Mi reino por tu adoración, Parte I

por G. Campbell Morgan

El verdadero objetivo de la tercera tentación ya no consiste en la ruina del Hombre en sí (como lo había intentado en las dos primeras tentaciones), sino en impedir la obra para la cual se preparaba y para la cual había sido ungido cuarenta días antes. Descubra las insinuaciones encerradas en la petición del maligno y la poderosa respuesta del Cristo.

Las Escrituras dicen que mientras Cristo estaba en el desierto, Satanás lo tentó. Los evangelios relatan tres tentaciones; el primer ataque fue en contra de la parte física, mas el Hijo del Hombre demostró que el sustento por pan es secundario, y que la relación espiritual es preeminente. El diablo frustrado de su primer enfrentamiento, intentó arruinar la parte espiritual de Jesús, por eso, buscó estorbar la sencillez de su confianza en Dios. Aquí de nuevo el enemigo fue completamente derrotado, y la forma en que Cristo actuó demostró que la confianza que se rehusa a hacer experimentos no ordenados por Dios constituye una protección contra toda oposición.

El enemigo ataca a Cristo cuya correcta dependencia de Dios equilibra perfectamente la relación entre cuerpo y espíritu . Pero ahora procura destruirle en la esfera de su misión específica.

En muchos sentidos esta es la aventura más atrevida y temeraria del diablo. En esta última tentativa se quita el disfraz, y al pensar en sus terribles victorias ganadas en la historia de la humanidad, determinadamente demanda que Cristo le rinda homenaje. Hasta ese momento, en la historia de la raza, nadie había demostrado ser lo suficientemente fuerte como para resistir finalmente a este terrible adversario. A través de treinta años de conflicto solitario, y cuarenta días de prueba especial, después de dos feroces y temibles ataques, el Hombre Jesús se ha mantenido como el Vencedor. Queda una sola oportunidad. A pesar de que no había podido arruinarle en su humanidad esencial, todavía considera posible seducir al Siervo perfecto a apartarse del sendero del servicio correcto. A través de los conflictos anteriores, el Vencedor despojó al vencido de su disfraz, y vez tras vez, reveló el verdadero motivo y la terrible malicia del diablo aunque este diestramente se ocultaba detrás de los más plausibles argumentos.

Ahora el enemigo se quita toda la máscara, cesa de usar causas secundarias, y decididamente le pide a Cristo que le rinda homenaje. Es su última y más temeraria tentativa para hacer caer al Hijo.



El ataque del maligno

El verdadero objetivo de este ataque ya no consiste en la ruina del Hombre en sí, sino en impedir la obra para la cual se preparaba y para la cual había sido ungido cuarenta días antes. La tercera tentación se concentra en impedir que Cristo realice el propósito por el cual había venido a la tierra. Si bien fracasó el enemigo completamente en su esfuerzo para arruinar al Siervo, ahora quiere entorpecer su servicio. Aquí, como siempre, hay ceguera y necedad en cuanto al mal. Satanás no parece entender que el fortalecimiento del siervo perfecto, como resultado de su victoria bajo la tentación, es una garantía mayor de su perfecta victoria en la senda del servicio señalado.

Fíjese ahora en la forma en que se acerca. Llevó a Jesús a la cumbre de una montaña alta, le mostró «todos los reinos del mundo y la gloria de ellos» (Mt 4.8). No es fácil entender lo que esto significaba; sin embargo, piense en la declaración. Mediante algún extraño poder, el enemigo hizo que frente a los ojos de Cristo pasara una escena grande y magnífica. Le mostró los reinos del mundo y su gloria. No solo los pocos e imperfectos reinos de Palestina, sino todos los reinos del mundo, el gran imperio romano, Grecia, Pérgamo, Bitinia, el Bósforo, Siria, Ponto, Judea y Egipto. Es decir, todos los reinos conocidos del mundo; sin embargo, va más allá de eso porque la declaración no tiene limitaciones, y no dice «reinos conocidos». Todos los reinos del mundo incluyen las grandes tierras inexploradas con sus mil naciones y tribus. Una interpretación literal contradice la verdadera historia. Lucas nos dice que el diablo dio a Cristo la visión de estos reinos «en un momento» (Lc 4.5). Es evidente que al llevarlo a una montaña, donde instintivamente la mente queda impresionada por el sentido de grandeza y de esplendor, haría brillar sobre él una visión rápida y sobrenatural de los reinos de su gloria. Es posible que Cristo viera más de lo que el diablo sabía. Satanás podrá ser capaz de pronosticar los resultados de ciertas líneas de acción debido a la maravillosa sabiduría de su inteligencia creada. Sin embargo, no es omnisciente, podrápor eso, no puede ir más allá de la predicción, la cual siempre será conocimiento presuntivo en vez de positivo. El Dios-hombre, por el otro lado, mientras se encontraba en forma humana, solamente para prueba y tentación, puede sin embargo haber estado consciente del venidero fausto de estos mismísimos reinos. Ese día vio la gloria de ellos tal como eran, la riqueza, la fortaleza, las ciudades donde se reunían los tesoros de las naciones. Observó todos los recursos de las tierras dilatadas, las grandes poblaciones, las victorias científicas y los éxitos artísticos; en síntesis, la gloria de los reinos del mundo. Era verdaderamente un espectáculo magnífico y dominante. No intento explicar cómo el diablo hizo aparecer repentinamente la visión en el estado consciente de Cristo. Eso queda como un misterio pero dice claramente que le mostró todos los reinos del mundo y su gloria.

Con el deslumbrante espectáculo en la mente del Maestro, el enemigo pronunció las textuales palabras de la tentación: «Todo esto te daré, si postrado me adorares» (Mt 4.9). Fíjese aquí especialmente en la atribución que el diablo se tomó y recuerde que la hizo en presencia de Jesús. Declaró tener cierto derecho a los reinos del mundo basándose en hechos incuestionables. Estos reinos habían llegado a ser lo que eran, en gran parte por estar bajo su dominio. En ese momento eran sumisos a su poder, obedientes a sus leyes, cautivos por él a su voluntad. La mayoría ciegamente dormía en los brazos del maligno. Precisamente por la tentación, Satanás parece pretender un título que Jesús mismo le dijo incidentalmente en un período posterior, «el príncipe de este mundo» (Jn 12.31). No se discute el hecho de su poder. Como lo hace hoy, en aquel entonces ejercía autoridad sobre todos aquellos que se encuentran en tinieblas, y perpetuamente está pagando su precio a los que le sirven. Si Judas desea treinta piezas de plata, el diablo se las proveerá, con una condición. Si los hombres tan solo le sirven, él les dará lo que piden. Riqueza, fama, posición, potencia. Él las tiene y reparte con el fin de lograr los propósitos dictados por su malicia. ¿Cuál es el valor de estos dones? La respuesta a esta incógnita la encontrará a medida que avance en este artículo.

En efecto le declaró a Cristo que las personas, conciente o inconcientemente, estaban bajo su poder. Él era el príncipe del mundo y le ofreció a Jesús todos los reinos y su gloria si allí en el solitario pico de la montaña él lo adorara recibiera los reinos como su don. Todos los demás hombres se habían sometido a su adoración con el fin de ganar alguna ventaja imaginada, y le sugirió a Cristo que él hiciera lo mismo.

Solo se puede entender la verdadera peculiaridad e importancia de la tentación si se recuerda el sublime y magnífico salmo del Rey. En ese salmo se declara que el ungido Rey de Dios será su Hijo:

«Pero yo he puesto mi rey sobre Sión, mi santo monte. Yo publicaré el decreto: Jehová me ha dicho: Mi hijo eres tú; yo te engendré hoy» (Sal 2.6–7).

En el bautismo Jesús fue identificado por el divino pronunciamiento: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mt 3.17). De nuevo en el salmo, el Rey ungido recibe la promesa de Dios:

«Pídeme, y te daré por herencia las naciones, y como posesión tuya los confines de la tierra. Los quebrantarás con vara de hierro; como vasija de alfarero los desmenuzarás» (Sal 2.8–9).

Así Jesús es el Rey elegido de Dios, a quien ha prometido las naciones por herencia, y los términos de la tierra como posesión. Pero los prometió al Rey para cuando él los pidiese. Ese pedido será, según las pautas divinamente señaladas, formulado por su paso a través de la muerte, simbolizada por el bautismo, y que había precedido a la identificación de Jesús como Rey.

Aquí en la cumbre de una montaña y en contraste con el monte santo de Sión sobre el cual Dios establecerá a su Rey, el enemigo le ofreció al Ungido precisamente los reinos del mundo. Cristo vio en el deslumbrante esplendor de esa visión momentánea todo lo que Dios le había prometido. Allí estaban las naciones, las partes más remotas de la tierra, los imperios garantizados al Rey por el pacto con Jehová. El diablo seguramente entendía algo del carácter sugestivo del bautismo en el Jordán y de la consiguiente expresión de la voz de Dios. Tal vez por eso le sugirió a Jesús que obviara el bautismo y la pasión que serían consumados en la cruz. También le sugerió que a pesar de que no llevara a cabo su plan él le entregaría todos esos reinos. Indicó un camino más fácil al destino divino. Estaba dispuesto a entregar su derecho y demanda, si tan solo Jesús recibiera de él los reinos, en vez de recibirlos de Dios. Un solo acto de homenaje, un solo reconocimiento de los derechos de propiedad del diablo, una sola reverencia, y todos los reinos estaban prometidos. A veces uno se pregunta si en la tentación no se escondía una revelación de la cobardía del diablo. Tal vez Satanás reveló los reinos tan rápidamente porque temía que si este Hombre se detenía para examinarlos, hubiese descubierto su inutilidad. Además, su insinuación de que Cristo debía tomar los reinos como don suyo puede deberse a un oscuro y triste temor de enfrentarse con él y perderlos ante el poderío de Cristo. Aquí brilla el elemento mismo de la caída original de Satanás. Esquivaría el terrible conflicto que estaba por delante no solo para arruinar a este Hombre, sino para salvarse a sí mismo de la derrota, y para mantener la falsa posición que ha ocupado.

Sin embargo, la tentación significaba más para Cristo que lo que aún Satanás, en los más profundos alcances de su sutileza, podía llegar a concebir. Satanás no podía entender el terrible sufrimiento que Jesús experimentaría, ni tampoco sabía la medida de la derrota que le esperaba. Cristo sabía que dentro del programa del Padre estos reinos estaban asegurados, pero también sabía que en ese mismo programa figuraba la inexplicable agonía de la inmensa oscuridad. Además, la ferocidad de la tentación se hallaba en la insinuación de que todos los esplendores de estas posesiones podían ser suyos sin pasar por la vergüenza, el padecimiento y la muerte. No es que Cristo albergaba o meditaba por un solo momento la posibilidad de rendirse al adversario, pero veía el corazón mismo del significado. Cristo entendía lo que el tentador no podía comprender, el costo infinito que aún tenía que pagar para poseer esos reinos.

Tomado y adaptado del libro Las crisis de Cristo, G. Campbell Morgan, Ediciones Hebrón-Desarrollo Cristiano Internacional, todos los derechos reservados.