PROFETA

v. Apóstol, Sacerdote, Vidente
Gen 20:7 porque es p, y orará por ti, y vivirás
Exo 7:1 te he constituido dios .. Aarón será tu p
Num 11:29 ojalá todo el pueblo de Jehová fuese p
Num 12:6 cuando haya entre vosotros p de Jehová
Deu 13:1 cuando se levantare en medio de ti p, o
Deu 18:15 p de en medio de ti .. levantará Jehová
Deu 18:20 el p que tuviere la presunción de hablar
Deu 34:10 nunca más se levantó p .. como Moisés
1Sa 3:20 conoció que Samuel era fiel p de Jehová
1Sa 9:9 que hoy se llama p .. se llamaba vidente
1Sa 10:11; 19:24


Profeta (heb. nâbî’, “llamado [por Dios]” o “quien tiene una vocación [de Dios]”; probablemente del ac. nabû , “llamar”; aram. nebî’; gr. profet’s). Alguien que primero recibí­a instrucciones de Dios y luego las transmití­a a la gente. Estos 2 aspectos de su obra se reflejaban en los nombres con que se los conocí­a: vidente (jôzeh o rô’eh) y profeta (nâbî’). El 1º fue más común en el perí­odo temprano de la historia hebrea (1Sa 9:9). El término que se usa con mayor frecuencia es nâbî’, pues lo designa como vocero de Dios. Como “vidente” discerní­a la voluntad de Dios, y como “profeta” la trasmití­a a otros. I. El profeta y su obra. El profeta es una persona llamada y calificada en forma sobrenatural como portavoz de Dios. Mientras que en los tiempos del AT los sacerdotes eran los representantes del pueblo ante Dios -sus portavoces y mediadores-, el profeta, en un sentido especial, era el representante oficial de Dios entre su pueblo sobre la tierra. Mientras el oficio sacerdotal era hereditario, la designación de un profeta provení­a del llamado divino. El sacerdote, como mediador en el sistema de sacrificios, conducí­a a Israel en la adoración, aunque sus deberes secundarios incluí­an dedicar una parte de su tiempo a instruir al pueblo acerca de la voluntad de Dios como ya habí­a sido revelada por los profetas, Moisés en particular. En cambio, la instrucción religiosa era tarea primordial del profeta. El sacerdote se ocupaba mayormente de la ceremonia y los ritos del santuario (que se centraban en la adoración pública), en la mediación para el perdón de los pecados, y en el mantenimiento ritual de las relaciones correctas entre Dios y su pueblo. El profeta era principalmente un maestro de justicia, de espiritualidad y de conducta ética, un reformador moral con mensajes de instrucción, consejo, amonestación y advertencia, y su obra a menudo incluí­a la predicción de eventos futuros. En el caso de Moisés, uno de los mayores profetas (Deu 18:15), la profecí­a fue una función comparativamente menor. En un sentido más amplio del vocablo, profetas hubo desde los primeros dí­as del mundo. Tanto Abrahán (Gen 20:7) como Moisés (Deu 18:15) fueron llamados profetas. Durante el perí­odo de los jueces el oficio profético languideció, y “la palabra de Jehová escaseaba en aquellos dí­as; no habí­a visión con frecuencia” (1Sa 3:1). El llamado de Samuel hacia el final de ese perí­odo fue trascendental. Fue el 1er “profeta” en el sentido más estricto de la palabra, y se lo puede considerar como fundador del oficio profético; iba de lugar en lugar como maestro de Israel (10:10-13; cf 7:16, 17). Después de él y hasta el fin del tiempo del AT, diversos hombres escogidos hablaron a la nación en nombre de Dios, interpretando el pasado y el presente, exhortando a la justicia, y siempre dirigiendo su vista al futuro glorioso que Dios les habí­a señalado como pueblo. Samuel habrí­a fundado lo que se conoce como “las escuelas de los profetas”. Los jóvenes que recibí­an su educación en estas escuelas (19:20) eran conocidos como los “hijos de los profetas” (2Ki 2:3-5). La 1ª de tales escuelas que se mencionan estuvo en Ramá (1Sa 19:18, 20), la sede de Samuel (7:17). Los hijos de los profetas no eran necesariamente recipientes directos del don profético, pero eran divinamente llamados, como los ministros evangélicos de hoy, para instruir a la gente acerca de la voluntad y los caminos de Dios. Las escuelas de los profetas fueron una poderosa fuerza que limitó el avance de la marea del mal, que tan a menudo amenazó con sumergir al pueblo hebreo bajo una inundación de idolatrí­a, materialismo e injusticia, y proporcionó una barrera contra la ola de corrupción que avanzaba con mucha rapidez. Estas escuelas proveyeron el adiestramiento mental y espiritual a jóvenes seleccionados que serí­an los maestros y dirigentes de la nación. Después de Samuel, en tiempos del reino unido de Judá e Israel, surgieron hombres como Natán el profeta, Gad el vidente (1Ch 29:29) y Ahí­as (2Ch 9:29). Luego, bajo la monarquí­a dividida, hubo muchos profetas. Algunos (Oseas, Isaí­as, etc.) fueron autores de libros preservados en el canon sagrado; otros (Natán, Gad, Semaí­as, lddo, etc.) también escribieron, pero no se conservaron sus escritos. Algunos de los mayores profetas, como Elí­as y Eliseo, no escribieron sus discursos proféticos, y por lo tanto a veces se los llama “profetas orales”. En el canon hebreo, las 4 grandes obras históricas de Josué, Jueces, Samuel y Reyes reciben el nombre de Profetas Anteriores, porque se sostení­a que sus autores fueron profetas. Aunque de naturaleza mayormente histórica, estos libros muestran el propósito de sus autores de conservar un registro del trato de Dios con Israel como una lección objetiva para su propia generación y las posteriores. Isaí­as, Jeremí­as, Ezequiel y “los Doce” -desde Oseas hasta Malaquí­as- son llamados Profetas Posteriores. 948 Bajo el reino dividido, los profetas Oseas, Amós y Jonás trabajaron mayormente para Israel, el reino del norte; el resto, especialmente para Judá, el reino del sur, aunque algunos de éstos también incluyeron al reino del norte en sus mensajes. Dicho sea de paso, cabe aclarar la frase “Profetas Menores” (Oseas hasta Malaquí­as): se los llama así­ sólo porque sus libros son comparativamente breves en relación con los de los “Profetas Mayores” (lsaí­as hasta Daniel). De ningún modo implica que el ministerio de sus autores fuera de corta duración o que sus escritos fueran de menor importancia y/o inspiración. Los Profetas Posteriores se pueden dividir cronológicamente en 4 grupos: 1. Profetas del s VIII a.C. Incluye a Jonás, Amós, Oseas, Miqueas e Isaí­as, aproximadamente en ese orden. El s VIII fue testigo del surgimiento de Asiria, y antes de finalizar este perí­odo la nación llevó cautivas a las 10 tribus del reino del norte, con lo que la nación desapareció. En por lo menos 2 ocasiones también Judá estuvo a punto de ser destruido por los asirios. El papel principal de los profetas del s VIII habrí­a sido, primero, evitar, si era posible, la cautividad del reino del norte llamando a su pueblo a volverse al servicio y a la adoración del verdadero Dios, pero también -particularmente en el caso de Isaí­as- sostener al reino del sur durante este tiempo de gran crisis nacional. Con la muerte de Isaí­as el don profético parece haberse silenciado por medio siglo o algo más. 2. Profetas del s VII a.C. Este siglo fue testigo del apogeo de Asiria, pero antes de terminar la centuria habí­a desaparecido del escenario de acción y el Imperio Caldeo o Neobabilónico habí­a ocupado su lugar. Durante los años de decadencia de Asiria y de surgimiento de los caldeos, Dios envió a varios profetas para llamar al pueblo de Judá a una reforma completa que impidiera la inminente cautividad babilónica. Entre esos profetas estaban Nahum, Habacuc, Sofoní­as, Jeremí­as y, tal vez, Joel. 3. Profetas del periodo del cautiverio babilónico. Estos fueron Jeremí­as, Ezequiel, Daniel y, quizás, Abdí­as. La meta principal de los mensajes de este perí­odo fue ayudar a Judá a comprender el propósito que Dios tení­a al permitir el cautiverio, inspirar esperanza en una restauración, y elevar los ojos de los judí­os a la gloriosa oportunidad que los esperaba al regresar de la cautividad si eran fieles a Dios. Jeremí­as entregó sus mensajes a los habitantes de Jerusalén y Judá antes y durante el comienzo del cautiverio, y Ezequiel ministró a los exiliados en Babilonia, Daniel fue enviado a la corte de Nabucodonosor para comunicar la voluntad de Dios al gran monarca y conseguir su cooperación con el plan divino para el pueblo de Dios. 4. Profetas postexí­licos: Hageo, Zacarí­as y Malaquí­as. Los 2 primeros animaron al pueblo a levantarse y construir el templo; Zacarí­as recibió una serie de visiones apocalí­pticas que describí­an el glorioso futuro que aguardaba a Israel durante la era de la restauración si eran fieles a Dios (Zec 6:15). Como un siglo después de Zacarí­as vino Malaquí­as y, con él, el fin del canon profético del AT (1 Mac. 4:46; 9:27; 14:41). Aunque el libro de Daniel contiene algunos de los mensajes proféticos más importantes que encontramos en las Escrituras, el pueblo hebreo no lo incluyó en la sección profético del canon. En vista de que se incluyen obras históricas como Josué, Jueces, Samuel y Reyes en la sección profético, es evidente que el contenido no fue el factor principal que determinó su clasificación dentro de los escritos canónicos. sino el oficio de su escritor. Así­, Daniel sirvió principalmente como hombre de estado en la corte de Nabucodonosor, y aunque recibió algunas de las mayores visiones de todos los tiempos, no fue considerado un profeta en el mismo sentido que Isaí­as, Jeremí­as, Ezequiel, Oseas o los otros, cuyas vidas se dedicaron exclusivamente al oficio profético; no obstante, Cristo lo llamó profeta (Mat 24:15). Véase Canon (I). En el amanecer de los tiempos del NT, el don de profecí­a fue reactivado con las declaraciones inspiradas de Elisabet (Luk 1:41-45), y de Simeón y Ana (2:25-38). Unos pocos años más tarde vino Juan el Bautista en el papel de Elí­as (Luk 1:17). Cristo declaró que Juan fue profeta “y más que profeta” (Mat 11:9, 10). Pablo estimó el don profético como una de las gracias del Espí­ritu (1Co 12:10), y declaró que era uno de los mayores dones (14:1, 5). Como en los tiempos del AT, el don profético no necesariamente implicaba la predicción de acontecimientos futuros, aunque este aspecto de la profecí­a pudiera estar incluido, sino que consistió mayormente en la exhortación y la edificación (vs 3, 4). El llamado al oficio profético y la dádiva consiguiente del don profético eran actos de Dios, como en el caso de Isaí­as (Isa 6:8, 9), Jeremí­as (Jer 1:5), Ezequiel (Eze 2:3-5) y Amós (Amo 7:15). Moisés lo recibió desde la zarza ardiente (Exo 3:1-4:17). El llamado de Eliseo al oficio profético fue anunciado por 949 CRONOLOGíA DE LOS PROFETAS DEL ANTIGUO TESTAMENTO 950 Elí­as (1Ki 19:19, 20; cf 2Ki 2:13, 14). Al llamado profético le acompañaba una entrega de capacidades especiales para que el profeta pudiera hablar en nombre de Dios. Lo constituí­a en un “atalaya” o “guardián” sobre la casa de Israel (Eze 33:7), y lo hací­a estrictamente responsable ante Dios por la entrega fiel de los mensajes que debí­a darles (vs 3, 6). Habiendo aceptado el llamado profético, no podí­a abandonarlo a voluntad, como Jeremí­as una vez pensó hacerlo (Jer 20:7-9; cf 1Ki 19:9; Joh 1:6-8, 23; 3:2). A veces Dios se dirigí­a al profeta en forma audible (Num 7:89; 1Sa 3:4), aunque más frecuentemente en sueños y visiones (Num 12:6; Eze 1:1; Dan 8:2; Mat 1:19,20). Un verdadero profeta enseñaba por el Espí­ritu de Dios (1Ki 22:24; 2Ch 15: 1; 24:20; Neh 9:30; Eze 11:5; Jl. 2:28; Mic 3:8; Zec 7:12; 1Pe 1:10, 11) y hablaba movido por el Espí­ritu de Dios (2Pe 1:20, 21). El mensaje que entregaba no era propio, sino de Dios (Eze 2:7; 3:4, 10, 11; cf Num 22:38; 1Ki 22:14). En ciertos casos, como en el de Natán (2Sa 7:3) y de Samuel (1Sa 16:6, 7), el juicio humano del profeta era modificado por Dios. Por un tiempo Ezequiel estuvo mudo, excepto cuando entregaba un mensaje de Dios (Eze 1:2, 3; 3:26, 27; 33:21, 22). Esta experiencia singular fue una señal para los oyentes: cada vez que hablaba lo hací­a por orden de Dios. En principio, algo similar sucedí­a con los demás profetas, porque ninguna profecí­a de las Escrituras “fue traí­da por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espí­ritu Santo” (2Pe 1:21). Por ello, haremos “bien en estar atentos” a sus mensajes “como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el dí­a esclarezca y el lucero de la mañana salga” en nuestros corazones (1:19). En algunos casos, los profetas vieron la necesidad de buscar e inquirir diligentemente el significado de las palabras que hablaban (1Pe 1:10, 11). Por ejemplo, se dice especí­ficamente que Daniel no comprendió algunas porciones del mensaje que le fue confiado (Dan 8:27; 12:8, 9). Por otra parte, los profetas entendí­an claramente que hablaban en nombre de Dios, y así­ corrientemente introducí­an sus mensajes con expresiones como: “Jehová dijo así­” (Isa 66:1), “Palabra que vino de Jehová a Jeremí­as” (Jer 11:1), “Visión de Isaí­as hijo de Amoz” (Isa 1:1), “Miré, y he aquí­” (Eze 10:1; Rev 4:1), “Y vi” (5:1). Dios confirmaba la autoridad de los hombres que él llamó al cargo profético con el mensaje que entregaban (1Sa 3:19-21), con señales sobrenaturales (2Ki 2:13-15), con el cumplimiento de sus predicciones (Deu 18:22; Jer 28:9) y con la conformidad de sus enseñanzas con la voluntad de Dios ya revelada (Deu 13:1-3; Isa 8:20). Aunque estaban sujetos “a pasiones semejantes a las” de otros seres humanos, sus vidas reflejaban los elevados principios de lo que testificaban (cf Jam 5:17). A menudo se levantaban falsos profetas, como en los dí­as de Acab (1Ki 22:6; cf v 22), Jeremí­as (Jer 27:14, 15; 28:1, 2, 5-9, 15-17), Ezequiel (Eze 13:16, 17) y Miqueas (Mic 3:11), pero podí­an ser descubiertos por sus motivos mercenarios (3:11), por su disposición a decir lo que el pueblo deseaba escuchar (Isa 30:10; Mic 2:11), porque lo que anunciaban no se cumplí­a (Deu 18:22), por las discrepancias entre sus mensajes y los de quienes habí­an sido probados como profetas (Deu 13:2, 3-1 Isa 8:20; Jer 27:12-16), por apelar a los deseos de los impí­os (1Ki 22:6-8) y por sus propias vidas no consagradas (Mat 7:15-20). Del mismo modo que un profeta es un vocero o mensajero de Dios, la profecí­a es todo mensaje presentado de parte de Dios por orden de él: revelación especial de la voluntad y del pensamiento divinos, destinada a capacitar al hombre para cooperar con los propósitos infinitos de Dios, que consiste esencialmente en consejos, orientaciones, reprensiones y advertencias. Como “no hará nada Jehová el Señor, sin que revele su secreto a sus siervos los profetas” (Amo 3:7), él espera que los que lean lo que los profetas escribieron le presten la más cuidadosa atención. Al hacerlo podrán estar seguros de ser “prosperados” (2Ch 20:20). Los que no prestan atención a las palabras de un profeta como mensajero o guardián enviado por Dios son personalmente responsables ante el Señor (Eze 3:17-21; 33:1-9). Israel, por lo general, rechazó las emocionantes apelaciones de los profetas (Luk 11:47, 48), así­ como Dios lo habí­a advertido a Isaí­as (Isa 6:9-11) y a Jeremí­as (Jer 1:8, 17, 19). Esto trajo la ruina sobre Israel, lo condujo a su rechazo del Mesí­as y, así­, a ser descartado como nación escogida. Muchas de las profecí­as del AT están escritas en poesí­a hebrea. La calidad y la forma literarias reflejan el caracter, la educación y el estado emocional del profeta. La personalidad de Jeremí­as* está grabada ví­vidamente en el registro de su misión profética, hasta el punto en que un lector cuidadoso casi puede sentir que lo conoce personalmente. Algunas obras, como las de Is., Jl. y Hab. son de una belleza literaria superior y reflejan un desarrollo lógico del pensamiento. Pasajes como los de Isa 9:1-7; 40:1-8; 52:7-53:12; 55; 61:1-3 y Jl. 951 2:1-14 no han sido superados en imágenes gráficas, retórica equilibrada y lenguaje pintoresco. En algunas obras, como la de Jer., los hechos históricos constituyen el molde en el que se presentaron los mensajes proféticos. Otras parecen ser colecciones de sermones. Algunos profetas, como Oseas, reflejan hondas emociones y, como resultado, no se prestan fácilmente a un análisis literario lógico. La profecí­a de Hab. también manifiesta un profundo sentir humano al describir el profeta su propia lucha para comprender la voluntad revelada de Dios y su reconciliación con ella. Los profetas se ocuparon del trato de Dios con Israel en lo pasado (Eze_16; 20; etc.), y dejaron lecciones importantes para la generación actual; como también de los acontecimientos históricos contemporáneos, señalando los propósitos divinos y la realización de su voluntad entre las naciones (Isa_36-39; la mayor parte de Jer.; muchos pasajes de Ez.; Dan_1-6; Hag.; etc.). A menudo, y extensamente, denunciaron los pecados de Israel (Isa 1:2-15; 3:12-15; 9:13; 10:2; Jer 2:5-35; Eze 8:5-16; Hos_5; Amo 8:1-6; Mal_ Destacaron continuamente la responsabilidad personal de los que escuchaban sus mensajes de actuar en armoní­a con ellos (Eze 3:17-21; cf 18:25-32; 33:7-16: etc.). A menudo instaron a realizar actos especí­ficos (Isa 1:16-20; Jer 27:1-18; 29:5-13; 38:14-23; 42:1-18; JI. 2:12, 13; Amo 5:4-15; Hag. 1:7, 8; Mal 3:10-12; etc.). Fielmente señalaron las consecuencias del mal hacer (Isa 2:10-21; 7:17-25; 24; Jer_4; 18:9, 10; 23:9-40; 24; Eze_4; 5; 9; Dan 9:3-14; Hos_5; JI. 1; Amo_7-9; Sof.; etc.) y del bien hacer (Isa 1:18-20; 38; Jer 7:2-7; 17:20-26; 18:7, 8, Hos_14; JI. 2:12-32; etc.). Con frecuencia, mediante los profetas Dios elevó los ojos de su pueblo al glorioso futuro que los esperaba como nación si cooperaban cabalmente con sus propósitos para ellos (Isa_40-66; Jer_33; Eze_36-48; Mic_4; Zac.; etc.). La culminación de sus mensajes siempre era la venida del Mesí­as y el establecimiento de su reino (Isa 9:1-7; 11:1-12; 12; 25; 52-66; Dan 2:44; 7:18, 27; JI. 3:9-21; Mic 4:1-5:15; etc.). II. La interpretación de las profecí­as. PROFECíAS DE LOS 2.300 DíAS-Aí‘OS Las profecí­as del AT no siempre distinguen claramente entre lo que conocemos hoy como la 1ª y 2ª venidas de Cristo, sino que a Menudo tratan estos 2 grandes eventos como uno solo, o uno de ellos sigue inmediatamente al otro. La mayorí­a de los mensajes proféticos se expresan 952 en un lenguaje literal directo, pero otros son altamente figurados o simbólicos (Dan_2; 7; 8; Zec_1-6; Rev_6-19; etc.). El elemento predictivo en la profecí­a tení­a la intención de ofrecer un panorama de las cosas del tiempo a la luz de la eternidad, de alertar a la iglesia para que actúe apropiadamente en momentos oportunos, de facilitar la preparación personal para la crisis final, de vindicar a Dios y dejar al hombre sin excusa en el dí­a del juicio, y de certificar la validez de la profecí­a como un todo. Los muchos ejemplos de profecí­as cumplidas -ya sea que los sucesos ocurrieran en forma inmediata o en épocas posteriores, registrados en la Biblia o en la historia- sirven para afirmar la fe en la inspirada Palabra (véanse los cuadros de las pp 951 y 953). Dios llama la atención a su poder singular de declarar “lo por venir desde el principio” (Isa 46:9, 10), y Jesús dijo: “Y ahora os lo he dicho antes que suceda, para que cuando suceda, creáis” (Joh 14:29). A veces -por el lenguaje altamente figurado o simbólico, o por la dificultad de relacionar los mensajes con su contexto histórico, o por la operación de factores condicionales en la predicción de eventos todaví­a futuros (Jer 18:7, 10), o por la transición del Israel histórico literal a la iglesia cristiana-, los libros proféticos se prestan más fácilmente para ser mal interpretados que las secciones históricas, poéticas o doctrinales de las Escrituras. Por eso, el único procedimiento seguro para la comprensión y aplicación de los mensajes proféticos es un estudio sistemático de la profecí­a como un todo, y una familiarización completa con ella. Sobre la base de tal estudio es posible llegar a sólidos principios de interpretación. Primero es necesario determinar con precisión qué escribieron los profetas bajo la conducción del Espí­ritu Santo, y qué quisieron decir con lo que escribieron. También se necesita un estudio preciso de las palabras y las relaciones gramaticales del pasaje que se considera. A veces se puede resolver la incertidumbre acerca de su significado sólo por una referencia al lenguaje en que se escribió originalmente. Cada frase debe ser comprendida en relación con su contexto mayor. En ninguna circunstancia es seguro considerar un pasaje sin referencia a su contexto literario o histórico; cada mensaje profético tení­a un significado para la gente a la que estaba destinado. Una de las primeras tareas del investigador, y de las más importantes, es la determinación de ese significado. Sólo entonces es posible llegar a una aplicación válida de las profecí­as para nuestros dí­as. La Biblia debe ser su propio intérprete; es decir, los pasajes bí­blicos deben ser comparados con otros pasajes bí­blicos que tratan del mismo tema. Hablando en general, las promesas y predicciones dadas por medio de los profetas del AT al Israel literal estaban sujetas a la obediencia y lealtad; eran condicionales. Sin embargo, el pueblo rechazó el plan de Dios para ellos como nación, y lo que Dios quiso cumplir mediante el Israel de la antigüedad finalmente lo realizará por medio de sus hijos espirituales. (Por eso, muchas de las promesas de Dios originalmente hechas al antiguo Israel se cumplirán, en principio, en la iglesia cristiana.) Los planes y propósitos divinos indefectiblemente se llevarán a cabo (Isa 46:10), aunque para satisfacer las nuevas condiciones se cambien los medios y los agentes con los cuales se realicen. Cuando una persona o una nación rehúsa cooperar con el expreso propósito de Dios, renuncia a su papel en el plan divino y es descartada (Jer 18:6-10; cf Dan 5:25-28). Cuando los judí­os rechazaron a Jesús, en ocasión de la crucifixión, Dios les quitó el reino* y lo dio a “gente que produzca los frutos” del reino (Mat 21:41-44; 23:36-38). La iglesia cristiana, como la “gente” de quien habló Jesús, reemplazó a Israel en el plan de Dios (1Pe 2:9, 10). Los escritos de los profetas del AT están plenos de significado para los creyentes cristianos (Luk 24:25-27, 44; Rom 15:4; 2 Tit 3:16, 17; cf 1Co 10: 1-12), pero en vista de que la iglesia de Cristo no es un grupo racial ni polí­tico que viva en la tierra literal de Canaán, rodeada por enemigos literales, como los asirios, los babilonios y los egipcios, muchos detalles de las profecí­as del AT no son aplicables literalmente a los tiempos cristianos. Además, muchas de ellas tratan exclusivamente de situaciones especí­ficas de un pasado remoto. De la lectura de los profetas del AT un creyente puede lograr 2 beneficios: 1. Aprovechar la instrucción que Dios dio a su pueblo en lo pasado al aplicarla a sí­ mismo y observar los resultados de aceptar o rechazar esos principios. 2. Determinar qué predicciones, no cumplidas en el Israel literal, quedan para el pueblo de Dios de la actualidad. Sin embargo, se debe tener mucho cuidado en hacer aplicaciones injustificadas. Hay que determinar hasta qué punto esa profecí­a es de naturaleza condicional, cuántas de esas condiciones se cumplieron y, finalmente, si la inspiración ha indicado que tendrá una aplicación posterior. En particular, se debe estudiar cómo la transición del Israel literal a la iglesia cristiana puede 953 afectar el cumplimiento de esa predicción. Sólo cuando un escritor inspirado posterior aplica una profecí­a a los tiempos cristianos puede hacerse con certeza una nueva aplicación de ella. El registro del trato de Dios con su pueblo en lo pasado se ha conservado para beneficio de las generaciones posteriores, hasta el fin del tiempo. Bajo la conducción del Espí­ritu Santo, los mensajes originalmente proclamados por los santos hombres de Dios de la antigüedad al pueblo de sus dí­as pueden llegar a ser un medio eficaz de descubrir la voluntad divina para su iglesia actual. Mediante los profetas ancestrales es nuestro privilegio escuchar la voz de Dios hablando con claridad en nuestros dí­as. En las afirmaciones inspiradas el sincero buscador de la verdad encontrará mensajes de inspiración, consuelo y orientación. Acerca de los principios básicos de interpretación se puede ver CBA 1:1030-1033; 4:27-40, 685; y el í­ndice general del t. 7 bajo “Biblia, interpretación” e “Interpretación profética”. Para los principios de interpretación de las profecí­as simbólicas, véase CBA 4:606, 607. Para la interpretación y el cumplimiento especí­ficos de profecí­as simbólicas básicas que no se pueden estudiar adecuadamente aquí­ para no exceder el panorama que se ofrece en este Diccionario, véase el CBA en los lugares donde se comentan los pasajes bí­blicos respectivos. Para el “profeta” de Tit. 1:12, véase Poeta. PROFECíA DE LAS SETENTA SEMANAS DETERMINADAS PARA ISRAEL

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

en hebreo nab, palabra que posiblemente procede de una raí­z que significaba llamar, anunciar. Profeta, entonces, es †œel llamado†, o †œel que anuncia†, y ambos significados dicen lo esencial del profetismo israelita. El p. es un intérprete y el mensajero de la palabra de Dios. Un pasaje que ilustra lo dicho está en el Exodo, cuando Moisés le dice a Yahvéh que él es torpe para hablar y el Señor le designa a su hermano Aarón para que hable por él ante el faraón y ante el pueblo; Moisés le dirá a su hermano lo que debe decir y Aarón será la boca de Moisés: †œél será tu boca y tú serás su dios†, Ex 4, 15-16. Es decir, Aarón será el profeta de su hermano Moisés, su nab. En Jeremí­as se encuentra esta misma idea: †œMira que he puesto mis palabras en tu boca†, Jr 1, 9. Los profetas son llamados por Dios, y es imposible resistirse a ese llamado: Jeremí­as dice, en su lucha vana por resistirse al llamado: †œMe has seducido, Yahvéh, y me dejé seducir; me has agarrado y me has podido†, Jr 20, 7-9; Amós dice: †œHabla el Señor Yahvéh, ¿quién no va a profetizar?†, Am 3, 8; 7, 15; a este respecto el mejor ejemplo es de Jonás, que quiso evadir el llamado a profetizar en Ní­nive y terminó en el vientre de una ballena y después de ser vomitado por el cetáceo, debió tomar el camino de aquella ciudad y anunciar la palabra de Yahvéh. Los profetas son enviados para manifestar la palabra y la voluntad de Dios, Jr 26, 2. El mensaje que debe transmitir el p. puede llegarle de diferentes maneras, en visiones, como la de Isaí­as, Is 6; en sueños, Dn 7; Za 1, 8-17; por inspiración, Jr 1, 11; 18, 1-4. El mensaje, igualmente, se transmite de diferentes formas, en prosa, el verso, por medio de parábolas, empleando la sátira, el sarcasmo, el sermón, la lamentación, etc. Igualmente, el mensaje puede ser oral o escrito. El mensaje se dirige al pueblo o a todos los pueblos, Is 6, 9; Jr 1, 10; Ez 2, 3; Am 7, 5; excepción hecha del monarca, que es jefe de su pueblo, pues lo que el p. le anuncia son cosas que incumben a la nación que gobierna; y el sacerdote, que dirige a la comunidad; rara vez a un individuo en particular, Is 22, 15. El mensaje del profeta puede referirse al presente o al futuro, es decir, puede rebasar al mismo p., hasta que el tiempo lo devele; puede referirse a castigos por el pecado o a la salvación, como recompensa por la conversión; a tristezas o alegrí­as.

Han existido muchos simuladores que han pretendido pasar por profetas.

En las Escrituras encontramos varios casos en que los profetas verdaderos deben luchar contra los falsos, como le sucedió a Miqueas ben Yimlá con los profetas del rey Ajab, 1 R 22, 8-28; Jeremí­as debió enfrentarse a Ananí­as, Jr 28; Ezequiel debió enfrentar a varios profetas y profetisas falsos, Ez 13. Las Escrituras dan dos criterios para distinguir al p. verdadero del falso: por el cumplimiento de lo anunciado, Dt 18, 22; Jr 28, 9; y por la conformidad de lo dicho con lo prescrito por Yahvéh, Dt 13, 2-6; Jr 23, 9-40.

Las mujeres excluidas de tantas actividades, no lo están de este ministerio de la profecí­a, y así­ encontramos varias a través de las Escrituras, como Marí­a, la hermana de Moisés y Aarón, Ex 15, 20; Débora, Jc 4, 4; Judá, 2 R 22, 14; 2 Cro 34, 22; la mujer de Isaí­as era profetisa, Is 8, 3; en el N. T., Ana, Lc 2, 36; las cuatro hijas de Felipe, Hch 21, 9. En el Apocalipsis se menciona una pseudoprofetisa de la Iglesia de Tiatira, cuyo nombre simbólico es Jezabel, perteneciente a la secta de los nicolaí­tas, Ap 2 , 20.

En cuanto a los profetas de los cuales tenemos el testimonio escrito en la Biblia, se han clasificado por la extensión de los textos únicamente, en Mayores, que son: Isaí­as, Jeremí­as, Ezequiel y Daniel; y los doce Menores, grupo llamado en la Biblia griega Dodecapropheton: Amós, Oseas, Miqueas, Sofoní­as, Nahúm, Habacuc, Ageo, Zacarí­as, Malaquí­as, Abdí­as, Joel y Jonás.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

Aquel que es vocero de Dios (Exo 4:15-16; Exo 7:1), inspirado por visión o de otra forma, y a quien se le da a conocer el pensamiento de Dios, y declara lo que ha visto como un mensaje para el pueblo. El énfasis no está puesto en el misterioso modo de recepción de la revelación profética, sino en la transmisión de la misma en el nombre de Dios.

Es necesario diferenciar al profeta bí­blico del prophetes de los griegos. Este, en realidad, actuaba como un intérprete de las musas y los oráculos de los dioses. Los profetas, en cambio, no eran intérpretes. Ellos pronunciaban las verdaderas palabras que Dios les habí­a dado, sin modificación o interpretación de su parte (Deu 18:18).

Cuando Israel entrara a Canaán, encontrarí­a a un pueblo que buscaba conocer el futuro y la voluntad de los dioses por medio de la práctica de varias supersticiones que la Biblia llama abominaciones o cosas abominables (Deu 18:9). Para evitar este peligro, el Señor declaró que él levantarí­a profetas y que los israelitas debí­an escucharlos y obedecerlos (Deu 18:15). En este pasaje, la Escritura señala a la vez a un gran profeta individual que serí­a tan importante y básico para el pueblo como lo fue Moisés en el Sinaí­ y, también, a lo que llamarí­amos la lí­nea sucesora de los profetas. Observemos que en los vv. 21 y 22 se ofrece una forma de comprobación para distinguir entre los profetas verdaderos y los falsos. Así­ como más tarde el pueblo se preguntarí­a si el próximo rey del linaje de David serí­a el prometido más grande que David, también desde el tiempo de Moisés en adelante hubo una expectativa por el profeta mosaico que vendrí­a (comparar Deu 34:10), y cada profeta que surgí­a era escrutado (comparar Joh 1:21) para saber si era aquel que habí­a predicho Moisés. A través de la orden de los profetas, el Señor permitió a su pueblo caminar hacia el futuro desconocido con fe y obediencia, confiando en el Dios soberano y no tratando de asegurar y controlar el futuro por medio de ritos de magia, como hací­an los paganos. Ver MAGIA.

En la antigua Grecia existí­a el dios, el oráculo, el profeta y el pueblo. Esto parece haber ocurrido también en los paí­ses de la Mesopotamia. En Israel, sin embargo, habí­a un solo intermediario entre Dios y el pueblo: el profeta. Este sistema era verdaderamente único.

Se dice algunas veces que los profetas no predecí­an, sino que declaraban los hechos Pero no puede hacerse tal separación. Los profetas declaraban el mensaje del Señor, al mismo tiempo que anunciaban el futuro.

En el arreglo de los libros del AT hebreo hay tres partes: la Ley, los Profetas y los Escritos. La división conocida como los Profetas, se subdivide en Profetas Anteriores y Profetas Posteriores. En el primer grupo se incluye a Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, y 1 y 2 Reyes. Estos libros son anónimos; no se conoce a sus autores. Están bien clasificados como †œprofetas anteriores†, ya que la historia que contienen se conforma a la definición bí­blica de la profecí­a como la declaración de las maravillosas obras de Dios (Act 2:11, Act 2:18). Esto no significa que no sea historia completamente cierta, sino que el proceso de selección de hechos que se registran se realizó con el propósito de mostrar cómo Dios obraba en y a favor de su pueblo y cómo funcionaron los principios morales de la providencia divina a través de los siglos.

Los †œprofetas posteriores†, también son llamados †œprofetas escritores†. Son aquellos que ejercieron un ministerio verdaderamente importante en Israel:
Isaí­as, Jeremí­as, Ezequiel y los Doce. La designación †œposteriores† no necesariamente hace referencia a la cronologí­a histórica, sino que es simplemente una designación para los libros proféticos que vienen a continuación de los †œprofetas anteriores† en la organización del AT hebreo Los profetas †œescritores† no son anónimos, porque Dios les confió la tarea y la responsabilidad de dirigir mensajes proféticos, no sólo al pueblo de su época, sino también a la posteridad; debí­an ser acreditados como verdaderos profetas ante quienes los oyeran.

Los profetas anteriores y posteriores se complementaron. Los †œanteriores† presentaron la historia de un perí­odo particular de la vida de Israel; los †œposteriores† interpretaron etapas especí­ficas de esa historia. Los unos son necesarios para entender correctamente los otros.

Bajo Samuel, se crearon y mantuvieron las escuelas de profetas. Luego de la muerte de Samuel, estas organizaciones aparentemente se dispersaron. No se sabe nada más de ellas hasta los tiempos de Elí­as y Eliseo. En la época de Elí­as aparecen solamente en el reino del norte. La expresión hijos de los profetas revela la estrecha e í­ntima cercaní­a de estos hombres con los grandes profetas Elí­as y Eliseo. Sin embargo, luego de este perí­odo aparentemente desaparecen y no volvemos a saber de ellos.

Junto con los profetas fieles y verdaderos del Señor, hubo otros hombres que no habí­an recibido revelación de Dios. Jeremí­as se negó a tener cualquier tipo de relación con estos hombres. No eran verdaderos profetas, sino engañadores.

En el AT habí­a tres métodos de comprobación que el pueblo podí­a aplicar para discernir si el profeta era falso o verdadero. Primero, la comprobación teológica (Deuteronomio 13). Aunque el profeta realizara alguna señal para convalidar sus palabras, si el mensaje contradecí­a la teologí­a mosaica (la verdad conocida sobre el Dios que habí­a liberado al pueblo) el profeta era falso. Segundo, la comprobación práctica (Deu 18:20 ss.). La predicción que no se cumplí­a no era del Señor. Debemos observar que esta es una comprobación negativa. No dice que el cumplimiento es comprobación de que el Señor ha hablado, porque esta podrí­a ser una prueba ofrecida por un falso profeta para dar validez a su palabra. Lo que no se cumple no es del Señor. Tercero, la comprobación moral (Jer 23:9 ss.). Esta es una comprobación que debe aplicarse primero a la vida de los mismos profetas (Jer 23:13-14) y luego a la tendencia del mensaje que ellos predican.

¿Es que en realidad están fortaleciendo las manos de los inicuos, asegurándoles que no deben temer el juicio que vendrá (Jer 23:17)? Esta es una señal segura de que no han estado ante el Señor para escuchar su palabra (Jer 23:18-19). El profeta que acaba de salir de la presencia del Señor tiene un mensaje que hace volver al pueblo del mal (Jer 23:22).

Los profetas hablaron de la liberación futura que traerí­a el Mesí­as. Es a este elemento de la profecí­a, al que se denomina profecí­a mesiánica. La palabra Mesí­as en sí­ misma no es utilizada con frecuencia en el AT. Significa †œel ungido†, y esta unción posee un carácter permanente. El Mesí­as es un ser humano que viene a la tierra a llevar a cabo una obra de liberación de parte de Dios. También es un ser divino, según se deduce de pasajes como Isa 9:5-6. El reinará en el trono de David.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

tip, PROF

ver, PROFETAS, CANON

vet, Aquel a quien Dios reviste de Su autoridad para que comunique Su voluntad a los hombres y los instruya. (a) Institución del profetismo: Dios prometió que El suscitarí­a de entre el pueblo elegido a hombres inspirados, capaces de decir con autoridad la totalidad de lo que El les ordenarí­a exponer (Dt. 18:18, 19). Moisés es el modelo de todos los profetas que lo siguieron, en cuanto a la unción, doctrina, actitud en cuanto a la Ley y la enseñanza. Sobre varios puntos hay unas analogí­as notables entre Moisés y Cristo (v. 18; Hch. 3:22, 23). Zacarí­as habla asimismo de esta autoridad caracterí­stica: el Espí­ritu de Dios ha inspirado a los profetas aquello que debí­an decir al pueblo; los acontecimientos preanunciados han sido cumplidos (Zac. 1:6; 7:12; Neh. 9:30). Es Dios sólo quien ha elegido, preparado y llamado a los profetas; la vocación de ellos no es hereditaria, sino que con frecuencia encuentra al principio una resistencia interna (Ex. 3:1-4:17; 1 S. 3:1-20; Jer. 1:4-10; Ez. 1:1-3:15). La Palabra del Señor, transmitida a los profetas de diversas maneras, queda confirmada mediante señales, por el cumplimiento de las predicciones, y por la conformidad con las enseñanzas de la Ley. Dios pedirá cuentas al hombre por su obediencia o desobediencia con respecto a la Palabra transmitida por Sus siervos (Dt. 18:18-19, cfr. v. 20 y Dt. 13:1-5). (b) Falsos profetas. Además de los que hablan en nombre de un dios falso (Dt. 18:20; 1 R. 18:19; Jer. 2:8; 23:13), hay los que mienten invocando el nombre de Jehová (Jer. 23:16-32). Estos últimos son de dos clases: (A) Impostores, conscientes de su engaño; seducidos por su deseo de ser objeto de la consideración dada a los verdaderos profetas, son populares a causa de sus palabras suaves (1 R. 22:5-28; Ez. 13:17, 19; Mi. 3:11; Zac. 13:4). (B) Personas sinceras e incluso piadosas, fundándose en ocasiones incluso sobre la Ley, pero persuadiéndose a sí­ mismas de haber sido llamadas por Dios al ministerio profético, cuando no es así­. A pesar de su sinceridad, éstos son falsos guí­as. (c) Caracterí­sticas del profeta auténtico. (A) Las señales (Ex. 4:8; Is. 7:11, 14); pero las señales no son por sí­ mismas suficientes; algunas de ellas podrí­an ser de origen fortuito, e incluso engañosas (Dt. 13:1, 2; cfr. Ex. 7:11, 22; 2 Ts. 2:9). (B) El cumplimiento de las predicciones (Dt. 18:21, 22). El valor de este medio de comprobación aumenta cuando los acontecimientos vienen a demostrar, sobre un plano histórico, las profecí­as proclamadas mucho tiempo antes. (C) El mensaje espiritual (Dt. 13:1-5; Is. 8:20). Si la doctrina del pretendido profeta se desví­a del Decálogo, el que la profesa no es, evidentemente, un hombre de Dios. La enseñanza del verdadero profeta tiene que ser acorde con la de la Ley, tanto en lo que respecta a Dios como al culto y a las demandas de la moral. No se trata de que deba dar meras imitaciones del texto sagrado. Basados en los mandamientos divinos, los profetas enseñan cómo se exponen en la vida cotidiana y revelan la voluntad y la mente de Dios. Por su integridad, valor moral y calidad de sus enseñanzas, los profetas israelitas auténticos sobrepasan con creces a los sabios de las otras naciones. La profecí­a incluye la predicción de acontecimientos (Is. 5:11-13; 38:5, 6; 39:6, 7; Jer. 20:5, 6; 25:11; 28:16; Am. .1:5; 7:9, 17; Mi. 4:10). La predicción constituye un aspecto importante del ministerio del profeta, y contribuye a acreditarlo, pero el hombre de Dios se ocupa aún más intensamente del presente y del pasado, para procurar convertir al pueblo a Dios (Is. 41:26; 42:9; 46:9). (d) Etimologí­a del término “profeta”. En gr. el profeta es: (A) El que habla en lugar de otro: intérprete, heraldo. (B) Aquel que declara los acontecimientos futuros. Esta doble acepción deriva del hecho de que la preposición “pro” significa “en lugar de” y “antes”. El término heb. “nabi'”, traducido “profeta”, significa “aquel que anuncia”. Esta expresión parece haber tenido al principio un sentido muy amplio. El participio activo se emplea en otra lengua semí­tica, el asirio, para designar a un heraldo. Los textos hebreos dan a Abraham el tí­tulo de profeta (Gn. 20:7). Dios se comunica directamente con él, se revela a él (Gn. 15:1-18; 18:17). Abraham transmite a sus descendientes el conocimiento del verdadero Dios (Gn. 18:19), y su intercesión es eficaz (vv. 22-32). Miriam es llamada profetisa (Ex. 15:20; Nm. 12:2, 6); Aarón, el portavoz de Moisés, recibe el nombre de su “profeta” (Ex. 7:1; cfr. 4:16). La idea fundamental del término “nabi'”, “profeta” (que, p. ej., figura en Dt. 18:18) es que Dios reviste a este heraldo de unos dones particulares, entre otros el de ser vidente (1 S. 3:1). Esta es la razón de que el profeta reciba en ocasiones este nombre de vidente (1 S. 9:9, heb. “ro’eh”; Is. 3:10, heb. “hõzeh”). Como el pueblo consideraba que esta cualidad era la más importante, el término “vidente” fue el usado corrientemente para designar al profeta durante largos perí­odos de la historia antigua de Israel. Samuel, Gad e Iddo recibí­an este tí­tulo. Pero Samuel es más que el vidente al que uno se dirige para conocer la voluntad de Dios, o para recibir instrucciones acerca de los temas públicos o privados. Es el maestro enviado por Dios para instruir al pueblo, que reconoce en este ministerio público la caracterí­stica esencial del profetismo (1 S. 10:10-13; 19:20). La enseñanza viene a ser la función primaria del profeta, como en los tiempos de Moisés. A partir de Samuel y de sus sucesores inmediatos (y algunos siglos más tarde con una presencia con renovado vigor) el profeta estará siempre presente en el seno de la nación. Embajador de Dios ante el reino de Israel, no deja de ordenar que se practique la justicia. Interpretando la historia a la luz de la moral, el profeta advierte de los juicios de Dios sobre el pecado, y alienta al pueblo a la fidelidad hacia el Señor. El profeta está encargado de revelar los designios divinos (como Natán, que impide a David edificar el Templo, pero que profetiza la perennidad de su dinastí­a); ello no obstante, este anuncio de lo por venir dista de ocupar el lugar central dentro de su ministerio. Los grandes sucesores de Samuel ya no son llamados “videntes”, sino “profetas”. Sin eliminar del vocabulario el tí­tulo de vidente, se emplea de nuevo el de profeta, que no habí­a desaparecido nunca del todo (Jue. 4:4; 1 S. 3:20; 9:9; 10:10-13; 19:20). Amós, que tuvo visiones, es llamado “vidente” por el sacerdote de Bet-el (1 S. 7:12); pero Dios lo llama a un ministerio profético completo (1 S. 7:15). Del profeta revestido del poder del Altí­simo se dice que es “el varón de espí­ritu” (Os. 9:7), el inspirado. Como sucede con otros hombres que cumplen un ministerio público o privado, es el hombre de Dios, su instrumento, su mensajero; es un pastor del rebaño, un centinela, un intérprete de los pensamientos divinos. Aunque todos los profetas hayan surgido de Israel, Dios, para el cumplimiento de Sus propósitos soberanos, ha concedido en ocasiones un sueño o una visión a un filisteo, a un egipcio, a un madianita, a un babilonio o a un romano (Gn. 20:6; 41:4; Jue. 7:13; Dn. 2:1; Mt. 27:19). El Señor se sirvió incluso de Balaam, el adivino, a quien el rey de Moab le habí­a pedido que maldijera a Israel (Nm. 22-24). Estos paganos entraron momentáneamente en contacto con el plan de Dios. Para asegurar su realización, el Señor les otorgó un atisbo de revelación, pero nunca los incluyó entre Sus profetas. La aparición del ángel a Agar, a Manoa y a su esposa, y a otros, no les confirió este ministerio, reservado a hombres sometidos a la disciplina del Espí­ritu, y en comunión con Dios. El Espí­ritu del Señor enseñaba a los profetas (1 R. 22:24; 2 Cr. 15:1; 24:20; Neh. 9:30; Ez. 11:5; Jl. 2:28; Mi. 3:8; Zac. 7:12; Mt. 22:43; 1 P. 1:10-11). La acción divina no está en conflicto con la psicologí­a humana. En ocasiones Dios se serví­a de una voz audible o de un ángel (Nm. 7:89; 1 S. 3:4; Dn. 9:21); pero por lo general daba Sus instrucciones mediante sueños, visiones y sugestiones que los profetas reconocí­an como de origen divino, externo a ellos mismos. Estos hombres no estaban continuamente bajo la inspiración del Espí­ritu, sino que esperaban la revelación del Señor (Lv. 24:12). Su mente no puede identificarse con la de Dios (1 S. 16:6, 7). Natán mismo estuvo de acuerdo con David en sus deseos de construir el Templo; pero tuvo que decirle después que Dios se oponí­a a este proyecto (2 S. 7:3). Los profetas sólo reciben las revelaciones en el momento elegido por el Señor. Desde la época de Samuel, Dios fue dando profetas a Israel de una manera regular: varios de ellos son anónimos (1 R. 18:4; 2 R. 2:7-16). Este ministerio parece que no cesó hasta la época de Malaquí­as. Al acercarse el tiempo de la primera venida de Cristo, se dejó oí­r de nuevo la Palabra profética (Lc. 1:67; 2:26-38). Habí­a profetas en la Iglesia en la época de Pablo (1 Co. 12:28). En contraste con los apóstoles y ancianos, no constituyen un grupo definido. Hombres y mujeres (Hch. 21:9) comunicaban lo que Dios les habí­a revelado por el Espí­ritu, anunciando ocasionalmente lo que habí­a de suceder (Hch. 11:27-28; 21:10-11); especialmente, exhortaban y edificaban a la Iglesia (1 Co. 14:3, 4, 24). Pablo aplica irónicamente el calificativo de profeta a un autor pagano que describió de manera magistral y verí­dica el inmoral carácter de los cretenses (Tit. 1:12). (e) Llamamiento. Es el mismo Dios el que llama al profeta (Am. 7:15), el cual conoce el momento preciso de esta revelación. Moisés estaba ante una zarza ardiendo cuando le vino el llamamiento (Ex. 3:1-4:17). El niño Samuel recibió revelaciones particulares (1 S. 3:1-15) que lo prepararon para la carrera profética (1 S. 3:19-4:1). Eliseo sabí­a de cuándo databa su llamamiento, y no ignoraba que habí­a recibido una doble porción del Espí­ritu (1 R. 19:19, 20; 2 R. 2:13, 14). Por lo general se cree que la vocación de Isaí­as coincide con su visión, en el año de la muerte del rey Uzí­as (Is. 6); pero es posible que recibiera su comisión mucho tiempo antes. Esta visión marcaba el inicio de una etapa nueva y más importante de su ministerio; cfr. la visión del apóstol Juan mucho tiempo después de su primer llamamiento (Ap. 1:10); la de Pedro en Jope (Hch. 1:10); la de Pablo en Jerusalén(Hch. 22:17). Igualmente, Ezequiel recibió mensajes (Ez. 33:1-22) años después de haber sido investido con el ministerio profético (Ez. 1:1, 4). No sabemos nada del primer llamamiento recibido por Elí­as, pero lo vemos un tiempo más tarde (1 R. 19) recibiendo en Horeb un mandato particular. Jeremí­as, consciente de su llamamiento, se resiste desde su mismo inicio (Jer. 1:4-10). Oseas hace alusión a la Palabra que el Señor le dirigió por primera vez (Os. 1:1). Por lo que se refiere al llamamiento, sólo se registra un caso de instrumentalidad humana, en el de Eliseo (1 R. 19:19). En base al Sal. 105:15 se ha lanzado la sugerencia de que los profetas eran ungidos con aceite al comenzar su ministerio. Pero el salmista se refiere, en este texto, a los patriarcas, a los que él denomina “profetas” según el uso entonces corriente (cfr. Gn. 20:7; 23:6). En Is. 61:1, que también se cita a propósito de la unción del aceite, la referencia es a la unción del Espí­ritu. En 1 R. 19:16 se habla de la unción de Eliseo como profeta y de Jehú como rey. Este último fue, efectivamente, ungido con aceite (2 R. 9:1-6). Por lo que respecta a Eliseo, su unción no es descrita; lo que Eliseo sí­ hace es tirar sobre él su manto como señal de su llamamiento al ministerio profético (2 R. 1:8; 2:9, 13-15). (f) Forma de vida. La Biblia se refiere sólo de manera incidental a la forma de vida de los profetas, que no diferí­a demasiado de la de los demás israelitas. El vestirse con pelo no era como asceta, sino de penitente, llorando por los pecados del pueblo (2 R. 1:8; Zac. 13:4; cfr. Mt. 3:4). En ocasiones, los hombres de Dios llevaban un cilicio sobre los riñones, con el mismo propósito simbólico (Is. 20:2). La vestimenta de pelo no se poní­a directamente sobre la piel, sino como manto sin mangas, sobre el cuerpo. Los profetas se alimentaban de frutos y de legumbres silvestres (2 R. 4:39; cfr. Mt. 3:4). Recibí­an presentes en especie (1 S. 9:8; 1 R. 14:2, 3; 2 R. 4:42), o se les ofrecí­a hospitalidad (1 R. 17:9; 18:4; 2 R. 4:8, 10). Ciertos profetas, los que eran de la tribu de Leví­, tení­an derecho al diezmo. Algunos de ellos, como Eliseo y Jeremí­as, eran de familias acomodadas (1 R. 19:21; Jer. 32:8-10). Gad, el vidente, así­ como otros hombres de Dios que también llevaban este tí­tulo, fueron, posiblemente, receptores del apoyo real (2 S. 24:11; 1 Cr. 25:5; 2 Cr. 35:15). Los profetas tení­an por lo general una casa, al igual que sus contemporáneos (1 S. 7:17; 2 S. 12:15; 1 R. 14:4; 2 R. 4:1, 2; 5:9; 22:14; Ez. 8:1). (Véase PROFETAS [COMPAí‘íA DE LOS]) (g) Escritos. A los profetas les tocó, asimismo, una tarea literaria: debí­an consignar por escrito la historia en que se habí­an movido, y sus mensajes proféticos. Samuel, el vidente, Natán el profeta, y Gad el vidente, fueron los historiadores de los reinos de David y de Salomón. Ahí­as, de Silo, escribió una profecí­a (1 Cr. 29:29; 2 Cr. 9:29). El profeta Semaí­as y el vidente Iddo (2 Cr. 12:15) referí­an los acontecimientos del reinado de Roboam. Iddo, el vidente, consignó los referentes al reinado de Jeroboam (1 Cr. 9:29). Las memorias del profeta Iddo relataban el reinado de Abí­as (1 Cr. 13:22). Jehú, el hijo de Hanani refirió la historia de Josafat (1 Cr. 20:34; 19:2). Isaí­as describió el comienzo y fin de Uzí­as y registró la historia de Ezequí­as (1 Cr. 26:22; 32:32). El canon hebreo clasifica entre los profetas anteriores a cuatro libros históricos: Josué, Jueces, los libros de Samuel, y Reyes. Es evidente que sus autores fueron “los videntes”. En la época de Isaí­as y de Oseas, ciertos profetas vinieron a ser grandes escritores, redactaron sus mensajes bien de una manera condensada, o bien de una manera muy detallada; en otras ocasiones nos han dado selecciones de sus discursos. Estos hombres rendidos a Dios en comunión con El mediante la constante oración eran aptos para recibir las revelaciones divinas (1 S. 7:5; 8:6; 12:23; 15:11). Se aislaban periódicamente para poder percibir mejor las instrucciones de lo Alto (Is. 21:8; Hab. 2:1). Ezequiel y Daniel recibieron revelaciones a la orilla de un rí­o, donde posiblemente la apacibilidad favorecerí­a la meditación espiritual (Ez. 1:3; Dn. 10:4). asimismo, fue durante la noche que Samuel oyó la palabra del Señor (1 S. 3:2-10). El alma del profeta quedaba incesantemente abierta a la acción del Espí­ritu, que, sin embargo, no violentaba la personalidad del espí­ritu humano. Ciertos hombres que poseyeron el espí­ritu de profecí­a no fueron oficialmente clasificados entre los profetas. Los Salmos de David no fueron puestos entre los escritos proféticos, aun cuando habí­a anunciado a Cristo. Daniel, designado por el mismo Cristo como profeta (Mt. 24:15) era oficialmente un alto funcionario de los reyes de Caldea y de Persia, y no tuvo una función profética en el seno de la nación de Israel; es por esto que el canon heb. situó su libro entre los Hagiógrafos (escritos sagrados). (Véase CANON.) El canon hebreo da el nombre de “profetas anteriores” a los libros históricos: Josué, Jueces, 1 y 2 Samuel, 1 y 2 Reyes. Los escritos estrictamente proféticos a partir de Isaí­as reciben el nombre de “profetas posteriores”. Esta designación no se relaciona con la época de redacción, sino con el puesto que ocupan estos dos grupos de libros dentro del canon hebreo. Los libros de los Reyes, por ejemplo, escritos después de Isaí­as, pertenecen al grupo de los “profetas anteriores”. Hubo grandes profetas, como Elí­as y Eliseo, que no escribieron sus discursos. En los comentarios modernos reciben el nombre de profetas oradores. Aquí­ y allá en la Biblia se hace alusión a las obras literarias de otros profetas que registraron sus predicaciones por escrito. Se dan citas en los “profetas anteriores” u otros libros del AT. Entre los “profetas posteriores”, Oseas, Amós y Jonás predicaron en el reino del norte e incluso en Ní­nive (cfr. 2 R. 14:25). Los otros ejercieron su ministerio en el seno de las tribus de Judá y de Benjamí­n, en tierra de Canaán, o en la tierra de su exilio. Incluyendo a Daniel, la clasificación cronológica es como sigue: (A) Durante el perí­odo asirio, precediendo en poco la accesión de Tiglat-pileser (745 a.C.), y extendiéndose hasta la decadencia del poder de Ní­nive (hacia el año 625 a.C.): Oseas, Amós, Jonás, en el reino del norte; Joel, Abdí­as e Isaí­as, Miqueas, Nahum, en Judá. (B) Durante el perí­odo babilónico, en Judá, del año 625 a.C., y hasta la caí­da de Jerusalén, el año 586 a.C.: Jeremí­as, Habacuc, Sofoní­as. (C) Durante el exilio en Babilonia: Ezequiel, Daniel. (D) Después del retorno del exilio: Hageo, Zacarí­as, Malaquí­as. Bibliografí­a: Además de la bibliografí­a citada bajo los artí­culos correspondientes a cada libro y profeta, se puede citar la siguiente literatura: Kelly, W.: “Nature of Prophecy”, Bible Treasury (H. L. Heijkoop, 58, Blijhamsterstraat, Winschoten, Holanda, reimpr., 1969); Kelly, W.: “Object of Prophecy”, Bible Treasury, enero 1920; Kelly, W.: “Occasion of Prophecy”, Bible Treasury; “Sphere of Prophecy”, Bible Treasury, marzo 1920; Kelly, W.: “Language of Prophecy”, Bible Treasury, abril 1920; Payne, J. B.: “Encyclopaedia of Biblical Prophecy” (Harper and Row, New York, 1973); Schultz, S. J.: “Habla el Antiguo Testamento” (Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1976); Tan, P. L.: “The Interpretation of Prophecy” (BMH Books, Winona Lake, Indiana, 1974); Unger, M. F.: “El mensaje de la Biblia” (Ed. Moody, Chicago, 1976); Wood, L. J.: “Los profetas de Israel” (Outreach, Grand Rapids, 1983); Young, E. J.: “Una introducción al Antiguo Testamento” (T.E.L.L., Grand Rapids, 1977).

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico Ilustrado

DJN
 
SUMARIO: 1. Jesús, el profeta que tení­a que venir.-2. Jesús “profeta” en los cuatro Evangelios. 2.1. Marcos y Mateo. 2.2. Lucas y Juan.

El uso que hacen los Evangelios del término profeta”, no es escaso pero tampoco muy abundante: lo encontramos exactamente 37 veces en Mt, 29 en Lc (+30 en Hch), 14 en Jn y 6 en Mc; es decir, un total de 86 usos de los 144 en el conjunto del NT. La mayorí­a de las veces se utiliza para hablar de los profetas del AT, considerados en general o en particular; a veces se especifica la referencia concreta añadiendo el nombre de este o de aquel profeta o incluso a sus escritos. En una ocasión se utiliza el femenino “profetisa”, tí­tulo que aplica Lucas a Ana; según este último uso, al menos para el tercer evangelista, profetas no son sólo los que Israel consideraba como tales, sino también algunas figuras más recientes.

Entre los profetas más recientes se cuenta sobre todo a Juan Bautista, a quien su propio padre presenta como “profeta del Altí­simo” (cf. Lc 1, 76) y de quien dirá el mismo Jesús que es “más que un profeta” (Lc 7, 26 = Mt 11, 9). También Jesús es presentado de un modo u otro como profeta en los Evangelios: profeta lo consideró la samaritana (Jn 4, 19), el ciego de nacimiento (Jn 9, 17) o, según recuerdan los jefes de los sacerdotes y los fariseos (cf. Mt 21, 46), el pueblo en general (cf. Mc 6, 14-16 =; 8, 27-30; Lc 7, 19; Jn 6, 14; 7, 40, 51s). Profeta es Jesús incluso para sus discí­pulos, que unen ese término al resumen de su vida que hacen para el caminante los dos de Emaús tras la decepción del viernes santo (Lc 24, 19); la luz de la Pascua les ayudará a integrar tal decepción en el plan de Dios y a presentar a su Maestro como el profeta semejante a Moisés de Dt 18, 15. 18 (cf. Hech 3, 22; 7, 37 y además Mc 9, 7).

1. Jesús, el profeta que tení­a que venir
La identificación de Jesús como profeta y el mismo hecho de que otros rechazaran que lo fuera (cf. Jn 7, 52; 8, 48; 9, 16. 24) nos lleva a preguntarnos por el punto de partida, el fundamento de semejante consideración del Maestro de Nazaret por parte de la gente. En este sentido se puede afirmar que las afirmaciones del pueblo sobre la condición profética de Jesús tienen que ver con la expectación relativamente extendida en Israel de la llegada de un profeta que, por su relación con los tiempos finales descritos por los antiguos profetas, justifica el nombre de “profeta escatológico” que suelen dar a esta figura los estudiosos de la cristologí­a del NT.

Dicha expectativa tení­a como fundamento próximo un texto de Malaquí­as, a quien los escribas atribuí­an el haber sido el último de los profetas. “Mirad, yo os enviaré al profeta Elí­as antes de que llegue el dí­a del Señor” (Mal 3, 1. 23). En este marco debe situarse sin duda la identificación de Jesús con Elí­as que, según el testimonio de los discí­pulos, hací­an algunos de entre el pueblo (cf. Mc 8, 28 y =). Sin mencionar la figura de Elí­as, el primer libro de los Macabeos hablaba del dí­a en que “surja un profeta fiel”; por su parte, el grupo de judí­os que hicieron de Qumrán su lugar de retiro preferido hablarán en la Regla de la Comunidad de su esperanza en “la venida del profeta” (1 QS 9, 11; cf. 1QMelch). La expectativa de dicha figura se relaciona de un modo u otro con el citado texto de Dt 18, 15. 18 sobre el profeta posterior a Moisés y mayor que él. Animados por esta esperanza, en tiempos más o menos contemporáneos de Jesús surgieron algunos personajes que se autoproclamaban o eran tenidos por profetas. El historiador judí­o Flavio Josefo se refiere a algunos de ellos e incluso nos transmite un par de nombres: Atrongas y Teudas; un personaje del mismo nombre aparece también en Hech 5, 36. Según todo esto, no resulta nada extraño que la gente tuviera a Jesús por profeta.

Por otra parte, algunas de las actuaciones y de las palabras del Nazareno justificaban suficientemente tal consideración. Entre ellas cabe notar, ante todo, su bautismo: que este rito tení­a que ver con la profecí­a queda demostrado con la figura del Bautista: según cuenta el Evangelista S. Marcos, la gente creí­a que Juan era “realmente un profeta” (Mc 11, 32), consideración que tení­a que ver sin duda con el rito del bautismo administrado por el Precursor (cf. 11, 30). Por ello, no es extraño que el profeta Jesús se presente al pueblo precisamente en el momento de recibir el bautismo de Juan; la comunidad cristiana nacida del judaí­smo captó el hondo significado de esta circunstancia y, al relatar el hecho, explicitó su sentido; para ello recurrió al texto de Is 63, que interpretó midrásicamente en relación con el profeta Jesús, que recibe el Espí­ritu (63, 17) tras salir del agua (cf. 63, 11), mientras se abren los cielos (63, 19).

Sabor profético tuvo también la entrada triunfal de Jesús en la ciudad Santa montado en un borrico: anunciada en estos términos por el profeta Zacarí­as (cf. 9, 9), según S. Mateo, fue entendida proféticamente por la gente (cf. Mt 21, 11). El gesto realizado inmediatamente después por Jesús en relación con el templo recuerda fácilmente los gestos simbólicos de los profetas (cf. Mc 11, 15-18 y =). En este capí­tulo hay que situar además la actitud frente a la ley, expresada en multitud de pasajes, en los que Jesús se muestra como revestido de una autoridad especial.

La realización de todos estos gestos y el conjunto de su predicación sobre la irrupción inmediata y definitiva del Reino de Dios permiten suponer en Jesús una conciencia sobre su propia misión que, por el horizonte bí­blico en que se sitúan aquéllos, podemos calificar de “profética”. Es más, dos dichos de Jesús recogidos en nuestros Evangelios parecen confirmar tal conciencia profética. El primero lo sitúan los evangelistas en Nazaret y en una época más (Lc 4, 1 ss) o menos (cf. Mc 6, lss; Mt 13, 57) cercana al comienzo de la actividad pública: “A un profeta lo desprecian sólo en su patria, entre sus parientes y en su casa” (Mc 4, 4; cf. Jn 4, 4). El carácter general y axiomático de la frase contribuye a darle veracidad histórica, tanto más cuanto que se trata de un dicho corriente incluso entre filósofos helenistas; pero, junto a la posibilidad real de que Jesús pronunciara esta frase en estos términos o en otros parecidos, se puede admitir además que aquel vecino de Nazaret expresó con ella su convicción más profunda sobre su propia misión. La referencia del dicho al tema del rechazo, que Lucas radicaliza y dramatiza hasta el punto de convertirlo en un intento de homicidio (cf. Lc 4, 28ss), tiene que ver con la tradición judí­a acerca de la muerte trágica de los profetas (cf. Mt 23, 29-36=Lc 11, 47-51).

En este sentido avanza el segundo de los dichos a que nos hemos referido más arriba y que nos transmite únicamente S. Lucas: Jerusalén, la meta del camino de Jesús (cf. 11, 5lss), es la ciudad “que mata a los profetas” (Lc 15, 34; cf. Mt 23, 37). Aunque Jesús no aparece aquí­ abiertamente como profeta, se puede suponer que esta invectiva sobre Jerusalén sólo se explica desde la propia conciencia de su condición de tal y, en consecuencia, de su propio destino. Fundada en el convencimiento sobre la existencia de esta conciencia, expresada de forma directa e indirecta por Jesús, la comunidad cristiana respondió en términos decididamente positivos a la pregunta que se habí­an hecho algunos cuando la entrada en Jerusalén: Jesús era realmente “el profeta que tení­a que venir al mundo” (Jn 6, 14). Tal respuesta exigió un esfuerzo ulterior por distinguir entre el profeta Jesús y otras figuras proféticas cuya reaparición se esperaba de algún modo; entre estas figuras cabe contar sobre todo a Elí­as, el tí­pico profeta de los últimos tiempos, cuya vuelta marcarí­a el comienzo del fin de los tiempos; ya hemos señalado que algunos contemporáneos de Jesús, que se moví­an probablemente en la corriente apocalí­ptica, vieron en él a Elí­as. Frente a esta identificación, el cristianismo naciente reinterpretó las expectativas judí­as sobre Elí­as y lo convirtió en una especie de sí­mbolo del final en cuanto tal, que vio anunciado por el Bautista: “Elí­as ya ha venido”, les dice Jesús; pero el destino de este nuevo Elí­as, a quienes los hombres han maltratado como han querido, se convierte en preludio del destino del propio Jesús (cf. Mc 9, 11-13). Es fácil descubrir en estas palabras de Jesús una fusión de planos y de concepciones, que van desde la expectativa judí­a en la llegada de Elí­as hasta el convencimiento cristiano de que Jesús es el verdadero profeta de los últimos tiempos, pasando por la interpretación, también cristiana, de Juan como precursor de Jesús y, en cuanto tal, realizador de la misión que, según el judaí­smo contemporáneo, tendrí­a que llevar a cabo Elí­as al final de los tiempos. Sobre esta base, distinguidas las figuras de Jesús y de Elí­as, se adelanta en la reflexión sobre Jesús, en quien se descubre al profeta como Moisés de Dt 18, 15. 18 (cf. Jn 6, 14; Hech 7, 13 y, además, Mt 11, 2 = Lc 7, 19).

2. Jesús “profeta” en los cuatro Evangelios
Apoyados en este dato firme de la tradición preevangélica, los autores de nuestros Evangelios, que recogieron también la incertidumbre de las gentes sobre la identidad de Jesús, afirman claramente su condición de profeta, integrando sin más o elaborando y adaptando a la teologí­a de sus respectivas obras los dichos correspondientes.

2.1. Marcos y Mateo
Aunque el Evangelio que se supone más antiguo no concede mayor espacio a la condición profética de Jesús, la elaboración de los datos sobre este punto Ilegan en él a su máxima expresión: S. Marcos recoge pocos datos al respecto: la opinión de algunos de los contemporáneos del Nazareno sobre este punto (cf. Mc 6, 15; 8, 28) e incluso el dicho del propio Jesús sobre el profeta despreciado en su tierra (cf. 6, 4); sin embargo, desconoce las palabras de la gente en el momento de la entrada en Jerusalén sobre “el profeta Jesús de Nazaret en Galilea” (Mt 21, 11) y, sobre todo, reinterpreta completamente la aplicación del tí­tulo a Jesús en la escena que sigue al juicio de Jesús por parte de los judí­os: los soldados le invitan a mostrar su condición profética en medio de burlas y de golpes (14, 65); sin embargo, lo mismo que poco antes la pregunta del Sumo Sacerdote en relación con su condición mesiánica y poco después la del centurión en relación con su condición divina, el gesto burlón de los soldados es, de hecho aunque de forma paradójica, auténtica proclamación de la condición profética de Jesús.

De este modo, tal condición queda insertada perfectamente en la catequesis de S. Marcos sobre el Mesí­as-Hijo de Dios sufriente. Que sea ésta la intención del evangelista se descubre cuando se compara su versión sobre el referido pasaje de la burla de los soldados y la que se ofrece en el Evangelio de S. Mateo: el primer evangelista mantiene el uso del verbo “profetizar” en las palabras de los soldados, pero reduce el contenido “profético” de la escena introduciendo el tí­tulo “Cristo” (= Mesí­as) como forma de dirigirse al reo y precisando el contenido de la “profecí­a” que querí­an escuchar los soldados: se trataba de adivinar quién le habí­a pegado; la escena deja de ser así­ lo que era en Marcos, es decir, proclamación paradójica de la condición profética de Jesús y se convierte en simple burla del pretendido mesí­as. Pese a todo, Mateo acentúa algo más que su fuente aquella condición; para ello a los datos que Marcos le ofrece sobre este particular añade otros dos que amplí­an la opinión de la gente: al narrar la entrada en Jerusalén, identifica a Jesús como “el profeta de Nazaret de Galilea” (Mt 21, 11), una opinión recogida por los principales sacerdotes y fariseos, que tras escuchar de labios de Jesús la parábola de los viñadores homicidas no se atrevieron a arrestarlo por miedo a la gente, “que lo tení­an por profeta” (Mt 21, 46). Pese a todo, no parece que ninguna de estas afirmaciones constituya una confesión de fe propiamente dicha en Jesús-profeta y que no reflejen tan siquiera la identificación de Jesús con el profeta esperado de Dt 18, 18.

2.2. Lucas y Juan
A los puntos de relación que se descubren entre la obra lucana y el Cuarto Evangelio se cuenta precisamente la mayor elaboración que hacen ambos evangelistas sobre la tradición de Jesús-profeta. Por lo que respecta a S. Lucas, el sello del evangelista en dicha tradición se descubre ante todo en la interpretación del profetismo de Jesús según el modelo de los grandes profetas de la historia de la salvación: Jesús es el profeta como Moisés prometido en Dt 18, 15: de hecho, en la escena de la transfiguración aparece en diálogo con el gran profeta del Antiguo Testamento; por otra parte, en esta misma escena, la voz del Padre, además de identificar a Jesús como Hijo suyo, invita a los discí­pulos presentes a escuchar la voz de dicho Hijo (9, 35), lo mismo que el pueblo de Israel habí­a escuchado la voz de Moisés (cf. Dt 18, 15). Con este convencimiento podrí­an relacionarse los textos lucanos que vinculan la actividad taumatúrgica de Jesús con su condición de profeta: los discí­pulos de Emaús, por ejemplo, dan cuenta al caminante que se les une por el camino y que resulta ser el propio Jesús, de su actuación como “profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante el pueblo” (24, 19; cf. además 3, 22-23; 7, 37). Sin embargo, más que con Moisés, parece más adecuado relacionar este aspecto de la actividad de Jesús con la figura de Elí­as, otro de los grandes profetas de Israel; aunque en relación con esta figura profética se descubre en Lucas un doble movimiento: por una parte, Jesús se resiste claramente a que le identifiquen con aquel famoso del Norte (cf. 3, 16; 7, 19), cuya actividad de mensajero ve cumplida, sin embargo, en Juan Bautista (7, 27); pero, por otro lado, en la visita de Jesús a la sinagoga de su pueblo de Nazaret, que Lucas elabora como escena de presentación de la persona y de la actividad de aquel ilustre paisano, Jesús evoca expresamente la actividad de Elí­as y de Eliseo al hablar de la no aceptación del profeta en su patria (4, 24-26); en esta misma lí­nea habrí­a que interpretar la aclamación de la gente tras la resurrección del hijo de la viuda de Naí­n (7, 16; cf. además 7, 19; 9, 8. 19). El recurso a las grandes figuras proféticas de la historia de Israel sirve también a Lucas para presentar otra dimensión muy importante del profeta Jesús: como el de aquéllas, su destino está marcado por la persecución y la muerte; esta dimensión la atribuye Lucas al propio Jesús, quien interpreta su camino hacia Jerusalén como un progresivo acercamiento al destino de los profetas: “Hoy y mañana y pasado tengo que seguir caminando, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén” (13, 33 y además 13, 34 y 11, 49). De este modo, con la muerte de Jesús, alcanzará su punto culminante el destino de los profetas; de hecho, cuando se cumpla en su caso el destino que él mismo habí­a predicho, la condición profética de Jesús se proclamará de forma paradójica: “Los que le tení­an preso se burlaban de él y lo golpeaban; y cubriéndolo con un velo le preguntaban: `Haz de profeta: ¿quién es el que te ha pegado- (22, 64). Sólo que, como ocurriera en el caso de Elí­as y Eliseo, de este modo la salvación aportada por el profeta Jesús alcanzará la meta anunciada desde su presentación inicial (4, 25-26): el mundo de los paganos.

En la misma lí­nea que Lucas, aunque mucho más ampliamente que en él, la cristologí­a del Cuarto Evangelio otorga un espacio muy significativo a la dimensión profética de Jesús: él es “el profeta que tení­a que venir al mundo” (6, 14): éste es sin duda el convencimiento firme del evangelista, para el que habí­a preparado a sus lectores en la negación tajante del Bautista en el comienzo de su obra: Yo -dice el Precursor- no soy el profeta (1, 21); dicha fe se expresa en la confesión ambivalente de quienes habí­an contemplado la multiplicación de los panes (y los peces) (6, 1-13). Ahora bien, el contexto en el que Juan sitúa semejante declaración ayuda sobre todo a percibir los acentos propios de la elaboración del tema del profetismo de Jesús en el Cuarto Evangelio; y ello en dos sentidos: en primer lugar, porque el profeta Jesús es para Juan portador de la revelación de Dios y, como consecuencia, la fe en el profeta Jesús exige aceptar la revelación de que es portador; exige aceptarle a él como revelador. De hecho, el signo ya indicado de la multiplicación del pan se convertirá en el punto de partida para el discurso que seguirá tras la manifestación de Jesús a los discí­pulos en medio del lago (6, 16-21); en dicho discurso, Jesús se presenta como dador del pan de vida, es decir, como portador de la revelación de Dios; más todaví­a, se presenta como siendo él mismo el pan de vida, la revelación de Dios (cf. 6, 48. 51); esta consideración se concreta y amplí­a en el conjunto del Evangelio, donde Jesús aparece como el enviado del Padre, que ha recibido el encargo de decir sus palabras (12, 48-50) y cuya actividad se limita a hablar lo que el Padre le ha enseñado (8, 28-29). Dicha enseñanza no consiste únicamente en un conocimiento extraordinario de la realidad (4, 16-19. 29); el conocimiento que posee Jesús es más hondo, pues él es la misma revelación de Dios (cf. 4, 26); una revelación que no toca sólo a Dios, sino que alcanza a la propia condición del profeta-revelador: devolviendo la vista al ciego, el profeta Jesús se revela como luz del mundo (9, 5. 39; cf. 8, 12). Por ello mismo, de lo que se trata en definitiva es de tomar una opción ante él: éste es el segundo aspecto que une Juan a la elaboración que hace en su evangelio de la condición profética de Jesús: el pueblo y las autoridades se dividen ante él (7, 40-43. 50-52): para unos, Jesús es un embaucador y un endemoniado (7, 47; 9, 19. 24), en definitiva, un falso profeta (cf. 8, 48); por ello intentan frenar su actividad (7, 44); para otros, es realmente el profeta de Dios (4, 19; 7, 40; 9, 17). Un primer paso, insuficiente, sin duda, pero positivo, para la aceptación del misterio más profundo de su persona: Jesús es el Hijo del Hombre (9, 35. 36), el Santo de Dios (6, 68); en último término, el Hijo eterno del Padre, incomparablemente superior, por ello, a todos los profetas del pasado (8, 48-58). -> escrituras; mesí­as.

BIBL. — R. FABRIS, “Jesucristo”, en: P. ROSSANO, G. RAVASSI y A. GIRLANDA, Nuevo Diccionario de Teologí­a Bí­blica, Paulinas, Madrid 1990, 864-893; R. PENNA, “1 titoli cristologici”, en: 1 ritrati originali di Gesú il Cristo. Inizi e sviluppi della cristologia. I. Gli Inizi, S. Paolo, Torino 1996, 119-122; Ch. PERROT, “Jesús el profeta”, en: Jesús y la Historia, Cristiandad, Madrid 1982, 138-160; R. SCHNACKENBURG, La persona de Jesucristo reflejada en los cuatro Evangelios, Herder, Barcelona 1998; F. SCHNIDER, “profhth”, en: H. BALz y G. SCHNEIDER (edits.), Diccionario exegético del Nuevo Testamento II, Sí­gueme 1998, 1228-1236.

Juan Miguel Dí­az Rodelas

FERNANDEZ RAMOS, Felipe (Dir.), Diccionario de Jesús de Nazaret, Editorial Monte Carmelo, Burbos, 2001

Fuente: Diccionario de Jesús de Nazaret

Persona mediante la cual Dios da a conocer su voluntad y propósito. (Lu 1:70; Hch 3:18-21.) Si bien se desconoce la etimologí­a de la voz hebrea para profeta (na·ví­Â´), el uso bí­blico del término muestra que los verdaderos profetas no eran simples proclamadores, sino voceros de Dios, †˜hombres de Dios†™ con mensajes inspirados (1Re 12:22; 2Re 4:9; 23:17), que estaban de pie en el †œgrupo í­ntimo† de Dios y a quienes El revelaba su †œasunto confidencial†. (Jer 23:18; Am 3:7; 1Re 17:1; véase VIDENTE.)
El término griego pro·fe·tes, que significa literalmente †œproclamador [gr. pro, †œante† o †œdelante de†, y fe·mí­, †œdecir†]†, designa a la persona que declara o da a conocer mensajes atribuidos a una fuente divina. (Compárese con Tit 1:12.) Aunque en este concepto entra la predicción del futuro, este no es el significado fundamental de la palabra. (Compárese con Jue 6:7-10.) Ahora bien, para que una persona viva en armoní­a con la voluntad de Dios ha de conocer cuáles son los propósitos revelados de Jehová para el futuro, a fin de que pueda conformar sus caminos, deseos y metas a la voluntad divina. Por consiguiente, en la gran mayorí­a de los casos, los profetas bí­blicos transmitieron mensajes que tení­an una relación directa o indirecta con el futuro.

Las funciones del profeta en las Escrituras Hebreas. El primer vocero humano de Dios obviamente fue Adán, quien al principio transmitió las instrucciones divinas a su esposa Eva, y en ese sentido desempeñó el papel de profeta. Aquellas instrucciones no solo estaban relacionadas con su presente, sino también con el futuro, pues daban a conocer el propósito de Dios para la Tierra y la humanidad, así­ como el proceder que los humanos tení­an que seguir para disfrutar de un futuro bendito. (Gé 1:26-30; 2:15-17, 23, 24; 3:1-3.) El primer profeta humano fiel que se menciona fue Enoc, en cuyo mensaje habí­a una predicción especí­fica del futuro. (Jud 14, 15.) Tanto Lamec como su hijo Noé proclamaron revelaciones inspiradas del propósito y la voluntad de Dios. (Gé 5:28, 29; 9:24-27; 2Pe 2:5.)
La palabra na·ví­Â´ se aplica por primera vez a Abrahán. (Gé 20:7.) Este patriarca no se destacó por predecir el futuro, y menos de una manera pública. Sin embargo, Dios le habí­a dado un mensaje, una promesa profética. Abrahán tuvo que sentirse movido a hablar de ese mensaje, en especial a su familia, explicando por qué dejaba Ur y cuál era la promesa que Dios le habí­a hecho. (Gé 12:1-3; 13:14-17; 22:15-18.) De manera similar, Isaac y Jacob, los herederos de la promesa, fueron †œprofetas† que tuvieron una comunicación í­ntima con Dios. (Sl 105:9-15.) Además, pronunciaron bendiciones proféticas a favor de sus hijos. (Gé 27:27-29, 39, 40; 49:1-28.) Con la excepción de Job y Elihú, mediante quienes Dios reveló Sus verdades antes del éxodo, a todos los profetas verdaderos desde entonces hasta el siglo I E.C. se les escogió de entre los descendientes de Jacob (los israelitas).
Con Moisés, las funciones del profeta se enfocan de manera más definida. Jehová destaca la posición del profeta como Su vocero al designar a Aarón como †œprofeta† o †œboca† para Moisés, mientras que este †˜le serví­a a Aarón de Dios†™. (Ex 4:16; 7:1, 2.) Moisés predijo muchos acontecimientos que tuvieron un cumplimiento inmediato, como fue el caso de las diez plagas. Sin embargo, él sirvió de profeta o vocero divino de una manera aún más impresionante al transmitir el pacto de la Ley en Sinaí­ y al instruir a la nación acerca de la voluntad de Dios. Aunque el pacto de la Ley fue de un inmenso valor para los israelitas como código y guí­a moral, también señaló hacia el futuro a las †˜mejores cosas por venir†™. (Gál 3:23-25; Heb 8:6; 9:23, 24; 10:1.) La í­ntima comunicación, muchas veces bilateral, que Moisés tení­a con Dios, así­ como el que El lo utilizase para transmitir el entendimiento mucho más amplio de Su voluntad y propósito, hizo que su posición profética fuese sobresaliente. (Ex 6:2-8; Dt 34:10.) Su hermano Aarón y su hermana Mí­riam, así­ como 70 ancianos de la nación, también rindieron un servicio profético, pues transmitieron mensajes o consejos divinos (aunque no necesariamente predicciones). (Ex 15:20; Nú 11:25; 12:1-8.)
Aparte del hombre citado en Jueces 6:8, a quien no se identifica, la profetisa Débora fue la única persona mencionada especí­ficamente en el libro de Jueces que rendí­a servicio profético. (Jue 4:4-7; 5:7.) Sin embargo, el que no aparezca el término na·ví­Â´ no significa que no hubiera otras personas que fueran profetas. Para el tiempo de Samuel, †œla palabra de Jehová se habí­a hecho rara […]; no se diseminaba visión alguna†. Samuel sirvió de vocero de Dios desde su juventud, y el cumplimiento de los mensajes divinos hizo que todos lo reconociesen como †œpersona acreditada para el puesto de profeta para Jehovᆝ. (1Sa 3:1-14, 18-21.)
Una vez instaurada la monarquí­a, aparece una lí­nea de profetas casi continua. (Compárese con Hch 3:24.) Gad empezó a profetizar antes de la muerte de Samuel. (1Sa 22:5; 25:1.) Tanto él como el profeta Natán fueron destacados durante el reinado de David (2Sa 7:2-17; 12:7-15; 24:11-14, 18), y al igual que otros profetas posteriores, fueron consejeros e historiadores reales. (1Cr 29:29; 2Cr 9:29; 29:25; 12:15; 25:15, 16.) Dios se valió del propio David para pronunciar ciertas revelaciones, por lo que el apóstol Pedro le llama †œprofeta†. (Hch 2:25-31, 34.) Después de dividirse el reino, hubo profetas fieles tanto en el reino septentrional como en el meridional. Algunos fueron enviados a declarar mensajes proféticos ante los caudillos y el pueblo de ambos reinos. Entre los profetas del exilio y posteriores estuvieron Daniel, Ageo, Zacarí­as y Malaquí­as.
Los profetas desempeñaron un cometido vital en mantener la adoración verdadera. Su actividad sirvió de freno para los reyes de Israel y Judá, pues censuraban valerosamente a los gobernantes que erraban (2Sa 12:1-12) y proclamaban los juicios de Dios contra los inicuos. (1Re 14:1-16; 16:1-7, 12.) Cuando el sacerdocio se desvió y corrompió, Jehová se valió de los profetas para fortalecer la fe de un resto justo y para señalar a los descarriados el camino de regreso al favor divino. Al igual que Moisés, en muchas ocasiones los profetas fueron intercesores y oraron a Dios a favor del rey y del pueblo. (Dt 9:18-29; 1Re 13:6; 2Re 19:1-4; compárese con Jer 7:16; 14:11, 12.) En tiempos de crisis o de gran necesidad se mantení­an especialmente activos. Daban esperanza para el futuro, como cuando sus mensajes predecí­an las bendiciones del gobierno mesiánico. De esa manera, no solo beneficiaron a los que viví­an en aquel tiempo, sino también a las generaciones que les sucedieron hasta nuestros dí­as. (1Pe 1:10-12.) Sin embargo, mientras cumplí­an con su deber, tuvieron que aguantar mucho oprobio, mofa y hasta maltrato fí­sico. (2Cr 36:15, 16; Jer 7:25, 26; Heb 11:32-38.) Pero los que les daban una buena acogida recibí­an bendiciones espirituales y otros beneficios. (1Re 17:8-24; 2Re 4:8-37; compárese con Mt 10:41.)

Cómo se les nombraba e inspiraba. Aunque el puesto de profeta no dependí­a de pertenecer a un linaje determinado, varios profetas fueron de la tribu de Leví­ (como Samuel, Zacarí­as el hijo de Jehoiadá, Jeremí­as y Ezequiel), y algunos descendientes de profetas también lo fueron. (1Re 16:7; 2Cr 16:7; Zac 1:1.) Tampoco era una profesión en la que se entraba por propia iniciativa: Dios escogí­a a los profetas y los nombraba por medio de espí­ritu santo (Nú 11:24-29; Eze 1:1-3; Am 7:14, 15), que era el medio que les comunicaba lo que tení­an que proclamar. (Hch 28:25; 2Pe 1:21.) Al principio algunos no estuvieron muy dispuestos a cumplir con su misión. (Ex 3:11; 4:10-17; Jer 1:4-10.) En el caso de Eliseo, este recibió su nombramiento divino de Elí­as, su predecesor, lo que se simbolizó arrojando su manto o prenda de vestir oficial sobre Eliseo. (1Re 19:19-21.)
Aunque a los profetas se les habí­a nombrado por el espí­ritu de Jehová, parece ser que no hablaban continuamente bajo inspiración. Más bien, el registro bí­blico indica que el espí­ritu de Dios †˜caí­a sobre ellos†™ en ciertas ocasiones, y revelaba los mensajes que debí­an anunciar. (Eze 11:4, 5; Miq 3:8.) Esto tení­a un efecto animador en ellos y los impelí­a a hablar. (1Sa 10:10; Jer 20:9; Am 3:8.) Seguramente, no solo hicieron cosas fuera de lo normal, sino que también su porte y manera de expresarse reflejarí­an una intensidad y sentimiento extraordinarios. Este hecho puede explicar en parte lo que significa la expresión †˜portarse como profeta†™. (1Sa 10:6-11; 19:20-24; Jer 29:24-32; compárese con Hch 2:4, 12-17; 6:15; 7:55.) Puesto que estaban completamente absortos en su misión y se dedicaban a ella con celo y valor, es posible que a los demás les pareciera extraño o hasta irracional su comportamiento, como pensaron de cierto profeta unos jefes militares cuando se ungió a Jehú. Sin embargo, una vez que se dieron cuenta de que aquel hombre era un profeta, los jefes tomaron muy en serio su mensaje. (2Re 9:1-13; compárese con Hch 26:24, 25.) Cuando a Saúl, que iba en persecución de David, se le hizo †˜portarse como profeta†™, se desvistió de sus prendas de vestir y †œquedó caí­do desnudo todo aquel dí­a y toda aquella noche†, un tiempo que David aprovechó para escapar. (1Sa 19:18–20:1.) Este relato no quiere decir que los profetas fueran desnudos con frecuencia, pues el registro bí­blico indica todo lo contrario. En los otros dos casos que se registran, los profetas anduvieron desnudos con un propósito: representar algún aspecto de su profecí­a. (Isa 20:2-4; Miq 1:8-11.) No obstante, no se explica el propósito de la desnudez de Saúl, si fue para mostrarle como un mero hombre, desprovisto de su atuendo real e impotente ante la autoridad y poder real de Jehová, o si hubo alguna otra razón.
Jehová utilizó varios medios para inspirar a sus profetas: comunicación verbal por medio de ángeles (Ex 3:2-4; compárese con Lu 1:11-17; Heb 1:1, 2; 2:1, 2), visiones que impresionaban el mensaje de Dios en la mente consciente (Isa 1:1; Hab 1:1), sueños o visiones nocturnas mientras dormí­an (Da 7:1) y mensajes transmitidos cuando se hallaban en trance (Hch 10:10, 11; 22:17-21). En ciertas ocasiones la música podí­a contribuir a que el profeta recibiera la comunicación divina. (1Sa 10:5; 2Re 3:15.) Del mismo modo, la proclamación del mensaje inspirado también se efectuó de diversas maneras. (Heb 1:1.) Por lo general, el profeta lo proclamó tanto en lugares públicos como en regiones escasamente pobladas. (Jer 7:1, 2; 36:4-13; Mt 3:3.) Pero podí­a representar el mensaje por medio de sí­mbolos, gestos y acciones simbólicas, como cuando Ezequiel representó el sitio de Jerusalén con un ladrillo, o como ocurrió con el matrimonio de Oseas y Gómer. (Eze 4:1-3; Os 1:2, 3; compárese con 1Re 11:30-39; 2Re 13:14-19; Jer 19:1, 10, 11; véanse INSPIRACIí“N; SUEí‘OS; VISIí“N.)

Cómo se distinguí­an los verdaderos de los falsos. Si bien es cierto que en algunos casos, como los de Moisés, Elí­as, Eliseo y Jesús, los profetas de Dios hicieron obras milagrosas que dieron prueba fehaciente de la autenticidad de su mensaje y comisión de profetas, no hay registro de que todos las realizasen. Los tres elementos esenciales para demostrar las credenciales de un profeta verdadero eran según la ley dada a Moisés: el profeta verdadero hablarí­a en el nombre de Jehová, las predicciones se cumplirí­an (Dt 18:20-22) y sus profecí­as fomentarí­an la adoración verdadera y estarí­an en conformidad con la palabra y los mandamientos revelados de Dios. (Dt 13:1-4.) Este último era probablemente el más importante y decisivo, pues alguien podrí­a usar hipócritamente el nombre de Dios y su predicción podí­a cumplirse por coincidencia. Pero el profeta verdadero no era simplemente un pronosticador, ni tampoco era esa su labor principal, como ya se ha mostrado. Más bien, su función era defender la justicia, y su mensaje trataba principalmente de normas morales y su aplicación. El expresaba las normas de Dios en cuanto a diversos asuntos. (Isa 1:10-20; Miq 6:1-12.) Por consiguiente, no era necesario esperar años o generaciones para determinar si el profeta era verdadero o falso sobre la base del cumplimiento de su predicción. Su mensaje era falso si contradecí­a la voluntad y las normas que Dios habí­a revelado. Por ello, si un profeta predecí­a paz para Israel o Judá en un tiempo en que el pueblo desobedecí­a la Palabra y la ley de Dios, forzosamente tení­a que ser falso. (Jer 6:13, 14; 14:11-16.)
La advertencia posterior de Jesús con respecto a los falsos profetas estaba en consonancia con la que dio Moisés. Aunque emplearan su nombre e hicieran †œseñales y prodigios para descarriar†, sus frutos demostrarí­an que eran †œobradores del desafuero†. (Mt 7:15-23; Mr 13:21-23; compárese con 2Pe 2:1-3; 1Jn 4:1-3.)
El profeta verdadero nunca predecí­a con la única finalidad de satisfacer la curiosidad humana. Todas sus predicciones tení­an que ver con la voluntad, el propósito, las normas o el juicio de Dios. (1Re 11:29-39; Isa 7:3-9.) Los acontecimientos que predecí­a para el futuro solí­an ser la consecuencia de las condiciones existentes: tal como las personas sembraran, así­ segarí­an. Los falsos profetas calmaban al pueblo y a sus lí­deres con promesas tranquilizadoras de que, a pesar de su proceder injusto, Dios todaví­a estaba con ellos para protegerlos y darles prosperidad. (Jer 23:16-20; 28:1-14; Eze 13:1-16; compárese con Lu 6:26.) Su lenguaje y acciones simbólicas imitaban los de los profetas verdaderos. (1Re 22:11; Jer 28:10-14.) Aunque algunos fueron unos impostores, muchos probablemente eran profetas que con el tiempo habí­an desobedecido o apostatado. (Compárese con 1Re 18:19; 22:5-7; Isa 28:7; Jer 23:11-15.) También habí­a mujeres que eran falsas profetisas. (Eze 13:17-23; compárese con Rev 2:20.) Lo que habí­a sucedido es que un †œespí­ritu de inmundicia† habí­a reemplazado el espí­ritu de Dios. Debí­a darse muerte a todos esos falsos profetas. (Zac 13:2, 3; Dt 13:5.)
En el caso de aquellos que estaban a la altura de las normas divinas, el cumplimiento de ciertas profecí­as suyas †œde corto alcance†, algunas de las cuales se realizaron simplemente al cabo de un dí­a o de un año, dio base para confiar en que también se cumplirí­an sus profecí­as para el futuro más distante. (1Re 13:1-5; 14:12, 17; 2Re 4:16, 17; 7:1, 2, 16-20.)

†œHijos de los profetas.† Como explica la obra Gesenius†™ Hebrew Grammar (Oxford, 1952, pág. 418), el término hebreo ben (hijo de), o benéh (hijos de), puede indicar †œpertenencia a un gremio o sociedad (o a una tribu o clase definida)†. (Compárese con Ne 3:8, donde †œmiembro de los mezcladores de ungüentos† es literalmente †œhijo de los mezcladores de ungüentos†.) Por consiguiente, la expresión †œhijos de los profetas† puede que designe una escuela de instrucción para los que habí­an sido llamados a esta vocación o simplemente un grupo de profetas que se ayudaban entre sí­. Se menciona que habí­a dichos grupos en Betel, Jericó y Guilgal. (2Re 2:3, 5; 4:38; compárese con 1Sa 10:5, 10.) Samuel presidí­a un grupo en Ramá (1Sa 19:19, 20), y parece que Eliseo ocupaba una posición similar en su dí­a. (2Re 4:38; 6:1-3; compárese con 1Re 18:13.) El registro menciona que edificaban su propio lugar donde morar y que utilizaban herramientas prestadas, lo que parece indicar que viví­an modestamente. Aunque a menudo compartí­an el alojamiento y la comida, es posible que también recibiesen asignaciones individuales para salir en misiones proféticas. (1Re 20:35-42; 2Re 4:1, 2, 39; 6:1-17; 9:1, 2.)

Los profetas en las Escrituras Griegas Cristianas. La palabra griega pro·fe·tes corresponde con la hebrea na·ví­Â´. El sacerdote Zacarí­as, padre de Juan el Bautista, sirvió de profeta al revelar el propósito de Dios concerniente a su hijo Juan, quien serí­a †œllamado profeta del Altí­simo†. (Lu 1:76.) El modo de vivir sencillo de Juan, así­ como su mensaje, recordaba a los antiguos profetas hebreos. Se le reconocí­a por todas partes como profeta; hasta Herodes sintió temor por causa de él. (Mr 1:4-6; Mt 21:26; Mr 6:20.) Jesús dijo que Juan era †œmucho más que profeta†. (Mt 11:7-10; compárese con Lu 1:16, 17; Jn 3:27-30.)
Jesús, el Mesí­as, era †œEl Profeta†, aquel que predijo Moisés y a quien se habí­a esperado por tanto tiempo. (Jn 1:19-21, 25-27; 6:14; 7:40; Dt 18:18, 19; Hch 3:19-26.) Su capacidad para efectuar obras poderosas y discernir asuntos de un modo extraordinario hizo que otros le reconocieran como profeta. (Lu 7:14-16; Jn 4:16-19; compárese con 2Re 6:12.) El, más que ningún otro, era miembro del †œgrupo í­ntimo† de Dios. (Jer 23:18; Jn 1:18; 5:36; 8:42.) Citó con regularidad a profetas anteriores que testificaron sobre la comisión y el cargo que Dios le habí­a dado. (Mt 12:39, 40; 21:42; Lu 4:18-21; 7:27; 24:25-27, 44; Jn 15:25.) Predijo de qué manera lo traicionarí­an y cómo morirí­a; dijo que, como era profeta, morirí­a en Jerusalén (†œla que mata a los profetas†), que sus discí­pulos lo abandonarí­an, que Pedro le negarí­a tres veces y que serí­a resucitado al tercer dí­a. Para muchas de estas profecí­as se basó en otras que se encontraban en las Escrituras Hebreas. (Lu 13:33, 34; Mt 20:17-19; 26:20-25, 31-34.) Además de esto, predijo la destrucción de Jerusalén y su templo. (Lu 19:41-44; 21:5-24.) El cumplimiento exacto de todas estas predicciones durante la vida de los que le escuchaban puso una base firme para tener fe y convicción en que sus profecí­as sobre su presencia también se cumplirí­an. (Compárese con Mt 24; Mr 13; Lu 21.)
En el Pentecostés del año 33 E.C. tuvo lugar el predicho derramamiento del espí­ritu de Dios sobre los discí­pulos reunidos en Jerusalén, y les hizo †˜profetizar y ver visiones†™. Esta actividad consistió en declarar las †œcosas magní­ficas de Dios† y en la revelación inspirada de conocimiento acerca del Hijo de Dios y del significado que este conocimiento deberí­a tener para sus oyentes. (Hch 2:11-40.) De nuevo habrí­a de recordarse que el profetizar no significa solo o necesariamente predecir el futuro. El apóstol Pablo declaró que †œel que profetiza edifica y anima y conforta a los hombres con su habla†, y habló del profetizar como una meta apropiada y especialmente deseable que todos los cristianos deberí­an esforzarse por alcanzar. Así­ como el hablar en lenguas extranjeras era una señal para los no creyentes, el profetizar lo era para los creyentes. Sin embargo, hasta el no creyente que asistiera a una reunión cristiana se beneficiarí­a de tal profetizar, pues serí­a censurado y examinado con cuidado de manera que los †œsecretos de su corazón [quedaran] manifiestos†. (1Co 14:1-6, 22-25.) Este hecho también indica que el profetizar cristiano no consiste principalmente en predecir, sino que a menudo tiene que ver con cuestiones cotidianas, aunque lo que se dice procede claramente de una fuente más allá de lo normal, pues es inspirado por Dios. Pablo dio consejo sobre la necesidad de que hubiese orden y autodominio al profetizar en la congregación, para que todos pudiesen aprender y ser animados. (1Co 14:29-33.)
Por supuesto, habí­a ciertas personas que habí­an sido seleccionadas o dotadas especialmente para servir de profetas. (1Co 12:4-11, 27-29.) El propio Pablo tení­a el don de profetizar; sin embargo, se le conoce principalmente como apóstol. (Compárese con Hch 20:22-25; 27:21-26, 31, 34; 1Co 13:2; 14:6.) Parece que los que fueron designados especialmente como profetas —por ejemplo: ígabo, Judas y Silas— se destacaron como voceros de la congregación cristiana, y solo estaban por debajo de los apóstoles. (1Co 12:28; Ef 4:11.) Al igual que estos, los profetas no solo sirvieron en la zona en donde viví­an, sino que también viajaron a diferentes lugares, dieron discursos y predijeron ciertos acontecimientos. (Hch 11:27, 28; 13:1; 15:22, 30-33; 21:10, 11.) Como en el pasado, algunas mujeres cristianas también recibieron el don de profetizar, aunque permanecí­an sujetas a la jefatura de los miembros varones de la congregación. (Hch 21:9; 1Co 11:3-5.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

PROFETA

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

I. DIVERSIDAD Y UNIDAD DEL PROFETISMO DE ISRAEL. En todas partes existen en el antiguo Oriente hombres que ejercen la adivinación (cf. Núm 22,5s; Dan 2,2; 4,3s) y son juzgados aptos para recibir mensajes de la divinidad. A veces se acude a ellos antes de comenzar una empresa. Sucederá que los profetas de Israel hayan de cumplir funciones análogas (lRe 22,1-29); pero la fuente divina, la continuidad, el objeto de su mensaje los separan de estos adivinos (cf. Dt 18, 14s).

1. Orí­genes. ¿Dónde comienza el profetismo bí­blico? A Abraham se da el tí­tulo de profeta, pero esto es una transposición tardí­a (Gén 20,7). En cuanto a Moisés, auténtico enviado divino (Ex 3-4), es una fuente por lo que atañe a la profecí­a (Ex 7,1; Núm 11.17-25) y por tanto más que un profeta (Núm 12,6-8). El Deuteronomio es el único libro de la ley que le da este nombre (Dt 18,15); pero no como a un profeta como los otros: después de él nadie le igualó (Dt 34,10). Al final de la época de los jueces surgen bandas de “hijos de profetas” (lSa 10,5s), cuyo exterior agitado (lSa 19,20-24) tiene resabios de ambiente cananeo. Con ellos entra en uso la palabra nabi: (¿”llamado”?). Pero al lado de este tí­tulo subsisten los antiguos: “vidente” (lSa 9,9) o “visionario” (Am 7, 12), “hombre de Dios” (lSa 9,7s), tí­tulo principal de Elí­as y sobre todo de Eliseo (2Re 4,9). Por lo demás el tí­tulo de nabi no está reservado a los profetas auténticos de Yahveh: al lado de ellos hay nabim de Baal (lRe 18,22); hay también hombres que hacen del profetismo un oficio, aunque hablan sin que Dios les inspire (lRe 22,5s…). El estudio del vocabulario muestra, pues, que el profetismo tiene aspectos muy variados; pero al desarrollarse manifestará su unidad.

2. Continuidad. Existió una verdadera tradición profética que se perpetuó gracias a los *discí­pulos de los profetas. El Espí­ritu, como en el caso de Moisés (Núm 11,17), se comunica : así­ por ejemplo de Elí­as a Eliseo (2Re 2). Isaí­as menciona a sus discí­pulos (Is 8,16), y Jeremí­as va acompañado de Baruc. El siervo de Yahveh, cuya figura, más aún que la de Moisés, desborda el profetismo, asume los rasgos de un profeta-discí­pulo docente (Is 50,4s; 42,2ss). En este marco de una *tradición viva, la *escritura desempeña naturalmente un papel (Is 8,16; Jer 36,4), que crece con el tiempo: Yahveh no pone ya en la boca de Ezequiel sus solas palabras, sino un *libro. Sobre todo a partir del exilio se impone retrospectivamente a Israel la conciencia de una tradición profética (Jer 7,25; cf. 25,4; 29,19; 35,15; 44,4). El libro de la Consolación (de escuela isaiana) se apoya en esta tradición cuando recuerda las predicciones antiguas de Yahveh (Is 45,21; 48,5). Pero la tradición profética tiene una fuente de unidad que es de orden distinto del de estas relaciones mensurables: los profetas, desde los orí­genes, están todos animados por el mismo *Espí­ritu de Dios, (aun cuando varios no mencionen al Espí­ritu como origen de su profecí­a; cf., sin embargo, lSa 10,6; Miq 3,8 [heb.]; Os 9,7; Jl 3,1s; Ez 11,5). Sean cuales fueren sus dependencias mutuas, de Dios es de quien reciben la *palabra. El *carisma profético es un carisma de *revelación (Am 3,7; Jer 23,18; 2Re 6,12), que da a conocer al hombre lo que no podrí­a descubrir por sus propias fuerzas. Su objeto es a la vez múltiple y único : es el *designio de salvación que se cumplirá y se unificará en Jesucristo (cf. Heb l,ls).

3. El profeta en la comunidad. El profetismo, constituyendo una tradición, tiene también un puesto preciso en la comunidad de Israel: forma una parte integrante de la misma, pero sin absorberla; vemos que el profeta desempeña un papel, con el sacerdote, en la consagración del *rey (lRe 1). Rey, sacerdote, profeta son durante largo tiempo como los tres ejes de la sociedad de Israel, bastante diversos para ser a veces antagónicos, pero normalmente necesarios los unos a los otros. Mientras existe un Estado se hallan profetas para iluminar a los reyes: Natán, Gad, Eliseo, sobre todo Isaí­as, y por momentos Jeremí­as. Les incumbe decir si la acción emprendida es la que Dios quiere, si tal polí­tica se encuadra exactamente dentro de la historia de la salvación. Sin embargo, el profetismo en el sentido fuerte de la palabra no es una institución como la realeza o el *sacerdocio: Israel puede procurarse un rey (Dt 17,14s), pero no un profeta; éste es puro don de Dios, objeto de promesa (Dt 18,14-19), pero otorgado libremente. Esto se siente bien en el perí­odo en que se interrumpe el profetismo (1 Mac 9,27; cf. Sal 74,9): Israel vive entonces en la espera del profeta prometido (lMac 4,46; 14,41). En estas circunstancias se comprende la acogida entusiasta dispensada por los judí­os a la predicación de *Juan Bautista (Mt 3,1-12).

II. DESTINO PERSONAL DEL PROFETA. 1. Vocación. Al profeta corresponde un lugar en la comunidad, pero lo que lo constituye es la *vocación. Se ve a ojos vistas en el llamamiento de *Moisés, de Samuel, .Amós, Isaí­as, Jeremí­as, Ezequiel, sin olvidar al *Siervo de Yahveh. Las confidencias lí­ricas de Jeremí­as giran en torno al mismo tema. Dios tiene la entera iniciativa; domina a la persona del profeta: “El Señor Yahveh habla, ¿quién no profetizará?” (Am 3,8; cf. 7,14s). Jeremí­as, consagrado desde el seno de su madre (1,5; cf. Is 49,1), habla de seducción (20,7ss). Ezequiel siente que la mano de Dios pesa fuertemente sobre él (Ez 3,14). El llamamiento despierta en Jeremí­as la conciencia de su debilidad (Jer 1,6); en Isaí­as, la del pecado (Is 6, 5). Este llamamiento lleva siempre a una *misión, cuyo instrumento es la boca del profeta que dirá la palabra de Dios (Jer 1,9; 15,19; Is 6,6s; cf. Ez 3,Iss).

2. El mensaje del profeta y su vida. Anuncios en forma de gestos (más de treinta) preceden o acompañan a las exposiciones orales (Jer 28,10; 51,63…; Ez 3,24-5,4; Zac 11,15…). Es que la palabra revelada no se reduce a vocablos; es vida, va acompañada de una participación simbólica (no mágica) en el gesto de Yahveh que realiza lo que dice. Algunos de estos actos simbólicos tienen efectos inmediatos: compra de un campo (Jer 32), enfermedades y angustias (Ez 3,25s; 4,4-8; 12,18). Sin embargo, es de notar que en los más grandes la vida conyugal y familiar hace cuerpo con la revelación. Tal es el caso del matrimonio de Oseas (1-3). Isaí­as se limita a mencionar a la “profetisa” (Is 8,3), pero él y sus hijos son signos para el pueblo (8, 18). En el momento del exilio los signos se hacen negativos: celibato de Jeremí­as (Jer 16,1-9), viudez de Ezequiel (Ez 24,15-27). Otros tantos sí­mbolos no imaginados, sino vividos y de esta manera enlazados con la verdad. El mensaje no puede ser exterior a su portador: no es un concepto de que pueda disponer éste; es la manifestación en él del Dios vivo (Elí­as), del Dios santo (Isaí­as).

3. Pruebas. Los que hablan en su propio nombre (Jer 14,14s; 23,16), sin haber sido enviados (Jer 27,15), siguiendo su propio espí­ritu (Ez 13, 3), son falsos profetas. Los verdaderos profetas tienen conciencia de que otro les hace hablar, tanto que se da el caso de tener que corregirse alguna vez cuando han hablado de su propia cosecha (2Sa 7). La presencia de este otro (Jer 20,7ss), el peso de la misión recibida (Jer 4,19), causan a menudo una lucha interior. La serenidad de Isaí­as deja traslucir poco de esto: “guardo a Yahveh que oculta su rostro)) (Is 8,17)… Pero Moisés (Núm 11,11-15) y Elí­as (1Re 19,4) conocen la crisis de depresión. Sobre todo Jeremí­as se queja amargamente, y un momento parece retraerse de su vocación (Jer 15,18s; 20,14-18). Ezequiel está “lleno de amargura y de furor”, “pasmado” (Ez 3,14s). El siervo de Yahveh atraviesa una fase de aparente esterilidad y de inquietud (Is 49,4). En fin, Dios apenas si deja a los profetas esperar el éxito de su misión (Is 6,9s; Jer 1,19; 7,27; Ez 3, 6s). La de Isaí­as no logrará sino endurecer al pueblo (Is 6,9s = Mt 13, 14s; cf. Jn 15,22). Ezegtí­iel deberá hablar, “se le escuche o no)) (Ez 2, 5.7; 3.11.27); así­ los hombres “sabrán que yo soy Yahveh” (Ez 36,38, etc.); pero este reconocimiento del Señor sólo tendrá lugar posteriormente: La palabra profética trasciende en todos sentidos sus resultados inmediatos, pues su eficacia es de orden escatológico : en último término nos interesa a nosotros (IPe 1,10ss).

4. Muerte. Se exterminó a los profetas bajo Ajab (lRe 18,4.13; 19, 10.14), probablemente bajo Manasés (2Re 21,16), ciertamente bajo Yayaquim (Jer 26,20-23). Jeremí­as no ve nada excepcional en estas matanzas (Jer 2,30); en tiempos de Nehemí­as su mención ha venido a ser un tópico (Neh 9,26), y Jesús podrá decir: “Jerusalén, que matas a los profetas” (Mt 23,37)… La idea de que la *muerte de los profetas es el coronamiento de todas sus profecí­as, de hecho va abriéndose paso a través de esta experiencia. La misión del Siervo de Yahveh, remate de la serie, comienza en la discreción (Is 42,2), y se consuma en el *silencio del cordero, al que se sacrifica (ls 53,7). Ahora bien, este fin es una cima entrevista: desde Moisés los profetas intercedí­an por el pueblo (Is 37,4; Jer 7,17; 10,23s; Ez 22,30); el siervo, intercediendo por los pecadores, los salvará con su muerte (Is 53,5.11s).

III. EL PROFETA FRENTE A LOS VALORES ADMITIDOS. El encuentro dramático entre el profeta y el pueblo sucede primero en el terreno de las condiciones de la antigua *alianza: la ley, las instituciones, el culto.

1. La ley. Profetismo y *ley no expresan dos opciones, dos corrientes divergentes: se trata de funciones distintas, de sectores, que no son en modo alguno compartimientos estancos,. en el interior de una totalidad. La ley declara lo que debe ser en todo tiempo y para todo hombre. El profeta, para comenzar, denuncia las faltas que surgen contra la ley. Lo que le distingue aquí­ de los representantes de la ley es que no aguarda a que se le someta un caso para pronunciarse, y que lo hace sin referirse a un poder que le ha transmitido la sociedad ni a un saber aprendido de otros. En razón de lo que Dios le revela para el momento presente asocia la ley con la existencia; pone nombres, dice al pecador, como Natán a David: “Tú eres ese hombre” (2Sa 12,7), coge a las personas en el acto mismo (lRe 21, 20), a menudo por sorpresa (lRe 20, 38-43). Oseas (4,2), Jeremí­as (7,9), hacen alusión al decálogo; Ezequiel (18,5-18) a las leyes y costumbres. El no pagar el salario (Jer 22,13; cf. Mal 3,5), el fraude (Am 8,5; Os 12,8; Miq 6,10s), la venalidad de los jueces (Miq 3,11; Is 1,23; 5,23), el negarse a manumitir a los esclavos en el tiempo debido (Jer 34,8-22), la inhumanidad de los prestamistas (Am 2,8) y de los que “machacan el rostro de los pobres” (ls 3,15; cf. Am 2,6-8; 4,1; 8,4ss): he aquí­ otras tantas faltas contra la alianza. Pero la esencia de la ley que hacen presente los profetas no se reduce al texto escrito; en todo caso lo escrito no puede operar lo que opera el profeta en sus oyentes. Por su *carisma alcanza en cada persona ese punto secreto en que se escoge o se rechaza la luz. Ahora bien, en la situación de hecho en que surge la palabra profética no sólo se rehúsa el derecho, sino que se retuerce (Miq 3,9s; Jer 8,8; Hab 1,4), se cambia en amargura (Am 5,7; 6,12); al bien se le llama mal, y viceversa (Is 5, 20; 32,5); tal es la *mentira condenada incesantemente por Jeremí­as (Jer 6,6…). Los *pastores enturbian el agua a las ovejas (Ez 34,18s), se extraví­a a los débiles (Is 3,12-15; 9, 15; Am 2,7). El pueblo, también culpable, no merece contemplaciones (Os 4,9; Jer 6,28; Is 9,16): pero los profetas vituperan más violentamente a los sacerdotes y a todos los responsables (Is 3,2; Jer 5,4s) que representan las normas (Os 5,1; Is 10, 1) y las falsean. Contra tal situación se halla la ley desarmada. En la perversión de los signos el único recurso está en el discernimiento entre dos espí­ritus, el del mal y el de Dios: es la situación en que se ve enfrentarse profeta contra profeta (Jer 28).

2. Las tradiciones. El pecado no tiene toda la culpa; la sociedad ha cambiado. Los profetas tienen conciencia de la novedad del estado de las costumbres, ya sea en los vestidos (Is 3,16-23), en la música (Am 6,5) o en las relaciones sociales. Habiendo aumentado los intercambios de todas clases, Israel conoce la situación que habí­a previsto Samuel (lSa 8,10-18): la relación de amo a esclávo se ha transferido, desde la permanencia en Egipto, al interior del pueblo. A pesar de ciertas posiciones antimonárquicas (Os 13,11), los profetas no tratan de hacer volver a un estado anterior de cosas. No es ése su papel. Se oponen incluso al pueblo, aferrado como a su propio bien a una imagen venturosa del pasado, cuya reproducción indefinida considera como asegurada. Es la euforia de los que dicen: “¿No está Yahveh en medio de nosotros?” (Miq 3,11), que llaman a Yahveh “el amigo de su juventud” (Jer 3,4; Os 8,2), que piensan obtener a poca costa que “Yahveh reproduzca para ellos todos sus prodigios” (Jer 21,2), para quienes no ha pasado nada: “mañana será como hoy” (Is 56,12; cf. 47,7)… Estos se hallan en su centro en la predicación tranquilizadora de los falsos profetas (Jer 23,17) y se niegan a que se les abran los ojos acerca de la realidad presente. Sin embargo los profetas de Dios son el extremo opuesto de una ruptura radical con el pasado: Elí­as vuelve al Horeb; Oseas (11,1-5) y Jeremí­as (2, 2s) están prendados de los recuerdos del *desierto, el Déutero-lsaí­as (Is 43,16-21), de los del *Exodo. Los profetas no confunden este pasado con sus sobrevivencias muertas. Les sirve para centrar en su verdadero eje la religión del pueblo.

3. El culto. Los profetas tienen palabras radicales contra los *sacrificios (Jer 7,21s; Is 1,11ss; Am 5,21-25), el *arca (Jer 3,16) y el *templo (Jer 7,4; 26,1-15); ese templo en el que Isaí­as recibió su vocación (Is 6) y en el que predica Jeremí­as (Jer 7), como predicaba Amós en el santuario de Betel (Am 7.13). Estas palabras se refieren a la actualidad : condenan sacrificios que en realidad son sacrilegios; en condiciones análogas podrí­an aplicarse igualmente a los actos del culto cristiano. Recuer dan también el valor relativo de estos signos que no han sido siempre ni tampoco serán siempre tales como son (Am 5,25; Jer 7,22), que no son capaces por sí­ mismos de purificar ni de salvar (cf. Heb 10,1). Estos sacrificios no tienen sentido sino en relación con el sacrificio único de Cristo; a la revelación de este sentido definitivo da paso la crí­tica de los profetas. Por lo demás, a partir del exilio, organización del ‘culto y profetismo coinciden en Ezequiel (Ez 40-48; cf. Is 58,13), Malaquí­as, Ageo. El culto judí­o de baja época es un culto purificado, lo cual es debido en gran parte a la acción de los profetas, que no se imaginaron nunca una religión sin culto, como tampoco una sociedad sin ley.

IV. LA PROFECíA Y LA NUEVA ECONOMíA. Los profetas ponen en conexión al *Dios vivo con su criatura en la singularidad del momento presente. Pero precisamente por esta razón su mensaje está orientado hacia el futuro. Lo ven acercarse con su doble semblante, de *juicio y de *salvación.

1. El juicio. Isaí­as, Jeremí­as, Ezequiel ven, por encima de la multiplicidad de las transgresiones, la continuidad del *pecado nacional (Miq 7,2; Jer 5,1), dato histórico y radical (Is 48,8; Ez 20; Is 64,5). Está grabado (Jer 17,1), adherido como el orí­n o el color de la piel (Jer 13, 23; Ez 24,6). Como profetas que son, expresan esta situación en términos de momentos históricos. Dicen que el pecado. hoy, ha llegado a su colmo; Dios se lo ha hecho ver como se lo hizo ver a Abraham en el caso de Sodoma (cf. Am 4,11; Is 1,10…). Por eso su mensaje comporta, junto con exhortaciones, el enunciado de una sentencia, con o sin fecha, pero nunca indeterminado: Israel ha roto la alianza (Is 24,5; Jer 11,10); a los profetas toca significárselo con sus consecuencias. El pueblo aguarda como un triunfo el *dí­a de Yahveh; ellos anuncian que viene bajo la forma contraria (Am 5,18ss). La *viña que ha decepcionado será destruida por el viñador (Is 5,1-7).

2. La salvación. Sin embargo, los profetas, desde los tiempos de Amós, saben que Dios es ante todo salvador. Jeremí­as ha sido establecido “para destruir, arrancar, arruinar y asolar, para levantar, edificar y plantar” (Jer 1,10). Israel ha roto la alianza, pero con esto no está dicho todo: Dios, que es el autor de esta *alianza, ¿tiene intención de romperla? Ningún sabio podrí­a responder a esta cuestión, pues en el pasado especuló Israel con la *fidelidad de Dios a fin de serle infiel y así­ se encerró en el pecado. Pero cuando se calla el sabio (Am 5,13), habla el profeta. El es el único que puede decir que después del *castigo triunfará Dios perdonando, sin estar obligado a ello (Ez 16,61), sólo por su *gloria (Is 48,11). Esta perspectiva se comprende mejor cuando, a partir de Oseas, se desarrolla la doctrina de la alianza bajo la figura del matrimonio, como la respuesta profética a las aporí­as de la alianza: el matrimonio es, sí­, un contrato, pero sólo tiene sentido por el *amor; ahora bien, el amor hace imposible el cálculo y concebible el *perdón.

3. Los heraldos de la nueva alianza. El *exilio y la *dispersión que le sigue ejecutaron la sentencia. Si la ley hizo a Israel pasar por la experiencia de su impotencia (cf. Rom 7), es porque los profetas le abrieron los ojos. Entonces vino la hora de la *misericordia. Desde los tiempos del exilio lo dicen los profetas cuando hacen promesas para el futuro. Lo que prometen no es la restauración (Jer 31,32) de instituciones ahora ya caducas; habrá una nueva alianza. Jeremí­as la anuncia (Jer 31, 31-34); Ezequiel (Ez 36,16-38) y el Déutero-Isaí­as (Is 55,3; 54,1-10) lo repiten. En esta nueva perspectiva no se suprime la ley, sino que cambia de puesto: de condición de la *promesa pasa a ser objeto de la misma (Jer 31,33; 32,39s; Ez 36;27). Es ésta una gran novedad; pero los profetas aportan otras muchas, en todos los puntos de la revelación bí­blica: la experiencia profética se extiende a todos para renovarlos todos. Por su género de vida como por su doctrina son los profetas los jefes de fila de los que Pascal llamó los “cristianos de la antigua ley”.

4. El hoy definitivo. Esta refundición de las condiciones de la salvación es inseparable de las circunstancias del exilio y del retorno, pues el profeta ve con una sola mirada las verdades eternas y los hechos en que se manifiestan. Las unas como los otros le son revelados por la gracia de su carisma, pero entre los conocimientos que el hombre no puede alcanzar por sí­ mismo, este del porvenir es un caso particular y privilegiado. Su predicción adopta formas diversas. A veces se refiere a hechos próximos, cuyo alcance es menor, pero su realización más impresionante (Am 7,17; Jer 28,15s; 44,29s; 1 Sa 10,1s; cf. Lc 22,10ss). Semejantes predicciones, una vez realizadas, son signos respecto al futuro lejano, que es el único decisivo. Este futuro, este fin de la historia, es el objeto esencial al que mira la profecí­a. La forma como se evoca anticipadamente se enraí­za siempre en la historia del Israel carnal, pero hace resaltar su alcance definitivo y universal. Si los videntes describen la salvación a la escala de los acontecimientos que ellos mismos viven, ello depende de la limitación de su experiencia, pero también del hecho de que el futuro está en acción en el presente; los profetas enlazan el presente con el futuro porque éste es el hoy por excelencia; el empleo de la hipérbole muestra bien que la realidad rebasará todos los objetivos históricos enfocados en lo inmediato. Este lenguaje no pretende tanto hacernos admirar un ropaje literario cuanto ponerse a la altura de un acontecimiento absoluto. Este es el que la apocalí­ptica, esa *revelación por excelencia, más desgajada de las opciones polí­ticas que la antigua profecí­a, enfocará directamente en sus arquitecturas de tiempos, sus *números, sus representaciones figuradas (cf. Dan). Más allá de la historia presente dejará presentir el acontecimiento absoluto, centro y fin de la historia.

NT. I. EL CUMPLIMIENTO DE LAS PROFECíAS. El Nuevo Testamento tiene conciencia de dar *cumplimiento a las promesas del Antiguo. Entre uno y otro el libro de Isaí­as, que es ya una suma de la profecí­a, y sobre todo los Cantos del Siervo, parecen ser un eslabón privilegiado que anuncia no sólo el cumplimiento, sino también su modo. Por eso los evangelios toman de él los textos que describen la mala acogida hecha a la salvación realizada (Is 6,9 es citado por Mt 13,14s; Jn 12,39s y Act 28, 26s; Is 53,1 por Ron’ 10,16 y Jn 12,38; Is 65,2 por Rom 10,21).

En efecto, si el NT subraya fácilmente los rasgos particulares de la vida de Jesús que cumplen las Escrituras, esto no debe hacernos olvidar la conformidad global de “todos los profetas” (Act 3,18-24; Lc 24,27) con lo esencial de los misterios : la pasión y la resurrección. La primera se menciona sola varias veces como objeto de las profecí­as (Mt 26,54-56; Act 3,18; 13,27); más a menudo, las dos juntas. La lección de exégesis de Emaús, que se puso en práctica en la redacción de los evangelios, reúne las expresiones de que están salpicados los otros libros cuando se trata de anunciar el misterio de Cristo: “los profetas”, “Moisés y todos los profetas”, “todas las Escrituras”, “la ley de Moisés, los profetas y los salmos” (Le 24,25.27. 44; comparar Act 2,30; 26,22; 28, 23; Rom 1,2; IPe 1,11; 2Pe 3,2…). Todo el Antiguo Testamento se convierte en una profecí­a del Nuevo, una “escritura profética” (2Pe 1, 19s).

II. LA PROFECíA EN LA NUEVA ECONOMíA. 1. En torno a Jesús. Jesús aparece por decirlo así­ en medio de una red de profetismo, representada por Zacarí­as (Lc 1,67), Simeón (Lc 2,25ss), la profetisa Ana (Lc 2,36) y por encima de todo *Juan Bautista. Precisaba la presencia de Juan para hacer sentir la diferencia entre el profetismo y su objeto, Cristo. Todo el mundo mira a Juan como a un profeta. Efectivamente, como los profetas de antaño, traduce la ley en términos de existencia vivida (Mt 14, 4; Lc 3,11-14). Anuncia la inminencia de la *ira y de la salvación (Mt 3,2.8). Sobre todo, discierne proféticamente a aquel que está aquí­ y no se le conoce, y lo designa (Jn 1,26. 31). Por él todos los profetas dan testimonio de Jesús: “todos los profetas, así­ como la ley, profetizaron hasta Juan” (Mt 11,13; Lc 16,16).

2. Jesús. Aunque el comportamiento de *Jesús es claramente distinto del de Juan Bautista (Mt 9,14), se reconocen en él muchos rasgos proféticos; revela el contenido de los “signos de los tiempos” (Mt 16,2s) y anuncia su fin (Mt 24-25). Su actitud frente a los valores recibidos reasume la crí­tica de los profetas: severidad’ para con los que tienen la llave, pero no dejan entrar (Lc 11, 52); *ira contra la *hipocresí­a religiosa (Mt 15,7; cf. Is 29,13); discusión de la calidad de ‘hijos de *Abraham de que se glorí­an los judí­os (Jn 8,39; cf. 9,28); clarificación de una *herencia espiritual enmarañada, cuyas grandes lí­neas son ya difí­ciles de distinguir; purificación del templo (Mc 11,l5ss p; cf. Is 56, 7; Jer 7,11) y anuncio de un *culto perfecto después de la destrucción del santuario material (Jn 2,16; cf. Zac 14,21). Finalmente, un rasgo que lo enlaza particularmente con los profetas de otro tiempo: ve denegado su mensaje (Mt 13,13ss p), rechazado por aquella Jerusalén que habí­a matado a los profetas (Mt 23, 37s p; cf. lTes 2,15). A medida que se acerca este término, lo anuncia y explica su sentido, siendo él mismo su propio profeta, mostrando así­ que es dueño de su destino, que lo acepta para realizar el designio del Padre, formulado en las Escrituras.

En presencia de tales actitudes, acompañadas de signos milagrosos, se comprende que la multitud dé espontáneamente a Jesús el tí­tulo de profeta (Mt 16,14; Jn 4,19; 9,17), que en ciertos casos designa al profeta por excelencia anunciado en las Escrituras (Jn 1,21; 6,14; 7,40). Jesús mismo no adopta este tí­tulo sino incidentalmente (Mt 13,57 p); tampoco la Iglesia naciente le asignará gran lugar (Act 3,22s). Es que la personalidad de Jesús desborda en todos los sentidos la tradición profética: él es el *Mesí­as, el *Siervo de Dios, el *Hijo del hombre. La autoridad que recibe de su Padre es también totalmente suya: es la del *Hijo, lo cual le sitúa por encima de toda la serie de los profetas (Heb 1,lss). Recibe sus palabras, pero es, como dirá Juan, la *palabra de Dios hecha carne (Jn 1,14). En efecto, ¿qué profeta se habrí­a presentado nunca como fuente de *verdad y de *vida? Los profetas decí­an : “Oráculo de Yahveh.” Jesús dice : “En verdad, en verdad os digo…” Su misión y su persona no son, pues, ya del mismo orden.

3. La Iglesia. “Las profecí­as desaparecerán un dí­a”, explica Pablo (1Cor 13,8). Pero esto será al fin de los *tiempos. La venida de Cristo acá abajo, muy lejos de eliminar el carisma de profecí­a, provocó la extensión del mismo, que habí­a sido predicha. “¡Ojalá que todo el pueblo fuera profeta!”, era el deseo de Moisés (Núm 11,29). Y Joel veí­a realizarse este deseo “en los últimos tiempos” (Jl 3,1-4). El dí­a de *pentecostés declara Pedro cumplida esta profecí­a: el *Espí­ritu de Jesús se ha derramado sobre toda carne: visión y profecí­a son cosas comunes en el nuevo pueblo de Dios. El *carisma de las profecí­as es efectivamente frecuente en la Iglesia apostólica (cf. Act 11,27s; 13,1; 21,10s). Pablo quiere que no sea depreciado en las Iglesias que ha fundado (ITes 5,20). Lo sitúa muy por encima del don de *lenguas (lCor 14,1-5); sin embargo, tiene empeño en que se ejerza dentro del orden y para el bien de la comunidad (14,29-32). El profeta del NT, lo mismo que el del AT, no tiene por única función predecir el porvenir: “edifica, exhorta, consuela” 114,3), funciones que se acercan mucho a la *predicación. El autor profético del Apocalipsis comienza por desvelar a las siete iglesias lo que ellas mismas son (Ap 2-3), tal como lo hací­an los antiguos profetas. El profeta, también sometido al control de los otros profetas (ICor 14,32) y a las órdenes de la autoridad (14,37), no puede pretender agrupar en torno a sí­ a la comunidad (cf. 12,4-11) ni gobernar la Iglesia. Hasta el final el profetismo auténtico se podrá reconocer gracias a las reglas de discreción de espí­ritus. Ya en el AT ¿no veí­a el Deuteronomio en la doctrina de los profetas el signo auténtico de su misión divina (Dt 13,2-6)? Lo mismo sucede ahora. Porque el profetismo no se extinguirá con la edad apostólica. Serí­a difí­cil comprender la misión de muchos santos en la Iglesia sin referirse al carisma profético, el cual está sometido a las reglas dictadas por san Pablo.

-> Cumplir – Carismas – Elí­as – Espí­ritu de Dios – Ley – Moisés – Palabra.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas