CONVERSION

latí­n conversio, vuelta, cambio. Cuando el hombre o el pueblo de Israel se aparta de Yahvéh, es decir, peca, y vuelve de nuevo a él, el camino que le ha trazado, se habla, entonces, de c. En la Escritura se habla de c. colectiva, de la comunidad, Dt 30, 2; Josué reunió a las tribus en Siquem, en donde en acto público la comunidad se convirtió a Yahvéh, tras lo cual se hizo un monumento conmemorativo, Jos 24. El rey y los habitantes de la ciudad de Ní­nive se convirtieron a Yahvéh, hicieron penitencia, ayunaron, y se vistieron de saco, Jn 3, 1-9; así­ como de la individual, tal la c. de Manasés, 2 Cro 33, 12-13; la de Heliodoro, 2M 3, 35-36. Es tema central en las predicaciones de los profetas, Is 30, 15; 59, 20; en Jr 18, 8 encontramos la expresión volver atrás, para significar la c.; Oseas llama a Israel a volver a Dios, Os 14, 2-3; Sofoní­as llama a los sin vergüenza a convertirse antes de ser aventados como el tamo, So 2, 1-2; 3, 9-10; en Za 1, 1-6, Yahvéh, por su profeta, le dice al pueblo que se vuelva a él, y entonces el Señor volverá a su pueblo, y les pide no ser tercos como sus antepasados. En Ez 33, 11, se dice que Dios no quiere la muerte del malvado sino que se convierta y viva.

En el N. T. el Precursor Juan Bautista pide a los fariseos y saduceos frutos de c., pues no basta ante el Señor decir †œtenemos por padre a Abraham†, Mt 3, 8; así­ mismo predicaba un bautismo de c. para la remisión de los pecados Mc 1, 4; Lc 3, 3. Se menciona un sólo caso de c., el de Pedro, Lc 22, 32. Jesús nos exige la c., Mc 1, 15; a la vez que se alegra cuando un pecador se convierte, Lc 15, 7; y envió a sus discí­pulos al mundo a anunciar a todas las naciones la c., Lc 24, 47.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(heb., shuv, gr., epistrophe). Una vuelta, lit. o figurada, ética o religiosa, ya sea de Dios o, más frecuentemente, a Dios. Implica tanto una vuelta de como una vuelta a algo. En el NT algunas veces está asociada con el arrepentimiento (Act 3:19; Act 26:20) y fe (Act 11:21); negativamente vuelta del pecado y positivamente creencia en Cristo (Act 20:21). Aunque la conversión es un acto del hombre, la causa el poder de Dios (Act 3:26).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(Tornar, volverse). “Volverse a Dios”, es el primer paso de la “salvación”, y está í­ntimamente legada con el arrepentimiento.

(Ver “Arrepentiemiento”).

Tiene dos aspectos: – Negativo: Volverse del pecado.

– Positivo: Fe en Dios: (Jua 3:36, Jua 5:14, Hec 16:16, Hec 20:21, Hec 26:20.

Es un acto del hombre que se logra con el poder de Dios: (Hec 3:36).

Es necesaria: Mat 18:3 : – Predicada por el Bautista: (Mat 3:2), por Jesús: (Mar 1:15), y los apóstoles: (Mar 6:12, Hch. 2:Hec 38:39).

– Dios hace fiesta en el cielo por cada conversión de un pecador: Luc 15:7, Luc 15:11-32.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Es el cambio de un estado pecaminoso a uno de santidad, de un comportamiento de corrupción a uno de pureza, de un sometimiento a Satanás al dominio de Dios. Supone una profunda convicción de pecado, el †¢arrepentimiento, la confesión de Jesús como Señor y la recepción del Espí­ritu Santo. Lleva a una vida nueva, al servicio a Dios y a la esperanza de la manifestación de Cristo. Los tesalonicenses se convirtieron †œde los í­dolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero† (1Te 1:9). Desde el AT, las ideas de arrepentimiento, obediencia y fructificación aparecen unidas a la de c. (†œ…te arrepintieres en medio de todas las naciones … y te convirtieres a Jehová tu Dios, y obedecieres…† [Deu 30:1-2]). Esa fue la exhortación constante de los profetas (†œConviértase ahora cada uno de su mal camino, y mejore sus caminos y sus obras† [Jer 18:11]). Unas veces se trata de un retorno a Dios después de haber caí­do en la idolatrí­a. En otras ocasiones ese regreso está visto en un sentido más amplio: es una vuelta a la ley que incluye una separación de aquellos que viven en el pecado.

En el NT el mensaje también une los dos conceptos (†œArrepentí­os y convertí­os, para que sean borrados vuestros pecados† [Hch 3:19]). Cada uno debe convertirse †œde su maldad† (Hch 3:26), †œde los í­dolos† (1Te 1:9), †œal Señor† (Hch 9:35), †œal Dios vivo† (Hch 14:15), †œde las tinieblas a la luz† (Hch 26:18).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT

vet, (gr. “epistrophë” = “volverse a”). En las Escrituras es el efecto que acompaña al nuevo nacimiento, un volverse hacia Dios. Se expresa, magnamente en el caso de los tesalonicenses, mostrando cómo “os convertisteis de los í­dolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero” (1 Ts. 1:9). Pablo y Bernabé pudieron informar a los santos en Jerusalén de “la conversión de los gentiles” (Hch. 15:3). En el discurso de Pedro a los judí­os dice él: “Así­ que, arrepentí­os y convertí­os, para que sean borrados vuestros pecados” (Hch. 3:19). Sin convertirse, no podrí­an entrar en el reino de los cielos (Mt. 18:3). Se usa este término en un sentido algo distinto con respecto al mismo Pedro. Sabiendo el Señor que Pedro iba a caer bajo las sacudidas de Satanás, le dijo: “Y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos”; esto es, cuando hubiera vuelto en contrición, o hubiera sido restaurado. En el AT los términos hebreos que significan lo mismo, “ser vuelto”, “volverse”, aparecen en pasajes como Sal. 51:13; Is. 6:10; 60:5; cp. 1:27.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

[432]

Literalmente significa cambio de vida, y religiosamente expresa la vuelta hacia Dios y hacia el bien. Es el mensaje inicial de Juan el Bautista y del mismo Jesús (Mc. 1.15; Mt. 10.7; Mc. 6.12; Lc. 9. 2 y ss.). El término metanoia con el que se expresa en griego aparece 56 veces en el Nuevo Testamento (34 en forma de verbo metanoeo, y 22 en forma de sustantivo, metanoia).

Y los términos paralelos de arrepentirse (metamelomai) 7 veces, de volverse hacia Dios (ana-strefo) 19 veces y el de cambiar de pensar (metamelomai) 18 veces.

Todo ello indica que la conversión, el arrepentimiento, el cambio de vida es un concepto esencial en el mensaje cristiano. Es el común denominador de Juan el Bautista y de los profetas. Es el que asume Jesús como emblema de su venida para lograr la redención, la vuelta a la vida, la conversión.

En consecuencia debe ser uno de los elementos básicos de la educación religiosa. Quienes vean en esa actitud una dimensión peligrosa, fronteriza con lo patológico de la culpabilidad o de la represión, no entenderán nada del cristianismo: que parte de la cruz para llegar a la resurrección, que se apoya en el sepulcro vací­o para invitar a la plenitud luminosa del Reino de Dios.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

La misión de Jesús llamada a la conversión y a la fe

El anuncio de la cercaní­a del Reino, que es tema central en el mensaje de Jesús, porque “ya se ha cumplido el tiempo” (Mc 1,15), es una llamada urgente a un cambio radical de mentalidad y de conducta (“conversión”). Es la actitud previa para “creer”. Jesús llama a la conversión, al perdón y a la fe “El Reino de Dios está cerca; arrepentí­os y creed en la buena nueva” (ibí­dem).

Jesús envió a los Apóstoles con este mismo encargo de anunciar el Reino, llamando a la conversión y a la fe (Mt 10,7ss; Mc 6,12; Lc 9,2ss). En el enví­o final, el dí­a de la ascensión, se concreta el encargo o la misión de “enseñar” y de “bautizar” (Mt 28,19; Mc 16,16; Lc 24,17ss). “La conversión a Cristo está relacionada con el bautismo, no sólo por la praxis de la Iglesia, sino por la voluntad del mismo Cristo, que envió a hacer discí­pulos a todas las gentes y a bautizarlas” (RMi 47).

La llamada que hizo San Pedro el dí­a de Pentecostés, tiene las mismas caracterí­sticas. Todo creyente es invitado a “abrirse” a los nuevos planes de Dios (“conversión”), para “bautizarse” y “configurarse” con Cristo, en un proceso permanente de fe, esperanza y caridad, pensando, valorando las cosas y amando como él (cfr. Hech 2,38). La conversión forma parte integrante del “kerigma” o primer anuncio, y no se puede imponer por ningún motivo. Es una gacia que suscita la actitud previa al perdón de los pecados.

Significado salví­fico de la conversión

La palabra y el significado de la “conversión” o penitencia (“metanoia”, cambio de mentalidad), indican diversos aspectos “Penitencia significa el cambio profundo de corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino… la penitencia es la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano” (RP 4). Incluye un cambio de mentalidad (en criterios, motivaciones, actitudes) y supone un despego de todo lo que sea contrario al amor (el pecado y el egoí­smo). La conversión es un don de Dios (Jn 6,44), y este mismo don hace posible que la persona responda libre y generosamente. Por esto es “adhesión plena y sincera a Cristo y a su evangelio mediante la fe” (RMi 46).

Se anuncia a Cristo llamando a la conversión y al bautismo

Cuando se anuncia a Cristo muerto y resucitado, entonces se llama a una adhesión de fe, esperanza y caridad, por la conversión y el bautismo. “La Iglesia llama a la conversión… para que El Reino sea acogido y crezca entre los hombres” (RMi 20). Esta actitud se traduce en un proceso permanente de renovación en la vida personal, comunitaria e institucional, por parte de todos los bautizados. “La evangelización y, por tanto, la nueva evangelización comporta también el anuncio y la propuesta moral. Jesús mismo, al predicar precisamente el Reino de Dios y su amor salví­fico, ha hecho una llamada a la fe y a la conversión” (VS 107).

La conversión del evangelizador y de los evangelizandos

Para el apóstol que anuncia la conversión, su proceso de cambio radical y su testimonio forman parte del signo. La acción evangelizadora es un proceso de conversión por parte de los mismos evangelizadores. La “renovación de la Iglesia” (UR 6) y la “conversión interior” (UR 7) se traducen en actitudes de humildad y caridad, y en plena confianza en la acción eficaz de Cristo resucitado y del Espí­ritu Santo, para ir dejando de lado todo lo que no tenga verdadero valor evangélico.

La conversión, cuando abarca al evangelizador y al evangelizado, recupera su significado más profundo abrirse de todo corazón a los nuevos planes de Dios Amor, por Cristo y en el Espí­ritu, para toda la humanidad. De esta llamada a la conversión nadie queda excluido. A partir de la adhesión vivencial del apóstol a Cristo, otros, que ya poseen las “semillas del Verbo”, descubrirán mejor las “huellas” del mismo Verbo Encarnado.

Habrá que hacer un mismo camino con las personas que realizan la conversión, para descubrir que la conversión es un proceso permanente propio de toda la comunidad eclesial “La Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación” (LG 8).

El evangelizador y toda la comunidad eclesial se encuentran ante el misterio de la conversión, puesto que se trata de un don que Dios acostumbra a comunicar sin lógica, con preferencia a los más pobres y de manera sorprendente, aunque quiere la colaboración de todos. Cuando la persona ha dado el paso a la conversión, se encuentra con las limitaciones eclesiales que le cuestionan sobre la oportunidad del paso que ha dado. “Cada convertido es un don hecho a la Iglesia y comporta una grave responsabilidad para ella… porque, especialmente si es adulto, lleva consigo como una energí­a nueva, el entusiasmo de la fe, el deseo de encontrar en la Iglesia el Evangelio vivido. Serí­a una desilusión para él, si después de ingresar en la comunidad eclesial encontrase en la misma una vida que carece de fervor y sin signos de renovación. No podemos predicar la conversión, si no nos convertimos nosotros mismos cada dí­a” (RMi 47).

Referencias Bautismo, penitencia, reconciliación, Reino, renovación de la Iglesia.

Lectura de documentos AG 13; UR 7; EN 18, 36; RMi 46-47; CEC 1426-1439, 1888.

Bibliografí­a AA.VV., La conversión Rev. Agustiniana 27 (1986) nn.82-83; AA.VV., Chemins de la conversion (Brujas, Desclée, 1975); G. BARDY, La conversión al cristinaismo durante los primeros siglos (Bilbao 1961); E. BUENO, La conversión en la teologí­a contemporánea Rev. Agustiniana 27 (1986) 185-230; R. GARZIA, Conversione e missione (Bologna, EMI, 1984); M. GODMAN, Mission and conversion (Oxford, Clarendon Press, 1994); T. GOFFI, Nuevo Diccionario de Espiritualidad (Madrid, Paulinas, 1991) 356-362; G. RAVAGLIA, Decidersi per Cristo, riconoscersi Chiesa. Ricerca sulla pastorale della conversione (Bologna, EFB, 1988); K. RAHNER, Conversión, en Sacramentum mundi (Barcelona, Herder, 1972) I, 976-985; J.C. SAGNE, Conflit, changement, conversion (Paris 1974); P. TREVIJANO, Pecado, conversión y perdón en el Nuevo Testamento Scriptorium Victoriense 41 (1994) 127-170; S. VERGES, La conversión cristiana en San Pablo (Salamanca, Secret. Trinitario, 1981).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: 1. conversión como evangelio. En el AT. a) Misericordia constituyente. b) Misericordia reconstituyente. Jesús, misericordioso de Dios. – 2. La conversión Dios: Aspecto . – 3. Dimensiones de la conversión: Aspectos . 3.1. Ruptura-Apertura. Ruptura. a) Con pecado (amartia). b) Con la autosuficiencia (anomí­a). c) Con injusticia (adikí­a). d) Con la (psgysma). Apertura. 3.2. ón existencial frente al Otro, los otros lo otro. 3.3. ón cristológica. 3.4. antropologí­a. 3.5. de maduración y discernimiento. 3.6. Instancia permanente, a nivel personal y eclesial. 3.7. ón al hermano. – 4. Conversión y cosmovisión. – 5. Conversión y fiesta.- . Estructura sacramental de la conversión.

1. La conversión como evangelio
Al abordar el tema de la conversión desde una perspectiva bí­blica, el primer elemento a destacar es que se trata de “buena noticia”, de que es “evangelio” y corazón del evangelio. Lo que la caracteriza no es la llamada al hombre para que se convierta -elemento común a todas las religiones- sino la proclamación de la conversión de Dios al hombre hasta convertirse en conversión del hombre. Este es el elemento distintivo de la conversión evangélica.

Conceder el mismo peso a los enunciados éticos que a los teológicos, al abordar el tema de la conversión en la propuesta de Jesús, supone una desnaturalización de la misma. La confesión no es llamada al “esfuerzo” sino oferta de “gracia”. Y de aquí­ se derivarán las ulteriores urgencias de la conversión para el hombre, urgencias del “amor primero” (cf. I Co 5, 14; Apo 2, 4), que habrán de resolverse desde esa plataforma, pues “Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creí­do en él (1 Jn 4, 16).

A. EN EL AT.

Ya en el AT. se contempla este protagonismo de Dios bajo el tema de la misericordia. Una de las experiencias más antiguas y profundas de Israel es la de que Yahvéh es un “Dios clemente y mí­sericordioso”. El texto de Ex 34, 6 puede aducirse a este respecto como paradigmático en el frontispicio de su historia, texto en el que aparecen los vocablos tí­picos de la misericordia: “Yahvéh, Yahvéh, Dios misericordioso (rahum) y clemente (hanun), tardo a la cólera y rico en amor (hesed) y fidelidad (hemet), que mantiene su amor por mil generaciones, que perdona la rebeldí­a y el pecado”. Y del que se hace eco el sal 103, 8.

Experiencia que amplí­a con otra no menos significativa: el mismo, Israel, se autocomprende como una realidad surgida históricamente de la iniciativa misericordiosa de Dios -“Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto… He bajado para libarle de la mano de los Egipcios “(Ex 7, 7ss)- y mantenida en la existencia gracias a ella, pues “Si el Señor no hubiera estado con nosotros, nos habrí­an tragado vivos” (Sal 124, 1-2). Y si es cierto que Israel descubre la misericordia divina desde el propio pecado y la propia desgracia (Sal 51, 1ss), esa misericordia, sin embargo, pertenece a la esencia í­ntima de Dios y supera cualquier otra fuerza en él (cf Os 11,8 ss). Es el crisol donde se funden todos los matices del amor divino: el de padre (Is, 63, 16; Os 11, 1 ss; Sal 103, 13), el de esposo (Os 2, 3) y el de madre (Is 49, 14-15). Es el rostro más común de Dios, que llega a ser definido como “el Misericordioso” Eclo 50, 19). Es, además, la revelación de su omnipotencia y envuelve a toda la creación, ya que “la misericordia del hombre es para su prójimo, pero la de Dios es para toda carne” (Eclo 18, 13), y así­ “tienes misericordia de todos porque todo lo puedes” (Sab 11, 23) y procediendo así­ “te haces respetar” (Sal 130, 4).

Israel celebrará, proclamará, invocará y se acogerá a esa misericordia, protagonista de su historia, que es toda ella “historia de salvación “. Dios irrumpe en ella para salvar y permanece como en ella como salvador.

Un acercamiento a esta denominación del amor salvador de Dios, que es su misericordia, nos permitirá descubrir los siguientes aspectos:

* misericordia constituyente (misericordia y elección / creación
* misericordia reconstituyente (misericordia y perdón)
* misericordia estimulante (misericordia y futuro).

) Misericordia constituyente. Lo apuntaba al principio: Israel emerge entre los pueblos como una decisión de la misericordia de Dios: “Cuando era un niño, yo lo amé; de Egipto llamé a mi hijo” (Os 11, 1). Y todos sus ulteriores progresos se deberán no a su poder o al número de sus gentes, sino a una intervención gratuita y generosa del Señor. “Cuando se tu ganado…. que no se í­a tu corazón ni te olvides del Señor tu . Fue él quien te sacó Egipto…; quien te ha conducido a través de ese y terrible desierto… fue él hizo brotar agua ti de la roca y te ha alimentado en el desierto con el maná… Y no digas: con mis propias fuerzas he conseguido todo esto” (Dt 8, 13-17). Y en términos parecidos se expresa el Sal 44, 4-5. Josué, por su parte, en el discurso de despedida insistirá en esta lectura: la historia de Israel es una historia pilotada, protagonizada por la misericordia de Dios (Jos 24, 1 ss). Pero no sólo la realidad de Israel, sino toda la realidad creada emerge de ese amor benevolente de Dios, amas todo cuanto existe, no aborreces de lo que hiciste; pues, odiaras algo, no lo habrí­as creado. ¿Cómo subsistirí­a si tú no lo quisieras? ¿Cómo permanecerí­a si tú no lo hubieras creado? Pero tú eres con todas cosas, todas tuyas, Señor, amigo de la vida” (Sab 11, 24-26).

b) reconstituyente. Pero ese amor primero no se vio correspondido. Los testimonios bí­blicos al respecto son abundantes. “Desde dí­a en que saliste paí­s de Egipto hasta llegasteis a este habéis sido rebeldes al Señor” (Dt 9, 7). “Cuando Israel era un niño, yo lo amé… Cuanto más los llamaba, más se de mí­.. Yo enseñé a andar a Efraim y lo llevé en mis brazos. Pero no han comprendido que era yo los cuidaba” (Os 11, 1-3).

El profeta Ezequiel subrayará esa falta permanente de correspondencia (Ez 20, 5ss), y Jeremí­as mostrará su extrañeza ante un hecho sin precedentes ni analogí­as en la historia de los pueblos: “Id hasta las costas de a investigar, enviad observadores a Cadar para a ver si ha sucedido algo semejante… Pasde ello, cielos, temblad llenos de terror. Que mi pueblo ha cometido un doble crimen: me han abandonado a mí­, fuente de agua viva, para hacerse algibes, algibes agrietados, que no retienen el agua (Jr 2, 10-13).

Sin embargo, esa actitud negativa del pueblo no bloquea ni paraliza el dinamismo del amor de Dios, que no sólo es el primero, sino “dura por siempre” (Sal 52, 3), pues se cada mañana” (Lm 3, 22-23). “Mi pueblo está a su infidelidad. ¿Cómo te é Efraim? ¿Acaso abandonarte, Israel? El corazón me da un vuelco, todas entrañas se … No dejaré el ardor de mi ira…, porque soy Dios, no un hombre” (Os 11, 7-9).

) Misericordia estimulante. El pecado hundió a Israel en el desaliento, borró de su horizonte la alegrí­a. Los mensajes de los profetas Ezequiel y Deutero Isaí­as, junto a ciertos salmos de lamentación, radiografí­an con justeza esta experiencia de una comunidad empobrecida y desanimada. La casa de Israel anda diciendo: “Se han secado nuestros ; se ha desvanuestra esperanza, se ha terpara nosotros” (Ez 37, 11). ¡Esa es la palabra de Israel!; muy distinta de la de Dios. “He aquí­ que yo voy a abrir vuestros sepulcros… Sabréis yo soy Yahvéh cuando abra sepulcros y os haga salir de ellos, pueblo mí­o. Infundiré mi espí­ritu en vosotros y viviréis” (Ez 37, 12-14). Y todo porque Dios no puede desentenderse, es el “redentor” por derecho, “el goel de Israel, y con semejante, “goel” ¿qué podrá temer? (cf Rom 8, 31).

Israel tiene futuro sólo porque el futuro es Dios y de Dios. Dios tiene la última palabra, la misericordia, y en ella reside el futuro de Israel.

B. JESÚS, ROSTRO MISERICORDIOSO DE DIOS
“De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hapor su Hijo” (Hb 1, 1-2), también en el tema de la conversión de Dios al hombre. A pesar de la densidad e intensidad con que lo revela el AT., estamos aún en el campo de lo fragmentario. Es en Cristo, de Dios e impronta de su ser” (Hb 1, 3), donde brilla con mayor perfección el rostro del de las y Dios de todo consuelo” (II Co 1, 3).

Jesús irrumpe en la historia como encarnación y proclamación de esa realidad, por eso con él se alcanza “la plenitud de los tiempos” (Gal 4, 4). Los tiempos del hombre se agotaron sin renovar al hombre; comienza el tiempo de Dios que se inaugura con la mayor osadí­a: la conversión de Dios en hombre y con la llamada de ese Dios convertido a la conversión. Por eso, la conversión en Jesús es prioritariamente del designio salvador de Dios; implica , porque ese designio tiene sus incompatibilidades: la entrada en ese mundo nuevo, en ese tiempo nuevo exige arrojar lastres o, si se prefiere, exige “liberaciones”; y, finalmente, comporta de todo aquello, y de todos aquéllos, que obstaculiza(n) o paraliza(n) ese plan salvador.

Jesús para ser , evangelio de conversión, “se ó” (Flp 2,6ss) renuncia- y puso al descubierto las resistencias surgidas ante su proyecto evangelizador denuncia-.

En este sentido, conviene advertir un matiz importante. Entre Juan Bautista y Jesús existe una gran diferencia: Juan es predicador de conversión a Dios, Jesús encarna la conversión de Dios. En Juan predomina el aspecto ético-ascético, en Jesús, el teológico-celebrativo.

2. La conversión en Dios: Aspecto contemplativo.

Un acercamiento atento a la Sagrada Escritura nos advierte de que la conversión del pueblo es posible porque es querida por Dios. Es su voluntad, pues “Dios, Salvador, quiere que todos los hombres se y lleguen al conocimiento de la (1 Tm 2, 4; cf. Ez 18, 23); él es el agente principal: ‘Te a seducir; la llevaré al desierto y hablaré corazón…. y ella me responderá como en los dí­as de su ‘ (Os 2,16-17), por eso: ñor, haznos para que seamos salvados (Sal 80, 4), pues “nadie a mí­ si el Padre no lo atrae” (Jn 6, 44), ya que “es Dios obra en el querer y el obrar” (Flp 2, 13); y es la meta: “Buscadme a mí­ y viviréis” (Ami 5, 4); pero, sobre todo, es el paradigma, el modelo de la conversión (Jn 3, 16; FIp 2, 6ss). Sí­, Jesús es la visibilización, el sacramento de la conversión de Dios al hombre y del hombre a Dios. Y como en él la conversión de Dios al hombre es total y sin reservas, así­ ha de ser la conversión del hombre a Dios, total y sin reservas (Mt 10, 37 ss). No puede ser dubitativa ni fragmentaria, sino decisiva y radical. El encama el sí­ de Dios al hombre y el sí­ del hombre a Dios, pues “el de Dios, Cristo Jesús fue sí­ y no; en él no hubo más que sí­. Pues todas promesas hechas por Dios han tenido su sí­ en él” (II Co 1, 19-20). “Sed… como Padre” (Mt 5, 48; cf Lc 6, 36); “Aprended de mí­” (Mt 11, 29). Pablo recomendará: “Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo” (FIp 2, 5).

3. Dimensiones de la conversión: Aspectos operativos
La consideración de la conversión hasta ahora contemplada quedarí­a incompleta si se eleminara de ella o se silenciara la necesidad de respuesta-acogida a esa iniciativa de Dios. El anuncio de la conversión es verdadero evangelio para el hombre con tal que éste se conciencie de su situación y se apreste a recibir la salvación que le es ofrecida, porque “heprobado que nos hallamos todos bajo el pecado” (Rom 3, 9). Este proceso de acogida supone dos momentos fundamentales: de ruptura y de apertura.

3.1. RUPTURA-APERTURA

a) el pecado (amarla). Conversión supone rechazo del pecado, no sólo en cuanto acto aislado sino también en cuanto actitud global y programática para la vida. Rescatar el pecado de la dimensión anecdótica, circunstancial y cuantificable (aunque esto no se ignore) es la primera exigencia para una recta comprensión del mismo.

En el NT, especialmente en el Evangelio de s. Juan, resulta clara la dialéctica entre pecado (actitud) y pecados (actos); entre pecado (potencia configurante) y pecados (concreciones históricas). Jesús, participando de esa dialéctica, opta preferentemente contra el pecado actitud y fuerza configurante (Jn 1, 29; 16, 8).

La atomización moralizante de la vida, reflejada en una moral casuista, es el alto precio pagado, que de rechazo, directa o indirectamente, ha contribuido a una interpretación y vivencia reductiva del sacramento de la penitencia.

) Con la autosuficiencia (anomí­a). Si quiere percibirse lo esencial de la conversión, hay que tener presentes las palabras de Jesús cuando insiste en la necesidad de cambio: “hacerse como niños”, es decir, renunciar a la autosalvación para percibir y recibir la gracia de la salvación (Ef 2, 5).
La auténtica conversión se da cuando el hombre se descentra, para ser centrado por Dios; cuando no quiere operar su salvación por sus propias fuerzas, sino que deja de mirar a sí­ mismo y confí­a audazmente en Dios y de él espera todo bien. El reconocimiento por parte del hombre de su incapacidad salví­fica supone la posibilidad de recibir la salvación de Dios como gracia. Con esto no se está postulando ni defendiendo una delegación de responsabilidades, una alienación en la exterioridad (Dios es “más í­ntimo a mí­ mismo que yo mismo” afirma san Agustí­n), sino una descentralización egoí­sta que descubra (revele) al hombre su dimensión relacional.

) Con la injusticia (adikí­a). El convertido ha de redimensionar todo el sistema de relaciones personales con Dios, con los otros (personas y cosas) y consigo mismo, para rescatarlo de infiltraciones y tergiversaciones egoí­stas.

Una exigencia fundamental de la conversión es la práctica de la justicia, entendida como, “caminar en la presencia del Señor” con todas las implicaciones de esa opción.

Justicia es una categorí­a central en la Biblia. Es atributo de Dios, y en cuanto tal significa primordialmente salvación. Y es vocación del hombre, consistiendo en su justa relación con la creación y particularmente dentro de ella con el hombre y con el Creador. Es un término de relación interhumana (Is 16-17 Lc 6, 36-38) intercreatural (Is 11, 5-9 = Rom 8, 18-26) y del hombre con Dios (Is 1, 11-20 Mt 7, 21-23). Convertirse, en este sentido, significa “volverse” con una nueva actitud a Dios, al hombre y al mundo.

d) Con mentira (psgysma). La mentira, como actitud existencial contra la Verdad, es uno de los principales obstáculos de la conversión y, consecuentemente, una de las rupturas impuestas a todo aquel que busca la luz (Jn 3, 20).

La conversión aporta una nueva filiación. El diablo es de la mentira” (Jn 8, 44 mientras que el convertido está llamado a ser “hijo de la luz” Jn 12, 36; y Tes 5, 5) y, en consecuencia, a vivir como tal (Ef 5, 8).

La conversión es liberación, pues para ser libres nos liberó Cristo, y sólo la Verdad hace libres (Jn 8,32).

rt
La conversión no se comprende sólo ni principalmente desde las rupturas que impone; la “buena noticia” de Jesús no es una resta, una sustración a la vida del hombre (“No he a abolir, sino a dar plenitud” Mt 5, 17). No es una cadena interminable de “no es”, sino un SI (II Co 1, 19), fundamental y global a Dios Padre. SI que reviste la modalidad de un retorno. Con una peculiaridad: el camino no lo recorre en su totalidad el hombre solo; también Dios se ha puesto en camino para facilitar y posibilitar el reencuentro. Más aún, Dios nos precede en ese camino (Lc 15, 20).

La conversión a Dios, escribe Juan Pablo II, consiste siempre en su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno (cf 1 Co 13,4) a medida del Creador y Padre… La conversión a Dios es siempre fruto del “reencuentro” de este Padre, rico en misericordia. El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no sólo como momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo “ven” así­, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a él” (Dives in misericordia, n.° 13).

Los términos bí­blicos que objetivan la realidad de la conversión arrojan cierta luz sobre su modalidad (volver) y meta(pensar-más á).

Con el verbo se designa el retorno de la cautividad a la tierra patria, a la casa del Padre; el camino existencial del hombre no sólo ha de corregir en unos grados su orientación, ha de girar completamente para recuperar la libertad. Con (transmentatio) se quiere indicar que el hombre no sólo tiene que enriquecer su pensamiento con algunos elementos nuevos sino que tiene que trascenderse a sí­ mismo, para “llegar a cuál es anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo que excede a todo conocimiento” (Ef 3, 18-19). No se trata sólo de adquirir una mentalidad, sino de tener mentalidad de Cristo (1 Co 2, 16). Y esta reorientación sólo es posible con la gracia de Dios (2Co 5, 18), ofrecida de manera multiforme en Jesucristo, Camino para posibilitar nuestros pasos y Verdad para iluminar nuestros pensamientos.

La conversión, pues, supone un “éxodo”, una “salida” de esas servidumbres fundamentales (pecado, autosuficiencia, injusticia y mentira) y una “entrada” en espacios explorados sólo por el amor de Dios y explorables sólo desde ese amor.

3.2. REORIENTACIí“N EXISTENCIAL FRENTE AL OTRO, LOS OTROS Y LO OTRO
Lo hemos indicado más arriba: la conversión recupera, restaura las justas relaciones rotas por el pecado, entendido éste fundamentalmente como “desorientación” existencial y “fractura” violenta de la solidaridad entre los seres y los estados de la creación.

Efectivamente, el pecado “desorientó” al hombre. “¿Dónde estás?” (Gn 3, 9), es la pregunta de Dios a un Adán que antes de perder el Paraí­so ya se habí­a perdido en él. Al pecar se confundió, por eso, desorientado, “me í­” (Gn 3, 10), e introdujo una fractura violenta en las relaciones interhumanas e intercreaturales (Gn 3, 14-19; Rom 8, 20).

La conversión a Cristo, “último Adán” (1Co 15, 45), reordenador y recapitulador de la creación, “pues en él creadas todas las cosas, en los y en la tierra… todo fue creado él y para él… todo tiene él su consistencia” (Col 1, 15ss, Ef 1, 10) implica la recuperación de esa armoní­a original – “cielos y tierra nueva” (II Pe 3, 13) por la que gimen la creación y el mismo hombre (Rom 8, 20s).

La conversión devuelve al hombre la orientación y la relación original, que nunca debió perder.

3.3. CONFIGURACIí“N CRISTOLí“GICA
La llamada a la conversión hecha por Jesús se concreta en “creed en el evange” (Mc 1, 15), que es “Jesucristo, Hijo de Dios” (Mc 1, 1). Por eso, creer en el evangelio se resuelve en el seguimiento de Jesús.

Seguir no es imitar, ni repetir, sino hacer avanzar; perseguir y proseguir el camino, el proyecto, la causa de Jesús. Desde aquí­ se entiende el dicho evangélico: “Yo os : el que cree mí­, hará él también las obras yo hago, y aún mayores” (Jn 14, 12), y las afirmaciones paulinas sobre la aportación positiva del creyente a la obra de Cristo (Col 1, 24) que si no es insuficiente en sí­ misma, no está, sin embargo, completada hasta que no incluya, desde la libertad, a todo el proyecto creatural de Dios (Cf Col 1, 15-20).

Seguir a Jesús exige conocer y vivenciar su mensaje y su recorrido existencial; asumirlo como propuesta alternativa para la existencia propia y ajena’, pues “quien que permanece en él, debe vivir como vivió él” (1 Jn 2, 6); asumir su estilo y su contenido.

Seguimiento que implica esfuerzo (Lc 13, 24), violencia (Mt 11, 12), pero que no es forzoso ni violento, sino propuesto y abrazado desde la libertad: que quiera… (Mc 8, 34). Seguimiento que es un camino interior hacia el interior de Cristo.

Seducido por Cristo, Pablo aparece como un claro exponente de esta realidad. “Para mí­, vivir es ” (FIp 1, 21) “con Cristo estoy ; vivo yo, pero no , es quien vive en mí­” (Gal 2,19-20).

No se trata de ninguna despersonalización ni enajenación del Apóstol, sino de una personalización de Cristo, admitido conscientemente como referente existencial primordial. Pablo siente y consiente con Cristo; vive y convive con Cristo; existe y coexiste en Cristo. Se trata de una configuración que redimensiona a la persona entera: sentimientos (Flp 2, 5ss) y mentalidad (IICo 2, 16).

Desde esta configuración personal, la actuación del cristiano reviste la modalidad de una acción de Jesús, porque “es quien vive en mí­” (Gal 2, 20). Eso es, precisamente, lo que significa llevar “las señales de Jesús” (Gal 6, 17): afrontar la vida arrostrando las implicaciones del seguimiento, escuchando la llamada de la conversión, que es la llamada urgente del amor (IICo 5, 14).

“Corramos con constancia en la competición que se nos presenta, los ojos el pionero de /a fe, Jesús” (Hb 12, 1-2).

El cristiano nunca debe perder de vista a Jesucristo como referencia primordial de la vida, so pena de despistarse, adentrándose por caminos equivocados y estériles: caminos que no conducen a ninguna parte.

Se trata de “tomar conciencia de su persona” (Flp 3, 10), de “incorporarse a él” (Flp 3, 9), de personalizar “su misma actitud” (FIp 2, 5), de “vivir como él vivió” (Jn 2, 6), de mantener vivo y abierto su recuerdo (2 Tm 2, 8 ss)…, y eso no se improvisa.

Al “seguimiento cristiano” le es imprescindible ese talante contemplativo e interiorizador de la persona de Cristo, hasta el punto de experimentar su presencia como una seducción permanente (Flp 3, 12), inspiradora de los mayores radicalismos (Flp 8, 8). ¡No perderle de vista! Y esto significa reconocerle como “memoria dinámica y dinamizadora”, descubrirle como inspiración permanente de las opciones concretas del hombre.

3.4. NUEVA ANTROPOLOGíA
La cristificación, el ser y existir en Cristo, no es sino “la criatura nueva”, pues “el está Cristo, es una nueva” (IICo 5, 17).

La conversión alumbra al hombre nuevo (Ef 2, 15), habitante de “los nuevos y la tierra nueva donde habita la justicia” (II Pe 3, 13). Esto significa presentar a Cristo como la verdadera referencia antropológica. De hecho, la cristologí­a es el punto de partida de la verdadera antropologí­a.

“Hagamos hombre” (Gn 1, 26), fue la primera decisión solemne de Dios, su gran proyecto. Y para plasmarla, se miró a sí­ mismo: “a nuestra y semejanza” (Gn 1, 26). Expresión aún no desentrañada satisfactoriamente, porque quizá ahí­ resida todo el “misterio” del hombre; expresión que, en todo caso, encierra una ineludible del hombre a Dios, y una y preferencia indestructible de Dios en y por el hombre.

A partir de ahí­, Dios y el hombre son compañeros de camino. Y todo ese itinerario ha sido un acompañamiento humanizador, no exento de dramatismo. Pues si el proyecto humano de “era muy bueno” (Gn 1, 31), la materia con que fue amasado (Gn 2, 7) muy pronto mostró su fragilidad. La Biblia nos habla, casi a renglón seguido, de un profundo desencanto (Gn 6, 6). Pero, inaccesible al desaliento, Dios no cejó en su propósito, hacer al hombre y hacerlo es gran tarea la historia de la salvación.

El NT hablará de Cristo como “nuevo Adán” (1 Co 15, 45ss); ahí­ descansa la obra humanizadora de Dios. Sólo ahí­ logra el hombre ser del Dios invisible (Col 1, 15). Mientras tanto, no hay reposo.

Hoy la exégesis no olvida, al considerar el texto de la creación del hombre, la perspectiva profético-escatológica del mismo. Allí­, ¿se cierra o se abre un proyecto? El Adán de Génesis y su circunstancia, ¿fueron una realidad o una profecí­a?
Ya teólogos medievales poní­an en duda, o negaban sin más, que aquel estado paradisí­aco hubiera tenido lugar.

En cualquier caso, san Pablo es bastante claro: “Así­ es dice la Escritura: Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espí­ritu que da vida. No es el espiritual, sino el animal; después el espiritual. El primer hombre, salido de la tierra, es ; el segundo, viene del cielo. el terreno, así­ son los hombres terrenos; como el celeste, así­ serán los celestes” (1 Co 15, 45-48).

No es que haya dos hombres, dos proyectos humanos independientes salidos de las manos de Dios. Sólo hay uno, que pasa de lo animal a lo espiritual, gracias a la intervención de Dios mismo. Así­, el primer hombre es tipo del que habí­a de venir; Adán es profecí­a o anuncio de Cristo, el antitipo (Rom 5, 14).

Los escritos neotestamentarios presentan a Jesús como verdadero hombre y paradigma del hombre verdadero (Jn 19, 5): es el horizonte y la utopí­a humanos; nuestra tensión y nuestra inspiración, pero, además, el protagonista y el espacio de ese nuevo y definitivo perfil del hombre, “porque él… de los pueblos hizo uno… para crear sí­ mismo de los dos, solo hombre nuevo” (Ef 2, 14-15).

El cristiano, por la conversión, unido a Aquél que tomó un cuerpo de carne (Col 1, 22) ha muerto al pecado (Rom 8, 10) por la incorporación a la muerte de Cristo en el bautismo (Rom 6, 5s), de donde tiene origen el nuevo nacimiento (Tit 3, 5) a una nueva dimensión existencial: “ser hechura de Dios” (Ef 2, 10). “Pues si está en Cristo, es criatura nueva; el ser antiguo desaparecido, hay un ser nuevo” (IICo 5, 17; Gal 6, 15). Novedad que comporta : “Vivid según Cristo, el Señor; enraizados en él, dejáos y construir por él” (Col 2, 6) abandono: `Despojáos del hombre viejo… y revestí­os del hombre nuevo, creado ún Dios” (Ef 4, 22-24).

La conversión encarna y visibiliza la categorí­a de la novedad a nivel antropológico y creacional en general.

La llamada de Jesús a la conversión es la propuesta de una nueva humanidad. El proyecto humano revelado y encarnado en él diferí­a cualitativamente de los modelos considerados en su tiempo como “canónicos”; de ahí­ la exigencia: “A nuevo, odres nuevos” (Mc 2, 22). Jesús trae esa inaudita posibilidad: no se trata de más de lo mismo -más vino del mismo vino-, sino de “otro” vino, “el mejor” (Jn 2, 10), extraí­do de su propia Vid (Jn 15, 1). ¡Con Jesús, llegó el cambio!
3.5. PROCESO DE MADURACIí“N Y DISCERNIMIENTO
Si la conversión no puede ser fragmentaria ni dubitativa, sino, desde el primer momento, decisiva, tampoco puede ser automática: es un camino, una transformación. No es un hecho aislado ni aislable.

Herederos de una mentalidad y espiritualidad fixistas, no estamos habituados a entender y vivir la fe, y la conversión, como un proceso, como una realidad abierta, in fieri. Eso significa que el hecho cristiano, y el hecho de la conversión, es decisivo pero no se agota en una sola decisión; al algo dinámico, móvil, que nunca está en el mismo punto.

En este sentido, pueden aplicarse al proceso de conversión lo que Pablo afirma de sí­ mismo respecto de su proyecto cristiano: “No es lo tenga ya conseo que sea perfecto, sino que continúo mi carrera si logro alcanzarlo, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús (¡estupenda definición de la conversión-vocación!). , hermanos, no creo alcanzado todaví­a. Por eso, olvido lo que dejé atrás me lanzo a lo que está delante, corriendo hacia la meta… Así­ pues, los perfectos (convertidos) tengamos estos ” (Flp 3, 12-15).

La conversión se inserta en un proceso de maduración personal protagonizado por el Espí­ritu Santo; implica un ejercicio permanente de discernimiento respecto de los valores auténticos: “No os amoldéis a este (ruptura), antes transmediante la renovación de vuesmente, de modo que podáis discernir (apertura) cuál la voluntad de Dios: lo bueno, agradable y perfecto” (Rom 12, 2); y exige el trabajo de la propia estructura personal para adecuarla a la nueva situación (Ef 4, 1 ss; Col 3, 1 ss).

Tal proceso generará nuevas referencias: de una existencia centrada en uno mismo a una existencia referida a Dios “ninguno vive para sí­ mismo ni muere para sí­ mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor” (Rom 14, 8)-, a Cristo “mientras vivo en este de la fe en Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí­” (Gal 2, 20)- y a su proyecto histórico: el Reino (Mt 6, 33).

3.6. INSTANCIA PERMANENTE, A NIVEL PERSONAL Y ECLESIAL
La llamada a la conversión no es la “primera” llamada, sino la “única” llamada: no hay otras llamadas, ni llamadas a otra cosa. La conversión es la única propuesta existencial de Jesús, y es la que renovarán los discí­pulos después de la pascua (Hch 2, 3 7).

Vivir en estado y actitud de conversión, atentos al Dios que está a la puerta, llamando (Ap 3, 20) e invita a la vigilancia (Mt 24, 42; 1 Pe 4, 7). Una instancia permanente a nivel personal (Lc 13, 1 ss) y a nivel eclesial, como recuerda el juicio a las iglesias en el libro del Apocalipsis (Ap 2-3).

3.7. CONVERSIí“N AL HERMANO
Es éste uno de los aspectos operativos más importantes de la conversión en la Sagrada Escritura, como correctivo a una evasión espiritualista, “pues a nadie /o ha visto” (1 Jn 4, 12; cf. Ex 3, 20).

“¿Dónde está hermano?” (Gn 4, 9) es la pregunta que pende sobre toda pretendida conversión a Dios. Ya el libro de Isaí­as denunciaba la equivocación de confundir la voluntad de Dios con elaboraciones litúrgicas y ascéticas (Is 58), hechas a medida de los deseos y gustos de la religión más que de la verdadera fe.

La mediación humana es indispensable para el encuentro con Dios (1 Jn 3, 11-24), y las necesidades humanas determinan el juicio divino sobre el hombre (Mt 25, 34-46). Convertirse a Dios exige convertirse al hermano; más aún, en hermano.

¿Qué es ser hermano? Ante todo, una revelación: “Todos vosotros sois hermanos” (Mt 23, 8), porque “uno solo es Padre” (Mt 23, 9). Pero también un quehacer. Es reconocer otra existencia con las mismas raí­ces, pero con desarrollos autónomos. Ser hermano es un hecho referencial y diferencial, plural y solidario. Es reconocer que la vida no sólo se recibe y se vive, sino que se convive; que el hombre no es pleno en plena soledad, sino en plena comunión. Es vocación de acercamiento al otro, y de integración respetuosa del otro en mí­ y de mí­ en el otro, de lo mejor de ambos; es saberse mitad de una realidad que sólo es completa en el encuentro. Es llegar a creer en la posibilidad del trasvase de corazones, es ampliar las capacidades de entrega y acogida, sintiendo al otro corno piedra viva en la construcción de la propia vida y sientiéndose piedra viva en la construcción del otro (Cf II Pe 2,5ss).

Conversión matizada por tres rasgos fundamentales: conversión corno reconción como y como ón.

ón:

“Si al presentar tu ofrenda ante el altar…” (Mt 5, 23s). La conversión a Dios no puede ser una coartada, ni compatible con la ruptura de comunión con el hermano, a quien no sólo habrá de perdonarse siete veces (Mt 18, 2lss).

Reconciliar no significa anular ni eliminar la alteridad o la diversidad, sino buscar los puntos comunes para, desde ellos, potenciar la cohesión y la comunión; volver a conciliar, a recuperar el principio sano de la relación, con una indeclinable voluntad de llegar a “la en el amor” (Ef 4, 15).

:
El principio de la conversión de Dios al hombre es la misericordia, y la conversión del hombre al hombre debe inspirarse en el mismo principio.

San Pablo invita a revestirse de entrañas de misericordia (Col 3, 12) y a practicarla con alegrí­a (Rom 12, 8). Una misericordia operativa: el juicio final versará sobre la misericordia practicada u omitida (Mt 25, 31-46; St 2, 13).

Es la tarea confiada a la Iglesia (IICo 5, 18-19), que no sólo “debe profesar y proclamar la divina misericordia en toda su verdad” (Dives in misericordia, n° 13), sino visibilizaria.

ón:

“Acoged bien al que es débil en la fe, discutir opiniones… Dejemos, por tanto de juzgarnos los unos a los ; juzgar más bien, que no se debe tropiezo o escándalo hermano… Procuremos, por tanto, que fomenta la paz y la mutua edificación…; acogeos mutuamente como os acogió ” (Rom 14, 15-17).

Estas recomendaciones de Pablo son un avance de aquellas otras de Francisco de Así­s formuladas en la Regla bulada. “Aconsejo, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo que, cuando van por el mundo, no litiguen, ni contiendan con palabras, ni juzguen a los otros; mas sean benignos, pací­ficos, mansos y humildes, honestamente hablando a todos” (cap 3), y “que no desprecien ni juzguen a los otros que vieren vestidos de vestiduras blandas y de color, usar manjares y bebidas delicados, mas cada uno júzguese y despreciése a sí­ mismo” (cap. 2).

4. Conversión y cosmovisión
La conversión es un principio generador y regenerador de perspectivas; posibilita otra visión de la realidad: más fraterna (Mt 23, 8), más confiada (Mt 6, 25 ss), redimida por el amor de Dios (Jn 3, 16), centrada en Cristo, piedra angular y clave de bóveda (Ef 1, 3ss; Col 1, 15ss), alfa y omega (Apo 1, 8), y también más crí­tica (Rom 12, 2).

La conversión introduce un “antes” y un “después” no sólo a nivel personal el que está en es nueva creación; pasó viejo, todo es ” (IICo 5, 17) sino también a nivel creatural “cielos nuevos y tierra nueva” (II Pe 3, 13).

El convertido recupera la visión original de Dios sobre el mundo (Gn 1, 31), generando un sano optimismo (Rom 8, 28-39; 1 Co 3, 21), descubriendo la plusvalí­a de sentido existente en toda criatura (Sab 11, 24-26) y revalidándola (Sal 8; 103).

Esa fue la experiencia de Francisco de Así­s. Al mirar retrospectivamente su vida, distingue dos perí­odos netamente diferenciados: “cuando estaba envuelto en pecados y cuando el Señor me concedió la gracia de hacer penitencia”. Al primero corresponde la siguiente lectura de la vida: “me era muy amargo ver leprosos”; al segundo: “lo que antes me parecí­a amargo se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo” (Test. 1-3). Sólo desde su conversión al Evangelio, redescubre Francisco, o mejor, se le revela el rostro fraterno de la creación (canto de la criaturas). Y es que la conversión supone un cambio de visión.

5. Conversión y fiesta
Quizá se pasa por alto este dato con demasiada facilidad y frecuencia: la conversión es una propuesta alegre y de alegrí­a.

En su anuncio de la conversión, Jesús se expresa en clave de fiesta. Las imágenes del banquete (Lc 14, 16), de las bodas (Mt 22, 2) visualizan la llamada a la conversión como la invitación a una fiesta, la fiesta que Dios ha preparado para el hombre.

Se subraya que la conversión provoca “alegrí­a en cielos” (Lc 15, ) entre los ángeles cielo” (Lc 15, 10); y deberí­a provocar también alegrí­a entre los hombres “Hijo, deberí­as alegrarte” (Lc 15, 32).

Tras la conversión, el eunuco, puntualiza el libro de los Hechos, “siguió su camino” (Hch 8, 39); y tras la proclamación de la Buena Nueva en Sainarí­a, “huuna gran alegrí­a en aquella ciudad” (Hch 8, 8).

La conversión no puede formularse ni envolverse en tonos negros o morados. “Estad alegres…” (Flp 4, 4; 1 Te 5, 16). ¡Encontrarse con Dios no es para menos! Y ha de visibilizarse en formas significativas de esa realidad, a lo que no contribuyen la “lobreguez” de ciertos espacios y la “rigurosidad” de ciertas fórmulas.

6. Estructura sacramental de la conversión
Es éste un aspecto fundamental al que, sin embargo, no voy más que aludir, pues, de otra manera, supondrí­a entrar en una lectura profunda de la teologí­a sacramental. Una cosa es clara, la conversión cristiana se visibiliza y actualiza sacra. Así­ ocurre con la de Dios al hombre, visibilizada en Cristo, sacramento de conversión, del encuentro de Dios con el hombre y del hombre con Dios (IICo 5, 18). eclesialmente. Es un asunto personal, pero no individual, con profundas implicaciones comunitarias.

En este sentido, el bautismo es el sacramento fundamental y primario de la conversión, de la incorporación a Cristo (Rom 6, 3-11) y de la configuración existencial con él (Gal 2, 19, 3, 27), así­ como de la incorporación a la comunidad (Ef 4, 5), Por otra parte, se subraya la idea de fuerza regeneradora, debida a la acción del Espí­ritu (Tit 3, 5; Jn 3, 1-8).

A partir de esta presentación en el NT, particularmente en los escritos paulinos, se desarrolla una exigente parénesis. Así­, una correcta inteligencia del bautismo excluye el abuso de la abundante gracia de Dios (1 Co 10, 1-13), exige la más dura lucha contra la concupiscencia y las pasiones pecaminosas (Rom 6, 12-14.19; Gal 5, 24) y ofrece múltiples motivos para el esfuerzo moral (Ef 5, 6-14; Fip 2,15s; Col 3, 12-17; 1 Tes 4, 3-8; 1 Jn 2, 6; 3, 6)…

eucaristí­a desempeña también un papel importante como estructura sacramental de conversión. No es sólo pan y vino convertidos en cuerpo y sangre de Cristo (1 Co 11, 23-25), es también alimento de los convertidos a Cristo (1 Co 11, 26-30; Jn 6, 34) y de conversión en Cristo (Jn 6, 53-58). Por otra parte, no conviene olvidar la eucaristí­a como ámbito y urgencia de conversión al hermano (1 Co 11, 17-22. 33).

Por último, una estructura sacramental donde visibilizar la conversión como actitud permanente es la del llamado sacramento de la ón en cuanto concreción del perdón de la Iglesia y en la Iglesia (St 5, 16; Jn 20, 23). Una estructura sacramental ésta marcada hoy por una profunda crisis, que está urgiendo, quizá, un replanteamiento o una revisión profunda de la misma. —> ; arrepentimiento; perdón; reino; pecadores.

Montero

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

Nos preguntamos en qué consiste cambiar de vida, qué es la conversión —en griego metánoia—, el cambio de mentalidad o de horizonte. En sí­ntesis, creo que se puede responder que la conversión incluye tres aspectos, tres realidades: una conversión religiosa, una conversión ética y una conversión intelectual. – La conversión religiosa es la decisión de poner a Dios por encima de todo. No significa llegar a ser santos en seguida, pero indica la decisión radical de poner a Dios por encima de todo y someternos a él. Se trata de un cambio de horizontes fundamental e importantí­simo. Mi vida tiene en cuenta la primací­a de Dios y de él dependo en el bien y en el mal, en la enfermedad, en la muerte. – La conversión ética es la manifestación externa de la conversión religiosa: consiste en la de cisión de no servir a los í­dolos, de no ser esclavos de í­dolos antiguos o paganos o de í­dolos permanentes, como son el dinero, el placer, el éxito, el poder. En otras palabras, la conversión moral consiste en subordinar nuestro interés inmediato a la justicia. Esta conversión es un don, no es fruto únicamente de mi esfuerzo, es don de Dios, es el Espí­ritu Santo en nosotros, es Cristo que vive en nosotros. Por tanto, la decisión consiste en aceptar la idea de someternos a la guí­a del Espí­ritu Santo y de vivir una vida según el Espí­ritu. El hombre verdaderamente convertido en el aspecto religioso y en el aspecto moral es el hombre de las bienaventuranzas, entendidas no solamente como las nueve bienaventuranzas de Mateo, sino también como la bienaventuranza de la práctica de la Palabra, la de la fe, y la de Hechos 20,35: “Hay más felicidad en dar que en recibir”. Doce bienaventuranzas —también podrí­an citarse otras— que forman una unidad, que se condicionan mutuamente, que nos ofrecen el cuadro del hombre que ha aceptado el camino de la conversión. – La conversión intelectual no es tomada directamente en consideración por las Escrituras, ya que se trata de una actitud, de alguna manera, previa. Es la sabidurí­a humana que ha llegado a comprender que el hombre no puede vivir de apariencias inmediatas, sino que tiene que tener la fuerza de razonar según la búsqueda de la evidencia intrí­nseca y de las razones profundas de lo verdadero y de lo falso.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

La conversión (hebr. teSubah, gr. metanoia, lat. conversio, poenitentia) es propiamente el retorno a Dios, una continua renovación del espí­ritu. El primer enunciado fundamental sobre el Reino de Dios es: “El Reino de Dios está llegando. Convertí­os (metanoeite) y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). De manera especial es el alejamiento de la idolatrí­a, que es el estado más alejado y más contrario a Dios y fuente de otros pecados (Rom 1,18-32; Hch 26,18; 1 Tes 1,9), El sujeto de la conversión es la persona, va que sólo la persona es capaz de una determinación libre por el bien.

Sólo la persona, en el lenguaje bí­blico, tiene un “corazón” en el que convertirse y un espí­ritu en el que renovarse (ROm 12,2). En la Escritura se habla de la conversión de los pecadores. que debe considerarse como un cambio total y sincero de mente y de corazón. El Nuevo Testamento habla de resurrección espiritual, de renacimiento, de regeneración, de salida de las tinieblas a la luz, de pasar del poder de Satanás a las manos de Dios, de transición del estado de ira al estado de gracia (Hch 26,18; Ef 2,3-6; Jn 3,5).

El contenido de la conversión es también una persona: Cristo. Nos convertimos creyendo en el Evangelio, acogiendo a Jesucristo en cuanto que es Hijo del hombre (Dn 13,7) y Siel~ C) de Yahveh (1s 53) y en cuanto tal, nuestro modelo moral y el ” camino ” hacia la conversión.

Gracias a esta fusión teándrica, la obra redentora del Mesí­as, entendida a lo largo del Antiguo Testamento sobre todo en sentido polí­tico como victoria sobre los enemigos, se transforma radicalmente en el sentido de una redención realizada mediante el humilde servicio: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por todos ” (M~2O,28; Mc 10,45). De este núcleo se derivan las bienaventuranzas como “carta magna” de la restauración de la escala de valores. La sequela Christi exige que el discí­pulo sea manso, pobre, puro de corazón, artí­fice de paz, ya que tiene que aprender de él, que es “sencillo y humilde de corazón” (Mt 1 1,29). La conversión, que es fruto de la gracia, consiste en la relación interpersonal con Jesús: ” Sin mí­ no podéis hacer nada” (Jn 15,5); “Nadie puede aceptarme si el Padre, que me envió, no se lo concede” (Jn 6,44); “Nadie puede llegar hasta el Padre, sino por mí­” (Jn 14,6). De estos presupuestos evangélicos operativos nacen las notas caracterí­sticas de la conversión, a saber, el reconocimiento del pecado, el arrepentimiento, la fe en Jesucristo, el cumplimiento de la voluntad divina y la observancia de sus mandamientos.

Tan sólo desde la cima de las conversiones personales de los discí­pulos se puede proceder a la transformación de las estructuras, entendidas más bien como estructuras religiosas que como polí­ticas y sociales.

La familia se libera de todas las superestructuras parasitarias (divorcio, levirato, bigamia) introducidas por causa de la dureza del corazón humano y vuelve a la estructura original (Mt 19,1 -9). El sacerdocio entra en crisis debido a su vací­o formalismo (cf. Lc 15, el episodio del buen samaritano). Lo mismo sucede con el templo, no va en cuanto casa de oración (Mt 5,23), Sino en cuanto lugar de privilegios, de comercio y de tradiciones humanas.

Estos episodios sólo a primera vista pueden dar la impresión de la escasa importancia polí­tica aparente del Evangelio. Jesús no se interesa directamente por las estructuras polí­ticas, pero sus opiniones en función del Reino de Dios, del que la Iglesia es la estructura religiosa particular, implican fuertes consecuencias polí­ticas. La llamada de Jesús a la conversión en función del Reino de Dios incluye en sí­ misma una invitación a renovar igualmente las relaciones de los hombres entre sí­ y no sólo en el plano sobrenatural de la caridad, sino también en el plano polí­tico de la convivencia humana.

Pues bien, la vida de Jesús se desarrolla entre dos condenaciones polí­ticas, ambas capitales: la de Herodes en el momento de nacer y la de Pilato al final de su vida. Las dos tienen como base la misma motivación: rey de los judí­os”. Jesús preocupa, y delante de él, el poder polí­tico no se siente ya seguro y se empeña en reaccionar. E1 motivo se encuentra en el mensaje mismo de Jesús: la metanoia, para entrar en el Reino. Jesús libera y salva a la conciencia, inscribiendo en ella una escala de valores nuevos, basados en la libertad de los hijos de Dios respecto a la escala de valores mundanos sobre la que se basa el poder polí­tico. El acontecimiento pascual de la muerte y resurrección reviste una importancia decisiva: allí­ se hace objetivamente posible para el hombre la liberación predicada por Jesús. En el misterio pascual de Jesús se ve implicada toda la creación en la espera de que ” se manifieste lo que serán los hijos de Dios” (Rom 8,19).

“El mundo grecorromano no se convirtió a ninguna de las religiones orientales que, por turno o simultáneamente, solicitaron su adhesión; no se comvirtió a la filosofí­a, a pesar de la predicación y de los ejemplos de los estoicos y de los cí­nicos; no se convirtió al judaí­smo, a pesar de la propaganda de la ley mosaica, sino que se convirtió al cristiamismo” (G. Bardv). La maravillosa conversión de Pabjo, los relatos conmovedores de la revelación de Jesucristo que sacudió y cambió su vida (Hch9,1-19;22,3-21;26,9-20. Gál 1,III7) son un comienzo maravilloso de esa fila innumerable de convertidos al cristianismo que influyeron en la conversión del mundo grecorromano. Tan sólo unos treinta años después de la muerte del Señor, encontramos en la comunidad de Roma una multitud inmensa de mártires. Los testimonios de personas instruidas, literatos. filósofo como Justino, Taciano, Cipriano, Commodiano, Firmio Materno, Agustí­n, Hilario de Poitiers y otros muchos nos muestran la novedad excepcional del cristianismo que cambió sus vidas.

Pero también hay otros muchos entre la gente pobre, los esclavos, los comerciantes, los marineros, conquistados por la cruz de Cristo, de cuya conversión no tenemos testimonios, pero que son para nosotros insignes testigos de cómo se fueron propagando las conversiones al cristianismo.

De las razones principales que atrajeron a los espí­ritus antiguos hacia el cristianismo, la primera es el deseo de verdad. Este deseo llevó al catolicismo a Agustí­n, a Clemente de Alejandrí­a, a Justino, a Taciano. Todos ellos se habí­an dirigido antes a la filosofí­a, que fue una especie de propedéutica (Clemente) o “semina Verbi” (Justino) para descubrir la verdad. Otro motivo que atrajo a las almas para que abrazaran la religión cristiana fue la liberación de la fatalidad y . del pecado. Los espí­ritus de los griegos y de los romanos estaban obsesionados por un cierto determinismo que tiene subyugado al hombre. Los mismos términos: heimannéne (fatalidad), tvché (mala suerte), anagké (destino),- fattem (hado), indican el estado de ánimo tan pavoroso de los que pensaban en su propio futuro. Por esto, el recurso a la astrologí­a gozaba de una confianza casi universal en la antigüedad pagana. Sin embargo, el hombre de la antigüedad no encontraba ni en la filosofí­a ni en las religiones paganas el sostén tan poderoso que daba a los judí­os y a los cristianos la fe en la Providencia. Una de las palabras más frecuentes en el Nuevo Testamento es la de la libertad interior ofrecida a todos, y sobre todo la libertad de la esclavitud del pecado y de la muerte.

Desde que se fijó el ritual del bautismo, se multiplicaron las ceremonias que expresaban la liberación. En el momento crucial antes del bautismo, en Mopsuestia, el recién convertido, vestido sólo con un sayal, arrodillado con las manos extendidas y los ojos elevados al cielo, renunciaba solemnemente al demonio. La santidad de los cristianos es otro elemento que atrajo a muchos al cristianismo. No sólo las primeras generaciones se sorprendieron ante el espectáculo de las comunidad naciente de Jerusalén (Hch 2,4445; 4,32-34). Las conversiones ascéticas de los grandes monjes (por ejemplo, Antonio y Basilio) y todo el programa de vida (le las comunidades monásticas antiguas se basaban en la santidad y en la koinonia de la Iglesia primitiva.
T. Z. Tensek

Bibl.: G. Bardy La conversión al cristianismo durante los primeros siglos. DDB. Bilbao 1961: K. Rahner. Conversión, en SM, 1, 976985; D, Mongilio, Conversión. en DTI, 11. 121-139.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. Conversión antropológica – II. Conversión de los paganos – III. Conversión del cristiano – IV. Conversión en la acción pastoral – V. Conversión a la vida mí­stica.

El término “conversión” es polivalente; se usa en múltiples acepciones. En sentido general indica cambio de vida; dejar el comportamiento habitual de antes para emprender otro nuevo; prescindir de la búsqueda egoí­sta de uno mismo para ponerse al servicio del Señor. Conversión es toda decisión o innovación que de alguna manera nos acerca o nos conforma más con la vida divina.

Al implicar la conversión el abandono del modo anterior de vida para adentrarse en una experiencia nueva, incluye la penitencia como momento irrenunciable de ella (cf He 8,22; 2 Cor 12,21; Ap 2,21). Aquí­, sin embargo, se prescinde de toda referencia a la penitencia, porque ha sido ya tratada explí­citamente en otra parte [>Penitente].

El término conversión no goza de preferencias, ya que no gusta a la cultura dominante; no es, pues, una palabra de moda. Hoy todos quieren ser autónomos, saber disponer libre y responsablemente de sí­ mismos, ser creativos con iniciativa propia. Convertirse suscita la impresión de encerrarse en un comportamiento obligado, siguiendo con una adhesión de fe a un maestro, expresando fidelidad a sus prescripciones religiosas, aceptando ciegamente dictámenes magisteriales, viviendo por lo general con un espí­ritu religiosamente pietista.

Es preciso recordar que la conversión no dice relación a un momento particular de la propia existencia. Aunque se puede tomar una decisión repentina capaz de innovar del todo el propio comportamiento habitual, tal decisión por lo regular no se inscribe en un espacio restringido de tiempo. Una conversión auténtica se va estructurando dentro de un fluir continuo y se profundiza a trechos sucesivos.

1. Conversión antropológica
Quien observa la evolución de la persona humana, quien examina su maduración, observa que está llamada a una conversión lenta, pero fundamental. La persona debe saber superar su actitud inicial de amor captativo, volcado enteramente en sí­ mismo, y pasar a un amor oblativo, que se expresa en el servicio de los demás. El yo, que se asoma a la vida como encerrado en la ambición de poseer personas y cosas para su propia ventaja, debe convertirse al don de sí­ en favor de la comunidad.

Hacerse adulto en la capacidad afectiva significa recibir un perfeccionamiento creativo ulterior, haber adquirido un nuevo don de vida de parte de Dios. Los modos de vida humana brotan de Dios como de su fuente (1 Jn 4,16). Un ser creado puede crecer en el amor al estar capacitado para acercarse a una mayor conformidad con la vida divina. El que madura hacia un amor oblativo demuestra que ha sido objeto del amor creador del Señor.

Existen dos modos de crecer en la capacidad de amar: uno, en el plano humano afectivo; otro, en el orden sobrenatural caritativo. Dios promueve la capacidad humana de amar de los individuos no con una intervención directa e inmediata, sino sirviéndose de la trama de las relaciones interpersonales existentes entre los hombres. Las personas que por ser adultas saben amar con un amor oblativo (como los padres, por vocación) son los cooperadores naturales de Dios en la promoción de los otros dentro del plano afectivo. La conversión antropológica afectiva, aunque en última instancia de Dios, es una práctica ascética confiada a los hombres y generada por ellos. En este caso, uno se convierte a un amor más alto por su disponibilidad personal, que se integra en las relaciones comunitarias.

La maduración personal en la caridad tiene lugar de modo diferente. Es ésta una capacidad de amar que participa de la existente entre las Personas divinas. Se trata de una conversión no dentro de la capacidad antropológica ordinaria, sino en una perspectiva de vida sobrenatural. La conversión al amor caritativo la despierta directamente el Espí­ritu: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por obra del Espí­ritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5,5). Para adquirir la conversión a la caridad es preciso un encuentro personal con el Espí­ritu de Cristo. Es verdad que también en este caso somos introducidos en la caridad por mediación de la comunidad de los creyentes, pero en cuanto vemos transparentarse en ellos la Trinidad. Emile van Broeckhoven, sacerdote obrero, rezaba: “Señor, hazme conocer la verdadera intimidad del otro, aquella tierra inexplorada que es Dios en nosotros”.

Por el hecho de ser toda conversión al amor un don de Dios ofrecido con la colaboración de los hermanos, tenemos el deber de ejercitar ese amor entre los hermanos como respuesta al don recibido de Dios. En todo acto de amor al otro realizamos a la vez un cierto encuentro con el Señor; implí­citamente testimoniamos en él el reconocimiento por su don; nos manifestamos como convertidos al amor por su gracia. Nuestra relación con Dios a través de los hermanos se hace más intima cada vez que somos gratificados con una ulterior capacidad de amor caritativo.

II. Conversión de los paganos
Todo hombre está llamado a convertirse a Dios, a unirse a él con fe y amor, a establecer con él un coloquio de intimidad. Pero no es posible encontrar a Dios si él mismo no viene a nuestro encuentro. Poder conocerle y amarle es un don del Espí­ritu. El profeta Jeremí­as suplicaba: “Reclámanos a ti, oh Yahvé, y nos convertiremos” (Lam 5,21).

El don de la fe, que nos pone en comunicación con Dios, se puede ofrecer en grados diversos. La Palabra recuerda algunos modos principales del don de la conversión a Dios. La vacuidad humana crea ruptura entre nosotros y Dios. “Dice en su corazón el insensato: No existe Dios” (Sal 14,1; 53,1). La primera conversión se verifica al admitir la existencia de la divinidad, quizá imaginada según una concepción idolátrica: un dios hecho a la medida de la miseria humana. Mediante una conversión más auténtica, el hombre pasa de la idolatrí­a a una afirmación monoteí­sta de Dios: una adoración racional de Dios percibido como creador y medida reguladora de todo el universo. La creación exige que el hombre se muestre razonable elevándose a su Creador (Sab 13). “Toda la tierra se prosterne ante ti y te cante” (Sal 66,4).

La revelación ofreció a los patriarcas la posibilidad de un encuentro más í­ntimo con Dios; invitó a convivir en alianza con él. A través de Abrahán, todos los pueblos son llamados a esta conversión (Gén 12,3; 22,18), aun cuando Dios no pretendió realizar semejante vocación universal más que con la venida entre nosotros de su Mesí­as (Is 11,10-12; Jer 3,17; Sof 2,11). Sin embargo, aun antes de la venida del Mesí­as todos los pueblos tení­an la posibilidad de reconocer a Yahvé como sumamente omnipotente en sus obras maravillosas (Sal 47,2s; 138,4s).

En el NT, Jesús, de hecho, anuncia la nueva alianza con Dios Padre sólo a los israelitas (Mt 10,6; 15,24; Mc 7,27); manda a sus discí­pulos que hagan prosélitos entre todos los pueblos (Mt 28,19). El Espí­ritu de Cristo resucitado lleva a la Iglesia entre los gentiles para acogerlos filialmente, según las enseñanzas evangélicas (Mt 21,43; 22,7-10; Jn 10,15). La comunidad cristiana es iniciada en su catolicidad mediante experiencias bastante ejemplares (v. gr., bautismo de Cornelio, He 10, y de los paganos de Antioquí­a, He 11,20s), lo mismo que a través de declaraciones programáticas solemnes (concilio de los apóstoles en Jerusalén, He 15). Pablo, en particular, tiene la misión de “abrir los ojos” de los gentiles, “para que pasen de las tinieblas a la luz” (He 26,18).

En la historia salvifica sucesiva, la Iglesia continuó con formas apostólicas nuevas la misión de convertir a los paganos a la nueva alianza. Al presente, la Iglesia vive su condición misionera católica testimoniando respeto a toda creencia religiosa (AG 13), invitando a todos los pueblos que llegan a la fe cristiana a inculturar la propia experiencia evangélica dentro de su propia civilización (AG 21). Considera que los mismos creyentes de otras religiones “no pocas veces reflejan destellos de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres” (NA 2). Por eso intenta comprender y proponer sus propias verdades y sus propios valores integrándolos en una visión comparativa con las otras religiones, aunque sin renunciar al intento de hacer crecer todo lo que hay de bueno en las otras religiones, estimando que sólo en su seno, en el Espí­ritu de Cristo, “los hombres encuentran la plenitud dela vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas” (NA 2). [Para la conversión de miembros de confesiones cristianas no católicas >Ecumenismo espiritual; >Protestantismo].

III. Conversión del cristiano
En el antiguo pueblo elegido, la conversión implicaba el alejamiento de la mala vida seguida para atenerse a los dictámenes inculcados por la ley. El judí­o suplicaba: “Condúcenos, Padre nuestro, a tu torah y llévanos a una completa conversión en tu presencia”.

Si el AT sugiere la conversión (shub) sobre todo como cambio del camino desviado seguido, el NT propone la conversión (metanoia) como cambio total del propio modo de pensar y de obrar, como renovación integral del yo. La conversión en el AT (como en san Juan Bautista) se exigí­a para enderezar una conducta incorrecta (así­, por haber pecado de idolatrí­a, por faltas sociales): en el NT se pide para adaptarnos a una alianza de intimidad con Dios. Si para Juan Bautista habí­a que convertirse mediante el bautismo de penitencia, a fin de evitar la ira de Dios (Mc 1,4), para Jesús es necesario convertirse a fin de penetrar en el nuevo reino. Sólo abandonándose a Dios hasta dejarse transformar enteramente por él y permanecer amistosamente abrazado a él, es posible esperar salvarse. “Si no cambiáis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mt 18,3).

El evangelio parte de una perspectiva realista; sabe que respecto al hombre no se puede hablar de conversión a Dios si el hombre no es rescatado del pecado en que yace (Lc 24,47; He 3,19). Pero la conversión evangélica no se limita a superar el estado pecaminoso; es pasar del estado de pecado a una vida del todo nueva. Al decir de san Pablo, esta nueva existencia se caracteriza como un “ser en Cristo”, un “morir y resucitar del hombre con Cristo”, un “ser una nueva criatura”, un “revestirse del hombre nuevo”. También san Juan habla de “renacimiento”, de un paso de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, del odio al amor, de la mentira a la verdad. Se trata de una conversión no sólo del estado de pecador, sino de la condición humana a la de resucitados según el Espí­ritu. El móvil de la conversión no es tanto la amenaza de un castigo, cuanto la fascinación de penetrar en la vida del amor trinitario divino. Jesús invita a la conversión no sólo a los publicanos y las prostitutas que permanecen al margen de la comunidad salví­fica, sino también a los fariseos y a las personas ricas observantes de la ley. Jesús pone a todo hombre, bueno o delincuente, ante la necesidad de convertirse al reino de Dios: “El que intente salvar su vida, la perderá; y quien la pierda, la conservará” (Lc 17,33; Mc 8,35; Mt 10,39).

Esta conversión tan total no puede ser obra del hombre: es una tarea que supone don y gracia. Según la enseñanza bí­blica, sólo puede llevarse a cabo como participación del misterio pascual de Cristo. En esta perspectiva se justifica la misma vida eclesial: “Del misterio pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo obtienen su eficacia todos los sacramentos y los sacramentales” (SC 61). La conversión se realiza sólo en la fe; se propone como respuesta a la llamada de Dios, como correspondencia a la gracia redentora.

Cuando un hombre ha recibido la gracia de la conversión al Espí­ritu de Cristo y luego abandona la fe, ¿puede esperar recibir otra vez el don de la conversión? El hagiógrafo afirma: “Si han caí­do, es imposible renovarlos una segunda vez, llevándolos a la conversión” (Heb 6,6). No afirma que no exista la posibilidad de una segunda conversión. Su propósito es recordar el sentido totalitario, propio de la conversión, y cómo ésta es don gratuito de Dios (Heb 12,17); el arrepentimiento renovado no es fruto de nuestro empeño, sino una gracia. Nadie sabe merecer la vuelta a la fe de la que ha renegado. Pero el retorno a ella es posible porque el deseo de Dios es que “nadie perezca, sino que todos alcancen el arrepentimiento” (2 Pe 3,9).

La conversión es un aspecto que caracteriza la vida cristiana entera. Es un reconocerse pecador, dispuesto a recibir el don de Dios que sana; es secundar la gracia que nos pone en el camino de vuelta a la casa del Padre; es creer que somos hechos capaces de amar de nuevo a Dios con una relación í­ntima y filial: es sentirse en comunión gozosa con Cristo para realizar juntos la voluntad del Padre; es participar del misterio pascual, que introduce en la vida nueva de los hijos de Dios; es renacer continuamente a una vida resucitada con el Señor.

La vida cristiana es conversión continua. No es sólo purificarse del estado pecaminoso, sino progresar en la ví­a de la ascesis; es volverse cada vez más pneumático, hasta sentirse comprometido con una opción fundamental en la adquisición de una vida caritativa. Un cristiano se siente peregrino; como un hombre que vive bajo la tienda en condición provisional; como una persona que yace bajo la ley fundamental de la conversión siempre más profunda; como un ser enteramente inserto en la dinámica del misterio pascual de muerte y resurrección.

IV. Conversión en la acción pastoral
La tarea primaria de la pastoral eclesial reside en la evangelización: comprometer al pueblo de Dios a practicar una conversión continuada. A este fin están presentes en la Iglesia el Espí­ritu, la Palabra y los sacramentos. De hecho, a veces parece que la cura pastoral se limita a favorecer una actitud moral socialmente legalizada. Basta observar cómo se administran los mismos sacramentos, que teológicamente se califican como una iniciación a la conversión cristiana. El bautismo se confiere por lo general a niños; la eucaristí­a y la confirmación se administran en los años de la primera infancia. La práctica sacramental de la confesión se fija generalmente dentro de las modalidades infantiles en que se la ha practicado inicialmente. La vida sacramental tiende a cristalizar en formalidades canónicas, de acuerdo con prescripciones rubricistas, a nivel de una costumbre religiosa exteriorizada. Falta la experiencia de una conversión continua hacia una iniciación progresivamente mí­stica.

La cura pastoral está llamada a hacer asumir el salto cualitativo de una vida cristiana; a realizar prácticamente una opción evangélica fundamental para la propia existencia. Ser cristiano incluye una conversión, no tanto desdiciéndose de actitudes pecaminosas pasadas, cuanto adquiriendo conciencia de una vida radicalmente nueva. En una sociedad pluralista y secularizada tiene una importancia fundamental ser introducido en la comprensión de la originalidad de la propia fe-caridad vivida, y en testimoniarla.

La pastoral católica ha sido siempre consciente de la necesidad de realizar la mistagogia, no abandonando a lacristiandad a un puro sacramentalismo ni al conformismo legalista eclesiástico. La cura pastoral es una página gloriosa de la Iglesia católica, en la cual ella misma se muestra convertida a la evangelización. Puede recordarse a este respecto el catecumenado; pero, asimismo, todos los demás métodos pastorales de misión popular, de ejercicios espirituales, de retiros, de jornadas de oración sobre la Palabra, de cuaresmas y similares. Hay que hacer mención en particular del neocatecumenado. Todo esto expresa la voluntad eclesial de convertir a los fieles al Señor por la escucha de la Palabra y la acogida de los dones del Espí­ritu. En la época actual, la pastoral ha intentado individualizar las situaciones que inician una nueva responsabilidad personal, a fin de vincular a ellas un reclamo eficaz a la conversión espiritual renovada; así­, al entrar en la pubertad, en el noviazgo, al comenzar la vida profesional, la tercera edad [>Anciano] y otras similares.

V. Conversión a la vida mí­stica
Escribí­a Clemente Alejandrino: “Me parece que existe una primera conversión del paganismo a la fe; y una segunda, de la fe a la gnosis” (Stromata VII, 10, PG IX, 481 a). La gnosis es el cumplimiento, ya especulativo ya práctico, de la fe. Los espiritualistas han recogido la afirmación de Clemente Alejandrino, insistiendo en el hecho de que el cristiano está llamado a experimentar una segunda conversión. ¿De qué se trata? No existe una respuesta unánime entre los espiritualistas, dado que depende de cómo se conciba la evolución de la vida espiritual. Según unos, la segunda conversión serí­a el estado proficiente o iluminado del asceta, el estado que reemplaza a la ascesis incipiente purificativa; para otros serí­a la consagración del sujeto a Dios en el estado religioso o clerical. En general, la segunda conversión indica dedicarse uno por entero a la perfección; la voluntad que, de manera irrevocable, quiere progresar espiritualmente, enfrentándose con cualquier sacrificio; el hecho de buscar únicamente lo que agrada al Señor. El alma no se contenta con permanecer en el hábito de una conducta honestamente buena, ni dentro de una práctica virtuosa mediocre. Ambiciona ponerse en camino espiritualmente experimentando la práctica de lo mejor;intenta avanzar de una manera continua en darse con generosidad al Señor. Para favorecer el paso a esta segunda conversión, las personas religiosas o consagradas recurren a menudo a la práctica del “tercer año de probación”, tal como se propone entre los jesuitas (cf Statuta generalia, adnexa Const. Apost. Sedes Sapientiae, 31 de mayo de 1956, art. 51-53) o a la práctica del mes ignaciano de los >Ejercicios espirituales.

La segunda conversión, que hace pasar de una conducta mediocremente buena a otra encaminada a la perfección, puede indicarse con una precisión espiritual más apropiada. Si en la primera conversión el cristiano se capacita para vivir por la gracia en Cristo y para expresarse siguiendo una conducta moralmente honesta, en su segunda conversión no atiende ya al esfuerzo de vivir en armoní­a con la ley moral; el alma aparece toda inmersa en la experiencia del misterio pascual de Cristo. La palabra del Señor y la participación en su hecho salvlfico se perciben no ya como una realidad de fe ala que prestar adhesión, sino como hecho interior del que uno se siente í­ntegramente partí­cipe. Se gusta el misterio del Señor como interiorizado; se entiende la vida cristiana como un carisma presente en la propia intimidad; se capta el sentido del amor caritativo gustado en su novedad. No se trata ya de conocimiento por aprehensión racional, sino por experiencia presente; no se trata de adhesión puramente intelectual al Señor, sino que se le capta viviendo en su misterio pascual. Las verdades evangélicas aparecen en una nueva luz; las acciones espirituales tienen un sentido profundo y nuevo.

Santa Teresita de Lisieux escribe a la madre Marí­a de Gonzaga en junio de 1897: “Este año, querida Madre, el buen Dios me ha hecho la gracia de comprender lo que es la caridad”. Afirma que ha experimentado una ulterior conversión en la caridad, que consiste en ver concretamente cómo su amor a sus cohermanas es realizado en ella por el mismo Jesús: “Sí­, lo siento; cuando soy caritativa, es Jesús solo el que obra en mí­; cuanto más unida estoy a él, más amo a todas mis hermanas”. Y san Francisco de Así­s comienza así­ su testamento: “El Señor me dio así­ a mí­, hermano Francisco, la gracia de comenzar a hacer penitencia: … lo que antes me parecí­a amargo, pronto se me tornó en dulzura de alma y cuerpo”. La segunda conversión es una iniciación a la vida mí­stica, por lo cual san Pablo podí­a afirmar: “Estoy crucificado con Cristo, y ya no vivo yo, pues es Cristo el que vive en mí­” (Gál 2,20).

[Sobre la conversión como “conversión a la unidad de los cristianos” >.Ecumenismo espiritual 111, 1].

T. Goffi
BIBL.-AA. VV., Convertidos del siglo XX, Studium, Madrid 1966.-Antony, 0, Entre dos fuegos, Clic, Tarrasa 1979.-Baden, H. J, Literatura y conversión, Guadarrama, Madrid 1969.-Bardy, G, La conversión al cristianismo durante los primeros siglos, Desclée, Bilbao 196L-Barra, J, Psicologí­a de los convertidos, Paulinas, Bilbao 1965.-Campo Villegas. G, Los hombres nacen dos veces, Flora, Barcelona 1963.-Carré, A. M, La conversión de cada dí­a, Narcea, Madrid 1971.-Dhotel, J. C. La conversión al Evangelio, Marova, Madrid 1980.-Frossard, A, Dios existe: yo me lo encontré, Rialp, Madrid 19815.-Giordani, 1, Los grandes conversos, Casulleras, Barcelona 1955.-Grasso, D, Génesis y psicologí­a de la conversión, Librerí­a Religiosa, Barcelona 1956.-Moltmann, J, Conversión al futuro, Marova, Madrid 1974.-Montcheuil, Y. de, La conversión del mundo, Fontanella, Barcelona 1963.-Newman, J. H, Apologí­a “pro vita sua”. Historia de mis ideas religiosas, Ed. Católica, Madrid 1977.-Nicolau, M, Psicologí­a y pedagogí­a de la fe, Razón y Fe, Madrid 1963.-Stehman, S, El Dios que yo ignoraba, Narcea, Madrid 1971.-Vergés, S, La conversión cristiana en Pablo, Secr. Trinitario, Salamanca 1981.-Véase bibl. de las voces Penitente y Pecador/pecado.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

En el lenguaje teológico, conversión significa normalmente un impulso espiritual hacia Dios tal como se comunica a sí­ mismo en Cristo y en el Espí­ritu Santo.

1. DATOS BíBLICOS. El concepto del NT hunde sus raí­ces principalmente no en la noción filosófica griega de conversión, que es primordialmente intelectual, sino más bien en el concepto súb (volverse hacia, volver la espalda a, regresar) del AT. Los profetas miran a Israel como quien ha vuelto la espalda a Yhwh y necesita convertirse a él para escapar al castigo colectivo (Os 7,10-12; Am 4,6.11). Según Is 6,10, tal como se interpreta en los LXX y en el NT, los israelitas serí­an sanados si fueran capaces de ver, oí­r y convertirse; su ceguera y sordera son castigos por el pecado. Jeremí­as y Ezequiel enfatizan la dimensión interior y personal de la conversión como una aceptación de la alianza de Dios grabada en el corazón (Jer 31,33; 32,37-41; Ez 11,19; 18,19-32).

Juan el Bautista y Jesús hacen de la conversión individual (metánoia) un tema básico de su proclamación. Juan llama al arrepentimiento y a las buenas obras ante la inminencia del juicio de Dios (Mt 3,1-2; Me 1,1-8; Le 3,1-20). Jesús añade al mensaje de Juan la buena noticia de que Dios está ya estableciendo su reino a través del amor y la misericordia. La conversión es para Jesús una condición para la fe, el discipulado y la salvación.

Los términos epistrophé y metánoia son frecuentes en Lucas y Hechos, que unen la conversión con la misericordia (Lc 10,37; 24,47; He 3,19), la fe (He 2,38; 10,43), el bautismo (He 2,38; 10,47), la paz interior y el gozo (Lc 7,50; 15,32; 17,6), el don del Espí­ritu Santo (He 2,38; 10,45; 11,15-18), la vida (He 11,18) y la salvación (Lc 8,12; 19,9). Pablo y Bernabé exhortan a los paganos a apartarse de los í­dolos hacia el Dios vivo (He 14,15). La conversión de Pablo, tres veces descrita en Hechos, implica tanto la iluminación personal como una vocación al apostolado (He 9,1-19; 22,346; 26,9-18).

Pablo utiliza ocasionalmente términos como metánoia (Rom 2,4; 2Cor 7,9-10; cf 12,21) y epistrophé (1Tes 1,9; cf 2Cor 3,16); pero él expresa mucho más a menudo la idea de conversión por medio de metáforas, como la de morir y resucitar de nuevo y la de lograr un cambio de vida (Rom 6,4; 1Cor 6,11). Habla de una progresiva transformación hacia nuevos grados de gloria (2Cor 3,18). Para Juan, al igual que para Pablo, llegar a la fe implica la idea de conversión; es un paso de la muerte a la vida, de la oscuridad a la luz. En el Apocalipsis,-la conversión se considera como una condición para el perdón (Ap 2,16.22; 3,3). Se trata de abrir el propio corazón a Jesús, que llama y desea entrar (3,19). El puesto central de la conversión en la catequesis primitiva está señalado en Heb 6,1 en un contexto que subraya la necesidad de perseverancia (Heb 6,4-6).

2. HISTORIA DE LA IGLESIA. La rápida expansión del cristianismo durante los primeros siglos tuvo lugar principalmente por medio de las conversiones. El éxito del cristianismo para atraer conversos se debió a su sacramentalismo, que rivalizaba con el atractivo de las religiones mistéricas; a su respetabilidad como filosofí­a, que superaba a las escuelas griegas; a los lazos comunitarios de amor y compañerismo y a la integridad moral de sus partidarios. Las historias de la conversión de Justino, Clemente de Alejandrí­a y Agustí­n demuestran hasta qué punto estaban interrelacionadas las motivaciones filosóficas, religiosas y morales.

Las modernas concepciones de conversión están profundamente marcadas por los escritos de predicadores evangelistas americanos (J. Edwards), metodistas británicos (J. Wesley), santos católicos (Ignacio de Loyola) y lí­deres espirituales que entraron en la Iglesia ya adultos (J.H. Newman, T. Merton, D. Day).

3. ENSEí‘ANZA Y LITURGIA DE LA IGLESIA OFICIAL. Varios concilios de Occidente han configurado de modo decisivo la doctrina católica sobre la conversión. El segundo concilio de Orange (529), confirmando algunas posturas antipelagianas de Agustí­n, enseñó la absoluta necesidad de la gracia y de la iluminación del Espí­ritu Santo para efectuar el asentimiento a la predicación del evangelio e incluso para el deseo de la fe y el bautismo (DS 373-377).

El concilio de Trento, en su decreto sobre la justificación (1547), declaró tanto la libertad de la conversión como la primací­a de la gracia de Dios (con citas de Zac 1,3 y Lam 5,21; cf DS 1525). En su descripción de los actos mediante los cuales la gente se dispone para la justificación, Trento mencionaba la fe, el temor de la justicia de Dios, la esperanza en la misericordia de Dios, el amor incipiente, la abominación del pecado y el arrepentimiento que conduce al deseo del bautismo y a una determinación de obedecer a los mandamientos de Dios (DS 1526). Trento señalaba también que la conversión continúa a lo largo de la vida a medida que se progresa en la fe, esperanza y caridad por la práctica de buenas obras (DS 1535).

El concilio Vaticano I (18691870) declaró que mientras la Iglesia, “como estandarte levantado entre las naciones”, invita hacia sí­ a todos los que todaví­a no creen, el Señor incita y ayuda con su gracia a aquellos que andan buscando la luz de la verdad, conduciéndoles hacia la fe católica (DS 3014). La fe cristiana y católica, aunque es siempre un don de Dios, es un asentimiento razonable y no ciego (DS 3009-3110).

Para el concilio Vaticano II (1962-1965), la conversión comienza con ser “arrancado del pecado e introducido en el misterio del amor de Dios, quien lo llama a iniciar una comunicación personal con él en Cristo” (AG 13). La conversión debe ser moral y fí­sicamente libre; han de evitarse tácticas de proselitismo indignas. Las motivaciones de los conversos deben ser examinadas y, si fuera necesario, purificadas (AG 13; cf DH 1l). El concilio utilizó el término “conversión” al hablar de la actividad misionera dirigida a los no cristianos; pero al referirse a los cristianos que vienen a la Iglesia católica habló más bien de “el trabajo de preparación y reconciliación de cuantos desean la plena comunión católica” (UR 4).

En orden a facilitar la plena conversión de las personas que entran en la Iglesia, el Vaticano II decretó que se restaurara el catecumenado de adultos (SC 64-66; AG 14). El nuevo Ritual de iniciación cristiana de adultos, con sus varias etapas sucesivas, está diseñado para garantizar una sincera renuncia al mal y una participación comprometida en la muerte y resurrección de Cristo, así­ como una integración social dentro de la Iglesia como comunidad de fe y culto.

4. TEOLOGíA. En la teologí­a clásica (Agustí­n, Tomás de Aquino), la conversión es el proceso por el que un individuo se vuelve a Dios y llega a unirse más estrechamente a él. Este proceso es una respuesta libre a la autodonación de Dios en Cristo y en el Espí­ritu Santo. La conversión se realiza normalmente de forma gradual, pero algunas veces se manifiesta en experiencias de máxima intensidad y en un cambio radical de los propios horizontes mentales y emocionales.

Atendiendo a los objetivos previstos, se puede distinguir entre tipos de conversión como los siguientes: teí­sta (a Dios como realidad trascendente), cristiana (a Jesucristo como la suprema manifestación de Dios), eclesial (a la Iglesia como comunidad de fe) y personal (a un estilo de vida en el que el propio compromiso es vivido hasta el fin). Estos tipos a veces, coinciden en parte o coinciden sencillamente; por ejemplo, cuando alguien encuentra a Dios y a Cristo en la aceptación de un nuevo modo de vida dentro de la Iglesia.

Para B. Lonergan la conversión religiosa es un estado dinámico de enamoramiento espiritual en respuesta al amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espí­ritu Santo (cf Rom 5,5). La conversión religiosa produce nuevos grados de autotrascendencia cognitiva, moral y afectiva. Algunos teólogos de la escuela de Lonergan, haciendo uso de la psicologí­a evolutiva, han distinguido etapas de conversión que corresponden a grados de apropiación personal de la fe y a grados de liberación del egocentrismo.

En el lenguaje contemporáneo, el término “conversión” se aplica de modo especial a los rápidos e inesperados progresos que implica a veces el paso de la alienación a la reconciliación. Los movimientos hacia Dios leves, graduales y continuos se designan con otros términos. La adopción de una fe cristiana explí­cita puede con propiedad llamarse conversión, ya que nos capacita para relacionarnos con Dios de una manera radicalmente nueva, agradeciendo y confiando en él a causa de lo que él ha hecho por nosotros en Cristo: El proceso de conversión, por tanto, no deberí­a separarse de la transmisión del evangelio.

5. . Desde un determinado punto de vista, la teologí­a fundamental puede ser entendida como una reflexión sistemática sobre las estructuras de la conversión y, más especí­ficamente, sobre la conversión a la fe cristiana. La génesis de la fe no puede ser captada adecuadamente si no se toman en cuenta las obras de la gracia tal como son conocidas por la revelación. La teologí­a fundamental deberí­a, así­ mismo, explicar detalladamente el discernimiento racional por el que el evangelio se distingue de sistemas que son incoherentes, supersticiosos o fraudulentos. Las pretensiones cristianas se sostienen, o caen, vista su capacidad de arrojar luz sobre cuestiones de sentido último y de ofrecer riqueza, significado y dirección a la vida humana. Las palabras, hechos y vidas transformados de creyentes comprometidos son factores cruciales para hacer creí­ble el evangelio. La teologí­a de la conversión deberí­a tomar en cuenta la conexión orgánica entre la decisión de creer y la inclinación a unirse a una especí­fica comunidad de fe.

BIBL.: CONN W.E. (ed.), Conversión: perspectives on Personal and Social Transformation, Staten Island, N.Y. 1978; CONN W., Christian Conversion: A Developmental Interpretation of Autonomy and Surrender, Nueva York 1986; DUGGAN R. (ed.), Conversion and the Catechumenate, Nueva York 1984; DULLEs A., Fundamental Theology and the Dynamics of Conversion, en “Thomist”45 (1981) 175-193; LONERGAN B., Método en teologí­a, Sí­gueme, Salamanca 1988.

A. Dulles

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

TEOLOGíA MORAL

SUMARIO

I. Conversión moral en la experiencia de fe:
1. Vida de fe y conversión;
2. Problemática pastoral de la conversión.

II. Notas de teologí­a bí­blica:
1. Vocabulario bí­blico sobre la conversión;
2. Exodo y Sinaí­
3. Historia de pecado y llamada de Dios;
4. Dimensión interior y exterior de la conversión;
5. Perdón y conversión en Jesucristo;
6. Seguimiento de Cristo.

III. Reflexión sistemática:
1. Conocimiento de Dios:
a) Gratitud,
b) Sentido del pecado personal,
c) Entrega al Señor,
d) Oración;
2. Búsqueda del bien:
a) Sinceridad,
b) Objetividad,
c) Conversión continua,
d) Comunión en el bien;
3. Renuncia necesaria:
a) Pecado y concupiscencia,
b) La cruz,
c) Las limitaciones humanas;
4. Hacia una madurez de la conciencia cristiana.

I. Conversión moral en la experiencia de fe

Cuando se aborda este tema conviene precisar enseguida el ámbito semántico del término “conversión” en su uso habitual contemporáneo, indicando así­ cuál es la realidad de la experiencia a la que nos referimos. Se dice que una persona se convierte cuando se quiere indicar su paso a la fe cristiana; suele atribuirse a una persona adulta que antes viví­a con una fe distinta o sin fe alguna (explí­cita). En otro sentido conversión indica el paso de una vida pecaminosa a una vida moralmente buena; en particular se dice del paso del estado de pecado mortal al estado de gracia. En ambas acepciones, si consideramos la condición del sujeto y su dinamismo de conciencia, se pueden distinguir dos niveles en el significado del término: conversión como cambio de la l opción fundamental de la persona; conversión como progresiva consolidación y gradual realización de la opción fundamental misma.

Aquí­ hablaremos de conversión moral en la vida de un persona creyente, teniendo en cuenta su momento “inicial” o fundamental, pero atendiendo sobre todo a su evolución hacia la plenitud en la vida de los creyentes.

El tema, pues, afecta ciertamente a la intimidad de la conciencia personal, pero afecta también a la realidad concreta de los comportamientos y a la dimensión social de la vida. Una pregunta que brota a partir de múltiples experiencias de dolor: la división y oposición entre una persona y otra, lo mismo que la división y dispersión interior; el sentido de la lejaní­a de Dios, incluso para la persona creyente, y que no es sino nuestra lejaní­a de él, como ruptura entre vida y fe.

1. VIDA DE FE Y CONVERSIí“N. La raí­z y el fundamento de la vida cristiana es la realidad del encuentro con Dios en Jesucristo, comprendido y asumido como determinante para toda la existencia. La vida moral, pues, con sus principios y sus valores, con los criterios inspiradores de las decisiones cotidianas, no puede ser algo que está “al lado” de la vida de fe; ésta necesariamente se encarna y se expresa en aquélla. En la unidad de experiencia de la conciencia personal, la verdad de la relación con Dios no se puede comprender y vivir al margen de la verdad de las múltiples relaciones que afectan a la libertad y la responsabilidad. La fidelidad a Dios comporta la fidelidad a la conciencia, cuya “voz” solemos interpretar los creyentes como “voluntad de Dios”. Negativamente, el compromiso con la propia conciencia introduce siempre un .velo de mentira en la relación con Dios. Positivamente, el crecimiento en la adhesión a la fe lleva consigo una capacidad mayor de transparencia de conciencia.

2. PROBLEMíTICA PASTORAL DE LA CONVERSIí“N. El modo en que la conversión es unida al sacramento de la /penitencia resulta a veces un poco simplista. Sin querer disminuir la importancia del momento sacramental, o incluso llamando la atención sobre el modo de prepararlo y celebrarlo, hay,que recordar que el problema ético y religioso de la conversión plantea la exigencia pastoral de una formación cristiana personal cuidada y profunda. Todaví­a existe en la mentalidad cristiana contemporánea una comprensión muy legalista de la conversión. Ciertamente que es importante que una persona en estado de pecado mortal pida la reconciliación con Dios; como es también importante la actitud pastoral de “comprensión” ante posibles recaí­das, incluso cuando son razonablemente previsibles. Esto es válido también, análogamente, para los pecados no mortales, incluida la venialidad habitual. Pero no es indiferente la intencionalidad pastoral ante estas situaciones, como tampoco lo es la actitud espiritual respecto al propio pecado.

El momento de la celebración sacramental necesita integrarse en una atención espiritual y pastoral continua, en la que se traduzca la atención a una conversión real y profunda, a una continua profundización de la vida de fe y a un afinamiento igualmente continuo y conexo de la sensibilidad ética y de la capacidad de elección moral positiva. Entre los muchos problemas a los que la vida y el testimonio de los cristianos deben hacer frente hoy, está la necesidad de ser y ayudara ser personas verdaderamente adultas en la fe, con una conciencia moral formada y arraigada en la experiencia del encuentro con el Señor, lo cual no se puede considerar secundario ni subordinado a otras preocupaciones. Sobre todo en un contexto pluralista a nivel cultural, religioso y moral, el que se preocupa por contribuir a “mejorar” la vida religiosa y moral no debe hacerse ilusiones sobre la eficacia de los “ajustes prácticos” o de las prácticas acordes con ciertas orientaciones, aunque sean justas e importantes. Una “mejora” real debe contar con la dimensión personal interior de la conversión, con la capacidad de una verdadera y profunda decisión de fe y también con una profunda y auténtica libertad y responsabilidad de conciencia. Una conversión así­ no puede apoyarse en un sentido espiritual y pastoral regulado por las mí­nimas exigencias necesarias. Incluso la prudente sabidurí­a que sabe apreciar los pequeños avances hechos con sentido realista de lo posible necesita estar animada por una intencionalidad que busque con confianza la “realización” de una “justicia mayor” (Mat 5:17.20). Se cuestiona la verdad y la sinceridad de la vida de fe cristiana, así­ como la autenticidad de la experiencia moral que se vive y se entiende desde la relación personal con Dios, y la posibilidad de un testimonio auténtico y creí­ble en nuestro mundo.

II. Notas de teologí­a bí­blica

Quien quiera realizar una investigación sobre el tema de la conversión en los textos bí­blicos debe ante todo enfrentarse con el lenguaje que lo expresa. Ya en este primer nivel, el panorama que se nos presenta, dada la enorme producción de estudios especializados, es realmente complejo. No nos encontramos con un solo término, sino con distintas agrupaciones de palabras que son complementarias entre sí­ y que no guardan una correspondencia exacta entre el texto hebreo del AT y su traducción griega, ni entre ésta y el texto griego del NT. De ahí­ la diversidad tanto en la traducción como en la interpretación y las posteriores referencias a los textos de la revelación por parte de las tradiciones espirituales y teológicas cristianas.

La reflexión hermenéutica está empeñada, a través de un gran esfuerzo para precisar el valor exacto de los términos utilizados, en interpretar el concepto y el tema de la conversión dentro del marco global de los textos revelados, resaltando su relación con otros conceptos y temas que se refieren a la vida moral, tal como se ha vivido y comprendido en la fe a lo largo de la historia, y que las tradiciones bí­blicas nos presentan.

1. VOCABULARIO BíBLICO SOBRE LA CONVERSIí“N. En el AT el término más utilizado en relación con la conversión es el verbo .füb y sus derivados: proviene de la experiencia humana, no de la especí­ficamente religiosa ni ética; significa “volver”, lleva consigo la idea de un camino y supone una dirección previa de marcha contraria. Otros términos hebreos que se refieren al tema proceden de la raí­z nhm: en ellos aparece más reflejada una actitud interior, la de arrepentimiento.

En la traducción griega de los LXX al primer término y sus derivados les corresponde generalmente epistrepheí­n u otros varios compuestos, de strephó; al segundo corresponde normalmente metanoein y otros compuestos de noeó. También estos dos grupos de palabras griegas tienen su origen en la experiencia profana, sin un significado especí­ficamente ético: strephó indica cambio y el movimiento del cambio, que sus compuestos precisarán como inversión o retorno (ana ), alejarse de (apo-), volverse hacia (epi-), distorsión o subversión (dia-),- los compuestos de noeó tienen en su origen un especial acento en el reconocimiento intelectual, incluso cuando se trata de un caer en la cuenta después (meta-), que implica el cambio de opinión y la pesadumbre por haberse equivocado. Traduciendo los términos hebreos del AT, por la traslación significativa que el sentido original permite, asumen el valor ético o religioso que el contexto cada vez tiene. Cuando los mismos términos se utilicen en el NT, tendrán ya una significación mediatizada por el contexto ético y religioso judí­o.

Los términos especí­ficos, aun considerados en su mutua integración, debe comprenderse en referencia al vocabulario más amplio que expresa la relación con Dios, y por lo tanto el sentido de la vida humana a la luz de la revelación. Esto es válido especialmente para el NT. Referidos a Jesús y a su mensaje, los distintos elementos que indican la conversión van unidos muy intensamente -incluso a nivel lingüí­stico- con la fe: creer es convertirse. En Pablo y en Juan los términos especí­ficos de la conversión ceden el puesto al vocabulario de la fe, en la cual la conversión se considera incluida.

2. EXODO Y SINAí. Los acontecimientos de la liberación de Egipto y de la alianza de Moisés constituyen la experiencia fundamental de toda la historia de fe y de costumbres morales de Israel. En el recuerdo que las distintas tradiciones literarias presentan, la referencia al éxodo y al Sinaí­ es la que les sirve para interpretar la existencia de las personas y la historia del pueblo. La autocomprensión de Israel y todo su proceso histórico de maduración en la fe se presentan arraigados en la comprensión de aquellos acontecimientos y en la personal aceptación de su significado, así­ como en la acogida del plan divino que en ellos se manifiesta. Ese es el testimonio del “credo histórico”: “El Señor nos hizo salir de Egipto con mano fuerte y con brazo extendido, nos condujo a este lugar y nos dio este paí­s donde mana leche y miel” (Dt 26 8-9).

La novedad de Cristo que caracteriza al NT se integra también en esta historia. Lo mismo ocurre con la experiencia y la comprensión de la conversión. La historia de su significado sigue muy de cerca la evolución de la experiencia del camino que Israel hace hacia la “tierra”. Ya en el más antiguo recuerdo de Israel el encuentro con el Señor cercano y salvador se vive como experiencia de conversión: la salida de Egipto es experiencia de cambio de lugar y de perspectiva de existencia, de éxodo, de conversión. Es Dios el que ve la situación de su pueblo, se acuerda de la alianza hecha con los padres, se presenta para hacer salir y así­ liberar y crearse un pueblo que es “suyo” sólo porque él lo quiere y quiere que sea así­. Ya el comienzo es un don. Es solamente la generosidad gratuita de Yhwh la que abre un camino nuevo a quienes antes viví­an en una situación de esclavitud y opresión, de alienación de sí­ mismos, del mundo y de Dios, a quien podí­an hacer llegar sólo el grito de la existencia como forma de oración (Exo 2:23-25). Desde el comienzo este “salir de” no es un mero andar. A pesar de no conocer el futuro, es un caminar hacia una meta, una salida dirigida a un encuentro, a un servicio (Exo 3:12), a un reconocimiento; es un dirigirse a la alianza con Dios, y por eso un continuo andar hacia la tierra. El significado de su conversión a Dios en la experiencia de Israel obtiene su sentido profundo no de una reflexión conceptual, sino de una experiencia histórica vivida: el encuentro con Dios en la alianza, el conocimiento de Dios en el don que él le ofrece de unión eterna y absoluta con su pueblo. En el éxodo Israel “pasa” de la condición de nopueblo a ser “convertido” por Dios en pueblo. Yhwh no se conforma con llevarlo fuera de Egipto; su incesante búsqueda del hombre se entiende como voluntad de comunión: “Carilinaré en medio de vosotros, seré vuestro .Dios y vosotros seréis mi pueblo” (Lev 26:12). El don de Dios crea la posibilidad de una existencia humana verdaderamente libre.

Precisamente esta posibilidad, experimentada como condición de la existencia en el caminar a lo largo del desierto, se transforma en exigencia de responsabilidad. Yhwh que se da liberando a su pueblo pide que se le responda con la misma gratuidad. El paso del don a la exigencia no se hace según el esquema del “do ut des”. La pascua de la alianza es el don eterno y radical de la posibilidad de vivir gratuitamente “como” Dios, en comunión con él y con los hombres; en una comunión de pueblo: Dios es su garantí­a para siempre, la tierra recibida será su sello (Exo 19:3-6; cf Gén 12:1-3).

En el camino de formación de la propia identidad de pueblo, Israel ha reconocido siempre el don de la unión entre manifestación de Dios (el Dios liberador) y nacimiento de la comunión humana, entre elección por parte de Dios y pertenencia a él como comunidad de la alianza. Desde siempre, sin embargo, en la conciencia religiosa bí­blica, mientras se proclama la realidad de este don, se afirma también que “se está haciendo”, que pertenece a la promesa, es término de esperanza, está confiado a la fidelidad de Dios como un futuro que viene de él. Es necesario un camino de familiaridad con Dios y de conocimiento de él. Es necesario que en este camino, reconociendo a Dios, Israel mismo se reconozca, deduciendo de aquella relación un conocimiento propio más auténtico (Deu 8:2-16).

La fidelidad de Dios hace posible, sostiene y garantiza este camino. Dios no “se arrepiente” de su amor a su pueblo; no deja de dirigirse a él, educándolo y ayudándole en su maduración. En su sentido último la historia de la conversión queda modelada por la historia de este camino, en el que Dios, lentamente y sin cansarse, guí­a a un pequeño “resto” a que confí­e siempre en él; lo guí­a a la tierra en donde se realizará la alianza: “Aunque tus dispersos se encuentren en los confines del cielo, el Señor, tu Dios, te reunirá, te recogerá allí­; el Señor, tu Dios, te traerá a la tierra, circuncidará tu corazón y el de tus descendientes para que ames al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma, y así­ vivas” (Deu 30:4-6).

La tierra es siempre para Israel el sí­mbolo de su adhesión a Dios, viviendo conscientemente el don que Dios hace de sí­mismo. La “tierra” es lo que Yhwh y el pueblo han trabajado “juntos” en la gratuidad (cf Deu 28:1-4; Deu 30:15-20; Exo 35:21-35). Gracias a la mediación de Israel, la tierra es totalmente don de relación de Dios con todo hombre; a la vez es obra de la autonomí­a de la conciencia, de la inteligencia, de la proyección del hombre, ya que Dios ha hecho al. hombre capaz de todo eso y así­ lo vuelve a hacer en cada intervención liberadora: “Les dio discernimiento, lengua, ojos, orejas y corazón para que razonaran. Puso la mirada en sus corazones para mostrarles la grandeza de sus obras” (Sir 17:5.7). La tierra es el lugar del recuerdo y de la promesa de que la conversión a Dios es posible: por eso es vida, es paz, es shalom para siempre.

Pero el camino de conversión a Dios no es lineal, no es uniformemente progresivo. La conciencia bí­blica coloca, junto al recuerdo perenne “de generación en generación” del don (liberación y alianza) y precisamente por la fuerza de esta “memoria”, la otra conciencia también existencialmente experimentada de la propia resistencia a Dios, la experiencia reconocida del pecado.

3. HISTORIA DE PECADO Y LLAMADA DE Dios. En la experiencia de fe del AT el pecado del hombre no es visto y no se le conoce como un incidente o un obstáculo ocasional y provisional. En este sentido se puede recordar el lúcido testimonio que aparece en el kerigma del yavista. Precisamente en un contexto de gracia, y queriendo anunciar la preeminencia de la gracia y de la bendición (a través de la mediación de Abrahán y de su descendencia), el yavista expresa la conciencia de la seriedad del pecado. La pregunta sobre el mal presente hace madurar la reflexión sobre el porqué del pecado. La interpretación teológica expresada en Gén 3 quedará como punto de referencia y como provocación para las generaciones siguientes: Israel deberá hablar de la misericordia de Dios siempre que hable de la vida del hombre. La intensa conciencia de la incidencia histórica del pecado está presente en todo el marco de la experiencia bí­blica. Basta recordar los Salmos las narraciones de las obras de Dios, la palabra profética, la experiencia sapiencial. Siempre está presente la conciencia del pecado del individuo como persona, pero como algo que le supera y le condiciona; que se exterioriza en las formas de convivencia, en los modelos de comportamiento que hacen posible la comprensión y la decisión por unos valores en las instituciones humanas, civiles o religiosas (cf 2Sa 12:1-14; Neh 9:1636; Dan 9:1-19). Está presente la conciencia de un pecado que afecta al corazón del hombre, a la raí­z profunda de su existir y de su conocer, a su capacidad de libertad responsable, a su confianza, sus proyectos, su forma de relacionarse con los otros.

La narración del pecado original (Gén 3) presenta los resultados experimentales de una historia y de una condición de pecado, visible en la vida de Israel a pesar de su elección y de la abundancia de dones que marca el perí­odo daví­dico-salomónico en el que nace el texto: división y hostilidad entre unas personas y otras en una tierra disputada por la posesión de sus frutos, en actitud radical de no aceptar a Dios y su proyecto (2Sam 11; 13; 1Re 21:1-26). Tanto al comienzo como al final se puede reconocer el resultado de la actuación de Dios: crea al hombre en comunión (con Dios y con las personas; en un jardí­n” que es lugar y posibilidad de armoní­a y comunión); promete la reconstrucción de la comunión. Ahora la condición humana está marcada radicalmente por el pecado. Pero Dios sigue haciéndose presente y revelándose. Su palabra, a la vez que impulsa al reconocimiento del pecado, se hace promesa. Por eso la conversión es siempre un “volver a dirigirse”, una vuelta que implica el distanciamiento de algo. Es alejarse de lo que nos tiene lejos de Dios, y es retorno a él (cf 1Re 8:33-40; Jer 26:3; Ose 14:2-5).

En realidad es una historia de resistencia a Dios lo que motiva la necesidad de conversión. Dios no permanece indiferente ni disminuye su compromiso de alianza: “No le quitaré mi gracia y no disminuiré en mi fidelidad. No violaré mi alianza, no cambiaré mi promesa” (Sal 89:3435). La fidelidad de Dios se expresa como solicitud para que Israel vuelva a depositar su confianza en él. Así­ la imagen de la fidelidad de Dios y de la conversión del hombre, que Dios hace posible, se expresará en el “tiempo” de Cristo como parábola del padre, que desde lejos, con su confianza silenciosa, atrae hacia sí­ al hijo y lo espera (Luc 15:11-32).

4. DIMENSIí“N INTERIOR Y EXTERIOR DE LA CONVERSIí“N. Quizá no sea casual que el verbo §úb y sus derivados aparezcan la mayor parte de las veces en los escritos proféticos (sobre todo en Jeremí­as) y también en el Génesis, en 1Reyes y en los Salmos. El verbo indica un cambio que en su sentido original es movimiento espacial (el retorno del exilio está indicado con este término). Y precisamente este significado de movimiento se usa con valor simbólico: dirigirse a los í­dolos es signo de distanciamiento de Dios, de apostasí­a; la conversión a Dios es dirigirse a él, “retornar” (cf Ose 6:1-6; Jer 3:12-13). Asumiendo un significado ético y religioso, el término indica la dimensión interior de la existencia humana; hace referencia al corazón de la persona; habla del cambio de todo el ser humano, un cambio global de dirección en la conducción de la propia vida. No está en juego una simple actitud o un contenido concreto de decisión; no se trata de desatender por algún tiempo algo a lo que se estaba dedicado; se trata de orientarse í­ntegramente uno mismo a alguien, desplazando la dirección misma del propio caminar. Una idea así­ del cambio de dirección, sobre todo en la época tardí­a, irá asociada a la de “arrepentimiento” de quien reconoce el propio error anterior y su propia responsabilidad en él, lo que se expresa de un modo más explí­cito en el vocabulario relacionado con nhm (cf Jer 8:6; Gál 2:12-13).

La necesidad de convertirse arrepintiéndose y volviendo a Dios es central en el mensaje profético, especialmente atento a la verdad interior. En el AT, hacer penitencia se expresa de dos modos. El primero es el cultual-ritual, y no es especí­fico de Israel. Suele expresarse en el ayunto público, acompañado por otras formas externas (vestirse de sayal, echarse ceniza en la cabeza, etc.) y de oraciones penitenciales. Con ellas se pretende alejar el mal y se pide a Dios que aplaque su ira. Quizá en estas oraciones domine la necesidad de alejar el miedo y de detener el juicio de condena considerado inevitable (2Cr 20:3; Job 3:4-9). El segundo modo, propio de Israel, está indicado en los profetas. Para ellos la necesidad de penitencia se sitúa dentro de la relación entre Yhwh y el hombre. Domina la idea de una relación que hay que restablecer. La crí­tica profética a la forma de penitencia exclusivamente cultual-ritual la motiva su falta de interioridad en el corazón del hombre: Dios quiere fidelidad y piedad, experiencia y conocimiento de él, no “obras” externas de penitencia (Ose 6:1-3; Isa 58:5-7; etcétera). De este modo los profetas indican tanto el aspecto interior de la conversión (confianza-obediencia-fidelidad) como el aspecto personal del pecado y de la vuelta a Dios: “No se apoyarán en quien les ha confundido, sino que se apoyarán en el Señor, el santo de Israel, con lealtad” (Isa 10:20). El pecado aleja a Dios porque no afecta sólo a una acción individual del hombre, sino a la orientación de su vida, lo que él busca y aquello en lo que confí­a, en lo que se apoya para vivir. Al mismo tiempo los profetas reclaman también la dimensión social del pecado en sus consecuencias inmediatas y en la solidaridad en el mal, que llega hasta la estructuración pecaminosa de la vida en común (cf Amó 6:1-7; Isa 2:1-20; Eze 22:27-31).

Fue precisamente la palabra y la experiencia profética (sobre todo Jeremí­as y los profetas del exilio y del posexilio) lo que indicó el horizonte de la conversión en el que se integrará el anuncio del reino en la persona de Jesús. En primer lugar los profetas indican la doble polarización en que se expresa la realidad del pecado: personal y social, fundamental y concreto. La visibilidad del gesto concreto reclama la interioridad del corazón que en él se expresa y de él vive. El carácter personal del pecado reclama un contexto social que tiende a justificarlo con la lógica de sus estructuras vitales y al hacerlo deseable con el ejemplo corriente en los comportamientos habituales; a su vez, el pecado personal contribuye a reforzar la eficacia histórica del pecado en su dimensión social. La conversión deberá afectar, por tanto, a lo interior y a lo exterior, a la dimensión personal y a la social: la conversión afecta a la unidad de la existencia y en ella se expresa. La dimensión exterior de la conversión es verificable en la relación interpersonal y social: “¿No es éste el ayuno que quiero: desatar las cadenas inicuas, romper las ataduras del yugo, volver a liberar a los oprimidos y deshacer todo tipo de sometimiento? ¿No consiste acaso en compartir el pan con el hambriento, en meter en la propia casa a los que carecen de techo, en el vestir a quien veas desnudo?”(Isa 58:7-8). Las dimensiones interior y exterior de la conversión muestran sus frutos en los cambios de las condiciones de vida. De esa manera Jeremí­as anuncia a su desconfiado pueblo lo que constituirá el signo visible de la nueva y definitiva alianza: “En este lugar del que decí­s que está en ruinas, sin hombres ni ganado, todaví­a se escuchará la voz alegre y la voz gozosa, la voz del novio y de la esposa, la voz de los que cantan: dad gracias al Señor de los ejércitos, porque es bueno, porque es eterno su amor” ( Jer 33:10-11).

Una segunda perspectiva reclamada por los profetas es la del camino, de la “senda” que hay que preparar al Señor. Se trata de allanar el camino del encuentro con él, y que él mismo ha abierto con la gracia (Isa 40:1-5). Convertirse al Señor significa decidirse a orientar la propia existencia hacia él: la obediencia hecha con la escucha interior es el milagro que él mismo hace posible (Jer 31:31-34; Sof 3, I 1-13. Se renueva así­ el antiguo milagro de la salvación, expresado en la historia de los padres como paso a través de las aguas y el desierto, reinterpretado ahora como victoria sobre la aridez del corazón del hombre, al que Dios hace capaz de conocer y esperar en él. Es el perdón ofrecido: “Buscad al Señor mientras se deja, invocadlo mientras está cerca. Que el impí­o abandone su marcha y el hombre inicuo sus pensamientos; que retorne al Señor, que tendrá misericordia de él, y a nuestro Dios, que perdona inmensamente” (Isa 55:6-7). Para Israel y para cualquier hombre es posible orientarse hacia Dios porque el Padre mismo se orienta hacia el hombre: en la “plenitud de los tiempos” esto sucederá por la “ví­a” de la encarnación histórica del Hijo. El será el centro y la culminación del camino de conversión. Lo será para todos los pueblos.

El oráculo de Jer 31:31-34 y el de Eze 36:24-28 pueden considerarse como la cima de la idea de conversión en el AT: la eficacia histórica de un pueblo que vive coherente con la alianza será el resultado de una renovación interior: “Pondré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón. Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo” (Jer 31:33). “Os daré un corazón nuevo, pondré dentro de vosotros un espí­ritu nuevo, arrancaré de vosotros el corazón de piedra y os pondré un corazón de carne; vosotros seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios” (Eze 36:26.28). En lo más profundo la conversión es conversión del corazón del hombre. Y ésta es precisamente la gracia: este corazón nuevo lo hace Dios (Isa 43:18-19.21). La ley permití­a a Israel conocer el camino al Señor. Pero si la ley podí­a vivirse externamente, a partir de ahora el conocimiento de Dios ya no tendrá lugar “a través” de un medio externo, sino “en la” interioridad de la conciencia y de manera estable. De esta nueva conciencia procederá la decisión del hombre por la fe. Esto será posible porque Dios perdonará. En Jesús, el Padre llamará a los pecadores al encuentro con él. Ya no será posible disociar llamada y misericordia, conversión y seguimiento.

5. PERDí“N Y CONVERSIí“N EN JESUCRISTO. La novedad que Jesús anuncia y que en él se realiza es la definitiva presencia salvadora del amor de Dios [l Moral del NT II, 1, a]. En la “carne” de Jesús, Dios se hace próximo del hombre, se le revela y comunica, pronuncia y realiza su “sí­” definitivo de salvación. No porque las anteriores invitaciones a la conversión fueran aceptadas, ni porque los hombres -o al menos algunos, los mejores- superaran la condición de pecado, sino porque Dios nos ha dado a su Hijo, en él ha llevado a término una alianza nueva (Lev 22:20), en él nos hace ser hijos (Jua 1:12). La conciencia del interlocutor es interpelada frente al reino de Dios presente en Jesús, que lo anuncia: “El reino de Dios está cerca; convertí­os y creed en el evangelio” (Me 1,15). Acoger el reino de Dios, aceptar la relación con Dios en Jesucristo es reconocer y aceptarle a él como salvador, es vivir según el designio de comunión que él cumple y revela. Pero los hombres tienen necesidad de ser salvados precisamente porque son pecadores, porque viven según otros criterios, porque no son ya “personas del reino”; por eso tienen necesidad de cambiar el corazón y la mentalidad por una vida que sea entrega al evangelio y seguimiento de Jesús.

La venida de Jesús y su palabra, con su manera concreta de encontrarse con las personas, revelan al Padre, que va a la búsqueda de quien está lejos y perdido, según la ilustración de las parábolas de la misericordia (Le 15). Su manera de ir en busca de los pecadores, de hacerse invitar a casa de ellos, es un continuo hacer gestos de comunión -hacerse próximo, que es la lógica misma de la encarnación- para que en estos gestos sea reconocible la proximidad de Dios, y con ello la posibilidad de mirarlo, de entenderse en relación con él, de confiarse a él, de convertirse. La conversión se entiende ahora como posible en virtud de la donación gratuita que Dios hace de sí­ mismo en Cristo, y que por ser don que se ofrece al pecador, es radicalmente perdón. El estupor y la gratitud animan a la conversión. La alegrí­a de poder dar hospitalidad a Jesús se convierte para Zaqueo en la alegrí­a de una conversión que por sí­ misma es la medida de lo gratuito y no la pretensión de la perfecta observancia de la ley (Lev 19:1-10).

La necesidad de la conversión se subraya con fuerza en el NT. Pertenece a la conciencia de la realidad del pecado presente, dentro y fuera del ámbito del pueblo de la promesa. Pero en el recuerdo de los discí­pulos, la conversión misma queda iluminada por la persona del Señor y por eso mismo declarada posible en el hoy de la proximidad de Dios: ella misma es un don que pertenece a esta cercaní­a salvadora.

No es sólo cuestión de gestos aislados o de decisiones parciales, sino de una orientación total de la propia vida desde la fuerza que da la relación con el Señor. De ahí­ la radicalidad de la exigencia que presenta: no puede haber reservas ni condiciones en la respuesta al Señor (Mat 6:24; Me 8,3438); hay que replantearlo y decidirlo todo a partir del encuentro con él (Mt 5). De aquí­ también la conciencia humilde de una conversión que va madurando en el tiempo, que siempre es don dispuesto a ser acogido y que puede invocarse como se invoca el perdón (Mat 6:12-13; Lev 18:9-14). A Pedro se le pide que sostenga la fe de los demás, después de haberse “convertido” (epistrepsas): él comprenderá entonces qué tipo de conversión se le pide, cuando tras el anunciado canto del gallo cruce su mirada con la de Jesús, que se “vuelve” (strapheis) hacia él ( Lev 22:32-34. 61 ss).

Por otra parte, la conversión que afecta al corazón y cambia la vida, no se hace realidad sino en las decisiones concretas, en las posibilidades de bien que a cada uno se le presentan (Mt 25). El lugar del encuentro es la realidad misma. Para convertirse no hay que esperar otros “lugares”. Más bien, la superación de la concepción legalista de la conversión y su referencia a la persona de Jesús comportan un proceso de interiorización que consiste en asemejarse a él; un proceso nunca concluido y que afecta siempre al hoy, incluso en el fracaso y la permanente pecaminosidad. Además, frente a la entrega de Jesús hasta la cruz, ninguna condición humana es desesperada; ni la del centurión, que puede reconocer al crucificado (Me 15,39); ni la del ladrón, que puede ponerse en manos de Jesús para salvarse (Lev 23:39-43); ni la de los discí­pulos dispersos, pues el grupo se restablece después de sepultarlo y pueden ser testigos del resucitado; ni la de los responsables de la crucifixión, a los que se les anuncia la resurrección como bendición de Dios, fiel a su promesa (Heb 3:13-15. 19-20.25-26).

La entrega redentora de Jesús permanecerá significada y presente en el sacramento de la eucaristí­a, que los creyentes seguirán celebrando en memoria suya (Lev 22:19; 1Co 11:2425). El misterio de su muerte y de su resurrección, centro de la predicación porque es el centro de la fe, será también el fundamento y alma de la conversión y el seguimiento de los creyentes en él, llamados a participar en este misterio porque están llamados a participar de su vida de resucitado.

6. SEGUIMIENTO DE CRISTO. El sentido de la conversión en cuanto que tiene su raí­z en Cristo y en cuanto relación con él está en estrecha conexión con el tema del l seguimiento: se trata de dejarse convertir por Dios, de entrar decididamente en la nueva alianza y en comunión con él, lo cual se nos hace posible en el encuentro con el Hijo, que se ha hecho carne. El discí­pulo que camina detrás de Jesús es el que aprende a “caminar como él caminó” (Un 2,6). La llamada del comienzo continúa en la sucesiva atención (palabras y gestos) de Jesús, hasta la donación del Espí­ritu, quien continuará esta misma atención como don interior de familiaridad con él (Jua 14:16.26; Jua 16:12-15; Rom 8). Conversión será su continuo seguimiento, aprendiendo de él, asumiendo en la unión otorgada sus mismas actitudes interiores; conversión será docilidad al Espí­ritu (Gál 5:1618.25).

En las narraciones evangélicas especialmente, se presentan “figuras” de conversión y seguimiento. De manera distinta, en lo que a indicaciones concretas se refiere, pero hay que hacer notar que las figuras de seguimiento son a la vez figuras de conversión, y a la inversa: seguir a Cristo es volverse hacia él cambiando el corazón y la mentalidad; convertirse es dejarse aferrar por él y aprender de él. Piénsese en la imagen de Pedro. Pertenece a la unidad de la narración lucana de la llamada de Pedro su reconocimiento como pecador y su abandono de los propios proyectos, porque de ahora en adelante será el encuentro con Jesús quien determine su vida (Lev 5:1-11). Aquí­ comienza el seguimiento, pero no termina la conversión. En el momento de su clara confesión de fe en Jesús todaví­a tiene necesidad de conversión interior, porque su modo de pensar no es “según los criterios de Dios, sino los de los hombres” (Mat 16:23). La medida de su dificultad para aceptar plenamente el camino de Jesús se verá en su negación (Lev 22:54-62). La realidad de su cambio aparece en el cenáculo, al tomar la iniciativa para sustituir a Judas y al interpretar el sentido de la misión de los doce (Heb 1:15-22); pero más claramente la novedad que se ha manifestado en él se ve después de pentecostés, en su manera de adoptar las mismas actitudes de Jesús, preocupándose por la salvación de aquéllos a quienes se dirige (He 2-4, en particular 3,11-26): “medida” de su conversión es la medida de cómo se ha hecho discí­pulo. Ahora está dispuesto a ser perseguido como Jesús, puede “seguirlo” ( Heb 4:5-31) como no podí­a antes (Lev 22:3334). Y sin embargo, su alejamiento de las posturas anteriores y su confianza en el Señor no es una conquista definitiva; todaví­a tiene necesidad de ser guiado y dejarse conducir; le resultará difí­cil superar el ámbito de pertenencia al pueblo hebreo en su ministerio, como atestigua el episodio de Cornelio (He 10); se mostrará débil frente a las presiones de los judaizantes (Gál 2:1-14). Seguimiento y conversión constituyen la vida de fe de Pedro, su creer y testimoniar hasta el final (Jua 21:19).

Aunque no de modo tan claro y explí­cito como en el caso de Pedro, las distintas figuras de encuentro con el Señor presentadas en el NT permiten captar una relación interna semejante como don y sentido del encuentro salví­fico, como responsabilidad de la respuesta que el mismo encuentro hace posible.

En el epistolario paulino el vocabulario de la fe y de la vida en el Espí­ritu presenta a su manera la dinámica de la conversión como seguimiento: asimilación con Cristo (Flp 2; Rom 8:9-11.28-30) y pertenencia a él (Rom 6:14; cf el frecuente uso de la fórmula “en Cristo” para indicar tanto la obra de salvación realizada por el Padre como la vida cristiana). La conciencia de que el acceso a la fe no ha eliminado la necesidad de conversión está presente en todas sus cartas, sobre todo en las secciones parenéticas, recordando la tensión existente entre carne y espí­ritu, entre lo viejo y lo nuevo, entre ley y libertad, entre egoí­smo y caridad. El comportamiento concreto necesita hacerse expresión-encarnación de la vida redimida, del creer como confianza en el Señor, de la docilidad al Espí­ritu que se nos ha dado (Gál 5), de la salvación realmente acogida. Alma y sentido de la parénesis es siempre la referencia a Cristo como criterio interpretador: valores y problemas que hay que interpretar en su realidad objetiva concreta con la actitud de quien está orientado a Cristo, recuerda su palabra, vive de su pertenencia a él que el Espí­ritu interiormente atestigua y hace presente (Rom 8:1417). Seguimiento que requiere continua conversión es la misma vida del apóstol, como consecuencia de su mirada siempre dirigida al Señor (Flp 3; 2Co 5:11-21).

La referencia a Cristo es el criterio que permite también resolver los conflictos: referencia no a una “palabra” directamente resolutiva, sino a “él”, a lo que de él los creyentes han aprendido y pueden aprender (1 Cor 8 y 10; Rom 14-15). El concepto de conversión se une así­ con el de discernimiento (Efe 5:10; Rom 12:2), necesario para una progresiva asimilación a Cristo en la también progresiva distancia interior y exterior de todo lo que se corresponde con la lógica “mundana”.

También en los escritos de Juan está presente la idea de la conversión en las imágenes y en el vocabulario del creer y del seguimiento de Cristo. Discí­pulo es quien cree en el Hijo, quien confí­a en él; idénticamente es el que hace el bien y no el mal (Jua 3:16-21). El puede conocer el camino, la verdad y la vida, porque Jesús mismo lo encarna y lo revela (Jua 14:6), estableciendo una relación de amistad en la que da a conocer todo lo que ha oí­do del Padre (Jua 15:14-15). Como discí­pulo, se constituye en relación de í­ntima comunión con el Señor; y con la fuerza de esta comunidad que le ha sido dada puede asumir responsablemente los criterios de comportamiento propios de él (13 34; 14 15-21 ; Jua 15:15-27; 17; 1Jn 2:3-6). Esta fe que transforma la vida es obra de Dios (Jua 6:28.44.65); pero es a la vez aceptación y responsabilidad del hombre, como lo atestigua el hecho de que no todos la aceptan; es conversión.

Para Juan, creer significa una alternativa radical que engloba toda la vida: ante Jesús, que revela el amor presente del Padre, el dinamismo de la conversión se identifica con este creer, que es reconocerlo como Señor y confiar en él, en su palabra. El hecho de que esta realidad sea pronunciada con palabras de comunión presenta la vida de fe como participación en la vida misma del Señor, un vivir “de” él y “como” él. Jn 6 lo interpreta en clave eucarí­stica, subrayando que no hay otra posibilidad de salvación y que sus interlocutores son responsables de su adhesión o de su rechazo. Esta adhesión tiene carácter definitivo, lo cual no significa que el creerconvertirse se “cumpla” en un solo acto aislado. Como en los sinópticos, también en Juan los discí­pulos que lo han aceptado y permanecen con él necesitan seguir “aprendiendo” a aceptarlo y a “mantenerse” con él: a conservar sus palabras (8,31.51), asimilar su ejemplo (13,12-17) para que su vivir esté guiado por el amor fraterno, que tiene su raí­z en su mismo amor, fruto y expresión de él (13,3435; 15; 1Jn 4). Los creyentes deberán abandonar la mentalidad del “mundo” y luchar contra ella (Jn 17; ,29). La conversión moral -que radicalmente es el amor fraterno, el mandamiento nuevo “de Jesús” (Jua 15:12)- es encarnación y signo de la conversión de fe; por eso es testimonio de Jesús como Señor. A1 creyente se le da una vida de comunión con el Padre en Cristo y a la vez la capacidad de reconocer (dianoia, 1Jn 5:20) este don y vivirlo hasta su culminación: en el amor fraterno de los creyentes el amor de Dios consigue su objetivo (1Jn 4:12), en él el vivir humano se convierte en interiorización de un conocimiento que es “nacido de Dios”, y en la praxis ética que manifiesta su “permanencia” en él.

III. Reflexión sistemática

Vamos a tratar ahora de precisar de forma sistemática algunos elementos que parecen ser constitutivos de la conversión moral tal como se vive y se comprende dentro de la experiencia de la fe cristiana: convendrá prestar atención a la relación entre los distintos elementos; cada uno de ellos indica un aspecto parcial, y a la vez contribuye a la correcta comprensión de los demás. La experiencia personal es efectivamente experiencia unitaria, el contexto de fe es un contexto unificador, el camino de conversión a la fe es camino de unificación personal por la fuerza del encuentro personal con Dios en Jesucristo y dirigido a la búsqueda de la plenitud de tal encuentro.

1. CONOCIMIENTO DE DIOS. El sentido de la conversión en el AT fue madurando progresivamente dentro de la relación con Dios, entendida desde la teologí­a de la alianza; en su base estaba el conocimiento de Dios, que su revelación hací­a posible. En el NT la conversión, como exigencia moral, es situada dentro de la respuesta al anuncio de Jesús: una exigencia y una posibilidad que nace y madura yunto al conocimiento y a la aceptación del amor del Padre que en Jesús se realiza como salvación del hombre. Para nosotros se trata del conocimiento que es don del Espí­ritu, experiencia consciente de estar salvados, es decir, amados y perdonados, llamados a la comunión con Dios y hechos capaces por él de adherirnos a su llamada con una libre responsabilidad. Un conocimiento de Dios que hace posible un verdadero conocimiento de nosotros mismos y de nuestro mundo. Una experiencia de gracia que libera una verdadera capacidad de amar, y por eso mismo de responsabilidad. Podemos tratar de describir este “conocimiento de Dios” en lo que aporta a la dinámica de la conversión moral.

a) Gratitud. Una conversión que nace del encuentro con Dios en Jesucristo arranca de una experiencia de gracia, de comunión dada por la gratuita benevolencia de Dios. El cristiano entiende toda su vida a partir del regalo de este encuentro: por eso la orienta en coherencia con ese hecho. Convertirse no es otra cosa que aceptar la comunión dada con una respuesta que también es comunión; es aceptar la gracia. Adherirse a Dios es expresión de la verdadera conciencia del amor recibido, lo que se convierte en una vida radicalmente marcada por la alabanza y la gratitud. La pregunta sobre el comportamiento justo y el examen de la propia conciencia tiene su lugar de origen y de sentido en la decidida y grata voluntad de adhesión a la comunión con Dios. Se trata, en efecto, de asumir con plena responsabilidad personal la intención que puede reconocerse en la obra salvadora de Dios; y la “lógica” de la comunión con él se convertirá en la lógica de la comunión fraterna en él. El creyente no sólo reconoce haber recibido un don, sino que vive con eterna gratitud la posibilidad que se le da de conformar su mentalidad y su comportamiento a la voluntad de Dios, que es la salvación del hombre reconocida en Jesucristo; el seguimiento está totalmente marcado por la alegrí­a de compartir, que ni siquiera el momento de la cruz puede reducir a algo superficial.

b) Sentido del pecado personal. En el conocimiento cristiano de Dios el sentido del pecado resalta por contraste junto al amor de Dios. Se le entiende en términos de relación personal: Dios es el que se preocupa por el hombre desde el comienzo y siempre, también hoy; en este hoy la persona está constituida en relación con él, como capaz de escuchar y de hablar, y por eso invitada a “responder”, como responsable de la relación misma. Ante el amor de Dios el pecado se desvela en su realidad personal, y entonces la gratitud por el perdón anima la conciencia de una conversión necesaria y posible, también ella don que se ha de aceptar y cultivar. Cuanto más profundo sea el conocimiento de Dios tanto más viva será la percepción de la gravedad del pecado, a la vez que la “alegrí­a de estar salvado” (Sal 51:14) y la decisión de aceptar la salvación. La búsqueda del bien moral se vivirá como búsqueda de transparencia de conciencia en la adhesión de fe, es decir, en el seguimiento del Señor.

c) Entrega al Señor. Quien vive el sentido del pecado personal en la gratitud por el amor del Señor que perdona puede comprender la exigencia de la conversión moral sin ninguna pretensión de autosalvación. El verdadero reconocimiento del pecado propio excluye toda pretensión de justicia y toda confianza en las propias fuerzas. La verdadera comprensión del perdón ofrecido libera de la tentación de juzgar el pecado como ineludible y de justificar así­ la renuncia a la conversión. La conversión se vive dentro de la estructura de la fe, corresponde a su dinámica en la persona que se sabe pecadora y que desde esa condición concreta de su existencia se entrega confiada al Señor. La búsqueda personal de una vida moral positiva se apoya en la conciencia de que Dios mismo está en el inicio de esa búsqueda y la hace posible.

d) Oración. El contexto de la vida de fe como experiencia de la comunión con Dios hace que la conversión sea la realidad que hace explí­cita la relación con Dios. Se trata de “volver a él”, de dejarse guiar por el Espí­ritu, de confiar en su palabra. Desde luego que esto implica decisiones y comportamientos concretos; pero la preocupación para que estén de acuerdo con el espí­ritu y no con la carne encontrará su ámbito propio en el coloquio con el Señor, en la escucha de su palabra, en el abandono explí­cito a él de la propia vida y las propias decisiones. Sólo en la familiaridad con él se puede aprender a reconocer su voluntad. Un camino de conversión es para el cristiano un camino paralelo al de la l oración. Deberá preocuparse de los momentos y formas de su oración como lugar de encuentro explí­cito con Dios, para que su vida sea realmente comunión con él, “retorno” a él, para conformar el “corazón” a su palabra de salvación.

2. BÚSQUEDA DEL BIEN. El contexto de fe cristiana da a la conversión un significado esencialmente positivo y dinámico. La fórmula “evitar el mal” u otras semejantes no expresan todaví­a el sentido profundo de la “conversión”, ni ésta se hace realidad ya acabada en un momento de lúcida y sincera decisión en el que se reniega del pasado pecaminoso. Retornar al Señor es caminar hacia una comunión más auténtica y plena. Se trata de una opción fundamental, que vive, madura y se expresa en las opciones cotidianas: la interioridad de un “corazón” que se hace cada vez más plenamente “del Señor” en la exterioridad de comportamientos cada vez más “justos” (en la medida de lo posible y de la sinceridad con la que se intenta).

a) Sinceridad. La búsqueda del bien como respuesta creyente compromete sobre todo a la conciencia en su sinceridad. Como el pecado, también sus frutos de inclinación al mal, la concupiscencia y la tentación, maduran en la mentira y operan en la mentira: aquella mentira simbólicamente expresada en la narración del pecado original, que muestra al mal como “bueno” y “deseable” (Gén 3:6). La verdad personal de la adhesión al Señor se expresa como preocupación por la sinceridad de la respuesta que lo basa todo en el encuentro con el Señor y todo lo orienta a la comunión con él, sin reservas y sin condiciones. Serí­a iluso pensar que una sinceridad así­ pueda madurar sin preocuparse y vigilar, o que no necesite tomar decisiones concretas y precisas. Se trata de cambiar de mentalidad; es necesario sacudir el propio modo de pensar, de valorar y de sentir. Si se trata de cambiar de dirección, conviene conocer bien la dirección actual y comprender cuál es el cambio que hay que realizar. Lo cual supone una verdadera libertad interior, que en la hipótesis de una persona que necesita convertirse no es idéntica a la espontaneidad. Está en juego la moralidad de la persona, su decisión de asumir con entera libertad la búsqueda responsable del bien.

b) Objetividad. La búsqueda del bien, si es sincera, necesariamente se manifiesta como atención a conocer y elegir lo que es verdaderamente bueno. Con esto indicamos la necesaria preocupación por la objetividad. Es moralmente sincero en la decisión el que se deja guiar por lo que con sinceridad considera que es objetivamente bueno. Sinceramente considera el bien que realiza quien pone en marcha las capacidades propias para comprender el valor de lo que se presenta a su elección. Se trata del discernimiento moral, que para el creyente es búsqueda de la voluntad de Dios; se trata de comprender y decidir el gesto concreto en el que encarnar objetivamente la viva comunión con Dios.

c) Conversión continua. La búsqueda del bien por parte de quien se reconoce pecador perdonado, en la perspectiva de la comunión con Dios, debe tener las caracterí­sticas de la conversión continua. El progresivo conocimiento de Dios, en la familiaridad con él que aporta la oración, lleva consigo un más profundo sentido del pecado y una mayor capacidad para reconocer las posibilidades del bien que es preciso realizar. La libertad responsablemente realizada en el abandono de sí­ en el Señor da origen a una mayor capacidad de libertad. Las nuevas posibilidades objetivas, que las circunstancias de la vida van presentando ofrecen nuevos elementos para una mayor integración personal. En la relación con el Señor todo esto significa invitación a una ulterior y más plena respuesta de comunión. Ya que estas posibilidades son entendidas como don, el creyente tendrá que asumirlas como llamada e invitación en el momento presente a una comunión más plena, conversión hacia la realización plena.

d) Comunión en el bien. El sentido central del amor al prójimo en la vida de toda persona que se ha “convertido” es el criterio interpretativo en la búsqueda del “bien” que se debe realizar. Es la comunión con Dios acogida en su significado y en su lelos. Reconociéndose en una historia que ha sido redimida en Cristo, la búsqueda de comunión fraterna es cooperación con la eficacia histórica del bien, que va más allá del gesto aislado y de la persona individual. Somos conscientes de la solidaridad en el mal, en la que hemos sido engendrados y a la que ha contribuido nuestro pecado. Pero somos llamados también a reconocer la solidaridad en el bien que nos ha precedido y dado apoyo, haciendo posible nuestra conversión: una comunión históricamente eficaz, mediación del nuevo amor de Dios. En este sentido, corresponde a la sinceridad de la conversión responsabilizarse de la propia contribución a la historia del bien que brota de Cristo. La conversión cristiana se realiza entonces como tendencia ala koinonia, manifestándose en las formas concretas de la caridadcomunión y siendo consciente del camino común de conversión, donde la más pequeña aportación de cada uno es una forma real de colaborara una mayor eficacia histórica del bien: también en esto sabe el creyente en quién pone su confianza y su esperanza.

3. RENUNCIA NECESARIA. El hecho de acentuar la conversión como resultado del don recibido y como búsqueda positiva del bien no puede hacer olvidar el aspecto de renuncia, indicado siempre con mucha claridad en las tradiciones bí­blicas. No es desde luego la renuncia por la renuncia, sino porque es necesaria: por causa del pecado personal, por el mal existente en el mundo, por nuestras limitaciones de seres creados e históricos.

a) Pecado y concupiscencia. Si hay que cambiar de mentalidad, si es necesario “retornar”, si creer en el evangelio y abandonarse en el Señor supone una conversión real, es porque otros presuntos valores son los que ocupan la mente y el corazón, porque la persona tiene “afectos desordenados” y persigue objetivos a los que está interiormente unida y c)ue no están ordenados a la comunlon con Dios, sino que mantienen su atención dirigida a otra parte, activando preferencias contrarias a la radical y plena opción por el Señor. La conversión implica necesariamente abandonar algo. Hay que dejar Egipto, abandonar los í­dolos, despegarse de los sí­mbolos de la posesión y de la propia seguridad. Es necesario “renunciar”, y esto siempre tiene el sabor de la “mortificación”.

b) La cruz. Además, la conversión, que es seguimiento de Cristo, no puede desconocer la cruz; es el camino recorrido por Jesús, será el camino del discí­pulo (Lev 9:23). Se trata de vivir una lógica de gratuidad y de comunión, como la de Cristo, en un mundo estructurado con una lógica contraria. El pecado con su eficacia negativa pesará de muchas maneras en el discí­pulo, como pesó en Jesús de Nazaret hasta llevarlo a la muerte. Quien se convierte a Cristo debe saberlo, aceptando él también, con la confianza y la fuerza que le vienen de su comunión con él, “cargar sobre sí­ el pecado del mundo” en la medida en que le sea posible hacerlo.

c) Las limitaciones humanas. La condición de criatura del hombre, con su dignidad y la grandeza de haber sido constituido interlocutor y, en cierto sentido, colaborador de Dios por la comunión con él, aun con sus positivas posibilidades tiene también un lí­mite, los lí­mites que solemos llamar precisamente “creaturales”. En nuestra realidad histórica, marcada por el pecado y no de una manera marginal, las limitaciones de nuestra condición de seres creados se unen con los derivados de la eficacia histórica del pecado, siendo con frecuencia difí­cil distinguir una causa de la otra. Esto, que es cierto a nivel objetivo, lo es todaví­a más a nivel subjetivo, marcado también por ambas causas que lo limitan. La tentación se manifestará muchas veces en la confusión de los planos, por ejemplo como impaciencia ante la necesidad de soportar el tiempo y la necesaria constancia en la persecución de los objetivos buenos, o como no aceptación de lo limitado del bien que se puede realizar. El camino de conversión, arraigado en la fe, “liberado” por la fuerza de la esperanza, animado por la caridad, siempre tendrá necesidad de asumir interiormente el valor real -en Cristo- del “bien” limitado que es posible aquí­ y ahora. De este modo la progresiva integración personal de una conversión viva en la fe se manifestará como “fidelidad”.

4. HACIA UNA MADUREZ DE LA CONCIENCIA CRISTIANA. La conversión cristiana se presenta, pues, como una forma responsable de asumir la respuesta de la fe en una moralidad positiva. Es la que con mucha frecuencia hoy se llama opción fundamental en la fe. Pero precisamente por ser así­ necesita realizarse en la continuidad del vivir personal, encarnándose en las posibilidades’concretas de bien, como continuidad del seguimiento de Cristo. Entonces se tendrá una conciencia creyente que reconoce en el Señor el fundamento de la propia búsqueda, que asume la comunión con él en la comunión fraterna como fin de su “conversión”, que en el comportamiento ético encarna conscientemente su respuesta al Señor y a su amor salvador. Idénticamente, se tendrá una conciencia que reconoce y quiere el bien históricamente posible, encontrando así­ siempre nuevos espacios y horizontes para seguir obrando bien. La verdad de la conversión -de la opción moral positiva en la fe- se verificará en la continuidad y en la transparente tensión de las decisiones particulares personales. La madurez de una personalidad moral creyente tomará cuerpo en la continuidad de su historia; en ella se dará también a conocer, haciéndose testimonio y, por lo tanto, ayuda a la conversión.

[/Consejos evangélicos (del cristiano); /Gracia; /Pecado; /Penitencia].

BIBL.: BASTIANEL S., La preghiera pella vira morak c¡istiana, Piemme, C. Monferrato 1986; BASTIANEL S. y Di P1NT0 L., Per una fondazione bí­blica dell ética, en T- Gom y G. PLANA (eds.), Corso di morale I: Vita nuova in Cristo, Queriniana, Brescia 1983, 77-174; BEHM J. y WDRTHWEIN E., “Metanoed”; “Metanoia”; en GLNT VII, 1971, 77-138; BERrRAM G., “Strepho”; en GLNT XII, 1979, 1343-1382; BÜCxLE F., Moral fundamental, Cristiandad, Madrid 1975; DEMMEa K., Perdono, en Dizionario di etica cristiana, Cittadela, Así­s 1978, 298-300; Di SANTE C., Le conversioni: verso una personalitá rinnovata, Paoline, 1985; DUPONTJ., Studi sugli Atti degli apostoli, Paoline, 1971, 717-814; Gmcer J. y GRELOT P., Penitenza-Conversione, en Dizionario di Teologí­a Bí­blica, Marietti, Turí­n 1971, 895-905; MoNCaLo D., Conversión en Diccionario teológico interdisciplinar I, Sí­gueme, Salamanca 1982; RAHNER K., Conversión en Sacramentum Mundi, Cristiandad, 1973; 5’CHNACKENBURG R., El mensaje moral del N7; 2 vols., Herder, Barcelona 1989-1991; Tosnro A., Per una revisione degli studi Bulla metanoia neotestamentaria, en “RBiIt” 23 (1975) 3-46.

S. Bastianel

Compagnoni, F. – Piana, G.- Privitera S., Nuevo diccionario de teologí­a moral, Paulinas, Madrid,1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Moral

Véase ARREPENTIMIENTO (La conversión: un volverse).

Fuente: Diccionario de la Biblia

En este artí­culo se trata (I-II) del concepto más general de conversión o retorno a Dios, y (III) de la “conversión” en sentido más estricto, es decir, del paso de un bautizado a la Iglesia católica.

I. Teologí­a de la conversión
1. Reflexiones metódicas previas
a) El contenido del concepto de c., teológicamente importante y hasta central, se tratará aquí­ sistemáticamente, pero incluyendo también la teologí­a bí­blica.

b) El concepto de c. no es fácil de deslindar de otros conceptos teológicos afines, como -> fe (lides qua y, con ello, esperanza y caridad), -> arrepentimiento, -> metanoia, -> penitencia, –> justificación (como proceso), -> redención. Remitimos, pues, a estos conceptos. De acuerdo con la naturaleza espiritual y corpórea, histórica y social del hombre, la c. tiene siempre (aunque en expresión muy varia), un aspecto social y cultual en todas las religiones y hasta en el cristianismo (ritos de iniciación, bautismo, liturgia penitencial, instituciones de “despertares”, etc.), aspecto que lo mismo puede ser el lado corpóreo y social de la c. como (de no realizarse personalmente) la desfiguración de la c. y de la religión en general. Aquí­ ya no hablaremos más ampliamente de este aspecto.

c) Las nociones bí­blicas sub, metanoia y otras son conceptos especí­ficamente religiosos, los cuales significan algo más que un cambio intelectual de opinión; se refieren más bien al hombre entero en su relación fundamental con Dios, y no designan solamente una mutación respecto del juicio y de la conducta moral sobre un objeto (y mandamiento) determinado.

2. Conversión como decisión fundamental
Desde el punto de vista de la naturaleza formal de la libertad, la c. es la decisión fundamental por Dios mediante un uso religioso y moralmente bueno de la facultad de elección, así­ como el compromiso con él que abarca la vida en su totalidad. Tal decisión y compromiso requieren cierto grado (siquiera relativo) de reflexión y se producen, por tanto, en un momento determinado de la historia de una vida. Sin embargo, por más que la libertad realizada en una vida única y total no sea una mera suma de actos libres morales o no morales, enlazados en forma meramente cronológica, sino que implica un singular acto libre como decisión fundamental; de la misma esencia de la libertad se desprende también que esa decisión fundamental no está plenamente sometida a la reflexión y por tanto no puede fijarse adecuadamente en un momento determinado del curso de la vida. Este pensamiento debe recordarse siempre en toda interpretación teológica de la c.

3. Conversión como respuesta a la llamada de Dios
El libre retorno del hombre a Dios ha de verse siempre bí­blica y sistemáticamente, como una respuesta producida por la gracia divina a la llamada de Dios, que da al llamar aquello mismo hacia lo que él llama. Este llamamiento de Dios es a una: Jesucristo mismo, como la exigencia y presencia del -> reino de Dios en persona; su Espí­ritu, que, como comunicación de Dios, ofrece libertad y perdón como superación de la cerrada finitud y pecabilidad del hombre; y la situación concreta en que está el llamado, la cual constituye la delimitación existencial de ese llamamiento que proviene de Cristo y del Espí­ritu.

4. El contenido del llamamiento
El contenido del llamamiento (que no puede separarse del hecho mismo de producirse) es invitación (que obliga y facilita su seguimiento) a admitir a Dios, que se comunica a sí­ mismo, libera con ello la existencia de los “í­dolos” esclavizadores (principados y potestades) y da el valor para esperar la redención y libertad definitivas en la “posesión” inmediata de Dios como nuestro futuro absoluto. El llamamiento es, por ende, invitación a salir de la mera finitud (gracia como participación en la vida divina misma) y del estado pecador del hombre, en que éste, por desconfiada desesperanza, se diviniza a sí­ mismo bajo determinadas dimensiones de su existencia en la decisión fundamental de su vida (gracia como perdón), y no sólo la invitación a cumplir obligaciones morales particulares, a “corregirse”. Este contenido del llamamiento puede naturalmente describirse también en dirección inversa: Dondequiera se desprende uno de sí­ mismo (“se niega a sí­ mismo”), ama desinteresadamente al prójimo, acepta confiadamente su propia existencia junto con la imposibilidad de comprenderla y regirla plenamente, y la acepta como llena de sentido en medio de su carácter incomprensible, sin querer determinar por sí­ mismo este sentido último ni disponer del mismo, dondequiera uno logra renunciar a los í­dolos de su angustia y hambre de vida, ahí­ se acepta y experimenta el reino de Dios, a Dios mismo (como última razón de tal acción), aun cuando se haga de manera totalmente irrefleja y, por eso, la c. sea “implí­cita” y “anónima” y, en ciertas circunstancias, no se comprenda expresamente a Cristo como palabra definitiva de Dios al hombre (aunque sí­ se le alcance “en espí­ritu”). A la postre se dice lo mismo cuando jesús llama a la conversión (metanoia) al reino de Dios, que aparece ahora en él mismo y reclama radicalmente al hombre entero, o cuando Pablo invita a la -> fe en el Dios que justifica sin las obras por la cruz de Cristo y Juan exhorta a pasar de las tinieblas a la luz por la caridad y la fe en el Hijo aparecido en la carne. En todas esas llamadas se renueva la exhortación de los profetas veterotestamentarios a la c., y se renueva en forma más radical por la fe en el hecho de que en jesús, el crucificado y resucitado, ha adquirido una forma definitiva e insuperable y, con ello, su seriedad y obligatoriedad postrera el llamamiento de Dios que hace posible la c.

5. La c. como evento contingente
La c. misma es experimentada como don de la gracia (como un recibir la c.) y como radical decisión fundamental que afecta a la existencia entera del hombre, aun cuando se realice en una particular decisión concreta de la vida diaria; ella es fe, como un concreto quedar afectado por la llamada que se me dirige singularmente a “mí­”, y como aceptación obediente de su “contenido”. La c. es esperanza, como un confiarse al camino inesperado y no fijable hacia el futuro abierto e imprevisible en que viene Dios (cf. también -> predestinación); es aversión o apartamiento (hecho libremente y, sin embargo, sentido como don) de la vida pasada, con la tarea de la “expulsión”, por la que se reprime la pecaminosidad de la vida anterior; es amor al prójimo, porque sólo en unidad con éste puede amarse . de veras a Dios, y, sin él; no se tiene conciencia, ni aun en el centro de la existencia, de quién sea Dios; es perseverancia y aprehensión de la situación señera, en cada caso dada solamente en este momento, de la vida en su “hoy”, sin tranquilizarse con que vendrá otra y con que la oportunidad de salvación se da “siempre”; es sereno conocimiento de que toda c. es sólo comienzo, y demostración mediante la diaria fidelidad de que la c., que sólo se logra por la vida entera, está aún por llegar.

6. Fenómenos de c. en las religiones no cristianas
El enjuiciamiento teológico de los fenómenos de conversión en las religiones no cristianas (e incluso en las analogí­as profanas de la praxis psicoterapéutica) ha de hacerse según los mismos criterios con que se interpretan y enjuician teológicamente las religiones no cristianas y eventualmente el “cristianismo implí­cito” en general.

II. Psicologí­a y teologí­a pastoral de la conversión
1) En la praxis corriente de la pastoral católica, queda a menudo oculta la c. como fenómeno central en la historia salví­fica del individuo. Las razones son fácilmente comprensibles: el bautismo, que era en la Iglesia primitiva el acontecimiento de la c. con su entusiasmo bautismal, es por lo general administrado como bautismo de niños. Prácticamente, tampoco cuenta en general la confirmación como encarnación cultual de una c. Lo mismo digamos de nuestra primera comunión tempranamente recibida. Nuestra práctica pastoral sigue normalmente contando con un cristianismo que se vive en una sociedad cristiana relativamente homogénea, la cual considera obvio que las actitudes y decisiones últimas se tomen con espí­ritu cristiano (aunque resulte problemático que así­ sea). La práctica del confesionario, con sus confesiones frecuentes, y la predicación moral, que se ocupa sobre todo de exigencias particulares de la vida diaria, también tienden más a una mil veces repetida rectificación y corrección del diario quehacer cristiano, con su nivel medio, que a una “regeneración” fundamental y singular del hombre.

2) Pero la cura de almas y la teologí­a pastoral no deben pasar por alto el fenómeno de la conversión como tarea decisiva de la pastoral individual. Una razón de esto, pero no la única, está en que la libertad, como irrepetible autorrealización histórica del hombre por la que éste fija definitivamente su suerte ante Dios, implica una opción fundamental; opción que el hombre, dada su naturaleza esencialmente reflexiva e histórica, deberí­a realizar con el máximo grado posible de reflexión explí­cita. De ahí­ que la c. no sea tanto (ni siempre) apartamiento de determinados pecados particulares del pasado, cuanto la aceptación decidida y radical, y radicalmente consciente, personal y singular, de la existencia cristiana, la cual implica una experiencia real de la libertad, de la decisión por el destino externamente definitivo, y de la gracia (cf. p. ej., Gál 3, 5). Y eso sobre todo porque en una sociedad de extremo pluralismo ideológico y anticristiana, el cristianismo del individuo, sin apoyo del medio, no puede subsistir a la larga sin pareja c., es decir, sin la personal decisión fundamental por la fe y la vida cristiana.

3) La teologí­a pastoral y la praxis de la cura de almas debieran por eso ejercitarse más en el arte mistagógico de esa experiencia personal de la c. No es que una verdadera c. pueda producirse a placer simplemente por métodos psicotécnicos; pero un arte mistagógico realmente sabio y hábil en manos de un determinado pastor puede ser útil para una más clara y consciente realización de la decisión fundamental cristiana. En la edad del -> ateí­smo, que declara no poder hallar en la cuestión de Dios sentido alguno ni siquiera como cuestión, ni descubrir en absoluto ninguna experiencia religiosa, este arte mistagógico de la c. no tiene hoy dí­a como fin primero e inmediato la decisión moral, sino el entrar (o hacer entrar) en sí­ mismo y la libre aceptación de una fundamental experiencia religiosa de la ineludible referencia del hombre al misterio que llamamos Dios. Aunque la práctica pastoral católica, por buenas razones (insistencia en lo objetivo, miedo a la falsa mí­stica y al iluminismo, afán de eclesialidad y amor a la sobriedad del quehacer cristiano de cada dí­a, etc.), se ha mostrado y sigue mostrándose desconfiada con relación a una excesivamente buscada producción de experiencias de c. (“metodismo”, movimientos de despertar”), sin embargó, acomodándose al nivel general humano, al grado de cultura, etc., de los cristianos, ella ha hecho diversos esfuerzos metódicos desde la misma antigüedad por lograr la c., tales como misiones populares, ejercicios, retiros, noviciados, etcétera. Pero es necesario comprobar si todos esos métodos de la cura de almas encaminados a la c. apuntan con suficiente precisión hacia aquellos datos y bases del hombre actual que hacen posible para él una original experiencia religiosa y c. El apostolado católico deberí­a ver sus propios peligros caracterí­sticos y tratar de contrarrestarlos decididamente por un auténtico arte mistagógico de la c.: el peligro de lo meramente cultual y sacramental, del legalismo, de la práctica de un pacato cumplimiento con la Iglesia y de la mera convención, de un conformismo con el nivel medio eclesiástico.

4) Puesto que la decisión fundamental debe probarse o tomarse una y otra vez en situaciones de considerable novedad, las fases fundamentales de la vida son otras tantas situaciones y especificaciones de la conversión. Pubertad, matrimonio y profesión, comienzo de la vejez, etc., debieran mirarse como posibles situaciones de c., y la cura de almas deberí­a saber cómo ha de especificarse de acuerdo con estas situaciones su arte mistagógico de la experiencia religiosa y de la c.

5) Partiendo de la naturaleza de la libertad, cuya decisión fundamental se realiza concretamente y debe sostenerse en la variedad de libres decisiones parciales en la vida diaria; partiendo de la conexión que la c. tiene con los lí­mites de la vida humana, con su distinta individualidad y con sus fases cambiantes, es explicable que una vida cristiana lo mismo pueda correr como un lento y continuo proceso de maduración sin censuras muy claramente notables (aunque nunca falten del todo), que como un acontecer dramático con una o más c., de efecto casi revolucionario, y fijables con bastante exactitud en el tiempo (p. ej., en Pablo, Agustí­n, Lutero, Ignacio de Loyola, Pascal, Kierkegaard, etc. ). Y hemos de advertir que una c. < súbita" puede ser también resultado de una larga evolución inadvertida. III. El problema de la c. confesional, es decir, del acto por el que un bautizado pasa de una comunidad cristiana a la Iglesia católica 1) La c. de un cristiano protestante u ortodoxo a la Iglesia católica plantea problemas especiales, pues aquí­ no se trata solamente (o no se trata necesariamente en todos los casos) de un giro en la decisión fundamental de la existencia, sino de un cambio en la situación eclesiástica del converso. En tal caso cabe pensar que se convierta un "santo" y, por tanto, sólo pueda cambiar la situación eclesiástica exterior; como también es posible que alguien, sin especial conversión interior, aunque seria necesaria, cambie solamente su confesión y se haga católico, incluso por motivos que no tienen nada de religiosos. Pero el caso normal será que la c. a la Iglesia católica sea también algo así­ como una c. religiosa. 2) "Es evidente que el trabajo de preparación y reconciliación de todos aquellos que desean la plena comunión católica se diferencia por su naturaleza de la labor ecuménica; no hay, sin embargo, oposición alguna, puesto que ambos proceden del admirable designio de Dios" (Vaticano ii, Decreto sobre el ecumenismo, n. 4). Esta declaración del concilio significa prácticamente que el trabajo ecuménico de los católicos no debe tener por fin lograr conversiones individuales a la Iglesia católica, pues ello desacreditarí­a tal trabajo y lo harí­a imposible. Por otra parte, aun en la era del ecumenismo, tales conversiones particulares son legí­timas, y hasta un deber, con las debidas condiciones, y lo mismo hay que decir del esfuerzo de los católicos, de los seglares o del clero por lograrlas. En caso de conflicto, el trabajo ecuménico tiene primací­a en importancia y urgencia sobre las c. particulares. 3) Respecto del trabajo para procurar c. particulares, cabrí­a hacer resaltar los siguientes principios como especialmente importantes: a) Si este trabajo no ha de degenerar en falso "proselitismo", debe tener por blanco, en los paí­ses llamados cristianos, pero en gran parte descristianizados, la recristianización de los ateos actuales, de los aconfesionales y de los no bautizados; ganarlos para la Iglesia católica sólo puede significar el punto final de una c. en sentido estrictamente religioso. b) Ante la escasez de fuerzas apostólicas en la Iglesia católica, no son en la práctica "objeto" adecuado para el trabajo de c., aun cuando eventualmente éste prometiera éxito, aquellos cristianos acatólicos que, por una parte, llevan en su propia Iglesia una vida cristiana y practican una auténtica religiosidad, y, por otra, en virtud de la c. no cambiarí­an substancialmente con relación a lo más central del cristianismo, que pueden apropiarse efectivamente de acuerdo con sus posibilidades y necesidades religiosas; es decir, personas para quienes un cambio de confesión difí­cilmente supondrí­a una c. en sentido propiamente religioso. Es distinto el caso de aquellos que, aun perteneciendo a una iglesia o comunidad acatólica, al no "cumplir", están prácticamente sin hogar religioso. c) El que por motivos genuinamente religiosos quiere hacerse católico, no debe ser repelido, sino que debe ser atendido con todo cuidado. d) Si así­ lo aconsejan razones ecuménicas o personales, no es menester reducir demasiado el perí­odo entre el momento en que se reconoció la Iglesia como la única o verdadera y el paso oficial a la misma. 4) El apostolado con los convertidos es algo más que una mera instrucción sobre la dogmática y la moral católicas. Durante la preparación del ingreso en la Iglesia, habrí­a que esforzarse en la medida de lo posible por hacer de ese ingreso una conversión relí­giosa en todo el sentido de la palabra. Semejante cura de almas supone un buen conocimiento de la teologí­a no católica e inteligencia del trabajo ecuménico. Ha de esforzarse más por combatir que por favorecer en el converso una actitud puramente negativa contra su antigua comunidad eclesial; debe enseñarle a no perder nada positivamente cristiano de su herencia del pasado por el hecho de su c., y a superar por la fe y la paciencia la vida frecuentemente muy imperfecta de la comunidad católica en que tendrá que vivir. En modo alguno hemos de pensar que el apostolado con el convertido termina en el momento de la c. Karl Rahner K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

El acto de la conversión se representa por el verbo hebreo šûḇ y el verbo griego epistrefō significando ambos volver o retornar (tanto física como espiritualmente). El siguiente análisis se basa en el uso de estas palabras.

La conversión se describe en el AT como una vuelta al Señor abandonando el mal (Jer. 18:8; Mal. 3:7). A causa de la naturaleza corrompida del hombre (Os. 3:7), este cambio es resistido (2 Cr. 36:13). Dios es quien determina la conversión (Jer. 31:18) y el hombre parece tener una parte subordinada (Jer. 24:7). Individuos (2 R. 23:25) y naciones (Jon. 3:10) son sujetos de la conversión. Dios usa a los profetas como agentes secundarios en la conversión (Neh. 9:26; Zac. 1:4). Aquellos que rehúsan volverse al Señor son castigados (Am. 4:6–12) con cautividad (Os. 11:5), destrucción (1 R. 9:6–9) y la muerte (Ez. 33:9, 11); aquellos que se vuelven al Señor reciben bendiciones tales como perdón (Is. 55:7), liberación del castigo (Jon. 3:9, 10), fruto en el servicio (Sal. 51:13; Os. 14:4–8), vida (Ez. 33:14ss.). La conversión de grandes multitudes es anticipa en el advenimiento del Mesías (Dt. 4:30; Os. 3:5; Mi. 5:3; Mal. 4:5, 6).

El NT armoniza exactamente con el AT en cuanto a la descripción de la conversión. La predicación apostólica insiste (Hch. 26:20) que los hombres deban volverse del mal a Dios (Hch. 14:15; 1 Ts. 1:9). Tal conversión significa el trasladarse del poder de Satanás al reino de Dios (Hch. 26:18). La verdadera conversión encierra fe y arrepentimiento; da como resultado el perdón de nuestros pecados (Hch. 3:19; 26:18). Israelitas (Lc. 1:16, 17; 2 Co. 3:16), gentiles (Hch. 15:19) y cristianos (Lc. 22:32; Stg. 5:19, 20) son sujetos de conversión. Pablo es el ejemplo más destacado (Hch. 9:1–18). Los apóstoles fueron los instrumentos en la conversión de grandes multitudes (Hch. 9:35; 11:21). Únicamente hombres convertidos pueden llevar a cabo este bendito ministerio (Lc. 22:32; Stg. 5:19, 20).

Problemas tales como (1) conversión y predestinación (cf. Is. 6:10; Jn. 12:39s.), (2) la conversión futura de Israel (cf. Dt. 4:30; Is. 59:20; Ro. 11:26s.) y (3) la relación de la conversión con el libre albedrío (cf. Mt. 18:3) constituyen algunas de las cuestiones más debatidas en la teología.

BIBLIOGRAFÍA

Arndt; James Strachan en HERE; F.W. Lofthouse en HDAC.

Wick Broomall

HERE Hastings’ Encyclopaedia of Religion and Ethics

HDAC Hastings’ Dictionary of the Apostolic Church

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (125). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

I. Significado de la palabra

Un volverse, o regresar, a Dios. Las principales palabras para expresar esta idea son, en el AT, šûḇ (trad. “volverse”), y en el NT, strefomai (Mt. 18.3; Jn. 12.40: la voz media expresa la cualidad refleja de la acción, cf. el francés “se convertir”); epistrefō (usado invariablemente en la LXX para traducir šûḇ) y (solamente en Hch. 15.3) el sustantivo relacionado epistrofē. epistrefo no se usa en voz pasiva en el NT. šûḇ y epistrefo pueden usarse en forma transitiva e intransitiva: en el AT se dice que Dios vuelve los hombres hacia sí mismo (15 veces); en el NT se dice que los predicadores hacen volver los hombres a Dios (Lc. 1.16s, que se hace eco de Mal. 4.5–6; Stg. 5.19s; prob. Hch. 26.18). El significado básico que expresa el grupo de palabras vinculadas a strefō, igual que šûḇ, es volver hacia atrás (retornar: así Lc. 2.39; Hch. 7.39) o darse vuelta (media vuelta: así Ap. 1.12). El significado teológico de estos términos representa una transferencia de esta idea al reino de las relaciones del hombre con Dios.

II. El uso en el Antiguo Testamento

El AT habla mayormente de conversiones nacionales, una vez de una comunidad pagana (Nínive; Jon. 3.7–10), en las restantes oportunidades de Israel; aunque también hay algunas referencias a conversiones individuales, además de ejemplos (cf. Sal. 51–13, y los relatos de Naamán, 2 R. 5; Josías, 2 R. 23.25; Manasés, 2 Cr. 33.12s), juntamente con profecías de conversiones mundiales (cf. Sal. 22.27). La conversión en el AT significa, simplemente, volverse a Yahvéh, el Dios del pacto con Israel. Para los israelitas, miembros de la comunidad del pacto por derecho de nacimiento, la conversión significaba volver a “Jehová tu Dios” (Dt. 4.30; 30.2, 10) en plena sinceridad de corazón después de un período de deslealtad a las condiciones establecidas en el pacto. Por lo tanto, en Israel la conversión constituía, esencialmente, la vuelta de los apóstatas a Dios. La razón por la cual los individuos, o la comunidad, tenían que “volver al Señor” era que le habían dado las espaldas y se habían descarriado del camino. Por esta razón los movimientos nacionales de regreso al Señor se caracterizaban frecuentemente por la celebración por parte del gobernante y del pueblo de “un *pacto” que consistía en hacer juntos una nueva y solemne profesión de que en adelante serían enteramente leales al pacto divino que habían guardado muy ligeramente en el pasado (como sucedió bajo Josué, Jos. 24.25; Joiada, 2 R. 11.17; Asa, 2 Cr. 15.12; Ezequías, 2 Cr. 29.10; Josías, 2 Cr. 34.31). La base teológica de estas profesiones públicas de conversión estaba en la doctrina del pacto. El pacto que Dios había hecho con Israel entrañaba una relación permanente; el entregarse a la idolatría y al pecado exponía a Israel al castigo señalado en el pacto (cf. Am. 3.2), pero no podía provocar la anulación del pacto; y si Israel volvía de nuevo a Yahvéh, él se volvía a ellos con bendiciones (cf. Zac. 1.3) y la nación era restaurada y sanada (Dt. 4.23–31; 29.1–30.10; Is. 6.10).

Sin embargo, el AT destaca el hecho de que la conversión comprende más que meras señales exteriores de pesar y de reforma de costumbres. Una verdadera vuelta a Dios bajo cualesquiera circunstancias ha de incluir la humillación personal interior, un verdadero cambio de corazón, y una sincera búsqueda de Dios (Dt. 4.29s; 30.2, 10; Is. 6.9s; Jer. 24.7), y será acompañada por una nueva claridad en el conocimiento de su ser y de sus caminos (Jer. 24.7; cf. 2 R. 5.15; 2 Cr. 33.13).

III. El uso en el Nuevo Testamento

En el NT el vorablo epistrefō se utiliza una sola vez de la vuelta a Cristo de un cristiano que ha caído en pecado (Pedro: Lucas 22.32). En otras partes, los que han caído en pecado son exhortados, no a la conversión, sino al arrepentimiento (Ap. 2.5, 16, 21s; 3.3, 19), y las palabras tocantes a la conversión se refieren únicamente a aquella decisiva vuelta a Dios mediante la cual, por la fe en Cristo, el pecador, sea judío o gentil, se asegura la entrada presente en el reino escatológico de Dios, y recibe la bendición escatológica del perdón de los pecados (Mt. 18.3; Hch. 3.19; 26.18). Esta conversión asegura la salvación que Cristo ha traído. Se trata de un acontecimiento que ocurre una sola vez y para siempre, y es irrepetible, como lo indica el uso habitual del aoristo en los modos oblicuos de los verbos indicados. Se describe como un volverse de la obscuridad de la idolatría, el pecado, y el dominio de Satanás, para adorar y servir al Dios verdadero (Hch. 14.15; 26.18; 1 Ts. 1.9) y a su Hijo Jesucristo (1 P. 2.25). Consiste en el ejercicio del *arrepentimiento y la *fe, que tanto Cristo como Pablo vinculan entre sí para resumir entre ambos la demanda moral del evangelio (Mr. 1.15; Hch. 20.21). El arrepentimiento significa un cambio de mente y corazón hacia Dios; la fe significa creer en su palabra y confiar en su Cristo; la conversión abarca ambas cosas. Por lo tanto encontramos el arrepentimiento y la fe ligados a la conversión, el concepto más estrecho con el más amplio (arrepentimiento y conversión, Hch. 3.19; 26.20; fe y conversión, Hch. 11.21).

Aunque el NT registra una serie de experiencias de conversión, algunas más violentas y dramáticas (p. ej. la de Pablo Hch. 9.5ss; la de Cornelio, Hch. 10.44ss; cf. Hch. 15.7ss; la del carcelero de Filipos, Hch. 16.29ss), otras más tranquilas y carentes de espectacularidad (p. ej. la del eunuco, Hch. 8.30ss; la de Lidia, Hch. 16.14), los escritores no muestran mayor interés en la psicología de la conversión como tal. Lucas dedica espacio a consignar tres relatos de las conversiones de Pablo y de Cornelio (Hch. 10.5ss; 22.6ss; 26.12ss; y 10.44ss; 11.15ss; 15.7ss) debido a la gran significación de estos acontecimientos en la historia de la iglesia primitiva, no por algún interés particular en las manifestaciones que las acompañaron. Los escritores conciben la conversión como algo dinámico – no como una experiencia, algo que se siente, sino como una acción, algo que se hace – y la interpretan teológicamente, en función del evangelio al cual el convertido asiente y responde. Teológicamente la conversión significa entregarse a esa unión con Cristo que se simboliza con el bautismo: unión con él en su muerte, lo que trae consigo liberación de la pena y del dommio del pecado, y unión con él en su resurrección de la muerte, para vivir para Dios por intermedio de él y caminar con él en novedad de vida por el poder del Espíritu Santo que mora en el convertido. La conversión cristiana es la entrega incondicional a Jesucristo como divino Señor y Salvador, y esta entrega significa que se reconoce que la unión con Cristo es un hecho real y que la vida debe vivirse en consonancia con esta creencia. (Véase Ro. 6.1–14; Col. 2.10–12, 20ss; 3.1ss.)

IV. Conclusión general

El volver a Dios en cualquier circunstancia, considerado psicológicamente, es un acto del hombre mismo, que elige libremente y que se lleva a cabo en forma espontánea. No obstante, la Biblia deja sentado que es también, en un sentido más fundamental, obra de Dios en él. El AT dice que los pecadores se vuelven a Dios únicamente cuando él los vuelve a sí mismo (Jer. 31.18s; Lm. 5.21). El NT enseña que cuando los hombres lo desean y ponen de su parte para que se cumpla la voluntad de Dios respecto a su salvación, es la obra de Dios en ellos lo que los impulsa a obrar de esa manera (Fil. 2.12s). También, describe la conversión inicial de los incrédulos como resultado de una obra divina en ellos en la cual, por su misma naturaleza, ellos mismos no podrían tener parte, ya que se trata esencialmente de la eliminación de la impotencia espiritual que hasta ese momento les ha impedido volver a Dios: un levantamiento de la muerte (Ef. 2.1ss), un nuevo nacimiento (Jn. 3.1ss), un abrir del corazón (Hch. 16.14), un abrir y darle vista a ojos enceguecidos (2 Co. 4.4–6), y el otorgamiento de entendimiento (1 Jn. 5.20). El hombre responde al evangelio sólo porque Dios primeramente ha obrado en él de esta manera. Además, los relatos de la conversión de Pablo, y diversas referencias al poder de convencimiento que el Espíritu imparte a la palabra que convierte (cf. Jn. 16.8; 1 Co. 2.4s; 1 Ts. 1.5) demuestran que Dios atrae a sí mismo los hombres al influjo de un fuerte, más todavía, un irresistible sentido de compulsión divina. Por ello la costumbre de algunas versiones (av, p. ej.) de expresar el verbo activo “volverse” en forma pasiva, “ser convertido”, aunque sea una traducción mala, representa, sin embargo, buena teología bíblica. (* Regeneración )

Bibliografía. G. Bertram, TDNT 7, pp. 722–729; F. Laubach, J. Goetzmann, U. Becker, NIDNTT 1, pp. 354–362.

J.I.P.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

(Del Latín clásico converto, depon. convertor, de donde conversio, cambio, etc.).

En la Vulgata latina (Hch. 15,3), en la patrística ( San Agustín, Civ. Dei, XXIV), y en el latín eclesiástico tardío, conversio se refiere a un cambio moral, a una vuelta o retorno a Dios y a la verdadera religión, con cuyo sentido ha pasado a nuestras lenguas modernas. (Por ejemplo, las “conversiones” de San Pablo, de Constantino el Grande y de San Agustín.) En la Edad Media la palabra conversión se usaba a menudo en el sentido de abandonar el mundo e ingresar al estado religioso. Así San Bernardo habla de su conversión. El retorno del pecador a una vida de virtud es también llamado una conversión. Más comúnmente hablamos de la conversión de un infiel a la verdadera religión y más comúnmente a la conversión de un cismático o hereje a la Iglesia Católica.

Todo hombre está obligado por la ley natural a buscar la religión verdadera, a abrazarla cuando la encuentra, y a conformar su vida con sus principios y preceptos. Y es un dogma de la Iglesia definido por el Concilio Vaticano I que el hombre puede, con la luz natural de la razón, llegar a cierto conocimiento de la existencia del único Dios verdadero, nuestro Creador y Señor. El mismo concilio enseña que la fe es un don de Dios necesario para la salvación, que es un acto del intelecto dirigido por la voluntad, y que es un acto sobrenatural. El acto de fe, entonces, es un acto del entendimiento, por el que aceptamos firmemente como verdadero lo que Dios ha revelado no debido a su verdad intrínseca percibida por la luz natural de la razón, sino porque Dios, que no puede engañar ni ser engañado, lo ha revelado. Es en sí un acto del entendimiento, pero requiere la influencia de la voluntad que mueve al intelecto a asentir. Pues todas las verdades de la revelación, al ser misterios, son en cierta medida oscuras. Sin embargo, no es un acto ciego puesto que el hecho de que Dios ha hablado no es meramente posible sino seguro. Las evidencias para el hecho de la revelación no son, sin embargo, el motivo de la fe: son los fundamentos que hacen creíble la revelación es decir, hacen cierto que Dios ha hablado. Y puesto que la fe es necesaria para la salvación, para que podamos cumplir con el deber de abrazar la verdadera fe y perseverar en ella, Dios, por su Hijo unigénito, ha instituido la Iglesia y la ha adornado con claras señales de tal modo que pueda ser reconocida por todos los hombres como guardiana y maestra de la verdad revelada. Estas señales (o notas) de credibilidad pertenecen sólo a la Iglesia Católica. Más aún, la misma Iglesia por su admirable propagación, sublime santidad e inagotable fecundidad, por su unidad católica e invencible estabilidad es un motivo grande e irrefutable de credibilidad y testimonio irrefragable de su misión divina (ver Conc. Vatic., De Fide, cap. 3)

Sin embargo, el primer paso en el proceso normal de conversión es la investigación y el examen de las credenciales de la Iglesia, que con frecuencia es un trabajo penoso que dura años. La gracia externa que llama la atención de una persona a la Iglesia y le hace comenzar su investigación es tan variada y múltiple como lo son los investigadores individuales. Incluso puede ser algo para la ventaja temporal de uno, lo cual fue el caso de Enrique IV, Rey de Francia. Puede ser el interés despertado por un gran personaje histórico, como Inocencio III, en el caso de Friedrich von Hurter. Cualquiera que haya sido el motivo inicial, si el estudio se lleva a cabo con una mente abierta, nos llevará al conocimiento de la verdadera Iglesia, es decir, a esta conclusión certera: La Iglesia Católica es la verdadera Iglesia. Sin embargo, esta convicción intelectual no es todavía el acto de fe. Uno puede vacilar, o negarse a dar el siguiente paso, que es la “buena voluntad de creer” (pius credulitatis affectus). Y éste conduce al acto tercero y final, el acto mismo de fe: creo lo que la Iglesia enseña porque Dios la ha revelado. Estos tres actos, especialmente el último, son, de acuerdo con la enseñanza católica, actos sobrenaturales. Luego sigue el bautismo por el cual el creyente es recibido formalmente en el cuerpo de la Iglesia. (Vea bautismo, VII, VIII).

Puesto que el deber de abrazar la verdadera religión es de derecho divino natural y positivo, es evidente que ninguna ley civil puede prohibir el cumplimiento de este deber, ni se debe permitir que ninguna consideración temporal interfiera con un deber del que depende la salvación del alma. Y dado que todos están obligados a entrar a la Iglesia, se deduce que la Iglesia tiene el derecho de recibir a todos los que soliciten ser recibidos, de cualquier edad, sexo o condición. Aún más, en virtud del mandato divino de predicar el Evangelio a toda criatura, la Iglesia está estrictamente obligada a recibirlos y ninguna autoridad terrenal puede impedir el ejercicio de este deber. Sólo a la Iglesia le pertenece establecer las condiciones para la recepción y examinar las disposiciones interiores del que se presenta a ser admitido a su seno. Las condiciones son conocimiento y profesión de la fe católica y la decisión de vivir conforme a ella. El derecho de admitir a los convertidos a la Iglesia le pertenece estrictamente hablando al obispo. Generalmente todos los sacerdotes que ejercen el ministerio sagrado reciben facultades para reconciliar herejes. Cuando se administra el bautismo condicionado, al convertido también se le requiere la confesión sacramental. Esta es la ley claramente establecida en las actas del Segundo Concilio Plenario de Baltimore. El orden de los trabajos es como sigue:
• Primero: abjuración de la herejía o profesión de fe;
• Segundo: bautismo condicional;
• Tercero: confesión sacramental y absolución condicional (Tt. V, Cap. II, n. 240).

No se debe emplear la fuerza, violencia o el fraude para provocar la conversión del no creyente. Tales medios serían pecaminosos. La ley natural, la ley de Cristo, la naturaleza de la fe, la enseñanza y práctica de la Iglesia prohíben tales medios. Credere voluntatis est, así pues creer depende sobre todo del libre albedrío, dice Santo Tomás (II-II: 10:8) y el ministro del bautismo, antes de administrar el sacramento, está obligado a formular la siguiente pregunta: “¿Quieres ser bautizado?” Y solamente después de recibir la respuesta, “Quiero”, él puede proseguir con el rito sagrado. La Iglesia también prohíbe el bautismo de los hijos de padres no bautizados sin el consentimiento de éstos, a menos que los niños hayan sido abandonados por sus padres o estén en inminente peligro de muerte; pues la Iglesia no tiene jurisdicción sobre los no bautizados, ni el Estado posee poder para usar los medios temporales en cosas espirituales. Los castigos decretados antiguamente contra los apóstatas no iban destinados a obligarlos a aceptar externamente lo que no creían en sus corazones, sino a expiar algún crimen (ver el artículo de Santo Tomás, loc.cit.). La legislación medieval, tanto eclesiástica como secular, distinguía claramente entre el castigo a ser infligido por el crimen de apostasía y los medios de instrucción a ser usados para lograr que el apóstata reconociese su propio error. Como dice el obispo von Ketteler: “El castigo impuesto por la Iglesia a los herejes en comparativamente pocos casos no estaba basado en el falso principio de que se puede forzar la mente a la convicción por medios externos, sino sobre la verdad de que por el bautismo el cristiano ha asumido obligaciones sobre las que se puede insistir. Este castigo se infligía solamente en casos particulares sobre herejes públicos y formales.” Los padres convertidos, como los otros católicos, están obligados a bautizar a sus hijos y a educarlos en la religión católica.

La Constitución de los Estados Unidos proclama la completa separación de Iglesia y Estado y garantiza la plena libertad de conciencia. En consecuencia, las leyes de estos estados no ponen obstáculo ninguno a las conversiones. También puede decirse que en su conjunto el pueblo americano es socialmente tolerante hacia los conversos. No es de extrañar que en ese país las conversiones sean comparativamente más numerosas que en la mayoría de los demás. En Inglaterra también, desde la época de la Emancipación Católica en 1829, la libertad de conciencia prevalece en la teoría y en la práctica, aunque allí existe, tanto en Inglaterra como en Escocia, una Iglesia Establecida. Los impedimentos católicos han sido casi enteramente removidos. Sólo se excluye a los católicos del trono y de algunas de las más altas funciones del Estado.

En Alemania después de la Reforma se proclamó el principio tiránico cujus regio, illius religio, en virtud del cual el soberano del momento podía imponer su religión a sus súbditos. Tenía el poder tanto de prohibir las conversiones a la Iglesia Católica, como a obligar a apostatar de ella. En la Alemania de hoy día, la libertad de conciencia es la ley de la tierra. Y aunque existe alguna unión entre Iglesia y Estado, la conversión no supone impedimento o pérdida de ningún derecho civil o político. Antiguamente, sin embargo, la mayoría de los estados prescribían la edad antes de la cual la conversión era ilegal, la cual era entre catorce y dieciséis años o incluso dieciocho.

En Sajonia, Brunswick y Mecklenburg el ejercicio público de la religión católica históricamente estaba sujeto a injerencias vejatorias. En Rusia la Iglesia Ortodoxa es la religión del estado. A las demás sectas sólo se les tolera. Durante la época de los zares la conversión de la Iglesia Ortodoxa al catolicismo estaba seguida de graves impedimentos. Mediante el ukase de 1905 se les concedieron ciertos derechos y libertades a otras denominaciones. La publicación del ukase fue seguido inmediatamente por el retorno a la Iglesia Católica de muchos católicos orientales que habían sido forzados a permanecer en el cisma debido a la persecución. Los países escandinavos fueron muy intolerantes hasta mediados del siglo XIX. Dinamarca le dio la libertad a la Iglesia Católica en 1849, Suecia y Noruega en 1860.

Fuente: Guldner, Benedict. “Conversion.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 4. New York: Robert Appleton Company, 1908.
http://www.newadvent.org/cathen/04347a.htm

Traducido por Fidel García Martínez. rc

Fuente: Enciclopedia Católica