RELIGION

Act 25:19 ciertas cuestiones acerca de su r, y de
26:5


Religión (gr. thr’skéia [del verbo threskéuí‡, practicar observancias religiosas”, “adorar”], “adoración de Dios”, “religión”). El término denota reverencia o adoración, especialmente la que se expresa actos rituales y de servicio (Act 26:5; Jam 1:26, 27). En Col 2:18, la RVR y la BJ traducen thrêskéia como “culto”. Pero en Act 25:19, lo que en dichas versiones se traduce por “religión” es el vocablo gr. deisidaimoní­a, que literalmente quiere decir “adoración [reverencia] a [por] los dioses”.

Fuente: Diccionario Bíblico Evangélico

(gr., threskeia, religión, expresión externa de devoción espiritual). La palabra lat. religare significa contener, detener o refrenar. Se llegó a aplicar a los servicios, rituales y reglas por los cuales se expresaba la fe en y la devoción a la deidad. En el AT no existe una palabra para religión. El temor de (Psa 2:11; Pro 1:7) y la adoración a Dios (Deu 4:19; Deu 29:26; Psa 5:7; Psa 29:2) se refiere primordialmente a las actitudes de la mente y a los hechos de adoración, más bien que a un ritual. Threskeia en el NT significa expresión externa de religión y el contenido de la fe. Santiago hace una distinción entre lo fingido y la realidad de la expresión religiosa (Jam 1:26-27). Pablo fue leal a su religión hebrea antes de ser convertido (Act 26:1-5). Religioso en Jam 1:26 (threskos) implica superstición.

Fuente: Diccionario Bíblico Mundo Hispano

Templos, cultos, objetos y textos religiosos forman una gran parte del material en el cual la *arqueologí­a está interesada. Cada una de las regiones del antiguo Cercano Oriente tiene sus creencias religiosas distintivas; pero, como resultado del comercio y la movilidad de los pueblos, las ideas religiosas y los mismos dioses llegaron a ser aceptados en extensas áreas.
En los primeros tiempos, cada villa egipcia se dirigí­a a su propia deidad para conseguir las bendiciones de la vida y la protección de los poderes hostiles. La villa se jactarí­a de tener un altar a su deidad, y la adoración del dios local servirí­a como una influencia unificadora dentro de la comunidad y como un medio para distinguir una villa de la otra. Ptah era el dios de Menfis; Atún, de Heliópolis; Hator, la †œdama de Dendera†; Neith, la diosa de Sais. El nombre de Neith aparece en el nombre Asenath †œella es de Neith†, la hija de Potifera, sacerdote de On (Heliópolis) quien se casó con José (Gn. 41:45).
Al unirse las pequeñas comunidades egipcias para convertirse en estados (llamados nomes), los dioses locales ganaron un reconocimiento más amplio y cuando los imperios del alto y bajo Egipto se unificaron, dos de los dioses locales —Set, de Ombos y Horus, de Behdet— llegaron a ser los dioses de los dos estados. Alrededor del 3000 a. de J.C. , cuando Egipto se unificó bajo Narmer (Menes), el alto Egipto surgió como la parte dominante del paí­s y Horus llegó a ser el dios de †œlos dos Egiptos† como fue llamado el imperio combinado del alto y bajo Egipto. El faraón fue considerado como la encarnación y patrón de Horus y fue por lo tanto mirado como un dios por derecho propio. Los dioses locales continuaron en el afecto del pueblo y, cuando se mudaban de un lugar a otro llevaban su dios con ellos y levantaban nuevos altares para su adoración. Como resultado de algunas supuestamente milagrosas curas o de algún despliegue de intervención milagrosa el dios de una comunidad podí­a ganar cierta reputación de poder especial. Como consecuencia de ello las gentes de áreas vecinas en la cual se conocí­a la fama hací­an peregrinaciones al altar del dios o le construí­an nuevos altares en sus propias villas. Debido a alguna de estas razones, Neith, de Sais, adquirió un altar en Esna.
En alguna época temprana, las deidades locales estaban asociadas con algún aspecto de su carácter. El Montu con forma de halcón era adorado como el dios de la guerra y Min, de Coptos, llegó a ser un dios de la fertilidad y las cosechas y patrón de los viajeros del desierto. Ptah, de Menfis, en cuya provincia se originó el arte distintivo de Egipto, llegó a ser el patrón de los artistas, los herreros y los artesanos del metal. Como tal, puede compararse con el cananeo Kathar-wa-Khassis, el clásico Hephaestus y el Vulcano germánico.
Sekhmet, de Menfis, era la diosa del fuego que destruí­a a sus enemigos, mientras la más bondadosa Hator, de Dendera, era la diosa del amor y del gozo. Horus, el dios halcón, identificado con el sol, era representado como un héroe juvenil en perpetua batalla con su hermano malo Seth, el dios de la tormenta. Thot, con cabeza de ibis, de Hermópolis, era el dios luna quien habí­a creado las divisiones del tiempo y ordenado el universo. Thot era el †œdios de las palabras divinas†, quien habí­a inventado la escritura jeroglí­fica y era el dios del aprendizaje en general. Sobek, el dios cocodrilo, tení­a su habitación en el agua.
En adición a los dioses del estado y a los numerosos dioses de la ciudad, los egipcios estaban interesados en una multitud de dioses menores, demonios o espí­ritus que podrí­an ayudar o dañar al hombre. Habí­a dioses que ayudaban a las mujeres durante el alumbramiento, dioses de la casa, dioses de la cosecha. En tiempos de enfermedades, los espí­ritus brindaban sanidad y otros espí­ritus estaban particularmente activos en tiempos de guerra. Ma†™at era la diosa de la verdad y la justicia.
Muchos de los dioses egipcios estaban representados en forma animal. Sobek, el cocodrilo; Thot, el ibis; Khnum, el carnero; Hator, la vaca; y Buto, la serpiente: estaben representados en esa manera. Los dioses podí­an también ser representados como humanos, y era común que los dioses que habí­an sido representados como animales se transformaran en figuras humanas con cabezas de los animales que representaban. Así­, Sobek podí­a ser representado como un cocodrilo o como un hombre con cabeza de cocodrilo; Khnum llegó a ser un hombre con cabeza de carnero; Horus, hombre con cabeza de halcón; Tot, hombre con cabeza de ibis. La diosa Sekhmet llegó a ser una mujer con cabeza de leona.
La religión egipcia incluí­a la adoración a una multitud de tales dioses, a menudo ordenados en grupos a la semejanza de familias humanas. Ciertos animales, particularmente el toro Apis, fueron venerados y, además del faraón divino, ciertos humanos notables habí­an sido deificados. Los fenómenos de la naturaleza —el sol, la luna, las estrellas, el cielo, la tierra, el rí­o Nilo— todos tení­an parte en la religión egipcia. Las ideas tradicionales religiosas fueron desafiadas una vez durante la historia de los faraones, cuando *Akenatón buscó proscribir toda actividad religiosa excepto aquella que honrara a Atón, la deidad solar. Las reformas de Akhenatón no sobrevivieron a su originador por mucho tiempo y los sacerdotes de Amún, en Tebas, contra quienes él se habí­a rebelado, pudieron reafirmar su autoridad poco después de su muerte.
Las ideas religiosas de Egipto tienen paralelos en Sumeria y en las culturas que derivan sus ideas religioses de los *sumerios. Allí­ también, los dioses locales llegaron a ser dioses nacionales e internacionales en la medida en que las ciudades ganaron prestigio y poder. Los sumerios concebí­an el universo como sujeto al panteón de dioses encargados, respectivamente, del cielo, la tierra, el aire y el agua; del sol, la luna y los varios planetas; del viento, la tormenta y la tempestad; de los rí­os, las montañas y las llanuras; de las ciudades y los estados; de los campos, los cultivos y de los canales de irrigación; de los zapapicos, moldes para ladrillo y del arado. Habí­a una jerarquí­a entre los dioses, siendo los principales los cuatro dioses creadores: An, el dios del cielo; Ki, el dios de la tierra; Enlil, el dios del aire; y Enki, el dios del agua. Inanna, la diosa de la fertilidad era una deidad sumeria favorita.
Mucha de la religión sumeria fue absorbida por los asirios y babilonios semí­ticos, cuya cultura reemplazó la de Sumeria en el valle Tigris-Eufrates. Los dioses sumerios eran llamados a menudo por sus equivalentes semí­ticos. Utu sumerio, el dios sol, llegó a ser Shamash; Nanna o Nannar, el dios luna llegó a ser Sin. El culto del dios luna era común en *Ur y *Harán. La Inanna sumeria llegó a ser la diosa madre Istar. Marduk, descrito en el *Enuma Elish como uno de los dioses más jóvenes, era la deidad patrona de Babilonia. Con el crecimiento del imperio babilónico el rango de Marduk aumentó. Más hacia el norte estaba Asur, el dios de la ciudad de Asur y de su imperio, Asiria, quien llegó a ser el dios creador.
Los nombres semí­ticos de los dioses mesopotámicos aparecen en Palestina y Siria. Nombres de ciudades tales como Bet-semes (†œcasa del sol†) indican que un altar al dios sol habí­a estado allí­. El conocimiento más completo de la religión cananea viene de *Ugarit donde El es el padre de los dioses, y Baal la deidad más popular de la segunda generación. Baal y su hermana Anat eran ambos dioses de la fertilidad. La prostitución ritual del culto de Baal lo hizo abominable a los ojos de los profetas de Israel.
La religión hetea incluí­a algunos dioses nativos del Asia Menor, otros introducidos por los indo-europeos y otros adoptados por los heteos de sus vecinos los *sumerios, babilonios, hurritas y cananeos. Se hicieron los primeros es fuerzos para combinar deidades de función similar y ubicarlas por familias, y se encuentra una genealogí­a de los dioses que puede ser comparada con las tradiciones griegas incorporadas por Hesiodo en su Theogony. Las más prominentes entre las deidades heteas fueron el dios del tiempo conocido por los hurritas como Teshub, controlador tanto de la lluvia que da la vida como de la tormenta destructora. Shaushka, como la Istar babilónica, era la diosa del amor, el sexo y la guerra. La esposa del dios del tiempo era la diosa sol quien era conocida como la reina del cielo y la reina de las tierras de Hatti. Ella protegí­a a los reyes heteos en las batallas.
Istanu, el dios sol, como el Shamash babilónico, era el dios del derecho y la justicia. El era rey de los dioses y juzgaba a la humanidad.
Véanse también UGARIT, EGIPTO, BABILONIA.

Fuente: Diccionario Bíblico Arqueológico

Esta palabra no aparece en el AT. En el NT, el vocablo griego threskeia se usaba para señalar al conjunto de ritos y signos externos de un culto o creencia. Así­, hablando de su propia experiencia, Pablo dijo delante de †¢Agripa: †œ… los cuales también saben que yo desde el principio, si quieren testificarlo, conforme a la más rigurosa secta de nuestra r., viví­ fariseo† (Hch 26:5). Es evidente que habla del judaí­smo. Usa el término otra vez en su carta a los colosenses (†œNadie os prive de vuestro premio, afectando humildad y culto [threskeia] a los ángeles† [Col 2:18]). La expresión no hace énfasis en la doctrina, sino en los rituales y costumbres. Santiago dice que si alguien cumple muy bien con los ritos (†œse cree religioso†) pero †œno refrena su lengua, sino que engaña su corazón, la r. del tal es vana. La r. pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: Visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo† (Stg 1:26-27).

Fuente: Diccionario de la Biblia Cristiano

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Ya en los tiempos antiguos se preguntaban los pensadores qué era la religión. El retórico cristiano Lactancio, hacia el 290, seguido por San Agustí­n un siglo después, daba a la palabra “religión”, un significado de “religazón” o “nueva atadura” en relación a algo roto. Y explicaba que religión es “el ví­nculo que une al hombre con Dios” o relación de agradecimiento ante la creación y la redención.

Fue la noción que más se extendió entre los autores antiguos y se aceptó en los lenguajes cristianos. Fue también la que recogió Santo Tomás de Aquino (Summa Theologica, II-II, 51). El Santo dominico la define como la “virtud que propone rendir a Dios el culto que es debido”. Su objeto como virtud es ofrecer al Omnipotente Dios el reconocimiento de su grandeza y supremací­a. El Santo asocia la religión a las virtudes de fe y caridad. Indica que es la primera entre las virtudes morales.

La tradición cristiana la entendió así­ como algo que es de justicia, dado quién es Dios: nuestro Señor, nuestro Creador, nuestro Padre. Ello nos obliga a dirigir a El nuestros sentimientos de adoración, plegaria, acción de gracias, sobre todo amor. El hombre, que es cuerpo y alma, precisa expresarse con gestos visibles y con actitudes espirituales. La religión es el conjunto de acción y de intenciones que laten en el cuerpo y en alma y vinculan al hombre con la divinidad. Dios no necesita nuestro culto, ni interior ni exterior. Pero lo quiere como Ser Supremo y, cuando el hombre lo tributa, cumple con su deber creacional.

Los actos de la religión como virtud son adoración, oración, sacrificio, oblación, votos, todo lo que no vincula con él. Los pecados contra ella son indiferencia, idolatrí­a, sacrilegio, perjurio, simoní­a, idolatrí­a y superstición, blasfemia.

Por naturaleza el hombre debe hacer los primeros y se enemista con Dios cuando comete los segundos. A todo esto se llama religión natural
Pero no queda aquí­ la religión verdadera. Dios se revela al hombre y hay que dar respuesta también a lo que Dios manifiesta y quiere. El cristiano cree que Dios se ha revelado por su Palabra y para la Encarnación del Verbo en el Señor Jesús y también es religión el mirarle como Padre además de como Creador. Lo original de la religión cristiana, de la religión más espiritual y sobrenatural, es aceptar el misterio de la misericordia divina y responder con fe en su Palabra, con confianza, con esperanza de salvación, sobre todo con amor filial.

Pedro Chico González, Diccionario de Catequesis y Pedagogí­a Religiosa, Editorial Bruño, Lima, Perú 2006

Fuente: Diccionario de Catequesis y Pedagogía Religiosa

El vocablo “religión” significa relación con Dios. Se usa ordinariamente para indicar una forma concreta y estructural, histórica y cultural, es decir, una de las religiones existentes. También puede significar el conjunto de elementos básicos de la religión verdades o creencias, moral, ritos, fórmulas, ofrendas, etc.

Toda religión ofrece un concepto de salvación y unos medios para alcanzarla, en relación con Dios o con la verdad y el bien absoluto. En cuanto que se busca esta salvación por medio de la “religión”, se indica la “relación” con Dios o con la trascendencia.

La actitud religiosa consiste en la búsqueda del significado integral de la existencia humana, de la historia y de todo el cosmos, en relación con Dios (el absoluto, trascendente), que es la fuente de todo (el Creador) y hacia quien se orienta todo. La búsqueda de la verdad y del bien, que es innata en todo corazón humano, se concreta en una búsqueda de quien es la Verdad y el Bien.

En toda cultura aparece una triple relación con el cosmos, con los semejantes, con la trascendencia. La relación respecto a la trascendencia, más o menos explí­cita y personal, se llama religión. Este dinamismo hacia el “más allá” se encuentra en la misma pregunta que todo ser humano se hace sobre el sentido de la existencia su origen, su finalidad… Por esto, en todo pueblo y cultura se encuentra una o varias religiones, como formas diversas de expresar el sentido de la trascendencia y de “relación” con el Absoluto (Dios). El hecho religioso es una constante histórica y cultural en todos los pueblos y en todas las épocas de la historia.

La religión indica una fuerte relación con Dios o con lo “sagrado”, es decir, con la trascendencia, el más allá, lo “oculto”, el “misterio”. Ordinariamente, las religiones expresan esta relación con el Creador personal, “Dios”, que es principio y fin de todo. Las narraciones de los hechos religiosos se expresan, a veces, con lenguaje “mí­tico”, que tiene su propio valor humano y popular.

Los actos de religión son medios para relacionarse con Dios o con la trascendencia ritos, oraciones, ofrendas. Estos actos pueden ser personales o comunitarios, y tienden a expresar la adoración, alabanza, gratitud, petición, reparación. De este modo se reconoce que Dios es el primer principio, de quien procede todo y que es más allá de todo (“adoración”); pero, al mismo tiempo, se manifiesta una cierta confianza o unión con su poder o su bondad, según los casos. La “oración” es considerada como el corazón de la religión, porque manifiesta el deseo de relación y encuentro.

Referencias Adoración, alabanza, búsqueda de Dios, culto, Dios, gloria de Dios, oración, religiones, sacerdocio, sacrificio, sagrado, salvación.

Lectura de documentos GS 7-10; CEC 2104.

Bibliografí­a J. COGLEY, La religión en una época secular (Caracas, Monte Avila Edit., 1969); L. DUCH, Ciencia de la religión y mito (Abadí­a de Montserrat 1973); J. GOMEZ CAFARENA, J. MARTIN VELASCO, Filosofí­a de la religión (Madrid, Edic. Rev. Occidente, 1973); A. LANG, Introduzione alla filosofia della religione (Brescia, Morceliana, 1959); J. de S. LUCAS, Interpretación del hecho religioso. Filosofí­a y fenomenologí­a de la religión (Salamanca, Sí­guene, 1990); G. MAGNANI, Filosofia della Religione (Roma, Pont. Univ. Gregoriana, 1993); J. MARTIN VELASCO, Introducción a la fenomenologí­a de la religión (Madrid, Cristiandad, 1978); P. MEINHOLD, Manuale delle Religioni (Brescia, Queriniana, 1986); G. WINDENGREN, Fenomenologí­a de la religión (Madrid, Cristiandad, 1976).

(ESQUERDA BIFET, Juan, Diccionario de la Evangelización, BAC, Madrid, 1998)

Fuente: Diccionario de Evangelización

(-> libro, monoteí­smo, reencarnación). La Biblia es un libro religioso y, para entender su mensaje, debemos compararlo con el mensaje y experiencia de otras grandes religiones. En ese sentido, las imágenes y aportaciones fundamentales de la Biblia sólo pueden entenderse desde un trasfondo religioso, aunque luego, en un segundo momento, ellas puedan separarse de ese origen y desarrollarse en un campo cultural, filosófico o cientí­fico. En este diccionario hemos querido destacar las aportaciones religiosas fundamentales de la Biblia, situando su mensaje en el trasfondo de los grandes dioses del entorno cultural de Palestina (ElElohim, Ashera, Baal*, Astarté, etc.). De un modo especial hemos destacado los momentos religiosos más importantes del mensaje y de la vida de Jesús (Reino* de Dios, Padre*, Espí­ritu* Santo, resurrección*, etc.). Más aún, hemos querido presentar la Biblia como un texto religioso fundamental, tanto en perspectiva de fenomenologí­a como de historia de las religiones. En una lí­nea convergente se sitúa la investigación histórico-religiosa de R. Girard, que ha vuelto a estudiar la Biblia desde el trasfondo de la violencia religiosa, interpretándola como testimonio básico del surgimiento de una religión no sacrificial ni victimista.

(1) Biblia y religiones. El tema del fondo religioso de la Biblia y de sus relaciones con las religiones de Oriente ha sido especialmente estudiado por lo autores que han pertenecido a la Escuela de la historia de las religiones (Religionsgeschichtliche Sclmle). Esa escuela se desarrolló en Alemania, a lo largo del siglo XIX y principios del XX, y en ella se pueden distinguir diversas perspectivas: hubo un panbabilonismo, que pretendí­a explicar todos los temas importantes de la religión israelita desde los motivos paralelos de Mesopotamia; otros defendieron un tipo de panegiptismo, haciendo de la Biblia una copia de la religión de Egipto, o un paniranismo, que insistí­a en el aspecto apocalí­ptico y dualista de la Biblia, que derivarí­a del zoroastrismo persa. Los descubrimientos de mediados del siglo XX (mitos cananeos de Ugarit, rollos de Qumrán en el mar Muerto, biblioteca gnóstica de Nag Hammadi en el alto Egipto) han ofrecido nuevo material a los investigadores, pero actualmente ellos tienden a ser más comedidos, de manera que es posible que no surja ya ningún panugaritismo, panqumramistno o pangnosticismo que quieran explicar toda la Biblia desde una sola perspectiva.

(2) Autores clásicos. Pienso que en este campo siguen siendo básicos los grandes maestros de principios del siglo XX, entre los que podemos citar tres: (a) A. Deissrnann (1866-1937) fue filólogo e intérprete del Nuevo Testamento, pero la tradición le recuerda especialmente por sus trabajos de religión comparada, que nos ayudan a situar el cristianismo a la luz del pensamiento filosófico y de la religiosidad popular antigua. El estudio de los papiros, con el lenguaje normal que se hablaba entre la gente, le permitió conocer las condiciones culturales y sociales del primer cristianismo helenista. Su obra clave, Luz desde el Oriente (Licht vom Osten, 1908), se lee todaví­a con provecho, (b) W. Heitmñller (18691926) estudió los misterios cristianos (bautismo, eucaristí­a) desde el trasfondo religioso del antiguo Oriente, entendiéndolos así­ en perspectiva más helenista que judí­a, destacando el carácter mistérico del mensaje de Pablo y de las comunidades helenistas, que fueron a su juicio las creadoras del cristianismo, centrado en el mito de Cristo, no en el mensaje de Jesús, (c) W. Bousset (1865-1920) fue el autor más conocido de esta lí­nea, ofreciendo una visión unitaria y muy influyente sobre la historia y literatura del judeocristianismo y helenismo. Sus trabajos más extensos Die Religión des Judentums im Spathellenistischen Zeitalter, 1903, y Kyrios Christos. Geschichte des Christusglaubens von den Anfangen des Cliristentums bis Irenaeus, 1913) siguen siendo básicos, aunque quizá unilaterales, pues entienden el judaismo de un modo legalista y tienden a juntar cristianismo y helenismo.

(3) La verdadera religión (thréskeia) es el amor a los necesitados. Esta sentencia de Sant 1,27 (cf. Mt 25,31-36) define no sólo el movimiento de Jesús, sino todo el cristianismo. Ciertamente, habí­a y sigue habiendo religiones muy importantes y, entre ellas, el cristianismo como piedad organizada que brota del mensaje de Jesús. Pero la Biblia, tal como culmina en el Nuevo Testamento, no puede entenderse como libro fundacional de una religión estructurada, sino como expresión de un movimiento de Reino, abierto a los necesitados. En ese sentido, ella sigue siendo “judí­a” en el más hondo sentido de la palabra, pues judí­a es la sentencia arriba citada de Santiago (y toda su carta). Los sacerdotes de Jerusalén quisieron fundar una religión centrada en el culto y organizada de un modo ritual. Pues bien, en contra de eso, el movimiento de Jesús ha de entenderse como fe liberadora y como experiencia de vida compartida. En ese contexto podemos añadir que lo más religioso es lo más humano, entendido en claves de gratuidad y comunicación personal.

Cf. W. G. KÜMMEL, Das Nene Testament. Geschichte der Erforschung seiner Probleme, Alber, Friburgo 1970; S. NEILL, La Interpretación del Nuevo Testamento, Edicions 62, Barcelona 1967; G. THEISSEN, Estudios de sociologí­a del cristianismo primitivo, BEB 51, Sí­gueme, Salamanca 1985; La religión de los primeros cristianos. Una teorí­a del cristianismo primitivo, Sí­gueme, Salamanca 2002.

PIKAZA, Javier, Diccionario de la Biblia. Historia y Palabra, Verbo Divino, Navarra 2007

Fuente: Diccionario de la Biblia Historia y Palabra

SUMARIO
I. DEFINICIí“N (M. Dhavamony).
II: FENOMENOLOGíA (M. Dhavitmony).

III. HISTORIA DE LAS RELIGIONES (M. Dhavamóny).
IV. RELIGIONES TRADICIONALES (D. ViSCa).
V. RELIGIí“N POPULAR (F. A. Pastor).
VI. FILOSOFíA DE LA RELIGIí“N (S. Spera).
VII. CRíTICA DE LA RELIGIí“N (K. H. Weger).
VIII. PSICOLOGíA DE LA RELIGION (A. Godin).
IX. SOCIOLOGíA DE LA RELIGIí“N (G. Scarvaglieri).
X. TEOLOGíA DE LAS RELIGIONES (M. Dhavamony).

I. Definición
1. INTRODUCCIí“N. El término “religión” trae a la mente ideas diversas a diferentes personas. Algunos la consideran como creencia en Dios o el acto de orar o de participar en un ritual. Otros la entienden como el acto de meditar sobre algo divino; sin embargo, otros piensan que tiene que ver con una actitud emocional e individual respecto a algo que está más allá de este mundo; hay algunos que identifican sencillamente religión con moralidad. Ciertamente, la forma de estudiar la vida religiosa del hombre depende en gran medida de la experiencia del individuo de lo que él llama religioso. Cualquier estudio cientí­fico de la religión comienza con una cierta idea de religión que le ayuda a distinguir entre lo que es religioso y lo que no es religioso, y prosigue su investigación para hacerla más precisa y más aceptable desde un punto de vista crí­tico.

2. UNA DEFINICIí“N DESCRIPTIVA DE RELIGIí“N. Según la bien conocida etimologí­a que da Cicerón del término; la palabra latina religio se deriva de re-ligere, que significa “estar atento, considerar y observar, mantenerse unidos” como opuesto a negligere (`descuidar, socavar’; es decir, religión significa el cumplimiento consciente del deber, temor de un poder más alto. El apologista tardí­o Lactancio (ca. 260-340 d.C.) creí­a que la palabra derivaba de re-ligare, que significa “atar, mantener junto”; una relación estrecha y duradera con lo divino. El hombre está conectado con Dios por el lazo de la religiosidad. Desde esta perspectiva, la religión es un hecho que entra en el dominio de la interioridad y del sentimiento humano. Aunque no existe certeza sobre la exactitud de estas derivaciones, la última fue adoptada por san Agustí­n y dominó los puntos de vista teológicos de la Edad Media. Ambos significados se pueden integrar para indicar el doble aspecto de la religión, a saber: la dimensión objetiva y subjetiva de la experiencia religiosa. El acontecimiento más importante ocurrido en la más reciente historia de la palabra en la cultura occidental es la transformación de su significado de una referencia primaria a la práctica ritual de un culto especí­fico a una referencia básica a un sistema total de creencias y prácticas que operan en una sociedad dada. La complejidad y diversidad de las religiones del hombre, así­ como los sentimientos profundos y ambivalentes que suscitan, han dado lugar a una serie heterogénea de definiciones de religión, muchas de las cuales incluyen suposiciones evaluativas y enfatizan indebidamente un aspecw de los sistemas religiosos.

La palabra religión tuvo su origen en el lenguaje precristiano, pero entró en el uso lingüí­stico cristiano tanto en la versión latina, de la Biblia (la Vulgata) como en los escritos de los padres de la Iglesia latinos. En la cristiandad medieval, religión, en su grado supremo y más grande, significa vida monástica, con los tres votos de pobreza, castidad y obediencia. De ahí­ que el religioso por excelencia fuese el monje o monja, y el estado religioso fuera considerado el estado de perfección.

La religión incluye no sólo las creencias, costumbres, tradiciones y ritos que pertenecen a agrupaciones sociales particulares; implica también experiencias individuales. Toda concepción de la religión que acentúa el aspecto comunitario de la religión hasta la exclusión de la vida psí­quica del individuo es defectuosa, puesto que es la aprehensión personal por el individuo de lo sagrado o lo divino lo que constituye uno de los más importantes rasgos de la religión: Según J. Frazer, la religión es “una propiciación o conciliación de poderes superiores al hombre que se cree que dirigen y controlan el curso de la naturaleza y de la vida humana. Así­ definida,Kla religión consta de dos elementos, uno teórico y otro práctico, a saber: una creencia en poderes superiores al hombre y un intento de propiciarles o agradarles”. Explica después que “la creencia viene claramente en primer lugar, ya que debemos creer en la existencia de un ser divino antes de que podamos intentar complacerle. Pero a no ser que la creencia conduzca a la correspondiente práctica, no es una religión, sino sencillamente una teologí­a” (The Golden Bough, edición abreviada, 1925, 50).

E. Durkheim pone el énfasis en la creencia y práctica dentro de una comunidad social. “Una religión es un sistema de creencias y prácticas relativas a las.cosas sagradas, es decir, cosas puestas aparte, prohibidas; creencias y prácticas que unen en una sola comunidad-moral, llamada Iglesia, a todos aquellos que se adhieren a ellas. E1 segundo elemento que encuentra así­ un lugar en nuestra definición es no menos esencial que .el primero; porque, al mostrar que la idea de religión es inseparable de la de la Iglesia, deja claro que la religión serí­a una cosa eminentemente-colectiva” (The Elementary Forms of the Religious Life, 1954, 47). La teorí­a sociológica desarrollada por Durkheim afirma que cuando los hombres tienen el sentimiento religioso de estar ante un poder superior que trasciende sus vidas personales y les impone su voluntad como un imperativo moral, están en realidad en la presencia de una realidad más grande que les rodea. Esta realidad no es, sin embargo, un ser sobrenatural; es el hecho natural de la sociedad. El grupo humano que les rodea ejerce los atributos de la deidad en relación a sus miembros, y hace surgir en sus mentes la idea de Dios, que, en efecto, es así­ un- sí­mbolo de la sociedad misma. Existen muchas dificultades en contra de esta teorí­a sociológica de la religión. No da razón del alcance universal de la conciencia religiosa informada, que en ocasiones va más allá de los lí­mites de toda sociedad empí­rica y reconoce una relación moral con los seres humanos como tal. En la enseñanza de los grandes profetas, el monoteí­smo es algo que está en la conciencia de manera muy poderosa: Dios ama a todos los hombres y llama a todos los hombres a cuidar unos de otros como hermanos. Esto sobrepasa la perspectiva de una sociedad empí­rica tal como se concibe en la teorí­a sociológica, pues la humanidad en su conjunto no es una sociedad según esta teorí­a. También fracasa en dar razón de la creatividad moral de la mente profética. El profeta moral va más allá del código ético establecido y llama a sus seguidores a reconocer nuevas y más amplias afirmaciones de moralidad sobre sus vidas. Además, esta teorí­a fracasa al explicar el poder de la conciencia socialmente separado. Un individuo puede estar en desacuerdo con su sociedad con respecto a muchos aspectos de la vida humana.

Según R. H. Thouless, toda definición adecuada de religión deberí­a incluir al menos tres factores: un modo de conducta, un sistema de creencias intelectual y un sistema de sentimientos. Para encontrar una definición completa y satisfactoria de religión debemos además investigar lo que es la caracterí­stica particular de la conducta, creencias y sentimientos en cuestiówque los distingue como religiosos. La definición será como sigue: religión es una relación práctica sentida con lo que se cree un ser o seres sobrehumanos. Explica los dos términos que son importantes en el estudio psicológico de la religión: la conciencia religiosa y la experiencia religiosa. La conciencia: religiosa es aquella parte de la religión que está presente en la mente y abierta al examen por medio de la introspección. Es el estado mental de la actividad religiosa. La experiencia religiosa es un término más vago, utilizado para describir el elemento del sentimiento en la conciencia religiosa: los sentimientos que conducen a la creencia religiosa o son los efectos de la conducta religiosa. Es imposible estudiar la conciencia religiosa sola; tenemos que investigar la conducta religiosa también (An Introduction to the psychology of Religion, 1936, 3-4). Según William James, la vida religiosa consiste en la creencia de que existe un orden invisible, y que nuestro bien supremo reside en ajustarnos armoniosamente a él. Esta creencia y su ajuste componen la actitud religiosa del alma (Yarieties of Religious Experience, 1928, 26ss).

N. Sdderblom sostení­a que el elemento esencial en la religión no es ni la creencia formal ni el culto organizado, sino una respuesta al “tabúsanto” (Das Werden des Gottesglauben, 1916, 211). Religión debe significar, por tanto, respuesta del hombre a ese poder que contempla como sagrado. Lo sagrado en general se define como lo contrario de lo profano. Tan pronto como se intenta dar una clara afirmación de la naturaleza, de la modalidad de esa oposición, surge la dificultad. Ninguna fórmula; por elemental que sea, cubrirá la complejidad laberí­ntica de los hechos (R. CAILLOIS, L Homme el le sacré, citado por M.. ELIADE, Patterns in Comparative Religion, 1958, p. xxi). Entre los hechos de esta complejidad laberí­ntica, Eliade incluye el tabú, el ritual, el sí­mbolo, el mito, el demonio, Dios, etc. La religión difiere de todos los otros aspectos de la vida social, como lo psicológico, sociológico, antropológico, etc., porque está preocupado por los sistemas de creencia, así­ como por los sistemas de relación y acción y porque sus sistemas de acción están ellos mismos orientados a lo sagrado. En todas las sociedades la gente cree que los procesos de la naturaleza y el éxito del esfuerzo humano están bajo el control de seres sobrenaturales fuera del alcance de la. experiencia cotidiana, cuya intervención puede cambiar el curso de los acontecimientos.

La definición general de religión designa relaciones del hombre con lo sagrado, lo divino. La religión es el reconocimiento consciente y efectivo de una realidad absoluta (lo sagrado o lo divino), de la cual el hombre se sabe existencialmente dependiente, bien por sumisión a ella, bien por identificación total o parcial con ella. Esta definición distingue religión de magia, que hace que lo divino se someta al hombre; incluye el teí­smo (sumisión a Dios) y el panteí­smo o panenteí­smo o monismo (una cierta identificación con el absoluto).

Como la religión consiste en una relación del hombre con algo que él siente que es “el absolutamente otro”, este “otro” es presentado de muchos modos, como poder, como persona, como realidad absoluta, etc. La religión no es simplemente un hecho humano. En la experiencia religiosa interviene en la vida humana una fuerza que es sentida como superior al hombre. El propio hombre se siente incapaz de alcanzar lo que quiere por su propio poder; por eso desea que el ser sobrehumano, sobrenatural, responda a sus aspiraciones de alguna forma, sin que importe el modo de concebir esta intervención en las diferentes religiones. No hay ninguna religión natural pura; es decir, la religión no es simplemente obra del hombre; la religión no es meramente la aspiración del hombre a lo divino, sino que implica también algún tipo de respuesta a sus aspiraciones por parte de lo divino; una cierta revelación queda implicada en esta respuesta. El hombre.religioso o bien establece por sí­ mismo sí­mbolos y rituales para asegurar la intervención diviña o bien recibe históricamente de varios tipos de mediaciones e intermediarios la respuesta y ayuda divinas para llevar a cabo la meta de su religión. La manifestación e intervención de lo divino en la vida y la historia humanas han sido denominadas por los historiadores de las religiones como hierofaní­as (Mircea Eliade). La hierofaní­a más sublime conocida en la historia es la encarnación realizada en Jesucristo.

3. RELIGIóN Y MAGIA. Tenemos que distinguir claramente religión de magia. Los investigadores han indicado muchos puntos de esta distinción, de los que incluimos aquí­ los más importantes.

a) La actitud del hombre: la religión representa una mente sumisa, mientras que la magia representa una actitud imperiosa, autoafirmativa; es sumisión frente a control. Una persona religiosa trata lo sobrenatural como sujeto, mientras que un mago lo trata como objeto. La magia consiste en forzar el numen; la religión es sumisión: dos reacciones psicológicas totalmente diferentes; dos compartimientos diferentes de un gran todo, que es el sobrenaturalismo. La esencia dé la magia es ciertamente coerción en función de los intereses de las necesidades orgánicas de uno; la magia genuina se supone que capacita al hombre para influir en el curso de los acontecimientos por medios pu-, ramente psí­quicos.

b) En relación con la sociedad: la religión es ,una cuestión que atañe a la sociedad, a la Iglesia, mientras que la magia es asunto del individuo; culto organizado. frente a práctica individual. La brja es la practicante no oficial; en la magia el individuo está en el primer plano.

c) El instrumento: la magia es una técnica que se supone que alcanza su propósito, mediante el uso de medicinas; si son utilizadas como meros instrumentos, como un tipo especí­fico de recurso para alcanzar determinados fines, entonces hablamos de magia.

d) Propósito: cercaní­a o unidad con lo divino es religión; las metas de la vida las contempla la magia; medios para un fin: eso es magia, mientras que un fin en sí­ mismo representa la religión. En cuanto práctica, la magia es la utilización de este poder para fines públicos o privados; la magia se compone de acciones que expresan una voluntad de realidad.

e) El factor adicional: seres personales de naturaleza caprichosa frente a poderes calculables. Reconocimiento de un orden trascendental frente a ninguna referencia trascendental a poderes supramundanos externos. Todo lo que se dirige a un poder inidentificádo es magia. La diferenció esencial entre magia y religión parece consistir en si una acción tiene lugar como un opus operatum de sí­ mismo o si se orienta ella misma a una voluntad superior, a través de la cual se esfuerza por ver su intención cumplida. La religión es creencia en algún poder del universo iriás grande que el hombxe mismo. La, magia es ciencia oculta; es una referncia al poder oculto.

En conclusión, podemos decir que la magia difiere de la religión en que la magia es manipuladora en esencia, aunque esta manipulación se realice en una atmósfera de miedo y ‘respeto, maravilla y prodigio, similar a lo que caracteriza a la actitud religiosa. Religión significa una acción directa desde el punto de vista del agente, mientras qué la magia jamás puede ser un método directo, pues sin un instrumento no hay magia; nunca se puede hablar de “magia por naturaleza”. La magia es todo artilugios, es decir, instrumentos.

En este contexto tenemos que dejar claro que, aunque encontramos fenómenos que son mágico-religiosos, también podemos tropezar con casos en que los fenómenos religiosos no están mezclados con la magia en absoluto. Hay también casos en los que está presente la magia sola sin ninguna mezcla de religión.

4. RELIGIóN Y REVELACIí“N. En todas las religiones, incluyendo las religiones primitivas, existe una conciencia de la acción divina. En todas las tribus y pueblos conocidos se encuentran en grados diversos tanto ejercicios ascéticos como acción divina en la práctica religiosa; pero entre los pueblos primitivos la llamada de la deidad, su acción en su vida es reconocida como la parte esencial de la religión. La necesidad que tiene el hombre de Dios se afirma a sí­ misma de muchas maneras. Esto se ve especialmente en las grandes religiones, a las que designamos como un tipo de religión que experimenta y acentúa la actividad divina o revelación profética. En estas manifestaciones hay una intrusión poderosa de lo divino en la esfera humana.

¿Busca Dios al hombre o busca el hombre a Dios? La alternativa parece una alternativa sin sentido. La verdadera respuesta la dio el poeta mí­stico Rumi cuando escribí­a que es Dios mismo quien habla en la invocación y en la plegaria del hombre. En la religión de Zoroastro se prefiere la primera alternativa. Dios buscó al profeta elegido, se le manifestó él mismo y le llamó a realizar su obra. Fue más bien el poder divino el que vino a él para reconocer el Ahuramazda como el ser supremo absolutamente único. Así­, Zoroastro, mediante una llamada divina, se convirtió en el profeta de su pueblo, y su mensaje se convirtió en una religión revelada.

La religión profética en Israel es una religión fundada, no una religión de cultura ennoblecida por la inteligencia y el sentimiento religioso. Arranca de una personalidad histórica, a la que nunca se deja de hacer referencia. La importancia de Moisés como, el fundador de una forma relativamente alta de religión ética es reconocida por todos los investigadores de la religión. El AT presenta una idea de Dios elevada e inspirada y un apasionado celo por el amor y la justicia; además, su fe encuentra fundamento o corroboración a través de acontecimientos históricos. Estas caracterí­sticas se han intensificado y llevado a la plenitud en el evangelio y en la Iglesia cristiana. La verdad del cristianismo está indisolublemente ligada no sólo a un acontecimientó, sino a una persona de la historia, Jesús de Nazaret. La pretensión exclusiva del evangelio y de la Iglesia de poseer la verdad, y la del hombre Jesús en el cuarto evangelio de ser él mismo la verdad; realza la naturaleza única de la religión revelada. La amistad establecida Por Cristo, el-redentor, entre el =alma humana perdida y Dios, su creador, la nueva amistad que une a- los hombres en torno al salvador es una hermandad eterna, nació con la predicación ‘y las poderosas obras del Señor. Cuando se consuntó en la cruz, los prisioneros del pecado, el mundo y, la muerte fueron liberados y unidos en una nueva humanidad. Su verdadero centro es tima personalidad viva; é1. Hijo encarnado, el Señor resucitado, que es el centro del cristianismo.

Muy diferente es el caso de Mahoma, que afirmó ser simplemente un mensajero del Dios Alá. Estaba convencido de que un libro sagrado distingue a la verdadera religión del paganismo, y por eso dio a su pueblo el Corán, la eterna palabra de Dios. Dios ha anunciado su voluntad por medio de muchos profetas, y Mahoma es el profeta de Alá. No reclamó para su per§ona perfección moral o mediación sobrehumana. El era sólo un hombre corno los demás, sólo un predicador; el primer musulmán (creyente). El habí­a pecado y necesitaba perdón.

Las religiones orientales, como el hinduismo y el budismo, proponen un tipo diferente de revelación, que es la experiencia directa e inmediata de Dios o el absoluto en la mí­stica, y de ahí­ que sean llamadas religiones mí­sticas, en cuanto distintas de las religiones proféticas. Sus escritos sagrados no contienen una descripción de las relaciones de, Dios con el hombre en la historia, sino que son-más bien una comprensión gradual por parte del hombre del ser de Dios y del hombre. Es la búsqueda del hombre de lo real, la luz y lo inmortal, tanto en sí­ mismo como en el mundo que le rodea: “De lo irreal condúceme a lo real; de la oscuridad guí­ame a la luz; de la muerte llévame a la inmortalidad” (Brh. Up. 1.3.28).

Revelación significa una apertura libre de Dios al hombre; esto es indispensable en toda religión, dado que el hombre no puede alcanzar por sí­ mismo el conocimiento de la absoluta trascendencia de Dios; toda religión, tal como existe en la realidad, espera alguna intervención de Dios o de un ser sobrenatural como respuesta a la búsqueda del hombre de lo divino. La religión revelada es aquélla en la que Dios se ha revelado a sí­ mismo en un momento histórico concreto a un hombre, que es un fundador o un especialista de lo sagrado. Por ejemplo, el cristianismo, el islam, el judaí­smo, el zoroastrismo. Pero las religiones orientales pueden llamarse “reveladas” en un sentido mí­stico, es decir, en una experiencia de Dios o de lo absoluto directa e inmediata: Todas las religiones están fundadas sobre la fe; se diferencian sólo en el modo en que esta fe es justificada. La fundamentación de la fe puede ser una inserción inmediata, histórica de Dios que revela su poder, su voluntad y su naturaleza por medio de hechos y palabras, o la tradición del sabio, de los mí­sticos, videntes o antepasados. La fe de estos dos tipos es vivida de la manera más seria en absoluta disponibilidad ante Dios.

5. RELIGIóN Y FE. Religión y fe están unidas entre sí­ y son a veces sinónimos. Cada creyente está convencido de la absoluta verdad de su creencia y se halla dispuesto a seguir las consecuencias de esta convicción, fundamentándola formal y primariamente no en argumentos lógicos o históricos verificables por él, sino sobre la fe transmitida de una generación a otra. Esto no significa que la religión sea fideí­sta o que esté basada en una opinión insuficientemente fundada, sino que tiene un sentido de tradición aceptada como válida y auténtica en asuntos religiosos. Es esencial para la fe que tenga el carácter de totalidad del acto religioso; no el fruto de una conclusión sacada de fenómenos fundados en el principio de causalidad, o un producto de la sola inteligencia o de la sola voluntad; es, por el contrario, una actitud de adoración del alma; la más profunda y absoluta del hombre en su centro personal.

W. Cantwell Smith sostiene que la vida religiosa del hombre puede entenderse de manera apropiada sólo si se elimina la noción de “religión” como abstracción. El concepto “religión” debe reemplazarse por los dos conceptos distintos de “una tradición cumulativa” y “una fe personal”. Critica algunos intentos eruditos de describir la experiencia religiosa de la persona en términos de una entidad impersonal llamada religión. Mantiene que porque los fenómenos religiosos son expresiones humanas se debe ser sensible al carácter particular de la implicación del individuo en cuanto que se expresa a sí­ mismo en la oración, el ritual o la responsabilidad social. El investigador debe distinguir entre la fe personal del hombre religioso y la tradición cumulativa, que es objeto de estudio del historiador y del morfólogo. La fe de los hombres puede estudiarse siendo sensible a la cualidad viva de los hombres religiosos que han expresado su fe en formas culturales. Lo que Cantwell Smith dice sobre el concepto de religión es en parte cierto. Tenemos que aceptar una aproximación personalista como correctivo a los estudios puramente objetivos que han enfatizado una metodologí­a empí­rica. Pero entendemos por religión todo lo que acompaña a la fe personal de una persona religiosa.

Cuando la conciencia de lo divino o de lo sagrado se convierte en el centro de vida personal, todas las funciones, habilidades y decisiones del hombre están informadas por el impacto especial de esta experiencia. Como término- religioso, la fe no significa lo que el habla común lo hace significar, es decir, una aceptación intelectual y emocional de algo que una persona no conoce con precisión y no puede demostrar. Esto representa solamente un aspecto secundario de la vida de fe; además, cambia el centro de atención de la fuente trascendente de la fe a una preocupación por reglas de carácter lógico y métodos de verificación empí­rica. Estas són sólo consideraciones secundarias cuando luchamos con los elementos más profundos de la experiencia humana. La fe es más bien un Iriodo de vivir, no simplemente una manera de pensar que sitúa la existencia del hombre en el contexto de lo sagrado o lo divino o la realidad eterna. La fe es la respuesta autoconsciente a lo sagrado en todo su misterio, revelación, poder terrible y fascinante (mysterium tremendum et fascinans).

C. RELIGIí“N “ORIGINAL”, MONOTEíSMO “ORIGINAL” Y REVELACIí“N “ORIGINAL”. Wilhelm Schmidt, criticando duramente la interpretación evolucionista del origen de la religión y de la idea de Dios, afirmaba que el origen de la idea que tiene el hombre de Dios no se puede encontrar sin utilizar un método histórico, cientí­ficamente fundado, para distinguir y clarificar varios niveles de desarrollo dentro de las mismas sociedades primitivas. En el primer volumen de su libro The Origin of the Idea of God, Schmidt sostiene que las tribus más primitivas indican a través de sus creencias y prácticas cúlticas una reflexión distorsionada, pero positiva, de la experiencia religiosa más primitiva: la adoración de un “ser superior”. Según Schmidt, la primera señal de la religión de los pueblos primitivos es su monoteí­smo fundamental; la esencia de su religión consistí­a en su creencia en un ser supremo, en el reconocimiento de su dependencia de él y en su obediencia a sus leyes. Los resultados de este nuevo descubrimiento: que el monoteí­smo que ha de encontrarse en la más antigua religión y es su verdadero núcleo de ella, son diametralmente opuestos a la vieja visión evolucionista de que el monoteí­smo apareció sólo en religiones tardí­as como resultado de una larga y complicada evolución. Debe, por supuesto, mantenerse que el monoteí­smo está también presente en las religiones, aun cuando- existan deidades menores junto al ser supremo; a condición de que se mantenga que el ser supremo ha creado estas deidades, les ha concedido poderes, asignado funciones y ejercerá una supervisión general sobre ellas; e incluso donde una de estas notas de supremací­a esté ausente, no obstante el monoteí­smo prevalece, pero en una forma más débil.

La “revelación primitiva” es la que los primeros padres de la humanidad recibieron de Dios al principio de la creación; después de la caí­da también recibieron revelaciones acerca del salvador. Esta revelación ha sido transmitida a la posteridad. Esto explica que los hombres puedan tener verdades comunes sobre Dios y sobre la relación del hombre con Dios de diversas formas y en diferentes grados en la historia de la humanidad. Las verdades de otras religiones serí­an un residuo de esta “revelación primitiva” (Schmidt). Esto no ha sido aceptado por los investigadores, ya que es difí­cil seguir las huellas de estas verdades en las varias religiones y resulta imposible establecer la continuidad de la tradición primitiva a través de la larga historia humana que separa a Adán de Abrahán.

La “religión primordial” es la que se supone que existió en los orí­genes del hombre, bien en el sentido de que esta religión se consideraba la más perfecta (por eso se habla de monoteí­smo original) y se degradó paulatinamente en formas inferiores de religión (W. Schmidt), bien en el sentido de un estado mí­nimo de religión, como el animismo o preanimismo o totemismo, que evoluciona gradualmente hacia formas superiores de religión, como el monoteí­smo (Tyler, Marrett y Durkheim). Ambos sentidos no son aceptados por nosotros por falta de evidencia histórica.

Aunque no admitimos el monoteí­smo primitivo de Schmidt como teorí­a del origen de la religión, él y sus seguidores han prestado un servicio a la historia de las religiones al rechazar la influencia de la teorí­a del animismo y demostrar la posibilidad de la hipótesis no animista de los orí­genes religiosos. Ha mostrado también la existencia de la creencia en el ser supremo entre los primitivos, hecho éste que ha sido a menudo despreciado o negado por algunos investigadores. En casi todas las religiones primitivas se encuentra ciertamente la idea de un ser supremo. Bastante a menudo este Dios superior es considerado como el creador y un ser moral, que ha establecido normas para las relaciones correctas entre los seres humanos. Podemos distinguir dos tipos de monoteí­smo: explí­cito e implí­cito. El monoteí­smo explí­cito es la creencia en un único Dios, con exclusión de todos los demás dioses. El monoteí­smo implí­cito es la creencia en un Dios único que excluye sólo indirectamente a otros dioses supremos. El monoteí­smo primitivo de Schmidt es implí­cito, y se puede admitir en cuanto que implica la creencia en un ser supremo.

CRíTICA ACTUAL DE LA RELIGIí“N. Pasemos revista a algunas de las crí­ticas actuales de la religión, porque pueden ayudarnos a comprender la verdadera naturaleza de la religión.

Se alega que la religión nos introduce en una dependencia supersticiosa de lo que se llama deus ex machina, en un falso sobrenaturalismo o una metafí­sica pasada de moda. Esto tiene como resultado la disminución del esfuerzo humano y del sentido de la humana responsabilidad. Esta crí­tica posee cierta validez si se considera que la religión mira a Dios como un útil solucionador de problemas o como una explicación conveniente de algo que va mal, de algo que no podrí­a entenderse con facilidad, de algo que sucede a causa de la irresponsabilidad y estupidez del hombre. La fe religiosa propia y la razón deberí­an jugar un papel mucho mayor en corregir ideas falsas o supersticiosas acerca de Dios o sobre su relación con el mundo y con los seres humanos. Pero mientras recemos, rindamos culto y hablemos sobre lo trascendente, no nos libramos de la convicción religiosa básica de que, cualquiera que sea la forma de expresarlo, implica con toda certeza algún tipo de creencia sobre cómo son las cosas. No podemos orar o hablar de lo trascendente o incluso de un compromiso definitivo sin estar preparados para afirmar algún tipo de base lógica para estas cosas.

Otra objeción contra la religión sostiene que se refiere a la búsqueda de salvación del individuo, y por ello es esencialmente egocéntrica. Esto puede ser cierto en algunos casos extremos, pero se pierde de vista que la salvación personal propia, en religión, se obtiene a través del cumplimiento del propio deber para con los otros, cualquiera que sea el estado en que uno se encuentre, en nombre de las propias creencias religiosas. El hombre como ser social está relacionado con otros humanos, y esta relación encuentra su razón profunda en su relación personal con Dios o el absoluto. La objeción simplemente declara que la búsqueda de la salvación debe tener en perspectiva nada menos que a toda la humanidad; esto, al condenar algunas deformaciones de la religión, reafirma el propósito que anida en el fondo de toda verdadera religión.

También se dice que la religión se convierte fácilmente en idolatrí­a, en un fetichismo en el que las cosas destinadas a servir al culto se convierten en los objetos de culto. La gente acaba aferrada fanáticamente a formulaciones dogmáticas particulares o a determinadas instituciones. A veces las normas son absolutas e inmutables, etc. Tenemos que responder diciendo que la religión misma lleva a cabo el examen de tales í­dolos y efectúa reformas desde dentro: Toda comunidad religiosa tiene poder de renovarse a sí­ misma y de vez en cuando pone de hecho en obra el programa de renovación.

8. RELIGIí“N Y MORALIDAD. Kant ha demostrado de modo convincente que no se necesita conocer la existencia de Dios para percibir la obligación moral de hacer el bien y evitar el mal. Ningún hombre puede ser excusado de sus malas obras sobre la base de que es ateo o agnóstico. Pero no se sigue de esto que no exista relación entre moralidad y Dios. “Sólo la existencia de un Dios personal que es la infinita bondad puede realizar el mensaje de los valores morales y justificar en última instancia la validez de esta obligación” (Von Hildebrand). Las leyes morales no son una “respetable abstracción”, sino que encuentran su encarnación personal en el Dios vivo.

Un hombre no necesita ser religioso para percibir el carácter absoluto de los valores morales; pero el hombre religioso, a causa de su explí­cita relación de estos valores a Dios, no sólo tiene una captación mucho más profunda de su naturaleza, sino que puede también entender que ningún mal puramente fí­sico, como la enfermedad, el sufrimiento, el hambre y la muerte misma, puede compararse en importancia con una sola ofensa contra_Dios. No solamente son percibidos los valores morales como enraizados en Dios mismo, sino que el hombre religioso advierte también con claridad que la más alta y la más sublime de todas las obligaciones morales es la respuesta a Dios. Muchos pensadores han reconocido que la gravedad última de la moralidad y su carácter categórico reclaman la existencia de un Dios personal. Lo mismo hay que decir del hecho de que la religión necesariamente abarca la moralidad. “Ninguna religión que venga de Dios contradice el propio sentido del bien y del mal” (Newman). “La religión no puede prosperar sin ética, ni más ni menos que la ética no puede prosperar sin religión” (Von Hügel). Aunque religión y moralidad son distintas y no se puede identificar la religión simplemente con moralidad, sin embargo no están separadas, sino que se incluyen mutuamente incluso en el más alto nivel del misticismo.

RELIGIí“N Y MISTICISMO. La experiencia mí­stica es ante todo un hecho cargado de significado para la vida religiosa del mí­stico, porque tenemos que reconocer la existencia psicológica de estados caracterí­sticos que implican un determinado tipo de conciencia, en la que los sí­mbolos sensoriales y las nociones del pensamiento abstracto y discursivo parecen, por así­ decirlo, anulados, y el alma se siente unida en contacto directo con la realidad que posee. El mí­stico siente que tiene una percepción más profunda y una luz más grande en su experiencia de la sublime realidad, cualquiera que pueda ser. Este es el fenómeno que comúnmente se denomina misticismo.

La naturaleza del misticismo puede vislumbrarse a partir de su definición o descripción. Primero debemos observar que misticismo no es lo oculto, ni ninguno dedos fenómenos paranormales, como lectura del pensamiento, telepatí­a o levitación. Muchos mí­sticos,iuténticos pueden haber-tenido estos poderes, pero no son esenciales para el fenómeno mí­stico como tal. A fin de incluir todos los tipos de misticismo, podemos decir que la experiencia mí­stica es una percepción directa del ser eterno, ya se lo conciba en términos personales, ya simplemente como un estado de conciencia. Es una experiencia suprarracional,- metaempí­rica; intuitiva, unitiva, de “algo” intemporal, no espacial, inmortal, eterno, bien sea este algo un Dios personal, bien un absoluto suprapersonal o un mero estado de conciencia. Es la realización de “unidad” con o dentro de algo que trasciende el yo empí­rico, aunque esta unidad sea experimentada en identidad total o en unión í­ntima. El común denominador en los diferentes tipos de experiencia mí­stica es la pérdida del sentido de personalidad o conciencia del ego en un todo más grande. El mí­stico siente que es trasplantado más allá del tiempo y del espacio a un “ahora” eterno en el que la muerte no tiene ninguna relevancia, y la condición natural del hombre se contempla como una condición de inmortalidad segura.

Siendo ésta la definición general de misticismo, podemos proceder ahora a distinguir los tres tipos de experiencia mí­stica: extática, enstática y teí­sta. En el tipo de experiencia extático el alma siente que está sumergida en la vida inmortal de todas las cosas. En esta experiencia la barrera entre el “yo” y el “no-yo”, entre el sujeto que experimenta y el mundo objetivo, parece desvanecerse, y todo se ve como uno y lo uno como todo. El núcleo de la experiencia es que la individualidad misma parece disolverse y esfumarse, lo cual trae gozo y paz. Esta experiencia pueden tenerla personas de todas las religiones y también personas que no tienen ninguna religión en absoluto. De ahí­ que sea a veces denominado misticismo de la naturaleza. Como expresión religiosa, lo vemos relacionado con la iluminación zen.

El segundo tipo de experiencia es aquél en el que el alma se zambulle en su propia esencia más profunda, de la cual desaparece todo lo que es fenoménico, transitorio y condicionado, y se contempla a sí­ misma como indivisiblemente una y más allá de todas las dualidades de la vida del mundo. Es la experiencia de la unidad absoluta o de la esencia espiritual más í­ntima del yo en su ser más profundo. Cuando se experimenta la unidad absoluta del yo espiritual se puede convertir en un tipo de experiencia monista (no dualista). Las Upanishads interpretan esto en el sentido de que cuando el hombre alcanza este estado, se da cuenta de lo que es verdaderamente lo absoluto; es la divinidad misma, de la cual Dios es solamente la primera emanación semi-ilusoria. Ninguna religión tiene relevancia sino en la medida en que señala al uno inefable, que somos realmente todos nosotros. Esta es la posición de los sistemas no dualistas.

La experiencia enstática es, como la extática, una experiencia en la que tanto el tiempo como el espacio son trascendidos. Pero mientras que en la experiencia extática el yo parece sumergirse en el mundo y el mundo en el yo, en la experiencia enstática desaparece toda multiplicidad y no existe nada excepto la unidad infraccionable. En el estado enstático la unidad del ser es experimentada dentro del yo, como una experiencia de la presencia de la inmensidad de lo divino en el alma. Es ésta una experiencia del yo espiritual en su universalidad, totalidad, capacidad expansiva por parte del yo mismo.

El tercer tipo es el misticismo del amor de Dios. En la experiencia hindú del supremo bhakti (amor de Dios) nos encontramos con este tipo de experiencia de la viva participación del alma en el ser de Dios. Por el bhakti el hombre liberado se da cuenta de la naturaleza de Dios a través del conocimiento intuitivo, porque conoce a Dios como es en sí­ mismo. El yo más í­ntimo está más allá del tipo de experiencia que dice “yo quiero”, “yo deseo”, “yo sé”. Tiene su propia forma de conocer, amar y experimentar, que es la forma divina, no una forma humana, un tipo de unión, de unicidad, “esponsal”, en la que no existe ya una individualidad psicológica separada que atrae todo lo bueno y toda verdad hacia sí­, y que así­ ama y conoce por sí­ mismo.

La experiencia del yoga y la no dualista tienen un contacto inmediato y directo con el centro interior del alma espiritual en su interioridad y totalidad perfectas, con el último fundamento de las actividades del alma. En realidad es un descenso a la verdadera fuente de la bondad ontológica en el ser del alma creada. El peligro en este tipo de misticismo consiste en resistir a o en absolutizar la experiencia del yo. De hecho éste ha sido el caso de los no dualistas de la India. Este error es fácil de cometer, a no ser que se conozca a Dios por la fe o por la experiencia; es difí­cil que no confunda la imagen, una vez purificado por el ascetismo y un total desapego de todas las cosas temporales, con el. Dios vivo que refleja la imagen.-En el caso del misticismo, del amor de Dios, los mí­sticos, por medio de un intenso amor a Dios, experimentan una unión mí­stica con él. Aquí­ vemos que obra.una gracia sobrenatural de Dios, pues este tipo de misticismo no puede ser inducido por la mera fuerza del hombre. Por mucho que lo intente con toda suerte de técnicas y medios, jamás alcanzará este misticismo de amor que se siente como un don puramente gratuito de Dios. En cambio, los otros tipos de experiencia trascendental pueden ser inducidos mediante técnicas, de yoga por ejemplo, y por otros medios.

Hemos expuesto la naturaleza del misticismo y sus diversos tipos con cierta amplitud a causa de su significación e importancia para el panorama religioso actual, tanto de Occidente como de Oriente, por la aparición de sectas religiosas y nuevos movimientos religiosos bajo la influencia de las religiones orientales. Lo que importa tener en cuenta aquí­ es que no todos los tipos de misticismo son religiosos; hay un misticismo natural y un misticismo profano, que no tienen ninguna relación en absoluto con lo sagrado, con lo divino o con Dios. Persiguen la autoperfección de varias formas para tener un mayor dominio espiritual sobre uno mismo, para mejorar la propia fuerza espiritual y para dominar la experiencia empí­rica y la vida en la que uno se encuentra. Estas pueden ser prácticas legí­timas y resultan útiles en las técnicas de meditación, por ejemplo, igual que en las disciplinas religiosas, aunque por sí­ mismas no son necesariamente religiosas.

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M. Dhavamony

II. Fenomenologí­a
1. INTRODUCCIí“N. Antes de nada tenemos que clarificar el significado de fenomenologí­a de la religión, tal como lo entendemos aquí­. No se refiere a la escuela filosófica representada por Edmund Husserl y sus seguidores, como Heidegger, Sartre, Merleau-Ponty, que utilizan el método fenomenológico al discutir cinco conceptos centrales: descripción, reducción, esencia, intencionalidad y mundo. Entendida de esta forma, la fenomenologí­a de la religión es la parte de la filosofí­a fenomenológica dedicada al estudio de la religión. Por otro lado, la fenomenologí­a de la religión no es filosofí­a de la religión (l Religión, VI) entendida en el sentido hegeliano. Hegel intentó organizar toda la actividad humana, como el arte, ley, religión, etc., en un sistema, aplicando los métodos filosóficos de estudio a cada sector; la filosofí­a de la religión en este sentido trata de la viabilidad filosófica de las doctrinas religiosas e intenta demostrar bajo las formas culturalmente condicionadas de expresión religiosa sus presupuestos comunes. En el sentido en que lo usamos aquí­, fenomenologí­a de la religión es el tratamiento sistemático de la historia de las religiones (l Religiones, III), cuya tarea es clasificar y agrupar datos numerosos y muy divergentes, de modo que se pueda obtener una visión de conjunto de sus contenidos religiosos y del significado religioso que contienen. Es mejor denominarlo fenomenologí­a histórica de la religión para evitar confusiones con la disciplina filosófica.

2. FENOMENOLOGíA HISTí“RICA DE LA RELIGIí“N. Chantepie de la Saussaye, uno de los fundadores del móderno estudio comparado de la religión, fue el primero en introducir la fenomenologí­a como término y concepto dentro de la ciencia de la religión (Lehrbuch der Religionsgáschichte, primera edición 1887: “Die Phánomenologie der Religion”, pp. 48ss). Este término es más antiguo que su libro de texto. Kant, Fries y Hegel utilizaron el término en el sentido de una teorí­a filosófica sobre el proceso de conocimiento. No podemos asegurar si Ch. de la Saussaye tomó prestado el término de estos filósofos o no; pero él no lo utilizó en el sentido filosófico, sino en el contexto del estudio comparado de la religión, en la medida en que el historiador de las religiones no sólo estudia hechos separados, sino que también los compara para obtener su significado. Tenemos que advertir que este uso de fenomenologí­a fue anterior al desarrollo de la filosofí­a de la fenomenologí­a de Husserl. La fenomenologí­a de Ch. de la Saussaye investigaba la esencia y significado de los fenómenos religiosos y agrupar los fenómenos de una manera tipológica; independiente del espacio y del tiempo. Esta primitiva fenomenologí­a de la religión era empí­rica y se convirtió en una disciplina de clasificación de los fenómenos religiosos. El expuso cierto número de formas religiosas que se encuentran universalmente y en todas las épocas, como dioses, magia y adivinación, sacrificio y oración; tiene una sección entera explí­citamente sobre mitologí­a. Puso en guardia contra los métodos estructuralistas yde la psicologí­a profunda empleados. para descubrir significados supuestamente ocultos e inconscientes en los mitos: “No es nuestro- cometido encontrar un núcleo racional en historias irracionales, sino describir el origen y el desarrollo de un mito”. Sin embargo, la fenomenologí­a de la religión tal corno es tratada por E. Lehmann y sus contemporáneos se resintió tanto debido a los supuestos evolucionistas generales de la época como por las tendencias teológicas o antiteológicas.

El primer tratado importante sobre fenomenologí­a de la religión fue escrito por Gerardus van der Leeuw, quien, respetando los datos religiosos y su peculiar intencionalidad al describirlos, consideraba como principal tarea del fenomenólogo iluminar la estructura interna de los fenómenos religiosos en cuanto especí­ficamente religiosos. Sin embargo, como no estaba muy interesado en la historia de estructuras religiosas, no intentó describir las estructuras particulares de formas especí­ficas de vida religiosa. Aunque muy influido por la Gestaltpsychologie, por la Strukturpsychologie y por la Phänomenologie de Husserl, se mantuvo como fenomenólogo del hecho religioso, centrando su atención en todas sus interpretaciones en los datos religiosos como tales y en su intencionalidad especial y abogando claramente por la irreductibllidad de los fenómenos religiosos a funciones sociales psicológicas o racionales. Sin embargo, se extravió al reducir la totalidad de todos los fenómenos religiosos a los tres Grundstrukturen: dinamismo, animismo y deí­smo. El defecto más serio de su método fue su abandono de la historia de las estructuras religiosas, pues incluso la más elevada experiencia religiosa (p.ej., la experiencia mí­stica) se presenta a través de estructuras y expresiones culturales especí­ficas históricamente condicionadas. La suya no fue una fenomenologí­a histórica. Pero tales deficiencias no disminuyen la importancia de su obra.

La trascendencia de la obra de Rudolf Otto Das Heilige en la historia del estudio cientí­fico de la religión reside en el hecho de que, en lugar de estudiar las ideas de ios y de la religión, analiza las modalidades de la experiencia religiosa. Dotado de gran sutileza psicológica y bien formado como teólogo y como historiador de las religiones, tuvo éxito en la comprensión fenomenológica de las caracterí­sticas especí­ficas de la experiencia religiosa. Se concentró principalmente en el aspecto no racional de la experiencia religiosa, pasando por alto su aspecto racional y especulativo, aunque sin negarlo.

El gran maestro de la actual fenomenologí­a de la religión es el profesor Mircea Eliade, cuyos objetivos e intenciones están claramente formulados en su Traité d Histoire des Religions. Un fenómeno religioso sólo será reconocido como tal si es captado en su propio nivel, es decir, si es estudiado como algo religioso. Intentar captar la esencia de un fenómeno como éste por medio de la psicologí­a, la sociologí­a, la antropologí­a, la lingüí­stica o cualquier otra ciencia es erróneo; pierde el elemento verdaderamente único e irreductible en él, el elemento de lo sagrado. Obviamente, no existen fenómenos puramente religiosos; ningún fenómeno puede ser sólo y exclusivamente religioso. Porque la religión es humana, debe por esa misma razón ser algo social, algo lingüí­stico, algo cultural; no se puede pensar en el hombre al margen de la sociedad, la cultura y el lenguaje. Pero serí­a imposible explicar la religión en cuanto religión desde la perspectiva de cualquiera de esas funciones básicas, que realmente no son más que otro; modo de decir lo que es el hombre. Sus libros examinan fenomenológicamente las diversas hierofaní­as, tomando el término en su más amplio sentido, como algo que manifiesta lo sagrado. Estudia las distintas modalidades de lo sagrado y muestra cómo encajan entre sí­ en un sistema coherente. Las totalidades religiosas no se contemplan en trozos y piezas, porque cada clase de hierofaní­a forma, a su estilo, un todo, tanto morfológicamente (pues trata de dioses, mitos, sí­mbolos, cte.) como históricamente (pues a menudo el estudio debe extenderse a nnuchas culturas divergentes en tiempo y espacio).

Los escritos de Mircea Eliade han contribuido mucho, a lo que se llama fenomenologí­a religiosa o fenomenologí­a genética. Cayó en la cuenta de la serla inadecuación del método de.Van der Leeuw y dedicó su atención a las estructuras especí­ficas y expresiones culturales tal como se manifiestan en la historia, y en las que se . expresa la vida religiosa. Según Eliade, la tarea del fenomenólogo consiste en comprender y exponer el valor religioso contenido en los diferentes modelos en los que aparece lo sagrado, en cuanto opuestos a los de lo profano, por medio de sí­mbolos y mitos. El modelo de conducta religiosa se revela ella misma como la imitación de los actos y modelos creativos de lo divino. Estas estructuras de conocimiento están histórica y culturalmente condicionadas. De ahí­ que su fenomenologí­a pueda ser considerada genética o histórica.

Es verdad que Eliade ofrece una presentación temática de ciertos fenómenos religiosos, tomados en gran medida de formas de pensamiento arcaicas y exóticas y,comparadas en el nivel del simbolismo, con poca referencia a su más amplio contexto histórico y social, y esto es consideradopor él “historia de las religiones”; pero esta postura metodológica indica claramente su inclinación fenomenológica.

El profesor R.C. Zaehner, en su obra At Sundry Times, se esfuerza por resolver el problema de cómo un cristiano deberí­a mirar a las religiones no cristianas y cómo podrí­a relacionarlas con la suya propia. Intenta mostrar cómo la corriente principal del /hinduismo y del /budismo por una parte, y del zoroastrismo por otra buscan y encuentran su cumplimiento en la /revelación cristiana. Pues dice: “El cristianismo realiza, tanto la tradición mí­stica de la India tal como se expresa de modo definitivo en las doctrinas del Bhagavadgata y del Bodhisattva como las esperanzas de Zoroastro, el profeta del antiguo Irán. En Cristo las dos corrientes van al encuentro y son armonizadas y reconciliadas como no lo son en ninguna otra parte: porque Cristo cumple tanto la ley y los profetas de Israel como el `Evangelio según los gentiles’ tal como fue predicado en la India e Irán”. Lo que importa tener.,en cuenta aquí­ es-que R. C. Zaehner no intenta mostrar que el cristianismo es una reconstrucción de los mejores elementos de las religiones del mundo agrupados para formar un todo, sino que las aspiraciones religiosas de las religiones del mundo encuentran su realización y cumplimiento en la revelación total y cristiana.

Geo Widengren considera la fenomenologí­a de la religión como una costumbre arraigada y aprueba un tratamiento de conjunto de ella. Pero su conexión con la historia es esencial para eludir la dificultad de presentar sólo una impresión estática de los fenómenos religiosos. Para él es evidente que a veces habrá una coincidencia parcial entre historia y fenomenologí­a. Si el mareo histórico de los fenómenos religiosos. es de especial importancia para la interpretación fenomenológica; entonces será necesario presentar los fenómenos correspondientes en sus propias estructuras dentro de una religión particular dada. No se puede sacar un detalle de la estructura de totalidad y tratarlo como tí­pico y compararlo con otros fenómenos tí­picos, especialmente cuando un aspecto particular del fenómeno está fuertemente acusado: Además, la evolución histórica sólo puede explicarse dentro.del marco de un tratamiento fenomenológico total de tipo comparativo.

J. Bleeker distingue tres concepciones de la naturaleza de la fenomenologí­a de la religión: a) la escuela descriptiva más antigua, que se contenta con clasificar y describir los fenómenos religiosos;. b) el, procedimiento tipológico, por el cual los diferentes tipos de religión son esbozados y subrayada su significación religiosa, sin preocuparse mucho por los presupuestos metodológicos; c) la aproximación fenomenológica, que sistemáticamente aplica los principios fenomenológicos para penetrar en la esencia y estructura de los fenómenos religiosos. Personalmente se adhiere al último enfoque mencionado. Bleeker ha propuesto tres interpretaciones teóricas para describir la tarea del estudio fenomenológico de la religión. Distingue tres dimensiones en los fenómenos religiosos que el fenomenólogo tiene que indagar en su investigación: 1) la theoria revela el significado de los fenómenos; 2) el logos de los fenómenos penetra en la estructura de diferentes formas de vida religiosa, donde se pueden señalar cuatro categorí­as distintas (formas constantes, elementos irreductibles, puntos de cristalización y factores tí­picos), y 3) entelecheia es el fenómeno religioso según el modo en que una esencia se revela a sí­ misma en la dinámica o desarrollo visible de la vida religiosa de la humanidad.

R. Pettazzoni concebí­a la fenomenologiareligiosa como el modo religioso de entender la historia. La fenomenologí­a y la historia religiosas no son dos ciencias, sino aspectos complementarios de la ciencia integral de la religión. Con razón reaccionó contra un tipo de fenomenologí­a que no se consideraba obligada a investigar el origen y desarrollo históricos de los hechos religiosos. Observa certeramente que deberí­amos vacilar en dividir la ciencia de la religión en dos ciencias diferentes, una histórica y fenomenológica la otra. Si el método histórico hubiera de insistir exclusivamente en la investigación filológica, interesándose indebidamente por las manifestaciones “culturales” de la religión y no por los valores esenciales de la vida y la experiencia religiosas, entonces perderí­a el significado propio :del mismo hecho religioso. Aquí­, como sucede tan a menudo en la investigación religiosa, no se trata de “o fenomenologí­a religiosa o historia de las religiones”, sino de que trabajen ambas de acuerdo por analogí­a e interconexión. En los últimos años muchos investigadores han intentado combinar estas dos operaciones intelectuales puesto que ambas son igualmente valiosas para un conocimiento adecuado del hcyno religiosus.

Sin embargo, no podemos admitir la postura teórica de Pettazzoni sobre la religión. Desarrollada bajo la influencia del historicismo de Croce, sostení­a que la religión era un fenómeno puramente histórico y que con el curso del tiempo llegarí­a a ser obsoleto e incluso desaparecer del todo, exactamente igual que la historia o literatura, la epigrafí­a o la arqueologí­a de 1a antigua Grecia.

Algunos investigadores utilizan el término fenomenologí­a de la religión en un sentido diferente, a saber: para el estudio de una religión particular como una estructura orgánica dentro de un perí­odo determinado, ignorando el origen histórico de las ideas y prácticas diversas, aunque concentrándose en su significado para el creyente. Esta noción de fenomenologí­a de la religión no se admite por lo común. La noción dé fenomenologí­a de la religión comúnmente aceptada es la que comprende el estudio comparado de los fenómenos religiosos, por estar tomado su material de la historia de-las religiones individuales; el material es organizado desde’ un púntó de vista’ sistemático,más que histórico. Por ejemplo, se plantea la’ cuestión: ¿Qué creen las diversas religiones acerca de: Dios? ¿Qué idas de Dios encontramos, realmente en ellas?. O ¿qué creen acerca del mal, la salvación, la vida después de la muerte, etc.?

3. TIPOLOGíA, ESTRUCTURA, MORFOLOGíA. La fenomenologí­a de la religión no intenta comparar las religiones una con otra en grandes bloques, sino que escoge hechos y fenómenos similares que encuentra en diferentes religiones, los reúne y los estudia en grupos, El propósito es conseguir una penetración más profunda y más precisa, pues considerados juntos como un grupo los datos arrojan luz unos sobre otros. En fenomenologí­a consideramos los fenómenos religiosos no sólo en su contexto histórico, sino también en.su conexión estructural.

Tipologí­a es el estudio de los tipos. Un tipo es un modelo de rasgos de un individuo, grupo o cultura, que lo distingue de otros individuos, grupos, etc. Los tipos se utilizan suponiendo que proporcionan un medio de clasificación de personas o grupos que es útil para el propósito del análisis. Un. tipo ideal es una estructura mental compuesta de una configuración de elementos caracterí­sticos de una clase de fenómenos usados en el análisis. Los elerrientos abstraí­dos están basados en observaciones de casos concretos de los -fenómenos en estudio, pero la estructura resultante no, está diseñada para corresponder con exactitud a ninguna observación empí­rica aislada. El tipo ideal es una técnica inetodológica importante; un recurso deductivo, utilizada para describir, comparar y,compróbar hipótesis que tienen, que ver con la realidad empí­rica. Estos tipos cónstruidos.se componen de criterios (elementos, trazos, aspectós’y demás) que tienen referentes que se pueden descubrir en el mundo empí­rico o que pueden ser legí­timamente deducidos de la evidencia empí­rica o ambas casas. El tipo construido no ofrece meramente un medio de ordenar datos, sino que sirve también para facilitar la generalización.

La estructura es la relación subyacente y relativamente estable entre elementos, partes o modelos de un todo unificado, organizado. La estructura es una conexión que no es ni meramente experimentada de modo directo ni abstraí­da, lógica o causalmente, sino que es comprendida; es un todo orgánico que no puede ser analizado en sus propios componentes, pero que puede ser aprehendido a partir de éstos. La estructura es realidad significativamente organizada; pero la significación pertenece tanto a la realidad como al sujeto que intenta entenderla. Es, por tanto, a la vez, inteligibilidad y comprensión.

La morfologí­a es el estudio de la forma, modelo, estructura o configuración; un todo integrado, no una mera suma de unidades o partes; los procesos y conductas mentales no pueden ser analizados sin el resto en unidades elementales, puesto que la totalidad y la organización son rasgos de :tales procesos desde el comienzo; la estructura es la composición, disposición de las partes componentes y organización de un todo complejo; un todo organizado, formando unidades de experiencia, con referencia a la interdependencia posicional y funcional de sus partes. La función de estructura es una propiedad o actividad que pertenece, a, o depende de la influencia o acción de un todo como tal, y no de la acción de cualquiera de las partes del todo.

En el estudio- cientí­fico de las religiones, la tipologí­a de la religión se orienta en varias direcciones. Aquí­ el concepto de tipo indica algo común a varias religiones y aquello que es tí­picamente único y peculiar de cada religión. Cuando los cientí­ficos investigan en el núcleo especí­fico de las religiones individuales, buscan elaborar una tipologí­a de la religión determinando las particularidades tí­picas de cada religión individual. Esta tipologí­a considera las religiones como conjuntos y como organismos que se convierten en el objeto de estudio, y las considera desde ambos lados, desde el lado de cuanto tienen tí­picamente en común en su totalidad y desde el lado de su tí­pica singularidad en la totalidad.

La tipologí­a de las religiones puede también definirse como división de las religiones, según un principio determinado. N. SBderblom, por ejemplo, dividí­a las religiones del. mundo en animistas, dinámicas y religiones fundadas. F. Heiler las dividí­a en religiones mí­sticas y proféticas.

H. Frick las dividí­a en religiones de obras y religiones de misericordia. El principio de división no necesita ser necesariamente uno solo; puede haber muchos principios de división que pueden diferenciar a las religiones en muchas categorí­as. El propósito de la tipologí­a de las religiones es explicar las caracterí­sticas tí­picamente comunes que se hallan en la totalidad de cada religión; es decir, indica más que la simple tipologí­a de las religiones. Puede haber más de dos o tres de estas caracterí­sticas constitutivas, comunes del “tipo” mismo. A veces la misma religión puede pertenecer a más de un tipo. Por ejemplo, mientras el cristianismo pertenece al tipo de religión que es fundada, profética y de misericordia, el islam pertenece también al tipo de religión que es fundada, profética, pero no al tipo de religión de misericordia. El hinduismo no pertenece al tipo de religión fundada o de religión profética, sino al de las religiones mí­sticas. Así­ pues, hay muchos tipos de religiones, y una misma religión puede pertenecer a más de un tipo de religión.

4. OBJETIVOS DE LA FENOMENOLOGIA HISTí“RICA DE LA RELIGIí“N. Hay varias disciplinas que tratan de los fenómenos religiosos. El filólogo se esfuerza por interpretar correctamente el significado de un texto que trata del tema religioso. El arqueólogo persigue una reconstrucción del plano de un antiguo santuario o explicar el tema de una escena milita. El etnólogo perfila los detalles de ciertas prácticas y rituales religiosas de pueblos “primitivos”. El sociólogo intenta comprender la organización y estructura de una comunidad religiosa y sus relaciones con la vida secular. El psicólogo analiza la experiencia religiosa de diferentes personas. Todos estos investigadores estudian los datos religiosos dentro del ámbito y lí­mites de sus propias ciencias aplicando los métodos que- son propios de sus respectivas disciplinas. Estos estudios y sus resultados ayudan a ampliar y profundizar nuestro conocimiento de los fenómenos religiosos, pero no tratan de la naturaleza especí­fica y esencial de los mismos. Puesto que el fenómeno religioso es humano, es también cultural, social, psicológico y religiosa. De ahí­ que pueda ser estudiado bajo el aspecto de su manifestación cultural, social, psicológica y religiosa. La fenomenologí­a histórica de las religiones estudia el fenómeno en cuanto que es especí­ficamente religioso, no tanto en cuanto que es cultural, social o psicológico.

La fenomenologí­a de la religión no se confina a la verificación y a la explicación analí­tica de datos aislados tal como son estudiados separadamente por las diversas disciplinas especializadas. Busca coordinar los datos religiosos entre sí­, establecer relaciones y agrupar los hechos según esas relaciones. SI se trata de relaciones formales, clasifica los datos religiosos en tipos; si las relaciones son cronológicas, los coloca en series. En el primer caso la ciencia de las religiones es meramente descriptiva; en el último caso, cuando las relaciones en cuestión no son meramente cronológicas, cuando, en otras palabras, la sucesión de acontecimientos en el tiempo corresponde a una evolución interna, la ciencia de la religión se convierte en una ciencia histórica, la historia de las religiones. No es suficiente saber con precisión qué sucedió y cómo tuvieron lugar los hechos; lo que queremos saber por encima de todo es el significado de lo que sucedió. Este modo de entender el significado de los fenómenos religiosos se puede obtener a dos niveles: histórico y fenomenológico. El significado histórico es común al de los fenómenos no religiosos también; pero el significado fenomenológico investiga sobre el fenómeno religioso, no meramente histórico y socio-cultural, sino especí­ficamente como religioso. Ciertamente, frente a una historia de las religiones que está exclusivamente interesada en la investigación filológica especializada y solamente interesada en las manifestaciones culturales de la religión y demasiado poco en los valores esenciales de la vida y experiencia religiosa, la fenomenologí­a representa una reacción tan legí­tima como laudable. En nuestra opinión, es ambas cosas, historia y fenomenologí­a. Los fenómenos religiosos no dejan de ser realidades histórica-. mente condicionadas sencillamente porque sean agrupados bajo esta o aquella estructura. La comprensión fenomenológica (verstehen) corre el riesgo de adscribir un significado semejante a fenómenos cuya semejanza no es otra cosa que el reflejo ilusorio de una convergencia de desarrollos diferentes en su esencia; o, por el contrario, corre el riesgo de no captar el significado similar de ciertos -fenómenos cuya semejanza real de categorí­a esta oculta bajo una desemejanza puramente externa. La fenomenologí­a sabe que depende de la historia y que sus propias conclusiones-son siempre susceptibles de revisión con vistas al progreso de la investigación histórica.

La fenomenologí­a, escribe Pettazzoni, “da a las disciplinas históricas ese sentido de lo religioso que ellas no son capaces de captar. Así­ concebida, la fenomenologí­a religiosa es la comprensión (Verstündnis) religiosa de la historia; es la historia en su dimensión religiosa”. Para mayor seguridad, deberí­a quedar claro que el fenomenólogo de la religión opera con un modo de entender a dos niveles; primero, el nivel de comprensión del lugar de un rasgo religioso en un medio socio-cultural; segundo el nivel de comprensión de la importancia general de un elemento religioso en un contexto más amplio, su significado teórico.

La fenomenologí­a histórica de la religión es una ciencia humana empí­rica, que hace uso de la investigación histórica y fenomenológica. Sus criterios de juicio no se derivan de los principios de una fe particular, cristiana o no cristiana. No hace juicios de valor de los fenómenos que estudia desde el punto de vista de la verdad o de la eficacia sobrenatural; de ahí­ que no sea una ciencia normativa. No compara en modo alguno los fenómenos religiosos de diferentes religiones con el objetivo de proponer algún tipo de exclusivismo o sincretismo. En la fenomenologí­a histórica de la religión las semejanzas entre religiones son tan importantes como las diferencias, y debe sostenerse el carácter propio y especí­fico de cada religión. .Compara solamente para profundizar en el significado de los fenómenos religiosos que estudia.
5. EL METODO FENOMENOLí“GICO. Hemos explicado antes que el fenomenólogo de la religión, estudia los fenómenos religiosos en cuanto especí­ficamente religiosos y que se concentra en la significación religiosa de estos datos tal como los presenta la historia de las religiones. El rasgo religioso es el aspecto más vital de la vida humana, hasta el extremo de que el fenomenólogo tiene consciencia de que la religión es lo más profundo y más noble en el reino de la existencia espiritual e intelectual del hombre, aunque tiene sus lí­mites en la tarea de penetrar en lo hondo de la interioridad de un alma religiosa. Los agnósticos podrí­an pretender que sólo de ellos se puede esperar alcanzar plena objetividad en este campo de estudio, arguyendo que sólo de ellos puede esperarse que estén libres del prejuicio religioso. Sin embargo, la verdad parece ser todo lo contrario. Un lector atento de la obra de Dupont-Sommer sobre los Rollos del mar Muerto se dará cuenta de cuán falsa es esa afirmación, porque en su afán por convertir al maestro de justicia en el equivalente casi exacto de Jesucristo, DupontSommer se permite cambiar, enmendar y “completar” el texto de los Rollos de una manera curiosa en lo que se supone que es una disciplina académica. La religión debe estudiarse, ciertamente, de modo racional, porque “la razón es la escala de Dios en la tierra”, pero jamás puede ser plenamente captada por la sola razón. Dios es un tremendo misterio, como Rudolf Otto señala. Por eso, si el fenomenólogo de la religión no conoce por la experiencia personal de su propia vida lo que significa rezar, su visión de la oración no tendrá ningún valor.

Los hechos religiosos son subjetivos en el sentido de que son el estado de la mente del hombre religioso, su modo de ver las cosas o de interpretarlas. Al mismo tiempo, estos hechos y sus interconexiones son objetivos en el sentido de que no son producto de la mente pensante de la persona- religiosa; sino que observadores independientes podrí­an verificarlos. Mediante una convergencia de diferentes actos de comprensión podemos descubrir que una tribu celebra ceremonias de expiación porque teme la ira de los dioses; esta conclusión está relacionada con un conjunto de pruebas independientes. Es necesario excluir aquel tipo de subjetividad que viciarí­a una parte de la investigación cientí­fica. La objetividad consiste en dejar que los hechos hablen por sí­ mismos. Esto es lo que significa el principio de la epojé en la fenomenologí­a histórica de la religión.

Epojé significa la suspensión del juicio preconcebido ante el fenómeno para dejarlo que hable por sí­ mismo. El juicio preconcebido, o prejuicio, puede ser cultural, filosófico o incluso teológico con respecto a la religión de otro pueblo. El investigador debe alejarse de estos prejuicios para asegurar la objetividad y la imparcialidad de su investigación. Tiene que poner su propia fe entre paréntesis, es decir, su propia fe no interfiere en la comprensión de otras creencias. El fenomenólogo también deberí­a.tener una empatí­a en el encuentro ;con otras religiones. La empatí­a (Einfühlung) es la capacidad de proyectar la propia personalidad en el objeto de la fe de otro pueblo y comprenderla así­ plenamente. Es la facultad de comprender la conducta de otro basándose en la propia experiencia.

Como investigador, el fenomenólogo debe distinguir la tarea de explicar el significado de los fenómenos religiosos que su disciplina 1e impone y la responsabilidad de juzgar esto como perteneciente a una fe determinada. No es tarea del fenomenólogo considerar los fundamentos sobre los que las creencias religiosas se apoyan y preguntar si los juicios religiosos tienen validez objetiva. Este es el dominio de la filosofí­a o teologí­a de la religión(/ Religión, VII). Sin embargo, el hecho de que los hombres religiosos hacen juicios- religiosos que influyen en sus acciones y conducta, de que aceptan normas y reglas en la expresión de sus convicciones religiosas, es un asunto de indagación objetiva. Es decir, un fenomenólogo tiene que investigar sobre su naturaleza precisa sin que se le exija decidir el mérito religioso o moral del caso.

El segundo principio de la visión eidética en la metodologí­a de la fenomenologí­a de la religión tiene como meta propia la búsqueda del significado esencial de los fenómenos religiosos. La comprensión del significado de los fenómenos religiosos se alcanza siempre y solamente a través de la comprensión de expresiones. Las expresiones incluyen palabras y signos de todo tipo, así­ como la conducta expresiva, como la danza. A través de expresiones comprendemos otras mentes religiosas y penetramos en ellas repensando y repitiendo la experiencia, empatí­a e intuición imaginativa. De otra manera darí­amos la impresión de que penetramos en la mente de otro pueblo por un misterioso proceso de captarlo directamente. La comprensión es la captación de algún contenido mental que una expresión señala. Los actos de comprensión son los procesos cognitivos primarios por los que deben comenzar los estudios humanos. Esto no significa que sean infalibles o que no puedan ser analizados posteriormente. Dentro de la fenomenologí­a histórica de la religión hay di~-ferentes tipos de comprensión en diferentes niveles de complejidad; pero estos tipos están unificados en su objetivo, que es captar el significado interno del fenómeno religioso. Esta unidad de propósito en los actos de comprensión es lo que da a cada disciplina su carácter especí­fico y lo que evita el reduccionismo. Entender un poema no es lo mismo que ni depende de comprender los procesos mentales de su autor, aunque ciertos rasgos del poema puedan ser mejor entendidos si se los conoce. Así­, comprender un acto religioso no es lo mismo que ni depende de la comprensión de los procesos mentales de este acto; lo que significa decir que no podemos reducir el significado de un hecho religioso al proceso psicológico de ese mismo acto, aunque el conocimiento del último pueda ayudar al conocimiento del primero.

Como dijimos antes, comprender un fenómeno religioso consiste en la empatí­a con experiencias, pensanúentos, emociones, ideas, etc., de otras personas. Este acto de comprensión no consiste en una experimentación que reproduce la experiencia, emoción y pensamiento de otra persona.

La experimentación imitativa o reproductora no es incluso una condición para entender la experiencia de otro. Por ejemplo, uno puede estar muy sereno mientras constata que otro está excitado; una persona en estado de gozo puede saber que otra persona está triste. Sin embargo; uno deberí­a haber experimentado personalmente la tristeza para comprender realmente la tristeza de la otra persona. La experimentación reproductora produce ciertamente una comprensión mucho más clara y detallada de las experiencias de otras personas. Si uno jamás ha vivido de alguna forma un acto o ritual religioso, nunca será capaz de comprender el significado de este acto-religioso desde dentro.

Pero una aproximación de este tipo alas creencias religiosas de otros hombres, ¿no implicarí­a subjetivismo, dado el hecho de que se comienzan a analizar los fenómenos religiosos desde la fe y experiencia propias? De ahí­ que algunos piensen que el único camino para escapar a la acusación de parcialidad sea afirmar a priori la igualdad fundamental de todas las religiones. Tal postura, como vemos, es inadmisible, porque -su misma afirmación a priori implica un juicio de valor, o más bien una petición de principio. Para afirmar a priori la igualdad fundamental de todas las religiones serí­a necesario postular un lugar metafí­sico, por decirlo así­, por encima de todas las religiones particulares; mas semejante perspectiva superior a todas las religiones individuales que realmente existen es abstracta e irreal. Además, el primer requisito de un estudio comparado de las religiones es la epojé religiosa, que no implica someter las propias convicciones religiosas espontáneas de uno, todaví­a no purificadas por la reducción fenomenológica, sino sencillamente colocar entre paréntesis sus modalidades secundarias.

Los investigadores pertenecientes a la escuela histórica reaccionaron fuertemente contra la afirmación de la fenomenologí­a de que la esencia de los hechos religiosos puede comprenderse. Para ellos, un fenómeno religioso es exclusivamente un hecho histórico sin significado o valor transhistórico. La búsqueda de esencias implicarí­a la repetición del error platónico. Sin embargo, es ésta una acusación injusta, porque la fenomenologí­a de la religión nunca pretendió ser una ciencia de las esencias últimas de la religión. Hay varios tipos de esencia: empí­rica, filosófica y teológica, cuando hablamos de la esencia de la religión. Todo lo que la fenomenologí­a pretende hacer es comprender la esencia del fenómeno religioso, tomado en el sentido empí­rico de la estructura invariable de un fenómeno que subyace a cada acto religioso. Por otra parte, algunos fenomenólogos de la religión han afirmado terminantemente que su fenomenologí­a de la religión no tiene nada que ver con el origen y desarrollo históricos de los hechos religiosos.

Esta posición tampoco puede admitirse, porque la esencia de un hecho religioso está históricamente condicionada y no podemos pasar por alto la historia en la manifestación del hecho religioso, ya que el desarrollo histórico de un hecho contribuye a alcanzar nuevos significados o incluso a corregir los viejos a la luz de circunstancias y contextos cambiantes; y la esencia misma del hecho, aunque invariable en algunos aspectos, se hace variable en otros; pues este tipo de esencia, como ya hemos dicho, es empí­rica; y toda realidad empí­rica puede hacerse más precisa y más adecuada a medida que se descubre nuevo material en la investigación.

La insistencia de la escuela histórica en la filologí­a, la etnologí­a y otras disciplinas históricas es legí­tima, porque ellas nos dan el carácter real y concreto de los fenómenos religiosos tal como se manifiestan en la vida y experiencia humanas. No podemos imponer estructuras y significados arbitrarios y a priori a los hechos religiosos. La atención al origen y desarrollo históricos de los fenómenos religiosos ayuda a evitar la imposición de estructuras que no existen en los fenómenos mismos. Por otra parte, si las estructuras religiosas están absolutamente condicionadas por la historia y sus significados dependen completamente de datos históricos individuales, entonces corremos el riesgo de caer en el historicismo sin poner atención en los significados, que son universales y comunes a muchos fenómenos análogos. Al decir que estos fenómenos son análogos, no podemos eludir la consideración e importancia de los elementos comunes que se encuentran en ellos, pues cada analogí­a aboga por estructuras similares, que desde luego son al mismo tiempo diferentes en las diversas religiones en que se manifiestan. No se deberí­a tener miedo a comprender la esencia de los fenómenos religiosos, es decir, a llegar a la significación de los fenómenos, comparándolos en diferentes contextos históricos. Fiarse enteramente del desarrollo histórico de estos fenómenos puede llevar al investigador a conclusiones erróneas, tomándolos en uno o en múltiples sentidos, según le convenga, sin ser consciente del significado suficientemente adecuado, al que sólo se puede llegar a través del método fenomenológico.

Las analogí­as se basan en elementos comunes, y un historiador tiene que considerar tanto los elementos comunes como las diferencias para llegar a un significado seguro. Las meras tipologí­as pueden ofrecer un cierto significado, pero no una presentación suficientemente clara y adecuada del significado puesto que las tipologí­as tienden a darnos sólo una mera clasificación según el desarrollo histórico.

6. CONCLUSIí“N. Los estudiosos de la fenomenologí­a de la religión usan la comparación como instrumento interpretativo básico para comprender el significado de expresiones religiosas tales como el sacrificio, el ritual, los dioses y los espí­ritus. Pretenden investigar las caracterí­sticas predominantes de la religión dentro de contextos histórico-culturales. Actos religiosos estructuralmente similares, cuando se los compara, ofrecen valiosos significados que explican la significación interna de estos actos. La suposición básica en esta aproximación es que las formas externas de expresión humana tienen un modelo o configuración organizativo interno que puede ser perfilado mediante el uso del método fenomenológico. Este método intenta encontrar las estructuras que subyacen a los hechos históricos y comprenderlos en su significado interno tal como se manifiestan a través de estas estructuras con sus leyes y significaciones especí­ficas. Pretenden conseguir una visión de conjunto de las ideas y motivos que son de importancia decisiva en la historia de los fenómenos religiosos. En resumen, intenta descifrar e interpretar todo tipo de encuentro del hombre con lo sagrado.

No debe creerse que un fenómeno religioso particular tiene un solo significado; puede y de hecho tiene muchos significados para los diferentes participantes en el acto religioso. Relacionando lo que los diferentes participantes perciben, el fenomenólogo adquiere una comprensión superior a la de muchos participantes individuales. Por ejemplo, el fuego del sacrificio védico puede significar varias cosas para los participantes. Agni puede ser el dios que consume el sacrificio, es el sacerdote y mediador entre los dioses y los hombres que presenta el sacrificio a los dioses, y es el elemento que mantiene unidos a los tres mundos (el cielo, la atmósfera y la tierra). Mientras que un adepto religioso particular puede no conocer los múltiples significados de un sí­mbolo religioso, el fenomenólogo estudia la riqueza y vitalidad de los sí­mbolos religiosos al considerar los significados estructurales diferentes del simbolismo religioso. Así­, el significado religioso de un fenómeno particular para el participante individual o para el grupo de participantes nunca se agota mediante el estudio de sólo una religión particular.

El método fenomenológico no ofrece únicamente una mera descripción de los fenómenos estudiados, como se afirma a veces, ni pretende explicar la esencia filosófica de los fenómenos; pues la fenomenologí­a no es ni meramente descriptiva ni normativa, como hemos explicado antes, sino que nos da el significado interno de un fenómeno religioso tal como es vivido y experimentado por personas religiosas. Este significado interno puede decirse que constituye la esencia del fenómeno; pero entonces la palabra esencia deberí­a ser entendida correctamente; a la que nos referimos aquí­ es a la esencia empí­rica, que puede sufrir cambios si nuevo material y una investigación mejor nos impelen a hacerlo.

La fenomenologí­a de la religión es una ciencia empí­rica; una ciencia humana que hace uso de los resultados de otras ciencias humanas, como la psicologí­a religiosa, la sociologí­a religiosa y la antropologí­a. Todaví­a más: podemos incluso decir que la fenomenologí­a de la religión está más próxima a la filosofí­a de la religión que cualquiera otra de las ciencias humanas que estudian los fenómenos religiosos, porque estudia los fenómenos religiosos en su especí­fico aspecto de religiosidad.

Una hermenéutica fenomenológica practica una suerte de corte en las diferentes religiones para liberar de la multiplicidad y diversidad de fenómenos religiosos estructuras fundamentales comunes, formas esenciales de toda vida religiosa, junto con la comprensión de su significación profunda. Así­ pues, estudia la noción de lo sagrado, la idea de Dios, el mito, el rito, el sacrificio y, por último, la experiencia mí­stica. A través de la variedad de hechos religiosos integrados en culturas espacio-temporales particulares intenta encontrar una universalidad que necesariamente escapa al historiador de una religión particular.

BIBL.: BLbExER C.J., The Sacred Bridge, Leiden 1963; BaEOE KRISTENSEN, The Meaning of Religion, La Haya 1960; CUTTAT J.-A., The Encounter ojReligions, Nueva York 1960; DHAVAnnoNV M., Phenomenology of Religion, Roma 1973; ELIADE M., The Quest (History and Meaning in Religion), Chicago 1969; ID, Patterns in Comparative Religion, Londres 1958; Heu.Etc F., Erscheinungsformen und Wesen der Religion, Stutgart 1961; HIRSCHMANN E., Phdnomenologie der Religion, Wutzburg-Anmuhle, 1940; Ktnc U., Historical and Phenomenological Approaches to the Study of Religion, en F. WHALING (ed.), Contemporary Approaches to the Study oj Religion, vol. I, Berlí­n 1984, 29-164; MENSCH1NG G., Die Religion, Erscheinungsformen, SAukturtypen und Lebensgesetze, Estocolmo 1959; OTro R., Lo santo, Alianza, Madrid 1980; PETTAZZONI R., History and Phenomenology in the science of religion, en su obra Essays on the History of Religions, Leiden 1954; SMITH C., The Meaning and End of Religion, Nueva York 1964; VAN DER Lesuw G., Fenomenologí­a de la religión, FCE, México 1964; WIDENGREN G., Fenomenologí­a de la religión, Cristiandad, Madrid 1976; WHALING F., Contemporary Approaehes to the Study of Religion, Berlí­n 1984.

M. Dhavamony

III. Historia de las religiones
1. INTRODUCCIí“N. Todo estudio cientí­fico de la religión tiene como contenido los hechos religiosos y sus manifestaciones. Su material está tomado de la observación de la vida y conducta religiosas del hombre cuando manifiesta su actitud religiosa en actos como la oración, en ritos como el sacrificio y los sacramentos o sus concepciones religiosas tal como están contenidas en sí­mbolos y mitos, en sus creencias sobre lo- sagrado, los seres sobrenaturales, los dioses, Dios, etcétera. Hay muchas disciplinas especí­ficas que, aunque tratan todas ellas del mismo tema, a saber: los fenómenos religiosos, los estudian bajo aspectos especí­ficos que son adecuados para su propósito y competencia. La sociologí­a de la religión (/Religión, IX) estudia la interrelación de religión y sociedad y las formas de interacción que tienen lugar entre ellas. La antropologí­a de la religión contempla la religión como un fenómeno cultural en sus múltiples manifestaciones. En otras palabras, estudia los fenómenos religiosos no en cuanto religiosos, sino como fenómenos socio-culturales. La psicologí­a de la religión (l Religión, VIII) trata de la función religiosa de la mente, ocupándose en parte del problema de la función de la mente individual en contextos religiosos (el aspecto religioso del individuo) y, en parte, del problema del impacto de la vida religiosa social en sus participantes (aspecto socio-psicológico); se acepta que su principal área de referencia es la experiencia religiosa del elemento individual o social. En resumen, estudia las reacciones de la psique humana y sus respuestas, colectivas e individuales, a lo sagrado o divino. La filosofí­a de la religión (/Religión, VI) examina de manera crí­tica y sistemática el verdadero valor de la experiencia y expresión religiosas en mitos, sí­mbolos y ritos; descubre su significado; pone su fundamento ontológico y su justificación racional a la luz de los principios del ser; así­ pues, es una ciencia normativa, que expresa juicios de valor sobre los fenómenos religiosos. La teologí­a de la religión (l Religión, VII) se ocupa de la comprensión teológica de las religiones del mundo, de su relación con el cristianismo, de su significado salví­fico a la luz de la revelación y de la fe cristianas. La teologí­a de la religión, al ser normativa, juzga a la luz de la fe cristiana el valor salví­fico de otras religiones. La historia de las religiones no es una ciencia normativa; de ahí­ que no exprese juicios de valor acerca del status o mérito epistemológico o teológico de los fenómenos que son estudiados; sencillamente intenta comprender su significado.

i. HISTORIA DE LAS RELIGIONES. Existen muchos nombres que son comúnmente utilizados con relación a la historia de las religiones. La ciencia de la religión es un término muy amplio, que incluye todo tipo de estudios de religión; por eso es demasiado genérico y no indica el campo especí­fico de la historia de las religiones. Religión comparada o estudio comparado de la religión se adentra en la historia y comparación de los fenómenos religiosos tal como se manifiestan en diversas religiones. Preferimos el término historia de las religiones, que estudia los fenómenos religiosos de manera histórica y comparada. A veces se identifica historia de las religiones con fenomenologí­a de la religión para indicar la estrecha conexión entre la historia de los fenómenos religiosos y su significado estructural. Nosotros distinguimos entre estas dos disciplinas, porque “fenomenologí­a e historia se complementan mutuamente. La fenomenologí­a no puede prescindir de la etnologí­a, la filologí­a y otras disciplinas históricas. La fenomenologí­a, por otra parte, aporta a las disciplinas históricas ese sentido de lo religioso que ellas no son capaces de captar. Así­ concebida, la fenomenologí­a religiosa es la comprensión religiosa de la historia; es historia en su dimensión religiosa. La fenomenologí­a y la historia religiosas no son dos ciencias, sino dos aspectos complementarios de la ciencia integral de la religión” (R. Pettazzoni).

Además, tenemos que hacer una distinción entre la historia de las religiones y la historia de una religión particular. Muchos historiadores de las religiones, en la medida en que se especializan en una religión particular- y a veces sólo en un aspecto o perí­odo de esa religión, se llaman historiadores porque aceptan métodos históricos y trabajan sobre presupuestos históricos. Sus obras son váhosas, y a veces incluso indispensables, para elaborar una allgemeine Religionswissenschaft. En cambio, la historia de las religiones, que no se limita a sí­ misma a una sola religión o a un solo aspecto de la religión, sino que estudia al menos unas cuantas religiones para poder compararlas, intenta comprender las modalidades de la conducta religiosa y las instituciones y creencias contenidas en mitos, rituales, concepciones de dioses superiores, etc. Evidentemente, aquí­ lo tomamos en el segundo’ seiltido. El material de la historia de las religiones proviene de la historia de religiones particulares, pero se ordena desde un punto de vista sistemático, más que desde el punto de vista del desarrollo genético del fenómeno religioso.

Aunque distinta en perspectiva de otras disciplinas como la sociologí­a, la antropologí­a, y la psicologí­a, que estudian los mismos fenómenos religiosos, la historia de las religiones se ha beneficiado de estas ciencias, que han aportado y continúan aportando importantes contribuciones al estudio de la religión; y ciertamente sus datos y conclusiones ayudan al historiador de las religiones a comprender el contexto vivo de sus fuentes, porque no existe algo que se parezca a un hecho religioso “puro”. Todo hecho religioso es también social, psicológico y cultural. Sin embargo, la confusión de la perspectiva y método de estas ciencias solamente conducirá al reduccionismo, a saber: la teorí­a que reduce la religión a un tipo de epifenómeno de estructura social, psicológica o cultural. Tales teorí­as reduccionistas han sido propuestas por sociólogos como Durkheim, por psicólogos como Freud y por algunos antropólogos tanto de tipo evolucionista como difusionista. Los historiadores de las religiones consideran los fenómenos religiosos en cuanto especí­ficamente religiosos, y no meramente como fenómenos sociales, o psicológicos y culturales, y se concentran en la significación religiosa de los fenómenos en la medida en que están relacionados con lo sagrado.

La historia de las religiones no se limita a la verificación y explicación analí­tica de datos religiosos aislados, según son estudiados aisladamente por las diversas disciplinas especializadas, como la filologí­a, arqueologí­a y etnologí­a, que están relacionadas con la investigación histórica. Pretende coordinar los datos religiosos unos con otros establecer relaciones y agrupar los hechos según estas relaciones. Si se trata de un asunto de relaciones formales, clasifica los datos religiosos según tipos; si las relaciones son cronológicas, lo hace en series. En el primer caso, la ciencia de la religión es meramente descriptiva; en el segundo, sencillamente registra el origen y desarrollo de un fenómeno religioso; pero cuando la sucesión de acontecimientos en el tiempo es vista en su evolución interna y el investigador comprende su estructura interna, entonces la ciencia de la religión se convierte en historia de las religiones. Esto nos lleva al tema del método utilizado en la historia de las religiones.

EL METODO DE LA HISTORIA DE LAS RELIGIONES. La metodologí­a es el estudio de la forma especial de proceder en cualquier rama de la ciencia para adquirir conocimiento relativo a la materia de esa ciencia en el aspecto concreto del tratamiento de la materia. La metodologí­a se ocupa de los procesos cognitivos impuestos por los problemas que surgen de la naturaleza de su materia. Podemos decir que un método es la combinación sistemática de procesos cognitivos, haciendo uso de técnicas especí­ficas. La clasificación, la conceptualización, la abstracción, el juicio, la observación, el experimento, la generalización, la inducción, la deducción, el argumento por’ analogí­a y, finalmente, la comprensión misma son procesos cognitivos. Se distinguen diferentes métodos según la variedad de formas en las que el pensamiento humano puede organizarse y las diferentes tareas a las que puede aplicarse. En todo método cientí­fico deberí­a haber estrecha y sistemática relación entre la teorización y la experiencia. La observación y el experimento nos proporcionan la base para las generalizaciones e hipótesis, que deben ser sometidas a prueba (verificadas o demostrada su falsedad) haciendo deducciones de ellas y comparando éstas con los resultados de nuevas observaciones y experimentos.

La historia de las religiones utiliza el método cientí­fico cuando estudia los fenómenos religiosos. Su campo de estudio se compone de hechos religiosos, que son subjetivos y objetivos: subjetivos, porque se ocupan de los pensamientos, sentimientos e intenciones de personas religiosas que se expresan en sus actos externos; objetivos, porque estas expresiones son objetivadas en mitos, sí­mbolos, rituales y actitudes externas en las diferentes religiones. La comprensión de las expresiones de estos estados subjetivos es lo que hace de los hechos citados un acto de religión como el culto, y no simples movimientos. Denominamos a estos estados subjetivos en el sentido de que tienen lugar en el sujeto humano. La religión es ante todo un fenómeno que tiene lugar en un sujeto humano y se expresa en signos y sí­mbolos. Podemos repetir el acto de comprensión dei fenómeno religioso y compararlo con los actos de comprensión de otros observadores, concluyendo que X es un acto de adoración, que Y es un acto de sacrificio y que Z es un acto de oración. Así­ estos hechos asumen el status de objetividad. En otras palabras, los fenómenos religiosos son objetivamente verificables, pero subjetivamente arraigados. Obviamente, comprendiendo las palabras e intenciones de los participantes en actos religiosos es como se llega a su carácter religioso. Que la gente se comporta de una manera religiosa es un hecho. El historiador de las religiones tiene una comprensión preliminar de lo que es una conducta religiosa, bien a partir de su propia experiencia personal, bien a partir de la experiencia de otros.

Al mismo tiempo, los hechos religiosos son objetivos, en el sentido de que no son fabricación de la mente pensante, sino que observadores independientes podrí­an verificarlos.

Algunos investigadores creen que el único camino para escapar a la parcialidad o al prejuicio en el estudio de las religiones, especialmente las de otros diferentes de la nuestra propia, es afirmar a priori la igualdad fundamental de todas las religiones. Esta postura, como vemos, es inadmisible, porque su misma afirmación a priori implica un juicio de valor, o más bien una petición de principio. Para afirmar apriori la igualdad fundamental de todas las religiones serí­a necesario adoptar una postura metafí­sica, por decirlo así­, por encima de todas las religiones particulares; mas esta perspectiva superior a las religiones individuales realmente existentes es abstracta e irreal. Además, el primer requisito de un estudio comparado de las religiones es la suspensión de todo prejuicio y de supuestos a priori, lo que de ninguna manera implica renunciar a las propias convicciones religiosas.

Por otra parte, el acto de comprensión de los fenómenos religiosos no es un acto de algún tipo de intuición misteriosa, mí­stica dirí­amos, basada en alguna habilidad sobrenatural de penetrar en las experiencias religiosas de otros. El conocimiento de la fe religiosa de otros es indirecto; la inferencia de los estados religiosos de otros se basa en sus afirmaciones, gestos, productos de su trabaja y otros datos observables. La comprensión de la fe religiosa de otros se basa en la observación de la conducta religiosa humana y en los productos de la actividad religiosa humana. Este proceso de comprensión puede tener lugar debido a dos hechos: primero, que tenemos acceso a nuestras experiencias, emociones, pensamientos e ideas religiosas internas; segundo, que psicológicamente las personas religiosas están estructuradas de una manera similar. Hay aquí­, pues, una cuestión de inferencia por analogí­a. Sólo podemos captar los estados mentales de otra persona que de alguna forma, en algún grado y de algún modo han sido incluidos en nuestra experiencia interna. Lo que es totalmente ajeno a nuestra experiencia interna permanece fuera del alcance de nuestra comprensión de la mente de otros. Esto vale aún más de la comprensión de la conducta religiosa de otros. Tenemos que tener presente además que los diversos estados mentales siempre se experimentan en un contexto un contexto de medio socio-cultural en el que la persona vive. A través de la empatí­a el historiador de las religiones intenta situarse él mismo en la postura del adepto a otra fe para entender su fe interior. Como vemos, la historia de las religiones trata del aspecto más vital de la vida humana, hasta el punto de ser perfectamente consciente de que la religión es lo más profundo y noble en el reino de la existencia espiritual e intelectual del hombre, aunque conoce sus lí­mites en la tarea de penetrar en lo hondo de la interioridad de un alma religiosa. Si un estudioso de la religión no conoce desde la experiencia personal de su propia vida lo que significa orar, sus opiniones sobre la oración no tendrán ningún valor.

4. EL METODO HISTóRIC0. La historia como ciencia humana es el estudio de secuencias de acontecimientos particulares irreversibles, en las que los últimos están cumulativamente afectados por los primeros. La aproximación histórica consiste en el intento de comprender acontecimientos relacionándolos con su contexto histórico, y en comprender el contexto completo moviéndose de un acontecimiento a otro. El proceso de comprender acontecimientos en su contexto y el proceso de comprender el contexto mismo a través de estos acontecimientos son interdependientes. Las conexiones entre los contenidos de los acontecimientos son a su vez experimentadas, y esta experiencia tiene que volver a captar la comprensión. Para comprender esta experiencia colocamos los acontecimientos en contextos diferentes, distintos de aquéllos en los que tienen lugar. Vemos que son de un determinado tipo y que podemos colocarlos en un contepo clasificatorio. La historia obtiene un complejo significativo de las secuencias de acontecimientos o expresiones o de grupos de acontecimientos o expresiones. Cada secuencia es única porque es el resultado de un proceso cumulativo, y, sin embargo, es similar a las otras; de ahí­ que pueda colocarse en contextos clasificatorios.

Hay varios tipos de historiadores, dependiendo del modo en que quieren hacer historia. Aquí­ no estamos hablando de los historiadores que escriben historia narrativa (histoirehistorisante), historias de batallas, historias de grandes acontecimientos. No estamos interesados en los filósofos de la historia, como Vico, Bossuet, Hegel, Dilthey y Toynbee. Tratamos aquí­ de historiadores que, ante todo, buscan regularidades, tendencias, tipos y secuencias tí­picas, estructuras; y siempre dentro de contextos históricos y culturales. Tales historiadores están interesados en organismos, modelos, complejos, red de relaciones, conjuntos inteligibles (Zusammenhang, ensemble), principios de coherencia, etc. Estos tipos de historiadores tienen sus modelos y tipos ideales para ayudarles a representar la naturaleza de lo real. La inteligibilidad de un acontecimiento deriva de una generalización. Por ejemplo, la batalla de Hastings, aunque librada sólo una vez, pertenece a la clase “batalla” y es inteligible solamente cuando es considerada así­. Todo acontecimiento religioso tiene a la vez las caracterí­sticas de singularidad y de generalidad; en una interpretación del acontecimiento, las dos han de tomarse en cuenta. Si la especificidad del hecho religioso se perdiera, la generalización del mismo llegarí­a a ser tan general que no tendrí­a ningún valor. Por otra parte, los acontecimientos religiosos perderí­an mucho, incluso todo su significado, si no se contemplaran como dotados de algún grado de regularidad y constancia, como pertenecientes a un cierto tipo de acontecimiento, casos que tienen todos ellos muchos rasgos en común.

Para tener una comprensión inteligente de un fenómeno complejo, “debemos saber no sólo lo que es, sino también cómo ha llegado a ser” (F. Boas). Como C. Levi-Strauss señala: “Cuando uno limita completamente su estudio al perí­odo presente de la vida de una sociedad, se convierte, el primero de todos, en ví­ctima de una ilusión. Porque todo es historia; lo que se dijo ayer es historia; lo que se ha dicho hace un minuto es historia. Pero sobre todo se ve uno abocado a juzgar mal el presente, porque sólo el estudio del desarrollo histórico permite sopesar y evaluar la interrelación entre los componentes de la sociedad actual… ¿Cómo podrí­amos valorar correctamente el papel, tan sorprendente para los extranjeros, del aperitivo en la vida social francesa, si ignoramos el valor de prestigio tradicional atribuido desde la Edad Media a los vinos cocidos y con especias?” (Anthropologie Structurale). La historia tradicional de un pueblo no puede pasarse por alto, porque forma parte del pensamiento religioso de un pueblo vivo. Debemos distinguir entre los efectos de un acontecimiento y la parte jugada en la vida de un pueblo por la memoria de ese acontecimiento, por su representación en la tradición oral y/ o escrita.

En este contexto tenemos que dejar claros los dos aspectos del análisis de la estructura. El analista estructural, enfrentado a un fenómeno religioso dado, intenta aislar aquellos factores dentro de él que han permanecido constantes. Estos son vistos como fuera del tiempo, dados, perpetuamente presentes; por lo tanto, sincrónicos: los elementos que constituyen la esencia del fenómeno. Después, el analista estudia las consideraciones temporales, buscando los factores que cambian con el tiempo, que están sujetos a la presión histórica y que son, por tanto, diacrónicos. Estos aspectos diacrónicos pueden ser de dos tipos: los que se mueven en una sola dirección en el curso del tiempo, y son considerados como irreversibles; y los que parecen cambiar de un polo a otro y vuelven atrás otra vez, y por eso son considerados como reversibles. Un análisis de este tipo representa una simplificación radical y, sin embargo, reveladora de una enorme cantidad de material con respecto al mismo fenómeno religioso. Los temas están organizados de tal modo que sus cambios o continuidades se pueden ver realmente: algunos permanecen inmutables, otros oscilan en importancia, mientras otros constantemente crecen o decrecen en importancia durante el perí­odo dado.

En el historicismo el énfasis se pone en la singularidad de cada perí­odo histórico más que en modelos’ o generalizaciones recurrentes para toda conducta humana. Según la aproximación histórica, al estudiar cualquier aspecto de la organización social o cultural de un pueblo en una época dada,-el historiador tiene que trazar su historia para mostrar cómo se desarrolló una forma particular y para relacionarla con otros aspectos del sistema socio-cultural dentro del cual tiene lugar. Una historia de las religiones que asume la idea de que un fenómeno religioso es mejor entendido analizando su desarrollo histórico solamente, sin prestar atención al desarrollo de principios generalizados de conducta religiosa y sin relacionar los acontecimientos especí­ficos y particulares con modelos de acontecimientos que producen tales principios, tiene que incluirse en la aproximación historicista del estudio de las religiones. No podemos sostener que la historia se preocupa sólo por el estudio de acontecimientos especí­ficos y únicos en su mayor parte por ellos mismos. Plenamente concedemos que el historiador no puede imponer a priori estructuras o teorí­as para explicar el significado de la historia; los modelos y estructuras se originan a partir del estudio de los fenómenos históricos mismos, por medio de los cuales puede dar él sentido generalizado a acontecimientos especí­ficos.
5. EL METODO COMPARATIVO. Hablando en términos generales, el método comparativo es el estudio de diferentes tipos de grupos de fenómenos para determinar analí­ticamente los factores que conducen a semejanzas y diferencias en modelos especí­ficos de conducta. Normalmente, incluye tanto el método histórico como el método cultural cruzado. Este método abarca los procedimientos que, a la vez que clarifican las semejanzas y diferencias desplegadas por los fenómenos, suscitan y clasifican no sólo factores causales en las manifestaciones y desarrollos de tales fenómenos, sino también los modelos de interrelación dentro y entre tales fenómenos.

Es necesario tomar nota de las dificultades implicadas en el uso del método comparativo para dar razones históricas de crecimiento en cuanto distintas de las morfologí­as basadas en datos contemporáneos. Como señala el señor M. Ginsberg, el uso del método ni prueba ni implica la existencia de afinidades genéticas o secuencias cronológicas. Estas limitaciones no siempre se tuvieron en cuenta en la aplicación decimonónica de tales métodos a los fenómenos religiosos; esto dio como resultado unas concepciones pseudohistóricas y evolutivas de los mencionados fenómenos. El método comparativo no es sino una aplicación del principio general de variar las circunstancias con el fin de descubrir mejor las causas de los fenómenos.

El método comparativo coloca juntos fenómenos religiosos análogos, por ejemplo, ciertas formas de la idea de Dios, e intenta definir su estructura comparándolos. Hechos y fenómenos similares, hallados en diferentes religiones, son colocados juntos y estudiados en grupos para llegar al significado de los fenómenos. La finalidad de este método es llegar a conocer el pensamiento, idea o necesidad religiosos que subyace al grupo de datos correspondientes. El estudio comparado de datos correspondientes, a menudo ofrece una penetración más profunda y más precisa en ellos que la consideración de cada dato separadamente, pues, considerados como grupo, los datos arrojan luz unos sobre otros. Es importante observar que la comparación no se hace para demostrar que una religión es superior o inferior a otra.

La comparación entonces es legí­timamente usada tanto para relacionar como para distinguir, para hallar paralelos y distinciones. Serí­a imposible comprender el significado de un hecho religioso, digamos el del írbol Cósmico, sin considerar algunas de sus variantes, pues cada tipo de variedad revela con una particular intensidad sólo ciertos aspectos del simbolismo del írbol Cósmico; por ejemplo, imago mundi, axis mundi, centro del mundo, regeneración periódica del universo, etc.L-naturaleza del simbolismo religioso puede ser plenamente descifrada sólo cuando se han examinado una porción de ejemplos de varias religiones. A1 mismo tiempo, sólo cuando han sido consideradas algunas variantes aparece plenamente de relieve su diferencia de significado. Aquí­ se plantea una nueva cuestión en lo tocante a qué razones internas hacen que el mismo acto religioso posea diferente significado, y en lo que se refiere a por qué tal y tal religión conservan un significado particular mientras otras religiones lo han rechazado o modificado (M. Eliade).

El problema metodológico básico es si se podrí­a obtener o no un estudio objetivo de un fenómeno religioso interpretándolo en su relación con el contexto histórico y cultural, y al mismo tiempo reteniendo algún elemento de “religiosidad” única que no pudiera ser reducido a algún otro factor de la existencia. Los especialistas en el estudio comparado de la religión, como hemos explicado previamente, insisten con razón en que los estudios religiosos requieren sensibilidad al aspecto particular de la vida humana que es la religión como tal, o del fenómeno religioso, que no puede reducir a uno u otro aspecto de la cultura humana distinto del religioso. El estudio comparado de la religión establece una comparación imparcial de los datos religiosos, que tienen algunos elementos comunes, como formas sacrificiales, ideas teí­stas u oración. El supuesto es que existen algunos elementos definibles dentro de la vida humana que pueden ser clasificados en términos de estructuras fundamentales y que cada clasificación tiene rasgos caracterí­sticos que determinan precisamente el significado de los fenómenos. El método comparativo busca modelos básicos o estructuras fundamentales vistas en una comparación de fenómenos religiosos, y lo mira como el rasgo central mediante el cual la expresión religiosa es comprendida.

La investigación comparada del conjunto mito-rito ha llevado al problema de interpretar las verdaderas semejanzas que aparecen en diferentes culturas. Con respecto a esto tenemos que traer a la memoria el animadí­simo debate metodológico que surgió sobre la “escuela del mito o rito” o “patternismo”, que insistí­a con gran énfasis en los elementos comunes de las culturas y religiones del Medio Oriente antiguo. Los psicólogos de la Gestalt han demostrado la tendencia de la mente a captar formas y modelos compuestos, elegidos más fácilmente cuanto más sencillos son, y el hábito mental más significativo de imprimir modelos familiares sobre grupos de sensaciones e ideaciones. Esto facilita más a los estudiosos de las religiones comparadas la comprensión del mecanismo de transmisión de mitos. El siguiente principio de la Gestalt es .aplicado a la explicación de mitos y prácticas de culto: “El comportamiento de un elemento en un modelo no está determinado tanto por la clase a la que el modelo pueda pertenecer cuanto por la estructura o modelo de la que forma parte”. S.H. Hooke, por ejemplo, señala que el centro del culto en el Próximo Oriente antiguo era el rey, que representa al dios, y que el rey como tal era responsble de la cosecha y de la prosperidad de las ciudades y, finalmente, del bienestar del cosmos mismo. Widengren estimaba que esta concepción más tarde dio lugar a la ideologí­a irania del salvador y al mesianismo judí­o. El “patternismo” ha sido tratado eficazmente por muchos investigadores. H. Frankfort ha demostrado que las diferencias son más importantes que las semejanzas. Ha prestado atención al hecho de que el faraón es considerado un dios o se convierte en un dios, mientras que en Mesopotamia el rey es solamente el representante de un dios. De este debate metodológico podemos concluir que las diferencias y semejanzas son igualmente importantes siempre que tenemos que tratar de culturas relacionadas históricamente. El hecho de que el español sea diferente del francés y del italiano no impide a los filólogos comparar estas lenguas y rastrear su fuente común, es decir, el latí­n. De ahí­ que la evaluación de la escuela del mito y rito revele una metodologí­a confusa.

Las siguientes recomendaciones metodológicas son importantes para evaluar la importancia de los paralelos alegados entre cristianismo y otras religiones: a) un investigador debe averiguar si los supuestos paralelos se hicieron plausibles mediante descripción selectiva, como resultado de amalgamar elementos heterogéneos sacados de diversas fuentes; si es así­, entonces tales paralelos serí­an imaginarios; b) si los paralelos son verdaderamente reales, entonces tiene que descubrir si son meras analogí­as que surgen de la semejanza de una experiencia religiosa más o menos igual y en igualdad de condiciones externas, o si existe préstamo de unas a otras; c) incluso cuando exista cuestión de préstamo se tiene que asegurar crí­ticamente qué religión es la que verdaderamente toma prestado; d) finalmente, se tiene que prestar atención a las profundas diferencias que un fenómeno tomado prestado experimenta en el nuevo contexto de vida y enseñanza religiosas.

6. “RELIGIONSGESCHICHTLICHE SCHULE” (“ESCUELA HISTí“RICO-RELIGIOSA”). La primera etapa comienza con el profesor Max Müller, el creador del estudio comparado de las religiones, que formuló el principio nihil in fide quod non ante fuerit in sensu, y sostení­a que todo conocimiento, también el conocimiento religioso, se basa en la percepción sensorial. El hombre no comenzó por deificar los grandes objetos y fenómenos naturales, sino que éstos hicieron aparecer el sentimiento de lo infinito en el hombre y también sirvieron como sí­mbolos de ello. Los dioses de las antiguas religiones indoeuropeas, y de ahí­ se deduce que los dioses de todas partes y de todos los tiempos, son sencillamente personificaciones de fenómenos naturales. La única manera de reconstruir una religión antigua serí­a a través de la filologí­a.

Poco después de Max Müller vino la época en la que los intereses folcloristas, arqueológicos y filosóficos se añadieron a la preocupación filológica. El siglo xIx se caracteriza especialmente por una tremenda expansión de las fronteras de nuestro conocimiento de religiones extranjeras. Más especí­ficamente, muchos estudios sobre el judaí­smo, gnosticismo y las religiones mistéricas y otras corrientes de pensamiento y expresión contemporáneas a la aparición del cristianismo llegaron inundándolo todo. Los métodos filológicos, históricos y antropológicos que dieron estos asombrosos resultados en otro campo fueron aplicados por teólogos profesionales y por aficionados al estudio de la religión cristiana. Se descubrieron y estudiaron muchos paralelos y duplicados entre la religión cristiana y las no cristianas. Por primera vez fue posible un estudio global comparado de la religión. Así­ apareció también la posibilidad de considerar e interpretar el cristianismo no como un hecho aislado, sino dentro del contexto de una historia religiosa y cultural de la humanidad mucho más amplia. Algunos teólogos clamaron pidiendo la sustitución de la historia de las religiones por la teologí­a cristiana. La teorí­a de la isostenia (igual validez) de las religiones cristiana y no cristianas llegó a ser predominante entre algunos estudiosos de la religión.

En torno a esta época es cuando nació de forma oficial la Religionsgeschichtliche Schule, siendo sus mejores representantes Wilhelm Bousset, Wilhelm Heitmüller y Richard Reitzenstein. Esta escuela pretendí­a comprender el cristianismo en relación con otros movimientos religiosos y dentro de la historia de las religiones como un todo. Estos investigadores aclararon las supuestas contribuciones especiales a la formación del cristianismo de las religiones judí­a, helení­stica, egipcia, mesopotámica, siria e irania, y abogaron por la tesis de que el mensaje cristiano podí­a explicarse puramente como una reconstrucción de elementos e influencias ajenos.

Otto Pfleiderer (1836-1900), “el padre de la teologí­a histórico-religiosa en Alemania”, inició toda esta orientación declarando: “Podemos decir con toda confianza que la teologí­a de Pablo no hubiera sido lo que es si no se hubiera inspirado profundamente en la sabidurí­a griega, tal como se le hizo accesible a través del judaí­smo helenizado de Alejandrí­a”. Tomemos como ejemplo la teologí­a paulina del bautismo. Esto es lo que Pfleiderer afirma con respecto a ello: “Podemos permitirnos preguntarnos si Pablo, cuando escribió el capí­tulo 6 de la carta a los Romanos desde Corinto, no era consciente del rito del misterio de Eieusis, el `baño del nuevo nacimiento’, y no describí­a el significado sacramental del rito cristiano del bautismo conforme a este modelo. Lo mismo que en relación con la cena del Señor utilizó la analogí­a de la comida sacrificial pagana, su modo mí­stico de entender el bautismo puede haber estado en relación directa con los misterios griegos”.

Albert Eichhorn estaba convencido de que el vací­o, tal como él lo concebí­a, entre lo que podemos suponer que sucedió en la última cena y las ideas sacramentales que parecen inequí­vocamente estar presentes en Pablo debe ser salvado a través de la investigación histórico-religiosa.

Wilhelm Heitmüller da como probado que los orí­genes de la visión de Pablo del sacramento no se pueden encontrar en el evangelio cristiano original, sino que incluso están en contraste con él. “La interpretación del bautismo y de la cena del Señor sigue estando, por tanto, en irreconciliada e irreconciliable incongruencia con el significado central de la fe en el cristianismo paulino, es decir, con el modo de entender puramente espiritual y personal de la relación religiosa, que juega un papel destacado en la propia religión de Pablo y en el mundo de sus ideas”.

El investigador más notorio de esta escuela es R. Reitzenstein (18611931), que daba por cierto que Pablo debió estar profundamente influido por la literatura religiosa del mundo helení­stico cuando se puso resueltamente a proclamar la fe judí­a entre los gentiles. Más especí­ficamente, enfrentado con el problema de encontrar una creencia precristiana en el divino redentor gnóstico, Reitzenstein creyó que la habí­a encontrado en el supuesto mito iranio de redención y que podí­a averiguar los órí­genes de lo mucho que era cristiano en esta creencia. El profesor R. C. Zaehner, el mejor iranólogo, despacha esta interpretación diciendo que “el Erldsungsmysterium iranio es, en su mayor parte, una invención de Reitzenstein”. Además, M. Lidzbarski realizó traducciones fidedignas de la literatura mandea, especialmente el Ginza (Tesoro). Pues aquí­ encontramos el redentor celeste, Manda da Hayye (el “conocimiento de la vida’, que desciende a la tierra para redimir a las almas perdidas de los poderes de la oscuridad y devolverlas al reino de la luz al que pertenecen. Pero es admitido por todos los investigadores que los escritos mandeos tal como han llegado a nosotros pertenecen al siglo vil u vili d.C., aunque pueden contener, material primitivo.

W. Boússet, uno de los que contribuyeron al desarrollo de la escuela de interpretación histórico-religiosa, consideraba el cristianismo primitivo pura y simplemente un Menschensohn-Dogmatik; es decir, una fe que, aunque identificaba a Jesús con el esperado “Hijo del hombre”, no obstante sostení­a que, habiendo ascendido a los cielos, estaba en lo sucesivo ausente de su Iglesia hasta la parusí­a. La creencia en la posibilidad actual por parte de los cristianos de una comunión y amistad directas con el Señor exaltado brota de un falso misticismo, que es producto ilegí­timo de la devoción religiosa helenista más que de la judí­a o propiamente cristiana. De ahí­ que negara en redondo la existencia de cualquier cultus de Jesús entre los primeros discí­pulos o de cualquier idea de comunión real con Cristo presente en la comunidad judeocristiana original.

El profesor C.H. Dodd ha evaluado las conclusiones de esta escuela: “Demasiado a menudo los documentos citados son de fecha bastante incierta, y vagamos por un mundo casi tan intemporal como el mundo del mito mismo. Cuando es posible alguna cronologí­a más precisa, siempre, o casi siempre, resulta que o el documento en cuestión pertenece al siglo iv o más tarde, o que pertenece a un entorno en el que es probable la influencia del pensamiento cristiano, o al menos del judí­o, de modo que es arriesgado usar el documento para establecer un misterio precristiano no judí­o”.

Baste decir que la exégesis filológica e histórica sola es incompleta. El historiador de las religiones se esfuerza por comprender su material en el contexto de ideas desarrolladas en y a través de varios métodos de interpretación. Para el exegeta y teólogo cristiano el método es claramente distinto. El Corán, los Vedas y Upanishads, el Tripitaka o el Lun Yü no son escritos normativos para él, mientras que la Biblia lo es sin ningún género de duda. Además la comprensión de la Biblia se hace con la autoridad que le proporciona la categorí­a de miembro de la tradición y comunidad religiosa católica. Finalmente, la 4ctual historia de las religiones no admite ya la falacia hallada en la Religionsgeschichtliche Schule, a saber: que las normas se pueden conseguir a partir de la historia misma.

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M. Dhavamony

IV. Religiones tradicionales
Con el término de “religiones tradicionales” se definen hoy convencionalmente las religiones que caracterizaron y/o caracterizan todaví­a a las poblaciones iletradas del tercer mundo, las que en otros tiempos -ante el falso presupuesto evolucionista de una inferioridad o primordialidad respecto a las grandes religiones clásicas- se definí­an como “religiones primitivas”.

Tí­picas de unas poblaciones, grupos étnicos o comunidades de estructura eminentemente tribal y de economí­a preindustrial, que viven en unas condiciones de objetivo retraso tecnológico y sometidas a una presión multisecular y masiva por parte de las religiones históricas y misioneras (especialmente el islam y el cristianismo), que se presentan con una reconocida superioridad doctrinal y son un vehí­culo de progreso sociocultural, las religiones tradicionales han demostrado, sin embargo, y siguen demostrando en los diversos contextos regionales, una sorprendente vitalidad y creatividad, convirtiéndose a menudo en sí­mbolo de identidad nacional y de resistencia en situaciones de obligado cambio cultural y asumiendo en algunos casos un papel de crí­tica consciente del mundo occidental. Pensemos, por ejemplo en la reviviscencia de la religión de los indios norteamericanos y en su protesta contra la polí­tica depredatoria y asimiladora de los Estados Unidos y del Canadá; en tantos sincretismos afro-indo-americanos que representan de hecho otras tantas religiones nuevas en América Latina; en las tomas de posición que cualifican en sentido moderno a ciertos cultos de ífrica y de Oceaní­a. Y pensemos, por otra parte, en los influjos ejercidos sobre Occidente y en el desafí­o lanzado por las religiones tradicionales contra la modernidad; lirn-itándonos a los ejemplos ya mencionados, recordemos la resonancia en el terreno ecológico del respeto religioso que los amerindios sienten por la naturaleza; en la capacidad de cohesión interracial y de edificación nacional que manifiestan los sincretismos latinoamericanos; en la crí­tica a la medicina occidental por parte de los curanderos tradicionales africanos con sus prácticas terapéuticas, unidas siempre a valores espirituales y religiosos que respetan la totalidad del hombre; en las reivindicaciones territoriales presentadas sobre una base religiosa -aunque en nombre de derechos civiles, legales y polí­ticos de matriz occidental- de las poblaciones australianas y melanesias.

Cuando se intenta cualificar globalmente a las religiones tradicionales yendo más allá de los aspectos especí­ficos regionales, surgen inmediatamente ciertas peculiaridades que las distinguen de la religión cristiana en situaciones originales. Hay que señalar ante todo que en ningún caso ese conjunto de creencias, de actos y de costumbres que nuestra cultura cristiano-occidental entiende como religiosos se distinguen categorialmente en las culturas tradicionales del conjunto concomitante de creencias, de actos y de costumbres que nosotros llamarí­amos no religiosos cí­vicos o profanos, según se escoja la dialéctica (histórica) cí­vico-religiosa o la dialéctica (religiosa) sagradoprofana. Esto significa, por un lado, la ausencia en las culturas extra-occidentales de una noción explí­cita y objetiva de “religión” (concepto por otra parte bastante complejo y elaborado también en Occidente, como demuestra su historia) y, por otro lado -según las opciones del que las juzga-, que todo en las culturas tradicionales puede ser leí­do sub specie religionis (tal es, p.ej., la postura de la fenomenologí­a religiosa), o bien que de la religión como categorí­a conceptual autónoma sólo se puede hablar en la cultura occidental, que contrapuso históricamente el terreno de acción religioso al terreno de acción no-religioso (posición que cualifica, en el plan cientí­fico, a la escuela romana de historia de las religiones fundada por R. Petazzoni).

Consecuencia parcial de esta premisa es una primera consideración: las religiones tradicionales, a diferencia del cristianismo (y de algunas.otras grandes religiones universales en su madurez histórica: hebraí­smo (/judaí­smo), l islam, l budismo, etcétera) se configuran como estrechamente relacionadas con todos los demás aspectos de las culturas respectivas, y especialmente de sus sistemas económicos, sin separarse nunca de ellos. Por tanto, donde se trata de poblaciones agrí­colas (con sistemas de cultivo más o menos desarrollados: es la situación globalmente más difundida), encontraremos un tipo de religión centrado en la tierra, divinizada o sacralizada de varias maneras, y en el culto a los muertos, mientras que entre los pueblos cazadores-recolectores y pescadores prevalece un conjunto de creencias que hipostatiza la–aleatoriedad del sistema de subsistencia en la figura de algún señor de los animales (terrestres o marinos), y entre los pueblos ganaderos nómadas predomina un sistema religioso centrado en un ser supremo de tipo uránico.

No menor es la influencia que ejerce en las creencias religiosas la estructura social y polí­tica: la estructura clánica que caracteriza a la mayor parte de las sociedades tradicionales tiene su sanción en el plano religioso a través de la mitización del antepasado progenitor y de la ritualización de la solidaridad y del control social, mientras que toda la vida individual sigue el ritmo de prácticas lato sensu religiosas. A su vez, la estructura polí­tica se refleja en el sistema de creencias mediante la ratificación mí­ticoritual de la jerarquí­a social y polí­tica en las sociedades jerarquizadas (ífrica, Polinesia), hasta llegar a la “divinización” del rey en las culturas de estructura monárquica (ífrica occidental, América precolombina) y la desaparición de formas religiosas de tipo politeí­sta (bien originales, bien por difusión de civilizaciones superiores) en las sociedades tradicionales de organización socio-polí­tica más compleja, articulada y diversificada.

Otro elemento distintivo importante en las religiones tradicionales respecto a las religiones históricas, y especialmente el cristianismo, es su total ausencia de proselitismo, en cuanto que son regiones estrictamente étnicas, a menudo nacionales, regionales e incluso de comunidades que no constituyen ni intentan constituir un corpus de doctrinas universales, sino más bien, como veremos, otros tantos sistemas simbólicos que responden a unas exigencias culturales y sociales, no sólo intelectuales y afectivas, especí­ficas de ese grupo y geográficamente delimitadas.

Para concluir esta confrontación entre religiones tradicionales y religión cristiana es oportuno subrayar el elemento que cualifica preferentemente a las culturas, y por tanto a las religiones, extraoccidentales en contraposición con la cultura, y por tanto con la religión occidental, elemento que puede señalarse en la distinta aproximación de que se sirven para comprender el mundo: mí­tica o cosmologizante por un lado, histórica o antropologizante por otro. Las culturas tradicionales le piden al mito y a unos sujetos mí­ticos -inactualesla función de dar base a aquella parte de la realidad que se reconoce o se quiere que sea inmutable, y por tanto no sometida a la intervención del hombre, embotando así­ la operatividad humana y ocultando el devenir en una función de seguridad y de protección, mientras que la cultura occidental, que se desarrolla a. lo largo de las directrices señaladas por el actualismo romano y por el libre albedrí­o cristiano, fue considerando progresivamente como sujetas al cambio, por medio del obrar histórico, porciones cada vez más amplias de la realidad. Esto significa que, mientras que las culturas tradicionales dan una dimensión cósmica ,a lo real, la cultura occidental tiende a darle una dimensión humana. Podrí­a decirse hiperbólicamente que, donde a nivel tradicional se “diviniza’.’ lo real, la cultura occidental “realiza” a Dios; el. Verbo se ha hecho hombre, y de este modo la metahistoria se ha sumergido en la historia: la verdad de fe de la revelación adquiere fundamentos históricos a través del obrar histórico -la vida, la pasión y la muerte- de Jesucristo.

Sentadas estas premisas para ilustrar el carácter especí­fico del cristianismo respecto a las tradiciones religiosas de las culturas extraoccidentales, entremos más directamente en la morfologí­a especí­fica de las creencias y de las actividades rituales que caracterizan a estas últimas.

La creencia en entidades sobrehumanas dotadas de poderes distintos y superiores a los de los hombres parece estar en la base de muchas, si no de todas, las religiones en cuestión. En este punto impone cierta cautela la creciente exigencia de una revisión crí­tica de las fuentes documentales más antiguas, es decir, esos informes etnográficos no especialistas hechos por exploradores, viajantes y misioneros que, cada uno con sus condicionamientos, pudieron comprender mal las culturas con que entraron en contacto. Tampoco hay que olvidar que entre algunas culturas lo sobrenatural asumirí­a también formas absolutamente impersonales, como en el caso del mana melanesio. De todas formas, algunas de esas entidades están representadas por los protagonistas de los mitos o historias sagradas que universalmente a nivel tradicional (y no sólo a nivel tradicional) dan fundamento a la realidad, confiriéndole un sentido y un valor. Estos seres mí­ticos son tí­picamente inactuales, es decir, inactivos en el presente, y por tanto privados de culto. Los estudiosos, bien por analogí­a con los fenómenos que encuentran en las religiones superiores, bien por la necesidad práctica de una categorización, han distinguido tipológicamente a estos protagonistas mí­ticos en varias figuras: creador, trickster, primer hombre, héroe cultural, antepasado mí­tico o totémico, dema. Si esta distinción puede responder a exigencias funcionales, no encuentra, sin embargo, una comprobación en la realidad de la expresión mí­tica. De hecho, todos estos protagonistas de mitos realizan acciones fundantes -en las que se agota su funciónque pueden ampliamente sobreponerse y están muy poco caracterizados en sentido personal: una lectura correcta de la documentación etnográfica manifiesta una operación de asimilación a personalidades “mitológicas” o “divinas” preconcebidas por parte de los estudiosos occidentales, condicionados por su propio bagaje de conocimientos. Pensemos, por ejemplo, en el influjo ejercido por el mito de Osiris en la condepción del dema (el ser mí­tico melanesio que, una vez matado, descuartizado y sepultado, da origen a los alimentos) o, en otro aspecto, en la influencia del mito de Prometeo en la conceptualización del trickster, aun cuando luego cada una de estas dos conceptualizaciones sirvieron precisamente para explicar el mito egipcio y el griego.

Una función más compleja respecto a la de los protagonistas mí­ticos es la que ejercen otras entidades sobrehumanas que, aunque pueden actuar en un nivel mí­tico dando fundamento a las realidades, se consideran, sin embargo, como existentes y activas en el presente y son, por tanto, objeto de culto. También en este caso los estudiosos han elaborado una tipologí­a, distinguiendo entre el ser supremo, el señor de los animales, la tierra madre, los espí­ritus (de la naturaleza, de los muertos, espí­ritus tutelares), antepasados, divinidades.

En lo que se refiere a las actividades rituales, las religiones tradicionales presentan dos tipos fundamentales de ritos: los autónomos, que no tienen ningún destinatario especí­fico, y los cultuales, es decir, los ritos insertos en el culto a los seres sobrehumanos considerados en disposición de intervenir activamente en los asuntos humanos. Entre los primeros hay que señalar los ritos mágicos y toda la amplia categorí­a de ritos de pasaje (o sea, los ritos que señalan, a nivel individual y/ o colectivo, las transiciones más significativas de un estado o condición a otro, entre los que hay que mencionar especialmente los ritos de iniciación tribal y los ritos de comienzo de año), mientras que los segundos están representados por la oración, el sacrificio y la ofrenda.

Puesto que, como ya se ha dicho, en las culturas tradicionales la esfera de acción religiosa no es conceptualmente distinta de los otros campos operativos de la existencia, a menudo en los niveles más “primitivos” no aparece ninguna especialización “profesional” de tipo religioso: es el cabeza de familia o el jefe de la tribu el que se ocupa de las cosas “sagradas” junto con las “profanas”. La especialización religiosa coincide con la mayor especialización de todas las demás actividades humanas; por tanto, es en las culturas de una estructura social más compleja donde podemos encontrar actores rituales propiamen-, te dichos, que según los casos desemi penan su papel por delegación o pot vocación personal. Adivinos, hechiceros, curanderos y magos son los “especialistas” más comunes en cosas religiosas que se encuentran a nivel tradicional; una mención especial merece el chamán, tipo de actor ritual que con medios psí­quicos o artificiales alcanza un estado de trance, en el cual entra en comunicación con los espí­ritus y obtiene de ellos facultades adivinatorias o terapéuticas extraordinarias. Las clases sacerdotales verdaderas y propias sólo se encuentran en las culturas tradicionales más complejas y evolucionadas, caracterizadas de ordinario por formas religiosas de tipo oliteí­sta más o menos rudimentales ífrica occidental, Polinesia, América precolombina).

En numerosas sociedades tradicionales (América septentrional y meridional, ífrica, Oceaní­a) asumió un relieve especial durante la época colonial y poscolonial la figura del profeta, que se convirtió a menudo en lí­der de movimientos socio-religiosos de emancipación, tanto en sentido polí­tico como en sentido cultural. El fenómeno del profetismo sigue teniendo gran importancia, ya que gracias a algunas personalidades carismáticas florecen por todas partes en el tercer mundo sectas o religiones, ordinariamente de tipo sincretista (es decir, que conjugan elementos de la religión tradicional con elementos de origen cristiano, hasta superar a veces la simple yuxtaposición para asumir connotaciones totalmente originales), de gran influencia en las poblaciones nativas, y muchas veces caracterizadas por intentos proselitistas que se derivan precisamente de la asimilación del espí­ritu ecuménico y misionero del cristianismo. Estas nuevas religiones, llamadas convencionalmente “espirituales”, “carismáticas” o de “curación”, son un sí­ntoma y un í­ndice del malestar cultural de unas masas tradicionales sometidas a un impacto cada vez más traumático con la modernidad y con sus contradicciones y, en el caso de abierta contraposición a las Iglesias misioneras, de crí­tica consciente de la traición cometida por el occidente en perjuicio del mismo evangelio.

Describiremos ahora a grandes rasgos las caracterí­sticas fundamentales de las religiones tradicionales según un criterio geográfico, aunque señalando que la variedad de las culturas presentes en las diversas áreas hace que este tipo de clasificación sea no solamente reductivo, sino sumamente artificioso y homologante. De hecho, si en algunas áreas relativamente aisladas o circunscritas (por motivos históricos y/ o geográficos: Australia, Melanesia, Polinesia, zonas subárticas de Asia y de América) las culturas respectivas se presentan bastante homogéneas desde el punto de vista de su estructura socioeconómica (de cuya importancia en la determinación del tipo de religión ya hemos hablado), hay otros continentes (América septentrional y meridional, ífrica) que ofrecen una variedad tan grande de situaciones que resulta casi imposible cualquier generalización, a no ser aplastando, nivelando, abstrayendo y, por tanto, mistificando sustancialmente los datos y los problemas.

Las diversas creencias de los múltiples grupos aborí­genes de cazadores-recolectores australianos encuentran cierta unidad en la enorme importancia que conceden a los protagonistas mí­ticos medio-humanos, medio-animales que en el “tiempo del sueño” fundaron los rasgos de la naturaleza y de la cultura nativa, dictando las normas de la vida social y dejando en la tierra lugares y objetos sagrados que son receptáculos de su poder, y en los complejos rituales que conmemoran o ritualizan sus acciones. Pero no parece corresponder a la realidad la presencia que en otros tiempos se les atribuyó de un culto a un ser supremo de tipo uránico. A nivel ritual, las iniciaciones tribales son las ceremonias más complejas, dramáticas y culturalmente significativas, junto con los ritos de incremento de las especies animales y vegetales, relacionados -como otros muchos aspectos de la vida social y religiosa de los australianos- con el fenómeno tan discutido del totemismo. El brujo y el curandero considerado el uno como causa de infortunios, de enfermedad y de muerte, y el otro como dispensador de remedios, pero a menudo coincidentes en la misma persona- son unos actores rituales reconocidos; pero no existe ninguna organización religiosa, y la gestión de lo “sagrado” está difundida entre todos los hombres ancianos, según un proceso progresivo marcado por las diversas etapas iniciáticas.

Las religiones de las islas de Melanesia presentan rasgos semejantes por un lado a las creencias australianas y por otro a las polinesias, pero en general su originalidad reside en el pragmatismo que las caracteriza: son menos “mí­sticas” que las religiones australianas y menos “vinculantes” que las polinesias, concediendo un amplio margen a la iniciativa del hombre. Horticultores y pescadores, los melanesios han elaborado una abundante mitologí­a, reconocen una multitud de espí­ritus y practican el culto a los antepasados mediante ritos complejos que afectan a cada clan y/ o a aldeas enteras, como en el caso de las grandes fiestas de renovación o de comienzos de año, durante las cuales se hacen ofrendas primiciales a los espí­ritus de los muertos. También los ritos de iniciación tanto tribales como de sociedades secretas revisten una especial importancia; los primeros confluyen a menudo, cronológica e ideológicamente, en el culto a los antepasados, como garantí­a de la continuidad de las generaciones. Entre los grupos que practican la crí­a del jabalí­ se celebra cada cierto número de años una gran fiesta de carácter competitivo, durante la cual un bigman, para alcanzar prestigio sociopolí­tico, sacrifica ostentosamente a los espí­ritus o entidades mí­ticas enormes cantidades de animales, que luego consumen orgiásticamente los que participan en la fiesta. La hechicerí­a, en su acepción ambivalente, ocupa un ancho margen en la vida de los melanesios, que recurren frecuentemente a hechizos mágicos para conseguir sus objetivos; el éxito o la eficacia de un hechizo o de un ensalmo se atribuye al mana, una especie de oscuro poder que se concede indiferentemente a toda clase de espí­ritus, personas o cosas que demuestren tener éxito o dar fortuna.

Debido a la conversión precoz y casi general al cristianismo de la población nativa, la religión tradicional polinesia es ya cosa del pasado y los elementos que la constituí­an originalmente han quedado reducidos a reminiscencias de un tiempo que los mismos polinesios reconocen tan lejano como el del mito. En su origen la Polinesia presentaba una notable homogeneidad cultural: horticultores, criadores de puercos y pescadores, las sociedades polinesias estaban muy jerarquizadas, y algunos jefes, por las dimensiones de su poder, eran auténticos reyes. La organización religiosa contaba con un cuerpo sacerdotal que gozaba de enorme prestigio. Las creencias religiosas reflejaban la ordenación social: las numerosas divinidades, muchas de las cuales estaban ligadas genealógicamente entre sí­, estaban organizadas en una especie de panteón de estructura jerárquica, en cuya cima habí­a tres figuras inciertas de creadores mí­ticos. Todos estos seres extrahumanos tení­an cada uno una esfera de acción propia, representando una porción especí­fica de la realidad. Podí­an hacer daño a los hombres o favorecerles, y por eso, como los diversos jefes, tení­an que ser obsequiados con frecuentes ofrendas durante las numerosas ceremonias que oficiaban los sacerdotes en lugares sagrados especiales. Podí­an además poseer a los individuos mediante el trance, y protegí­an a los hechiceros. Las almas de los muertos tení­an un papel privilegiado, con atributos ambivalentes. También tení­an un valor religioso, polí­tico y social tanto el mana, entendido como una cualidad en cierto modo procedente, de las divinidades que daba éxito y prestigio a las personas, como el tabú, concepto que se aplicaba a todo lo que era sagrado o prohibido, y cuya violación tení­a consecuencias de orden mí­stico y/ o social. Merece una especial mención la sociedad areoi, a la que los polinesios, hombres y mujeres, podí­an acceder por posesión divina o por iniciación; de estructura rí­gidamente jerárquica, se usaba para la ejecución de juegos, ritos y espectáculos sagrados; sus miembros gozaban de privilegios y poderes excepcionales también ante la autoridad polí­tica, viviendo en una dimensión ritual totalmente distinta de las de los hombres comunes.

Las religiones de los indios. norte y sudamericanos se resienten notablemente de la heterogénea situación ecológica, económica y cultural en que se encuentran, dada la inmensidad del área considerada. Algunos grupos viven aún (y han vivido durante milenios) sólo de la caza y de la recolección, otros viven de la agricultura, otros eminentemente de la pesca, de forma que resulta imposible incluso la más abstracta de las generalizaciones. A pesar de ello, podemos señalar en su estrecha relación con la naturaleza entendí­da religiosamente y sacralizada el elemento que unifica y caracteriza todas sus creencias. También es universal la presencia de una compleja mitologí­a, y consiguientemente de uña serie de protagonistas mí­ticos entre los que destaca (de forma especial, pero no exclusiva, en Norteamérica) el trickster, héroe cultural teriomorfo, a menudo antagonista del creador, cualificado por un comportamiento ambiguo: fundador y dador de importantes elementos culturales, pero también tramposo, astuto y necio a la vez, héroe de aventuras ordinariamente cómicas y grotescas. Junto a los protagonistas mí­ticos encontramos, según los tipos de cultura, a otros seres supremos (Tierra del Fuego), señores de los animales (entre todos los grupos cazadores y los esquimales), diosas de la tierra y de la vegetación (en ambas Américas, entre los pueblos cultivadores y también excepcionalmente entre algunos grupos de cazadores), espí­ritus relacionados con elementos o acontecimientos cósmicos y atmosféricos (de difusión casi universal), espí­ritus tutelares de varios tipos. Estos últimos, presentes en ambas Américas, tienen suma importancia en América septentrional (excepto en el sur-oeste), estando en el centro de rituales inIciáticos y de prácticas visionarias individuales, dirigidas a la adquisición de una relación privilegiada con un espí­ritu. La adquisición de un espí­ritu tutelar está también en la base del chamanismo, presente en algunas zonas árticas (en las que aparece en su aspecto más puro y prototí­pico) de la extremidad opuesta del continente. Tan sólo en la zona andina, quizá por el antiguo influjo de la civilización incaica, y entre los navajos y los pueblos del suroeste de los Estados Unidos se puede encontrar un sacerdocio más o menos propiamente dicho. La vida ritual y ceremonial es en todas partes bastante densa en acontecimientos, tanto a nivel individual como a nivel colectivo. Las festas de mayor relieve son las de renovación, ligadas al comienzo del año agrí­cola o al comienzo de la estación de caza y pesca. Las iniciaciones tribales y las de sociedades secretas o de medicina (estas últimas exclusivamente entre los indios norteamericanos) son de los momentos religiosos más fuertes de la existencia individual y comunitaria de los nativos.

Los pueblos árticos y subárticos euro-asiáticos nos ofrecen cierta homogeneidad de creencias -ahora ampliamente sustituidas por la cristianización-, con acentuación de algún que otro elemento particular según se trate de grupos ecológicamente determinados en un estilo de vida basado en una economí­a venatoria o respectivamente ganadera. En lo que se refiere a los pueblos cazadores y pescadores (además de los esquimales, otros muchos grupos asiáticos, como los siberianos y los ainu de la isla japonesa de Hokkaido), las creencias religiosas, sostenidas por una compleja mitologí­a, se centran previsiblemente en algún señor de los animales, unido a veces a otra figura de ser supremo y a una serie de espí­ritus de la naturaleza y espí­ritus tutelares. Las actividades rituales se centran en la estación de cese de la caza para culminar en el momento de su reanudación; el operador ritual es tí­picamente el chamán. Los grupos ganaderos, especí­almente los pastores de renos (a menudo el mismo grupa étnico practica un régimen económico, venatorio o pastoral, según el hábitat; tal es el caso de numerosos pueblos siberianos como los yucaghiros, los ciuckos, los tungusos, mientras que la crí­a de ganado encuentra siempre su presupuesto en una fase venatoria anterior: lapones, yakutos, samoiedos, etc.), veneran principalmente a un ser supremo de tipo uránico, al que ofrecen sacrificios con ocasión de las grandes fiestas anuales ligadas al ciclo estacional de la crí­a del ganado, pero su horizonte religioso está poblado además de otras numerosas entidades extrahumanas, entre las que destacan varios espí­ritus tutelares de los animales salvajes. También aquí­ es preponderante el complejo chamánico.

El continente africano nos ofrece una enorme variedad de creencias religiosas, ya que presenta ejemplos de casi todos los ambientes ecológicos y de los consiguientes regí­menes socioeconómicos con diversos tipos de cultura. En el ífrica negra la gama va desde la cultura de la caza y de la recolección de los pigmeos del bosque ecuatorial y de los bosquimanos del Kalahari hasta la cultura agrí­cola de los grandes reinos del ífrica occidental, pasando por los millares de sociedades de cultivadores más o menos primitivos y de ganaderos a pequeña y gran escala (hotentotes, nilóticos, etlópicos). Por eso mismo hemos de abstenernos de hacer una tipificación generalizante y acentuar más bien aquellos elementos de espiritualidad generalizada e intensa y de integralismo que cualifican y unifican las diversas expresiones religiosas africanas, que pueden contraponerse y se han contrapuesto de hecho al materialismo y al individualismo de Occidente. La tarea que hoy se impone a los estudiosos es la de reexaminar en clave histórica las religiones tradicionales africanas, tanto porque han sido erróneamente tenidas por inertes, estáticas e impermeables al devenir -cuando en muchos casos su capacidad de adecuación y de respuesta creativa a crisis endógenas o a las nuevas condiciones impuestas por el colonialismo antes y después de la modernización atestiguan una plasticidad que debe tener necesariamente presupuestos históricoscomo porque demasiadas veces en su descripción y en el juicio formulado sobre las mismas han influido los prejuicios, positivos o negativos, de los informadores, los etnógrafos y los teóricos que de una u otra manera leyeron esas diferencias con sus propios esquemas y reduciéndolas a sus propios códigos.

Esto mismo vale para cualquier conjunto de creencias, si es que queremos finalmente comprender el tesoro de espiritualidad encerrado en el hombre en cualquier latitud geográfica, cronológica y cultural en que se encuentre.

BIBL.: BRANDON S.G.F. (ed.), Diccionario de las religiones comparadas, 2 vols., Madrid 1975; BRELICH A., Introáuzione alla storia delle religioni, Roma 1966 CLARKE P. (ed.), Traditional Religions, en S. SUTHERLAND, L. HOULDEN, P. CLARKE y F. HARDY (eds.), The World’s Religions V, Londres 1988; ELIADE M. Tratado de historia de las religiones, 2 vols., Madrid 1974; LANTERNARI V., Movimenti religiosi di libertó e di salvezza dei popoli oppressi, Milán 1960; POUPARD P. (ed.), Diccionario de las religiones, Barcelona 1987; PuEce H.C. (ed.), Storia della religioni XVIII, Ipopoli senza scrittura, 2 vols., Bar¡ 1978; SABBATUCCI D., Sommario di storia delle, religioni, Roma 1987.

D. Visca

V. Religión popular
1. EL ESTUDIO DE LA RELIGIí“N POPULAR. a) La investigación, el análisis y la interpretación del fenómeno religioso despierta un amplio interés en el campo de las ciencias humanas, preocupadas por la problemática cultural o social, í­ntimamente ligada al hecho religioso. Así­, de la religión y de la fenomenologí­a de la religiosidad popular se ocupan intensamente la antropologí­a cultural y la etnologí­a religiosa, la psicologí­a y sociologí­a de la religión y la historia de las instituciones y prácticas religiosas, la fenomenologí­a y filosofí­a de la religión y la teologí­a de las religiones, la teorí­a de la misión y la teologí­a pastoral. El campo de observación y análisis es vasto y diversificado: el folclore religioso y las tradiciones populares, las prácticas mágicas o supersticiosas, las fiestas y cultos populares, los elementos de sincretismo religioso y de mestizaje cultural presentes en las diversas manifestaciones de la vivencia social de lo religioso, particularmente en las clases populares, en especial entre los campesinos, en sus ritos y celebraciones, en sus leyendas y mitos, en sus proverbios y refranes, en su ethos vital y social.

Tanto la metodologí­a especí­fica como los criterios de interpretación de las prácticas religiosas divergen notablemente. Así­, los hechos real o supuestamente religiosos pueden ser observados con un interés meramente antropológico y cultural, o pueden ser objeto de una investigación comparativa, sea de carácter histórico y evolutivo, sea de carácter morfológico y estructural. Finalmente, tales fenómenos, caracterí­sticos de la religiosidad humana, pueden ser interpretados en la perspectiva de determinados postulados naturalistas o positivistas, espiritualistas o materialistas, ideológicos o teológicos. De este modo, la fenomenologí­a de la religión popular puede ser considerada meramente como expresión de la búsqueda de seguridad existencial por parte de las clases populares ante una situación cultural o social de miseria y atraso, de opresión o de especial fragilidad; otras veces el hecho religioso es interpretado meramente como una búsqueda de mayor poder, consenso o legitimación social e histórica; otras, en fin, el hecho religioso es justamente interpretado como la expresión de la fe popular.

b) A la divergencia de presupuestos metodológicos y de criterios hermenéuticos se añade una diversidad conceptual en el modo de entender lo popular. Unas veces lo popular es entendido como lo tí­pico de la idiosincrasia nacional de un pueblo, pensado como sujeto colectivo de una historia y de una cultura, de una sociedad y de un Estado, en relación con la vivencia de su religiosidad; otras veces, lo popular es comprendido como lo propio de los estratos populares, clases, razas o culturas, en cuanto subalternas y oprimidas por otras culturas, clases o razas; o, finalmente, puede considerarse lo popular como opuesto a lo oficial. En tal caso, la religiosidad popular significa la vivencia religiosa y las creencias de determinados grupos humanos, prevalentemente en los estratos subalternos de la sociedad, que persisten en una cierta resistencia o divergencia a las formas ortodoxas oficiales. De este modo puede hablarse, de forma muy diversificada, de la religiosidad del pueblo argentino, de la devoción mariana del pueblo mejicano o del pueblo andaluz, de las leyendas o culto a los muertos en la religiosidad popular gallega o centroamericana o de diversos fenómenos de la religiosidad popular amerindia o afroamericana.

c) La forma popular de vivir la religión está particularmente condicionada por la cultura, tanto de la clase dominante cuanto de las clases subalternas. La relación entre fe popular y cultura popular puede considerarse un caso particular de la relación entre religión y cultura, en su mutua interacción dialéctica (I Inculturación): En todas las culturas donde se vive una situación teónoma, es decir, donde la irrupción de lo sagrado adquiere una particular intensidad, la religión ofrece a la cultura su dimensión de profundidad vital. Tal sucede en las grandes áreas culturales inspiradas por las grandes religiones del Oriente, por el hinduismo o por el budismo, por la religión de Israel o por la del islam.. Tal sucede también en las naciones marcadas por el contacto profundo con el cristianismo. A su vez, la cultura ofrece las formas expresivas que hacen presente en la vida familiar y social los grandes ideales y’valores religiosos: la verdad absoluta, la belleza sublime, la justicia incondicionada, la bondad misericordiosa.

También la cultura popular o las subculturas de las clases o razas subalternas en un determinado espacio pueden ofrecer formas expresivas de la fe o de la esperanza religiosa, del ethos de solidaridad y fraternidad, de la búsqueda de reconciliación y paz a la misma religiosidad o piedad. De este modo han coexistido siempre con la vida de la comunidad eclesial como institución múltiples expresiones de la fe y de la vivencia religiosa popular, dotadas muchas veces de gran sinceridad religiosa y autenticidad humana en su expresión de. la confianza creyente Vides qua), así­ como de contenidos objetivos de la fe Vides quae). Frecuentemente, la vivencia religiosa se ha mezclado í­ntimamente con las realidades culturales o sociales, coloreando el lenguaje y el arte popular, la vida familiar y comunitaria.

2. LA CUESTIóN DE LA RELIGIOSIDAD POPULAR. a) Suele hablarse de religiosidad popular cuando la forma y modo de vivir la religión asume un carácter más directo y sencillo en su vivencia, buscando una mayor funcionalidad y una modalidad más accesible al individuo o al grupo concreto. De este modo, la religiosidad popular puede fácilmente superar la barrera representada por la forma erudita y conceptual, dogmática y abstracta, de vivir la piedad o de pensar la fe. Adoptando formas más espontáneas de vivir el sentimiento religioso, o al menos más accesibles al nivel cultural de los interesados, la religiosidad popular tiende a esquivar la mediación de la figura sacerdotal, sentida como ausente o distante, o incluso como obstáculo a la comunicación religiosa. En la religiosidad popular se cultiva una forma de oración frecuentemente por intercesión de un santo protector, sentida como más eficaz para conseguir el objeto deseado en la súplica religiosa por las urgentes o angustiantes necesidades humanas, particularmente aquellas que afectan a los estratos más pobres y menos protegidos de la sociedad.

No es fácil dilucidar la cuestión de la relación existente entre una forma popular y una forma oficial de vivir la religión. En muchos casos puede constatarse una cierta prioridad de lo popular y espbntáneo sobre lo erudito y elaborado. En numerosas situaciones y circunstancias suelen coexistir históricamente ambas formas de vivir la religiosidad, dándose entre ellas una relación dialéctica: la forma normativa y erudita de vivir la religión suele nutrirse de la vivencia popular del sentimiento religioso, al cual procura encuadrar en un sistema teológico y normativo. A veces la fe popular se limita a divulgar los conceptos teológicos en una forma más próxima a la cultura popular de las clases subalternas. En el lenguaje o en el gesto, en la piedad o en la devoción, la religiosidad popular frecuentemente se caracteriza por diversas notas, como una cierta espontaneidad y riqueza de comunicación desde el punto de vista de lo intuitivo y simbólico, así­ como de lo emotivo y fantástico, de lo vivencial y festivo, de lo celebrativo y de lo teatral.

b) La religiosidad popular cubre una amplia gama de fenómenos vitales y sociales, culturales y religiosos. A nivel popular, la religión es vivida no raramente en contacto con el ciclo vital o con la realidad social. Así­ encontramos una celebración religiosa del nacimiento o de la salida de la adolescencia, del noviazgo o del matrimonio, de la enfermedad o de la muerte. Encontramos también una consagración festiva o celebrativa del trabajo agrí­cola o industrial, particularmente en las fiestas patronales o regionales. El cristianismo, como religión universal, asume la dialéctica fundamental de la religión bí­blica, como religión de la creación y de la alianza, que consagra, critica o bendice la naturaleza y la historia. Cuando la l evangelización ha asumido positivamente la vida humana e histórica de un pueblo en su camino hacia Cristo, señor de la creación y mediador de la alianza, surgen formas nuevas de cristianismo popular.

Con todo, la fenomenologí­a de la religiosidad cubre un espectro tan amplio, que no está exenta de un alto grado de equivocidad, dado que por religiosidad popular se entiende, aun en el caso del cristianismo o del catolicismo popular, desde formas mágicas o supersticiosas de piedad arcaica precristiana vividas en sincretismo con devociones tí­picas de la fe del medio rural hasta otras formas de reviviscencia de tradiciones del catolicismo popular, que sirven para mantener la conciencia de una identidad religiosa y social. Así­ puede hablarse de influencias amerindias o afroamericanas en determinados rasgos del catolicismo latinoamericano en su vivencia popular; o pueden analizarse también cultos populares, como peregrinaciones u otras fiestas y devociones, tí­picas de la veneración popular de los santos cristianos o representativas de la devoción mariana.

c) En la religiosidad popular cobran nueva importancia los movimientos de renovación en la pastoral popular y laical, como los cí­rculos bí­blicos y las comunidades eclesiales de base, los grupos neo-catecumenales o neopentecostales, que frecuentemente asumen la función de educar y alimentar una sana religiosidad popular, vivida plenamente en la comunión eclesial. En su relación con los grupos populares y su caracterí­stico modo de vivirla fe y la piedad, la autoridad eclesial ha oscilado entre diversos tipos de reacción, en parte debido a la naturaleza de los mismos fenómenos religiosos, en parte condicionada por circunstancias históricas. Desde el rechazo de formas juzgadas supersticiosas o mágicas hasta la rehabilitación de formas de legí­tima devoción; desde la tolerancia de ‘formas imperfectas de vivencia creyente hasta la proposición de prácticas admisibles y conciliables con la ortodoxia y con la liturgia canónica. A su vez, también los grupos populares han oscilado en su relación con las instancias autoritarias y oficiales en las diversas comunidades religiosas, sea aceptando sinceramente las orientaciones de la autoridad, sea rechazándolas o incluso camuflando su reacción bajo formas diferentes de sincretismo religioso. Con todo, las formas de la religiosidad popular no deben ser juzgadas necesariamente como negativas; a veces constituyen manifestaciones espléndidas de inculturación de la fe y de adaptación de una religión universal a ambientes nacionales, sociales o culturales, caracterizados por una enorme diversidad.

BIBL.: ADOUKONOU B., Jalons pour une théologie africaine, Parí­s-Namur 1980; Bo V., La religiositápopolare, Así­s 1979-,DusosQC.; PLONGERON B. y ROBERT D., La religion populaire, Parí­s 1979; GALILEA S., Religiosidad popular y pastoral, Madrid 1980; ISAMBERT F.A., Le sens du sacré. Féte el religion populaire, Parí­s 1982; LACROIX B. y BOGIONI P., Les religions populaires, Quebec 1972; MALDONADO L., Religiosidad popular, Madrid 1976; PASTOR F.A., Ministerios laicales y comunidades de base, en “Gregorionum” 68/ 1-2 (1987) 267-305.; PASTOR F.A. y otros, Inculturazzione, Roma 1979; PIzzuTI D. y GIANNONI P., Fede popolare, Turí­n 1979; RAHNER K., Zum Verhültnis von Theologie und Volksreligion Schriften zur Theologie XVI, Einsiede1n 1984, 185-195; TILLARDJ.M.R. y otros, Foi populaire. Foi savante, Parí­s 1976.

F.A. Pastor

VI. Filosofí­a de la religión
1. UNA REALIDAD COMPLEJA. Entre las muchas disciplinas que por diversas razones, con distintas perspectivas y con instrumentos de análisis especí­ficos, se ocupan de la realidad de la religión (experiencias, emociones, culto y tradiciones, vivencia individual y comunitaria, inspiraciones, predicación y difusión, incluso polémicas y divisiones), le corresponde ciertamente a la filosofí­a de la religión la reflexión crí­tica sobre ella, pero sin que esto la separe de las demás ciencias que se ocupan del mismo objeto (psicologí­a, sociologí­a de la religión, historia de las religiones y religiones comparadas…) ni delimite, de forma absoluta y definitiva, un criterio epistemológico uní­voco. Pensemos en la ciencia de la religión, de carácter empí­rico, no normativo; de análisis “objetivos” y, en cuanto que es posible, completos de formas históricas; de relaciones recí­procas y con la cultura, la polí­tP ca, la sociedad, la economí­a y el ambiente… Pensemos en la fenomenologí­a de la religión que da una mirada de conjunto y ordena la complejidad de los fenómenos, de las convicciones y de las experiencias religiosas. Estos ejemplos no son casuales, ya que el mismo término es empleado, en diversos sentidos y con una metodologí­a diferente, en el terreno filosófico y en el no filosófico; esta rápida incursión puede tener una justificación comparativa. Después de rehusar los presupuestos de tipo hermenéutico que están en la base de interesantes modelos de la filosofí­a de la religión (desde Schleiermacher hasta Italo Mancini), con una actitud distinta respecto al evolucionismo histórico, la filosofí­a de la religión afronta una masa enorme de datos arqueológicos, etnológicos, históricos, psicológicos de todas las religiones, una amplia área sacral, difí­cil de definir respecto a la magia y los tabúes. El mito, el rito, el sacrificio, el culto de los santos y de los difuntos, la escatologí­a, la apocalí­ptica, los libros sagrados y la revelación son núcleos temáticos proyectados sobre un cuadro monoteí­sta-politeí­sta-panteí­sta difí­cil de componer sobre un plano diacrónico. Hay un tipo de fenomenologí­a que; por definición, quiere ser equidistante del objetivismo cientí­fico abstracto y del subjetivismo fácilmente esclavo de prejuicios y de ideologí­as, y manteniendo como ineludible la referenbia, incluso indirecta, a la cuestión subyacente de la “esencia de la religión” (y del “carácter absoluto del cristianismo’, quiere mediarlos (y superarlos) en la intencionalidad. Sin profundizar en este estatuto filosófico de la fenomenologí­a (no sólo de Husserl, sino más concretamente la de Max Scheler), se presenta ante el cristiano la rica presencia de las “semillas de la Palabra” y la larga, lenta y contradictoria preparación evangélica (pensemos en los sacrificios humanos, en la homofagia, en la manducación de cadáveres, en la prostitución sagrada, etc.).

La inteligencia de la fenomenologí­a (pensemos en la fundamental Phiinomenologie der Religion, 1933, de Van der Leeuw) radica en el reconocimiento de la especificidad que determina las variantes sobre una constante. Recordemos el monumental Der Ursprung der Gottesidee, 12 vols., 1912-1955, de W. Schmidt, el reconocimiento de la presencia constante, aunque con formas e intensidades diversas, del concepto monoteí­sta de ser supremo (método histórico-cultural). Se trata de señalar la arquitectura de la totalidad (el bosque de árboles) a través del lenguaje, los sí­mbolos, los ritos, los mitos. Hay que evitar la ideologización (como ocurrió con cierto modernismo); hay que delimitar y leer los fenómenos religiosos sin extralimitarlos e instrumentalizarlos. Con Das Heilige (1917), R. Otto inauguró el giro fenomenológico, haciendo mellas en el inveterado estereotipo cultural de la explicación genética de la religión hija del racionalisino, del positivismo y del evolucionismo. La “escuela de Marburgo” fundada por él serí­a la encargada de seguir estudiando el a priori complejo, los elementos numinosos e irracionales, morales y racionales (recuérdese el subtí­tulo “Sobre lo irracional en la idea de lo divino y su relación con lo racional’~ que hacen de lo sagrado (“mysterium tremendum et fascinans”) algo distinto de toda estructura humana naturalista. Es decisiva la aportación de R. Pettazzoni fundador de la escuela italiana de “historia de las religiones”, al diferenciarse, tanto de la tradición de la Comparative Religion inglesa como de la Religiongeschichtliche Schule alemana.

Las cuestiones “filosóficas” permanentes son fundamentalmente, por su parte, problemas de filosofí­a de la religión, sobre todo la de Dios: existencia, atributos, posibilidad y condiciones de su comunicación con el hombre. No nos referimos sólo, naturalmente, a los tí­tulos explí­citos de la “filosofí­a de la revelación”. Más aún, el horizonte de las disciplinas es tan amplio y variado (hay que pensar también en la historia de la Iglesia, de la exégesis y de los dogmas, en la espiritualidad, en el ecumenismo) que el concepto mismo de religión, fundamental en la época moderna, carece de un significado preciso. A partir de la tradición grecorromana, este término oscila, se usa en sentido genérico, es sinónimo de fe, orden, ley, secta. A través de la aportación de los padres, de la gran tradición escolástica, del humanismo, llegamos a la reforma y a la reformulación del binomio clásico (medieval) fe-razón, en la trí­ada fe-religión-razón con el subrayado del primer término, aun cuando desde Agustí­n hasta Calvino el segundo término aparece con mayor frecuencia. A través de la religión-sentimiento (desde el pietismo hasta Schleiermacher),. al que se contrapone la religión de la razón (especí­ficamente Kant), surgirá el concepto de religión y el paso desde la teologí­a de la religión hasta la filosofí­a de la réligión en sentido moderno. A nosotros nos interesa sobre todo la historia (los antecedentes) y el paso. Entre otras cosas, porque estamos convencidos de que sigue siendo ineludible la lección kierkegaardiana de la fe como modelo atí­pico de filosofí­a de la religión.

La religión tiene su propio origen en la experiencia religiosa, y la reflexión sobre la experiencia religiosa se hace desde el punto de vista de la misma experiencia religiosa. Pero la revelación no es de suyo convincente para el pensamiento; se necesita una fe, mientras que al pensamiento le corresponde la libertad (una opción fundamental) de interpretarla, afirmarla o negarla. Por una parte la fe filosófica, por ejemplo de Jacobi: todo conocimiento humano procede de la revelación y de la fe, ya que todo procedimiento de demostración lleva al fatalismo; nosotros sólo podemos señalar semejanzas; por la fe conocemos lo finito y lo infinito, la existencia de nuestro cuerpo (Lettere sulla doctrina di Spinoza, 1785). Por otra, la experiencia mí­stica, por ejemplo la de Teresa de ívila o Juan de la Cruz, para quienes el lenguaje es inadecuado para expresar la experiencia interior, y la unión con Dios no puede ser expresada por ninguna cosa creada y ninguna cosa pensada. Sócrates llega a los umbrales de la realidad religiosa, es decir, de la trascendencia; por otro lado, Guillermo de Alvernia (por el 1180-1249) escribe que debe haber una única fe, porque la raza humana tiene un origen común y un solo fin: la fe cristiana es la mejor garantí­a, la única verdadera religión. Lessing declara, de forma impenitente, que es- incapaz de saltar a la trascendencia; Hegel tiene la presunción especulativa de aceptar, explicar, “ir más allá” de la fe con el concepto. El ontologismo (de Gioberti y, quizás, de l Rosmini) predica que la primera realidad conocida no es el ser finito, sino el ser infinito y divino; al contrario, los tradicionalistas (o fideí­stas) piensan que la idea de Dios y su existencia sólo pueden ser reveladas, y por tanto sólo pueden ser conocidas por fe. Condenado el J racionalismo con la Dei Filius en el /Vaticano I, el problema volvió a plantearse con la reclusión inmanentista de los modernistas (cf Lamentabili y Pascendi, del 1907). Es sugestivo lo que dice Jaspers de la sagaz psicologí­a moderna. Declarándose extraño a toda fe religiosa, habla de una fe filosófica, respiración de la fbertad, que llena y mueve al hombre en su fundamento, haciéndolo capaz de superarse a sí­ mismo y alcanzar el origen del ser (cf Vom Ursprung und Ziel der Geschichte, 269). Nos gustarí­a definirla como “preámbulos de la fe”.

2. FILOSOFíA DE LA RELIGIóN: UNA DIMENSIóN PERENNE DEL PENSAMIENTO. Se puede también intentar señalar en Spinoza (Tractatus theologico politicus, 1670) el comienzo de la filosofí­a de la religión en sentido moderno, y ver en la variada etapa de la ilustración su fatigosa y a veces confusa elaboración instrumental, y en el florecimiento del romanticismo idealista (alemán, naturalmente) su definición definitiva. Pero, sin detenernos en la problemática de esta “definición” (espacio-temporal, con todos los riesgos), podemos captar en todo el ámbito filosófico los elementos de una reflexión filosófica de lo que abarca esta “voz”. Desde la interioridad misma de un mythos, fecundo e incontrolado, surge la exigencia de un logos, que apunta a una divinidad “uno… grandí­simo”, pero más allá de todo antropomorfismo “de aspecto” o “de pensamiento”, una sustancia inmutable. En el siglo vi a.C. Jenófanes (es reductivo hablar de escepticismo en quien anticipa la crí­tica de la Ciudad de Dios a través de la espiritualidad sofista) habla de una “sabidurí­a buena” al mismo tiempo ética, teológica y polí­tica, y que -parafraseando un texto bí­blico- podrí­amos decir que “viene de arriba”. Pero los dioses no revelaron todo a los mortales desde el principio; se necesita tiempo: tal es el discurso que recoge la Educación del género humano (1780), de Lessing. El que siente dentro de sí­ al demonio no es artí­fice de “nuevos dioses” en contraposición a los antiguos, que aseguraban la estabilidad de la polis (Sócrates en la Apologí­a de Platón), sino que piensa en un dios creador y providente y, a través de un concepto de la divinidad liberada de la fijeza espacial, mantiene lejos a los amigos de la impiedad y de la injusticia (lo mismo en los Memorables de Jenofonte).

A través de la alegorí­a (que llega hasta a atribuir a los dioses ruindades humanas que no les pueden corresponder, lo mismo que tampoco se les puede atribuir el mal), es la realidad de los dioses la que es preciso alcanzar. Nunca como en este caso es evidente en Platón la reciprocidad de lo ideal y lo real. La “Suma_Teológica” de Platón (Leyes X), que será el fundamento de la “teologí­a patrí­stica” y de la influencia ininterrumpida sobre todo un filón de interpretación del cristianismo espiritual-interior-ético, parte de la fe “universal” en Dios que todos los hombres pueden obtener de la existencia, la belleza, el orden de las cosas (véase también Rom 1). Si el alma es el principio del movimiento, los dioses conocen, sienten y ven todas las cosas y se cuidan de todo y de todos. No pueden ser corrompidos por los hombres; la impiedad de éstos sólo se les puede atribuir a ellos mismos.

Hay también una “Teologí­a de Aristóteles” (Metafí­sica XII), basada en su cosmologí­a, que parte de la continuidad del movimiento y de su principio “tal que su sustancia sea acto”, “alguien que mueva, sin ser movido”. Principio inmóvil que imprime un movimiento eterno y uniforme, motor inmóvil y, con una progresión exquisitamente metafí­sica, “pensamiento del pensamiento…, pensamiento que se piensa a sí­ mismo”. Es puntual el comentario de Tomás de Aquino: el primer motor tiene que ser “sustancia que existe por sí­ sola” y su sustancia ha de ser acto (en él hay una referencia esencial del intellectus al intelligere, como de la essentia al esse). Pero los siglos no pasan en vano; si la reflexión aguda y dolorosa de la tragedia griega ha dado una dimensión existencial y dramática a la reflexión religiosa (centrada en el conflicto insanable entre el hado y la providencia, la necesidad y la libertad, la culpa y la pena y, en definitiva, Dios y el hombre), el cristí­anismo trajo por un parte la luz de la revelación y estimuló por otra un replanteamiento de los problemas con mayor precisión. Ya no es posible la identificación aristotélica entre filosofí­a primera-metafí­sica-teologí­a.

Pero el paso que se dio de la sustancia a la sustancia divina no dejó de tener consecuencias lingüí­sticas y conceptuales. La sustancia, la “primera categorí­a” aristotélica, concepto fundamental de la metafí­sica, comprende desde Aristóteles, pasando por los padres y la escolástica, hasta Descartes, Spinoza y Leibniz, una sustancia particular, única, absoluta y suprema, que es la sustancia divina. Plataforma filosófica y de la discusión teológica sobre la naturaleza de Dios (y de la Trinidad) en su variedad lingüí­stica, que supondrá malentendidos y confusiones: hypóstasis, hypaxis, physis, essentia, substantia, natura…, no hará crisis más que en el empirismo, que se opondrá a la idea de una sustancia desnuda de caracteres, dejando a salvo la crí­tica consecuente de que un manojo de propiedades pueda definir alguna cosa.

Es la diversa concepción de sustancia lo que califica “teológicamente” a Platón respecto a Sócrates (y a Aristóteles respecto a Platón): la ousí­a es verdaderamente tal en el plano eterno, abstraí­do de la realidad, por lo que la sustancia “fenoménica” asume un significado ambiguo. La profundización relativa al hecho de que sólo las sustancias tienen ideas correspondientes, que están jerarquizadas y ordenadas por el Demiurgo, y que la unidad representa el vértice de la realidad, prepara, no sin la mediación de las categorí­as aristotélicas y del neoplatonismo, la primera especulación, filosófica y teológica, cristiana.

Para Aristóteles, mediante la analogí­a, el concepto de sustancia puede referirse al individuo concretado por su materialidad y a Dios. Aunque ho theos no tiene necesariamente una acepción monoteí­sta concreta, fue el fundamento de una concepción monoteí­sta en el sentido desarrollado más tarde por los comentaristas neoplatónicos y que ejerció sin duda una gran influencia en los escritores cristianos. Estos arrostraron el problema de la unidad (ser puro, único) y generalidad de Dios (primero de todos los demás) de la “teologí­a” aristotélica, con el apoyo platónico de que el dios supremo es absolutamente uno, simple e incalificado; el segundo dios es el que se representa como polimorfo. Esta interpretación de la jerarquí­a divina, fundada en una lectura del Parménides, se hace familiar a los cristianos a través de Eudoro de Alejandrí­a y está atestiguada, por ejemplo, en el Evangelio de Felipe y en Basí­lides. No sólo la próte ousí­a será el Padre y la deútera ousí­a el Logos, sino que se hablará de la sangre como sustancia del alma (Clemente de Alejandrí­a) y del milagro del agua transformada en vino como cambio de sustancia (Orí­genes). Pero, sobre todo, el Logos es ousí­a ousión, mientras que el Padre está detrás de todas las cosas (ef Rep. 509b: epékeina tés ousí­as).

En Platón sé inspira Orí­genes, que comenta Jn 14,6: “Yo soy… la verdad”, y llama a Jesús “sustancia de la verdad” (Contra Celsum VIII, 12). En Filón, Clemente y Orí­genes la “idea de Dios” corresponde al Logos “lugar de las ideas”, “idea de las ideas”. Todo esto pasa, naturalmente, por la experiencia que los cristianos tienen de Dios, con diversos matices y acentuaciones (mí­sticas y pedagógicas), hasta la theologia negativa.

3. RAZí“N Y SABIDURíA. Se plantea el problema de si las otras categorí­as pueden aplicarse a Dios, y se llega a la conclusión de que Dios no está en el tiempo y el espacio, sino que el tiempo y el espacio están en Dios. Atanasio afirma que Dios es totalmente simple, no tiene accidentes, no necesita de nada para completar su sustancia; que es además akatáleptós: si lo llamamos “Dios y Padre y Señor” es porque intentamos definirlo. Es fecunda la confrontación con la concepción bí­blica de Dios: ser, uno, fuente, fuego, espí­ritu, luz, vida, amor, bien, padre, señor, inmanente y trascendente, providencial y omnisciente. Sobre esta base, por ejemplo, se purifican y espiritualizan los conceptos de noéton phos y pneuma. Si Tertuliano, con su latí­n especial, llama a Dios Corpus, se hace común la acepción spiritus y la definición unus. Todo esto no dejará de tener consecuencias en las controversias y definiciones cristológicas y trinitarias; los malentendidos sobre el homooúsios nacen de la polisemia de la ousí­a y del temor (p.ej., en Eusebio) de lo que nosotros llamarí­amos (teológicamente) modernismo, mientras que Atanasio logró convencer de que el término no hace más que contener más concisamente lo que se contiene de manera difusa en la revelación.

Así­ pues, sobre el eje fundamental de la relación Ie-razón (respectivamente dialéctica subordinada, recí­procamente autónoma o inevitablemente implicada) se desarrolla una precisión de conceptos y de disciplinas evidente, por ejemplo, en los apologetas y en los alejandrinos y en las expresiones “semina verbi” o “anima naturaliter christiana”.

Tras la fase polémica, apologética o antiherética, se plantea la exigencia de un estudio “cientí­fico” de la revelación, lo cual significa una exposición doctrinal orgánica, completa y precisa, de tal categorí­a que no disguste a los “intelectuales”. No es casualidad que la primera y la más célebre escuela teológica sea la de Alejandrí­a, la ciudad fundada por Alejandro Magno en el 331 a. C., cuna del helenismo y centro luminoso de una intensa vida cultural, encrucijada de civilizaciones. El estudio del texto sagrado va acompañado de la preocupación por enfrentarse no sólo con las doctrinas religiosas orientales, sino sobre todo con la filosofí­a clásica griega. Por eso, el análisis filosófico de los contenidos de la fe y, bajo la influencia sobre todo de Platón, la interpretación alegórica de los textos sagrados utilizada por Filón de Alejandrí­ay más aún por Clemente fue erigida en sistema por Orí­genes. Para Filón la interpretación alegórica es la más verdadera; el sentido literal es como la sombra respecto al cuerpo. La alegóresis se convierte en instrumento hermenéutico de un discurso ético religioso que alcanza a los principios metafí­sicos, operación caracterí­stica de inculturación del rico y culto rabino de Alejandrí­a, cuyo trato amoroso con las Escrituras iba acompañado de una preocupación teórica: “Para mí­ siempre es tiempo de filosofar” (De Providentia 11, 215). Para llevar a los–hombres la palabra de Dios se preocupa de conciliar el mensaje bí­blico con las ideas filosóficas. El comienzo es apodí­ctico: “Dios es, por tanto, la fuente primera con toda razón, ya que fue él el que hizo surgir este mundo por entero” (De fuga, 198). Pero hay un dualismo metafí­sico: frente a Dios absoluto, creador, luz y medida de todas las cosas (como en Platón, Leyes IV, 716c, y contra Protágoras) está el mundo múltiple, corruptible, material y, en medio, el mundo de las ideas (Filón es el primero que habla de “mundo inteligible’, debidamente ordenadas y que tienen en su cima al logos divino, sabidurí­a de Dios, proyecto-arquitecto del mundo. También el hombre está calcado en el logos: “En los confines entre la naturaleza mortal y la naturaleza inmortal, participando necesariamente de la una y de la otra, ha sido creado al mismo tiempo mortal e inmortal: mortal en el cuerpo, inmortal en la mente” (De opificio mundi, 135). Es ésta la base para la tematización, dentro del clima helenista de incertidumbre e insatisfacción por la racionalidad, de nuevas relaciones entre la razón y la fe; para nuevas perspectivas de salvación recuperadas por la revelación. Es éste el clima en el que renace y adquiere nuevo vigor la antiquí­sima gnosis con su concepción global del ser: cosmológica, antropológica, soteriológica, y la misma -pero más acentuadaconcepción maniquea de un dualismo exasperado entre una dolorosa experiencia del mal y el anhelo insatisfecho de la salvación total en una vida bienaventurada que colma todas las ansias. También aquí­ la interpretación alegórica de la revelación se hace por medio de una operación sincretista de recuperación de los mitos religiosos orientales y de las categorí­as filosóficas griegas.

Para ser perfecto, el hombre tiene que recorrer -dice Filón- un itinerario que lo lleve de un saber filosófico enciclopédico (“encí­clico” a la sabidurí­a (teológica): “En verdad, lo mismo que las disciplinas encí­clicas contribuyen a la adquisición de la filosofí­a, así­ también la filosofí­a deberí­a ser esclava de la sabidurí­a” (De Congressu, 79). Frente a los personajes bí­blicos palidece la mí­tica figura de Sócrates: “Moisés, el hombre que exploró la naturaleza inmaterial…, dirigió su investigación en todas las direcciones posibles, intentando ver claramente a aquel hacia el que tiende nuestro más ardiente deseo y que es el único bien (De mutatione, 25-26).

Son éstos los presupuestos de la exégesis patrí­stica que sobre la distinción fundamental moral-espiritual-mí­stico desarrollará una pluralidad de sentidos: anagógico, tropológico, parabólico. No sólo el espiritualismo platonizante, sino la antropologí­a paulina cuerpo-alma-espí­ritu está en la base de la división tripartita de Orí­genes de los sentidos de la Escritura: literal, moral, espiritual, que con los estí­mulos de Agustí­n y de Gregorio quedará fijada escolásticamente por Agustí­n de Dacia: “Littera gesta docet, quid credas allegoria, moralis quid agas, quo tendas anagogia”. Y Agustí­n (De doctrina christiana 2,15) advierte que no hay que perderse entre literalistas y alegoristas: las Escrituras se malinterpretan por dps motivos, cuando se sobreponen signos desconocidos o ambiguos. Pero el cuadro es más complicado: están las herejí­as (p.ej., el gnosticismo), un aspecto de la reacción virulenta de la filosofí­a clásica pagana. Tras el lento y largo caminar del primer milenio (entre Escoto Eriúgena y Anselmo de Aosta), hay que esperar al humanismo y al renacimiento para un nuevo planteamiento del problema en términos problemáticos, ciertamente, pero vivos y fecundos.

4. DE LA TEOLOGIA NATURAL A LA FILOSOFíA DE LA RELIGIí“N. “Necios” llama la Sabidurí­a (c. 13) a los que por las obras no supieron reconocer al artí­fice, y Rom 1 carga las tintas acusándolos de ceguera y depravación. Luego, Pablo (en 1 Cor 13) reconoce que la visión es “como en un espejo”, en aquellos espejos metálicos de entonces, que, aunque bien bruñidos, no lograban dar una imagen muy clara. Los más iluminados de los apóstoles no sólo reanudarán el diálogo con los autores de la cultura clásica, sino que en su pensamiento filosófico y religioso reconocerán las fecundas semillas del Verbo. El logos humano es participación del Logos divino; pero en la formulación posterior la apologética (demostración por grados, religiosa, cristiana, católica) marcará el paso de la teologí­a natural a la filosofí­a de la religión. Aunque la sola fide de la reforma excluirí­a el recurso a la apologética, Apologí­a y Confesión de fe es el tí­tulo de la protesta de fe en Dios y en el Hijo Jesucristo presentada por los valdenses al duque Manuel Filiberto en 1560. La “teologí­a de los primeros pensadores griegos”, justa comprensión de la divinidad a través de la razón o “filosofí­a primera”, que alcanza al ser (supremo), encuentra su sistematización en los tres géneros: mí­tico (fábulas, de los poetas), fí­sico (natural, de los filósofos), civil (de los pueblos) de Varrón (Antiquitates), que se recogerán en La ciudad de Dios (6,5,1). También Cicerón habí­a afirmado, mucho antes del Discurso del método de Descartes, que la verdadera ley es la recta razón, conforme con la naturaleza, difundida entre todos, constante, eterna.

Si Ireneo (Adversus Haereses 40,20,7) habí­a afirmado que “la gloria de Dios es el hombre vivo”, con la inmediata consecuencia teórico-práctica de que “la vida del hombre es la visión de Dios”, Agustí­n invierte las acusaciones de los paganos contra los cristianos criticando violentamente el politeí­smo (De civitate Dei) y afirmando en la religión cristiana la realización histórica de la verdadera religión (Epistolae 102,12,5). Pero esta comprobación es sólo el presupuesto de una realidad superior que encuentra su cima en la doctrina de la Trinidad (De Trinitate), expuesta mediante la categorí­a de la relación que, si impide a Agustí­n familiarizarse más con el concepto de persona, le da la oportunidad de desarrollar ampliamente el reflejo antropológico de los vestigios (ser-conocer-querer; mente, noticia, amor; memoria, inteligencia, voluntad). No se trata naturalmente de una explicación de la Trinidad a partir del hombre, sino de un intento de comprender al hombre a partir de la revelación trinitaria. Y el hombre se encuentra lejos de Dios “in regione dissimilitudinis” (Confessiones 7,10), recuerdo platónico (entre el no-ser de la nada y el ser inmutable de Dios) y anticipación de la descripción que hace san Bernardo del “status naturae lapsae”: “Nobilis illa creatura in regione similitudinis fabricata… de similitudine ad dissimilitudinem descendit” (De diversis, sermo XLII, 2). La polémica tan viva de Bernardo contra el dialéctico Abelardo no pretende condenar la dialéctica, sino poner en guardia contra la eliminación del misterio cristiano y reafirmar la primací­a de la caridad sobre la lógica. La región del pecado y de la semejanza deformada es en la que nacemos en la concupiscencia y vivimos en la carne, la voluntad es obliqua y el saber filosófico conduce a las tinieblas (BUENAVENTURA, De donis Spiritus Sancti IV, 12).

Pero es el único modo de librarse de un solipsismo teológico (PEDRO DAMIANO, De divina omnipotentia) y de la seducción de la dialéctica, que llevan por diversos caminos a un peligroso desprecio de sí­ y del mundo (INOCENCIO III, De contemptu mundi sive de miseria conditionis humanae).
El odio a la materia, el desprecio de la corporeidad bajo el peso de la experiencia del mal el deseo de evadirse de un mundo de sinsabores y el deseo ardiente de una vida verdadera, plena, tranquila, habí­an opuesto a una pistis una gnósis, por medio de una reviviscencia en el cristianismo de un fenómeno religioso muy antiguo. Le toca al franciscanismo, con su carga de humanidad y de sentido de la naturaleza, de amor a Dios y al prójimo, de gozo en el sufrimiento, vencer las nuevas formas de gnosticismo.

Ya lo habí­a advertido Agustí­n: “Una cosa es ser racional, y otra ser sabio”, y Buenaventura llamará revelación a una iluminación interior cierta (Comm. in Sent. II, 4,2,2). Pero se advierte la necesidad de que la razón haga más inteligible la fe, la confirme e interprete las Escrituras, que son fuente de conocimientos filosóficos (Juan Escoto Eriúgena). La dialéctica está llamada a renovar el estudio de la teologí­a; así­ lo hace Fulberto, director de la escuela episcopal de Chartres, con la cautela que requieren los dogmas de la fe. Pero su discí­pulo Berengario de Tours (De sacra cena adversus Lanfrancum) será condenado por su negación de la presencia real de Cristo en la eucaristí­a, y el libelo de Lessing (Berengarius Turonensis, 1770) querrá ser la apologí­a de una libertad ilustrada de pensamiento.

Con el Monologium (“Exemplum meditandi de ratione fidei”) y el Proslogium (“Fides quaerens intellectum’, Anselmo de Aosta (10331109) articula la prueba ontológica, en la que la existencia de Dios creí­da se presenta de una forma racionalmente ineludible (“creemos que tú eres alguien del que no puede pensarse nada mayor’, porque es el único ser cuya existencia in intellectu se identifica con la existencia in re. Una prueba muy clásica sobre la que se dividirán los más grandes pensadores: primero, contra ella, santo Tomás, y luego Kant, que considerarán infranqueable la distinción in intellectu-in re; en favor, Descartes y Leibniz (con la modificación: “si es posible’.

Para evitar confusiones de tipo panteí­sta, el concilio IV de Letrán (1215) advertirá: “Entre el creador y la criatura no puede advertirse una semejanza tan grande que no sea mayor la desemejanza que se debe advertir”.

5. HACIA LA “EDAD DE LA RAZí“N”. La escolástica, inaugurada por Anselmo, alcanza su cima con santo Tomás de Aquino (1225-1274): el presupuesto es que el sabio (el que hace uso de la razón) es capaz de demostrar la existencia de Dios. Sobre este preámbulo de la fe puede elevarse el conocimiento del Dios de la fe, uno y trino. Por eso Tomás, para quien la naturaleza humana hace referencia a Dios, causa y fin, puede decir con su profundí­sima sencillez: “Religio proprie importat ordinem ad Deum” (S.Th. II-II, 81-1), que categoriza la afirmación paulina: “Lo que veneráis sin conocerlo, eso es lo que yo os vengo a anunciar” (He 17,23). Dios es el objeto material de toda la investigación: conocido con la luz natural de la razón humana (Summa contra gentiles) o con la luz sobrenatural de la razón divina (Summa Theologica). Pero la perfecta armoní­a fe-razón hace que el propósito de la primera. sea exponer “la verdad profesada por la fe católica…, eliminando los errores contrarios” (1,2). Se trata de una obra teológica, aunque en el diálogo con los no cristianos utiliza argumentos racionales: es oficio del sabio la consideración de las causas supremas, de la verdad fuente de toda verdad. La exposición procede con las debidas articulaciones y de forma apodí­ctica: Dios, existencia y naturaleza (1,1); la creación y las criaturas (1,2); Dios, fin último y supremo rector (1,3); misterios divinos y escatologí­a (1,4). En resumen, Dios en sí­, Dios creador, Dios fin, Dios sobrenatural. Sólo cambia el método pedagógico, pero se trata siempre de una razón manuducta fide. En efecto, en la Summa Theologica es donde, una vez definida la naturaleza y el ámbito de la “sacra doctrina”, se afronta el problema de la existencia de Dios, y la afirmación bí­blica se prueba con las famosas cinco ví­as, que reformulan el pensamiento aristotélico: movimiento, causa eficiente, contingente y necesaria, grados de las cosas, gobierno de las cosas (el argumento ex gubernatione, que recurre a los estoicos y al nous de Anaxágoras, en la Contra gentiles se refiere a san Juan Damasceno: es imposible separar los criterios epistemológicos de las dos Summas). En la cumbre de un largo proceso de asimilación, la filosofí­a clásica consolida el dogma cristiano, y al mismo tiempo la razón humana afirma sus derechos.

Para que no seduzca el árbol de la ciencia (“seréis como dioses’ y la libido de saber no vaya acompañada de la concupiscentia carnis y no lleve a la desesperación de la salvación, la sabidurí­a debe ser sabrosa ciencia, pues de lo contrario se convierte en arte diabólica. La spiritualis intelligentia es un presupuesto del filosofar cristiano y la charitas del hombre redimido, al reconciliarlo con Dios y con el prójimo, le hace posible la intuición general de la belleza del orden cósmico. Se sobrentiende constantemente la referencia a la revelación, no como demostración incontrovertible (el riesgo de las ideologí­as), sino como gracia, como don gratuito, que solicita la fe del hombre. La seducción de la gnosis, a pesar de que, la polémica medieval (dialéctica del pecado, pecado de la dialéctica) tuvo una respuesta tranquilizante en la escuela franciscana, y un equilibrio que no se ha alcanzado desde entonces en el sistema tomista, llevará a la reducción del ser al pensamiento (Descartes), luego a la percepción (“esse est percipi”: Berkeley) y finalmente a la idea.

Roger Bacon (1214-1292), aunque sugiere la atención al consejo de los demás; libros y autores, ya que la ciencia crece con las aportaciones sucesivas y es un progresivo alumbramiento, advierte que la atención de los teólogos a las quaestiones no debe apartarlos del estudio del texto (Comp. studü theol.). El entusiasmo cristiano y el celo misionero se conjugan en Raimundo Lulio (1235-1315) con una actitud irénica y ecuménica, dirigida al desvelamiento de los diversos credos y de la fragmentación de las religiones. Este “Doctor illuminatus”,con su Ars Magna, sueña con una “ars inventiva”, una sabidurí­a orgánica y universal, que pueda alcanzarse con un entendimiento revestido de fe, iluminado por la fe. Una exposición convencida, no una demostración apologética, del monoteí­smo y de la inmortalidad es lo que nos ofrece el Libro del Gentil y de los tres sabios. El Gentil es sacado de las estrecheces del bosque y de las tinieblas del terror para que goce de la realidad espiritual beatificante del judí­o, del cristiano y del musulmán, iluminados a su vez sobre el significado de los cinco árboles (virtudes divinas) que rodean a una fuente (la verdadera doctrina), por una fascinante y misteriosa damisela, la “Inteligencia”, depositaria de la única verdad contenida en los tres credos. Y como los tres, tras la presentación serena y convincente de su propia fe, no esperan que el Gentil escoja una de ellas, Luho se interrumpe con la promesa que los tres se hacen de seguir encontrándose y dialogando para buscar aún la verdadera fe. Esta formulación de la antigua “parábola de los tres anillos”, recogida de varias formas hasta el Natán el sabio de Lessing, si presenta problemas, es también sin duda una elevada expresión de civilización y de verdadera religión en una época en la que se predicaban apasionadamente las cruzadas y se combatí­an sanguinarias guerras de religión.

Se anuncia una época nueva con un espí­ritu nuevo. Pero la novedad está contenida en la sabidurí­a antigua, de la que está impregnada la Biblia y el evangelio, y que vuelve a aparecer en diversos contextos. “Si uno que vive en medio del cristianismo se dirige a la casa de Dios, a la verdadera casa de Dios, teniendo de Dios una representación conceptual exacta, y le reza, pero no le reza en la verdad, mientras que otro que vive en tierras paganas reza con toda la pasión de lo infinito, aun cuando sus ojos se posen en la imagen de un í­dolo, ¿quién está más cerca de la verdad? Uno reza a Dios en la verdad, aunque se dirija a un í­dolo; el otro no reza a Dios en la verdad, y por tanto en verdad adora a un í­dolo” (S. KIERKEGAARD, Postilla conclusiva non scientifica, del 1846: SV II, 168). De forma análoga se habí­a expresado con suma concisión Spinoza en el Tractatus theologico politicus de 1670: “Si alguien creyendo en la verdad se vuelve contumaz, éste en realidad tiene una fe impí­a; y si, por el contrario, creyendo la falsedad es obediente tiene la (fe) piadosa” (en Opera, ed. GEBHARDT, III, Heidelberg 1925, 158). Y Agustí­n: “Gócese éste aun así­, y desee más hallarte no indagando que indagando no hallarte” (Confesiones I, 6,10). Pero las aventuras del espí­ritu tienen sus propios riesgos.

6. HUMANISMO Y ANTIHUMANISMO. Una parte significativa del humanismo, al poner más al hombre en el centro de su atención, de su estudio, de sus preocupaciones, radica en la superación de los rí­gidos esquemas de lo incontrovertiblemente lógico. Más que de una revuelta abierta contra el pensamiento medieval (que no habí­a descuidado ni los studia humanitatis ni al hombre), se trata de una continuación del mismo con un desplazamiento de intereses, con una mayor interioridad religiosa, más moral y menos codificada, menos definida y más abierta y tolerante.

Por los mismos años en que escribe Dante, Albertino Mussato (12611329) habla de la poesí­a como arte divino, otra filosofí­a, teologí­a del mundo: el poeta tiene la misión de revelar los seres. Desde la antigüedad los divinos poetas hablaron de Dios en el cielo, aun cuando a quien nosotros llamamos Dios ellos lo llamaron Júpiter o lo identificaron con alguna realidad corporal.

La filosofí­a y la religión, las dos: amor y estudio de la verdad y de la sabidurí­a, que es Dios, son autónomas, sin que entren en conflicto; están en relación mutua, pero en un plano de igualdad. Así­ piensa Marsilio Ficino, que en la búsqueda filosófica libre y pluralista ve, a través de un retorno al pasado, la desvinculación de una filosofí­a religiosa (cristiana, árabe o judí­a) en favor de una concepción del mundo abierta y variada. En un plano más religioso, la reforma llevará a sus últimas consecuencias, en conflicto con los mismos valores del humanismo, la búsqueda de la verdad y de la dignidad del hombre, negando la “posesión” de la verdad y el libre albedrí­o y haciendo prevalecer la realidad de la fe sobre la de la religión. Las citas, las traducciones y las imitaciones de algunos moralistas y del pensamiento moral clásico (desde Platón y Aristóteles hasta Cicerón, Plutarco, Séneca y Epicuro…) no contraponen, sino que armonizan, una salvación última, un paraí­so (cristiano) con la actividad virtuosa de una vida moral en la Ciudad. Desde Cicerón hasta Erasmo, pasa por santo Tomás la lí­nea de un eclecticismo tolerante (“la misma naturaleza es la razón, que es ley divina y humana”: De officüs III, V), que no se aparta sustancialmente del “seguir la naturaleza…, vivir según la naturaleza” de Aristóteles y de los estoicos. Es verdad que existe el peligro de un retorno al paganismo, como denuncia Savonarola, así­ como un equilibrio inestable, como en el Cusano, entre una “paz de la fe” irenista y la reafirmación de la verdadera religión cristiana. Pero además de las Conclusiones filosóficas, cabalí­sticas y teológicas (del 1486), utopí­a prometeica destinada al fracaso, de Pico della Mirandola, nos ha llegado la “oración” De la dignidad del hombre, con la aparición, entre opiniones y discusiones, del “fulgor de la verdad”. Y están además el platonismo cristiano de Ficino (sin olvidar una cierta interpretación aristotélica que, a través de Alejandro de Afrodisia, aparece en el De immortalitate animae (1516) de Pomponazzi, sobre el que no sin razón se ha hablado de “doble verdad’, con el esfuerzo por identificar el hado y la fortuna pagana con el concepto bí­blico ‘y cristiano de Providencia en Coluccio Salutati y León Bautista Alberti.

Meticulosidad filológica, brillantez de exposición, vigor polémico, junto con una aguda libertad de conciencia (no sin cierta ambigüedad) dan crédito a la afirmación erasmiana de haber logrado que el humanismo se dirigiera a la celebración de Cristo. La crí­tica corrosiva del Elogio de la locura (1509) está en la lí­nea de la reforma del cristianismo (sin ahorrar a los reformadores) y de la vanidad de las ciencias y las doctrinas, recogida de los antiguos, presente en Pico y tematizada por Agripa de Nettesheim (De la incertidumbre y vanidad de las ciencias y las artes y proclamación de la excelencia del Verbo de Dios, 1530). Al fenómeno humanista, tan complejo, hemos de atribuir también el magma de la aspiración religiosa entre magia ocultismo y hermetismo, que ve afectados en diversa medida a muchos de los autores citados, y sobre todo a Giordano Bruno. Es atí­pico, pero significativo, el fenómeno Maquiavelo (El prí­ncipe, 1513), contrapuesto al elemento melancólico (admirablemente “descrito” por Durero en su grabado homónimo) y utópico (Tomís MORO, Utopí­a, 1516).

Es éste un cuadro que se complicará más aún hasta llegar a conocer la vanidad de todo doctrinalismo teológico, cientí­fico, literario, moral (Agripa, Montaigne, Erasmo); la corrosión-destrucción de una ley natural universal (Montaigne-Maquiavelo); la anulación de los ideales clásico-cristiano-humanistas de lí­mite, jerarquí­a, equilibrio, euritmia (Telesio, Bruno y sobre todo la Reforma) hasta el paso del cientificismo cabalí­stico o aristotélico al empirismo puro, que con Bacon y Galileo señala el comienzo de una nueva época.

En resumen, hay que evitar un discurso redondo de fácil identificación de un cierto humanismo con un cierto cristianismo, en una serena atmósfera de anima naturaliter christiana. Hay también una perspectiva cristiana, que no minimiza en nada los aspectos precarios, ambiguos, dramáticos, irracionales de la existencia, en donde una existencia de mal-estar, un status naturae lapsae, un status deviationis, no ve en la salvación una salida fácil y mucho menos obvia. La locura difusa encuentra una respuesta en la locura de la cruz y en la pretensión paradójica de salvarse de la locura a través de la locura de la cruz. También el hombre cristiano está inmerso en el misterio de la historia, entre una respuesta ya dada y un significado todaví­a no comprendido. La theologia negativa, la theologia crucis, la teologí­a dialéctica son expresiones radicales, no sólo de la inconmensurabilidad de lo divino con lo humano, sino también del carácter ineludible del misterio del mal y de la tentación que llega desde la sugestiva (aunque discutible) lectura de Job: “tentación es la vida dei hombre sobre la tierra” (7,1), hasta la experiencia mí­stica: “la suprema tentación es no ser tentado” (G. Groote) y el inquietante y desencantado: “El que no es tentado, ¿qué sabe?”
El mundo, prosigue Groote, es lugar de condenación y transgresión, fatiga y dolor, vanidad y malignidad, desilusión y desesperación. La dura militia Christi, dibujada en la Vita Antonii de Atanasio, a través de tentaciones, apariciones diabólicas terrorí­ficas y transformaciones alucinantes de la misma naturaleza, es recogida y puesta al dí­a, en el Flandes saqueado y devastado por las guerras de religión, por J. Bosch, P. Bruegel y otros pintores flamencos. Un humanismo nórdico de la insecuritas y de la indignitas hominis de unos pintores a los que Enrico Castelli (Il demoniaco nell arte, Milán 1952) ha llamado “teólogos”. Locura de la racionalidad (el árbol del saber), pero también de la religión y de la reforma religiosa, y la perspectiva de una pérdida de la identidad, del anonimato (Nadie, Niemand), desmitizací­ón radical de la dignitas hominis, ya explicitada en el citado De contemptu mundi y recogida sobre bases y con resultados diversos por Kierkegaard. Mientras que por un lado se recogen temas estoicos (JUSTO LrrSro, De constantia, 1584) y prosigue el éxito del epicureí­smo (desde el De voluptate de I. Valla, 1431, hasta el De vita, moribus et placitis Epicurei, en ocho libros, 1647, del “doux prétre” Gassendi), por otro lado Agustí­n Steuco sostiene que todas las corrientes filosóficas pueden referirse a la filosofí­a cristiana (De perenni philosophia, 1540), y Melchor Cano afirma que la razón natural es un “locus theologicus” (De locis theologicis, 1563).

7. ACEPCIí“N MODERNA. Francis Bacon distingue entre la filosofí­a divina (teologí­a) y la filosofí­a de la naturaleza (teórica y práctica), y desea que los empí­ricos (facultad experimental) y los dogmáticos (facultad racional) trabajen de común acuerdo (Novum 0rganum), Galileo advierte que la fí­sica dice cómo va el cielo, pero no cómo se va al cielo. Pero vuelve a presentarse el problema de la sustancia.

Si la sustancia aristotélica se define por su relación con los accidentes, la cartesiana se define en relación con otra sustancia y con la distinción entre pensamiento y naturaleza, que llevan a desarrollar el concepto de sustancia a partir de la autonomí­a del pensamiento: “Por sustancia no podemos entender más que la cosa que existe de tal manera que no tiene necesidad de ninguna otra para existir” (Princ. I, 51). De aquí­ la heteronomí­a de la sustancialidad de las criaturas y la autonomí­a de la sustancia divina como auténtica autonomí­a del pensamiento. Aunque el pensamiento responde aciertos requisitos de la definición, siempre hará referencia a un cuerpo, y con esto a un tercero (primero ontológicamente; ya hemos hablado de la repetición cartesiana de la “prueba ontológica”, que es Dios. “Con el nombre de Dios entiendo una cierta sustancia infinita, independiente, sumamente inteligente, sumamente poderosa…; por él, tanto yo como cualquier otro, si existe algo, hemos sido creados” (Med. III, 1114). Con toda seguridad Descartes concluye que la sustancia no puede predicarse univoce de Dios y de los otros y que su relación es una creatio continua: “Dios es causa de las cosas creadas, no sólo secundum fieri, sino también secundum esse”(así­ escribe a Gassendi).

Spinoza definió la sustancia “quod in se est et per se concipitur” (Ethica, Def. III), es decir, aquello cuyo concepto no tiene necesidad, para formarse, del concepto de otra cosa; con la definición de los atributos y de los modos del ser se completa el entramado del concepto de sustancia con el concepto de mundo, con todas las implicaciones panteí­stas que aparecen en el Spinozastréit,- documentado en el épistolario Jacobi-Mendelssohn Sobra la doctrina dé Spinoza (1785). El Tractatus theologico politicus (1670) es considerado por algunos-como el comienzo de la filosofí­a de la religión en sentido moderno: hermenéutica del hecho religioso, de la religión histórica, de la tradición de una religión que se dice revelada (la judeo-cristiana) sobre la base del lumen naturale. El universal bí­blico “Dios único, omnipotente, providente, remunerador” fundamenta la fundación del verdadero culto: obediencia a Dios en la práctica de ¡ajusticia y de la caridad, sin que, por lo demás, tenga ningún sentido buscar relaciones o afinidades entre la fe y la teologí­a (obediencia) por un lado y filosofí­a (verdadera) por otro. Se examina la Escritura desde la luz natural, como la misma naturaleza, evitando atribuirse lo que no resulta evidentemente de su historia. Salvo el derecho de cada uno a la libertad de pensamiento, el resultado no serán los dogmas de la verdad, sino los dogmas de la piedad (fe obediencial), en la acogida de los principios que surgen con claridad y que pueden constituir la base de una pací­fica convivencia religiosa: existe Dios, o sea, un ente supremo, único, omnipresente, que lo gobierna todo; en el culto a Dios, en la obediencia, en la justicia, en la caridad está la salvación; Dios perdona los pecados de los que se arrepienten. Leibniz tiene que partir de la crí­tica de Spinoza para armar la pluralidad de las sustancias, la infinita multiplicidad de las sustancias simples. Pero también critica la sustancia aristotélica con la definición de sustancia singular que defina al sujeto, con todos sus predicados, pasados, presentes y futuros. Y critica también la sustancia cartesiana: “Porque si no hay ningún vere unum, desaparecerá toda vera res” (A. Volder, 20-6-1703). Construye así­ un concepto de sustancia como unidad que se define sistemáticamente: la mónada, la infinita multiplicidad de las mónadas. Y es su orden, no ya el hecho de que existan las criaturas, lo que prueba la existencia de Dios. Por eso la sustancia se determina como expresión del concepto original de lo divino. Sustancia que fundamenta la armoní­a del universo, naturaleza original constante y absoluta, sin lí­mites, que contiene todas las realidades posibles. El argumento ontológico se completa con la demostración de la posibilidad del ser perfecto (todas las cualidades simples puramente positivas pueden coexistir sin contradicción): Si es posible, existe (sin más) y es “existentrficante”. Esta es la nueva relación de la sustancia con el mundo: no podemos derivarla de los conceptos más que en virtud del concepto primitivo, de forma que no hay nada en las cosas sino con la influencia de Dios y no, podemos pensar nada en la mente sino con la idea de Dios. Y en la relación con el mundo, la sustancia encuentra la relación con Dios: “Todas las sustancias creadas concretas son expresiones distintas del mismo universo y de la misma causa universal, o sea Dios” (Pr. Ver.). Sobre la distinción verdad de razón (absoluta) y verdad de hecho (contingente) en los Nouveaux Essais sur I éntendement humain (1704) se planteará la polémica Lessing-Kierkegaard. Con Essais de Théodicée sur la bonté de Diew, la liberté de 1 homme et 1 origine du mal (1710), Leibniz, al responder al Dictionnaire historique et critique (16951697), de Bayle, puso las bases de la teodicea moderna.

En contra del racionalismo cartesiano, Pascal, extraño a la tradición escolástica, recoge en sus Pensées la lí­nea interiorista y espiritualista que, entre la Escila y Caribdis del dogmatismo y del pirronismo, insatisfecho de las respuestas cientí­ficas (también la metafí­sica es una ciencia; las pruebas metafí­sicas de la existencia de Dios dejan al hombre insatisfecho e indiferente), tiene que captar los vestigios de Dios que hay en él y fuera de él, en la naturaleza. Pero todo esto no puede conseguirse sin jugarse la propia existencia en una apuesta que da significado a la existencia humana, porque le hace alcanzar a Dios. El Dios de Jesucristo, no de los filósofos, a quien se dirige Pascal en el Mémorial de un modo personal y coloquial.

8. UN CRISTIANISMO SIN MISTERIOS. Una religión sin misterios para una vida sin enigmas: tal es el programa del amplio e indefinible movimiento del deí­smo, que hunde sus raí­ces en la cultura del renacimiento, rechaza la especulación clásica y escolástica, asume una actitud especialmente polémica respecto al cristianismo y encamina hacia la ilustración y el racionalismo. Contrario al ateí­smo, pero reacio a embarcarse en cuestiones metafí­sicas sobre Dios, es inútil añadir que la revelación divina y la institución divina de la Iglesia son para el deí­smo cuestiones sin sentido. Sólo se admiten los principios religiosos y morales que el hombre puede alcanzar con su razón; el mito, en el ámbito cultural cristianoeuropeo, y especialmente inglés, es precisamente un cristianismo “razonable”, sin misterios. Podemos pensar en el Campanella de la religio innata más que en el Bruno hermético, mágico y panteí­sta; pero hay que comenzar con Herbert de Cherbury y con su programático De veritate prout distinguitur a revelatione, a verisimile, a possibile et a falso (1624). Shaftesbury profundizará en el Sensus Communis (1709), base de toda estética y moral, pero también de un sentimiento religioso, con planteamientos ilustrados y muy crí­tico del cristianismo. Christianity not Misterious (1696) de J. Toland excluye que puedan darse contenidos de revelación superiores a la razón. El evangelio puede ser interpretado libremente y sin depender de ninguna autoridad eclesiástica; todas las religiones son manifestaciones de la religión natural (otra anticipación de la ilustración).

Inmediatamente antes, J. Locke habí­a publicado Essay on the Reasonableness of Christianity as delivered in the Scriptures, un manifiesto del deí­smo que propugna una fe inmanente en una revelación natural ampliada, una razón que es la facultad orientadora que orienta las ideas, un Estado mundano-polí­tico separado .de una Iglesia religiosa-trascendente. Lo que le importa a Locke es la libertad de la conciencia religiosa entre un Estado que ha de ocuparse del bienestar civil y una Iglesia que no debe tener la facultad de lanzar sanciones y reservar a la razón la función de juzgar si hay una revelación y cuál es el significado de las palabras que la contienen (cf Ensayo sobre el entendimiento humano IV, XVIII, 8). La necesidad de conformar la revelación con la religión natural es para A. Collins la base del libre examen en cuestión de religión y del libre pensamiento; serí­a indigno de un ser racional aceptar las imposiciones de la autoridad. Sobre la coincidencia del cristianismo (como de toda religión) con la religión natural se expresa también M. Tindal, Christianism as Old as Creation, 1730).

Con la tradición deí­sta coincide D. Hume en su crí­tica a la superstición y al fanatismo intolerante; pero lo combate criticando radicalmente su fundamento, la razón, en la adhesión absoluta a la empirí­a, con resultados escépticos. Los Dialogues concerning Natural Religion (1779) y la Historia natural de la religión reflejan su negativa a trascender la empirí­a, la imposibilidad de definir una realidad religiosa que en su contingencia histórica se representa sobre todo en los excesos y en las degeneraciones; de la misma forma que nace del miedo y de la ignorancia, la religión sigue también envuelta en la hipocresí­a y el fanatismo, en la superstición y en la intolerancia. Es significativa la asimilación humana del natural belief a una credulidad natural, a la superstición y al fanatismo. La religión pura, filosófica, indirecta y remotamente supuesta, anticipa el mí­tico noumenon kantiano, mientras que es absolutamente dogmática su absolutización de la empirí­a y de la inmoralidad de la religión. Hume rechaza el design argument al negar la analogí­a y el principio de causalidad (post hoc, non propter hoc), al considerar la metafí­sica y la teologí­a escolástica como una clara “sophistry and illusion”, al creer que es absolutamente ininteligible la cuestión de la sustancia del alma, lo mismo que toda cuestión sobre la sustancia, y al atribuir a los milagros una “weak probability”, mientras que la certeza es sólo de la experiencia. En una palabra, si la “popular religion”tiene su origen en la naturaleza humana, el “natural belief ” es inconciliable con la fe en Dios, no tiene ningún significado religioso.

En Alemania, bajo la influencia del deí­smo, se desarrolló la ilustración sobre la base del racionalismo de Wolff, que encontraba una concordancia perfecta entre la religión natural y la razón. En la Theologia naturalis (2 vols., 1736-1737) Wolff sostení­a que las verdades de la Escritura pueden conocerse también sólo con el uso recto de la razón. Se reforzó así­ el equí­voco de la razón natural, en realidad artificial y literaria, pálido reflejo del monoteí­smo filosófico, con pocas excepciones (Herder, Hamann), hasta que Schleiermacher la ridiculizó en sus Discursos sobre la religión (1799).
La exégesis liberal de J.S. Semler (Apparatus ad liberalem N. Testamenti interpretationem, 1769) ofreció una aportación decisiva a una religión cristiana vernünftig (se va pasando decididamente del deí­smo al racionalismo kantiano); Semler, en una perspectiva histórico-evolutiva, distingue entre palabra de Dios (absoluta) y palabra de la Biblia (con su revestimiento psicológico, sociológico y cultural), entre religión privada (inspirada en los actos buenos, invisibles, de Cristo) y religión pública (constituida), entre experiencia religiosa y conceptualización teológica. Se ve el canon bí­blico en sus vicisitudes históricas, como cualquier otro texto literario, ya que ninguna figura se considera completa y normativa; no todos los libros tienen el mismo valor; una cosa es el mensaje cristiano original y otra el revestimiento histórico y el acomodamiento psicológico. Las mismas fórmulas dogmáticas se ven en la evolución histórica de la vida de la Iglesia.

En la Apologie oder Schutzschrift der vernünftigen verehrer Gottes de H.S. Reimarus (1694-1768), que publicó Lessing en 1778, se encuentra mucho de todo esto, con una acentuación escatológica del mensaje de Cristo, que excluye la idea de fundación de la Iglesia. No es una casualidad que Lessing, el exponente tí­pico de la ilustración racionalista, sea el apologeta de la religión natural, de la que deberí­a alejarse lo menos posible la religión revelada o positiva. La historia es el lugar natural para el género humano, lo mismo que para el individuo lo es la educación. El cristianismo es la última de las religiones positivas, pródromo de una religión futura, racional, de la humanidad, preludio de un nuevo evangelio eterno (La educación del género humano, 1780). La reducción del mensaje de Jesús a una filantropí­a genérica es un aspecto de la historización realizada en el- escrito Sobre la demostración del espí­ritu y de la fuerza (1777), en donde, refiriéndose a la conocida distinción de Leibniz, afirma: “Las verdades históricas contingentes nunca pueden ser una prueba de las verdades de razón incondicionadas”. Y en Una réplica tenemos una de las definiciones plásticas más célebres del espí­ritu ilustrado: “Si Dios tuviese bien apretada en su diestra toda la verdad y en su izquierda solamente la aspiración inquieta por la verdad, aun con la condición de errar eternamente equivocado, y me dijese: `¡Escoge!’, humildemente me echarí­a sobre su izquierda y le dirí­a: `¡Esta, Padre! ¡La verdad pura sólo te pertenece a ti!”‘
9. LA OPCIí“N FUNDAMENTAL. En el frontispicio de las Migajas filosóficas (1844), Kierkegaard vuelve a plantear la pregunta: “¿Puede haber en la historia un punto de partida de una conciencia eterna? ¿Cómo puede interesarnos el más allá de la historia? ¿Puede construirse sobre un conocimiento histórico una bienaventuranza eterna?” Como es sabido, a través de la paradoja de Dios en el tiempo, la hipótesis de la salvación cristiana, mediante la dialéctica de la fe en la contemporaneidad con Cristo, la filosofí­a de la verdad se convierte en teologí­a de la salvación, como enuncia la “moraleja” final: “¡Aquí­ se ha tomado un nuevo instrumento: la fe, como nuevo presupuesto, la conciencia del pecado como una nueva decisión, el momento como un nuevo maestro: Dios en el tiempo”. Esto supone la inversión del hegeliano “la filosofí­a debe evitar absolutamente ser edificante” (Vorrede a la Fenomenologí­a del espí­ritu, con un programa igualmente absoluto y constante: “Para edificación y para despertar’. El problema de la salvación personal en términos de bienaventuranza procede de Kierkegaard en su Apostilla conclusiva no cientí­fica (1846), en donde, en la sección dedicada a Lessing, junto con el homenaje a la conciencia socrática de los propios lí­mites en la negativa a dar el salto de la fe y de la honestidad intelectual respecto a la pretensión de la “superación” hegeliana, se añade la denuncia del orgullo sutil del que rechaza la posibilidad de la salvación. Sócrates y el “edificante” pasan a Kierkegaard a través de Hamann (Sokratische Denkwürdigkeiten, 1759), que representa otro aspecto de la ilustración, no racionalista, y por tanto refractario al racionalismo kantiano y a las “charlas trascendentales” del “Hume prusiano”. Con espí­ritu pascaliano, Hamann denuncia la ruptura tan peligrosa entre la razón y la naturaleza, entre el idealismo y el realismo, tan nociva como la separación entre alma y cuerpo. También la razón puede engendrar errores y tiene necesidad del sentimiento, de la fe, de la revelación (el hombre es imagen de Dios), presente en la naturaleza y en la Escritura: la una y la otra deben interpretarse como materiales del espí­ritu bello, creador, imitador. Esta revelación se cumple en el Hijo. La religión es entonces profeta del Dios desconocido en la naturaleza, del Dios escondido en la gracia, que con milagros y misterios educa la razón para llevarla a una más elevada sabidurí­a y levanta nuestros ánimos para una mayor esperanza.

La conciencia de los lí­mites de la razón y la conciencia del pecado abren al hombre al encuentro con Cristo; la subjetividad no es la fundamentación de la verdad en el propio ser, sino la relación personal con la verdad eterna, que se manifiesta in persona Christi, en la historia. No se trata de una obstinada identidad del pensamiento y del ser, sino de un conocer ético y ético-religioso. Una investigación que para Kierkegaard viene desde siempre: “Encontrar una verdad que es verdad para mí­, encontrar la idea por la que tengo que vivir y morir” (Papirer, 1835), en la desilusión de la armoní­a ficticia, de una falsa relación idí­lica del cristianismo con la razón especulativa en Hegel y con la teologí­a especulativa en los hegelianos. Desconfiando igualmente de la “razón pura” kantiana y del sentimiento de Schleiermacher, de la especulación hegeliana y de la “filosofí­a positiva” de Schelling, que pretendí­a partir de la existencia para fundamentar la existencia, Kierkegnard, a través de la “escuela de los griegos” y de Sócrates, Agustí­n, Pascal y Hamann, busca a Dios en Jesucristo, sin perder tiempo en las pruebas, en los prueambula: “En efecto, si Dios no existe, es imposible demostrarlo; pero si existe, es una locura querer demostrarlo” (p. 173). Pero para no achacar a Kierkegaard un irracionalismo que no le corresponde, hay que tener bien presente una distinción clara establecida por él: “La paradoja absoluta serí­a que el Hijo de Dios se hiciera hombre, viniese al mundo y circulase por él de forma que nadie lo reconociera… La paradoja divina es que él se hace notar, al menos por el hecho de que realiza milagros; es allí­ donde se reconoce su omnipotencixdivina, aun cuando exija la fe para resolver su paradoja” (Papirer, 1842-1843). No hay nada que se relacione con la dialéctica hegeliana ni con el desconocimiento del principio de no contradicción, sino una recuperación de la teologí­a cristiana que exalta la opción fundamental personal, el salto de la fe, al mismo tiempo que la incapacidad de la “demostración” para llevar a Dios a la existencia del hombre. En la contemporaneidad con Cristo, con la respuesta a la dificultad de Lessing, se presenta una filosofí­a de la historia que da una nueva perspectiva a la referencia de la imitatio Christi a la cristologí­a, aun con todas las dificultades (de orden histórico y caracterial) eclesiológicas. Kierkegaard da una de las definiciones más bellas de la libertad, esa realidad subyacente a toda la exposición que estamos haciendo: “Lo más que puede hacerse, en cualquier caso, por un ser es hacerlo libre. Se necesita precisamente la omnipotencia para poder hacerlo” (Papirer, de 1846). Hemos llegado así­ de la hipótesis ideal a los umbrales de la fe; queda abierto el cí­rculo de una filosofí­a de la verdad, que se convierte en teologí­a de la salvación. No se trata ni de los prolegómenos a una filosofí­a cristiana, ni de un capí­tulo de la apologética (para Kierkegaard la apologética es una ciencia de ataque), ni de una derivación del sentimiento de Schleiermacher (ni mucho menos de la “filosofí­a positiva” de Schelling), ni de una disposición a un equí­voco utilizado de nuevo en la teologí­a dialéctica.

La ilustración y la Popullirphilosophie van a la par en M. Mendelssohn y son la clave de lectura y el criterio expositivo del pensamiento filosófico y de la tradición religiosa (hebrea). El Fedón. Sobre la inmortalidad del alma (1767) recoge la argumentación platónica de la espiritualidad del alma, responde a la objeción pitagórica de carácter psicologista, describe la realización completa del hombre en la otra vida. Con Jerusalén, poder religioso y judaí­smo (1782), refiriéndose al Tractatus de Spinoza, presenta la religión hebrea no como religión dogmática, sino como código de leyes cultuales y normas de vida para la consecución de una felicidad razonable, y vuelve a proponer el mito (ilustrado) del progreso. En polémica con La educación, de Lessing, el hombre individual progresa, pero la humanidad vacila continuamente dentro de ciertos lí­mites. Acogido con entusiasmo por Kant como expresión de libertad de conciencia, fue atacado violentamente por Hamann, Golgatha und Srheblimini, que veí­a minada la posibilidad de la fe en la lectura racionalista de la religión. Su ensayo Sobre la pregunta: qué significa ilustración (1784), ve en ella un aspecto de la cultura, una misión del hombre como individuo y ciudadano, una lucha contra el prejuicio, la barbarie y la superstición. La respuesta de Kant, con la célebre definición inicial: “La ilustración es la salida del hombre de su estado de menor edad, que debe imputarse a sí­ mismo”, y con la exhortación: “Sapere aude!”, subraya que precisamente en las cosas de la razón es donde se necesita poner más claridad. El Spinozastreit, donde disiente de Jacobi en la interpretación de Spim,ca, opone el deber de apartar las dudas solamente con moti , ,s racionales, no conoce ninguna fe en las verdades eternas en contra del jacobiano: “Todos nacemos en la fe y hemos de permanecer en la fe, lo mismo que todos nacemos en la sociedad y hemos de permanecer en la sociedad… Mediante la fe sabemos que tenemos un cuerpo y que fuera de nosotros existen otros cuerpos y otros seres que piensan” (La doctrina de Spinoza).

Mendelssohn completó su pensamiento en Morgenstunden, una cumplida expresión del teí­smo filosófico, en contra del materialismo y del panteí­smo spinozista, pero también en contra del criticismo kantiano. Se reafirma la capacidad de la razón de conocer la verdad y de llegar a los conceptos “cientí­ficos” de la existencia de Dios, existencia evidente tanto a posteriori (sentidos externos e internos) como a priori (Dios es pensable, luego existe realmente). Puede imaginarse la reacción de Kan(, que ve en la obra de Mendelssohn un ejemplo clásico de la ilusión de la razón (“metafí­sica dogmatizante”) cuando confunde las condiciones subjetivas de la pensabilidad con la condición de la posibilidad ontológica de los objetos. En su obra Qué significa orientarse en el pensamiento (1786), Kant habí­a puesto a punto las cosas en la polémica Jacobi-Mendelssohn, recordando, una vez-más, el riesgo de un pensamiento que, sin tener en cuenta los lí­mites de la razón, acababa en fantasí­as y quimeras. En El único argumento posible para una demostración de la existencia de Dios (1763), el ser necesario resultaba del análisis de los conceptos de posibilidad y de existencia: el fundamento de la posibilidad no se encuentra en la existencia de las cosas, ya que ésta presupone la posibilidad. Despertándose del “sueño dogmático” con la Crí­tica de la razón pura (1781), Kant excluye las pruebas de la existencia de Dios ontológica, cosmológica y fí­sico-teológica. Pero reflexionando sobre los intereses de la razón (“¿Qué puedo .saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?”) llega al “ideal del sumo bien como principio determinante del fin último de la razón pura”. Dios es un “postulado”. En el prólogo a la segunda edición, de 1787, escribí­a: “Así­ pues, no puedo admitir nunca a Dios, la libertad o la inmortalidad para el uso práctico necesario de mi razón sin quitarle al mismo tiempo a la razón especulativa sus pretensiones a una visión trascendente”. De aquí­ la conclusión: “,He tenido que suprimir el saber para sustituirlo por la fe”, después de haber hablado ampliamente de la “imposibilidad de una prueba ontológica de la existencia de Dios” (ib, 477-484), de la “imposibilidad de una prueba cosmológica” (ib, 484-496) y de la “imposibilidad de la prueba fí­sico-teológica” (ib, 496-503).

En La religión en los lí­mites de la sola razón (1793) se llega del sumo bien, postulado para la fundamentación de la ley moral, a una fe racional pura y, mediante ésta, a la existencia de Dios en cuanto causa adecuada del sumo bien. El concepto de religión no tiene nada que ver con los datos de la experiencia religiosa, que fundamenta una dogmática eclesial ligada a una revelación positivay realiza los deberes para con Dios en una comunidad de fieles con unas formas particulares de culto. Sólo importa la función de la religión dentro de la razón humana, su papel en el acontecimiento del verdadero reino universal de Dios, que ha de vencer al mal radical. La religión racional se pone en el mismo plano que la exégesis: “Así­ la religión racional y la ciencia de la Escritura son los intérpretes y depositarios competentes de un documento sagrado”. En 1811, al escribir Las cosas divinas y su revelación, Jacobi recogí­a un pensamiento de Pascal (“Hay que amar las cosas divinas para poder conocerlas) y atribuí­a a Kant el mérito de “haber dejado sitio a una fe que no puede ser violada por el dogmatismo de la metafí­sica”.

Jacobi fue el primero en hablar del nihilismo, al que conduce el idealismo. En los Discursos sobre la religión (1799), Schleiermacher se pregunta: “¿Cómo acabará el triunfo de la especulación, el idealismo perfecto y rotundo, si la religión no lo equilibra y no le deja presentir un realismo más alto?” Y aunque consciente del carácter peligroso de la cita, exclama: “¡Sacrificad reverentemente conmigo un mechón de cabellos a los manes del santo excomulgado Spinoza!”
Es la respuesta a las solicitaciones de un ambiente cultural insatisfecho de soluciones sobrenaturalistas, por una parte, y de un frí­o planteamiento racionalista, por otra, y que para ser mejor comprendida necesita referirse no sólo a la posterior Doctrina de la fe, sino al Nochlass de la Hermenéutica y de la Dialéctica. A través de estas obras se precisa el sentido no psicologista o subjetivista del sentimiento, la relación entre un riguroso individualismo y una dimensión comunitaria-eclesial, la relación con Dios y con el mundo. La definición de la religión como “sentimiento y gusto del infinito” va contra los teóricos-metafí­sicos y los pragmatistas-moralistas, contra el frí­volo indiferentismo, contra toda especie de locura humana, “desde las insulsas fábulas de los pueblos salvajes hasta el deí­smo más refinado, desde la tosca superstición de nuestro pueblo hastalos fragmentos mal remendados de metafí­sica y de moral que se llaman cristianismo racional”.

La imagen que da mejor idea de todo esto es el caos, pluralidad y diversidad de los reflejos del infinito en lo finito, en donde, entre las expresiones históricas de la religión, destaca el cristianismo, ya que su fundador, Cristo, tuvo la intuición más limpia y más profunda. Dios, que “no lo es todo en la religión, sino sólo una parte; el universo es más”, y que en los Discursos se define de varias maneras como universo eterno, infinito, se definirá posteriormente en la Doctrina de la fe. En su madurez, Schleiermacher rechazó siempre la filosofí­a de la identidad: Dios, el Dios vivo, es fundamento original del ser, metafí­sicamente distinto, no identificable con la totalidad de lo finito y de lo múltiple. A través de la mediación de la Dialéctica, la intuición y el sentimiento…, el sentimiento y el gusto de lo infinito, se convirtió en la Doctrina de la fe en “sentimiento de dependencia absoluta”. Schleiermacher evitó, a partir de la primera edición de los Discursos, el término de “intuición” en la definición de la religión para evitar confusiones con la intuición de lo absoluto, que definí­a para Schelling la esencia de la filosofí­a. De acuerdo con Fichte, guardó las debidas distancias de una concepción de la intuición intelectual, de la contemplación del eterno en nosotros, en donde el alma, en una relación inmediata, se convierte en una sola cosa con el absoluto, sin perder su individualidad.

Probablemente se dirige a Fichte el apóstrofe de las primeras páginas del segundo Discurso: “¿Qué hace vuestra metafí­sica…, vuestra filosofí­a trascendental? Clasifica al universo y lo subdivide en muchas especies de esencias…” (p. 68). Como se recordará, Fichte estuvo seriamente implicado en el Atheismusstreit (aunque Jacobi escribió en Idealismo y realismo que la filosofí­a trascendental de Fichte no es ni teí­sta ni atea), y, sin embargo, en las obras Sobre el fundamento de nuestra fe en un gobierno divino del mundo (1798) y Misión del hombre (1800) consideraba indudable la existencia de Dios como fundamento del orden moral del mundo.

Herder no habí­a sido extraño a la formulación del sentimiento de Schleiermacher. Para él la religión es una determinación existencial; toca inmediatamente el ánimo del hombre su conciencia más í­ntima (Von Religionen. Lehrmeinungen und Gebraücher, 1789). Así­, sobre todo en las Ideas para la filosofí­a de la historia de la humanidad (1784-1791), “sobre todo la religión, junto con la metafí­sica, la moral, la fí­sica y la historia natural, contribuye a la historia de la humanidad. Por todas partes, la gran analogí­a de la naturaleza me ha conducido a la verdad de la religión… La naturaleza no es un ser independiente, sino que Dios es todo en sus obras”. El capí­tulo IV del libro IV de la primera parte afirma: “El hombre está formado para la humanidad y la religión”, y añade: “La religión es la suprema humanidad del hombre…; la primera y la última filosofí­a ha sido siempre la religión”.

Hegel se mostró siempre crí­tico frente a los Discursos, que exasperan el principio jacobiano de la subjetividad (Fe y saber). En la Fenomenologí­a del espí­ritu, dibujando el sistema cientí­fico del verdadero saber sobre la premisa de “sólo en el concepto encuentra la verdad el elemento de su existencia”, hace la crí­tica más radical de la filosofí­a romántica y -del “magro sentimiento de lo divino”. Quiere que el juicio final sea sin apelación: “Si en el hombre la religión se basa tan sólo en un sentimiento…, entonces el perro serí­a el mejor cristiano” (Prólogo a la Filosofí­a de la religión, de Hinrichs).

Pero precisamente lo que plantea un problema es el carácter “completo” del sistema hegeliano, como ya hemos indicado varias veces a través de la crí­tica kierkegaardiana y como se verá luego a través de los resultados de la derecha y de la izquierda hegeliana. Los llamados Escritos teológicos juveniles marcan el alejamiento esforzado y a veces contradictorio de la pesada herencia kantiana. La positividad de la religión cristiana describe el paso del mensaje de amor de Cristo a la nueva positividad de un cristianismo ético, y El espí­ritu del cristianismo y su destino ve en las dos naturalezas, humana y divina, de Jesús la conexión de lo finito con el infinito. Hasta llegar al Fragmento de sistema del 1800, donde se afirma con claridad que la filosofí­a debe terminar en la religión, que es la única capaz de levantar la vida finita hasta el infinito.

Las Lecciones sobre la filosofí­a de la religión pasan del concepto de religión, a través de las religiones históricas, al cristianismo como religión absoluta. Ni el sentimiento ni la especulación filosófica son los elementos constitutivos de la religión. Una vez superado el riesgo ilustrado-racionalista de la reducción de la religión a los lí­mites de la sola razón, la religión es conciencia de la relación con Dios, de la relación del espí­ritu limitado del hombre con el espí­ritu absoluto de Dios. El sentimiento elevado a conciencia es la misma doctrina religiosa expresada en imágenes y es lo que propiamente llamamos fe. “Lo que es absolutamente verdad, la verdad misma, la razón en la que se resuelven todos los enigmas del mundo, todas las contradicciones del pensamiento más profundo, todos los dolores del sentimiento, la razón de la verdad eterna y de la paz eterna, la misma verdad absoluta, el apagamiento absoluto…, el último punto central, en ese pensamiento que es único, conciencia y sentimiento de Dios: ése es el objeto de la religión.

La filosofí­a y la religión coinciden: la primera es representación, la segunda es concepto del espí­ritu absoluto (el arte es su intuición). Tienen en común el contenido, las exigencias y los intereses. “Por eso la filosofí­a es teologí­a, y la ocupación con Dios, o mejor dicho, en Dios, es por eso mismo un servicio divino” (ib, 87). Después de “la muerte de Dios” y del “viernes santo especulativo”, esto representa una nueva posibilidad de teologí­a filosófica.

Es ejemplar el caso de Schelling. Su atención sincera a los problemas religiosos, especialmente en Filosofa y religión, (1804), y en las Investigací­ones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana (1809), a través de la Filosofí­a de la mitologí­a desemboca en la Filosofí­a de la revelación: ¿feliz realización de una teologí­a especulativa, comprensión filosófica de la revelación cristiana o, más bien, en la especulación, la Vollendung idealista, que supone inevitablemente el vaciamiento de la revelación de sus contenidos sobrenaturales, de sus caracteres especí­ficos? “No se trata de una dogmática especulativa, sino de una explicación del cristianismo a partir de su carácter más elevado, histórico. Este carácter más elevado, que se remonta hasta el comienzo de las cosas, queda explicado por completo”. Sometido a la teorí­a de las “potencias”, Cristo es una persona individual, pero simbólica, expresión finita del vértice infinito del antiguo mundo de los dioses, hasta el punto de que “la encarnación de Dios es una encarnación desde toda la eternidad”(ib, 319-320). Unavez afirmada la continuidad entre el paganismo y el cristianismo, la exégesis de én morphé theoú (Flp 2,6) es el resultado “especulativo” inevitable: “No es verdadero Dios, sino in forma de Dios…; no se podí­a hablar del Hijo en ese estado intermedio… El, en su humanidad, no se despoja de su divinidad, sino de la falsa… En efecto, el Logos se desdivinizó cuando se hizo potencia extradivina…, se hizo hombre con todo lo que en él no era del Padre” (ib, II, 144.146.280.281).

La derecha interpretó la Aujhebung hegeliana como conservación de la religión en la filosofí­a. Es significativo y programático el titulo de la Zeitschrift für Philosophie und Spekulatí­ve Theologie, fundada en 1837 y dirigida por I. H. Fichte, y en la que colaboraron Weisse, Krabbe, Vorlánder. Para la izquierda hegeliana, la Aujhebung de la religión tendrá que ser un alejamiento definitivo de la filosofí­a. Feuerbach, que se habí­a reí­do de la “filosofí­a positiva” y de la filosofí­a de la revelación (también es feroz la denuncia de Engels, Schelling und die Offenbarung, Leipzig 1842) de Schelling, del sentimiento de Schleiermacher y de la teologí­a especulativa, con La esencia del cristianismo (1841) y La esencia de la religión (1845) reduce la teologí­a a antropologí­a primero y a fisiologí­a después. El materialismo dialéctico de Marx intenta desmitificar todas las superestructuras, y consiguientemente también la de la religión: basta con quitar las condiciones de su aparición, o sea, el capitalismo (Manuscritos económico-filosóficos, 1844; Ideologí­a alemana, 1846). Vale la pena recordar que la famosa definición dé la religión como “opio del pueblo” (“Introducción” a la Crí­tica de la filosofí­a del derecho de Hegel, 1843) está en ‘un contexto en el que “la miseria religiosa es, por una parte, expresión de la miseria real y, por otra, protesta contra la miseria real. La religión es suspiro de la criatura oprimida, sentimiento de un mundo sin corazón, espí­ritu de una situación en la que el espí­ritu está ausente”.

Pero más allá de estas nobles expresiones, como se sabe, aquí­ el discurso se ha hecho ideológico: de una ideologí­a que hoy estamos viendo que se viene abajo.

BIBL.: AA. V V., L érmeneutica delta filosofí­a della religione. Atti del XVII Colloquio internazionale sulla problematica delta demitizzazione, Roma, 1977; AA.VV., In lotta con 1 ángelo. La filosofí­a degli ultimi due secoli di fronte al cristianesimo Turí­n 1989; BABOLIN A. (cid.), R metodo dellaftlosofia della religione, 2 vols., Padua 1975; FER E., Religio. Die Geschichte eines neuzeitlichen Grundbegriffs vom Frühchristentum bis zur Reformation, Gotinga 1986; FERRETTI G., Filosofí­a de la religión, en Diccionario teológico interdisciplinar, Sí­gueme, Salamanca; GRASSI P.G. (ed.), Filosofí­a della religione. Storia e problemi, Brescia.1988; MANCINI I., Filosofí­a delta religione, Casale Monferrato 19863 MIEGGE E., Religione, en Storia antologica dei problemifilosofici, Florencia 1965, 1309ss; OLIVETTI M. M., Filosofí­a della religione come problemastorico; Padua 1974 SCNMITZ J., Filosofa de la religión, Barcelona 1987.

S. Spera

VII. Crí­tica de la religión
Crí­tica de la religión la hay ya en la antigüedad (griega), lo mismo que en la época del cristianismo primitivo, y también, naturalmente, en tiempo de la reforma; sin embargo, la crí­tica moderna de la religión, que adquirió notoria importancia a mediados del siglo xlx con la tesis de la proyección de Feuerbach, es una crí­tica de la religión de un tipo particular. Se caracteriza por la impugnación expresa y razonada de la existencia de Dios y, relacionado con esto, por la refutación de las pruebas de su existencia. El hombre tiene el derecho, y a la vez el deber, de fundamentar la verdad de la fe religiosa también ante la razón frente a sí­ mismo y frente a los demás. Esa confrontación expresa se la impone su conciencia. Pero se la impone también el mismo cristianismo (católico), pues éste no se entiende a sí­ mismo desde sus orí­genes como un salto a lo desconocido, lo casual o arbitrario. El cristianismo se ha enfrentado siempre con crí­ticos radicales de su fe; sin embargo, en la época moderna la crí­tica de la religión presenta argumentos filosófico-antropológicos más sistemáticos, que además es posible encontrar en la conciencia general del hombre moderno “europeo”.

La expresión “crí­tica de la religión” no es uní­voca. Por eso hay que distinguir entre crí­tica interna de la religión y crí­tica interconfesional, crí­tica relativa a otra religión y crí­tica atea o agnóstica de la religión. Cuando la reflexión sobre la religión, por las razones que sea, lleva a negar la religión o bien la existencia de Dios, se habla en sentido más estricto de crí­tica de la religión. En este sentido ateo se tratará aquí­ de crí­tica de la religión.
I. CAUSAS Y ANTECEDENTES DE LA CRíTICA MODERNA DE LA RELIGIí“N. a) La crí­tica moderna de la religión comienza en la época de la ilustración, y sobre todo de sus consecuencias. I. Kant escribe en el Berlinische Monatschrift del año 1874, bajo el tí­tulo “Respuesta a la pregunta: ¿Qué es la ilustración?”, las conocidas palabras: “Ilustración es el abandono por el hombre del estado de minorí­a de edad que debe atribuirse a sí­ mismo. La minorí­a de edad es la incapacidad de valerse del propio intelecto sin la guí­a de otro. Esta minorí­a es imputable a uno mismo cuando su causa no consiste en la falta de inteligencia, sino en la ausencia de decisión y de valentí­a para servirse del propio intelecto sin la guí­a de otro. Sapere aude! Ten la valentí­a de utilizar tu propia inteligencia. Este es el lema de la ilustración”.

No es, pues, casualidad que ahora se someta las llamadas “pruebas de la existencia de 1 Dios” a un examen crí­tico por la sola razón humana y `que se rehí­í­se de antemano cualquier “prueba de autoridad”. El mismo Kant, al reducir todas las pruebas de la existencia de Dios que conocí­a a la llamada prueba “ontológica” y negarla, pero ante todo al impugnar la posibilidad metafí­sica de conocer a Dios, estableció remotamente el fundamento y la base de la crí­tica moderna de la religión (cf Crí­tica de la razón pura).

Ahora bien, cuando el entendimiento se ocupa de la cuestión de la existencia de Dios, se plantean los siguientes problemas: No hay duda de que el concepto “Dios” se cuenta entre los más difí­ciles de interpretar terminológica y conceptualmente. Por supuesto, la teologí­a se ha esforzado siempre en evitar o corregir los equí­vocos y las representaciones demasiado simplistas de Dios. Sin embargo, en la praxis de la catequesis y la predicación resulta difí­cil transmitir una idea de Dios purificada hasta cierto punto de representaciones mitológicas o antropológicas. Además, aunque no siempre, si los ateí­smos modernos son defendidos por pensadores que conocen la tradición cristiana y el pensamiento teológico en cierta manera sólo desde “fuera”, entonces es posible entender la crí­tica de la religión en cuanto impugnación de la existencia de Dios como rechazo de un concepto de Dios contrario a la comprensión cristiana del mismo, aunque no todo argumento ateo se base sólo en “incomprensiones”. Es decir, existen ciertamente argumentos de crí­tica de la religión que en todo caso invitan a los cristianos a reflexionar y meditar.

b) Otro antecedente más de la crí­tica moderna de la religión es el hecho de que el concepto de “prueba” tiene un significado orientado en el sentido de las ciencias exactas. Si se recuerda la declaración del Vaticano I, según la cual se puede conocer a Dios con seguridad con la luz de la razón natural (cf DS 3026), se desvanece la distinción entre fe y conocer (en el sentido de una “prueba’. Incluso se puede afirmar que la teologí­a fundamental tradicional dio por sentadas demasiado fácilmente las llamadas “pruebas de la existencia de Dios”, cosa que todaví­a podí­a justificarse mientras la discusión de la cuestión de Dios se dirigí­a a personas ya creyentes (que no tení­an problemas reales respecto a la cuestión de su existencia); pero que, al mismo tiempo, esta explicación no podí­a satisfacer ni a la seriedad, ni a los deseos, ni a los argumentos de la crí­tica de la religión. En resumen, se olvidó que no hay ni puede haber pruebas de la existencia de Dios apodí­cticas para la razón, sino que el hombre, también respecto al problema de Dios, depende de la libre decisión de la conciencia. Según Karl Rahner (y otros), se precisarí­a hoy una “mistagogia”.
c) Además, hoy están articulados más claramente que antes todos los argumentos “contra” Dios que se refieren a la cuestión de la teodicea.

Para impugnar la existencia de un Dios amoroso y providente se aducen las múltiples formas de sufrimiento, desgracias y angustia -causadas no sólo por el pecado-,toda la miseria humana y la experiencia de la contingencia. Así­, por ejemplo, S. Freud le hace a O. Pfister, amigo suyo y pastor protestante, la comprensible pregunta de cómo puede él conciliar el sufrimiento de este mundo con el amor de Dios. Además de estos argumentos, que no se desarrollan más aquí­, se critica muchas veces la angustia humana y el ansia de seguridad y de protección. Así­, por ejemplo, Nietzsche decí­a: “¿Cómo se llega a creer en Dios? La sensación del poder, cuando invade al hombre de forma repentina y aplastante -y así­ ocurre con todos los grandes afectos-, suscita en él. la duda sobre su persona; no se atreve a concebirse como causa de este fenómeno sorprendente, y por eso introduce una persona más fuerte, una divinidad, para este caso… En resumen, el origen de la religión está en las sensaciones extremas de poder, que sorprenden al hombre como algo extraño… La religión es una sensación de miedo y terror ante sí­ mismo” (H. KRONER led.], Der Wille zur Macht, Stutgart 1930, 100).

Y B. Russell -agnóstico según su propia confesión- responde a la pregunta de qué ha movido a los hombres durante siglos a creer en la religión: “Creo que principalmente el miedo. El hombre se siente bastante impotente. Hay tres cosas que le infunden miedo al hombre. Primero, lo que la naturaleza puede hacerle. Segundo, lo que pueden hacerle otros hombres… Y tercero -lo cual tiene que ver mucho con la religión-, teme lo que la violencia de sus pasiones podrí­a inducirle a hacer; cosas de las que, en un momento de serenidad, sabe que se arrepentirí­a. Por esta razón la mayorí­a de los hombres tienen muchí­simo miedo en su vida, y la religión les ayuda a no sentirse tan atormentados por estos temores” (B. RUSSELL, Bertrand Russell sagt seine Meinung, Darmstadt 1976, 4647). Estas y otras afirmaciones, que se podrí­an multiplicar a discreción, llevan a las cuestiones que abordaremos enseguida sobre los motivos y causas de la existencia de una fe en Dios según los ateos.

d) Muy brevemente, hagamos referencia también al influjo de la historia moderna de la religión y al hecho de la concepción pluralista del mundo. El conocimiento de la multitud de religiones del pasado y del presente, la coexistencia en el espacio de distintas comunidades religiosas, una libertad pluralista e ideológica expresamente querida en las democracias, todo esto influye naturalmente en la mentalidad del hombre moderno, llevándole no sólo a preguntarse por la verdadera religión, sino también a poner en duda la existencia de Dios (o de “seres trascendentes’) en general, e igualmente la de una supervivencia después de la muerte.

2. ARGUMENTACIí“N DE LA CRITICA DE LA RELIGIóN. Hay que distinguir entre un tipo de argumentación fundamental de la crí­tica atea de la religión y diversos argumentos particulares. Por esta razón habrí­a que hablar mas bien de ateí­smos (¡en plural!), pues ciertos ateí­smos se excluyen recí­procamente.

a) Como ningún ateo o crí­tico de la religión impugna la contingencia del hombre en la pluralidad de las experiencias, la cuestión básica respecto a la existencia de Dios se decide en la interpretación de estas experiencias. El creyente considera imposibles tales experiencias sin la existencia de Dios: ¡sin Dios no podrí­an siquiera existir! Frente a esto, el ateo replica explicando -hecho éste irrebatible- que el hombre puede con su mente ir más allá de su limitación, llegando así­ a una idea de Dios que está lejos de demostrar su existencia real. En todos los argumentos de la crí­tica de la religión se oye el rechazo de la llamada “prueba ontológica de la existencia de Dios”, o sea, que es ilegí­timo concluir de la idea o del deseo la existencia real de Dios. Esto lo expone acertadamente R. Garaudy (en su época marxista): “El marxista se hace las mismas preguntas, vive en la misma tensión hacia el futuro, se siente acosado por las mismas exigencias que el cristiano; pero no considera justificado transformar su pregunta en respuesta, su exigencia en presencia” -naturalmente, se refiere a la presencia de la existencia de Dios-. Y, sucintamente, en el mismo pasaje: “Mi sed no demuestra que exista, la fuente” (R. GARAUDY, J. B. METZ y K. RAHNER, Der Dialog oder ündert sich das Verhültnis von Katholizismus und Kommunismus, Reinbeck 1966).

S. Freud argumenta claramente partiendo del deseo del hombre. La fe de Dios es un deseo neurótico, porque es infantil; sólo que, afirma Freud, lo que el hombre puede, o incluso debe desear, está lejos de ser realidad. Lo decisivo es aquí­ -aunque no todos los crí­ticos de la religión formulen expresamente esta pregunta-: ¿Por qué, si no existe un Dios, existen la religión y la fe en Dios? Por distintas que puedan ser las respuestas a estas preguntas, en cualquier caso, en el fondo de todas las variantes de la crí­tica de la religión se debe considerar la fe en Dios como una conciencia secundaria o como una necesidad secundaria del hombre, teniendo por base la religión una necesidad primaria que el creyente no conoce, sino que sólo la crí­tica de la religión descubre y desenmascara, y que, naturalmente, no tiene nada que ver con Dios.

b) Sólo es posible citar a continuación a los crí­ticos importantes de la religión; la brevedad de las citas no basta, sin duda, para comprender suficientemente los argumentos y los objetivos; el cristiano debe preguntarse y dejarse interpelar si y hasta qué punto su idea de Dios necesita ser eventualmente revisada con los argumentos de la crí­tica de la religión.

Para L. Feuerbach no se trata ya, como para Kant, de la cognoscibllidad de Dios por la razón humana, sino de la causa de la fe en Dios. Su convicción fundamental es: lo que llamamos nosotros Dios, en realidad no es otra cosa que la conciencia del hombre mismo o de la especie humana, objetivada y conceptualmente concretizada. “La religión, por lo menos la cristiana, es la actitud del hombre frente a sí­ mismo o, más exactamente, frente a su esencia; pero la actitud respecto a su esencia como a una esencia distinta. La esencia divina no es otra cosa que la esencia del hombre; o mejor: la esencia del hombre abstraí­da de las .limitaciones del hombre individual, es decir, real y corporal, objetivada, o sea, contemplada y venerada como otra esencia, distinta de él, independiente; por tanto, todas las determinaciones de la esencia divina son determinaciones de la esencia humana” (L. FEUERBACH, Das Wesen des Christentums, Stutgart 1960, 17). Con Feuerbach, la tesis de la proyección penetró expresamente en el pensamiento de la crí­tica de la religión.

K. Marx, junto con F. Engels, fue al principio “entusiasta feuerbachiano ‘; pero más tarde llegó a la convicción de que Feuerbach habí­a desarrollado una explicación psicogenética de la religión, demasiado ligada al hombre individual. Marx estaba ciertamente convencido de que Feuerbach habí­a refutado la religión; por eso no se encuentra en Marx ninguna exposición sistemática contra la religión o contra la existencia de Dios. No obstante, Marx modifica la crí­tica de la religión de Feuerbach, designando a la religión como el “compendio de un mundo al revés”. Concretamente: como el hombre es en primer lugar un ser social, las relaciones socio-económicas determinan también en cada momento la conciencia del hombre. El hombre piensa forzosamente según son sus relaciones sociales; es el “conjunto de las relaciones sociales”. Como la historia de la humanidad no es más que una historia de conflictos de clases, una historia de la explotación del hombre por el hombre, “las ideas dominantes de cada época serí­an siempre únicamente las ideas de la clase dominante”. Para Marx es evidente que el hombre explotado necesita el “sol ilusorio” de la religión; por una parte, gracias a su facultad de trascendencia, puede representarse unas condiciones de vida mejores que las situaciones concretas de miseria, y por eso necesita consolarse con un mundo mejor: el más allá; mas no ve con ello que las promesas de la contraproducente religión, que no es otra cosa que la expresión de su miseria terrena, se puede alcanzar cambiando fundamentalmente las relaciones económicas (estatalizar los medios de producción) y el orden social (abolición de todo antagonismo de clases). En consecuencia, la religión es “expresión de la miseria real y… protesta contra la miseria real” (K. MARX y F. ENGELS, Manifest der kommunistischen Parte¡, en MEW IV, Berlí­n 1959, 480).

La crí­tica de la religión de S. Freud parte, como no podí­a menos de esperarse, de su psicologí­a de lo profundo. Para Freud, la función de la religión consiste en huir de la “dura realidad”; es la regresión al proceder de la infancia: el hombre adulto quisiera volver a ser niño; como esto evidentemente no es posible, se refugia en los sí­ntomas de la conducta neurótica, siendo la religión una forma de superación psí­quico-patológica de la vida. En una carta a su amigo Ferenczy del 1 de enero de 1910 le comunica Freud una iluminación nocturna sobre el origen y función de la religión: “La razón última de la religión es el desamparo infantil del hombre”; afirmación que Freud explica así­ diecisiete años más tarde en Futuro de una ilusión: “La misma persona a la que debe el niño su existencia, el padre (más exactamente, la instancia parental, integrada por el padre y la madre), ha protegido también y velado por el niño débil, desamparado, expuesto a todos los peligros que le acechan en el mundo exterior; con su protección se ha sentido seguro. También al llegar a adulto el hombre sabe ciertamente que posee mayores fuerzas; pero igualmente ha aumentado su conocimiento de los peligros de la vida, y concluye con razón que, en el fondo, sigue estando lo mismo de desamparado y sin protección que en la infancia; que frente al mundo sigue siendo un niño. Por tanto, tampoco ahora puede renunciar a la protección de que disfrutó de niño. Pero desde hace tiempo sabe también que su padre es un ser de una fuerza limitada, que no está dotado de todas las perfecciones. Por eso recurre al recuerdo del padre de la infancia tan sobrestimado por él, lo eleva al rango de divinidad y lo proyecta en el presente y en la realidad” (S. FREUD, Gesammelte Werke, vol. 14, Londres 1955, 175-176).

Junto a estos conocidos crí­ticos de la religión habrí­a que mencionar aún, evidentemente, a otros muchos que critican y niegan la existencia de Dios. Recientemente se comprueba cada vez más que disminuye el número de crí­ticos ateos de la religión famosos por sus publicaciones cientí­ficas. También se ha reconocido por parte de la crí­tica de la religión que, así­ como no existe ninguna prueba concluyente de la existencia de Dios, tampoco se puede aducir ninguna demostración que fuerce a negar su existencia. Hoy los crí­ticos de la religión propenden más bien a presentarse como agnósticos, aunque su argumentación puede conducir en última instancia al ateí­smo. Ejemplo de “agnóstico ateo” puede ser J. Améry, que en un artí­culo dado a la luz originariamente como conferencia radiofónica habla de un “ateí­smo sin provocación”. Améry parte de que si bien comprende los dogmas religiosos tradicionales, no puede, sin embargo, creer (p.ej., ‘por encima de la bóveda celeste debe vivir un padre bueno’. En cambio, Améry no comprende las afirmaciones de los teólogos progresistas; por ejemplo, cuando explican que Cristo “habrí­a resucitado en la conciencia de algunas personas”. Améry concluye sus reflexiones así­: “El sin fe, el ateo o agnóstico o como quiera que lo llamemos, no sabe qué hacer con estas formas que se desarrollan ante sus ojos; tiene la sensación de que la religión tradicional se desvaloriza. El ateo no se considera triunfante en absoluto; simplemente ve con discreta sorpresa desarrollarse un proceso que a él, el ateo, hace que le parezca superfluo alardear de librepensador. La mayor provocación del ateí­smo consiste en que ya no provoca ni quiere provocar” (J. AMERY, Widersprüche, Stutgart 1971, 27).

Si Améry estuviera en lo cierto, serí­a éste el resultado a que aspiraba el ateí­smo, su meta implí­cita o también explí­cita. Entonces el ateí­smo serí­a lo que en el fondo siempre ha querido ser: una evidencia indiscutible, ya que no suscita protestas de creyentes, escépticos y ateos.

BIBL.: Además de las obras ya citadas en el texto: WEGER K. H. (ed.), La crí­tica religiosa en los tres últimos siglos. Diccionario de autores y escuelas, Barcelona 1986.

K. H. Weger

VIII. Psicologí­a de la religión
1. PRENOTANDOS. a) Definición. ¿Hay una ciencia psicológica de los fenómenos religiosos? ¿Cuál es su objeto y cómo lo trata?

La psicologí­a, definida como una ciencia de las conductas, comprende el estudio de los comportamientos y de sus significaciones. Las significaciones no son más que parcialmente conscientes (motivaciones), y su estudio se ve llevado muchas veces a darles un sentido a través de los dinamismos afectivos parcialmente inconscientes. Tanto si se trata de individuos como de grupos, la aclaración de las significaciones, sin interpretaciones arbitrarias, es la tarea más difí­cil de la psicologí­a. Por una parte, el lenguaje explicativo o expresivo de un sujeto depende fuertemente del discurso que domina en los grupos de los que forma parte, los de su ambiente social y su cultura. Por otra parte, todo el trabajo psicológico es relacional. Tiene que ir acompañado de una autocrí­tica constante de las hipótesis, nunca totalmente neutras, y de las interpretaciones del investigador, tanto en la construcción de un dispositivo de búsqueda como en su recepción personal del lenguaje de los sujetos, de los grupos o de los documentos estudiados. A pesar de la diversidad de sus aproximaciones metódicas, de las que luego hablaremos, la psicologí­a definida como “ciencia de las conductas”, tanto si es descriptiva como experimental o clí­nica, encuentra también allí­ su unidad (D. Lagache, 1949).
La religión, abordada entonces como un conjunto de conductas observables y hasta mensurables, social y culturalmente situadas, ¿constituye un objeto o un terreno psicológicamente definible? Aparentemente, no. La diversidad y la heterogeneidad de los comportamientos religiosamente motivados es inmensa: castidad en el celibato, pero también prostitución sagrada; meditaciones silenciosas, pero, también molinos de oración; ortodoxia, pero también profetismo; huida del mundo pero también inserción en el mundo para reformarlo; empresas pací­ficas, pero también guerras santas. Desde P. Johnson (1959) hasta R. Paloutzian (1983), desde G. Milanesi y M. Aletti (1973) hasta B. Spilka, R. Hood y R. Gorsuch (1985), desde P. Pruyser (1968) hasta A. Vergote (1983), todos los autores de manuales chocan con este carácter tan variopinto de los fenómenos religiosos y hasta de las definiciones que intentan englobarlos en una categorí­a, como la de lo “sagrado” (R. Otto),, que sirve de armazón (discutido) a la obra de Mircea Eliade. Una filosofí­a de la trascendencia, de tipo occidental, con o sin referencia a la palabra “dios”, acaba velando no solamente la diversidad de los funcionamientos psico-sociológicos que esas dos ciencias humanas podrí­an examinar más de cerca, sino también la innegable diversidad de su “sustancia” positiva, objetivamente instituida: tradiciones, construcciones de lenguaje, escrituras, discursos, ritos y… teologí­as. Una solución estrictamente psicológica, en ambientes socioculturales limitados, serí­a la de considerar como “religiosa” toda conducta observable declarada como tal por los individuos o los grupos, bien para atestiguarla o bien para discutirla. La psicologí­a de la religión tendrí­a así­ como objeto tanto los fenómenos de la creencia (p.ej.) como los de la increencia (cf a este propósito A. Vergote, 1983). Toda investiga-
ción llevarí­a consigo el examen de conductas engendradas en la encrucijada de un sistema simbólico, de una institución social y de una vida subjetiva. Deberí­a entonces disfrutar del instrumental necesario para llegar a ello (observaciones clí­nicas, cuestionarios, correlaciones diversas, experimentalidad en sentido estricto), según los métodos psicológicos aplicados en cualquier otro terreno. Es probable que, en toda cultura, semejante polaridad (creencia-increencia) exista a lo largo de un eje en donde se encuentra también la duda, eventualmente generalizada en un l agnosticismo religioso.

La falta de definición relativa a su objeto propio en psicologí­a cientí­fica de la religión no es ningún impedimento ni obstáculo para su desarrollo. La biologí­a como ciencia del viviente ha progresado mucho, marginando los debates especulativos sobre la esencia de la vida y desarrollando sus propios parámetros a partir de la hipótesis paradójica según la cual en el viviente todo serí­a explicable, mensurable y hasta reproducible a partir de uno de’los elementos psico-quí­micos. Es lo que ocurrirí­a quizá con el psiquismo, esa parte de la psicologí­a humana que responde a unos condicionamientos cientí­ficamente establecidos. Está perspectiva es la que ha adoptado y desarrollado con coherencia J.-F. Catalán (1986) en Psychisme et vie sprituelle, en DSp 12 (2), al que remitimos para evitar en este artí­culo la repetición de referencias a la psicologí­a de las espiritualidades, de la vocación al celibato consagrado o a sus aplicaciones en psicologí­a pastoral, que tata bien ha hecho J.-F. Catalan. Para la psicologí­a de las diversas familias espirituales se completará el panorama con B. Secondin (1987) o A. Godin (1986, cc: 4-5); para la psicologí­a de la vocación, con A. Godin (1975) y L. Rulla (1978); para las aplicaciones a las relaciones pastorales, con A. Godin (1983), J. Scharfenberg (1980) o R.P. Vaughan (1987), y para una práctica social en pastoral, con Nadeau (1987).

Para situar y respetar la frontera epistemológica que distingue entre ciencias especulativas (filosofí­a, teologí­a) y ciencias empí­ricas (psicologí­a, sociologí­a) de la religión, se puede usar, con P. Ricoeur, la categorí­a (tomista) de “causalidad material dispositiva (1949) o descubrir una reflexión original sobre las articulaciones del lenguaje religioso (cristiano), propuesta por Jean Ladriére (1984, vol. 2).

Recurriendo a la producción reciente de obras cientí­ficas de psicologí­a (tanto experimental como clí­nica), este artí­culo sugiere que su aportación no consiste principalmente en ofrecer a la teologí­a respuestas concretas a algunas de sus cuestiones (p.ej., a propósito de la crisis de las creencias en los “fines últimos”), sino a partir de sus propios métodos, invitar a la teologí­a a plantear cuestiones de una forma nueva. Véase en este sentido el intento de A. Godin (1988) y la articulación general de este problema hecha por J.-M. Pohier (desde 1967) y discutida luego por J:-P. Deconchy (1967). La conclusión de este último es la siguiente: “Un creyente ha de poder admitir que una teologí­a reglamente en parte su pensamiento, su creencia y su fe. Pero dado que está haciendo epistemologí­a, tiene que desconfiar de que también esta teologí­a se empeñe en regular su epistemologí­a”.

b) Jalones históricos: los comienzos. A principios de siglo, a ambos lados del Atlántico norte y en el mismo año, dos investigadores inician una aproximación psicológica a los fenómenos religiosos. En Harvard, William James recoge sistemáticamente la indefinida variedad del lenguaje por el que los sujetos expresan sus “experiencias refgiosas” (1902). Este brillante comienzo se va marcando progresivamente de extrañas limitaciones, confirmadas por otros escritos teóricos de W. James. Lo esencial de la religión consiste en una experiencia interior, intensa, gozosa y virtualmente mí­stica. Es verdad que todo lenguaje expresivo se inscribe en una historia, pero es ante todo la historia de una emoción (Erlebnis). La lengua inglesa, como la francesa o la española, no dispone más que de una palabra, mientras que en alemán existe otra (Erfahrung). Se entra así­ en un callejón sin salida, inconsciente, pero bien aclarado más tarde por W.L. Brandt (1982). Teológicamente molesto para el pensamiento cristiano que se articula sobre una “revelación” (comunitariamente recibida y atestiguada en unas Escrituras), la opción que recoge y privilegia la experiencia interior (Erlebnis) corre el gran peligro de esterilizar el impulso de la psicologí­a como ciencia, en donde los hechos religiosos se inscriben necesariamente en una sí­ntesis activa (Erfahrung) efectuada y confrontada con unas realidades de orden social e institucional. A pesar de los esfuerzos por producir una especie de tipologí­a de las diversas experiencias interiores, sobre todo por obra de R.W. Hood (1975: presentación de 32 breves relatos a diversos grupos, cuyas respuestas se analizan factorialmente), la composición de estos relatos (influida unas veces por W. James y otras por W.T. Stace) plantea dí­versos problemas. El descubrimiento de un factor M (misticismo general), distinto de un factor m (alegrí­a experimentada en relación con unos conocimientos derivados de una religión instituida), confirma el sentimiento experimentado ante James por algunos investigadores más recientes: “Respeto a un hombre que, con un raro vigor, ha querido dar a nuestra ciencia un objeto y un estatuto propios, pero pena por ver cómo mete a la psicologí­a de la religión en un callejón sin salida. Por este tí­tulo, según la expresión de E.R. Goodenough, James sigue siendo nuestro gigante y nuestra desesperación” (J.P. Deconchy, 1969).

En Ginebra, Theodore- Flournoy (1902) señala los lí­mites metodológicos que se imponen a la investigación cientí­fica en psicologí­a de la religión: no sólo renunciar a toda cuestión sobre la existencia o la verdad (en sí­) de una realidad transfenomenal, sino también á toda. evaluación de la relación formalmente religiosa, establecida activamente, entre unos sujetos y una realidad que ellos consideran como trascendente o divina. Invitando así­ a “poner entre paréntesis” (Aufhebung) un proceso de ontologización, evidentemente presente en filosofí­a de la religión y en teologí­a, la psicologí­a adopta la posición clásica de muchas ciencias humanas (economí­a, p.ej.), que reivindican su autonomí­a concretamente frente a las injerencias del poder polí­tico o religioso. No renuncia, sin embargo, al estudio de las significaciones que adquieren, en unos sujetos o grupos religiosos o no-religiosos, las creencias, los ritos, los mitos a los que se adhieren o que rechazan. Como tampoco renuncia a estudiar las significaciones de la palabra “dios” y a utilizarla para descubrir sus connotaciones (lingüí­sticas, cognoscitivas, afectivas) en el ambiente sociocultural (de hecho, judeo-cristiano) en donde se desarrollará según los principios de Flournoy. La psicologí­a se libera afirmando como cientí­ficamente no pertinente un “saber absoluto” que los creyentes vincularí­an legí­timamente a una fe en un Dios-quehabló-de-sí­-mismo, o también una “modificación” (imposible de explicar de otro modo) que su plegaria hubiera producido directamente en su cuerpo o su psiquismo. Es ésta la condición misma de sus progresos como ciencia psicológica.

Retrasos y obstáculos. El camino que así­ se habí­a abierto no fue seguido, sin embargo, más que después de medio siglo. Primero, porque algunos excelentes psicólogos se sintieron fascinados por la búsqueda de lo excepcional en religión, como las conversiones repentinas, los estados extáticos o mí­sticos (así­ Leuba, Maréchal, Pacheu, Janet). En Alemania prevaleció por mucho tiempo el método introspectivo de estados de conciencia, provocados a veces sistemáticamente (Girgensohn, Gruehn y su escuela, W. Keilbach y la revista “Archiv”, 1962-1976). Algunos estudios comparativos sobre las derivaciones, religiosas o no religiosas, de la meditación, con grupos experimentales y de control (grupos zen con intenciones terapéuticas), fueron recogidos ulteriormente, pero con una aproximación cientí­fica distinta (Jan van der Lans, 1978, 1980), demostrando la importancia del cuadro de referencia en la producción de experiencias (ervaringen) religiosas o no religiosas.

Antes de 1950 habí­a algunos raros pioneros convencidos de que las técnicas de observación (cuestionarios válidos, medidas repetidas, escalas de actitudes, correlaciones significativas, imágenes proyectivas, asociaciones libres, métodos experimentales, etcétera), después de demostrar su fecundidad en psicologí­a humana, serí­an los mismos que podrí­an resultar operacionales para estudiar las conductas religiosas según parámetros o dimensiones por explorar. Se puede citar así­ a G. W. Allport, deseoso ya desde 1935 (quizá sin tener conciencia de ello) de ahondar las diferencias entre la orientación extrí­nseca y la orientación intrí­nseca de una religiosidad individual (1950), mientras que G. Castiglioni desde 1928 evaluó la evolución del vocabulario de los niños, y luego el de los adolescentes, a propósito de Dios (1941). L. Thurstone desde 1929 construyó escalas de actitudes sociales, que pasaron pronto al terreno moral y religioso (1954). Y A. Welfor fue el primero en designar como “experimental” una aproximación que descubrí­a formas de oración más sencillas, preferidas por los que no van a la iglesia y poco apreciadas por los que van (1946).

Teóricamente fue preciso percibir que la variedad tan prolí­fica de lenguajes religiosos y de conductas que se apoyan en ellos hací­a inútil la hipótesis pseudoexplicativa de una “necesidad religiosa” en el sentido estricto de un estado de tensión interna que exigiera su satisfacción en un objeto o en una acción especí­fica. En todo caso, la psicologí­a, ciencia de observación, es totalmente incapaz de establecer la existencia de semejante necesidad, tanto si se trata de Dios (¿qué Dios?) como de la inmortalidad (que no hay que confundir con un deseo de evitar la muerte).

La última causa del retraso es el considerable desarrollo de la psicologí­a clí­nica, de su conceptualización (concretamente en torno al “deseo” parcialmente inconsciente) que designa los dinamismos psí­quicos y las teorizaciones que lo acompañaron en las diversas escuelas psicoanalí­ticas (Freud y Jung principalmente) fueron objeto de un profundo desconocimiento por parte de las Iglesias. No solamente el psicoanálisis (terapeutas, clientes, teóricos), sobre todo el freudiano, serí­a condenado en 1950 sobre bases estereotipadas, como la del “pansexualismo”, sino que todo el orden simbólico de las culturas religiosas y de los seres humanos que se mueven en ellas para vivirlas o discutirlas tuvo que esperar a que la psicologí­a de la religión pudiera gozar sin demasiadas turbulencias de sus notables progresos tanto en el plano de los individuos (psicologí­a clí­nica) como en antropologí­a cultural. Tan sólo después de 1965 comenzaron a multiplicarse las investigaciones y publicaciones, entre otros motivos con la relectura de los textos bí­blicos. Para descubrirlas puede verse el artí­culo bien documentado de A. Vergote (1972) y luego los libros de Dominique Stem (1985) y de L. Beirnaesrt (1988). A. Vergote (1975) discutió profundamente la aportación psicoanalí­tica a la antropologí­a, a la exégesis histórico-crí­tica y a los fnómenos extraños “capaces de una interpretación psicológica (visiones, glosolalias)”.

Sobre el nacimiento difí­cil de la psicologí­a de la religión y la evolución reciente de los métodos se dispone de una documentación crí­tica insustituible (para las producciones en inglés y en francés), gracias a J.-P. Deconehy (1970 y 1987); en lengua inglesa, D.M. Wulff (1985) y L. Brown (1987); en italiano y para la producción italiana, A. Godin (i983, 245-249), G. Milanesi (1973), L. S. Filippi y A.M. Lanza (1981).

2. CUESTIONES ANTIGUAS PLANTEADAS DE OTRA MANERA. En 1965, para ordenar el campo cubierto por el estudio psico-sociológico de los fenómenos religiosos, los dos sociólogos C.Y. Glock y R. Stark propusieron distribuirlos en varias dimensiones. Algunos análisis factoriales han mostrado a la vez el interés de abordar la religión como “pluridimensional” y de presentarla un poco en forma distinta: dimensión cognoscitiva (distinguiendo entre conocimiento y creencias), ritual (distinguiendo entre prácticas privadas y liturgias instituidas), experiencial (“Erlebnis”, experimentada interiormente, o “Erfahrung”, reacción de sí­ntesis efectuada en relación con las realidades sociales o institucionales), consecuencial (efecto de compromiso o recaí­da modificadora en otros terrenos: psicológico, moral, ideológico). Diversos estudios han revelado a través de cuestionarios correlaciones bastante fuertes entre lo cognoscitivo (creencias) y lo ritual (liturgias a las que se asiste), lo cual no tiene nada de sorprendente, pero una correlación muy débil entre lo experiencial (Erlebnis) y lo consecuencial (compromiso en el campo profano). Esto permite comprender la polarización entre dos tipos de creyentes practicantes, los que buscan la lí­nea mí­stica o la lí­nea ética en una religión.

De los últimos veinte años, este artí­culo se quedará con un pequeño número de hechos religiosos, metodológicamente bien recogidos y que permiten al teólogo percibir ciertos ternas familiares dentro de una nueva perspectiva.

a) Creencia: Dios providencia. ¿Por qué ocurre un suceso, feliz o desgraciado? En 1966, J.B. Rotter desarrolló varios instrumentos de medida y descubrió una distribución curiosa, pero bastante clara, entre dos modos de pensar. Unos sujetos relacionan los éxitos o el progreso con sus comportamientos, sus capacidades o sus caracterí­sticas propias; es decir, con factores que pueden depender de su control personal llamado “interno”. El control “externo”, por el contrario, evoca unos individuos que ponen a los sucesos positivos o negativos fuera del alcance de su control personal, bien porque se refieren a algo irremediable (condicionamientos, determinismos), bien a “alteridades poderosas” (Rotter) con intervenciones imprevisibles o bien al azar (buena o mala suerte). El interés psicológico del “locus of control” radica en poner de antemano en un conjunto más amplio la variedad de creencias religiosas. La teorí­a de la atribución empezó así­ en Estados Unidos con unas investigaciones concretas (p.ej., P. Benson y B. Spika relacionan la imagen de Dios, externa o interiorizada, con el grado de estima de sí­ mismo, 1973) y con una planificación axiomatizada (B. Spilka, P. Shaver y L.A. Kirkpatrick, 1985) de estudios sobre las diversas variables en cuestión: el suceso (gravedad, proximidad) y su contexto, el sujeto, sus disposiciones y motivaciones (conscientes, inconscientes). Entre tantos trabajos, sólo uno retendremos aquí­ como establecido.

Colocados a través de las cuestiones o de evocaciones-relatos ante unas situaciones concretas, varios grupos religiosos (cristianos adultos) atribuyen a la “providencia” unos sucesos que otros grupos menos religiosos (criterio: sentimiento de la proximidad de Dios) atribuyen al “azar” (luck). Se trata de sucesos graves, una riada que se lleva la casa del vecino y deja intacta la del narrador de la historia, como testigo impotente. Véase también R.L. Gorsuch (1983).

El increí­ble éxito devocional de la noción de providencia (uno de los atributos divinos según la reflexión filosófica de Tomás de Aquino), empleada en detrimento de la de azar (suceso fortuito que resulta del cruce entre unos determinismos ciegos o entre éstos con ciertas intenciones humanas), adquisición bastante tardí­a en la mentalidad infantil, se explica por un deseo de aliviar algo la ansiedad humana, confrontada inevitablemente con esas coyunturas. La noción de providencia, que reduce la angustia, es psicológicamente “funcional”, sobre todo cuando se asocia a otros atributos divinos (omnipotencia, bondad, omnisciencia). Entonces, esos conceptos poco coherentes con la revelación neotestamentaria y su postura ante el mal, ¿podrí­an reexaminarse a la luz de ésta? (proposición antigua de L. Malevez, 1960). ¿Ha cambiado profundamente el concepto de providencia? ¿O se trata simplemente del reconocimiento de su valor funcional, que las fuentes cristianas invitan a superar? No le toca al psicóloga juzgar de ello.

b) Creencia: Dios-Padre. ¿Por qué no Dios-Madre? Esta apelación, recogida dogmáticamente en la fe de los cristianos, ¿no encierra psicológicamente algunos elementos de la figura maternal? En veinte años, una investigación rigurosa y considerable (más de quince aplicaciones en ambientes culturalmente diversificados) ha aportado a esta cuestión unas precisiones muy interesantes (A. Vergote y asociados, 1981). El equipo del profesor Antoine Vergote ha construido una escala de semántica diferencial (asociaciones libres a palabras inductoras, Osgood), instrumento que se ha probado ya en otros terrenos. Hay que aclarar en primer lugar una cuestión no religiosa: la figura del padre ideal y la figura de la madre ideal (“no tal como fueron vuestros padres para vosotros, sino en la representación del padre bueno, de la madre buena tal como os los representáis’, ¿encierran cada una de ellas las (36) cualidades propuestas? ¿Y en qué grado de intensidad (siete grados)? Resultado: algunas de las cualidades ideales se reservan predominantemente para la madre y se agrupan en torno a la disponibilidad (acogida, sosiego, paciencia, refugio, seguridad); otros rasgos convienen más bien al padre y forman una constelación en torno al tema de ley (autoridad, decisión, juicio, poder, principio). Además, se introducen más débilmente ciertas cualidades en la imagen de la madre (femineidad, protección) o del padre (saber, poder, orden). Estas cualidades periféricas varí­an significativamente según los paí­ses (Bélgica, Colombia) o las culturas (Indonesia, Filipinas). Finalmente, la atribución de numerosas cualidades (sobre todo centrales) a los dos padres, pero más débilmente unas veces a la madre y otras al padre, revela que hay efectivamente una estructura en la parentalidad (ideal) en la que cada una de las dos figuras, a pesar de estar bien diferenciadas, se vincula con la otra en la representación ideal que se hace de ellas. Psicológicamente, como subraya Vergote con razón, es la representación ideal, culturalmente establecida, la que es capaz de ser metaforizada o simbolizada en su trans fert (meta phore) a una divinidad (A. Vergote, 1983, sobre todo pp. 206-211). Se encuentra efectivamente una utilización de las cualidades parentales, bien estructuradas en torno a la disponibilidad y a la ley, en la semántica que expresa la representación de Dios en todos los grupos de cultura cristiana. Los rasgos maternales son cuantitativamente más numerosos en los creyentes, que confiesan, sin embargo, su fe en una Trinidad en la que Dios es Padre; pero los rasgos paternales menos numerosos se atribuyen a la divinidad con una intensidad mayor de lo que fueron para el padre (según la carne), lo cual ocurre raras veces con los rasgos maternales. En fin, la atribución a la divinidad de rasgos maternales o paternales (llamados anteriormente “periféricos’ se realiza en muchos casos según dos condicionamientos culturales. Estas observaciones colocan a la teologí­a ante ciertas opciones cuando evoca el nombre del Padre. ¿Adquiere éste todo su sentido en la analogí­a de una relación engendrarte-engendrado (tal como se define para la vida intratrinitarí­a)? ¿Habrá que mantener una diferencia respecto a la diversidad empí­rica de lo paternal-maternal? ¿O conviene atenerse al significado hebreo de Padre como jefe de clan, de tribu o de pueblo, de ese pueblo nuevo de los que responden al ofrecimiento de una filiación adoptiva por “afiliación libre” (los hermanos y hermanas del Señor son los/las que escuchan la Palabra y la siguen)? Y en esta lí­nea, ¿no es importante que la teologí­a pastoral encuentre un discurso sin ambigüedades que indique cómo ciertos rasgos de la figura maternal (sosiego, protección, refugio, seguridad, ternura) y de la paternal (autoridad, juicio, ley, poder, fuerza) deben sufrir todos ellos cierto cambio, molesto para el deseo inclinado siempre a soñar con una madre magnificada, con un padre magnificado, si tienen que designar la novedad del reino anunciado y esperado según el Espí­ritu? La investigación psicológica ha podido aportar una densidad nueva a los términos de esta opción, psicopastoralmente abierta. No le corresponde a ella la elección.

c) Práctica: ritos y oraciones. La dimensión de los comportamientos religiosos es la más accesible a los sondeos psico-sociométricos de todo tipo. Atestiguan, como es sabido, en la cultura llamada “occidental”, al mismo tiempo una decadencia considerable de las prácticas litúrgicas o rituales tradicionales (asistencia a misa, número de confesiones) y una proliferación de brotes más o menos salvajes (incluidos los nuevos lugares de peregrinación consecutivos a ciertas apariciones). Psicológicamente, hay cierta omnipotencia del deseo propia de la primera infancia (“¡Que se haga lo que yo digo, y si no grito!’~, que encuentra su apoyo en ciertos objetos sacralizados, en ciertas actitudes a veces onerosas o dolorosas, en ciertos personajes más o menos idealizados, que siempre le han presentado las diversas religiones del mundo (“¡Que se haga mi voluntad con la ayuda de…!”). Religión funcional seguramente, ya que aguarda el deseo de verse colmado con el apoyo de una omnipotencia (aspecto religioso del deseo) con la facultad de modificar el curso de las cosas en su dura realidad, e incluso de unas causalidades propicias que resultan de la materialidad de los objetos utilizados, de los ritos minuciosamente cumplidos (aspecto lúdico-mágico). Ha habido numerosos sondeos, encuestas y observaciones en este sentido. Concretamente, para la diversidad comparada de los grupos estudiados, los resultados publicados por L.B. Brown (1967, 1968) sobre las “oraciones para pedir favores”. Señalemos el ocaso rápido, entre doce y veinte años, de una opinión según la cual existirí­a una relación de causalidad externa (no con una explicación psicológica) entre diversas oraciones y ciertos resultados que se dan por descontados o se esperan de esas oraciones. A1 contrario, en ciertas situaciones descritas, muchos de los encuestados en toda edad mantienen que es oportuno (“all right”) rezar, pero de otra manera. El lenguaje del amor encierra numerosas expresiones de deseo, sin que el principal papel de la petición sea la obtención de un favor. Una religión “revelacional” de los deseos y del proyecto divino, ¿no introducirá en la acción y en la oración una especie de espacio espiritual en donde se encuentren unos deseos que no son nunca totalmente convergentes?… Pero quizá se diga: la “petición de favores” (casi milagros que modifiquen el curso de las cosas) es propia de una l religión popular. Sabida es la dificultad de definir lo “popular”. Más vale, sin duda, recordar los dos modos de pensar (locus of control) señalados anteriormente a propósito de creencia en un control externo o en un control interno. Estos dos modos de pensar se encuentran en todos los ambientes. Pero la particularidad de cierto misticismo parece consistir en atraer la exterioridad del control hacia la esfera del control interno que se trata de remodelar, de reforzar y hasta de modificar de forma prodigiosa, casi milagrosa. El .caso de la glosolalia, “discutida como don milagroso debido a una intervención directa del Espí­ritu Santo”, no puede ya, después de quince años de investigación en los Estados Unidos, abordarse de esta manera. Jamás ningún registro ha confirmado el hablar en una lengua extranjera no aprendida por el/la glosolala. Los análisis fonéticos y lingüí­sticos establecen que las glosolalias no tienen algunos de los caracteres tí­picos de toda lengua instituida o hasta inventada por juego. A1 contrario, tienen ciertas particularidades que revelan algún parentesco entre los fonemas expresivos, no orientados hacia la comunicación, de los glosolalas, incluso cuando ellos/ ellas tienen lenguas diferentes. Se piensa en una capacidad desigualmente compartida, como podrí­a serlo también la capacidad taumatúrgica de los curanderos. “Serí­a equivocado… hablar de un `don’ que una persona recibe y otra no, como si se tratara de una gratuidad reservada a unos cuantos escogidos” (cardenal L.J. Sueneus, 1984). No hay nada que impida apreciar la oración en forma glosolálica; se ha practicado en vanas religiones no cristianas. Puede enriquecerse de significados y de simbolismos (inversión de la confusión de lenguas en Babel, p.ej.). Es excelente la obra de sí­ntesis psicológica realizada por H.N. Maloney y A.A. Lovekin (1985). ¿Tendrán que optar la teologí­a y la pastoral entre las significaciones “funcionales” y “revelacionales” de los ritos y oraciones? Como psicólogo cristiano, creo que entre los deseos del hombre (religioso) y los deseos según el Espí­ritu trinitario se tratará siempée de un compromiso, por lo demás necesario, si el Verbo surgió en la realidad de la historia humana con un proyecto nuevo sobre el mundo (A. Godin, 1986, c. 7). Nuevo quiere decir distinto de las esperanzas que el hombre religioso puede poner en Dios o en los dioses (S. Freud).

d) Lenguaje mí­tico, discurso ortodoxo y palabraprofética. La historia de las religiones muestra que éstas se transmiten, oralmente o por la escritura, no por discursos (como la mayor parte de las ideologí­as), sino por relatos, cuyo alcance simbólico se re-presenta en unos ritos gestuales en donde se dan curso ciertos juegos de improvisación en un marco o contexto litúrgico tradicional y ordenado. Toda religión que, remontándose a sus fuentes, produce relatos de forma mí­tica, por ejemplo, a propósito de los “orí­genes”, o también expresivos de la personalidad de su (o de sus) fundador(es), tiene que arrostrar inevitablemente la cuestión del paso de los mitos, culturalmente integrados y pasivamente recibidos (p.ej., en la imaginación de los niños), a su transformación activa en sí­mbolos (/Semiologí­a 11) con significado religioso. En una catequesis cristiana se considera generalmente que diversas creencias deberí­an desprenderse progresivamente de su forma imaginaria para abrirse a una fe libre y activa. La aportación de R. Goldman (1964), a pesar de su marco operacional demasiado estrechamente cognoscitivo, ha rendido un gran servicio al hacer que se tome conciencia de la Edad Media, antes de la cual no es accesible en la mayor parte de los casos el significado de ciertos relatos. Por otra parte, una especie de fundamentalismo (literalismo) en la interpretación de las Escrituras se ha desarrollado como un “antimodernismo” en los Estados Unidos, ya desde muy pronto (1910), en grupos marcados por un autoritarismo con efectos psicológicamente desastrosos. Actualmente influye en ciertas corrientes de pensamiento, sobre todo en Francia (D. Hervieu, 1986; Léger, 1988), sin abrir perspectivas duraderas de poder influir en una sociedad afectada profundamente por la l secularización (J. D. Hunter, 1983). Las modalidades de creencia en la Escritura (literalidad, antirreligiosidad, mito-simbolismo) han inspirado un cuestionario, el LAM de R.A. Hunt (1972), que sólo se ha aplicado a grupos muy modestos de población. Un poco adaptado según los ambientes socio-culturales, rendirí­a grandes servicios en pastoral, así­ como en teologí­a fundamental. Más de cuarenta y cinco años después de la Divino afflante Spiritu, de Pí­o XII (1943), permitirí­a a los creyentes, evocando, por ejemplo, el relato de la pesca milagrosa, atestiguar su fe, en el sentido del relato (la promesa a los discí­pulos de convertirse en “pescadores de hombres’, pronunciándose -o no- sobre el hecho milagroso de esta pesca, y también a los no-creyentes, rechazar el uno y el otro. Más vale saber en qué punto se encuentran las Iglesias y sus diversas familias espirituales.

Muy distinto es el servicio prestado por J.-P. Deconchy con sus dos volúmenes de investigaciones sobre la ortodoxia (1971, 1980). No se trata ya de describir y de evaluar una situación de las creencias, sino de proceder a experimentaciones capaces de revelar la estructura y la función de un dinamismo esencial a toda institución que intente mantener un modo de pensar (ideologí­a) o de asentimiento cognoscitivo (creencias). Es curioso cómo antes de 1971 la palabra “ortodoxia” no figuraba en seis de los grandes diccionarios clásicos de teologí­a publicados después de 1932. Otros diccionarios más modestos o recientes vacilaban entre “opinión recta” u “opinión conforme a una enseñanza revelada”. Las experimentaciones han recaí­do ante todo en el léxico religioso disponible a propósito de “Dios” en comparación con otras palabras inductoras (casa, padre, etc.): el número de palabras diferentes inducidas por
Dios es más pobre, pero sobre todo se empobrece cuando la situación de ortodoxia está (inconscientemente) reforzada (encuesta presentada por un pretendido centro diocesano de investigación) y más aún si está amenazada (encuesta por un pretendido centro de pensamiento racionalista). Los otros procedimientos experimentales utilizan “doxemas” o breves proposiciones-creencias que hay que clasificar como verdaderas o como falsas, absolutamente obligatorias o prohibidas, para poder formar parte de “mi grupo-Iglesia”. Prescindiendo aquí­ de los detalles de estos procedimientos (presentados crí­ticamente por A. Godin, 1972, 1983), se puede afirmar ahora que la estructura de la dinámica de ortodoxia supone tres dimensiones: la regulación Dsicosocial de la pertenencia (A), el desnivel percibido de ciertos enunciados respecto a la razón (éR) o respecto al corpus bí­blico (éC). Después de una primera medición de la ortodoxia de un grupo, si la experimentación introduce una alteración de uno de estos tres elementos, la segunda medición descubre un reforzamiento compensatorio de los otros dos. En conjunto, el contenido de la información es menos importante que la regulación de la pertenencia. La cohesión de un grupo prevalece sobre el significado de los enunciados (éR), por ejemplo. En cuanto a la relación con las citas bí­blicas (éC), se emplea sobre todo para sostener unas proposiciones aceptadas por los entrevistados, pero que carece de eficacia para las proposiciones “dogmáticamente” rechazadas. La ortodoxia funcional, estudiada de este modo, muestra que los sujetos utilizan menos la fuente bí­blica para vislumbrar nuevas proposiciones posibles que para proteger unas informaciones “absolutamente” ciertas por estar ya reguladas por el grupo-Iglesia. Así­ se verí­a psicológicamente confirmado un proverbio según el cual la tradición prevalece sobre la Escritura. ¿Pero es éste un proverbio teológico, sise reconoce que la Escritura es ya el producto de una tradición? Algunas nuevas experimentaciones (Deconchy, 1982) han puesto de relieve otros elementos que sirven de apoyo aciertos enunciados-doxem as derribados por una información cientí­fica: la utopización (“más tarde, los que tengan fe alcanzarán una comprensión mejor de la proposición afirmada’, la escatologización (“el final de los tiempos revelará plenamente lo que quiere decir esta proposición’~ y la mistificación (“con ayuda del tiempo… diversas instancias religiosas -el magisterio, los teólogos, los mí­sticos- contribuirán a hacer ver su verdad’. Incluso en el caso de proposiciones más desviadas respecto a la estructura del sistema ortodoxo, se concede este reforzamiento “venidero” más frecuentemente a los mí­sticos que a los teólogos o al magisterio. Es ésta una tendencia de los años 1975-1980, que puede coyunturalmente reorientarse…

La obra considerable de J.-P. Deconchy empieza ahora a ser conocida, comentada y explotada. Alabada o desconocida, se abre y se cierra, sin embargo, con varias alusiones al otro dinamismo, el de la palabra (mesiánica, profética), que entra con la ortodoxia “en un modelo diacrónico de movimiento oscilatorio” y le da su verdadero carácter especí­fico entre las ideologí­as. “Ella reside probablemente en otro sitio, en el iniciador prestigioso, en el `mesí­as’ en quien se encontraba ya la totalidad de la información… El grupo-Iglesia se verí­a entonces en tensión entre la imposición de sus estructuras actuales y la voluntad de volver a sus fuentes y a sus orí­genes, hasta aquel instante privilegiado en que no era aún una Iglesia…” (o.c., 1971, 345), cuando -hemos de añadir- no existí­a aún la refracción en cuatro evangelios de aquella época privilegiada en la que la afectividad y la imaginación se poní­an en movimiento en torno al profeta. Por su dinamismo propio, una ortodoxia reforzada tenderí­a a reducir funcionalmente la revelación a una ideologí­a, a un conjunto de proposiciones-doxemas que pudieran imponerse como dogmas. Pero incluso entonces habrí­a que anunciarlas interpretándolas. Y allí­ es donde se abre de nuevo el espacio espiritual por el que la Escritura vuelve a convertirse en Palabra viva, proclamada en unas culturas cambiantes, obra del segundo Soplo, el que ya no habla, como el Hijo, pero que hace hablar a los que se reúnen en su nombre.

“Si por dogmática se entiende la inteligencia de la fe -habí­a escrito un teólogo-; quizá tendrí­amos que dejar de no considerar como serio más que el lenguaje formalizado. Idealmente, un á teologí­a simbólica deberí­a recoger en un solo discurso las referencias bí­blicas, la reflexión especulativa y la presencia del debate contemporáneo” (C. Geffré, 1969). Recoger en un solo discurso: ¿se trata de un proyecto o de un sueño? Lo cierto es que este teólogo designaba tres tipos de lenguaje muy diversos entre sí­. El psicólogo social ha presentado los resultados de una obra, compleja -pero ya realizada, que es difí­cil discutir en su terreno. El doble sentido de los sí­mbolos no podrá prescindir nunca de las constataciones laboriosas que provienen del terreno: el “debate contemporáneo”. La estructura y el dinamismo de la ortodoxia mejor iluminada no pueden resultar indiferentes para la teologí­a fundamental.
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A. Godin

IX. Sociologí­a de la religión
La sociologí­a de la religión, como las otras ramas de la sociologí­a, tiene su objeto especí­fico y su método particular. En efecto, por una parte estudia, el fenómeno religioso en sus actitudes, comportamientos, su estructura y su dinámica, que se derivan de la naturaleza social del hombre; por otra se aplica a sus contenidos con el método propio de las ciencias de la observación y utilizando fundamentalmente para ello un planteamiento inductivo.

Esta afirmación, más bien genérica, necesita una puntualización más detallada tanto del objeto propio de la sociologí­a de la religión como de sus implicaciones metodológicas. Con esta finalidad es interesante presentar una panorámica breve, pero suficiente, del planteamiento del estudio sociológico de la religión. Finalmente, para ser completos, añadiremos algunas consideraciones sobre los problemas abiertos en la actualidad. En esta perspectiva y con la intensión de limitarnos a los aspectos más importantes, los puntos fundamentales de nuestra presentación podrí­an señalarse así­: 1) delimitación de su contenido desde el punto de vista sociológico; 2) exposición de las principales aportaciones ofrecidas por los diversos autores; 3) descripción pluridimensional del:fenómeno religioso; 4) situación epistemológica actual de la sociologí­a de la religión.

I. PUNTUALIZACIí“N DEL OBJETO. La delimitación inicial del contenido de la sociologí­a de la religión registra dos orientaciones fundamentales: una concepción esencial de la religión que atiende a su núcleo central y especí­fico (delimitación sustantivista y exclusivista) y una visión basada en las funciones que la religión desempeña como respuesta a las esperanzas y expectativas del hombre (delimitación funcionalista e inclusivista).

Cada uno de estos dos procedimientos, tomado aisladamente, debe considerarse limitado, y por consiguiente inadecuado, para ofrecer una base a una concepción corriente del objeto de la sociologí­a de la religión. Por consiguiente, es preciso dirigirse a un planteamiento que reconcilie estas dos orientaciones y garantice una nueva aproximación, evitando por un lado las desventajas de cada una y potenciando por otro sus aspectos positivos. Creemos que esto es posible a, través de una serie de pasos que eviten toda opción basada en prejuicios y manifiesten una capacidad heurí­stica adecuada. El primer momento lo constituye una colección empí­rica y lo más amplia posible de indicaciones y datos procedentes de las diversas fuentes. Viene luego un segundo momento crí­tico de discernimiento sobre la base de criterios de naturaleza histórica, doctrinal, sociocultural. En un tercer momento se deduce de estos pasajes una delimitación del concepto de religión amplio y selectivo, rico en contenidos y metodológicamente operativo.

Este procedimiento marca la aproximación sociológica a la religión y manifiesta la justificación y la fiabilidad de fondo del objeto, captado en su contenido directo, en su alcance relaciona!. Por consiguiente, se basa en la participación de los fenómenos religiosos en el concepto y en la dinámica de la cultura y de la estructura social. De aquí­ se sigue que la sociologí­a de la religión tiene por objeto los fenómenos sociales y culturales de carácter religioso (p.ej., acciones, funciones, grupos, organizaciones culturales y sociales, originadas y modeladas por instancias religiosas) y los fenómenos religiosos (p.ej., el conocimiento y la experiencia religiosa, los fenómenos de revelación, las relaciones con realidades supraempí­ricas…) de caracterí­sticas culturales y sociales.

La sociologí­a estudia e interpreta la presencia, la estructura, la dinámica, las funciones personales y sociales de estos aspectos y articulaciones internas, tanto individualmente como en su entramado de interdependencia. Explora además las condiciones y los factores de continuidad en el tiempo (transmisión tradicional), de contacto generacional (proceso de socialización), de asimilación y de identificación (personal y/ o colectiva). Analiza, finalmente, el proceso de institucionalización tanto en general como en relación con las dimensiones concretas.

Junto a estos elementos constitutivos, la sociologí­a observa la situación cultural e intercultural de una religión determinada y la compleja problemática que de allí­ se deriva en la relación entre religión y contexto cultural. En efecto, actualmente se ha superado, o mejor dicho completado, el planteamiento tradicional de la variable “dependiente” o “independiente”, y se capta una relación más compleja y realista que se expresa en términos de variable “autónoma”. Esta última teorí­a afirma que entre la religión y la sociedad existe una multiplicidad de relaciones activas y pasivas, por lo que es posible la aplicación del “modelo cibernético”, tal como nosotros mismos llevamos ya haciendo desde hace tiempo. Por eso mismo explica tanto la persistencia del fenómeno religioso como su transformación, así­ como su diversa configuración en un contexto concreto a lo largo de los años.

La sociologí­a de la religión aborda este conjunto de aspectos con su metodologí­a particular. Se trata de una aproximación inductiva tal como la practican otras ramas de la sociologí­a. Por otra parte, este estudio empí­rico se hace en relación con las modalidades de percepción y de vivencia de cada uno de,los aspectos del fenómeno religioso, es decir, tanto de los individuos como de los grupos. Este planteamiento puede tener un carácter horizontal (con formas de confrontación de los niveles alcanzados por los elementos de los diversos estratos y de las diversas categorí­as sociales) o longitudinal (respecto a la evolución de cada una de las dimensiones a lo largo de la historia de un pueblo, de una comunidad local, así­ como en las diversas edades de cada persona). Lógicamente, las posibilidades señaladas son sólo teóricas; por eso mismo no siempre pueden ni deben actuarse en cada una de las investigaciones, pero tienen ante los ojos los diversos objetos que pueden asumir como propios las investigaciones concretas.

2. DESARROLLO DE LA SOCIOLOGíA DE LA RELIGIí“N. En la sociologí­a de la religión se da una evolución paralela a la de la sociologí­a general. Los comienzos se pierden en el tiempo, constituyendo lo que suele llamarse fase protohistórica. Se caracteriza por la presencia de aproximaciones por parte de otras ciencias,’ que podemos llamar matrices respecto a la sociologí­a de la religión, pero con unas aportaciones que no son especí­ficas ni orgánicas, sino fragmentarias y ocasionales. El estudio sistemático de los fenómenos religiosos comenzó propiamente cuando la sociologí­a se fue organizando como ciencia distinta y autónoma. Desde entonces se fueron multiplicando los intentos de aproximación sociológica a la religión, pero con evidentes condicionamientos derivados del clima cientí­fico y filosófico del siglo pasado.

En conjunto, el desarrollo de la sociologí­a de la religión puede subdividirse en tres grandes perí­odos, aunque con contornos no muy claros, y por tanto con diversas superposiciones entre las diversas etapas. Fundamentalmente podemos distinguir: I) un primer perí­odo de orientación teórica y global preponderante; 2) un segundo perí­odo, en el que prevalece la orientación empí­rica, limitada especialmente al estudio de la práctica religiosa; 3) un tercer perí­odo, en el que predomina la orientación que equilibra el aspecto empí­rico y el teórico.

a) La orientación teórica. Se trata de un perí­odo muy importante, que va desde los primeros intentos sistemáticos hasta las aportaciones decisivas y fundamentales de Durkheim y de Weber. Como subraya la misma expresión que define esta orientación, atiende a los problemas de carácter global del hecho religioso, y especialmente a su relación con la sociedad. Entre los temas de mayor importancia pueden señalarse: el problema del origen de la religión, la dinámica del fenómeno religioso en sí­ mismo o en relación con los otros fenómenos sociales. Se pueden distinguir en él dos corrientes especialmente respecto al modo de plantearse la relación con la sociedad. La primera corriente se designa en lenguaje técnico como teorí­a de la variable dependiente, mientras que la segunda corriente, que reproduce más bien el planteamiento opuesto, se designa como teorí­a de la variable independiente.

1) La religión como variable dependiente. En esta orientación se sostiene que la religión es esencialmente un producto de las condiciones sociales. La religión existe y permanece como fenómeno producido por la sociedad y sufre las influencias de su evolución. Forman parte de ella los primeros autores que se ocuparon del fenómeno religioso en el clima positivista del siglo pasado: desde A. Comte hasta K. Marx, desde H. Spencer hasta E. Durkheim.
Tiene especial importancia la obra de Durkheim. Permanece sustancialmente en el cauce del pensamiento antropológico-cultural de la época, pero subraya su carácter más especí­ficamente sociológico, intentando llegar a una teorí­a general sobre el origen y la permanencia de la religión. Los puntos principales de la concepción de Durkheim, expuestos en su obra Las formas elementales de la vida religiosa, pueden sintetizarse así­: según Durkheim, la religión es un hecho social porque nace, se afirma y se desarrolla en función del grupo (o clan), el cual, para prevenirse contra el peligro de disgregación, proyecta fuera de sí­ la “conciencia del grupo” (una especie de hipostatización ideal de sí­ mismo), como algo superior, intangible, distinto, sagrado, simbolizado por el tótem. Así­ pues, junto al simbolismo estático (el tótem) se sitúan el simbolismo narrativo (los mitos), el simbolismo operativo (el culto), que hacen presente a la psique individual la conciencia de grupo. Todo esto necesita ser vivido y desarrollado ulteriormente y transmitirse luego a las otras generaciones. De aquí­ se deduce la exigencia de un sistema fijo de reglas y estructuras, es decir, de un “conjunto de creencias y de prácticas relativas a cosas sagradas, que unen en una sola comunidad, llamada Iglesia, a todos los que se adhieren a ella”.

2) La religión como variable independiente. Es igualmente significativa y consistente la aportación de los que plantean la relación religiónsociedad invirtiendo el esquema de fondo y atribuyendo a la religión la función de variable independiente. Según esta corriente, es preciso estudiar la dinámica de las religiones, su presencia y el papel que han tenido en la vida social. Este papel puede configurarse mejor como elemento capaz de imprimir a la sociedad orientaciones culturales de tal tipo que condicionen efectivamente su desarrollo. En esta orientación entran varios autores, como Hobhouse, Twaney, Troeltsch y otros más recientes.

Entre ellos, el autor más importante es ciertamente M. Weber. Afirma que la religión tiene un papel importante en el proceso de racionafzación del mundo, entendido como proceso de clarificación, sistematización de ideas vistas en su fuerza vinculante (normatividad), por lo que se convierten en motivaciones eficientes del obrar social. En este sentido la religión representa un papel innovador y es factor de cambio social y también económico.

Pero esta capacidad de influencia es diferenciada y depende de la metafí­sica (inmanentista o trascendentalista) en que se apoya una religión determinada y de la ética (mundana o extramundana) que se deriva de ella. La concepción inmanentista resuelve el problema de la discrepancia entre el mundo real y el ideal con conceptos pasivos y de aquiescencia, que llevan a la contemplación de la divinidad y a una concepción automática y mecánica de evolución del mundo. La concepción trascendentalista se basa en el concepto de creación y de proyección finalista de la creación y compromete en un papel activo de transformación del mundo. Cada una de estas dos orientaciones particulares se distingue a su vez en mí­stica, y ascética, connotando de este modo una acentuación mayor en un sentido o en otro, dando origen, finalmente, a cuatro tipos fundamentales. Según Weber, la incidencia de la religión en la realidad social consiste principalmente en el mayor empeño y conciencia de compromiso en la actuación de una función religiosa propia en la relación con el mundo. Esta se da principalmente por lo que él llama ascetismo mundano, que consiste sustancialmente en la fuerte identificación entre la profesión y el concepto de vpcación (expresadas en alemán por el mismo término, Beruf) en sentido religioso. Weber expone este planteamiento en varias partes de su obra, y especialmente en La ética protestante y el espí­ritu del capitalismo.
b) La orientación sociográfica. Después de otros varios intentos de sí­ntesis prevaleció la orientación sociográfica. Su iniciador fue G. Le Bras que quiere reconstruir y analizar el comportamiento religioso, especialmente en relación con la observancia de la práctica religiosa. En 1931 publicó un cuestionario para un examen detallado y una explicación histórica de las condiciones del catolicismo en las diversas regiones de Francia. Este planteamiento lo fueron siguiendo poco a poco otros autores, hasta el punto de que llegó a ser la orientación dominante hasta los años sesenta. Esta aproximación se presta realmente a una toma de contacto de la situación de comportamiento y de agregación de la religión, especialmente en función de su utilización pastoral.

Se trata sustancialmente de una aproximación de tipo descriptivo, centrada en el estudio cuantitativo de la participación en la misa dominical y en las otras formas de devoción, y de la recepción de los sacramentos. Luego, los diversos datos se articulan según varios parámetros demográficos y territoriales, derivándose varias formas de clasificación que muestran cómo y en qué grupo o categorí­a de personas está más o menos difundido cierto tipo de práctica. Sucesivamente se fueron considerando otros parámetros de confrontación, como la relación entre religión e industrialismo, la incidencia de la urbanización, la influencia debida a la estructura organizativa social y eclesial, el desarrollo de la pertenencia religiosa, la repercusión del fenómeno de la secularización…

El desarrollo de las investigaciones según este planteamiento no ha dedicado la debida atención al contenido y al método. Se ha notado la falta de vinculación de la investigación con la teorí­a sociológica general, así­ como la insuficiencia de aplicación y de método debida al hecho de haber privilegiado especialmente la práctica religiosa como indicador, a menudo exclusivo, de análisis. Estas limitaciones hacen indebidas y desproporcionadas las deducciones sobre una comprensión del comportamiento religioso.

c) La orientación actual. En estos últimos años se ha constatado un giro en las investigaciones aplicadas al fenómeno religioso. Se ha intentado por una parte evitar los defectos del planteamiento de los primeros sociólogos, así­ como los inherentes a la orientación sociográfica, realizando un tipo de aproximación más amplio y comprensivo y al mismo tiempo de mayor validez cientí­fica.

En este contexto adquiere un relieve especial la ampliación de las dimensiones que se han de estudiar y analizar, llegando al planteamiento pluridimenslonal, que abarca al mismo tiempo los diversos aspectos fundamentales del fenómeno religioso. Esta aproximación tiene en cuenta no solamente la práctica religiosa, sino también el elemento cognoscitivo y sus expresiones simbólicas. Insiste además en el elemento comunitario, y por tanto en los procesos de pertenencia y de identificación con la propia religión. Finalmente subraya la presencia de un elemento ético, como derivado de la religión, que consiste en un conjunto particular de normas que regulan el comportamiento de los fieles.

En esta orientación ha tenido un notable desarrollo el planteamiento metodológico. La aplicación del método sociológico se ha hecho más seria y rigurosa, exigiendo una operacionalidad más atenta de los conceptos y un consiguiente afinamiento de las técnicas o instrumentos empleados. El uso creciente de las computadoras ha ofrecido una aportación significativa a la investigación concreta, haciendo posible una mayor complejidad y “sofisticación” de la elaboración de los datos y una lógica mejorí­a de las perspectivas de interpretación.

3. LA RELIGIí“N COMO FENí“MENO PLURIDIMENSIONAL. Es evidente que un fenómeno tan complejo y articulado resulta compuesto de muchas dimensiones. Esta afirmación es generalmente compartida, pero exige el uso de criterios objetivos y plausibles para una actuación adecuada. Se subrayan particularmente los siguientes: homogeneidad interna, autonomí­a conceptual, fundamento antropológico, operacionalidad de los conceptos. Sin embargo sigue en pie el hecho de que en el paso a la individuación concreta de las dimensiones se observan algunas diferencias. Estas hacen referencia tanto a la cantidad de dimensiones como a la descripción de cada una de ellas. De todas formas prevalece la orientación según la cual es posible señalar cuatro dimensiones fundamentales: la creencia, la práctica religiosa, el aspecto comunitario y las implicaciones éticas.

a) Las creencias. Se entienden comúnmente como el conjunto de elementos intuitivos y cognoscitivos, percibidos y sentidos no sólo como un hecho intelectual, sino también como experiencial y voluntario, relativos a una realidad métaempí­rica, y por consiguiente inverificable por naturaleza. En concreto, hacen referencia a los contenidos del credo de cada religión y a las doctrinas respectivas sobre Dios, el mundo, el hombre en sus aspectos de “realidades últimas” y en sus mutuas relaciones. Las creencias constituyen la dimensión de base de la vida religiosa. Son las que dan valor y significado a los ritos; las que justifican el aspecto organizativo, no sólo como hecho de grupo, sino como comunión; las que dan contenido y valor religioso a las normas morales.

b) La práctica religiosa. Por la expresión “práctica religiosa” se entiende el conjunto de ritos organizados y propuestos por la comunidad (gestos, palabras, sí­mbolos), con cuya participación el hombre manifiesta sus relaciones con Dios, encon†¢ trando en ellos la potenciación de su misma religiosidad. Pueden distinguirse tres funciones principales de los ritos religiosos: expresiva, instrumental, comunitaria. El conjunto de los ritos registra además una serie de distinciones internas que se han hecho más o menos notorias y corrientes en la literatura. Se tienen ritos repetitivos y no repetitivos según su naturaleza í­ntima y los efectos que producen, ritos que pueden actuarse comunitariamente y ritos que se ejecutan a nivel individual, etc.

c) El aspecto comunitario. El fenómeno religioso tiene como caracterí­stica constante la de actuarse de forma comunitaria. La adhesión y el compromiso del individuo en la comunidad que se constituye sobre la base de los ví­nculos. religiosos se deriva de la naturaleza social del hombre, pero también de la exigencia y del planteamiento comunitario de los actos religiosos. Este aspecto comunitario puede percibirse en varios niveles. En el plano interreligioso se hace referencia a la estructuración global interna (iglesia o secta). En el plano de la organización interna, por el contrario, se percibe la distinción cualitativa y funcional de los miembros (clero o fieles) y la división territorial (diócesis, parroquia…). En el plano personal. se señala la adhesión, la identificación con la propia organización religiosa y la participación en las responsabilidades comunes.

d) La dimensión ética. Toda religión ofrece siempre valores y metas que constituyen un proyecto global de hombre y de sociedad, presentado como respuesta a las instancias últimas de la existencia. De allí­ se derivan, por tanto, normas y obligaciones que regulan las relaciones entre los hombres y entre éstos y la divinidad. En cuanto a la ética, las diversas religiones pueden presentar concepciones distintas. Un primer tipo insiste en la definición de las funciones, en la jerarquización y en la ejecución formal y exterior de los actos prescritos, presentando una orientación socialmente conservadora (religión preceptista). El segundo tipo subraya más bien la mejorí­a tanto personal corrió social, la coherencia con los valores, la superación del ritualismo, y propone formas de innovación y de transformación social (religión profética).

Antes de cerrar la breve exposición sobre las cuatro dimensiones del fenómeno religioso hay que destacar dos observaciones importantes.– La primera se refiere a la presencia de una relativa interdependencia’ entre las diversas dimensiones, y por tanto a la influencia, bajo la forma de estí­mulo de motivación o de consecuencia o implicación, de la una respecto, a las otras. La segunda observación, por su parte, remacha la insistencia de una cierta autonomí­a, no sólo conceptual, sino también operativa, entre las diversas dimensiones. Por tanto puede suceder que una persona (o grupo) destaque en una dimensión, pero no en otra, con la perspectiva de encontrarse frente a formas de una religiosidad incompleta y/ o coherente.

4. TEMAS ACTUALES Y PROBLEMAS ABIERTOS. A pesar de lo que he dicho, el desarrollo de la sociologí­a de la religión se encuentra aún en las primeras fases de crecimiento. No faltan por tanto, problemas y dificultades de contenido y de método, que será preciso profundizar y arrostrar. El número y la calidad de estos problemas dependen de varios factores de naturaleza tanto históricocultural como epistemológica. Por tanto es conveniente aludir al menos a los temas actuales más importantes y a los problemas abiertos que la sociologí­a de la religión como ciencia ha de tocar de forma correcta, teniendo en cuenta tanto el objeto que le es propio como el método que caracteriza a sus planteamientos.

El primer tema lo constituye el nacimiento de nuevos cultos, que se ha presentado como génesis de nuevos movimientos religiosos derivados de religiones existentes, tanto en formas totalmente autónomas e independientes como con modalidades sincretistas. De todos modos, estos nuevos cultos han mostrado una gran capacidad de captación, especialmente entre los jóvenes. Ha sido impresionante la rapidez de difusión y la radicalidad de sus planteamientos. La valoración global de este hecho tiene que realizarse subrayando que en realidad se trata de simples tendencias, y que en conjunto no se ha registrado ni un gran desarrollo de masas ni una consistencia notable y duradera.

Otro tema interesante es el que se refiere a la relación entre religión y sociedad. Entre las muchas modalidades concretas del mismo hay que subrayar la relación entre religión y liberación. Ha tedido un notable desarrollo no sólo en América Latina, sino en otros lugares. En el plano interpretativo puede reducirse a una versión puesta al dí­a dei problema perenne de la relación entre religión y desarrollo vista en una óptica sociopolí­tica. De aquí­ se ha derivado un fenómeno interesante y vital, aunque muchas veces se ha interpretado más bien de forma ideológica que propiamente cientí­fica.

También es muy importante el tema de la religiosidad popular. Es bastante conocido la revitalización de este fenómeno registrada en los últimos años, seguido -como era de prever- de un vivo debate sobre su concepción y definición, así­ como de sus perspectivas analí­ticas e interpretativas. La cuestión principal sigue siendo el problema de fondo, o sea, si interpretar los elementos populares sólo como un sinónimo de arcaicismo, de subdesarrollo, de folclore, de clase, o bien como manifestación de algo antropológicamente perenne, pero tí­pico de una cierta ejecución de los actos religiosos vividos de forma masiva.

Tiene también importancia el tema de la religión en la sociedad moderna. Considerando superada la teorí­a de la secularización, se presentan fundamentalmente tres teorí­as principales: la teorí­a de la privatización (la religión invisible), la teorí­a de la exteriorización folclórica (religión civil), la teorí­a de la persistencia de la pregunta religiosa en la búsqueda de significado en condiciones nuevas y según perspectivas originales (religión transformada).

En relación con los temas de naturaleza metodológica hay que aludir ante todo al problema de la delimitación del fenómeno religioso. Esta dificultad afecta al status de la sociologí­a de la religión en el plano de las diversas ramas de la sociologí­a general, reduciendo la sociologí­a de la religión a un aspecto de la sociologí­a del conocimiento.
Por otra parte, no han faltado los que han acentuado la dificultad de operar sobre el objeto de la sociologí­a de la religión hasta llegar a negar la perspectiva de encontrar y de usar empí­ricamente los indicadores adecuados para mantener un estatuto académico y cientí­fico satisfactorio. De “aquí­ se siguen, para estos autores, graves problemas en la realización de investigaciones empí­ricas dentro de un determinado contexto sociocultural y en la valoración de la fiabilidad y objetividad de los resultados (crisis del estatuto epistemológico). Sin embargo, en este planteamiento no se excluye una cierta tendencia inducida por una concepción ideológicamente desfavorable de la religión en sí­ o de una religión histórica concreta.

Concluyendo esta breve exposición del significado, el alcance, el estudio y el análisis de la religión desde el punto de vista sociológico, parece evidente la legitimidad de sus planteamientos teóricos de fondo, así­ como la justificación de su aportación metodológica. Lógicamente, este modo de aproximarse a la religión no es ni único ni exhaustivo, sino que supone y postula, especialmente hoy, otras diversas aproximaciones que se ocupen de la religión, como la teologí­a, la filosofí­a, la historia, etc. Habrá que insistir, por tanto, en la utilidad de una aproximación interdisciplinar y presentar la perspectiva de aportaciones y contribuciones de diversas ciencias para una mayor comprensión del mismo fenómeno religioso.

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G. Scarvaglieri

X. Teologí­a de las religiones
1. INTRODUCCIí“N. La teologí­a de las religiones es un nuevo campo de estudio; que comienza a interesar a pensadores cristianos deseosos de llevar adelante un provechoso diálogo con los miembros de religiones no cristianas y de contribuir a un mejor entendimiento de las religiones del mundo. ¿Cómo se relaciona el cristianismo con otras religiones del mundo? ¿Puede el cristianismo todaví­a afirmar que es único, dado el hecho de que otras religiones se proponen a sí­ mismas como medios de salvación última del hombre? ¿Cuál es la base teológica para la relación del cristianismo con otras grandes tradiciones religiosas? ¿Es posible ser a la vez evangélico y estar completamente abierto a lo que Karl Jaspers llama “comunicación sin lazos” con el hinduismo, budismo, islam?

Los cristianos nos hacemos cada vez más conscientes del pluralismo religioso, que crece rápidamente, en el que vivimos de dí­a en dí­a en medio de musulmanes, hindúes, budistas y miembros de otras tradiciones religiosas. Cada uno de estos credos proclama su propio mensaje de verdad eterna y de salvación. Al cristiano también se le plantea el problema de comprender otras creencias a la luz de su propia fe y compromiso. Se le plantea el problema teológico de cómo dar cuenta de la diversidad de vida religiosa con la afirmación de verdad de cada uno. ¿Es el cristianismo la única verdadera religión absoluta dirigida a toda la humanidad? ¿Puede el cristianismo al mismo tiempo reconocer valores religiosos auténticos en otras credos? Si Cristo es el único camino verdadero hacia Dios y es el mediador universal entre Dios y el hombre, ¿qué podemos decir de otras religiones como caminos de salvación, de otros fundadores o profetas religiosos en cuanto que muestran el camino de salvación? ¿Se salvan los hombres de otras creencias? ¿Cuál es su valor salvador desde la perspectiva cristiana? ¿Hay algún tipo de revelación sobrenatural en otras religiones?

2. LA TEOLOGíA CRISTIANA DE LAS RELIGIONES. La teologí­a cristiana de las religiones es la disciplina que pretende dar solución a los problemas que surgen de las implicaciones teológicas de vivir en un mundo religiosamente plural. Hace sus reflexiones sobre estas implicaciones a la luz de la fe cristiana. La teologí­a, siendo una ciencia normativa, juzga a la luz de la fe cristiana la validez de las afirmaciones religiosas de otras religiones. El teólogo de las religiones hace juicios de valor sobre otras religiones desde el punto de vista de la verdad y la eficacia sobrenatural; sus criterios de juicio se derivan de los principios de la fe y revelación cristianas. La teologí­a de la religión difiere de la filosofí­a de la religión (l Religión, VI) porque la última, aunque es también una ciencia normativa, hace juicios de valor a la luz de la razón natural y no a la luz de la revelación.

Puede haber una teologí­a de las religiones desde el punto de vista hindú, budista e islámico, en la medida en que estos diferentes adeptos religiosos reflexionan sobre el encuentro de las religiones del mundo o sobre la relación de su propia religión particular con otras religiones a la luz de su propia fe. Esta es la razón por la que llamamos a nuestra disciplina teologí­a cristiana de las religiones. En este punto surge una interesante cuestión. ¿Puede haber una teologí­a universal de las religiones? Una teologí­a universal de las religiones se entiende a veces como la reflexión sistemática sobre la religión que incluye a todas las religiones y se orienta no a una comunidad religiosa particular, sino a todas las comunidades religiosas. Esto significarí­a que los “teólogos” tendrí­an que reflexionar y hablar de una forma que fuera inteligible para todos, en un lenguaje compartido por todos, sin reemplazar por eso el lenguaje religioso particular (Leonard Swidler). Esta teologí­a universal de las religiones, desde mi punto de vista, es más una filosofí­a de la religión que una teologí­a de la religión, pues la teologí­a es siempre una reflexión sistemática sobre la propia fe en toda su especificidad y peculiaridad, no simplemente sobre sus elementos comunes con otras creencias.

Aunque la historia y la fenomenologí­a de la religión y la teologí­a de las religiones son diferentes en perspectiva y método, existen no obstante una estrecha conexión entre las dos disciplinas. El teólogo puede y debe hacer uso de los resultados de la historia y de la fenomenologí­a de las religiones. Porque la importancia de este uso está demostrada por el hecho de que no sólo hace al teólogo capaz de evitar el relativismo y sincretismo religiosos, sino que también le permite positivamente profundizar y ampliar su comprensión de puntos de vista, experiencias y normas sobre las que la teologí­a se basa. La teologí­a se hace viva cuando la experiencia y la práctica religiosas concretas de los hombres religiosos es tenida en cuenta en la explicación y elucidación de la verdad revelada, el culto y la práctica.

3. APROXIMACIONES CONTEMPORíNEAS A OTRAS RELIGIONES. Podemos proporcionar una presentación concisa de los principales senderos que la moderna teologí­a cristiana ha seguido en sus esfuerzos para comprender la relación entre cristianismo y otras religiones. Tres principales aproximaciones han sido propuestas para resolver la tensión entre dos axiomas fundamentales: a) que la salvación es a través de Jesucristo solo; b) que Dios desea la salvación de toda la humanidad; c) existen posturas exclusivistas, í­nclusivistas y pluralistas, que parecen haberse creado a partir de un énfasis sobre uno o ambos axiomas.

La actitud exclusivista ve el genuino conocimiento y experiencia de Dios confinado a la religión cristiana; en otras religiones sólo hay una visión borrosa y poco valor salvador. Insiste en que toda salvación viene de Dios sólo a través de Jesucristo. La aproximación í­nclusivista concede que se puede encontrar genuino conocimiento y experiencia de Dios en otras tradiciones religiosas, pero sostiene que la plenitud de ese conocimiento y experiencia sólo se puede encontrar en el cristianismo. Esta posición reconcilia y mantiene junto el axioma de la voluntad salvadora universal de Dios y el axioma de que la salvación viene sólo por medio dé Dios en Cristo y su Iglesia. Así­ afirma tanto el valor de otras religiones como lo decisivo de Cristo. La aproximación pluralista que pretende ser una “revolución copernicana” en las aproximaciones teológicas a otras religiones sostiene que otras religiones son igualmente senderos salvadores hacia el único Dios. Presenta las diferentes tradiciones religiosas como expresiones diferentes de un conocimiento y experiencia de Dios que es común a muchas tradiciones.

4. LA APROXIMACIóN EXCLUSIVISTA. En esta visión sólo la fe cristiana es verdadera y todas las demás religiones son falsas. Por ejemplo, Emile Brunner afirma que mientras las religiones primitivas, politeí­stas y mí­sticas, no tienen la pretensión de ser una revelación de validez universal, tres religiones del mundo hacen esta afirmación. De éstas, la religión de Zoroastro y el islam se reducen en la práctica a un teí­smo racionalista y moralista sin ningún misterio de redención. El judaí­smo todaví­a espera al mesí­as, y por eso no afirma una revelación final, o bien se reduce también al mismo tipo de teí­smo. Brunner concluye que la afirmación de una revelación universalmente válida es de hecho bastante rara y que aparece en su plenitud sólo en la fe cristiana. Su tesis es que otras religiones son producto de la religión divina original en la creación y del pecado humano. Concluye: “Mientras que la teorí­a relativa de la religión considera el elemento básico de todas las religiones como la esencia de la religión, y todo lo que las distingue a unas de otras como no esencial, en lo que a la fe bí­blica se refiere es verdadero exactamente lo contrario. Es el elemento distintivo lo que es esencial, y todo lo que la fe cristiana pueda tener en común con otras religiones es no esencial” (Revelation and Reason). Hendrik Kraemer ha propuesto prácticamente el mismo punto de vista. Apelando a lo que llama “realismo bí­blico”, dice que la revelación desplegada por Dios mismo en Cristo es absolutamente su¡ generis. Si se ha de aplicar la idea de cumplimiento al evangelio, sólo puede ser con referencia a la promesa de Dios otorgada en actos previos de revelación y no en relación a puntos de semejanza con los credos no cristianos (The Christian Message in a non-christian World). Las diferencias y las antí­tesis son más significativas que las semejanzas y los puntos de contacto. A la luz de la revelación en Cristo vemos en las religiones no cristianas sólo una desorientación fundamental del hombre y un buscar a tientas a Dios, que encuentra una solución divina insospechada en Cristo (ib).

1 K. Barth, en su obra Kirchliche Dogmatik, tiene una larga sección titulada “La revelación de Dios como abolición de la religión”. Distingue entre la fe cristiana, que está basada sólo en la revelación que hace Dios de sí­ mismo en Jesucristo, y toda religión que es fútil búsqueda por el hombre de la verdad y sentido últimos. Esta búsqueda está condenada al fracaso, porque Dios es el totalmente otro; y, si no fuera por su condescendencia, los hombres no podrí­an haber conocido absolutamente nada acerca de él. La religión es el vano intento de los hombres justos a sus ojos de erigir su propia verdad para justificarse a sí­ mismos por sus propias obras, su propia piedad y su propia pretensión de descubrir a Dios sin la ayuda de la gracia divina. Como tal es una falta de fe pecaminosa. Esta actitud hacia otras religiones esa menudo llamada dialéctica, como toda la teologí­a que está detrás es dialéctica, porque rechaza el punto de vista que mira a Dios como un “objeto” de razonamiento teológico (ví­a positiva) y también la noción mí­stica de que sólo lo que Dios no es puede ser pensado (ví­a negativa), trascendiendo el “sí­” y el “no” de estos métodos por medio de una tercera aproximación (ví­a dialéctica), que afirma que Dios no es conocido ni como objeto y ni siquiera de forma meramente negativa, sino como sujeto, como el “tú” que misteriosa y milagrosamente se revela a sí­ mismo a los hombres en su propia libertad incondicionada. El cristiano puede decir “sí­” a otras religiones, porque son de alguna forma una respuesta a la aproximación del Dios al que adora; pero debe decir “no”, porque son una respuesta confusa, distorsionada. Así­, la relación del evangelio cristiano con otras religiones es una relación de juicio y cumplimiento; un juicio sobre su pecado y un cumplimiento de su origen oculto en la revelación divina.

S. LA APROXIMACIí“N PLURALISTA. Esta es también llamada aproximación de relatividad. Tenemos un relativismo cultural, que afirma que cada religión es la expresión apropiada de su propia cultura. Así­, el cristianismo es la religión de Occidente, el hinduismo es la religión de la India y el budismo es la religión del sudeste de Asia. La actitud del relativismo cultural asume generalmente que la religión es un subproducto de la cultura. Existe un relativismo epistemológico que afirma que no podemos conocer la verdad absoluta, sino solamente lo que es verdadero para nosotros. Creemos que el cristianismo es verdadero para nosotros, pero no podemos seguir afirmando que es la verdad para todos los pueblos, puesto que ellos deben ser los jueces de eso. Este tipo de relativismo acaba en sincretismo, que es el esfuerzo por combinar las diversas religiones para reducirlas a un común denominador. Finalmente, encontramos lo que se denomina relativismo teológico, que sostiene que todas las religiones son simplemente senderos distintos hacia la misma meta. Por eso el sendero que uno elige es tan sólo asunto de preferencia personal. Pero una investigación cuidadosa ha demostrado que las religiones del mundo tienen muy diferentes concepciones de la realización del hombre.

La aproximación pluralista a veces tiene también un aspecto evolucionista. Algunos pensadores cristianos sostienen que en el fondo de todas las religiones está la misma esencia, que es idéntica a todas, como la naturaleza intrí­nseca que yace oculta bajo todas las formas religiosas. Esta esencia de la religión es entendida de varias maneras: como creencia doctrinal, moral o experiencia. Algunos afirman que es misticismo (Hocking), el sentimiento de dependencia absoluta (Schleiermacher), el sentido numinoso de lo santo (R. Otto), el reconocimiento de todos nuestros deberes como mandamientos de Dios (Kant) o el encuentro personal con Dios (Farmer). En este caso la interpretación cristiana de otras religiones será que contienen la esencia de la religión en diverso grado de imperfección y realización parcial, mientras que el cristianismo constituye la manifestación más plena de esta esencia.

APROXIMACIóN INCLUSIVISTA. Los cristianos reclaman para Cristo una posición única y mantienen que el cristianismo no es meramente una entre muchas religiones, sino, en un sentido absoluto, la religión para todos. La afirmación de ser única puede entenderse en dos sentidos: exclusivo e inclusivo. La posición exclusivista que hemos perfilado arriba tiene la pretensión de ser exclusiva; lo que significa que se debe asumir que Cristo es la verdad de manera exclusiva; las otras religiones y sus figuras centrales se considera que son falsas. La aproximación inclusiva, por el contrario, sostiene que todo lo que se encuentra de verdadero y bueno en otras religiones está incluido y trascendido en Cristo y el cristianismo. Esta posición inclusivista es ciertamente católica. El evangelio de san Juan presenta a Jesús diciendo: “Nadie va al Padre sino por mí­”. Pero el mismo evangelio identifica en el hombre de Nazaret al Logos eterno, la expresión de Dios, que ilumina a todo hombre viviente. Esta es una inclusión inmensa, que significa que dondequiera que Dios habla, ha hablado o vaya a hablar a través de los grandes lí­deres religiosos como Moisés, Buda, Mahoma, Jesús, tenemos su encarnación. Esta afirmación del NT de inclusión inmensa a favor de Jesucristo implica en principio todo lo que en cualquier sitio y por todas partes pueda denominarse expresión (el Logos) de Dios. Esta afirmación no significa que los cristianos no tengan nada que aprender de otras religiones. Aunque ellos creen que todo se resume de manera intensiva en Cristo, hay, extensivamente hablando, mucho que aprender de otros seguidores religiosos. La afirmación de singularidad para Cristo se refiere a una singularidad de inclusiófi total, no de exclusión. Pero el verdadero escollo reside en unir esta inclusión total a una figura histórica particular, que sufrió bajo el poder de Poncio Pilato. San Agustí­n escribió: “Que `en principio existí­a aquel que es la Palabra, y aquel que es .la Palabra estaba con Dios y era Dios’, esto lo leí­ (no, como él explica, con las mismas palabras, sino su sentido) en los libros de los neoplatónicos; … pero que `aquel que es la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros’, eso no lo leí­ ahí­” (Conf. VII, IX, 13s). En Jesús es donde la voluntad salvadora de Dios está perfectamente representada y llevada a efecto. El Cristo resucitado y glorificado es aclamado en el NT como el Señor del universo, el-Cristo cósmico. La afirmación de que en Jesús el Logos (expresión de Dios) se hizo carne significa que Jesús expresa en su personalidad humana absolutamente todo lo que es posible para Dios expresar así­. Jesús es la palabra definitiva de Dios en el hombre. Esto no niega que el mismo Logos pudiera expresarse en su máxima plenitud posible en cualquier otro hombre en el que pudiera evolucionar algún dí­a, o en cualquier otro nivel de la creación.

La Iglesia es el medio de acceder a Cristo. Es la organización a través de la cual y en la cual el mismo Cristo resucitado mantiene contacto con aquellos que creen en él. El cristianismo no es precisamente un cuerpo de doctrina; ni una agrupación de individuos, cada uno de los cuales sigue un gran ejemplo; ni es la Iglesia una sociedad voluntaria de quienes se interesan por Cristo. La Iglesia es el cuerpo de Cristo; es decir, el organismo, más que la organización, en el que y a través del que Dios, en Cristo, es reconocido y adorado.

DOCTRINA DEL VATICANO II SOBRE LAS RELIGIONES. Podemos distinguir entre la experiencia religiosa fundamental y la experiencia religiosa socio-culturalmente cualificada, tal como se encuentran en las religiones. Por el término “fundamental” entendemos la conciencia y la experiencia religiosa que es sabido está inscrita en el ser humano: ese sentimiento religioso primero que se expresa en interrogantes fundamentales, en aspiraciones y esfuerzos humanos. Se refiere a la capacidad religiosa, a las dotes religiosas y a su expresión primaria tal como aparece en todo ser humano, al margen de los contenidos socio-culturales que una estructura cultural puede imprimir en él. Esta experiencia religiosa fundamental ha sido perfilada en lenguaje efectivo por el concilio como un fenómeno compartido por toda la humanidad, y que está en la base de todas las religiones. Puede ser denominado el humus sobre el que germinan las religiones de la tierra. “¿Qué es el hombre? ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio, y cuál la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia el cual nos dirigimos?” (NA l).

¿Cómo interpreta el teólogo esta experiencia religiosa fundamental a la luz de la palabra de Dios? Este hecho universal de la experiencia humana se refiere al hecho primario de ser el hombre una criatura y a su destino en Cristo, en el que todo ha sido creado, en el que todo subsiste y al que todo tiende.

El concilio dice que también pueden alcanzar salvación eterna aquellos que sin culpa propia no conocen el evangelio de Cristo o su Iglesia y, sin embargo, buscan sinceramente a Dios y, movidos por la gracia, se esfuerzan con sus obras en hacer su voluntad tal como les es conocida por los dictados de conciencia (LG 16). El misterio pascual de Cristo es verdadero no sólo para los cristianos, sino para todos los hombres de buena voluntad en cuyo corazón la gracia opera de una manera invisible. Porque, si Cristo murió por todos los hombres y si la vocación última del hombre es de hecho una, necesitamos creer que el Espí­ritu Santo, de una manera conocida sólo por Dios, ofrece la posibilidad de ser asociado a su misterio pascual (GS 22). El concilio habla de las maneras y modos en los que la acción salvadora de Dios llega a los no cristianos, a saber: a través de las realidades creadas (GS 36) y a través de la ley interior (GS 16) y la conciencia (1311 3).

Habla de los elementos de la verdad y de la gracia que se hallan ya entre las naciones como si fueran una presencia secreta de Dios (AG 9). La conducta de vida y enseñanzas propuestas por las religiones no cristianas reflejan frecuentemente el rayo de verdad que ilumina a todos los hombres (NA 2). El concilio no rechaza nada de lo que es verdadero y santo en estas religiones (NA 2), y reconoce las tradiciones ascéticas y contemplativas cuyas semillas fueron a veces ya plantadas por Dios en culturas antiguas antes de la predicación del evangelio (AG 18). Subraya que los esfuerzos religiosos con que los hombres buscan a Dios pueden a veces servir como camino orientativo hacia el verdadero Dios, como una preparación para el evangelio (AG 3). Cualquier bondad o verdad halladas en ellas es considerada por la Iglesia como una preparación para el evangelio (LG 16). De nuevo enseña que aquellos que no han recibido el evangelio están relacionados de varias formas con el pueblo de Dios (AG 16). Menciona primero a los judí­os, después a los musulmanes y aquellos que a través de sombras y figuras buscan al Dios desconocido, y quienes sin culpa suya no han llegado todaví­a a un conocimiento explí­cito de Dios, pero que se esfuerzan por vivir una vida buena, gracias a su gracia.

El concilio ha proporcionado estos elementos, sobre los cuales el teólogo de las religiones tiene que reflexionar para elaborar una auténtica teologí­a de las religiones. ¿Qué valor poseen las religiones no cristianas en la economí­a de salvación? ¿Qué valor tienen a los ojos de Dios? ¿Son depositarias de revelación divina y pueden ser consideradas como caminos y medios de salvación para sus seguidores? Las religiones son la objetivación social y estructural del sentimiento religioso fundamental innato en el hombre. El sentimiento religioso interior del hombre se expresa espontáneamente en formas y estructuras objetivas y sociales. En esta expresión externa y social de la experiencia religiosa está también reflejada la acción interior de Dios en el hombre. Desde este punto de vista podemos esperar encontrar en las religiones la presencia o el reflejo de la luz que ilumina a todo hombre” (Jn 1 9). Podemos también decir que en las religiones existe la objetivación de aquel instinctus Dei invitantis, gracias al cual, como dice santo Tomás de Aquino, Dios llama a los hombres a la salvación. Además, sabemos por la revelación que el hombre lleva en sí­ mismo una imagen de Dios empañada por la culpa y por el condicionamiento psicológico que ella ha ocasionado. El hombre está herido por el pecado y lleva en sí­ mismo una inclinación al mal, a ir contra la voluntad de Dios. Por esta causa no podemos considerar las religiones simplemente como realidades totalmente luminosas, depositarias del Espí­ritu de Dios y objetivación del camino de la salvación sobrenatural. En la medida en que las religiones son expresión de la condición de criatura del hombre, sujeto a la acción salvadora de Dios, deben ser consideradas como depositarias de valores salvadores verdaderos, como objetivaciones de impulsos profundamente humanos sostenidos por la gracia de Dios. Pero puesto que el hombre está herido por el pecado, debemos ver las religiones como inevitablemente marcadas por la negatividad humana, con todas las ambigüedades que esto implica. De ahí­ que exista la necesidad de un discernimiento claro de la herencia de las religiones, y de distinguir entre los diversos niveles de cada religión individual.

El problema de la relación entre las religiones y la economí­a cristiana de salvación es una relación compleja. ¿Qué tipo de relación tiene la autocomunicación de Dios producida en la Iglesia con la que tiene lugar en la esfera de las religiones no cristianas? ¿Existe una revelación divina entre los no cristianos, y si existe, cuál es su naturaleza? ¿Qué valor debemos atribuir a los libros sagrados de las tradiciones religiosas no cristianas? ¿Cuál es el estatuto teológico de sus fundadores y lí­deres espirituales del pasado y del presente?

Con respecto a la cuestión de la relación de participación vital en la comunicación divina entre las religiones y la economí­a cristiana, tenemos que observar primero que esta autocomunicación divina se denomina en la Biblia “reino de Dios”, justificación, salvación, renacimiento, nueva vida, comunión con Cristo. Trae luz y vida; de ahí­ que también se llame revelación, iluminación, vida, espí­ritu, energí­a. Es ésta una terminologí­a tí­picamente cristiana, utilizada para calificar la novedad de la revelación y experiencia cristianas. No podemos decir que la realidad denotada por estos términos exista de idéntica manera fuera del cristianismo, puesto que esto no tendrí­a en cuenta la insistencia con la que las fuentes cristianas perfilan la nueva experiencia en Cristo. Por otra parte, no podemos decir simplemente que esta experiencia no tiene nada en común con la que le precede, anticipa y prepara, puesto que eso no responderí­a al plan divino tal como está descrito en las mismas fuentes y que está en la base de los esfuerzos misioneros de los apóstoles. La verdadera solución, que serí­a fiel a la tradición bí­blica y a las conclusiones de la fenomenologí­a de las religiones, es admitir “diversos grados de participación”, gracias a los cuales los hombres son informados de la economí­a divina. Esta gradación de participación, en la esfera de un gran plan unitario, está en la base del prólogo de san Juan y de los dos primeros capí­tulos de la carta a los Romanos, donde se muestra claramente la relación entre la economí­a salvadora efectuada en Cristo y la del AT y de la humanidad que no ha recibido la Torah (P. Rossano).

Desde el punto de vista psicológico, la autocomunicación divina se puede explicar por el hecho de que la experiencia religiosa fundamental, previa a toda expresión cultural, es el lugar y el punto de contacto normal y privilegiado de la autocomunicación divina con los hombres. Si la experiencia religiosa está totalmente ausente o distorsionada, la fe cristiana no puede arraigar, y mucho menos producir brotes. La semilla de la palabra divina cae en diferentes tipos de suelo y produce fruto según la profundidad y fertilidad del propio terreno religioso.

Desde el punto de vista histórico y fenomenológico, también se ve que las formas y estructuras de la experiencia religiosa de la humanidad son el normal y constante medio de expresión de la economí­a cristiana en la historia. En los textos bí­blicos es bien claro cómo la revelación se ha hecho accesible a los hombres a través de las categorí­as religiosas de los hombres a los que era dirigida. La historia de la teologí­a, de la liturgia, de la espiritualidad cristiana tiene que tomar en cuenta seriamente la l inculturación de la fe en el medio espiritual y religioso de la gente.

8. LOS PUNTOS DE VISTA BIBLICO Y PATRíSTICO SOBRE LAS RELIGIONES. La Biblia reconoce y proclama como positivo y dado por Dios para la salvación el legado religioso de la raza humana, tanto en los individuos como en los pueblos. Desde luego, la Biblia rechaza con firmeza sus aberraciones y errores. Anuncia una intervención histórica de Dios con su pueblo con vistas a toda la humanidad, que es lograda, elevada y transformada en su espí­ritu religioso. De ahí­ que las religiones aparezcan, en sus elementos auténticos y genuinos, como la preparación providencial para Cristo, “en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas” (NA 2).
En toda la Biblia, la historia de salvación y la revelación están entretejidas con la religión y sus formas, y llegan al hombre y producen su efecto en él a través de las formas y categorí­as inherentes al hombre religioso. Desde la perspectiva del NT es evidente que el don divino de la fe se injerta en las órdenes preliminares del “temor de Dios” y de la sumisión a él; que la hermandad y la comunidad cristiana cumplen las aspiraciones de la sociedad y de la asociación comunes a las religiones, y que la misma sacramentalidad de los actos sagrados (el bautismo y la eucaristí­a) responden a la búsqueda universal de un medio eficaz de establecer contacto con lo divino.

La época de los padres era muy distinta de la nuestra, y en esta perspectiva tenemos que comprender su aproximación a otras religiones, a saber: el diálogo no era su principal interés. Su actitud fundamental era de lucha y de oposición. Dios está presente en toda criatura; toda verdad viene de él. De ahí­ que san Justino hable de las “semillas de la Palabra” y san Clemente de Alejandrí­a de un Testamento helénico. Justino partí­a de la máxima de que la razón (el logos germinal) era lo que uní­a a los hombres con Dios y les concedí­a el conocimiento de El. Antes de. la venida de Cristo, los hombres habí­an poseí­do, por así­ decir, semillas del Logos y habí­an sido así­ capaces de llegar a facetas fragmentarias de la verdad. Por eso aquellos paganos, en cuanto que “viví­an conforme a razón’.”, eran, en un sentido, cristianos antes del cristianismo. El Logos habí­a asumido ahora figura y se habí­a hecho hombre en Jesucristo. Habí­a llegado a encarnarse en su totalidad en él.

Justino era muy optimista acerca de la armoní­a del cristianismo y la filosofí­a griega. El evangelio y los mejores elementos de Platón y de los estoicos eran modos casi idénticos de aprehender la misma verdad, admitiendo que los filósofos griegos habí­an cometido serios errores. Pero era marcadamente negativo con respecto al culto pagano y el mito religioso. El politeí­smo es vulgar, supersticioso y, con frecuencia, inmoral; una imitación y caricatura demoní­acas de la verdadera religión, sembradas por los poderes malignos para engañar a los hombres y producir la impresión de que el evangelio es sólo un mito religioso más, como las religiones paganas, para impedir a los hombres liberarse de la idolatrí­a.

Las semejanzas entre el cristianismo y el paganismo en el culto y el mito son explicadas como imitaciones de la verdad inspirada por el demonio, que con previsión y sagacidad ha intentado predisponer a los hombres contra el evangelio por medio de caricaturas de la encarnación, etc. No puede existir reconciliación con ideas falsificadas del culto, y rechaza todo sincretismo que mezcle la historia cristiana con leyendas griegas. Pero las grandes verdades filosóficas sobre Dios las alcanzaron los filósofos griegos, bien por derivación a partir de los libros de Moisés o a través del ejercicio de la razón dada por Dios.

Ningún autor cristiano primitivo escatima esfuerzos para acentuar el absurdo y la inmoralidad del politeí­smo. El paganismo ha tenido su época, igual que la civilización que fundó; la nueva ley cristiana ha ocupado su lugar. La humanidad está siendo renovada a partir del tiempo de Cristo y está destinada a llegar a él. Pero los padres tení­an una actitud de estima y respeto para todo pagano de buena fe (Agustí­n, Justino, Clemente, Basilio). La verdad es que, para los padres, la humanidad pertenece a Dios y al mismo tiempo es absolutamente una. Afirman también que Dios jamás ha abandonado a las naciones gentiles incluso en las horas más oscuras de su historia.

¿Qué decir acerca del reconocimiento de valores religiosos que se hallan en filosofí­as y religiones paganas? La respuesta es compleja y delicada. A los filósofos se les concedí­a un cierto favor; pero ninguno, o casi ninguno, a las diversas religiones. Las religiones paganas se identificaban con el politeí­smo del populacho y eran sencillamente la obra del demonio. Hay un reconocimiento del fracaso del esfuerzo humano cuando es abandonado a si mismo, que exige la venida de Jesucristo.

La teologí­a católica de las religiones del mundo ha seguido dos lí­neas claramente definidas, representadas por J. Daniélou y por K. Rahner.

LA LíNEA,DE DANIELOU EN LA TEOLOGíA DE LAS RELIGIONES. Las religiones no cristianas expresan una dimensión de la naturaleza humana. El hombre es fundamentalmente religioso; es decir, es capaz de reconocer con su inteligencia y de ratificar con amor su relación con la divinidad. Esto es verdad a nivel individual, puesto que el amor de Dios es una condición de la completa realización del hombre, de su felicidad; esto es verdad también a nivel social, puesto que el acto religioso es una parte del bien común temporal. La caracterí­stica distintiva de las religiones es que perciben lo divino a través de sus manifestaciones. Los fenómenos cósmicos son signos a través de los cuales los hombres de todas las épocas han percibido una presencia divina. La presencia de lo divino es percibida todaví­a con más fuerza a través de acciones humanas. El nacimiento, la adolescencia, el matrimonio y la muerte van siempre acompañadas por ritos religiosos. El ritmo estacional del cosmos y de la vida humana es celebrado en ciclo litúrgico. Los ritos reproducen las acciones ejemplares de los seres divinos en el reino de los arquetipos. Así­ los ritos y mitos expresan una experiencia fundamental por medio de la cual el hombre entra en comunión con lo divino que le trasciende.

Aquello que es esencialmente un signo no puede ser identificado con la sustancia misma de la religión. No era el sol en cuanto objeto material lo que los hombres religiosos adoraban, sino que a través del sol adoraban el poder benéfico que es la fuente de luz y de vida. El hecho de que la religión se exprese a través de estructuras socioculturales no significa que sea reducible a estas estructuras. Por medio de las relaciones humanas fundamentales el hombre entra en comunión con la realidad que le trasciende. Finalmente, el hombre percibe lo divino en su yo interior como distinto de sí­ mismo y como alguien que actúa dentro de él. Percibe sus verdaderos lí­mites propios y aquello que hay de absoluto en él; percibe lo divino en la iluminación de su mente, que habita en el corazón de su ser y que le impele a buscar a Dios. Las grandes religiones son la expresión histórica del acto religioso en la humanidad. Las religiones son una y diversas: una, porque pertenecen al mismo nivel de la experiencia de lo divino; cada religión nos hace conscientes de los modos en los que los hombres han reconocido a Dios a través de la meditación del mundo y le han buscado más allá del mundo; la diversidad es parte de la esencia de las religiones; existen divergencias radicales en las religiones mismas. Las diferencias dentro del cristianismo reflejan, en la unidad de la única fe que es necesariamente una, los diferentes tipos de mentalidad religiosa que reciben esta fe, cada una a su manera.

El hecho judeo-cristiano se nos presenta como algo absolutamente distinto, porque no es simplemente un conjunto de varios medios de adorar a Dios, sino que es el testimonio de un acontecimiento que constituye la historia sagrada. La Biblia es una historia que da testimonio de las acciones de Dios, de la invasión de la historia por parte de la Palabra. Las religiones son un movimiento del hombre hacia Dios; la revelación da testimonio de un movimiento de Dios hacia el hombre. El ámbito de todas las religiones es manifestar a Dios a través de la repetición de los ciclos natural y humano. El objeto de la revelación es un acontecimiento único, es decir, el acontecimiento de Cristo. Si este acontecimiento es único, entonces la revelación tiene que ser necesariamente única, que consiste en creer en la realidad de ese acontecimiento único. Además, las religiones, creadas por el genio humano, atestiguan el valor de importantes personajes como Buda, Zoroastro, Confucio, pero están marcadas por- los defectos de lo que es humano. La revelación es la obra de Dios solo. El hombre no puede aducir ningún pretexto para ello, puesto que no tiene ningún derecho a ello. Siendo un puro don de Dios, es la verdad infalible la que se aplica en un sentido sólo a Dios. La religión expresa el deseo que el hombre tiene-de Dios, que continuamente postula en su vida; por otra parte, la revelación atestigua la respuesta de Dios a este deseo, conduciéndole a la salvación que sólo Jesucristo asegura. La revelación es profética y escatológica, fuera del alcance del hombre. Pero la revelación no destruye la religión, sino que la realiza.

Mientras que la religión es el reino de la experiencia espiritual, es decir, la experiencia de lo divino, la revelación es el reino de la fe, que exige al hombre fiarse de la experiencia de otro que viene de arriba. Esta oposición entre cristianismo y otras religiones no representa una incompatibilidad entre ellos; significa una conexión recí­proca. La encí­clica l Ecclesiam suam da testimonio de su vitalidad y de sus valores, que siguen conservando. El cristianismo asume los valores de las religiones, los purifica, los transforma sin destruirlos, porque Cristo ha venido a tomar posesión de todo hombre; el valor más grande es el homo religiosus. La salvación traí­da por Cristo no consiste en sustituir con otra realidad la que es propia de la naturaleza. Es al hombre a quien la Palabra viene a salvar, y el hombre al que ha creado es un hombre religioso. De ahí­ que la Palabra haya venido también a transformar los valores religiosos. Si los actos religiosos del hombre han sido el punto de inserción de lo divino, estos mismos significan también el cumplimiento del deseo que ellos han suscitado. Esto significa un nuevo nacimiento del espí­ritu, que da origen a la vida de Dios. La relación entre el cristianismo y otras religiones es recí­proca. El cristianismo es necesario para que la revelación se realice; pero la calidad efectiva de esta realización depende de la calidad del hombre religioso transformado por la revelación. El diálogo de la revelación con las religiones no cristianas pasa por el problema de la religión, es decir, el problema del hombre religioso.

El cristianismo no consiste en conocer a Dios; para esto la religión es suficiente. Pero, en realidad, sin el cristianismo las otras religiones no conocen al verdadero Dios; o, mejor todaví­a, no conocen a Dios auténticamente; el cristianismo no es simplemente una religión; es más que esto; es una acción salvadora de Dios.

Las religiones no cristianas pertenecen al reino de la creación; por tanto, a una esfera diferente de la salvación. El sentimiento religioso forma parte de la creación. A partir del hecho de que la creación ha sido herida por el pecado, las religiones son medios ambiguos y constituyen obstáculos para la salvación. Las religiones no tienen medios de salvación. No son los caminos de salvación, porque sólo Dios salva al hombre a través de Cristo, que sigue actuando en la Iglesia. Esto no impide que haya algunos elementos humanos en ellas; los más importantes son los religiosos, que son buenos, aun cuando estén más o menos pervertidos. Estos elementos tienen un papel de preparación, y constituyen “piedras de expectación”, que esperan ser asumidas en la catolicidad de la Iglesia, transformadas y salvadas. Aun cuando la pertenencia a la Iglesia es necesaria para la salvación, hay suplementos de esta pertenencia que siempre siguen siendo misteriosos.

Es ésta una posición intermedia entre el sincretismo de la teologí­a liberal y la teologí­a dialéctica de Barth. Admite un cierto valor en las religiones, pero corregido por la afirmación de la trascendencia del dominio de la fe sobre el dominio de la religión. Esta teologí­a está erigida sobre dos fundamentos: la experiencia misionera y la visión eclesiocéntrica de la ‘salvación. La perspectiva misionera reconoce los elementos buenos y verdaderos de las religiones, pero también su ambigüedad y su condición de obstáculos para la conversión. La visión eclesiocéntrica considera a la Iglesia como el único instrumento de salvación en la historia. De ahí­ que las religiones no contengan ningún medio de salvación, sino solamente los valores que podí­an y tienen que ser salvados, transformados e integrados en la catolicidad de la Iglesia. Esta lí­nea de teologí­a es generalmente atribuida también a H. de Lubac, Maurier, Bruls y Cornelis, con matices de cada uno de ellos.

10. LA LíNEA DE KARL RAHNER EN LA TEOLOGíA DE LAS RELIGIONES. El cristianismo se considera a sí­ mismo como la religión absoluta, válida para todos los hombres; no puede reconocer los mismos derechos a ninguna otra religión. Esta convicción está basada en el hecho central del cristianismo: Jesucristo, la palabra de Dios, que se hace a sí­ mismo presente de forma concreta entre los hombres; por su muerte y resurrección ha reconciliado al mundo con Dios, no de una manera alegórica o simbólica, sino realmente, en el sentido objetivo. Cristo, que ha llevado a cabo la salvación de todos los hombres en la realidad histórica, ha deseado la continuación de su obra en una actualización histórica permanente instituyendo la Iglesia. Esta actualización histórica permanente es precisamente la religión, que une a los hombres con Dios.

El cristianismo tiene, por tanto, un punto de partida intrahistórico en Jesucristo. Esto implica que los hombres han de encontrarla como su religión legí­tima y obligatoria. Antes de este encuentro con el cristianismo, una religión no cristiana contiene los elementos de conocimiento “natural” de Dios entremezclados con la debilidad humana debido al pecado original; pero se encuentran también momentos sobrenaturales de gracia, y por esta causa pueden ser reconocidas como una religión “legí­tima”. Esta postura descansa sobre la afirmación teológica de la voluntad salvadora universal y efectiva de Dios con respecto a todos los hombres. Por una parte, la salvación es algo especí­ficamente cristiano, y no hay salvación fuera de Cristo; por otra parte, Dios ha destinado de una manera real y verdadera esta salvación a todos los hombres. De estos dos elementos se sigue que el hombre está abierto a la influencia de la gracia sobrenatural divina, de la cual se le ofrece una comunión í­ntima con Dios y una participación en su vida. Además, las religiones no cristianas pueden tener un sentido positivo; no deberí­an ser consideradas apriorí­sticamente como ilegí­timas, incluso cuando contengan muchos errores. Del hecho de que el seguidor de una religión no cristiana está bajo la influencia de la gracia se sigue que esta realidad sobrenatural de la gracia tiene que ser encontrada en esta religión, en la cual la relación con lo absoluto es el elemento especí­fico, determinante. Todo hombre tiene que tener la posibilidad de participar en una auténtica y salvadora relación con Dios. Dada la naturaleza social del hombre, el hombre concreto no puede llevar a cabo esta relación con Dios en una intimidad completamente individual y fuera de la religión de su medio, puesto que la inserción de la profesión individual de la religión en un orden social y religioso es uno de los elementos esenciales de la religión verdadera y concreta. La voluntad salvadora de Dios llega al hombre por voluntad y permiso divinos en su religión concreta, en su situación existencial y concreta, en su condicionamiento histórico cultural. Esto no excluye por parte del hombre el derecho y la posibilidad de ser crí­tico y de seguir los impulsos religiosos de reforma dentro de su propia religión.

Desde esta perspectiva, el cristianismo no considera al hombre que pertenece a otra religión como un simple no cristiano, sino que le considera más bien como “cristianos anónimos”. Rahner explica el significado de esta expresión así­: “Si es verdad que el hombre al que el cristianismo propone su mensaje es ya originalmente, o al menos podrí­a serlo, un hombre que está orientado hacia la salvación; si es verdad que este hombre encuentra su salvación, en una circunstancia dada, antes de que le llegue la proclamación de la salvación cristiana; pero si es verdad que esta salvación es la salvación de Cristo, puesto que fuera de él no existe ninguna otra salvación, entonces un hombre no sólo puede ser un teí­sta anónimo, sino que puede ser llamado “cristiano anónimo”‘. Permí­tasenos recordar una vez más que esto es considerado desde la perspectiva teológica cristiana, en el esfuerzo por dar a cada experiencia religiosa verdadera su significación intrí­nseca positiva, sin ofender de ninguna manera a la creencia cristiana de que ésta es propia del cristianismo solo.

La proclamación del evangelio no convierte en cristiano a un hombre totalmente desprovisto de Dios y de Cristo, sino aun “cristiano anónimo” en un hombre que sabe reconocer objetiva y reflexivamente, a través de la mediación de un reconocimiento social en la Iglesia, su propio cristianismo en la profundidad de su esencia de gracia. Esta afirmación explí­cita de un cristiano, en otro tiempo anónimo, es una fase del desarrollo del propio cristianismo, el desarrollo más elevado y necesario de su esencia. Pero la predicación explí­cita del cristianismo es necesaria, porque sin tal predicación el hombre es entonces de forma negativa un “cristiano anónimo”. Esto es necesario no sólo desde la estructura social de encarnación de la gracia y del cristianismo, sino también porque esta concepción, más clara y reflexiva, ofrece a los hombres una posibilidad mayor de salvación que si permanecieran sólo como cristianos anónimos. Por eso la Iglesia tiene que considerarse a sí­ misma como la única depositaria de la salvación en un sentido exclusivo para cualquier otra gente.

La historia de salvación se realiza en la historia del mundo. La historia de salvación es distinta de la historia profana; a través del cristianismo la historia del mundo es interpretada en el sentido cristocéntrico. El mundo ha sido creado por el eterno Logos, deriva de él y tiene que volver a él. El mundo y su historia han sido creados con vistas al Logos del Dios encarnado. La historia de salvación no queda restringida a la historia de Israel y de la Iglesia. La historia de salvación universal o general pertenece a todos los hombres. La historia de la humanidad es transformada interiormente en la historia de salvación por el dinamismo de la gracia redentora de Cristo. Por esto es distinta la historia especial de la salvación que .concierne a Israel y a la Iglesia. Tenemos que entender la historia universal de salvación desde el punto de vista de la historia especial de salvación. La historia de salvación no se refiere solamente- a las decisiones personales de los hombres; deja su sello en todo lo que el hombre hace en la historia. Por eso es posible considerar la religión como la expresión social de la historia universal de salvación. Como tal, las religiones son los caminos de salvación ofrecidos por Dios a sus adeptos. En cuanto caminos de salvación son legí­timos y conservan su valor hasta que son llamados a sobrepasarlos en su encuentro con la Iglesia. No todos los seguidores de Rahner entienden de la misma manera la expresión “caminos de salvación”. Rahner encuentra el valor de las religiones en la teologí­a de la gracia y en la existencia del “cristianismo anónimo”.

La voluntad salvadora universal de Dios es verdadera y real; por ella la acción de Dios tiene que estar presente aun cuando sea de una manera escondida. Todo el arco de la existencia humana está constitutivamente atravesado por la activa presencia de Dios. Todo extrinsicismo debe ser excluido en la concepción de la relación entre naturaleza y gracia. La gracia penetra en los elementos constitutivos esenciales del, hombre, poniendo en ellos el exisencial sobrenatural corpo el elemento constitutivo histórico, antes de que el don divino de la gracia actual o habitual le sea dado al hombre. Este existencial es sobrenatural porque trasciende los elementos constitutivos del hombre, la posibilidad y la exigencia de la naturaleza humana. No hay ningún legalismo, porque la voluntad salvadora universal de Dios es verdadera y real; por eso es efectiva de algo real. Tampoco ningún extrinsicismo, porque la gracia no es otorgada como un ornato extrí­nseco sin ninguna predisposición hacia ella por parte del hombre.

La lí­nea de Rahner es seguida por Schoonenberg, Schlette, Thils, Heislbetz, Schillebeeckx, Fransen, Küng, Masson, Neuner, Nys:
11. CONCLUSIí“N. Algunos autores contemporáneos insisten en el cambio paradigmático en la teologí­a de las religiones del mundo. Esto significa que la base y principal interés de toda evaluación teológica de otras religiones cambia de vez en cuando; de su relación con la Iglesia (eclesiocentrismo) a su relación con Cristo (cristocentrismo); de ésta, a su relación con Dios (teocentrismo); deberí­amos incluso ir más allá de este teocentrismo al soteriocentrismo, es decir, la principal preocupación de la teologí­a dé las religiones no deberí­a ser la “recta creencia” en la unicidad de Cristo, sino la “recta práctica”, con otras religiones, de la promoción del reino de Dios y de su “soteria”, liberación y el bienestar de la humanidad. El énfasis importante aquí­ está en el cambio “paradigmático”. El término paradigma es usado en un sentido análogo al propuesto originalmente por Thomas Kuhn, es decir, una serie completa de métodos y procedimientos dictados por un modelo central solucionaproblemas. Deberí­a observarse aquí­ que Kuhn tení­a muchas reservas acerca del uso de este concepto de paradigma fuera del área especí­fica de las revoluciones cientí­ficas en la que se desarrolló; además, ha explicado con más precisión el modo en que un uso “análogo” de este término central difiere del original. Hay ciertas condiciones que deben verificarse y realizarse para utilizar el cambio paradigmático como mecanismo metodológico dentro de la ciencia teológica. Un modelo central de solucionar problemas no deberí­a sacrificar los elementos esenciales de la fe cristiana por la acentuación indebida de un elemento en detrimento de otro con el propósito de complacer a todos, tanto a los no creyentes como a los no cristianos. Cuando un modelo sociológico o antropológico es introducido en teologí­a, tiene que ser controlado a la luz de la revelación y de la tradición. En esta perspectiva, la teologí­a de las religiones está en su etapa inicial; se necesita más investigación para evaluar estos métodos.

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M. Dhavamony

II. Resurrección

El cristianismo se confirma o se destruye con la creencia de que, a través de la persona e historia de Jesucristo, Dios ha sido definitivamente revelado. El punto culminante de esta automanifestación se alcanzó, según la constitución dogmática sobre la divina revelación (Dei Verbum, n. 4) del Vaticano II, con la muerte y gloriosa resurrección de Cristo, que fueron seguidas por el enví­o del Espí­ritu Santo.

La resurrección del Jesús crucificado es el acto decisivo, que no solamente reveló de modo definitivo e insuperable el Dios tripersonal, sino que inauguró el final de la historia y la plenitud de nuestra salvación. Inmediatamente después de reconocer que el punto culminante y definitivo de autorrevelación divina tuvo lugar en la primera pascua y en pentecostés, la Dei Verbum señala enseguida la importancia salvadora de esta autocomunicación divina: “El (Cristo) llevó a la plenitud toda la revelación… que Dios está con nosotros para librarnos de las tinieblas del pecado y la muerte y para hacernos resucitar a una vida eterna” (DV 4).

La TF deberí­a abordar al menos cuatro grandes cuestiones aquí­. ¿Qué querí­an decir los primeros cristianos con su afirmación sobre la resurrección de Jesús? ¿Cómo llegaron a saber de él y a creer en él como resucitado de entre los muertos? ¿Cómo trajo la resurrección del Jesús crucificado la definitiva autorrevelación del Dios tripersonal? ¿En qué sentido podemos legitimar hoy la fe pascual?

1. LA AFIRMACIí“N. La evidencia proveniente de la tradición kerigmática -citada por Pablo (p. ej., 1 Cor 15,3b-5), de las fórmulas prepaulinas sobre Dios (el Padre) que resucita a Jesús de entre los muertos (p.ej., Gál 1,1;1Tes 1,9-10), de las fórmulas primitivas insertadas en los discursas de Pedro en el comienzo de Hechos (p.ej., He 2,22-24.32-33.36) y de otro material tradicional citado por varios autores del NT (p.ej., Lc 24,34), demuestra que la afirmación acerca de la resurrección de Jesús de entre los muertos se remonta a los orí­genes del movimiento cristiano. ¿Cómo se puede recapitular entonces el contenido primario de esa afirmación proveniente de los años 30-50 d.C., es decir, de las dos décadas cruciales antes de que Pablo y después otros autores del NT empezaran a escribir sus obras?

En esencia, los primeros cristianos afirmaban que por medio del poder divino Jesús mismo habí­a resucitado a la vida. La tradición prepaulina hablaba de Dios que resucita a Jesús (o su Hijo) de entre los muertos (p.ej., Rom 10,9; ITes 1,10), o también hablaba de Jesús “que es resucitado” (p.ej., ICor 15,4; Mc 16,6), lo que implica que esto ha ocurrido “por medio del poder divino”. La afirmación primaria no era que la causa de Jesús continuaba o que los discí­pulos habí­an sido “resucitados” a una nueva conciencia y a la vida de fe (cuando llegaron a ver que Jesús estaba en lo cierto sobre Dios), sino que el Jesús crucificado habí­a sido traí­do personalmente desde el estado de muerte al de una vida nueva y perdurable. Por supuesto, las fórmulas prepaulinas reconocí­an que la resurrección de Jesús habí­a tenido lugar para transformarnos y “justificarnos” ante Dios (Rom 4,25). Sin embargo, en primera instancia, la afirmación de la resurrección se referí­a a lo que le sucedió a Jesús mismo.

Es claro que los primeros cristianos no presentaban la resurrección de Jesús como una mera vuelta a la vida de un cadáver -el simple retorno a la vida esperado por 2Mac 7, implicado en la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5 35-43) o imaginado por el miedo de Herodes acerca del retorno a la vida de Juan el Bautista (Mc 6,16). Utilizando un modelo “vertical”, espacial de “arriba y abajo” (en vez del modelo más “horizontal” o temporal del kerigma de Cristo coma crucificado, sepultado, resucitado, al tercer dí­a y que se aparece a determinados individuos y grupos), los primeros cristianos hablaban también, o mejor cantaban, de Jesús como el que es “exaltado” o “elevado” a la gloria divina (p.ej., Flm 2,6-11; LTim 3,:16). Este lenguaje litúrgico, hí­mnico, de exaltación, citado de la tradición prepaulina, indica que los primeros cristianos concebí­an la resurrección de Cristo como su transformación gloriosa, final. Lejos de ser una mera reanimación, se entendí­a que su resurrección ha anticipado la gloriosa resurrección general que la literatura apocalí­ptica (p.ej., Is 26,7-21; Dan 12,1-4) espera que tendrá lugar al final de la historia.

Pablo y otros escritores del NT siguieron esta primitiva tradición en ambos sentidos. Presentaban la resurrección de Jesús como su definitiva transformación gloriosa (p.ej., 1Cor 15,20-58; Lc 24,26; He 13,34; IPe 1,11); en segundo lugar, sabí­an que su resurrección era el principio de la resurrección final, general (p.ej., 1Cor 15,20; Col 1,18).
Hasta aquí­ he indicado las afirmaciones originales y esenciales sobre el hecho y la naturaleza de la resurrección de Jesús de entre los muertos. Volvemos ahora a la cuestión: ¿Cómo conocieron los primeros cristianos que este acontecimiento habí­a tenido lugar?

2. LOS ORíGENES DE LA FE PASCUAL. Durante su ministerio, Jesús ligó la norma presente y venidera de Dios a su propia persona y actividad (p.ej., Mc 1,15; Mt 6,10; 8,11; 12,28 Lc 12,8-9; 17,20-21). Al proclamar el reino de Dios, revelaba un marcado sentido de autoridad personal, que transforma en su propio nombre la ley divina (p.ej., Mc 10,9; Mt 5,2148). Actuaba con sorprendente confianza en sí­ mismo cuando rechazó varias interpretaciones del descanso del sábado (Mc 3,1-5), y afirmó el derecho a decidir lo que deberí­a hacerse o no deberí­a hacerse en ese dí­a sagrado (Mc 2,28). Además, Jesús ejerció su extraordinaria autoridad de una manera profundamente compasiva, identificándose con la preocupación divina de perdonar y salvar definitivamente a los pecadores (p.ej., Mc 2,5-17; Lc 7,48; 15,11-32; 19,1-10). Lo mismo que entendí­a que su palabra y la palabra de Dios eran idénticas, del mismo modo entendí­a que su presencia y la salvación de Dios eran idénticas.

Añádase también: a) la conciencia filial única (p.ej., Mt 11,27) que mostró hacia Dios, al que se dirigí­a con asombrosa intimidad como Abba (Mc 14,36), y b) el sentido de su misión mesiánica que le llevó a ser crucificado (al menos en parte) con el cargo de ser un pretendiente mesiánico (Mc 15,26) (l Mesianismo).

Su muerte por crucifixión, después de la condena por parte de las autoridades tanto religiosas como polí­ticas, parecí­a demostrar que era falsa la afirmación de Jesús de que en su persona y actividad habí­an llegado la revelación y la salvación divinas definitivas. Murió aparentemente abandonado (Mc 15,34), e incluso maldecido por Dios (Gál 3,13; 1Cor 1,23). Algunos investigadores han argumentado que los judí­os de la época de Jesús no entendí­an que la muerte por crucifixión significara ser maldecido por Dios. Pero la evidencia a partir de Pablo y Qumrán (Rollo del Templo 64,12) deja claro que ésta, “la más despreciable de las muertes” (Josefo), a diferencia de la decapitación de Juan el Bautista y las formas de ejecución sufridas por otros profetas martirizados (cf Lc 13,34; Mt 23,35), simbolizaba rechazo por parte de Dios.

¿Qué se puede razonablemente sostener sobre la situación de los discí­pulos de Jesús después de su crucifixión y sepultura? Parece que durante su ministerio le habí­an reconocido en algún sentido como mesí­as (Mc 8,27-30), pero que no podí­an aceptar su destino de sufrimiento como Hijo del hombre (Mc 8,31-33; 9,32; 10,35-45). Los discí­pulos masculinos que habí­an permanecido con Jesús huyeron en el momento de su arresto, y Pedro le negó. Condenado y crucificado como un blasfemo y falso mesí­as, Jesús murió aparentemente abandonado y maldecido por el Dios al que habí­a llamado “Padre amado”. La evidencia que tenemos a partir de los evangelios coincide con lo que podí­amos esperar: que el Calvario provocó una profunda crisis teológica en los discí­pulos y echó por tierra su fe en Jesús y en el Dios en cuyo nombre él habí­a actuado.

Algunos escritores han afirmado un grado sustancial de continuidad entre la fe prepascual y la pospascual de los discí­pulos. Esta hipótesis sostiene que los discí­pulos, en su camino a través de la crisis del Calvario, reflexionaron y oraron, llegando a la conclusión de que Jesús estaba en lo cierto acerca de Dios y debí­a estar ahora vivo con su Padre. Al avanzar hacia su fe pascual, los discí­pulos fueron sustancialmente ayudados por las creencias judí­as generales sobre la reivindicación divina de los profetas escatológicos martirizados, y quizá por cosas especí­ficas que Jesús habí­a dicho sobre su propia reivindicación después de la muerte, por ejemplo, en términos del reino (Mc 14,25) y el Hijo del hombre (Mc 9,31; cf también 8,31; 10,33-34). En este sentido, algunos han defendido que las apariciones del Señor resucitado y el descubrimiento de su tumba vací­a sencillamente no eran necesarias para suscitar la fe pascual de los discí­pulos. Quizá las “apariciones” no fueran más que una manera de expresar el progreso psicológico, cuando los discí­pulos finalmente vieron la auténtica verdad sobre Jesús y llegaron a la conclusión de que tení­a que estar vivo y con Dios.

Por varios motivos, tales hipótesis sobre la continuidad sustancial entre la fe prepascual y pospascual de los discí­pulos no se tienen en pie. En primer lugar, la tradición prepaulina establece que ellos creyeron que el Jesús resucitado no era sencillamente un profeta reivindicado, sino el mesí­as (p.ej., 1Cor 15,3b). Las expectativas mesiánicas del AT incluí­an muchos elementos reales, sacerdotales, proféticos y escatológicos. Pero no hay evidencia real de que ningún judí­o esperara jamás un mesí­as que serí­a matado, y mucho menos uno que serí­a matado y después resucitado de entre los muertos. Todaví­a más indispensable y absurda era la idea de la resurrección de un mesí­as crucificado. Sin embargo, eso era lo que los primeros cristianos proclamaban. Sus creencias judí­as previas no pueden dar razón de tal afirmación particularmente nueva.

En segundo lugar, como W. Pannenberg y otros han subrayado correctamente, la proclamación cristiana de la resurrección gloriosa y final de una persona (Jesús) sólo era algo sorprendentemente nuevo. En aquella época la expectación de una resurrección general al final de la historia era sostenida por muchos judí­os. La predicación de Jesús presuponí­a una resurrección general de ese tipo (p.ej., Mt 8,11; Lc 11,32), y al menos una vez entró en debate acerca de su naturaleza (Mc 12,18-27). A su grupo í­ntimo de seguidores puede haberle anunciado su reivindicación a través de la resurrección (Mc 9,31), pero ni esa predicción de la pasión ni las otras dos (Mc 8,31; 10,33-34) especifican la naturaleza de su muerte violenta (crucifixión) o la naturaleza escatológica gloriosa de su resurrección. De ahí­ que ni de sus creencias judí­as ni de Jesús mismo pudieron los discí­pulos haber sacado lo que empezaron a proclamar, la resurrección final, gloriosa, de una persona (Jesús)., anticipo de una resurrección general que estaba todaví­a por venir.

En tercer lugar, la interpretación de las apariciones pascuales como nada más que el progreso finalmente de los discí­pulos hacia la verdad sobre Jesús no se. corresponde con lo que los testigos del NTindican acerca de las aparicionés. Por estas y otras razones, la tesis de un paso relativamente suave para los discí­pulos de su fe de la precrucifixión a su proclamación pospascual no encaja con la evidencia.

Podemos prescindir también de la afirmación, que todaví­a se hace de vez en cuando, de que los discí­pulos habí­an sido preparados para hablar sobre la resurrección de Jesús por las historias que habí­an oí­do acerca de los dioses que mueren y resucitan. Desde los tiempos de Celso, crí­tico del siglo II del cristianismo, se ha afirmado que después de la muerte de Jesús sus discí­pulos sencillamente aplicaron a su maestro muerto el modelo de deidades tales como Dionisos, Isis y Osiris que se creí­a que resucitaban cada primavera encarnando la nueva vida y la abundancia de frutos que sucedí­a a la muerte y decadencia del invierno. No es difí­cil adivinar las diferencias entre estas historias y el caso de Jesús. A diferencia de Jesús (a quien los discí­pulos habí­an conocido personalmente), no hay razón para pensar que ninguna de estas deidades de la vegetación existiera jamás. En segundo lugar, los discí­pulos proclamaban que Jesús habí­a resucitado de una vez para siempre de entre los muertos, no que volviera cada año del mundo de los muertos, como la naturaleza pasaba del invierno a la primavera. En tercer lugar, hubiera sido extremadamente difí­cil para los discí­pulos inspirarse en el modelo de deidades de la vegetación. En la Palestina del siglo I apenas existe huella de ningún culto de dioses que mueren y resucitan. Por estas y otras razones, es claro que las creencias previas acerca de deidades que mueren y resucitan no movieron a los discí­pulos a empezar a proclamar la resurrección de Jesús.

Nos quedamos, pues, con dos catalizadores de la fe pascual presentada en el NT: en primer lugar, el encuentro de los discí­pulos con el Señor resucitado; en segundo lugar, el signo negativo, confirmatorio, de la tumba vací­a.

A diferencia del evangelio apócrifo de Pedro, del siglo II (9,35; 11,45), nuestras fuentes neotestamentarias nunca afirman que nadie fuera testigo del propio acontecimiento de la resurrección de Jesús. Más bien, la tradición prepaulina (p.ej., 1Cor 15,3b-5), Pablo (p.ej., 1Cor 15,6-8), los cuatro evangelios y las tradiciones en las que los evangelistas se inspiraron (p.ej., Lc 24,34) testifican que el Jesús resucitado y vivo se apareció a determinados individuos y grupos, sobre todo a “los doce” o “los once”, como Lc 24,33, con más exactitud, llama al grupo después de la defección de Judas. Estas fuentes varí­an en cuanto al lugar en que ocurrieron las apariciones (¿Galilea? ¿En o en torno a Jerusalén?) o a veces no nombran para nada ningún lugar (p.ej., 1Cor 15,5-8). Las fuentes difieren en cuanto a: a) si Pedro (1Cor 15,5; Lc 24,34) o Marí­a Magdalena (Mt 28,910; Jn 20,11-18) fue el primero en ver a Jesús resucitado, y b) qué puede haberse dicho durante esos encuentros (p.ej., Mt 28,16-20; Lc 24,36-49; Jn 20,19-23). Pero de estas fuentes diversas tenemos atestación múltiple de apariciones a individuos (como Marí­a Magdalena, Pedro y Pablo) y grupos, en particular a “los once”. Estas apariciones fueron el medio principal por el que los discí­pulos llegaron a saber que Jesús habí­a resucitado de entre los muertos.

¿A qué se parecí­an estas apariciones? La evidencia a partir de Pablo, los evangelios y de otros apoya las siguientes conclusiones. Las apariciones, aunque, a), no abiertas a observadores neutrales, fueron, b), acontecimientos de revelación que manifestaron el, c), significado escatológico y, d), cristológico de Jesús, y, e), llamaban a quienes las recibí­an a una misión especial, f), a través de una experiencia que era única y, g), no meramente interior, sino que implicaba alguna percepción externa, visual.

Con respecto a a), a diferencia de la situación durante su ministerio terrenal, el Jesús resucitado no se apareció a enemigos, o extranjeros. Todos aquéllos a los que se apareció eran, o al menos llegaron a ser, creyentes por medio de esa experiencia. La única excepción (parcial) a está generalización se hallasen la versión de Lucas del encuentro de Pablo en el camino de Damasco. En dos de los tres relatos, las compañeros del apóstol oyen la voz (He 9,7).o ven la luz del cielo (He 22,9), pero en ninguna ocasión ven o se comunican con Jesús mismo. Se comportan no como testigos directos de la pascua, sino como testigos externos de la dramática experiencia de Pablo.

Pablo testifica la naturaleza reveladora, b), de su encuentro con el Jesús resucitado (Gál 1,12.16), que se manifestó a sí­ mismo, c), como quien vive ya la vida definitiva de los últimos tiempos (1Cor 15,20.23.45), y d), como Cristo e Hijo de Dios (1Cor 15,3b-5; Gál 1,12.16). En y a través de las apariciones, el Cristo resucitado, e), llamó y envió a Pablo (1Cor 9,1; Gál 1,11-17) y a los otros apóstoles (p.ej., Mt 28,16-20) a su misión. Algunos intentan interpretar las apariciones posteriores a la resurrección como simplemente los primeros ejemplos de experiencias accesibles a todos los cristianos posteriores. Pero el NT da testimonio de la naturaleza irrepetible de las apariciones (p.ej., Jn 20,29; 1Pe 1,8), que concluyó con la llamada de Pablo (1Cor 15,8). La naturaleza especial de las apariciones al grupo apostólico correspondí­a a sus funciones irrepetibles de testificar que el Cristo resucitado era/es personalmente idéntico al Jesús terreno y de fundar la Iglesia por medio de su mensaje pascual. Para hacer eso no se fiaron del testimonio de otros; ellos habí­an visto al Cristo resucitado por sí­ mismos y habí­an creí­do en él. Finalmente, g), a diferencia de las experiencias de los profetas mayores del AT, los encuentros que siguieron a la resurrección no fueron ante todo cuestión de oí­r (la palabra divina), sino de ver al Cristo resucitado. Las apariciones fueron ante todo visuales (p.ej., 1 Cor 9,1; 1Cor 15,5-8; Mc 16,7; Mt 28,17; Jn 20,18), más que auditivas.

La resurrección de Jesús fue confirmada por el descubrimiento de su tumba vací­a (Mc 16,1-8; Jn 20,1-2). El NT es consciente de que la tumba vací­a no demostraba claramente la resurrección. La ausencia del cuerpo de Jesús se podí­a explicar suponiendo que habí­a sido robado, o al menos cambiado a cualquier otra parte (Mt 28,11-15; Jn 20,2.13.15). Pero una vez ofrecido el signo positivo principal (las apariciones del Jesús resucitado), el signo negativo secundario de su tumba abierta y vací­a confirmaba la realidad de su resurrección.

Algunos han sostenido que Mc 16,1-8 y posteriores relatos de la tumba vací­a ni expresan ni pretenden expresar ninguna información factual sobre el estado de la tumba de Jesús. Eran simplemente modos imaginarios de anunciar la fe de la Iglesia en la resurrección, totalmente derivados de la proclamación principal de la resurrección del Jesús crucificado y de las apariciones subsiguientes (1Cor 15,3-8). Normalmente se supone que esta elaboración legendaria ha tenido lugar en los diez o quince años que van del parco relato de las apariciones de Pablo (1Cor 15,5-8) y la redacción del evangelio de Marcos. Sin embargo, una cuidadosa exégesis de las dos tradiciones (sobre las apariciones y la tumba vací­a) pone de manifiesto tales diferencias que es difí­cil ver que la primera tradición esté produciendo la segunda. Elementos importantes hallados en 1Cor 15,3b8 sencillamente no aparecen en Mc 16,1-8, mientras que la historia de Marcos contiene algunos puntos importantes de los que 1Cor 15,3b-8 no sabe absolutamente nada. Las tradiciones de aparición y la historia de la tumba vací­a son independientes y tienen orí­genes independientes. Pero ¿es de fiar desde el punto de vista histórico la historia de la tumba vací­a?

Se puede aportar un caso razonable para la fiabilidad básica de la historia de la tumba vací­a. Tanto la tradición que está detrás de Marcos como la que entró en el evangelio de Juan testifican que una (Marí­a Magdalena) o más mujeres hallan que el sepulcro de Jesús está abierto y el cuerpo ha desaparecido. La primitiva polémica contra el mensaje de su resurrección daba por supuesto que se sabí­a que la tumba estaba vací­a. Naturalmente, los oponentes al movimiento cristiano justificaron el cuerpo desaparecido como un simple caso de robo (Mt 28,11-15). Lo que estaba en disputa no era si la tumba estaba vací­a, sino por qué estaba vací­a. No tenemos evidencia temprana de que nadie, cristiano o no cristiano, alegara jamás que la tumba de Jesús todaví­a contení­a sus restos.

Además, el lugar central de las mujeres en los relatos de la tumba vací­a habla de su fiabilidad. Si estas historias hubieran sido simplemente leyendas inventadas por los primeros cristianos, habrí­an atribuido el descubrimiento de la tumba vací­a a los discí­pulos masculinos más que a las mujeres. En la Palestina del siglo I las mueres eran, en realidad, descalificadas como testigos válidos. Lo natural para alguien que inventaba una leyenda sobre la tumba vací­a hubiera sido atribuir el descubrimiento a hombres, no a mujeres. Quienes fabrican leyendas, normalmente no inventan material positivamente inútil.

En resumen, la aceptación de la tumba vací­a nos pone más en armoní­a con los datos conocidos. El hecho de estar vací­o el sepulcro de Jesús confirmaba lo que los primeros cristianos sabí­an a partir de los testigos de las apariciones (p.ej., Lc 24,34; Jn 20,18).

En esta sección he esbozado el tipo de respuesta que deberí­a darse a la pregunta: ¿Cómo llegaron a conocer los primeros cristianos la resurrección de Jesús? Podrí­a añadirse mucho más; por ejemplo, rebatir la afirmación, hecha primero por Celso en el siglo II de que los testigos de las apariciones estaban, alucinados. Deberí­a estudiarse con más detalle la naturaleza y función de las apariciones que siguen a la resurrección. Habrí­a que añadir también la necesidad de examinar cómo las experiencias subsiguientes (p.ej., del Espí­ritu Santo y del éxito de su misión) confirmaron la fe pascual de los discí­pulos, que habí­a sido originalmente provocada por las apariciones del Jesús resucitado y el descubrimiento de su tumba vací­a. Aquella fe fue también robustecida por su nueva comprensión de la finalidad y propósito de la historia y de las Escrituras. La resurrección de Jesús crucificado daba a su religión un sentido de convergencia y consumación.

Pero es hora de completar la enseñanza de la constitución Dei Verbum de que la resurrección de Jesús, de la que los primeros cristianos dieron testimonio, fue el punto culminante definitivo de la autorrevelación de Dios. En otras palabras, volvemos del acontecimiento de la resurrección (y la credibilidad de los signos, tales como las apariciones, que lo manifiestan) al misterio mismo de la pascua, la plenitud de la autocomumcación del Dios tripersonal. Es éste un movimiento desde la historia (y de los asuntos accesibles a historiadores crí­ticos) a la escatologí­a y la revelación de Dios, que se acerca a nosotros en ese futuro definitivo ya inaugurado por la resurrección de Jesús de entre los muertos.
3. LA REVELACIí“N PASCUAL. Cuando se la interpreta de manera apropiada, la resurrección de Jesús crucificado es la verdad sobre Dios de la que se sigue todo lo demás. Pablo entiende que la resurrección de Jesús (junto con la nuestra) es la forma especí­ficamente cristiana de presentar a Dios. Estar equivocado sobre la resurrección es “desfigurar” a Dios esencialmente, puesto que Pablo define a Dios como el Dios de la resurrección (1Cor 15,15). Lo que el apóstol dice aquí­ de manera negativa se puede alinear con lo que a menudo escribe en forma positiva del Dios que ha resucitado a Jesús y nos resucitará a nosotros con él (p.ej., Rom 8;11; 1Cor 6,14; 2Cor 4,14; Gál 1,1; 1Tes 1,9-10; 4,14). De modo positivo o negativo, Pablo define al Dios revelado y adorado por los cristianos como el Dios de la resurrección.

Dé la revelación de este misterio pascual se sigue todo lo demás. Las verdades posteriores no hacen más que desvelar lo que está implí­cito en la resurrección del Jesús crucificado.

La cruz, desde luego, es el gran signo y la caracterí­stica del cristianismo. Pablo resume su evangelio en Cristo crucificado (1Cor 1,18-24). Sin embargó, no afirma: “Si Cristo no hubiera sido crucificado, vuestra fe serí­a vana”. Y menos aún dice: “Si Cristo no hubiera sido crucificado, aparecerí­amos como falsificadores de Dios”. La crucifixión sin su continuación de la resurrección no revelarí­a a Dios, no llevarí­a a cabo nuestra salvación y no harí­a nacer la Iglesia. Y así­ reza el prefacio de la segunda plegaria eucarí­stica: “El, en cumplimiento de tu voluntad, para destruir la muerte y manifestar la resurrección, extendió sus brazos en la cruz”. Al revelar la resurrección -es decir, al revelarse a sí­ mismo como resucitado de entre los muertos-, Cristo, por así­ decirlo, reveló todo. La automanifestación de Dios alcanzó su clí­max con el domingo de pascua y en la venida del Espí­ritu Santo. Esta enseñanza de la constitución Dei Verbum necesita ser completada al menos en un pequeño detalle.

La resurrección reveló e iluminó la relación de Cristo con el Dios a quien él habí­a llamado “Abba, Padre amado”. Reveló que la vida de Jesús habí­a sido la vida humana del Hijo de Dios. Por su resurrección de entre los muertos se sabí­a ahora que Cristo era “Hijo de Dios” (Rom 1,3-4). De ahí­ que para Pablo encontrar a Jesús resucitado fue recibir una revelación especial, personal, del Hijo, que hizo de Pablo el gran misionero de los gentiles (Gál 1,16).

Otro tí­tulo clave del cristianismo primitivo, “Señor”; expresaba la revelación pascual de que Cristo participaba verdaderamente de la majestad y el ser divinos. La carta a los Romanos citaba una formulación prepaulina que ligaba la salvación á la confesión de la resurrección y señorí­o de Jesús: “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, te salvarás” (Rom 10,9). En la carta a los Filipenses, Pablo citó y adaptó un primitivo himno cristiano que invitaba a todos los que viven en el universo a adorar como Señor divino, al Jesús exaltado: “:.. se humilló a sí­ mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por ello Dios le exaltó sobremanera y le otorgó un nombre que está sobre cualquier otro nombre, para que al nombre de Jesús doblen su rodilla los seres del cielo, de la tierra y del abismo, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios padre” (Flp 2,8-11).

Los relatos de la pascua de los evangelios declaran de una forma narrativa la llamada a adorar al Jesús resucitado, que se ha revelado ahora en su poder e identidad divinas. En el último capí­tulo de Mateo, Marí­a Magdalena y la otra Marí­a dejan la tumba, encuentran a Jesús y lo “adoran” (28,9). De igual modo los once discí­pulos acuden a la cita sobre el monte de Galilea y “adoran” a Jesús cuando lo ven (Mi 28,17). Según el último evangelio, es sólo en la situación pascual cuando cada uno reconoce a Jesús en los términos adoptados por Tomás: “¡Señor mí­o y Dios mí­o!” (Jn 20,28). La resurrección empieza a revelar plenamente que Jesús debe ser identificado y adorado como divino Señor.

La esencia de la fe cristiana supone aceptar la buena noticia de que, por el poder del Espí­ritu Santo el Hijo de Dios encarnado y crucificado ha resucitado de entre los muertos. Así­, la doctrina de la Trinidad señala y recoge la autorrevelación de Dios comunicada por medio de la resurrección de Cristo (entendida a la luz de los misterios “previos” de la creación, llamada del pueblo judí­o, encarnación y crucifixión, y los “posteriores” de pentecostés y del ésjaton).

Marcos recuerda un tipo de aparición de la Trinidad en el bautismo de Jesús. El Espí­ritu descendió “sobre él como una paloma; y se oyó una voz del cielo: `Tú eres mi hijo amado, mi predilecto- (Mc 1,10-I1; par.). En la resurrección el Dios tripersonal no aparece de ninguna de estas maneras, y sin embargo fue revelado. Veamos algunos detalles.

Las formulaciones prepaulinas entendí­an que “Dios” (p.ej., Rom 10 9) o “Dios Padre” (p.ej., Gál 1,1) habí­a resucitado a Jesús de entre los muertos.. La adoración de Jesús después de la exaltación como divino Señor se realiza “para gloria de Dios Padre” (Flp 2,11), a la vez que el Espí­ritu Santo hace posible que, hombres y mujeres aclamen a Jesús como divino Señor (1Cor 12,3).

Puesto que Pablo no distingue plena y claramente entre el Cristo resucitado y el Espí­ritu Santo (cf 2Cor 3,17; Rom 8,9-i I), en ninguna parte dice como tal que Cristo envió o enví­a el Espí­ritu. Lucas, y más aún Juan; trazan una clara distinción entre el Cristo resucitado y el Espí­ritu. De ahí­ que puedan hablar del Cristo resucitado que enví­a el Espí­ritu como el don prometido del Padre (Lc 24,49) o “soplando” sobre los discí­pulos y dándoles el Espí­ritu. Santo (Jn 20,22).
Los cristianos del siglo I entendieron en estos términos trinitarios los acontecimientos del viernes santo y domingo de pascua. En esos acontecimientos experimentaron la revelación culminante de Dios. Esa revelación tení­a algo triple en torno a sí­, como el discurso de Pedro en pentecostés enfáticamente aprecia: “Dios ha resucitado a éste, que es Jesús, de lo que todos nosotros somos testigos. Exaltado, pues, por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre el Espí­ritu Santo; objeto de la promesa, lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo” (He 2,32-33).

Indudablemente tenemos que tener cuidado para no pecar de anacronismo aquí­. Los cristianos tuvieron que afrontar problemas durante varios siglos antes de que llegaran a una doctrina precisa sobre la divinidad de Cristo y la identidad personal del Espí­ritu Santo. Sin embargo, encontramos en el origen del cristianismo un claro sentido de que el Padre, Hijo y Espí­ritu Santo eran revelados actuando en nuestra historia humana, sobre todo en los acontecimientos de viernes santo, domingo de pascua y en sus consecuencias.

Hasta aquí­ hemos visto cómo la resurrección de Jesús crucificado reveló finalmente el misterio de Dios. Se podrí­a reflexionar sobre las maneras en que la pascua comunicó, o al menos iluminó, plenamente otras verdades reveladas, tales como la creación del mundo, la fundación de la Iglesia y su vida sacramental. Lo que precede y sigue al credo niceno puede ser rectamente contemplado en cuanto que introduce y revela el sentido pleno de la verdad central, que “resucitó otra vez”.

En resumen, la teologí­a fundamental tiene la tarea de ilustrar en qué sentido el misterio pascual es el punto culminante y la plenitud de la autorrevelación de Dios. Al hacer esto, los autores de TF toman su norma de los orí­genes del cristianismo, que comenzó con los testigos de pascua a proclamar la resurrección del Jesús crucificado. Los primeros cristianos sabí­an que ellos mismos eran bautizados en el misterio pascual (Rom 6,3-Il). La eucaristí­a celebraba la muerte del Señor resucitado en espera de su venida final (1Cor 11,23-26). Es consecuente con todo esto entender la resurrección como el foco y centro organizador de la automanifestación divina que es expuesta y desvelada por los diversos artí­culos de fe.

Este tratamiento de la resurrección de Cristo ha seguido la trayectoria caracterí­stica de la teologí­a fundamental al moverse desde consideraciones históricas, apologéticas (secciones 1 y 2), hasta reflexiones dogmáticas (sección 3). Existe todaví­a un gran tema que debe ser abordado: ¿por qué creemos ahora en Jesús resucitado?

4. JUSTIFICACIí“N DE LA FE PASCUAL. ¿Es un acto razonable y responsable creer en Jesucristo como verdaderamente resucitado de entre los muertos? ¿Puede esta fe ser justificada racionalmente?

A menudo han estado operando dos factores en esta discusión sobre la fe pascual. Algunos (equivocadamente) sostienen que la razón histórica, y, ciertamente, todo uso de nuestra razón humana, jamás puede contribuir a la fe o legitimarla (l Razón-Fe). En otro caso, convertirí­amos la fe en obra de nuestra inteligencia y negarí­amos que es un don gratuito de Dios, que tiene que ser libremente aceptado. Esta noble opción “fideí­sta”, sin embargo, ignora el hecho de que Dios opera a través de nuestro intelecto para dar credibilidad a la decisión de fe. La gracia divina y la razón humana son, o al menos pueden ser, fuerzas colaboradoras más que oponentes.

Una segunda dificultad viene del campo opuesto, de aquellos que no quieren emancipar la fe de la historia. Examinan a fondo y evalúan la evidencia de las apariciones de Jesús resucitado, el hallazgo de su tumba vací­a, la dinámica aparición del cristianismo y otras pruebas de evidencia histórica relevante para la verdad de la resurrección de Jesús. Su dificultad, sin embargo, no desaparecerá fácilmente: ¿cómo pueden las conclusiones probables o altamente probables de tal investigación histórica legitimar la decisión de fe incondicional y cierta? La respuesta fácil es que, por sí­ mismas, las conclusiones históricas no pueden convalidar una decisión como ésa. Pero, según veremos, los signos convergentes que legitiman la fe pascual incluyen, pero no se limitan a los datos históricos relevantes del siglo I.

Una aproximación meramente histórica al caso de la resurrección de Jesús corre el riesgo de olvidar que es más que un asunto del pasado que hay que investigar, establecer (o refutar) para satisfacción personal propia. Aceptar la verdad de la resurrección y creer en Cristo resucitado es mucho más que un ejercicio puramente mental sobre afirmaciones y hechos pasados. La fe pascual va más allá de la aceptación del testimonio de los testigos de la pascua y de confesar (“al tercer dí­a resucitó otra vez’, para exigir compromiso (“creemos en un solo Señor, Jesucristo”) y confianza (“esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro’.

¿Cómo, pues, podrí­amos justificar nuestra opción libre e inspirada por la gracia, opción de quienes “creen sin haber visto” (Jn 20,29) en el Jesús resucitado? Confiar en aquellos que vieron y creyeron (los testigos apostólicos de la resurrección) significa aceptar el testimonio de personas que se encontraron con el Jesús resucitado; de un tipo especial de experiencia que, al menos en parte, fue peculiar para ellos, y por tanto se sitúa más allá de la gama de posibles experiencias que pudiéramos simplemente repetir como tales y; por tanto, verificar por nosotros mismos. Aceptar el testimonio apostólico implica también responder a las cuestiones fundamentales, acerca de la naturaleza, significado y destino de nuestra existencia humana. En este sentido, esta doble aproximación a la legitimación de la fe pascual está ya prefigurada en 1 Cor 15. El capí­tulo se abre recordando el testimonio fiable de aquéllos a los que se apareció Jesús resucitado (1Cor 15,5-11). Después, la mayor parte del resto del capí­tulo aborda la cuestión de lo que esa resurrección significa para todos nosotros, que tenemos que encarar la muerte. Es un significado que da credibilidad a la verdad de la fe pascual.

En resumen, la validación de la fe pascual opera “desde fuera” y “desde dentro”. Necesitamos oí­r el testimonio histórico, público, que llega a nosotros, en última instancia de Pedro, Pablo, Marí­a Magdalena y los demás testigos originales. Al mismo tiempo, buscamos signos “desde dentro”, reconociendo las formas en que la creencia en el Jesús resucitado tienen correlación existencialmente con nuestras más profundas experiencias y nuestras esperanzas últimas. Nos ofrece vida, sentido y amor frente a la muerte, al absurdo y el odio que nos amenazan. Por una parte, el respeto del testimonio histórico preserva a la fe pascual de acabar cayendo en meras ilusiones. Por otra parte, el respeto de nuestra experiencia presente nos salva de la ilusión de poder vivir y encontrar la fe sólo mediante datos históricos.

Como indica el credo, afirmamos en común nuestra fe en el Señor resucitado. Somos el pueblo pascual que celebra y experimenta en comunidad la presencia del Señor resucitado hasta que venga de nuevo.

BIBL.: BROWN R.E., The Virginal Conceptian and Bodily Resurrection of Jesus, Nueva York 1973; CABA J., Resucitó Cristo, mi esperanza, Madrid 1986; CnRNLev P.F., The Structure oj Resurrection Belief, Nueva York 1987; GALVIIV J.P., The Origin of Faith in the Resurrection oj Jesus: Two Recent Perspectives, en “TS” 49 (1988) 25-44; O’CoLc.ms G., Jesús resucitado, Barcelona 1988; In, Interpreting the Resurrection. Nueva York 1988; PeRKms P., Resurrection, Nueva York 1984.

G. O’Collins

LATOURELLE – FISICHELLA, Diccionario de Teologí­a Fundamental, Paulinas, Madrid, 1992

Fuente: Nuevo Diccionario de Teología Fundamental

Al hablar hoy de r., no se puede proceder de manera ingenua, sin especial reflexión. Ni siquiera, y menos todaví­a, cuando quien habla de r. considera que se entiende por tal el contenido mismo de su propia referencia a Dios. En efecto, la palabra r. representa un concepto que parece haber caí­do en descrédito. Ahora bien, si uno no quiere aceptar sin más este descrédito de la palabra r., tendrá que examinar las dificultades conceptuales de la misma y ofrecer una motivación filosófico-teológica del ulterior empleo de la palabra.

I. Sobre el concepto de “religión” y las dificultades que entraña
Hoy dí­a se plantea explí­citamente la cuestión acerca de una teologí­a de la r. porque la bibliografí­a sobre este tema da la sensación de que el concepto de r. es algo puramente abstracto, que difí­cilmente se puede reconocer en las formas concretas de presentarse las religiones, y porque, por otra parte, se llega incluso a afirmar que la r., como actitud del hombre, es anticristiana.

1. Desde el punto de vista de la teoria de la ciencia, los filósofos de la r., con vistas a esclarecer el concepto, han elaborado ocho métodos que pretenden aportar criterios de lógica formal y objetivos para la obtención del concepto de r. El método de abstracción de algunos historiadores de las religiones, trata de desgajar la esencia de la r. haciendo abstracción de las peculiaridades de las diferentes religiones. Ahora bien, de esta manera sólo alcanza generalidades tan abstractas, que prácticamente carecen de valor para la inteligencia de actitudes religiosas concretas.

El método de adición, guiado por la idea de que la esencia de la r. debe ser complexiva y concreta, ha tratado de inventariar las aserciones positivas en todas las religiones, a fin de construir un concepto fundamental de r. Pero procediendo así­ ha olvidado que la esencia de la r. no se puede aprehender con la mera suma de todas las notas religiosas positivas, sino que debe representar un concepto necesario, gracias a cuya aprioridad nos hallemos en condiciones de distinguir lo accidental de lo esencial.

Mientras que el método de adición dio por supuesto un perfeccionamiento en la evolución histórica de las religiones, el racionalismo, por su parte, se sirvió del método de substracción, excluyendo de su consideración las religiones que habí­an alcanzado una modalidad histórica empí­rica, por juzgarlas meras formas decadentes, a fin de descubrir en las religiones la verdadera “esencia”, la “verdad” espiritualizada. Ahora bien, el concepto de r. así­ alcanzado es tan ajeno a la realidad, que no logra hacer patente cómo la r. es histórica y por tanto algo que afecta al hombre.

Precisamente por esta falta de historicidad adolece también el método de identidad, que se emplea en la ortodoxia tradicionalista y también en determinadas sectas. Aquí­ se afirma que la esencia de la r. está establecida de una vez para siempre y, por tanto, no admite variabilidad alguna de sus posibilidades de expresión condicionadas por la geografí­a o por el tiempo.

Con el método de aislamiento (existente desde F. Schleiermacher, pero que también se observa en R. Otto y A. Nygren) se aí­sla un determinado rasgo en la r., digamos el sentimiento, o lo santo, o la vivencia religiosa; luego se constituye este fenómeno religioso en motivo de la r., y se identifica el motivo con la esencia misma de la r. La ventaja de este método de aislamiento se cifra en su concentración de motivos que sirvan para dirigir en la educación de la religiosidad, mientras que tiene el inconveniente de no satisfacer las amplias exigencias de un concepto esencial, pues excluye de la definición esencial motivaciones religiosas que, como, p. ej., la racionalidad, se dan también con la religiosidad.

El método de evolución o genético, que con diversas finalidades fue aplicado al fenómeno religioso por C.G. Jung, L. Feuerbach y S. Freud, parte de la hipótesis de que, en un punto crucial de la evolución individual o sociológica, fenómenos no religiosos se convierten súbitamente en r., una vez que el hombre no puede ya soportar su dependencia, sus temores o su pobreza. Entonces él transfigura su miseria con la proyección de un poder divino, al que confiere – para el tiempo que ha de seguir a la miserable vida del hombre – la capacidad de recompensarlo por haber soportado la miseria en el tiempo de este mundo. L. Feuerbach dice en ese sentido: “El hombre pobre tiene un dios rico.” Si bien puede darse que en la pedagogí­a terapéutica tenga éxito el aspecto psicológico de lo religioso aquí­ señalado; sin embargo, su generalización se convierte en una dictadura pedagógica guiada por la maní­a activista de pretender que al hombre se le debe devolver la libertad para que alcance su verdadero ser humano mediante la abolición de la r. La descripción fenoménica: “La r. es opio del pueblo”, no pasa de ser una afirmación dogmática, que no prueba en modo alguno que la esperanza y el temor se conviertan en religión.

Ya antiguamente la gnosis y posteriormente también Hegel consideraron, por el contrario, la r. como una aceptación de la trascendencia del propio ser y como una entrega a la misma. Tení­an por tanto una actitud positiva frente a la r., pero opinaban que esta aceptación y esta entrega, tras la “etapa previa de r.”, logran su consumación en la razón. Los gnósticos, considerando que la razón es superior a la r., emplean el método de interpretación y sostienen que la r. sólo alcanza su verdadera esencia en el conocimiento filosófico. Ya Kierkegaard polemizaba contra esta hermenéutica, porque con ella la r. “se convertí­a en asilo para cabezas estúpidas”.

Más allá de esta polémica, no se ve por qué solo la razón pueda conducir a la libertad de una ilimitada apertura y comunicación (K. Jaspers) ni la r. se puede describir como aceptación total de la -> trascendencia del hombre. La totalidad de exigencias de la r. puede preservar al hombre de automutilaciones ideológicas y consiguientemente del cercenamiento de su libertad, mejor que la pretensión totalitaria de la razón, la cual sólo llega a sí­ misma en el espí­ritu absoluto.

Finalmente, el método de las funciones, empalmando con el pensar histórico, descubre que en las representaciones concretas de la r. intervienen factores funcionales, que varí­an de una época a otra. Ahora bien, este método no indica el plan de construcción de estas funciones, de moda que no le es posible excluir de manera reformatoria como no religiosas una serie de funciones que van anejas a las religiones.

2. Esta simple ojeada a los diferentes métodos que se han empleado hasta ahora para lograr un concepto de r., muestra que a todas luces no basta con establecer criterios de pura lógica formal en la determinación del concepto de “religión”.

Esta puede ser una de las razones por las que la interpretación etimológica de la palabra “religión” sigue gozando todaví­a de cierto favor.

R. viene de la voz latina religio, que a su vez describe el acto religioso, y que suele derivarse de los tres verbos latinos relegere, religari y reeligere. Esta triple posibilidad de derivación de la palabra religio no debe todaví­a causarnos desazón. En efecto, puesto que relegere significa “volverse constantemente a”, o también “observar algo a conciencia”, sin duda esto que se trata de circunscribir debe merecer y hasta exigir solicitud por parte del hombre; de esta exigencia resulta exactamente la segunda posibilidad de derivación, ya que religari se puede entender como “volver a ligarse” con el primer origen y el último fin del -> hombre; finalmente, ya que es posible al hombre existir olvidado culpablemente de su origen y de su fin, puede él, mediante la convicción religiosa y con la correspondiente conversión, “volver a elegir” el origen y el fin (que es lo que se denomina -> metanoia, -> conversión I, -> arrepentimiento), lo cual responde al sentido de la voz latina reeligere.

Por consiguiente, la posible reducción etimológica de la palabra religio a estos tres verbos descubre, en una visión de conjunto, un sentido convergente, que es más que etimologí­a, pues representa una descripción de posibles formas de comportamiento religioso. No obstante, cómo uno no pueda darse por satisfecho ni siquiera con esta reducción etimológica con vistas a la descripción del fenómeno, se pone de manifiesto sencillamente por el hecho de que tal etimologí­a sólo es posible en la lengua latina a partir de la palabra religio; y no se debe olvidar que el fenómeno religioso ha revestido múltiples formás lingüí­sticas. Así­ resulta paradójico el que The Encyclopedia of the Jewish Religion ni siquiera contenga la voz “religión”, deficiencia que, sin embargo, se explica perfectamente, dado que en el pensamiento judí­o israelita no se puede alcanzar la concisión, junto con la riqueza de contenido, de la palabra latina religio, sino que allí­ el fenómeno religioso sólo se puede describir con una multitud de palabras.

3. El ejemplo mencionado nos enfrenta con las dificultades del método de las religiones comparadas, el cual, si no quiere disolverse en puro relativismo, tiene necesidad de una definición con vigencia general, que pueda mantenerse en todas las comparaciones de religiones. Ahora bien, aunque este concepto se mantuviera en un marco general y definiera la r., p. ej., como la creencia en poderes trascendentes, tal lugar común estarí­a condenado al fracaso en la comparación de religiones, pues el budismo y el taoí­smo, aun cuando deben considerarse como religiones, no poseen la representación de poderes superiores que tengan todaví­a algo que ver con el proceso del mundo. Finalmente, si en vista de esa objeción se quisiera definir en forma todaví­a más general y vaga el objeto de toda r. como “realidad santa”, este mimo concepto vendrí­a a resultar automáticamente vací­o de sentido en tanto no se osara determinar qué realidad puede designarse como “santa”,
II. Elaboración filosófico-teológica del concepto de “religión”
1. Ahora bien, hay que retener absolutamente que en la filosofí­a occidental de la -> religión, desde Platón y Aristóteles hasta nuestros dí­as, lo -> santo ha indicado esa realidad que significa la r. Pero debe tenerse en cuenta a este respecto que el interés meramente teorético, la simpatí­a estética y la santidad ética se limitan a tocar, sin aprehenderlo, el concepto fundamental de “lo santo”. En efecto, interés, estética y ética permanecen bajo los poderes del hombre que se designan como entendimiento, sentimiento y voluntad en tanto estas tres facultades no penetran la seriedad plena del ser uno mismo, que trasciende al hombre, pues aquí­ él sabe que no se trata de algo, sino de todo, de la integridad auténtica de lo santo.

2. Esta exigencia total que lo santo formula al hombre y este compromiso total (G. Marcel) han sido objeto de reflexión en la filosoffa cristiana de la r. en la época patrí­stica y en la escolástica, que intentaron apreciar debidamente el fenómeno de la “religión”.

3. Pensadores de la antigua Iglesia, tales como Justino, Tertuliano, Ireneo, Clemente de Alejandrí­a, sabí­an muy bien que en filosofí­a el pensamiento precede a la palabra, porque filosofar es una reflexión que al fin intenta traducirse en la palabra. Por otra parte, sabí­an también que la -~ fe, y con ella la r., no es lo que yo pienso por mi cuenta, sino lo que se me ha dicho, que, como lo no concebido ni concebible por fuerza propia, afecta, llama, compromete (J. RATZINGER, Einführung in das Christentum [Mn 1968] 62 50). Si conocí­an, pues, la diferencia entre filosofí­a y fe, que se transmite en el cauce de la “palabra”, sin embargo, conocí­an también el ví­nculo entre filosofí­a y r., que viene dado en el logos (cf. sobre este punto: -> filosofí­a, -> filosofí­a y teologí­a, -> teologí­a). Sabí­an cómo el fundamento que da sentido, el logos, fundamento sobre el que nos situamos, en cuanto -> sentido tiene que ser la -> verdad, porque un sentido que no fuera verdad serí­a un contrasentido, un absurdo.

El logos, como principio revelador de la r. habí­a adquirido un significado universal en esta reflexión acerca de la dimensión interna que da sentido. Dondequiera que el obrar humano viene determinado por el logos (por tanto también en la filosofí­a) está en acción como don de Dios el lógos spermatikós y con ello hay también un alborear de la religión. En cambio, cuando el hombre, contra todo logos, ilógicamente, se fí­a de demonios o se hace incluso dependiente de lo irracional, entonces se produce por lo menos una deserción de la r. “natural” de los filósofos y, con la caí­da en manos de í­dolos, surge, si ya no por principio, por lo menos en el terreno concreto, una situación de ceguera en la que el hombre, deslumbrado por apariencias vanas, no puede ya percibir el amanecer de la r. plena en la filosofí­a. Con esta valoración tan positiva del logos frente a una r. degenerada hacia lo irracional, se da también un sí­ a la presencia manifiesta de la r. en la filosofí­a. Agustí­n acertó muy inspiradamente a compendiar este sí­, escribiendo: “La cosa misma a la que ahora se da el nombre de r. cristiana existió ya entre los antiguos y no faltó desde el comienzo mismo del género humano hasta que Cristo apareció en la carne entre nosotros; desde aquel momento es cuando comenzó a llamarse cristiana la verdadera r. que en todo tiempo habí­a existido” (Ep. 102, 12, 5).

4. En la escolástica, Tomás de Aquino, empalmando con la apreciación positiva de la estructura racional del mundo por los padres de la Iglesia, con la ayuda de su antropologí­a pudo relativizar todaví­a más el contraste entre el pensar extracristiano y la fe, y fundamentar así­ la -> libertad religiosa. Tomás atribuye a la r. la misión de ser portadora de la ordenación del hombre a Dios, y así­ pudo concluir que todos los que preguntan por la razón última y el fin último del mundo, asocian a ello el nombre de Dios (ST rt-ii q. 81 a. 1 y i q. 1 a. 2) y son por tanto religiosos. El entendimiento “natural” del hombre tiene – según Tomás – la capacidad de conocer, no ya la esencia, pero sí­ las obras de Dios, y puede por tanto formular analógicamente (no uní­vocamente) enunciados acerca de Dios como su meta final y, en consecuencia ser verdaderamente religioso (ST i q. 1 a. 7 ad 1). Así­, pues, las afirmaciones sobre Dios en las religiones y en las filosofí­as han de considerarse como “preámbulos de la -> fe (B)” y, en cuanto accesos al camino de la fe, deben ser reconocidas comoreligiosas por los cristianos (acceso a la -> fe [A]).

5. Filósofos de la r. en el s. xx, tales como J. Maréchal y K. Rahner, apoyándose en el método trascendental (-> filosofí­a trascendental), han podido en cierto modo unir la visión antropológica de Tomás con la especulación sobre el logos de los -> apologistas, en cuanto éstos presentan al hombre en absoluto, trascendentalmente, como “oyente de la palabra”. Sin duda tal concepción del hombre responde a aquella filosofí­a trascendental que muestra cómo el hombre quiere constantemente extenderse más allá de lo alcanzado y en definitiva más allá de sf mismo. Lo cual se puede reconocer, p. ej., en la estructura del pensar humano, que por encima de la multiplicidad del pluralismo quiere llegar al uno, y no pudiendo alcanzar en sí­ mismo esta totalidad del todo unificado, tiene que poner el fundamento de la unidad más allá del pensamiento, en el -> Dios trascendente. La trascendentalidad del hombre se puede reconocer también en sus acciones, que – como lo mostró M. Blondel – constantemente tienen que ir más allá de sí­ misma si no quieren detenerse supersticiosamente, ideológicamente en lo ya alcanzado y, en consecuencia, negar la potencia de la acción, parándose en alguna señal del camino, aunque ésta fue la ley bajo la cual el obrar se habí­a puesto en marcha hasta ese presunto lí­mite. Con otras palabras: La visión trascendental del hombre toma su totalidad en cuanto al pensar y al obrar más en serio que cualquier otro humanismo, puesto que, rebasando toda permanencia del hombre en sí­ mismo, ayuda a dar una respuesta positiva a la pregunta de la Biblia “¿No está escrito: Yo dije: Vosotros sois dioses?” (Sal 82, 6; Jn 10, 34), afirmando con Pascal que el hombre puede trascenderse a sí­ mismo (Pensées [éd. Brunschvicg] n.° 434) y que, por tanto, en principio no sólo es capaz de entrar, sino que además está llamado a entrar en el camino de la religión.

Salta a la vista que estas reflexiones de la filosofí­a trascendental, en que se desarrollan ulteriormente los esbozos de Tomás, toman en la debida consideración el fenómeno de la r. También el concilio Vaticano II comparte este punto de vista cuando dice que todos los hombres como personas “son impulsados por su propia naturaleza a buscar la verdad, y además tienen la obligación moral de buscarla, sobre todo la que se refiere a la r.” (Declaración sobre la libertad religiosa, n.0 2).

6. No obstante – reconociendo esta fundamentación antropológica general de la r. – hay que tener presente con el concilio Vaticano ii cómo el hombre, para adueñarse de la realidad, se ha constituido sistemas cientí­ficos cerrados sobre “cosas temporales” cuya autonomí­a viene dada con la aprehensión de leyes de los fenómenos y la prueba de rectitud mediante la práctica (Constitución pastoral, n° 36). Estas creaciones del espí­ritu humano con vistas a ampliar su capacidad de acción el mundo, se oponen con su coherencia de sistema cerrado a la búsqueda personal de la verdad que quiere avanzar teniendo en cuenta el compromiso religioso. La fascinación de los sistemas, que niega la r., se basa antropológicamente en la circunstancia de que el hombre en su búsqueda de verdad se encuentra siempre ante la -> realidad – la cual se ofrece primeramente en su -> mundo – y reconoce lo que él es capaz de realizar. La captación del mundo como captación de realidad ha originado no sólo fenómeno de la irreligiosidad, de la “ausencia de Dios” (Heidegger), de las “tinieblas de Dios” (Buber), del “mundo emancipado”, sino también fenómenos de sustitución de la r., que se presentan como “teologí­a después de la muerte de Dios”.

7. Ahora bien, no es ciertamente una respuesta satisfactoria la que da Karl Barth cuando equipara tal sustitución de la r. con el concepto mismo de r., caracterizándola como hechura del hombre que quiere afirmarse frente a Dios e interpretando el cristianismo como juicio destructor de la r. Parece más leal, de cara a la libertad del hombre, tomar en serio antropológicamente la ley del comienzo de todo progreso y, por tanto, también del que conduce a sistemas de la realidad refractarios a la religión.

Naturalmente, el reconocimiento positivo del progreso, que aquí­ se reclama, no deja de ser problemático, porque hoy vivimos en un mundo sin r., que sin recurrir a Dios como “hipótesis de trabajo” resuelve problemas necesarios del progreso (D. BONHOEFFER, Resistencia y sumisión [Ariel Ba 1969]179-184 240-242 de la ed. alemana). No obstante, queda la cuestión de si este servicio prestado al hombre como “secularización” a partir de la fe (F. Gogarten), puede concebirse como “cristianismo sin r.”. Aquí­ hay que tener en cuenta la objeción que se hace a sí­ mismo K. Barth (Der Römerbrief [Mn 21922] 390), a saber, que el hombre pecador continúa, hasta la realización escatológica, sujeto a las formas hechas por él mismo de su r., cuyas funciones de signo indicador se dan también en “Verdadera ciudad del hombre” de Harvey Cox – aunque en formas hasta ahora insólitas – por razón de la esperanza (Stadt ohne Gott? [St-B 31967] 161).

Por consiguiente, a fin de que la esperanza se traduzca en la práctica, hay que convenir con P. Tillich (Kairos II: Obras completas vi [St 1963] 37), que no hace el juego a la irreligiosidad, sino que dice en sentido de crí­tica de la r.: “Sólo donde hay r. es perceptible el no divino a ella.” Pero también en Tillich habrá que preguntar si la fe sin r. que podrí­a pronunciar el “no” de crí­tica ideológica a todas las desfiguraciones en la concreta r. cristiana eclesiástica, no es una abstracción más bien que un ideal (cf. H.R. SCHLETTE, Der Katholizismus als Religion, en Deutscher Katholizismus nach 1945 [ed. por H. Maier, Mn 1964] 95; acerca de J.A.T. Robinson, cf. B.E. BENKTSON,
Christus und die Religion. Der Religiosbegriff bei Barth, Bonhoef fer und Tillich [St 1967] 57). De la abstracción de la “fe pura” en el llamado cristianismo sin r. no puede vivir nadie con capacidad de acción, sencillamente porque en el panorama no desfigurado de la historia humana se plantea la cuestión de cómo el hombre que tiene conocimiento del mundo hecho por él hallará el ánimo para afirmar simplemente “su comportamiento respecto de la propia esencia” (L. FEUERBACH, Obras completas vr [ed. por W. Bolin-F. Jodl, St 21960] 238), que deberá presentarse como un comportamiento capaz de acción respecto de los los propios sistemas.

Serí­a ciertamente poco serio – y en ello tiene razón la “crí­tica de la -> religión” contra un “cristianismo sin r.” – querer introducir religiosamente a Dios como tapaagujeros para llenar lagunas de sistemas o como proyección de una imagen ideal forjada autónomamente por el hombre. A la corrección de tales concepciones no puede, sin embargo, aportar nada una “fe pura” en cuanto tal, no articulada religiosamente, de un cristianismo sin r., porque siendo una abstracción, es incapaz de obrar, a menos que tal fe se articule en forma concreta, sacrificando con ello la pureza de su abstracción.

En los esbozos, no sólo filosófico-religiosos, sino también pragmáticos, de cristianismo sin r., por las razones mencionadas viene sustituida la “fe pura” por la categorí­a de “servicio”. Ahora bien, puede darse que el “servicio” en el mundo se entienda en forma posteí­sta y, por tanto, no se sienta comprometido con ningún grupo religioso confesional. Sin embargo, a pesar de todo el énfasis que se ponga en la aconfesionalidad, conviene recordar que el servicio, en tanto que función, se inserta en un complejo de grupo sociológico, por lo cual tarde o temprano se constituirá también, bajo la categorí­a de “representación” cristiana (D. SÖLLE, Stellvertretung [St 1965]), en una nueva confesión con nuevas formas religiosas. Quien derive de la fe cristiana la “-> secularización”, a fin de salvarse de un “secularismo” encerrado en un determinado sistema, destructor de la libertad y, por tanto, inhumano, no podrá esquivar la cuestión primordial de la r., a saber, cómo pues está Dios en el mundo. Con otras palabras: sinceramente, no querrá realizar un “cristianismo sin r.”, sino un nuevo cristianismo religioso revolucionario. También tal “cristianismo” será religioso. Entonces sólo quedarí­a por resolver la cuestión de hasta qué punto tal grupo con capacidad de acción podrí­a saberse todaví­a comprometido con el cristianismo, no la de si es o no religioso.

Parece inconcebible que cristianos que sirven al hombre, que son por tanto operantes, puedan ser arreligiosos. Si ello es así­, parece lógico que, en lugar de hablar de “cristianismo arreligioso”, se haga patente el servicio a la libertad en el ámbito mismo de la r. representada en el cristianismo.

8. El camino del hombre hacia el -> futuro absoluto, que sólo puede ser Dios, pone de manifiesto lo que significa r., si con A. Mitscherlich se hace referencia a la incapacidad de afligirse que se da en todo sistema y con todo sistema. Si se quiere permanecer en camino, entonces la capacidad de afligirse, en tanto que “interioridad oculta” del hombre, de la que habla Kierkegaard en la “religiosidad A”, se debe exhumar como esa conciencia de culpa que infunde capacidad de entristecerse. Finalmente, si se tiene con Kierkegaard la convicción de que tal conciencia filosófica de culpa es, sí­, una modificación del sujeto en el sujeto, pero no libra de la tristeza, mientras que la conciencia de pecado de la “religiosidad B” es la modificación del sujeto mismo, entonces este traspasar la “absurdidad” filosófica (A. Camus) puede conducir a la r., porque la conciencia de pecado remite más allá de uno mismo a la convicción de que “fuera del individuo debe existir un poder que haga ver al hombre que por haber venido a ser lo que es, es otro del que era: ha venido a ser pecador. Este poder de Dios en el tiempo (Abschliessende unwissenschaf tliche Nachsrift, tomo II [D 1958] 297).

Con otras palabras: quien no quiere quedarse dentro del sistema sin capacidad de afligirse, quien tampoco quiere, en la conciencia de culpa, abandonarse tristemente al permanente dolor del mundo, puede enfrentarse con la culpa como -> pecado delante de Dios, y así­, en su r., quedar libre de sí­ mismo y para Dios. Por razón de la libertad del hombre es necesario su camino hacia Dios, al que llamamos. La r. es por tanto juicio del aprisionamiento en sistemas y en el dolor del mundo, y como juicio es al mismo tiempo notificación de la -> redención, que libera al hombre respecto de sí­ mismo porque lo hace libre para Dios, que se entrega a sí­ mismo revelando. El futuro de la r. es, según esto, ese ordo ad Deum que como r. natural llega a su meta en la ->revelación. “El cristianismo es la redención de la r.” (H. FRIES: HThG n 440), aunque también se puede decir con verdad que el -> cristianismo, en tanto que promesa, ciertamente lleva en sí­ – recibiéndola de Dios – la plenitud que consuma la r., pero todaví­a no es tal plenitud como acabada. La r. tiene siempre carácter de promesa y es un quehacer en el camino. La r. es quehacer humano en el camino hacia Dios, que se acerca al hombre como auxiliador para atraerlo hacia sí­.

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Norbert Schiffers

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

1. threskeia (qrhskeiva, 2356), significa religión en su aspecto externo (relacionado con threskos, véase bajo RELIGIOSO), culto religioso, en especial referente al servicio ceremonial de la religión. Se utiliza de la religión de los judí­os (Act 26:5); del “culto” a los ángeles (Col 2:18), que ellos mismos repudian (Rev 22:8,9). Se hací­a una exhibición formal de humildad al seleccionar a estos seres inferiores como intercesores en lugar de apelar directamente al trono de la gracia” (Lightfoot). En Jam 1:26,27 el escritor utiliza este término a propósito para contrastar aquello que es irreal y engañoso con la “religión pura” que consiste en visitar “a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones”, y en mantenerse uno mismo “sin mancha del mundo”. No está por ello “afirmando aquí­ †¦ que estos oficios sean la suma total, ni tampoco lo esencial, de la verdadera religión, sino que declara que ellos son el cuerpo, la threskeia, de la que la piedad, o amor a Dios, es el alma que lo informa” (Trench).¶ 2. deisidaimonia (deisidaimoniva, 1175), denota, en primer lugar, temor a los dioses (de deido, temer; daimon, divinidad pagana; cast., demonio), considerado bien como una actitud religiosa, o, en su sentido usual, con un significado condenatorio o despectivo, superstición. Así­ es como Festo pensaba acerca de la religión de los judí­os (Act 25:19 “superstición”, RV; RVR: “religión”). Véase RELIGIOSO, Nº 1, y bajo SUPERSTICIOSO.¶ Nota: Threskeia tiene un carácter externo, theosebeia es la adoración reverencial dada a Dios (véase PIEDAD, A, Nº 2), eulabeia es la devoción que surge de una piadosa reverencia (véanse TEMOR, REVERENCIA).

Fuente: Diccionario Vine Nuevo testamento

La palabra “religión” proviene de la Vg., en la que religio aparece en una paráfrasis del ss. XIII de Stg. 1.26s. En Hch. 26.5 se refiere al judaísmo (cf. Gá 1.13s). Aquí y en los apócrifos, thrēskeia se refiere a la expresión exterior de las creencias, no al contenido, como cuando se hace contrastar la religión cristiana con el budismo. °vp, °vm mg emplean esta voz, sin embargo, en un sentido que se aproxima al mencionado, en 1 Ti. 3.16, para traducir la voz gr. eusebia (°vrv2 “piedad”) y °vp también en 2 Ti. 3.5, pasaje en el que instintivamente utilizaríamos la palabra “cristianismo”. Debido a la relación de thrēskeia con el judaísmo, es probable que Santiago haya empleado el término irónicamente. Lo que él llama los elementos de “thrēskeia pura y sin mácula” no sería de ninguna manera thrēskeia, según los que se le oponían, que lo restringían a lo ritual.

La actual resistencia a emplear la palabra “religión”, tanto para el contenido de la fe cristiana, como para su expresión en el culto y el servicio, emana de la convicción de que el cristianismo no es simplemente una religión más, sino que difiere de todas las demás en que su contenido ha sido divinamente revelado y su expresión externa, por parte de los creyentes, no es un modo de alcanzar la salvación sino acción de gracias por la misma.

J.B.J.

Douglas, J. (2000). Nuevo diccionario Biblico : Primera Edicion. Miami: Sociedades Bíblicas Unidas.

Fuente: Nuevo Diccionario Bíblico

Contenido

  • 1 Derivación, análisis y definición
  • 2 Religión subjetiva
  • 3 Religión objetiva
    • 3.1 Especulativa
    • 3.2 Práctica
    • 3.3 Libros sagrados
  • 4 El origen de la religión
  • 5 Universalidad de la religión
  • 6 Influencia civilizadora de la religión
  • 7 Estudio científico moderno de la religión

Derivación, análisis y definición

La derivación de la palabra “religión” ha sido motivo de controversia desde la antigüedad; incluso hoy día no es un asunto cerrado. Cicerón en su “De natura deorum”, II, XXVIII, deriva religión de relegere (tratar cuidadosamente): “Los que se encargaron cuidadosamente todo lo relacionado con los dioses fueron llamados religiosi, de relegere, opinión que también fue apoyada por Max Müller. Pero como la religión es una noción elemental muy anterior a la época del complicado ritual que presupone esta explicación, debemos buscar su etimología en otro lugar. Una derivación mucho más probable, una que se adapte a la idea de la religión en sus humildes comienzos, es la dada por Lactancio, en su “Divine Institutes”, IV, XXVIII. Deriva el término “religión” de religare (atar): “Estamos ligados a Dios y unidos a Él [religati] por el vínculo de piedad, y es a partir de esto que la religión ha recibido su nombre, y no, como sostiene Cicerón, de la consideración cuidadosa (relegendo)”. La objeción de que religio no se puede derivar de religare, un verbo de la primera conjugación, no es de gran peso, cuando recordamos que opinio viene de opinari y rebellio de rebellare. San Agustín, en su “Ciudad de Dios”, X, III, deriva religio de religere en el sentido de recuperación: “Al haber perdido a Dios debido a la negligencia [negligentes], lo recuperamos (religentes) y somos atraídos hacia Él.” Esta explicación, que implica la noción de la redención, no se adapta a la idea principal de religión. El mismo San Agustín no estaba satisfecho con ella, pues en su “Retractions”, I, XIII, la abandonó en favor de la derivación dada por Lactancio. Él emplea este último término en su tratado “Sobre la verdadera religión”, donde dice: “La religión nos une (religat) al único Dios Todopoderoso.” Santo Tomás, en su “Summa”, II-II, Q. LXXXI, a. 1, da las tres derivaciones sin pronunciarse a favor de ninguna. La correcta parece ser la ofrecida por Lactancio. Religión en su forma más simple implica la noción de estar atados a Dios; esta misma noción es predominante en la palabra religión en su sentido más específico, tal como se aplica a la vida de pobreza, castidad y [[obediencia, a la que los individuos se comprometen voluntariamente por votos más o menos solemnes. Por lo tanto, los que están obligados de ese modo se conocen como religiosos.

Religión, en términos generales, significa la sujeción voluntaria de uno mismo a Dios. Existe en su más alta perfección en el cielo, donde los ángeles y santos aman, alaban y adoran a Dios, y viven en absoluta conformidad a su santa voluntad. No existe en absoluto en el infierno, donde la subordinación de las criaturas racionales a su Creador es una no de libre albedrío, sino de necesidad física. En la tierra prácticamente tiene el mismo alcance que la raza humana, sin embargo, donde no ha sido elevada al plano sobrenatural a través de la revelación divina, trabaja bajo serios defectos. Este artículo trata sobre la religión en la medida que afecta la vida del hombre sobre la tierra. El análisis de la idea de religión muestra que es muy compleja, y se basa en varios conceptos fundamentales. Implica, ante todo, el reconocimiento de una personalidad divina en y detrás de las fuerzas de la naturaleza: el Señor y Soberano del mundo, Dios. En las religiones superiores, este ser sobrenatural se concibe como un espíritu, uno e indivisible, presente por todas partes en la naturaleza, pero distinto a ella. En las religiones inferiores, se asocia a los diversos fenómenos de la naturaleza con una serie de personalidades distintas, aunque es raro que entre éstas numerosas deidades de la naturaleza no se honre a una como suprema. Los diversos pueblos le atribuyen a sus respectivas deidades cualidades éticas que corresponden a las normas éticas vigentes.

En todas las formas de religión está implícita la convicción de que el misterioso, el Ser (o seres) sobrenatural tiene el control sobre las vidas y destinos de los hombres. Especialmente en las categorías inferiores de cultura, donde el hombre entiende sólo débilmente a la naturaleza y la utilización de las leyes físicas, él siente de muchos modos su impotencia en presencia de las fuerzas de la naturaleza: es el Ser Supremo quien las controla, quien puede dirigirlas para el bien o para el mal del hombre. Surge así en el orden natural un sentido de dependencia de la Deidad, una necesidad profundamente sentida de la ayuda divina. Esta es la base de la religión. Sin embargo, no es el reconocimiento de la dependencia de Dios lo que constituye la esencia misma de la religión, tan indispensable como es. Los condenados reconocer su dependencia de Dios, pero, al estar sin esperanza de ayuda divina, se alejan de Él, en lugar de acercársele.

Junto con el sentido de necesidad está la convicción por parte del hombre de que se puede acercar a una comunión amigable y benéfica con la divinidad o divinidades de quienes siente que depende. Es una criatura de esperanza. Sintiendo su desamparo y necesidad de ayuda divina, presionado, tal vez, por la enfermedad, la pérdida y la derrota, reconociendo que en la comunión amistosa con la Deidad puede encontrar la ayuda, la paz y la felicidad, se dirige voluntariamente a realizar determinados actos de homenaje destinados a realizar el resultado deseado. Lo que el hombre busca con la religión es la comunión con la divinidad, en la que espera alcanzar su felicidad y la perfección. Esta perfección se concibe sólo crudamente en las religiones inferiores. No se descuida totalmente la sumisión a los estándares morales reconocidos, la cual es generalmente baja, pero es menos un objeto de afán que el bienestar material. La suma de la felicidad buscada es la prosperidad en la vida presente y la continuación de las mismas comodidades corporales en la vida venidera.

En las religiones superiores, la anhelada perfección en la religión se asocia más íntimamente con la bondad moral. En el cristianismo, la más alta de las religiones, la comunión con Dios implica la mayor perfección espiritual posible, la participación en la vida sobrenatural de la gracia como hijos de Dios. Esta perfección espiritual, que trae consigo la perfecta felicidad, se realiza en parte al menos en la presente vida de dolor y decepción, pero se logra plenamente en la vida venidera. El deseo de felicidad y perfección no es el único motivo que impulsa al hombre a rendir homenaje a Dios. En las religiones superiores, también existe el sentido del deber que surge del reconocimiento de la soberanía de Dios, y por consiguiente, de su estricto derecho a la sujeción y la adoración del hombre. A esto también hay que añadir el amor a Dios por sí mismo, ya que Él es el Ser infinitamente perfecto, en quien se realizan plenamente en su más alto grado posible la verdad, la belleza y la bondad.. Si bien el motivo que prevalece en todas las religiones inferiores es una de propio interés, el deseo de la felicidad, por lo general implica en cierta medida, una actitud afectuosa, así como reverente, hacia las deidades que son objeto de culto.

De lo que se ha dicho es evidente que la religión requiere que el concepto de deidad sea el de una personalidad libre. El error de confundir muchas deidades de la naturaleza con el único y verdadero Dios, vicia, pero no destruye la religión. Pero la religión deja de existir, como en el panteísmo, cuando se declara que la deidad carece de toda conciencia. Una deidad sin personalidad no es más capaz de despertar el sentido de la religión en el corazón del hombre que lo que lo es el éter que todo lo penetra o la fuerza de la gravitación universal. La religión es esencialmente una relación personal, la relación del sujeto y criatura, el hombre con su Señor y Creador, Dios. Por lo tanto, se puede definir el término religión como la sujeción voluntaria de uno mismo a Dios, es decir, al Ser (o seres) libre, sobrenatural del cual el hombre está consciente que depende, de cuya poderosa ayuda siente la necesidad, y en quien reconoce la fuente de su perfección y felicidad. Es un giro voluntario hacia Dios. En último análisis, es un acto de la voluntad. En otras palabras, es una virtud, ya que es un acto de la voluntad que inclina al hombre a observar el orden justo, que surge de su dependencia de Dios. Por lo tanto Santo Tomás (II-II, Q. LXXXI, a. 1) define la religión como “virtus per quam homines Deo debitum cultum et reverentiam exhibent” (la virtud que inclina al hombre a rendirle a Dios el culto y reverencia que le pertenece a Él por derecho). El fin de la religión es la comunión filial con Dios, en la que le honramos y veneramos como nuestro supremo Señor, lo amamos como a nuestro Padre, y encontramos en ese servicio reverente de amor filial nuestra verdadera perfección y felicidad. Como ya se ha dicho, el fin de todas las religiones es la comunión con Dios que da la felicidad. El budismo primitivo, con su objetivo de asegurar el reposo inconsciente (Nirvana) a través del esfuerzo personal independientemente de la ayuda divina, parece ser una excepción. Pero incluso en el budismo primitivo la comunión con los dioses de la India se mantuvo como un elemento de creencia y aspiración de los laicos, y fue sólo al sustituir el ideal de la comunión divina por el de Nirvana que el budismo se convirtió en una religión popular.

Así, en su sentido más estricto, la religión en su vertiente subjetiva es la disposición a reconocer nuestra dependencia de Dios, y en el lado objetivo, es el reconocimiento voluntario de esa dependencia a través de actos de homenaje. Se pone en juego no sólo la voluntad, sino el intelecto, la imaginación y las emociones. La religión no existiría sin la concepción de deidad personal. El reconocimiento del mundo invisible aviva la imaginación, y también se ejercitan las emociones. La necesidad de ayuda divina da lugar al anhelo de comunión con Dios. La posibilidad reconocida de la consecución de este fin engendra la esperanza. La conciencia de la amistad adquirida con un protector tan bueno y poderoso excita la alegría. La obtención de los beneficios en respuesta a la oración impulsa al agradecimiento. La inmensidad del poder y sabiduría de Dios llama a los sentimientos de temor. La conciencia de haberlo ofendido y haberse distanciado de él, y de ser así meritorios de castigo, conduce al miedo, a la tristeza y al deseo de reconciliación. La coronación de todo esto es la emoción del amor que brota de la contemplación de la bondad y excelencia maravillosa de Dios. Por ello, vemos cuán fuera de propósito están los intentos de limitar la religión al ejercicio de una facultad en particular, o identificarla con el ritual o con la conducta ética. La religión no es adecuadamente descrita como “el conocimiento adquirido por el espíritu finito de su esencia como espíritu absoluto” (Hegel), ni como “la percepción del infinito” (Max Müller), ni como “una determinación del sentimiento del hombre de la dependencia absoluta” (Schleiermacher), ni como “el reconocimiento de todos nuestros deberes como mandatos divinos” (Kant), ni como “la moral tocada por la emoción” (Mathew Arnold), ni como “la dirección seria de las emociones y deseos hacia un objeto ideal reconocido como de la más alta excelencia y como rectamente superior sobre los objetos del deseo egoísta” (J.S. Mill). Estas definiciones, en la medida en que son ciertas, son sólo caracterizaciones parciales de la religión.

La religión responde a una necesidad profundamente sentida en el corazón del hombre. Por encima de las necesidades de la persona están las necesidades de la familia, y más altas aún están las necesidades del clan y del pueblo, pues el bienestar del individuo depende del bienestar de la población. Por lo tanto nos encontramos con que la religión en su culto exterior es en gran medida una función social. Los ritos principales son ritos públicos, realizados en nombre y en beneficio de toda la comunidad. Es por la acción social que el culto religioso se mantiene y se conserva. Sólo en la sociedad con nuestro prójimo es que desarrollamos nuestras facultades mentales y morales y adquirimos la religión.

La religión se distingue en natural y sobrenatural. Por religión natural se entiende el sometimiento de uno mismo a Dios, sobre la base de ese conocimiento de Dios y de los deberes morales y religiosos que la mente humana puede adquirir por sus propios poderes sin ayuda. Sin embargo, no excluye las teofanías y las revelaciones divinas hechas con el fin de confirmar la religión en el orden natural. La religión sobrenatural implica un fin sobrenatural, concedido gratuitamente al hombre, es decir, una unión viva con Dios mediante la gracia santificante, que se comienza y se alcanza imperfectamente aquí, pero que se completa en el cielo, donde la visión beatífica de Dios será su recompensa eterna. También implica una revelación divina especial a través de la cual el hombre llega a conocer ese fin así como los medios divinamente designados para su consecución. Religión sobrenatural es la sujeción de uno mismo a Dios, basado en este conocimiento de fe y que se mantiene fructífera por la gracia.

Religión subjetiva

La religión en su aspecto subjetivo es esencialmente, aunque no exclusivamente, un asunto de la voluntad, la voluntad de reconocer mediante actos de homenaje la dependencia del hombre en Dios. Ya hemos visto que la imaginación y las emociones son factores importantes en la religión subjetiva. Las emociones, provocadas por el reconocimiento de la dependencia de Dios y por la profundamente sentida necesidad de la ayuda divina, dan mayor eficacia al ejercicio deliberado de la virtud de religión. Es digno de señalar que las emociones despertadas por la conciencia religiosa son como hechura para un sano optimismo. Los tonos predominantes de la religión son los de la esperanza, la alegría, la confianza, el amor, la paciencia, la humildad, el propósito de enmienda y la aspiración hacia los ideales elevados. Todos estos son los acompañantes naturales de la persuasión de que a través de la religión el hombre vive en comunión amistosa con Dios. Es insostenible la opinión de que en la mayoría de los casos el temor es el móvil de la acción religiosa.

En la religión subjetiva se deben incluir varias virtudes, muchas de ellas de un carácter emocional. El correcto ejercicio de la virtud de religión involucra tres virtudes cooperantes que tienen a Dios como su objeto directo, y por lo tanto conocidas como las “virtudes teologales”. En primer lugar está la fe. Estrictamente hablando, la fe como una virtud es la disposición reverente de someter la mente humana a la divina, a aceptar como de autoridad divina lo que ha sido revelado por Dios. En sentido amplio, aplicado a todas las religiones, es la aceptación piadosa de las nociones fundamentales de la Deidad y de las relaciones del hombre con la Deidad contenidas en las tradiciones religiosas de la comunidad. En prácticamente todas las religiones hay un ejercicio de la enseñanza autoritativa en lo que respecta a la base intelectual de la religión, las cosas que se debe creer. Los individuos no adquieren estas cosas de forma independiente, a través de la intuición directa o del razonamiento discursivo. Llegan a conocerlas a través de la enseñanza de los padres y ancianos, y por la observancia de los ritos y costumbres sagrados. Toman estas enseñanzas sobre la autoridad, hechas venerables por el uso inmemorial, por lo que rechazarlas sería reprobado como un acto de impiedad. Así, mientras que el hombre tiene la capacidad de llegar al conocimiento de los fundamentos de la religión por el ejercicio independiente de su razón, regularmente llega a conocerlos a través de la enseñanza autoritativa de sus mayores. La fe de este tipo es prácticamente una base indispensable de la religión. En el orden sobrenatural, la fe es absolutamente indispensable. Si el hombre ha sido elevado a un fin sobrenatural especial, es sólo por la revelación de que puede llegar a conocer ese fin y los medios divinamente designados para su consecución. Tal revelación implica necesariamente la fe.

La esperanza es absolutamente indispensable para el ejercicio de la virtud de religión. La esperanza es la expectativa de lograr y mantener la comunión productora de felicidad con la Deidad. En el orden natural se basa en la concepción de la Deidad como una personalidad moralmente buena, que invita a la confianza. También es sostenida por los casos reconocidos de la Divina Providencia. En la religión cristiana la esperanza es elevada al plano sobrenatural, y está basada en las promesas divinas dadas a conocer por la revelación de Cristo. La falta de esperanza paraliza la virtud de religión. Por esta razón, los condenados ya no son capaces de tener religión.

En tercer lugar, el amor de Dios por sí mismo aparece o actúa conjuntamente con la virtud de religión, siendo necesario para su perfección. En algunas formas inferiores de religión, está en gran medida, si no totalmente, ausente. La deidad es honrada principalmente en aras de la ventaja personal. Sin embargo, en tal vez la mayoría de las religiones, se sienten al menos los inicios de un afecto filial a la deidad. Tal afecto parece estar implícito en la oferta generosa y en las expresiones de agradecimiento tan comunes en los ritos religiosos. En estrecha relación con las virtudes de la esperanza y el amor, y, por tanto íntimamente ligada a la religión según ejercida por el hombre en su fragilidad, está la virtud del arrepentimiento. Con todo su celo por la religión, el hombre está constantemente cayendo en pecados contra la Deidad. Estas ofensas, ya sean rituales o morales, deliberadas o involuntarias, se presentan como obstáculos más o menos fatales para la comunión productora de felicidad con la Deidad, que es la finalidad de la religión. El temor de perder la buena voluntad y ayuda de la Deidad, y de incurrir en su castigo da lugar al pesar, que en las religiones superiores se hace más meritorio por el dolor que se siente por haber ofendido a un Dios tan bueno. Por lo tanto el pecador se ve impulsado a reconocer su culpa y a buscar la reconciliación, a fin de restaurar a su integridad la rota unión de la amistad con Dios.

Religión objetiva

La religión objetiva comprende los actos de homenaje que son los efectos de la religión subjetiva, así como los diversos fenómenos que se consideran como manifestaciones de buena voluntad de la deidad. Podemos distinguir en la religión objetiva una parte especulativa y una parte práctica.

Especulativa

La parte especulativa abraza la base intelectual de la religión, los conceptos de Dios y el hombre, y de la relación del hombre con Dios, que son el objeto de la fe, ya sean naturales o sobrenaturales. De vital importancia para la religión correcta son los puntos de vista correctos respecto a la existencia de un Dios personal, la Divina Providencia y retribución, la inmortalidad del alma, el libre albedrío y la responsabilidad moral. Por lo tanto se reconoce la necesidad de establecer firmemente los fundamentos de las creencias teístas, y de refutar los errores que debilitan o destruyen la virtud de religión.

El politeísmo vicia la religión, en la medida en que confunde al Dios verdadero con una serie de seres ficticios, y distribuye entre ellos el servicio reverente que le pertenece sólo a Dios. La religión es absolutamente apagada en el ateísmo, que trata de sustituir a la Deidad personal con fuerzas físicas ciegas. Igualmente destructivo es el panteísmo, que considera todas las cosas como emanaciones de un universo impersonal e inconsciente. El agnosticismo también hace imposible la religión al declarar que no tenemos razones suficientes para afirmar la existencia de Dios. Casi tan fatal es el deísmo, que, lejos de poner a Dios en el mundo visible, niega la Divina Providencia y la eficacia de la oración. Dondequiera que la religión ha florecido, nos encontramos con una creencia profundamente arraigada en la Providencia Divina.

El libre albedrío—con su implicación necesaria, la responsabilidad moral—se da por sentado en los credos de la mayoría de las religiones. Es sólo en los grados de cultura superior, donde la especulación filosófica ha dado ocasión a la negación del libre albedrío, que se enfatiza esta importante verdad. La creencia en la inmortalidad del alma se encuentra en prácticamente todas las religiones, aunque la naturaleza del alma y el carácter de la vida futura son concebidos rudamente en la mayoría de las religiones. La retribución divina es también un elemento de la creencia religiosa en todo el mundo. Uno de los errores comunes fomentado en los últimos trabajos sobre antropología e historia de las religiones es que sólo en las religiones superiores se halla que la conducta moral descansa en la sanción religiosa. Aunque la norma del bien y del mal en las religiones inferiores es a menudo grandemente defectuosa, lo que permite la existencia de ritos impuros y crueles, no es menos cierto que lo que es reprobado como moralmente malo se considera generalmente como una ofensa a la divinidad, lo que conlleva algún tipo de castigo a menos que sea expiada. Muchas religiones, incluso las de las tribus salvajes y bárbaras, distinguen entre el destino de los buenos y el de los malos después de la muerte. El malo va a un lugar de sufrimiento, o perece por completo, o reencarnan en formas de viles animales. Prácticamente todos dan testimonio de la creencia en la retribución en la vida presente, como puede verse en el uso universal de ordalías, juramentos, y el recurso generalizado a los ritos penitenciales en tiempos de gran angustia.

Estos elementos fundamentales de creencia tienen su lugar legítimo en la religión cristiana, en la que se encuentran corregidos, completados y finalizados por un mayor conocimiento de Dios y de sus propósitos en lo que respecta al hombre. Dios, habiendo destinado el hombre a la comunión filial con Él en la vida de la gracia, a través de la Encarnación y la redención de Cristo ha traído al alcance del hombre las verdades y las prácticas necesarias para la consecución de tal fin. Así, en el cristianismo las cosas que hay que creer y hacer para obtener la salvación tienen la garantía de la autoridad divina. La recta creencia es, pues, esencial para la religión, si el hombre ha de hacer justicia a sus deberes morales y religiosos y por ende, asegurar su perfección. El clamor popular de hoy por la religión sin dogma viene del fracaso en reconocer la importancia suprema de la creencia correcta. Las enseñanzas dogmáticas del cristianismo, que suplementan y perfeccionan la base intelectual de la religión natural, no deben ser consideradas como una mera serie de rompecabezas intelectuales. Tienen un propósito práctico. Sirven para iluminar al hombre en toda la gama de sus deberes religiosos y éticos, sobre el cumplimiento adecuado del cual depende su perfección sobrenatural.

Estrechamente vinculados con los datos de la revelación están los intentos para determinar sus relaciones mutuas, para explicarlas en la medida de lo posible en términos de ciencia y filosofía sólidas, y extraer de ellos sus deducciones legítimas. A partir de este campo de estudio religioso ha surgido la ciencia de la teología. En correspondencia con esta en funciones, pero totalmente opuesta a ella en valor, está la mitología de las religiones paganas. La mitología es el producto en parte de la tendencia de la mente humana por comprender y en parte de los intentos del hombre por explicar los orígenes de tales factores como el fuego, la enfermedad, la muerte, y por explicar la sucesión de fenómenos naturales en una época de ignorancia cuando una fantasiosa personificación de las fuerzas de la naturaleza ocupaba el lugar del conocimiento científico. De ahí surgieron las historias míticas de los dioses grandes y pequeños, muchos de los cuales escandalizaron a las generaciones posteriores por su absurdo e inmoralidad. La mitología, al haber nacido de la ignorancia y de la fantasía desenfrenada, no tiene lugar legítimo en la sana creencia religiosa.

Práctica

La parte práctica incluye:

  • (1) los actos de homenaje por los cuales el hombre reconoce la soberanía de Dios y busca su ayuda y amistad. Éstos se subdividen en tres clases:
    • (a) los actos de culto directos,
    • (b) la regulación de la conducta fuera de la esfera de la obligación moral, y
    • (c) la regulación de la conducta dentro de la esfera reconocida de la obligación moral.
  • (2) las experiencias religiosas extraordinarias vistas por el adorador como manifestaciones de la voluntad divina.

1. Actos de Culto

a. Actos de Culto: Los actos de culto propiamente dichos consisten en aquellos que expresan directamente adoración, acción de gracias, petición y propiciación. En estos se incluyen los actos de fe, esperanza, amor, humildad y arrepentimiento. Toman la forma externa de la oración y el sacrificio. La oración, como un acto externo, es la comunicación verbal de los pensamientos y necesidades del hombre a Dios. En las religiones inferiores las peticiones de favores terrenales son los principales objetos de la oración; y las expresiones de agradecimiento tampoco son desconocidas. Además de éstos, en las religiones superiores hay oraciones de adoración, de petición por una mejoría moral, también oraciones penitenciales.

El sacrificio es igualmente común que la oración. Los estudiosos no están de acuerdo sobre la idea principal que subyace al uso del sacrificio. La opinión más probable es que el sacrificio es principalmente una señal de respeto en la forma de un regalo. A menudo se llama un regalo u ofrenda, incluso en la Sagrada Escritura (cf. Gén. 4,3-5; Mt. 5,23). Entre las naciones de la antigüedad, así como en la mayoría de los pueblos de hoy, a ningún inferior se le ocurriría acercarse a su superior sin llevarle un regalo. Es una señal de respeto y buena voluntad. No es un soborno, como han objetado algunos, aunque puede degenerar en tal. De igual manera, el hombre desde la antigüedad, al rendir homenaje a la deidad, venía a su presencia con un regalo. Además de ser una prueba visible de respeto del hombre, el don también significaba que todas las cosas eran de Dios. La entrega del objeto a la deidad implicaba que ya no pertenecía al adorador, sino que se convirtió en propiedad sagrada de la deidad (sacrificium). Siendo así eliminado del uso ordinario, se pasó a la deidad por la destrucción total o parcial; se derramaban ofrendas líquidas en el suelo, y generalmente se quemaban ofrendas de comida. Otras se arrojaban a los ríos o al mar. Muy a menudo, en las ofrendas de comida sólo se destruía una parte por el fuego y el resto era comido por los fieles, de esta forma se simbolizaba la unión amistosa de ellos con la deidad. En algunos casos, la idea subyacente era que el hombre es el huésped privilegiado en el banquete divino, y que participaba de la comida sagrada consagrada a la divinidad; tenía así una significación casi sacramental. En la antigua religión hebrea había ofrendas de alimentos que incluían sacrificios sangrientos de víctimas animales. Estos eran tipos del gran sacrificio expiatorio de Cristo. En la religión católica, el sacrificio de Cristo en la Cruz se perpetúa por el sacrificio incruento del Sacrificio de la Misa, en la que el eterno Cordero de Dios se ofrece bajo la apariencia de pan y vino, y es consumida devotamente por el sacerdote y los fieles. El uso del sacrificio ha llevado al oficio del sacerdote. En un principio, el sacrificio, como la oración, fue del tipo más simple y lo ofrecía el individuo por sus necesidades personales, por el jefe de la familia o clan, por sus miembros en conjunto y por el jefe o rey de todo el pueblo.

Con el aumento en oraciones y ritos ceremoniales, el oficio del sacrificio dio origen a la clase de sacerdotes cuyo deber era hacer las ofrendas en estricta conformidad con el complicado ritual. La institución del oficio del sacerdote es, pues, posterior a la de sacrificio. Al principio los sacrificios se hacían a la intemperie sobre fogones de tierra o piedra elevados, que se convirtieron en los altares. Luego se construyeron los templos para la protección de los altares permanentes. Los sacrificios más solemnes fueron los ofrecidos a favor del pueblo para la obtención de beneficios públicos. Para acomodar el gran concurso de fieles, los templos se construían a menudo a gran escala, superando en magnificencia a los palacios de los reyes. Desde los primeros tiempos la religión fue así la gran influencia inspiradora en el desarrollo de la arquitectura y las artes decorativas. El arte de la escultura y de la pintura le debe mucho a la utilización de imágenes y cuadros religiosos, que desde tiempo inmemorial se han asociado con el culto. Al adquirir nociones de seres invisibles e intangibles, el hombre ha hecho generalmente gran uso de la imaginación, que, si bien a menudo malinterpreta, sirve para concretar y hacer realidad las cosas que él reconoce, pero sólo capta vagamente. Esto ha llevado a la hechura de formas en madera y piedra para representar a los seres misteriosos de quienes el hombre busca ayuda. Estas formas son susceptibles de ser repulsivas donde el arte de la escultura es rudimentario. En las naciones más altas de la antigüedad, la realización de las imágenes sagradas de madera, piedra y metal fue llevada a un alto grado de perfección. Su uso degeneró en idolatría, donde prevalecía el politeísmo.

La religión cristiana ha permitido el uso de estatuas y pinturas para representar al Hijo de Dios Encarnado, a los santos y ángeles, y estas imágenes son una ayuda legítima a la devoción, ya que el honor que se les da es sólo relativo, ya que se dirige a los seres que representan a través de ellas. Es como el honor relativo dado a la bandera de la nación.

Los tiempos y lugares de culto externo merecen alguna atención. En la mayoría de las religiones nos encontramos con ciertos días del año reservados para los más solemnes actos de culto; algunos de éstos son sugeridos por fenómenos recurrentes de la naturaleza (la luna nueva y llena, la primavera, con su naciente vegetación, el otoño con sus cosechas maduras, los dos solsticios); otros conmemoran acontecimientos históricos de gran importancia para la vida religiosa del pueblo. De ahí la observancia generalizada de las festividades religiosas, en las que se ofrecen sacrificios públicos con un ritual elaborado y se acompañan con un banquete y el descanso de la actividad ordinaria. De la misma manera algunos lugares, hechos venerables por el culto inmemorial o por asociación con famosas visiones, oráculos, y curaciones milagrosas, llegaron a ser señalados como los lugares más adecuados para el culto público. Se construyen santuarios y templos, a los que se atribuye una santidad peculiar, y se hacen peregrinaciones anuales a ellos desde lugares distantes.

El elemento emocional en el culto externo es una característica que no puede pasarse por alto. Las oraciones y sacrificios solemnes a la Divinidad en favor de la comunidad se adornan con actos rituales expresivos de las emociones que entran en juego en el culto religioso. El deseo y la esperanza de auxilio divino, la alegría por su posesión, la gratitud por los favores recibidos, la aflicción por el alejamiento temporal de la Deidad ofendida—todas estas emociones aceleran los actos de culto y se expresan en los cantos, música instrumental, bailes, procesiones y majestuosas ceremonias. Estas expresiones de los sentimientos también son poderosos medios de despertar el sentimiento, y dar así una intensa seriedad a la religión. Este elemento emocional entra en el culto externo de toda religión, pero su extensión y carácter varían considerablemente, pues son determinados por el estándar particular de propiedad prevaleciente en un cierto grado de cultura. Por regla general, los pueblos incultos son más emocionales y más impulsivos en la expresión de sus emociones que los pueblos de un alto grado de cultura. De ahí que el culto en las religiones inferiores se caracteriza generalmente por ruido, la acción extravagante y exhibición espectacular. Esto se demuestra especialmente en sus danzas sagradas, que son en su mayoría [[violencia|violentas, y desde nuestro punto de vista, fantásticas, pero que se ejecutan en un espíritu de gran seriedad.

La religión hebrea primitiva, como la mayoría de las religiones de la antigüedad, tuvo sus danzas sagradas, las cuales son una característica popular del islamismo en la actualidad. Han sido sabiamente dejadas de lado en el culto cristiano, aunque en muy pocos lugares, como en Echternach, Luxemburgo, y en la catedral de Sevilla, la danza religiosa da un color local a la celebración de alguna festividad. La música instrumental y es un marco más apropiado para la oración litúrgica y los sacrificios solemnes. Los inicios de la música fueron necesariamente groseros. Bajo la influencia de la religión, los cantos rítmicos crecieron hasta convertirse en himnos y salmos inspiradores, que dan lugar a la literatura poética sagrada de muchas naciones. En la religión cristiana la poesía sagrada, la melodía y la música polifónica han sido llevadas a la cima de la perfección. Estrechamente relacionada a la danza religiosa, sin embargo, cuando ha sido debidamente reglamentada y si no se opone al gusto refinado, está el espectáculo de la ceremonia religiosa—el empleo de numerosos ministros oficiantes vestidos con trajes llamativos para llevar a cabo una función solemne y complicada, o la procesión religiosa, en que los ministros, llevando objetos sagrados, van acompañados de una larga fila de fieles, que marchan al son de conmovedores himnos y música instrumental. Todo esto hace una profunda impresión en los espectadores. La Iglesia Católica ha mostrado su sabiduría al tomar para su liturgia tales elementos como lo son la expresión legítima y digna del sentimiento religioso.

b. Regulación de la conducta fuera de la esfera de la obligación moral: Este elemento es común a todas las religiones. Se ejemplifica en las purificaciones, ayunos, privación de ciertos tipos de alimentos, la abstinencia, a veces, de tener relaciones conyugales, el cese de las ocupaciones diarias en determinados días, mutilaciones y dolores autoinfligidos. La mayoría de estos sirven como preparación, inmediata o remota, para los actos solemnes de culto para los que generalmente se requiere la pureza ceremonial. Por lo tanto muchos de ellos están incorporados en ritos asociados estrechamente con el culto divino. La mayoría de estas prácticas se basan en una sensación de idoneidad fortalecida por la costumbre inmemorial; se cree que descuidarlas o despreciarlas trae consigo calamidades, por lo tanto tienen una sanción cuasi-religiosa. En la religión hebrea las prácticas de este tipo descansaban en su mayoría en expresar los mandatos divinos. Esto fue cierto incluso para la circuncisión, que, aun siendo una mutilación de una especie de menor importancia (la única forma de mutilación tolerada en la Antigua Ley), se le dio una significación altamente moral, y fue convertida en la señal del pacto de Dios con Abraham y sus descendientes.

El descanso sabático, transferido en el cristianismo para el domingo, también se basa en un expreso mandato divino. A esta clase de actos de homenaje externos pertenecen también las diversas formas de ascetismo que prevalecen en muchas religiones. Estas son las obras de piedad restrictivas que conllevan molestias, dolor y la abstinencia de placeres legítimos, realizadas voluntariamente con el fin de merecer una mayor proporción de los favores divinos y asegurar más que la santidad y la perfección ordinarias. En las religiones inferiores la tendencia ascética a menudo ha degenerado en formas repulsivas de mortificación sobre la base de fines puramente egoístas. En el cristianismo las diversas formas de negación de sí mismo, en particular los propósitos de perfección ( pobreza, castidad y obediencia) cultivadas en el espíritu del amor divino, han dado lugar al florecimiento de la vida ascética dentro de los límites del decoro religioso verdadera.

c. Regulación de la conducta dentro de la esfera reconocida de la obligación moral: La clase de actos que caen dentro de este ámbito implica que la Deidad soberana es el guardián de la ley moral. Los deberes morales, en la medida en que son reconocidos, son vistos como órdenes divinas. Su cumplimiento merece la aprobación y recompensa divinas; su violación conlleva el castigo divino. Por desgracia, la norma moral de los pueblos en categorías inferiores de cultura ha sido por lo general sumamente defectuosa. Ellos hacen muchas cosas impactantes para nuestro sentido moral sin la conciencia de maldad. Puesto que generalmente se dan a la incontinencia, la poligamia, los hechos de violencia, e incluso al canibalismo, naturalmente les atribuyen los mismos sentimientos y prácticas a sus dioses. La sanción religiosa así concebida le da fuerza tanto al lado bueno como al malo de su imperfecto estándar de conducta. Mientras les ayuda a evitar ciertas formas graves de delito, patentes incluso para mentes de poca inteligencia, fomenta la práctica continuada de goces viciosos que de otro modo podrían ser más fácilmente superados. Éste es particularmente el caso en que estos excesos se han tejido en los mitos de los dioses y las leyendas de héroes deificados, o se han incorporado a los ritos religiosos y se han convertido, por así decirlo, en inviolables. Esto explica como, por ejemplo, entre los pueblos tan altamente civilizados como los babilonios, griegos y romanos ciertos ritos lascivos podían mantenerse en la sagrada liturgia, y también cómo, en la culto al dios azteca de la guerra, los sacrificios humanos con fiestas caníbales pudieron prevalecer a un grado tan chocante. En este sentido, los sistemas religiosos de las categorías inferiores de la cultura han tendido a retrasar la reforma y el avance hacia estándares de conducta más elevados. Ha sido la gloria de la religión de Cristo que, a partir de los más altos principios éticos, le ha señalado a la humanidad el verdadero camino hacia la perfección moral y espiritual, y le ha dado las más poderosas ayudas para la consecución exitosa de este noble ideal.

2. Manifestaciones de la Voluntad Divina

La religión es algo más que el intento del hombre para garantizar la comunión con Dios; también es una experiencia a veces real y a veces imaginaria, de lo sobrenatural. En correspondencia con la profundamente sentida necesidad de la ayuda divina está la convicción de que en numerosos casos se ha dado esta ayuda en respuesta a la oración. Se piensa piadosamente que señales sensibles de la voluntad divina premian los serios esfuerzos del hombre para conseguir la comunión proveedora de felicidad con la Divinidad. Prominentes entre estas señales están los alegados casos de comunicaciones divinas al hombre: la revelación.

a. La revelación: La revelación (o Dios le habla al hombre) es el complemento de la oración (el hombre le habla a Dios). Se siente instintivamente que se necesita para la perfección de la religión, que es una relación personal de amor y amistad. Apenas existe una religión que no tenga sus casos aceptados de visiones y comunicaciones divinas. Para el teísta esto ofrece un argumento presuntivo fuerte a favor de la revelación divina, porque Dios difícilmente dejaría insatisfecho este anhelo legítimo del corazón humano. En efecto, se ha alcanzado plenamente en la religión de Cristo, en la que el hombre ha sido divinamente iluminado en lo que respecta a sus deberes religiosos, y se le ha dado el poder sobrenatural para realizarlos y por ese medio asegurar su perfección.

En las religiones inferiores, en las que se mantiene a la vista principalmente el bienestar temporal, en la víspera de cada empresa importante se busca la certidumbre divina del éxito a través de las formas rituales de adivinación y mediante el uso de la profecía. El oficio de profeta, el portavoz reconocido de la Deidad, es generalmente, pero no siempre, distinto del de sacerdote. Tuvo su lugar legítimo en la Antigua Ley, en la que los profetas divinamente elegidos no sólo hablaban de las cosas por venir, sino también trajo a sus contemporáneos los mensajes de Dios de advertencia y de despertar moral y espiritual. En Cristo el oficio de profeta fue perfeccionado y completado para siempre.

En las religiones inferiores el oficio de profeta es casi invariablemente caracterizado por una excitación mental extraordinaria, tomada por los adoradores como signo de la presencia inspiradora de la deidad. En este estado de frenesí religioso, ocasionado por regla general por narcóticos, danzas y música ruidosa, el profeta emite sus oráculos. A veces la profecía se hace después de salir de un trance, en el que se cree que el profeta fue favorecido con visiones y comunicaciones divinas. En su ignorancia, los adoradores confunden estos estados patológicos con los signos de la morada de la deidad. Su equivalente puede ser visto hoy en las escenas de emoción salvaje, tan común en los resurgimientos religiosos de ciertas sectas, donde los creyentes, bajo la influencia de exhortaciones ruidosas que conmueven el almas, se convierten en presa del frenesí religioso, la danza, gritos, caen en ataques cataléptico, y creen ver visiones y escuchar las garantías divinas de salvación. Muy diferente de estos trastornos mentales violentos son los pacíficos, pero no menos extraordinario éxtasis de muchos santos, en el que experimentan visiones maravillosas y coloquios divinos, mientras que el cuerpo yace inmóvil e insensible. El carácter sobrenatural de estas experiencias no es una cuestión de fe, sino que está avalado por la minuciosa investigación y juicio de las autoridades eclesiásticas y declarado digno de aceptación piadosa.

b. Sanaciones extraordinarias: Hay pocas religiones en las que no se recurra a la ayuda sobrenatural para una curación milagrosa. El testimonio de testigos confiables y los numerosos exvotos que nos han llegad desde la antigüedad no dejan lugar a duda sobre la realidad de muchas de estas curaciones. Era natural que se viesen como milagrosas en una época en que no se entendía el notable poder de la sugestión para efectuar curaciones. La ciencia moderna reconoce que fuertes impresiones mentales pueden influir poderosamente en el sistema nervioso y a través de éste en los órganos corporales, llevando en algunos casos a enfermedades súbitas o a la muerte, en otros, a sanaciones notables. Tal es la llamada curación mental, o curación por sugestión, la cual explica naturalmente muchas curaciones extraordinarias registradas en los anales de las diferentes religiones; sin embargo tiene sus límites reconocidos. No puede restaurar de repente un órgano medio podrido, o sanar al instante una herida abierta causada por un cáncer. Sin embargo, sanaciones como éstas y otras que igualmente desafían toda explicación natural han ocurrido en Lourdes y en otros lugares, y son autenticadas por el más alto testimonio médico.

c. Conversiones repentinas: En la religión cristiana hay muchos casos de conversiones repentinas de una vida de vicio a una de virtudes, de un estado de depresión espiritual a uno de celo entusiasta. Estas son frecuentes en las formas calvinistas del protestantismo, donde el miedo de estar fuera de los elegidos, agravado por caídas en el pecado, conduce a la depresión y miseria espiritual con el anhelo correspondiente por la garantía divina de la salvación. Tales conversiones, que vienen súbitamente y transforman al individuo en un hombre nuevo, feliz en la conciencia del amor divino y activo en las obras de piedad, han sido popularmente consideradas como milagrosas en todos los casos. Que muchas de estas conversiones pueden ser de un orden puramente natural parece ser demostrado por la psicología moderna, que ofrece la teoría plausible del surgimiento impetuoso a la conciencia de actividades subliminales puesta en funcionamiento en forma inconsciente por los anhelos intensos y persistentes de un cambio a una vida mejor y más espiritual. Pero hay que reconocer que esta teoría tiene sus limitaciones. La gracia de Dios puede estar trabajando en muchas conversiones que permiten una explicación natural. Por otra parte, hay conversiones que desafían cualquiera de tales explicaciones naturales como el trabajo de la conciencia subliminal. No puede, por ejemplo, explicar la conversión de San Pablo, quien de ser un enemigo rabioso del cristianismo pasó a ser de súbito en uno de sus más ardientes campeones, un resultado que fue la misma antítesis de su creencia de conciencia y aspiraciones previas. Que su visión de Cristo era real y objetiva lo demuestra la adhesión maravillosa de conocimiento que le trajo a su mente, haciéndolo apto para permanecer indiscutido como uno de los Apóstoles de Cristo. No hay una explicación natural para una conversión de este tipo.

Libros sagrados

Queda una palabra por decir, a modo de suplemento, de la literatura sagrada característica de la mayoría de las religiones superiores. Tanto el lado especulativo como el práctico de la religión contribuyen a su formación. Muchos elementos, acumulados a través de una larga serie de generaciones, entran en la composición de los libros sagrados de las grandes religiones de la antigüedad—los mitos y leyendas tradicionales, las historias del trato providencial de la divinidad con su pueblo; los cantos sagrados, himnos y oraciones; los grandes poemas épicos, las leyes que rigen la actividad social y nacional; los textos de los ritos sagrados y las prescripciones que regulan su exacto cumplimiento; las especulaciones sobre la naturaleza de la deidad, el alma, retribución y vida futura. En algunas de las religiones antiguas, la enorme cantidad de tradición sagrada fue transmitida oralmente de generación en generación hasta que finalmente fue puesta por escrito. En todas las religiones que poseen libros sagrados, hay una tendencia a darles una antigüedad mucho mayor de la que realmente disfrutan, y los consideran como una expresión infalible de la sabiduría divina. Esta última afirmación se desvanece rápidamente cuando se les compara con los libros inspirados de la Biblia, que en lo espiritual y el valor literario está inconmensurablemente por encima de ellos.

El origen de la religión

El origen de la religión se remonta a tiempos prehistóricos. A falta de información histórica positiva, la pregunta sobre el origen de la religión sólo admite una respuesta especulativa. Es la doctrina católica que la religión primitiva fue una religión monoteísta divinamente revelada. Esta fue una anticipación y perfección de la idea de religión, que el hombre desde el principio fue naturalmente capaz de adquirir. La religión, como la moral, tiene aparte de la revelación una base u origen natural. Es el resultado del uso de la razón, sin embargo, sin la influencia correctora de la revelación, es muy apta para ser errónea y distorsionada.

Aplicación Moderna del Principio de Causalidad: La religión, en su ultimo análisis, descansa sobre una interpretación teísta de la naturaleza. El filósofo cristiano llega a ésta por un proceso de razonamiento discursivo, haciendo uso de argumentos extraídos de la naturaleza exterior y de su conciencia interna (vea el artículo Dios). Sin embargo, este es un proceso de razonamiento altamente filosófico, el resultado de los aportes acumulados de muchas generaciones de pensadores. Presupone una mente entrenada para el razonamiento abstracto, y por lo tanto no es fácil para el individuo promedio. Difícilmente puede haber sido el método seguido por el hombre salvaje, cuya mente no estaba capacitada para la filosofía y la ciencia. El proceso por el cual llegó naturalmente a una interpretación teísta del mundo parece haber sido una aplicación sencilla y espontánea del principio de causalidad.

Aplicación Primitiva del Principio de Causalidad: Con toda razón se puede pensar que la opinión del hombre sobre la naturaleza era, en gran medida, similar a la adoptado por pueblos que generalmente no habían ascendido a un conocimiento científico de las leyes de la naturaleza. Reconocen en todos los fenómenos sorprendentes de la tierra, el aire y el cielo el agente inmediato de la voluntad inteligente. El hombre inculto no entiende las causas mecánicas y secundarias de los fenómenos naturales. La causa más conocida son las causas personales y vivientes, él mismo y sus semejantes. La familiaridad con objetos inanimados, como troncos y piedras, armas y utensilios, muestra que incluso estas cosas presentan sólo los movimientos y fuerza que él y sus compañeros deciden impartirles. La acción viviente está detrás de sus movimientos. El resultado natural es que, cada vez que ve un fenómeno que muestra movimiento y energía fuera de su limitada experiencia de causalidad mecánica, es llevado espontáneamente a atribuirla a alguna misteriosa forma de fuerza viva. El trueno sugiere el tronador. Se considera al sol y la luna como seres vivos o los instrumentos de una fuerza viva invisible. La personalidad también se asocia con ellos, especialmente cuando los fenómenos son indicativos de un propósito inteligente.

Así que para el hombre primitivo fue fácil reconocer en y detrás de los fenómenos de la naturaleza la agencia de una mente y voluntad. Pero no fue una cuestión igualmente fácil discernir en la gran diversidad de estos fenómenos la acción de sólo una personalidad suprema. No se puede negar la posibilidad de tal deducción; pero la probabilidad no es muy grande cuando conociéramos cuan difícil habría sido para el hombre primitivo en su falta de experiencia coordinar los diversos efectos de la naturaleza y derivarlos de una y la misma fuente de poder. La tendencia más probable habría sido la de reconocer en los diversos fenómenos la agencia de distintas personalidades, como lo hacen incluso hoy día pueblos incultos de todas partes. Pueblos cuya ignorancia de las leyes físicas de la naturaleza no ha sido compensada por la enseñanza revelada, han personalizado invariablemente las fuerzas de la naturaleza, y, sintiendo que su bienestar dependía del ejercicio benefactor de estos poderes, han llegado a divinizarlos.

La revelación divina salvó al hombre primitivo del peligro de caer en una interpretación politeísta de la naturaleza. Al parecer, tal era la filosofía simple que constituía la base natural de la religión en los tiempos primitivos. Era teóricamente capaz de conducir a un monoteísmo como el de los antiguos hebreos, que veían las nubes, la lluvia, los rayos y las tempestades como signos de la actividad inmediata de Dios. Pero, aparte de la revelación, era muy susceptible de degenerar en un culto politeísta a la naturaleza. Su defecto fue principalmente científico, la ignorancia de las causas secundarias de los eventos naturales; pero se basaba en un principio racional, a saber, que los fenómenos de la naturaleza son de alguna manera el resultado de una voluntad inteligente. Este principio se recomienda a sí mismo ante los filósofos y científicos cristianos.

Teoría de la Intuición: Se han sugerido otras teorías para explicar el origen de la religión. Haremos una breve revisión de las más comunes. Según la teoría de la intuición, el hombre tiene instintivamente una intuición de Dios y de su dependencia en él. Para esta teoría hay varias objeciones serias. Debemos ser conscientes de esta intuición si la tenemos. Una vez más, como resultado de tal intuición, el hombre debe encontrarse en todas partes con una religión monoteísta. La existencia generalizada del politeísmo y la indiferencia religiosa de muchas personas son incompatibles con tal intuición de Dios.

Teoría de la Percepción de Max Muller: Esta no es más que una ligera modificación de la teoría de la intuición. Muller pensaba que la percepción del infinito era la fuente de la religión, siendo adquirida por “una facultad mental que, independientemente de, o mejor dicho, a pesar de, el sentido y la razón, le permite al hombre aprehender el infinito bajo diferentes nombres y en diferentes disfraces” (“Origin and Growth of Religion”, Londres, 1880, p. 23). Pero la aprehensión de lo infinito o de lo indefinido se adapta más bien a las mentes filosóficas que a las simples, y no se encuentra en la generalidad de las religiones. Es la aprehensión de la personalidad soberana lo que da lugar a la religión, no la simple aprehensión de lo infinito. Esta teoría no explica cómo el hombre llega a la noción de tal personalidad.

Teoría del Miedo: Una teoría común entre los filósofos griegos y romanos, favorecida por unos pocos escritores modernos, es que la religión tuvo su origen en el miedo, particularmente el miedo al rayo, tempestades y otros rasgos peligrosos de la naturaleza. Pero el miedo es un sentimiento, y ningún mero sentimiento puede explicar la idea de la personalidad, que puede o no estar asociada con un objeto peligroso o aterrador. El miedo, como la esperanza, puede ser uno de los motivos que llevó al hombre a la adoración de la deidad, pero tal adoración presupone el reconocimiento de la deidad, y el miedo no puede explicar este reconocimiento. Ya hemos visto que el miedo no es el tono predominante, incluso en las religiones más bajas, como lo demuestra el uso universal de los ritos que expresan alegría, esperanza y gratitud.

Teoría Animista: Una de las teorías favoritas de los tiempos modernos es la teoría animista. Fue presentada con gran erudición por E. B. Tylor. Según esa teoría, en consecuencia de una fuerte tendencia a personificar, los pueblos primitivos llegaron a ver todas las cosas como con vida, incluso los troncos y las piedras. También tenían una noción tosca sobre el alma, derivada de sueños y visiones experimentadas al dormir y en el desmayo. Al aplicar esta idea del alma a las cosas inanimadas, que consideraban como vivas, llegaron a asociar a los espíritus poderosos con grande fenómenos de la naturaleza y llegaron a rendirles culto. Los defectos de esta teoría son tales que la desacreditan ante los ojos de muchos eruditos. En primer lugar, no es cierto que los pueblos incultos confundan lo vivo con lo no vivo hasta el punto de que consideren vivas hasta las piedras. Ciertamente, sería extraño si el hombre incivilizado no estuviese a la par al menos con la bestia en la habilidad para distinguir entre objetos familiares inanimados y aquellos que muestran vida y movimiento. Ahora bien, mientras que el hombre de grados de cultura inferiores tiene una noción tosca de las almas, no necesitan ese concepto para llegar a la idea de la agencia personal en la naturaleza. Todo lo que necesitan es la noción de causa personal, la cual obtienen de la conciencia de ellos mismos como fuentes de poder y acción intencional. Hay toda razón para pensar que esta idea es anterior al concepto de alma (vea animismo.)

Teoría del Fantasma: Esta teoría, cuyo campeón inglés prominente lo fue Herbert Spencer, identifica la noción primitiva de religión con el servicio o propiciación de los parientes difuntos, y le atribuye el culto a las grandes deidades de la naturaleza a las aplicaciones erróneas del culto a los ancestros. Se dice que las primeras grandes ofrendas religiosas fueron ofrendas de alimentos, armas y utensilios hechos para las almas de los muertos, cuyas ocupaciones, necesidades y gustos en la otra vida se pensaba eran similares a las de la existencia terrenal. A cambio de estos muy necesarios servicios, los muertos le daban ayuda y protección a los vivos. Una serie de disparates llevó al reconocimiento y culto a las grandes deidades de la naturaleza. Los pueblos migratorios de más allá del mar o de las montañas vinieron a ser conocidos como los hijos del mar o de la montaña. Las generaciones posteriores, al confundir el significado del término, fueron llevados a considerar al mar o a la montaña como sus ancestros vivientes y a rendirles culto. Una vez más, los héroes difuntos, llamados Sol, Trueno, Nube-Lluvia, luego de un tiempo llegaron a ser confundidos con el sol real y otros fenómenos naturales, dando así lugar a la concepción de las deidades naturales y el culto a la naturaleza.

Los defectos de esta teoría son evidentes. Errores como estos pudieron haber sido cometidos por un individuo estúpido de la tribu, pero no por todos los miembros de la tribu, y menos aún por las tribus en toda la tierra. Una serie de errores triviales y fortuitos no pueden explicar un hecho tan universal como el reconocimiento de las deidades de la naturaleza. Si la teoría del fantasma fuese cierta, deberíamos encontrar que las religiones de los salvajes consistan exclusivamente de culto a los antepasados, lo cual no es el caso. En todas las religiones inferiores, donde se encuentran ofrendas de alimentos a los muertos, también encontramos deidades a la naturaleza reconocidas y distinguidas cuidadosamente de los héroes muertos. Entre los pigmeos del Congo del Norte, considerados una de las razas más inferiores, hay un reconocimiento reverente a una Deidad suprema, pero no hay rastro de culto a los antepasados. Así, no hay buena base para la afirmación que el culto a los antepasados ha sido la primera forma de religión, ni tampoco lo necesitamos para explicar la religión, en sentido estricto, en ninguna de sus formas. Se trata de un crecimiento paralelo que ha surgido y se ha mezclado con la religión propiamente dicha. Este último es de origen independiente.

Teoría del Fetiche: Esta teoría deriva la religión del uso y veneración de fetiches. Un fetiche es un objeto (generalmente lo suficientemente pequeño como para ser transportado) en el cual se piensa que reside un espíritu, que actúa como un genio protector para el dueño que lo lleva, y quien lo venera debido al espíritu que mora en él. En general, es el curandero o mago quien hace el fetiche, y lo llena con el espíritu. Se utiliza hasta que su ineficacia se vuelve evidente, cuando es dejado de lado como algo sin valor, en la creencia de que el espíritu residente se ido de él. Ahora bien, el uso de dichos objetos no puede ser la forma principal de religión. En primer lugar, no hay forma actual de religión conocida en la que el fetichismo sea el único elemento constituyente. Entre los negros de África occidental, donde llamó la atención por primera vez, los espíritus fetiches son a lo mejor sólo seres inferiores, pero, en general distintos del supremo cielo-dios y de las poderosas deidades de la naturaleza asociadas con el mar y el trueno. Una vez más, la idea de persuadir a los espíritus de que se alojen en troncos y piedras y se conviertan en propiedad de los portadores, es la antítesis misma de la religión, la que implica el sentido de dependencia en la Deidad. Lejos de esta última idea derivarse de la anterior, hay muchas razones para ver en el fetichismo una noción pervertida de la religión. (Vea fetichismo).

Teoría del Tótem: Esta teoría coloca el origen de la religión en el totemismo, una institución semi-religiosa, semi-social que prevalece principalmente entre las tribus salvajes. En ciertas tribus, cada uno de los clanes componentes tiene una deidad tutelar íntimamente asociada con una determinada especie de animal o planta, la cual es venerada por el clan como sagrada e inviolable, y al cual se le llama el antepasado del clan. Los individuos de las especies a menudo se consideran como especialmente sagrados a causa de la divinidad inmanente. Por lo tanto el animal o planta totémica normalmente no es utilizado para la alimentación por el clan que lleva su nombre. Se dice que la unión de clanes en tribus bajo la dirección de un clan superior ha dado lugar a la absorción de las deidades totémicas más débiles en la del clan gobernante, con el resultado de que surgen las deidades totémicas superiores. No era más que un paso más para el reconocimiento de una deidad suprema. El totemismo trabaja bajo muchas de las dificultades del fetichismo. En ningún lugar nos encontramos con la religión del totemismo puro. Entre los indios de América del Norte, donde el totemismo ha florecido con el mayor vigor, los tótems son completamente opacados por las grandes deidades del cielo, aire y agua. La distinción entre ellos y los espíritus del tótem es absoluta. En ninguna parte las grandes deidades llevan los nombres de animales o plantas como una marca de origen totémico. En la mayoría de las religiones del mundo, no hay rastros del totemismo, vestigios del cual deberían estar diseminados si hubiese sido la fuente para todas las demás formas de religión. El tótem, como el fetiche, presupone la misma cosa que necesita ser explicada, la creencia en la existencia de agentes personales invisibles.

Universalidad de la religión

A. Estudio Histórico

De lo que ya se ha dicho, es evidente que la religión, aunque a menudo imperfectamente concebida, en condiciones normales de la existencia humana, es el resultado inevitable del uso de la razón. Es natural, entonces, que la religión, al menos en alguna forma ruda, debería ser un rasgo característico en la vida de todos los pueblos. Esta verdad fue ampliamente cuestionada durante los últimos siglos, cuando la extensión de los viajes a las tierras inexploradas dio lugar a varios informes que afirmaban la ausencia de religión entre muchas tribus indígenas de Asia, África, América y las islas del Océano Pacífico. Uno a uno, estos informes han sido anulados por las declaraciones opuestas de los viajeros y misioneros mejor calificados como testigos, de manera que hoy día subsisten muy pocos pueblos de los que no se pueda decir con certeza que poseen alguna forma, aunque degradada, de religión.

Estas raras excepciones no prueban la regla, pues son tribus insignificantes que, en la lucha por la existencia, han sido impulsadas por sus enemigos a regiones inhóspitas, donde las condiciones de vida son tan miserables como para provocar su degeneración a un estado casi de barbarie. Una degradación de este tipo puede ser fatal para el sentimiento de la religión. Un ejemplo notable es la tribu indígena del sur de California entre los cuales el padre Baegert, un misionero jesuita, trabajó durante muchos años. En el relato que dio de sus experiencias, una traducción de los cuales se publicó en el “Informe Smithsoniano” de 1864, testificó sobre la estupidez de ellos y de su absoluta falta de religión. Sin embargo, es prácticamente seguro su descendencia de un tronco indígena que tenía ideas religiosas bien definidas. El Padre Baegert observó unos pocos vestigios de una creencia ancestral en una vida futura, por ejemplo la costumbre de ponerle sandalias en los pies de los muertos, cuya importancia los indios no podían explicar. Una degradación mental como ésta puede implicar la pérdida de la religión. Pero esta degradación es extremadamente rara.

Por otra parte, siempre que existan tribus en condiciones normales, se observa que poseen algún tipo de religión. Los informes erróneos de los primeros viajeros, que afirman la falta de religión donde la religión existe en realidad, se han debido ya sea a una observación superficial o a un malentendido sobre lo que debería llamarse religión. Algunos han aceptado como religión sólo una idea elevada de la deidad, junto con ritos bien organizados de culto público, la ausencia de los cuales ha sido a menudo establecida como una ausencia de religión. Una vez más, los veredictos desfavorables han sido con frecuencia sobre la base de una estancia de sólo uno o dos días con tribus que hablan una lengua desconocida, como por ejemplo en el caso de Verrazano y Américo Vespucio. Pero, aun cuando los observadores han permanecido durante meses entre los pueblos incultos, algunas veces han encontrado muchísimas dificultades para obtener información con respecto a las creencias y prácticas religiosas; la sospecha de que el hombre blanco estaba tratando de obtener alguna ventaja sobre ellos ha llevado más de una vez a los salvajes a recurrir al engaño para ocultar su religión. Es el juicio sereno e imparcial de los antropólogos de hoy que no hay ningún pueblo notable que esté absolutamente carente de religión.

B. Perspectivas

Pero se puede hacer una pregunta más amplia: Si la religión ha sido universal en el pasado, ¿tenemos alguna garantía de que persistirá en el futuro? ¿Acaso el avance de la ciencia moderna no se ha caracterizado por una progresiva sustitución en la naturaleza de una agencia mecánica por una de carácter personal, con el resultado inevitable, como un escritor lo ha expresado, de que Dios un día será retirado de su universo al no ser ya necesario? A esto podemos responder: El avance de la cultura científica moderna es fatal para todas las formas de religión politeísta, en el que las causas secundarias son confundidas, por ignorancia, con las causas personales. La bien establecida verdad científica de la unidad de las fuerzas de la naturaleza está en armonía sólo con la interpretación monoteísta de la naturaleza. El monoteísmo cristiano, lejos de ser incompatible con la verdadera ciencia, es necesario para suplementar y completar la limitada interpretación de la naturaleza que ofrece la ciencia. Esta última, al estar basada en la observación y el experimento, tiene como ámbito de estudio legítimo sólo las causas secundarias de la naturaleza. No puede decir nada de los orígenes, nada de la gran causa primera, de la cual procede el universo ordenado. Al sustituir las leyes físicas por lo que se pensaba anteriormente que era la acción directa de la agencia divina, no ha explicado la dirección inteligente, con propósito de la naturaleza. Se ha limitado a rechazar la cuestión un poco más atrás, pero la dejó con su respuesta religiosa tan inoportuna como siempre.

Es cierto que en las naciones civilizadas modernas se ha afirmado una notable tendencia al escepticismo y la indiferencia religiosa. Es un síntoma de malestar, de una reacción excesiva poco saludable, de la visión simplista de la naturaleza que prevalecía en la ciencia y la religión en tiempos pasados. En el orden material, la ignorancia sobre las causas naturales de los rayos, las tempestades, los cometas, los terremotos, las sequías y las plagas, ha llevado a los pueblos incultos a ver la agencia sobrenatural directa en su producción. Para ellos la naturaleza en sus aparentemente caprichosos estados de ánimo ha tenido el aspecto más bien de ama que de sierva. Su sentido de la dependencia ha sido así agudo y constante; su necesidad de la ayuda Divina ha sido sumamente apremiante. Por otro lado, el amplio reconocimiento entre los pueblos cultos del reino de la ley lleva al hombre a buscar remedios naturales en situaciones de emergencia, y sólo cuando éstos fallan recurre a Dios por ayuda. La civilización moderna, al eliminar muchos flagelos de la antigüedad que fueron vistos como sobrenaturales, al disminuir grandemente el rango de lo milagroso, al unir a la naturaleza de mil maneras al servicio benéfico, ha tendido a crear en el corazón del hombre un sentimiento de autosuficiencia que tiende a debilitar la virtud de religión. Que esta tendencia, sin embargo, es un disturbio anormal y pasajero en vez de una característica permanente, se puede ver por la inquebrantable fe cristiana de muchos de los más grandes exponentes de la cultura científica (por ejemplo, Clerk-Maxwell, Sir John Herschell, Lord Kelvin, en Inglaterra, Faye, Lapparent, Pasteur en Francia). Se muestra todavía en forma más sorprendente en la conversión del escepticismo a la fe cristiana de distinguidos académicos como Littré, Romanes, Brunetière, Bourget, Coppée y Ruville von. Estos y otros pensadores profundos reconocieron que el deseo profundamente asentado en el corazón humano por la comunión con Dios dadora de felicidad, nunca puede ser acallado por la ciencia o por cualquier otro propuesto sustituto de la religión.

Influencia civilizadora de la religión

La religión en sus formas más elevadas ha ejercido una profunda influencia en el desarrollo de la cultura humana. En la reconocida esfera de la moralidad, ha ofrecido motivos poderosos para la recta conducta; ha sido la principal inspiración de la música, la poesía, la arquitectura, la escultura y la pintura; ha sido la influencia dominante en la formación de una literatura permanente. En todas las civilizaciones antiguas, los principales representantes y transmisores de la cultura más elevada fueron los encargados de los ritos religiosos. La religión ha sido una fuerza poderosa en la vida de las naciones, cultivando en el corazón del hombre una búsqueda de cosas mejores, un tono saludable de alegría, esperanza, felicidad, resignación en las calamidades, perseverancia en medio de las dificultades, una disposición para el servicio generoso, en fin un espíritu de optimismo magnánimo, sin el cual ninguna nación puede elevarse a la grandeza.

Mucho más notable ha sido la influencia del cristianismo en la transformación y la elevación de la sociedad. Sus enseñanzas éticas elevadas, el ejemplo sin par de su Divino Fundador, el principio fundamental de que todos somos hijos del mismo Padre celestial y por lo tanto estamos obligados a tratar a nuestros semejantes, no sólo con justicia, sino con misericordia y caridad, el espíritu de generosidad, el servicio a costa del propio sacrificio, que surge de la devoción personal al Divino Salvador y que impulsa a la práctica de las virtudes heroicas, teniendo todo esto como meta la perfección espiritual del individuo y la unión de todos los hombres a través de un vínculo común de fe y culto en una Iglesia divinamente constituida. Todo esto ha ejercido una poderosa influencia en el aplacamiento y el perfeccionamiento de los pueblos bárbaros de la Europa primitiva, al derribar las barreras de los prejuicios raciales, y al formar una sociedad común de muchas naciones, en el que se reconoce la idea, aunque aún no alcanzada plenamente, de un reino universal de paz, de justicia, castidad, caridad, reverencia por la autoridad, compasión por los afligidos, una difusión general de conocimientos útiles, y en definitiva una participación común en todo lo que hace a la verdadera cultura.

En ninguna parte las obras de caridad florecieron en tal variedad y vigor como en tierra de cristianos. La religión cristiana ha sido siempre la gran fuerza conservadora, la que favorece el orden establecido y la ley, y la que se ha opuesto a las innovaciones apresuradas destinadas a causar una perturbación profunda en las instituciones religiosas o políticas existentes. El valor de esa fuerza en los asuntos humanos es incalculable, aunque en ocasiones puede retrasar por un tiempo el reconocimiento general de algún principio de valor permanente en la ciencia, la economía o la política.

Mientras, en la civilización moderna las instituciones estatales están compartiendo con los hospitales cristianos, asilos y escuelas el trabajo del ministerio de caridad que en otro tiempo dependían exclusivamente de la Iglesia, mientras que las ciencias y las artes ya no necesitan la influencia protectora de la religión, no es menos cierto que, en el orden social y moral, la necesidad de la religión correcta es más urgente que nunca. No ha dejado de ser el gran poder social que trabaja para el mayor bien de la nación. Sólo la religión puede mantener viva en la gente una devoción a los ideales elevados, el respeto a la autoridad establecida, la preferencia por medidas pacíficas para garantizar las reformas políticas e industriales, y un alegre espíritu de perseverancia a pesar de la oposición poderosa. Religión significa optimismo generoso; irreligión significa pesimismo sórdido. La religión es, también, la que presenta los motivos más altos y eficaces para la edificación del carácter en el individuo, para el cumplimiento consciente de sus deberes morales.

El cristianismo no desdeña los fundamentos puramente seculares de la moral, como el amor a la virtud y el odio al vicio, la autoestima, el respeto a la opinión pública, el temor a sanciones legales; sino que las refuerza y completa por los poderosos motivos que son el fruto de la enseñanza de Cristo, el más grande maestro ético que el mundo ha visto jamás—el amor de Dios, la devoción personal a Jesús, el sentido de la presencia de Dios, y el pensamiento de la retribución divina. Estos motivos, hechos sobrenaturales por la gracia, ejercen una poderosa influencia en el desarrollo de una conformidad interior a la regla de la conducta recta, que distingue el valor moral genuino de la demostración simple de la mera exposición exterior de respetabilidad. La religión indica y hace posible el cumplimiento de los deberes del hombre para consigo mismo, su familia, su vecino y el Estado. En la medida que se ajusta a la enseñanza de la religión se mostrará como un celoso promotor y observador de la virtud cívica. En pocas palabas, dondequiera que nos encontramos la observancia práctica de la religión correcta, encontramos el orden social en un alto grado. La nación que intencional y sistemáticamente rechaza la religión se priva del factor operativo más poderoso en la construcción y mantenimiento del bienestar público verdadero; está en la pendiente de la ruina social y política.

Estudio científico moderno de la religión

erudición moderna ha prestado mucha atención al estudio de la religión. De este estudio multilátero han surgido las ramas modernas conocidas como la historia de la religión, la religión comparada y la psicología de la religión, todas las cuales se complementan y completan por la disciplina más antigua, la filosofía de la religión.

A. Historia de la religión:

Ésta tiene como su campo de acción la exposición precisa y sistemática de los datos positivos que van a constituir las diferentes religiones externas del mundo—los ritos, las costumbres, las restricciones, los conceptos de la deidad, los libros sagrados, etc. Su punto de vista es puramente histórico. Estudia cada religión al margen de la cuestión de su valor espiritual y el posible origen sobrenatural, simplemente como una expresión externa de la creencia religiosa. A este estudio se adhiere un interés comprensivo, ya que hay pocas religiones, por muy toscas que sean, que no representan el esfuerzo sincero del hombre de acercarse a la comunión con Dios. El trabajo realizado en este campo ha sido inmenso. Se han acumulado datos religiosos de cientos de fuentes diferentes, y se han traducido cuidadosamente los libros sagrados de las grandes religiones orientales, los eruditos tienen al alcance de su mano un estudio muy fiable de las principales religiones del mundo.

B. Religiones comparadas:

Muy unido a la historia de las religiones, de las cuales ha crecido, es la religión comparada. El alcance de esta disciplina es el estudio comparativo de los muchos elementos comunes a las distintas religiones con el fin de determinar su pensamiento y propósito subyacente, y así descubrir si es posible las causas de su génesis y persistencia. En algunos casos, donde se hallan semejanzas de una especie extraordinaria en dos o más religiones, se trata de determinar si estas semejanzas implican dependencia. También admite una comparación más amplia de una religión con otra con el fin de estimar su valor relativo. Pero, al igual que la historia de las religiones, los datos que utiliza, no se ocupa como una ciencia del asunto de si cualquier religión es verdad. La religión comparada ha contribuido a un mejor entendimiento de las diversas fases de la religión externa; ha demostrado que ciertos ritos y costumbres ampliamente difundidos han sido el producto natural del pensamiento humano en grados inferiores de cultura. Nos ha capacitado para reconocer en las religiones superiores elementos que son sobrevivientes de etapas de pensamiento anteriores. Pero sus principios de comparación han de ser usados con gran cuidado, pues fácilmente pueden ser puestos al servicio de teorías contradictorias y visionarias. Los escritos de autores como Frazer y Reinach ofrecen muchos ejemplos de conclusiones injustificadas con el apoyo de comparaciones forzadas.

C. Psicología de la religión:

Esta disciplina estudia los diferentes estados psíquicos implicados en, y asociados con, la conciencia religiosa. Se ocupa de lo extraordinario y lo anormal, así como con el ejercicio normal del intelecto, las actividades volitivas, emocionales e imaginativas puestas en marcha por la religión. No intenta reivindicar el carácter sobrenatural de estas experiencias psíquicas o mostrar su conformidad con la verdad objetiva. Al visualizarlos simplemente como estados mentales, trata de averiguar en qué medida pueden explicarse por causas naturales. En el corto período de su existencia le ha dado mucha consideración a los fenómenos de conversiones repentinas, el frenesí religioso, el sentido de la presencia de Dios que experimentan los cristianos piadosos y las extraordinarias experiencias de los místicos, católicos y no católicos. Ha tenido éxito en la búsqueda de la explicación natural de algunas de estas experiencias, pero, como ya se ha señalado, tiene sus limitaciones.

D. Filosofía de la religión:

La filosofía de la religión es la corona y compleción de las diversas disciplinas ya mencionadas. Lleva a la mente inquisitiva allá de la esfera de la causalidad natural al reconocimiento de la gran Causa Primera personal y fuente de todas las cosas, y muestra que una interpretación satisfactoria del universo es posible sólo en el reconocimiento de Dios. Es la ciencia que examina el valor de la religión, e investiga con escrutinio cuidadoso las bases de la creencia teísta. En su modo de proceder y en la elección de argumentos muestra una variación considerable, debida en gran medida a las diferentes teorías del conocimiento que obtiene en el mundo de los filósofos. Desde la crítica de Kant a los argumentos escolásticos para la existencia de Dios, ha habido una fuerte tendencia en muchas escuelas a descuidar los argumentos cosmológicos y teleológicos, y a ver la evidencia de la sabiduría y la bondad divinas más bien en la mente humana que en la naturaleza exterior; está comenzando una reacción. Algunos de los principales exponentes de la ciencia biológica reconocen ahora que la evolución, como una explicación adecuada de la variedad de la vida orgánica, es necesariamente teleológica, y no vacilan en declarar que el universo es la manifestación de una mente creativo y controladora.

Bibliografía: Además de las obras en latín de SANTO TOMÁS, SUÁREZ, LUGO, MAZZELLA, etc., se puede consultar a los siguientes autores: VAN DEN GHEYN, La Religion, son origine et sa définition (París, 1891); HETTINGER, Natural Religion (Nueva York, 1893); JASTROW, The Study of Religion (Nueva York, 1902); BOWNE, The Essence of Religion (Boston, 1910); LILLY, The Great Enigma (Nueva York, 1892); LANG, The Making of Religion (Nueva York, 1898); IDEM. Myth, Ritual and Religion (Londres, 1899); MILL, Three Essays on Religion (Londres, 1874); KELLOGG, The Genesis and Growth of Religion (Nueva York, 1892); MARTINEAU, A Study of Religion (2 vols., Londres, 1888); BRINTON, The Reliqious Sentiment (Nueva York, 1876); DE BROGLIE, Problèmes et conclusions de l’histoire des religions (París, 1886); VERNES, Hist. des religions, son esprit, sa méthode, et ses divisions (París, 1887); JORDAN, Comparative Religion; its Genesis and Growth (Nueva York, 1905); FOUCART, La méthode comparative dans l’histoire des religions (París, 1909); JAMES, The Varieties of Religious Experience (Londres, 1903); PRATT, The Psychology of Religious Belief (Nueva York, 1907); AMES, The Psychology of Religious Experience (Boston, 1910); WUNDT, Völkerpsychologie (Leipzig, 1904-07); CAIRD, Introduction to the Philosophy of Religion (Glasgow, 1901); CALDECOTT, The Philosophy of Religion in England and America (Nueva York, 1901); LADD, The Philosophy of Religion (Nueva York, 1905); PFLEIDERER, The Philosophy and Development of Religion (2 vols., Edimburgo, 1894); EUCKEN, Christianity and the New Idealism (Nueva York, 1909). Vea también las bibliogrfías de los artículos sacerdocio y sacrificio.

Fuente: Aiken, Charles Francis. “Religion.” The Catholic Encyclopedia. Vol. 12. New York: Robert Appleton Company, 1911.

http://www.newadvent.org/cathen/12738a.htm

Traducido por Luz María Hernández Medina.

Fuente: Enciclopedia Católica