VIRGEN MARIA

La Biblia llama cuatro veces “virgen” a la Madre de Jesucristo: En Isa 7:14, Mat 1:23 : (citando a Is.), y en Luc 1:27 : (dos veces). Usa la palabra “parzenos” en el griego original en que se escribieron los Evangelios.

Esta misma palabra “parzenos”, se usa también en las siguientes citas.

– Las 10 ví­rgenes, Mat 25:1, Mat 25:7, Mat 25:11 : (3 veces).

– En 1Co 7:25, 1Co 7:28, 1Co 7:34, 1Co 7:36-37, 1Co 7:38 : (6 veces).

– 2Co 11:2 : “presentaros a Cristo como virgen casta”.

– Hec 21:9 : Las 4 hijas de Felipe.

– Rev 14:4 : “las que son ví­rgenes”.

Una Biblia ¡moderna! traduce “parzenos” por “joven”, en vez de “virgen” en Lc.l y Is.l; sin embargo, pone “virgen” en Mt. l y en los otros sitios mencionados, ¡qué pena de Biblia!. En Is.7.

14 se ve “ridí­cula” cuando, en vez de decir Os doy una gran sena: E1 Mesí­as nacerá de una virgen”, traduce “joven”, en vez de “virgen”, quedando una profecí­a sin sentido, porque todos hemos nacido de una “joven”, zcuál serí­a entonces la gran señal?. “Virgen” antes del parto, en el parto, y después del parto: Así­ lo ensenaba ya la primitiva Iglesia basada en la Biblia.

– Antes del parto, como to dice Mt. 23, Luc 1:27, Isa 7:14.

– Después del parto: Como se deduce de la contestación de Marí­a al ángel en Luc 1:34 : zCómo podré yo ser madre, si no conozco, ni pienso conocer varón?”: La pregunta de la Virgen parecerí­a ridí­cula, pensando que estaba desposada con José. la contestación del Angel hubiera sido: “Pues José sera el padre”. pero el íngel sabí­a muy bien que José y Marí­a habí­an hecho “votos de castidad”, como era costumbre ya entonces entre los esenios: (ver “Esenios”). Por eso la pregunta de Marí­a Luc 1:34 es muy importante, y la respuesta del ángel en 1:35 bien clara: Que engendrarí­a a un hombre en sus entranas no por medio de otro hombre, sino directamente por obra del Espí­ritu Santo, ¡aleluya!: La Virgen sólo tuvo un Hijo, que fue Jesús: Ver “Hermanos de Jesus”.

Fue “virgen” también durante el parto, porque la virginidad no se quita más que con relaciones sexuales, como habí­a profetizado Isa 66:7 : Antes de ponerse de parto, ha parido; antes de que le sobrevinieran los dolores, dio a luz un varón.

La llamamos “Santí­sima Virgen Marí­a” porque dice la Biblia que Marí­a es la “más santa de todas las mujeres” en Luc 1:42, . por to tanto “la más santa” o la “santí­sima”, que es lo mismo.

Es la única “madre” en la historia de la humanidad que fue hecha por su propio Hijo. Si tú o yo hubiéramos podido hacer a nuestra propia madre zverdad que habria sido. la mas pura y más buena, y más bella, y más carinosa, y más.? Pues Jesús tuvo la oportunidad de hacer a su propia “Madre”, y por eso es que la hizo la “llena de gracia”: (Lc.1.28), la “más santa de todas las mujeres”: (Luc 1:42), la que bendeciran y alabaran todas las generaciones: (Luc 1:48); la hija escogida y predilecta de Dios Padre, la Madre de Dios-Hijo, la Esposa de Dios Espí­ritu Santo, ¡madre y virgen a la vez!, que es lo que nunca jamás ni se habí­a pensado en la historia de la humanidad. y, sin embargo, a pesar de que la Biblia le da titulos tan bellos, el tí­tulo que ella se da a sí­ misma es el de “la esclava del Senor”, en Luc 1:38. y más abajo, en Luc 1:48, se da otro tí­tulo tadaví­a más importante: “La humilde esclava del Senor”, que fue la razón de sus grandezas, porque, “por eso”, nos sigue diciendo, por eso, todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mí­ maravillas el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo: (Luc 1:48-49).

Ver: “Maria”, “Madre de Dios”, “Madre de los Cristianos”, “Hrmanos de Jesús” “Hasta que”, “Primogénito”. “Inmaculada Concepción”, “Asunción”, “Ave Marí­a”, “Corredentor”, “Salve”, “Caná” “Rosario”, “Magnificat”, “Fátima”, “Lourdes”, “Garabandal”, “Knock”, “Medalla Milagrosa”, “Escapulario”. “Mujer”: Es la “mujer” de Gen 3:15 y de Ap.12, a la que nombra así­ Jesús en Caná y en la Cruz: (Jn.2 y 19:25-27).

Virgen Marí­a, Profecí­as: La Biblia hace varias profecí­as de la Virgen Marí­a, y todas ellas se pueden aplicar también a la “Iglesia”; así­ como las profecí­as de la Iglesia se pueden aplicar a la Virgen Marí­a: (Ver “Tipologí­a”).

En Luc 1:48 : es la misma profecí­a hecha en el Sal 45:18 : (Sal 45:17 en las Biblias protestantes).

Se aplica directamente a la Virgen en Luc 1:48, y en el Salmo la llama “Reina Madre”, “Esposa” y “Princesa”: Eso es la Virgen Marí­a: La “Reina Madre”, por ser la Madre del Rey; la “Esposa Reina”, por ser la Esposa del Espí­ritu Santo, el Rey de nuestro corazón; y la “Princesa”, por ser la hija escogida, predilecta de Dios Padre. y lo mismo se aplica a la Iglesia: Es la “Reina Madre” porque del “Pueblo escogido de Dios” nació Jesús; es la “Princesa”, por ser el pueblo escogido por Dios Padre; y es la “Esposa” del Espí­ritu de que nos habla ese Sal 45 y el Rev 21:2.

En verdad, esta “profecí­a” sobre la Santí­sima Virgen, se ha cumplido muy bien en los 2.000 años desde que se hizo: La Virgen es la mujer en la historia de la humanidad a la que más cantares se le han dedicado, y pinturas, y esculturas, y poesias, y monumentos y basí­licas, para alabarla con todas las obras de arte que conoce la humanidad. y, en cada minuto de cada dí­a, ¡por estos 2.000 años!, alguien ha estado y está diciendo, con la Biblia: Salve, Marí­a, llena de gracia, el Senor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres. L. 1: 28,42).

En Gen 3:15 : Dios pone dos enemistades perpetuas e irreconciliables: La primera entre “la mujer y la serpiente”; la segunda, “entre la descendencia de la mujer y la descendencia de la serpiente”. En los capí­tulos 12 y 13 del Apocalipsis, todaví­a estan peleando “la mujer y la serpiente”, y la “descendencia de la mujer y la de la serpiente”. La “mujer”, en Ap, 12, es la Virgen que parió a Jesús. porque la Iglesia no “parió” a Jesús, sino que Jesús fundó “su Iglesia”: (Mat 16:18). pero también se puede aplicar a la Iglesia, porque Jesús nació del “Pueblo escogido de Dios”, que, en cierta forma, lo “parió”.

En Lc. 1 y Mt. La Virgen Marí­a es Virgen, pura, inmaculada, llena de gracia. y eso mismo es la Iglesia de Jesucristo, de Efe 5:22-33 y Ap.21.

En Jua 19:25-27 : Jesus nos da a la Virgen como la madre de los discí­pulos, porque Jesús sabí­a muy bien que Marí­a no era madre de Juan cuando le dijo al discí­pulo: “He ahí­ a tu madre”. y no estaba diciendo ninguna mentira Cristo en la Cruz, estaba diciendo una verdad muy consoladora: En el “discí­pulo” estábamos todos representados, y, a todos, nos estaba dando su Madre para que lo fuera también nuestra Madre. Y es nuestra Madre, porque a todos nos vino Jesus por Marí­a. pues lo mismo la Iglesia, es la que nos da a Jesús, en el Bautismo, en la Eucaristí­a. es “la Santa Madre Iglesia”. Sin Marí­a, nadie tendrí­amos a Jesús, ¡y sin la Iglesia no tendrí­amos a Jesús!.

La Iglesia es el Cuerpo Mí­stico de Cristo, en Ro.12, 1 Cor.12 y Ef.4. y ese “Cuerpo” tiene Padre y Madre, porque si no, seria un “cuerpo monstruoso”, con Padre y sin Madre. pero el “Cuerpo Mí­stico de Cristo” no es monstruoso, sino grandiosamente maravilloso: Tiene un “Padre”, que es Dios Padre, como dice Ef.4. y también tiene una “Madre”: La Madre de la “cabeza” es la Madre de todo el Cuerpo, la Madre de cada miembro, ¡tu Madre y la mí­a!, ¡aleluya! En Cana: (Jun.2:5) nos dice las últimas palabras de la Virgen: “Haced lo que El os diga”. ¡y esto mismo es lo que nos repite la Iglesia cada vez que puede hablarnos!.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

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Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

El resumen de la fe sobre Marí­a siempre Virgen

En la armoní­a de la revelación, la virginidad de Marí­a es el signo que indica que Jesús es el “Emmanuel”, Dios con nosotros (Mt 1,23; Is 7,10-16). Marí­a llega a ser madre “por obra del Espí­ritu Santo” (Mt 1,18), que la ha “cubierto con su sombra” (Lc 1,35), para poder “concebir” al “Hijo del Altí­simo” (Lc 31-32; Gal 4,4). El sentido de la profecí­a de Isaí­as aparece plenamente a la luz de la revelación posterior, contenida en la narración de la infancia de Jesús, según Mateo y Lucas.

La afirmación de la fe en la virginidad de Marí­a se encuentra en las diversas fórmulas del “Credo” y en los profesiones de fe de los concilios ecuménicos. Es implí­citamente una confesión de la divinidad de Jesús, el Hijo de Dios, “encarnado de Marí­a la Virgen, por obra del Espí­ritu Santo” (Credo DS 10-64; Mansi, II, 666s).

La expresión patrí­stica “siempre Virgen” (aeiparthenos) indica su fidelidad e integridad permanente, que es don de Dios, fruto de la redención de Cristo, para ser figura de la Iglesia virgen y esposa fiel, la cual “contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, entra más a fondo en el misterio de la encarnación y se asemeja cada dí­a más a su Esposo” (LG 65). Jesús, “su Hijo primogénito, lejos de disminuir consagró su integridad virginal” (LG 57), puesto que fue concebido, gestado y dado a luz virginalmente. Por esto, Marí­a “es siempre Virgen, en el parto y después, como siempre ha creí­do y profesado la Iglesia católica” (Pablo VI, Signum Magnum 1967).

Dimensión cristológica, eclesiológica, escatológica…

Por la profesión de fe en la virginidad de Marí­a, creemos y anunciamos la divinidad de Jesús y su resurrección. Todo el ser de Marí­a, de modo permanente, pertenece esponsalmente a Cristo “recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio la Vida al mundo” (LG 53). Todo lo que Dios ha hecho en Marí­a es fruto de la redención obrada por el Señor.

La virginidad de Marí­a tiene, pues, una dimensión cristológica, como de quien “se consagró totalmente a la persona y a la obra de su Hijo” (LG 56). Y tiene también dimensión eclesiológica, como Tipo de la Iglesia virgen (y esposa) fiel “Porque en el misterio de la Iglesia que con razón también es llamada madre y virgen, la Bienaventurada Virgen Marí­a la precedió, mostrando en forma eminente y singular el modelo de la virgen y de la madre, pues creyendo y obedeciendo engendró en la tierra al mismo Hijo del Padre, y esto sin conocer varón, cubierta con la sombra del Espí­ritu Santo, como una nueva Eva” (LG 63)

Por su virginidad, Marí­a es madre perfecta (dimensión antropológica); es la única madre que ha hecho de su concepción, gestación y parto, una donación total al hijo. Y esa misma virginidad dice relación a la futura glorificación de asunta en cuerpo y alma a los cielos (dimensión escatológica).

En Marí­a, la virginidad se refiere a todo su ser, cuerpo y “corazón”, como apertura total a la Alianza sellada con la sangre de Cristo. Marí­a comparte enteramente la “espada” (Lc 2,35) de quien es la “Palabra”; es, pues, “la mujer” asociada esponsalmente la misma “suerte” y a “la hora” de Cristo Esposo (Jn 2,4; 19,26).

Signo para la Iglesia fiel y fecunda

La actitud espiritual y apostólica que deriva de la virginidad de Marí­a es la de una Iglesia que quiere ser totalmente fiel a Cristo para ser perfectamente fecunda bajo la acción del Espí­ritu Santo. La vida cristiana (espiritual y apostólica) tiene sentido esponsal, especialmente en quienes son llamados a vivir la misma vida virginal de Cristo y de Marí­a.

A la luz de la virginidad de Marí­a, la vocación aparece como desposorio con Cristo Esposo; la contemplación es sintoní­a y apertura del corazón a Cristo Palabra; la perfección es camino de configuración y unión con Cristo que sigue siempre la voluntad del Padre y la acción del Espí­ritu Santo; la comunión eclesial es la vivencia de la presencia de Cristo “en medio” de los hermanos; la misión es el anuncio y comunicación del Reino de Cristo a todos los pueblos.

En la virginidad de Marí­a aparece la novedad de la vida cristiana, como caridad de desposorio con Cristo. En el camino “espiritual”, que pasa por el corazón, Dios se hace presente como Esposo, el Verbo hecho nuestro hermano, para entablar relaciones de desposorio hacia un encuentro pleno y definitivo.

A la luz de la virginidad de Marí­a, la vida del seguimiento evangélico radical recobra su sentido de desposorio con Cristo (dimensión cristológica), como signo del amor de la Iglesia esposa (dimensión eclesiológica), de camino hacia el encuentro definitivo (dimensión escatológica), viviendo con “corazón indiviso” el servicio a la Iglesia misionera (dimensión antropológica y misionera). Con Marí­a, la virginidad se vive “por el Reino” (Mt 19,12), es decir, por el “nombre” o persona de Jesús (Mt 19,29).

Marí­a es la máxima Madre porque es la máxima Virgen. Es el signo permanente de la Iglesia virgen (fiel) y madre. En Marí­a siempre Virgen aparece “desde el principio, una apertura total a la persona de Cristo, a toda su obra y misión”, puesto que “ella acogió y entendió la propia maternidad como donación total de sí­, de su persona, al servicio de los designios salví­ficos del Altí­simo”. Esa perfecta maternidad “es fruto de la donación total a Dios en la virginidad” (RMa 39).

Referencias Castidad, Marí­a, mariologí­a, Virginidad.

Lectura de documentos CEC 484-487, 496-511.

Bibliografí­a J.A. de ALDAMA, La maternité virginale de Notre Dame, en Maria, VII, 117-152; R. BROWN, La concezione verginale e la risurrezione corporea di Gesù (Brescia, Queriniana, 1977); S. De FIORES, A. SERRA, Virgen, en Nuevo Diccionario de Mariologí­a (Madrid, Paulinas, 1988) 1977-2039; J.A. FITZMYER, The Virginal Conception of Jesus in the New Testament Theological Studies 34 (1973) 541-575; J. GALOT, La conception virginale du Christ Gregorianum 49 (1968) 637-666; R. LAURENTIN, Marí­a, virgen e inspiradora de virginidad. Virginidad de Marí­a y virginidad de la Iglesia, en Marí­a en la vida religiosa. Compromiso y fidelidad (Madrid, Inst. Teológico Vida Religiosa, 1986) 219-243; J.H. NICOLAS, La Virginité de Marie (Friburg 1962); G.M. ROSCHINI, La Verginití  di Maria oggi (Roma, Cor Unum, 1970); F.P. SOLA, O. DOMINGUEZ, Marí­a, siemrpe Virgen, en Enciclopedia mariana posconciliar (Madrid, Coculsa, 1975) 349-362.

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: I. La presencia de Marí­a en la liturgia: 1. Las causas de un renovado interés; 2. El fundamento teológico de la presencia de Marí­a en la liturgia: a) El magisterio de la iglesia, b) “Unida indisolublemente a la obra salví­fica de su Hijo” – II. Génesis y desarrollo de la presencia de Marí­a en el culto de la iglesia: 1. Los testimonios primitivos más fidedignos; 2. Algunos factores de desarrollo anteriores al concilio de Efeso: a) Lugares y textos del ambiente palestino, b) Invocaciones y plegarias, c) Primeros vestigios de la memoria mariana en el ciclo temporal y santoral del año litúrgico; 3. El influjo del concilio de Efeso – III. La memoria de Marí­a en las celebraciones de la liturgia romana actual: 1. Bautismo y confirmación; 2. Eucaristí­a; 3. Los otros sacramentos; 4. Ritos sacramentales; 5. Liturgia de las Horas; 6. Leccionario – IV. Marí­a en los diversos ciclos del año litúrgico: 1. La presencia de Marí­a en el ciclo “de tempore”: a) En el tiempo de adviento, b) En el tiempo de navidad, c) En el tiempo pascual y en su preparación cuaresmal, d) En el tiempo “per annum”; 2. La presencia de Marí­a en el ciclo santoral: a) Solemnidades y fiestas del Señor de contenido mariano (Anunciación del Señor, Presentación del Señor), b) Tres solemnidades para celebrar tres dogmas marianos (Inmaculada Concepción, Santa Marí­a, Madre de Dios; Asunción de santa Marí­a Virgen), c) Las dos fiestas marianas (Natividad de santa Marí­a Virgen, Visitación de santa Marí­a Virgen), d) Las “memorias” de Marí­a (Nuestra Señora de Lourdes, Nuestra Señora del Carmen, Dedicación de la basí­lica de Santa Marí­a la Mayor, Santa Marí­a Reina, la Virgen de los Dolores, la Virgen del Rosario, Presentación de la santí­sima Virgen Marí­a, Inmaculado Corazón de Marí­a), e) La memoria de santa Marí­a en sábado y las misas votivas – V. Orientaciones teológicas y pastorales: 1. La liturgia, sí­ntesis de doctrina y de culto; 2. Ejemplaridad de Marí­a para la iglesia en el culto y en el servicio; 3. Liturgia mariana y devociones marianas – VI. Conclusión.

I. La presencia de Marí­a en la liturgia
La santí­sima Virgen Marí­a ocupa un puesto de relieve en la liturgia de la iglesia: lo confiesan de modo unánime las liturgias de Oriente y Occidente, que dedican amplio espacio a su recuerdo en las plegarias eucarí­sticas, en la eucologí­a sacramental y en las diversas expresiones de oración. La presencia de Marí­a emerge especialmente en el relieve de que gozan en el curso del año litúrgico las festividades marianas, que se han ido multiplicando poco a poco hasta cubrir, en algunos ritos orientales, notables espacios celebrativos. El rito romano, a su vez, a pesar de su tradicional sobriedad, ha reservado desde los orí­genes un recuerdo especí­fico en el corazón mismo de la plegaria eucarí­stica (cf el Communicantes del canon romano) y a lo largo de su evolución ha acogido múltiples elementos marianos, especialmente en la heortologí­a del año litúrgico. La reciente -> reforma posconciliar ha llamado la atención de los teólogos y de los liturgistas sobre el hecho global de esta presencia de Marí­a en la liturgia como problema que se ha de investigar no sólo a nivel histórico, sino también teológico; como dato de hecho atestiguado por los nuevos libros litúrgicos, así­ como también en cuanto principio grávido de consecuencias importantes de orden pastoral y espiritual. Finalmente, la atención que el reciente magisterio de la iglesia ha reservado a este tema, especialmente con la exhortación apostólica de Pablo VI Marialis cultus, del 2 de febrero de 1974 (= MC), le ha otorgado una importancia singular y en cierta manera le ha dado una formulación del todo nueva en el ámbito de la ciencia litúrgica y de la pastoral de hoy.

1. LAS CAUSAS DE UN RENOVADO INTERES. Si el dato de la presencia de Marí­a en la liturgia es tradicional, no se puede decir lo mismo de su justificación teológica. Se puede afirmar que es relativamente nueva la reflexión que se esfuerza por ofrecer bases teológicas a la amplia presencia efectiva de Marí­a en la eucologí­a. Es bastante común que los manuales de mariologí­a se alarguen en reflexionar sobre la devoción mariana o sobre el culto mariano (expresión que no agrada a algunos autores), pero rara vez se detienen a pensar sobre la relación entre Marí­a y la liturgia. Textos como SC 103, que fija los datos esenciales de esta relación, aunque sólo sea en una prospectiva que se limita al “anni circulus”, y especialmente el amplio examen que la MC hace acerca del puesto que Marí­a ocupa en toda la liturgia, constituyen una auténtica novedad tanto en el campo mariológico como en el litúrgico, según tendremos ocasión de ver. Se puede decir por tanto que la reflexión de los teólogos acerca de este argumento está prácticamente en los comienzos.

Otro hecho que ha desarrollado el interés por la presencia de Marí­a en la liturgia -del que la MC 1-15, después del concilio, ha trazado con autoridad el inventario- es la reciente reforma litúrgica: la reordenación de las fiestas marianas en el ciclo del año litúrgico ha ofrecido puntos de apoyo para una renovada atención al tema. Es cierto que no han faltado andanadas polémicas de parte de quienes han querido leer tal reforma como si hubiese sido inspirada por una óptica “antimariana”; pero el juicio global que se da es positivo, especialmente cuando se mira a la variedad y a la riqueza de los nuevos textos eucológicos, muy superiores por estilo y contenido a los anteriores a la reforma (aunque estén en continuidad lógica y dinámica con los mismos): serí­a una reducción indebida el buscar el enriquecimiento mariano adquirido por la liturgia solamente a nivel de la heortologí­a del año litúrgico.

No se puede ignorar a este propósito que en la base del enriquecimiento doctrinal de los textos marianos de la liturgia renovada está toda la doctrina mariana del Vat. II [-> infra, 2, a]: a veces dicha doctrina se recoge en su misma formulación verbal. Los nuevos textos litúrgicos marianos o los tradicionales eventualmente retocados son, en fin, más sensibles al dato bí­blico y se sitúan dentro de una teologí­a mariana que se mueve en esas tres dimensiones que son caracterí­sticas también de la liturgia: la dimensión trinitaria, con particular atención a las relaciones Cristo-Marí­a y Espí­ritu Santo-Marí­a; la dimensión eclesial, que se hace así­ fecunda, mediante la tipologí­a Marí­a-iglesia, para la reflexión teológica sobre el rol preciso de Marí­a y de la iglesia en la liturgia; y, finalmente, la dimensión antropológica, que se preocupa de hacer surgir una imagen de Marí­a que sea plenamente fiel, además de a los datos bí­blicos, también a la sensibilidad actual de la iglesia. Y de este modo ciertos textos de la liturgia renovada, que a veces se inspiran en las fuentes antiguas, han alcanzado vértices de alta teologí­a y de noble expresión.

La reciente reforma ha podido hacer uso también de una amplia contribución de la tradición antigua. Vemos sus efectos en el notable enriquecimiento cuantitativo de lecturas patrí­sticas mariológicas en el ámbito de la liturgia de las Horas, en el recurso a textos venerables como el Rótulo de Rávena (s. vi) para algunas fórmulas de la liturgia de adviento y en la utilización de la himnografí­a antigua (pero dejando la posibilidad de adaptación a las diversas situaciones culturales). En un perfecto equilibrio entre el maximalismo de las liturgias orientales clásicas -desde la bizantina, más conocida, a la etiópica, tan caracterí­stica por su sencilla ingenuidad- y el minimalismo de los protestantes, tan reacios a admitir en sus servicios divinos el dato mariano por temor a oscurecer la centralidad de Cristo, el rito romano ha conservado su noble caracterí­stica de sobriedad en sus referencias a Marí­a: en ellos se dice todo lo esencial sin ceder al minimalismo, al que obliga la voluntad de encontrar compromisos a toda costa, y sin caer en excesos que son ajenos a su tradición.

Nuevo leitmotiv de la actual teologí­a mariana en sus relaciones con la liturgia es la representación de la Virgen como modelo de la iglesia en el ejercicio del culto divino. Así­ la figura de Marí­a aparece en el centro de una obligada recuperación de la conciencia de que nuestra participación en la celebración de los santos misterios debe estar impregnada de fe, esperanza y caridad teologales, disposiciones todas en las que Marí­a es modelo para la iglesia (MC 16). A partir de esta afirmación [sobre la que volveremos -> infra, V, 2], Pablo VI ha podido enumerar una serie de actitudes marianas tí­picas que son ejemplares para la iglesia en su ejercicio del culto divino: la escucha de la palabra (MC 17), la oración (MC 18), la oblación (MC 20), el ejercicio de la maternidad espiritual (MC 19). En esta prospectiva las referencias explí­citas o implí­citas a Marí­a que hallamos en la liturgia no sólo constituyen “un sólido testimonio del hecho de que la lex orandi de la iglesia es una invitación a reavivar en las conciencias su lex credendi, y viceversa, la lex credendi de la iglesia requiere que por todas partes se desarrolle lozana su lex orandi en relación con la Madre de Cristo” (MC 56); sino que resultan también estimulantes para la comprensión de la lex vivendi, en cuanto que la liturgia exige ser vivida con actitudes teologales (de las que Marí­a es modelo), que luego se convierten en culto espiritual en la vida cotidiana, ya que “Marí­a… es sobre todo modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a Dios: doctrina antigua… que cada uno puede volver a escuchar…, pero también con el oí­do atento a la voz de la Virgen cuando ella, anticipando en sí­ misma la estupenda petición de la oración dominical: `Hágase tu voluntad'(Mat 6:10), respondió al mensajero de Dios: `He aquí­ la esclava del Señor, hágase en mí­ según tu palabra’ (Luc 1:38)” (MC 21; cf 57). Marí­a aparece, por consiguiente, como el modelo de una celebración litúrgica que luego sabe traducirse en compromisos de vida evangélica, tí­pica del verdadero discí­pulo del Señor 6. [Pero sobre todo esto, como se ha indicado, volveremos más adelante.]
Adviértase, finalmente, que la plena recuperación teológica de la relación entre Marí­a y la iglesia lleva consigo una nota de equilibrio en la devoción a la santí­sima Virgen. También en este campo incumbe a la liturgia la tarea de ser culmen et fons (cf SC 10), por consiguiente momento fontal y final de toda expresión de devoción mariana, y al mismo tiempo escuela de una devoción regulada; y por tanto modelo también para otras formas de piedad, tanto en sus contenidos como en las formas expresivas y en los consiguientes compromisos de vida. Sin querer restringir toda devoción mariana a la sola liturgia, es necesario privilegiar su papel y hacer hincapié en el culto mariano litúrgico con sus expresiones genuinas, seguras y ricas de doctrina y de piedad [-> infra, V, 3].

2. EL FUNDAMENTO TEOLí“GICO DE LA PRESENCIA DE MARíA EN LA LITURGIA. Como hemos notado [aquí­ -> supra, 1], la búsqueda de un principio teológico que justifique la presencia de Marí­a en la liturgia es relativamente reciente. En el pasado se ha dado más espacio a tomar conciencia de tal presencia que a la justificación teológica de la misma; se ha hablado del culto de veneración que debe tributarse a la Virgen como Madre de Dios, sin explicar de un modo exhaustivo cómo y por qué deba ocurrir esto en la liturgia. Es obvio que esta reflexión se ha hecho partiendo de los principios teológicos propuestos por el Vat. II en sus documentos y de las consecuencias que de ellos han sacado algunos textos oficiales del posconcilio.

a) El magisterio de la iglesia. Los textos más significativos del Vat. II que establecen las bases para una reflexión teológica en el sentido indicado son los siguientes: SC 103, sobre la presencia de Marí­a en el año litúrgico; LG 66-67, sobre el culto de la santí­sima Virgen en la iglesia. A éstos se pueden añadir LG 50, último párrafo, que recuerda la comunión de la iglesia terrena con la iglesia celeste en la liturgia eucarí­stica con una cita del canon romano; y UR 15, sobre el culto de los orientales a la Madre de Dios.

De estos textos el más importante es sin duda SC 103, en cuanto establece un principio teológico que va más allá de la referencia especí­fica al año litúrgico. LG 66 traza brevemente el fundamento del culto a Marí­a, que brota de su divina maternidad y del hecho de que ella “tomó parte en los misterios de Cristo”; indica significativamente los orí­genes de tal culto y su desarrollo a partir del concilio de Efeso (431); precisa su naturaleza y finalidad. LG 67 establece algunas reglas pastorales, entre las cuales sobresale la referencia a la liturgia como fuente y expresión genuina de este culto a la Madre de Dios.

En la exhortación apostólica MC se recoge todo esto y se desarrolla autorizadamente en dos dimensiones fundamentales: la presencia de hecho de Marí­a en los textos de la liturgia romana renovada, y su ejemplaridad para la iglesia en el ejercicio del culto divino; partiendo de estos dos principios se desarrollan preciosas reflexiones de orden teológico, espiritual y pastoral sobre .el culto mariano.

En todo caso, permanece fundamental el primer texto mariano del Vat. II, SC 103, donde se ofrece el fundamento teológico de la relación entre Marí­a y la liturgia como celebración del misterio de Cristo.

b) Unida con lazo indisoluble a la obra salv(fica de su Hijo. Estas palabras de SC 103 son esenciales para la reflexión teológica que estamos haciendo y ofrecen la clave de comprensión de muchos otros textos marianos del Vat. II. “En la celebración de este cí­rculo anual de los misterios de Cristo, la santa iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen Marí­a, unida con lazo indisoluble a la obra salví­fica de su Hijo; en ella la iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purí­sima imagen de lo que ella misma, toda entera, ansí­a y espera ser” (SC 103). Este texto, leí­do a la luz del precedente n. 102, sobre la teologí­a del año litúrgico como celebración del misterio de Cristo, y del siguiente 104, sobre la memoria de los santos en el ciclo anual, explica bien el porqué de una presencia de Marí­a no tanto en un ciclo litúrgico especial, sino en el único ciclo, que es el de la celebración del misterio de Cristo y de la iglesia
El texto, no obstante, va más allá de la justificación de una presencia de Marí­a en el año litúrgico para convertirse en el fundamento de la memoria de la Virgen en la liturgia en cuanto memorial, presencia, actualización de la obra salví­fica de Cristo, a la que Marí­a está indisolublemente unida. Sobre el trasfondo de los nn. 5-8 de la SC, donde la liturgia viene descrita como misterio pascual de Cristo y su presencia en la iglesia, el recuerdo de Marí­a en la liturgia adquiere un alcance mayor y especí­fico. Marí­a está indisoluble y activamente unida al cumplimiento del misterio de Cristo en la encarnación, en la pasión-muerte-resurrección, en pentecostés, como ha desarrollado en otra perspectiva LG 55-59 hablando de la función de Marí­a “en la economí­a de la salvación”. También LG 66 alude a ello cuando afirma: “Marí­a… tomó parte en los misterios de Cristo”. Allí­ donde se recuerda y se hace presente la obra salví­fica de Cristo, es justo que se recuerde igualmente a la Virgen Madre, que estuvo unida indisolublemente con esta obra salví­fica. La contribución personal de Marí­a, querida por Dios, a la economí­a de la salvación se conmemora y se hace presente donde se actualiza el misterio del Hijo. El principio enunciado en SC 103 permanece por ello válido no sólo para el año litúrgico, sino también para la liturgia en general.

A este aspecto de la unión indisoluble entre Cristo y Marí­a en la economí­a de la salvación y en su realización sacramental se añade otro de carácter ejemplar: Marí­a está unida al misterio de la iglesia como su modelo en la celebración de los misterios. Es la perspectiva, un tanto nueva, indicada por la MC 16: “Queremos ahora, siguiendo algunas indicaciones de la doctrina conciliar sobre Marí­a y la iglesia, profundizar un aspecto particular de las relaciones entre Marí­a y la liturgia, es decir, Marí­a como ejemplo de la actitud espiritual con que la iglesia celebra y vive los divinos misterios”. Con esta nueva visión, MC recupera cuanto LG 60-65 decí­a a propósito de la relación Marí­a-iglesia. Pero hay además en MC 16 una referencia a SC7 que resulta interesante: “La ejemplaridad de la santí­sima Virgen en este campo dimana del hecho de que ella es reconocida como modelo extraordinario de la iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo, esto es, de aquella disposición interior con que la iglesia, esposa amantí­sima, estrechamente asociada a su Señor, lo invoca y por su medio rinde culto al Padre eterno”. SC 7: en la liturgia “Cristo asocia siempre consigo a su amadí­sima esposa la iglesia”. La ejemplaridad de Marí­a respecto a la iglesia reside en el hecho de que Marí­a fue la iglesia-esposa asociada a la obra salví­fica de Cristo; ahora bien, la iglesia, fijando su mirada en Cristo, cuyo misterio celebra, la fija también en Marí­a, modelo ejemplar de aquellas actitudes con las que ella ahora debe unirse al misterio de Cristo, así­ como Marí­a se unió a él en el momento de su realización.

Por consiguiente, antes aun de hablar de una veneración dirigida especí­ficamente a Marí­a en la liturgia, se debe hacer resaltar su unión con el misterio de Cristo y su ejemplaridad con respecto a la iglesia. Antes de ser objeto de culto Marí­a -como Cristo, pero en total dependencia del misterio de Cristo- es sujeto de la liturgia, y siempre inspira las actitudes con las que deben vivirse los misterios celebrados. Por eso “la santa iglesia venera con amor especial a la bienaventurada Madre de Dios…, en ella admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y… contempla gozosamente… lo que ella misma, toda entera, ansí­a y espera ser” (SC 103).

Esta centralidad de Marí­a en la liturgia junto con Cristo halla su confirmación en el hecho de que en la génesis del culto mariano las primeras expresiones en las que Marí­a aparece vinculada a la liturgia hacen referencia [como se verá -> infra, II] a la celebración de la eucaristí­a y del bautismo, al misterio de la encarnación y al misterio pascual. El recuerdo de Marí­a resultará así­ normal siempre que la predicación de la iglesia dentro de la liturgia hable del misterio de Cristo -como ocurre en la homilética de los padres- y cuando el año litúrgico se desarrolle como celebración global de todo el misterio de la salvación.

En la base de la reflexión teológica sobre el misterio de Marí­a celebrado en la liturgia está, por consiguiente, su unión con el misterio y con los misterios de Cristo y su ejemplaridad respecto a la iglesia. De aquí­ se sigue la especial veneración y el especial recuerdo de la Virgen Marí­a, ya que en la liturgia se celebra la obra de la redención y Marí­a es su fruto más espléndido, en la liturgia se espera la realización de las promesas de Cristo y en la Virgen se contempla ya el icono escatológico iglesia. Todo esto ha hecho nacer, a través de múltiples factores de desarrollo, los textos eucológicos marianos y las festividades marianas; pero los riachuelos no deben hacernos perder de vista el manantial, que es la unión de Marí­a con el misterio de Cristo en el Espí­ritu y su cooperación a la economí­a de la salvación; ni deben desviarnos de la meta, que es su ejemplaridad en la participación en este misterio salví­fico.

II. Génesis y desarrollo de la presencia de Marí­a en el culto de la iglesia
No es fácil trazar las lí­neas de desarrollo de esta presencia. No faltan algunas sí­ntesis competentes al respecto; pero no se encuentra una clara distinción entre predicación mariana y devoción a Marí­a y la concreta inserción de Marí­a en la celebración litúrgica; ahora bien, es esto último lo que aquí­ interesa. En todo caso, se puede trazar una lí­nea.

1. LOS TESTIMONIOS PRIMITIVOS MíS FIDEDIGNOS. La presencia de la Virgen Marí­a en la liturgia se ha ido desarrollando a partir de la utilización de los textos marianos neotestamentarios en la homilética primitiva y de su inserción como parte integrante en las profesiones de fe. Uno de tales casos es el Magní­ficat (Luc 1:46-55), el cántico de Marí­a, que en la homilética se convierte en el cántico de la iglesia apostólica. Esta “lectura del Magní­ficat hace suponer que desde el principio la memoria de la Virgen en la celebración del misterio de Cristo es a un tiempo objetiva y subjetiva, esto es, recuerda a Marí­a como asociada a Cristo y como modelo para la iglesia: la iglesia hace memoria de Marí­a junto a Cristo y al mismo tiempo se reconoce en los sentimientos de oración de la madre de Jesús
Nos complace subrayar que uno de los primerí­simos textos litúrgicos que recuerdan a Marí­a, de entre los que han llegado hasta nosotros, está en relación con la celebración de la pascua: se encuentra en la homilí­a Sobre la pascua, de Melitón de Sardes, que se remonta a la segunda mitad del s. II. En la parte central de la homilí­a, que presenta a Cristo como pascua de nuestra salvación, hay una triple referencia a la Virgen: “El vino de los cielos a la tierra a causa de los sufrimientos humanos; se revistió de la naturaleza humana en el vientre virginal de la Virgen y apareció como hombre… Este es el que se encarnó en la Virgen… El es el cordero que enmudecí­a y que fue inmolado; el mismo que nació de Marí­a, cordera sin mancha”10. Las tres referencias quieren subrayar la verdad de la encarnación en el seno de la Virgen. El tí­tulo de “cordera sin mancha” atribuido a Marí­a, un poco chocante a primera vista, se torna elocuente si lo relacionamos con el tí­tulo de Cristo “cordero sin tacha ni defecto” (1Pe 1:19) e indica probablemente la virginidad de Marí­a, tí­tulo que entra en la tradición litúrgica y que se conserva aún hoy en la liturgia bizantina del viernes santo. En la primordial fiesta cristiana, la pascua, encontramos, por consiguiente, el primer recuerdo de la Virgen, Madre de aquel que es el Cordero sin mancha y la pascua de nuestra salvación.

Encontramos otras dos referencias, incluidas en el contexto de la plegaria eucarí­stica y de la profesión de fe bautismal, que se nos han conservado en la Tradición apostólica de Hipólito de Roma. El texto se remonta a la primera mitad del s. III, pero transmite formularios litúrgicos más antiguos. En la plegaria eucarí­stica se habla del Verbo “que (tú, oh Padre) has mandado del cielo al seno de una Virgen y ha sido concebido, se ha encarnado y se ha manifestado como Hijo tuyo, nacido del Espí­ritu Santo y de la Virgen”. Esta mención de la encarnación tendrá éxito en las plegarias eucarí­sticas posteriores hasta el punto de llegar a ser una de las memorias más acreditadas y constantes de la Virgen en el mismo corazón de la celebración eucarí­stica “. También la profesión de fe bautismal recuerda la encarnación con estas palabras: “¿Crees en Cristo Jesús, Hijo de Dios, que ha nacido por obra del Espí­ritu Santo de la Virgen Marí­a…?” 12. También en este caso la mención de la encarnación, misterio central de la fe en aquellos primeros siglos que debí­an combatir contra las tendencias gnósticas, está unida al recuerdo de la Virgen Madre.

2. ALGUNOS FACTORES DE DESARROLLO ANTERIORES AL CONCILIODE EFESO. La extensión de la presencia de Marí­a en la liturgia, especialmente en lo que respecta al ciclo temporal y al ciclo santoral del año litúrgico, obedece a las leyes del progreso histórico de la liturgia; pero tiene caracterí­sticas propias que no se pueden atribuir superficialmente a las leyes que regulan; por ejemplo, el desarrollo del culto de los mártires y de los -> santos.

Como punto de partida se toma generalmente la fecha del concilio de Efeso (431), que proclamó a Marí­a Madre de Dios: a partir de este acontecimiento tendrá lugar una verdadera y propia explosión de culto mariano, que influirá a todos los niveles sobre la liturgia, especialmente en la creación de muchas fiestas marianas y en el desarrollo de la himnografí­a cultual “. Pero entre los ss. II-IV podemos encontrar ya algunos factores que preparan el desarrollo posterior.

a) Lugares y textos del ambiente palestino. Aunque bajo ciertos aspectos los datos permanecen oscuros, hallazgos recientes de la arqueologí­a en Palestina y testimonios de una teologí­a allí­ floreciente hacen suponer la existencia de una primitiva veneración de la Virgen, Madre del Mesí­as, por parte de los judeocristianos en lugares como Nazaret o junto a la cueva de Belén, donde nació el Salvador. En este ambiente florecen con fines apologéticos textos apócrifos ricos en detalles sobre la vida de Marí­a: pensamos en el Protoevangelio de Santiago o en la narración apócrifa del Transitus glorioso. Tampoco faltan composiciones poéticas, alusivas a la admirable maternidad de Marí­a, que parecen pertenecer al uso litúrgico, como algunos pasajes de las Odas de Salomón o los Oráculos sibilinos.
b) Invocaciones y plegarias. Se remonta probablemente al s. III. una de las primeras oraciones que invocan a Marí­a como Theotókos (Madre de Dios), conocida en Occidente con una fórmula semejante en la invocación Sub tuum praesidium. El epitafio de Abercio (ss. II-III) une en su lenguaje simbólico la mención de la eucaristí­a a la de la Virgen: “En todas partes me guiaba la fe y en todas partes me serví­a en comida el pez del manantial… puro, que cogí­a una virgen casta y lo daba siempre a comer a los amigos, teniendo un vino delicioso y dando mezcla de vino y agua con pan” (J. Quasten, Patrologí­a I, BAC 206, Madrid 1961, pp. 167-168). Invocaciones y oraciones se hallan también en las inscripciones de las catacumbas. Referencias a Marí­a las encontramos además en la homilética, que a veces toma el tono de oración o de alabanza poética a la Madre de Dios, como acontece en los textos primitivos griegos del s. Iv. Aun cuando la fórmula del “canon romano”, que recuerda a Marí­a junto con los santos -el Communicantes- es postefesina en su redacción actual, refleja, no obstante, un texto anterior y se corresponde con el de otras fórmulas semejantes de las primitivas anáforas alejandrinas y antioquenas ‘ En esta época, la misma iconografí­a mariana tiene ya un desarrollo inicial en lugares que, al menos momentáneamente, están destinados al culto: piénsese en el famoso fresco de la Virgen en las catacumbas de Priscila.

c) Primeros vestigios de la memoria mariana en el ciclo temporal y santoral del año litúrgico. Aunque sólo indirectamente, la memoria de Marí­a comienza a hallar un puesto en la liturgia dentro de las celebraciones que surgen para conmemorar la encarnación y el nacimiento del Salvador. Ya en el s. II se celebra la navidad en Egipto en algunas sectas gnósticas, como sugiere Clemente Alejandrino. En Oriente esta fiesta se convertirá en la fiesta de la epifaní­a, mientras que en Occidente el nacimiento del Salvador se celebrará el 25 de diciembre. Es natural que en la celebración de este acontecimiento haya encontrado espacio el recuerdo de la Madre de Dios. Tal recuerdo se transformará luego en una conmemoración autónoma, -que en Egipto parece que existí­a ya a comienzos del s. ni o tal vez antes’. En la Peregrinatio Egeriae, que describe la vida litúrgica de Jerusalén en el s. rv, encontramos referencias a la fiesta de la epifaní­a, y especialmente a la presentación del Señor -Hipapante o encuentro-, celebrada el dí­a cuarenta después de la epifaní­a. La presencia de Marí­a en este episodio evangélico será conmemorada primero en la homilética litúrgica, y más tarde en los formularios litúrgicos. Finalmente, en el perí­odo de preparación a la navidad, en el ciclo de adviento, tomará pie la celebración de la anunciación del Señor con la lectura del evangelio de Lucas (1,26-38), que subraya el protagonismo de Marí­a. Estamos en los orí­genes del domingo mariano prenatalicio, que en adelante se celebrará en diversas iglesias de Occidente 20. [-> Ambrosiana, Liturgia, II, 2, a].

3. EL INFLUJO DEL CONCILIO DE EFESO. La proclamación del dogma de la Maternidad Divina en Efeso ha sido decisiva para la ampliación de la presencia de Marí­a en las liturgias de Oriente y de Occidente bajo múltiples aspectos. Ante todo, a nivel eucológico e himnográfico, con cánticos, oraciones y conmemoraciones de la Madre de Dios en la celebración eucarí­stica y en la oración eclesial en general. A este perí­odo se remonta (ss. v-vi) uno de los más famosos himnos a la Madre de Dios, el Akáthistos. Inmediatamente después de la proclamación de Efeso vemos que se celebra en Jerusalén el 15 de agosto la memoria de la Virgen. En Occidente se consolida la memoria de Marí­a durante el adviento y antes de navidad con textos de notable altura teológica, por ejemplo, el Rótulo de Rávena; en Roma aparece la primitiva memoria de la Madre de Dios después del nacimiento del Señor. En Oriente se va difundiendo una memoria de la anunciación en torno al 25 de marzo.
A partir del s. vi encontramos ya otros desarrollos autónomos concretados en fiestas marianas como las de la dormición y de la natividad de Marí­a, surgidas en Oriente e impuestas definitivamente en Occidente por el papa Sergio I a finales del s. vil. Un poco posterior es la memoria jerosolimitana de la presentación de la Virgen en el templo y la de la concepción de Marí­a. En Occidente esta última aparece en Inglaterra hacia el s. xi como celebración teológica de la Concepción Inmaculada de Marí­a, pero no fue acogida en todas partes.

Es difí­cil seguir y sintetizar los desarrollos posteriores. En todas las liturgias orientales y occidentales se nota una verdadera explosión de culto mariano. La memoria de la Virgen halla un puesto privilegiado en las plegarias eucarí­sticas, en la himnografí­a y especialmente en el desenvolvimiento del año litúrgico, tanto en la celebración de los misterios de Cristo como en las múltiples fiestas marianas de tipo devocional ligadas a milagros, lugares y experiencias espirituales de grupos o de familias religiosas. En Occidente la memoria de la Virgen se ha hecho semanal con una especial celebración el sábado, mientras que en algunas liturgias orientales, como la bizantina, la memoria semanal de Marí­a se hace el miércoles. Tanto en Oriente como en Occidente han surgido luego perí­odos marianos particulares con sus respectivas celebraciones litúrgicas y devocionales.

Esta mirada sintética que hemos echado sobre la génesis y desarrollo de la memoria de Marí­a en la liturgia nos ha permitido recoger dos datos esenciales: 1) la memoria de Marí­a está ligada al memorial de Cristo: preferentemente va unida a la celebración del misterio de la encarnación; 2) esta memoria tiene lugar en los momentos centrales de la liturgia, como son la plegaria eucarí­stica y la profesión bautismal de fe. En los desarrollos sucesivos el culto mariano sigue también las vicisitudes de la historia de la liturgia.

III. La memoria de Marí­a en las celebraciones de la liturgia romana actual
En la descripción de esta panorámica litúrgico-doctrinal seguiremos las huellas de la exhortación MC de Pablo VI: recorreremos, por tanto, los nuevos libros litúrgicos de la iglesia de Roma, con el fin de poner de relieve el puesto que la Virgen ocupa en ellos. Este método nos permitirá ser concretos y sobrios. Reservaremos el párrafo IV a tratar la cuestión más compleja de la presencia de Marí­a en los diversos perí­odos del año litúrgico.

1. BAUTISMO Y CONFIRMACIí“N. La memoria litúrgica de Marí­a en el bautismo es discreta: se invoca a Marí­a como Madre de Dios en las letaní­as de los santos (RBN 118; RICA 214); además se menciona en la profesión de fe: “¿Creéis en Jesucristo…, que nació de santa Marí­a Virgen…?” (RBN 126; RICA 219), según la antigua tradición [-> supra, II, 1] (MC 14). La referencia a ella es elocuente, y no puede omitirse. Las antiguas liturgias y los padres de la iglesia pusieron de relieve el paralelismo entre la maternidad de Marí­a y la maternidad de la iglesia en el bautismo, como ha recordado Pablo VI: “Justamente los antiguos padres enseñaron que la iglesia prolonga en el sacramento del bautismo la maternal virginidad de Marí­a… Queriendo beber en las fuentes litúrgicas, podrí­amos citar la bella illatio de la liturgia hispánica: Ella (Marí­a) llevó la Vida en su seno; ésta (la iglesia), en el bautismo. En los miembros de aquélla se plasmó Cristo; en las aguas bautismales, el regenerado se reviste de Cristo” (MC 19).

En el rito de la confirmación no encontramos ninguna mención particular de Marí­a, excepto la contenida en la profesión de fe o renovación de las promesas bautismales (RC 28.29). Recuérdese, no obstante, que la confirmación viene presentada como una actualización del misterio de pentecostés y como una efusión singular del Espí­ritu Santo (RC 1).

Según el principio de ejemplaridad recordado por Pablo VI -Marí­a es “modelo de la actitud espiritual con la que la iglesia celebra y vive los misterios divinos” (MC 16)- y si tenemos en cuenta la presencia activa de Marí­a en pentecostés (LG 59), no podemos ignorar aquí­ las relaciones especiales que median entre Marí­a y el Espí­ritu Santo, entre Marí­a y la iglesia (cf MC 26-28).

2. EUCARISTíA. La celebración del santo sacrificio en su centro, que es la eucaristí­a, concede amplio espacio a la memoria de la Virgen, como reconoce MC 10. Se da en esto una admirable convergencia entre las liturgias de Oriente y de Occidente. Aun sin gozar de la riqueza eucológica de la liturgia etiópica, que posee dos anáforas marianas; y de la liturgia bizantina, que reserva una especial memoria a la Madre de Dios inmediatamente después de la epí­clesis eucarí­stica, la liturgia romana ofrece en sus plegarias eucarí­sticas una sí­ntesis válida de todos los ví­nculos posibles entre la celebración del misterio eucarí­stico y la Virgen Marí­a. En la segunda plegaria eucarí­stica, en el prefacio, se recuerda la encarnación del Verbo por obra del Espí­ritu Santo en la Virgen Marí­a: se trata de una mención antigua [-> supra, II, 1] universal y esencial, puesto que une el misterio eucarí­stico al momento de la encarnación, del que la eucaristí­a es también recapitulación. El mismo recuerdo se halla después del sanctus en la cuarta plegaria eucarí­stica. Algunas liturgias orientales incluyen esta memoria en la anamnesis que sigue al relato de la institución. El canon romano expresa de forma solemne la comunión con Marí­a: “Communicantes et memoriam venerantes, in primis gloriosae semper Virginis Mariae, Genitricis Dei et Domini nostri Jesu Christi”. La fórmula es realmente solemne: indica la memoria, la veneración de y la comunión con Marí­a, de la que se indican los tí­tulos honorí­ficos, especialmente su perpetua virginidad y su papel esencial de Theotókos. Una conmemoración semejante se encuentra en las intercesiones o recuerdos de los santos, que son comunes a las diversas liturgias; o antes del relato de la institución (como en el canon romano), según el esquema de las anáforas alejandrinas; o bien después de él, como en las liturgias de Juan Crisóstomo y de Basilio. Este último esquema se sigue en la segunda y cuarta plegarias eucarí­sticas, en las que la memoria de Marí­a reviste una peculiar acentuación escatológica y “expresa con intensa súplica el deseo de los orantes de compartir con la Madre la herencia de los hijos” (MC 10): “… con Marí­a, la Virgen Madre de Dios…, merezcamos… compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas” (II); “… que todos tus hijos nos reunamos en la heredad de tu reino con Marí­a, la Virgen Madre de Dios” (IV). Acentuación que reza muy bien con el sentido salví­fico y escatológico de la celebración eucarí­stica. En la plegaria tercera la memoria de la Virgen adquiere un sentido peculiar por el hecho de que va precedida por la mención del Espí­ritu Santo para que nos “transforme en ofrenda permanente”, donde podemos leer una alusión implí­cita a la cualidad de la vida terrena de Marí­a (ofrenda) y a su asociación actual al misterio de Cristo (ofrenda perenne). En el Misal Romano, la oración sobre las ofrendas del común de santa Marí­a Virgen en el tiempo de adviento recoge el paralelismo que algunas liturgias orientales descubren entre la venida del Espí­ritu Santo, invocada en la epí­clesis eucarí­stica, y la intervención del mismo Espí­ritu en la encarnación del Verbo en el seno de Marí­a: “El Espí­ritu Santo, que fecundó con su poder el seno de Marí­a, santifique, Señor, las ofrendas que te presentamos sobre el altar”. Otros textos eucológicos han conservado la antigua fórmula de fe eucarí­stica que reconoce en el cuerpo y en la sangre del Señor, muerto y ahora glorificado, la carne que el Verbo asumió de Marí­a: “Ave, verum corpus, natum de Maria Virgine!”. Se podrá notar además, en la lí­nea de ejemplaridad de Marí­a respecto a la iglesia que celebra la eucaristí­a, cómo las fórmulas de oración que constituyen el alma de la anáfora reflejan los sentimientos de Marí­a en su cántico de alabanza por las grandes obras hechas por el Señor (Magní­ficat), en su ardiente súplica por la venida del Espí­ritu Santo (pentecostés), en su asociación a la ofrenda sacrificial del Hijo (al pie de la cruz), en su intercesión por la salvación de todos (cf MC 18; 20-21).

3. Los OTROS SACRAMENTOS. Muy sobrias, en general, son las referencias a Marí­a en los ritos de los otros sacramentos. Se trata de oraciones de intercesión de la iglesia, como en el caso de la ordenación del obispo, del presbí­tero y de los diáconos, sobre los que se invoca la protección de la Madre de Dios en las letaní­as (RO 18, p. 54; 18, p. 71; 21, p. 117). Otras fórmulas piden la intercesión y la ayuda de Marí­a por los pecadores que se acercan al sacramento de la penitencia (RP 131: confiteor) y después de haber sido reconciliados (RP 104: “La pasión de nuestro Señor Jesucristo…, la intercesión de la bienaventurada Virgen Marí­a…”; ib, 135: se sugiere el Magní­ficat como cántico de acción de gracias); lo mismo sucede respecto a los enfermos en los ritos iniciales del sacramento de la unción de los enfermos (RUE 132: confiteor), y después de lo cual el enfermo renueva la profesión de fe bautismal en Jesucristo, hijo de Dios, nacido de Marí­a (188). En el rito de la recomendación de los moribundos se invoca a santa Marí­a (239) Madre de Dios (242), y se ruega que el moribundo hoy mismo pueda tener con ella su morada en la paz de la Jerusalén santa (242); más aún, que la misma Virgen venga al encuentro con los ángeles y santos del que está para dejar esta vida (243), y, después de este destierro, le muestre a Jesús, el fruto bendito de su vientre (246). En el rito del matrimonio no hay referencias especiales a Marí­a. El Leccionario, sin embargo, enumera entre los textos evangélicos el episodio de las bodas de Caná (Jua 2:1-11) (RM 177), donde la presencia de la Madre de Jesús es significativa. Esta evocación evangélica hubiera merecido un desarrollo eucológico, aunque sólo fuera con la sobriedad con que se recuerda a Marí­a en la coronación de los esposos.

4. RITOS SACRAMENTALES. Marí­a tampoco es olvidada en las celebraciones previstas por los otros libros litúrgicos. Tales celebraciones, por lo demás, se unen con frecuencia a la celebración eucarí­stica, donde la memoria de la Virgen, como hemos visto [aquí­ I supra, 2] es particularmente significativa. El rito de las exequias pide al Señor “que santa Marí­a, Madre de Dios, que estuvo al pie de la cruz del Hijo moribundo”, comunique su fe a los que, como ella, están afligidos… y les alcance el premio eterno (cf RE 186); en el Misal Romano, la colecta de la misa por los hermanos, allegados y bienhechores difuntos apela a la intercesión de Marí­a para que los que han pasado ya de este mundo al Padre puedan gozar de la perfecta alegrí­a en la patria. No obstante, en su conjunto, el RE resulta pobre desde el punto de vista mariano, especialmente si consideramos lo que el Vat. II habí­a afirmado de Marí­a, glorificada ya en cuerpo y alma, como imagen y primicias de lo que la iglesia será “en el siglo futuro” y como signo de esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios peregrinante (cf LG 68; SC 103). En el Ritual de la dedicación de iglesias y de altares, después de haber invocado la intercesión de la Madre de Dios en las letaní­as de los santos (RDI, pp. 44; 62) y en las oraciones siguientes (pp. 45, 47, 63, 65), se habla en el prefacio del templo verdadero en el que habita la plenitud de la divinidad, esto es, de la humanidad del Hijo de la Virgen Madre (p. 122), la cual también es templo vivo. Más abundantes y ricas de significado son las alusiones a la Virgen en el Ritual de la profesión religiosa y de la consagración de ví­rgenes: no solamente se implora su intercesión materna (RPR 1, 62; II, 67; RCV 20 y 59: letaní­a de los santos; RPR I, 96; II, 103: oración conclusiva de la plegaria de los fieles), sino que se recuerda también su ejemplo para los que se consagran a Dios “observando siempre la castidad perfecta, la obediencia y la pobreza, a imitación de Jesucristo y de su Madre, la Virgen” (RPR I, 57; II, 62; cf RPR 1, 67; II, 72, y RCV 16; 18; 36; 57; 77).

Entre los últimos rituales que hasta el dí­a de hoy (junio de 1983) han sido promulgados por la Congregación para los sacramentos y el culto divino merece una mención especial el Ordo coronandi imaginem Beatae Mariae Virginis, del 25 de marzo de 1981. Las motivaciones teológicas del rito, enumeradas en el n. 5 de los praenotanda, forman una bella sí­ntesis de la mejor doctrina mariana posconciliar. Todo el sentido del rito está en la idea de la exaltación de los humildes, cantada ya por la Virgen en el Magní­ficat (“gratiarum actio et invocatio”, n. 15); los elementos eucológicos son de gran riqueza teológica y espiritual. Es notable una nueva supplicatio litanica (n. 41), es decir, una nueva redacción de las letaní­as de la santí­sima Virgen, en la cual van unidas fidelidad a la tradición bí­blica y consonancia con la sensibilidad espiritual de nuestro tiempo.

5. LITURGIA DE LAS HORAS. “También el restaurado libro del oficio de laudes, esto es, la Liturgia de las Horas, contiene preclaros testimonios de piedad hacia la Madre del Señor: en las composiciones hí­mnicas, entre las que no faltan algunas obras maestras de la literatura universal; en las antí­fonas que cierran el oficio divino cada dí­a (completas), imploraciones lí­ricas, a las que se ha añadido el célebre tropario Sub tuum praesidium, venerable por su antigüedad y tan admirable por su contenido; en las intercesiones de laudes y ví­speras, en las que no es infrecuente el confiado recurso a la Madre de misericordia; en la vastí­sima selección de páginas marianas, debidas a autores que vivieron en los primeros siglos del cristianismo, en el medievo o en la edad moderna” (MC 13). Todaví­a en las ví­speras de cada dí­a la iglesia, queriendo expresar su agradecimiento por el don de la salvación, toma prestadas las palabras del cántico de Marí­a, el Magní­ficat.
6. LECCIONARIO. Si la preocupación de que la palabra de Dios fuese servida con mayor abundancia en las celebraciones litúrgicas (SC 35; 51) ha estado en el centro de los esfuerzos de la reforma posconciliar, no se puede olvidar que el enriquecimiento del Leccionario ha contribuido a ampliar también el conocimiento del misterio de Marí­a. Lo subraya Pablo VI en la MC: “Como lógica consecuencia ha resultado que el Leccionario contiene un mayor número de lecturas del Antiguo y Nuevo Testamento relativas a la bienaventurada Virgen; aumento numérico no Garante, sin embargo, de una crí­tica serena, porque han sido recogidas únicamente aquellas lecturas que, o por la evidencia de su contenido o por las indicaciones de una atenta exégesis, avalada por las enseñanzas del magisterio o por una sólida tradición, pueden considerarse, aunque de manera y en grados diversos, de carácter mariano”. La exhortación de Pablo VI continúa observando que “estas lecturas no están exclusivamente limitadas a las fiestas de la Virgen, sino que son proclamadas en otras muchas ocasiones: en algunos domingos del año litúrgico, en la celebración de los ritos que tocan profundamente la vida sacramental del cristiano y sus elecciones, así­ como en circunstancias alegres o tristes de su existencia” (n. 12).

Se puede recordar aquí­, de pasada, que una de las cuatro orientaciones que la MC (29-39) traza para la renovación del culto mariano es precisamente la bí­blica: “La biblia, al proponer de modo admirable el designio de Dios para la salvación de los hombres, está toda ella impregnada del misterio del Salvador y contiene, además, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, referencias indudables a aquella que fue madre y cooperadora del Salvador. Pero no quisiéramos que la impronta bí­blica se limitase a un diligente uso de los textos y sí­mbolos sabiamente sacados de las Sagradas Escrituras; comporta mucho más: requiere, en efecto, que de la biblia tomen sus términos y su inspiración las fórmulas de oración y las composiciones destinadas al canto; y exige, sobre todo, que el culto a la Virgen esté impregnado de los grandes temas del mensaje cristiano, a fin de que, al mismo tiempo que los fieles veneran a la sede de la Sabidurí­a, sean también iluminados por la luz de la palabra divina e inducidos a obrar según los dictados de la Sabidurí­a encarnada” (MC 30).

En relación con lo dicho recordamos además que, celebrando el oficio de lectura en las fiestas o memorias marianas, se lleva a cabo una lecho divina del misterio de Marí­a, ya sea con una posible lectura tipológica de algunos salmos, según nos enseña la tradición, ya sea especialmente con la meditación de las páginas marianas de los padres y de otros autores señalados en tales oficios. Así­ la palabra de Dios viene leí­da en el cauce de la tradición eclesial, y ésta a su vez progresa gracias a la reflexión de los creyentes que, a ejemplo de Marí­a, meditan en su corazón las cosas y palabras transmitidas (D V 8) 2i.

IV. Marí­a en los diversos ciclos del año litúrgico
La iglesia celebra el misterio de Marí­a en el amplio espacio del año litúrgico: en este kairós sacramental despliega toda su fuerza el misterio de Cristo y halla lógicamente espacio la memoria de la Madre de Dios, que está indisolublemente unida a la obra salví­fica del Hijo (cf SC 103). No tenemos, por tanto, un ciclo mariano autónomo: el tiempo de Cristo y del Espí­ritu, que es el año litúrgico, prevé momentos privilegiados en los cuales se celebra de un modo más o menos peculiar el recuerdo de la presencia de Marí­a en la economí­a de la salvación. El recuerdo de Marí­a hay que buscarlo sobre todo en los tiempos litúrgicos particulares y en aquellas solemnidades y fiestas del Señor que guardan una relación especial con ella. En segundo lugar, el significado de las solemnidades, fiestas y memorias explí­citamente marianas se recoge dentro de la armoní­a del único año litúrgico del Señor, en cuanto ellas celebran episodios que, ya precedan a la natividad del Señor (como el nacimiento de Marí­a y su presentación en el templo), ya sigan a pentecostés (como es el caso de la asunción), pertenecen a la misma economí­a de la salvación. Y también las memorias marianas, que traen origen de una idea o de una tradición eclesial, deben reconducirse a la unidad del misterio de Cristo, como celebraciones de un aspecto particular de tal misterio tal como se manifiesta en el tiempo de la iglesia (esto acontece también en algunas fiestas del Señor o de los santos), esforzándose por conciliar el sentido de tales celebraciones con los datos esenciales del misterio salví­fico, lo que no siempre es fácil de conseguir. Por lo demás, el lento proceso histórico de la formación del año litúrgico, la desordenada presencia en él de ciertas celebraciones y la reiterada celebración de un mismo acontecimiento hacen difí­cil la tarea de presentar una visión coherente de este aspecto.

Para adquirir una visión global de la presencia de Marí­a en los diversos perí­odos del anni circulus es preciso hacer referencia a tres libros fundamentales de la liturgia renovada: el Misal Romano, para la eucologí­a de la misa; el Leccionario, para la liturgia de la palabra, y la Liturgia de las Horas, para los otros elementos de la oración eclesial (lecturas bí­blicas y patrí­sticas, himnos, antí­fonas, preces e intercesiones). Del análisis de este abundante material se puede obtener una panorámica bastante precisa de cuanto la iglesia en su oración nos propone de la Virgen de Nazaret 1N. La exhortación MC, de Pablo VI, nn. 2-13, nos ofrece una buena sí­ntesis de estos contenidos, y la tendremos presente en nuestra exposición.

1. LA PRESENCIA DE MARíA EN EL CICLO “DE TEMPORE”. El hecho de que se introduzcan memorias de la Virgen en el año litúrgico pone en evidencia el ví­nculo estrecho que existe entre la Madre y los misterios del Hijo. En el ciclo de tempore son evidentemente privilegiados, bajo el aspecto mariano, los perí­odos que recuerdan la espera del Salvador y su nacimiento (tiempo de adviento y tiempo de navidad), mientras que es menos vistosa la memoria de Marí­a en el ciclo de pascua, en su preparación cuaresmal y en su prolongamiento, que va hasta pentecostés, a diferencia de cuanto ocurre en las liturgias orientales, donde el recuerdo de Marí­a se distribuye de un modo más equilibrado a lo largo del año.

a) En el tiempo de adviento. La MC enuncia sintéticamente la importancia de este tiempo: “Así­, durante el tiempo de adviento la liturgia recuerda frecuentemente a la santí­sima Virgen…, sobre todo en las ferias del 17 al 24 de diciembre, y más concretamente en el domingo anterior a la navidad, en el que hace resonar las antiguas voces proféticas sobre la Virgen y el Mesí­as, y se leen los episodios evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del precursor” (n. 3). En realidad, todo el tiempo de adviento posee una tí­pica caracterí­stica mariana, subrayada, ya desde el primer domingo, por algunos elementos de la liturgia de las Horas, como los himnos y las antí­fonas, donde el nombre de Marí­a aparece con frecuencia; son también muy variados los formularios que se ofrecen para la antí­fona final de completas.

“Los libros del AT…, tal como se leen en la iglesia y tal como se interpretan a la luz de una revelación ulterior y plena, evidencian… de una forma cada vez más clara la figura de la mujer Madre del Redentor. Bajo esta luz aparece ya proféticamente bosquejada en la promesa de victoria sobre la serpiente hecha a los primeros padres (cf Gén 3:15). Asimismo, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo, que se llamará Emmanuel (cf Isa 7:14, y Miq 5:2-3; Mat 1:22-23). Ella sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan… la salvación. Finalmente con ella misma, Hija excelsa de Sión, tras la prolongada espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se instaura la nueva economí­a, al tomar de ella la naturaleza humana el Hijo de Dios…” (LG 55). Ahora bien, el tiempo de adviento celebra esta economí­a veterotestamentaria de la espera, en la cual está ya presente Marí­a. En el breve espacio de cuatro semanas se acumula la celebración de tres misterios: la solemnidad de la Inmaculada Concepción (8 de diciembre) como celebración autónoma; el anuncio a Marí­a y su visita a Isabel, conmemorados en la semana que precede a la navidad, respectivamente el 20 y el 21 de diciembre (durante el año litúrgico tendrán luego una memoria propia). En las ferias entre el 17 y el 24 de diciembre, Marí­a viene a ser el testigo silencioso del cumplimiento de las promesas; se leen los evangelios de la infancia, episodios en los que Marí­a emerge en primer plano como protagonista. En los formularios de la misa han sido recuperados preciosos textos eucológicos, entre los cuales conviene mencionar la colecta del 20 de diciembre, sí­ntesis maravillosa de teologí­a y de piedad, inspirada, con alguna modificación, en una oración del Rótulo de Rávena: “Deus, cuius ineffabile Verbum, angelo nuntiante, Virgo immaculata suscepit, et domus divinatis effecta, sancti Spiritus luce repletur, quaesumus ut nos, eius exemplo voluntati tuae humiliter adhaerere valeamus”. Es importante, por el modo como invoca al Espí­ritu Santo sobre los dones eucarí­sticos, la super oblata del IV domingo de adviento, inspirada en el sacramentario de Bérgamo: “Altari tuo, Domine, superposita munera Spiritus ille sanctificet, qui beatae Mariae viscera sua virtute replevit”. Concentra la espiritualidad de la espera, de la que Marí­a es modelo para la iglesia en este tiempo, el incipit del segundo prefacio de adviento: “Quem praedixerunt cunctorum praeconia prophetarum, Virgo Mater ineffabili dilectione sustinuit…” (“A quien todos los profetas anunciaron, la Virgen esperó con inefable amor de madre”…).

Debido a la presencia de todos estos temas, comentados ampliamente en las páginas de los padres propuestas a la meditación en el oficio de lectura, el tiempo de adviento, y especialmente el último tramo, el de la espera inmediata, es particularmente apto para celebrar el culto de la madre del Señor: Marí­a viene aquí­ presentada con un notable equilibrio, toda inclinada hacia el Hijo que espera, sierva fiel del misterio que le ha sido confiado a su obediencia de fe..

b) En el tiempo de navidad. La evidente riqueza de referencias a Marí­a contenidas en los evangelios de este tiempo, que narran el nacimiento del Salvador y los episodios que le siguen, hacen del tiempo de navidad “una prolongada memoria de la manternidad divina, virginal, salví­fica de aquella que, ‘conservando intacta su virginidad, dio a luz al Salvador del mundo’ (canon romano, Communicantes de la octava de navidad)” (MC 5). En este tiempo, además de la narración del acontecimiento central: “Marí­a… dio a luz a su hijo primogénito…” (Luc 2:7; evangelio de la misa de medianoche), se propone repetidamente la alusión a la visita de los pastores “que encontraron a Marí­a, José y al niño…”; se celebra la fiesta de la sagrada Familia (domingo dentro de la octava de navidad), que menciona la presencia de Marí­a junto a José en Belén y en Nazaret; se alude a la circuncisión e imposición del “nombre Jesús, como habí­a sido llamado por el ángel antes de ser concebido en el seno de la madre” (Luc 16:21 : evangelio del 1 de enero); se recuerda la presentación de Jesús en el templo (evangelio del 29 y 30 de diciembre, donde se leen las palabras de Simeón a Marí­a sobre la espada que le atravesará el alma: Luc 2:35) y la adoración de los magos: “Entraron en la casa, vieron al niño con Marí­a, su madre…” (Mat 2:11 : evangelio de epifaní­a). La reforma litúrgica ha recuperado para este tiempo también la solemnidad de la Madre de Dios (1 de enero), de la que hablaremos más adelante [-> 2, b].

Se trata de un ciclo breve (que va desde la misa vespertina de la vigilia de navidad hasta la fiesta del bautismo de Jesús, domingo después del 6 de enero), pero intenso, en el que los motivos marianos que ofrecen el Misal, el Leccionario y la Liturgia de las Horas son insistentes. La falta de contenidos marianos en los prefacios de navidad y de epifaní­a la suple especialmente la mención del Communicantes natalicio en el canon romano. La solemnidad de la epifaní­a nos muestra a Marí­a “sede de la Sabidurí­a y Madre del Rey, que ofrece a la adoración de los magos al Redentor de todas las gentes” (MC 5). Diversos formularios de las misas del tiempo de navidad conceden espacio a la maternidad de Marí­a (cf la “super oblata” de la fiesta de la sagrada Familia; las tres oraciones del 1 de enero; las colectas del lunes, martes y sábado entre el 2 de enero y la epifaní­a).

Todo el tiempo de navidad, que idealmente se prolonga hasta la presentación del Señor en el templo (2 de febrero) -como recuerda la actual monición del sacerdote en la apertura de esta antigua liturgia festiva: “Hace hoy cuarenta dí­as hemos celebrado, llenos de gozo, la fiesta del nacimiento del Señor…” (cf Misal Romano)-, se puede considerar una celebración de la maternidad de Marí­a y del papel que ella desempeña en la manifestación del Señor en cuanto Salvador: bajo esta luz hay que ver la presencia de Marí­a en las bodas de Caná, episodio recordado también en la epifaní­a (cf antí­fona al Benedictus de laudes; himno y antí­fona al Magní­ficat de las segundas ví­speras) y propuesto en el evangelio de la misa del segundo domingo per annum, ciclo C. Después de haber dado a luz al Salvador, Marí­a lo muestra a todos para que lo acojan como Señor en la fe de los verdaderos discí­pulos.

c) En el tiempo pascual y en su preparación cuaresmal. La exhortación MC guarda silencio sobre la presencia de Marí­a en los ciclos de cuaresma y de pascua. Este silencio ha sido advertido y se ha interpretado de diversos modos; pero tal vez haya sido aconsejado por la ausencia de elementos marianos, en estos dos ciclos, de suficiente relieve como para consentir la elaboración de una sí­ntesis. Es cierto que la presencia de la Virgen en la liturgia cuaresmal y pascual no es tan evidente como en la de adviento y de navidad. Más aún, de parte de muchos se han hecho votos para que la celebración del misterio pascual venga enriquecida desde el punto de vista mariano, subrayando mejor el papel privilegiado y activo de Marí­a junto a su Hijo, como testimonia el evangelio de Juan (19,15-27). El problema merece un poco de atención.

Notemos en primer lugar que el genio y la tradición de la liturgia romana no ha dado mucho espacio a la Virgen en la celebración del misterio pascual, a diferencia de lo que hacen otras liturgias, especialmente la bizantina. Por otra parte, a tal escasez de elementos marianos en la liturgia ha correspondido en Occidente un amplio desarrollo de la religiosidad popular, que insiste con gusto en la presencia de Marí­a al pie de la cruz, en su soledad, en la alegrí­a de su encuentro con el Cristo resucitado. Antes de la reforma reciente, la liturgia romana anticipaba la dolorosa participación de la Madre en el misterio pascual de Cristo el viernes que precede al domingo de ramos (cf Misal Romano de Pí­o V, edición posterior a 1960, entre las fiestas del mes de marzo: “Feria sexta post dominicam I passionis: Septem dolorum b, Mariae virginis. Hodie, ubi peculiaria pietatis exercitia in honorem b. M. V. Matris dolorosae peraguntur, permittuntur duae missae festivae de septem doloribus B. M. V.”). Esta fiesta ha sido suprimida para dar a la celebración de la cuaresma una mayor homogeneidad.

Un esmerado análisis de los textos del triduo pascual muestra que, no obstante su sobriedad y su estilo eucológico, la liturgia romana no ha marginado en realidad a la Virgen Marí­a. Ya en el oficio de lectura del jueves santo viene propuesta la homilí­a pascual de Melitón de Sardes [-> supra, II, 1], que contiene el significativo tí­tulo de Marí­a “cordera sin mancha”. El canto que acompaña la reposición del santí­simo sacramento después de la misa in coena Domini (“Pange, lingua, gloriosi Corporis mysterium”) no deja de recordar el lazo í­ntimo que existe entre Marí­a y la eucaristí­a: “Fructus ventris generosi… nobis natus ex intacta Virgine”. El viernes santo in passione Domini viene propuesto como canto para la adoración de la cruz el himno antiguo “Pange, lingua, gloriosi proelium certaminis”. Dicho himno es uno de los señalados ad libitum para el oficio de lectura de la semana santa. Una de sus estrofas recuerda la encarnación y por consiguiente la función de Marí­a en la historia de la salvación (“Quando venit ergo sacri / plenitudo temporis, / missus est ab arce Patris / Natus, orbis conditor, / atque ventre virginali / carne factus prodiit”); y la narración de la pasión según san Juan, centro de la liturgia de la palabra, contiene la perí­copa sobre Marí­a al pie de la cruz. El sábado santo, en la vigilia pascual, se invoca a la Madre de Dios en las letaní­as de los santos, y se menciona en la profesión de fe bautismal y en el Communicantes del canon romano.

Estas escasas referencias marianas que acabamos de señalar, y algunas otras que se pueden encontrar en las preces de la liturgia de las Horas (laudes del sábado santo), pueden dejarnos insatisfechos. De todos modos, no colman la necesidad celebrativa que siente la piedad popular. Ya el ritual de una familia religiosa, concedido por la Santa Sede, prevé para el viernes santo la conmemoración de la Virgen al pie de la cruz inmediatamente después de la adoración de la misma, y en la vigilia pascual del sábado el saludo a la Virgen Madre del Resucitado. Sobre la base de tales precedentes nada impide que el viernes santo, terminada la adoración de la cruz, se cante alguna estrofa del Stabat Mater Dolorosa, precedida eventualmente de una monición que explique su sentido preciso; y que al término de la vigilia pascual, después de una monición que introduzca en el recuerdo de la Madre del Resucitado, se entone el Regina caeli, laetare, alleluia! Será bueno, no obstante, dejar otros elementos, tal vez superfluos, que no se podrí­an introducir armónicamente en las celebraciones de la liturgia romana. Se podrí­a, en cambio, favorecer una digna celebración del sábado santo en cuanto tal para revivir la experiencia fuerte de Marí­a en el intervalo entre la cruz y la resurrección. Las tradiciones latina y oriental conservan materiales aptos para la composición de una celebración de lectura y de plegarias que colme el vací­o celebrativo del sábado santo y sugiera una intensa esperanza pascual, como la que florecí­a en el corazón de la Madre del Crucificado. Es de desear que se difunda la celebración de la “Hora de la Madre”, como se la ha llamado, siguiendo propuestas ya experimentadas.
Durante todo el tiempo pascual hasta pentecostés, la liturgia de las Horas se concluye en completas con el júbilo del Regina caeli. En el formulario de la misa del común de la santí­sima Virgen antes de la ascensión y durante la preparación próxima a pentecostés hay elementos válidos para una catequesis sólida que quiera partir de Marí­a. De todos modos, la sobriedad de referencias marianas en este tiempo litúrgico es una invitación a fijar con Marí­a los ojos y el corazón en el rostro del Resucitado y a meditar sus palabras haciendo la exégesis a la luz de la resurrección. Tal vez hubiera merecido algún ulterior rasgo mariano la fiesta de la ascensión del Señor, como sugieren los iconos de esta fiesta según aparece en el Evangeliario de Rábula (s. vi) y otros iconos antiquí­simos del Sinaí­, en los que Marí­a ocupa el puesto central como madre de los discí­pulos de Jesús y figura de la iglesia “. Dí­gase lo mismo de pentecostés y de su preparación en los últimos dí­as del tiempo pascual: lo exige la mención de Marí­a en los Hechos (1,14), que la señalan activamente presente en el cenáculo en la espera del Espí­ritu (cf la colecta común de la santí­sima Virgen después de la ascensión).

En la liturgia cuaresmal, las referencias a la Virgen son más bien escasas, reducidas a alguna mención en las preces de ví­speras. Pero la presencia implí­cita de Marí­a -de la que hablaremos más adelante- sugiere el leer también en este silencio tan discreto la ejemplaridad de Marí­a para la iglesia que va caminando hacia la pascua en la escucha atenta de la palabra, en el fiel cumplimiento de la voluntad de Dios, en la gran peregrinación de la fe: en Marí­a tenemos un modelo para vivir la preparación a la pascua como discí­pulos de Cristo, es decir, para llegar con ella a la cruz y a la resurrección.

d) En el tiempo `per annum” la memoria cotidiana de la Virgen tiene lugar en la plegaria eucarí­stica de la misa y en la liturgia de las Horas (-> supra, III, 2 y 5). Recordamos que el cántico del Magnificat se recoge, en algunos de sus motivos, en la oración conclusiva de ví­speras de las cuatro semanas del salterio, comenzando por el lunes de la primera semana: así­ la oración de la iglesia se inspira en los sentimientos y en las palabras de la Madre. La memoria del sábado es la que da al ritmo de la semana una impronta mariana, ya sea mediante la celebración votiva de la santa Marí­a en sábado con sus textos respectivos, ofrecidos por el Misal y por la Liturgia de las Horas, ya sea mediante otros elementos significativos, como la oración conclusiva de nona y la bella letaní­a de preces de laudes del sábado de la tercera semana (cf MC 12-13) “.

2. LA PRESENCIA DE MARíA EN EL CICLO SANTORAL. En el ciclo santoral renovado la Virgen Marí­a ocupa un puesto singular: los retoques y la disminución de memorias marianas respecto al calendario romano precedente no han rebajado la presencia de Marí­a, la cual resulta más bien enriquecida por el más valioso contenido de los nuevos textos. Es verdad que algunas solemnidades o fiestas que antes tení­an un tí­tulo mariano son ahora solemnidades o fiestas del Señor, pero la octava de navidad o la fiesta de la circuncisión del Señor se ha convertido en la “solemnidad de Marí­a Santí­sima, Madre de Dios”. En todo caso, todas las memorias de Marí­a hacen relación a Cristo; y en la catequesis es preciso saber encontrar, partiendo de los textos litúrgicos, el nexo lógico de cada una de ellas con el misterio de Cristo y de la iglesia y con la economí­a de la salvación. En la siguiente enumeración de las solemnidades, fiestas y memorias marianas daremos una sí­ntesis de la historia, elementos eucológicos de mayor relieve y del significado global de cada una.
a) Solemnidades y fiestas del Señor de contenido mariano. Estamos examinando el ciclo santoral y, por consiguiente, no repetiremos cuanto hemos dicho [aquí­ -> supra,1, a-c] sobre el recuerdo de Marí­a en los ciclos cristológicos del adviento, de navidad y de la pascua. Dos celebraciones del Señor merecen ser aquí­ recordadas.

La Anunciación del Señor (25 de marzo), que trae su origen de la festividad de la Anunciación de la santí­sima Virgen Marí­a, celebrada en Asia Menor desde el s. vi. Introducida en Roma por el papa Sergio I (687-701), ha recibido en los libros litúrgicos, con una cierta fluctuación, primero el tí­tulo del Señor, luego el de Marí­a. La fecha fue evidentemente fijada en relación con el 25 de diciembre, es decir, nueve meses antes. Se trata, pues, de una celebración que responde a un criterio de organización del año litúrgico diverso del adoptado hasta ahora para conmemorar la anunciación y la encarnación hacia finales de adviento (20 de diciembre), sin preocuparse de interponer una distancia cronológica de nueve meses respecto a la navidad. Esta solemnidad, que con frecuencia cae antes de la semana santa, y en todo caso siempre en la cuaresma -pero que no pocas veces debe ser trasladada al tiempo de pascua-, crea alguna dificultad psicológica por el criterio de datación que la une a navidad. En la óptica de los padres de la iglesia, la encarnación tiene una relación indisoluble con la redención y con el misterio pascual. Es a esta luz como deberí­a ser celebrada dicha solemnidad, según subrayan algunos de sus textos: la colecta, por ejemplo, habla “de nuestro Redentor”; la oración después de la comunión recuerda “el poder de su santa resurrección” (“Eius salutiferae resurrectionis potentiam”); la segunda lectura (Heb 10:4-10) ilustra la oblación sacrificial de Cristo. Las referencias a Marí­a, como es obvio, son múltiples, ya sea en la liturgia de las Horas, ya sea en el formulario de la misa; es bellí­simo el prefacio inspirado en la liturgia hispana: “Quem (Christum) inter homines et propter homines nasciturum, Spiritus sancti obumbrante virtute, ac caelesti nuntio Virgo fidenter audivit et immaculatis visceribus amanter portavit”, texto que puede usarse no solamente en este dí­a, sino siempre que en la misa se proclama el evangelio de la anunciación. MC 6 sintetiza bien el significado de esta solemnidad.

La Presentación del Señor (2 de febrero), según un criterio cronológico inspirado en el evangelio (Luc 2:22, con Lev 12:2-8) se celebra cuarenta dí­as después de navidad. Por el Diario de la peregrina Egeria sabemos que esta fiesta se celebraba en Jerusalén ya hacia finales del s. iv. Fue recibida en Occidente en el s. vII con el tí­tulo griego de “Hypapanti” (hypapantánó, encontrar), fiesta del encuentro entre el Mesí­as y su pueblo. Los textos de la Liturgia de las Horas y del Misal constituyen un hermoso comentario al pasaje evangélico de Luc 2:22-40, proclamado en la misa. Justamente ahora la fiesta ha vuelto a recuperar el tí­tulo de Presentación del Señor, omitiendo el tí­tulo de Purificación de la santí­sima Virgen Marí­a, que habí­a entrado en los libros litúrgicos occidentales a partir del s. x. Por muchos textos se puede colegir el origen oriental de la fiesta. De origen occidental, en cambio, es la liturgia de la luz, que se abre con la bendición de las candelas, y que en cierto modo ritualiza la idea expresada en el evangelio por el cántico de Simeón: “Mis ojos han visto tu salvación…, luz para alumbrar a las naciones…”: precisamente, Cristo. La colaboración mariana viene dada por la perí­copa evangélica predicha. Marí­a aparece en el acto de ofrecimiento del Hijo como la que lleva la Luz, madre de Cristo, luz de las naciones, que comparte los sufrimientos de aquel que será signo de contradicción. También esta fiesta se coloca en el dinamismo de la encarnación hacia el misterio pascual. “Debe ser considerada, para poder asimilar plenamente su amplí­simo contenido, como memoria conjunta del Hijo y de la Madre, es decir, celebración de un misterio de salvación realizado por Cristo, al cual la Virgen estuvo í­ntimamente unida como Madre del Siervo sufriente de Yavé, como ejecutora de una misión referida al antiguo Israel y como modelo del pueblo de Dios constantemente probado en la fe y en la esperanza del sufrimiento y por la persecución” (MC 7).

b) Tres solemnidades para celebrar tres dogmas marianos. Las tres solemnidades marianas del año litúrgico celebran tres dogmas de la iglesia católica sobre el misterio de la Virgen: Inmaculada desde su concepción, Madre de Dios en su misión salví­fica, Asunta al cielo en su destino final junto a Cristo como primicia de la iglesia.

Inmaculada Concepción (8 de diciembre). La antigua fiesta oriental de la concepción milagrosa de Marí­a por Ana se convirtió en Occidente hacia el s. xt en la fiesta de la concepción de Marí­a sin pecado original. Las conocidas controversias teológicas sobre este tema no han favorecido su desarrollo y su exacta formulación teológica. Introducida en el Calendario romano en el año 1476 por decisión de Sixto IV, después de la proclamación del dogma de la Inmaculada por Pí­o IX (1854), la fiesta recibirá los formularios de notable belleza que han llegado hasta nosotros. La reciente reforma ha aportado algunos enriquecimientos en la liturgia de las Horas y en la misa, especialmente con el nuevo prefacio, que ofrece una sí­ntesis del significado cristiano y eclesial de este dogma mariano: “… ut in ea [beatissima Virgine Maria] dignam Filio tuo Genitricem praepares, et Sponsae eius ecclesiae sine ruga vel macula formosae signares exordium”. En la solemnidad del 8 de diciembre “se celebran conjuntamente la Inmaculada Concepción de Marí­a, la prepaparación radical (cf ls 11,1.10) a la venida del Salvador y el feliz exordio de la iglesia sin mancha ni arruga” (MC 3). Hay que notar, como canta este prefacio, el bello paralelismo entre la Virgen purí­sima y Cristo, “Cordero inocente que quita el pecado del mundo”, la ejemplaridad de ella para la iglesia a fin de que también ésta sea inmaculada, y su función de “abogada de gracia y ejemplo de santidad” para el pueblo cristiano.

Santa Marí­a, Madre de Dios (1 de enero: en realidad esta solemnidad entra en el ciclo de tempore, como se ha indicado [aquí­ -> supra, 1, b]). La antigua memoria de la Virgen Marí­a, que se remonta al s. vt y que se celebra todaví­a en los diversos ritos orientales, ha recuperado hoy el puesto que desde el s. vol tení­a en Roma bajo el tí­tulo Natale sanctae Mariae. Aunque se ha cambiado el tí­tulo de la fiesta, se ha conservado el rico contenido mariano de los textos litúrgicos, especialmente de las oraciones, de las antí­fonas y de los responsorios. MC 5 comenta así­ el contenido de esta solemnidad: “Esta, fijada en el dí­a 1 de enero, según una antigua sugerencia de la liturgia de Roma, está destinada a celebrar la parte que tuvo Marí­a en el misterio de la salvación y a exaltar la singular dignidad de que goza la sancta Parens…, per quam meruimus… auctorem vitae suscipere (antí­fona de entrada y oración colecta); es además una ocasión propicia para renovar la adoración al recién nacido Prí­ncipe de la paz, para escuchar de nuevo el jubiloso anuncio angélico (cf Luc 2:14 : paz en la tierra a los hombres…) y para implorar de Dios, por mediación de la Reina de la Paz, el don supremo de la paz”. Uniendo la celebración de la jornada mundial de la paz instituida por Pablo VI (a la que alude también el texto citado de MC) y el comienzo del año civil, en la liturgia de la misa se proclama -como segunda lectura- la bendición de Moisés que desea la protección de Dios y la paz (Núm 6:22-27). En la oración después de la comunión, según la sugerencia explí­cita de Pablo VI, se llama a Marí­a “madre de Cristo y madre de la iglesia”. La conmemoración de la maternidad divina de Marí­a es, por tanto, la ocasión para extender el sentido de tal maternidad a la iglesia y a toda la humanidad, para la que se implora, por su intercesión, la plenitud de la paz en su denso significado bí­blico.

Asunción de la Virgen Marí­a (15 de agosto). Una antigua fiesta que se celebraba en Jerusalén desde el s. vi en honor de la Madre de Dios recordaba probablemente la consagración de una iglesia en su honor. Esta fiesta, un siglo después, se extiende a todo el Oriente bajo el nombre de Dormición de santa Marí­a y celebra su tránsito de este mundo y su asunción al cielo, según los textos apócrifos del Transitus de la Virgen [I supra, II, 2, a]. En Occidente fue acogida por el papa Sergio (fin del s. vil) con una feliz formulación inspirada en un texto bizantino: en la oración Veneranda nobis del sacramentario Gregoriano se dice que Marí­a “experimentó la muerte temporal, pero no pudo ser retenida por los lazos de la muerte”. La proclamación del dogma de la Asunción por Pí­o XII (1950) ha tenido como consecuencia la reestructuración de toda la liturgia de esta solemnidad, que canta el misterio de la glorificación de Marí­a asunta ya al cielo en cuerpo y alma; gracias a la reciente reforma se ha hecho una nueva reelaboración. Esta solemnidad está dotada, por excepción, de un formulario para la misa vespertina de la vigilia. En la misa del dí­a se proclama como primera lectura una perí­copa del Apocalipsis (11,19; 12,1-6.10) que recuerda a la mujer vestida de sol (12,1), aunque en un contexto de difí­cil comprensión para los fieles que escuchan; la perí­copa evangélica de Lucas (1,39-56), que refiere el elogio de Isabel a Marí­a y la proclamación del Magnificar, expresa bien la exaltación de la sierva humilde. El nuevo prefacio, inspirado ampliamente en el texto de LG 68, ofrece una bella sí­ntesis del significado cristológico y eclesial de la solemnidad. MC 6 centra su sentido en la perfecta configuración de Marí­a con Cristo resucitado. En la liturgia de las Horas esta temática halla un claro desarrollo en la gozosa plegaria eclesial que brota de la contemplación de la Virgen como icono escatológico de la iglesia.

c) Las dos fiestas marianas. Dos acontecimientos de la vida de Marí­a se celebran con el grado de fiesta: la Natividad y la Visitación.

Natividad de la santí­sima Virgen Marí­a (8 de septiembre). El origen de esta fiesta va unido a la dedicación de la iglesia de la natividad de Marí­a en Jerusalén, que se celebraba desde el s. v. Se extendió a Bizancio y a Roma en el s. vil. Es una fiesta de gran importancia en todo el Oriente por coincidir con el comienzo del año litúrgico bizantino. Las fórmulas de la liturgia romana acusan el influjo oriental y son singularmente alegres, pues celebran el nacimiento de la que, hecha Madre del Redentor, nos ha dado las primicias de la salvación (colecta de la misa).

Visitación de la Virgen Marí­a (31 de mayo). Esta fiesta tiene su justificación en el evangelio de Lucas (1,39-56). Como episodio relacionado con el nacimiento del Salvador, la visitación tiene ya una conmemoración en la semana que precede inmediatamente a la navidad. Como fiesta fue instituida por Urbano VI el año 1389, pero ya se celebraba por los franciscanos el 2 de julio desde 1263. En esta misma fecha se celebraba en Constantinopla una fiesta mariana de la reliquia del cinturón de Marí­a en la iglesia de la Blanquerna. La ordenación actual del calendario, por razones lógicas, ha anticipado justamente esta fiesta -que recuerda la visita de Marí­a a la madre del futuro precursor- a la solemnidad que conmemora el nacimiento del Bautista (24 de junio), colocándola el 31 de mayo, es decir, al fin del mes que por tradición popular es considerado como mariano, en el puesto que ocupaba la fiesta de Marí­a Reina, instituida por Pí­o XII (que ahora se celebra con el rango de memoria el 22 de agosto). Puesto que la visitación cae hoy en torno a pentecostés, podrí­a celebrarse como recuerdo particular de la Virgen en su pentecostés (puesto que en la anunciación vino sobre ella el Espí­ritu Santo): como harán los apóstoles después de su pentecostés, Marí­a emprende un viaje misionero (precisamente la visitación) y es promotora de manifestaciones carismáticas (el niño da saltos en el seno de Isabel); podrí­a también celebrarse como recuerdo de Marí­a “Arca de la Alianza” (la Alianza en persona mora en ella) e imagen de la iglesia primitiva por su impulso en la oración (el Magní­ficat) y en la caridad activa (una vez más la visitación).

d) Las “memorias de Marí­a”. El Calendario romano enumera otras ocho “memorias” en honor de Marí­a, algunas obligatorias, otras libres. Están inspiradas ya sea en episodios de la vida de la Virgen, ya sea en ideas teológicas o en lugares venerados por los fieles. Las indicamos según la cronologí­a del año litúrgico.

Nuestra Señora de Lourdes (11 de febrero) es la memoria que va unida al recuerdo de las apariciones de la Virgen en 1858 a Bernadette Soubirous en la gruta de Massabielle. La í­ntima relación que existe entre el lugar, las palabras de la Virgen y la historia de piedad y de consolación que sugiere su imagen ofrece la posibilidad de una contemplación de Marí­a como fuente de agua viva y medicina de los enfermos.

Nuestra Señora del Carmen (16 de julio) es el tí­tulo que recuerda el nacimiento de una Orden religiosa profundamente mariana (la Orden de los Carmelitas) en un valle del monte Carmelo, en Palestina. La gran difusión popular de este tí­tulo ha sugerido, después de algunas vacilaciones, el conservar esta memoria en el calendario actual. La referencia bí­blica al monte Carmelo y la gran tradición contemplativa de la Orden sugieren celebrar a Marí­a en su belleza: en su ser karmel, que significa jardí­n o paraí­so de Dios; en su oración contemplativa que medita las Escrituras. Como reza la colecta, Marí­a conduce a Cristo, que es la santa montaña, en el crecimiento de la santidad. Según la tradición de la Orden carmelita, Marí­a es Madre y Hermana.

Dedicación de la basí­lica de Santa Marí­a la Mayor (5 de agosto). La memoria hace referencia al lugar dedicado en Roma en el s. iv casi como una réplica de la basí­lica de la Natividad de Belén, en honor de la Madre de Dios sobre la colina del Esquilino. En el s. v, el papa Sixto III ofrece la iglesia al pueblo de Dios (plebi Dei), embellecida con preciosos mosaicos -conservados todaví­a en el arco de triunfo-, que son un canto de la divina maternidad y de los episodios de la infancia de Jesús y un monumento a la definición dogmática de Efeso (431). Esta fiesta evoca los grandes temas de Marí­a como templo de Dios y nueva Jerusalén.

Santa Marí­a Reina (22 de agosto). Tradicional por su material iconográfico, esta memoria fue introducida por Pí­o XII en 1954 con grado de fiesta para celebrarse el 31 de mayo, casi en simetrí­a con la fiesta de Cristo Rey. Colocada ahora felizmente ocho dí­as después del 15 de agosto, tiene el siguiente significado según las palabras de MC 6: “La solemnidad de la Asunción se prolonga jubilosamente en la celebración de la fiesta de la Realeza de Marí­a, que tiene lugar ocho dí­as después y en la que se contempla a aquella que, sentada junto al Rey de los siglos, resplandece como Reina e intercede como Madre” (cf la colecta del dí­a).

Nuestra Señora la Virgen de los Dolores (15 de septiembre). La memoria tiene orí­genes devocionales que se remontan al medievo. Difundida gracias al apostolado de la Orden de los Siervos de Marí­a, para los que habí­a sido aprobada en 1667, fue extendida a la iglesia universal por Pí­o VII en 1814. Tiene un notable contenido teológico, pues recuerda la presencia de Marí­a a los pies de la cruz. Antes de la reciente reforma tení­a una anticipación el viernes que precede al domingo de ramos; todaví­a hoy, colocada después de la fiesta de la exaltación de la santa cruz (14 de septiembre) se convierte en “ocasión propicia para revivir un momento decisivo de la historia de la salvación y para venerar junto con el Hijo exaltado en la cruz a la Madre que comparte su dolor”; como recuerda la colecta (MC 7).

Nuestra Señora la Virgen del Rosario (7 de octubre). Tenemos aquí­ la cristalización de una devoción mariana profundamente radicada en el pueblo (la memoria es, en cierto modo, simétrica con la fiesta oriental del himno Akáthistos; en el rito bizantino se celebra el sábado de la quinta semana de cuaresma). Instituida por Pí­o V después de la victoria de Lepanto (7 de octubre de 1571), pasó a la iglesia universal en 1716 bajo Clemente XI. La memoria es netamente mariana. En efecto, el Misal romano ha introducido en la colecta “Gratiam tuam…”, que es también la oración conclusiva del Angelus Domini, un inciso explí­citamente mariano: “… ut qui, angelo nuntiante, Christi Filii tui incarnationem cognovimus, beata Maria Virgine intercedente, per passionem eius et crucem…”. Sólo en este inciso añadido se menciona a la Virgen. La memoria quiere indicar el camino de la Virgen por los misterios de gozo, de dolor y de gloria vividos en Cristo.

Presentación de la santí­sima Virgen Marí­a (21 de noviembre). Fiesta antigua y de gran importancia en la liturgia bizantina por el significado de la entrada de la Virgen en el templo sagrado de Jerusalén. El hecho de que esta fiesta se inspirase en el apócrifo Protoevangelio de Santiago retrasó su extensión a Occidente, donde comenzó a celebrarse antes del s. xrv, bajo Gregorio XI en Aviñón; pero pronto se extendió a toda la iglesia con Sixto V en 1585. El contenido esencial de la memoria es el gozo de la Hija de Sión que se consagra totalmente al Señor.

Inmaculado Corazón de la Virgen Marí­a (sábado después del II domingo después de pentecostés). Esta memoria se celebra al dí­a siguiente de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, casi como su prolongamiento ideal. La devoción se remonta al s. xvii (escritos de san Juan Eudes). Las apariciones de Fátima (1917) y la consagración de toda la humanidad al Inmaculado Corazón de Marí­a hecha por Pí­o XII en 1942 han favorecido su extensión. El mismo papa instituyó la fiesta en 1944, asignándole la fecha del dí­a octavo después de la Asunción. En todo caso, la referencia al corazón de Marí­a es netamente evangélica, si pensamos en la sabidurí­a reflexiva de la Madre, que medita las palabras y los hechos del Hijo en su propio corazón (Luc 2:19.51).

e) La memoria de Santa Marí­a en sábado y las misas votivas. Desde la edad media, el sábado se ha considerado en la liturgia latina como un dí­a mariano, a diferencia de lo que hacen las liturgias orientales, que reservan el miércoles a la memoria de la Virgen. El fundamento de tal elección parece que hay que buscarlo en la tradición, que considera el sábado que sigue a la muerte del Señor y precede a su resurrección como el momento en el cual la fe y la esperanza de la iglesia estaban concentradas en Marí­a. Esta memoria de Marí­a es calificada por Pablo VI de “antigua y discreta” (MC 9). La liturgia de las Horas de esta memoria contiene válidos elementos eucológicos de loa a la Madre de Dios y nos confí­a a su intercesión materna.

En la sección de misas votivas, el Misal Romano remite, para las misas en honor de Marí­a, al común de la santí­sima Virgen, que contiene hasta siete formularios, tres de los cuales están reservados, respectivamente, al tiempo de adviento (el cuarto), de navidad (el quinto) y de pascua (el sexto): son los mejores desde el punto de vista de su contenido. En la “editio typica altera” (1975) del Missale Romanum, entre las misas votivas se ha añadido el formulario De b. Maria Ecclesiae Matre, con el cual se enriquece notablemente en cantidad, y sobre todo en calidad doctrinal, el “corpus marianum” de la liturgia. Es importante la colecta, que recuerda a Marí­a a los pies de la cruz en el momento en que se convierte en madre de los discí­pulos de Jesús; el prefacio propio se inspira ampliamente en el capí­tulo mariano de la constitución dogmática Lumen gentium. (Evidentemente, esta misa se ha incluido en las nuevas ediciones del Misal castellano.

Pero no conviene olvidar aquí­ “que el Calendario Romano General no registra todas las celebraciones de contenido mariano; pues corresponde a los calendarios particulares recoger, con fidelidad a las normas litúrgicas, pero también con adhesión de corazón, las fiestas marianas propias de las distintas iglesias locales” (MC 9). El deseo aquí­ expresado se convierte en una invitación a ofrecer, en los textos eucológicos de las celebraciones de los calendarios particulares, aquella visión del misterio de Marí­a, sobria y esencial, según la cual ella está asociada a la obra de Cristo y del Espí­ritu y está presente en la iglesia bajo diversos tí­tulos y por diversos motivos sin que jamás disminuya el contenido del dogma ni decaiga la calidad de la doctrina: la veneración para con la Madre de Dios exige, en resumidas cuentas, que la celebración de sus misterios se haga con profunda piedad, pero también con verdad sincera; más aún, con la adecuada belleza”

V. Orientaciones teológicas y pastorales
Después de esta valoración de los elementos marianos de la liturgia de la iglesia occidental resumamos en algunos puntos las orientaciones doctrinales y pastorales más especí­ficas y necesarias por su gran importancia para la espiritualidad y para la vida de la iglesia y de los cristianos.

1. LA LITURGIA, SíNTESIS DE DOCTRINA Y DE CULTO. La liturgia, en sus textos, contiene la confesión de la fe de la iglesia en el misterio de Marí­a y ofrece una rica sí­ntesis de la misma -fusionando armoniosamente la lex credendi y la lex orandi (cf MC 56)-, atenta tanto a la tradición como a los nuevos y recientes desarrollos. Lo indica autorizadamente Pablo VI en diversos párrafos de la MC, especialmente cuando afirma: “Recorriendo después los textos del Misal restaurado, vemos cómo los grandes temas marianos de la eucologí­a romana -el tema de la Inmaculada Concepción y de la plenitud de gracia, de la maternidad divina, de la integérrima y fecunda virginidad, del templo del Espí­ritu Santo, de la cooperación a la obra del Hijo, de la santidad ejemplar, de la intercesión misericordiosa, de la asunción al cielo, de la realeza maternal y algunos más- han sido recogidos en perfecta continuidad con el pasado, y cómo otros temas, nuevos en un cierto sentido, han sido introducidos en perfecta adherencia con el desarrollo teológico de nuestro tiempo” (n. 11). Especial relieve viene dado al tema Marí­a-iglesia: “Ha sido introducido en los textos del Misal con variedad de aspectos, como varias y múltiples son las relaciones que median entre la Madre de Cristo y la iglesia. En efecto, dichos textos en la Concepción sin mancha de la Virgen reconocen la imagen de la iglesia, esposa de Cristo… y de limpia hermosura (prefacio del 8 de diciembre); en la Asunción reconocen el principio ya cumplido y la imagen de aquello que para toda la iglesia debe todaví­a cumplirse (prefacio del 15 de agosto); en el misterio de la maternidad la proclaman madre de la Cabeza y de los miembros: santa Madre de Dios, por tanto, y próvida Madre de la iglesia (oración después de la comunión del 1 de enero)” (ib). La ejemplaridad de Marí­a respecto a la iglesia tiene muchos aspectos comprometedores, como advierte una vez más esta sí­ntesis de la MC: “Cuando la liturgia dirige su mirada a la iglesia primitiva y a la contemporánea, encuentra puntualmente a Marí­a: allí­, como presencia orante junto a los apóstoles (colecta del común de la santí­sima Virgen en el tiempo de pascua, después de la ascensión); aquí­, como presencia operante junto a la cual la iglesia quiere vivir el misterio de Cristo… (colecta del 15 de septiembre: Virgen de los Dolores); y como voz de alabanza junto a la cual quiere glorificar a Dios… (colecta del 31 de mayo: Visitación; prefacio de la santí­sima Virgen); y puesto que la liturgia es culto que requiere una conducta coherente de vida, ella pide traducir el culto a la Virgen en un concreto y sufrido amor por la iglesia… (oración después de la comunión del 15 de septiembre)” (ib). Estas indicaciones, solamente parciales, al contenido doctrinal mariano de la liturgia renovada muestran que la “instauración posconciliar… ha considerado con adecuada perspectiva a la Virgen en el misterio de Cristo y, en armoní­a con la tradición, le ha reconocido el puesto singular que le corresponde dentro del culto cristiano, como Madre santa de Dios, í­ntimamente asociada al Redentor” (MC 15). En la liturgia tenemos una sí­ntesis completa y lí­mpida de doctrina mariana, segura en la formulación y elevada en las expresiones.

Además, la liturgia ofrece la medida múltiple, pero justa, de aquel culto a Cristo que se traduce en veneración especial a su Madre, revistiéndose aquí­ de varias formas de piedad, así­ como de otras tantas formas de amor filial. Es de nuevo la MC la que nos proporciona una bella sí­ntesis: “Es importante observar cómo traduce la iglesia las múltiples relaciones que la unen a Marí­a en distintas y eficaces actitudes cultuales: en veneración profunda, cuando reflexiona sobre la singular dignidad de la Virgen, convertida, por obra del Espí­ritu Santo, en Madre del Verbo encarnado; en amor ardiente, cuando considera la maternidad espiritual de Marí­a para con todos los miembros del cuerpo mí­stico; en confiada invocación, cuando experimenta la intercesión de su Abogada y Auxiliadora (cf LG 62); en servicio de amor, cuando descubre en la humilde sierva del Señor a la reina de misericordia y a la madre de la gracia; en operosa imitación, cuando contempla la santidad y las virtudes de la llena de gracia (Luc 1:28); en conmovido estupor, cuando contempla en ella, “como en una imagen purí­sima, todo lo que ella desea y espera ser” (SC 103); en atento estudio, cuando reconoce en la cooperadora del Redentor, ya plenamente partí­cipe de los frutos del misterio pascual, el cumplimiento profético de su mismo futuro, hasta el dí­a en que, purificada de toda arruga y toda mancha (cf Efe 5:27), se convertirá en una esposa ataviada para el Esposo Jesucristo (cf Apo 21:2)” (MC 22).

En la liturgia, por consiguiente, hallamos a nivel de fe profesada y vivida “una norma de oro para la piedad cristiana” (MC 23); pero también el manantial, la cima, la escuela y la experiencia mistérica de nuestra comunión con la Madre de Dios. Todas las demás formas de veneración y de devoción para con Marí­a deben converger en la liturgia, fundirse con ella y eventualmente, si fuera preciso, proceder de ella (cf MC 23). Además, en la liturgia, es decir, en sus contenidos doctrinales y en sus actitudes cultuales, tenemos un criterio válido de discernimiento respecto a todas aquellas exageraciones devocionales que están siempre al acecho, como por desgracia demuestra la historia antigua y reciente de la piedad mariana (cf MC 38-39).

2. EJEMPLARIDAD DE MARíA PARA LA IGLESIA EN EL CULTO Y EN EL SERVICIO. La gran novedad de la reflexión teológica posconciliar sobre las relaciones de Marí­a con la liturgia consiste en haber plasmado este principio: La Virgen es modelo de la iglesia en el ejercicio del culto divino. La intuición se funda esencialmente en dos datos teológicos ya señalados: a) la presencia activa de Marí­a en el misterio de Cristo; b) su ejemplaridad para la iglesia; estos dos datos se hallan ampliamente explicados en el c. 8 de la LG y en el n. 103 de la SC. Pero solamente la MC, de Pablo VI, ha sacado ampliamente las consecuencias (nn. 16-23). En esto la exhortación del papa habí­a estado precedida por algún teólogo. A pesar de la crí­tica esporádica de algún autor perteneciente al mundo ortodoxo oriental, que no consideraba tradicional este modo de presentar a la Virgen, el principio ha tenido éxito en la iglesia: se le puede considerar como una de las intuiciones más fecundas de la espiritualidad litúrgica y mariana de los últimos siglos, con amplia base en la gran tradición patrí­stica, como documenta cuidadosamente la MC en sus notas.

Pablo VI presenta a Marí­a como “modelo de la iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo”, que son las actitudes interiores con las cuales la iglesia, esposa amadí­sima, invoca a su Señor, y por su medio rinde culto al Padre eterno (MC 16). Con este principio se nos ofrece además una sólida orientación teológica para toda formación en la ! participación litúrgica: el modo propio de formar para vivir la liturgia es formar para la vida teologal, la cual se ejercita justamente en la liturgia y en ella alcanza su punto culminante; más aún, en la liturgia alcanza su punto culminante toda la oración y contemplación del cristiano bajo la acción del Espí­ritu Santo, en contra de lo que en algún tiempo escribieron Jacques y Raisa Maritain.

El principio de la ejemplaridad de Marí­a ha sido explicado por Pablo VI refiriéndose a algunas actitudes comunes a la Virgen, en su participación en el misterio de Cristo en el Espí­ritu, y a la iglesia, la cual, bajo la acción del Espí­ritu, celebra el memorial del Señor. En primer lugar, en la escucha religiosa de la palabra de Dios, Marí­a aparece como Virgen oyente: modelo, por tanto, para la iglesia que medita, escucha, acoge, vive y proclama aquella palabra que se encarnó en Marí­a: “Esto mismo hace la iglesia, la cual, sobre todo en la sagrada liturgia, escucha con fe, acoge, proclama, venera la palabra de Dios, la distribuye a los fieles como pan de vida y escudriña a su luz los signos de los tiempos, interpreta y vive los acontecimientos de la historia” (MC 17). De Marí­a, cual Virgen orante se pueden recordar en general, ya sea su actitud orante, ya sea aquellos sentimientos que el Espí­ritu suscitaba en su corazón y que coinciden con las grandes dimensiones de la oración eclesial, la cual alcanza su vértice y su punto de condensación en la plegaria eucarí­stica: la alabanza llena de gratitud del Magnifrcat, la intercesión en Caná, la súplica para la venida del Espí­ritu en el cenáculo. A estas actitudes hay que añadir la peculiar experiencia de Marí­a cual Virgen oferente en el templo de Jerusalén y en el Calvario, experiencia que en su aspecto activo (Marí­a ofrece) y pasivo (Marí­a se ofrece) se torna ejemplar para la iglesia en su oblación sacrificial de la eucaristí­a y de la oración (MC 18.20) “. Desde otra perspectiva Marí­a, cual Virgen Madre, es el modelo de aquella cooperación activa con la cual también la iglesia colabora mediante la predicación y los sacramentos (especialmente en el bautismo-confirmación y en la eucaristí­a) a transmitir a los hombres la vida nueva del Espí­ritu (cf MC 19).

Con la amplitud de este principio de ejemplaridad se puede afirmar que toda celebración litúrgica debe ser implí­citamente mariana, en cuanto debe ser celebrada por la iglesia con aquellos sentimientos que tuvo la Virgen Marí­a. La nota mariana, por consiguiente, caracteriza, en la globalidad de la experiencia litúrgica, toda celebración de los santos misterios y hace que la espiritualidad litúrgica sea auténticamente espiritualidad mariana en el mejor sentido de la palabra “.

Pero hay algo más. Si la liturgia se traduce en el compromiso y el culto litúrgico exige su prolongación en el culto espiritual de la vida, la ejemplaridad de la Virgen ofrece la mejor sí­ntesis de lo que debe ser la vida del cristiano: “Bien pronto los fieles comenzaron a fijarse en Marí­a para, como ella, hacer de la propia vida un culto a Dios y de su culto un compromiso de vida… Marí­a es, sobre todo, modelo de aquel culto que consiste en hacer de la propia vida una ofrenda a Dios… El `sí­’ de Marí­a es para todos los cristianos una lección y un ejemplo para convertir la obediencia a la voluntad del Padre en camino y en medio de santificación propia” (MC 21).

Recordamos, finalmente, cómo el fin de la liturgia -glorificación de Dios y santificación de los hombres (SC 7)- coincide con la misión materna de Marí­a, que es la de “reproducir en los hijos los rasgos espirituales del Hijo primogénito” (MC 57). Junto al Cristo, el Hombre nuevo, aparece también Marí­a como Mujer nueva, que refleja, para gloria de Dios y para ejemplo de la iglesia, los rasgos de aquella vida nueva mediante una santidad ejemplar y un crecimiento hacia la plenitud de la gracia, según la magní­fica enumeración de virtudes evangélicas practicadas por Marí­a, que ofrece Pablo VI en MC 57.

La iglesia, que celebra los misterios divinos, debe por tanto mirar a Marí­a como modelo de fe, de esperanza y de caridad, de pureza y de compromiso, de perseverancia en la oración. Más aún, una plena conciencia de este principio mariano que ilumina la liturgia deberí­a llevar a una liturgia contemplativa, bella -la “ví­a pulchritudinis” es auténticamente mariana-, noble, decorosa, abierta a las mociones del Espí­ritu que crea la comunión profunda con Dios y con los hermanos.

3. LITURGIA MARIANA Y DEVOCIONES MARIANAS. LO acabamos de repetir (-> supra, 2): la iglesia, que celebra objetivamente el misterio de la Virgen Madre asociada a Cristo y se apropia subjetivamente en toda acción litúrgica sus sentimientos, vive la mejor y la más auténtica forma de devoción mariana en cuanto realiza la comunión con la Virgen y con sus sentimientos. La liturgia, por consiguiente, está en el centro y es la cumbre de la devoción mariana. Como advierte la MC 15: “Recorriendo la historia del culto cristiano se nota que, tanto en Oriente como en Occidente, las más altas y más lí­mpidas expresiones de la piedad hacia la bienaventurada Virgen han florecido en el ámbito de la liturgia o han sido incorporadas a ella”. Pablo VI ha querido trazar las lí­neas de una renovación de la piedad mariana inspirándose en las notas caracterí­sticas de la liturgia, que son la dimensión trinitaria, cristológica (y pneumatológica) y eclesial (MC 24-28). Ha sugerido además, siguiendo las lí­neas de las enseñanzas conciliares, “algunas orientaciones -bí­blicas, litúrgicas, ecuménicas, antropológicas-que se deben tener presentes en la revisión o creación de ejercicios y prácticas de piedad a fin de hacer más vivo y sentido el ví­nculo que une a la Madre de Cristo y madre nuestra en la comunión de los santos” (MC 29-39). Como hemos dicho en otra parte de este Diccionario (-> Religiosidad popular, II), tales consideraciones sobre la piedad mariana pueden considerarse como paradigmáticas para la renovación de otras formas de piedad.

Sigue siendo regla de oro el principio de la MC 31: “Una clara acción pastoral debe, por una parte, distinguir y subrayar la naturaleza propia de los actos litúrgicos; por otra, valorar los ejercicios piadosos para adaptarlos a las necesidades de cada comunidad eclesial y hacerlos auxiliares válidos de la liturgia”: Una ejemplificación autorizada de esta valoración-adaptación la ofrece la misma exhortación a propósito del Angelus Domini y del Rosario (MC 40-55).

En la actual valoración de la religiosidad popular no conviene olvidar la centralidad que tiene la liturgia, como he intentado poner de manifiesto en estas páginas, ya sea por su contenido o por la ejemplaridad de sus formas. Hoy, incluso para expresiones tí­picas de devoción mariana como el mes mariano (mayo, según la tradición popular; diciembre, según la litúrgica), se procura o hacer converger todo en la celebración de la eucaristí­a y de la liturgia de las Horas o recurrir a la celebración de la palabra o de la oración inspirada en la liturgia. Las mismas peregrinaciones a los santuarios marianos son gestos de piedad que deben culminar en la plegaria comunitaria, en la celebración del sacramento de la penitencia y en la celebración eucarí­stica. En general, podemos decir que la posibilidad de incluir armónicamente en la liturgia el recuerdo de la Virgen, sin ir contra las orientaciones de la iglesia o desnaturalizar los contenidos del año litúrgico, son realmente múltiples

VI. Conclusión
La sí­ntesis motivada sobre la presencia de la Virgen en el año litúrgico que encontramos en SC 103 -el primer texto mariano del Vat. II-se ha convertido en un principio teológico y operativo para la revisión de tal presencia que se ha verificado en la reforma litúrgica posconciliar. La memoria y la veneración de la Virgen, que tienen lugar en la liturgia, se fundan en sólidos motivos teológicos: la cooperación de Marí­a a la obra salví­fica de Cristo en el Espí­ritu Santo, cual humilde sierva del designio del Padre; su ejemplaridad para la iglesia en el ejercicio del culto divino, en cuanto la iglesia se inspira en sus sentimientos; el gozo de contemplar en ella el fruto más espléndido de la redención, y también la mujer nueva, es decir, la humanidad que ha colaborado en el plan de salvación; la esperanza y el consuelo que promanan de su persona ya glorificada junto a su Hijo, icono escatológico de la iglesia, es decir, de cuanto la liturgia promete ya desde ahora a todos los fieles, puesto que “en ella se ha realizado ya el proyecto de Dios en Cristo para la salvación de todo el hombre” (MC 57). Por eso Marí­a está presente, protagonista y ejemplar al mismo tiempo, en el misterio de Cristo celebrado en la liturgia, que hace memoria del pasado salví­fico, lo hace presente y anticipa su futuro: una presencia que es motivo de esperanza para el porvenir, sin duda, pero también de compromiso para hoy: “Al hombre contemporáneo, frecuentemente atormentado entre la angustia y la esperanza, postrado por la sensación de su limitación y asaltado por aspiraciones inconmensurables, turbado en el ánimo y dividido en el corazón, la mente suspendida por el enigma de la muerte, oprimido por la soledad mientras tiende hacia la comunión, presa de sentimientos de náusea y de hastí­o, la Virgen Marí­a, contemplada en su vicisitud evangélica [el pasado] y en la realidad ya conseguida [el presente y futuro escatológico] en la ciudad de Dios, ofrece [en el presente litúrgico de la iglesia] una visión serena y una palabra tranquilizadora: la victoria de la esperanza sobre la angustia, de la comunión sobre la soledad, de la paz sobre la turbación, de la alegrí­a y de la belleza sobre el tedio y la náusea, de las perspectivas eternas sobre las temporales, de la vida sobre la muerte” (MC 57). Así­ la Virgen aparece í­ntimamente unida a la historia de la salvación que se realiza en el misterio, en la liturgia de la iglesia. Pero en la liturgia y en el servicio de caridad hacia los hombres que de ella se deriva aparece más que nunca el rostro mariano de la iglesia de Cristo.

J. Castellano

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D. Sartore – A, M. Triacca (eds.), Nuevo Diccionario de Liturgia, San Pablo, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Liturgia

La Bienaventurada Virgen María es la madre de Jesucristo, la madre de Dios.

En general, la teología y la historia de María la Madre de Dios siguen el orden cronológico de sus fuentes respectivas, esto es, el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, los primeros cristianos y los testigos judíos.

I. María profetizada en el Antiguo Testamento

Génesis
Isaías

Miqueas

Jeremías
II. Tipos y Figuras de María en el Antiguo Testamento

III. María en los Evangelios

Ascendencia Davídica de María

Sus padres

La ciudad de los padres de María

Su Inmaculada Concepción

El nacimiento de María

La Presentación de María

Sus esponsales con José

La Anunciación

La Visitación

El embarazo de María llega a conocimiento de José

El viaje a Belén

María da a luz a Nuestro Señor

La Circuncisión de Nuestro Señor

La Presentación

La visita de los Magos

La huida a Egipto

La Sagrada Familia en Nazaret

Nuestro Señor es hallado en el Templo

El resto de la juventud de Nuestro Señor

La virginidad perpetua de María

La maternidad divina de María

La santidad perfecta de María

El milagro de Caná
María durante la vida apostólica de Nuestro Señor

María durante la Pasión de Nuestro Señor

La maternidad espiritual de María

María y la Resurrección de Nuestro Señor
IV. María en otros libros del Nuevo Testamento

Hechos

Apocalipsis
V. María en los Documentos de los Primeros Cristianos

VI. Vida Post-Petencostal de María

Localización de su vida, muerte y enterramiento

Su asunción a los cielos
VII. La Actitud de los Primerios Cristianos hacia la Madre de Dios

Su imagen y su nombre

Primeros documentos

MARÍA PROFETIZADA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

El Antiguo Testamento se refiere a Nuestra Señora tanto en sus profecías como en sus tipos o figuras.

Génesis 3:15

La primera profecía referente a María se encuentra en los capítulos iniciales del Libro del Génesis (3:15): “Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo; ella te aplastará la cabeza y tú estarás al acecho de su talón”. Esta versión parece diferir en dos aspectos del texto original hebreo:
En primer lugar, el texto hebreo emplea el mismo verbo para las dos versiones traducidas “ella te aplastará” y “tú estarás al acecho”; la Septuaginta traduce el verbo en ambos casos por terein, estar al acecho; Aquila, Símaco y los traductores sirios y samaritanos traducen el verbo hebreo por expresiones que significan aplastar, magullar; el Itala traduce el terein utilizado en la Septuaginta con el término latino de “servare” , vigilar; S. Jerónimo (1) sostiene que el verbo hebreo tiene el significado de “aplastar” o “magullar” más que el de “estar al acecho”, “vigilar”. Sin embargo en su propio trabajo, que se convirtió en la Vulgata latina, el santo emplea el término “aplastar” (conterere) en primer lugar, y “estar al acecho” (insidiari) en segundo. Por tanto el castigo infligido a la serpiente y la venganza de ésta están expresadas con el mismo verbo: pero la herida sufrida por la serpiente es mortal, ya que afecta a la cabeza, mientras que la herida causada por ella no es mortal, ya que es infligida en el talón.

El segundo punto de diferencia entre el texto hebreo y nuestra versión se refiere al agente que va a infligir la herida mortal a la serpiente: nuestra versión coincide con el texto actual de la Vulgata en traducir “ella”(ipsa) que se refiere a la mujer, mientras que el texto hebreo traduce hu´ (autos, ipse) que se refiere a la descendencia de la mujer. Según nuestra versión y la traducción de la Vulgata, será la mujer quien obtenga la victoria; según el texto hebreo, ella vencerá a través de su descendencia. Es en este sentido en el que la Bula “Ineffabilis” atribuye la victoria a Nuestra Señora. La versión “ella” (ipsa) no es ni una corrupción intencionada del texto original ni un error accidental, sino que es una versión explicativa que expresa explícitamente el hecho de la participación de Nuestra Señora en la victoria sobre la serpiente, que está contenido de manera implícita en el original hebreo. La fuerza de la tradición cristiana referente a la participación de María en esta victoria puede deducirse del hecho de que S. Jerónimo mantuviera “ella” en su versión a pesar de su familiaridad con el texto original y con la traducción “él” (ipse)en la antigua versión latina.
Dado que es comúnmente admitido que el juicio divino se dirige no tanto contra la serpiente como contra el causante del pecado, la descendencia de la serpiente hace referencia a los seguidores de la serpiente, la “progenie de víboras”, la “generación de víboras”, aquellos cuyo padre es el Diablo, los hijos del mal, imitando, non nascendo (Agustín) (2). Puede darse la tentación de comprender la descendencia de la mujer en un sentido colectivo análogo, abarcando a todos los nacidos de Dios. Pero descendencia puede no sólo referirse a una persona en particular, sino que generalmente tiene dicho significado, si el contexto lo permite. S. Pablo (Gálatas 3:16) da esta explicación de la palabra “descendencia” tal como aparece en las promesas de los patriarcas: “A Abraham y a su descendencia fueron hechas las promesas. No dice a sus descendencias, como de muchas, sino de una sola: “Y a tu descendencia”, que es Cristo”. Finalmente la expresión “la mujer” en la frase “Pondré enemistad entre ti y la mujer” es una traducción literal del texto hebreo. La Gramática Hebrea de Gesenius-Kautzsch (3) establece la norma: es un rasgo peculiar del hebreo el uso del artículo para indicar una persona o cosa todavía desconocida o que todavía está por describir con claridad, ya se encuentre presente o tenga que considerarse bajo las condiciones del contexto. Dado que nuestro artículo indefinido cumple este propósito, se podría traducir: “Pondré enemistad entre ti y una mujer”. Por tanto la profecía promete una mujer, Nuestra Señora, que será la enemiga de la serpiente en un grado sobresaliente; además, la misma mujer saldrá vencedora sobre el Demonio, al menos a través de su hijo. La rotundidad de la victoria es subrayada por la frase contextual “comerás tierra”, que es según Winckler (4) una antigua y común expresión oriental que denota la máxima humillación (5).

Isaías 7:1-17

La segunda profecía referente a María se encuentra en Isaías 7:1-17. Los críticos se han empeñado en representar este pasaje como una combinación de sucesos y palabras del profeta escritos por un autor desconocido (6). La credibilidad del contenido no resulta necesariamente afectada por esta teoría, ya que las tradiciones proféticas pueden quedar registradas por cualquier escritor sin perder por ello su credibilidad. Pero incluso Duhm considera la teoría como un intento aparente por parte de los críticos de averiguar hasta dónde están dispuestos a aguantar pacientemente los lectores; opina que es una verdadera desgracia para la crítica en cuanto tal el que haya encontrado un mero compendio en un pasaje que describe tan gráficamente la hora del nacimiento de la fe.
Según II Reyes 16:1-4, y II Paralipómenos 27:1-8, Ajaz, que comenzó su reinado en el 736 a. de J.C., profesaba abiertamente la idolatría, de forma que Dios lo dejó a merced de los reyes de Siria e Israel. Al parecer se había establecido una alianza entre Pecaj, rey de Israel, y Rasín, rey de Damasco, con el propósito de ofrecer resistencia a las agresiones asirias. Ajaz, partidario de los asirios, no se unió a la coalición; los aliados invadieron su territorio, con la intención de sustituir a Ajaz por un gobernante más complaciente, un cierto hijo de Tabeel. Mientras Rasín estaba ocupado en reconquistar la ciudad costera de Elat, Pecaj procedió en solitario contra Judá, “pero no pudieron prevalecer”. Una vez Elat hubo caído, Rasín unió sus fuerzas a las de Pecaj; “Siria y Efraím se habían confederado” y “tembló su corazón (de Ajaz) y el corazón del pueblo, como tiemblan los árboles del monte a impulsos del viento”. Había que hacer preparativos inmediatos para un asedio prolongado, y Ajaz se encontraba intensamente ocupado en las proximidades de la piscina superior, de la cual recibía la ciudad la mayor parte de su suministro de agua. De ahí que Dios le diga a Isaías: “Sal luego al encuentro de Ajaz … al cabo del acueducto de la piscina superior”. El encargo del profeta es de naturaleza extremadamente consoladora: “Mira bien no te inquietes, no temas nada y ten firme corazón ante esos dos cabos de tizones humeantes”. El plan de los enemigos no tendrá éxito: “no aguantará y esto no sucederá”. ¿Cuál será el destino concreto de los enemigos?

· Siria no ganará nada, permanecerá como había estado en el pasado: ” la cabeza de Siria es Damasco, y la cabeza de Damasco es Rasín.”

· Efraím también permanecerá en el futuro inmediato como había estado hasta ese momento: “la cabeza de Efraím es Samaria, y la cabeza de Samaria el hijo de Romelia”; pero al cabo de sesenta y cinco años será destruida, ” dentro de sesenta y cinco años Efraím habrá dejado de ser pueblo”.

Ajaz había abandonado al Señor por Moloc, y había depositado su confianza en una alianza con Asiria; de ahí la profecía condicional referente a Judá “si no crees, no continuarás”. La prueba de fe sigue inmediatamente a continuación: ” Pide al Señor, tu Dios, una señal, o de abajo en lo profundo o de arriba en lo alto”. Ajaz responde con hipocresía: ” no la pediré, no tentaré al Señor”, rechazando así declarar su fe en Dios y prefiriendo la política asiria. El rey prefiere Asiria a Dios, y Asiria vendrá sobre él: “Hará venir el Señor sobre ti y sobre tu pueblo, y sobre la casa de tu padre, días cuales nunca vinieron desde que Efraím se separó de Judá con el rey de los asirios”. La casa de David había ofendido no sólo a los hombres, sino también a Dios con su incredulidad; por ello, “no continuará”, y, por una ironía del castigo divino, será destruida por aquellas mismas gentes a las que prefirió antes que a Dios.

Sin embargo, las promesas mesiánicas hechas a la casa de David no pueden frustrarse: “El Señor mismo os dará una señal. He aquí que una virgen concebirá, y dará a luz un hijo, y será llamado Emmanuel. Y se alimentará de mantequilla y miel, hasta que sepa desechar lo malo y elegir lo bueno. Pues antes que el niño sepa desechar lo malo y elegir lo bueno, la tierra por la cual temes de esos dos reyes será devastada”. Dejando de lado una serie de preguntas relacionadas con la explicación de la profecía, debemos limitarnos aquí a la prueba evidente de que la virgen mencionada por el profeta es María, la Madre de Cristo. La argumentación se basa en las premisas de que la virgen mencionada por el profeta es la madre de Emmanuel, y que Emmanuel es Cristo. La relación de la virgen con Emmanuel está claramente expresada en las palabras inspiradas; las mismas indican, asimismo, la identidad de Emmanuel con Cristo.

La relación de Emmanuel con la señal divina extraordinaria que iba a ser concedida a Ajaz nos predispone a ver en la criatura alguien más que un niño corriente. En 8:8, el profeta le atribuye la propiedad de la tierra de Judá: “Y tendiendo sus brazos cubrirán toda tu tierra, ¡oh Emmanuel!”. En 9:6, se dice que el gobierno de la casa de David descansa sobre sus hombros, y se le describe como poseedor de cualidades superiores a las humanas: “nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo, que tiene sobre su hombro la soberanía, y que se llamará maravilloso consejero, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz”. Finalmente, el profeta llama a Emmanuel “vara del tronco de Jesé”, agraciado con “el espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Dios”; su venida irá seguida de los signos generales de la era mesiánica, y los que queden del pueblo escogido serán de nuevo el pueblo de Dios (11:1-16).

Cualquier oscuridad o ambigüedad que pudiera haber en el texto profético es eliminada por S. Mateo (1:18-25). Después de narrar las dudas de San José y la reafirmación del angel “lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo”, el evangelista continúa: “Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que el Señor había anunciado por el profeta, que dice: He aquí que una virgen concebirá y parirá un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel”. No es necesario que repitamos la explicación del pasaje dada por comentaristas católicos que responden a las objeciones que se han hecho contra el significado obvio del evangelista. De todo lo anterior se puede deducir que María es mencionada en la profecía de Isaías como madre de Jesucristo; a la luz de la referencia a la profecía hecha por S. Mateo, se puede añadir que ésta predijo también la virginidad de María, intacta en la concepción de Emmanuel (7).

Miqueas 5:2-3

Una tercera profecía referente a Nuestra Señora se encuentra en Miqueas 5:2-3: “Y tú, Belén de Efrata, pequeño para ser contado entre las familias de Judá, de ti me saldrá quien señoreará en Israel, cuyos orígenes vienen del comienzo, de los días de la eternidad. Los entregará hasta el tiempo en que la que ha de parir parirá, y el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel”. Aunque el profeta (750-660 a. de C., aproximadamente) fue contemporáneo de Isaías, su actividad profética comenzó un poco más tarde y finalizó un poco antes que la de Isaías. No cabe ninguna duda de que los judíos consideraban que las predicciones anteriores se referían al Mesías. Según S. Mateo (2:6), cuando Herodes preguntó a los sumos sacerdotes y escribas dónde iba a nacer el Mesías, le respondieron con las palabras de la profecía, “Y tú Belén, tierra de Judá, …”. Según S. Juan (7:42), el populacho judío reunido en Jerusalén para la celebración de la fiesta formuló la pregunta retórica: “¿No dice la Escritura que del linaje de David y de la aldea de Belén, de donde era David, ha de venir el Mesías?”. La paráfrasis caldea de Miqueas 5:2 confirma la misma opinión: “De ti me saldrá el Mesías, que señoreará en Israel”. Las mismas palabras de la profecía no admiten prácticamente otra explicación; pues “sus orígenes son del comienzo, desde los días de la eternidad”.

Mas, ¿cómo se refiere la profecía a la Virgen María? Nuestra Señora es mencionada con la frase “hasta el tiempo en que la que ha de parir parirá”. Es cierto que “la que ha de parir” se ha referido también a la Iglesia (S. Jerónimo, Teodoreto), o al grupo de gentiles que se unieron a Cristo (Ribera, Mariana), o también a Babilonia (Calmet); pero, por una parte, no hay apenas relación suficiente entre ninguno de estos sucesos y el redentor prometido; por otra parte, el pasaje debería decir ” hasta el tiempo en que la que es estéril parirá” si el profeta se hubiera referido a cualquiera de dichos sucesos. Tampoco puede “la que ha de parir” referirse a Sión: Sión es mencionada sin sentido metafórico antes y después de este pasaje, de modo que no se puede esperar que el profeta recurra de repente a un lenguaje figurado. Mas aún, si se explica así la profecía, no tendría un sentido cabal. Las frases contextuales “el señor de Israel”, “sus orígenes”, que en hebreo implica nacimiento, y “sus hermanos” hacen referencia a un individuo, no a una nación; de ello se deduce que el parto debe referirse a esa misma persona. Se ha mostrado que la persona que gobernará es el Mesías; por ello, “la que ha de parir” debe referirse a la madre de Cristo, Nuestra Señora. Así explicado, todo el pasaje aparece claro: el Mesías ha de nacer en Belén, un pueblo insignificante de Judá; su familia debe estar reducida a la pobreza y la oscuridad antes del momento de su nacimiento; como esto no puede suceder si la teocracia permanece intacta, si la casa de David continúa floreciendo, “por ello los entregará hasta el tiempo en que la que ha de parir parirá” al Mesías. (8)

Jeremías 31:22

Una cuarta profecía referente a María se encuentra en Jeremías 21:22: ” El Señor ha creado algo nuevo sobre la tierra: una mujer ronda al varón”. El texto del profeta Jeremías ofrece no pocas dificultades para el intérprete científico; nosotros seguiremos la versión de la Vulgata latina del original hebreo. Pero incluso esta traducción ha sido explicada de muchas formas diferentes: Rosenmuller y muchos intérpretes protestantes conservadores defienden la versión “una mujer protegerá a un hombre”, mas tal argumento difícilmente podría inducir a los hombres de Israel a retornar a Dios. La explicación “una mujer buscará a un hombre” apenas está de acuerdo con el texto; además, tal inversión del orden natural es presentada en Isaías 4:1 como una señal de la más absoluta catástrofe. La versión de Ewald “una mujer se convertirá en un hombre” es muy poco fiel al texto original. Otros comentaristas ven en la mujer un símil de la Sinagoga o de la Iglesia, en el hombre un símil de Dios, de modo que pueden explicar la profecía “Dios morará de nuevo en medio de la Sinagoga (o del pueblo de Israel)” o “la Iglesia protegerá la tierra con sus valientes hombres”. Pero el texto hebreo difícilmente evoca ese significado; además, esa explicación convertiría ese pasaje en una tautología: “Israel retornará a su Dios, ya que Israel amará a su Dios”. Algunos autores recientes traducen el original hebreo por: “Dios crea algo nuevo sobre la tierra: la mujer (esposa) retorna al hombre (su marido)”. Según la ley antigua (Deuteronomio 24:1-4; Jeremías 3:1), el marido no podía volver a aceptar a su mujer una vez que la había repudiado; pero el Señor introducirá una novedad al permitir a la mujer infiel, o lo que es lo mismo, la nación culpable, volver a la amistad con Dios. Esta explicación se basa en una corrección aventurada del texto; además, no implica necesariamente el significado mesiánico que se espera del pasaje.

Los Padres griegos siguen generalmente la versión de la Septuaginta, “El Señor ha creado salvación en una nueva plantación, los hombres caminarán seguros”; mas S. Atanasio (9) combina la versión de Aquila dos veces “Dios ha creado algo nuevo en la mujer” con la de la Septuaginta, diciendo que la nueva plantación es Jesucristo, y que lo nuevo creado en la mujer es el cuerpo del Señor, concebido en la mujer virgen sin la participación del hombre. También S. Jerónimo (10) entiende el texto profético de la virgen que concibe al Mesías. Esta explicación del pasaje concuerda con el texto y con el contexto. Como la Palabra Encarnada poseyó desde el primer instante de su concepción todas sus perfecciones, exceptuando aquellas relacionadas con su desarrollo corporal, es correcto afirmar que su madre “conseguirá un hombre”. No es necesario señalar que tal condición en una criatura recién concebida es denominada, con razón, “algo nuevo sobre la tierra”. El contexto de la profecía describe, después de una breve introducción general (30:1-3), la futura libertad de Israel y la restauración en cuatro estancias: 30:4-11, 12-22; 30:23; 31:14, 15-26; las tres primeras estancias terminan con la esperanza del tiempo mesiánico. La cuarta debería esperarse también que tuviera un final similar. Además, la profecía de Jeremías, pronunciada alrededor del 589 a. de C. y entendida en el sentido que se acaba de referir, concuerda con las expectativas mesiánicas contemporáneas basadas en Isaías 7:14; 9:6; Miqueas 5:3. Según Jeremías, la madre de Cristo se diferencia de las otras madres en que su Hijo, incluso cuando aún está en su vientre, tiene todas las propiedades que constituyen la verdadera naturaleza humana (11). El Antiguo Tetamento se refiere indirectamente a María en aquellas profecías que predicen la encarnación del Verbo de Dios.

TIPOS Y FIGURAS DE MARIA EN EL ANTIGUO TESTAMENTO

Para estar seguros del significado de un tipo, este significado debe ser revelado, es decir, debe habernos sido transmitido a través de la Sagrada Escritura o de la tradición. Algunos escritores piadosos han desarrollado por su cuenta numerosas analogías entre ciertos datos del Antiguo Testamento y los datos correspondientes del Nuevo Testamento; sin embargo, por muy ingeniosas que estas correlaciones puedan ser, no demuestran que Dios tuviera de hecho la intención de transmitir en los textos inspirados del Antiguo Testamento las verdades de la correspondencia establecida. Por otra parte, debe tenerse presente que no todas las verdades contenidas ya sea en las Escrituras o en la tradición han sido explícitamente propuestas a los creyentes como verdades de fe por definición expresa de la Iglesia. De acuerdo con el principio “Lex orandi est lex credenti” debemos tratar al menos con reverencia las innumerables sugerencias contenidas en la liturgia y oraciones oficiales de la Iglesia. De esta forma es como debemos considerar muchos de los tratamientos otorgados a Nuestra Señora en la letanía y en el “Ave maris stella”. Las Antífonas y Responsos que se encuentran en los Oficios recitados en las varias festividades de Nuestra Señora sugieren un número de tipos referentes a Nuestra Señora que difícilmente hubieran sido mostrados con tanta viveza de otra manera a los ministros de la Iglesia. La tercera antífona de Laudes de la Festividad de la Circuncisión contempla en “el arbusto que arde sin consumirse” (Exodo 3:2) la figura de María en la concepción de su Hijo sin perder su virginidad. La segunda antífona de Laudes del mismo Oficio contempla en el vellón de lana de Gedeón, húmedo por el rocío mientras que la tierra a su alrededor había permanecido seca (Jueces 6:37-38), un tipo de María recibiendo en su vientre al Verbo Encarnado (12). El Oficio de la Bienaventurada Virgen aplica a María muchos de los pasajes referentes a la esposa del Cantar de los Cantares (13) y también los referentes a la sabiduría del Libro de los Proverbios 8:22-31 (14). Un “jardín cerrado, una fuente sellada” mencionado en Cantares 4:12 aplicado a María es sólo un ejemplo concreto de todo lo referido anteriormente (15). Además, Sara, Débora, Judit y Ester son utilizadas como tipos de María; el arca de la Alianza, sobre la que se manifiesta la misma presencia de Dios, es utilizada como la figura de María llevando al Verbo Encarnado en su vientre. Pero es especialmente Eva, la madre de todos los vivientes (Génesis 3:20), la que es considerada como un tipo de María, que es la madre de todos los vivientes en el orden de la gracia (16).

MARIA EN LOS EVANGELIOS

El lector de los Evangelios se queda al principio sorprendido al encontrar tan poco sobre María; pero esta oscuridad de María en los Evangelios ha sido estudiada exhaustivamente por el Beato Pedro Canisius (17), Augusto Nicolás (18), el Cardenal Newman (19) y el muy reverendo J. Spencer Northcote (20). En el comentario del “Magnificat” publicado en 1518, incluso Lutero expresa su convencimiento de que los Evangelios alaban suficientemente a María al llamarla (ocho veces) la Madre de Jesús. En los siguientes párrafos agruparemos brevemente lo que se conoce de la vida de Nuestra Señora antes del nacimiento de su divino Hijo, durante la vida oculta de Nuestro Señor, durante su vida pública y después de su resurrección.

Ascendencia Davídica de María

S. Lucas (2:4) narra que San José se desplazó desde Nazaret a Belén para empadronarse, “por ser él de la casa y de la familia de David”. Como si quisiera eliminar cualquier duda referente a la ascendencia davídica de María, el evangelista (1:32,69) afirma que al niño nacido de María sin intervención de varón le será otorgado “el trono de David, su padre”, y que el Señor Dios ha “levantado en favor nuestro un cuerno de salvación en la casa de David, su siervo”. (21) S. Pablo también da fe de que Jesucristo “nacido de la descendencia de David según la carne ” (Romanos 1:3). Si María no hubiera sido descendiente de David, su Hijo concebido por el Espíritu Santo no hubiera podido considerarse “de la descendencia de David”. Por ello los comentaristas nos dicen que en el texto “En el mes sexto fue enviado el ángel Gabriel … a una virgen desposada con un varón de nombre José, de la casa de David” (Lucas 1:26-27); la última frase “de la casa de David” no se refiere a José, sino a la doncella virgen que es el personaje principal de la narración; así tenemos un testimonio inspirado directo de la ascendencia davídica de María. (22)

Mientras que los comentaristas generalmente están de acuerdo en que la genealogía que se encuentra al comienzo del primer Evangelio es la de S. José, Annius de Viterbo propone su opinión, a la que ya se refirió S. Agustín, de que la genealogía de S. Lucas describe la ascendencia de María. El texto del tercer Evangelio (3:23) puede explicarse de forma que Heli sea el padre de María: “Jesús … era, según se creía, hijo de José, hijo de Heli” (23). En estas explicaciones el nombre de María no se menciona explícitamente, pero va implícito; ya que Jesús es el hijo de Heli a través de María.

Sus padres

Aunque pocos comentaristas están de acuerdo con esta opinión acerca de la genealogía de S. Lucas, el nombre del padre de María, Heli, coincide con el nombre del padre de Nuestra Señora según una tradición basada en la narración del Protoevangelio de Santiago, un Evangelio apócrifo que data de finales del siglo II. Según este documento, los padres de María eran Joaquín y Ana. Ahora bien, el nombre de Joaquín es sólo una variante de Heli o Eliachim, sustituyendo un nombre divino (Yavé) por otro (Eli, Elohim). La tradición en lo que respecta a los padres de María, según el Evangelio de Santiago, es reproducida por S. Juan Damasceno (24), S. Gregorio de Nyssa (25), S. Germán de Constantinopla (26), Pseudo-Epifanio (27), pseudo-Hilario (28) y S. Fulberto de Chartres (29). Algunos de estos escritores añaden que el nacimiento de María se consiguió gracias a las fervientes oraciones de Joaquín y Ana cuando ya tenían una edad avanzada. Así como Joaquín pertenecía a la familia real de David, también se supone que Ana era descendiente de la familia sacerdotal de Aaron; por ello, Cristo, el Eterno Rey y Sacerdote, descendía de una familia real y sacerdotal (30).

La ciudad de los padres de María

Según S. Lucas 1:26, María vivía en Nazaret, una ciudad de Galilea, en el momento de la Anunciación. Una determinada tradición sostiene que fue concebida y nació en la misma casa en la que el Verbo se hizo carne (31). Otra tradición, basada en el Evangelio de Santiago, considera Seforis como la primera casa de Joaquín y Ana, aunque se dice que después vivieron en Jerusalén, en una casa llamada Probatica por S. Sofronio de Jerusalén (32). Probatica, un nombre que probablemente procedía de un estanque llamado Probatica o Betzata en S. Juan 5:2, cercano al santuario. Aquí fue donde nació María. Alrededor de un siglo después, sobre el 750 d. de J.C., S. Juan Damasceno (33) afirma de nuevo que María nació en Probatica.

Se dice que, ya en el siglo V, la emperatriz Eudoxia construyó una iglesia en el lugar en que nació María, y donde sus padres vivieron en su ancianidad. La actual iglesia de Sta. Ana se encuentra a una distancia de menos de 100 pies de la piscina Probática. El 18 de marzo de 1889 se descubrió una cripta que encierra el sitio en que se supone que Sta. Ana fue enterrada. Probablemente ese lugar fue en su origen un jardín en el que Joaquín y Ana recibieron sepultura. En su época todavía estaba situado fuera de los muros de la ciudad, unos 400 pies al norte del Templo. Otra cripta cercana a la tumba de Sta. Ana se cree que es el lugar donde nació la Bienaventurada Virgen; por ello, en los primeros tiempos se le llamó a esa iglesia Sta. María de la Natividad (34). En el valle Cedron, cerca de la carretera que lleva a la iglesia de la Asunción, hay un pequeño santuario que contiene dos altares, que se cree que están edificados sobre las tumbas de S. Joaquín y Sta. Ana; sin embargo, estos sepulcros pertenecen a la época de las Cruzadas (35). También en Seforis los cruzados reemplazaron un antiguo santuario situado sobre la legendaria casa de S. Joaquín y Sta. Ana por una gran iglesia. Después de 1788 parte de esta iglesia fue restaurada por los Padres Franciscanos.

Su Inmaculada Concepción

La Inmaculada Concepción de Nuestra Señora ha sido tratada en un artículo especial.

El nacimiento de María

En lo referente al lugar de nacimiento de Nuestra Señora, existen tres tradiciones diferentes que hay que considerar.

Primero, se ha situado el acontecimiento en Belén. Esta opinión se basa en la autoridad de los siguientes testigos: ha sido expresada en un documento titulado “De nativ. S. Mariae” (36) incluido a continuación de las obras de S. Jerónimo; es una suposición más o menos vaga del Peregrino de Piacenza, llamado erróneamente Antonino Mártir, que escribió alrededor del 580 d. de J.C. (37); finalmente, los Papas Pablo II (1471), Julio II (1507), León X (1519), Pablo III (1535), Pío IV (1565), Sixto V (1586) e Inocencio XII (1698) en sus Bulas referentes a la Santa Casa del Loreto afirman que la Bienaventurada Virgen nació, fue educada y recibió la visita del ángel en la Santa Casa. Sin embargo, estos pontífices no deseaban en realidad decidir sobre una cuestión histórica; ellos simplemente expresan la opinión de sus épocas respectivas.

Una segunda tradición situaba el nacimiento de Nuestra Señora en Seforis, unas tres millas al norte de Belén, la Diocaesarea romana, y la residencia de Herodes Antipas hasta bien entrada la vida de Nuestro Señor. La antigüedad de esta opinión puede deducirse por el hecho de que bajo el reinado de Constantino se erigió en Seforis una iglesia para conmemorar la residencia de Joaquín y Ana en dicho lugar (38). S. Epifanio habla de este santuario (39). Pero esto sólo demuestra que Nuestra Señora debió vivir durante algún tiempo en Seforis con sus padres, sin que por ello tengamos que creer que nació allí.

La tercera tradición, la de que María nació en Jerusalén, es la más probable de las tres. Hemos visto que se basa en el testimonio de S. Sofronio, de S. Juan Damasceno y sobre la evidencia de hallazgos recientes en la Probatica. La Festividad de la Natividad de Nuestra Señora no se celebró en Roma hasta finales del siglo VII; sin embargo, dos sermones encontrados entre los escritos de S. Andrés de Creta (m. 680) implican la existencia de esta fiesta y nos hacen suponer que fue introducida en una fecha más temprana en otras iglesias (40). En 1799, el décimo canon del Sínodo de Salzburgo señala cuatro fiestas en honor de la Madre de Dios: la Purificación, el 2 de febrero; la Anunciación, el 25 de marzo; la Asunción, el 15 de agosto y la Natividad, el 8 de septiembre.

La Presentación de María

Según Exodo 13:2 y 13:12, todo primogénito hebreo debía ser presentado en el Templo. Dicha ley llevaría a los padres judíos piadosos a observar el mismo rito religioso con otros hijos favoritos. Ello hace suponer que Joaquín y Ana presentaron a su hija, obtenida tras largas y fervientes oraciones, en el Templo.

En cuanto a María, S. Lucas (1:34) nos dice que respondió al ángel que le anunciaba el nacimiento de Jesucristo: “cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón”. Estas palabras difícilmente pueden ser entendidas, a menos que supongamos que María había hecho voto de virginidad, ya que cuando las pronunció estaba desposada con S. José (41). La ocasión más adecuada para tal voto fue su presentación en el Templo. Del mismo modo que algunos Padres admiten que las facultades de S. Juan Bautista fueron desarrolladas prematuramente por una intervención especial del poder divino, se puede admitir la existencia de una gracia similar para con la hija de Joaquín y Ana (42).
Sin embargo, todo lo referido anteriormente no supera la certeza de la probabilidad de unas conjeturas piadosas. La consideración de que Nuestro Señor no podía rehusarle a su bendita Madre cualquier favor que dependiera exclusivamente de su magnificencia, no tiene un valor mayor que el de un argumento a priori. La certeza sobre esta cuestión debe depender de testimonios externos y de las enseñanzas de la Iglesia.

Ahora bien, el Protoevangelio de Santiago (7-8) y el documento titulado “De nativit. Mariae” (7-8), (43) afirman que Joaquín y Ana, cumpliendo un voto que habían hecho, presentaron a la pequeña María en el Templo cuando tenía tres años de edad; que la criatura subió sola los escalones del Templo, y que hizo su voto de virginidad en dicha ocasión. S. Gregorio de Nyssa (44) y S. Germán de Constantinopla (45) aceptaron este testimonio, que también fue seguido por pseudo-Gregorio de Naz. en su “Christus patiens” (46). Además, la Iglesia celebra la Festividad de la Presentación, aunque no especifica a qué edad fue presentada la pequeña María en el Templo, cuándo hizo su voto de virginidad y cuáles fueron los dones especiales naturales y sobrenaturales que Dios le concedió. La festividad es mencionada por primera vez en un documento de Manuel Commenus, en 1166; desde Constantinopla, la festividad debió ser introducida en la Iglesia occidental, donde la podemos hallar en la corte papal de Aviñón en 1371; alrededor de un siglo más tarde, el Papa Sixto IV introdujo el Oficio de la Presentación, y en 1585 el Papa Sixto V extendió la Festividad de la Presentación a toda la Iglesia.

Sus esponsales con José

Las escrituras apócrifas a las que nos hemos referido en el párrafo anterior afirman que María permaneció en el Templo después de su presentación para ser educada con otros niños judíos. Allí ella disfrutó de visiones extáticas y visitas diarias de los santos ángeles.
Cuando ella contaba catorce años, el sumo sacerdote quiso enviarla a casa para que contrajera matrimonio. María le recordó su voto de virginidad, y confundido, el sumo sacerdote consultó al Señor. Entonces llamó a todos los hombres jóvenes de la estirpe de David y prometió a María en matrimonio a aquel cuya vara retoñara y se convirtiera en el lugar de descanso del Espíritu Santo en forma de paloma. José fue el agraciado en este proceso extraordinario.

Hemos visto ya que S. Gregorio de Nyssa, S. Germán de Constantinopla y pseudo-Gregorio Nacianceno parecen admitir estas leyendas. Además, el emperador Justiniano permitió que se construyera una basílica en la plataforma del antiguo Templo, en memoria de la estancia de Nuestra Señora en el santuario; la iglesia fue llamada la Nueva Santa María, para distingirla de la iglesia de la Natividad. Se cree que es la moderna mezquita de Al-Aqsa (47).

Por otra parte, la Iglesia no se pronuncia en lo que respecta a la estancia de María en el Templo. S. Ambrosio (48), cuando describe la vida de María antes de la Anunciación, supone expresamente que vivía en la casa de sus padres. Todas las descripciones del Templo judío que pueden poseer algún valor científico nos dejan a oscuras en cuanto a la existencia de lugares en los que pudieran haber recibido su educación las muchachas jóvenes. La estancia de Joas en el Templo hasta la edad de siete años no apoya el supuesto de que las chicas jóvenes fueran educadas dentro del recinto sagrado, ya que Joas era el rey, y fue obligado por las circunstancias a permanecer en el Templo (cf. IV Reyes 11:3). La alusión de II Macabeos 3:19, cuando dice “las doncellas, recogidas” no demuestra que ninguna de ellas fuera retenida en los edificios del Templo. Si se dice de la profetisa Ana (Lucas 2:37) que “no se apartaba del templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día”, nosotros no suponemos que ella viviera de hecho en una de las habitaciones del templo. (49) Como la casa de Joaquín y Ana no se encontraba muy alejada del Templo, podemos suponer que a la santa niña María se le permitía a menudo visitar los sagrados edificios para que pudiera satisfacer su devoción.

Se consideraba que las doncellas judías habían alcanzado la edad del matrimonio cuando cumplían doce años y seis meses, aunque la edad de la novia variaba según las circunstancias. El matrimonio era precedido por los esponsales, después de los cuales la novia pertenecía legalmente al novio, aunque no vivía con él hasta un año después, que era cuando el matrimonio solía celebrarse. Todo esto coincide con el lenguaje de los evangelistas. S. Lucas (1:27) llama a María ” una virgen desposada con un varón de nombre José”; S. Mateo (1:18) dice “Estando desposada María, su madre, con José, antes de que conviviesen, se halló haber concebido María del Espíritu Santo”. Como no tenemos noticia de ningún hermano de María, debemos suponer que era una heredera, y estaba obligada por la ley de Números 36:3 a casarse con un miembro de su tribu. La ley misma prohibía el matrimonio entre determinados grados de parentesco, de modo que incluso el matrimonio de una heredera se dejaba más o menos a su elección.

Según la costumbre judía, la unión de José y María tenía que ser concertada por los padres de José. Uno se puede preguntar por qué María accedió a sus esponsales, cuando estaba ligada por su voto de virginidad. De la misma manera que ella había obedecido la inspiración divina al hacer su voto, también la obedeció al convertirse en la novia prometida de José. Además, hubiera sido un caso singular entre los judíos el rehusar los esponsales o el matrimonio, ya que todas las doncellas judías aspiraban al matrimonio como la realización de un deber natural. María confió implícitamente en la guía de Dios, y por ello estaba segura de que su voto sería respetado incluso en su estado de casada.

La Anunciación

La Anunciación ha sido tratada en un artículo especial.

La Visitación

Según Lucas 1:36, el ángel Gabriel le dijo a María en el momento de la Anunciación, “Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril”. Sin poner en duda la verdad de las palabras del ángel, María decidió enseguida contribuir a la alegría de su piadosa pariente. (50) Por ello, continúa el evangelista (1:39):” En aquellos días se puso María en camino y con presteza fue a la montaña, a una ciudad de Judá, y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel”. Aunque María debe haberle comunicado a José su propósito de realizar esa visita, es difícil determinar si él la acompañó; si dio la casualidad de que el momento de la visita coincidía con alguna de las temporadas de fiestas en que los israelitas tenían que acudir al Templo, habría pocas dificultades acerca de la compañía.

La casa de Isabel ha sido localizada en varios emplazamientos según los diferentes escritores: ha sido situada en Machaerus, unas diez millas al este del Mar Muerto, o en Hebrón, o de nuevo en la antigua ciudad sacerdotal de Jutta, unas siete millas al sur de Hebrón, o finalmente en Ain-Karim, la tradicional S. Juan-en-la-Montaña, unas cuatro millas al oeste de Jerusalén. (51) Sin embargo, los tres primeros sitios no poseen ningún monumento conmemorativo del nacimiento o de la vida de S. Juan; además, Machaerus no estaba situada en las montañas de Judá; Hebrón y Jutta pertenecían a Idumea, después de la cautividad babilónica, en tanto que Ain-Karim está situada en las “montañas” mencionadas en el texto inspirado de S. Lucas.

Después de un viaje de unas treinta horas, María “entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel” (Lucas 1:40). Según la tradición, en la época de la visitación Isabel no vivía en su casa de la ciudad sino en su villa, a unos diez minutos de la ciudad; antiguamente este lugar estaba señalado por una iglesia superior y otra inferior. En 1861 se erigió sobre los antiguos cimientos la pequeña iglesia actual de la Visitación.

“Así que oyó Isabel el saludo de María, exultó el niño en su seno”. Fue en este momento cuando Dios cumplió la promesa hecha por el ángel a Zacarías (Lucas 1:15), “desde el seno de su madre será lleno del Espíritu Santo”; en otras palabras, el niño que Isabel llevaba en su seno fue purificado de la mancha del pecado original. Se desbordó la plenitud del Espíritu Santo en el alma de su madre, “e Isabel se llenó del Espíritu Santo” (Lucas 1:41). Así, tanto la madre como el hijo fueron santificados por la presencia de María y del Verbo Encarnado (53); llena como estaba del Espíritu Santo, Isabel “clamó con fuerte voz: ¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque así que sonó la voz de tu salutación en mis oídos, exultó de gozo el niño en mi seno. Dichosa la que ha creído que se cumplirá lo que se le ha dicho de parte del Señor” (Lucas 1:42-45). Dejemos a los comentaristas la explicación completa del pasaje precedente, y centremos nuestra atención sólo en dos puntos:
Isabel comienza su saludo con las mismas palabras con las que el ángel había terminado su salutación, mostrando de esta manera que ambos hablaban por inspiración del Espíritu Santo.
Isabel es la primera en llamar a María por su título más honorable “Madre de Dios”.
La respuesta de María es el cántico de alabanza denominado comunmente Magnificat, por la primera palabra de su texto en latín; el “Magnificat” ha sido tratado en un artículo separado.

El evangelista termina su relato de la Visitación con las palabras: “María permaneció con ella como unos tres meses y se volvió a su casa” (Lucas 1:56). Muchos ven en esta breve frase del tercer evangelio una sugerencia implícita de que María permaneció en casa de Zacarías hasta el nacimiento de Juan el Bautista, mientras que otros niegan tal implicación. Dado que la Festividad de la Visitación fue emplazada el 2 de julio por el cuadragésimo tercer canon del Concilio de Basilea (1441 d. de J.C.), el día siguiente a la octava de la Festividad de S. Juan Bautista, se ha deducido que posiblemente María permaneciera con Isabel hasta después de la circuncisión del niño; pero no hay más pruebas que corroboren esta suposición. Aunque la Visitación es descrita con tanta precisión en el tercer evangelio, su festividad no parece haberse celebrado hasta el siglo XIII, cuando fue introducida a través de la influencia de los franciscanos; fue instituida oficialmente en 1389 por Urbano VI.

El embarazo de María llega a conocimiento de José

Después del regreso de casa de Isabel, “se halló haber concebido María del Espíritu Santo” (Mateo 1:18). Dado que entre los judíos los esponsales constituían un verdadero matrimonio, el uso del matrimonio después del tiempo de los esponsales no era nada extraño entre ellos. Por ello, el embarazo de María no podía sorprender a nadie mas que al mismo S. José. La situación debió haber sido extremadamente dolorosa tanto para él como para María, ya que él no conocía el misterio de la Encarnación. El evangelista dice: “José, su esposo, siendo justo, no quiso denunciarla y resolvió repudiarla en secreto” (S. Mateo 1:19). María dejó la solución a esta dificultad en manos de Dios, y Dios informó en su momento al asombrado esposo de la verdadera condición de María. Mientras José “reflexionaba sobre esto, he aquí que se le apareció en sueños un ángel del Señor y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir en casa a María, tu esposa, pues lo concebido en ella es obra del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados” (Mateo 1:20-21).

No mucho después de esta revelación, José concluyó el ritual del contrato de matrimonio con María. El Evangelio dice sencillamente: “Al despertar José de su sueño hizo como el ángel del Señor le había mandado, recibiendo en casa a su esposa” (Mateo 1:24). Si bien es cierto que deben haber pasado al menos tres meses entre los esponsales y el matrimonio, durante los cuales María permaneció con Isabel, es imposible determinar con exactitud el lapso de tiempo transcurrido entre las dos ceremonias. No sabemos cuánto tiempo después de los esponsales le anunció el ángel a María el misterio de la Encarnación, y tampoco sabemos cuánto duró la duda de S. José antes de que fuera iluminado por la visita del ángel. Teniendo en cuenta la edad a la que las doncellas judías se convertían en casaderas, es posible que María diera a luz a su Hijo cuando contaba alrededor de trece o catorce años de edad. Ningún documento histórico nos dice qué edad tenía en realidad en el momento de la Natividad.

El viaje a Belén
Lucas (2:1-5) explica cómo José y María viajaron desde Nazaret hasta Belén obedeciendo un decreto de César Augusto que ordenaba un empadronamiento general. Las cuestiones relacionadas con este decreto han sido tratadas en el artículo CRONOLOGÍA BÍBLICA. Se dan varias razones por las que María debe haber acompañado a José en este viaje: es posible que ella no deseara perder la protección de José durante este periodo crítico de su embarazo, o puede que haya seguido una inspiración divina especial que la impulsaba a marchar para que se cumplieran las profecías referentes a su divino Hijo, o también puede que fuera obligada a ir debido a la ley civil, ya fuera como heredera o para satisfacer el impuesto personal que había que pagar por las mujeres mayores de doce años. (54)
Dado que el empadronamiento había atraído a multitud de extranjeros a Belén, María y José no encontraron sitio en la posada de la caravana y tuvieron que alojarse en una gruta que servía de refugio para los animales. (55)

María da a luz a Nuestro Señor

“Estando allí, se cumplieron los días de su parto” (Lucas 2:6); este lenguaje no deja claro si el nacimiento de Nuestro Señor ocurrió inmediatamente después de que José y María se hubieran alojado en la gruta, o varios días después. Lo que se narra acerca de los pastores “estaban velando las vigilias de la noche sobre su rebaño” (Lucas 2:8) muestra que Cristo nació durante la noche.

Después de dar a luz a su Hijo, María “le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre” (Lucas 2:7), señal de que no sufrió dolores ni debilidades en el parto. Esta deducción coincide con las enseñanzas de algunos de los principales Padres y teólogos: S. Ambrosio (56), S. Gregorio de Nyssa (57), S. Juan Damasceno (58), el autor de Christus patiens (59), Sto. Tomás (60), etc. No era adecuado que la madre de Dios estuviera sujeta al castigo pronunciado en Génesis 3:16 contra Eva y sus hijas pecadoras.

Poco después del nacimiento del niño los pastores, obedientes a la invitación del ángel, llegaron a la gruta “y encontraron a María, a José y al Niño acostado en un pesebre” (Lucas 2:16). Podemos suponer que los pastores divulgaron las felices nuevas que habían recibido durante la noche entre sus amigos en Belén, y que la Sagrada Familia fue recibida por alguno de sus habitantes piadosos en un alojamiento más adecuado.

La Circuncisión de Nuestro Señor

“Cuando se hubieron cumplido los ocho días para circuncidar al Niño, le dieron el nombre de Jesús” (Lucas 2:21). El rito de la circuncisión se llevaba a cabo bien en la sinagoga bien en el hogar del niño; es imposible determinar dónde tuvo lugar la circuncisión de Nuestro Señor. De todos modos, su Bienaventurada Madre debe haber estado presente durante la ceremonia.

La Presentación

Según la ley del Levítico 12:-8, toda madre judía de un varón hebreo tenía que presentarse cuarenta días después de su nacimiento para su purificación legal; según Exodo 13:2 y Números 18:15, el primogénito tenía que ser presentado en esa misma ocasión. Cualesquiera que fueran las razones que María y el Niño hubieran podido tener para reclamar una excepción, el hecho es que acataron la ley. Sin embargo, en vez de ofrecer un cordero, presentaron el sacrificio de los pobres, que consistía en un par de tórtolas o de pichones. En II Corintios 8:9, S. Pablo dice a los corintios que Jesucristo “siendo rico, se hizo pobre por amor nuestro, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza”. Aún más agradable a Dios que la pobreza de María fue la prontitud con que ofreció a su divino Hijo para la complacencia de su Padre Celestial.

Después de que se hubieron llevado a cabo los ritos ceremoniales, el santo Simeón tomó al Niño en sus brazos y dio gracias a Dios por el cumplimiento de sus promesas; hizo una llamada de atención sobre la universalidad de la salvación que iba a venir a través de la redención mesiánica “la que has preparado ante la faz de todos los pueblos; luz para iluminación de las gentes y gloria de tu pueblo, Israel” (Lucas 2:31 sq.). María y José comenzaron ahora a conocer más plenamente a su divino Hijo; ellos “estaban maravillados de las cosas que se decían de El” (Lucas 2:33). Como si quisiera preparar a su Bienaventurada Madre para el misterio de la cruz, el santo Simeón le dijo: “Puesto está para caída y levantamiento de muchos en Israel y para blanco de contradicción; y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones” (Lucas 2:34-35). María había padecido su primer gran dolor cuando José había dudado al tomarla por esposa; su segundo gran dolor lo experimentó cuando oyó las palabras del santo Simeón.

Aunque el incidente de la profetisa Ana había tenido una relación más general, ya que ella “hablaba de El a cuantos esperaban la redención de Jerusalén” (Lucas 2:38), debe haber aumentado en gran medida el asombro de José y María. El comentario final del evangelista “Cumplidas todas las cosas según la Ley del Señor, se volvieron a Galilea, a la ciudad de Nazaret” (Lucas 2:39), ha sido interpretado de varias maneras por los comentaristas; en lo referente al orden de los sucesos, consulte el artículo CRONOLOGÍA DE LA VIDA DE JESUCRISTO.

La visita de los Magos

Tras la Presentación, la Sagrada Familia bien volvió directamente a Belén, o bien fue primero a Nazaret y de allí a la ciudad de David. De todos modos, después de que “los magos de Oriente” hubieron sido guiados hasta Belén por Dios, “entrados en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y de hinojos le adoraron, y abriendo sus alforjas, le ofrecieron dones, oro, incienso y mirra” (Mateo 2:11). El evangelista no menciona a José; no porque no estuviera presente, sino porque María ocupa el lugar principal junto al Niño. Los evangelistas no han contado cómo dispusieron María y José de los regalos ofrecidos por sus ricos visitantes.

La huida a Egipto

Poco después de la partida de los magos, José recibió el mensaje del ángel del Señor para que huyera a Egipto con el Niño y su madre, debido a los malvados propósitos de Herodes; la pronta obediencia del santo varón es descrita brevemente por el evangelista con las palabras: “Levantándose de noche, tomó al niño y a la madre y partió para Egipto” (Mateo 2:14). Los judíos perseguidos siempre habían buscado refugio en Egipto (cf. III Reyes 11:40; IV Reyes 25:26); en tiempos de Cristo, los colonos judíos eran especialmente numerosos en la tierra del Nilo (61); según Filón (62) eran al menos un millón. En Leontopolis, en el distrito de Heliópolis, los judíos tenían un templo (160 a. de C.-73 d. de J.C.) que rivalizaba en esplendor con el templo de Jerusalén. (63) Por todo ello, la Sagrada Familia podía esperar hallar en Egipto una cierta ayuda y protección.

Por otra parte, era necesario un viaje de al menos diez días desde Belén para alcanzar los distritos habitados más cercanos de Egipto. No sabemos qué camino tomó la Sagrada Familia en su huida; pudieron haber tomado la carretera ordinaria a través de Hebrón; o pudieron marchar vía Eleutheropolis y Gaza o también pudieron haberse dirigido al oeste de Jerusalén hacia la gran carretera militar de Joppe.
Apenas existe algún documento histórico que nos pueda servir de ayuda para determinar dónde vivió la Sagrada Familia en Egipto, y tampoco sabemos cuánto duró este exilio forzado. (64)

Cuando José recibió por el ángel la noticia de la muerte de Herodes y la orden de volver a la tierra de Israel, él, “levantándose, tomó al niño y a la madre y partió para la tierra de Israel” (Mateo 2:21). La noticia de que Arquelao reinaba en Judea impidió a José establecerse en Belén, como había sido su intención; “advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea, yendo a habitar en una ciudad llamada Nazaret” (Mateo 2:22-23). En todos estos detalles, María sencillamente se dejó guiar por José, que a su vez, recibió las manifestaciones divinas como cabeza de la Sagrada Familia. No es necesario señalar el intenso dolor de María ante la temprana persecución del Niño.

La Sagrada Familia en Nazaret

La vida de la Sagrada Familia en Nazaret fue la propia de un comerciante pobre normal. Según S. Mateo 13:55, la gente del pueblo preguntaba “¿No es éste el hijo del carpintero?”; la pregunta, tal y como viene expresada en el segundo evangelio (Marcos 6:3) muestra una ligera variación, “¿No es acaso el carpintero?”. Mientras José ganaba el sustento para la Sagrada Familia con su trabajo diario, María atendía las labores del hogar. S. Lucas (2:40) dice brevemente de Jesús: “El Niño crecía y se fortalecía lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en El”. El Sabath semanal y las grandes fiestas anuales interrumpían la rutina diaria de la vida en Nazaret.

Nuestro Señor es hallado en el Templo

Según la ley de Exodo 23:17, sólo los hombres estaban obligados a visitar el templo en las tres festividades solemnes del año; pero las mujeres se unían a menudo a los hombres para satisfacer su devoción. S. Lucas (2:41) nos informa de que “Sus padres (del Niño) iban cada año a Jerusalén en la fiesta de la Pascua”. Probablemente dejaban al niño Jesús en casa de amigos o parientes durante los días que duraba la ausencia de María. Según la opinión de algunos escritores, el Niño no dio ninguna señal de su divinidad durante los años de su infancia, con el propósito de aumentar los méritos de la fe de José y María, basada en lo que habían visto y oído en el momento de la Encarnación y el nacimiento de Jesús. Los Doctores judíos de la Ley sostenían que un chico se convertía en hijo de la ley a la edad de doce años y un día; después de ésto, estaba obligado por los preceptos legales.

El evangelista nos proporciona aquí la información de que “cuando era ya de doce años, al subir sus padres, según el rito festivo, y volverse ellos, acabados los días, el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que sus padres lo echasen de ver”. (Lucas 2:42-43). Esto ocurrió probablemente después del segundo día de fiesta, cuando José y María regresaban con otros peregrinos galileos; la ley no exigía una estancia más larga en la Ciudad Sagrada. Durante el primer día, la caravana hacía generalmente un viaje de cuatro horas, y pasaba la noche en Beroth, en la frontera norte del antiguo reino de Judá. Los cruzados construyeron en este lugar una preciosa iglesia gótica para conmemorar el dolor de Nuestra Señora cuando “buscáronle entre parientes y conocidos, y al no hallarle, se volvieron a Jerusalén en busca suya” (Lucas 2:44-45). El Niño no fue encontrado entre los peregrinos que habían venido a Beroth en el primer día de viaje; tampoco le encontraron el segundo día, cuando José y María regresaron a Jerusalén; no fue hasta el tercer día cuando “le hallaron en el templo, sentado en medio de los doctores, oyéndolos y preguntándoles…Cuando sus padres le vieron, se maravillaron, y le dijo su madre: Hijo, ¿por qué nos has hecho así? Mira que tu padre y yo, apenados, andábamos buscándote” (Lucas 2:40-48). La fe de María no le permitía temer que un mínimo accidente le ocurriera a su divino Hijo; pero percibió que su conducta habitual de docilidad y sumisión había cambiado por completo. Este sentimiento era la causa de la pregunta, por qué Jesús había tratado a sus padres de aquella manera. Jesús respondió simplemente: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es preciso que me ocupe en las cosas de mi Padre?” (Lucas 2:49). Ni José ni María tomaron estas palabras como una reprimenda; “Ellos no entendieron lo que les decía” (Lucas 2:50). Un escritor reciente ha sugerido que el significado de la última frase debe ser entendido “ellos (es decir, los que estaban presentes) no entendieron lo que les (es decir, a José y a María) decía”.

El resto de la juventud de Nuestro Señor

Después de esto, Jesús “bajó con ellos, y vino a Nazaret” donde comenzó una vida de trabajo y pobreza, de la cual dieciocho años son resumidos por el evangelista en estas pocas palabras, “y les estaba sujeto,… crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los hombres” (Lucas 2:51-52). La vida interior de María es señalada brevemente por la expresión inspirada del escritor “y su madre conservaba todo esto en su corazón” (Lucas 2:51). Una expresión análoga había sido usada en 2:19, “María guardaba todo esto y lo meditaba en su corazón”. Así, María observaba la vida diaria de su divino Hijo, y crecía en su conocimiento y amor a través de la meditación sobre lo que veía y oía. Ciertos escritores han señalado que el evangelista indica aquí la última fuente de la que obtuvo el material contenido en sus dos primeros capítulos.

La virginidad perpetua de María

Relacionados con el estudio de María durante la vida oculta de Nuestro Señor, nos encontramos los aspectos referentes a su virginidad perpetua, su maternidad divina y su santidad personal. Su virginidad sin mácula ha sido suficientemente considerada en el artículo sobre el Nacimiento de la Virgen. Las autoridades citadas entonces mantienen que María permaneció virgen cuando concibió y dio a luz a su divino Hijo, y también después del nacimiento de Jesús. La pregunta de María (Lucas 1:34), la respuesta del ángel (Lucas 1:35,37), la manera de comportarse de José durante su duda (Mateo 1:19-25), las palabras de Cristo dirigidas a los judíos (Juan 8:19), muestran que María conservó su virginidad durante la concepción de su divino Hijo.

En cuanto a la virginidad de María después del parto, no es negada ni por las expresiones de S. Mateo “antes de que conviviesen” (1:18), “su primogénito” (1:25), ni por el hecho de que los libros del Nuevo Testamento se refieran repetidamente a los hermanos de Jesús. (66) Las palabras “antes de que conviviesen” significan probablemente “antes de que viviesen en la misma casa”, refiriéndose al tiempo en que sólo estaban desposados; mas incluso si estas palabras fueran entendidas como vida marital, sólo afirman que la Encarnación tuvo lugar antes de que tal relación fuera establecida, y sin implicar por ello que ésta tuviera lugar después de la Encarnación del Hijo de Dios.

Lo mismo debe decirse de la expresión “No la conoció hasta que dio a luz a su primogénito” (Mateo 1:25); el evangelista nos dice lo que no ocurrió antes del nacimiento de Jesús, sin sugerir que ello ocurriera después de su nacimiento. (68) El nombre “primogénito” se aplica a Jesús tanto si su madre continuó siendo virgen como si dio a luz a otros hijos después de Jesús; entre los judíos era un nombre legal (69), de modo que su aparición en el Evangelio no puede extrañarnos.

Finalmente, “los hermanos de Jesús” no son ni los hijos de María ni los hermanos de Nuestro Señor, en un sentido estricto del término, sino sus primos o los parientes más o menos cercanos. (70) La Iglesia insiste en que con su nacimiento el Hijo de Dios no disminuyó sino que consagró la integridad virginal de su madre (oración secreta en la Misa de Purificación). Los Padres se expresan también en un lenguaje similar en lo que se refiere a este privilegio de María. (71)

La maternidad divina de María

La maternidad divina de María está basada en las enseñanzas de los Evangelios, en los escritos de los Padres y en la definición expresa de la Iglesia. S. Mateo (1:25) testifica que María “dio a luz a su primogénito” y que El fue llamado Jesús. Según S. Juan (1:15) Jesús es la Palabra hecha carne, la Palabra que asumió la naturaleza humana en el vientre de María. Como María era verdaderamente la madre de Jesús, y Jesús era verdadero Dios desde el primer momento de su concepción, María es en verdad la madre de Dios. Incluso los Padres más antiguos no dudaron en extraer esta conclusión, como puede verse en los escritos de S. Ignacio (72), S. Ireneo (73), y Tertuliano (74). El conflicto de Nestorio que negaba a María el título de “Madre de Dios” (75) fue seguido por las enseñanzas del Concilio de Efeso, que proclamó que María era Theotokos en el verdadero sentido de la palabra. (76)

La santidad perfecta de María

Unos pocos escritores patrísticos expresaron sus dudas acerca de la presencia de defectos morales menores en Nuestra Señora. (77) S. Basilio, por ejemplo, sugiere que María sucumbió a la duda al oír las palabras del santo Simeón y al presenciar la crucifixión. (78) S. Juan Crisóstomo es de la opinión que María habría sentido miedo y preocupación si el ángel no le hubiera explicado el misterio de la Encarnación, y que demostró un poco de vanagloria en las fiestas de las bodas de Caná y al visitar a su Hijo durante su vida pública acompañada de los hermanos del Señor. (79) S. Cirilo de Alejandría (80) habla de la duda de María y su desesperanza al pie de la cruz. Mas no se puede afirmar que estos escritores griegos expresen una tradición apostólica, cuando lo que expresan son sus opiniones singulares y privadas. Las Escrituras y la tradición están de acuerdo en atribuir a María la más grande santidad personal; es concebida sin la mancha del pecado original; muestra la mayor humildad y paciencia en su vida diaria (Lucas 1:38, 48); demuestra una paciencia heróica en las circunstancias más difíciles (Lucas 2:7,35,48; Juan 19:25-27). Cuando se contempla la cuestión del pecado, María constituye siempre una excepción. (81) La total exclusión de María del pecado es confirmada por el Concilio de Trento (Sesión VI, Canon 23): “Si alguien dice que el hombre una vez justificado puede durante su vida entera evitar todo pecado, incluso venial, como la Iglesia mantiene que hizo la Virgen María por un privilegio especial de Dios, sea reo de anatema”. Los teólogos afirman que María fue inmaculada, no por la perfección esencial de su naturaleza, sino por un privilegio divino especial. Mas aún, los Padres, al menos desde el siglo V, mantienen casi unánimemente que la Bienaventurada Virgen nunca experimentó los impulsos de la concupiscencia.

El milagro de Caná

Los evangelistas relacionan el nombre de María con tres sucesos diferentes en la vida pública de Nuestro Señor: con el milagro de Caná, con su predicación y con su pasión. El primero de estos incidentes es narrado en Juan 2:1-10.

…hubo una boda en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. Fue invitado también Jesús con sus discípulos a la boda. No tenían vino, porque el vino de la boda se había acabado. En esto dijo la madre de Jesús a éste: No tienen vino. Díjole Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mi y a ti? No es aún llegada mi hora.

Se supone naturalmente que uno de los contrayentes estaba emparentado con María, y que Jesús había sido invitado a causa del parentesco de su madre. La pareja debe haber sido bastante pobre, ya que el vino estaba de hecho agotándose. María desea salvar a sus amigos de la vergüenza de no poder agasajar adecuadamente a sus invitados, y recurre a su divino Hijo. Ella simplemente expone su necesidad, sin añadir ninguna petición. Al dirigirse a las mujeres, Jesús emplea de modo uniforme la palabra “mujer” (Mateo 15:28; Lucas 13:12; Juan 4:21; 8:10; 19:26; 20:15), una expresión utilizada por los escritores clásicos como un tratamiento respetuoso y honorable. (82)

Los pasajes citados arriba muestran que en el lenguaje de Jesús el tratamiento “mujer” tiene un significado sumamente respetuoso. La frase “qué nos va a mi y a ti” se traduce al griego ti emoi kai soi, que a su vez corresponde a la frase hebrea mah li walakh. Esto último sucede en Jueces 11:12; II Reyes 16:10; 19:23, III Reyes 17:18; IV Reyes 3:13; 9:18; II Paralipómenos 35:21. El Nuevo testamento muestra expresiones equivalentes en Mateo 8:29; Marcos 1:24; Lucas 4:34; 8:28; Mateo 27:19. El significado de la frase varía según el carácter del que habla, abarcando desde una muy pronunciada oposición a una conformidad cortés. Un significado tan variable le hace difícil al traductor encontrar un equivalente igualmente variable. “Qué tengo que ver contigo”, “esto no es asunto mío ni tuyo”, “por qué me causas tantos problemas”, “déjame asistir a esto”, son algunas de las traducciones sugeridas. En general, las palabras parecen referirse a una mayor o menor oportunidad que intentan eliminar. La última parte de la respuesta de Nuestro Señor presenta menos dificultades para el intérprete: “No es aún llegada mi hora” no puede referirse al preciso momento en que la necesidad de vino requerirá la intervención milagrosa del Señor, ya que en el lenguaje de S. Juan “mi hora” o “la hora” se refiere al tiempo predestinado para algún suceso importante (Juan 4:21,23; 5:25,28; 7:30; 8:29; 12:23; 13:1; 16:21; 17:1). Por ello, el significado de la respuesta de Nuestro Señor es: “¿Por qué me importunas pidiéndome tal intervención? El momento señalado por Dios para tal intervención no ha llegado todavía”; o “¿por qué te preocupas? ¿no ha llegado el momento de manifestar mi poder?” El primero de estos significados implica que gracias a la intercesión de María, Jesús adelantó el momento dispuesto para la manifestación de su poder milagroso (83); el segundo significado se obtiene al tomar la segunda parte de las palabras de Nuestro Señor como una pregunta, como hizo S. Gregorio de Nyssa (84), y también como la versión árabe del “Diatessaron” de Tatiano (Roma, 1888). (85) María comprendió las palabras de su divino Hijo en su sentido correcto; ella avisó sencillamente a los camareros, “Haced lo que El os diga” (Juan 2:5). No hay posibilidad de explicar la respuesta de Jesús como una denegación de la petición.

María durante la vida apostólica de Nuestro Señor

Durante la vida apostólica de Nuestro Señor, María logró pasar casi completamente inadvertida. Al no ser llamada para ayudar directamente a su Hijo en su ministerio, no quiso interferir en su trabajo con una presencia inoportuna. En Nazaret era considerada como una madre judía corriente; S. Mateo (3:55-56; cf. Marcos 6:3) presenta a la gente del pueblo diciendo: “¿No es éste el hijo del carpintero? ¿Su madre no se llama María, y sus hermanos Santiago y José, Simón y Judas? Sus hermanas, ¿no están todas entre nosotros?” Dado que la gente deseaba, por su lenguaje, rebajar la consideración de Nuestro Señor, debemos deducir que María pertenecía al orden social inferior de la gente del pueblo. El pasaje paralelo de S. Marcos dice, “¿No es éste el carpintero?”, en lugar de “¿No es éste el hijo del carpintero?” Puesto que ambos evangelistas omiten el nombre de S. José, debemos suponer que ya había muerto antes de que este episodio sucediera.

A primera vista, pudiera parecer que Jesús despreciaba la dignidad de su Bienaventurada Madre. Cuando le dijeron: “Tu madre y tus hermanos están fuera y desean hablarte. El respondiendo, dijo al que le hablaba: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano sobre sus discípulos, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos. Porque quienquiera que hiciere la voluntad de mi Padre, que está en los cielos, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre”. (Mateo 12:47-50; cf. Marcos 3:31-35; Lucas 8:19-21). En otra ocasión “levantó la voz una mujer de entre la muchedumbre y dijo: Dichoso el seno que te llevó y los pechos que mamaste. Pero El dijo: Más bien, dichosos los que oyen la palabra de Dios y la guardan” (Lucas 11:27-28).

En realidad, en ambos pasajes Jesús sitúa el lazo que une el alma con Dios por encima del lazo natural de parentesco que une a la Madre de Dios con su divino Hijo. Esta última dignidad no es menospreciada; es utilizada por Nuestro Señor como un medio para hacer ver el valor real de la santidad, dado que obviamente los hombres lo aprecian con más facilidad. Por tanto, en realidad Jesús ensalza a su Madre del modo más enfático, dado que ella superó al resto de los hombres en santidad no menos que en dignidad. (86) Muy probablemente María se encontraba también entre las santas mujeres que atendían a Jesús y a sus apóstoles durante su ministerio en Galilea (cf. Lucas 8:2-3); el evangelista no menciona ninguna otra aparición pública de María durante los viajes de Jesús a través de Galilea o de Judea. Sin embargo, debemos recordar que, cuando el sol aparece, aun las más brillantes estrellas se tornan invisibles.

María durante la Pasión de Nuestro Señor

Dado que la Pasión de Jesucristo tuvo lugar durante la semana pascual, se espera naturalmente encontrar a María en Jerusalén. La profecía de Simeón se cumplió en su plenitud principalmente durante los momentos de sufrimiento de Nuestro Señor. Según una tradición, su Bienaventurada Madre se encontró con Jesús cuando cargaba con la cruz camino del Gólgota. El Itinerarium del Peregrino de Burdeos describe los lugares memorables que el escritor visitó en el 333 d. de J.C., pero no menciona ninguna localidad consagrada a este encuentro entre María y su divino Hijo. (87) El mismo silencio domina en el llamado Peregrinatio Silviae que solía localizarse en el 385 d. de J.C., pero que últimamente ha sido emplazado en 533-540 d. de J.C. (88) Mas un plano de Jerusalén que data del año 1308 muestra la iglesia de S. Juan Bautista con la inscripción “Pasm. Vgis”, Spasmus Virginis, el desmayo de la Virgen. Durante el curso del siglo XIV, los cristianos comenzaron a localizar los emplazamientos consagrados a la Pasión de Cristo, y entre ellos se encontraba el lugar en el que se dice que María se desmayó al ver a su Hijo sufriendo. (89) Desde el siglo XV se encuentra siempre “Sancta Maria de Spasmo” entre las estaciones del Camino de la Cruz, erigidas en varias partes de Europa a imitación de la Vía Dolorosa de Jerusalén. (90) El hecho de que Nuestra Señora debería haberse desmayado a la vista de los sufrimientos de su Hijo no está muy de acuerdo con su comportamiento heroico al pie de la cruz; a pesar de ello, debemos considerar su calidad de mujer y madre en su encuentro con su Hijo camino del Gólgota, mientras que es la Madre de Dios al pie de la cruz.

La maternidad espiritual de María

Mientras Jesús colgaba en la cruz, “estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su madre, María la de Cleofás y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a la Madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”. (Juan 19:25-27). El oscurecimiento del sol y los otros fenómenos naturales extraordinarios deben haber asustado a los enemigos del Señor lo suficiente como para que no interfirieran con su madre y con los pocos amigos que permanecían al pie de la cruz. Entre tanto, Jesús había orado por sus enemigos y había prometido el perdón al buen ladrón; al llegar ese momento, El tuvo compasión de su desolada madre, y aseguró su porvenir. Si S. José hubiera estado vivo, o si María hubiera sido la madre de aquellos que son llamados hermanos o hermanas de Nuestro Señor en los Evangelios, tal medida no hubiera sido necesaria. Jesús utiliza el mismo título respetuoso con el que se había dirigido a su madre en las fiestas de las bodas de Caná. Ahora El confía a María a Juan como su madre, y desea que María considere a Juan como su hijo.

Entre los escritores más tempranos, Orígenes es el único que considera la maternidad de María sobre todos los creyentes en este sentido. Según él, Cristo vive en todos los que le siguen con perfección, y así como María es la Madre de Cristo, también es la madre de aquel en el que Cristo vive. Por ello, según Origenes, el hombre tiene un derecho indirecto a reclamar a María como su madre, en la medida en que se identifique con Jesús por la vida de la gracia. (91) En el siglo IX, Jorge de Nicomedia (92) explica las palabras de Nuestro Señor en la cruz de forma que Juan es confiado a María, y con Juan todos los discípulos, convirtiéndola en madre y señora de todos los compañeros de Juan. En el siglo XII Ruperto de Deutz explica las palabras de Nuestro Señor estableciendo la maternidad espiritual de María sobre los hombres, aunque S. Bernardo, el ilustre contemporaneo de Ruperto, no cita este privilegio entre los numerosos títulos de Nuestra Señora. (93) Posteriormente, la explicación de Ruperto de las palabras de Nuestro Señor en la cruz se volvió más y más común, tanto es así que en nuestros días se la puede hallar prácticamente en todos los libros de piedad. (94)

La doctrina de la maternidad espiritual de María está contenida en el hecho de que ella es la antítesis de Eva: Eva es nuestra madre natural ya que es el origen de nuestra vida natural; por tanto, María es nuestra madre espiritual ya que es el origen de nuestra vida espiritual. Una vez más, la maternidad espiritual de María se basa en el hecho de que Jesús es nuestro hermano, ya que es “el primogénito entre muchos hermanos” (Romanos 8:29). Ella se convirtió en nuestra madre desde el momento en que accedió a la Encarnación del Verbo, la Cabeza del cuerpo místico cuyos miembros somos nosotros; y ella selló su maternidad al consentir al sacrificio sangriento en la cruz que es la fuente de nuestra vida sobrenatural. María y las santas mujeres (Mateo 17:56; Marcos 15:40; Lucas 23:49; Juan 19:25) presenciaron la muerte de Jesús en la cruz; probablemente, ella permaneció durante el descendimiento de su Cuerpo sagrado y durante su funeral.

El Sabath siguiente fue para ella tiempo de dolor y esperanza. El decimoprimer canon de un concilio que tuvo lugar en Colonia, en 1423, instituyó contra los husitas la festividad de los Dolores de Nuestra Señora, emplazándola en el viernes siguiente al tercer domingo después de Pascua. En 1725 Benedicto XIV extendió la festividad a toda la Iglesia, y la emplazó el viernes de la Semana de Pasión. “Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa” (Juan 19:27). Si vivieron en Jerusalén o en otro lugar no puede ser determinado a partir de los Evangelios.

María y la Resurrección de Nuestro Señor

La narración inspirada de los incidentes relacionados con la Resurrección de Cristo no menciona a María; mas tampoco pretenden ofrecer una narración completa de todo lo que Jesús hizo o dijo. Los Padres también guardan silencio en cuanto a la participación de María en las alegrías del triunfo de su Hijo sobre la muerte. Sin embargo, S. Ambrosio (95) afirma expresamente: “María por tanto vio la Resurrección del Señor; ella fue la primera que la vio y creyó. María Magdalena también la vio, aunque todavía dudó”. Jorge de Nicomedia (96) deduce de la participación de María en los sufrimientos de Nuestro Señor que, antes que todos los demás y más que todos ellos, ella debe haber participado en el triunfo de su Hijo. En el siglo XII, una aparición del Salvador resucitado a su Bienaventurada Madre es admitida por Ruperto de Deutz (97), y también por Eadmer (98), S. Bernardino de Siena (99), S. Ignacio de Loyola (100), Suárez (101), Maldon. (102) etc. (103). El hecho de que Cristo resucitado se haya aparecido primero a su Bienaventurada Madre coincide al menos con nuestras piadosas expectativas.

Aunque los Evangelios no nos lo dicen expresamente, podemos suponer que María estaba presente cuando Jesús se apareció a varios de sus discípulos en Galilea y en el momento de su Ascensión (cf. Mateo 28:7, 10, 16; Marcos 16:7). Más aún, no es improbable que Jesús visitara repetidamente a su Bienaventurada Madre durante los cuarenta días después de su Resurrección.

MARÍA EN OTROS LIBROS DEL NUEVO TESTAMENTO
Hechos 1:14-2:4

Según el Libro de los Hechos (1:14), después de la Ascensión de Cristo a los cielos los apóstoles “subieron al piso alto” y “todos éstos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste”. A pesar de su ensalzada dignidad, no era María, sino Pedro quien actuaba como cabeza de la asamblea (1:15). María se comportó en la habitación del piso alto de Jerusalén como se había comportado en la gruta de Belén; en Belén había dado a luz al Niño Jesús, en Jerusalén criaba a la Iglesia naciente. Los amigos de Jesús permanecieron en la habitación superior hasta “el día de Pentecostés”, cuando “se produjo de repente un ruido como el de un viento impetuoso…Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo” (Hechos 2:1-4). Aunque el Espíritu Santo había descendido sobre María de una forma especial en el momento de la Encarnación, ahora le comunicó un nuevo grado de gracia. Quizás, esta gracia pentecostal le dio a María la fuerza para cumplir adecuadamente sus deberes para con la Iglesia naciente y sus hijos espirituales.

Apocalipsis 12:1-6

En el Apocalipsis (12:1-6) se desarrolla un pasaje singularmente aplicable a Nuestra Bienaventurada Madre:
Apareció en el cielo una señal grande, una mujer envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas, y estando encinta, gritaba con los dolores de parto y las ansias de parir. Apareció en el cielo otra señal, y vi un gran dragón de color de fuego, que tenía siete cabezas y diez cuernos, y sobre las cabezas siete coronas. Con su cola arrastró la tercera parte de los astros del cielo y los arrojó a la tierra. Se paró el dragón delante de la mujer que estaba a punto de parir, para tragarse a su hijo en cuanto le pariese. Parió un varón, que ha de apacentar a todas las naciones con vara de hierro, pero el Hijo fue arrebatado a Dios y a su trono. La mujer huyó al desierto, en donde tenía un lugar preparado por Dios, para que allí la alimentasen durante mil doscientos sesenta días.
La posibilidad de que este párrafo pueda aplicarse a María se basa en las siguientes consideraciones:
Al menos parte de los versos se refieren a la madre cuyo hijo va a gobernar las naciones con vara de hierro; según el Salmo 2:9, éste es el Hijo de Dios, Jesucristo, cuya madre es María.
Fue el hijo de María quien “fue llevado ante Dios, y a su trono” en el momento de su Ascensión a los cielos.
El dragón, o el demonio del paraíso terrenal (cf. Apocalipsis 12:9; 20:2), se esfuerza por devorar al Hijo de María desde el primer momento de su nacimiento, despertando la envidia de Herodes y, más tarde, la enemistad de los judíos.
Debido a sus indecibles privilegios, María puede ser descrita perfectamente como “envuelta en el sol, con la luna debajo de sus pies, y sobre la cabeza una corona de doce estrellas”.
Es cierto que los comentaristas entienden generalmente que el pasaje completo se aplica literalmente a la Iglesia, y que parte de los versos concuerdan mejor con la Iglesia que con María. Pero debe tenerse en cuenta que María es a la vez una figura de la Iglesia y su miembro más conspicuo. Lo que se dice de la Iglesia, en cierto modo se puede decir también de María. Por ello el pasaje del Apocalipsis (12:5-6) no se refiere a María como una mera adaptación (108), sino que se aplica a ella en un sentido verdaderamente literal que parece estar parcialmente limitado a ella y parcialmente extendido a toda la Iglesia. La relación de María con la Iglesia esta bien resumida en la expresión “collum corporis mystici” aplicada a Nuestra Señora por S. Bernardino de Siena. (109)
El Cardenal Newman (110) considera las dos dificultades contrarias a la interpretación anterior de la visión de la mujer y el niño: primero, se dice que está escasamente apoyada por los Padres; segundo, es un anacronismo atribuir a la era apostólica tal cuadro de la Madonna. En cuanto a la primera objeción, el eminente escritor dice:
Los cristianos nunca fueron a las Escrituras en busca de pruebas de sus doctrinas, hasta que se produjo esa necesidad real, debido a la presión de las controversias; si en aquellos tiempos la dignidad de la Bienaventurada Virgen era indudable por parte de todos, como un asunto de doctrina, las Escrituras continuarían siendo un libro cerrado para ellos en lo que respecta a la argumentación del asunto.
Después de desarrollar en profundidad esta respuesta, el cardenal continúa:

En cuanto a la segunda objeción que he considerado, lejos de admitirla, me parece que está elaborada sobre un simple hecho imaginario, y que la verdad del asunto se encuentra justo en el lado opuesto. La Virgen y el Niño no es una simple idea moderna; al contrario, ha sido representada una y otra vez, como sabe cualquiera que haya visitado Roma, en las pinturas de las catacumbas. María está ahí dibujada con el Niño divino en su regazo, ella con las manos extendidas en oración, él con sus manos en actitud de bendecir.

MARÍA EN LOS DOCUMENTOS DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS
Hasta ahora hemos recurrido a los escritos y a la tradición de la iglesia dejada por los primeros cristianos para poder complementar y explicar las enseñanzas del Antiguo o del Nuevo Testamento referentes a la Bienaventurada Virgen. En los siguientes párrafos tendremos que llamar la atención sobre el hecho de que estas mismas fuentes, hasta un cierto punto, complementan la doctrina de las Escrituras. A este respecto, constituyen la base de la tradición; si la evidencia que aportan es suficiente, en un caso dado, para garantizar su contenido como parte genuina de la Divina revelación, es un hecho que debe ser determinado de acuerdo con los criterios científicos ordinarios seguidos por los teólogos. Sin entrar en estas cuestiones puramente teológicas, presentaremos este material tradicional, en primer lugar, que arroja luz sobre la vida de María después del día de Pentecostés; en segundo lugar, en cuanto que nos proporciona pruebas de la actitud de los primeros cristianos hacia la Madre de Dios.

VIDA POST-PENTECOSTAL DE MARÍA

El día de Pentecostés, el Espíritu Santo había descendido sobre María cuando vino sobre los Apóstoles y discípulos reunidos en la habitación del piso alto de Jerusalén. Sin duda, las palabras de S. Juan (19:27) “y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa”, se refieren no sólo al tiempo entre Pascua y Pentecostés, sino que se extienden a toda la vida posterior de María. Sin embargo, el cuidado de María no interfirió con el ministerio apostólico de Juan. Incluso los documentos inspirados (Hechos 8:14-17; Gálatas 1:18-19; Hechos 21:18) muestran que el apóstol estuvo ausente de Jerusalén en numerosas ocasiones, aunque debe haber participado en el Concilio de Jerusalén, en el 51 ó 52 d. de J.C. Debemos también suponer que en María se cumplían las palabras de Hechos 2:42: “perseveraban en oír la enseñanza de los apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración”. De este modo, María fue un ejemplo y una fuente de ánimo para la comunidad de los primeros cristianos. Al mismo tiempo, debemos confesar que no poseemos ningún documento auténtico que hable directamente de la vida post-pentecostal de María.

Localización de su vida, muerte y enterramiento

En cuanto a la tradición, existe cierto testimonio sobre la residencia temporal de María en o cerca de Efeso, pero es mucho más fuerte la evidencia de su hogar permanente en Jerusalén.

Argumentos a favor de Efeso

La residencia de María en Efeso se basa en las siguientes pruebas:

En un pasaje de la carta sinodal del Concilio de Efeso (111) se puede leer: “Por esta razón también Nestorio, el instigador de la herejía impía, cuando hubo llegado a la ciudad de los efesios, donde Juan el Teólogo y la Virgen Madre de Dios Sta. María, alejándose por su propia voluntad de la reunión de los santos Padres y Obispos…” Dado que S. Juan había vivido en Efeso y había sido enterrado allí (112), se ha deducido que la elipsis de la carta sinodal significa bien “donde Juan …y la Virgen…María vivieron” o bien “donde Juan…y la Virgen…María vivieron y están enterrados”.

Bar-Hebraeus o Abulpharagius, un obispo jacobita del siglo XIII, relata que S. Juan se llevó consigo a la Bienaventurada Virgen a Patmos, después fundó la Iglesia de Efeso y enterró a María en un lugar desconocido.(113).

Benedicto XIV (114) afirma que María siguió a S. Juan hasta Efeso y allí murió. Tuvo también la intención de eliminar del breviario aquellas lecciones donde se mencionaba la muerte de María en Jerusalén, pero murió antes de llevarlo a cabo.

La residencia temporal y la muerte de María en Efeso están apoyadas por escritores tales como Tillemont (116), Calmet (117), etc.

En Panaguia Kapoli, en una colina a unas nueve o diez millas de Efeso, se descubrió una casa, o más bien sus restos, en la que se supone que vivió María. La casa fue buscada y hallada siguiendo las indicaciones proporcionadas por Catharine Emmerich en su vida de la Bienaventurada Virgen.
Argumentos en contra de Efeso

Estos argumentos a favor de la residencia o enterramiento de María en Efeso no son irrebatibles, si se los examina más detenidamente.

La elipsis de la carta sinodal del Concilio de Efeso puede ser completada de forma que no implique dar por sentado que Nuestra Señora vivió o murió en Efeso. Dado que en la ciudad había una doble iglesia dedicada a la Virgen María y a S. Juan, la frase incompleta de la carta sinodal puede terminarse de forma que diga, “donde Juan el Teólogo y la Virgen… María tienen un santuario”. Esta explicación de dicha frase ambigua es una de las dos sugeridas al margen del Collect. Concil. de Labbe (1.c) (118).

La palabras de Bar-Hebraeus contiene dos afirmaciones inexactas: S. Juan no fundó la Iglesia de Efeso, ni tampoco llevó consigo a María a Patmos. S. Pablo fundó la Iglesia de Efeso, y María había muerto antes del exilio de Juan en Patmos. No sería sorprendente, por tanto, que el escritor se equivocara en lo que dice sobre el enterramiento de María. Además, Bar-Hebraeus vivió en el siglo XIII; los escritores más antiguos hubieran estado más preocupados acerca de los lugares sagrados de Efeso; mencionan la tumba de S. Juan y la de una hija de Felipe (119), pero no dicen nada sobre el lugar donde está enterrada María.

En cuanto a Benedicto XIV, este gran pontífice no pone tanto énfasis sobre la muerte y sepultura de María en Efeso cuando habla de su Asunción a los cielos.

Ni Benedicto XIV ni otras autoridades que apoyan los argumentos a favor de Efeso proponen ninguna razón que haya sido considerada concluyente por otros estudiantes científicos de este asunto.

La casa encontrada en Panaguia-Kapouli tiene algún valor en cuanto que está relacionada con las visiones de Catharine Emmerich. La distancia hasta la ciudad de Efeso da lugar a una suposición contraria a que fuera la casa del apostol S. Juan. El valor histórico de las visiones de Catharine no es admitido universalmente. Monseñor Timoni, Arzobispo de Esmirna, escribe, refiriéndose a Panaguia-Kapouli: “Cada uno es completamente libre de tener su propia opinión”. Finalmente, la concordancia entre las condiciones de la casa en ruinas de Panaguia-Kapouli y la descripción de Catharine no prueban necesariamente la verdad de su afirmación en cuanto a la historia del edificio. (120)
Argumentos contra Jerusalén

Se esgrimen dos consideraciones contrarias a la residencia permanente de Nuestra Señora en Jerusalén: primero, se ha señalado ya que S. Juan no se quedó permanentemente en la Ciudad Sagrada; segundo, se dice que los judíos cristianos dejaron Jerusalén durante los periodos de persecución judía (cf. Hechos 8:1; 12:1). Mas como no podemos suponer que S. Juan haya llevado consigo a Nuestra Señora en sus expediciones apostólicas, debemos creer que la dejó al cuidado de sus amigos o parientes durante los periodos de su ausencia. Y existen pocas dudas de que muchos cristianos regresaron a Jerusalén cuando cesaron los peligros de las persecuciones.

Argumentos a favor de Jerusalén

Independientemente de estas consideraciones, se puede apelar a las siguientes razones que apoyan la muerte y enterramiento de María en Jerusalén:

En el año 451, Juvenal, Obispo de Jerusalén, testificó sobre la presencia de la tumba de María en Jerusalén. Es extraño que ni S. Jerónimo, ni el Peregrino de Burdeos ni tampoco pseudo-Silvia proporcionen ninguna evidencia sobre un lugar tan sagrado. Sin embargo, cuando el emperador Marcion y la emperatriz Pulqueria le pidieron a Juvenal que enviara los restos sagrados de la Virgen María de su tumba en Getsemaní a Constantinopla, donde tenían la intención de dedicarle una nueva iglesia a Nuestra Señora, el obispo citó una antigua tradición que decía que el cuerpo sagrado había sido asunto al cielo, y sólo envió a Constantinopla el ataud y el sudario. Esta narración se basa en la autoridad de un tal Eutimio, cuyo relato fue incluido en una homilía de S. Juan Damasceno (121) que actualmente se lee en el Nocturno segundo del cuarto día de la octava de la Asunción. Scheeben (12) es de la opinión que las palabras de Eutimio son una interpolación posterior: no encajan en el contexto; contienen una apelación a pseudo-Dionisio (123) que, por otra parte, no es mencionada antes del siglo VI; y son poco fiables en su conexión con el nombre del Obispo Juvenal, quien fue acusado de falsificar documentos por el Papa S. León. (124) En su carta, el pontífice le recuerda al obispo los sagrados lugares que tiene ante sus ojos, pero no menciona la tumba de María. (125) Si se considera que este silencio es puramente fortuito, la principal pregunta sigue siendo, ¿cuánta verdad histórica hay en el relato de Eutimio acerca de las palabras de Juvenal?

Se debe mencionar aquí el apócrifo “Historia dormitionis et assumptionis B.M.V.”, que reivindica a S. Juan por autor. (126) Tischendorf opina que las partes más importantes de la obra se remontan al siglo IV, quizás incluso al siglo II. (127) Aparecieron variaciones del texto original en árabe, sirio y en otras lenguas; entre estas variaciones hay que destacar una obra llamada “De transitu Mariae Virg.”, que apareció bajo la firma de S. Melitón de Sardes. (128) El Papa Gelasio incluye este trabajo entre las obras prohibidas. (129) Los incidentes extraordinarios que estas obras relacionan con la muerte de María carecen de importancia aquí; sin embargo, sitúan sus últimos momentos y su entierro en o cerca de Jerusalén.

Otra evidencia a favor de la existencia de una tradición que sitúa la tumba de María en Getsemaní la consituye la basílica que fue erigida sobre el lugar sagrado, hacia finales del siglo IV o comienzos del V. La iglesia actual fue construida por los latinos en el mismo lugar en que se había levantado el antiguo edificio. (130)

En la primera parte del siglo VII, Modesto, Obispo de Jerusalén, localizó el tránsito de Nuestra Señora en el Monte Sión, en la casa que contenía el Cenáculo y la habitación del piso superior de Pentecostés. (131) En esta época, una sola iglesia cubría las localidades consagradas por estos varios misterios. Es asombrosa la tardía evidencia de una tradición que llegó a estar tan extendida a partir del siglo VII.

Otra tradición se conserva en el “Commemoratorium de Casis Dei” dirigida a Carlomagno. (132) Sitúa la muerte de María en el monte de los Olivos, donde se levanta una iglesia que se dice que conmemora este suceso. Es posible que el escritor intentara relacionar el tránsito de María con la iglesia de la Asunción, del mismo modo que la tradición gemela lo conectaba con el cenáculo. De cualquier manera, se puede concluir que alrededor del comienzo del siglo V existía una tradición bastante extendida que sostenía que María había muerto en Jerusalén y había sido enterrada en Getsemaní. Esta tradición parece descansar sobre bases más sólidas que la versión de que Nuestra Señora murió y fue enterrada en o cerca de Efeso. Dado que al llegar a este punto carecemos de documentación histórica, resultaría difícil establecer la relación de cualquiera de las dos tradiciones con los tiempos apostólicos. (133)
Conclusión

Hemos visto que no hay seguridad absoluta sobre el lugar en el que María vivió después del día de Pentecostés. Aunque es más probable que permaneciera ininterrumpidamente en o cerca de Jerusalén, puede haber residido durante un tiempo en las cercanías de Efeso, y ello puede haber originado la tradición de su muerte y enterramiento en Efeso. Existe aún menos información histórica referente a los incidentes particulares de su vida. S. Epifanio (134) duda incluso de la realidad de la muerte de María; pero la creencia universal de la Iglesia no coincide con la opinión privada de S. Epifanio. La muerte de María no fue necesariamente una consecuencia de la violencia; ni tampoco fue una expiación o un castigo, ni el resultado de una enfermedad de la que, como su divino Hijo, ella fue eximida. Desde la Edad Media prevalece la opinión que murió de amor, ya que su gran deseo era reunirse con su Hijo ya fuera disolviendo los lazos entre cuerpo y alma o rogando a Dios para que El los disolviese. Su muerte fue un sacrificio de amor que completó el sacrificio doloroso de su vida. Es la muerte con el beso del Señor (in osculo Domini), de la que mueren los justos. No hay una tradición cierta sobre el año en que murió María. Baronio en sus Anales se apoya en un pasaje del Chronicon de Eusebio para asumir que María murió en el 48 d. de J.C. Hoy se cree que este pasaje del Chronicon es una interpolación posterior. (135) Nirschl se basa en una tradición encontrada en Clemente de Alejandría (136) y Apolonio (137) que se refiere al mandato de Nuestro Señor a los Apóstoles para que fueran a predicar doce años en Jerusalén y Palestina antes de extenderse a las naciones del mundo; a partir de esto, él también llega a la conclusión de que María murió en el 48 d. de J.C..

Su asunción a los cielos

La Asunción de Nuestra Señora a los cielos ha sido tratada en un artículo especial. (138) La festividad de la Asunción es probablemente la más antigua de todas las festividades de María propiamente dichas. (139) En cuanto al arte, la Asunción ha sido un tema favorito de la Escuela de Siena, que generalmente representa a María siendo elevada a los cielos en una mandorla.

LA ACTITUD DE LOS PRIMEROS CRISTIANOS HACIA LA MADRE DE DIOS

Su imagen y su nombre

Representación de su imagen

Ningún cuadro ha conservado para nosotros el verdadero aspecto de María. Las representaciones bizantinas, de las cuales se dice que fueron pintadas por S. Lucas, pertenecen ya al siglo VI, y reproducen una imagen convencional. Existen veintisiete copias, de las cuales diez se encuentran en Roma. (140) Incluso S. Agustín expresa la opinión de que la apariencia externa real de María es desconocida para nosotros, y que a este respecto no sabemos ni creemos nada. (141) La pintura más antigua de María es la hallada en el cementerio de Priscila; representa a la Virgen como si fuera a amamantar al Niño Jesús, y cerca de ella esta la imagen de un profeta, Isaias o quizá Miqueas. El cuadro pertenece a principios del siglo II, y resiste favorablemente la comparación con las obras de arte encontradas en Pompeya. Del siglo III poseemos pinturas de Nuestra Señora presente durante la Adoración de los Magos; fueron encontradas en los cementerios de Domitila y Calixto. Los cuadros pertenecientes al siglo IV fueron encontrados en los cementerios de S. Pedro y Marcelino; en uno de éstos ella aparece con la cabeza descubierta, en otro con los brazos medio extendidos como en actitud de súplica, y con el Niño de pie frente a ella. En las tumbas de los primeros cristianos, los santos figuraban como intercesores por sus almas, y entre estos santos, María ocupó siempre un lugar de honor. Además de los frescos y las pinturas de los sarcófagos, las catacumbas proporcionan asimismo cuadros de María pintados sobre discos de vidrio dorado sellados mediante otro disco de vidrio soldado al anterior. (142) Estas pinturas pertenecen generalmente a los siglos III o IV. La leyenda MARIA o MARA acompaña con frecuencia estas pinturas.

Utilización de su nombre

Hacia fines del siglo IV el nombre de María se había vuelto muy frecuente entre los cristianos; esto muestra otra señal de la veneración que sentían por la Madre de Dios. (143)

Conclusión

Nadie puede sospechar de idolatría entre los primeros cristianos, como si hubieran rendido culto supremo a los cuadros de María o a su nombre; sin embargo, ¿cómo podemos explicar los fenómenos enumerados, a menos que supongamos que los primeros cristianos veneraron a María de una forma especial? (144)

Tampoco puede afirmarse que esta veneración sea una corrupción introducida posteriormente. Se ha comprobado que las pinturas más antiguas datan de principios del siglo II, de forma que ello prueba que durante los primeros cincuenta años después de la muerte de S. Juan la veneración de María había prosperado en la Iglesia de Roma.

Primeros documentos

En cuanto a la actitud de las Iglesias de Asia Menor y de Lyons podemos recurrir a las palabras de S. Ireneo, un alumno de Policarpo, (145) discípulo de S. Juan; él llama a María nuestra más eminente abogada. S. Ignacio de Antioquía, parte de cuya vida transcurrió en tiempos apostólicos, escribió a los efesios (c. 18-19) en forma tal que relacionaba más íntimamente los misterios de la vida de Nuestro Señor con los de la Virgen María. Por ejemplo, la virginidad de María y su parto son enumerados con la muerte de Cristo, como constituyendo tres misterios desconocidos para el demonio. El autor sub-apostólico de la Epístola a Diogneto, cuando escribe sobre los misterios cristianos a un pagano que pregunta, describe a María como la más grande antítesis de Eva, y esta idea de Nuestra Señora aparece repetidamente en otros escritores incluso antes del Concilio de Efeso. Hemos llamado la atención varias veces sobre las palabras de S. Justino y Tertuliano, los cuales escribieron ambos antes de finales del siglo II.

Dado que es aceptado que las alabanzas de María crecen conforme crece la comunidad cristiana, podemos concluir en resumen que la veneración y la devoción a María comenzaron incluso en tiempos de los Apóstoles.

NOTAS

[1] Quaest. hebr. in Gen., P.L., XXIII, col. 943
[2] cf. Wis., ii, 25; Matt., iii, 7; xxiii, 33; John, viii, 44; I, John, iii, 8-12.
[3] Hebräische Grammatik, 26th edit., 402
[4] Der alte Orient und die Geschichtsforschung, 30
[5] cf. Jeremias, Das Alte Testament im Lichte des alten Orients, 2nd ed., Leipzig, 1906, 216; Himpel, Messianische Weissagungen im Pentateuch, Tubinger theologische Quartalschrift, 1859; Maas, Christ in Type and Prophecy, I, 199 sqq., New York, 1893; Flunck, Zeitschrift für katholische Theologie, 1904, 641 sqq.; St. Justin, dial. c. Tryph., 100 (P.G., VI, 712); St. Iren., adv. haer., III, 23 (P.G., VII,, 964); St. Cypr., test. c. Jud., II, 9 (P.L., IV, 704); St. Epiph., haer., III, ii, 18 (P.G., XLII, 729).
[6] Lagarde, Guthe, Giesebrecht, Cheyne, Wilke.
[7] cf. Knabenbauer, Comment. in Isaiam, Paris, 1887; Schegg, Der Prophet Isaias, Munchen, 1850; Rohling, Der Prophet Isaia, Munster, 1872; Neteler, Das Bush Isaias, Munster, 1876; Condamin, Le livre d’Isaie, Paris, 1905; Maas, Christ in Type and Prophecy, New York, 1893, I, 333 sqq.; Lagrange, La Vierge et Emmaneul, in Revue biblique, Paris, 1892, pp. 481-497; Lémann, La Vierge et l’Emmanuel, Paris, 1904; St. Ignat., ad Eph., cc. 7, 19, 19; St. Justin, Dial., P.G., VI, 144, 195; St. Iren., adv. haer., IV, xxxiii, 11.
[8] Cf. the principal Catholic commentaries on Micheas; also Maas, “Christ in Type and Prophecy, New York, 1893, I, pp. 271 sqq.
[9] P.G., XXV, col. 205; XXVI, 12 76
[10] In Jer., P.L., XXIV, 880
[11] cf. Scholz, Kommentar zum Propheten Jeremias, Würzburg, 1880; Knabenbauer, Das Buch Jeremias, des Propheten Klagelieder, und das Buch Baruch, Vienna, 1903; Conamin, Le texte de Jeremie, xxxi, 22, est-il messianique? in Revue biblique, 1897, 393-404; Maas, Christ in Type and Prophecy, New York, 1893, I, 378 sqq..
[12] cf. St. Ambrose, de Spirit. Sanct., I, 8-9, P.L., XVI, 705; St. Jerome, Epist., cviii, 10; P.L., XXII, 886.
[13] cf. Gietmann, In Eccles. et Cant. cant., Paris, 1890, 417 sq.
[14] cf. Bull “Ineffabilis”, fourth Lesson of the Office for 10 Dec..
[15] Response of seventh Nocturn in the Office of the Immaculate Conception.
[16] cf. St. Justin, dial. c. Tryph., 100; P.G., VI, 709-711; St. Iren., adv. haer., III, 22; V, 19; P.G., VII, 958, 1175; Tert., de carne Christi, 17; P.L., II, 782; St. Cyril., catech., XII, 15; P.G., XXXIII, 741; St. Jerome, ep. XXII ad Eustoch., 21; P.L., XXII, 408; St. Augustine, de agone Christi, 22; P.L., XL, 303; Terrien, La Mère de Dien et la mère des hommes, Paris, 1902, I, 120-121; II, 117-118; III, pp. 8-13; Newman, Anglican Difficulties, London, 1885, II, pp. 26 sqq.; Lecanu, Histoire de la Sainte Vierge, Paris, 1860, pp. 51-82.
[17] de B. Virg., l. IV, c. 24
[18] La Vierge Marie d’apres l’Evangile et dans l’Eglise
[19] Letter to Dr. Pusey
[20] Mary in the Gospels, London and New York, 1885, Lecture I.
[21] cf. Tertul., de carne Christi, 22; P.L., II, 789; St. Aug., de cons. Evang., II, 2, 4; P.L., XXXIV, 1072.
[22] Cf. St. Ignat., ad Ephes, 187; St. Justin, c. Taryph., 100; St. Aug., c. Faust, xxiii, 5-9; Bardenhewer, Maria Verkundigung, Freiburg, 1896, 74-82; Friedrich, Die Mariologie des hl. Augustinus, Cöln, 1907, 19 sqq.
[23] Jans., Hardin., etc.
[24] hom. I. de nativ. B.V., 2, P.G., XCVI, 664
[25] P.G., XLVII, 1137
[26] de praesent., 2, P.G., XCVIII, 313
[27] de laud. Deipar., P.G., XLIII, 488
[28] P.L., XCVI, 278
[29] in Nativit. Deipar., P.L., CLI, 324
[30] cf. Aug., Consens. Evang., l. II, c. 2
[31] Schuster and Holzammer, Handbuch zur biblischen Geschichte, Freiburg, 1910, II, 87, note 6
[32] Anacreont., XX, 81-94, P.G., LXXXVII, 3822
[33] hom. I in Nativ. B.M.V., 6, II, P.G., CCXVI, 670, 678
[34] cf. Guérin, Jérusalem, Paris, 1889, pp. 284, 351-357, 430; Socin-Benzinger, Palästina und Syrien, Leipzig, 1891, p. 80; Revue biblique, 1893, pp. 245 sqq.; 1904, pp. 228 sqq.; Gariador, Les Bénédictins, I, Abbaye de Ste-Anne, V, 1908, 49 sq.
[35] cf. de Vogue, Les églises de la Terre-Sainte, Paris, 1850, p. 310
[36] 2, 4, P.L., XXX, 298, 301
[37] Itiner., 5, P.L., LXXII, 901
[38] cf. Lievin de Hamme, Guide de la Terre-Sainte, Jerusalem, 1887, III, 183
[39] haer., XXX, iv, II, P.G., XLI, 410, 426
[40] P.G., XCVII, 806
[41] cf. Aug., de santa virginit., I, 4, P.L., XL, 398
[42] cf. Luke, i, 41; Tertullian, de carne Christi, 21, P.L., II, 788; St. Ambr., de fide, IV, 9, 113, P.L., XVI, 639; St. Cyril of Jerus., Catech., III, 6, P.G., XXXIII, 436
[43] Tischendorf, Evangelia apocraphya, 2nd ed., Leipzig, 1876, pp. 14-17, 117-179
[44] P.G., XLVII, 1137
[45] P.G., XCVIII, 313
[46] P.G., XXXVCIII, 244
[47] cf. Guérin, Jerusalem, 362; Liévin, Guide de la Terre-Sainte, I, 447
[48] de virgin., II, ii, 9, 10, P.L., XVI, 209 sq.
[49] cf. Corn. Jans., Tetrateuch. in Evang., Louvain, 1699, p. 484; Knabenbauer, Evang. sec. Luc., Paris, 1896, p. 138
[50] cf. St. Ambrose, Expos. Evang. sec. Luc., II, 19, P.L., XV, 1560
[51] cf. Schick, Der Geburtsort Johannes’ des Täufers, Zeitschrift des Deutschen Palästina-Vereins, 1809, 81; Barnabé Meistermann, La patrie de saint Jean-Baptiste, Paris, 1904; Idem, Noveau Guide de Terre-Sainte, Paris, 1907, 294 sqq.
[52] cf. Plinius, Histor. natural., V, 14, 70
[53] cf. Aug., ep. XLCCCVII, ad Dardan., VII, 23 sq., P.L., XXXIII, 840; Ambr. Expos. Evang. sec. Luc., II, 23, P.L., XV, 1561
[54] cf. Knabenbauer, Evang. sec. Luc., Paris, 1896, 104-114; Schürer, Geschichte des Jüdischen Volkes im Zeitalter Jesu Christi, 4th edit., I, 508 sqq.; Pfaffrath, Theologie und Glaube, 1905, 119
[55] cf. St. Justin, dial. c. Tryph., 78, P.G., VI, 657; Orig., c. Cels., I, 51, P.G., XI, 756; Euseb., vita Constant., III, 43; Demonstr. evang., VII, 2, P.G., XX, 1101; St. Jerome, ep. ad Marcell., XLVI [al. XVII]. 12; ad Eustoch., XVCIII [al. XXVII], 10, P.L., XXII, 490, 884
[56] in Ps. XLVII, II, P.L., XIV, 1150;
[57] orat. I, de resurrect., P.G., XLVI, 604;
[58] de fide orth., IV, 14, P.G., XLIV, 1160; Fortun., VIII, 7, P.L., LXXXVIII, 282;
[59] 63, 64, 70, P.L., XXXVIII, 142;
[60] Summa theol., III, q. 35, a. 6;
[61] cf. Joseph., Bell. Jud., II, xviii, 8
[62] In Flaccum, 6, Mangey’s edit., II, p. 523
[63] cf. Schurer, Geschichte des Judischen Volkes im Zeitalter Jesu Christi, Leipzig, 1898, III, 19-25, 99
[64] The legends and traditions concerning these points may be found in Jullien’s “L’Egypte” (Lille, 1891), pp. 241-251, and in the same author’s work entitled “L’arbre de la Vierge a Matarich”, 4th edit. (Cairo, 1904).
[65] As to Mary’s virginity in her childbirth we may consult St. Iren., haer. IV, 33, P.G., VII, 1080; St. Ambr., ep. XLII, 5, P.L., XVI, 1125; St. Aug., ep CXXXVII, 8, P.L., XXXIII, 519; serm. LI, 18, P.L., XXXVIII, 343; Enchir. 34, P.L., XL, 249; St. Leo, serm., XXI, 2, P.L., LIV, 192; St. Fulgent., de fide ad Petr., 17, P.L., XL, 758; Gennad., de eccl. dogm., 36, P.G., XLII, 1219; St. Cyril of Alex., hom. XI, P.G., LXXVII, 1021; St. John Damasc., de fide orthod., IV, 14, P.G., XCIV, 1161; Pasch. Radb., de partu Virg., P.L., CXX, 1367; etc. As to the passing doubts concerning Mary’s virginity during her childbirth, see Orig., in Luc., hom. XIV, P.G., XIII, 1834; Tertul., adv. Marc., III, 11, P.L., IV, 21; de carne Christi, 23, P.L., II, 336, 411, 412, 790.
[66] Matt., xii, 46-47; xiii, 55-56; Mark, iii, 31-32; iii, 3; Luke, viii, 19-20; John, ii, 12; vii, 3, 5, 10; Acts, i, 14; I Cor., ix, 5; Gal., i, 19; Jude, 1
[67] cf. St. Jerome, in Matt., i, 2 (P.L., XXVI, 24-25)
[68] cf. St. John Chrys., in Matt., v, 3, P.G., LVII, 58; St. Jerome, de perpetua virgin. B.M., 6, P.L., XXIII, 183-206; St. Ambrose, de institut. virgin., 38, 43, P.L., XVI, 315, 317; St. Thomas, Summa theol., III, q. 28, a. 3; Petav., de incarn., XIC, iii, 11; etc.
[69] cf. Exod., xxxiv, 19; Num., xciii, 15; St. Epiphan., haer. lxxcviii, 17, P.G., XLII, 728
[70] cf. Revue biblique, 1895, pp. 173-183
[71] St. Peter Chrysol., serm., CXLII, in Annunt. B.M. V., P.G., LII, 581; Hesych., hom. V de S. M. Deip., P.G., XCIII, 1461; St. Ildeph., de virgin. perpet. S.M., P.L., XCVI, 95; St. Bernard, de XII praer. B.V.M., 9, P.L., CLXXXIII, 434, etc.
[72] ad Ephes., 7, P.G., V, 652
[73] adv. haer., III, 19, P.G., VIII, 940, 941
[74] adv. Prax. 27, P.L., II, 190
[75] Serm. I, 6, 7, P.G., XLVIII, 760-761
[76] Cf. Ambr., in Luc. II, 25, P.L., XV, 1521; St. Cyril of Alex., Apol. pro XII cap.; c. Julian., VIII; ep. ad Acac., 14; P.G., LXXVI, 320, 901; LXXVII, 97; John of Antioch, ep. ad Nestor., 4, P.G., LXXVII, 1456; Theodoret, haer. fab., IV, 2, P.G., LXXXIII, 436; St. Gregory Nazianzen, ep. ad Cledon., I, P.G., XXXVII, 177; Proclus, hom. de Matre Dei, P.G., LXV, 680; etc. Among recent writers must be noticed Terrien, La mère de Dieu et la mere des hommes, Paris, 1902, I, 3-14; Turnel, Histoire de la théologie positive, Paris, 1904, 210-211.
[77] cf. Petav., de incarnat., XIV, i, 3-7
[78] ep. CCLX, P.G., XXXII, 965-968
[79] hom. IV, in Matt., P.G., LVII, 45; hom. XLIV, in Matt. P.G., XLVII, 464 sq.; hom. XXI, in Jo., P.G., LIX, 130
[80] in Jo., P.G., LXXIV, 661-664
[81] St. Ambrose, in Luc. II, 16-22; P.L., XV, 1558-1560; de virgin. I, 15; ep. LXIII, 110; de obit. Val., 39, P.L., XVI, 210, 1218, 1371; St. Augustin, de nat. et grat., XXXVI, 42, P.L., XLIV, 267; St. Bede, in Luc. II, 35, P.L., XCII, 346; St. Thomas, Summa theol., III. Q. XXVII, a. 4; Terrien, La mere de Dieu et la mere des hommes, Paris, 1902, I, 3-14; II, 67-84; Turmel, Histoire de la théologie positive, Paris, 1904, 72-77; Newman, Anglican Difficulties, II, 128-152, London, 1885
[82] cf. Iliad, III, 204; Xenoph., Cyrop., V, I, 6; Dio Cassius, Hist., LI, 12; etc.
[83] cf. St. Irenaeus, c. haer., III, xvi, 7, P.G., VII, 926
[84] P.G., XLIV, 1308
[85] See Knabenbauer, Evang. sec. Joan., Paris, 1898, pp. 118-122; Hoberg, Jesus Christus. Vorträge, Freiburg, 1908, 31, Anm. 2; Theologie und Glaube, 1909, 564, 808.
[86] cf. St. Augustin, de virgin., 3, P.L., XL, 398; pseudo-Justin, quaest. et respons. ad orthod., I, q. 136, P.G., VI, 1389
[87] cf. Geyer, Itinera Hiersolymitana saeculi IV-VIII, Vienna, 1898, 1-33; Mommert, Das Jerusalem des Pilgers von Bordeaux, Leipzig, 1907
[88] Meister, Rhein. Mus., 1909, LXIV, 337-392; Bludau, Katholik, 1904, 61 sqq., 81 sqq., 164 sqq.; Revue Bénédictine, 1908, 458; Geyer, l. c.; Cabrol, Etude sur la Peregrinatio Silviae, Paris, 1895
[89] cf. de Vogüé, Les Eglises de la Terre-Sainte, Paris, 1869, p. 438; Liévin, Guide de la Terre-Sainte, Jerusalem, 1887, I, 175
[90] cf. Thurston, in The Month for 1900, July-September, pp. 1-12; 153-166; 282-293; Boudinhon in Revue du clergé français, Nov. 1, 1901, 449-463
[91] Praef. in Jo., 6, P.G., XIV, 32
[92] Orat. VIII in Mar. assist. cruci, P.G., C, 1476
[93] cf. Sermo dom. infr. oct. Assumpt., 15, P.L., XLXXXIII, 438
[94] cf. Terrien, La mere de Dieu et la mere des hommes, Paris, 1902, III, 247-274; Knabenbauer, Evang. sec. Joan., Paris, 1898, 544-547; Bellarmin, de sept. verb. Christi, I, 12, Cologne, 1618, 105-113
[95] de Virginit., III, 14, P.L., XVI, 283
[96] Or. IX, P.G., C, 1500
[97] de div. offic., VII, 25, P.L., CLIX, 306
[98] de excell. V.M., 6, P.L., CLIX, 568
[99] Quadrages. I, in Resurrect., serm. LII, 3
[100] Exercit. spirit. de resurrect., I apparit.
[101] de myster. vit. Christi, XLIX, I
[102] In IV Evang., ad XXVIII Matth.
[103] See Terrien, La mere de Dieu et la mere des hommes, Paris, 1902, I, 322-325.
[104] cf. Photius, ad Amphiloch., q. 228, P.G., CI, 1024
[105] in Luc. XI, 27, P.L., XCII, 408
[106] de carne Christi, 20, P.L., II, 786
[107] Cf. Tertullian, de virgin. vel., 6, P.L., II, 897; St. Cyril of Jerus., Catech., XII, 31, P.G., XXXIII, 766; St. Jerome, in ep. ad Gal. II, 4, P.L., XXVI, 372.
[108] cf. Drach, Apcal., Pris, 1873, 114
[109] Cf. pseudo-Augustin, serm. IV de symbol. ad catechum., I, P.L., XL, 661; pseudo-Ambrose, expos, in Apoc., P.L., XVII, 876; Haymo of Halberstadt, in Apoc. III, 12, P.L., CXVII, 1080; Alcuin, Comment. in Apoc., V, 12, P.L., C, 1152; Casssiodor., Complexion. in Apoc., ad XII, 7, P.L., LXX, 1411; Richard of St. Victor, Explic. in Cant., 39, P.L., VII, 12, P.L., CLXIX, 1039; St. Bernard, serm. de XII praerog. B.V.M., 3, P.L., CLXXXIII, 430; de la Broise, Mulier amicta sole,in Etudes, April-June, 1897; Terrien, La mère de Dieu et la mere des hommes, Paris, 1902, IV, 59-84.
[110] Anglican Difficulties, London, 1885, II, 54 sqq.
[111] Labbe, Collect. Concilior., III, 573
[112] Eusebius, Hist. Eccl., III, 31; V, 24, P.G., XX, 280, 493
[113] cf. Assemani, Biblioth. orient., Rome, 1719-1728, III, 318
[114] de fest. D.N.J.X., I, vii, 101
[115] cf. Arnaldi, super transitu B.M.V., Genes 1879, I, c. I
[116] Mém. pour servir à l’histoire ecclés., I, 467-471
[117] Dict. de la Bible, art. Jean, Marie, Paris, 1846, II, 902; III, 975-976
[118] cf. Le Camus, Les sept Eglises de l’Apocalypse, Paris, 1896, 131-133.
[119] cf. Polycrates, in Eusebius’s Hist. Eccl., XIII, 31, P.G., XX, 280
[120] In connection with this controversy, see Le Camus, Les sept Eglises de l’Apocalypse, Paris, 1896, pp. 133-135; Nirschl, Das Grab der hl. Jungfrau, Mainz, 1900; P. Barnabé, Le tombeau de la Sainte Vierge a Jérusalem, Jerusalem, 1903; Gabriélovich, Le tombeau de la Sainte Vierge à Ephése, réponse au P. Barnabé, Paris, 1905.
[121] hom. II in dormit. B.V.M., 18 P.G., XCVI, 748
[122] Handb. der Kath. Dogmat., Freiburg, 1875, III, 572
[123] de divinis Nomin., III, 2, P.G., III, 690
[124] et. XXIX, 4, P.L., LIV, 1044
[125] ep. CXXXIX, 1, 2, P.L., LIV, 1103, 1105
[126] cf. Assemani, Biblioth. orient., III, 287
[127] Apoc. apocr., Mariae dormitio, Leipzig, 1856, p. XXXIV
[128] P.G., V, 1231-1240; cf. Le Hir, Etudes bibliques, Paris, 1869, LI, 131-185
[129] P.L., LIX, 152
[130] Guerin, Jerusalem, Paris, 1889, 346-350; Socin-Benzinger, Palastina und Syrien, Leipzig, 1891, pp. 90-91; Le Camus, Notre voyage aux pays bibliqes, Paris, 1894, I, 253
[131] P.G., LXXXVI, 3288-3300
[132] Tobler, Itiner, Terr. sanct., Leipzig, 1867, I, 302
[133] Cf. Zahn, Die Dormitio Sanctae Virginis und das Haus des Johannes Marcus, in Neue Kirchl. Zeitschr., Leipzig, 1898, X, 5; Mommert, Die Dormitio, Leipzig, 1899; Séjourné, Le lieu de la dormition de la T.S. Vierge, in Revue biblique, 1899, pp.141-144; Lagrange, La dormition de la Sainte Vierge et la maison de Jean Marc, ibid., pp. 589, 600.
[134] haer. LXXVIII, 11, P.G., XL, 716
[135] cf. Nirschl, Das Grab der hl. Jungfrau Maria, Mainz, 1896, 48
[136] Stromat. vi, 5
[137] in Eus., Hist. eccl., I, 21
[138] The reader may consult also an article in the “Zeitschrift fur katholische Theologie”, 1906, pp. 201 sqq.
[139] ; cf. “Zeitschrift fur katholische Theologie”, 1878, 213.
[140] cf. Martigny, Dict. des antiq. chrét., Paris, 1877, p. 792
[141] de Trinit. VIII, 5, P.L., XLII, 952
[142] cf. Garucci, Vetri ornati di figure in oro, Rome, 1858
[143] cf. Martigny, Dict. das antiq. chret., Paris, 1877, p. 515
[144] cf. Marucchi, Elem. d’archaeol. chret., Paris and Rome, 1899, I, 321; De Rossi, Imagini scelte della B.V. Maria, tratte dalle Catacombe Romane, Rome, 1863
[145] adv. haer., V, 17, P.G. VIII, 1175

BOURASSE, Summa aurea de laudibus B. Mariae Virginis, omnia complectens quae de gloriosa Virgine Deipara reperiuntur (13 vols., Paris, 1866); KURZ, Mariologie oder Lehre der katholischen Kirche uber die allerseligste Jungfrau Maria (Ratisbon, 1881); MARACCI, Bibliotheca Mariana (Rome, 1648); IDEM, Polyanthea Mariana, republished in Summa Aurea, vols IX and X; LEHNER, Die Marienerehrung in den ersten Jahrhunderten (2nd ed., Stuttgart, 1886).

A.J. MAAS
Transcrito por Michael T. Barrett
Traducido por Aurora Marín López

Fuente: Enciclopedia Católica