PECADO ORIGINAL

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Es el pecado que todos los hombres traemos al nacer, heredado de nuestros primeros padres, que se alejaron de Dios por la desobediencia a su ley. La herencia es de todos los hombres, que nacen ya en estado de pecadores. Ese pecado inicial fue la causa de que la misericordia divina determinara la venida del Salvador quien, con su muerte de cruz, nos redimió de él y nos devolvió la posibilidad de la salvación eterna.

1. Qué es y cómo es.

El pecado original es misterioso, pues ni en su naturaleza ni en sus circunstancias puede ser conocido ni entendido. Sin embargo sabemos que existió en un principio y existe en cada hombre por la misma revelación divina. Como también sabemos que Cristo vino para destruir ese y todos los pecados del hombre; y lo sabemos también por la revelación divina.

Lo que la Iglesia enseña es que se trata de un pecado cometido por Adán; que por él todo el género humano, todos los hombres, perdieron la gracia divina, salvo la Virgen Marí­a, quien “por único y singular privilegio, según la definición dogmática de la Inmaculada, no lo contrajo; que con la gracia, perdimos también otros dones que habí­amos recibido, como la vida sin sufrimiento y la inmortalidad; que Dios no abandonó al hombre pecador, sino que le prometió la redención; y que esa redención se realizó con la venida y muerte de Jesús.

La enseñanza de los Padres y de los Papas ha sido clara siempre. S. Agustí­n decí­a: “El pecado deliberado del primer hombre es la causa del pecado original” (De nupt. et concup. 2.26. 43). El comentario de la Iglesia siempre se apoyó en la Escritura Sagrada, por ejemplo en la Carta a los Romanos (5. 12) de S. Pablo, donde se muestra a Adán transmitiendo la muerte con su pecado.

En esas enseñanzas quedó siempre claro un triple aspecto.

– El pecado de Adán hirió toda la raza humana, no fue sólo un pecado personal de los primeros padres. Lo escribió S. Pablo “Así­ como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así­ la muerte llegó a todo hombre”. Los hombres tienen que morir por haber sido pecadores, como reclama la Escritura: Sab. 2.24: “Por la envidia del diablo entró la muerte al mundo”. (Gn. 2.17; 3. 19). Hay que recordar la influencia del espí­ritu del mal en este pecado.

San Pablo es quien mejor lo expresa: “Por un hombre llegó la muerte y por un hombre llegó la resurrección de los muertos” (1 Cor. 15. 21).

– Los hombres estamos espiritualmente manchados por ese pecado de Adán. Tenemos perdida la amistad divina al nacer, no sólo las ventajas, sino la misma esencia de la gracia. Nacemos en pecado de muerte (mortal), aunque misteriosamente no podemos explicarlo ni entenderlo: “porque por la desobediencia de uno, muchos hombres fueron hechos pecadores” (Rom. 5. 19). Se trata de un pecado de participación, no de comisión. Pero las consecuencias básicas, la perdida de la gracia, son reales, aunque espirituales y misteriosas.

– Dios no dejó al hombre hundido en el pecado sino que, desde el primer momento, le prometió la redención. De manera germinal en el mismo Génesis se relata la promesa (Gn. 3.15). Luego, de forma progresiva, se renueva esa promesa en lo que llamamos Historia de la Salvación, hasta la llegada de Jesús.

2. Cómo se perdona.

Después nos acogemos individualmente a esta salvación por el Bautismo, como forma de recuperar el estado de gracia, y por los sacramentos del perdón en los pecados posteriores que podemos incurrir. Pero es indudable que los hombres de todos los tiempos han sentido la necesidad de pedir perdón a la divinidad por algo malo que les acecha o envuelve y que muchas religiones han hablado del temor a no ser perdonados.

La Iglesia, desde el comienzo de su acción en la tierra y apoyándose en los Profetas y en las enseñanzas de los Apóstoles, habló del pecado original, de la redención lograda por Cristo y de la necesidad de que “cada uno nos apliquemos aquellos que falta a la pasión de Cristo.” (Col.1.24).

La naturaleza del pecado original, aunque resulte misteriosa, quedó clara y definitivamente explicada en el Concilio de Trento como la pérdida de la vida sobrenatural, la muerte del alma (Ses. V. can. II), y como “ausencia de la justicia o gracia divina, mancha contraí­da por cada ser humano en el momento de su concepción” (Ses. VI. cap. III).

El Concilio llamó “justicia” a la gracia divina, recogiendo el principio explicado por San Agustí­n: “El pecado deliberado del primer hombre es la causa del pecado original”. Este principio es desarrollado posteriormente por San Anselmo: “el pecado de Adán fue una cosa, pero el pecado de los niños al nacer es algo distinto; el primero fue la causa, el segundo es el efecto” (De conc. virg. 24).

Santo Tomás lo aclara así­: “Un individuo puede ser considerado o como individuo o como parte de un todo, como un miembro de una sociedad. Considerada de esta segunda manera, una acción puede ser propia, aunque no la haya realizado uno mismo ni por su propia voluntad, sino en el resto de la sociedad o en su cabeza, al igual que una nación hace algo cuando su prí­ncipe lo hace… (San Pablo, 1 Cor. 12).

La multitud de hombres que reciben su naturaleza de Adán se puede considerar como una sola comunidad o un cuerpo…

Si el hombre, que debe a Adán su privación de la justicia original, es considerado una persona privada, tal privación no es su “pecado”, puesto que el pecado es esencialmente algo voluntario. Si lo consideramos miembro de la familia de Adán, como si todos los hombres fueran uno solo, entonces su privación participa de la naturaleza del pecado a causa de ser voluntario, pues tal fue el pecado de Adán.” (De Malo, 4.1)

3. Educar ante ese pecado
Es necesario educar al cristiano para sea consciente de este misterio y de esta realidad humana. Debe dar gracias a Dios por haber sido bautizado o debe convertir ese don del Bautismo en vida permanente que le aleje de los demás pecados. Pero debe saber que su libertad es un regalo divino merecido por Cristo nuestro redentor

No debe centrar la catequesis del pecado en los hechos bí­blicos, sino en el misterio.

El hecho del pecado original está recogido en la Biblia en forma de un mito o lenguaje simbólico, adaptado a la mentalidad de los primeros lectores de la Escritura (Gen. 3.1-24). Es evidente que ni una serpiente habló, ni Dios bajaba a pasear por el parque, ni un árbol estuvo prohibido, ni fue castigo el dolor del parto o una sanción el sudor del trabajo por el pan de cada dí­a.

Además hay que saber presentar las consecuencias de ese pecado:
– La muerte y sufrimiento son la principal. Son efecto de haber perdido un don de inmortalidad y de impasibilidad que Dios habí­a regalado al hombre a quien habí­a puesto en un “paraí­so de delicias”.

– La concupiscencia es otra importante. Es el sentir el hombre que sus instintos se rebelan contra su inteligencia y voluntad, como él se rebeló contra Dios. Ese desajuste, o rebelión del apetito inferior, transmitido de Adán a nosotros, es una ocasión de pecado. La tendencia desordenada no es pecaminosa, pero inclina al pecado. La justificación devuelve la gracia, pero no quita la concupiscencia.

– La necesidad del Bautismo. Dios ha querido que el hombre deba recibir un signo sensible que la da la gracia, el Bautismo. No basta que quiera rechazar el pecado para quedar justificado. Necesita el signo que Dios ha establecido.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

El origen del mal en la historia humana está ligado a un pecado de “origen”, el de los primeros padres, Adán y Eva (cfr. Gen 3). Las narraciones bí­blicas, dentro de su género literario (sapiencial), transmiten verdades de fe y señalan tanto la realidad universal de pecado como las promesas de redención universal en Cristo. “La revelación nos da la certeza de fe que toda la historia humana está marcada por el pecado original libremente cometido por nuestros primeros padres” (CEC 390).

Si el primer Adán ha sido fuente de pecado para toda la humanidad, el según Adán, Cristo Redentor, es fuente de una gracia más abundante de salvación. Es el paralelismo apuntado por San Pablo “Así­ como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así­ también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos… donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5,19). En la noche pascual, al celebrar la redención, se canta “¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!”.

La universalidad del pecado original heredado (“originado”), transmitido por generación o propagación (a toda humanidad y a cada uno), encuentra su solución eficaz en la redención universal de Cristo. Los consecuencias de aquel pecado fueron principalmente la pérdida de la vida divina (la gracia), el desorden de la naturaleza humana inclinada al mal (aunque manteniendo la libertad) y la muerte. Adán habí­a recibido la “justicia” o vida divina (junto con otros dones especiales de integridad e inmortalidad) no sólo para sí­, sino también para sus descendientes. La naturaleza humana no quedó totalmente corrompida, sino que perdió los dones especiales que habí­a recibido y quedó debilitada.

El pecado cometido por los primeros padres “es (en ellos) un pecado personal, pero este pecado afecta a la naturaleza humana, que transmitirán en estado caí­do” (CEC 404; cfr. Trento, ses. 5ª, DS 1511-1512). Nuestro pecado original heredado (en el primer momento de nuestra concepción humana) “es un pecado †œcontraí­do†, “no cometido†, un estado y no un acto” (CEC 404). En el primer momento de nuestro existir, no tuvimos la gracia santificante que Dios querí­a para todo ser humano. Marí­a, la Inmaculada, es una excepción, “en previsión de los méritos de su Hijo” (LG 53).

Por el bautismo se borra en nosotros el pecado original y se recibe la gracia de Cristo. Al primer Adán se le concedió posteriormente también esta gracia, pero ya como fruto de la redención. Dios tiene caminos desconocidos por nosotros, para comunicar esta misma gracia a todos los hombres redimidos. La misión es el anuncio de esta salvación en Cristo y de los medios que él ha establecido en su Iglesia, especialmente el bautismo, que es don y llamada para todos los pueblos. El mundo ha sido salvado del pecado por la redención de Cristo, único Salvador.

Referencias Bautismo, gracia, Inmaculada, limbo, pecado, redención.

Lectura de documentos GS 13; CEC 385-421.

Bibliografí­a H. HAAG, El pecado original en la Biblia y en la doctrina de la Iglesia (Madrid, FAX, 1969); M. FLICK, Z. ALSZEGHY, El hombre bajo el signo del pecado. Teologí­a del pecado original (Salamanca,Sí­gueme, 1972); P. GRELOT, El problema del pecado original (Barcelona, Herder, 1970); L.F. LADARIA, Teologí­a del pecado original y de la gracia ( BAC, Madrid, 1993)

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

1. Los datos de la fe.- Los textos explí­citos de la sagrada Escritura que se refieren a la realidad del pecado original son Gn 3 y Rom 5,12-21. El relato de Gn 3 pertenece al género sapiencial y etiológico, cuya finalidad es la de explicar la condición humana actual, indicando sus causas. Su enseñanza es que la miseria actual de la humanidad tuvo su origen en el pecado, presente en la humanidad desde sus comienzos: pero este pecado fue igualmente superado desde los comienzos por la misericordia divina que perdona. En Rom 15,12-21, el apóstol Pablo, para demostrar la universalidad y la eficacia de la redención de Cristo, fuente única de vida, instituye un paralelismo entre la obra de Adán pecador y la de Cristo. La primera establece el réino del pecado y de la muerte: la segunda, el de la gracia y la vida. El paralelismo entre los dos. Adanes tiene que considerarse en función de la eficacia y de la sobreabundancia salví­fica de Cristo, respecto a la que puede considerarse como la eficacia del reino del pecado. Así­ pues, la sagrada Escritura constituye el fundamento del dogma del pecado original, en cuanto que presenta una imagen de la condición humana que no corresponde a la intención creadora de Dios, De esta condición de pecado el hombre puede liberarse sólo por medio de la ayuda de Dios.

En la doctrina patristica preagustiniana sobre la condición de la que Cristo nos libera, considerada en su conjunto y no en sus autores concretos, se encuentran algunos elementos teóricos y una tradición práctica. Los elementos teóricos son las consideraciones sobre la “corrupción hereditaria”, sobre el “dominio de la concupiscencia”, sobre el hecho de que “todos hemos pecado en Adán “. En la práctica tradicional se recurre al bautismo de los niños, admninistrado para sumergirlos en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, y por consiguiente para santificarlos- y consagrarlos, pero también para librarlos de un pecado no personal. San Agustí­n acuñó el término técnico de “pecado original” y expuso su doctrina de manera sistemática con ocasión de la controversia antipelagiana, apelando a Rom 5, a la praxis del bautismo de los niños y a otros testimonios de la Tradición. E1 desarrollo de la reflexión sobre el pecado original llevó a Agustí­n a subrayar más bien el aspecto negativo (universalidad del pecado) que el positivo (la universalidad del ofrecimiento de la salvación). El Magisterio eclesiástico se pronunció sobre el pecado original en el concilio de Cartago (418), que condenó los errores de Pelagio; en el concilio de Orange (529), que acabó con la controversia semipelagiana; en el concilio de Trento que, en la quinta sesión (1546), recogió los contenidos anteriores de los concilios y los completó teniendo en cuenta las exigencias de la época. Los datos dogmáticos que se deducen de los textos de los concilios se pueden resumir de esta manera: a) la condición de existencia del hombre se hizo peor, no sólo respecto a su realidad fí­sica (el cuerpo y, por consiguiente, la muerte), sino también respecto a su vida moral (muerte del alma, herida de la libertad, etc.); b) el responsable de esta condición es el hombre, no Dios. Efectivamente, el concilio de Orange afirma que, si no se admitiese que el pecado mismo de Adán fue contraí­do de alguna manera por todo el género humano, sino que sólo se incurrió en la pena (la muerte fí­sica), se atribuirí­a a Dios una injusticia; c) esta condición se transmite por generación o propagación, y no por simple imitación. En contra de la teorí­a luterana de la atribución extrí­nseca, se precisa que el pecado original está en cada uno de los seres humanos como “algo propio suyo” y se insiste en la necesidad absoluta de Cristo para la salvación; d) la condición pecadora, causada por el pecado de Adán, “uno en su origen”, queda borrada por el bautismo, que borra y no solamente hace que no sea imputable la culpa contraí­da.

2. La teologí­a.- A la luz de los datos de la Sagrada Escritura y de la Tradición, se pueden hacer las siguientes reflexiones de carácter teológico. El fundamento del dogma es una afirmación cristológica y eclesiológica, según la cual el hombre, que tiene absolutamente necesidad de la gracia, concedida en el sacramento por la Iglesia, queda verdaderamente liberado del pecado por esta gracia. Esta afirmación es totalmente válida por sí­ misma, mientras que lo demás se pronuncia en función de ella. Por consiguiente, esta afirmación puede considerarse como el núcleo central de la doctrina sobre el pecado original.

En segundo lugar deben colocarse las afirmaciones antropológicas sobre el pecado: la muerte del alma de la que nos libera la gracia, el pecado uno por su origen, transmitido por generación y que afecta a cada uno como algo propio suyo. Estas afirmaciones antropológicas encierran un mensaje, expresado en un lenguaje teológico, elaborado históricamente dentro de la polémica con las desviaciones de los herejes. Por eso mismo se resiente inevitablemente de las contingencias históricas.

En tercer lugar deben colocarse las afirmaciones etiológicas que caracterizan a este pecado, en relación con el relato de su origen. Utilizan el lenguaje del libro del Génesis, dentro del supuesto tácito de que tiene que ser interpretado en clave histórica. Pero este problema no se planteó expresamente, ya que en tiempos del concilio de Trento no se formuló el problema de la hominización ni el de la interpretación del Génesis. En este tercer nivel hay que colocar todas las cuestiones que s. e refieren a la especie del pecado inicial y a la singularidad histórica de Adán, Desde el punto de vista teológico, la fe en el pecado original no ha encontrado todaví­a un reflexión conceptual suficiente. La formulación agustiniana es muy problemática, dado el ocaso del horizonte cultural en que maduró. Las nuevas formulaciones de los teólogos contemporáneos todaví­a son inciertas y carecen de un reconocimiento magisterial explí­cito. Pero, según una inteligencia creyente de la condición humana, hay que observar que el dato primario de la experiencia cristiana no es el pecado, sino la “gracia”, es decir la bondad gratuita de Dios que se nos dio por medio de Cristo y que se nos sigue dando por medio de la sacramentalidad de la Iglesia. Es posible comprender la gravedad del pecado por la grandeza del amor divino que se vio rechazado. Una vez afirmado este dato primordial, el pecado se presenta inevitablemente como lo que se contrapone al ” misterio de elección n, como la otra cara de la medalla, que copia las lí­neas, al revés, del misterio de la gracia. Se presenta como “ruptura con Dios”, como estado de alejamiento del amor divino, y como “ruptura humanan, ya que el hombre anda dividido dentro de sí­ en sus instintos de posesión y de dominio, en sus egoí­smos. La perspectiva cristocéntrica de la historia humana tiene como consecuencia directa un optimismo salví­fico. En efecto, si es verdad que los hombres nacen en un mundo marcado por el pecado y por sus consecuencias, es igualmente verdad que nacen en un mundo en el que está presente la gracia de Cristo que, como dice san Pablo, es más fuerte que el pecado.

En la predicación y en la catequesis no está contraindicado designar el pecado original originado como una alienación de Dios, como una incapacidad de orientar la existencia hacia Dios, etc.; y el pecado original originante como pecado de la humanidad y pecado del hombre. Estas expresiones dejan en la sombra las cuestiones que no han sido resueltas por la revelación y que designan acertadamente la catástrofe que pesa sobre todos los hombres, incluso antes de su toma de posición original.
I Sanna

Bibl.: p, Schoonenberg, El hombre en pecado, en MS. 11, 946-1042; P Grelot, El problema del pecado original, Herder, Barcelona 1970; H. Haag, El pecado original en la Biblia y en la doctrina de la Iglesia, FAX, Madrid 1969; M. Flick – Z. Alszeghy, El hombre bajo el signo del pecado. Teologí­a del pecado original, Sí­gueme, Salamanca 1972; L. Ladaria, Teologí­a del pecado original y de la gracia, BAC, Madrid 1993, 55-131.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Introducción
1. La doctrina fundamental cristiana sobre el p. o. tropieza hoy dí­a con una triple mala inteligencia. a) El p. o. es sentido como contradicción al modo que el hombre actual tiene de entenderse a sí­ mismo como “originariamente” bueno y sano por su esencia y naturaleza. Las actuales deficiencias individuales y sociales del hombre serí­an productos secundarios de la cultura y de la sociedad o “fenómenos de fricción” en la evolución humana, inevitables desde luego, pero progresivamente superables. De ahí­ que el hombre de nuestros dí­as aspire a un estado de dicha y de liberación de todas estas deficiencias, estado que se considera inmanente y al alcance de las propias fuerzas. A todo esto contradecirí­a el p. o. como existencial permanente del hombre. b) El p. o. (por lo general, naturalmente, bajo otros conceptos: el absurdo de la existencia, etc.) es identificado simplemente con la esencia (trágica) del hombre (su finitud, etc.) y considerado como una realidad insuperable que va inherente a aquélla y, por tanto, no puede explicarse por un acontecimiento primigenio de los comienzos de la humanidad.

Significa más bien que el hombre es una “construcción fallida” e insuperable como contradicción trágica (todas las formas del existencialismo pesimista). c) Aun entre cristianos, por falsa interpretación de la doctrina de la Iglesia, el p. o. es equipara-do uní­vocamente con el pecado personal; ciertamente, no en cuanto a su causa, pero sí­ en cuanto a la esencia del pecado “habitual”. La problemática que de ahí­ se deriva (de una “culpa colectiva” que opera desde fuera), hace luego que el p. o. se admita como “misterio” o se rechace como contradictorio en sí­ mismo. Otras tergiversaciones secundarias o interpretaciones unilaterales serán mencionadas posteriormente.

2. Por esa situación en que se halla la doctrina del p. o. se comprende, aunque no se justifique, que esta doctrina sólo desempeña un papel muy modesto en la actual predicación cristiana. Naturalmente, no es negada en la Iglesia (como en ciertos sectores de la teologí­a protestante), pero queda atrofiada y reducida en gran parte a mera verdad de catecismo, que se menciona en su lugar correspondiente, pero es luego olvidada en la vida y en la predicación ordinaria. Por desgracia, apenas conserva ya hoy dí­a fuerza real para imprimir su cuño en la interpretación de la existencia del hombre actual.

Esto procede también de que, por una parte, se sienten como cosa “natural” y, en consecuencia, evidentes de por sí­ la -” concupiscencia y la -> muerte, de modo que es difí­cil ligar a ellas la experiencia del p. o. del hombre; y, por otra, el p. o. se considera borrado de tal forma por el -> bautismo, que ya sólo resulta problema existencial respecto de los niños no bautizados (limbo). Si esta situación de la predicación ordinaria ha de verse como una problemática abreviación de la doctrina sobre el p. o., ello no quiere decir que la anterior relación existencial de la cristiandad con el p. o., la cual se extiende hasta muy entrada la época de la reforma y hasta la religiosidad de tipo jansenista, haya de ser hoy dí­a, en todos los aspectos, norma y modelo para nosotros.

Efectivamente, a partir de Agustí­n, esa doctrina estuvo de hecho ligada con una tendencia pesimista (concepción trágica del hombre) y con un particularismo de la salvación, queno se identifican con el dogma mismo del p. o. Este no designaba un factor en la interpretación de la existencia del hombre, que está envuelta siempre y de antemano por la universal voluntad salví­fica de Dios (-> salvación) y la poderosa gracia de Cristo, sino la situación de todos, de la que una gracia posterior salva sólo a unos pocos. La universalidad del p. o. quedaba más clara que la de la redención, sobre todo porque no se supo transformar abiertamente la universalidad de la voluntad salví­fica de Dios y de la muerte de Cristo “por todos” los hombres en un -> existencial de cada hombre, interno a él anteriormente a su -a justificación; y así­ se creí­a que la redención universal de Cristo sólo entra en acción para cada hombre cuando se realiza el proceso mismo de la justificación o se recibe el bautismo.

II. Historia del dogma del pecado original
La doctrina sobre el p. o., que sólo muy breve y aisladamente aparece en la Escritura (cf. luego), no adquiere un desenvolvimiento efectivo hasta Agustí­n (aquí­ hallamos el concepto de peccatum originale). La patrí­stica griega, con su teorí­a de la -> redención por la encarnación y absorta en la lucha contra el pesimismo y determinismo gnóstico y maniqueo, no mostró mucho interés por la doctrina sobre el p. o. (aunque no la silenció de lleno). En su lucha contra la negación pelagiana del p. o., Agustí­n apela a la Escritura y a la práctica del bautismo de niños. Acentúa la obligación de creer en el dogma del p. o. y la universalidad del mismo; ve su esencia en la concupiscencia, que aparta de Dios mientras no se borre por el bautismo el reato de culpa inherente a ella. El p. o. se transmite, según él, por la libido, o sea, por el placer de los padres en el acto de la generación. Esta doctrina va unida con la afirmación de un particularismo de la salvación eterna: Por justo juicio de Dios, la mayorí­a de los hombre son dejados en la massa damnata constituida por el p. o. En cuanto la concupiscencia inficiona todos los actos del pecador, todos esos actos son “pecado” (lo que no significa necesariamente que sean nuevos pecados). La distinción interna entre p. o. y pecado personal no está aún elaborada en Agustí­n (las consecuencias ultraterrenas de ambos son las mismas).

Al esclarecerse el concepto de gracia sobrenatural y habitual como gratia beatificans y elaborarse con mayor precisión la doctrina sobre la iustitia originalis (como fundada esencialmente en la gracia santificante), durante la edad media (desde Anselmo de Canterbury) la esencia del p. o. se cifró más y más en la carencia de la gracia santificante por culpa del pecado de Adán, de suerte que en adelante la concupiscencia ya sólo aparece como consecuencia o como elemento material del p. o. (Tomás de Aquino); y así­ se comprende fácilmente por qué éste se borra realmente en el bautismo aunque permanezca aquélla. El concilio de Trento define (con los reformadores) un p. o. interno y real en todos (excepto -> Marí­a), que ha sido causado por el pecado personal de Adán, se borra verdaderamente por la justificación y (contra los reformadores) no consiste en la concupiscencia, ya que ésta persiste en los justificados, sino en la carencia de la -> justicia y -> santidad originales, que según el concilio se confieren como una realidad interna y habitual por la gracia de la justificación. La teologí­a postridentina elabora diversas teorí­as para explicar por qué la ausencia efectiva de esta gracia en nosotros, en cuanto descendemos de Adán, no sólo es secuela del pecado, ni sólo es una caí­da negativa, sino también algo que no debe existir en nosotros, es decir, cómo y por qué se nos imputa el pecado de Adán. En la teologí­a se enseña y recalca de muy atrás la mera coincidencia analógica del p. o. con el pecado personal, pero en la teologí­a sistemática no siempre se mantiene suficientemente esta idea.

III. Teologí­a sistemática
1. Reflexiones previas
a) El p. o. es ciertamente un -> misterio que no puede analizarse de manera racionalista; pero sí­ que puede preguntarse cuál es objetiva y teóricamente la verdadera razón de este misterio. Su esencia no tiene por qué consistir en una incomprensible imputación del pecado personal del primer hombre, o en una culpa colectiva, pues ambas cosas llevan a la contradicción y no son requeridas por el dogma. La verdadera razón de dicho misterio radica en el carácter misterioso de la -> gracia santificante como comunicación del Dios esencialmente santo. En cuanto esta comunicación del Dios santo, el único que lo es esencial u ontológicamente, antecede como gracia a la libre decisión de la criatura ambivalente (y en consecuencia no santa por esencia), se da ya con ella una santidad del hombre, que precede a la bondad moral (“santidad”) de la decisión de la -> libertad y (donde es aceptada libremente) concede a ésta y al estado que de ella se sigue una cualidad santa que no tiene por sí­ misma.

De ahí­ que la ausencia indebida de esta “santidad” precedente a la decisión moral (el no estar dotado del Pneuma santo de Dios) funde un estado o situación de no-santidad, que antecede a la -> decisión moral del individuo. Pero aquí­ tiene que hacerse inteligible cómo puede pensarse este “deber ser” de la santidad de Dios en el hombre individual sin transformarse en una exigencia moral inmediata, la cual no tendrí­a sentido respecto de un hombre que sin culpa propia es incapaz de cumplirla. Por estar así­ fundado el misterio del p. o. en el misterio de la gracia santificante, se comprende también por qué razón la doctrina propiamente dicha sobre el p. o. sólo aparece en la Escritura (en la historia de la -> revelación) cuando se trata explí­citamente de la divinización del hombre por el Pneuma de Dios.

b) La mera analogí­a que media entre el concepto de p. o. y el de pecado personal (grave) hoy dí­a no es impugnada seriamente por ningún teólogo y no está excluida por la doctrina de la Iglesia. Pero debe también mantenerse resuelta y claramente, como veremos aún en lo que sigue. Dicha analogí­a se refiere de antemano a todos los elementos que constituyen la esencia del pecado habitual: su causa (decisión extraña y propia); su esencia interna (hecho previo como situación de la libertad y permanencia de la decisión de la libertad); sus consecuencias (pena del pecado sólo en sentido análogo como fenómeno de carencia y pena del pecado como reacción contra la decisión personal definitiva); su relación con la voluntad de Dios (voluntad del creador y voluntad del legislador que obliga personalmente); su relación con la situación salví­fica (relación dialéctica de dos existenciales y relación adialéctica de la decisión de la libertad).

c) El p. o. no puede ni debe entenderse como más universal y eficaz que la redención por Cristo (cf. Rom 5, 15ss). A la postre no es temporalmente anterior a la redención; pues, si bien el pecado personal de Adán fue temporalmente anterior a la acción redentora de Cristo, sin embargo el p. o. y el estado de redimido se comportan como dos existenciales de la situación salví­fica del hombre, los cuales determinan siempre la existencia humana, sobre todo si se puede admitir que el pecado sólo fue permitido por Dios dentro del ámbito de su absoluta y más fuerte voluntad salví­fica, que desde el primer momento iba orientada hacia la comunicación de sí­ mismo en Cristo.

2. El testimonio de la Escritura
Aun cuando, según el relato etiológico del Antiguo Testamento (Gén 2, 8-3, 24), la pérdida del trato familiar de los primeros padres con Dios, lo mismo que el trabajo, el dolor y la muerte se fundan en el pecado original de aquéllos (pecado de origen), sin embargo el AT no conoce aún un p. o. en sentido estricto como consecuencia del pecado de origen. En los Evangelios tampoco hallamos más que alusiones a la caí­da; un estado originado por la caí­da de los primeros padres que pase a todos los hombres no aparece por ninguna parte. La afirmación bí­blica decisiva se halla en Pablo: 1 Cor 15, 21ss y sobre todo Rom 5, 12-21. En este último pasaje el apóstol habla del p. o. (cf. el decreto del concilio de Trento [Dz 787-792]), en cuanto establece ante todo el paralelismo entre Adán y Cristo (o entre la acción de Adán y la de Cristo sobre todos los hombres [v. 18]) y de ambos deduce una situación de perdición y de salvación respectivamente, que es desde luego ratificada por cada uno, pero que antecede a esta toma de posición y determina realmente al hombre, haciéndolo, por Adán, pecador ajeno al Pneuma (v. 19) y, por Cristo, objeto de la efectiva voluntad salví­fica de Dios (objetivamente redimido).

Serí­a necesario que la teologí­a católica, siguiendo el ejemplo de Pablo, entendiera más acentuadamente la redención objetiva como algo que precede a la fe y a los sacramentos, como un -> existencial que determina interiormente al hombre; pues sólo así­ se esclarece el paralelismo exacto entre la situación de perdición que viene de Adán y la situación salví­fica que procede de Cristo, como se esclarecen igualmente la existencia de tal situación en ambos casos previamente a la decisión individual y la ratificación de una u otra situación por el pecado personal (que Pablo ve juntamente en el v. 12) o por la fe.

3. Doctrina de la Iglesia
El p. o. (enseñado ya por el concilio de Cartago del año 418: Dz 101ss; cf. también 174ss) fue tratado a fondo y en sentido dogmático por el concilio de Trento (Dz 787-792) que afirma la existencia de un pecado personal del primer hombre, en virtud del cual éste perdió la santidad y justicia originarias y cayó bajo el dominio del demonio y de la muerte y en un estado, en lo corporal y en lo espiritual, peor del que tení­a antes. Esa misma santidad y justicia la perdió también para nosotros, de suerte que pasó a todos los hombres no sólo la muerte, sino también el pecado (como habitual). Este pecado heredado (que se transmite por propagación y no por imitación) es en su origen uno solo, pero también es realmente propio de cada uno y sólo se quita por la -> redención de Cristo, de suerte que, por esa razón, el bautismo de los niños tiene importancia salví­fica. El reato de culpa del p. o. no se identifica con la concupiscencia, en tanto ésta permanece en el justificado. Pí­o xir acentúa la importancia del – monogenismo para la doctrina sobre el pecado original (Dz 2328).

4. Sí­ntesis de la doctrina
a) La creencia fundamental del cristianismo sobre la redención y la gracia es que a todos se da la gracia divinizante, la cual perdona los pecados, pero de forma que: 1º, se les da por razón de Cristo, y no simplemente porque son hombres o miembros de la humanidad (pensada sin Cristo); 2°, y se les da también como gracia que perdona los pecados. Eso va implicado ya en la interpretación misma que Jesús hace de su muerte expiatoria “por todos”, pensamiento que, propiamente, en el Nuevo Testamento es desarrollado, pero no ampliado substancialmente.

b) Lo dicho incluye que el hombre no posee el Pneuma santificante de Dios (como ofrecido y aceptado) en cuanto es hombre y miembro de la humanidad. Pero subsiste respecto del hombre (como factor de la voluntad de Dios de divinizar la creación por la comunicación de sí­ mismo) la voluntad divina de que él posea el Espí­ritu divinizante. Y esa voluntad (como concreta voluntad creadora) antecede a la exigencia moral que Dios plantea a la libertad del individuo.

En este sentido, la ausencia del Espí­ritu divinizante, de una parte, sólo se concibe por culpa libre (pues en otro caso no podrí­a entenderse tal ausencia, supuesta la mencionada voluntad santificadora de Dios); y, de otra parte, es contraria a dicha voluntad divina, aun en el caso en que ésta no pueda dirigirse a la responsabilidad del individuo libre como tal, porque en su libertad personal no es culpable de la privación del Pneuma. Por ello, la ausencia (indebida en este sentido) previamente a la decisión personal de una gracia santificante de Dios tiene el carácter de pecado bajo una acepción analógica: es un estado que no debiera ser (lo cual, como oposición a la voluntad creadora, podrí­a referirse también a una mera consecuencia de la culpa), y un estado de falta de santidad ontológica con anterioridad a la decisión personal, el cual, a diferencia de las otras consecuencias del pecado que no privan de la santidad a su sujeto, debe ser caracterizado como pecado. Esta falta también en los descendientes del primer hombre, como estado que no debiera darse, naturalmente presupone que ha sido causada por una culpa; pues sólo así­ puede existir como consecuencia del pecado contra la voluntad creadora de Dios. Ese presupuesto supone a la vez como su propia condición que Dios estaba dispuesto a dar a los hombres la gracia (en subordinación y dependencia de Cristo) en la unidad del género humano y de su primigenia “-> alianza” con aquél; y estaba dispuesto a dársela en cuanto descendientes del primer hombre en gracia. Pero como Dios a nadie debe la gracia, puede ligar este segundo presupuesto a cualquier condición razonable y, consiguientemente, también a la fidelidad del primer hombre. Si la prueba falla, los hombres reciben la oferta del Espí­ritu divino no como “hijos de Adán”, sino solamente por causa de Cristo, para el que, como cabeza de la humanidad, permanece firme la voluntad de Dios a pesar del pecado. El Pneuma divino no llega a los hombres como hijos de Adán, que están en una conexión corporal e histórica con el comienzo de la humanidad. Los descendientes del primerhombre reciben generatione el pecado hereditario, sin que la manera de esta conexión (generación normal, libidinosa; fecundación artificial) desempeñe papel alguno.

c) En tanto esta falta del Pneuma, que no debiera darse, es un estado interno propio de cada hombre – por cuanto todos pertenecen al mismo linaje humano -, se habla con razón de un p. o. interior, propio de cada uno.

d) En cuanto el Espí­ritu como salvación del hombre entero tiene una dinámica capaz de superar la muerte por la transfiguración del cuerpo (Rom 8, 11; 1 Cor 15, 45), y de superar la muerte en sentido universal (“la segunda muerte”), con inclusión de la la manera concreta de acabar la vida humana; la falta del Pneuma significa la ausencia de una dinámica superadora de la muerte, lo cual repercute también en la forma concreta de la misma. Ahora bien, no por eso podemos decir con exactitud qué es, en lo experimentado por nosotros como muerte (la cual, evidentemente, por la esencia del hombre como corporeidad biológica y naturaleza libre es con necesidad terminación de esta vida), aquella forma concreta de la muerte no se habrí­a dado si la vitalidad pneumática se hubiera desarrollado desde el principio sin el impedimiento de la culpa (la de Adán y la nuestra).

A partir de ahí­ hay que entender la afirmación de que la muerte es consecuencia (y manifestación) del p. o. Con ello no se niega que la muerte sea también “sueldo” de nuestro propio pecado, ni se dice que, sin el pecado, el hombre no hubiera conocido término de su vida biológica (cf. 1 Cor 15, 50-53); como tampoco se niega que, medida en nuestra propia -> naturaleza, la muerte (aun en su forma concreta) sea “natural” (Dz 1024 1026 1055), o que la muerte en su forma concreta se transforme, por la gracia dada al justo, de manifestación del pecado en un padecer con Cristo para superar el pecado y sus consecuencias.

e) Lo que acabamos de decir sobre la relación entre el p. o. y la muerte, puede afirmarse también de la relación entre el p. o. y la concupiscencia. En ambos casos hemos de considerar que, medidas en la “naturaleza” del hombre, muerte y concupiscencia son desde luego naturales; pero ello no excluye que una y otra sean una contradicción a la esencia concreta del hombre y signos de que no se ha consumado la victoria de la gracia, en cuanto que las dos se hallan en oposición al existencial sobrenatural de la gracia (ofrecida), que debiera estar presente. Esta tiende a la superación de la concupiscencia y de la muerte y, dentro del orden infralapsario, en el proceso histórico de su evolución y de la integración del ser humano, comienza en un punto en que muerte y concupiscencia no están aún superadas. Así­, pues, aunque es cierto que, incluso bajo el p. o., el hombre permanece lo que es por “naturaleza” (Dz 1055), sin embargo, él puede sentirse “herido” y “disminuido” en sus facultades naturales (Dz 788), si se experimenta y mide por las exigencias que le confiere el existencial sobrenatural de su ordenación a la vida dei Dios mismo por la gracia y la experiencia (no refleja) de ésta.

f) Como quiera que la posesión de la gracia en esta vida constituye una condición de la salvación definitiva, se requiere que sea borrado el p. o. para alcanzar la salvación eterna (Dz 791). No vamos a investigar aquí­ por qué clase de medios puede conseguirse esto: -> bautismo sacramental y de deseo, -> limbo.

g) A pesar de su carácter de verdadero pecado interno (aunque en un sentido analógico), el p. o. (con la concupiscencia y la muerte) puede entenderse como “situación” del hombre, si queremos caracterizarlos breve e inteligiblemente en su diferencia respecto del pecado personal. Una situación existencial no significa necesariamente algo externo al hombre, sino que abarca todo lo que, como condición y material, antecede a la decisión de la libertad. Ahora bien, esa situación en que se encuentra la decisión de la libertad por la perdición o la salvación incluye que, a partir de Adán, no se le ofrezca al hombre la gracia como contenido y medio de la decisión salví­fica exigida de él (la esencia del p. o.), y que esta decisión, posible para el hombre caí­do en virtud de la gracia procedente de Cristo, haya de realizarse bajo la concupiscencia (por causa de la cual la “-> ley” no puede ser desde dentro pura expresión del querer pneumático, y así­es experimentada como “deber” de esclavo) y con mira a la muerte concreta.

De ahí­ que el hombre (aun como justificado) esté en constante tentación, por obra de estas dos “virtudes y potestades”, de ratificar por culpa personal su carencia adamí­tica de la gracia y hacer de esa carencia el verdadero sentido de su existencia. Por el hecho de que también el justificado todaví­a permanece de por vida en la situación de la muerte y la concupiscencia – aunque por la gracia y su aceptación no tenga ya el p. o. como estado de culpa – existencialmente él tiene que “habérselas” siempre con el pecado original.

h) Cuando se habla del p. o. hay que pensar siempre que la situación de perdición inherente al mismo, gracias a la universal e intralapsaria voluntad salví­fica de Dios, en todo momento y lugar es distinta (no sólo por el bautismo) de lo que serí­a si el hombre no fuera más que descendiente del Adán pecador. El ofrecimiento de la comunicación de Dios mismo al hombre subsiste desde Cristo y hacia Cristo a pesar de nuestra descendencia adamí­tica. Esta voluntad salvadora no sólo persiste para todos los hombres en los designios de Dios, sino que significa (“terminativamente”) un existencial permanente, un factor en la situación salví­fica de cada hombre, y se manifiesta en que, en una situación de decisión moral, a cada hombre le es dada la posibilidad de un acto saludable por esa gracia ofrecida.

Así­, pues, con anterioridad a la decisión (por la fe y el amor, o por la culpa personal), la situación salví­fica del hombre está determinada dialécticamente: él es un pecador originario desde Adán y un redimido de cara a Cristo. Por la libre decisión personal se supera en una u otra dirección la situación dialéctica de la libertad: el hombre se ratifica libremente, o como pecador originario por la culpa personal, o como redimido por la -> fe y el -> amor. Ninguna de las dos decisiones suprime simple y absolutamente el existencial contra el que uno se ha decidido (el hombre permanece siempre en la situación de la concupiscencia y de la muerte y en la situación de redención); pero según la decisión, al aceptar una u otra realidad situacional previamente dada, el hombre se hace en verdad (adialécticamente) bueno o malo ante Dios, y esta realidad previamente dada queda así­ determinada ella misma por la libertad.

i) El p. o. no es simplemente, ni siquiera para el bautizado, asunto de mero pasado, superado por el -> bautismo y la -> justificación. El p. o. significa permanentemente que la salvación eterna y la gracia, no sólo por su origen “trascendente” en Dios, sino también por su condicionamiento categorial e histórico a partir de Cristo, son favor indebido que acontece históricamente (historia de la -> salvación) y no un existencial absolutamente necesario del hombre; significa que esta gracia de Cristo como fin de la historia, no existe desde el comienzo de la misma, desde Adán, y así­ el término de la historia supera realmente su comienzo. El p. o. es también la fórmula cristiana abreviada para la visión fundamental que la teologí­a de la historia tiene de cómo no es posible suprimir la situación (determinada juntamente por la culpa) de la muerte, de la concupiscencia, de la ley, de la inutilidad, de una imposibilidad empí­rica (que acarrea para nosotros la concupiscencia) de separar el bien y el mal en la historia, imposibilidad que no cabe eliminar; pues, por pertenecer al principio, también pertenece permanentemente a la constitución de toda historia, incluso de la venidera. El “paraí­so” no es ya un fin asequible en este mundo; la utopí­a de producirlo, como hybris culpable en sí­ misma, llevarí­a a lo contrario de lo pretendido.

Mas con ello no se condena al cristiano a una resignación pasiva (ni individual ni colectivamente). Porque, de una parte, la fuerza de la gracia, que escatológicamente supera también el dolor y la muerte, está operando ya dondequiera; y, de otra parte, por su activa planificación y configuración del futuro en la justicia y el amor, el cristiano debe producir en la historia una manifestación concreta que dé testimonio de esta presencia de la gracia. La doctrina sobre el p. o. es una exhortación a cumplir este deber y a la vez una advertencia de que esa tarea no puede consumarse dentro del mundo.

j) Ulteriores preguntas relacionadas con el p. o. son tratadas en otros lugares: -> monogenismo, estados del -> hombre, -> concupiscencia. Además, si se piensa claramente la interdependencia ya aquí­ insinuada entre p. o. y pecado personal, si por tanto se entiende que el p. o. tiene su propia historia en la historia del “pecado del mundo” (sin que por ello el p. o. se convierta simplemente en la suma de los pecados de todos); entonces nada se opone a que este “pecado del mundo” – el cual de manera inmediata quizá hoy dí­a puede experimentarse existencialmente como el p. o. en cuanto tal – pase a ser el punto de partida para la doctrina de la condición pecadora del hombre, abordando desde ahí­ la cuestión del p. o., que es el “principio” en un sentido muy singular (es decir, no sólo como primer momento temporal: -> principio y fin) de dicho “pecado del mundo”.

BIBLIOGRAFíA:
-1. PARA UNA TEOLOGIA DE LA ESCRITURA: L. Freundorfer, Erbsünde und Erbtod beim Apostel Paulus (Mr 1927) (con la más completa bibl. antigua); N. P. Williams, The Ideas of the Fall an Original Sin (Lo 1927); H. J. Oemmelen, Zur dogmatischen Auswertung von Röm 5, 12-14 (Mr 1930); M. Jugie: DTnC XII 275-317; Th. Barrosse, Death and Sin in St. Paul’s Epistle to the Romans: CBQ 15 (1953) 438-458; St. Lyonnet, Le sens de icp’ c’pi en Rom 5, 12 et 1’exégbse des Péres grecs: Bibi 36 (1955) 436-456; í­dem, Quaestiones in epistolam ad Romanos I (R 1955) 182-243; idem, Le péché originel et l’exégése de Rom 5, 12-14: RSR 44 (1956) 63-84; O. Kuß, Der Römerbrief 1. entrega (Rb 1957, 21963) 224-275; F. Lafont, Sur 1’interprétation de Romains V 15-21 RSR 45 (1957) 481-513; J. Mehlmann, Natura filii irae. Historia interpretationis Eph 2, 3 eiusque cum doctrina de Peccato Originali nexus (R 1957); St. Lyonnet, Le sens de peirazein en Sap 2, 24 et la doctrine du péché originel: Bibi 39 (1958) 27-33; A.-M. Dubarle, Le péché originel dans 1′ Ecriture (P 1958); J. Murray, The Imputation of Adam’s Sin (Rom 5, 12-21) (Grand Rapids 1960); St. Lyonnet, Le péché originel en Rom 5, 12: Bibi 41 (1960) 325-355; F. Spadafora, Rom 5, 12: esegesi e riflessi dogmatici: Divinitas 4 (R 1960) 289-298; E. Brandenburger, Adam und Christus. Exegetischreligionsgeschichtliche Untersuchung zu Röm 5, 12-21 (1 Kor 15) (Dis. Hei 1960, Neukirchen 1962); N. A. Dahl, In welchem Sinn ist nach dem NT der Getaufte gerecht und Sünder zugleich?: LR 12 (1962) 280-295; U. Vanni, L’analisi letteraria del con-testo di Rom 5, 12-14: Rivista biblica 11 (Brescia 1963) 115-144; í­dem, Rom 5, 12-14 alla luce del contesto: ibid. 337-366.

– 2. SISTEMíTICA: A. Gaudel: DThC XII 275-606; M. Jugie (El pecado original en la Iglesia oriental) ibid. 606-624; L. Bachelet: DAFC 1II 1735-1755; P. Parente: ECatt IX 1031-1039; Lottin PM IV 11-280; RAC I 343. – E. Ldmmerzahl, Der Sündenfall in der Philosophie des deutschen Idealismus (B 1934); E. Brunner, Der Mensch im Widerspruch (B 1937); T. Barth, Erbsünde und Gotteserkenntnis: PhJ 57 (1947) 70-103; M. Flick, Il poligenismo e il dogma del peccato originale: Gr 28 (1947)555-563; L. Malevez, La pensée d’Emil Brunner sur 1’homme et le péché: RSR 34 (1947) 407-453; E. J. Fitzpatrick, The Sin of Adam in the Writings of St. Thomas Aquinas (Dis. Mundelein 1950); H. Volk, Emil Brunners Lehre vom Sünder (Mr 1950); K. J. Kloppenburg, De relatione inter peccatum et mortem (R 1951); M.-M. Labourdette, Le péché originel et les origines de l’homme (P 1953); PSJ 112 922-1010; J. Finkenzeller (Erbsünde bei Duns Skotus): Schmaus ThGG 519-550; H. Staffner, Die Lehre des hl. Augustinus über das Wesen der Erbsünde: ZKTh 79 (1957) 385-416; Pohle-Gummersbach I 586 s (bibl. sobre la patrí­stica y el medioevo); M. Flick, El pecado original (Herder Ba 1961); M. Flick – Z. Alszeghy, Il Creatore (Fi 31964) 477-492; Jedin I1 111-138; W. Breuning, Erhebung und Fall des Menschen nach Ulrich von Straßburg (Tréveris 1959); E. Kinder, Die Erbsünde (St 1959); J. Gross, Entstehung des Erbsündedogmas. Von der Bibel bis Augustinus (Mn – Bas 1960); L. Ligier, Péché d’Adam et péché du monde. L’Ancien Testament (P 1960); M. Guerra y López, Averiguaciones en torno a la naturaleza y transmisión del pecado original, en Burgense 1965, 9-71; F. Asensio, El primer pecado en el relato del Génesis, en Est Bibi 1950, 159-191; F. Solano, Pecado original y conocimiento de Dios, en Est Franc 1951, 97-102; Ph. Delahaye – J. C. Didier – P. Anclaux (dirs.), Théologie du péché VII (Tou 1960); Problemas de actualidad sobre el peca-do original, XVII Semana Española de Teologí­a (Ma 1960); B. Piault, La Création et le péché originel (P 1960); T. Campanella, Il peccato originale (R 1960); P. Schoonenberg, De erfzonde als situatie: Bijdragen 22 (1961) 1-30; J. Gross, Die Natur- und Erbsündelehre Anselms von Canterbury: ZRGG 13 (1961) 25-44; C. Dumont, La prédication du péché originel: NRTh 83 (1961) 113-134; L. Scheffczyk, Erbschuld: HThG I 293-303; J. Gross, Ur- und Erbsünde bei Hugo von St. Viktor: ZKG 73 (1962) 42-61; P. Schoonenberg, Natuur en Zondeval: Tijdschrift voor Theologie 2 (Brujas 1962) 173-201; Schmaus D6 11/1 §§ 133-137 (con un apéndice bibliográfico); J. Gross, Abälards Umdeutung des Erbsündedogmas: ZRGG 15 (1963) 14-33; P. Schoonenberg, Zonde der wereld en erfzonde: Bijdragen 24 (1963) 349-389; A. Vanneste, La préhistoire du décret du Concile de Trente sur le péché originel: NRTh 86 (1964) 355-368 490-510; L. Scheffczyk, Die Erbschuld zwischen Naturalismus und Existenzialismus: MThZ 15 (1964) 17-57; R. J. Prendergast, The Supematural Existential, Human Generation and Original Sin: The Downside Revue 266 (0 1964) 1-24; Z. Alszeghy – M. Flick, I1 peccato originale in prospettiva personalistica: Gregorianum 46 (1965) 705-732; H. Haag, El pecado original en la Biblia y en la doctrina de la Iglesia (Fax Ma 1070); K. Rahner, Monogenismus und Erbsünde (en prepar.); P. Schoonenberg, Pecado y redención (Herder Ba 1972); C. Baumgartner, El pecado original (Herder Ba 1972); E. Bertoni, El pecado original Les una fábula? (Paulinas Ma 1965); P. Grelot, El problema del pecado original (Herder Ba 1970); Pecado original; XXIX Semana Española de Teologí­a (CSIC Ma 1970); H. Renckens, Creación, paraí­so y pecado original (Guad Ma 21969).

Karl Rahner

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

Véase Pecado.

Fuente: Diccionario de Teología

Contenido

  • 1 SIGNIFICADO
  • 2 PRINCIPALES ADVERSARIOS
  • 3 EL PECADO ORIGINAL EN LAS ESCRITURAS
  • 4 EL PECADO ORIGINAL EN LA TRADICIÓN
  • 5 EL PECADO ORIGINAL FRENTE A LAS OBJECIONES DE LA RAZÓN
  • 6 NATURALEZA DEL PECADO ORIGINAL
  • 7 ¿QUÉ TAN VOLUNTARIO?

SIGNIFICADO

Pecado original puede significar: (1) el pecado cometido por Adán; (2) la consecuencia de ese primer pecado, la mancha hereditaria con la que todos nacemos a causa de nuestro origen o descendencia de Adán. Desde los primeros tiempos ha sido más común el segundo significado, como se puede ver en la frase de San Agustín: “el pecado deliberado del primer hombre es la causa del pecado original” (De nupt. et concup., II, xxvi, 43). Aquí hablamos de la mancha hereditaria. En referencia al pecado de Adán, no nos toca examinar las circunstancias en las que se cometió, como tampoco nos toca hacer una exégesis del tercer capítulo del Génesis.

PRINCIPALES ADVERSARIOS

Teodoro de Mopsuestia inició esta controversia al negar que el pecado de Adán fuera el origen de la muerte. (Vea “Excerpta Theodori” de Marius Mercator; cf. Smith, “A Dictionary of Christian Biography”, IV, 942). Un amigo de Pelagio, Celestius, siguiendo a Teodoro, fue el primero en sostener esas proposiciones en Occidente: “Pasara lo que pasara, Adán debía morir, sin importar si pecara o no. Su pecado lo afectó a él solo y no a la raza humana” (Mercator, “Liber Subnotationem”, prefacio). Esta, que fue la primera posición sostenida por los pelagianos, fue también la primera condenada en Cartago (Denzinger, “Enchiridion”, No. 101- No. 65 en el antiguo). Para rebatir ese error fundamental los católicos citaron en forma especial a Romanos 5, 12, donde se muestra a Adán transmitiendo la muerte con su pecado. Luego de un tiempo los pelagianos admitieron la parte referente a la transmisión de la muerte- que se entiende fácilmente al ver que los padres transmiten a sus hijos enfermedades hereditarias- pero continuaron atacando violentamente la transmisión del pecado (San Agustín, “Contra duas epist. Pelag.”, IV, iv, 6). Ellos entendían las palabras de San Pablo sobre la transmisión del pecado como si se tratara de la transmisión de a muerte. Ello constituyó su segunda posición, condenada por el Concilio de Orange [Denz., n. 175 (145)], y después otra vez en el primer Concilio de Trento [Sess. V, can. II; Denz., n. 789 (671)]. Interpretar la palabra pecado como si significara muerte era evidentemente una falsificación del texto, de modo que los pelagianos pronto la abandonaron y admitieron que Adán había causado el pecado en nosotros. Sin embargo, ellos no entendieron como pecado la mancha heredada por nacimiento, sino el pecado que los adultos cometen a imitación de Adán. Ello fue su tercera posición, a la que se opone la definición de Trento que el pecado original se transmite a todos por generación (propagatione), no por imitación [Denz., n. 790 (672)]. Más aún, en los siguientes cánones se citan las palabras del Concilio de Cartago, en el que se trata de un pecado contraído por generación y borrado por generación [Denz., n. 102 (66)]. Los líderes de la Reforma admitían el dogma del pecado original, pero el día de hoy hay muchos protestantes influidos por la doctrina Sociniana (correspondiente a un grupo religioso racionalista del siglo XVI que seguía el pensamiento del teólogo italiano Fausto Socinus, y que enseñaba que sólo se pueden aceptar aquellas doctrinas y partes de la Escritura que no contradigan la razón humana. N.T.) cuyas teorías constituyen un renacimiento del pelagianismo.

EL PECADO ORIGINAL EN LAS ESCRITURAS

El texto clásico es Rom. 5, 12 y siguientes. En la parte precedente el Apóstol habla de la justificación a través de Jesucristo, y para dar realce al hecho de que Él es el único salvador, establece un contraste entre la cabeza divina de la humanidad con la cabeza humana que causó su ruina. La cuestión del pecado original, por tanto, aparece como algo incidental. San Pablo supone que los fieles ya se han formado una idea de él a través de sus explicaciones orales y sólo lo menciona para hacerles entender el trabajo de la redención. Esto explica la brevedad de su desarrollo y la obscuridad de algunos versículos. Las tres posiciones de los pelagianos quedan refutadas en el texto, como vamos a mostrar:

1. El pecado de Adán ha lesionado la raza humana por lo menos en el sentido de que ha introducido la muerte- “Así que como por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte llegó a todo hombre”. Se habla ahí de la muerte física. Ante todo, se debe presumir el sentido literal de la palabra mientras no haya una razón en contrario. Segundo, se alude en el texto a un pasaje del libro de la Sabiduría en el que, como se deduce del contexto, se trata de la muerte física. Sab. 2,24: “Por la envidia del diablo entró la muerte al mundo”. Cf. Gn. 2,17; 3, 19, y otro pasaje paralelo del mismo San Pablo, I Cor. 15, 21: “Por un hombre llegó la muerte y por un hombre llegó la resurrección de los muertos”. Aquí sólo se puede tratar de la muerte física, opuesta a la resurrección corporal, sujeto de todo el capítulo.

2. Por su falta, Adán nos transmitió no sólo la muerte sino el pecado- “porque así como por la desobediencia de uno muchos [i.e. todos los] hombres fueron hechos pecadores” (Rom. 5,19). ¿Cómo pueden entonces los pelagianos, y más tarde Zwinglio, decir que San Pablo se refiere únicamente a la transmisión de la muerte física? Si, como dicen ellos, debemos leer muerte donde el Apóstol escribió pecado, deberíamos también leer que la desobediencia de Adán nos ha hecho mortales donde el Apóstol escribe que nos ha hecho pecadores. Pero la palabra pecador nunca ha significado mortal. También en el versículo 21, correspondiente al 19, vemos que a través de un solo hombre dos cosas les han acontecido a todos los hombres: el pecado y la muerte. Una es consecuencia de la otra y, por tanto, no son idénticas entre si.

3. Como Adán transmite la muerte a sus descendientes, al engendrarlos mortales, también por generación les transmite el pecado. El Apóstol presenta ambos efectos como producidos simultáneamente y por la misma causa. La explicación de los pelagianos difiere de la de San Pablo. Según ellos, el niño, que recibe la mortalidad al nacer, no recibe el pecado de Adán sino posteriormente, cuando conoce el pecado del primer hombre y se inclina a imitarlo. La causalidad de Adán ante la mortalidad sería completamente distinta de la que tiene ante el pecado. Más aún, esta supuesta influencia del mal ejemplo de Adán es casi quimérica. Los mismos fieles, cuando pecan, no pecan a consecuencia del mal ejemplo de Adán; a fortiori los no creyentes, totalmente ignorantes de la historia del primer hombre. Y sin embargo todos los hombres, bajo la influencia de Adán, somos pecadores y condenados (Rom. 5, 18-19). La influencia de Adán no puede ser, por tanto, la del ejemplo que imitamos en él (San Agustín, “Contra Julian”, VI, xxiv, 75)
En este sentido, varios protestantes recientes han modificado la explicación pelagiana del siguiente modo: “Sin ser conscientes de ello los hombres imitan a Adán en cuanto merecen la muerte como castigo por sus propios pecados tal como Adán la mereció como castigo del suyo”. Esto se separa más y más del texto de San Pablo. Adán sería simplemente el término de una comparación. No tendría ni influencia ni causalidad en referencia al pecado o la muerte. El Apóstol, es más, no afirma que todos los hombres, imitando a Adán, son mortales a causa de los pecados que hayan cometido. Los niños que mueren antes de llegar al uso de razón no han cometido ningún pecado. Pero San Pablo afirma lo contrario en el versículo catorce: “Pero reinó la muerte”. No sólo sobre quien imita a Adán, sino “aún sobre aquellos que no han pecado siguiendo la transgresión de Adán”. El pecado de Adán, por tanto, es la única causa de la muerte de toda la raza humana. No sólo eso, sino que no podemos distinguir ninguna conexión natural entre el pecado y la muerte. Para que un determinado pecado merezca la muerte hace falta una ley positiva. Pero, excepto la ley dada a Adán (Gen 2,17), antes de la ley de Moisés no había ley positiva de Dios que determinara la muerte como castigo. Fue únicamente la desobediencia del hombre lo que pudo haber merecido y traído la muerte al mundo (Rom. 5, 13-14). Estos escritores protestantes ponen el acento en las últimas palabras del versículo doce. Sabemos que algunos de los Padres Latinos entendían las palabras “en el que todos hemos pecado” como significando que todos hemos pecado en Adán. Esta interpretación sería prueba ulterior de la tesis del pecado original, pero no es necesaria. La exégesis modera, al igual que los Padres Griegos, prefieren traducir “y así la muerte pasó a todos los hombres porque todos hemos pecado”. Nosotros aceptamos esta segunda traducción que nos muestra la muerte como efecto del pecado. Pero ¿de qué pecado?. Nuestros adversarios responden: “Los pecados personales de cada uno. Ese es el sentido natural de las palabras ‘todos han pecado'”. Sería el significado natural si el contexto no fuera totalmente opuesto a él. Las palabras “todos han pecado” del versículo doce, obscuras a causa de su brevedad, se desarrollan más en el verso diecinueve: “porque por la desobediencia de un hombre muchos han sido hecho pecadores”. No se trata aquí de pecados personales, diferentes entre si en número y especie, cometidos por las personas durante su vida, sino del primer pecado que fue suficiente para transmitir a todos los seres humanos tanto el pecado como el título de pecadores. De modo semejante, las palabras del verso doce, “todos han pecado”, debe significar: “todos han participado en el pecado de Adán”, “todos han contraído su mancha”. Esta interpretación también elimina la aparente contradicción entre el verso doce, “todos han pecado”, y el catorce, “quienes no han pecado”, ya que en el primero se trata del pecado original, y del pecado personal en el último. Quienes dicen que en ambos casos se trata del pecado personal no pueden reconciliar estos dos versículos.

EL PECADO ORIGINAL EN LA TRADICIÓN

A causa de una semejanza superficial entre la doctrina del pecado original y la teoría maniquea de la maldad innata de nuestra naturaleza, los pelagianos acusaron a los católicos y a San Agustín de ser maniqueos. Respecto a la acusación y a su respuesta véase “Contra duas epist. Pelag.”, I, II, 4; V, 10; III, IX, 25; IV, III. Esta acusación ha sido reiterada en nuestros días por varios críticos e historiadores del dogma, influenciados por el hecho de que, antes de su conversión, San Agustín era maniqueo. No identifican el maniqueísmo con la doctrina del pecado original, pero sí dicen que San Agustín, a causa de los restos de sus anteriores prejuicios maniqueístas, creó la doctrina del pecado original, desconocida antes de su época. Es falso que la doctrina del pecado original no aparezca en las obras de los Padres preagustinianos. Al contrario, ellos dieron testimonio de ello en trabajos especiales al respecto. Tampoco se puede decir, como afirma Harnack, que el mismo San Agustín reconoce la ausencia de esta doctrina en los escritos de los Padres. San Agustín invoca el testimonio de once Padres, tanto griegos como latinos (Contra Jul., II, x, 33). Igualmente infundada es la aseveración que afirma que hasta San Agustín esa doctrina era desconocida para judíos y cristianos. Como ya se demostró, fue enseñada por San Pablo. Se encuentra en el cuarto libro de Esdras, escrito por un judío un siglo después de Cristo y ampliamente leído por los cristianos. Esta obra presenta a Adán como el autor de la caída de la raza humana (VII, 48), como quien transmitió a toda su posteridad la enfermedad permanente, la malignidad, la mala semilla del pecado (III, 21-22; IV, 30). Los mismos protestantes admiten la doctrina del pecado original en este libro y otros del mismo período (véase Sanday, “The International Critical Commentary: Romas”, 134, 137; Hastings, “A Dictionary of the Bible”, I, 841). Es imposible, por tanto, hacer de San Agustín, quien pertenece a una fecha muy posterior, el inventor del pecado original.

La práctica de la Iglesia de bautizar a los niños es muestra de que esta doctrina existía desde antes de la época de San Agustín. Los pelagianos sostenían que el bautismo se les daba a los niños no para perdonarles sus pecados sino para hacerlos mejores, darles vida sobrenatural, hacerlos hijos adoptivos de Dios y herederos del reino de los cielos (véase San Agustín “De peccat. meritis”, I, xvii). Los católicos respondían citando el credo de Nicea, “Confiteor unum baptisma in remissionem peccatorum”. Y reprochaban a los pelagianos el que inventaran dos bautismos, uno para perdonar el pecado, otro, sin propósito alguno, para los niños. También argumentaron los católicos a partir del ceremonial del bautismo, que supone que el niño está bajo el poder del mal. De ahí los exorcismos, el rechazo a Satanás que hace el padrino del niño en nombre de este último [Aug., loc. Cit., XXXIV, 63; Denz., n. 140 (96)].

EL PECADO ORIGINAL FRENTE A LAS OBJECIONES DE LA RAZÓN

No pretendemos probar la existencia del pecado original solamente con argumentos de razón. Santo Tomás utiliza un argumento filosófico que prueba la existencia de cierto tipo de decadencia más que la del pecado, y la considera solamente como probable, satis posibiliter probari potest (Contra gent., IV, lii). Muchos protestantes y jansenistas, y hasta algunos católicos, sostienen que la doctrina del pecado original es necesaria en la filosofía si es que se quiere probar la existencia del mal. Esto es una exageración imposible de probar. Basta mostrar que la razón humana no tiene ninguna objeción seria en contra de esta doctrina fundada en la revelación. Las objeciones de los racionalistas generalmente tienen su origen en un concepto falso de nuestro dogma. Lo que atacan es o la transmisión del pecado o la idea de una falta cometida por el primer hombre en contra de su misma raza, la decadencia de la raza humana. Aquí responderemos exclusivamente la segunda clase de objeciones. Las otras serán consideradas más abajo bajo otro capítulo (VII).

(1) La ley del progreso se opone a la hipótesis de la decadencia. Esto sería válido si el progreso fuera algo necesariamente continuo, pero la historia nos muestra lo contrario. La línea que representa el progreso tiene sus altas y bajas, períodos de decadencia y retroceso, como lo fue el período- nos dice la revelación- que siguió al primer pecado. La humanidad, sin embargo, comenzó a levantarse de nuevo poco a poco, ya que el pecado original no destruyó ni la inteligencia ni la voluntad libre; la posibilidad de progreso material permaneció intacta. Y Dios, por otra parte, nunca abandonó al hombre, a quien había prometido la redención. La teoría de la decadencia no tiene conexión alguna con nuestra revelación. Todo lo contrario. La Biblia nos muestra incluso cierto progreso espiritual en el pueblo del que nos habla: la vocación de Abraham, la ley de Moisés, la misión de los profetas, la llegada del Mesías, una revelación que es cada vez más clara y que termina con el Evangelio, su difusión entre todos los pueblos, sus frutos de santidad y el progreso de la Iglesia.

(2) Otra objeción dice que es injusto que a causa del pecado de un hombre se haya originado la decadencia de toda la humanidad. Esto tendría peso si tomamos la decadencia en el mismo sentido en que Lutero la tomó, i.e., una razón humana incapaz de entender incluso las verdades morales, el libre albedrío destruido, la substancia misma del hombre transformada en algo malo. Pero de acuerdo a la teología católica, el hombre no ha perdido sus facultades naturales. Por su pecado, Adán únicamente fue privado de los dones divinos a los que su naturaleza no tenía derecho en sentido estricto: el dominio total de sus pasiones, la exención de la muerte, la gracia santificante y la visión de Dios en la vida futura. El Creador, cuyos dones no son debidos a la humanidad, tenía perfecto derecho de otorgarlos en las condiciones en que quisiera y hacer depender su conservación de la fidelidad del jefe de la familia. Un príncipe puede conferir honores hereditarios bajo la condición de que quien los recibe se mantenga fiel y de que, en caso de rebelarse, se le despojará de tal dignidad, y en consecuencia, también a sus descendientes. No es, sin embargo, comprensible, que se ordene la mutilación de las manos y pies de los descendientes inmediatamente después de su nacimiento a causa de una falta cometida por el padre. Esta comparación representa la doctrina de Lutero y que no podemos defender. En el caso de los niños que mueren teniendo en sus almas exclusivamente el pecado original, fuera de la privación de la vista de Dios, la doctrina de la Iglesia no reconoce para ellos castigos sensibles en la vida futura [Denz. N. 1526 (1389)] (Se ha suscitado en años recientes un intenso debate teológico sobre la verdadera situación de los niños que mueren sin bautismo antes de la edad de ser responsables de sus actos- y por tanto, únicamente bajo el pecado original- pero hasta el momento presente el Magisterio de la Iglesia no ha hecho una declaración definitoria al respecto.N.T.)

NATURALEZA DEL PECADO ORIGINAL

Este es un punto difícil y se han inventado muchos sistemas para explicarlo. Bastará dar la explicación teológica más común ahora. El pecado original es la privación de la gracia santificante como consecuencia del pecado de Adán. Esta solución, que es la de Santo Tomás, se remonta a San Anselmo e incluso a las tradiciones de la Iglesia primitiva, como se desprende de las declaraciones del Segundo Concilio de Orange (529 D.C.): un hombre ha transmitido a toda la humanidad no sólo la muerte corporal, castigo del pecado, sino el pecado mismo, que es la muerte del alma [Denz. N. 175 (145)]. Así como la muerte es la privación del principio de la vida, la muerte del alma es la privación de la gracia santificante que, según todos los teólogos, es el principio de la vida sobrenatural. De ese modo si el pecado original es “la muerte del alma”, también es la privación de la gracia santificante.

El Concilio de Trento, aunque no impuso esta solución obligatoriamente con una definición, sí la vio favorablemente y autorizó su uso (cf. Pallavicini, “Historia del Concilio di Trento”, VII-IX). Se describe el pecado original no solamente como la muerte del alma (Ses. V., can. II), sino también como “privación de la justicia, contraida por cada niño al momento de su concepción” (Ses. VI., cap. III). Claro que el Concilio llama “justicia” a lo que nosotros llamamos gracia santificante (Ses. VI), y así como cada niño debería tener su propia justicia personal, así ahora, luego de la caída, sufre su propia privación de justicia. Podemos añadir otro argumento, basado en el principio ya citado de San Agustín, “el pecado deliberado del primer hombre es la causa del pecado original”. Este principio es desarrollado posteriormente por San Anselmo: “el pecado de Adán fue una cosa pero el pecado de los niños al nacer es algo distinto; el primero fue la causa, el segundo es el efecto” (De conceptu virginali, XXVI). El pecado original en un niño es distinto de la falta de Adán; es uno de sus efectos. Pero ¿cuál de todos los efectos es? Debemos examinar varios efectos del pecado de Adán y rechazar aquellos que no pueden ser el pecado original.

1. Muerte y sufrimiento- Estos son puramente males físicos y no pueden ser llamados pecado. San Pablo, y luego de él los concilios, ven la muerte y el pecado original como dos cosas distintas transmitidas por Adán.

2. Concupiscencia- Esta rebelión del apetito inferior, transmitida de Adán a nosotros, es una ocasión de pecado y en ese sentido se acerca al mal moral. Sin embargo, la ocasión de pecado no es necesariamente un pecado y aunque el pecado original queda borrado por el bautismo, la concupiscencia permanece en la persona bautizada. Por ello el pecado original y la concupiscencia no pueden ser la misma cosa, como sostuvieron los primeros protestantes. (véase Concilio de Trento, Ses. V., can. V).

3. La ausencia de la gracia santificante en los niños recién nacidos es también efecto del primer pecado, ya que Adán, habiendo recibido de Dios la santidad y la justicia, no sólo la perdió para él, sino para nosotros (loc. Cit., can. II). Y si lo perdió para nosotros, quiere decir que deberíamos haberlo recibido de él al nacer, junto con las otra prerrogativas de nuestra raza. La ausencia de la gracia santificante en los niños es una privación real; es la carencia de algo que, según el plan divino, debería estar en el niño. Si ese don no es algo simplemente físico, sino algo del orden moral, la santidad, su privación podría ser llamada pecado. Y la gracia santificante es santidad y así es llamada por el Concilio de Trento, pues la santidad consiste en la unidad con Dios y la gracia nos une íntimamente con Dios. La bondad moral consiste en que nuestra acción es congruente con la ley moral, pero la gracia es deificación, como dicen los Padres, una conformidad perfecta con Dios quien es la regla primaria de toda moralidad. (Véase GRACIA). La gracia santificante, por tanto, pertenece al orden moral no como un acto pasajero sino como una tendencia permanente que existe aun cuando el sujeto que la posee no realice acto alguno. Es una vuelta hacia Dios, conversio ad Deum. Consecuentemente, la privación de esa gracia, aún sin que se dé ningún otro acto, constituye una mancha, una deformidad moral, un volverse lejos de Dios, aversio a Deo, y tal carácter no se encuentra en ningún otro de los efectos del pecado de Adán. Esta privación, entonces, es la mancha hereditaria.

¿QUÉ TAN VOLUNTARIO?

“No puede haber pecado que no sea voluntario. Tanto el educado como el ignorante reconocen esta verdad evidente”, escribe San Agustín (De vera relig., XIV, 27). La Iglesia ha condenado la solución opuesta dada por Baius [prop. XLVI, XLVII, en Denz., n. 1046 (926)]. El pecado original no es un acto sino, como ya se explicó, un estado, una privación permanente, y esto puede ser voluntario indirectamente- tal como un ebrio está privado de razón e incapaz de usar su libertad, sin embargo está en ese estado por su libre voluntad y por ello su ebriedad, su falta de razón, son voluntarias y le son imputables. Pero ¿cómo se puede considerar el pecado original como algo voluntario, aún indirectamente, en un niño que nunca ha utilizado su libre albedrío personal? Algunos protestantes sostienen que un niño al llegar al uso de razón consentirá en su pecado original. Pero nunca nadie ha pensado siquiera en dar tal consentimiento. Además, el pecado ya existe en el alma aún antes del uso de razón, según los contenidos de la Tradición sobre el bautismo de niños y el pecado contraído por generación. Algunos teosofistas y espiritistas admiten la preexistencia de las almas que han pecado en una vida anterior de la que ya no se acuerdan. Pero aparte de lo absurdo de esta metempsicosis, contradice la doctrina del pecado original; substituye muchos pecados particulares con un pecado de un padre común que transmite pecado y muerte a todos (cf. Rom, 5, 12 ss). Toda la religión cristiana, dice San Agustín, puede resumirse en la intervención de dos hombres, uno que nos arruinó y otro que nos salvó (De pecc. orig. XXIV). Se debe buscar la solución correcta en la voluntad libre de Adán y su pecado, y tal voluntad libre era nuestra: “todos estabamos en Adán”, dice San Ambrosio, citado por San Agustín (Opus imperf. IV, civ). San Basilio nos atribuye la acción del primer hombre: “Puesto que nosotros no ayunamos (cuando Adán comió de la fruta prohibida) hemos sido expulsados del paraíso” (Hom. I de jejun., IV). Más antiguo aún es el testimonio de San Ireneo: “Nosotros ofendemos a Dios en la persona del primer Adán al desobedecer su precepto”. (Haeres., V, xvi,3).

De ese modo explica Santo Tomás la unidad moral de nuestra voluntad con la voluntad de Adán. “Un individuo puede ser considerado o como individuo o como parte de un todo, como un miembro de una sociedad. Considerada de esta segunda manera, una acción puede ser propia aunque no la haya realizado uno mismo, ni por su propia voluntad, sino en el resto de la sociedad o en su cabeza, si se piensa que una nación hace algo cuando su príncipe lo hace. Esto se debe a que una sociedad se considera como una sola persona de la que los individuos son miembros diferentes (San Pablo, I Cor., XII). La multitud de hombres que reciben su naturaleza de Adán se puede considerar como una sola comunidad o un solo cuerpo… Si el hombre, que debe a Adán su privación de la justicia original, es considerado una persona privada, tal privación no es su “pecado” puesto que el pecado es esencialmente algo voluntario. Sin embargo, si lo consideramos miembro de la familia de Adán, como si todos los hombres fueran uno solo, entonces su privación participa de la naturaleza de pecado a causa de su origen voluntario, pues tal fue el pecado de Adán” (De Malo, IV, l). Es esta ley de solidaridad, admitida por el sentimiento común, la que atribuye a los infantes parte de la vergüenza resultante del crimen de los padres. No es un crimen personal, objetan los pelagianos. “No”, respondió San Agustín, “pero sí es un crimen paternal” (Op. Imperf., I, cxlvii). Siendo yo una persona distinta, estrictamente no soy responsable de los crímenes de otra persona; su acto no es mío. Sin embargo, siendo yo miembro de la familia humana, se considera que actúo a una con el cabeza de esa familia, quien la representa en lo tocante a la conservación o pérdida de la gracia. Soy, en ese sentido, responsable de mi privación de la gracia, aceptando mi responsabilidad en el sentido más amplio de la palabra. Esto, empero, es suficiente para hacer de mi estado de privación de la gracia algo hasta cierto punto voluntario y, por ende, “sin caer en el absurdo, se puede decir que es voluntario” (San Agustín, “Retract.”, I,xiii). De ese modo se responden entonces las principales dificultades de los no creyentes respecto a la transmisión del pecado. “El libre albedrío es esencialmente incomunicable.” Físicamente, sí; moralmente, no. La voluntad del padre es como si fuera la de sus hijos. “Es injusto hacernos responsables de un pecado cometido antes de nuestro nacimiento.” Eso es cierto si se trata de una responsabilidad en sentido estricto; si se trata del sentido amplio de la palabra, no. El crimen cometido por el padre marca con la vergüenza a los hijos aún no nacidos, y les hace cargar una parte de la responsabilidad del padre. “Su dogma nos hace estrictamente responsables de la falta de Adán.” Ello constituye una concepción errónea de nuestra doctrina. Nuestro dogma no atribuye a los hijos de Adán ninguna responsabilidad propiamente dicha por el acto de su padre, ni dice que el pecado original es voluntario en el sentido estricto de la palabra. Es verdad que, considerado como una “deformidad moral”, una “separación de Dios”, “la muerte del alma”, el pecado original es un pecado real que priva al alma de la gracia santificante. Es tan pecado como lo es el pecado habitual, que es el estado en el que queda colocado un adulto a causa de una falta grave y personal, la “mancha” que Santo Tomás define como “privación de la gracia” (I-II:109:7; III:87:2, ad 3), y es precisamente desde ese punto de vista que el bautismo, al poner fin a la privación de la gracia, “borra todo aquello que constituye un pecado real y propiamente dicho”, ya que la concupiscencia que permanece “no es un pecado real y propiamente dicho”, aunque su transmisión es igualmente voluntaria (Concilio de Trento, Ses. V, can. V). Considerado precisamente como voluntario, el pecado original es únicamente la sombra de un pecado propiamente dicho. Según Santo Tomás, (In Sent., dist. XXV, q. I, a. 2, ad 2um), no se le llama pecado en el mismo sentido, sino sólo en sentido análogo. Varios teólogos de los siglos diecisiete y dieciocho exageraron esta participación al menospreciar la importancia de la privación de la gracia en la explicación del pecado original, e intentar explicarlo exclusivamente por nuestra participación en el acto de Adán. Exageran la idea de lo voluntario en el pecado original por considerar que es la única forma de explicar de qué modo se le puede considerar propiamente un pecado. Tal opinión, diferente de la de Santo Tomás, dio pie a problemas innecesarios e insolubles, y ha sido totalmente abandonada hoy día.

S. HARENT
Transcrito por Sean Hyland
Traducido por Javier Algara Cossío.

Fuente: Enciclopedia Católica