A veces, cuando pedimos milagros…

Por: Carlos Padilla Esteban

Jesús hoy es llevado al desierto por Dios. Marcos nos cuenta muy poco de lo que sucedió allí: "Dejándose tentar por Satanás; vivía entre alimañas". Fue después del bautismo. Acaba de oír la voz de su Padre diciéndole que es su Hijo amado. Se va con ese amor en el alma.
 
Antes de comenzar a dar todo lo que lleva dentro, todavía necesita un tiempo para profundizar en su corazón. ¿De dónde viene ese fuego que lleva dentro? Resuenan las palabras de su Padre, su anhelo.
 
Es la única vez que Jesús se retira tanto tiempo a orar. Lo necesita. Son esos momentos de la vida en que uno tiene que detenerse, mirar hacia dentro, hablar mucho con Dios. Seguramente fue su roca. El Espíritu lo empuja al desierto.
 
Se aparta sólo un tiempo. Porque Jesús vive entre los hombres. El desierto es el lugar del límite. Del hambre, de la lucha, de las preguntas, de la oración con su Padre. Es el tiempo en que no hay nadie más que uno y Dios. Es el tiempo de la soledad. Hablaría con su Padre largos ratos.
 
También se dejó tentar. Eso me conmueve mucho. Se dejó tentar como yo. Es verdad que cuando uno tiene hambre, y está cansado, cuando uno siente la soledad dentro, está más débil. Jesús se dejó tentar.
 
Experimentó lo mismo que siento yo cuando algo atractivo se me presenta. Marcos no nos relata las tentaciones. No nos dice como otros evangelistas en qué fue tentado. Pero sabemos que el demonio se acercó a Él y le tentó en dejar de ser hombre.
 
Le propuso demostrar su poder, su poder de rey, de Dios, de convertir las piedras en pan. Le propuso dejar de amar hasta ese extremo en que Dios se hace hombre impotente. Le propone que deje de amar así y le pide que deje de ocultar su dignidad de Dios. Que use su magia. ¿Acaso no lo puede todo?
 
Esa misma tentación es la que nosotros tenemos tantas veces ante Dios y le preguntamos: "¿No eres Tú Dios? ¿No puedes hacer Tú este milagro?".Y no le dejamos que nos ame, que nos abrace, que esté a nuestro lado, impotente ante nuestro dolor, amándonos en él, sosteniéndonos en él.
 
Jesús sufría con el dolor del hombre. Hubiera querido salvar a todos, curar a todos. Lo hizo desde la impotencia de su cruz, a través de sus manos que bendecían y tocaban heridas. Pero es verdad que no llegó a todos.
 
Su amor está escondido en esa impotencia que el demonio pretendía evitar. La impotencia de Dios es su mayor poder. Veo a Jesús, con hambre, con sed. Seguramente se sintió solo esos días, echaría de menos Galilea, su lago, su familia, a los suyos. Estaría cansado tantas veces y no tendría a su lado a nadie que lo consolara.
 
Su fuerza era su Padre. En esos días se apoyó en Él. Tendría tantas preguntas: « ¿Quién soy Yo? ¿Para qué estoy aquí? ¿Cuál es mi misión, mi forma de amar? ¿Cómo dar todo lo que durante treinta años se ha gestado dentro de mí?».
 
Son las preguntas que muchos de nosotros nos hemos hecho en momentos de ruptura, de dolor, de búsqueda. El desierto es el lugar de Dios pero también es el lugar donde el hombre experimenta su propio límite, su humanidad, su debilidad.
 
Jesús descubrió que su forma de amar era compartiendo la vida, sanando, tocando, con misericordia, con ternura, dándose sin reservas, deteniéndose ante cualquiera. Es tentado para que se rebele y deje de ser impotente. «¿No lo puedes todo?»
 
¡Cuántos hombres después lo buscaron porque hacía milagros! Es la misma tentación en la cruz: «Sálvate y sálvanos». Jesús lo desearía. Pero es ante todo el hijo obediente, el Dios que camina con pies humanos para mostrarnos el camino al Padre.
 
Sus manos humanas temblaban ante el dolor, rezaban a su Padre suplicando. Sus ojos humanos se conmovían ante el sufrimiento, se admiraban ante el misterio de cada hombre. A veces, nosotros, no buscamos a ese Dios impotente. No buscamos al Dios que nos ama con locura y que va al desierto con nosotros. El Dios que sale a mi encuentro y sufre conmigo. El que me llama por mi nombre con ternura.