El pasaje comienza enmarcando el ambiente.
El foco está puesto en la gente y sus sentimientos: se sentían con expectativas y presentaban suposiciones. No era cualquier pregunta la que se hacían. Nada más ni nada menos que el gran interrogante por el Salvador prometido. ¿Era este el Cristo, el Mesías, aquel que tanto esperamos desde tiempos remotos y de quien nuestros padres y madres nos han hablado tantas veces? ¿Es éste el que salvaría nuestro pueblo de todos los males que venimos cargando hace ya tantos siglos? Ciertamente no era cualquier pregunta. No era una simple expectativa. En ese solo gesto se concentraba toda la historia de un pueblo: la pasada, la presente y la futura. La gente esperaba esto de Juan. Pero él deja en claro que su ministerio no puede ni por cerca compararse con lo que el verdadero Mesías realizaría.
Y aquí entra en escena el Espíritu. Su rol en este pasaje se vincula con la realización de las expectativas mesiánicas, así como lo confirman muchos textos del Antiguo Testamento (Ez 36:26ss; Is 44:3; Jl 3:1, entre otros). La imagen del fuego tampoco es fortuita; todo lo contrario. Ella evoca a las teofanías, así como a la columna de fuego que guía al pueblo de Israel en el desierto o la revelación a Moisés en la zarza.
En este sentido, es interesante notar que Lucas no pone el énfasis del relato en el bautismo, el cual se menciona muy brevemente en el versículo 21. Pone, sí, centralidad en la teofanía. Más aún, aparece otra imagen muy recurrente en este autor: Jesús orando. Cada suceso central de su caminar ministerial, el cual Lucas relata cual historiador puntilloso, va acompañado de un momento de quietud, meditación o ruego (6:12; 9:18; 11:1; 23:46).
“El cielo se abrió”, es una expresión muy común en la literatura apocalíptica de la época. Con ello, el bautismo se transforma en un suceso que se proyecta más profundamente en su significado. Representa el cumplimiento de las expectativas históricas del pueblo (Is 42:1-4) –aquellas presentes en el inicio del relato– y la imaginación de un futuro que traería consigo las transformaciones tan esperadas para la vida de la comunidad.
Este pasaje es muy rico en la diversidad de elementos que nos presenta. Podemos percibir la emotividad de sus actores, personas que se congregan tras un deseo, una esperanza. Por otro lado, toda la narración se dibuja en el telón de fondo de la historia de Israel, donde convergen elementos religiosos, políticos, sociales, teológicos y culturales. Por último, la acción directa de Dios a través de hechos cercanos a la tradición de la gente en sus imágenes, pero a su vez sorprendentes y extraordinarios.
Cotidianeidad e historia; política y creencia; gestos y milagros; todo forma parte de la misma trama, que va tejiéndose poco a poco en el relato.
Hay varios elementos conclusivos que podríamos rescatar de este pasaje. En primer lugar, como en innumerables historias en los Evangelios, llama la atención el locus teológico que se conforma en este relato. Dicho lugar se construye en la convergencia de todos los elementos enunciados anteriormente, desde los más pequeños hasta los más complejos. Desde los sentimientos y afectos cotidianos hasta las elucubraciones teológicas más profundas. Lo central es que así se edifica la fe y así se sigue a Jesús. El relato pudo haber comenzado por la apertura del cielo y el descenso de la paloma. Pero no. El contexto histórico y los sentimientos de la gente no se mencionan por casualidad. Ello se debe a que toda manifestación divina y enunciación de la fe tiene su contexto, en el cual convergen historias, expectativas, teologías, discusiones, sentimientos, gestos, etc. Y con ello no nos referimos a la verdad de Perogrullo sobre el hecho del “contexto social” del lenguaje de la fe, como un simple escenario. Nos referimos a la importancia de los sentidos, los sueños y los gestos. En otros términos, el escenario de la fe es nuestro propio cuerpo, en su multiplicidad de movimientos, en su poder inherente para sentir, doler, resistir y dar, en su irremediable necesidad de ser junto al otro/a, en su capacidad constitutiva de ir “más allá” de lo que se nos presenta como dado e infranqueable. Así es la fe: abierta, sorpresiva, sensible, humana, placentera, como propia nuestra corporalidad.
Por, es central en este pasaje la figura del Espíritu. Su acción cumple diversas facetas. Por un lado, se revela como figura que confirma el mesianismo de Jesús, sello de las expectativas del pueblo. Por otro, también actúa como sujeto que bautiza a los y las creyentes, a través de la persona de Jesús. Esto es sumamente significativo. Los y las presentes van al desierto a cumplir con el ritual de purificación y conversión propios de la tradición judía, seguramente por verse imposibilitados/as de hacerlo dentro de las estructuras y normativas oficiales del Templo, por ser parte de la masa excluida de los centros urbanos. Por todo esto, el bautismo de Jesús posee una significación que va más allá de cualquier rito establecido.
Podríamos mencionar tres elementos importantes sobre el significado de este bautismo en el Espíritu:
Que éste sea nuestro compromiso: aprender a vivir una espiritualidad que se atreva a ir más allá de las fronteras que hemos aprehendido, fronteras trazadas de forma absoluta, que hacen de la vida a la medida de un cerco impenetrable e infranqueable. Que nuestra religión no sean ritos vaciados en su mecanismo rutinario sino una práctica cuyo significado se oriente a amar la vida en su plenitud, a incluir a todos y todas sin excepción, y que abogue por la liberación de quienes se encuentran cautivos en cercos que limitan la libertad.