BELLEZA BIBLICA

(-> imagen, arte). El Dios de Israel se revela en la palabra que se proclama, se escucha y se cumple, más que en las imágenes de tipo más helenista, que sacralizan lo que siempre existe.

(1) Las imágenes griegas tienden a detener al hombre y di-vertirle, en el sentido etimológico: le separan del flujo inmediato de la vida y le colocan ante una semejanza siempre quieta, ante un í­dolo que no puede escuchar ni responderle (en un nivel de eternidad imaginaria). En ese aspecto, ellas ofrecen un rasgo peligroso: idealizan o eternizan un momento de la realidad, de tal forma que arrancan al hombre del despliegue de su vida real. En ese sentido, las imágenes (estatuas, figuras literarias) separan al hombre del proceso del tiempo donde los hombres viven cambiando (muriendo) para situarle ante la verdad “eterna” de las ideas, que en el fondo no son más que representaciones incompletas de la realidad. De esa forma, ellas nos separan del encuentro concreto con los otros, propio de toda relación interhumana, para conducirnos a la contemplación solitaria y eterna de lo divino.

(2) En contra de eso, los israelitas suponen que la belleza verdadera se encuentra en la palabra que se comparte y que está vinculada al proceso de la realidad real, que sólo existe en el tiempo. Las estatuas no mueren precisamente porque están muertas y por eso quieren ocultar su muerte, situándose en un nivel ilusorio de verdad eterna. Pues bien, la Biblia eleva frente a ellas al hombre de carne que puede morir porque vive, porque es imagen de Dios (cf. Gn 1,26-18; 5,3; 9,6). Desde esa perspectiva se entiende el arte bí­blico supremo, que consiste en relacionarse con Dios desde la carne. Precisamente allí­ donde el hombre deja de buscar una respuesta en las imágenes (deja de evadirse en ellas) puede encontrar su verdad en la palabra concreta del diálogo humano donde se expresa la belleza. Este es el principio del arte bí­blico: que los hombres puedan escuchar la voz de Dios y responderle, siendo simplemente humanos, comunicándose unos con los otros, en el camino de una vida que se encuentra hecha de muerte (de finitud concreta, de diálogo en el tiempo) y que se despliega haciendo posible la Vida más alta (caminando hacia ella). Sólo en este contexto se puede hablar de un arte que no se evade ni nos lleva hacia el nivel de una verdad “eterna” (expresada en un tipo de hombre universal, que no existe en concreto), sino de un arte o belleza que se encarna en los hombres reales, que aman y mueren, porque son de verdad imágenes de Dios. Arte es vivir en belleza y verdad, comunicándose la vida: arte somos nosotros, el pueblo, la humanidad que ama y engendra, sembrando su semilla de esperanza en los que van naciendo y aprendiendo a ser.

(3) Dos tipos de arte. El arte griego tiende a expresar la belleza en imágenes o cuerpos eternos, siempre idénticos, en su radiante juventud, rebosantes de gracia, de fuerza, de triunfo. Los varones y mujeres concretos resultan secundarios, lo que importa y vale son los arquetipos: Apolo o Atenea, Hermes o Artemisa. Por el contrario, el arte israelita descubre la belleza en el hombre o la mujer concreta, que mira y sufre, escucha y responde, ama o espera, sufre y muere: el creyente no tiene necesidad de hacer estatuas, pues descubre la belleza de Dios en aquellos que están en su entorno (varón y/o mujer, niño o mayor, indí­gena o extranjero). En esa lí­nea israelita, el arte verdadero consiste en escuchar, responder y dialogar con otros hombres, en conversación de ojos y tacto, de trabajo y descanso, en camino de vida hecha de muerte (que se hace muriendo). Por eso, el hombre de la belleza israelita no es un escultor o pintor, que traza figuras con imágenes externas, ni tampoco un escritor que representa la vida en poemas o epopeyas, tragedias o comedias que pueden recitarse sobre un escenario o teatro separado de la vida, sino el profeta que escucha la voz de Dios y de tal forma la vive que se vuelve voz para los otros, es decir, profeta.

(4) El arte del profeta. Frente al poeta o escultor que se eleva del mundo para mostrar así­ lo eterno, el profeta es el hombre que se introduce en el mundo real de los hombres, para dialogar mejor con ellos, descubriendo y cultivando una belleza que se identifica con la misma vida y relación concreta entre los hombres. En el fondo, no hay más arte que el vivir, ni más belleza que el encuentro siempre inmediato de los hombres y mujeres que se miran y se aman y que, amándose, despliegan y descubren su más honda hermosura. La profecí­a es palabra en el momento en que se dice, es decir, cuando interpela, y no cuando se conserva muerta, separada de su autor, en un escrito. Por eso, los grandes profetas realizan su obra al decirla y así­ la dicen, en la plaza pública, sin ocuparse de escribir sus pensamientos El escultor o poeta de representaciones está separado de aquello que esculpe o dice y de esa forma crea una distancia entre la verdad ideal (idealizada) de sus imágenes y el mundo real de los hombres de carne, que aman, esperan y sufren. Por el contrario, el profeta supera las distancias que separan a los hombres, para que ellos mismos puedan encontrarse y dialogar cara a cara, en una vida que nunca podemos detener, convirtiéndola en idea. El profeta no representa algo externo, no dice algo que está fuera, sino que se dice a sí­ mismo. Por eso, en un sentido radical, el profeta no escribe palabras que se puedan objetivar en un escrito, pues sólo su vida es “palabra”, comunicación de Dios para los otros. Una profecí­a separada de la vida del poeta pierde su sentido. Los í­dolos e imágenes (= ideas) de los poetas paganos, que Israel ha condenado como falsos, tienden a suscitar entre los hombres (y entre los hombres y Dios) una distancia de representación. En contra de eso, los profetas de Israel se han empeñado generación tras generación en superar esa distancia, a fin de que los fieles puedan comunicarse entre sí­ de manera transparente, de un modo inmediato, desde Dios, apareciendo así­ como testigos y creadores de humanidad.

Cf. P. EUDOKIMOV, El Arte del Icono. Teologí­a de la Belleza, Claretianos, Madrid 1991.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra