TIERRA

v. Mundo, Polvo
Gen 1:1 en el principio creó Dios los cielos y la t
1:10


(heb., †™adhamah, suelo, †™erets, tierra; gr., ge, tierra, oikoumene, tierra habitada, kosmos, disposición ordenada). La palabra hebreo adhamah generalmente significa el suelo rojizo labrado de Palestina. Pero también se usa para significar una propiedad (Gen 47:18 ss.), la tierra como una sustancia material (Gen 2:7), un territorio (Gen 28:15) o toda la tierra (Gen 12:3; Deu 14:2).La palabra †™erets comúnmente significa la tierra en oposición al cielo (Gen 1:1; Jos 2:11) o tierra en el sentido de un paí­s (Gen 13:10; Gen 45:18). En el NT, ge significa suelo, sea o no labrable (Mat 5:18; Joh 8:6); la tierra como lo opuesto de los cielos (Mat 6:10; Act 2:19); y territorio o región (Luk 4:25; Joh 3:22).

Oikoumene lleva el significado de la tierra habitada o el mundo (Mat 24:14; Luk 4:5), el Imperio Romano (Luk 2:1) y todos los habitantes de la tierra (Act 17:6; Rev 3:10). Kosmos se usa en un sentido derivado para describir a la tierra, aunque siempre se traduce mundo.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

El vocablo hebreo eres, se usa miles de veces en el AT. Tiene varias acepciones. Una de ellas es de sentido cosmológico, pero no la t. como planeta de un sistema, sino como el lugar donde se desarrolla la vida del hombre (†œEn el principio creó Dios los cielos y la tierra† [Gen 1:1]). Otro sentido apunta a una idea más limitada, como la t. en comparación con el mar (†œY llamó Dios a lo seco Tierra, y a la reunión de las aguas Mares† [Gen 1:10]). Dios es el creador y el dueño de la t. (†œDe Jehová es la tierra y su plenitud; el mundo, y los que en él habitan† [Sal 24:1]). Esta idea se contrapone a la creencia pagana de que la t. era obra de un ser intermedio entre la Deidad y el hombre, un demiurgo. El Señor es el soberano de la t. (†œPorque Jehová el Altí­simo es temible; rey grande sobre toda la tierra† [Sal 47:2].

También se usa el término eres para señalar a un territorio, especialmente cuando se está hablando de Canaán, que es †œla t.† por excelencia (†œA tu descendencia daré esta tierra, desde el rí­o de Egipto hasta el rí­o grande, el rí­o éufrates† [Gen 15:18]). La decisión de Dios de escoger esta t. para la promesa es lo que la hace santa. En la mente hebrea, el mundo estaba dividido en dos clases de t., la de Israel y la de las naciones. La una santa y la otra impura. Por eso los exiliados en Babilonia no se sentí­an en la capacidad de cantar las alabanzas del destruido †¢templo (†œ¿Cómo cantaremos cántico de Jehová en tierra de extraños† [Sal 137:4]).
el NT, cuando se habla de la tierra en el sentido de suelo, se usa la palabra ge, como en Mat 13:5 (†œParte cayó en pedregales, donde no habí­a mucha tierra†), o en Mar 8:6 (†œEntonces mandó a la multitud que se recostase en tierra†). También para comunicar la idea más amplia de un territorio (†œLa reina del Sur … vino de los fines de la tierra† [Mat 12:42]; †œ… y tú, Belén, de la tierra de Judá…† [Mat 2:6]). Y para señalar al mundo, en sentido general (†œ… juntará sus escogidos de los cuatro vientos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo† [Mar 13:27]). Para referirse a la t. habitada, se usa el término oikoumene (†œ… desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra† [Luc 21:26]).
el NT se corrobora †œque en el tiempo antiguo fueron hechos por la palabra de Dios los cielos, y también la tierra† (2Pe 3:5). El pecado humano introdujo en el mundo un desorden, †œporque la creación fue sujetada a vanidad† (†œMaldita será la tierra por tu causa† [Gen 3:17; Rom 8:20]). Esta es la causa de los daños en el ambiente, producto de la mala administración de los recursos naturales que hace el hombre contaminado por el pecado. Pero Dios sujetó a la creación a vanidad con una esperanza: la creación de †œcielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia† (2Pe 3:13).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, ELEM

ver, CANAíN, ISRAEL, JUDí, PALESTINA

vet, (a) TIERRA SANTA. (Véanse CANAíN, ISRAEL, JUDí y, especialmente, PALESTINA.) (b) TIERRA. Son varios los términos hebreos que se traducen “tierra”, pero no se emplean para distinguir la tierra como esfera de la superficie de la tierra, o suelo; tampoco para discriminar entre la superficie general de la tierra y cualquier parte de ella, o territorio, o el material que la constituye. Así­, “adamah” se refiere generalmente a la tierra como material o suelo: la lluvia cae sobre “la tierra” (Gn. 7:4); “un altar de tierra” (Ex. 20:24); el hombre “vuelve a la tierra” (Sal. 146:4); sin embargo, se refiere con frecuencia a “la tierra” de Israel: “no prolongaréis vuestros dí­as sobre la tierra” (Dt. 30:18); “a fin de que habites sobre la tierra” (Dt. 30:20); “los dí­as que viviereis sobre la tierra” (Dt. 31:13); “la tierra que juré a sus padres” (Dt. 31:20). Otro término, “erets”, tiene un significado más amplio: en algunas ocasiones la tierra como esfera, el globo terrestre (Gn. 1:1; Is. 40:22; Jb. 26:7, en particular, afirma: “Cuelga la tierra sobre nada”; también en Is. 40:15, 25-26 se afirma la pequeñez de la tierra en comparación con el ejército de los cielos). En otros lugares, este mismo término se usa de distritos (cfr. Gn. 10:11, 20). En el NT, el término “gê” se emplea para todos los anteriores significados. Se usa simbólicamente como una caracterí­stica del hombre en su estado natural. “El que es de la tierra es terreno, y cosas terrenales habla” (Jn. 3:31). En cada caso, debido a lo amplio de cada término utilizado, la verdadera extensión deberá ser determinada por el contexto.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[800]

Muchas acepciones tiene el concepto de tierra. Van desde el sentido material de planeta que gira en tercera posición en torno a la estrella solar hasta el lugar en donde los hombres habitan y el terreno donde los gustos se cultivan.

En el Nuevo Testamento son 259 las veces que emplea el término tierra (ge) como morada de los hombres y como el ámbito en el que se ha encarnado el Hijo de Dios.

Más o menos se habla de varias formas: – De mundo fí­sico y material, que con frecuencia se contrasta con el agua.

– De lugar cercano, que se ama como patria, y se presenta como comarca que se recorre o por la que se atraviesa.

– De suelo, o tierra de cultivo, en donde se realizan las cosechas y se plantan viñas o se labran campos.

Pero hay otras expresiones determinadas o conceptos matizados que tienen especiales resonancias bí­blicas: – Tierra prometida, alude a la tierra de los cananeos que Dios exterminó por sus pecados y entregó a los descendientes de Abraham por la ví­a de Isaac y de su hijo Jacob (Hech. 7.3;-5 y 13.19).

Estrictamente la Tierra Prometida serí­a la que se describe en el libro de Josué, autor del reparto definitivo del territorio dado a los israelitas. Y desde luego poco tendrí­a que ver con el posterior Reino de Salomón o la extensión territorial que gobernó más adelante Herodes y mucho menos con las pretensiones de los más extremos integristas del sionismo internacional reciente.

– La idea de “Tierra nueva” responde a la esperanza de que surgirán “según el mismo Señor tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra” (2. Pedr. 3.13). Es idea que queda intensamente renovada en la visión profética del Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron.” (Apoc. 21.1) Se hizo paso en la Teologí­a cristiana una idea de que habrá nueva tierra renovada, según parece latir también en otros textos: Mt. 5.34; Mt. 18.19; Mc. 13.27; Hech 4.24; Hbr. 1.10.

– En la Escritura con frecuencia se llama “tierra cercana” o paí­s a determinadas zonas con un nombre preciso: tierra de Judá (Mt. 2.6), tierra de Zabulón (Mt. 4.15), tierra de Gomorra (Mt. 10.15), tierra de nadie (Hech. 7.29).

Las expresiones que aluden a tierras concretas: comarca, ciudad, entorno, región, paí­s, campo, contorno, etc, se multiplican cuando se habla de una tierra localizada y conocida.

– Tierra Pura, alude a una forma de budismo Mahayana extendida en Asia oriental. Se basa en tres sutras sánscritos: el Amitayusdhyana-sutra (Meditación sobre el Amitayus Sutra) y en los Sukhavativyuha-sutras (sutras de la Descripción del Paraí­so Occidental). Son textos del siglo I y fomentan la devoción al Buda Amitabha (o Buda de la Luz Resplandeciente), que asegura el renacimiento en un paraí­so llamado la Tierra Pura. En diversas derivaciones y corrientes, ha sido el budismo más extendido en China y Japón.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. creación, ecologí­a, religiones tradicionales)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Dios es el creador y el dueño absoluto de la tierra (Gén 1-2). Se la da al hombre para que la usufructúe y la domine (Gén .1,28). Todas las cosas creadas han sido puestas por Dios a los pies del hombre (Sal 8,7), el cual está radicalmente vinculado a la tierra; de ella viene y a ella volverá. Tras el primer pecado, la tierra se vuelve rebelde y los frutos que hubiera ofrecido generosa y espontáneamente, han de ser arrancados de ella por el trabajo y el sudor (Gén 3,17-19). Israel, tras ser un pueblo nómada, se instala en la tierra prometida por Dios a Abrahán (Gén 12,7), conquistada en una guerra santa (cf. Libro de Josué), para que quede bien de manifiesto que ha sido Dios el que ha entregado esta tierra, que mana leche y miel (Núm 14,7; Ex 3,8), a Israel (Sal 135,12). Tras el exilio desventurado, y dichoso al propio tiempo, los israelitas volverán de nuevo a su tierra (Ez 37,21.25). Jesucristo, que se encarnó en esta tierra, quedó de alguna manera sellado por ella; así­ toma de esta tierra (sementera, siega, árboles, plantas, pesca y vida pastoril) comparaciones para ilustrar el reino que viene a establecer en el mundo. Sobre todo, Jesucristo cambia el sentido puramente material de la tierra por un sentido espiritual. Lo que importa no es la tierra fí­sica, donde está instalado el pueblo elegido, sino la tierra espiritual, es decir, el reino de Dios, que sólo puede ser conquistado a base de renuncias absolutas (Mc 10,29). Jesucristo declara dichosos a los mansos, a los dulces, porque ellos poseerán la tierra (Mt 5,4). Así­ la tierra prometida adquiere su verdadero valor, su valor tipológico y de signo, todo lo cual será coronado con la visión del Apocalipsis de una tierra nueva en el fin del mundo (Ap 21,1). ->contexto; pobres.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> agua, luz, ruah, fuego, sangre, Abrahán, promesa, conquista, ecologí­a). En un sentido general, el hombre está formado por barro de la tierra y por espí­ritu* de Dios. No es un ser caí­do, espí­ritu inmaterial, condenado al destierro del mundo (como en el gnosticismo), sino materia viviente, llena de Dios. La tierra en general, y de un modo especial la tierra de Canaán o Palestina (tierra de Israel), constituye uno de los elementos básicos de la historia y teologí­a bí­blica.

(1) Tierra creada, tierra maldita. La palabra clave de la Biblia sobre la tierra sigue siendo Gn 1,1: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra”. Como creación de Dios, la tierra es buena y forma parte de la totalidad de la creación, en la que se incluyen los cielos, es decir, el mundo superior de los astros, concebido como bóveda que se extiende sobre la tierra. La tierra es buena, aunque resulta dura para los hombres actuales, como ha destacado el relato del “pecado” de Adán: “Maldita será la tierra por tu causa…” (Gn 3,17). El hombre puede convertir la tierra el lugar de maldición, de trabajo envidioso y de muerte, como ha destacado Gn 4,11-12 cuando afirma, de manera sorprendente, que la tierra, que recibe la sangre del asesinado, maldice a su asesino. Sin duda, ésta es una expresión simbólica, pero expresa una de las certezas más hondas de la historia humana: el asesinato de un hombre significa una afrenta contra la tierra donde ese hombre ha nacido. La tierra habí­a comenzado a ser maldita por el pecado de Eva/Adán, que habí­an pretendido apoderarse de las fuerzas de la vida (Gn 3,17). Pero ahora se vuelve maldita en grado superlativo: no ha recibido el cuerpo de un hombre que muere de viejo, para descansar en ella, sino el cadáver de un asesinado. Hay una muerte natural y la tierra acoge con honor a los muertos, que de ella han brotado y a ella vuelven (cf. 3,18-19). Pero hay una muerte contra natura, es decir, contra la tierra, una tierra que maldice a los asesinos. La bendición de la tierra está vinculada a la vida de los hombres, de manera que allí­ donde ellos se matan se eleva desde su fondo la voz de la sangre (qol dam) de los asesinados, como voz que nunca se apaga ni extingue, porque la escucha el mismo Dios. Esa experiencia de la tierra que grita a Dios maldiciendo a los asesinos constituye una de las mayores aportaciones de la experiencia bí­blica para el mundo actual, mundo marcado por el asesinato colectivo de millones de personas, que caen como ví­ctimas de un sistema de opresión generalizado a través de los diversos tipos de racismo (como el de los nazis en contra de los judí­os) y de capitalismo impositivo.

(2) Tierra de Canaán, tierra prometida. La Biblia supone que el mismo Dios ha concedido a los israelitas una tierra, la tierra de Canaán, que se extiende desde Fenicia (Sidón) hasta el sur de Palestina (Gaza, ciudades del mar Muerto: cf. Gn 10,15-19) o, con más precisión, desde Dan hasta Berseba (cf. Je 21,1; 1 Sm 3,20; 2 Sm 17,11). Es la tierra de las promesas, que Dios concede a los israelitas, conforme al testimonio unánime del Antiguo Testamento (cf. Ex 6,4; Nm 13,2; Dt 32,49; Sal 105,11). Ella está especialmente vinculada a las tradiciones de Abrahán y a los relatos de la conquista, que trazan dos lí­neas de tradición distintas pero vinculadas. Desde esa base podemos afirmar que la Biblia es el libro de la tierra prometida. Toda la antropologí­a bí­blica está vinculada a la experiencia de la tierra que Dios ha prometido a los hombres, especialmente a los israelitas, como lugar de vida y plenitud, dentro de un mundo también creado por Dios (Gn 1-2). Pensando en esa tierra prometida a la que deben entrar los israelitas ha sido escrito el Pen tateuco. La tierra aparece así­ como teofaní­a o manifestación de Dios (cf. Gn 15,7; Dt 8,1-10), según muestra el final del Pentateuco (Dt 34,1-12) y el comienzo de los libros históricos (cf. Jos 1,2-6). Ciertamente, muchos pueblos han interpretado su entorno natural (montañas y mares, rí­os y valles, etc.) como bendición de Dios y experiencia salvadora, de manera que han mantenido y cultivado un tipo de adoración de la tierra (Pacha Mama, Amalur, etc.). Pues bien, los israelitas han aportado en este campo una experiencia especial. Por una parte, han desacralizado toda tierra, afirmando que ninguna es sagrada, ni puede adorarse (Ex 20,4; Dt 5,8). Por otra parte, han concebido su tierra, Eretz, de Israel, como signo de elección y presencia divina. La tierra aparece así­ como el primero de los dones naturales de Dios, pero no es Madre-Diosa de la que nacen los hombres, como en los mitos cosmogónicos de Oriente y Occidente, sino barro del que los hombres han surgido por obra de Dios (cf. Gn 2,7) y don que Dios les ha ofrecido y que ellos deben heredar (Gn 15,7; Dt 3,28; 12,10; 31,7; 1 Sm 2,8; Jr 3,18) a través del éxodo liberador y de un camino de desierto. Finalmente, ella es meta a la que tiende la vida del pueblo: Moisés muere sin haberla alcanzado (Dt 34), y los profetas y apocalí­pticos la siguen prometiendo (cf. Is 65,17; 66,22), como repite el Apocalipsis cristiano (Ap 21,1). Por defender su tierra, centrada en Jerusalén, lucharon muchos judí­os, tanto en tiempos anteriores a Jesús (macabeos), como posteriores (guerra del 6770 d.C.). Por conquistar esa tierra lucharon los cruzados cristianos del siglo XII y por defenderla han creado algunos judí­os el Estado actual de Israel, en conflicto con los palestinos y otros grupos árabes.

(3) Tierra que mana leche y miel. La Biblia afirma que Yahvé prometió a los hebreos esclavizados en Egipto una “tierra de leche y miel” (cf. Ex 3,8.17; 13,5), como garantí­a de plenitud, una tierra buena y ancha (tobah wrhabah), a diferencia de Egipto, que era lugar de maldad y estrechez. La tierra que Dios promete a los hebreos es un espacio de abundancia y amplitud, de gozo y ternura, que están simbolizados por la leche y la miel. Esta expresión (tierra que mana leche y miel: zabat halab wdba†™s) proviene de textos mitológicos y está re lacionada con la bondad de Dios, que ofrece a los hombres su leche (cuidado materno) y su miel (dulzura) en la tierra. En ese contexto se añade que los israelitas van a renacer en esa tierra desde el amor de Dios (cf. Lv 20,24; Nm 13,27; Dt 6,3; 11,9; etc.). Es evidente que en el fondo de ese deseo influye la añoranza del paraí­so (Gn 2-3), reinterpretado de forma histórica, como experiencia de vida feliz. La tierra futura anhelada es más que un espacio puramente geográfico o material: Palestina ha sido y sigue siendo campo de contrastes, de dureza, sacrificio y muerte. Sin embargo, a los ojos del israelita ella aparece, como sí­mbolo de nuevo nacimiento, cuna de humanidad. Ciertamente, esa expresión (tierra que mana leche y miel) puede convertirse en puro mito: el Dios de la Biblia nos saca de este mundo real para llevarnos a una tierra imaginaria, un jardí­n de maravillas que solamente existe en el ámbito de la fantasí­a. Pues bien, en contra de eso, los textos del Pentateuco saben que los hebreos se dirigen de hecho hacia una tierra concreta y disputada sobre el mundo, ellos se dirigen al meqom (Ex 3,8) o lugar donde se encuentran asentados los seis (o siete) pueblos cananeos, héteos (= hititas), amorreos, etc., para iniciar allí­ su andadura como pueblo mesiánico, en un camino concreto de conflictos y esperanzas.

(4) Tierra regalada y pactada. Abrahán: la tradición pací­fica. La tradición de la promesa de la tierra se encuentra vinculada con la memoria de Abrahán, desarrollada en los capí­tulos centrales del Génesis. Conforme a esa memoria, Abrahán “toma” pací­ficamente una tierra que es de otros, teniendo que pactar con sus habitantes (con sus dioses), apareciendo así­ como peregrino en una tierra que aún no es suya, como indicaremos comentando el texto básico de Gn 12,1-8. Dios acaba de bendecir a Abrahán y le ha mandado que salga de su tierra (de Mesopotamia), con su familia, hacia una tierra nueva que el mismo Dios le mostrarí­a, (a) Salieron hacia la tierra de Canaány entraron en la tierra de Canaán… (Gn 12,5). Dios no le habí­a dicho todaví­a adonde debí­a dirigirse. ¿Por qué viene a Canaán? Se puede responder de dos maneras. El redactor (que sabe ya cuál es la tierra prometida) nos harí­a ver que Abrahán iba cumpliendo la promesa, aunque él no lo supiera. Pero también se podrí­a pensar que Abrahán estaba haciendo lo único sensato en su lugar y tiempo: toma la ruta del Creciente Fértil y por ella avanza con los otros caminantes de la historia. Desde Harrán, siguiendo la lógica de las emigraciones, Abrahán tiene que pasar por Siria y Canaán para llegar a Egipto, (b) Y penetró Abrahán por la tierra hasta el maqom de Siquem, hasta la encina de Moréh (de la Visión) (Gn 12,6). Ha dejado todo para seguir la palabra de Dios. Pero, al mismo tiempo, va buscando a Dios, como lo indica el hecho de que viene hasta el maqom o santuario. Quizá pudiéramos decir que viene encamándose religiosamente por la tierra que atraviesa. Podrí­a añadirse que la misma palabra de Dios le ha llevado a buscar su presencia en los lugares donde otros le invocaban ya. En esa misma lí­nea ha de entenderse la referencia a la encina de Moréh. En Palestina eran abundantes los árboles* sagrados, vinculados a veces con el culto baalista que los profetas persiguieron. En este momento no hay aún ningún rechazo antipagano (aunque el texto recuerda que entonces habitaba en la tierra el cananeo: 12,6). Abrahán llega al santuario de la encina que es árbol de visión o instrucciónrevelación, como indica su nombre Moréh (vinculado ayarah, torah, etc.), para recibir allí­ la palabra de Dios, (c) Yahvé se apareció a Abrahán (Gn 12,7). De pronto, en medio del camino, el proceso de su búsqueda humana se abre y Dios actúa nuevamente con el nombre propio de Yahvé. Al principio estaba sólo la palabra (wayy’omer: Gn 12,1). Ahora llega la visión (wayyera’: 12,7); Dios mismo aparece en su forma personal, como Yahvé, mostrándole su presencia. Abrahán busca en una tierra donde ya habí­a otras personas habitando y adorando a Dios, junto al santuario antiguo (cananeo) de Siquem, bajo el árbol sagrado de las revelaciones. Yahvé se le muestra de manera nueva, como el Dios que le habí­a llamado, diciéndole que saliera de su patria; le ha estado esperando aquí­, en la tierra nueva, cumpliendo su palabra y declarando así­ la santidad del lugar al que ha llegado. De ahora en adelante, Siquem ya no será significativa (para los israelitas) por su viejo santuario cananeo, sino porque Yahvé se ha revelado allí­, mostrando su rostro (presencia) al patriarca peregrino y diciéndole su palabra: “a tu descendencia daré esta tierra” (12,7). El centro de atención ya no es la tierra sino el mismo Dios de Abrahán que le ofrece su palabra y le promete su asistencia, (d) Y Abrahán construyó allí­ un altar para Yahvé que se le habí­a aparecido (Gn 12,7). Elevar un altar significa aceptar la palabra de Dios, respondiendo a ella con gratitud. El altar (mizbeah) es el lugar donde los fieles sacrifican (zabah), mostrando su fe en Dios y dándole gracias. Si Abrahán eleva un altar es porque cree, porque admite la palabra de Dios, porque sigue firme en su esperanza. Abrahán responde a la revelación de Dios fijando un signo sagrado sobre el suelo, creando así­ un espacio religioso que es garantí­a de presencia de Dios y principio de respuesta humana. Normalmente, la historia deberí­a terminar aquí­, como hieros logos o leyenda sagrada de un santuario (Siquem). Pero ese final hubiera sido contrario a la promesa de Abrahán y al contenido más profundo de la experiencia israelita. Abrahán no puede acabar su camino religioso edificando un solo altar, para quedar allí­ fijo, convertido en sacerdote de un templo. Todos los altares de Abrahán son etapas de una peregrinación que sigue abierta hacia el futuro que marcan las promesas. Por eso, el texto continúa, (e) Y se trasladó desde allí­ a la montaña, al este de Betel… plantó su tienda, construyó un altar… e invocó el nombre de Yahvé (Gn 12,8). Esta noticia (sobre el altar de Betel*) se relaciona con la que ofrece Gn 28,11-22, donde se narra el sueño de Jacob, con la visión de la presencia de Dios, la erección de una estela sagrada y la promesa de construir un santuario. Este último relato se encuentra más desarrollado y ofrece una visión más precisa del origen del santuario de Betel (= Casa de Dios). Sin embargo, la tradición recogida en Gn 12,8 resulta también significativa. Miremos un mapa de Palestina. El patriarca sigue dirigiéndose hacia el sur, tomando posesión prospectiva, esperanzada, caminante, de la tierra de Canaán. El texto dice que plantó su tienda. La plantó para luego levantarla (ése es el sentido de Gn 12,9), en camino que le va llevando al cumplimiento definitivo de la promesa. Ha recibido un signo de Dios (se le ha mostrado) y responde, tanto en Siquem como en Betel, construyendo un altar, es decir, poniendo marcas de misterio en su camino y abriendo así­ un espacio de experiencia religiosa para sus descendientes. La misma dinámica de la vocación hace que Abrahán viva en los caminos, morando en tiendas (sin suelo firme, sin tierra propia); pero su mismo gesto, fundado en la palabra de Dios, va ofreciendo signo y principio de vida para sus descendientes. Es significativo el hecho de que en este primer momento no aparezca Jerusalén, un motivo que después ha sido integrado en los recuerdos del patriarca en Gn 14,18-24. Por ahora, Abrahán sigue su camino y, por las huellas del Creciente Fértil, desciende hacia el Neguev, para tomar luego la ruta del hambre (y deseo de abundancia) que conduce a Egipto (Gn 12,10).

(5) Tierra conquistada. La tradición guerrera. Tradición militar. Junto a la tradición pací­fica de Abrahán, que camina sin violencia por la tierra de Canaán, sabiendo que es un don de Dios, aceptando la presencia de otras gentes y otros cultos con los que tiene que pactar, en el conjunto del Pentateuco y de un modo especial en el libro de Josué, se ha impuesto la visión de la conquista violenta de la tierra, que Dios ha concedido a los israelitas y que ellos pueden conquistar y poseer de un modo violento. “Cuando marche mi ángel ante ti y te introduzca en la tierra del amorreo, del hitita y ferezeo… no adores a sus dioses ni les sirvas, no fabriques lugares de culto como los suyos, sino que has de destruirlos y derribar también sus piedras sagradas” (Ex 23,23-24). Estas palabras forman parte de un pacto de constitución sacral y/o social del pueblo (cf. Ex 34,10-11; Je 2,1-5; Dt 7 y 20), que vincula a los federados de Yahvé, haciendo que se opongan a los cananeos para destruirlos, en guerra militar e innovación popular. “Cuando Yahvé, tu Dios, te haya introducido en la tierra a la cual entrarás para tomarla en posesión, y haya expulsado de delante de ti a muchas naciones (heteos, gergeseos, amorreos, cananeos, ferezeos, jeveos y jebuseos: siete naciones mayores y más fuertes que tú) y cuando Yahvé tu Dios las haya entregado delante de ti y tú las hayas derrotado, entonces destrúyelas por completo. No harás alianza con ellas ni tendrás de ellas misericordia. No emparentarás con ellas: No darás tu hija a su hijo, ni tomarás su hija para tu hijo. Porque desviará a tu hijo de en pos de mí­, y servirá a otros dioses, de modo que el furor de Yahvé se encenderá so bre vosotros y pronto os destruirá. Ciertamente, así­ habéis de proceder con ellos: Derribaréis sus altares, romperéis sus piedras rituales, cortaréis sus árboles de Ashera y quemaréis sus imágenes en el fuego. Porque tú eres un pueblo santo para Yahvé tu Dios; Yahvé tu Dios te ha escogido para que le seas un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la faz de la tierra” (Dt 7,2-6). Ciertamente, en contra de lo que mandaba la teologí­a oficial del Deuteronomio, los israelitas no mataron de hecho a todos los habitantes de la tierra, sino que lucharon básicamente contra la oligarquí­a sacral cananea y destruyeron, en guerra* sagrada, sus signos de opresión fundamental, ligados al rey y al culto de los í­dolos. Así­ vinieron a presentarse como nación santa y pueblo sacerdotal (cf. Ex 19,5-6), sobre una tierra que ellos consideraron como exclusivamente suya, tierra santa. De todas formas, su visión de la tierra como don de Dios que se traduce en forma de posesión polí­tica, que puede y debe conseguirse y mantenerse por las armas, forma parte de una de las lí­neas básicas de la teologí­a y de la práctica social israelita, desde los macabeos* y celotas a nuestros dí­as. De esa forma, lo que era don de Dios, en un plano religioso, viene a interpretarse como objeto y resultado de una conquista violenta. La posesión y defensa de esa tierra de Canaán (o de Palestina, es decir, de los filisteos), concebida como “tierra santa” (Zac 2,12), constituye uno de los temas básicos de la historia israelita, tema aún no resuelto por la teologí­a oficial sionista de algunos judí­os actuales.

Cf. M. COLLIN, Abrahán, Verbo Divino, Estella 1987; R. MICHAUD, Los patriarcas. Historia y teologí­a, Verbo Divino, Estella 1997; E. PASCUAL CALVO, La Promesa de la Adamah en el Pentateuco, Complutense, Madrid 1989; X. PIKAZA, Tierra y promesa de Dios. La Biblia y la teologí­a de la historia, Fax, Madrid 1973; W. VOGELS, Abraham y su leyenda: Génesis 12,1-25,11, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Al parecer, el versí­culo del Génesis: “Llenad la tierra y sometedla; dominad sobre los peces del mar, las aves del cielo y todos los animales que se mueven por la tierra” ha sido interpretado como permiso y licencia para tener el poder absoluto sobre la naturaleza. Esto, sin embargo, es totalmente inaceptable desde el punto de vista histórico. Si comparamos épocas, nos daremos cuenta de que una explotación de la naturaleza como la que se produce en nuestros dí­as, siempre coincide con perí­odos en los que nos hemos alejado mucho de la fe cristiana y hemos adquirido conceptos racionalistas e inmanentes del cosmos. Pero también es importante subrayar que la acusación ignora el verdadero sentido del versí­culo del Génesis, que pretende expresar —y a la vez interpretar— la experiencia, sorprendente y grata, que el hombre hace de las maravillas de la creación, al tiempo que advierte su fragilidad; la Palabra de Dios tiene, por tanto, el sentido de la bendición, no solamente el del mandato. Nos quiere decir que la tierra es un don y que hay que guardarla y cultivarla con amor y gratitud. Leí­do correctamente, el texto bí­blico llama la atención del cristiano y de todo hombre sobre una exigencia fácilmente olvidada: la tierra, mucho más que un repertorio de recursos de los que podemos disponer ad lí­bitum, es un lugar en el que el hombre percibe la experiencia de la vida como don. La tierra viene al encuentro del hombre mucho antes que el hombre sepa querer a la vida y sepa lo que es la vida; nos viene al encuentro como don de un Dios creador, dándonos la certeza de que este Dios también cuida de nosotros.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

SUMARIO: I. La tierra de la Biblia: 1. La dimensión geográfica de la historia de la salvación; 2. Los confines de la tierra; 3. La conformación fí­sica; 4. En el centro del mundo; 5. Una encrucijada de pueblos. II. Denominaciones bí­blicas: 1. Denominaciones históricas; 2. Denominaciones teológicas: a) La tierra prometida, b) La tierra santa, c) La heredad de Dios, d) La heredad profanada. III. Historia y teologí­a de la tierra: 1. Observaciones metodológicas; 2. La promesa inicial: a) Abrahán, b) Los herederos de Abrahán, c) La promesa y la fe; 3. Dios prepara la posesión de la tierra: Moisés; 4. La teologí­a deuteronomista; 5. La posesión efectiva de la tierra como don de Dios; 6. La dialéctica teológica de la tierra conquistada; 7. En la tierra en peligro; 8. La prueba suprema del destierro y el mensaje de los profetas: a) Jeremí­as, b) Ezequiel, c) Un mensaje de consolación, d) La vuelta a la patria. IV. El evangelio y la tierra: 1. Los judí­os de Qumrán; 2. ¿Jesús patriota revolucionario?; 2. La heredad definitiva de Dios; 4. Pablo y los privilegios de Israel; 5. La tierra-cielo. V. La teologí­a de la tierra hoy.

I. LA TIERRA DE LA BIBLIA. 1. LA DIMENSIí“N GEOGRíFICA DE LA HISTORIA DE LA SALVACIí“N. La revelación divina tiene una dimensión histórica, puesto que ha tenido principio y cumplimiento en el mundo de los hombres en épocas diversas y sucesivas, y una dimensión geográfica, porque ha tenido como centro una tierra particular, patria del pueblo al que se manifestó Dios con palabras y hechos que se entrelazan en una trama densa y coherente.

2. LOS CONFINES DE LA TIERRA. Esta tierra particular es la punta occidental de lo que convencionalmente se ha llamado la media luna fértil, que comprende, al sur, los paí­ses del cercano Oriente entre el Mediterráneo y el desierto arábigo. En el extremo oriental está Mesopotamia; en el centro, el territorio siro-palestinense, y en la otra extremidad, Egipto. La tierra propiamente bí­blica, teatro de la historia de la salvación, se extiende entre el Lí­bano al norte, el desierto siriaco al este, el Mediterráneo al oeste, y al sur la región desértica que va luego a formar la pení­nsula del Sinaí­. En el AT los confines reales se indican la mayorí­a de las veces con la fórmula “desde Dan a Berseba”, es decir, desde el pie del Hermón -la cima más alta de Antilí­bano, que domina la Beqaa- al norte, hasta el desierto del Negueb al sur; del este al oeste está comprendida entre la fosa del rí­o Jordán y el Mediterráneo. La distancia desde Dan a Berseba es de 240 km en lí­nea recta; la anchura media del territorio es de 65 km. La superficie total suma 15.640 km2, poco más que la provincia de Badajoz.

3. LA CONFORMACIí“N FíSICA. El territorio se divide en cuatro regiones geográficas: la fosa formada por el rí­o Jordán; la cadena montañosa que corre de norte a sur; la zona denominada Sefela, formada en occidente por las colinas que descienden hacia el litoral mediterráneo; y el Negueb, que es la región meridional de las ciudades de Hebrón y Berseba hasta el desierto.

4. EN EL CENTRO DEL MUNDO. Para Eze 38:12, Palestina es “el ombligo de la tierra”; Jerusalén está en el centro de las naciones (Eze 5:5). El término hebreo tabbur (ombligo), usado por el profeta en sentido figurado, indica en otras partes una pequeña altura cerca de Siquén (Jue 9:37). En la antigüedad eran consideradas otras ciudades como centro geográfico de la tierra. En ese sentido el tí­tulo de “ombligo de la tierra” correspondí­a en Grecia a Delfos, donde se alzaba un célebre santuario de Apolo. Es difí­cil decir si Ez pretendió indicar literalmente la posición geográfica de Palestina o si pensó en una ubicación simbólica para exaltar su grandeza religiosa. La idea del centro geográfico de la tierra de Israel y de Jerusalén la harán suya los apócrifos (Henoc XXXV, 1; Jubileos VIII, 12), la literatura rabí­nica y los autores medievales (Dante, Inf. XXXIV, 14).

5. UNA ENCRUCIJADA DE PUEBLOS. La posición geográfica y la modestí­sima extensión de la tierra bí­blica son tales que su supervivencia constituí­a un desafí­o que ha significado un misterio. Situada como puente obligado entre Egipto, Asia Menor y Mesopotamia, no sólo experimentó el influjo de la cultura y de la religión de pueblos de civilización antiquí­sima, sino que fue ví­ctima predestinada de las ambiciones y de los impulsos expansionistas de poderosos imperios, como Babilonia, Egipto, los reinos arameos de Siria, Asiria, Persia, el imperio de Alejandro Magno y el imperio romano. En el curso de milenios y de choques gigantescos, ninguna potencia logró borrar definitivamente de la historia la tierra elegida por Dios.

II. DENOMINACIONES BíBLICAS. 1. DENOMINACIONES HISTí“RICAS. En el AT no se encuentra una denominación histórica fija; en los libros más antiguos es “la tierra de Canaán”, del nombre de las poblaciones, indicadas genéricamente como cananeos, que la ocupaban antes de la conquista israelita. En la Biblia hebrea se encuentra 11 veces “tierra de Israel” como indicación genérica, que cuando la monarquí­a hebrea originariamente unitaria se dividió en dos reinos -Israel al norte y Judá al sur- se reservó al territorio del reino septentrional; pero después de su caí­da (722 a.C.) recuperó el significado antiguo.

2. DENOMINACIONES TEOLí“GICAS. En virtud de su significado y de su diversa importancia en la historia de la salvación, la tierra asume denominaciones de carácter teológico.

a) La tierra prometida. Como “la tierra de la promesa” se indica en griego en el NT (Heb 11:9); en el AT, como en hebreo falta un término correspondiente al verbo prometer, la idea se expresa de manera equivalente con la fórmula “la tierra que el Señor os dará según ha dicho”, o bien “la tierra que ha jurado (Dios) dar a tus padres”.
b) La tierra santa. Para las tres grandes religiones monoteí­stas, Palestina es por excelencia “la tierra santa”. El tí­tulo se encuentra ya en el AT (Zac 2:16; 2Ma 1:7; Sab 12:3). Para los hebreos, dondequiera que Dios se manifestaba, el suelo se convertí­a en sagrado (Gén 28:16-17; Exo 3:5-6; Jos 5:15); Palestina entera es un “santuario” (Exo 15:17), porque es la tierra de Dios (Isa 14:2; Ose 9:3). Un hebreo expulsado de ella se veí­a impedido de honrar a su Dios (ISam 26,19); un extranjero, el sirio Naamán, para adorar a Yhwh en Damasco se lleva tierra palestinense (2Re 5:17).
c) La heredad de Dios. “Heredad de Yhwh” es uno de los nombres más antiguos dados por Israel a su patria. El término hebreo nahalah, heredad, indica más de lo que dice el término jurí­dico de la herencia como transferencia de bienes, porque insiste más bien en la estabilidad y la permanencia de la posesión obtenida. En el Oriente antiguo toda divinidad era considerada dueña de la tierra en que era honrada, por lo cual se la llamaba su heredad. La tierra de Israel es propiedad de Dios (Jos 22:19); y como en el tiempo en que los israelitas entraron en ella ocuparon primero la región montañosa, se llama también la montaña de la heredad de Dios (Exo 15:17).

Los israelitas debí­an considerarse extranjeros y huéspedes en la tierra de Dios (Lev 25:23); sólo tení­an su usufructo, por lo cual la posesión de un terreno perteneciente a ella no podí­a ser enajenado. Expresión cultural y legal de este principio es la institución del año sabático, durante el cual también la tierra de Dios debí­a observar el reposo; por eso se prohibirá la siembra y la recolección (Exo 23:10-11; Lev 25:3-7). En el año del jubileo, además del reposo de la tierra, los hebreos que habí­an vendido sus propiedades debí­an, en determinadas condiciones, recuperar su posesión (Lev 25:13-17). Otras leyes recordaban a los hebreos que su tierra pertenecí­a a Dios. A él estaban reservados los diezmos de los productos del suelo y de las plantas (Lev 27:30); en el rito de la ofrenda, el israelita reconocí­a solemnemente que Dios hací­a fructificar su tierra (Deu 26:1-10). Cada tres años una parte de la cosecha debí­a ponerse a disposición de los levitas, de los extranjeros, de las viudas y de los huérfanos, a los que Dios alimentaba con los frutos de su tierra (Deu 14:28-29). La misma idea subyace en la ley según la cual en la siega o en la recolección habí­a que dejar una parte a disposición de los indigentes (Lev 19:9-10) [/ Leví­tico II, 5].

d) La heredad profanada. La “tierra deliciosa…, heredad espléndida entre gloriosas naciones” (Jer 3:19) es profanada por los desórdenes sexuales, a causa de los cuales habí­an sido arrojadas de ella las poblaciones paganas (Lev 18:24-28); por los cadáveres sin sepultar de los ajusticiados (Deu 21:22-23) y por el culto que los hebreos infieles tributaban a los í­dolos paganos, que son también cadáveres (Jer 2:7; Jer 16:18). A causa de estas profanaciones abandonará Dios su tierra (Jer 12:7-8; Eze 9:3; Eze 10:18-19; Eze 11:22-23) y la entregará en manos de los enemigos de Israel (Sal 79:1); volverá a ella cuando su pueblo sea digno de él (Eze 43:1-4.7-9).

III. HISTORIA Y TEOLOGíA DE LA TIERRA. 1. OBSERVACIONES METODOLí“GICAS. El concilio Vaticano II (DV 14) pone como principio de la historia de la salvación a / Abrahán, depositario de las promesas salví­ficas de Dios, que comprenden el don de una tierra que será la patria de sus descendientes. La antigüedad y la historicidad de esta promesa, que se encuentra en todos los estratos narrativos de las fuentes del / Pentateuco (J, E, D, P), se puede demostrar también con los instrumentos de la crí­tica moderna, remontándose, por ejemplo, a la civilización de los clanes nómadas o seminómadas, a la cual están ligados los patriarcas de Israel. Sin embargo, la teologí­a de la tierra bí­blica expresada en los libros sagrados se deriva de la promesa hecha a Abrahán, desarrollándose luego su realización en el curso de muchos siglos, conforme Israel madura en la historia de su experiencia religiosa. La reconstrucción crí­tica de esta maduración presenta varias dificultades por la compleja variedad de hipótesis y de interpretaciones propuestas por estudiosos de diversa tendencia. Es cierto que en la historia de la redacción literaria de la Biblia las antiguas tradiciones fueron con el correr de los tiempos enriquecidas con nuevas motivaciones teológicas; pero también es cierto que, en virtud de la inspiración divina de la Sagrada Escritura [/ Escritura II] y para una lectura teológica y pastoral de ella, las diversas y sucesivas elaboraciones forman parte igualmente de la palabra de Dios que funda e ilumina la fe; además, su actual texto bí­blico se basa en el significado global de la historia de la salvación, a la cual se refiere el NT, y por tanto la Iglesia en su acción catequética. Las diversas etapas del largo camino adquieren su significado más profundo y definitivo a la luz de todo el complejo y la armoní­a de la / revelación. A este significado enriquecido y global vamos a prestarle ahora una atención muy especial.

2. LA PROMESA INICIAL. a) Abrahán. En la Biblia, la historia de la salvación comienza con la vocación de Abrahán, al cual ordena Dios que deje su patria, Mesopotamia, para dirigirse a una tierra que se le mostrará (Gén 12:1-2). A la orden divina va unida una bendición, que en la Biblia no expresa una benevolencia vaga y de buen augurio, sino que es al mismo tiempo palabra creadora de hechos y don gratuito de Dios; por eso, siendo una palabra nueva, inicia un hecho nuevo, del cual arranca una nueva historia.

Cuando Abrahán entra en la que era entonces la tierra de Canaán y se detiene en Siquén, en el centro del paí­s, Dios le declara: “A tu descendencia daré esta tierra” (Gén 12:7). En Betel, 17 km al norte de Jerusalén, es reiterada solemnemente la promesa (13,14-16); y en Hebrón, 40 km al sur de Jerusalén, Dios le dice a Abrahán: “Yo soy el Señor que te hizo salir de Ur de los caldeos (en la baja Mesopotamia) para darte este paí­s en posesión” (15,7); y, siguiendo un antiguo rito de / alianza, confirma la promesa con solemne juramento (15,9-21); en hebreo el juramento se indica con el término berit, que se traduce habitualmente por “alianza”.

b) Los herederos de Abrahán. La promesa divina es renovada en Betel a los inmediatos descendientes del patriarca: a Isaac, su hijo (Gén 28:13-15), y a / Jacob, hijo de Isaac, que será llamado Israel (35,10), nombre que asumirá el pueblo elegido, constituido por las doce tribus originadas por los hijos de Jacob (35,23-26). A éste le dice Dios: “La tierra que di a Abrahán y a Isaac, te la doy a ti y a tu descendencia” (35,12).
c) La promesa y la fe. La carta a los hebreos hace resaltar las disposiciones con las cuales Abrahán acogió la promesa: “Por la fe Abrahán, obedeciendo a la llamada divina, partió para un paí­s que recibirí­a en posesión, y partió sin saber adónde iba. Por la fe vino a habitar en la tierra prometida como en un paí­s extranjero, viviendo en tiendas de campaña, con Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa” (Heb 11:8-9). En realidad, durante todo el tiempo que el patriarca estuvo en la tierra, moró allí­ como un forastero, y como tal se presenta él a un ciudadano de Hebrón para adquirir a gran precio la caverna de Macpela, donde sepulta a su mujer Sara (Gén 23:14) y donde será sepultado también él (Gén 25:9s). El puente de paso de las tradiciones patriarcales a los acontecimientos del éxodo es el acto de fe implí­cito en la orden dada por el último patriarca José, hijo de Jacob, el cual hará jurar a sus hijos que trasladarán a la tierra de Canaán su cadáver, provisionalmente embalsamado en Egipto, diciendo: “Dios vendrá ciertamente a visitarnos y os llevará de esta tierra a la tierra que prometió a Abrahán, a Isaac y a Jacob” (Gén 50:24).

3. DIOS PREPARA LA POSESIí“N DE LA TIERRA: MOISES. Después de unos seiscientos cincuenta años de la vocación de Abrahán, Dios toma la iniciativa para la realización de la promesa. También esta iniciativa es una vocación personal. El Señor se manifiesta a / Moisés para ordenarle que libere a los descendientes de los patriarcas de la esclavitud a la cual los habí­a sometido el faraón que habí­a sucedido al que habí­a exaltado a José, protegiendo a sus hijos y hermanos. Moisés deberá conducirlos luego a la “tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel” (Exo 3:8), expresión de remoto origen cananeo para indicar un territorio feraz. No se hace alusión a la promesa hecha a los patriarcas; pero Dios se ha presentado a Moisés como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob (Exo 3:6). La promesa, junto con la alianza, la recuerda Dios después (Exo 6:41).

En el actual relato de la Biblia la tierra está constantemente en la perspectiva del éxodo (Exo 15:13-17); pero, al estar la promesa divina condicionada por la fidelidad a la alianza (Deu 4:15; Deu 8:7-18), aquella generación que habí­a sido de varias maneras infiel y rebelde, habrá de perecer en el desierto (Deu 4:24-28; Deu 28:58-69). Solamente sobrevivirán Caleb y Josué, por haberse opuesto al derrotismo que se habí­a adueñado de los hebreos cuando estaban para alcanzar la meta; el mismo Moisés, que, abrumado por la perversa rebelión del pueblo, habí­a cometido un misterioso pecado (Deu 1:19-40), deberá contentarse con contemplar la tierra prometida desde la cima del monte Nebo, en Trasjordania, frente a Jericó (Deu 34:1-4).

4. LA TEOLOGíA DEUTERONOMISTA. El l Dt, que se presenta como un conjunto de discursos de Moisés, refleja experiencias religiosas tardí­as sobre las vicisitudes en el desierto del éxodo y habla unas 30 veces de la tierra prometida, construyendo una teologí­a explí­cita de la tierra. Deu 26:5-9 ha sido definido como la más antigua profesión de fe de Israel, el cual en la ofrenda de las primicias recogidas en la tierra prometida debí­a decir: “Yo declaro hoy, en presencia del Señor, mi Dios, haber entrado ya en la tierra que el Señor habí­a jurado a nuestros padres que nos darí­a” (v. 3). La tierra no es fin en sí­ misma, pues fue prometida a los patriarcas y a sus descendientes a fin de que éstos, establecidos en ella, pudieran realizar el designio de Dios sobre el pueblo que se habí­a elegido para sus propios fines; por eso la posesión de la tierra está condicionada a la fidelidad a la alianza (Deu 4:1-2; Deu 8:9-18), a fin de que Israel sea efectivamente heredad de Dios (Deu 4:20). Tal fidelidad es necesaria para la prosperidad misma del paí­s (6,I0ss,Deu 11:10-17) y del pueblo (Deu 6:2-3); de lo contrario, será excluido de la tierra y dispersado entre las naciones (Deu 24:24-28; Deu 28:58-69). No se podrá traicionar impunemente el amor con que Dios ha elegido librar de Egipto y hacer suyo “al más pequeño de los pueblos”(Deu 7:6-9), pues a esta elección estaba ordenado el juramento hecho a los padres (Deu 9:4-6). Dios tiene derecho a imponer a Israel su ley, porque lo ha librado de Egipto (Exo 20:1; Deu 5:6), condición necesaria para introducirlo en la tierra prometida. Un motivo particular y decisivo de indignidad del pueblo será la idolatrí­a, con la cual se contaminará por imitar a la población pagana indí­gena (Deu 7:1-16).

5. LA POSESIí“N EFECTIVA DE LA TIERRA COMO DON DE DIOS. Será el sucesor de Moisés, t Josué, el que introduzca al pueblo elegido en la tierra de Dios. El relato de la conquista, que recoge tradiciones particulares y varias -diversamente meditadas en épocas posteriores- en una versión simplificada y unificada, está impregnado de la idea de que no es el poder de las armas el que permite adueñarse del paí­s. Josué tendrá éxito en su empresa sólo por su docilidad a la voluntad de Dios (Jos 1:6-9). El paso del Jordán para entrar en la tierra prometida por la región al otro lado del rí­o, a la altura de Jericó, presenta varios paralelismos con el éxodo y el paso del mar Rojo en tiempo de Moisés. El rí­o es atravesado por el pueblo siguiendo una procesión sacerdotal que lleva el arca de la alianza; todo ello se desarrolla de acuerdo con las órdenes de Dios, para que esté claro que él está en medio de su pueblo para realizar maravillas. A fin de recordarlas perpetuamente, se erigirán doce piedras en representación de las doce tribus de Israel en el lecho del Jordán (Jos 4:9) y en Gálgala, primera etapa de la tierra prometida (Jos 4:20). La ciudadela de Jericó es “puesta en manos” de Josué por Dios (Jos 6:1); de hecho, sus muros se desmoronan en virtud de una solemne liturgia guerrera durante seis dí­as, en la cual el protagonista es el arca de la alianza (c. 3). Heb 11:30 dirá que fue la fe la que hizo que se derrumbaran los muros de Jericó. El primer intento de conquistar Ay, al este de Betel, fracasa porque Israel “violó la alianza”, quebrantando la prohibición que se habí­a establecido sobre el botí­n conquistado en Jericó (Jos 7:11); solamente cuando el responsable, un hombre de la tribu de Judá, es lapidado por todo Israel (Jos 7:25), caerá la ciudadela. En el santuario patriarcal de Siquén se renueva solemnemente la alianza con Dios (Jos 8:32-35). En la segunda parte del libro de Josué (cc. 13-19), que está poco influida por la teologí­a deuteronomista, se registran las fronteras del territorio y la lista de las ciudades asignadas a cada una de las doce tribus, aunque la ocupación total ocurrirá en tiempos de David, doscientos años más tarde. En cierto sentido, esta especie de catastro de la tierra es un acto de fe en la promesa divina y establece el principio de que la tierra de Dios al mismo tiempo es concedida y hay que conquistarla, no sólo con las armas. El testamento de Josué (Jos 23:2-10) resume la epopeya de la conquista en el signo de la teologí­a de la tierra expresada en Dt; ninguna promesa de Dios ha caí­do en el vací­o (Jos 23:14); él mismo ha combatido por Israel, como habí­a prometido (23,10); así­ se verificarán también las amenazas divinas contra la infidelidad del pueblo: “… y muy pronto os hará desaparecer de esta buena tierra que él os ha dado” (23,16).

6. LA DIALECTICA TEOLí“GICA DE LA TIERRA CONQUISTADA. El perí­odo de los jueces, que duró unos ciento setenta años, contempló la existencia de Israel amenazada por la población cananea que habí­a permanecido en sus ciudadelas esparcidas por el territorio asignado a cada una de las tribus. El libro sagrado titulado de los t Jueces es acentuadamente teológico; en él domina la convicción de que Dios, a pesar de las extremas dificultades en que vienen a encontrarse las tribus, no falta a sus compromisos. Desde el principio (Jue 2:11-23) se da la interpretación de la historia de este perí­odo, definido como el medievo hebreo. El pueblo, por haber abandonado al Señor sirviendo a los dioses de la población indí­gena, es a su vez abandonado en manos de los enemigos que rodean a las tribus: Dios quiere probar si es digno de los padres (Jue 2:22); cuando Israel, arrepentido, invoca el socorro de Dios, éste suscita jefes carismáticos -los jueces justamente- para librarlo. Sobre este esquema teológico se desarrolla toda la historia de este perí­odo. Emblemática es la historia del juez Sansón, el cual, cuando es fiel al Señor al que se ha consagrado con voto, derrota él solo a los más irreductibles enemigos de Israel, los filisteos (13,7; 16,17.22-28).

7. EN LA TIERRA EN PELIGRO. La prueba más traumática para la fe de Israel en las promesas divinas fue la pérdida de la tierra de una manera llamativa y dramática. El perí­odo monárquico unitario inaugurado por Saúl, que tuvo como sucesores a / David y a su hijo Salomón (1030-933 a.C.), terminó con la muerte de éste, cuando las tribus del norte de Palestina se constituyeron en reino autónomo -el reino de Israel-, separándose de las tribus del sur, que permanecieron fieles a la dinastí­a daví­dica en el reino llamado de Judá. La consecuencia más catastrófica de la separación fue el cisma religioso, por lo cual en el reino del norte se establecieron dos santuarios -en Dan y en Betel (lRe 12,29)- consagrados a los recuerdos patriarcales, en contraste con el único templo legí­timo de Yhwh, construido en / Jerusalén por Salomón. También 1 y 2Re reflejan la teologí­a deuteronomista. De estos escritos se puede remontar a la teologí­a de los profetas. Los profetas dominan el perí­odo monárquico y las épocas sucesivas como enviados por Dios a su pueblo a fin de que sea comprendido con mayor claridad y hondura el plan de salvación (DV 14). En los textos proféticos relativos al tiempo de la monarquí­a tienen escaso relieve las vicisitudes de los antiguos patriarcas. Amó 2:10 acusa a Israel.de ingratitud al Señor, que ha librado a su pueblo y le ha conducido por el desierto para que heredase la tierra de los cananeos. Se recuerda la liberación de Egipto para subrayar la responsabilidad del pueblo en relación con la elección divina (Ose 11:1; Ose 12:14; Ose 13:4; Miq 6:4). La atención se desplaza por entero a Jerusalén, donde reina la dinastí­a daví­dica, a la cual hizo Dios nuevas promesas mesiánicas, relativas también a la estabilidad y seguridad del pueblo en su tierra (2Sa 7:10s), y al templo (Miq 3:12), en el que se centraliza el culto. Los profetas reprochan de manera casi obsesiva al rey y al pueblo las prácticas idolátricas y las injusticias sociales, que demuestran la infidelidad a la alianza y justifican los castigos de Dios.

8. LA PRUEBA SUPREMA DEL DESTIERRO Y EL MENSAJE DE LOS PROFETAS. El problema teológico de la tierra aparece cuando, con el final del reino de Judá, la destrucción de Jerusalén y del templo (587 a.C.) y la deportación a Babilonia de la población más cualificada, se plantea drásticamente el angustioso interrogante: ¿Ha desmentido Dios la promesa jurada a los patriarcas de dar a sus descendientes una patria? Pues gracias a esta promesa los israelitas daban muestras de su seguridad incluso ante la inminencia de la catástrofe, convencidos sobre todo de la indestructibilidad del templo, morada de Dios en su tierra (Jer 7; Miq 26:2-6).

a) Jeremí­as. Cuando Jerusalén siente ya la mordedura del asedio, Dios ordenará a / Jeremí­as que realice un gesto aparentemente insensato: el profeta debe adquirir un campo, para significar que “aun se comprarán casas y viñas en este paí­s” (Jer 32:15). Sin embargo, los israelitas serán expulsados de él por no haber escuchado la voz del Señor que prodigiosamente los habí­a librado de Egipto para conducirlos a la tierra que habí­a jurado darles a los padres (Jer 32:20-23). Mas para el futuro se hacen nuevas promesas: el paí­s, que temporalmente está devastado y en posesión de los enemigos, será restituido al pueblo purificado; dice el Señor: “Los plantaré sólidamente en esta tierra, con todo mi corazón y con toda mi alma” (Jer 32:40-41). Israel recibirá de Dios, que se unirá a él con una alianza eterna, un corazón nuevo, a fin de que pueda servirle con estable fidelidad para su bien y el de sus descendientes (Jer 32:39). El israelita nuevo será conducido por el pastor divino “a su pradera, y pacerá en el Carmelo y el Basán, y en los montes de Efraí­n y Galaad” (Jer 50:19).

b) / Ezequiel. Cuando se refiere a la situación del tiempo del destierro, este profeta usa de manera caracterí­stica el término hebreo ‘adamah para indicar la tierra de Israel como “suelo” de la tierra santa, es decir, no como realidad polí­tica, sino como realidad religiosa, por estar la tierra privada de su pueblo y de la presencia de Dios; en cambio, cuando habla de la restauración la llama de nuevo ‘eres, tierra, en la plenitud de su significado teológico. Los hebreos dejados en Jerusalén por los conquistadores babilónicos apelaban a la promesa divina para proclamar un privilegio: “Uno solo era Abrahán, y obtuvo el paí­s en herencia, mientras que nosotros somos muchos; a nosotros se nos ha dado el paí­s en posesión” (Eze 33:24); por eso se consideraban capaces de reconquistar ellos solos todo el paí­s. El profeta decepciona su arrogancia: el paí­s permanecerá desolado por sus abominaciones (Eze 33:29); el futuro es de los desterrados, porque su vuelta será obra exclusiva de Dios, Dios los purificará í­ntimamente poniendo en ellos su espí­ritu, a fin de que puedan encontrarle en el paí­s destinado a sus padres (Eze 36:28) y pacer “por los montes de Israel, por los valles y en todos los lugares habitados del paí­s” (34,13). En realidad, el profeta se proyecta en un futuro no precisado, escatológico, porque ve la restauración de Israel en función de una distribución evidentemente simbólica de la tierra. Pues será dividida en trece porciones estrictamente paralelas, de las cuales doce se destinarán a las tribus del pueblo, mientras que una parte será reservada como “tributo sagrado” a Yhwh (47,13-23; 48,1-29). El profeta se fija en un mundo nuevo, no en el de la geografí­a y la historia, y el pueblo se concibe como una comunidad litúrgica que saca del templo una fuerza capaz de purificar el universo (47,1-12).

c) Un mensaje de consolación. Ya en la primera parte de Isaí­as la vuelta del destierro está prevista como un restablecimiento de Israel en su tierra, pero en compañí­a de los pueblos que se unirán a él (Isa 14:1-2). El mensaje triunfal de consolación del Segundo Isaí­as (40-55) anuncia un nuevo éxodo, en el cual Dios se pondrá a la cabeza de su pueblo (Isa 40:3-4). La tercera parte (cc. 56-66) es un interminable himno de gozo por el retorno a la patria (el tema del éxodo está en 63,12-16), en el cual tomarán parte también los que han permanecido en Jerusalén. El retorno a la tierra de los padres marcará un tiempo de prosperidad y de paz. La restauración nacional anuncia otra transformación que afectará a todas las gentes, porque la vuelta es en realidad el triunfo espiritual del Señor, que en su proyecto incluye también a los pueblos paganos. El misterioso siervo de Yhwh -el mesí­as- tendrá la misión de “restablecer las tribus de Jacob y traer de nuevo a los supervivientes de Israel”, siendo la luz de las naciones, a fin de que la salvación que viene de Dios llegue a los extremos de la tierra (49,6). Los pueblos paganos serán agregados al pueblo elegido (44,3-5). La atención del profeta se desplaza de la causa de Israel a la del reino de Dios, “el rey” (41,21; 43,15), formulando lapidariamente la realidad de la salvación: “Tu Dios reina” (52,7). Cada vez está más claro que la misión de Israel como pueblo de Dios se sale del significado polí­tico para orientarse a valores supremos; los descendientes de Abrahán han permanecido siendo pueblo de Dios también en el destierro, porque Dios no desmiente su alianza; pero de un “resto santo” (65,8), para el cual mantiene Dios la promesa hecha a Abrahán (51,19), nace el nuevo Israel “testigo de Dios” (43,10) en medio de las naciones [/ Isaí­as III].

d) La vuelta a la patria. En el 538 a.C., el rey persa Ciro, después de haber conquistado Babilonia, dio un decreto que significó el fin del destierro. Para la primera caravana judí­a que volvió a ver la tierra, la instalación resultó muy difí­cil. El profeta / Zacarí­as, que quizá volvió con los primeros repatriados, anunció un tiempo de prosperidad para la tierra (Zac 1:17), en el que el Señor harí­a de nuevo de Israel “su propiedad en la tierra santa” (Zac 2:16). Pero la obra de una profunda restauración del pueblo de Dios será llevada a cabo por el mesí­as, rey justo y victorioso, no por medio de las armas sino con su mansedumbre (Zac 9:9). El es el buen pastor (Zac 11:4-17; Zac 13:7-9), al que llorarán “traspasado” (Zac 12:9-14). El mensaje profético alcanza así­ su definitiva claridad.

IV. EL EVANGELIO Y LA TIERRA. 1. Los JUDíOS DE QUMRíN. En el alba del evangelio, los judí­os de la comunidad ascética de Qumrán, que, basándose en el anuncio profético del nuevo éxodo (Isa 43:3), se habí­an retirado al desierto para estudiar la ley de, Moisés a fin de ser dignos del encuentro con el mesí­as (1QS VIII., 13-16), se preparan también a reconquistar a mano armada la patria, entonces bajo el dominio de los romanos. Esto ocurrirá con una guerra santa que los hijos de la luz, guiados por el sumo sacerdote y por su prí­ncipe, librarán contra los hijos de las tinieblas. Una Regla expresa (1QM) prescribe minuciosas normas para hacer la guerra e indica sus varias fases. En un himno es ardientemente invocado Dios para que humille a los enemigos con la espada y glorifique así­ a su tierra, colmando de bendiciones a su heredad (1QM XII, 11-12) [/ Judaí­smo II, 8d-e].

2. ¿JESÚS PATRIOTA REVOLUCIONARIO? En tiempos de / Jesús existí­a desde hací­a muchos años un movimiento de fanáticos, llamados zelotas, que, dominados por un nacionalismo exasperado, serán luego los protagonistas de la revuelta judí­a que culminó en la guerra del 66-70 d.C., y que terminó con la conquista de Jerusalén y la destrucción del templo por parte de los romanos.

Recientemente, en el clima de los varios movimientos polí­ticos de liberación, se ha puesto de moda la tesis según la cual Jesús habrí­a compartido las aspiraciones revolucionarias de la parte más exaltada de sus contemporáneos; pero basta recordar el mensaje evangélico de amor a todos los hombres (comprendidos los enemigos), que implica necesariamente y sin posibilidad de equí­vocos la renuncia a cualquier género de violencia contra personas y pueblos, para saber valorarla. Cuando la multitud, arrastrada por el entusiasmo, intenta ofrecerle la corona de rey, Jesús huye solo a la montaña (Jua 6:15). Rehúsa confundir el plan divino de salvación con el problema polí­tico de su patria. Su proyecto se refiere al pueblo de Dios, al que se le insta a convertirse (Mat 4:17), es decir, a atenerse, al pensamiento y a la voluntad de Dios cuando llega a su cumplimiento el milenario designio salví­fico con la fundación del reino de Dios. Jesús, que será el artí­fice de ese cumplimiento en calidad de Hijo de Dios, es ajeno a toda voluntad de poder, es modelo de mansedumbre (Mat 11:19; Mat 21:5, con cita de Zac 9:9). Si los apóstoles expresan de algún modo la esperanza de una restauración nacional de Israel, muy pronto se darán cuenta de que “los tiempos y los momentos” del designio de Dios los orientarán hacia ideales y conquistas del todo diversos. Deberán ser “testigos” de Cristo, y no sólo en la tierra de Israel, sino hasta los confines de la tierra (Heb 1:6-8). Durante toda su vida, Jesús no se moverá de Palestina, sino que se dedicará a las “ovejas perdidas de la casa de Israel” para las cuales ha venido (Mat 15:24); morirá “no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos” (Jua 11:52). La reunión de los tiempos por venir, predicha por los profetas, no es la recomposición de Israel en la tierra de los padres; los hijos de Dios son los que creen en Cristo (Jua 1:12), que serán agrupados en la unidad del Padre y del Hijo mediante la muerte redentora en la cruz. El reino de Dios no se puede confundir con ningún reino terreno, ni siquiera con el reino de Israel reconstruido en sus confines, porque no es de este mundo: prueba de ello es que “los guardias” de Cristo no luchan para librarlo de la condena y de la muerte (Jua 18:36). Jesús proclama dichosos a los mansos, porque herederán la tierra (Mat 5:5, con cita de Sal 37:11); pero el lenguaje de las / bienaventuranzas no permite identificar esta tierra con Palestina; y los mansos de que hablaba el salmista eran los “pobres de Dios”, libres de toda aspiración terrena: justamente los pobres a los cuales pertenece el reino de los cielos (Mat 5:3). La heredad de los mansos es el sí­mbolo del disfrute de una felicidad estable y segura, no anclada en realidades geográficas.

3. LA HEREDAD DEFINITIVA DE Dios. La idea de heredad recuerda el tema de la tierra santa como heredad de Dios. Ya en el AT se inicia el proceso de espiritualización de la heredad divina: en último análisis, esa heredad es Dios mismo, plenitud de posesión y de felicidad para los justos (Sal 16:5; Sal 73:26). Al mesí­as se le prometen en herencia todas las naciones de la tierra (Sal 2:8). Cristo es el heredero de Dios en calidad de Hijo (Mat 21:38); como tal, es constituido por el Padre heredero de todo (Heb 1:2). Para entrar en posesión de su heredad, Cristo ha afrontado la pasión y la muerte (Heb 2:1-10). El Padre lo ha puesto todo en manos del Hijo (Mat 11:27), dándole todo poder en el cielo y en la tierra (Mat 28:18); y él, a los suyos que perseveren en las pruebas con él, les prepara un reino, como el Padre se lo ha preparado a él (Luc 22:28s); en la regeneración de la humanidad y del universo al fin de los tiempos, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono, los doce apóstoles ocuparán otros tantos tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mat 19:28). Entonces él, después de haber vencido al último enemigo, que es la muerte, “entregará el reino a Dios Padre… para que Dios sea todo en todas las cosas” (ICor 15,24-28). Jesús trasciende todas las realidades espaciales de la historia de Israel. Refiriéndose a la visión de Jacob en Betel, lugar privilegiado de la tierra prometida, que se convirtió en casa de Dios y en puerta del cielo (Gén 28:17), Jesús afirma que los ángeles de la visión del patriarca subirán y bajarán sobre él (Jua 1:51). El lugar santo de la presencia de Dios en su tierra, el templo, es la humanidad de Cristo, lugar de la gloria divina y punto de encuentro entre Dios y el hombre para un culto en espí­ritu y verdad independientemente de Jerusalén, corazón de la tierra santa (Jua 4:20-24).

4. PABLO Y LOS PRIVILEGIOS DE ISRAEL. Pablo, que como judí­o de estricta observancia farisea hubiera debido ser sensible a la doctrina de la tierra, fundamental para el judaí­smo, hablando de los privilegios de Israel, recuerda “la adopción como hijos, la gloria, la alianza…, la ley, el culto, las promesas”, los patriarcas, de los cuales procede Cristo (Rom 9:4-5); pero no hace mención alguna de la tierra, omitiendo completamente el aspecto territorial de las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia. Evidentemente, en el pensamiento del apóstol la tierra, como la ley de Moisés, tuvo una función particular y válida para Israel en la primera fase de la historia de la salvación, pero ha perdido todo significado en el tiempo en que ésta llegó a la fase de su cumplimiento. Para Pablo, la descendencia de Abrahán se concentra sólo en Jesús (Gál 3:16), que ha venido en la carne de la estirpe de Abrahán, pero en el cual todos los hombres son una sola persona; y si son de Cristo, son “descendencia de Abrahán según la promesa” (Gál 3:28-29). Queda un misterio en el plan divino de salvación: vendrá un tiempo en que Israel, que ha rechazado a Jesús mesí­as, se salve, porque es amado por Dios a causa de los padres (Rom 11:25-28); pero será la salvación que corresponde al plan concebido por Dios antes de la creación del mundo y realizado en la plenitud de los tiempos en Cristo: plan que consiste en centrar en él todos los seres, terrestres y celestes (Efe 1:4-10).

5. LA TIERRA-CIELO. El toque final a la teologí­a de la tierra lo da Heb 11:10, donde se dice que Abrahán, por la fe, emigrando hacia la tierra de la promesa, no tomó posesión de ella porque esperaba con absoluta confianza entrar en la sola ciudad que merecí­a este nombre: “la ciudad de sólidos fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios”, y que por eso debí­a tener todas las garantí­as de estabilidad, de seguridad y de perennidad. Esta aspiración de Abrahán, de la cual calla el AT, es el máximo de la alegorización de la tierra prometida.

Con un espléndido comentario homilético al Sal 95, ,11 propone a los cristianos el ejemplo de Israel, que no entró en el “reposo” de la tierra prometida (Sal 95:11; Deu 12:9) a causa de su incredulidad y de sus rebeldí­as. La promesa de entrar en el descanso de Dios es siempre válida (Heb 4:1); Josué condujo al pueblo elegido a la tierra de Canaán, pero no era éste el reposo definitivo y perfecto. A la comunidad cristiana -el verdadero pueblo de Dios- el Señor le reserva un “reposo sabático” que es el de Dios (Gén 1:2-3) en el cielo, destinado a los fieles que tienen la vocación celeste (Heb 3:1) y son partí­cipes de Cristo (Heb 3:14). Se llega así­ al lí­mite de una mí­stica bí­blica de la tierra, que entraba ya en las antiguas profecí­as mesiánicas como “reposo” (Jer 31:2; Sof 3:13).

V. LA TEOLOGíA DE LA TIERRA HOY. La teologí­a bí­blica de la tierra se ha impuesto recientemente a la atención de estudiosos judí­os y cristianos con ocasión de la fundación del Estado judí­o en 1948, que en 1967 habí­a ocupado todo el territorio cisjordánico de Palestina. La teologí­a de la tierra ha venido a encontrarse en el centro de un debate polí­tico-religioso relativo al derecho de Israel a la tierra basado en la promesa divina; se ha preguntado si el Estado judí­o podí­a reivindicar una propiedad legal de Palestina fundándose en un derecho de origen divino, y por tanto imprescriptible. El debate ha servido para profundizar el importante tema bí­blico de la tierra, que alguno considera un hilo conductor del conjunto de la teologí­a del AT. La creación en nuestros dí­as del Estado de Israel es un hecho polí­tico, como cultural, social y polí­tico ha sido el movimiento sionista fundado a finales del siglo pasado con el fin particular de dar a los judí­os dispersados por el mundo una sede nacional única en Palestina. Escribe un sionista: “Yo me opongo, como muchos otros sionistas, a la confusión entre conceptos religiosos y conceptos polí­ticos. Niego categóricamente que el sionismo sea un movimiento mesiánico (religioso) y que sea lí­cito utilizar una terminologí­a religiosa para ponerla al servicio de objetivos polí­ticos” (G. Scholem en A. González Lamadrid, La fuerza de la tierra, 274).

La promesa divina de la tierra no constituye un documento jurí­dico para reivindicaciones territoriales. Por otra parte, la elaboración bí­blico-teológica de la doctrina de la promesa y de su realización, condicionada en todo caso a la fidelidad de Israel a su alianza con Dios, abre evidentes horizontes mesiánicos.

BIBL.: BARROS M. DE, CARAVIAS G.L., La tierra en la Biblia, en Teologí­a de la Tierra, Paulinas, Madrid 1988, 127-290; CORTESE E., La terra di Canaan nella storia sacerdotale del Pentateuco, Paideia, Brescia 1972; DAVIES W.D., Jérusalem et la terre dans la tradition chrétienne, en “RHPR” 55 (1975) 491-533; DREYFUS F., Le théme de l’héritage dans l’AT, en “RSPT” 42 (1958) 491-533; GNUSE R., Comunidad y propiedad en la tradición bí­blica, Verbo Divino, Estella 1987; GONZíLEZ LAMADRID A., La fuerza de la tierra. Geografí­a, historia y teologí­a de Palestina, Ediciones Sí­gueme, Salamanca 1981; JACOB E., Les trois racines d’une théologie de la “terre” dans l’AT, en “RHPR” 55 (1975) 460-480; KELLER B., La terre dans le livre d’Ezéchiel, en “RHPR” 55 (1975) 481-490; LANDOUSIES J., Le don de la terre de Palestine, en “NRT” 98 (1976) 324-336; LIPINSKI E., Essais sur la révélation bibligue, Cerf, Parí­s 1970; MORGENTHALER R., Tierra (gé), en DTNT IV, Sí­gueme, Salamanca 1980, 284-286; MICHAUD R., De la entrada en Canaán al destierro en Babilonia, Verbo Divino, Estella 1983; ID, Los patriarcas, ib, 1976; PURY A. DE. La promesse patriarcal. origines, interprétation et actualisations, en “Etudes Théol. et Rel.” 51 (1976) 351-366.

S. Garofalo

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Tercer planeta en orden de distancia al Sol y quinto en tamaño entre los que forman el sistema solar. Es un esferoide ligeramente achatado por los polos. Las observaciones desde satélites han indicado otras pequeñas irregularidades en la forma de la Tierra. Su masa es aproximadamente de 5,98 × 1024 Kg. y tiene una superficie de 510.000.000 Km.2 Las medidas aproximadas de la Tierra en el ecuador son: circunferencia, un poco más de 40.000 Km.; diámetro, 12.750 Km. Los océanos y los mares cubren aproximadamente el 71% de su superficie, dejando unos 149.000.000 Km.2 de tierra seca.
La Tierra gira sobre su eje, dando lugar al dí­a y a la noche. (Gé 1:4, 5.) El dí­a solar o aparente es un perí­odo de 24 horas, el tiempo que le toma a un observador situado en cualquier punto de la Tierra estar de nuevo en la misma posición con relación al Sol. El año solar, con sus cuatro estaciones, es el intervalo entre dos regresos consecutivos del Sol al equinoccio vernal, equivalente a 365 dí­as, 5 horas, 48 minutos y 46 segundos como promedio. Esta es la duración del año que se utiliza en los calendarios solares, y su naturaleza fraccionaria ha causado muchos problemas en la confección de calendarios exactos.
El eje de la Tierra tiene una inclinación de 23° 27†™ con respecto a la perpendicular de la órbita terrestre. El efecto giroscópico de la rotación mantiene al eje de la Tierra básicamente en la misma dirección con respecto a las estrellas, independientemente de su ubicación en su órbita alrededor del Sol. Esta inclinación del eje de la Tierra da lugar a las estaciones.
La atmósfera de la Tierra, compuesta principalmente de nitrógeno, oxí­geno, vapor de agua y otros gases, se eleva a más de 960 Km. de la superficie terrestre. Más allá se encuentra lo que se denomina †œespacio cósmico†.

Términos bí­blicos y su significado. La palabra que se usa para Tierra en las Escrituras Hebreas es ´é·rets. Este término se refiere a: 1) la tierra en oposición al cielo o firmamento (Gé 1:2); 2) región, paí­s, territorio (Gé 10:10); 3) el suelo, la superficie del suelo (Gé 1:26), y 4) los habitantes del globo (Gé 18:25).
La palabra ´adha·máh se traduce †œsuelo; tierra†. ´Adha·máh significa: 1) el suelo cultivado como medio de subsistencia (Gé 3:23); 2) porción de terreno, bienes raí­ces (Gé 47:18); 3) la tierra en cuanto sustancia material, terreno (Jer 14:4; 1Sa 4:12); 4) el suelo en el sentido de superficie visible de la tierra (Gé 1:25); 5) tierra, territorio, paí­s (Le 20:24), y 6) toda la tierra, la tierra habitada (Gé 12:3). Parece ser que ´adha·máh está relacionada etimológicamente con la palabra ´a·dhám, pues al primer hombre Adán se le formó del polvo del suelo. (Gé 2:7.)
En las Escrituras Griegas gue se emplea para tierra en el sentido de suelo cultivable. (Mt 13:5, 8.) Se usa para designar la tierra, el material del que se formó a Adán (1Co 15:47); el globo terráqueo (Mt 5:18, 35; 6:19); la Tierra como morada de los seres humanos y los animales (Lu 21:35; Hch 1:8; 8:33; 10:12; 11:6; 17:26); tierra, paí­s, territorio (Lu 4:25; Jn 3:22); el suelo (Mt 10:29; Mr 4:26), y la tierra seca, la ribera, en contraste con los mares o aguas. (Jn 21:8, 9, 11; Mr 4:1.)

Oi·kou·mé·ne, que en la Versión Valera de 1960 se traduce †œmundo† en la mayorí­a de los textos en que aparece, significa †œtierra habitada†. (Mt 24:14; Lu 2:1; Hch 17:6; Rev 12:9.)
El sentido que tenga cada uno de estos términos estará determinado por la forma que adopte el vocablo del idioma original y, en particular, por el contexto en que se utilice.
Los hebreos dividí­an la Tierra en cuatro partes o regiones, que correspondí­an a los cuatro puntos cardinales. En las Escrituras Hebreas, las palabras †œante† y †œenfrente de† se emplean para designar el †œeste†, y así­ es como se traducen (Gé 12:8); †œla zaga [detrás]† puede significar †œoeste† (Isa 9:12); †œel lado de la derecha† se refiere al †œsur† (1Sa 23:24), y †œla izquierda† se puede traducir por †œnorte†. (Job 23:8, 9; compárese con BJ.) A veces se empleaba en hebreo la expresión salida del sol para referirse al †œeste† (Jos 4:19), y para el oeste, la puesta del sol. (2Cr 32:30.) También se utilizaban accidentes geográficos. Como el mar Mediterráneo constituí­a casi la totalidad del lí­mite occidental de Palestina, el †œMar [Mediterráneo]† se utilizaba a veces para referirse al O. (Nú 34:6.)

Creación. La Biblia explica cómo llegó a existir el planeta con la simple declaración: †œEn el principio Dios creó los cielos y la tierra†. (Gé 1:1.) No se dice, sin embargo, cuándo fue ese principio en el que se crearon los cielos estrellados y la Tierra. Por lo tanto, no hay ninguna base para que los estudiantes de la Biblia discutan los cálculos cientí­ficos sobre la edad del planeta. Los cientí­ficos calculan que algunas rocas tienen tres mil quinientos millones de años y que la Tierra misma tiene de cuatro mil millones a cuatro mil quinientos millones de años o más.
Las Escrituras son más especí­ficas al hablar de los seis dí­as creativos del relato de Génesis. Estos dí­as no tienen que ver con la creación de la materia de la Tierra, sino con su preparación para que pudiera habitarla el hombre.
La Biblia no reveló si Dios creó vida en algún otro planeta del universo. No obstante, los astrónomos no han encontrado hasta la fecha prueba de que exista vida en ninguno de esos planetas y, es más, no saben de ningún planeta aparte de la Tierra que pueda mantener la vida de criaturas materiales.

Propósito. Al igual que todas las otras creaciones, la Tierra llegó a existir a causa de la voluntad de Jehová (†œquerer†, TA; †œdesignio†, NBE), según Revelación 4:11, y fue creada para permanecer para siempre. (Sl 78:69; 104:5; 119:90; Ec 1:4.) Dios se presenta a sí­ mismo como un Dios de propósito, y dice que lo que se propone se realizará sin falta. (Isa 46:10; 55:11.) Jehová dejó muy claro cuál era su propósito para la Tierra cuando dijo a la primera pareja humana: †œSean fructí­feros y háganse muchos y llenen la tierra y sojúzguenla, y tengan en sujeción los peces del mar y las criaturas voladoras de los cielos y toda criatura viviente que se mueve sobre la tierra†. (Gé 1:28.) No habí­a ningún defecto en la Tierra ni en lo que se encontraba sobre ella. Habiendo creado todas las cosas necesarias, Jehová vio que todo era †œmuy bueno†, y †œprocedió a descansar† o desistir de otras obras creativas relacionadas con la Tierra. (Gé 1:31–2:2.)
La morada del hombre sobre la Tierra también es permanente. De la ley que Dios dio al hombre concerniente al árbol del conocimiento de lo bueno y lo malo, se infiere que el hombre podí­a vivir en la Tierra para siempre. (Gé 2:17.) Las propias palabras de Jehová nos aseguran que †œtodos los dí­as que continúe la tierra, nunca cesarán siembra y cosecha, y frí­o y calor, y verano e invierno, y dí­a y noche† (Gé 8:22), y que nunca volverá a destruir a toda carne por medio de un diluvio. (Gé 9:12-16.) Jehová dice que no creó la Tierra para nada, sino que la ha dado a los hombres como hogar, y que la muerte finalmente será eliminada. Por lo tanto, el propósito de Dios es que la Tierra sea la morada del hombre en perfección, felicidad y con vida eterna. (Sl 37:11; 115:16; Isa 45:18; Rev 21:3, 4.)
La Biblia indica que este es el propósito de Jehová Dios, sagrado e inmutable para El, al decir: †œY para el dí­a séptimo Dios vio terminada su obra que habí­a hecho […]. Y Dios procedió a bendecir el dí­a séptimo y a hacerlo sagrado, porque en él ha estado descansando de toda su obra que Dios ha creado con el propósito de hacer†. (Gé 2:2, 3.) El relato de Génesis no dice que el séptimo dí­a, o dí­a de descanso, terminara, como en el caso de los otros seis dí­as. El apóstol Pablo explicó que el séptimo dí­a continuó durante toda la historia israelita hasta su propio tiempo y que aún no habí­a terminado. (Heb 3:7-11; 4:3-9.) Dios dice que apartó el séptimo dí­a como dí­a sagrado para El. Jehová llevarí­a a cabo su propósito para la Tierra; se cumplirí­a por completo durante ese dí­a, sin necesidad de más obras creativas con relación a la Tierra durante ese tiempo.

La armoní­a de la Biblia con los hechos cientí­ficos. La Biblia dice en Job 26:7 que Dios está †œcolgando la tierra sobre nada†. La ciencia afirma que la Tierra permanece en su órbita en el espacio principalmente debido a la interacción de la gravedad y la fuerza centrí­fuga. Estas fuerzas, naturalmente, son invisibles. Por lo tanto, la Tierra, al igual que otros cuerpos celestes, está suspendida en el espacio como si colgara de la nada. Hablando desde el punto de vista de Jehová, el profeta Isaí­as escribió bajo inspiración: †œHay Uno que mora por encima del cí­rculo de la tierra, los moradores de la cual son como saltamontes†. (Isa 40:22.) En la Biblia también se registra: †œ[Dios] ha descrito un cí­rculo sobre la haz de las aguas†. (Job 26:10.) Las aguas están limitadas a su propio lugar por decreto del Creador. No suben e inundan la tierra, ni tampoco se elevan hacia el espacio. (Job 38:8-11.) Desde el punto de vista de Jehová, la faz de la Tierra o la superficie de las aguas tendrí­an una forma circular, tal como el contorno de la Luna nos parece circular a nosotros. Antes de que apareciesen las masas de tierra seca, la superficie de todo el globo era una masa circular (esférica) de aguas agitadas. (Gé 1:2.)
Los escritores de la Biblia a menudo hablan desde el punto de vista del observador que está sobre la Tierra o desde su posición geográfica particular, como nosotros solemos hacer hoy dí­a. Por ejemplo, la Biblia menciona †œla salida del sol†. (Nú 2:3; 34:15; BJ.) En el pasado algunos se valieron de expresiones como esta para desacreditar la validez cientí­fica de la Biblia, alegando que los hebreos creí­an que la Tierra era el centro de todo lo que existí­a, y que el Sol giraba alrededor de ella. Pero en ningún lugar expresaron los escritores de la Biblia tal creencia. Estos crí­ticos pasan por alto el que ellos mismos emplean expresiones idénticas y que estas aparecen en sus calendarios. Es común oí­r decir: †œel Sol sale† o †œel Sol se ha puesto†, y se usa asimismo la expresión †œel recorrido del Sol†. La Biblia también habla de †œla extremidad de la tierra† (Sl 46:9), †œlos cabos de la tierra† (Sl 22:27), †œlas cuatro extremidades de la tierra† (Isa 11:12), †œlos cuatro ángulos de la tierra† y †œlos cuatro vientos de la tierra† (Rev 7:1). Estas expresiones no pueden utilizarse para demostrar que los hebreos entendí­an que la Tierra era cuadrada. El número cuatro a menudo se usa para denotar lo que es completo, así­ como los cuatro puntos cardinales cubren toda la Tierra, y a veces empleamos las expresiones †œhasta los cabos de la Tierra†, †œtodos los rincones de la Tierra† y †œa los cuatro vientos† en el sentido de abarcar todo el planeta. (Compárese con Eze 1:15-17; Lu 13:29.)

Expresiones figurativas y simbólicas. En varias ocasiones se habla de la Tierra de manera figurada. En Job 38:4-6 se la asemeja a un edificio cuando Jehová le formula preguntas a Job sobre la creación y administración de la Tierra, preguntas que obviamente él no puede responder. Jehová también usa una expresión figurativa al hablar del resultado de la rotación de la Tierra, cuando dice: †œ[La Tierra] se transforma como barro bajo un sello†. (Job 38:14.) En tiempos bí­blicos, algunos sellos para †œfirmar† documentos tení­an forma de rodillo y llevaban grabado el emblema del escritor. Estos sellos se hací­an rodar sobre el documento de barro blando o su envoltura, y dejaban una impresión en su superficie. De manera similar, cuando amanece, la parte de la Tierra que sale de la oscuridad de la noche va cobrando forma y color a medida que el Sol ilumina su superficie. Los cielos, la ubicación del trono de Jehová, por ser más altos que la Tierra, tienen a esta, de manera figurada, como su escabel. (Sl 103:11; Isa 55:9; 66:1; Mt 5:35; Hch 7:49.) Se dice que los que se encuentran en el Seol o Hades, la sepultura común de la humanidad, están debajo de la tierra. (Rev 5:3.)
El apóstol Pedro compara los cielos y la Tierra literales (2Pe 3:5) con los cielos y la tierra simbólicos. (2Pe 3:7.) †œLos cielos† del versí­culo 7 no significan la propia morada de Jehová, el lugar de su trono en los cielos, pues los cielos de Jehová no pueden ser sacudidos. Tampoco es la †œtierra† de este versí­culo el planeta Tierra literal, pues Jehová dice que ha establecido la Tierra firmemente. (Sl 78:69; 119:90.) Sin embargo, Dios dice que sacudirá tanto los cielos como la tierra (Ag 2:21; Heb 12:26), que los cielos y la tierra huirán de delante de El y que se establecerán nuevos cielos y una nueva tierra. (2Pe 3:13; Rev 20:11; 21:1.) Es evidente que los †œcielos† son simbólicos y que la †œtierra† se refiere de manera simbólica a la sociedad de personas que viven sobre la Tierra, como en el Salmo 96:1. (Véase CIELO [Nuevos cielos y nueva tierra].)
La tierra también se emplea para simbolizar los sectores más sólidos y estables de la humanidad. Por otra parte, con la agitación caracterí­stica del mar se representan los sectores inestables y agitados. (Isa 57:20; Snt 1:6; Jud 13; compárese con Rev 12:16; 20:11; 21:1.)
Juan 3:31 dice que el que viene de arriba es más alto que el que procede de la tierra (gue). La palabra griega e·pí­Â·guei·os, †œterrestre† o †œterrenal†, se emplea para denotar cosas fí­sicas, terrenales, especialmente en contraste con las celestiales, y el hecho de que sean más bajas o de un material menos elevado. El hombre está hecho de material terrestre. (2Co 5:1; compárese con 1Co 15:46-49.) No obstante, puede agradar a Dios llevando una vida †œespiritual†, una vida dirigida por Su Palabra y Su espí­ritu. (1Co 2:12, 15, 16; Heb 12:9.) Debido a la caí­da de la humanidad en el pecado y su tendencia a las cosas materiales en detrimento de las espirituales (Gé 8:21; 1Co 2:14), el término †œterrenal† puede tener una connotación negativa, y significar †œcorrupto† o †œen oposición al espí­ritu†. (Flp 3:19; Snt 3:15.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. La tierra de la Biblia: 1. La dimensión geográfica de la historia de la salvación; 2. Los confines de la tierra; 3. La conformación fí­sica; 4. En el centro del mundo; 5. Una encrucijada de pueblos. II. Denominaciones bí­blicas: 1. Denominaciones históricas; 2. Denominaciones teológicas: a) La tierra prometida, b) La tierra santa, c) La heredad de Dios, d) La heredad profanada. III. Historia y teologí­a de la tierra: 1. Observaciones metodológicas; 2. La promesa inicial: a) Abrahán, b) Los herederos de Abra-hán, c) La promesa y la fe; 3. Dios prepara la posesión déla tierra: Moisés; 4. La teologí­a deu-teronomista; 5. La posesión efectiva de la tierra como don de Dios; 6. La dialéctica teológica de la tierra conquistada; 7. En la tierra en peligro; 8. La prueba suprema del destierro y el mensaje de los profetas: a) Jeremí­as, b) Ezequiel, c) Un mensaje de consolación, d) La vuelta a la patria. IV. El evangelio y la tierra: 1. Los judí­os de Qumrán; 2. ¿Jesús patriota revolucionario?; 3. La heredad definitiva de Dios; 4. Pablo y los privilegios de Israel; 5. La tierra-cielo. V. La teologí­a de la tierra hoy.
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1. LA TIERRA DE LA BIBLIA.
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1. La dimensión geográfica de la historia de la salvación.
la revelación divina tiene una dimensión histórica, puesto que ha tenido principio y cumplimiento en el mundo de los hombres en épocas diversas y sucesivas, y una dimensión geográfica, porque ha tenido como centro una tierra particular, patria del pueblo al que se manifestó Dios con palabras y hechos que se entrelazan en una trama densa y coherente.
3237 2. LOS CONFINES DE LA TIERRA*
Esta tierra particular es la punta occidental de lo que convencionalmen-te se ha llamado la media luna fértil, que comprende, al sur, los paí­ses del cercano Oriente entre el Mediterráneo y el desierto arábigo. En el extremo oriental está Mesopotamia; en el centro, el territorio siro-palestinense, y en la otra extremidad, Egipto. La tierra propiamente bí­blica, teatro de la historia de la salvación, se extiende entre el Lí­bano al norte, el desierto siriaco al este, el Mediterráneo al oeste, y al sur la región desértica que va luego a formar la pení­nsula del Sinaí­. En el AT los confines reales se indican la mayorí­a de las veces con la fórmula †œdesde Dan a Berseba†, es decir, desde el pie del Hermón -la cima más alta de Antilí­bano, que domina la Beqaa- al norte, hasta el desierto del Negueb al sur; del este al oeste está comprendida entre la fosa del rí­o Jordán y el Mediterráneo. La distancia desde Dan a Berseba es de 240 km en lí­nea recta; la anchura media del territorio es de 65 km. La superficie total suma 15.640 km2, poco más que la provincia de Badajoz.

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3. La conformación fí­sica.
El territorio se divide en cuatro regiones geográficas: la fosa formada por el rí­o Jordán; la cadena montañosa que corre de norte a sur; la zona denominada Sefela, formada en occidente por las colinas que descienden hacia el litoral mediterráneo; y el Negueb, que es la región meridional de las ciudades de Hebrón y Berseba hasta el desierto.
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4. En el centro del mundo.
Para Ez 38,12, Palestina es †œel ombligo de la tierra†; Jerusalén está en el centro de las naciones (Ez 5,5). El término hebreo tabbur (ombligo), usado por el profeta en sentido figurado, indica en otras partes una pequeña altura cerca de Siquén (Jc 9,37). En la antigüedad eran consideradas otras ciudades como centro geográfico de la tierra. En ese sentido el tí­tulo de †œombligo de la tierra† correspondí­a en Grecia a Delfos, donde se alzaba un célebre santuario de Apolo. Es difí­cil decir si Ez pretendió indicar literalmente la posición geográfica de Palestina o si pensó en una ubicación simbólica para exaltar su grandeza religiosa. La idea del centro geográfico de la tierra de Israel y de Jerusalén la harán suya los apócrifos (Hen0cXXXV, 1; Jubileos VIII, 12), la literatura rabí­nica y los autores medievales (Dante, mf. XXXIV, 14).
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5. Una encrucijada de pueblos.
La posición geográfica y la modestí­sima extensión de la tierra bí­blica son tales que su supervivencia constituí­a un desafí­o que ha significado un misterio. Situada como puente obligado entre Egipto, Asia Menor y Mesopotamia, no sólo experimentó el influjo de la cultura y de la religión de pueblos de civilización antiquí­sima, sino que fue ví­ctima predestinada de las ambiciones y de los impulsos expansionistas de poderosos imperios, como Babilonia, Egipto, los reinos árameos de Siria, Asirí­a, Persia, el imperio de Alejandro Magno y el imperio romano. En el curso de milenios y de choques gigantescos, ninguna potencia logró borrar definitivamente de la historia la tierra elegida por Dios.
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II. DENOMINACIONES BIBLICAS.
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1. Denominaciones históricas.
En el AT no se encuentra una denominación histórica fija; en los libros más antiguos es †œla tierra de Canaán†, del nombre de las poblaciones, indicadas genéricamente como cananeos, que la ocupaban antes de la conquista israelita. En la Biblia hebrea se encuentra 11 veces †œtierra de Israel† como indicación genérica, que cuando la monarquí­a hebrea originariamente unitaria se dividió en dos reinos -Israel al norte y Judá al sur- se reservó al territorio del reino septentrional; pero después de su caí­da (722 a.C.) recuperó el significado antiguo.
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2. Denominaciones teológicas.
En virtud de su significado y de su diversa importancia en la historia de la salvación, la tierra asume denominaciones de carácter teológico.
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a) La tierra prometida. Como †œla tierra de la promesa† se indica en griego en el NT (Hb 11,9); en el AT, como en hebreo falta un término correspondiente al verbo prometer, la idea se expresa de manera equivalente con la fórmula †œla tierra que el Señor os dará según ha dicho†, o bien †œla tierra que ha jurado (Dios) dar a tus padres†.
3245
b) La tierra santa. Para las tres grandes religiones monoteí­stas, Palestina es por excelencia †œla tierra santa†. El tí­tulo se encuentra ya en el AT (Za 2,16; 2M 1,7; Sb 12,3). Para los hebreos, dondequiera que Dios se manifestaba, el suelo se convertí­a en sagrado (Gn 28,16-17; Ex 3,5-6; Jos 5,15); Palestina entera es un †œsantuario† (Ex 15,17), porque es la tierra de Dios (Is 14,2; Os 9,3). Un hebreo expulsado de ella se veí­a impedido de honrar a su Dios (IS 26,19); un extranjero, el sirio Naa-mán, para adorar a Yhwh en Damasco se lleva tierra palestinense (2R 5,17).
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c) La heredad de Dios. †œHeredad de Yhwh †œes uno de los nombres más antiguos dados por Israel a su patria. El término hebreo nahalah, heredad, indica más de lo que dice el término jurí­dico de la herencia como transferencia de bienes, porque insiste más bien en la estabilidad y la permanencia de la posesión obtenida. En el Oriente antiguo toda divinidad era considerada dueña de la tierra en que era honrada, por lo cual se la llamaba su heredad. La tierra de Israel es propiedad de Dios (Jos 22,19); y como en el tiempo e,n que los israelitas entraron en ella ocuparon primero la región montañosa, se llama también la montaña de la heredad de Dios (Ex 15,17).
Los israelitas debí­an considerarse extranjeros y huéspedes en la tierra de Dios (Lv 25,23); sólo tení­an su usufructo, por lo cual la posesión de un terreno perteneciente a ella no podí­a ser enajenado. Expresión cultural y legal de este principio es la institución del año sabático, durante el cual también la tierra de Dios debí­a observar el reposo; por eso se prohibirá la siembra y la recolección (Ex 23, ??? 1; Lv 25,3-7). En el año del jubileo, además del reposo de la tierra, los hebreos que habí­an vendido sus propiedades debí­an, en determinadas condiciones, recuperar su posesión (Lv 25,13-17). Otras leyes recordaban a los hebreos que su tierra pertenecí­a a Dios. A él estaban reservados los diezmos de los productos del suelo y de las plantas (Lv 27,30); en el rito de la ofrenda, el israelita reconocí­a solemnemente que Dios hací­a fructificar su tierra (Dt 26,1-10). Cada tres años una parte de la cosecha debí­a ponerse a disposición de los levitas, de los extranjeros, de las viudas y de los huérfanos, a los que Dios alimentaba con los frutos de su tierra Dt 14,28-29). La misma idea subyace en la ley según la cual en la siega o en la recolección habí­a que dejar una parte a disposición de los indigentes (Lv 19,9-10) [1 Leví­tico ?, 5].
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d) La heredad profanada. La †œtierra deliciosa…, heredad espléndida entre gloriosas naciones† (Jr3,19) es profanada por los desórdenes sexuales, a causa de los cuales habí­an sido arrojadas de ella las poblaciones paganas (Lv 18,24-28); por los cadáveres sin sepultar de los ajusticiados (Dt 21,22-23) y por el culto que los hebreos infieles tributaban a los í­dolos paganos, que son también cadáveres (Jr2,7; Jr 16,18). A causa de estas profanaciones abandonará Dios su tierra (Jr 12,7-8; Ez 9,3; Ez 10,18-19; Ez 11,22-23) y la entregará en manos de los enemigos de Israel (SaI 79,1); volverá a ella cuando su pueblo sea digno de él (Ez 43,1-4; Ez 43,7-9).
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III. HISTORIA Y TEOLOGIA DE LA TIERRA.
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1. Observaciones METODOLOGICAS.
El Concilio Vaticano II (DV 14) pone como principio de la historia de la salvación a/Abrahán, depositario de las promesas salví­ficas de Dios, que com-i prenden el don de una tierra que serás la patria de sus descendientes. La an-, tigüedad y la historicidad de esta pro-; mesa, que se encuentra en todos losi estratos narrativos de las fuentes deb / Pentateuco (J, E, D, P), se puedes demostrar también con los instrumentos de la crí­tica moderna, remontándose, por ejemplo, a la civilización dé los clanes nómadas o seminómadas,; a la cual están ligados los patriarcas-de Israel. Sin embargo, la teologí­a de la tierra bí­blica expresada en los libros sagrados se deriva de la promesa hecha a Abrahán, desarrollándose luego su realización en el curso de muchos siglos, conforme Israel madura en la historia de su experiencia religiosa. La reconstrucción crí­tica de esta maduración presenta varias dificultades por la compleja variedad de hipótesis y de interpretaciones propuestas por estudiosos de diversa tendencia. Es cierto que en la historia de la redacción literaria de la Biblia las antiguas tradiciones fueron con el correr de los tiempos enriquecidas con nuevas motivaciones teológicas; pero también es cierto que, en virtud de la inspiración divina de la Sagrada Escritura [1 Escritura II] y para una lectura teológica y pastoral de ella, las diversas y sucesivas elaboraciones forman parte igualmente de la palabra de Dios que funda e ilumina la fe; además, su actual texto bí­blico se basa en el significado global de la historia de la salvación, a la cual se refiere el NT, y por tanto la Iglesia en su acción catequética. Las diversas etapas del largo camino adquieren su significado más profundo y definitivo a la luz de todo el complejo y la armoní­a de la / revelación. A este significado enriquecido y global vamos a prestarle ahora una atención muy especial.
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2. La promesa inicial.
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a) Abrahán. En la Biblia, la historia de la salvación comienza con la vocación de Abrahán, al cual ordena Dios que deje su patria, Mesopota-mia, para dirigirse a una tierra que se le mostrará (Gn 12,1-2). A la orden divina va unida una bendición, que en la Biblia no expresa una benevolencia vaga y de buen augurio, sino que es al mismo tiempo palabra creadora de hechos y don gratuito de Dios; por eso, siendo una palabra nueva, inicia un hecho nuevo, del cual arranca una nueva historia.
Cuando Abrahán entra en la que era entonces la tierra de Canaán y se detiene en Siquén, en el centro del paí­s, Dios le declara: †œA tu descendencia daré esta tierra† (Gn 12,7). En Betel, 17km al norte de Jerusalén, es reiterada solemnemente la promesa (13,14-1 6); y en Hebrón, 40km al surde Jerusalén, Dios le dice a Abrahán: †œYo soy el Señor que te hizo salir de Ur de los caldeos (en la baja Mesopotamia) para darte este paí­s en posesión† (15,7); y, siguiendo un antiguo rito del alianza, confirma la promesa con solemne juramento (15,9-21); en hebreo el juramento se indica con el término berit, que se traduce habitualmente por †œalianza†.
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b) Los herederos de Abrahán. La promesa divina es renovada en Betel a los inmediatos descendientes del patriarca: a Isaac, su hijo (Gn 28, 13-15), y a ¡Jacob, hijo de Isaac, que será llamado Israel (35,10), nombre que asumirá el pueblo elegido, constituido por las doce tribus originadas por los hijos de Jacob (35,23-26). A éste le dice Dios: †œLa tierra que di a Abrahán y a Isaac, te la doy a ti y a tu descendencia† (35,12).
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c) La promesa y la fe. La carta a los hebreos hace resaltar las disposiciones con las cuales Abrahán acogió la promesa: †œPor la fe Abrahán, obedeciendo a la llamada divina, partió para un paí­s que recibirí­a en posesión, y partió sin saber adonde iba. Por la fe vino a habitar en la tierra prometida como en un paí­s extranjero, viviendo en tiendas de campaña, con Isaac y Jacob, herederos con él de la misma promesa† Hb 11,8-9). En realidad, durante todo el tiempo que el patriarca estuvo en la tierra, moró allí­ como un forastero, y como tal se presenta él a un ciudadano de Hebrón para adquirir a gran precio la caverna de Macpela, donde sepulta a su mujer Sara (Gn 23,14) y donde será sepultado también él (25,9s). El puente de paso de las tradiciones patriarcales a los acontecimientos del éxodo es el acto de fe implí­cito en la orden dada por el último patriarca José, hijo de Jacob, el cual hará jurar a sus hijos que trasladarán a la tierra de Canaán su cadáver, provisionalmente embalsamado en Egipto, diciendo: †œDios vendrá ciertamente a visitarnos y os llevará de esta tierra a la tierra que prometió a Abrahán, a Isaac y a Jacob† Gn 50,24).
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3. Dios prepara la posesión de la tierra: Moisés.
Después de unos seiscientos cincuenta años de la vocación de Abrahán, Dios toma la iniciativa para la realización de la promesa. También esta iniciativa es una vocación personal. El Señor se manifiesta a ¡ Moisés para ordenarle que libere a los descendientes de los patriarcas de la esclavitud a la cual los habí­a sometido el faraón que habí­a sucedido al que habí­a exaltado a José, protegiendo a sus hijos y hermanos. Moisés deberá conducirlos luego a la †œtierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel† (Ex 3,8 ), expresión de remoto origen cananeo para indicar un territorio feraz. No se hace alusión a la promesa hecha a los patriarcas; pero Dios se ha presentado a Moisés como el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob (Ex 3,6). La promesa, junto con la alianza, la recuerda Dios después (Ex 6,41).
En el actual relato de la Biblia la tierra está constantemente en la perspectiva del éxodo (Ex 15,13-17); pero, al estar la promesa divina condicionada por la fidelidad a la alianza (Dt 4,15; Dt 8,7-18), aquella generación que habí­a sido de varias maneras infiel y rebelde, habrá de perecer en el desierto (Dt 4,24-28; Dt 28,58-69). Solamente sobrevivirán Caleb y Josué, por haberse opuesto al derrotismo que se habí­a adueñado de los hebreos cuando estaban para alcanzar la meta; el mismo Moisés, que, abrumado por la perversa rebelión del pueblo, habí­a cometido un misterioso pecado (Dt 1; Dt 19-40), deberá contentarse con contemplar la tierra prometida desde la cima del monte Nebo, en Trasjordania, frente a Jeri-có Dt 34,1-4).
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4. La teologí­a deuteronomisTA.
El Dt, que se presenta como un conjunto de discursos de Moisés, refleja experiencias religiosas tardí­as sobre las vicisitudes en el desierto del éxodo y habla unas 30 veces de la tierra prometida, construyendo una teologí­a explí­cita de la tierra. Dt 26,5-9 ha sido definido como la más antigua profesión de fe de Israel, el cual en la ofrenda de las primicias recogidas en la tierra prometida debí­a decir: †œYo declaro hoy, en presencia del Señor, mi Dios, haber entrado ya en la tierra que el Señor habí­a jurado a nuestros padres que nos darí­a† (y. 3). La tierra no es fin en sí­ misma, pues fue prometida a los patriarcas y a sus descendientes a fin de que éstos, establecidos en ella, pudieran realizar el designio de Dios sobre el pueblo que se habí­a elegido para sus propios fines; por eso la posesión de la tierra está condicionada a la fidelidad a la alianza (Dt 4,1-2; Dt 8,9-18), a fin de que Israel sea efectivamente heredad de Dios (4,20). Tal fidelidad es necesaria para la prosperidad misma del paí­s (6,lOss, 11,10-17) y del pueblo (6,2-3); de lo contrario, será excluido de la tierra y dispersado entre las naciones (24,24-28; 28,58-69). No se podrá traicionar impunemente el amor con que Dios ha elegido librar de Egipto y hacer suyo †œal más pequeño de los pueblos†(7,6-9), pues a esta elección estaba ordenado el juramento hecho a los padres (9,4-6). Dios tiene derecho a imponer a Israel su ley, porque lo ha librado de Egipto (Ex 20,1; Dt 5,6), condición necesaria para introducirlo en la tierra prometida. Un motivo particular y decisivo de indignidad del pueblo será la idolatrí­a, con la cual se contaminará por imitar a la población pagana indí­gena (Dt 7,1-16).
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5. La posesión efectiva de la tierra como don de Dios.
Será el sucesor de Moisés, ¡Josué, el que introduzca al pueblo elegido en la tierra de Dios. El relato de la conquista, que recoge tradiciones particulares y varias -diversamente meditadas en épocas posteriores- en una versión simplificada y unificada, está impregnado de la idea de que no es el poder de las armas el que permite adueñarse del paí­s. Josué tendrá éxito en su empresa sólo por su docilidad a la voluntad de Dios Jos 1,6-9). El paso del Jordán para entrar en la tierra prometida por la región al otro lado del rí­o, a la altura de Jericó, presenta varios paralelismos con el éxodo y el paso del mar Rojo en tiempo de Moisés. El rí­o es atravesado por el pueblo siguiendo una procesión sacerdotal que lleva el arca de la alianza; todo ello se desarrolla de acuerdo con las órdenes de Dios, para que esté claro que él está en medio de su pueblo para realizar maravillas. A fin de recordarlas perpetuamente, se erigirán doce piedras en representación de las doce tribus de Israel en el lecho del Jordán (Jos 4,9) y en Gálgala, primera etapa de la tierra prometida (4,20). La ciudadela de Jericó es †œpuesta en manos† de Josué por Dios (6,1); de hecho, sus muros se desmoronan en virtud de una solemne liturgia guerrera durante seis dí­as, en la cual el protagonista es el arca de la alianza (c. 3). Heb 11,30 dirá que fue la fe la que hizo que se derrumbaran los muros de Jericó. El primer intento de conquistar Ay, al este de Betel, fracasa porque Israel †œvioló la alianza†, quebrantando la prohibición que se habí­a establecido sobre el botí­n conquistado en Jericó Jos 7,11); solamente cuando el responsable, un hombre de la tribu de Judá, es lapidado por todo Israel (7,25), caerá la ciudadela. En el santuario patriarcal de Siquén se renueva solemnemente la alianza con Dios (8,32-35). En la segunda parte del libro de Josué (cc. 13-19), que está poco influida por la teologí­a deuteronomista, se registran las fronteras del territorio y la lista de las ciudades asignadas a cada una de las doce tribus, aunque la ocupación total ocurrirá en tiempos de David, doscientos años más tarde. En cierto sentido, esta especie de catastro de la tierra es un acto de fe en la promesa divina y establece el principio de que la tierra de Dios al mismo tiempo es concedida y hay que conquistarla, no sólo con las armas. El testamento de Josué (23,2-1 0) resume la epopeya de la conquista en el signo de la teologí­a de la tierra expresada en Dt; ninguna promesa de Dios ha caí­do en el vací­o (23,14); él mismo ha combatido por Israel, como habí­a prometido (23,10); así­ se verificarán también las amenazas divinas contra la infidelidad del pueblo: †œ… y muy pronto os hará desaparecer de esta buena tierra que él os ha dado†
(23,16).

6. LA DIALECTICA TEOLí“GICA DE LA TIERRA CONQUISTADA.
El perí­odo de los jueces, que duró unos ciento setenta años, contempló la existencia de Israel amenazada por la población cananea que habí­a permanecido en sus ciudadelas esparcidas por el territorio asignado a cada una de las tribus. El libro sagrado titulado de los ¡ Jueces es acentuadamente teológico; en él domina la convicción de que Dios, a pesar de las extremas dificultades en que vienen a encontrarse las tribus, no falta a sus compromisos. Desde el principio (Jc 2,11-23) se da la interpretación de la historia de este perí­odo, definido como el medievo hebreo. El pueblo, por haber abandonado al Señor sirviendo a los dioses de la población indí­gena, es a su vez abandonado en manos de los enemigos que rodean a las tribus: Dios quiere probar si es digno de los padres (2,22); cuando Israel, arrepentido, invoca el socorro de Dios, éste suscita jefes carismáticos -los jueces justamente- para librarlo. Sobre este esquema teológico se desarrolla toda la historia de este perí­odo. Emblemática es la historia del juez Sansón, el cual, cuando es fiel al Señor al que se ha consagrado con voto, derrota él solo a los más irreductibles enemigos de Israel, los filisteos (13,7; 16,17.22-28).

7. En la tierra en peligro.
La prueba más traumática para la fe de Israel en las promesas divinas fue la pérdida de la tierra de una manera llamativa y dramática. El perí­odo monárquico unitario inaugurado por Saúl, que tuvo como sucesores a David ya su hijo Salomón (1030-933 a.C), terminó con la muerte de éste, cuando las tribus del norte de Palestina se constituyeron en reino autónomo -el reino de Israel-, separándosede las tribus del sur, que permanecieron fieles a la dinastí­a da-ví­dica en el reino llamado de Judá. La consecuencia más catastrófica de la separación fue el cisma religioso, por lo cual en el reino del norte se establecieron dos santuarios -en Dan y en Betel (1R 12,29)- consagrados a los recuerdos patriarcales, en contraste con el único templo legí­timo de Yhwh, construido en Jerusalén por Salomón. También 1 y 2R reflejan la teologí­a deutero-nomista. De estos escritos se puede remontar a la teologí­a de los profetas. Los profetas dominan el perí­odo monárquico y las épocas sucesivas como enviados por Dios a su pueblo a fin de que sea comprendido con mayor claridad y hondura el plan de salvación (DV 14). En los textos proféticos relativos al tiempo de la monarquí­a tienen escaso relieve las vicisitudes de los antiguos patriarcas. Am 2,10 acusa a Israel de ingratitud al Señor, que ha librado a su pueblo y le ha conducido por el desierto para que heredase la tierra de los cana-neos. Se recuerda la liberación de Egipto para subrayar la responsabilidad del pueblo en relación con la elección divina (Os 11,1; Os 12,14; Os 13,4 Miq Os 6,4). La atención se desplaza por entero a Jerusalén, donde reina la dinastí­a daví­dica, a la cual hizo Dios nuevas promesas mesiánicas, relativas también a la estabilidad y seguridad del pueblo en su tierra (2S 7, lOs), y al templo (Miq 3,12), en el que se centraliza el culto. Los profetas reprochan de manera casi obsesiva al rey y al pueblo las prácticas idolátricas y las injusticias sociales, que demuestran la infidelidad a la alianza y justifican los castigos de Dios.

8. LA PRUEBA SUPREMA DEL DESTIERRO Y EL MENSAJE DE LOS PROFETAS.
El problema teológico de la tierra aparece cuando, con el final del reino de Judá, la destrucción de Jerusalén y del templo (587 a.C.) y la deportación a Babilonia de la población más cualificada, se plantea drásticamente el angustioso interrogante: ¿Ha desmentido Dios la promesa jurada a los patriarcas de dar a sus descendientes una patria? Pues gracias a esta promesa los israelitas daban muestras de su seguridad incluso ante la inminencia de la catástrofe, convencidos sobre todo de la indestructibilidad del templo, morada de Dios en su tierra (Jr 7; Jr26,2-6).

a) Jeremí­as. Cuando Jerusalén siente ya la mordedura del asedio, Dios ordenará a / Jeremí­as que realice un gesto aparentemente insensato: el profeta debe adquirir un campo, para significar que †œaun se comprarán casas y viñas en este paí­s (Jr 32,15). Sin embargo, los israelitas serán expulsados de él por no haber escuchado la voz del Señor que prodigiosamente los habí­a librado de Egipto para conducirlos a la tierra que habí­a jurado darles a los padres (32,20-23). Mas para el futuro se hacen nuevas promesas: el paí­s, que temporalmente está devastado y en posesión de los enemigos, será restituido al pueblo purificado; dice el Señor: †œLos plantaré sólidamente en esta tierra, con todo mi corazón y con toda mi alma† (32,40-41). Israel recibirá de Dios, que se unirá a él con una alianza eterna, un corazón nuevo, a fin de que pueda servirle con estable fidelidad para su bien y el de sus descendientes (32,39). El israelita nuevo será conducido por el pastor divino †œa su pradera, y pacerá en el Carmelo y el Basan, y en los montes de Efraí­ny Galaad†™ (50,19).
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b) Ezequiel. Cuando se refiere a la situación del tiempo del destierro, este profeta usa de manera caracterí­stica el término hebreo †˜ada-mah para indicar la tierra de Israel como †œsuelo de la tierra santa, es decir, no como realidad polí­tica, sino como realidad religiosa, por estar la tierra privada de su pueblo y de la presencia de Dios; en cambio, cuando habla de la restauración la llama de nuevo †˜eres, tierra, en la plenitud de su significado teológico. Los hebreos dejados en Jerusalén por los conquistadores babilónicos apelaban a la promesa divina para proclamar un privilegio: †œUno solo era Abra-hán, y obtuvo el paí­s en herencia, mientras que nosotros somos muchos; a nosotros se nos ha dado el paí­s en posesión† (Ez 33,24 ); por eso se consideraban capaces de reconquistar ellos solos todo el paí­s. El profeta decepciona su arrogancia: el paí­s permanecerá desolado por sus abominaciones (33,29); el futuro es de los desterrados, porque su vuelta será obra exclusiva de Dios, Dios los purificará í­ntimamente poniendo en ellos su espí­ritu, a fin de que puedan encontrarle en el paí­s destinado a sus padres (36,28) y pacer †œpor los montes de Israel, por los valles y en todos los lugares habitados del paí­s (34,13). En realidad, el profeta se proyecta en un futuro no precisado, escatológico, porque ve la restauración de Israel en función de una distribución evidentemente simbólica de la tierra. Pues será dividida en trece porciones estrictamente paralelas, de las cuales doce se destinarán a las tribus del pueblo, mientras que una parte será reservada como †œtributo sagrado† a Yhwh (47,13-23; 48,1-29). El profeta se fija en un mundo nuevo, no en el de la geografí­a y la historia, y el pueblo se concibe como una comunidad litúrgica que saca del templo una fuerza capaz de purificar el universo (47,1-1 2).
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c) Un mensaje de consolación. Ya en la primera parte de Isaí­as la vuelta del destierro está prevista como un restablecimiento de Israel en su tierra, pero en compañí­a de los pueblos que se unirán aél(Is 14,1-2). El mensaje triunfal de consolación del Segundo Isaí­as (40-55) anuncia un nuevo éxodo, en el cual Dios se pondrá a la cabeza de su pueblo (40,3-4). La tercera parte (cc. 56-66) es un interminable himno de gozo por el retorno a la patria (el tema del éxodo está en 63,12-1 6), en el cual tomarán parte también los que han permanecido en Jerusalén. El retorno a la tierra de los padres marcará un tiempo de prosperidad y de paz. La restauración nacional anuncia otra transformación que afectará a todas las gentes, porque la vuelta es en realidad el triunfo espiritual del Señor, que en su proyecto incluye también a los pueblos paganos. El misterioso siervo de Yhwh -el me-sí­as- tendrá la misión de †œrestablecer las tribus de Jacob y traer de nuevo a los supervivientes de Israel†™, siendo la luz de las naciones, a fin de que la salvación que viene de Dios llegue a los extremos de la tierra (49,6). Los pueblos paganos serán agregados al pueblo elegido (44,3-5). La atención del profeta se desplaza de la causa de Israel a la del reino de Dios, †œel rey (41,21; 43,15), formulando lapidariamente la realidad de la salvación: †œTu Dios reina†™ (52,7). Cada vez está más claro que la misión de Israel como pueblo de Dios se sale del significado polí­tico para orientarse a valores supremos; los descendientes de Abrahán han permanecido siendo pueblo de Dios también en el destierro, porque Dios no desmiente su alianza; pero de un †œresto santo†™ (65,8), para el cual mantiene Dios la promesa hecha a Abrahán (51,19), nace el nuevo Israel †œtestigo de Dios† (43,10) en medio de las naciones [1 Isaí­as III].
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d) La vuelta a la patria. En el 538 a.C, el rey persa Ciro, después de haber conquistado Babilonia, dio un decreto que significó el fin del destierro. Para la primera caravana judí­a que volvió a ver la tierra, la instalación resultó muy difí­cil. El profeta / Zacarí­as, que quizá volvió con los primeros repatriados, anunció un tiempo de prosperidad para la tierra (Za 1,17), en el que el Señor harí­a de nuevo de Israel †œsu propiedad en la tierra santa†™ (2,16). Pero la obra de †œuna profunda restauración del pueblo de Dios será llevada a cabo por el mesí­as, rey justo y victorioso, no por medio de las armas sino con su mansedumbre (9,9). El esel buen pastor (11,4-17; 13,7-9), al que llorarán †œtraspasado†™ (12,9-14). El mensaje profético alcanza así­ su definitiva claridad.
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IV. EL EVANGELIO Y LA TIERRA.
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1. Los judí­os de Qumrán.
En el alba del evangelio, los judí­os de la comunidad ascética de Qumrán, que, basándoseen el anuncio profético del nuevo éxodo (Is 43,3), se habí­an retirado al desierto para estudiar la ley de Moisés a fin de serdignos del encuentro con el mesí­as (1QS VIII, 13-16), se preparan también a reconquistara mano armada la patria, entonces bajo el dominio de los romanos. Esto ocurrirá con una guerra santa que los hijos de la luz, guiados por el sumo sacerdote y por su prí­ncipe, librarán contra los hijos de las tinieblas. Una Regla expresa (1QM) prescribe minuciosas normas para hacer la guerra e indica sus varias fases. En un himno es ardientemente invocado Dios para que humille a los enemigos con la espada y glorifique así­ a su tierra, colmando de bendiciones a su heredad (1QM XII, 11-12) [/Judaismo II, 8d-e].
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2. ¿Jesús patriota revolucionario?
En tiempos de / Jesús existí­a desde hací­a muchos años un movimiento de fanáticos, llamados zelo-tas, que, dominados por un nacionalismo exasperado, serán luego los protagonistas de la revuelta judí­a que culminó en la guerra del 66-70 d.C, y que terminó con la conquista de Jerusalén y la destrucción del templo por parte de los romanos.
Recientemente, en el clima de los varios movimientos polí­ticos de liberación, se ha puesto de moda la tesis según la cual Jesús habrí­a compartido las aspiraciones revolucionarias de la parte más exaltada de sus contemporáneos; pero basta recordar el mensaje evangélico de amor a todos los hombres (comprendidos los enemigos), que implica necesariamente y sin posibilidad de equí­vocos la renuncia a cualquier género de violencia contra personas y pueblos, para saber valorarla. Cuando la multitud, arrastrada por el entusiasmo, intenta ofrecerle la corona de rey, Jesús huye solo a la montaña (Jn 6,15). Rehusa confundir el plan divino de salvación con el problema polí­tico de su patria. Su proyecto se refiere al pueblo de Dios, al que se le insta a convertirse (Mt 4,17), es decir, a atenerse, al pensamiento y a la voluntad de Dios cuando llega a su cumplimiento el milenario designio salví­fico con la fundación del reino de Dios. Jesús, que será el artí­fice de ese cumplimiento en calidad de Hijo de Dios, es ajeno a toda voluntad de poder, es modelo de mansedumbre (Mt 11,19 21,5, con cita Za Mt 9,9). Si los apóstoles expresan de algún modo la esperanza de una restauración nacional de Israel, muy pronto se darán cuenta de que †œlos tiempos y los momentos† del designio de Dios los orientarán hacia ideales y conquistas del todo diversos. Deberán ser †œtestigos† de Cristo, y no sólo en la tierra de Israel, sino hasta los confines de la tierra (Hch 1,6-8). Durante toda su vida, Jesús no se moverá de Palestina, sino que se dedicará a las †œovejas perdidas de la casa de Israel† para las cuales ha venido (Mt 15,24); morirá †œno sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos† (Jn 11,52). La reunión de los tiempos por venir, predicha por los profetas, no es la recomposición de Israel en la tierra de los padres; los hijos de Dios son los que creen en Cristo (Jn 1,12), que serán agrupados en la unidad del Padre y del Hijo mediante la muerte redentora en la cruz. El reino de Dios no se puede confundir con ningún, reino terreno, ni siquiera con el reino de Israel reconstruido en sus confines, porque no es de este mundo: prueba de ello es que †œlos guardias† de Cristo no luchan para librarlo de la condena y de la muerte (Jn 18,36). Jesús proclama dichosos a los mansos, porque herederán la tierra (Mt 5,5, con cita de SaI 37,11); pero el lenguaje de las / bienaventuranzas no permite identificar esta tierra con Palestina; y los mansos de que hablaba el salmista eran los †œpobres de Dios†, libres de toda aspiración terrena: justamente los pobres a los cuales pertenece el reino de los cielos (Mt 5,3). La heredad de los mansos es el sí­mbolo del disfrute de una felicidad estable y segura, no anclada en realidades geográficas.
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3. La heredad definitiva de Dios.
La idea de heredad recuerda el tema de la tierra santa como heredad de Dios. Ya en el AT se inicia el proceso de espiritualización de la heredad divina: en último análisis, esa heredad es Dios mismo, plenitud de posesión y de felicidad para los justos (SaI 16,5; SaI 73,26). Al mesí­as se le prometen en herencia todas las naciones de la tierra (SaI 2,8). Cristo es el heredero de Dios en calidad de Hijo (Mt 21,38); como tal, es constituido por el Padre heredero de todo (Hb 1,2). Para entrar en posesión de su heredad, Cristo ha afrontado la pasión y la muerte (Hb 2,1-10). El Padre lo ha puesto todo en manos del Hijo (Mt 11,27), dándole todo poder en el cielo y en la tierra (Mt 28,18); y él, a los suyos que perseveren en las pruebas con él, les prepara un reino, como el Padre se lo ha preparado a él (Lc 22,28s); en la regeneración de la humanidad y del universo al fin de los tiempos, cuando el Hijo del hombre se siente en su trono, los doce apóstoles ocuparán otros tantos tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt 19,28). Entonces él, después de haber vencido al último enemigo, que es la muerte, †œentregará el reino a Dios Padre… para que Dios sea todo en todas las cosas† (1Co 15,24-28). Jesús trasciende todas las realidades espaciales de la historia de Israel. Refiriéndose a la visión de Jacob en Betel, lugar privilegiado de la tierra prometida, que se convirtió en casa de Dios y en puerta del cielo (Gn 28,17), Jesús afirma que los ángeles de la visión del patriarca subirán y bajarán sobre él (Jn 1,51). El lugar santo de la presencia de Dios en su tierra, el templo, es la humanidad de Cristo, lugar de la gloria divina y punto de encuentro entre Dios y el hombre para un culto en espí­ritu y verdad independientemente de Je-rusalén, corazón de la tierra santa (Jn 4,20-24
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4. Pablo y los privilegios de Israel.
Pablo, que como judí­o de estricta observancia farisea hubiera debido ser sensible a la doctrina de la tierra, fundamental para el judaismo, hablando de los privilegios de Israel, recuerda †œla adopción como hijos, la gloria, la alianza…, la ley, el culto, las promesas†, los patriarcas, de los cuales procede Cristo Rm 9,4-5); pero no hace mención alguna de la tierra, omitiendo completamente el aspecto territorial de las promesas hechas a Abrahán y a su descendencia. Evidentemente, en el pensamiento del apóstol la tierra, como la ley de Moisés, tuvo una función particular y válida para Israel en la primera fase de la historia de la salvación, pero ha perdido todo significado en el tiempo en que ésta llegó a la fase de su cumplimiento. Para Pablo, la descendencia de Abrahán se concentra sólo en Jesús (Ga 3,16), que ha venido en la carne de la estirpe de Abrahán, pero en el cual todos los hombres son una sola persona; y si son de Cristo, son †œdescendencia de Abrahán según la promesa† (Ga 3,28-29). Queda un misterio en el plan divino de salvación: vendrá un tiempo en que Israel, que ha rechazado a Jesús mesí­as, se salve, porque es amado por Dios a causa de los padres (Rm 11,25-28); pero será la salvación que corresponde al plan concebido por Dios antes de la creación del mundo y realizado en la plenitud de los tiempos en Cristo: plan que consiste en centrar en él todos los seres, terrestres y celestes (Ef 1,4-10).
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5. La tierra-cielo.
El toque final a la teologí­a de la tierra lo da Heb 11,10, donde se dice que Abrahán, por la fe, emigrando hacia la tierra de la promesa, no tomó posesión de ella porque esperaba con absoluta confianza entrar en la sola ciudad que merecí­a este nombre: †œla ciudad de sólidos fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios, y que por eso debí­a tener todas las garantí­as de estabilidad, de seguridad y de perennidad. Esta aspiración de Abrahán, de la cual calla el AT, es el máximo de la alegorización de la tierra prometida.
Con un espléndido comentario ho-milético al Ps 95, Heb 3,7-4,11 propone a los cristianos el ejemplo de Israel, que no entró en el †œreposo†™ de la tierra prometida (Sal 95,11; Dt 12,9) a causa de su incredulidad y de sus rebeldí­as. La promesa de entrar en el descanso de Dios es siempre válida (Hb 4,1); Josué condujo al pueblo elegido a la tierra de Canaán, pero no era éste el reposo definitivo y perfecto. A la comunidad cristiana -el verdadero pueblo de Dios- el Señor le reserva un †œreposo sabático†™ que es el de Dios (Gn 1,2-3 en el cielo, destinado a los fieles que tienen la vocación celeste (Hb 3,1) y son partí­cipes de Cristo Hb 3,14). Se llega así­ al lí­mite de una mí­stica bí­blica de la tierra, que entraba ya en las antiguas profecí­as mesiánicas como †œreposo†™ (Jr31,2; So 3,13).
397fl
V. LA TEOLOGIA DE LA TIERRA HOY.
La teologí­a bí­blica de la tierra se ha impuesto recientemente a la atención de estudiosos judí­os y cristianos con ocasión de la fundación del Estado judí­o en 1948, que en 1967 habí­a ocupado todo el territorio cisjordánico de Palestina. La teologí­a de la tierra ha venido a encontrarse en el centro de un debate polí­tico-religioso relativo al derecho de Israel a la tierra basado en la promesa divina; se ha preguntado si el Estado judí­o podí­a reivindicar una propiedad legal de Palestina fundándose en un derecho de origen divino, y por tanto imprescriptible. El debate ha servido para profundizar el importante tema bí­blico de la tierra, que alguno considera un hilo conductor del conjunto de la teologí­a del AT. La creación en nuestros dí­as del Estado de Israel es un hecho polí­tico, como cultural, social y polí­tico ha sido el movimiento sionista fundado a finales del siglo pasado con el fin particular de dar a los judí­os dispersados por el mundo una sede nacional única en Palestina. Escribe un sionista: †œYo me opongo, como muchos otros sionistas, a la confusión entre conceptos religiosos y conceptos polí­ticos. Niego categóricamente que el sionismo sea un movimiento mesiánico (religioso) y que sea lí­cito utilizar una terminologí­a religiosa para ponerla al servicio de objetivos polí­ticos† (G. Scholem en A. González Lamadrid, La fuerza de la tierra, 274).
La promesa divina de la tierra no constituye un documento jurí­dico para reivindicaciones territoriales. Por otra parte, la elaboración bí­bli-co-teológica de la doctrina de la promesa y de su realización, condicionada en todo caso a la fidelidad de Israel a su alianza con Dios, abre evidentes horizontes mesiánicos.
BIBL.: Barros M. de. Caravias G.L., La cierra en la Biblia, en Teologí­a de la Tierra, Paulinas, Madrid 1988, 127-290; Córtese E., La térra di Canaan nella storia sacerdotale del Pentateuco, Paideia, Brescia 1972; Davies W.D., Jérusalem ella lerre dans la tradition chrétienne, en †œRHPR† 55 (J975) 49J-533; Dreyfus F., Le theme de Ihéritage danslAT, en †œRSPT† 42 (1958) 491-533; Gnuse R., Comunidadypropiedaden la tradición bí­blica, Verbo Divino, Estella 1987; González Lamadrid ?., La fuerza de la tierra. Geografí­a, historia y teologí­a de Palestina, Ediciones Sigúeme, Salamanca 1981; Jacob E., Les trois racines dune théologie de la †œlerre †œdans VAT, en †œRHPR† 55 (1975) 460-480; Keller B., La lerre dans le livre dEzéchie, en †œRHPR† 55(1975)481-490; LandousjesJ., Le don dela lerre de Palesline, en †œNRT 98 (1976) 324-336; Lipinski E., Essais sur la révélalion bi-blique, Cerf, Parí­s 1970; Morgenthaler R., Tierra (gé) en DTNT IV, Sigúeme, Salamanca 1980, 284-286; Michaud R., De la entrada en Canaan al destierro en Babilonia, Verbo Divino, Estella 1983; Id, Los patriarcas, ib, 1976; Pury A, de. La promesse patriarcal:
origines, inter-prétation et actualisations, en †œEtudes Théol. et Reí­.† 51(1976)351-366.
S. Garo falo

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

Fuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

A. NOMBRES 1. ge (gh`, 1093), denota: (a) la tierra como tierra arable (p.ej., M 13.5, 8, 23); en 1Co 15:47 se emplea del material terreno del cual “el primer hombre” fue hecho, lo que da sugerencia de fragilidad; (b) de la tierra como un todo, el mundo, en contraste, sea a los cielos (p.ej., Mat 5:18,35), o al cielo, la morada de Dios (p.ej., Mat 6:19), donde el contexto sugiere la tierra como lugar caracterizado por la mudabilidad y debilidad; en Col 3:2 se presenta el mismo contraste con la palabra “arriba”; en Joh 3:31 “terrenal” (VM: “de la tierra”) describe a uno cuyo origen y naturaleza son terrenos y cuya habla queda caracterizada por ello, en contraste con Cristo como el que es del cielo; en Col 3:5 se dice que los miembros fí­sicos están “sobre la tierra” ( traduce “lo terrenal”), como esfera en la que, como instrumentos potenciales de males morales, con mencionados, por metonimia, como los mismos males; (c) la tierra habitada (p.ej., Luk 21:35; Act 1:8; 8.33; 10.12; 11.6; 17.26; 22.22; Heb 11:13; Rev 13:8). En los siguientes pasajes, la frase “en la tierra” significa “entre los hombres”: Luk 12:49; 18.8; Joh 17:4; (d) un paí­s, territorio (p.ej., Luk 4:25; Joh 3:22); (e) la tierra (p.ej., Mat 10:29; Mc 4.26); (f) tierra, en contraste al agua (p.ej., Mc 4.1; Joh 21:8,9,11). Cf. los términos castellanos comenzando con ge, p.ej.: geodesia, geologí­a, geometrí­a, geografí­a, etc. Véanse TERRENAL, TERRESTRE, TERRITORIO. 2. cora (cwvra, 5561), se emplea con el significado de tierra: (a) de un paí­s, región (p.ej., Mat 2:12; Mc 6.55); algunas veces se traduce “región” (p.ej., Mat 4:16; Mc 5.1); “provincia” (p.ej., Mc 1.5; 15.13, etc.); (b) de una propiedad (Jam 5:4), de campos de cultivo. Véanse CAMPO, HEREDAD, PROVINCIA, TERRITORIO, TIERRA. 3. oikoumene (oijkoumevnh, 3625), participio presente, voz pasiva, de oikeo, morar, habitar; denota la tierra habitada. Se traduce “tierra” en Luk 4:5; 21.26; Rom 10:18; “tierra habitada” en Act 11:28: Véase MUNDO, A, Nº 3, y también ENTERO, HABITADO, REDONDEZ, TODO. 4. agros (ajgrov”, 68), campo, o sección de tierra, o el campo en distinción a la ciudad. Se traduce “tierras” en Mat 19:29; Mc 10.29, 30; véanse CAMPO, HACIENDA, HEREDAD, LABRANZA. 5. patris (patriv”, 3968), significa primariamente la tierra patria de uno, el paí­s nativo, la ciudad de uno, y se traduce “tierra” en Mc 13.54; Mc 6.1; Luk 4:23; Joh 4:44; “su propia tierra” en Mat 13:57; Mc 6.4; Luk 4:24; en Heb 11:14 “una patria”. Véase PATRIA.¶ 6. pericoros (perivcwro”, 4066), véase PROVINCIA, y también , Nº 2. Se traduce “tierra alrededor” en Mc 1.28; Mc 6.55; Luk 4:14 y, en RV, Luk 3:3 (RVR: “la región contigua”); 7.17 (RVR: “región de alrededor”); 8.37 (RVR: “región alrededor”). Véanse también CIRCUNVECINO, CONTIGUO, CONTORNO. B. Adjetivos 1. epigeios (ejpivgeio”, 19191), sobre la tierra, terreno (epi, sobre; ge, tierra). Se traduce “que están †¦ en la tierra” en Phi 2:10 (RV: “de los que en la tierra”); véanse TERRENAL, TERRENO, TERRESTRE. 2. katacthonios (katacqovnio”, 2709), (kata, abajo; cthon, tierra, derivado de una raí­z que denota aquello que es profundo) “debajo de la tierra”. Se emplea en Phi 2:10:¶ 3. xeros (xhrov”, 3584), seco. Se emplea en Mat 23:15, en una elipsis que denota “tierra seca”, donde se sobrentiende el nombre ge; lo mismo en Heb 11:29: Véase SECO, B, Nº 1, y también PARALíCO, A, Nº 2. Cf. xeraino, véase SECAR, A, Nº 1. C. Adverbio camai (camaiv, 5476), relacionado con el término latino humi, sobre la tierra, y homo, hombre; significa “sobre la tierra” (Joh 9:6 “en tierra”), del acto de Cristo de escupir en tierra antes de ungir los ojos de un ciego; en 18.6: “a tierra”, de la caí­da en tierra de la turba que habí­a acudido a arrestar a Cristo en Getsemaní­.¶ D. Verbos 1. edafizo (ejdafivzw, 1474), relacionado con edafos, véase SUELO. Se traduce “derribarán a tierra” en Luk 19:44: Véase bajo DERRIBAR, Nº 2.¶; Cf. términos como edafologí­a, etc. 2. pezeuo (pezeuvw, 3978), viajar a pie, o por tierra (pezo, a pie; pos, pie). Se traduce “queriendo él ir por tierra” (Act 20:13; VM, Besson: “ir a pie”).¶ Notas: (1) Para seismos, “temblor de tierra”, véase TEMBLOR, y también TEMPESTAD, TERREMOTO. (2) Para kome, traducido “tierras de los samaritanos” en Act 8:25 (RV), véase ALDEA.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

La vida del hombre depende entera-mente de las riquezas que oculta la tierra y de la fertilidad de su suelo; es la tierra el marco providencial de su vida: los cielos pertenecen a Yahveh, pero la tierra se la ha dado a los hijos de Adán (Sal 115,16). Así­ no puede sorprender el ver que la tierra y sus bien., materiales ocupan un puesto importante en la revelación divina : su nexo con el hombre la arrastró al drama del pecado y de la salvación.

AT. 1. EL MISTERIO DE LOS ORíGENES. 1. La tierra, creación y propiedad de Dios. “En el principio” creó Dios el cielo y la tierra (Gén 1,1). La Biblia presenta dos cuadros sucesivos de esta génesis, anterior al hombre, pero ordenada a él. Por un lado separa Dios de las aguas el continente al que llama “tierra”, luego lo puebla (1,9-25); por otro lado es la tierra un desierto vací­o y estéril (2,4-6) donde va Dios a plantar un huerto para situar en él al hombre. De todos modos la tierra depende enteramente de él; es cosa suya: “de El es la tierra” (Sal 24,1; 89,12; cf. Lev 25,23). Como Dios es el creador de la tierra, tiene sobre ella un derecho absoluto : sólo él dispone de sus bienes (Gén 2,16s), establece sus leyes (Ex 23,10), la hace fructificar (Sal 65; 104). El es su Señor (Job 38,4-7; Is 40,12.21-26); ella es su escabel (Is 66,1; Act 7,49). Como toda la creación, le debe alabanza (Sal 66,1-4; 96; 98,4; Dan 3,74), que cobra forma y lenguaje en los labios del hombre (Sal 104).

2. La tierra, heredad del hombre. *Adán está, en efecto, ligado a la. tierra ; salió de esta adamah (Gén 2,7; 3,19; cf. Is 64,7; Jer 18,6), pero a fin de emerger de ella, como el dueño a quien la ha confiado Dios: debe dominar en ella (1,28s); la tierra es como un huerto del que él ha sido constituido administrador (2,8.15; Eclo 17,1-4). De ahí­ ese nexo í­ntimo entre ambos, que tiene tantas resonancias en la Escritura. Por un lado el hombre, con su *trabajo, imprime su marca en la tierra. Pero por otro lado la tierra es una realidad vital que modela en cierto modo la psicologí­a del hombre. Su pensamiento y su lenguaje recurren constantemente a imágenes de la tierra: “Haced *siembra de justicia, *segad una cosecha de bondad… ¿Por qué habéis labra-do el mal?” (Os 10,12s). Isaí­as, en su parábola del cultivador (Is 28,23…), explica las pruebas que son necesarias para la *fecundidad sobrenatural, partiendo de las leyes del cultivo, mientras que el salmista compara su alma angustiada con una tierra se-dienta de Dios (Sal 63,2; 143,6). 3. La tierra, maldita por causa del pecado. Si es tan estrecho el nexo entre el hombre y la tierra, ¿de dónde viene, pues, esa hostilidad entre el hombre y la naturaleza ingrata, que pueden experimentar sucesivamente todas las generaciones? La tierra no es ya para el hombre un *paraí­so. Ha entrado en juego una misteriosa prueba y el *pecado ha viciado sus relaciones. Cierto que la tierra sigue actualmente gobernada por las mis-mas leyes providenciales que estableció Dios en los orí­genes (Gén 8,22) y este orden del mundo da testimonio del creador (Rom 1,19s; Act 14, 17). Pero el pecado acarreó para la tierra una verdadera *maldición que hace que produzca “abrojos y espinas” (Gén 3,17s). Es un lugar de *prueba, donde el hombre *sufre hasta que vuelva finalmente al barro de donde salió (3,19; Sab 15,8). Así­ la solidaridad del hombre con la tierra sigue afirmándose, tanto para lo mejor como para lo peor.

II. EL PUEBLO DE Dios Y su TIERRA. La tierra, ligada con el hombre por sus orí­genes, conservará su función en la revelación bí­blica: a su manera se mantiene en el centro de la historia de la salvación.

1. La experiencia patriarcal. Entre *Babilonia, tierra extranjera y amenazadora, de donde Dios saca a Abraham (Gén 11,31-12,1), y *Egipto, tierra tentadora y lugar de esclavitud, de donde sacará Dios a su posteridad (Ex 13,9…), van a hallar los patriarcas en Cancán un lugar de permanencia que será para au posteridad la tierra prometida, “que mana leche y miel” (Ex 3,8). En efecto, esta tierra la promete Dios a Abraham (Gén 12,7). Después de él la recorren los antepasados de Israel antes de que venga a ser su *heredad (Gén 17,8).

Todaví­a son allí­ extranjeros con morada provisional: sólo les guí­an las necesidades de sus ganados. Pero aún más que pastos o pozos hallan en ella el lugar donde se les manifiesta el *Dios vivo. Los robles (Gén 18), los pozos (26,15ss; cf. 21,3s), los *altares erigidos (12,7) son *testigos que guardan el recuerdo de estas manifestaciones. Algunos de estos lugares llevan su nombre: Betel, “casa de Dios” (28,17ss), Penuel, “*rostro de Dios” (32,31). Con la gruta de Macpela (23) inaugura Abraham la posesión jurí­dica de una parcela de esta tierra prometida; Isaac, Jacob, José querrán reposar en ella, haciendo así­ de Canaán su *patria.

2. El don de la tierra. La *promesa de Dios renovada (Gén 26,3; 35, 12; Ex 6,4) mantuvo en los hebreos la *esperanza de la tierra en que se establecieron. De Egipto, tierra extranjera (cf. Gén 46,3) los hace salir Yahveh; sin embargo, para entrar en la tierra prometida se requiere primero el abandono, “la asombrosa soledad del *desierto” (Dt 32,10). Israel, el “pueblo escogido entre todas las naciones que hay en la tierra” (Dt 7,6) no debe tener otra posesión que a Dios. Purificado, puede entonces conquistar a Canaán, “lugar donde no falta nada de lo que se puede tener en la tierra” (Jue 18,10). Yahveh interviene en esta conquista: él es quien da la tierra a su pueblo (Sal 135,12). Obtenida sin fatiga (Jos 24, 13), es un regalo gratuito, una *gracia, como la alianza de la que deriva (Gén 17,8; 35,12; Ex 6,4.8). E Israel se entusiasma, porque Dios no lo ha decepcionado. “Es un paí­s bueno, muy bueno” (Núm 14,7; Jue 18,9) que contrasta con la aridez y la monotoní­a del desierto; es el *paraí­so terrenal recobrado. Por eso a este “dichoso paí­s de torrentes y de fuentes…, paí­s de trigo y de cebada, de viña, de higueras, de granados, paí­s de olivos, de aceite, de miel, paí­s donde no está medido el pan” (Dt 8,7ss) se apega el pueblo sin titubear. ¿No lo tiene de Dios como *herencia (Dt 15,4), de ese Dios al que quiere servir exclusivamente (Jos 24,16ss)? La tierra y sus bienes le serán así­ un recuerdo permanente del *amor y de la *fidelidad de Dios a su alianza. Quien posee la tierra posee a Dios; porque Yahveh no es ya solamente el Dios del desierto: Canaán ha venido a ser su residencia. A medida que transcurren los siglos se le cree tan ligado con el paí­s de Israel que David no cree posible adorarlo en el extranjero, tierra de otros dioses (1Sa 26,19) y que Naamán se lleva a Damasco un poco de tierra de Israel para poder dar culto a Yahveh (2Re 5,17).

3. El drama de Israel en su tierra.

a) La ley de la tierra. La tierra prometida fue dada a Israel como su “posesión” (Dt 12,1; 19,14), una posesión que debe procurarle la felicidad. Pero no sin esfuerzo por su parte: el *trabajo es una ley para quien quiera recibir las bendiciones divinas, y los libros sagrados son severos con los perezosos que duermen en el tiempo de siega” (Prov 10,5; 12,11; 24,30-34). Israel, colono de Dios en un suelo en el que es “*extranjero y *huésped” (Lev 25,23; Sal 119,19), tiene además que cumplir diversas obligaciones. En primer lugar, debe manifestar a Dios su *alabanza, su *acción de gracias, su de-pendencia. Tal es el sentido de las *fiestas agrarias (Ex 23,14…), que asocian su vida cultual con los ritmos mismos de la naturaleza: fiestas de los ázimos, de la siega, de las *primicias (Ex 23,16), de la recolección. Además, el uso de los productos del suelo está sometido a reglas precisas : hay que dejar espigar al pobre y al extranjero (Dt 14,29; 24,19-21); para no esquilmar el suelo hay que abandonar sus productos cada siete años (Ex 23,11). Esta ley de la tierra, a la vez religiosa y social, mar-ca la autoridad de Dios, a quien pertenece el suelo por derecho. Su observancia debe distinguir a Israel de los labradores paganos que le rodean.

b) Tentación y pecado. Ahora bien, aquí­ es precisamente donde Israel va a tener que habérselas con la *prueba y la tentación. A su tierra ha ligado su actividad y su vida: campo, casa, mujer son sus puntos de apoyo (Dt 20,5ss). Venido a ser terrateniente y sedentario, fácilmente reducirí­a a las dimensiones de su campo y de su viña su manera de comprender a Dios. Todas las civilizaciones antiguas pasaron por una experiencia semejante, que dio origen a la imagen de la tierra-mujer, de la tierra-esposa, de la madre tierra. Esta metáfora profunda y realista adquirirá un dí­a derecho de ciudadaní­a en la Escritura (Os 2,5; Is 45.8; (.2,4; Cant 4,12; 5,1; 6,2.11). Pero Israel no ha llegado todaví­a a este punto. Al mismo tiempo que aprende de los cananeos las leyes de su vida agrí­cola, tiende a adoptar sus costumbres religiosas, idolátricas, materialistas. Y así­ Yahveh se convierte a menudo para él en un Baal (señor del paí­s) protector y garante de la fertilidad (Jue 2,11). De ahí­ la reacción violen-ta de un Gedeón (6,25-32), y más tarde la de los profetas, que fustigan a “los que añaden casa a casa y juntan campo a campo” (Is 5,8); pondrán en guardia contra los peligros de la sedentarización y de la propiedad, en la que verán una fuente de robos (cf. lRe 21,3-19), de rapiñas (Miq 2,2), de injusticias, de diferencias de clases, de enriquecimiento que provoca la soberbia y la envidia (cf. Job 24,2-12). ¿Cómo podrá el Dios santo soportar esas cosas? ¿No es evidente que Israel, en lugar de ha-llar en su tierra un signo de la bondad de Dios para elevar su corazón hasta él, se ha apegado a ella en forma egoí­sta como todos los otros miembros de la humanidad pecadora?

c) Amonestaciones y castigos. Ante esta situación las amonestaciones de los profetas se juntan con los gritos de angustia del Deuteronomio: ” ¡Guárdate de olvidar a Yahveh tu Dios!” (Dt 6,12; 8,11; 11,16). En realidad, el pueblo que disfruta de un paí­s maravilloso (6,10s) ha olvidado de dónde le vení­a este beneficio: “Porque Yahveh amó a tus padres… Te ha hecho entrar en este paí­s” (4,37s; 31,20). Si no, ¿por qué esas marchas a través de paí­ses extranjeros más que para recibir final-mente el don de la tierra y para hacer la experiencia del amor divino? “Acuérdate de las marchas que te hizo hacer Yahveh durante cuarenta años por el desierto para humillarte… y para conocer el fondo de tu corazón” (8,2). De Dios es la tierra. Su derecho es exigente, celoso, como su amor. El hombre debe mantenerse humilde, fiel, obediente (5,32-6,25). Si obra así­, recibirá en recompensa las *bendiciones: “Benditos serán los productos de tu suelo… y las crí­as de tus ovejas” (28,4), pues “Yahveh tiene cuidado de este paí­s… sus ojos están fijos en él desde el principio del año hasta el fin” (11,12). ¡Por el contrario, *maldición si se desví­a Israel (Dt 28,33; Os 4,3; Jer 4,23-28)! Se entrevé incluso la peor de las amenazas, la pérdida de la tierra: “Seréis arrancados de la tierra en que vais a entrar” (Dt 28,63). Esta amenaza que los profetas precisan con vigor (Am 5,27; Os 11,5; Jer 16,18) se cumple finalmente como un duro *castigo divino en medio de las angustias de la *guerra y del *exilio.

4. Promesas de porvenir. Sin embargo, el castigo, por muy radical que sea, no lo miran nunca los profetas como absoluto y definitivo. Será una prueba purificadora como en otro tiempo la del desierto. Par encima de él subsiste una *esperanza cuyo objeto reviste todos los rasgos de la experiencia pasada: la tierra tiene todaví­a en ella un papel capital. Esta tierra será en primer lugar la de Israel, donde el *pueblo nuevo volverá a ser instalado por Yahveh. Esta “tierra santa” (Zac 2,16; 2Mac 1,7; Sab 12,3), purificada y sacralizada integralmente (Ez 47,13-48,35; Zac 14), podrá ser llamada, como Jerusalén, su capital, la *esposa de Yahveh (Is 62,4). Pero más allá de la tierra santa, la tierra entera participará con ella de la salvación: centrada religiosamente en *Jerusalén (Is 2,2ss; 66,18-21; Sal 47,8ss), vendrá a ser la “tierra de delicias” (Mal 2,12 de una humanidad nueva en la que las *naciones se unirán a Israel para recobrar la *unidad primitiva. Más aún: sólo los orí­genes ofrecen una representación adecuada de esta tierra transfigurada. Los “cielos nuevos y la tierra nueva” que Dios creará entonces (Is 65,17) dará a la morada de los hombres los rasgos del *paraí­so primitivo, con su fertilidad y sus maravillosas condiciones de vida (Am 9,13; Os 2,23s; Is 11,6-9; Jer 23,3; Ez 47,1s; JI 4,18; Zac 14,6-11).

En esta perspectiva la posesión de la tierra adopta, pues, un significado escatológico. Este se acentúa todaví­a por el paso del plano colectivo al plano individual, insinuado en Is 57,13; 60,21 y desarrollado por los sabios: “la tierra” designa entonces a la vez la que fue prometida a Abraham y a su descendencia, y otra realidad más alta, pero todaví­a imprecisa; tal es el lote del hombre que pone toda su fe en Dios (Sal 25,13; 37,3…). Israel, elevado progresivamente de las preocupaciones vulgares a aspiraciones más puras, está maduro para recibir el mensaje de Jesús: “Bienaventurados los mansos porque ellos poseerán la tierra” (Mt 5,4).

NT. I. JESÚS Y LA TIERRA. Jesús comparte el señorí­o de Dios sobre la tierra (Col 1,15s: Ef 4,10); nada se hizo sin él (Jn 1,3); “todo poder le ha sido dado en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18). Sin embargo, hombre entre los hombres, está ligado a la tierra de Israel con todas las fibras de su ser.

1. Jesús viene a revelar a los hombres un mensaje de salvación universal, pero lo hace con el lenguaje de un paí­s y de una civilización particular. Los paisajes y las costumbres de Palestina modelaron en cierto modo la imaginación del que los creó. Así­ en sus parábolas recurre con frecuencia a imágenes que los reflejan: imagen del *sembrador y de la *siega; de la *viña y de la higuera, de la cizaña y del grano de mostaza, del *pastor y de las ovejas, de la pesca que se practicaba en el lago… Sin contar las enseñanzas que da con ocasión de los espectáculos de la vida: “Ved las aves del cielo… y los lirios” (Mt 6,26ss), las espigas arrancadas (Mt 12,1-8 p), la higuera estéril (Mt 21,19)-
2. Pero por encima de estas imágenes, Jesús da una enseñanza sobre este mundo. La aspiración a poseer la tierra se convierte con él en aspiración a entrar en posesión de los bienes espirituales (Mt 5,4); el reino terreno cede el puesto a la realidad que prefiguraba, el *reino de los cielos (Mt 5,3). Ahora ya hay que saber despojarse de los campos por causa de Cristo y del Evangelio (Mc 10,29s): las perspectivas estrechamente terrenas de las promesas proféticas son, pues, definitivamente superadas. No es que sean condenadas en sí­ mis-mas las cosas de esta tierra en que vivimos; únicamente se sitúan en “u verdadero puesto, secundario en relación con la espera del reino (Mt 6, 33). Si ello es así­, todo se establece en el orden, y la voluntad de Dios se hace “en la tierra como en el cielo” (Mt 6,10). En esta forma paradójica devuelve Jesús su valor sagrado a la tierra de los hombres, obra de las manos de Dios, signo de su *presencia y de su amor. Si los hombres se han servido, y se sirven todaví­a, de ella para desviarse de Dios, para “enterrar su talento” en ella (Mt 25,18), Jesús vuelve a encargarse de ella con amor (cf. Col 1,20) y la hace capaz de expresar su misterio: llega hasta a tomar *pan, fruto ‘de la tierra (Sal 104,14) para dejar en ella envuelta en un signo, la presencia de su *cuerpo.

3. Jesús vino a traer *fuego a la tierra (Lc 12,49). Para propagarlo halló sus primeros discí­pulos entre la masa de los campesinos de Galilea y de Transjordania, que son “la sal de la tierra” (Mt 5,13). Vemos pues el Evangelio fuertemente implantado en un rincón particular de nuestra universo, la misma tierra santa que habí­a dado Dios a Israel. Allí­ también, en *Jerusalén la capital, va a plantar su cruz para abrasar a la tierra entera: entonces, “elevado de la tierra, atraeré a mí­ a todos los hombres” (Jn 12,32). Así­ la tierra santa será para siempre el centro geográfico de donde ha salido la salvación para ganar a la humanidad entera.

II. EL PUEBLO NUEVO Y LA TIERRA. 1. Ahora ya está restaurado el designio de salvación universal esbozado en los orí­genes. De la tierra de Israel va a extenderse el Evangelio al mundo entero según el plan indicado por Jesús: “Me seréis testigos en Jerusalén, en toda la Jadea y Samaria, y hasta las extremidades de la tierra” (Act 1,8; cf. Mt 28,16ss).

2. De esta manera efectúa Jesús el paso, no sólo de la tierra de Israel, encerrada en sus lí­mites, al universo, sino también de la tierra material a lo que ésta figuraba : la Iglesia y el reino del cielo. El pueblo del AT habí­a creí­do en las promesas para entrar en posesión de la tierra de reposo; ahora bien, aquello sólo era una *figura de la salvación venidera. Nos-otros somos ahora los que, por la fe, entramos en la verdadera tierra de *reposo (Heb 4,9), la morada celestial donde reside Jesús desde su resurrección y de la que tenemos un gusto anticipado en su Iglesia.

3. En esta nueva perspectiva se revela el sentido que desde ahora adquiere el *trabajo humano y la liturgia. Como antes Jesús, el pueblo nuevo ha penetrado ya en esperanza en la tierra de reposo que le estaba des-tinada. Esto lleva consigo una transformación de su actividad terrena. Debe todaví­a “dominar la tierra”, todaví­a corre peligro de descansar en la felicidad que la tierra le procura (Lc 12,16-34); pero, fijos los ojos en Cristo subido ya al *cielo, debe ahora ya “pensar en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (CIA 3,2); no por desprecio, sino para “usar de ellas como si no usara” (1Cor 7,31). La mirada celestial del creyente no niega la tierra, sino que la realiza, dándole su verdadero sentido. En efecto, la oración litúrgica presta una voz a la tiena, a todo lo que contiene, a lo que la tierra ayuda a producir con el trabajo. De esta manera el hombre realza en cierto modo la tierra y la hace subir hacia Dios. Porque el pueblo nuevo no ha perdido sus raí­ces terrestres; muy al contrario, “reina sobre la tierra” (Ap 5. 10) y en tanto efectúa en ella su peregrinación no puede hacerse sordo al “gemido” de la creación material que aguarda también su salvación (Rom 8,22).

III. LA TIERRA EN LA ESPERANZA CRISTIANA. En efecto, la tierra está asociada a la historia del nuevo pueblo, como en otro tiempo fue arrastrada al drama de la humanidad pecadora. También la tierra “aguarda” “la revelación de los hijos de Dios… con la *esperanza de ser también liberada de la servidumbre de la corrupción para entrar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Rom 8,19ss). La tierra, solidaria con el hombre desde los orí­genes, sigue siéndolo hasta el fin; como él, es objeto de *redención, aunque en forma misteriosa. Porque la tierra en su estado actual “pasará” (Mt 24,35 p), “será consumida con las obras que en ella hay” (2Pe 3,10). Pero esto su-cederá para que sea reemplazada por una “tierra nueva” (Ap 21,1), “que aguardamos según la promesa de Dios y en la que habitará la justicia” (2Pe 3,13).

-> Cielo – Exilio – Herencia – Paraí­so – Patria – Reino.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

1. El *mundo físico en el que vive el hombre, por oposición a los cielos, p. ej. Gn. 1.1; Dt. 31.28; Sal. 68.8; Dn. 6.27, etc. (heb. ˒ereṣ o arm. ˒ara˓). Esta palabra es ambigua en tanto que a veces expresa este significado más amplio de “tierra” (e. d. en cuanto lo conocían los hebreos) y a veces sólo “territorio” o “país”, extensión más limitada. En los relatos del diluvio (Gn. 6–9) y de la división de las lenguas (Gn. 11.1) ambos significados tienen sus defensores. Esta ambivalencia no es peculiar al hebreo; baste mencionar la palabra egp. ta˒, que también significa territorio (como en “conquistador de todas las tierras”) y la tierra (“vosotros que estáis sobre la tierra”, e. d. los vivientes).

2. La tierra seca por oposición al mar, Gn. 1.10, etc. (heb. ˒ereṣ; también yabbešeṯ, “tierra (seca)” en Dn. 2.10). Frases tales como “columnas de la tierra”; “(fundaciones de) la tierra” (1 S. 2.8; Job 9.6; Sal. 102.25; Is. 48.13) son simplemente expresiones poéticas del primitivo semítico que no representan doctrinas que supongan una superficie plana con apoyos. “Aguas debajo de la tierra” (Ex. 20.4) probablemente se refiera a manantiales subterráneos y estanques que, como fuentes principales de provisión de agua en Palestina, se mencionan en pasajes poéticos tales como Sal. 24.2; 136.6; cf. Gn. 8.2.

3. La superficie de la tierra, o sea la que sostiene a la vegetación y por ende a toda la vida terrena, p. ej. Gn. 1.11–12; Dt. 26.2 (tanto ˒ereṣ como ˒aḏāmâ se usan de este modo). La tierra servía para altares temporarios (Ex. 20.24); el arameo Naamán llevó tierra israelita sobre la cual pudiese adorar al Dios de Israel (2 R. 5.17). El rasgarse los vestidos y ponerse tierra en la cabeza eran señales de duelo (2 S. 1.2; 15.32).

4. En pasajes tales como Gn. 11.1; Sal. 98.9; Lm. 2.15, la palabra viene a significar, por transferencia, los habitantes de la tierra, o de parte de ella. En el NT el griego se traduce de varios modos, generalmente “tierra”, y aparece con los cuatro significados indicados. Para 1 véase, p. ej., Mt. 6.10 y nótese el uso restringido en Jn. 3.22, “tierra de Judea”; para 2 véase Hch. 4.24 y cf. Mr. 4.1; para 3 véase Mt. 25.18, 25 y cf. Mt. 10.29; para 4 véase Ap. 13.3.

K.A.K.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico