REINO DE LOS CIELOS

(-> Jesús, evangelio, gracia, parábolas). Conforme a la ideologí­a común del Oriente antiguo, Dios aparece como rey y el mundo entero es su reino, tal como han destacado los salmos reales. Pero, de un modo especial, el reino de Dios se identifica con su presencia y acción entre los hombres. Lo contrario a ese Reino es el “pecado”, es decir, una situación en la que hombres y mujeres se alejen de la voluntad de Dios y se cierren en sí­ mismos, creando unas condiciones de vida que conducen a la muerte donde se destruyen a sí­ mismos. Jesús ha proclamado y pedido la llegada del reino de Dios (¡venga tu Reino!), que la Iglesia identifica con la vida del mismo Jesús resucitado, es decir, con una experiencia de gratuidad y de Evangelio. Los seguidores de Jesús tienen la misión* de seguir anunciando y extendiendo su mismo Reino.

(1) Punto de referencia. El juicio de Dios. Juan* Bautista no fue profeta del Reino, sino del juicio*: “Ya está el hacha levantada sobre la raí­z del árbol y todo árbol que no produzca fruto bueno será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para conversión. Detrás de mí­ llega uno Más Fuerte que yo… El os bautizará en Espí­ritu Santo y Fuego. Lleva en su mano el bieldo y limpiará su era: y reunirá su trigo en el granero; pero quemará la paja en fuego que jamás se apaga” (Mt 3,9-12). Juan aparece así­ como portador de una amenaza final que él proclama sobre todos los hombres, anunciando la llegada de Dios, Juez poderoso (el Más Fuerte), que viene como Huracán destructor y como Fuego que abrasa a los perversos. Pues bien, a quienes escuchan su mensaje y se convierten les ofrece el signo del bautismo, que él mismo confiere como anticipo de liberación apocalí­ptica. Partiendo de ese fondo se entienden las imágenes fundamentales de su mensaje: el hacha levantada contra el árbol, el bieldo que eleva y separa la parva, para que pueda reunirse el grano bueno en el granero y se queme la paja en un fuego inextinguible. No es profeta de nacimiento y siembra (como Jesús), sino de destrucción, de siega y fuego. Entre el bautismo presente y la ira cercana se extiende el tiempo actual de conversión. Juan ha dejado, sin duda, un pequeño resquicio de esperanza, simbolizada por el bautismo en el Jordán, para aquellos que se arrepienten y quieren apagar la ira que se acerca, cruzando así­ el umbral de muerte (simbolizada por el fuego y huracán) para entrar en la tierra prometida, cumpliendo finalmente el rito de Josué y los antiguos israelitas (cf. Mt 3,7; Ex 1-3). Pues bien, por ese resquicio ha entrado Jesús.

(2) Reino de Dios. En el contexto anterior se inscribe el mensaje y vida de Jesús. Es evidente que empezó el camino en la orilla del bautismo, donde estaba Juan. Todo nos permite suponer que compartió por un tiempo su visión del fin del tiempo, con la destrucción del orden viejo: pensó que la historia se hallaba podrida y dispuesta ya para la muerte. Pero en un momento dado, por experiencia interior de plenitud (¿transformación carismática?), descu brió que el anuncio de Juan ya se habí­a cumplido, que habí­a llegado el fin y podí­a iniciarse el reino de Dios, al otro lado del rí­o, precisamente en Galilea, la tierra de sus gentes, entre los pobres del mundo. Por eso, su visión apocalí­ptica se hizo positivamente escatológica: ha llegado el tiempo nuevo, la obra de Dios puede empezar y empieza, pero no en el templo de Jerusalén (en clave de liturgia sacral), ni en una escuela de rabinos (como resultado de un estudio más hondo de la Ley nacional), ni tampoco por un tipo de lucha (como querí­an algunos partidarios de la guerra santa), sino a través de una palabra que llama, de un amor que cambia a los hombres. De esta forma se sintió profeta del Padre*, recreando paso a paso, a contracorriente, los caminos de la Vida de Dios, poniendo amor donde habí­a odio y esperanza de futuro donde toda esperanza se hallaba agotada. Renunció a los signos grandes (caí­da de estrellas, batalla de arcángeles y diablos), para descubrir la presencia de Dios en la palabra personal, en la acogida más honda, porque llega, está presente, el reino de Dios, como humanidad pacificada, desde los más pobres, precisamente a partir de los expulsados del sistema (cojos, mancos y ciegos, pecadores y manchados), a los que Juan habí­a ofrecido su bautismo para apagar el fuego de la muerte, a los que él (Jesús) ofrece amor para la vida.

(3) Anuncio del Reino. Juan proclamaba la llegada del Más Fuerte, a la orilla oriental del Jordán, preparando a sus discí­pulos para la “entrada en la tierra prometida” (cf. Mc 1,1-8 par): se acercaba la catástrofe (hacha sobre el árbol, huracán que limpia el trigo, fuego que quema la paja inútil), no habí­a más salida que refugiarse de la ira de ese Dios de terror, a través de un bautismo, entendido como rito de purificación y muerte (cf. Mt3,l-12). Jesús asumió ese reto del Bautista y cumplió su rito de muerte y de iniciación en el bautismo (cf. Mc 1,9-11), identificándose con los pecadores de su pueblo. Pero salió del rí­o, vino a la tierra prometida (a Galilea, no a Jerusalén) y, superando un tipo de tentación* o prueba (cf. Mc 1,12-13 par), proclamó la llegada de la Gracia de Dios sobre el Pecado y ofreció un anuncio nuevo, no de juicio, sino de Reino: “Se ha cumplido el Tiempo y el reino de Dios se ha acercado. Convertios y creed en la Buena Noticia o Evangelio” (Mc 1,15 par). Juan esperaba y preparaba a los suyos para el Juicio (hacha, huracán, fuego), pues el pecado dominaba sobre el mundo. Jesús supera ese nivel de espera: sabe que el Tiempo (kairós) de culminación se ha cumplido, de manera que el Reino (.basileia) se ha acercado ya y está presente. Por eso invita a sus oyentes a que crean, es decir, a que acepten la buena noticia (Evangelio), dejándose transformar por ella, en gesto de gratuidad, no de pecado. Desde aquí­ se define su figura y obra de profeta del Reino. Todos los profetas antiguos se hallaban marcados por una fuerte conciencia de pecado (que aparece por ejemplo en Is 6,5 cuando se presenta como hombre de labios impuros). Jesús, en cambio, aparece como portador de gracia y perdón, por encima de todo pecado.

(4) Notas del Reino. En ese fondo de gratuidad se arraiga su mensaje. Todo lo que Jesús hará será una expansión de esta certeza: el reino de Dios es la Noticia Buena que suscita conversión o cambio de los hombres, como saben los grandes investigadores del siglo XX, aunque lo formulan de maneras diferentes. (a) R. Bultmann piensa que el reino de Dios ha de entenderse de forma existencial, como signo e impulso de una realización interior, de decisión y entrega personales. Eso significa que debemos superar una visión mitológica de la esperanza apocalí­ptica, reinterpretándola en claves de experiencia interior, como llamada de Dios y respuesta gratuita de los hombres. Sólo así­ el mensaje de Jesús viene a mostrarse en verdad como palabra salvadora para todos los creyentes que le escuchan, (b) C. H. Dodd ha interpretado también este mensaje de un modo interior, como expresión o anuncio del sentido sagrado de la vida. Cuando Jesús habla del fin y cuando comunica la catástrofe del cosmos, por medio de parábolas, él quiere decirnos que en el fondo de esta vida dominada por el miedo de la muerte hay otra interna, eterna, verdadera. Lo que importa no es aquello que vendrá después, cuando se acabe el mundo, sino aquello que Dios realiza ya dentro de nosotros, con amor liberador, presencia sanadora. (c) E. Kasetnann ha vuelto a destacar el alcance social y el sentido futuro del mensaje sobre el Reino. Debemos reconocer sin ambages que Jesús habló del reino de Dios en futuro. Pero todos sus gestos y palabras suponen que ese basileia (Reino) se va abriendo ya camino en este mundo, de manera que va colocando a los hombres ante una decisión: la decisión entre la fe y la gratuidad y la falta de fe y la violencia.

(5) La paradoja del Reino. El mensaje de Jesús no es un concepto, ni una teorí­a, sino una experiencia radical de vida, que exige decisión total “porque el reino de los cielos padece violencia y sólo los violentos…” (Mt 11,12). Pero, al mismo tiempo, el Reino es lo más sencillo, algo que se expresa allí­ donde los hombres se vuelven como niños y acogen de un modo gratuito y generoso a los mismos niños (Mc 10,15). El Reino implica una elección radical, de tal forma que es mejor arrancar un ojo, si te escandaliza, y entrar tuerto en el Reino que quedar con los dos ojos en medio de este mundo malo (Mc 9,47). El reino de Dios supone que los hombres tienen que dejarlo todo, casa y campos, familia y posesiones, para seguir a Jesús (cf. Mc 10,19.29); pero, al mismo tiempo, Jesús abre su Reino, el reino de Dios, para todos, diciendo que “los publí­canos y prostitutas os precederán en el reino de Dios” (Mt 21,31) y añadiendo de forma solemne: “Bienaventurados los pobres, porque es vuestro el reino de Dios…” (Lc 6,20-21). El Reino es don que Dios ofrece porque quiere, como siembra de vida en el campo de los hombres (cf. Mc 13,11.19.24); pero, al mismo tiempo, es objeto de una petición: “Padre: santificado sea tu Nombre, venga tu Reino…” (Lc 11,4). Podemos decir, en resumen, que el Reino es la misma presencia de Dios, el don de su vida y su gracia, tal como viene a expresarse en el mensaje y gesto de Jesús a favor de los marginados de su pueblo. El judaismo sabe que Dios es rey, pero Jesús insiste en que su Reino viene, ya ha llegado, y se despliega de manera poderosa a través de su mensaje y de su vida. Dios actúa como Rey invirtiendo, con su más alto poder de gratuidad creadora, los poderes de violencia animalesca que dominan nuestra historia, como habí­a señalado Dn 7,1-8. Sin esta inversión del poder carece de sentido el Evangelio o se convierte en vulgar palabrerí­a. Antes triunfaban los fuertes, como si Dios fuera Diablo de violencia, sacralización del dominio biológico, social o militar; ahora, como dice el Sermón de la Montaña (Lc 6,20-45 par), Dios actúa y triunfa (es Rey) por la debilidad del mundo, ofreciendo vida a los pobres y expulsados del sistema. Esta es la prueba del Reino que ofrece Jesús: la salvación de los marginados, la gratuidad y comunión interhumana. A partir de aquí­ se entiende el resto de la vida de Jesús (parábolas* y milagros, muerte y resurrección). En este contexto se entenderá la Iglesia como signo y promesa de Reino.

(6) El reino de Dios en el Apocalipsis. Conforme a la teologí­a israelita, Dios es rey universal (Ap 15,3), de forma que todos los pueblos se encuentran invitados a su Ciudad (cf. 21,24). Pero el Dios del Ap ejerce su reinado a través del Cordero, Rey de Reyes (17,14; 19,16). Puede hablarse de tres reinos, (a) Eclesial. El Cordero expresa y ejerce su reinado por la Iglesia, cuyos miembros han sido constituidos Reino y sacerdotes (1,6; 5,10), en medio de la tribulación, en gesto de fuerte resistencia. Los oyentes y lectores del Ap se saben reyes y cantan ya en la tierra, con los seres del cielo, el reinado del Cordero (11,15; 12,10). (b) Opresor. Bestias y Prostituta imponen sobre el mundo un reino opuesto al de Jesús y por eso persiguen a sus fieles (13,1-18). Sobre los grandes reyes (emperadores, signo de la Bestia) y sus reyes vasallos ha escrito Juan su página más misteriosa (17,7-15). (c) Final. La nueva Jerusalén. Bestias y reyes vasallos matan a la Prostituta (17,15-18), para enfrentarse después con el Cordero, auténtico Rey, que los vence y destruye su reinado para siempe (17,13-14; 19,11-21). Sólo entonces se establece el reinado de Dios, sin fin, primero en el milenio* (20,1-6) y después en el nuevo cielo y en la nueva tierra, por encima de todo tiempo (Ap 21-22).

Cf. R. BULTMANN, Jesús, Sur, Buenos Aires 1968; F. CAMACHO, La proclama del Reino. Análisis semántico y comentario exegético de las bienaventuranzas de Mt 5,3-10, Cristiandad, Madrid 1987; Ch. H. DODD, Las parábolas del Reino, Cristiandad, Madrid 2001; E. KASEMANN, Jesús histórico, en Ensayos Exegéticos, Sí­gueme, Salamanca 1978; R. SCHNACKENBURG, Reino y reinado de Dios, Fax, Madrid 1970.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

Véase Reino de Dios.

Fuente: Diccionario de Teología