CONOCIMIENTO

v. Ciencia, Entendimiento, Inteligencia, Prudencia, Sabiduría
Job 21:14 porque no queremos el c de tus caminos
Psa 53:4 ¿no tienen c todos los que hacen
Psa 73:11 ¿cómo sabe .. y hay c en el Altísimo?
Psa 139:6 tal c es demasiado maravilloso para mí
Pro 9:10 el c del Santísimo es la inteligencia
Isa 11:2 poder, espíritu de c y de temor de Jehová
Isa 11:9 la tierra será llena del c de Jehová, como
Isa 53:11 por su c justificará mi siervo justo a
Dan 1:17 estos cuatro muchachos Dios les dio c
Hos 4:6 pueblo fue destruido, porque le faltó c
Hab 2:14 será llena del c de la gloria de Jehová
Luk 1:77 para dar c de salvación a su pueblo, para
Act 2:23 entregado por .. anticipado c de Dios
Act 25:21 mas como Pablo apeló .. el c de Augusto
Rom 3:20 por medio de la ley es el c del pecado
1Co 8:1 todos tenemos c. El c envanece, pero
2Co 10:5 altivez que se levanta contra el c de
Eph 3:4 cuál sea mi c en el misterio de Cristo
Eph 3:19 el amor de Cristo, que excede a todo c
Eph 4:13 a la unidad de la fe y del c del Hijo de
Phi 1:9 vuestro amor abunde aun más .. en todo c
Eph 3:8 por la excelencia del c de Cristo Jesús
Col 1:9 que seáis llenos del c de su voluntad en
Col 3:10 cual .. se va renovando hasta el c pleno
1Ti 2:4 sean salvos, y vengan al c de la verdad
2Ti 3:7 nunca pueden llegar al c de la verdad
Phm 1:6 eficaz en el c de todo el bien que está en
2Pe 1:3 mediante el c de aquel que nos llamó
2Pe 1:5 añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, c
2Pe 3:18 en la gracia y el c de nuestro Señor


Ver Conocer.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Vanidad del humano: Ecls. 1, I Cor. 1:19, 3:19, 2Co 1:2. El árbol del conocimiento y de la ciencia: Gen 2:9.

Conocimiento de Dios: Es “la una sola cosa necesaria” de Luc 10:41.

Es un don de Dios, un carisma del Espí­ritu: Isa 11:2, 1Co 12:8, Mat 11:25, Mat 13:11.

Debemos pedirlo y buscarlo: Jua 17:3, Efe 3:18, 1Co 14:1, 2Pe 1:5.

Dios es Dios y es mi Padre, y me ama tanto que envió a su único Hijo, para que si creo en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. y su Hijo Jesús, que es Dios, me amó tanto que derramó su sangre por mí­, y me sigue amando tantí­simo, que me espera cada dí­a, hecho Pan, en la Eucaristí­a. ¡Es para volverse loco de tanto amor! Es la locura de Dios de 1Co 1:25, más sabia que los hombres, y la “flaqueza de Dios, más poderosa que todos los hombres.”: (Jua 3:16, Gal 2:20, Jua 6:48-58).

Conocimiento de Jesús, de la fe, de la verdad, del signo de los tiempos. el conocer por la obras. conocer el demonio, el mundo. ¡esto es conocer!: Conocimiento de mí­ mismo. No sólo de mi cuerpo, sino de mi alma, de mi espí­ritu, que es tan grandiosamente maravilloso, que son “templo de Dios, “Morada del Padre”, “Sagrario de Cristo”. y el gran problema, es que cuando me miro al espejo, sólo veo mi cara, pero no veo mi espí­ritu, mi alma, lo que ven Dios y el diablo, por lo que las delicias del mismo Dios no es estar con las estrellas, sino estar con los hombres y mujeres.

(Jua 14:23, 1Co 3:16, Sal 149:4, Jua 3:16).

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

La raí­z hebrea yadá aparece en las palabras que se utilizan para dar la idea de c., pero también se usa con una gran variedad de sentidos, queriendo significar, entre otras cosas, entender, discernir, descubrir, etcétera. Como un eufemismo para señalar el acto sexual, se usa el término c. Así­, se dice de †¢Rebeca que †œera de aspecto muy hermoso, virgen, a la que varón no habí­a conocido† (Gen 24:16). Sobre José y Marí­a se dice: †œ…no la conoció hasta que dio a luz a su hijo primogénito† (Mat 1:25).

En el pensamiento hebreo no se hací­an especulaciones sobre teorí­a del c. ni se tení­a éste como la recepción o acumulación de datos sobre la realidad. Su preocupación suprema era el c. de Dios. †œNo se alabe el sabio en su sabidurí­a, ni en su valentí­a se alabe el valiente, ni el rico se alabe en sus riquezas. Mas alábese en esto el que se hubiere de alabar: en entenderme y conocerme, que yo soy Jehovᆝ (Jer 9:23-24). Este c. de Dios no era entendido como algo teórico o cosa enunciable en fórmulas. No se veí­a a través de explicaciones, sino por los resultados que producí­a. No era algo expresado o entendido discursivamente, sino que se manifestaba por el comportamiento ante Dios, el cual demostraba la existencia del c. Así­, por ejemplo, cuando †¢Oseas denuncia: †œEspí­ritu de fornicación está en medio de ellos, y no conocen a Jehovᆝ (Ose 5:4), está diciendo que no puede existir c. de Dios y pecado al mismo tiempo. Al hablar de que no habí­a †œc. de Dios en la tierra†, añade que †œperjurar, mentir, matar, hurtar y adulterar prevalecen† (Ose 4:1-2). Por eso el †œpueblo fue destruido, porque le faltó c.† (Ose 4:6). El contexto indica claramente que se está yendo más allá de un simple saber teórico. Luego dirá que lo que se querí­a era †œc. de Dios, más que holocaustos† (Ose 6:6). De manera que cuando se lee la promesa de que la tierra será †œllena del c. de Jehovᆝ (Isa 11:9), se nos quiere hablar de una tierra donde †œmora la justicia† (2Pe 3:13), no una tierra de filósofos y teólogos.
el sentido de †œsaber† o †œentender† se usa esta palabra para anunciar los hechos de Jehová, a través de los cuales manifiesta su poder y gloria, que hacen que su pueblo y los pueblos comprendan que él es Dios. Este uso es frecuentí­simo (71 veces) en Ezequiel, donde se repite †œsabréis que yo soy Jehovᆝ (Eze 5:13; Eze 6:7, Eze 6:10, Eze 6:13, etcétera). La idea va dirigida a la revelación. Dios hace cosas en la historia y a través de ellas entendemos lo que él quiere que entendamos.
el NT las palabras ginöskö, epiginöskö y oida, son las que más se utilizan para comunicar las ideas de conocer, reconocer, saber, entender y ver. Se habla del †œc. de la gloria de Dios† (2Co 4:6), †œel c. de Dios† (2Co 10:5), †œel c. del Hijo de Dios† (Efe 4:13), el c. de la voluntad de Dios (Col 1:9), †œel c. de la verdad† (1Ti 2:4; 2Ti 3:7), etcétera. El sentido general sigue los lineamientos del AT en cuanto al contenido práctico de lo que se quiere comunicar, pero hay también ocasiones en las cuales la referencia es a un c. teórico o intelectual, sobre todo cuando se está comparando con la ciencia, filosofí­a, o sabidurí­a del mundo. Explica que él mismo era †œtosco en la palabra†, pero †œno en el c.† (2Co 11:6). Pablo advertí­a que †œel c. envanece† (1Co 8:1), que no todos lo tienen (1Co 8:7) y que debemos cuidarnos de no causar problemas a nuestros hermanos por nuestro c. (1Co 8:10-11). También enseña que en Cristo †œestán escondidos todos los tesoros de la sabidurí­a y del c.† (Col 2:3). El apóstol consideraba como basura todos sus logros y estaba dispuesto a perderlos por la excelencia del c. de Cristo Jesús (Flp 3:8-10).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

vet, Son varias las palabras griegas traducidas “conocer”, siendo las principales: (a) “oida”, que significa “conocimiento interno consciente” en la mente; y (b) “ginoskõ”, que significa “conocimiento objetivo”. Este último pasa a la consciencia, pero no a la inversa. Son varios los pasajes en el NT en que aparecen ambas palabras, y un estudio de ellas (p. ej., en el Nuevo Testamento Interlineal Griego-Español, de F. Lacueva, Ed. Clí­e; o Diccionario Expositivo de Palabras del Nuevo Testamento, de W. E. Vine) demostrará que estas palabras no se usan de una manera indistinta, y se tienen que considerar de una manera cuidadosa.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

(-> amor, sabidurí­a, revelación). Según la Biblia, más que un “ser que conoce” en sentido abstracto o racional, el hombre es un “ser que puede” (organiza el mundo) y “ama” (se vincula a otros seres humanos). Quizá podamos decir que conocer es poder, es amar, es saber.

(1) Conocer es poder, capacidad de dominio sobre el mundo, en una lí­nea que puede llevar hasta el lí­mite de una divinización idolátrica. En ese sentido se ha de entender la imagen del árbol del conocimiento del bien* y del mal (cf. Gn 2-3), que Dios pone ante el hombre, diciéndole que no coma sus frutos. Este es el árbol de la razón práctica, vinculado a la capacidad moral del hombre y, sobre todo, a su poder de su decisión. Este es el árbol que lo define, situándolo ante una frontera que él no debe traspasar, pues en el momento en que quiera hacerse dueño del bien-mal se destruye a sí­ mismo. En esa misma lí­nea, aunque de un modo muy distinto, se sitúa el mito griego, cuando pone de relieve el riesgo de aquellos que, como Prometeo, quieren hacerse dueños absolutos del fuego.

(2) Conocer es amar y engendrar. Según la Biblia, el conocimiento primordial del hombre está vinculado al sexo y a la generación, de tal forma que Adán y Eva fueron incapaces de comer siempre del árbol del conocimiento del bien-mal, pero se conocieron uno al otro: “Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caí­n; y ella dijo: por medio de Yahvé he adquirido [engendrado] un varón” (Gn 4,1). Esta forma de hablar no es un “eufemismo”, una forma de evitar las palabras referidas al contacto o comercio sexual, sino un modo muy profundo de evocar la hondura del conocimiento humano que, en sentido radical, sólo llega a su plenitud en la relación total entre personas. Este conocimiento no es un comercio, como a veces se ha dicho (comercio sexual), sino una compenetración personal: cada uno se conoce a sí­ mismo en el otro, engendrando de esa forma vida.

(3) Conocer es saber. Ciertamente hay un saber malo, que lleva a la destrucción, como ha destacado 1 Henoc* 6-36 cuando habla de las técnicas de guerra y destrucción que han ido sur giendo en el mundo. Pero el mismo libro de Henoc sabe que hay un conocimiento bueno, abierto en sueños y revelaciones hacia el secreto más profundo del cosmos y la historia. En esa lí­nea del conocimiento salvador se sitúa Dn 12,3 cuando afirma que los sabios o entendidos (mashkilim) brillarán en la gloria de Dios. Entre esos sabios se encuentran, sin duda, los videntes apocalí­pticos, pero no sólo ellos, sino otros muchos que quieren conocer el mundo de Dios, como afirma el autor de Sab 6-9, cuando entiende el conocimiento no sólo como don divino, sino también como capacidad de interpretación de la realidad, en una lí­nea que hoy llamarí­amos cientí­fica: “[Dios] me concedió un conocimiento infalible de los seres, para descubrir la trama del mundo y la fuerza de los elementos; el comienzo, el fin y el medio de los tiempos, las alteraciones de los solsticios y el cambio de las estaciones; los ciclos del año y las posturas de los astros; la naturaleza de los animales y la furia de las fieras, la fuerza de los espí­ritus y las reflexiones de los hombres, las variedades de las plantas, las virtudes de las raí­ces. Todo lo conozco: esté oculto o manifiesto, porque la Sabidurí­a, artí­fice del cosmos, me lo ha enseñado” (Sab 7,17-22). Dios ha dado al hombre la capacidad de conocer los diversos planos de la realidad, no para destruir el mundo con su técnica posesiva (perversa), sino para vivir en armoní­a con el conjunto de la realidad, como sabe Gn 1,27-28.

(4) Conocer es comunicarse: Padre del Hijo. El Nuevo Testamento supone que el conocimiento más profundo se expresa en el nivel de las relaciones personales, no sólo en una lí­nea de relación hombre-mujer, sino en la lí­nea de la comunión entre el Padre y el Hijo: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). Conocer es engendrar dando la vida (Padre), conocer es acoger y responder (Hijo). En ese contexto se sitúan las palabras básicas del conocimiento de Jesús: “En aquel tiempo, respondiendo Jesús, dijo: Yo te confieso, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has ocultado esto a sabios y entendidos, y lo has revelado a los pequeños. Sí­, Padre, pues ésta ha sido tu voluntad” (Mt 11,25-26). Este es un canto de agradecimiento, una bendición litúrgica que Jesús eleva ante Dios a quien confiesa por su acción salvadora. Frente a los sabios y entendidos, que en el contexto de Mt están representados por los habitantes orgullosos de Corozaí­m, Betsaida y Cafarnaún (Mt 11,20-24), se sitúan ahora los pequeños (népioi), que han acogido la palabra de Jesús, dirigida precisamente a ellos. Frente a los videntes apocalí­pticos, sabios y entendidos se sitúan ahora los pequeños, como portadores del verdadero conocimiento. Frente al Dios de las orgullosas ciudades galileas y de los grandes apocalí­pticos, aparece aquí­ el Dios de los pequeños que escuchan su Palabra y entienden su misterio. El Dios de los grandes no necesita ser Padre, sino que es Señor, es Justo Juez, es responsable del orden y ley de la tierra, dando a cada uno lo que es suyo (de acuerdo a lo que sabe y tiene). Por eso, los defensores de ese Dios han rechazado a Jesús. Por el contrario, el Dios de los pequeños aparece necesariamente como Padre que les recibe en amor y con amor les ofrece su más alto conocimiento. Desde esa base se entiende la confesión del conocimiento de Jesús: “Todo me ha sido entregado por mi Padre y nadie conoce al Hijo, sino el Padre, y nadie conoce al Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar” (Mt 11,27).

(5) Conocimiento como revelación. Este es un texto de revelación: una parábola sobre el amor y conocimiento entre Padre e Hijo. Ciertamente, Jesús podrí­a haber utilizado otro lenguaje, de carácter más doctrinal, empleando signos de amante y amado/a, de madre e hija, maestro y discí­pulo, cada uno con sus riesgos y ventajas. Pues bien, ha preferido la parábola del Padre, que concede su propio ser al Hijo y que, al hacerlo, le conoce, siendo respondido por el Hijo, que también conoce al Padre. El texto no dice que Jesús sea ese Hijo, pero es claro que lo está presuponiendo, por todo lo que precede y sigue: el mismo Jesús Hijo llama a los humanos, para que puedan conocer al Padre (Mt 11,28-29). Este es el lugar y sentido del verdadero conocimiento: el don del padre y la respuesta del hijo que se abre a todos los hermanos. Conocer es amar y darse uno al otro, en donación personal de generación y agradecimiento. Dios se define, según eso, plenamente como Padre y Jesús como Hijo. En el principio de todos los principios aparece este amor mutuo, abierto a todos los hombres. En ese contexto, asumiendo un motivo de los libros sapienciales (Prov, Eclo, Sab), como si fuera esposa de una humanidad sedienta de amor, Jesús llama a los hombres y dice: “Venid a mí­ todos los agotados y cargados, que yo os aliviaré. Cargad con mi yugo, y aprended de mí­, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas, porque mi yugo es suave y mi carga es ligera” (Mt 11,28-29). Jesús convoca de un modo especial a los judí­os que viví­an aplastados por el yugo de la Ley, como sabe la tradición rabí­nica y el mismo Nuevo Testamento (Hch 15,10). Pero esa llamada está abierta a todos los hombres: el conocimiento de amor del Padre y del Hijo viene a presentarse de esa forma como principio de vinculación y signo de plenitud universal.

Cf. AA.W., Pensar a Dios, Sec. Trinitario, Salamanca 1996; J. JEREMíAS, Abba. El mensaje central del Nuevo Testamento, Sí­gueme, Salamanca 1981; W. MARCHEL, Abba, Pére!, AnBib 19a, Roma 1971; J. SCHLOSSER, El Dios de Jesús. Estudio Exegetico, Sí­gueme, Salamanca 1995.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Sumario: I. Conocimiento como poder/conocimiento, como comunicación.-II. Conocimiento de Dios como praxis de comunión y seguimiento.-III. Conocimiento como experiencia del Dios Trinitario.-IV. Conocimiento como despliegue del Dios Trinitario.-V. Conocimiento y comunión en la Trinidad.

La cuestión del conocimiento de Dios, lo mismo que la de su desconocimiento o negación, del ateí­smo, es una cuestión eminentemente práctica, incluso cuando se la reduce a cuestión meramente teórica. Y ello no sólo porque en el conocimiento de Dios se juega el hombre creyente su propia realización sino porque el conocimiento en cuanto tal es ya una componente esencial del devenir humano. Ahora bien, el conocimiento, y por tanto el conocimiento de Dios, ha sido “conocido”, es decir, interpretado de formas muy diversas en las diversas culturas, lo que ha conducido a diversas concepciones del modo de realizarse lo humano. Aquí­ vamos a considerar fundamentalmente las dos que han determinado nuestra cultura occidental, y en concreto la cuestión del conocimiento de Dios: la hebrea y la griega.

I. Conocimiento como poder/conocimiento como comunión
En la tradición que arranca de Grecia y ha determinado el devenir de la cultura -de la historia entera- de Occidente, conocer es hacerse cargo de la realidad, captar sus estructuras, su esencia, para ponerla bajo el dominio del hombre, sujeto cognoscente. Conocer es dominar, doblegar la realidad, hacerla en este sentido humana. Conocer es poder. Siempre lo fue así­ en esta tradición ilustrada, pero muy especialmente desde los primeros pasos de la emancipación moderna de la razón y del nacimiento de la ciencia.

Este modelo de conocimiento ha hecho posible el espectacular desarrollo de la ciencia y la técnica en las sociedades del primer mundo, pero ha conducido también a una profunda crisis de sentido que pone hoy en cuestión el proyecto de la Modernidad, incluso el de la entera Ilustración. El sujeto cognoscente que pretendí­a dominar el mundo, reducirlo a objeto suyo, se ve cada vez más reducido él mismo a objeto de la dinámica de su propio conocimiento.

Pues bien, los diagnósticos más penetrantes de la raí­z de esta crisis apuntan al olvido y a la represión, en esta concepción del conocimiento, de la componente de la comunicación o interacción en favor de la componente de la subjetividad dominante. Razón por la cual la propuesta racional para salir de esta crisis hace referencia a un “cambio de paradigma”: del paradigma moderno de la subjetividad al paradigma de la comunicación. Y resulta sintomático que en este nuevo paradigma se vea expresamente un influjo de la otra tradición del conocimiento a la que antes aludí­amos, y que es la tradición hebrea-judí­a de la alianza y de la comunión. En efecto, en la concepción hebrea el conocimiento es fundamentalmente un acto de comunión, de relación personal y existencial de sujetos, y una acción comunicativa entre sujeto cognoscente y sujeto conocido.

El cambio de paradigma propuesto no implica sin embargo la sustitución de un modelo de conocimiento por otro, lo cual serí­a volver a sesgar el conocimiento, sino de integrar el primer modelo, o mejor, la componente del conocimiento objetivo-cientí­fico en un modelo mal integral que dé primací­a a la componente de la interacción comunicativa, por tanto a la solidaridad frente al dominio.

II. Conocimiento de Dios como praxis de comunión y seguimiento
En el conocimiento de Dios según la tradición bí­blica esa dimensión tiene tal primací­a que prácticamente se hace exclusiva. En efecto, conocer a Dios es entrar en relación personal con él, contemplar y dejarse calar por sus gestos y sus gestas, sus acciones liberadoras, entrar en su dinámica, sintonizar con él, hacer las obras que él hace, es decir, seguirle, caminar por sus caminos, realizar su designio, estar con él y donde está él. Conocer a Dios, según los profetas, es practicar la justicia y la verdad (Jer 9,23; 22,15-16), es partir el pan con el hambriento y acoger al pobre en el propio hogar (Is 58,5-12), es contemplar sus obras y andar por sus caminos (Is 5,12-13). De modo que Oseas no tiene reparos en afirmar lapidariamente: “No hay misericordia ni fidelidad, y por tanto no hay conocimiento de Dios en el paí­s”(Os 4,1).

Es verdad que en la tradición bí­blica se contempla también un modo de conocimiento de Dios que parece asemejarse más al primer modelo de conocimiento universal-objetivo. En concreto, en el clásico pasaje de Sab 13,1-9 se afirma la posibilidad de un conocimiento de Dios a partir de la realidad de su creación, un conocimiento, por tanto, más intelectual y menos práctico que el conocimiento de comunión. Y así­ ha sido interpretado, en contra del ateí­smo, en el teí­smo tradicional y en el mismo Magisterio de la Iglesia. Pero en esta interpretación sucede lo mismo que con la primera componente del conocimiento: que sólo es verdadera si es integrada en la concepción del conocimiento de Dios en cuanto comunión y seguimiento, como ya hiciera Pablo al interpretar el desconocimiento de Dios, en la lí­nea de los profetas, como injusticia que “subyuga” la verdad (Rom 1,18-21; Ef 2,12). El conocimiento de Dios no es una mera posibilidad abstracta del intelecto humano, sino una experiencia global que implica a la persona entera y en la que ésta se juega la plenitud o el fracaso de su existencia.

En este sentido es preciso interpretar todo conocimiento de Dios, el natural y el sobrenatural, si se quiere expresar su significado para la existencia humana. No es suficiente mostrar, ni siquiera demostrar, si ello fuera posible, la capacidad en el hombre de conocer a Dios con las solas fuerzas de su entendimiento y razón naturales a partir de la múltiple realidad de la creación, como se hizo en gran medida en el teí­smo clásico. Este esfuerzo, aún siendo hoy tan necesario como ayer, incluso más necesario por cuanto la prueba la debe hoy poner el creyente y no el ateo’, ha corrido siempre un doble riesgo: el no llegar al Dios especí­ficamente cristiano, sino sólo a un Dios filosófico, cuando no a un í­dolo, por una parte, y,por otra, el riesgo de no implicar la persona en ese conocimiento, o de implicarla de manera puramente intelectual y no existencial y socialmente como el conocimiento bí­blico de Dios’. Y tampoco es suficiente un conocimiento teológico de Dios que sólo en teorí­a aparezca como componente esencial de la existencia creyente. El conocimiento del Dios Trinitario no puede darse fuera del modelo de conocimiento como comunión y seguimiento, y sólo en este modelo se revela plenamente su constitutivo sentido para la existencia cristiana.

III. Conocimiento como experiencia del Dios Trinitario
La Modernidad concibe el conocimiento como un progresivo proceso de dominio del hombre sobre el mundo exterior y sobre su propio mundo y entiende, en consecuencia, la realización de la existencia humana como un progresivo proceso de emancipación y autonomí­a, de autoafirmación, en definitiva, de poder. En ello, la Modernidad no hizo sino sacar, si bien en polémica con la institución eclesiástica como sistema de dominio y subordinación, las últimas consecuencias de la misma fe cristiana en la creación y en el hombre como imagen de Dios. Pero con la fiebre emancipadora el acento de esas dimensiones del conocimiento se dio con olvido y en deterioro de la otra dimensión, la de la comunión, que, según aquella fe, constituye su fundamento y la fuente de su inspiración. Dios desaparece por eso, en principio, del planteamiento básico de la Modernidad. Elhombre moderno no conoce desde Dios y en comunión con Dios, sino desde sí­ mismo y para sí­ mismo. El cogito cartesiano es, en este sentido, emblemático: la existencia se fundamenta desde la autonomí­a del yo cognoscente, y no desde la comunión con el otro y con el Otro absoluto, con Dios. Y el conocimiento se desarrolla también desde el yo autónomo como progresivo proceso de dominio de ese yo sobre el mundo, reducido a objeto suyo.

El hombre moderno pierde, de este modo, la dimensión de pasividad y comunión de su horizonte. El hombre moderno se realiza en cuanto conoce y se conoce, no en tanto que es conocido y reconocido. Y da que pensar el hecho de que esta experiencia se reivindique, por una parte, al mismo tiempo que el conocimiento deja de ser una acción comunicativa y se convierte en proceso objetivo de dominación y al mismo tiempo, por otra, que Dios desaparece del conocimiento y éste deja de ser experiencia de Dios. No es éste lugar para entrar en el análisis de las razones que llevaron a este giro copernicano en la concepción del conocimiento y de la existencia humana, pero está ya bien probado que fue un proceso en gran parte liberador, por tanto necesario. No obstante, es un cambio verdaderamente sintomático.

En efecto, según la Escritura el conocimiento de Dios es, como hemos visto, una acción comunicativa, una experiencia de sintoní­a en la que el hombre es tanto activo como pasivo, sujeto de comunión, no de dominio y poder. Conocer a Dios es conocer la fuente misma de la generosidad y la entrega; por eso, el conocimiento de Dios se realiza en el compromiso por la justicia y en la misericordia. Es decir, en la Escritura el hombre se realiza en un continuo movimiento de salida-de-sí­: desde Dios hacia los otros. La autorealización personal no se alcanza a través de la autoafirmación, sino mediante la autoentrega y la relación con el otro, como en Dios mismo. La existencia de Jesús es una existencia radicalmente polarizada, descentrada. Jesús vive absolutamente del conocimiento de Dios, su Padre: vive ante él y desde él totalmente para-los-demás, para los hombres, para los humillados y abatidos (Mt 11,25s). Su centro no está en él mismo, sino en el Padre, su origen, y su autonomí­a no es término de un acto de autoposición, sino de un acto de completa donación del Padre (Jn 5,19.30). El conoce al Padre y sabe, por eso, que el Padre le conoce a él, es decir, que el Padre le sostiene, que todo lo recibe de él, que vive desde él (Mt 11,27; Jn 11,14-28; 16, 27-28). Y esta conciencia, este “conocimiento” le descentra, le saca fuera de sí­ hacia los otros hasta la entrega total (Lc 22,42)
Esta existencia absolutamente descentrada y polarizada de Jesús, expresión suprema del conocimiento de Dios, es el criterio y el modelo de la genuina existencia cristiana. El creyente cristiano no existe desde él mismo, desde su cogito, sino desde el pensamiento de Dios. No existe porque piensa y conoce, sino porque “es pensado y conocido”. Su punto de arranque y su centro no están en él mismo, sino, “antes” que él, en Dios. Y su horizonte tampoco está en él mismo, sino “más allá” de él, no es su propia autoafirmación sino la vida del mundo: los otros. Su existencia se realiza por eso, como la de Jesús, desde y en el conocimiento de Dios: viniendo de él y yendo hacia los demás (Mt 16,25).

Conocer a Dios en cristiano es, pues, conocer el secreto de la existencia como donación, como autoentrega, y vivirla como tal. Es un acto de comunión y de servicio, de gratitud por la existencia recibida y de solidaridad con la existencia dañada. ¿Estamos en los antí­podas de la Modernidad? ¿Es la concepción moderna del conocimiento y de la existencia tan radicalmente opuestas a esta visión cristiana? Sí­ y no, como ya insinuamos. La Modernidad ha pasado por la fe cristiana antes de dejarla atrás y abandonarla. Por eso, incluso en el mismo momento en que el conocimiento se emancipa de Dios y reivindica su autofundación y autoposición, Dios aparece de nuevo en el horizonte como fundamento último del sujeto autónomo y fundante, de su conocimiento y del sentido del mundo. La entera filosofí­a moderna puede considerarse una traducción y un despliegue secular de la tesis del hombre como imagen de Dios, gracias, precisamente, a su conocimiento y a su actuación moral. Hasta que en Hegel, donde esta filosofí­a llega a su madurez, el conocimiento vuelve a ser experiencia de Dios, despliegue del Absoluto mismo. Pero aquí­, por una parte, el Absoluto es considerado rigurosamente como trinitario y el conocimiento, por otra, como un proceso que comienza siendo de contraposición sujeto-objeto y acaba revelándose como diálogo y comunión de sujetos.

Dios desaparece rigurosamente del horizonte del conocimiento sólo cuando se le considera obstáculo fundamental para su propio despliegue y desarrollo, lí­mite castrador de sus posibilidades. Pero en ese caso se le está considerando esencialmente como instancia de poder y, en cuanto tal, como competidor del sujeto de conocimiento y acción, considerados también como despliegue de poder más que como procesos de interacción y diálogo entre sujetos15. Y esto es lo que resulta sintomático y da que pensar. Donde el conocimiento es considerado como un proceso global y complejo de interacción, como acción comunicativa, el horizonte está, al menos, despejado para la verdad religiosa. En este momento, el conocimiento de Dios puede encontrarse con el conocimiento moderno emancipado de él. Pero para ello es preciso que se conciba a sí­ mismo y se exprese también como proceso de interacción y diálogo entre sujetos, que no sólo no contradice y limita el conocimiento humano, sino que lo potencia y lo plenifica. Y para ello, a su vez, es necesario recuperar y repensar la verdad originaria de que Dios mismo no es poder, sino diálogo, interacción y, como tal, fundamento último del genuino conocimiento.

IV. Conocimiento como despliegue del Dios Trinitario
Una de las ví­as de penetración teológica en el Misterio de Dios ha partido, desde san Agustí­n, del hombre, considerado imagen de Dios, y concretamente en cuanto esencia que se expresa y se realiza en un doble movimiento de autoconocimiento y amor,de salida de sí­ en el conocimiento, de identificación en lo conocido y de retorno en el amor. Tomás de Aquino reformuló y sistematizó esta primera intuición de Agustí­n, concibiendo a Dios como pura acción de conocer. Dios se concibe y reproduce, se genera a sí­ mismo, su verdad, eternamente en su concepto, en su propia imagen, de modo total y perfecto. Conociéndose, Dios sale de sí­, se despliega en su imagen y se reconoce a sí­ mismo en ella. Dios realiza su ser divino en un eterno movimiento cognoscente. El origen de este movimiento es el Padre; el término, el Hijo, su Verbo, su imagen perfecta, su noticia, la expresión acabada de su ser.

Esta interpretación teológica, que hizo fortuna sobre todo en Occidente, tiene un rico significado para el tema que nos ocupa. De una parte, convierte el proceso humano del conocimiento en clave de comprensión del ser divino; de otra, y como consecuencia, interpreta ese proceso humano de conocimiento como expresión y realización del Misterio trinitario”. Pero en ambos casos, la condición esencial es que se conciba el conocimiento mismo en el preciso sentido en que aquí­ se hace. El conocimiento, en efecto, es concebido aquí­, tanto en el hombre como en Dios, si bien, evidentemente, de forma análoga, como un movimiento de salida-de-sí­, de descentramiento, de transcendencia, de autoentrega y de comunión, y, sólo en cuanto tal, como modo de autopresencia y autoposesión, como realización del propio ser. Por tanto, corno un movimiento justamente contrario al movimiento del poder, de dominio sobre el objeto conocido y de posesión de sí­ individualista. Esto es sumamente importante para el sentido de la analogí­a. El término de comparación del que se parte es el individuo que se autoposee y realiza en cuanto se conoce, el espí­ritu humano que está presente a sí­ mismo sabiéndose. Pero este término de comparación puede servir de clave de interpretación del ser divino trinitario de Dios sólo después de ser interpretado, a su vez, a la luz de la experiencia de Jesús, revelador de ese ser divino. Y la experiencia de Jesús, como ya vimos, es la experiencia de una existencia que se autoposee y realiza enteramente desde el otro, sabiéndose completamente donado, conociéndose conocido por el Padre, y así­ puesto en el ser, afirmado, siendo plenamente él mismo, no dominado ni sometido. El dinamismo humano que sirvió de clave a la teologí­a latina para la comprensión del ser divino trinitario de Dios no fue, pues, el de la autoafirmación, por el que se definió después el individuo moderno, sino el del sujeto humano concebido ya como “imagen de Dios”, por tanto, interpretado a la luz de la experiencia trinitaria de Dios.

Con todo, la transformación trinitaria de este término de comparación, y del modelo de conocimiento que le subyace, no debió ser suficiente, pues ya el mismo san Agustí­n, y tras él Tomás de Aquino, pero sobre todo Ricardo de san Ví­ctor, sintieron la necesidad de abrir otra ví­a de comprensión del ser divino trinitario de Dios, no desde el individuo que se autoposee conociéndose, sino desde la persona que es dándose al otro, entrando con comunión con él, amando y formando así­ una esencial comunidad de amantes’. El amor entraba también en aquel modelo, pero como segundo momento de retorno sobre sí­ del ser que se desplegaba en el conocimiento. El modelo tuvo por eso que resultar excesivamente es-trecho, en definitiva, más individualista que originariamente trinitario. El conocimiento “trinitario” es no sólo despliegue y salida de sí­ del ser divino que retorna sobre sí­ amándose, sino ya él mismo comunión, relación amorosa de las personas, interacción constituyente.

V. Conocimiento y amor en la Trinidad
Partiendo de la experiencia cristiana originaria (1 Jn 4,7-8; He 2,43-47; 4, 32-36) y apoyado en la concepción dinámica del ser del los Padres griegos, por una parte, y en la analogí­a personal-comunitaria de san Agustí­n, por otra, Ricardo de san Ví­ctor concibe la realidad de Dios como misterio de comunión de donde surgen y en el que se implican mutuamente las personas. Aquí­ no se parte ya de la unidad de esencia divina que, autoconociéndose y amándose, se despliega en Trinidad de personas, sino de la comunión de las personas como realidad originaria de Dios. Con lo cual, Ricardo introdujo una nueva concepción de persona que superaba la noción sustancialista y estática de Boecio, determinante en la comprensión de la Trinidad de la teologí­a de Occidente. Para Ricardo de S. Ví­ctor la persona viene definida no por la independencia sustancial, sino más bien por la relación a y con los otros. Persona es esencialmente exsistencia, es decir, relación, comunión. La persona no se constituye a través del autoconocimiento, sino a través de la aperturay de la relación con los otros; por tanto, no desde sí­ sino desde los otros. Y ello, porque la “sistencia” (o naturaleza) de Dios es el amor, la comunión. En este sentido, bien puede afirmarse que para Ricardo de S. Ví­ctor “Dios es trinitario, es decir, comunión de amor, o no es divino”.

Es evidente que esta concepción de persona responde a la experiencia extática de Jesús, a su propuesta de realización existencial (Mt 16,25) y a una dinámica inversa a la de la concepción moderna del sujeto en tanto que autoafirmación. Sin embargo, en la plenitud de la Modernidad Hegel asumió aquella determinación de persona y elevó la experiencia trinitaria a categorí­a filosófica. Extraña por eso que un teólogo como Rahner quedara más ligado al concepto moderno de persona en cuanto sujeto autoconsciente y autoafirmativo y, en consecuencia, se viera obligado a relativizar notablemente o incluso a prescindir de la noción de persona para la comprensión del Dios Trinitario. Esa concepción de persona como sujeto que se autoposee en conocimiento y acción es ciertamente moderna, aunque sus raí­ces lleguen hasta Tomás de Aquino, pero no por eso es precisamente una noción suficientemente humana y racional, y menos aún evangélica, de persona. Y a pesar de que Rahner insiste en la dimensión de transcendencia que caracteriza al proceso constituyente del autoconocimiento, esa noción sigue siendo más deudora, como se ha hecho notar crí­ticamente, del individualismo moderno (burgués) que de la originaria experiencia trinitaria. En ésta, como vio acertadamente Ricardo de S. Ví­ctor, las personas se constituyen relacionalmente, en apertura al otro, en comunión con el otro, porque la misma esencia divina es comunión, amor.

La concepción originaria trinitaria de persona disiente, en este sentido, del acento excesivo puesto por la Modernidad en el momento de la autoafirmación, del despliegue de sí­ como autoafirmación, y en el retorno sobre sí­ como constitutivo de la subjetividad. Este acento ha condicionado todo el proceso moderno del conocimiento, del saber y de la constitución del mundo en la dirección que indicábamos en el primer apartado de esta exposición: en la dirección del dominio, en definitiva, del poder. No es casualidad que el conocimiento se haya reducido en esta tradición cultural de Occidente cada vez más a conocimiento cientí­fico y éste, a saber práctico, a técnica, a razón instrumental. Pero esta cultura empieza ya a tomar conciencia de la unilateralidad de esta concepción y de sus mortales consecuencias, y crece la convicción de que la Modernidad debe recuperar la dimensión perdida u olvidada de la alteridad, de la relación al otro, de la interacción y de la misma comunión para la propia autoconstitución, para el conocimiento integral y para la constitución humana del mundo.

El pensamiento dialógico judí­o de M. Buber, F. Rosenzweig y, más cercano, E. Lévinas adquiere hoy por eso nueva actualidad. Sobre todo este último ha elaborado la dimensión de la alteridad, de la relación con el otro, y muy especialmente “con el más otro”, con el pobre, el extranjero, el débil, más allá de la misma relación yo-tú, aún excesivamente cerrada y egoí­sta,como constitutiva para la propia identidad, para la “ipseidad”: “El yo humano se implanta en la fraternidad: que todos los hombres sean hermanos no se agrega al hombre como una conquista moral, sino que constituye su ipseidad”. Y ha situado la cuestión y el conocimiento de Dios decididamente en esta misma perspectiva: “La proximidad del otro, la proximidad del prójimo, es en el ser un momento ineluctable de la revelación, de una presencia absoluta… que se expresa. Su epifaní­a misma consiste en solicitarnos por su miseria en el rostro del extranjero, de la viuda, del huérfano… Dios se eleva a su suprema y última presencia como correlativo de la justicia hecha a los hombres. La inteligencia directa de Dios es imposible a una mirada dirigida sobre él, no porque nuestra inteligencia sea limitada, sino porque la relación con lo infinito respeta la transcendencia total del Otro… Dios invisible, esto no significa solamente un Dios inimaginable, sino un Dios accesible en la justicia.” En este sentido, la salida a la crisis actual de la cultura no reside para él en el conocimiento, que es siempre en último término inmanente, es decir, monólogo, sino en la comunión, en el diálogo.

No es casualidad que haya sido un pensamiento judí­o el que haya desarrollado esta perspectiva. El Dios Trinitario se deja sentir ya en la experiencia del Antiguo Testamento. Lo extraño es que no fuera precisamente un pensamiento trinitario el impulsor de esta perspectiva. Con todo, la reflexión trinitaria del pensamiento hegeliano ha cundido también, de algún modo, en la concepción del interaccionismo simbólico y en la misma Teorí­a de la Acción Comunicativa de un Habermas, en la que también se reivindica la alteridad -la interacción- como constitutivo de la identidad personal, y donde se supera expresamente el paradigma moderno de conocimiento desde la subjetividad.

Pero han sido sobre todo teólogos cristianos del “otro lado” de la Modernidad, del mundo de los pobres, los que han recuperado nuevamente la perspectiva bí­blica del conocimiento de Dios ligado a la práctica de la justicia y a la solidaridad, y los que han fundamentado, a la vez, esta práctica en el conocimiento de Dios como Dios Trinitario. La perspectiva “práctico-trinitaria” del conocimiento no es, pues, premoderna, sino, por lo que se ve, “más que moderna”. Recuperar esa perspectiva, tanto en el conocimiento como tal cuanto en el conocimiento de Dios, es una de las tareas pendientes de la Modernidad, de la filosofí­a y de la teologí­a modernas. Conocer es reconocer, entrar en comunidad de diálogo, de interacción, en definitiva, de amor. Sólo quien ama conoce a Dios, dice San Juan; pero también, sólo quien ama conoce al hombre, imagen de Dios, que es comunidad de amor, Trinidad.

[ -> Absoluto; Agustí­n, san; Amor; Analogí­a; Antropologí­a; Ateí­smo; Biblia; Comunión; Creación; Experiencia; Fe; Filosofa; Gracia; Hegelianismo; Idolatrí­a; Iglesia; Jesucristo; Judaí­smo; Liberación; Misterio; Padre; Pascua; Rahner, K; Relación, relaciones; Ricardo de san Ví­ctor; Teí­smo; Teologí­a y economí­a; Tomás de Aquino, santo; Transcendencia; Trinidad; Vida cristiana.]
J. J. Sánchez

PIKAZA, Xabier – SILANES, Nereo, Diccionario Teológico. El Dios Cristiano, Ed. Secretariado Trinitario, Salamanca 1992

Fuente: Diccionario Teológico El Dios Cristiano

Básicamente, saber que se consigue mediante la experiencia personal, la observación o el estudio. Vez tras vez, la Biblia anima a que se busque y atesore el conocimiento exacto, que valora más que el oro. (Pr 8:10; 20:15.) Jesús recalcó la importancia de llegar a un conocimiento verdadero de él y de su Padre, y los libros de las Escrituras Griegas Cristianas hablan en repetidas ocasiones del valor del conocimiento. (Jn 17:3; Flp 1:9; 2Pe 3:18.)

La fuente del conocimiento. Jehová es en realidad la fuente principal del conocimiento. De El proviene la vida, y la vida es esencial para poder adquirir cualquier tipo de conocimiento. (Sl 36:9; Hch 17:25, 28.) Además, Dios creó todas las cosas, de manera que el conocimiento humano se basa en el estudio de Sus obras. (Rev 4:11; Sl 19:1, 2.) Dios también inspiró su Palabra escrita, de la que el hombre puede aprender Su voluntad y propósitos. (2Ti 3:16, 17.) Por consiguiente, el punto de partida de todo conocimiento verdadero es Jehová, y aquel que busque tal conocimiento debe tenerle un temor reverente que le ayude a ejercer el cuidado necesario para no incurrir en su disfavor. Tal temor es el principio del conocimiento. (Pr 1:7.) Este temor piadoso coloca a la persona en ví­as de conseguir el conocimiento exacto, en tanto que los que no toman en cuenta a Dios, fácilmente pueden sacar conclusiones erróneas de lo que observan.
La Biblia asocia repetidas veces a Jehová con el conocimiento, llamándole un †œDios de conocimiento† y diciendo que es †œperfecto en conocimiento†. (1Sa 2:3; Job 36:4; 37:14, 16.)
El papel que Jehová ha asignado a su Hijo en el desenvolvimiento de sus propósitos es de tal importancia que se puede decir de Jesús: †œCuidadosamente ocultados en él están todos los tesoros de la sabidurí­a y del conocimiento†. (Col 2:3.) A menos que una persona ejerza fe en Jesucristo como Hijo de Dios, no puede captar el verdadero significado de las Escrituras ni ver cómo progresan los propósitos de Dios en armoní­a con sus profecí­as.
El examen de las palabras hebreas y griegas que suelen traducirse †œconocimiento† y la observación de la relación entre el conocimiento y conceptos como la sabidurí­a, el entendimiento, la capacidad de pensar y el discernimiento ayuda a apreciar más plenamente el significado y la importancia del conocimiento.

Significado del término. Varios sustantivos de las Escrituras Hebreas que se pueden traducir por la palabra †œconocimiento† están relacionados con el verbo ya·dhá`, que significa †œconocer (por habérsenos dicho)†, †œconocer (por observación)†, †œconocer (por familiaridad o experiencia personal)† o †œser experto, diestro†. El matiz exacto del término, y a menudo la manera de traducir cada una de las palabras, está en función del contexto. Por ejemplo, Dios dijo que †˜conocí­a†™ a Abrahán, y, por lo tanto, estaba seguro de que aquel hombre de fe dirigirí­a correctamente a su prole. Jehová no querí­a decir simplemente que era consciente de la existencia de Abrahán, sino, más bien, que estaba bien familiarizado con él, pues habí­a observado por muchos años ya su obediencia e interés en la adoración verdadera. (Gé 18:19, NM; DK; MK; Mod; Val, 1909; Gé 22:12; compárese con JEHOVí [Uso y significado del Nombre en tiempos antiguos].)
Al igual que ocurre con el verbo ya·dhá` (conocer), la principal palabra hebrea que se vierte †œconocimiento† (dá·`ath) conlleva la idea básica de conocer los hechos o tener información, pero a veces incluye más. Por ejemplo, Oseas 4:1, 6 dice que en cierta época no habí­a †œconocimiento de Dios† en Israel. Eso no significa que los israelitas no tení­an conciencia de que Jehová era Dios y de que El los habí­a liberado y guiado en el pasado (Os 8:2); sin embargo, su proceder —práctica de asesinato, robo y adulterio— mostraba que rechazaban el conocimiento verdadero, pues no estaban actuando en armoní­a con él. (Os 4:2.)

Ya·dhá` a veces se refiere a la relación sexual, como en Génesis 4:17, donde muchos traductores optan por la traducción literal †œconoció† (BJ, NC, Val y otros), mientras que otros prefieren su sentido figurado y dicen que Caí­n †œse unió† (LT, NBE, VP), †œtuvo coito† (NM) o †œtuvo relaciones† (EMN, 1988; RH), con su esposa. El verbo griego gui·no·sko se usa de manera similar en Mateo 1:25 y Lucas 1:34.
Después que Adán y Eva comieron del fruto prohibido (Gé 2:17; 3:5, 6), Jehová le dijo a aquel que habí­a estado con El en su obra creativa (Jn 1:1-3): †œMira que el hombre ha llegado a ser como uno de nosotros al conocer lo bueno y lo malo†. (Gé 3:22.) Esto no significaba simplemente tener conocimiento de lo que era bueno y malo para ellos, pues el primer hombre y la primera mujer tení­an tal conocimiento gracias a los mandatos que Dios les habí­a dado. Además, las palabras de Dios registradas en Génesis 3:22 no podí­an referirse a que entonces supiesen lo que era malo por haberlo experimentado, pues Jehová dijo que habí­an llegado a ser como El, y es obvio que El no ha aprendido lo que es malo por experiencia. (Sl 92:14, 15.) Es evidente, pues, que Adán y Eva llegaron a conocer lo bueno y lo malo en un sentido especial: juzgarí­an por sí­ mismos qué era bueno y qué era malo. De manera idolátrica, estaban colocando su juicio por encima del de Dios, y por su proceder de desobediencia se convirtieron, por decirlo así­, en una ley para sí­ mismos, en lugar de obedecer a Jehová, quien tiene el derecho y la sabidurí­a necesaria para determinar lo bueno y lo malo. Su conocimiento o norma independiente de lo bueno y lo malo no era como el de Jehová. Por el contrario, les condujo a la miseria. (Jer 10:23.)
En las Escrituras Griegas Cristianas aparecen dos palabras que comúnmente se traducen †œconocimiento†: gno·sis y e·pí­Â·gno·sis. Ambas están relacionadas con el verbo gui·no·sko, cuyo significado es †œconocer; entender; percibir†. El uso que se hace de este verbo en la Biblia puede indicar una relación favorable entre la persona que conoce y aquel que es †œconocido†. (1Co 8:3; 2Ti 2:19.) En las Escrituras Griegas Cristianas se presenta el conocimiento (gno·sis) como algo muy digno. Sin embargo, no se anima a ir en busca de todo lo que los hombres llaman †œconocimiento†, porque existen filosofí­as y puntos de vista que son †œfalsamente [llamados] †˜conocimiento†™†. (1Ti 6:20.) Se nos recomienda adquirir conocimiento de Dios y sus propósitos (2Pe 1:5), lo cual no supone un simple conocimiento de hechos, que aun personas ateas pueden llegar a tener, sino que implica devoción personal a Dios y Cristo. (Jn 17:3; 6:68, 69.) Mientras que el tener conocimiento (solo información) pudiera resultar en un sentimiento de superioridad, el conocer †œel amor de Cristo que sobrepuja al conocimiento†, es decir, conocer este amor por experiencia imitando personalmente sus caminos amorosos, dará dirección saludable y equilibrada al uso de cualquier información conseguida. (Ef 3:19.)
El término e·pí­Â·gno·sis, forma intensificada de gno·sis (e·pí­, †œsobre†; gno·sis, †œconocimiento†), significa, como a menudo muestra el contexto, †œconocimiento exacto o completo†. Así­, Pablo habló de algunos que estaban aprendiendo (asimilando conocimiento), pero que, †œsin embargo, nunca pueden llegar a un conocimiento exacto [†œpleno conocimiento†, BAS, BJ, BC, NVI; †œperfecto conocimiento†, Ga] de la verdad†. (2Ti 3:6, 7.) Oró por los de la congregación de Colosas —quienes sin duda tení­an conocimiento de la voluntad de Dios, pues habí­an llegado a ser cristianos— para que se les llenase †œdel conocimiento exacto de su voluntad en toda sabidurí­a y comprensión espiritual†. (Col 1:9.) Todos los cristianos deberí­an buscar este conocimiento exacto (Ef 1:15-17; Flp 1:9; 1Ti 2:3, 4), ya que es importante para vestirse de la †œnueva personalidad† y conseguir la paz. (Col 3:10; 2Pe 1:2.)

Atributos relacionados. En la Biblia con frecuencia se vincula el conocimiento con otras cualidades, tales como la sabidurí­a, el entendimiento, el discernimiento y la capacidad de pensar. (Pr 2:1-6, 10, 11.) Cuando se captan las diferencias básicas existentes entre estos términos, se entienden mejor muchos textos. Sin embargo, hay que partir de la base de que a los términos originales no siempre les corresponden las mismas palabras en español. Tanto el marco como el uso del vocablo afectan su sentido. No obstante, es posible advertir ciertas diferencias apreciables cuando se examinan las referencias bí­blicas al conocimiento, la sabidurí­a, el entendimiento, el discernimiento y la capacidad de pensar.

La sabidurí­a. Es la capacidad de poner por obra, usar o aplicar de manera provechosa lo que se ha aprendido. Pudiera darse el caso de que alguien tuviera considerable conocimiento, pero no supiera cómo usarlo por falta de sabidurí­a. Jesús relacionó la sabidurí­a con las obras cuando dijo: †œLa sabidurí­a queda probada justa por sus obras†. (Mt 11:19.) Salomón pidió y recibió de Dios no solo conocimiento, sino también sabidurí­a. (2Cr 1:10; 1Re 4:29-34.) En el caso de dos mujeres que reclamaban el mismo niño, Salomón, conocedor del apego de una madre por su hijo, demostró su sabidurí­a usando este conocimiento para zanjar la disputa. (1Re 3:16-28.) †œLa sabidurí­a es la cosa principal†, pues sin ella, el conocimiento es de poco valor. (Pr 4:7; 15:2.) Jehová abunda tanto en conocimiento como en sabidurí­a y provee ambas cosas. (Ro 11:33; Snt 1:5.)

El entendimiento. Es la facultad de discernir cómo se relacionan entre sí­ las partes o aspectos de un asunto y de ver la cuestión en su totalidad, no solo los hechos aislados. El verbo raí­z hebreo bin tiene el significado básico de †œseparar† o †œdistinguir†, y a menudo se traduce †œentender† o †œdiscernir†. Lo mismo sucede con el término griego sy·ní­Â·e·mi. Por esa razón, Hechos 28:26 (citando de Isa 6:9, 10) especifica que los judí­os oyeron pero no entendieron, es decir, no relacionaron los hechos presentados por Pablo con lo que las Escrituras decí­an, y debido a eso no captaron el cuadro general de modo que tuviera sentido para ellos. Cuando Proverbios 9:10 dice que el †œconocimiento del Santí­simo es lo que el entendimiento es†, muestra que entender de verdad un asunto implica apreciar su relación con Dios y sus propósitos. Debido a que una persona con entendimiento puede ir añadiendo nueva información a lo que ya conoce, al †œentendido el conocimiento es cosa fácil†. (Pr 14:6.) El conocimiento y el entendimiento están relacionados entre sí­, y hay que procurar hallarlos. (Pr 2:5; 18:15.)

Discernimiento. La palabra hebrea que con frecuencia se traduce †œdiscernimiento† (tevu·náh) está relacionada con la palabra bi·náh, traducida †œentendimiento†. Ambas aparecen en Proverbios 2:3, donde dice, según la traducción (en inglés) de la Jewish Publication Society: †œSi clamas por el entendimiento y alzas tu voz por el discernimiento […]†. Al igual que el entendimiento, el discernimiento implica ver o reconocer un asunto, pero resalta el llegar a distinguir los aspectos o componentes del mismo, sopesando y evaluando cada uno a la luz de los demás. La persona que compagina el conocimiento y el discernimiento controla lo que dice y es sereno de espí­ritu. (Pr 17:27.) El que se opone a Jehová manifiesta falta de discernimiento. (Pr 21:30.) Dios da discernimiento (talento para discernir o una comprensión más profunda) por medio de su Hijo. (2Ti 2:1, 7, NM, NVI, UN.)

Capacidad de pensar. El conocimiento también está relacionado con lo que a veces se traduce †œcapacidad de pensar† (heb. mezim·máh). La palabra hebrea puede usarse tanto en sentido desfavorable (ideas, estratagemas, proyectos malos) como favorable (perspicacia, sagacidad). (Sl 10:2; Pr 1:4.) Por consiguiente, la mente y los pensamientos pueden dirigirse hacia un fin loable y recto, o justamente lo contrario. Prestando buena atención a cómo hace Jehová las cosas e inclinando los oí­dos a cada uno de los aspectos de su voluntad y propósitos, se salvaguarda la propia capacidad de pensar y se la dirige hacia lo que es correcto. (Pr 5:1, 2.) Cuando la capacidad de pensar se ejerce apropiadamente, en armoní­a con la sabidurí­a y el conocimiento divinos, protege a la persona de verse entrampada en tentaciones inmorales. (Pr 2:10-12.)

Precaución al conseguir conocimiento. Salomón al parecer le atribuyó al conocimiento una influencia negativa cuando dijo: †œPorque en la abundancia de sabidurí­a hay abundancia de irritación, de modo que el que aumenta el conocimiento aumenta el dolor†. (Ec 1:18.) Este punto de vista parece contrario a lo que la Biblia suele decir del conocimiento. Sin embargo, en este pasaje Salomón subraya de nuevo la vanidad de los esfuerzos humanos en todos los asuntos que no tienen que ver con llevar a cabo los mandatos de Dios. (Ec 1:13, 14.) Así­, un hombre puede conseguir conocimiento y sabidurí­a en muchos campos, o explorar en profundidad uno en concreto, y el conocimiento y la sabidurí­a adquiridos pueden ser apropiados en sí­ mismos, aunque no estén directamente relacionados con el propósito declarado de Dios. Sin embargo, el tener más conocimiento y sabidurí­a puede hacer que se tenga más conciencia de lo limitadas que son las oportunidades de emplear el [continúa en la página 545] [viene de la página 528] conocimiento y la sabidurí­a debido a la fugacidad de la vida, los problemas existentes y las malas condiciones que presenta la sociedad humana imperfecta. Esto aflige, causa irritación y un doloroso sentido de frustración. (Compárese con Ro 8:20-22; Ec 12:13, 14; véase ECLESIASTES, LIBRO DE.) Del mismo modo, el conocimiento obtenido por †˜aplicarse a muchos libros†™ le será †œfatigoso a la carne†, a menos que se ponga al servicio del cumplimiento de los mandatos de Dios. (Ec 12:12.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Los problemas de conocimiento que levanta la revelación bíblica son principalmente dos: primero, cuál es la naturaleza del conocimiento de Dios; y, segundo, cuál es el conocimiento del hombre, en forma particular, el conocimiento que el hombre tiene acerca de Dios.

Quizá el resumen más completo del material bíblico sobre el conocimiento de Dios está en la obra de Stephen Charnock, Discourses upon the Existence and Attributes of God, Kregel, Grand Rapids, 1958, Capítulos VIII y IX, un estudio de más o menos 200 páginas.

El punto principal al considerar el conocimiento de Dios es su omnisciencia: «Y su entendimiento es infinito» (Sal. 147:5). La Escritura describe con abundancia los detalles del conocimiento de Dios: acontecimientos pasados, «Y se acordó Dios de Raquel» (Gn. 30:22), «Y fue escrito libro de memoria delante de él» (Mal. 3:16); acontecimientos presentes, «¿No ve él mis caminos, y cuenta todos mis pasos? (Job. 30:4); acontecimientos futuros, «En aquel tiempo habrá un manantial abierto» (Zac. 13:1), y «y reinará sobre la casa de Jacob para siempre» (Lc. 1:33); y, asímismo, hechos hipotéticos contrarios a la realidad, «Y Jehová respondió: Os entregarán a Saul si te quedas en Keila» (1 S. 23:12).

No tan explícitamente, pero más importante aun, Dios se conoce a sí mismo. Cuando el apóstol dice, «el Espíritu todo lo escudriña, aun lo profundo de Dios» (1 Co. 2:10), la palabra escudriñar (que también aparece en Ap. 2:23, «yo soy el que escudriña la mente y el corazón»; cf. 1 Cr. 28:9; Ro. 8:27), no quiere decir que Dios era ignorante antes de este escudriñamiento. En estos casos, escudriñar significa conocer exacta y completamente. Además, que Dios se conoce a sí mismo es algo deducible de su omnipotencia, gloria y perfección, cosas que se mencionan en diversos pasajes y en varias maneras.

La idea de omnipotencia, perfección y gloria requiere que Dios conozca todas las cosas siempre. Su conocimiento es eterno. Este conocimiento inmediato e ininterrumpido ha sido llamado con frecuencia, conocimiento intuitivo. Es como si Dios viese todas las cosas de una mirada. El no aprende. Jamás fue ignorante, y jamás llegará a saber más.

Este conocimiento intuitivo es distinto del conocimiento que el hombre tiene tanto por su razonamiento como por el aprendizaje empírico. Un joven de la escuela aprende los axiomas de la geometría y con dificultad deduce de allí teoremas desconocidos como que un triángulo contiene 180 grados. Dios no razona en esta forma. Esto no quiere decir que Dios no conoce la relación lógica que hay entre teoremas y axiomas. La mente de Dios, esto es, Dios mismo es perfectamente lógico. Pero no razona en el sentido de que toma tiempo para pasar de una idea a otra. Es decir, no hay sucesión de ideas en la mente de Dios. El no conoce un objeto para después conocer otro que antes no conocía. Todas las ideas están siempre en su mente.

Pero aun cuando no hay sucesión de ideas en la mente de Dios, esto no quiere decir que no haya idea de sucesión. La sucesión lógica de una conclusión en base a una premisa es parte de la omnisciencia. En forma similar, la idea de sucesión en el tiempo es algo conocido para Dios. Dios sabe que dentro del tiempo un acontecimiento sigue a otro. Cristo vino después de David, y David después de Moisés. Pero las ideas de Dios no siguen una tras otra en tiempo, ya que Cristo fue destinado antes de la fundación del mundo. De manera que, Dios no aprendió que Cristo fue crucificado o que David vino después de Moisés esperando que la historia se lo mostrase. Dios no depende de la experiencia. Su conocimiento es enteramente a priori. De otra forma la profecía sería imposible.

Charnock dice (Vol. I, pp. 456–457, ed. 1873) «Así como nada de lo que él determina es causa de su voluntad, de la misma forma nada de lo que conoce es causa de su conocimiento; él no creó las cosa para conocerlas, sino que las conoce para crearlas … Si su conocimiento hubiese dependido de las cosas, en ese caso la existencia de las cosas habría precedido el conocimiento que Dios tiene de ellas: decir que ellas son la causa del conocimiento de Dios es afirmar que Dios no es la causa de su existir».

A causa de la omnisciencia intuitiva de Dios, como también de su omnipotencia y omnipresencia, Dios es incomprensible. No obstante, esta idea hace que el tema se vuelva desde el conocimiento que Dios tiene de sí mismo al conocimiento que el hombre tiene de Dios. Por supuesto, Dios se comprende a sí mismo. En este respecto, Dios no solo es comprensible sino que de hecho es conocido, entendido y comprendido. Pero Dios es incomprensible para el hombre.

Desafortunadamente, el término incomprensible trae consigo connotaciones indeseables. La palabra a veces significa irracional, sin inteligencia, incognoscible. Ahora bien, obviamente, si el hombre no pudiera conocer o entender nada sobre Dios, el cristianismo sería imposible. Es absolutamente esencial que mantengamos que la mente humana es capaz de captar la verdad. La incomprensibilidad debe tomarse, por tanto, como queriendo decir que el hombre no puede conocer todo acerca de Dios. Es necesario afirmar que el hombre puede conocer a Dios sin conocer todo lo que Dios sabe. En reacción contra el optimismo del modernismo del siglo diecinueve, la neortodoxia contemporánea (véase) insiste en la transcendencia de Dios. Pero ha distorsionado el concepto bíblico de la transcendencia al grado de hacer a Dios completamente desconocido. Algo de su fraseología puede reproducirse aquí como ejemplos. Dios ha sido llamado el Completamente Otro. Brunner escribe, «Dios puede, cuando quiere, hablar su palabra aun por medio de falsa doctrina». Otro autor niega que una proposición pueda tener el mismo significado para el hombre como lo tiene para Dios. «No vacilamos en decir», dicen varios teólogos, «que su conocimiento (el de Dios) y el nuestro no coinciden ni en un solo punto».

Ahora bien, parece obvio que si un hombre conoce alguna verdad, deberá conocer una verdad que Dios conoce, ya que Dios conoce toda verdad. Una oración debe significar para el hombre precisamente lo que significa para Dios; porque si el hombre no conoce el significado que Dios conoce, entonces no puede conocer el significado de la oración. De manera que, si el hombre va a conocer alguna cosa, entonces no se puede negar que hay puntos de coincidencia entre el conocimiento humano y divino. Así también, Dios no puede ser el Completamente Otro, ya que esto negaría que el hombre fue hecho a su imagen.

La neortodoxia trata de poner un encuentro personal con Dios en el lugar de un conocimiento conceptual de él. Afirma que el pensamiento no puede captar a Dios, ni a nadie. Las personas son encontradas, pero no pensadas. Sin embargo, en las relaciones humanas el encuentro sin palabras no produce amistad. Debe haber un conocimiento del carácter, y esto viene principalmente mediante la conversación inteligible. En forma similar, si Dios no nos da información que sea racionalmente entendible, un encuentro personal dejaría nuestras mentes en un vacío religioso.

Los enredos de la teología y la filosofía son muy complicados. La Epistemología (véase) es terriblemente técnica. Sea que aprendamos sólo por la lógica como enseñaron Descartes y Spinoza; o sea que solo aprendamos por la experiencia tal como enseñaron Berkeley y Hume; o sea que necesitemos las categorías a priori de Kant; o sea que solo podamos recibir la verdad por revelación—estos son asuntos de interesante discusión académica. Pero sea como fuere, la Biblia no aprueba el escepticismo. No es antiintelectual; no trata la doctrina como algo sin importancia, falso o «incomprensible». Más bien hace mucho énfasis en la verdad y el entendimiento.

«La gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo … y conoceréis la verdad … Pero yo os digo la verdad … Santifícalos en tu verdad, tu palabra es verdad» (Jn. 1:17; 8:32; 16:7; 17:17; cf. Jn. 5:33; 8:45; 16:13). En vista de estas afirmaciones es difícil entender cómo alguien puede decir que podemos ser santificados por la falsa doctrina.

O, nuevamente, «Pero sabemos que el Hijo de Dios ha venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero» (1 Jn. 5:20. Cf. también: 1 R. 17:24; Sal. 25:5; 43:3; 86:11; 119:43, 142, 147; Ro. 1:18; 3:7; 2 Co. 6:7; 7:14; 11:10; Gá. 2:5, 14; Ef. 1:13, etc.).

Estos versículos indican que podemos captar el significado de Dios, que la verdad puede ser conocida, y que Dios puede ser conocido. El cristianismo es la religión del Libro; es un mensaje de buenas nuevas; es una revelación o comunicación de la verdad que viene de Dios hacia el hombre. Sólo si las proposiciones de la Biblia se pueden entender racionalmente, sólo si el intelecto del hombre puede entender lo que Dios dice, sólo si la mente de Dios y la mente del hombre tienen algún contenido en común, sólo así el cristianismo puede ser verdad y sólo así Cristo puede tener algún significado para nosotros.

Véase también Epistemología.

Gordon H. Clark

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (118). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

El ideal gr. del conocimiento giraba en torno a la contemplación de la realidad en su naturaleza estática y perdurable; los heb. se interesaban principalmente en la vida en su desenvolvimiento dinámico, y en consecuencia concebían el conocimiento como una toma de contacto palpable con el mundo que le exige al hombre no sólo comprensión sino también el ejercicio de la voluntad.

I. En el Antiguo Testamento

Es por ello que el AT habla de conocer (yāḏa˓) lo que significa perder los hijos (Is. 47.8), el quebranto (Is. 53.3), el pecado (Jer. 3.13), la mano de Dios y su poder (Jer. 16.21), su venganza (Ez. 25.14). Se habla de la relación sexual íntima como el acto de conocer a un hombre o una mujer (p. ej. Gn. 4.1; Jue. 11.39). Sobre todo, conocer a Dios no es simplemente tener conciencia de su existencia; en general esto se da por sentado en los escritos hebreos. Conocerlo es reconocerlo como lo que es, el Señor soberano que demanda la obediencia del hombre, y especialmente la de su pueblo Israel, con el que ha hecho un pacto. Él es el Dios cuya santidad y misericordia se “conocen” en la experiencia de la nación y el individuo. El criterio para este conocimiento es la obediencia, y lo opuesto no es simplemente la ignorancia sino la rebelión, el darle las espaldas voluntariamente a Dios (cf. 1 S. 2.12; 3.7; 2 Cr. 33.13; Is. 1.3; Jer. 8.7; 24.7; 31.34). Además, el reconocimiento de las demandas del Señor comprende el rechazo de los dioses paganos, que sabemos que no son dioses (cf. Is. 41.23).

Del lado de Dios en su relación con el hombre también hay conocimiento. Aquí, especialmente, no puede hablarse de observación teórica, porque el hombre y todas las cosas son creación de Dios. De este hecho surge la omnisciencia de Dios: él conoce el mundo y al hombre que lo habita, porque es por su mandato que amhos existen (Job 28.20ss; Sal 139). En particular, Dios conoce a aquellos que ha elegido para que sean sus agentes: su conocimiento se menciona en términos de elección (Jer. 1.5; Os. 13.5; Am. 3.2).

II. En el Nuevo Testamento

Hablar de conocimiento en esta forma resulta natural cuando se trata de un pueblo que formalmente cree que Dios existe pero que no reconoce sus demandas. En el uso que hacen el judaísmo helenístico y el NT de los vocablos ginōskein, eidenai, y sus derivados, encontramos el pensamiento heb. modificado por el hecho de que los gentiles ignoraban hasta la existencia de Dios (* Ignorancia). En general, sin embargo, se retiene la concepción hebrea. Todos los hombres deberían responder a la revelación en Cristo que ha posibilitado un total conocimiento de Dios, no una mera captación intelectual, sino obediencia a su propósito revelado, aceptación de su amor revelado, y comunión con él (cf. Jn. 17.3; Hch. 2.36; 1 Co. 2.8; Fil. 3.10). Este conocimiento de Dios es posible solamente porque Dios en su amor ha llamado a los hombres a conocerlo (Gá. 4.9; 1 Co. 13.12; 2 Ti. 2.19). Puede decirse que todo el proceso de iluminación y aceptación significa llegar al conocimiento de la verdad (1 Ti. 2.4; 2 Ti. 2.25; 3.7; Tit. 1.1; cf. Jn. 8.32).

Tanto Pablo como Juan escriben por momentos en consciente contraste con (y oposición a) los sistemas del supuesto conocimiento esotérico que ofrecen los cultos de misterio y la “filosofía” sincretista de su época (cf. 1 Ti. 6.20; Col. 2.8). Para estos últimos el conocimiento es el resultado de una iniciación o iluminación que pone al iniciado en posesión de un discernimiento espiritual más allá de la mera razón o la fe. Contra Pelag esto Pablo (particularmente en 1 Co. y Col.) y todos los escritos joaninos recalcan el hecho de que el conocimiento de Dios surge de la fidelidad a Cristo histórico; no se opone a la fe, sino que la completa. No necesitamos otra revelación que la que se da en Cristo. (* Gnosticismo )

Bibliografía. W. Schottroff, “Conocer”, °DTMAT, t(t). I, cols. 942–967; E. D. Schmitz, E. Schütz, L. Coenen, °DTNT, t(t). I, pp. 296–315; J. Möller, “Conocimiento de Dios”, Conceptos fundamentales de teología, 1966, t(t). I, pp. 283–296.

R. Bultmann, en TDNT 1, pp. 689–719; E. Schütz, E. D. Schmitz, en NIDNTT 2, pp. 390–409.

M.H.C.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Contenido

  • 1 Introducción
  • 2 Elementos Esenciales del Conocimiento
  • 3 Clases de Conocimiento
  • 4 El Problema del Conocimiento

Introducción

Al ser un hecho primitivo de conciencia, el conocimiento, estrictamente hablando, no puede ser definido; pero la conciencia directa y espontánea de conocer puede hacerse más clara al señalar sus características esenciales y distintivas. Primero será útil considerar brevemente los usos corrientes del verbo “conocer”. Decir que conozco a cierto hombre puede simplemente significar que me lo han presentado, y que lo puedo reconocer cuando lo vea de nuevo. Esto implica la permanencia de la imagen mental que me capacita para distinguir a este hombre de los demás. Algunas veces, también, se denota más que una mera familiaridad con los rasgos externos. Conocer a un hombre puede significar conocer su carácter, sus cualidades internas y profundas, y de ahí esperar que actúe de cierta manera bajo ciertas circunstancias. La persona que afirma que conoce que una ocurrencia es un hecho quiere decir que está tan seguro de ello como para no tener ninguna duda respecto a su realidad. Un alumno conoce su lección cuando la domina y puede recitarla, y éste, según sea el caso, requiere ya sea mera retención de memoria, o también, en adición a esta retención, la obra intelectual de entendimiento. Se conoce una ciencia cuando se entienden sus principios, métodos y conclusiones, y se coordinan y explican los varios hechos y leyes referentes a ella. Estos variados significados se pueden reducir a dos clases: una se refiere principalmente al conocimiento sensorial y al reconocimiento de experiencias particulares; el otro se refiere principalmente al entendimiento de leyes y principios generales. Esta distinción se expresa en muchos lenguajes por el uso de dos diferentes verbos— por gnônai y eidénai , en griego; por cognoscere y scire, en latín, y por sus derivados en las lenguas romances; en alemán por kennen y wissen.

Elementos Esenciales del Conocimiento

(1) Conocimiento es esencialmente la conciencia de un objeto, es decir, de alguna cosa, hecho o principio perteneciente al orden físico, mental o metafísico, que se puede alcanzar de algún modo por las facultades cognitivas. Un evento, una substancia material, una persona, un teorema geométrico, un proceso mental, la inmortalidad del alma, la existencia de la naturaleza y atributos de Dios, pueden ser muchos de los objetos de conocimiento. Así el conocimiento implica la antítesis de un sujeto cognoscente y un objeto conocido. Siempre posee un carácter objetivo y cualquier proceso que pueda ser considerado como meramente subjetivo no es un proceso cognitivo. Cualquier intento de reducir el objeto a una experiencia puramente subjetiva podría resultar sólo en la destrucción del hecho de conocimiento mismo, lo cual implica el objeto, o no ser, tan claramente como lo hace el sujeto, o ser.

(2) El conocimiento supone un juicio implícito o explícito. La aprehensión, es decir, la concepción mental de un objeto presente simple, es generalmente contada entre los procesos cognitivos, aun así, en sí misma, no es conocimiento en el sentido estricto, sino sólo su punto de partida. Propiamente hablando, sólo conocemos cuando comparamos, identificamos, discriminamos, conectamos; y estos procesos, equivalentes a juicios, se hallan implícitamente incluso en el sentido de percepción ordinario. Inmediatamente se llega a unos pocos juicios, pero por mucho el mayor número requiere paciente investigación. La mente no es sólo pasiva en conocer, no es un espejo o plato sensible en el cual se retratan los objetos; es también activa al buscar las condiciones y causas, y en construir ciencia a partir de los materiales que recibe de la experiencia. Así que la observación y el pensamiento son dos factores esenciales del conocimiento.

(3) Verdad y certeza son condiciones del conocimiento. Una persona puede confundir el error con la verdad y dar su asentimiento sin reservas a una declaración falsa. Puede estar entonces bajo la irresistible ilusión de que conoce, y subjetivamente el proceso es el mismo que el del conocimiento, pero le falta una condición esencial, conformidad del pensamiento con la realidad, de modo que sólo hay la apariencia de conocimiento. Por otro lado, en la medida en que una seria duda permanezca en su mente, la persona no puede decir que conoce. “Pienso tal cosa” está lejos de denotar “conozco tal cosa”; el conocimiento no es una mera opinión o asentimiento probable. La distinción entre conocimiento y creencia es más difícil de esbozar, debido principalmente al significado vago de la última. Algunas veces creencia se refiere al asentimiento sin certeza, y denota la actitud de la mente especialmente respecto a asuntos que no están gobernados por leyes estrictas y uniformes como las del mundo físico, sino que dependen de muchos factores y circunstancias complejos, como sucede en los asuntos humanos. Conozco que el agua se congelará cuando llegue a cierta temperatura; creo que una persona es apta para cierto oficio, o que la reforma endosada por un partido político será más beneficiosa que la defendida por los otros.

Algunas veces, también, tanto creencia como conocimiento implican certeza, y denotan estados de afirmación mental de la verdad. Pero en la creencia la evidencia es más obscura y confusa que en el conocimiento, ya sea porque las bases en que descansa el asentimiento no son claras, o porque la evidencia no es personal, sino basada en el testimonio de testigos, o porque, en adición a la evidencia objetiva que produce el asentimiento, hay condiciones subjetivas que lo predisponen. La creencia parece depender de muchas grandes influencias, emociones, intereses, ambiente, etc., además de las razones convincentes por las que el asentimiento es dado a la verdad. La fe se basa en el testimonio de alguien más—Dios o el hombre según hablemos de fe divina o fe humana. Si la autoridad sobre la que descansa tiene todas las garantías requeridas, la fe da certeza del hecho, el conocimiento de que es verdad; pero en sí misma, no da la evidencia intrínseca de por qué es así.

Clases de Conocimiento

(1) Es imposible que todo el conocimiento que la persona ha adquirido esté presente de una sola vez en la conciencia. La mayor parte, de hecho todos con excepción de unos pocos pensamientos realmente presentes en la mente, están almacenados en forma de disposiciones latentes que permiten a la mente llamarlos cuando los necesite. De ahí que podemos distinguir el conocimiento actual del habitual. Este último se extiende a todo lo que esté en la memoria y es capaz de ser llamado a voluntad. Esta capacidad de ser llamado puede requerir varias experiencias; una ciencia no es siempre conocida después que se ha dominado una vez, pues incluso entonces se puede olvidar. Por conocimiento habitual se entiende el conocimiento listo para venir a la conciencia, y es claro que puede tener diferentes grados de perfección.

(2) Ya hemos señalado la distinción entre conocimiento como reconocimiento y conocimiento como entendimiento. En la misma conexión se puede mencionar la distinción entre conocimiento particular, o conocimiento de hechos e individuos, y conocimiento general, o conocimiento de leyes y clases. El primero trata con lo concreto, el último con lo abstracto.

(3) Según el proceso con que sea adquirido, el conocimiento es intuitivo e inmediato o discursivo y mediato. El primero viene de la percepción sensorial directa, o la intuición mental directa de la verdad de una proposición, basada por así decirlo en sus propios méritos. La última consiste en el reconocimiento de la verdad de una proposición al ver su conexión con otra que ya se sabe que es cierta. La proposición evidente es de tal naturaleza para ser inmediatamente clara a la mente. Nadie que entienda los términos puede fallar en conocer que dos más dos son cuatro, o que el todo es mayor que cualquier de sus partes. Pero la mayoría del conocimiento humano se adquiere progresivamente. El conocimiento inductivo comienza con hechos palmarios, y asciende a leyes y causas. El conocimiento deductivo procede de proposiciones evidentes generales para descubrir su aplicación general. En ambos casos el proceso puede ser largo, difícil y complejo. Uno puede conformarse con concepción negativa y evidencia analógica, y como resultado, el conocimiento será menos claro, menos certero y más sujeto a error (vea deducción, inducción).

El Problema del Conocimiento

El asunto del conocimiento pertenece a varias ciencias, cada una de las cuales toma un punto de vista diferente. La psicología considera el conocimiento como un hecho mental cuyos elementos, condiciones, leyes y crecimiento se han de determinar. Intenta descubrir la conducta de la mente al conocer, y el desarrollo del proceso cognitivo a partir de sus elementos. Provee a las otras ciencias la información sobre la que deben trabajar. Entre esta data se encuentran ciertas leyes de pensamiento que la mente debe observar para evitar la contradicción y para alcanzar el conocimiento consistente. La lógica formal también toma el punto de vista subjetivo; trata sobre estas leyes de pensamiento, y descuidando el lado objetivo del conocimiento (esto es, sus elementos materiales), estudia sólo los elementos formales necesarios para la consistencia y prueba válida. En el otro extremo la ciencia física o metafísica, al postular la validez del conocimiento, o por lo menos obviando este problema, estudia sólo los diferentes objetos del conocimiento, su naturaleza y propiedades. En cuanto a las preguntas cruciales, la validez del conocimiento, sus limitaciones y las relaciones entre el sujeto cognoscente y el objeto conocido, éstos pertenecen a la provincia de la epistemología.

El conocimiento es esencialmente objetivo. Tales nombres como “dado” o el “contenido” del conocimiento pueden ser sustituidos por el de “objeto”, pero permanece el hecho simple de que conocemos algo externamente, que no está formado por, sino ofrecido a la mente. Sin embargo, esto no nos debe llevar a pasar por alto otro hecho igualmente evidente. Las mentes diferentes pueden frecuentemente tendrán diferentes opiniones sobre el mismo objeto. Además, incluso en la misma mente, el conocimiento sufre grandes cambios con el correr del tiempo; los juicios se modifican constantemente, ampliados o estrechados, según los hechos recién descubiertos y las verdades afirmadas. La percepción sensorial es influenciada por procesos pasados, asociaciones, contrastes, etc. En el conocimiento racional se producen una gran diversidad de asentimientos por las disposiciones personales innatas o adquiridas. En una palabra, el conocimiento claramente depende de la mente. De ahí la afirmación que es hecho sólo por la mente, que está condicionado exclusivamente por la naturaleza del sujeto pensante, y que el objeto del conocimiento no está de ningún modo fuera de la mente cognoscente. Para usar las palabras de Berkeley, ser es ser conocido (esse est percipi).

Sin embargo, el hecho de la dependencia del conocimiento sobre las condiciones subjetivas, está lejos de ser suficiente para justificar esta conclusión. Las personas concurren en muchas proposiciones, tanto del orden racional como del empírico; no difieren no tanto en los objetos del conocimiento como en los objetos de opinión, no tanto sobre lo que realmente conocen como en lo que creen conocer. Para dos personas con ojos normales, la visión de un objeto, en la medida en que podemos afirmar, es sensiblemente la misma. Para dos personas con mentes normales, la proposición de que la suma de los ángulos en un triángulo equivale a dos ángulos rectos tiene el mismo significado, y tanto para muchas mentes y para la misma mente en tiempos diferentes, el conocimiento de esa proposición es idéntico. Debido a asociaciones y diferencias en actitudes mentales, el margen de la conciencia variará y modificará en algo el estado mental total, pero el “focus” de la conciencia, el conocimiento mismo, será esencialmente el mismo. Santo Tomás de Aquino no puede ser acusado de idealismo, y aún así él hace de la naturaleza de la mente un factor esencial en el acto de conocer.

“La presencia del objeto conocido en la mente cognoscente produce el conocimiento. Pero el objeto está en el conocedor después que el modo del conocedor; por lo tanto, para cualquier conocedor, el conocimiento es al modo de su propia naturaleza” (Suma Teol., I, Q. XII, a.4).

¿Qué es esta presencia del objeto en el sujeto? No es una presencia física, ni incluso en la forma de un retrato, un duplicado o una copia. No puede ser definido por ninguna comparación con el mundo físico; es “sui generis”, una semejanza cognitiva, una “species intentionalis”.

Cuando se dice que el conocimiento, ya sea de realidades concretas o de proposiciones abstractas, consiste en la presencia de un objeto en la mente, no podemos denotar por este objeto algo externo en su existencia absoluta e aislada de la mente, porque no podemos pensar fuera de nuestro pensamiento, y la mente no puede conocer lo que no está presente en la mente. Pero esto no es base suficiente para aceptar el idealismo extremo y considerar el conocimiento como puramente subjetivo. Si el objeto de un asentimiento o experiencia no puede ser realidad absoluta, no se deduce que para un asentimiento o experiencia no haya una correspondiente realidad; y el hecho de que un objeto se alcance a través de la concepción de él mismo no justifica la conclusión de que la concepción mental es el todo de la realidad del objeto.

Es correcto decir que el conocimiento es un proceso consciente, pero es sólo parte de la verdad. Y de esto a inferir, con Locke, que, puesto que podemos estar conscientes sólo de lo que se realiza dentro de nosotros mismos, el conocimiento es sólo “versado con las ideas”, es tomar una opinión exclusivamente psicológica del hecho que se afirma a sí mismo principalmente como estableciendo una relación entre la mente y una realidad externa. El conocimiento se familiariza con las ideas en un proceso posterior, es decir, por la reflexión de la mente sobre su propia actividad. El subjetivista tiene sus ojos muy abiertos a la dificultad de explicar la transición de la realidad externa la mente, una dificultad, que después de todo, es sólo el misterio de la conciencia misma. Él los mantiene obstinadamente cerrados a la imposibilidad ulterior de explicar la construcción que hace la mente de una realidad externa fuera de los meros procesos conscientes. A pesar de todas las teorías al contrario, los hechos se imponen que en el conocimiento la mente no es meramente activa, sino también pasiva; que se debe conformar no simplemente a sus propias leyes sino a la realidad externa también; que no crea hechos y leyes sino que los descubre; y que el derecho a la verdad de reconocimiento persiste incluso cuando es ignorada o violada. La mente, es cierto, contribuye a su parte del proceso cognitivo, pero para usar la metáfora de San Agustín, la generación del conocimiento requiere otra causa: “Cualquier objeto que conozcamos es un co-factor en la generación del conocimiento de él. Pues el conocimiento se genera tanto por el sujeto cognoscente como por el objeto conocido” (De Trinitate, IX, XII). Por lo tanto se puede afirmar que hay realidades distintas de las ideas sin caer en el absurdo de sostener que son conocidas en su existencia absoluta, que es aparte de sus relaciones con la mente cognoscente. El conocimiento es esencialmente la unión vital de ambos.

Se ha dicho arriba que el conocimiento requiere la experiencia y el pensamiento. El intento de explicar el conocimiento por la experiencia solo probó ser un fracaso, y el favor que el asociacionismo encontró al principio duró poco. La crítica reciente de las ciencias ha acentuado el hecho, que ya ocupaba un lugar central en la filosofía escolástica, que el conocimiento, incluso de los mundos físicos y mentales, implica factores que trascienden la experiencia. El empirismo fracasó completamente en su intento de explicar y justificar el conocimiento universal, el conocimiento de las leyes uniformes bajo las cuales los hechos llegan a la unidad. Sin adiciones racionales, la percepción de lo que es o ha sido nunca podrá dar al conocimiento lo que cierta y necesariamente será. Tan cierto como es esto de las ciencias naturales, es aún más evidente en las ciencias abstractas y racionales como las matemáticas. Por lo tanto volvemos a las viejas opiniones aristotélicas y escolásticas, que todo conocimiento comienza con una experiencia concreta, pero para poder alcanzar su perfección requiere otros factores no dados en la experiencia. Necesita que la razón interprete la data de la observación, y que abstraiga el contenido de la experiencia a partir de las condiciones que las individualizan en tiempo y espacio, removiendo, por así decirlo, la envoltura exterior de lo concreto, y yendo a la médula de la realidad. Así el conocimiento no es, como en el criticismo de Kant, una síntesis de dos elementos, uno externo y otro que depende sólo de la naturaleza de la mente; no es el llenado de conchas vacías—formas o categorías mentales a priori—con la realidad desconocida e irreconocible. Incluso el conocimiento abstracto revela la realidad, aunque su objeto no puede existir fuera de la mente sin las condiciones de las cuales la mente la despoja en el acto de conocer.

El conocimiento es necesariamente proporcionado o relativo a la capacidad de la mente y las manifestaciones del objeto. No todos los hombres tienen la misma agudeza de visión o de audición, o las mismas aptitudes intelectuales. Ni la misma realidad es igualmente brillante desde todos los ángulos desde los que puede ser vista. Además, mejores ojos que los humanos pueden percibir rayos del espectro más allá del rojo y el violeta; intelectos superiores pueden desenredar muchos misterios de la naturaleza, conocerlos más y mejor, con mayor facilidad, certeza y claridad. El hecho de que no lo sepamos todo, y que nuestro conocimiento es inadecuado, no invalida el conocimiento que poseemos, no más que el horizonte que limita nuestra vista nos impide percibir más o menos claramente los varios objetos dentro de sus límites. La realidad se manifiesta a la mente de diferentes modos y con varios grados de claridad. Algunos objetos son brillantes en sí mismos y son percibidos inmediatamente. Otros son conocidos indirectamente al arrojarles luz tomada de otra parte, al mostrar a modo de causalidad, similitud, analogía su conexión con lo que ya sabemos. Esta es esencialmente la condición del progreso científico, hallar conexiones entre varios objetos, proceder de lo conocido a lo desconocido. Según nos alejamos de lo evidente, la vereda se tornará más difícil, y el progreso más lento. Pero, con los agnósticos, es injustificable asignarle fronteras claramente definidas a nuestros poderes cognitivos, pues pasamos gradualmente de un objeto a otro sin pausa, y no hay un límite agudo entre la ciencia y la metafísica. Los mismos instrumentos, principios y métodos que son reconocidos en las varias ciencias nos llevarán más y más alto, incluso al Absoluto, la Primera Causa, la fuente de toda realidad. La inducción nos llevará del efecto a la causa, de lo imperfecto a lo perfecto, de los contingente a lo necesario, de lo dependiente a lo que tiene existencia propia, de lo finito a lo infinito.

Y este mismo proceso por el que conocemos la existencia de Dios no puede fallar en manifestar algo—aunque pequeño—de su naturaleza y perfecciones. Que lo conocemos imperfectamente, a modo principalmente de negación y analogía, no priva a este conocimiento de todo valor. Sólo podemos conocer a Dios en la medida en que Él se manifiesta a través de sus obras que reflejan vagamente sus perfecciones, y en la medida que nuestra mente finita puede permitir. Tal conocimiento necesariamente permanecerá infinitamente lejos de ser comprensión, pero es sólo por una confusión de términos que induce a error que Spencer identifica lo irreconocible con lo incomprensible, y niega la posibilidad de todo conocimiento del Absoluto porque no podemos tener ningún conocimiento absoluto. Ver “a través de un cristal” y “de modo obscuro” está lejos de la visión “cara a cara” de la cual nuestra mente limitada es incapaz sin una luz especial proveniente de Dios mismo. Aun así es el conocimiento de Él lo que es la fuente de la inteligibilidad del mundo, de la verdad y de la inteligencia de la mente. (Vea también agnosticismo, certeza, epistemología, fe.

Fuente: Dubray, Charles. “Knowledge.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 8. New York: Robert Appleton Company, 1910.
http://www.newadvent.org/cathen/08673a.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina

Fuente: Enciclopedia Católica