedan ya representar a la verdad a la que se consagran con una competencia cognoscitiva cientí­fica y cientí­ficamente relevante. Las opciones del cristianismo primitivo y la historia de la teologí­a son claras a este respecto. Si es seguro que la religión puede sacar su mensaje de otros recursos que la ciencia, y que la verdad del evangelio no es igual que la ciencia y la sabidurí­a de este mundo, serí­a fatal que pasara de largo ante el logos de la razón y el discurso de la verdad de las ciencias y buscara su identidad renunciando a una competencia actualizable en relación al Logos (cf Rom 12,1).

Concretamente quiere esto decir que la teologí­a, además de su radicación primaria en el proceso pre y extracientí­fico de la verdad, luego, sin embargo, en sus ulteriores realizaciones propias debe participar resueltamente de forma genuina y como igual en el proceso cientí­fico del conocimiento y en el discurso de la verdad de las ciencias de la razón: esto no sólo en el sentido de intervenir de forma lo más experta y competente posible como instancia externa en lo que hacen los otros, sino como obligación propia de la teologí­a en virtud de una competencia congnoscitiva cientí­fica propia e intersubjetivamente relevante en una perspectiva cientí­fica, también precisamente en la elaboración y propuesta de lo que hay que decir sobre la fe, en ella y en sus consecuencias. Sólo así­ puede conferir a los mensajes de la fe cristiana presencia y relevancia en la conciencia cientí­fica. Introduciendo en la medida de sus fuerzas lo.que 1e es propio en el discurso de la verdad de las ciencias de la razón y procurándole. allí­ de esta manera aceptación y .comprensión, responde a la vez a aquella máxima de la conciencia moderna según la cual sólo puede pretender una atención invariable lo que ha podido resistir una prueba abierta y pública.
d) Cooperación y disensión. Para la relación práctica entre la teologí­a y las ciencias son de gran importancia la apertura, la solidaridad participativa, el diálogo y la interdisciplinariedad. Una teologí­a aislada y en este sentido “pura” incurre en un aislamiento cognoscitivo y se vuelve vací­a de realidad, alejada del mundo, pobre comunicativamente y sectaria. De ahí­ que debe buscar un intercambio intensivo y extensivo no sólo respecto a lo que puede darles a las ciencias, sino también en interés de su propia prosperidad. Ello está en consonancia. con el estatuto de verdad del mensaje cristiano, de la misión mundial de la fe cristiana, del entrelazamiento de los ámbitos objetivos y con las condiciones y tareas de la mediación interpretativa. El diálogo, el trabajo interdisciplinar y el intercambio se extienden a las tres esferas de la transmisión recí­proca de métodos y contenidos de la investigación a la discusión de los intereses vigentes y a supuestos profesionales, así­ como a -la percepción de la-responsabilidad común respecto a la ciencia y sus consecuencias. Ante todo hay que tratar los aspectos éticos del “progreso” cientí­fico-tecnológico, que altera el entorno de manera alarmante y es una amenaza para la existencia. Las crisis de finalidad y de rumbo de la civilización técnico-económica no se pueden eliminar sin reconsiderar los datos de orientación metafí­sica, antropológica y escatológica. Es verdad que la teologí­a dispone aquí­ de principios valiosos, pero no de recetas hechas. La aportación que -también desde la crí­tica cientí­fica- ha de hacer en interés de lo humano ha de venir en el fondo de sus propios recursos; pero sólo puede surgir mediante un esfuerzo solidario. En todo caso, la cooperación, la interdisciplinariedad, el diálogo y la solidaridad participativa son indispensables desde ahí­. Aquí­ entran también los conflictos; y no sólo los que se dan entre ciencia y no ciencia, sino además en el marco de una competencia cognoscitiva últimamente indivisible. En este marco también, la alternativa total de la que se ha hablado antes es un tema de controversia inevitable, pero a la vez conveniente.

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M. Seckler

V. Teologí­a y filosofí­a
“La idea de la filosofí­a es la mediación, la del cristianismo es la paradoja”. Esta expresión lapidaria de Heidegger puede hacernos comprender la dificultad que se esconde detrás de la relación teologí­a-filosofí­a.

El mismo Pablo era muy consciente de esta paradoja cuando, escribiendo a los cristianos de Corinto, el centro de la cultura griega de la época, decí­a que “Dios eligió lo que el mundo tiene por necio para humillar a los sabios … porque los griegos buscan la sabidurí­a, pero nosotros anunciamos a Cristo crucificado.., locura para los paganos” (1 Cor 1,27.22-23).

En nuestra época, quizá nadie mejor que Nietzsche ha vislumbrado lo que suponí­a para la filosofí­a la presencia de la paradoja cristiana. En Más allá del bien y del mal, III, se lee: “Los hombres de los tiempos modernos, cuya inteligencia es tan obtusa que no comprenden ya el sentido del lenguaje cristiano, ni siquiera perciben lo espantoso que resultaba para un espí­ritu antiguo aquella expresión paradójica: Dios crucificado. En ninguna conversión hubo jamás nada tan audaz y tan terrible, nada que pusiera del mismo modo todas las cosas en discusión, nada que plantease tantos problemas. Aquella expresión anunciaba una inversión de todos los valores antiguos”.

La primera dificultad que se en cuentra desde la perspectiva teológica al tener que establecer esta relación se debe al hecho de que el teólogo no puede definir la filosofí­a. Efectivamente, la teologí­a está siempre en la situación detener que recibir del filósofo la determinación de lo que es la filosofí­a. Pero en este nivel también la respuesta de qué es la filosofí­a determina una reflexión filosófica particular, por la que ya en la respuesta que se le ofrece el teólogo se encuentra con una de las filosofí­as.

Si hay que hablar de relación, es necesario que el teólogo se detenga en una definición de filosofí­a que recoja las notas más universales de la misma, dejando luego los detalles de su identificación a las determinaciones históricas y culturales, propias de toda escuela.

En este nivel de acepción “universal”, cabe pensar en la filosofí­a como en la ciencia que se constituye filosofando. La filosofí­a es hacer filosofí­a, se dirá sic el simpliciter; por tanto, pertenece a la esencia de la filosofí­a saber que la respuesta a una autodefinición de sí­ misma es lo que la constituye como ciencia. La crí­tica sobre el propio presupuesto y fundamento es lo que hace que la simple reflexión se haga filosofí­a. Por tanto, hacer filosofí­a es pensar filosóficamente, es decir, indagar en la realidad para buscar la verdad primera.

En el momento en que el pensamiento busca la verdad, comienza a diferenciar lo .esencial de lo superfluo, lo auténtico de lo no auténtico, abriéndose así­ a toda respuesta posible. Por eso el pensar filosófico está caracterizado por la apertura dinámica, que de suyo niega toda conclusión que pretenda ser definitiva.

Junto con la apertura a una forma de conocimiento cada vez más amplio, la filosofí­a se caracteriza por la universalidad sobre su objeto de investigación. El hombre y su existencia constituyen el objeto peculiar del buscar filosófico, ya que en una unidad total se capta la identidad entre sujeto pensante y objeto pensado. En cuanto homo religiosus, también la experiencia de lo sagrado y la tensión hacia lo absoluto pertenecen a la esfera de la investigación filosófica. Así­ pues, hay dos datos que pueden caracterizar a la filosofí­a como ciencia en su relación con la teologí­a: el constituirse como un -saber que tiende .a los principios universales del pensar, y por tanto un saber qué trasciende el momento particular, y al mismo tiempo un saber histórico, y por tanto un pensamiento sujeto a las determinaciones culturales de las diversas épocas.

1. ELEMENTOS QUE SURGEN DE UNA HISTORIA DE LA RELACIí“N. La historia de la relación entre teologí­a y .filosofí­a, que muchas veces se ha identificado apresuradamente con la relación del binomio fe-razón, puede ser magistra vitae para el presente histórico, o al menos para evitar aquellas formas de extrinsecismo y de absolutización que tantas veces han sacrificado una ciencia en aras de la otra.

A comienzo de su autocomprensión, el cristianismo no fue una filosofí­a: La dimensión de un -saber crí­tico fue extraña a los primeros creyentes. El tema fundamental del anuncio para la metanoia era lo que marcaba el descubrimiento de una nueva comprensión de la -vida., El convertido, sobre todo si era rheor, jurista o filósofo, veí­a en el cristianismo aquel sentido de vida que en vano habí­a buscado en la filosofí­a. Un texto de Basilio lo demuestra con claridad: “He perdido mucho tiempo en el servicio a la vanidad y he perdido toda mi juventud en trabajos inútiles; la consagré a la adquisición de doctrinas y de una sabidurí­a que Dios habí­a tachado de locura (lCor 1,20). De pronto, un dí­a, como si saliera de un profundo sueño, levantando los ojos a la maravillosa luz de la verdad del evangelio, descubrí­ la inutilidad de la sabidurí­a de los prí­ncipes de este mundo que están destinados a la nada (lCor 2,6), repasé amargamente mi pobre vida y pedí­ que se me concediera una guí­a que me orientase hacia los principios de la piedad” (Epist. 223,2).

A la prioridad del interés por la conversión de la vida hay que añadir que, en aquella época, los cristianos eran extraños a las escuelas filosóficas; esto puede hacer comprender posteriormente la acusación que se les dirigí­a de ser gente sin logos ni nomos, grosera, privada de cultura y de toda posibilidad de reflexión, capaces sólo de hacer prosélitos entre los más ignorantes y en los niveles más bajos de la sociedad (cf Celso en Alethes Logos).

Así­ pues, la Iglesia de los primeros siglos no tuvo un interés directo por una relación entre los dos “saberes”. Lo que se consideraba como decisivo era la conducta de vida; por tanto, el vivir moral marcaba los confines entre el mundo pagano y el cristiano.

De todas formas, entre los dos es igualmente posible ver realizado un doble plano de relaciones que puede describirse o como un claro rechazo del saber filosófico ante el descubrimiento de la sabidurí­a divina (Taciano, Tertuliano) o como una gran apertura a un diálogo crí­tico-constructivo (Justino, Minucio Félix). No se puede negar, sin embargo, que las relaciones de la teologí­a con la filosofí­a fueron de tipo instrumental, para hacer comprensible a los paganas el contenido del kerigma, o bien para reforzar la fe de los creyentes. Precursor de Anselmo, Orí­genes afirma que “hay que reforzar la fe con el razonamiento…, a partir de las nociones comunes elaboradas por la filosofí­a griega” (De Principibus I, 7,1; IV, 1,1).

Agustí­n merece mención especial; en él llegan casi a confluir las corrientes orientales y occidentales, hasta el punto de que su obra constituye la primera propedéutica a la sí­ntesis medieval. En los Soliloquia es posible vislumbrar el centro de la problemática agustiniana sobre este punto. Cuando la razón pregunta: “¿Qué quieres conocer?”, Agustí­n responde: “Cupio Deum et animam scire”. “¿Nada más?” “¡Nada más!”
Creo que puede encontrarse aquí­ el núcleo de la relación entre la fe y la razón en Agustí­n. Efectivamente, casi llega a ponerse entre paréntesis la fe para que su objeto pueda ser asimilado “humanamente” de forma responsable. En torno al problema del hombre, o mejor dicho del conocimiento de sí­, ve Agustí­n realizado el problema de las relaciones entre el saber humano y el del creyente. En efecto, plantear el problema del hombre equivale a plantear el problema de Dios porque es imposible captar al hombre en su realidad más profunda y ontológica, si no se le relaciona con Dios.

La filosofí­a’ de Agustí­n se convierte en un diálogo constante entre la criatura y el Creador, que se desarrolla a la sombra del amor: “inteIlectus valde amat”. La búsqueda de la verdad y la tensión hacia ella no son para Agustí­n una mera búsqueda intelectual, como podrí­a pensarse en las categorí­as modernas. La verdad es para él la vida misma de la mente humana; es la interioridad del sujeto humano que la encuentra yendo cada vez más hacia lo hondo de sí­, a su intimidad: “Noli foras ¡re, in te ipsum red¡, in interiore homine habitat veritas et, si naturam tuam mutabilem inveneris, transcende te ipsum”.

Por tanto, filosofar no consiste más que en profundizar, estimular y buscar aquella verdad que llevará luego a la verdad entera; por consiguiente, ésta se presenta como “dada” y ha de ser acogida por el entendimiento como don: “la razón no crea la verdad, sino que la descubre; la verdad existe en sí­ misma antes de ser descubierta- una vez descubierta, nos renueva” (De vera rel. XXXIX).

Así­ pues, puede hablarse de equilibrio entre fe y razón, porque tanto la verdad revelada como la racional convergen la una hacia la otra; además, y sobre todo, porque están presentes en el acto concreto del pensar del creyente. El creyente es hombre, sujeto pensante, parte constitutiva del orden natural, que busca en qué medida la verdad racional es fundamento de la verdad de fe. Hay una autonomí­a entre los dos campos; pero hay problemas (pensemos en el problema del mal o en el de la historia) cuya solución está sólo en el saber creyente. En resumen, la filosofí­a indica el fin del hombre a través de la verdad natural; el punto de partida, por consiguiente, es al autoconciencia del alma; pero la revelación dalos medios para poder alcanzarlo.
La palabra clave de esta sí­ntesis agustiniana parece ser la de la verdad que está en Dios, pero que se ha encarnado en el Logos-Cristo. El alma humana tiene hambre y sed de esta verdad, pero es una verdad más como “sabidurí­a” que como especulación intelectual; es el misterio del hombre en el misterio de Dios. Por tanto, en Agustí­n la fe y la razón son dos valores distintos, pero presentes y realizados en la historicidad del sujeto creyente.
El equilibrio difí­cilmente alcanzado por la Edad Media, particularmente en las felices intuiciones de Anselmo y de Tomás, que comprendieron la una dentro de la otra, se vio comprometido por la aparición de una lectura parcial y prospectiva de la ratio filosófica, que poco a poco, con la ilustración, se fue convirtiendo en el único criterio del saber y la única fuente de certeza, relegando la fe a un no-conocimiento o a un saber alternativo al saber filosófico.

Las formas diferentes de “recuperación” de las relaciones, especialmente en el intento de la neoescolástica, se dirigieron a la búsqueda de una mediación que permitiese a la filosofí­a y a la teologí­a poder relacionarse mutuamente. La mediación que se encontró fue la de la t filosofí­a cristiana, que se vio autorizada a moverse en los dos campos: el filosófico, por ser plenamente filosofí­a, puesto que se realizaba a través de los principios de la especulación, y el teológico, ya que se la concebí­a a la luz de los principios de la revelación.
En este contexto se comprende por qué la encí­clica Aeterni Patris, de León XIII, afirmaba que “requiritur philosophiae usus ut sacra theologia naturam, habitum ingeniumque verae scientiae suscipiat atque induat” (DS 3137).

No puede negarse, sin embargo, que semejante perspectiva, si buscaba positivamente recuperar un diálogo que se habí­a perdido, se planteaba con una metodologí­a extrí­nseca al dato teológico y no le ofrecí­a su valor real. En efecto, la teologí­a, si quiere conseguir un estatuto epistemológico, tiene que ser capaz de autojustificarse y ha de encontrar primariamente y proponer dentro del creer mismo aquellos principios que hacen de la fe una forma del saber humano.

La problemática moderna sigue estando todaví­a en algunos aspectos bajo el residuo de una comprensión totalizante de los dos saberes. En efecto, la filosofí­a pretende poseer el saber global porque está en disposición de expresar y de explicar la realidad de forma definitiva, y es por tanto la única capaz de dar sentido. La teologí­a, por su parte, reivindica esta misma pretensión en virtud de un conocer que le viene de la revelación.

Cuando dos saberes se sitúan en esta longitud de, onda, el resultado es necesariamente un choque, que tiende a excluir al otro o a integrarlo dentro de sí­. El pensamiento de Spinoza y Hegel puede recordar una fagocitosis de la teologí­a por obra de la filosofí­a; el de Lamennais y el del tradicionalismo de finales del siglo xlx serí­a todo-lo contrario.

La perspectiva de Heidegger ha influido no poco en la relación entre las dos ciencias hasta hoy. Es conocida su crí­tica: la filosofí­a y la teologí­a son irreconciliables entre sí­ por su respectivo enfoque. La filosofí­a se caracteriza por el “preguntar”, ya que debe su ser a la existencia, lugar original en donde surge la pregunta y en donde se desarrolla la reflexión sobre el sentido; se caracteriza constantemente por la apertura, y consiguientemente por la admiración que hace surgir el interés por el existente en lugar de la nada. La teologí­a, por el contrario, se sitúa como un Aufhebung de la existencia, que acoge el positum del acontecimiento de la muerte del inocente en virtud de la fe; por tanto, la teologí­a no nace de la pregunta, sino del “creer”, y esto no puede convertirse nunca en un preguntarse, so pena de autodestruirse. El que se mantiene en el terreno de una fe semejante (en el contexto se habla de la fe bí­blica), puede ciertamente seguir de algún modo nuestro preguntar y también participar de él, pero no puede auténticamente interrogar sin dejar de ser creyente…; sólo puede comportarse ‘como si’…; todo lo que requiere propiamente nuestra pregunta es una locura para la fe. En esa locura es en lo que consiste la filosofí­a…, pero para una fe genuinamente cristiana la filosofí­a es una locura” (Introducción a la metafí­sica, Ed. Nova, Buenos Aires 1969; 15ss). .

2. A MANERA DE PROPUESTA. Señalaremos dentro del plan de este artí­culo las relaciones entre la teologí­a y la filosofí­a a la luz del principio oportet philosophari in theologia. Con esta expresión se desea recordar ante todo un doble dato:
a) Oportet philosophari es una necesidad para la teologí­a, ya que mediante el dato de la especulación sus conceptos y su lenguaje adquieren un valor universal con vistas a la inteligibilidad y la comunicación.

b) Decir “oportet philosophari in theologia” significa admitir que el procedimiento crí­tico-reflejo no tiene lugar antes. o después del saber teológico, sino en el momento mismo en que se le está poniendo en acto, ya que es precisamente un saber de la fe.

El “oportet philosophari in theologia” es posible si se tienen en cuenta ante todo las siguientes premisas:
1) La revelación se presenta al sujeto creyente como: una realidad completa y radicalmente nueva, que sale al encuentro como portadora de sentido último: y definitivo para la existencia, que no lo encuentra en sí­ misma (l Sentido de la revelación). El núcleo esencial de esta revelación se condensa en el acontecimiento Jesús de Narazet, que en un lenguaje humano expresa la verdad de Dios y sobre Dios.

2) La comprensión del acontecimiento no se hace con elementos extrí­nsecos a la revelación, sino que proviene del revelador mismo. Su vida, su conducta y sus palabras manifiestan la realidad divina, que es él mismo. Esta expresión suya es normativa para la comprensión del acontecimiento mismo en cuanto que se hace comprender como “referencia” a un misterio ulterior, el trinitario y como un “confiarse” a él.

3) Por tanto, conocer a Jesús de Nazaret equivale a entrar en contacto con la conciencia personal de una “referencia” al misterio trinitario; pero al mismo tiempo indica también que la forma más elevada de conocimiento es la de “confiarse”, para la comprensión de sí­ mismo, a una explicación que se acoge ya como misterio.

4) El teologar no es un reflexionar exclusivo sobre el positum de la revelación es más bien tener una inteligencia de la plenitud del misterio de la encarnación, que encuentra sus principios gnoseológicos dentro del propio acontecimiento. El creyente se inserta, por tanto, en un movimiento de existencia más completo, que le permite tener también el conocimiento del misterio de Dios; pero a partir del mismo misterio.

Hay un texto del evangelio de Juan que puede aclarar muy bien esta tesis: ¿Por qué no entendéis mi lenguaje? Porque no queréis aceptar mi doctrina. Vosotros sois hijos del diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre… Pero a mí­ no me creéis porque digo la verdad… El que es de Dios acepta las palabras de Dios. Vosotros no las aceptáis porque no sois de Dios” (Jn 8,43-47).

Esta perí­copa marca un punto central de la predicación de Jesús sobre la identidad de su ser revelador. No pueden reconocerlo los hijos de Abrahán ni los del demonio, sino sólo los que han nacido de Dios. Más directamente, en este pasaje recoge Jesús la polémica con sus interlocutores, proponiendo de nuevo lo que ya habí­a dicho: “El que no es de Dios” no puede conocerle a él ni su revelación (cf Jn 3;5.31; 8,23). “Ser de Dios” equivale a tener la filiación divina y al mismo tiempo “estar en la verdad” (Jn 18,37). Por tanto, el que pretende poseer una autocomprensión de sí­ mismo o confí­a sólo en su propia verdad no puede conocer a Dios ni oí­r su voz. Pero “ser de Dios” equivale también a estar en él, no en sí­ mismo. Al creer, cada uno se sitúa en un horizonte de comprensión que no es ya el suyo, prospectiva y fragmentario, sino el de Dios. El acto con el que reconoce su propia inserción en Dios supone, pues, la asunción de la perspectiva del Otro, y por tanto de su validez y universalidad, que precede y autentifica la suya propia.

5) El acto de fe es un acto que sigue plenamente la actividad cognoscitiva del sujeto. Por consiguiente, creer es ya conocer (/Teologí­a: epistemologí­a), y no sólo un contenido de fe, sino fundamentalmente la propia realidad personal como la de un sujeto puesto ante la opción libre del confiarse o no confiarse al Otro como propuesta de sentido y significado para la vida.

Una posible ví­a de solución para una relación correcta entre teologí­a y filosofí­a podrí­a ser la que ve precisamente el “oportet philosophari in theologia” como una forma que garantiza tanto la presencia del elemento reflejo en teologí­a como la autonomí­a real que las dos ciencias deben tener en virtud del propio contenido y método de investigación. Hay una forma de circularidad de relaciones que parte de la teologí­a, recupera necesariamente la filosofí­a y vuelve nuevamente a la teologí­a.

Más directamente, la fundamentación de la teologí­a en la palabra de Dios, como norma normans et non normata, revela la conciencia de un pueblo que descubre, y por eso escoge, en aquella palabra la presencia de un sentido último y definitivo que se le dirige. Así­ pues, la teologí­a “remite” el propio saber a una palabra recibida, que tiene en sí­ tanto la inteligibilidad como los principios que permiten su comprensión.

Este sentido de la l revelación y su evidencia objetiva es lo que constituye el fundamento de la misma teologí­a. Pero el acontecimiento revelado se da en el misterio de la encarnación, es decir, en un acontecimiento histórico que le permite a la naturaleza humana poder expresar el misterio trinitario de Dios. El Dios que se expresa por la naturaleza humana es el Dios que se hace comprender siempre dentro de esta estructura, aun cuando la globalidad de su misterio sólo podrá darse en el acontecimiento escatológico y en la contemplación final.

Así­ pues, en Jesús de Nazaret Dios se hace pronunciable incluso por parte de los hombres, que de este modo, y sólo de este modo, pueden tener un acceso adecuado al misterio de Dios.

La resurrección constituye para el cristiano la novedad definitiva puesta en el mundo y en la historia como principio de salvación y de vida nueva. Pues bien, la teologí­a sabe de la resurrección, ya que en la acogida de este acontecimiento es como puede comenzar a reflexionar; pero de este acontecimiento sólo conoce la realidad, el hecho de que Jesús de Nazaret muerto y sepultado volvió después de tres dí­as a vivir en la plenitud de su existencia. La fe de los testigos oculares consiente, sin embargo, a la teologí­a “verificar” la exactitud de sus afirmaciones, y sobre todo saber que hay una plena identidad entre el crucificado y el resucitado.

A partir de este acontecimiento, la teologí­a tiene que asumir la dimensión crí­tica para elaborar conceptos y lenguajes correspondientes, a fin de que el fundamento y contenido de la fe puedan expresarse y ser acogidos universalmente. En el momento en que investiga crí­ticamente, reconoce las categorí­as de pensamiento que pueden ayudarle a comprender el misterio creyente. Pues bien, a pesar de este momento, el pensar teológico de la reflexión crí­tica tiene que volver al saber más amplio de la fe para tener una lectura cada vez más global del mismo acontecimiento.

Esto mismo ocurre cuando la teologí­a intenta expresar el nombre de Dios. El punto de partida seguirá siendo la Escritura, que obliga a no hacerse ninguna imagen de Dios (-Ex 20,4); pues bien, precisamente a partir de este mandamiento la misma Escritura dice de Dios que es “pastor”, “padre”, “esposo”, `roca”… Ninguno de estos nombres expresa a Dios, pero cada uno de ellos y todos juntos pueden decir quién es, porque analógicamente la mente humana expresa así­ lo que ya capta en la fe.

Pero la misma dimensión crí­tica hará decir al teólogo que Dios no es “pastor”, “padre”, “esposo”, “roca”, etcétera, ya que su nombre será siempre el que él se ha dado: Yhwh (Ex 3,14).

La reflexión filosófica expresa así­, universalizando, el contenido de la fe; pero éste remite a un saber teológico que concluye en el rationabiliter comprehendit incomprehensibile esse.

Si las relaciones teologí­a-filosofí­a se ven en esta circularidad, se puede pensar más fácilmente en la no instrumentalización de las dos y en su respectiva autonomí­a.

La teologí­a se autofundamenta en la palabra de Dios, y por este motivo puede determinar su fundamento epistemológico a partir de la revelación. La filosofí­a conserva su identidad de cuestionar lo real que se le da v de universalizarlo a través de sus métodos y de sus propias mediaciones.

Ambas recorren senderos diferentes, pero confluyen en la necesidad de dar significado a los contenidos respectivos.

La filosofí­a, acercándose a la teologí­a, podrá recibir de ella la novedad radical del ser, ya que procede del ser mismo; la teologí­a, acercándose a la filosofí­a, encontrará la manera de hacer universal, conceptualmente, el contenido de la revelación.

La separación entre las dos ciencias no podrá menos de desembocar en una mutua pérdida del sentido de la realidad. Sólo será posible un encuentro renovado, dentro del equilibrio de las diversas autbnorí­í­í­as, si la teologí­a y la filosofí­a permanecen cada una abierta a 1a otra y si mutuamente son conscientes de los lí­mites impuestos a las dos en cuanto que son reflexión humana. Si la filosofí­a sabe que su constante referencia a la realidad es la del asombro, que le permite formular continuamente nuevas cuestiones, la teologí­a por su parte sabe que su captación de la revelación está siempre determinada por la certidumbre de un futuro que llevará consigo, en la fe común, el acontecimiento pleno de la revelación y su manifestación completa (Jn 16,13; Rom 8,19).

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R. Fisichella

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

A) Naturaleza de la teologí­a. B) Epistemologí­a teológica. C) Historia de la teologí­a.

A) NATURALEZA DE LA TEOLOGíA

I. Notas previas
Aquí­ sólo podemos insinuar, pero no desarrollar, ciertas cuestiones relativas a la teorí­a del conocimiento que son importantes para la comprensión de la esencia de la teologí­a.

El saber del hombre sobre sí­ mismo formulado en enunciados explí­citos (en forma precientí­fica o cientí­fica) no representa la totalidad de su propia comprensión, sino que desarrolla una inteligencia de sí­ mismo dada en la realización inmediata, originaria e histórica de la existencia; del mismo modo que un hombre no sólo actúa lógicamente o se sabe libremente responsable allí­ donde en forma cientí­fica o precientí­fica cultiva explí­citamente la lógica fundamental o la ética. Según esto, tal reflexión explí­cita no es una tarea ociosa de tipo meramente accesorio, sino que representa un momento en esta realización originaria de la existencia misma y en su historia, puesto que el hombre (que habla, que existe entre los hombres) siempre y necesariamente reflexiona sobre sí­ mismo, aunque en forma históricamente cambiante, arroja retrospectivamente ese saber reflejo sobre su comprensión originaria de la existencia y así­ la determina en parte. La autocomprensión originaria misma tiene además distintos momentos constitutivos (de tipo trascendental e histórico).

La verdad existe siempre sólo en la intersubjetividad. Para esclarecer lo que significa la palabra “verdad” no basta con reflexionar sobre una frase aislada que se considera exacta porque corresponde al objeto. La intelección de tal frase sólo es posible dentro de un horizonte no temático – pero realmente dado – de inteligencia, el cual está representado por el lenguaje (con todo lo implicado en él). Pero este lenguaje es esencialmente un acontecer de la intersubjetividad. Por ello la cuestión de la verdad siempre se mueve en el espacio de la intersubjetividad, es una pregunta por esta intersubjetividad misma y vive de ella y de sus constitutivos y presupuestos, que la reflexión jamás puede alcanzar adecuadamente.

La razón teórica y la práctica guardan permanentemente una relación de unidad y diferencia; y a la vez esta relación tiene su historia, que la razón teórica nunca puede dirigir y someter a reflexión adecuadamente. En esta unidad y diferencia la razón teórica y la práctica forman juntas el saber uno del hombre. Por “razón teórica” se entiende aquí­ en primera lí­nea la que comprende (“metafí­sicamente”) las necesidades trascendentales e intenta (“cientí­ficamente”) sistematizar las concretas experiencias empí­ricas y representarlas claramente en interdependencias funcionales fijas. Pero esa razón, medida según la técnica de la ciencia actual, puede darse perfectamente en un estadio precientí­fico de su historia. Por razón práctica se entiende aquel conocimiento que en último término es inmanente a la decisión libre, aunque no arbitrarias en la queel hombre siempre se ha realizado ya de esta o aquella manera. Tal conocimiento sólo puede lograrse en esta decisión misma. La ciencia refleja no puede ignorar que está referida a este todo compuesto de razón teórica y práctica, que reflexiona sobre ese todo y nunca lo alcanza adecuadamente, ya por el simple hecho de que la realización de esa reflexión misma no puede a su vez someterse a reflexión.

El concepto de ciencia (en el sentido más amplio, incluidas la filosofí­a y la t.) tiene en sí­ mismo una historia; y la representación, históricamente condicionada y variable, de lo que es una ciencia y de lo que ella puede y debe hacer, determina en parte la fisonomí­a de esta ciencia. En la unidad de la conciencia humana cada ciencia depende (reflejamente o no) de todas las demás, de manera que la t., p. ej., está determinada en parte por la historia de todas las ciencias y de su propia comprensión histórica.

II. La esencia de la teologí­a
1. La t. es ciencia de la -> fe, o sea, es el esclarecimiento y el desarrollo metódicos por la reflexión de la -> revelación aceptada y aprehendida en la fe. Esta reflexión metódica sobre la revelación de Dios dada en la fe es posible y necesaria, porque la revelación “oficial” de la palabra de Dios lleva ya en sí­ como momento interno un saber vertido en conceptos y enunciados, el cual, como tal momento de la fe y de una proclamación responsable a otros, impulsa a un desarrollo y reflexión ulteriores y a una confrontación con otros conocimientos, de modo que por sí­ misma hace posible la reflexión. Si por “ciencia” se entiende una tal reflexión dirigida metódicamente (de manera correspondiente al objeto respectivo), entonces es absurdo denegar a la t. el carácter de “ciencia”. Pues a), aparte de lo dicho, no hay ningún concepto obligatorio de “ciencia” que en la historia haya sido siempre el mismo. La reducción del concepto a hechos verificables experimentalmente (a la manera de las ciencias naturales, matemática y cuantitativamente, con neutralidad valorativa) es arbitraria, es asunto de fijación meramente terminológica y denegarí­a a la t. una pretensión de “cientificidad” que ella misma jamás ha alcanzado. b) La t. tiene un ámbito objetivo de tipo propio, que puede distinguirse de todos los demás: el acto y el “contenido” de la fe cristiana (y eclesiástica). Este objeto es por lo menos una realidad psicológica e histórica, la cual, aunque fuera rechazada como ideologí­a y error, podrí­a ser investigada mediante una reflexión metódica, aun cuando bajo este presupuesto la t. cristiana no serí­a otra cosa que una parte de la ciencia comparada de las religiones (como reflexión metódica sobre el “fenómeno” cultural de la religión). c) El hecho de que la t. cristiana reflexione creyendo sobre el acto y el contenido de la fe no la despoja de su carácter cientí­fico. Pues un compromiso absoluto puede totalmente coexistir con una reflexión crí­tica, en forma tal que de antemano no se excluya nada del examen crí­tico. Ahora bien, la razón crí­tica puede reconocer por sí­ misma que ella ciertamente investiga los presupuestos precrí­ticos de la existencia, pero sin alcanzarlos jamás adecuadamente, y que, en concreto, no hay ninguna razón teórica que exista fuera de una decisión de la razón práctica, decisión que nunca puede someterse por completo a reflexión.

La t. es ciencia de la fe y, más exactamente, ciencia de la fe cristiana. a) Puesto que hay distintas comprensiones de la fe cristiana (no sólo en la ciencia reflexiva de la t. en cuanto tal ciencia, sino también dentro de aquel momento enunciativo que pertenece ya a la fe en cuanto tal), hay teologí­as determinadas “confesionalmente”. Puesto que, a pesar de estas diferencias, hay una sola fe cristiana, la cual como realmente una e idéntica está por encima de las objetivaciones diferenciadas confesionalmente y a la vez se objetiva suficientemente en conceptos y sí­mbolos (p. ej., la confesión de Jesús como Señor), hay también realmente una sola t. cristiana como ciencia de la fe. b) La t. es ciencia de la fe en cuanto la fe cristiana es base, norma y fin de esta ciencia. Es base por el hecho de que la reflexión dirigida metódicamente de esa ciencia versa sobre la fe como acto y contenido (fides qua et quae), y la presupone como sujeto que actúa en la Iglesia y en la t. Es fin en cuanto esta reflexión no constituye curiosidad “teórica” añadida a un objeto – la fe – que permanece intacto frente a ella, sino que es la forma exigida nor la situación individual y colectiva de respuesta del creyente ante sí­ mismo y ante su entorno social; es la concreción de la razón que hemos de dar a nosotros mismos y a los demás del logos de la esperanza (cf. 1 Pe 3, 15). Por eso la ciencia de la fe es en concreto un momento de la fe (sobre todo porque ésta lleva en sí­ la respuesta crí­tica como un momento de sí­ misma y, sin ella, la t. quedarí­a degradada a la condición de mera ciencia de la religión). Mas esto no suprime la independencia de ambas magnitudes. Pues la t. en cuanto tal no engendra la fe por sí­ sola, ni la disuelve en un sistema más alto, plenamente transparente (de tipo “gnóstico” o “racionalista”). Y la fe ciertamente lleva en sí­ (como auditus fidei) un momento crí­tico de reflexión (ante todo en cuanto ha de ser proclamada); pero con ello todaví­a no viene dada necesariamente una reflexión (como ciencia propiamente dicha) sistemática y dirigida metódicamente. Puesto que la t. en este sentido es ciencia de la fe, la conciencia formada conceptualmente (y siempre renovada) de que la fe nunca puede ser alcanzada plenamente por la t. y de que la palabra de Dios dada en esta fe es infinitamente superior a todo enunciado teológico, está en la raí­z misma de la concepción que la t. tiene de sí­ misma.

Puesto que la t. es respuesta crí­tica de la fe y ésta está orientada esencialmente al testimonio y a la proclamación, toda t. es necesariamente t. “kerygmática”. Allí­ donde no quisiera ser o ya no fuera eso, serí­a filosofí­a especulativa de la religión. A pesar de su carácter esencialmente kerygmático (es decir, referido a la proclamación), es también una ciencia crí­ticamente reflexiva, no es inmediatamente meditación (como oración), ni paréntesis; y así­ precisamente sirve a la proclamación.

Por su relación con la fe misma (como realización del hombre entero con libertad), la ciencia de la fe es una ciencia “práctica”. Y es esto, no como ciencia de segunda clase. junto a y bajo una ciencia “especulativa” de la “razón teórica”, sino en el sentido de que una misma totalidad de conocimiento se designa mejor con el adjetivo “práctico”, y ante todo en el sentido de que la t. está orientada a la realización de la esperanza y del amor, en los que se da un momento de conocimiento que no es posible fuera de ellos. Esto no contradice al hecho de que la praxis, a la cual sirve la t., es en sí­ misma un deseo de conocimiento desinteresado, el cual significa sapere res prout sunt. Pero tal conocimiento en último término sólo puede alcanzarse en la acción de la esperanza y del amor. Ortodoxia y ortopraxis se condicionan mutuamente en una unidad originaria y sin nombre, la cual, sin embargo, si ha de ser denominada, debe recibir su apelativo de la praxis, porque todo conocimiento sólo está a salvo cuando queda sublimado en el amor y así­ permanece como teorí­a. c) En cuanto reflexión crí­tica y metódicamente dirigida sobre la fe, el sujeto inmediato de la t. no es simplemente el hombre determinado por el hábito de la fe (-. virtudes sobrenaturales, -> gracia), sino el hombre en su racionalidad, en correspondencia con la distinción entre fe y t. Sin embargo, en cuanto también hablando así­ la t. debe continuar siendo ciencia de la fe, también subjetivamente (iy no sólo por el objeto!) la fe es el fundamento que soporta esta realización de la racionalidad humana. Así­ cabe decir que el sujeto de la t. es la ratio fide illustrata (Dz 1799), debiendo notarse que ratio no puede entenderse en forma racionalista.

La t. es ciencia eclesiástica de la fe. Como en la fe la intersubjetividad del conocimiento humano llega a su punto cumbre, y como la fe en cuanto audición de la -> revelación dirigida al -> pueblo de Dios (-> alianza) es fe de la Iglesia y en la Iglesia, la t. es necesariamente eclesiástica; de lo contrario, pierde su esencia y sucumbe a la arbitrariedad de la religiosidad subjetiva del hombre particular, la cual hoy menos que nunca puede ser formadora de comunidad. Puesto que la fe de la Iglesia está ligada a la revelación histórica de la palabra de Dios, la t. eclesiástica está referida necesariamente a la -> Escritura y a la -> tradición. Y dado que la Iglesia, como comunidad de fe, es una sociedad constituida institucionalmente, la t. eclesiástica está referida esencialmente al -> magisterio de la Iglesia. Por ello la t. no pierde su función crí­tica frente a la Iglesia y a su vida de fe; como ciencia eclesiástica y así­ como momento de la Iglesia puede y debe asumir esta función como crí­tica de la Iglesia a sí­ misma, como purificación permanentemente nueva de la fe y de todo aquello que es humanamente problemático e históricamente caduco.

Como ciencia eclesiástica toda la t. puedemostrar un aspecto “polí­tico” y en este sentido ser “teologí­a -> polí­tica”. Con ello no se quiere decir (o no se quiere decir solamente) que a la Iglesia se le adscribe un cometido crí­ticosocial, el cual presupone una reflexión relativa a este campo. Menos todaví­a se concibe la t. polí­tica como preparación de un “politizar”, es decir, de una ingerencia injustificada en la autonomí­a relativa de la -> sociedad profana y de so polí­tica. Pero si la individualidad y el carácter social son momentos originarios de la existencia del hombre, si toda t. (como reflexión sobre la fe, en la cual el antropocentrismo y el teocentrismo ya no constituyen una alternativa a causa de la ccmunidad de Dios mismo al hombre) esoí­í­ referida al hombre, entonces la t. no puede concebirse como relacionada solamente con la salvación e interioridad privadas de cada: hombre, sino que en todas sus partes materiales debe pensar la importancia social de sus afirmaciones. El carácter social aquí­ significado no es sólo – pero es también – el de la sociedad profana, dentro de la cual y para la cual el cristiano realiza su existencia cristiana.

La t. es una ciencia histórica. Esto no significa que estudie solamente “material bistórico”, ni prohí­be tampoco la afirmación de que la t. incluye en sí­ como un momento suyo una -> teologí­a trascendental. Decir que la t. es una ciencia histórica significa en primer término que está referida a sucesos singulares e históricos de salvación, y que está referida a ellos permanentemente. La relación salvadora del hombre con estos sucesos (la “simultaneidad” con elles ciertamente no viene constituida por la t. (sino por el kerygma y la fe); pero, en cuanto la fe como tal lleva en sí­ un momento de reflexión, que se hace explí­cito en la t.. y la t. permanece siempre orientada a estos sucesos como a su punto de partida y a su fin, la t. misma tiene el carácter de una ciencia histórica en un sentido cualificado. Lo histórico no sólo es punto de partida para una t. deductiva, como se pensaba en la edad media, sino que es su objeto mismo (historia de la -> salvación [B]). Y eso implica también que es esencial para la t. la relación con el futuro. Pues lo histórico de que aquí­ se trata tiene esencialmente carácter de promesa, v así­, fuera de esta relación, no puede ser entendido realmente. Porque todo suceso salví­fico es así­ promesa que despierta la esperanza, la escatologí­a es uno de los principios estructurales de la teologí­a.

2. Antes se discutió mucho cuál es el “objeto formal” de la t. Aquí­ se presuponí­a que la t. es una ciencia única, de modo que posee un objeto formal único del que recibe su unidad. En la teologí­a medieval se establecí­a como objeto formal (y también para hacer comprensible la t. como ciencia deductiva) Dios en su divinidad (TOMíS, ST I q. 1 a. 7). Esto tiene un buen sentido, si aquí­ se entiende a Dios en su comunicación de sí­ mismo por la gracia. Si esta comunicación de sí­ mismo (como suceso salví­fico central y palabra de revelación en una sola cosa, y como principio subjetivo de la fe que soporta la t.) se entiende correctamente, entonces junto con ella se comprenden ya los misterios de la -> Trinidad, de la encarnación y de la -> gracia justificante y divinizante, y así­ se piensan en una sola cosa los misterios más fundamentales de la revelación. Y puesto que la historia de la -> salvación y de la revelación ha de entenderse precisamente como historia de esta comunicación de ->. Dios mismo (para la cual toda “creación” es sólo la constitución de su destinatario), la t. como reflexión crí­tica sobre la experiencia histórico-salví­fica puede ser incluida también en este “objeto formal”, que así­ ya no debe rechazarse como supresión de la t. en cuanto ciencia histórica (en cuanto reflexión sobre la anamnesis de la historia salví­fica en la fe). Si Dios en su propia comunicación es concebido como objeto formal de la t., para la comprensión trascendental de la t. (-> teologí­a trascendental) esto tiene la ventaja de que el objeto formal entre los objetos de la t. y el principio subjetivo de la misma (Dios como gracia increada de la fe) aparecen claramente como idénticos. Pero, por otro lado, Deus sub ratione Deitatis no puede ser principio de una t. meramente deductiva, puesto que la comunicación de Dios mismo se da para nuestra conciencia refleja solamente en la experiencia de la historia salví­fica y en la revelación de la palabra. Y, por ello, esta determinación clásica del objeto formal de la t. no es muy fructí­fera para la comprensión de la esencia de la misma y para su método.

3. El problema de la división de la t. no es simplemente la cuestión de una sistematización ociosa de la t. cultivada de hecho en sus disciplinas habituales. Si se procediera a tal división mediante una teorí­a auténticamente teológica de la ciencia, entonces esa cuestión tendrí­a su importancia tanto para el desarrollo fáctico de cometidos de los que la t. prescinde, como también, p. ej., para una reforma auténtica de la docencia teológica.

La división antigua en theologí­a (doctrina de Dios en sentido estricto) y oí­konomí­a (doctrina de la creación y de la acción salví­fica de Dios) ya no es habitual. No vio propiamente ni siquiera la sencilla realidad de que de “Dios en sí­” sólo nos es conocido por lo que él hace en nosotros a través de la salvación y, porque aquí­ sucede la comunicación de Dios mismo, precisamente la oí­konomí­a es la theologí­a.

Es usual la división (que ciertamente se queda en lo exterior) de la t. en histórica, sistemática y práctica. La primera estarí­a cerca del auditus fidei, la segunda habrí­a de entenderse como intellectus fidei, y la tercera se referirí­a a la praxis fidei en la autorrealización de la Iglesia (cf. teologí­a -> pastoral). Sin embargo, también esta división tiene sus dificultades. Propiamente, no por la relación de condicionamiento mutuo de las tres magnitudes, lo cual serí­a una dificultad debida a la cosa misma, que darí­a testimonio simplemente de la unidad de la t. Pero, p. ej., es difí­cil situar en ese esquema la historia de la -> Iglesia. Esta es, naturalmente, una ciencia histórica, pero propiamente no parece pertenecer a aquel todo único de la t. “histórica” (-> exégesis, -> teologí­a bí­blica, historia de los -> dogmas, con sus ciencias auxiliares) que está ordenado inmediatamente al auditus fidei. Naturalmente, cabrí­a entender la historia de la Iglesia como historia de los dogmas, en cuanto la Iglesia, con todo lo que ella es y vive (cf. Vaticano II, Dei Verbum, n.° 8), conserva la revelación y da testimonio de ella. O bien, se puede entender la historia de la Iglesia como presupuesto y, así­, como ciencia auxiliar de la t. práctica, por cuanto ésta debe conocer el pasado de la Iglesia para poder juzgar normativamente la autorrealización encomendada a la Iglesia en cada tiempo. Pero ¿hace justicia esa interpretación a la historia eclesiástica tal como ésta se entiende a sí­ misma? ¿O es una ciencia teológica sólo en un sentido amplio, de manera que toda la problemática cae por su base?
La “t. -> moral”, según su usual concepción de sí­ misma, sin duda deberí­a entenderse como parte de la t. sistemática (de la antropologí­a teológica). Pero quizás serí­a también concebible que la t. moral resaltara ella misma el condicionamiento histórico de sus afirmaciones y exigencias materiales concretas, y que se entendiera a sí­ misma como la actualización ética vigente en cada caso de la actitud fundamental cristiana en situaciones cambiantes. Entonces podrí­a en su totalidad y plenitud ser incluida en la t. práctica; y a la t. sistemática, con su trabajo dogmático en el sentido usual, le quedarí­a el cometido de reflexionar sobre la última actitud religiosa fundamental (-> virtudes teologales) a partir de la cual crece la t. moral en conformidad con la situación como parte de la t. práctica.

El -> derecho canónico debe ser entendido como una parte de la t. práctica, por cuanto reflexiona sobre el derecho humano (como ius conditum y condendum) de la Iglesia como una estructura de su propia realización, y por cuanto el ius divinum tiene su puesto auténticamente teológico en la eclesiologí­a dogmática. Cómo y por qué la teologí­a fundamental es una disciplina teológica, y por cierto sistemática, y cómo se incorpora en el todo de la t., es una cuestión que debe verse en la t. fundamental misma.

Otras disciplinas teológicas usuales (p. ej., la ciencia litúrgica [-> liturgia, B], la doctrina social cristiana [-> sociedad, C], la -> arqueologí­a cristiana, la ciencia comparada de las -> religiones, etc.) propiamente no tienen necesidad de ser examinadas aquí­ en lo que se refiere a su puesto en la t. una. Tales disciplinas o bien son parte de una disciplina teológica más amplia o de una ciencia teológica auxiliar, o bien son combinaciones de cometidos de varias disciplinas teológicas por motivos prácticos o técnicos de trabajo.

Con todo lo dicho no debe darse la impresión de que hemos hecho ya un satisfactorio esbozo teológico con base teorético-cientí­fica de división de la t. una. Esto no es así­ ya por el simple hecho de que la mayor parte de las disciplinas teológicas hoy usuales han surgido, sin reflexión apenas, en correspondencia con la sucesión de otras ciencias profanas; y, por tanto, su origen no se debe a un punto de partida genuinamente teológico.

III. La teologí­a y las otras “ciencias”
1. La relación de la t. con la “ciencia de la religión” (historia de las -> religiones, psicologí­a de la -> religión, filosofí­a de la -> religión, sociologí­a de la -> religión) de suyo se ha tratado ya en parte, y en parte es idéntica con la relación de la t. con la filosofí­a y las ciencias antropológicas actuales.

2. Sobre la relación de la t. con la filosofí­a, cf. -> filosofí­a y teologí­a, -> filosofí­a 11, -> revelación ii.

3. Antes la filosofí­a tení­a el monopolio para la mediación cientí­fica de la comprensión del hombre a la t. Hoy las cosas han cambiado. Pues existe un gran número de ciencias antropológicamente relevantes además de la filosofí­a, las cuales por un lado son importantes para la propia comprensión del hombre y, con ello, para la t., y, por otro lado, se entienden a sí­ mismas (por lo menos de hecho) como autónomas y no como divisiones de la filosofí­a o partes subordinadas de la misma. Este pluralismo no mediado y no mediable adecuadamente de ciencias antropológicas, que teológicamente puede ser interpretado como una “situación gnoseológica concupiscente”, es de gran importancia para la t. Estas ciencias son (por lo menos hoy) partes inmediatas en el diálogo con la t., y deben ser aceptadas por ésta como tales. Se trata en este diálogo no solamente de la reconciliación de afirmaciones teológicas con resultados de las ciencias modernas, sino, ante todo, de la confrontación de la t. con la “mentalidad” de las ciencias actuales (principalmente con la de las ciencias naturales exactas; y también con la de la -> sociologí­a). Esa tarea está lejos de realizarse suficientemente.

IV. Cuestiones especiales de la teologí­a en la actualidad
1. Como toda ocupación con lo “metafí­sico” y lo “trascendente”, que no puede verificarse por el método de las ciencias naturales “exactas”, también la t., para muchos representantes de estas ciencias y especialmente para los sociólogos (empezando por la crí­tica de la -> religión de Feuerbach y Marx), está expuesta a la sospecha de que es una -> ideologí­a, en el sentido que hoy tiene tal palabra. En cuanto la t. es intellectus fidei humano, históricamente condicionado y expuesto al abuso, es infinitamente distinta de Dios y de su palabra; en cuanto la t. concreta es t. de pecadores, no debe ni puede de antemano rechazar esta sospecha de ideologí­a. La t. humana es siempre sospechosa de ideologí­a, y se hace efectivamente culpable por cosificarse en las ideologí­as de las épocas y de las sociedades particulares. El saber de esta posibilidad (y facticidad parcial) pertenece al conocimiento de la t. como tal. Pero la palabra misma de Dios, que se expresa en la t. y en la predicación de la Iglesia, no es una ideologí­a, sino la crí­tica más radical de la misma. La t. cristiana en cuanto t. del Deus semper maior como el único futuro absoluto (-> esperanza), que supera infinitamente todos los puntos de partida y sistemas intramundanos y sin embargo, como tal Dios está realmente presente para nosotros en la gracia y esperanza, y una t. de la muerte aceptada voluntariamente como nacimiento del futuro absoluto, contradice a todas las ideologí­as que, en su limitación no confesada, sólo buscando puntales arbitrarios, mediante una apertura meramente especulativa y mediante la intolerancia se afirman frente a la realidad mayor que las rodea. Tal t. “tampoco puede rechazar en forma meramente combativa e intolerante las otras interpretaciones universales de la existencia v del mundo que le salen al encuentro o que le han sido dadas previamente en la historia; también puede y debe descubrir allí­, siempre que sea posible, alguna posibilidad de fe siempre mayor para ella misma y jamás agotada teoréticamente. Eso no se refiere tanto al contenido, cuanto a determinados modelos de representación y tipos de conciencia que se abren paso históricamente en tales filosofí­as y concepciones del mundo. Posiblemente en ellas la t., que como pecadora queda siempre por debajo de su nivel y que según sus propios principios ha de contar siempre con el Espí­ritu, que sopla donde quiere, encuentra una “posibilidad” para sí­ misma, olvidada, descuidada o no descubierta por ella” (J.B. METZ: LThK2 x 71).

2. La t. está referida a la proclamación de la Iglesia, a la cual sirve. Una buena dosis de reflexión teológica metódica, o sea, de t., pertenece hoy a los presupuestos de todo predicador. Por esto, todos los sacerdotes, y con más razón los obispos, deben ser teólogos. En consecuencia, la existencia de un grupo de cristianos cuya “profesión principal” consista en ser “teólogos”, no pertenece a los elementos jurí­dicos estructurales iuris divini en todas las épocas. Pero después de esta observación hemos de decir dos cosas:
a) La t. y el ser teólogo no son realidades que estén reservadas a los sacerdotes u obispos por el hecho de que éstos tienen en la Iglesia una misión especí­fica de proclamar la palabra divina. En cuanto un conocimiento más profundo y amplio de la t. (por lo menos tal como éste debe poseerse hoy necesariamente en la Iglesia como un todo, pero también en principio) tiene presupuestos debidos a la naturaleza y a la gracia, los cuales no se dan en todas partes y tampoco tienen por qué darse necesariamente en todos los ministros oficiales. Un carisma más importante de la t. podrá no hallarse en todos los ministros oficiales y, sin embargo, hallarse en quienes no lo son. El carisma de “enseñar” en el NT no está ligado al oficio de presidir (Rom 12, 6ss; 1 Cor 12, 28s).

b) En la época actual, como presupuesto de la predicación de la Iglesia como un todo, se requiere una t., la cual tiene tantas condiciones previas de tipo técnico-cientí­fico, etc., que ha de estar necesariamente en manos de “profesores de t.” (o como queramos llamarlos; que sean sacerdotes o laicos es cuestión diferente y secundaria), con una formación cientí­fica especial, con cierta ética profesional, etc. La Iglesia católica no quiere ni puede ser “una Iglesia de profesores”, pero tampoco puede ser una “Iglesia sin profesores”. Una cuestión ulterior es hasta qué punto un tal “profesorado” podrí­a (o deberí­a) concretarse institucionalmente para que su palabra se oiga claramente en la Iglesia (p. ej., en grupos de consultores, en sí­nodos particulares, en la Congregación romana de la fe, etc.). Aquí­ no es preciso hablar más de la libertad legí­tima que se debe conceder a los teólogos en su trabajo.

3. En la t. siempre ha habido escuelas que defendí­an opiniones opuestas, partí­an de presupuestos distintos y desarrollaban diversos estilos de pensamiento teológico. Un tal “pluralismo” en t. no es nuevo, y en principio la Iglesia siempre lo ha tolerado o incluso reconocido. Pero hoy se desarrolla otro pluralismo de teologí­as ‘que ya no puede abarcarse. Antes habí­a entre las escuelas cuestiones discutidas (y de algún modo, aunque sin reflexión explí­citas, diversos estilos de pensamiento). Pero, en principio, unos tení­an conocimiento de los otros, se hablaba más o menos el mismo lenguaje y se podí­a aspirar a purificar las diferencias de opinión para superarlas en una sí­ntesis más alta. El material y el método con que trabajaba la t. (lingüí­stica, histórica y especulativamente) eran dominables para los teólogos particulares (o bien simplemente eran desconocidos). Hoy, por el medio individual y social en el que debe necesariamente trabajar el teólogo, por la diferenciación de métodos, por la variedad de puntos de partida y de lenguajes filosóficos, que ya nadie es capaz de dominar individualmente, por la masa del material exegético y de la historia de los dogmas; ningún hombre particular está en situación de tener una visión total de la t. (incluso en el momento presente) y de dominarla. La t. se desmembra en muchas teologí­as. Estas no tienen por qué contradecirse; basta, si han de ser cristianas y católicas, con que permanezcan referidas en obediencia de fe a la confesión una de la Iglesia. Las antiguas fórmulas de profesión de fe (que siempre están configuradas a base de “teologí­a”) reciben así­ incluso una importancia mayor, pues apenas pueden sustituirse ya por nuevas fórmulas de fe que sean al mismo tiempo comunes a todos y comprensibles “existencialmente”. Pero estas teologí­as permanecen plurales, porque el todo de la t. actual (en sus disciplinas, terminologí­as, planteamientos de los problemas, puntos de partida, destinatarios, etc.) ya no puede, ni siquiera con cierta aproximación, estar presente en el teólogo particular. El trabajo en equipo es bueno, pero en las ciencias del espí­ritu, en las cuales camino y resultado de la investigación no pueden separarse, no cabe superar de manera adecuada dicho pluralismo. Este permanece. Se darán cada vez más teologí­as cuya apropiación y comprensión mutuas ya no serán totalmente posibles; lo cual no significa, naturalmente, que vayan a estar simplemente unas junto a otras sin relacionarse. Al contrario, serán necesarios esfuerzos totalmente nuevos – desconocidos hasta ahora – por la tolerancia mutua, por la influencia y la crí­tica recí­procas. El magisterio eclesiástico (que hasta ahora tuvo en exceso a su servicio una determinada t. romana) deberá necesariamente desarrollar nuevas maneras de control y de garantí­a de este pluralismo.

4. Teologí­a e “irracionalismo” moderno y positivismo escéptico. La t. actual ha de contar mucho más que en épocas pasadas con unos lectores y oyentes que, a partir de su situación total, son “relativistas”, escépticos y positivistas. Por ello, aunque la religión sea aceptada en la actualidad, queda remitida a una dimensión irracional, donde ya no está expuesta a preguntas y objeciones racionales. Tales actitudes, y la interpretación de la esencia de la religión (y de la t.), que brota de ellas, se dieron ya en épocas anteriores (-> modernismo), pero no determinaban como hoy el carácter general del tiempo y de sus hombres. Si la t. ha de dar realmente razón de la fe ante un tiempo determinado, debe ver con claridad esta situación y tenerla en cuenta: debe necesariamente desarrollar mucho más que antes la t. fundamental y la dogmática como una unidad, porque la credibilidad (y la posibilidad de asimilación existencial) de cada enunciado de fe significa tanto para la crebilidad del hecho de la revelación divina en su conjunto, como significa el todo para la credibilidad de las partes. La t. debe hablar modesta y cautelosamente, y en la temática particular no puede olvidar lo que en principio sabe sobre el misterio y sobre el carácter meramente análogo de sus conceptos respecto de su objeto. La t. debe conectar una y otra vez sus afirmaciones particulares con el núcleo auténtico de la fe y de la revelación (con el centro de la hierarchia veritatum), y esforzarse por hacer asimilable existencial e intelectualmente este núcleo, articulando desde aquí­ los muchos dogmas particulares, sin escudarse cómodamente con el recurso a la mera autoridad formal del magisterio, tanto más por el hecho de que éste solamente se hace creí­ble desde la credibilidad del todo de la revelación.

BIBLIOGRAFíA: Cf. la bibl. de las obras citadas en el cuerpo del artí­culo. Además: Schmaus D I; PSJ I; Barth KD I; Brunner I; Weber D 1; MySal I; H. Thielicke, Der Evangelische Glaube. Grundzüge der Dogmatik, I: Prolegomena. Die Beziehung der Theologie zu den Denkformen der Neuzeit (T 1968). – K. Adam, Glaube und Glaubenswissenschaft (Rottenburg 21923); P. Wyser, Theologie als Wissenschaft (Sa 1938); Y. Congar, Theologie: DThC XV 341-502; H. Diem, Theologie als kirchliche Wissenschaft (Mn 1951); E. Peterson, Was ist Theologie?: Theologische Traktate (Mn 1951) 9-43; G. Söhngen, La unidad en teologí­a (Guad Ma 1964); J. Beumer, Theologie als Glaubensverständnis (F 1953); E. Fuchs, Was ist Theologie? (T 1953); H. Köster, Vom Wesen und Aufbau katholischer Theologie (Kaldenkirchen 1954); G. Söhngen, Propedéutica filosófica de la teologí­a (Herder Ba 1963); G. Wingren, Die Methodenfrage der Theologie (Gö 1957); G. Söhngen, Der Weg der abendländischen Theologie (Fr – Mn 1959); A. Kolping, Einführung in die katholische Theologie (Mr 1960); H. U. v. Balthasar, Verbum Caro; idem, Herrlichkeit 1 ss (Ei 1961 ss); H. G. Fritzsche, Strukturtypen der Theologie (Gö 1961); Y. Congar, La fe y la teologí­a (Herder Ba 1970); G. Ebeling, Theologie und Verkündigung (T 1962); G. Ebeling – H.H. Schrey – J. Ratzinger, Theologie: RGG’ VI 754-779 (bibl.); H. Fries – J. Ratzinger (dir.), Einsicht und Glaube (homenaje a G. Söhngen) (Fr 21963); H. Fries, Theologie: HThG 11 641-654 (bibl.); J. M. Robinson – J. B. Cobb, Neuland in der Theologie (Z 1964 ss) (3 vols.); E. Schillebeeckx, Revelación y teologí­a (Sí­g Sal 1968); B. Weite, Auf der Spur des Ewigen (Fr 1965); E. Neuhäusler – E. Gössmann (dir.), Was ist Theologie? (Mn 1966); W. Kasper – L. Schef fczyk, Kirche und Theologie unter dem Gesetz der Geschichte?: Alte Fragen – Neuen Antworten? (Wü 1967) 9-62; H. Fries, Die kritische Funktion der Theologie: ThQ 147 (1967) 293-314; T. P. Burke (dir.), Künftige Aufgaben der Theologie (Mn 1967); J. Ratzinger – W. Kasper y otros, Theologie in Wandel (homenaje a la facultad católica de teologí­a de Tubinga 1817-1967) (Mn – Fr 1967) 15-128; Rahner VIII 13-149 (Die Gestalt gegenwärtiger und künftiger Theologie); W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie (Gö 1967); J. Moltmann, Perspektiven der Theologie. Gesammelte Aufsätze (Mn – Mz 1968); H. Grass, Theologie und Kritik (Gö 1969); P. Neuenzeit (dir.), Die Funktion der Theologie in Kirche und Gesellschaft (Min 1969); P. Bourgy, Teologí­a y espiritualidad de la encarnación (Estela Ba 1968); Cañada, El derecho al error (Herder Ba 1968); D. Gelpi, Iniciación a la teologí­a de K. Rahner (S Terrae Sant 1968); O. González de Cardenal, Teologí­a y antropologí­a (Mon y Crédito Ma 1967); L. de Guzmán, La teologí­a, ciencia de la fe. Introducción a las ciencias sagradas (Desclée Bil 1967); Henry, Iniciación teológica, 3 vols. (Her-der 1 Ba ‘1967, II Ba 21962, III Ba 21964); R. Latourelle, La teologí­a, ciencia de la salvación (Sí­g Sal 1968); Ch. Moeller, Mentalidad moderna y evangelización (Herder Ba 1967); L. Ott, Manual de teologí­a dogmática (Herder Ba ‘1969); K. Rahner, Sentido teológico de la muerte (Herder Ba 21968); Y. Congar, Situación y tareas de la teo-logia (Sí­g Sal 1970); Gaboriau, El giro antropológico de la teologí­a de hoy (Herder Ba 1970); W. Kaspers, Unidad y pluralidad en teologí­a (Sí­g Sal 1969); B. Lambert, Las dos ví­as de la teologí­a (Zyx Ma 1969); E. Neuhäusler y E. Gösman, ¿Qué es teologí­a? (Sí­g Sal 1969); H. Rahner, Humanismo y teologí­a de occidente (Sí­g Sal 1969); Tendencias de la teologí­a en el siglo XX (Studium Ma 1970); W. Weuhe, Revolución en el pensamiento cristiano. Introducción a la problemática teológica (Estela Ba 1969); T. M. Schoof, La nueva teologí­a católica (C Lohlé B Aires 1971).

Karl Rahner
B) EPISTEMOLOGíA TEOLí“GICA

I. Introducción al concepto
La epistemologí­a teológica es la parte de la t. que reflexiona sobre la peculiaridad y el método del conocimiento y de los enunciados teológicos, o sea, la parte en que la t. (en su procedimiento metódico) vuelve nuevamente a convertirse en su propio objeto. Naturalmente, el conocimiento teológico puede entenderse también como reflexión “sobre los fundamentos y leyes del conocimiento que se basa en la aceptación por la fe de la revelación divina” (A. Lang), o sea, como reflexión sobre el conocimiento de fe en cuanto tal, incluso a diferencia de la t. y antes de ella, en tanto ésta se distingue del conocimiento de fe. Pero entonces se abordarí­a solamente un objeto parcial de la epistemologí­a teológica. Pues, ciertamente, la cuestión de la peculiaridad de la fe no puede dejar de tratarse en una epistemologí­a teológica (como presupuesto o como objeto; esto es indiferente de momento). Pero con ello no se ha comprendido todaví­a la peculiaridad del pensamiento y de los enunciados teológicos precisamente en su distinción del conocimiento de fe como tal, y se corre el peligro de perder de vista esta distinción, que es tan importante como la unidad de fe y t. Aquí­ no se trata, pues, de la posibilidad del conocimiento de la -> revelación divina por la -a fe, tema que dejamos para los tratados o artí­culos correspondientes, sino de la peculiaridad del pensamiento teológico como teológico.

Cabe concebir la epistemologí­a teológica y la -> hermenéutica como idénticas, sobre todo porque la t., como intellectus fidei, está siempre referida a la revelación originaria de la palabra, que debe ser “interpretada”. Pero también es posible considerar la epistemologí­a teológica como el concepto más amplio, bajo el cual se halla subsumida la hermenéutica como una parte, por cuanto el auditus fidei (con su hermenéutica en sentido estricto) puede distinguirse del intellectus fidei, y éste, aun estando al servicio del auditus fidei, hace muchas cosas que estrictamente no son tan sólo una interpretación de la palabra originaria de la revelación como tal.

Es comprensible que esta reflexión de la t. sobre sí­ misma, en la que ella es sujeto y objeto a la vez, sólo muy tarde se haya hecho tema explí­cito dentro de la t.; es más, en la t. católica sólo ahora se empieza a reflexionar sobre ese tema como “objeto de segundo orden”. En la t. protestante comenzó antes la reflexión explí­cita sobre dicha cuestión, porque esta t. está especialmente interesada por la fe como tal, que en el protestantismo siempre ha sido más que un mero tema particular entre otros, porque allí­ se cultivó más que en la t. católica algo así­ como una -” teologí­a trascendental (sui generis) dentro del horizonte de la filosofí­a moderna del sujeto transcendental, y porque, debido al amplio escepticismo frente a conocimientos históricos teológicamente relevantes, se hizo obvio el intento de fundamentar la fe totalmente en sí­ misma y de fundamentar sus “objetos” en su estructura formal, para desarrollar a partir de ahí­ una “hermenéutica” de los enunciados teológicos.

La t. católica hasta hoy sólo germinalmente y con vacilaciones ha desarrollado una epistemologí­a teológica a partir de la concepción católica de la -> revelación, de la -> fe, de la relación entre -> naturaleza y gracia, entre -> filosofí­a y t. Naturalmente, en la t. católica desde hace mucho tiempo hay temas, aunque en forma fragmentaria y asistemática, que llenan este vací­o. En la lucha contra el -> gnosticismo y en la defensa del “principio de tradición” (Vicente de Lerí­ns) se citan ya reglas de una lógica objetiva del conocimiento teológico (principio de prescripción, etc.), pero precisamente sólo de una lógica objetiva. La edad media plantea ya la cuestión de la relación entre la fe y el saber natural, la del carácter cientí­fico de la t. y después la de las -> calificaciones teológicas. Desde Melchor Cano (1- 1560) se da (en principio y ofrecido mayormente en la -> teologí­a fundamental (un tratado De locis theologicis, donde siguiendo una “lógica” teológica se pregunta por las fuentes objetivas del conocimiento teológico (-> lugares teológicos). Pero con esto no se plantea todaví­a como tema explí­cito la peculiaridad del conocimiento como proceso subjetivo. El analysis fidei, en general todo el tratado acerca de la virtud teologal de la -> fe, contiene muchos temas fundamentales que son básicos para una epistemologí­a de la t. como ciencia de la fe, puesto que en una reflexión cientí­fica sobre la fe en la fe deben aparecer necesariamente todas las estructuras de la misma. La condenación del -> tradicionalismo, del -> fideí­smo y del -> modernismo, objetivamente fue también la repulsa a una determinada concepción (irracionalista) del conocimiento teológico, así­ como de la revelación y de la fe. La distinción del Vaticano I entre dos órdenes diferentes de conocimiento y su doctrina del assensus intellectualis a la fe (profundizada e interpretada en forma más personalista por el Vaticano n: Dei Verbum), son ciertamente importantes para una epistemologí­a teológica en cuanto ilustran la esencia de la fe y de la revelación, pero sólo en ese sentido. La doctrina sobre el -> magisterio eclesiástico y sobre la relación entre -> Escritura y tradición es (o serí­a) también un tema parcial de una epistemologí­a teológica, si se entendiera totalmente o en primera lí­nea como teorí­a sobre el conocimiento de fe y, a partir de aquí­, sobre el conocimiento teológico. En los tratados teológicos de la -> trinidad y de la -> cristologí­a se ofrecen reglas acerca del recto o falso modo teológico de hablar, pero sólo con relación a estos objetos.

En resumen podemos decir que en la t. católica todaví­a no se ha configurado explí­citamente una epistemologí­a teológica. Lo que en ella hay a ese respecto son, o bien temas de la t. de la revelación y de la fe, pero no de la t. de la t. como tal, o bien reflexiones sobre relaciones objetivas entre objetos de fe, las cuales son importantes para el conocimiento de éstos. El fundamento de ese vací­o sin duda tiene una triple raí­z: a) la falta de ejercitación en la -> teologí­a transcendental en general; b) la escasa atención que se ha prestado hasta ahora a la distinción entre conocimiento originario de fe y t., cosa que no sorprende, porque tal atención sólo es posible cuando resulta clara la diferencia entre ambas cosas dentro de un horizonte pluralista de inteligencia, el cual antes no se daba; c) la urgencia del tema relativo a la posibilidad de una revelación por la palabra y de la audición de la palabra de Dios, que sigue siendo aquí­ palabra de Dios.

II. Principios
Nota preliminar: En correspondencia con lo dicho en I 1 y 3, aquí­ sólo puede tratarse de los principios del conocimiento de la t. en cuanto tal. Por lo que se refiere a los principios del conocimiento de fe, anteriores a esta cuestión, hay que remitir a -> revelación, -> fe, etc. Por otro lado, dada la compenetración de fe y t., es inevitable que mucho de lo contenido en los principios de la epistemologí­a teológica también tenga validez para el conocimiento de fe en cuanto tal, y no sólo para el conocimiento teológico.

1. Principios “preteológicos”
Dada la relación entre -> naturaleza y gracia, y supuesto el hecho de que la -> revelación sólo puede existir realmente en el hombre creyente, que entra en la fe con toda su existencia transcendental e históricamente condicionada, todos los principios de una hermenéutica “natural” son también principios de la t. como tal. Con esto no se niega que la t. (vista históricamente) sólo a partir de la revelación adquiera conciencia de esta hermenéutica “natural”. A estos principios de la hermenéutica pertenecen también aquellos que establecen la actual ciencia histórica y la filologí­a, con sus principios de una interpretación histórico-crí­tica de los textos previamente dados.

Para estos “principios naturales” de la epistemologí­a teológica, a los que pertenece también la -> lógica (logí­stica, filosofí­a del lenguaje), es importante la reflexión sobre la relación entre el horizonte de inteligencia y la experiencia concreta, junto con los enunciados particulares que la expresan. Ambas cosas se condicionan y modifican recí­procamente. Lo que se llama “horizonte de inteligencia” en relación con un conocimiento determinado, a su vez está constituido muy complejamente: por la trascendentalidad ilimitada del espí­ritu humano (el cual, por eso, puede plantearse el problema de su propia constitución y reflexionar sobre ella, y así­ someter a examen el esquema sujeto-objeto); por los previos hechos históricos de la situación social, espiritual, etc., los cuales son transmitidos sobre todo por el -> lenguaje, en el que se crean originariamente. La posibilidad trascendental de reflexión sobre el horizonte de inteligencia está dada y permite la variación crí­tica del mismo; pero esto significa un salirse del condicionamiento histórico del horizonte concreto de inteligencia, que jamás puede someterse adecuadamente a reflexión. Esto también tiene validez para el entender y los enunciados teológicos: una afirmación teológica está siempre condicionada en parte por el horizonte profano de inteligencia de una época; la t. lo modifica, pero jamás sale absolutamente fuera de él. Con todo, puede someterlo a reflexión crí­tica (lo cual es un cometido de la historia de los dogmas y de la t. en un nivel elevado de reflexión, aunque esa tarea apenas se detecta todaví­a). Y así­ es capaz de seguir propulsando la historia – permanente – de los enunciados teológicos.

2. Principios teológicos
La pregunta por los principios de la epistemologí­a teológica (o por la hermenéutica teológica) es una parte de la t. misma, porque ésta, como manera suprema de conocimiento, debe plantearse para sí­ misma la cuestión crí­tica del método.

A los principios de la epistemologí­a teológica pertenecen todas aquellas determinaciones que resultan de la esencia de la t. (cf. antes en A), p. ej., la posibilidad y necesidad de que sea ciencia de fe y por la fe, ciencia eclesiástica (con una función crí­tica y positiva frente a la inteligencia de la fe que se da en cada momento actual de la Iglesia), y ciencia histórica.

No es necesario exponer aquí­ en particular los principios de interpretación de la Escritura.

Todo enunciado teológico ha de poderse leer como referido a la historia de la salvación (anámnesis), al presente de la decisión actual de la salvación (parénesis) y al -> futuro, que como promesa ha sido dado previamente a la -> esperanza. Eso ha de aplicarse también a los enunciados teológicos que en apariencia son meramente “esenciales”, p. ej., a la t. de la -> Trinidad. En cuanto todos los enunciados teológicos tienen como contenido al Dios que se comunica absolutamente a sí­ mismo, sólo se entienden correctamente si, a pesar de toda su determinación categorial, remiten a la aceptación de esta comunicación de -> Dios mismo como -> misterio.

Aunque todo enunciado teológico tiene como trasfondo la apertura de la -> trascendencia ilimitada del espí­ritu y la remisión al misterio absoluto que se comunica a sí­ mismo en la gracia, las cuales (la trascendencia y la remisión ilimitadas) también forman precisamente los constitutivos ontológicos del sujeto que conoce teológicamente y así­ de sus principios teológicos de conocimiento; sin embargo, una reducción de la t. a la epistemologí­a teológica y a la hermenéutica teológica es imposible, y constituye un atentado contra estos principios mismos correctamente entendidos (así­ como es imposible una reducción de la t. a la -> teologí­a trascendental). Pues el Logos del hablar teológico es el Logos encarnado, el cual se interpreta a sí­ mismo, no a partir de un principio abstracto, sino en la historia misma, desde la cual realiza la mediación con él. Unidad y diferencia (ambas cosas juntas, como una unidad que no podemos abarcar autónomamente, pero debemos aceptar) entre a priori del espí­ritu y a posteriori de la historia, son dos polos insuperables. La doctrina del hablar responsable sobre Dios es un momento necesario en la t., pero no suplanta este hablar mismo, lo mismo que la metafí­sica de la existencia no es ya toda la existencia misma. Por consiguiente, de un mero concepto formal de fe o de t. no puede deducirse qué pueda ser o no objeto de la fe o de una afirmación teológica. Semejante concepto no puede elevarse a criterio soberano de si algo es un contenido posible de tales afirmaciones. Pues el contenido concreto de tal concepto sólo puede encontrarse en la historia misma, que es movida por el contenido del concepto, o sea, en la historia de la -> salvación y de la revelación, que es experimentada y no deducida, y que sólo se entiende mediante su propia diferenciación en su fundamento trascendental y la aparición histórica del mismo.

Puesto que la t. es esencialmente t. eclesiástica, todo hablar teológico (y no sólo la profesión de fe misma) lleva inherente un momento de regulación eclesiástica del lenguaje; en primer lugar por el simple hecho de que está referido a la profesión eclesiástica de fe, que no puede prescindir de cierta regulación histórica y contingente del lenguaje, el cual podrí­a ser diferente. Además, como la profesión eclesiástica de fe siempre incluye un hablar teológico, es también el objeto que debe interpretar la t. Un momento en el hablar teológico es, pues, el estudio reflejo y crí­tico precisamente de esta regulación del lenguaje de los sí­mbolos, sin suprimirla por ello y sin emanciparse de lo dicho así­ y no de otra manera. Por eso el hablar teológico, como un preguntar más allá de las formulaciones de los sí­mbolos, se diferencia de las formulaciones mismas, y no se reduce a “interpretarlas” de tal manera que al final vuelva a ellas dejándolas intactas, sin comunicarles un momento de movimiento hacia una formulación futura. Ciertamente el hablar teológico no alcanza la cosa en sí­ desvinculándola de su formulación simbólica, pero tiene legí­timamente un cierto carácter “exotérico” y pluralista, porque los horizontes de intelección no son en todos exactamente los mismos y no pueden serlo dentro de la historia.

El lenguaje teológico procede con -> analogí­a y -> dialéctica. Dialéctica significa aquí­: dada la referencia de todos los enunciados teológicos al misterio de Dios y su consecuente e ineludible inadecuación esencial (ningún enunciado expresa el todo u ofrece un concepto del que pudiera deducirse este todo, y que, por tanto, al menos implí­citamente contuviera el todo); dado el pluralismo insuperable de las fuentes humanas de conocimiento (que también afecta a la t. en cuanto tal); y dada la circunstancia de que en último término los enunciados teológicos no se refieren a esencias abstractas en cuanto tales, sino a hechos históricos y concretos de la salvación (aunque éstos mismos y su expresión hacen referencia al misterio del Dios que se comunica a sí­ mismo); se deduce en consecuencia que ninguna frase expresa adecuadamente ni siquiera la cosa designada abstractamente por ella misma. Por tanto, todo enunciado, o bien debe tomar conciencia por lo menos de su analogí­a (cada concepto apunta hacia aquella dirección en que se dan la unidad y la plenitud originarias, de donde procede lo particular y dividido), o bien ha de corregirse dialécticamente en su comprensión (si no quiere caer en una mala inteligencia inevitable) mediante otro enunciado (por lo menos) el cual se añade al primero, sin poder deducirse de él, y modifica su sentido (p. ej., unidad y Trinidad en Dios; inmutabilidad de Dios en sí­ y mutabilidad en el otro [RAHNER Iv 148-152], unidad del Dios-hombre y diversidad permanente de las “naturalezas”). Este pluralismo dialéctico de los enunciados no puede suprimirse. Es posible ocultarlo, formando conceptos secundarios en los que esta dialéctica está va contenida latentemente. Pero esto no cambia la cosa. El así­ llamado problema de la verificación en t. sin duda se esclarecerí­a con más facilidad si tales conceptos secundarios (mas no por ello absurdos) quedaran clarificados como tales, y así­ se conociera que el problema de la verificación ha de buscarse y responderse, no aquí­, sino en los enunciados que aquí­ laten y que mantienen la balanza en equilibrio.

BIBLIOGRAFíA: Cf. la bibliografí­a de las voces a que se remite en el artí­culo. G. Söhngen, La unidad en teologí­a (Guad Ma 1964); idem, Propedéutica filosófica de la teologí­a (Herder Ba 1963); A. Lang, Theologische Erkenntnis- und Methodenlehre: LThK’ III 1003-1012 (bibl.); G. Wingren, Die Methodenfrage der Theologie (Gö 1957); H. U. v. Balthasar: Verbum Caro (Ei 1960) 159-171; Y. Congar, La fe y la teologí­a (Herder Ba 1970); H. Fries – J. Ratzinger (dir.), Einsicht und Glaube (homenaje a G. Söhngen) (Fr ‘1963); A. Lang, Die theologische Prinzipienlehre der mittelalterlichen Scholastik (Fr 1964); H. Kruse, Die Heilige Schrift in der theologische Erkenntnis (Pa 1964); R. Röhricht, Theologie als Hinweis und Entwurf. Eine Untersuchung der Eigenart und Grenzen theologischer Aussagen (Gü 1964); M.-D. Chenu, La fe en la inteligencia (Estela Ba 1966); U. Horst, Exegese und Fundamentaltheologie: MThZ 16 (1965) 179-199; B. Wette, Auf der Spur des Ewigen (Fr 1965); idem, Heilsverständnis (Fr 1966); H. Bouillard, Logik des Glaubens (Fr 1966); H. Petri, Exegese und Dogmatik in der Sicht der katholischen Theologie (Pa 1966); K. Schwarziräller, Theologie oder Phänomenologie. Erwägungen zur Methodik theologischen Verstehens (Mn 1966); T. Rendtorff, Kirche und Theologie (Gü 1966); J. Macquarrie, Principies of Christian Theology (NY 1966); idem, God-talk. An examination of the langvage and logic of theology (Lo 1967); W. Kasper, Die Methoden der Dogmatik (Mn 1967); MySal 1-I (espec. cap. 4 y 5); J. Ratzinger – W. Kasper y otros: Theologie im Wandel (ho-menaje a la facultad católica de teologí­a 1817-1967) (Mn – Fr 1967) 15-128; W. Pannenberg, Grundfragen systematischer Theologie (Gö 1967); H. Thielicke, Der evangelische Glaube 1 (T 1968); E. Siznons – K. Hecker, Theologisches Verstehen (D 1969); L. de Guzmán, La teologí­a, ciencia de la fe. Introducción a las ciencias sagradas (Desclee Bil 1967); Y. Cangar, Situación y tareas de la teologí­a (Sí­g Sal 1970); Gaboriau, El giro antropológico de la teologí­a de hoy (Herder Ba 1970); B. Lambert, Las dos ví­as de la teologí­a (Zyx Ma 1969); T. M. Schoof, La nueva teologí­a católica (C Lohlé B Aires 1971).

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Estrictamente hablando, la teología es lo que se piensa y se dice con respecto a Dios. La verdadera teología es dada así por la Biblia misma como la revelación de Dios en términos humanos. Pero la Biblia da pie para la exposición, reflexión y presentación. Por ello existe una teología de la iglesia, como una de la Biblia aunque no se suman ni se oponen. Es ésta la teología que debemos comentar brevemente, asegurándonos siempre de su fidelidad a la norma escritural. De esta manera, veremos los cuatro grupos principales: patrística, escolástica, reformada y moderna.

  1. Patrística. La referencia aquí es al movimiento de pensamiento cristiano que comenzó con los escritores postapostólicos culminando en la gran era de la reflexión trinitaria y cristológica, y cuya declinación se observa con la desintegración del Imperio Romano. Seguir el complicado curso de este movimiento es casi imposible, aunque pueden indicarse algunos rasgos sobresalientes.

Después del primer y fragmentario período, la tarea inicial fue la apologética filosófica y práctica según se encuentra en Justino Mártir. Pero el tomar en cuenta al mundo pagano trajo los peligros del gnosticismo y la especulación, si se quiere brillante como la de Orígenes. Percibiendo esta amenaza y, como una resistencia a ella, es que en el Occidente se desarrolló un fuerte movimiento tradicional representado por Ireneo y Tertuliano y asociado con la aceptación del canon, y apelando a la iglesia y ministerio históricos.

Esto fue seguido por una era de preocupación con el gran problema presentado por la confesión de Jesús como Señor, llamado la comprensión de la trinidad y de la encarnación. Durante la prolongada discusión teológica surgieron todo tipo de énfasis desmedidos y de desviaciones, aunque el resultado fue un acuerdo general en base a las grandes confesiones tales como el Credo Niceno y la Definición de Calcedonia. Son éstos y otros debates los que produjeron algunas de las mejores obras de la patrística, p. ej., Atanasio, los capadocios, Agustín y Jerónimo.

Los problemas planteados por la antropología teológica tampoco fueron olvidados, ya que en defensa de la doctrina acerca del hombre se desarrolló contra Pelagio una poderosa doctrina acerca del pecado original y de la predestinación; en tanto que la doctrina de la iglesia (eclesiología) se formuló como una respuesta al desafío donatista. También se realizó una buena labor en la Biblia misma, tanto en la forma del estudio textual como de la exposición catequística y homilética. Y no debe olvidarse que el interés por la expiación fue un punto cardinal en las discusiones aparentemente abstrusas de la encarnación.

La era patrística es tan variada que es difícil definirla en términos generales. En lo principal, permanece fiel a la Biblia, y estamos en deuda con ella por asegurar una base bíblica para muchos de los temas básicos. Sin embargo, fue susceptible a las influencias paganas que militaban contra la verdadera comprensión bíblica. En lo particular, tenía un impulso constante hacia un nuevo legalismo por una parte y hacia un nuevo racionalismo por otra, lo cual produjo serias distorsiones de la enseñanza y práctica bíblicas y sirvió de base para muchos males posteriores de la iglesia.

  1. Escolástica. La edad patrística fue seguida por un período comparativamente estéril cuando el Oriente se encuadró en la ortodoxia, el Occidente fue eclipsado por las invasiones bárbaras, y el Oriente y Occidente se separaron debido a la disensión. Incluso en la Edad del Oscurantismo hubo muy buenos eruditos tales como Beda y Alcuino que trascienden el pasado y se proyectan hacia el futuro, así como muchos desarrollos posteriores encuentran su asidero en este período. No fue hasta el período medieval que se produjo un nuevo estallido de teología formativa, estimulado en cierto sentido por el redescubrimiento del pensamiento de los griegos. La característica sobresaliente del escolasticismo es su intento deliberado de una síntesis de la filosofía y la teología bíblica en la que la primera provee las bases y la última la superestructura. Si Abelardo representa un movimiento hacia un mayor racionalismo, y Anselmo una concepción más bíblica de la razón que aprende de la fe, Tomás de Aquino nos proporciona la impresionante norma que domina todos los desarrollos subsiguientes y que aún hoy es una fuerte influencia.

A la luz de esta síntesis no parece antinatural que el escolasticismo fuera semipelagiano en su doctrina de la gracia, codificando el desarrollo legalista de un primer tiempo dentro de un sistema agustiniano. Es a este período que debemos las detalladas obras de distorsiones tales como las doctrinas de la regeneración bautismal, purgatorio, penitencia, infusión de la gracia, fe implícita y transubstanciación, lo cual es únicamente posible o inteligible en términos del realismo filosófico.

Existen, por supuesto, muchas características satisfactorias que no debemos olvidar. Las doctrinas patrísticas tradicionales fueron cuidadosamente mantenidas. Anselmo nos entrega una objetiva doctrina de la expiación a la luz de los puntos de vista de la satisfacción. Se usa abundante material bíblico aun cuando éste aparezca distorsionado en su forma. Se da un buen espíritu de investigación y discusión, lo cual permite el desarrollo de tendencias conflictivas tales como el nominalismo y preparar de esta manera el camino para la Reforma. Pero estas virtudes no pueden evitar el hecho que el escolasticismo estuviera errado en su iniciativa y logros, y debe cargar con la responsabilidad de la desastrosa corrupción que siguió.

III. Reformada. A mediados del siglo XV, el escolasticismo había perdido su primer impulso y degeneraba hacia discusiones profundas pero inútiles. Pero nuevas influencias entraron a tallar; en forma notable, la fresca investigación de las Escrituras hebreas y griegas, así como el redescubrimiento de los Padres y métodos más sólidos de exégesis. Fue de aquí que se levantó la teología nueva y más bíblica de la Reforma en oposición al racionalismo y legalismo dominantes. A pesar de la marcada división entre el luteranismo, por una parte, y la teología reformada en un sentido más técnico, por otra (con los extremos del sectarismo y la heterodoxia en lados opuestos respectivamente), se encuentran lo suficientemente unificados en sus planteamientos principales como para permitirnos hablar de la teología reformada.

Primeramente, ésta es teología bíblica en un sentido directo. No adopta la filosofía como base, esquema o aliada. Su primer cometido es conocer y exponer la Biblia. Descubre que lo que se habla de Dios debe ser enseñado por Dios. Su obra teológica positiva es precedida, acompañada, informada y corregida por el estudio bíblico. No proclama a Aristóteles o Platón como amigos o compañeros de ruta. Usa la razón, aunque una razón informada por la Biblia y puesta al servicio de un uso bíblico. Así, se exponen y desechan las raíces de la distorsión del escolasticismo y en buena medida de la edad patrística.

Esto significa que ésta es una teología cristológica, no porque acepte las formulaciones cristológicas anteriores, sino porque hace de Cristo la suma y centro de la exposición. En las grandes doctrinas de la trinidad, la encarnación y la expiación, tuvo poco que agregar, excepto en la reformulación de la doctrina de Anselmo acerca de la satisfacción. Pero si miramos a Lutero, Zuinglio, Calvino o cualquiera de los grandes reformadores, siempre vemos la percepción de que nadie puede ir al Padre, sino por Cristo, y más aún cuando Cristo es el comienzo, centro y final de toda verdadera teología.

Ésta es una teología de fe en Cristo a quien se le tiene como nuestra justicia y también como nuestra sabiduría. De esta forma, la Reforma se opone a la síntesis moral e intelectual de la teología medieval. Guiada por la Biblia, ésta llega a Cristo mismo para la salvación. Esto significa que el cristianismo es completamente comprendido como evangelio y no como una nueva ley. Esto significa un nuevo entendimiento de la justificación en relación con la santificación, según, es desarrollado por Calvino. Significa un nuevo énfasis en el lugar e importancia de la fe, según lo analiza acertadamente Lutero. Significa un entendimiento bíblico de la gracia y de los medios de gracia. Significa una firme doctrina de la elección, y la correspondiente impotencia del pecador. Significa el rechazo y ningún compromiso de las complicadas pseudodoctrinas que habían invadido y corrompido la iglesia. Significa una reconstrucción total de la teología, no en el sentido de innovación, sino en el sentido de la reforma genuina según la norma bíblica y en un sentido según la norma patrística.

Los reformadores no son infalibles. Ellos no escapan a la influencia de su era. Difieren en ciertos puntos de detalles. Ellos apoyan la teología bíblica, así como se oponen al dogma tridentino por una parte, como a la bienintencionada aunque mal informada enseñanza de las sectas, por otro lado. De todos los movimientos teológicos, ellos llegan a estar más cerca de la Biblia en método, entendimiento, contenido y en la combinación distintiva de poder intelectual y espiritual. Lejos de sus propias intuiciones, ellos nos enseñan lo que debe ser la labor de la teología y nos llevan constantemente al escrutinio corrector y purificador de la palabra escrita.

  1. Moderna. Desafortunadamente una gran parte de la iglesia rehusó aceptar la corrección reformada. Esto significa que en el período moderno debemos contar con dos fuerzas independientes en Occidente. Más recientemente ha habido un contacto renovado con el Oriente, el cual ha seguido un curso autónomo y que tiene mucho, que es desconocido aunque fructífero, que ofrecer en la comprensión bíblica. Pero esto pertenece en forma más particular al futuro.

Cuando consideramos al catolicismo romano, vemos una iglesia enmarcada por las rígidas formulaciones de Trento pero incapaz de suprimir completamente la agitada vida teológica. Una posibilidad de renovación se tuvo con el reavivamiento del agustinianismo del jansenismo (véase), pero la imposición de la ortodoxia dominica cerró esta puerta esperanzadora. El liberalismo fue resistido firmemente, aunque el ultramontanismo (véase) ha traído nuevas definiciones dogmáticas particularmente en relación con el papado y la Virgen María. No obstante, a pesar de esta tendencia desastrosa, el panorama no es tan oscuro como parece, ya que en las últimas décadas se ha observado un vigoroso resurgimiento de la investigación bíblica en los círculos católicorromanos, con todas las posibilidades que eso encierra.

En el campo protestante, podemos pasar por alto las disputas confesionales y concentrarnos en aspectos más generales. En este sentido, tres desarrollos principales demandan nuestra atención. El primero es la detallada formulación de la ortodoxia protestante en respuesta a los ataques romanistas, socinianos y arminianos, siendo esto el trabajo del siglo XVII. El segundo fue la desviación resultante en el protestantismo liberal, cuando se intentó redefinir la doctrina cristiana, primero en los términos del racionalismo ya usado a la vez que resistido por la ortodoxia, de una manera más original y poderosa por Schleiermacher, en términos de la experiencia subjetiva (requerida por la crítica de la razón de Kant y sugerida por el pietismo). El tercero es una firme reacción bíblica y teológica contra cualquier forma de liberalismo, derivada de muchas fuentes, combinando varias ramas, incluyendo el riesgo de una reversión como en Bultmann, pero teniendo en Barth y otros una genuina, sino uniformemente exitosa reconstrucción de la teología sobre bases bíblicas y reformadas.

Se produce así una coyuntura crítica en la historia. Existen muchas fuerzas hostiles; por un lado, tenemos a un romanismo atrincherado, por el otro, un liberalismo persistente. Pero hay también factores esperanzadores como el ambiente de la época, las ricas discusiones ecuménicas, el deseo de una teología real y, por sobre todo, el estudio intensivo y fructífero de la Biblia misma. La batalla una vez más ha sido unirse en torno a la verdadera teología no deformada ni por el legalismo ni por el racionalismo; y no es imposible que pudiera ganarse si podemos enseñar y aprender unos de otros para ser más genuinamente bíblicos y, por lo tanto, pensar y hablar de Dios mismo como autorevelado en Jesucristo.

Véase también el articulo Teología Bíblica.

Geoffrey W. Bromiley

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (598). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología