Jn 14, 27-31a: Una Paz como no la da al mundo

23 Respondió Jesús y le dijo: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. 24 El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. 25 Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, 26 pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho.
27 La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. 28 Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. 29 Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis.

Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)


Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia

Bernardo

Sobre el Cantar de los Cantares: La medida de la grandeza del alma es la caridad

«El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23)
27, 8-10: Opera omnia, Edit Cisterc. 1, 1957, 187-189

Opera omnia, Edit Ci

Si no tengo amor, no soy nada

Yo y el Padre –dice el Hijo– vendremos a él, esto es, al hombre santo, y haremos morada en él. Pienso que no de otro cielo hablaba el profeta cuando dijo: Aunque tú habitas en el santuario, esperanza de Israel. Y más claramente el Apóstol: Que Cristo habite por la fe en nuestros corazones.

Nada tiene de extraño que el Señor Jesús habite gustoso en este cielo, toda vez que no lo creó, como a los demás con un simple «hágase», sino que luchó por conquistarlo, murió para redimirlo. Por eso, después de la fatiga, dijo con mayor deseo: Esta es mi mansión por siempre aquí viviré, porque la deseo. Dichosa el alma a la que dice el Señor: «Ven amada mía, y pondré en ti mi trono». ¿Por qué te acongojas ahora, alma mía, por qué te me turbas? ¿Piensas también tú encontrar en ti un lugar para el Señor? Pero, ¿qué lugar hay en nosotros que podamos considerar idóneo para semejante gloria, adecuado para tal majestad? ¡Ojalá fuera digno de postrarme ante el estrado de sus pies! ¡Quién me concediera seguir siquiera las pisadas de cualquier alma santa, que Dios se escogió como heredad! Sin embargo, si se dignara infundir también en mi alma el óleo de su misericordia, de modo que yo mismo pudiera decir: Correré por el camino de tus mandatos, cuando me ensanches el corazón, quizá podría también yo mostrarle en mí mismo, si no una sala grande arreglada, donde pueda sentarse a la mesa con sus discípulos, sí al menos un lugar donde pueda reclinar su cabeza.

Después, es necesario que ella (es decir, el alma) crezca y se dilate, para que sea capaz de Dios. Porque su anchura es su amor, como dijo el Apóstol: Ensanchaos en la caridad. Pues si bien el alma, por ser espíritu, no es susceptible de cuantidad extensa, sin embargo, la gracia le concede lo que la naturaleza le niega. Y así, crece y se extiende, pero espiritualmente. Crece y progresa hasta llegar al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud; crece también hasta formar un templo consagrado al Señor.

Así que la grandeza de cualquier alma se estima por la medida de la caridad que posee, de modo que la que posee mucha es grande; la que poca, pequeña; y la que ninguna, nada. Pues como dice Pablo: Si no tengo caridad, no soy nada.

Francisco de Sales

Sermón (21-04-1620): Jesús no promete la paz, nos la da plenamente

«La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo» (Jn 14, 27)
IX, 291

El santo Evangelio, como la Iglesia, no son sino paz. Comenzó por la paz y luego no predica sino paz: «Os doy la paz», dice el Salvador a sus Apóstoles, os doy mi Paz, os la doy como mi Padre me la da. Para decir: el mundo no da lo que promete, porque es engañador; lisonjea a los hombres, les promete mucho y al final no les da nada, mofándose así de los que ha engañado. Pero Yo no os prometo paz, sino que os la doy y no una paz cualquiera, sino como la he recibido de mi Padre, con la cual superaréis a todos vuestros enemigos y los venceréis…

En resumen, el Evangelio en casi todas sus partes no trata sino de la paz, y así como empieza por la paz, termina con la paz, para enseñarnos que es la herencia que el Señor Dios, nuestro Maestro, ha dejado a sus hijos, que estamos sujetos a la Santa Iglesia, nuestra Madre.

La verdadera arma de los cristianos es la paz. Con ella salen vencedores en todos los combates. Pero si faltase y no hubiese acuerdo entre el espíritu y el entendimiento, la memoria y la voluntad desfallecerían y todo estaría perdido indudablemente, y el hombre perecería.

Cuando el entendimiento se mantiene firme en la fe y lo que ella nos enseña o que nuestro Señor os dejó dicho, entonces hay una fuerza incomparable, por encima de la de la carne, que es pura debilidad comparada con aquélla.

Pero si el entendimiento escucha las razones que la carne le presenta para hacerle olvidar la atención que debe a las cosas divinas, a las verdades divinas, al punto está perdido.

Sólo se encuentra la paz entre los hijos de Dios y de la Iglesia, que viven según la voluntad divina en la observancia de los mandamientos.

Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)

El Rostro de Dios: Jesús no nos desea la Paz

Sígueme, Salamanca, 1983«Mi paz os doy» (Jn 14,27)
pp. 86s

De las palabras de despedida de Jesús aparece con toda claridad el concepto de la paz: en esas palabras, consuela el Señor como lo hace una madre. Él consuela a los discípulos en la hora de la despedida y consuela a la iglesia a través de la historia, en la que ella sufre nuevamente la hora de la despedida, la hora de su ausencia. Estas palabras no proporcionan ninguna teoría que explique el enigma del mundo, pero administran una certeza que ayuda a vivir

Pero hay que guardarse de leer mal estas palabras; ellas exigen que se ponga corazón no menos que inteligencia. Sin embargo, si nosotros nos acercamos a tientas pensando en ellas, lo hacemos para penetrar más a fondo en la cercanía de Dios que vive en ellas: «Mi paz os doy…», pero, ¿qué significa eso? Las apariencias parece que contradicen a esas palabras: el mundo está antes y después totalmente falto de paz, y también la iglesia, la cristiandad. Y, asimismo, hay falta de paz en los corazones de los creyentes como individuos. ¿Por consiguiente, qué es lo que se quiere decir con eso? Si el Señor desea a los suyos la paz, esto es simplemente el saludo de despedida del Señor que camina hacia la oscuridad de Gethsemaní. El saludo hebreo suena ni más ni menos que schalom, lo cual nosotros traducimos por «paz», pero también podemos traducirlo por ¡salve! o ¡ave!

En las antiguas formas de saludo o de despedida, acuñadas por los cristianos que nos precedieron, puede advertirse algo que corresponde a lo que venimos diciendo. Así cuando, con las palabras «con Dios» o «adiós», dejamos a aquél que saludamos o despedimos bajo la protección de Dios. Ese es el último saludo de Jesús antes de emprender el camino de la cruz. Su saludo es algo más que una frase retórica convencional. El que va hacia la cruz no puede desear ningún tipo de comodidad superficial. El que proporcionó, a partir de la cruz, después de haber saboreado el abismo de la necesidad humana, la salvación del mundo, no puede desear la paz del olvido, de la comodidad que cuesta poco. Solamente la salida de la cárcel de las cómodas mentiras, solamente la aceptación de la cruz, conduce a la región de la paz efectiva. La psicoterapia sabe hoy que la represión es el fundamento más profundo de la enfermedad y que la curación consiste en bajar al dolor de la verdad; pero ni ella sabe qué es la verdad y si la verdad es, en último término, un bien.

A partir de ahí, podemos dar el último paso. En la liturgia, con toda razón, ambas fórmulas, el «Dominas vobiscum» y el «Pax vobis», son intercambiables entre sí. El mismo Señor es la paz. En su partida, él no saluda únicamente con palabras. Él, que en la cruz eliminó la mentira de la humanidad, que venció y superó su odio, él es la paz. Esta nos viene por la cruz; en su saludo de paz, no nos desea algo, sino que se nos da a sí mismo. Así precisamente estas palabras son la alusión de Juan a la institución de la eucaristía: el Señor se da a sí mismo a los suyos como paz y así se entrega en sus manos: como el pan vivo, él une a la iglesia y reúne a los hombres en el único cuerpo de su misericordia. Pidámosle que nos enseñe a celebrar verdaderamente la eucaristía: a recibir aquella verdad que es amor y, a partir de ahí, convertirnos en hombres de la paz.


Uso Litúrgico de este texto (Homilías)

Tiempo de Pascua: Domingo VI (Ciclo C)