REINO

v. Dominio, Imperio, Nación
Exo 19:6 vosotros me seréis un r de sacerdotes
1Sa 10:25 Samuel recitó luego .. las leyes del r
18:8


Reino (heb. malkûth; aram. malkû; gr. basiléia). Estado de monarquí­a cuya cabeza es un rey. El 1er reino mencionado en la Biblia es el de Nimrod (Gen 10:9, 10). De acuerdo con la filosofí­a de la historia presentada en la Biblia, los reinos y los reyes no surgen sencillamente por la voluntad o el poder del hombre, o el capricho de las circunstancias, sino por permiso y orden de Dios (Dan 2:20, 21; 4:25; cf 1Sa 28:17; 2Ch 1:9). Una buena parte de la Biblia trata del reino de Israel, para el cual Dios dispuso que funcionara como más que una unidad polí­tica: habí­a de ser un “reino de sacerdotes, y gente santa” (Exo 19:6). Dios prometió establecer el reino de David y de Salomón para siempre si los israelitas cooperaban con sus planes (2Sa 7:16; 1Ki 9:2-9; etc.). Pero el pueblo fracasó y el reino se dividió (1Ki 12:16, 17, 19), y más tarde los reinos divididos fueron llevados en cautiverio (2Ki 17:22, 23; 24:8-11; 2Ch 36:15-21). Bajo la condición de una tardí­a aceptación del programa divino, Dios prometió el cumplimiento de sus promesas con respecto al reino de David después del retorno de la cautividad (Eze_36; 37; cf Jer 18:7-10). Otra vez el pueblo falló, y se declaró de ellos: “El reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él” (Mat 21:43; véase UBA 4:27-40). Cuando Juan el Bautista y Jesús llamaron a los judí­os al arrepentimiento en vista de que “el reino de los cielos” se habí­a acercado (Mat 3:2; 4:17), estaban presentándoles la oportunidad de ser ciudadanos del reino que el Mesí­as habí­a venido a establecer. La condición para la ciudadaní­a era el arrepentimiento genuino y una conversión completa (Joh 3:3, 5). Los principios que debí­an dirigir a los miembros 982 de este reino fueron presentados en el Sermón del Monte y en otros discursos de Jesús (véase CBA 5:288, 289, 309). El rechazo del Mesí­as de parte de los judí­os originó las declaraciones llenas de tristeza registradas en Mat 23:37 y Luk 19:42, y la eliminación del estatus espiritual que los judí­os tení­an. La nueva nación a la que se le daba el “reino de Dios” (Mat 21:43) era la iglesia cristiana. Este reino, en su fase espiritual presente, ha de culminar con el futuro reino de gloria que se establecerá en la 2ª venida de Cristo, cuando aparezca “en su gloria, y todos los santos ángeles con él” (Mat 25:31) para llevar a sus súbditos con él al cielo (1Th 4:16, 17; Joh 14:1-3; etc.) por 1.000 años. Al fin del milenio este reino se establecerá sobre la tierra. Su capital será la nueva Jerusalén, donde Cristo “reinará por los siglos de los siglos” (Rev_20; 21; cf 11:15). Rejilla. Véase Enrejado.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

Ver rey/reino.

Diccionario Bí­blico Digital, Grupo C Service & Design Ltda., Colombia, 2003

Fuente: Diccionario Bíblico Digital

El Reino de Dios es una pequeña semilla, que se coge y se siembra en el huerto. Es un poco de levadura que se esconde en la masa del mundo. Sus caracterí­sticas son las mismas de Jesús, y tienen que reflejarse en el discí­pulo y en la Iglesia que quiera dar testimonio de él. Pequeño e insignificante desde el punto de vista mundano, despreciable desde el punto de vista religioso, Jesús “se dejó crucificar en su débil naturaleza humana”. Escondido en el sepulcro, hizo fermentar la tierra, la partió e hizo germinar en ella el gran árbol de la vida, que ahora se levanta hasta el cielo. La forma en la que Jesús realiza el Reino es la de la solidaridad y la compasión, que lo lleva a padecer con nosotros nuestro mismo mal. Esta forma revela su identidad y la verdad misma de Dios: la misericordia. ¿Es éste el tiempo del Reino? La pregunta significa también: ¿qué sentido tiene esta historia nuestra, que parece siempre la misma? ¿Cuál es la salvación ofrecida a este mundo que está inmerso en el mal? Jesús nos contesta. Y por primera vez nos dice: “No os toca a vosotros conocer los tiempos y los momentos que el Padre se ha reservado”. Eso significa que los tiempos y las oportunidades del Reino están totalmente en manos de aquel del que nos podemos fiar, porque es nuestro Padre y Señor de lo creado. ¡El Reino de Dios es de Dios y no del hombre! Baste esto para librarnos de toda tensión, de todo miedo. Dios está antes que este mundo y que esta historia; sólo él la conoce hasta el fondo y la conduce en beneficio de todos sus hijos, a los que ama infinitamente. Hay que abandonar la idea de un tiempo o de un momento privilegiado en el que empieza el Reino o se acaba el mundo. El único tiempo privilegiado es el que tenemos ahora: el momento presente, en el que estamos llamados a vivir como hijos y hermanos. El que sueña con otros tiempos, le quita a la fe cristiana su conexión con la realidad.

Carlo Marí­a Martini, Diccionario Espiritual, PPC, Madrid, 1997

Fuente: Diccionario Espiritual

Gobierno real; también, el territorio o Estado con sus habitantes sujetos a un rey o, con menor frecuencia, a una reina. La realeza solí­a ser hereditaria y en ocasiones el soberano hací­a uso de otros tí­tulos, como Faraón o César.
Al igual que en la actualidad, los reinos antiguos tení­an diversos sí­mbolos de realeza. Solí­an contar con su propia ciudad capital, o lugar de residencia del rey, una corte real y un ejército permanente (aunque en tiempos de paz su tamaño podí­a reducirse considerablemente). El uso que da la Biblia a la palabra †œreino† no revela nada en concreto en cuanto al sistema de gobierno, el territorio que comprendí­a o la autoridad del monarca. Los reinos variaban en extensión e influencia, desde las poderosas potencias mundiales de Egipto, Asiria, Babilonia, Medo-Persia, Grecia y Roma, hasta las pequeñas ciudades-reinos, como las que habí­a en Canaán durante la conquista israelita. (Jos 12:7-24.) El sistema de gobierno también diferí­a notablemente de un reino a otro.
El primer reino de la historia humana, el de Nemrod, al parecer era en sus inicios una ciudad-reino que con el tiempo extendió su dominio hasta incluir otras ciudades, aunque su sede continuó en Babel. (Gé 10:9-11.) Salem, el estado sobre el que gobernó el rey sacerdote Melquisedec en el primer reino que contó con la aprobación divina, parece que también era una ciudad-reino. (Gé 14:18-20; compárese con Heb 7:1-17.) Los reinos más grandes abarcaban una región entera, como sucedí­a con los de Edom, Moab y Ammón. Los grandes imperios, que dominaban vastos territorios y tení­an reinos tributarios, al parecer solí­an surgir de la unión de varias ciudades-estados o tribus pequeñas bajo un caudillo dominante. Tales confederaciones eran en ocasiones de naturaleza temporal, y en muchos casos se constituí­an con el fin de hacer frente a un enemigo común. (Gé 14:1-5; Jos 9:1, 2; 10:5.) Los reinos vasallos a menudo disfrutaban de considerable autonomí­a, o gobierno propio, si bien estaban sujetos a la voluntad y exigencias del poder soberano. (2Re 17:3, 4; 2Cr 36:4, 10.)

Uso extenso. En las Escrituras, el término †œreino† puede hacer referencia a ciertos aspectos especí­ficos del gobierno de un rey, así­ como también a la región geográfica sobre la que ejerce su soberaní­a. Por lo tanto, los dominios reales no consistí­an solo en la ciudad capital, sino que abarcaban todo el territorio, incluidos los reinos tributarios o subordinados. (1Re 4:21; Est 3:6, 8.)
En términos generales, la palabra †œreino† puede aplicar a cualquier gobierno humano o a todos ellos, sean o no monarquí­as. (Esd 1:2; Mt 4:8.)
Asimismo, puede significar gobernación real, es decir, el puesto o posición real del rey (Lu 17:21), con su consiguiente dignidad, poder y autoridad. (1Cr 11:10; 14:2; Lu 19:12, 15; Rev 11:15; 17:12, 13, 17.) A los hijos del rey se les llama a veces †œla prole del reino†. (2Re 11:1.)

El reino de Israel. El pacto de la Ley que Dios dio a la nación de Israel mediante Moisés sentaba las bases para una gobernación real. (Dt 17:14, 15.) Al hombre que encabezaba el reino se le otorgaba dignidad real, no para su propia gloria, sino para que honrase a Dios y obrara para el beneficio de sus hermanos israelitas. (Dt 17:19, 20; compárese con 1Sa 15:17.) No obstante, cuando con el transcurso del tiempo los israelitas solicitaron un rey humano, el profeta Samuel les advirtió de todo lo que tal monarca exigirí­a al pueblo. (1Sa 8.) Parece ser que los reyes de Israel estaban mucho más cerca de sus súbditos que los gobernantes de la mayorí­a de los reinos orientales. (2Sa 19:8; 1Re 20:39; 1Cr 15:25-29.)
Aunque el reino de Israel comenzó con un rey de la lí­nea de Benjamí­n, Judá pasó después a ser la tribu real, en cumplimiento de la profecí­a que pronunció Jacob en su lecho de muerte. (1Sa 10:20-25; Gé 49:10.) Se formó una dinastí­a real en la lí­nea de David. (2Sa 2:4; 5:3, 4; 7:12, 13.) Cuando el reino fue †˜arrancado†™ del hijo de Salomón, Rehoboam, diez tribus formaron un reino septentrional, mientras que Jehová retuvo una tribu, la de Benjamí­n, que permaneció con Judá †œa fin de que David mi siervo continúe teniendo una lámpara siempre delante de mí­ en Jerusalén, la ciudad que yo me he escogido para poner allí­ mi nombre†. (1Re 11:31, 35, 36; 12:18-24.) Aun cuando el reino de Judá cayó ante los babilonios en 607 a. E.C., el derecho legal para gobernar pasó a su heredero legí­timo, el †œhijo de David†, Jesucristo. (Mt 1:1-16; Lu 1:31, 32; compárese con Eze 21:26, 27.) Su Reino durarí­a para siempre. (Isa 9:6, 7; Lu 1:33.)
Israel configuró una organización real con el fin de administrar los intereses del reino. Estaba compuesta de un grupo de consejeros y ministros de estado próximos al rey (1Re 4:1-6; 1Cr 27:32-34), así­ como de diversos departamentos estatales dirigidos por sus respectivos encargados, que administraban las tierras de la corona, supervisaban la economí­a y recaudaban lo necesario para la corte. (1Re 4:7; 1Cr 27:25-31.)
Aunque los reyes de Israel de la dinastí­a daví­dica tení­an la facultad de emitir órdenes especí­ficas, el poder legislativo residí­a en Dios. (Dt 4:1, 2; Isa 33:22.) El rey debí­a rendir cuentas en todo cuanto hací­a al verdadero Soberano y Señor, Jehová. Su mala conducta o rebeldí­a suponí­a el castigo divino. (1Sa 13:13, 14; 15:20-24.) En algunas ocasiones, Jehová mismo se comunicaba con el rey (1Re 3:5; 11:11), pero en otras le daba instrucciones y consejo o censura por medio de profetas nombrados. (2Sa 7:4, 5; 12:1-14.) El rey también podí­a pedir consejo a los ancianos. (1Re 12:6, 7.) Sin embargo, ni los profetas ni los ancianos tení­an autoridad para hacer cumplir al rey esas instrucciones o la censura, sino solo Jehová.
Cuando el rey y el pueblo se adherí­an fielmente al pacto de la Ley de Dios, la nación disfrutaba de un grado de libertad, prosperidad material y paz interna, que no se podí­an comparar con las de los demás reinos. (1Re 4:20, 25.) Mientras Salomón obedeció a Jehová, el reino de Israel fue célebre y respetado, recibió tributo de numerosos reinos y se benefició de los recursos de muchas naciones. (1Re 4:21, 30, 34.)
La realeza de Jehová Dios, aunque expresada por un tiempo de manera visible mediante el reino israelita, es de naturaleza universal. (1Cr 29:11, 12.) Sea que los pueblos y reinos de la humanidad lo reconozcan o no, su realeza es absoluta e inmutable, y su dominio legí­timo abarca toda la Tierra. (Sl 103:19; 145:11-13; Isa 14:26, 27.) Debido a que es el Creador, Jehová ejerce su voluntad soberana en el cielo y sobre la Tierra según Sus designios y sin tener que rendir cuentas a ningún otro ser. (Jer 18:3-10; Da 4:25, 34, 35.) No obstante, siempre actúa de acuerdo con sus normas justas. (Mal 3:6; Heb 6:17, 18; Snt 1:17.)

Fuente: Diccionario de la Biblia

malkuí†t (tWKl]m’ , 4438), “reino; reinado; gobierno”. El vocablo malkuí†t aparece 91 veces en el Antiguo Testamento hebreo y parece corresponder al hebreo bí­blico tardí­o. Se menciona por primera vez en Num 24:7 (rva): “El agua correrá de sus baldes; su simiente tendrá agua en abundancia. Su rey será más grande que Agag; su reino será enaltecido”. El vocablo malkuí†t denota: (1) el territorio de un reino: “Para mostrar él las riquezas de la gloria de su reino, el brillo y la magnificencia de su poder, por muchos dí­as, ciento ochenta dí­as” (Est 1:4); (2) acceso al trono: “Si te quedas callada en este tiempo, el alivio y la liberación de los judí­os surgirán de otro lugar; pero tú y la casa de tu padre pereceréis. ¡Y quién sabe si para un tiempo como este has llegado al reino!” (Est 4:14 rva); (3) año de gobierno: “Ester fue llevada al rey Asuero, a su palacio real en el mes décimo, el mes de Tebet, del séptimo año de su reinado” (Est 2:16 rva); y (4) cualquier cosa relacionada con un rey: trono (Est 1:2), vino (Est 1:7), corona (Est 1:11), decreto (Est 1:19), vestimenta (Est 6:8), casa real (Est 1:9), cetro (Psa 45:6) y gloria (Psa 145:11-12). Las traducciones de malkuí†t en la Septuaginta son: basileia (“realeza; reino; poder real”) y basileus (“rey”). mamlakah (hk;l;m]m’ , 4467), “reino; soberaní­a; dominio; reinado”. El vocablo se encuentra unas 115 veces en todo el Antiguo Testamento. Mamlakah se halla primero en Gen 10:10 “Y fue el comienzo [“fueron las capitales” nbe] de su reino Babel, Erec, y Acad, y Calne, en la tierra de Sinar”. El significado básico de mamlakah tiene que ver con el territorio de un “reino”. El término se refiere a naciones no israelitas gobernadas por un melek, “rey”: “Acontecerá que al fin de los setenta años visitará Jehová a Tiro; y volverá a comerciar, y otra vez fornicará con todos los reinos del mundo sobre la faz de la tierra” (Isa 23:17). Mamlakah sirve de sinónimo de >am, “gente” o “pueblo”, y goí†y, “nación”: “Cuando andaban de nación en nación, y de un reino a otro pueblo” (Psa 105:13 rva). Mamlakah también señala a Israel como el “reino” de Dios: “Vosotros me seréis un reino de sacerdotes y una nación santa” (Exo 19:6). El reino daví­dico fue el agente teocrático por el que Dios reinaba sobre su pueblo y los bendecí­a: “Tu casa y tu reino serán firmes para siempre delante de mí­, y tu trono será estable para siempre” (2Sa 7:16). No obstante esto, el mamlakah unido se dividió después de Salomón en dos reinos que Ezequiel predijo se reunirí­an: “Haré de ellos una sola nación en la tierra, en los montes de Israel, y todos ellos tendrán un solo rey. Nunca más serán dos naciones, ni nunca más estarán divididos en dos reinos” (Eze 37:22 rva). Similar al significado básico es el uso de mamlakah para denotar “rey”, puesto que el rey se consideraba la personificación del “reino”. Se le tení­a por sí­mbolo del propio reino: “Así­ ha dicho Jehová Dios de Israel: Yo saqué a Israel de Egipto, librándoos de mano de los egipcios y de mano de todos los reinos que os oprimieron” (1Sa 10:18; en hebreo el nombre “reinos” es femenino, pero el verbo “oprimir” tiene una forma masculina, lo cual indica que “reinos” significa “reyes”). La función y la posición de un rey es importante dentro del concepto de “reino”. “Reino” puede indicar la cabeza del reino. El vocablo además tiene el significado adicional de “gobierno” real, “soberaní­a” real y “dominio”. A Saúl se le retiró la “soberaní­a” real (su “reinado”) por su desobediencia (1Sa 28:17). Este concepto de la “soberaní­a” de un rey subyace en Jer 27:1 “En el principio del reinado de Joacim hijo de Josí­as”. Es más, el Antiguo Testamento define como manifestaciones de un “reinado” todas las cosas que se asocian con un rey: (1) el trono: “Y sucederá que cuando se siente sobre el trono de su reino, él deberá escribir para sí­ en un pergamino una copia de esta ley, del rollo que está al cuidado de los sacerdotes levitas” (Deu 17:18 rva); (2) el santuario (pagano) patrocinado por un rey: “Y no profetices más en Bet-el, porque es santuario del rey, y capital del reino” (Am 7.13); y (3) una ciudad real: “Entonces David dijo a Aquis: Si he hallado ahora gracia ante tus ojos, por favor, que se me dé un lugar en alguna de las ciudades en el campo, para que habite allí­. ¿Por qué ha de habitar tu siervo contigo en la ciudad real?” (1Sa 27:5 rva). Todo dominio humano está bajo el control de Dios. Por consiguiente, el Antiguo Testamento reconoce plenamente el reinado de Dios. El Señor gobernó como rey sobre su pueblo Israel a través de David y sus sucesores hasta el cautiverio (1Ch 29:11; 2Ch 13:5). En el Nuevo Testamento todos los significados analizados se asocian con el término griego basileia (“reino”). Así­ se traducen la mayorí­a de los casos de mamlakah en la Septuaginta, por lo que no debe sorprender que los autores neotestamentarios usaran este vocablo para referirse al “reino” de Dios: el dominio, el rey, su soberaní­a y nuestra relación con Dios mismo. melek (Jl,m, , 4428), “rey”. El vocablo se encuentra unas 2.513 veces en el Antiguo Testamento. Varias de ellas en Gen 14:1 “Aconteció en los dí­as de Amrafel rey de Sinar, de Arioc rey de Elasar, de Quedorlaomer rey de Elam, y de Tidal rey de Goí­m” (rva).

Fuente: Diccionario Vine Antiguo Testamento

“El reino de Dios está cerca”: tal es el objeto primero de la predicación de Juan Bautista y de Jesús (Mt 3,1; 4,17). Para saber en qué consiste esta realidad misteriosa que Jesús vino a instaurar en la tierra, cuál es su naturaleza y cuáles son sus exigencias, hay que dirigirse al NT. No obstante, el tema proviene del AT, que habí­a esbozado sus grandes lí­neas al mismo tiempo que anunciaba y preparaba su venida.

AT. La realeza divina es una idea común a todas las religiones del antiguo Oriente. Las mitologí­as la utilizan para conferir un valor sagrado al *rey humano, lugarteniente terrestre del Dios-rey. Pero al adoptarla el AT le da un contenido particular, en relación con su monoteí­smo, su concepción del poder polí­tico, su escatologí­a.

I. ISRAEL, REINO DE Dios. La idea de Yahveh-rey no aparece desde los comienzos del AT. El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob no tiene rasgos reales, ni siquiera cuando viene a revelar su *nombre a Moisés (Ex 15,1’8). Pero después de la instalacón de Israel ,en Canaán, se recurre muy pronto a esta representación simbólica para traducir la situación respectiva de Yahveh y de su pueblo. Yahveh reina sobre Israel (Jue 8,23; ISa 8,7). Su *culto es un servicio que efectúan acá en la tierra sus súbditos tomo allá en el cielo los *ángeles. Es ésta una idea fundamental que se descubre tanto en el lirismo cultual (Sal 24,7-10) como en los profetas (Is 6,1-5), y cuyos diferentes aspectos enumeran los autores sagrados. Yahveh reina para siempre (Ex 15,9), en el cielo (Sal 11,4; 103,19), en la tierra (Sal 47,3), en el universo que él mismo ha creado (Sal 93,1s; 95,3ss). Reina sobre todas las *naciones (Jer 10,7.10). Sin embargo, hay entre ellas un *pueblo al que él escogió como propiedad particular: es Israel, al que por la *alianza constituyó en un “reino de sacerdotes y en una nación consagrada” (Ex 19,6). El reinado de Yahveh se manifiesta, pues, especialmente en Israel, su reino. Allí­ reside el gran rey, en medio de los suyos, en *Jerusalén (Sal 48,3; Jer 8,19); desde allí­ les bendice (Sal 134,3), los guí­a, los protege, los reúne, como hace un *pastor con su rebaño (Sal 80; cf. Ez 34). Así­ la doctrina de la alianza halla una traducción excelente en el tema de la realeza divina, al que da un contenido completamente nuevo. Si, en efecto, el rey Yahveh de los Ejércitos (Is 6,5) reina sobre el mundo porque rige su curso, y sobre los acontecimientos porque los conduce y ejerce en ellos el *juicio, quiere que en su pueblo sea reconocido su reinado en forma efectiva por la observancia de su *ley. Esta exigencia primera da al reinado un carácter moral, no polí­tico, que descuella sobre todas las representaciones de la realeza divina en la antigüedad.

II. EL REINO DE Dios Y LA REALEZA ISRAELITA. Israel, reino de Dios, tiene, sin embargo, una estructura polí­tica que evoluciona con el tiempo. Pero cuando el pueblo se procura un *rey, la instauración de esta realeza humana debe subordinarse a la realeza de Yahveh, convertirse en un órgano de la teocracia fundada en la alianza. Este hecho explica por una parte la corriente de oposición que se manifiesta contra la monarquí­a (1Sa 8,1-7.19ss) y, por otra parte, la intervención de los enviados divinos que manifiestan la elección de Yahveh: en el caso de Saúl (10,24), de David (16,12), y finalmente de toda la dinastí­a daví­dica (2Sa 7,12-16). A partir de este momento el reino de Dios tiene por soporte temporal un reino humano, mezclado como todos sus vecinos en la polí­tica internacional. Desde luego, los reyes israelitas no ejercen una realeza ordinaria: detentan la realeza de Yahveh, al que deben servir (2Par 13,8; cf. IPar 28,5) y Yahveh mira a los descendientes de David como sus *hijos (2Sa 7,14; Sal 2,7). A pesar de todo, la experiencia de la monarquí­a es ambigua : la causa del reinado de Dios no coincide con las ambiciones terrestres de los reyes, sobre todo si desconocen la ley divina. Por eso los profetas hacen presente sin cesar la subordinación del orden polí­tico al orden religioso; reprochan a los reyes sus pecados y anuncian los castigos que de ellos se seguirán (ya 2Sa 12; 24,10-17). La historia del reino de Israel se escribe así­ con lágrimas y sangre, hasta el dí­a en que la ruina de Jerusalén venga definitivamente a rematar la experiencia, con gran desconcierto de los judí­os fieles (Sal 89,39-46). Esta caí­da de la dinastí­a daví­dica tiene por causa profunda la ruptura de los reyes humanos con el rey del que tení­an su poder (cf. Jer 10,21).

III. EN ESPERA DEL REINADO FINAL DE YAHVEH. En el momento en que se derrumba la realeza israelita, los guí­as religiosos de la nación miran, más allá de la época monárquica, hacia la teocracia original que quieren restaurar (cf. Ex 19,6), y los profetas anuncian que Israel, en los últimos tiempos, volverá a recobrar sus rasgos. Cierto que en sus promesas reservan un lugar al *rey futuro, el *Mesí­as, Hijo de David. Pero el tema de la realeza de Yahveh reviste en ellos una importancia mucho mayor, sobre todo a partir del fin del exilio. Yahveh, como un *pastor, va a ocuparse en persona de su rebaño para salvarlo, para reunirlo y de-volverlo a su tierra (Miq 2,13; Ez 34,11…; Is 40,9ss). La buena nueva por excelencia que se anuncia a Jerusalén es: “Tu Dios reina” (Is 52, 7; cf. Sof 3,14s). Y se prevé una extensión progresiva de este reinado a la tierra entera: de todas partes vendrán gentes a Jerusalén a adorar al rey Yahveh (Zac 14,9; Is 24:23).

Trasladando al plano cultual estas promesas radiantes y orquestando los temas de ciertos salmos más antiguos, el lirismo postexí­lico canta por adelantado el reinado escatológico de Dios: reinado universal, proclamado y reconocido en todas las naciones, manifestado por el *juicio di-vino (Sal 47; 96-99; cf. 145,I1ss). Finalmente, a la hora de la persecución de Antí­oco Epí­fanes, el apocalipsis de Daniel viene a renovar solemnemente promesas proféticas. El reinado trascendente de Dios va a instaurarse sobre las ruinas de los imperios humanos (Dan 2,44…). El sí­mbolo del *Hijo del hombre viniendo sobre las nubes del cielo sirve para evocarlo, por contraste con las *bestias que representan a los pode-res polí­ticos de acá abajo (Dan 7). Su venida irá acompañada de un *juicio, después de lo cual la realeza será dada para siempre al Hijo del Hombre y al pueblo de los santos del Altí­simo (7,14.27). El reinado de Yahveh tomará, pues, todaví­a la forma concreta de un reino, cuyo depositario será este *pueblo (cf. lux 19, 6); pero el reino no será ya de “este mundo”. A tal promesa hace eco el libro de la Sabidurí­a: después del juicio los justos “mandarán a las naciones y dominarán a los pueblos, y el Señor reinará sobre ellos para siempre” (Sab 3,8).

Después de siglos de preparación el pueblo judí­o vivirá en adelante en la espera del reinado, como lo muestra la literatura no canónica. Con frecuencia se concreta esta es-pera en forma polí­tica: se espera la restauración del reino daví­dico por el *Mesí­as. Pero ias almas más religiosas saben ver en ello una realidad esencialmente interior: obedeciendo a la ley, enseñan los rabinos, es como “el justo toma sobre sí­ el yugo del reino de los cielos”. Tal es la esperanza, fuerte, pero todaví­a ambigua, a que va a responder el Evangelio del reino.

NT. EL EVANGELIO DEL REINO DE Dios. 1. Jesús da al reino de Dios el primer puesto en su predicación. Lo que anuncia en los pueblos de Galilea es la buena nueva del reino (Mt 4,23; 9,35). “Reino de Dios”, escribe Marcos; “reino de los cielos”, escribe Mateo conformándose a los usos del lenguaje rabí­nico : las dos expresiones son equivalentes. Los milagros, que acompañan a la predicación, son los signos de la presencia del reino y hacen entrever su significado. Con su venida llega a su fin el dominio de *Satán, del *pe-cado y de la *muerte sobre los hombres: “Si yo lanzo los *demonios por el Espí­ritu de Dios, ha llegado, pues, a vosotros el reino de Dios” (Mt 12,28). De ahí­ se sigue que es necesaria una decisión: hay que *convertirse, abrazar las exigencias del reino para convertirse en *discí­pulo de Jesús.

2. Los apóstoles, en vida de su maestro, reciben misión de proclamar por su parte este *Evangelio del reino (Mt 10,7). En consecuencia, después de pentecostés es el reino el tema central de la predicación evangélica, incluso en san Pablo (Act 19, 8; 20,25; 28,23.31). Si los fieles que se convierten sufren mil tribulaciones, es “para entrar en el reino de Dios” (Act 14,22), pues Dios “los llama a su reino y a su gloria” (lTes 2,12). Sólo que ahora ya el *nombre de Jesucristo se añade al reino de Dios para constituir el objeto completo del Evangelio (Act 8,12): hay que creer en Jesús para tener acceso al reino.

II. Los MISTERIOS DEL REINO DE Dios. El reino de Dios es una realidad misteriosa, cuya naturaleza sólo Jesús puede dar a conocer. Y no la revela, sino a los humildes y a los pequeños, no a los sabios y a los prudentes de este mundo (Mt 11,25), a sus *discí­pulos, no a las gentes de fuera, para quienes todo es enigmático (Mc 4,11 p). La pedagogí­a de los evangelios está constituida en gran parte por la revelación progresiva de los *misterios del reino, particularmente en las *parábolas. Después de la resurrección se completará esta pedagogí­a (Act 1,3) y la acción del Espí­ritu Santo la terminará (cf. Jn 14,26; 16,13ss).

1. Las paradojas del reino. El judaí­smo, tomando al pie de la letra los oráculos escatológicos del AT, se representaba la venida del reino como algo fulgurante e inmediato. Jesús lo entiende de otra manera. El reino viene cuando se dirige a los hombres la *palabra de Dios; debe crecer, como una *semilla depositada en la tierra (Mt 13,3-9.18-23 p). *Crecerá por su propio poder, como el grano (Mc 4,26-29). Levantará al mundo, como la levadura puesta en la masa (Mt 13,33 p). Sus humildes comienzos contrastan así­ con el porvenir que se le promete. En efecto, Jesús no dirige la palabra sino a los judí­os de Palestina; y aun entre ellos, sólo “se da el reino” a la “pequeña grey” de los discí­pulos (Lc 12,32). Pero el mismo reino debe convertirse en un gran *árbol donde aniden las aves del cielo (Mt 13,31s p); acogerá a todas las *naciones en su seno, pues no está ligado con ninguna de ellas, ni siquiera con elpueblo *judí­o. Existiendo en la tierra en la medida en que la *palabra de Dios es acogida por los hombres (cf. Mt 13,23), podrí­a pasar por una realidad invisible. En realidad, su venida no se deja observar como un fenómeno cualquiera (Lc 17,20s). Y sin embargo se manifiesta al exterior como el trigo mezclado con la cizaña en un campo (Mt 13,24…). La “pequeña grey” a la que se da el reino (Le 12,32) le confiere una fisonomí­a terrestre, la de un nuevo *Israel, de una *Iglesia fundada sobre *Pedro; y éste recibe incluso “las llaves del reino de los cielos” (Mt 16,18s). Únicamente hay que notar que esta estructura terrena no es la de un reino humano: Jesús se sustrae cuando quieren hacerlo *rey (Jn 6,15), y sólo en un sentido muy particular deja que le den el tí­tulo de *Mesí­as.

2. Las fases sucesivas del reino. Si el reino está llamado a crecer, esto supone que debe contar con el tiempo. Cierto que, en un sentido, se han cumplido los *tiempos y el reino está presente; desde Juan Bautista está abierta la era del reino (Mt 11,12s p); es el tiempo de las nupcias (Mc 2,19 p; cf. Jn 2,1-11) y de la *siega (Mt 9,37ss p; cf. Jn 4,35). Pero las parábolas de *crecimiento (la semilla, el grano de mostaza, la levadura, la cizaña y el buen grano, la pesca: cf. Mt 13) dejan entrever un espacio entre la inauguración histórica del reino y su realización perfecta. Después de la resurrección de Jesús, la disociación de su entrada en la gloria y su retorno como juez (Act 1,9ss) acabará de revelar la naturaleza de este tiempo intermedio: será el tiempo del *testimonio (Act 1,8; Jn 15,27), el tiempo de la Iglesia. Al final de este tiempo será el advenimiento del reino en su plenitud (cf. Lc 21,31): entonces se consumará la *pascua (Le 22,14ss), tendrá lugar la *comida escatológica 22,17s) en la que los invitados venidos de todas partes tendrán fiesta con los patriarcas (Lc 13,28s p; cf. 14,15; Mt 22,2-10; 25,10). Este reino, llegado a su consumación, están llamados a “heredarlo” los fieles (Mt 25,34), después de la resurrección y la transformación de sus cuerpos (1 Cor 15,50; cf. 6,10; Gál 5,21; Ef 5,5). Hasta entonces suspiran por su venida: “¡Venga tu reino!” (Mt 6,10 p).

3. El acceso de los hombres al reino. El reino es el don de Dios por excelencia, el valor esencial que hay que adquirir a costa de todo lo_que se posee (Mt 13,44ss). Pero para recibirlo hay que llenar ciertas condiciones. No ya que se lo. pueda en modo alguno considerar cmo un salario debido en justicia: libremente contrata Dios a los hombres en su *viña y da a sus obreros lo que le parece bien darles (Mt 20,1-16). Sin embargo, si bien todo es gracia, los hombres deben responder a la *gracia: los pecadores endurecidos en el mal “no heredarán el reino de Cristo y de Dios” (lCor 6,9s; Gál 5,21; Ef 5,5; cf. Ap 22,14s). Un alma de *pobre (Mt 5,3 p), una actitud de*niño (Mt 18,1-4 p; 19,14), una búsqueda activa del reino y de su *justicia (Mt 6,33), el soportar las *persecuciones (Mt 5,10 p; Act 14,22; 2Tes 1,5), el sacrificio de todo lo que se posee (Mt 13,44ss; cf. 19,23 p), una perfección más grande que la de los *fariseos (Mt 5,20), en una palabra, el cumplimiento de la *voluntad del Padre (Mt 7,21), especialmente en materia de caridad fraterna (Mt 25,34): todo esto se pide a quien quiera entrar en el reino y heredarlo finalmente. Porque si todos son llamados a él, no todos serán *elegidos: se expulsará al comensal que no lleve el vestido nupcial (Mt 22,11-14). En un principio se requiere una conversión (cf. Mt 18, 3), un nuevo *nacimiento, sin el cual no se puede “ver el reino de Dios” (Jn 3,3ss). La pertenencia al pueblo judí­o no es ya una condición necesaria, como lo era en el AT: “muchos vendrán de Oriente y Occidente y se sentarán a la mesa en el reino de los cielos, mientras que los súbditos del reino serán ‘lanzados fuera…” (Mt 8,11s p). Perspectiva de *juicio, que ciertas parábolas presentan en forma concreta: separación de la cizaña y del buen grano (Mt 13,24-30), selección de los peces (Mt 13,47-50), rendición de cuentas (Mt 20,8-15; 25,15-30): todo esto constituye una exigencia de *vigilancia (Mt 25,1-13).

III. EL REINO DE DIOS Y LA REALEZA DE JESÚS. En el NT los dos temas del reino de Dios y de la realeza mesiánica se unen en la forma más estrecha, porque el rey-Mesí­as es el mismo Hijo de Dios. Este puesto de Jesús en el centro del misterio del reino se descubre en las tres etapas por las que éste debe pasar: la vida terrena de Jesús, el tiempo de la Iglesia y la consumación final de las cosas.

1. Durante su vida terrenal se muestra Jesús muy reservado respecto al tí­tulo de *rey. Si lo acepta en cuanto tí­tulo mesiánico que responde a las promesas proféticas (Mt 21,1-11 p), tiene necesidad de despojarlo de sus resonancias polí­ticas (cf. Lc 23,2), a fin de revelar la realeza “que no es de este mundo” y que se manifiesta por el testimonio prestado a la verdad (Jn 18; 36s). Por el contrario, no vacila en identificar la causa del reino de Dios con la suya propia: dejar todo por el reino de Dios (Lc 18,29) es dejarlo todo “por su *nombre” (Mt 19,29; cf. Me 10,29). Describiendo por adelantado la recompensa escatológica que aguarda a los hombres, identifica el “reino del *Hijo del hombre” con el “reino del Padre” (Mt 13,41ss), y asegura a sus apóstoles que dispone para ellos del reino como el Padre lo ha dispuesto para él (Le 22,29s).

2. Su entronización regia no tiene lugar, sin embargo, sino a la hora de su *resurrección: entonces es cuando toma asiento en el trono mismo de su Padre (Ap 3,21) y es exaltado a la diestra de Dios (Act 2,30-35). A todo lo largo del tiempo de la Iglesia, la realeza de Dios se ejerce así­ sobre los hombres por medio de la realeza de Cristo, *señor universal (Flp 2,11); porque el Padre constituyó a su Hijo “rey de los reyes y señor de los señores” (Ap 19,16; 17,14; cf. 1,5).

3. Al final de los tiempos, Cristo vencedor de todos sus enemigos “entregará la realeza a Dios Padre” (1 Cor 15,24). Entonces esta realeza quedará plenamente adquirida para nuestro Señor y para su Cristo)) (Ap 11,15; 12,10), y los fieles recibirán “la herencia en el reino de Cristo y de Dios” (Ef 5,5). Así­ es como Dios, señor de todo, tomará plenamente posesión de su reinado (Ap 19,6). Los discí­pulos de Jesús serán llamados a compartir la gloria y el reinado (Ap 3,21), porque desde la tierra ha hecho Jesús de ellos “un reino de sacerdotes para su Dios y Padre” (Ap 1,6; 5,10; iPe 2,9; cf. Ex 19,6).

-> Cielo – Iglesia – Rey – Tierra.

LEON-DUFOUR, Xavier, Vocabulario de Teologí­a Bí­blica, Herder, Barcelona, 2001

Fuente: Vocabulario de las Epístolas Paulinas