CUERPO

v. Cadáver, Carne, Muerto
Gen 47:18 nada ha quedado .. sino nuestros c
Deu 21:23 no dejaréis que su c pase la noche sobre
1Sa 31:12 quitaron el c de Saúl y los c de sus
Psa 139:15 no fue encubierto de ti mi c, bien que
Isa 50:6 di mi c a los heridores, y mis mejillas a
Jer 7:33 los c muertos de este pueblo para comida
Dan 10:6 su c era como de berilo, y su rostro
Mat 5:29 y no que todo tu c sea echado al infierno
Mat 6:22 la lámpara del c es el ojo; así que, si tu
Mat 6:25 ni por vuestro c, qué habéis de vestir
Mat 10:28; Luk 12:4 no temáis a los que matan el c
Mat 24:28; Luk 17:37 estuviere el c muerto, allí se
Mat 26:26; Mar 14:22; Luk 22:19; 1Co 11:24 dijo: Tomad, comed; esto es mi c
Mat 27:52 muchos c de santos que habían dormido
Mat 27:58; Mar 15:43; Luk 23:52 fue a Pilato y pidió el c de Jesús
Mar 6:29 vinieron y tomaron su c, y lo pusieron
Luk 24:3 y entrando, no hallaron el c del Señor
Joh 2:21 mas él hablaba del templo de su c
Joh 19:31 de que los c no quedasen en la cruz
Rom 1:24 que deshonraron entre sí sus propios c
Rom 7:4 habéis muerto a la ley mediante el c de
Rom 7:24 ¿quién me librará de este c de muerte?
Rom 8:10 el c en verdad está muerto a causa del
Rom 8:11 vivificará también vuestros c mortales
Rom 8:23 esperando la .. redención de nuestro c
Rom 12:1 presentéis vuestros c en sacrificio vivo
Rom 12:5 así nosotros .. somos un c en Cristo
1Co 6:13 c .. para el Señor, y el Señor para el c
1Co 6:15 que vuestros c son miembros de Cristo?
1Co 6:19 ¿o ignoráis que vuestro c es templo del
1Co 6:20 glorificad, pues, a Dios en vuestro c y
1Co 7:4 la mujer no tiene potestad sobre su .. c
1Co 7:34 para ser santa así en c como ne espíritu
1Co 9:27 golpeo mi c, y lo pongo en servidumbre
1Co 10:16 ¿no es la comunión del c de Cristo?
1Co 10:17 nosotros, con ser muchos, somos un c
1Co 11:27 culpado del c y de la sangre del Señor
1Co 12:27 vosotros, pues, sois el c de Cristo, y
1Co 13:3 si entregase mi c para ser quemado, y no
1Co 15:35 pero dirá alguno .. ¿Con qué c vendrán?
1Co 15:40 y hay c celestiales, y c terrenales; pero
2Co 4:10 llevando en el c .. la muerte de Jesús
2Co 5:6 entre tanto que estamos en el c, estamos
2Co 12:2 en el c, no lo sé; si fuera del c, no lo sé
Gal 6:17 yo traigo en mi c las marcas del Señor
Eph 1:23 la cual es su c, la plenitud de Aquel que
Eph 2:16 reconciliar con .. a ambos en un solo c
Eph 3:6 los gentiles son .. miembros del mismo c
Eph 4:4 un c, y un Espíritu, como fuisteis también
Eph 4:16 de quien todo el c .. recibe su crecimiento
Eph 5:28 amar a sus mujeres como a sus mismos c
Phi 3:21 el cual transformará el c de la humillación
Col 1:18 él es la cabeza del c que es la iglesia
Col 2:23 en humildad y en duro trato del c; pero
1Th 5:23 todo .. espíritu, alma y c sea guardado
Heb 10:5 ofrenda no quisiste; mas me preparaste c
Heb 10:10 la ofrenda del c de Jesucristo hecha una
Jam 2:26 como el c sin espíritu está muerto, así
Jam 3:2 es capaz también de refrenar todo el c
2Pe 1:13 por justo, en tanto que estoy en este c
Jud 1:9. disputando con él por el c de Moisés, no


Cuerpo (heb. bâsâr [por inferencia, porque el heb. no tiene un término especí­fico]; gr. soma). El del hombre fue formado del polvo de la tierra (Gen 2:7) con la posibilidad de vivir para siempre con todas sus facultades en perfecto estado (cf 1:26, 31; 2:22-24). Pero el pecado produjo un cambio en su condición original. Después de la expulsión del Edén, Adán y Eva gradualmente perdieron su vigor fí­sico y sufrieron la muerte. En los siglos siguientes se fue acortando más y más la vida (11:12, 13, 18, 19, 32; cf Ecc 12:1-7), hasta que, finalmente, la edad del hombre raras veces sobrepasa los 70 años (Psa 90:10). En la muerte,* el cuerpo retorna al polvo (Gen 3:19; Ecc 12:7). En ocasión de la resurrección,* los justos recibirán cuerpos nuevos y glorificados (1Co 15:35-50; 2Co 5:1-4), semejantes al cuerpo glorificado de Cristo (Phi 3:20, 21), libres de toda debilidad o incapacidad. Se preparó un cuerpo para que Cristo habitara entre los hombres (Heb 10:5). En él, vicariamente cargó con los pecados de los hombres (1Pe 2:24). Cristo se refirió a su cuerpo como pan para los creyentes, hablando simbólicamente de la asimilación de su carácter que debí­an hacer sus seguidores al hacer suya la Palabra de Dios (Mat 26:26; Mar 14:22; Luk 22:19; cf Joh 6:35, 48-58). El pan que fue ordenado para la Cena* del Señor representa el cuerpo quebrantado de Cristo, y su ingestión representa que el creyente se apropia por fe de la vida sin pecado de Cristo, su justicia, su muerte y su resurrección (Rom 4:24, 25; 8:10; 1Co 1:30; 10:17; 11:24; 15:3, 4; Phi 3:9; etc.). Pablo comparó la iglesia con un cuerpo, en el que Cristo es la cabeza (Eph 1:22; 4:15, 16; Col 1:18). Como el cuerpo tiene muchos y diversos miembros, cada uno con su tarea especí­fica, y donde ninguno estorba el funcionamiento del otro sino que todos actúan en armoní­a, así­ también deberí­an relacionarse los unos con los otros miembros de la iglesia, cuyos diferentes dones y funciones deben emplearse en un trabajo eficiente y armonioso en favor de su objetivo supremo (Rom 12:4, 5; 1Co 12:12-31 Los cuerpos de los siervos de Dios son templo del Espí­ritu Santo 287 (1Co 6:19; cf 2Co 6:16). Pablo invitó a los creyentes a consagrarlos a Dios; es decir, cada miembro y facultad del ser (Rom 12:1).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

Yahvéh creó al ser humano, a imagen y semejanza suya, Gn 1, 26-27; lo formó con polvo del suelo y le insufló aliento de vida, Gn 2, 7. En hebreo no existe un término para significar cuerpo, como lo entendemos nosotros, en el A. T. encontramos la palabra basar, ® carne, para indicar el c., lo visible del hombre, lo perecedero del hombre, como en Nm 8, 7; 1 R 21, 27; de ahí­ la expresión †œtoda carne†, para indicar al género humano, Gn 6, 12; Is 40, 6. Ya en el N. T. sí­ hay una palabra para designar c., sôma, término griego, Lc 11, 34-36; Rm 4, 19; y sarx, igualmente griego, carne, Rm 7, 5; 1 Co 15, 39. En el A. T., basar significa el c. animado, no se le puede aplicar al cuerpo muerto, al cadáver, mientras en el N. T., sí­ se usa con este significado sôma, Mc 15, 43-45. Jesús, al instituir la Eucaristí­a, nos dejó bajo las sagradas especies del pan y el vino, su c. y su sangre, Mt 26, 26-27; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20; 1 Co 11, 24-25. El c. humano, compuesto de varios miembros todos importantes, interdependientes, cada uno de los cuales desempeña su función, le sirve a San Pablo como imagen de la Iglesia, cuya cabeza es Cristo, Rm 12, 3-8; 1 Co 12, 12-30; Ef 1, 22-23.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(gr., soma). La palabra puede referirse a un cadáver (Mat 27:52), al cuerpo fí­sico de uno (Mar 5:29) y al ser humano expresado en y a través de un cuerpo (Heb 10:10; 1Pe 2:24). Pablo consideró el cuerpo como la expresión de la persona total (Rom 12:1) y advirtió contra el mal uso del cuerpo (1Co 6:13 ss.), ya que para el creyente es el templo del Espí­ritu Santo (1Co 6:15, 1Co 6:19). Sin embargo, el cuerpo es afectado por el pecado y por eso puede llamarse el cuerpo del pecado (Rom 6:6) y cuerpo de muerte (Rom 7:24).

Hay un cuerpo fí­sico para esta vida y un cuerpo espiritual para la vida después de la resurrección (1Co 15:38 ss.). El presente cuerpo pecaminoso será reemplazado por uno como el cuerpo resucitado de Cristo. En la cena del Señor, el pan simboliza el cuerpo de Jesús ofrecido como sacrificio por el pecado (Mar 14:22; 1Co 11:24). Pablo llama a la iglesia local cuerpo (Rom 12:4-5; 1Co 12:12 ss.) y a la iglesia universal el cuerpo de Cristo (Eph 4:12).

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Aquello del hombre que es carne, sangre y huesos. En el pensamiento hebreo no se hací­a mucha distinción entre el alma y el c., pero cuando se quiere llamar la atención sobre la parte fí­sica del hombre se usa el vocablo gewiya. Se puede referir a un c. vivo, como es el caso de los egipcios que dijeron a José: †œNada ha quedado delante de nuestro señor sino nuestros cuerpos y nuestra tierra† (Gen 47:18), o a un c. muerto. Sansón †œse apartó del camino para ver el c. muerto del león† (Jue 14:8). El AT hace muchas referencias a partes del cuerpo humano. La más mencionada es el corazón, casi siempre señalando a los sentimientos y no al órgano fí­sico. También los riñones y el hí­gado se mencionan como sede de sentimientos. El cerebro no se menciona en el AT.

En el NT, la palabra es soma. Generalmente significa el hombre completo pero, según el contexto, puede referirse a la parte fí­sica de él e incluso a un cadáver. El Señor Jesús enseñó claramente que el c. de la persona que no cree será †œechado al infierno† (Mat 5:29). Los creyentes no deben temer †œa los que matan el c.† (Mat 10:28). Contrariamente a los que preconizaban que el c. es algo mal y que sólo el espí­ritu es bueno ( †¢Gnosticismo), la enseñanza apostólica da mucha importancia al c. Al decir que los gentiles †œdeshonraron entre sí­ sus propios cuerpos† (Rom 1:24), Pablo está señalando que el c. debe ser honrado. Enseña también que nuestros c. han de ser redimidos (Rom 8:23) ( †¢Resurrección). El creyente desea que la vida del Señor Jesús se manifieste en su c. (2Co 4:10). Pablo oraba por los tesalonicenses: †œY el mismo Dios de paz os santifique por completo; y todo vuestro ser, espí­ritu, alma y c., sea guardado irreprensible† (1Te 5:23). Debemos huir de la fornicación (1Co 6:13), evitar toda †œcontaminación de carne y de espí­ritu† (2Co 7:1) y ofrecer nuestros c. †œen sacrificio vivo, santo, agradable al Señor† (Rom 12:1).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

(Véase CARNE)

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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En muchas filosofí­as, que se denominan cientí­ficas, el hombre se identifica con el cuerpo orgánico que nace, crece, vive un tiempo y termina muriendo. Sin embargo, hay algo en el hombre que dice que él no es solamente un cuerpo, sino que transciende lo simplemente somático.

Se necesita recurrir al espí­ritu, al alma, al principio trascendente que anima el cuerpo, para darle sentido suprahumano y para resaltar en él la dimensión misteriosa y supranatural que le diferencia de todos los demás seres vivos del universo.

Pero, también hay algo que dice al hombre que su cuerpo es una criatura singular de Dios y que su dignidad reclama atención y especial respeto, junto con el agradecimiento para con el Creador.

Las actitudes que se adopten respecto al cuerpo humano tienen repercusiones en otros terrenos, como la valoración de las diferentes razas, la aceptación de la igualdad de sexos, la necesidad de reconocer la dignidad humana por encima de los intereses económicos, cientí­ficos o polí­ticos, el máximo respeto en cuestiones relacionadas con experimentos humanos o con manipulaciones médicas, genéticas o sociales. 1. Actitudes antiguas
En el judaí­smo primitivo se valora la persona humana en su conjunto, sin hacer clara distinción entre el cuerpo y el hombre, entre el alma y el cuerpo. Así­ aparece la idea de cuerpo en los libros del Antiguo Testamento: (Gen. 47.18; Eccli. 30.15 y 31.37; Tob. 2.3; Is. 51.23). Se mira al cuerpo como si del hombre entero se tratara, con su “alma o espí­ritu” que late dentro y da vida.

En los libros del Antiguo Testamento se refleja la idea de que el hombre se forma en el seno materno en forma misteriosa (Job. 3. 4-26; Ecclo. 10.19-31), pero como obra de Dios. Y se le ensalza de manera global (Job 7. 2-8; Sab. Ecclo. 17. 1-12), como un ser digno de toda consideración.

En los tiempos del Antiguo Testamento cuando se desarrollan las influencias mazdeí­stas y en los tiempos inmediatamente posteriores con la influencia maniquea, el dualismo se inserta en el pensamiento judaico y cristiano en todo lo que se refiere a la visión del cuerpo humano, parte visible que esconde el espí­ritu influido por Dios.

Eco especial tuvo en Oriente y en Occidente la actitud maniquea ante el cuerpo. Manes o Mani (216-276), fundador religioso persa que llegó en su predicación hasta la India, promocionó una visión “dualista” del mundo, de la materia, del hombre y de la vida. Extendió por Occidente la idea dominante en el Oriente de que el cuerpo es malo y tiende a la tierra, así­ como el alma es buena y tiende hacia el cielo. La doctrina dualista, haciendo del cuerpo principio malo, estuvo muy presente en los primero escritores cristianos.

Apoyados por el dualismo gnóstico de los tres primeros siglos y por el neoplatonismo reinante en zonas amplias del mundo romano, en las que se extendí­a el mensaje cristiano, el dualismo maniqueo cosechó éxito y renovó la “teorí­a de los dos caminos”, esenia y también evangélica (Mt. 7.3), y la transformó en alegato contra el cuerpo.

La división dualista del universo, (lucha entre el bien y el mal, entre la luz o espíritu y la oscuridad o materia, entre Dios y Satán) influyó en Orí­genes, en el siglo III, y en S. Agustí­n, en el V.

El maniqueí­smo divulgó la actitud pesimista de que el cuerpo humano es material, y por lo tanto, perverso; y el alma es espiritual, un fragmento de la luz divina, y debe ser redimida del cautiverio que sufre dentro del cuerpo. Por eso se miró al alma como obstaculizada por los deseos carnales del cuerpo, que sólo sirven para perpetuar ese encarcelamiento y son opuestos al campo de lo divino.

Los resabios maniqueos se mantuvieron durante muchos siglos, a pesar de que el maniqueí­smo, como religión, desapareció del mundo occidental a principios de la Edad Media. Se puede seguir su influencia analizando la existencia y la doctrina de grupos heréticos medievales con sus ideas sobre el bien y el mal, sobre la materia y el espí­ritu, como aparecieron en los albigenes, bogomilos y los paulicianos, entre otros. Aún sobreviven muchas de las concepciones gnósticas y maniqueas del mundo, desarrolladas por movimientos y sectas religiosas modernas, como la teosofí­a y la antroposofí­a del filósofo austriaco Rudolf Steiner.

2. Dualismo y monismo
La filosofí­a platónica dualista y los reclamos dualistas maniqueos se mantuvieron en la valoración del cuerpo hasta nuestros dí­as. La idea de oposición entre espí­ritu y materia, entre cuerpo y alma, se expresará en varias actitudes éticas de los pensadores selectos a lo largo de los siglos.

En el siglo XVII, por ejemplo, la visión peyorativa del cuerpo adoptó la forma de defensa de las dos sustancias fundamentales, inteligenCia y materia. René Descartes, cuya interpretación del universo es dualista, subrayó la diferencia irreconciliable entre sustancia pensante (inteligencia) y sustancia extensa (materia). Algunos de sus seguidores negaron por completo cualquier interacción entre cuerpo y alma, como Malebranche (ocasionalismo) y Leibniz (armoní­a preestablecida), con lo que el cuerpo se convirtió en un freno para la acción del alma, es decir de la inteligencia.

En el siglo XX, la oposición al materialismo monista de la filosofí­a y de la ciencia del XIX, engendró también otras actitudes dualistas de infravaloración del cuerpo. William McDougall, por ejemplo dividió el universo en espí­ritu y materia, haciendo del cuerpo materia. Bergson, en su obra principal “Materia y memoria”, adoptó también una postura dualista, definiendo la materia como lo que percibimos con los sentidos y dejando para el alma la tarea del conocer y del querer, aunque moderando el dualismo con una visión más vitalista del hombre.

Contra las visiones dualistas, y por lo tanto contra la infravaloración del cuerpo, surgieron ya en los tiempos medievales actitudes de revaloración y hasta exaltación del cuerpo.

La filosofí­a aristotélica monista, resucitada por la escuela dominica, sobre todo por S. Alberto Magno y Sto. Tomás de Aquino, insistió desde el siglo XIV en que el cuerpo es la materia en la que el alma actúa y gracias al que ella subsiste como forma substancial. Sin el cuerpo no hay hombre y la dignidad del cuerpo es exigible en el pensamiento cristiano. Será la postura de la Iglesia en los últimos siglos, la cual se distanciará de interpretaciones filosóficas y tratará de explorar lo que la Palabra de Dios dice acerca de ese don divino.

3. Cristianismo y cuerpo
La doctrina cristiana ha resaltado el valor del cuerpo como parte de la persona humana y como criatura de Dios, digna de todo respeto y protección. Como criatura es buena, y las mismas fuerzas vitales: conservación, defensa, reproducción, actuación, son energí­as vitales y constructivas que deben ser sometidas al imperio de la razón y no dejarse arrollar por el instinto.

En el cristianismo, se presenta el cuerpo como algo más que un soporte. Es incorrecto decir que el hombre es un animal (cuerpo) en el que reside un alma (espí­ritu creado). Es mejor decir que Dios ha creado un ser con doble naturaleza. No conviene hablar de dos seres superpuestos, en donde le cuerpo se mira mal y el alma se idealiza. Es preferible hacer referencia a una persona que sintetiza lo material y lo espiritual.

La doble naturaleza no implica dualidad, sino unidad, “al estilo de la unión hipostática”, como gustaban hablar algunos Padres antiguos (S. Juan Damasceno: De fide ort. 11.12). Es decir, así­ como en Jesús hay un sólo ser, Dios y hombre, en una persona con dos naturaleza, en el hombre existe un solo ser con dos principios, el corporal y el espiritual. La í­ntima unión entre el cuerpo y el alma es un principio básico en el cristianismo.

Pascal decí­a: “¿Qué es el hombre dentro de la naturaleza? Nada con respecto al infinito. Todo con relación a la nada. Un punto intermedio entre la infinitud y la nulidad.” (Pensamientos 1)

En el pensamiento cristiano, antiguo y moderno, el alma es entendida como el principio de la vida. Es considerada capaz de sobrevivir a la muerte y a la corrupción del cuerpo.

La persona humana en conjunto, compuesta de alma y de cuerpo, sintetiza la creación divina. Se halla unida al mundo terreno por la materia corporal y se halla proyectada al mundo espiritual por el alma. San Juan Crisóstomo decí­a: “¿Qué otro ser ha venido a la existencia rodeado de tal consideración? El hombre, grande y admirable, figura viviente, más precioso a los ojos de Dios que toda la creación, es el señor del mundo. Para él existe el cielo, la tierra, el mar y todo el universo. Dios ha dado tal importancia a su salvación, que no ha dudado en enviar para ella a su mismo Hijo único. No dudó de hacer todo para que el hombre subiera hasta El y se sentara a su misma derecha”. (Serm. 2.1)

La teorí­a neoplatónica del alma como prisionera en un cuerpo material prevaleció en el pensamiento cristiano hasta que el Sto. Tomás de Aquino cambió las preferencias teológicas y definió el cuerpo como uno de los dos elementos conceptualmente distinguibles de una sola sustancia, la humana.

4. Evolución del cuerpo

Es evidente que el cuerpo, como todo ser vivo, se comporta como “ser animal” que nace, crece, actúa y se reproduce antes de morir y muere al final. Pero conviene recordar que “animal” no implica otra cosa que se halla “animado”, vivificado, por el alma. Y esa vivificación la podemos contemplar en la especie humana y en cada individuo particular.

4.1. En cada individuo

El cuerpo de cada hombre se forma en el seno materno, en virtud de un proceso maravillo de “gestación”. Se da el crecimiento del núcleo inicial, o “zigoto”, el cual, formado por el óvulo y el espermatozoide, se multiplica en células según leyes admirables de progresión.

Del zigoto se desprenden los elementos que hacen posible el hombre: el soma o cuerpo, el cordón umbilical, la placenta o tejido protector del nuevo ser.

A la semana de desarrollo, ya se organizan las funciones diversas en el “embrión”, que progresivamente se complican y se coimplican, a fin de que el conjunto funcione como ser autónomo, aunque dependa del cuerpo materno para la alimentación, la oxigenación, la protección.

Al mes y medio de la gestación, “el feto” comienza a diferenciar órganos y funciones propias, de modo que hasta teóricamente pudiera seguir su gestación fuera del útero materno, si se dan condiciones similares a las que halla en él.

Cuando el niño nace a los nueve meses, el cuerpo domina totalmente su existencia, hasta que se vaya despertando la actividad psicológica y más tarde la espiritual.

4.2. En la especie humana

Tiene cierto interés en la catequesis, aunque no excesivo, el proceso de humanización del ser animal. El cuerpo humano, como ser vivo que evoluciona, fue perfilándose a medida que se constituyó el “Homo erectus” (dos o tres millones de años de antigüedad), y luego se transformó en el “Homo faber” (uno o dos millones), el cual se diferenció de los otros antropoides y grupos paralelos.

El cuerpo estaba definido en lo esencial cuando, hace un millón de años apareció en la tierra el “Homo sapiens”.

El término “Homo sapiens” y la forma derivada de “sapiens sapiens” fue de uso frecuente para designar a los mamí­feros superiores que fueron dando signos de inteligencia y no sólo que se mantuvieron en la existencia por la mera satisfacción de los instintos defensivos, conservativos y propagativos.

4.2.1. Su evolución

El cuerpo del “Homo sapiens” se manifestó como el final de una evolución y una configuración ordenada a las actividades dirigidas por la inteligencia y la voluntad. Sin que haya certeza cientí­fica en sus pormenores, es indudable lo esencial de la evolución.

Apareció dotado de una espina dorsal (grupo de los Cordados), flexible (subgrupo de Vertebrados), dotada la hembra para amamantar a sus crí­as (clase de los Mamí­feros), con gestación en el útero (subclase de los euterios) y correcta organización corporal.

Las extremidades se configuraron con cinco dedos de gran facilidad de movimiento en las superiores (manos) y menos en los pies, más acondicionados para la marcha rápida, segura y ordenada a la relación social.

El esqueleto del Homo sapiens se hizo más apto para la postura erguida y la marcha que el de los primates próximos en parentesco evolutivo: el gorila, el chimpancé y el orangután. Se facilitó la bipedación por una pelvis ancha, rodillas flexibles en la parte trasera y una mayor armoní­a motriz. En la marcha se manejaron con habilidad las manos, capaces de manipular los objetos con soltura y coordinación perfecta.

Los ojos se situaron en la parte frontal de la cabeza, lo que facilita la visión estereoscópica (aprecio del relieve y distancia, de la altura y de la proporcionalidad, de la perspectiva y contrastes)

4.2.2. Motor del cerebro

El cerebro creció en relación con la masa corporal (en Antropoideos y Homí­nidos) y se hizo más grande que el de los demás. Hoy tiene una capacidad media de 1.400 cc, el doble tamaño que el de otros primates actuales o del pasado. Y más que la masa cerebral, lo que hizo posible la actividad consciente fue la organización cortical, es decir la corteza que recubre todo el complejo entramado de órganos vitales, pero que es depositaria, en sus lóbulos occipitales, temporales, parietales y frontales, de toda la actividad sensoriomotora, consciente o no consciente, que rige el comportamiento, el sentimiento y el conocimiento.

En la estructura cerebral cortical se fue organizando la base de las principales operaciones especí­ficamente humana, por ejemplo el habla, la escritura, las destrezas técnicas, etc.

El habla se desarrolló gracias al tamaño y especialización de un área determinada del cerebro (tal vez la circunvolución de Broca), lo cual es el probable origen de los controles neuronales sobre los labios y la lengua.

Las caracterí­sticas somáticas del hombre le hicieron fácil la adaptación al medio ambiente, lo que le permitió sobrevivir en diversidad de hábitats, incluso altamente hostiles, como son las regiones heladas o selváticas.

4.2.3. Comportamiento cultural

Y también le posibilitó el desarrollo de formas de comportamiento y los usos colectivos que llamamos cultura. La especie humana es la única que evolucionó hacia un espacio cultural, entendiendo por cultura la capacidad de planificar, la posibilidad de tener conciencia individual y colectiva de los hechos, el poder elegir por encima de los instintos, la habilidad para modificar el medio fí­sico y el entorno.

Los modelos de comportamiento gregario y la capacidad de crear situaciones nuevas fueron rasgos que se desarrollaron hace al menos dos millones de años. Pero la solidaridad, la abnegación, la aceptación de la autoridad, la ley, las creencias religiosas o las preferencias estéticas, fueron logros posteriores, es decir de hace medio millón de años.

Desde entonces se diseñaron formas de vida como la jerarquí­a, los vestidos, los adornos, el preparado de alimentos, los enterramientos, etc. Y se terminó originando habilidades tan complejas como las creencias mí­ticas, el arte, la escritura, la arquitectura o las leyes, que sólo hace 30.000 años se formalizaron en forma similar a la actual.

Las primeras escrituras, los códigos o conjuntos de leyes, los contratos, las mitologí­as coherentes, es decir la cultura actual, tal vez no superen los 3.000 años anteriores a Cristo en la India, en Mesopotamia o en el Valle del Nilo.

5. Creación el cuerpo
Max Scheller escribió: “Si se pregunta a un hombre culto lo que piensa al oí­r la palabra hombre, seguramente empiezan a rivalizar en su cabeza tres cí­rculos de ideas irreconciliables entre sí­: cí­rculo de la tradición judeo-cristiana: Adán y Eva, creación, paraí­so, caí­da; segundo, cí­rculo de ideas de la antigüedad clásica: razón, logos; tercero, cí­rculo de la ciencia moderna: evolución, psicologí­a genética…” (Puesto del hombre en el cosmos)

Según leyenda recogida en la Biblia (Gen 2. 7), coincidente con otras del Oriente babilónico, como la del Poema de Gilgamesh, la materia del cuerpo fue el barro de la tierra y el autor fue el Señor Dios que “lo formó con sus manos” y espiró en su rostro hálito vital.

Desde esa leyenda, el hombre se identificó con el cuerpo terrenal. La Biblia, con sus diversos lenguajes culturales (babilonio, asirio, persa, egipcio, cananeo, moabita, griego y romano) ofrece el común denominador del cuerpo que es la vida como don celeste.

El cuerpo se dignifica por la vida, es decir por el alma y no al revés. Así­ aparece en la visión de Ezequiel profeta, en la que los miembros muertos corporales se despiertan al volver a ellos el alma espiritual. (Ez. 37. 14)

El pensamiento cristiano siempre mirará al cuerpo desde esa perspectiva creacional. Juan Pico de la Mirándola (1463-1494), humanista de Florencia, decí­a en su libro: “Sobre la dignidad del hombre”: “Dios escogió al hombre como obra de naturaleza interminable…

Una vez que lo hubo colocado en el centro del mundo, le habló así­: “No te he dado, oh Adán, ni un lugar determinado ni un aspecto propio ni una prerrogativa exclusiva tuya. Todo lugar, toda prerrogativa, todo aspecto que tú desees tendrás que conseguirlo según tu deseo y según tus opiniones. La naturaleza de los demás seres está limitada por mí­ y se mantendrá encerrada en las leyes escritas por mi sabidurí­a… Tú actuarás con libertad, sin ninguna barrera, pues todo lo entrego a tu potestad.

Te he puesto en medio del mundo para que desde ahí­ te veas todo lo que existe en él. No te he hecho ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, con el fin de que, por tu propio esfuerzo, como artí­fice soberano y libre, te formes y te esculpas en la forma en que elijas.

Te podrás degradar, si quieres, haciéndote inferior; y podrás, si lo deseas, elevarte a las cosas superiores, que son divinas. Todo va a depender de ti.”

6. Destino del cuerpo

El destino del cuerpo, como realidad orgánica y material, es la muerte y la corrupción. Pero el hombre no se resigna a la destrucción. Se encuentra con un misterio, pues se siente hambriento de supervivencia y de eternidad y sabe que su cuerpo es perecedero. Se consuela pensando que su alma sobrevive, pero algo le dice que no es suficiente, que su alma no es él, como su cuerpo no es él.

– El biologismo y el materialismo le dan una respuesta tajante: la destrucción. Le sugieren que no se haga ilusiones con otra vida, aunque haya muchas creencias sobre ella. En consecuencia, el cuerpo es, como todo organismo, una incidencia del cosmos y su destino es la desaparición.

– El misticismo y el sobrenaturalismo hablan de otra vida futura, en la cual el hombre tendrá que recoger las consecuencias del bien o del mal que haya hecho en la actualidad. Pero es el alma, no el cuerpo, quien transciende y sobrevive a la muerte.

Lo demás son creencias con frecuencia ingenuas, que resultan consoladoras, pero que escapan de la certeza comprobable de este mundo. Se asumen por fe y están bien, pero son creencias y sólo como tales deben ser tomadas.

– El realismo cristiano le ofrece una solución clara, consistente y definitiva. El cuerpo, como organismo vivo, muere y se corrompe. Pero ese cuerpo, que fue soporte del alma, será reclamado hacia una resurrección que se halla más allá de leyes fí­sicas y biológicas de la materia. El hombre volverá a ser cuerpo y alma, es decir una realidad doble unificada, cuando llegue el momento de la resurrección de todos los que vivieron en el mundo.

También enseña el mensaje cristiano que el cuerpo resucitado, cuando llegue “la resurrección de la carne”, sobrevivirá glorificado para siempre, que no volverá a morir. No tendrá las propiedades fí­sicas y fisiológicas de este mundo (duración, extensión, mutación, interacción, etc.), sino las misteriosas pero reales de los cuerpos resucitados.

Como explicación no se puede decir más. Como referencia del mensaje cristiano, se debe hablar con firmeza y “con fe”, del cuerpo de Cristo resucitado y de la existencia de opciones matafí­sicas y trascendentes que superan las leyes de este mundo.

Ciertamente, mientras el hombre mira el origen de su cuerpo con curiosidad y reflexiona sobre su naturaleza con más o menos interés, cierta inquietud le domina cuando de su destino se trata. Por eso le asaltan tantos interrogantes y aprehensiones cuando contempla un cadáver, sobre todo si se trata el de un ser muy querido. Nada le consuela, sino es la esperanza y la fe, que transcienden la razón y la materia.

El mejor camino catequí­stico para exponer lo que el cuerpo es para el creyente es la humilde aceptación de las enseñanzas de la Palabra de Dios. Y la referencia a textos como los que abundan en los libros del Nuevo Testamento, en donde se enseña que “sobre la resurreción estáis equivocados por no comprender las Escrituras ni el poder de Dios, por que entonces ni lo hombres tomarán mujeres ni las mujeres maridos, sino que todo serán como los ángeles que ven a Dios”. (Mt. 22. 29-30)

Sólo la fe da luz en el tema del destino del cuerpo, de su vida y de sus limitaciones. El mensaje cristiano es claro al respecto y se halla por encima de las especulaciones de la ciencia o de las leyes de la naturaleza. Con esa luz no tiene sentido la angustia en el porvenir como no lo tiene su infravaloración o su encumbramiento en el presente.

Cuadro de 25 textos bí­blicos sobre el valor del cuerpo.

El concepto de cuerpo aparece en el Nuevo Testamento: Se recoge como “soma” 142 veces y como “sarx” 146 veces 1. Dignidad del cuerpo como templo del Espí­ritu
* “Vuestro cuerpo es templo el Espí­ritu Santo, que está en vosotros, porque Dios os lo ha dado. Ya no os pertenecéis, pues, a vosotros pues sois de Dios. Glorificad a Dios con vuestros cuerpos (1 Cor. 6.19-20)
* “No son hijos de Dios los que sólo lo son por la carne.” (Rom. 5.8)
* “No toda carne es la misma carne, sino que hay la de hombre, la de animales, la de peces y las aves.” (1 Cor. 19.19)
* “Dios formó al hombre con polvo del suelo e infundió en su rostro aliento de vida”. (Gen. 2.7)
* “Dios ha formado el cuerpo, con más honor en miembros que carecí­an él, para que no hubiera división en él”. (1 Cor. 12. 27) 2. Con el cuerpo vivimos en este mundo y actuamos
* “No andéis preocupados con vuestro cuerpo, con qué le vestiréis y cómo le daréis de comer.” (Mt. 6.25)
* “No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma.” (Lc. 12. 4)
* “Soy yo mismo quien sirve según la carne a la ley del pecado.” (Rom. 7.25)
* “Delibero no con la carne, sino con la sabidurí­a de Dios.” (2. Cor. 3. 3)
* “Yo completo en mi cuerpo lo que falta la pasión de Cristo”. (Col. 1. 24) 3. El cuerpo es santificado por el espí­ritu
* “Cada uno de nosotros somos miembros del Cuerpo de Cristo”. (1 Cor. 12. 27)
* “El os ha comprado pagando un precio. Glorificad a Dios con vuestro cuerpo”. (1 Cor. 6. 19-20)
* “Os exhorto a que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia vida.” (Rom. 12.1)
* “Mientras vivimos en el cuerpo, vivimos lejos de Jesús.” (2. Cor. 5. 6)
* “Aunque vivimos en la carne, no combatimos según la carne y nuestras armas no son carnales.” (2. Cor. 10. 4)
4. La lucha desde el cuerpo
* “El cuerpo no está hecho para la fornicación, sino para el Señor”. (1 Cor. 6. 13. )
* “El cuerpo tiene muchos miembros, pero es uno solo.” (1 Cor. 12. 20)
* “Que no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal” (Rom. 6.12)
* “Si con el espí­ritu hacéis morir las obras del cuerpo, tendréis vida.” (Rom. 6.13)
* “Los que son de Jesús, crucifican la carne con sus pasiones.” (Gal. 5. 24)
5. Destino del cuerpo: la resurrección y la salvación
* “Se sembrará un cuerpo animal y resucitará otro espiritual; por lo tanto si hay cuerpo animal lo hay también espiritual. Está escrito que el primer hombre, Adán, fue un ser animado. Pero el último Adán será espiritual. No es lo primero lo espiritual, sino lo animal; lo espiritual viene después. El primer hombre salió de la tierra. El postrero viene del cielo. El hombre de la tierra fue modelo de hombres terrenos. El hombre del cielo es modelo de hombres celestes.” (1 Cor. 14. 44-49)
* “Cristo transformará este miserable cuerpo en un cuerpo glorioso como el suyo.” (Filip. 3.21)
* “Que todo vuestro ser, alma y cuerpo, se conserve sin mancha hasta la venida de Cristo ” (1 Tes. 5.23)
* “Si Cristo está en vosotros, aunque el cuerpo haya muerto a causa del pecado…, aquel que dio la vida a Cristo, también os la dará a vosotros.” (Rom. 8. 11)
* “Todo lo de aquí­ es sombra de lo venidero, pues el cuerpo verdadero es el de Cristo.” (Col 2.17)

David de Miguel Angel: cuerpo masculino, obra de Dios
Maja desnunda. Goya: cuerpo femenino, obra Dios

7. La dignidad del cuerpo

El pensamiento cristiano siempre ha considerado el cuerpo como criatura divina. Lo ha mirado como destinado a sustentar la persona humana mediante su unión con el alma. Y los ha considerado como destinado a resucitar un dí­a, para que todo el ser humano, entero y unitario, goce del premio o sufra el castigo por su comportamiento en esta vida. En el Catecismo de la Iglesia Católica se dice: “El cuerpo del hombre participa de la dignidad de la “imagen de Dios”: es cuerpo humano precisamente porque está animado por el alma espiritual. Y es toda la persona la que está destinada a ser, en el Cuerpo de Cristo, el Templo del Espí­ritu Santo. (364)

El hombre ha sido creado por Dios con un cuerpo y un alma que constituyen realidad única y unida. El hombre no es la suma de dos seres superpuestos, sino una realidad personal dotada de cuerpo, que al morir se destruye, y de alma, que sobrevive después de la muerte corporal.

Ni se puede considerar al cuerpo como ser malo que lleva al pecado y al alma como espí­ritu limpio que lleva al bien. Es cierto que tenemos una dualidad, pero nos somos dos realidades. Nuestra naturaleza sintetiza todo lo material y todo lo espiritual, pues Dios lo ha querido así­.

El Concilio Vaticano II decí­a: “Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí­ los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador. Por consiguiente, no es lí­cito al hombre menospreciar la vida corporal, sino que por el contrario tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y está destinado a resucitar en el últimos dí­a”. (Gaud. et Spes 14. 1)

El cuerpo procede de nuestros padres, que lo configuran según las leyes hermosas de la naturaleza. El alma es creada por Dios de manera personal y amorosa. De la unión de ambos brota cada hombre concreto, que crece, se desarrolla y se hace consciente de sus dones naturales y espirituales.

A la luz de esta dignidad unitaria e indivisible es como se pueden valorar los aspectos humanos más vinculados al cuerpo: la raza a la que se pertenece, el sexo y la actividad reproductora, la cualidades fí­sicas y fisiológicas de cada individuo como la estatura y la salud, la duración de la vida, la dignidad radical de los infradotados o deficientes fí­sicos o psicológicos, etc.

8. Catequesis y cuerpo
No es frecuente hacer del cuerpo objeto de una buena catequesis. O al menos no es frecuente superar con elegancia el dualismo tradicional desde el que se valora y estima el cuerpo.

Es más frecuente una adecuada presentación del alma, de la persona, del hombre, en cuanto es fuente de dignidad más resaltada por la cultura tradicional de los cristianos de Occidente.

Sin embargo, sobre todo al llegar a determinadas edades del desarrollo corporal, conviene dejar en claro el pensamiento cristiano al respecto. Una buena catequesis debe apoyarse en la Palabra de Dios y resaltar el sentido que para el creyente tienen palabras como vida, muerte, sexo, raza, salud, belleza, movimiento, desarrollo, sentidos, actividad, resurrección final.

Algunas consignas catequí­sticas pueden ayudar en esta consideración.

1. Hay que situar en un lugar catequí­stico justo lo relativo al cuerpo. Ni el hombre ha nacido para el cuerpo ni la idea del cuerpo agota la realidad del hombre.

Temas como la vida, la salud, la belleza, el placer, las destrezas, los rasgos orgánicos, etc. debe situarse en el contexto del hombre libre, inteligente y responsable.

Por el hecho de ser humanos, merecen adecuada consideración, respeto, aceptación y adecuado cultivo, sin que se conviertan en metas últimas de aspiraciones, actividades y compromisos personales últimos.

2. En tiempos en los que vivimos cierto hedonismo sociocultural absorbente relacionado con el cuerpo (placer, fuerza, diversión, sensaciones, ornamentos, moda, sexo. triunfo fácil, etc.), las demandas instintivas del cuerpo pueden presentarse como prioritarias ante la mente de los catequizandos. Desde luego pueden desbordar otros reclamos humanos superiores por su misma naturaleza: cultura, ciencia, arte, solidaridad, justicia, austeridad, fortaleza, paz
El educador de la fe habrá de contar con el desbordamiento sensorialista y con las demandas de la propaganda comercial que dificultan la siembra de ideales superiores. Pero hará bien en recordar que el mejor procedimiento no es una “catequesis defensiva o negativa”, aunque se revista de terminologí­a elegante como “denuncia profética”, “oposición mundanal” o “combate contra el mal”. La mejor forma de superar el “culturismo”, es el idealismo.

Es decir, conviene promover escalas de valores en donde conste la necesidad de ideales elevados y la adaptación a las edades evolutivas de los catequizandos y a sus demandas personales.

Con todo, el catequista debe recordar que ni siquiera la promoción de los valores humanos más elevados es catequesis suficiente, si sólo se queda en “valores humanos” (amor, paz, justicia, libertad, austeridad) y no asciende al terreno de los valores evangélicos: fe, oración, renuncia, pobreza, amor al enemigo, etc.

3. Es bueno desenmascarar los mitos que crean determinados intereses polí­ticos, económicos o sociales. Es innegable que el racismo es un instrumento usual en determinados sistemas totalitarios que pretenden dominar a las masas fanatizadas por el color de la piel o por la ascendencia genética de un grupo étnico. Es evidente que se debe combatir el machismo, que parte de una infravaloración falsa del cuerpo femenino y encumbramiento del masculino, como si el valor humano estuviera sólo en las energí­as fí­sicas o en la constitución anatómica de cada sexo.

Y es cierto que poner el ideal de vida en la fuerza muscular (como hace el llamado culturismo), el confundir medicina con los caprichos de la cirugí­a plástica o el buscar soluciones mágicas a problemas psí­quicos o espirituales en técnicas somáticas (masajes, relajaciones, yoga, acupuntura, artes estéticosomáticas, psicoanálisis o hipnosis, etc.) pueden dar una idea del cuerpo equivocada, por mucho que la moda anuncie soluciones fáciles a problemas complejos.

A veces estas demandas tienen mucho de moda arropada por intereses comerciales, aunque se presenten como reclamos psí­quicos y hasta pseudorreligiosos, como hacen algunas sectas que juegan con anuncios de mejora de la salud individual o colectiva o con adquisición de energí­as esotéricas.

4. El cuerpo propio y el ajeno son elementos compositivos de la persona, pero la persona no se reduce a ellos. Hay que enseñar al creyente a valorar la estatura, el color, la elegancia, la delicadeza, la fuerza somática, etc. a la luz de la dignidad del hombre y no en función del espectáculo pasajero o de los intereses parciales de grupos o de modelos falseados.

Hacer del cuerpo el campo preferido de la relación con los demás (amistad, amor, interés, relación, utilidad) es caer en un materialismo atroz y por supuesto alejado del Evangelio.

5. El cuerpo y sus reclamos: comida, descanso, instintos, movimientos, placeres, etc. se deben valorar por una ética y una mí­stica que, desde la razón, hagan posible la vida honesta y, desde la fe, haga posible descubrir y vivir según el Evangelio.

Ni es bueno mitificar sus capacidades ni es admisible infravalorar sus reclamos. Por eso ni el hedonismo materialis­ta ni el misticismo ingenuo son compatibles con el mensaje del Evangelio.

Al creyente hay que enseñarle a ver y a vivir en el cuerpo, sin sentirse reducido a él. Cultivarlo y respetarlo es la voluntad divina. Y los valores superiores del hombre: los ideales, la inteligencia, la ascesis, la fortaleza, la continencia y la solidaridad, son las energí­as cristianas que deben orientar su conducta.

Por eso no basta para entender el cuerpo la explicación de las simples demandas fisiológicas. Se reclama algo más.

Y es a la luz de la fe como podemos juzgar lo que es y lo que vale el cuerpo como don de Dios, como responsabilidad del hombre personal, como posibilidad de encuentro eclesial, como motivo de esperanza escatológica, mientras pensamos en el dí­a de la resurrección.

La catequesis del cuerpo es una de las más imprescindible en una mundo hedonista y descentrado como el que hoy se viven en muchos ambientes.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

(v. Asunción, formación humana, hombre, muerte, resurrección de Cristo, resurrección de los muertos, salud-sanidad)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: 1. de cuerpo en el AT y judaí­smo primitivo. – 2. El concepto de cuerpo en el NT, especialmente en los evangelios. 2.1. Significado de cuerpo en los evangelios. 2.2. La palabra cuerpo en los escritos paulinos.

1. Concepto de cuerpo en el AT y Judaí­smo primitivo
Mientras que la lengua griega posee el término soma para significar lo que corresponde a nuestro concepto de “cuerpo” y, referido al hombre, connota generalmente una oposición a “alma” (psyjé), la lengua hebrea carece de un término equivalente a soma o “cuerpo”. El término hebreo que más se acerca a soma (“cuerpo”) es basar (“carne”; en griego ), que propiamente significa el tejido de los músculos, pero también puede designar toda la persona humana. Los LXX tradujeron al griego basar (“carne”) por , siempre que basar no expresara la caducidad del hombre en cuanto ser creado ni la diferencia entre carne y huesos, sino su totalidad o unidad sin oposición a “alma” (nefes: por “alma” o nefes se entiende la fuerza vital que se manifiesta en el aliento, no en el sentido griego de algo distinto del cuerpo): “cuerpo” y “alma” pueden aparecer, pues, como dos principios cuyas funciones pueden ser semejantes o equivalentes, así­ p. ej.: “De ti tiene sed mi alma; mi carne anhela por ti” (Sal 62,2); “suspira y desfallece mi alma…; mi corazón y mi carne claman exultantes al Dios vivo” (83,2). El hombre es para la mentalidad hebrea una unidad total animada por un alma viviente (Gén 2,7). La muerte pone fin a esta unidad: el hombre torna al suelo, el hálito vital vuelve a Dios y su existencia en ultratumba no es más que una sombra (ls 38,18-19; Qo 12,7).

A partir del destierro de Babilonia (siglo V) se irá abriendo paso la creencia en la resurrección de la carne (cf. Ez 37,1-14), que implica una existencia real de el hombre después de la muerte. Esta creencia en la resurrección no cambia la concepción hebrea del hombre como una realidad total. Incluso se concibe también a los ángeles con soma, es decir, “cuerpo” (Ez 1,11.23; Dan 10,6), ya que “cuerpo” en estos casos (en hebreo y arameo á, en griego LXX soma) no significa la esfera terrestre en oposición a la celeste. No encontramos, pues, en los libros del AT, sin influjo helení­stico, una dualidad antropológica. Después de la vuelta de Babilonia comienza una nueva época del pueblo elegido, que se ha dado en llamar “judaí­smo temprano”. La concepción del judaí­smo primitivo (siglos III-I a.C.) acerca del hombre y cuerpo experimenta un cambio importante, debido al helenismo: tiene lugar una cierta depreciación del cuerpo, que es considerado origen y sede de la pasión (Si 7,24; 23,17; 47,19); se presenta al hombre compuesto de alma y cuerpo (2Mac 6,30; 7,37; 14,38; 15,30); aunque el cuerpo sea corruptible y el alma (inmortal) (Sap 9,15), el cuerpo puede ser puro (8,20); en Sap aparece ciertamente la dualidad de cuerpo y alma, pero no aún el dualismo metafí­sico radical pesimista del gnosticismo del siglo II d.C.

En los libros judí­os que no pertenecen al canon del AT (“literatura apócrifa”) se intensifican las tendencias helení­sticas antes mencionadas: se acentúa la relación del cuerpo con la sexualidad y fornicación (Testamento Xll patriarcas, TestJudas 14,3); la muerte separa cuerpo y alma, volviendo el primero a la tierra, mientras que la segunda sube al cielo (ApEsdras 7,3[Riessler]); se afirma la existencia postmortal de los individuos como almas o espí­ritus, que son sometidos después de la muerte al juicio divino de condenación o salvación (Enoc[etí­op.] 102,4-104,13). Predomina, sin embargo, la creencia -más en acuerdo con la mentalidad del AT- de que también el cuerpo resucitará y será juzgado (Dan 12,2; cf. Is 26,19); se menciona, además, un estado intermedio después de la muerte, en el que el hombre existe sin cuerpo, esperando la resurrección y el juicio (Enoc[etí­op.] 22,3-13; Heb 12,23; Ap 6,9; 20,4).

En el gnosticismo (siglo II d.C.) la materia es considerada intrí­nsecamente mala y el cuerpo como cárcel del alma, la cual es de origen divino y debe ser despertada de su letargo mediante el recuerdo de su origen divino. Este dualismo metafí­sico, es decir, radical, de los gnósticos será combatido sin piedad por los padres de la Iglesia. En los últimos libros del NT se impugnan algunas ideas de cierto colorido gnostizante, pero que no se puede decir que sean ya propiamente gnósticas.

2. El concepto de cuerpo en el NT, especialmente en los evangelios
2.1. de cuerpo en los evangelios
El término “cuerpo” (soma) aparece raramente en los evangelios; su significado corresponde al de la traducción griega de los LXX. En los evangelios encontramos dos significados principales de “cuerpo”: el hombre como biológica, siendo “cuerpo” sinónimo de persona en contraste con sus miembros (Mt 5,29-30; 6,22-23/Lc 11,34.36; Mt 6,25/Lc 12,22-23; Mc 5,29). é (“alma”; “vida”) puede recibir este mismo significado, si bien subrayando aspectos distintos (Mt 6,25; Mc 14,34). En los relatos de la institución de la Eucaristí­a “cuerpo” significa la persona entera de Cristo (Mt 26,26; Mc 14,22; Lc 22,19; 1Cor 11,24). Fuera del NT no aparece nunca “cuerpo” en relación con “sangre”, pues beber la sangre es algo inconcebible para un judí­o y para un griego algo horrendo y bárbaro. El otro significado de cuerpo es el de “cadáver” (Mt 26,12; 27,52.58-59; Mc 14,8; 15, 43.[45: : “cadáver”]; Lc 17,37; 23, 52.55; 24,3.23; Jn 19,31.38.40; 20,12; cf. He 9,40; Heb 13,11; Jds 9). En la exhortación de Jesús “a no temer a los que pueden matar el cuerpo” se distingue entre “cuerpo” y “alma”: “Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar al alma; temed, más bien, al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehena” (Mt 10,28; Lc 12,4-5Q: “colección de los dichos de Jesús” de Mt/Lc). Esta distinción no significa, sin embargo, una separación de cuerpo y alma -como en la mentalidad griega-, sino que el hombre posee una más profunda que la biológica, como expresa la segunda parte del dicho: “…puede llevar a la perdición y cuerpo en la gehena”. Al hablar de la vida futura o condenación eterna después de la muerte, Jesús describe la existencia postmortal realí­sticamente como un estado en el que y alma no están separados sino que existen simultáneamente (Mt 5,29-30; 8,11-12/Lc 13,28; Mt 18,8-9; Mc 9,43-48). Sin embargo, Jesús se refiere también a la resurrección futura como algo distinto de la vida presente (Mt 22,29-32; Mc 12,24-27; Lc 20,34-38).

2.2. palabra cuerpo en los escritos
“Cuerpo” es una palabra clave en la antropologí­a paulina. 17 no emplea nunca “cuerpo” (soma) en el sentido de cadáver, como los evangelistas. Son muy numerosos, en cambio, los pasajes en que tiene un sentido biológico (1 Cor 5,3; 7,34), que se especifica cada vez según sus diversos funciones y acciones: es el origen de la vida sexual (Rom 4,19; 1 Cor 7,4); P golpea su cuerpo y lo somete a servidumbre (9,27); el cuerpo se puede entregar a las llamas (13,3); posee cicatrices (Gál 6,17). La vida humana, tanto en la esfera terrena como en la pneumática, o sea, sobrenatural, es para P inconcebible sin el cuerpo; “cuerpo” adquiere en sus escritos el sentido de en consonancia con el AT (Rom 6,12; 8,11; iCor 5,3; 6,15-16; 2Cor 4,10-11; 10,10). 1Tes 5,23 podrí­a sugerir una tricotomí­a u oposición entre “espí­ritu, alma y cuerpo”, pero esta interpretación es rechazada por los exegetas. “El hombre no tiene cuerpo, sino que es cuerpo” (R. BULTMANN, í­a [UTB 630], 195). P amonesta a los corintios para que consideren el pecado de la impureza no como algo que afecta sólo exteriormente al cuerpo, sino a toda la persona hasta en lo más í­ntimo y trastorna la relación con Dios y Cristo; les recuerda asimismo que su cuerpo es templo de Dios (1Cor 6,13-20; cf. también Rom 1,24). El Apóstol les exhorta a sus cristianos a obrar moralmente, presentando sus cuerpos como un sacrificio vivo a Dios (Rom 12,1), ya que el juicio divino se realizará conforme a las obras realizadas por medio del cuerpo (2Cor 5,10).

El cuerpo, es decir, el “yo como persona”, no es en sí­ ni bueno ni malo, sino débil, sometido a fuerzas contrarias, como son el pecado y carne o Cristo y el Espí­ritu, y representa el campo concreto de la existencia humana en el que el hombre afirma o niega su relación con Dios, sea que siga los mandamientos divinos o las inclinaciones de su concupiscencia (Rom 7,14-17.24-25). Así­ se comprende que el cuerpo pueda ser descrito como un “yo” actuante (Rom 8,13), si bien su actuación está influenciada por la “carne” (sarx) (8,5-8). De aquí­ se sigue que pueda ser a veces sinónimo de “carne” (sarx), como indica la equivalencia de las frases “cuerpo del pecado” (Rom 6,6) “carne del pecado” (8,3), “habitar el cuerpo” (2Cor 5,6; 12,2-3) y “caminar en ” (10,3; Gál 2,20), que expresan la condición actual del hombre en este mundo.

Otras veces, el significado de “cuerpo” y “carne” aparece como diferente de la “carne”: mientras que “cuerpo” designa la totalidad de la persona, “carne” aparece como el lugar concreto en que reside la fuerza del pecado. Por una parte, P puede atribuir al “cuerpo” propiedades y funciones de la “carne”: como está la carne bajo el poder del pecado (Rom 8,3), así­ también está el cuerpo bajo el poder del pecado y de la muerte (Rom 6,6); como existen las “concupiscencias de la carne” (Gál 5,16-17.24), se dan también las concupiscencias del cuerpo (Rom 6,12) y sus acciones pecaminosas (Rom 8,13). Por otra parte, la diferencia entre ambas realidades aparece en el hecho de que “cuerpo” (soma) puede designar tanto la esfera terrena como la celestial, mientras que “carne” (sarx) sólo la emplea P para referirse a la esfera terrenal.

Puesto que P no puede concebir una verdadera vida eterna sin cuerpo, el cuerpo pecador y corruptible tiene que ser liberado (Rom 8,23), resucitado y transformado (1 Cor 15,36-55) y transfigurado (Fil 3,21). Su concepto negativo de “carne” no permite a P hablar de la “resurrección de la carne”, como más tarde harán los apologetas del siglo II (cf. JUSTINO, álogo, 80,5); el término “carne” ha perdido ya en estos autores las connotaciones negativas de P. La carne en sentido paulino es incapaz de tranformarse, mientras que el cuerpo que estaba al servicio del pecado puede ponerse al servicio de Dios y transformarse por obra del Espí­ritu (Rom 6,12-14). Al afirmar P la transformación del cuerpo se distancia, como Jesús (Mt 22,29-32; Mc 12,24-27; Lc 20,34-38), tanto del judaí­smo rabí­nico que pensaba en una vuelta a la vida terrena anterior como del dualismo gnóstico, para el que el cuerpo es algo intrí­nsecamente malo. -> escaí­a; comunión.

Rodrí­guez Ruiz

Cuerpo de Cristo
DJN
 
SUMARIO: . El cuerpo de Jesús – 2. El cuerpo eucarí­stico de Cristo – 3. El cuerpo de Cristo en sentido eclesiológico.

1. El cuerpo de Jesús
La expresión “cuerpo de Cristo” sugiere al lector en primer lugar las palabras de la Cena sobre el pan: “Esto es mi cuerpo”, de cuyo sentido sacramental se habla en los art. í­a y Sacrificio de la nueva alianza. En el presente art. profundizaremos algunos puntos de la expresión sacramental “cuerpo de Cristo”. Nos recuerda, además, en sentido metafórico el concepto paulino del “cuerpo (mí­stico) de Cristo. También se puede referir al “cuerpo de Jesús” en sentido biológico en oposición al significado de cadáver del que se habla en el art. . Comenzaremos hablando en primer lugar del cuerpo de Jesús en sentido biológico en sentido amplio.

En los evangelios, del cuerpo de Jesús no se habla apenas explí­citamente; sólo aparecen aquí­ y allá rasgos que le describen como verdadero hombre. Dado que Jesús fue la mayor parte de su vida artesano, probablemente carpintero (Mc 6,3), se puede afirmar que su cuerpo tení­a que ser de constitución fuerte y vigorosa, de lo cual es prueba, además, la cruel flagelación a que fue sometido en su pasión; del niño Jesús se dice que crecí­a y se robustecí­a (Lc 2,40). Jesús poseí­a un cuerpo como los demás hombres, que se sumerge en el agua del Jordán (Mc 1,9par.), es apretujado por la muchedumbre (Mc 5,31; Lc 8,45), se deja tentar por el demonio y siente hambre (Mt 4,1; Mc 1,12; Lc 4,2; Heb 4,15; Mt 21,18/Mc 11,12), se siente cansado (Jn 4,6), duerme (Mc 4,38par.), se compadece (Mt 14,14/Mc 6,34; Mt 15,32/Mc 8,2), experimenta pavor y angustia (Mt 26,37-39; Mc 14,33-36; Jn 12,27; Heb 5,7-10), en la pasión soporta una brutal fragelación, se le abofetea, escupe y al fin muere dando una gran voz (Mt 20,19; Mc10,34: Lc 18,32-33).

Explí­citamente se menciona el cuerpo de Jesús sólo con ocasión de su unción por una mujer, estando en Betania en la casa de Simón el leproso (Mt 26,12; Mc 14,8): según el EvJn la mujer es Marí­a, la hermana de Lázaro, que unge no el cuerpo, sino los pies de Jesús (12,3); en Jn 2,21 se refiere Jesús al templo de su cuerpo, que reemplaza el templo de Jerusalén. En este pasaje joánico el cuerpo de Jesús significa toda su persona con su corporeidad, alma y potencias en que habita Dios mismo, el Verbo encarnado (cf. 1,14). En Heb 10,5.10 afirma el autor que Jesús ofreció su cuerpo como sacrificio; un sacrificio que a diferencia de los sacrificios del templo de Jerusalén lo ofreció una vez por siempre como el verdadero sacrificio de la nueva alianza (cf. también 1 Pe 2,24). El ofrecimiento de su cuerpo indica su entrega plena a la muerte por todos los hombres.

En la escena de la transfiguración su cuerpo aparece plenamente poseí­do por la divinidad: Jesús es el Hijo predilecto del Padre, lleno de poder, al que todos han de escuchar (Mc 9,2-7 par.). En los relatos de los milagros aparece el cuerpo de Jesús con frecuencia como vehí­culo de fuerza sobrenatural curativa (Mt 8,15/Mc 1,31; 3,10; Mc 5,27par.; Mt 14,3; Mc 6,56; Lc 4,40). Sus miembros, en especial sus pies y manos, tienen una importancia especial en su ministerio público. Sus pies recorren todos los pueblos de Galilea y regiones circundantes. Las manos de Jesús tienen una virtud especial: toca al leproso y se cura (Mt 8,2/Mc 1,41/Lc 5,13); toma la mano de la niña muerta y la resucita (Mt 9,25/Mc 5,41/Lc 8,54); impone sus manos al sordomudo, devolviéndole el oí­do y el habla (Mc 7,32-35); por la imposición de manos y restregando los ojos devuelve al ciego de Betsaida la vista (8,22-25); impone las manos, abraza y bendice a los niños (10,13-16par.); toca el féretro del joven de Naí­n y le manda levantarse (Lc 7,14).

2. El cuerpo eucarí­stico de Cristo
La fórmula “Esto es cuerpo” (Mt 26,26c; Mc 14,22c) “que se entrega por ” (Lc 22,19c) o simplemente: “Esto es cuerpo por vosotros” (1 Cor 11,24b) presenta dos peculiaridades que no aparecen en ningún otro texto de la antigüedad: los relatos de la Eucaristí­a son los únicos lugares en que “cuerpo” y “sangre” aparecen correlacionados en forma paralela (cf. también la pareja “carne” y “sangre” en Jn 6,51-58). En segundo lugar, el uso de “cuerpo” con sentido sacrificial no se encuentra en el lenguaje cultual del AT o en otros textos. Como se dice en el art. de la nueva alianza, el aspecto sacrificial de la fórmula consecratoria del pan viene expresado por su referencia al cuarto canto del Siervo de Yahvé, aunque allí­ no aparezca la palabra “cuerpo” (soma).

Los exegetas no están de acuerdo a la hora de determinar qué palabra aramea habrí­a empleado Jesús en la Última Cena, cuando dijo: “Esto es cuerpo [que se entrega] por ” (Lc 22,19c; 1Cor 11,24b) o “Esto es cuerpo” (Mt 26,26c; Mc 14,22c). Algunos opinan que empleó la palabra aramea , que significa “cuerpo, persona, individualidad”. Análogamente significarí­a “sangre”, no el “órgano que se derrama”, sino la “sede de la vida”; “derramar la sangre” serí­a, pues, sinónimo de “morir, matar”. Podrí­amos parafrasear el pensamiento de Jesús en la última Cena, según esta opinión, de la forma siguiente: “Esto soy yo en mi personalidad”; “esto es mi entrega a la muerte por los muchos”. Esta explicación no afecta a la presencia real. Los relatos de la tradición M (marquina: Mt 26,26-28/Mc 14,22-24) han recalcado de manera especial la presencia real de Cristo en los elementos eucarí­sticos (Dalmann; Schweizer; Roloff), aunque ésta no falte tampoco en los de la A (antioquena: Lc 22,19-20/1 Cor 11,24-25). Otros exegetas no aceptan esa explicación y opinan que la palabra aramea detrás de “cuerpo” (soma) no es , sino bisra (“carne”: en hebreo basar). Aducimos algunos argumentos del célebre Joaquí­n Jeremí­as (1900-1979), el principal defensor de esta opinón: las palabras arameas (“cuerpo”) dam (“sangre”) no aparecen formando pareja en textos arameos o hebreos contemporáneos; el EvJn en la pareja “carne” (sarx) y “sangre” (alma) nos habrí­a conservado más fielmente que los sinópticos las palabras consecratorias originales de Jesús (6,51-58); los sinópticos y P habrí­an traducido al griego “bisra” por soma, para que “cuerpo” resultase menos chocante a la mentalidad cristianogentil que “carne”. Si Jesús se expresó en hebreo habrí­a dicho textualmente: “Esto [es] besar-í­ [mi carne]; “esto [es] dm-í­ [mi sangre; la partí­cula aramea equivale al pronombre español /mio].

3. El cuerpo de Cristo en sentido eclesiológico
El cuerpo de Cristo en sentido eclesiológico se encuentra en el NT sólo en los escritos paulinos, si bien hay que hacer una diferencia en cuanto a la concepción de “cuerpo (mí­stico) de Cristo” entre las cartas auténticamente paulinas Rom 12,4-5; 1Cor 12,12-27) y las deuteropaulinas (Col 1,18; 2.17.19; 3,15; Ef 1,23; 2,16; 4,4.12.16; 5,23.30). P ha tomado la metáfora del cuerpo de la filosofí­a griega que concibe el mundo y la sociedad como un organismo (“macrocosmos” en relación con el “microcosmos”): el cuerpo con todos sus miembros forma una unidad; no constituyen los miembros el todo, sino que el cuerpo constituye la unidad. Aplicado a la Iglesia significa que no son los miembros los que constituyen la Iglesia como “cuerpo de Cristo” al ser incorporados en él o ella por la fe y el bautismo, sino que son incorporados en una realidad ya existente (1 Cor 12,13), que fue fundada por la muerte y resurrección de Cristo (Rom 3,23-24; 4,24-25 y Ef 5,25-27). El “cuerpo de Cristo” sacramental de la Cena del Señor está í­ntimamente ligado a la Iglesia como “cuerpo (mí­stico) de Cristo”. Esta conexión eclesiológico-sacramental se descubre ya en los relatos de la institución de la Eucaristí­a (Mc 14,22-25 par.), pero, sobre todo, en el contexto en que P refiere las palabras consecratorias de Cristo de la Última Cena (1Cor 11,17-34; cf. también 10,15-22). En los relatos paulinos de la Eucaristí­a equipara P a la profanación sacrí­lega del cuerpo eucarí­stico de Cristo las irreverencia e injurias cometidas contra los más débiles y pobres de la Iglesia (8,10-13 y 10,16-17; 11,22-34). En las expresiones “un solo cuerpo” (10,17b) y “no discernir el cuerpo” (11,29b) es difí­cil de distinguir si se trata del cuerpo de Cristo en sentido sacramental (eucarí­stico) o eclesiológico (cuerpo [mí­stico] de Cristo). Esto implica que la Iglesia como “cuerpo de Cristo” está entroncada en la misma realidad cristológica y sacramental.

Hemos hecho alusión anteriormente a una diferente concepción de “cuerpo (mí­stico) de Cristo” entre los cartas auténticamente paulinas y las deuteropaulinas (Col y Ef). En las primeras no se habla de Cristo como cabeza del “cuerpo eclesiológico”: toda la Iglesia es el cuerpo de Cristo (1 Cor 12,12-31). En las deuteropaulinas aparece Cristo como cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo (Ef 5,23; Col 1,18; 2,19). Esta diferencia teológica no significa un cambio radical de los discí­pulos con respecto a la concepción del Apóstol. Se trata sólo de una acentuación de matices cristológicos y eclesiológicos en atención a la segunda época de la Iglesia, cuando ya han desaparecido los apóstoles y comienzan a surgir los primeros brotes de herejí­as. La primera época en que predominaban los judeocristianos con sus cuestiones acerca de la Ley y circuncisión ha pasado; la segunda época está marcada por el predominio de los gentiles y el enfrentamiento con el mundo pagano. La herejí­as en ciernes exigen como respuesta una estructura eclesial y jerárquica más definida de lo que era la más carismática de cuando viví­an P y los demás apóstoles. Así­ se comprende que recalquen las deuteropaulinas la estructura jerárquica de la Iglesia, subrayando que Jesús es la cabeza de la Iglesia. > eucaristí­a; iglesia; sacrificio.

Rodrí­guez Ruiz

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

SUMARIO: Introducción – I. La reapropiación del cuerpo: 1. La polí­tica del cuerpo en las contraculturas; 2. El cuerpo en femenino; 3. Psicoterapia con el cuerpo; 4. La salud como autogestión del cuerpo – II. Cuerpo y vida espiritual: 1. Salvación por el cuerpo en la renovación carismática; 2. Meditación corpórea – Hl. Conclusión.

Introducción
Toda cultura desarrollada tiende a pasar de una actitud implí­cita respecto al cuerpo a una reflexión temática sobre el mismo. Es posible, en este sentido, establecer una analogí­a entre el niño que se abre a la conciencia descubriendo su cuerpo, y el proceso de reflexión explí­cita acerca de la dimensión corpórea de la existencia que tiene lugar en las varias culturas. Toda sí­ntesis cultural tiene su modo propio de vivir el cuerpo y de hablar de él. Los problemas que surgen en el estadio actual de civilización industrial avanzada son inéditos. Por eso también nuestra aproximación al cuerpo carece de precedentes en la historia cultural de la humanidad. Superado el momento de reflexión filosófico-ética dirigida a superar la tradición dualista que contraponí­a el alma al cuerpo, el punto de partida actual está ligado más bien a las varias formas de malestar relacionadas con nuestra situación en el mundo. Se extiende la convicción de que a una relación equivocada con la naturaleza, objeto del vivo debate ecológico [>Ecologí­a], le acompaña la perversión de la relación con la estructura biológica concreta de nuestro cuerpo.

La pérdida de la armoní­a corporal es una de las enfermedades más graves de la civilización. Hemos olvidado el lenguaje de las funciones vegetativas. El cuerpo parece que ha perdido su transparencia; se nos ha vuelto extraño, casi enemigo. La alienación ha adquirido un aspecto biológico bien definido, que pasa a través de la relación que tenemos con nuestro cuerpo. Conscientes del peligro, diversos movimientos culturales propugnan con toda decisión una reapropiación del cuerpo.

¿Y los cristianos? ¿Cómo se sitúan en esta cuestión crucial para nuestra civilización? A veces revelan una sensación de extrañeza. Tanto en el consumismo desbordante como en los movimientosde contracultura, predomina una acentuación del cuerpo -de valencias opuestas- que resulta extraña a la tradición cristiana. A la ascética, que promoví­a la mortificación del cuerpo, tiende a contraponerse una exaltación pagana del mismo. Sin embargo, existe un campo de encuentro con las instancias más válidas de la cultura moderna. Es necesario poner de manifiesto la intención profunda que anima a los diversos movimientos de apropiación del cuerpo. En ellos se encontrarán chispazos del fuego único del humanismo. Por otra parte, los cristianos de hoy, asumiendo una consideración positiva de la corporeidad, pueden redescubrir la verdad del dicho patristico: “caro cardo salutis”, con el cual se expresa tradicionalmente la fe en el misterio de la encarnación. De hecho, entre los cristianos se está llevando a cabo una relectura de la Biblia a partir de esta consideración positiva del cuerpo. Las curaciones a través de la fe y los nuevos modos de orar lo atestiguan. Dos tiempos acompasan, pues, nuestro tratado. Primero, pasaremos revista al tema de la reapropiación del cuerpo en algunos movimientos tí­picos de nuestra cultura. En un segundo momento dejaremos que hable la experiencia de los creyentes que han descubierto nuevas expresiones corporales de la vida cristiana.

I. La reapropiación del cuerpo
1. LA POLíTICA DEL CUERPO EN LAS CONTRACULTURAS – En el laberinto que constituye la geografí­a cultural de nuestro tiempo se distinguen algunas tendencias dominantes. Por una parte, la civilización tecnológica occidental exporta sus modelos de vida y sus valores, reemplazando a las culturas tradicionales; por otra. la uniformidad reinante dentro de esta civilización planetaria de la máquina se ve rota por fuertes resistencias, que se estructuran como contraculturas.

Entre las numerosas transformaciones que se dan en este complejo magmático, hay una que se refiere directamente a nuestro tema: cambia la relación que, individual y socialmente, mantení­amos con el cuerpo. “Salimos de una sociedad en la que las normas estaban arriba; el cuerpo, y el yo en cuanto complejo biopsí­quico, abajo; hoy tiende a ocurrir lo contrario: es la experiencia de nosotros mismos la que, cada vez con más frecuencia, construye, al menos en el deseo, la imagen del mundo y los significados de la existencia… Hoy la sociedad, después de haber negado y trascendido el cuerpo, vuelve a él. Los valores se hunden en lo social, se vuelven invisibles, se mezclan con nuestras experiencias; la realidad contingente se hace espacio, sí­mbolo, significado de la experiencia de nuestro cuerpo y del cuerpo de los demás”.

La reivindicación de los derechos del cuerpo es el postulado indiscutido en que se basa la organización de la vida social. La promesa de “vivir mejor”, que congrega a los hombres y los induce a someterse a las limitaciones que impone la cultura, se detalla como derecho al bienestar del cuerpo, al desarrollo fí­sico y a la felicidad sensual.

El espiritualismo y el ascetismo en sus formas tradicionales parecen definitivamente desterrados. Tampoco los exponentes de la contracultura que persiguen ideales que podrí­amos llamar mí­sticos, lo hacen siguiendo la ví­a de la represión de la “libido”. El suyo es un misticismo mundano, un éxtasis corporal. que abraza y transforma la existencia terrena.

La experiencia vivida, incluso cuando se refleja en el arte o en el pensamiento, proclama que el cuerpo es el mediador de la cultura. Piénsese en el papel que juega el cuerpo en el psicoanálisis y en la medicina psicosomática, en el teatro -que es el espacio privilegiado de la conciencia corpórea- y en la danza, en la literatura y en el pensamiento fenomenológico alemán y francés. Al mismo tiempo, a nivel de costumbres, la sociedad se vuelve cada vez más permisiva. El cuerpo triunfa en su desnudez. El cuerpo deportivo -“sano, bello y fuerte”- es la creación mitológica más reciente.

La civilización, que se fundaba en la exclusión del cuerpo, parece rehabilitarlo ahora. Mas esta rehabilitación, ¿es real o sólo aparente? En este punto es donde se insertan crí­ticamente las contraculturas. Son obra de la masa juvenil, influida por pensadores heterodoxos respecto al saber académicos. Nacidas en el ámbito de la lucha por la calidad de la vida, las contraculturas han producido castillos de fuego de experiencias nuevas y modos expresivos. Revelan un modo alternativo de entender el humanismo del cuerpo, una visión diversa de lo que es lo humano. “La revalorización de antiguas prácticas artesanales y la instauración de relaciones humanas sin convencionalismos, los valientes experimentos realizados en la organización de comunidades fundadas deliberadamente, las experiencias de vida tribal, los nuevos estilos y colores en el vestir, un deseo de alegrí­a perceptible incluso en los sonidos, el perfume estimulante del incienso y de las flores, los ritos organizados a partir de fuerzas y ciclos cósmicos reales o presuntos, todos estos aspectos de la contracultura, aunque insignificantes y cursis, constituyen intentos de recobrar los valores antiguos y permanentes, que la civilización industrial está a punto de destruir”. El alboroto exterior de los movimientos juveniles que defienden la sensualidad de la vida no debe inducirnos a engaño. Son conscientes de que están librando una batalla por la supervivencia en un mundo en el que la carne y el espí­ritu son sistemáticamente conculcados por las máquinas. Los maftres á penser de los jóvenes son los pensadores radicales que han desmitificado el humanismo del cuerpo enarbolado por la civilización tecnológica, poniendo al desnudo la alienación que va en aumento con el consumo masivo. También el cuerpo se ha convertido en una mercancí­a que se consume. Así­ lo demuestra la mecanización del cuerpo practicada en el deporte’. Asistimos a la explotación sistemática y racional de las aptitudes psicomotrices de un individuo en orden a conseguir pruebas excepcionales.

La mecanización del cuerpo más grávida de consecuencias es la que ocurre en el trabajo [-“Trabajador 1]. Según avanza la civilización tecnológica, se desposee al hombre de su propio cuerpo, al reducirlo a una máquina cibernética al servicio del rendimiento industrial. La liberalidad respecto de los instintos sexuales no es más que un espejismo. En realidad, la libido está controlada como valor comercial. La descarga sexual se permite sólo para que, restablecido el equilibrio de la personalidad, el hombre pueda emplear de nuevo sus energí­as en producir. El mismo será el consumidor forzoso de cuanto se produce por encima de lo necesario; de atraerlo al consumismo se encargará el erotismo publicitario, el cual, a su vez, se sirve desenvueltamente del cuerpo. A este proceso Marcuse, uno de los profetas más escuchados de la contracultura juvenil, lo ha llamado “desublimación represiva” de la sexualidad.

Las articulaciones del pensamiento de Marcuse son sumamente complejas’. Pero la joven generación que hizo de ellas su estandarte en la batalla por la desestabilización institucional del 68, identificó y vulgarizó la piedra angular de las mismas; el problema clave de la “alienación” ha adquirido hoy un significado diverso del que tradicionalmente habí­a señalado el marxismo. La dialéctica de la liberación no pasa por la lucha de clases, sino por el cuerpo humano. El es eterno campo de batalla donde se libra la lucha de los instintos, anterior a la de las clases sociales. La “lógica del poder” que domina en las luchas de clase se alza sobre una alienación más fundamental, que concierne al hombre en su vida psí­quica y en su relación con la naturaleza. La alienación es resultado de actos de represión profundos y secretos, que no quedarán eliminados barajando simplemente las estructuras institucionales de nuestra sociedad. La liberación individual, en cuanto proyecto de vida diverso que ha de partir de una relación alternativa con el cuerpo, es el supuesto para una liberación entendida como construcción de una sociedad diversa.

De estas instancias se constituyen en abanderadas las contraculturas juveniles cuando defienden la sexualidad de la vida. Al denunciar el valor de fetiche atribuido al cuerpo en forma adulterada por la cultura consumista de masas, pretenden afirmar el significado humano del cuerpo, epifaní­a de la persona y no sofisticado monumento fúnebre de la misma. Los “cantores del cuerpo”, al augurar el renacimiento de la valencia corporal, trazan un proyecto de emancipación propiamente polí­tica. Pero es una polí­tica del cuerpo que tiene un valor contestatario frente a las estructuras en que se encierra ideológica o programáticamente al cuerpo’. Se opone tanto a los modelos culturales de los paí­ses socialistas como a los de aquellos en que prevalece la burguesí­a. A la severa sociedad de la rí­gida ortodoxia comunista, que reduce todo el problema del cuerpo y del deseo a una manifestación pequeño-burguesa, a un discurso “supraestructural” y, por tanto, reaccionario del arsenal ideológico de la burguesí­a decadente, contraponen las jóvenes generaciones un proyecto de sociedad construido sobre la fiesta más bien que sobre el trabajo. Rehusan aplazar el baile para… mañana, o sea, para cuando se hayan resuelto los problemas de la producción y de la justicia. Interpretando agudamente el alcance polí­tico del enfoque juvenil de los problemas, se preguntaba R. Garaudy (en Bailar la vida): “¿Qué ocurrirí­a si en lugar de construir solamente nuestra vida, tuviéramos la locura o la sabidurí­a de bailarla? Esta es quizá una de las cuestiones más importantes que plantea hoy la juventud al contestar los fines mismos del mundo que le transmitimos”.

La reafirmación del cuerpo es menos hostil a los modelos en que se inspiran las culturas occidentales capitalistas. Aquí­ el problema del deseo no se elude, sino que es explotado en el plano consumista. El cuerpo forma parte de los productos en torno a los cuales se organiza una especie de liturgia publicitaria. En cambio, el cuerpo se ha convertido en el lugar fisiológico y psicológico de la soledad.

“Lo privado es polí­tico”. Este eslogan de la contracultura expresa la voluntad de unir militancia y alegrí­a de vivir. La polí­tica que debe promoverse es la que no ignore ni instrumentalice el cuerpo, sino que se construya sobre quienes son los sujetos reales de la historia, y tenga en cuenta todos los niveles de la experiencia humana.

2. EL CUERPO EN FEMENINO – En esta tendencia de nuestro tiempo a volver al cuerpo y a sus valores, se inserta el movimiento feminista con una carga particular de novedad y de fresco í­mpetu. El tema que hemos adoptado como hilo conductor de esta primera parte, la reapropiación del cuerpo, es precisamente un eslogan del feminismo. Como tal. es tildado de extremismo y de provocación combativa. Se lo ha asociado a otros eslóganes (como los que reivindican para la mujer un poder arbitrario sobre el aborto: “El vientre es mí­o…”). Sin embargo, esta interpretación del eslogan es muy restrictiva. Bajo la bandera de la apropiación del cuerpo, las militantes feministas más conscientes han librado una batalla cultural de vital importancia. El objetivo era recuperar la sensación del cuerpo como casa propia. El primer obstáculo se identificó en la prevaricación de la corporación médica, compuesta preferentemente de hombres. La dependencia y la pasividad respecto de la ciencia médica son comunes tanto a los hombres como a las mujeres.

Sin embargo, las consecuencias son más graves para las mujeres. Mientras los hombres recurren al médico solamente cuando intervienen hechos patológicos, las mujeres le confí­an también una serie de manifestaciones que forman parte de su vida social y biológica normal (menstruación, parto, lactancia, menopausia).

Las lí­deres de los movimientos feministas se han constituido en portavoces del sentido de frustración y de rabia de tantas mujeres privadas de los necesarios conocimientos para mantener una relación consciente con el propio cuerpo y expuestas a la gestión paternalista del mismo por parte de los médicos. Descubrir el propio cuerpo, su lenguaje y sus necesidades, y asumir su control se ha convertido en un objetivo prioritario del programa feminista. Constituye un supuesto para la autogestión de la salud. Amplia resonancia ha tenido, por ejemplo, el libro Our bodies, our selves (Vosotras y nuestro cuerpo), escrito por un grupo de mujeres de Boston’. “Escrito por mujeres para mujeres”, precisa el subtí­tulo.

Las autoras hablan del efecto liberador que posee esta forma de educación del cuerpo. Da un conocimiento y una energí­a que cambian la vida. El conocimiento del propio cuerpo posee, en efecto, ‘una resonancia psicológica inmediata. Así­ como la ignorancia, el miedo y la inseguridad de la identidad fí­sica bloquean las energí­as, así­ la toma de conciencia capacita para alcanzar la plenitud humana. La conclusión de la introducción del libro puede tomarse como expresión tí­pica del camino de liberación recorrido por muchas mujeres de nuestro tiempo: “Figuraos una mujer que trata de hacer un trabajo o tener una relación paritaria y satisfactoria con otras personas, a la vez que se siente fí­sicamente débil porque nunca ha intentado ser fuerte; consume todas sus energí­as procurando cambiar cara, figura, cabellos, perfume, intentando conformarse con algún modelo ideal fijado en las revistas, las pelí­culas, la televisión; se siente desorientada y se avergüenza de la sangre menstrual que cada mes fluye de algún oscuro rincón de su cuerpo; siente los procesos internos de su cuerpo como un misterio que se manifiesta como un fastidio (una gravidez no querida o un cáncer cervical); no comprende y no le agrada el sexo y concentra sus energí­as sexuales en fantasí­as románticas sin objeto, pervirtiendo y haciendo mal uso de su energí­a potencial porque se la ha educado para negarla. Si aprendemos a comprender, a aceptar, a ser responsables de nuestra identidad fí­sica, podemos liberarnos de algunas de estas preocupaciones y comenzar a hacer uso de nuestras energí­as desinhibidas. La imagen que tengamos de nosotras mismas poseerá una base más sólida, seremos mejores como amigas y como amantes, como personas; tendremos más confianza en nosotras, más autonomí­a, más fuerza, seremos más completas”.

Esta nueva conciencia de bienestar y autorrealización, partiendo de una relación armónica con el propio cuerpo, se ha traducido en el eslogan rimbombante: “Woman is beautful” (La mujer es algo bello).

La “reapropiación del cuerpo” lleva al movimiento feminista a librar batallas más decisivas aún. Para vivir con alegrí­a el cuerpo no basta, en efecto, una relación diversa con la medicina ginecológica; es necesaria una transformación cultural. La falta de información sobre el funcionamiento del cuerpo, y en general el silencio sobre todos los temas relacionados con el sexo, no son más que un aspecto del conjunto de comportamientos y valores que constituyen la ideologí­a patriarcal. Para justificar la hegemoní­a masculina se han destacado las diferencias de comportamiento entre hombres y mujeres y se las ha explicado por lo general de un modo fisiológico, o sea, haciendo referencia a las diversas funciones fí­sicas, en particular la maternidad.

La función reproductora ha servido para justificar e, incluso, para enmascarar, a los ojos mismos de las interesadas, la opresión cultural. Las mujeres han sido en gran parte confeccionadas artificialmente por el hombre. Si la mujer es un hecho de la naturaleza, la feminidad es un fenómeno social. Empleando una imagen eficaz de Jean Rostand: el hecho de haber jugado con la muñeca o con los soldaditos de plomo, es tan importante en la historia del individuo como la presencia del cromosoma X o Y.

El condicionamiento cultural de roles tiene una incidencia inmediata en el cuerpo. La mujer ha vivido su cuerpo como esclavitud no tanto por su dependencia de los hechos biológicos cuanto por la expropiación que ha padecido. A este propósito, Dacia Maraini habla de “sexualidad vivida por cuenta de terceros, nunca como fin en sí­ misma”. El potencial de gozo y de placer ha sido exorcizado mediante una serie de tabúes que han llevado a la mujer a ver su cuerpo como algo extraño. El cuerpo de la mujer es un instrumento de procreación en manos del hombre. La situación se ha justificado con argumentos de orden biológico: ésa seria la “naturaleza” de la mujer. La divulgación de los estudios de antropologí­a cultural ha permitido comprender que los roles masculinos y femeninos han asumido, en otras culturas, formas diversas y menos oprimentes para la mujer. Queda, pues, desenmascarado el prejuicio según el cual los roles sociales propios de la cultura patriarcal habrí­an sido definidos de acuerdo con la verdadera naturaleza del hombre y de la mujer. Más bien se ha definido la naturaleza respectiva a posteriori, en función de los roles asignados por el sexo dominante. Ello ha encontrado una cómoda coartada en la llamada naturaleza. Y no han faltado mitos, religiosos y profanos, forjados para justificar supraestructuralmente el papel de dependencia de la mujer.

Si las mujeres no recuperan la autodeterminación personal, que conlleva una redefinición de los roles culturales, la simple reivindicación del cuerpo podrí­a resultar un boomerang peligroso. De hecho, precisamente la definición de la mujer a partir del aspecto biológico (cosa que no excluye la idealización paralela y la mí­stica de la feminidad) es lo que ha constituido el eje central de la mentalidad patriarcal.

El programa de las vanguardistas feministas de entender a la mujer a partir de la reconquista de su cuerpo, equivale, pues, a lo que pretende el sexismo en auge: presentar a la mujer en referencia al hombre, a fin de ofrecerle un cuerpo asociado a un producto con vistas al consumo. Se puede definir a la mujer partiendo del cuerpo, pero sólo después de haber cerrado el proceso de la liberación.

La perspectiva de la “liberación” amplí­a la de la “emancipación” femenina, tal como ha sido tradicionalmente entendida y promovida por el movimiento obrero. El logro de la igualdad de los sexos ha sido uno de los fines del humanismo marxista desde que Engels denunció, en el Origen de la familia, de la propiedad privada y del Estado, que toda familia moderna está fundada, abierta o subrepticiamente, en la esclavitud doméstica de la mujer. Integrar ala mujer en el mundo de la producción equivalí­a a liberarla de la esclavitud doméstica.

Durante un largo perí­odo, la propuesta polí­tica y cultural del movimiento obrero se limitó a socavar la actitud hostil a la inserción de la mujer en el ambiente del trabajo, para conseguir que se le reconociese el derecho a ser productora además de reproductora. Parecí­a suficiente asegurarle a la mujer el trabajo para conseguir con ello garantizarle su plena valoración en cuanto persona humana”. Se luchaba por el derecho de la mujer al trabajo, descuidando ocuparse de ella como persona entendida en su totalidad. El movimiento feminista, al impugnar la tradicional relación hombre-mujer, ha replanteado la cuestión en términos nuevos: como problema personal y polí­tico, a la vez que cultural y biológico. La explotación nunca es sólo económica. La sociedad patriarcal ha hecho uso represivo de la función reproductora y, por tanto, del cuerpo femenino. Por eso la liberación de la mujer es hoy un camino que pasa por la superación de los tabúes que impiden el conocimiento del propio cuerpo y coartan la libertad personal. Pero el objetivo final de la reapropiación del cuerpo es la creación de nuevos modelos culturales para los respectivos roles masculino y femenino. La mujer, que ha usado el cuerpo para complacer al hombre según las reglas de juego establecidas por el hombre mismo, se está permitiendo hoy descubrir las potencialidades inéditas de su existencia corpórea.

De hecho, el cambio de mentalidad no se efectúa sin dificultades y conflictos. Si se requiere una educación nueva de la mujer con respecto a la maternidad y a la sexualidad, no es menos necesaria una reeducación del hombre con relación a la mujer. Sin embargo, una esperanza sostiene la revolución de los roles sexuales: la de unos hombres y unas mujeres más humanos [>Feminismo].

3. PSICOTERAPIA CON EL CUERPO – El cuerpo nos pertenece más que cualquier otra cosa. De tal manera se aglutina con nuestro “yo”, que entra en su esfera de identidad e incomunicabilidad. Los fenomenólogos (particularmente Merleau-Ponty) han puesto de manifiesto que tenemos la percepción no sólo de “tener” un cuerpo, sino de “ser” nuestro cuerpo. Esta relación individual con el propio cuerpo hay que integrarla en una perspectiva social.

En efecto, la sociedad en que vivimos estructura nuestro cuerpo con sus normas y valores: influye en su conservación (prácticas higiénicas y culinarias), en su presentación (cuidados estéticos, forma de vestir) y en las expresiones afectivas (signos emocionales). Para indicar los modos como los hombres usan tradicionalmente su cuerpo en las diversas sociedades, el sociólogo Marcel Mauss ha acuñado la expresión “técnicas del cuerpo” (Journal de psychologie, 1936, n. 3-4). Antes de la técnica propiamente dicha, existe el cúmulo de técnicas para el uso del cuerpo como “el instrumento más natural del hombre”, en las actividades y en los movimientos vitales más habituales. La educación es, en buena parte, la conformación de nuestro cuerpo de acuerdo con las exigencias de la sociedad en que vivimos, o sea, precisamente el aprendizaje de las “técnicas del cuerpo”.

En nuestra civilización tecnológica, la estructuración social del cuerpo no se realiza nunca con la espontaneidad y la inmediatez que encontramos en las culturas tradicionales. De ello se ha seguido un desequilibrio generalizado. La causa principal se ha visto en la rapidez del cambio, que tiene un efecto desastroso en el conjunto de la vida humana. Se ha hablado de “shock del futuro” (A. Toffler). Dada la total interdependencia de los procesos fí­sicos, emocionales y ambientales, la incapacidad del cuerpo humano para mantener el ritmo de la aceleración del cambio sirviéndose de las “técnicas” tradicionales repercute en todos los aspectos de la vida humana. La mente, el cuerpo y los sentidos deben funcionar por encima de su capacidad, con un aumento constante de la tensión. El stress permanente surte efectos destructivos generalizados. Se manifiesta en la angustia y en las enfermedades psicosomáticas, en los trastornos del sueño y en el uso creciente de fármacos (tranquilizantes y excitantes). El aumento impresionante de las enfermedades mentales es la última etapa de esta disgregación.

La liberación del stress psicofí­sico se ha convertido en un imperativo de nuestro tiempo. De ahí­ el boom de las técnicas de relajación para suplir la insuficiencia de las “técnicas del cuerpo” tradicionales. Gran parte de las terapias actuales tienden a poner de nuevo en contacto con aquellas sensaciones fí­sicas que armonizan el cuerpo y el espí­ritu entre sí­ y nos ponen en condiciones de funcionar de una manera más armoniosa. Aspiran a liberar el cuerpo del stress y, con ello, a abrir las reservas de energí­a que permiten un mejor rendimiento. Se trata, en sustancia, de terapias de la integración humana. Pero las más de las veces estas terapias no se interesan por el horizonte problemático de las contraculturas [supra, 1, 1], que, surgiendo del malestar de la civilización, repercuten en los proyectos polí­ticos y culturales que la sustentan.

Algunas de estas terapias hunden sus raí­ces en la tradición oriental. Injertadas en Occidente, han perdido toda connotación mí­stico-religiosa. El pragmatismo occidental las ha considerado exclusivamente como eficaces disciplinas psicosomáticas. La más difundida es indiscutiblemente el yoga. En realidad, lo que practican los occidentales es el “Hatha Yoga” (el yoga del cuerpo fí­sico), que en la India se considera una disciplina secundaria para llegar a los planos superiores de conciencia”. En cambio, entre nosotros se practica simplemente para obtener ventajas fí­sicas y mentales, sin proponerse ninguna evolución espiritual [>Yoga/Zen I-III].

De origen oriental es también la “meditación trascendental”. Fue introducida en 1959 en Estados Unidos por el maestro indio Maharishi Mahesh Yogy; más de un millón de personas la practican ya cotidianamente. “Trascendental” no posee ninguna implicación metafí­sica o religiosa. Indica simplemente que esta técnica de meditación lleva a quienes la practican más allá del nivel corriente de su experiencia de vigilia hasta un estado de reposo profundo, al cual se añade un aumento de la atención.

Maharishi tiene la convicción de que el fundamento de la salud mental es una integración orgánica de la mente y el cuerpo. En la técnica por él difundida, la coordinación mente-cuerpo se realiza gracias al estado de profundo reposo en que el sujeto se sumerge. El meditante deja que su mente experimente un estado relajado y agradable. El estado hipometabólico determina la eliminación espontánea del stress, al tiempo que adquiere energí­a lo mismo el cuerpo que el espí­ritu. Al normalizar el estado del sistema nervioso, la meditación trascendental brinda, al igual que una psicoterapia, la solución de conflictos emocionales. Sus adeptos la consideran un atajo de la psicoterapia, pues la autointegración se producirí­a por sí­ sola, saltando el largo trabajo del proceso terapéutico del psicoanálisis.

Otras numerosas técnicas de relajación, sin parentesco alguno con la tradición religiosa oriental, actúan sobre el cuerpo para producir un estado de bienestar psí­quico que contrarreste la tensión patológica. Señalemos las más conocidas. El “training autógeno” lo ha puesto a punto el neurólogo berlinés J. H. Schultz partiendo de experiencias hipnóticas”. Su inventor comenzó preguntándose qué ocurrirí­a si las sensaciones fí­sicas descritas por sujetos hipnotizados (calor y pesadez en las articulaciones, calma de la actividad cardí­aca y respiratoria, sensación de calor en el abdomen y de frescor en la frente) se comunicaran a un sujeto despierto con fórmulas pronunciadas de forma tranquila y penetrante. Se transmitirí­a el mismo estado de relajación fí­sico-psí­quica de la hipnosis al que practica la “autodistensión concentrativa”. Prácticamente se trata, pues, de una autohipnosis. Su eficacia terapéutica está ya comprobada, lo mismo que sus efectos benéficos en sujetos sanos.

También las terapias de comportamiento han elaborado métodos de relajación encaminados a la supresión de tensiones intrapsí­quicas y de espasmos fí­sicos”. La terapia más difundida es la “desensibilización sistemática”, propuesta por Wolpe y Lazarus “. En realidad, es una derivación de la técnica de relajación propuesta por Jacobson, el cual se proponí­a aliviar diversas enfermedades psicosomáticas y formas de tensión por medio de una relajación muscular “progresiva y diferencial”, gracias a la sucesiva toma de conciencia de las sensaciones cenestésicas que corresponden a los diversos grupos musculares del organismo en estado de contracción y de relajación”.

La técnica de la desensibilización se funda en el concepto de la reciprocidad de la inhibición. O sea, si la angustia impide la relajación, ésta, a su vez, bloquea la angustia. En consecuencia, se hace que el paciente se relaje; en este estado se le presentan progresivamente las sensaciones e imágenes que le aterran, hasta que la angustia queda eliminada.

Un capí­tulo que en la actualidad tiene un gran desarrollo es el de la terapia de la Gestalt y la bioenergética. Estas técnicas pretenden eliminar los bloqueos emocionales y fí­sicos que impiden la conciencia del presente. Se induce a la persona a penetrar en el “aquí­ y ahora”, a establecer un contacto inmediato con la plenitud de sus sensaciones, de sus movimientos fí­sicos y de su energí­a vital. Lo común a este grupo tan heterogéneo de técnicas terapéuticas es la conciencia de que el malestar de la civilización se inscribe en el cuerpo.

A la manera de un sismógrafo sensible, nuestro organismo registra un estado de tensión permanente que lo fija en sus funciones más esenciales: como órgano motor y como instrumento para la comunicación interpersonal. Reapropiarse el cuerpo quiere decir emprender una paciente reeducación del mismo con el fin de alcanzar de nuevo el sentimiento de la unidad de la persona. Estar presente al propio cuerpo quiere decir estar a gusto en él y en las relaciones interpersonales. Las distintas técnicas miran conjuntamente a hacer posible un modo de ser diverso. Usando la terminologí­a de Erich Fromm: del cuerpo vivido “según la modalidad del tener” al cuerpo vivido “según la modalidad del ser”.

4. LA SALUD COMO AUTOGESTIí“N DEL CUERPO – La sociedad industrial avanzada crea condiciones de vida que muchos sienten como oprimentes. Sus defensores presentan estos inconvenientes como un precio razonable que se ha de pagar por los beneficios atribuidos al progreso. Al progreso se confí­a de modo especial la tutela eficaz de la salud. Si la sociedad desarrollada tritura valores y vida espiritual, parece que en compensación ofrece una vida más larga y una asistencia sanitaria garantizada.

Sin embargo, algunas voces crí­ticas se han alzado contra esta falsa apariencia. Ilustres biólogos han denunciado la ilusoria ambición de producir industrialmente una “salud mejorsRO. Más radicalmente que nadie, el sociólogo Ivan Illich ha acusado a la medicina moderna de ser la mayor amenaza de la salud del hombre.

Tengamos en cuenta estas impugnaciones al imperialismo de la medicina en la medida en que protestan contra una reducción antropológica y proponen una reflexión fundamental sobre el concepto mismo de salud como hecho humano global. La reapropiación del cuerpo pasa también a través de la fuerza espiritual necesaria para estar sano.

Una deformación fatal del concepto mismo de salud tiene lugar implí­citamente cuando se la concibe como algo que depende del cuidado de una corporación profesional consagrada a ello. Durante las últimas generaciones se ha impuesto el monopolio médico sobre el cuidado de la salud, arrollando los recursos naturales del individuo y los remedios terapéuticos tradicionalmente transmitidos por la cultura popular. Cuanto más avanza la sociedad, más tiende a asemejarse a un gran útero plástico, en el cual los técnicos de bata blanca cuidan del individuo desde el nacimiento (e incluso desde la concepción o antes todaví­a, si consideramos el tratamiento fetal y el consejo eugenético) hasta la muerte. En la arquitectura de las ciudades, el hospital ha sustituido a la catedral como sí­mbolo central de la convivencia cí­vica. El desmesurado crecimiento de la máquina sanitaria no ha actuado, paradójicamente, en beneficio de la salud, sino en contra de ella. La supermedicación social de la vida ha paralizado los mecanismos comunitarios e interiores que garantizan la salud. Pues la salud humana es algo diverso de la simple ausencia de hechos morbosos que amenazan el equilibrio de una estructura biológica. La salud es una tarea; en cuanto tal, la salud del hombre no puede compararse con el equilibrio fisiológico de los animales. Es una expresión cultural. Implica la capacidad personal de hacer frente a la vida de un modo autónomo y responsable. Cuando el organismo está dirigido por otros, la salud, en cuanto potencial humano, retrocede inevitablemente.

Para Illich, la empresa médica es la causa principal del declive general de la salud, ya que ésta se ha convertido en asunto exclusivo de una institución planificada, encargada de “producirla” y “mejorarla” indefinidamente. Con ello el sistema médico expropia a la persona de toda capacidad de realizar con sus fuerzas una acción de autorregulación del organismo. Esta gestión heterónoma tiene un efecto tanto más deletéreo, en cuanto que viene a paralizar la sana capacidad moral de reacción al sufrimiento, a la invalidez y a la muerte.

Illich llama a este fenómeno “yatrogénesis cultural”, por lo cual entiende el daño inferido a la salud por las profesiones sanitarias en la medida en que destruyen la capacidad potencial del individuo de hacer frente de modo personal a los hechos morbosos, y la voluntad de sufrir la propia condición real. “La medicina profesionalmente organizada ha venido asumiendo la función de una empresa moral despótica encaminada toda ella a propagar la expansión industrial como una guerra contra todo sufrimiento. Con ello ha minado la capacidad de los individuos de hacer frente a la propia realidad,. de expresar valores propios y de aceptar el dolor y la disminución inevitables y con frecuencia irremediables, la decadencia y la muerte. Gozar de buena salud significa no solamente conseguir afrontar la realidad, sino también disfrutar de este logro; significa ser capaces de sentirse vivos en el placer y el dolor; significa apreciar la supervivencia, pero también arriesgarla. La salud y el sufrimiento como sensaciones vividas y conscientes son fenómenos propios del hombre, que se distingue por ello de los animales” (Némesis médica. La expropiación de la salud, Barral, Barcelona 1975).

Es, pues, una fatal ilusión creer que se puede producir la salud como uno de tantos bienes de consumo que la sociedad opulenta promete a todos. La salud pertenece, recurriendo una vez más a la terminologí­a de E. Fromm, a la modalidad del “ser”, no a la del “tener”.

La ilusión del bienestar sanitario garantizado a cada uno es un aspecto del gran sueño de la sociedad industrial, en particular de la sociedad de consumo, que se ha afincado como dimensión planetaria después de la segunda guerra mundial, de conseguir el paraí­so en el más acá mediante la producción y el consumo ilimitado de bienes (Fromm la llama “la gran promesa de progreso ilimitado”). El fracaso de la gran promesa, incluso en el aspecto sanitario, deja al hombre contemporáneo más vulnerable en su salud y, por añadidura, expropiado del propio cuerpo.

Esta afirmación puede parecer paradójica referida a los grandes consumidores de cuidados médicos en que nos hemos convertido. El hombre de hoy está morbosamente atento a la menor disfunción de su cuerpo. A la más leve indisposición, está ya en la consulta del médico. La práctica de los exámenes preventivos (screening sistemático de la población) le obligan a comportarse como enfermo ya antes de denunciar un malestar cualquiera. La expropiación del cuerpo pasa justamente por estos modelos de comportamiento difundidos por la praxis sanitaria moderna. Entre el hombre y su cuerpo se ha introducido la gran máquina de la ciencia. La jerga cientí­fica reemplaza al habla común; el paciente no sabe ya hablar de su cuerpo y de su mal. El lenguaje se convierte en propiedad exclusiva del personal sanitario. El enfermo las más de las veces ya no sabe de qué enfermedad se le cura y a qué terapia se le somete. Los profesionales de la sanidad hablan en “marciano” y nadie hace de intérprete para el pobre terrestre. Incluso es deseable que el enfermo no se interfiera, a fin de no obstaculizar la tarea de quien se ocupa de su curación. El paciente abdica en favor del médico, al cual atribuye la capacidad de comprender su propio cuerpo. Con frecuencia, ni siquiera sospecha que de ese modo se cierra el camino más seguro para entender el lenguaje de su cuerpo.

Con ello reduce el cuerpo a una máquina estropeada, en la cual sólo el técnico puede poner la manos con competencia. Sin embargo, el cuerpo es un organismo -el “suyo” precisamente-que habla un lenguaje suficientemente claro. Cualquier cultura tradicional poní­a en condiciones de comprender el lenguaje del propio cuerpo. Nosotros, los supermedicados, parece que nos hemos vuelto sordos y ciegos respecto del mismo. Tratamos con brutalidad su delicada estructura biológica, como si el constante stress en que nos encontramos inmersos fuese una condición normal. Cuando el cuerpo se rebela, le damos, como a un asno terco, un latigazo farmacológico. El desmedido consumo de fármacos se ha convertido en una epidemia en nuestra sociedad: un tranquilizante para dormir y un energético para estar en forma. Expropiados de la gestión de la propia salud, del cuerpo y de su lenguaje, el recurso a la automedicación farmacológica parece haberse convertido en el único modo de sentirse amos del propio cuerpo.

Para el hombre industrializado, escribe Blich, “tomar una medicina, no importa cuál y por qué motivo, es una última posibilidad de afirmar el dominio sobre sí­ mismo, de manipular él mismo su propio cuerpo en lugar de dejar que lo manipulen otros. La invasión farmacéutica le lleva a la medicación, por sí­ mismo o por otro, lo cual reduce su capacidad de dominar un cuerpo que todaví­a está en condiciones de curarse” (ib, 86).

La denuncia del impasse a que nos han conducido la medicina tecnológica y la asistencia sanitaria de la sociedad de consumo no predica el catastrofismo. Pretende más bien detener la epidemia yatrogénica, mientras aún es posible. El aspecto positivo de la denuncia es una invitación para que el “profano” reivindique el control de su propia salud y de su propio cuerpo. Los que tienen alguna esperanza en el hombre, confí­an en su conciencia, autodisciplina y recursos interiores. Dirigen al individuo, despojado por la institución sanitaria de toda capacidad autónoma de afrontar las vicisitudes de la propia vida fí­sica, la invitación a apropiarse nuevamente el cuerpo para vivir como protagonista la aventura de la salud. Esto implica una acción polí­tica en favor del derecho concreto de cada uno al acto productivo autónomo, gracias a una amplia desprofesionalización de las curas, el acceso de la gente a los conocimientos médicos necesarios para las enfermedades más corrientes y la libre entrada en una farmacopea simplificada. Desde el punto de vista antropológico, hay que reafirmar “la salud como virtud”, para usar una fórmula incisiva de lllich. Como tarea que es preciso asumir personalmente, requiere una responsabilidad frente al dolor, la enfermedad y la muerte. Tal es la alternativa humanista al culto casi religioso que la medicina pretende del hombre de la era tecnológica.

II. Cuerpo y vida espiritual
Los movimientos más activos y creadores de la cultura contemporánea expresan la búsqueda de una relación con el cuerpo diversa de la impuesta por el modelo cultural dominante. Superado el momento puramente reivindicativo, la recuperación de la dimensión corporal no aspira a ser antitética al espí­ritu y a sus valores, sino inclusiva de ellos. La vuelta al cuerpo no es ya, pues, un repliegue regresivo, casi un retorno a la experiencia corporal infantil, sino más bien el descubrimiento de una cuarta dimensión°f, en la cual están recí­procamente implicadas experiencia del cuerpo y experiencia del espí­ritu.

Esta visión integrada y dinámica del hombre, más que a cualquier antropologí­a dualista, interpela a quien se remite al mundo bí­blico. Para hablar del hombre en la Biblia se usan tres términos: cuerpo, alma y espí­ritu. No se trata de tres componentes del hombre, sino de tres términos que designan siempre al hombre entero, haciendo cada uno referencia a aspectos diversos de lo que constituye la experiencia humana concreta e indivisa. Se sigue de ahí­ que, según la antropologí­a bí­blica -lo mismo que según el enfoque contemporáneo del cuerpo-, psiquismo y cuerpo no pueden ser ajenos a la vida espiritual. La realización espiritual puede pasar también a través de ese delicado y minucioso trabajo en que parece empeñado sólo el cuerpo. Véase, por ejemplo, el Yoga.

También para el hombre contemporáneo, que se considera todo entero “cuerpo”, hay una vida en el espí­ritu. Más aún, en el Espí­ritu. Existe un modo de buscar a Dios que da la preferencia a la experiencia individual, comprendida la que se concentra en el cuerpo.

Necesariamente surge una tensión dialéctica con otros modos de buscar a Dios, en primer término con los que dan la primací­a al compromiso (convertido hoy en acción polí­tica, militante). Se trata de la vieja oposición entre la acción y la contemplación [ ,-,’Contemplación II, 31, tan vieja como el cristianismo. Todaví­a hoy no está resuelta, quizá porque no admite solución. En compensación, hoy resulta más claro que nadie tiene derecho a monopolizar la búsqueda de Dios identificándola con la propia. Ambos polos, el de la lucha y el de la contemplación, son necesarios a la Iglesia y han de permanecer en diálogo constante. Incluso dentro de cada cristiano. La militancia necesita sacar fuerzas de lo profundo de la oración; la contemplación requiere encarnarse en la acción.

Un aspecto singular de la oración cristiana de nuestros dí­as es el redescubrimiento del cuerpo. Así­ lo demuestran dos experiencias espirituales, que probablemente se estimarán marginales en el panorama general del hecho cristiano. Mas no por ello son menos tí­picas. Realmente, tanto la oración para obtener la curación como la meditación corpórea muestran la impronta inconfundible del espí­ritu que distingue a nuestra época.

1. SALVACIí“N POR EL CUERPO EN LA RENOVACIí“N CARISMíTICA – La salvación cristiana se dirige al hombre entero: cuerpo, espí­ritu y alma. Los creyentes ganados por el movimiento carismático [ Carismáticos] habí­an de descubrir esta verdad, y justamente ellos, acusados generalmente de “espiritualismo”. habí­an de recordar a todos los cristianos el papel del cuerpo en la salvación.

En los grupos de oración neopentecostales, el cuerpo ocupa por lo general un puesto central. La oración no se concibe de modo cerebral o intelectual, sino que entusiasma y conlleva la participación de todo el ser. Las manos se adueñan del ritmo para subrayar el canto, los miembros se sueltan, la oración en lenguas brota espontáneamente. El cuerpo entero, hecho para la comunicación interpersonal, vive con intensidad este destino suyo originario.

La valoración del cuerpo dentro de los grupos de oración carismáticos debí­a, sin embargo, llevar más lejos, hasta el redescubrimiento del carisma de la curación. “La fe cura”, tal es la experiencia cotidiana en los grupos de oración. El antecedente cultural de esta fusión de fe y terapia lo constituye, especialmente en América, una tradición, que se remonta al siglo pasado, de curadores carismáticos. Están afincados en las sectas, la más conocida de las cuales es la Christian Science. Estos fenómenos permanecieron al margen de las iglesias institucionales, en particular a las de la Reforma, tradicionalmente hostiles (con alguna excepción) a expresiones emotivas que se salen del puro servicio de la Palabra. En general, las curaciones milagrosas que tienen lugar en las sectas no gozan de buena reputación. Se las suele asociar a maquinaciones de fanáticos, al uso de violentas sugestiones de masa y a exorcismos supersticiosos. El peligro de abuso es real. Sin embargo, la función de las sectas ha sido siempre recordar a la Iglesia carencias, omisiones o desviaciones de lo que es originario en el mensaje cristiano. Es fácil distanciarse con suficiencia y conmiseración de las iniciativas de las sectas; más difí­cil, pero más útil para las iglesias, es intentar aceptar lo que hay de genuino en sus instancias.

La experiencia de curaciones mediante la fe entre los carismáticos católicos no se injerta directamente en la tradición sectaria. Su antecedente inmediato es una práctica más moderada, establecida en las comunidades eclesiales que le habí­an concedido derecho de ciudadaní­a. En los decenios pasados, tuvo lugar una cierta decantación, sobre todo en ambientes episcopalianos y presbiterianos. Progresivamente se fueron estableciendo criterios para tutelar la calidad de las curaciones: tender a que el fin último de los servicios de curación fuera la adoración; comprender en qué sentido la enfermedad puede depender de una disociación en la relación con Dios y con el prójimo; mantener el contacto con los médicos y no subvalorar la utilidad de las curas técnicas; prevenir toda atmósfera de excitación malsana; no pasar a la imposición de las manos sino como clí­max de un largo camino de oración, y no ya como acto mágico ante un auditorio sediento de sensacionalismo.

La práctica de la oración para la curación que encontramos en los grupos de oración y renovación católica, está en armoní­a con este clima espiritual. Las reservas sobre el uso indiscriminado de los poderes de curación siguen dejándose sentir; incluso, según un observador conspicuo, “los católicos romanos tienden a acercarse al curador por medio de la fe con una desconfianza y un escepticismo inmensos. Sospechan un engaño encaminado a halagar a los creyentes y a empujarlos a los errores del fanatismo entusiasta” (D. Gelpi). Los pentecostales católicos se resisten a usar el término “taumaturgo” para designar a las personas que parecen poseer el carisma de curar. En su lenguaje, el poder de dar la salud es exclusivo de Dios; gracias al bautismo y al don del Espí­ritu, todo creyente participa de él. Quiere esto decir que se pone a su disposición el poder de Dios, ya sea que se constituya en un ministro reconocido o no. Los ministros de estos carismas no se conducen como taumaturgos, sino como orantes. Son hermanos que rezan por otros hermanos, y no poseedores de un poder autónomo.

El redescubrimiento de la oración colectiva para la curación de los enfermos tuvo lugar espontáneamente al hilo de los acontecimientos entusiastas que caracterizan los comienzos del movimiento carismático. Al presente, se ha convertido en una praxis común de los grupos de oración. “Los carismáticos no dan la impresión de querer implantar un cierto oficio de constatación médica, como tampoco se ocupan de registrar el hablar en lenguas para ver si hay alguna lengua extranjera. Viven los carismas en función del encuentro con Dios y con los hombres. Lo que les importa es que el Señor está vivo hoy como ayer, que la salvación no concierne al `alma’ solamente, sino a todo el hombre, comprendido el cuerpo, y que en este campo ni siquiera el evangelio predica la resignación, sino más bien la esperanza” (R. Laurentin).

La oración para la curación se recita las más de las veces en sesiones de oración aparte, que tienen lugar después de los encuentros regulares de grupo. La oración común va acompañada de la imposición de las manos, a manera de gesto de comunión cristiana con el que sufre. Nunca es una sola la persona que reza e impone las manos. En los grupos pentecostales católicos, el ministerio de las curaciones es comunitario, no individual. Se tiene cuidado de evitar el milagrismo. Por lo demás, la misma curación no se considera como un suceso fí­sico que deja boquiabiertos y perplejos a los representantes de la ciencia. Se la mira como un proceso que comienza con la curación í­ntima espiritual, es decir, con la experiencia de haber sido cogidos por Jesús y colocados en la vida misma de la familia de Dios. La curación fundamental consiste en la conversión misma. De la certeza de esta presencia de la salvación en la existencia propia renovada, brota una fuerza nueva para afrontar los males de la vida, presente y pasada. Cualquier experiencia de rechazo, opresión, de falta de amor puede ser curada, comprendidas las heridas provocadas por las vicisitudes traumáticas del pasado.

A los carismáticos les gusta hablar a este respecto de “curación de la memoria”. Con esta expresión se quiere indicar la purificación de los sentimientos subconscientes de ansiedad, miedo, vací­o e inutilidad. El supuesto para la solución de los problemas es de í­ndole emotiva. Se atribuye un gran poder terapéutico a la paz interior; cuando la conciencia está llena de amor, de alegrí­a, de paz, de paciencia, de bondad, de benevolencia, de fe, de dulzura, de dominio de sí­ (o sea, de cuanto llama Pablo en Gál 5.22 “frutos del Espí­ritu”). posee una fuerza de curación contra todo mal, comprendidas las enfermedades del cuerpo.

Después de la oración comunitaria, tienen lugar también curaciones de males fí­sicos. Según el testimonio autorizado de Mac Nutt, “la mitad de aquellos por cuya curación rezamos son curados (o mejorados notablemente) de sus enfermedades fí­sicas, y cerca de las tres cuartas partes de ellos, de sus problemas emocionales o espirituales”.

Curación, incluso extraordinaria, no quiere decir milagro. Al menos no en el sentido de la apologética. Lo que interesa no es la comprobación de un hecho que constituya una excepción dentro de las leyes naturales y permita casi sorprender a Dios en acción para demostrarlo al incrédulo. El misterio de las curaciones recupera el aspecto religioso de la curación misma. Es un momento del encuentro con Dios, el cual se hace presente con sus dones. Pero es Dios mismo, no sus dones, lo que está en el centro del interés del creyente. No se reza para poner el poder de Dios al servicio del hombre. Se prefiere el encuentro personal al resultado, la acción de gracias a la súplica. Los servicios de curación tienden a restablecer la relación existencial del hombre consigo mismo, con Dios y con los demás. La fe que cura es la fe que crea relaciones de comunión, la fe que abre al amor. La comunidad de los creyentes descubre así­ que posee una función terapéutica singular. No porque brinda asilo y ánimo a los “curadores”, a los cuales tampoco la sociedad moderna, a pesar de la medicina cientí­fica, parece dispuesta todaví­a a renunciar. La comunidad cristiana cura en la medida en que se convierte en lo que debe ser: la casa de quienes son ví­ctima del poder de marginación y disociación del mal en todas sus formas. Así­ pues, es un reflejo auténtico del Espí­ritu y ofrece a los enfermos, disminuidos, ancianos, a los que sufren en el cuerpo y en el espí­ritu, el espacio en que son posibles relaciones humanas de acercamiento, aceptación, sostén y consuelo; lo que el hombre necesita para reconciliarse con la vida y dejar actuar a las fuerzas de curación. Así­, también las comunidades cristianas del siglo xx pueden ser un reflejo fiel de Aquel que “pasó haciendo el bien y curando” (cf He 10,38).

2. MEDITACIí“N CORPí“REA – Desde el punto de vista de la historia de la espiritualidad cristiana, nuestro modo de orar (silencioso, intelectual, voluntarista y con plena exclusión de la participación del cuerpo) es algo singular y sin precedentes. Más que una expresión de la tradición, se considera una invasión subrepticia de puritanismo. En contraste, basta pensar en la tradición de la “oración pura”, cultivada en el cristianismo oriental por el movimiento hesicasta. Intentando hacer “descender” el entendimiento al corazón, los orantes querí­an llegar a tener conciencia de la presencia divina. El medio privilegiado se consideraba la “oración de Jesús” (la invocación: “Señor Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí­, que soy un pecador”), repetida sin parar, al ritmo de la respiración. La “oración pura” es, en efecto, algo completamente distinto de un mentalismo enrarecido. Se sirve de técnicas, como el control de la respiración, que encuentran un impresionante paralelo en las técnicas de concentración de las religiones asiáticas.

Tampoco la tradición cristiana conoce, hasta los umbrales de la época moderna, la desconfianza con respecto al cuerpo en la oración. Son conocidas las indicaciones precisas sobre las posturas del cuerpo que da san Ignacio en los Ejercicios espirituales. También la espiritualidad dominicana, aparentemente tan intelectual, concede al cuerpo un puesto conveniente. Santo Tomás (S. Th. II-II, q. 84, a. 2) enseña que la oración corporal es perfectamente válida y buena, si bien nuestro corazón y nuestro espí­ritu no están en ella totalmente ocupados. La teologí­a del Aquinate se beneficiaba indirectamente de las ricas enseñanzas sobre la oración corporal que el mismo santo Domingo habí­a dejado en herencia a su orden. De ello da testimonio un documento redactado probablemente después de su muerte: “Las nueve maneras de orar de santo Domingo” [cf VS, 56 (1974), 879-887]. Hemos de reconocerle al santo una gran libertad e inventiva en el gesto. Su oración comprende inclinaciones profundas y lentas, postraciones, genuflexiones frecuentes, abandonarse a las lágrimas (que una larga tradición también litúrgica considera un don), permanecer “sobre la punta de los pies, con las manos levantadas hacia el cielo”…

Refiriéndose a esta tradición, podremos sentirnos animados a estar menos inhibidos en el movimiento y uso del cuerpo en la oración.

Además de la tradición propia del cristianismo, existen en otros ámbitos religiosos experiencias de oración corpórea de valor universal. Es posible que entre las diversas tradiciones existan influencias recí­procas. Una de las novedades más clamorosas de estos últimos años es justamente la invasión de Occidente por la meditación oriental, especialmente en la forma asumida por el budismo Zen, proveniente del Japón.

El Zen (el término equivale a “concentración”, “meditación sentada”) no es propiamente ni una religión, ni una filosofí­a. Es fundamentalmente una experiencia personal y existencial, que no puede representarse en términos discursivos. La iluminación (en japonés, satori) es una experiencia que hace tocar el fondo del ser. Sin embargo, el que la ha vivido la presenta como la cosa más natural, más en consonancia con la naturaleza del hombre. Es una reconquista del significado elemental de las cosas y de uno mismo mediante una adhesión inmediata al objeto, sin mediaciones de conceptos y palabras. El supuesto para ser poseí­do por esta experiencia es el abandono de la guardia intelectual.

El movimiento Zen fue introducido en América hacia finales del siglo pasado y se ha difundido en centros de nivel cientí­fico y universitario. Su principal divulgador fue Alan Watts, y D. T. Suzuki fue uno de los maestros más escuchados45. Luego, el Zen se puso de moda en la época de la generación beat. Los jóvenes en rebeldí­a contra la concepción cientí­fica convencional del hombre y de la naturaleza creyeron que habí­an encontrado en el Zen algo de que tení­an necesidad e hicieron libre uso de cuanto habí­an entendido de aquella exótica tradición. Quizá lo que los jóvenes han tomado por Zen tenga escasas relaciones con la tradición original; lo que ellos dedujeron fue sobre todo un rechazo de cuanto es positivista y cerebral en sentido constrictivo.

En Europa, sobre todo en el ámbito alemán, el interés por el Zen ha tenido una motivación especí­ficamente religiosa. Por medio de P. Enomiya-Lasalle y, sobre todo, de K. Dürckheim, que se iniciaron personalmente en los monasterios budistas japoneses, el Zen se ha difundido como una técnica de meditación perfectamente asimilable por los cristianos.

A propósito de la comprensión europea del Zen, se plantea la cuestión de su correspondencia con el original. A pesar de todos los intentos de concordismo, los hombres religiosos de Occidente son conscientes de que lo que se practica en Oriente y en Occidente con el nombre de meditación es profundamente diverso. La meditatio cristiana es una actividad espiritual que conduce del mundo experimentable a Dios que se revela, a su palabra y obra de salvación [>Meditación I]. Es esencialmente religiosa y exige una presencia activa del sujeto, que reflexiona y elabora. Encambio, en la “contemplación”, que también es tradicional en Occidente, el creyente accede a una paz profunda e í­ntima, en actitud de acogimiento [>Contemplación IV]. La meditación budista, por el contrario, “no tiene objeto”. No es concentración de tipo meditativo; no es ni siquiera contemplación, puesto que tiende a mantener la mente completamente vací­a de toda presencia cognoscitivo-conceptual. El efecto de la meditación Zen es la sensación de la no-diferencia entre el yo y el mundo exterior. Espontáneamente, sin poner intención alguna, el que medita ve caer las barreras formales entre sujeto y objeto, entre espí­ritu y contenido del espí­ritu, entre idea y cosa proyectada en la idea.

Lo que hoy, como consecuencia del fecundo influjo del Zen, se difunde entre los cristianos con el nombre de “meditación”, no coincide exactamente con lo que este término designa en las respectivas tradiciones de Oriente y de Occidente. Del Zen se ha tomado la técnica; de la meditación cristiana, la intención profunda. “Preparar al hombre a la experiencia del Ser, abrirlo a la ví­a de la metamorfosis mediante el contacto con el Ser, tal es el fin de toda práctica meditativa” (K. Dürckheim). Luego no es una búsqueda de tipo racional, una reflexión sobre un tema; pero tampoco la iluminación oriental, que denuncia al yo y al mundo como ilusiones. Más bien se trata de una ví­a experiencia) hacia lo Absoluto, un camino hacia la “realidad segunda”, como la ha llamado Balthazar Staehelin, o sea, la conciencia de pertenecer a lo que no es finito. La meditación consiste en encontrar un “centro” que haga transparente la realidad segunda.

Al descubrimiento del verdadero centro está vinculada una relación diferente consigo mismo, con los demás y con el mundo; otro estilo de vida, otro modo de ser. La meditación es, pues, un camino de transformación. El proceso tiene lugar en nosotros, en nuestro cuerpo, gracias a nuestro cuerpo. Por eso preferimos dar a esta práctica el nombre de meditación corpórea. Veamos ahora sus elementos constitutivos.

La meditación es un proceso que nos conduce a lo más recóndito de nuestra intimidad, haciéndonos estar plenamente recogidos y pacificados en profundidad. El estilo de vida actual se caracteriza por un torbellino hacia la periferia. Con ello se ve comprometido el contacto con los estratos profundos de la persona. El centro de gravedad tiende a desplazarse hacia estratos que nos representamos como superiores, a saber, la razón, que piensa con claridad lógica, y la voluntad intencional. Es cuanto idealmente localizamos en la cabeza. Este desplazamiento se realiza a expensas del contacto con los estratos más profundos, a saber, los de la experiencia vital y la intuición, donde no se trata ya de la razón o la cabeza, sino de algo que localizamos más abajo.

La estructura psicológica del hombre metropolitano contemporáneo tiene una correspondencia propiamente fisiológica. La tendencia a la actividad frenética y a la realización personal en las prestaciones intelectuales y volitivas se traduce en una relación particular con el cuerpo. La percepción del cuerpo está atrofiada. “En la práctica, el sentido menos desarrollado y que, sin embargo, es el más útil para la personalidad (comprendida la personalidad moral), es el sentido interno y autoperceptivo. Los otros cinco sentidos le dejan al espí­ritu la posibilidad de huir, de absorberse o proyectarse en el objeto visto, escuchado, tocado, olido o gustado. En cambio, el sentido interno, que sólo revela más o menos oscuramente el cuerpo en sí­ mismo en su sustancia viviente, somete a dura prueba a la inteligencia, siendo precisamente esta prueba la que es saludable. En efecto, la presencia efectiva al sentido interno le pide a mi espí­ritu que deje la pantalla mental, para olvidarse en cierto modo en beneficio de la sustancia difusa en el volumen de mis miembros y de todo mi cuerpo. Si reconoce sinceramente esta sustancia en sí­ misma, la aceptará como irreducible a sus conceptos, aunque í­ntimamente asociada al único objeto, que soy yo. Surge aquí­ una humildad fundamental, sin la cual no parece accesible ningún otro grado de humildad” [A. Besnard en VS, 56 (1974), 815].

Tomar el camino del mundo interior, romper el contacto con el ambiente para recogerse en uno mismo, concentrarse para abandonar las playas de la vida inauténtica, la superficie inmediata de la existencia, todo esto se ha entendido siempre como la esencia del proceso meditativo. Lo que hay de caracterí­stico en la meditación influenciada por las prácticas orientales es que todo este proceso se condensa en la reconquista del centro natural del cuerpo. Se ha difundido también en los ambientes cristianos que practican la meditación corpórea el término japonés con que se designa el centro ideal: hara. De suyo, la palabra significa “vientre”. Sin embargo, indica una actitud de conjunto, comprensiva tanto del alma como del cuerpo, en la que el centro de gravitación de la persona está en el vientre; las fuerzas que mantienen al hombre en pie están en estado de relax, la profundidad puede ejercer su influjo reequilibrador y el ser humano entero está abierto y disponible al contacto con el misterio del ser. El hara crece en la meditación hasta convertirse en la disposición habitual del hombre.

El instrumento privilegiado para acceder a este centro natural del cuerpo y disponerse con ello al acontecimiento meditativo es la técnica de la respiración. También ésta se ha tomado de la tradición oriental, que ha dedicado a la respiración una atención sin parangón en las culturas occidentales. La respiración no es sólo un proceso fisiológico que asegura al organismo su reserva de oxí­geno, sino un fenómeno que implica a todo el hombre. Es expresión de los procesos psí­quicos (las diversas modalidades de respiración: de prisa o despacio, cortada o libre, superficial o amplia y profunda, están ligadas a estados de ánimo diversos); a su vez, la respiración puede influir profundamente en estos procesos psí­quicos y emotivos.

La distorsión del equilibrio mediante la ruptura con los estratos profundos y el desplazamiento del centro de gravedad hacia la cabeza, de que se resiente nuestra cultura, se manifiesta también en la respiración. Esta queda bloqueada inconscientemente en la parte superior del cuerpo, creando la tensión subsiguiente. La respiración torácica tiende así­ a sustituir a la del diafragma. Este músculo, que es el gran mediador de la respiración profunda, cae en la inmovilidad y se atrofia. De ordinario, el movimiento de espiración no es llevado hasta el final: se ve frenado, traduciendo así­ una angustia visceral, el miedo a morir (a “expirar”, precisamente). Ello impide esperar la nueva inspiración como un don a recibir con reconocimiento. Se “hace” la respiración, en lugar de “dejarla hacerse”. Este modo de respirar es una manipulación del movimiento natural de la vida que agrupa nuestras tensiones y constituye un obstáculo para la transformación. La respiración torácica es la expresión fisiológica del querer intencional, de la voluntad de autoafirmación y de la excitación permanente.

La recuperación de la respiración diafragmática y de su ritmo natural permite restablecer la conexión con los estratos profundos del ser. Al reencontrar nuestras raí­ces, enlazamos con aquella parte de nosotros mismos que escapa a nuestra voluntad. El modo de respirar de una persona revela su postura general frente a la vida. Cuando la respiración vuelve a ser un abandono armonioso a la naturaleza con su ritmo de muerte y renacimiento, se ha establecido la premisa para la transformación existencial a que tiende la meditación. Se respira, pues, en el vientre -el hara-, que es de hecho el centro geométrico del cuerpo. La respiración diafragmática comunica calma y hace ser uno mismo en profundidad. Respiración – distensión – centro del cuerpo: aspectos diversos del proceso único que tiene lugar en la meditación corpórea, es decir, un camino de transformación que lleva al nacimiento de una estructura nueva (Gestalt).

La respiración adecuada pone en armoní­a con el espí­ritu de la meditación e introduce en ella. Por definición, no se puede explicar verbalmente, recurriendo a un discurso racional, la experiencia que hace posible la meditación. Para tener siquiera una idea del proceso interior que se pone en marcha, se nos remite al ritmo cuaternario denominado “rueda de la metamorfosis” (K. Dürckheim). También éste se ha tomado del budismo Zen.

El ritmo cuaternario lo sugiere el ritmo de la respiración. Cuando ésta no está deformada por tensiones psí­quicas y contracciones fisiológicas, sino que se desenvuelve con naturalidad, la relación entre espiración e inspiración es de tres a uno (dos tiempos de espiración y un tiempo de inspiración). Se puede favorecer el proceso interior uniendo mentalmente a los cuatro tiempos de la respiración palabras que expresan el significado de los diversos momentos que, en el camino cí­clico total, conducen a la transformación.

Las palabras sugeridas por los maestros occidentales de meditación Zen son: “me dejo”, “desciendo”, “me doy”, “me recibo”. Son los cuatro radios cuyo movimiento constituye la “rueda de la metamorfosis”. El conjunto realiza también el ritmo binario de muerte-nacimiento, inscrito en toda respiración del ser viviente: cada revolución de la rueda, cada respiración, contiene en sí­ntesis toda la densidad del camino que se extiende a lo largo de la vida entera. Mientras el cuerpo permanece in-móvil, se trata de entrar en el ritmo mismo de la respiración, en el movimiento lento y profundo del diafragma que va y viene. El primer tiempo es el de la espiración, que induce a “dejar la presa”. La respiración invita a soltar y abandonar la propia persona en cuanto centrada y comprimida en la parte superior del cuerpo, instalada en todo un sistema de seguridades artificiales, defensas y miedos, complejos, roles y disfraces. Abandonado el centro de grave-dad situado arriba, que aprisiona al hombre en el cí­rculo del pequeño “yo” con que nos hemos identificado, se nos prepara a ser invadidos por una conciencia diversa, cuya actitud fundamental no consiste tanto en “querer hacer” cuanto en “dejar hacer”.

A la vez que acompaña a la espiración, la conciencia puede descender aún más abajo, hacia ese centro de gravitación, situado en el vientre, que hemos llamado hara. Es el segundo tiempo de la espiración (“desciendo”). La espiración, dirigida suave pero firmemente hacia abajo, conduce las tensiones, que revelan una falta de confianza total y de abandono, el miedo ante la vida. Desaparecen las contracciones localizadas en el vientre, huella de innumerables represiones. La sensación de estar en el hara suscita una sensación de fuerza diversa de la que tiene su origen en la voluntad, y genera progresivamente otra actitud vital. Hablando del “hara”, Dürckheim describe así­ este estado: “Todo lo que puebla la forma de conciencia habitual ha desaparecido. De improviso, lo que se sentí­a como un vací­o espantoso del yo egocéntrico se convierte en una plenitud que las palabras no podrí­an expresar y que penetra la persona entera, dándole fuerza, luz y calor”. Esto es lo que el meditante vive en el vértice de distensión que constituye el tiempo de pausa entre la espiración y la inspiración. El dejarse culmina naturalmente en el abandono, en el don completo de si (“me doy”).

El reflujo de la respiración no sigue ya por orden de la voluntad, sino por su propia fuerza. Es la cuarta fase. Como un nacimiento, la nueva inspiración viene por sí­ misma, se la recibe como un don; se recibe uno a sí­ mismo como un don (“me recibo”). Y esto sin abandonar la posición en la raí­z del ser, en elcentro de la tierra, lograda en la fase precedente de abandono. Dejando en seguida la presa, sin violencia, la “rueda de la metamorfosis” se pone de nuevo en movimiento. Con el ejercicio de la meditación, a medida que la distensión se hace más profunda, el meditante se sumergirá más en el movimiento, dejándose aferrar totalmente.

[Para cuanto precede >-Budismo; >Yoga/Zen].

Aquí­ resulta inevitable preguntarse: ¿Tiene la meditación corpórea un significado religioso o solamente profano? Es sabido que en la tradición oriental no se atribuye a la meditación un valor religioso, en el sentido de estar vinculado a una fe y una revelación. En ese ámbito cultural, la preocupación principal es una existencia humana rectamente fundada en el centro del ser. En Japón, la educación tradicional ha desarrollado, además de la meditación, una serie de ejercicios -desde el tiro con arco, al arte de entrelazar flores (ikebana) y la ceremonia del té- para conseguir la justa disposición, es decir, una existencia vivida a partir del hara’.

Los mediadores occidentales de la sabidurí­a oriental han llevado a cabo una reinterpretación en sentido religioso, ya naturalista, ya propiamente sobrenatural. Han presentado la meditación como un proceso que permite descubrir la trascendencia en el corazón mismo de la inmanencia, valorizando al máximo el movimiento de unificación esencial del ser que realiza quien medita. Al descubrir lo que en él hay de más profundo, el hombre encontrarí­a la cara que está siempre vuelta a Dios.

Los cristianos que practican la meditación corpórea atestiguan que obtienen de ella una ayuda para vivir su relación con Dios cual se la pide la fe cristiana. La meditación puede ser también una experiencia existencial rigurosa de unión con Cristo en su muerte para tener parte con él en su resurrección. Esta es la “rueda de la metamorfosis” del cristiano. Desde una visión exterior del misterio esencial de la fe cristiana, la meditación permite acceder a una comprensión interna del mismo. Una comprensión que no la da una sabidurí­a racional y dialéctica, sino una sabidurí­a que va al encuentro de la revelación divina recorriendo la ví­a del cuerpo, tras la huella sutil pero potente del soplo vital. Es la ví­a que, en sentido inverso, ha seguido el mismo Dios en larevelación: “Y a nosotros nos lo reveló Dios mediante su Espí­ritu (el “ruah”, el soplo de vida), pues el Espí­ritu lo escudriña todo, aun las profundidades divinas. ¿Qué hombre, en efecto, conoce lo í­ntimo del hombre, sino el espí­ritu del hombre que está en él? Así­ nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espí­ritu de Dios” (1 Cor 2,10-11).

III. Conclusión
El retorno al cuerpo es un tema obligado de la cultura contemporánea. La reapropiación del cuerpo es un hecho. Pero un hecho que hay que interpretar. Muchos discursos retóricos dan a entender que serí­amos nosotros la primera generación que sabe valorar el cuerpo. Pero lo mucho que se habla hoy del cuerpo podrí­a ser un fenómeno análogo al del “miembro fantasma” (fenómeno por el cual aquellos a los que les ha sido amputado algún miembro, lo sienten más vivo y doloroso que nunca); quizá el interés por el cuerpo sea expresión de la angustia derivada del hecho de haber perdido la relación armónica con el cuerpo.

Es muy cierto que el cuerpo se convierte en tema de discurso a causa de una ruptura que nace de la conciencia ingenua de ser el propio cuerpo. Tal ruptura ha tenido lugar en nuestra cultura. La violencia cotidiana a que está sometido el cuerpo explica de sobra por qué se ha convertido en un sí­ntoma doloroso. “No hay necesidad de demostrar que nuestro cuerpo está reprimido y atrofiado en nuestra civilización técnica, pues todo el mundo lo admite corrientemente (mecanización, burocracia, trabajo en cadena…), hasta el punto de que no es ya el cuerpo el que determina su propio espacio, sino que le viene impuesto por los modos de vida modernos (transporte, hábitat…). Por eso estamos congelados en actitudes estereotipadas, que nos imponen nuestras actividades reguladas y predeterminadas. Hemos perdido la conciencia de lo que es nuestro cuerpo y del dinamismo que posee: al no conocer más que su mera apariencia, lo hemos reducido a ser un instrumento de supervivencia.

Los movimientos centrados en la reapropiación del cuerpo, partiendo de este sí­ntoma de malestar, formulan proyectos de civilización alternativos. Una relación equilibrada con el cuerpo no es un bien de consumo más que añadir a los que promete la sociedad construida sobre el mito del progreso ilimitado. El estar “bien” (el bienestar) del hombre es sólo el que se deriva de un ser “más”. La experiencia del cuerpo que arranca de la alienación que hoy conocemos, promueve existencialmente una investigación antropológica. Es nuestra concepción del hombre lo que se discute y se replantea. La reapropiación del cuerpo se abre, pues, en definitiva, con el proceso de la hominización. El impasse de la civilización actual demuestra hasta la evidencia que la hominización comprende la vida del espí­ritu. La humanidad no puede sobrevivir sin un “supervivir”.

La verdadera reapropiación del cuerpo no es, pues, una operación reductiva, sino integrativa. No se trata de realizar el cuerpo contra el espí­ritu o prescindiendo del espí­ritu. Los vanguardistas de la nueva humanidad intentan acometer la integración del cuerpo con el espí­ritu desde el momento en que es siempre el hombre entero el que está en discusión.

También algunos cristianos, que respiran el espí­ritu del tiempo, descubren en la oración al cuerpo como ví­a privilegiada para comunicarse con Dios. Miguel Angel lo expresó simbólicamente al pintar la creación del hombre en la bóveda de la Capilla Sixtina. En lugar de la creación por medio de la palabra aparece un contacto personal, sensible; a través de los dedos que se tocan fluye la corriente que une el cielo con la tierra. Para afirmar la reciprocidad entre Dios y el hombre, el artista no privó del cuerpo al hombre, sino que prestó uno a Dios. Nuestra época se siente aguijoneada a explorar el misterio de la corporeidad, lo mismo que otras han explorado el de la espiritualidad. A los cristianos de mañana, más que a los de hoy, les será permitido vivir el Espí­ritu con el cuerpo.

S. Spinsanti
BIBL.-AA. VV., El cuerpo y la salvación, Sí­gueme, Salamanca 1975.-AA. VV., Cuerpo, en “Communio”, 6 (1980).-Cevallos, N, Apuntes para una antropologí­a liberadora, Ed. Claretianas, Bogotá 1977.-Chenu, M.-D, El evangelio en el tiempo, Estela, Barcelona 1966.-Fernández González, J, Antropologí­a y teologí­a actual, Rev. Agust. de Espiritualidad, Zamora 1977.-Gevaert, J, El problema del hombre. Introducción a la antropologí­a filosófica, Sí­gueme, Salamanca 1976.-Háring, B, La moral y la persona, Herder, Barcelona 1973.-Legrain, M, Le corps humean. Du soupgon ó l’évangelisation, Centurion, Parí­s 1978.-Robinson, J. A. T, El cuerpo. Estudio de teologí­a paulina, Ariel, Barcelona 1968.-Rodrí­guez del Castillo, J, La salud y el clima espiritual. Ensayo sobre las influencias materiales en el organismo humano, Madrid 1958.-Rucker, E, Intenta conocer tu cuerpo, Studium, Madrid 1975.-Vaca, C, Carne y espí­ritu, Religión y Cultura, Madrid 1959.-Wolff, H. W, Antropologí­a del Al’, Sí­gueme, Salamanca 1975.

S. de Fiores – T. Goffi – Augusto Guerra, Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1987

Fuente: Nuevo Diccionario de Espiritualidad

Estructura fí­sica del hombre o del animal. La palabra hebrea gewi·yáh se refiere a un cuerpo, ya sea vivo (Gé 47:18) o muerto. (1Sa 31:10; Sl 110:6.) El término neve·láh, también hebreo, viene del verbo raí­z na·vél (†œmarchitar†; Sl 1:3), y se traduce tanto †œcuerpo muerto† como †œcadáver†. (Le 5:2; Dt 14:8; Isa 26:19.) Con ba·sár, la palabra hebrea para carne, se puede representar todo el cuerpo. (Compárese con Sl 16:9; véase CARNE.) La palabra griega usual para cuerpo es so·ma (Mt 5:29), pero en Hechos 19:12 también se utiliza con ese sentido el vocablo kjros, cuyo significado literal es †œpiel†. La palabra griega pto·ma, derivada del verbo raí­z pí­Â·pto (caer), se refiere a un cuerpo caí­do o †œcadáver†. (Mt 14:12.) Los diversos cuerpos fí­sicos se componen de diferentes clases de carne junto con la fuerza de vida. (1Co 15:39; Snt 2:26; Gé 7:22; véase ALMA.)

Cuerpos espirituales. Así­ como hay cuerpos fí­sicos visibles y palpables, también los hay espirituales, que son invisibles y están fuera del alcance de los sentidos humanos. (1Co 15:44.) Los cuerpos de los seres espirituales (Dios, Cristo, los ángeles) son gloriosos. †œNadie ha contemplado a Dios nunca.† (1Jn 4:12.) El hombre no puede ver a Dios y vivir. (Ex 33:20.) Cuando el apóstol Pablo tuvo una simple vislumbre de la manifestación de Jesucristo después de haber sido resucitado, cayó al suelo y quedó cegado por el resplandor, de modo que fue necesario un milagro para devolverle la vista. (Hch 9:3-5, 17, 18; 26:13, 14.) De igual manera, los ángeles son mucho más poderosos que los hombres. (2Pe 2:11.) Son seres gloriosos, esplendorosos, y así­ es como han aparecido cuando se han manifestado en forma fí­sica. (Mt 28:2-4; Lu 2:9.) Estos hijos espí­ritus de Dios tienen una visión suficientemente poderosa como para ver y aguantar el esplendor del Dios Todopoderoso. (Lu 1:19.)
Como no podemos ver a Dios con los ojos corporales, se sirve de ciertas expresiones metafóricas para ayudarnos a entender y apreciar algunos aspectos acerca de sí­ mismo. La Biblia habla de El como si tuviera ojos (Sl 34:15; Heb 4:13), brazos (Job 40:9; Jn 12:38), pies (Sl 18:9; Zac 14:4), corazón (Gé 8:21; Pr 27:11), manos (Ex 3:20; Ro 10:21), dedos (Ex 31:18; Lu 11:20), nariz (Eze 8:17; Ex 15:8) y oí­dos (1Sa 8:21; Sl 10:17). No debe suponerse que posee literalmente estos órganos según los conocemos. El apóstol Juan, que tení­a la esperanza de vivir en el cielo, dijo a sus coherederos de vida celestial: †œAmados, ahora somos hijos de Dios, pero todaví­a no se ha manifestado lo que seremos. Sí­ sabemos que cuando él sea manifestado seremos semejantes a él, porque lo veremos tal como él es†. (1Jn 3:2.) Estos tendrán un cuerpo semejante al †œcuerpo glorioso† de Jesucristo (Flp 3:21), que es †œla imagen del Dios invisible†, †œel reflejo de su gloria y la representación exacta de su mismo ser†. (Col 1:15; Heb 1:3.) Por consiguiente, recibirán cuerpos incorruptibles con inmortalidad inherente, a diferencia de los ángeles y los hombres, que son mortales. (1Co 15:53; 1Ti 1:17; 6:16; Mr 1:23, 24; Heb 2:14.)

El cuerpo de carne de Cristo. Cuando Jesús instituyó la Cena del Señor, ofreció el pan ácimo a sus once apóstoles fieles y dijo: †œEsto significa mi cuerpo que ha de ser dado a favor de ustedes†. (Lu 22:19.) Más tarde el apóstol Pedro comentó: †œEl mismo [Jesús] cargó con nuestros pecados en su propio cuerpo sobre el madero†. (1Pe 2:24; Heb 10:10; véase CENA DEL SEí‘OR.)
Para que Jesús pudiera ser el †œúltimo Adán† (1Co 15:45) y ofrecer un †œrescate correspondiente† por toda la humanidad, era necesario que fuese un hombre con cuerpo carnal y no una encarnación. (1Ti 2:5, 6; Mt 20:28.) Además, tení­a que ser perfecto, pues habí­a de ofrecerse en sacrificio para presentar ante Jehová Dios el precio de compra. (1Pe 1:18, 19; Heb 9:14.) Ningún humano imperfecto podí­a proveer el precio que se necesitaba. (Sl 49:7-9.) Por esta razón, cuando se presentó para el bautismo con el fin de empezar su derrotero de sacrificio, Jesús le dijo a su Padre: †œMe preparaste un cuerpo†. (Heb 10:5.)
En el caso de Jesucristo no se permitió que su cuerpo fí­sico se convirtiese en polvo, como sí­ habí­a ocurrido con los cuerpos de Moisés y David, hombres que prefiguraron a Cristo. (Dt 34:5, 6; Hch 13:35, 36; 2:27, 31.) Cuando los discí­pulos fueron a la tumba al comienzo del primer dí­a de la semana, solo vieron las vendas con las que se habí­a envuelto el cuerpo de Jesús, pues este habí­a desaparecido; es probable que fuera desintegrado sin pasar por el proceso normal de descomposición. (Jn 20:2-9; Lu 24:3-6.)
Después de su resurrección, Jesús se apareció con distintos cuerpos. Marí­a le confundió con el hortelano. (Jn 20:14, 15.) En otra aparición, entró en una habitación que tení­a las puertas cerradas con llave con un cuerpo que presentaba señales de heridas. (Jn 20:24-29.) Varias veces se le reconoció debido a sus palabras y acciones, no a su apariencia. (Lu 24:15, 16, 30, 31, 36-45; Mt 28:16-18.) En una ocasión, el milagro que se realizó al seguir sus instrucciones abrió los ojos de sus discí­pulos y le identificaron. (Jn 21:4-7, 12.) Puesto que habí­a resucitado como espí­ritu (1Pe 3:18), podí­a materializar un cuerpo de acuerdo con la ocasión, tal como los ángeles habí­an hecho en tiempos pasados cuando se aparecieron como mensajeros. (Gé 18:2; 19:1, 12; Jos 5:13, 14; Jue 13:3, 6; Heb 13:2.) Poco antes del Diluvio, los ángeles que †œno guardaron su posición original, sino que abandonaron su propio y debido lugar de habitación† se encarnaron y se casaron con esposas humanas. Se ve que estos hijos angélicos de Dios no eran humanos, sino que habí­an materializado cuerpos fí­sicos, por el hecho de que no se les destruyó en el Diluvio, sino que se desmaterializaron y regresaron a la región de los espí­ritus. (Jud 6; Gé 6:4; 1Pe 3:19, 20; 2Pe 2:4.)

Uso simbólico. Se dice que Jesucristo es la cabeza de †œla congregación, la cual es su cuerpo†. (Ef 1:22, 23; Col 1:18.) Este cuerpo cristiano de personas no tiene divisiones raciales, nacionales ni de ninguna otra clase, pues en él están representados judí­os y personas de todas las naciones. (Gál 3:28; Ef 2:16; 4:4.) Todos han sido bautizados en Cristo y en su muerte por medio del espí­ritu santo. Por lo tanto, a todos se les bautiza para formar un solo cuerpo. (1Co 12:13.) En consecuencia, todo el cuerpo sigue a la cabeza, sufriendo su misma muerte y recibiendo su misma resurrección. (Ro 6:3-5; véase BAUTISMO [Bautismo en Cristo Jesús, en su muerte].)
El apóstol Pablo asemeja el funcionamiento del cuerpo humano al de la congregación cristiana: los miembros de esta congregación que están vivos sobre la Tierra en cualquier tiempo forman un cuerpo, con Cristo como cabeza invisible. (Ro 12:4, 5; 1Co 12.) Pablo recalca la importancia del lugar que ocupa cada uno de los miembros, su interdependencia, el amor y cuidado que se muestran, así­ como el trabajo que llevan a cabo. Dios ha colocado a cada uno en su posición en este cuerpo, el cual efectúa lo que es necesario debido a la acción del espí­ritu santo. Jesucristo, que es la cabeza de todos, suministra a los que componen el cuerpo lo que necesitan por medio de †œsus coyunturas y ligamentos†, es decir, los medios y disposiciones para suministrar nutrición espiritual, así­ como comunicación y coordinación, de modo que †œel cuerpo† esté bien alimentado espiritualmente y cada parte esté informada de la tarea que debe realizar. (Col 2:19; Ef 4:16.)

Uso adecuado del propio cuerpo. El cristiano deberí­a apreciar el cuerpo que Dios le ha dado y amarse a sí­ mismo lo suficiente como para cuidar de su cuerpo de manera apropiada a fin de poder presentarlo en servicio sagrado aceptable a Dios. (Ro 12:1.) Esto requiere hacer uso de la razón y suministrar al cuerpo el alimento y las demás cosas necesarias, así­ como mantenerlo limpio. No obstante, hay otras clases de cuidado que son aún más importantes y que tienen que ver con la espiritualidad, el buscar el reino de Dios y su justicia y el ejercicio de la rectitud moral. (Mt 6:25, 31-33; Col 2:20-23; 3:5.) El apóstol aconseja: †œEl entrenamiento corporal es provechoso para poco; pero la devoción piadosa es provechosa para todas las cosas, puesto que encierra promesa de la vida de ahora y de la que ha de venir†. (1Ti 4:8.)
El miembro ungido de la congregación cristiana, el cuerpo de Cristo, que comete fornicación, está quitando un miembro del cuerpo de Cristo y convirtiéndolo en miembro de una ramera. Cualquier cristiano que comete fornicación causa una contaminación moral y también peca †œcontra su propio cuerpo [carnal]†. Se pone en peligro de ser excluido del cuerpo de Cristo, la organización del templo, y además se expone al peligro de contraer enfermedades asquerosas. (1Co 6:13, 15-20; Pr 7:1-27.) Puede ser que †˜la congregación lo entregue a Satanás para la destrucción de la carne†™. (1Co 5:5.)
Los que componen el cuerpo de Cristo, así­ como las personas dedicadas que se asocian con estos miembros engendrados por espí­ritu, deben evitar tanto la fornicación fí­sica como la de naturaleza espiritual. Las Escrituras llaman †œadúlteras† a los que tienen amistad con el mundo. (Snt 4:4.) Jesús dijo de sus discí­pulos: †œEllos no son parte del mundo, así­ como yo no soy parte del mundo†. (Jn 17:16.) Por lo tanto, a Jesús le importa mucho que los que componen su cuerpo sean limpios moral y espiritualmente. (Ef 5:26, 27.) Se dice que †˜sus cuerpos han sido lavados con agua limpia†™. (Heb 10:22.) Como dice el apóstol Pablo hablando de los esposos, †œde esta manera los esposos deben estar amando a sus esposas como a sus propios cuerpos. El que ama a su esposa, a sí­ mismo se ama, porque nadie jamás ha odiado a su propia carne; antes bien, la alimenta y la acaricia, como también el Cristo hace con la congregación, porque somos miembros de su cuerpo. †˜Por esta razón el hombre dejará a su padre y a su madre y se adherirá a su esposa, y los dos llegarán a ser una sola carne†™. Este secreto sagrado es grande. Ahora bien, yo estoy hablando tocante a Cristo y la congregación†. (Ef 5:28-32.)
Véanse partes del cuerpo bajo sus nombres individuales.

Fuente: Diccionario de la Biblia

1. soma (sw`ma, 4983) es el cuerpo como un todo, el instrumento de la vida, tanto si es de hombre viviente (p.ej., Mat 6:22), o muerto (Mat 27:52); o en resurrección (1Co 15:44); o de animales (Heb 13:11); de grano (1Co 15:37,38); de las huestes celestiales (1Co 15:40). En Rev 18:13 se traduce “hombres” (RVR77: “esclavos”). En su uso figurado se preserva la idea esencial. En algunas ocasiones la palabra se usa, por sinecdoque, para significar al hombre completo (Mat 5:29; 6.22; Rom 12:1; Jam 3:6; Rev 18:13). En algunas ocasiones, se identifica a la persona con su cuerpo (Act 9:37; 13.36), y esto es así­ incluso en el caso del Señor Jesús (Joh 19:40,42). El cuerpo no es el hombre, porque él mismo puede existir aparte de su cuerpo (2Co 12:2,3). El cuerpo es una parte esencial del hombre, y por ello los redimidos no quedan perfeccionados hasta la resurrección (Heb 11:40). Ninguna persona estará en su estado final sin su cuerpo (Joh 5:28,29; Rev 20:13). Esta palabra se usa también de la naturaleza fí­sica, en distinción a pneuma, la naturaleza espiritual (p.ej., 1Co 5:3), y de psuque, alma (p.ej., 1Th 5:23). “Soma, cuerpo, y pneuma, espí­ritu, pueden ser separados; pneuma y psuque solo pueden ser distinguidos” (Cremer). También se usa metafóricamente del cuerpo mí­stico de Cristo, en referencia a la Iglesia entera (p.ej., Eph 1:23; Col 1:18,22,24); y también de la iglesia local (1Co 12:27). 2. kolon (kw`lon, 2966) denota primeramente un miembro del cuerpo, especialmente los miembros externos y prominentes, particularmente los pies, y así­, un cuerpo muerto (véanse, p.ej., la LXX, en Lev 26:30; Num 14:29,32; Isa 66:24, etc.). Esta palabra se usa en Heb 3:17, “cuerpo”, citando a Num 14:29,32.¶ 3. cros (crwv”, 5559) significa la superficie de un cuerpo, especialmente del cuerpo humano (Act_19 12), con referencia a los paños llevados del cuerpo de Pablo a los enfermos.¶ 4. sarx (savrx, 4561), carne, se traduce “cuerpo” en 2Co 7:5; Gl 4.13,14; Col 2:5: Véase CARNE, etc. 5. ptoma (ptw`ma, 4430) denota, lit., caí­da (relacionado con pipto, caer); de ahí­, lo que ha caí­do, cadáver (Mat 14:12; 24.28; Mc 6.29; 15.45: “cuerpo”; y “cadáver” en Rev 11:8,9). Véase .¶ 6. katakome (katakomhv, 2699), véase . 7. sussomos (suvsswmo”, 4954), (sun, con, y el Nº 1), es adjetivo que significa unido en el mismo cuerpo (Eph 3:6, de la iglesia).¶ 8. skenoma (skhvnwma, 4638), tabernáculo. Aparece traducido como “cuerpo” en 2Pe 1:13,14. Véase TABERNíCULO.

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

Contrariamente a una concepción muy propagada, el cuerpo no es sencillamente un conjunto de carne y de huesos que el hombre posee durante el tiempo de su existencia terrena, del que se despoja con la muerte y que finalmente recupera el dí­a de la resurrección. Tiene una dignidad muy superior, que Pablo puso de relieve en una teologí­a del cuerpo. El cuerpo no sólo reduce a la unidad a los miembros que lo constituyen, sino que es expresión de la persona en sus situaciones mayores: estado natural y pecador, consagración a Cristo, vida gloriosa.

I. EL CUERPO Y LA CARNE. Mientras que en el AT se designa a la carne y al cuerpo con un término único (basar), en el griego del NT pueden distinguirse con dos palabras: sarx y sama; diferenciación que no ad-quiere su pleno valor sino con la interpretación de la fe.

1. Dignidad del cuerpo. Como en todas las lenguas, el cuerpo designa con frecuencia la misma realidad que la carne : así­ la vida de Jesús debe manifestarse en nuestro cuerpo lo mismo que en nuestra carne (2Cor 4,10s). Para un semita merece la misma estima que la *carne, pues el hombre se expresa enteramente tanto por él como por ella.

En san Pablo se afirma esta dignidad del cuerpo. Así­ se guarda el Apóstol, a diferencia de los otros escritores del NT (p.e., Mt 27,52.58s; Le 17,37; Act 9,40), de utilizar el término para hablar del cadáver; reserva al cuerpo lo que constituye una de las dignidades del hombre, la facultad de engendrar (Rom 1,24; 4,19; ICor 7,4; 6,13-20); en fin, el carácter perecedero y caduco del hombre, sobre todo la vida pecadora, los atribuye no al cuerpo, sino a la carne. Así­ no constituye una lista de los pecados del cuerpo (en lCor 6,18 el “pecado contra el cuerpo” significa probablemente un pecado contra la persona humana en su conjunto). A diferencia de la carne, el cuerpo no merece sino respeto por parte de aquél, al que expresa.

2. El cuerpo dominado por la carne. Pero hallamos que la carne, habitada por el pecado (Rom 7,20), ha esclavizado al cuerpo. Ahora existe ya un “cuerpo de pecado” (Rom 6,6), así­ como hay una “carne de pecado” (Rom 8,3); el pecado puede dominar al cuerpo (Rom 6,16), tanto que también el cuerpo conduce a la muerte (Rom 7,24); es reducido a la humillación (Flp 3,21) y a la des-honra (lCor 15,43); lleno de apetitos (Rom 6,12), también él comete acciones carnales (Rom 8,13). Según la teologí­a paulina, el cuerpo está so-metido a los tres poderes que han reducido a la carne a esclavitud: la *ley, el *pecado, la *muerte (cf. Rom 7,5). Considerado desde este punto de vista, el cuerpo no expresa ya sólo a la persona humana salió., de las manos del Creador, sino que manifiesta una persona esclava de la carne y del pecado.

II. EL CUERPO Y EL SEí‘OR. 1. El cuerpo es para el Señor. Los corintios, a los que escribí­a Pablo, estaban inclinados a pensar que la fornicación es un acto indiferente, sin gravedad. Pablo, para responderles, no hace llamamiento a la espiritualidad del *alma, ni a alguna distinción entre una vida vegetativa y una vida más espiritual, que tal comportamiento pusiera en peligro. “Los alimentos, dice, son para el vientre, y el vientre para los alimentos; Dios destruirá a éstos como a aquél. Pero el cuerpo no es para la fornicación, es para el Señor, y el Señor para el cuerpo)) (lCor 6,13). A diferencia del vientre, es decir, de la carne perecedera (cf. Flp 3,19), que no puede heredar del *reino de Dios (lCor 15,50), el cuerpo debe resucitar como el Señor (lCor 6,14), es miembro de Cristo (6,15), *templo del Espí­ritu Santo (6,19). Así­ pues, hay que glorificar a Dios en el propio cuerpo (6,20). Al paso que la carne vuelve al polvo, el cuerpo está destinado al Señor. De ahí­ su incomparable dignidad.

2. El cuerpo de Cristo. Más exactamente, esta dignidad viene del hecho de haber sido el cuerpo rescatado por Cristo. En efecto, Jesús tomó el “cuerpo de la carne” (Col 1,22), que lo sometió a la ley (Gál 4,4). Por esta razón, entrando en la “semejanza de la carne del pecado” (Rom 8,3) vino a ser “maldición para nosotros” (Gál 3,13), “se hizo *pecado por nosotros” (2Cor 5,21); en fin, fue sometido al poder de la *muerte, pego su muerte fue una muerte al pecado, de una vez pera siempre (Rom 6,10). Así­, al vencer a la muerte, venció a la carne y al pecado; los poderes que crucificaron a Jesús fueron despojados de su poder (lCor 2,6.8; Col 2,15). Así­ pues, condenó al pecado (Rom 8,3), transformando la maldición de la ley en bendición (Gál 3,13s; Ef 2,15). Y no sólo nos libró así­ de una servidumbre, sino que, propiamente hablando, nos incorporó a él: el alcance universal de su vida y de su pasión redentora hace que en adelante no haya ya sino un “solo” cuerpo, el *cuerpo de Cristo.

3. El cuerpo del cristiano. Por eso todo creyente unido a Cristo puede ahora ya triunfar de los poderes a que habí­a estado sometido en otro tiempo, ley, pecado, muerte, a través del cuerpo de Cristo. “Murió para la ley” (Rom 7,4), su “cuerpo de pecado quedó destruido” (6,6), y así­ está “despojado de ese cuerpo carnal” que va a la muerte (Col 2,11). Así­, el cristiano, que recibiendo el bautismo ha recorrido el itinerario entero de Cristo, debe seguirlo en su vida dí­a tras dí­a; debe ofrecer su cuerpo en sacrificio viviente (Rom 12,1).

La dignidad del cuerpo no alcanza acá abajo su máximum: el cuerpo de esta miseria terrena y pecadora será transformado en cuerpo de *gloria (FIp 3,21), en un “cuerpo espiritual” (lCor 15,44), incorruptible, que nos hará “revestir la imagen del *Adán celestial” (15,49). El paso del cuerpo mortal al cuerpo de Cristo celestial quisiéramos verlo realizarse con una transformación inmediata, “en un abrir y cerrar de ojos”, como el dí­a de la parusí­a. Pero debemos estar prontos para otro destino: el paso doloroso por la *muerte. Debemos, pues, “preferir abandonar es-te cuerpo para ir a morar junto al Señor” (2Cor 5,8) en espera de la resurrección de nuestro cuerpo, por la que formaremos finalmente y para siempre el cuerpo único de Cristo.

-> Alma – Carne – Cuerpo de Cristo – Hombre – Resurrección.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

  1. Usos generales. En el AT no existe un solo término para referirse al cuerpo humano. En las versiones españolas, «cuerpo» está representando por palabras hebreas de diferente significado, como vientre o entrañas, espalda, hueso, muslo, carne, alma, etc. La palabra hebrea más común es bāśār, «carne», la que en la LXX se traduce generalmente por sarx, «carne», pero a veces por sōma, «cuerpo».

En el NT «cuerpo» es la traducción de la palabra sōma. (Ptōma en Mt. 24:28; Mr. 6:29 y Ap. 11:8, 9 significa: cuerpo muerto, cadáver). Sōma se usa en diversas formas: puede referirse al cuerpo humano, de animales (Stg. 3:3; Heb. 13:11); a plantas o a las lumbreras celestiales (1 Co. 15:35–44); en plural puede referirse a esclavos (Ap. 18:13), un uso común en aquel período (MM, p. 621); y a la iglesia como al cuerpo de Cristo.

En algunos pasajes bíblicos, «cuerpo» se usa en contraste con el alma o espíritu (p. ej., Mi. 6:7; Mt. 10:28). En otros, el cuerpo es el medio o instrumento de la vida del alma (Dt. 12:23; Is. 53:12; 2 Co. 5:10). A veces se usa «cuerpo» para referirse al hombre como persona, al hombre en su totalidad: «ahora también será magnificado Cristo en mi cuerpo» (Fil. 1:20) significa «en mí»; y «presentad vuestros cuerpos» (Ro. 12:1) bien podría significar «presentaos vosotros» (R. Bultmann, Theology of the New Testament, S.C.M. Press, London, 1952, pp. 194–195).

  1. Conceptos religiosos. El AT asocia íntimamente las funciones físicas con las psicológicas. El hombre es un organismo psíquico-físico. Yahweh es el dador de la vida que el hombre posee.

Los rabinos enseñaban que el cuerpo, siendo formado del polvo, es frágil y mortal, teniendo vida porque el espíritu ha sido soplado dentro de él; el hombre fue creado de dos elementos originalmente distintos: el alma, que procede del mundo superior, y el cuerpo, del inferior. El cuerpo no es impuro, sino es el instrumento necesario del alma, el que mejor se adapta a las necesidades del hombre; el cuerpo es el asiento de los malos pensamientos (Gn. 6:5); y el cuerpo muere pero se levantará otra vez como la reproducción exacta del cuerpo de esta vida presente (Emil G. Hirsch, JewEnc., III, pp. 283–284).

Jesús enseñó que el cuerpo es de importancia secundaria en la vida del hombre (Mt. 6:25–34), con todo, él sanó los cuerpos de los hombres y envió a sus discípulos a sanar (Mt. 10:8).

Pablo tuvo conceptos bastante bajos del cuerpo. Lo llamó «el cuerpo de nuestra humillación» (Fil. 3:21) e instó a tener disciplina sobre el cuerpo (1 Co. 9:27; Ro. 8:13); sin embargo, enfatizó que «el cuerpo es … para el Señor» (1 Co. 6:13; cf. Ro. 12:1; 1 Ts. 5:23); y esperaba la transformación del cuerpo en la resurrección (1 Co. 15:23–54).

En Heb. 10, se afirma que Cristo cumplió con la voluntad de Dios en su cuerpo encarnado, y que, por la entrega de su cuerpo a favor de los hombres, los creyentes son limpiados en su corazón, consciencia y cuerpo.

Brunner señala que no hay una teología especial sobre el cuerpo en la doctrina cristiana. Resume su enseñanza de esta forma: «cuerpo y mente pertenecen por igual a la naturaleza del hombre, ninguno de los dos debe ser restado del otro, el espíritu es «de arriba» y el cuerpo «de abajo» y, lo que es más importante, ambos están destinados el uno para el otro, y en una forma definida adaptados uno para el otro … El cuerpo tanto como la mente son creación de Dios, aunque al mismo tiempo el cuerpo es aquello que tiene como finalidad distinguir el ser de la criatura, del Ser del Creador, por toda la eternidad» (Emil Brunner, Man in Revolt, A Christian Anthropology, Lutterworth Press, London, 1939, pp. 373–375).

III. La iglesia como el cuerpo de Cristo. El uso teológico más prominente que el NT hace del término sōma es en relación a la doctrina de la iglesia. La iglesia es llamada «El cuerpo de Cristo» (Ro. 12:5; 1 Co. 10:16, 17; 12:12–27; Ef. 1:23; 2:16; 4:4, 12, 16; 5:23, 30; Col. 1:18, 24; 2:19; 3:15). Algunos interpretan la frase «cuerpo de Cristo» en forma literal. Según este punto de vista, la iglesia es «la extensión de la encarnación», «la más extensa encarnación de Cristo». Este es el concepto más popular entre los escritores católicos. Para ellos el término «cuerpo de Cristo» es más que una metáfora. Así como una vez Cristo se manifestó a sí mismo a través de un cuerpo humano (esto es, en su vida encarnada), ahora él se manifiesta a través de su cuerpo que es la iglesia, y en forma especial en los sacramentos. La gran mayoría de los escritores evangélicos tienden a interpretar la frase en una forma menos estricta, esto es, en términos de confraternidad. Así como el cuerpo es uno, pero tiene muchos miembros, y vive por la coordinación de todos sus miembros, así también los creyentes, como miembros de Cristo, también son miembros los unos de los otros. En este sentido la iglesia es el cuerpo de Cristo analógicamente, pero no como una ecuación estricta. Cristo es dado a conocer al mundo por las vidas y el servicio de su pueblo; bajo su liderazgo, y por el poder del Espíritu que mora en ellos, los fieles hacen su obra y así lo manifiestan al mundo (véase Jn. 17, en especial los vv. 18ss.).

A través de la imagen del término «cuerpo», la dependencia que la iglesia tiene de Cristo su Cabeza y el concepto de un crecimiento simétrico son fácilmente comunicados.

  1. El uso que Pablo hace de soma. La palabra sōma tiene un lugar céntrico en la teología de Pablo. Robinson declara que es la clave de la doctrina paulina, entretejiendo todos sus grandes temas. Somos librados del cuerpo del pecado, salvados por el cuerpo de Cristo en la cruz, incorporados a su cuerpo que es la iglesia, sustentados por su cuerpo en la eucaristía; su nueva vida se manifiesta en nuestro cuerpo; estamos destinados a tener un cuerpo resucitado. De manera que, en este término sōma están representados las doctrinas del hombre, el pecado, la encarnación y la expiación, la iglesia, los sacramentos, la santificación y la escatología (J.A.T. Robinson, The Body: A Study of Pauline Theology, S.C.M. Press, Londres, 1952, p. 9).

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Fuente: Diccionario de Teología

Las palabras heb. principales traducidas “cuerpo” son gewiyyâ, que se usa en primer lugar para “cadáver”, aunque también para el cuerpo humano vivo (Gn. 47.18), y bāśār, que significa *“carne”. A diferencia de la filosofía griega y de buena parte del pensamiento moderno, en heb. no se pone el acento en el cuerpo aparte del alma o espíritu. J. A. T. Robinson (The Body, 1952) sostiene que los hebreos no distinguían rígidamente entre (i) forma y materia, (ii) el todo y sus partes, (iii) cuerpo y alma, o (iv) el cuerpo a diferencia del otro ser u objeto. “El cuerpo de carne no era lo que separaba al hombre de su prójimo, sino más bien lo que lo ligaba al paquete total de la vida, juntamente con todos los hombres y la naturaleza. “En secciones arameas de Daniel, con frecuencia consideradas tardías e influidas por el pensamiento griego, puede haber una mayor diferenciación entre cuerpo y espíritu (7.15), donde la palabra (niḏneh) traducida “por dentro” (°nbe; °vrv2 “en medio de mi cuerpo”) probablemente sea un préstamo, del persa, con el significado de “vaina”.

El vocablo heb. equivalente a carne (bāśār) está muy cerca de hacer una diferenciación con el espíritu (Is. 31.3), y puede haber influido en Pablo en su uso teológico del término. El uso del término para *“corazón” en heb. podría tal vez decirse que se aproxima a lo que nosotros entenderíamos por espíritu (Sal. 84.2), pero resulta significativo que al mismo tiempo es un órgano físico. Es de destacar que buena parte de la psicología moderna ha llegado a comprender la unidad esencial de toda la persona.

Por otra parte, en el pensamiento heb. no había conceptos fisiológicamente unificadores claramente definidos, tales como el sistema nervioso o el circulatorio, y los diversos órganos aparecen a veces como si pudiesen funcionar independientemente unos de otros (Mt. 5.29, 30) (* ojo; * Mano; * Labio; etc.), aun cuando en ciertos pasajes se trata evidentemente de una sinécdoque, p. ej. Dt. 28.4, beṭen = “vientre” (así °vrv2), traducido “cuerpo” en rsv. Así también Lm. 4.7, ˓eṣem = ‘hueso’, °vrv2 “cuerpo”.

En el uso neotestamentario de sōma, ‘cuerpo’, se conserva el concepto hebreo y se evita el pensamiento de la filosofía griega, que tiende a castigar al cuerpo como algo malo, como la prisión del alma (o razón), a la que se considera buena. Pablo, empero, usa “cuerpo del pecado” como expresión teológica paralela a “carne” para indicar el lugar de operación del pecado. Hay, no obstante, una clara distinción en el NT entre cuerpo y alma o espíritu (Mt. 10.28; 1 Ts. 5.23; Stg. 2.26).

Pero es dable dudar de que la Biblia ofrezca una perspectiva del hombre con existencia independiente del cuerpo, ni siquiera en la vida futura después de la muerte. La creencia claramente enunciada de una resurrección del cuerpo que encontramos en el NT (1 Co. 15.42–52; 1 Ts. 4.13–18), ya anunciada en el AT (Dn. 12.2), milita en contra de toda idea de que el hombre perdure aparte de alguna manifestación o forma de expresión corporal, aun cuando esto no significa que los mismos átomos materiales se hayan de reagrupar (1 Co. 15.44). Quizás la mejor explicación de un pasaje que a primera vista parecería sugerir la separación del cuerpo (2 Co. 3.1–8) sea la de J. A. T. Robinson (In the End God, 1950) como referencia no a la muerte, sino a la parusía, y por tanto no a la distinción entre alma o espíritu y cuerpo, sino entre el futuro cuerpo de resurrección y el actual cuerpo mortal. No obstante, es por lo menos argumentable que Lc. 23.43; Fil. 1.23; He. 12.23; Ap. 6.9–11, cf. 20.4–6 enseñan que los creyentes que han partido disfrutan de un gozo consciente con Cristo, hasta la resurrección.

La forma del cuerpo de resurrección – el “cuerpo espiritual” de 1 Co. 15 – sólo puede entreverse por lo que sabemos acerca del cuerpo resucitado de Cristo mismo, que no dejó ningún cadáver en el sepulcro, y que, al parecer, atravesó los lienzos en que estaba envuelto (Lc. 24.12, 31). Su ascensión corporal no supone necesariamente el traslado hacia algún sitio determinado conocido como el cielo, sino que sugiere el ingreso de su cuerpo en una vida más amplia que trasciende las limitaciones de tiempo y espacio que nos constriñen a nosotros.

La metáfora de la iglesia como el *cuerpo de Cristo (1 Co. 12.12ss, etc.) se basa en la idea del cuerpo como la forma esencial y el medio de expresión de la persona.

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B.O.B.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico