TEOLOGIA NATURAL

Basándose en la capacidad que tiene el hombre de conocer naturalmente a Dios (Sab 3,1-9; Rom 1,18-21), la teologí­a natural o teologí­a filosófica es el estudio crí­tico y sistemático del problema de Dios, de su existencia, de sus atributos, de sus relaciones con las criaturas, pero hecho tan sólo con las facultades humanas o naturales.

El primer ejemplo de teologí­a natural lo encontramos en Aristóteles, en su Metafí­sica, donde se habla en dos ocasiones de una theologiké epistéme o theologiké philosophí­a para indicar, entre las ciencias teoréticas, aquella ciencia, distinta de la filosofí­a natural o fí­sica y de la matemática, que se ocupa de “lo que es”, del ser y que se remonta desde sus diversos grados a la causa primera, explicación de todo (motor inmóvil). En la antigüedad, este concepto de teologí­a marcadamente filosófico se desarrolló también en el estoicismo, con la creencia en la presencia en el mundo de la acción de un Logos divino universal, y en el neoplatonismo, con la nostalgia humana del retorno a lo Uno, principio de origen del mundo.

A partir de la Edad Media, sobe todo con santo Tomás de Aquino, que distingue claramente entre lo que puede conocerse de Dios ,,1umine rationis naturalis” y lumine divinae revelationis” (5. Th. 1, q. 1, a. 1), la teologí­a natural será considerada cada vez más como un modo imperfecto, incompleto, preparatorio para el conocimiento de Dios por revelación. Pero este equilibrio, por así­ decirlo, entre la teologí­a natural y la teologí­a sobrenatural, elaborado por santo Tomás, quedará roto sucesivamente en el curso de la historia, primero por la Reforma, escéptica ante una posibilidad filosófica de conocer a Dios, y luego por el deí­smo ilustrado, con su pretensión de encerrar a la religión en los lí­mites solamente de la razón humana, excluyendo toda forma de revelación sobrenatural. El concilio Vaticano I, contra estas dos corrientes opuestas, es decir el fideí­smo y el racionalismo, definirá la existencia de una teologí­a natural, pero sin precisar ni su alcance ni su contenido (cf DS 3004, 3026).

Actualmente, respecto a esta disciplina se advierte cierto distanciamiento por parte de numerosos filósofos contemporáneos, que sostienen que, al tratar del problema de Dios, es más teologí­a que filosofí­a. De todas formas, la existencia de una teologí­a natural, claramente distinta de la teologí­a qua tale, basada en la revelación, se afirma normalmente en el ámbito católico como una refexión imprescindible sobre los presupuestos necesarios para comprender la fe en general.

G. 0cchipinti

Bibl.: K. Rahner, Oyente de la Palabra. Herder Barcelona 1967. A, González ílvarez, Teologí­a natural, Madrid 1949. H, Kúng, ¿Existe Dios ?, Cristiandad, Madrid 1979; X, Zubiri, Naturaleza, historia, Dios, Alianza Editorial, Madrid 91987; íd” El hombre Dios Alianza Editorial, Madrid 1984;, Monn, Para decir Dios, Verbo Divino, Estella 21992.

PACOMIO, Luciano [et al.], Diccionario Teológico Enciclopédico, Verbo Divino, Navarra, 1995

Fuente: Diccionario Teológico Enciclopédico

I. Aspecto filosófico
1. Historia de la teologí­a natural
La problemática objetiva, en extremo compleja, de la t.n. (o de la teologí­a filosófica) se ve clara mediante una mirada crí­tica a algunos aspectos de su historia. La teologí­a filosófica tradicional, de orientación eclesiástica y apologética, cuyo ideario escolástico fue organizado al comienzo de la edad moderna en la disciplina de la t.n., pregunta – y eso desde los primeros apologistas del s. II – “si” existe Dios; con ello da por supuesto, irreflexivamente, que se entiende “qué cosa” sea Dios, y da por aclarado cómo haya de entenderse la realidad total para que pueda razonablemente preguntarse por él. Históricamente, la pregunta abreviada de la t.n. tradicional tuvo por efecto que se pensara podí­a preguntarse por Dios como por un objeto metafí­sico particular entre otros, y así­ la cuestión de Dios (de manera general desde Ch. Wolff, + 1754) se relegó a la metafí­sica especial, en vez de tratarse en la metafí­sica general, como es lo originario objetiva e históricamente.

En esta transposición de la dimensión metafí­sica, era obvio que se asignara a Dics un lugar particular en el ámbito del ser, a saber, la trascendencia entendida como un más allá sin referencia alguna (-> deí­smo), y que su acción, no obstante la crí­tica de Kant, se pensara implí­citamente a la manera de una causa particular cientí­fico-natural (cf. las pruebas de la existencia de Dios basadas en las ciencias naturales, como el comienzo del mundo, el aumento de la entropí­a). De esta decadencia de la cuestión de Dios se aleja la moderna t.n. por el retorno a las fuentes escolásticas, particularmente a Tomás, y por la interpretación de la metafí­sica a la luz del pensamiento moderno, sobre todo a la luz del pensamiento trascendental y existencial ontológico. Sin embargo, ante la profundizada problemática filosófica de las bases, todaví­a le queda la tarea de reflexionar, antes de todo responder y demostrar, sobre el horizonte de inteligencia, sobre el sentido y el campo lingüí­stico de la metafí­sica, y de presentar su cuestión fundamental, la cuestión del ser y de Dios, en una explicación hermenéutica fundamental, como una cuestión primigenia, llena de sentido y necesaria.

2. La posibilidad de la teologí­a natural
a) Apertura del horizonte bajo el que se pregunta. La cuestión sobre el ser y sobre Dios recibió su impulso y dirección, a la postre, de la cuestión del hombre sobre si mismo, pues el hombre sólo es él mismo en la apertura al ser en general y, en ella, a la razón absoluta del todo. Esta relación fundamental – filosófico-religiosa – del hombre con lo absoluto es interpretada en sus dos polos, el hombre y el ser absoluto, por la metafí­sica y la antropologí­a filosófica. Si el origen y el sentido del hombre y del mundo que le corresponde se determinan por la relación con lo incondicionado (o absoluto), en consecuencia el hombre tiene que conocer lo incondicionado mismo, para que así­ pueda comprender su propio destino y el del mundo. Por eso, la pregunta del hombre sobre cómo él haya de entenderse a sí­ mismo, en la que entra la pregunta sobre su inteligencia del mundo, apunta a la cuestión sobre Dios, y hasta es en su núcleo esta cuestión misma. Esa pregunta única, con muchos estratos, se le plantea necesariamente al hombre; pues, como ser espiritual inacabado, él mismo es radicalmente la búsqueda de lo incondicionado que lo llene y le dé la salvación, y tiene que decidirse ineludiblemente ante lo absoluto por la determinación práctica de la libertad consciente de sí­ misma, la cual incluye el momento de una interpretación teórica de sí­ misma y del mundo.

b) La base de metafí­sica del conocimiento. El conocimiento humano, especialmente el metafí­sico, como interrogante y finito que es, no puede constituir productivamente su objeto por la espontaneidad autónoma del sujeto; sólo entra en contacto cognoscente con la realidad en la medida en que se deja determinar por ésta misma en una experiencia intuitiva. Por eso, también el conocimiento filosófico de Dios debe apoyarse completamente en la revelación de Dios, que se manifiesta libremente a sí­ mismo en la experiencia humana. La t.n. en su estricta forma tradicional, mirando a la posibilidad de controlar y comunicar el pensamiento, no comienza su demostración de la existencia de Dios por la -> experiencia religiosa o existencial (cf. posibilidad de conocer a -> Dios, -> existencia), sino por un fenómeno diario, indubitable, p. ej., el cambio, o, como prueba puramente metafí­sica o trascendental en el sentido más estricto, por la estructura necesaria del ente inmediatamente experimentado como tal, o del espí­ritu que experimenta. En tal caso, la presencia de Dios está tan oculta en el fundamento empí­rico de la prueba, que apenas puede mostrarse por un análisis de la experiencia, y así­ sólo es demostrable con evidencia por una conclusión racional, que se basa en la intuición de la dimensión metafí­sica.

Pero el plus de dimensión metafí­sica respecto de la experiencia dada sensiblemente sólo puede verse y demostrarse como verdadero y real, si no procede solamente de la espontaneidad subjetiva del pensamiento humano, que confí­a libremente o afirma con necesidad, sino que se debe por completo al encuentro recipiente y cognoscente con la realidad misma y, consiguientemente, con la experiencia (-> metafí­sica). Sí­guese que la actividad constructiva y demostrante del pensamiento metafí­sico, en análisis y abstracción, sí­ntesis y conclusión, no hace más que abrir y esclarecer reflejamente el espacio de la percepción espiritual receptiva, sin ir más allá del mismo (aunque sí­ va más allá de lo que es accesible en forma inmediata y explí­cita a la mirada que se centra directamente en la experiencia). Mas como los principios de conclusión metafí­sica no sólo son ontológicamente válidos, sino también necesarios para el pensamiento, o sea, pertenecen a la esencia del pensamiento, la experiencia en que se funda un principio no se añade exterior y casualmente al pensamiento, sino que le antecede como su origen.

Esta -> experiencia trascendental es la claridad primigenia de la realización espiritual de sí­ mismo y del ser; en tal experiencia la conciencia humana llega a sí­ misma en cuanto se ve en el todo de la realidad y experimenta cómo ella y la totalidad del mundo están fundadas en el absoluto y son llamadas por el (-> irracionalismo). Esa experiencia fundamental, para su propio esclarecimiento y para su apropiación personal refleja, impulsa desde sí­ misma hacia el pensamiento que la analiza explí­citamente según su esencia y realidad. El pensamiento se articula primeramente como pregunta; pero, como pregunta sobre el fundamento último, el sentido absoluto y la verdad incondicionada, ya de antemano esboza formalmente la única respuesta adecuada. Sin embargo, la respuesta sólo se halla expresamente cuando el pensamiento, y en el la experiencia fundamental, se encuentra con el objeto concreto mundano – que puede ser el pensamiento -, descubre en virtud de su propia claridad los estratos más profundos del mismo, que no son directamente denominables en la mera experiencia objetiva, a saber, su naturaleza contingente y su fundamentación por parte de Dios, y ahí­ siente concretamente su propia confirmación y plenitud. Por eso, la cuestión sobre el fundamento es desde luego una estructura de pregunta dada necesariamente – a priori – en el hombre, pero su esencia y dinámica están constituidas por la precedente experiencia del fundamento incondicionado, y se acredita en cl encuentro intelectual con el mundo. A causa de la tensión del conocimiento entre la experiencia y el concepto reflejo, la t.n. se encuentra esencialmente en un doble peligro: o bien, por razón de la cercaní­a a la experiencia, el de descuidar el rigor del análisis y de la sí­ntesis lógicos y conceptuales, mediatos y con ello positivamente mediadores, limitándose, p. ej., a la indicación existencial; o bien, por razón del desarrollo lógico formal, el de olvidarse de preparar la posibilidad de inteligencia ontológica y existencial del concepto por la interpretación fenomenológica de la experiencia.

3. El desarrollo de la teologí­a natural
a) La interpretación del sentido del ser. En la experiencia fundamental, en el aspecto ontológico y en el de la metafí­sica del conocimiento, la afección por parte del -> absoluto es el fundamento de la apertura del hombre al todo de la realidad o al -> ser en general; mientras que, en el aspecto de la teorí­a del conocimiento, para el conocimiento expreso y explí­cito, que retorna a tientas a su origen, el ser como horizonte ontológico del mundo está dado antes que el ser subsistente. De donde se sigue que io absoluto sólo puede alcanzarse en el conocimiento reflejo por el espacio ontológico ilimitado de la realidad o del ser como un todo; en caso contrario, sólo serí­a pensado como ente supremo que, junto con los otros entes finitos, participarí­a de un mismo ser – a saber de un ser uní­voco, con carácter lógico de tipo racionalista – en lugar de fundar con su donación, por fundamentarse a sí­ mismo sin origen, el espacio de la -> participación para todo lo finito. Si, pues, la t.n. no es una disciplina filosófica independiente, sino, como interpretación del ser de cara a su fundamento absoluto, sólo el desarrollo último de la ontologí­a, o sea de la interpretación del ser en su sentido universal, y si juntamente con ella forma la metafí­sica general; sí­guese que su primera tarea será esclarecer, en unidad con la ontologí­a y la -> antropologí­a filosófica, el sentido del ser. La interpretación del sentido del ser decide si Dios puede ser conocido, en qué aspecto y en qué medida.

Como quiera que la -> trascendencia de Dios no puede ser exhaustivamente captada en la inteligencia y comprensión finita, sin duda cambiará históricamente la inteligencia fundamental del ser, y así­ aparecerán nuevos aspectos en la imagen de Dios, con lo cual también se modificarán análogamente la imagen del hombre, que es la base empí­rica del conocimiento de Dios (eomo el lugar preferido de la revelación de Dios en el mundo), el principio de la ascensión a Dios (consiguientemente, la definición de la relación entre -> Dios y el mundo), y la concepción de las “pruebas” de la existencia de Dios. Así­, p. ej., el poder y la unidad, la verdad y la bondad (-> trascendentales), el fundamento y el fin, el sentido y la perfección, la beatitud, la justicia, el amor o la llamada, pueden venir a ser clave de la inteligencia del ser y de Dios, cuyos distintos aspectos, sin embargo, se mantienen trabados, más allá de una mediación conceptual formal, por la mismidad del Dios incondicionado, que aparece en los diversos modos de experiencia. La -> historia e historicidad de la inteligencia del ser, que antecede a la metafí­sica misma, pide de la t.n. que, a pesar de la necesaria indagación de las fundamentales estructuras permanentes, sin embargo, por razón de su propia inteligibilidad y eficacia, trate de hablar partiendo de la actual inteligencia del ser y así­ acierte a la vez con el punto de partida en la experiencia y con la inteligencia histórica que el hombre tiene de si mismo en un determinado momento.

b) La construcción sistemática de la t.n. explica finalmente el carácter incondicional del ser por la triple y única ví­a (-> analogí­a del ser de la negación, afirmación y referencia al -> misterio (teologí­a negativa), por la referencia a su centro y fundamento en el ser subsiste e incondicional de Dios. La demostración de la realidad de Dios incluye ya en principio toda la definición filosófica de la naturaleza y del obrar de Dios. La construcción tradicional de la t.n. (1.°, existencia de Dios; 2°, naturaleza de Dios; 3°, obrar de Dios) puede tener ventajas didácticas para la articulación conceptual, pero oscurece la radical unidad del conocimiento filosófico de Dios, para el que la esencia y existencia de Dios sólo son accesibles como una unidad a partir de sus obras, de sus efectos finitos. Por eso, el empeño central de la t.n. debe dirigirse a la prueba de la existencia de Dios, señaladamente a sus fundamentos; y no al ancho despliegue de las consecuencias lógicas. En estas pruebas Dios no sólo se acepta, p. ej., según el modelo de la explicación cientí­fico-natural, como posible fundamento hipotético de explicación, sino que es conocido también como condición necesaria, sin la cual lo finito mismo no podrí­a existir.

Las pruebas metafí­sicas de la existencia de ->Dios reconocen como finito y contingente (-> contingencia) al ente concreto por razón de su diferencia ontológica respecto de la esencia infinita e incondicionada del ser, y, por tanto, como ontológicamente secundario y fundado por otro (-> causalidad), que, como razón o fundamento adecuado, tiene que ser él mismo infinito e incondicionado. Las formas de la demostración meta-fí­sica varí­an no sólo por el punto empí­rico de partida para probar la contingencia, sino, sobre todo, de acuerdo con el distinto acento de la inteligencia del ser, por la diversa fundamentación de lo finito por parte de Dios, la cual no debe pensarse únicamente a manera de causa eficiente.

Comoquiera que la contingencia y la fundamentación de lo finito sólo pueden conocerse por la espontánea e implí­cita aprehensión previa del ser y de Dios por parte del espí­ritu humano, la prueba metafí­sica implica – bajo el aspecto de la metafí­sica del conocimiento – un factor trascendental, y así­ en raí­z es personal, incluso cuando se parte de lo infrapersonal. Y a la inversa, la presencia precisamente del ser incondicionado, el cual se abre a la metafí­sica y no puede reducirse al hombre, es lo que posibilita la prueba trascendental, que presenta a Dios como la condición de posibilidad de la acción espiritual humana y posibilita la ascensión a Dios mismo partiendo de la inmanencia de la conciencia y del concepto de Dios. La prueba metafí­sica y la trascendental se complementan, y así­ se implican mutuamente.

4. El sentido de la teologí­a natural
La filosofí­a no lleva al hombre por vez primera y de modo fundamental ante Dios, ni, por ende, ante el ámbito esencial de su ser humano, pues él se experimenta ya siempre como tocado constitutivamente en el fondo de su vida por Dios, y desenvuelve esta experiencia espontánea, aunque todaví­a imperfecta, en las formas del entender explí­cito mediante el lenguaje y el concepto. El conocer teórico es, por tanto, un factor originario y esencial en la vida humana misma, que busca comprenderse y dirigirse reflejamente. El hombre quiere saber reflejamente que con su fe en Dios está en la verdad y, como ser social, quiere comunicar de manera inteligible y fundada su visión creyente del mundo. Tiene que poderse entender racionalmente a sí­ mismo y al mundo en su relación con Dios, si no quiere que su fe escape al encuentro o confrontación con el mundo y se deslice así­ hacia lo sentimental o a un existencialismo inauténtico. Si la experiencia fundamental está oculta y el comprender espontáneo es aún imperfecto; si, por otra parte, se impone al hombre la tarea de configurar responsablemente, es decir, a ciencia y conciencia, su propia vida, y si él sabe que esta configuración se pone en peligro por la ideologí­a y el error; sí­guese el deber y la necesidad de llevar hasta el fin, es decir, de desarrollar filosóficamente, el entender espontáneo mediante el empeño expreso de asegurar el conocimiento de la esencia y del sentido de la realidad. En lo cual el conocimiento de Dios mismo es el cumplimiento de la dinámica del conocimiento dentro de la filosofí­a.

La t.n. plenamente desarrollada no es el caso normal de este saber necesario, sino que representa su roboración y corrección cientí­ficas, las cuales tienen gran importancia para el hombre moderno, que se guí­a por la reflexión, está marcado por la ciencia y se halla expuesto al pluralismo de las concepciones del -> mundo.

Sin embargo, una t.n. que se entiende rectamente a sí­ misma no transmite al hombre una seguridad objetiva (como, p. ej., en la prueba matemática), en que por su saber sobre Dios pudiera asegurarse contra la exigencia del Dios real. La fuerza y el rigor de la prueba metafí­sica, en que se reflejan indirectamente la incondicionalidad, la validez universal y el carácter ineludible de la exigencia de Dios, dependen de intuiciones fundamentales, cuya evidencia sólo se abre por la entrega total de la persona humana, por su receptividad purificadora en la voluntad moral (-> voluntarismo) y por la apertura existencial a lo infinito o incondicionado.

II. La teologí­a natural ante la teologí­a de la revelación
El magisterio eclesiástico (Dz 1622 1650 1670 1785 1806 2145; cf. también 1786), apoyado en la Escritura (sobre todo Sab 13, 1-9; Rom 1, 18-21) y la tradición, sostiene la posibilidad de un conocimiento natural de Dios y, por tanto, un doble conocimiento de Dios, uno apoyado en la revelación histórica y otro fundado inmediatamente en la intuición racional; sus elaboraciones cientí­ficas son la teologí­a (de la revelación) y la t.n. Esta duplicidad sólo es posible y tiene sentido si las dos especies de conocimiento de Dios se completan en unidad armónica. Si la teologí­a no ha de caer, por obra de la t.n., en una pretensión extraña a su naturaleza, el principio estructural de esta unidad debe esbozarse desde la teologí­a como fin y cumplimiento y, por tanto, desde la estructura de la comunicación de -> Dios mismo por la gracia.

Como y porque la gracia tiene carácter de revelación, la naturaleza humana orientada a la gracia, y en consecuencia a Dios, es espí­ritu inteligente, -> potencia obediencial, pues de lo contrario la gracia no podrí­a llegar al destinatario en su carácter de revelación. Por eso el espí­ritu humano, que por el conocimiento está referido al Dios que libremente puede comunicarse a sí­ mismo, es la condición de posibilidad de la -> gracia y la -> revelación (-> teologí­a trascendental), condición que ésta libera en su derecho propio. Esa referencia trascendental del espí­ritu humano a Dios como principio sin principio – y así­, sin duda, a Dios Padre – funda e inicia el conocimiento natural explí­cito de Dios, aprehensible también filosóficamente, si bien la totalidad efectiva y concreta de tal conocimiento, por razón de la universal oferta de la gracia que Dios hace, pueda ya estar influida por ésta.

El conocimiento natural de Dios no brota de las fuerzas propias de la criatura, que, a base de un ser natural previo, común a Dios y a ella, tratara de dominar la trascendencia de Dios (K. Barth; teologí­a -> dialéctica), sino que ha de entenderse como condición y factor interno de la manifestación histórica del Padre en Cristo. La trascendencia incomprensible de Dios aquí­ conocida, su acción universal y su personalidad son el fundamento y el horizonte permanentes y suprahistóricos (por más que su conocimiento esté matizado históricamente) a partir de los cuales son posibles y pueden esperarse una acción y una aparición de Dios dentro de la historia, por las que, sin embargo, él no se diluye en la historia. Este primer estrato permanente del conocimiento divino se funda en la libre acción creadora de Dios, por la que él se revela a sí­ mismo, y, por tanto, ya en el Logos, en que todo fue creado, y esto no sólo por lo que se refiere a los entes mundanos, desde los cuales es conocido Dios, sino también por lo que respecta a la potencia cognosctiva del hombre, cuyo acto de conocimiento es posibilitado por Dios.

La progresiva manifestación de Dios en la historia de la -> salvación, señaladamente en el AT, no debe ser interpretada (en el tratado teológico De Deo uno) como repetición o ilustración del conocimiento natural y metafí­sico de Dios (de la t.n.), sino como historia de la manifestación de Dios que prepara inmediatamente la revelación histórica de Cristo. En tal manifestación Dios aparece no sólo en su propia esencia, metafí­sicamente cognoscible, sino que además, en su obrar histórico, él muestra quién quiere ser libremente para el hombre.

Partiendo de la múltiple gradación de la manifestación única de Dios, que se despliega históricamente, se determina el lugar teológico de la t.n. Esta se presenta como una función esencial preteológica de la teologí­a misma. Por tanto, ha de ocupar un puesto central en la formación de los teólogos, para abarcar así­ la manifestación total de Dios e introducir adecuadamente en la fe por la predicación (acceso a la -> fe [A]).

Como introducción preparatoria y remota a la revelación de Cristo, no debe presentarse en oposición explí­cita o implí­cita (por el horizonte de inteligencia) con la imagen de Dios contenida en la revelación, sino que la prepara mediante un concepto filosófico de Dios, el cual está por lo menos abierto a una posible revelación. Pero la t.n. no puede predeterminar la revelación y marcarle lí­mites, p. ej., haciéndose – en forma racionalista – base cerrada de la religión (racional), o anticipando el contenido de la revelación mediante lo naturalmente cognoscible. Por eso, la imagen de Dios de la t.n. (como imagen abstracta, relativamente indeterminada todaví­a, que mantiene abierta la fundamental pregunta existencial de hombre por la salvación o la gracia de Dios) debe distinguirse precisamente de la imagen de Dios dada en la fe, de suerte que, por razón de esta diferencia, en que se atestigua la libertad de la revelación, el Dios de la filosofí­a no es aún el Dios de la fe (cf. también Filosofí­a de la -> religión).

BIBLIOGRAFíA: Cf. la bibl. de conocimiento de -> Dios, pruebas de la existencia de ->Dios, -> metafí­sica, filosofí­a de la religión. – P. Descoqs, Praelectiones theologiae naturalis, 2 vols. (P 1932-35) (bibl.); M. Chossat – X. Moisant, Dieu: DThC IV 756-1296; P. Tillich, Biblische Religion und die Frage nach dem Sein (St 1956); G. Colombo, La cognoscibilitá di Dio nell’insegnamento del Magisterio ecclesiastico: SC 85 (1957) 325-391; W. Schulz, Der Gott der neuzeitlichen Metaphysik (Pfullingen 1957 y frec.); J. Ratzinger, Der Gott des Glaubens und der Gott der Philosophen (Mn 1960); J. F. Donceel, Natural Theology (NY 1962); E. Przywara, Religionsphilosophische Schriften (Schriften II) (Ei 1962); K. Rahner, Oyente de la palabra (Herder Ba 1967); W. Brugger, Theologia naturalis (Ba – Fr 21964) (bibl.); E. Coreth. Metafí­sica (Ariel Ba 1966); B. Weite, Heilsverständnis (Fr 1966); J. B. Lotz, Der Mensch im Sein (Fr 1967); K. Riesenhuber, Existenzerfahrung und Religion (Mz 1968); A. González í„lvarez, Teologí­a natural (Ma 1949).

Klaus Riesenhuber

K. Rahner (ed.), Sacramentum Mundi. Enciclopedia Teolσgica, Herder, Barcelona 1972

Fuente: Sacramentum Mundi Enciclopedia Teológica

La teologia naturalis tal como ahora se entiende es una teología construida aparte de la revelación. Jamás ha existido en la iglesia en forma pura, ya que ella está claramente comprometida en algún grado con la revelación. Así que, el papel que se le ha dado en la teología cristiana ha sido subsidiario y, usualmente, preparatorio para la teología de la revelación. Esto es así, sea como «preámbulos» en Tomás de Aquino (Summa Theol., I, q. 2, art. 2), o como analogía, por ejemplo, en Butler (The Analogy of Religion, Natural and Revealed, to the Constitution and Course of Nature). Desde el siglo dieciséis se la usa casi universalmente como introducción a la dogmática.

La base para la teología natural en la iglesia es una supuesta cualidad en el hombre que le capacita para conocer a Dios como Creador, si es que no como Redentor. Se supone que, al menos, la teología natural nos capacita para saber que Dios existe y, en cierta medida, cómo es él o por lo menos cómo no es él. Este conocimiento rudimentario será, entonces, el punto de partida para un entendimiento más pleno de Dios y, por tanto, de la relación divino-humana.

Karl Barth atacó, en este siglo veinte, radicalmente la teología natural: «Yo soy un reconocido oponente de la teología natural» (The Knowledge of God and the Service of God, London, 1938, p. 6). Esto se debe a que ella desvirtúa el carácter completo y único de Cristo como la revelación de Dios. Para Barth no existe otra fuente de conocimiento de Dios que Jesucristo como es presentado en las Escrituras.

La teología natural busca apoyo escritural principalmente en Ro. 1:18ss.; Hch. 14:15–17 y 17:22ss. en el NT y en ciertos salmos «naturales» (p. ej., 19, 104) y Job en el AT.

Véase también Revelación Natural.

BIBLIOGRAFÍA

Karl Barth, Church Dogmatics, I, 2, secciones 23–24; E. Brunner y Karl Barth, Natural Theology; H.L. Mansel, The Limits of Religious Thought; C.C.J. Webb, Studies in the History of Natural Theology.

T.H.L. Parker

Harrison, E. F., Bromiley, G. W., & Henry, C. F. H. (2006). Diccionario de Teología (604). Grand Rapids, MI: Libros Desafío.

Fuente: Diccionario de Teología