Paseo por la ciudad de las luces

La conquista de la libertad

Puede ser Jean Seberg repartiendo el Herald Tribune por los Campos Elíseos en la escena icónica de Al final de la escapada o Audrey Hepburn en el mercado de sellos en Charada, un poema de Baudelaire, un cuadro de Sisley o Monet, una fila gigantesca de turistas ante la pirámide del Museo del ­Louvre, una canción de Yves Montand o de Juliette Gréco o la pegadiza melodía de Cole Porter I love Paris, el beso de Robert Doisneau, una fotografía a la que debe mucho la leyenda de que la capital francesa es la ciudad del amor… París ha aportado un millón de imágenes a la memoria del mundo y es mucho más fuerte que los tópicos, que cualquier cursilería, que el Montmartre de Amélie, que los millones de turistas y la epidemia de los selfies.

París ha sido a lo largo de su historia una de las ciudades más valientes, innovadoras y sorprendentes del mundo, un imán para la cultura desde que albergaba una gran universidad en la Edad Media o desde que los vikingos se obsesionaron con su conquista, cuando era todavía solo una isla en el Sena. París es mucho más poderosa que el terror y que la violencia, que la oleada de atentados que padece desde enero, más fuerte que el viernes de horror que costó la vida a 129 personas. Ya lo escribió Enrique Vila-Matas en el título de uno de sus libros, París no se acaba nunca.

Francis Scott Fitzgerald empieza con este párrafo uno de sus cuentos más bellos, Un penique gastado: “La parrilla del Brix en París es uno de esos lugares en los que ocurren cosas –como el primer banco de la entrada sur de Central Park o Herrin, en Illinois–. Allí he visto romperse matrimonios por una frase irreflexiva e intercambios de bofetadas entre una bailarina profesional y un barón inglés, y sé personalmente de al menos dos asesinatos que se hubieran cometido allí, si no fuera porque era julio y no había sitio. Incluso los asesinatos requieren cierto espacio y en julio no hay un sitio libre en la parrilla del Brix”. En realidad, aquella brasserie encarna la fascinación que esta ciudad despertó en la Generación Perdida cuando, como escribió Heming­way, París era una fiesta: aquí podía pasar cualquier cosa, hasta viajar en el tiempo como le ocurre a los protagonistas de Medianoche en París, de Woody Allen. De hecho, las ventas de esta novela de Hemingway se han disparado desde el viernes, después de que fuese citada por la cadena de información continua BFM: ha alcanzado los primeros puestos de venta en Amazon, que se ha quedado sin ejemplares.

Pero París también ha crecido como una ciudad injusta y dura, rodeada de barrios en los que el control del Estado es testimonial. También dentro de la capital francesa se han enquistado bolsas de pobreza. Una de las más bellas novelas parisienses transcurre en uno de esos barrios, en Belleville, el máximo ejemplo del París multicultural, que ningún viajero debería dejar de visitar para comprobar la inmensa vida y energía que surge del mestizaje. Frente al fanatismo, es una experiencia reconfortante cruzarse con nacionalidades de todo el mundo, con restaurantes de judíos tunecinos junto a vietnamitas y argelinos, con los restos del naufragio del imperio colonial francés en forma de gastronomía.

La vida por delante, de Romain Gary, narra la historia de una mujer, Madame Rosa, que se dedica a cuidar a hijos de prostitutas, en algunos casos abandonados, y de su relación con uno de ellos, Momo. Ella es una mujer judía, superviviente de Auschwitz; él, un niño árabe. Es el París de la pobreza, pero también de la solidaridad, la vida dura de los que llegan desde fuera, los millones de argelinos, tunecinos, marroquíes, vietnamitas, españoles, portugueses que buscaron una nueva oportunidad en esta ciudad. El propio autor de aquella novela refleja lo que significa ser un parisiense: judío ruso nacido en Lituania bajo el nombre de Roman Kacew, se crio en Francia y se convirtió en un gran escritor (y en un héroe de la Resistencia durante la II Guerra Mundial).


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La plaza de la República, dos días después de la matanza terrorista perpetrada el 13 de noviembre. / Thomas Dworzak (Magnum)

Gary era lituano, Charles Aznavour es de origen armenio, Toulouse-Lautrec pertenecía a una familia de la aristocracia de Albi, en el sur de Francia, Emil Cioran era rumano, Fernando Arrabal es español, Raymond Queneau nació en Le Havre, en el norte, y mantuvo entre 1936 y 1938 una sección en una revista en la que planteaba todo tipo de preguntas sobre París, como: “¿Por qué no existe el número 13 en la Faubourg-Saint-Honoré?”. Una de las tumbas más visitadas del mundo pertenece al estadounidense Jim Morrison y se encuentra en el cementerio del Père-Lachaise… La alcaldesa de la capital, la socialista Anne Hidalgo, nació en Cádiz. París siempre ha tenido una capacidad enorme para atraer el talento de todo el mundo, desde los impresionistas hasta los simbolistas, los estructuralistas o los existencialistas, que reinaron sobre la orilla izquierda del Sena.

En La ciudad de los pasos lejanos (Pre-Textos), José Muñoz Millanes narra la vida en París de Gonzalo Torrente Ballester, Pío Baroja, Azorín y José Gutiérrez Solana tras el estallido de la guerra civil española. Existió un París español hasta el final del franquismo. En Suresnes, en los alrededores de la ciudad, se celebró el congreso fundamental del PSOE, todavía en la ilegalidad, mientras Carrillo concedía entrevistas clandestinas. Aquí muchos veían El último tango en París, compraban libros prohibidos, leían El ruedo ibérico o se pertrechaban de quesos y patés, imposibles de conseguir entonces en España. Cuentan que desde una cabina de los Campos Elíseos se podía llamar a España por tiempo ilimitado con un solo franco.

En otro clásico publicado recientemente, El peatón de París (Errata Naturae), el poeta Léon-Paul Fargue describe así cómo era en 1938 uno de los escenarios de los atentados del 13 de noviembre, el canal Saint-Martin: “Vamos a ver, caballero’, me decía un día una hermosa dama ávida de instrucción, ‘nos encontramos, juntos, en el canal Saint-Martin, hacia el cual profesa usted una pasión enfermiza. Nos inclinamos, juntos, sobre las aguas inmóviles y oscuras. De ese espectáculo tan fecundo para usted, a mí no me llega ninguna voz. Mañana, sin embargo, en alguna revista leeré observaciones salidas de su pluma que me impresionarán por su precisión o su poesía. ¿Cómo lo hace?”. Ese es uno de los misterios de París, su capacidad para extraer poesía y belleza de lo imposible. Su densidad literaria es tan espesa que Feedbooks, en coordinación con el Ayuntamiento de París, creó una página web, Paris Littéraire, que señala los lugares donde transcurren grandes novelas parisienses y uno puede descargarse directamente aquellas que están libres de derechos.

Resulta imposible escoger solo una novela cuando hasta El código Da Vinci, de Dan Brown, transcurre en París y puso de moda una de sus iglesias más interesantes, Saint-Sulpice (algo bueno hizo por el arte, aunque solo sea eso). Quizás para un lector hispanohablante sea inevi­table quedarse con Rayuela, de Julio Cortázar, y ese arranque hipnótico que sumerge al lector en la ciudad: “¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la Rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua”.

No solo se trata de autores del pasado. Patrick Modiano, premio Nobel de Literatura en 2014, es uno de los grandes cronistas del París de la ocupación. El autor de Dora Bruder –un personaje que tiene su propio paseo en París, inaugurado en junio por Anne Hidalgo– se muestra, sin embargo, crítico con la ciudad del siglo XXI. Criticar París es también una forma de escribir sobre ello, como Maupassant, que detestaba la Torre Eiffel aunque visitaba el monumento a menudo porque, aducía, era el único sitio de París desde el que no se veía. “París es más aséptica y uniforme. Sin embargo, hay algo extraño y misterioso en algunos barrios. A veces tengo la sensación de que París está cubierta de celofán y siento que, gracias a mis recuerdos, se ha convertido en algo imaginario”, declaró en una entrevista reciente con The Guardian.

Pero París no es solo una ciudad de acogida y de literatura. También es una urbe marcada por la violencia: en la matanza de San Bartolomé, en la noche del 23 al 24 de agosto de 1572, fueron asesinados miles de protestantes; la Comuna, la gran rebelión revolucionaria de 1871, acabó en un baño de sangre y represión. Carteles en las escuelas y en las calles recuerdan tanto a los niños judíos deportados por la policía de Vichy, que colaboraba con la Gestapo, como a los resistentes caídos durante la liberación de la ciudad. No se puede olvidar que el terror político nació aquí tras la Revolución Francesa, cuando la guillotina de Robespierre, instalada en la plaza de la Concordia, cortó la cabeza de miles de ciudadanos en unas purgas cuyo eco de horror llega hasta Stalin.

Una película reciente de Volker Schlöndorff, Diplomacia, recoge un episodio muy famoso, cuando el cónsul sueco Raoul Nordling convenció al gobernador alemán, Dietrich von Choltitz, de que no podía cumplir la orden de Hitler de destruir la ciudad. Su argumento fue que no querría pasar a la historia como el hombre que privó al mundo de la belleza de París, que sería algo que la posteridad nunca le perdonaría. La ciudad resistió a la II Guerra Mundial, como también sobrevivirá a la barbarie yihadista. La cita es tópica e inevitable, pero esta ciudad también puede subsistir a todos los tópicos: “Siempre nos quedará París”, como le dice Humphrey Bogart a Ingrid Bergman en Casablanca. Aunque tal vez sea mejor acabar con un verso de El spleen de París que Baudelaire dedicó a la ciudad y que resuena más que nunca estos trágicos días: “Solo es digno de su libertad quien sabe conquistarla”.

elpaissemanal@elpais.es

Melodía callejera

Zaz

Cantautora francesa, es habitante de París y ha llevado con frecuencia su música a las calles y el metro de la ciudad

Hoy, más que nunca, nos sentimos todos parisienses, parisienses para la eternidad.

Hay fechas en la vida de las que nos acordamos por buenas y bellas razones, otras por malas, dejan huellas indelebles y nunca se borrarán.

Todos recordamos el lugar en el que nos encontrábamos en esa noche terrible del 13 de noviembre.

Nada debe dañar la libertad fundamental de expresión, debemos permanecer unidos y en pie y oponernos con todos nuestros medios a actos de barbarie atroz y cobarde.

Todos mis pensamientos se dirigen a las víctimas, a sus padres, a sus amigos, una parte de nosotros desapareció el 13 de noviembre de 2015, solo espero que el tiempo nos permita recuperar por lo menos una parte.

Fuente: www.elpais.com

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