VOCACION

v. Elección, Llamamiento
1Co 1:26 mirad, hermanos, vuestra v, que no
Eph 4:4 en una misma esperanza de vuestra v
2Pe 1:10 hacer firme vuestra v y elección; porque


(llamada).

Llamada de Dios para hacer algo o cumplir una misión.

– De Abraham, Ge.12.

– De Moisés, Ex.3.

– De Josué, J os. l.

– De Gedeón, Jue.6.

– De David, 1 5.10.

– De Isaí­as, Is.6.

– De la Virgen Marí­a, Luc 1:26-38.

– De los Apóstoles, Mat 4:18-22, Mat 9:9, Mat 10:1-4, Jua 1:35-51, Jua 15:16.

– De los discí­pulos, Lc.10.

Elección Divina: Todos en la Biblia son Ilamados por Dios para hacer algo, y todos, tú y yo, hemos sido llamados por Dios para una misión importante. unos la cumplen, otros no, otros hacen lo contrario.

– Elección, Mat 2:2, Mat 9:9, Mat 10:1-4, Mat 19:20-22. Mar 3:13, Mar 5:18, Lc.10,Mar 19:5-6, Jn.6, 15. – Exigencias de la llamada: Mat 4:1822, Mat 8:19-22, Mat 8:28-34, Mat 10:16-23, Mat 10:34-37, Mar 6:8-9, Mar 6:10-21-22, Mar 6:28, Mar 6:46-52, Luc 5:11, Luc 14:26, Jua 1:43.

– Medios para descubrir la llamada: Mar 10:20-22.

– Alegrí­a ante la llamada, Mat 2:10, Luc 5:27-29.

– Confianza en Dios, Mat 10:9-10, Mc.l.

16-20,Mat 2:14, Mat 6:8-9, Luc 1:38, Luc 5:4, Luc 6:20-49, Luc 18:28-30.

– Generosidad en la respuesta, Mar 10:20-52, Luc 6:14-16.

– Excusas ante la llamada, Mat 9:9, Mat 19:20-22, Luc 14:16-24, Luc 18:18-27.

– Fidelidad, Mat 2:10, Luc 6:14-16, Luc 9:5762, Jua 1:40-41.

– Recompensa, Mat 19:27-30, Mar 10:2830, Luc 10:20, Jua 1:35-40.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

†¢Llamar. Llamamiento.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

Véase LLAMAMIENTO.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[440]

Los hombres no vivimos solos en el mundo. Somos sociales por naturaleza y por regalo sobrenatural de Dios.

– Por naturaleza, hemos nacido en medio de otros hombres que nos necesitan. Y tenemos que hacer algo en la vida que sea provechoso para ellos y esté a nuestro alcance.

Pero nuestra labor no es tanto vivir y desenvolvernos de forma creativa, sino colaborar en la tarea común y hermosa de construir el mundo, con nuestra inteligencia y con nuestro trabajo.

– En lo sobrenatural, somos miembros de un Cuerpo Mí­stico de Cristo, de la Iglesia. En ella también tenemos que cumplir una misión y aportar a la comunidad cristiana nuestro esfuerzo y nuestras disposiciones.

La vocación, la dedicación, la profesión, la misión… son conceptos desafiantes que nos sitúan, en el mundo por una parte y en la Iglesia por la otra, en disposición de servicio.

El cristiano tiene conciencia de que Dios, Ser supremo, rige los destinos de los hombres y cuida del mundo. Y por eso intuye que Dios le destina para una función, labor o situación a la que debe responder con generosidad y fidelidad.

1. Que es la vocación
Etimológicamente es la llamada (vocare, llamar). Semánticamente es la inclinación hacia determinada profesión o actividad, para la cual se poseen cualidades suficientes. “Cuando en castellano decimos “vocación”, aludimos a la demanda de algunas profesiones que requieren dedicación singular: la de sacerdote… que cuida las almas; la de médico… que cuida los cuerpos; la de maestro… que se preocupa por los cuerpos y por las almas… la de maestro que hace la doble labor de cuidar cuerpos y almas…” (G. Marañón, Vocación, Etica y otros ensayos)

1.1. Concepto religioso
En el sentido espiritual y trascendente, hablamos de vocación cuando pensamos en una llamada interior, natural o sobrenatural, que una persona recibe de Dios creador y siente en su conciencia como estí­mulo para hacer algo o para dedicarse a alguna misión en la vida.

Implica designio divino por parte de Dios, que se cuida de sus criaturas (Providencia); y supone libertad por parte del hombre (Conciencia).

La vocación, pues, significa intercambio entre lo divino y lo humano, enlace de Dios con el hombre y del hombre con Dios. Hace referencia, por otra parte, a las alternativas que se abren en la existencia del hombre, sobre todo en ambientes desarrollados, donde hay posibilidades de opción (comida, vestido, relaciones, trabajos, aficiones) y hay que elegir trabajo entre muchos o una profesión entre varias. Menos eco tiene el concepto de vocación en ambientes en los que bastante tienen los hombres con sobrevivir en trabajos primarios o tradicionalmente heredados, sin ninguna posibilidad de eludir el destino impuesto por las circunstancias.

La idea de vocación en los ambientes desahogados conduce al tipo de trabajo preferente en la vida y al grado de dedicación profesional que se prefiere. En esta clave de elección libre es donde se sitúa la llamada hacia un camino concreto. Como toda elección, supone renuncia, preferencia y libertad, deliberación, decisión y compromiso.

En el lenguaje cristiano, es decir con ojos de fe, la idea de vocación implica llamada de la Providencia divina hacia un tipo de vida, sobre todo orientada al servicio de los demás. Presupone que Dios actúa de forma viva y quiere para cada hombre concreto un camino determinado, Aunque respeta su libertad por haberle creado como ser libre, le dota de cualidades y les sugiere posibilidades.

Que la Providencia existe y actúa no es una teorí­a, sino una í­ntima persuasión del creyente. Con frecuencia es también una experiencia. Lo sabemos por ví­a de razón, como explicaba Séneca en su obra “Sobre la Providencia”; y los sabemos por revelación, como lo afirma S. Agustí­n en su obra “Sobre la ciudad de Dios.

1.2. Teorí­as vocacionales
Siendo el concepto de vocación muy difuso y confuso, las opiniones de los escritores cristianos han sido diversas en este terreno.

– Hubo quien pensó que la vocación estrictamente no existe de manera diferenciada, salvo la general vocación a la fe y al amor al prójimo y a Dios.

Dios ha creado a los hombres y no se introduce demasiado en sus vidas. Les deja que se desarrollen por su cuenta sin marcarles un camino. Son ellos los que eligen los modos de vivir y las formas de actuar.

Sólo metafóricamente hablamos de vocación, si aludimos a las cualidades o preferencias que inclinan la voluntad o el gusto en determinada dirección. Vocación serí­a la posesión de esas cualidades.

Ciertamente no es muy providencialista este género de afirmaciones, pero el racionalismo de S. Anselmo, de Abelardo, de Sto. Tomás o de San Alberto Magno se inclinan en esa dirección. No es normal la inspiración divina para señalar a cada hombre un género de vida que le alivie la necesidad de su reflexión y la responsabilidad de su elección.

– El voluntarismo, incluso misticismo de otros: S. Bernardo, S. Buenaventura o Juan Duns Scoto, se inclinan por pensar que Dios es Ser Supremo y predestina a cada hombre para un camino concreto: le da cualidades, le abre oportunidades, le acompaña y le ilumina: pues es Señor de la vida y de la Historia y está por encima de los hombres.

Sospechan estos que Dios traza a cada hombre un plan, pues es soberano, y los hombres deben ponerse en actitud de humilde escucha a las inspiraciones del cielo y de obediente seguimiento una vez que han descubierto su camino. El hombre hace mal si se sale de él.

El hombre es libre, ciertamente, pero la voluntad divina le empuja en una determinada dirección.

– La actitud o teorí­a intermedia se basa en que la Providencia divina interviene en la vida de los hombres, pero desde la óptica de la libertad de que les ha dotado. Les predispone para un determinado campo o ámbito de referencia; pero no se puede hablar de vocación diferenciada y personal. Son las circunstancias las que condicionan cada camino personal y es la inteligencia y la conciencia la que determina el seguimiento. Desde la libertad, el hombre elige o rechaza, cambia o se mantiene, es fiel o infiel. Y Dios desde el amor ilumina, protege, ayuda e inspira, pero no condiciona.

Según ellos, no hay una vocación “cerrada”, concreta, individual, sino que la vida de cada persona depende de las circunstancias terrenas más que de las predisposiciones divinas.

2. Vocación cristiana
No es fácil perfilar una buena Teologí­a de la vocación con sólo la reflexión o los argumentos frí­amente racionales. Es bueno acudir a la fuente de la fe que es la palabra de Dios, para optar por la mejor teorí­a vocacional.

La Biblia, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, está llena de ejemplos vocacionales hermosos y diversos. Ofrece modelos, llamadas, relatos y planes divinos, con respuestas fieles o infieles en los elegidos. La Historia de la salvación es un abanico pluriforme y sugestivo de esas vocaciones celestes.

2.1. Vocaciones en la Biblia
Las llamadas a los Patriarcas y a los Profetas resultan las más sorprendentes y aleccionadoras.

2.1.1. Vocaciones en el A. T.

– Adán es llamado por Dios a la vida y recibe la misión de poblar el mundo desde un estado de amistad, que luego libremente rompe (Gn. 1 a 4). Desde su pecado, las realidades humanas ya no serán las mismas, pero la presencia divina se mantendrá en su existencia.

– Noé es destinado a salvar y conservar el género humano, a la hora del castigo. (Gn. 6 a 9). Cumple con su misión y Dios repite su bendición creacional: “Creced y multiplicaros y llenad la tierra… yo pediré al hombre cuenta de la vida de sus semejantes.” (Gn. 9.5)

– Abrahán recibe la vocación de vivir en una tierra, que será dada a su descendencia (Gn. 12.1). “Creyó Abrahán a Yaweh y le fue reputado como justicia.” (Gn. 15.6). Su fidelidad es el origen del pueblo elegido.

– Jacob, después de haber renovado Dios la alianza (Gn. 28. 13-16), hereda la promesa y recibe el nombre de “Israel”, que significa “fuerte contra Dios y los hombres”. (Gn. 32. 10 y 31)

– Moisés cumple la llamada divina para liberar al Pueblo. (Ex. 3. 1-22). Su fidelidad es el origen de la liberación de la esclavitud, que siempre Israel conmemoró con la Pascua del Señor.

– Samuel acoge una misión y es fiel a ella (1. Sam. 3. 1-19), aunque sea dura como todas las misiones proféticas.

– Y detrás de él este primer profeta, vienen los otros profetas y reyes; la de David (1. Sam. 16.13), la de Elí­as (1 Rey. 19. 9-16), la de Eliseo (2. Rey. 19. 19-21), la de Isaí­as (Is. 6. 1-13), la de Jeremí­as (Jer. 1. 4-6), la de Ezequiel (Ez. 2. 1-9), la de Amós (Am. 7.14) o la de Jonás (Jon. 1. 1-15) .
2.1.2. Vocaciones en el N.T.

En el Nuevo Testamento existen múltiples elecciones divinas en los protagonistas de la Historia de la Redención. Los modelos más significativos son los del mismo Cristo Señor, llamado por el Padre a una labor de redención. (Jn. 1. 1-14 y Hbr. 10. 9-10). Y los de su Madre llamada por el ángel para ser madre del Verbo (Lc. 1. 26-31) y de su humilde esposo, llamado a ser padre legal del Señor (Mt. 1. 19-21).

Se multiplican, desde la elección de los Apóstoles: Mt. 14. 18-22; Mc. 1. 16-20; Mc. 3. 13-19; Lc. 5. 1-11; etc, hasta la conversión de Pablo. (Hech. 9. 1-18)

Las palabras de Jesús son claras sobre exigencias, misiones y compromisos de los elegidos: Mt. 8. 18-22; Lc. 9. 57-62; Mt. 9. 9-12; Lc. 10. 1-16. Sus consignas se incrementan ante los que le siguen: Mt. 10 1-4; Mt. 10. 16-24; Mt. 19. 16-22; Lc. 14. 25-32; Jn. 7. 60-69.

Los Apóstoles transmitieron luego sus llamadas a otros, como se refleja con frecuencia en los Hechos (Hech. 1. 12-26; Hch. 6. 1-7; Hech. 13. 1-3) y en las Cartas de S. Pablo y de los otros hagiógrafos: 2. Cor. 8.9; Rom. 3. 21-30; 1. Cor. 4. 1-7; Gal. 6. 1-10; Ef. 4. 7-13; Tes. 45. 1-8; 1 Pedr. 1. 13-21; 1 Jn. 4. 1-6; Apoc. 1.19 y 5.2.

Las múltiples veces en que se emplea en el Nuevo Testamento el concepto de vocación en el sentido de llamada o reclamo a un seguimiento (21 en los Sinópticos, ninguna en Juan y 53 el resto) existe un común denominador que es la referencia al Señor que reclama y exige el trabajar por los hombres y la promesa de su presencia en medio de sus mensajeros, pues es El quien elige, enví­a, acompaña, fortalece y, al final, recompensa.

2.2. Vocación en la Tradición
La Iglesia fue siempre consciente de lo que significaban las elecciones divinas y se puede decir que, desde los primeros cristianos, siempre aceptó, entendió y enseñó la presencia divina en la vida de los hombres.

Las llamadas a la vida contemplativa y a la vida activa fue la gran diferencia que siempre estableció, desde las perspectivas evangélicas de las figuras emblemáticas: Marí­a y Marta como modelos de servicios al Señor.

La exégesis no coincidió siempre con la piedad popular y la tradición a la hora de entender que la vida contemplativa y la activa eran complementarias y no antagónicas. “Marí­a ha elegido la mejor parte”. (Lc. 10.42)

Pero en la Iglesia se fomentó siempre auténtica veneración hacia los imitadores de Jesús en las diversas etapas o situaciones de su vida: los solitarios y eremitas recordaron su estancia en el desierto; los monjes imitaron su vida de trabajo en los campos; los predicadores le miraron como Maestro y mensajero de la Palabra. Todos los imitadores de Jesús se fijaron en algún rasgo concreto que definió lo original de cada vocación.

Desde los diversos estados de vida se perfiló una Teologí­a vocacional rica, profunda, evangélica, la cual quedó recogida en los escritos ascéticos y en las manifestaciones del arte, en las plegarias litúrgicas y en las conmemoraciones festivas.

Sin la idea común de “llamada de Jesús” a sus seguidores, el mundo no habrí­a conocido ni templos ni altares, ni monasterios ni conventos, ni hospicios ni albergues de peregrinos, ni hospitales ni asilos de ancianos, con la exuberancia que logró la Iglesia en sus obras de asistencia y caridad.

3. Campos vocacionales.

La sociedad humana nace, se desarrolla y se perfecciona, gracias a la colaboración y participación entre todos sus miembros. Nadie queda excluido de la tarea de construir el mundo mejor.

Colaborar es trabajar con los demás. Participar equivale a tomar parte en el esfuerzo común. Ningún arroyo es imprescindible para formar el caudal de un rí­o. Pero ningún rí­o es exactamente el mismo, si un sólo arroyo se seca.

Ante la tarea de situarse responsablemente en la vida para ejercer un trabajo digno y gratificante para sí­ mismo y ventajoso para los demás, cada persona es dueña de sus destinos, pero todos son reflejo de las circunstancias.

Al ser una de las decisiones de mayores consecuencias para toda la existencia, habrá que consultar a la propia conciencia y asumir los consejos ajenos que ayudan a acertar en la elección.

El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda este deber: “Cuando llegan a la edad conveniente, los hijos tienen el deber y el derecho de elegir profesión y estado de vida. Estas nuevas responsabilidades deberán asumirlas en una relación de confianza con sus padres, cuyo parecer y consejo deben pedir y recibir con docilidad. Y los padres deben cuidar de no presionar a sus hijos en la elección de la profesión… Pero esta indispensable prudencia no impide, sino al contrario ayudar a los hijos con consejos juiciosos.” (N. 2230)

3.1. Campos naturales
La razón lleva a la conclusión de que, si se han recibido cualidades especiales de la naturaleza, si se presentan oportunidades excelentes, si los demás necesitan de uno, hay que elegir con responsabilidad y dedicación.

El premio por la respuesta positiva a la vocación natural y espiritual, es la satisfacción de haber colaborado en el gran edificio del mundo que Dios, junto con los hombres, construye.

Si por el contrario se impone la cobardí­a, el egoí­smo o la traición a las esperanzas, algo serio se rompe en el camino de los hombres. La infidelidad origina remordimiento, del mismo modo que la fidelidad es fuente de regocijos.

Existe ante la mirada de cada hombre libre un abanico, inmenso y maravilloso, de posibilidades. Hay que poner en juego el corazón, y en lo posible también la razón, para elegir con serenidad y acierto. La vocación no es sólo resultado de un silogismo, sino del amor.

Por otra parte, podemos recordar que, cuando se habla de vocación, hay dos grandes ejes de referencia que de alguna forma afectan a todos los hombres libres: el estado de vida al que se opta: matrimonial o celibatario; y el género de trabajo o profesión que se prefiere, determinado por un área general; la sanitaria, la docente, la artí­stica, por ejemplo; y por una concreción: ser cardiólogo, maestro o escultor

3.1.1. Profesión y trabajo
En general se alude al concepto vocación cuando se hace referencia a determinadas profesiones y oficios que reclaman esmerada preparación y suficientes cualidades y aptitudes para su ejercicio.

Entre ejercer la profesión con vocación y hacerlo sin ella, hay considerables diferencias en cuanto a satisfacción personal, a dedicación, a eficacia, a capacidad de superar dificultades y a facilidad para establecer relaciones en el ámbito de los demás profesionales.

En la psicologí­a existe un terreno o especialidad que hace referencia a la “orientación profesional”, la cual busca ordenar los ideales y las opciones de cada persona hacia aquel trabajo y oficio para el que se cuenta con mejores aptitudes y actitudes.

No debe ser confundida con la “selección profesional”, que es el arte o técnica de elegir el mejor profesional para un trabajo u oficio que lo reclama. Un profesiograma es un mapa objetivo de rasgos que reflejan las cualidades de una persona, en referencia a un oficio, trabajo o profesión.

Entre los elementos prioritarios que existen en ambos campos, diferentes pero complementarios, se debe tener en cuenta la vocación, la cual es el resultado de simpatí­as y anhelos, de habilidades y experiencias positivas, de influencias del exterior y de confluencias en el interior de la propia personalidad.

En la psicologí­a orientacional se habla de las áreas ocupacionales, más que de las profesiones concretas, L. Thurstone señala campos, como el sanitario, el docente, el cientí­fico, el militar, el mercantil, el artí­stico, el social y polí­tico, el jurí­dico, el moral y pastoral. La vocación se define por los campos y las precisiones ulteriores dependen de las oportunidades, de las necesidades, de las capacidades y de las decisiones.

3.1.2. Estado matrimonial o celibato

También se suele hablar de llamada o vocación cuando se hace referencia a la elección del estado de vida hacia el cual se siente movido cada individuo: matrimonial o celibatario.

El que tiene vocación matrimonial contempla el enlace con una persona del otro sexo como proyecto, para vivir y convivir, con miras a desarrollar el amor mutuo en sus dimensiones fisiológicas, psicológicas y espirituales.

No se debe confundir vocación matrimonial con el instinto sexual y reproductor, el cual no es más que el motor de arranque hacia la vocación matrimonial. La vocación matrimonial conduce a un estado que implica oblación, compenetración, servicio, abnegación, fecundidad y plenitud. Y estos rasgos no se improvisan, sino que se cultivan en el camino de la madurez de la persona.

Esa madurez es la única que conduce a descubrir lo que es verdaderamente el matrimonio como respuesta a una vocación sincera: fecundidad, fidelidad, estabilidad, exclusividad, delicadeza, entrega y paternidad o maternidad.

3.2. Campos eclesiales
El concepto de vocación ha hecho siempre más referencia al ámbito de los valores religiosos, bajo el presentimiento de que Dios late con especial presencia en los campos espirituales. También conviene recordar esos campos o alternativas que se definen por la pertenencia a la comunidad de la Iglesia.

Esa referencia se inicia en la llamada “vocación bautismal” que es la llamada divina que culmina en el Bautismo y en el género de vida que este sacramento origina.

Los creyentes llevan en su espí­ritu una llamada misteriosa, propia de todos los que han descubierto y aceptado a Cristo. Esa vocación es la voz del Maestro, que señala el camino, y es el programa con sus enseñanzas como plan de vida para los seguidores.

Entre los primeros cristianos se identificaba la vida fiar lodo cristianos como “El camino”. (Mt. 3.3; Lc. 1. 76 y 3.n; Jn. 1. 23; Hech 8.39 y 16. 17 2; Pedr. 2. 21). Los cristianos podí­an decir, como Pablo, que “siguiendo el camino que ellos llaman secta, sirvo al Dios de nuestros antepasados.” (Hech. 24.15)

Algunas de esas formas de vida o caminos reclaman, según las enseñanzas del Evangelio, una vocación singular. Todas ellas se ampara en la palabra del Señor: “No me elegisteis vosotros a mi, soy yo el que os he elegido a vosotros” (Jn. 15. 16).

3.2.1. Vocación sacerdotal
La consagración eclesial que supone el sacramento de Orden exige una sincera y definida vocación. Nadie se puede o debe acercar al altar, si el mismo Dios no le reclama.

La vocación sacerdotal, la que implica la ofrenda del sacrificio y la dedicación al Pueblo de Dios, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, supone la llamada divina, autentificada por la llamada de la Iglesia.

Nadie tiene derecho por sí­ mismo a seguir el estado sacerdotal. Se requiere que la Iglesia, por medio de su autoridad, del Obispo, se haga eco de la llamada de Dios. Lo original de la vocación sacerdotal es esa confluencia de lo divino y de lo eclesial.

3.2.2. Vocación religiosa
La vocación religiosa, en sus diversas formas y terrenos, implica la inspiración personal por parte de Dios y la aceptación, no vocación, por parte de la familia o grupo al cual una persona se siente llamada.

Propiamente hablando, y dada la inmensa variedad de misiones eclesiales que las personas consagradas con compromisos “religiosos” ejercen, podemos decir que la vocación religiosa es doble: vocación a la consagración y a la acción.

La consagración implica la aceptación de las exigencias comunes de toda vida religiosa: oración y no sólo plegaria, obediencia y no sólo dependencia, castidad y no sólo celibato, pobreza y no sólo austeridad.

Para la práctica de los “consejos evangélicos” se requiere una llamada divina y una respuesta humana. Ambas deben durar toda la vida: por parte de Dios así­ es; por parte del hombre, inestable y libre, muchas veces rectifica sus decisiones y se vuelva atrás.

El mensaje de Jesús es claro: “Muchos son los llamados y pocos los elegidos”. (Mt. 20. 16). Los Apóstoles lo entendieron: “Llamó a los que él quiso.” (Mc. 3. 13). En ocasiones no bastó que algunos quisieran seguirle: “Aquel hombre le pedí­a ir en su compañí­a, pero Jesús no lo consintió, sino que le dijo: vuelve a tu casa y anuncia lo que Dios ha hecho contigo” (Mc. 5. 18-20).

Reclamó reclama que la palabra dada fuera seria y firme: “El que pone la mano en el arado y vuelve los ojos atrás no es digno del Reino de los cielos.” (Lc. 9.62). Y reconoció siempre libertad en la elección, aunque su invitación fue directa y clara: “Si quieres ser perfecto, deja lo que tienes, dalo a los pobres y luego ven y sí­gueme.” (Mt. 19.21).

La vocación religiosa requiere dotes singulares, espirituales y naturales, pues “el Reino de los cielos padece violencia y solo quienes se la hacen pueden entrar en él” (Mt. 11. 12).

Ciertamente las limitaciones serán reales y variadas. A veces serán relativas a la pobreza: “Uno le dijo: Te seguiré a donde quiera que vayas. El respondió: Las raposas tienen madriguera, el Hijo del hombre no tienen donde reclinar la cabeza.” (Mt. 8.20 y Lc. 9. 58)

Existirán en lo referente a la virtud de la castidad: “No todos son capaces de ello, el que sea capaz que lo haga… Pues hay eunucos que a sí­ mismo se renuncian por el Reino.” (Mt. 19. 11).

Y surgirán ante la humildad y la obediencia: “No he venido para hacer mi voluntad, sino la de Aquel que me ha enviado.” (Jn. 12. 49)

Al margen de la exégesis técnica de todos estos textos evangélicos, lo que hay de cierto en el fondo de ellos es lo que siempre entendió la tradición: que es Dios quien llama y quien da fuerza para superar los obstáculos del camino. Y que es el discí­pulo el que le sigue y merece su apoyo y recompensa.

La consagración religiosa reclama una vocación singular: abierta a todos los sacrificios que exige el cumplimiento de los votos, privados o públicos, simples o solemnes, perpetuos o temporales.

Además de la tendencia a la perfección en general: a la renuncia, a la fidelidad, al encuentro con Dios, la vida religiosa requiere otra dimensión vocacional definida por el tipo de actividad a la que, en la Iglesia, se entrega cada Instituto.

Esta actividad va desde la más pura actitud contemplativa y testimonial en la Iglesia, hasta los más variados ministerios: sanitarios, docentes, misioneros, parroquiales, asistenciales, etc.

Quien se siente llamado a un grupo religioso de esta naturaleza debe examinarse, probarse, decidirse, prepararse, comprometerse y quemar su vida por el Reino de Dios.

3.2.3. Vocación apostólica
También se puede hablar de la necesidad, existencia y excelencia de una vocación singular para la entrega apostólica en bien de los hombres.

Con frecuencia se entendió el mandato misional: “Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a todas las naciones” (Mc. 16. 15), como referido a los Apóstoles que le escuchaban y se le vinculó con el bautismal: “Bautizadles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo.” (Mt. 28.19). Pero no es del todo exacto en el contexto en que Jesús ordenó esta encomienda.

Todos los cristianos, por el sacramento del Bautismo, deben sentirse enviados al mundo para proclamar la buena noticia de la salvación. Todos tienen el derecho y el deber de ser ministros de la palabra, con su voz, con su vida, con sus gestos, con su plegaria.

Pero en la Iglesia existen personas especialmente llamada por Dios para una misión apostólica de entrega total, desde su estado y profesión, con sus cualidades y limitaciones, en todos los momentos y a todas las edades.

Esas personas requieren una fortaleza especial para dar respuesta positiva a la llamada divina. De ellas siempre se dirá lo que S. Pablo recordaba dicho por Isaí­as: “¿Cómo van a creer en El, si no hay quien le anuncie? Y ¿cómo van a oí­r hablar, si nadie les enví­a? Por eso dice la Escritura (Is. 52.7) ¡Qué hermosos son los pies de quien anuncia las buenas noticias!”

3. 3. Vocaciones seculares
Desde el Concilio Vaticano II se ha insistido en la Iglesia sobre la importancia que tiene la dedicación de los seglares cristianos en la Evangelización.

El Papa Juan Pablo II, en la Exhortación “Christifideles Laici”, dice: “La misión salví­fica de la Iglesia en el mundo es realizada no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos.

Estos, en virtud de su condición bautismal y de su especí­fica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida”. (N?. 22)

Esta voluntad de Cristo exige de cada fiel creyente compromisos eclesiales firmes, claros, conscientes y libres.

– Todos deben analizar qué pueden hacer para que la verdad sea conocida por todos los hombres.

– Deben cultivar la fortaleza suficiente para dar a la vida sentido de fraternidad y no sólo buscar la promoción personal.

– Tienen que obrar conforme a una escala de valores humanos y espirituales para bien de toda la Iglesia.

– Y, como bautizados, han de pensar en el porvenir más que en el presente, cultivando la esperanza y la fe.

En la Exhortación citada de Juan Pablo II, se dice también: “El Espí­ritu Santo enriquece a la Iglesia con dones e impulsos particulares, llamados carismas. Sean extraordinarios, sean sencillos y ordinarios, los carismas son gracias del Espí­ritu y tienen directa o indirectamente una utilidad eclesial, ya que están destinados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo…

Los carismas se conceden a cada persona concreta, pero siempre se ordenan al bien de la comunidad entera.” (N? 24)

Desde la Revolución religiosa que originó Lutero, se intensificó el riesgo en el ámbito católico de clerificar las actitudes vocacionales y se identificó a la Iglesia con la Jerarquí­a y el Magisterio, olvidando algo el sentido de Pueblo y de comunidad. Se dividieron las vocaciones en clericales (sacerdotes) y laicales (religiosos no sacerdotes) y se reservó el concepto de vocación para esos estados especiales de “tendencia a la perfección”, al tiempo que se confundí­a lo eclesial con lo eclesiástico.

Los tiempos modernos, superados los miedos y antipatí­as antiprotestantes, han regresado a mejores actitudes para proclamar el valor primordial de la vocación bautismal y al sentido corresponsable de todos los fieles, laicos o clérigos, religiosos o seculares, varones o mujeres, en la comunidad cristiana.

En el Código de Derecho Canónico, que es la ley de la Iglesia, se dice: “Son fieles cristianos los que, incorporados a Cristo por el Bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partí­cipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo.

Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y a la acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo.

Los fieles están obligados a observar siempre la comunión con la Iglesia, incluso en su modo de obrar. Todos los fieles deben esforzarse, según su propia condición, por llevar una vida santa, así­ como incrementar la Iglesia y promover la santificación continua de todos.

Todos los fieles tienen el deber y el derecho de trabajar para que el mensaje divino de la salvación alcance más y más a los hombres de todo tiempo y del orbe entero”. (Cánones 204 a 210)

3. 3. Vocaciones seculares

Desde el Concilio Vaticano II se ha insistido en la Iglesia sobre la importancia que tiene la dedicación de los seglares cristianos en la Evangelización.

El Papa Juan Pablo II, en la Exhortación “Christifideles Laici”, dice: “La misión salví­fica de la Iglesia en el mundo es realizada no sólo por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos los fieles laicos.

Estos, en virtud de su condición bautismal y de su especí­fica vocación, participan en el oficio sacerdotal, proféti­co y real de Jesucristo, cada uno en su propia medida”. (N?. 22)
Esta voluntad de Cristo exige de cada fiel creyente compromisos eclesiales firmes, claros, conscientes y libres.

– Todos deben analizar qué pueden hacer para que la verdad sea conocida por todos los hombres.

– Deben cultivar la fortaleza suficiente para dar a la vida sentido de frater­nidad y no sólo buscar la promoción personal.

– Tienen que obrar conforme a una escala de valores humanos y espirituales para bien de toda la Iglesia.

– Y, como bautizados, han de pensar en el porvenir más que en el presente, cultivando la esperanza y la fe.

En la Exhortación citada de Juan Pablo II, se dice también: “El Espí­ritu Santo enriquece a la Iglesia con dones e impulsos particulares, llamados carismas. Sean extraordinarios, sean sencillos y ordinarios, los carismas son gracias del Espí­ritu y tienen directa o indirectamente una utilidad eclesial, ya que están destinados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo…
Los carismas se conceden a cada persona concreta, pero siempre se ordenan al bien de la comunidad entera.” (N? 24)
Desde la Revolución religiosa que originó Lutero, se intensificó el riesgo en el ámbito católico de clerificar las actitudes vocacionales y se identificó a la Iglesia con la Jerarquí­a y el Magisterio, olvidando algo el sentido de Pueblo y de comunidad. Se dividieron las vocaciones en clericales (sacerdotes) y laicales (religiosos no sacerdotes) y se reservó el concepto de vocación para esos estados especiales de “tendencia a la perfección”, al tiempo que se confundí­a lo eclesial con lo eclesiástico.

Los tiempos modernos, superados los miedos y antipatí­as antiprotestantes, han regresado a mejores actitudes para proclamar el valor primordial de la vocación bautismal y al sentido corresponsable de todos los fieles, laicos o clérigos, religio­sos o seculares, varones o mujeres, en la comunidad cristiana.

En el Código de Derecho Canónico, que es la ley de la Iglesia, se dice: “Son fieles cristianos los que, incorporados a Cristo por el Bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partí­cipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a de­sempeñar la misión que Dios encomen­dó cumplir a la Iglesia en el mun­do.

Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y a la acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, coope­ran a la edificación del Cuerpo de Cristo.

Los fieles están obligados a observar siempre la comunión con la Iglesia, incluso en su modo de obrar. Todos los fieles deben esforzarse, según su propia condición, por llevar una vida santa, así­ como incrementar la Iglesia y promover la santificación continua de todos.

Todos los fieles tienen el deber y el derecho de trabajar para que el mensaje divino de la salvación alcance más y más a los hombres de todo tiempo y del orbe entero”. (Cánones 204 a 210)

4. Vocación, don eclesial.

El mensaje evangélico deja claro que es Dios quien rige los destinos humanos, pero también que el hombre es libre para asumirlos y para rechazar­los.

Dios se cuida de cada hombre y le señala su camino en la vida de forma suficiente. El hombre puede seguirlo, si lo descubre, pero puede caminar tam­bién hacia otra dirección.

El plan divino para cada hombre con­duce a la salvación. Los modos y los ritmos pue­den ser diversos y es el hom­bre el que, con su inteligencia, debe discernir lo que Dios le ofrece entre muchas posibilidades y lo que él elige entre variadas ofertas.

Por eso se presentan los designios de la Providencia como compatibles con la libertad y con la responsabilidad de la propia conciencia. Es ella la que debe optar ante cada demanda del cielo. Es lo que siempre ha proclamado la piedad cristiana cuando ha presentado las vocaciones sacerdotales y religiosas, las apostólicas y las contemplativas, como dones divinos libres para ser seguidos o rechazados.
Los animadores vocacional, si han entendido el mensaje de la libertad y de la voluntad divina, han alentado a los hombres a buscar la voluntad de Dios a la hora de elegir estado, profesión o situación. Pero han respetado las decisiones finales de los protagonistas.
La mayor gracia divina ha sido la llamada a la fe, el Bautismo; lo demás ha sido mirado siempre como regalos com­plementarios.

En todo caso, con ojos de cristiano, el trabajo se ha mirado siempre es algo más que una ocupación rentable. Es la manera de vivir con los demás y para los demás, no sólo entre los demás. Elegir profesión o estado de vida no es sólo cuestión individual, sino que transciende en beneficio de toda la comunidad de fe a la que se pertenece.

San Pablo dice a los cristianos de Tesalóni­ca estas palabras: “Un hermano no puede vivir ociosamente… El que no quiere trabajar que no coma tampoco. Nosotros instamos a todos a que trabajen y coman el pan sin perturbar a nadie. Y que nunca se cansen de hacer el bien a los demás”. (Col 2. 5-7)

4.1. Vocación y solidaridad

En la aportación de las propias riquezas, materiales, morales, intelectuales, espirituales, al caudal común de la sociedad en la que se vive, entran en juego multiplicidad de rasgos o aspectos, cuya acumulación se puede llamar, de forma general, “vocación profesional”.

La persona inteligente debe tenerlos en cuenta todos, en la medida de lo posible. Debe ser consciente de sus elecciones: cuando forma una familia, cuando aporta a los demás los frutos de sus esfuerzos, cuando comparte con los más necesitados sus posesiones.

Todos los hombres, y de forma más directa los más “próximos”, sienten los beneficios o los perjuicios de las decisiones y opciones de cada persona.

– Por una parte, importan las aptitudes y cualidades de cada uno, pues la armoní­a de la sociedad, y de la Iglesia, procede del cúmulo variable y diferente de riquezas de cada miembro componente.

– Tienen prioridad las opciones libres de cada uno para enriquecer o empobrecer el bien común. Las preferencias, gustos, influencias, de cada uno deben ser tenidas en cuenta. Pero, a la hora de elegir, el buen cristiano sabe pensar en los demás como desti­natarios de la ma­yor parte de las decisiones.

– En las decisiones vocacionales influyen las circunstancias y oportunidades de todo tipo que rodean: ámbito cul­tu­ral, localidad, recur­sos familiares, modelos, experiencias infantiles, etc. Pero esas realidades son luces que alumbran, no coacciones que oprimen.

El hombre tiene el derecho de elegir. Pero tiene el deber de hacer todo lo posible por acertar con lo mejor y de poner a disposición de los demás las cualidades y posibilidades. No se deben infravalorar los propios planes, proyectos y previsiones individuales. Hay que estimar también los consejos, las aportaciones, las ayudas de los demás ( de los padres, de los amigos, de los educadores) y las consecuencias para los demás (presentes y futuros) que han de beneficiarse de los proyectos de cada uno.

Por eso hay que relacionar con la voluntad divina los frutos de las buenas opciones.

San Pablo escribí­a a los Corintios: “Cada uno tiene que dar a los demás lo que su conciencia le dicte, no a regañadientes. Dios ama siempre al que da con alegrí­a… Dios proporciona la semi­lla al sembrador y pan para que coma. Dios os dará la semilla y hará que la multipliquéis para que se convierta en una gran cosecha”. (2 Cor. 9. 7-10)

4. 2. Iglesia y dones vocacionales

El hombre debe ser generoso al explo­rar el estilo de vida que le es posible en función de las cualidades de que Dios le ha dotado.

Pero el cristiano debe, además, pen­sar cómo puede hacer fructifi­car esos dones para bien de la comuni­dad de fe a la que pertenece.

Debe explotar sus “cualidades profe­sio­nales o vocacionales” con sentido de Iglesia, previendo su aportación al Reino de Dios presente y futuro:

– Las intelectuales, que son las que más definen su capacidad como hombre y sus posibilidades de desarrollo, le deben mover a defender, promover, enri­quecer en su entorno los criterios y los valo­res del Evangelio: oración, cari­dad, esperanza, fe, justicia.

– Las morales y afectivas, que constituyen la fuente de su energí­a espiritual y de sus preferencias, le deben proyectar al servicio, a la humildad, a la disponibilidad ante los demás cristianos.

– Las sociales, así­ como las circunstancias ambientales que ponen en sus manos mayores o menores posibilidades materiales, le llevarán a la colaboración, a la solidaridad y, cuando el caso lo requiera, al ejercicio del liderazgo en diversos terrenos o materias.
– Sus cualidades espirituales y sobrenaturales (sensibilidad, virtud, fe, sabidurí­a, piedad) deben ser contempladas también como “carismas”, concepto que significa gracia recibida para bien y provecho de los demás. El que tiene fe se hace consciente de sus capacidades espirituales y de sus inspiraciones apostólicas. Debe escuchar a Dios. Y se ha de sentir miembro de una Iglesia activa, en la que es importante anunciar el Reino de Dios a todos: a los que ya lo cono­cen, para que vivan según Dios quiere; a los que no lo han descubierto, para que reciben el primer anuncio.

San Pablo se lo escribí­a a los Corintios: “Hay diversos servicios, pero uno mismo es el Señor. Hay diversos dones, pero el Espí­ritu es el mismo. Son diversas las actividades, pero es el mismo Dios el que da la actividad y lo ordena todo al bien común. La presencia del Espí­ritu en cada uno se ordena al bien de todos.”(1 Cor 12. 5-7)
Los cristianos de todos los niveles y ambientes son responsable de que el Anuncio o Buena Noticia llegue a los hombres. Su vocación bautismal les compromete con la comunidad de fe a la que pertenecen.

El Concilio Vaticano II dice a los cris­tianos: “Los fieles laicos tienen como vocación buscar el Reino de Dios, ocupándose de las realidades terrenas. A ellos de manera especial les corresponde iluminar y ordenar todas las realidades temporales, a las que están estrechamente unidos, de tal manera que éstas lleguen a ser conformes al plan de Cristo y se conviertan en alabanza del Creador y Redentor”. (Lum. Gent. 31)

LA VOCACION SACERDOTAL Y EL SEMINARIO

5. Elección de vocación

Si la vocación natural y la cristiana se compenetran y comprometen las actitu­des y disponibilidades aludi­das, es fácil en­ten­der que el acierto en su elec­ción y la fortaleza en su segui­miento son de impor­tancia trascendental.

Cada hombre tiene un destino en el mundo y cada camino supone un desa­fí­o. Es ley de la vida el integrar­se con los demás seres para vivir la fe.

Por la mis­ma í­ndole de nuestra natu­rale­za social, y también en términos eclesiales, todo lo que hacen los demás re­percute en nosotros y todo lo que hace­mos compromete la vida de los demás.

5.1. Elegir con reflexión

El Ser Supremo ha hecho que los hombres sean necesarios para vivir, convivir y sobre­vivir. Desde la cons­truc­ción de una casa hasta la fabricación del pan cotidia­no, desde la protección de la salud hasta la defensa contra el frí­o o contra los peligros, desde la producción de obras artí­sticas hasta las diversiones y descan­sos, pocas cosas se pueden hacer sin contar con los demás.

Es necesario enseñar a los hombres en esta compenetración. Por simple lógi­ca, deben pensar en los demás y no en sí­ mismos, cuan­do se trata de situarse en el mundo. La madu­rez de perso­nas sólo se consi­gue en la proyec­ción hacia los demás.

No hay vocación verdadera, si el que la contempla sólo la valora como plata­for­ma de promoción propia y si excluye por principio el beneficio de los demás. En ese caso habrí­a comercio, negocio, inversión rentable, utilidad. La idea de vocación requiere donación, entrega, servicio, dedicación, ofrenda.
Elegir un camino u otro supone pensar y deliberar. Nada hay tan decisivo e importante en determinados estadios de la evolución de la persona que ayudarle a pensar en este terreno y prepararle para elegir con responsabilidad.

5.2. Preferir desde la fe

Pero los cristianos superan la dimen­sión meramente racional. Ven la vida, el mundo y los traba­jos, como una forma de cumplir el plan de Dios sobre cada hom­bre. Por eso desean que los dones y las rique­zas espirituales sirvan a la comuni­dad de creyen­tes a la que perte­necen, al menos con tanto provecho como se desean para sí­ mis­mos.

Los que tienen fe serena y suficiente se saben hombres a quienes la Sabidu­rí­a divina ha confia­do la animación de un mundo mejor para que triunfe el Reino del bien. Y ese Reino no es una utopí­a o una quimera. Es el resultado de una lucha guiada por la gracia de Dios.

En el plan de Dios cada uno tiene su lugar. Aislados, los creyentes parecen poco impor­tantes, pero todos son im­pres­cindi­bles y valiosos considerados como espigas, racimos y edificios.

Y cuando alguien falla en el cumpli­miento de sus previsiones, un fragmento del plan divino se destro­za.

Por eso es nece­sario situarse adecua­da­men­te en el puesto que Dios ha queri­do para cada uno de nosotros, como fuente de gracia personal y como cauce de gracia colectiva.

5.3. Amar la comunidad

La dimensión social y eclesial es deci­siva en la buena elección vocacional. Todos los cristianos están llamados al servi­cio apostólico. Estén o no vincula­dos con una “congre­gación”, con un movi­miento, con un grupo, lo esencial es trabajar por el Reino, que es la vocación co­mún de los segui­dores de Jesús.

Si ciertas llamadas divinas selectas resuenan en su conciencia y sienten que Dios les invita a vivir una vida asociada con otros, lo cual facilita e incrementa la eficacia apostólica, deben seguir­la con valor y desprendimien­to. Pero son libres de hacerlo o no. Después de la vocación a la fe, por medio del Bautis­mo, pocas cosas más hermosas hay que la voca­ción sacerdo­tal o la llamada a una vida religiosa y apostólica de vanguardia.

En la Carta a los Efesios dice S. Pa­blo­: “Cada uno de nosotros hemos recibi­do nuestro don, en la medida en que Cristo ha querido darlo…

El es quien ha hecho a unos Apósto­les, a otros profe­tas, a otros evangelis­tas, a otros encargados de dirigir y ense­ñar a los creyen­tes. El es quien capacita a los fieles para que cada uno desempe­ñe su tarea y cons­truyan el Cuerpo de Cristo” (Ef. 4. 9-13)

6. Catequesis vocacional

Los criterios expuestos son decisivos para que el educador de la fe entienda que una catequesis vocacional oportuna, evangélica y personal es mucho más importante que el proselitismo para gru­pos religio­sos o el servicio de orienta­ción profesional para que cada hom­bre se gane hon­rada­mente la vida.

Es ante todo una colaboración con la Iglesia y una personalización de las respuestas a las demandas divinas.

6.1. Criterios

Toda catequesis vocacional y todo educador de la fe deben responder en este terreno a criterios evangélicos, eclesiales y pedagógicos claros. Se trata de una catequesis que sitúa sus raí­ces en el mis­terio del Cuerpo Mí­stico y en las exigen­cias de la misión salvadora de la Iglesia en el mundo.

En tres podemos condensar los crite­rios básicos de una buena catequesis vocacional.
– El lograr que el catequizando vea la orientación vocacional como algo más que una elección profesional. Es el princi­pal objeti­vo de esta catequesis. No se trata de alentarle a buscar un trabajo provecho­so. Más bien esta catequesis le conduce a situarse en el mundo bajo la luz del Evangelio, no de la rentabilidad social. “Buscar el Reino de Dios y su justicia y todo lo demás se os dará por añadidura” (Mt. 6.33)

– La valoración de toda acción en clave eclesial, es decir de solidaridad de fe con todos los creyentes, es decisiva. Hay que enseñar a ver la vida propia en función de la comunidad, no de los inte­reses exclusivamente personales. “El que deja casa, padre, madre, hermanos, hermanas, hijos o tierras por mi causa, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna” (Mt.19.29)

– La profesión, el trabajo, la elección de vida, pertenecen al orden de los me­dios para conseguir los fines últimos. Y el fin último del creyente es cumplir la vo­luntad divina. “?De qué le sirve al hom­bre ganar todo el mundo, si des­pués pierde el alma?” (Mt. 16.26)

6.2. Etapas

Por otra parte, estos principios son sutiles y sublimes. Su asimilación recla­ma madurez progresiva, tiempo suficiente, apoyos exter­nos y disponibilidad interior.

En este terreno, como en los demás, no se debe nunca olvidar que la catequesis es un proceso de educación de la fe y es preciso acomodarse al nivel mental y a las influencias sociales exis­tentes en cada catequizando.

Pero es bueno entender que se trata de una “catequesis continua”, que debe hacerse presente a todas las edades y en todas las situaciones.

6.2.1. En niños pequeños, sembrar

La infancia elemental es un perí­odo de siembra vocacional: simpatí­as, sorpresas, admiración por los adultos, términos, valores iniciales, situación en el mundo, datos familiares que se reciben y subconscientemente se almacenan.

Hay que presentar ahora la variedad de oficios en la sociedad y, en la medida de lo posible, la diver­sidad de servicios, labores y necesidades en la Iglesia.

En lo posible, es provechoso situar en el centro de las consideraciones la ac­ción y presencia de Dios en el mundo. Las figuras bí­blicas y los ejemplos de Jesús en el Evangelio sintonizan con la preferencia infantil por los hechos y por los personajes atractivos. Es la hora de la “catequesis de los modelos.”

6.2.2. En niños mayores, observar

Con niños mayores, conviene personalizar las diversas experiencias positi­vas y negativas que se hallan. Tanto en lo profesional como en lo eclesial, el niño va intuyendo que es cuestión que le afecta de cara al porvenir
Es etapa en que se aprende a valorar las diversas realidades profesionales y la existencia generosa de determinadas dedicaciones desinteresadas en la Iglesia: misioneros, catequistas, sacerdotes. Las referencias personales como comentario se multiplican en el ambiente familiar.

En la catequesis, la atención debe estar en la presentación del Evangelio y en los ejemplos y palabra de Jesús, que el catequizando debe poder entender, relacionar, personalizar y saber comen­tar deforma sencilla.

Sensible a los valores sociales y abiertos a las experiencias grupales, el mensaje de Jesús puede albergarse en su mente ávida de datos y en su vida interesada por las experiencias.
En ellas debe apoyarse esa “catequesis de la imitación y de la oferta”.

6.2.3. Con preadolescentes, invitar

La preadolescencia es tiempo de metamorfosis. Llega el momento de planteamientos afecivos y previsiones vitales, con referencia más o menos clara a la propia persona.

Interesa resaltar los hechos de la Providencia y aludir con frecuencia a las opciones personales como posibilidad y como riqueza natural y sobrenatural.

Muchas de las actitudes básicas del cristiano surgen en germen en este momento de la vida y los valores fuertes y radicales de la persona se fundamentan ahora en la conciencia y en la sensibilidad del preadolescente.

Importante es dejar grabados en su espí­ritu determinados valores vocacionales que más adelante, tal vez, den su fruto: realidad de la Iglesia, diversidad de ministerios, necesidad de la comundad eclesial en la expresión y maduración de la fe, existencia de vocaciones generosas, posibilidades personales ante el futuro, deseos de servicio eclesial, etc.

No ha llegado todaví­a el momento de las opciones, pero sí­ es estadio evolutivo de las simpatí­as preferentes, de los ideales altruistas incipientes, de las invitaciones que quedan latentes en la conciencia y suscitan unas primeras opciones afectivas que más adelante se convierten, tal vez, en ideológicas.

Es la “catequesis de la insinuación”. Y es la catequesis de la “iluminación”, de la “esperanza”, de la benévola apertura al porvenir

6.2.4. Con jóvenes, impulsar.

La orientación vocacional casi definitiva es propia de los estadios académicos y sociales juveniles. Se realizan las opciones firmes en el tipo de estudios y se acogen las experiencias sociales que definen la persona para el provenir. Son posibles las aportaciones altruistas, los compromisos incipientes no definitivos en trabajos sociales, las influencias personas ante los gestos o los hechos de personas admiradas, etc.

La buena orientación profesional en el tiempo juventud es un servicio necesario para que la persona opte ante la vida, sin precipitaciones pero sin demoras desconcertantes y empobrecedoras. Y en ese contexto se debe situar la catequesis vocacional como iluminación y apoyo en sus actitudes y posicionamiento eclesiales.

No se deben excluir, en la presentación del mensaje cristiano ante los jóvenes, las invitaciones claras y las insinuaciones oportunas hacia opciones valientes: sacerdocio y vida religiosa, compromisos apostólicos fuetes, servicios y entregas a los necesitados.

De forma especial estas ofertas y aperturas se pueden y deben presentar a quienes denoten mas elevados valores espirituales y posean riquezas morales y sensibilidad eclesial elevada, todo lo cual dependerá en gran medida de la buena catequesis anterior recibida en familia, en la escuela, en la parroquia, en diversos grupos cristianos.

Todo joven cristiano debe alguna vez en su camino encontrar la invitación a “dejar lo que tiene y seguir a Cristo, si es que quiere ser perfecto”, sobre todo en los momentos en que se pregunta “lo que debe hacer para ir a la vida eterna”.

Es hora de “la catequesis de la invitación y de la oferta”.

6.2.5 Con adultos, acompañar

Las llamadas a la perfección y al com­promiso cristiano apostólico se pro­longan como posibilidad a lo largo de toda la vida. La renovación vocacional, en sentido altruista, no terminan nunca mientras el cristiano camina en este mundo. Con todo hay momentos en los que pueden surgir con especial significación: cuando se inicia una vida matrimonial y los propios hijos aparecen en lonta­nanza, cuando una necesidad social golpea en la conciencia sensible, cuando una jubilación laboral permite disponer de tiempo libre abundante, etc.

Es interesante ofrecer también en esos estadios adultos de la vida, determinadas invitaciones e insinuaciones hacia un mejor servicio eclesial.

Todos pueden escuchar en determinado momento alguna especial llamada al apostolado y al servicio: misiones y ministerios, diaconados y compromisos samaritanos, reorientación de la propia vida en aras de un mayor amor al prójimo, etc.

Por otra parte, en una sociedad cambiante y móvil como es la moderna, tan dependiente de los factores imprevistos de transformación, debidos a la cultura audiovisual y a los estí­mulos de la tec­nologí­a, la buena catequesis nunca termina del todo, sino que acompaña siem­pre a las personas y a laf colectivi­dades.

Todo momento de la vida es bueno para reactualizar una “catequesis de las llamadas eclesiales, de los compromisos personales, de los ví­nculos institucionales”.

Salva al hombre, Señor, en esta hora
horrorosa, de trágico destino;
no sabe a dónde va, de dónde vino
tanto dolor, que en sauce roto llora.

Ponlo de pie, Señor, clava tu aurora
en su costado, y sepa que es divino
despojo, polvo errante en el camino;
mas que tu luz lo inmortaliza y dora.

Mira, Señor, que tanto llanto,
arriba en pleamar, oleando a la deriva,
amenaza cubrirnos con la Nada.

¡Ponnos, Señor, encima de la muerte!
¡Agiganta, sostén nuestra mirada
para que aprenda, desde ahora, a verte!

Blas de Otero 1916-1979

Catequesis vocacionales modélicas

a) El Joven desanimado: COBARDIA: (Mt 19. 16-26; Mc. 10. 17-31; Lc. 18. 18-30)

1. Acercamiento a Cristo

Un joven, un hombre, que busca y se acerca: “Maestro bueno”… Sólo Dios es bueno
2. Interrogatorio oportuno: †œQué debo hacer para obtener la vida eterna…†

– Cumplir los mandamientos: no matar, no robar…

– Declaración de honradez: los he cumplido…

– Invitación a la perfección: “Si quieres ser perfecto, deja y ven.”
3. Reacción de huida: “Al oí­rlo, bajó la cabeza y marchó muy triste.”
4. Criterios de Jesús: Sobre la riqueza y la vocación. “Que difí­cil que los ricos vayan al cielo”
5. Enseñanzas: Para Dios todo es posible, hasta eso. La invitación a “algo más” viene de Jesús.

b) El Recaudador elegido: VALENTíA: (Mt. 9.9-12; Lc. 5.27-32; Mc 2.13-17)

1. Mateo, el publicano de los tributos. Sentado y con mala fama, recaudador.
2. Invitación de Jesús, “al pasar.” Sencilla, clara y contundente: “Sí­gueme.”
3. Respuesta generosa, firme, “al momento.” Se levantó, dejó todo, lo siguió.
4. Celebración de la fiesta.

En su casa, una comida: llena de publicanos. Las murmuraciones de los “puros” abundan.

La respuesta de Jesús es contundente.

“Los enfermos son los que precisan médico.”

5. Enseñanzas de la fidelidad.

Condición para seguir a Jesús: la generosidad. Mateo, hombre desprendido, valiente, audaz.
Mateo, apóstol desinteresado, culto, abierto. Mateo, proclamador entusiasta del Evangelio.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

DJN
 
SUMARIO: 1. Tipologí­a de los relatos de vocación en los evangelios.1.1. El tipo “Marcano”. 1.2. El tipo “Q”. 1.3. El tipo “Joánico”. 1.4. Visión de conjunto de los tres tipos de relato. -2. Tradiciones históricas sobre la llamada de Jesús. 2.1. Tradiciones históricas en los pasajes de Marcos. 2.2. Tradiciones históricas en los pasajes de Q. 2.3. Tradiciones históricas en los pasajes de Juan. 2.4. Valor histórico de las tradiciones sobre la llamada de Jesús: Ambientación. Destinatarios. Iniciativa. Finalidad. Exigencias. Respuesta. – 3. Significado y alcance de la llamada de Jesús. 3.1. La llamada de Jesús (Los hechos). 3.2. Llamada y seguimiento en el mundo de Jesús (el contexto). 3.3. Rasgos caracterí­sticos de la llamada de Jesús (el significado).

Según los evangelios, Jesús comenzó su ministerio público reuniendo en torno a sí­ un grupo de discí­pulos, para que le acompañaran y le ayudaran en la tarea de anunciar y hacer presente el Reinado de Dios. La relación entre aquellos discí­pulos más cercanos y Jesús estuvo determinada por esta experiencia vocacional, que es clave para entender su proyecto y el movimiento religioso a que dio lugar.

Los evangelios coinciden en este dato básico, pero difieren a la hora de narrar las circunstancias y la forma en que aconteció dicha llamada. Por eso, el primer paso para comprender el sentido de la llamada de Jesús ha de ser un análisis de la tipologí­a de los relatos vocacionales que encontramos en ellos.

1. Tipologí­a de los relatos de vocación en los evangelios
La escena vocacional que más ha penetrado en la memoria colectiva de los cristianos es aquella en la que Jesús, pasando junto al lago de Galilea, encuentra a dos parejas de hermanos y, sin mediar palabra, les invita a dejar su oficio y su familia para seguirle y convertirse en “pescadores de hombres” (Mc 1,16-20 par.). Sin embargo, éste no es el único relato vocacional que encontramos en los evangelios. Hay al menos otros dos que difieren entre sí­ y con respecto al de Marcos en detalles importantes: uno procede de la Fuente Sinóptica de Dichos, o Documento Q (Lc 9,57-62 par.) y el otro se encuentra en el evangelio de Juan (Jn 1,35-51). En realidad, estos tres pasajes representan tres tipos de relatos vocacionales, que corresponden a tres tradiciones diferentes e independientes entre sí­.

1.1. El tipo “Marcano”
En el evangelio de Marcos hay tres pasajes que responden con pequeñas variantes a un mismo tipo de relato vocacional: Mc 1,16-20 par.; Mc 2,14 par.; Mc 10,21-22 par. El primero de ellos está compuesto por dos apotegmas (breve relato biográfico con una punta anecdótica o llamativa), que tal vez hayan tenido una existencia independiente en la tradición: la llamada de Pedro y Andrés (Mc 1,16-18) y la de Santiago y Juan (Mc 1,19-20). Estos dos apotegmas son el ejemplo más representativo del tipo marcano. La vocación de Leví­ (Mc 2,14) sigue un esquema muy parecido, con la única diferencia de que en este caso el llamado es uno, y no dos. En este grupo podrí­a incluirse el final del encuentro de Jesús con el hombre rico (Mc 10,21-22), pues contiene una invitación explí­cita de Jesús a seguirle.

Estos pasajes tienen en común una serie de rasgos que caracterizan al tipo marcano de relato vocacional. En primer lugar, hay una ambientación precisa: la llamada tiene lugar en Galilea al comienzode la actividad pública de Jesús. En segundo lugar, se revela la identidad de los que son llamados, mencionando sus nombres, su situación familiar y su oficio. En tercer lugar, la iniciativa parte de Jesús, que elige a quienes quiere llamar sin dar ninguna explicación. Por otro lado, la llamada exige una ruptura con la situación anterior, que se materializa en el abandono de los parientes, del trabajo, y de las propiedades, todos ellos elementos constitutivos de la casa en la sociedad helení­stico-romana. La finalidad de la llamada es doble: seguir a Jesús y colaborar en su tarea (llegar a ser “pescadores de hombres”). Finalmente, excepto en el caso del hombre rico, que representa el ejemplo negativo, la respuesta a la llamada de Jesús es inmediata e incondicional.

Se trata de relatos muy esquemáticos, en los que todo sucede con gran rapidez. En ellos se produce una cierta aceleración narrativa que culmina con el impacto de la respuesta, sea ésta positiva o negativa. El de los primeros discí­pulos, además, está situado en el mismo comienzo de la actividad de Jesús, de modo que resulta inevitable preguntarse cómo es posible que aquellos pescadores respondieran tan rápidamente a su llamada y lo dejaran todo si no le conocí­an ni habí­an oí­do hablar de El. Es evidente que tanto la redacción actual de estos apotegmas, como su colocación al comienzo de la actividad de Jesús, responden a intenciones de tipo pastoral o catequético. Pero al mismo tiempo parece también claro que en ellos se han conservado recuerdos históricos de la llamada de Jesús a sus discí­pulos.

1.2. El tipo “Q”
Entre los dichos que Mateo y Lucas tienen en común (Fuente Q) encontramos tres pequeños apotegmas vocacionales que actualmente se encuentran unidos, pero que tal vez pudieron haber tenido un origen independiente: Lc 9,57-58. 59-60. 61-62 par. Aunque Mateo ha conservado sólo dos de ellos, es muy probable que los tres se encontraran en la fuente que utilizaron ambos evangelistas. El principal interés de estos tres pequeños relatos es subrayar las exigencias del seguimiento, pero los tres se refieren al momento inicial de dicho seguimiento y son, por tanto, relatos vocacionales.

En el primero de ellos (Lc 9,57-58 par.) uno se acerca a Jesús y manifiesta su determinación de seguirle adondequiera que vaya. Jesús le responde invitándole a repensar esta decisión, pues tendrá que vivir como él, sin domicilio fijo. En el segundo (Lc 9,59-60 par.), otro personaje anónimo le pide permiso para ir a enterrar a su padre, pero Jesús le responde que es mucho más urgente seguirle a él que realizar esta sagrada obligación. Finalmente, en el tercero (Lc 9,51-52), otro le pide permiso para ir a despedirse de su familia, y Jesús se lo niega, mostrando que el seguimiento debe anteponerse a las obligaciones vinculadas al parentesco.

A pesar de las diferencias que existen entre ellos, los tres episodios poseen una serie de elementos en común que los distinguen de los otros dos tipos de relato vocacional. En primer lugar, no poseen una ambientación geográfica precisa. Tanto Lucas como Mateo los han situado en un momento avanzado del ministerio de Jesús y no al comienzo como hacen Marcos y Juan, pero los apotegmas originales no contení­an indicaciones de lugar ni de tiempo. En segundo lugar, no hay referencia alguna a la identidad de los candidatos a discí­pulos, pues la identificación de Mateo con “un maestro de la Ley” y “otro de sus discí­pulos” es claramente secundaria. En tercer lugar, la iniciativa parte de los discí­pulos y no de Jesús. Tan sólo en la versión lucana del segundo episodio Jesús toma la iniciativa, pero es claro que se trata de una modificación de Lucas, y que Mateo ha conservado mejor el tenor original del episodio. Son los futuros discí­pulos los que se dirigen a Jesús para mostrarle su deseo de seguirle. La respuesta de Jesús es también un rasgo caracterí­stico de este tipo de relato. Está centrada en las exigencias del seguimiento: vivir sin domicilio fijo, renunciar a las obligaciones familiares más sagradas (no enterrar al padre) y renunciar a la aprobación paterna sobre la decisión de seguir a Jesús (ése es el objeto de la despedida de que habla la tercera escena). Finalmente, la respuesta de los futuros discí­pulos no tiene interés alguno en estos relatos y ni siquiera se reseña.

1.3. E/ tipo “Joánico”
En el evangelio de Juan encontramos también algunos relatos que reflejan la experiencia vocacional. Estos relatos tienen una naturaleza y unas caracterí­sticas que los distinguen de los anteriores. El encuentro de Jesús con sus primeros discí­pulos se encuentra en la primera sección del evangelio (Jn 1,19-2,11), en la que se escenifica un proceso de fe. La sección está articulada en una sucesión de siete jornadas (Jn 1,29. 35. 43; 2,1), en las que el testimonio de Juan Bautista da lugar a la adhesión de los discí­pulos, cuya fe se completa al contemplar el primer signo de Jesús en Caná (Jn 2,11).

La “vocación” de estos primeros discí­pulos se encuentra en la tercera y cuarta jornada de este itinerario. En la tercera (Jn 1,35-42), Juan Bautista proclama en presencia de sus discí­pulos su testimonio sobre Jesús. Los discí­pulos (Andrés y otro del que no se dice el nombre) se acercan a Jesús, y después de estar con él deciden seguirle. Enseguida Andrés encuentra a su hermano Pedro y le lleva hasta Jesús. En la cuarta jornada (Jn 1,43-51), Jesús invita a Felipe a seguirle y éste, lo mismo que Andrés en la escena anterior, encuentra a Natanael y le lleva hasta Jesús. Las dos escenas tienen una estructura paralela, y lo que más resalta en ellas es la cadena de testimonios, que provocan el acercamiento a Jesús.

Comparados con los dos tipos precedentes, estos relatos poseen una serie de rasgos caracterí­sticos. En primer lugar, la llamada está ambientada en Judea, y tiene como contexto vital el grupo del Bautista y sus discí­pulos. En segundo lugar, la iniciativa no la toma normalmente Jesús (sólo en el caso de Felipe hay una invitación directa), ni tampoco aquellos que se convertirán en discí­pulos, sino otros que dan testimonio acerca de Jesús (el Bautista, Andrés y Felipe). Sólo después de este testimonio se da un acercamiento a Jesús y un encuentro con él. Llama la atención también la escasa atención que se presta a las exigencias del seguimiento, prácticamente inexistentes. Por otro lado, da la impresión de que el seguimiento tiene como único objetivo estar con Jesús y creer en El. Tan sólo en la imposición de un nuevo nombre a Pedro (Cefas) podrí­a entreverse una finalidad instrumental que pudiera implicar una misión hacia otros. Finalmente, la respuesta de los que se encuentran con Jesús es el seguimiento, la fe y, sobre todo, una confesión mesiánica.

1.4. Visión de conjunto de los tres tipos de relato
El siguiente cuadro recoge en forma sintética las caracterí­sticas más notables de los tres tipos de relatos vocacionales que encontramos en los evangelios:

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

La vocación es una palabra que nos es dirigida, una semilla que nace y crece dentro de la relación con Dios; cuando la relación y el diálogo se cortan, la vocación se debilita. La vocación es aceptar un diálogo en el que yo no digo ni la primera ni la última palabra: sólo tengo que contestar. Lo importante es aceptar el diálogo. ¿Cómo facilitar, entonces, el diálogo, haciendo que, por ejemplo, nuestra oración o búsqueda de una vocación no sea un simple monólogo? No hay otro camino que el de tomar en serio la palabra de Dios como Palabra, dejarla hablar, darle prioridad, y después contestar. Tomar en serio la Escritura como palabra dirigida a mí­, como inicio del diálogo vocacional, y mantenerme en este diálogo. Sin una meditación diaria, perseverante, de la Palabra de Dios, hecha a ¡o mejor durante un tiempo breve pero constante, es difí­cil entrar y después crecer en el diálogo vocacional, es difí­cil dejar la puerta abierta a la Palabra.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

El término vocación ha tomado diversos significados en la cultura contemporánea, poniendo siempre en el centro, con diversas modalidades, a la persona. Por vocación se entiende en primer lugar el “proyecto de vida† que elabora cada uno sobre la base de sus múltiples experiencias y en la confrontación con un sistema coherente de valores que dan sentido y dirección a la vida del individuo.

El término vocación, en sentido más amplio, puede significar la inclinación hacia una profesión determinada, un conjunto de aptitudes o cualidades que llevan hacia opciones concretas, o también el papel, la tarea y la misión que una persona se siente llamada a desempeñar en beneficio de los demás.

En el terreno religioso, vocación indica la llamada por parte de Dios, como iniciativa suya amorosa, y la respuesta de la persona en un diálogo amoroso de participación corresponsable. El problema de la vocación se presenta, por tanto, como una realidad compleja. Para poder ser entendido completamente, debe considerarse por tanto desde un doble punto de vista:
por parte de Dios y por parte del hombre. Vista desde la perspectiva de Dios, la vocación se presenta como la iniciativa de Dios que se da y que al darse llama. Por parte del hombre, la vocación es una invitación, una interpelación a la que hay que dar una respuesta. Por consiguiente, la vocación es un don que se realiza en un diálogo: presupone la iniciativa de Dios y solicita una respuesta del hombre. En esta óptica el concepto vocacional se presenta como: diálogo relacional, en cuanto que se desarrolla en la relación entre Dios y el hombre; – dinámico-evolutivo, vinculado al desarrollo de la persona humana, que se ve comprometida en la vocación; – histórico-cultural, en cuanto que el hombre, que se ve comprometido en la vocación, está llamado a dar su respuesta en el contexto histórico y cultural concreto en que le ha tocado vivir.

1. Vocación común vista por parte de Dios.- El primer protagonista de la vocación es Dios, al que la Biblia indica como “el que llaman (Rom 9,1 1; cf. Gál 5,8: 1 Pe 1,15). La vocación de Dios tiene estas caracterí­sticas fundamentales : – Es un acto de elección de la voluntad libre de Dios. Dios, por propia iniciativa, dirige su amor al hombre escoguiéndolo desde antes de nacer (cf. Jr 1,5: Gál 1,15) y alcanzándolo en su vida cotidiana, sea cual fuere su realidad personal, material, espiritual, y sean cuales fueren las circunstancias concretas en que el hombre, por su propia responsabilidad, llega a encontrarse en el camino de su vida (Jr 1 ,6-7. Gál 1 ,1314; Ef 1,3-14).

– Es un acto de amor creativo, personal y único. Dios llama a una persona por su nombre (1s 43,1). “Llamar†, “dar el nombre a una cosan significa en el lenguaje bí­blico hacerla existir.

Dios, al llamar al hombre, lo crea según el proyecto de vida que ha pensado para él- (Gn 17 5; 1s 45,4; Jn 10,328). Dios establece entonces una relación personal y original con el hombre de tal categorí­a que puede decir como Newman: ” He sido creado para hacer o para ser algo para lo que nunca nadie ha sido creado. Poco importa que yo sea rico o pobre, despreciado o estimado por los hombres. Dios me conoce y me llama por mi nombre. De alguna manera soy tan necesario en mi puesto como un arcángel en el suyo†.

– Es un aspecto de la revelación divina. Dios se pone a la altura del hombre y entabla un diálogo con él para manifestarle quién es, qué lugar ocupa y qué es lo que Dios ha previsto en su plano para él. La llamada tiene un carácter programático, es decir, comunica al hombre el proyecto de Dios sobre él para orientar su existencia: es autoritativa, en el sentido de que vincula al hombre de una forma irrevocable: es transformadora, ya que da al que ha sido llamado la fuerza eficaz para la respuesta; es judicial, en cuanto que ilumina sobre el sentido justo que debe tener la vida de la persona llamada.
– Es una realidad dinámica. Dios llama al hombre en cada instante de su vida. La vocación es, por tanto, una realidad vital que se desarrolla progresivamente en un diálogo entre el Señor que no cesa de llamar y el creyente que no cesa de responder. Este diálogo comienza en el tiempo y termina en la eternidad (LG 48).

– Es un don universal. Dios llama a todos los hombres (cf. LG 2; AG 2: GS 22).

– Es un don para una misión. Dios llama a cada uno para que sea la manifestación de su amor a la humanidad. Por eso Dios llama para enviar a cada uno al servicio de sus hermanos, determinado por los dones particulares con que lo ha enriquecido (cf. Ex 3: 4,1-19; LG 11; AG 2, 5,36).

2. Vocación y vocaciones.- El concepto de vocación es hoy más amplio que la noción que durante tantos años significaba sólo las vocaciones sacerdotales y religiosas. La vocación, en el sentido actual de la palabra, interesa a todos: a los adolescentes, a los jóvenes y a los adultos. Desde el punto de vista teológico, el discurso sobre la vocación se articula hoy de esta manera:
vocación a la vida. vocación a realizar la propia vida en Cristo y en la Iglesia, las vocaciones especí­ficas en la Iglesia.

La llamada a la vida. La primera gran vocación se identifica con la llamada a la vida. Toda vida es vocación; por esta vocación, que es personal, el hombre puede vivir en comunión con Dios, siendo capaz de dialogar con él, de colaborar con él. El hombre creado a imagen de Dios está llamado por vocación a realizarse a nivel individual y comunitario en alianza con él.

La llamada a la vida con Cristo. El punto culminante de la vocación es la llamada a la unión con Cristo. La llamada de Dios Creador, que se dirige a cada uno de los seres humanos, se concreta históricamente en la llamada a la salvación universal en Cristo, hacia el que tiende toda la historia como término y modelo. La elección-vocación del hombre en Cristo es personal y está inscrita desde siempre en un proyecto que el Padre tiene para él. Esta llamada a realizar la propia vida en comunión con el Padre por medio de Cristo en el Espí­ritu Santo es la suprema realización individual y comunitaria del hombre. Esta llamada se actúa en la Iglesia, que es el “sacramento† de salvación para todos los hombres (LG 1).

Todo cristiano ocupa en la Iglesia su propio lugar y realiza su propia misión por medio del don particular recibido del Espí­ritu Santo. Este don del Espí­ritu Santo, llamado carisma, es lo que especifica, lo que hace personal e irrepetible la vocación idéntica de todos.

De la variedad de carismas nacen las diversas ocasiones especí­ficas: por eso se puede hablar no sólo de la vocación, sino de “las vocaciones†. Todo cristiano, para ser auténtico protagonista en la Iglesia, tiene que comprometerse a descubrir y a realizar su propia vocación especí­fica.

3. Las vocaciones especí­ficas en la Iglesia.- Además de la vocación común a la vida y a la comunión con Cristo en la Iglesia, hay vocaciones especí­ficas que constituyen en la Iglesia los elementos básicos de su vida y de su misión. Estas vocaciones son la respuesta que el Espí­ritu Santo da a las nuevas necesidades de la Iglesia. Las vocaciones especí­ficas con que el Espí­ritu Santo ha enriquecido actualmente a la Iglesia se pueden subdividir en dos grandes categorí­as :
vocaciones a los ministerios eclesiales, es decir, a los servicios destinados directamente al bien de la comunidad cristiana: ministerios ordenados (episcopado, presbiterado, diaconado) , ministerios instituidos (lectorado, acolitado), ministerios de hecho (por ejemplo, los ministros extraordinarios de la eucaristí­a, los catequistas, etc.); – vocaciones a las formas de vida, es decir, modos de actuar la vocación cristiana en diversas condiciones de vida: matrimonio cristiano, viudez, consagración en los institutos seculares, virginidad y celibato con vistas al Reino de los cielos.

Toda vocación especí­fica es limitada, ya que expresa solamente una parte de la riqueza de los dones de Cristo.

Por eso toda vocación especí­fica tiene necesidad de todas las otras vocaciones : las diversas vocaciones especí­ficas son complementarias, se completan mutuamente. Este hecho requiere en primer lugar el conocimiento de las diversas vocaciones con las que el Espí­ritu Santo enriquece hoy a la Iglesia; en segundo lugar, la comprensión de otras vocaciones que no son las nuestras, pero que forman parte de la Iglesia; en tercer lugar, el aprecio de todas las vocaciones. La Iglesia debe preocuparse del desarrollo de todas las vocaciones que suscita el Espí­ritu Santo para su bien. Todas las vocaciones están al servicio del crecimiento; son modalidades diversas que se unifican profundamente en el †œmisterio de la comunión” de la Iglesia. De esta manera, el misterio único e idéntico de la Iglesia revela y revive en la variedad de las vocaciones la riqueza infinita del misterio de Cristo.

T Bargiel

Bibl.: L. Coenen, Llamada. en DTNT III, 914; G. Emonnet, Vocación cristiana en la Biblia, San Pablo, Madrid 1970; L, González Quevedo – E, Martí­nez, Vocación, en DTVC, 1824-1887, A, Guerra, Vocación, en CFP lO44-1O52~ L, M. Rulla, Psicologia profunda y vocación, 2 vols., Atenas. Madrid 1984i985; J de Sahagún Lucas, La vida sacerdotal y religiosa. Antropologia y existencia, Atenas, Madrid 1986.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Metodologí­a: 1. Observación inicial; 2. Autonomí­a vocacional; 3. Diferencias vocacionales; 4. En la raí­z del problema; 5. Dos consecuencias importantes – II. Camino de la vocación: 1. El Dios que llama: a) La voz de la sangre, b) El ambiente, c) La historia; 2. El hombre que responde: a) Dificultad de la respuesta vocacional. b) Apertura a los demás, c) Dominio del ambiente, d) Acompañar la respuesta.

Las páginas que siguen hablan de la vocación o llamada en general. Esta palabra puede ser en estos años un “test” importante. En el enfoque que se dé al estudio de esta palabra se manifestarán posturas encontradas de no escasa importancia para la espiritualidad. Seremos breves en la exposición por razones obvias, que entenderá en seguida el lector.

I. Metodologí­a
Al abordar el tema de la vocación, quizá lo más importante sea la metodologí­a. Es ésta la que parece debe ser cambiada radicalmente. Todo lo demás dependerá de aquí­. Dependerán tanto los temas como su desarrollo. En los siguientes puntos puede quedar reflejada la problemática metodológica de la vocación mirada desde el punto de vista cristiano, ángulo al que, lógicamente, no queremos renunciar.

1. OBSERVACIí“N INICIAL – Ojeando diversos diccionarios de ciencias eclesiásticas, el lector puede observar estas distintas posturas ante la palabra vocación: o que no estudian la palabra, o que en su desarrollo cuentan sólo o muy particularmente la llamada vocación sagrada, encarnada en la consagración religiosa y en el ministerio jerárquico. Puede incluso observarse que cuando ha sido ampliado el campo de los ministerios, dando nacimiento a ministerios laicales, éstos parecen ministerios jerárquicos de segunda clase. Introducen casi en un estado personal distinto y relacionan con unos contenidos tí­picamente sacrales.

Estas diferencias insinúan que algo sucede en la metodologí­a del estudio vocacional. Porque la situación, una situación tan diferente, es realmente anómala.

2. AUTONOMIA VOCACIONAL – En una primera observación, lo que se capta es que la vocación no tiene autonomí­a, sino que desaparece ante ciertas vocaciones, concretamente ante la vocación religiosa y sacerdotal. Y esto es grave. Siempre que una realidad es enunciada con un sustantivo y un adjetivo, tal realidad tiene en el sustantivo su fuerza fundamental y la dirección radical de sí­ misma. El sustantivo se convierte en nodriza que alimenta al adjetivo. Cuando sucede al revés, las cosas no funcionan. Pongamos el ejemplo de la palabra y realidad hombre: cuando en el hombre blanco-negro, ilustrado-ignorante, pobre-rico, etc., es el adjetivo el que configura al sustantivo, entonces nacen los racismos y la destrucción del hombre. Cuenta sólo o principalmente aquello que es separable del hombre, no el hombre mismo. La naturaleza humana es postergada, olvidada y desnaturalizada.

Desde esta concreción -que no simple ejemplo- podemos comprender lo que sucede en el mundo de la vocación. Cuando el acento (=la importancia, metodologí­a, dirección, etc.) recae en el adjetivo (religiosa, sacerdotal) y no en el sustantivo (vocación), entonces tiene lugar la destrucción de la vocación. Cualquier desarrollo que se haga estará radicalmente viciado.

3. DIFERENCIAS VOCACIONALES – Si no debe acentuarse el adjetivo en detrimento del sustantivo, sí­ debe, no obstante, enunciarse y pronunciarse. En psicologí­a diferencial es precisamente esto lo que se recuerda y estudia. Lo que parece no tener importancia capital puede tener, sin embargo, importancia provincial. El sexo, la edad, la geografí­a, etc., tienen innegable incidencia sobre la configuración de la persona. Si no tuviéramos en cuenta estas diferencias, estarí­amos ante un personalismo impersonal.

Lo mismo sucede con la vocación. No por acentuar la vocación se niegan las vocaciones. Todo lo contrario. Al menos así­ deberí­a ser. La vocación no existe más que en supuestos concretos y no es una entelequia.

4. EN LA RAIZ DEL PROBLEMA – ¿Dónde radica el problema de la manipulación del concepto de vocación? Dicho con palabras más claras: ¿por qué los adjetivos religiosa, consagrada, ministerial, han anulado prácticamente el concepto de vocación?
La respuesta, en el fondo, parece bastante sencilla: a mi modo de ver, ha sido el P. M.-D. Chenu quien mejor la ha formulado desde su misma raí­z: “Por un equivocado sobrenaturalismo, algunos teólogos -católicos y protestantes, éstos en mayor número- escindieron la realidad al reducir la profesión a la naturaleza para enaltecer la vocación como una gracia”*. Aquí­ parece radicar el núcleo del problema. Mientras no se supere esta dicotomia tan arraigada en el mundo (incluso la mayorí­a sacralizada de nuestro mundo desacralizado), continuaremos encarnando la vocación en realidades “religiosas”, dejando para las “profanas” (por más dignas e ineludibles que sean) la profesión.

5. DOS CONSECUENCIAS IMPORTANTES – Asumido en su raí­z el problema, se pueden enfrentar cuestiones importantes. Por ejemplo, la ampliación del campo de la vocación. Ahora puede y debe aumentar considerablemente este campo. Vocación viene a identificarse con profesión, y ésta con presencia del hombre en el mundo, respondiendo al puesto que en él debe ocupar. Cualquiera que sea ese lugar y esa tarea que el hombre asume consciente de que es la suya, es vocación. El carácter sagrado o profano no es constitutivo de la vocación; y, por lo tanto, tampoco destructivo de la misma. Según se entienda de una manera o de otra, podrá ser diferencial de un tipo concreto de vocación, pero no de la vocación en sí­.

También se despejan las relaciones entre consagración y destino. La vocación ha sido considerada como proveniente de Dios y destinada a él directa e inmediatamente. Esto implicaba una consagración. Era una reserva que Dios se hací­a de una persona, como parecí­a hacérsela de una cosa (un cáliz, un lugar, etc.). Aquella persona quedaba desligada de cualquier otro destino; la santidad de Dios poní­a instintivamente el veto a relacionarlo con realidades profanas. En cambio, la profesión parecí­a venir de la naturaleza, como si fuera de otra galaxia, y era destinada directa e indirectamente a la tierra. El mundo se dividí­a en dos partes muy diferentes, por no decir contrarias, y cada una de ellas explicaba la presencia de una parte de la humanidad.

En esta nueva visión hay que llamar la atención sobre el origen común de toda vocación (cualesquiera que sean las mediaciones, como veremos después) y sobre el destino terreno de toda vocación. Los carismas, los dones, las vocaciones se dan para común utilidad de los hombres que viven en la tierra, cualquiera que sea la dimensión humana a la que va a afectar una determinada vocación o profesión.

II. Camino de la vocación
Haciendo camino se conocen y descubren las cosas. Caminando se encuentran rincones que no aparecen más que en el acercamiento a la realidad tal y como es. Aquí­ queremos utilizar este método para entrar en lo que es la vocación: ver cómo nace y cómo crece esto que llamamos vocación, ya en el sentido y extensión que tiene en estas páginas.

Vocación suele identificarse con llamada. Pero quizá esta identificación no sea exacta. Aunque no vamos a detenernos en probar lo contrario, sí­ puede decirse que la vocación es el resultado de una llamada y una respuesta. Y por más que la llamada sea lo primero y principal, no puede, sin más, identificarse vocación y llamada. Por eso continuamos utilizando la palabra vocación.

1. EL DIOS QUE LLAMA – Para un cristiano es claro que quien llama es Dios. Sólo Dios puede entrar en la vida del hombre con una voz imperiosa; sólo él puede arrogarse proponer al hombre un destino que afecta a toda su vida. Para un cristiano, Dios es Padre del hombre, con una paternidad muy cercana al hijo, pero también muy distante a la vez: inmanente y trascendente al mismo tiempo. Y por eso la llamada se hace necesaria, porque la distancia es siempre larga. Voz y vocación tienen la misma raí­z y ambas palabras se unen en Dios que llama.

Pero no todo está dicho con ello. Se hace preciso descubrir los caminos en los que Dios se encuentra apostado para vocear al hombre que pasa por ellos. Porque al afirmar que Dios está en el principio de la vocación, no lo entendemos como si Dios llamase siempre directa e inmediatamente. Es cierto que Dios puede llamar así­, y que la historia puede testificar variadas vocaciones que tienen su origen en ese lenguaje no formado de Dios. Pero también parece indiscutible que el sobrenaturalismo se ha convertido en una obsesión cristiana y ha cerrado prácticamente otros muchos caminos a Dios, como si Dios no tuviese otros senderos por los que acercarse al hombre. Se hace preciso rescatar en el mapa vocacional estos senderos, porque, además, parece que son los más transitados.

No hay razón para que sea de otra manera. Y hay razones fundamentales para que sea así­. Dios utiliza los medios normales, y está presente en ellos como instigador y conductor de los hombres. El cristianismo es una religión de >mediaciones. Es ésta una verdad que, siendo central, con frecuencia no ha llegado siquiera a ser periférica.

Entre los principales caminos vocacionales, o en los que Dios deja oí­r su voz, cabe destacar los siguientes:

a) La voz de la sangre. ¿Por qué la voz de la sangre va a ser mirada instintivamente como contraria a la voz de Dios? Las palabras carne y sangre arrastran una contradicción histórica con el Espí­ritu y, sea cual sea el significado que demos a estas palabras, parece que siempre las enfrentamos. En este sentido, quizá no sean muchos los que instintivamente asocien la llamada de Dios con la voz de la carne y la sangre.

Entendemos aquí­ por voz de la sangre la tendencia instintiva, el deseo í­ntimo y profundo que empuja hacia un modo de ser y estar, o que rechaza otro. Normalmente, aquí­ está la base de toda vocación, porque ni siquiera a regañadientes suele seguirse una vocación que rechaza la naturaleza en su más honda y decisiva tendencia.

Suele haber en el fondo de la persona una pulsión esencial hacia formas de ser y vivir fundamentales, encarnadas en variables no muy distintas, pero tampoco rí­gidamente separadas. Es como una primera zona amplia, no desdibujada, pero tampoco cerrada, dentro de la cual brotan distintas posibles vocaciones con aspectos comunes o al menos no opuestos radicalmente. Podrí­amos decir que es precisamente en esa zona donde se juegan las cinco o seis vocaciones fuertemente distintas que existen en la humanidad. No hablamos de vocaciones contrarias, sino de vocaciones distintas; porque es evidente que un mismo origen divino no se contradice, pero sí­ se ramifica y encarna en realidades diversas.

Este fondo y esta zona son el camino en que se oye la primera palabra vocacional. Más aún, ella misma es la primera palabra a ser persona vocacionada, cualquiera que sea el contenido o señalación que indique esa palabra. Por eso, pocos serán los que no encuentren obvio que cualquier llamada que choque frontalmente con los deseos más í­ntimos de una persona sana es’falsa alarma, en lugar de voz amiga e invitante. En la determinación de la naturaleza de la vocación y en el descubrimiento de las vocaciones, este camino debe ser explorado. Quizá actualmente lo sea más en las profesiones que en las vocaciones. Para nosotros, después de las consideraciones metodológicas que hemos hecho, tal diferencia deberí­a desaparecer.

b) El ambiente. Todos, o la inmensa mayorí­a, nos sentimos impulsados a vivir en una dirección, pero de manera vaga e imprecisa. Inicialmente gozamos de diversas posibilidades indefinidas que esperan del tiempo una precisión concreta. ¿Qué es lo que hace que esas posibilidades múltiples vayan reduciéndose en beneficio de una concreta, que crece y se impone a la conciencia inquisidora de la persona?
En la respuesta a esta pregunta deben entrar muchos factores; pero parece que uno de los que más influye es el ambiente. El ambiente es una de las mediaciones más concretas y a la orden del dí­a. Quizá porque el hombre es un ser social, que no puede pensarse al margen de la realidad humana que le configura como persona (y nadie se configura como persona sin haber descubierto y seguido, al menos en buena parte, la propia llamada).

Por ambiente entendemos aquí­ las relaciones personales que frecuenta el sujeto. La familia y la escuela, como primarios conocedores y configuradores de la persona, son quienes a veces de forma instintiva, a veces de manera buscada -y hasta un poco rebuscada o trabajosamente buscada-, van despertando y potenciando aspectos concretos, o concreciones determinadas, de la llamada general a que aludí­amos antes. Si el ambiente juega limpio, ayudando a dar este segundo paso, se habrá prestado un servicio particularmente delicado y difí­cil. La persona no suele tener el suficiente grado de madurez como para que pueda por sí­ misma tomar una decisión que casi siempre resulta ser de por vida. Y menos aún cuando se decide en la niñez o la adolescencia. Discernir una voz en un coro de voces no es algo que logre cualquiera. Es tarea que logra un profesional con suficiente formación y casi maestrí­a en la captación y distinción de sonidos.

La orientación profesional -hay que hablar de ella al recordar la vocación-ejerce aquí­ un servicio de inapreciable valor. Afortunadamente, en los últimos años este campo se ha visto primado de una manera poderosa. Es algo que va al ritmo del desarrollo de los pueblos. La orientación profesional no es la imposición de un camino concreto; es la presentación de los varios caminos posibles, con la ayuda necesaria, según los casos, para que la persona conecte con el que le es más connatural. La orientación profesional no intenta hacer un primer ministro ni un papa. Trata de que la persona asocie su vida a la polí­tica, economí­a, agricultura, filosofí­a, religión, etc., de acuerdo con lo que desde dentro pide cada naturaleza. Normalmente, un primer ministro o un papa son personas que no han equivocado su vocación radical, porque, de lo contrario, no habrí­an llegado al puesto que han subido. Pero la vocación no implica esos niveles, porque tampoco con sólo ellos se harí­an las cosas de la polí­tica y de la religión.

c) La historia. Al hablar aquí­ de la historia nos estamos refiriendo a los gozos y esperanzas… de los hombres de un tiempo determinado. Queremos decir que las necesidades y posibilidades de un tiempo determinado pueden concretizar la tendencia-compromiso-vocación de una persona. La historia se convierte así­ en importante mediación.

Es la historia la voz que quizá más y más cerca clama. Es quizá también la mediación que mejor puede ser constatada y la que mejor puede deshacer una especie como de mala conciencia o conciencia puramente naturalista que a veces atormenta a quienes estiman y proclaman la necesidad de las mediaciones humanas como camino de Dios.

En efecto. Si alguien piensa que estos criterios -concretamente el de la historia- son puramente naturales, en los que no aparece la presencia de Dios que llama, no olvide recordar vocaciones concretas y muy sonadas en la historia de la salvación, de las que testifica la misma Sda. Escritura. El caso de Moisés es paradigmático y no deberí­a ser olvidado con facilidad. En él aparece la historia como lugar no sólo en el que Dios se revela, sino incluso en el que se ve una especie como de exigencia y compromiso para el mismo Dios. “El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí­ y he visto, además, la opresión con que los egipcios los oprimen. Ahora, pues, ve; yo te envio…” (Ex 3,9-10).

Habrí­a que dar un paso más y constatar que la vocación de Jesús de Nazaret tiene esta misma explicación: la situación de los hombres y la inviabilidad de otros caminos por los que solucionar esos problemas le hace presentarse al Padre y decirle: “Heme aquí­, enví­ame”.

Las mejores vocaciones, pues, han funcionado desde la historia, o teniendo en la historia un lugar de revelación y llamada. Dios ha hablado a través de ellas. Pocas voces más reales y concretas, de las que no se suben por las nubes, sino que afianzan al hombre en los problemas que Dios trae entre manos.

2. El HOMBRE QUE RESPONDE – La palabra “acogida” está superando a la palabra respuesta. Es una palabra más moderna y con un claro sentido evangélico. Merece la pena mantenerla y no dejarla pasar antes de que haya sensibilizado al cristianismo, aunque sea en una mí­nima parte.

La respuesta a Dios que llama y se manifiesta no puede hacerse más que mediante la fe, que es obediencia o hacedora de la verdad de la palabra (“veritatem facientes in caritate”, Ef 4,15). La llamada señala o indica un camino, despierta o invita a caminar, fortalece la congénita debilidad humana. La acogida consiste en abrir la puerta a esa invasión de fuerza para que disponga y empuje a la persona hacia donde dicha fuerza impulsa.

En el estudio de la vocación es tan importante la respuesta como la llamada. Y, desde luego, mucho más preocupante, porque es la dimensión o aspecto que más suele fallar. Sobre la llamada, que al acercarse a la libertad del hombre deja de ser un indicativo o un imperativo para convertirse en un interrogante o, más correctamente, en un desiderátum, se cierne constantemente la debilidad humana, que hace de la libertad una ambigüedad muy a tener en cuenta. Tomar conciencia de la dificultad de la vocación y potenciar las posibilidades de una respuesta digna, así­ como desenmascarar sus impedimentos, es una tarea digna y necesaria en la penetración de la vocación.

a) Dificultad de la respuesta vocacional. A veces se tiene la impresión de que la respuesta a ciertas vocaciones es relativamente fácil. Hay quienes pueden pensar, y lo piensan sin duda, que ciertas respuestas son agradables y envidiables. Como también se piensa que hay vocaciones difí­ciles, que atemorizan. Lo normal es, ciertamente, que no todas las vocaciones o llamadas se presenten de la misma manera, ni afecten igualmente a los hombres, ni generen idéntica actitud en ellos. Pero resultarí­a muy sospechoso que identificásemos vocaciones fáciles con vocaciones profanas (profesiones) y vocaciones difí­ciles con vocaciones sacras (vida religiosa o ministerial jerárquica). Estarí­amos de nuevo ante una dicotomí­a que no se sostiene. Es preciso superar ciertos clisés que impiden una vida más normal y un acercamiento correcto a la existencia de los hombres. De lo contrario, estaremos abriendo cada vez más la fosa que divide a la Iglesia y al mundo sin fundamento (otra cosa es cuando exista el fundamento de una separación que tiene que reconocerse tal en virtud de la concepción y realización de la existencia humana).

La distinción no debe hacerse (al hablar de dificultad) entre vocación profana y vocación sagrada, sino entre vocación falsa y vocación auténtica. Los auténticos profesionales (profesiones o vocaciones profanas) han sido hombres que han dudado en su respuesta, a veces se han rebelado contra la llamada y en ocasiones han abandonado seguir (palabra muy vocacional) en la tarea comenzada (en ese hacer la verdad al que se sentí­an llamados). En todo caso, en la permanencia y en el desaliento que abandona, esas vocaciones auténticas son muy difí­ciles. Son vocaciones mantenidas en el acoso, la zancadilla, la envidia incluso de sus í­ntimos colaboradores, el recorte profundo de su libertad y de su tiempo, la dureza de las circunstancias externas, que alcanzan incluso a la familia. Y cuando esa respuesta o compromiso se asume conscientemente, en la independencia de poderes fácticos claramente satánicos (seamos duros aquí­), entonces la vivencia de esa vocación concreta es menos que envidiable. Puede ser un verdadero martirio.

Nos hemos detenido en la dificultad que comporta lo que suele llamarse profesión (polí­tico, economista, juez, etc.), porque es preciso introducir lenta pero inexorablemente la vida real de tantos cristianos -y tantos hombres-en el ruedo de la vocación, y con el fin de ayudar a superar esa dicotomí­a a que antes aludí­amos, y que dificulta radicalmente la recuperación del concepto y extensión de vocación, que es uno de los puntos que más nos interesa.

Hay que añadir, sin embargo, que la dificultad de la vocación no debe convertirse en un fantasma maligno y trágico. Hay que afirmar con la misma fuerza que toda vocación cuenta con una facilidad importante. Hay en toda persona vocacionada una serenidad interior que viene de fondos no siempre bien identificados y distinguidos, pero reales. Algo empuja desde dentro a realizar una tarea en la que se cree y en cuya entrega y realización va cobrando conciencia de plenitud o al menos de vida importante. Hay una especie de tensión de fuerzas entre algo que pugna por salir y expresarse en la vida y algo que se retrae ante el paso decisivo. Para constatarlo y darlo a entender, ahora recurriendo a un auténtico profeta (también los hubo falsos, con una componente distinta), acudamos a la experiencia de Jeremí­as. La suya, creo yo, es una experiencia vocacional que se repite más o menos abiertamente en todos los hombres sinceros: “La palabra de Yahvé ha sido para mí­ oprobio y befa cotidiana. Yo decí­a: `No volveré a recordarlo ni hablaré más en su nombre’. Pero habí­a en mi corazón algo así­ como fuego ardiente, prendido en mis huesos, y aunque yo trabajaba por ahogarlo, no podí­a” (Jer 20,8-9). Con diversos matices y referencias distintas, ésta puede ser la tensión que se crea en una persona que asume responsable y comprometidamente una vocación.

Por otra parte, toda opción -que esto es la respuesta vocacional- exige muchas renuncias. Renuncias a posibilidades que se veí­an cercanas, y que basta que sean verdaderas renuncias como para que estén constantemente ilusionando a quien las ha hecho con el señuelo de su nostalgia. Una opción se enuncia en forma positiva, ya que se escoge libremente un camino; pero no hay dificultad alguna en admitir realistamente que implica muertes. Quien elige (acto positivo de opción) ser médico renuncia -aunque no lo pronuncie o escriba ante notario- a ser abogado, ingeniero, militar, sacerdote, filósofo, etc. Es mayor la renuncia que la opción. Y todas estas vocaciones, como no han dado ningún disgusto, pueden ocasionar que se las mire desde lejos y sean eternos espejismos para quien eligió una vocación determinada. Es ésta una dificultad que se encuentra en el principio del camino y a lo largo del caminar. Es la dificultad de la limitación humana y. contra la nostalgia, una de las peores y más tercas tentaciones que sufre el hombre.

b) Apertura a los demás. Para hacer posible una respuesta o acogida que redondee la vocación, es preciso abrir radicalmente el hombre a los demás. Distintas filosofí­as propugnan un individualismo en el que difí­cilmente puede crecer esta apertura a los demás. Y sin apertura no es posible vocación alguna, que es don o carisma que se recibe para común utilidad (1 Cor 12,7). Desde una perspectiva cristiana, esto es indispensable en cualquier tipo de vocación posible.

Más que insistir en el libertinaje como abuso de la libertad, hay que insistir en el egoí­smo, egocentrismo y egolatrí­a como destrucción de toda posible conciencia de donación. Crecer desde el propio yo se identifica con frecuencia con crecer hacia el propio yo. Y esto no parece cristiano, aunque en el mundo de hoy exista el riesgo de que tal teorí­a se vea envuelta y presentada en una oferta agradable y cultural.

En cambio, las filosofí­as del yo-tú y la teologí­a del encuentro tratan de convencer a la persona de que es precisamente en la apertura a los demás, en el servicio y en los roces normales que se suscitan en la convivencia donde la persona se va configurando. No existe realización vocacional donde no se dé una apertura a los demás (habrí­a que precisar los diversos caminos de encuentro y relación para no condenar determinadas vocaciones que parecen aisladas del mundo, siendo en verdad una forma particular -a veces más difí­cil, pero posible- de relación con él).

Probablemente, no es conveniente insistir demasiado en esta misma filosofí­a, porque se correrí­a el riesgo de hacer de ella monopolio; y también aquí­ los monopolios tiranizan y en el fondo pueden desaparecer, dejando un hueco insalvable. Pero sí­ debe hablarse de ella y potenciarla sustancialmente. Un mundo que se mueve en gran medida por criterios de codicia y ambición, y que recibe en esa misma lí­nea la educación, no puede resultar cristiano. Hace mucho más dificil la de por sí­ arriesgada decisión de aceptar o acoger una vocación, una profesión, que se presenta como camino difí­cil.

c) Dominio del ambiente. Quien se preocupa de la respuesta a dar a quien llama, no puede quedarse o limitarse a las filosofí­as reinantes. Junto a la atención que se presta a las filosofí­as del yo exaltado (verdadero problema) y del yo-tú (solución de ese problema), es preciso insistir también en algunos aspectos preocupantes del ambiente, porque éste vincula demasiado al joven. La sociologí­a reconoce algunas calas negativas, especialmente peligrosas, en la juventud que se deja llevar: pasotismo, abandonismo, apatí­a, hedonismo insolidario, sí­ndrome babélico y sisifismo. Todo ello dificulta, cuando no anula, la respuesta.

Frente a ello es preciso despertar una militancia activa e ilusionada (no ilusa), trabajadora y altruista. Es una actitud que prepara a la donación comprometida.

d) Acompañar la respuesta. A lo largo de la vivencia de la vocación es preciso que ésta sea acompañada. Discernir la vocación no se agota en los comienzos de la misma. Es algo que continúa a lo largo de toda la vida, aunque en dimensiones distintas. También es acto de discernimiento precisar si un paso a dar va en el camino de la vocación asumida o se sale de él.

El discernimiento resulta prácticamente imposible para una sola persona [>Discernimiento]. Distinguir adecuadamente la voz de la Verdad en el inmenso concierto de voces que con frecuencia amenazan ahogarla (y así­ puede ser definido el discernimiento, es obra sólo de músicos muy aventajados o de directores muy expertos, no del común de los aficionados. La mayor parte de los hombres necesita de los demás para que en un mecanismo relativamente complicado y sobre todo prolongado -por no decir permanente-cada uno pueda responder con visos de acierto.

J. Manuel Cordobés
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

SUMARIO: I. La vocación en el AT: 1. En general: Israel y el “resto”; 2. La vocación de los profetas. II. La vocación en el NT: 1. La vocación del Padre en Cristo es la vida misma cristiana; 2. Algunas vocaciones particulares.

Manifestación de la profunda y misteriosa naturaleza de Dios que se revela como amor, la vocación interpela al hombre en su totalidad y hasta en su intimidad, poniendo de manifiesto sus dotes de generosidad y aceptación del don divino o descubriendo, por el contrario, las opuestas facultades de egoí­smo y rechazo. Primordial por su misma definición, no menos de lo que lo es la realidad expresada con / elección, ese don marca paso a paso las diferentes etapas de la revelación divina y del camino del hombre, del que consiente como del que rehúsa. Israel, el pueblo de eminentes personajes en relación con el “pacto” del AT; Cristo, la Iglesia su cuerpo y sus componentes en sus diferentes funciones en el NT, ambas realidades, que en fin de cuentas no constituyen más que una sola, expresan concretamente el alcance excepcional de esta sorprendente iniciativa de Dios respecto a sus criaturas, desde aquella primera vocación divina que llamó a la existencia al universo entero (Gén 1-2) hasta la que, al final de Ap, declara “dichoso al que guarde las palabras proféticas de este libro” (Apo 22:7), y a la de Jesús, que en el epí­logo mismo del Ap se dirige “a todo el que escuche las palabras de la profecí­a de este libro” y al que las altere de algún modo, considerando los diferentes resultados (Apo 22:18s).

Es un tema que hoy se impone fácilmente a la atención por su actualidad, y hasta por su extrema necesidad; basta reflexionar sobre la escasa importancia reservada en la actual sociedad “civil” a la llamada que viene de Dios y a las exigencias del espí­ritu en general, mientras que nos proclamamos comprometidos en favor de la promoción y el crecimiento de la dignidad humana. Solicitado por la vocación divina y asociado al proyecto salví­fico con el encargo de una misión especial, el hombre estará mejor equipado para llevar a cabo sus cometidos, que no pueden confinarse dentro de la sola dimensión terrena y provisional del hombre, sino que abrazan necesariamente también su realidad y sus exigencias sobrehumanas y eternas, a las que es constantemente llamado por el amor de Dios, manifestado en la plenitud de los tiempos en Cristo Jesús y en el don del Espí­ritu.

I. LA VOCACIí“N EN EL AT. 1. EN GENERAL: ISRAEL Y EL “RESTO”. La vocación (concepto expresado principalmente en hebreo por qara ; gr., kaléó, “llamar”) representa la primera manifestación explí­cita de la relación de t elección que el amor eterno de Dios va a establecer con Israel y -en función del mismo misterio de amor y de salvación-con los diferentes personajes de la historia bí­blica: “Cuando Israel era niño, yo lo amaba, y de Egipto llamé a mi hijo. Yo los he llamado. (…) Yo enseñaba a Efraí­n a caminar” (Os 11,lss; cf Deu 14:1). La alianza que luego se estipulará en el Sinaí­ ratificará la respuesta positiva del pueblo y la sellará con la elección. Entretanto, antes de la alianza sinaí­tica, la palabra de Dios se dirige a Moisés para que no haya equí­vocos acerca de la vocación del pueblo: invocando la reciente experiencia trágica de los enemigos de Dios, propone la dignidad y la misión del pueblo que Dios mismo habí­a definido como “mi hijo primogénito” (Exo 4:22): “Habéis visto cómo he tratado a los egipcios y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traí­do hasta mí­. Si escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad especial entre todos los pueblos, porque mí­a es toda la tierra; vosotros seréis un reino de sacerdotes, un pueblo santo” (Exo 19:4ss). La llamada de Dios se sitúa entre una sanción para los rebeldes o despreciadores de la palabra divina y una promesa. Espera ante todo una respuesta del llamado: “escuchar la voz” y “observar la alianza” de Dios que se va a estipular. Obtenida la respuesta (cf v. 8: “Todo lo que el Señor ha dicho, lo haremos”), el amor de Dios verificará la condición para proceder a una profunda transformación de su interlocutor, haciéndolo así­ idóneo para la misión a que lo ha destinado. Ahora el pueblo será “mi propiedad”, pertenencia peculiar de Dios, en el cual Dios mismo pone su sello, que lo distinguirá de cualquiera otro pueblo. No sólo eso; como “reino de sacerdotes” se le conceden ulteriores privilegios: está dedicado de modo especial al servicio de Dios, a la pureza de su culto en la tierra, a su conocimiento y a su adoración. De ahora en adelante todo israelita será responsable de la presencia misma de Dios en la tierra. De ahí­ también la / santidad, es decir, la separación de todo lo que no es Dios y de Dios, de todo lo profano. La vocación sacerdotal de toda la nación en cuanto tal caracterizará siempre la vida de Israel, incluso cuando éste no se identifique más que con el “resto”. Esto se notará de modo particular en la existencia de los profetas, entregados completamente a Dios y a sus exigencias en la tierra, a hacer que el pueblo guarde -o que lo recupere-a Dios mismo y la observancia de su presencia [/ Alianza], a indicar sus planes de salvación.

Por otra parte, justamente la nota profética es lo que Moisés -también él llamado “profeta”- desea para Israel: “¡Ojalá que todo el pueblo del Señor profetizara y que el Señor les diera su espí­ritu!” (Núm 11:29). Y Baruc la describe: “Felices somos, Israel, pues podemos descubrir lo que agrada al Señor!” (Bar 4:4). Es el contenido de la relación especial que existe entre Dios e Israel cuando se exclama: “Todos los pueblos de la tierra verán que el nombre del Señor está sobre ti y te temerán” (Deu 28:10). Vocación que se sobreentiende también en el conocido pasaje de Isa 41:14, donde lo que destaca es la nulidad de Israel, que lo debe todo al amor gratuito de Dios y a su poder transformador: “No temas, gusanillo de Jacob, larva insignificante de Israel; ya vengo yo en tu ayuda, dice el Señor: tu redentor es el Santo de Israel” (cf Isa 41:14; Isa 48:12). Vocación, pues, por así­ decirlo, verdaderamente profética, como por lo demás se advertirá que está presente en todas las vocaciones particulares del AT.

2. LA VOCACIí“N DE LOS PROFETAS. Ella representa el prototipo de las vocaciones en el AT: Dios se dirige a la conciencia más recóndita del individuo, a lo í­ntimo de su corazón, alterando su existencia y haciendo de él un individuo nuevo. Habitualmente le acompaña una misión, que constituye también una constante precisa; e igualmente constante es la aceptación (no siempre exenta de dificultades) del cometido por parte del profeta, con las programaciones divinas, las promesas de tribulaciones, la poderosa presencia divina en las tribulaciones que esperan al mismo profeta. La vocación de los profetas no se opone a la de todo Israel; al contrario, se inserta en ella y a ella se refiere, sintiéndose los profetas no solamente profundamente anclados en el pueblo, sino como su conciencia, vengadores de sus compromisos religiosos y de sus verdaderos intereses: cf, por ejemplo, Elí­as en 1Re 18:30ss; 2Re 2:12; Eliseo en 2Re 13:14; Isaí­as, que, “hombre de labios impuros”, vive “en medio de un pueblo de labios impuros” (Isa 6:5); cf también Isa 8:18; Isa 20:3; Jer 8:18s.21.23; Jer 14:17; Jer 23:9s; Eze 12:6.11; Eze 24:16.21.24.

En el aspecto literario, las vocaciones de los profetas del AT presentan tres formas principales: la primera consiste en una teofaní­a, a la que sigue inmediatamente la confirmación divina. Es el caso de Isa 6:1-3, con la respuesta pronta y generosa en el versí­culo 8 y la misión en el versí­culo 9. Similarmente para Ezequiel: en Eze 1:4s “una visión divina”, hasta la “forma de la gloria del Señor” (Eze 1:28); luego, en 2,2-8, la misión a la “casa rebelde”, con el refuerzo del “espí­ritu” que entra en el profeta (2,2) y el alimento que toma comiendo “un libro escrito” que le da el Señor antes del enví­o (2,8s; 3,1 ss). De una segunda forma literaria de vocación profética -Dios se dirige al profeta para confiarle una misión, proporcionándole también un signo inequí­voco de la misma vocación- es ejemplar la narración de Jer 1: “Antes de formarte en el seno de tu madre…” (1,5), a lo que sigue la respuesta de la incapacidad del profeta (v. 6) y la confirmación divina (vv. 7s) con la llamada decisiva consolidada con una señal (v. 9), Finalmente, en la tercera es el Señor mismo el que representa a su elegido, como ocurre en el caso del “siervo de Dios” en Isa 42:1.6 (con la descripción en los vv. 2s y la misión en el v. 7).

Pero hay también otras formas de vocación, dirí­amos mixtas, es decir, con uno u otro de los elementos de las tres principales indicadas; por ejemplo, en la vocación de Miqueas, hijo de Yimlá, al cual se le comunica la palabra en el curso de una grandiosa epifaní­a (l Apo 22:19-23); Ose 1:2-8 y 3,1-5, donde la experiencia personal del profeta se convierte en sí­mbolo de la experiencia misma de Dios con Israel; la vocación que se hace cotidiana para el “siervo de Dios” en Isa 50:4s; la llamada que resuena en lo profundo del propio ser, lo que cambia totalmente la vida (Amó 7:14s), aunque el llamado se sienta como abrumado, como si fuese obligado a ejercer su oficio profético (Jer 20:7ss; cf Eze 3:14; Amó 3:7s), hasta intentar sustraerse a él mediante la fuga (Jon 1:3) o lamentarse de ello amargamente (Jer 1:6). La vocación del profeta requiere además y asegura una constante protección divina; lo hemos recordado para Ezequiel (también Eze 3:8s); igualmente podrí­amos citar “el espí­ritu del Señor” para el profeta de Isa 61:1s; el aliento explí­cito en Jer 1:8, reiterado en los versí­culos 18s; la “alegrí­a de mi corazón” porque el profeta ha “devorado tus palabras”, y la consiguiente seguridad, pues “tu nombre se invocaba sobre mí­, oh Señor Dios omnipotente” (Jer 15:16). Se puede recordar también la vocación profética del joven Samuel en I Sam 3,4-11, “profeta” de Dios y “reconocido profeta por su fidelidad”, que dio muestras de ser “vidente veraz” y que “profetizó incluso después de su muerte” (Sir 46:13.15.20; cf 1Sa 3:20s); aunque estaba en el santuario, se encontraba muy poco dispuesto a la llamada vocacional, y exige, precisamente porque esa llamada le envuelve completamente, estar seguro de ella. Tanto más que esto ocurre porque, habitualmente, la vocación profética aí­sla al llamado de los suyos, hace de él un extraño o incluso un enemigo (cf Isa 8:11; Jer 12:6; Jer 15:10; Jer 16:1-9; etc.), causándole no pocas tribulaciones. Por su parte, el profeta se presentará como intercesor del pueblo (cf, para Samuel, lSam 7,5.8s; 12,19.23ss; Jer 15:1; Sir 46:16).

Idéntica tipologí­a profética e indicaciones temáticas análogas se refieren a personajes de por sí­ no proféticos, aunque a veces una tradición posterior puede haberlos denominado tales. Es el caso ante todo de t Abrahán, también él llamado (cf Isa 41:8s; Isa 52:2), separado de los suyos y de su patria, enviado a la “tierra que yo te mostraré” (Gén 12:1), es decir, con el mandato especí­fico de la fe. De él como de una roca será tallado Israel, será extraí­do como de una cavidad (Isa 51:1). “Amigo de Dios” (Isa 41:8; Dan 3:35), Gén 20:7 lo llama explí­citamente “profeta” y le atribuye la función de interceder ante Dios, lo cual hace Abrahán también en favor de Sodoma y Gomorra ( Gén 18:23-33).

Lo mismo vale para el caudillo / Moisés, al cual se le “aparece” Dios en la zarza y le llama por el nombre (Exo 3:4), con la pronta respuesta “aquí­ estoy” por parte del llamado y la misión por parte de Dios (Exo 3:9s) y el signo sucesivo (Exo 3:12.14; Exo 4:1-9; etcétera). Justamente la tradición deuteronomista lo definirá “profeta”, y hasta afirmará que “no volvió a aparecer en Israel un profeta como Moisés” (Deu 34:10; Sir 45:1-5). También él intercede a menudo por el pueblo y es intermediario suyo delante de Dios (cf Exo 32:11-14.31s; etc.; para Aarón ver Exo 8:4.8.26.27). Es también “amigo de Dios” (Sab 7:27), con el cual habla “cara a cara” (Exo 33:11; Núm 12:8), y en nombre del cual incluso llama a su vez, es decir, da la investidura a Josué para la sucesión, transmitiéndole la misión divina (Deu 31:7s). Por otra parte, Núm 27:18 pone a Josué en el mismo plano que los profetas, describiéndolo como “hombre en el cual está el espí­ritu”, no menos que Sir 46:1, para el cual Josué “sucedió a Moisés en el oficio profético”.

A la primera forma de vocación profética se reduce también la misión del juez Gedeón (Jue 6:11-23), así­ como la doble teofaní­a para la vocación de Sansón (Jue 13:3ss), y de algún modo es asimilado a un profeta el no israelita Balaán (Núm 23:3ss.16). A la tercera forma tí­pica de vocación se reduce la del “siervo” de Dios Nabucodonosor, presentada por Jer 27:4-7, así­ como la del rey persa Ciro, “al que el Señor ama” y que “cumplirá su querer” (Isa 48:14; cf 41,2; 45,3s; 46,11), no menos que la de “mi siervo Eliaquí­n, hijo de Jelcí­as” (Isa 22:20).

Recuerdos claros de vocación profética están presentes también en no pocas investiduras reales, especialmente para los llamados reyes carismáticos. Hay una diferencia constante: la intervención no es nunca directamente de Dios al rey o al designado tal, sino que pasa siempre a través de un intermediario, que obviamente, por su mismo oficio, no es más que el profeta. Así­ las narraciones de investidura de Saúl (por Samuel, lSam 9-10), de 1 David (por medio de Samuel y Natán), que es considerado como el llamado por excelencia (cf Amó 7:15; Sal 78:70s). Esto no sorprende en absoluto, si se tiene presente que el rey, como era frecuente en el cercano Oriente, es considerado una especie de lugarteniente de la divinidad, y que ésta, al menos en Israel, es la que se ha formado a su propio pueblo, a cuyo frente se pone al rey como una especie de delegado divino (o mediante intermediario de Dios). Véase, en esta lí­nea, la justificación “profética” del usurpador Jeroboán en IRe 11, 37; igualmente la voz calumniadora contra Nehemí­as, supuesto pretendiente al trono (Neh 6:7). De un modo u otro, es la presencia de Dios, su voluntad y su amor lo que se manifiesta en la vocación, sea profética o real.

II. LA VOCACIí“N EN EL NT. En el NT la vocación intenta ante todo colocar al hombre en la esfera de la salvación, la ligada a Cristo y a su obra: Dios “os llamó por nuestra predicación del evangelio para que alcancéis la gloria de nuestro Señor Jesucristo” (2Ts 2:14). Es el punto inicial, envuelto en misterio, en el l bautismo, y a la vez la etapa final o el último acto de la vocación cristana. Por tanto, ésta es una vocación a la esfera de lo divino, a ser “criatura nueva” (2Co 5:17), “partí­cipes de la naturaleza divina” (2Pe 1:4).

1. LA VOCACIí“N DEL PADRE EN CRISTO ES LA VIDA MISMA CRISTIANA. Dirigiéndose a los fieles de Corinto, Pablo los describe como “santificados en Cristo Jesús, por vocación santos, con todos los que invocan en cualquier lugar el nombre de nuestro Señor Jesucristo” (1Co 1:2). Es el dato fundamental de la vocación cristiana. A primera vista, el texto parece omitir el recuerdo del que llama. Pero no es así­; además de ser un dato del todo elemental de la teologí­a ya del AT, lo expresaban con toda claridad las primeras palabras de la carta; en efecto, está incluido en el empleo del término ekklesí­a, justamente traducido por l “iglesia”, pero que propiamente equivale a “convocación”, pues se deriva del mismo verbo kaléó con el que se expresaba habitualmente vocación (cf ITes 1,1; 2Ts 1:1; ICor 1,2; 2Co 1:1; etc.). Se puede decir incluso que la vocación constituye una propiedad de Dios; él es “el que llama” (Rom 9:12; cf Gál 5:8).

Esta llamada está ligada en el NT al “misterio de Cristo”, es decir, a la revelación del plan salví­fico divino “formulado en Cristo Jesús, nuestro Señor”, “misterio que Dios, creador del universo, ha tenido en sí­ oculto en los siglos pasados”, pero que ahora “se lo ha manifestado a sus santos apóstoles y profetas por medio del Espí­ritu”. Consiste en el hecho de que ahora “los paganos comparten la misma herencia con los judí­os, son miembros del mismo cuerpo y, en virtud del evangelio, participan de la misma promesa en Jesucristo” (Efe 3:5s.9.11). La vocación es para todos los hombres; pero no tomarán parte en ella sino a condición de dar su consentimiento, es decir, mediante la fe en Cristo (v. 12).

También en 1Co 1:2 es explí­cita la relación con Cristo Jesús. Se sigue del “santificados en Cristo Jesús” antes citado, reiterado por el elemento de la santidad del sucesivo “santos”, que a su vez enlaza con la vocación. La santidad y “en Cristo Jesús resumen el contenido de la vocación. Además, esa vocación no es propia sólo de los corintios, sino que es compartida “con todos los que en cualquier lugar…” -es decir, todos los cristianos- “el Señor Dios vuestro llame” (Heb 2:39). Así­ pues, la vocación a la santidad por parte de Dios en Cristo Jesús es la llamada que caracteriza al cristiano y marca sus pasos para toda la vida (cf l Tes 2,12: peripatéó, caminar).

La vocación cristiana -explicando mejor lo que se entiende por “santidad”- por una parte separa al hombre de los demás,†¢lo “llama de”, como para sacarlo ya sea del mundo de los judí­os, ya del de los paganos (Rom 9:24; Col 3:11; cf Heb 2:39 y Isa 57:19). No es que quien es llamado deba, por así­ decir, escapar de todo y de todos, porque de otra manera… “deberí­ais salir del mundo” (1Co 5:10). Al contrario, Pablo prescribe que “cada uno permanezca en la condición en que estaba cuando Dios lo llamó”, y explica cómo por medio de la vocación cristiana la vida adquiere un valor del todo nuevo, estableciendo de hecho una relación exclusiva con Dios (1Co 7:20.22). Por otra parte, es decir, positivamente, la vocación cristiana reserva al hombre para Dios solo: los “llamados según el plan de Dios” son como consagrados a él (y por él), y colaboran a la manifestación de su mismo designio salví­fico (Rom 8:28-30). A su modo, los “llamados” gozan ya del atributo esencial de Dios (y de Cristo), que es ser “santo”. Pablo lo recordaba enérgicamente desde su primera carta: “Esta es la voluntad de Dios (respecto a vosotros): vuestra santificación”; y poco después, concluyendo el tema: “Dios no nos ha llamado a la impureza, sino a vivir en la santidad” (1Ts 4:3.7).

También al exhortar con energí­a a los cristianos de Efeso a la unidad, el apóstol vincula toda la vida cristiana a la vocación y la nueva relación establecida por éste con la misma Trinidad: “Os pido que caminéis de una manera digna de la vocación que habéis recibido. (…) Un solo cuerpo y un solo espí­ritu, como una es la esperanza a la que habéis sido llamados…” (Efe 4:1-6).

Durante la vida presente, el cristiano deberá “caminar de manera digna de su vocación…” (Efe 4:1). Esto lo expresa también globalmente el precepto de lPe 1,15 y su argumentación: “Sed santos en toda vuestra vida, como es santo el que os ha llamado”. Este camino requiere una constante atención y poner en práctica los grandes dones recibidos: salvación, paz, libertad… y todo lo que nosotros llamamos gracia.

La vocación, acto de amor divino dirigido al individuo y en una circunstancia particular, no se agota en modo alguno en sí­ misma, como si dejara al que es llamado a merced de sí­ mismo, en una dimensión de exterioridad. La exhortación de 2Pe 1:10 (“Esforzaos más y más por asegurar vuestra vocación y elección”) no contradice la permanencia y la eficacia de la vocación por parte de Dios, sino que, aunque no la exprese, acaso la supone. Recuérdense al respecto las dos claras afirmaciones paulinas que reiteran la continua presencia activa y salvadora de Dios en nuestra vocación: “El que os ha llamado es leal y cumplirá su palabra” (ITes 5,24); “Los dones y el llamamiento de Dios son irrevocables” (Rom 11:29).

2. ALGUNAS VOCACIONES PARTICULARES. Por “particulares” entendemos aquellas vocaciones al ejercicio, por ejemplo, de “ministerios (diaconí­as) o dones (carismas) u operaciones (potencias), que persiguen, determinan y expresan la vocación cristiana más general (cf 1Co 12:7-26; Efe 4:7.11 ss). En la Iglesia de Dios la vocación general a la santidad y a la gloria se expresa en concreto en la vida; y en la vida de la Iglesia las diaconí­as, los carismas y las operaciones, distribuidos cada uno a su modo, se derivan igualmente de Dios. Finalmente, no hay que infravalorar nunca el carácter paradigmático de las narraciones bí­blicas, debidamente entendidas a través de un atento proceso hermenéutico; es posible, e incluso a menudo obligado, que un dato dirigido originariamente a un particular pueda o deba ampliarse a un horizonte más general.

Diversamente narrada, la vocación de los apóstoles [l Apóstol/ Discí­pulo] converge en los puntos esenciales: Jesús pasa delante de alguien; encuentra, ve o fija la mirada en alguno; invita perentoriamente con un “Sí­gueme”; el llamado deja inmediatamente todo y sigue a Jesús. Los pasajes son conocidos: Mar 1:16-20 y par; Mar 2:14 y par; Mar 10:28 y par (“Lo hemos dejado todo…”); Jua 1:38-51; Jua 6:70; Jua 15:16.19; Heb 1:12. Habrí­a que añadir Mar 3:13ss y par, donde Jesús “llama”, constituye y da el nombre a los “doce”.

Dentro de la evidente variedad, no falta una notable uniformidad, aunque expresada con diversos acentos. Así­, acerca de la iniciativa de Jesús: mantenida siempre y en discreto relieve, habrá que estimar lógicamente que debe formar parte de una precisa intención de los evangelistas (también en Heb 1:2). Llamada que se propone sin ningún interés, si acaso sólo en orden a los intereses de los “hombres” (“pescadores de hombres” para Mt-Mc, “vivificadores de hombres” para Lc), lo cual constituye la misión salví­fica de los llamados, en asociación o a semejanza de la del Maestro y dependiendo de ella. Después de la resurrección será más determinada la misión misma (cf Mat 28:19s; Jua 20:21ss). Lo que se desprende con toda claridad y no deja de… sorprender es la disponibilidad total e inmediata de los llamados a dejar todo lo que hasta entonces constituí­a sus hábitos, su ambiente, su vida, para seguir únicamente al Maestro y compartir su existencia. Jua 6:68 nos da el motivo, obviamente teológico: “Tú tienes palabras de vida eterna”. Además, en tales vocaciones falta cualquier perspectiva de tipo humano, cualquier “garantí­a” del futuro que no sea la sola palabra del que llama; también en esto es fácil percibir una amplia resonancia del AT.

Don gratuito por parte de Dios (y, respectivamente, de Cristo), a la vocación le corresponde por parte del hombre una aceptación de fe, una adhesión incondicional, por estar fundada en la sola certeza de Dios, en su fidelidad y bondad. De hecho, a la fe se refieren a menudo, directa o indirectamente, las diferentes instrucciones que da Jesús a sus discí­pulos (Mat 17:19ss; Mat 21:21; Mar 9:28s; Mar 11:22s; Luc 17:5s). La vocación se irá enriqueciendo luego progresivamente en su realidad con pruebas y persecuciones, ya sea durante la vida del Maestro, ya después de su resurrección, como se lo habí­a anunciado durante la vida terrena. Por tanto, una vocación que cambia totalmente la vida de los llamados, los pone en el seguimiento-escuela-imitación de Jesús hasta la muerte (“Tome su cruz”) y la resurrección, puesto que también la gloria y el reino están previstos, pero sólo para después (Mat 19:28; Luc 22:30; Jua 13:36).

La vocación de / Pablo se merece ciertamente una consideración especial dentro de las vocaciones de los apóstoles. Son numerosí­simos los pasajes que se podrí­an aducir; desde los lucanos de Hechos (Jua 9:4ss.15ss con los par de los cc. 22 y 26; además,Jua 13:2ss; Jua 15:26; Jua 16:9) a los autobiográficos en las mismas cartas paulinas (especialmente Gál 1:1.12-16; Flp 3:12; 1Ti 1:12-16). Por otra parte, toda su predicación está bajo el signo de aquel formidable acontecimiento que llamamos impropiamente “conversión”, pero que en realidad fue una verdadera y auténtica vocación-misión, en particular del tipo que hemos llamado profético, que incluye a la vez referencias al pasado, visión y palabras de investidura, lo mismo que el fin de la misión con las previsiones anejas de tribulaciones y persecuciones que se han de afrontar. Esa vocación-misión la define Pablo como “revelación” (Gál 1:12.16), “iluminación” (2Co 4:6), “gracia” (Gál 2:9; Efe 3:7s). El es “apóstol por vocación” (ICor 1,1; Rom 1:1), llamado por Dios “por su gracia” (Gál 1:15), o por Jesús (Heb 9:5 par) o por el Espí­ritu Santo también (cf Heb 13:2).

También en / Marí­a podemos y debemos hablar de vocación. Aunque falta el término especí­fico de vocación, el contenido de su “anunciación” narrada por Luc 1:26-38 (cf Mat 1:18-25), leí­da desde nuestra óptica e iluminada por el resto del NT, manifiesta una vocación-misión especí­fica y precisa. Ello es evidente por cada uno de sus elementos y por el orden de los mismos. Marí­a será la madre de Jesús mesí­as y salvador y madre de la Iglesia. Ver también las perspectivas indicadas por Luc 1:39-56; Luc 2:22ss.33ss.48ss; Luc 8:21; Luc 11:27s; Jua 2:1-11.; Jua 19:26s; Heb 1:14. “Figura” ella misma de la Iglesia, se convierte incluso en “la llamada” por excelencia, en cuanto constituida “madre de los creyentes”, “dichosa por haber creí­do” (Luc 1:45; Luc 11:28; Jua 19:26s).

Pero no menos se deberá hablar de vocación a propósito de los diferentes / carismas, de los que se habla expresamente en Rom 12:6s; 1Co 12:7-11.28ss y Efe 4:7.11ss. Don de Dios (o de Cristo o del Espí­ritu), constituyen al cristiano en un determinado servicio “para la utilidad común” (1Co 12:7), “a fin de edificar el cuerpo de Cristo” (Efe 4:12). Todo ello vale también para los esposos cristianos, a cuyo amor se confí­a una misión especí­fica de representación cristológica y eclesiológica de múltiples matices e implicaciones, pero en todo caso totahzante y exclusiva (cf Efe 5:22-33). Sin multiplicar las referencias bí­blicas, recuerdo globalmente las relativas a los epí­skopoi, a los “pastores”, a los “presbí­teros”, a los diákonoi, a las “viudas” y a todos los que están en el ministerio. Ello excluye del cristianismo toda posibilidad de ministerios de tipo meramente “burocrático” u ocasional. Es verdad que se abre el camino a una infinidad de interrogantes, y de hecho es extremadamente abundante la problemática acerca de los “carismas”, pero no acerca de su realidad de vocación, puesto que son don de Dios y presencia suya en el hombre y en su historia.

BIBL.: COENEN L., Llamada (kaléo), en DTNT 1I1, 9-14; EMONNET G., Vocación cristiana en la Biblia, Paulinas, Madrid 1970; DE FRAINE J.G.,1969 Vocazione ed elezione ne/la Bibbia, Ed. Paoline 1968; GALOT J., La vocation dans le Nouveau Testament, en “Revue du Clergé Africain” 19 (1964) 417-436; 20 (1965) 125-147; ID. La vocazione nel Nuovo Testamento, en “Vita Consacrata” 14 (1978) 133-148; 197-214; HELEWA, La vocazione d Israel a popolo di Dios, en A. FAVALE, Vocazione comune o vocazioni specifiche. Aspetti biblici, teologici e psico-pedagogici-pastorali, LAS, Roma 1981, 57-83; MOLONEY F.J., The Vocation of the Disciples in the Gospel of Mark, en “Salesianum” 43 (1981) 487-516; ROMANIUK C., La vocazione nella Bibbia, Ed. Dehoniane, Bolonia 1973. Para otros aspectos, cf A. AM. MASSARI, I dodici. Note esegetiche Bulla vocazione degli apostoli, Cittá Nuova, Roma 1982; GREGANTI G., La vocazione individuale nel NT. L úomo di fronte a Dio, Pont. Univ. Lat., Roma 1969.

L. de Lorenzi

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

Sumario: 1. La vocación en eIAT: 1. En general: Israel y el resto†™; 2. La vocación de los profetas. II. La vocación en el NT: 1. La vocación del Padre en Cristo es la vida misma cristiana; 2. Algunas vocaciones particulares.
Manifestación de la profunda y misteriosa naturaleza de Dios que se revela como amor, la vocación interpela al hombre en su totalidad y hasta en su intimidad, poniendo de manifiesto sus dotes de generosidad y aceptación del don divino o descubriendo, por el contrario, las opuestas facultades de egoí­smo y rechazo. Primordial por su misma definición, no menos de lo que lo es la realidad expresada con ¡elección, ese don marca paso a paso las diferentes etapas de la revelación divina y del camino del hombre, del que consiente como del que rehusa. Israel, el pueblo de eminentes personajes en relación con el †œpacto† del AT; Cristo, la Iglesia su cuerpo y sus componentes en sus diferentes funciones en el NT, ambas realidades, que en fin de cuentas no constituyen más que una sola, expresan concretamente el alcance excepcional de esta sorprendente iniciativa de Dios respecto a sus criaturas, desde aquella primera vocación divina que llamó a la existencia al universo entero (Gn 1-2) hasta la que, al final de Ap, declara †œdichoso al que guarde las palabras proféticas de este libro† (Ap 22,7), y a la de Jesús, que en el epí­logo mismo del Ap se dirige †œa todo el que escuche las palabras de la profecí­a de este libro† y al que las altere de algún modo, considerando los diferentes resultados (Ap 22,18s).
Es un tema que hoy se impone fácilmente a la atención por su actualidad, y hasta por su extrema necesidad; basta reflexionar sobre la escasa importancia reservada en la actual sociedad †œcivil† a la llamada que viene de Dios y a las exigencias del espí­ritu en general, mientras que nos proclamamos comprometidos en favor de la promoción y el crecimiento de la dignidad humana. Solicitado por la vocación divina y asociado al proyecto salví­fico con el encargo de una misión especial, el hombre estará mejor equipado para llevar a cabo sus cometidos, que no pueden confinarse dentro de la sola dimensión terrena y provisional del hombre, sino que abrazan necesariamente también su realidad y sus exigencias sobrehumanas y eternas, a las que es constantemente llamado por el amor de Dios, manifestado en la plenitud de los tiempos en Cristo Jesús y en el don del Espí­ritu.
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1. LAVOCACION EN ELAT.
1. En general: Israel y el †œresto†.
La vocación (concepto expresado principalmente en hebreo por qara, gr., kaléó, †œllamar†) representa la primera manifestación explí­cita de la relación de / elección que el amor eterno de Dios va a establecer con Israel y -en función del mismo misterio de amor y de salvación- con los diferentes personajes de la historia bí­blica: †œCuando Israel era niño, yo lo amaba, y de Egipto llamé a mi hijo. Yo los he llamado. (…) Yo enseñaba a Efraí­n a caminar† (Os 11,lss; Dt 14,1). La alianza que luego se estipulará en el Sinaí­ ratificará la respuesta positiva del pueblo y la sellará con la elección. Entretanto, antes de la alianza sinaí­tica, la palabra de Dios se dirige a Moisés para que no haya equí­vocos acerca de la vocación del pueblo:
invocando la reciente experiencia trágica de los enemigos de Dios, propone la dignidad y la misión del pueblo que Dios mismo habí­a definido como †œmi hijo primogénito† (Ex 4,22): †œHabéis visto cómo he tratado a los egipcios y cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traí­do hasta mí­. Si escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi propiedad especial entre todos los pueblos, porque mí­a es toda la tierra; vosotros seréis un reino de sacerdotes, un pueblo santo† (Ex 19,4ss). La llamada de Dios se sitúa entre una sanción para los rebeldes o despre-ciadores de la palabra divina y una promesa. Espera ante todo una respuesta del llamado: †œescuchar la voz† y †œobservar la alianza† de Dios que se va a estipular. Obtenida la respuesta (cf y. 8: †œTodo lo que el Señor ha dicho, lo haremos†), el amor de Dios verificará la condición para proceder a una profunda transformación de su interlocutor, haciéndolo así­ idóneo para la misión a que lo ha destinado. Ahora el pueblo será †œmi propiedad†, pertenencia peculiar de Dios, en el cual Dios mismo pone su sello, que lo distinguirá de cualquiera otro pueblo. No sólo eso; como †œreino de sacerdotes† se le conceden ulteriores privilegios: está dedicado de modo especial al servicio de Dios, a la pureza de su culto en la tierra, a su conocimiento y a su adoración. De ahora en adelante todo israelita será responsable de la presencia misma de Dios en la tierra. De ahí­ también la / santidad, es decir, la separación de todo lo que no es Dios y de Dios, de todo lo profano. La vocación sacerdotal de toda la nación en cuanto tal caracterizará siempre la vida de Israel, incluso cuando éste no se identifique más que con el †œresto†. Esto se notará de modo particular en la existencia de los profetas, entregados completamente a Dios y a sus exigencias en la tierra, a hacer que el pueblo guarde -o que lo recupere- a Dios mismo y la observancia de su presencia [1 Alianza], a indicar sus planes de salvación.
Por otra parte, justamente la nota profética es lo que Moisés -también él llamado †œprofeta†- desea para Israel: †œOjalá que todo el pueblo del Señor profetizara y que el Señor les diera su espí­ritu!† (Nm 11,29). Y Baruc la describe: †œFelices somos, Israel, pues podemos descubrirlo que agrada al Señor!† (Ba 4,4). Es el contenido de la relación especial que existe entre Dios e Israel cuando se exclama: †œTodos los pueblos de la tierra verán que el nombre del Señor está sobre ti y te temerán† (Dt 28,10). Vocación que se sobreentiende también en el conocido pasaje de Is 41,14, donde lo que destaca es la nulidad de Israel, que lo debe todo al amor gratuito de Dios y a su poder transformador: †œNo temas, gusanillo de Jacob, larva insignificante de Israel; ya vengo yo en tu ayuda, dice el Señor: tu redentor es el Santo de Israel† (Is 41,14; Is 48,12). Vocación, pues, por así­ decirlo, verdaderamente profética, como por lo demás se advertirá que está presente en todas las vocaciones particulares del AT.

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2. La vocación de los profetas.
Ella representa el prototipo de las vocaciones en el AT: Dios se dirige a la conciencia más recóndita del individuo, a lo í­ntimo de su corazón, alterando su existencia y haciendo de él un individuo nuevo. Habitualmen-te le acompaña una misión, que constituye también una constante precisa; e igualmente constante es la aceptación (no siempre exenta de dificultades) del cometido por parte del profeta, con las programaciones divinas, las promesas de tribulaciones, la poderosa presencia divina en las tribulaciones que esperan al mismo profeta. La vocación de los profetas no se opone a la de todo Israel; al contrario, se inserta en ella y a ella se refiere, sintiéndose los profetas no solamente profundamente anclados en el pueblo, sino como su conciencia, vengadores de sus compromisos religiosos y de sus verdaderos intereses: cf, por ejemplo, Elias en 1R 18,3Oss; 2R 2,12; Elí­seo en 2R 13,14; Isaí­as, que, †œhombre de labios impuros†™, vive †œen medio de un pueblo de labios impuros†™ (Is 6,5); cf también Is 8,18; 20,3; Jer 8,18s.21.23; 14,17; 23,9s; Ez 12,6.11; 24,16.21.24.
En el aspecto literario, las vocaciones de los profetas del AT presentan tres formas principales: la primera consiste en una teofaní­a, a la que sigue inmediatamente la confirmación divina. Es el caso de Is 6,1 -3, con la respuesta pronta y generosa en el versí­culo 8 y la misión en el versí­culo 9. Similarmente para Ezequiel: en Ez l,4s †œuna visión divina†™, hasta la †œforma de la gloria del Señor† (1,28); luego, en 2,2-8, la misión a la †œcasa rebelde†™, con el refuerzo del †œespí­ritu†™ que entra en el profeta (2,2) y el alimento que toma comiendo †œun libro escrito† que le da el Señor antes del enví­o (2,8s; 3,lss). De una segunda forma literaria de vocación profética -Dios se dirige al profeta para confiarle una misión, proporcionándole también un signo inequí­voco de la misma vocación- es ejemplar la narración de Jer 1: †œAntes de formarle en el seno de tu madre.. †œ(1 5), a lo que sigue la respuesta de la incapacidad del profeta (y. 6) y la confirmación divina (vv. 7s) con la llamada decisiva consolidada con una señal (y. 9), Finalmente, en la tercera es el Señor mismo el que representa a su elegido, como ocurre en el caso del †œsiervo de Dios† en Is 42,1.6 (con la descripción en los vv. 2s y la misión en el y. 7).
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Pero hay también otras formas de vocación, dinamos mixtas, es decir, con uno u otro de los elementos de las tres principales indicadas; por ejemplo, en la vocación de Miqueas, hijo de Yimlá, al cual se le comunica la palabra en el curso de una grandiosa epifaní­a (IR 22,19-23); Os 1,2-8 y 3,1-5, donde la experiencia personal del profeta se convierte en sí­mbolo de la experiencia misma de Dios con Israel; la vocación que se hace cotidiana para el †˜siervo de Dios† en Is 50,4s; la llamada que resuena en lo profundo del propio ser, lo que cambia totalmente la vida (Am 7,14s), aunque el llamado se sienta como abrumado, como si fuese obligado a ejercer su oficio profético (Jer 20,7ss; Ez 3,14 Am 3,7s), hasta intentar sustraersea él mediante la fuga (Jon 1,3)0 lamentarse de ello amargamente (Jr 1,6). La vocación del profeta requiere además y asegura una constante protección divina; lo hemos recordado para Ezequiel (también Ez 3,8s); igualmente podrí­amos citar †œel espí­ritu del Señor† para el profeta de Is 61 ls; el aliento explí­cito en Jer 1,8, reiterado en los versí­culos 18s; la †œalegrí­a de mi corazón† porque el profeta ha †œdevorado tus palabras†™, y la consiguiente seguridad, pues †œtu nombre se invocaba sobre mí­, oh Señor Dios omnipotente† (Jr 15,16). Se puede recordar también la vocación profética del joven Samuel en 1S 3,4-1 1, †œprofeta†™ de Dios y †œreconocido profeta por su fidelidad†™, que dio muestras de ser †œvidente veraz† y que †œprofetizó incluso después de su muerte†™ (Si 46,13; Si 46,15; Si 46,20 cf 1S 3,20s); aunque estaba en el santuario, se encontraba muy poco dispuesto a la llamada vocacional, y exige, precisamente porque esa llamada le envuelve completamente, estar seguro de ella. Tanto más que esto ocurre porque, habitualmente, la vocación profética aisla al llamado de los suyos, hace de él un extraño o incluso un enemigo (Is 8,11; Jr 12,6; Jr 15,10; Jr 16,1-9 etc. ), causándole no pocas tribulaciones. Por su parte, el profeta se presentará como intercesor del pueblo (cf, para Samuel, IS 7,5; IS 7, IS 12,19; IS 12, Jr 15,1; Si 46,16).
Idéntica tipologí­a profética e indicaciones temáticas análogas se refieren a personajes de por sí­ no proféticos, aunque a veces una tradición posterior puede haberlos denominado tales. Es el caso ante todo de / Abrahán, también él llamado (cf Is 41 ,8s; 52,2), separado de los suyos y de su patria, enviado a la †œtierra que yo te mostrar醙 (Gn 12,1), es decir, con el mandato especí­fico de la fe. De él como de una roca será tallado Israel, será extraí­do como de una cavidad (Is 51,1). †œAmigo de Dios† (Is 41,8; Dn 3,35), Gen 20,7 lo llama explí­citamente †œprofeta†™ y le atribuye la función de interceder ante Dios, lo cual hace Abrahán también en favor de Sodoma y Gomorra (Gn 18,23-33).
Lo mismo vale para el caudillo / Moisés, al cual se le †œaparece†™ Dios en la zarza y le llama por el nombre
Ex 3,4), con la pronta respuesta †œaquí­ estoy† por parte del llamado y la misión por parte de Dios (Ex 3,9s)
y el signo sucesivo (3,12.14; 4,1-9; etcétera). Justamente la tradición deu-teronomista lo definirá †˜profeta†™,
y hasta afirmará que †˜no volvió a aparecer en Israel un profeta como Moisés† (Dt 34,10; Si 45,1-5).
También él intercede a menudo por el pueblo y es intermediario suyo delante de Dios (Ex 32,11-14; Ex 32 etc.; para Aarón ver Ex 8,4; Ex 8,8; Ex 8,26; Ex 8,27). Es también †œamigo de Dios† (Sb 7,27), con el cual habla †œcara a cara† (Ex 33,11 Núm Ex 12,8), y en nombre del cual incluso llama a su vez, es decir, da la investidura a Josué para la sucesión, transmitiéndole la misión divina (Dt 31 ,7s). Por otra parte, Núm 27,18 pone a Josué en el mismo plano que los profetas, describiéndolo como †œhombre en el cual está el espí­ritu†, no menos que Si 46,1, para el cual Josué †œsucedió a Moisés en el oficio profético.
A la primera forma de vocación profética se reduce también la misión del juez Gedeón (Jc 6,11-23), así­ como la doble teofaní­a para la vocación de Sansón (Jg 13,3ss), y de algún modo es asimilado a un profeta el no israelita Balaán (Nm 23,3ss.16). A la tercera forma tí­pica de vocación se reduce la del †œsiervo† de Dios Nabucodonosor, presentada por Jer 27,4-7, así­ como la del rey persa Ciro, †œal que el Señor ama† y que †œcumplirá su querer†™ (Is 48,14 cf Is 41,2 45,3s; Is 46,11), no menos que la de †œmi siervo Eliaquí­n, hijo de Jel-cí­as† (Is 22,20).
Recuerdos claros de vocación profética están presentes también en no pocas investiduras reales, especialmente para los llamados reyes caris-máticos. Hay una diferencia constante: la intervención no es nunca directamente de Dios al rey o al designado tal, sino que pasa siempre a través de un intermediario, que obviamente, por su mismo oficio, no es más que el profeta. Así­ las narraciones de investidura de Saúl (por Samuel, IS 9-10), de ¡David (por medio de Samuel y Natán), que es considerado como el llamado por excelencia (Am 7,15 Ps 78,70s). Esto no sorprende en absoluto, si se tiene presente que el rey, como era frecuente en el cercano Oriente, es considerado una especie de lugarteniente de la divinidad, y que ésta, al menos en Israel, es la que se ha formado a su propio pueblo, a cuyo frente se pone al rey como una especie de delegado divino (o mediante intermediario de Dios). Véase, en esta lí­nea, la justificación †œprofética† del usurpador Jeroboán en 1 R 11, 37; igualmente la voz calumniadora contra Nehemí­as, supuesto pretendiente al trono (Ne 6,7). De un modo u otro, es la presencia de Dios, su voluntad y su amor lo que se manifiesta en la vocación, sea profética o real.
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II. LA VOCACION EN EL NT.
En el NT la vocación intenta ante todo colocar al hombre en la esfera de la salvación, la ligada a Cristo y a su obra: Dios †œos llamó por nuestra predicación del evangelio para que alcancéis la gloria de nuestro Señor Jesucristo† (2Ts 2,14). Es el punto inicial, envuelto en misterio, en el/bautismo, y a la vez la etapa final o el último acto de la vocación cris-tana. Por tanto, ésta es una vocación a la esfera de lo divino, a ser criatura nueva†™ (2Co 5,17), †œpartí­cipes de la naturaleza divina† (2P 1,4).
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1. La vocación del Padre en Cristo es la vida misma cristiana.
Dirigiéndose a los fieles de Corinto, Pablo los describe como †œsantificados en Cristo Jesús, por vocación santos, con todos los que invocan en cualquier lugar el nombre de nuestro Señor Jesucristo† (1Co 1,2). Es el dato fundamental de la vocación cristiana. A primera vista, el texto parece omitir el recuerdo del que llama. Pero no es así­; además de ser un dato del todo elemental de la teologí­a ya del AT, lo expresaban con toda claridad las primeras palabras de la carta; en efecto, está incluido en el empleo del término ekklesí­a, justamente traducido por / †œiglesia, pero que propiamente equivale a †œcon-vocación†™, pues se deriva del mismo verbo kaléó con el que se expresaba habitualmen-te vocación (lTs 1,1; 2Ts 1,1; ico 1,2; 2Co 1,1 etc. ). Se puede decir incluso que la vocación constituye una propiedad de Dios; él es †œel que llama†™ (Rm 9,12; Ga 5,8).
Esta llamada está ligada en el NT al †œmisterio de Cristo†, es decir, a la revelación del plan salví­fico divino †œformulado en Cristo Jesús, nuestro Señor†™, †œmisterio que Dios, creador del universo, ha tenido en sí­ oculto en los siglos pasados†, pero que ahora †œse lo ha manifestado a sus santos apóstoles y profetas por medio del Espí­ritu†™. Consiste en el hecho de que ahora †œlos paganos comparten la misma herencia con los judí­os, son miembros del mismo cuerpo y, en virtud del evangelio, participan de la misma promesa en Jesucristo† (Ep 3,5s.9.11). La vocación es para todos los hombres; pero no tomarán parte en ella sino a condición de dar su consentimiento, es decir, mediante la fe en Cristo (y. 12).
También en 1 Co 1,2 es explí­cita la relación con Cristo Jesús. Se sigue del †œsantificados en Cristo Jesús† antes citado, reiterado por el elemento de la santidad del sucesivo †œsantos†, que a su vez enlaza con la vocación. La santidad y †œen Cristo Jesús resumen el contenido de la vocación. Además, esa vocación no es propia sólo de los corintios, sino que es compartida †œcon todos los que en cualquier lugar…†™ -es decir, todos los cristianos- †œel Señor Dios vuestro llame† (Hch 2,39). Así­ pues, la vocación a la santidad por parte de Dios en Cristo Jesús es la llamada que caracteriza al cristiano y marca sus pasos para toda la vida (cf 1
Tes 2,12: peripatéó, caminar).
La vocación cristiana -explicando mejor lo que se entiende por †œsantidad†™- por una parte separa al hombre de los demás, lo †œllama de†™, como para sacarlo ya sea del mundo de los judí­os, ya del de los paganos Rm 9,24; Col 3,11; Hch 2,39 y Is 57,19). No es que quien es llamado deba, por así­ decir, escapar de todo yde todos, porque de otra manera… †œdeberí­ais salir del mundo† (1Co 5,10). Al contrario, Pablo prescribe que †œcada uno permanezca en la condición en que estaba cuando Dios lo llamó†, y explica cómo por medio de la vocación cristiana la vida adquiere un valor del todo nuevo, estableciendo de hecho una relación exclusiva con Dios (1Co 7,20; ico 7,22). Por otra parte, es decir, positivamente, la vocación cristiana reserva al hombre para Dios solo: los †œllamados según el plan de Dios† son como consagrados a él (y por él), y colaboran a la manifestación de su mismo designio salví­fico (Rm 8,28-30). A su modo, los †œllamados† gozan ya del atributo esencial de Dios (y de Cristo), que es ser †˜santo†. Pablo lo recordaba enérgicamente desde su primera carta: †œEsta es la voluntad de Dios (respecto a vosotros): vuestra santificación†; y poco después, concluyendo el tema: †œDios no nos ha llamado a la impureza, sino a vivir en la santidad† (1 Tes 4,3.7).
También al exhortar con energí­a a los cristianos de Efeso a la unidad, el apóstol vincula toda la vida cristiana a la vocación y la nueva relación establecida por éste con la misma Trinidad: †œOs pido que caminéis de una manera digna de la vocación que habéis recibido. (…) Un solo cuerpo y un solo espí­ritu, como una es la esperanza a la que habéis sido llamados…† (Ef 4, 1-6).
Durante la vida presente, el cristiano deberá †œcaminar de manera digna de su vocación…† (Ef 4,1). Esto lo expresa también globalmente el precepto de 1 P 1,15 y su argumentación: †œSed santos en toda vuestra vida, como es santo el que os ha llamado†. Este camino requiere una constante atención y poner en práctica los grandes dones recibidos: salvación, paz, libertad.., y todo lo que nosotros llamamos gracia.
La vocación, acto de amor divino dirigido al individuo y en una circunstancia particular, no se agota en modo alguno en sí­ misma, como si dejara al que es llamado a merced de sí­ mismo, en una dimensión de exterioridad. La exhortación de 2P 1,10 (†œEsforzaos más y más por asegurar vuestra vocación y elección†) no contradice la permanencia y la eficacia de la vocación por parte de Dios, sino que, aunque no la exprese, acaso la supone. Recuérdense al respecto las dos claras afirmaciones paulinas que reiteran la continua presencia activa y salvadora de Dios en nuestra vocación: †œEl que os ha llamado es leal y cumplirá su palabra† (lTs 5,24); †œLos dones y el llamamiento de Dios son irrevocables† (Rm 11,29).
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2. Algunas vocaciones particulares.
Por †œparticulares† entendemos aquellas vocaciones al ejercicio, por ejemplo, de ministerios (diaconí­as) o dones (carismas) u operaciones (potencias), que persiguen, determinan y expresan la vocación cristiana más general (1Co 12,7-26; Ef 4,7; Ef 4,1 . En la Iglesia Dios la vocación general la santidad y la gloria se expresa en concreto en la vida; y en la vida la Iglesia las diaconí­as, los carismas y las operaciones, distribuidos uno su modo, se derivan igualmente Dios. Finalmente, no hay que infravalorar nunca el carácter paradigmático las narraciones bí­blicas, debidamente entendidas través un atento proceso hermenéutico; es posible, incluso menudo obligado, que un dato dirigido originariamente un particular pueda o ampliarse un horizonte más general.
Diversamente narrada, la vocación de los apóstoles [1 Apóstol! Discí­pulo] converge en los puntos esenciales: Jesús pasa delante de alguien; encuentra, ve o fija la mirada en alguno; invita perentoriamente con un †œSigúeme†; el llamado deja inmediatamente todo y sigue a Jesús. Los pasajes son conocidos: Mc 1,16-20 y par; Mc 2,14 y par; Mc 10,28 y par (†œLo hemos dejado todo…†™); Jn 1,38-51; 6,70; 15,16.19; Ac
1,12. Habrí­a que añadir Mc 3,l3ss y par, donde Jesús †œllama†™, constituye y da el nombre a los †œdoce†.
Dentro de la evidente variedad, no falta una notable í­†™niformidad, aunque expresada con diversos acentos. Así­, acerca de la iniciativa de Jesús: mantenida siempre y en discreto relieve, habrá que estimar lógicamente que debe formar parte de una precisa intención de los evangelistas (también en Hch 1,2). Llamada que se propone sin ningún interés, si acaso sólo en orden a los intereses de los †œhombres† (†œpescadores de hombres† para Mt-Mc, †œvivificadores de hombres† para Lc), lo cual constituye la misión salví­fica de los llamados, en asociación o a semejanza de la del Maestro y dependiendo de ella. Después de la resurrección será más determinada la misión misma (cf Mt 28,19s; Jn 20,2lss). Lo que se desprende con toda claridad y no deja de.. sorprender es la disponibilidad total e inmediata de los llamados a dejar todo lo que hasta entonces constituí­a sus hábitos, su ambiente, su vida, para seguir únicamente al Maestro y compartir su existencia. Jn 6,68 nos da el motivo, obviamente teológico: †˜Tú tienes palabras de vida eterna†™. Además, en tales vocaciones falta cualquier perspectiva de tipo humano, cualquier †œgarantí­a† del futuro que no sea la sola palabra del que llama; también en esto es fácil percibir una amplia resonancia del AT.
Don gratuito por parte de Dios (y, respectivamente, de Cristo), a la vocación le corresponde por parte del hombre una aceptación de fe, una adhesión incondicional, por estar fundada en la sola certeza de Dios, en su fidelidad y bondad. De hecho, a la fe se refieren a menudo, directa o indirectamente, las diferentes instrucciones que da Jesús a sus discí­pulos (Mt 17,1 gss; 21,21; Mc 9,28s; ll,22s; Lc 17,55). La vocación se irá enriqueciendo luego progresivamente en su realidad con pruebas y persecuciones, ya sea durante la vida del Maestro, ya después de su resurrección, como se lo habí­a anunciado durante la vida terrena. Por tanto, una vocación que cambia totalmente la vida de los llamados, los pone en el seguimiento-escuela- imitación de Jesús hasta la muerte (Tome su cruz) y la resurrección, puesto que también la gloria y el reino están previstos, pero sólo para después (Mt 19,28; Lc 22,30; Jn 13,36).
La vocación de / Pablo se merece ciertamente una consideración especial dentro de las vocaciones de los apóstoles. Son numerosí­simos los pasajes que se podrí­an aducir; desde los lucanos de Hechos (9,4ss. l5ss con los par de los ce. 22 y 26; además, 13,2ss; 15,26; 16,9) a los autobiográficos en las mismas cartas paulinas (especialmente Ga 1,1; Ga 1,12-16; Flp 3,12; lTm 1,12-16). Por otra parte, toda su predicación está bajo el signo de aquel formidable acontecimiento que llamamos impropiamente conversión, pero que en realidad fue una verdadera y auténtica vocación-misión, en particular del tipo que hemos llamado profético, que incluye a la vez referencias al pasado, visión y palabras de investidura, lo mismo que el fin de la misión con las previsiones anejas de tribulaciones y persecuciones que se han de afrontar. Esa vocación-misión la define Pablo como †œrevelación†™ (Ga 1,12; Ga 1,16), †œiluminación† 2Co 4,6), gracia (Ga 2,9 Ep 3,7s). El es †œapóstol por vocación† (1Co 1,1; Rm 1,1), llamado por Dios †œpor su gracia†™ (Ga 1,15), o por Jesús (Hch 9,5 par)o por el Espí­ritu Santo también (Hch 13,2).
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También en / Marí­a podemos y debemos hablar de vocación. Aunque falta el término especí­fico de vocación, el contenido de su †œanunciación† narrada por Lc 1,26-38 (Mt 1,18-25), leí­da desde nuestra óptica e iluminada por el resto del NT, manifiesta una vocación-misión especí­fica y precisa. Ello es evidente por cada uno de sus elementos y por el orden de los mismos. Marí­a será la madre de Jesús mesí­as y salvador y madre de la Iglesia. Ver también las perspectivas indicadas por Lc 1,39-56; 2,22ss.33ss.48ss;8,21 ;ll,27s;Jn2, 1-11; 1 9,26s; Ac 1, 14.†Figura† ella misma de la Iglesia, se convierte incluso en †œla llamada† por excelencia, en cuanto constituida †œmadre de los creyentes, †œdichosa por haber creí­do† Lc 1,45; Lc 11,28 Jn 19,26s).
Pero no menos se deberá hablar de vocación a propósito de los diferentes ¡carismas, de los que se habla expresamente en Rom 12,6s; 1 Co 12,7-1 1 .28ss y Ep 4,7.llss. Don de Dios (o de Cristo o del Espí­ritu), constituyen al cristiano en un determinado servicio †œpara la utilidad común† (1Co 12,7), †œafin de edificar el cuerpo de Cristo† (Ef 4,12). Todo ello vale también para los esposos cristianos, a cuyo amor se confí­a una misión especí­fica de representación cristológica y eclesiológica de múltiples matices e implicaciones, pero en todo caso totalizante y exclusiva (Ef 5,22-33). Sin multiplicar las referencias bí­blicas, recuerdo globalmente las relativas a los epí­skopoi, a los †œpastores†, a los †œpresbí­teros†, a los diákono4 a las †œviudas† y a todos los que están en el ministerio. Ello excluye del cristianismo toda posibilidad de ministerios de tipo meramente †œburocrático† u ocasional. Es verdad que se abre el camino a una infinidad de interrogantes, y de hecho es extremadamente abundante la problemática acerca de los †œcarismas†, pero no acerca de su realidad de vocación, puesto que son don de Dios y presencia suya en el hombre y en su historia.
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BIBL.: Coenen L., Llamada (kaléo), en DTNT III, 9-14; Emonnet G., Vocación cristiana en la Biblia, Paulinas, Madrid 1970; De Fraine J.G., Vocazioneedelezionenella Bibbia, Ed. Paoline 1968; Galot J., La vocation dansie Nouveau Teslament, en †œRevue du Clergé Africain† 19 (1964) 417-436; 20 (1965) 125- 147; Id. La vocazioneneiNuovo Testamento, en †œVita Consacrata† 14(1978)133-148; 197-214; Helewa, La vocazione d†™Israel a popólo di Dios, en A. Favale, Vocazione comune o vocazioni specifiche. Aspetti biblici, teologicie psico-pedagogici-pastorali, LAS, Roma 1981, 57-83; Moloney F.J., The Vocation ofthe Disciples in the Gospel of Marte, en †œSalesianum† 43 (1981) 487-516; Romaniuk C, La vocazione nella Bibbia, Ed. Dehoniane, Bolonia 1973. Para otros aspectos, cf A. Am-massari. Idodici. Note esegetiche sulla vocazione degli apostoli, Cittá Nuova, Roma 1982; Greoanti G., La vocazione individúale nel NT. L†™uomodifronteaDio, Pont. Univ. Lat., Roma 1969.
L. de Lorenzi

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

klesis (klh`si”, 2821), traducido uniformemente “vocación” en la RV, se trató bajo LLAMAMIENTO, B.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Las escenas de vocación son de las páginas más impresionantes de la Biblia. La vocación de Moisés en la zarza ardiente (Ex 3), la de Isaí­as en el templo (Is 6), el diálogo entre Yahveh y el joven Jeremí­as (Jer 1) ponen en presencia a Dios en su majestad y en su misterio y al hombre en toda su verdad, en su miedo y en su generosidad, en su poder de resistencia y de acogida. Para que estos relatos ocupen tal lugar en la Biblia es preciso que la vocación sea un momento de importancia en la revelación de Dios y en la salvación del hombre.

I. LAS VOCACIONES Y LAS MISIONES EN EL AT. Todas las vocaciones en el AT tienen por objeto *misiones: si Dios llama, es para enviar; a Abraham (Gén 12,1), a Moisés (Ex 3,10.16), a Amós (Am 7,15), a Isaí­as (Is 6,9), a Jeremí­as (Jer 1,7), a Ezequiel (Ez 3,1.4) les repite la misma orden: ¡Ve! La vocación es el llamamiento que Dios hace oir al hombre que ha escogido y al que destina a una obra particular en su designio de salvación y en el destino de su pueblo. En el origen de la vocación hay por tanto una *elección divina ; en su término, una *voluntad divina que realizar. Sin embargo, la vocación añade algo a la elección y a la misión: un llamamiento personal dirigido a la conciencia más profunda del individuo y que modifica radicalmente su existencia, no sólo en sus condiciones exteriores, sino has-ta en el corazón, haciendo de él otro hombre.

Este aspecto personal de la vocación se traduce en los textos: a menudo se oye a Dios pronunciar el nombre de aquel a quien llama (Gén 15,1; 22,1; Ex 3,4; Jer 1,11; Am 7,8; 8,2). A veces, para indicar mejor su toma de posesión y el cambio de existencia que significa, da Dios a su elegido un *nombre nuevo (Gén 17,1; 32,29; cf. Is 62,2). Y Dios aguarda una respuesta a su llamamiento, una adhesión consciente, de fe y de obediencia. A veces esta adhesión es instantánea (Gén 12,4; Is 6,8), pero con frecuencia el hombre es invadido por el miedo y trata de evadirse (Ex 4,10ss; Jer 1, 6; 20,7). Es que la vocación normal-mente pone aparte al llamado y hace de él un extraño entre los suyos (Gén 12,1; Is 8,11; Jer 12,6; 15,10; 16,1-9; cf. lRe 19,4).

Este llamamiento no se dirige a todos a los que Dios escoge como sus instrumentes: los *reyes, por ejemplo, si bien son los ungidos del Señor, no oyen tal llamamiento : Samuel, por ejemplo, es quien informa a Saúl (lSa 10,1) y a David (16,12). Tampoco los sacerdotes deben su *sacerdocio a un llamamiento recibido de Dios, sino a su nacimiento. El mismo Aarón, aun cuan-do Heb 5,4 lo designa como “llamado por Dios”, no recibió este llamamiento sino por intermedio de Moisés (Ex 28,1) y nada se dice de la acogida interior que le hizo. Aun-que no lo diga explí­citamente la epí­stola a los Hebreos, no será infidelidad a su pensamiento ver en este llamamiento un signo de la inferioridad, incluso en Aarón, del sacerdocio leví­tico en relación con el sacerdocio de aquel a quien Dios de hecho hizo oir directamente su palabra: “Tú eres mi hijo… Tú eres sacerdote… según el orden de Melquisedec” (Heb 5,5s).

II. VOCACIí“N DE ISRAEL Y VOCACIí“N DE JESUCRISTO. ¿Recibió Israel una vocación? En el sentido corriente de la palabra es evidente que sí­. En el sentido preciso de la Biblia, aun cuando un *pueblo no puede evidentemente ser tratado como una persona singular y tener sus reacciones, Dios, sin embargo, obra con él como con las personas’a quienes llama. Cierto que le habla por intermediarios, en particular por el mediador Moisés, pero, aparte esta diferencia impuesta por la naturaleza de las cosas, Israel tiene todos los elementos de una verdadera vocación. La *alianza es en primer lugar un llamamiento de Dios, una palabra dirigida al corazón; la *ley y los profetas están llenos de este llamamiento: ” ¡Escucha, Israel!” (Dt 4,1; 5,1; 6,4; 9,1; Sal 50,7; Is 1,10; 7, 13; Jer 2,4; cf. Os 2,16; 4,1). Esta palabra pone al pueblo en una existencia aparte, de la que Dios se hace garante (Ex 19,4ss; Dt 7,6) y le veda buscar apoyo en otro que en Dios (Is 7,4-9; cf. Jer 2,11ss). Finalmente, este llamamiento aguarda una respuesta, un compromiso del corazón (Ex 19,8; Jos 24,24) y de toda la vida. Tenemos aquí­ todos ‘los rasgos de la vocación.

En cierto sentido es verdad que estos rasgos se hallan con plenitud en la persona de Jesucristo, el perfecto *siervo de Dios, el que siempre *escucha la voz del Padre y le presta *obediencia. No obstante, el lenguaje propio de la vocación no es prácticamente utilizado por el NT a propósito del Señor. Si Jesús evoca constantemente la *misión . que ha recibido del Padre, sin embargo, en ninguna parte se dice que Dios lo haya llamado, y esta ausencia es significativa. La vocación supone un cambio de existencia; el llamamiento de Dios sorprende a un hombre en su tarea habitual, en medio de los suyos, y lo orienta hacia un punto cuyo secreto se reserva Dios, hacia “el paí­s que yo te indicaré” (Gén 22,1). Ahora bien, nada indica en Jesucristo la toma de conciencia de un llamamiento ; su bautismo es a la vez una escena de investidura regia: “Tú eres mi Hijo” (Me 1,11) y la presentación por Dios del siervo en quien se complace perfectamente ; pero aquí­ nada evoca las escenas de vocación: de un extremo al otro de los evangelios sabe Jesús de dónde viene y adónde va (Jn 8,14), y si va adonde no se le puede seguir, si su destino es de tipo único, no se debe esto a una vocación sino a su mismo ser.

III. VOCACIí“N DE LOS DISCíPULOS Y VOCACIí“N DE LOS CRISTIANOS. Si Jesús no oye para sí­ mismo el llamamiento de Dios, en cambio multiplica los llamamientos a seguirle ; la vocación es el medio de que se sirve para agrupar en torno suyo a los doce (Mc 3,13), pero también dirige a otros un llamamiento análogo (Mc 10,21; Lc 9,59-62); y toda su predicación tiene algo que comporta una vocación : un llamamiento a seguirle en una vida nueva cuyo secreto él posee: “Si alguien quiere venir en pos de mí­…” (Mt 16,24; cf. Jn 7,17). Y si hay “muchos llamados, pero pocos elegidos”, se debe a que la invitación al reino es un llamamiento personal al que algunos permanecen sordos (Mt 22,1-4).

La Iglesia naciente percibió inmediatamente la condición cristiana como una vocación. La primera predicación de Pedro en Jerusalén es un llamamiento a Israel semejante al de los profetas y trata de suscitar un movimiento personal: “¡Salvaos de esta *generación extraviada!” (Act 2, 40). Para Pablo existe un paralelismo real entre él, “el *Apóstol por vocación”, y los cristianos de Roma o de Corinto, “los *santos por vocación” (Rom 1,1.7; ICor l,ls). Para restablecer a los corintios en la verdad les recuerda su llamamiento, pues éste es el que constituye la comunidad de Corinto tal como es: “Considerad vuestro llamamiento, pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne” (1Cor 1,26). Para darles una regla de conducta en este mundo cuya figura pasa, los invita a quedarse cada uno “en la condición en que le halló su llamamiento”(7,24). La vida cristiana es una vocación porque es una vida en el *Espí­ritu, porque el Espí­ritu es un nuevo universo, porque “se une a nuestro espí­ritu” (Rom 8,16) para hacer-nos oir la *palabra del Padre y despierta en nosotros la respuesta filial.

Dado que la vocación cristiana ha nacido del Espí­ritu y dado que el. Espí­ritu es uno solo que anima a todo el cuerpo de Cristo, hay en me-dio de esta única vocación “diversidad de dones… de *ministerios… de operaciones…”, pero en esta variedad de *carismas no hay en definitiva más que un solo *cuerpo y un solo espí­ritu (1Cor 12,4-13). Dado que la *Iglesia misma, la comunidad de ‘.os llamados, es la Ekklesia, “la llamada”, como también es la eklekte, “la elegida” (2Jn 1), todos los que en ella oyen el llamamiento de Dios responden, cada uno en su puesto, a la única vocación de la Iglesia que oye la voz del esposo y le responde : “¡Ven, Señor Jesús!” (Ap 22, 20).

-> Carismas – Escuchar – Elección – Misión – Voluntad de Dios.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Véase Llamado.

Fuente: Diccionario de Teología

La vocación eclesiástica o religiosa es el don de aquellos que, en la Iglesia de Dios, siguen con una intención pura la profesión eclesiástica o los consejos evangélicos. Los elementos de esta vocación son todas las ayudas interiores y exteriores, la gracia eficaz, que dan lugar a la adopción de la resolución, y todas las gracias que produce la perseverancia meritoria. Por lo general esta vocación se revela como el resultado de la deliberación de acuerdo a los principios de la razón y la fe; en casos extraordinarios, por luz sobrenatural tan abundantemente derramada sobre el alma como para hacer innecesaria la deliberación.

Hay dos señales de la vocación: la negativa, la ausencia de impedimentos, y la otra positiva, una firme resolución con la ayuda de Dios de servirle en el estado eclesiástico o religioso. Si Dios le deja libertad de elección a la persona que llama, no le deja ninguna a aquéllos cuyo deber es aconsejar; aquellos directores espirituales o confesores que atienden a la ligera un asunto de tanta importancia, o no contestan según el espíritu de Cristo y la Iglesia, incurren en una grave responsabilidad. Es su deber también descubrir el germen de una vocación, y desarrollarlo mediante la formación del carácter y el fomento de la generosidad de la voluntad.

Estas normas son suficientes para una decisión de seguir los consejos evangélicos, ya que pueden ser practicadas incluso en el mundo. Pero la naturaleza del estado eclesiástico y la constitución positiva del estado religioso requieren algunas reflexiones adicionales. A diferencia de la observancia de los consejos evangélicos, el estado eclesiástico existe sobre todo por el bien de la sociedad religiosa, y la Iglesia ha dado al estado religioso una organización corporativa. Los que pertenecen a una orden religiosa no sólo siguen los consejos evangélicos por sí mismos, sino que son aceptados por la Iglesia, más o menos oficialmente, para representar en la sociedad religiosa la práctica de las reglas de la perfección, y ofrecerlo a Dios como una parte del culto público. (Vea vida religiosa, votos). De esto se deduce que la profesión eclesiástica no es tan accesible para todos como el estado religioso; que para entrar al estado religioso en la actualidad, se requieren condiciones de salud, de carácter, y a veces de educación que no son demandados por los consejos evangélicos tomados en sí mismos; y que, tanto para el estado religioso como para el eclesiástico, es necesaria la admisión por una autoridad legal.

En la actualidad, es necesario que concurran dos voluntades antes de que una persona pueda entrar al estado religioso; siempre ha sido necesario que concurran dos voluntades antes de que una persona pueda entrar a las filas del clero. El Concilio de Trento pronuncia un anatema sobre una persona que represente como ministro legítimo del Evangelio y los Sacramentos a cualquiera que no haya sido ordenado regularmente y comisionado por la autoridad eclesiástica y canónica (Ses. XXIII, III, IV, VII). Una vocación a la que muchas personas llaman exterior, viene así a ser añadida a la vocación interior, y esta vocación exterior se define como la admisión de un candidato en debida forma por la autoridad competente.

En cuanto al candidato se refiere, la cuestión de la vocación misma ponerse en estos términos: ¿Estás haciendo una cosa que es agradable a Dios en el ofrecimiento de sí mismo en el seminario o noviciado? Y la respuesta depende de los datos anteriores: sí, si tu intención es honesta, y si tu fuerza es suficiente para el trabajo. Otra pregunta se le puede hacer al candidato al sacerdocio: ¿si haces bien en desear ser sacerdote, o harías mejor en convertirte en religioso? Es de notar que el candidato al sacerdocio ya debería tener las virtudes requeridas por su estado, mientras que la esperanza de adquirirlas es suficiente para el candidato a la vida religiosa.

La pregunta que debe hacerse el ordinario de una diócesis o el superior de una comunidad religiosa es: Considerando el interés general de la orden o la diócesis, ¿es correcto que yo acepte a este o ese candidato? Y aunque el candidato haya hecho bien en ofrecerse a sí mismo, la contestación puede ser en la negativa. Pues Dios a menudo sugiere planes que no requiere o desea que se lleven a cabo, aun cuando esté preparando la recompensa que le concederá a la intención y al juicio. La negativa del ordinario o superior les impide a los candidatos entrar en las listas de los clérigos o religiosos. De ahí que se puede decir que su aprobación completa la vocación divina. Por otra parte, en esta vida una persona a menudo entra en vínculos indisolubles que Dios desea ver respetados después del hecho. Queda, pues, para el hombre que se ha puesto bajo tal obligación de acomodarse al estado en el que Dios, quien le dará la ayuda de su gracia, ahora desea que persevere. Esta es la enseñanza explícita de San Ignacio en sus “Ejercicios Espirituales”: Respecto a esta voluntad presente de Dios, se puede decir, por lo menos de los sacerdotes que no obtienen una dispensa, que las ordenación les confiere una vocación. Sin embargo, esto no implica que hayan hecho bien en ofrecerse para la ordenación.

Esto parece darnos base para la verdadera solución a las recientes controversias sobre el tema de la vocación.

Dos puntos han resultado temas de controversia en la consideración de la vocación al estado eclesiástico: ¿cómo la Divina Providencia da a conocer sus decretos a los hombres? ¿Cómo la Providencia reconcilia sus decretos con la libertad de la acción humana en la elección de un estado de vida? Casiano explica muy claramente los distintos tipos de vocación a la vida monástica, en su “Collatio, III: De tribus abrenuntiationibus”, III, IV, V (PL, XLIX, 560 a 64). Los Padres de los siglos IV y V inculcan fuertemente la práctica de la virginidad, e intentan dar respuesta el texto: “Quien pueda entender, que entienda” (Evangelio según San Mateo | Mt.]] 19.12), lo que parece limitar la aplicación del consejo. San Benito admitió niños pequeños presentados por sus padres a su orden; y el axioma canónico Monachum aut paterna devotio aut propia professio facit (c. 3, XX, q. 1), “Un hombre se convierte en un monje, ya sea por consagración de los padres o por profesión personal “, un axioma que fue recibido en la Iglesia Latina desde el siglo VI hasta el XI, muestra hasta qué punto la vida religiosa se consideró abierta y recomendable como una regla para todos.

Una carta de San Gregorio el Grande y otra de San Bernardo insisten en los peligros a que se exponen aquellos que han decidido abrazar la vida religiosa y todavía permanecen en el mundo. Santo Tomás no trata sobre la necesidad de una llamada especial para abrazar el sacerdocio o la vida monástica, pero la realidad de una llamada divina a estados de vida más altos es claramente expresada en el siglo XVI, notablemente en los “Ejercicios Espirituales” de San Ignacio. Francisco Suárez elaboró una teoría completa de la vocación (De religione, tr. VII, IV, VIII). Independientemente de un progreso natural que aporta nuevos elementos a la discusión, dos causas se combinaron para aumentar la controversia sobre este punto, a saber, el abuso de las vocaciones forzadas, y un misticismo que está estrechamente relacionado con el jansenismo. En otros tiempos era costumbre que las familias nobles colocaran a sus hijos más jóvenes en el seminario o algún monasterio sin considerar los gustos o las calificaciones de los candidatos, y no es difícil ver cuán desastroso fue este tipo de reclutamiento para la vida sacerdotal y religiosa. Comenzó una reacción contra este abuso, y se esperaba que los jóvenes, en lugar de seguir la elección de sus padres, una opción a menudo dictada por consideraciones de orden puramente humano, esperaran una llamada especial de Dios antes de entrar al seminario o al claustro.

Al mismo tiempo, un semi quietismo en Francia llevó a la gente a creer que un hombre debía aplazar su acción hasta que fuese consciente de un especial impulso divino, una especie de mensaje divino que le revelara lo que debía hacer. Si una persona, con el fin de practicar la virtud, estaba obligada a hacer un examen interno de sí mismo a cada momento, ¿cuánto más necesario escuchar la voz de Dios antes de entrar en la senda sublime del sacerdocio o la vida monástica? Se supone que Dios hablaría por una atracción, que era peligroso anticipar: y así surgió la famosa teoría que identificaba la vocación con una atracción divina; sin atracción no hay vocación; con atracción había una vocación que era, por así decirlo, obligatoria, pues había mucho peligro en la desobediencia. Aunque teóricamente libre, la elección de un estado era prácticamente necesaria: “Aquellos que no son llamados”, dice Scavini (Theol. moral., 14a ed., I, I, n. 473), “no pueden entrar al estado religioso: los que son llamados deben entrar en él, o si no cuál sería el uso de la llamada? ” Otros autores, como Gury (II, n. 148-50), después de haber declarado que es una falta grave entrar al estado religioso estando consciente de no haber sido llamado, se corrigen solos de una manera notable al añadir, “a menos que tengan una resolución firme de cumplir con los deberes de su estado “.

Para la dirección general de la vida, sabemos que Dios, al tiempo que guía al hombre, lo deja libre para actuar, que todas las buenas acciones son gracia de Dios, y al mismo tiempo actos libres, que la felicidad del cielo será la recompensa de la buena vida y aún así el efecto de una predestinación gratuita. Estamos obligados a servir a Dios siempre, y sabemos que, además de los actos mandados por Él, hay actos que Él bendice sin hacerlos obligatorios, y que entre los actos buenos hay algunos que son mejores que otros.

Derivamos nuestro conocimiento de la voluntad de Dios, esa voluntad que exige nuestra obediencia, que aprueba algunos de nuestros actos, y estima algunos más que otros, de la Sagrada Escritura y la Tradición, al hacer uso de la doble luz que Dios nos ha concedido, la fe y la razón. Siguiendo la ley general, “hacer el bien y evitar el mal”, aunque podemos evitar todo lo que está mal, no podemos hacer todo lo que es bueno. Para llevar a cabo los designios de Dios estamos llamados a hacer todo el bien que seamos capaces y todo lo que tengamos la oportunidad de hacer; y cuanto mayor sea el bien, más especial nuestra capacidad, más extraordinaria la oportunidad, tanto más claramente la razón iluminada por la fe nos dice que Dios desea que hagamos el bien. En la ley general de hacer el bien, y en las facilidades que se nos ha dado para hacerlo, leemos una invitación de Dios general, o puede ser incluso una especial, para hacerlo; una invitación que presiona en proporción a la excelencia del bien, pero que sin embargo no estamos obligados a aceptar a menos que descubramos un deber de justicia o de caridad.

A menudo, también, tenemos que vacilar en la elección entre dos acciones o cursos de acción incompatibles. Es una dificultad que surge, incluso cuando nuestra decisión influirá en el resto de nuestras vidas, como, por ejemplo, si tuviésemos que decidir entre emigrar o quedarnos en nuestro propio país. Dios también puede ayudar a nuestra opción por movimientos interiores, ya sea que estemos conscientes de ellos o no, por inclinaciones que nos lleven a tal o cual curso de acción, o por los consejos de un amigo con el que estamos providencialmente en contacto; o puede incluso revelarnos claramente su voluntad o su preferencia. Pero esto es un caso excepcional; por lo general el sentimiento interior mantiene y confirma nuestra decisión, pero es sólo un motivo secundario, y la parte principal le pertenece a la sana razón que juzga según las enseñanzas de la fe. “Tienen a Moisés y a los ” profetas”, dijo Cristo en la parábola del hombre rico y Lázaro ( Lc. 16,29), y no necesitamos que nadie resucite de entre los muertos para que nos enseñe nuestro deber.

De acuerdo con esta sencilla exposición, parece claro que cada una de nuestras buenas acciones agrada a Dios, que, además, Él desea especialmente vernos ejecutar ciertas acciones, pero que las negligencias y omisiones en cualquier materia no causan por lo general una divergencia permanente de nuestro camino recto. Esta regla es cierta incluso en el caso de actos cuyos resultados parecen múltiples y de gran alcance. De lo contrario, Dios estaría obligado a darnos a conocer claramente tanto su propia voluntad como las consecuencias de nuestra negligencia. Pero los ofrecimientos de la Divina Providencia son varios o incluso muchos, aunque uno pueda ser más apremiante que otro; y puesto que toda buena acción se realiza con la ayuda de una gracia sobrenatural que la precede y la acompaña, y ya que con una gracia eficaz habríamos hecho el bien que no habíamos podido lograr, de todo bien que realicemos podemos decir que tuvimos la vocación de hacerlo, y de todo bien que omitimos, ya sea que no tuvimos la vocación de hacerlo, o , si nos equivocamos al omitirlo, que no prestamos atención a la vocación. Esto es cierto sobre la fe propiamente dicha. Creemos porque hemos recibido una vocación eficaz para creer, que los que viven sin fe no han recibido o que han rechazado cuando su incredulidad es su propia falta.

¿Son estos puntos de vista generales aplicables a la elección de un estado de vida? ¿O es que esa elección se rige por normas especiales? La solución de esta pregunta implica la de la vocación misma. Las normas específicas se encuentran en la Sagrada Escritura y en la Tradición. En la Sagrada Escritura leemos esos consejos generales de abnegación (N. de la T.: niégate a ti mismo) al que todos los cristianos están llamados a seguir durante su vida, mientras que son objeto de una aplicación más completa en un estado que por esa misma razón puede ser llamado un estado de perfección. La gracia eficaz, en particular la de la perfecta continencia, no les es dada a todos. “No todos entienden este mensaje, sino aquellos a quienes se les ha concedido… Quien pueda entender, que entienda.” ( Mt. 19,11.12).

Intérpretes católicos, sin embargo, basando sus conclusiones en los Padres de la Iglesia, coinciden en decir que Dios le concede este don ya sea a todos los que lo piden en la oración, o en todo caso, a la generalidad de los que se disponen a recibirlo (véase Beelen, Kanbenbauer, sobre este pasaje). Pero la elección es libre. San Pablo, hablando del mismo cristiano, dice “Por lo tanto, el que se casa con su novia, obra bien. Y el que no se casa, obra mejor.” (1 Cor. 7,38). Por otra parte, debe ser guiado por la sana razón: “Pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que quemarse” (1 Cor. 7,9). Además, el Apóstol le da este consejo general a su discípulo Timoteo: «Quiero pues que las (viudas) jóvenes se casen” (1 Tim. 5,14). Y, sin embargo, la Providencia no abandona al hombre, sea cual sea su profesión o condición: «Por lo demás, cada cual viva conforme le ha asignado el Señor, cada cual como le ha llamado Dios.” (1 Cor. 7,17). Por lo tanto, la Sagrada Escritura le aplica a la profesión de cada hombre los principios generales establecidos anteriormente.

Tampoco hay rastro de una excepción en los Padres de la Iglesia: insisten en la aplicación general de los consejos evangélicos, y sobre la importancia de seguirlos sin demora; y por otro lado, declaran que la elección es libre, sin peligro de incurrir en la pérdida del favor de Dios. Sin embargo desean que la elección se ejerza prudente y razonablemente. Ver San Basilio, “Sobre la virginidad””, n. 55, 56; “Constit. monast.”, XX; Ep. CLXXII “Exhortación a renunciar al mundo”, n. 1 (P.G., XXX, 779-82; XXXI, 626, 1394; XXXII, 647-49); San Gregorio Nacianceno, “Contra Juliano”, 1er discurso, n. 99; disc. 37, alias 31 sobre San Mateo, 19,11 (P.G., XXXV, 634; XXXVI, 298); San Juan Crisóstomo, “Sobre la virginidad”; “Sobre la penitencia”, Horn. VI, n. 3; “Sobre San Mateo”, XIX, XI, XXI (P.G., XLVIII, 533 ss.; XLIX, 318; LVIII, 600, 605); San Cipriano, “De habitu virginum”, XXIII (P.L., IV, 463); San Ambrosio, “De viduis”, XII, XIII (P.L., XVI, 256, 259); San Jerónimo, Ep. CXXIII alias XI to Ageruchia; “De monogamia”; “Contra Joviniano”, I; Sobre San Mateo 19,11-12 (P.L., XXII, 1048; XXIII, 227, 228; XXVI, 135, 136); San Agustín, “De bono coniugali”, X; “De sancta virginitate”, XXX (P.L., XL, 381, 412); San Bernardo, “De praecepto et dispensation”, I (P.L., CLXXXII, 862). Estos textos son examinados en Vermeersch, “De vocatione religiosa et sacertodali”, tomados del segundo volumen de la “De religiosis institutis et personis” del mismo autor, suppl. 3.

En comparación con tan numerosas y distintas declaraciones, dos o tres pasajes insignificantes ( San Gregorio, Ep. LXV (P.L., LXXVII, 603; San Bernardo, Ep. CVII, CVIII (P.L., CLXXXII, 242 ss., 249 ss.)], de los cuales los últimos dos datan solo del siglo XII, y son susceptible de otra explicación, y no pueden ser citados seriamente como representantes de la vocación como prácticamente obligatorio. Ni Santo Tomás en su “Summa theologica”, I-II, Q. CVIII, art. 4; II-II, Q. CLXXXIX, opusc. 17 alias 3, ni Francisco Suárez en su “De religione”, tr. VII, V, IV, n. I, 7, y VIII; ni Belarmino en su “De monachis”, Controv. II; ni Passerini, “De hominum statibus” en Q. CLXXXIX, art. 10, piensan en situar la elección del estado de vida en una categoría aparte.

Y así llegamos a conclusiones que coinciden con las de Cornelio a Lapide en su comentario sobre el capítulo 7 de la Primera Epístola a los Corintios, y que se recomiendan a sí mismos por su misma simplicidad. Los estados de vida se eligen libremente y al mismo tiempo son providencialmente dados por Dios. Cuanto mayor sea el estado de vida, más claramente encontramos la acción positiva de la Providencia en la elección. En el caso de la mayoría de los hombres, ningún decreto divino, lógicamente anterior al conocimiento de sus actos libres, les asignan tal o cual profesión. El camino de los consejos evangélicos está en sí mismo abierto a todos, y preferible para todos, pero sin ser directa o indirectamente obligatorios. En casos excepcionales, la obligación puede existir como consecuencia de un voto o de una orden divina, o de la improbabilidad (que es muy raro), de encontrar la salvación de otro modo. Más frecuentemente, razones de prudencia, que surgen del carácter y los hábitos de las personas afectadas, no hacen aconsejable que él elija lo que es en sí la mejor parte, o los deberes de la piedad filial o la justicia lo puedan hacer imposible.

Por las razones anteriormente expuestas, no podemos aceptar la definición de Lesio, “La vocación es un afecto, una fuerza interior que hace que un hombre se sienta impulsado a entrar en el estado religioso, o algún otro estado de vida” (De statu vitæ deligendo, n. 56 ). Este sentimiento no es necesario, y no se puede confiar en él sin reservas, aunque puede ayudar a decidir el tipo de orden más adecuado para la persona. Tampoco podemos admitir el principio adoptado por San Alfonso: que Dios determina para cada uno su estado de vida (Sobre la elección de un estado de vida). Cornelius a Lapide, sobre cuya autoridad San Alfonso basó incorrectamente su argumento, dice, por el contrario, que Dios a menudo se abstiene de indicar ninguna preferencia, sino la que resulta de la excelencia desigual sobre condiciones honorables. Y en el célebre pasaje “cada cual tiene de Dios su gracia particular” (1 Cor. 7,7). San Pablo no tiene intención de indicar cualquier profesión particular como un don de Dios, sino que hace uso de una expresión general para implica que la dispensación de las gracias explica la diversidad de objetos puestos a nuestra elección, como la diversidad de las virtudes. Estamos de acuerdo con María de Ligorio cuando declara que todo aquel que, estando libre de impedimento y movido por una recta intención, si es recibido por el superior, está llamado a la vida religiosa. Véase también San Francisco de Sales, Epístola 742 (París, ed. 1833). Las influencias rigoristas a las que San Alfonso fue sometido en su juventud explican la severidad que le llevó a decir que la salvación eterna de una persona dependía principalmente de esta elección de un estado de vida conforme con la elección divina. Si este fuera el caso, Dios, que es infinitamente bueno, haría conocer su voluntad a todos los hombres de una manera que no pueda ser mal interpretado.

Bibliografía: La opinion defendida en este artículo es corroborada por la decision favorable de la Comisión de Cardenales (10 de junio de 1912), nombrada para examinar la obra del Canónigo Joseph Lahitton, La vocation sacerdotale (París, 1909); la decisión de los cardenales ha sido completamente aprobada por el Papa. SLATER, Manual of Moral Theology (Nueva York, 1909); BERTHIER, una mission de La Salette, ha establecido una regla similar a la del antedicho libro, Des états de la vie chrétienne et de la vocation d’après les Docteurs de l’Église et les théologiens (4th ed., París, 1897); Eng. tr. Christian Life and Vocation (Nueva York, 1879); DAMANET, Choice of a State of Life (Dublín, 1880). Como un caso de excesiva severidad vea HABERT, Theol. dogmat. et mor.: De sacramento ordinis, Pt. 3, 1, sec. 2. Artículos a favor de la vocación por atracción han aparecido en la Revue pratique et apologétique, X; see loc. cit., XII, 558, para la lista de pueblicaciones en respuesta a LAHITTON.

Fuente: Vermeersch, Arthur. “Ecclesiastical and Religious Vocation.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 15. New York: Robert Appleton Company, 1912.

http://www.newadvent.org/cathen/15498a.htm

Traducido por L H M.

Anexo: Historia de una vocación, entrevista radial al Padre Donato Jiménez Sanz O.A.R (Radio María del Perú)

• Mi alegría es suma porque les voy a presentar al querido P. Donato Jiménez. Él es profesor de Teología y Secretario en la Univ. Pontificia de Teología de Lima y, también es agustino recoleto, como saben, a quien le agradecemos muchísimo que comparta su testimonio con todos los amigos de Radio María. Adelante.

– Muchas gracias, José Antonio, y aquí estamos para responder a lo que me preguntes que mejor te parezca.

• 1. ¿Por qué se hizo sacerdote?

– Esa es una de las preguntas que leíamos en un interesante libro de Sans Vila (si la memoria no me es infiel), en nuestro tiempo, y me impresionaron muchos testimonios de los que allí había; uno de ellos era del famosísimo Padre Duval, S.I. el juglar de Dios, que tantísimo me gustó, que hizo sanísimo furor en su tiempo y que mantengo mi entusiasmo por él. Yo sigo cantando muchas veces sus canciones que por entonces aprendí, tan bien hechas y dichas poética y musicalmente. Hasta les enseñé algunas de ellas a mis alumnos de francés, y siempre las recuerdan.
¡Cuánto aprenderían a cantar, a cantar bien, se entiende, los jóvenes de hoy si escuchasen las canciones del P. Duval.

•2. –El libro “El niño que jugaba con la luna”.
–Sí, Exacto. En ese libro confiesa con sencillez y valentía, ese bache en su vida, su caída en el alcol, y cómo salió de ello, gracias a Dios y a “Alcólicos Anónimos”.

– Para entonces ya estábamos nosotros en el seminario desde hacía años. Sabes que entrábamos como siempre a los 11 años; nosotros en nuestra casa y en nuestro medio teníamos un ambiente bueno, cristiano, completamente sano, pues nuestra vivencia cristiana era plena y en amistad con los sacerdotes; éramos monaguillos, los sacerdotes entraban en mi casa, como en otras casas donde había monaguillos, con toda la confianza, y esto hacia que de forma natural nosotros fuéramos pensando y sintiendo que un día nosotros podríamos ser como veíamos que eran nuestros queridos sacerdotes. Así nacía espontáneamente en nosotros la vocación al sacerdocio. Y cuando, a lo mejor, nos preguntaban las personas mayores: “¿Y tu qué vas a ser?” –Cura, fraile, le respondíamos nosotros con toda la naturalidad del mundo, porque era esa nuestra vivencia; y yo vivía, dentro de lo que cabe en un chiquillo, nuestra identificación y así ha sido toda nuestra vida. Y digo nuestra, porque lo mismo puedo decir de mi hermano Ángel, el mellizo, y de muchos otros compañeros.

• 3. Padre Donato, uno de estos días leía en Zenit como gran noticia el hecho de dos gemelos sacerdotes polacos, que además se dedican a la música, y yo me acordé de usted, hijo décimoquinto y gemelo del P. Ángel. ¿Siempre han tenido iguales opciones y sentimientos?

– Sí. Ha ido a la par siempre como gemelos que éramos; pues hemos estado codo a codo toda la vida de manera que ha sido a la par porque la vivencia era común: los dos éramos monaguillos, nuestro hermanos mayores fueron monaguillos; yo especialmente era cantor porque tenia buen oído y entonces buena voz. Puedo decir con toda naturalidad e infinito agradecimiento que yo me he criado en la iglesia, he crecido en el marco familiar con el cura, con los párrocos que se han sucedido; vivíamos en ambiente sano y cordial; para nosotros no costaba nada, ninguna ruptura, ningún arranque, ningún sacrificio especial el irnos luego al seminario, el permanecer en el seminario. Tengo que decir que desde el primer instante que estuvimos en él, ya creíamos y sabíamos que aquello era nuestra casa y nuestro ambiente natural. Y así nos sentimos durante años, o toda la vida, con los padres. Los padres nos recibían, convivían con nosotros, comían, jugaban, rezaban, cantaban, con nosotros en un ambiente de total familiaridad y así hemos vivido, gracias a Dios, hasta que hemos sido un poco mayores donde ya los destinos y misión de cada cual nos han separado.

• 4. Su hermano también estuvo en Perú, ¿no?

– Claro, mi hermano ha estado 19 años en Perú: en Lima, en Chiclayo, el la Misión de Chota. Nunca me creía yo que iba a estar esos años cuando me enviaron para acá. Cuando vine me dijo mi hermano, hablando con cierta lógica de la época: “Tú seguramente estarás algunos años y te mandarán otra vez para allá”. Pues bien, cambiaron las cosas, y resulta que yo ya llevo más años que los que estuvo él.

• 5. ¿Cuántos años lleva en Perú?
– Este año, D. m. haré 25.

• 6. Cuáles han sido las ideas fuertes como sacerdote.

– Pues mira. Además de nuestro muy cristiano ambiente familiar, nosotros hemos tenido, gracias a Dios, muy buenos y grandes ejemplos de nuestros padres mayores. Creo que muchos de los que hoy nos suceden no sé si podrán decir lo mismo de nosotros. Sí, nosotros tuvimos muchos padres misioneros sacrificadísimos, entusiastas, entregados, celosos, muy celosos, vivían la inquietud evangelizadora, el celo misionero, la serena exigencia evangélica… Nosotros tuvimos esos ejemplos que nos marcaron tan positivamente y nos animaron muchísimo. Veíamos también comunidades formadas de 8, 10, 12 padres y con mucha alegría, con mucha vivencia, mucha entrega y entusiasmo; y eso, nos llevaba como sin darnos cuenta y nos animaba, como una fuerza espontánea que nos empujaba desde dentro. Las abundantes lecturas que teníamos eran de sólida formación humana, cristiana, religiosa, humanística.

Podemos decir que no tenemos casi ningún mérito, y entre nosotros es corriente decir que no tuvimos esas crisis que pueden presentarse hoy a muchos jóvenes, que si no ven claro adónde van, que si el enamoramiento, que si alguna oferta “interesante” de trabajo… Nosotros estábamos, gracias a Dios, a buen recaudo de esas tentaciones. Pero no por una supervigilancia impuesta a la mala; nuestra convivencia estaba cubierta por el reglamento y las normas disciplinares, como es natural, pero alimentada con una piedad constante y varia.
Esa piedad hacía cuerpo en nosotros, crecía con nosotros, especialmente en los cantos; cantos religiosos y profanos; todo era formación. Diría, incluso, que vivíamos los tiempos del año litúrgico en su rica variedad, aunque no se hablaba tan expresamente de liturgia; pero sin la obsesión de ese cuasi morbo que se ha metido hoy con la recurrida “creatividad” que no deja tempero para la siembra y el cultivo. Se nos presentaba con la máxima estima como gracia, como don, el sacerdocio y la vida religiosa. Tanto en casa con los ejercicios piadosos que decimos, como en la familia y en el pueblo. En el campo de fútbol, p. ej., al llegar las 12, sonaba la campana de la torre y, estuviésemos donde fuere, se rezaba el ángelus: donde estuviera el balón, ahí se quedaba, y todos, de pie, rezábamos el ángelus.

Y así muchas cosillas que eran andamios o grandes soportes para reforzar y llevar adelante nuestra vocación. Recuerdo que cuando teníamos unos 15 ó 16 años, mis hermanas nos enviaron una larga oración que ellas copiaron de algún devocionario para pedir la perseverancia en la vocación. Guardada en el misal, nosotros la rezamos durante años. Era, pues, vivir la vocación también en horizontal, es decir, las personas cercanas eran nuestros más firmes animadores.

• 7. Padre Donato, usted ha escrito un libro sobre la teología que le enseñó su madre, ¿como surgió y que síntesis nos podría hacer de él?

– Sí. “De cosas sencillas”. Es lo que con los años y con tantos recuerdos de piedad y de ejemplos cristianos en nuestra familia, fui llamando “teología doméstica”.

La verdad es que nunca había pensado en hacer una cosa así. Pero luego, aquí ya, con el tiempo en el Perú, iba recordando tantos de esos ejemplos, tantas frases y actitudes religiosas en nuestra familia, y especialmente, como suele ocurrir, de nuestra madre. Me venían espontáneamente en la predicación esas frases, en las homilías o en las charlas con los fieles de la parroquia; impresionaban a la gente, pues eran frases rotundas, frases que aparentemente no tienen ninguna dificultad de comprensión, pero que llevan gran fuerza, testimonian una vivencia profunda y dan una luz enorme.

Luego, mucha gente me decía: “Padre, esas cosas que dice de su madre tenía que escribirlas, ¡qué cosas le decía su madre!, eso lo tendría que escribir”. Me lo decían unas y otras personas muchas veces. Así, pues, me puse a recontar un poco estas memorias: ponía las frases y luego las iba rellenando con los recuerdos y ordenándolas; ponerlas en su marco apropiado, y expresarlas, diríamos, en sencillo estilo literario. Lo que es grande y edificante es la frase rotunda dicha y oída con esa firmeza, con tan gran convicción y claridad.

Yo diría (y que S. Agustín y Sta. Mónica me perdonen), lo mismo que lo que San Agustín escribe de su madre en las Confesiones, cuando le respondía tan seca y tan hondamente las verdades cristianas: “No me impresionaba tanto lo que me decía, sino el modo como me lo decía”. Y se quedaba San Agustín de una pieza: –“¡Pero será posible que esta mujer no solo sepa lo que dice, sino que lo diga con esa seguridad con que lo dice?”. La fe es más segura y más clara que un entendimiento preclaro. Pues nuestra vivencia, gracias a Dios, fue así.

Algunos de los que después han leído el libro me han comentado: –“Muy bien, todo eso es muy bonito; pero hoy no estamos en esos tiempos”. Me resisto a admitirlo. Los tiempos somos nosotros, enseña también S. Agustín. Y si tuviéramos hoy más madres, así de recias en su fe, y de esa talla espiritual etc., habría muchas más vocaciones recias, auténticas, seguras, como las hubo, puedo decirlo abiertamente, en nuestro tiempo.

– 8. Padre, creo que lo hemos sentido todos cuando lo hemos escuchado en alguna conferencia, en algunas clases, no solamente en lo que dice, sino cómo lo dice Ud. también como teólogo, ¿no? A veces se ve al teólogo como uno que opina de Dios, pero cuando lo hemos escuchado, hemos sentido que es el estudioso, el tratadista, el defensor de Dios. ¿Por qué esta cuestión suya por la teología y, podemos decir, también por la liturgia?

– A veces son circustancias o coincidencias. Lo mío fue estar muchos años en el seminario con las clases del bachillerato, enseñando todas las asignaturas de Letras, incluida música, el teatro con los chicos, veladas, todas esas cosas. Y lo mío fue enseñar latín y griego, especialmente griego. Cuando iba a Francia a practicar el francés me decía un padre de la parroquia: – “¿Y tú que haces?”. –Soy profesor – les decía,– y enseño especialmente griego. Eran años en que el griego se daba en serio y, por supuesto, se aprendía griego. Y se me reían como diciendo: –“Pero, bueno, en estos tiempos, y habiendo tantas cosas que hacer, ¡tú enseñando griego!”.

Luego, casi de repente, me mandaron aquí. Y me dije: mi vida cambiará radicalmente. De hacer lo que durante veinte años creía que sabía hacer, que eran las clases, a empezar con lo que ciertamente no sabía hacer, que era la parroquia.
Pero no. Inmediatamente de mi llegada aquí, me llamaron. Buscaban a un profesor de griego para la Facultad Pontificia de Teología. Alguien que me conocía muy bien, pasó la noticia “de que acababa de llegar un profesor de griego… profesor que tal y que cual”.

Así, pues, me fueron metiendo en las clases y retomé el oficio y ocupación de estudio a pleno en la universidad. Otra vez, pues, las clases de griego clásico y griego bíblico y las de Teología. Y estoy tan feliz y contento, y así llevo 24 años en la Facultad de Teología. He aprendido mucho y bueno, y he tratado de trasmitir y enseñar como gracia lo aprendido como gracia, según nos enseña el Libro de la Sabiduría.

Creo que algo les habrá quedado incluso, como dices, por el modo de decir; porque las cosas que digo son las que siento, y las que siento para bien, las digo con incontenible entusiasmo; y las que siento para mal, con indisimulada rabieta que también me la perciben los alumnos. Entonces, pienso que saben distinguir muy bien lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, la “moda”, de lo clásico y perenne.

• 9. Padre, algo tan sencillo pero tan profundo como definir quién es Dios. Claro, sabemos que Dios es Amor, pero usted como teólogo y en este mundo en el que se quiere saber todo, que se quiere demostrar completamente, cuando le piden esta respuesta acerca de quién es Dios ¿qué les dice?
– Hay muchas respuestas de Dios. Algunos responden así: “Dios no habla, pero todo habla de Él”. Entonces no hay nada mejor que tener oídos abiertos para darse cuenta de que, efectivamente, todo habla de él. Los cielos pregonan la gloria de Dios, cantamos con los salmos hace más de tres mil años. Cuando a S. Agustín le preguntaban: ¿Dónde está Dios?”, respondía: –¡“Donde estás tú!”. Y S. Pablo a los romanos les dice que si no conocen a Dios invisible por el mundo visible, no tienen excusa. En clase de Teología Fundamental, a los alumnos les suelo decir la frase de Voltaire, como sabes, “nada sospechoso”. Voltaire decía: – “A mí nadie me puede convencer de que este cuadro que vemos aquí sobre la pared no lo ha pintado nadie”. Es decir, que no hay reló sin relojero, no hay mundo sin Creador. Entonces la cosa es bien clara: el mundo que tenemos aquí con sus criaturas, con su orden y con su finalidad y con todas las cosas que hoy descubren y valoran los científicos, y que cada día se admiran más de ese orden, de esa finalidad, de la comprensión del mundo, es claro que son signos, huellas de la presencia de Dios: la Creación de Dios, el Dios Creador, que ha creado el mundo para nosotros. Y como dice la Dei Verbum, para compartir su vida, su naturaleza divina con nosotros.

Pero hace falta tener buena disposición, la buena voluntad, la limpieza de corazón, y entonces Dios entra por los cinco sentidos del cuerpo y por los 25 del alma. S. Agustín dice que estas cosas las conoce el hombre interior por ministerio del exterior. Pascal con sus razones del corazón o Blondel con las razones de la inmanencia que reclaman la trascendencia, lo explican muy bien. O sea, Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios.

10. Algo tan íntimo como es la Eucaristía. Estamos próximos a celebrar aquí, en Lima, un Congreso Eucarístico. Usted ha tenido parte activa, incluso ha compuesto un himno eucarístico, qué es lo que nos sugiere para que la liturgia la llevemos así a plenitud centrándonos en la presencia de Cristo.

– Pues, como siempre, hace falta no solo formación. Cierto, es necesaria la formación, pero sobre todo hace falta vivir con intensidad, con firmeza la fe. Que se alimenta, precisamente, de oración y de Eucaristía. Trasmitir piedad, vivencia, hasta en los gestos y en los ritos, es decir, las cosas que sabemos en la cabeza, ponerlas en la vida, hacer que las vivamos, que las sintamos y las trasmitamos así.

La Liturgia, si lo puedo decir así, es –más que un poco– la ciudad de Dios. Es un conjunto riquísimo y admirable que quiere abarcar la cabeza, los sentidos y los sentimientos: es celebrar con el Verbo hecho carne. La Liturgia es acción y signos y símbolo; es el dogma, la historia, la piedad y hasta la estética más sublime: se alaba, se llora, se adora, se canta… ¿Hasta cuándo esperaremos para recuperar el auténtico y hondo canto popular? Hasta se juega, como nos enseña el libro de la Sabiduría. Estoy seguro de que si recuperásemos mucho más la dignidad de la liturgia, habríamos ganado mucho en celebración y gozosa vivencia de fe.

Porque, es curioso, y se lo digo tantas veces a los alumnos, también dando Teoría de los sacramentos y Eucaristía en concreto. Antes, la misa era en latín y de espaldas. Sin embargo la gente, (y ahí esta mi madre, también la tuya, y tantas madres, para confirmarlo), que percibían hondamente la presencia de Dios en el altar: marco, ritos, canto, oraciones, ponían sensibilidad y “noticia” sacramental en la vida del creyente piadoso. Le he oído decir a mi padre: “Antes sabíamos lo que decíamos”. Y no porque supiera latín, sino por las actitudes que comportaba en ellos el haber practicado y “entendido” la fe que iba edificándose en ellos. La devoción a la Virgen, p. ej. les hacía sentir y cantar en la Salve que sus ojos eran misericordiosos, o el muéstranos a Jesús. En la Exposición del Santísimo se arrodillaban, inclinaban la cabeza, sabían y sentían el grito “Dios está aquí”, del Cantemos al Amor de los amores.

Cuando el sacerdote que celebraba la misa, de espaldas y en latín y casi en secreto, levantaba la hostia por encima de su cabeza para que el pueblo la adorara, el pueblo mismo acuñó la frase de “el alzar a ver a Dios”; un monaguillo o el sacristán iba tras del coro a tocar las campanas y el pueblo entero sabia que el cura estaba en “el alzar a ver a Dios”; y yo he conocido a personas que estando en la finca oyendo las campanas se han arrodillado a adorar a Dios.

Es decir, era un marco envidiable, que no molestaba a nadie y daba la luz a todos. Lo contrario del veneno que hoy padece España, inoculado por un gobierno, yo diría con odio diabólico, porque tiene la obsesión antirreligiosa y especialmente anticristiana; y eso es del diablo que huye de la Cruz, huye de Jesucristo. Solo les falta decir como los demonios del Evangelio: “A qué has venido, qué tienes que ver con nosotros, te conocemos: Tú eres el Santo de Dios, y nosotros somos los demonios”. Desgraciadamente. Y esto hay que decirlo. Porque así como ellos tienen la desvergüenza y la impiedad tan infame de perseguir atropellando los derechos más sagrados de 40 millones de españoles, nosotros tenemos que decirles, al menos, quiénes son.

• 11. ¿Padre cuantos años lleva como sacerdote?

– Cuarenta y tantos. Sé, que si Dios quiere, o D.m., me estoy acercando a los 50.

• 12. Estamos en el año sacerdotal, me gustaría a lo mejor una vivencia sacerdotal y un mensaje final para los jóvenes.

– Pues muchas te podría decir. Me preguntaron una vez qué haría si otra vez tuviera la oportunidad. La clásica pregunta, pues; yo respondí igualmente sin dudar que nuevamente iría otra vez a San Millán, a mi convento de San Millán y haría los estudios de latín y de griego y lo demás, y viviría otra vez los años que, gracias a Dios, viví y con ellos me he identificado. He tenido vivencias muy hondas como creo que todo seminarista y todo sacerdote las tiene, y por ellas y por mil años que tuviera de existencia en la tierra, no daríamos suficientes gracias a Dios por las bendiciones, la fortaleza, los consuelos, la luz, el gozo, y de haber sentido la paz tan honda y estar tan seguros de que, a pesar de nuestras deficiencias, sabemos que Dios ha querido llamarnos y contar con nosotros para poner Él toda la llenura de su Gracia.

•Muchísimas gracias, padre Donato.
– Bueno, gracias a ti, José Antonio, y hasta la próxima.

Lima, febrero, 2010

Fuente: Enciclopedia Católica