Que tu fe no falte…

por José Belaunde M.

Lo peor que puede sucederle a un discípulo de Cristo no es que peque, sino que pierda la fe. Mientras hay fe en el hombre, hay esperanza, pero cuando el cristiano pierde la fe, todo está perdido para él. El siguiente artículo es un análisis de la oración dicha por Jesús a Pedro: «Yo he orado porque tu fe no falte».


La noche de la última cena Jesús anunció que Pedro le iba a negar tres veces. Esta predicción se halla en los cuatro evangelios, pero el de Lucas trae una frase que no figura en los otros y que es muy singular. Jesús le dice a Pedro: «Yo he orado porque tu fe no falte» (Lc 22.32). Fíjense en que Jesús dice que ha orado no porque Pedro no caiga, sino porque su fe no falte; esto es, que no falle, que no cese, que no desfallezca. Es como si dijera: No me importa que caigas con tal de que no pierdas tu fe. Lo peor que puede sucederle a un discípulo de Cristo no es que peque, sino que pierda la fe. Mientras hay fe en el hombre, hay esperanza, pero cuando el cristiano pierde la fe, todo está perdido para él.

El cristiano puede pecar una y mil veces, porque esa debilidad está en su naturaleza, pero mientras tenga fe podrá arrepentirse, levantarse, porque el arrepentimiento está condicionado y unido a la fe. Pero cuando el hombre pierde la fe, su conciencia se endurece, se acostumbra al pecado, se siente a gusto en él y ya no le interesa dejarlo.

Mientras permanezca encendida la luz de la fe, aunque sea débilmente, el hombre tendrá conciencia de que está lejos de Dios y deseará acercarse a él. Pero, ¿cómo podrá querer acercarse a alguien en quien ya no cree? ¿O en cuyo testimonio duda? Por eso dice la Escritura en varios pasajes: «El justo vivirá por la fe.» (Ro 1.17; Hb 2.4). Y por esto también añade Jesús a Pedro: «Y tú, cuando seas vuelto…»” esto es, cuando te hayas arrepentido… «confirma a tus hermanos». ¿Confirmarlos en qué? Pues también en la fe.

A Jesús le interesa que Pedro no pierda la fe —como la pierden muchos cuando sufren persecución— porque si no la pierde podrá levantarse y podrá confortar a sus hermanos, a los otros discípulos y asumir el rol para el cual él lo había separado cuando le cambió el nombre de Simón por el de Pedro.

Jesús no oró para que Pedro no cayera, porque, en cierto sentido, era necesario también que esto sucediera. Era necesario que Pedro dejara de confiar en sí mismo; era necesario que tomara conciencia de su debilidad. No que no amara a Jesús, sí lo amaba; no que no creyera en él, sí creía. Pero hombre mortal, al fin, tenía miedo de sufrir, de ser tomado preso, de ser torturado; de ser, quizá, condenado a muerte junto con su Maestro.

Sin embargo, inconsciente de su debilidad, él se jacta. Estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y, si es necesario, hasta la muerte. El está seguro de sí mismo, de su fortaleza, de su coraje. Así somos también nosotros. Confiamos en nosotros mismos. ¡Ah, sí! Somos capaces de afrontarlo todo para seguir a Cristo, nada nos hará retroceder. Yo no sería capaz de pecar como lo ha hecho ese. Yo soy fuerte.

Dios quiere que perdamos esa confianza, pues en la lucha con las tinieblas nuestras propias fuerzas no nos sirven para nada. Sólo Cristo puede sostenernos y darnos la victoria, y sólo él puede hacerlo cuando dejamos de confiar en nosotros mismos.

Nosotros como cristianos nos vemos envueltos en un conflicto. Vivimos en el mundo pero no somos del mundo, y nuestra actitud en el mundo y la que mantenemos en el reino de Dios son por necesidad opuestas. Porque la vida en el espíritu es muy diferente a la vida en el mundo. Para nuestras actividades en el mundo, para nuestro trabajo, nuestros estudios, nuestras ocupaciones en general, necesitamos confiar en nosotros mismos y mostrarlo para que crean en nosotros. De lo contrario no podríamos realizar nuestras tareas con éxito ni ganar la confianza de otros. Pero frente a Dios y en las cosas del Espíritu necesitamos despojarnos de toda seguridad en nosotros mismos, para confiar exclusivamente en él.

Vemos que era necesario que Pedro cayera para que él experimentara su propia debilidad y dejara de confiar en su propia fortaleza. Era necesario que su «ego», su yo, fuera humillado por la caída. Era necesario que su orgullo, la vanidad de su carne, fuese quebrantada para que el espíritu pudiera actuar a través de él, para que la gracia encontrara en él un vaso dispuesto.

Sólo una vez caído y levantado estaría él en condiciones de apacentar a sus hermanos. Sólo cuando hubiera experimentado la debilidad de su propia naturaleza, podría él comprender y tener compasión de la debilidad de sus hermanos, y podría su solicitud por ellos serles de utilidad.


En cierto sentido, Pedro, por este rasgo, se parece a Jesús. Dice la epístola a los Hebreos de Jesús: «Porque no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado» (4.15).

Para que Jesús pudiera compadecerse de nuestra debilidad era necesario que él la experimentara en su propia carne, que compartiera nuestras flaquezas, que fuera semejante a nosotros en todo, menos en el pecado.

Parecidamente, pero guardando la infinita distancia que los separa, si Pedro debía ser capaz de fortalecer a sus hermanos y de apacentarlos, una vez marchado Jesús, era necesario que él experimentara ciertas situaciones. La humillación de la caída, de la debilidad, de la cobardía, todo esto para que pudiera compadecerse de la debilidad y de la cobardía de los suyos. A imagen de Jesús, sólo hecho semejante a ellos, podía él guiarlos.

Y, como he dicho antes, sólo después del quebrantamiento de su espíritu podría él recibir la fuerza del Espíritu de Dios. Esto es, sólo cuando su propio espíritu no opusiera resistencia a la acción del Espíritu divino.

Igual sucede con todos nosotros. Mientras confiemos en nosotros mismos, en nuestras fuerzas, en nuestra constancia, en nuestra entereza, en nuestra inteligencia, Dios no puede actuar en nosotros. El espacio está ocupado. Dios no puede darnos su fortaleza, su constancia, su entereza, su inteligencia, porque la nuestra está ocupando el lugar y no hay sitio en nuestra alma para lo que Dios quiere darnos.

Es como cuando alguien está a punto de ahogarse. Cuando le da alcance el salvavidas es necesario que el que está ahogándose deje de nadar y se abandone, para que el guardacostas pueda sacarlo del agua. Si no, sus manotadas desesperadas estorbarán al que lo salva.

Y hemos de ser humillados. Hemos de captar la inutilidad de nuestros propios esfuerzos, para que Cristo pueda ser nuestra fortaleza. «Todo lo puedo en Cristo que me fortalece» dice Pablo (Fil 4.13). Sí, pero sólo cuando no quede un gota de confianza en nuestra propia fortaleza, porque nuestra fortaleza estorba a la de Jesús y no la deja actuar en nosotros.

De ahí que Pedro diga en su primera epístola: «Humillaos bajo la poderosa mano de Dios para que él os exalte cuando fuere tiempo» (1 Pe 5.6). El hablaba por propia experiencia de lo que había vivido y por eso nos puede dar la pauta de cómo debemos actuar nosotros para que, en su momento, Dios también nos exalte. Al reconocer su caída él había llorado amargamente y se había humillado. Sólo entonces pudo Jesús restaurarlo (Jn 21.15-17). Recordemos que la humillación precede a la exaltación, así como la exaltación a la humillación (Pr 18.12).

Las palabras de Jesús que citamos al comienzo («Yo he orado porque tu fe no falte») contienen también una enseñanza crucial para la Iglesia, para el cuerpo de Cristo, que está simbolizado en Pedro.

La Iglesia —y hablo aquí de su estructura y jerarquía humana— está compuesta de hombres falibles como lo somos todos. Como tal, puede fallar; puede cometer errores, puede tener caídas como Pedro, y ha tenido de hecho muchas en su historia. Pero lo peor que puede sucederle a la Iglesia, esto es, a sus ministros, a sus líderes, no es que fallen, que se equivoquen, porque todo error es subsanable, corregible. Lo peor que puede sucederle a los ministros de la Iglesia es que pierdan la fe. Porque si la pierden ya no pueden guiar a sus ovejas. Se convierten en ciegos que guían a otros ciegos. Se vuelven fariseos.

Y ¿cómo pueden los líderes de la Iglesia perder la fe? ¿Cómo pueden los instrumentos humanos, esto es, los pastores, los guías, los obispos, perder el buen depósito de la fe que les ha sido encomendado? Es decir, de una fe no sólo hecha de nociones doctrinales aprendidas, sino de una firme certeza en la verdad revelada, de una fe viva que se manifieste en sus actos.

De diversas maneras, pero las más importantes son dos. Primero, por falta de oración. Jesús oró porque la fe de Pedro no falle. Y ahora Jesús quiere sostener a su Iglesia en la fe, mediante la oración de la propia Iglesia: «Orad y velad para que no seáis tentados» (Mt 26.41). La peor tentación que puede sufrir un cristiano es la de dejar de creer.

La peor tentación que puede también sufrir la Iglesia, tal como he dicho, es la de perder la fe. Además, si los que la dirigen, los que ocupan puestos de responsabilidad en ella, no oran, están en peligro de perder su fe, porque la fe se nutre de la intimidad con Dios. Por eso el enemigo hace todo lo posible para que los pastores dejen de orar: los llena de cargos, de responsabilidades tediosas que les quitan el tiempo. Los llena de honores, de satisfacciones humanas, que les quitan el deseo de buscar las consolaciones divinas. Los llena de lecturas que halagan su intelecto. Y a medida que dejan de buscar a Dios en la oración su fe empieza a decaer, a flaquear.

Una segunda manera cómo los ministros pueden perder su fe es por el cáncer de las doctrinas equívocas. No sólo de las doctrinas heréticas o erróneas, sino también de las doctrinas que tienen apariencia de correctas. Doctrinas que se visten de piel de oveja y simulan apoyarse en las Escrituras, pero que son verdaderos lobos que devoran a los que se dejan enredar en ellas.

Todas esas doctrinas —hoy día muy en boga en los seminarios—ponen en duda la veracidad y exactitud de las Escrituras, se arman de argumentos humanos para desvirtuar su contenido. Además, se cubren con el prestigio de las ciencias de moda yponen su mirada en las cosas de abajo en vez de fijarla en las de arriba. Esas doctrinas carcomen la fe, la pervierten. Y si la sal pierde su sabor ¿con qué podría ser salada?

Si los ministros de la Iglesia pierden su fe ¿cómo podrán confirmar en la fe a las ovejas que Jesús les ha confiado?

Pero hay una tercera manera cómo la fe de los cristianos, ministros y ovejas por igual, pero más la de los primeros, puede debilitarse y enfriarse: por los halagos materiales, por las comodidades excesivas, por el lujo, por el dinero. Es algo que ha ocurrido en la historia y que sigue ocurriendo.

Dios nos ha llamado a una vida sobria, a una vida en que el espíritu sea cultivado y la carne muera. ¿Pero cómo ha de morir si es alimentada? Para mortificar (que quiere decir, dar muerte) a nuestra carne ayunamos, guardamos vigilias privándonos del sueño cuando quisiéramos descansar, etcétera. Pero ¿cómo ha de morir si, en vez de lo dicho, la halagamos con las muchas comodidades, con la jactancia y el lujo, con frivolidades innecesarias, y con la competencia con los mundanos?

Las satisfacciones mundanas nos embriagan y entontecen; nos dan una falsa sensación de seguridad y halagan nuestra vanidad. Disminuyen nuestra vigilancia y nuestro deseo de buscar a Dios. Si nuestro apetito está saciado por las viandas groseras de la carne no buscaremos las viandas refinadas del Espíritu, porque ya estará saciado.

La naturaleza carnal cuando es engreída se adormece y apaga el espíritu. Si se apaga el espíritu, se apaga la fe. Y si la sal pierde su sabor ¿con qué será salada? Ya no sirve «sino para ser echada fuera y ser hollada por los hombres» (Mt 5.13).

La fe no es una virtud estática. No se conquista para siempre. Puede sufrir altibajos y con ellos sufre la eficacia del obrero del Evangelio.

Se dice que cuando el emperador Napoleón estaba en campaña casi no dormía, y si lo hacía, se acostaba en su austero catre de soldado. Velaba y se paseaba por el campamento para prever los movimientos del enemigo y así anularlos. Su estrategia era invencible, más eficaz y temible que sus cañones.

Siendo el hombre más poderoso de la tierra en su tiempo, podía darse todos los lujos y comodidades que deseara. Pero cuando iba a la guerra llevaba el peso de la batalla sobre sus hombros. Igual debe hacer el soldado de Cristo, y aun más porque su batalla es mucho más importante. Para bien o para mal las conquistas de Napoleón cambiaron el mapa de Europa. Las conquistas de los cristianos latinoamericanos pueden cambiar para bien el mapa espiritual de nuestro continente. Pero solamente unidos a Cristo en la fe podremos lograrlo.


Acerca del autor:José Belaunde nació en los Estados Unidos pero creció y se educó en el Perú donde ha vivido prácticamente toda su vida. Participa activamente en programas evangelísticos radiales, es maestro de cursos bíblicos es su iglesia en Perú y escribe en un semanario local abordando temas societarios desde un punto de vista cristiano. Desde 1999 publica el boletín semanal “La Vida y la Palabra”, el cual es distribuido a miles de personas de forma gratuita en las iglesias de su país. Para más información puede escribir al hno. José a jbelaun@terra.com.pe