CREDIBILIDAD

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Cualidad que hace asumible o aceptable un mensaje, una persona, una comunidad o una situación. El educador debe hacerse creí­ble en su mensaje por su lenguaje. El mensaje no depende de él. Pero el lenguaje sí­. Por eso debe prepararse para dar credibilidad a sus palabras y para servir al mensaje que le ha entregado quien le ha enviado.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Este término, aplicado al tema de la revelación, aparece por primera vez en el Sal 93,5: “Creí­bles son tus enseñanzas’. Credibilidad equivale, sobre todo, a ver realizadas una serie de condiciones que permiten al sujeto fiarse por completo y libremente de la revelación de Dios Creí­ble se convierte en sinónimo de digno de fe, capaz de atraer a la persona a un compromiso de vida total: por tanto, la credibilidad implica saber decidirse por lo que se percibe como digno de atención y capaz de orientar la existencia.

De todas formas, con el término “credibilidad” estamos frente a una terminologí­a muy – amplia que abarca diversos objetos que. inevitablemente, determinan el grado mismo de entrega por parte del sujeto. En efecto, hablar de credibilidad supone hablar de 2.000 años de historia de la Iglesia. Lo que parece mantener unido el tema es la frase de Pedro: “Estad siempre dispuestos a dar razón de vuestra esperanza a todo el que os pida explicaciones” (1 Pe 3,15). De manera más explí­cita, la credibilidad se convierte en objeto de reflexión y de estudio para los apologetas de los primeros siglos, con la finalidad de presentar la fe cristiana en toda su pureza y fuera de las acusaciones que se le oponí­an desde diversas partes. Para todo el perí­odo patrí­stico, la sí­ntesis más significativa es la que apela a la tradición agustiniana; se habla de credibilidad porque la fe se basa en Dios, tiene a Dios como objeto y tiende a una relación incesante de amor con él. He aquí­ la sí­ntesis más afortunada que encontramos en el Sermo de Symbolo: “Una cosa es creerle a él, otra cosa es creerlo, y otra creer en él. Creerle a él significa creer que es verdad todo lo que ha dicho; creerlo significa creer que él mismo es Dios: creer en él equivale a amarlo” (PL 40, 1 190-1 191).

La historia del tema presenta a la credibilidad aplicada a diversos contenidos especí­ficos; entre los más importantes podemos recordar tres por lo menos.

1. Credibilidad de la fe.- Este acto vio su momento culminante en la formulación de la Constitución dogmática Dei Filius del concilio Vaticano I. Llegaba al final de un largo proceso que veí­a en los nombres de Suárez y de De Lugo las expresiones más significativas: después del Vaticano I llegaron a enfrentarse dos planteamientos, el de Gardeil y el de Rousselot. El objeto especí­fico de la credibilidad de la fe es el que tiende a mostrar las razones por las que no sólo no se da ninguna oposición entre la gracia que suscita la fe y la naturaleza humana del creyente, sino que, sobre todo, en el acto del creer el sujeto es plenamente libre.

2. Credibilidad del cristianismo…- El objeto de esta reflexión, que ha caí­do ya en desuso. es el de demostrar el origen divino del cristianismo. El argumento se basaba de forma privilegiada en la constatación del fenómeno milagroso de la expansión histórica del cristianismo y – en la incapacidad de poder explicar cómo un grupo de personas. los pescadores de Galilea, pudieron encontrar la fuerza y la capacidad para dar vida a un acontecimiento tan rico y complejo, que suponí­a un desafí­o para todos los criterios de interpretación histórica.

3. Credibilidad de la Iglesia.- La demostración de la credibilidad de la Iglesia es más reciente y tuvo su mejor momento en la formulación creada por el cardenal Deschamps: signum levatum in nationes. En efecto. esta reflexión es más rica y compleja; se articula en torno a diversos temas que se refieren tanto a su origen divino como a sus notae, esto es, a las caracterí­sticas con que se ha definido siempre a partir de las primeras profesiones de fe: una, santa, católica y apostólica.

La credibilidad, como tema teológico. debe tener presente antes de cualquier otra dimensión la de la revelación. Es fundamental que cualquier otra expresión de credibilidad que toque a la fe cristiana y a sus contenidos tenga su fuente y su fundamento en la credibilidad de la revelación, ya que en ella es Dios mismo el que se comunica y se da a conocer, haciéndose por eso mismo fuente de credibilidad para todo el que quiera acogerlo.

La credibilidad de la revelación indica, por tanto, que ella no se basa primariamente en las razones que el creyente consigue producir a partir de su propia reflexión, aunque la haya hecho a la luz de la fe, sino que indica más bien que depende únicamente de 1 a persona de Jesucristo, que constituye para la fe la unidad esencial de reveiador y de revelación. Jesucristo no tiene necesidad de ninguna razón de credibilidad fuera de aquella que él mismo lleva y manifiesta al revelarse. Se trata de algo fundamental para que la libertad y la trascendencia de Dios no se vean atacadas y determinadas por la subjetividad del creyente.

El tema de la credibilidad de la revelación se sitúa, por consiguiente, como un tema primario respecto a cualquier otro posible contenido. Se basa en el acontecimiento del misterio pascual, que, en términos humanos, expresa la naturaleza misma del amor de Dios.

Más directamente, el misterio pascual indica la verdad misma de la fe; su credibilidad brota de la centralidad de la persona de Jesús, que, en su muerte, indica la entrega total que Dios es capaz de hacer por amor, y en Su resurrección pone de manifieSto que la muerte ha sido vencida para siempre. El acontecimiento pascual se convierte así­ en principio de credibilidad, ya que permite ver realizada la unidad misma de la revelación, la centralidad de la persona de Jesucristo y – el acontecimiento salví­fico de su encamación. A la luz de la “significatividad” se ha construido una reciente formulación de la credibilidad de la revelación (R. Fisichella). Se indica que en el acontecimiento Jesús de Nazaret es posible encontrar tal plenitud de sentido y de significado que la vida personal sólO se convierte en signiticativa si se realiza a su luz. Con la categorí­a de ” significatividad” se intenta equilibrar los dos polos necesarios para una teologí­a de la credibilidad de la revelación: 1) la gratuidad y la trascendencia de Dios, que se expresan en su libertad plena para revelarse en las formas que él escoja como las más idóneas para manifestar su naturaleza: y 2) la libertad de la persona que debe ver el sentido de esta revelación no sólo en un horizonte objetivamente válido, sino también y sobre todo relacionado con su existencia personal, de manera que la opción de fe se lleve a cabo como un acto global y unitario.

Así­ pues, la credibilidad de la revelación sigue siendo un dato esencial de la teologí­a, ya que así­ se ve motivada para dar razón de la fe, pero a través de un doble movimiento: el que le permite permanecer anclada a la persona de Jesús, como fuente y origen de toda credibilidad, y el que le consiente vislumbrar en cada época las razones capaces de explicitar y explicar su misterio, para que el acto de fe del creyente sea siempre un acto motivado.

R. Fisichella

Bibl.: A, Gardeil, La crédibilité et l’Apologétiqt’e, Parí­s 1912; R. Aubert, El acto de la le, Barcelona 1965: R. Fisichella, Credibilidad, en DTF. 205-225; R, Sánchez Chamoso, Los fundamentos de nuestra fe. Sí­gueme, Salamanca 1981.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO:
1. A modo de premisa;
2. Lí­neas que se deducen de una historia del problema;
3. Ambrosio Gardeil;
4. Pierre Rousselot;
5. Propuesta sistemática;
Conclusión
R. Fisichella

1. A MODO DE PREMISA. “Estos (milagros) han sido escritos para que creáis que Jesús es el mesí­as, el Hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (Jn 20,31).

Este texto, que marca la conclusión del evangelio de Juan, constituye también el comienzo de nuestra historia de creyentes. El evangelista, pensando en los que habrí­an de creer en el maestro “aun sin haberlo visto”, presenta a Jesús de Nazaret en la indisoluble unidad de su manifestación a través de signos y de palabras, como el significado supremo e insuperable de la existencia humana.

A los que ya creen les manifiesta de este modo su profesión de fe en el Señor; él es el cumplimiento de las antiguas promesas y la revelación misma de Dios por ser su Hijo. Sobre este fundamento puede ahora la fe de cada uno crecer más conscientemente, justificarse, y de este modo alcanzar la vida.

Pero también los que no creen todaví­a están presentes al evangelista; a éstos les presenta a Jesús de Nazaret y su mensaje de salvación como el momento favorable para dar el paso de las “tinieblas” a la luz de la vida (Jn 1,9; 3,17-19).

Este texto puede igualmente escogerse como el escenario más significativo en el que situar las reflexiones sobre el tema de la credibilidad de la revelación cristiana que vamos a desarrollar.

De esta perí­copa nos parece que destacan dos principios capaces de orientarnos hacia una comprensión teológica renovada del tema de la credibilidad.

a) En primer lugar, la concentración cristológica. Jesús de Nazaret, revelador del Padre, es el verdadero centro formal de la fe cristiana. “Lo que se ha escrito” no es sino la relectura desde la fe pascual de un acontecimiento histórico que transformó la vida de Juan y de los discí­pulos. Creer que Jesús es el cumplimiento de la antigua promesa equivale a profesar la fe en su filiación divina, pero sin poder prescindir de sus palabras y de sus obras históricas.

La historicidad de Jesús es el fundamento de la reflexión teológica de Juan: como un leitmotiv, esto puede verse en todo su evangelio. El Jesús que nos sale al paso es esencialmente un hombre con la conciencia plena de haber recibido una misión que desea firmemente llevar a cabo hasta el fin. Es el revelador de un mensaje que, sorprendentemente, afirma ser el único capaz de introducir en el conocimiento del misterio de la vida trinitaria de Dios. Es el “enviado” y el “esposo”, tras el cual no puede esperarse ya otro; el “camino” que conduce al Padre se identifica con su persona, y por eso nadie podrá llegar a Dios sin él (Jn 14,4-11).

La primera consecuencia que de aquí­ se deriva para el tratado del tema de la credibilidad será la referencia necesaria al cristocentrismo de la fe.

b) El segundo principio que se deduce del texto es el fin al que está orientada la profesión de fe: la “vida en su nombre”. Así­ pues, la cristologí­a de Juan resulta incomprensible sin su referencia soteriológica.

El acto de creer y de profesar la fe “en su nombre”, esto es, en toda su persona, no es un fin en sí­ mismo; no se cree por creer, sino para, creyendo, poder alcanzar la salvación.

Reconoces el amor del Padre en la vida del Hijo, y particularmente en su muerte de cruz (Jn 3,16; 12,31), equivale para los creyentes a romper las cadenas de la esclavitud y a liberar al mundo del pecado. Jesús es el “salvador del mundo” (Jn 4,42), y su muerte se convierte en “vida para el mundo”.(Jn 3,17).

Sin embargo, lo que impresiona más en Juan es el valor universal que atribuye a la salvación. A diferencia de Pablo, Juan no se detiene en consideraciones sobre la salvación de los judí­os antes y después de los paganos (Rom 1,16); para él toda la humanidad, indiferentemente, está situada ante el Hijo del hombre. En él se ha cumplido definitivamente el juicio de salvación (Jn 3,17; 19,30) y nada ni nadie podrá jamás destruirlo.

Para el tema de la credibilidad se sigue de aquí­ que habrá que recuperar el horizonte soteriológico como elemento constitutivo en cuanto que finaliza el acto de creer.

2. LINEAS QUE SE, DEDUCEN DE UNA HISTORIA DEL PROBLEMA. Recorrer históricamente las etapas del tema de la credibilidad equivaldrí­a a adentrarse en un estudio que abarcara cerca de dos mil años de historia del cristianismo y de teologí­a.

En efecto, en una categorí­a como ésta resulta fácil hacer entrar todos los textos que se han escrito en materia de fe desde los padres apologetas, pasando por toda la Edad Media, hasta nuestros dí­as. La orden de IPe 3,15, a la que se hace continuamente referencia, es el cordón rojo que mantiene unidas las más diversas ideas y teorí­as sobre el tema. La responsabilidad de dar razón de la fe es lo que ha llevado a dirigirse a los hombres contemporáneos en las diversas épocas históricas, buscando y creando categorí­as de pensamiento aptas para la comunicación.

Las soluciones, a lo largo de los siglos, han de atribuirse a los nombres más significativos y a otros menos conocidos. Todos ellos han ofrecido una aportación decisiva para la comprensión del acto de fe.

En primer lugar hay que recordar la tradición agustiniana, que con un texto fuertemente expresivo, casi recogiendo al pie de la letra la terminologí­a de Juan; reduce el acto de fe a una triple condición: credere Deo, credere Deum, credere in Deum. Con la primera se subraya la aceptación del hecho mismo de que es Dios el que se revela; con la segunda se acoge el contenido de su revelación; con la tercera (atendiendo a la construcción latina de in con acusativo) se traza un movimiento interpersonal que es dinámica constante hasta la plena realización escatológica. El autor anónimo del Sermo de symbolo se expresa de este modo: “Aliud enim est credere illi, aliud credere illum, aliud credere in illum. Credere illi est credere vera esse quae loquitur; credere illum, credere quia ipse est Deus; credere in illum, diligere illum” (PL 40,1190-1191; cf también 35,1631.1778; 38,788; 40,235; 36,988; 37,1704).

Un nuevo ejemplo es el que nos ofrece Tomás de Aquino. La Summa Theologiae dedica al tema de la fe las 16 primeras cuestiones de la II-II; allí­ se expone el contenido de la fe (q. 1), el acto (q. 2) y la fe como virtud (c. 4). Para Tomás, la dimensión primordial del acto hay que buscarla en la realidad personal: “actus specificatur ab objecto”; puesto que es Dios el que se revela y el que ha de ser creí­do, el acto de fe tendrá que ser esencialmente un acto personal. Como tal, se dirige a una relación de comunión: “actus autem credendi non terminatur ad enuntiabile, sed ad rem” (S.Th. II-II, 1,2, ad 2). Por tanto, la fe no es sino una reflexión sobre el hombre; creado por Dios, el creyente está en un camino de retorno incesante y siempre nuevo hacia su creador a través del ejercicio de las virtudes teologales.

Después de éstos, el concilio de Trento, en su balance de la posición de Lutero, que destacaba el carácter fiducial de la fe relegando a un segundo plano sus datos objetivos, afirma expresamente la necesidad de los contenidos objetivos de la revelación como primer momento para la justificación: “Disponuntur autem ad ipsam justitiam, dum excitati divina gratia et adjuti, fidem `ex auditu’ concipientes, libere moventur in Deum, credentes vera esse quae divinitus revelata et promissa sunt” (DS 1526).

Los nombres de Suárez y De Lugo son de los más significativos para la comprensión de la teologí­a de la fe a partir de este momento.

Será, sin embargo, el Vaticano 1 el que, sintetizando todo el tesoro patrí­stico-medieval y citando textualmente a Trento, llegará a canonizar definitivamente la fe como respuesta libre del hombre a la revelación de Dios tras la intervención de la gracia, que ilumina la inteligencia y la dispone a la aceptación del contenido revelado. El capí­tulo tercero del De fidei se expresa de este modo: “Ecclesia catholica profitetur virtutem esse supernaturalem qua, Dei aspirante et adjuvante gratia, ab eo revelata vera esse credimus, non propter intrinsecam rerum veritatem naturali rationis lumine perspectam, sed propter auctoritatem ipsius Dei revelantis qui nec falli nec fallere potest” (DS 3008).

Condenando los dos extremos, el del racionalismo y el del fideí­smopietismo (DS 3009-3010; 3031-3036), el concilio inserta la temática de los signos de la revelación como aquella forma que permite al acto de fe tener correspondencia con las exigencias de la razón. Los milagros y las profecí­as se consideran como “signa certissima et omnium intelligentiae accomodata”(DS 3009). Gracias sobre todo al cardenal Deschamps, se describirá a la Iglesia como signum levatum in nationes, capaz, por tanto, de representar para cada uno la forma más adecuada de credibilidad de sí­ misma y del mensaje que transmite (DS 3013-3014) (l Iglesia: motivo de credibilidad).

Lejos de querer imponer el acto de creer o demostrar el hecho de la revelación, estos signos son presentados por el concilio como elementos que pueden garantizar la credibilidad de lo que se expone; se dan, por tanto, como contenidos que, al ser conocidos por la razón según sus propias leyes, son igualmente idóneos para ser creí­dos y acogidos mediante un acto de voluntad.

La teologí­a que se hizo eco de este planteamiento, particularmente después de la publicación de la Aeterni Patris, de León XIII, en el 1879, intentó desarrollar con el método neoescolástico una apologética del acto de fe que comprendí­a esencialmente el motivum fidei y el motivum credibilitatis. Tras una teologí­a que habí­a subrayado el contenido objetivo de la revelación, vení­a ahora una teologí­a que atendí­a más a las condiciones necesarias al sujeto para adherirse a la fe. Así­ pues, la reflexión empieza a tomar en consideración dos elementos caracterí­sticos del acto: el momento suprarracional y la aportación de la razón humana.

Los manuales intentaban, pues, presentar un esquema de teologí­a del acto de fe que se puede esquematizar con algunas palabras-clave:
a) Praeambula fdei. Se trata de aquellas verdades religiosas y morales que pueden conocerse a la luz de la razón humana. Con los praeambula, la decisión de creer sale de la esfera de la arbitrariedad, ya que se justifica como un acto libre ante las exigencias de la razón.

b) Motivum fdei. Es el motivo por el que se cree; esencialmente lo da la autoridad de Dios en el hecho de revelarse de forma verdadera e infalible (DS 3008).

c) Motivum credibilitatis. Constituye el momento del análisis de los motivos por los que es posible creer. Lo peculiar de este momento son los “signos” de la revelación, en particular la Iglesia, los milagros y las profecí­as; son argumentos que atestiguan a la razón el origen divino de la revelación. Puesto que el análisis de los signos permite alcanzar la certeza del hecho revelado, se deduce que es creí­ble el contenido de la revelación.

d) Motivum credenditatis. Es el motivo por el que se debe creer y, por tanto, prestar asentimiento a la revelación. Puesto que Dios muestra como evidente el camino de la salvación, le corresponde al sujeto ver el nexo entre el acto de fe y la salvación que se le da.

Por encima de las diversas terminologí­as, nos encontramos ante la problemática de siempre: ¿Cómo conjugar la presencia de la gracia y la libertad del hombre?

Bajo el nombre de analysis fidei se pueden recoger todos aquellos intentos que se han esforzado en presentar la doctrina teológica sobre la inteligencia del acto del creer como un acto tí­picamente humano y sobre la gracia que se le da al sujeto para realizar un acto que requiere de suyo una intervención divina que lo eleve al conocimiento del misterio trascendente de Dios.

En otros términos, es el problema de cómo puede la autoridad de Dios, que garantiza la verdad del contenido de fe (DS 3008), ser el último motivo al que llega la razón humana para estar cierta de la verdad de su propio acto como acto tí­picamente humano. En una palabra, ¿cómo se relacionan entonces la revelación divina y el conocimiento humano?

Como se comprende, el problema no era, ni es, de fácil solución y exige que se le mantenga en un fuerte equilibrio. Si acentuase el papel de la presencia divina, el acto de fe recibirí­a el asentimiento del creyente, ya que la evidencia serí­a tan grande que no permitirí­a otra cosa; pero ese acto no serí­a ya plenamente humano al no ser libre y verse forzado por la evidencia de la revelación. La consecuencia serí­a una caí­da en el fideí­smo.

Al contrario, si se acentuara el elemento intelectivo del creyente que en su especulación alcanza la claridad para la decisión, el acto serí­a ciertamente libre, pero sin certeza, ya que no tendrí­a relación con la evidencia. Este segundo camino tendrí­a por consecuencia la caí­da en el racionalismo.

Así­ pues, el acto de fe parece destinado a permanecer en una dialéctica que se mueve entre la comprensión del hecho y la ocultación del mismo en un misterio mayor, en donde la gracia tiene un papel decisivo.

Por consiguiente, por un lado tenemos la nota de la sobrenaturalidad: esto significa que para un acto de fe se requiere absolutamente la presencia de la gracia, que permite al sujeto fiarse de Dios que se da a conocer; por otro lado tenemos la voluntad del creyente que tiene que ser plenamente libre en su movimiento hacia Dios; hasta el punto de garantizar que la salvación ofrecida es elegida realmente y no obligatoriamente dada. Finalmente, el entendimiento humano, que ha de garantizar que se está en presencia de un acto cierto, seguro, en cuanto alcanzado como conclusión de un procedimiento lógico.

La historia del problema ha conocido soluciones que giraban en torno a los tres polos que constituyen el acto de fe (la gracia, el entendimiento y la voluntad), privilegiando a veces uno y sacrificando a los otros; sin embargo, en el conjunto de esta historia es donde se podrá encontrar en el futuro una solución más conforme con la sensibilidad contemporánea.

En este sentido, la historia es testigo de un gran campo de batalla; no es casual que este tema se haya convertido en la crux theologorum. En ese estrecho de Escila y de Caribdis que representan el fideismo y el racionalismo, el teólogo tiene que poder y saber moverse con circunspección, sin caer en un pelagianismo injustificado o en un exasperado sobrenaturalismo.

En qué situación se encontraba la teologí­a de la fe en el perí­odo entre los dos concilios podemos fácilmente verlo en un texto expresivo de Mouroux: “Es posible construir una teologí­a de la fe sobre dos diversas perspectivas. La primera es analí­tica y abstracta: se trata de la génesis o de la estructura de la fe, en la que se estudian de ordinario, sobre todo, ciertos elementos como éstos: los factores subjetivos (la inteligencia, la voluntad, la gracia) o los datos objetivos (la credibilidad, el objeto natural, el motivo formal). Es éste el punto de vista habitual de los teólogos. El segundo es sintético y concreto: se estudia la fe, sobre todo, como una totalidad concreta y se intenta explicar su naturaleza existencial. Es el punto de vista habitual de la Escritura y de los padres. En este plano creemos que la fe se explica como un conjunto orgánico de relaciones personales. Nos parece que es útil para la teologí­a poner de relieve este segundo punto de vista” (Yo creo en ti, Flors, Barcelona 1956).

El Vaticano II, dentro de su peculiar perspectiva pastoral, significa ante todo, en este tema, la recuperación de las precomprensiones bí­blicas, que determinan un concepto renovado de pistis como de un acto que es al mismo tiempo confianza, conocimiento y acción. La problemática se orienta además a la asunción de soluciones que encuentran sus referencias filosóficas en el personalismo inspirado en E. Mounier, G.Marcel y J. Mouroux, pero que ya habí­an sido anticipadas en los estudios de J.H. Newman y M. Blondel, y particularmente, aunque con las debidas matizaciones y excepciones, en la perspectiva teológica de P. Rousselot.

Como un dato que surge de la teologí­a del Vaticano II hay que señalar el retorno al contenido de la fe. Deseando olvidar el extrinsecismo de los manuales, el concilio ha vuelto a poner en el centro de la reflexión teológica el acontecimiento de la revelación. Así­ pues, se ha modificado de nuevo el eje de la perspectiva; la revelación, con su contenido objetivo, vuelve a situarse en el horizonte histórico-salví­fico como dato primario; por consiguiente, se ve la fe como “obediencia” del “hombre que se abandona a Dios” por completo, con todo lo que es (DV 5), esto es, como referencia dependiente del acontecimiento de la revelación.

En la caracterización del presente teológico respecto a la comprensión de la credibilidad del acto de fe ha habido especialmente dos autores que han constituido los polos de atracción de las investigaciones contemporáneas en el campo católico: Rahner y Von Balthasar. Se le debe al primero la acentuación de la estructura trascendental del sujeto y la inserción del filón existencialista en la problemática del acto de fe; al segundo, por su parte, se le debe la insistencia en la evidencia objetiva de la revelación y su alteridad respecto al sujeto creyente.

La obra magistral de R. Aubert, Le probléme de l’acte de foi, ha respondido de forma completa a las exigencias de una reconstrucción histórica de esta problemática. La obra, que se detiene en el 1945, o sea, antes de la renovación realizada por el Vaticano II, puede considerarse, sin embargo, de plena actualidad. En efecto, la teologí­a de la fe, que al principio del posconcilio supo poner al dí­a su propio contenido, registró luego un momento de estancamiento. Mientras que las perspectivas bí­blicas han pasado a ser patrimonio común, la dimensión de carácter más subjetivo -o sea, la del que responde a la llamada hecha por la revelación- no ha producido todaví­a resultados significativos que permitan ver superado el esquematismo de los manuales.

Dentro de los lí­mites de este artí­culo, relacionado directamente con el tema apologético, nos queda por presentar más directamente, aunque sea de forma esquemática, los dos intentos que marcaron y determinaron la escena teológica hasta el Vaticano II: l A. Gardeil y P. Rousselot.

3. AMBROISE GARDEIL (18591931). El autor de La credibilité et l’ápologétique (la primera edición de 1908 es como una colección de artí­culos publicados anteriormente en “Revue Thomiste”; luego fue reelaborada acogiendo las crí­ticas de algunos autores, como M. Bainvel y Sertillanges, y publicada como segunda edición en 1912; a ella es a laque nos referimos) tuvo una notable influencia en la exposición académica del tema de la credibilidad. Lo muestran con evidencia los manuales clásicos de Garrigou-Lagrange, Tromp, Calcagno,Parente y Nicolau. Su interpretación marca, quizá, el intento más logrado de producir un estudio sobre la credibilidad que tuviera en consideración tanto las fuertes presiones para una renovación que se iba imponiendo con la publicación de L áction, de Blondel, como el mantenimiento de los contenidos clásicos de la enseñanza tradicional. Como quiera que se la juzgue, esta obra representó en aquel momento el mejor intento de renovación y adaptación de la doctrina escolástica sobre nuestro tema.

Para poder comprender la lógica del procedimiento de nuestro autor hay que valorar, ante todo, su precomprensión apologética. La apologética es para Gardeil la ciencia de la credibilidad del dogma. La primera forma de apologética es la “cientí­fica”, que tiene como objeto peculiar la demostración racional de la credibilidad (p. 230). Una demostración que es posible si se mantienen y respetan las reglas del saber cientí­fico, que producen una sumisión intelectual absoluta. Es ésta la concepción que se persigue en toda la obra de Gardeil y Toque caracteriza a las premisas y demostraciones sobre la credibilidad del acto de fe.

Así­ pues, dada la definición de credibilidad como “la aptitud de una afirmación para ser creí­da” (p. 1), Gardeil comienza su demostración a través del análisis psicológico del acto de fe con la finalidad de indicar cuál es el papel concreto gue representa dentro de la credibilidad.

Tomando como punto de partida el análisis del acto humano, tal como lo describe santo Tomás (ef S. Th. III, 8-21), crea un paralelismo entre este acto y el proceso psicológico del acto de fe, mostrando cómo, al ser el acto de fe un acto humano, tiene que seguir en su desarrollo las fases psicológicas de los actos humanos ordinarios. El paralelismo que se crea entonces, y que a primera vista podrí­a decepcionar, contiene ciertamente algunos rasgos de auténtica originalidad. Existe ante todo en el obrar concreto una intentio finis, mediante la cual cada uno piensa que se proyecta a sí­ mismo, que se da una finalidad a la que tender. Pues bien, en el acto de fe esto corresponde a la intentio fidei mediante la cual el hombre se muestra disponible para creer a Dios que se revela.

Sin embargo, esta correspondencia no basta para nuestro autor; en efecto, es necesario que intervenga la inteligencia para establecer, en virtud de los hechos o de los signos, que se está realmente en presencia de una revelación divina con sus enunciados. El problema de un juicio de credibilidad depende, por tanto, de la demostración de la veracidad y divinidad del mensaje que se dice acreditado por Dios. Así­ pues, la credibilidad debe probarse racionalmente, ya que “ni la intención de la fe ni el tenor de la afirmación ofrecen la evidencia de este elemento de hecho” (p. 35). Por consiguiente, no es posible detenerse en las “razones del corazón”, que todo lo más pueden hacer “desear”el objeto como verdadero. La apologética tiene que llegar a un juicio de credibilidad que “demuestre que es verdadero” (p. 36).

Por tanto, el análisis de los motivos de credibilidad, que, como en el método tradicional, se reducen a los milagros y a las profecí­as, es el que da paso de un sentimiento de fe a un testimonio efectivo de fe divina.

Esta credibilidad “racional” es clasificada por Gardeil como “credibilidad simple”, precisamente porque se conoce a través del análisis racional de los motivos de credibilidad. De ella, que sólo puede alcanzar un juicio de credibilidad posible, se distingue la “credibilidad necesitante”, que constituye la modalidad para la emisión de un juicio de “credendidad”, es decir, en donde el objeto de fe no es ya solamente posible, sino “exigible”; la conclusión a la que se llega es que “hay que creer”. Finalmente, la “credibilidad imperativa”, que supone la obligación moral de creer después de haber alcanzado el juicio de credendidad; en este nivel existe sólo el “¡cree!” (cf Credibilité, en DThC 2206-2210).

Como en todas las obras de inspiración escolástica, también la demostración de Gardeil es clara, precisa, lógica; sin embargo, aunque partí­a de un honrado intento de renovación (basta pensar en la “certitude probable” o en las “suppléances subjectives”), seguí­a estando vinculada a un esquema metafí­sico que impedí­a ver al “real man” implicado en el acto de fe.

La estructura que presenta Gardeil se sitúa todaví­a en el nivel de contraposición entre entendimiento y voluntad, lo cual explica por qué la voluntad, en la psicologí­a de la fe, se presenta como el acto que acude en ayuda de la impotencia del entendimiento cuando éste no puede llegar más allá. Por consiguiente, la voluntad reequilibra el sacrificium intellectus impuesto a la razón falible ante el misterio de Dios.

Semejante proyecto, a pesar de todos los méritos que manifestaba, estaba abocado al fracaso. Por aquellos mismos años empezaba a hacerse una presentación más fresca y genuina, en consonancia con las exigencias de la época, que veí­a una unidad intrí­nseca en el sujeto; esta teorí­a encontraba en P. Rousselot su representante más autorizado.

4. PIERRE ROUSSELOT (18781915). Atento lector de Newman, admirador de Blondel, dotado de una gran formación teológica y filosófica Rousselot era, quizá, la personalidad más capacitada para dar un nuevo impulso al estudio del acto de fe. Su planteamiento parecí­a partir de una atención directa a la fe de los simples que supiera al mismo tiempo tomar en consideración lo “especí­fico” de la fe cristiana. Por esto ya desde las primeras páginas de su proyecto se aparta del mismo Gardezl y traza su punto esencial de solución, es decir, el modo con que el acto de fe opera en cada creyente: “El acto de fe no es de ningún modo apologético, sino puramente teológico” (p. 32). Es sintomático su modo de plantear el problema: “¿Cómo encontrar en el humilde campesino que estudia el catecismo la fe cientí­fica, la demostración racional o, por lo menos, la certeza perfecta de la credibilidad basada en razones absolutamente válidas? ¿Cómo encontrarla en el hombre de color que cree por la palabra del misionero? No basta realmente una explicación psicológica que aclare el mecanismo del acto de fe o de la disponibilidad a creer. Esta explicación se podrí­a aplicar tanto a la fe del musulmán como a la del cristiano. Si el niño católico tiene razón al creer a su madre y a su párroco, ¿estará equivocado el niño protestante al creer a su pastor y a su madre?” (Gli occhi della fede, Milán 1974, 41).

El punto crucial, para Rousselot, es el de no olvidar que existe en el individuo una “actividad sintética del entendimiento” que llega a la realidad superando todas las expresiones meramente conceptuales. Sacando su terminologí­a de “los ojos de la fe” de Agustí­n (“Habet namque fides oculos suos”, puesto como lema en la introducción a la primera parte de su obra), pero teniendo a sus espaldas sobre todo a santo Tomás para la forma de conocimiento y a Blondel para la concepción de la apertura dinámica del sujeto hacia la plenitud del ser, Rousselot recupera el concepto bí­blico de fe y piensa que hay algo que “ver” mediante la fe; más aún: la fe no es constitutivamente más que la capacidad de ver lo que Dios quiere mostrar y que no puede ser visto sin la fe.

Más directamente, Dios no se ha revelado mediante una experiencia interna de cada uno, sino a través de un testimonio histórico que se ha transmitido hasta nuestros dí­as. Para dar razón de este testimonio y garantizar su legitimidad, Dios ha dado signos externos que son objetivamente válidos dirigidos indistintamente a todos. Hay, por tanto, para nuestro autor, hechos “externos”; pero éstos necesitan “ojos de fe” para ser, comprendidos como signos divinos. En efecto, el espí­ritu humano no tiene, en cuanto tal, capacidad para ver estos signos; por eso necesita recibir la “capacidad para ver”, bien para percibir los signos, bien para comprenderlos como hechos de revelación.

Entonces la gracia no es más que la posibilidad de permitir a los ojos ver acertadamente, proporcionalmente, su objeto. No se dan, por tanto, nuevas objetos de conocimiento para la credibilidad del acto, sino que se da la capacidad para entenderlos de tal manera que los indicios, los motivos externos y el lumen gratiae concurran para dar la certeza del acto que se realiza (cf p. 47).

Desde el punto de vista apologético, se sigue que el juicio de credibilidad y el acto de fe constituyen un mismo y único acto, mediante el cual se atestigua tanto la afirmación de la verdad que hay que creer como la percepción de los motivos de credibilidad: “La percepción de la credibilidad y la confesión de la verdad son el mismo acto” (p. 50). Por tanto, la gracia permite la percepción de la credibilidad, pero ésta, a su vez, le da una razón y un sentido. A continuación, la tesis de Rousselot se desarrolla con la exposición del amor como acto que suscita la facultad de conocer y convierte el acto de creer en un acto libre. Así­ pues, con una expresión sintética se puede afirmar que “el acto de fe es razonable porque el indicio que se percibe aporta a la nueva verdad el testimonio del orden natural. El acto es libre porque el hombre puede negar, si quiere, el amor del bien sobrenatural” (pp. 83-84).

Como puede advertirse, estamos ante una propuesta sumamente sugestiva ya que recupera la unidad esencial del sujeto más allá de todo dualismo, recupera igualmente una forma de unidad entre el saber y el creer y reclama finalmente la racionalidad en el acto mismo del creer.

La influencia de esta perspectiva en la teologí­a del Vaticano II es un dato de hecho ampliamente demostrado.

5. PROPUESTA SISTEMíTICA. Estos dos ejemplos están sacados de dos diferentes sensibilidades filosóficas y teológicas. Han marcado una época cada uno a su modo: en efecto, el primero sirvió de base a una teologí­a manualista que formó generaciones de estudiantes candidatos al sacerdocio, mientras que el segundo determinó la renovación que se iba imponiendo en la Iglesia después de aquel movimiento que llevó al Vaticano II.

Creemos que, más en consonancia con nuestro tiempo -marcado ciertamente por movimientos contradictorios (GS 4-10), pero también por una profunda y sincera búsqueda de sentido, que aparece tanto más evidente cuanto más se asiste al fracaso de las ideologí­as y de los humanismos que marcaron el perí­odo posbélico-, el tema de la credibilidad puede afrontarse a la luz de una nueva categorí­a: la significatividad.

a) Explicatio terminorum. Se necesitan dos premisas para una comprensión de lo que vamos a decir:
1) Hablando de credibilidad, hay que observar que estamos frente a una terminologí­a que necesita algunas matizaciones. La historia del tema, como hemos visto, pone de relieve que es posible dar diversos contenidos a la credibilidad. Se habló en tiempos pasados de una credibilidad del cristianismo, mostrando que como religión era superior a todas las demás religiones por su carácter de revelación y por su sentido de plenitud; de credibilidad del acto de fe, que manifestaba especialmente la posibilidad para cada uno de expresar correctamente su humanidad, aun fiándose de lo trascendente; de credibilidad de la Iglesia, que se basaba más directamente en sus “notas” y en el misterio de su desarrollo histórico. En el presente artí­culo el objetivo central es la descripción de la credibilidad de la revelación vista a la luz de la “significatividad”.

Hablar de credibilidad de la revelación significa ante todo querer focalizar mejor el acontecimiento central y cualificativo de la teologí­a fundamental: la revelación en su expresión definitiva en Jesús de Nazaret.

En efecto, esto permite hacer una lectura más global del tema de la credibilidad y ofrece además el escenario más adecuado para que se hable de la fe no por sí­ misma, como si fuera un absoluto, sino como respuesta al acontecimiento de la revelación (DV 5). Al tener como objeto de credibilidad la revelación, creemos que ganará más la lectura de una prioridad de la intervención de Dios en la historia humana. Efectivamente, la revelación se presenta a la teologí­a como acto libre y gratuito de Dios, que sólo por amor sale de su misterio para comunicarse a sí­ mismo a la humanidad, salvándola de este modo.

Por consiguiente, la credibilidad se sitúa ya como un acto que no proviene de la simple subjetividad humana, sino más bien de la objetividad del acontecimiento de la revelación. En este caso, la credibilidad no equivale a la conclusión de un procedimiento gnoseológico, realizado según la metodologí­a de la lógica y de la psicologí­a, sino que es fuente, comienzo de una provocación que llega al sujeto para poder realizar un acto antropológicamente cualificante: el de la entrega libre al otro.

En este horizonte, credibilidad significa ante todo que se presenta una coherencia perfecta, única, entre lo que es y lo que se deja ver y comprender; esto se presenta como algo digno de consideración, como algo que no puede soslayarse si se desea que el propio conocer sea completo. Este hecho se impone al hombre en cuanto que existe históricamente como una evidencia que todos conocen.

2) Hablamos de significatividad como de un proceso que tiende a relacionar el acontecimiento de la revelación con cada sujeto. La revelación se da ciertamente, pero la lógica de su ser y su propia naturaleza es la entrada en comunicación con los hombres de todo tiempo y lugar para que comprendan que han sido llamados a una comunión de vida con Dios mediante la adhesión a Cristo, que, históricamente, se profesa en la Iglesia. Así­ pues, la revelación se sitúa como lugar en donde encuentran una posibilidad de respuesta las preguntas fundamentales del sujeto, lo mismo que las demás preguntas limitadas histórica y culturalmente.

Se da, sin embargo, una tendencia también en el contemporáneo a provocar a la revelación para que tome en consideración su condición histórica y explique, por tanto, su presente. En efecto, sólo de esta forma se crea una relación permanente que podrí­a llevar a cada uno a considerar el acto de creer como una respuesta de sentido a la pregunta que se plantea.

En este horizonte, credibilidad significa estar en disposición de ver realizada también para hoy aquella plenitud de sentido que representó la revelación para los primeros creyentes, que fueron capaces, en virtud de esta fe, de dejarlo todo para seguir al maestro (Mc 10,28). Esto significa que credibilidad equivale a dar aquellas razones por las que la vida cristiana no se comprende sólo intelectualmente como respuesta a la pregunta de sentido, sino que es al mismo tiempo introducción en una praxis y en un testimonio devida que permite ver ya realizado el sentido que se promete.

Así­ pues, significatividad es relación entre revelación y sujeto en su acto de comprenderse como persona con vistas a una realización plena de sí­ mismo.

El término mismo de significatividad necesita de todas formas y ante todo una ulterior explicación.

3). Se entiende por significatividad una categorí­a teológica que comprende tres elementos: sentido, significado, significante. Mediante el sentido entramos en el horizonte de la fundamentación epistemológica; mediante lo significado, en el horizonte del contenido; mediante lo significante, en el horizonte tí­picamente antropológico.

La categorí­a de significatividad se da sólo en la unidad de los tres elementos y en su relación recí­proca. Se propone entonces una lectura de la credibilidad que pueda contenerse en un solo acto, en el que la objetividad del sentido que da base y apoyo al contenido pueda relacionarse también con el acto del sujeto que ve ese sentido y ese contenido como una realidad capaz de dar una finalidad a su existencia por ser capaz de ofrecer un sentido global a toda su vida.

Intentemos a continuación señalar más claramente los contenidos de estas tres formulaciones de la significatividad.

Sentido. No es sencillo responder a la pregunta: ¿Qué es el sentido? Hay varias disciplinas que se refieren a él como su objeto particular de estudio; de aquí­ se derivan unas relaciones lingüí­sticas complejas que no permiten tener una idea clara del mismo concepto.

Desde el punto de vista del análisis lingüí­stico, el sentido, por ejemplo, va ligado a la ley de la verificación; en una lectura filosófica más amplia, que parte de los principios teoréticos del pensar, se planteará más especialmente el problema de la sensatez de la pregunta sobre el sentido; en una lectura ética, finalmente, el sentido se identificará con el significado y el fin de la vida.

Desde el punto de vista teológico, l sentido de la revelación indica más bien la consonancia, la coherencia que se llega a crear dentro de la forma de la revelación.

La persona de Jesús de Nazaret es el sentido de la revelación, porque en ella, una vez por todas, se encuentra revelado el misterio trinitario de Dios. Entre esta figura histórica, en la globalidad de su existencia, y lo que quiere ser revelado, se da plena coherencia y consonancia. Su ser queda expresado y manifestado como una referencia a un misterio mayor que, sin embargo, se nos da a conocer sólo a partir de él y de aquellas expresiones que él realiza.

Precisamente este remitir a otro, pero sin poder prescindir ni apartarse nunca de su persona, es lo que constituye el sentido. En efecto, tan sólo aquí­ se da la respuesta última tanto a la pregunta sobre el sentido como sobre lo que es sentido. Una respuesta última a la pregunta, porque se nos remite al misterio de Dios más allá del cual es imposible ir; y ofrecimiento último de sentido, porque en esta figura se nos da el conocimiento definitivo del misterio más allá del cual es imposible avanzar. Así­ pues, el sentido, como coherencia entre lo que se quiere comunicar y lo que se alcanza de hecho, se nos da aquí­ plena y definitivamente. Jesús de Nazaret es el único camino para el conocimiento de la revelación de Dios, pero al mismo tiempo es él lo definitivo que Dios ofrece para llamar a la salvación.

Se concentran, pues, aquí­ las dos expectativas fundamentales: la de Dios que enví­a a su Hijo para salvar a la humanidad y la de los hombres que, adhiriéndose_a Cristo, llegan al conocimiento último de Dios. Todo grado intermedio de conocimiento y de acción salví­fica podrá ser considerado como propedéutico, pero nunca como plenitud definitiva que se nos da en la historia mediante la revelación.

Significado. En el lenguaje común, lo significado es lo que es expresado, visibilizado, por un significante, pero que por definición no puede nunca ser plenamente definido; por su naturaleza, lo significado escapa a toda posible expresión categorial que quiera darse. Para el hombre constituye lo que es intuido, percibido, pero nunca expresado plenamente. Lo significado en cuanto tal tiene un valor universal; todos pueden captarlo, aun cuando su expresión mediante un significante sea arbitraria y varí­e según las diversas expresiones lingüí­sticas.

Una vez realizada la relación, el significante podrá modificarse, hará adquirir a lo significado matices expresivos que antes no se manifestaban; pero en virtud de una “inercia colectiva” (De Saussure), lo significado no podrá perder nunca su sentido original.

En el ámbito de nuestra exposición, lo significado es expresado por la globalidad del misterio de la encarnación. Intentamos, por tanto, expresar la globalidad de la historia de la salvación, que ve en este acontecimiento el culmen de las posibilidades concedidas ala humanidad sobre la finalidad y el sentido de la existencia humana y de la historia.

La encarnación de Dios constituye realmente la forma definitiva a través de la cual, en la historia de la humanidad, pero a partir de la misma naturaleza humana, se asienta un significado que orienta y finaliza. La historia del pueblo hebreo está orientada hacia “el que ha de venir” (Mt 11,3: o erjómenos),- la historia de los creyentes es iluminada por el que ha venido. En la historia se ha dado, una vez por todas (Heb 9,12), una unión entre lo divino y lo humano que no se realiza a nivel dialéctico, sino a nivel de unidad en la inconfundibilidad, de la unidad en el respeto a las dos naturalezas, sin que ninguna de las dos sufra menoscabo en su libertad;- unidad que se confiere a un solo sujeto, no en forma de representación, sino para que permanezca para siempre en la historia como el unicum irrepetibile (l Universale concretum).

En la adhesión a este misterio que ante todo compromete y envuelve a Marí­a, dado que Cristo es hijo de su carne y sangre de su sangre, se concede el don del Espí­ritu, que permite a Marí­a y a todos los creyentes expresar su “sí­” de confianza en Dios. En la encarnación como misterio global la Iglesia queda inserta, por consiguiente, como primer elemento de mediación de la permanencia de lo significado en la historia de los hombres.

Sin embargo, la revelación sigue siendo un significado que nunca se agota. Dado definitivamente, pero no cumplido exhaustivamente. El don del Espí­ritu es lo que capacita para hacer que el significado de la revelación, que es la llamada permanente de Dios a la salvación, permanezca a través de las diversas épocas y culturas. No es solamente un problema de interpretación de la revelación o de inteligencia de la misma; en el curso de los siglos, lo significado tiene que encontrar expresiones significantes, fruto de una constante aplicación del /sentido de la fe, para que pueda aparecer totalmente aquella dinámica de la verdad que se le ha conferido en el acontecimiento histórico fontal (DV 7-8).

La acción testimonial de los creyentes no le quita nada al sentido y al significado original, pero la fe y la acción del Espí­ritu imponen la debida atención para que se cree un referente que esté siempre en disposición de recibirlo en su genuinidad.

Significante. Es directamente el momento en que el sujeto ve relacionado el sentido y lo significado con su vida personal. Puesto ante la evidencia de un sentido, el sujeto tiene, sin embargo, necesidad de verlo en relación con su esfera personal, para que la opción de aceptación pueda ser plenamente libre. La universalidad del sentido y de lo significado no impide, sino que favorece, la relación personal mediante la cual cada uno descubre que aquella realidad es para él. Es verdad que vale para todos y que tiene que seguir valiendo para todos; pero él la ve dirigida personalmente a él, y precisamente por eso la percibe como significativa, en cuanto que en el proyecto de finalización de su propia existencia expresa la forma que puede garantizarle la consecución de su propia finalidad.

El significante, por tanto, cualifica a la libertad personal, ya que pone a cada uno en la condición de tener que elegir. Efectivamente, aquí­ se percibe la realidad universal como algo que cualifica a la existencia personal. Le corresponde, por tanto, al sujeto realizar la opción que revela la coherencia plena entre el sentido universal y la comprensión de su validez para él. En el significante el sujeto expresa toda su fuerza crí­tica y su voluntad de decisión, ya que realiza el acto que lo cualifica antropológicamente, el de la libertad finita que opta por fiarse de una libertad más grande, percibida y creí­da como forma garante de la consecución del propio ser. Tan sólo finalizando libremente la existencia podrá garantizarse el sujeto a sí­ mismo su opción libre en los diversos momentos y actos históricos que han de seguir, pero la finalización requiere que el conocimiento del fin asumido remita más allá de la contradictoriedad y de la limitación que experimenta cada uno cómo persona.

Teológicamente, el significante permanece como aquella expresión que cualifica al creyente en su acto de confiarse a la forma de la revelación como instancia suprema de su autofinalización. Por tanto, el creyente, en cuanto sostenido por la gracia que deja comprender la “riqueza insondable” del misterio que se encuentra frente a él, ve en la figura de Jesús de Nazaret, tal como hoy la transmite la Iglesia en una tradición viva e ininterrumpida (DV 10), el arquetipo de una humanidad plenamente libre y finalizada.

Prototipo de toda forma de fe, ya que también él se fí­a totalmente del Padre y remite continuamente a él para la plena identidad de su ser, Jesús de Nazaret se convierte en significante para la vida personal, ya que por una parte encarna el sentido universal y por otra muestra cómo es posible una auténtica existencia personal que sea al mismo tiempo libre y se fí­e del otro para su plenitud.

Escoger y vivir la sequela Christi es lo que le da al significante su valor último. Efectivamente, el seguimiento no es posterior al acto con el que se ve el sentido y lo significado de la revelación, sino que es simultáneo. El acto que el creyente realiza en el momento en que ve la revelación como plenitud de sentido y como significante para él es un acto único: es el acto que engloba en un todo inseparable la inteligibilidad del acontecimiento, la confianza en él como creí­ble y el seguimiento para que la vida quede finalmente realizada.

Todo lo dicho puede encontrar una primera confirmación en los puntos siguientes, que intentan dar cuerpo a la propuesta y que, como antes sugerimos, se basan en lo que se ha llamado concentración cristológica y dimensión soteriológica.

b) Concentración cristológica y soteriológica. 1) La persona de Jesús de Nazaret, es decir, el misterio de la encarnación de Dios, aparece como la forma universal que se impone, en virtud de esta caracterí­stica, como la expresión más alta de sentido y de significado para la historia.

Desde siempre el pensamiento crí­tico del hombre ha ido en busca de lo universal para expresar con él la norma última que, prescindiendo del individuo, fuera válida para cada uno. Los grandes sistemas filosóficos, que permanecen hasta el presente, están caracterizados por esta ansia de individuación y de identificación. Sin embargo, el saber crí­tico permanece constantemente dentro de la contradicción o de una intervención extrí­nseca o de una elevación injustificada del individuo sobre los demás.

De esta condenación a la contradictoriedad sólo puede salvarse el saber crí­tico de la fe, que confiesa la unión ontológica de Dios con el hombre en un sujeto histórico concreto, que por eso mismo se hace singular, único e irrepetible.

Esta unidad en la unicidad no se lleva a cabo por una simple trasposición o asunción de un sujeto histórico concreto a un grado más elevado (incluso el último grado) ontológico. Se plantea como la decisión primordial de Dios que en su libertad renuncia a mantener la divinidad para participar de la humanidad (Flp 2,6-8). Así­ pues, teológicamente puede darse este unicum irrepetibile solamente por kénosis, de tal forma que sea considerado siempre como un acto de la libertad y gratuidad de Dios y no como una pretensión de la humanidad.

El Dios que se encarna en la naturaleza humana no deja de ser Dios; pero al mismo tiempo tampoco se exalta orgullosamente sobre la naturaleza humana, ya que “en todo se hace semejante a sus hermanos” (Heb 2,17), incluso en la tentación, en el sufrimiento y en la muerte (Heb 2,184,15), que constituyen el drama y la contradicción última para una humanidad que quiere llegar más allá de toda forma que exprese lí­mite y conclusión en contra de toda voluntad personal.

Por el contrario, en este acontecimiento se verifica la exaltación del hombre, ya que en esta unión se salva toda la humanidad, en cuanto que participa de aquella humanidad singular asumida por el Verbo (Heb 2,10).

Esta unicidad irrepetible por la que “uno de entre nosotros”, como les gustaba decir a los padres, pero permaneciendo como nosotros, revela el misterio de Dios, se convierte en norma universal para cada uno. Esto está determinado por el hecho de que, con Jesús de Nazaret, no estamos ya en presencia de una teorí­a, sino de un sujeto histórico concreto.

Su hablar y su obrar (DV 2), a pesar de ser humano, no puede “confundirse” con el comportamiento normal de los hombres, aunque puede ser conocido por todos. Lo que él comunica es su ser, es decir, su persona, que sale al encuentro como expresión de revelación, es decir, como una autoconciencia que sabe que es Dios y que lo revela de forma humana.

Este comportamiento cargado de sentido, al ser dado por Dios, le permite a la historia recibir un impulso orientativo desde dentro en la señalización de su fin y en la posibilidad de alcanzarlo. El hombre y su historia no están ya entonces vagando hacia una “nada infinita”, incapaces de encontrar una meta en el horizonte. La unicidad irrepetible del hombre Jesús de Nazaret le garantiza a cada uno y a la historia universal que encontrarán una respuesta decisiva, ya que su ser histórico ha sido asumido por lo divino y se ha conjugado ahora con él. La apelación a la voluntad del Padre, a su plan de salvación, a su tiempo y a su “hora”, así­ como a sus decisiones, son “respuestas” dadas al hombre en el momento en que pregunta por el sentido de su existencia personal.

Esta entrega es salvación, ya que sólo. Dios puede garantizar que la contradictoriedad humana queda superada y vencida por dentro mediante un acto de libertad que capacite para la entrada en el reino y, por tanto, para la forma más alta de comunión.

2) Un conocimiento que sea histórico tiene que respetar las leyes impresas en él; Dios no va contra su creación. El sujeto histórico quiere y necesita formas de conocimiento que confirmen que en Jesús de Nazaret se expresa verdaderamente a sí­ mismo; sólo así­ podrá superar el último escollo que impide ver la unicidad y la evidencia de la presencia de Dios en Jesús.

Aquí­ hay que mantener con firmeza, una vez más, la lógica de este procedimiento teológico que quiere respetar el obrar primordial de Dios. En efecto, la teologí­a anterior estuvo gastando demasiado tiempo sus fuerzas en la demostración de los signos externos, que no lograban, sin embargo, focalizar el verdadero centro de gravedad. La teologí­a contemporánea, por el contrario, en lo que atañe a los signos de la credibilidad, deberí­a estar en disposición de destacar sobre todo el carácter central del único signo puesto en la historia, dentro del cual aparecen y convergen los demás signos (cf Jn 5,36-37). Son, por tanto, los “signos del Padre” los que han de someterse ante todo a la investigación teológica (Jn 14,10).

El signo puesto por Dios no es otro sino el Hijo clavado en la cruz, muerto y resucitado. El signo primero de la credibilidad de la revelación cristiana es, por tanto, el l misterio pascual del crucificado.

Ante la muerte de Jesús se cumple en lenguaje humano todo lo que Dios tení­a que revelar al mundo sobre sí­ mismo, sobre su naturaleza y su vida. El Dios que comunica la vida la expresa como forma de amor que “llega hasta el fin”. El dar todo lo que es (Jn 3,16: édoken) es lo que caracteriza a la dinámica intratrinitaria del ser Dios.

El Padre es tal en el momento en que lo da todo al Hijo; y éste es Hijo en el acto mismo que escoge ser acogida total del todo del Padre. El no retener nada para sí­ mismo, sino entregárselo todo al otro y remitir al otro es lo que caracteriza a la vida del Padre y del Hijo; el Espí­ritu es la tercera persona, que atestigua la totalidad del dar y del recibir total.

En la encarnación del Verbo se le da todo a la humanidad, pero la expresión visible de este “darlo todo” sólo puede encontrarse en la muerte de cruz, en donde Dios mismo acoge la muerte como signo supremo para que el hombre crea en la totalidad de su amor.

La muerte del Hijo que el Padre acoge en sí­ no es el punto extremo de alejamiento de su ser. Al contrario, es simultáneamente comienzo y fin de su entrega. Si el amor es “darlo todo”, esto se hace visible para el hombre en el momento en que Dios se da por completo, es decir, amando “hasta el extremo” (Jn 13,1) y haciéndose así­ por amor lo que nunca podrí­a ser: muerte.

Ante esta muerte del inocente ya nadie puede tener excusas para no creer, oponiendo a Dios su imposibilidad de comprender el dolor y el sufrimiento humano hasta la contradicción y el drama de la muerte, incluso del inocente. Jesús de Nazaret clavado en la cruz, que grita al Padre su dolor por haber sido abandonado por él en manos de la muerte (Mc 15,34), es el mismo Dios que comparte en todo el dolor de los hombres y, más aún, el dolor por el sufrimiento del inocente.

Justamente, Marcos pone la profesión de fe del centurión -o sea, del no creyente- antes del grito de abandono y de la muerte de Jesús: “El oficial, situado frente a él, al verlo expirar así­, exclamó: `Verdaderamente este hombre era hijo de Dios’ ” (Mc 15,39). La verdad sobre Dios y de Dios queda impresa en el signo del crucificado para que aparezca que la necedad de la cruz es el punto de partida de la lógica divina y, por tanto, la expresión suprema de la sabidurí­a (1Cor 1,23-28).

Pero la centralidad del crucificado no le quita nada a la plenitud del misterio. Si el creyente pone como signo de credibilidad el amor que se manifiesta en la muerte, esto es sólo porque su profesión de fe ha nacido de la novedad del anuncio pascual.

La resurrección está ya presente en la muerte de cruz, porque es el acto del abandono confiado en las manos de un Padre, que no permite que los que confí­an en él lleguen a ver la corrupción del sepulcro (Sal 16,10).

La plenitud del signo, que permite radicalizar el Gólgota, se debe a la dialéctica del “signo de Jonás” (Mt 12,39-41), que sólo tuvo que estar tres dí­as en el vientre de la ballena. No podrí­a haber ningún interés auténtico en la fe pascual si no se diera esa plena identificación entre el que sufrió y murió y el que resucitó. En la muerte se percibe el amor que en lenguaje humano expresa todo el darse; en la resurrección esto resulta evidente. La resurrección no se convierte en una coartada para huir del drama del Gólgota; éste es asumido en toda su verdad, pero es superado, sin ser destruido, en una esperanza que solamente la fe es capaz de expresar.

3) El misterio del crucificado-resucitado permanece en el mundo, a través del anuncio de la Iglesia, como el signo auténtico y definitivo del amor trinitario de Dios, capaz de ser percibido como amor auténtico por el sujeto que pide la finalización de su vida de un modo sensato.

La pregunta sobre el amor que se le plantea siempre al sujeto corre el peligro, hoy por lo menos, de quedar banalizada. El tema de la credibilidad de la revelación como significatividad deberí­a estar en condiciones de presentar una inteligencia teológica del amor, capaz de provocar al sujeto en su búsqueda de sentido.

¿Qué es el amor? En el mismo momento en que la inteligencia crí­tica encontrase una definición capaz de responder a esta pregunta, el amor quedarí­a destruido para siempre y expulsado de nuestro mundo. Tiene sentido y significado mientras que sigue siendo misterio. Sin embargo, es necesario que teológicamente se dé una caritas quaerens intellectum para que el acto de fe pueda ser auténticamente humano.

Ante la novedad radical de la revelación de Jesús de Nazaret, la primera expresión que surge para una inteligencia del amor es que esto sólo puede ser dado por revelación. El amor que nos sale aquí­ al encuentro no está mediado primero por una experiencia humana que, como tal, participarí­a de la finitid y de la contradictoriedad, sino que es amor único y absoluto que deduce de la misma naturaleza divina la forma con que se realiza humanamente.

Teológicamente esto significa que la credibilidad del amor no puede derivarse de elementos externos, sino ante todo de su interior y de las formas que asume progresivamente en lenguaje humano.

Sin embargo, el sujeto debe estar en disposición de comprender esta forma como la expresión definitiva de amor que lo lleva más allá de las contradicciones que experimenta naturalmente: Esto es posible porque en el encuentro con esta forma comprende que es amado por lo que él es, sin más condición que la de un amor desinteresado y gratuito. Efectivamente, el amor es percibido por el sujeto no como una realidad genérica, sino como una dimensión personal que se realiza sólo en la medida en que dos sujetos se relacionan hasta tal punto que se dan el uno al otro por completo. Cada vez que uno ama, se hace para el otro un sujeto personal que no puede ya autocomprender fuera de la relación personal con el sujeto amado. Se quiere ser amado por él; pero para llegar a ese momento cada uno tiene que estar en disposición de ser él mismo para hacerse el otro, para dejarle espacio y entregarse por completo a él.

Sin despreciarlos otros textos neotestamentarios, la teologí­a de Juan parece ser la más expresiva y capaz de iluminar estos datos de una fenomenologí­a humana del amor.

Se ha visto anteriormente que la forma última del amor que Dios revela es la que llega hasta la asunción de la muerte del Hijo. Jn 3,16, en este contexto, parece representar casi un texto-sí­ntesis: “Porque tanto (outós) amó Dios al mundo que dio (édoken) a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca; sino que tenga vida eterna”. Por tanto, el amor es darlo todo, aun cuando el otro, como recuerda la teologí­a paulina, sea culpable e indigno de amor (Rom 5,6-8).

A partir de aquí­ se desarrolla la concepción joanea del amor, que encontrará su culmen en 11,50-13. La primera carta de Juan prosigue esta reflexión, añadiendo datos de una riqueza extraordinaria: “Dios es amor” (Jn 4,8) se convierte en la expresión culminante de esta teologí­a. El reconocimiento de este amor, que consiste en el hecho de que Jesús “dio su vida por nosotros” (Jn 3,16), no sólo es vida y salvación (Jn 1,14), sino que constituye además la novedad cristiana; en efecto, el amor recí­proco entre hermanos podrá mantener vivo este signo por toda la historia venidera (Jn 2,3-11).

Pero la afirmación “Dios es amor” indica el reconocimiento de que Dios ama. El es realidad personal que expresa su naturaleza en la relacionalidad de la tripersonalidad. Dios ama, y sólo Dios puede amar como él ama; sin embargo, este amor, dado una vez por todas en la historia de la humanidad, permanece como el signo culminante de todo amor que quiera ser verdaderamente tal.

Todas las personas pueden comprenderlo y fiarse de él, porque todos comprenden la propia realidad personal de amor como abnegación total y desinteresada y sólo en este horizonte pueden estar “seguros” de que es verdadero amor.

El signo del amor que pone la revelación no le quita nada a la fuerza de la libertad personal. El Jesús que ama hasta dar todo lo que él es, es el que en ese acto expresa también su conciencia de ser una persona plenamente libre: “Yo doy mi vida para así­ recobrarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que la doy yo por mí­ mismo” (Jn 10,17-18). Bajo esta luz, también el creyente ve la plena libertad de su propio acto, ya que es la opción que experimenta como plenamente conforme con su ser y con su finalización, es decir, concebirse en el horizonte de un amor que es auténticamente eterno.

4) Ante este signo, del que brota el significado para todos los demás, la Iglesia, los milagros, las profecí­as, el enuncio del reino…, cada uno queda situado en la condición de elegir. Parafraseando una escena del evangelio de Juan, podrí­amos decir que no queremos creer porque alguien nos haya hablado de Jesús, sino porque nos hemos encontrado personalmente con él (Jn 4,42).

Así­ pues, si por una parte se da universalmente el ofrecimiento de la salvación, por lo que la figura de Cristo, en este nivel, se sitúa como arquetipo y dentro de la historia, por otra parte se da al mismo tiempo la última expresión de juicio sobre toda forma religiosa y sobre el sentido definitivo que hay que dar a la existencia personal (cf Jn 3,17-18; 5,27-30; 8,15-16; 12,47-48).

La credibilidad, como significatividad alcanza su etapa de plenitud cuando el sujeto, ante la evidencia de la revelación, la ve como significativa para él. Este procedimiento puede verificarse si se tienen presentes los siguientes elementos:
– Hay una condición trascendental del sujeto que lo capacita para la finalización de su propia existencia mediante la comprensión de unos objetos que lo orientan hacia un espacio infinito de conocimiento. En una palabra, existe para cada uno la capacidad de una percepción del sentido que se lleva a cabo en una dinámica constante del vivir humano.

El hombre se concibe como un sujeto tenso entre la finitud de su condición histórica y el infinito de su reflexión especulativa. Precisamente en el momento en que, como persona, esto es, como sujeto que se autorrealizamediante opciones libres, proyecta toda su existencia, percibe un ideal de vida que cree firmemente que es el último elemento capaz de dar sentido a toda su existencia. Este ideal sigue siendo tal, pero para el sujeto adquiere de todas formas un valor histórico y concreto en el momento en que verifica que lo está alcanzando dinámicamente.

No lo alcanza, ya que de hecho es un ideal; pero cree, es decir, confí­a que sólo podrá realizarlo en sus expectativas. Ya esta condición permite decir que cada uno, en sí­ mismo, como ser humano, tiene su propia capacidad, bien de percibir el sentido, bien de poder alcanzarlo.

-Sin embargo, cuando el sujeto se sitúa ante un otro sujeto, entonces la condición descrita anteriormente asume dimensiones peculiares. No es él el que puede “usar” el fin a su capricho; éste no es ya un valor o un objeto en sus manos, sino que es más bien, como él, una persona, un sujeto libre.

Entran aquí­ casi en conflicto dos libertades, que pueden ponerse de acuerdo sólo en la medida en que uno se siente amado hasta tal punto que no percibe ninguna forma de violencia en el momento mismo en que renuncia a algo de sí­ para poder aceptar al otro.

Este acto, que se despierta en el sujeto por obra de una experiencia original que permite la percepción de un amor gratuito y desinteresado, es el primero que permite una “focalización” real del otro. En otras palabras, la capacidad de creer, en cuanto posibilidad de entregarse a sí­ mismo a un ideal, está puesta ya en la estructura ontológica del sujeto, en cuanto que percibe el sentido y lo asume como finalidad; pero para que pueda ver la revelación como significativa para él es necesario que parta de la revelación el primer acto (l Potentia oboedientialis) que despierte en el sujeto la capacidad de saber captar toda la evidencia de aquel acontecimiento.

Este acto, antes de ser un acto meramente intelectivo que capte la verdad del hecho, es un acto personal, esto es, propio de la unidad del sujeto, que en una totalidad, atemáticamente, intuye, y por tanto sabe, que es amado, viendo en esa forma la expresión suprema que le garantiza la plenitud de sí­ mismo.

Así­ pues, para conocer al “verdadero Dios” es necesario tener aquella inteligencia (diánoia, que es traducida por la Vulgata con sensum), que sólo el Hijo puede comunicar y que comunicó históricamente con el misterio pascual de su muerte. Pero en este caso “inteligencia” tiene que tomarse necesariamente en sentido bí­blico; no es ante todo una actividad intelectual, sino más bien adhesión total de sí­ mismo al misterio, lo cual afecta simultáneamente al entendimiento y a la voluntad, al corazón y al alma.

– En la persona histórica de Jesús de Nazaret se da, por consiguiente, a los hombres el testimonio supremo que al mismo tiempo muestra el misterio de Dios y suscita en el hombre la fuerza para verlo como significativo. Lo que desea cada uno, al final, es la vida; aunque pueda parecer paradójico, también el suicida sueña con una vida distinta y, quizá, mejor. Creer en “su palabra” (Jn 17,6) equivale a querer seguir viviendo. La teologí­a de Juan, más que cualquier otra, favorece esta perspectiva soteriológica.

El que cree no puede permitirse repetir como en Macbeth: “The life is just a shadow”. La vida no es una sombra ni una teorí­a, porque delante de ella cada uno percibe que mea res agitur: entra en juego algo que es muy mí­o. Pues bien, precisamente ante el acontecimiento de la revelación, “la vida se ha manifestado” (Jn 1,2), se descubre que no hemos sido proyectados hacia una teórica vida eterna más allá de la muerte; más bien nos vemos comprometidos a dar significado a esta existencia histórica personal.

Jesús de Nazaret con su existencia histórica (DV 2) se convierte en “luz de la vida” (Jn 8,12) y en “luz de los hombres” (Jn 1,14), porque los introduce en ese proceso que es la misma vida trinitaria de Dios (Jn 5,11-12; Jn 1,3; 2,23; 3,16; 5,26; 6,57). Ante la condición humana, que le gustarí­a contentarse con soluciones parciales, como el “agua” (Jn 4,5-20) o el “pan” (Jn 6,27), se le presenta, por el contrario, algo duradero y permanente ya desde ahora: “La vida eterna es que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17,3). Este es el ofrecimiento que se le revela a cada uno para que se comprenda a sí­ mismo y su existencia. La vida es salvación, y la salvación es el conocimiento de Dios; pero el conocimiento es llamada a la comunión con él y a la vida compartida con los hermanos (Jn 3,11; 4,12; Sant 2,14-19).

La individuación de esta promesa de salvación no puede dejarnos neutrales. Cada uno está llamado en primera persona a elegir: o permanecer en el absurdo o vivir en la sequela Christi como hijo de la luz.

CONCLUSIí“N. “Creí­bles son tus enseñanzas” (Sal 93,5). Con mucha probabilidad es a este salmo al que debemos la entrada de la terminologí­a sobre la credibilidad. La enseñanza de Dios es digna de fe, esto es, capaz de hacer cumplir el acto antropológicamente más importante, el de saberse fiar y querer confiar en el otro.

La credibilidad, como significatividad, puede mantener unidas algunas exigencias del planteamiento teológico actual. En primer lugar, la dimensión personalista con el Vaticano II ha vuelto a proponer el tema de la revelación. No nos encontramos con un objeto ni con una teorí­a, sino con una persona. Jesús de Nazaret está en disposición de encontrarse con el hombre contemporáneo, porque en él, como Hijo del hombre e Hijo de Dios, nos puede comunicar el misterio de su ser.

La Iglesia puede ser igualmente creí­ble, dentro de la fidelidad a Jesús, a pesar de las contradicciones humanas y evidentes de la misma, en su anuncio permanente a los hombres de todo el mundo.

En Jesús de Nazaret cada uno de los seres humanos puede descubrir aquel último sentido y significado que la vida puede tener más allá de su propia contradicción. Esto es posible porque la revelación sale aquí­ al encuentro del hombre a la luz del amor. El amor que se revela no es un amor cualquiera, sino el que alcanza primero a cada uno en el misterio más profundo y personal, el único que merece este nombre de amor (Un 4,10-19).

En esta perspectiva, incluso las dificultades más serias sobre una teorí­a y praxis de la fe pueden superarse cuando se las recupera en aquella unidad fundamental que es el acto personal con el que nos encontramos con Dios y nos decidimos a seguirlo para siempre. En el amor no existe ya ni miedo ni temor (Un 4,18); cada uno sabe entonces que es profundamente libre, ya que queda inserto en una relación más grande que, más allá de las simples categorí­as personales, introduce en la llamada a la vida trinitaria.

Por consiguiente, sólo el amor sigue en pie como la última palabra que sabe hacer creí­ble la revelación, ya que sólo en él encuentra el sujeto, de forma totalmente evidente, el equilibrio de su misterio. Efectivamente, sólo en el amor el hombre reconoce que es amado, y sólo amando está en disposición de saber y comprender a quién está amando. Sólo en el amor puede tener certeza de su libertad en quererse dar y ofrecerse a sí­ mismo, ya que sólo en él se hace cristalina toda acción, comprendiéndose y viviéndose al mismo tiempo como una realidad que le pertenece y que, sin embargo, lo supera.

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LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental