Jn 15, 12-17: La Vid y los sarmientos: El Mandamiento

12 Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. 13 Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. 14 Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. 15 Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer. 16 No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. 17 Esto os mando: que os améis unos a otros.

Sagrada Biblia, Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española (2012)


Homilías, comentarios y meditaciones desde la tradición de la Iglesia

Gregorio Magno

Sobre los Evangelios: ¿Por qué nos “manda” a amar?

«Este es mi mandamiento: amaos los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15,12)
n. 27 : PL 76, 1204

Todas las palabras sagradas del Evangelio están repletas de mandamientos del Señor. ¿Entonces, por qué, el Señor dijo que el amor era su mandato? “Este es mi mandamiento: amamos los unos a los otros.” Resulta que todos los mandamientos surgen del amor, que todos los preceptos son sólo uno, y cuyo único fundamento es la caridad. Las ramas de un árbol brotan de la misma raíz: así todas las virtudes nacen sólo de la caridad. La rama de una buena obra, no permanece vigorosa, si separa de la raíz de la caridad. Por lo tanto, los mandamientos del Señor son numerosos, y al mismo tiempo son uno: múltiples por la diversidad de las obras, uno en la raíz del amor.

¿Cómo mantener este amor? El mismo Señor nos lo da a entender: en la mayoría de los preceptos de su Evangelio, ordena a sus amigos que se amen en Él, y que amen a sus enemigos por Él. El que ama a su amigo en Dios y su enemigo por Dios, posee la verdadera caridad.

Hay personas que aman a sus familiares, pero sólo movidos por sentimientos de afecto que surgen del parentesco natural… Las palabras sagradas del Evangelio no hacen a estos hombres ningún reproche. Pero lo que espontáneamente se le da a la naturaleza es una cosa, y aquello que se da por caridad en obediencia es otra. Las personas a las que me he referido, aman sin duda a su prójimo… pero según la carne y no según el Espíritu… Diciendo: “Este es mi mandamiento: amaos los unos a los otros”, el Señor, inmediatamente ha añadido: “Como yo os he amado.” Estas palabras significan claramente: “amar por la misma razón que Yo os he amado”.

Clemente de Roma

Primera epístola a los Corintios


Cap. 49-50: Funk 1, 123-125

«Este es mi mandamiento: Que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12)

El que posee la caridad de Cristo que cumpla sus mandamientos. ¿Quién será capaz de explicar debidamente el vínculo que la caridad divina establece? (Col 3,14) ¿Quién podrá dar cuenta de la grandeza de su hermosura? La caridad nos eleva hasta unas alturas inefables. La caridad nos une a Dios, la caridad cubre la multitud de los pecados (1Pe 4,8), la caridad lo aguanta todo, lo soporta todo con paciencia; nada sórdido ni altanero hay en ella; la caridad no admite divisiones, no promueve discordias, sino que lo hace todo en la concordia; en la caridad hallan su perfección todos los elegidos de Dios y sin ella nada es grato a Dios. En la caridad nos acogió el Señor: por su caridad hacia nosotros, nuestro Señor Jesucristo, cumpliendo la voluntad del Padre, dio su sangre por nosotros, su carne por nuestra carne, su vida por nuestras vidas.

Ya veis, amados hermanos, cuán grande y admirable es la caridad y cómo es inenarrable su perfección. Nadie es capaz de practicarla adecuadamente, si Dios no le otorga este don. Oremos, por tanto, e imploremos la misericordia divina, para que sepamos practicar sin tacha la caridad, libres de toda parcialidad humana. Todas las generaciones anteriores, desde Adán hasta nuestros días, han pasado; pero los que por gracia de Dios han sido perfectos en la caridad obtienen el lugar destinado a los justos y se manifestarán el día de la visita del reino de Cristo. Porque está escrito: Anda, pueblo mío, entra en los aposentos y cierra la puerta por dentro; escóndete un breve instante mientras pasa la cólera; y me acordaré del día bueno y os haré salir de vuestros sepulcros.

Dichosos nosotros, amados hermanos, si cumplimos los mandatos del Señor en la concordia de la caridad, porque esta caridad nos obtendrá el perdón de los pecados. Está escrito: Dichoso el que está absuelto de su culpa, a quien le han sepultado su pecado; dichoso el hombre a quien el Señor no le apunta el delito y en cuyo espíritu no hay falsedad. Esta proclamación de felicidad atañe a los que, por Jesucristo nuestro Señor, han sido elegidos por Dios, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Juan Pablo II

Veritatis Splendor


Jesús pide que le sigan y le imiten en el camino del amor, de un amor que se da totalmente a los hermanos por amor de Dios: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). Este «como» exige la imitación de Jesús, la imitación de su amor, cuyo signo es el lavatorio de los pies: «Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros. Porque os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis como yo he hecho con vosotros» (Jn 13, 14-15). El modo de actuar de Jesús y sus palabras, sus acciones y sus preceptos constituyen la regla moral de la vida cristiana. En efecto, estas acciones suyas y, de modo particular, el acto supremo de su pasión y muerte en la cruz, son la revelación viva de su amor al Padre y a los hombres. Éste es el amor que Jesús pide que imiten cuantos le siguen. Es el mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 34-35).

Este como indica también la medida con la que Jesús ha amado y con la que deben amarse sus discípulos entre sí. Después de haber dicho: «Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12), Jesús prosigue con las palabras que indican el don sacrificial de su vida en la cruz, como testimonio de un amor «hasta el extremo» (Jn 13, 1): «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

Jesús, al llamar al joven a seguirle en el camino de la perfección, le pide que sea perfecto en el mandamiento del amor, en su mandamiento: que se inserte en el movimiento de su entrega total, que imite y reviva el mismo amor del Maestro bueno, de aquel que ha amado hasta el extremo. Esto es lo que Jesús pide a todo hombre que quiere seguirlo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24).

Seguir a Cristo no es una imitación exterior, porque afecta al hombre en su interioridad más profunda. Ser discípulo de Jesús significa hacerse conforme a él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz (cf. Flp 2, 5-8). Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros.

Inserido en Cristo, el cristiano se convierte en miembro de su Cuerpo, que es la Iglesia (cf. 1 Co 12, 13. 27). Bajo el impulso del Espíritu, el bautismo configura radicalmente al fiel con Cristo en el misterio pascual de la muerte y resurrección, lo «reviste» de Cristo (cf. Ga 3, 27): «Felicitémonos y demos gracias —dice san Agustín dirigiéndose a los bautizados—: hemos llegado a ser no solamente cristianos, sino el propio Cristo (…). Admiraos y regocijaos: ¡hemos sido hechos Cristo!» [footnote]28. In Iohannis Evangelium Tractatus, 21, 8: CCL 36, 216.[/footnote]. El bautizado, muerto al pecado, recibe la vida nueva (cf. Rm 6, 3-11): viviendo por Dios en Cristo Jesús, es llamado a caminar según el Espíritu y a manifestar sus frutos en la vida (cf. Ga 5, 16-25). La participación sucesiva en la Eucaristía, sacramento de la nueva alianza (cf. 1 Co 11, 23-29), es el culmen de la asimilación a Cristo, fuente de «vida eterna» (cf. Jn 6, 51-58), principio y fuerza del don total de sí mismo, del cual Jesús —según el testimonio dado por Pablo— manda hacer memoria en la celebración y en la vida: «Cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 26).

De la Iglesia Católica


I. Por qué el Verbo se hizo carne
Con el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando: “Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre” (DS 150).

El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: “Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). “El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (1 Jn 4, 14). “Él se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5):

«Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado?» (San Gregorio de Nisa, Oratio catechetica, 15: PG 45, 48B).

El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).

El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí … “(Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la Transfiguración, ordena: “Escuchadle” (Mc 9, 7;cf. Dt 6, 4-5). Él es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la Ley nueva: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).

El Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1, 4): “Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 3, 19, 1). “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios” (San Atanasio de Alejandría, De Incarnatione, 54, 3: PG 25, 192B). Unigenitus […] Dei Filius, suae divinitatis volens nos esse participes, naturam nostram assumpsit, ut homines deos faceret factus homo (“El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”) (Santo Tomás de Aquino, Oficio de la festividad del Corpus, Of. de Maitines, primer Nocturno, Lectrua I).

Audiencia General (13-06-1979)


Corpus Christi

La Eucaristía es el sacramento de la comunión. Cristo se da a Sí mismo a cada uno de nosotros, que lo recibimos bajo las especies eucarísticas. Se da a Sí mismo a cada uno de nosotros que comemos el manjar eucarístico y bebemos la bebida eucarística. Este comer es signo de la comunión. Es signo de la unión espiritual, en la que el hombre recibe a Cristo, se le ofrece la participación en su Espíritu, encuentra de nuevo en Él particularmente íntima la relación con el Padre: siente particularmente cercano el acceso a Él.

Dice un gran poeta (Mickiewocz, Coloquios vespertinos):
“Hablo contigo, que reinas en el ciclo y, que al mismo tiempo eres huésped en la casa de mí espíritu…
¡Hablo contigo!, me faltan palabras para Ti; tu pensamiento escucha cada uno de mis pensamientos; reinas lejos y sirves en cercanía, Rey en los cielos y en mi corazón sobre la cruz…”

En efecto, nos acercamos a la comunión eucarística, recitando antes el “Padrenuestro”.

La comunión es un vínculo bilateral. Nos conviene decir, pues, que no sólo recibimos a Cristo, no sólo lo recibe cada uno de nosotros en este signo eucarístico, sino que también Cristo recibe a cada uno de nosotros. Por así decirlo, Él acepta siempre en este sacramento al hombre, lo hace su amigo, tal como dijo en el Cenáculo: “Vosotros sois mis amigos” (Jn 15, 14). Esta acogida y la aceptación del hombre por parte de Cristo es un beneficio inaudito. El hombre siente muy profundamente el deseo de ser aceptado. Toda la vida del hombre tiende en esta dirección, para ser acogido y aceptado por Dios; y la Eucaristía expresa esto sacramentalmente. Sin embargo, el hombre debe, como dice San Pablo, “examinarse a sí mismo” (cf. 1 Cor 11, 28), de si es digno de ser aceptado por Cristo. La Eucaristía es, en cierto sentido, un desafío constante para que el hombre trate de ser aceptado, para que adapte su conciencia a las exigencias de la santísima amistad divina.

Discurso (12-04-1984)


Jubileo Internacional de los Jóvenes.
Plaza de San Pedro

El tercer tema de nuestra reflexión, queridos amigos jóvenes, es la fascinante verdad del amor: el amor entre los hombres; el amor con que Dios nos ha amado primero; el amor que en todo momento debemos a Dios y a los otros.

Oíd el testimonio del evangelista San Juan: «Porque tanto amó Dios al mundo, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga la vida eterna» (Jn 3, 16). Cristo es el amor del Padre hecho carne, «la bondad y el amor de Dios, nuestro Salvador hacia los hombres» (Tit 3, 4); Él, incluso durante su gran humillación de la cruz, pidió por sus verdugos y los perdonó. En su pasión y muerte Cristo pasó también el oscuro abismo del amor; Él experimentó la entrega total de la propia persona a causa del amor, del que El mismo dijo: «Nadie tiene amor mayor que éste de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

¡Mirad sobre todo a este Jesús! ¡Mirad a su cruz! Él es en persona lo que la palabra amor significa. El mismo quiere y debe ser también la medida de vuestro amor. Por eso, su nuevo y mayor mandamiento es: «Que os améis los unos a los otros; como yo os he amado, así también amaos mutuamente. En esto conocerán todos que sois mis discípulos: si tenéis amor los unos para con los otros» (Jn 13, 34-35). Cuán hambriento de amor está el mundo enfermo, hambriento del amor salvífico de Jesucristo, del Salvador. El viejo mundo exige un amor que sea joven y que regale energía juvenil. ¡Sed vosotros sus mensajeros! ¡Llevad vosotros este amor a los hombres, como habéis llevado la luz de las antorchas por las calles este atardecer! Dejad que el fuego del Espíritu Santo brille en vosotros, para llevar al mundo la luz y el calor del amor de Dios.

Muy queridos jóvenes: «¡Abrid las puertas al Redentor!». Me viene a los labios espontáneamente este llamamiento que hice al mundo al comienzo de mi pontificado y que después elegí para lema y guía de la celebración de este Año Santo extraordinario. Me salta espontáneamente a los labios esta tarde, en este encuentro con vosotros, que habéis venido en representación de los jóvenes de todo el mundo. Dais testimonio de que el mensaje de Cristo no os deja indiferentes. Intuís que en su palabra puede estar la respuesta que vais buscando ansiosamente. Aun en medio de interrogantes y dudas, perplejidades y desánimos, percibís en lo hondo de vuestro corazón que Él posee la clave capaz de resolver el enigma que anida hoy en todo ser humano. No os hubierais puesto en camino hacia Roma, si no os hubiera espoleado este atisbo en el que vibra ya el gozo de un descubrimiento que puede dotar de sentido y meta a toda una vida.

Amadísimos jóvenes: A Cristo se le descubre dejándole caminar junto a nosotros en nuestro camino. Es ésta mi invitación: dejad, queridísimos jóvenes, que Cristo se ponga a vuestro lado con la palabra de su Evangelio y la energía vital de sus sacramentos. La suya es presencia exigente. Puede parecer una presencia incómoda al principio, y podéis sentiros tentados de rechazarla. Pero si tenéis el coraje de abrirle las puertas del corazón y acogerlo en la vida, descubriréis en Él el gozo de la verdadera libertad, que os da la posibilidad de construir vuestra existencia sobre la única realidad capaz de resistir al desgaste del tiempo y de lanzaros más allá de las fronteras de la muerte, la realidad indestructible del amor.

Audiencia General (23-07-1988)


Jesucristo transmite a la Iglesia el patrimonio de la santidad (Ef 5, 25b-27)

Jesucristo es la encarnación viva de esta santidad. El mismo se presenta como «aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo» (Jn 10, 36). De Él, el mensajero de su nacimiento dice a María: «El que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35). Los Apóstoles son testigos de esta santidad, como proclama Pedro en nombre de todos: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 69). Es una santidad que se fue manifestando cada vez más a lo largo de su vida, comenzando por la infancia (cf. Lc 2, 40. 52), hasta alcanzar su cima en el sacrificio ofrecido «por los hermanos», según las mismas palabras de Jesús: «Por ellos me santifico a mí mismo para que ellos también sean santificados en la verdad» (Jn 17, 20), en conformidad con su otra declaración: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15, 13).

La santidad de Cristo debe llegar a ser la herencia viva de la Iglesia. Esta es la finalidad de la obra salvífica de Jesús, anunciada por Él mismo: «Para que también ellos sean santificados en la verdad» (Jn 17, 19). Así lo comprendió Pablo, que, en la Carta a los Efesios, escribe que Cristo «amó a la Iglesia y se entregó a si mismo por ella para santificarla» (Ef 5, 25-26), para que fuera «santa e inmaculada» (Ef 5, 27).

Jesús ha hecho suya la llamada a la santidad, que Dios dirigió ya a su Pueblo en la Antigua Alianza: «Sed santos, porque yo, Yavé, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19, 2). Con toda la fuerza ha repetido esa llamada de forma ininterrumpida con su palabra y con el ejemplo de su vida. Sobre todo, en el sermón de la montaña, ha dejado a su Iglesia el código de la santidad cristiana. Precisamente en esa página leemos que, después de haber dicho «que no he venido a abolir a ley ni los profetas, sino a dar cumplimiento» (cf. Mt 5, 17), Jesús exhorta a sus seguidores a una perfección que tiene a Dios por modelo: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Puesto que el Hijo refleja del modo más pleno esta perfección del Padre, Jesús puede decir en otra ocasión: « El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).

En todos los mandamientos y exhortaciones de Jesús y de la Iglesia emerge el primado de la caridad. Realmente la caridad, según San Pablo, es «el vínculo de la perfección» (Col 3, 14). La voluntad de Jesús es que «nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado» (Jn 15, 12): por consiguiente, un amor que, como el suyo, llega «hasta el extremo» (Jn 13, 1). Este es el patrimonio de santidad que Jesús dejó a su Iglesia. Todos estamos llamados a participar de él y alcanzar, de ese modo, la plenitud de gracia y de vida que hay en Cristo. La historia de la santidad cristiana es la comprobación de que, viviendo en el espíritu de las bienaventuranzas evangélicas, proclamadas en el sermón de la montaña (cf. Mt 5, 3-12), se cumple la exhortación de Cristo, que se halla en el centro de la parábola de la vid y los sarmientos: «Permaneced en mí como yo en vosotros… el que permanece en mí y yo en él, éste da mucho fruto» (Jn 15, 4. 5). Estas palabras se realizan, revistiéndose de múltiples formas, en la vida de cada uno de los cristianos y muestran así, a lo largo de los siglos, la multiforme riqueza y belleza de la santidad de la Iglesia, la «hija del Rey», vestida de perlas y brocado (cf. Sal 44/45, 14).

Audiencia General (19-10-1988)


Valor del sufrimiento y de la muerte de Cristo

En toda obra salvífica, consumada en la pasión y en la muerte en Cruz, Jesús llevó al extremo la manifestación del amor divino hacia los hombres, que está en el origen tanto de su oblación, como del designio del Padre.

“Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias” (Is 53, 3), Jesús mostró toda la verdad contenida en aquellas palabras proféticas: “Nadie tiene amor mayor, que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Haciéndose “varón de dolores” estableció una nueva solidaridad de Dios con los sufrimientos humanos. Hijo eterno del Padre, en comunión con Él en su gloria eterna, al hacerse hombre se guardó bien la de reivindicar privilegios la gloria terrena o al menos de exención del dolor, pero entró en el camino de la cruz y escogió como suyos los sufrimientos, no sólo físicos, sino morales que le acompañaron hasta la muerte; todo por amor nuestro, para dar a los hombres la prueba decisiva de su amor, para reparar el pecado de los hombres y reconducirlos desde la dispersión hasta la unidad (cf. Jn 11, 52). Todo porque en el amor de Cristo se reflejaba el amor de Dios hacia la humanidad.

Así puede Santo Tomás afirmar que la primera razón de conveniencia que explica la liberación humana mediante la pasión y muerte de Cristo es que “de esta forma el hombre conoce cuánto lo ama Dios, y el hombre, a su vez, es inducido a amarlo: en tal amor consiste la perfección de la salvación humana” (III, q. 46, a. 3). Aquí el Santo Doctor cita al Apóstol Pablo que escribe: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” (Rom 5, 8).

Ante este misterio, podemos decir que sin el sufrimiento y la muerte de Cristo, el amor de Dios hacia los hombres no se habría manifestado en toda su profundidad y grandeza. Por otra parte, el sufrimiento y la muerte se han convertido, con Cristo, en invitación, estímulo y vocación a un amor más generoso, como ha ocurrido con tantos Santos que pueden ser justamente llamados los “héroes de la Cruz” y como sucede siempre con muchas criaturas, conocidas e ignoradas, que saben santificar el dolor reflejando en sí mismas el rostro llagado de Cristo. Se asocian así a su oblación redentora.

Falta añadir que Cristo, en su humanidad unida a la divinidad, y hecha capaz, en virtud de la abundancia de la caridad y de la obediencia, de reconciliar al hombre con Dios (cf. 2 Cor 5, 19), se establece como único Mediador entre la humanidad y Dios, a un nivel muy superior al que ocupan los Santos del Antiguo y Nuevo Testamento, y la misma Santísima Virgen María, cuando se habla de su mediación o se invoca su intercesión.

Estamos, pues, ante nuestro Redentor, Jesucristo crucificado, muerto por nosotros por amor y convertido por ello en autor de nuestra salvación.

Santa Catalina de Siena, con una de sus imágenes tan viva y expresivas, lo compara a un “puente sobre el mundo”. Sí, Él es verdaderamente el Puente y el Mediador, porque a través de Él viene todo don del cielo a los hombres y suben a Dios todos nuestros suspiros e invocaciones de salvación (cf. S. Th. III, q. 26, a. 2). Abracémonos, con Catalina y tantos otros “Santos de la Cruz” a este Redentor nuestro dulcísimo y misericordiosísimo, que la Santa de Siena llamaba Cristo-Amor. En su corazón traspasado está nuestra esperanza y nuestra paz.

Audiencia General (09-08-1989)


Pentecostés, la Ley del Espíritu

El mandamiento del amor a Dios y al prójimo, esencia de la nueva Ley instituida por Cristo con la enseñanza y el ejemplo (hasta dar «su vida por sus amigos»: cf. Jn 15, 13), es «escrito» en los corazones por el Espíritu Santo. Por esto se convierte en «la ley del Espíritu».

Como escribe el Apóstol a los Corintios: «Evidentemente sois una carta de Cristo, redactada por ministerio nuestro, escrita no con tinta sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones» (2 Co 3, 3). La Ley del Espíritu es, por consiguiente, el imperativo interior del hombre, en el que actúa el Espíritu Santo: es, más aún, el mismo Espíritu Santo que se hace así Maestro y guía del hombre desde el interior del corazón.

Una Ley entendida así está muy lejos de toda forma de imposición externa por la que el hombre queda sometido en sus propios actos. La Ley del Evangelio, contenida en la palabra y confirmada por la vida y la muerte de Cristo, consiste en una revelación divina, que incluye la plenitud de la verdad sobre el bien de las acciones humanas, y al mismo tiempo sana y perfecciona la libertad interior del hombre, como escribe San Pablo: «La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte» (Rm 8, 2). Según el Apóstol, el Espíritu Santo que «da vida», porque por medio de Él el espíritu del hombre participa en la vida de Dios, se transforma al mismo tiempo en el nuevo principio y la nueva fuente del actuar del hombre: «a fin de que la justicia de la ley se cumpliera en nosotros que seguimos una conducta, no según la carne, sino según el espíritu» (Rm 8, 4).

En esta enseñanza San Pablo hubiera podido hacer referencia a Jesús mismo que en el Sermón de la Montaña advertía: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los Profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento» (Mt 5, 17). Precisamente este cumplimiento, que Jesucristo ha dado a la Ley de Dios con su palabra y con su ejemplo, constituye el modelo del «caminar según el Espíritu». En este sentido, en los creyentes en Cristo, partícipes de su Espíritu, existe y actúa la «Ley del Espíritu», escrita por Él «en la carne de los corazones».

Audiencia General (03-06-1992)


El testimonio de la caridad en la Iglesia, comunidad profética

En la constitución dogmática Lumen gentium del concilio Vaticano II leemos: «El pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo, difundiendo su testimonio vivo sobre todo con la vida de fe y caridad» (n. 12). […] El testimonio del amor es un tema de suma importancia, pues, como dice san Pablo, de estas tres virtudes: la fe, la esperanza y la caridad, «la mayor es la caridad» (cf. 1 Co 13, 13). Pablo demuestra que conoce muy bien el valor que Cristo dio al mandamiento del amor. En el curso de los siglos la Iglesia no ha olvidado nunca esa enseñanza. Siempre ha sentido el deber de dar testimonio del evangelio de caridad con palabras y obras, a ejemplo de Cristo que, como se lee en los Hechos de los Apóstoles, «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38).

Jesús puso de relieve el carácter central del mandamiento de la caridad cuando lo llamó su mandamiento: «Este es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado» (Jn 15, 12). No se trata sólo del amor al prójimo como lo prescribió el Antiguo Testamento, sino de un «mandamiento nuevo» (Jn 13, 34). Es «nuevo» porque el modelo es el amor de Cristo («como yo os he amado»), expresión humana perfecta del amor de Dios hacia los hombres. Y, más en particular, es el amor de Cristo en su manifestación suprema, la del sacrificio: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por los amigos» (Jn 15, 13).

Así, la Iglesia tiene la misión de testimoniar el amor de Cristo hacia los hombres, amor dispuesto al sacrificio. La caridad no es simplemente manifestación de solidaridad humana: es participación en el mismo amor divino.

Jesús dice: «En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13, 35). El amor que nos enseña Cristo con su palabra y su ejemplo es el signo que debe distinguir a sus discípulos. Cristo manifiesta el vivo deseo que arde en su corazón cuando confiesa: «He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» (Lc 12, 49). El fuego significa la intensidad y la fuerza del amor de caridad. Jesús pide a sus seguidores que se les reconozca por esta forma de amor. La Iglesia sabe que bajo esta forma el amor se convierte en testimonio de Cristo. La Iglesia es capaz de dar este testimonio porque, al recibir la vida de Cristo, recibe su amor. Es Cristo quien ha encendido el fuego del amor en los corazones (cf. Lc 12, 49) y sigue encendiéndolo siempre y por doquier. La Iglesia es responsable de la difusión de este fuego en el universo. Todo auténtico testimonio de Cristo implica la caridad; requiere el deseo de evitar toda herida al amor. Así, también a toda la Iglesia se la debe reconocer por medio de la caridad.

La caridad encendida por Cristo en el mundo es amor sin límites, universal. La Iglesia testimonia este amor que supera toda división entre personas, categorías sociales, pueblos y naciones. Reacciona contra los particularismos nacionales que desearían limitar la caridad a las fronteras de un pueblo. Con su amor, abierto a todos, la Iglesia muestra que el hombre está llamado por Cristo no sólo a evitar toda hostilidad en el seno de su propio pueblo, sino también a estimar y a amar a los miembros de las demás naciones, e incluso a los pueblos mismos.

La caridad de Cristo supera también la diversidad de las clases sociales. No acepta el odio ni la lucha de clases. La Iglesia quiere la unión de todos en Cristo; trata de vivir y exhorta y enseña a vivir el amor evangélico, incluso hacia aquellos que algunos quisieran considerar enemigos. Poniendo en práctica el mandamiento del amor de Cristo, la Iglesia exige justicia social y, por consiguiente, justa participación de los bienes materiales en la sociedad y ayuda a los más pobres, a todos los desdichados. Pero al mismo tiempo predica y favorece la paz y la reconciliación en la sociedad.

Audiencia General (07-02-2001)


La Iglesia, esposa del Cordero, ataviada para su esposo

La Iglesia, precisamente porque ha sido engendrada por el amor, difunde amor. Lo hace anunciando el mandamiento de amarnos unos a otros como Cristo nos ha amado (cf. Jn 15, 12), es decir, hasta dar la vida:  “Él dio su vida por nosotros. También nosotros debemos dar la vida por los hermanos” (1 Jn 3, 16). Ese Dios que “nos amó primero” (1 Jn 4, 19) y no dudó en entregar a su Hijo por amor (cf. Jn 3, 16) impulsa a la Iglesia a recorrer “hasta el extremo” (cf. Jn 13, 1) el camino del amor. Y está llamada a hacerlo con la lozanía de dos esposos que se aman en la alegría de la entrega sin reservas y en la generosidad diaria, tanto cuando el cielo de la vida es primaveral y sereno, como cuando se ciernen la noche y las nubes del invierno del espíritu.

En este sentido se comprende por qué el Apocalipsis, a pesar de su dramática representación de la historia, abunda en cantos, música y liturgias alegres. En el paisaje del espíritu, el amor es como el sol que ilumina y transfigura la naturaleza, la cual, sin su fulgor, sería gris y uniforme.

Otra dimensión fundamental en la nupcialidad eclesial es la fecundidad. El amor recibido y dado no se limita a la relación esponsal, sino que es creativo y generador. En el Génesis, que presenta a la humanidad hecha “a imagen y semejanza de Dios”, resulta significativa la referencia al hecho de ser “varón y mujer”:  “Creó Dios al ser humano a imagen suya; a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó” (Gn 1, 27).

La distinción y la reciprocidad en la pareja humana son signo del amor de Dios no sólo en cuanto fundamento de una vocación a la comunión, sino también en cuanto finalizadas a la fecundidad generadora. No es casualidad que en el libro del Génesis se presenten con frecuencia genealogías, que son fruto de la generación y dan origen a la historia en cuyo seno Dios se revela.

Así se comprende que también la Iglesia, en el Espíritu que la anima y la une a Cristo, su Esposo, esté dotada de una íntima fecundidad,  gracias  a la cual engendra continuamente hijos de Dios en el bautismo y los hace crecer hasta la plenitud de Cristo (cf. Ga 4, 19; Ef 4, 13).

Benedicto XVI

Homilía (29-06-2011)


Solemnidad de San Pedro y San Pablo. Santa Misa e Imposición del Palio a los Nuevos Metropolitanos.
Basílica Vaticana.Miércoles 29 de junio de 2011

«Non iam dicam servos, sed amicos» – «Ya no os llamo siervos, sino amigos» (cf. Jn 15,15). Sesenta años después de mi Ordenación sacerdotal, siento todavía resonar en mi interior estas palabras de Jesús, que nuestro gran Arzobispo, el Cardenal Faulhaber, con la voz ya un poco débil pero firme, nos dirigió a los nuevos sacerdotes al final de la ceremonia de Ordenación. Según las normas litúrgicas de aquel tiempo, esta aclamación significaba entonces conferir explícitamente a los nuevos sacerdotes el mandato de perdonar los pecados. «Ya no siervos, sino amigos»: yo sabía y sentía que, en ese momento, esta no era sólo una palabra «ceremonial», y era también algo más que una cita de la Sagrada Escritura. Era bien consciente: en este momento, Él mismo, el Señor, me la dice a mí de manera totalmente personal. En el Bautismo y la Confirmación, Él ya nos había atraído hacia sí, nos había acogido en la familia de Dios. Pero lo que sucedía en aquel momento era todavía algo más. Él me llama amigo. Me acoge en el círculo de aquellos a los que se había dirigido en el Cenáculo. En el grupo de los que Él conoce de modo particular y que, así, llegan a conocerle de manera particular. Me otorga la facultad, que casi da miedo, de hacer aquello que sólo Él, el Hijo de Dios, puede decir y hacer legítimamente: Yo te perdono tus pecados. Él quiere que yo -por mandato suyo- pronuncie con su «Yo» unas palabras que no son únicamente palabras, sino acción que produce un cambio en lo más profundo del ser. Sé que tras estas palabras está su Pasión por nuestra causa y por nosotros. Sé que el perdón tiene su precio: en su Pasión, Él ha descendido hasta el fondo oscuro y sucio de nuestro pecado. Ha bajado hasta la noche de nuestra culpa que, sólo así, puede ser transformada. Y, mediante el mandato de perdonar, me permite asomarme al abismo del hombre y a la grandeza de su padecer por nosotros los hombres, que me deja intuir la magnitud de su amor. Él se fía de mí: «Ya no siervos, sino amigos». Me confía las palabras de la Consagración en la Eucaristía. Me considera capaz de anunciar su Palabra, de explicarla rectamente y de llevarla a los hombres de hoy. Él se abandona a mí. «Ya no sois siervos, sino amigos»: esta es una afirmación que produce una gran alegría interior y que, al mismo tiempo, por su grandeza, puede hacernos estremecer a través de las décadas, con tantas experiencias de nuestra propia debilidad y de su inagotable bondad.

«Ya no siervos, sino amigos»: en estas palabras se encierra el programa entero de una vida sacerdotal. ¿Qué es realmente la amistad? Ídem velle, ídem nolle – querer y no querer lo mismo – , decían los antiguos. La amistad es una comunión en el pensamiento y el deseo. El Señor nos dice lo mismo con gran insistencia: «Conozco a los míos y los míos me conocen» (cf. Jn 10,14). El Pastor llama a los suyos por su nombre (cf. Jn 10,3). Él me conoce por mi nombre. No soy un ser anónimo cualquiera en la inmensidad del universo. Me conoce de manera totalmente personal. Y yo, ¿le conozco a Él? La amistad que Él me ofrece sólo puede significar que también yo trate siempre de conocerle mejor; que yo, en la Escritura, en los Sacramentos, en el encuentro de la oración, en la comunión de los Santos, en las personas que se acercan a mí y que Él me envía, me esfuerce siempre en conocerle cada vez más. La amistad no es solamente conocimiento, es sobre todo comunión del deseo. Significa que mi voluntad crece hacia el «sí» de la adhesión a la suya. En efecto, su voluntad no es para mí una voluntad externa y extraña, a la que me doblego más o menos de buena gana. No, en la amistad mi voluntad se une a la suya a medida que va creciendo; su voluntad se convierte en la mía, y justo así llego a ser yo mismo. Además de la comunión de pensamiento y voluntad, el Señor menciona un tercer elemento nuevo: Él da su vida por nosotros (cf. Jn 15,13; 10,15). Señor, ayúdame siempre a conocerte mejor. Ayúdame a estar cada vez más unido a tu voluntad. Ayúdame a vivir mi vida, no para mí mismo, sino junto a Ti para los otros. Ayúdame a ser cada vez más tu amigo.

Las palabras de Jesús sobre la amistad están en el contexto del discurso sobre la vid. El Señor enlaza la imagen de la vid con una tarea que encomienda a los discípulos: «Os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). El primer cometido que da a los discípulos, a los amigos, es el de  ponerse en camino -os he destinado para que vayáis-, de salir de sí mismos y de ir hacia los otros. Podemos oír juntos aquí también las palabras que el Resucitado dirige a los suyos, con las que san Mateo concluye su Evangelio: «Id y enseñad a todos los pueblos…» (cf. Mt 28,19s). El Señor nos exhorta a superar los confines del ambiente en que vivimos, a llevar el Evangelio al mundo de los otros, para que impregne todo y así el mundo se abra para el Reino de Dios. Esto puede recordarnos que el mismo Dios ha salido de sí, ha abandonado su gloria, para buscarnos, para traernos su luz y su amor. Queremos seguir al Dios que se pone en camino, superando la pereza de quedarnos cómodos en nosotros mismos, para que Él mismo pueda entrar en el mundo.

Después de la palabra sobre el ponerse en camino, Jesús continúa: dad fruto, un fruto que permanezca. ¿Qué fruto espera Él de nosotros? ¿Cuál es el fruto que permanece? Pues bien, el fruto de la vid es la uva, del que luego se hace el vino. Detengámonos un momento en esta imagen. Para que una buena uva madure, se necesita sol, pero también lluvia, el día y la noche. Para que madure un vino de calidad, hay que prensar la uva, se requiere la paciencia de la fermentación, los atentos cuidados que sirven a los procesos de maduración. Un vino de clase no solamente se caracteriza por su dulzura, sino también por la riqueza de los matices, la variedad de aromas que se han desarrollado en los procesos de maduración y fermentación. ¿Acaso no es ésta una imagen de la vida humana, y particularmente de nuestra vida de sacerdotes? Necesitamos el sol y la lluvia, la serenidad y la dificultad, las fases de purificación y prueba, y también los tiempos de camino alegre con el Evangelio. Volviendo la mirada atrás, podemos dar gracias a Dios por ambas cosas: por las dificultades y por las alegrías, por las horas oscuras y por aquellas felices. En las dos reconocemos la constante presencia de su amor, que nos lleva y nos sostiene siempre de nuevo.

Ahora, sin embargo, – querer debemos preguntarnos: ¿Qué clase de fruto es el que espera el Señor de nosotros? El vino es imagen del amor: éste es el verdadero fruto que permanece, el que Dios quiere de nosotros. Pero no olvidemos que, en el Antiguo Testamento, el vino que se espera de la uva selecta es sobre todo imagen de la justicia, que se desarrolla en una existencia vivida según la ley de Dios. Y no digamos que esta es una visión veterotestamentaria ya superada: no, ella sigue siendo siempre verdadera. El auténtico contenido de la Ley, su summa, es el amor a Dios y al prójimo. Este doble amor, sin embargo, no es simplemente algo dulce. Conlleva en sí la carga de la paciencia, de la humildad, de la maduración de nuestra voluntad en la formación e identificación con la voluntad de Dios, la voluntad de Jesucristo, el Amigo. Sólo así, en el hacerse todo nuestro ser verdadero y recto, también el amor es verdadero; sólo así es un fruto maduro. Su exigencia intrínseca, la fidelidad a Cristo y a su Iglesia, requiere que se cumpla siempre también en el sufrimiento. Precisamente de este modo, crece la verdadera alegría. En el fondo, la esencia del amor, del verdadero fruto, se corresponde con las palabras sobre el ponerse en camino, sobre el salir: amor significa abandonarse, entregarse; lleva en sí el signo de la cruz. En este contexto, Gregorio Magno decía una vez: Si tendéis hacia Dios, tened cuidado de no alcanzarlo solos (cf. H Ev 1,6,6: PL 76, 1097s); una palabra que nosotros, como sacerdotes, hemos de tener presente íntimamente cada día.

Joseph Ratzinger (Benedicto XVI)

Homilía (18-04-2005)


Misa “Pro Eligendo Pontifice”. Homilía del Cardenal Joseph Ratzinger, Decano del Colegio Cardenalicio
Lunes 18 de abril de 2005

Vayamos ahora al Evangelio, de cuya riqueza quisiera extraer sólo dos pequeñas observaciones. El Señor nos dirige estas admirables palabras: «No os llamo ya siervos…, sino que os he llamado amigos» (Jn 15, 15). Muchas veces nos sentimos ?y es la verdad? sólo siervos inútiles (cf. Lc 17, 10). Y, sin embargo, el Señor nos llama amigos, nos hace amigos suyos, nos da su amistad. El Señor define la amistad de dos modos. No existen secretos entre amigos: Cristo nos dice todo lo que escucha del Padre; nos da toda su confianza y, con la confianza, también el conocimiento. Nos revela su rostro, su corazón. Nos muestra su ternura por nosotros, su amor apasionado, que llega hasta la locura de la cruz. Confía en nosotros, nos da el poder de hablar con su yo: «Este es mi cuerpo…», «yo te absuelvo…». Nos encomienda su cuerpo, la Iglesia. Encomienda a nuestras mentes débiles, a nuestras manos débiles, su verdad, el misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo; el misterio de Dios que «tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único» (cf. Jn 3, 16). Nos ha hecho amigos suyos, y nosotros, ¿cómo respondemos?

El segundo modo como Jesús define la amistad es la comunión de las voluntades. «Idem velle, idem nolle», era también para los romanos la definición de amistad. «Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando» (Jn 15, 14). La amistad con Cristo coincide con lo que expresa la tercera petición del padrenuestro: «Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo». En la hora de Getsemaní Jesús transformó nuestra voluntad humana rebelde en voluntad conforme y unida a la voluntad divina. Sufrió todo el drama de nuestra autonomía y, precisamente poniendo nuestra voluntad en las manos de Dios, nos da la verdadera libertad: «No como quiero yo, sino como quieres tú» (Mt 21, 39). En esta comunión de voluntades se realiza nuestra redención: ser amigos de Jesús, convertirse en amigos de Jesús. Cuanto más amamos a Jesús, cuanto más lo conocemos, tanto más crece nuestra verdadera libertad, crece la alegría de ser redimidos. ¡Gracias, Jesús, por tu amistad!

El otro aspecto del Evangelio al que quería aludir es el discurso de Jesús sobre dar fruto: «Os he destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Aparece aquí el dinamismo de la existencia del cristiano, del apóstol: os he destinado para que vayáis… Debemos estar impulsados por una santa inquietud: la inquietud de llevar a todos el don de la fe, de la amistad con Cristo. En verdad, el amor, la amistad de Dios se nos ha dado para que llegue también a los demás. Hemos recibido la fe para transmitirla a los demás; somos sacerdotes para servir a los demás. Y debemos dar un fruto que permanezca. Todos los hombres quieren dejar una huella que permanezca. Pero ¿qué permanece? El dinero, no. Tampoco los edificios; los libros, tampoco. Después de cierto tiempo, más o menos largo, todas estas cosas desaparecen. Lo único que permanece eternamente es el alma humana, el hombre creado por Dios para la eternidad. Por tanto, el fruto que permanece es todo lo que hemos sembrado en las almas humanas: el amor, el conocimiento; el gesto capaz de tocar el corazón; la palabra que abre el alma a la alegría del Señor. Así pues, vayamos y pidamos al Señor que nos ayude a dar fruto, un fruto que permanezca. Sólo así la tierra se transforma de valle de lágrimas en jardín de Dios.


Uso Litúrgico de este texto (Homilías)

Tiempo de Pascua: Viernes V