FE

v. Confianza, Creer, Fidelidad, Obediencia, Seguridad
Hab 2:4 he aquí .. mas el justo por su f vivirá
Mat 6:30; Luk 12:28 ¿no hará mucho más .. hombres de poca f?
Mat 8:10; Luk 7:9 ni aun en Israel he hallado .. f
Mat 8:26 ¿por qué teméis, hombres de poca f?
Mat 9:2; Mar 2:5; Luk 5:20 al ver Jesús la f de ellos
Mat 9:22; Mar 5:34; Luk 8:48 tu f te ha salvado
Mat 14:31 ¡hombre de poca f! ¿Por qué dudaste?
Mat 15:28 oh mujer, grande es tu f; hágase contigo
Mat 17:20 si tuviereis f como un grano de mostaza
Mat 21:21 os digo, que si tuviereis f, y no dudareis
Mar 4:40 así amedrentados? ¿Cómo no tenéis f?
Mar 10:52; Luk 18:42 dijo: Vete, tu f te ha salvado
Mar 11:22 Jesús, les dijo: Tened f en Dios
Luk 7:50 la mujer: Tu f te ha salvado, vé en paz
Luk 8:25 y les dijo: ¿Dónde está vuestra f?
Luk 17:5 dijeron los .. al Señor: Auméntanos la f
Luk 18:8 cuando venga .. ¿hallará f en la tierra?
Luk 22:32 yo he rogado por ti, que tu f no falte
Act 3:16 por la f en su nombre, a éste, que .. veis
Act 6:5 Esteban, varón lleno de f y del Espíritu
Act 11:24 porque era varón bueno, y lleno .. de f
Act 14:9 Pablo .. viendo que tenía f para ser sanado
Act 14:22 exhortándoles .. permaneciesen en la f
Act 16:5 que las iglesias eran confirmadas en la f
Act 17:31 dando f a todos con haberle levantado
Act 24:24 viniendo Félix .. le oyó acerca de la f
Rom 1:5 la obediencia a la f en todas las naciones
Rom 1:8 vuestra f se divulga por todo el mundo
Rom 1:17 justicia de Dios se revela por f y para f
Rom 1:17; Gal 3:11; Heb 10:38 mas el justo por la f vivirá
Rom 3:22 la justicia de Dios por medio de la f en
Rom 3:25 como propiciación por medio de la f en
Rom 3:26 que justifica al que es de la f de Jesús
Rom 3:27 de las obras? No, sino por la ley de la f
Rom 3:28 hombre es justificado por f sin las obras
Rom 4:5 no obra .. su f le es contada por justicia
Rom 4:14 vana resulta la f, y anulada la promesa
Rom 4:16 por f, para que sea por gracia, a fin de
Rom 4:16 para la que es de la f de Abraham, el
Rom 4:19 y no se debilitó en la f al considerar
Rom 5:1 justificados, pues, por la f, tenemos paz
Rom 5:2 tenemos entrada por la f a esta gracia
Rom 9:30 justicia, es decir, la justicia que es por f
Rom 9:32 porque iban tras ella no por f, sino como
Rom 10:6 pero la justicia que es por la f dice así
Rom 10:8 esta es la palabra de f que predicamos
Rom 10:17 así que la f es por el oir, y el oir por
Rom 12:3 conforme a la medida de f que Dios da
Rom 14:22 ¿tienes tú f? Tenla para contigo mismo
Rom 14:23 todo lo que no proviene de f, es pecado
1Co 2:5 para que vuestra f no esté fundada en la
1Co 12:9 a otro, f por el mismo Espíritu; y a otro
1Co 13:2 y si tuviese toda la f, de tal manera que
1Co 13:13 permanecen la f, la esperanza y el amor
1Co 15:14 si Cristo no .. vana es también vuestra f
1Co 16:13 velad, estad firmes en la f; portaos
2Co 1:24 no que nos enseñoreemos de vuestra f
2Co 4:13 pero teniendo el mismo espíritu de f
2Co 5:7 porque por f andamos, no por vista
2Co 10:15 conforme crezca vuestra f seremos muy
2Co 13:5 examinaos a vosotros .. si estáis en la f
Gal 2:16 no es justificado por .. sino por la f de
Gal 3:2 por las obras de la ley, o por el oir con f?
Gal 3:14 que por la f recibiésemos la promesa
Gal 3:26 pues todos sois hijos de Dios por la f en
Gal 5:6 vale .. sino la f que obra por el amor
Gal 6:10 y mayormente a los de la familia de la f
Eph 1:15 habiendo oído de vuestra f en el Señor
Eph 2:8 por gracia sois salvos por medio de la f
Eph 3:12 con confianza por medio de la f en él
Eph 3:17 que habite Cristo por la f en vuestros
Eph 4:5 un Señor, una f, un bautismo
Eph 4:13 que todos lleguemos a la unidad de la f
Eph 6:16 el escudo de la f, con que podáis apagar
Phi 1:27 combatiendo .. por la f del evangelio
Phi 3:9 sino .. la justicia que es de Dios por la f
Col 1:4 habiendo oído de vuestra f en Cristo
Col 1:23 en verdad permanecéis .. firmes en la f
Col 2:5 mirando .. firmeza de vuestra f en Cristo
1Th 1:3 acordándonos .. de la obra de vuestra f
1Th 1:8 lugar vuestra f en Dios se ha extendido
1Th 5:8 vestido con la coraza de f y de amor, y
2Th 1:3 por cuanto vuestra f va creciendo, y el
2Th 1:11 y cumpla .. toda obra de f con su poder
2Th 3:2 librados de .. porque no es de todos la f
1Ti 1:2 Timoteo, verdadero hijo en la f: Gracia
1Ti 1:5 amor nacido de .. buena conciencia y de f
1Ti 1:19 manteniendo la f y buena conciencia
1Ti 2:15 pero se salvará .. si permaneciere en f
1Ti 3:9 que guarden el misterio de la f con limpia
1Ti 3:13 ganan .. mucha confianza en la f que es
1Ti 4:1 dice .. que .. algunos apostatarán de la f
1Ti 4:12 sé ejemplo de .. en palabra .. f y pureza
1Ti 5:8 si alguno no provee para .. ha negado la f
1Ti 6:10 el cual codiciando .. extraviaron de la f
1Ti 6:12 pelea la buena batalla de la f, echa mano
1Ti 6:21 la cual profesando .. desviaron de la f
2Ti 1:5 trayendo a la memoria la f no fingida
2Ti 2:18 desviaron .. y trastornan la f de algunos
2Ti 3:8 corruptos de .. réprobos en cuanto a la f
2Ti 3:15 hacer sabio para la salvación por la f
2Ti 4:7 he acabado la carrera, he guardado la f
Tit 1:1 conforme a la f de los escogidos de Dios
Tit 1:4 a Tito, verdadero hijo en la común f
Tit 1:13 repréndelos .. que sean sanos en la f
Tit 2:2 sean sobrios .. sanos en la f, en el amor
Phm 1:5 oigo del amor y de la f que tienes hacia
Heb 4:2 por no ir acompañada de f en los que la
Heb 6:1 dejando .. rudimentos .. de la f en Dios
Heb 6:12 de aquellos que por la f .. heredan las
Heb 10:22 en plena certidumbre de f, purificados
Heb 10:39 que tienen f para preservación del alma
Heb 11:1 es, pues, la f la certeza de lo que se
Heb 11:6 pero sin f es imposible agradar a Dios
Heb 11:13 conforme a la f murieron todos éstos
Heb 11:33 que por f conquistaron reinos, hicieron
Heb 11:39 alcanzaron buen testimonio mediante la f
Heb 12:2 en Jesús, el autor y consumador de la f
Heb 13:7 resultado de su conducta, e imitad su f
Jam 1:6 pida con f, no dudando nada; porque
Jam 2:1 vuestra f en nuestro gloriosos Señor sea
Jam 2:5 para que sean ricos en f y herederos del
Jam 2:14 alguno dice que tiene f, y no tiene obras
Jam 2:18 tu f sin tus obras .. mi f por mis obras
Jam 2:20 saber .. la f sin las obras es muerta?
Jam 2:22 la f actuó .. con sus obras, y que la f
1Pe 1:5 que sois guardados por .. mediante la f
1Pe 1:7 para que sometida a prueba vuestra f
1Pe 1:9 obteniendo el fin de vuestra f, que es la
1Pe 5:9 al cual resistid firmes en la f, sabiendo
2Pe 1:1 una f igualmente preciosa que la nuestra
2Pe 1:5 por esto mismo, añadid a vuestra f virtud
1Jo 5:4 la victoria que ha vencido .. nuestra f
Jud 1:3 contendáis ardientemente por la f que ha
Jud 1:20 edificándoos sobre vuestra santísima f
Rev 2:19 conozco tus obras, y amor y f, y servicio
Rev 13:10 está la paciencia y la f de los santos
Rev 14:12 los que guardan los .. y la f de Jesús


Fe (heb. ‘emeth,’emûn y ‘emûnâh; gr. pí­stis). 1. Confianza del corazón y de la mente en Dios y sus caminos que nos conduce a actuar en armoní­a con su soberana voluntad (2Co 5:7; Heb 11:8). Esta fe no se basa en una aceptación ciega e irracional, sino en una suprema confianza en la capacidad y la integridad de Dios (Deu 7:9; 1Ki 8:56; 1Co 1:9; Heb 10:23; 2 Tit 1:12; etc.). Tal fe es un prerrequisito para acercarse a Dios (Heb 11:6) y por su medio una persona es justificada en Cristo (Rom 3:28; 5:1; Gá. 2:16; 3:8,25; etc.); la justicia de Cristo llega a ser nuestra por fe en él (Phi 3:9). La fe del creyente en Dios habilita al Señor a hacer cosas milagrosas en su favor y por medio de él (Mat 9:21, 22; Jam 5:14, 15; etc.). La verdadera fe no puede ser pasiva, sino que se manifiesta en obras de justicia (Gá. 5:6; Jam 2:17, 18, 20, 21, 26; etc.). Pablo enfáticamente niega que la fe abolió la ley (Rom 3:31) o nuestras obligaciones para con ella (6:1); más bien, nos ha puesto en la situación de que, por medio de Cristo, la justicia de la ley pueda ser cumplida en nosotros (8:1-4). 2. Lo que se cree; el sistema de doctrinas cristianas. Por causa del poder y de la convicción que acompañaron la predicación del evangelio por los apóstoles, “muchos de los sacerdotes obedecí­an a la fe” (Act 6:7). El mago Elimas procuró prejuiciar a Sergio Paulo, el procónsul de Chipre, contra “la fe” (13:6-8). Pablo exhortó a sus conversos a que “permaneciesen en la fe” (14:22). Véase también Phi 1:27; Jam 2:1; Jud_3 3. Fidelidad, lealtad. Este es el significado especí­fico del heb. ‘emûnâh, traducido como “fe” en Hab 2:4 Cuando Pablo cita este versí­culo (Rom 1:7) puede estar dando a la fe el significado más abarcante del NT. Sin embargo, en Rom 3:3, Tit. 2:10 y Gá. 5:22, pí­stis tiene el significado de “fidelidad” (y sin duda también en otros textos, en mayor o menor grado).

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

latí­n fides. Aceptación de alguna verdad. Seguridad derivada del apoyo en alguien. Virtud teologal que consiste en la adhesión firme a Jesucristo y a su Evangelio. Es un don gratuito de Dios, Ef 2, 8; para justificarnos y para salvarnos, Rm 1, 16-17. Sin la fe es imposible agradar a Dios, Hb 11, 6.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

(heb., †™emun; gr., pistis). Fe tiene un sentido doble en la Biblia:
( 1 ) Confianza, dependencia (Rom 3:3) y
( 2 ) fidelidad, honradez.

En el AT el verbo creer ocurre sólo 30 veces pero esta infrecuencia comparativa no es un apto reflejo de la importancia del lugar que ocupaba la fe en el esquema del AT. El NT toma todos sus ejemplos de la fe de la vida de creyentes del AT (p. ej., Rom 4:18 ss.; Hebreos 11; Jam 2:14 ss.) y Pablo apoya su doctrina de la fe en la palabra de Hab 2:4.

Cuando se usa con una aplicación religiosa en el AT a veces la fe aparece en una palabra especí­fica, o una obra de Dios (Lam 4:12; Hab 1:5), o en el hecho de la revelación de Dios (Exo 4:5; Job 9:16), o en las palabras o los mandamientos de Dios en general (Psa 119:66), o en Dios mismo (Gen 15:6). Hay fe en la palabra de los profetas de Dios porque hablan por él y él es completamente digno de confianza (Exo 19:9; 2Ch 20:20). Los escritores del NT, especialmente Pablo y el autor de los Hebreos, muestran que la fe manifestada por los santos del AT no era distinta en tipo que la que se esperaba de los cristianos.

Los términos fe y creer ocurren casi 500 veces en el NT. Una razón principal por ello es que el NT asevera que el Mesí­as prometido finalmente habí­a llegado y para confusión de muchos la forma del cumplimiento no correspondí­a obviamente con la promesa mesiánica. Hací­a falta un verdadero acto de fe para creer que Jesús de Nazaret era el Mesí­as prometido. No pasó mucho tiempo antes de que creer significara convertirse en cristiano. En el NT por lo tanto, la fe se convierte en el acto y la experiencia suprema del ser humano.

Es en las epí­stolas de Pablo que se expresa el significado de la fe con más claridad y más detalle. La fe es la confianza en la persona de Jesús, la verdad de su enseñanza y la obra redentora que cumplió en el Calvario. No ha de confundirse la fe con una mera aceptación intelectual de las enseñanzas doctrinales del cristianismo, aunque obviamente es necesaria. Incluye una dedicación radical y total a Cristo como el Señor de la vida.

La incredulidad, o falta de fe en el evangelio cristiano, aparece por todo el NT como el mal supremo. No dar una respuesta decisiva a la oferta de Dios en Cristo significa que la persona permanece en el pecado y está perdida eternamente. Sólo la fe puede salvarla.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

(creencia, confianza).

En la Biblia figura en los dos sentidos.

– Pasiva: Creer lo que Dios nos ha revelado, porque El es la verdad.

– Activa: Fidelidad a una promesa, o a una persona.

– En el A.T, la palabra “fe” figura 3 veces: (Hab 2:4, Num 35:30, Isa 57:11), la palabra “creer”, 43 veces.

– En el N.T. fe y creer se repitan 450 veces: (en el Evangelio de Juan, 98 veces).

Fe en Cristo y fe en Dios equivalen a lo mismo en Juan: Quien tiene fe en Cristo o en Dios, tiene la “vida eterna”; no “tendrá”, sino que “tiene”, Jua 3:36, Jua 5:24. y el que no tiene “fe”, la cólera de Dios está con él, ¡así­ es que es muy importante esto de la fe!.

(Jua 3:36).

La fe es un don de Dios, de Cristo, que es el autor y consumador de la fe, Rom 12:3, Heb 12:2.

Cada persona del mundo tiene la “medida de la fe” que necesita para ir al Cielo: (Rom 12:3), pero cada persona es libre para aceptarla o rechazarla: (Jua 3:18, Jua 3:36, Jua 5:24).

El que no cree, el que se llama “ateo” es un necio inexcusable, Rom 1:1833, sobre el que vendrán consecuencias terribles, en esta vida, y eternamente, en la otra.

(Rom 1:18-36, Jua 3:18Jua 3:36). Ver “Ateismo”.

Los “héroes de la fe” de Heb.11, ninguno conoció a Jesús, porque todos nacieron antes que El. Así­ es que Dios da toda la fe que necesita el chinito o africano que nunca oyeron hablar de Jesús o de la Biblia.

La fe en Jesucristo es lo más grandiosamente maravilloso que le puede ocurrir a una persona, capaz de mover las montanas del odio y del rencor, de sembrar en nuestras vidas el gozo, amor y paz que solo Dios puede dar, y de llenarnos de la humildad, poder, libertad y seguridad de Cristo: (Mat 17:2, Mat 21:21-22, Mc.11.22-24).

Esta fe es algo muy sencillo, es lo mismo que hací­an el ciego Bartimeo, y los leprosos y paralí­ticos del Evangelio: Creer que Jesús es Dios, y que lo puede todo, y confiar en El. Hoy dí­a, para ti y para mí­, es creer que Jesucristo es Dios, que derramó su Sangre en la Cruz, para redimirnos, para pagar por todos nuestros pecados, y que resucitó, y está ahora mismo a nuestro lado. Si lo crees, adóralo ahora mismo, o, al menos; ¡salúdalo!, y pí­dele lo que quieras, porque es Dios que te ama, y lo puede todo.

Y si crees en Jesús, crees en todo lo que El dijo, en que tienes que comer su Carne y su Sangre, porque si no, no vas a tener vida: (Jua 6:53), y vas a ponerte ahora mismo a vivir la vida gloriosa de los hijos de Dios en su única Iglesia, lo más entranable de su corazón; esa Iglesia donde hay una persona con los poderes de Mt.16.

19, y que es el “pastor” de los creyentes, como le mandó Jesús en Jua 21:15-17. esa Iglesia donde hay personas con el Poder de perdonar pecados, otorgado por Jesús en Jua 20:23, y donde hay “poder” para bautizar a ninos y de orar con eficacia por los difuntos, ¡hay poder en la única Iglesia de Cristo!: La Salvación es por la fe, y nada más que por la fe, sin los méritos de ninguna obra, es la “gracia”, totalmente gratis, que no cuesta nada, sólo aceptar lo que Dios “ya” te ha dado, seas quien seas: (Rom 3:28, Gal 2:16, Efe 2:8, Rev 22:17).

Si tienes “fe” vas a hacer obras, muchas y muy buenas. Si no haces muy buenas obras, es que tu fe, no es fe, es falsa, es una mentira, te estás enganando, no te vale para nada, dice Pablo en 1Co 13:2, y Santiago en 2:20, y Jesús en Mat 7:21-23, y más de 100 veces lo repite el N.T.

Para que lo entiendas: Tú eres hijo de tu padre, no porque hicieras ninguna obra buena, ni por ningún mérito, lo eres gratis, sin hacer nada. Y si tu padre es Rey, eres prí­ncipe; o si tiene una casita, la casita es tuya. pero, una vez que eres hijo, tienes que amar a tu padre, y hacer cosas buenas . y si no lo haces, eres un mal hijo que mereces castigo, no premio.

E1 “creyente hará las obras de Cristo: Así­ nos asegura Jesús en Jua 14:12-14 : el que cree en mí­, ése hará también las obras que yo hago, y las hará mayores que éstas, porque yo voy al Padre., y anade que con fe tan pequena como un grano de mostaza, “nada os serí­a imposible” en Mat 17:20, Mar 9:23. . y en la Gran Comisión de Mc.16.

17-18 dice: A los que creyeren les acompanarán estas senales: En mi nombre echarán los demonios, hablarán lenguas nuevas, tomarán en las manos las serpientes, y si bebieren la ponzona, no les danará; pondrán las manos sobre los enfermos, y estos se encontrarán bien”. ¡son 5 senales las que acompanarán a los que creen!. zHa expulsado usted los demonios de las drogas, sanado enfermos.¡: Efectos de la fe: Por la fe, Cristo vive en nuestro corazón, ¡tenemos un corazón nuevo!, y, por ello, somos templos del Espí­ritu Santo, y moradas de Dios Padre, e hijos de Dios, ¡no hijos de un millonario, sino hijos de Dios!, coherederos de la misma herencia que Jesús: (Jua 14:23, Gal 2:20, 1Co 3:16, Rom 8:17. y aquí­ podrí­amos poner, directa, o indirectamente, toda la Biblia como cita. Lea Eze 36:26).

La fe de la Virgen Maria: Luc 1:34, Luc 1:38, Luc 1:45, Luc 2:48, Luc 2:50, Luc 11:27-28, Jn.2,Luc 19:25-27.

Diccionario Bí­blico Cristiano
Dr. J. Dominguez

http://biblia.com/diccionario/

Fuente: Diccionario Bíblico Cristiano

Gracia mediante la cual Dios capacita al hombre para creer en él y confiar plenamente en sus promesas. La f. tiene su origen en Dios mismo, que la da (†œPorque por gracia sois salvos por medio de la f.; y esto no de vosotros, pues es don de Dios† [Efe 2:8]). El Señor Jesús es el †œautor y consumador de la fe† (Heb 12:2). Aunque la palabra †œcreer† es la que más se utiliza hablando de la f., no se puede limitar el significado de ésta a la acepción más simple de ese término, porque †œlos demonios creen y tiemblan† (Stg 2:19). Pablo reconoció que el rey Agripa creí­a a los profetas (Hch 26:27). El hombre es capaz de creer en la veracidad de algunos hechos históricos, o en un conjunto de dogmas, o de doctrinas, o en una ideologí­a, o en una religión. Esa capacidad del hombre para creer está incluida en lo que la Biblia llama †œtener f.†, pero es sólo una parte de algo mucho más extenso y profundo, siempre vinculado con el evangelio. En el sentido bí­blico ese acto intelectual va acompañado de otros que son volitivos y emotivos. Intelecto, voluntad y emociones se conjugan en el acto de f.

En el AT se utiliza la palabra f. sólo dos o tres veces (Num 35:30; Isa 57:11; Hab 2:4). Probablemente en el caso de Habacuc es donde el concepto está más cercano al del NT, pues el profeta dice que ante la amenaza de desastres que realizarí­an los caldeos, el justo tení­a que vivir por la f., creyendo en que Dios harí­a su obra de todos modos. Pero aunque el término no sea abundante, el concepto sí­ que lo es. Está presente en el uso de he†™emin, palabra hebrea para creer. La religión de los hebreos fue siempre una religión de †¢esperanza, comenzando desde Abraham, quien †œcreyó en esperanza contra esperanza…. por lo cual su f. le fue contada por justicia† (Rom 4:18, Rom 4:22). La exhortación de Josafat al pueblo: †œCreed en Jehová vuestro Dios, y estaréis seguros; creed a sus profetas, y seréis prosperados† (2Cr 20:20), bien que puede resumir la posición del AT. Repetidas veces se enfatiza la confianza en Dios como modelo de virtud y piedad. †œEstos confí­an en carros, y aquéllos en caballos; mas nosotros del nombre de Jehová nuestro Dios tendremos memoria† (Sal 20:7).†œEn su santo nombre hemos confiado† (Sal 33:21). Los héroes del AT, nos dice el autor de Hebreos, confiaban en Dios, creí­an a Dios, daban por ciertas cosas que no veí­an. Aunque todos ellos murieron †œsin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra† (Heb 11:1-40), el NT les reconoce que vivieron por f.

En el NT, sin embargo, el término f. es ampliamente utilizado. La palabra griega es pistis, que aparece doscientas treinta y nueve veces, veinticuatro de ellas en los evangelios sinópticos. El verbo †œcreer† (gr. pisteuo) se repite a través del todo el NT doscientas veintisiete veces. Es interesante notar que el Evangelio de Juan no usa la palabra f., pero, en cambio, emplea pisteuo (creer) ochenta y cinco veces (los sinópticos lo hacen sólo unas treinta y tres veces). Esto demuestra la importancia del tema en el nuevo pacto.
algunas ocasiones se habla de f. con el sentido simplemente de confiar. El Señor Jesús dijo de sus discí­pulos que eran †œhombres de poca f.† (Mat 8:26). Reconoció la f. en la mujer que tocó su manto buscando sanidad (Mat 9:22). Le dijo a la mujer cananea: †œOh mujer, grande es tu f.† (Mat 15:28). Reconvino a los fariseos por su falta de f. (Mat 23:23). Y alabó a un centurión diciendo: †œOs digo que ni aun en Israel he hallado tanta f.† (Luc 7:9). Por lo tanto, ese tipo de f. o confianza es algo posible en los hombres, que la tienen en mayor o menor grado.
en la mayorí­a de las ocasiones, cuando el NT habla de f., por lo general se está haciendo referencia a lo que se llama en lenguaje teológico corriente †œf. salvadora†, que va muchí­simo más lejos, puesto que encierra una confianza absoluta en Dios y su palabra, así­ como una entrega de todo el ser a ese Dios en quien se cree y se confí­a. Tan importante es la f., el creer, en el NT, que los servidores de Dios son llamados †œcreyentes†.
ese sentido, debe considerarse a la f. como el instrumento que Dios le provee al hombre para que pueda conocerle. Es, pues, una herramienta de conocimiento para el ser humano, adicional a la razón. Muchas cosas de Dios pueden conocerse por ví­a de la razón, †œporque las cosas invisibles de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles desde la creación del mundo, siendo entendidas por medio de las cosas hechas† (Rom 1:20). Pero la razón, como instrumento para el conocimiento de Dios, tiene sus lí­mites. Para ir más allá de ellos, entonces, es necesario que Dios provea de otro medio cognoscitivo. La fe es la provisión de Dios para que le conozcamos. Es comprensible, pues, que los hombres en su teorí­a del conocimiento digan que no pueden aceptar las cosas que los creyentes aceptan. No pueden hacerlo porque no disponen del mecanismo de la fe, que es un don de Dios (†œno es de todos la f.† [2Te 3:2]). Y al no tenerlo, no pueden reconocer siquiera su existencia como medio de conocimiento. Por eso sólo aceptan la razón. Sin embargo, †œno tienen excusa†, precisamente porque lo que sí­ pueden entender por medio de ésta debí­a serles más que suficiente para, por lo menos, glorificar a Dios y darle gracias, lo cual no hicieron, sino que †œse envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido† (Rom 1:21). ¿Cómo aceptarí­a la razón humana la expresión de Pablo de †œque habite Cristo por la f. en vuestros corazones† (Efe 3:17)? Lo que harí­a serí­a recordarnos la ley de la fí­sica en cuanto a que dos cuerpos no pueden ocupar un mismo lugar en el espacio. A lo más que llegarí­a serí­a a reconocer en esa expresión una significación poética, una figura literaria. Pero el creyente sabe que no es así­. La f. es el mecanismo que le permite conocer las realidades del mundo del espí­ritu, donde no gobiernan las leyes del tiempo y el espacio.
el que no tiene el don de la f. una gran cantidad de expresiones bí­blicas aparentan ser unos galimatí­as. Que somos †œsalvos por medio de la f.† (Efe 2:8), que fuimos †œsepultados en él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con él, mediante la f. en el poder de Dios† (Col 2:12), que tenemos †œacceso con confianza por medio de la f.† (Efe 3:12), etcétera. Estas aseveraciones son imposibles de aceptar para una mente que sólo utilice la razón. Pero los creyentes dicen: †œPor la fe entendemos…† (Heb 11:3).
el NT se utiliza también el término f. para señalar al evangelio y el conjunto de doctrinas que de él se derivan. Casi siempre se usa la expresión †œla f.† Así­, se habla de guardar la f. (2Ti 4:7); los creyentes son animados a combatir †œunánimes por la f. del evangelio† (Flp 1:27) y a contender †œardientemente por la f. que ha sido una vez dada a los santos† (Jud 1:3). Los que van a ser considerados lí­deres entre los cristianos deben ser examinados para ver que †œguarden el misterio de laf. con limpia conciencia† (1Ti 3:9). †œEn los postreros tiempos algunos apostatarán de la f., escuchando a espí­ritus engañadores† (1Ti 4:1).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

tip, DOCT DONE

vet, (gr.:” pistis”). Es una palabra relacionada con “creer”; desde luego, ambos conceptos no pueden estar separados. En el AT aparece dos veces la palabra “fe” en sentido propio (Dt. 32:20; Hab. 2:4). Las palabras en heb. son “emun”, “emunah”; pero “aman” se traduce frecuentemente como “creer”. La primera vez que este verbo aparece en el AT es cuando se usa de Abraham: “Y creyó a Jehová, y le fue contado por justicia” (Gn. 15:6). En esto se apoya Pablo en Ro. 4, donde la fe del creyente le es contada por justicia, sacándose la conclusión de que si alguno cree en Aquel que resucitó a Jesús el Señor de entre los muertos, le será contado por justicia. Esto puede recibir el nombre de “fe salvadora”. Es la confianza en Dios puesta en Su palabra; es creer en una persona, como Abraham creyó a Dios. “El que cree en el Hijo tiene vida eterna” (Jn. 3:36). No hay virtud ni mérito en la fe misma; lo que hace es ligar al alma con el Dios infinito. La fe es ciertamente don de Dios (Ef. 2:8). La salvación es sobre el principio de la fe, en contraste con las obras bajo la ley (Ro. 10:9). Pero la fe se manifiesta por las buenas obras. Si alguien dice que tiene fe, es cosa razonable decirle: “muéstrame tu fe” por tus obras (Stg. 2:14-26). Si, por otra parte, la fe no da evidencia de sí­ misma, es descrita como “muerta”, totalmente diferente de la fe verdadera y activa. Un mero asentimiento mental a lo que se afirma, como mero asunto factual, no es fe. Así­, la fe engloba la creencia, pero llega más lejos que ella, dándose de una manera vital a su objeto. El hombre natural puede creer un cúmulo de verdades. “Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan” (Stg. 2:19). Pero el creer personalmente, con una involucración personal, esto es, la fe, da gozo y paz. Hay también el poder y la acción de la fe en el camino del cristiano: “Por fe andamos, no por vista” (2 Co. 5:7). Vemos esta fe exhibida en las vidas de los santos del AT, cantada en He. 11. El Señor tení­a que reprender con frecuencia a sus discí­pulos por su carencia de fe en su andar diario. El creyente debiera tener fe en el Dios viviente con respecto a todos los detalles de su vida diaria. LA FE es en ocasiones mencionada en el sentido de “la verdad”, lo que ha sido registrado, y lo que los cristianos han creí­do, para la salvación del alma. Por esto los cristianos deberí­an contender eficazmente para no perderla. Se trata de un depósito fundamental. Son muchos los falsos profetas que han salido al mundo, y que se han introducido encubiertamente para predicar herejí­as destructoras, negando la persona y la obra de Jesucristo (1 P. 2:1; Jud. 3, 4). Con frecuencia, se ha presentado la “razón” como opuesta a la fe. Sin embargo, ésta es una postura falsa. La fe acepta una revelación venida de parte de Dios acerca de temas que el hombre no puede llegar a conocer por su propia cuenta. El hombre solamente puede investigar aquello que ha sido puesto debajo de su potestad. La razón es aquella facultad por la que el hombre puede, una vez tiene datos, clasificar estos datos y sacar unas determinadas consecuencias de ellos. No puede, por sí­ misma, conseguir datos, sino trabajar sobre ellos. Hay datos que el hombre puede conseguir mediante una investigación de su entorno. Pero no es “la razón” lo que puede decirle que ésta sea toda la realidad existente. La razón no puede nunca negar la posibilidad ni factualidad de una revelación procedente de Dios. No puede ni siquiera pretenderlo. Si en nombre de la razón se pretende negar la Revelación, se abandona por ello mismo la racionalidad, y se cae en el racionalismo, la totalmente injustificada atribución de un carácter absoluto a la razón, como juez y árbitro final. No es la razón, entonces, lo que empuja al hombre a negar la Revelación, sino la incredulidad, movida por la enemistad contra Dios (cp. Ro. 8:7). El caos de las religiones y filosofí­as de factura humana constituye la demostración de ello. Por la caí­da, el ser humano entero ha quedado hundido en las tinieblas. Así­ como su cuerpo está abocado a la tumba y su corazón es capaz de los peores sentimientos, su razón ha quedado falseada y su inteligencia entenebrecida. Decí­a Pablo de los paganos de su tiempo, griegos y romanos: “profesando ser sabios, se hicieron necios” (Ro. 1:22). El hombre moderno no ha adelantado nada, a pesar de todos los avances de la ciencia tocante al mundo sensible. No le son accesibles de manera natural las cosas que atañen a la fe, porque “para él son locura, y no las puede entender”; pero Dios está dispuesto a revelarlas por su Espí­ritu (1 Co. 2:9-16). Es entonces que se ilumina la inteligencia del hombre, hallando la solución a los más vitales problemas de la existencia, y que su razón regenerada halla su verdadero lugar al quedar iluminada y dirigida por la fe. El conflicto no está, pues, entre razón y fe, sino entre la razón obrando en un esquema mental de incredulidad y rebelión contra Dios y su revelación frente a la razón informada, iluminada y dirigida por la gozosa confianza en el Dios que ha hablado, revelándose a Sí­ mismo su justicia, amor, y propósitos en Cristo Jesús, en el tiempo y en la eternidad.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

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Virtud teologal, que configura nuestra inteligencia por don gratuito divino para que toda nuestra persona se adhiera a Dios y a su misterio. (Ver Virtudes 5.2. Ver Madre, Marí­a 3.1.)

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

Asentimiento vivencial

La fe es “un asentimiento a Dios que revela” (CEC 143), por la autoridad del mismo Dios que comunica su intimidad. Es una “obediencia” (ob-audire), es decir, una actitud de “escuchar” para admitir y seguir. Es la “obediencia de la fe” (Rom 1,5), a Dios que se revela en Jesucristo. “Creer es un acto del entendimiento, que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia” (Santo Tomás, II-II, q.2, a.9).

Este asentimiento se expresa con todo el ser y no sólo con la aceptación de unos conceptos. Compromete la inteligencia, la voluntad, los sentimiento y afectos, los deseos, las acciones de la vida personal, comunitaria y social. La fe está siempre en relación con la esperanza y caridad pensar como Cristo, para sentir y amar como él. La “ortodoxia” (recta fe) fundamenta la “ortopraxis” (recta práctica) y se expresa en ella.

Sólo Dios puede exigir este asentimiento; pero él mismo respeta la libertad humana. La fe cristiana no se apoya en un raciocinio. Sólo se llega a esta fe cuando se quiere recibir libre y generosamente como un don de Dios. Siendo una gracia, la fe requiere por parte del hombre su aceptación personal. Se acepta a Cristo libremente, como Palabra personal y definitiva de Dios en la historia. “El acto de fe es voluntario por su propia naturaleza” (CEC 160).

Don de Dios

La fe es un don de Dios, que hay que pedir. A nadie se puede imponer la fe. Jesús mismo llama a esta fe, respetando la decisión libre de cada uno “Nadie puede venir a mí­, si el Padre que me ha enviado no lo atrae” (Jn 6,44); “todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; y quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10,22). Perseverar en la fe es también un don gratuito de Dios, al que se corresponde con una vida coherente.

Se llega a la fe, cuando, por recibir el don de Dios, la persona se adentra en los acontecimientos históricos de Jesús y en su mensaje evangélico. Entonces, a la luz de su resurrección, el creyente se compromete a “abrirse” a los nuevos planes de Dios (“conversión”), para “bautizarse” y “configurarse” con Cristo, en un proceso permanente de fe, esperanza y caridad, pensando, valorando las cosas y amando como él (cfr. Hech 2,38).

Vivir, celebrar y anunciar la fe

Cada creyente trata de “comprender” la fe viviéndola, sabiendo que, siendo cierta, la fe es siempre “oscura”, más allá de toda inteligencia, puesto que se adentra en el misterio de Dios trascendente. Ello hace que la fe sea un acto verdaderamente personal y vital. “La fe trata de comprender” (San Anselmo). “Creo para comprender y comprendo para creer” (San Agustí­n). Quien cree en Cristo y se bautiza, entra a formar parte de la “Iglesia”, es decir, de la “comunidad convocada” y fundada por él, en la que sirven sus apóstoles y, de modo especial, Pedro y sus sucesores (cfr. Mt 16,18). Tradición, Escritura y Magisterio con el punto de referencia para una fe, que sea verdaderamente objetiva, coherente y patrimonio de todo el Pueblo de Dios.

En toda época histórica, la Iglesia renueva su fe. “Urge recuperar y presentar una vez más el verdadero rostro de la fe cristiana, que no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida… La fe es un decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida (cfr. Jn 14,6). Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como él vivió (cfr. Gal 2,20), o sea, en el mayor amor a Dios y a los hermanos” (VS 88). Marí­a es “la realización más pura de la fe” (CEC 149), “modelo de fe vivida” (TMA 43; cfr. Lc 1,45).

La vocación cristiana incluye profesar, celebrar, vivir y difundir la fe (cfr. LG 11,17; AG 36). Una obstáculo para esta vivencia comprometida y misionera es el divorcio entre fe y vida. “El divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época” (GS 43). “Todos los fieles tienen parte en la comprensión y en la transmisión de la verdad revelada” (CEC 91).

Cuando se quiere comunicar la fe, se anuncia a Cristo no sólo para que se conozca una persona y un mensaje, sino especialmente para llamar al asentimiento. “Obedecer en la fe, es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la verdad misma” (CEC 144). La vocación cristiana a la fe se identifica con la vocación misionera, porque “la fe se fortalece dándola” (RMi 2).

La llamada a la fe, con las caracterí­sticas de respeto a la libertad y al don de Dios, no es un proselitismo inoportuno, sino el cumplimiento de las exigencias de la revelación, teniendo en cuenta que “toda persona tiene el derecho a escuchar la “Buena Nueva” que se revela y se da en Cristo, para realizar en plenitud la propia vocación” (RMi 46). Al hacer esta llamada, respetando la libertad de cada persona y las etapas de la conversión, se tiene en cuenta que “la fe viene de la audición” (Rom 10,17), porque “es la Palabra oí­da la que invita a creer” (EN 42).

Referencias Bautismo, ciencia y fe, Credo, kerigma, Palabra de Dios, profesión de fe, revelación.

Lectura de documentos DV 5; LG 11-14,17; AG 7,13,36; SC 9,59; GS 11,21,43,57; UR 12; EN 42; RMi 2; CEC 91-93, 142-184, 1814-1816, 2087-2089; VS 19,88, 116

Bibliografí­a J. ALFARO, Revelación cristiana, fe y teologí­a (Salamanca, Sí­gueme, 1985); R. AUBERT, El acto de fe (Barcelona, Herder, 1965); A. BRIEN, El camino de la fe (Madrid, Marova, 1969); P.T. CAMELOT, Sí­mbolos de la fe, en Sacramentum Mundi (Barcelona, Herder, 1972s) 359-366; J. GUILLLET, La foi de Jésus-Christ (Paris 1980); W. KASPER, Introducción a la fe (Salamanca, Sí­gueme, 1976); H. De LUBAC, La fe cristiana (Madrid, FAX, 1970); B. MARCONCINI, Fe, en Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica (Madrid, Paulinas, 1990) 652-671; J. RATZINGER, Teorí­a de los principios teológicos (Barcelona, Herder, 1985); J.Mª ROVIRA BELLOSO, Revelación, fe y teologí­a, en Introducción a la teologí­a ( BAC, Madrid, 1996) cap. I; S. SABUGAL, Credo. La fe de la Iglesia (Zamora, Monte Casino, 1986).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

DJN
 
SUMARIO: . Qué es la fe. – 2. Objeto de la fe. – 3. Constituvos de la fe. – 4. Cauces de la fe. – 5. Poder de la fe. – 6. Modelos de fe – 7. Una catequesis sobre la fe. – 8. La incredulidad.

1. Qué es la fe
La fe está en el origen de la vida religiosa y es una de las lí­neas vertebradoras del evangelio. Comienza en el evangelio de Marcos y en los Sinópticos y encuentra su desarrollo y plenitud en el evangelio de Juan. El substantivo (pistis) aparece 24 veces en los Sinópticos y ninguna en Juan, pero el verbo (pisteuein) aparece treinta veces en los Sinópticos y 88 en Juan, al que se le puede llamar, con toda razón, el “evangelio de la fe”,, pues todo él tiene como finalidad última engendrar la fe en Jesús, Mesí­as e Hijo de Dios (Jn 2, 30). Para el autor de la carta a los hebreos, “la fe es la garantí­a de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven” (Heb 11,1). ¿Y qué es lo que se espera? La salvación: “Esperamos la salvación por la fe mediante la acción del Espí­ritu” (Gal 5,5). La fe es tan compleja que no se deja encerrar en una definición concisa que expresara suficientemente su naturaleza. Las lí­neas que siguen intentan una aproximación al misterio de la fe. Lo primero es decir que la fe es necesaria para la salvación (Jn 3,18. 36). Para entrar a formar parte del reino de Dios es imprescindible tener fe (Mc 1,15). En el orden sobrenatural, la fe es de primera necesidad, Pero, ¿cómo se cubre esta necesidad? ¿Cómo se obtiene la fe? La primera res-puesta (luego daremos otras) es que la fe es un puro don de Dios, un regalo que nos hizo y nos sigue haciendo por amor y a través de su Hijo: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca”.

La fe es “entrega” personal, el sometimiento total a Dios del entendimiento para creer, de la voluntad para practicar y del corazón para amar. Se trata, no solo de creer en algo sino de creer en Alguien, de creer a Dios y de creer en Dios. La cosa no está sólo en decir “te creo” sino en decir “creo en ti”. La fe únicamente del entendimiento es una fe informe; solo cuando existe la entrega de la voluntad tenemos la fe perfecta que va siempre unida a la esperanza y a la caridad, pues la fe es garantí­a de lo que se espera (Heb 11,1) y se expresa en obras de amor (Gal 5,6). La fe es “conversión”. Pero el hombre, por sí­ solo, no puede convertirse, hace falta el auxilio de Dios: “Conviérteme y me convertiré” (Jer 31,18); que Dios le “abra el corazón” (He 16,14), que le atraiga a sí­: “Nadie puede venir a mí­, si el Padre, que me envió, no le atrae” (Jn 6,44). Mas la conversión, que es obra de Dios, necesita la colaboración del hombre. Lo único que tiene que hacer el hombre es aceptar esa acción de , tener las disposiciones necesarias parad recibir el regalo divino de la fe (Rom 10,9-11). Si así­ no lo hace, se está autocondenando (Jn 3,18). Por tanto, podrí­amos decir que “creer es querer creer”. “El que no quiere creer no verá la vida” (Jn 3,36). Y el cree está salvado, está lleno de Dios, tiene saciados todos sus deseos: “El que cree en mí­ no tendrá sed jamás” (Jn 6,35). Fe y salvación son intercambiables, Dios las confiere al mismo tiempo. La fe conferida y aceptada es la salvación.

2. Objeto de la fe
El hombre tiene la obligación de creer: “Este es su mandamiento, que creamos en el nombre de su Jesucristo” (1 Jn 3,23). Esta fe en Jesucristo adquiere en el evangelio diversas formulaciones. He aquí­ algunas:

1) Jesucristo es la luz y ha venido para iluminar al mundo para que todo el que crea en él no ande en tinieblas (Jn 12,16); “creer en la luz para ser de la luz” (Jn 12, 36). Los que creen están en la luz, pero una luz que es también oscuridad, pues la claridad del misterio no acaba de verse. Se ha dicho que la fe es como “un rayo de tinieblas”, o como andar a tientas en la noche, pero con plena seguridad en los pasos.

2) Creer que Jesucristo es el “YO SOY”: “Os lo he dicho, antes de que suceda, para que cuando suceda, creáis que yo soy” (Jn 13,19; 8,24). Esto significa que hay que creer que Jesucristo es Dios, el “Yo soy”, pues se apropia el nombre propio de Dios: YAVE – YO SOY.

3) Creer que Jesucristo es “el Señor” (1 Cor 12,3), “el Santo de Dios” (Jn 6,19), el pan de la vida (6, 35), el enviado para salvar al mundo. Por eso el que cree en el enviado cree en el que le ha enviado (12,44).

4) Creer que el Padre está en el y el Hijo en el Padre, en la interpenetración de ambos que se realiza en la unidad substancial (14,10-11). Por tanto, creer en Dios es creer en Jesucristo (10,1).

5) La esencia de la fe, en su aspecto intelectual, es creer y confesar que Jesús de Nazaret es el Mesí­as; que ese Mesí­as es el Hijo de Dios, y que el Hijo de Dios se hizo hombre, fue ejecutado, muerto y resucitado por la salvación del mundo. Esta es la “plenitud de la revelación” (DV 2; Mt 11,27; Jn 1,14. 17; Mc 9,7). “Reconocer que Jesucristo llevó a cabo el designio salvador de Dios (Ef 1,7-10). Creer que la fe nos da la vida eterna (Jn 6,47).

6) Creer en el evangelio, es decir, hacer del evangelio la norma de la vida: “Arrepentí­os y creed en el evangelio” (Mc 1,15). En esta frase radica el quehacer primordial del cristiano. Aceptar el evangelio y practicar lo que Jesús nos dice en él, pues la fe sin obras es una fe muerta, una fe teórica que no sirve para nada, que no salva. Hace falta una fe operativa pues la fe no libera de las obras, pues, sin ellas, se convierte en algo abstracto y absolutamente estéril. Jesucristo las exigí­a: “Brille de tal modo vuestra luz delante de los hombres, que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre celestial” (Mt 5,16). San Pablo hizo la formulación perfecta: “Lo que importa es la fe y que esta fe se exprese en actos de amor” (Col 5,6). “Creer y amar” en esto consiste el evangelio de Jesús: “Este es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo y que nos amemos los unos a los otros, según el mandamiento que nos ha dado” (1 Jn 3,23).

3. Constitutivos de la fe
La fe no puede quedarse en el aspecto intelectual, en aceptar con la cabeza un conjunto de verdades reveladas. Eso es sólo el punto de partida. Tiene que desarrollarse en el área de la voluntad y del corazón. Desde esta perspectiva, tres son los elementos fundamentales: obediencia, confianza y fidelidad. Si no hay estas tres cosas, no hay fe.

1° . La obediencia supone la escucha. Obedecer (ob-audire) es escuchar sumisamente, para comprender y asumir lo que se nos dice. Para obtener la fe, lo primero es escuchar. ¿Escuchar a quién? A Jesucristo. Así­ nos lo mandó el Padre: “Este es mi hijo amado, escuchadle” (Mc 9,7). Escuchar también a los predicadores del evangelio, pues la fe proviene de lo que se oye y lo que se oye es el mensaje de Jesucristo (Rom 10,17). La escucha es auténtica, cuando produce la fe y la fe auténtica se demuestra en la obediencia. La “obediencia de la fe” no es otra cosa que creer en Cristo y adherirse a él, aceptar sin condiciones su evangelio, adquirir el compromiso de cumplir su mensaje, de llevar una vida nueva.

° La confianza. La obediencia culmina en el abandono en los brazos de Dios, en una entrega total a él, en fiarse de él de manera absoluta, en dejar en sus manos nuestra existencia humana y religiosa, en encomendarle confiadamente el destino de nuestra vida. Eso decí­a el salmista: “Confí­a toda tu vida al Señor y fí­ate de él, que él sabrá lo que hace” (Sal 37,5). Y eso es lo que nos pedí­a Jesucristo: fiarse de la Providencia que da de comer a las aves del cielo y viste de tanta hermosura los lirios del campo y hace mucho más por los hombres que son su propia imagen (Mt 6,30). De nadie, mejor que de Dios, podemos fiarnos. Eso lo vivió así­ San Pablo: “Sé de quién me fí­o” (2 Tim 1,12). Y así­ San Juan: “Nosotros hemos creí­do en el amor” (1 Jn 4,16), nos hemos fiado del Amor que es Dios. Mas para esto hay que tener un corazón humilde y una clara conciencia de la propia nada. El hombre tiene que relacionarse con Dios desde la confianza filial, sabedor de que habla con su Padre (Mc 1,24).

° Fidelidad. Dios es el que es (Ex 3,14), fiel a la palabra dada que siempre cumple (1Tes 5,24), es de fiar (2Tes 3,3), el que nunca falla, el que, a pesar de la veleidad del hombre, sigue siendo el mismo, amándole, perdonándole y protegiéndole. Su fidelidad es eterna (Sal 117,2), perdura por todas edades (Sal 119,90). Como correspondencia a esta fidelidad divina, el hombre debe guardar “lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fidelidad” (Mt 23,23). La fidelidad es consubstancial a la fe (Lc 16,10-12) y se hace merecedora del premio más grande (Mt 25,21). Al que es fiel hasta la muerte Dios le dará la corona de la vida (Ap 2,10). Las relaciones de Dios con el hombre están fundadas en la fidelidad mutua. Jesucristo es también la fidelidad misma. Su nombre “es el Fiel” (Ap 19,11). Lo es ante Dios (Heb 2,17) y ante los hombres: “Si nosotros no le somos fieles, él seguirá siendo fiel” (2 Tim 2,13). La fe, por tanto, se realiza en la obediencia y se vive y se mantiene en la confianza y en la fidelidad y se manifiesta en el amor operativo. La fe todo lo espera y, a la vez, todo lo deja en manos de Dios. La fe en Cristo es una fe aceptada, vivida, proclamada y comprometida. La fe es vida, y, por tanto, es dinámica y está en continuo crecimiento (Rom 1,17), cada vez más firme, más sólida y más perfecta en Jesucristo (Col 2,5), está en continuo progreso (2 Cor 10,15). La fe se vive, se contagia y comunicándose se agranda.

4. Cauces de la fe
La fuente de la fe es Dios, pero ¿cuáles son los cauces por los que ese don Ilega a los hombres? Dicho de otro modo: ¿cuáles son las causas segundas, de las que Dios se sirve para que el hombre se abra a la fe, para suscitar en él las disposiciones necesarias para aceptarla? ¿Cuáles son los factores capaces de engendrar la fe en los hombres?
1) Los . El autor del IV evangelio dice que Jesucristo hizo muchí­simos milagros; que él ha recogido sólo unos cuantos (siete) y que lo ha hecho para que cuantos los lean “crean que Jesús es el Mesí­as, el Hijo de Dios y para que creyendo tengan vida en su nombre” (Jn 20,31). Como si el milagro tuviera el poder de engendrar la fe. Los mismos judí­os así­ lo creí­an y, por eso, pedí­an a Jesús un milagro para que creyeran en él (Jn 6,30). De hecho, “Jesús en Caná de Galilea comenzó sus milagros-signos, (semeia), manifestó su gloria y sus discí­pulos creyeron en él” (Jn 2,11). No sólo sus discí­pulos, sino “muchos creyeron en él al ver los milagros que hací­a” (Jn 2,23). El evangelio constata que los milagros eran productores de fe. El pueblo, las masas, creí­a en él y decí­a: “¿Cuando venga el Mesí­as hará acaso más milagros que éste? El mismo Jesucristo apela al milagro como engendrador de fe: “Si no me creéis a mí­, creed a las obras” (Jn 10,38; 14,11). “Lázaro ha muerto y me alegro por vosotros de no haber estado allí­, para que creáis” (11,15). Pero el milagro no produce la fe de manera mágica. Para que así­ sea, hace falta una gracia especial de Dios. De hecho ante la resurrección de Lázaro, muchos creyeron en Jesús, pero otros no. Incluso, a partir de este milagro, los Sumos Sacerdotes y los fariseos (el sanedrí­n) decidieron acabar con Jesús: “Este hombre hace muchos milagros. Si lo dejamos creerán en él todos” (Jn 11,47-48). Tení­an razón sólo a medias, pues muchos, “aunque habí­a hecho delante de ellos tan grandes milagros, no creí­an en él” (Jn 12,37). En definitiva, no es el milagro el que produce la fe, sino la fe la que produce el milagro, como luego veremos.

) El testimonio. El primer testimonio es el del Bautista que vino “como testigo de la luz para que todos creyeran en él” (Jn 1,7). “Yo vi y doy testimonio de que éste es el Hijo de Dios” (Jn 1,34). De hecho, por su testimonio “muchos creyeron en él” (Jn 10,41). Los apóstoles tienen la misión de dar testimonio sobre Jesús (Jn 15,27). Vivieron desde el principio con Jesús y pueden garantizar la verdad de su resurrección, transmiten auténtica y fielmente la doctrina de Jesús, el cual, en su oración sacerdotal ruega para que el mundo crea a través de las palabras de los apóstoles (Jn 17, 22). El testimonio veraz conduce a que los destinatarios del testimonio “también crean” (Jn 19,36) es el del autor del IV evangelio: “El que lo ha visto da testimonio de ello, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice verdad para que vosotros creáis” (Jn 19,35). Aparte de los testimonios de los apóstoles hay otros del pueblo (Jn 12,17). Y por encima de todos ellos, dos son los testimonios más importantes: El del Espí­ritu Santo: “El Espí­ritu de la verdad, que procede del Padre, dará testimonio de mí­” (Jn 15,26); y el del mismo Padre: “Yo doy testimonio de mí­ mismo y lo da también el Padre que me ha enviado” (Jn 8,18).
) La Palabra. La Sagrada Escritura, Palabra de Dios, tiene su centro de gravitación en Jesucristo. Se ha llegado a decir que en toda ella sólo hay una gran verdad revelada, Jesucristo. Por eso, hay que hacer de ella una lectura cristiana. Cuando Jesucristo pide que crean en él, apela a la Sagrada Escritura, en la que encontrarán razones suficientes para ello: “Estudiáis cuidadosamente las Escrituras, ellas dan testimonio de mí­” (Jn 5,39). “Pero si no creéis en sus escritos, ¿cómo vais a creer en mis palabras?” (Jn 15,47). Los mismos apóstoles, sólo después de la resurrección, descubrieron el sentido cristológico de las Sagradas Escrituras (Jn 2,22). Jesucristo, que es la Palabra, tiene la misión de infundir la fe, revelando al Padre y revelándose a sí­ mismo, pues los dos son una misma cosa. Jesucristo es el revelador revelado. Su revelación es la fuente primordial de la fe.
5. Poder de la fe
El poder de la fe es infinito. La fe da la vida: “El que cree en mí­ tiene vida eterna” (Jn 6,47). Por la fe el hombre se hace hijo de Dios (Jn 1,9-14). La fe salva (Mc 5,34; Lc 8,48). La fe hace milagros. Para que se produjera el milagro, Jesucristo siempre exigí­a la fe (Mt 9,28; Mac 9,23; Lc 8,50). La fe del enfermo, que pide la curación a Jesucristo, establece entre ambos una empatí­a tal que hace emerger el poder y la energí­a que hay en el ser humano para actuar eficazmente y conseguir aquello que se pide. La fe del enfermo es potenciada milagrosamente por Jesucristo, de tal forma que el milagro se realiza. Si el enfermo tiene fe y confí­a en Jesús, Jesús actúa en él y a través de él. La fe del enfermo viene a ser el mismo poder de Jesús que entra en acción y le cura. Confiar en Jesús es hacer propia su fuerza sanadora. Cuando no hay, no es posible el milagro (Lc 6, 5). La fe, cuando es perfecta (obediente, confiada y fiel, y desecha toda duda, es omnipotente: “Si tuvierais fe y no dudarais, no sólo harí­ais lo de la higuera, sino que si decí­s a este monte: quí­tate de aquí­ y échate al mar, así­ lo hará. Todo lo que pidáis en oración con fe lo recibiréis” (Mt 21,21-22). La fe mueve montañas. Para ella nada hay imposible (Mt 17,20-21).

6. Modelos de fe
1) . No es posible hablar de fe y de modelos de fe, sin hacer referencia al Israel del A. T., al que podemos llamar “el pueblo de la fe”. La fe está en el inicio mismo de su nacimiento como pueblo independiente y libre. Tres dogmas fundamentales configuran su existencia:

– La Alianza del Sinaí­, mediante la cual Israel pasa a ser definitivamente propiedad de Yavé y Yavé, creador, jefe y Señor del universo, gobernador indiscutible de la historia humana, se compromete a ser su omnipotente protector.

– La elección de Sión como morada santa e inviolable de Yavé.

– La promesa de una dinastí­a daví­dica sin fin.

Estos dogmas alimentaban constantemente lá.fe inquebrantable de Israel que se sentí­a en posesión de todas las seguridades en su calidad del pueblo de Yavé, el Dios verdadero y único, frente a los demás pueblos de la tierra cuyos dioses protectores son la nada, meros í­dolos. Pero he aquí­ que uno de los dogmas de sus seguridades se vienen abajo. En el año 721 el imperio asirio acaba con el reino del norte (Israel) y en el 587 el imperio babilónico acaba con el reino del sur (Judá). Las murallas de Jerusalén son abatidas, el recinto santo de Sión es profanado y el templo saqueado y destruido. Y llega el destierro. La dinastí­a de David queda extinguida. Israel deja de ser un estado y se reconstruirá como iglesia, es decir, como una comunidad de creyentes unidos por la misma fe en Yavé. Si Israel no fue entonces borrado del mapa del mundo, se debió a su tenacidad en la fe. Algunos sucumbieron, pero la mayorí­a, el pueblo, se mantuvo firme en una fe purificada y refortalecida. Por eso, Israel puede ser considerado, con toda razón, como “el pueblo de la fe”. Pero no sólo corporativamente, sino individualmente. Ahí­ está el elogio de los grandes hombres de la fe cantada en la carta a los hebreos (Cap. II), entre los que descuella án, paradigma del creyente, que se fí­a de Dios de manera absoluta y pone en sus manos su propio destino: salida de su paí­s hacia la ignorada tierra de promisión; creer en ser padre de un pueblo numeroso siendo ya anciano y su mujer estéril; el sacrificio de su hijo Isaac. Superó todas estas pruebas gracias a la grandeza de su fe. Los evangelios hacen múltiples referencias a Abrahán, padre de la fe de los judí­os, de los cristianos y de los musulmanes.

) Jesucristo. Jesucristo es, sin duda, el gran modelo, el único, de la fe. Podemos definirle como “EL CREYENTE”, con artí­culo y con mayúsculas, el incomparable paradigma de la fe. Cree en su Padre, se fí­a de él, le escucha y le obedece (Jn 15,15), cumple sus mandamientos y permanece en su amor (Jn 15,15). Hace siempre lo que le agrada (Jn 8,29). Manifestó su obediencia absoluta al Padre aceptando la muerte, soportó la cruz asumiendo valientemente la ignominia (Heb 12,2) y poniéndose, al final, confiadamente en su manos (Lc 23, 46).

) Marí­a. A la Virgen también se la puede definir como “LA CREYENTE”. Creyó en lo que el ángel le anunciaba y dio el asentimiento más grande, el de una esclava (Lc 1,37-38). Por su fe es “la favorecida” (Lc 1,28) y “la bienaventurada” (1,45). Se fió de Dios, se dejó llevar por él hací­a el misterio. Recorrió el camino de la fe, sin comprender la razón del camino que iba haciendo cada dí­a a través de oscuridades y tinieblas. Y eso es la fe, caminar en la noche con la esperanza cierta de llegar a la región de la luz, donde ya no habrá fe, habrá visión.
) Los pobres. Los primeros a los que se dirigió Jesucristo fueron los pobres (Lc 4,18-19; Mt 5,2-10). Los pobres fueron también los primeros en creer en él, optaron por él y así­ le vemos siempre rodeado de mendigos, enfermos, desheredados, infelices. Ellos fueron sus amigos. En torno a Jesucristo se formó enseguida una comunidad de creyentes integrada por los pobres, por los pequeños (Mt 10,42), por los marginados, gente sencilla que no sabe nada de teologí­a, unida por la fe en él (Mt 18,6).
) Los discí­pulos. El itinerario de la fe de los discí­pulos fue lento. No podí­an aceptar la pasión de Jesús (Mt 16,20-28; 26,32). Fueron tardos para creer (Lc 24,25), a pesar de haber presenciado multitud de milagros. Eran “hombres de poca fe” (Mt 14,31). Tení­an “dudas” (Mt 14,31)y “miedo” (8,25-26), dos cosas incompatibles con la fe perfecta, la que tuvieron sólo después de la resurrección, una fe pascual.
) La cananea. El mayor elogio, que Jesucristo hace de la fe, se lo dedica a esta mujer pagana: “Oh mujer, qué grande es tu fe” (Mt 15,28). La mujer cree de manera absoluta que Jesús es su salvador. Y su corazón no podí­a engañarla, su fe no podí­a quedar frustrada. Jesús le concede lo que pide, pues una fe así­ se lo merece.

) La hemorroisa. Estaba segura de que con sólo tocar la orla de su manto, se curaba. Y así­ sucedió (Mt 9,21-22).
) La pecadora. No pronunció una sola palabra. No hace falta. Hablan las lágrimas de arrepentimiento, de fe y de amor a Jesús que le dice: “Tu fe te ha salvado” (Lc 7,50).

9) La . Se entregó a Jesús, se fió de él, como nadie. Fue la primera que anunció la resurrección de Jesús, la primera que dijo: “Yo he visto al Señor” (Jn 20,18).
) La samaritana. Cree que Jesús es el Mesí­as, y de pecadora, se hace evangelista. Los samaritanos creen en ella y van todos en masa a verle y creen también en él (Jn 4,25-26. 41-42).
) El funcionario real. Su fe es también ejemplarizante. Cree que Jesús puede curar a distancia y no se considera digno de que entre en su casa (la humildad es consubstancial a la fe). Creyó en la palabra sanadora de Jesús y con él creyeron todos los de la familia (Jn 4,50. 53).

7. Una catequesis sobre la fe
El capí­tulo 9 del evangelio de Juan, que narra la curación de un ciego de nacimiento, viene a ser una catequesis evangélica cargada de simbolismos, en la que se describe el camino progresivo hacia la fe y el regresivo hacia la incredulidad. La narración comienza con un ciego que termina viendo, y finaliza con unos hombres que se quedaron ciegos. La fe avanza así­. El ciego habla de un hombre que se llama Jesús (9,11), piensa que Jesús es un profeta (9,17); que Jesús es un hombre de Dios (9,33); que Jesús es Dios (9,38); se postra de rodillas y le adora. En contraposición, está la pérdida de la fe de los fariseos. Primero están dispuestos a aceptar el milagro (9,15-16); luego manifiestan sus dudas sobre el milagro, piensan que el joven no estaba ciego (9,18-19): y por fin niegan rotundamente el origen divino de Jesús (9,26-29). Jesús es la luz del mundo y ha venido a iluminar a los que viven en tinieblas, pero hay que dejarse iluminar por esa luz. Los fariseos cierran los ojos a la luz; ellos no necesitan nuevas luces; se creen instalados en la luz y, en realidad, lo están en las tinieblas, en el pecado, del que no quieren salir: “Como decí­s que veis, vuestro pecado permanece” (Jn 9,41). La fe requiere humildad y es incompatible con la soberbia. Por tres veces el ciego confiesa humildemente su ignorancia, él no sabe nada (9,12. 25. 36). Los fariseos hacen tres afirmaciones rotundas de su sabidurí­a, ellos lo saben todo (9,16. 24. 29). El relato viene a ser una maestra pieza literaria para los que se disponen a recibir con fe el sacramento del bautismo.

8. La incredulidad
La incredulidad (apistí­a, apeí­zeia) es un pecado de autosuficiencia. El incrédulo se apoya en sus propios valores, en lugar de apoyarse en Dios y fiarse de él, cree que Dios es incapaz de remediarle en sus necesidades, no cree en el proyecto salví­fico de Dios. La incredulidad o niega la existencia de Dios o prescinde de él. Por eso, está en el origen de todo pecado. Pecado de incredulidad fue el de los nazaretanos que rechazaron a Jesucristo (Mt 6,6); el de los fariseos que alaban con los labios a Dios, pero que su corazón está muy lejos de él (Mt 15. 7); el de los que se olvidaban de la enseñanza de los milagros (Mt 16,8-10); el de Pedro que se escandaliza de la pasión de Jesús (Mt 16,22-23); el de los discí­pulos que no creen en la resurrección (Mt 16,11-14). Los incrédulos son hijos del diablo (Jn 8,44-45), están ciegos, impermeables a la luz de la verdad que es Jesucristo, tienen contaminada su mente y su conciencia (Tit 1,15), serán excluidos del reino (Lc 12,46) y de la salvación (Heb 3,12) evocados a la condenación (Mc 16,16), ya están condenados (Jn 3,18), pues están en pecado (Jn 16,8-9; 8,24). La incredulidad es incompatible con la vida eterna (Jn 3,36). Por eso y, puesto que Dios quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4) y para eso murió Jesús en la cruz, el deber primordial de la Iglesia es ser misionera, predicar el mensaje de salvación para engendrar la fe: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que crea y sea bautizado se salvará, pero el que no crea se salvará” (Mc 16,15-16). > salvación; amor; luz; obras; obediencia; confianza; providencia; milagros; palabra de Dios; poder; incredulidad.

BIBL. — Diccionario de Teologí­a Bí­blica, Ed. Paulinas, Madrid,1990, 652-671; LEON DUFOUR, ., Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 1967, 286-293; de la Biblia, Garriga, Barcelona, 1963,111,482-493; Teológico Interdisciplinar, II, Sí­gueme, Salamanca,1982, 520-542; Salutis, Cristiandad, Madrid, 1974, 865-880; ALFARO, J., fe como entrega personal del hombre y como aceptación del mensaje cristiano, Concilium 21 (1967),56-59; BENOIT P., fe en los evangelios sinópticos, Concilium 21; BOISMARD, M. E., foi dans Saint Paul, Lumiere et Vie 22 (1955) 65-68; MOLLAT, E., foi dans le quatrieme Evangile, Lumiere ét Vie 22 (1955) 91-107.

Martí­n Nieto

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

Fiel, fidelidad

La Biblia es un libro de fe, en el sentido radical de la palabra. Ciertamente, cuenta las historias del pueblo de Dios y expone argumentos de tipo sapiencial. Pero, en su raí­z más honda, ella ofrece un testimonio de fe: una forma de vida que se funda en la fidelidad de Dios, que ofrece y mantiene su palabra, y en la fidelidad de los hombres que le responden.

(1) Antiguo Testamento. En la Biblia hebrea la fe se identifica en el fondo con la fidelidad (es decir, con la firmeza) y también con la verdad, entendida como emuna, en la lí­nea de la fiabilidad y de la misericordia. Básicamente, la fe pertenece a Dios, que es el fiel por excelencia, pues “guarda el pacto y la misericordia para con los que le aman y guardan sus mandamientos, hasta mil generaciones” (Dt 7,9). Entendida así­, la fe no es algo que viene en un segundo momento, sino la misma unión con Dios a quien se entiende no sólo como firme, sino también como misericordioso. En esa lí­nea, el testimonio básico de la fidelidad bí­blica lo ofrece la tradición reflejada en Ex 34,6, donde Dios se presenta como “compasivo y clemente, lento para la ira y grande en misericordia y verdad, es decir, en fidelidad” (cf. Jon 4,2). La fe del hombre es consecuencia de la fidelidad de Dios. No se trata de creer en cosas, sino de fiarse de Dios, de ponerse en sus manos. Entendida así­, la fe constituye la actitud básica del israelita. En un sentido, ella puede identificarse con el amor del que habla el shemá* (Dt 6,5: “amarás al Señor, tu Dios…”); en otro sentido, ella aparece como experiencia básica de confianza, en medio de la crisis constante de la vida. En esta lí­nea se sitúa la afirmación fundamental de Hab 2,4, cuando afirma que “el justo vivirá por la fe”. Justo es aquí­ el tzadik, el hombre que responde a la llamada de Dios; la vida del justo, así­ entendido, se identifica con la †˜emuna, la fidelidad de Dios. Frente a la justicia de los pueblos que identifican la verdad con su fuerza, emerge así­ la verdadera justicia israelita, que se expresa en forma de confianza en Dios. Así­ podemos decir, en resumen, que Dios es verdadero porque es fiel, porque mantiene su palabra y los hombres (en especial los israelitas) pueden fiarse de él.

(2) Nuevo Testamento. Fe de Jesús. Toda la vida y mensaje de Jesús aparece como una expresión y cumplimiento de esa fe. Así­ lo ha condensado Mc I, 14-15 cuando ofrece el mensaje de Dios (¡llega el Reino!) y pide a los hombres que respondan: ¡creed en el Evangelio!, es decir: acoged la buena noticia. La vida pública de Jesús, desde su bautismo hasta su muerte, es un ejercicio y despliegue de esta fe en Dios. Por eso hay que hablar, en primer lugar, de la fe de Jesús (cf. Ap 14,12), es decir, de la fe de Jesús en Dios. Pero Jesús no es sólo un hombre de fe, sino un portador de fe. Desde esa base se entiende su vida pública, el conjunto de los milagros, entendidos como un despliegue de fe. Una y otra vez, Jesús dice a los curados: tu fe te ha salvado (cf. Mc 10,52; Lc 7,50; 8,48; etc.). Esta no es una fe menor, sino la fe en sentido pleno: la confianza en el Dios salvador, que mueve montañas (cf. Mc II, 23).

(3) Fe y obras. Pablo ha desarrollado el sentido de la fe, entendiéndola como experiencia radical de confianza de aquellos que creen en el Dios que ha resucitado a Jesús de entre los muertos (Rom 4,24). De un modo ejemplar, Pablo ha contrapuesto las dos actitudes del hombre que, a su juicio, están ejemplificadas en un tipo de judaismo (o judeocristianismo) que interpreta la vida del hombre desde sus obras (desde lo que él hace) y en el verdadero cristianismo, que define la vida desde la fe. La oposición entre las obras de la Ley y la fe mesiánica (en el Dios de Cristo) constituye el centro del evangelio de Pablo (cf. Gal 3,1-10; Rom 3,2024). Esa oposición sigue estando en el centro de la controversia bí­blica entre católicos y protestantes: Lutero acusó a un tipo de católico-romanos de su tiempo de haber vuelto a fundar la religión en las obras, entendidas sobre todo en lí­nea moralista y ritual; el Concilio de Trento respondió que la misma fe se expresa en unas obras, que no han de entenderse como expresión del orgullo del hombre, sino como signo de su fidelidad a Dios. La controversia, en la que se oponí­a la visión de Pablo y un tipo de interpretación de Sant 2,1426, sigue estando en la base de la hermenéutica católica y protestante, aunque actualmente las oposiciones se han limado, de manera que se habla más de diferencia de matices que de contraposición de fondo.

(4) Fe, esperanza amor. Una de las formulaciones más influyentes sobre el sentido de la fe es la que Pablo ofrece en 1 Tes 1,3, cuando dice: “Nos acordamos sin cesar, delante del Dios y Padre nuestro, de la obra de vuestra fe, del trabajo de vuestro amor y de la perseverancia de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo”. De esa manera, como de pasada, Pablo ha descrito el sentido de las tres actitudes básicas de la vida cristiana, que la tradición posterior interpreta como “virtudes teologales”, es decir, como expresión del encuentro del hombre con Dios. Todo en la relación del hombre con Dios es “obra de fe” (ergon tés pí­steos), signo y presencia de la fe que actúa. Todo es despliegue o trabajo de un amor (hopos tés ágapes) que se manifiesta en la entrega de la vida, en manos de Dios, al servicio de los otros. Todo es finalmente paciencia o perseverancia de la esperanza (hypomoné tés elpidos), expresión de un camino abierto hacia el reino. Más que virtudes en sentido clásico (de vir, obra de varón), esos gestos constituyen la esencia de la vida creyente y son inseparables de la manera en que cada uno está implicado en el otro.

(5) Apocalipsis. De un modo especial ha destacado el tema de la fe el libro del Apocalipsis, que sitúa en el centro de la vida cristiana el conflicto entre dos fidelidades. La fidelidad a Roma (aceptar su esquema social de honor, clientela, comidas, comercio) aparece para el libro como prostitución. En contra de ella, la vida cristiana es fidelidad (pistis) a Dios y/o a Jesús, en gesto de resistencia contra Roma (cf. Ap 2,13.19; 13,10; 14,2). Frente al DragónDiablo que separa (mata), Cristo es fiel (pistos) y verdadero, alguien que une, vincula a los humanos: podemos fiarnos de su testimonio, en su fidelidad triunfamos y vivimos (1,5; 3,14), uniéndonos mutuamente en comunión. La lucha y triunfo del Cristo fiel constituye el tema central del Ap (19,11); a partir de ella se mantienen y viven para siempre los cristianos (2,10.13; 17,14); en ellas funda Juan su palabra y su libro (21,5; 22,6).

Cf. M. Buber, DOS modos de fe, Caparros, Madrid 1996; L. ílvarez Verdes, El imperativo cristiano en san Pablo, Verbo Divino, Estella 1980.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

El acto de fe es el acto fundamental del creyente, ese acto que nos convierte en creyentes y que rige toda nuestra existencia cristiana: un acto razonable en sus premisas, pero que no es sólo la conclusión de unas premisas, no es una simple deducción lógica. Nosotros podemos analizar las premisas, ver cómo se van acumulando, pero de repente salta el don del Espí­ritu, por el cual el hombre se abandona al Espí­ritu de Dios y lanza ese grito, esa palabra dicha con pasión: “¡Es el Señor!”. No es simplemente una palabra que brota, es toda la persona que se mueve: sale de sí­ misma y se funde en el abrazo del otro al que ha reconocido. Y el hombre que es capaz de salirse de sí­ mismo, que sabe tener tanta pasión y tanto entusiasmo, no lo hace por un fantasma, obra de su imaginación, sino por la persona de Dios que lo atrae con su dulzura y con su presencia: es el don de la fe, raí­z de toda oración, de toda catequesis, de todo apostolado, de toda pastoral, de todo testimonio. Cuando decimos que queremos ser testigos —testigos creí­bles— tenemos que pensar que la raí­z de todo esto es ese grito que nos sale del corazón: “¡Es el Señor!”.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

Forma de conocimiento personal mediante la cual, bajo el impulso de la gracia, se acoge la revelación de Dios en Jesucristo.

En cuanto relacionada con la revelación que se lleva a cabo en Jesús de Nazaret, la fe supone una complejidad de relaciones que no se dejan definir en un sentido único. Esto significa que la fe cristiana se concibe, primariamente, a la luz de la gracia. Nadie puede acoger la palabra de Jesús como Palabra de Dios si el Espí­ritu no actúa en él mostrando que esa Palabra es auténticamente Palabra del Padre. La dimensión de la gracia tiene una preminencia substancial para la comprensión de la fe, porque toca en el mismo momento una doble realidad: el contenido de lo que la fe acepta y el acto que realiza el sujeto en el momento de creer. Por consiguiente, se manifiesta como don de Dios que, revelándose, llama al conocimiento de sí­, y como acto plenamente personal mediante el cual puede cada uno realizarse a sí­ mismo en la verdad y libertad.

La fe, además, está siempre relacionada con un contenido y determinada por él. La revelación histórica de Jesucristo es el contenido formal de la fe; en efecto, aquí­ es donde la objetividad de la fe encuentra su punto culminante en cuanto que acepta que en la historicidad del lenguaje humano se encarna la verdad de Dios sobre Dios y sobre el hombre. La dimensión cognoscitiva de la fe parte del acontecimiento histórico del misterio pascual de Jesús de Nazaret. Efectivamente, la primera profesión de fe que formula la Iglesia se concentra en torno al acontecimiento de la pasión, muerte y resurrección del Señor (1 Cor 15,3-5) y hace de este anuncio la realidad misma de la fe hasta el punto de que, si él no existiera, serí­a vana e inútil la predicación apostólica (1 Cor 15,2.14). Esta dimensión de la fe supone que el acontecimiento en que se cree es verdadero, Por consiguiente, sólo a través de la certeza de la verdad del contenido de la fe se puede pensar que se realiza un acto de fe verdaderamente personal.

Esta última afirmación lleva consigo a la aceptación de una caracterí­stica ulterior de la fe cristiana: su valor salví­fico y su dimensión omnicomprensiva. La fe no es uno de tantos actos como realiza la persona; al contrario, es la finalización de la propia existencia a la luz de la revelación histórica que se realizó en Jesucristo, Esta dimensión que aleja plenamente la fe de toda comparación con la ideologí­a implica, sin embargo, la asunción de la perspectiva misma de la revelación. El Dios que se revela en Jesucristo realiza el acto definitivo de su manifestación hasta tal punto que el creyente no puede ya esperar ninguna otra revelación (DV 4); así­ pues, al revelarse, Dios se da por entero a la humanidad. Puesto que la fe es respuesta a esta manifestación de Dios, que en la muerte de su Hijo expresa en lenguaje humano la totalidad de su entrega, tendrá que alcanzar igualmente la situación de totalidad en la donación. Por consiguiente, la fe implica una radicalidad y una totalidad de opción que sólo se puede comprender como definitiva e irreversible, aunque necesitada de una ratificación dí­a tras dí­a. En una palabra, con la fe realiza una opción definitiva mediante la cual, en la libertad que surge de la verdad, cada uno se inserta en la revelación, acogida ya como momento real de salvación personal.

En virtud de esta globalidad, todo lo que define y compone a la persona es necesario a la fe para poder expresarse; esto supone que hay que ver en ella la inteligencia y la voluntad, los sentimientos y los afectos, los deseos y las aspiraciones, así­ como las acciones concretas y los signos que se ponen en acto. En una palabra, la fe es forma de la existencia personal. La fe cristiana, en cuanto fundamento de la comunidad eclesial, no es patrimonio de cada uno de los creyentes, sino que pertenece a toda la Iglesia como un depósito que se le ha confiado. La objetividad de la fe es garantí­a para el creyente tanto de la certeza de lo que cree como de la falta de disponibilidad de su contenido para reducirse a la interpretación individual. El contenido de la fe y su coherencia con la revelación son realmente patrimonio del carisma y del ministerio del colegio apostólico y en él, del sucesor de Pedro. – , Finalmente, la fe se relaciona con la esperanza y con la caridad formando la globalidad de la vida teologal. Creer supone ver la existencia personal relacionada con el futuro, y – a que sólo en el futuro la verdad de lo que se cree encuentra su expresividad suprema. La esperanza de la fe no es la búsqueda vací­a de una quimera; al contrario, es certeza del cumplimiento, va que desde ahora se ha anticipado Ya en la vida de Jesús de Nazaret. El contenido de la fe es, en definitiva, la resurrección, es decir la salvación de una vida transformada después de la muerte; la fe sabe que este contenido se ha dado ya a cada uno, puesto que en el bautismo hemos sido insertos definitivamente en el misterio pascual de Cristo, participando con él en el sufrimiento de la muerte, pero llevando va desde ahora la semilla de la resurrección (Rom 5-6).

La fe y la esperanza se conjugan con el amor. La fe se expresa en el amor y se hace amor. Lejos de cualquier tipo de sentimentalismo, el amor que origina la fe es el amor gratuito que ve en el compromiso del Hijo en la cruz su última perspectiva. Un amor como éste es al mismo tiempo forma y sí­ntesis de la fe; en efecto, aquí­ se hace visible la naturaleza de Dios que es el primero en amar, mientras éramos todaví­a pecadores (1 Jn 4,9-10; Rom 5,6-10).

Esta circularidad permite verificar cómo la fe es un todo de acción personal. Por tanto, la fe se expresa: en la profesión pública, ya que de esta manera se atestigua la aceptación de su objetividad y el hecho de que es patrimonio de un pueblo; en la inteligencia crí­tica eclesial y personal que permite establecer la racionalidad de su contenido y la respuesta constante a las diversas conquistas de la humanidad; en el testimonio del amor como praxis que permite verificar el compromiso del creyente para que las diversas formas de pecado sean superadas por la fuerza de la liberación que posee la fe (Sant 2,14-18).
R. Fisichella

Bibl.: J. Alfaro, Cristologí­a y antropologia, Cristiandad, Madrid 1973; 1d” Revelación, cristiana, [en, teologí­a, Sí­gueme, Salamanca 1985; H, U Von Balthasar, Gloria. Urta estética teológica, Ed, Encuentro, Madrid 19851986; W Kasper, Introducción a la fe. Sí­gueme, Salamanca 1976; J Ratzinger, Introducción al cristianismo, Sí­gueme, Salamanca 1970.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

SUMARIO: I. La terminologí­a. II. Fe e incredulidad: 1. Aspectos subjetivos de la fe: a) La confianza, b) La fidelidad, c) La escucha/obediencia; 2. La incredulidad. III. Depósito de la fe: 1. Actitudes positivas para con el depósito; 2. Situaciones contrarias a la fe. IV. Gnosis/conocimiento. V. Fe y visión. VI. Fe y obras: 1. Fe y salvación; 2. La justificación por la fe exige las obras. VII. Don y búsqueda.

Prescindiendo del ámbito profano, jurí­dico y puramente religioso, en-tendemos por fe la total referencia a Dios, conocido en la revelación, por parte del hombre, que en el análisis de las propias dimensiones fundamentales con el mundo, la muerte, los demás hombres y la historia (cf GS 4-22) se descubre abierto a la trascendencia y dotado de una libertad que se explicita en la responsabilidad y en la esperanza.

I. LA TERMINOLOGíA. El examen de los vocablos, al mismo tiempo que ofrece una visión de conjunto de los pasajes bí­blicos, deja entrever la fe en sus dimensiones originales de confianza, conocimiento y obediencia. La raí­z fundamental ‘mn, presente en la forma hifil (he’ min) 52 veces, indica estabilidad y seguridad derivadas del apoyo en otro. Esto comprende ante todo -prescindiendo de los contextos profanos, en donde tener confianza (Deu 28:66; Job 15:31; Job 24:22; Job 39:12) alterna mediante la variación de las preposiciones con tener por verdadero (Gén 45:26; I Apo 10:7; 2Cr 9:6; Pro 14:15; Jer 40:14)- el sentido de abandono y de confianza. Fe es entonces el entregarse en manos del Dios de Abrahán (Gén 15:6) en el momento en que parecí­an haber caducado los plazos de realización de la promesa de una posteridad (cf Gén 12:1-4a); es la aceptación de la palabra de Moisés sobre su experiencia con Yhwh que le habí­a prometido la liberación (Exo 4:31; cf 4,1); es la actitud compleja (temor, reverencia, asombro, confianza, obediencia) del pueblo ante los signos salví­ficos (Exo 14:31); es el reconocimiento de Moisés como enviado de Dios en tiempo del pacto sinaí­tico (Exo 19:9). En momentos crí­ticos de la historia de Judá, por motivos contingentes, como la coalición siro-efraimita, o duraderos, como la amenaza siria, la fe se convierte en renuncia a los apoyos humanos (Isa 7:9; cf 8,13), en confianza exclusiva en la acción de Yhwh (Isa 28:16), en fuente de tranquilidad. “En la conversión y la calma está vuestra salvación; en la mesura y la confianza está vuestra fuerza” (Isa 30:15); reconocer a Yhwh como único salvador hasta hacerse testigos suyos (Isa 43:10), aceptar la lección increí­ble del sufrimiento y de la muerte engendradora de justificación y de vida (Isa 53:1; cf Gén 3:5) es la fe que se requiere en ciertos perí­odos, como el del destierro, cuando se hunden todas las seguridades humanas.

En la plegaria la fe asume acentos más personales y matizados. “Yo estoy seguro de ver los bienes del Señor en el mundo de los vivos” (Sal 27:13) es una seguridad que se une al reconocimiento de que Dios salva mediante obras maravillosas, a la obediencia a sus mandamientos (Sal 78:22.32), a la aceptación de las promesas de salvación (Sal 106:12.24; Sal 116:10; Sal 119:66). Una fe tan sólida en el Señor y en los profetas que proporciona éxito (2Cr 20:20) y engendra la fidelidad (‘emúnah). Esa fe puede reconocerse en un comportamiento recto (2Re 12:16; 2Re 22:7; 2Cr 31:18), en la constancia con que se escucha la voz de Dios (Jer 7:28; Sal 119:30), en considerar justa la dirección divina de la marcha de la historia (Hab 2:4), en dejarse transformar por el incansable amor divino (Ose 2:21). Una respuesta plena a la alianza, mediante el reconocimiento del único Dios (Deu 5:7), el amor exclusivo y confiado (Deu 6:5), la observancia de los preceptos (Deu 7:12), se expresan por la palabra más densa ‘emún (Deu 32:20) y por la más frecuente y conocida emes: para ésta la fe asume el matiz de sinceridad de corazón, y, más que cualquier otro derivado de ‘mn, se abre al significado de “verdad” (dos 2,14; Sal 26:3), fiabilidad de las personas y de las instrucciones (Neh 7:2; Neh 9:13), duración consistente (Isa 16:5; 2Sa 7:16).

Otros términos como batah (confiar), tí­pico de las oraciones y de los himnos (Sal 13:6; Sal 25:2; Sal 26:1), hasah (refugiarse) como búsqueda real o figurada de una protección por parte del individuo (Sal 64:11; Isa 57:13) o de la comunidad (Sal 2:12; Sal 5:12; Sal 17:7; Sal 18:31), hakah (aguardar), yahal (anhelar) con qawah (esperar), relativos a una deseada intervención de Yhwh, entran en el campo más amplio de he’emún, subrayando el aspecto deconfianza. La terminologí­a veteró testamentaria describe, por tanto, la fe como “conocimiento-reconocimiento de Yhwh, de su poder salva4 dor y dominador revelado en la his1 toria, como confianza en sus prome sas, como obediencia ante lo, mandamientos de Yhwh (J. Alfaro Fides…, 474).

Al decir amen, que es una forma participial, se afirma que todo lo que sale de la boca de Dios es tan seguro que merece toda confianza, tan verdadero que ha de ser creí­do y tan sólido que puede orientar debidamente la vida. “Amén” sanciona de este modo un compromiso solemne, preciso e irrevocable, reforzado por la repetición, solemnizado por la renovación de la alianza (Neh 8:6) y hecho sagrado en aquel comienzo de culto en Jerusalén (1Cr 16:36), establecido luego en cada una de las partes del salterio (Sal 41:14; Sal 72:19; Sal 89:53; Sal 106:48). Más que un simple deseo o un asentimiento débil (Jer 28:6), decir “amén” supone una responsabilidad jurada (Núm 5:22), una renovación pública, comunitaria y litúrgica del compromiso de observar los mandamientos (Deu 27:15-26) o de practicar la justicia social (Neh 5:13). Inseparable de la confianza, el “amén” se convierte en aclamación litúrgica (lCrón 16,36), incluso en la adhesión neotestamentaria a la oración (Rom 1:25; Gál 1:5; 2Pe 3:18; Heb 1:21), a las palabras (1Co 14:16) y a las promesas que en Cristo -el amén de Dios a los hombres, encarnación del Dios del amén (Isa 65:16; Apo 3:14), el posesor de una palabra sólida (Mat 5:18; Jua 1:51)- hacen eficaz nuestro “amén” al Padre (2Co 1:20).

La variedad de la terminologí­a del AT se condensa en un único término, frecuentí­simo, del NT: pistéuó/pí­stis (creer/fe), vinculado al / milagro en los sinópticos (Mar 2:5; Mar 5:36), que conservan el sentido preminente de confianza. Creer es también reconocer a Jesús como el mesí­as (Mar 15:32) a través de su muerte y resurrección (Heb 2:14-36), de manera que llega a cualificar simplemente al cristiano como “el creyente” (Heb 2:44; Heb 4:32; Heb 11:21). Vinculada í­ntimamente al misterio de la salvación, la fe -el vocablo más usado (242 veces) después de Dios, Cristo, Señor, Jesús y Espí­ritu- se convierte en Pablo en conocimiento y aceptación del misterio pascual (Rom 10:9.14; cf lPe 1,8.21; Stg 2:5), de la persona de Cristo (Rom 1:17; Gál 2:6; Efe 2:8; Flp 3:9). Se realiza así­ una evolución desde un sentido subjetivo (el acto de creer) a un sentido objetivo (el contenido que se cree), llegando a identificarse con el kérygma (Rom 10:8; Gál 1:23; Gál 3:2.5; Efe 4:5), como ocurre en los Hechos (Efe 6:7) y más ampliamente en las cartas pastorales (lTim 1,19; 4,1; 6,10.12). Semejante lí­nea de pensamiento se encuentra de nuevo en el “creer”joaneo (usado 98 veces de forma absoluta o con preposiciones, en contraste con el único testimonio del sustantivo “fe”en 1Jn 5:4) como aceptación de la persona y de la misión del Hijo. Finalmente es densa en significado la definición de la fe, que acentúa el aspecto subjetivo, en la carta a los Hebreos (1Jn 11:1) como certeza de lo invisible, confianza en las promesas de Dios y compromiso de fidelidad del hombre: la limitación tan sólo al elemento intelectivo privado de confianza es la fe insuficiente que se condena en la carta de Santiago (1Jn 2:14).

Así­ pues, “la fe es la respuesta integral del hombre a Dios, que se revela como su salvador, y esta respuesta incluye la aceptación del mensaje salví­fico de Dios y la confiada sumisión a su palabra. En la fe veterotestamentaria el acento recae en el aspecto de confianza; en la neotestamentaria resalta el aspecto de asentimiento al mensaje cristiano” (J. Alfaro, La fe como entrega, 59).

II. FE E INCREDULIDAD. Es esencial para la fe la dimensión subjetiva, que se manifiesta como confianza, fidelidad, escucha/ obediencia, cuya falta revela la incredulidad del sujeto.

1. ASPECTOS SUBJETIVOS DE LA FE. La fe es una reacción a la acción primordial de Dios (A. Weiser). Dentro de la apertura total del propio ser a Dios, la fe asume tantos elementos como son los aspectos del Dios que revela: temor, reverencia, culto, obediencia, amor, confianza, fidelidad, esperanza, anhelo, paciencia, adhesión, reconocimiento, por lo que puede decirse que ella “se afianza así­ en Dios” (cf Pfammatter, 885; cf Bibl.).

a) La confianza. Aunque presente en personajes -Abel, Henoc, Noé, Jacob, Moisés, Josué- y en partes narrativas y proféticas, la fe, en la dimensión subjetiva de abandono, apoyo seguro, confianza plena, entrega ilimitada, impulso, anhelo, resalta especialmente en Abrahán, el padre de los creyentes. “Creyó en el Señor, y el Señor le consideró como un hombre justo” (Gén 15:6). La confianza en Dios lo lleva a esperar lo imposible, es decir, un hijo en su ancianidad (Gén 18:4). La situación de muerte de su cuerpo privado de vitalidad, como el seno de Sara (Heb 11:12), se transforma en vida en virtud de su confianza en la promesa, en su proyección por encima de toda esperanza humana, en su ausencia de vacilación, en su persuasión firme de que Dios es capaz de realizar todo lo que ha prometido, de forma que Abrahán se convierte en el amigo de Dios (cf Rom 4:18-22; Jue 2:25).

La confianza en Dios supera los lí­mites y las objeciones de la razón humana, renunciando a contar con uno mismo. Consciente de su propia incapacidad, de la insuficiencia de cualquier garantí­a humana, incluso milagrosa -siempre abierta a seductoras explicaciones racionales-, duda de sí­ misma y se abre a la intervención divina. Para eso tiene necesidad de encontrar un corazón bien dispuesto y humilde. A semejanza de Jesús, que “se humilló a sí­ mismo haciéndose obediente hasta la muerte” (Flp 2:8), y de Marí­a, que es proclamada “dichosa por haber creí­do que se cumplirí­an las cosas quo habí­a dicho el Señor…, que se ha fijado en la humilde condición de su esclava” (Luc 1:45.48), la humildad lleva a la exaltación y a la consolación por parte de Dios (Luc 1:52; 2Co 7:6). Hasta qué punto la humildad es expresión de confianza puede percibirse en la actitud contraria de gloriarse en sí­ mismo, que expresa la seguridad del hombre autosuficiente, satisfecho de las obras y de la sutileza de sus intuiciones: aceptarse en la propia finitud, rechazando la sabidurí­a de este mundo, es algo que abre a la salvación encerrada para los creyentes en la necedad de la predicación de Cristo (cf 1Co 1:21).

Esta actitud permite recibir el don que el Padre hace de sí­ mismo al hombre en Jesucristo. Lo que Jesús propone supera la inteligencia humana. La adhesión al amor absoluto sólo es posible a la confianza; creer es un acto libre, es un querer creer, como se deduce de los milagros. Es algo que provocada confianza en Jesús, en aquel ciego de Jericó que se pone a gritar, a pesar de los reproches de la gente, suplicando piedad al Hijo de David (Mar 10:46); aquella reflexión secreta de la mujer tí­mida y desconfiada, segura, sin embargo, de que podrá curarse al mero contacto con el manto de Jesús (Mar 5:28); aquella petición de perdón, con sus gestos, de la pecadora poco preocupada del juicio de los presentes (Luc 7:37); aquella certeza en el poder de Jesús sobre el mal que tení­a el oficial romano (Luc 7:7-8), lo mismo queaquel recurso infalible a la fuerza de Dios que es la oración: “Todo lo que pidáis en la oración creed que lo recibiréis, y lo tendréis” (Mar 11:24).

El aspecto fiducial, limitado para Pablo al contexto de las promesas divinas (Rom 3:21ss; Rom 4:18ss; Gál 3:6ss) y clave interpretativa de los grandes personajes de la historia sagrada (Heb 11:4-38), prosigue también en Juan, en continuidad con los sinópticos. En efecto, para él la fe es una atracción, un impulso hacia la persona de Jesús, que se convierte en adoración: “Respondió: `Creo, Señor’. Y se puso de rodillas ante él” (Jua 9:38). Jesús exige que nos fiemos de su persona a través de la aceptación de su testimonio (cf 8,45 y 2,23). El aspecto fiducial de la fe lo recoge la DV 5: “Al Dios que se revela se le debe `la obediencia de la fe’, con la que el hombre se abandona en manos de Dios de forma totalmente libre, prestándole el `pleno asentimiento del entendimiento y de la voluntad’ y consintiendo libremente en la revelación que él hace”. Mediante este aspecto el hombre “fundamenta su existencia en Dios mismo en el misterio de su palabra y de su gracia; renuncia a vivir de la confianza en sí­ mismo, en los demás hombres o en el mundo, para abandonarse absolutamente al `Otro’ trascendente, al Absoluto como Amor; va más allá del horizonte de la inteligencia humana y acepta como verdad absoluta ‘la revelación de Dios en Cristo; sale del amor a sí­ mismo y se abandona a la gracia de Dios como garantí­a única de salvación. Es una decisión que implica, en una tensión dialéctica, el riesgo de la audacia y la confianza del abandono”(J. Alfaro, Foiet existence, 567).

b) La fidelidad. La confianza plena conduce a la fidelidad, que es imitación y participación de la fidelidad de Dios. Saliendo muchas vecesal encuentro del hombre, Dios ha permanecido fiel a la alianza (Deu 7:9), a las promesas (2Sa 7:28; Ose 2:22; Sal 132:11; Tob 14:4) y realiza sus obras a pesar del pecado: Dios es definido varias veces como “fidelidad” en el Deuteronomio, en el Salterio y en los profetas. “El es la roca, sus obras son perfectas, todos sus caminos son la justicia misma; es Dios de fidelidad” (Deu 32:4). El hombre participa con su confianza de la estabilidad de Dios y de sus obras, como Moisés, fiel en su casa (Núm 12:7) -como sus brazos llenos de fidelidad hasta el ocaso durante la batalla contra Amalec (Exo 17:12)-en una comunidad de perspectivas, de pensamientos y de responsabilidades; como el sacerdote fiel (lSam 2,35); como David (1Sa 22:14) en su reino estable (2Sa 7:16). Sin la fidelidad el hombre se vuelve vací­o, vanidad, nada, semejante abs oí­dolos (Isa 19:1.3; Eze 30:13; Hab 2:19; Sal 96:5; Sal 97:7).

Es necesario proclamar la fidelidad de Dios (Sal 36:6), invocarla (lRe 8,56-58), para que haga germinar en nuestra tierra la fidelidad a él. En una economí­a de la alianza, Dios exige nuestra fidelidad (Jos 24:14), incluso como condición para una fidelidad de los hombres entre sí­, que con frecuencia falla (Jer 9:2-5). A imitación del siervo fiel que lleva a cabo su misión en medio de contrastes -tipo de Cristo que da cumplimiento a la fidelidad de Dios (2Co 1:20), como sacerdote fiel ( Heb 2:17)-, los “fieles” (Heb 10:45; 2Co 6:15; Efe 1:1) se preocuparán de considerar la fidelidad como uno de los mayores mandamientos (Mat 23:23), como una constante en todos los momentos de la vida (Luc 16:10-12). Si esta fidelidad supone una lucha continua contra el maligno, especialmente en los últimos tiempos (Apo 13:10; Apo 14:12), tiene, sin embargo, como premio el gozo del Señor (Mat 25:21.23)y está asegurada como don del Espí­ritu (Gál 5:22) y de la sangre de Cristo (Apo 12:11).

c) La escucha/obediencia. La comprensión del ví­nculo entre la fe y la obediencia exige la superación de dos mentalidades opuestas y bastante difundidas. Por una parte, el hombre moderno, que justamente considera su autonomí­a como un gran valor, estima la obediencia como un mal necesario -con vistas a la educación y a la convivencia- y acaricia el ideal de su desaparición. Por otra parte, un pensamiento derivado de la filosofí­a helenista -en particular del neoplatonismo, que hace consistir la perfección en la renuncia a la propia voluntad y en la confianza a la autoridad instituida por Dios-, restringiendo la obediencia al cumplimiento de la voluntad de otro y a la ejecución de la orden o del mandato por amor a él, supone que la autodeterminación de suyo aleja de Dios. La obediencia en un clima de alianza, es por el contrario, un modo de estar en la intimidad de la amistad con Dios, una tendencia a vivir como él y -según recuerda la palabra griega hipakoé y el latí­nn audire/oboedire: oí­r/ obedecer- supone el escuchar. Escuchar (Isa 1:10; Jer 2:4; Amó 4:1) es la actitud activa de la persona (Exo 33:11; lSam 3,9; Isa 8:9) y del pueblo (.lema:: Deu 5:1; Deu 6:4; Deu 9:1) delante de Dios que se revela gradualmente en la palabra, en el mensaje, en el anuncio. La función del oí­r (Mat 13:16; Heb 2:33; lJn 1,1) está en relación con la comprensión de los misterios del reino (Mar 4:12), de los momentos significativos de la vida de Jesús (Mar 9:7), de Pablo (2Co 12:4); del Apocalipsis (2Co 1:3; 2Co 22:88). El escuchar auténtico equivale a asimilar e interiorizar la palabra, hasta hacerse, sinónimo del kérygma que suscita la fe (Mat 8:10). “Al recibir la palabra de Dios que os predicamos (akoé), la abrazasteis no como palabra de hombre, sino como lo que es en verdad, la palabra de Dios, que permanece vitalmente activa en vosotros, los creyentes” (lTes 2,13). Sin la consecución de este objetivo, la simple percepción externa no es propiamente un oí­r (Mar 8:18); los judí­os no sacaron ningún provecho de la palabra, “porque al escucharla no se unieron a ella por la fe” (Heb 4:2).

Por el contrario, hay una relación directa entre el escuchar auténtico y la fe. “La fe proviene de la predicación (akoé), y la predicación es el mensaje de Cristo (Rom 10:17): el anuncio que contiene y mira a la fe (akoé pí­steós) lleva a la experiencia del Espí­ritu, que realiza maravillas en el hombre (Gál 3:2.5), en primer lugar la transformación del egoí­smo humano en amor oblativo (agapé), con el consiguiente gozo, paz, longanimidad, benevolencia, confianza, mansedumbre, dominio de sí­ mismo (Gál 5:22). La superación de la sordera y de la incircuncisión (Deu 18:19; Jer 6:10; Jer 9:25; Heb 7:51) encuentra su verificación en la acogida de la palabra de Jesús y en pertenecer a Dios y a la verdad (Jua 8:43.47; Jua 10:16; Jua 18:37), como la Virgen, que se distinguió en esta acogida de la palabra (Luc 11:28; cf 2,19.51). La audición sigue a la revelación como palabra.

Cuando se hace plena y duradera, esta atención a la palabra de Dios pone en movimiento todo el ser; lleva a un compromiso completo, a esa obediencia que se convierte en expresión de una respuesta plena a la revelación, lo mismo que la palabra que se transforma en hecho (Sal 33:6; Isa 55:10-11; Jua 14:12) induciendo a la acción (Mat 7:16.26; Rom 2:13). El oí­r “se realiza de veras sólo cuando el hombre, con la fe y con la acción, obedece a aquella voluntad que es voluntad de santificación y de penitencia. Así­, como coronación del oí­r, nace el concepto del obedecer, queconsiste en creer, y del creer que consiste en obedecer” (G. Kittel, GLNT I, 593). Lo mismo que el oí­r de Dios se hace efectivo, es decir, Dios escu, cha una petición, no sólo respecto a Jesús (Jua 11:41s; Heb 5:7), sino respecto a todos los que cumplen la voluntad de Dios (Sal 34:16.18; Jua 9:31; 1Pe 3:12) -o sea, de aquellos que, creyendo en el nombre del Hijo, piden según su voluntad (Un 5,14), como lo hacen el pobre, la viuda y el huérfano, los humildes, los prisioneros (Exo 22:22; Sal 10:17; Jue 5:4)-, así­ también el oí­r del hombre supone una transformación de su vida.

Por eso la obediencia no indica en primer lugar un comportamiento moral, sino la nueva condición del cristiano, una actitud positiva, de acogida de la palabra. Obedecer es permitir al evangelio libremente aceptado que manifieste su fuerza transformadora del hombre; es un dejarse conducir en toda la vida, rechazando a ese otro amo competitivo que es el pecado. “¿No sabéis que al entregaros a alguien como esclavos para obedecerle sois esclavos de aquél a quien obedecéis? Si obedecéis al pecado, terminaréis en la muerte; y si obedecéis a Dios, en la justicia” (Rom 6:16). La vida de Cristo, con el acto supremo de amor en la cruz libremente aceptada, es obediencia (Rom 5:19), que le hace a él y a nosotros sacerdotes (Heb 5:7.10; Heb 10:14). Obediencia es la realidad nueva que la aceptación de Cristo glorioso produce en todas las gentes (Rom 1:5); es la acogida del misterio revelado por Pablo relativo a la unificación de toda la realidad en Cristo (Rom 16:26); es una respuesta al evangelio que obliga a someterse libremente a Dios, conocido como veraz y como fiel; es la nueva condición del hombre capacitado para uniformarse a la voluntad divina. Esto supone una intervención de la voluntad, una actitud de libre homenaje. La obediencia y laconfianza revelan dos aspectos de la aceptación del evangelio. La sola confianza sin obediencia podrí­a convertirse en vago sentimiento, lo mismo que la sola obediencia sin confianza correrí­a el peligro de transformarse en una sumisión a un Dios-amo. El encuentro con Dios realizado en la confianza se hace profundo y duradero gracias a la obediencia.

La expresión “obediencia de la fe”, obediencia “que consiste o se realiza en la fe” (Bengel) o convierte a los cristianos en hijos de la obediencia (1Pe 1:14), más allá de una simple adhesión especulativa, afirma la aceptación del evangelio con la mente, la voluntad y el corazón, de forma que toda la vida se vea envuelta en ello. Esta expresión paulina encuentra un paralelismo en Juan, donde Jesús invita a observar sus mandamientos lo mismo que él ha observado los mandamientos del Padre (cf Jua 15:10). La obediencia que Jesús presta al Padre es la revelación de sí­ mismo como salvador de los hombres. El mandamiento (entolé) ha perdido el sentido de precepto para adquirir el de palabra reveladora del amor trinitario. El hombre a su vez lo guarda cuando acoge en la fe esta revelación, se deja impregnar por ella y se comporta de manera que no la deja escapar (téréin).

De aquí­ se sigue, a ejemplo de Jesús, que “ha dado a conocer todas las cosas que ha oí­do a su Padre” (Jua 15:15), la necesidad de escoger las actitudes que favorezcan la penetración de este don con la ayuda de las explicitaciones que es posible encontrar en la revelación. La obediencia se refiere, por tanto, a lo que “el Señor ha dicho” (Exo 24:7) en el / decálogo y en la ley, y a lo que sigue diciendo en las circunstancias y en los signos de los tiempos, imitando a Cristo, que, obedeció al Padre a través de intermediarios, de personas, de sucesos, de instituciones, de autoridades, de compromisos cotidianos. De todas formas, hay que tener presente que, mientras la obediencia a Dios es absoluta (Heb 4:19), la sumisión a los intermediarios es relativa a su capacidad de expresar la voluntad de Dios, que sólo parcialmente está contenida en la realidad humana como signo que hay que leer debidamente.

2. LA INCREDULIDAD. La incredulidad es la tentación continua del hombre destinatario de la revelación, lo mismo que la idolatrí­a es la condición permanente del pagano. Ante las maravillas siempre nuevas del amor de Dios, sustraí­do a todo control y verificación, el creyente se ve situado todos los dí­as ante el dilema: fiarse únicamente de Dios o caer en la incredulidad, que se convierte en la raí­z de todo pecado. La incredulidad es no tomar a Dios como apoyo, haciéndose indócil y rebelde, generación cuyo corazón no fue constante y cuyo espí­ritu fue desleal para con Dios… “Su corazón no estaba firmemente con él, y no eran leales a su alianza” (Sal 78:8.37). Es apoyarse en la propia vida (cf Deu 28:66), lo mismo que hace el malvado. Es considerar a Yhwh incapaz de comprender y de liberar al hombre en sus necesidades, el cual consiguientemente “murmura” como la generación del / desierto, presa del hambre y de la sed (Exo 16:2-3; Exo 17:2-3; Núm 11:4-5; Núm 20:2-3), del miedo ante el enemigo (Núm 14:3). Es olvidarse de los prodigios realizados en el pasado (Deu 8:14-16; Sal 78:11; Sal 106:7); es incomprensión de los signos en orden a una conversión (Núm 14:11; Amó 4:6ss). Es negación de la existencia de un plan divino. “Que se dé prisa, que acelere su obra para que la veamos, que se presenten y se realicen los planes del Santo de Israel para que los conozcamos” (Isa 5:19). Es dar un ultimátum a Dios para que se decida a cumplir sus promesas. Es el infantilismo religioso de Acaz (Isa 7:12). Es rebelión en el plano práctico, con el desprecio del Creador, roca de salvación (Deu 32:18). Es sustraerse a las leyes, ofreciendo un culto sin participación del corazón (Isa 1:11-13), que lleva a igualar a Yhwh con los í­dolos. La incredulidad, que fácilmente puede transformarse en idolatrí­a (Ex 32; Deu 9:12-21), asume un aspecto más doloroso cuando se hace adulterio, prostitución de la esposa (Os 2; Jer 3; Ez 16). Lleva entonces a tener un corazón dividido (Ose 10:2), a buscar ayuda en otras partes (Isa 18:1-6), a confiar en las instituciones (Jer 7:4), a endurecerse (Isa 6:10).

La incredulidad se agudiza ante Jesús, que exige para con su misma persona (Mat 11:6) todo lo que el piadoso israelita reconocí­a a Yhwh. La objeción de la racjonalidad presentada por Zacarí­as, y que se hace más evidente ante la fe de Marí­a (Luc 1:18.38), continúa en la de los paisanos de Jesús (Mar 6:6), de los fariseos (Mat 15:7), de las ciudades del lago y de los judí­os (Mat 8:10). La incredulidad revela la falta de un corazón humilde (Mat 11:25), de la oración y del ayuno (Mat 17:20-21), y admite varios grados: es miedo ante la tempestad (Mat 8:26), olvido de la enseñanza de Jesús en los milagros (Mat 16:8-10), escándalo ante el misterio de la cruz (Mat 16:23) y -extrañamente increí­ble (Heb 26:8)- es negación de la resurrección en los discí­pulos (Luc 24:25.41; Mat 28:17; Mar 16:11.13-14), en los judí­os (Heb 7:56-57), en los paganos (Heb 17:31-32).

El misterio de la incredulidad aparece sobre todo en el rechazo de Cristo por parte de aquel pueblo que tení­a la misión histórica de esperarlo y de dar testimonio de él. Si para explicar la condenación a muerte de Jesús basta con recurrir a la ignorancia y a la culpabilidad de los judí­os (Heb 10:39), el rechazo continuo de la predicación apostólica obliga a Pablo, dolorido y preocupado (Rom 9:2) a iluminar este misterio, descubriendo en él la última invención de una providencia divina que en el carácter temporal de la falta de fe vislumbra una mayor facilidad de la conversión de los gentiles ( Rom 11:25.31).

Si Pablo recurre a la incredulidad del antiguo pueblo -castigado antes por haber hecho inútiles tantos prodigios (ICor 10,1-5) y sometido ahora a la severidad de Dios por haber rechazado a Jesús (Rom 11:22)-para poder amonestar a los cristianos, Juan ve en el judí­o -que no ha “acogido” ni “reconocido” (Jua 1:10-11) en Jesús el Cristo, la Palabra encarnada, al Hijo de Dios enviado por el Padre- el tipo mismo del incrédulo, el reflejo del mundo malo, inmerso en el pecado, que le impide venir a la luz y lo incapacita para “ser de la verdad” (Jua 3:21; Jua 18:37), ir más allá de lo maravilloso que aparece en los gestos de Jesús (Jua 6:26). El incrédulo se queda en la etapa de Nicodemo (Jua 3:2), sin alcanzar la fe de la samaritana en la palabra (Jua 4:15) o la fe conmovedora del oficial del rey (Jua 4:53). Si la fe tiene necesariamente grados, requiere un camino para aceptar la “obra” de Jesús (Jua 17:4), reveladora de su intimidad con el Padre (Jua 14:10), que fue el camino que recorrieron los discí­pulos (Jua 2:11), Pedro (Jua 6:63), el ciego de nacimiento (Jua 9:35-38), Marta (Jua 11:25-27), Tomás (Jua 20:25-28). Pero el que no tiene en sí­ el amor de Dios (Jua 5:42), sólo se preocupa de la comida que perece (Jua 6:27), se siente apegado a los privilegios de raza (Jua 8:33), a la vanagloria (Jua 9:28), a la autosuficiencia (Jua 9:39-41), no forma parte del rebaño de Cristo (Jua 10:26), odia la luz (Jua 3:19), tiene por padre al diablo, que impide creer en Jesús que dice la verdad; ésta se convierte incluso en ocasión de incredulidad (Jua 8:45). El incrédulo entonces se cierra cada vez más a los signos que no ve(Jua 12:37), a la palabra que no penetra (Jua 8:37), a la luz que lo ciega (Jua 9:39). La incredulidad, más que distinguir en grupos sociales, pasa por dentro de cada persona, está siempre oscilando en sus fronteras; pero mientras uno no haya “muerto en su pecado” (Jua 8:21), siempre tendrá el camino abierto para reconocer en Jesús al Hijo del hombre (Jua 9:35).

III. DEPí“SITO DE LA FE. Esta expresión introduce la consideración del aspecto objetivo de la fe. Partamos de nuestra experiencia. Cuando un amigo nos narra un hecho desconocido y singular o nos revela su propia experiencia interior, le decimos: “Confí­o en ti, en tu persona”. Esta frase supone esta otra: “Creo y acepto todo lo que tú dices”. Incluso humanamente la fe es en primer lugar una confianza y un abandono en una persona -como el hijo en sus padres, el alumno en el maestro, el adulto en una persona amiga-, pero desemboca necesariamente en la aceptación de todo lo que se nos cuenta: la falta del primer aspecto de la fe lleva al aislamiento, a la esterilidad, hace imposible cualquier relación económica, social, comunitaria, matrimonial, familiar. De la misma forma, en las relaciones con Dios, la actitud esencial de fiarse de él lleva consiguientemente a la afirmación de los contenidos, de los acontecimientos de la revelación. Estos se aceptan no porque el hombre los comprenda en su evidencia racional o experiencia directa, sino por la confianza en quien los propone. La fe en Dios es también fe en lo que él revela: el NT habla, junto a pí­stis (pistéuein) eis, de pistéuein hoti, expresiones que la reflexión teológica traducirá en fides qua y fides quae.

Este segundo aspecto, presente ya en el AT en la necesidad de reconocer las intervenciones salví­ficas de Yhwh en la historia, tal como se refleja en la fórmula de fe, es subrayado en el NT hasta llegar a ocupar el primer puesto. Esto se debe a la novedad del acontecimiento “Cristo”, que después de haber exigido considerar inminente la venida del reino, pide que se acepte el valor mesiánico de su persona. El aspecto objetivo de la fe, que comienza en Marcos, es desarrollado por Mateo y Lucas, hasta alcanzar su cima en Juan. La dimensión intelectual de la fe “corresponde al carácter real del misterio de Cristo; si no se salvaguarda el primero, es imposible salvaguardar el segundo [el aspecto fiducial]. La fe vive de la realidad de su objeto, que es la intervención salvadora de Dios por Cristo; si el evento salví­fico de Cristo no es real en sí­ mismo, tampoco es real para mí­; no es posible vivirlo como real” (J. Alfaro, La fe como entrega, 59; cf Bibl.).

El contenido de la fe tiene un núcleo en torno al cual gira como explicitación, desarrollo, profundización y actualización todo aquello que Dios ha revelado. Se le puede enunciar como la voluntad absoluta del Padre de salvar a todos los hombres a través de su Hijo Jesucristo en el don del Espí­ritu. Esta voluntad se revela en una dimensión histórica que tiene su comienzo en la alianza veterotestamentaria (Deu 26:5-9; Jos 24:2-13) y su cumplimiento en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. Al ser la “plenitud de toda la revelación” (DV 2; cf Mat 11:27; Jua 1:14.17; Jua 14:6; Jua 17:1-3; 2Co 3:16; 2Co 4:6; Efe 1:3-14), la persona de Jesús resucitado (Heb 2:24.36), Hijo de Dios (Mar 9:7; Rom 1:3; Heb 1:5), es el objeto central de la fe. Al dar el Espí­ritu en virtud de su glorificación (cf Jua 7:39), Jesús crea en los hombres la intimidad filial con Dios, el amor fraterno como irradiación de la agápe divina y la certeza de participar en la gloria del Señor resucitado. En su vida de fe como diálogo personal con Cristo, en analogí­a con el continuo diálogo de Jesús con el Padre, el cristiano extiende, mediante un nexo irrompible, su acto de fe a la Iglesia, “cuerpo y plenitud” de Cristo, instituida como “sacramento o signo e instrumento de la unión í­ntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Si es lógica la exigencia de desarrollar en todas sus implicaciones este núcleo fundamental, como de hecho ha sucedido a lo largo de los siglos, es necesario evitar que “la multitud espesa de árboles dogmáticos no nos deje ver el bosque de la fe” (W. Kasper). Sigue siendo importante que la comunidad conserve todas las verdades de la fe (ITim 4,6; 2Ti 1:13; Tit 1:9) o, como se dice en términos jurí­dicos, el “depósito” (1Ti 6:20; 2Ti 1:12.14) transmitido (2Ts 2:15; 2Ts 3:6). Sin embargo, cada cristiano profesa todas las verdades implí­citamente, aceptándolas y creyéndolas en la Iglesia.

1. ACTITUDES POSITIVAS PARA CON EL DEPí“SITO. Para una fidelidad y conservación plena de las verdades de fe, la Iglesia primitiva se preocupó no tanto de hacer una lista completa y minuciosa de proposiciones claras como de señalar algunas actitudes fundamentales respecto al núcleo esencial, reconociendo un orden o “jerarquí­a” en las verdades (cf UR 11). Para una confesión pública y oficial de las intervenciones salví­ficas de Dios es más decisiva la actitud práctica de apertura y de acogida de sus iniciativas que la enumeración completa de sus actos. El pueblo antiguo, partiendo del culto, reconoció en proposiciones de fe (el “credo histórico” de G. von Rad) que su nacimiento y su desarrollo se debí­an a la dirección de Yhwh: el recuerdo de los hechos del pasado, desde las promesas hechas a los patriarcas hasta la liberación de Egipto, se convierten en certeza de una presencia actual (cf Exo 20:2; Lev 19:36, y más ampliamente Deu 26:5-9; Jos 24:2-13; Jdt 5:6-19; Sal 105; 135; 136) y de una esperanza para el futuro; esta confesión se refiere a los hechos históricos, aun cuando se usan para Dios ciertos términos como “roca”, “fuerza”, “salvación”. Este confesar la fe, que en el AT se limita a reconocer a Yhwh como “Dios salvador” (cf Ose 12:10; Ose 13:4; Deu 32:12; Jos 24:16-18), se convierte en el NT en confesión (homologhí­a/homologhéin) de “Jesús el Cristo” (Rom 10:9; lCor 12,3), cuya liberación afecta a toda la humanidad, se refiere al enemigo más temible (el pecado) y es definitiva: la confesión de Pedro (Mat 16:16; Jua 6:68-69), como la del ciego de nacimiento (Jua 9:17.36-38), busca el origen de la fe en el contacto personal con Jesús. Motivada a veces por el deseo de vencer el miedo o la indolencia, la confesión de fe es prueba de la aceptación de una doctrina delante de la comunidad ya creyente (Flp 2:11), en momentos de especial importancia como el bautismo o la ordenación (lTim 6,12), con ocasión de la persecución (Heb 4:20; Heb 7:56). Necesaria cuando la omisión equivaldrí­a a renegar de ella (Jua 9:22), manifiesta al mundo la decisión irrevocable del hombre en favor de Cristo, que atestiguará en favor suyo delante del Padre (Mat 10:32; Luc 12:8). Todo esto se realiza a través de breves fórmulas de naturaleza cultual (Flp 2:5-11; lTim 3,16; 1Pe 3:18-22) o bautismal (Heb 8:37), con la evolución, bajo el impulso de una reflexión teológica, des-de un solo artí­culo cristológico (1Co 12:3; 1Jn 2:22; 1Jn 4:15; Heb 4:14) a dos artí­culos, con la inclusión de Dios-Padre (ICor 8,6; ITim 2,5; 6,13-14), o a tres, con el añadido del Espí­ritu (Mat 28:19).

Cuando la confesión de la fe se dirige en primer lugar a los hombres, de forma solemne, durante un proceso o una contestación, se hace testimonio (o martirio, del griego martyrí­a/martyrion), creando al testigo (o mártir, gr. mártys). A diferencia de confesar, atestiguar es un concepto neotestamentario, limitado en el AT a Israel “testigo de Yhwh” entre las naciones (Isa 43:9.10.12). Aun tolerando un sentido más amplio referido al evangelio (Mar 13:9), el testimonio atañe a los doce que, elegidos y enviados por el Señor (Luc 24:48), llenos de Espí­ritu (Heb 1:8), garantizan la fiabilidad de la resurrección (Heb 1:22): a través de este cí­rculo fijo, de esta institución fidedigna, las generaciones futuras pueden entrar en contacto con el resucitado, sin verse perjudicadas por la distancia desde el “centro del tiempo” (Conzelmann). A los doce se asocia Pablo, convertido en el camino de Damasco en testigo de Cristo resucitado (Heb 22:15; Heb 26:16), cuya realidad hace sólida la fe (cf lCor 15,14), posible la comunidad (1Co 1:6), superable la persecución (Apo 1:9; Apo 12:11; Apo 17:6). Si Lucas está preocupado por garantizar la certeza del núcleo central de la fe frente a tradiciones no fiables, Juan, más profundamente, acentúa el testimonio sobre todo lo que Jesús dijo de sí­, compartido por / Juan Bautista (Jua 1:7.19.32.34), por los discí­pulos (Jua 15:27), por el pueblo (Jua 12:17), por el Espí­ritu (Jua 15:26), por el Padre (Jua 8:18), por las Escrituras (Jua 5:39), por las obras (Jua 5:36; Jua 10:25). Este testimonio presupone la apertura a Cristo, la fe en él más allá de toda posibilidad probatoria. De este modo el testimonio veraz (Jn 17) hace que “también vosotros creáis” (Jua 19:36; cf lJn 5,6b-11). A continuación, a partir de la primera mitad del siglo u, el apelativo de testigo/ mártir se reservará para los que hayan dado testimonio de Cristo a través de la muerte cruenta.

Un testimonio particular de Cristo es el que da la Iglesia cuando se encuentra unida en la fe. La principal unidad en la fe es de tipo experiencial vivido: el estar y permanecer en Cristo (Jua 15:4) -el cual vive (Gál 2:20), habita (Efe 3:17) en el hombre que come y bebe su sangre (Jua 6:54)- de manera que se es una sola cosa con el Padre y con los hermanos, “para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jua 17:21). La unidad de fe, conciliable con la pluralidad de orientaciones teológicas, se refiere sobre todo a la verdad esencial: “Hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios, padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos” (Efe 4:5-6), “un solo pan” (1Co 10:17), “un solo pastor, un solo rebaño” (Jua 10:16).

2. SITUACIONES CONTRARIAS A LA FE. Aunque no comprometa la unidad de la fe, el cisma rompe la caridad y hace menos creí­ble la Iglesia delante del mundo (cf Jua 17:21). Como la separación del reino del norte por motivos religiosos (1Re 11:33) produjo confusiones idolátricas (1Re 12:28.32) impidiendo la fuerza del testimonio entre las naciones, así­ las divisiones perturban la armoní­a del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (lCor 12,25). Esas divisiones provienen de la “carne” (Gál 5:20; cf lCor 3,3-4), son signo de la falta de comprensión de la verdadera sabidurí­a de la cruz (lCor 1,10.18) y están en flagrante contraste con el significado de la cena (lCor 11,18) y con la unidad de origen y de finalidad de los carismas (lCor 12,11).

Más grave que el cisma, que se limita a una grieta, a un desgarrón en la comunión eclesial, la herejí­a toca directamente a la fe, negada conscientemente en alguna verdad revelada. Desconocida en el AT por su limitado contenido intelectual, la herejí­a, ya prevista por Jesús (Mat 24:5.11), se describe en los escritos paulinos como cristalización de tensiones en unos partidos o sectas, análogas a las de los judí­os (lCor 11,19); ataca la doctrina (Rom 16:17) y se caracteriza de este modo en los últimos escritos neotestamentarios: “Habrá entre vosotros falsos maestros, los cuales enseñarán doctrinas (hairéseis) de perdición, negarán al Señor que los redimió y se buscarán una ruina fulminante” (2Pe 2:1). La primera herejí­a surgió entre los judaizantes que creí­an necesaria la circuncisión para la salvación, haciendo inútil el valor de la cruz de Cristo (Heb 15:1.5; Gál 5:2). El mundo griego, irónico frente al anuncio evangélico de Pablo (Heb 17:32), tení­a dificultad en admitir la resurrección de los muertos (lCor 15,2.11-17), limitaba el valor y la dignidad de la persona de Cristo (Col 2:8), negaba su “venida en la carne” (lJn 2,22-23; 4,2-3; 2Jn 1:7). El que persiste obstinadamente en el error a pesar de las advertencias fraternas (cf Mat 18:15-17), se somete al juicio de Cristo o anáthema. Esta palabra, que pasó de significar la consagración a Dios mediante la destrucción en la guerra santa (herem: Núm 21:2-3; Jos 6) a designar una separación, se aplica al que pronuncia afirmaciones contrarias a la fe. Es anatema el que, “deformando el evangelio de Cristo” en favor de la necesidad de la circuncisión para la salvación, cae bajo la maldición divina (Gál 1:7-9; cf 1Co 16:22). Pablo se alegra de ello, paradójicamente, si con ello logra reunir con Cristo a sus connacionales (Rom 9:3). El anatema supone una separación de la comunidad (Tit 3:10) con posterioridad al naufragio de la fe (lTim 1,19). El insulto al nombre de Jesús, como en otros tiempos al nombre de Yhwh (Lev 24:16), a través de la blasfemia se opone directamente a la fe. En efecto, no se acepta entonces a Jesús como “Hijo de Dios” (Mat 26:63-65; Mar 15:29; Jua 10:33). No se trata de simple ignorancia, sino de rechazo voluntario de la revelación divina, ilustrada por los milagros: atribuí­rselos al demonio es una blasfemia contra el Espí­ritu Santo (Mat 12:31) imperdonable, ya que está en el origen de otras reacciones en cadena que fijan una situación de cerrazón total ante la palabra. En efecto, se rechaza no a un Dios lejano, sino experimentado ya en su obra de gracia y de luz; esta situación se repetirá en el tiempo de la Iglesia (Apo 2:9).

IV. GNOSIS/CONOCIMIENTO. La posibilidad de confesar o de atestiguar, así­ como la de limitar el contenido de la fe, se deriva de su carácter cognoscitivo o de gnosis. Esta palabra evoca espontáneamente la corriente espiritual (“gnosticismo”), tan compleja y no aclarada aún del todo, que floreció en el siglo II d.C., la cual pretende mediante el “conocimiento de sí­, es decir, del hombre en cuanto Dios” (H. Schlier), “hecho partí­cipe de la misma naturaleza divina, o sea, ante todo de la inmortalidad” (R. Bultmann), conseguir la salvación en el retorno a sus orí­genes. Expresión de una autosuficiencia humana, la gnosis es negación de la fe y se ha de combatir, por tanto, en todas sus manifestaciones iniciales (lCor 1,17-21; 1Ti 6:20).

Pero el NT utiliza el término “gnosis” para indicar el saber profundo y vital de la salvación (Luc 1:77; Rom 15:14; lCor 1,5; 2Co 2:14; 2Co 4:6; 2Co 8:7; 2Co 10:5; F1p 3,8; Col 2:3; Col 3:18); el conocimiento humilde y devoto de la voluntad de Dios (Rom 2:20); la libertad cristiana (lCor 8,1.7.10.11); un don del Espí­ritu para la profundización del dato revelado (lCor 12,8; 13,2), superior al hablar en lenguas (lCor 14,6), aunque destinado a desaparecer (lCor 13,14) y poseí­do por Pablo (2Co 11:6).

El aspecto intelectual de la fe se expresa ordinariamente por el verbo conocer (ghinóskein), usado por Pablo en paralelo con creer. “Caminar en la fe” (2Co 5:7) y “conocer imperfectamente”, así­ como “vivir en la fe del Hijo de Dios”, equivale a “conocer el amor de Cristo” (cf Gál 2:20 y Efe 3:19), mientras que la “fe en Cristo” lleva a “conocerle a él y la virtud de su resurrección” (Flp 3:9-10). Este aspecto cognoscitivo puede percibirse en aquella evolución del sentido de “fe” que pasa del acto del creer al objeto creí­do, el “evangelio de la verdad” (2Co 6:7; Col 1:5; Efe 1:3), “el conocimiento de la verdad” (1Ti 2:4; 2Ti 3:7). Entonces “la fe es el conocimiento (a partir del mensaje oí­do) de la salvación ‘ya’ realizado en Jesucristo y del `todaví­a no’ de su visión y plenitud” (J. Pfammatter, 896). Este conocimiento, que no es dato puramente especulativo y teórico, sino unidad en el amor, “es un reflejo de la iniciativa divina de ‘conocer’ al hombre, o sea, de llamarlo a la salvación” (R. Bultmann). El carácter no individual, imperfecto, libre, de don, la unión en el amor, el no disponer del objeto conocido, sino “dejarse determinar por lo que se conoce” (H. Schlier), “en aquella í­ntima relación de amistad entre cognoscente y conocido” (Clemente de Alejandrí­a), distingue con claridad al conocer bí­blico del gnóstico; esto es especialmente evidente en Juan, en quien el conocimiento pierde el aspecto puramente intelectualista para convertirse en impulso, en ví­nculo, en hechizo, en entrega a Cristo.

Creer y conocer resultan entonces intercambiables. La unidad de los suyos lleva al mundo a creer (Jua 17:21) y a conocer (Jua 17:23) en Jesús al enviado del Padre. Creer que “tú eres el mesí­as, el hijo de Dios que tení­a que venir al mundo” (Jua 11:27), es paralelo a “conocer que éste es el Cristo” (Jua 7:26; cf 8,24 y 28; 14,2 y 20); hay una mutua prioridad (6,69; 8,31.32; 10,38; 17,8; 4,12; Un 4,16). Este conocer es penetración del misterio de Cristo. “Creer en la vida eterna” (6,47) equivale a “conocerte a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (17,3). El acto de fe en Cristo es un movimiento del ser iluminado y consciente (4,42); es un venir a la luz semejante a un entender, a un saber, a un entrar en su misterio, que no es del mundo, sino de lo alto (17,14; 8,23), de Dios (6,46). Aunque muchas veces los dos verbos son intercambiables, creer contiene siempre el conocer (cf Un 2,4 y 6), que designa “aquella comprensión superior que es peculiar del creyente” (R. Bultmann). “La fe se abre a una comprensión cada vez más profunda, a una unión más estrecha con la persona `conocida’, a un mayor amor a ella; el `conocer’ (por lo menos en el ámbito terrestre) va unido a la fe y por tanto viene preservado de un equí­voco mí­stico o gnóstico” (R. Schnackenburg, La fe joánica, en El evangelio según Juan I, 550-551).

V. FE Y VISIí“N. A diferencia del conocer, utilizado como paralelo del creer (Jua 6:69), el ver tiene una amplia gama de significados, indicando unas veces más y otras veces menos que la fe. En efecto, hay un ver que no conduce a la fe y aumenta la responsabilidad. Acercarse a Jesús sólo exteriormente (Jua 6:2), sin un compromiso moral, constituye un ver que no es creer (6,36). Los signos son un medio para la fe; pero el hombre que se limita a su carácter prodigioso y espectacular no merece la confianza de Jesús, que, conociendo la intimidad de los corazones (2,25), advierte la superficialidad de las relaciones con él. “Os aseguro que no me buscáis porque habéis visto milagros, sino porque habéis comido pan hasta hartaros” (6,26). La visión de fe, por el contrario, lleva a comprender el valor cristológico de los milagros. El signo de Caná, como la resurrección de Lázaro, hacen ver la gloria de Dios (11,40), la de Jesús (2,11), es decir, aquella fuerza divina presente y operante en él, la cual, derivada de Dios, tiende en definitiva a glorificarlo. Un ver superficial impide reconocer la misma “materialidad” del gesto de Jesús, el carácter factual, la indubitabilidad, la validez jurí­dica, como aparece en el interrogatorio del ciego de nacimiento (c. 9) y del coloquio con Nicodemo (3,2).

Si el ver la persona de Jesús puede llevar a reconocerlo como “Señor y Dios” (20,28), más afortunada es la condición de aquellos que llegan a la fe sin la visión (20,29). Tomás desea ver para tener pruebas tangibles: desde la herida de los clavos hasta meter el dedo en la llaga. Aunque no se le descalifica -ya que esto lo lleva a reconocer a Cristo-, este “ver” resulta inferior a la fe que suscita sólo la palabra (cf 10,38; 14,11). O mejor dicho: el valor de la visión depende de las circunstancias. El elogio del discí­pulo Juan, que “vio y creyó” (20,8), se basa en su fe espontánea a falta de una Escritura clara (20,9), mientras que el reproche a Tomás está provocado por su obstinación ante los testimonios de los demás discí­pulos. En el futuro, será el testimonio de éstos la base más sólida para la fe (15,27). En definitiva, es sólo la actitud de fe la que lleva a “ver la vida” (6,36), es decir, a tener una experiencia directa y personal de Cristo. Cuando Natanael se siente penetrado en algún aspecto secreto de su vida (1,48), Jesús le promete la revelación de otras realidades más escondidas. “Cosas mayores que éstas verás. Os aseguro que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre” (1,50-51). Esta realidad más profunda es el descubrimiento durante la vida, y especialmente en el momento de la cruz, de la “gloria” del Hijo del hombre (19,35-37); es un encuentro, más allá y dentro de la humanidad de Jesús, con el mismo Padre: “El que me ha visto a mí­ ha visto al Padre” (14,9); “El que me ve a mí­ ve al queme ha enviado” (12,45). El momento más profundo de esta visión de la gloria no es una contemplación sin velos de la realidad que se ha encontrado, no es una visión directa, sino siempre mediata: a Dios no lo ha visto nadie (1,18; 5,37). Aunque consiste en una participación de la vida eterna, en un encuentro amoroso, en un paso de la muerte a la vida, lo mismo que el oí­r, el conocer, el venir a la luz, el ver de la fe abraza sólo una realidad escondida, no poseí­da todaví­a.

La visión plena se reserva para el último dí­a (cf 6,54), para el tiempo de la definitiva manifestación, cuando “lo veremos tal como es”( Un 3,2). Si a través de la humanidad de Cristo se supera aquel tipo de visión veterotestamentaria que se limitaba a una anticipación de la absoluta trascendencia y sublimidad de Dios (Exo 3:3; I Apo 19:11; Isa 6:1), no desaparece la distinción entre el “ahora” y “luego”. “Ahora vemos como por medio de un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara” (1Co 13:12), “veremos la gloria de Cristo” (Jua 17:24). El “caminar en la fe y no en la visión” (2Co 5:7), “la vida en la carne” (Flp 1:24) en espera del momento de “aparecer con Cristo revestidos de gloria” (Col 3:4), de “ser arrebatados entre nubes por los aires al encuentro del Señor” (1Ts 4:17), es tan sólo garantí­a y prueba de las realidades que “no se ven” (Heb 11:1). La visión “terrena” y la “celestial” no son diversas cualitativamente, sino que se relacionan como principio y fin, como imperfección y perfección, como mediación e inmediatez, como tensión y realización, como saboreo previo y posesión, como fundamento y causa final (cf DS 801.799), como participación y plena consumación: la visión de Dios en Cristo, que el hombre posee actualmente, prefigura, tiendey exige la contemplación directa del mismo misterio divino.

VI. FE Y OBRAS. El análisis de las diversas dimensiones de la fe plantea el interrogante sobre sus relaciones con las capacidades humanas, con el obrar del hombre. Entre los diversos aspectos de esta problemática, nos limitamos a preguntarnos si a Dios se le alcanza con la fe sola o si son necesarias las obras del hombre. Es decir, si éste es autosuficiente respecto a la salvación o si se encuentra en una incapacidad radical para alcanzarla. Procederemos en dos momentos. Ante todo, veremos cómo relaciona la Biblia con la fe el conocimiento y la adquisición de la salvación total como autorrealización terrena del hombre y unión plena con Dios; luego veremos cómo el momento salví­fico inicial o justificación es imposible sin la confianza y la obediencia al Señor; de todo ello se deducirá el sentido de las obras del hombre (para su análisis, cf / Obras).

1. FE Y SALVACIí“N. El primer gesto salví­fico es captado por la fe en la creación. “Por la fe conocemos que el mundo fue creado por la palabra de Dios, de suerte que lo visible tiene una causa invisible” (Heb 11:3). Esta primera arquitectura (Job 38:4-7) de Dios, “del que proceden todas las cosas” (ICor 8,6), revela la ternura divina y se convierte en el primer signo de la obra redentora de Cristo, “primogénito de toda la creación” (Col 1:15), cumplimiento como nuevo Adán (1Co 15:45) de la totalidad que ha sido hecha a través de él (cf Jua 1:3).

La salvación del octavo dí­a (Berdiaeff) es vista en el descubrimiento de un Dios que provoca y acompaña la peregrinación de Abrahán, que ve la desgracia de su pueblo en Egipto, que lo saca fuera con mano fuerte ybrazo extendido y lo conduce a un paí­s en el que fluye leche y miel; es decir, la fe destaca la fidelidad divina en la elección, liberación y asentamiento de un pueblo en la / tierra, y en la conservación de la dinastí­a, del templo y de los profetas. Permite además a los pobres de Yhwh, desde las confesiones de Jeremí­as hasta la contestación de Job y los salmos de los `anawim, descubrir en el fracaso un medio doloroso de salvación, a través del grito de invocación de Dios que llena el vací­o más absoluto: “Bueno es esperar en silencio el socorro del Señor…, pues quizá haya aún esperanza” (Lam 3:26.29).

La fe es la condición para entrar en el / reino: “Se ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está cerca. Arrepentí­os y creed en el evangelio” (Mar 1:15). Sólo en presencia de la fe Jesús realiza milagros: “No hizo allí­ muchos milagros por su falta de fe” (Mat 13:58); “Se le acercaron los ciegos, y Jesús les dijo: `¿Creéis que puedo hacer esto?’ Le dijeron: `Sí­, Señor’. Entonces les tocó los ojos, diciendo: `Hágase en vosotros según vuestra fe”‘ (Mat 9:28-29). La fe obtiene además aquella otra curación espiritual que es el perdón de los pecados: “Jesús, al ver su fe, dijo al paralí­tico: `Animo, hijo, tus pecados te son perdonados”‘ (Mat 9:2); de ello se benefician los samaritanos (Luc 17:16), los cananeos (Mar 7:26), los paganos. La fuerza que sale de Jesús no tiene más que una causa: “Tu fe te ha salvado” (Mar 5:34; Mar 10:52). Efectivamente, creer en la palabra de Jesús es participar dél poder que viene del Padre, y por tanto recibir una salvación total que afecta al cuerpo, al alma, a la naturaleza. “Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, dirí­ais a este monte: Vete de aquí­ allá, y se trasladarí­a; nada os serí­a imposible” (Mat 17:20). Consciente de este poder, el demonio se esfuerza por “llevarse la palabra de Dios de sus corazones para que no crean y se salven” (Luc 8:12). También en presencia de los apóstoles la fe obra milagros: “(Pablo), viendo que tení­a fe para ser curado (el cojo), dijo en alta voz: `Levántate’ ” (Heb 14:10). “Cree en Jesús, el Señor, y te salvarás tú y tu familia” (Heb 16:31).

Es Pablo el que presenta desde su primera hasta su última carta la fe como condición indispensable para la salvación: “Dios os ha escogido desde el principio para salvaros por la acción santificadora del Espí­ritu y la fe en la verdad” (2Ts 2:13). Esa fe lleva “a la adquisición de la incorruptibilidad gloriosa, participando de la gloria del Señor. Los creyentes evitarán la corrupción, la muerte, para vivir eternamente con Cristo” (M.E. Boismard, La foi dans Saint Paul, 67). Desde ahora la salvación supone la liberación gradual de nuestros cuerpos de la esclavitud de la corrupción (cf Rom 8:20) mediante la fe en la resurrección de Cristo. “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás. Con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa la fe para la salvación” (Rom 10:9-10). “Habéis resucitado también con Cristo por la fe en el poder de Dios” (Col 2:12). Es un poder que la fe obtiene de la “palabra”, realidad in-separable del Espí­ritu (Rom 1:16; Rom 8:11).

El proceso de identificación de la salvación con la persona del salvador, ya claro en Pablo (1Ti 4:10), se hace más profundo en Juan. Mientras que Pablo hace derivar la salvación del misterio del Señor muerto y resucitado, Juan la fundamenta “en el yo mismo de Jesús Hijo de Dios, y es una salvación que se percibe claramente como la plenitud de los bienes divinos comunicados al hombre” (D. Mollat, La foi dans le quatriéme Evangile, 94). “Lo que Dios quiereque hagáis es que creáis en el que él ha enviado” (1Ti 6:29). Equivalente a la conversión de los sinópticos, el carácter central de la fe resalta ya en el Bautista, convertido en el testigo para que todos crean (1Ti 1:6). Creyendo que “yo soy”, el hombre evita morir en los pecados (1Ti 8:24), se hace hijo de la luz (1Ti 12:36), adquiere la vida (1Ti 5:40; 1Ti 6:40) y la bienaventuranza (1Ti 20:29). Expresiones equivalentes o paralelas como “acoger” a Jesús (1Ti 1:12; 1Ti 5:43; 1Ti 13:20), sus palabras (1Ti 12:48), “venir” a él (1Ti 5:40; 1Ti 6:35; 1Ti 7:37), “seguirle” (1Ti 8:12; 1Ti 10:27), “permanecer” en él (1Ti 15:4), en su palabra (1Ti 8:31), en su amor (1Ti 15:9), se condensan y se explicitan al mismo tiempo en la conclusión del evangelio, escrito “para que creáis que Jesús es el mesí­as, el hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre” (1Ti 20:31). Aun sin usar el sustantivo (excepto en 4,22) o el verbo (excepto en 3,17; 5,34; 10,9; 11,12; 12, 27.47), Juan relaciona la fe y la salvación en expresiones significativas, como tener la vida (6,47), la vida eterna (3,16), poseer una vida más allá de la muerte (11,25), huir de la condenación (3,18), tener la certeza de la resurrección (6,40), recibir una fuente que brota para la vida eterna (4,14), salir de las tinieblas (12,46).

2, LA JUSTIFICACIí“N POR LA FE EXIGE LAS OBRAS. Especialmente es en el momento inicial cuando el hombre es salvado por la fe. “El hombre es justificado por la fe sin la observancia de la ley” (Rom 3:28). La exclusión no se refiere solamente al obrar en conformidad con la ley mosaica, entendida como conjunto de normas jurí­dicas, rituales, éticas, sino a cualquier acción o deseo del hombre. Aunque falta materialmente el adjetivo, el pensamiento de Pablo puede traducirse como justificación por la sola fe, según se dice más claramente en Gálatas: “Sabemos que nadie se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo; nosotros creemos en Cristo Jesús para ser justificados por la fe de Cristo, no por las obras de la ley; porque nadie será justificado por las obras de la ley” (Gál 2:16). La justificación causada por la fe consiste en una verdadera transformación interior del hombre, que se hace capaz de llevar una vida santa; no se limita a una declaración jurí­dica, a una simple “imputación” de los méritos de Cristo. Coincidiendo con el don del Espí­ritu, fuente de santidad moral, la justificación produce efectos reales; es lo que Pablo desarrolla al vincular el don del Espí­ritu con el don de la / justicia (Gál 3:2-5; Gál 5:22).

La transformación real crea en el hombre un dinamismo nuevo, un impulso a “llevar una vida digna de Dios” (lTes 2,12), a ejercer el amor fraterno, a conservar la santidad del cuerpo (lTes 2,14; 4,1-12; cf 5,23). Junto a la fe Pablo menciona con frecuencia la caridad y la esperanza (lTes 1,3; 5,8) y usa fórmulas que unen la fe y la acción, como cuando habla de “la obra de vuestra fe”(1Ts 1:3) o de “la fe que obra mediante la caridad” (Gál 5:6). La “sola fe”, que ciertamente no es contraria a las obras, las exige para que uno sea encontrado irreprensible el dí­a del juicio (lTes 5,23; cf Mat 25:43ss). Pero esto no es tanto obra del hombre, sino de Dios, que da amor y santidad (lTes 3,12-13; 5,23-24); es “fruto”del Espí­ritu (Gál 5:22; cf Eze 36:27); es el mismo Espí­ritu que vivificará algún dí­a nuestros cuerpos el motor de la vida moral. La vida nueva creada en el hombre es pura gracia, ya que “sin mí­ nada podéis hacer” (Jua 15:5); en efecto, “habéis sido salvados gratuitamente por la fe…, para hacer obras buenas tal y como él dispuso de antemano” (Efe 2:8.10).

La continua insistencia en el valor y necesidad de la praxis acerca a / Pablo a / Santiago (cf Stg 1:22 y Rom 2:13), que tiene algunas expresiones al menos aparentemente contrarias a la doctrina de la fe como raí­z de la justificación. La dificultad no consiste tanto en considerar muerta a una fe sin obras (Stg 2:17), en lo que también Pablo podrí­a estar de acuerdo, como en considerar las obras como causa de la justificación, aunque sólo sea parcial (Stg 2:24). No es cuestión de recurrir a la solución fácil de san Agustí­n sobre la diversidad de las obras, anteriores para Pablo, posteriores a la justificación para Santiago; en efecto, incluso después el hombre debe considerarse incapaz de llevar a término las exigencias de la ley nueva, es decir, del amor, si no quiere incurrir en el reproche dirigido a los judí­os (Rom 10:2-4). El acuerdo sustancial ha de buscarse en la diversa perspectiva de los dos escritores. Si Pablo, al tratar sistemáticamente de la justificación, tiene razón en atribuirla a la fe, Santiago, partiendo de una tradición sapiencial sensible a la exaltación de la acción del hombre, de una cristologí­a al servicio de la ética, quizá ante ciertas desviaciones ya rechazadas por Pablo (Rom 3:8), se preocupa precisamente de evitar el inmovilismo y la inactividad. Aunque persiste cierta dificultad, el hecho de que Santiago entienda por “justificación” no ya el primer momento de la salvación, sino el segundo, el del testimonio vivido, el acuerdo sobre el valor de la palabra y el amplio campo de la “diversidad” expresiva de la fe, permiten concluir que no se trata de ninguna “contrariedad”, aunque haya una “contraposición”, una “lucha”.

VII. DON Y BÚSQUEDA. De todo esto se deduce que la fe es puro don de Dios, es gracia. Si Dios no se abre al hombre atrayéndolo hacia sí­, resulta imposible creer. Sólo si Dios “abre el corazón”(Heb 16:14), el hombre se hace capaz de “vencer al mundo” (1Jn 5:4); en efecto, la fe es obra de Dios (Jua 6:29), no proviene de “la carne ni la sangre” (Mat 16:17). “Habéis sido salvados gratuitamente por la fe; y esto no es cosa vuestra, es un don de Dios” (Efe 2:8). Si redujésemos la fe a una obra humana, introducirí­amos de nuevo aquel “gloriarse” que pone un diafragma entre Dios y el hombre; sólo el reconocimiento de la fe como don de Dios permite al hombre afirmar su propia incapacidad radical de salvación. “Los judí­os son inexcusables, no tanto por haber rechazado las acciones visibles de Cristo como por haberse opuesto al instinto interior y a la atracción de la doctrina” (santo Tomás). Es la iniciativa del Padre lo que da a los hombres a Jesús (Jua 6:37). “Nadie puede venir a mí­ si el Padre que me envió no lo trae… Todo el que escucha al Padre y acepta su enseñanza viene a mí­” (Jua 6:44-45). Es decir, la fe no puede provenir solamente de la enseñanza y de los milagros de Jesús; se necesita una atracción del Padre. La pertenencia a Jesús es la consecuencia de una acción del Padre (cf Jua 10:26.29). Una adhesión a Cristo meramente humana, sin la atracción del Padre, termina con un triste abandono (Jua 17:12). “En el origen de la fe hay una atracción divina que es más fundamental que la opción humana, más fundamental incluso que la mediación visible de Jesús” (A. Vanhoye, Notre foi, oeuvre divine, 354). Y el hombre, ¿no tiene nada que hacer para alcanzar la fe o para caminar en ella?
Es necesario que se ponga en actitud de búsqueda. Aunque en el AT el sujeto de buscar es Dios y en el NT no se habla de una búsqueda de la fe (cf Heb 13:8), Jesús le asegura al hombre que encontrará cuanto desee (Mat 7:7-8), como Zaqueo que consiguió verlo (Luc 19:3), estando establecido que los hombres “busquen a Dios, y a ver. si buscando a tientas lo pueden encontrar” (Heb 17:27), a fin de buscar la justificación en Cristo (Gál 2:17). La búsqueda humana es ya realmente una respuesta a una acción precedente de Dios que la purifica, la orienta hacia la atención de la palabra, la conversión, la acogida de la fe. La búsqueda del hombre se concreta entonces en dejarse buscar por Dios. Esto significa ante todo insistir en la propia libertad en el momento del don para hacerse discí­pulos de una enseñanza del Padre, a fin de vivir en la obediencia a la verdad conocida. “El que practica la verdad va a la luz” (Jua 3:21). La samaritana se dejó guiar cuando, puesta al descubierto en su condición moral, reconoció su situación y exclamó: “Señor, veo que tú eres profeta” (4,19). Los judí­os, por el contrario, ante la invitación de “hacer las obras de Dios” en el sentido de acoger el designio de Dios sobre ellos, permanecieron firmes en su mentalidad de autosuficiencia al hacer las obras mandadas, en su disposición a aceptar tan sólo después de una atenta verificación sobre la suficiencia de los signos (6,28-30), Cuando se convierten en defensores del sábado y del honor de Dios, en realidad no salen del mundo estrecho de su autosuficiencia, cerrado a la circulación de aire puro que viene del don de Dios. Es necesario el compromiso de realizar la obra del Padre con la conciencia que se nos da de realizarla.

Además, en todos los momentos, el signo de la búsqueda sincera es la actitud de conversión basada en la humildad; ésta se manifiesta en el continuo camino ascético de eliminación de aquellas actitudes egoí­stas, de concentración en sí­ mismo y no en Dios, que obstaculizan la penetración de la gracia divina, que quiere decir conducir o incrementar la fe.

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B. Marconcini

P Rossano – G. Ravasi – A, Girlanda, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, San Pablo, Madrid 1990

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Bíblica

SUMARIO:
1. La fe según la Sagrada Escritura.
2. Trascendentalidad de la fe.
3. La teologalidad o el origen divino de la fe.
4. La globalidad del acto de fe.
5. La unidad de la fe
(C. Langevin)

1. LA FE SEGÚN LA SAGRADA ESCRITURA. Para la Biblia, la fe es la respuesta integral del hombre a Dios que se revela como salvador. Acoge las palabras, las promesas y los mandamientos de Dios; es al mismo tiempo sumisión confiada a Dios que habla y adhesión del espí­ritu a un mensaje de salvación. El AT insiste en el aspecto de confianza; el NT destaca más bien el asentimiento al mensaje. En cuanto al vocabulario fundamental de la fe, evoca la solidez de aquello en lo que uno se apoya, así­ como la seguridad y la confianza del que se apoya en Dios.

a) El Antiguo Testamento. En efecto, creer es para el AT apoyarse en Dios (Gén 15,6; Ex 14,31; Núm 14,11), abandonarse a la palabra salvadora de un Dios que conduce la historia y que establece su alianza primero con los padres y luego con “su pueblo, Israel”. Así­ Abrahán se fí­a sin reservas de la promesa de Dios, plenamente convencido de que se cumplirá: “Abrahán creyó al Señor, y el Señor le consideró como un hombre justo” (Gén 15,6). El pueblo, Israel, nació precisamente de la fe en el poder, la preeminencia y la solicitud de Yhwh, el Dios de la alianza (Ex 19,1). La doctrina monoteí­sta vendrá a traducir esta experiencia de Israel, en la que Dios se apareció como único salvador (Is 43,10-13). Esta doctrina irá solicitando la fe con fórmulas cada vez más precisas y elaboradas (Dt 6,20-24; 26,5-9; Jos 24,213; Neh 9,5-25).

b) El Nuevo Testamento. En el NT, donde se opera en Jesucristo la fusión de la ! historia de la salvación y del Verbo de Dios encarnado, el objeto de la fe se define de forma más condensada y se impone la importancia de este proceso de forma más explí­cita. La fe, exigencia primera de Jesús, es la condición suficiente para la salvación en los sinópticos; en los Hechos no se requiere nada más para la purificación de los corazones y la acogida de la salvación; en Juan, la fe es un proceso de todo el hombre -conocimiento y compromiso-, que se dirige a la persona de Jesucristo.

Por su aspecto interpersonal, esta fe se emparenta naturalmente con la del AT. Es, respectivamente; confianza y abandono en Dios, presente en la palabra y la acción de Jesús (sinópticos); obediencia que hace semejantes al crucificado-resucitado y que da el Espí­ritu de los hijos de Dios (Pablo); adhesión al testimonio del Padre y del Hijo (Juan).

Pero más fuertemente que en el AT, la fe es asentimiento a un mensaje. El mensaje se presenta, por otra parte, bajo diversos aspectos: anuncio del l reino de Dios y proclamación del amor misericordioso del Padre, en los sinópticos; evangelio de la muerte y de la resurrección de Jesús, señor y único salvador de todos los hombres, en las epí­stolas de Pablo y en los Hechos de los Apóstoles; la persona misma de Jesús, Verbo hecho carne, llenó de gracia y de verdad, en el que contemplamos la gloria del Padre, según san Juan.

Proceso humano, la fe encuentra sin embargo su primera fuente en Dios. La suscita-el poder salví­fico dé Dios, que actúa en la palabra y la actividad de Jesús (sinópticos). Para san Pablo y el autor de los Hechos, la fe procede de esa acción escatológica de Dios que es la resurrección de Jesús y la predicación que la anuncia. En el evangelio de Juan, la fe nace de la atracción del Padre, que invita y asocia a la vida de la Trinidad.

2. TRASCENDENTALIDAD DE LA FE. Al ser una actividad propiamente nuestra, la fe encuentra en nosotros sus condiciones mismas de aparición. Si fuera de otro modo y prescindiéramos del papel que le reconocemos a Dios en la aparición de la fe, habrí­a que afirmar que este fenómeno resultarí­a, propiamente hablando, extraño o irrelevante para nosotros. Por eso puede hablarse de preámbulos de la fe en un sentido más radical de como se hací­a antaño: es en el propio sujeto, en sus estructuras, y no sólo en lo que se ofrece a su consideración como objeto, donde se perciben las condiciones de la aparición de la fe.

El proceso de la fe no es, para el pensamiento cristiano, una cobardí­a o una capitulación del espí­ritu, sino el ejercicio soberano por el que el hombre hace suyo el pensamiento de Dios. Acoger la palabra de Dios no significa renunciar a la búsqueda personal de la verdad, sino acceder al registro divino de la verdad. Por eso no se darí­a cuenta del proceso del creyente si se le considerase como un puro fallo del espí­ritu o como, el recurso a alguna otra inteligencia creada o finita.

a) La infinitud del espí­ritu o la apertura a Dios. Estas consideraciones preliminares suponen que el espí­ritu está marcado por el signo de la infinitud y que es, por tanto, apertura a Dios. ¿Qué sentido tendrí­a acoger la palabra de Dios para quien no estuviera ya de alguna manera ligado a Dios? Pues bien, por su apertura al ser, el hombre hace ya presa en el infinito. La preocupación que mora en él en todos sus pasos desde el despertar de su espí­ritu tiene que ver con el ser: ¿Qué es esto? ¿Qué es? La pregunta, tan caracterí­stica de la actividad humana, muestra que el niño está ya de acuerdo con el ser, que sabe ya lo que es el ser antes de que alguien se lo haya podido mostrar; conocemos el ser por instinto. Por otra parte, nuestras preguntas no tendrí­an razón de ser y no nos las plantearí­amos si lo que se ofrece a nuestra consideración fuera plenamente ser o fuera el ser por identidad. Nuestras preguntas atestiguan que el dato de nuestra experiencia recibe su ser de quien no lo recibe de ningún otro.

Ese absoluto que polariza y sostiene todo pensamiento es algo que el espí­ritu siente el deseo irresistible de alcanzar en su esencia. El deseo de alcanzar todo el ser en su intimidad se sigue ejerciendo respecto al ser que el espí­ritu-sabe que es la fuente y la cima del ser. Ese Dios al que no conocemos de momento más que por l analogí­a, sentimos la pasión de verlo en su singularidad trascendente. “Ese deseo -escribí­a un viejo téólogose presenta como algo negativo o como una realidad que tiene la propiedad de dejarnos en suspenso: se piensa que ese deseo no puede detenerse m apagarse en nada que esté fuera de él. Uno se pone en camino, dentro de esta ignorancia, hacia un más allá que Dios ayudará a que conozcamos y alcancemos cuando dé la luz de la fe y la ayuda de la gracia (ita nesciens, aliquid altius quaerit)” (JOANNES TINCTORIs, Lectura in Primam Sane¡¡ Thomae, q. 12, a. 1, fol. 20 r-v). Así­, el misterio de Dios es a la vez lo que no podemos darnos y lo que deseamos con todas nuestras fuerzas.

b) La palabra, medio privilegiado de la revelación divina. Si la fe encuentra en la infinitud del espí­ritu creado sus condiciones fundamentales de emergencia, encuentra en la palabra el medio más adecuado para expresar los secretos de Dios. Es verdad que la creación nos ilumina sobre Dios (lo muestra como la fuente última y el ejemplar soberano), pero los elementos de la creación nos fijan primero en su consistencia propia, nos hablan primero de sí­ mismos, y tan sólo en un segundo movimiento puede el espí­ritu elevarse a Dios a partir de la creación. La palabra, por su parte, tiene el privilegio de existir sólo respecto a otra cosa distinta; no tiene consistencia propia más que para designar a aquel que se expresa en ella y aquello que éste significa. La palabra no habla más que para borrarse, transparencia que nada fija ni limita y que, participando de la infinitud del espí­ritu, puede apuntar a lo que sólo se alcanza por analogí­a. En la revelación divina, escribe el Vaticano II, “las palabras proclaman las obras (de Dios) e iluminan el misterio que allí­ se contiene” (DV 2).

c) Las disposiciones morales de confianza y de abandono. Pasando al orden moral, la fe implica la aceptación refleja de la condición de criatura; supone confianza y abandono.

Confianza incondicional en una sabidurí­a y un amor infinitamente superior a lo que podemos concebir; podemos entregarnos sin temor al que es verdad y bondad absoluta. La fe supone además el abandono al poder creador de Dios o el rechazo de la suficiencia. El reconocimiento de nuestros limites nos dispone precisamente a no dejarnos encerrar en ellos; si no habilita directamente a superarlo, permite, sin embargo, reconocer que no hay alienación en la sumisión a aquel que no tiene lí­mites.

“El reconocimiento del sello del Padre sobre Cristo, de su palabra en las palabras de Cristo, de la gloria de Dios en los signos, nos enseña el evangelio de Juan, requiere ciertas disposiciones de orden espiritual. Por eso la fe revela no tanto el poder de las inteligencias como la calidad de la mirada… A los ojos de la fe, la humanidad se presenta dividida, en dos razas espirituales: la de los hijos de las tinieblas y la de los hijos de la luz. Los unos, como extraños a la verdad, no ven los signos hechos en su presencia (6,26; 12,37), la palabra no entra en,ellos (8,37); la luz les ciega (9,39); para los otros, los que `hacen la verdad’ (3,21), todo es luz, signo, obra, testimonio, sello del Padre” (D. MOLLAT, Etudes Johanniques, Parí­s 1979, 84-85).

3. LA TEOLOGALIDAD O EL ORIGEN DIVINO DE LA FE. Si la fe, para ser verdaderamente nuestra, tiene que encontrar en nosotros su arraigo o emanar de nuestras potencias, encuentra, sin embargo, su primera fuente en Dios. Es ésta una afirmación que la tradición judeo-cristiana ha hecho con toda firmeza y claridad. A1 anunciar los bienes de la alianza mesiánica, los profetas hablan del corazón nuevo y del espí­ritu nuevo, su espí­ritu, que Dios dará a los hombres para que lo conozcan. Para el NT, como hemos visto, la fe procede del poder divino de salvación, que actúa en la palabra y la acción de Jesús; el asentimiento a la resurrección del Señor Jesús, corazón del la fe cristiana, surge de la fuerza misma que provocó la resurrección; la fe es, finalmente, respuesta a una llamada interior y gratuita por parte de Dios.

a) La iniciativa creadora y restructurante de Dios. La acogida de la palabra de Dios, si no quiere ser reductora, supone una participación en la inteligencia de donde esta palabra saca su propia luz e intensidad. Es necesaria una nueva creación, interior a la primera, sin la cual reducirí­amos la palabra de Dios al rango de palabra humana sobre Dios. Se ve lo que supone esta elevación del espí­ritu creado. Esto implica en nosotros una adaptación al horizonte o al objeto de la intelectualidad divina. Este objeto propio es Dios en su intimidad o en su misterio; no ya una idea de Dios, sino la realidad de Dios. Así­ pues, se necesita nada menos que se nos abran las puertas de la visión de Dios para que nos apoyemos en Dios como en el medio de nuestro conocimiento de fe.

Considerado desde el punto de vista del creyente, la fe implica, por tanto, la iniciativa creadora y reestructurante de Dios: el espí­ritu se apoya en Dios como en un fundamento primero y absoluto. Correlativamente, si Dios se confí­a más allá del conducto de la analogí­a, no puede contar más que consigo para establecer su testimonio. La verdad absoluta no puede depender, para imponerse como tal al espí­ritu creado, de ninguna otra verdad fuera de sí­ misma.

b) El papel y el alcance de las razones de creer. Este estatuto del absoluto, que da testimonio de sí­ mismo, obliga a reflexionar sobre el papel y el alcance de las razones para creer o de los signos (/Semiologí­a: signo) que acompañan a la revelación divina. Por una parte todo profeta, según el testimonio de la Escritura, deberí­a probar la autenticidad de su misión mediante “signos” o prodigios cumplidos en nombre de Dios (Is 7;11; cf Jn 3,2; 6,29.30; 7,3.31; 9,16.33). La razón, por su parte, exige que haya razones para creer, para dar asentimiento. ¿Qué sentido de la dignidad humana y de la responsabilidad implicarí­a una fe que se presentase sin razones? San Agustí­n, por su parte, pensaba que no habrí­a que creer si no hubiera razones para creer.

Por otro lado, por muchas y muy fuertes que sean las razones para creer, no me apoyo en ellas formalmente cuando doy a Dios mi fe. Las razones me dejarí­an, en definitiva, frente a mi razón, no frente a Dios. Por muy indispensables que sean, son insuficientes y hasta, propiamente hablando, de otro orden inferior. Las razones para creer, se ha dicho atinadamente, no dispensan de creer.

¿Cuál es entonces el papel de esos signos o razones para creer? ¿No hay que afirmar que nos dejan realmente desvalidos frente a la decisión de fe? “Mediante los signos y su conocimiento racional -escribe Juan Alfaro- el hombre controla, no la interna credibilidad de la palabra divina, sino su propio conocimiento de la obligación de creer y su propia decisión libre de creer, que sin ellos serí­a ciega… La posibilidad de un conocimiento racional de los signos de la revelación es un mero requisito de la rectitud de la opción libre, que el hombre realiza al creer en Dios…”
“Los signos de la palabra divina no se presentan ante el hombre como datos de un problema puramente objetivo, sino como manifestación de una intervención divina, que da un sentido nuevo a la existencia humana: en sus signos Dios se hace presente al hombre y le dirige una llamada. Ante esta llamada entra en juego la libertad del hombre y, por consiguiente, la gracia divina… La iluminación interior transforma el conocimiento racional de los signos en la conciencia de que Dios me llama a creerle. El juicio práctico de credibilidad’ implica un elemento personal, inefable e incomunicable, que es la repercusión de la llamada divina en la conciencia. La atracción interior de la verdad personal hacia sí­: misma determina en el hombre un conocimiento per connaturalitatem, en el cual se percibe vitalmente la invitación a superar lo creado y a apoyarse en la palabra divina según su trascendente credibilidad” (J. ALFARO, Preámbulos de la fe, en Sacramentum Mundi III, Herder, Barcelona 1973, 104-105).

4. LA GLOBALIDAD DEL ACTO DE FE. La fe, que muchas veces se ha identificado erróneamente sin más con un proceso intelectual, tiene un carácter de globalidad que importa subrayar. “Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe (cf Rom 16,26; comp. con Rom 1,5; 2Cor 10,5-6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela” (DV 5). Por eso, antes de hablar del asentimiento al mensaje, el concilio Vaticano II menciona el abandono de la persona a Dios que habla. La fe pertenece ante todo al orden interpersonal de la alianza.

a) La inteligencia, testigo del origen divino y de la radiealidad de la fe. La entrega de sí­ mismo afecta a la inteligencia, al corazón, al comportamiento y al gesto: nos afecta en todas las dimensiones. A nuestra época, que ha descubierto de nuevo los valores afectivos, le cuesta aceptar el papel de la inteligencia en la fe. ¿Por qué tiene un valor salví­ficb la adhesión a un mensaje o a una doctrina? ¿Será Dios ese maestro de escuela que espera, para concedernos sus gracias, que le repitamos su enseñanza? ¿Pide Dios algo distinto de la confianza y del abandono que pueden brotar de nuestro corazón?

El asentimiento a la revelación divina expresa ante todo la akeridad absoluta de la sabidurí­a y del amor que nos salvan. Los gestos salvadores no proceden de nuestros recursos de criaturas; no nos pertenecen; como nos pertenecen el abandono y la confianza que acabamos de evocar. Las palabras y los gestos de la revelación proceden del misterio de.Dios, es decir, de otro distinto, en lo que tienen de más radical. Pues bien, no tenemos acceso a la alteridad más que por la inteligencia, facultad del noyo o del otro percibido precisamente como otro.

Este movimiento de la inteligencia, ¿no expresa; por otra parte, la radicalidad del don mutuo que se hacen de sí­ mismos Dios y la criatura? A la primera procesión trinitaria, la del Verba, responde el primer movimiento de nuestro ser espiritual. Luego, ese papel de la inteligencia creyente atestigua el respeto que Dios tiene por los seres inteligentes que ha hecho. El mensaje, como veremos, no hace más que proponer a la Conciencia clara el don que Dios hace de sí­ misma y la realidad que suscita en nosotros.

b) El amor y la libertad: el atractivo de la comunión con la vida divina. Creer en Dios que nos habla es algo que tiene que ver también con el amor y la libertad. Es incluso esa atracción del bien propuesto por la revelación lo que promueve el-comportamiento creyente en su conjunto. “Creo porque quiero creer'”. -El bien último que se propone a mi existencia no pertenece a mi condición de criatura: está más allá de aquello que me permite mi naturaleza: un conocimiento y un amor de Dios que siguiera los caminos de la analogí­a, un proceso asintomático, “felicidad en movimiento, pero no bienaventuranza”, escribí­a Maritain (Neuf legons sur les notions premiéres de la philosophie morale, Parí­s 1951, 99). Con toda libertad acepto dejarme seducir por la vocación nueva que Dios me propone: la participación, en virtud de la encarnación, de la condición del Hijo mismo de Dios. La decisión del creyente no recae simplemente en los medios que lo pondrán en camino hacia un fin ya asignado, sino que recae sobre el mismo fin último.

De este modo, la fe no es libre solamente por el hecho de apelar a las disposiciones de confianza y de obediencia respecto a Dios que habla, o porque el mensaje de la fe escape al control de la razón raciocinante, siempre en busca de evidencias. La fe es libre fundamentalmente porque acepto ser atraí­do, por encima de todo lo que puedo concebir o querer de mí­ mismo, por el bien del acceso a la red de relaciones trinitarias. La gracia viene a alcanzarnos en esa decisión con que acogemos un sentido nuevo para nuestro ser en su globalidad. “No es por la proclamación exterior de la ley y de la doctrina -escribí­a Agustí­n en su refutación de Pelagio-,sino por una poderosa acción interior y secreta, admirable e inefable, como Dios es el autor, en el corazón de los hombres, no sólo de verdaderas revelaciones, sino también de las decisiones voluntarias conformes con el bien” (De gratia Dei el de peccato originali XXIV, 25: CSEL 42, 145).

c) El comportamiento: la “sequela Christi”: Esta adhesión del corazón y del espí­ritu tiende a consumarse en un comportamiento de hijo de Dios, en la sequela Christi: la fe supone un compromiso total. La palabra que acoge el creyente es la palabra de Dios. Tanto acto como verdad, esa palabra suscita lo que enuncia, y quiere, por tanto, transformar la existencia que se abre a ella. La fe sin obras que la realicen es vana; está “muerta”, como decí­a Santiago (2, 14-16; cf 1,22-25), así­ como Pablo, que, a pesar de negar a las obras de “la ley” la fuerza de merecer por sí­ mismas la salvación, mantiene que la fe verdadera va acompañada necesariamente de las obras producidas en nosotros por el Espí­ritu (Rom 8,4; Ef 2,s-lo).

Si la pérdida de la amistad con Dios por el pecado no implica necesariamente en el hombre la desaparición de la fe, no se sigue que la fe pueda existir sin la aspiración al amor de Dios. La fe implica necesariamente el deseo de la salvación, la reconciliación, y luego la unión plena y definitiva con Dios. “La vida cristiana no es una consecuencia de la fe, sino su auténtica realización en el hombre; por la acción asiente el hombre plenamente al misterio de Cristo como real” (J. ALFARO, La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano, en Concilium 21 [1967] 61).

d) Los gestos y los ritos: la vida sacramental. La fe tiene todaví­a que expresarse y celebrarse en unos gestos en los que la condescendencia de Dios sale a nuestro encuentro en nuestra realidad corporal y comunitaria. El bautismo es considerado desde los primeros siglos cristianos como el sacramento de la fe. “Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo” (Gál 3,26-27). “En el bautismo fuisteis sepultados con Cristo, habéis resucitado con él por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos” (Col 2,12). Por otra parte, el evangelio de Juan muestra cómo la fe y la eucaristí­a están ligadas en un contrapunto admirable (c. 6). Si la fe es necesaria para la acogida de la eucaristí­a, el pan de vida aparece como el resumen y el test supremo de la fe.

S. LA UNIDAD DE LA FE. La fe, que pone a contribución la totalidad de nuestros recursos, presenta además, en sus mismas estructuras, un carácter de unidad, en la que se reconoce la simplicidad de Dios y de su acción. Esta unidad se realiza en un triple nivel. Desde un punto de vista formal, la fe es indisolublemente una acogida de la realidad misma de Dios y una adhesión a la revelación que hace de sí­ mismo. En cuanto al contenido de esta revelación, es juntamente homogéneo a la acción de Dios y al proceso del creyente; es expresión del proceso mismo por el que Dios se da y por el que la humanidad lo acoge-Estos dos puntos de vista de la forma y del contenido se reúnen finalmente en la asociación del creyente con la experiencia religiosa de Jesucristo, mediador y plenitud de la revelación.

a) Acogida de la realidad de Dios y adhesión al mensaje de la revelación. La adhesión vital al misterio de la intimidad tripersonal de Dios y de nuestra comunión con este misterio implica algo muy distinto de los elementos ordinarios de nuestras afirmaciones. Hay allí­ algo más que el ejercicio de nuestros poderes nativos de intuición, de observación y de deducción. Tampoco da plenamente cuenta de la realidad la fe que podemos poner en nuestros semejantes.

Acoger la palabra de Dios sin desnaturalizarla, como hemos dicho, supone que la verdad divina, medio o apoyo de nuestro saber, queda incorporada al proceso de nuestra afirmación y que el espí­ritu del creyente es adaptado al misterio de Dios como a un objeto ya connatural. Por tanto, no es ya un concepto -por muy elevado que se le fabrique- lo que polariza el dinamismo humano, sino la realidad única y estrictamente irrepresentable de Dios.

“Por la gracia se comunica y manifiesta Dios en sí­ mismo, sin más mediación que su inefable atracción hacia sí­, y el hombre conoce aconceptualmente a Dios en la vivencia de su llamada. Tal conocimiento no es visión de Dios, ni experiencia inmediata de Dios, sino tendencia vivida hacia el trascendente en sí­ mismo y (en esta tendencia) captación aconceptual de su término, que es el Absoluto como Gracia” (J. Alfaro, La fe como entrega personal, a.c., 63).

b) Homogeneidad del proceso y del contenido de la fe. La unidad brilla además de forma impresionante entre el contenido de las proposiciones y el proceso de la fe. Lejos de ser una colección de afirmaciones sin ví­nculos internos con la actividad que los soporta, el objeto de la fe abarca el doble movimiento por el que Dios y el hombre se entregan el uno al otro. En efecto, ¿de qué se trata en la fe, sino de la pura acogida a partir de Dios de una palabra comprometida con nuestra historia y plenamente reveladora de Dios, palabra que se ha hecho nuestra con toda lucidez y libertad? Triple paso de acogida, de audición y de apropiación, que nos pone en presencia de un Dios fuente o Padre, Verbo o Hijo encarnado, Espí­ritu o amor, que se entregan a nuestro espí­ritu para asegurar nuestro propio don. Por consiguiente, nuestro proceso guarda correlación con la fecundidad interna de un Dios Padre, Hijo y Espí­ritu, de la encarnación del Verbo en nuestra raza y en nuestra historia, de la comunión de vida querida por Dios entre él y la humanidad. Las fórmulas del credo cristiano no hablan de otra cosa.

En esta correspondencia entre el proceso y el contenido, la fe presenta un aspecto mistagógico, al que eran muy sensibles los padres de la Iglesia: la fe da acceso al misterio que es fuente y objeto de la revelación divina. “Quiso Dios, con su bondad y sabidurí­a, revelarse a sí­ mismo y manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la palabra hecha carne, y con el Espí­ritu Santo pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina” (DV 2).

c) Jesucristo, mediador y plenitud de la revelación. La fe encuentra, finalmente, su unidad viva en la persona de Jesucristo. Efectivamente, en Cristo, don absoluto de Dios a la familia humana, la fe encuentra su fundamento, su objeto y su fin. La fe se apoya primero en Cristo como en el único mediador de la revelación plena. “Mi Padre me ha confiado todas las cosas; nadie conoce perfectamente al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera manifestar” (Mt 11,27). “El hombre Jesús no puede tener conciencia de sí­ mismo sin la conciencia inmediata de la persona del Verbo, relación subsistente al Padre, es decir, sin la visión inmediata de Dios, su Padre” (J. ALFARO, Las funciones salví­ficas de Cristo como revelador, señor y sacerdote, en Mysterium Salutis III/ 1, Cristiandad, Madrid 1971, 732).

Mediador de la fe, Cristo es también su objeto pleno: “Hermanos, cuando llegué a vuestra ciudad, llegué anunciándoos el misterio de Dios no con alardes de elocuencia o de sabidurí­a, pues nunca entre vosotros me precié de saber otra cosa que a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado” (1Cor 2,1-2). En Jesús, Hijo de Dios, se nos revela la totalidad del misterio: la Trinidad, la encarnación redentora, la filiación adoptiva por el don del Espí­ritu de Jesús.

Finalmente, es Cristo el que promueve la fe como el bien o como el fin que la fe busca: ” No hay salvación en ningún otro, pues no se nos ha dado a los hombres ningún otro nombre debajo del cielo para salvarnos”, proclama Pedro ante el sanedrí­n (He 4,12). “Dios envió a su Hijo…, a fm de que recibiésemos la condición de hijos adoptivos. Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espí­ritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre!” (Gál 4,4-6). Dios nos reconcilia consigo en la medida en que nos une a su Hijo amado, y la felicidad que busca el creyente es la participación en la condición de Cristo resucitado.

BIBL.: ALFARO J., La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano, en “Concilium” 21 (1967) 5669; In, Foi et existente, en “NRTh” 90 (1968) 561-580; In, Fe, en Saeramentum Mundi III, Barcelona 1976, 102-128; BALTHASAR H.U. von, La gloire et la croix I, Parí­s 1965; BOUtLLARD H., Lógica de la fe, Madrid 1964; Fnux J. M., La foi du Nouveau Testament, Bruselas 1977; RAHNEa K., Observaciones sobre la situación de la fe hoy, en R. LATOURELLE y G. O’COLLINS (eds.), Problemas yperspectivas de teologí­a fundamental, Salamanca 1982, 393-416; ID, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 19843; WELTE B., Qu ést-ce que croire? Montreal 1984.

G. Langevin

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

La palabra †œfe† se traduce del griego pí­Â·stis, cuyo significado primario comunica la idea de confianza y firme convicción. Dependiendo del contexto, la palabra también podrí­a significar †œfidelidad†. (1Te 3:7; Tit 2:10.)
La Biblia define la fe como †œla expectativa segura de las cosas que se esperan, la demostración evidente de realidades aunque no se contemplen†. (Heb 11:1.) La expresión †œexpectativa segura† traduce la palabra griega hy·pó·sta·sis. Este término, común en los antiguos documentos comerciales en papiro, transmite la idea de algo tangible que garantiza una posesión futura. En vista de esto, Moulton y Milligan, en su Vocabulary of the Greek Testament (1963, pág. 660), dan al mencionado pasaje la siguiente traducción: †œFe es la escritura de propiedad de las cosas que se esperan†. La palabra griega é·leg·kjos, que se traduce †œdemostración evidente†, comunica la idea de presentar pruebas que demuestren algo, particularmente algo contrario a lo que parece a simple vista. La prueba presentada aclara lo que no se habí­a discernido antes y descarta lo que parecí­a a simple vista. La †œdemostración evidente†, o la prueba convincente, es tan clara y determinante que se dice que es la misma fe.
Por consiguiente, la fe es el fundamento para la esperanza y la prueba convincente de las realidades que no se ven. La verdadera †œfe† cristiana la componen todo el conjunto de verdades reveladas por medio de Jesucristo y sus discí­pulos inspirados. (Jn 18:37; Gál 1:7-9; Hch 6:7; 1Ti 5:8.) La fe cristiana se fundamenta en toda la Palabra de Dios, de la que forman parte las Escrituras Hebreas, referidas con frecuencia por Jesús y los escritores de las Escrituras Griegas Cristianas en apoyo de sus propias declaraciones.
La fe se basa en pruebas concretas. La creación visible da testimonio de la existencia de un Creador invisible. (Ro 1:20.) Los mismos acontecimientos que tuvieron lugar durante el ministerio y la vida terrestre de Jesucristo le identifican como el Hijo de Dios. (Mt 27:54; véase JESUCRISTO.) El que Dios siempre haya hecho provisiones materiales para la creación animal y vegetal sirve de base para creer que también proveerá lo necesario para sus siervos, y el que haya dado la vida y la haya restaurado fundamenta la creencia en la esperanza de la resurrección. (Mt 6:26, 30, 33; Hch 17:31; 1Co 15:3-8, 20, 21.) Lo que es más, la veracidad de la Palabra de Dios y el cumplimiento exacto de sus profecí­as inspiran confianza en la realización de todas sus promesas. (Jos 23:14.) Así­, de muchas maneras, †œla fe sigue a lo oí­do†. (Ro 10:17; compárese con Jn 4:7-30, 39-42; Hch 14:8-10.)
Por lo tanto, la fe no es credulidad. La persona que tiende a ridiculizar la fe suele tener fe en amigos leales y de confianza. El cientí­fico tiene fe en los principios de la rama de la ciencia en la que se ocupa. Basa sus nuevos experimentos en descubrimientos pasados y va tras nuevos descubrimientos sobre la base de esas cosas ya establecidas como verí­dicas. Del mismo modo, el granjero prepara su terreno y siembra la semilla, esperando, como lo ha hecho en los años anteriores, que la semilla brote y las plantas crezcan a medida que reciben el agua y la luz necesarias. Por lo tanto, la fe en la estabilidad de las leyes naturales que gobiernan el universo constituye el fundamento para los planes y las actividades del hombre. A esa estabilidad aludió el sabio escritor de Eclesiastés cuando dijo: †œEl sol también ha salido fulguroso, y el sol se ha puesto, y viene jadeante a su lugar de donde va a salir fulguroso. El viento va hacia el sur, y da la vuelta en movimiento circular hacia el norte. El va girando y girando de continuo en forma de cí­rculo, y sin demora vuelve el viento a sus movimientos circulares. Todos los torrentes invernales salen al mar; no obstante, el mar mismo no está lleno. Al lugar para donde salen los torrentes invernales, allí­ regresan para poder salir†. (Ec 1:5-7.)
En las Escrituras Hebreas la palabra ´a·mán y otros términos afines comunican el sentido de confiabilidad, fidelidad, estabilidad, firmeza, estar firmemente establecido, ser perdurable. (Ex 17:12; Dt 28:59; 1Sa 2:35; 2Sa 7:16; Sl 37:3.) El sustantivo afí­n ´eméth por lo general quiere decir †œverdad†, pero también se puede traducir por †œfidelidad† o †œconfiabilidad†. (2Cr 15:3, nota; 2Sa 15:20; compárese con Ne 7:2, nota.) El conocidí­simo término †œamén† (heb. ´a·mén) también se deriva de ´a·mán. (Véase AMEN.)

Antiguos ejemplos de fe. Cada uno de los miembros de la †œgran nube de testigos† que Pablo menciona (Heb 12:1) tuvo una base válida para su fe. Por ejemplo, Abel sin duda conocí­a la promesa de Dios concerniente a la †œdescendencia† que magullarí­a a †œla serpiente† en la cabeza. Además, vio prueba tangible del cumplimiento de la sentencia que Jehová pronunció sobre sus padres en Edén. Fuera de allí­, Adán y su familia comieron el pan con el sudor de su rostro porque la tierra estaba maldita y como consecuencia producí­a espinos y cardos. Es posible que Abel observara el †œdeseo vehemente† de Eva por su esposo y que Adán la dominaba. Probablemente su madre le informó sobre los dolores que acompañaba a la preñez. Por otra parte, la entrada al jardí­n de Edén estaba custodiada por los querubines y la hoja llameante de una espada. (Gé 3:14-19, 24.) Todo esto tuvo que suponer para Abel una †œdemostración evidente†, y debió darle seguridad de que la liberación vendrí­a por medio de la †˜descendencia prometida†™; como resultado, impulsado por la fe, †œofreció a Dios un sacrificio de mayor valor que el de Caí­n†. (Heb 11:1, 4.)
Abrahán tení­a una base firme para la fe en la resurrección, ya que él y Sara habí­an experimentado la restauración milagrosa de su facultad procreadora, lo que en un sentido podí­a compararse a una resurrección que hací­a posible que la lí­nea familiar de Abrahán continuara mediante Sara. Como resultado de este milagro, nació Isaac. Cuando a Abrahán se le dijo que sacrificara a su hijo, tuvo fe en que Dios lo resucitarí­a. Basó esa fe en la promesa de Dios: †œEs por medio de Isaac por quien lo que será llamado descendencia tuya serᆝ. (Gé 21:12; Heb 11:11, 12, 17-19.)
Aquellos que acudieron a Jesús o que fueron llevados a él para ser sanados también disponí­an de pruebas que les permití­an tener una convicción firme. Aun en el caso de que no hubiesen sido testigos presenciales de las obras poderosas de Jesús, por lo menos habí­an oí­do de ellas. Sobre la base de lo que habí­an visto u oí­do, llegaron a la conclusión de que Jesús podí­a sanarlos a ellos también. Además, estaban familiarizados con la Palabra de Dios, de modo que conocí­an los milagros realizados por los profetas en tiempos pasados. Al oí­r a Jesús, algunos llegaron a la conclusión de que era †œEl Profeta† y otros, de que era †œel Cristo†. Por eso fue muy apropiado que en algunas ocasiones Jesús dijera a los que eran sanados: †œTu fe te ha devuelto la salud†. De no haber ejercido fe en Jesús, esas personas no se habrí­an acercado a él, y, por lo tanto, no habrí­an sido sanadas. (Jn 7:40, 41; Mt 9:22; Lu 17:19.)
Del mismo modo, la gran fe del oficial del ejército que rogó a Jesús a favor de su criado estaba fundada en pruebas fehacientes, de modo que llegó a la conclusión de que su criado serí­a curado simplemente con que Jesús †˜dijese la palabra†™. (Mt 8:5-10, 13.) Sin embargo, es digno de mención que Jesús sanó a todos los que fueron a él, sin requerir una fe mayor o menor según sus enfermedades. Nunca dijo que no podí­a sanar a alguien porque este no tuviera fe. Jesús realizó esas curaciones para dar testimonio y fundamentar la fe. Decidió no realizar muchas obras poderosas en su propio territorio, donde fue evidente la falta de fe, no porque no pudiera, sino debido a que la gente no lo merecí­a y habí­a rehusado escucharle. (Mt 13:58.)

Fe cristiana. Para que la fe sea del agrado de Dios, en este tiempo es necesario aceptar a Jesucristo, pues solo así­ es posible adquirir una posición justa ante Dios. (Gál 2:16.) Jehová rechaza a las personas que carecen de esta fe. (Jn 3:36; compárese con Heb 11:6.)
Dado que la fe es un fruto del espí­ritu de Dios, no es posesión de todas las personas. (2Te 3:2; Gál 5:22.) Para el cristiano verdadero, la fe no es estática, sino activa, creciente. (2Te 1:3.) De ahí­ que fuera apropiada la petición de los discí­pulos de Jesús: †œDanos más fe†, y que él les permitiera aumentarla, aportándoles más pruebas y entendimiento sobre los cuales basarla. (Lu 17:5.)
En realidad, toda la vida del cristiano está gobernada por la fe; esta le permite superar obstáculos como montañas que podrí­an estorbar su servicio a Dios. (2Co 5:7; Mt 21:21, 22.) Además, debe haber obras —pero no las de la ley mosaica— que estén en armoní­a con esa fe y que la manifiesten. (Snt 2:21-26; Ro 3:20.) Las situaciones adversas resultan en un fortalecimiento de la fe, y esta sirve como un escudo protector en la guerra espiritual del cristiano, ayudándole a derrotar al Diablo y vencer al mundo. (1Pe 1:6, 7; Ef 6:16; 1Pe 5:9; 1Jn 5:4.)
No obstante, la fe no se puede dar por sentada, pues su carencia es †œel pecado que fácilmente nos enreda†. Mantener una fe firme requiere luchar tenazmente por ella, resistir a aquellas personas que podrí­an sumir a un cristiano en la inmoralidad, combatir las obras de la carne, evitar el lazo del materialismo, mantenerse alejado de las filosofí­as y tradiciones de los hombres que destruyen la fe y, sobre todo, mirar †œatentamente al Agente Principal y Perfeccionador de nuestra fe, Jesús†. (Heb 12:1, 2; Jud 3, 4; Gál 5:19-21; 1Ti 6:9, 10; Col 2:8.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

Sumario: 1. La terminologí­a. II. Fe e incredulidad 1. Aspectos subjetivos de la fe: a) La confianza, b) La fidelidad, c) La escucha/obediencia; 2. La incredulidad. III. Depósito de ¡a fe: 1. Actitudes positivas para con el depósito; 2. Situaciones contrarias a la fe. IV. Gnosis/†™conocimiento. V. Fe y visión. VI. Fe y obras: 1 Fe y salvación; 2. La justificación por la fe exige las obras. VII. Don y búsqueda.
Prescindiendo del ámbito profano, jurí­dico y puramente religioso, entendemos por fe la total referencia a Dios, conocido en la revelación, por parte del hombre, que en el análisis de las propias dimensiones fundamentales con el mundo, la muerte, los demás hombres y la historia (GS 4-22) se descubre abierto a la trascendencia y dotado de una libertad que se explí­cita en la responsabilidad y en la esperanza.
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1. LA TERMINOLOGIA.
El examen de los vocablos, al mismo tiempo que ofrece una visión de conjunto de los pasajes bí­blicos, deja entrever la fe en sus dimensiones originales de confianza, conocimiento y obediencia. La raí­z fundamental †˜mn, presente en la forma hifil (he †˜mm) 52 veces, indica estabilidad y seguridad derivadas del apoyo en otro. Esto comprende ante todo -prescindiendo de los contextos profanos, en donde tener confianza (Dt 28,66; Jb 15,31; Jb 24,22; Jb 39,12) alterna mediante la variación de las preposiciones con tener porverdadero (Gn 45,26; IR 10,7; 2Cr 9,6; Pr 14,15; Jr40,14)- el sentido de abandonoy de confianza. Fe es entonces el entregarse en manos del Dios de Abrahán (Gn 15,6) en el momento en que parecí­an haber caducado los plazos de realización de la promesa de una posteridad (Gn 12,1-4); es la aceptación de la palabra de Moisés sobre su experiencia con Yhwh que le habí­a prometido la liberación Ex 4,31 cf Ex 4,1); es la actitud compleja (temor, reverencia, asombro, confianza, obediencia) del pueblo ante los signos salví­ficos (Ex 14,31); es el reconocimiento de Moisés como enviado de Dios en tiempo del
pacto sinaí­tico (Ex 19,9). En momentos crí­ticos de la historia de Judá, por motivos contingentes, como la coalición siro-efraimita, o duraderos, como la amenaza siria, la fe se convierte en renuncia a los apoyos humanos (Is 7,9 cf Is 8,13), en confianza exclusiva en la acción de Yhwh (Is 28,16), en fuente de tranquilidad. †œEn la conversión y la calma está vuestra salvación; en la mesura y la confianza está vuestra fuerza† (Is 30,15); reconocer a Yhwh como único salvador hasta hacerse testigos suyos (Is 43,10), aceptar la lección increí­ble del sufrimiento y de la muerte engendradora de justificación y de vida (Is 53,1; Gn 3,5) es la fe que se requiere en ciertos perí­odos, como el del destierro, cuando se hunden todas las seguridades humanas.
En la plegaria la fe asume acentos más personales y matizados. †œYo estoy seguro de ver los bienes del Señor en el mundo de los vivos† (SaI 27,13) es una seguridad que se une al reconocimiento de que Dios salva mediante obras maravillosas, a la obediencia a sus mandamientos (SaI 78,22; SaI 78,32), á la aceptación de las promesas de salvación (SaI 106,12; SaI 106,24; SaI 116,10; SaI 1; SaI 1966): Una fe tan sólida en el Señor y en los profetas que proporciona éxito (2Cr 20,20) y engéndrala fidelidad (†˜emúnah). Esa fe puede reconocerseen un comportamiento recto (2R 12,16; 2R 22,7; 2Cr 31,18), en la constancia con que se escucha la voz de Dios (Jr 7,28; SaI 119,30), en considerar justa la dirección divina de la marcha de la historia (Ha 2,4), en dejarse transformar por el incansable amor divino (Os 2,21). Una respuesta plena a la alianza; mediante el reconocimiento del único Dios (Dt 5,7), el amor exclusivo y confiado (Dt 6,5), la observancia de los preceptos (Dt 7,12), se expresan por la palabra más densa †˜emün Dt 32,20) y por la más frecuente y conocida emet: para ésta la fe asume el matiz de sinceridad de corazón, y, más que cualquier otro derivado de †˜mn, se abre al significado de †œverdad† (Jos 2,14; SaI 26,3 ), fiabilidad de las personas y de las instrucciones (Ne 7,2; Ne 9,13), duración consistente (Is 16,5; 2S 7,16
Otros términos como butah (confiar), tí­pico de las oraciones y de los himnos (SaI 13,6; SaI 25,2; SaI 26,1 ), hasah (refugiarse) como búsqueda real o figurada de una protección por parte del individuo (SaI 64,11; Is 57,13) o de la comunidad (SaI 2,12; SaI 5,12; SaI 17,7; SaI 18,31), hakah (aguardar), yahal (anhelar) con qawah (esperar), relativos a una deseada intervención de Yhwh, entran en el campo más amplio de he†™emün, subrayando el aspecto de confianza. La terminologí­a vetero-testamentaria describe, por tanto, la fe como †œconocimiento-reconocimiento de Yhwh, de su poder salvador y dominador revelado en la historia, como confianza en sus promesas, como obediencia ante los mandamientos de Yhwh (J. Alfaro, Fides…, ???).
Al decir amen, que es una forma participial, se afirma que todo lo que sale de la boca de Dios es tan seguro que merece toda confianza, tan verdadero que ha de ser creí­do y tan sólido que puede orientar debidamente la vida. †œAmén† sanciona de este modo un compromiso solemne, preciso e irrevocable, reforzado por la repetición, solemnizado por la reno-, vación de la alianza (Ne 8,6) y hecho sagrado en aquel comienzo de culto en Jerusalén (ICrón 16,36), establecido luego en cada una de las partes del salterio (SaI 41,14; SaI 72,19; SaI 89,53; SaI 106,48). Más que un simple deseo o un asentimiento débil Jr28,6), decir †œamén† supone una responsabilidad jurada (Nm 5,22), una renovación pública, comunitaria y litúrgica del compromiso de observar los mandamientos (Dt 27,15-26) o de practicar la justicia social Ne 5,13). Inseparable de la confianza, el †œamén† se convierte en aclamación litúrgica (1 Crón 16,36), incluso en la adhesión neotestamentaria a la oración (Rm 1,25; Ga 1,5; 2P 3,18; Hb 1,21), a las palabras ico 14,16) y alas promesas que en Cristo -el amén de Dios a los hombres, encarnación del Dios del amén (Is 65,16; Ap 3,14), el posesor de una palabra sólida (Mt 5,18; Jn 1,51 )-hacen eficaz nuestro †œamén† al Padre (2Co 1,20).
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La variedad de la terminologí­a del AT se condensa en un único término, frecuentí­simo, del NT:
pistéuopí­stis (creer/fe), vinculado al / milagro en los sinópticos (Mc 2,5; Mc 5,36), que conservan el sentido preminente de confianza. Creer es también reconocera Jesús como el mesí­as (Mc 15,32) a través de su muerte y resurrección (Hch 2,14-36), de manera que llega a cualificar simplemente al cristiano como †œel creyente† (Hch 2,44; Hch 4,32; Hch 1). Vinculada í­ntimamente al misterio de la salvación, la fe
-el vocablo más usado (242 veces) después de Dios, Cristo, Señor, Jesús y Espí­ritu-se convierte en Pablo en conocimiento y aceptación del misterio pascual (Rm 10,9; Rm 10,14; IP 1,8; IP 1,21; St 2,5), de la persona de Cristo (Rm 1,17; Ga 2,6; Ef 2,8; Flp 3,9). Se realiza así­ una evolución desde un sentido subjetivo (él acto de creer) a un sentido objetivo (el contenido que se cree), llegando a identificarse con el kerygma (Rm 10,8; Ga 1,23; Ga 3,2; Ga 3,5; Ef 4,5), como ocurre en los Hechos (6,7) y más ampliamente en las cartas pastorales (ITm 1,19; ITm 4,1; ITm 6,10; ITm 6,12). Semejante lí­nea de pensamiento se encuentra de nuevo en el †œcreer†joaneo (usado 98 veces de forma absoluta o con preposiciones, en contraste con el único testimonio del sustantivo †œfe† en IJn 5,4) como aceptación de la persona y de la misión del Hijo. Finalmente es densa en significado la definición de la fe, que acentúa el aspecto subjetivo, en la carta a los Hebreos (11,1) como certeza de lo invisible, confianza en las promesas de Dios y compromiso de fidelidad del hombre: la limitación tan sólo al elemento intelectivo privado de confianza es
la fe insuficiente que se condena en la carta de Santiago (2,14).
Así­ pues, †œla fe es la respuesta integral del hombre a Dios, que se revela como su salvador, y esta respuesta incluye la aceptación del mensaje salví­fico de Dios y la confiada sumisión a su palabra. En la fe vete-rotestamentaria el acento recae en el aspecto de confianza; en la neotesta-mentaria resalta el aspecto de asentimiento al mensaje cristiano† (J. Al-faro, La fe como entrega, 59).
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II. FE ? INCREDULIDAD.
Es esencial para la fe la dimensión subjetiva, que se manifiesta como confianza, fidelidad, escucha! obediencia, cuya falta revela la incredulidad del sujeto.
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1. Aspectos subjetivos de la fe.
La fe es una reacción a la acción primordial de Dios (A. Weiser). Dentro de la apertura total del propio ser a Dios, la fe asume tantos elementos como son los aspectos del Dios que revela: temor, reverencia, culto, obediencia, amor, confianza, fidelidad, esperanza, anhelo, paciencia, adhesión, reconocimiento, por lo que puede decirse que ella †œse afianza así­ en Dios† (cf Pfammatter, 885; cf BibI.).
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a) La confianza.
Aunque presente en personajes -Abel, Henoc, Noé, Jacob, Moisés, Josué- y en partes narrativas y proféticas, la fe, en la dimensión subjetiva de abandono, apoyo seguro, confianza plena, entrega ilimitada, impulso, anhelo, resalta especialmente en Abrahán, el padre de los creyentes. †œCreyó en el Señor, y el Señor le consideró como un hombre justo† (Gn 15,6). La confianza en Dios lo lleva a esperarlo imposible, es decir, un hijo en su ancianidad (Gn 18,4). La situación de muerte de su cuerpo privado de vitalidad, como el seno de Sara (Hb 11,12), se transforma en vida en virtud de su confianza en la promesa, en su proyección por encima de toda esperanza humana, en su ausencia de vacilación, en su persuasión firme de que Dios es capaz de realizar todo lo que ha prometido, de forma que Abrahán se convierte en el amigo de Dios (Rm 4,18-22; Jc 2,25).
La confianza en Dios supera los lí­mites y las objeciones de la razón humana, renunciando a contar con uno mismo. Consciente de su propia incapacidad, de la insuficiencia de cualquier garantí­a humana, incluso milagrosa -siempre abierta a seductoras explicaciones racionales-, duda de sí­ misma y se abre a la intervención divina. Para eso tiene necesidad de encontrar un corazón bien dispuesto y humilde. A semejanza de Jesús, que †œse humilló a sí­ mismo haciéndose obediente hasta la muerte† (Flp 2,8), y de Marí­a, que es proclamada †œdichosa por haber creí­do que se cumplirí­an las cosas que habí­a dicho el Señor…, que se ha fijado en la humilde condición de su esclava† (Lc 1,45; Lc 1,48), la humildad lleva a la exaltación y a la consolación por parte de Dios (Lc 1,52; 2Co 7,6). Hasta qué punto la humildad es expresión de confianza puede percibirse en la actitud contraria de gloriarse en sí­ mismo, que expresa la seguridad del hombre autosuficiente, satisfecho de las obras y de la sutileza de sus intuiciones: aceptarse en la propia finitud, rechazando la sabidurí­a de este mundo, es algo que abre a la salvación encerrada para los creyentes en la necedad de la predicación de Cristo (1Co 1,21).
Esta actitud permite recibir el don que el Padre hace de sí­ mismo al hombre en Jesucristo. Lo que Jesús propone supera la inteligencia humana. La adhesión al amor absoluto sólo es posible a la confianza; creer es un acto libre, es un querer creer, como se deduce de los milagros. Es algo que provoca la confianza en Jesús, en aquel ciego de Jericó que se pone a gritar, a pesar de los reproches de la gente, suplicando piedad al Hijo de David (Mc 10,46); aquella reflexión secreta de la mujer tí­mida y desconfiada, segura, sin embargo, de que podrá curarse al mero contacto con el manto de Jesús (Mc 5,28); aquella petición de perdón, con sus gestos, de la pecadora poco preocupada del juicio de los presentes (Lc 7,37); aquella certeza en el poder de Jesús sobre el mal que tení­a el oficial romano (Lc 7,7-8), lo mismo que aquel recurso infalible a la fuerza de Dios que es la oración: †œTodo lo que pidáis en la oración creed que lo recibiréis, y lo tendréis† (Mc 11,24). El aspecto fiducial, limitado para Pablo al contexto de las promesas divinas (Rom 3,2lss; 4,1 8ss; Gal 3,6ss) y clave interpretativa de los grandes personajes de la historia sagrada (Hb 11,4-38), prosigue también en Juan, en continuidad con los sinópticos. En efecto, para él la fe es una atracción, un impulso hacia la persona de Jesús, que se convierte en adoración: †œRespondió:
†˜Creo, Señor†™. Y se puso de rodillas ante él† (Jn 9,38). Jesús exige que nos fiemos de su persona a través de la aceptación de su testimonio (cf 8,45 y 2,23). El aspecto fiducial de la fe lo recoge la DV 5: †œAl Dios que se revela se le debe la obediencia de la fe, con la que el hombre se abandona en manos de Dios de forma totalmente libre, prestándole el pleno asentimiento del entendimiento y de la
voluntad y consintiendo libremente en la revelación que él hace. Mediante este aspecto el hombre †œfundamenta su existencia en Dios mismo en el misterio de su palabra y de su gracia; renuncia a vivir de la confianza en sí­ mismo, en los demás hombres o en el mundo, para abandonarse absolutamente al Otro†™ trascendente, al Absoluto como Amor; va más allá del horizonte de la inteligencia humana y acepta como verdad absoluta la revelación de Dios en Cristo; sale del amor a sí­ mismo y se abandona a la gracia de Dios como garantí­a única de salvación. Es una decisión que implica, en una tensión dialéctica, el riesgo de la audacia y la confianza del abandono†™ (J. Alfaro, Foiet exis-tence, 567).
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b) La fidelidad.
La confianza plena conduce a la fidelidad, que es imitación y participación de la fidelidad de Dios. Saliendo muchas veces al encuentro del hombre, Dios ha permanecido fiel a la alianza (Dt 7,9), a las promesas (2S 7,28; Os 2,22; SaI 132,11; Tb 14,4) y realiza sus obras a pesar del pecado: Dios es definido varias veces como †œfidelidad† en el Deuteronomip, en el Salterio y en los profetas. †œEl es la roca, sus obras son perfectas, todos sus caminos son la justicia misma; es Dios de fidelidad† (Dt 32,4). El hombre participa con su confianza de la estabilidad de Dios y de sus obras, como Moisés, fiel en su casa (Nm 12,7
-como sus brazos llenos de fidelidad hasta el ocaso durante la batalla contra Amalee (Ex 17,12)- en una comunidad de perspectivas, de pensamientos y de responsabilidades; como el sacerdote fiel (IS 2,35); como David (IS 22,14) en su reino estable (2S 7,16). Sin la fidelidad el hombre se vuelve vací­o, vanidad, nada, semejante a los í­dolos (Is 19,1; Is 19,3; Ez 30,13; Ha 2,19; SaI 96,5; SaI 97,7).
Es necesario proclamar la fidelidad de Dios (SaI 36,6), invocarla (IR 8,56-58), para que haga germinar en nuestra tierra la fidelidad a él. En una economí­a de la alianza, Dios exige nuestra fidelidad (Jos 24,14), incluso como condición para una fidelidad de los hombres entre sí­, que con frecuencia falla (Jr 9,2-5). A imitación del siervo fiel que lleva a cabo su misión en medio de contrastes -tipo de Cristo que da cumplimiento a la fidelidad de Dios (2Co 1,20), como sacerdote fiel (Hb 2,17)-, los †œfieles† (Hch 10,45; 2Co 6,15; Ef 1,1) se preocuparán de considerar la fidelidad como uno de los mayores mandamientos Mt 23,23), como una constante en todos los momentos de la vida (Lc 16,10-12). Si esta fidelidad supone una lucha continua contra el maligno, especialmente en los últimos tiempos (Ap 13,10; Ap 14,12), tiene, sin embargo, como premio el gozó del Señor (Mt 25,21; Mt 25,23) y está asegurada como don del Espí­ritu (Ga 5,22)y de la sangre de Cristo (Ap 12,11).
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c) La escuchajobediencia.
La comprensión del ví­nculo entre la fe y la obediencia exige la superación de dos mentalidades opuestas y bastante difundidas. Por una parte, el hombre moderno, que justamente considera su autonomí­a como un gran valor, estima la obediencia como un mal necesario -con vistas a la educación y a la convivencia- y acaricia el ideal de su desaparición. Por otra parte, un pensamiento derivado de la filosofí­a helenista -en particular del neoplatonismo, que hace consistir la perfección en la renuncia a la propia voluntad y en la confianza a la autoridad instituida por Dios-, restringiendo la obediencia al cumplimiento de la voluntad de otro y a la ejecución de la orden o del mandato por amor a él, supone que la autodeterminación de suyo aleja de Dios. La obediencia en un clima de alianza, es por el contrario, un modo de estar en la intimidad de la amistad con Dios, una tendencia a vivir como él y -según recuerda la palabra griega hipakoe y el latí­nn audirel oboedire: oí­r! obedecer- supone el escuchar. Escuchar (Is 1,10; Jr 2,4; Am 4,1) es la actitud activa de la persona (Ex 33,11; IS 3,9; 1s8,9) y del pueblo (serna†™: Dt5,1; Dt6,4; Dt9,1) delante de Dios que se revela gradualmente en la palabra, en el mensaje, en el anuncio. La función del oí­r (Mt 13,16; Hch 2,33 Un Hch 1,1) está en relación con la comprensión de los misterios del reino (Mc 4,12), de los momentos significativos de la vida de Jesús (Mc 9,7), de Pablo (2Co 12,4); del Apocalipsis (1,3; 22,88). El escuchar auténtico equivale a asimilar e interiorizar la palabra, hasta hacerse sinónimo del kirygma que suscita la fe (Mt 8,10). †œAl recibir la palabra de Dios que os predicamos (akoe), la abrazasteis no como palabra de hombre, sino como lo que es en verdad, la palabra de Dios, que permanece vitalmente activa en vosotros, los creyentes† (1 Tes 2,13). Sin la consecución de este objetivo, la simple percepción externa no es propiamente un oí­r (Mc 8,18); los judí­os no sacaron ningún provecho de la palabra, †œporque al escucharla no se unieron a ella por la fe† (Heb4,2).
Por el contrario, hay una relación directa entre el escuchar auténtico y la fe. †œLa fe proviene de la predicación (akoe), y la predicación es el mensaje de Cristo (Rrn 10,17): el anuncio que contiene y mira a la fe (akoe pí­steos) lleva a la experiencia del Espí­ritu, que realiza maravillas en el hombre (Ga 3,2; Ga 3,5 ), en primer lugar la transformación del egoí­smo humano en amor oblativo (ágape), con el consiguiente gozo, paz, longanimidad, benevolencia, confianza, mansedumbre, dominio de sí­ mismo (Ga 5,22). La superacióndela sorderayde la incircuncisión (Dt 18,19; Jr 6,10; Jr 9,25; Hch 7,51)encuentrasu verificación en la acogida de la palabra de Jesús y en pertenecer a Dios y a la verdad (Jn 8,43; Jn 8,47; Jn 10,16; Jn 18,37), como la Virgen, que se distinguió en esta acogida de la palabra (Lc 11,28 cf Lc 2,19; Lc 2,51). La audición sigue a la revelación como palabra.
Cuando se hace plena y duradera, esta atención a la palabra de Dios pone en movimiento todo el ser; lleva a un compromiso completo, a esa obediencia que se convierte en expresión de una respuesta plena a la revelación, lo mismo que la palabra que se transforma en hecho (Sal 33,6; Is 55,10-11; Jn 14,12) induciendo a la acción (Mt 7,16; Mt 7,26; Rm 2,13). El oí­r †œse realiza de veras sólo cuando el hombre, con la fe y con la acción, obedece a aquella voluntad que es voluntad de santificación y de penitencia. Así­, como coronación del oí­r, nace el concepto del obedecer, que consiste en creer, y del creer que consiste en obedecer† (G. Kittel, GLNT 1, 593). Lo mismo que el oí­r de Dios se hace efectivo, es decir, Dios escucha una petición, no sólo respecto a Jesús (Jn 11,41 s; Hb 5,7), sino respecto a todos los que cumplen la voluntad de Dios (Sal 34,16; Sal 34,18; Jn 9,31; IP 3,12) -o sea, de aquellos que, creyendo en el nombre del Hijo, piden según su voluntad (IJn 5,14), como lo hacen el pobre, la viuda y el huérfano, los humildes, los prisioneros (Ex 22,22; Sal 10,17; Jc 5,4)-, así­ también el oí­r del hombre supone una transformación de su vida.
Por eso la obediencia no indica en primer lugar un comportamiento moral, sino la nueva condición del cristiano, una actitud positiva, de acogida de la palabra. Obedecer es permitir al evangelio libremente aceptado que manifieste su fuerza transformadora del hombre; es un dejarse conducir en toda la vida, rechazando a ese otro amo competitivo que es el pecado. †œcNO sabéis que al entregaros a alguien como esclavos para obedecerle sois esclavos de aquél a quien obedecéis? Si obedecéis al pecado, terminaréis en la muerte; y si obedecéis a Dios, en la justicia† (Rm 6,16), La vida de Cristo, con el acto supremo de amor en la cruz libremente aceptada, es obediencia (Rm 5,19)> que le hace a él y a nosotros sacerdotes Hb 57 Hb 5,10; Hb 10,14). Obediencia es la realidad nueva que la aceptación dé Cristo glorioso produce en todas las gentes (Rm 1,5); es la acogida del misterio revelado por Pablo relativo a la unificación de toda la realidad en Cristo (Rm 16,26); es una respuesta al evangelio que obliga a someterse libremente a Dios, conocido como veraz y como fiel; es la nueva condición del hombre capacitado para uniformarse a la voluntad divina. Esto supone una intervención de la voluntad, una actitud de libre homenaje. La obediencia y la confianza revelan dos aspectos de la aceptación del evangelio. La sola confianza sin obediencia podrí­a convertirse en vago sentimiento, lo mismo que la sola obediencia sin confianza correrí­a el peligro de transformarse en una sumisión a un Dios-amo. El encuentro con Dios realiza-de en la confianza se hace profundo y duradero gracias a la obediencia.
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La expresión †œobediencia de la fe†, obediencia †œque consiste o se realiza enrí­a fe† (Bengel) o convierte a los cristianos en hijos de la obediencia (IP 1,14), más allá de una simple adhesión especulativa, afirma la aceptación del evangelio con la mente, la voluntad y el corazón, de forma que toda la vida se vea envuelta en ello. Esta expresión paulina encuentra un paralelismo en Juan, donde Jesús invita a observar sus mandamientos lo mismo que él ha observado los mandamientos del Padre (Jn 15,10). La obediencia que Jesús presta al Padre es la revelación de sí­ mismo como salvador de los hombres. El mandamiento (emole) ha perdido el sentido de precepto para adquirir el de palabra reveladora del amor trinitario. El hombre a su vez lo guarda cuando acoge en la fe esta revelación, se deja impregnar por ella y se comporta de manera que no la deja escapar (teréin).
De aquí­ se sigue, a ejemplo de Jesús, que †œha dado a conocer todas las cosas que ha oí­do a su Padre† Jn 15,15), la necesidad de escoger las actitudes que favorezcan la penetración de este don con la ayuda de las explicitaciones que es posible encontrar en-la revelación. La obediencia se refiere, por tanto, a lo que †œel Señor ha dicho† (Ex 24,7) en el ¡decálogo y en la ley, y a, lo que sigue diciendo en las circunstancias y en los signos de los tiempos, imitando a Cristo, que obedeció al Padre a través de intermediarios, de personas, de sucesos, de instituciones, de autoridades, de compromisos cotidianos. De todas formas, hay que tener presente que, mientras la obediencia a Dios es absoluta (Hch 4,19), la sumisión a los intermediarios es relativa a su capacidad de expresar la voluntad de Dios, que sólo parcialmente está contenida en la realidad humana como signo que hay que leer debidamente.
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2. La incredulidad.
La incredulidad es la tentación continua del hombre destinatario de la revelación, lo mismo que la idolatrí­a es la condición permanente del pagano. Ante las maravillas siempre nuevas del amor de Dios, sustraí­do a todo control y verificación, el creyente se ve situado todos los dí­as ante el dilema: fiarse únicamente de Dios o caer en la incredulidad, que se convierte en la raí­z de todo pecado. La incredulidad es no tomar a Dios como apoyo, haciéndose indócil y rebelde, generación cuyo corazón no fue constante y cuyo espí­ritu fue desleal para con Dios… †œSu corazón no estaba firmemente con él, y no eran leales a su alianza† SaI 78,8; SaI 78,37). Es apoyarse en la propia vida (Dt 28,66), lo mismo que hace el malvado. Es considerar a Yhwh incapaz de comprender y de liberar al hombre en sus necesidades, el cual consiguientemente †œmurmura† como la generación del ¡desierto, presa del hambre y de la sed (Ex 16,2-3; 17,2-3; Núm 11,4-5; 20,2-3), del miedo ante el enemigo (Dt 8,14-16 Ps 78,11 Ps 106,7Nb 14,11; Am
4,6ss). Es negación de la existencia de un plan divino. †œQue se dé prisa, que acelere su obra para que la veamos, que se presenten y se realicen los planes del Santo de Israel para que los conozcamos† (Is 5,19). Es dar un ultimátum a Dios para que se decida a cumplir sus promesas. Es el infantilismo religioso de Acaz (Is 7,12). Es rebelión en el plano práctico, con el desprecio del Creador, roca de salvación (Dt 32,18 ). Es sustraersea las leyes, ofreciendo un culto sin participación del corazón (Is 1,11-13), que lleva a igualar a Yhwh con los í­dolos. La incredulidad, que fácilmente puede transformarse en idolatrí­a (Ex 32; Dt 9,12-21), asume un aspecto más doloroso cuando se hace adulterio, prostitución de la esposa (Os 2; Jr3; Ez 16). Lleva entonces a tener un corazón dividido (Os 10,2), a buscar ayuda en otras partes Is 18,1-6), a confiar en las instituciones (Jr 7,4), a endurecerse(Is 6,10).
La incredulidad se agudiza ante Jesús, que exige para con su misma persona (Mt 11,6) todo lo que el piadoso israelita reconocí­a a Yhwh. La objeción de la racionalidad presentada por Zacarí­as, y que se hace más evidente ante la fe de Marí­a (Lc 1,18; Lc 1,38), continúa en la de los paisanos de Jesús (Mc 6,6), de los fariseos (Mt 15,7), de las ciudades del lago y de los judí­os (Mt 8,10). La incredulidad revela la falta de un corazón humilde (Mt 11,25), de la oración y del ayuno (Mt 17,20-21), y admite varios grados: es miedo ante la tempestad (Mt 8,26), olvido de la enseñanza de Jesús en los milagros (Mt 16,8-10), escándalo ante el misterio de la cruz (Mt 16,23) y -extrañamente increí­ble (Hch 26,8)-es negación de la resurrección en los discí­pulos (Lc 24,25; Lc 24,41; Mt 28,17; Mc 16,11; Mc 16,13-14), en los judí­os (Hch 7,56-57), en los paganos (Hch 17,31-32).
El misterio de la incredulidad aparece sobre todo en el rechazo de Cristo por parte de aquel pueblo que tení­a la misión histórica de esperarlo y de dar testimonio de él. Si para explicar la condenación a muerte de Jesús basta con recurrir a la ignorancia y a la culpabilidad de los judí­os (Hch 10,39), el rechazo continuo de la predicación apostólica obliga a Pablo, dolorido y preocupado (Rm 9,2) a iluminar este misterio, descubriendo en él la última invención de una providencia divina que en el carácter temporal de la falta de fe vislumbra una mayor facilidad de la conversión de los gentiles (Rm 11,25; Rm 11,31).
Si Pablo recurre a la incredulidad del antiguo pueblo -castigado antes por haber hecho inútiles tantos prodigios (1Co 10,1-5) y sometido ahora a la severidad de Dios por haber rechazado a Jesús (Rm 11,22)- para poder amonestar a los cristianos, Juan ve en el judí­o -que no ha †œacogido† ni †œreconocido†™ (Jn 1, ??? 1) en Jesús el Cristo, la Palabra encarnada, al Hijo de Dios enviado por el Padre- el tipo mismo del incrédulo, el reflejo del mundo malo, inmerso en el pecado, que le impide venir a la luz y lo incapacita para †œser de la verdad†™ (Jn 3,21; Jn 18,37), ir más allá de lo maravilloso que aparece en los gestos de Jesús (Jn 6,26). El incrédulo se queda en la etapa de Nicode-mo (3,2), sin alcanzar la fe de la sa-maritana en la palabra (4,15) o la fe conmovedora del oficial del rey (4,53). Si la fe tiene necesariamente grados, requiere un camino para aceptar la †œobra† de Jesús (17,4), reveladora de su intimidad con el Padre (14,10), que fue el camino que recorrieron los discí­pulos (2,11), Pedro (6,63), el ciego de nacimiento (9,35- 38), María (11,25-27), Tomás (20,25-28). Pero el que no tiene en sí­ el amor de Dios (5,42), sólo se preocupa de la comida que perece (6,27), se siente apegado a los privilegios de raza (8,33), a la vanagloria (9,28), a la autosuficiencia (9,39-41), no forma parte del rebaño de Cristo (10,26), odia la luz (3,19), tiene por padre al diablo, que impide creer en Jesús que dice la verdad; ésta se convierte incluso en ocasión de incredulidad (8,45). El incrédulo entonces se cierra cada vez más a los signos que no ve (12,37), a la palabra que no penetra (8,37), a la luz que lo ciega (9,39). La incredulidad, más que distinguir en grupos sociales, pasa por dentro de cada persona, está siempre oscilando en sus fronteras; pero mientras uno no haya †œmuerto en su pecado† (8,21), siempre tendrá el camino abierto para reconocer en Jesús al Hijo del hombre (9,35).
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III. DEPOSITO DE LA FE.
Esta expresión introduce la consideración del aspecto objetivo de la fe. Partamos de nuestra experiencia. Cuando un amigo nos narra un hecho desconocido y singular o nos revela su propia experiencia interior, le decimos: †œConfí­o en ti, en tu persona†. Esta frase supone esta otra: †œCreo y acepto todo lo que tú dices.

Incluso humanamente la fe es en primer lugar una confianza y un abandono en una persona -como el hijo en sus padres, el alumno en el maestro, el adulto en una persona amiga-, pero desemboca necesariamente en la aceptación de todo lo que se nos cuenta: la falta del primer aspecto de la fe lleva al aislamiento, a la esterilidad, hace imposible cualquier relación económica, social, comunitaria, matrimonial, familiar. De la misma forma, en las relaciones con Dios, la actitud esencial de fiarse de él lleva consiguientemente a la afirmación dedos contenidos, de los acontecimientos de la revelación. Estos se aceptan no porque el hombre los comprenda en su evidencia racional o experiencia directa, sino por la confianza en quien los propone. La fe en Dios es también fe en lo que él revela: el NT habla, junto apí­stis (pistéuein) eis, de pistéuein hoti, expresiones que la reflexión teológica traducirá enlí­-des qua y fides quae.
Este segundo aspecto, presente ya en el AT en la necesidad de reconocer las intervenciones salví­ficas de Yhwh en la historia, tal como se refleja en la fórmula de fe, es subrayado en el NT hasta llegar a ocupar el primer puesto. Esto se debe a la novedad del acontecimiento †œCristo†, que después de haber exigido considerar inminente la venida del reino, pide que se acepte el valor mesiánico de su persona. El aspecto objetivo de la fe, que comienza en Marcos, es desarrollado por Mateo y Lucas, hasta alcanzar su cima en Juan. La dimensión intelectual de la fe †œcorresponde al carácter real del misterio de Cristo; si no se salvaguarda el primero, es imposible salvaguardar el segundo [el aspecto fiducial]. La fe vive de la realidad de su objeto, que es la intervención salvadora de Dios por Cristo; si el evento salví­fico de Cristo no es real en sí­ mismo, tampoco es real para mí­; no es posible vivirlo como real† (J. Alfaro, La fe como entrega, 59; cf BibL).
El contenido de la fe tiene un núcleo en torno al cual gira como expli-citación, desarrollo, profundización y actualización todo aquello que Dios ha revelado. Se le puede enunciar como la voluntad absoluta del Padre de salvar a todos los hombres a través de su Hijo Jesucristo en el don del Espí­ritu. Esta voluntad se revela en una dimensión histórica que tiene su comienzo en la alianza veterotestamentaria (Di 26,5-9; Jos 24,2-13) y su cumplimiento en la encarnación, muerte y resurrección de Jesucristo. Al ser la †œplenitud de toda la revelación† (DV2 cf Mt 11,27; Jn 1,14; Jn 1,17; Jn 14,6; Jn 17,1-3; 2Co 3,16; 2Co 4,6; Ef 1,3-14 ), la persona de Jesús resucitado (Hch 2,24; Hch 2,36), Hijo de Dios (Mc 9,7; Rm 1,3; Hb 1,5), es el objeto central de la fe. Al dar el Espí­ritu en virtud de su glorificación (Jn 7,39), Jesús crea en los hombres la intimidad filial con Dios, el amor fraterno como irradiación de la ágape divina y la certeza de participar en la gloria del Señor resucitado. En su vida de fe como diálogo personal con Cristo, en analogí­a con el continuo diálogo de Jesús con el Padre, el cristiano extiende, mediante un nexo irrompible, su acto de fe a la Iglesia, †œcuerpo y plenitud† de Cristo, instituida como †œsacramento o signo e instrumento de la unión í­ntima con Dios y de la unidad de todo el género humano† (LG 1). Si es lógica la exigencia de desarrollar en todas sus implicaciones este núcleo fundamental, como de hecho ha sucedido a lo largo de los siglos, es necesario evitar que †œla multitud espesa de árboles dogmáticos no nos deje ver el bosque de la fe† (vv. Kasper). Sigue siendo importante que la comunidad conserve todas las verdades dé la fe (lTm 4,6; 2Tm 1,13; Tt 1,9) o, como se dice en términos jurí­dicos, el †œdepósito† (lTm 6,20; 2Tm 1,12; 2Tm 1,14) transmitido (2Ts 2,15; 2Ts 3,6). Sin embargo, cada cristiano profesa todas las verdades implí­citamente, aceptándDIAS y creyéndDIAS en la Iglesia.
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1. Actitudes positivas para conel depósito.
Para una fidelidad y conservación plena de las verdades de fe, la Iglesia primitiva se preocupó no tanto de hacer una lista completa y minuciosa de proposiciones claras como de señalar algunas actitudes fundamentales respecto al núcleo esencial, reconociendo un orden o †œjerarquí­a† en las verdades (UR 11). Para una confesión pública y oficial de las intervenciones salví­ficas de Dios es más decisiva la actitud práctica de apertura y de acogida de sus iniciativas que la enumeración completa de sus actos. El pueblo antiguo, partiendo del culto, reconoció en proposiciones de fe (el †œcredo histórico† de G. von Rad) que su nacimiento y su desarrollo se debí­an a la dirección de Yhwh: el recuerdo de los hechos del pasado, desde las promesas hechas a los patriarcas hasta la liberación de Egipto, se convierten en certeza de una presencia actual (Ex 20,2 Lev 19,36, y más ampliamente Dt 26,5-9; Jos 24,2-13; Jdt 5,6-19; SaI 105; SaI 135; SaI 136) y de una esperanza para el futuro; esta confesión se refiere a los hechos históricos, aun cuando se usan para Dios ciertos términos como †œroca†, †œfuerza†, †œsalvación†™. Este confesarla fe, que en el AT se limita a reconocer a Yhwh como †œDios salvador† (Os 12,10; Os 13,4; Dt 32,12; Jos 24,16-18), se convierte en el NT en confesión (homo-Ioghí­alhomologhéin) de †œJesús el Cristo† (Rm 10,9; ico 12,3), cuya liberación afecta a toda la humanidad, se refiere al enemigo más temible (el pecado) y es definitiva:
la confesión de Pedro (Mt 16,16; Jn 6,68-69), como la del ciego de nacimiento (Jn 9,17; Jn 9,36-38), busca el origen de la fe en el contacto personal con Jesús. Motivada a veces por el deseo de vencer el miedo o la indolencia, la confesión de fe es prueba de la aceptación de una doctrina delante de la comunidad ya creyente (Flp 2,11), en momentos de especial importancia como el bautismo o la ordenación (lTm 6,12), con ocasión de la persecución (Hch 4,20; Hch 7,56).

Necesaria cuando la omisión equivaldrí­a a renegar de ella (Jn 9,22), manifiesta al mundo la decisión irrevocable del hombre en favor de Cristo, que atestiguará en favor suyo delante del Padre (Mt 10,32; Lc 12,8). Todo esto se realiza a través de breves fórmulas de naturaleza cultual (Flp 2,5-11; lTm 3,16 1P IP 3,18-22) o bautismal (Hch 8,37), con la evolución, bajo el impulso de una reflexión teológica, desde un solo artí­culo cristológico (1Co 12,3 Un ico 2,22; ico 4,15; Hb 4,14) a dos artí­culos, con la inclusión de Dios-Padre (1Co 8,6; lTm 2,5; lTm 6,13-14), o a tres, con el añadido del Espí­ritu (Mt 28,19).
Cuando la confesión de la fe se dirige en primer lugar a los hombres, de forma solemne, durante un processo o una contestación, se hace testimonio (o martirio, del griego marty-rí­ajmartyriorí­), creando al testigo (o mártir, gr. mártys). A diferencia de confesar, atestiguar es un concepto neotestamentario, limitado en el AT a Israel †œtestigo de Yhwh† entre las naciones (Is 43,9; Is 43,10; Is 43,12). Aun tolerando un sentido más amplio referido al evangelio (Mc 13,9), el testimonio atañe a los doce que, elegidos y enviados por el Señor (Lc 24,48), llenos de Espí­ritu (Hch 1,8), garantizan la fiabilidad de la resurrección Hch 1,22): a través de este cí­rculo fijo, de esta institución fidedigna, las generaciones futuras pueden entrar en contacto con el resucitado, sin verse perjudicadas por la distancia desde el †œcentro del tiempo† (Conzelmann). A los doce se asocia Pablo, convertido en el camino de Damasco en testigo de Cristo resucitado (Hch 22,15; Hch 26,16), cuya realidad hace sólida la fe (1Co 15,14), posible la comunidad ico 1,6), superable la persecución (Ap I,9;Ap 12,1I;Ap 17,6). Si Lucas está preocupado por garantizar la certeza del núcleo central de la fe frente a tradiciones no fiables, Juan, más profundamente, acentúa el testimonio sobre todo lo que Jesús dijo de sí­, compartido por! Juan Bautista (Jn 1,7; Jn 1,19; Jn 1,32; Jn 1,34), por los discí­pulos (15,27), por el pueblo (12,17), por el Espí­ritu (15,26), por el Padre (8,18), por las Escrituras (5,39), por ras:obras (5,36; 10,25). Este testimonio presupone la apertura a Cristo, la fe en él más allá de toda posibilidad probatoria. De este modo el testimonio veraz (Jn 17) hace que †œtambién vosotros creáis† (19,36; cf Un 5,6b-.11). A continuación, a partir de la primera mitad del siglo n, el apelativo de testigo!mártir se reservará para los que hayan dado testimonio de Cristo a través de la muerte cruenta.
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Un testimonio particular de Cristo es el que da la Iglesia cuando se encuentra unida en la fe. La principal unidad en la feas de tipo experiencial vivido: el estar y permanecer en Cristo (Jn 15,4) -el cual vive Ga 2,20), habita (Ef 3,17) en el hombre que come y bebe su sangre (Jn 6,54)- demanera que se es una sola cosa con el Padre y con los hermanos, †œpara que el mundo crea que tú me has enviado†(Jn 17,21). La unidad de fe, conciliable con la pluralidad de orientaciones teológicas, se refiere sobre todo ala verdad esencial: †œHay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo y un solo Dios, padre de todos, que está sobre todos, por todosyen todos† (Ef 4,5-6), †œun solo pan† (1Co 10,17), †œun solo pastor, un solo rebaño†( Jn 10,16).
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2. Situaciones contrarias a la fe.
Aunque no comprometa la unidad de la fe, el cisma rompe la caridad y hace menos creí­ble la Iglesia delante del mundo (Jn 17,21). Como la separación del reino del norte por motivos religiosos (IR 11,33) produjo confusiones idolátricas (IR 12,28; IR 12,32) impidiendo la fuerza del testimonio entre las naciones, así­ las divisiones perturban la armoní­a del cuerpo de Cristo que es la Iglesia (1Co 12,25). Esas divisiones provienen de la †œcarne† (Ga 5,20; ico 3,3-4), son signo de la falta de comprensión de la verdadera sabidurí­a de la cruz (1Co 1,10; ico 1,18) y están en flagrante contraste con el significado de la cena (1Co 11,18) y con la unidad de origen y de finalidad de los carismas (1Co 12,11).
Más grave que el cisma, que se limita a una grieta, a un desgarrón en la comunión eclesial, la herejí­a toca directamente a la fe, negada conscientemente en alguna verdad revelada. Desconocida en el AT por su limitado contenido intelectual, la herejí­a, ya prevista por Jesús (Mt 24,5; Mt 24,11), se describe en los escritos paulinos como cristalización de tensiones en unos partidos o sectas, analogas a las de los judí­os ico 11,19); ataca la doctrina (Rm 16,17) y se caracteriza de este modo en los últimos escritos neotestamentarios: †œHabrá entre vosotros falsos maestros, los cuales enseñarán doctrinas (hai-réseis) de perdición, negarán al Señor que los redimió y se buscarán una ruina fulminante† (2P 2,1). La primera herejí­a surgió entre los judaizantes que creí­an necesaria la circuncisión para la salvación, haciendo inútil el valor de la cruz de Cristo (Hch 15,1; Hch 15,5; Ga 5,2). El mundo griego, irónico frente al anuncio evangélico de Pablo (Hch 17,32), tení­a dificultad en admitir la resurrección de los muertos (1Co 15,2; ico 15,11-17), limitaba el valor y la dignidad de la persona de Cristo (Col 2,8), negaba su †œvenida en la carne† (IJn 2,22-23; IJn 4,2-3; 2Jn 7). El que persiste obstinadamente en el error a pesarde las advertencias fraternas (Mt 18,15-17), se somete al juicio de Cristo o anáthema. Esta palabra, que pasó de significar la consagración a Dios mediante la destrucción en la guerra santa (herem: Núm 21,2-3; Jos 6) a designar una separación, se aplica al que pronuncia afirmaciones contrarias a la fe. Es anatema el que, †œdeformando el evangelio de Cristo† en favor de la necesidad de la circuncisión para la salvación, cae bajo la maldición divina (Ga 1,7-9; ico 16,22). Pablo se alegra de ello, paradójicamente, si con ello logra reunir con Cristo a sus connacionales (Rm 9,3). El anatema supone una separación de la comunidad Tt3,10) con posterioridad al naufragio de la fe (lTm 1,19). El insulto al nombre de Jesús, como en otros tiempos al nombre de Yhwh (Lv 24,16), a través de la blasfemia se opone directamente a la fe. En efecto, no se acepta entonces a Jesús como †œHijo de Dios† (Mt 26,63-65; Mc 15,29; Jn 10,33). No se trata de simple ignorancia, sino de rechazo voluntario de la revelación divina, ilustrada por los milagros:
atribuí­rselos al demonio es una blasfemia contra el Espí­ritu Santo (Mt 12,31) imperdonable, ya que está en el origen de otras reacciones en cadena que fijan una situación de cerrazón total ante la palabra. En efecto, se rechaza no a un Dios lejano, sino experimentado ya en su obra de gracia y de luz; esta situación se repetirá en el tiempo de la Iglesia (Ap 2,9).
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IV. GNOSISicoNOCIMIENTO.
La posibilidad de confesar o de atestiguar, así­ como.la de limitar el contenido de la fe, se deriva de su carácter cognoscitivo o de gnosis. Esta palabra evoca espontáneamente la corriente espiritual (†œgnosticismo†), tan compleja y no aclarada aún del todo, que floreció en el siglo II d.C, la cual pretende mediante el †œconocimiento de sí­, es decir, del hombre en cuanto Dios† (H. Schlier), †œhecho partí­cipe de la misma naturaleza divina, o sea, ante todo de la inmortalidad† (R. Bultmann), conseguir la salvación en el retorno a sus orí­genes. Expresión de una autosuficiencia humana, la gnosis es negación de la fe y se ha de combatir, por tanto, en todas sus manifestaciones iniciales (1Co 1,17-21; lTm 6,20).
Pero el NT utiliza el término †œgnosis† para indicar el saber profundo y vital de la salvación (Lc 1,77; Rm 15,14; ico 1,5; 2Co 2,14; 2Co 4,6; 2Co 8,7; 2Co 10,5; Flp 3,8; Col 2,3; Col 3,18); el conocimiento humilde y devoto de la voluntad de Dios (Rm 2,20); la libertad cristiana (1Co 8,1; ico 8,7; ico 8,10; ico 8,11); un don del Espí­ritu para la profundiza-ción del dato revelado (1Co 12,8; ico 13,2), superior al hablar en lenguas (1Co 14,6), aunque destinado a desaparecer (1Co 13,14) y poseí­do por Pablo (2Co 11,6
El aspecto intelectual de la fe se expresa ordinariamente por el verbo conocer (ghinoskein), usado por Pablo en paralelo con creer. †œCaminar en la fe† (2Co 5,7) y †œconocer imperfectamente†, así­ como †œvivir en la fe del Hijo de Dios†, equivale a †œconocer el amor de Cristo† (Ga 2,20 y Ef 3,19), mientras que la †œfe en Cristo† lleva a †œconocerle a él y la virtud de su resurrección† (Flp 3,9-10). Este aspecto cognoscitivo puede percibirse en aquella evolución del sentido de †œfe† que pasa del acto del creer al objeto creí­do, el †œevangelio de la verdad† (2Co 6,7; Col 1,5; Ef 1,3), †œel conocimiento de la verdad† (lTm 2,4; 2Tm 3,7). Entonces †œla fe es el conocimiento (a partir del mensaje oí­do) de la salvación †˜ya†™ realizado en Jesucristo y del †˜todaví­a no†™ de su visión y plenitud† (J. Pfammatter, 896). Este conocimiento, que no es dato puramente especulativo y teórico, sino unidad en el amor, †œes un reflejo de la iniciativa divina de †˜conocer†™ al hombre, o sea, de llamarlo a la salvación† (R. Bultmann). El carácter no individual, imperfecto, libre, de don, la unión en el amor, el no disponer del objeto conocido, sino †œdejarse determinar por lo que se co-noce†(H. Schlier), †œen aquella í­ntima relación de amistad entre cognoscen-te y conocido† (Clemente de Alejandrí­a), distingue con claridad al conocer bí­blico del gnóstico; esto es especialmente evidente en Juan, en quien el conocimiento pierde el aspecto puramente intelectualista para convertirse en impulso, en ví­nculo, en hechizo, en entrega a Cristo.
Creer y conocer resultan entonces intercambiables. La unidad de los suyos lleva al mundo a creer Jn 17,21) y a conocer (17,23) en Jesús al enviado del Padre. Creer que †œtú eres el mesí­as, el hijo de Dios que tení­a que venir al mundo† (11,27), es paralelo a †œconocer que éste es el Cristo† (7,26; cf 8,24 y 28; 14,2 y 20); hay una mutua prioridad (6,69; 8,31.32; 10,38; 17,8; 4,12; Un 4,16). Este conocer es penetración del misterio de Cristo. †œCreer en la vida eterna† (6,47) equivale a †œconocerte a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo† (17,3). El acto de fe en Cristo es un movimiento del ser iluminado y consciente (4,42); es un venir a la luz semejante a un entender, a un saber, a un entrar en su misterio, que no es del mundo, sino de lo alto (17,14; 8,23), de Dios (6,46). Aunque muchas veces los dos verbos son intercambiables, creer contiene siempre el conocer (cf Un 2,4 y 6), que designa †œaquella comprensión superior que es peculiar del creyente† (R. Bultmann). †œLa fe se abre a una comprensión cada vez más profunda, a una unión más estrecha con la persona †˜conocida†™, a un mayor amor a ella; el †˜conocer†™ (por lo menos en el ámbito terrestre) va unido a la fe y por tanto viene preservado de un equí­voco mí­stico o gnóstico† (R. Schnac-kenburg, ha fejoánica, en El evangelio según Juan 1, 550-551).
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V. FE Y VISION.
A diferencia del conocer, utilizado como paralelo del creer (Jn 6,69), el ver tiene una amplia gama de significados, indicando unas veces más y otras veces menos que la fe. En efecto, hay un ver que no conduce a la fe y aumenta la responsabilidad. Acercarse a Jesús sólo exteriormente (6,2), sin un compromiso moral, constituye un ver que no es creer (6,36). Los signos son un medio para la fe; pero el hombre que se limita a su carácter prodigioso y espectacular no merece la confianza de Jesús, que, conociendo la intimidad de los corazones (2,25), advierte la superficialidad de las relaciones con él. †œOs aseguro que no me buscáis porque habéis visto milagros, sino porque habéis comido pan hasta hartaros† (6,26). La visión de fe, por el contrario, lleva a comprender el valor cristológico de los milagros. El signo de Cana, como la resurrección de Lázaro, hacen ver la gloria de Dios (11,40), la de Jesús (2,11), es decir, aquella fuerza divina presente y operante en él, la cual, derivada de Dios, tiende en definitiva a glorificarlo. Un ver superficial impide reconocer la misma †œmaterialidad† del gesto de Jesús, el carácter factual, la indubi-tabilidad, la validez jurí­dica, como aparece en el interrogatorio del ciego de nacimiento (c. 9) y del coloquio con Nicodemo (3,2).
Si el ver la persona de Jesús puede llevar a reconocerlo como †œSeñor y Dios† (20,28), más afortunada es la condición de aquellos que llegan a la fe sin la visión (20,29). Tomás desea ver para tener pruebas tangibles: desde la herida de los clavos hasta meter el dedo en la llaga. Aunque no se le descalifica -ya que esto lo lleva a reconocer a Cristo-, este †œver† resulta inferior a la fe que suscita sólo la palabra (cf 10,38; 14,11). 0 mejor dicho: el valor de la visión depende de las circunstancias. El elogio del discí­pulo Juan, que †œvio y creyó† (20,8), se basa en su fe espontánea a falta de una Escritura clara (20,9), mientras que el reproche a Tomás está provocado por su obstinación ante los testimonios de los demás discí­pulos. En el futuro, será el testimonio de éstos la base más sólida para la fe (15,27). En definitiva, es sólo la actitud de fe la que lleva a †œver la vida† (6,36), es decir, a tener una experiencia directa y personal de Cristo. Cuando Natanael se siente penetrado en algún aspecto secreto de su vida (1,48), Jesús le promete la revelación de otras realidades más escondidas. †œCosas mayores que éstas verás. Os aseguro que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hom-bie† (1,50-51). Esta realidad más profunda es el descubrimiento durante la vida, y especialmente en el momento de la cruz, de la †œgloria† del Hijo del hombre (19,35-37); es un encuentro, más allá y dentro de la humanidad de Jesús, con el mismo Padre: †œEl que me ha visto a mí­ ha visto al Padre† (14,9); †œEl que me ve a mí­ ve al que me ha enviado† (12,45). El momento más profundo de esta visión de la gloria no es una contemplación sin velos de la realidad que se ha encontrado, no es una visión directa, sino siempre mediata: a Dios no lo ha visto nadie (1,18; 5,37). Aunque consiste en una participación de la vida eterna, en un encuentro amoroso, en un paso de la muerte a la vida, lo mismo que el oí­r, el conocer, el venir a la luz, el ver de la fe abraza sólo una realidad escondida, no poseí­da todaví­a.
La visión plena se reserva para el último dí­a (cf 6,54), para el tiempo de la definitiva manifestación, cuando †œlo veremos tal como es†(l Jn 3,2). Si a través de la humanidad de Cristo se supera aquel tipo de visión veterotes-tamentaria que se limitaba a una anticipación de la absoluta trascendencia y sublimidad de Dios (Ex 3,3; IR 19,11; Is 6,1), no desaparece la distinción entre el †œahora† y †œluego†. †œAhora vemos como por medio de un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara† (1Co 13,12), †œveremos la gloria de Cristo† (Jn 17,24). El †œcaminar en la fe y no en la visión† (2Co 5,7), †œla vida en la carne† (Flp 1,24 en espera del momento de †œaparecer con Cristo revestidos de gloria† (Col 3,4), de †œser arrebatados entre nubes por los aires al encuentro del Señor† (1 Tes 4,17), es tan sólo garantí­a y prueba de las realidades qué †œno se ven† (Hb 11,1). La visión †œterrena† y la †œcelestial† no son diversas cualitativamente, sino que se relacionan como principio y fin, como imperfección y perfección, como mediación e inmediatez, como tensión y realización, como saboreo previo y posesión, como fundamento y causa final (DS 801; DS 799), como participación y plena consumación: la visión de Dios en Cristo, que el hombre posee actualmente, prefigura, tiende y exige la contemplación directa del mismo misterio divino.
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VI. FE Y OBRAS.
El análisis de las diversas dimensiones de la fe plantea el interrogante sobre sus relaciones con las capacidades humanas, con el obrar del hombre. Entre los diversos aspectos de esta problemática, nos limitamos a preguntarnos†™ si a Dios se le alcanza con la fe sola o si son necesarias las obras del hombre. Es decir, si éste es auto-süficiente respecto a la salvación o si se encuentra en una incapacidad radical para alcanzarla. Procederemos en dos momentos. Ante todo, veremos cómo relaciona la Biblia con la fe el conocimiento y la adquisición de la salvación total como auto-rrealización terrena del hombre y unión plena con Dios; luego veremos cómo el momento salví­fico inicial o justificación es imposible sin la confianza y la obediencia al Señor; de todo ello se deducirá el sentido de las obras del hombre (para su análisis, cf / Obras).
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1. Fe ? salvación.
El primer gesto salví­fico es captado por la fe en la creación. †œPor la fe conocemos que el mundo fue creado por la palabra de Dios, de suerte que lo visible tiene una causa invisible† (Hb 11,3). Esta primera arquitectura (Jb 38,4-7) de Dios, †œdel que proceden todas las cosas† (1Co 8,6), revela la ternura divina y se convierte en el primer signo de la obra redentora de Cristo, †œprimogénito de toda la creación† (Col 1,15 ), cumplimiento como nuevo Adán (1Co 15,45) de la totalidad que ha sido hecha a través de él (Jn 1,3).
La salvación del octavo dí­a (Ber-diaeff) es vista en el descubrimiento de un Dios que provoca y acompaña la peregrinación de Abrahán, que ve la desgracia de su pueblo en Egipto, que lo saca fuera con mano fuerte y brazo extendido y lo conduce a un paí­s en el que fluye leche y miel; es decir, la fe destaca la fidelidad divina en la elección, liberación y asentamiento de un pueblo en la ¡tierra, y en la conservación de la dinastí­a, del templo y de los profetas. Permite además a los pobres de Yhwh, desde las confesiones de Jeremí­as hasta la contestación de Jb y los salmos de los †˜anawí­m, descubrir en el fracaso un medio doloroso de salvación, a través del grito de invocación de Dios que llena el vací­o más absoluto:
†œBueno es esperaren silencio el socorro del Señor…, pues quizá haya aún esperanza† (Lm 3,26; Lm 3,29).
La fe es la condición para entrar en el ¡ reino: †œSe ha cumplido el tiempo y el reino de Dios está cerca. Arrepentios y creed en el evangelio† (Mc 1,15). Sólo en presencia de la fe Jesús realiza milagros: †œNo hizo allí­ muchos milagros por su falta de fe† (Mt 13,58); †œSe le acercaron los ciegos, y Jesús les dijo: †˜,Creéis que puedo hacer esto?†™ Le dijeron: †˜Sí­, Señor†™. Entonces les tocó los ojos, diciendo: †˜Hágase en vosotros según vuestra fe† (Mt 9,28-29). La fe obtiene además aquella otra curación espiritual que es él perdón de los pecados: †œJesús, al ver su fe, dijo al paralí­tico: †˜Animo, hijo, tus pecados te son
perdonados††™ (Mt 9,2); de ello se benefician los samaritanos (Lc 17,16); los cananeos (Mc 7,26), los paganos. La fuerza que sale de Jesús no tiene más que una causa: †œTu fe te ha sal-vado†(Mc5,34; lOAS2). Efectivamente, creer en la palabra de Jesús es participar del poder que viene del Padre, y por tanto recibir una salvación total que afecta al cuerpo, al alma, a la naturaleza. †œOs aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza, dirí­ais a este monte: Vete de aquí­ allá, y se trasladarí­a; nada os serí­a imposible† Mt 17,20). Consciente de este poder, el demonio se esfuerza por †œllevarse la palabra de Dios de sus corazones para que no crean y se salven† (Lc 8,12). También en presencia de los apóstoles la fe obra milagros: †œ(Pablo), viendo que tení­a fe para ser curado (el cojo), dijo en alta voz:
†˜Levántate† (Hch 14,10). †œCree en Jesús, el Señor, y te salvarás tú y tu familia† (Hch 16,31).
Es Pablo el que presenta desde su primera hasta su última carta la fe como condición indispensable para la salvación: †œDios os ha escogido desde el principio para salvaros por la acción santificadora del Espí­ritu y la fe en la verdad† (2Ts 2,13). Esa fe†™ lleva †œa la adquisición de la incorrup-tibilidad gloriosa, participando de la gloria del Señor. Los creyentes evitarán la corrupción, la muerte, para vivir eternamente con Cristo† (M.E. Boismard, La foi dans Saint Paul, 67). Desde ahora la salvación supone la liberación gradual de nuestros cuerpos de la esclavitud de la corrupción (Rm 8,20) mediante la fe en la resurrección de Cristo. †œSi confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás. Con el corazón se cree para la justicia, y con la boca se confiesa la fe para la salvación† (Rm 10,9-10). †œHabéis resucitado también con Cristo por la fe en el poder de Dios† (Col 2,12). Es un poder que la fe obtiene de la †œpalabra†, realidad inseparable del Espí­ritu (Rm 1,16; Rm 8,11).
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El proceso de identificación de la salvación con la persona del salvador, ya claro en Pablo (lTm 4,10), se hace más profundo en Juan. Mientras que Pablo hace derivar la salvación del misterio del Señor muerto y resucitado, Juan la fundamenta †œen el yo mismo de Jesús Hijo de Dios, y es una salvación que se percibe claramente como la plenitud de los bienes divinos comunicados al hombre† (D. Mollat, La foi dans le quatrieme Evangile, 94). †œLo que Dios quiere que hagáis es que creáis en el que él ha enviado† (6,29). Equivalente a la conversión de los sinópticos, el carácter central de la fe resalta ya en el Bautista, convertido en el testigo para que todos crean (1,6). Creyendo que †œyo soy†, el hombre evita morir en los pecados (8,24), se hace hijo de la luz (12,36), adquiere la vida (5,40; 6,40) y la bienaventuranza (20,29). Expresiones equivalentes o paralelas como †œacoger† a Jesús (1,12; 5,43; 13,20), sus palabras (12,48), venir a el (540 6 35 7 37) seguirle (8 12 10 27) permanecer en el (154) en su palabra (8 31) en su amor (15,9), se condensan y se explicitan al mismo tiempo en la conclusión del evangelio, escrito †œpara que creáis que Jesús es el mesí­as, el hijo de Dios, y para que creyendo tengáis vida en su nombre† (20,31). Aun sin usar el sustantivo (excepto en 4,22)0 el verbo (excepto en 3,17; 5,34; 10,9; 11,12; 12, 27.47), Juan relaciona la fe y la salvación en expresiones significativas, como tener la vida (6,47), la vida eterna (3,16), poseer una vida más allá de la muerte (11,25), huir de la condenación (3,18), tenerla certeza de la resurrección (6,40), recibir una fuente que brota para la vida eterna (4,14), salir de las tinieblas (12,46).
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2, La justificación por la fe exige las obras.
Especialmente es en el momento inicial cuando el hombre es salvado por la fe. †œEl hombre es justificado por la fe sin la observancia de la ley†™ (Rm 3,28). La exclusión no se refiere solamente al obraren conformidad con la ley mosaica, entendida como conjunto de normas jurí­dicas, rituales, éticas, sino a cualquier acción o deseo del hombre. Aunque falta materialmente el adjetivo, el pensamiento de Pablo puede traducirse como justificación por la sola fe, según se dice más claramente en Gálatas: †œSabemos que nadie se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo; nosotros creemos en Cristo Jesús para ser justificados por la fe de Cristo, no por las obras de la ley; porque nadie será justificado por las obras de la ley†™ (Ga 2,16). La justificación causada por la fe consiste en una verdadera transformación interior del hombre, que se hace capaz de llevar una vida santa; no se limita a una declaración jurí­dica, a una simple †œimputación† de los méritos de Cristo. Coincidiendo con el don del Espí­ritu, fuente de santidad moral, la justificación produce efectos reales; es lo que Pablo desarrolla al vincular el don del Espí­ritu con el don de la ¡justicia (Ga 3,2-5; Ga 5,22).
La transformación real crea en el hombre un dinamismo nuevo, un impulso a †œllevar una vida digna de Dios† (lTs 2,12), a ejercer el amor fraterno, a conservar la santidad del cuerpo (lTs 2,14; lTs 4,1-12 cf lTs 5,23). Junto a la fe Pablo menciona con frecuencia la caridad y la esperanza (lTs 1,3; lTs 5,8) y usa fórmulas que unen la fe y la acción, como cuando habla de †œla obra de vuestra fe† (1 Tes 1,3) o de †œla fe que obra mediante la caridad† (Ga 5,6). La †œsola fe, que ciertamente no es contraria a las obras, las exige para que uno sea encontrado irreprensible el dí­a del juicio (1 Tes 5,23; cf Mt 25,43ss). Pero esto no es tanto obra del hombre, sino de Dios, que da amor y santidad (lTs 3,12-13; lTs 5,23-24); es †œfruto†del Espí­ritu (Ga 5,22; Ez 36,27); es el mismo Espí­ritu que vivificará algún dí­a nuestros cuerpos el motor de la vida moral. La vida nueva creada en el hombre es pura gracia, ya que †œsin mí­ nada podéis hacer† (Jn 15,5 ); en efecto, †œhabéis sido salvados gratuitamente por la fe…, para hacer obras buenas tal y como él dispuso de antemano† (Ef 2,8; Ef 2,10).
La continua insistencia en el valor y necesidad de la praxis acerca a ¡Pablo a / Santiago (St 1,22 y Rm 2,13), que tiene algunas expresiones al menos aparentemente contrarias a la doctrina de la fe como raí­z de la justificación. La dificultad no consiste tanto en considerar muerta a una fe sin obras (St 2,17), en lo que también Pablo podrí­a estar de acuerdo, como en considerar las obras como causa de la justificación, aunque sólo sea parcial (St 2,24). No es cuestión de recurrir a la solución fácil de san Agustí­n sobre la diversidad, de las obras, anteriores para Pablo, posteriores a la justificación para Santiago; en efecto, incluso después el hombre debe considerarse incapaz de llevar a término las exigencias de la ley nueva, es decir, del amor, si no quiere incurrir en el reproche dirigido a los judí­os (Rm 10,2-4). El acuerdo sustancial ha de buscarse en la diversa perspectiva de. los dos escritores. Si Pablo, al tratar sistemáticamente de la justificación, tiene razón en atribuirla a la fe, Santiago, partiendo de una tradición sapiencial sensible a la exaltación de la acción del hombre, de una cristologí­a al servicio de la ética, quizá ante ciertas desviaciones ya rechazadas por Pablo (Rm 3,8), se preocupa precisamente de evitar el inmovilismo y la inactividad. Aunque persiste cierta dificultad, el hecho de que Santiago entienda por †œjustificación† no ya el primer momento de la salvación, sino el segundo, el del testimonio vivido, el acuerdo sobre el valor de la palabra y el amplio campo de la †œdiversidad†™ expresiva de la fe, permiten concluir que no se trata de ninguna †œcontrariedad†™, aunque haya una †œcontraposición†™, una †œlucha.
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VII. DON Y BUSQUEDA.
De todo esto se deduce que la fe es puro don de Dios, es gracia. Si Dios no se abre al hombre atrayéndolo hacia sí­, resulta imposible creer. Sólo si Dios †œabre el corazón†™ (Hch 16,14), el hombre se hace capaz de †œvencer al mundo†™ (1Jn 5,4); en efecto, la fe es obra de Dios (Jn 6,29), no proviene de †œla carne ni la sangre†™ (Mt 16,17). †œHabéis sido salvados gratuitamente por la fe; y esto no es cosa vuestra, es un don de Dios† (Ef 2,8). Si redujésemos la fe a una obra humana, introducirí­amos de nuevo aquel †œgloriarse† que pone un diafragma entre Dios y el hombre; sólo el reconocimiento de la fe como don de Dios permite al hombre afirmar su propia incapacidad radical de salvación. †œLos judí­os son inexcusables, no tanto por haber rechazado las acciones visibles de Cristo como por haberse opuesto al instinto interior y a la atracción de la doctrina† (santo Tomás). Es la iniciativa del Padre lo que da a los hombres a Jesús Jn 6,37). †œNadie puede venir a mí­ si el Padre que rae envió no lo trae… Todo el que escucha al Padre y acepta su enseñanza viene a mí­† (Jn 6,44-45). Es decir, la fe no puede provenir solamente de Ja enseñanza y de los milagros de Jesús; se necesita una atracción del Padre. La pertenencia a Jesús es la consecuencia de una acción del Padre (Jn 10,26; Jn 10,29). Una adhesión a Cristo meramente humana, sin la atracción del Padre, termina con un triste abandono (17,12). †œEn el origen de la fe hay una atracción divina que es más fundamental que la opción humana, más fundamental incluso que la mediación visible de Jesús† (A. Vanhoye, Notre fol, oeuvre divine, 354). Y el honí­bre, ¿no tiene nada que hacer para alcanzar la fe o para caminar en ella?
Es necesario que se ponga en actitud de búsqueda. Aunque en el AT el sujeto de buscar es Dios y en el NT no se habla de una búsqueda de la fe (Hch 13,8), Jesús le asegura al hombre que encontrará cuanto desee (Mt 7,7-8), como Zaqueo que consiguió verlo (Lc 19,3), estando establecido que los hombres †œbusquen a Dios, y a ver, si buscando a tientas lo pueden encontrar†(Hch 17,27), afí­n de buscar la justificación en Cristo (Ga 2,17). La búsqueda humana es ya realmente una respuesta a una acción precedente de Dios que la purifica, la orienta hacia la atención de la palabra, la conversión, la acogida de la fe. La búsqueda del hombre se concreta entonces en dejarse buscar por Dios. Esto significa ante todo insistir en la propia libertad en el momento del don para hacerse discí­pulos de una enseñanza del Padre, a fin de vivir en la obediencia a la verdad conocida. †œEl que practica la verdad va a la luz† (Jn 3,21). La samaritana se dejó guiar cuando, puesta al descubierto en su condición moral, reconoció su situación y exclamó: †œSeñor, veo que tú eres profeta† (4,19). Los judí­os, por el contrario, ante la invitación de †œhacer las obras de Dios† en el sentido de acoger el designio de Dios sobre ellos, permanecieron firmes en su mentalidad de autosuficiencia al hacer las obras mandadas, en su disposición a aceptar tan sólo después de una atenta verificación sobre la suficiencia de los signos (6,28-30). Cuando se convierten en defensores del sábado y del honor de Dios, en realidad no salen del mundo estrecho de su autosuficiencia, cerrado a la circulación de aire puro que viene del don de Dios. Es necesario el compromiso de realizar la obra del Padre con la conciencia que se nos da de realizarla.
Además, en todos los momentos, el signo de la búsqueda sincera es la actitud de conversión basada en la humildad; ésta se manifiesta en el continuo camino ascético de eliminación de aquellas actitudes egoí­stas, de concentración en sí­ mismo y no en Dios, que obstaculizan la penetración de la gracia divina, que quiere decir conducir o incrementar la fe.
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8. Marconcini

Fuente: Diccionario Católico de Teología Bíblica

A) Acceso a la fe.

B) Preámbulos de la fe.

C) Naturaleza de la fe.

D) Motivo de la fe.

E) Fe y ciencia.

F) Fe e historia.

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

A. NOMBRE pistis (pivsti”, 4102), primariamente, firme persuasión, convicción basada en lo oí­do (relacionado con peitho, persuadir). Se usa en el NT siempre de fe en Dios o en Cristo, o en cosas espirituales. Esta palabra se usa de: (a) confianza (p.ej., Rom 3:25 [véase Nota (4) más adelante]; 1Co 2:5; 15.14,17; 2Co 1:24; Gl 3.23 [véase Nota (5) más adelante]; Phm 1:25; 2.17; 1Th 3:2; 2Th 1:3; 3.2; (b) fiabilidad (p.ej., Mat 23:23; Rom 3:3 “la fidelidad de Dios”; Gl 5.22: “fidelidad”, RVR77; Tit 2:10 “fieles”); (c) por metonimia, aquello que es creí­do, el contenido de la fe, la fe (Act 6:7; 14.22; Gl 1.23; 3.25 [contrastar 3.23, bajo (a)]; 6.10; Phm 1:27; 1Th 3:10; Jud 3:20, y quizás 2Th 3:2); (d) una base para la fe, una certeza (Act 17:31); (e) una prenda de fidelidad, la fe empeñada (1Ti 5:12). Los principales elementos en la fe en su relación con el Dios invisible, en distinción a la fe en el hombre, quedan especialmente expuestos con la utilización de este nombre y de su verbo correspondiente, pisteuo (véase CREER, A, Nº 1); son: (1) una firme convicción, que produce un pleno reconocimiento de la revelación o verdad de Dios (p.ej., 2Th 2:11,12); (2) una rendición personal a El (Joh 1:12); (3) una conducta inspirada por esta rendición (2Co 5:7). Según el contexto, uno u otro de estos elementos se destaca más. Todo ello está en contraste con la creencia en su puro ejercicio natural, que consiste en una opinión mantenida de buena fe sin referencia necesaria a su prueba. El objeto de la fe de Abraham no era la promesa de Dios; ello fue la ocasión de su ejercicio. Su fe reposaba en el mismo Dios (Rom 4:17, 20,21). Véanse FIDELIDAD, FIEL. Notas: (1) En Heb 10:23, elpis, esperanza, es mal traducida “fe” en la RV (RVR, RVR77: “esperanza”). (2) En Act 6:8, los mss. más comúnmente aceptados tienen caris, gracia, en lugar de pistis, fe (que es el término que aparece en TR; véase traducción de Besson). (3) En Mat 17:20, RVR, se sigue la sustitución de oligopistia: “poca fe”, siguiendo los mss. más comúnmente aceptados, en lugar de apistia (TR), “incredulidad” (RV). (4) En Rom 3:25, las diferentes revisiones de RV, así­ como Besson y NVI, conectan erróneamente la “fe” con “en su sangre”, como si la fe reposara sobre la sangre (esto es, la muerte) de Cristo; el en es instrumental; la fe reposa en la persona viviente; LBA traduce correctamente “a quien Dios exhibió públicamente como propiciación por medio de su sangre a través de la fe”; efectivamente: “por su sangre” tiene que ser relacionado con “propiciación”. Cristo vino a ser una propiciación por medio de su sangre; esto es, su muerte cruenta en sacrificio de expiación por el pecado. (5) En Gl 3.23, aunque está el artí­culo antes de “fe” en el original, la fe se tiene que tomar aquí­ como bajo (a) más arriba, y como en el v. 22, y no como bajo (c), la fe; el artí­culo es simplemente el de una mención repetida. (6) Para la diferencia entre la enseñanza de Pablo y de Santiago sobre la fe y las obras. (Véase Notes on Galatians, por Hogg y Vine, pp. 117-119.) Nota: El nombre oligopistia: “poca fe”, se halla en Mat 17:20 en los mss. más comúnmente aceptados; en TR, apistia, véase más arriba, Notas, (3). B. Adjetivo oligopistos (ojligovpisto”, 3640), lit.: pequeño de fe (oligos, pequeño; pistis, fe), es un término usado solamente por el Señor, y como tierna reprensión, frente a la ansiedad (Mat 6:30 y Luk 12:28); al temor (Mat 8:26; 14.31; 16.8), siempre traducido en RV y RVR como “hombre/s de poca fe”.¶

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

véase Creer

AA. VV., Vocabulario de las epí­stolas paulinas, Verbo Divino, Navarra, 1996

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Para la Biblia es la fe la fuente de toda la vida religiosa. Al designio que realiza Dios en el tiempo, debe el hombre responder con la fe. Siguiendo las huellas de Abraham, “padre de todos los creyentes” (Rom 4, 11), los personajes ejemplares del AT vivieron y murieron en la fe (Heb 11), que Jesús “lleva a su perfección” (Heb 12,2). Los discí­pulos de Cristo son “los que han creí­do” (Act 2,44) y “que creen” (lTes 1,7).

La variedad del vocabulario hebreo de la fe refleja la complejidad de la actitud personal del creyente. Dos raí­ces dominan sin embargo : aman (cf. *amen) evoca la solidez y la seguridad; batah, la seguridad y la *confianza. El vocabulario griego es todaví­a más diverso. La religión griega, en efecto, no dejaba prácticamente lugar para la fe ; los LXX, que no disponí­an por tanto de palabras apropiadas para reproducir el hebreo, procedieron a tientas. A la raí­z hatah corresponden sobre todo: elpis, elpizo, pepoitha (Vulg.: spes, sperare, conf ido); a la raí­z aman: pistis, pisteuo, aletheia (Vulg.: lides, credere, veritas). En el NT las últimas palabras griegas, relativas a la esfera del conocimiento, resultan netamente predominan-tes. El estudio del vocabulario re-vela ya que la fe según la Biblia tiene dos polos: la confianza que se dirige a una persona “fiel” y reclama al hombre entero; y por otra parte un proceso de la inteligencia, a la que una palabra o signos sirven para acercarse a realidades que no se ven (Heb 11,1).

Abraham, padre de los creyentes. Yahveh llama a *Abraham, cuyo padre “serví­a a otros dioses” en Caldea (los 24,2; cf. Jdt 5,6ss), y lepromete una tierra y una descendencia numerosa (Gén 12,1s). Contra toda verosimilitud (Rom 4,19), Abraham “cree en Dios” (Gén 15,6) y en su palabra, obedece a esta *vocación y pone toda su existencia en función de esta *promesa. El dí­a de la *prueba su fe será capaz de sacrificar al hijo, en el que se está realizando ya la promesa (Gén 22); en efecto, para ella la *palabra de Dios es todaví­a más verdadera que sus frutos: Dios es *fiel (cf. Heb 11,11) y todo *poderoso (Rom 4,21).

Abraham es desde ahora el tipo mismo del creyente (Eclo 44,20). Es el precursor de los que descubrirán al verdadero Dios (Sal 47,10; cf. Gál 3,8) o a su Hijo (Jn 8,31-41.56), a los que para su salud se remitirán únicamente a Dios y a su palabra (1Mac 2,52-64; Heb 11,8-19). Un dí­a se cumplirá la promesa en la resurrección de Jesús, descendencia de Abraham (Gál 3,16; Rom 4,18-25). Abraham será entonces el “padre de una multitud de pueblos” (Rom 4, 17s; Gén 17,5): todos los que en la fe se unirán con Jesús.

AT. La fe de Israel tiene por objeto primero un acontecimiento : la liberación de Egipto, y se expresa en una serie de fórmulas. Con ocasión de las grandes fiestas del año, el israelita recuerda su Credo (Dt 26,5-10) y lo transmite a sus hijos (Ex 12, 26; 13,8; Dt 6,20). Israel no cree más que en su Dios : su historia es la de las vicisitudes y del desarrollo de su fe.

I. LA FE, EXIGENCIA DE LA ALIANZA. El Dios de Abraham *visita en Egipto a su infortunado pueblo (Ex 3, 16). Llama a Moisés, se le revela y le promete “estar con él” para llevar a Israel a su *tierra (Ex 3,1-15). Moisés, “como si viera lo invisible”, responde a este gesto divino con una fe que “se mantendrá firme” (Heb 11, 23-29) pese a eventuales flaquezas (Núm 20,1-12; Sal 106,32s). Como *mediador comunica al pueblo el designio de Dios, mientras que sus *milagros indican el origen de su *misión. Israel es así­ llamado a “creer en Dios y en Moisés, su servidor” (E 14,31; Heb 11 19) con absoluta confianza (Núm 14,11; Ex 19,9).

La *alianza consagra esta implicación de Dios en la historia de Israel. En cambio, pide a Israel que *obedezca a la *palabra de Dios (Ex 19,3-9). Ahora bien, “*escuchar a Yahveh” es ante todo “creer en él” (Dt 9,23; Sal 106,24s); la alianza exige, pues, la fe (cf. Sal 78,37). La vida y la muerte de Israel de-penderán en adelante de su libre *fidelidad (Dt 30,15-20; 28; Heb 11,33) en mantener el amén de la fe (cf. Dt 27,9-26) que ha hecho de él el *pueblo de Dios. A pesar de las innumerables infidelidades de que está entretejida la historia de la travesí­a del desierto, de la conquista de la tierra prometida y del estable-cimiento en Canaán, esta epopeya pudo resumirse así­: “Por la fe cayeron las murallas de Jericó… y me falta tiempo para hablar de Gedeón, Baraq, Sansón, Jefté, David” (Heb 11,30ss).

Según las promesas de la alianza (Dt 7,17-24; 31,3-8), la omnipotente fidelidad de Yahveh se habí­a manifestado siempre al servicio de Israel, cuando Israel habí­a tenido fe en ella. Así­ pues, proclamar estas maravillas del pasado como la gesta del Dios invisible era para Israel *confesar su fe (Dt 26,5-9; cf. Sal 78; 105) conservando la *memoria del amor de Yahveh (Sal 136).

II. LOS PROFETAS DE LA FE DE ISRAEL EN PELIGRO. Las dificultades de la existencia de Israel hasta su ruina fueron una dura *tentación para su fe. Los profetas denunciaron la *idolatrí­a (Os 2,7-15; Jer 2,5-13) que suprimí­a la fe en Yahveh, el formalismo cultual (Am 5,21; Jer 7,22s) que limitaba mortalmente sus exigencias, la prosecución de la salud por la fuerza de las armas (Os 1,7; Is 31,1ss).

Isaí­as fue el más señalado de estos heraldos de la fe (Is 30,15). Llama a Ajaz del *temor a la *confianza tranquila en Yahveh (7,4-9; 8,5-8) que mantendrá sus promesas la casa de David (2Sa 7; Sal 89,21-38). Inspira a Ezequí­as la fe que permitirá a Yahveh salvar a Jerusalén (2Re 18-20). Por la fe descubre él la paradójica *sabidurí­a de Dios (Is 19,11-15; 29,13-30,6; cf. iCor 1,19s).

La fe de Israel estuvo especialmente amenazada en la ocasión de la toma de Jerusalén y del *exilio. Israel, “miserable y pobre” (Is 41, 17), corrí­a peligro de atribuir su suerte a la impotencia de Yahveh y de volverse hacia los dioses de Babilonia victoriosa. Los profetas proclaman entonces la omnipotencia del Dios de Israel (Jer 32,27; Ez 37,14), creador del mundo (Is 40,28s; cf. Gén 1), señor de la historia (Is 41, 1-7; 44,24s), *roca de su pueblo (44,8; 50,10). Los *í­dolos no son nada (44,9-20). “No hay dios fuera de Yahveh” (44,6ss; 43,8-12; cf. Sal 115,7-11): pese a todas las apariencias, merece siempre una confianza total (Is 40,31; 49,23).

III. Los PROFETAS Y LA FE DEL ISRAEL FUTURO. En conjunto, Israel no escuchó el llamamiento lanzado por los profetas (Jer 29,19). Para oirlo hubiera debido primero creer en los profetas (Tob 14,4), como en otro tiempo en Moisés (Ex 14,31). Pero también le hablaban falsos profetas (Jer 28,15; 29,31): ¿cómo discernir los verdaderos de los falsos (23,9-32; Dt 13,2-6; 18,9-22)? Sin embargo, la verdadera dificultad se hallaba en la fe misma, por razón de su contenido, de su objeto, de sus exigencias.

1. La fe personal de los profetas. En primer lugar en los *profetas mismos se transmite la autenticidad de la fe. El fracaso de su predicación los forzaba a renovar su fe en la *vocación y en la *misión recibidas de Dios (cf. Heb 11,33-40). A veces se mantení­a inquebrantable desde los orí­genes (Is 6; ‘8.17; 12,2; 30,18); a veces vacilaba antes de afirmarse frente a un llamamiento exigente (Jer 1) o era probada por una aparente ausencia de Dios (1Re 19; Jer 15,10-21; 20,7-18), antes de llegar a una tranquila firmeza (Jer 26; 37-38). Esta fe irradiaba en un grupo más o menos amplio de *discí­pulos (Is 8,16; Jer 45), que constituí­a por adelantado el resto prometido.

2. La fe del pueblo venidero. El fracaso del llamamiento a arrastrar a Israel entero por el camino de la fe induce a los profetas a profundizar las promesas del Dios fiel y a aguardar en el futuro la fe perfecta. El Israel futuro será reunido por la fe en la *piedra misteriosa de Sión (Is 28,16; cf. lPe 2,6s); el *resto de Israel será un pueblo de *pobres a los que reúne su *confianza en Dios (Miq 5,6s; Sof 3,12-18). En efecto, sólo “el justo vivirá, por su fidelidad (LXX = su fe)” (Hab 2,4); la salvación es para los que superan la *prueba (Mal 3,13-16). En estas visiones del futuro la fe se llama *conocimiento (Jer 31,33s), y supone que Dios ha renovado definitivamente los *corazones (32,39s; Ez 36, 26) haciéndolos perfectamente *obedientes (36,27). Supone finalmente el sacrificio del *siervo de Yahveh: en una prueba que va hasta la muerte (Is 50,6; 53), la fe “endurece su rostro” en una confianza absoluta en Dios (50,7ss; cf. Lc 9,51), que el porvenir justificará plenamente (Is 53,I4ss; cf. Sal 22).

Ahora bien, el pueblo venidero no comprende solamente al Israel histórico, sino que se extiende incluso a las *naciones. La *misión del siervo las alcanza efectivamente (Is 42, 4; 49,6). El Israel futuro, pueblo de la fe, se abre a todos los que reconocen al Dios único (43,10), lo *confiesan (45,14; 52,15s; cf. Rom 10, 16) y cuentan con su poder para ser salvos (Is 51,5s).

IV. HACIA LA REUNIí“N DE LOS CREYENTES. En los siglos que siguen al exilio la comunidad judí­a tiende a configurarse al Israel futuro anunciado por los profetas, aunque sin llegar a vivir en una verdadera “asamblea de creyentes” (lMac 3,13).

1. La fe de los sabios, de los pobres y de los mártires. Como los profetas, también los sabios de Israel sabí­an hací­a tiempo que para ser “salvos” sólo podí­an contar con Yahveh (Prov 20,22). Cuando toda salvación resulta inaccesible en el plano visible, la *sabidurí­a requiere una confianza total en Dios (Job 19,25s), con una fe que sabe que Dios es siempre omnipotente (Job 42,2). En esto están los sabios muy cerca de los *pobres que cantaron su confianza en los salmos.

El salterio entero proclama la fe de Israel en Yahveh, Dios único (Sal 18,32; 115), creador (8; 104) todo-poderoso (29), señor fiel (89) y misericordioso (136) para con su pueblo (105), rey universal del futuro (47; 96-99). No pocos salmos expresan la confianza de Israel en Yahveh (44; 74; 125). Pero los más altos testimonios de fe son *oraciones, en las que la fe de Israel se expansiona .en una confianza individual de rara calidad. Fe del justo perseguido, en Dios que lo salvará ta: de q temprano (7; 11; 27; 31; 62); confianza del pecador en la misericordia de Dios (40, 13-18; 51; 130); seguridad apacible en Dios (4; 23; 121; 131) más fuerte que la muerte (16; 49; 73): tal es la oración de lospobres, reunidos por la certeza de que por encima de toda prueba (22) les reserva Dios la buena nueva (Is 61,1 ; cf. Lc 4,18) y la posesión de la tierra (Sal 37,11; cf. Mt 5,4).

Por primera vez sin duda en su historia (cf. Dan 3) se enfrenta Israel después del exilio con una sangrienta *persecución religiosa (IMac 1,62ss; 2,29-38; cf. Heb 11,37s). Los *mártires mueren no sólo a pesar de su fe, sino por causa de la misma. Sin embargo, la fe de los mártires no flaquea al afrontar esta suprema ausencia de Di s (IMac 1,62); incluso se profundiza hasta esperar, por la fidelidad de Dios, la *resurrección (2Mac 7; Dan 12,2s) y la inmortalidad (Sab 2,19s; 3,1-9). Así­ la fe personal, afirmándose cada vez más, reúne poco a poco el *resto, beneficiario de las promesas (Rom 11,5).

2. La fe de los paganos convertidos. Por la misma época pasa por Israel una corriente misionera. Como en otro tiempo Naamán (2Re 5), no pocos paganos creen en el Dios de Abraham (cf. Sal 47,10). Entonces se escribe la historia de los ninivitas, a los que la predicación de un solo profeta, para vergüenza de Israel, induce a “creer en Dios” (Ion 3,4s; cf. Mt 12(41); la de la conversión de Nabucodonosor (Dan 3-4) o de Ajior, que “cree y entra en la casa de Israel” (Jdt 14,10; cf. 5,5-21): Dios deja a las *naciones el tiempo de “creer en él” (Sab 12,2; cf. Eclo 36,4).

3. Las imperfecciones de la fe de Israel. La persecución suscita mártires, pero también combatientes que se niegan a morir sin luchar (IMac 2,39ss) para liberar a Israel (2,11). Contaban con Dios para que les procurase la *victoria en una lucha desigual (2,49-70; cf. Jdt 9,11-14). Fe, admirable en sí­ misma (cf. Heb 11,34.39), pero que coexistí­a con una cierta confianza en la *fuerza humana.

Otra imperfección amenazaba a la fe de Israel. Mártires y combatientes habí­an muerto por fidelidad a Dios y a la *ley (IMac 1,52-64). Israel, en efecto, habí­a acabado por comprender que la fe implicaba la *obediencia a las exigencias de la alianza. En esta lí­nea estaba amenazada por el peligro al que sucumbirán no pocos *fariseos: el formalismo que se interesaba más por las exigencias rituales que por los llamamientos religiosos y morales de la *Escritura (Mt 23,13-30), *soberbia que se fiaba más del hombre y de sus *obras para su justificación, que de Dios sólo (Lc 18,9-14).

La confianza de Israel en Dios no era, pues, pura, en parte porque seguí­a subsistiendo un velo entre su fe y el designio de Dios anunciado por la Escritura (2Cor 3,14). Por lo de-más, la verdadera fe sólo se habí­a prometido al Israel futuro. Por su parte los paganos podí­an compartir difí­cilmente una fe que por lo pronto desembocaba en una *esperanza nacional o en exigencias rituales demasiado pesadas. Además, ¿qué hubieran ganado con ello (Mt 23, 23)? Finalmente, adherirse a la fe de los pobres no podí­a hacer a los paganos participar en una salvación que no era todaví­a más que una esperanza. Así­ pues, Israel, y las naciones, no tení­an otra salida sino esperar a aquel que llevarí­a la fe a su perfección (Heb 12,2; cf. 11, 39s) y recibirí­a el Espí­ritu “objeto de la promesa” (Act 2,33).

NT. 1. LA FE EN EL PENSAMIENTO Y EN LA VIDA DE JESÚS. 1. Las preparaciones. La fe de los *pobres (cf. Le 1,46-55) es la que acoge el primer anuncio de la salvación. Imperfecta en Zacarí­as (1,18ss; cf. Gén 15,8), ejemplar en Marí­a (Lc 1,35ss.45; cf. Gén 18,4), compartida poco a poco por otros (Le 1-2 p). no se deja ocultar la iniciativa divina por la humildad de las apariencias. Los que creen en Juan Bautista son también pobres, conscientes de su pecado, y no *fariseos soberbios (Mt 21,23-32). Esta fe los reúne sin que ellos se percaten alrededor de Jesús, venido en medio de ellos (3, 11-17 p), y los orienta hacia la fe en él (Act 19,4; cf. Jn 1,7).

2. La fe en Jesús y en su palabra. Todos podí­an “oir y ver” (Mt 13,13 p) la *palabra y los *milagros de Jesús, que proclamaban la venida del reino (11,3-6 p: 13,16-17 p). Pero “escuchar la palabra” (11,15 p; 13,19-23 p) v “hacerla” (7,24-27 p ; cf. Dt 5, 27), *ver verdaderamente, en una palabra: creer (Mc 1,15; Lc 8,12; cf. Dt 9,23), fue cosa propia de los *discí­pulos (Lc 8,20 p). Por otra par-te, palabra y milagros planteaban la cuestión: “¿Quién es éste?” (Mc 5, 41; 6,1-6.14ss p). Esta cuestión fue una *prueba para *Juan Bautista (Mt 11,2s) y un *escándalo para los fariseos (12,22-28 p; 21,23 p). La fe requerida para los milagros (Lc 7, 50; 8,48) sólo respondí­a a esta cuestión parcialmente reconociendo la omnipotencia de Jesús (Mt 8,2; Mc 9,22s). Pedro dio la verdadera respuesta : “Tú eres el Cristo” (Mt 16,13-16 p). Esta fe en Jesús une ya desde ahora a los discí­pulos con él y entre sí­ haciéndoles compartir el secreto de su persona (16,18-20 p).

En torno a Jesús que es *pobre (11,20) y se dirigió a los pobres (5, 2-10 p; 11,5 p) se constituyó así­ una comunidad de pobres, de “pequeños” (10,42), cuyo ví­nculo, más precioso que nada, es la fe en él y en su pa-labra (18,6-10 p). Esta fe viene de Dios (11,25 p; 16,17) y será con-partida un dí­a por las *naciones (8, 5-13 p; 12,38-42 p). Las profecí­as se cumplen.

3. La perfección de la fe. Cuando Jesús, el siervo, emprende el camino de Jerusalén para *obedecer hasta la *muerte (Flp 2,7s), “endurece su rostro” (Lc 9,51 ; cf. Is 50,7). En presencia de la muerte “lleva a su *perfección” la fe (Heb 12,2) de los pobres (Le 23,46 = Sal 31,6; Mt 27,46 p = Sal 22), mostrando una confianza absoluta en “el que podí­a”, por la resurrecció:i, “salvarle de la muerte” (Heb 5,7).

Los discí­pulos, a pesar de su conocimiento de los *misterios del reino (Mt 13,11 p), se lanzaron con dificultad por el camino, per el que debí­an *seguir en la fe al *Hijo del hombre (16,21-23 p). La confianza que excluye todo *cuidado y todo *temor (Lc 12,22-32 p) no les era habitual (Mc 4,35-41; Mt 16,5-12 p). Consiguientemente, la *prueba de la pasión (Mt 26,41) será para ellos un *escándalo (26,33). Lo que entonces ven exige mucho a la fe (cf. Mc 15, 31s). La misma fe de Pedro, aunque no desapareció, pues Jesús habí­a orado por ella (Lc 22,32), no tuvo el valor de afirmarse (22,54-62 p). La fe de los discí­pulos tení­a todaví­a que dar un paso decisivo para llegar a ser la fe de la Iglesia.

II. LA FE DE LA IGLESIA. 1. La fe pascual. Este paso lo dieron los discí­pulos cuando, después de no pocas vacilaciones (Mt 28,17; Mc 16,11-14; Le 24,11), creyeron en la *resurrección de Jesús. *Testigos de todo lo que habí­a dicho y hecho Jesús (Act 10,39), lo proclaman “Señor y Cristo”, en quien se cumplen invisiblemente las promesas (2,33-36). Su fe es ahora capaz de ir “hasta la sangre” (cf. Heb 12,4). Hacen llamamiento a sus oyentes para que la compartan a fin de participar de la promesa obteniendo la remisión de sus pecados (Act 2,38s; 10,43). Ha nacido la fe de la Iglesia.

2. La fe en la palabra. Creer es, en primer lugar, acoger esta *predicación de los testigos, el *Evangelio (Act 15,7; lCor 15,2), la *palabra (Act 2,41; Rom 10,17; IPe 2,8), *confesando a Jesús como *señor (ICor 12,3; Rom 10,9; cf. lJn 2,22). Este mensaje inicial, transmitido como una *tradición (lCor 15,1-3), podrá enriquecerse y precisarse en una *enseñanza (lTim 4,6; 2Tim 4,1-5): esta palabra humana será siempre para la fe la palabra misma de Dios (ITes 2,13). Recibir-la es para el pagano abandonar los *í­dolos y volverse hacia el *Dios vivo y verdadero (1Tes 1,8ss), y para todos es reconocer que el *Señor Jesús realiza el designio de Dios (Act 5,14; 13,27-37; cf. lJn 2,24). Es *confesar al Padre, al Hijo y al Espí­ritu Santo recibiendo el *bautismo (Mt 28,19).

Esta fe, como lo verá Pablo, abre a la inteligencia “los tesoros de la *sabidurí­a y de *conocimiento” que hay en Cristo (Col 2,3): la sabidurí­a misma de Dios revelada por el Espí­ritu (lCor 2), tan diferente de la sabidurí­a humana (lCor 1,17-31; cf. Sant 2,1-5; 3,13-18; cf. Is 29,14) y el conocimiento de Cristo y de su amor (Flp 3,8; Ef 3,19; cf. IJn 3,16).

3. La fe y la vida del bautizado. El que ha creí­do en la palabra, introducido en la Iglesia por el bautismo, participa en la enseñanza, en el espí­ritu, en la “liturgia” de la Iglesia (Act 2,41-46). En efecto, en ella realiza Dios su *designio obrando la salvación de los que creen (2,47; lCor 1,18): la fe se desarrolla en la ‘obediencia a este designio (Act 6,7; 2Tes 1,8). Se despliega en la actividad (1Tes 1,3; Sant 1,21s) de una vida moral fiel a la *ley de Cristo (Gál 6,2; Rom 8,2; Sant 1,25; 2, 12); actúa por medio del *amor fraterno (Gál 5,6; Sant 2,14-26). Se mantiene en una *fidelidad capaz de afrontar la muerte a ejemplo de Jesús (Heb 12; Act 7,55-60), en una *confianza absoluta en aquel “en quien ha creí­do” (2Tim 1,12; 4,17s). Fe en la palabra, obediencia en la confianza : tal es la fe de la Iglesia, que separa a los que se pierden de los que se salvan (2Tes 1,3-10; lPe 2,7s; Mc 16,16).

III. SAN PABLO Y LA SALVACIí“N POR LA FE. Para la Iglesia naciente como para Jesús, la fe era un don de Dios (Act 11,21ss; 16,14; cf. lCor 12,3). Cuando se convertí­an paganos, era, pues, Dios mismo quien “purificaba su corazón por la fe” (Act 11,18; 14,27; 15,7ss). “Por haber creí­do” recibí­an el mismo Espí­ritu que los judí­os creyentes (11,17). Fueron por tanto acogidos en la Iglesia.

1. La fe y la ley judí­a. Pero no tardó en surgir un problema : ¿habí­a que someterlos a la circuncisión y a la *ley judí­a (Act 15,5; Gál 2,4)? Pablo, de acuerdo con los responsables (Act 15; Gál 2,3-6), estima absurdo forzar a los paganos a “judaizar”, pues la fe en Jesucristo es la que ha salvado a los judí­os mismos (Gál 2,15s). Así­ pues, cuando se quiso imponer la circuncisión a los cristianos de Galacia (5,2; 6,12), comprendió Pablo fácilmente que aquello era anunciar otro *Evangelio (1,6-9). Esta nueva crisis fue para él ocasión de una reflexión en profundidad acerca del carácter de la *ley y de la fe en la historia de la salvación.

Desde Adán (Rom 5,12-21) todos los hombres, paganos o judí­os, son culpables delante de Dios (1,18-3, 20). La ley misma, hecha para la vida, no ha engendrado sino el *pe-cado y la *muerte (7,7-10; Gál 3, 10-14.19-22). La venida (Gál 4,4s) y la muerte de Cristo ponen fin a esta situación manifestando la *justicia de Dios (Rom 3,21-26; Gál 2,19ss) que se obtiene por la fe (Gál 2,16; Rom 3,22; 5,2). Ha terminado, pues, la’ función de la ley (Gál 3,23-4,11). Se vuelve al régimen de la *promesa – realizada ahora en Jesús (Gál 3, 15-18) -: como Abraham, los cristianos son justificados por la fe, sin la ley (Rom 4; Gál 3,6-9; cf. Gén 15, 6; 17,11). Además, según los profetas, el justo debí­a vivir por la fe (Hab 2,4 = Gál 3,11; Rom 1,17), y el *resto de Israel (Rom 11,1-6) debí­a salvarse por la sola fe en la *piedra asentada por Dios (Is 28, 16 = Rom 9,33; 10,11), lo cual le permití­a abrirse a las *naciones (Rom 10,14-21; I Pe 2,4-10).

2. La fe y la ,gracia. “El hombre es justificado por la fe sin las *obras de la ley” (Rom 3,28; Gál 2,16). Esta afirmación de Pablo descarta la ley judí­a; pero, todaví­a más profundamente, significa que la salvación no es nunca algo debido, sino una *gracia de Dios acogida por la fe (Rom 4,4-8). Cierto que Pablo no ignora que la fe debe “obrar” (Gál 5,6; cf. Sant 2,14-26) en la docilidad al Espí­ritu recibido en el bautismo (Gál 5,13-26; Rom 6; 8,1-13). Pero subraya enérgicamente que el creyente no puede ni “gloriarse” de “su propia justicia” ni apoyarse en sus obras, como lo hací­a Saulo el fariseo (Flp 3,4.9; 2Cor 11,16-12,4). Aun cuando “su conciencia no le reproche nada” delante de Dios (ICor 4,4), cuenta sólo con Dios, que “obra en él el querer y el hacer” (Flp 2, 13). Realiza, pues, su salvación “con temor y temblor” (F1p 2,12), pero también con una gozosa esperanza (Rom 5,1-11; 8;14-39): su fe le ase-gura “el amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rom 8,38s; Ef 3, 19). Gracias a Pablo. !a fe pascual, vivida por la comunidad primitiva, adquirió clara conciencia de sí­ misma. Se deshizo de las impurezas y de los lí­mites que afectaban a la fe de Israel. Es plenamente la fe de la Iglesia.

IV. LA FE EN EL VERBO HECHO CARNE. Al final del NT la fe de la Iglesia medita con san Juan sobre sus orí­genes. Como para mejor afrontar el porvenir, vuelve a aquel que le ha dado su perfección. La fe de que habla Juan es la misma de los sinópticos. Agrupa a la comunidad de los discí­pulos en torno a Jesús (Jn 10, 26s; cf. 17,8). Orientada por Juan Bautista (1,34s; 5,33s), descubre la gloria de Jesús en Caná (2,11). “Recibe sus palabras” (12,46s) y “escucha su voz” (10,26s; cf. Dt 4,30). Se afirma por la boca de Pedro en Cafarnaum (6,70s). La pasión es para ella una prueba (14,1.28s ; cf. 3,14s) y la resurrección su objeto decisivo (20,8.25-29).

Pero el cuarto evangelio es, mucho más que los sinópticos, el evangelio de la fe. Por lo pronto en él está la fe explí­citamente centrada en Jesús y en su *gloria divina. Hay que creer en Jesús (4,39; 6,35) y en su *nombre (1,12; 2,23). Creer en Dios v en Jesús es una misma cosa (12,44: 14,1; cf. 8,24 = Ex 3,14). Porque Jesús y el Padre son uno (10,30; 17,21); esta misma *unidad es objeto de fe (14,10s). La fe deberí­a llegar a la realidad invisible de la gloria de Jesús sin tener necesidad de *ver los signos (*milagros) que la manifiestan (2,11s; 4,48; 20, 29). Pero si en realidad tiene necesidad de ver (2,23; 11,45) y de tocar (20,27), esto no quita que esté llamada a explayarse en el *conocimiento (6,69; 8,28) y en la contemplación (1,14; 11,40) de lo invisible.

Juan insiste además en el carácter actual de las consecuencias invisibles de la fe. Para el que crea no habrá *juicio (5,24). Ya ha resucitado (11, 25s; cf. 6,40), camina en la luz (12, 46) y posee la vida eterna (3,16; 6,47). En cambio, “el que no cree, ya está condenado” (3,18). La fe reviste así­ la grandeza trágica de una opción apremiante entre la muerte y la vida, entre la *luz y las tinieblas; y deuna opción tanto más difí­cil cuanto que depende de las cualidades morales de aquel al que se propone (3,19-21).

Esta insistencia de Juan en la fe, en su objeto propio, en su importancia, se explica por el fin mismo de su evangelio: inducir a sus lectores a compartir su fe creyendo “que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios (20,30) a venir a ser hijos de Dios por la fe en el Verbo hecho carne (1,9-14). La opción de la fe es posible a través del testimonio actual de Juan (lJn 1,2s). Esta fe es la fe tradicional de la Iglesia : confiesa a Jesús como *Hijo en la fidelidad a la enseñanza recibida (Un 2,23-27; 5,1) y debe dilatarse en una vida limpia de pecado (3,9s) animada por el amor fraternal (4, 10ss; 5,1-5). Como Pablo (Rom 8, 31-39); Ef 3,19) estima Juan que la fe induce a reconocer el amor de Dios a los hombres (1Jn 4,16).

Frente a los combates que vienen, el Apocalipsis exhorta a los creyentes a “la *paciencia y a la fidelidad de los santos” (Ap 13,10) hasta la muerte. Como fuente de esta fidelidad está siempre la fe pascual en el que puede decir: “Estaba muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos” (1,18), el Verbo de Dios que establece irresistiblemente su *reinado (19,11-16; cf. Act 4,24-30).

El *dí­a en que, acabándose la fe, “veamos a Dios como esa (Un 3,2), todaví­a se proclamará la fe de pascua: “Tal es la victoria que ha triunfado del mundo; nuestra fe” (5,4).

-> Abraham – Confesión – Confianza – Esperanza – Fidelidad – Incredulidad – Obediencia – Obras – Palabra – Verdad.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas

Sustantivo correspondiente al verbo «creer» y que en el hebreo corresponde a heʾĕmîn, forma verbal de ʾāman, y en el idioma griego (LXX y NT) a la palabra pisteuō. La última es una palabra clave en el NT, siendo el término regularmente usado para referirse a la múltiple relación a la que el evangelio llama al hombre, es decir, fe en Dios a través de Cristo. La complejidad de esta idea se refleja en la variedad de construcciones que se emplean con este verbo (seguido de que, de acusativo o infinitivo, para expresar la verdad creída; en y epi con el dativo señalando a la confianza a la que se da crédito; eis y, ocasionalmente, epi con el acusativo—la característica más común y original en el uso del NT, apenas presente en la LXX y desconocida en el griego clásico—lleva la idea de un movimiento de fe y de un descanso en el objeto de su confianza). El sustantivo hebreo corresponde a ʾāman (ʾĕmûnāh, traducida por pistis en la LXX), y significa regularmente seguridad en el sentido de integridad, y pistis ocasionalmente lleva este sentido en el NT (Ro. 3:3, de Dios; Mt. 23:23; Gá. 5:22; Tit. 2:10, del hombre). La palabra ʾĕmûnāh normalmente se refiere a la fidelidad de Dios, y únicamente en Hab. 2:4 se usa para significar la respuesta religiosa del hombre a Dios. Allí, sin embargo, el contraste entre la índole de la justicia y el orgullo autosuficiente de los caldeos parece requerir un sentido más amplio de la «fe» sola: un sentido de autorenuncia, dependencia confiada en Dios, la actitud del corazón en que la confianza en la vida es la expresión natural. Éste es evidentemente el sentido en que los escritores apostólicos citan el texto (Ro. 1:17; Gá. 3:11; Heb. 10:38), y el sentido que tanto pistis como pisteuō tienen en el NT, donde las dos palabras se usan prácticamente como términos técnicos (Juan prefiere el verbo, Pablo el sustantivo) para expresar el pensamiento complejo de una exclusiva dependencia en la mediación del Hijo como única seguridad de la misericordia del Padre. Ambas tienen un gran significado, ya sea que su objeto gramatical sea Dios, Cristo, el evangelio, una verdad, una promesa, o si no está expresado del todo. Ambas llevan la idea de un compromiso que sigue a la convicción, incluso en contextos donde la fe se define en términos de convicción (p. ej., cf. Heb. 11:1 con el resto del capítulo). La naturaleza de la fe, según el NT, es vivir por la verdad que se recibe; la fe que descansa en las promesas de Dios, agradece por la gracia de Dios que obra para su gloria.

Debemos notar algunas contracciones ocasionales de esta amplia idea:

(1) Entre los escritores del NT, únicamente Santiago usa tanto el sustantivo como el verbo para demostrar el mero asentimiento intelectual a la verdad (Stg. 2:14–26). Pero aquí él está explícitamente remedando la costumbre de aquellos que quería corregir—convertidos judíos, que bien podían haber heredado esta noción de fe de las fuentes judías contemporáneas—y no existe razón para suponer que esta costumbre era normal o natural en él (p. ej., la referencia que hace a la fe en 5:15 tiene un significado más amplio). En cualquier caso, el punto que él señala, de que una «fe» meramente intelectual, como la que tienen los demonios, es inadecuada, está en completa armonía con lo que enseña el resto del NT. Cuando Santiago dice, por ejemplo: «la fe sin obras está muerta» (2:26), está diciendo lo mismo, en esencia, que Pablo «la fe sin obras, no es fe, sino lo opuesto» (cf. Gá. 5:6; 1 Ti. 5:8).

(2) A veces, por una transición natural, «la fe» indica el conjunto de verdades creídas (p. ej., Jud. 3; Ro. 1:5 (?); Gá. 1:23; 1 Ti. 4:1, 6). Esto llegó a ser de uso común en el segundo siglo.

(3) De Cristo mismo se deriva un uso más restringido de la «fe» refiriéndose a una confianza que obra milagros (Mt. 17:20s.; 1 Co. 12:9; 13:2), o algo que causa la realización de los milagros (Mt. 9:28s.; 15:28; Hch. 14:9). La fe salvadora no está siempre acompañada de los «milagros de la fe», (1 Co. 12:9; cf. Mt. 7:22s.).

  1. Concepción general. Al circunscribirnos a la idea bíblica de la fe, debemos notar tres cosas:
  2. La fe en Dios encierra una creencia correcta acerca de Dios. En el hablar diario, la palabra fe apunta tanto a una confesión de proposiciones («creencias») como a una confianza en personas o cosas. En el último caso, alguna creencia acerca del objeto en el que se confía es la presuposición lógica y psicológica del acto de la confianza misma, porque la fe en algo se refleja en una expectación acerca de su conducta, y una esperanza racional es imposible si se desconocen las capacidades de conducta de la cosa en la que se confía. A través de la Biblia, la confianza en Dios se hace descansar sobre la creencia de lo que él ha revelado acerca de su carácter y propósitos. En el NT, donde la fe en Dios se define como confianza en Cristo, el reconocimiento de que Jesús es el Mesías prometido y el Hijo de Dios encarnado se toman como básicos. Los escritores conceden que puede existir alguna forma de fe aunque la información acerca de Cristo es incompleta (Hch. 19:1ss.), pero no donde conscientemente se niega su identidad y mesianismo divinos (1 Jn. 2:22s.; 2 Jn. 7–9); entonces todo lo que es posible es la idolatría (1 Jn. 5:21), la adoración de una fantasía hecha por el hombre. La frecuencia con que las epístolas describen la fe como conocimiento, creencia y obediencia a «la verdad» (Tit. 1:1; 2 Ts. 2:13; 1 P. 1:22, etc.), demuestra que sus autores pensaban que la ortodoxia era el ingrediente fundamental de la fe (cf. Gá. 1:8, 9).
  3. La fe descansa sobre el testimonio divino. Las creencias, como tales, son convicciones que se mantienen sobre la base de un testimonio; no contienen evidencias en sí mismas. La cuestión que si ciertas creencias particulares deban tratarse como verdades conocidas u opiniones dudosas dependerá del valor del testimonio en que se basen. La Biblia señala las convicciones de la fe como ciertas y las iguala con el conocimiento (1 Jn. 3:2; 5:18–20, etc.) no porque surjan de una supuesta experiencia mística que se autentifica a sí misma, sino porque descansan sobre el testimonio de un Dios que «no puede mentir» (Tit. 1:2) y que por lo tanto es completamente confiable. El testimonio de Cristo y de los apóstoles de Cristo (Hch. 10:39–43) es el testimonio de Dios mismo (1 Jn. 5:9ss.); este testigo divinamente inspirado es el propio testigo de Dios (cf. 1 Co. 2:10–13; 1 Ts. 2:13), de tal manera que recibirlo es certificar que Dios es verdadero (Jn. 3:33), y rechazarlo es hacer a Dios un mentiroso (1 Jn. 5:10). La fe cristiana descansa sobre el reconocimiento del testimonio bíblico y apostólico en el que Dios mismo da testimonio de su Hijo.
  4. La fe es un don sobrenatural y divino. El pecado y Satanás han cegado de tal manera a los hombres caídos (Ef. 4:18; 2 Co. 4:4), que no pueden discernir el testimonio apostólico de la Palabra de Dios, ni «ver» ni comprender las realidades de las que habla. (Jn. 3:3; 1 Co. 2:14), ni «vienen» al renunciamiento de sí mismo para confiar en Cristo (Jn. 6:44, 65), hasta que el Espíritu Santo los ilumine (cf. 2 Co. 4:6). Solamente los receptores de esta divina «enseñanza», «persuasión» y «ungimiento» vienen a Cristo y permanecen en él (Jn. 6:44, 45; 1 Jn. 2:20, 27). De esta manera, Dios es el autor de toda la fe salvadora (Ef. 2:8; Fil. 1:29; véase Llamamiento, Regeneración).
  5. Presentación bíblica. A través de la Escritura, el pueblo de Dios vive por fe; pero la idea de fe se desarrolla como revelación de la gracia y la verdad de Dios en la que descansa. De diversas maneras, el AT define la fe como descanso, confianza y esperanza en el Señor, uniéndose a él, esperándolo, haciendo de él nuestro escudo y fortaleza, refugiándonos en él, etc. Los salmistas y profetas, hablando en términos individuales y nacionales respectivamente, presentan la fe como una resuelta confianza en Dios que salva a sus siervos de sus enemigos y que cumple el declarado propósito de bendecirlos. Isaías, en forma especial, denuncia la confianza en la ayuda humana como inconsistente con tal confianza (Is. 30:1–18, etc.). El NT mira al mantenimiento de la esperanza, la obediencia que llevaba a renunciar al mundo y la tenacidad heroica por la que los creyentes del AT manifestaron su fe como un modelo que los cristianos deben imitar (Ro. 4:11–25; Heb. 10:39–12:2). Aquí se declara la continuidad y también la novedad; porque la fe al recibir una nueva expresión de Dios en las palabras y hechos de Cristo (Heb. 1:1s.), ha llegado a ser un conocimiento de la salvación presente. Así, dice Pablo, la fe «vino» primero con Cristo (Gá. 3:23–25). Los evangelios muestran a Cristo demandando confianza en sí mismo como portador de la salvación mesiánica. Juan está lleno de esto enfatizando que, (1) la fe («creer en», «venir a» y «recibir» a Cristo) encierra un conocimiento de Jesús, no meramente como un maestro enviado por Dios y obrador de milagros (esto es insuficiente, Jn. 2:23s.) sino como el Dios encarnado (Jn. 20:28), cuya muerte expiatoria es el único medio de salvación (Jn. 3:14s.; 6:51–58); (2) que la fe en Cristo asegura el gozo presente de la «vida eterna» en comunión con Dios (Jn. 5:24; 17:3). Las epístolas reflejan esto, y presentan la fe en una relación más amplia. Pablo muestra que la fe en Cristo es el único medio para una relación justa con Dios, y que las obras humanas no pueden lograrlo (véase Romanos y Gálatas); Hebreos y 1 Pedro presentan la fe como la dinámica de la esperanza y el fortalecimiento bajo la persecución.

III. Historia de la discusión. Desde el principio, la iglesia entendió que el asentimiento al testimonio apostólico es el elemento fundamental en la fe cristiana; de ahí el interés de ambos grupos en la controversia gnóstica de demostrar que sus postulados eran genuinamente apostólicos. Durante el período patrístico, sin embargo, la idea de la fe era tan estrecha que este asentimiento fue mirado como el todo. Hubo cuatro factores que ocasionaron esto: primero, la insistencia de los padres anti-gnósticos, en forma especial Tertuliano, de que los fieles son aquellos que creen «la fe», como se declara en la «regla de fe» (regula fidei), es decir, el Credo; en segundo lugar, el intelectualismo de Clemente y Orígenes, para quienes pistis (asentimiento sobre la autoridad) era un sustituto inferior para la gnōsis (conocimiento demostrativo) de las cosas espirituales, y un escalón hacia ella; tercero, la asimilación de la moralidad bíblica a la moralidad estoica, una ética, no de una dependencia agradecida, sino de una decidida confianza en sí mismo; cuarto, en vestir a la doctrina bíblica de la comunión con Dios con el neoplatonismo, que la hizo aparecer como un ascender místico a lo suprasensible por medio de un amor anhelante, sin tener un vínculo con el ejercicio ordinario de la fe como tal. Además, puesto que la doctrina de la justificación (véase) no fue comprendida, el significado soteriológico de la fe fue mal comprendido, y la fe (entendida como la ortodoxia) fue mirada simplemente como el pasaporte al bautismo (remitiendo todos los pecados pasados), y como una vida de probación en la iglesia (dando al bautizado la oportunidad de hacerse por sí mismo digno de gloria por medio de sus buenas obras). Los escolásticos refinaron este punto de vista. Ellos reprodujeron la ecuación de la fe con la creencia, distinguiendo entre la fides informis (fe «no formada», ortodoxia simple) y la fides caritate formata (creencia «formada» en un principio de trabajo por la adición sobrenatural de la gracia distintiva del amor). Ellos mantienen que las dos clases de fe son obras meritorias aunque la calidad del mérito de la primera es meramente congruente (haciendo la recompensa divina algo adecuado, pero no obligatorio); y de la segunda, únicamente ganar mérito condigno (haciendo de la recompensa divina un deber como una cuestión de justicia). Roma todavía identifica formalmente la fe con la creencia, y ha agregado un refinamiento posterior al distinguir entre la fe «explícita» (creencia que conoce su objeto) y la fe «implícita» (asentimiento ininteligible de cualquier cosa que la iglesia mantenga). Solamente la última (que evidentemente no es más que un voto de confianza en la enseñanza de la iglesia y puede existir con una completa ignorancia del cristianismo) se requiere de los laicos para la salvación. Pero una mera disposición de este tipo, se aparta bastante del concepto bíblico de la fe salvadora.

Los reformadores restauraron las perspectivas bíblicas al insistir que la fe es más que la ortodoxia; no solamente fides, sino fiducia, confianza personal en la misericordia de Dios a través de Cristo; que no es una obra meritoria, un rasgo de justicia humana, sino la apropiación de un instrumento, una mano vacía que se alza para recibir el libre don de la justicia de Dios en Cristo; la fe es dada por Dios, y es en sí misma el principio dinámico por el que brotan espontáneamente el amor y las buenas obras; y esa comunión con Dios significa no un rapto exótico de éxtasis místico, sino una fe de todos los días que une con el Salvador. El protestantismo confesional siempre ha mantenido esta posición. En el arminianismo existe una tendencia a describir la fe como la obra humana de la que depende en parte el perdón del pecado; como si el hombre, en efecto, contribuyera a su propia salvación. Esto sería de hecho un reavivamiento protestante de la doctrina del mérito humano.

El liberalismo ha psicologizado radicalmente la fe, reduciéndola a un sentido de armonía contenta con el Infinito a través de Cristo (Schleiermacher), o a una resolución definida de seguir la enseñanza de Cristo (Ritschl), o ambos. La influencia liberal se refleja en la extendida suposición de que la «fe», entendida como una confianza optimista en la amistad del universo, divorciada de cualquier credo específico, es un estado religioso distintivo de la mente. Los teólogos neosupernaturalistas y los existencialistas, reaccionando contra este psicologismo, enfatizan el origen y carácter sobrenaturales de la fe. Ellos la describen como un compromiso activo de la mente y de la voluntad; es el «sí» repetido del hombre ante los requerimientos de la palabra de Dios en Cristo; pero la fugaz apreciación del contenido de esa palabra, dificulta a veces ver a lo que el creyente debe decir «sí».

Claramente, cada punto de vista de los teólogos acerca de la naturaleza y significado salvífico de la fe dependerá de la apreciación que él tenga de las Escrituras y de Dios, del hombre y sus relaciones mutuas.

BIBLIOGRAFÍA

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James I. Packer

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HDB Hastings’ Dictionary of the Bible

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Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (261). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología

I. En el Antiguo Testamento

En el AT la palabra “fe” aparece sólo tres veces en °vrv2 (Nm. 35.30; Is. 57.11; Hab. 2.4). Pero el hecho de que se use pocas veces el término no debe hacernos pensar que el AT asigna poca importancia a la fe, ya que la idea, si no la palabra, es frecuente, y generalmente se expresa por medio de verbos como “creer”, “confiar” o “tener esperanza”, términos que encontramos en gran cantidad.

Podemos comenzar con un pasaje como el de Sal. 26.1: “Júzgame, oh Jehová, porque yo en mi integridad he andado; he confiado asimismo en Jehová sin titubear.” A menudo se dice que según el AT el hombre debe salvarse mediante sus obras, pero este pasaje pone las cosas en su justa perspectiva. El Salmista, por cierto, se refiere a su “integridad”, pero esto no quiere decir que confía en sí mismo o en sus obras. Su confianza ha sido depositada en Dios, y su “integridad” es la prueba de su confianza en él. El AT es un libro largo, y expresa de diferentes maneras el concepto de la salvación. No siempre sus autores hacen las distinciones que nosotros, que contamos con el NT, desearíamos que hicieran. Pero un examen cuidadoso revela que en el AT, al igual que en el NT, la demanda básica es la de una correcta actitud hacia Dios, e. d. una demanda de fe. Cf. Sal. 37.3ss: “confía en Jehová, y haz el bien … Deléitate asimismo en Jehová, y él te concederá las peticiones de tu corazón. Encomienda a Jehová tu camino, y confía en él; y él hará.” Aquí no puede haber duda de que el Salmista está señalando una vida recta. Pero tampoco hay duda de que básicamente está abogando por una actitud. Invita a los hombres a poner su confianza en el Señor, que no es más que una forma diferente de decirles que deben vivir por la fe. A veces se insta a los hombres a confiar en la Palabra de Dios (Sal. 119.42), pero más frecuentemente es la fe en Dios mismo lo que se busca. “Fíate de Jehová de todo tu corazón, y no te apoyes en tu propia prudencia” (Pr. 3.5).

La última parte de este versículo nos aconseja no confiar en nuestras propias fuerzas, pensamiento que aparece frecuentemente: “El que confía en su propio corazón es necio” (Pr. 28.26). El hombre no debe confiar en su propia justicia (Ez. 33.13). Se castiga a Efraín por confiar “en tu camino y en la multitud de tus valientes” (Os. 10.13). A menudo se denuncia la confianza depositada en los ídolos (Is. 42.17; Hab. 2.18). Jeremías advierte contra la confianza en lo humano. “Maldito el varón que confía en el hombre, y pone carne por su brazo, y su corazón se aparta de Jehová (Jer. 17.5). Podríamos multiplicar la lista de las cosas en las que no hay que confiar, y resulta más notable si se la compara con la lista más larga todavía de pasajes que nos instan a confiar en el Señor. Está claro que los hombres del AT consideraban que el Señor era el único objeto digno de fe. No ponían su fe en cosas que ellos mismos u otros hombres, o aun los dioses, pudieran hacer. Su fe descansaba solamente en el Señor. A veces se lo expresó en forma pintoresca, como, p. ej.: “Roca mía y castillo mío, y mi libertador; Dios mío, fortaleza mía, en él confiaré; mi escudo, y la fuerza de mi salvación, mi alto refugio” (Sal. 18.2). En un Dios así se puede depositar plena confianza.

Debemos mencionar especialmente a Abraham. Toda su vida manifiesta un espíritu de confianza, de una profunda fe. Se dice de él que “creyó a Jehová, y le fue contado por justicia’ (Gn. 15.6). Los escritores del NT recogieron este versículo, y el concepto fundamental que expresa adquirió mayor envergadura.

II. En el Nuevo Testamento

a. Uso general del término

La fe ocupa un lugar sumamente prominente en el NT. El sustantivo gr. pistis y el verbo pisteuō aparecen más de 240 veces, mientras que el adjetivo pistos aparece 67 veces. Esta insistencia en el tema de la fe debe verse contra el fondo de la obra salvadora de Dios en Cristo. Elemento central en el NT es la idea de que Dios envió a su Hijo para que fuera el Salvador del mundo. Cristo obtuvo la salvación para los hombres sufriendo una muerte expiatoria en la cruz del Calvario. Fe es la actitud por medio de la cual el hombre deja de confiar en sus propios esfuerzos para obtener la salvación, ya se trate de obras piadosas, de bondad ética, o de cualquier otra naturaleza. Es la actitud de completa confianza en Cristo, y solamente en él, para todo lo que significa la salvación. Cuando el carcelero de Filipos preguntó, “señores, ¿qué debo hacer para ser salvo?”, Pablo y Silas le respondieron sin vacilar, “cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu casa” (Hch. 16.30s). Es “todo aquel que en el cree” el que no se pierde sino que tiene vida eterna (Jn. 3.16). La fe es la única manera en que el hombre puede recibir la salvación.

A menudo al verbo pisteuō sigue el vocablo “que”, lo que indica que la fe está relacionada con los hechos, aunque esto no es todo. Santiago nos dice que los demonios creen “que Dios es uno”, pero esa “fe” no les aprovecha (Stg. 2.19). pisteuō puede aparecer seguido por el dativo simple cuando significa que se cree o se acepta como verdadero lo que dice alguien. Así, Jesús les recuerda a los judíos que “vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis” (Mt. 21.32). No se trata aquí de fe en el sentido de confianza. Se trata sencillamente de que los judíos no creían lo que decía Juan. Lo mismo puede haber ocurrido con respecto a Jesús, como vemos en Jn. 8.45, “no me creéis”, o en el versículo siguiente, “pues si digo la verdad, ¿por qué vosotros no me creéis?” No obstante, no debemos olvidar que en la fe hay un contenido intelectual. Por lo tanto a veces se emplea esta construcción en relación con la fe salvadora, como en Jn. 5.24: “El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna.” Por cierto que el hombre que verdaderamente cree a Dios obrará de acuerdo con esa creencia. En otras palabras, el resultado de una creencia genuina en lo que Dios ha revelado será fe verdadera.

La construcción característica cuando se trata de la fe salvadora es aquella en la que al verbo pisteuō sigue la preposición eis. Literalmente esta palabra significa creer “en”. Denota una fe que, por decirlo así, saca al hombre fuera de sí y lo pone dentro de Cristo (cf. la expresión neotestamentaria, que frecuentemente se aplica a los cristianos, estar “en Cristo”). También puede indicarse esta experiencia mediante la frase “unión con Cristo por la fe”. No es simplemente un creer que envuelve un asentimiento intelectual, sino un creer en el que el creyente se aferra a su Salvador con todo su corazón. El hombre que cree en este sentido mora en Cristo y Cristo en él (Jn. 15.4). La fe no consiste en aceptar ciertas cosas como verdaderas, sino en confiar en una Persona: la persona de Cristo.

A veces pisteuō va seguido por epi, “sobre”. La fe tiene una base firme. Vemos esta construcción en Hch. 9.42, episodio en el que una vez que se difundió la noticia de la resurrección de Tabita “muchos creyeron en el Señor”. La gente había visto lo que podía hacer Cristo, y en consecuencia depositó su fe “en” (= sobre) él. A veces la fe descansa en el Padre, como cuando Pablo habla de creer “en el que levantó de los muertos a Jesús, Señor nuestro” (Ro. 4.24).

Muy característico del NT es el uso absoluto del verbo. Cuando Jesús se quedó con los samaritanos, “creyeron muchos mas por la palabra de él” (Jn. 4.41). No hay necesidad de añadir lo que creyeron o en quién creyeron. La fe es un elemento tan central para el cristianismo que se puede hablar de “creer” sin necesidad de aclaración alguna. Los cristianos son simplemente “creyentes”. Este uso abarca todo el NT y no es exclusivo de ninguno de los escritores en particular. Podemos con toda confianza llegar a la conclusión de que la fe es fundamental.

También resultan instructivos los tiempos del verbo pisteuō. El tiempo aoristo indica un solo acto en el pasado y el carácter deterrninativo de la fe. El hombre que cree se consagra decididamente a Cristo. El tiempo presente encierra la idea de continuidad. La fe no es una fase pasajera, sino una actitud continua. El tiempo perfecto combina ambas ideas y nos habla de una fe presente que mantiene continuidad con un acto de fe pasado. El hombre que cree ingresa en un estado permanente. Quizás debamos notar aquí que a veces el sustantivo “fe” lleva el artículo, “la fe”, e. d. todo el cuerpo de enseñanzas cristianas, como cuando Pablo dice que los colosenses fueron “confirmados en la fe”, y añade “así como habéis sido enseñados” (Col. 2.7).

b. Usos particulares del término

(i)      En los evangelios sinópticos a menudo se relaciona la fe con las curaciones, como cuando Jesús le dijo a la mujer que había tocado su túnica en medio de la multitud, “ten ánimo, hija; tu fe te ha salvado” (Mt. 9.22). Pero estos evangelios también se ocupan de la fe en un sentido más amplio. Marcos, por ejemplo, nos hace llegar las palabras del Señor Jesús: “Si puedes creer, al que cree todo le es posible” (Mr. 9.23). También el Señor habla de los grandes resultados de tener “fe como un grano de mostaza” (Mt. 17.20; Lc. 17.6). Evidentemente nuestro Señor pedía que tuviesen fe en él mismo, personalmente. La exigencia de depositar fe en Cristo, característicamente cristiana, se basa finalmente en el propio requerimiento de él.

(ii)      En el cuarto evangelio la fe ocupa un lugar muy prominente; 98 veces encontramos el verbo pisteuō. Es curioso que nunca se emplea el sustantivo pistis, “fe”. Posiblemente se deba a que se usaba en círculos de tipo gnóstico. Hay algunas indicaciones de que Juan tenía a esos grupos en mente al escribir, y posiblemente quiso evitar el uso de un término tan popular entre ellos. quizás prefirió el uso más dinámico que trasmitía el verbo. Cualquiera haya sido la razón, emplea el verbo pisteuō con mayor frecuencia que los otros escritores neotestamentarios: tres veces más que los tres primeros evangelios sumados. Su construcción característica es con la preposición eis, “creer en”, “creer a”. Lo importante es la relación entre el creyente y el Cristo. En consecuencia, Juan habla una y otra vez sobre creer en él, o creer “en el nombre” de Cristo (p. ej. Jn. 3.18). Para los hombres de la antigüedad, el “nombre” era una manera de resumir toda la personalidad; representaba todo lo que era la persona. Por lo tanto, creer en el nombre de Cristo significa creer en todo lo que él es, esencialmente, en sí mismo. Jn. 3.18 también dice: “El que en él cree, no es condenado; pero el que no cree, ya ha sido condenado.” Una de las características de la enseñanza de Juan es que las cuestiones eternas se deciden aquí y ahora. La fe no ofrece a los hombres simplemente la seguridad de una vida eterna en un futuro no especificado, sino que les da vida eterna aquí y ahora. El que cree en el Hijo “tiene” vida eterna (3.36; cf. 5.24, etc.).

(iii)      En Hechos, con su historia de pujante avance misionero, no nos sorprende que la expresión característica sea el uso del tiempo aoristo para indicar el acto de decisión. Lucas registra muchas ocasiones en las que los que oían ponían su fe en Cristo. Encontramos otras construcciones, también, y tanto la condición continua como los resultados permanentes de la fe reciben mención. Pero lo característico es la decisión.

(iv)      Para Pablo la fe es la actitud típica de los cristianos. No comparte con Juan la antipatía por el sustantivo, sino que lo usa más de dos veces más que el verbo, y lo hace en relación con algunos de sus conceptos principales. En Ro. 1.16, por ejemplo, habla del evangelio como el “poder de Dios para salvación a todo aquel que cree [“tiene fe”, rsv, neb ]”. Significa mucho para Pablo el que el cristianismo sea algo más que un sistema de buenos consejos. No solamente les dice a los hombres lo que deben hacer, sino que también les da el poder para hacerlo. Una y otra vez Pablo hace resaltar el contraste entre las meras palabras y el poder, siempre con el objeto de poner de manifiesto que el poder del Espíritu Santo de Dios se ve en la vida de los cristianos. El hombre puede recibir este poder sólo cuando cree. No hay sustituto para la fe.

Muchos de los escritos controvertibles de Pablo giran alrededor de su disputa con los judaizantes, que insistían en que no era suficiente que los cristianos se bautizaran, sino que también tenían que circuncidarse; y que al haber sido de esa manera admitidos al judaísmo, debían tratar de obedecer toda la ley de Moisés. Ponían la obediencia a la ley como condición previa, necesaria para la salvación, por lo menos en el sentido más completo del término. Pablo no aceptaba nada de esto. Insistía en que los hombres no podían hacer absolutamente nada para conseguir la salvación. Todo había sido hecho por Cristo, y nadie podía añadir nada a la perfección de la obra terminada llevada a cabo por Cristo. Por eso Pablo insistía en que los hombres son justificados “por la fe” (Ro. 5.1). La doctrina de la *justificación por la fe está en el centro mismo del mensaje de Pablo. Ya sea con esta terminología o con otra cualquiera, el apóstol insistió constantemente en esta idea. Combatió enérgicamente toda noción de la eficacia de las buenas obras. “Sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley”, escribe a los gálatas, “sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley”, y añade contundentemente, “por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gá. 2.16). Resulta claro que para Pablo la fe significaba abandonar toda confianza en la propia capacidad para merecer la salvación. Se trata simplemente de una aceptación confiada del don de Dios en Cristo, de confiar en Cristo, y solamente en él, para todo aquello que significa la salvación.

Otra característica notable de la teología paulina es el lugar prominente que el apóstol concede a la obra del Espíritu Santo. Piensa en los cristianos como si en todos ellos morase el Espíritu (Ro. 8.9, 14), y esto, también, lo relaciona con la fe. Es por eso que escribe así a los efesios, con respecto a Cristo: “Vosotros … habiendo creído en él, fuísteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es las arras de nuestra herencia” (Ef. 1.13s). El sello equivalía a la marca de propiedad, metáfora que fácilmente podía entenderse en una época en la que pocos sabían leer. El Espíritu que mora en los creyentes es la marca de propiedad de Dios, y esta marca sólo la tienen los que creen. El pasaje mencionado sigue hablándo del Espíritu como “las arras (gr. arrabōn) de nuestra herencia”. Pablo emplea aquí un término que en el ss. I significaba pago inicial, e. d. pago que era parte del precio establecido, y a la vez la garantia de que el resto sería saldado. Es así que cuando alguien cr”e, recibe el Espíritu Santo como parte de la vida por venir, y como garantía de que lo demás se dará infaliblemente. (* Arras )

(v)      El autor de la Epístola a los Hebreos considera que la fe es una característica invariable del pueblo de Dios. En su gran galería de retratos de He. 11 pasa revista a los heroes del pasado, y muestra que, en cada caso, estos héroes ilustran el gran tema de que “sin fe es imposible agradar a Dios” (He. 11.6). Especialmente le interesa el contraste entre la fe y la vista. La fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (He. 11.1). Pone de manifiesto el hecho de que hombres que no tenían ninguna prueba externa en la cual apoyarse aceptaron firmemente, sin embargo, las promesas de Dios. En otras palabras, caminaban por fe y no por vista.

(vi)      De los otros escritores del NT debemos considerar a Santiago, desde el momento en que a menudo se ha considerado que se oponía a Pablo en este sentido. Mientras Pablo insiste en que el hombre es justificado por la fe y no por las obras, Santiago sostiene que “el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe” (Stg. 2.24). Sin embargo, aquí sólo tenemos una contradicción verbal. El tipo de “fe” al que se opone Santiago no es la fe cálida y personal en un Salvador vivo de que habla Pablo, sino una fe que el mismo Santiago describe así: “Tú crees que Dios es uno; bien haces. También los demonios creen, y tiemblan” (Stg. 2.19). Lo que este apóstol tiene en mente es un asentimiento intelectual a ciertas verdades, asentimiento que no se basa en una vida vivida de conformidad con esas verdades (Stg. 2.15s). Tan lejos está Santiago de oponerse a la fe en el sentido pleno, que en todo momento la presupone. Al comienzo mismo de su epístola habla naturalmente de “la prueba de vuestra fe” (Stg. 1.3), y exhorta a sus lectores a que “su fe en nuestro glorioso Señor Jesucristo sea sin acepción de personas” (Stg. 2.1). Critica una fe equivocada, pero da por entendido que todos reconocerán la necesidad de una fe correcta. Además, cuando habla de “obras” no se refiere a lo que Pablo quiere significar con ese término. Pablo piensa en la obediencia a los mandatos de la ley considerados como un sistema por el cual el hombre puede hacerse merecedor de la salvación. Para Santiago la ley es “la ley de la libertad” (Stg. 2.12). Sus “obras” se parecen en realidad al “fruto del Espíritu” del que habla Pablo. Se trata de cálidos actos de amor que surgen de una actitud correcta hacia Dios. Son los frutos de la fe. A lo que se opone Santiago es a la afirmación de que hay fe aun cuando no haya obras que la avalen.

La fe es, indudablemente, uno de los conceptos más importantes en todo el NT. En todas partes se la exige y se insiste en su importancia. Tener fe significa abandonar toda confianza en los propios recursos y entregarse sin reservas a la misericordia de Dios. Tener fe significa aferrarse a las promesas de Dios en Cristo, y confiar enteramente en la obra perfecta de Cristo en pro de la salvación, y en el poder del Espíritu Santo de Dios, que mora en nosotros, para la fortaleza diaria. La fe requiere confianza plena en Dios y obediencia total a él.

Bibliografía. H. Wildberger, “Firme”, °DTMAT, 1978, t(t). I, pp. 276–278; Jepsen, “˒āman”, °DTAT, 1978, t(t). I, pp. 309–343; O. Becker, O, Michel, “Fe”, °DTNT, 1985, t(t). II, pp. 170–187; J. I. Packer, “Fe”, °DT, 1985, pp. 256–238; W. Eichrodt, Teología del AntiguoTestamento, 1975, t(t). II, pp. 280–292; K. H. Schelkle, Teología del Nuevo Testamento, 1975, t(t). III, pp. 125–144; L. Berkhof, Teología sistemática, 1972, pp. 590–610.

D. M. Baillie, Faith in God, 1964; B. B. Warfield en HDB; J. G. Machen, What is Faith?, 1925; G. C. Berkouwer, Faith and Justification², 1954; J. Hick, Faith and Knowledge², 1966; O. Becker, O. Michel, NIDNTT 1, pp. 587–606; R. Bultmann, TDNT 6, pp. 1–11; A. Weiser et al., TDNT 6, pp. 174–228.

L.M.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Alegoría de la fe San Miguel, con alegorías de la fe y la Iglesia, texto original en miniatura de “vida, muerte y milagros de San Jerónimo, c. 1500.

Contenido

  • 1 El significado de la palabra
  • 2 La fe puede ser considerada objetiva o subjetivamente
  • 3 Análisis del objeto o término en un acto de fe divina
  • 4 Motivos de credibilidad
  • 5 Análisis del Acto de Fe desde el Punto de Vista Subjetivo
  • 6 Definición de fe
  • 7 El hábito de la fe y la vida de fe
  • 8 La génesis de la fe en el alma individual
  • 9 La fe en relación con las obras
  • 10 Pérdida de la Fe
  • 11 La Fe es Razonable
  • 12 La Fe es Necesaria
  • 13 La Unidad e Inmutabilidad Objetivas de la Fe
  • 14 Bibliografía

El significado de la palabra

(Pistis, fides). En el Antiguo Testamento la palabra hebrea significa esencialmente firmeza, inmutabilidad, cf. Éxodo 17,12, donde se usa para describir la fuerza de las manos de Moisés; por lo tanto viene a significar fidelidad, lealtad, ya sea de Dios hacia el hombre (Deut. 32,4) o del hombre hacia Dios (Sal. 119(118),30). En la medida que denota la actitud del hombre hacia Dios significa confianza o “fiducia”. Sin embargo, sería ilógico concluir que en el Antiguo Testamento la palabra no puede y no significa creencia o fe, pues está claro que uno no puede confiar en las promesas de una persona sin previamente afirmar o creer en la pretensión de esa persona a tal confianza. Por lo tanto aun si no se puede probar que el hebreo no contiene en sí mismo la noción de creencia, necesariamente lo debe presuponer. Pero la palabra contiene en sí misma la noción de creencia, lo cual se deduce del uso del radical, el cual en la conjugación causal, o Hiph’il, significa “creer”, por ejemplo en Gén. 15,6 y Deut. 1,32, en cuyo último pasaje se combinan los dos significados: creer y confiar. Que el nombre en sí mismo significa fe o creer es claro por Habacuc 2,4, donde el contexto lo demanda. El testimonio de la Versión de los Setenta es decisivo; ellos traducen el verbo por “pisteuo”, y el nombre por “pistis”; y aquí de nuevo se denotan con el mismo término los dos factores, fe y confianza. Pero a partir de Eurípides (Helena, 710) es claro que incluso en el griego clásico “pisteuo” se usaba para significar “creer” “logois d’emoisi pisteuson tade”; y el “theon d’ouketi pistis arage” (Medea, 414; cf. Hip., 1007) del mismo dramaturgo demuestra que el “pistis” podía significar “creencia”

En el Nuevo Testamento surgen a la vista los significados de “creer” y “creencia” para “pisteon” y “pistis”; en el lenguaje de Cristo, “pistis” frecuentemente significa “confiar”, pero también “creencia” (cf. Mt. 8,10). En los Hechos se refiere objetivamente a los principios de los cristianos, pero a menudo se interpreta como “creencia” (cf. 17,31; 20,21; 26,8). En Romanos 14,23, tiene el significado de “conciencia”—“porque todo lo que no procede de la buena fe es pecado”—pero el apóstol lo usa repetidamente en el sentido de “creencia” (cf. Rom. 4 y Gál. 3). Para todos los que estén familiarizados con la literatura teológica moderna será evidente la gran necesidad de señalar esto; así, cuando un escritor en el “Diario Hibbert” (oct. 1907) dice “Desde un lado al otro de la Escritura, la fe es confianza y sólo confianza”, es difícil ver cómo él explicaría el pasaje en 1 Corintios 13,13 y Hebreos 11,1. La verdad es que muchos escritores teológicos se dan a un pensamiento muy laxo, y en nada es esto tan evidente como en su tratamiento de la fe. En el articulo citado leemos: “La confianza en Dios es fe, fe es creencia, creencia puede significar credo, pero credo no es equivalente a confiar en Dios.” Una vaguedad similar fue especialmente notable en la controversia “¿Creemos?”—un corresponsal dice—“Nosotros los no creyentes, si hemos perdido la fe, nos aferramos más fuertemente a la esperanza y, a la más grande de todas, la caridad” (“¿Creemos?, p. 180, ed. W. L. Courtney, 1905). Los escritores no católicos han rechazado toda idea de la fe como una aquiescencia intelectual, y en consecuencia, fracasan en percibir que la fe necesariamente debe resultar en un cuerpo de creencias dogmáticas. “¿Cómo y mediante cuál influencia”, dice Harnack, “fue la fe viva transformada en un credo a creerse, el rendimiento a Cristo en una cristología filosófica?” (citado en el Diario Hibbert, loc. Cit.).

La fe puede ser considerada objetiva o subjetivamente

Objetivamente, representa la suma de verdades reveladas por Dios en la Escritura y la tradición, y que la Iglesia nos presenta (ver regla de fe) de forma breve en sus credos. Subjetivamente, la fe representa el hábito o virtud por el cual obtemperamos a esas verdades. Es este aspecto subjetivo de la fe el que nos interesa principalmente aquí. Antes de proceder a analizar el término fe, debemos aclarar ciertas nociones preliminares:

(a) El doble orden del conocimiento: “La Iglesia Católica” dice el Concilio Vaticano I, III, IV, “siempre ha afirmado que hay un doble orden de conocimiento, y que estos dos órdenes se distinguen entre sí no sólo en su principio sino en su objeto; en uno conocemos por la razón natural, en el otro por la fe divina; el objeto de uno es la verdad obtenible por la razón natural, el objeto del otro es los misterios escondidos en Dios, pero los que tenemos que creer y que sólo podemos conocer por revelación divina.”

(b) Ahora bien, el conocimiento intelectual se puede definir de modo general como la unión entre el intelecto y el objeto inteligible. Pero una verdad nos es inteligible sólo en la medida que es evidente, y la evidencia es de diferentes clases; por lo tanto, según el carácter variable de la evidencia, tendremos varias clases de conocimiento. Así una verdad puede ser evidente en sí misma—por ejemplo, el todo es mayor que su parte—en cuyo caso se dice que tenemos conocimiento intuitivo de ella; o la verdad puede ser no evidente en sí misma, pero deducible de las premisas en las que está contenida—tal conocimiento se llama conocimiento razonado; o además una verdad puede no ser ni evidente en sí misma ni deducible de las premisas en las que está contenida, aun así el intelecto puede estar obligado a asentir a ella porque de otro modo tendría que rechazar otra verdad universalmente aceptada. Por último, se puede inducir al intelecto a asentir a una verdad por ninguna de las razones anteriores, sino solamente debido a que esta verdad, aunque no sea evidente en sí misma, descanse en una grave autoridad—por ejemplo, aceptamos la aseveración de que el sol está a 90,000,000 millas distante de la tierra porque autoridades competentes y veraces garantizan ese hecho. Esta última clase de conocimiento es lo que se llama fe, y es claramente necesario en la vida diaria. Si en la autoridad en la que basamos nuestro asentimiento es humana y por lo tanto falible, tendremos fe humana y falible; si la autoridad es divina, tendremos fe divina e infalible]. Si a esto se añade el medio por el cual se nos presenta la autoridad divina para ciertas declaraciones, por ejemplo, la Iglesia Católica, tenemos fe divina católica (vea regla de fe).

(c) De nuevo, sin importar de qué fuente provenga, la evidencia puede ser de varios grados y así causar mayor o menor firmeza de adhesión de parte de la mente del que asiente a la verdad. Así los argumentos o autoridades en pro y en contra de una verdad pueden ser escasos o parejamente balanceados, en este caso el intelecto no cede en su adhesión a la verdad, sino que permanece en un estado de duda o suspensión absoluta de juicio; o pueden predominar los argumentos de un lado, aunque sin excluir los del otro lado; en este caso no tenemos completa adhesión del intelecto a la verdad en cuestión, sino solamente una opinión. Por último, los argumentos o autoridades presentados pueden ser tan convincentes que la mente da su asentimiento categórico a la declaración propuesta y no tiene miedo a que no pueda ser cierta; este estado mental se llama certeza, y es la perfección del conocimiento. La fe divina, entonces, es esa forma de conocimiento derivado de la autoridad divina, y que consecuentemente engendra certeza en la mente del recipiente.

(d) La necesidad de tal fe divina se deduce del hecho de la revelación divina, pues revelación significa que la Verdad Suprema le ha hablado al hombre y le ha revelado verdades que no son en sí mismas evidentes a la mente humana. Debemos, entonces, o rechazar completamente la revelación, o aceptarla por fe; es decir, debemos someter nuestro intelecto a las verdades que no podemos entender, pero que nos llegan por autoridad divina.

(e) Llegaremos a un mejor entendimiento del hábito o virtud de fe si hemos analizado previamente un acto de fe; y este análisis se facilitará al examinar un acto de visión ocular y un acto de conocimiento razonado. En la visión ocular distinguimos tres cosas; el ojo o facultad visual, el objeto a colores y la luz que sirve como medio entre el ojo y el objeto. Es común llamar al color el objeto formal (objectum formale quod) de la visión, puesto que es lo que sólo y precisamente hace a una cosa el objeto de la visión, el objeto individual que se ve se puede llamar el objeto material, es decir, la manzana, el hombre, etc. Similarmente, la luz que sirve como medio entre el ojo y el objeto se llama la razón formal (objectum formale quo) de nuestra visión real. Del mismo modo, cuando analizamos un acto de asentimiento intelectual a cualquier verdad dada, debemos distinguir la facultad intelectual que produce el acto, el objeto inteligible al cual se dirige el intelecto, y la evidencia, ya sea intrínseca o extrínseca, que nos mueve a asentir a él. No se puede omitir ninguno de estos factores, pues cada uno coopera para realizar el acto, ya sea de visión ocular o de asentimiento intelectual.

(f) Por lo tanto, para un acto de fe necesitamos una facultad capaz de realizar un acto, un objeto proporcionado a la facultad, y evidencia—no intrínseca, sino extrínseca de ese objeto—que sirva como vínculo entre la facultad y el objeto. Comenzaremos nuestro análisis con el objeto.

Análisis del objeto o término en un acto de fe divina

(a) Para que una verdad sea un acto de fe divina, debe ser divina en sí misma, y no meramente por provenir de Dios, sino porque en sí misma se refiera a Dios. Igual que en la visión ocular el objeto formal debe necesariamente ser algo coloreado, así en la fe divina el objeto formal debe ser algo divino–en lenguaje teológico, el objectum formale quod de la fe divina es la Verdad Suprema del Ser, Prima Veritas in essendo—no podemos hacer un acto de fe divina sobre la existencia de la India.

(b) Ahora bien, la evidencia sobre la que asentimos a esta verdad divina tiene que ser también divina en sí misma, y debe haber una relación tan cercana entre esa verdad y la evidencia sobre la que se basa como la que hay entre el objeto coloreado y la luz; la primera es una condición necesaria para el ejercicio de nuestra facultad visual, la última es la causa de nuestra visión real. Pero nadie sino Dios puede revelar a Dios; en otras palabras, Dios es su propia evidencia. Por lo tanto, tal como el objeto formal de la fe divina es la Primera Verdad Misma, así la evidencia de esa Primera Verdad es la Primera Verdad declarándose a sí misma. Para usar el lenguaje escolástico una vez más, el “objectum formale quod”, o el motivo, o la evidencia, de la fe divina es la “Prima Veritas in dicendo”.

(c) Hay una controversia sobre si la misma verdad puede ser objeto tanto de la fe como del conocimiento. En otras palabras, ¿podemos creer una cosa tanto porque nos la dice una buena autoridad y porque nosotros mismos la percibimos como verdad? Santo Tomás de Aquino, Juan Duns Scoto y otros afirman que una vez que se percibe una cosa como verdad, la adhesión de la mente de ningún modo se refuerza por la autoridad de quien la establezca como tal, pero la mayoría de los teólogos sostienen, con Juan de Lugo, que puede haber un conocimiento que no satisfaga la mente completamente, y que entonces la autoridad puede encontrar un lugar para completar su satisfacción. Debemos señalar aquí la absurda expresión “Credo quia impossibile”, que ha provocado muchas sonrisas burlonas. Ése no es un axioma de los escolásticos, según se señaló en el “Revue de Metaphysique et de Morale” (marzo de 1896, p. 169) y como se sugirió más de una vez en la correspondencia de “¿Creemos?”. La expresión se debe a Tertuliano, cuyas palabras exactas son: “Natus est Dei Filius; non pudet, quia pudendum est: et mortuus est Dei Filius; prorsus credibile est, quia ineptum est; et sepultus, resurrexit; certum est, quia impossibile” (De Carne Christi, cap. V). Este tratado data de los días de montanista de Tertuliano, cuando se dejó llevar por su amor a la paradoja. Al mismo tiempo es claro que el escritor sólo apuntó a exponer la sabiduría de Dios manifestada en la humillación de la Cruz; quizás está parafraseando las palabras de San Pablo en 1 Cor. 1,25.

(d) Vamos ahora a tomar algún acto de fe concreto, por ejemplo, “Yo creo en la Santísima Trinidad”. Este misterio es el objeto material o individual sobre el cual ejercemos nuestra fe, el objeto formal es su carácter de verdad divina, y esta verdad claramente no es evidente en lo que a nosotros se refiere; de ningún modo apela a nuestro intelecto, por el contrario más bien lo repele. Y aun así asentimos a él por fe, en consecuencia, sobre evidencia que es extrínseca y no intrínseca a la verdad que aceptamos. Pero no puede haber ninguna evidencia proporcionada con tal misterio excepto el testimonio divino mismo, y este constituye el motivo para nuestro asentimiento al misterio, y es, en lenguaje escolástico, el “objectum formale quo” de nuestro asentimiento. Si entonces se nos pregunta por qué creemos con fe divina alguna verdad divina, la única respuesta adecuada debe ser porque Dios mismo la ha revelado.

(e) Debemos señalar a este respecto la falsedad de la noción prevaleciente de que la fe es ceguera. “Creemos”, dice el Concilio Vaticano I (III, III), “que la revelación es la verdad, no ciertamente porque la verdad intrínseca de estos misterios se vea claramente a la luz natural de la razón, sino debido a la autoridad de Dios que la revela, pues Él no puede engañar ni ser engañado.” Así, para regresar al acto de fe que hacemos de la Santísima Trinidad, debemos formularla de modo silogístico como sigue: Todo lo que Dios revela es cierto, Dios ha revelado el misterio de la Santísima Trinidad, por lo tanto este misterio es verdad. La premisa mayor es indudable e intrínsecamente evidente a la razón; la premisa menor es también cierta porque nos la declara la Iglesia infalible (cf. Regla de fe), y también porque, como dice el Concilio Vaticano, “en adición a la ayuda interna de su Espíritu Santo a Dios le ha placido darnos ciertas pruebas externas de su revelación, es decir, ciertos hechos divinos, especialmente milagros y profecías, pues puesto que éstas últimas manifiestan claramente la omnipotencia y omnisciencia de Dios, proporciona las pruebas más certeras de su revelación y son apropiadas para la capacidad de todos.” Por lo tanto dice Santo Tomás: “Un hombre no podría creer a menos que viera las cosas que debe creer, ya sea por la evidencia de los milagros o de algo similar” (II-II:1:4, ad 1), con lo cual el santo se refiere a los motivos de la credibilidad.

Motivos de credibilidad

(a) Cuando decimos que cierta aseveración es increíble a menudo denotamos meramente que es extraordinaria, pero se debe tener en mente que este es un mal uso del lenguaje, pues la credibilidad o incredibilidad de una aseveración no tiene nada que ver con su probabilidad o improbabilidad intrínseca; depende solamente de las credenciales de la autoridad que hace la declaración. Así la credibilidad de la declaración que Inglaterra y América han entrado en una alianza secreta depende sólo de la posición autoritativa y la veracidad del informante. Si es un oficinista en una agencia gubernamental es posible que haya obtenido alguna información auténtica, pero si nuestro informante es el Primer Ministro de Inglaterra, su declaración tiene el mayor grado de credibilidad porque sus credenciales son de las mayores. Cuando hablamos de los motivos de credibilidad de la verdad revelada, significamos la evidencia de que las cosas afirmadas son verdades reveladas. En otras palabras, la credibilidad de las aseveraciones hechas es correlativa con y proporcionada a las credenciales de la autoridad que las pronuncia. Ahora bien, las credenciales de Dios son indubitables, pues la misma idea de Dios envuelve la de omnisciencia y de la Verdad Suprema. Por lo tanto, lo que Dios dice es supremamente creíble, aunque no necesariamente supremamente inteligible para nosotros. Sin embargo, aquí el asunto real no es sobre las credenciales de Dios o la credibilidad de lo que Él dice, sino de la credibilidad de la declaración de que Dios ha hablado. En otras palabras, ¿quién o cuál es la autoridad para esta aseveración, y qué credenciales ostenta dicha autoridad? ¿Cuáles son los motivos de credibilidad de la aseveración de que Dios ha revelado esto o aquello?

(b) Estos motivos de credibilidad se pueden establecer brevemente como sigue: en el Antiguo Testamento considerado no como un libro inspirado, sino meramente como un libro con valor histórico, encontramos detallados los maravillosos tratos de Dios con una nación particular a quien se le revela a sí mismo repetidamente; leemos de los milagros que obró a su favor y como pruebas de la verdad de la revelación que Él hace; encontramos la más sublime enseñanza y el repetido anuncio del deseo de Dios de salvar al mundo del pecado y sus consecuencias. Y sobre todo, hallamos a través de las páginas de este libro una serie de pistas, ya oscuras, ya claras, de una persona portentosa que ha de venir como salvador del mundo; hallamos la afirmación a veces de que es hombre, y otras de que es Dios mismo. Cuando miramos al Nuevo Testamento vemos que registra el nacimiento, vida y muerte de Uno que, siendo claramente hombre, también pretendía ser Dios, y quien probó la verdad de su pretensión con su vida entera, milagros, enseñanzas y muerte, y finalmente con su triunfante Resurrección. Además, vemos que fundó una Iglesia que, según dijo, perduraría hasta el final de los tiempos y sería la depositaria de su enseñanza, y sería el medio para aplicar a todos los hombres los frutos de la redención que Él obró.

Cuando venimos a la historia posterior de esta Iglesia, la encontramos extendiéndose rápidamente por doquier, y esto a pesar de su humilde origen, su enseñanza no mundana, y la cruel persecución con que tropieza a manos de los gobernantes de este mundo. Y con el correr de los siglos, encontramos a esta Iglesia batallando contra herejías, cismas y los pecados de su propia gente—no, de sus propios gobernantes—y aun así continúa siendo la misma, promulgando siempre la misma doctrina, y poniendo delante de los hombres los mismos misterios de la vida, muerte y Resurrección del Salvador del mundo, quien, según enseñó ella, se había ido antes a preparar un hogar para aquellos que en su vida terrenal habían creído en Él y habían peleado la buena batalla. Pero si la historia eclesiástica desde la época del Nuevo Testamento confirma tan maravillosamente al Nuevo Testamento mismo, y si el Nuevo Testamento completa tan maravillosamente el Antiguo, estos libros deben realmente contener lo que reclaman contener, es decir, la revelación divina. Y sobre todo, esa Persona cuya vida y muerte fueron tan detalladamente predichas en el Antiguo Testamento, y cuya historia, según contada en el Nuevo corresponde tan perfectamente con su delineación profética en el Antiguo, debe ser quien Él reclamó ser, es decir el Hijo de Dios; por lo tanto su obra debe ser Divina. La Iglesia que el fundó debe también ser divina y la depositaria y guardiana de su enseñanza. Ciertamente, podemos decir para toda verdad del cristianismo que creemos, Cristo mismo es nuestro testimonio, y creemos en Él porque la Divinidad que reclamó descansa sobre el testimonio concurrente de sus milagros, sus profesías, su carácter personal, la naturaleza de su doctrina, la maravillosa propagación de su enseñanza a pesar de ir contra la carne y la sangre, el testimonio unido de miles de mártires, las historias de incontables santos que por amor a Él llevaron vidas heroicas, la historia de la Iglesia misma desde la Crucifixión, y, quizás, más notable que nada, la historia del papado desde San Pedro hasta Benedicto XVI.

(c) Estos testimonios son unánimes; todos señalan en una dirección, pertenecen a todas las épocas, son claros y simples, y están al alcance de la inteligencia más modestas. Y, como dijo el Concilio Vaticano I, “la Iglesia misma es, por su maravillosa propagación, su portentosa santidad su inagotable fecundidad en buenas obras, su unidad católica, y su duradera estabilidad, un motivo grande y perpetuo de credibilidad y un testigo irrefragable de su comisión divina” (Cont. Dei Filius). “Los Apóstoles”, dice San Agustín, “vieron la Cabeza y creyeron en el Cuerpo; nosotros vemos el Cuerpo, creamos pues en la Cabeza” (Sermón CCXLIII, 8 (al. CXLIII), de temp., P.L., V 1143). Todo creyente debe hacerse eco de las palabras de Ricardo de San Víctor, “Señor, si estamos en el error, por ti mismo hemos sido engañados—pues éstas cosas han sido confirmadas por tales signos y maravillas en medio nuestro como podrían haber sido hechos sólo por Ti!” (de Trinitate, 8, cap. II).

(d) Pero existen muchos malentedidos respecto al significado y oficio de los motivos de credibilidad. En primer lugar, ellos nos proveen conocimiento definido y certero de la revelación Divina; pero este conocimiento precede a la fe; no es el motivo final para nuestro asentimiento a las verdades de fe—como dice Santo Tomás, “La fe tiene el carácter de una virtud, no por las cosas en las que cree, pues la fe es sobre cosas invisibles, sino porque se adhiere al testimonio de Uno en quien se halla la verdad infalible” (De Veritate, XIV, 8); este conocimiento de la verdad revelada que precede a la fe sólo puede engendrar fe humana, ni siquiera es la causa de la fe divina (cf. Francisco Suárez, be Fide disp. III, 12), sino más bien debe considerarse como una remota disposición a ella. Debemos insistir sobre esto porque en la mente de muchos la fe se considera como una consecuencia más o menos necesaria de un estudio cuidadoso de los motivos de credibilidad, una opinión que el Vaticano I condena expresamente: “Si alguno dice que el asentir a la fe cristiana no es libre, sino que necesariamente se deduce de los argumentos que la razón humana puede proveer a su favor; o si alguno dice que la gracia de Dios es sólo necearia para esa fe viva que obra a través de la caridad, que sea anatema” (Ses. IV). Ni los motivos de credibilidad pueden hacer claros en sí mismos a los misterios de la fe en sí mismos, pues, como dice Santo Tomás, “los argumentos que nos inducen a creer, por ejemplo, los milagros, no prueban la fe en sí misma, sino sólo la veracidad del que nos la declara, y consecuentemente, no engendran conocimiento de los misterios de la fe, sino sólo fe” (in Sent., III, XXIV, Q. I, art. 2, sol. 2, ad 4). Por otro lado, no debemos minimizar la fuerza probativa ral de los motivos de credibilidad dentro de su verdadera esfera—“La razón declara que desde el mismo comienzo la enseñanza de los Evangelios se volvió notoria por los signos y maravillas que dieron, por así decirlo, prueba definida de una verdad definida” (Papa León XIII, Æterni Patris).

(e) La Iglesia ha condenado dos veces la opinión de que la fe descansa esencialmente sobre una acumulación de probabilidades. Así la proposición, “El asentimiento a la fe sobrenatural… es consistente con conocimiento de revelación meramente probable” fue condenada por el Papa Inocencio XI en 1679 (cf. Denzinger, Enchiridion, 10ma ed., no. 1171); y el Syllabus Lamentabili sane (julio de 1907) condena la proposición (XXV) de que “el asentimiento a la fe descansa esencialmente sobre una acumulación de probabilidades.” Pero desde que el gran nombre de Newman fue arrastrado a la controversia respecto a esta última proposición, debemos señalar que, en la “Gramática del Asentimiento” (Cap. X, Sec. 2), Newman se refiere sólo a la prueba de fe provista por los motivos de credibilidad, y rectamente concluye que, puesto que éstas no son demostrativas, esta línea de prueba puede ser llamada “una acumulación de probabilidades”. Pero sería absurdo decir que Newman por lo tanto basó el asentimiento final de la fe sobre esta acumulación—de hecho, él no está haciendo un análisis del acto de fe, sino sólo de las bases de la fe; el asunto de la autoridad no entra en su argumento (cf. McNabb, Oxford, Conferencias sobre la Fe, págs. 121-122).

Análisis del Acto de Fe desde el Punto de Vista Subjetivo

(a) La luz de la fe: Un ángel entiende las verdades que están más allá de la comprensión del hombre; entonces si se llamara a un hombre a asentir a la verdad más allá del alcance del intelecto humano, pero dentro del alcance del intelecto angélico, él requeriría por el momento algo más que la luz natural de la razón, él requeriría lo que podemos llamar “la luz angélica”. Si, de nuevo, el mismo hombre se llamase a asentir a una verdad más allá del alcance tanto del hombre como de los ángeles, él claramente necesitaría una luz todavía más alta, y a esta luz la llamamos “la luz de la fe”—una luz, porque lo capacita para asentir a aquellas verdades sobrenaturales, y la luz de la fe porque ilumina aquellas verdades de fe para que ya no sean obscuras, pues la fe debe ser siempre “garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven” (Hb. 11,1). Por lo tanto Santo Tomás (De Veritate, XIV, 9, ad 2) dice: “Aunque la divinamente infusa luz de la fe es más poderosa que la luz natural de la razón, sin embargo, en nuestro estado presente participamos sólo imperfectamente en ella; y por lo tanto sucede que no produce en nosotros la visión real de aquellas cosas que quiere enseñarnos; tal visión pertenece a nuestra morada eterna, donde participaremos perfectamente en esa luz, donde a la luz de Dios veremos la luz” (Sal. 36(35),10).”

(b) Por lo que se ha dicho, la necesidad de dicha luz es evidente, pues la fe es esencialmente un acto de asentimiento, y justo como asentimiento a una serie de razonamientos deductivos o inductivos, o a una intuición de primeros principios, sería imposible sin la luz de la razón, así también el asentimiento a una verdad sobrenatural sería inconcebible sin un fortalecimiento sobrenatural de la luz natural “Quid est enim fides nisi credere quod non vides?” (es decir, ¿qué es la fe sino la creencia en lo que no vemos?) pregunta San Agustín; pero él dice también: “La fe tiene sus ojos por los cuales ella ve de algún modo que es verdadero lo que aún no ha visto—y por los cuales, también, más seguramente ve que no ve lo que cree” ” [Ep. ad Consent., ep. CXX 8 (al. CCXXII), P.L., II, 456].

(c) Además, es evidente que esta “luz de la fe” es un don sobrenatural y no es el producto necesario de un asentimiento a los motivos de credibilidad. Ningún estudio la puede ganar, ninguna convicción intelectual de la religión revelada ni incluso de las pretensiones de la Iglesia a ser nuestra guía infalible en materias de fe, producirá esta luz en la mente del hombre; es un don gratuito de Dios. Por lo tanto el Concilio Vaticano I (III, III) enseña que “la fe es una virtud sobrenatural por la cual nosotros, con la inspiración y ayuda de la gracia santificante, creemos que son verdaderas aquellas cosas que Él nos ha revelado”. El mismo decreto continúa diciendo que “aunque el asentir a la fe no es un sentido ciego, aun así nadie puede asentir a la enseñanza del Evangelio en la forma necesaria para la salvación sin la iluminación del Espíritu Santo, quien concede a todos una dulzura al creer y consentir a la verdad”. Así, la fe no puede considerarse ceguera ni respecto a la verdad creída, ni respecto a los motivos para creer, ni respecto al principio subjetivo por el cual creemos—es decir, la luz infusa.

(d) El lugar de la voluntad en un acto de fe: Hasta aquí hemos visto que la fe es un acto del intelecto que asiente a la verdad que está más allá de su alcance, por ejemplo, el misterio de la Santísima Trinidad. Pero a muchos le parecerá casi fútil pedirle al intelecto que asienta a una proposición que no es intrínsecamente evidente como sería pedirle al ojo que vea un sonido. Es claro, sin embargo, que la voluntad puede mover al intelecto ya sea a estudiar o no cierta verdad, aunque la verdad sea una evidente en sí misma—por ejemplo, que el todo es mayor que la parte—la voluntad no puede hacer que el intelecto se adhiera a ella; pero sí puede, sin embargo, moverla a pensar en algo más, y así distraerla de la contemplación de esa verdad particular. Si la voluntad mueve al intelecto a considerar algún punto debatible—por ejemplo, las teorías copernicanas y ptolemaicas sobre la relación entre el sol y la tierra—es claro que el intelecto puede sólo asentir a una de estas opiniones en la medida en que esté convencido que esa opinión particular es cierta. Pero hasta donde sabemos, ninguna opinión tiene más que una verdad probable, por lo tanto el intelecto por sí mismo sólo puede dar su adherencia parcial a una de las opiniones, siempre debe ser excluida de un asentimiento absoluto por la posibilidad de que la otra opinión sea la correcta. El hecho de que los hombres se adhieran mucho más tenazmente a una de estas que lo que los argumentos confirman se puede deber sólo a algunas consideraciones extrínsecas, por ejemplo, que es absurdo no afirmar lo que la inmensa mayoría de los hombres afirman. Y aquí cabe señalar que, como dice Santo Tomás en repetidas ocasiones, el intelecto sólo sanciona a una declaración por una de dos razones: ya sea porque esa afirmación es inmediata o mediatamente evidente en sí misma—por ejemplo, un primer principio o una conclusión de las premisas— o porque la voluntad lo mueve a hacerlo. Por supuesto, la evidencia extrínseca entra en juego cuando falta la evidencia intrínseca, pero, aunque sería absurdo, sin evidencias de peso en su apoyo, asentir a una verdad que no comprendemos; aunque ninguna cantidad de evidencia nos puede hacer asentir, sólo podría demostrar que la declaración en cuestión era creíble, nuestro asentimiento real final se podría deber sólo a la evidencia intrínseca que la propia declaración ofreció, o en su defecto, debido a la voluntad. . De ahí que Santo Tomás repetidamente define el acto de fe como el asenso del intelecto determinado por la voluntad (De Veritate, XIV, 1, II-II, Q. II, a. 1, ad 3, 2, C.; ibid., IV, 1, C., y ad 2). La razón, entonces, por la que los hombres se aferran a ciertas creencias más fuertemente de lo que los argumentos a su favor podrían confirmar, se debe buscar en la voluntad más que en el intelecto. Las autoridades se encuentran a ambos lados, la evidencia intrínseca no es convincente, pero algo se ganará asintiendo a una opinión en lugar de la otra, y esta apela a la voluntad, que por lo tanto determina al intelecto a asentir a la opinión que promete más. Asimismo, en la fe divina son fuertes las credenciales de la autoridad que nos dice que Dios ha hecho ciertas revelaciones, pero siempre son extrínsecas a la proposición, “Dios ha revelado esto o aquello”, y en consecuencia, no pueden obligar a nuestro consentimiento; sino que simplemente nos demuestran que esta afirmación es creíble. Cuándo, entonces, nos preguntamos si debemos o no debemos dar nuestro asentimiento libre a cualquier declaración particular, sentimos que en primer lugar no podemos hacerlo a menos que haya una fuerte evidencia extrínseca a su favor, pues sería absurdo creer una cosa por el mero hecho de querer creerla. En segundo lugar, la proposición misma no obliga a nuestro consentimiento, ya que no es intrínsecamente evidente, pero queda el hecho de que sólo con la condición de nuestro asentimiento a la misma, tendremos lo que el alma humana naturalmente anhela, es decir, la posesión de Dios; quién es, como declaran tanto la razón como la autoridad, nuestro fin último; “El que creyere y fuere bautizado, será salvo”, y “Sin fe es imposible agradar a Dios.” Santo Tomás expresa esto diciendo: “La disposición del creyente es la de uno que acepta la palabra de otro por alguna declaración, porque parece adecuado o útil aceptarla. De la misma manera creemos en la revelación divina porque se nos ha prometido la recompensa de la vida eterna por así hacerlo. Es la voluntad que se mueve por la perspectiva de esta recompensa a asentir a lo que se dice, aunque el intelecto no se mueve por algo que él entiende. Por ello dice San Agustín (Tract. XXVI en Joannem, 2): Cetera potest homo nolens, credere nonnisi volens ‘ [es decir, el hombre puede hacer otras cosas contra su voluntad, pero para creer debe querer]” (De Ver., XIV, 1).

(e) Pero así como el intelecto necesita una luz nueva y especial para asentir a las verdades sobrenaturales de la fe, así también la voluntad necesita una gracia especial de Dios a fin de que pueda tender a ese bien sobrenatural que es la vida eterna. La luz de la fe, entonces, ilumina el entendimiento, aunque la verdad siga siendo oscura, puesto que está más allá del alcance del intelecto; pero la gracia sobrenatural mueve a la voluntad, que, al tener ante sí un bien sobrenatural, mueve al intelecto a asentir a lo que no entiende. De ahí que la fe es descrita como “reduciendo a cautiverio todo entendimiento para obediencia de Cristo” (2 Cor. 10,5).

Definición de fe

El análisis anterior nos permitirá definir un acto de fe sobrenatural divina sobrenatural como “el acto del intelecto que asiente a una verdad divina debido al movimiento de la voluntad, que es a su vez movida por la gracia de Dios” (Santo Tomás, II-II, Q. IV, a. 2). Y así como la luz de la fe es un don sobrenatural concedido al entendimiento, así también esta gracia divina que mueve la voluntad es, como su nombre implica, un don igualmente sobrenatural y un regalo absolutamente gratuito. Ni el regalo es debido a estudios anteriores, ni ninguno de ellos puede ser adquirido por los esfuerzos humanos, sino “Pedid y se os dará”.

De todo lo dicho se deducen dos corolarios muy importantes:

• Que las tentaciones contra la fe son naturales e inevitables y que de ningún modo son contrarias a la fe, “puesto que”, dice Santo Tomás, “el asenso del intelecto en fe se debe a la voluntad, y puesto que el objeto al que el intelecto así asiente no es su propio objeto—pues esa es la visión real de un objeto inteligible—se deduce que la actitud del intelecto hacia ese objeto no es una de tranquilidad; por el contrario, piensa y se pregunta acerca de las cosas que cree, al mismo tiempo que asiente a ellas sin vacilar, porque en la medida en que ella misma se refiere el intelecto no está satisfecho “(De Ver., XIV, 1).

• También se desprende de lo anterior que un acto de fe sobrenatural es meritorio, ya que procede de la voluntad movida por la gracia divina o la caridad, y por lo tanto tiene todos los componentes esenciales de un acto meritorio (cf. II-II, Q . II, a. 9). Esto nos permite comprender las palabras de Santiago, cuando dice: “Los demonios también creen y tiemblan” (2,19). “No es de buen grado que asienten”, dice Santo Tomás “, pero se ven obligados a ello por la evidencia de aquellos signos que prueban lo que los creyentes afirman como cierto, aunque incluso esas pruebas no hacen las verdades de la fe tan evidente capaces de ofrecer lo que se denomina visión de ellas” (De Ver., XIV, 9, ad 4), ni es su fe divina, sino meramente filosófica y natural. Algunos pueden imaginarse que los análisis precedentes son superfluos, y pueden pensar que saben demasiado a escolasticismo. Pero si alguien va a pasar el trabajo de comparar la enseñanza de los Padres, de los escolásticos y de los teólogos de la Iglesia Anglicana en los siglos XVII y XVIII, con la de los teólogos no católicos de hoy, se encuentra que los escolásticos simplemente le dan forma a lo que enseñaron los Padres, y que los grandes teólogos ingleses le deben su solidez y valor real a sus vastos conocimientos patrísticos y a su formación estrictamente lógico.

Que cualquiera que dude de esta afirmación compare la “Analogía de Religión” del obispo Butler, caps. V, VI, con el documento sobre “la fe” donado a Lux Mundi. El autor de este último documento nos dice que “la fe es una energía elemental del alma”, “una prueba tentativa”, que “su nota principal será la confianza”, y por último, que “en respuesta a la demanda de definición, se puede sólo reiterar: “La fe es la fe. Creer es sólo creer”. En ninguna parte hay ningún análisis de los términos, en ninguna parte ninguna distinción entre los roles relativos desempeñados por el intelecto y la voluntad; y creemos que los que lean el documento deben haberse levantado de su lectura con la sensación de haber estado vagando a través de—usamos la propia expresión del escritor—“un engañoso laberinto de palabras.”

El hábito de la fe y la vida de fe

(a) Hemos definido el acto de fe como el asentimiento del intelecto a una verdad que está más allá de su comprensión, pero que acepta bajo la influencia de la voluntad movida por la gracia; y a partir del análisis estamos ahora en condiciones de definir la virtud de la fe como un hábito sobrenatural por el que creemos firmemente que son verdaderas todas esas cosas que Dios ha revelado. Ahora bien, toda virtud es la perfección de alguna facultad, pero la fe resulta de la acción combinada de dos facultades, a saber, el intelecto que provoca el acto, y la voluntad que mueve el intelecto para hacerlo; en consecuencia, la perfección de la fe dependerá de la perfección con que cada una de estas facultades realice su tarea asignada; el intelecto debe asentir sin vacilar, la voluntad debe moverse con rapidez y facilidad a hacerlo.

(b) La aprobación sin vacilaciones del intelecto no puede deberse a la convicción intelectual de la razonabilidad de la fe, si consideramos los motivos en los que se basa o las verdades reales que creemos, pues “la fe es la evidencia de las cosas que no se ven”; debe, entonces, referirse al hecho de que estas verdades vienen a nosotros por el testimonio divino infalible. Y aunque la fe es tan esencialmente de “lo invisible” puede ser que la función especial de la luz de la fe, que hemos visto que es tan necesaria, es en cierto modo suministrarnos, no ya la visión, sino una apreciación instintiva de las verdades que se declaran ser reveladas. Santo Tomás parece aludir a esto cuando dice: “Como por otros hábitos virtuosos el hombre ve lo que concuerda con esos hábitos, así por el hábito de la fe la mente de un hombre se inclina a asentir a las cosas que pertenecen a la verdadera fe y no a otras cosas” (II-II: 4:4, ad 3). En cada acto de fe este firme asentimiento del intelecto se debe al movimiento de la voluntad como su causa eficiente, y lo mismo debe decirse de las virtudes teologales de fe cuando las consideramos como un hábito o como una virtud moral, pues, como insiste Santo Tomás (I-II, Q. LVI,), no hay virtud, propiamente dicha, en el intelecto salvo en la medida en que está sujeta a la voluntad. Así, la prontitud habitual de la voluntad para mover el intelecto a asentir a las verdades de la fe no es sólo la causa eficiente del asentimiento del intelecto, sino que es precisamente lo que le da a este asentimiento su carácter virtuoso y, en consecuencia, meritorio. Por último, esta prontitud de la voluntad sólo puede venir de su tendencia firme al Bien Supremo. Y en el riesgo de repetición, debemos de nuevo llamar la atención sobre la distinción entre la fe como un hábito puramente intelectual, que como tal es seco y árido, y de la fe que reside, de hecho, en el intelecto, pero motivada por la caridad o el amor de Dios, quien es nuestro principio, nuestro fin último y nuestra recompensa sobrenatural. “Cada movimiento verdadero de la voluntad”, dice San Agustín, “procede del amor verdadero” (de Civ. Dei, XIV, IX), y, como expresa bellamente en otro lugar, Quid est ergo credere in Eum? Credendo amare, credendo diligere, credendo in Eum ire, et Ejus membris incorporari. Ipsa est ergo fides quam de nobis Deus exigit- et non invenit quod exigat, nisi donaverit quod invenerit. (Tract. XXIX en Joannem, 6.—“¿Qué, entonces es creer en Dios?—Es amarlo por creerle, ir a Él por creer, y ser incorporado a sus miembros. Ésta, entonces, es la fe que Dios exige de nosotros; y él no encuentra lo que puede exigir excepto donde Él ha dado lo que puede encontrar.”) Esto es, pues, lo que se entiende por fe “viva”, o como la llaman los teólogos, fides formata, a saber “informada” por la caridad o el amor de Dios. Si consideramos la fe precisamente como un asentimiento provocado por el intelecto, entonces esa fe desnuda es el mismo hábito numéricamente como cuando se le añade el principio formativo de la caridad, pero no tiene el carácter verdadero de la virtud moral y no es una fuente de mérito. Si, pues, se extingue la caridad—si, en otras palabras, un hombre cae en pecado mortal y por lo tanto sin la gracia santificante habitual de Dios que es la única que da a su voluntad esa tendencia debida a Dios como su fin sobrenatural y la cual es requisito para los actos sobrenaturales y meritorios—es evidente que ya no existe en la voluntad ese poder con el que puede, a partir de motivos sobrenaturales, mover el intelecto a asentir a las verdades sobrenaturales El intelectual y divinamente infuso hábito de la fe permanece, sin embargo, y cuando la caridad regresa este hábito adquiere de nuevo el carácter de la fe “viva” y meritoria.

(c) Una vez más, al ser la fe una virtud, se deduce que la prontitud de un hombre en creer lo hará amar las verdades que cree, y por lo tanto, las estudiará, no ciertamente en el espíritu de una investigación dudosa, sino para comprenderlas mejor en la medida en que la razón humana se lo permita. Esa investigación será meritoria y hará su fe más robusta porque, al mismo tiempo que se coloca cara a cara con las dificultades intelectuales que conlleva, necesariamente ejercitará su fe y repetidamente “llevará su intelecto a la sumisión”. Así San Agustín dice: “¿Cuál puede ser la recompensa de la fe? ¿Qué puede significar su mismo nombre, si deseas ver ahora lo que crees? No debes ver para creer, debes creer para ver, debes creer mientras no veas, no sea que cuando veas quedes avergonzado” (Sermo, XXXVIII, 2, PL, V, 236). Y es en este sentido que debemos entender sus tantas veces repetidas palabras: “Crede ut intelligas” (cree para que puedas entender). Así, al comentar a Isaías 7,9 en la Versión de los Setenta, que dice: nisi credideritis non intelligetis, él dice: Proficit ergo noster intellectus ad intelligenda quae credat, et fides proficit ad credenda quae intelligat; et eadem ipsa ut magis magisque intelligantur, in ipso intellectu proficit mens. Sed hoc non fit propriis tanquam naturalibus viribus sed Deo donante atque adjuvante (Enarr. en Sal. 118, Sermo XVIII,3. “Por lo tanto, nuestro intelecto es útil para entender las cosas que cree, y la fe sirve para creer lo que entiende; y para que estas mismas cosas pueden ser más y más entendidas, la facultad de pensar [Hombres] es de utilidad en el intelecto. Pero esto no se lleva a cabo como por nuestros propios poderes naturales, sino por el don y la ayuda de Dios. “Cf. Sermo XLIII, 3, en Is., 7,9; PL, V, 255).

(d) Además, el hábito de la fe puede ser más fuerte en una persona que en otra, “ya sea debido a la mayor certeza y firmeza en la fe que uno tiene más que otro, o debido a su mayor prontitud en asentir, o debido a su mayor devoción a las verdades de la fe, o debido a su mayor confianza” (II-II: 5:4).

(e) A veces nos preguntan si realmente estamos seguros de las cosas que creemos, y respondemos correctamente en la afirmativa; pero en sentido estricto, la certeza puede considerarse desde dos puntos de vista: si nos fijamos en su causa, tenemos en la fe la forma más alta de certeza, pues su causa es la Verdad Esencial, pero si nos fijamos en la certeza que surge de la medida en que el intelecto capta una verdad, entonces, en la fe no tenemos tan perfecta certeza como la que tenemos de las verdades demostrables, ya que las verdades creídas están más allá de la comprensión del intelecto (II-II, Q. IV, 8; de Ver., XIV, y I, ad 7).

La génesis de la fe en el alma individual

(a) Muchos reciben su fe en su infancia, a otros les llega más adelante en su vida, y su génesis es a menudo mal entendida. Sin inmiscuirnos en el artículo revelación, podemos describir la génesis de la fe en la mente adulta más o menos como sigue: al estar el hombre dotado de razón, la investigación razonable debe preceder a la fe; ahora podemos probar por la razón la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y el origen y destino del hombre, pero de estos hechos se deduce la necesidad de la religión, y la religión verdadera debe ser el verdadero culto al Dios verdadero, no conforme a nuestras ideas, sino de acuerdo a lo que Él mismo ha revelado. Pero, ¿puede Dios revelarse a sí mismo a nosotros? Y, suponiendo que sí puede, ¿dónde se halla tal revelación? Se dice que aparece en la Biblia; ¿pero acaso la investigación confirma la pretensión de la Biblia? Sólo tomaremos un punto: el Antiguo Testamento espera con agrado, como ya hemos visto, a uno que está por venir y quién es Dios; el Nuevo Testamento nos muestra a uno que reclamaba ser el cumplimiento de las profecías y ser Dios; cuya pretensión fue confirmada con su vida, muerte y resurrección, por su enseñanza, milagros y profecías. Incluso afirmó que había una Iglesia que debería consagrar su revelación y sería la guía infalible para todos los que deseen cumplir su voluntad y salvar sus almas. ¿Cuál de las numerosas iglesias existentes es la suya? Debe tener ciertas características definidas o “notas”. Debe ser Una, Santa, Católica y Apostólica, y debe reclamar poder docente infalible. Ninguna, sino la Iglesia apostólica, santa, católica y romana puede reclamar estas características, y su historia es una prueba irrefutable de su misión divina. Si, entonces, ella es la verdadera Iglesia, su enseñanza debe ser infalible y debe ser aceptada.

(b) ¿Ahora bien, cuál es el estado del investigador que ha llegado tan lejos? Ha procedido por pura razón, y, si por los motivos establecidos se somete a la autoridad de la Iglesia Católica y cree en sus doctrinas, sólo tiene fe humana, razonable y falible. Más tarde puede tener alguna razón para cuestionar los diversos pasos en su línea de argumentación, puede dudar de alguna verdad enseñada por la Iglesia y podrá retirar el consentimiento que ha dado a su autoridad docente. En otras palabras, no tiene fe Divina en absoluto; pues la fe Divina es sobrenatural tanto en el principio que provoca los actos como en los objetos o las verdades sobre los cuales recae. El principio que provoca asentimiento a una verdad que está más allá del alcance de la mente humana debe ser esa misma mente iluminada por una luz superior a la luz de la razón, a saber, la luz de la fe, y puesto que, incluso con esta luz de la fe, el intelecto se mantiene humano, la verdad que se cree sigue siendo aún oscura, la aprobación definitiva del intelecto debe proceder de la voluntad asistida por la gracia divina, como hemos visto anteriormente. Pero tanto esta luz divina como esta gracia divina son puros dones de Dios, y en consecuencia sólo son concedidas según su voluntad. Es aquí donde entra el heroísmo de la fe; nuestra razón nos puede llevar a la puerta de la fe, pero nos deja allí; y Dios nos pide ese deseo sincero de creer en aras de la recompensa—“Yo soy tu recompensa muy superior”—que nos permitirá reprimir los recelos del intelecto y decir, “Yo creo, Señor, pero aumenta mi fe.” “Como expresa San Agustín, Ubi defecit ratio, ibi est fidei aedificatio (Sermo CCXLVII, P.L., V, 1157—“Donde la razón falla se construye la fe”).

(c) Cuando se ha realizado este acto de sumisión, la luz de la fe inunda el alma e incluso se remonta a los motivos mismos que tenía para ser tan laboriosamente estudiada en nuestra búsqueda de la verdad, e incluso las verdades preliminares que preceden a todas las investigaciones, por ejemplo, la existencia misma de Dios, se convierten ahora en el objeto de nuestra fe.

La fe en relación con las obras

(a) La opinión luterana se puede describir como fe y no obras. “Esto peccator, pecca fortiter sed fortius fide” era el axioma del heresiarca, y la Dieta de Worms (1527), condenó la doctrina de que las obras no son necesarias para la salvación.

(b) Las obras y no la fe puede ser descrito como el punto de vista moderno, pues el mundo moderno se esfuerza por hacer que el culto a la humanidad sustituya el culto a la Deidad (¿Creemos? según publicado por la Prensa Racionalista, 1904, cap. X: “Credo y conducta” y cap. XV: “El racionalismo y la moral”. Cf. también “El cristianismo y el racionalismo en el banquillo”, publicado por la misma imprenta, 1904).

(c) Que la fe se muestra por las obras ha sido siempre la doctrina de la Iglesia Católica y es enseñada explícitamente por Santiago, 2,17: “La fe, si no tiene obras, está realmente muerta”. El Concilio de Trento (Ses. VI, cánones XIX, XX, XXIV y XXVI) condenó los diversos aspectos de la doctrina luterana, y de lo que se ha dicho anteriormente sobre la necesidad de la caridad para la fe “viva”, será evidente que la fe no excluye, sino que exige, las buenas obras, pues la caridad o el amor de Dios no es real a menos que nos induzca a guardar los Mandamientos, “Quien guarda su Palabra, ciertamente en él el amor de Dios ha llegado a su plenitud.” (1 Juan 2,5). San Agustín resume todo el asunto diciendo: Laudo fructum boni operis, sed in fide agnosco radicem—es decir, “Alabo los frutos de las buenas obras, pues disciernno sus raíces en la fe” (Enarr. en Sal. 31, P.L., IV, 259).

Pérdida de la Fe

De lo que se ha dicho respecto al carácter absolutamente sobrenatural del don de la fe, es fácil entender lo que significa la pérdida de la fe: simplemente que Dios retira su don. Y este retiro necesita ser punitivo, Non enim deseret opus suum, si ab opere suo non deseratur (San Agustín, Enarr. en Sal. 145—“Él no abandonará su propia obra, si no es abandonado por su propia obra”). Y cuando la luz de la fe se retira, inevitablemente sigue un oscurecimiento de la mente incluso en relación con los motivos de credibilidad que antes le parecían tan convincentes. Esto quizás podría explicar por qué los que han tenido la desgracia de apostatar de la fe son a menudo más virulentos en sus ataques a los motivos de la fe, Vae homini illi, dice San Agustín, Nisi ipsius et fidem Dominus protegat, es decir, “¡Ay de un hombre a menos que el Señor salvaguarde su fe “(Enarr. in Ps. 120, 2, P.O., IV, 1614).

La Fe es Razonable

(a) Si le vamos a creer a los [[racionalismo|racionalistas y agnósticos modernos, la fe, como la definimos, es irrazonable. El agnóstico se niega a aceptarla porque considera que las cosas propuestas para su aceptación son absurdas y debido a que considera los motivos asignados para nuestra creencia como totalmente insuficientes. “Presénteme una fe razonable basada en evidencia confiable, y yo la abrazaré gustoso. Hasta ese tiempo no tengo más remedio que seguir siendo un agnóstico (Medicus en el Do we Believe? Controversia, p. 214). Del mismo modo, Francis Newman dice: “Pablo estaba satisfecho con una especie de evidencia de la Resurrección de Jesucristo que caía muy por debajo de las exigencias de la lógica moderna, es absurdo para nosotros creer, apenas porque ellos creían.” “(Phases of Faith, p. 186). Sin embargo, las verdades sobrenaturales de la fe pueden trascender nuestra razón, no pueden oponerse a ella, pues la verdad no puede oponerse a la verdad, y la misma Deidad que nos regala la luz de la razón, por la que asentimos a los principios básicos es Él mismo la causa de esos principios, que no son sino un reflejo de su propia verdad divina. Cuando elige manifestarnos otras verdades sobre sí mismo, el hecho de que estas últimas estén fuera del alcance de la luz natural que Él nos ha dado no prueba que sean contrarias a nuestra razón. Aún siendo un racionalista tan decidido Sir Oliver Lodge dice: “Afirmo que es irremediablemente anticientífico imaginar posible que el hombre sea la existencia inteligente suprema”. (Hibbert Journal, julio de 1906, p. 727).

Los agnósticos, de nuevo, se refugian en que las verdades no se pueden conocer más allá de la razón, pero su argumento es falaz, pues seguramente el conocimiento tiene sus grados. No puedo comprender una verdad en todos sus aspectos, pero puedo conocer mucho sobre ella; puedo no tener conocimiento demostrativo de la misma, pero eso no es razón por la que deba rechazar ese conocimiento que proviene de la fe. Al escuchar a muchos agnósticos uno imaginaría que el recurso a la autoridad como un criterio era no científico, aunque tal vez en ninguna parte se apela a la autoridad tan poco científicamente como lo hacen los críticos y científicos modernos. Pero, como dice San Agustín: “Si la Providencia de Dios gobierna los asuntos humanos, no debemos desesperarnos ni dudar que Él ha ordenado alguna cierta autoridad, en el que estando como en un suelo o paso seguro, podamos ser levantados hacia Dios” (De utilitate credendi); y es en el mismo espíritu que dice: Ego vero Evangelio crederem, nisi me Catholicae Ecclesiae commoveret auctoritas (Contra Ep. Fund., V, 6—“Yo no le creería al Evangelio si la autoridad de la Iglesia Católica no me obligase a creer”).

(b) El naturalismo, que es sólo otro nombre para el materialismo, rechaza la fe porque no hay lugar para ella en el esquema naturalista, aunque la condena de esta falsa filosofía por San Pablo y por el autor del Libro de la Sabiduría es enfática (cf. Rom. 1,18-23; Sab. 13,1-19). Los materialistas fallan en ver en la naturaleza lo que las más grandes mentes siempre han descubierto en ella, a saber, ratio cujusdam artis; scilicet divinae, indita rebus, qua ipsae res moventur ad finem determinatum—la manifestación de un plan divino según el cual todas las cosas se dirigen hacia su fin señalado” (Santo Tomás, Lect. XIV, en II Phys.). Asimismo, los caprichos del humanismo ciegan al hombre sobre el hecho del carácter esencialmente finito del hombre, y por lo tanto se oponen a toda idea de la fe en lo infinito y lo sobrenatural (cf. “Naturalism and Humanism” en Hibbert Journal, octubre de 1907).

La Fe es Necesaria

“El que crea y sea bautizado”, dijo Cristo, “se salvará, pero el que no crea, se condenará”. (Marcos 16,16); y San Pablo resume esta solemne declaración al decir: “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Heb. 11,6). La absoluta necesidad de la fe es evidente en las siguientes consideraciones: Dios es nuestro principio y nuestro fin y tiene poder supremo sobre nosotros; le debemos, en consecuencia, el debido servicio que se expresa por el término religión. Ahora bien, la verdadera religión es el verdadero culto al verdadero Dios. Pero no es para el hombre crear un culto de acuerdo con sus propios ideales; nadie sino Dios nos puede declarar en qué consiste el verdadero culto, y esta declaración constituye el cuerpo de verdades reveladas, ya sea naturales o sobrenaturales. Si queremos alcanzar el fin para el que vinimos al mundo, estamos obligados a dar a estas verdades el asentimiento de la fe. Además, es claro que nadie puede profesar indiferencia en un asunto de tan vital importancia. Durante el tiempo de la Reforma los que abandonaron el redil no profesaban tan indiferencia; para ellos no era cuestión de fe o incredulidad, sino del medio por el cual la verdadera fe iba a ser conocida y puesta en práctica. La actitud de muchos fuera de la Iglesia es ahora una de absoluta indiferencia; la fe es considerada como una emoción, como una disposición peculiarmente subjetiva que no está regulada por ningunas leyes psicológicas conocidas. Así Taine habla de la fe como une source vive qui s’est formee au plus profond de l’ame, sous la poussee et la chaleur des instincts immanents—“una fuente viva que ha venido a existir en lo más profundo del alma, bajo el impulso y el calor de los inmanentes instintos”. El indiferentismo en todas sus fases fue condenado por el Papa Pío IX en el Syllabus ”Quanta cura” en la Proposición XV, “Cualquier hombre es libre de abrazar y profesar cualquier forma de religión que su razón apruebe”; XVI, “Los hombres pueden encontrar el camino de la salvación y pueden alcanzar la salvación eterna en cualquier forma de culto religioso”; XVII “Podemos al menos tener buenas esperanzas de salvación eterna para todos aquellos que nunca han estado en la verdadera Iglesia de Cristo”; XVIII “El protestantismo es sólo otra forma de la misma verdadera religión cristiana y los hombres le pueden ser tan agradable a Dios en ella como en la Iglesia Católica”.

La Unidad e Inmutabilidad Objetivas de la Fe

La oración de Cristo por la unidad de su Iglesia—la más alta forma de unidad concebible, “que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti” (Juan 17,21)—ha sido puesta en vigor por la fuerza unificadora de un vínculo de fe como el que hemos analizado. A todos los cristianos se les ha enseñado a “ser cuidadosos en conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz, un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos”. (Efesios 4,3-6). La unidad objetiva de la Iglesia Católica se vuelve fácilmente inteligible cuando reflexionamos sobre la naturaleza del vínculo de unión que la fe nos ofrece. Pues nuestra fe nos viene de la única e inmutable Iglesia, “columna y fundamento de la verdad “, y nuestro asentimiento a ella viene como una luz en nuestras mentes y una fuerza motriz en nuestras voluntades del único Dios inmutable, quién no puede engañar ni ser engañado. Por lo tanto, para todos los que la poseen, esta fe constituye un absoluto e inmutable vínculo de unión. Las enseñanzas de esta fe se desarrollan, por supuesto, con las necesidades de los tiempos, pero la fe en sí misma permanece inalterada. Las opiniones modernas son completamente destructivas de tal unidad de creencia porque su principio fundamental es la supremacía del juicio individual. Ciertos escritores, en efecto, tratan de superar el conflicto de opiniones resultante defendiendo la supremacía de la razón humana universal como un criterio de verdad; por lo tanto el señor Campbell escribe: “Uno no puede realmente comenzar a apreciar el valor del testimonio cristiano unido hasta que uno es capaz de permanecer fuera de él, por decirlo así, y preguntarse si suena cierto a la razón y al sentido moral” (The New Theology, p. 178, cf. cardenal Newman, “Palmer on Faith and Unity en “Essays Critical and Historical”, vol. 1, también, Thomas Morton Harper, S.J., Peace Through the Truth, , Londres, 1866, 1ra. Serie.)

Bibliografía

I. Patrística: Los Padres en general nunca intentaron ningún análisis de la fe, y la mayoría de los tratados patrísticos De fide consisten de exposiciones de la verdadera doctrina a sostener. Pero el lector ya habrá notado la enseñanza precisa de SAN AGUSTÍN sobre la naturaleza de la fe. Además de las gemas de pensamiento dispersas a través de sus obras, nos podemos referir a sus dos tratados De Utilitate Credendi y De Fide Rerum quae non videntur, en P.L., VI, VII.

II. Escolásticos: Los teólogos del siglo XIII trabajaron el análisis minucioso de la fe y de ahí en adelante siguieron principalmente las líneas trazadas por San Agustín, SANTO TOMAS, Summa, II-II, QQ. I-VII; Quaest. Disp., Q. XIV; HOLCOT, De actibus fidei et intellectus et de libertate Voluntatis (ParÍs, 1512); SUAREZ De fide, spe, et charitate, in Opera, ed. VIVES (ParÍs, 1878), XII; DE LUGO, De virtute fidei divinae (Venecia, 1718); JOANNES A S. THOMA, Comment. on the Summa especially on the De Fide, en Opera, ed. VIVES (París, 1886), VII; CAJETAN, De Fide et Operibus (1532), especialmente su Comentario sobre la Summa, II-II, QQ I-VII.

III. Escritores modernos: Los decretos del Concilio Vaticano I, edición de bolsillo por McNabb (Londres, 1907); cf. también Coll. Lacencis, VIII; PIUS X, Syllabus Lamentabili Sane (1907); id., Encyclical, Pascendi Gregis (1907); ZIGLIARA, Propaedeutica ad Sacram Theologiam (5th ed., Roma, 1906), 1, XVI, XVII; NEWMAN, Gramática del Asentimiento, Ensayo sobre el Desarrollo, y especialmente Los Riesgos de la Fe en Vol. IV de sus Sermones, en Paz al Creer y Fe sin Demostración, VI; WEISS, Apologie du Christianisme, Fr. tr., V, conf. IV, La Foi, y VI, conf. XXI, La Vie de la Foi; BAINVEL, La Foi et l’acte de Foi (París, 1898); ULLATHORNE, Las Bases de las Virtudes Cristianas, ch. XIV, La Humildad de la Fe; HEDLEY, La Luz de la Vida (1889), II; BOWDEN, El Asentimiento de la Fe, tomado principalmente de KLEUTGEN, Theologie der Vorzeit, IV, y sirve como capítulo introductorio a la traducción de HETTINGER, Religión Revelada (1895); MCNABB, Conferencias sobre la Fe de Oxford (Londres, 1905); Fe Implícita, en El Mes para abril 1869; Realidad del Pecado de la Incredulidad, ibid., Octubre 1881; Los Peligros Concebibles de la Incredulidad en Revista de Dublín, enero 1902; HARENT en VACANT Y MANGENOT, Dictionnaire de théologie catholique, s.v. Croyance.

IV. Contra las Opiniones racionalistas, positivistas y humanistas: NEWMAN, La Introducción de Principios Racionalistas a la Religión Revelada, en Tractos para los Teimpos (1835), republicado en Ensayos Históricos y Críticos como Ensayo II; San Pablo sobre el Racionalismo en El Mes para octubre de 1877; WARD, La Vestimenta de la Religión, una Respuesta al Positivismo Popular (1886); El Agnosticismo de la Fe en Revista de Dublín, julio de 1903.

V. Los motivos de la fe y su relación con la razón y la ciencia: MANNING, Las Bases de la Fe (1852, y a menudo desde entonces); Fe y Razón en la Revista de Dublín, julio de 1889; AVELING, Fe y Ciencia en las Conferencias de Westminster (Londres, 1906); GARDEIL, La crédibilité et l’apologétique (París, 1908); IDEM e VACANT YMANGENOT, Dictionnaire de théologie catholique, s.v. Crédibilite.

VI. Escritores No Católicos: Lux Mundi, I, Fe (10ma ed. 1890); BALFOUR Fundamentos de la Creencia (2da ed., 1890); COLERIDGE, Ensayo sobre la Fe (1838), en Ayudas para la Reflexión; MALLOCK, La Religión como una Doctrina Creíble (1903), XII.

VII. Obras Racionalistas: La correspondencia de “¿Creemos?”, sostenida en el Telégrafo Diario, ha sido publicada en forma de selecciones (1905) bajo el título, Un Registro de una Gran Correspondencia en el Telégrafo Diario, con Introducción por COURTNEY. Selecciones similares por la Imprenta Racionalista (1904); SANTAYANA, La Vida de la Razón (3 vols., Londres, 1905-6); Fe y Creencia en Revista Hibbert, octubre de 1907. Cf. también LODGE, ibid., para enero 1908 y julio 1906.

Fuente: Pope, Hugh. “Faith.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 5. New York: Robert Appleton Company, 1909.
http://www.newadvent.org/cathen/05752c.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Fuente: Enciclopedia Católica