HIJO

Hijo (heb. bên; aram. bar; gr. huiós). Término que tiene un significado mucho más amplio en el AT que en tiempos modernos, y que también se refleja en expresiones idiomáticas usadas en el NT. Los significados son: 1. Hijo varón de la 1ª generación (Gen 16:15; etc.). 2. Nieto. Por ejemplo: a Jehú, hijo de Josafat y nieto de Nimsi (2Ki 9:2), también se lo llama “hijo de Nimsi” (v 20). 3. Descendiente de un antepasado famoso, sin tener en cuenta el número de generaciones intermedias. Así­, José, el padre terrenal de Jesús, fue llamado “hijo de David” aunque vivió 10 siglos más tarde (Mat 1:20). 4. Hijo adoptivo (Exo 2:10). 5. Forma bondadosa en que una persona mayor se dirige a un amigo más joven, a un discí­pulo o a un compañero (1Sa 26:17, 21, 25; 2Sa 18:22; 1 Tit 1:18; 2 Tit 2:1). 6. Miembro de una tribu o grupo de personas (Neh 12:23). En muchos pasajes no se nota este uso de la palabra en la traducción española. Por ejemplo, Eze 25:4 dice “los orientales”, cuando el texto hebreo expresa “hijos de oriente”; la versión DHH, en vez de “hijos de los griegos” (como en el hebreo y la RVR de Jl. 3:6), dice “los griegos”. En muchos casos similares, en el plural “hijos” se incluyen las mujeres y las niñas. 7. Miembro de un grupo profesional o gremio. Por ejemplo: “los hijos de los profetas” (1Ki 20:35; 2Ki 2:3) o “los hijos de los cantores” (Neh 12:28; “cantores”, BJ). 8. Habitante de una ciudad: “Los hijos de Sion” (Lam 4:2) o “de Jericó” (Ezr 2:34). Como en el inciso 6, “hijos” puede incluir a las mujeres y a las niñas. 9. Persona que tiene una cualidad: “Hijo de paz” (Luk 10:6). 10. Seguidor fiel: “Hijos de Dios” (Gen 6:2). 11. Ser celestial, creado por Dios; ergo, un ángel (Job 1:6; 2:1).12. Producto del nacimiento o la adopción espiritual; los cristianos llegan a ser “hijos” e “hijas” de Dios mediante la fe (Rom 8:14, 15, 23; etc.). Hijo de David. Véase Jesucristo.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

latí­n filius. Persona o animal respecto a su padre o a su madre, es decir, h., hija, en sentido estricto indica relación de parentesco, bien sea carnal, Gn 4, 25-26; o por adopción, como el caso de Ester, hija de Abijayil, adoptada por Mardoqueo, Est 2, 7 y 15 . Este término es profusamente usado para indicar el lugar de origen de una persona, ciudad, paí­s, tribu, linaje, como hijos, hijas de Sión, Sal 149, 2; Is 3, 16( button) 17; 4, 4; Lm 4, 2; hijos de Israel, una de las expresiones que más abundan, Ex 19, 3; 28, 12 y 21; 39, 6; Lv 37, 24; Nm 5, 9; Jc 2, 11; Lc 1, 16; Hch 5, 21; hijas de Jerusalén, Ct 3, 10; Lc 23, 28. Para indicar virtud en la persona, †œhijo de paz†, Lc 10, 6; y, lo contrario, quien no obra la justicia y no ama a su prójimo es llamado h. del diablo, 1 Jn 3, 10; hijos del Maligno, Mt 13, 37.

Jesús propuso una parábola que es una lección por el arrepentimiento del h. derrochador que se va de casa y vuelve a su padre que lo recibe espléndidamente de nuevo, sí­mbolo de la misericordia divina. El padre le dice al hijo mayor que protesta por la actitud misericordiosa del progenitor: †œconvení­a celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo habí­a muerto y ha vuelto a la vida, se habí­a perdido y ha sido hallado†, Lc 15, 11-32.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(heb., ben, hijo, gr. huios, hijo). Genéticamente, la palabra heb. expresa cualquier descendencia humana sin hacer caso del sexo (Gen 3:16). En los registros genealógicos, la palabra †œhijo† muchas veces es un término general que expresa descendientes (Dan 5:22). Muchas veces, por supuesto, la palabra significa una persona, usualmente un varón, quien era un hijo directo de un padre dado (Gen 9:19; Gen 16:15).

Otro uso bí­blico muy común de esta pa-labra está en combinación con otra palabra para expresar algo acerca del individuo o individuos descritos. Tal vez, el uso más familiar de esta clase es como un tí­tulo para nuestro Señor (ver HIJO DE DIOS ver HIJO DE HOMBRE). Hijo de perdición se usa para Judas. Algunas veces, se designa así­ a ciertos grupos (Gen 6:4; Deu 13:13; Deu 14:1; 1Th 5:5; 1Jo 3:2). La palabra algunas veces indica que una persona es miembro de un gremio o de una profesión (RVR-1960: 2Ki 2:3, 2Ki 2:5; Neh 3:8).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(descendiente natural o espiritual). Ver “Ninos”, “Adolescentes”.

“Hijo de Dios”: Tí­tulo con el se le designa a Jesús, co-igual, co-eterno y consustancial con el Padre y el Espí­ritu Santo, en la Deidad eterna y Trina.Si en un solo segundo Cristo no hubiera existido, en ese segundo el Padre no hubiera sido “Padre”, y, por lo tanto, no serí­a Dios, Jua 5:18, Jua 5:23, Jua 5:36.

“Hijo del hombre”: Jesús usó muchas veces esta expresión dirigiéndose a sí­ mismo, identificándose con el hijo del hombre de la profecí­a de Dan.8.

17,Jua 7:13-14, refiriéndose a su misión terrenal y a su triunfo final como Redentor: (Luc 9:56, Luc 19:10, Jua 6:62, Mat 16:27, Mat 19:28, Mat 24:30, Mat 25:31.

En la Biblia se aplica a Daniel, y a Ezequie: (más de 80 veces).

“Hijos de Dios”: Toda criatura hecha por Dios.

– Los ángeles, Job 1:6, Job 2:1, Job 38:7.

– Hombres, por creación, Luc 3:38. Toda raza humana, Hec 17:28.

– Los Israelitas, Ose 1:10.

– Los redimidos de Dios, con su misma naturaleza, Jua 1:12, Jua 14:6, 2Pe 1:4, 2Co 5:17.

“Hiio de Marí­a”: Jesús, en Mar 6:3, no el mayor, ni el menor, porque no habí­a confusión, ¡sólo tení­a uno!, y por eso cuando murió Jesús, su Madre se tuvo que ir a vivir con un sobrino, con Juan, porque no tení­a otro hijo, Jua 19:27. Ver “Hermanos de Jesus”.Deberes de los hijos: Obedecer a los padres, con lo que tendrán larga vida y con éxitos, Efe 6:1-3.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Los h. eran considerados como una riqueza por el aporte que podí­an hacer en el proceso de producción, por la defensa que podí­an significar para los padres y para el sostén de éstos en la vejez (Sal 127:3-5). El mandamiento de honrar al padre y a la madre, que traí­a la bendición de larga vida, se respetaba (Exo 20:12). Si un h. no lo cumplí­a, siendo †œcontumaz y rebelde … glotón y borracho†, los padres podí­an llevarlo ante los ancianos de la ciudad y era apedreado (Deu 21:18-21). Era deber del h. velar porque sus padres no pasaran dificultades en la vejez. El Señor Jesús criticó toda desviación al respecto (Mar 7:11). †¢Corbán. Los padres tení­an el deber de disciplinar a sus h., incluyendo castigos corporales (Pro 3:12; Pro 22:15; Pro 29:17). Al h. mayor se le daba el doble de lo que recibí­an los demás hermanos en una herencia (Deu 21:15-17).

Hay que tener en cuenta que el término se utiliza, sobre todo en las listas genealógicas, para señalar que alguien desciende, aunque no sea inmediatamente, de otro. Así­, †œh. de fulano† puede significar h. directo, o nieto, o biznieto, o tataranieto, etcétera. El Señor Jesús es llamado †œh. de David, h. de Abraham† (Mat 1:1). Aunque los egipcios y otros pueblos practicaban la adopción (Exo 2:10), la misma no era frecuente entre los israelitas. Pero después del exilio y especialmente tras el contacto con las culturas griega y romana, se introdujo la costumbre, que es tomada por los autores del NT para señalar la nueva relación de los creyentes con Dios. ( †¢Adopción).
én se usa la palabra para señalar a los miembros de una familia: †œlos h. de Coat† (Jos 21:26); o de una tribu, †œlos h. de Gad† (Jos 13:24); o de un gremio, †œh. de un perfumero† (Neh 3:8); o de una asociación, †œlos h. de los profetas† (2Re 2:3); o de una misma ciudad, †œlos h. de Belén† (Esd 2:21), etcétera. †¢Familia.

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

ver, GENESIS

vet, (heb. “ben”; aram. “bar”). (A) Hijo varón; descendiente directo (Gn. 27 1). (B) Descendiente varón más distanciado p ej , Jehú, llamado hijo de Nimsi, era en realidad su nieto. El padre de Jehú era hijo de uno llamado Josafat (2 R. 9:20; cp. 2 R. 9:2). Siglos después de la muerte de Jacob, los israelitas siguen llamándose hijos de Israel (Mal. 3:6; Lc. 1:16). El mismo Señor Jesús es llamado hijo de David e hijo de Abraham (Mt. 1:1) (C) Persona adoptada (Ex. 2:10 cfr. Est. 2:7), o miembro reconocido de una tribu por adopción o matrimonio (Gn. 17:9-14) (D) Fórmula amable empleada por un anciano dirigiéndose a un amigo joven (1 S. 3:6, 16; 4:16; 2 S. 18:22; cfr. Jos. 7:19) (E) Miembro de una asociación: “hijo de un perfumero” (Neh. 3.8), “los hijos de los cantores” (Neh. 12:28); los hijos de los profetas (2 R. 2:3, 5; cfr. Am. 7:14). Adorador de una divinidad pagana: hijo de Quemós (Nm. 21:29). (F) Habitante de una ciudad, de un paí­s: hijos de Sión (Lm. 4:2); hijos de Belén (Esd. 2:21); hijos de Javán (Gn. 10:4). (G) Persona que presenta unos rasgos caracterí­sticos: hijos de Belial (de indignidad) (1 S. 25:17); hijos de fuerza (héroes) (1 S. 14:52); hijos de paz (Lc. 10:6).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

DJN
 
La palabra “hijo” tiene en la Biblia, y concretamente en los evangelios, varias significaciones:
) Aplicado a Jesucristo. – Jesús es, ante todo, el Hijo de Dios en sentido propio, pues posee naturaleza divina, es Dios (Mt 2,15; 3,17; 11,27; 14,33; 16,16; 17,5; 27,54; Mc 1,1.11; 3,11; 5,7; 13,32; 14,61; 15,39; Lc 1,32.35; 3,22; 9,35; 10,22; 22,70; Jn 1,18.49; 3,16-18.35-36; 5,19-26; 6,40; 8,36; 9,35; 10,36; 11,4.27; 14,3; 17,1; 19,7; 20,31; Jesucristo es Hijo de Marí­a y de José; hijo en sentido propio de Marí­a, pues de ella es hijo natural, y es hijo de José en sentido jurí­dico, pues José es su padre legal (Mt 1, 21-25; 13,55; Mc 6,3; Lc 1,31; 2,7; 3,23; 4,22; Jn 1,45; 6,42). Jesucristo es hijo de Abrahán y de David, pues de ellos desciende y a su linaje pertenece (Mt 1,1; 9,27; 12,23; 15,22; 20,30-31; 21,9.15; 22,42-45; Mc 10,47-48; 12,35.37; Lc 18,38-39; 20,41.44). Hijo de David es incluso un tí­tulo mesiánico, que asegura el cumplimiento de la profecí­a de Natán (2 Sam 7,12-16) sobre la perpetuidad de la dinastí­a dáví­dica.

b) a los hombres. – Los hombres somos también hijos de Dios por adopción (Mt 5,9.45; 7,11; Lc 6,35; 11,33; 20,36). En el A. T. se llamaban hijos de Dios, de una manera especial, a los ángeles, al pueblo elegido, a los reyes, a los profetas, al Mesí­as futuro; es decir, a los hombres especialmente elegidos por Dios para una misión especial. Esta filiación adoptiva, que concede a los hombres todos los derechos de hijos de Dios (Sal 3,1-7; Ef 1,5), rebasa los conceptos jurí­dicos para significar una filiación sobrenatural y misteriosa, pero real; se trata de un nacimiento nuevo en el agua y en el Espí­ritu (Jn 1,11-13; 3,3-5); los evangelios hablan muchas veces de “hijos”, dando al término su significación propia (Mt 7,9; 10,37; 17,15; 20,20,21; 21,37-38; 22,2; 23,35; 26,37; 27,58; Mc 9,17; 10,35.46; 12,6; Lc 1,13.36.57; 3,2; 5,10; 7,12; 9, 38.41; 11,11; 12,53; 14,5; 15, 11. 13. 19. 21. 24. 25. 30; Jn 1,42; 4,5.12.46.47.50.53; 8,35; 9,19-20); se habla también de hijo en un sentido puramente espiritual (Jn 19,26). Con la palabra “hijo” se indica la pertenencia a un pueblo: “hijos de Israel” quiere decir simplemente israelitas (Mt 27,9; Lc 1,16). Los “hijos del Reino” son los miembros o ciudadanos del Reino de Dios (Mt 8,12; 13,38); “los hijos de la cámara nupcial” son los invitados a la boda (Mt 9,15; Mc 2,19; Lc 5,34); “los hijos de este mundo” (Lc 16,8; 20,34) son los que viven únicamente en los bienes terrenos, olvida-dos de Dios, mientras que “los hijos de la luz” (Lc 16,8; Jn 12,36) son los seguidores de Jesucristo; “los hijos del Maligno” (Mt 13,38) son los perversos, hijos de la perdición (Jn 17,12). > filiación; hijo de Dios; hijo del hombre.

E. M. N.

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

(-> padre, madre, hermano, sacrificio). La divinidad aparece vinculada desde antiguo con el proceso de la generación, entendida de un modo sagrado. Si divina es la madre (o el padre), divino tendrá que ser el mismo hijo, y será divino, de un modo especial, el hecho mismo de la generación y del nacimiento, que se interpretan como despliegue de la divinidad.

(1) Divinidad, proceso generador. La denominación de hijo de Dios constituye una constante en casi todos los esquemas religiosos del oriente precristiano. Hombres y mujeres, ángeles y dioses se encuentran incluidos en un mismo ritmo de vida universal. Entre cielo y tierra no existe lí­mite preciso. Por eso no es extraño que los reyes sean (aparezcan como) hijos del gran Dios de la ciudad o imperio, ni es extraño que los personajes religiosamente relevantes (hombres divinos, theioi andres) se presenten como instrumentos sagrados: comparten el ser de lo divino, son hijos de Dios y disponen así­ de sus poderes. No existiendo distancia insalvable entre lo divino y lo mundano, es normal que algunos hombres especiales (polí­ticos, poetas, extáticos o sabios) puedan ser calificados como hijos de Dios sobre la tierra. Sobre esa base se entiende mejor la novedad del Antiguo Testamento y del judaismo, (a) Biblia mí­tica. Hijos de Dios. La Biblia israelita conserva textos de carácter mí­tico donde hay hombres o ángeles que actúan como hijos de Dios (cf. Gn 6,2; Job 1,6; 38,7; Sal 89,7; etc.). Entre ellos destaca el Salmo 29, donde se alude a los bene Elim, que estrictamente hablando son dioses inferiores (hijos del gran El, padre divino). A pe sar de eso, estos dioses inferiores tienen que mostrar su acatamiento ante Yahvé, Dios israelita. Pues bien, el culto del cielo tiene su reflejo sobre el mundo, de manera que los sacerdotes y fieles que se postran y aclaman al Dios verdadero (Yahvé) que parece habitar en la tormenta pueden entenderse también como hijos de Dios. Por eso, el texto (Sal 29,2) dice que están en (con) el atrio sagrado (hadrat qodes). Sea como fuere, hombres y seres divinos, del tipo que ellos fueren, deben someterse a Yahvé, el Dios israelita. (b) Biblia antimí­tica. En general, en la Biblia, Dios no aparece como padre, ni los hombres como hijos de Dios, esto es, como seres engendrados por lo divino. La Biblia no confunde a Dios con ninguna cosa de la tierra, ni le llama padre en sentido biológico. Son tardí­os y bien delimitados los textos donde pueblo (Ex 4,22s; Os 11,1; Is 1,2; 30,1; Jr 3,22…) o rey (2 Sm 7,14; Sal 2,7; 89,27…) aparecen como hijos de Dios: el pueblo por elección (no por naturaleza) y el rey por la función (adoptiva) que realiza al servicio del pueblo. El judaismo precristiano es también parco en este plano. Los textos que llaman a Dios Padre o a un humano Hijo de Dios (1 Hen 105,2; 4 Esd 7,28; 13,32.37.52; 14,9) parecen tardí­os o retocados, (c) De todas formas, el judaismo conoce la figura del Dios paterno y el tí­tido de Hijo de Dios, aunque no lo emplea de manera extensa y normativa, como harán los cristianos al hablar de Jesús. Así­ Qumrán aplica la fórmula daví­dica (Yo seré para él un padre y él será para mí­ un hijo: 2 Sm 7,14) al Renuevo de David que surgirá en Sión al final de los tiempos junto con el Maestro de la Ley (4Q Flor 1012; cf. también lQSa II, 11). El mismo Sumo Sacerdote (mesiánico) recibirí­a el nombre y/o función de “Hijo de Dios” (Test Levz’4,2; 18,6).

(2) Un Dios celoso. El sacrificio de los hijos. Los hijos son sagrados, especialmente los primogénitos. Por eso son aptos para ser ofrecidos a Dios. El sacrificio de los hijos, especialmente de los primogénitos varones, aparece en diversas culturas del entorno bí­blica y tiene la finalidad de aplacar al Dios celoso, a quien ellos pertenecen (dentro de una religión interpretada como intercambio de violencia). Algunos han pensado que los padres matan también a los hijos para aplacarse a sí­ mismos, eliminando de esa forma a sus posibles rivales (como hací­an Urano y Khronos en el mito griego). Precisamente allí­ donde la vida crea ví­nculos más fuertes de dependencia y ternura (relaciones de hijos con padres), ella puede convertirse en nudo de mayor violencia. El sacrificio de los hijos constituye un tema común en muchos pueblos, un tema que la Biblia ha recordado y condenado de un modo especial, cuando acusa a los antiguos habitantes cananeos de Palestina y a los propios reyes israelitas por haber pasado a sus hijos e hijas por el fuego o por la espada. La Biblia supone que la práctica religiosa de sacrificar a los hijos pertenece a la religión de los cananeos y de los pueblos del entorno, a quienes considera como especialmente perversos, pues la vida y sangre humana pertenece a Dios y nadie puede derramarla en su nombre. La Biblia en su conjunto sabe que el sacrificio de los hijos (y todo sacrificio humano) va en contra del mandamiento solemne del decálogo: ¡no matarás! (cf. Ex 20,13; Dt 5,17), que habí­a sido promulgado de manera expresa tras el diluvio (Gn 9,6). Pero tanto la historia deuteronomista como los profetas (Jeremí­as y Ezequiel) suponen que algunos israelitas, especialmente los reyes de Israel y de Judá, siguieron sacrificando a sus hijos. “Los reyes de Israel… abandonaron todos los mandamientos de Yahvé su Dios… Hicieron pasar por fuego a sus hijos y a sus hijas, practicaron encantamientos y adivinaciones, y se entregaron a hacer lo malo ante los ojos de Yahvé, provocándole su ira” (2 Re 17,16-17). “Acaz tení­a veinte años cuando comenzó a reinar, y reinó dieciséis años en Jerusalén. No hizo lo recto ante los ojos de Yahvé, su Dios, a diferencia de su padre David. Siguió los caminos de los reyes de Israel, e incluso hizo pasar por fuego a su hijo, conforme a las prácticas abominables de las naciones que Yahvé habí­a expulsado ante los hijos de Israel” (2 Re 16,2-3). Lo mismo se dice del rey Manasés de Judá en 2 Re 21,6 y en 2 Cr 33,6). Esta es, según los profetas (cf. Jr 32,35; Ez 16,21; 20,26.31; 23,37), una de las causas de la ruina de Israel: allí­ donde los reyes, u otros padres de familia, mataban a sus hijos para entregárselos a Dios iban en contra de una de sus leyes más sagradas, aquella donde se ratifica el sentido divino de la vida y se dice que sólo a Dios le pertenece. Desde esa perspectiva se entienden las leyes más estrictas del Pentateuco sobre el tema: “No se encontrará en ti quien haga pasar por fuego a su hijo o a su hija, ni quien sea mago, ni adivino, ni hechicero… Porque cualquiera que hace estas cosas es una abominación para Yahvé. Y por estas abominaciones Yahvé tu Dios los echa de delante de ti” (Dt 18,10-12). “No darás ningún descendiente tuyo para hacerlo pasar por fuego a Moloc. No profanarás el nombre de tu Dios. Yo, Yahvé” (Lv 18,21). En ese contexto se sitúa la historia de aquellos que para construir una ciudad depositan en sus cimientos el cuerpo del primogénito (cf. Jos 6,26). Desde esa base se cuenta la historia de la muerte de los primogénitos de Egipto, a los que Dios hace morir, para mostrar de esa manera su poder sobre ellos (Ex 12,29). La legislación israelita ratifica de algún modo esa visión suponiendo que el primogénito varón pertenece a Dios, pero añade que no hay que matarlo, sino rescatarlo, sacrificando en su lugar un cordero u otro animal de menos valor, como sabe todaví­a el Nuevo Testamento (Ex 13,2.12-15; 34,20; cf. Lc 3,23-24).

Cf. J. L. Cunchillos, Estudio del salmo 29. Canto al Dios de la fertilidad-fecundidad, Monografí­as Bí­blicas, Verbo Divino, Estella 1976.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO: 1. ímbitos significativos del Hijo de Dios: 1.1. ímbito creacional; 1.2. ímbito histórico; 1.3. ímbito metafí­sico. – 2. Historia del descubrimiento de Jesucristo como el Hijo eterno. – 3. Final de la historia en una nueva expresión cultural. – 4. ¿Cómo evangelizar hoy sobre el Hijo?: 4. 1. Argumentando metafí­sicamente a partir de la resurrección de Jesús; 4.2. Mostrando a Jesús como la versión humana perfecta del Dios eterno.

1. ímbitos significativos del Hijo de Dios
Vamos a tratar aquí­ el término “Hijo” en su relación con “Dios”.

Bajo este punto de vista, se pueden distinguir tres grandes ámbitos significativos del Hijo de Dios.

1.1. ímbito de significación creacional
Es un dato comprobado que los fieles de aquellas religiones que consideran a Dios como Creador del mundo se tienen por hijos suyos y se dirigen a El con el apelativo de “Padre”. Si entre nosotros nos llamamos “padres” e “hijos” en virtud del papel esencial pero secundario que desempeñamos en relación con el engendramiento de un nuevo ser humano, con cuánta más razón habrá que asignar el apelativo de “Padre” al que es el Origen sin Origen del universo y la denominación de “hijos” a cuantos somos conscientes de existir gracias a El.

Nuestra relación metafí­sica con el Creador es, sin embargo, una relación de total dependencia, infinitamente asimétrica, desproporcionada…

1.2. ímbito de significación histórica
Entre los pueblos de la tierra, el pueblo israelita ha sido el primero en creer que el Dios Creador interviene en favor de Israel de una forma continuada y planificada a través de los hechos históricos.

“Podemos decir con toda justicia que los hebreos fueron los primeros en descubrir la significación de la historia cono epifaní­a de Dios” (MIRCEA ELIADE, Historia de las creencias e ideas religiosas, t. 1, Cristiandad, Madrid 1978, 372).

La visión teocrática de Israel sobre la historia alcanza su culminación y plenitud en la fase última y definitiva (=escatológica) del discurrir histórico. En la consecución del reino perpetuo de Yahveh, la figura del Mesí­as desempeña un papel decisivo. Dicha figura mesiánica, imaginada por el pueblo israelita bajo el sí­mbolo de la realeza daví­dica, cuenta con el poder invencible de Yahveh (Sal 110: “Oráculo de Yahveh a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que haga de tus enemigos estrado de tus pies”). El Mesí­as, siempre en función de su acción salvadora en unión con Yahveh y a beneficio del pueblo de Israel, es el que recibe en el A.T. los tí­tulos más elevados (“salvador”, “profeta”, “sacerdote”, “legislador”, “prí­ncipe de la paz”, “consejero”, “juez”…) y, más concretamente, el tí­tulo de “Hijo de Dios” (Sal 2,7: “Tú eres mi hijo, hoy te he engendrado”; 2Sam 7,14: “Yo seré para él padre y él será para mí­ hijo”).

Como se ve, la filiación divina del Mesí­as no tiene tampoco una significación real, metafí­sica: es la expresión máxima de la comunicación del Poder de Yahveh en el plano histórico.

1.3. ímbito de significación metafí­sica
Cabe entender también la filiación divina de un modo real. Entonces Aquel que sea llamado “Hijo de Dios” con alcance metafí­sico, ontológico, tiene que tener los atributos propios de la divinidad (preexistencia o eternidad, omnipresencia, omnisciencia, omnipotencia, justicia, bondad…).

Pues bien, los cristianos afirmamos sólo de Jesucristo que es el Hijo eterno, que ha sido engendrado en la eternidad por el Padre… ¿Cómo se puede confesar preexistente, eterna y necesariamente existente, a un hombre cuya fecha de nacimiento y de defunción se conocen?
2. Historia del descubrimiento de Jesucristo como el Hijo eterno
Aquí­ no vamos a hablar de la conciencia de Jesús sobre su identidad personal divina. Nos limitaremos a mostrar cómo los primeros discí­pulos descubrieron la divinidad del Maestro.

Con toda seguridad, los primeros cristianos no adivinaron la personalidad divina de Jesús de Nazaret cuando convivieron con él. Si ni siquiera le aceptaron y confesaron -con hechos inequí­vocos de vida- como el Mesí­as esperado, ¿cómo iban a creer que aquel hombre era el Hijo de Dios en Persona? Repito: en los evangelios, que fueron escritos después de Pascua, no hay manera de detectar en el comportamiento de los Apóstoles ningún indicio de fe en la divinidad de Jesús de Nazaret. Las declaraciones verbales de fe en la mesianidad y en la divinidad de Jesús que se hallan en los evangelios “chocan” frontalmente contra el vivir no cristiano de los llamados “primeros cristianos” (aires de grandeza, actitud competitiva entre ellos mismos, rechazo de un Mesí­as históricamente insignificante, abandono por parte de los Apóstoles de la causa de Jesús a partir del arresto del Maestro en Getsemaní­…). Las confesiones de fe de los evangelios en Jesucristo como el Hijo de Dios pueden ser entendidas en clave no necesariamente metafí­sica (en clave, por ejemplo, de poder histórico, de excelencia, de adopción…). O pueden también ser interpretadas sencillamente como anticipaciones de la fe postpascual de los Apóstoles que han sido incorporadas al relato de la vida prepascual de Jesús. La conducta de los Apóstoles es claramente manifiesta, tozudamente reveladora por sí­ misma de la falta de fe de los discí­pulos en la divinidad de Jesús, por lo cual nosotros optamos por la segunda explicación.

El descubrimiento de la divinidad de Jesús hecho por los Apóstoles tuvo que ver con toda certeza con el acontecimiento de la resurrección del Señor.

Los Apóstoles, como judí­os que eran, creí­an como los fariseos en la resurrección universal de los muertos. Su sorpresa fue enorme cuando Jesús de Nazaret resucitó en solitario. Ellos, de acuerdo con el cálculo universal de la resurrección de los muertos, esperaban que a la primera resurrección, la de Jesús, habrí­a de seguirle en fecha próxima la resurrección del resto de la humanidad. Pero la parusí­a del Señor glorificado no ha ocurrido todaví­a.

Los primitivos cristianos tuvieron que empezar pronto a valorar el hecho de la resurrección de Jesús como algo más que la primera resurrección de entre los muertos. Además, ellos recordaban que con motivo de la resurrección de Jesús se habí­an dado cita otras peculiaridades: el cambio operado en la manera de ser hombre de Jesús resucitado, hasta el punto de que los testigos de sus apariciones tení­an serias dificultades en reconocer a Jesús, el Crucificado, en el Resucitado; el enví­o con poder que el Hijo resucitado y el Padre resucitador habí­an hecho del Espí­ritu santificador a la Iglesia…; y algo de consecuencias metafí­sicas aún mayores: que Jesús habí­a resucitado con su alma y con su anterior cuerpo, o que habí­a sido resucitado por el Padre antes de que el cuerpo muerto de Jesús comenzara a corromperse.

Esta diferencia en cuanto al modo de resucitar de Jesús y el modo como resucitaremos los demás hombres era un detalle que no podí­a pasar desapercibido ni siquiera a gente no cultivada filosóficamente, como eran los primitivos cristianos. De hecho, les tuvo que hacer pensar planteándoles preguntas de hondo calado metafí­sico.

Entre los escritos del N.T., son sobre todo los escritos de Juan los que dan a esas preguntas las respuestas metafí­sicas más en lí­nea con la divinidad, con la preexistencia, con la eternidad del Hijo de Dios Jesucristo.

Hablando concretamente de la resurrección de Jesús de la muerte, el evangelista Juan equipara al Hijo con el Padre, tanto en la entrega voluntaria de la Vida a la muerte como en la recuperación poderosa de la Vida tras la muerte: “El Padre me ama porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre” (Jn 10,17-18).

La explicación de esta actuación libre del Hijo ante la muerte y ante la resurrección está en que Jesucristo es la Vida como el Padre, tiene la Vida en sí­ igual que el Padre:”Como el Padre tiene vida en sí­ mismo, así­ también le ha dado al Hijo el tener vida en sí­ mismo” (Jn 5,26).

Aun siendo la Vida, el Hijo humanado puede libremente, por amor, morir. Sin embargo, no puede convertirse en cadáver, ser vencido definitivamente por la muerte. Esto último es metafí­sicamente imposible. Serí­a una contradicción que la Vida muriese para siempre… “Si la encarnación debí­a permanecer para siempre (y solamente así­ es inteligible), Cristo debí­a triunfar sobre la muerte, y esta victoria no podí­a ser sino su resurrección gloriosa. Resucitar para volver a caer bajo el dominio de la muerte hubiese sido en el Hijo de Dios un contrasentido; por su muerte estaba ya completamente realizado y expresado el misterio del verdadero `ser hombre como nosotros”‘ (JUAN ALFARO, Mysterium Salutis, 111-1, Cristiandad, Madrid 1971, 741-742).

No hay duda alguna de que los primeros cristianos eran los más interesados, mucho más que los miembros del Sanedrí­n, en comprobar la verdad de que el cuerpo de Jesús no se encontraba hecho cadáver en algún lugar de la tierra… ¿Por qué? Sencillamente, por las colosales consecuencias metafí­sicas que entrañaba para los primeros cristianos la resolución del hecho en uno u otro sentido. Si el cuerpo de Jesús de Nazaret yací­a como el de todos los hombres que se mueren, entonces estaba claro que Jesús resucitado no era en absoluto eterno, Hijo de Dios en sentido metafí­sico estricto. Si, por el contrario, el cuerpo de Jesús habí­a sido transformado en un cuerpo glorioso antes de conocer el dominio aniquilador de la muerte, entonces cabí­a la posibilidad de interpretar metafí­sicamente tal excepción como una exigencia del modo de ser divino del Hijo de Dios. Los Apóstoles no podí­an dejar “abierto” el tema del paradero del cuerpo de Jesús. Tení­an que estar seguros si Dios Padre lo habí­a incorporado a la resurrección de Jesús, o bien si Dios Padre lo habí­a abandonado en el sepulcro dotando a Jesús de otra corporeidad, sin continuidad alguna con su cuerpo primero muerto.

¿Hay en el N.T. manifestaciones de que los primeros cristianos estaban totalmente seguros de que el cuerpo de Jesús no se halla enterrado por ahí­, en algún lugar de la tierra? A continuación se reseñan dos testimonios convergentes que muestran la certidumbre sólida y compacta de los primeros cristianos de que Jesús habí­a resucitado sin haber conocido la corrupción de “su” carne:

a) Los cuatro evangelios son unánimes en la narración del pronto hallazgo del sepulcro vací­o por parte de las mujeres. El protagonismo que ejercen las mujeres en la noticia de la tumba vací­a dota al hecho de verosimilitud histórica. En efecto, si se tiene en cuenta que en aquellos tiempos la mujer no era considerada testigo válido en los testimonios ante los tribunales de justicia, serí­a una torpeza manifiesta que los evangelistas hubiesen inventado el hecho del sepulcro vací­o y hubiesen puesto a las mujeres como protagonistas del curioso descubrimiento. Si en las narraciones evangélicas del hallazgo del sepulcro vací­o sólo figuran las mujeres, lo lógico es concluir que algún fundamento histórico tiene que haber en los relatos evangélicos que hablan de unas mujeres que fueron al sepulcro de Jesús y allí­ no encontraron su cuerpo…

b) El segundo testimonio tiene carácter más público y oficial que el primero. El capí­tulo 2 de los Hechos de los Apóstoles es como la carta magna de la religión cristiana. En el discurso que en ese capí­tulo pronuncia Pedro (cf. He 2,14-36) se declaran los puntos cruciales sobre Jesucristo, fundamento de la nueva fe. Pues bien, en la presentación oficial de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, se proclama explí­citamente que Jesucristo ha resucitado sin que “su carne experimentara la corrupción” (He 2,31), que Dios no lo abandonó definitivamente en la muerte, “pues no era posible que quedase bajo su dominio” (He 2,24).

Como se observa, la afirmación de que Jesús ha resucitado enteramente de la muerte (alma y cuerpo) antes de que su cuerpo muerto padeciera la corrupción pertenece al Credo constitutivo de los cristianos, a la fórmula básica de la fe de los Apóstoles. En los mismos Hechos de los Apóstoles existe otro discurso de presentación oficial de la religión cristiana, pero esta vez el pregonero es Pablo y los destinatarios son los judí­os. Por debajo de los matices diferentes de forma, encontramos en el discurso de He 13,16-41 los mismos elementos constitutivos de la religión cristiana que en el discurso de He 2,14-36. Y entre ellos continúa afirmándose inequí­vocamente que Jesús ha sido resucitado “sin haber experimentado la corrupción” (He 13,37) y que es el único caso que se ha dado, ya que la muerte incorrompida de Jesús no la ha tenido ni el más ilustre de los judí­os, David, del cual se sabe a ciencia cierta que “después de haber servido en sus dí­as a los designios de Dios, murió, se reunió con sus padres y experimentó la corrupción. En cambio, aquel a quien Dios resucitó, no experimentó la corrupción” (He 13,36-37).

Tanto en He 2, como en He 13, los primeros cristianos reflejan ante todo el descomunal impacto que les produjo el hecho de la resurrección de Jesús en general, pero más en particular que, con la resurrección, habí­a desaparecido todo resto mortal de Jesús, con las consecuencias que tal dato acarreaba a su fe en Jesús.

Aquellos que afirman a la ligera que los restos mortales de Jesús continúan enterrados en algún lugar se apartan de la asombrosa experiencia vivida por los primeros cristianos ante el hecho de la resurrección de Jesús ocurrida antes de que su cuerpo muerto conociera la corrupción y se sitúan racionalmente del lado de los judí­os que pensaban que el muerto Jesús habí­a terminado corrompiéndose en la tierra como todos los demás hombres que se mueren.

La desaparición del cuerpo muerto de Jesús de su sepultura es mucho más que un recurso didáctico para expresar que el Resucitado tiene las señas de identidad del sepultado Jesús de Nazaret: es más bien un dato integrante del anuncio de la resurrección del Señor detectado y verificado por los primeros cristianos, que les llevó, a pesar de su fe monoteí­sta judí­a en contra, al descubrimiento y a la proclamación de la divinidad de este Hijo de Dios, de Jesús de Nazaret.

3. Final de la historia en una nueva expresión cultural
Reconocida y confesada por los Apóstoles la condición divina del Hijo resucitado del Padre (cf. Rom 1,2-4; He 13,13), ¿cómo podrí­a explicarse razonablemente que el Hijo engendrado en la eternidad se haya hecho también carne (cf. Jn 1,14), haya sido asimismo probado en todo como nosotros, excepto en el pecado (cf. Heb 4,15), haya incluso padecido la crucifixión, la muerte y la sepultura? (cf. Credo de los Apóstoles).

Los primitivos cristianos afirman de Jesucristo, por encima de los dictados de su cultura judí­a, hechos metafí­sicos de naturaleza contrapuesta: que el Hijo inmutable del Padre ha nacido de mujer; que el Hijo omnisciente ignora cuándo ocurrirá el fin de la historia de la salvación; que el Hijo omnipotente no puede salvarse a sí­ mismo bajando de la cruz; que el Hijo inmortal expiró como un ser humano cualquiera…

Pero más tarde una nueva cultura, la cultura helení­stica, acabó imponiéndose entre los cristianos a la cultura judí­a. Las gentes cultas cristianas pensaban de acuerdo con las caracterí­sticas de la filosofí­a griega. Un sacerdote de Alejandrí­a llamado Arrio concluí­a que el Hijo Jesucristo, puesto que habí­a tenido principio como criatura, no podí­a tener la misma sustancia inefable, invisible, incognoscible… de Dios.

La respuesta del concilio de Nicea (325) – Constantinopla (381) a Arrio confesando que Cristo es “Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma sustancia (naturaleza) del Padre” no resolví­a completamente el problema: ¿cómo se unen en Cristo las acciones que provienen de su naturaleza divina y las que tienen origen en su naturaleza humana? Habí­a quien, con toda lógica, admití­a en Jesucristo la existencia de las dos naturalezas (divina y humana) y la de sus correspondientes personas (divina y humana), o dos sujetos subsistentes (divino y humano). Entre las dos personas de Jesucristo se darí­a una unión moral fortí­sima, irrompible en la práctica…

A esta teorí­a tan humana, tan comprensible sobre el fondo del ser de Cristo, el concilio de Calcedonia (451) respondió acertadamente afirmando que “Jesucristo es un solo y único Hijo, el mismo perfecto en su divinidad y el mismo perfecto en su humanidad”; que “es reconocido un solo Cristo, Señor e Hijo unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación”; más adelante habla el concilio de las dos naturalezas (divina y humana) “unificadas en una persona y en una hipóstasis, no dividido ni separado en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios, el Verbo, el Señor Jesucristo”… Es la fórmula de la llamada “unión hipostática” de Cristo, esto es, la unión de las dos naturalezas en la única Persona, divina, del Hijo unigénito.

Con este lenguaje metafí­sico quedaba aclarado, humanamente lo más posible, el Misterio de la personalidad divina del Hijo y la compatibilidad de atributos y de propiedades contrapuestos en la única Persona divina del Hijo, que por Amor es capaz de pasar -sin dejar de ser el Hijo unigénito del Padre- de la eternidad a la temporalidad, de la inmortalidad a la mortalidad, de la impasibilidad a la pasibilidad…, y viceversa.

El nuevo lenguaje helení­tico, de carácter filosófico, no significó, sin embargo, para los obispos de Nicea, Constantinopla, Calcedonia… ningún cambio de sentido respecto del antiguo lenguaje narrativo de los evangelios:

“Los Obispos… fueron compelidos a recoger el sentido de las Escrituras… Si las expresiones no están con tantas palabras en las Escrituras, sin embargo, contienen el sentido de las Escrituras.” (Cartas referentes a los decretos del concilio de Nicea, cap. 5, nn. 20 y 21).

4. ¿Cómo evangelizar hoy sobre el Hijo?
4.1. Argumentando metafí­sicamente a partir de la resurrección de Jesús
Esta es una ví­a recorrida por los primeros cristianos que conserva todo su vigor y actualidad. De todos es sabido que los Apóstoles eran gente sencilla. Ni ellos ni nadie podí­an dejar de lado una realidad tan llamativa como que un ser humano -y sólo él- habí­a resucitado de entre los muertos y antes de que la muerte lo hubiese convertido en cadáver. Cualquiera sabe con total certidumbre que los hombres nos morimos y que tras la muerte viene imparablemente el deshacimiento. ¿Cómo puede dejar indiferente a alguien la noticia cierta de que un muerto ha sido resucitado y librado su propio cuerpo muerto de la humillación de pudrirse en el sepulcro?
Pensamos que el cristiano contemporáneo, ciudadano de la tecnópolis, tan poco dado a filosofar, es sobradamente capaz de extraer las trascendentes consecuencias metafí­sicas que emanan de la buena y segura noticia que nos dieron los primeros cristianos, a saber, que Jesús de Nazaret, el Crucificado, ha sido resucitado de entre los muertos antes de que su cuerpo muerto se convirtiera en un despojo en las manos aniquiladoras de la muerte.

Si se afirma que Jesús resucitado no asumió su cuerpo terrenal en su transformación gloriosa, no hay manera razonable de confesar que Jesús es el Hijo sempiterno del Padre. Si se tapona la ví­a que los primeros cristianos recorrieron en su descubrimiento de la divinidad de Jesús (=el hecho de la resurrección de Jesús antes de que su cuerpo mortal conociera la corrupción), desaparece automáticamente toda posibilidad de argumentar en términos metafí­sicos sobre la divinidad de Jesús. Algunos teólogos que empezaron admitiendo que “la corporeidad de la resurrección de Jesús no exige que el sepulcro se quede vací­o” han terminado negando, con toda la lógica de la razón humana, que Jesús sea Dios en un sentido metafí­sico, esto es, el Hijo engendrado eternamente por el Padre.

4.2. Mostrando a Jesús como la versión
humana perfecta del Dios eterno
En el plano metafí­sico, la filiación de Jesucristo es única y exclusiva, de modo que entre el Hijo eterno del Padre y los hijos adoptivos del Padre, que somos nosotros, hay un abismo insalvable y no hay posibilidad alguna de comparación. Por eso hemos abordado por separado la filiación eterna de Jesucristo, mostrando cómo hoy dí­a es posible evangelizar sobre ella a los creyentes (y a los no creyentes).

Ahora queremos llevar la reflexión sobre el Hijo unigénito del Padre al terreno de la historia, que resulta más asequible para nosotros, los hijos de Dios ya en esta condición histórica.

Jesús de Nazaret predicó sobre el Mesí­as, la Ley y el Templo (el contenido trinitario de la religión judí­a) como cualquier otro profeta del A.T. La diferencia de Jesús respecto de los otros personajes bí­blicos consiste en que el profeta de Galilea presentaba un Dios, en relación con el triple contenido, muy distinto del Dios oficial: un Dios más Misericordioso que Justo, más Próximo a los hombres que Altí­simo, más Comunicativo que Santo, más Bondadoso que Poderoso…

“La concepción judaica de Dios excluye a los pecadores de la luz del sol por considerarlos indignos. Dios es bueno, pero también es justo. No sólo es el Padre misericordioso, sino también el Dios del orden social, el Dios de la nación y de la historia. El concepto que Jesús tiene de Dios se sitúa en el extremo opuesto. El judaí­smo no podí­a aceptar como suya semejante concepción” (J. KLAUSNER, citado por DIDIER en el libro colectivo ¿Creer en Dios hoy?, Sal Terrae, Santander 1969, 31).

Además, Jesús de Nazaret establecí­a una relación vinculante y definitiva entre su persona y misión y el mismo Dios:

“Aunque Jesús no hace nunca directamente propaganda de sí­ o de su actividad, sin embargo, establece un ví­nculo único e indisoluble entre su persona y el reino de Dios, entre sus opciones y propuestas autorizadas y el hecho de que Dios se manifiesta y actúa aquí­ y ahora, de manera que ahora los hombres se encuentran ante una ocasión única e irrepetible de salvación” (RINALDO FABRIS, Jesús de Nazaret. Historia e interpretación, Sí­gueme, Salamanca 1985, 105).

Esto es, Jesús de Nazaret no nos ha revelado históricamente -cosa imposible de hacer- la preexistencia del Padre ni su propia preexistencia de Hijo unigénito, pero sí­ que nos ha manifestado con hechos y dichos el modo de ser del Dios eterno, tanto del Hijo como del Padre.

La tarea de evangelizar a Jesucristo como la novedosa manera de ser hombre histórico del Dios omnipotente, omnisciente, impasible… comporta para nosotros exigencias muy hondas en la forma de ser y de actuar como hombres. Reclama de nosotros que el Amor de Dios sea, en definitiva, como lo fue en el caso de Jesús de Nazaret, el atributo distintivo de nuestro vivir, en medio de nuestras capacidades (en los tres ámbitos indicados: de la creación, de la historia y de la existencia humana) y de nuestras limitaciones (también en los tres ámbitos: como criaturas, como seres históricos y como seres humanos). ¡Empeñémonos en ser hijos del Dios-Amor a imagen y semejanza del Hijo hecho hombre y hechó historia llamado Jesús de Nazaret! Así­ daremos testimonio no de la preexistencia del Hijo Jesucristo, sino del modo de ser distintivo del Dios que preexiste como Padre-Hijo-Espí­ritu.

BIBL.-CHRISTIAN DuQUOC. El Hijo, en Diccionario teológico (El Dios cristiano), Secretariado Trinitario, Salamanca 1992, 615-630; WALTER KASPER, jesucristo, Hijo de Dios, en su libro “Jesús, el Cristo”, Sí­gueme, Salamanca 1978, 199-240; WOLFHART PANNENBERG, La divinidad de Cristo y el hombre Jesús, en su libro “Fundamentos de Cristologí­a”, Sí­gueme, Salamanca 1974, 351-452.

Eduardo Malvido Miguel

Vicente Mª Pedrosa – Jesús Sastre – Raúl Berzosa (Directores), Diccionario de Pastoral y Evangelización, Diccionarios “MC”, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2001

Fuente: Diccionario de Pastoral y Evangelización

A. NOMBRES 1. huios (uiJov”, 5207) significa primariamente la relación de la descendencia con el progenitor (véase Joh 9:18-20; Gl 4.30). Se usa con frecuencia en sentido metafórico acerca de caracterí­sticas morales prominentes (véase más abajo). “Se usa en el NT de: (a) descendencia masculina (Gl 4.30); (b) descendencia legí­tima, en oposición a la ilegí­tima (Heb_1 2.8); (c) descendientes, haciendo abstracción del sexo (Rom 8:27); (d) amigos presentes a una boda (Mat 9:15); (e) aquellos que gozan de ciertos privilegios (Act 3:25); (f) aquellos que actúan de cierta manera, sea mala (Mat 23:31), o buena (Gl 3.7); (g) aquellos que manifiestan un cierto carácter, sea malo (Act 13:10; Eph 2:2), o bueno (Luk 6:35; Act 4:36; Rom 8:14); (h) el destino que se corresponde con el carácter, sea malo (Mat 23:15; Joh 17:12; 2Th 2:3), o bueno (Luk 20:36); (i) la dignidad de la relación con Dios a la cual son introducidos los hombres por el Espí­ritu Santo cuando creen en el Señor Jesucristo (Rom 8:19; Gl 3.26). “El apóstol Juan no usa huios, “hijo”, para referirse al creyente, sino que reserva este tí­tulo para el Señor; usa teknon, lit., “niño”, como en su Evangelio (1.12; 1 Joh 3:1,2); en Rev 21:7, el uso de juios se debe a una cita de 2Sa 7:14: “El Señor Jesús usó huios de una manera muy significativa, como en Mat 5:9 “Bienaventurados los pacificadores, porque ellos serán llamados hijos de Dios”, y vv. 44,45: “Amad a vuestros enemigos †¦ y orad por los que os †¦ persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos”. Los discí­pulos debí­an hacer estas cosas no a fin de que pudieran llegar por ello a ser “niños”, teknon, de Dios, sino que, siendo “niños” (señalar “vuestro Padre” a través de todo el pasaje), pudieran hacer este hecho patente en su carácter, llegando así­ a ser “hijos”, juios. Véase también 2Co 6:17,18. “En cuanto a caracterí­sticas morales, se usan las frases siguientes: (a) hijos de Dios (Mat 5:9, 45; Luk 6:35); (b) hijos de luz (Luk 16:8; Joh 12:36); (c) hijos del dí­a (1Th 5:5); (d) hijos de paz (Luk 10:6); (e) hijos de este siglo (Luk 16:8); (f) hijos de desobediencia (Eph 2:2); (g) hijos del malo (Mat 13:38, cf. “del diablo”, Act 13:10); (h) hijo de perdición (Joh 17:12; 2Th 2:3). También se usa para describir otras caracterí­sticas que las morales, como (i) hijos de la resurrección (Luk 20:36); (j) hijos del reino (Mat 8:12; 13.38); (k) hijos de la sala nupcial, lit. (Mc 2.19); (l) hijo de consolación (Act 4:36); (m) hijos del trueno, Boanerges (Mc 3.17)” (de Notes on Galatians, por Hogg y Vine, pp. 167-169, y Notes on Thessalonians, pp. 158-159). Notas: (1) Para los sinónimos teknon y teknion véase Nº 2 más adelante. La diferencia entre los creyentes como “niños, teknon, de Dios” e “hijos, huios, de Dios” se hace patente en Rom 8:14-21. El Espí­ritu da testimonio a su espí­ritu que son “hijos de Dios”, lit. “niños”, teknon, y, como tales, son herederos y coherederos con Cristo. Ello pone el acento sobre su nacimiento espiritual (vv. 16-17). Por otra parte: “todos los que son guiados por el Espí­ritu de Dios, estos son hijos, juios, de Dios”, esto es, “estos y no otros”. La conducta de ellos da evidencia de la dignidad de su relación y semejanza con su carácter. (2) Pais se traduce “hijo” en Joh 4:51; Act 3:13,26; 4.27,30; véase más abajo, y Nº 3.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

En hebreo la palabra “hijo” no expresa sólo las relaciones de parentesco en lí­nea recta, sino que designa también ya la pertenencia a un grupo: “hijo de Israel”, “hijo de Babilonia” (Ez 23,17), “hijo de Sión” (Sal 149,2), “hijos de los profetas” (2Re 2.5), “hijo del hombre” (Ez 2,1…; Dan 8,17) ; ya la posesión de una cualidad: “hijo de paz” (Le 10,6), “hijo de luz” (Le 16,8; Jn 12,36).

Aquí­ sólo nos interesa la utilización de la palabra para traducir las relaciones entre los hombres y Dios.

AT. En el AT la expresión “hijo de Dios” designa esporádicamente a los *ángeles que forman la corte divina (Dt 32,8; Sal 29,1; 89,7; Job 1,6). Es probable que este empleo refleje lejanamente la mitologí­a de Canaán, en que la expresión se entendí­a en sentido fuerte. En la Biblia, dado que Yahveh no tiene esposa, sólo tiene una significación atenuada: únicamente subraya la participación de los ángeles en la vida celestial de Dios.

1. ISRAEL, HIJO DE DIOS. Esta expresión, aplicada a Israel, traduce en términos de parentesco humano las relaciones entre Yahveh y su pueblo. A través de los acontecimientos del *Exodo experimentó Israel la realidad de esta filiación adoptiva (Ex 4,22; Os 11,1; Jer 3,19; Sab 18,13); Jeremí­as la recuerda cuando anuncia como un nuevo éxodo la liberación escatológica (Jer 31,9.24). A partir de esta experiencia, el tí­tulo de hijo (en plural) puede atribuirse a todos los miembros del pueblo de Dios, sea para insistir en su consagración religiosa al que es su *Padre (Dt 14,1s; cf. Sal 73,15), sea para reprocharles con más vigor su infidelidad (Os 2,1; Is 1,2; 30,1.9; Jer 3,14). Finalmente, la conciencia de la filiación adoptiva viene a ser uno de los elementos esenciales de la *piedad judí­a. Ella funda la esperanza de las restauraciones futuras (Is 63,8; cf. 63,16; 64,7), así­ como la de la retribución de ultratumba (Sab 2,13.18): los justos, hijos de Dios, serán asociados para siempre a los ángeles, hijos de Dios (Sab 5,5).

II. EL REY, HIJO DE Dios. Cuando el antiguo Oriente celebraba la filiación divina de los reyes, era siempre en una perspectiva mí­tica, en que la persona del monarca era propiamente divinizada. El AT excluye esta posibilidad. El *rey no es sino un hombre como los demás, sometido a la misma ley divina y sujeto al mismo juicio. Sin embargo, *David y su raza fueron objeto de una *elección particular que los asocia definitivamente al destino del pueblo de Dios. Precisamente para traducir esta relación creada entre Yahveh y el linaje regio dice Dios por el profeta Natán: “Yo seré padre piara él y él será hijo para mí­” (2Sa 7,14; cf. Sal 89,27″). En adelante el tí­tulo de “hijo de Yahveh” es un tí­tulo regio, que muy naturalmente vendrá a ser un tí­tulo mesiánico (Sal 2,7) cuando la escatologí­a profética enfoque el nacimiento futuro del *rey por excélencia (cf. Is 7,14; 9,1…).

NT. I. JESÚS, HIJO ÚNICO DE Dios. 1. En los sinópticos el tí­tulo de Hijo de Dios, fácilmente asociado al de *Cristo (Mt 16,16; Mc 14,61 p), aparece en primer lugar como un tí­tulo mesiánico. Así­ está expuesto a equí­vocos, que Jesús habrá de disipar. Desde su preludio, la escena de la tentación acusa la oposición entre dos interpretaciones. Para Satán ser hijo de Dios significa gozar de un *poder prodigioso y de una protección invulnerable (Mt 4,3.6); para Jesús significa no hallar alimento ni apoyo sino en la *voluntad de Dios (Mt 4,4.7). Jesús, rechazando toda sugestión de mesianismo terreno, deja aparecer el ví­nculo indisoluble que le une al Padre. De la misma manera procede ante las declaraciones de los posesos (Mc 3,11 p; 5,7 p): éstas muestran en los demonios un reconocimiento involuntario de su persona (Mc 1,34); pero son ambiguas, por lo cual Jesús impone silencio. La confesión de fe de Pedro, “tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo”, proviene de una auténtica adhesión de fe (Mt 16,16s), y el evangelista que la refiere puede darle sin dificultad todo su sentido cristiano. Sin embargo, Jesús previene inmediatamente un equí­voco : su tí­tulo no le garantiza un destino de gloria terrena ; el Hijo del hombre morirá para tener acceso a su gloria (16,21).

Cuando, finalmente, Caifás plantea solemnemente la cuestión esencial: “¿Eres tú el Cristo, Hijo del bendito?” (Mt 26,63; Mc 14,61), Jesús siente que la expresión podrí­a todaví­a entenderse en sentido de un mesianismo temporal. Así­ responde indirectamente abriendo otra perspectiva : anuncia su venida como soberano juez bajo los rasgos del Hijo del hombre. A los tí­tulos de *Mesí­as y de *Hijo del hombre da así­ un alcance propiamente divino, bien subrayado en el evangelio de Lucas: “¿Tú eres, pues, el Hijo de Dios? – Tú lo has dicho, lo soy” (Le 22,74). Revelación paradójica : despojado de todo y aparentemente abandonado por Dios (cf. Mt 27,46 p) mantiene Jesús intactas sus reivindicaciones; hasta la muerte permanecerá seguro de su Padre (Le 23,46). Por lo demás, esta muerte acaba de disipar todo equí­voco: los evangelistas, al referir la confesión del centurión (Mc 15, 39 p), subrayan que la cruz es el fundamento de la fe cristiana.

Entonces se aclara retrospectivamente más de una palabra misteriosa, en que Jesús habí­a revelado la naturaleza de sus relaciones con Dios. Frente a Dios, es “el Hijo” (Mt 11, 27 p; 21,37 p; cf. 24,36 p); fórmula familiar que le permite dirigirse a Dios llamándolo “Abba! ¡Padre!” (Mc 14,36; cf. Le 23,46). Entre Dios y él reina la profunda intimidad que supone un perfecto conocimiento mutuo y una comunicación de todo (Mt 11,25ss p). Así­ Jesús da todo su sentido a las proclamaciones divinas: “Tú eres mi Hijo” (Mc 1,11 p; 9,7 p).

2. Por la *resurrección de Jesús comprendieron finalmente los apóstoles el misterio de su filiación divina : la resurrección era la realización del Salmo 2,7 (cf. Act 13,33); aportaba la confirmación dada por Dios a las reivindicaciones de Jesús delante de Caifás y en la cruz. Así­ pues, ya al dí­a siguiente de pentecostés el *testimonio apostólico y la confesión de fe cristiana tienen por objeto a “Jesús, Hijo de Dios” (Act 8,37; 9,20). Mateo y Lucas, presentando la infancia de Jesús, subrayan discretamente este tema (Mt 2,15; Lc 1,35). En Pablo viene a ser el punto de partida de una reflexión teológica mucho más avanzada. Dios envió acá abajo a su Hijo (Gál 4,4; Rom 8,3) a fin de que fuéramos reconciliados por su muerte (Rom 5,10). Actualmente lo ha establecido en su *poder (Rom 1,4) y nos llama a la comunión con él (1Cor 1,9), pues nos ha transferido a su reino (Col 1,13). La vida cristiana es una vida “en la fe en el Hijo de Dios que nos amó y se entregó por nosotros” (Gál 2,20), y una espera del *dí­4 en que regrese de los cielos para “librarnos de la *ira” (ITes 1,10). Las mismas certezas atraviesan la epí­stola a los Hebreos (Heb 1,2.5.8; passim).

3. En san Juan la teologí­a de la filiación divina viene a ser un tema dominante. Algunas confesiones de fe de los personajes del evangelio pueden todaví­a comportar un sentido restringido (Jn 1,34; 1,51; sobre todo 11,27). Pero Jesús habla en términos claros de las relaciones entre el Hijo y el Padre; hay entre ellos unidad de operación y de gloria (Jn 5,19.23; cf. Un 2,22s); el Padre comunica todo al Hijo porque lo ama (Jn 5,20): poder de vivificar (5,21. 25s) y poder de juzgar (5,22.27) ; cuando Jesús retorna a Dios, el Padre glorifica al Hijo para que el Hijo le glorifique (Jn 17,1; cf. 14,13). Así­ se precisa la doctrina de la encarnación : Dios envió al mundo a su
Hijo único para salvar al mundo (1Jn 4,9s.14); este Hijo único es el revelador de Dios (Jn 1,18), comunica a los hombres la vida eterna que viene de Dios (Un 5,11s). La *obra que hay que realizar es, pues, la de creer en él (Jn 6,29; 20,31; Un 3,23; 5,5.10): quien cree en el Hijo tiene la vida eterna (Jn 6,40); quien no cree, está condenado (Jn 3,18).

II. Los HOMBRES, HIJOS ADOPTIVOS DE DIOS. 1. En los sinópticos se afirma repetidas veces la filiación adoptiva de que hablaba ya el AT: Jesús no sólo enseña a los suyos a llamar a Dios “Padre nuestro”, sino que da el tí­tulo de “hijos de Dios” a los pací­ficos (Mt 5,9), a los caritativos (Lc 6,35), a los justos resucitados (Lc 20,36).

2. El fundamento de este tí­tulo se precisa en la teologí­a paulina. La adopción filial era ya uno de los privilegios de Israel (Rom 9,4), pero ahora los cristianos son hijos de Dios, en un sentido mucho más fuerte, por la fe en Cristo (Gál 3,26; Ef 1,5). Tienen en sí­ mismos el *Espí­ritu que los hace hijos adoptivos (Gál 4,5ss; Rom 8,14-17); están llamados a reproducir en sí­ mismos la *imagen del Hijo único (Rom 8,29); han sido instituidos *coherederos con él (Rom 8,17). Esto supone en ellos una verdadera regeneración (Tit 3,5; cf. 1Pe 1,3; 2,2) que los hace partí­cipes de la vida del Hijo; tal es, en efecto, el sentido del *bautismo, vida que hace que viva el hombre con una vida nueva (Rom 6,4). Así­ somos hijos de adopción en el Hijo por naturaleza y Dios nos trata como a tales, incluso cuando se da el caso de enviarnos sus correcciones (Heb 12,5-12).

3. La doctrina de los escritos joánnicos tiene exactamente el mismo tono. Hay que *renacer, dice Jesús a Nicodemo (Jn 3,3.5) del agua y del Espí­ritu. Es que, en efecto, a los ‘que creen en Cristo les da Dios poder de venir a ser hijos de Dios (Jn 1,12). Esta vida de hijos de Dios es para nosotros una realidad actual, aun cuando el mundo lo ignore (Un 3,1). Vendrá un dí­a en que se manifestará abiertamente y entonces seremos semejantes a Dios porque lo veremos tal como es (lJn 3,2). No se trata, pues, ya únicamente de un tí­tulo que muestra el amor de Dios a sus criaturas: el hombre participa de la naturaleza de aquel que lo ha adoptado por hijo (2Pe 1,4).

–> Nacimiento – Padre.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

La filiación de los creyentes se expresa por tres palabras griegas: teknon («niño»), huios («hijo»), huiozesia («adopción»).

En cuanto a la naturaleza de esta filiación (o calidad de hijo que tiene el creyente), (1) es restrictiva—se limita sólo a los creyentes (1 Jn. 3:10–12). Los demás son hijos del diablo (Jn. 8:44). (2) Es regenerativa—los hijos nacidos del Espíritu (Jn. 3:6–8). El primer nacimiento no basta (Mt. 3:9; Ro. 2:28s.). (3) Es restaurativa—la imagen de Dios es gradualmente (Col. 3:10) restaurada, y en la parousia será completa (Ro. 8:29; Fil. 3:20s.). (4) Es regulativa—la norma de vida de los hijos se determina por las normas divinas (Mt. 5:44s; Fil. 3:14s.).

Prominentes entre las bendiciones de la filiación, son las siguientes: (1) adopción (Ro. 8:15; Gá. 4:5; Ef. 1:5). Los creyentes son constituidos legalmente miembros de la familia de Dios. (2) Disciplina (Heb. 12:5–8; cf. Ro. 5:3–11). El Padre disciplina a sus hijos. (3) Herencia (Ro. 8:17; Gá. 3:26, 29; 4:7, 30; 1 P. 1:4). Los hijos de Dios heredan la gloria eterna.

Nuestra calidad de hijos tiene aspectos temporales. (1) Pasado. En este caso la filiación se relaciona sea con el decreto divino (Ef. 1:5) o con la acción regenerativa efectuada dentro del tiempo (Stg. 1:18; 1 P. 1:3, 23). (2) Presente. La filiación se refleja en este mundo presente por un cambio de vida (Mt. 5:45; 2 Co. 5:17). El regenerado conoce su filiación por el testimonio del Espíritu (Ro. 8:14s.). (3) Futuro. La glorificación es la última exhibición de la filiación del creyente (Lc. 20:36; Ro. 8:19, 23; Heb. 2:10; 1 Jn. 3:2).

Véase también Adopción.

Wick Broomall

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (293). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología