VISIONES

(celestiales).

Ver “Vidente”.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

(v. apariciones, fenómenos extraordinarios)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

Entre los fenómenos mí­sticos que caracterizan a la experiencia de lo divino se enumeran ya desde la antigüedad las visiones en sus diversas modalidades. El fenómeno de las visiones responde al deseo de ver a Dios y gozar de su presencia y a la imposibilidad para la naturaleza humana de conseguir con las propias fuerzas solamente una experiencia semejante de lo divino. “A Dios nadie lo ha visto† (Jn 1,18).

Sin embargo, ya en el Antiguo Testamento se refieren algunas experiencias de comunicación divina o teofaní­as que afectan a los patriarcas y profetas como Abrahán, Moisés y Elí­as, los cuales, sin embargo, no vieron a Dios cara a cara. El Dios de Israel es un Dios escondido (1s 45,15).

Moisés, a pesar de hablar con Dios como habla un amigo con su amigo, no contempló nunca su rostro, aunque se dice de él que estuvo en contacto con Dios como si viera al invisible (Ex 33,11; Nm 12,8; cf Heb 11,27), Algunas manifestaciones divinas tienen 1ugar en el Antiguo Testamento a través de la presencia de ángeles. La visión de Dios en el Antiguo Testamento, a la que alude con frecuencia el salmista, sólo tiene la dimensión de una contemplación cultual que se realiza especialmente en el templo, lugar de la presencia y de la gloria de Dios (Sal 62,3; 41-42). Con la encarnación del Verbo, Dios se hizo visible y se ofreció a la contemplación de los ojos humanos, como canta asombrado el anciano Simeón (Lc 2,30-31) y confirma el evangelista Juan (Jn 1,11. 1 Jn 1,1-3). En el Nuevo Testamento abundan las manifestaciones de lo divino, bien sea con visiones de ángeles, bien con manifestaciones de Cristo en su gloria, como en la transfiguración, bien con la manifestación y visión de Cristo después de su resurrección. De esta visión del Cristo celestial participa también Esteban (Hch 7 55). El Apocalipsis está lleno de visiones celestiales concedidas al vidente de Patmos bajo una majestuosa y rica simbologí­a. Pablo, que no conoció a Cristo según la carne, gozó de la visión del resucitado en el camino de Damasco (Hch 9 4-5). El mismo afirma que fue gratificado por el Señor con carismas de visiones y revelaciones (2 Cor 12,1-6).

A lo largo de la historia de la Iglesia hasta nuestros dí­as existen testimonios de muchas experiencias de visiones y revelaciones del mundo sobrenatural Desde los primeros siglos de la vida de la Iglesia aparecen testimonios de estas visiones. También hoy se asiste a un florecimiento de presuntas visiones, revelaciones y apariciones, que deben someterse al juicio del discernimiento eclesial.

Desde el punto de vista de los principios, hay que afirmar que Dios, a pesar de que guí­a nuestra vida con la luz de la fe y orienta nuestras esperanzas hacia la visión beatí­fica de la gloria, puede manifestarse a sí­ mismo y abrir al conocimiento sobrenatural del hombre la visión de las realidades sobrenaturales. Por otra parte, la persona humana, con sus potencias intelectivas y sus cualidades sensitivas, es capaz de recibir esta manifestación de lo sobrenatural. Estas visiones son dones carismáticos, que presentan con fuerza, con vigor y con evidencia los misterios de la fe y están a su servicio. A veces Dios concede estas gracias a fin de despertar la fe y comunicar su voluntad mediante la experiencia de personas que él escoge para que sean testigos de su vida y de su verdad. Pero se trata de formas de percepción mí­stica que, bien sea por el objeto o bien por el modo de producirse, no pertenecen al ámbito de las fuerzas naturales. Si se tratase de fenómenos que pudieran alcanzarse con las técnicas humanas, no serí­an sobrenaturales. No obstante, hay que tener en cuenta, bien sea la existencia de fuerzas espirituales y de fenómenos preternaturales que pueden ocurrir sin que esto implique una presencia de lo sobrenatural, bien sea sobre todo la intervención de fuerzas diabólicas y de ilusiones y engaños psicológicos. Aqui es donde se necesita una gran capacidad de discernimiento. Generalmente, según la doctrina de santo Tomás (S. Th. 11-11, q. 174, a. 1, ad 3), que depende en este punto de Agustí­n (De Genesi ad litteram, 1, 12, 7, 16: PL 34, 459), en los manuales de teologí­a mí­stica se distinguen tres clases de visiones: a) corporales, que tienen lugar cuando el sujeto percibe algo con los sentidos exteriores (como en el caso de las visiones sensibles o apariciones); b) imaginarias, que se realizan por medido de una representación sensible circunscrita a la imaginación, bien sea mediante la recepción de las imágenes captadas por los sentidos, o bien mediante la infusión de tales imágenes; c) intelectuales, que se perciben mediante un conocimiento puramente intelectual, sin la intervención de imágenes sensibles. Las visiones más excelentes, libres de engaño, son estas últimas.

Ante la proliferación de †œpresuntas” visiones y revelaciones, la Iglesia ha intentado mantener una gran prudencia y ha establecido, siguiendo la doctrina de los maestros espirituales, algunos criterios fundamentales de discernimiento: el primero es el hecho mismo de la visión, comprobado mediante la veracidad de los testimonios, intentando incluso verificar a través de serios exámenes psicologicos de las personas, que no se da un engaño subjetivo por parte de los presuntos videntes; el segundo es el contenido de la visión, que ha de confrontarse con la Palabra de Dios y con la fe de la Iglesia: hay que excluir las visiones y revelaciones cuyo contenido está fuera de la ortodoxia, va contra la fe de la Iglesia o tiene la pretensión de ser una revelación añadida a la revelación transmitida por los apóstoles, guardada y propuesta por el Magisterio; el último criterio de discernimiento se refiere a los efectos morales y espirituales de las manifestaciones sobrenaturales, a los frutos de auténtica vida espiritual cristiana que producen en los fieles semejantes visiones y revelaciones.

J. Castellano

Bibl.: E, Ancilli, Visión y revelación, en DE, III.608-612; K.Rahner Visiones y profecí­as, Dinor, Pamplona 1956 S. de Fiores, Vidente, en NDE, 1406-1418.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

La comunicación gratuita de -> Dios (E) mismo implica siempre una apertura de su misterio personal. Cuando da la gracia, Dios produce en el hombre un movimiento sobrenatural de un conocimiento y amor que configura nuevamente el desiderium naturale.

En ese movimiento el hombre acepta libremente la comunicación de Dios mismo y en respuesta se entrega incondicionalmente a él. Según la sententia quasi communis, el Dios que atrae hacia sí­ al hombre se expresa en la conciencia de éste, y lo hace bajo una luz no objetiva, que también puede llamarse palabra no objetiva (no concretada a modo de objeto), porque tal expresión se produce en aquel centro de la persona donde toda luz es también palabra y toda palabra es también luz. Esta comunicación de Dios mismo que se presenta en la conciencia no puede aprehenderse por una introversión o verse en el sentido del -> ontologismo, sino que sólo puede experimentarse junto con el acto de realización de las -> virtudes teologales. Sin embargo, también esa experiencia concomitante, no objetiva, de la luz y de la palabra divinas en el cristiano que sabe percibirlas (discreción de espí­ritus), es ya en raí­z visio y auditio.

Este elemento fundamental puede ante todo profundizarse interiormente por la “luz de la contemplación infusa” y traducirse en una experiencia mí­stica. Por tal intervención especial cae otro “velo” para la luz y la palabra de Dios que se hacen transparentes en la realización de la fe, de la esperanza y del amor (cf. JUAN DE LA CRUZ, Llama iv 7); con ello se atenúa la “mediación” de la luz y de la palabra de Dios (en dirección a la visio beata).

El habitual elemento fundamental mí­stico de la visio y la auditio permanece regularmente, en su simplicidad pura, por encima del pensamiento, de las imágenes y de la palabra. Sin embargo, ese estado simple puede expresarse también en el ámbito del pensamiento de los sentidos: en ideas, imágenes y palabras. Así­ sucede en una visión con imágenes: “La imagen mostrada al alma es la forma momentánea de la gracia, su instrucción visible y, por así­ decir, tangible para los sentidos interiores; pero al mismo tiempo la gracia de la unión divina misma penetra el alma con una unción tan fuerte y tan suave, que, comparada con ella, la imagen significa sólo una añadidura casual de la gracia. Dios mismo cautiva el fundamento interno del alma. Al mismo tiempo él penetra el alma y la imagen que ha producido ante ella… La instruye de manera correspondiente sobre el sentido mí­stico de lo que ve. Y aquel a quien ella ama en loque ve es Dios mismo, lo percibe en la imagen vista” (LUCIE CHRISTINE, Journal spirituel, 30-1-1887). De manera semejante en la auditio: “El alma percibe las palabras como en su más profundo fundamento interno, las percibe, pero no las forma. Y las palabras van inherentes a la presencia de Nuestro Señor; son una sola cosa con él” (ibid. 25-9-1882).

El estí­mulo para la objetivación en el pensamiento, en la imagen o en la palabra de la experiencia fundamental y simple del misterio divino, puede ser o bien la predisposición individual psicofí­sica del hombre mismo, la cual se proyecta inconscientemente en el pensamiento y en la sensibilidad, o bien una intervención especial de Dios, la cual está fuera de las leyes concretas psicofí­sicas (aunque se realiza en lo psicofí­sico y en ella se reflejan las condiciones subjetivas de la persona: formación religiosa, situación temporal, gusto). En este último caso se habla en el ámbito religioso de una auténtica auditio o visio.

La autenticidad no puede deducirse simplemente de la piedad y de la sinceridad subjetiva. Estas no son ninguna protección contra el error en el ámbito de las v. Incluso santos se han engañado. Cuando la Iglesia reconoce la heroicidad de las virtudes, con ello no se pronuncia en modo alguno sobre la autenticidad de las v. En el decreto sobre el grado de heroicidad de las virtudes de Gemma Galgani, se dice expresamente que “por este decreto no se da ningún juicio sobre los carismas preternaturales de la sierva de Dios”, a lo que se añade la cláusula: “aunque eso no acostumbra a ocurrir” (AAS 24 [1932] 57). Tampoco la salud (corporal y) espiritual es un criterio claro para v. “auténticas”, pues la proyección psicógena de la experiencia fundamental simple en el pensamiento y los sentidos también puede producirse en un hombre totalmente normal. Tampoco esta proyección puede llamarse “enfermiza”. Se trata más bien de una dimensión inaccesible, en la cual el proceso psí­quico no es penetrado y por esto se engaña la persona. Tampoco los efectos buenos, p. ej. una decisiva profundización religiosa que transforme al hombre, la cual comience con la vivencia y perdure, son un criterio para la autenticidad. Pues también v. puramente psicógenas pueden tener estos efectos y entonces ser consideradas como procedentes del “buen Espí­ritu”.

Para los extraños, el único criterio claro de autenticidad de las v. es un -> milagro que se refiera formalmente a ellas y que las confirme (en la determinación del milagro debe contarse seriamente con la existencia de una auténtica telepatí­a, telestesia, criptostesia, etc.: cf. -> parapsicologí­a). Puesto que este criterio apenas se da, en la distinción entre v. “auténticas” y psicógenas prácticamente habrá que contentarse con una mayor o menor probabilidad. Evidentemente, a una v. tenida por auténtica sólo puede corresponder una fides humana, en la medida en que la v. puede fundamentar esa fe por sus propias concomitancias. Ante todo debe exigirse una prueba estricta para las v. “proféticas”, que contienen una exigencia a los demás. Cuando un tribunal eclesiástico reconoce la fiabilidad humana a una v. determinada, pero el creyente no encuentra motivos suficientes para una fides humana, él puede interiormente – basado en motivos de peso – tener tal juicio por objetivamente inexacto y manifestar también su opinión divergente (evitando cualquier debilitación de la autoridad eclesiástica: Benedicto xiv, De servorum Dei beatificatione… Cap. iii 53, n.° 15). Aquí­ el creyente debe evitar además cualquier escepticismo radical, el cual, desarrollado con toda consecuencia, negarí­a la posibilidad de una revelación histórica de Dios y, con ello, también el cristianismo como religión revelada, sobrenatural e histórica. Según lo dicho, el juicio sobre la autenticidad de una v. es más fácil cuando falta toda experiencia fundamental de Dios y especialmente cuando falta la fundamental actitud moral sobrenatural del cristiano.

Puesto que el elemento intelectual o sensitivo de una visio o auditio es sólo expresión de aquella luz y palabra no objetiva de Dios que es accesible a todo cristiano, pero que está esencialmente vinculada a la fe en la palabra reveladora de Cristo; resulta comprensible por qué la tradición, en el ámbito de las v., exige la conexión con la revelación de Cristo en la Iglesia, y prefiere la presencia histórica de Cristo, que se continúa visiblemente en los sacramentos y en la palabra de la Iglesia, a una visio o auditio. En Juan de la Cruz el Padre eterno dice: “Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso…? porque él es toda mi locución y respuesta, y es toda mi visión y toda mi revelación” (Subida ii 22, 5-6).

Mas no por eso las v. pueden considerarse como algo superfluo. Ante todo pueden abrir al vidente mismo más vivamente el misterio cristiano, y también tienen una función para la vida de la Iglesia. Ciertamente, en su contenido dicen sólo lo que la fe y la teologí­a ya saben de antemano. Pero pueden contener imperativos que indiquen la voluntad concreta de Dios para la acción de la Iglesia en una determinada situación histórica, cuando esta voluntad no puede determinarse claramente ni por los principios generales del dogma y de la moral, ni mediante el análisis de la situación.

BIBLIOGRAFíA: Benedicto XIV. De servorum Dei beatificatione et beatorum canonisatione III (Bol 1737) cap. 50-53; Gabriele di S. Maria Maddalena, Visioni e rivelazioni nella vita spirituale (Fi 1941); J. de Guibert, Lecons de théologie spirituelle 1 (Ts 1946) cap. 24; K. Rahner, Visiones y profecí­as (Dinor S Seb); W. Keilbach – V. Maag – A. Strobel: RGG3 VI 1408-1412; K. V. Truhlar, Christuserfahrung (R 1964); idem, Antinomias de la vida espiritual (Fax Ma 1965); idem, Structura theologica vitae spiritualis (R 31966); idem, Teilhard und Solowjew. Dichtung und religiöse Erfahrung (Fr – Mn 1966); L. Lenguas, Visiones del apocalipsis de san Juan (Barreiro Montevideo 1970).

Karl Vladimir Truhlar

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica