CREYENTE – Diccionario Enciclopédico de Biblia y Teología

CREYENTE

v. Fiel
Rom 4:11 padre de todos los c no circuncidados
1Co 7:12 hermano tiene mujer que no sea c
2Co 6:15 ¿o qué parte el c con el incrédulo?
Gal 3:9 la fe son bendecidos con el c Abraham
Gal 3:22 la promesa .. por al fe .. dada a los c
1Ti 5:16 si algún c o alguna c tiene viudas, que
6:2


(v. Dios, fe)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

SUMARIO: I. Significado y contenido de la palabra creyente: 1. Creer como acto tí­picamente humano; 2. Elementos del creer cristiano – II. La historia de la salvación, lugar originario y sustentador del creyente cristiano: 1. Historicidad de la fe; 2. La crisis actual de la fe cristiana; 3. El Dios de los patriarcas; 4. La fe del pueblo elegido; 5. El factor que fundamenta el creer y la transmisión del mismo – III. El creyente en Jesucristo Señor: 1. Cristo, el punto máximo de inserción de Dios en la historia; 2. Cristo y la fe de los patriarcas; 3. El creyente cristiano y la Iglesia – IV. Exigencias del ser creyente cristiano: 1. Conversión y perseverancia; 2. Crecimiento y apostolado; 3. Autorrealización y compromiso en el mundo – V. El creyente frente al futuro.

1. Significado y contenido de la palabra creyente
El término creyente indica la persona -colectividad o individuo-que cree, que tiene fe. El verbo creer se usa con frecuencia en el lenguaje corriente, y equivale a presuponer, opinar, estar convencido. Utilizada en sentido religioso, la palabra creyente asume toda la plenitud de su significado y de su riqueza de contenido. Ello explica por qué el término sugiere de preferencia la convicción particular de fe en materia religiosa. Múltiples son las creencias; se distinguen según los principales elementos de su contenido. Es “creyente” el que los acepta. Se llama creyente al hindú, al mahometano, al judí­o y, en general, a todo el que profesa una determinada religión o creencia. Nosotros limitamos nuestra consideración al creyente cristiano. Su problemática es en parte común a la de los otros creyentes; con todo, posee también rasgos caracterí­sticos.

1. CREER COMO ACTO TíPICAMENTE HUMANO – En primer lugar, debemos considerar el aspecto humano del creer, ya que “creer” es una actividad propia del hombre. En virtud de su racionalidad, libertad y afectividad, el hombre cree y puede creer. Esta actividad de creer es tan humana como la de poder usar el lenguaje conceptual. En el creer podemos descubrir tres cualidades humanas: apertura a los demás en cuanto personas, capacidad de percibir y valorar el sentido de cuanto se nos dice, posibilidad de aceptarlo con adhesión y estima o de rechazarlo como no verí­dico. La necesidad arraigada en el hombre de comunicarse con sus semejantes estimula y actúa estas tres cualidades del creer.

El hombre se realiza plenamente sólo en el intercambio con los demás. Sin mutua aceptación de lo que decimos y de lo que se nos dice, o sea, sin creer y sin ser creí­dos, la convivencia humana serí­a imposible.

La capacidad humana de creer admite grados, depende de otras cualidades humanas (las cuales, a su vez, las condiciona) y, como todo lo que es humano, puede presentar manifestaciones defectuosas e incluso anormales. Asimismo, la posibilidad de creer está sujeta a leyes psicológicas y sociales complejas. No podemos creer cualquier cosa, ni a cualquier persona, ni en cualquier circunstancia; y a lo que creemos podemos darle una adhesión mayor o menor. Nuestra razón se comporta como un juez; juzga sobre la veracidad de la persona y la racionalidad del contenido que nos comunica. También nuestra voluntad y nuestra afectividad, lo mismo que nuestro sentimiento, intervienen y actúan como complementos indispensables del creer, si bien en grado diverso. Basándonos en ellos, tenemos confianza en la persona que nos habla, damos importancia a cuanto nos dice y adoptamos una determinada actitud. La credulidad o el escepticismo son posiciones viciosas; hay que evitarlas.

Frente a esta complejidad, hay que notar, en primer lugar, que la subordinación necesaria del creer a la razón no constituye al creer como una mera suplencia del poder conocer o investigar. En virtud de los otros elementos que contiene el creer, no sólo nos enriquece con nuevos conocimientos, sino que, además, confiere a nuestra intercomunicación con los demás la dimensión tí­picamente humana de libertad y valoración. Creer a otro es aceptarlo en mi libertad y en mi estima; no creerle es rechazarlo con un juicio de desprecio.

Por otra parte, la importancia del creer se manifiesta en el hecho de que, en cierto modo y hasta un cierto punto, condiciona nuestra razón y nuestro razonar, nuestro querer y también nuestro sentir. Todas estas actividades humanas tienen sus lí­mites intrí­nsecos más o menos amplios, según la capacidad personal. Pero, al mismo tiempo, quedan englobadas en lo que suele definirse como “mentalidad”. La mentalidad es una manera especial de pensar, decidir y valorar; por tanto, condiciona el obrar. Caracteriza a individuos, comunidades, épocas y culturas. Está formada por el tejido imperceptible de las disposiciones psicológicas, del modo propio de vivir, de lo que se asimila a través de la educación y del ambiente. En todo esto interviene la creencia. Tener una determinada mentalidad puede favorecer u obstaculizar la aceptación de determinadas creencias religiosas; pero la mentalidad está constituida, a su vez, por creencias y es un signo inequí­voco de la realidad profundamente humana del creer.

La dimensión inalienablemente humana del creer le brinda al creyente cristiano un punto de partida para apreciar el valor del acto que le caracteriza. La creencia, realizada en las debidas condiciones, actualiza, potencia y lleva a la madurez a un sector importantí­simo de las cualidades humanas del creyente: la intercomunicación con los demás. Pero creer manifiesta un valor peculiar, porque ayuda a adoptar una actitud que confiere unidad y fuerza al mundo psicológico del creyente. Esta “actitud” puede alcanzar su plenitud y ser radical y definitiva. La actitud definitiva puede implicar riesgos, pero es enriquecedora de un modo especí­fico. Le da al hombre los medios adecuados para superar la’ triple angustia: dolor-muerte, pecado-condenación, fracaso-sin sentido de la vida, que Paul Tillich presenta hábilmente como peligros constantes que amenazan a la vida psicológica del ser humano’.

2. ELEMENTOS DEL CREER CRISTIANO – Como consecuencia de cuanto queda dicho, se puede afirmar que el auténtico creer actualiza un aspecto riquí­simo y profundo del ser humano. El creer cristiano abraza todos los elementos susodichos y les da concretez y trascendencia. Creer como cristiano potencia la comunicabilidad del hombre abriéndola a Dios en Cristo; acepta la verdad de su persona confiando en ella y adhiriéndose a su contenido, y adopta una actitud definitiva exigida por la importancia absoluta del mismo para la propia vida espiritual. Los tres aspectos: comunicabilidad, aceptación y compromiso definitivo, son inseparables y constituyen el creer cristiano. Eliminar uno o reducir a uno solo de ellos lo especí­fico del creer cristiano -como han pretendido R. Bultmann, P. Tillich, H. Braun y otros-, significa debilitar y, por tanto, falsear la riqueza y las exigencias inherentes al creyente cristiano. Además, éste se constituye tal por el mutuo entrelazamiento y el resultado armónico de estos tres elementos bajo la acción de la gracia divina y del Espí­ritu Santo. Por eso se puede afirmar que el creyente cristiano goza, en virtud de su fe, de una vida “nueva”. Ahora bien, toda vida, y más aún la del nivel humano enriquecida por una inserción divina -que es el elemento principal-, posee una multiplicidad de aspectos, leyes complejas y resultados maravillosos que determinan en el cristiano su espiritualidad. Para captar esta espiritualidad hay que indicar, primero, el terreno originario, es decir, dónde nace la fe del cristiano (II-111); luego, las exigencias que plantea (IV); y, por último, las posibilidades y las obligaciones que impone al creyente en previsión del futuro (V).

II. La historia de la salvación,
lugar originario y sustentador del creyente cristiano
El lugar originario y sustentador del creyente y, a la vez, el banco de prueba de su fe, no es otro que la misma historia humana, común a todos los hombres. El desarrollo de los acontecimientos se transforma en historia humana cuando en ellos se inserta la libertad’. Debido a ella, todo cambio en el tiempo lleva el sello del hombre y éste, a su vez, imprime en él una fisonomí­a particular.

1. HISTORICIDAD DF. LA FE – La historia humana, vista desde la perspectiva del creyente, se caracteriza por el nacimiento y el ocaso de determinadas creencias y de perí­odos en que predomina la fe o la incredulidad. El estudio histórico de la fe permite, además, distinguir en ella los elementos recibidos de otras creencias, los influjos ejercidos por ella misma, sus diversos modos de expresión y las caracterí­sticas de cuantos la aceptan o transmiten. Aceptar como terreno germinal y sustentador de la fe la historia humana y que la fe esté sometida a las leyes de la historia, no implica necesariamente caer en el relativismo histórico, el cual evidentemente vací­a de contenido propio el creer cristiano. Aceptar la historicidad de la fe es reconocer honestamente los complejos problemas que arrastra consigo. La historia descubre en la fe cristiana vastos estratos que, a la manera de los geológicos, no sólo se sedimentan, sino que están sujetos a gigantescas presiones que los hacinan unos sobre otros. El creyente cristiano debe ser consciente de estas modificaciones, ya que ellas ofrecen la orografí­a, complicada pero realista, de su creencia. Esta orografí­a es indispensable para conocer a fondo la propia fe y contribuye a que la espiritualidad del creyente crezca y pueda superar felizmente los diversos “terremotos” que se producen en la historia.

2. LA CRISIS ACTUAL DE LA FE CRISTIANA – Nuestra época, si se compara con otros perí­odos históricos, se presenta a nuestra mirada de occidentales, en su aspecto más llamativo, con caracteres de crisis. Se comprueba un abandono creciente no sólo de las prácticas religiosas, sino también de la fe en Dios, en Cristo, en la Iglesia y en cuanto concierne al ser y al destino del hombre. El creer atraviesa un momento critico y de repliegue. La abundante bibliografí­a sobre la llamada “teologí­a de la muerte de Dios” lo ha puesto al descubierto. Lo que caracteriza este perí­odo crí­tico no es tanto la respuesta “atea” o “agnóstica” a los interrogantes más trascendentales del hombre (su ser especí­fico, su destino, Dios), cuanto esta respuesta misma dada como cristiana. La negación de lo que propiamente trasciende el contenido meramente humano ha existido siempre, si bien esta negación asume al presente una mayor amplitud y profundidad. Lo caracterí­stico y tí­pico de nuestro tiempo son los esfuerzos que, desde la posición inicial creyente y apoyándose, al menos en parte, en la misma revelación, se han llevado a cabo para manifestar la vacuidad, según ciertos autores, del concepto de Dios, de Cristo, de la Iglesia y del amor cristiano. Autores del ala radical de la teologí­a de la muerte de Dios, aun profesándose cristianos, como W. Hamilton, G. Vahanian y, más radicalmente, Th. J. J. Altizer, reducen a una medida antropológica cuanto el creyente acepta de Dios y de lo divino. Pero también los representantes del ala moderada, como el primer H. Cox y, en el mismo plano, J. A. T. Robinson, inspirándose en P. TilIich, D. Bonhoeffer, R. Bultmann, corren el riesgo, y a veces caen en él, de cancelar de la fe en Dios (y de cuanto ella supone para el cristiano) lo que, en su opinión, no se adapta ya a la madurez de la razón lograda por el hombre moderno. Del cristianismo quieren retener a Cristo; pero suprimen de su persona, o al menos dejan en una espesa penumbra, la divinidad y la resurrección. En la Iglesia y en su estructura ven, a lo más o únicamente, el resultado de una ideologí­a y la concretización de acontecimientos históricos, y no el lugar establecido por Cristo para la vida del creyente; y, por último, del amor cristiano retienen sólo la dimensión horizontal.

Este movimiento ha provocado en no pocos creyentes una fuerte sacudida; su misma fe ha quedado mellada. No hay duda de que el creyente puede contemplar sin excesiva sorpresa este movimiento y la historia fugaz de esta corriente. Los escritos de estos autores consiguieron una amplia audiencia, es cierto; pero bastaron unos años para poder comprobar que la cresta de la ola de este movimiento, en lo que tení­a de más caracterí­stico, se abatí­a vertiginosamente. De su espuma, que se deshizo con rapidez, surgieron otras “teologí­as”: de la secularización, de la liberación, de la revolución, las cuales, por lo que tienen de comprometido y de respuesta a determinadas circunstancias, localizadas en parte geográficamente, no dejan de seducir.

Todo esto, más que turbar o desanimar, puede influir en el creyente para que, por un lado, tome conciencia de la dimensión histórica de su creer, que puede estar sujeto a tales influjos, y por otro, se haga cargo de los elementos esenciales de su fe cristiana, sometiendo a un discernimiento lo más perspicaz posible todo lo que puede ser expresión defectuosa de los mismos.

3. EL DIOS DE LOS PATRIARCAS – Un punto de partida válido para discernir la fe genuina lo brinda la reflexión acerca de dónde y cómo nace la fe transmitida por los patriarcas del AT y mantenida por el pueblo elegido. Su actitud de creyentes es instructiva. La presencia de esta actitud suya en la historia humana constituye la base del punto de vista cristiano. Tal actitud es para el cristiano el origen de su fe. A partir de ella se puede comprender que la historia humana se convierte en historia de salvación y también que es el lugar escogido por Dios como fuente, contenido y soporte del creer cristiano.

De toda la problemática de la religión de los patriarcas, su creencia en Dios ilumina un punto esencial de la fe cristiana. Es interesante observar cómo se designa al Dios que ellos adoran, porque ello nos permite captar la caracterí­stica de su creer. El modo más antiguo de designar a Dios es la fórmula “el Dios de mi padre” y correlativamente, según las exigencias de la narración, “de tu padre”, “de su padre” (Gén 31,5-29; 43, 23, etc.). Luego se pasa a sustituir y a añadir al posesivo el nombre propio del padre; y así­, tenemos las expresiones “el Dios de Abrahán” (Gén 31,42), “el Dios de mi padre Isaac” (Gén 32,10). La fórmula se emplea también en plural. La fórmula plena se logra después de varias generaciones, en el éxodo, cuando Dios le dice a Moisés: “Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Ex 3,6), o, referido al pueblo, “el Dios de vuestros padres” (Ex 3,15.16).

Estas expresiones contienen una concepción tí­picamente nómada de Dios, la cual presenta tres caracterí­sticas: a) no está ligada a un santuario o territorio, sino a un grupo de personas; b) indica que él se ha revelado o manifestado de modo especial a un antepasado o padre, que lo ha reconocido y adorado como Dios; c) este reconocimiento se concibe como un parentesco entre el hombre y Dios. Como divinidad nómada, el Dios del padre guí­a, acompaña y custodia en su peregrinlar al grupo que le permanece fiel. La expresión “el Dios de mi padre” es densa de contenido, pues por ella el creyente da razón de su fe; individualiza a su Dios e, implí­citamente, hace creer que Dios se ha revelado a su padre y que acepta, como él, el compromiso y la obediencia.

Las diversas revelaciones de Dios a los patriarcas, a Abrahán (central, si se considera la de Gén 15), a Isaac (Gén 26,24ss) y a Jacob (Gén 28,13ss), contienen rasgos comunes. Los principales son: Dios hace una promesa y exige el cumplimiento de sus preceptos. Por medio de su revelación, Dios se introduce en la vida de los patriarcas y, a través de ellos, en la vida de su descendencia. Mediante su intervención especial y libre, Dios transforma la historia humana, es decir, la de quienes darán origen a su pueblo, en historia de salvación. El cambio de nombre que Dios impone a Abrahán, sobre todo la prueba a que le somete -tan dramáticamente descrita por Kierkegaard- y su superación con el consiguiente juramento por parte de Dios, que refuerza su promesa (Gén 22,16), presentan a este patriarca como el “padre de los creyentes”, prototipo y transmisor de la fe que se acredita como justicia (Rom 4,3.22.23).

4. LA FE DEL PUEBLO ELEGIDO – Cuando Dios interviene de nuevo en la historia del pueblo que se ha elegido y se presenta a Moisés en la zarza ardiendo, declara ser “el Dios de tu padre”, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob (Ex 3,3ss), estableciendo así­ la identidad entre el Dios de los patriarcas y el Dios que librará a su pueblo de la esclavitud de Egipto. De este modo, el nombre sagrado de Yahvé, que abre una nueva época de liberación, incluye en su acción protectora las revelaciones y las promesas hechas a los patriarcas.

Con la revelación hecha a Moisés, Dios establece un punto irreversible en la historia del pueblo elegido y, por su medio, de toda la humanidad. El “Dios del padre”, que en la tradición elohista y sacerdotal recibí­a, entre otros, el nombre de Elohim -tomado del panteón cananeo-, toma ahora el nombre de Yahvé; él es quien da cohesión de pueblo a las doce tribus y quien manifiesta su asistencia constante a sus elegidos en ciertas eventualidades que marcan importantes piedras miliarias en la historia de Israel, con potencia extraordinaria, con “brazo tenso” (Dt 5,15; Sal 136,12; Jer 32,21). Es el Dios que enriquece y educa la fe de Israel con su palabra; que lo pone a prueba en el desierto (Ex 16,4), a fin de confirmarlo y ejercitarlo como hace el padre con el hijo (Dt 8,2-6); que le concede la conquista de la tierra prometida (Sal 44,4); que se le da a conocer como “el santo” (Is 6,3; Lev 20,26), como el creador del cielo y de la tierra (Dt 32,8; ls 42,5; cf Sab 13,5), como el justo y fiel a su promesa (Dt 32,4; Sal 145,13); que castiga la maldad (ls 2,11ss; 13,11) y usa misericordia (Sal 25,10; 89,15; 103,17; 108,21). Es el Dios “oculto” y “salvador” (Is 45,15), que enví­a a sus elegidos dotándoles de su Espí­ritu para librar, salvar y corregir, por medio de sus profetas, las desviaciones de su pueblo. El es quien le concede momentos de esplendor y su especial presencia en el templo de Jerusalén (1 Re 8,10-11). Y él también quien hace predecir la destrucción de ese mismo templo (Jer 7,3ss) y la deportación a Babilonia (Ez 12,1ss). A pesar de ello, su última palabra es siempre de misericordia, de perdón y de consuelo. Hace profetizar la resurrección de su pueblo (Ez 37,1ss) y anunciar que establecerá un pacto nuevo y que infundirá su Espí­ritu (Ez 36,25ss) para inaugurar por medio de su ungido una nueva era de paz, de bendición y, sobre todo, de conocimiento-amor de Dios (Is 11,1-9).

A esta acción de Dios en la historia, el pueblo de Israel responde en conjunto con una aceptación fundamental de fe y de obediencia, que lo caracteriza. Es verdad que esta fe no excluye numerosas infidelidades, desviaciones y apostasí­as, hasta el punto de que sólo el “resto” será salvado.

Toda la compleja trama de la acción de Dios y de la respuesta humana que el AT nos descubre o, más bien, nos hace adivinar, constituye el lugar originario y sustentador del creyente judí­o. La existencia innegable de su mismo pueblo con su historia particular alimenta la fe del creyente, aunque haya en él “insensatos” que niegan en su propio corazón la existencia de Dios (Sal 14;53). Tema constante de los autores inspirados será la historia misma del pueblo, el modo en que obra Dios con los que le temen, su poder, la fuerza, la sabidurí­a, la eficacia de su palabra y de su Espí­ritu, su omnipresencia y su misericordia con el individuo o con la colectividad. Los salmos, en su rico contenido, expresan la fe en la acción de Dios en la historia humana en forma de oración: alabanza, agradecimiento, súplica que sostiene la fe de todo el pueblo [>Salmos]. Los otros libros inspirados del AT, en su inmensa variedad, tienen en común esta caracterí­stica: testimonian la acción de Dios en la historia [>Experiencia espiritual en la Biblia 1]. Este es también un punto fundamental del creer cristiano: Dios creador obra en la historia.

5. EL FACTOR QUE FUNDAMENTA EL CREER Y LA TRANSMISIí“N DEL MISMO – En este dato de los libros sagrados se debe distinguir con esmero el factor que fundamenta el creer de su transmisión a través del testimonio. Ambas cosas se relacionan con la fe, pero de modo diverso. El factor cimentador es una intervención especial de Dios en la historia humana. El que lo recibe de forma inmediata comprueba un hecho: que Dios impone y realiza según sus planes, por encima del querer y de las expectativas del receptor, a veces en contra o más allá de las fuerzas humanas que le resisten. Esta revelación, epifaní­a, palabra de Dios, prodigio o signo, queda como una marca de innegable carácter divino impresa en quien la recibe inmediatamente. La garantí­a para el que debe ser su testigo está en el hecho mismo y en el modo en que se impone tal hecho a su conciencia. Estos hechos son los que, en sentido propio, convierten la historia humana en historia salví­fica. El testigo del hecho lo transmite al creyente. La transmisión por medio del testigo está enteramente sujeta a las complejas leyes expresivas de la palabra y del lenguaje humanos; en la aceptación de este testimonio podemos dejarnos guiar por las exigencias esenciales del creer humano; tal testimonio queda garantizado como divino de forma concomitante o externa; sólo en la fe alcanza su plena justificación. Precisamente por medio de la fe y de cuanto requiere la fe cristiana en materia de gracia y de acción divina, el creyente se asocia a la persona que da el testimonio y, a través de ella, al hecho mismo salví­fico, el cual vierte así­ en el creyente su virtualidad de salvación. Si el factor cimentador se impone, el testimonio del mismo, por el contrario, interpela más bien a la libertad del creyente; si en cierto sentido puede decirse que también el testimonio se impone al creyente, ello se debe tan sólo a la realidad y a la verdad que contiene, pues en razón de su verdad coloca al eventual creyente en la alternativa de salvación o de condenación. Para el eventual creyente, el testimonio es también juicio de Dios. Su aceptación es salvación; la fe es “principio, fundamento y raí­z de toda justificación” (DS 1532).

III. El creyente en Jesucristo Señor
La acción de Dios en la historia de Israel transforma esta historia en contenido, ejemplo y paradigma del creyente cristiano. El privilegio del pueblo elegido de ser el destinatario de la palabra de Dios (Rom 3,2), de participar de la filiación, de la gloria de Dios, de poseer la alianza, la ley y la promesa (Rom 9,4) y de constituir por generación humana la lí­nea de transmisión en la cual nacerá Jesucristo (Rom 9,5), hace de este pueblo un lugar privilegiado para la fe del creyente cristiano.

1. CRISTO. EL PUNTO MíXIMO DE LA INSERCIí“N DE DIOS EN LA HISTORIA – Con Cristo se escribe una nueva página en la historia de la salvación. En ella existe continuidad y cambio. Por una parte, es el mismo Dios el que interviene nuevamente en la historia humana; por otra, su intervención alcanza el máximo de profundidad; es definitiva y perfecta. O. Cullmann expone acertadamente el conjunto del plan salví­fico de la benevolencia divina mediante el sí­mbolo de los cí­rculos concéntricos. El primer cí­rculo, vastí­simo, comprende a toda la humanidad en su creación. El cí­rculo disminuye y se concentra en otros cí­rculos que van reduciéndose cada vez más: el pueblo elegido, el resto de Israel, Jesucristo. En este último se alcanza el máximo de concentración. A partir de él, tendremos nuevos ensanchamientos: los discí­pulos, la Iglesia, la humanidad entera. Con la encarnación del Hijo de Dios, la inserción de Dios en la historia humana alcanza su punto culminante. Jesucristo es el centro y el fin de toda la creación, la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda criatura (Col 1,15-17). Su persona, su misión y su destino cambian la suerte de cuantos creen en él (Rom 3,21-26). Se ha inaugurado el tiempo de paz con Dios (Rom 5,1), de reconciliación (Rom 5,11), de gracia y de amor (Rom 5,5.8), de libertad (Rom 8,2), del Espí­ritu (Rom 8,9-11), de misericordia (Rom 9,15-18), de restauración de todo lo creado (Rom 8,19-21) [>Jesucristo].

2. CRISTO Y LA FE DE LOS PATRIARCAS – Con Cristo nos encontramos nuevamente ante el Dios de las tres caracterí­sticas que se remonta al tiempo de los patriarcas [>supra, II, 3], tí­picas de un pueblo nómada, y que pervivieron en Israel después de transformarse en pueblo sedentario. Cristo, sin embargo, las sitúa en un nivel más profundo, más espiritual y universal. Para Jesús, “su” Dios es su Padre, y su Padre es el Dios de los judí­os (Jn 8,54). El Dios de Jesús no está ligado a un territorio o santuario, y mucho menos a una familia o raza. Es espí­ritu y ha de ser adorado en espí­ritu y verdad (Jn 4,24). Como en la religión nómada, se establece una relación personal. En Cristo y por Cristo, será una relación de mutua habitación: “permaneced en mí­ como yo en vosotros” (Jn 15,4); “vendremos a él (a quien observa sus mandamientos) y haremos morada en él” (Jn 14,23). Creer en Cristo y tener como él a Dios por Padre, no es sólo aceptar que Dios se ha revelado a Jesús, sino algo más intrí­nseco y profundo: él y el Padre son una sola cosa (Jn 17,11); quien ve a Jesucristo ve también al Padre, porque él está en el Padre y el Padre en él (Jn 14,9-10). Por eso el creyente que acepta al Dios de Jesús, cree en el Dios creador del cielo y de la tierra, que se reveló en la historia de Israel; pero cree también en Jesús como Señor y como Dios, por el sencillo motivo de que la revelación y la inserción de Dios en la historia mediante Jesús es de í­ndole sustancial. Si la relación de Dios con el hombre se presenta en los patriarcas como un parentesco, en Jesucristo se precisa y concreta en una filiación. Los creyentes en Cristo son hijos porque han recibido el Espí­ritu no de temor sino de filiación (Gál 4,6; Rom 8,14), y este Espí­ritu de Jesús es el que testimonia que son hijos y les permite invocar a Dios como lo hacia Jesús con el nombre de Abba, Padre. La oración especí­fica de los creyentes en Jesucristo comienza justamente con esta invocación: Padre nuestro, que estás en los cielos. Así­ como la inserción de Dios en la historia de los patriarcas y del pueblo es el factor cimentador de la fe para Israel, así­, de manera similar y más radical aún, lo es para el creyente cristiano la inserción de Dios en Jesucristo, en su persona, en su misión y en su destino.

3. EI. CREYENTE CRISTIANO Y LA IGLESIA – Cristo es, además, el testimonio por excelencia de la acción de Dios en la historia humana. La fe auténtica es siempre respuesta a la palabra de Dios, y por eso se transmite dentro de un contexto social. Jesucristo respeta esta ley. Elegirá apóstoles, formará discí­pulos, establecerá su Iglesia, su rebaño, su reino, y les encargará ser sus testigos, predicar en todo el mundo (Mc 16,15), bautizar, ganar a otros para la misma fe (Mt 28,19; Lc 24,48). Cristo establece el lugar en el cual el creyente realiza por medio de la fe el encuentro personal con él: encuentro, confianza en su persona, que es adhesión e inserción en su misterio de salvación.

El bautismo-fe es un sumergirse, un con-sepultarse, un injertarse en la muerte redentora de Cristo, un crucificar al hombre viejo, un morir con Cristo para vivir con él y participar de su resurrección (Rom 6,3-9). Por la fe-bautismo, el creyente forma un cuerpo, el cuerpo de Cristo (1 Cor 12,12.27); por medio del Espí­ritu Santo se le infunde la caridad de Dios (Rom 5,5) y los dones que el Espí­ritu Santo distribuye como quiere (1 Cor 12,7) dentro de este cuerpo que él forma en Cristo, siendo, unos respecto a otros, miembros del mismo cuerpo (Rom 12,5), que es la Iglesia (Col 1,24). En resumen, el creyente en Cristo realiza en sí­ el plan salvifico de Dios, el cual hace que todo redunde en bien de sus elegidos, de cuantos ha llamado y predestinado “a ser conformes con la imagen de su Hijo, para que El sea el primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8,28-29).

Esta conformación abarca todo cuanto es y debe ser el creyente cristiano: su vocación, su elección y su glorificación (Rom 8,30). Y esto ya desde ahora, si bien no se ha manifestado aún en su plenitud, la cual se alcanzará cuando veamos a Dios “tal y como es” (1 Jn 3,2). El creyente cristiano debe ser consciente de que, por medio de su fe y de cuanto con ella Dios le otorga, se convierte en una nueva criatura, en un hombre nuevo (Ef 4,24), piedra viva de la casa santa de Dios (1 Pe 2,5), sacerdocio real, pueblo de su conquista (1 Pe 2,9) y, por ello, es parte viva y responsable, cada uno en su grado, de la Iglesia de Cristo.

Esta Iglesia, con su estructura y con sus sacramentos, con la diversidad de sus miembros y con la unidad de su cuerpo, constituye el pueblo de Dios (LG 9ss). En ella se encuentra la especial conexión del factor que funda la fe, Cristo Jesús, y de su transmisión (o kerygma), guiada por la intervención especial del Espí­ritu Santo. Es importante, para la espiritualidad del creyente, observar que la acogida del kerygma mediante la fe supone una intervención particular de Dios en su vida por medio del Espí­ritu Santo, y que la acción de éste tiende a configurarle con Cristo.

Además, en la Iglesia la historia humana se transforma en historia de salvación, sin que ésta se diferencie empí­ricamente de la primera o se sustraiga a todos los procesos y a la complejidad de los hechos históricos. A pesar del aspecto humano de la Iglesia, el Vat. 1 pudo afirmar que ella es “el signo levantado entre las naciones” (cf ls 11,12), la que atestigua a sus hijos que la fe por ellos profesada tiene un fundamento solidí­simo (DS 3014). Esto no quita para que la Iglesia haya de purificarse constantemente y proseguir sin interrupción su tarea de conversión y de renovación (LG 8), tarea que se compendia en crecer en justicia y amor, esforzándose por ser la esposa de Cristo “sin mácula ni arruga ni cosa parecida, sino santa e inmaculada”, como él la quiere y la desea (Ef 5,27).

Este esfuerzo han de realizarlo todos y cada uno de los creyentes, según sus propios dones, grado y posibilidad. Cuanto más y mejor se cumpla con este deber, tanto más y mejor la Iglesia misma desempeñará su misión: ser para todo creyente cristiano el lugar originario y sustentador de su fe y una invitación constante a que el cí­rculo de misericordia divina que ella representa en el mundo, se agrande cada vez más hasta acoger a todas las naciones de la tierra.

IV. Exigencias del ser creyente cristiano
Cuanto hemos dicho hasta ahora nos permite comprender lo que significa ser creyente cristiano y dónde nace, se mantiene y se desarrolla su fe. Vamos a resumirlo todo en una fórmula cristiana, ya que debe formar parte de su espiritualidad. La fórmula sintética nos la brinda la primera petición del Padrenuestro: “Santificado sea tu nombre” [>Padrenuestro IV]. La frase, en cuanto súplica, expresa el deseo de una manifestación progresiva y creciente de la santificación del nombre del Padre; parte del presente y mira al futuro; por ello tiende a una plenitud, a una perfección. Ya Orí­genes observaba que las palabras de la oración misma: “así­ en el cielo como en la tierra”, no se refieren sólo a la tercera petición, sino a las tres primeras del Padrenuestro’. Siendo así­, en esta súplica se pide la perfección máxima del reconocimiento y de la glorificación del nombre del Padre. En la actualización de esta “santificación” intervienen dos personajes: Dios y el hombre. La iniciativa y la parte principal corresponden a Dios; de ahí­ el tono humilde, a la vez que audaz, de la petición. El “nombre”, en el sentido hebreo del término, designa el ser mismo del Padre. A él se le pide que lo santifique, que se manifieste como “santo” a los hombres y que intervenga como tal en la historia humana. La santidad de Dios, con la riqueza que contiene el concepto, incluye su justicia, misericordia, bondad y el poder que sólo él posee. Se le súplica que se revele a los hombres como Dios y Padre. Pero, al mismo tiempo, la expresión “santificado sea” hace referencia al ser humano y a su acción. El hombre santifica el nombre de Dios no sólo con las palabras, sino principalmente reconociendo y atribuyéndole a él, y no a otros -los í­dolos-, la obra realizada por él al revelarse. Este reconocimiento es fe, es aceptación-obediencia de la santidad de Dios y de lo que ella incluye, desea o manda. Podemos decir, en efecto, que si Dios ha sido santificado en la historia como Padre de Jesucristo y, por medio de él -único mediador (1 Tim 2,5)-, como Padre de todos los que profesan que Cristo es el Señor, la respuesta de la fe es la que santifica el nombre del Padre por parte de los hombres. Cualquier otra respuesta que no sea la fe en su plenitud lo profana (Ez 36,20-21).

La santificación del nombre del Padre por parte del creyente cristiano supone la conversión [1], el crecimiento en la fe [2] y la autorrealización [3], con las correspondientes disposiciones de perseverancia, apostolado y compromiso enel mundo; exigencias que, de satisfacerse, harán florecer la espiritualidad del creyente.

1. CONVERSIí“N Y PERSEVERANCIA – Si la fe transforma al creyente cristiano en la imagen del Hijo, con todo lo que esto supone de cambio en el orden ontológico [ supra, III, 3], incluye también una conversión de orden moral. La conversión del creyente, su metanoia, es una exigencia inherente y dimanante de su misma fe. La conversión interpela a la libertad humana, supone un cambio, aceptado y libre, de un estado precedente de desacuerdo, de desorden o de pecado respecto a Dios, a uno mismo y al prójimo, a otro estado: el de la reconciliación. Mas para que esta conversión se realice como acción humana, la fe debe incluir: a) un conocimiento especial de la realidad y b) una conexión con la esperanza y con el amor que la hagan operativa, c) dentro incluso de la diferencia y d) en la compenetración de estas tres virtudes.

a) El conocimiento particular de la fe. El conocimiento adquirido con la fe cristiana se transmite a través del testimonio. Por medio de él tiene el creyente la posibilidad de realizar el encuentro personal con Cristo. Dado que es la palabra la que nos dirige y hace posible este encuentro, ella ha de llevarnos a individuar e identificar a Cristo. Y lo hace no mediante la simple descripción de sus obras externas, sino individuándolo profundamente en su inserción en la historia, en sus hechos -vida, pasión, resurrección- y en sus palabras. Todo esto implica que el creyente debe aceptar la realidad de estos aspectos. Por medio de ellos sabe con quién se encuentra y a quién da su adhesión. La aceptación de la realidad de estos hechos especí­ficos y concretos de Jesucristo puede presentar y le presenta al creyente dificultades más o menos grandes según las épocas y las mentalidades. La fe cristiana es un obsequio racional. Para que el creyente pueda ofrecerlo, la misma fe cristiana le enseña que es necesaria la intervención del Espí­ritu de Dios; el Espí­ritu mismo es el que otorga la posibilidad de tener este conocimiento y da la sabidurí­a cristiana, tan ensalzada por san Pablo en la primera Carta a los Corintios (1 Cor 2,6-16), y que san Juan establece como compendio de la misión salví­fica de Cristo: “Que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y al que Tú enviaste, Jesucristo” (Jn 17,3). Obsérvese que la fe cristiana no se reduce al mero elemento de aceptar la realidad de la persona de Cristo como factor cimentador y de los elementos que la precisan; sin embargo, lo implica como caracterí­stica suya esencial. En virtud de la realidad de la persona de Cristo, el creyente no puede reducir su fe a una pura “actitud”, por más profunda que sea, ni a una “ortopraxis”, por importante que se la estime. La fe cristiana posee un contenido real, preciso y determinado en sus lineas esenciales. La espiritualidad del creyente se basa en esta realidad.

b) Conexión de la fe con la esperanza y con el amor. La conexión de la fe cristiana con la esperanza y con el amor puede ponerse de manifiesto partiendo de dos puntos de vista. Dios, cuando revela a Cristo y se revela en él, une en un mismo acto el amor, la promesa y la realización. A la palabra que manifiesta sus designios salví­ficos une el deseo de que sea aceptada, la promesa y el amor. La correspondiente respuesta de fe debe ser al mismo tiempo adhesión a su verdad, esperanza de cuanto promete y amor a la persona que se comunica a nosotros. Esto, por lo que atañe al primer punto de vista. Segundo: para dar una respuesta de fe es indispensable adoptar una actitud de confianza en la persona que nos da testimonio de la verdad revelada. La confianza implica las disposiciones de la esperanza y el amor; por tanto, se espera en esa persona y se la ama. Así­ pues, en la fe cristiana se armonizan necesariamente estas fuerzas del creyente que son esperar y amar. Por medio de ellas la fe abarca al hombre entero y le compromete a una respuesta total; ellas determinan una espiritualidad especial, puesto que entran en juego también la afectividad, la sensibilidad y el sentimiento del creyente.

c) Diferencia entre fe, esperanza y amor. Sin embargo, hay que notar -y ello ayuda a comprender mejor el dinamismo de crecimiento de la espiritualidad del creyente- que entre la fe, la esperanza y el amor cristiano existen diferencias. El elemento común a la fe y a la esperanza implica que la segunda tenga su punto de apoyo en la primera (Heb 11,1) y satisfaga a dos de sus exigencias esenciales: la realidad del “objeto” esperado y la posibilidad de tener los medios para conseguirlo. Fe y esperanza tienden siempre a un más allá con ritmo de deseo; la esperanza anhela poseer y la fe aspira a ver. Mas el que tiene la fe de confianza o, si se quiere, de esperanza, permanece firme en un punto concreto de esta fuerza del alma, a saber, en el hecho de que el testigo que le habla le diga la “verdad”. La esperanza en cuanto tal abarca mucho más; se extiende a la exigencia de que no le vaya a faltar el conjunto de medios que le dan la posibilidad de alcanzar su “objeto” y de encontrar en ellos la energí­a para superar las dificultades que encuentra en su camino. Existe también otra diferencia: la fe ya inicialmente implica, de manera peculiar, cierto grado de goce, pues es adhesión no tanto a las palabras cuanto a la persona que da testimonio y al contenido del testimonio. Por el contrario, la esperanza cesa en su acción cuando ha conseguido lo que esperaba (Rom 8,24). Una reflexión análoga hay que hacer respecto de la caridad. La fe sin ella no seria salví­fica; no obstante, la fe sin la caridad puede seguir existiendo como virtud sobrenatural (DS 1544, 1577, 1578). La fe es una tendencia o amor, mas se centra en la verdad o en la persona en cuanto me comunica la verdad; si sé que me engaña, la tendencia amorosa de la fe no puede actuar, no puede adherirse a su testimonio. En cambio, el amor en cuanto tal, porque abarca más aspectos y no se reduce a la sola verdad, puede seguir amando a la persona aunque sepa que cuanto dice es falso. Bajo el aspecto concreto de la verdad y de la realidad, la fe implica una cierta prioridad en el encuentro del creyente con Cristo. La fe es el primer paso de la espiritualidad.

d) Compenetración. La compenetración de la fe con estas otras dos energí­as sobrenaturales es recí­proca. La fe será el sostén de la esperanza y recibirá de ella el impulso para obrar según sus exigencias. La fe, adhesión a la excelsa realidad de Cristo, es fuente inagotable de amor. El amor, a su vez, perfecciona e intensifica esta adhesión y convierte la obediencia contenida en la fe en una obediencia filial, caracterí­stica de los que creen en Cristo. La perfección de la fe se mide por la ayuda que aporta al desarrollo de las otras dos virtudes, las cuales, a su vez, la sostienen y la desarrollan hasta lograr la espiritualidad del creyente en la medida de Cristo (Ef 4,13). Esta será su meta.

e) Conversión. Podemos decir, pues, que la fe supone y representa una conversión, la cual consiste en orientar la vida espiritual del creyente hacia el misterio real contenido en Cristo y, por medio de él, en Dios, excluyendo la ignorancia pasada (1 Pe 1,14). Conversión que requiere no vivir en pecado (Rom 6,2), liberarse de su esclavitud y de su tiraní­a (Rom 6,16) para producir frutos de esa santidad que florece en vida eterna.

[>Conversión; >Crisis III, 3 b; >Pecador/pecado; >Penitente; >Pecado y penitencia en la inculturación actual].

f) Perseverancia. Por su parte, la conversión exige la perseverancia. Con razón exhorta san Pablo a caminar en el Espí­ritu, si vivimos del Espí­ritu (Gál 5,25). Con todo, puede darse una auténtica conversión y faltar perseverancia en el camino emprendido. La perseverancia, en efecto, requiere superar muchas dificultades que pueden obstaculizar el camino del creyente. Estos obstáculos pueden ser de orden muy diverso y provenir de múltiples causas, cuya oposición a la perseverancia se puede compendiar en una palabra: suscitan la duda en el creyente.

Señalar el modo práctico y concreto de superar la duda es cometido de diversos tratados de espiritualidad: pedagogí­a y pastoral de la fe, discernimiento de espí­ritus y >oración. De todas formas, el creyente ha de saber que la duda, contraria a su adhesión a la persona de Cristo bajo el aspecto especí­fico de la verdad y realidad, no es un componente de la fe ni le confiere una mayor flexibilidad o comprensión, sino que es un peligro que le podrí­a arrebatar el tesoro del don recibido, que lleva, como dice Pablo a propósito de su apostolado, en un vaso frágil, de arcilla (2 Cor 4,7), expuesto continuamente a mil asechanzas (1 Pe 5,8-9). Superar la duda es consolidar la propia perseverancia, el progreso de la propia vida espiritual.

El creyente cristiano que pertenece a la Iglesia Católica se encuentra en una posición privilegiada; jamás tendrá causa justificada para abandonar su fe cristiana (DS 3014. 3036). Este privilegio, sin embargo, implica que el creyente adecue su cultura religiosa a los niveles alcanzados en su madurez humana, a las exigencias de los tiempos y de su cultura, y se sirva de los medios que la Iglesia pone a su disposición. Es un trabajo arduo, comprometedor y delicado, pero posible, que interpela no sólo alcreyente particular, sino a la misma Iglesia en cuanto institución.

2. CRECIMIENTO Y APOSTOLADO – La conversión sintetiza cuanto ocurre en el creyente una vez que, por medio de la fe, ha entrado en contacto personal con Cristo. Por eso debe mantener su dinamismo a lo largo de toda su vida. Los términos “crecimiento” y “progreso espiritual” expresan mejor que la palabra conversión la constante transformación que exige la fe en quien es ya creyente, lo mismo que los términos “justificado” y “reconciliado” indican mejor que el vocablo pecador quién es el creyente. La conversión a la fe deja atrás un pasado de pecado y le abre al creyente un porvenir cual lo describe san Pablo: “Nada hay ahora digno de condenación en aquellos que no caminan ya según la carne” (Rom 8,1). La conversión es algo inicial (AG 13) y por eso admite grados, como la fe (Lc 17,15). La fe tiene una medida propia (Rom 12,3; 1 Cor 12,11); pero, cualesquiera sean el grado y la medida recibidos, la fe invita constantemente al creyente y a la Iglesia a empeñar sus energí­as en purificarla, completarla y llevarla a su actuación.

a) Purificación de la fe. Purificar la fe significa eliminar aquellos elementos que se le han sobrepuesto a causa de su encarnación en la historia; elementos que, en determinadas circunstancias personales o colectivas, pueden parecer í­ntimamente pertenecientes a ella, cuando no son más que subproductos humanos de su expresión externa o de una comprensión limitada de la misma. Mas purificación de la fe significa también el resultado del esfuerzo por colocar en su debido puesto los elementos de la fe misma que se hayan descuidado en algún caso. San Pablo, cuando en su predicación reivindica con suma energí­a el puesto central de Cristo crucificado (1 Cor 2,2), purifica la fe de la comunidad de Corinto. Lo mismo hace Jesucristo cuando intenta inculcar en el corazón de los discí­pulos que se dirigí­an a Emaús el dí­a de pascua, que Cristo habí­a de morir para entrar en su gloria (Lc 24,26).

b) Compleción de la fe. La debida jerarquí­a de las verdades de la fe (UR 11) es ya una purificación que exige un crecimiento de la misma fe, puesto que es un lazo recí­proco entre tales verdades. Esta conexión invita al creyente a adquirir un conocimiento más completo de las mismas. La “analogí­a de la fe” puede guiar al creyente, ya sea a una purificación de la misma ya a una ampliación de sus horizontes. Si es importante la purificación por lo que respecta a la autenticidad y a la profundidad de la fe, lo es también en orden a la adquisición de un conocimiento completo, de forma que el creyente pueda enriquecer principalmente todos los aspectos de su vida, dar razón más cabal de su esperanza (1 Pe 3,15) y comprender la dimensión omnicomprensiva de la caridad de Cristo (Ef 3,18). Todo esto es esencial a su espiritualidad.

c) Actuación de la fe. La fe obra por medio de la caridad (Gál 5,6). El creyente fiel al evangelio debe edificar sobre la roca (Mt 7,24), es decir, debe obrar ateniéndose a las exigencias de su fe, la cual le revela que la caridad es el gran carisma y el camino mejor que se pueda seguir (1 Cor 12,31 -13,1ss). Su fe es ya amistad con Dios y le vincula al prójimo; mas sin la caridad -que es amistad y por sí­ misma intercambio de bienes y deseo de comunicar el bien supremo- permanecerí­a inoperante. En sí­ntesis, la espiritualidad del creyente hace que resplandezca su rostro como el de un amigo que da testimonio frente al mundo de que han comenzado ya los tiempos de la misericordia de Dios, y de que su reino está ya presente.

d) Apostolado. El apostolado del creyente es la demostración más elocuente de que actúa como cristiano, pues procede de su mismo bautismo. Bien comprendido, el apostolado debe estar presente en todas sus actividades. Todo cristiano, si es verdaderamente tal, participa de la misión de Cristo y ha de dar testimonio de Jesús con espí­ritu de profecí­a (PO 2). Jesús manifestó a sus discí­pulos y, por medio de ellos a todos los creyentes, este deseo: “Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5,16). Este quehacer del creyente consiste en encarnar su fe en la propia historia. Semejante proceder, como el de Jesús, manifiesta que somos enviados por el Padre (Jn 5,36). San Pablo nos sirve de modelo para esta conducta, la cual ha de constar de palabra y de acción, de respeto y decisión, de desinterés y de celo, bajo el impulso de la caridad y de la esperanza en que el Espí­ritu abra la puerta de los corazones, con el empeño del buen cultivador del campo y con la conciencia de que es Dios el que hace crecer la semilla, teniendo en cuenta el misterio de la libertad humana y de la gracia divina, y ateniéndose a sus planes. La espiritualidad del creyente se enriquece dando y comunicando: “Al que tiene se le dará; y al que no tiene, aun lo que tiene se le quitará” (Lc 19,26).

3. AUTORREALIZACIí“N Y COMPROMISO EN EL MUNDO – La dimensión apostólica rectamente entendida abarca todo cuanto puede decirse del crecimiento en la fe, puesto que en ella se insertan las múltiples formas del vivir cotidiano. Todas las actividades del creyente deben tener radicalmente esta dimensión apostólica: la oración y el trabajo, la vida de familia y la vida profesional; a ella se dirigen la catequesis y también la liturgia, las asociaciones de creyentes y las parroquias, la vida religiosa en sus diversas formas [>Vida consagrada III] y todas las estructuras que la Iglesia pueda crear para llevar a cabo mejor su misión. Todo esto demuestra la vitalidad de la Iglesia y su crecimiento en la fe; posee una dimensión apostólica esencial y repercute en beneficio de los mismos creyentes. Todo se halla incluido en el crecimiento de la fe, si bien con diversos grados de intensidad.

No obstante, conviene resaltar un aspecto concreto de este crecimiento de la fe: la autorrealización del creyente y su compromiso en el mundo. Frente a las acusaciones lanzadas contra la fe cristiana de provocar la alienación o la fuga del mundo, de rebajar la dignidad humana del creyente o de esclavizar su inteligencia, de limitar su libertad o de someterla a egoí­smos inconfesables, hay que afirmar que la fe cristiana ayuda al creyente a autorrealizarse auténticamente, como hombre. No se puede negar que el motivo o pretexto de tales acusaciones ha tenido origen (y lo tiene todaví­a) en la encarnación concreta de la fe en determinados perí­odos históricos o en el presente. La percepción crí­tica de la verdad que tales acusaciones pueden contener, ha de abrir los ojos del creyente, ya sea el individuo ya la Iglesia, a fin de convertirse y purificarse, y no incurrir ya en tales errores. Sin embargo, en esta percepción crí­tica de la historia o del momento presente, el creyente no debe olvidar que vivir la fe cristiana, incluso con toda la pureza posible, puede suscitar, y de hecho suscita, la malevolencia y el odio de cuantos, por no comprenderla, la atacan y persiguen como un mal (Jn 15,20-21; 16,2-3; Mt 10,24-39). Pero el creyente cristiano debe ver en su fe una eficaz colaboradora -como en realidad lo es- de su autorrealización humana.

En esta contribución de la fe hay dos dimensiones complementarias. Ante todo, la fe le permite al creyente comprender esa dimensión de la realidad por la que ésta se abre a la acción de Dios en Cristo. Y esto le hace ver al creyente que su autorrealización plena debe contar con el elemento de la gracia divina, la cual le libera de la limitación que llevan consigo el pecado y la muerte. El creyente, en su proyecto de autorrealización y en la ejecución del mismo, debe introducir dos elementos: la caridad y la esperanza que no defrauda (Rom 5,5). No existe autorrealización plena si uno, en el momento decisivo, queda defraudado (cf Sab 5,6), puesto que el fin debe ser el vértice de la autorrealización. Olvidar un elemento esencial es condenar al fracaso el proyecto mismo y todos los esfuerzos llevados a cabo para realizarlo. Mas, por encima de este aspecto básico e insustituible, la fe cristiana posee una fuerza autoestructuradora para el creyente en otras dimensiones esenciales de su persona: las exigencias de verdad, moralidad y bondad en la convivencia humana. Lo que la fe aporta a todos estos aspectos es ún nuevo robustecimiento de cuanto hay de mejor en ellos. La fe corrobora en el plano individual y social las exigencias y los deberes inherentes a la dignidad del hombre, que éste poco a poco va descubriendo. La fe desarrolla su dimensión social uniendo a los creyentes entre sí­, dándoles una apertura hacia los otros, sobre todo a los más menesterosos, e infundiéndoles energí­as para cumplir sin vacilaciones, con el sello distintivo del amor, los compromisos más vastos, arduos y gravosos en favor del prójimo y para la construcción de una convivencia humana más justa y más en conformidad con el amor que Dios, en Cristo, ha manifestado al mundo (1 Jn 4,7-11). Es cierto que la fe no ofrece soluciones concretas a los mil problemas prácticos que asedian a todo hombre empeñado en esta misión; sin embargo, el creyente encuentra en ella la fuente inagotable de una espiritualidad que le permite conservar “su moral” a unos niveles tales, que no desmaye en la obra valerosa de dar al mundo un rostro más humano, que refleje mejor la gloria de Dios.

V. El creyente frente al futuro
No faltan las predicciones de quienes han pronosticado la total desaparición de la religión, de la Iglesia y de la fe en Dios. Desde campos diversos -filosófico, religioso, psicológico, social-, autores como A. Comte, L. Feuerbach, F. Nietzsche, S. Freud, K. Marx, entre otros, predijeron su extinción a plazo más o menos largo. Tales pronósticos no se han cumplido, por más que ellos pudieron dar la impresión de estar en lo cierto al describir una sociedad futura carente de creyentes. Según ellos, la fe religiosa, y también la fe cristiana, pertenece a formas de pensamiento menos evolucionadas y maduras del ser humano. A lo sumo, conceden que en el lenguaje humano quedarán, como residuo de su paso por la historia, palabras como Dios, fe, iglesia, pero vací­as de su significado. Ateniéndonos a sus sistemas o ideologí­as, el progreso de la humanidad desterrará la ignorancia, la pusilanimidad, la explotación o las estructuras que dieron origen a la fe cristiana.

Este hecho nos indica que la problemática del creyente de cara al futuro es compleja y hunde sus raí­ces en diversos aspectos de su ser. Hoy el “futuro”, en cuanto contrapuesto a los orí­genes o al pasado del hombre, ejerce una atracción particular. Aun prescindiendo de los asertos de la futurologí­a, de la cibernética, de la politologí­a, el futuro del hombre compromete también la reflexión de los creyentes y de los teólogos. Los más prestigiosos entre éstos han consagrado parte de su trabajo a penetrar y esclarecer las relaciones entre la fe y el futuro. Mediante él, descubren la verdadera esencia de la naturaleza humana, su historia, la verdadera esencia de la sociedad, de la fe y, por tanto, de Dios. Como fruto de sus estudios, ha adquirido particular relieve la esperanza cristiana, el elemento “escatológico”, en la Iglesia, de la acción salví­fica de Cristo, su historicidad, las exigencias de la acción, el significado y la trascendencia de las “promesas” [>,Esperanza l]. Todo esto es el resultado positivo de la preocupación constante del pensamiento filosófico-teológico moderno concerniente al futuro.

Sin embargo, al creyente, más que los pronósticos favorables sobre la supervivencia de su fe, le interesa saber, al menos en sus grandes lí­neas, cómo es posible enfrentarse con los cambios previsibles a los que se abre su historia. El Vat. II aborda directamente el futuro en varios de sus documentos (CD, PO, PC, UR, AA); de modo particular, en la constitución pastoral GS, en cuya conclusión, dejando abierto el camino a la continuación y a la ampliación (GS 91), presenta la obra ingente y fascinante que el creyente y la Iglesia deben emprender con todos los hombres, incluso los enemigos (GS 92), en diálogo y espí­ritu de unión y fraternidad. Esta apertura a la humanidad es el futuro del creyente.

El creyente debe mirar el futuro de su historia sin inquietarse y con ánimo lleno de esperanza. El evangelio le ofrece indicaciones suficientes para ello; le dice con claridad que “las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia” (Mt 16,18), y con diversas parábolas, como la del grano de mostaza (Mt 13,31), nos enseña que el reino de Dios seguirá un ritmo de crecimiento lento, sí­, pero prometedor de desarrollo. San Pablo, hablando con visión profética del destino del pueblo judí­o, afirma que su prevaricación permitió que las naciones fueran injertadas en el verdadero olivo, y que su conversión, cumplido el tiempo de las naciones, no puede ser sino “una resurrección de entre los muertos” (Rom 11,15). La Iglesia primitiva cristiana caminaba al encuentro del futuro con confiada espera en el Señor, expresada en la invocación “Maraná tha” (1 Cor 16,22). Esta invocación la usa también el Apocalipsis, que nos asegura que “el Espí­ritu y la Esposa dicen: Ven” (Ap 22,17). Cristo prometió su asistencia hasta el fin de los tiempos (Mt 28,20).

Todas estas expresiones confortan al creyente, el cual, sin embargo, encuentra en el NT también las enigmáticas palabras que san Lucas formula como pregunta: “Pero el Hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?” (Lc 18,8).

Estos datos inducen a distinguir entre la indefectibilidad en la Iglesia en cuanto grupo, aunque sea reducido, de creyentes, y el número mayor o menor de creyentes a lo largo de la historia. El número puede variar en las diversas épocas, en zonas o regiones determinadas, y hasta en todo el mundo. El creyente, al contemplar el futuro de la historia, ha de tener siempre presente la acción de Dios y de su Espí­ritu como protagonista esencial; y el Espí­ritu de Dios sopla cuando y donde quiere según sus designios. Hoy, junto a tantas crisis de fe, se puede constatar un reflorecimiento del sentimiento cristiano; diversos movimientos -por ejemplo, el pentecostal [>Carismáticos]- tienen gran eco entre la juventud. La actitud de no pocos jóvenes e intelectuales, en el corazón mismo de aquellos paí­ses en que se ha mantenido encendido el fuego de la persecución “cientí­fica”, convence a los creyentes de que del viejo tronco de la fe cristiana germinan nuevos retoños incluso en terreno que parecí­a quemado.

La acción de Dios requiere la colaboración del hombre y, en particular, del creyente, sea individuo o Iglesia. Su camino debe ser el de la espiritualidad de la esperanza de la gloria de Dios, incluso en las tribulaciones (Rom 5,2-3). Iluminados por la fe, los creyentes deben preparar su futuro, y esta preparación ha de ser coherente con el depósito que les ha sido confiado. San Pablo deduce sus exhortaciones morales del contenido del misterio de Cristo; de igual manera, la Iglesia ha de saber sacar de él el programa de su preparación para el futuro. Dirigiendo su atención a las jóvenes generaciones, debe allanar el camino para que se establezca de manera más completa el reino de Dios. La Iglesia, como Cristo y por medio de Cristo, tiene el cometido de dar a conocer a Dios como Padre y al que él ha enviado, Jesucristo. En el Padrenuestro reza constantemente así­: Venga a nosotros tu reino. Con esta petición quiere decir que está dispuesta a colaborar para que se establezca entre los hombres el reinado de amor, de concordia y de paz traí­do por el rey, Cristo. El discí­pulo no es más grande que su maestro; como Cristo, la Iglesia debe cargar la cruz sobre sus hombros; mas para seguir las huellas del crucificado, ha de hacerlo de modo que el yugo de Cristo sea, como él mismo dijo, “suave, y su carga ligera” (Mt 11,30).

Mientras prepara su futuro, la Iglesia ha de tener presente que el mundo, y con él el hombre, cambia; sus exigencias son diversas, como lo es también su capacidad de soportar el yugo de Cristo. La diversidad distingue a las generaciones y a las épocas unas de otras. Es algo enteramente normal. Los cambios y el progreso técnico y social que introduce el hombre en su historia, repercuten a su vez en el hombre en el orden intelectual, moral, psicológico y hasta biológico. La Iglesia ha de saber utilizar todo tipo de medios que el progreso de la ciencia, de la psicologí­a y el mejor conocimiento de la historia y de su misma fe ponen a su disposición. Y por este carril debe seguir la lí­nea del supremo misterio de la venida y de la acción de Dios: la encarnación. El Verbo de Dios, al asumir la naturaleza humana -y asumiéndola la salva-, hace que puedan afirmarse de su persona las caracterí­sticas de su naturaleza humana: Dios nace, sufre, muere y resucita. Dios, en Jesús, es auténticamente el Emmanuel, el Dios con nosotros; se ha hecho del todo semejante al hombre, excepto en el pecado (Heb 4,15; 2,17). Esto significa que en la dinámica de la encarnación se dan adaptación y transformación, y que la misión de la Iglesia es actualizar estos dos elementos, sobre todo promoviendo el amor mutuo. Tal es el gran proyecto que debe realizar. “En esto conocerán todos -dijo Jesús-que sois mis discí­pulos” (In 13,35; cf GS 93). El Espí­ritu de Cristo hace germinar desde dentro mismo de la Iglesia esta adaptación y transformación. De este modo, la Iglesia no sólo procederá como cualquier sociedad o cultura que quiere sobrevivir, permaneciendo fiel a cuanto de más profundo y constructivo hay en ella y adaptándose en lo restante a los cambios, sino que inyectará el conocimiento y el amor de Cristo en el corazón de las generaciones futuras.

En la historia, la última palabra no la tiene el hombre sino Dios, el cual ha llevado a cabo en Cristo la obra salví­fica definitiva. El creyente y la Iglesia lo saben; basta que estén dispuestos a secundarla con su “amén” de fe. Entonces el futuro será suyo; sin perseguir utopí­as, sino intentando acercarse a la realización del reino de Dios, marcada por la cruz, pero llena del esplendor glorioso del resucitado. Así­ la Iglesia hoy, como en el primitivo cristianismo, del cual es continuación, repite con su fe y con su acción la súplica: “Ven, Señor Jesús”. Y a esta plegaria, a este requerimiento, el mismo Jesús, el testigo fiel, responde: “Vengo” (Ap 22,20).

A. Queralt
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S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

pistos (pistov”, 4102) significa: (a) en el sentido activo, creyente, confiado; (b) en el sentido pasivo, fiable, fiel, de confianza. Se traduce “creyente” en Joh 20:27; Act 16:1; 2Co 6:15; Gl 3.9; 1Ti 4:3; v. 10: “los que creen”; v. 12: “creyentes”; 5.16: “creyente”; 6.2; “creyente”, dos veces; Tit 1:6 “creyentes”; véase FIEL. Notas: (1) el nombre negativo apistia se halla bajo INCREDULIDAD; (2) el adjetivo negativo apistos se traduce como “no ser creyente” en 1Co 7:12,13. Véanse INCREDULO, INFIEL; (3) el verbo pisteuo se traduce como “creyentes” en Rom 4:11, lit., “los que creen”. Véase A, Nº 1.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento